PO'STINJÄYÄ

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POꞌSTINJÄYÄ

El color de las flores amarillas

Entre sueños, escuché el siseo del tzuˈtzawi, el pájaro de mal agüero, aquí dentro, donde
anidan las visiones, luego, nomás estuve soñando con zopilotes hasta el amanecer. Más
noche comenzaron a ladrar los perros, una retahíla de aullidos plañideros acompañaba el
canto del tecolote, entre que acechaban los espíritus agoreros, oí el revoloteo de la mariposa
negra, aquí mismo, donde aguardan los desvelos y volví a soñar con malos presagios,
nahuales y, muertos. Soñaba tamañitos sueños, y me despertaban cada vez más los
sobresaltos.

En el silencio de la noche, el viento soplaba en tremolina, arrastraba las hojas secas de los
tamojos sobre la tierra salpicada de sereno, después, como si las tamujas hubieran quedado
atoradas entre las junturas de las casas y de los pretiles agrietados, se oía el bisbiseo de la
brisa, seguida de murmullos; rumores balbucientes rasgaban la envoltura de las
ensoñaciones. La noche, como todas las noches otoñales, añublada y lluviosa parecía
envoltorio, cubierta de sombras, nubes y estrellas mustias. El aire frio de octubre olía a
flores amarillas.

—¡Despiértate, Cayetano! —escuché aquí cerca del oído.

—¿Qué sucede, Refugia? —contesté.

—Los perros aúllan. ¿Lo oyes?

—Le ladran a la luna.

Así le dije porque vi fulgores atravesando las rendijas de los tablones.

—¡Dios! Ya les dio por mal anunciar. No vaya a ser tía Tomasa, dicen que ya está por
colgar el delantal.

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—Desde hace días que agoniza y no se muere. ¿Será su pecado? Dicen las maledicencias
que la vieja conjuraba a los demonios, arrojaba escupitajos, mientras hacía embrujos y
salaciones se contorsionaba y trababa los ojos. Dicen también que ojeaba a los niños con
sus ojos de tecolota, luego, los abrazaba y les untaba la mollera con saliva para quitarles la
aflicción, para calmarles el llanto. Además, la soñaban convertida en culebra, cuanto más,
si estaban aquejados de alguna enfermedad, asegura la gente.

—Son habladurías de la maldecida gentuza. Tía Tomasa se prestaba para hacer secretitos,
limpias y ensalmos, hasta cortaba ombligos, por eso la culpan de sus males. Nunca faltan
las malas lenguas; las malgastan inventando embustes. ¿Escuchaste los chillidos?

—Andan sueltos los espantajos. Además, predicen la muerte.

—Tengo miedo, Cayetano —dijo arrimando su asustadizo cuerpo.

Trastornados por tan desdichados presagios, los sueños fueron cubriéndose de figuraciones,
entretejiéndose uno tras otro como los hilos de las telarañas, o los bejucos de las
enredaderas, interrumpidos de vez en cuando por el aullar del aire.

—¿Lo oíste, Cayetano? —balbuceó, después que sus soñolientos ojos se hubieran
entrecerrado. —No me salgas con que es mi oído nada más —añadió.

Escuché ruidos en el trastero de la cocina.

—Es el gato, Refugia —dije.

—No, Cayetano, es tía Tomasa. Su espíritu vagabundea. Pobrecita mujer, ¡que Dios se
apiade de su alma! —dijo entrecerrando sus ojos y se hizo la cruz.

—Descansa en paz, tía Tomasa —balbució y volvió a persignarse.

—Te digo que es el gato, Refugia, a lo mejor está merodeando el sancocho de tasajo
cocido.

—Es tía Tomasa. Estaba parada en el corredor de la casa. ¿La miraste, Cayetano?

—Ni su sombra que yo pudiera ver.

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—Entonces, será cosa de mis sueños.

—¿Hasta cuándo te dejarán los malos sueños, Refugia?

—No lo sé. Algún día, si es que mi alma encuentra descanso.

Dio la vuelta y desprendió un suspiró.

—¡Lástima sea! sino fuera por estos cansancios, estuviera contigo a ladito de tu petate, tía
Tomasa, escuchando tus desahogos y reconfortándote con mis consuelos. Mañana, Dios
mediante, si no amanezco entelerida, iré al entierro, y de regreso procuraré tu novena para
librarte de los tormentos —murmuró, como si de este modo quisiera remediar su pena.

—Duérmete, Refugia, a esta hora de la noche, la vieja estará añudando el mecapal.

—Sí, Cayetano. Ya verás, de repentito voy a encontrarla por allí, y le voy a decir que se
acuerde de mí, que no me deje sola; prefiero verte, aunque solamente sea en mis sueños tía
Tomasa que vivir muerta de tu olvido. Así voy a decirle.

—Dile lo que te dé la gana. Solo te pido que me dejes dormir. Si de vigilias se trata, de
sobra tengo con tus tartajeos.

—Dormite pues, aunque me inquieten los espantos, no voy a molestarte. Y no me estés


culpando de tus trasnochadas, ¿caso yo tengo tus ojos? ¿Caso es obligación tu desvelo?

—Vos, Refugia, ya pareces ahuizota que mal predice.

—Ahuizota digas, cuando nos esté cargando la huesuda, Cayetano.

Entre que atisbaban los aparecidos soñábamos cada vez más, como si los rigores de la
contrición redimieran la vida. Esta vida que cada uno muere a cada ratito, con la esperanza
perpetua que algún día volvamos a sentir otra vez.

Sube la aurora teñida de coloraciones, sube salpicada de luminosidades, y el alba matinal


ciñe de aires crepusculares, de auras celestiales la inmensidad de la nada.

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En la madrugada de cualquier día, el cielo de Känämä amanece límpido, fulgurado de
tornasoles, fulgores luminosos desvanecen las sombras de la noche. Allá en el horizonte,
donde brilla la estrella más grande, se extienden retazos de nubes sobre las colinas, vapores
traslúcidos que el viento disipa conforme despunta el sol. Pero en noviembre los días son
brumosos. Las neblinas que bajan de las montañas poco a poco van asentándose encima de
los tejados, y el pueblo acaba hundiéndose en la espesa niebla que ni distinguir se puede.
Entonces, la tarde, la noche y la madrugada se tornan frías, humedecidas de rocío.

—Antenoche, en mis sueños, te vi liar los bártulos, Tomasa, disponer los ajuares, y cargar
el hatillo por el camino que va al camposanto, ibas contentísima, parecía que la mudanza te
había aliviado la congoja. Ahorita, estás a la mano de Dios, esperando su justicia. ¡Ojalá te
diera el cielo para consuelo de tu alma! —murmuró el hombre, mientras caminaba por los
callejones empedrados.

—‹‹¿Qué tanto alegas, Celerino?›› —escuchó.

—Estaba diciendo mis ruegos —contestó.

—‹‹Mejor alista mi novenario››.

Miró a los lados para encontrarse con la voz, pero sus ojos vislumbraron oscuros
sombrajos. Enseguida, Celerino oyó resuellos soplándole su oído.

—Es el viento —dijo.

A la vuelta de la esquina vio una mujer que franqueaba la bocacalle. Traía arrebujada la
cabeza con su rebozo de lana; debajo del embozo, la cuenta del rosario colgaba de sus
manos. Caminaba presurosa, parecía que el atraso aligeraba sus pies.

—¿Es usted, doña Marciana? —preguntó Celerino.

—Soy Eulalia —contestó sin quitarse el rebujo.

—¿A dónde va usted con tanta prisa?

—A rezarle a la muerta… ai me alcanzas.

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“¿Quién le dio aviso?” —quiso decir, pero Eulalia atravesaba el callejón de donde había
salido. Iba parpadeada de cucayos, arrastraba una sombra alargada parecido al vuelo de su
refajo. Celerino se quedó allí, con la pregunta traspuesta en la boca, con la duda
arremolinándose en su cabeza.

—‹‹Seguí haciendo tu plegaria, tal es la necesidad de mi ánima›› —escuchó, luego,


desapareció tras las oscuras callejuelas. Más allá de la cuadra, Celerino bordeó el adoquín
de la ermita, atravesó la plazuela y se detuvo junto a la horconadura del saledizo. Con el
nudo de sus dedos tocó la puerta de la casa. A la vez que dijo: “noches”. La casa estaba en
penumbras. En el corredor de flores marchitas los perros gimotearon temerosos. “Aquí no
vive gente” —pensó.

Volvió a tocar. Esta vez, la amarillenta luz de la candela alumbró las junturas de las tablas.
“Este pueblo tiene vida, creí soñar” —murmuró Celerino.

—¿Quién es? —preguntó el alcalde.

El rechinido del camastro y una tos carrasposa interrumpió sus ensimismamientos.

—Soy Celerino —contestó, conteniendo su aflicción.

—¿Qué quieres?

—Se murió mi mujer, don Mariano.

—Es por eso que desde hace noches están que llore y llore los chuchos, lo más seguro es
que ya olieron el tufo de la catrina. Le dices a don Fausto que ya me diste aviso, le dices
también que levante el acta.

—Está bien, mañana le digo.

Volvieron a ladrar los perros. En el cielo, las estrellas brillaban deslucidas, y las nieblas que
bajaban de las montañas poco a poco se extendieron sobre el pueblo, inundaron las calles
de cerrazones.

—‹‹Apúrate, Celerino, necesito mi rezo›› —oyó otra vez.

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—Ahorita mismo voy a casa de doña Marciana —contestó.

Su aparición encandilaba las visiones, colmaba de atisbos la noche, y enervaba las flores
amarillas.

En el reverberar del sol, las nubes se impregnaban de absorciones, en tanto la brisa,


salpicada de rocío, apelmazaba las canaladuras de las techumbres; soplaba el aire y las
gotas tremolaban como lágrimas, resbalaban sobre las enhiestas hojas de los helechos,
cuyas estremecidas frondas raspaban las paredes blanqueadas con cal. El pueblo envuelto
de nubes luminosas parecía soñar, como si no quisiera despertarse de sus adormecidas
ensoñaciones, aunque arreciaba la llovizna, la puerta del juzgado estaba entreabierta.

—Día —dijo Celerino. El secretario se hizo el desentendido.

—Dijo don Mariano que levantes el papel de mi difunta mujer.

—¿Qué horas se murió? —preguntó don Fausto, mientras buscaba el libro de actas en el
cajón del escritorio.

—A eso de la media noche.

—A qué horas dije.

—No sé, en casa no tenemos péndola y ni como saber la hora. Pero puedo calcular el
tiempo, pues, en ese momento la luna resplandecía a medio cielo. Antecito, la había visto
despuntar allá tras la lomita, casi al anochecer, hora en que fui a cortar ruda y albahaca,
pues mi mujer, ¡que diosito la guarde en su santa morada!, estaba quejándose de la
aflicción.

—¿De qué murió?

—De dolencia. Pues, verá usted, comenzó con un dolorcito, aquí merito, donde sacude el
corazón, y después se le fue regando por todo su cuerpo. Ante todo, le di cosido de
camomila para calmarle los ramalazos, pero ni remedio hizo y su dolencia fue arreciéndose
cada vez más. Le dio calambres en las manos, espasmos en los pies, y en el último jadeo,

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todavía alcanzó a decir: ¡Me muero, Celerino! Eso fue lo que dijo, después, dejó de hablar.
Solamente escuché la fatiga de su respiración, el estertor de su pecho en agonía. Luego, sus
ojos se fueron apagando en cada parpadeo, y se fue muriendo poquito a poquito conforme
le restregaba las manos para reavivarle la sangre.

—¿Qué dijo el doctor?

—El doctor no estaba a esa hora. Días antes, le había puesto sobre su pecho ese aparato con
que se tapan los oídos y escuchan la enfermedad. Yo creo que habló con la mismísima
muerte, pues, en cuanto quitó el aparato de su oído, me dijo: “Celerino, ya nada se puede
hacer; es más, ya no tiene remedio su mal”. Lo creerá usted o no, estoy seguro que presintió
su desgracia.

—¿Los testigos?

—Yo estaba solito, es que mi pobre mujer estaba que agonizaba y agonizaba y no se moría,
cada vez más decía: “me muero, Celerino”, al ratito estaba pidiendo café con pan. De modo
que ya nadie quiso cuidarla, porque se cansaron de la velada. Va usted a ver, que anoche,
tan siquiera que le hicieran rezo, a pesar del ruego que le hice al padre Emilio, y murió
desasistida sin el consuelo de su alma.

—Más tarde vienes a recoger el papel, de paso, dile a Ciriaco, el pantionero, el lugar del
entierro.

Celerino ya se iba, pero antes que traspusiera el umbral de la puerta, escuchó la


exhortación.

—¡Y no te olvides de la morralla, el alcalde quiere la paga!

—¿No me dejan enterrarla así nomás, don Fausto?

—No. En estos tiempos, ni para la tinta tenemos.

—Yo también ni para la vela tengo, mucho menos para costear el entierro —suplicó
Celerino, pero el secretario no contestó, había comenzado a escribir en el legajo de bordes
coloridos.

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Este lugar, salpicado de claridades, contornado de sombras, hay un espacio donde el tiempo
si al caso es tiempo, aquí, el aire se contiene, la vida se detiene entre el crepúsculo del
atardecer y los entreluces del amanecer como si se hubiera estancado la noche; las miradas
distinguen trasluces fosforescidos que iluminan el lugar donde estamos soñando.

Entre sueños, la vi venir por el camino que va al camposanto, traía puesta su nahua
colorada y huipil blanco bordados con pájaros y flores; no la reconocí, pues, traía la cabeza
envuelta con una mantilla negra, tal cual manda el padre Emilio que vayamos a misa de
vigilia. En sus manos sostenía un ramo de flores de difunto y una veladora de parafina.

—¿Es usted, tía Tomasa? —le dije al acercarse.

—Soy yo, Refugia —contestó haciendo a un lado el velo de su cara.

—¡Ya lo presentía! Estaba segura que te vería otra vez. Ya le decía a Cayetano: “De todos
modos ha de andar visitando todavía, antes que se vaya al cielo, ya lo verás, de repentito
voy a encontrarla vagando por allí”. Gracias a dios que te encontré, ya no estás enferma
¿verdad? Te veo rejuvenecida. No como aquella vez, cuando estabas en cama, con tu carne
reseca, casi pegada sobre tus huesos y tus ojos repletos de sombra… parecías muerta en
vida.

—Sí, Refugia, ya sané de mi mal… tócame ya estoy bien.

Con mis dedos tenté su tieso pellejo, como si estuviera pellizcando la salazón, hasta pensé
que mis uñas iban a hundirse en la dureza de su carne.

—¿Quién te curó, tía Tomasa? Es que yo también ando mala —pregunté.

—¿Qué tienes, Refugia? —contestó.

—Angustias. Siento que la tristeza aprieta este pecho que hasta ahoga mi respiración;
además, en cada suspiro, se va escapando un pedacito de vida, siento que voy a morirme de

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la pena. Creo que esta enfermedad me va a matar. Pero yo no quiero morir. Aunque toda
enfermiza, quiero seguir viviendo todavía.

—No morirás, vete con el viejo Arcadio, él sabe de estas cosas, con solo tocar tu mano
siente el mal que llevas dentro.

—Usted, tía Tomasa, ¿que tenía? ¿Cuál era la enfermedad?

—Me dijo que era yatzysawa. Mal aire que soplan los malos espíritus. Ya sabes, tantito nos
aguijonan, nos enferman. Eso fue lo que me sucedió, bien que lo recuerdo. Estaba
recogiendo leña para quemar el barro, allí nomás atrasito de mi casa, caso te estoy diciendo
lejos; de repente, sentí un mareo como si las cosas dieran vueltas y vueltas a mi alrededor
que casi guacaleo. Otro poquito más me mata la frialdad. Pero el viejo Arcadio me curó, me
hizo conjuros con soplos y sahúmos, con eso me quitó la debilidad. Por eso te digo,
Refugia, debes ir con el viejo Arcadio para que te pulse. Dile que vas de mi parte, dile que
me debe favores. Rogále su pacencia, verás que no te lo negará. Ándate, para que te cure
las penas.

—Mañana mismo voy con él. ¿Va usted al rezo tía Tomasa? Puedo seguirte.

—Voy a dejar estas flores al pantión. Precisamente hoy está haciendo el año que mi viejo
se murió. Ahora, voy solita, otro día iremos juntas. Esta vez quiero que me acompañes en el
rezo de cabo de año, después, me ayudas a repartir tamales y café con pan. Será por la
tarde, nadita que vayas a faltar.

—No, tía Tomasa, allí estaré ayudando con mis ruegos.

Agarró la misma vereda, parecía que sus pies no tocaban suelo, parecía estar hecha de puro
aire.

—‹‹Me mataron los nahuales›› —escuché entresueños.

Canturreaban las chachalacas, alborotaban acaloradas, colmaban con alegres chachalaqueos


la cueva de los chinacos. “Si cantan de este lado, segurito que hará calor; si cantan de aquel

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lado, donde le dicen el devisadero, segurito que lloverá. De aquí a la luna muerta, ténganlo
por seguro que hará sol, pues, las chachalacas cantaron de ese lado de la barranca”. Así dijo
el viejo Mártires, Refugia.

—Entonces, ya es tiempo de afilar el machete y alistar el bastimento, Cayetano.

—Es hora de ir preparando el rastrojo.

—¿Dónde vas, Cayetano? —escuché que me decían. Di la vuelta y vi a Ciriaco parado


junto a la vereda donde entrecruza el camino.

—Voy a rastrojiar, se acerca el tiempo de la siembra. ¿Y tú? —pregunté.

—Me prestaron para que haga la sepultura.

Sobre sus hombros llevaba una pala; en la otra mano, la azada para escarbar la tierra.

—¿Hay muerto en el pueblo, Ciriaco?

—¿No lo oíste? Lo anunciaron anoche.

—Me agarró el sueño. Ya ni escuché el aviso.

—Ni que tuvieras sordera. Haz la caridad, Cayetano, ayúdame a escarbar el hoyo.

Seguí sus pasos, caminamos entre montes empapadas de sereno; el aire frio de la mañana
enchinaba mi pellejo, engarrotaba mis ligamentos de tanto frío.

—¿Quién estiró la pata, Ciriaco? —pregunté.

—Doña Tomasa.

—De juro era el ánima de la vieja. Yo creyendo que era un gato.

—¿Qué dices, Cayetano?

—Ayer la vieron en el pueblo, dicen que todavía andaba visitando.

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—No creo, a lo mejor la soñaron. Todos saben que desde hace mucho la vieja estaba en
cama. Dicen que ya ni podía sostenerse sola, ya la andaban cargando para hacer su
necesidad —contestó, mientras cruzaba la cerca del descansadero.

Una bandada de torcazas cruzó el cielo pajizo, estuvieron volando alrededor de la colina; de
tanto volar, posaron encima del palo llora sangre, sus cantos vivaces alegraban la mañana.

Junto al camino bordeado de flores amarillas, hay bóvedas cubiertas con bejucos y
hojarascas, socavones hundidos, entierros de saber cuándo, rodeado de matojos y zarzales;
sobre montones de tierra escarbada: manojos de flores muertas.

—¿La enterramos aquí, Ciriaco? —dije. Así dije porque vi un pedazo de suelo cubierto de
zacatillo.

—No, Cayetano. Celerino dijo que fuera más allá, tras esa lomita, donde está la mata de
lima. No hace mucho, que en este mismo sitio enterraron a un tal Felipe, el marido de la
muerta antes que Celerino la recogiera.

—Aquí no hay ningún sepulcro, míralo, está parejito la tierra —le dije, enseguida, apisoné
el suelo para que se convenciera que estaba dura, que nadie se encontraba allí enterrado. —
¿Lo ves? Ni señas de su entierro. Es más, su hueso ya se hizo tierra, si es que aquí se
encuentra su sepultura.

—Entonces, comencemos a escarbar el hoyo —contestó Ciriaco, seguidamente hundió la


azada en el suelo. Tan luego escuché que sonaba como si estuviera abriéndose un boquete
bajo mis pies.

—¡Mira la cárcava, Cayetano, parece una tumba vacía!

—Más bien, parece cueva de tuza, donde escurre el agua de lluvia.

—Diga lo que diga Celerino, hagamos aquí su sepultura. ¿Escuchas balbuceos, Cayetano?

—El viento que entra por los boquetes resuenan bajo el suelo, Ciriaco.

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Por lo suelto de la tierra, de seguro que alguien se encuentra aquí sepultado. Cada vez que
la punta de la azada golpea la tierra, se oye el sonido ahuecado de un cajón, como si
estuviera llena huecos.

—‹‹De huecos ¡cómo no!, ruidos y voces también. Lo oigo cerquita de mi oído, después de
muchos años de abandono. Tanto tiempo que ninguno se asomaba por estos cascajales, tan
siquiera en día de muertos, Tomasa. Al comienzo, estuve contando los días, tal como se
cuentan las bolitas del rosario, de uno en uno, después, poco a poco fui perdiendo la cuenta,
y tuve que desistir del recuento con la esperanza de hacer más llevadero la espera. ¡Vaya
manera de querer acortar el tiempo! A pesar del desamparo, ya me había acostumbrado al
silencio, un silencio lleno de recuerdos y desesperanzas que harto me habían lastimado.
Pero hoy que decidiste venir, ya no estaré más solito, ya estás aquí encima, me tiempla el
calor de tus huesos. Juntitos los dos, en éste rellano donde gorgotea el agua de lluvia››.

—‹‹Estoy de pasadita, Felipe, vine a cortar flores y me acorde que estabas aquí enterrado.
Volveré el día que me traiga la calaca››.

—‹‹Ojalá sea así, y no te vaya a pasar lo mismo que a mí me sucedió. Yo vine aquí
creyendo encontrar algo bueno, una mejor suerte. Para decirlo sin tapujos, me trajo la
ilusión, pues, allá donde vivía, me la pasaba nomás fregándome el lomo día a día por unas
cuantas frijoleadas que a veces ni para llenar el buchi alcanzaba; cuantimás en los tiempos
de lluvia, en que el frijol bótil todavía estaba por envainarse y los elotes por secarse. Era
ese tiempo de los nortes, las cosas para embuchar se aguachinaban y, de tanta agua, los
sancochos sabían simple: se les escurría el sabor, ese saborcito dulce que paladea la boca.
Eran los meses de septiembre y octubre, de hambre y desesperanza, días aquellos en que
nos conformábamos tomar pozol con sal y esperábamos a que escampara la lluvia. Pero la
lluvia se quedaba allí días y días, entre añublados y ventarrones, como si le gustara llorar el
cielo y mojar la tierra con sus lagrimeos. A veces se despejaba un poco, se desencapotaba el
día y con el aire percudido sacudirse de su mojadura, pero después del solecito, volvía a
entoldarse otra vez el cielo. No me lo estás preguntando, pero yo vine aquí por un sueño
que tuve, ese que de vez en vez se mira y de rebato uno olvida. Esa noche me dijeron:
“hasta aquí nomás, ya llegó tu día”; y es que cada vez que me entraba la aflicción, en
momentos de aprieto, decía yo: “algún día me voy a largar de aquí, ya estoy aburrido de la

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vida, ya estuvo rebueno de tanta desesperación”. Vas a ver que esa noche lo soñé. Vi mi
veladora consumirse en un santiamén. Da la casualidad que esa tarde hiciste rezo de
enfermos, dizque para que vaya bien contento en el camino, para que no me entre la
oscuridad y ni me acometieran los demonios. Vine con una sola ilusión, lo aseguro, la
ilusión de seguir viviendo, aunque sea en el sueño. Ahora, estoy aquí, haciendo mi otra
vida, más pasadera todavía, huyendo de las inquietudes que tuve en otro tiempo. Si vieras,
aquí la vida se aquieta, se apacigua, ya no sentís más los pesares, las angustias que tantos
males provocan, que hasta nos carcome por dentro. Mucho menos sentís hambre ni sed. En
estos confines no escuchas más que el silencio del aire, el gorgoteo del agua: ese sonido
aguoso que hace la colada. Pasada la estación, uno va acostumbrándose al modo de vida, a
verlo con agrado. No sentir más que la acedes del tiempo, ese sabor agridulce de la saliva
en la boca. Sea como sea, uno se atempera, ya lo verás.

Retornaron sus recuerdos, colmados de remordimientos; por su decir, parecía haber vuelto
de algún lugar lejano, apartado de su memoria, allí donde se amontonan los olvidos. La más
de las veces deliraba por tanta desolación porque de cuando en cuando perdía el hilo de su
plática. Aunque le costaba hilvanar sus recuerdos, estaba hable que hable, como si tratara
de purgar su condena. Se oía distante, escaso, como si soplara un aire muerto.

—‹‹Pero cuando quise regresar, fíjate vos Tomasa, que ya no pude encontrar el camino.
Todo estaba repleto de nube. Un tupido nublazón atascaba mis ojos que ni mi sombra podía
ver. Ya que lo padecí, te aseguro, que no regresarás jamás de los jamases››.

—‹‹Lo hallaré, ya lo verás, Felipe. Porque yo no vine a quedarme, no me trajo la ilusión.


Pues, asegún yo, la ilusión mata, y para qué morirse por algo que nada más nos hace
anhelar. Dime tú, ya que estamos bien adentrados en la plática, ¿quién te mando hacerte
ilusiones para que ahorita estés escarmentando la vida, y estés reconviniendo a la muerte?
Uno viene por venir, como yo vine, y no me estoy quejando. Te traje flores porque anoche
te soñé y me acordé que estabas aquí enterrado. Antes que regrese, ¿dejo apagada tu
veladora?››.

—‹‹Déjala encendida para que alumbre nuestros sueños, y cuando despertemos no esté del
todo oscurecido, entonces, podamos decir que estamos prendidos de la vida, y nos cuesta

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tanto desprender. Si al caso llego a escuchar tus quejidos, al menos, tenga yo con que
alumbrarte, ya lo dijiste, Tomasa, estamos bien adentrados, pero de tierra digo yo››.

Ecos, ruidos, voces… resurgen de algún empalme. Se oyen silentes, pues, el aire ululado
ensordece los murmullos.

Esta noche de canícula, las estrellas aluzan trepidantes, matizan el cielo con tonos violetas,
encima del horizonte, la luna reluce palidecida, al pie de la colina, a media luz, entre
sopores ennegrecidos, las casas y los cipreses contemplan con ojos ensoñados la noche
estrellada.

¡Como si estuvieran cayendo las estrellas!

—¿Sigues despierto, Cayetano?

—Sí, desde que me despertaron tus ahogos, caso puedo pegar los ojos.

—Entonces, escuchaste el canto del tecolote. Hacía: buuo, buuo, buuo…

—Sí. Venía de aquel aguacate que está junto al arroyo.

—¡Dios santo! ¿Qué pasará?

—Ya lo dice el dicho: “Cuando canta el tecolote… yo muero”.

—Cállate, no digas eso, es de mal anuncio. No sea que te oigan los espíritus agoreros,
resulte verdad tus dichos y te vayas a morir.

—No, Refugia, estoy muerto desde mi nacencia, desde que me mal parieron sobre una tabla
con petate agujerado por orines, nací desnudo al igual que los polluelos de zanate, y sigo
pelado más que la yuca, sin la caridad de Dios, menos de la gente. Ahora, dime, ¿qué más
quiero si jodido estoy por toda la vida?

—No estés diciendo sonseras, ¡me vas a volver loca!

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—Loca estás ya… y sabrá Dios de cuándo.

Escuché gemidos, parecía que la noche se deshacía en suspiros.

—¿Y si ya me toca, Cayetano? ¡Qué Dios me ampare! Yo no quiero morir todavía.

Una gota de lágrima salpicó sobre mi pecho desnudo, sentí que resbalaba por todo mi
costado. Entonces, creí ver lágrimas en aquellos ojos negros como el tizne, pero no vi nada
en la oscuridad. Luego, busqué sus manos para acariciarla y consolarla de su pena, me
encontré con retazos de suspiros que soltaba en cada sollozo.

—Deja de llorar, Refugia, caso te vas a morir —dije para contenerle el llanto. Ella no
contestó, dormía rendida del sueño, cansada de su mismo desvelo.

—‹El ka’kupyät, señor de la muerte, se alegraba de las desgracias, Cayetano›.

—‹El mapasipät, espíritu de los sueños, predecía las desventuras, Refugia›.

—‹Se oyen pláticas, salen de lo más hondo del hueco. ¿Lo oyes, Casimira?›.

—‹Lo oigo recubierta de tierra removida, Atanasia›.

—Sí, ya recuerdo, yo curé a tía Tomasa, pero eso fue hace mucho tiempo, que ya casi lo
tengo olvidado. ¿Dices que ella te mando conmigo?

—“Busca a don Arcadio para que te pulse” me dijo. También dijo que le debía favores.

—Qué atrabancada mujer, vaya modo de vaciar el buche, no se le quita la mala costumbre.
Pero dejemos el chismorreo, ven, acércate, trae tu mano. ¿Qué tienes?

—Siento que las tristezas aplastan mi pecho que hasta ahoga mi respiración. De tanta
angustia me agito, como si fuera a morirme de las penas. Después de todo este desbarajuste,
me ataca el cansancio, la flojera, y me quedo dormida. Entonces, veo sombras
aplastándome, quiero gritar, pero me gana la mudez, es que me están pesando los malos

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espíritus. Enseguida, invoco a San Miguel Arcángel para librarme del malo. Ya que dejaron
de pesarme, siento que el aire se acaba de tanto suspirar y por el mucho suspiro se fatiga mi
corazón. ¿Qué tengo, don Arcadio?

—Puede que sea nostalgia o mal aire.

En un rinconcito del caedizo, Arcadio deshojaba ramitos de violeta.

—¡Arcadio, pasa el frasco de agua florida!

—Sí, abuelo.

El viejo Arcadio se restregó las manos con siete espíritus. Luego, con sus ensalivados dedos
atrajo mi sangre, enseguida buscó el mal de mi cuerpo en el remolino de mi sangre, en la
frialdad de mi carne; de sobada en sobada, sus manos parecieron encontrar la enfermedad.

Siento fluir la sangre en tus venas, sacudirse en variadas pulsaciones: brinca, tiembla,
huye, espanta; provoca la angustia de tu carne, aviva la ansiedad de tu sangre.

—¿Qué tengo, don Arcadio?

—Mal sueño.

—¿Puede usted curarme?

—Ya veremos. ¡Arcadio, trae espíritu romero!

—Sí, abuelo.

—¿Dices que Tomasa te mandó conmigo? —preguntó, luego soltó mis manos como si mi
frialdad le hubiera sacudido la memoria.

—Busque a don Arcadio, me dijo.

—Si no me aventaja el olvido, Tomasa, desde hace mucho que murió.

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Noche tras noche soñaba con nahuales, que noche a noche afligían mi espíritu. En cada
sueño, huía de las malas sombras, resistía las tentaciones del mal espíritu. Pero el acecho
que mi nahual sostiene en cada mal sueño, alcanzará su muerte cuando ya no pueda más
con los conjuros.

—Refugia, desde que te fuiste con Cayetano, el desconsuelo me amarga la vida, pues,
quedé mal vista, yo la malquerida y tú la pretendida. ¡Lo que hiciste no tiene comparación!

—Entiende, Basilia, él me quiso desde que jugábamos en el rellano. En ese tiempo ya nos
había entrado la arrechura. ¿Te acuerdas del pleito que armábamos las dos? ¡Todo por
Cayetano! Después, aunque sea jugando jugando, estuvimos queriéndonos, que ni
olvidarnos pudimos, y nos pelamos. Además, tú ya tenías quien te hociqueaba la cola, yo te
vi allá en el arroyo, donde ibas a llenar el cántaro, estabas agasajándote con Ciriaco; sabrá
Dios qué más hiciste con él.
—De todos modos, no debiste soltar la lengua. Ya verás lo qué te pasará. Te arrepentirás de
lo que me hiciste.

—Está por verse. Y no me estés reprochando, que tú misma me diste su nahual.

—¿Qué yo te di su nahual? ¡Jo, ni que estuviera loca!

Junto al florero con manojos de flores de difunto estaba el retrato de Tomasa, el cabello
trenzado con listón rojo entonaba con el color de su enagua y el encaje de su blusa; su
mirada, hundida, con aire de tristeza y de abandono.
Dos veladoras encendidas iluminaban el cuadro de la virgen del purgatorio.

—Ayúdame con el rezo, Refugia —dijo doña Marciana. —Rezaremos el rosario de fieles
difuntos para que le suelten el alma.

Arrodilladas ante el altar y envueltas con mantilla negra, estábamos todas, rezando las
jaculatorias, entre padrenuestros y avemarías desgranábamos las cuentas del rosario; al
cielo, elevábamos las plegarias, con devoción, pidiéndole a San José y María, padre y
madre del niño Jesús, a San Juan el Bautista y a San Sebastián mártir; a Santa María

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Magdalena y a la Virgen del Purgatorio; a las once mil vírgenes, al mismísimo Dios padre
eterno. Santos y santas intercesores en la corte celestial y mártires en la Sangre de Cristo,
rogando el perdón de sus pecados, la redención de su alma, el eterno descanso de la difunta
Tomasa. En la letanía de fieles difuntos, en el “ruega por ella, ruega por ella, ruega por
ella”, la vi afligida, rodeada de lumbre, y con sus manos levantadas clamaba al cielo,
parecía que me miraba con cierta amargura. En eso, la escuché decir:

—Refugia, reza mucho por mí, para que tus plegarias humedezcan mi lengua sedienta.

—Sí, tía Tomasa —contesté —además, cantaré alabados, pondré flores y veladoras,
también, le voy a decir al padre Emilio que pida por ti en las celebraciones —aseguré.

—Ojalá fuera cierto, de esta suerte, descanse mi alma —contestó. Luego, su figura
percudida se fue deshaciendo con el humo de las veladoras.

Después del rezo, comimos tamalito de achiote y bebimos chocolate caliente con cazueleja.
—Mañana, jueves, proseguimos con el rezo de la octava, y pasado mañana, viernes,
acabamos con el novenario. Así es que ni se te ocurra faltar, Refugia. No vaya a ser que te
haga soñar la difunta —dijo.

—Regresaré, doña Marciana —contesté. Seguidamente, se fue caminando envuelta con su


reboso de santamaría, parecía alma en pena que no encuentra su descanso.

El viento cargado de nube atravesaba las rendijas de las tablas, reavivaba las llamas de las
veladoras, el calor de las velas deshacía la niebla, mojaba el polvo de la tierra y apagaba las
mechas encendidas. El aire olía a flores marchitas.

Retoñaban los durazneros, florecían rosáceas, coloreaba la tarde con tonalidades


encendidas, mientras que el viento de febrero arremolinaba sobre los árboles, jugaba con
sus ramas, las deshojaba, las desgajaba. Las hojas volaban como si fueran mariposas
amarillas, las nubes pasaban de prisa y el cielo se tornaba plomizo.

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—‹‹¡Qué días aquellos en que hacíamos papalotes, Refugia, y nos poníamos a jugar en el
rellano!››.

—‹‹Sí, jugábamos con el viento, Cayetano››.

—¡Dale hilo, Cayetano! ¡Dale hilo! —gritaba Ciriaco.

El hilo resbalaba entre mis dedos y el papalote coleaba, coleaba y coleaba.

—Sí, Cayetano, suelta más hilo —gritaba, Basilia.

El viento soplaba más fuerte todavía, y el hilo se estiraba. Se iba el viento y el hilo se
aflojaba. Volvía otra vez, se atirantaba con el aire. De tanto estirarse, escuchaba un crujido
como si se hubiera roto el viento, y se hubiera soltado el aire, con el hilo suelto, el papalote
daba vueltas y vueltas enredándose en su cola añudada de retales, perdiéndose en la
nubosidad de la tarde, entre árboles teñidos de colores.
—¡Vamos tras el papalote! —gritaban los niños.

—¡Vamos, Cayetano! —exclamaba Refugia.

Entre risas y gritos corríamos tras el papalote y cruzábamos los zacatales donde
mordisqueaban las vacas, hacíamos a un lado los bejucos de las moreras.

—¡Tú no vayas, Refugia! Porque allá tras la lomita, entre la tupida nube, se encuentra el
tza’manhkanyanh, el viejo del monte, y te vaya a espantar. Mejor ayúdame a enrollar el
hilo.

—¡Jala el hilo, Cayetano! ¡Jala el hilo!

El viento siguió soplando hasta el anochecer, sacudía las ramas de los sauces. Una pareja de
pechos amarillo cantaba, mientras hacían piruetas en el aire frío de la tarde. Ese viento
salpicado de humedad entraba por los aleros de la cocina, donde el gato ronroneaba al calor
del fogón y de la ceniza caliente.
—¿Dónde estabas, Cayetano? Desde hace rato que te andaba buscando.

19
—Volaba papalotes, madre.

—No estés vagabundeando por los montes, ahora que hay mucho nublazón, puedes
encontrarte con el mänhkananh, el viejo rayo, o la mäkntzuwe, su mujer, y te causen
espanto. Mejor quememos palma bendita para aquietar al espíritu del viento. Despuesito,
me ayudas con la moledura para preparar el polvillo.

—Sí, madre.

El humo de la cocina olía a resina de ocote, maíz y cacao tostado; confundía su olor con el
humo del sahumerio quemado.

Más noche se aquietaba el ventarrón, ya no hacía remolinos el aire. En los cerros, donde
seguía soplando sawapät, el espíritu del viento, se escuchaba apagados resoplos.

Por la mañana, la neblina envolvía la cuesta de piedras labradas, entre la espesa nube de la
montaña, se escuchaba que alguien desbarrancaba montones de árboles y el viento que
bajaba de las colinas traía un olor a bocanada de tabaco.

—Es el viejo de monte que tumba, es el mänhkananh que fuma. Cuando vayas por estos
caminos cubiertos de niebla, lleva ajo y tabaco para guardarte de los espíritus montañeros;
y déjenle un manojito de hierba para que fume su cigarro y no te haga ninguna maldad,
Cayetano —dijo el viejo Mártires.

Se había ido la lluvia. Allá arriba se amontonaban las nubes, salpicaban las gotas, pero no
llovía, pues, el aire que subía del desfiladero desbarataba las aglomeraciones antes que
pudieran bajar en torrentes de aguacero. Mientras que acá abajo, el viento desecaba las
escasas frescuras.

Eran días en que había dejado de soplar el aire, mucho menos que quiera llover; hacía
mucho calor y las nubes se evaporaban en el azulino cielo.

Tiempo de sequedad, de marzo y abril, entre tanto, los campos se emperejilaban de retoños.

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Floreaban piensos, mañanitas, carolinas, alhelíes; el patio se inundaba de chupamirtos,
abejas y mariposas azules que lamían el néctar de las flores; el zumbido de sus alas bañadas
de polen, levantaban tolvaneras ambarinas que endulzaban el aire caluroso de la tarde. Se
sentía un sabor a miel en la boca. El olor alimonado de los limares, de los cidros en flor
perfumaba el aire de azahares, y las florecidas hortensias rezumaban olorosas fragancias.

—Vos, Refugia, ¿qué tienes? Te veo entristecida. ¿No será que te pego el mal de ojo?

—No lo sé, mamá.

—O ya te tocó la luna.

—No, mamá.

—Entonces, ¿qué puede ser? Ah, ¡ni me lo digas, Cayetano te tiene embelesada! Me
dijeron que te vieron con él allá en el arroyo cuando fuiste a por agua; aunque lo niegues,
puede que sea verdad, la gente lo anda diciendo, y ya vinieron a contarme el arguende. Deja
que venga tu abuela, le voy a pedir que te haga potingues para quitarte el mal de amores. Y
no pongas la cara triste, tu papá se va a dar cuenta, y se le ocurra reclamar.

Me hormigueaba el pellejo, como si un montón de mariposas revoloteara a mi alrededor.


Entonces, buscaba en la repisa el agua de colonia para refregarme con su olor y quitarme
los calores; soñaba demasiado, sueños que me hacían vivir un mundo de ilusiones, de puras
desilusiones. ¡Cómo quitarme la comezón, los escozores del gusto que calienta cada palmo
de mi cuerpo!

—Que ni pase por tu cabeza que vayas a largarte con ese jargán. Si desobedeces, ¡pobre de
ti, Refugia!

—Sí, mamá.

—‹¿Olvidarte, Cayetano?... olvidar aquellas tardes de resolana, cuando juntos


vagabundeábamos a la orilla del cenagal, sorteábamos las charcas cubiertos de lamas y mis
pies se sumían en el lodazal, luego, entrelazábamos nuestras manos para sostenernos, los

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lirios atufaban el atascadero y las moreras rodeaban el pantanal. Era el mes de la
maduración, amacizaban las moras. Cortabas su racimo, algunas, lambidas por los
avispones, me dabas a probarlas: ¡las moras sabían almibaradas! Después, trepabas sobre
los troncos, ibas por nidales encajados en las copas de los árboles, pero encontrabas los
nidos vacíos… ¡Los gorriones alegraban la tarde con sus cantos! … Cómo olvidar aquellas
tardes de ventarrón, cuando corríamos tras el papalote, tu sudor escurría tierra pegajosa,
olías a lirio de agua estancada›.

—‹¡Cómo olvidar, Refugia, si yo también te llevo ensartado en mi tieso pellejo!›.

—‹El aire mece los murmullos, liados con sueños, tejidos con suspiros›.

—‹Vos también deliras al igual que esos de aquel lado, Atanasia›.

—‹Aquellos traen el sueño despabilado, Casimira›.

Los sollozos ahogados en medio de la noche, se asemejaban al quejido del viento. En la


quietud de la brisa se escuchaba el goteo líquido del sereno de la madrugada. El aire de la
mañana olía a cera derretida, a bálsamo alcanforado.

—¿Qué horas se murió tía Tomasa? —preguntó don Teófilo, mientras tendía el mecate para
el tamaño de la caja.

—Será a eso de la media noche. Estaba que agonizaba y no se moría, agonizaba y, al ratito
nomás estaba pidiendo su qué beber, su qué comer. Una de esas, me dio tanta pena de su
amargo sufrimiento y no tuve más remedio que colocarle una cruz sobre el pecho, y le recé
a Santa Rita, la intercesora de su devoción, le pedí su descanso, su buena muerte; le rogué a
Dios que la recogiera y la recibiera en su gloria celestial, que bastaba ya de tanto dolor;
pues, con su larga agonía tenía ya pagada su culpa. Y si la debía, era poca cosa comparada
con su tormento. O si daba el caso que se la cobrara allá en su santa mansión. Al parecer,
los santos ángeles escucharon mis súplicas, pues, apenas acabé mi ruego, me dijo:
“agárrame, Celerino, que me estoy muriendo”. Enseguida, la puse aquí en mis brazos, la

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apreté contra mi pecho para retenerla. En eso se retorció de agonía, y desprendió el último
suspiro. Pero, al mirarla de ese modo, me entró un miedo soledoso y le dije: “No me dejes,
Tomasa”, pero ya no me escuchó.

—No me digas. No cabe duda que ya le había llegado su hora, pues, yo soñé que estaba
alisando tablas aquí en tu casa; y eso es de mal anuncio.

—Sí, ya era su día. Ella se puso mala desde que soñé que le agarraron su nahual y le
trozaron el cascabel. Quise que se curara de sus males, estuve de aquí para allá con los
curanderos, pero nadie pudo con la enfermedad. Ni el viejo Arcadio consiguió librar su
nahual. Nomás le agarro el pulso, me dijo: “Está vencida, ya no tiene remedio su mal”. Es
que los nahuales escondieron su espíritu para que nadie pueda encontrarla, y se fuera
muriendo poquito a poquito. Por eso, en las últimas, su sangre iba y venía en sus venas, iba
y venía, hasta que le dio por irse de una vez.

Cuatro velas encendidas, un manojo de azucenas encima del amortajado cuerpo y las sillas
dispuestas alrededor de la mesa completaban el velorio. En la cocina comenzaba el ajetreo
para preparar los tamales.

Voy al Ipstäjk, la casa de los sueños. Me veo subir y bajar la pendiente, perderme entre
atajos que se entrecruzan uno con otro, que al término del ramal acaban en el mismo sitio.
En estos parajes no hay más que silencios y murmureos.

—¿Dónde vas, Cayetano? —escuché.

—A las Veinte Casas —contesté.

Di la vuelta y no vi nada. Estaba solo, rodeado de árboles, proseguí mi camino, oía pasos
siguiéndome, se perdían en el crujido de las hojarascas.

—¿Dónde vas, Cayetano? No será que ya perdiste el rumbo.

Esta vez seguí mi camino. Sobre seguro de que era el viento nada más.

—Soy yo, Cayetano, vengo tras de ti.

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Di la vuelta y vi al viejo Arcadio.

—Voy a la casa de los sueños. ¿Quiere señalarme el camino?

—Para allá mismo voy.

—Entonces, iré contigo.

Lo seguí. El viejo Arcadio renqueaba de un pie.

—¿Tiene reuma, don Arcadio?

—No. Es malhecho.

—¿Quién le hizo mal puesto, don Arcadio?

—La vieja nahuala.

Bajamos la pendiente, dejamos atrás la cuesta de ocotales. Salimos en un claro donde


comenzaba el rellano. Una que otra piedra asomaba entre los pastizales.

—Hace rato escuché voces más allá del atajo. ¿Con quién venía platicando, don Arcadio?

—Yo vengo solo, en dirección del camino real.

—Entonces, ¿quién será?

—Es el tzäjkisoye, el espíritu remedador. Le gusta hacer eco con sus malos aires.

—Por eso resonaba todos lados.

Cruzamos el llanito, sorteamos atajuelos bordeado de arrayanes. Un viento enserenado


soplaba en aquella pradera rodeada de árboles y cubierta de nubes. El vientecito acariciaba
ligeramente mi cara. El olor a resina de la juncia fresca henchía mi respiradero.

—Ya estamos cerca, Cayetano. ¿Ves aquella loma que parece corcova de caballo? —dijo
señalando una saliente.

—Lo veo, don Arcadio.

—Para allá vamos.

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Subimos la cuesta de robledal. Después de encumbrar la loma, volvimos a bajar.
Escuchamos el canto silbado de los clarines y de los gallos de monte entre ramazones
repletas de avellanas. Después, de que atravesamos los arrabales, llegamos al paraje con
bordes cenagosas. Allí estaba el caserío, con sus chozas alineadas, parecidas una de otra,
sus paredes embarradas de lodo, blanqueadas con agua de cal y techadas con hojas de
pacaya, y sus patios revestidos de rosas y geranios, de albahaca y romero. Vadeamos las
bocacalles hasta perdernos entre sus callejones empedrados y recubiertos de hojas secas.

—Don Arcadio, lléveme donde echan la suerte —dije.

Pero sólo escuché el ruido de sus pasos, hacían cras, cras, cras sobre las hojarascas.

—¡Don Arcadio! —gritó. El silencio me respondió con el eco de su mismo silencio.

—¡¿Está vivo, don Arcadio!?

Ecos, murmurios, salen de las paredes hendidas, rebotan sobre los adobes deslavados,
desmoronan la cal y el salitre. Balbuceos que se pierden en el resoplar del aire; voces y
risas tan viejas como las mismas hendiduras, resuenan aquí dentro, entre muros
enmohecidos por el calor del sol y el sudor de la tierra.

Al despertar el día, las chachalacas envolvían con sus cantos la húmeda mañana, el calor
bochornoso del mediodía, colmaban de reclamos el aire vaporoso y las nubes que subían de
las barrancas envolvían el horizonte. Por este lado, arriba de la montaña, el sol alumbraba
amustiado; más arriba, entre la claridad del cielo y cúmulos de nubarrones relumbraban los
relámpagos, seguido de tronazones. Pronto el aguacero se dejaba venir en regueros de agua.

Arriba, sobre el techo de la casa, escuchábamos ruidos, parecía que alguien le estuviera
aventándole piedritas. Nos asomábamos por la ventana y mirábamos la granizada,

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rebotaban como caniquitas sobre la tierra mojada. En medio de la lluvia salíamos a
recogerlas, pero el aire tibio de junio deshacía los granizos en nuestros dedos.

—Ponlos sobre tu cabeza —decía, Refugia —sirven para el calor.

Debajo de la cornisa, y empapados de lluvia, chupábamos los granizos que destemplaban


nuestros dientes, a la vez que juntábamos las manos, hacíamos un pocito, y esperábamos las
goteras de los tejados, mojándonos con las salpicadas.

—‹Mirábamos llorar la tarde, espumar burbujas de aguacero, en tanto, el chipi chipi


apelmazaba lágrimas, perlas escarchadas en tus ensortijados cabellos, Refugia›.

—‹Si, Cayetano, mirábamos granizar la tarde›.

—‹‹Vaya, esos ya les dio sentimiento, Atanasia››

—‹‹Lo que hace el amor, Casimira››

—‹‹Incluso, ya habla igualito, como aquel otro que desde hace buen rato no duerme, ni deja
dormir con su plática››

—‹‹Es que de tanto escucharlo, hasta se nos pega el modote, Casimira››

Había dejado de llover, de granizar. El viento de allá arriba desmenuzaba las vaporaciones,
entonces, aparecía otra vez el sol. Más allá de la colina, donde curvea el horizonte, donde
todavía estaba lloviznando, surcaba el arcoíris. Entre las frondas mojadas de cellisca, los
pájaros cantaban exaltados, pues, había terminado el estiaje.

Es mayo, tiempo de agua. La gente está sembrando su maicito, su frijolito, y la tierra


vaporiza en hileras de nubes para el aguacero de mañana.

Acá, en el suelo anegado de lluvia, los lamedales se desbordaban en vertientes de


arroyuelos, formaban charcos de agua lodosa, donde los renacuajos recién salidos de sus
huevecillos arrullaban el silencio de la noche; más allá de la oscuridad, con su croar de sapo
despertaban el sueño de la madrugada.

26
Tan pronto como amanecía soleado, las corrientes de aire descendían rápidas y
encrespadas, provocando remolinos de polvo y hojarascas, mientras que el calor oreado del
mediodía penetraba en cada poro del remangado pellejo, provocando dolores reumáticos.

—Va a llover, Arcadio, ¡mete la leña para que no se moje!

—Pero hay sol, abuela. Hay calor. ¿Cómo es que va a llover?

—¿No sentís la humedad del aire? ¿No sentís que duelen los huesos? No creo que lo
sientas. Además, ¡mira aquellos zanates en el palo de chinini! ¡Míralo cómo alzan sus
cabezas, tuercen el pescuezo pidiendo agua al cielo! Y ese burro correteando en el corral,
¿lo ves?

—Lo veo, abuela.

Ya no es el aire balanceándose sobre las ramas de los arrayanes, ni las nubes aglomerando
sudoración; es la lluvia que moja la tierra, que penetra entre los empalmes del tejado;
goteras que ahoyan el suelo polvoso, que humedecen las cobijas de la cama. Es la brisa que
arrulla los sueños en la oscuridad de la noche, que acaricia el desvelo cuando se acerca el
amanecer.

—Refugia, anoche tuve sueños que nunca había soñado.

—Ya lo creo, Cayetano, hace falta los ensalmos.

—Quisiera decírtelo, pero no puedo recordarlos.

—Será mejor, así no tengo que escuchar tus malas visiones. Estoy cansada de los malos
presentimientos.

—Voy a coser espíritu romero.

—Haz lo que quieras, Cayetano, mientras, déjame descansar, rendida estoy de tanto sueño.

Cantos, aullidos, aleteos, chillidos de espíritus mal anunciadores perpetuán la noche


cargada de resuellos.

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—¿Seguís despierto, Cayetano?

—Desde que me despertaron tus ronqueras, caso puedo pegar los ojos, Refugia.

—¿Escuchaste el traqueteo de las bestias?

—Agarraron el callejón por donde vive don Facundo.

—Ha de ser la carga del viejo, dicen que está encantado. Es jueves, ¿verdad?

—Viernes —corregí.

—Con razón. Dicen que lo jueves y los viernes ven una recua de mulas en el patio de su
casa, llegan a dejar plata y que por eso ya se enriqueció. Dicen también que ya mandó gente
al cerro. Pobre de aquellos que le pidieron un empréstito, ya estarán bien encantados,
pagando su deuda con kotzäjkpät, el dueño del cerro.

Entreabrí la puerta para ver a las bestias cargadas de dinero y si se presta la ocasión,
también, para hablar con el mulero, pero solamente escuché el traqueteo de los cascos sobre
las calles empedradas.

—¿Miraste algo, Cayetano?

—Ni un alma en pena.

—No lo verás, pues, eso que escuchamos es puro aire, a menos que vayas a morir. Además,
este lugar está lleno de balbuceos que atasca nuestro oído.

—Tal como nosotros.

—Nada de eso, Cayetano, tú y yo estamos vivos. Coloca aquí tu mano y decime lo que
sientes.

Me hizo tocar su pecho desnudo. Entonces, sentí lo tibio de su carne, lo vivo de su sangre,
aunque algo decaído, sentí también que su corazón palpitaba, que tenía vida su pulso.

—Parece que estamos vivos, Refugia.

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—No es que lo parezca, Cayetano, estamos vivos; nada más que soñamos hasta la
exageración, eso hace que nos sintamos sin vida como si estuviéramos muertos.

—Con todo, sigo pensando que estamos muertos.

—Vivitos, todavía tenemos vida para mucho, mucho tiempo.

—¿Has visto a un muerto, Refugia?

—Sí Cayetano, los veo entre sueños, vienen a por mí para encaminarme. Pero antes que jale
camino me despierta el sobresalto. Es que no me ha llegado la hora. Ojalá siempre fuera
así, que me despierte en el momento justo de la partida.

—Con los conjuros del viejo Arcadio cederán los malos sueños.

—¡Dios quiera! Es hora que repose eternamente mi alma.

En el ramalazo de la vida, las penas hipan lastimeros, suenan a sonsonetes:

“¡Ayayay! ¡Malaya! sea mi suerte!... ¡Ay, ay, ay por vida la suya”…

Otra vez el silencio, pero ya no es la misma mudez, son murmullos entremezclados con el
chirriar de grillos y el rumor de hojarascas arrastrándose con el viento.

Se ha ido la luna, ya no aparece en el cielo. Antier, aunque mermado, se podía ver entre
cúmulos de nubes y halo de arcoíris en su rededor. “Es que hará lluvia”, dijo el viejo
Mártires y se había soltado el aguacero. Ahora, las estrellas brillan iridiscentes,
desvaneciendo la negrura de la noche. Se han ido también las espesas nubes de las
montañas; antes de la media noche ha cantado el gallo, mañana segurito que hará sol.

—Don Arcadio, vine para que me ensalme.

—Alista el cocimiento, Arcadio.

29
Me acomodé en la butaca de madera, mientras el viejo Arcadio vació el cocido de
alhucema, romero y nuez moscada en una jícara con hierbas machacadas.

—Ahora, trae las lociones, Arcadio.

—Sí, abuelo.

Seguidamente se frotó las manos con el compuesto.

—Mal soñaste anoche, Refugia.

—Vi que caminaba al filo del agostadero. Ni se imagina el susto que tuve.

—Alguien está infligiendo tu espíritu.

—¿Quién puede ser, don Arcadio?

—Ya lo verás, después del ensalmo.

Hizo cruces en cada palmo de mi cuerpo, en cada gonce de mis huesos, después, acabó
refregándome con siete espíritus.

—Para mañana consigue huevos de jolota o de gallina negra.

—¿Nada más eso, don Arcadio?

—Si puedes, trae ramas de cocoite.

El viejo Arcadio invocó a los espíritus protectores: humos blancos, aires blancos contra las
malas sombras, en tanto los nahuales se amparaban en la dureza de su rencor y con el deseo
envenenado acometían contra la carne, arremetían contra la sangre hasta el padecimiento.

—¿Por qué te metiste con mis quereres, Refugia?

—Si fuera por mí, Basilia.

—Ahora sí, te cargó el cachudo, ya comenzaste a pagar tu embuste.

—Entonces, tú me tienes así enferma.

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—Al saber, que tal si es el nahual.

—Es tu nahuala, Basilia, bien que dijo don Arcadio: “lo verás en tus sueños”.

—Al viejo ese, también le va a llegar su fiesta al igual que el santo de su devoción para que
no se ande entremetiendo.

—Te carcome la terqueza, Basilia. ¡Ni cómo que entiendas!

—¿Crees tú que la caja entre ya en el agujero, Ciriaco?

En el camposanto abundan matas de guayaba, naranjas y limas, árboles de roble y


liquidámbar. Entre matas de gladiolas, rosas, y flores de campana hay bóvedas nuevas de
vivos colores con sus cruces de metal, tumbas viejas sumidas sobre la tierra arcillosa.
Nichos recubiertos de helechos, algas, musgos y honguillos, con sus cruces ya podridas;
sepulcros que alguna vez fueron blanqueadas con agua de cal, ahora, despintadas por la
lluvia.

—Ya lo creo, Cayetano.

Ha menguado la llovizna, el calorcito del mediodía calientan nuestras espaldas desnudas. A


esta hora, ya hicimos un montón de tierra negra revuelta con tierra colorada, húmeda y
pegajosa como nuestros resudores. Solamente estamos esperando el entierro, pues, la
sepultura está casi terminada.

—La vieja se murió en los puros huesos, Ciriaco.

Iba a decirle que era castigo del cielo, pero me detuve en la última paleada, pues, apareció
una calavera tan vieja como su misma sepultura, quien a pesar de sus ojos vacíos me
miraba lastimosamente.

—¡Ciriaco, aquí hay un muerto! —grité.

—Déjalo allí, Cayetano, y dile, que este día le fue bien, que tuvo buena suerte, pues, ya no
estará más solito. Al menos ya tiene con quién alcahuetear.

31
Amontoné sus huesos al lado del hoyo. Enseguida, puse tierra encima para que la caja no lo
aplastara, entonces vi que las cuencas de sus ojos mostraron cierto consuelo.

En la rama de liquidámbar cantó la piya —el pájaro de mal agüero—. El eco de su canto
rompió el silencio de los difuntos.

‹‹Otro que morirá, Casimira››.

‹‹!Ave maría purísima! ¿Quién le toca esta vez, Atanasia?››.

‹‹Ese que anda desenterrando››.

‹‹Mas bien, que anda desenterrado››.

Las torcazas volaron en bandadas, volvieron a cruzar otra vez el cielo pajizo, luego,
desaparecieron tras las anubladas montañas. A lo lejos se escucharon cantos pajareros que
trastornaron los sentidos.

Por las calles vacías, dentro de las casas descombradas reposan los nahuales, espíritus que
se mueven por los rincones como si vivieran en un mundo de sueños; como si yo mismo
fuera uno más de aquellos espantajos que balbucea, mientras que los sonidos se deshilan en
hilos de voces.

—¡Don Arcadio! —grité. El eco rebotaba entre las paredes descarapeladas por la humedad
y el calor del sol: cadio… adio… dio… io… o…

Atravesé los angostos callejones. Al doblar la esquina encontré una puerta entreabierta y
espié por dentro. El lugar parecía sagrario, pues, el copal sobrelleno de braza y de incienso
humeaba espesamente, llenando de humo el pasadizo.

—Éntrate —escuché.

Tal si fuera aparecido, el hombre entrado en años estaba allí, encorvado en su asiento de
palo de majagua, con el calzón arremangado hasta las rodillas y la cabeza envuelta con
paliacate rojo, quien ojeaba un viejo libro de oraciones.

32
—¿Es usted, don Arcadio? —pregunté, palmeándole la espalda.

—Quien más puede ser, Cayetano —contesté.

—Le digo esto porque estoy padeciendo engaños.

—Lo figuro.

—Además, tengo malos sueños, necesito que me echen la suerte.

—Veamos lo que anuncian las providencias.

El viejo Arcadio tendió sobre la mesita el pliego empapelado con signos mágicos.
Enseguida, levantó sus manos al cielo, con los ojos entrecerrados estuvo conjurando al
espíritu de las adivinaciones.

—Tira la bolita —ordenó.

La cuenta sorteó las dobleces del papel y se detuvo sobre la figura de la calavera con la
canilla atravesada, justo donde se entrecruzan los números. Con sus uñas de lechuza siguió
el empalme de las filas que había de predecir el destino.

—Trece venteyuno… la muerte que asoma —murmuró. Luego con sus dedos ensalivados
abrió el oráculo de la suerte y leyó la interpretación de los signos:

“¿Qué buscas entre marcados caminos? La luna se pone y le sigue el sol tras su
ocultamiento. Se acerca la tarde, el día que muere, la noche que sobreviene del alba al
amanecer teñida de sangre”.

—Cayetano, la vida es como un renuevo que acaba de reventarse, pero con el calor del sol
y la lluvia ventosa, se marchita. Así que ni pienses que es eterna la vida.

—¿Qué quiere decirme, don Arcadio?

—La muerte anda coliando tras de ti.

Salí de aquél lugar con la idea dándole vueltas a los malos anuncios como si fueran un
montón de polillas junto a una vela encendida. Trataba de entender los secretos que

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guardan los sueños y los presentimientos. Pensaba en ti Refugia, en los malestares de tu
cuerpo y de tu alma, en el camino de la muerte; en mi muerte misma.

Buscaba el destino, pero las providencias se escondían en algún lugar secreto, donde
aguardan los acasos.

Regresé por el mismo camino, atravesando la grieta de mis sueños. Ahora estaba aquí
envuelto de sombras.

En la luminosidad de la noche, el candil de petróleo llameaba amarillento entre las junturas


de las tablas, afuera, las luciérnagas alumbraban como lamparitas de colores, se apagaban,
se encendían, se apagaban y volvían a encenderse, una lluvia de aerolitos sobre la tierra.
Entre la empalizada, se oía el borbotear del agua, escurriéndose entre las piedras,
burbujeaba como si estuviera atragantándose con el espumarajo.

Se oía el sonar de la noche.

Una mujer cruzó el puente de madera y desapareció en el ojo de agua.

—¿Me buscabas, Cayetano? —dijo.

—No —contesté.

Di la vuelta y… ¡sombra nada más!

—Aquí estoy —volvió a decir.

Allí estaba otra vez. El viento la llevaba y la traía de nuevo.

—¿Quién sos? —pregunté.

—¿Ni que no me estás reconociendo?

Entre la claridad de la luna alcancé a ver su figura de mujer.

—¿Eres tú, Basilia? —dije.

Así le dije porque creí escuchar su mismísima voz.

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—¡Soy yo… ven, Cayetano!

Me acerqué tentaleando la noche, donde Basilia, asegún, me esperaba, pero ya no estaba


allí.

—¿Dónde estás?

—De este lado.

Ahora, se distinguía a la orilla del arroyito. Entonces, fui tras ella, siguiendo sus
escabullidas, agarrado en el hilo de su resbaladiza y pegajosa voz.

—¿Decime, pues, si sos, Basilia? —pregunté.

—¿Por qué dudas, Cayetano, si ya me conoces?

—¿Y vos, por qué huyes así? ¿Por qué me vacilas?

—¡Estoy aquí para llevarte!

—¡No sos, Basilia! ¡Sos la nä’wayomo! —grité con el latido saliéndose de mi pecho y el
miedo añudándose en mi garganta.

Como respuesta, la mala mujer soltó una risotada que más bien parecía un quejido
lastimero y desapareció en el aguajal. Más allá de la vertiente apareció su sombra,
culebreaba sobre el remanso del agua entre reflejos de luna que se deshacían en pedacitos
de luna.

Ando descarriado en la negrura de la noche, queriendo saciar los deseos de la carne, ahogar
los gustos rijosos con el canto alucinado de sirenas, derritiéndome por los arrebatos, como
se derrite la cera de los cirios encendidos, y mis ojos se encandilaban ante el
encantamiento.

¡De las acechanzas del demonio… líbrame, Señor!

—Traje los blanquillos, don Arcadio.

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—Bien, voy a hacerte una limpia, Refugia.

—¿Ha soñado, después del ensalmo?

—Encontré tu nahual transpuesto entre matorrales. Si los viejos nahuales lo conceden esta
noche regresaré para librarlo.

Luego ordenó:

—¡Arcadio, corta ramas de saúco!

—Sí, abuelo.

El viejo Arcadio desmenuzó ramitos de albahaca, ruda y rosa castilla en el agua enserenada,
en seguida, añadió chorritos de colonia y aguardiente. Remojó el saúco en el compuesto
aromático con el que me hizo la limpia. Sentí que el agua mojaba mis trenzas y el aire
aguoso que salía de su boca resbalaba sobre mi escoriada carne.

—Mañana vienes por sahúmo, Refugia.

—Está bien, don Arcadio.

Desde cualquier lugar de la rehoya puede uno ver el pueblo rodeado de lomas. Recorriendo
la vista, de punta a cabo, ondulada de elevaciones, y más allá todavía, el lomerío se pierde
en el horizonte.

En aquellos sitios habita kotzäjkpät, el dueño del cerro, quien atraviese el despeñadero
hallará un pasadizo que lleva hacia un paraje embrujado. Allí, en la hondonada de los
montes, entre ramajes y bejucales, hay covachuelas abarrotadas de dineral, decía el viejo
Mártires, mientras señalaba la trabazón de los cerros.

Desde entonces, de tarde en tarde, y noches de vela, contemplaba aquella cima que parecía
una mujer recostada, buscaba algún pasaje entreabierto que el viejo Mártires aseguraba. Y
una noche de luna me ganó la tentación y le reclamé al yomokotzäjk, el cerro de la mujer
encantada mi mala fortuna. Más tarde, regresé al camastro resignado del jodido destino que

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me tocó vivir, y desde aquella desventurada noche, el miedo hizo presa de mis sueños.
Entonces, vi a un hombre que venía montado sobre su caballo negro, relucía como si el sol
lo estuviera relumbrando.

—¿Deseas riqueza, Cayetano? —dijo el hombre.

—Sí —contesté, con el ansia carcomiéndome la miseria.

—Bien, desde ahorita tendrás tu plata, para lo que ambiciones.

—Será de limosna, no hay modo para pagarlo.

—Con tu alma alcanza. ¿Quieres venir conmigo?

—No lo sé —contesté. Con la duda asaltando mis ilusiones.

—Piénsalo bien. Si al caso resuelves venir, el otro jueves estaré de vuelta.

Aquel hombre acicateó su caballo, y retomó el camino pedregoso rumbo al kasikotzäjk, el


Cerro del Gallo.

—¡Despiértate, Cayetano¡ Estás quejando mucho. ¿Te está atacando otra vez la pesadilla?
—oí entre sueños.

—Déjame dormir, Refugia.

Di la vuelta y me envolví con la cobija de lana, después, estuve soñando con los espíritus
de los cerros encantados.

Al medio día, el sol inundaba la pradera, dejaba sin sombra los árboles de la vereda. Entre
los pastizales amarillados por el sol de abril, las chicharras animaban el resol con su
chirriante canto, y el viento polvoso levantaba tolvaneras que enceguecían los ojos.

—¿Ves aquel cerro que parece giba de toro, Cayetano?

—Lo veo, madre.

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—¿Ves aquella otra piedra que parece cresta de gallo?

—No lo veo.

—Es mejor que no lo divises, Cayetano. Dicen que esos animales son del encanto.

Un caballo pasó relinchando como si alguien lo llevara montado.

—¡Cuidado, Cayetano!

—¿Por qué corretea así el caballo, madre?

—El yatzipä lo trae montado.

El animal corría con la cola estirada, resoplaba por la nariz, encorvaba la nuca de miedo.
Yo quería ver a aquel espíritu que fatigaba al pobre animal, pero solamente veía al caballo
con el pescuezo torcido, volteaba de un lado a otro, miraba al demonio que lo llevaba
acicateando.

Junto al Cristo en la cruz, las veladoras de parafina llameaban ardientes, otras ya estaban
casi apagadas. Las flores, antes frescas, olorosas y llenas de vida, ahora, marchitas por el
calor de las llamas. Entre las velas encendidas, una cruz de ceniza, coronas de muerto y el
altar de la virgen del purgatorio. Hoy se acaba la novena.

—¿Sabes cantar, Refugia?

—Sí, doña Marciana.

—Cantemos, pues.

“Ayudemos al alma, en tanta pena, a la virgen pura de la soledad”. Canté, mientras don
Isidro recogía a puñaditos la cruz de ceniza revuelta con cera derretida.

—La llevaremos al pantión para que descanse su ánima —dijo.

Hubo tamales de masa colada, caldo de gallina con tortillas de maíz y pinole batido para
acompañar el eterno descanso y la entrada al cielo de la difunta Tomasa.

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Los alabados con violín y guitarra acompañaban el novenario de rezos.

—‹Cantos arrullaban mi cuerpo muerto›.

—‹‹Atanasia, ¿no es que te agarró el sueño?››.

—‹‹Me quedé dormida un rato, Casimira››.

—‹‹La vieja Tomasa, todavía escucha alabados››.

—‹‹Es su oído, ella está más tiesa que cuero de vaca puesto a salar››.

Esta noche es sobradamente larga, que todavía no se entrevé su comienzo. Quiero cerrar los
ojos, pero desde hace rato que espero a Cayetano. Me dijo que iba por sahumerio en casa
del viejo Arcadio, y es la hora en que no regresa.

Cayetano ya anda dando brincos la tranca como potro calenturiento, tendrá su razón, pues,
con lo enferma que estoy, ya ando toda desganada. Ahora que recuerdo, mamá me había
dicho: con ese hombre ni esperanzas tienes y aunque te lleve la jodida, no me vengas con
lamentos”. Pero la testaruda de yo, ni siquiera hice caso a su sermón, más bien me ganó la
arrechura, pues, es que le agarre su nahual, si la misma Basilia me dijo en sueños: ten este
pañuelo, es de Cayetano, que yo, ni para moqueos lo necesito, y yo, zonzamente, que lo voy
agarrando. Por eso digo, que ella misma me dio su nahual, y me quedé con él. Ahora, me
resigno a vivir de este modo, pues, ya ni rebuznar es bueno.

Oigo pasos, lentos, pesados, alguien arrastra sus pies sobre el suelo. Oigo también el
chirrido de las bisagras. Cayetano ha vuelto de su parranda.

—¿Ya regresaste? —pregunté.

—Soy yo… Basilia.

—¿Qué quieres?

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—Traje al Cayetano.

—Pasa. Rempuja la puerta, está entrecerrada. Con esta debilidad que tengo, cuesta
levantarme de la cama. De seguro que viene bolenco. ¿Dónde lo encontraste?

—Escuché que alguien tocaba la puerta, y pensé que era algún borracho, esos que andan
deambulando por las calles. “Ayúdenme, por el amor de dios”, rogaba, al principio no quise
contestarle, pero luego, oí que decía: “Me lleva la mujerona”; fue cuando abrí la puerta y vi
que era este hombre.

—¿Qué tiene?

—No sé, ni puede hablar, apenitas si balbucea. A lo mejor se topó con el yäjktuwi, el
cadejo. ¡Míralo, ya le agarró la tembladera!

—¿No será que se encontró con el tentzhunh, el hechicero que se hace chivo y le ha pegado
un susto? Mejor vaya con el viejo Arcadio y dile que venga ahorita para que le haga el
ensalmo.

—Ya voy.

—En las noches sin luna, los espíritus vaticinadores salen de las cuevas, de los ríos y de los
montes, vienen como lamentos, anuncian la muerte de los predestinados, Arcadio.

—Anoche escuché aullidos como si fuera animal de monte, Abuelo.

—Es de mala señal. Ojalá no sea este hombre, el escogido.

Refugia escucho la alcahuetería y se levantó penosamente de la cama, sobre el respaldo


apoyó su blandengue cuerpo.

—¿Qué tiene, don Arcadio? —preguntó.

—Parece que se topó con el mal aire, Refugia, pues, tiene las manos frías como de muerto.
También la sangre le remolinea en sus venas, quién sabe si no se encontró con el tukantyut,
y el jayán le ha trastornado el juicio.

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—¡Cúrelo! En nombre de la divina providencia.

—Haré las curaciones. Si es que le sueltan su espíritu.

—También, en las noches de luna llena sale la mujer culebra. Si te gusta la andanza
buscando placeres y echando rijos, te encontrarás con la mujer de los ríos y te hechizarán
sus encantos. Cuando te encuentres con ella, cuídate de sus embrujos, en todo caso te
morderá su cosa dentada hasta desangrarte, Arcadio. Ahora, trae brasa para el humo.

Abuelo espolvoreó incienso en el copal lleno de brazas, luego, sahumó a Cayetano, quien
permaneció atontado, ajeno a los conjuros que decía en lengua tzunipäntzame. El olor del
ajo, chile, tabaco y de hierba quemada, hizo que se sumiera en la hondura de sus
embaucados sueños.

—Incluso, puedes tropezarte con el jowi, el espíritu que nos hace perder la memoria. Si te
trastorna el “loco”, úntate con ajo y procura santiguarte para que te deje el mal espíritu,
Arcadio.

—Sí, abuelo.

—¿Qué buscas, Cayetano?

—Iba de regreso, madre, pero había mucha nube. En eso encontré este atajo combado de
flores, y vine siguiendo la poca luz que distinguía. Así llegué hasta aquí.

—No ha llegado tu hora, debes regresar.

—Madre, quiero estar contigo, además, me gusta este lugar lleno de flores, creo estar en el
mismo cielo.

—Ya llegará el día en que vamos a juntarnos, Cayetano. Ahora, no te toca todavía.

—Desde que sueño contigo, madre, quiero venir.

—Lo sé. ¿Crees tú que ya me olvidé? Ni te imaginas cuanto te recuerdo, pienso en ti


porque fuiste mi contento, y aunque muerta, te llevo atado al corazón, como se anudan los

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moños negros sobre el umbral de la puerta. Ahora, debes regresar, tu mujer, y tus hijos te
necesitan.

—Sí, madre, ¿y papá?

—Debe estar vagando por allí. Algún día encontrará reposo.

—Le voy a decir al padre Emilio que le haga su misa, y a doña Marciana para que le haga
su novena.

—Es lo que necesita para que descanse su alma.

Regresé por el mismo camino bordeado de flores marchitas, respiraba el tufo de los hongos
podridos, del agua lodosa en la húmeda tarde.

Era la hora santa, de rezos y cantares. Hora en que el padre Emilio colocaba el santísimo
sacramento del altar sobre la mesa de los panes, entre gladiolas, azucenas y cirios
encendidos. Ritual de adoración del cuerpo y la sangre de Cristo:

“Pasión de Cristo: sálvame”

“Sangre de Cristo: confórtame”

“Agua del costado de Cristo: lávame”

“Dentro de tus llagas: escóndeme”

Oyó el viejo saturnino. Enseguida soltó el primer campanazo.

El padre Emilio, de carne enflaquecida y mirada desconsolada, dejó el confesionario,


arrastraba los pies debajo de su sotana ennegrecida de humo. Cruzó renqueando el dintel de
la puerta y se dirigió al curato para alistar la misa de la tarde, atosigado por los campanazos
del viejo Saturnino.

Desde hacía rato que Celerino, recargado en el soportal del oratorio, lo esperaba
impaciente.

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—Buenas tardes, padre.

—¿Qué quieres? —preguntó el padre Emilio. Su ronca voz expresaba cansancio.

—Mi mujer agoniza, quiere decir su pecado, padre —contestó Celerino.

—¿Está en cama?

—Desde hace mucho, que hasta ya tiene pelada la espalda, padre.

—Entonces ya tiene pagada la culpa, Celerino, no hace falta confesarla.

—También, quiere que le unte su aceitito, padre.

—El sacristán se encargará de eso.

El padre Emilio apresuró sus pasos, oyéndose el ruido de sus sandalias, se colocó la
escarcela de la sotana, como si quisiera amortiguar el tañido de las campanas.

—Otra cosa, padre, si muere, quiero su misa para mañana.

—Rezare sus intenciones, con eso le basta para alcanzar el cielo, Celerino.

El padre Emilio dobló la acera del curato y desapareció como si no existiera.

“¡Del enemigo malo!: defiéndeme”

“¡A la hora de mi muerte!: llámame”

“¡Oh buen Jesús!: óyeme”

Oyó el viejo Saturnino, enseguida, descolgó el mecate y soltó la última campanada.

—‹Campaneos sobre campaneos trastornaban las calmas en los reposos›.

Se oyen susurros, plagada de gimoteos, tal vez recuerdan su desamparo, tal vez quieren
olvidar sus desdichas. Viene de aquel lado, donde no hace aire, tal vez sea la razón por lo
que se escucha bien clarito. Se oye aquejada de hipos, al igual que si ya les hubiera entrado
la pasmazón.

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—¿Dónde fuiste ayer, Basilia?

—A ningún lado, Cayetano. Estuve aquí, tostando pepita de calabaza para mi mole de
achiote, para el tamalito de masa, toda la tarde ahumándome del humo junto al tenamaste
de la cocina.

—¿Segura que no saliste?

—No. ¿Por qué lo preguntas?

—Entonces, no eras tú, Basilia. ¡Era la mala mujer!

—¿Qué te sucedió?

—Recuerdo que fui en casa del viejo Arcadio, a que me echara la suerte, un lugar secreto,
de regreso te encontré allá junto al arrollo. ¡Eras tú, Basilia!, hasta me dijiste: “Cayetano,
soy Basilia”, tu voz era igualita.

—Eso te hizo creer. Ya era noche cuando apareciste, llegaste trabando los pies. Si no fuera
por el alarido que escuché, ni hubiera quitado el atrancador con que aseguro la puerta. Yo
me dije: "De seguro que, a éste, ya se lo cargo el chahuistle, y no tuve más remedio, que
dejarte entrar. Andabas bastante deschavetado, fue cuando decidí encaminarte a tu casa,
llevándote a rastras, pues, ya ni podías sostenerte solito. Lo demás, ya lo sabes, por boca de
tu mujer.

Basilia, acurrucada cerca del tenamaste, hurgó el fuego con el tizón, la leña chispeo braza
encendida.

—¿Cómo está la Refugia, Cayetano?

—Enferma, como siempre.

—Seguiré esperando, algún día, irá a cortar guayabas.

—Si no me toca liar el petate antes de tiempo.

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—No morirás, porque te quiero; y tú, ¿sigues queriéndome, Cayetano?

—Cómo no voy a quererte, Basilia, si ya me traes dentro de tus justanes.

En la oscuridad de la noche nos hundimos en nuestros deseos, hasta traspasarnos la carne.


Ella se derretía en sudores caldosos y yo me zambutía en los mismos resudores.

Más noche relumbraron los relámpagos, hilos de luces iluminaron por un instante el cielo
brumoso. Luego, el estruendo sacudió la tierra. Después, el aire y la lluvia azotaron toda la
noche.

Siguió lloviendo hasta el amanecer. Aún más allá del medio día. Una lluvia menuda caía
sobre los maizales secados por el calor de junio. El viento iba y venía, se balanceaba sobre
las hojas de los laureles, y se iba otra vez. Venia de nuevo, y se quedaba prendida entre las
ramas aireadas de rumor.

—¿Por qué suspiras, Refugia?

Apoyada sobre el cabezal de la cama entreabrió sus ojos y vio, al través de la ventana, un
cielo gris, oscuros nubarrones se deslizaban lentas, pesadas sobre las colinas. Sintió
pesares, así se había sentido desde que la abandonaron las esperanzas; sumida en sus
propios pensamientos, miraba la vida pasar, como aquellas nubes blancas y grises en la
lejanía del cielo. Acomodó la chalina de lana bajo la cabecera, y volvió a suspirar.

—Tengo nostalgia, Cayetano. Este aire enfermizo me trae recuerdos que veo en los sueños.

—Yo también recordé mis sueños. Aunque no lo creas, pero yo vi al kotzäjkpät, el dueño
del cerro, lo encontré allá en el pedregal, en dirección de la cueva de los chinacos, venía
montado en su caballo negro y todo le relumbraba: las espuelas, el freno, los botones de su
camisa, hasta el remache de la montura. Me ofreció ganado, dinero, todo lo que yo quisiera.
Le dije que lo pensaría muy bien, que no es cosa de aceptar por aceptar.

—¿Qué te pidió a cambio?

—Quiero tu ánima —me dijo.

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—¿Estás loco, Cayetano? Pobres nacimos y así moriremos, pero no vivirás para siempre
encantado, no y no. Allá en la cueva, te harán cochi, bestia, te mudarán en animal. Te
echarán carga, después, te comerán vivo. ¡Dios no te lo perdonará jamás!

—¡Pero quiero mi riqueza! lo que el destino, me ha negado, lo que tú merecías tener.

—¿Qué más quiero? Tengo lo que la providencia me ha concedido. Y tú, ¿qué más deseas,
Cayetano?

—Bienes, posesiones… tal parece que mi suerte se ha hecho del rogar.

—Deja de pensar en esas tonterías, son cosas del mal espíritu.

—Dices bien, Refugia. ¿Quieres té? Todavía queda en el caldero. Es bueno para el pesar.

—Sí, Cayetano, lo quiero endulzado con panela.

Olió la pócima de hierbas olorosas. Seguidamente, colocó sus manos sobre su pecho, quería
calmar el latido de su corazón, y suspiró anhelosa, luego, fue aplacándose poco a poco,
conforme bebía a sorbos el hinojo cosido. Reacomodó su decaído cuerpo sobre la cabecera,
y volvió a quedarse pensativa, con la mirada fija en el horizonte infinito de las
ensoñaciones, un mundo de espejismos y de ilusiones, de engañosas ilusiones.

—Qué vida tan jodida la mía —murmuró.

Desde el rellano, se distingue Känä’mä con sus casas alineadas una junto a otra, rodeado de
árboles y zacatales; más acá de la orilla, el agua resbala entre piedras lisas y triangulares,
bordea el camino que va al camposanto. Desde este lugar se devisa el entierro.

—Ya lo traen, Ciriaco —dije.

—Ya era hora, Cayetano. Ya me cansé de esperar. El frio de los muertos entumece mis
huesos —contestó.

Volvieron las torcazas, cruzaron el cielo nubloso y descansaron en el viejo roble del
camino, entre sus ramas cantó la peya, el pájaro anunciador.

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—Anuncia tu desgraciado destino, Ciriaco.

—Más bien, predice tu desdichada suerte, Cayetano.

—‹‹¿Oíste el canto del pajarraco, Atanasia?››

—‹‹Otro que vendrá a cortar flores, Casimira››

—‹‹Más bien para acompañar tu soledad››

—‹‹Me gustaría. Hablando de amores, ¿crees tú que nos hagan caso todavía?››

—‹‹Acicalada como una ladina, dónde no››

En la claridad de la noche, a la luz del plenilunio, las ramas de los árboles se aquietan, si
acaso, la brisa mueve las hojas, mecen las sombras. El silencio se estremece de vez en
cuando con el aleteo del murciélago y el chirrido de los grillos. El bisbiseo penetra la
madeja de nuestras visiones.

—¿Dónde vamos, Abuelo?

—A la casa de los nahuales, Arcadio.

—Yo quiero ser nahual, abuelo.

—Cuando llegue la hora, tendrás tu lugar en las Veinte Casas.

—Sí, algún día llegará.

—Hasta que se muera mi nahual.

Más allá de los valles y los montes, cresta arriba, se encuentra el rellano donde se juntan los
nahuales buenos y malos, donde altercan sus fuerzas el bien y el mal. Allí, cada noche entre
sueños, afrentan sus destinos: la vida o la muerte.

Es el lugar donde estamos, Arcadio.

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Basilia apareció en medio del agostadero.

—¿Qué busca, don Arcadio?

—La casa de los nahuales, Basilia.

—“Busco el nahual de Refugia” queras decir.

—¿Dónde lo escondiste?

—En aquella montaña, sígueme, Arcadio. ¡Alcánzame!

Basilia se fue aleteando como si fuera zopilote.

Tendido sobre la barranca cuelga de punta a punta un puente de hamaca que atraviesa
encima de los caseríos.

—Tengo que atravesar este pasadizo, Arcadio. Si me caigo será mi muerte.

—¿Qué sucede, abuelo?

—No puedo, otro día será, cuando cruce la falsa hamaca. Ya me asustaron los nahuales,
ahora sufro espantos.

—Te haré ensalmos, abuelo.

La candela prendida, la oscuridad de la noche y el viento de otoño hacían juegos de luces y


sombras; iluminaba las penumbras, oscurecía las luminiscencias, las iluminaba y volvía a
oscurecerlas. Un juego de luces y sombras.

—¿Dices que no quisiste ir al entierro, Basilia?

—Esta maldita tos que tengo no me dejo ir, Ciriaco. ¿Y tú?

—Hicimos la sepultura.

—¿Con quién?

—Con Cayetano.

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—¡Hay no!

—¿Sigues acostándote con él?

—Desde que vienes seguidito, ni siquiera se ha vuelto a parar en esta casa, tal vez le
llevaron el chisme. Ya ves, en este pueblo las cosas malas agarran vuelo, pero las buenas, ni
quien tenga por bien decirlas.

—Pues, más te vale que le vayas midiendo su distancia, si no, ya sabe a lo que se atiene.
Más te vale, Basilia.

—Vos también, Ciriaco. Déjate de rezongos, que la noche, todavía no comienza su jaleo.

Poco a poco se fue extinguiendo la llama de la candela, el viento había deshecho su pábilo
encendido; apagaron las luces, aguardaron las sombras, en la oscuridad de la noche se
escucharon amores lastimeros.

—‹Tus gemidos satisfechos, enloquecían mis goces, Cayetano›.

—‹‹Ve, la ella, todavía recuerda sus placeres pecaminosos, Atanasia››

—‹‹¿Quién la ella?››

—‹‹Ésa que está balbuceando››

—‹‹La Cuca, quieres decir››

—‹‹No. Yo digo la Basi››

Ha variado el tiempo. Las goteras de lluvia ya no gotean sobre las aceras, no hacen plas,
plas, plas sobre las hojas de los platanillos, ni se oye bullir el agua de los maceteros. El
bisbiseo de la noche reposa quieto en el silbar del viento.

—¿Sigues despierta, Refugia?

—Desde que estoy escuchando aleteos, no puedo pegar los ojos, Cayetano.

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—¿Cuál aleteo?

—¡Ese!… ¿lo oíste?

—Parece vuelo de chinaco. Ha de ser el pajktyzoktyzok, el pájaro de la noche.

—¿Qué anunciará?

—Lo que ha de suceder que suceda, deja de mortificarte que nadie puede contra el destino.

—¡Que Dios nos ampare, Cayetano!

—Sí, Refugia.

Otra vez el silbar del viento mezclado con el vuelo del pájaro de mal agüero. Luego: “Las
golondrinas”. Enseguida el anuncio: “Las personas que tengan la buena voluntad pasen a
velar a la difunta Tomasa…” Otra vez: “Las golondrinas” penetrando la maraña de los
sueños. Más allá de la media noche, con una luna opacada, dejaron de aullar los perros.

Se oyen plegarias, alabados, el “descanse en paz”, el “así sea”. Cuchichean las voces, las
trae el aire, las lleva el aire, traspasan las cuarteaduras de las paredes; van y vienen
cargadas de largos comadreos. Algunas se quedan atoradas entre los tabiques
desportillados; otras, se desvanecen en el eco de las voces:

"Doña Marciana, empecemos con el rezo que se está haciendo tarde".

"Usted, doña prudencia, que tiene buena mano, aliste el agua para su baño".

"Vayan con doña Amada, pregúntenle si ya le hizo el vestido".

"Don Teófilo, no vaya a colocarla de cabeza, que es de mal agüero, pónganla de este modo,
para que mire al sol".

"Casimira, Atanasia, ustedes que tienen pata de chucha, vayan a cortar flores, aunque ya no
huela su olor".

“Vamos al rezo, Basilia”. “No, Ciriaco, nos pueden ver y puede que se arme el arguende”.

"Y luzca para ella la luz de su rostro".

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"Descansen en paz".

"Así sea". —Contestaron.

En cualquier hora de la tarde se escucha el grito de niños que juegan en las calles del
pueblo. Alborotan con sus griteríos el atardecer todavía coloreada por los últimos rayos del
sol.

“Tú te toca buscar, Cayetano”.

“Estás haciendo trampa, Ciriaco. Así no juego”.

“La Basilia ni quien la encuentre”.

“Yo me voy, mi mama me llama”.

“Mejor agarremos luciérnagas”.

“!Refugia, deja de jugar que ya se hizo noche¡”.

“Vámonos, que allí viene la llorona”.

—¿Y los niños, Cayetano?

—Ya se acostaron, Refugia.

—Pobrecitos, han de estar cansados de tanto jugar.

—Sí —contesté.

Así dije para que ya no preguntara más, para que durmiera su contento, sin los
remordimientos que siempre tuvo en el corazón y le carcomía las miserias; para que no
pensara más en aquellos niños que nunca jugaron al atardecer.

—Refugia, ya va siendo hora de que vayas con la partera.

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—Sigue muerta la luna, Cayetano.

Con un puñito de tierra en la mano, mamá decía: “Vos, Refugia, debes ser como esta
arcilla, negra, húmeda y terrosa, que en tiempo de aguacero abren las semillas, agrietando
los surcos con sus brotes de hojas tiernas. Debes ser vástagos de cuezas, sembrados después
de la luna maciza, para que eches raíces, tengas hijuelos y pueda ver mis rebrotes”.

Yo, sintiéndome rebrotada como las bromelias enraizadas sobre los robles en tiempo de
calor.

—Vine para que me reconozca, doña Leocadia.

—¿Estas encinta, Refugia?

—No lo sé. Tiempo tiene que está tapada la luna, que ya no la veo.

—Acuéstate en la cama para que te palpe.

El petate tenía ese olor a vinagre, rancio de orines. Ablandaba la acidez el aceite
palmacristo con que doña Leo se untaba las manos, con que me sobaba el ombligo, y me
apretaba la matriz, allí mero, donde se alojan los retoños y los placeres, había dicho.

—Cayetano ya quiere sostener su chilpayate, pero yo sigo igualita desde que nos juntamos.
Ahora, tiene meses que no se colorea la luna, como si ya estuviera embarazada. ¿Qué puede
ser, doña Leocadia?

—Por lo que veo, simplemente es un retraso, mañana voy a prepararte baños calientes en
temazcal, luego, te voy a hacer emplastos con piedra caliente, más la sobada y el cocido de
hierbas, con eso tienes para quitarte la pasmazón y te baje más pronto la regla. Si Dios lo
concede, también para que puedas preñarte.

—Sí, doña Leocadia, ojalá que hagan remedio tus tratamientos.

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Se fueron los niños, quedaron sus gritos haciendo eco aquí en la memoria, perturbando mis
recuerdos, lastimando los anhelos de otros tiempos, cuando pensaba en aquel angelito, te
hablaba acariciando mi vientre y te decía: “te quiero aquí merito” y me entraba la ilusión de
sostenerte, de abrazarte y darle a morder mis pezones. Y seguí deseándolo, después, que se
hubiera escurrido de mis manos. Tarareaba canciones para que se adormeciera entre mis
brazos, como lo estoy meciendo ahora con la cantaleta: “dormite ya mi niño, que puede
venir el i’tzyi”, y lo arrullaba para que pudiera dormirse. Lo que me figuraba no es más que
pura ilusión, no estaba con él, ni dentro de mí, y me aliviaba con abrazar un retazo de trapo,
esperando que venga el espantajo. Y la oruga llegaba hambriento, chasqueaba el tragadero:
“chuy… chuy… chuy…” chillaba, luego, trepaba sobre mi hombro, y mordisqueaba la
puntita de mi chichi, sentía el cosquilleo mientras relamía mis tetas. Tal como lo
atestiguaba el abuelo, allí, junto al tenamaste, calentando sus pies fríos y refregándose una
que otra vez los ojos por el humarazo que hacía la leña mojada. En las noches sin luna,
decía, viene el mapi, llega como gusano, husmea las mujeres que no encintan, dicen que le
gusta beber la leche cuajada. Luego, me miraba con sus arrugados y soñolientos ojos, y me
decía: “hijita, si tú no pares hijos, serás mapiyomo, la mujer del gusano”.

Mucho después supe que era como las algas, los helechos y los honguillos; cepas de
hijuelos resecos. Era la mujer gusano. Cada vez más amanecía chupada de la chichi,
mordida por el animalejo.

—¿Qué te dijo la partera, Refugia?

—Que estoy mala de los ovarios, Cayetano.

Vi el llanto retenido en sus ojos, trataba de esconder su desgracia. Luego dijo:

—Soy como la tierra seca y arenosa donde crece el chichicaste y las espinas. Soy brote de
cualquier cilantrillo. Pero tú, si puedes, Cayetano, busca tus hijuelos en otra matriz. Si te
viene en gana, déjame ahorita mismo, con la angustia carcomiendo mi deseo, porque solita
nací y ansina voy a morir.

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Agachó la cabeza y sus cabellos colgaron desaliñados. Luego, cubrió su cara, con sus
manos quería tapar su vergüenza. Para mermarle el desaliento, le dije:

—No, Refugia, te quiero tal como eres. ¿Haz visto las orquídeas entre los peñascos? ¿El
rocío de la noche sobre los pétalos de un rosal? Así te quiero.

Alzó la cara quitándose los mechones de su pelo, enjugó sus ojos llorosos y suspiró ansiosa.
—Ya lo sabía, Cayetano. Lo supe desde mucho tiempo atrás, desde que empezó a florear la
luna, a ver aquello que nos hace mujer, a sentir los calores de la sangre en la carne, a soñar
cada vez más con los gustos. Cuando solamente era una niña tuve un raro sueño. Desde
entonces, mamá me decía:

—Date por vivir como una enlutada mi muchachita.

—¿Qué quieres decir, mamá?

—Es como vestirse de negro toda la vida.

Es que, a esa edad, soñaba mucho. Una noche vi que el nahual arrancaba mis entrañas y les
daba a los gatos. Vi también mi vientre vacío, parecía cáscara seca de la higuera, sin nada
que abrigar, sin algo que sostener; luego, las tetas, dos pequeños limoncitos chorreando
lodo en vez de leche, todo pudriéndose dentro de mí, deshaciéndome en agua lamosa. Una
vez que me ajunté con Cayetano, tantas veces soñé que me daban el nahualito de los niños,
muchachitos tiernos, desnudos, que se escurrían entre mis dedos como la baba de los
nopales. Desde entonces lo supe, y si fui con la vieja Leo, fue para darte una esperanza. A
pesar de mis dudas tuve la ilusión de un milagro, pensaba que había remedio para mi mal.
Pero de nada sirvieron las curas y las rogativas a Santa Ana, la Virgen del Niño y la Virgen
del Carmen, pues, ese era mi destino, solamente estaba dándole lugar al tiempo para
decírtelo.

—Ahora que ya lo sabes, puedes largarte si lo deseas. ¡Vete, Cayetano! Otras rejegas te
estarán esperando.

Unas lágrimas anublaron sus ojos, y para consolar su angustia le dije:

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—Yo también lo supe, Refugia. Tus sueños se asemejaban con mis sueños, miraba las
milpitas carcomidas por los gusanos, desmigaban los cogollitos y tragaban los jilotes. Vi
también las vainas de los frijolares agujeradas por los gorgojos, al igual que el maizal, el
chahuistle negreaba sus mazorcas, y qué decir de los manzanillos, el viento de febrero
arrancaba uno a uno sus renuevos dejando pelona sus ramas, y en esa tierra marchita, solos
tú y yo, parecíamos almas en pena.

—Ahora, confórmate mujer como yo me he conformado.

—¿Conformarme? Yo, solamente quiero que arrullen mis sueños.

Volvió a sollozar, condenada a vivir en el olvido, a morir con sus soledades,


consumiéndose día a día en su menosprecio.

El grito de los niños se fue disipando en cada lágrima enjugada, en cada gemido
desprendido. Alegres griteríos resonaban sobre las paredes y tejados alumbrados de luna y
estrellas brillantes.

—¿Acabaste con el rastrojo, Cayetano?

—Caso fui, Refugia.

—Entonces, ¿qué hiciste?

—Una sepultura.

—Quise acompañar el entierro, pero no pude. Me ganó la flojera.

—Si lo hubieras visto, el montoncito de gente que llegó. Don Isidro rezó las últimas
oraciones. Luego, la caja puesta en la puritito suelo y fíjate que ni toda esa tierra removida
le alcanzó para rellenar el agujero.

—Entonces, es como dice la gente: ni su pecado le bastó para tapar su sepultura.

—¿Lo ves? Ya te decía yo, que la pobre vieja de plano estaba salada.

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En las noches de velorio, el aire se atempera, aunque haga calor, el frío de la muerte entra
por los poros de la piel y llega hasta los huesos, enseguida, nos da calambres, accesos de tos
y dolores reumáticos, decía mamá.

—Cayetano, ahora que enterraste a un muerto, úntate con pomadas de mentol y eucalipto,
con bálsamo caliente para quitarte la frialdad de los muertos.

—Sí, Refugia.

“Por la malquerencia, prendo esta vela, y de rodillas beso la tierra, alzo mis súplicas al
cielo, y arrojo salivazos a los vientos de las cuatro esquinas, para que los aires negros
escalden tu cuerpo, y los humos negros calcinen tu carne, y de este modo, ni puedas
encontrar sosiego, Refugia” —imploró Basilia.

—Vine otra vez para que me ensalme, don Arcadio.

—Hoy, no puedo curarte, Refugia; otro día será, cuando haya regresado del Ipstäjk, la casa
de los nahuales y tenga el permiso de los jamäyoyes, los viejos nahuales. Mientras, agarra
este amuleto compuesta de hierbas mágicas, lleva sobre sí un conjuro a tu nombre para
protegerte de los malignos espíritus. Llévala siempre contigo como reliquia de la buena
suerte. Y por las noches, acomódalo bajo de tu cabecera para resguardarte de los malos
sueños.

La bolsita zurcida con hilos de colores, olía a albahaca, alhucema, tabaco y romerillo, y lo
sujetó sobre su camisón para contener el mal de ojo.

El humo del sahumerio marchitaba la frescura del aire, amarillaba la claridad del tiempo, en
la decoloración del ámbito, la casa de los nahuales despedía hedores requemados, donde
uno tras otro fueron llegando los viejos sabihondos, caminaban encorvados como si
estibaran sobre sus espaldas el abultado peso de la vida y la muerte. El más canoso ocupó la

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silla de enfrente, los demás se colocaron alrededor de la mesa, donde había un libro, un
tintero y plumas de jolote. Tras ellos, llegó Basilia, sin darle más largas al asunto, expuso
su demanda:

—Mire usted, don Cipriano. Yo me iba a casar con ese tal por cual, de Cayetano, estaba
dispuesta a lo que me sobreviniera, pues, lo quería más de lo que pueden imaginar; a pesar
de las desconfianzas, mis papás dieron su consentimiento, y él había empeñado su palabra,
solamente faltaba que el padre Emilio pasara las amonestaciones en misa de domingo. Pero
en eso, se entrometió la Refugia, fue con el chisme de que yo andaba con otro, que me vio
platicando con Ciriaco y aunque fuera mentira, Cayetano tragó el arguende. Ahora se fue
con ella y a mí me dejo con el puro gusto. Lo más canijo, es que me puso en boca de toda la
gente y me quedé con la cara abochornada por la vergüenza. Por esto y más, la acuso de
chismosa y que ustedes dispongan mi acusación. ¡Ah! Se me olvidó mencionar, que el viejo
Arcadio, es, dizque su testigo. Más bien, es el alcahuete.

—Hacemos la justicia, Basilia.

Entre humazos del incienso quemado, y el hedor del aire, los viejos nahuales escucharon las
alegaciones.

—¿Cuál es el pleito, don Arcadio? —preguntó el viejo Cipriano.

—Cada noche, en los sueños, me ataca el nahual de Basilia.

—¿Qué es lo que quieres? —pregunto don Julián.

—Su conformidad para librar el nahual de Refugia.

—Ya veremos —contestó don Régulo.

—¿Qué alegan ustedes? —pregunto el viejo Cipriano, dirigiéndose a los viejos resabidos.

—Según las fes para mí la culpa es de Cayetano. Bien que se tragó el chisme, como dice
Basilia —contestó don Monje.

—Pues yo digo que Basilia tiene mucha culpa. Veo sus ojos, es como si echara lumbre, de
lejos se le nota lo coscolina —dijo doña Petrona.

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—¿Y usted, que dice, don Saturnino?

—Pues verán ustedes, yo digo que la querencia es cosa de voluntad. Pienso que Basilia no
está para sentar cabeza, es como dicen: no le agarro su nahual.

—Éste es el acuerdo —dijo el viejo Cipriano, mientras mojaba la pluma de jolote en el


tintero. —Entiendo que este enredo, es cosa del querer, chismerío de mujeres. Como dice
don Saturnino, es que no le agarraste el kojama de Cayetano, Basilia, por esa razón él se fue
con otra. Yo no encuentro modo para tu queja. En adelante déjate de recelos, si de amor se
trata, que, para ser viejos, lo que nos sobra es la querencia.

Los hombres corcovos se fueron desvaneciendo entre humos del copal encendido, como si
vaporizara la tierra, después del aguacero de junio.

Al amanecer, Engracia contempló en sus sueños, que una calandria se escabullía de sus
manos, volaba hacia el duraznero, sobre los varejones deshojados sacudió sus alas, gorjeó
desconsolada, luego, remontó el vuelo cruzando los campos florecidos.
Engracia interpretó aquel sueño como un acontecimiento de mal augurio.
—¿Que estás pensando, Refugia? Te veo alelada —preguntó.

—No lo sé, mamá —contestó, tronándose el nudillo de sus dedos.

—Tengo mis presentimientos, cuidadito con hacer una tontería.

—Sí, mamá.

El patio de la casa huele a margaritas, azaleas y crisantemos. Se siente ese olor agrete de
azahares, de los limares en flor. En la negrura de la noche estrellada y de luna muerta, las
mariposas azules vuelan en el jardín de flores amarillas, alumbradas por los fulgores
fosforescentes de las luciérnagas.

—Alístate, Refugia. Vine para llevarte.

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—No quiero juntarme así nomás, Cayetano.

—Nos largaremos lejos, donde nadie oiga de nosotros, regresaremos otro día cuando tu
papá se haya aplacado su coraje.

—Es por mi mamá. Con lo sentida que es, no quiero abandonarla así nomás y luego me
estén culpando de sus cólicos, será mejor que vayas a pedirme.

—Tu mamá no quiere verme ni pintado, anda diciendo con todo mundo que estoy jodido,
que de chambear no paso, porque soy un dejado. Yo no quiero que me echen en cara mi
pobreza.

—Pero mi papá ni remilgos hace. Además, no pierdes nada con probar, aunque solo sea la
pedida, hecho el trato nos vamos de pelada.

—No están para entender razones, además, es mucho gasto para andar disponiendo casorio,
tú bien sabes que yo ni para la caña tengo. Es mejor así juntaditos nada más.

—¡Jo! Ni que estuviera necesitada.

—Ahí lo vez, Refugia. Te vas conmigo o te quedas solita haciendo la caridad.

—Es que solo me tienen a mí. Mejor vete con la Basilia, ella se muere de amor, que hasta
pleitos hace.

—Mandaste palabra con la Rutilia y ahora me sales con retobos. Además, tú misma me
dijiste que la Basilia ya anda loqueando con otro.

—Huyamos pues, Cayetano.

Se perdieron en la oscuridad de la noche, iban camino al cielo como dos ánimas en pena
redimidas de su purgatorio.

Las mariposas azules atestaron el jardín de flores amarillas, y sus pétalos verdearon
igualándose con el parecido de sus hojas, luego atravesaron las cornisas y cubrieron de azul
las paredes encaladas. El aire se tornó espeso, azulado, Engracia, sintió que se ahogaba, que

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le faltaba aire para respirar, se vio envuelta en un mar de mariposas azules. Enseguida,
despertó de sus sueños.

—¿Estás allí, Refugia?

Engracia escuchó resonar su voz entre la oscuridad. Se levantó del camastro y prendió el
candil de petróleo. Una figura desdoblada dejó entreverse sobre las paredes de la casa. Se
dirigió al cuarto de dormir, apartó las cortinas del pabellón, y sus ojos hallaron la cama
vacía.

—¡Eulogio! Esta zonza, parece que ya se largó.

—Era de esperarse, Engracia, que, juntada la cepa, se acabó la necesidad.

A la orilla del arrabal, Refugia, acostada sobre los herbajes, contemplaba las estrellas,
mientras que los durazneros en flor caían desmenuzados como si el gemido los estuviera
deshojando.

—‹‹Atanasia, desde hace rato que enmudecieron los murmurios como si sus bocas
estuvieran apiladas de tierra››

—‹‹Más seguro el sueño ha apolillado sus secretos, Casimira››

El aire propaga los susurros, se oyen ásperas, destempladas, enmarañado de telarañas.

—Abuelo, yo soñé que volaba como aquel gavilán que vuela entre las nubes.

—Si así soñaste, Arcadio, es que eres jamäyoye, quien vive en los sueños, ahora que ya eres
tzoyäyoye, frótame con este remedio porque anoche tuve malas visiones, y cuando me
duerma, pueda yo defenderme de los malos nahuales.

—Sí, abuelo, ahorita te voy a hacer los ensalmos.

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—Ya se me quitó el miedo. Llevo encima los conjuros. Ahora, tengo que encontrar el
kojama de Refugia.

El viejo Arcadio cruzó el puente de hamaca. Al otro lado de la montaña encontró la


calandria atorada entre los bejucales.

—Te sacaré de éste matojo —dijo, mientras desenredaba las trepadoras.

Cuando el ave se vio libre voló hacía las arborecidas praderas.

—¿Cómo te sientes, Refugia?

—Algo mejor. Parece que los nahuales ya dejaron de atormentarme, y los cocimientos que
usted me dio libraron mi cuerpo de malas sombras. Es como si muerta hubiera resucitado.
¿Quiere seguir curándome, don Arcadio?

—Cuando sientas molestias.

—Volveré, don Arcadio.

—‹Maduraban los duraznos, maduraban enrojecidas y de tanto rojo, encendían tus labios
rojos, Refugia›.

—‹‹!Ah burro!, como si la haya querido mucho, el muy cojón era mujeriego de esos,
Atanasia››

—‹‹La quería, Casimira, pero como todo, hay de amores a amores››

Era la época de aire y los durazneros se desnudaban, dejaban caer sus hojas avejentadas por
el frío como si fueran a secarse sus ramas, tan pronto pasaba la helada, llegaba los días de
calor, y los varejones retoñaban revistiéndose de florescencias. Ahora, había sol, demasiado
calor, tiempo de secaral, días aquellos en que miras las aves marinas cruzar en parvadas el
cielo desnudo, buscando los mares templados del otro lado de la tierra.

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—¿A dónde van los patos, Refugia?

—Vuelan tras los aguajales, Cayetano.

Era tiempo de granizos. El temporal percudía las primaverales flores; donde en febrero
asieron botones rosas, ahora, cuelgan duraznos, frutos jugosos y agridulces. A vuelo de
golondrinas, pasaba la canícula, y llegaba el entretiempo, entonces, asomaba el ventarrón,
la lluvia, el frío, y las aves de mar regresaban enfiladas, surcaban el cielo nubloso de las
colinas, venteaban los climas calientes de los mares del otro lado de la tierra.

—‹¿Recuerdas el mar, Cayetano?›.

El mar tenía el color verdoso como la lama. Iban y venían las olas, bañaban de arena y
espuma los anhelantes cuerpos; jugueteaban entre las olas, sudaban a mares, las
sudoraciones salidas del goce salaban el agua del mar.

Las espumosas olas enjugaban las pegajosas poluciones.

—‹Sí, Refugia, resbalaban sobre las piedras›.

—‹‹¿Qué dice Casimira?››

—‹‹Que jugaban desnudos a la orilla de un mar››

—‹‹Que mar vaya a ser, Atanasia, si era un lodazal donde ellos se revolcaban››

—¡Refugia, los azacuanes ya están de vuelta!

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—¡Ahora, buscan el calor del sol, Cayetano!

Se oye el gorgotear de la lluvia en el hidrante del agua colada, lloviznas verberadas en julio
y agosto; calores bochornosos de variado tiempo, época esa de la canicular.

—‹‹Estira la oreja, Atanasia. ¿Oyes que desvarían?››

—‹‹Creo que me está agarrando el sueño. Ya no oigo nada, Casimira››

—Arcadio, nosotros tenemos nahuales buenos o malos, según la nacencia.

—¿Quiénes hacen maldades, Abuelo?

—Lo verás, cuando sueñes con alacranes, culebras, gusanos, avispas, perros y gatos.
Animales que muerden, pican, aruñan y espantan.

—¿Y los nahuales buenos?

—También lo verás, cuando sueñes con flores, frutos, piedras preciosas…

—¿Cuál es mi nahual, abuelo?

—Esa noche soñé que me perseguían los nahuales, corrían tras de mí, y yo, llevándote en
brazos para protegerte; antes que nos dieran alcance, te hiciste gavilancillo, atravesaste el
despeñadero y te perdiste entre las nubes. ¡Tú nahual es fuerte! ¡Tú nahual es un gavilán,
Arcadio!

—¿Y tú nahual, abuelo?

—Lo verás, cuando me lleve la esquelética.

Somos jamäyoye, el nahual de nahuales, con la fuerza de nuestro espíritu atravesamos las
fisuras del tiempo, traspasamos las hendiduras de los sueños; el nahual de nahuales, quien
descorre los misterios de la vida, el que desanuda los entresijos de la muerte.

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La tarde que se va, la noche que viene y el tiempo pasa irremediablemente sobre el cruce de
sus sombras.

—¿Te encontraste con el demonio, Cayetano? —preguntó el viejo Arcadio, quien sostenía
en sus manos un compuesto de hierbas curativas.

—No me acuerdo, parece que despierto de un mal sueño.

—Bebe esté cocimiento para que recobres la memoria.

—Ahora que recuerdo, esa mujer brillaba como la luna, me mostró su covachuela, me
preguntó si era de mi parecer y yo le dije que sí. “Quédate, te doy todo lo que tu gusto
desee”, me dijo. Pero en eso me entró la duda y le dije que regresaría, porque tengo algo
que cuidar.

—Entonces era la mala mujer. Vaya tentación que tuviste, suerte que no caíste en sus
hechizos, si no ya te hubiera mordido el cocoyol con su cosa dentada hasta desangrarte,
ahorita, estuvieras quemándote en el infierno.

—Al menos, esta ocasión, me dejó volver.

—Ahora te voy hacer una limpia con la figurilla de barro. ¡Arcadio, pasa el pekapät!

—Sí, abuelo.

El viejo Arcadio me hizo ver la carita negra de humo y volví a hundirse en el sueño.
Soñaba con mujeres cola de pescado a la orilla de la ciénaga.

El sol atraviesa el techo de la casa, funde el claror con el humo de la leña esparciendo
colores tornasolados. La ventana abierta de par en par, deja translucir en la claridad de la
mañana, el añilado cielo.

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Una mariposa negra entró aleteando a través de la ventana, revoloteó por todo el contorno
como si buscara descanso en cualquier esquinero de la casa, después, levantó el vuelo
escabulléndose bajo el saledizo.

—Cuando mires una mariposa posada en el anaquel, es el alma de un muerto que viene por
más almas. Déjala que repose, así como vino alzará el vuelo, tal como retornan el espíritu
de los muertos al anhsänh, el paraíso florido, o al tzu’anh, en la penumbra de la noche. Sea
cual sea, de antemano, alguien está en la antesala de la sombra, Arcadio.

—¿Quiénes van al anhsän, abuelo?

—Aquellos de corazón blando.

—Y al tzu’anh, los de mal corazón.

El ámbito fue cobijándose de sombras, cubriéndose los contornos con tonalidades


umbrosas, como si las alas de la mariposa revistieran con oscuridades los boquetes de los
tabiques enladrillados.

—‹‹Ahorita que ya no está haciendo viento, lo oigo, de tanto moverme, la tierra ha salido
de mis oídos, Casimira››

—‹‹Más bien de tanta ronquera, sus bocas han escupido el cascajo, Atanasia››

Aunque tartamudeada por el mal sueño, aunque enronquecidas por el adormecimiento, las
palabras brotan de cualquier rincón, desmoronando la tierra escarbada, surgen por todos
lados, sin más razón que su puro sonido.

—Tía Tomasa, ¿sigue usted por aquí?

—Sí, Refugia. Vine a despedirme. Me voy, no quiero dejar pendientes, porque cuando uno
se larga, ni quien vuelva por sus cachivaches, a no ser que haya alguien por quien regresar.
Digo esto, porque cuando Felipe se fue, me dejó dicho: “ai te encargo el tornamil, que ya

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está jiloteando y te dejo también el burro pa’ la carga. Yo me voy de aquí, si al caso regreso
el otro mes, sino es que, hasta la tapisca, para ese tiempo ya estará seca la mazorca”. ¿A
dónde vas? Si es que puedo saberlo, le pregunte. “Voy a la media luna, a ganarme la vida”,
me contestó. ¿Qué hay allá, que no pueda haber aquí? Inquirí, “el mismísimo cielo” me
contestó. Y se marchó. Con decirte que se fue desproveído, que ni su pozol quiso cargar.
Voy contigo, Felipe, le dije. “Otro día vendré, Tomasa” me contesto. Y yo, espere y espere
y ni su alma apareció. De repentito, vino asomándose, fue ese día en que hice tamales de
achiote, el meritito día de muertos. Cuando lo vi acercarse, le dije: ¡Jijale! Parece que el
tiempo no pasa para ti, Felipe. Así le dije porque lo vi igualito, desde aquella vez, cuando
se largó. Aunque no me lo creas, hasta lo vi quitado de la edad, a pesar del tiempo, había
rejuvenecido. Y él me contesto: “Sí, Tomasa, allá, el tiempo acaso es tiempo, pues”. Comió
su tamalito y bebió su chocolate que le tenía preparado, luego le di su copita de aguardiente
y más después le di dulces de calabaza endulzado con panela, “para que atemperes tu alma”
le dije. “A caray, todavía te salen muy bien las melcochas, Tomasa, por eso te recuerdo”,
me dijo, mientras relamía sus dedos. Caso puedo olvidar tus gustos, le contesté.

Después que lamió su plato, dijo que se le hacía tarde el retorno. Y yo ruéguele y ruéguele
para que se quedara un tiempecito más, pero nada más meneo la cabeza y dijo que allá
estaba muy bien, que había alquilado un cuchitril y por eso regresaba pronto. Llévame,
volví a decirle, “No comas ansia, Tomasa, en menos que cacaraquee la gallina, me verás
aquí de vuelta” me contestó. Pero ya no volvió. Quizá le fueron con el chisme de que me
había juntado con Celerino y de celos se quedó allá. Después, supe por boca de algunos que
venían de allá, que andaba cuzqueando con una tal Teodora, otros, que, con Natalia, sea
quien sea da lo mismo. Desde esa ocasión, hasta ayer que vino a buscarme. Ahora, sí me
voy, Refugia, no me quedo, me voy con él. Dicen que allá nadie se muere de nada, que la
vida es perpetua, y si no tienes ni para comer, al menos uno puede sorber ese aire que sabe
añejo, escaso de contratiempos, y con eso tiene uno la vida asegurada.

—¿Y Celerino? ¿Qué será de él?

—No faltarán almas caritativas que le procuren favores, que le darán su algo de algo. Allí
está pues la vieja Herminia, que le gusta ajuntarse con cada hombre que enviuda. Ella se

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encargará de Celerino, no me da la preocupación. Es más, se quedará un tiempo solito,
regresaré pronto y se irá conmigo.

—Quiero ir contigo, Tomasa.

—Vos también, Refugia, quieres ir, como si fueras a pelar la pava.

—Sea como sea, quiero irme.

—Regresaré, ya lo verás, vos que te gusta coger la verbena.

La mariposa negra apareció al vuelo, estuvo revoloteando sueltamente por todos los
rincones de la casa, de tanto volar, reposó en el marco de la puerta. En seguida, desplegó
sus alas, sobre las paredes figuraron sombras alargadas.

—¿Es la mariposa de mal augurio, Cayetano?

—Sí, Refugia. Está agitando sus alas, va a levantar otra vez el vuelo.

—¡No quiero que se vaya! La quiero allí, prendida en el atril para que me cobije, que me
espere y se vaya conmigo. Después de todo… ¡Quiero irme ya!

—¿Qué cosas dices, Refugia? Si nunca quisiste dejar este jacal. Decías que estabas a gusto
y que ni muerta te mudarías de aquí. Cuando yo te decía: mejor es que nos larguemos a
buscar otros rumbos, un refugio para nuestro querer, donde la tristeza no aguade el corazón,
ni sea para siempre la desdicha, y tú me contestabas suspirando: “Es que no hay otro pueblo
igual o que se parezca, donde cada vez más renace la vida, y de vez en vez, sobreviene la
muerte, como estas flores de muerto” me decías, luego, cortabas sus flores, olías sus
renuevos, arrancabas sus pétalos, y los aventabas al aire; el viento las arrastraba como si
fueran mariposas amarillas, parecías feliz y reías.

—Si lo dije, es porque te quería. Si alguna vez fui feliz, tal vez sea en aquellos momentos
de alocado amor que sosteníamos al comienzo, pero ya estoy hartísima de todo, del
sinsentido de la vida, harta de la pinche gente. Si me quedo, es porque aquí enterraron mi
ombligo, además, tengo enterrado a mis muertos. Ellos no me dejan ir, me retienen, el

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cordón de mi ombligo me sujeta desde lo más hondo del hoyo; los muertos me detienen con
sus manos muertas.

—No irás a ningún lado, me hice la promesa de cuidarte.

—Será por un tiempecito, Cayetano. Ya tendrás tu descanso, tu eterno reposo.

—Arcadio, te ves triste, de seguro que es mal de ojo. Dile a tu abuela que prepare las
hierbas y los perfumes.

—Sí, abuelo.

En la cocina, la abuela cernía el cascabillo del café tostado sobre el tablero de moler.

—Abuela, dice el abuelo que tengo kene y dice también que me hagas remedio.

—Entonces, vamos a cortar flores, Arcadio.

—Sí, abuela.

—¡Cuidado con sus brotes, Arcadio! Si tienes las manos frías, corta sus retoños. Si tienes la
mano caliente, ni siquiera lo toques, no sea que marchites sus renuevos con el calor de tu
sangre.

—Tengo manos que hacen retoñecer las flores, abuela.

—Entonces, corta sus vástagos, Arcadio.

Cortamos ruda, albahaca, ramas de saúco, rosas, geranios, hojas de cempasúchil, con el que
abuela preparó un compuesto de hierbas olorosas.

—Voy a curarte para que se te quite la malagana, Arcadio.

Los cogollos airearon mi cuerpo, el aire mojado que salía de su boca olía a flores frescas,
aguardiente y colonia; en cada soplo desprendieron uno a uno los ojos y se desperdigaron
en el suelo, rebotaban como granizos en tiempos de aguacero.

—Ahora, voy a pasarte huevos de jolota, Arcadio.

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—Está bien, abuela.

—¿Quién estuvo de visita?

—Tía Petrona.

—¿Qué quería?

—Café molido, pero le dije que solamente tenías para tu gasto, en eso le miré los ojos y vi
que los tenía rojos, al igual que los tordos que llegan a comer maíz en el patio de la casa.

—Ella te hecho el mal de ojo. ¡Otro día que venga, voy a decirle que te unte su saliva para
que te quite el malestar!

Abuela quebró el huevo en una jícara llena de agua.

—¡Mira los ojos, Arcadio! Flotan como burbujas en el agua relente. Ojos quemantes que
calentaban tu carne y tu sangre.

Este pueblo huele a rancio, tiene ese olor mohoso como el fangal. De las resquebrajaduras
enlamadas, de los pretiles desportillados brotan pequeñas plantas sin floraciones. El
enmohecido cardenillo exhala hedores añosos que atiestan los respiraderos. Puede uno oler
las ranciedades.

—Abuelo, ¿eres tú? —Dije. Así le dije porque vi su sombra asomarse bajo los tulipanes.

—¿Abuelo?

—¿Miraste algo, Arcadio? Estás como que no cabes del susto.

—Acabo de verte en el patio, abuelo.

—Desde que me levanté estoy aquí tomando café.

—¡Eras tú, abuelo! Te vi en el patio.

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—Debes haber visto el tzäjkanhpujtoye. Arcadio.

—Estoy seguro. Eras tú, abuelo.

—Es el mal espíritu. Dile a tu abuela que traiga brasa para el humo, necesitas un ensalmo.

Sentí escalofríos, después, se anublaron mis ojos. Cuando recobré la memoria estaba
empapado de cocimiento; el olor del ajo y del chile quemado enardecía mi nariz.

—¿Dónde viste al espantajo, Arcadio?

—Aquí, junto el macollo de gladiolas, abuela.

—Ven, vamos a levantar tu espíritu.

La abuela se puso a decir plegarias para quitar el espanto:

“Somos amasijo de tierra revuelta, mazacote de arcilla moldeada, nuestra carne es lodo,
nuestra sangre es agua. Agarra tu carne, agarra tu lodo, Arcadio, que polvo eres y en polvo
te convertirás, más tus sueños soñarás”.

Desde que menguó la luna, las chachalacas alborotan la mañana. De seguro que en la luna
muerta lloverá. Verás venir las nubes empujadas por el viento, pasar a cielo raso y asentarse
sobre las colinas. Luego el vendaval, de aquel lado de los nortes, decía el viejo Mártires.

Ha pasado el estiaje, han llegado las primeras lluvias del mes. En el cielo hay sol, hay
arcoíris, hay relámpagos, hay truenos, hay nubes cargadas de agua y brisas de aguacero.
Aquí abajo, la tierra polvosa se bebe el agua de la lluvia. Pasa el vendaval y todo comienza
a evaporarse, vahan las piedras irisadas por el sol, el tejado de las casas, los húmedos
boscajes y el aire que sube de los barrancos huele a destilaciones.

—¿Qué estás haciendo, abuela?

—Tostando maíz para el chocolate, Arcadio. ¿Quieres ayudarme?

—Sí, abuela.

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—Entonces, atiza el fuego para que arda.

—Hace mucho humo, abuela.

—Mejor descascara el cacao tostado, Arcadio.

Cerré mis ojos y mis recuerdos se hundieron en el pasado, un pasado muerto pero con vida,
entre los recodos de mi memoria deshecha y el delirio soportando las aflicciones, no oí el
chisporrotear de la lumbre, mucho menos vi que humeaba el comal, suspiré anhelosa, sentí
que el ahogo soltaban retazos de vida en cada exhalo de mi pecho muerto, volví a suspirar,
con mis manos apreté mi boca como si quisiera contener el aliento: “!Ay vida de mi vida”
dije con abatida nostalgia, luego entorné los ojos y me di cuenta que solo estaba soñando.

El humo de la cocina olía a maíz quemado.

—Ya está listo el cacao, abuela.

—Déjalo en el canastillo, Arcadio.

—¿Por qué lloras así, abuela?

—Es que me enardecen los ojos, el humo de la leña camagua hace que me broten lágrimas.

—Hace rato había más humo y no llorabas así.

—Es que recordé mi sueño.

—¿Qué soñaste, abuela?

—Soñé que estaba junto a la troja de tu abuelo y vi que el sol se ocultaba allá tras la
montaña.

—Yo también soñé, abuela.

—¿Qué soñaste, Arcadio?

—Vi que se apagó la luna, y que todo se ponía oscuro. ¿Qué será de mi sueño, abuela?

—¿Le contaste a tu abuelo?

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—No, abuela.

—Ni se te ocurra decirle, solamente recuerda que cuando mires que el sol o la luna se está
enterrando tras los cerros, es que ha llegado la hora para quedarse solito.

—¿A dónde van los muertos, abuela?

—Muere nuestro cuerpo. Entrelazamos la vida con la muerte. Así, devolvemos lo que
nasakomi, el señor de la tierra nos ha dado para vivir, nuestra carne rehace la vida. En
cambio, el alma descansa en la hondura del sueño donde mora el espíritu de los muertos: en
los valles floridos o bien en la oscuridad de la noche.

—Quiero ir, donde reverdecen las flores, Abuela.

—Entonces haz siempre el bien, Arcadio y date gusto por pensar con el corazón, de este
modo, tendrás tu recompensa.

—Sí, abuela.

Escampó la lluvia. El viento sacudía las ramas de los naranjos, salpicaba la tierra con
gruesos goterones. Las gallinas echadas sobre los leños esculcaban sus plumas, se
zangoloteaban, librándose así de los molestosos cucuyuchis, mientras que los polluelos
merodeaban el chiribitil, rascaban el fango, reovían el cascajo y desenterraban las
lombrices, luego, empapados de mollina, piaban y tiritaban de frío, encuentraban cobijo
bajo las alas de la culeca.

—Anoche tuve malos sueños, Arcadio.

—¿Qué soñaste, abuelo?

—Vi que la broza se movía, se arremolinaban las hojas secas, enseguida escuché un
cascabeleo cerquita de mis pies. ¡Allí estaba la culebra! torcía su nuca de un lado para otro,
quería morderme con sus filosos colmillos. En eso, que la pesco del pescuezo, y... ¡Basilia
me miraba con disgusto!

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—Ya estarás contento, Arcadio —me dijo.

—¿Por qué, Basilia? —le contesté.

—¿Quién te mando entrometerte en mis pleitos?

—Refugia me pidió favor, estaba muy enferma.

—Lo merece. Ahora, tú pagarás su culpa.

—Ya veremos, Basilia.

Después, la culebra me dio un coletazo y se fue arrastrando entre las breñas cubiertas de
cornezuelos.

—Vas a enfermarte, abuelo.

—Ya me siento mal, Arcadio.

Hay días en que las flores amanecen amarillas, en que el tiempo amanece amarillento,
entonces se amarilla el aire, el sol, las nubes, todo palidece. El mal humor macera la carne,
la desgana afloja la sangre. El día es triste y desolado. ¡Ni cómo curar la bilis, el humor
negro, y el corazón marchito! ¿Con té de verbena, con hierbas maceradas, limpias y
remojos para quitarse la bruma del tiempo malsano y de las flores enfermizas?

Apoltronado en el corredor de flores violetas, el abuelo miraba pasar el tiempo, esperaba


que variara la amarillez del aire, pero el día siegue verdoso, igual que ayer, que hoy, tal vez
de mañana, amarillando las flores violetas, muriéndose día a día, tajito a tajito como muere
el sol de la tarde.

—¿Ya estás mejor, abuelo?

—Mal soñé, Arcadio.

Iba a decirle que yo también había mal soñado, pero no dije nada. Pensé que iba a
entristecerse aún más, y no quise aflojarle el llanto, aunque sus grises ojos ya estaban
empañados de lágrimas.

73
—Puedo prepararte cocimiento, abuelo.

—Que contenga nuez moscada, alhucema y romero.

En eso, Basilia llegó quejándose de dolencias.

—Don Arcadio, vine para que me pulse.

—¿Que tienes, Basilia?

—Molestias, siento como si me hubieran apretujado la nuca.

—Dame tu mano.

—¿Qué tengo, don Arcadio?

—Arremetida en el sueño.

—Usted me tiene jodida.

—Es el nahual, Basilia. Te dijeron que olvidaras los despechos y ni caso haces.

—¡Carajo¡ Como no sos tú la plantada.

—Como lo creas, Basilia. ¡Arcadio, haz el remedio!

—Sí, abuelo.

Uno a uno fueron escapándose los sueños como si los golpeteos hubieran roto el delgado
embalaje que envolvían las visiones, y que el viento de febrero los hubiera llevado en vilo
como mariposas negras. Seguidamente, se escucharon tamboreos.

—¿Lo oíste, Cayetano?

—Si al caso, tus ronqueras, Refugia.

—Entonces, es cosa de mi oído.

Otra vez un ruido como los golpes del tamborero.

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—Es el tzu’ko’a, el tambor de la noche, Refugia.

—Como si fuera carnaval.

—Falta mucho para que echen campanas al vuelo y comience la cuaresma.

—No será que al San Miguelito le están haciendo su fiesta.

El zumbo del tambor venía de aquel lado del arroyo donde vive la vieja Tomasa.

—¡Santo Dios! ¡Ya viene, Cayetano! Hazle remedio para que huya.

—Voy a traer braza, Refugia.

El tam tam del tabaleo se fue desvaneciendo poco a poco entre el humo del pomo quemado.

En el relumbrante cielo había lluvia de estrellas fugaces. Las cometas caían como bolas de
lumbre al pie de la loma, donde más tarde se alcanzaban a ver resplandores, lumbreras
ardiendo a ras del suelo.

—Tal vez ya sea mi suerte. Iré a la cueva de los chinacos, Refugia.

—No digas burradas, Cayetano.

Aquel animalejo despedía luces de colores.

—¿Qué traes en el costal, Cayetano?

—Es piedra, Refugia.

—¡Míralo, se retuerce como si fuera culebra!

—Es el kuntza, la piedra que cayó del cielo.

—¿Dónde lo agarraste?

—En el cerro.

—¡Esa cosa es del encanto, Cayetano! ¿Quieres morir? ¿Quieres que yo muera?

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—No, Refugia.

—Entonces, déjalo ir, pobres nacimos y así moriremos; ya tendremos nuestra riqueza en la
gloria del cielo.

—No importa que vaya al infierno con tal de vivir la vida de rico.

—¡Qué más quieres Cayetano! Si tan solo un puñito de tierra que pudiéramos llevar.

—Ni eso, Refugia, puesto que nos acicalan antes que nos coloquen en el cajón.

La culebra se fue arrastrando sobre el polvo de la tierra, llevándose consigo los apuros de
riqueza por siempre negada.

En la negrura de la noche, en la claridad de la luna, en el remolino del viento aparece el


i’tzyi, el demonio que sonsaca los sentidos, a la vez que asoma la animalidad, y ya no
somos gente, somos yatzyjomeke, creatura malosa.

—Por eso, los consejos se llevan en las entrañas del alma como amuleto contra los malos
pensamientos. Sosiega el corazón y serás como las piedra verde y oscura, Arcadio.

—Sí, abuelo.

Entre vigilias y duermevelas, el espíritu adentra en el sueño, traspasa los linderos del
tiempo, descorre los términos de la vida y la muerte. El lugar donde merodean los nahuales.

—Aquí es el joko’istäjk, el lugar de los sueños, donde se prevé la buena y la mala suerte.
Abre los sentidos, Arcadio.

—Tengo visiones, abuelo.

—Ahora verás lo que ha de acontecer después.

—¿Aún es de día, Cayetano?

—Ya anocheció, Refugia.

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—Pero los niños andan revoltosos.

—¿Cuáles niños?

—¡Los niños de la calle! ¡Diles que se larguen! Me desquicia el escándalo.

—Son los espíritus agoreros.

—Échales agua bendita para que se vayan.

—Sí, Refugia.

Enseguida los chaneques se fueron chillando con sus gritos de mal anuncio.

—Refugia, Basilia, ¿han visto a Cayetano?

—Dijo que iba a por leña.

—¡Está perdido! a deshoras de la tarde en que no regresa.

—Volverá, con eso de que le gusta buscar nido pájaro, ha de haberse quedado en algún
lugar, le gusta la tardanza.

—Voy a buscarlo.

Cayetano volvió entrada la noche.

—¿Dónde andabas, Cayetano?

—Acarriando leña, madre.

—Desde que horas ando buscándote y ni señas de ti.

—Me encontré con unos chamaquitos, quienes jugaban a los encantados, y me puse a
corretear tras ellos, luego, vine a dar en medio del matorral.

—Entonces, fueron los negritos quienes te hicieron travesuras.

A media noche me desperté asustadizo, y comencé a lloriquear.

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—¿Qué sucede?

—Soñaba con los montzyosis, madre.

—Acércate, voy a ensalmarte para que los duendes te dejen de molestar. Y deja de llorar de
ese modo, que puede venir el anhkotä’tzoye, el espíritu remedador, y vaya a remedar tu
llanto.

La noche se desarropaba en carcajeos, holgorios, llantos que se entremezclaban con el


canto carrasposo de los pájaros de la noche y el ladrido de los perros.

—¿Sigue allí la mariposa, Cayetano?

—Parece que ha volado, Refugia.

—Debe estar descansando en algún lugar de la casa. ¡Búscala, Cayetano!

—Aparecerá, donde menos lo pienses, Refugia.

En la claridad del tiempo, el aire se tornaba trasparente, se entremezclaba con el perfumado


olor de las flores de anona y de granadilla, aromas verde violetas acidulaban los
embebecimientos.

—¿Encontraste la mariposa, Cayetano?

—Sí, Refugia, está pegada sobre la cabecera de tu cama.

—No lo busques más, puede largarse si quiere, que vuele hacia otros pajares anunciando la
muerte; ya no quiero que me haga sombra, me basta con el polvazón que deja su revoloteo.
¡Descorre el colgadero, Cayetano!

—Como tú digas, Refugia.

La mariposa salió volando a través de la ventana, dejando tras su vuelo carcomas polvosas,
el tamo de la polilla y el perfume de las flores ahogaban los suspiros.

78
Se oían jadeos tristes, respiros retenidos, estertores de pecho ahogándose de tos, como si las
ánimas hubieran vuelto a morir.

La vela iluminaba el altar de la virgen del purgatorio, amarilleaba el vaso con flores, la
cortina de la ventana cedía al paso del viento apagando el pabilo enardecido, de tal modo,
que la casa se hundió en oscuridades. Después, en el peso del sueño, las visiones aparecían
vívidas, como si ese viento hubiera escurrido el velo de los ojos.

—¿Ya veniste, mamá?

—De donde, si siempre estoy aquí junto a tu cama. ¿No me ves, Refugia?

—No, mamá.

—Puede que tengas razón, con esos ojos entrecerrados ni quien vea algo, pero yo sí te veo.
Miro tus penas en las noches de vela, revolviéndote bajo aquellas sábanas amarilladas de
resudor, sobrellevando la acometida de los nahuales, el asustadizo canto del pájaro de la
noche; tomando té de alhucema para los malos sueños, suspirando impaciente, primero por
la vida, más tarde, por la muerte entre rezos de enfermo y copales encendidos. Acuérdate,
Refugia.

—Lo que recuerdo es que soleaba la mañana de abril. La luz entraba a chorros por los
aleros de la cocina, azulaba el humo de los tizones encendidos; olía a café recién hecho. Y
tú allí sentada en tu butaque, apoyada sobre tu reboso que servía de espaldero, donde
siempre te acomodabas para beber café de mata. Ensopaste un pedazo de pan, pero antes
que le dieras bocado, arrugaste el entrecejo como si te hubiera entrado el miedo, y dijiste:
“¿Qué es lo que soñé?” y volviste a acomodar tu reboso como respaldo, luego, exclamaste:
"!Ay, soñé con zopilotes casi al amanecer!". Al oír tu sueño, me quedé muda, tragué saliva
seca como si algo fuera a suceder, también te quedaste callada, pensativa. Antes que te
dijera “está chillando mi oído”, te agarró el estremecimiento allí mismo, y sin haber
terminado el café pediste hacer cama, enseguida, comenzaste a desvariar; entonces fui a
cortar cogollos de saúco, preparé el sahúmo, y lociones para quitarte el mal sueño. La
curación te hizo bien, pues, te quedaste dormida. Mucho después despertaste y dijiste que

79
habías estado en casa de tía Pelagia, tía Ambrosia, tía Crisanta, andabas de visita. “Todas
están muertas, mamá”, te dije. “¿Muertas dices, Refugia? ¡Pero si estábamos en grandes
pláticas!”, contestaste. Luego, ya no pudiste beber el café y comer el pan, porque te agarró,
primero la tosedera y luego la carraspera. Estuviste así, días y noches, revolcándote a causa
del mal sueño. Habían venido a hacerte visita para darte ánimos con oraciones, pero pediste
que se fueran. “Diles que se vayan con su cantaleta en otro rosario” ordenaste. Los rezos
ayudan, hacen que se aclare el camino del cielo, te dije; “Lo veo clarito, ¿para qué tantos
ruegos?, al final de cuentas uno se muere, da lo mismo morir con o sin plegarias”
contestaste. Tuve que decirle a doña Marciana que bastaba de rogativas, que ya estabas
encaminada a Dios. Despuesito, les pedí que se fueran, y se largaron cantando alabados.
Más tarde, pediste que te diera agua porque te morías de sed, y quisiste darle sorbo, pero
sólo alcanzaste a remojar tus labios resecos. Enseguida, pediste que buscara tu distintivo de
vigilia, cosa que ya tenía a la mano el relicario, con entiesadas manos colgaste tu medalla
milagrosa, mientras, colocaba otra veladora junto a la virgen del purgatorio, pues, la que
alumbraba ya estaba por consumirse. Acomodé flores nuevas en el altar, cambié el agua del
florero, pues, el que tenía olía a rancio. Al tiempo que le pedí a Dios que remediara tu
agonía, la angustia de tu cuerpo y de tu alma. Estaba por terminar la salve, cuando escuché:
“¡Refugia!”; corrí tras tu moribunda voz, mientras tus ojos y tus pupilas se les iba el color
te sostuve entre mis brazos, más todavía, quise retenerte apretándote contra mi angustiado
pecho. “Ve con Dios… luego, te alcanzo”, te dije para consolarte, pero ya no me
respondiste. Enseguida, doña Atanasia y Casimira te engalanaron con tu vestido de
primavera rosa que días antes había costurado doña Amada, enseguida, te pusieron sobre la
tabla para que la gente colocara sus veladoras. Estuviste así, bajo aquella sábana aterida por
el frío, más después, te colocaron en un cajón forrado con popelina. Eulalia pidió que
descorrieran la mortaja, cosa que doña Agustina hizo. Te mirabas adormecida, parecías que
nada más te había agarrado el sueño. Los rezos comenzaron a buena hora y terminaron ya
muy noche con tamales, café y galleta de velorio. El tiempo se fue en el puro llorar, en el
puro suspirar.

Mucho después repicaron las campanas del viejo Saturnino, sonaron lastimeras. El Padre
Emilio celebró misa con cantos litúrgicos para darle emoción al acaecimiento, al final de la
ceremonia, roció sobre tu caja agua bendita, dándote la última bendición. Enseguida, te

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entregó en la mano de aquellos hombres, quienes te cargaron en hombros como una cosa
devuelta a la mano de Dios, con esa gente tras de ti, quienes rezaban y entonaban alabados.

—Íbamos juntas por el camino de flores de muerto, Refugia. Al igual que aquella tarde
florida, cuando caminábamos por la vereda, ibas sosteniéndote sobre mi faldón. Al borde
del camino te detenías a mirar las floraciones, mientras que el aire tibio del atardecer
sacudía las flores de mayo y el suelo se cubría de pétalos rosáceos y hojillas amarillentas,
nos acurrucábamos para recoger las flores y las ensartábamos una a una en los bejucos
deshojados, después, nos poníamos los collares, engalanando nuestros ajuares. Nos daba
cosa mirar las orugas verdinegras aferradas sobre la cortezuela del tronco, se arrastraban
fatigosamente una encima de otra, luego, como si el aire primaveral hubiera apresurado las
mudas, los gusanos estiraban las patas, extendían las alas, y alzaban el vuelo, perdiéndose
en la limpidez del aire, entonces, desengarzábamos los bejuquillos, hacíamos trocitos de
hojillas como los confetis, y los aventábamos al aire y volaban como si fueran mariposas
amarillas…

—Éramos felices y reíamos, bajo la sombra de las flores de mayo, mamá.

El canto de los pechirrojos entre los ramajes alegraba nuestras risas, mientras el viento
desgajaba las trepadoras que colgaban de las ramas. Se iba el aire, es cuando el calorcito
resecaba los bejucos marchitos. Entonces, los pájaros acallaban, picaban las pajas secas de
las escaladoras, con que después engruesaban sus nidos; una vez echados en sus nidales
picoteaban bajo las hojas y las mariposillas azules se arremolinaban entre vuelos de los
pardillos.

Ahora, estos ojos apagados por la frialdad del aire no verán más la brisa meciendo las
florescencias, ni las mariposas cortejándose entre los jazmines. Ya no verán más gotear el
arcoíris en las tardes de lloviznas.

—Oí el ruido sordo de la tierra sobre tu cajón y solté el llanto, estuve así, humedeciendo la
tierra con mis lágrimas, hasta que el aire tibio secó mis ojos. Entonces, me llegó el olor
dulce de los azahares, pues, era tiempo de retoños, época en que florecen las matas de
naranjos: guayabos y manzanillos, prontamente, las chuparrositas inundaron las ramas, oía
el zumbido de sus alas, pero no las veía, pues, mis ojos todavía estaban empañados de

81
lágrimas. La vieja Tomasa cortó hojas de sauco y me hizo la limpia para quitarme las
dolencias y las penas, fue cuando mis pupilas se aclararon, y pude ver el colibrí con el
vuelo suspendido sobre los rosales. Después, la gente se fue retirando del lugar, quise
quedar allí haciéndote compañía. Si la vieja Tomasa no me hubiera dicho: “Déjala
descansar, tu mamá ya pasó a mejor vida”, me hubiera quedado allí para remover la tierra.
Tomasa, dejó el sauco sobre la sepultura y puso un puñito de tierra cernida sobre hoja de
malanga y la colocó en mis manos, “guárdala como reliquia para curarte las nostalgias”, me
dijo. Traje la tierra para que poco a poco se fueran borrando mis tristezas; pero pudo más tu
presencia que ese puñito de tierra envuelta en hoja de pisy’poko puesta en un rinconcito de
la casa. ¿Dirás que estoy delirando? A lo mejor sea así, pero eso es lo que viene a mí
memoria, mamá.

—Puede que sea de ese modo, Refugia.

Ya me acordé, mamá, puedo decir que te veo en cualquier hora de la noche, acompañando
mis pesares, aguardando mi deseo de vivir o morir, llorando la separación y aunque estás
muerta, sigues siendo mi amparo en los momentos más tristes de mi vida, mi consuelo en el
vacío de las penas. ¿Veniste por mí, mamá? ¿Es hora de ir a traer otro puñito de tierra? ¿De
ramearme otra vez con hojas de sauco?

Solamente oí el maullido del gato y me despertó el sobresalto. El viento de la noche


sacudió las cortinas del cancel.

—¿Cayetano, estas allí?

El gato volvió a maullar. Sentí que mi corazón se inquietaba. Tuve que levantarme para
encender la veladora. Antes, había visto una polilla que revoloteaba alrededor de la vela.
Ahora estaba allí con las alas muertas, sambutida en la cera derretida.

¡No más revoloteos, ni lugares polvosos, mariposa de la negra noche!

—¿Quién te mandó volver, Cayetano?

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—Veo que hallaste tu remiendo, Basilia.

—Es cosa que no viene al caso.

—¿Puedo saber quién es tu queridote?

—Alguien, ¡más hombre que tú!

—Ni se te ocurra tenerlo cerca, si lo encuentro merodeando alrededor de la casa, puede que
se arme pleito, tú bien sabes que a mí nadie me hace cornudo.

—Regresa a velar tu enferma; eso es lo que debes hacer, déjate de chingaderas.

—¿Ya no me quieres, Basilia?

—Ya no, Cayetano, me cansé de esperar.

Te esperaba todas las noches, allí, arrinconada junto a la ceniza caliente, junto al tablón de
mi cama y todo por esa mala costumbre de esperar, como los pájaros esperan la lluvia en la
sequedad del tiempo, siempre entrañando tu ausencia en mis noches de apetencias,
aspirando tu olor a siete machos impregnado en los encajes de mi vestido, deseando tu
cuerpo como se ansía la madrugada, después de una noche borrascosa. Pero ya no,
Cayetano, nunca más contigo.

—Volverás, Basilia, estamos hecho el uno para el otro como la hoja para los tamales, ya lo
verás, antes que acabe tu despedida estarás rogando mi regreso.

—Que sí. Quien lo dice.

Te fuiste sin decir palabra, quise retenerte como siempre lo había hecho en cada noche de
amor secreto, cuando te decía: quédate otro ratito más, Cayetano, y te entrelazaba con sus
piernas, apretándote contra mi pecho y tú me decías casi adormilado: “Está bien, pero un
ratito nada más”, te abrazaba, y te quedabas dormido entre mis brazos, escuchaba tu
resuello. Tan pronto como cantaban los gallos y llegaba la madrugada, te levantabas tan
calladito que ya ni decía adiós y te marchabas, solamente quedaba en la cama un tufo como
de orines que me hacía recordar y suspirar. A pesar del orgullo malherido estaba
deseándote, y en silencio suplicaba tu regreso, esperaba que me dijeras otra vez como me

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dijiste tantas veces cuando me cansaba de hacer tus gustos: “no puedo irme así nomás,
déjate querer una vez más, aunque sea la última vez que me estoy aguadando” quería oírlo
de tu boca, suplicante, pero solo escuché pasos alejándose en la oscuridad y suspiré ansiosa,
en silencio ahogado grité tu nombre: Cayetano, tú qué sabes querer de a deveras, como se
debe colmar a una mujer.

—‹‹Volví otra vez, Celerino, no halle el camino de regreso, encontré atajos por todos lados,
pero todas daban en este mismo lugar, así es que estoy dando vueltas y vueltas sin que
pueda hallar la salida››

—‹‹A mí me pasó lo mismo, Tomasa, por eso es que estoy aquí enterrado desde hace
mucho tiempo, además, desvarías, pues yo no soy Celerino››

—‹‹¿Acaso eres tú, Felipe? Me confundí, pues te veo negruzco, como si te hubiera tiznado
el humo de la veladora››

—‹‹Es que la tierra es negra aquí arriba, no como acá abajito que tiene más rojo y
amarillo››

—‹‹¿Cómo te veo amoratado, creí que fueron los humazos››

—‹‹Más bien es el frío que me tiene así. Lo bueno de todo esto, es que ya estás aquí
encaramada, me refriegan tus huesos, además, me acalora tu pellejo››

—‹‹Ni Dios lo mande que me quede aquí encima, pues, este lugar está mojado. ¿Acaso está
lloviendo?››

—‹‹Los árboles hacen mucha sombra, no siempre pega el sol, solamente en días de
floración, cuando hace mucho calor, entonces, se seca el suelo y se entibia el aire;
alargando la oreja puedes oír cortejos de pájaros, insectos zumbando entre las floraciones.
Pero con el aguacero de mayo y de junio todo vuelve a mojarse, el agua filtra por
dondequiera, entonces, penetra la humedad en lo más hondo de la tierra. Por eso es que
sentís que está mojado. Además, llueve. ¿No oyes el rebullir del agua encima de la tierra?››

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—‹‹¿Es agua? Yo creí que alguien estaba borbotándole la garganta, como si estuviera
agonizando. Pero ya me desesperé de todo este alboroto, estoy tan cansada que quisiera
dormir y después de que pare la lluvia me iré de aquí››

—‹‹Después de tu larga agonía, debes venir agotada, ahora, duerme perpetuamente tu


sueño››

Rendidos por el cansancio, no escucharon más el goteo del agua, ni sintieron la salpicadura
sobre su escoriada carne.

Hacían plas, plas y otra vez plas…

Soy kanyanhju’, el viejo búho de la noche, quien canta la tristeza del alma en víspera de
luna muerta, y penetrar puede los misterios del sueño, de la carne y la sangre; desanudar los
signos del tiempo, la vida y la muerte. Soy kanhyanhju', el que guía los destinos hacia el
camino del bien, el que aparta los pasos de atajos quebrados. El nahual de nahuales, el viejo
búho de la noche que canta la alegría del alma a la luz de la luna crecida y de estrellas
luminosas.

—Yo quiero ser sabio como el tecolote, abuelo.

—Serás musoye, Arcadio, cuando distingas lo bueno y lo malo con los ojos del alma.

La amarillenta luz de la veladora alumbraba el cuadro de Nuestra Señora del Rosario,


encandilaba también el velo con que se recubrían las visiones.

Entonces, lo vi cruzar el jardín de flores de difunto, traía puesto su sombrero de petate y su


morralito colgaba del hombro, caminaba despacito, como si la andanza le hubiera quitado
el ánimo.

—¿Dónde andabas papá, no será que te había tragado la tierra?

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—Andaba del tingo al tango recorriendo la ciénaga, Refugia; si no fuera por las misas de
cabo de año y el novenario de rezos, ahorita mismo, siguiera en el purgatorio.

—Mamá siempre viene y tú, ni en sueños.

—¡Estaba purgando mi pecado!

—Quédate, no te vayas.

—No, Refugia. Vine para llevarte.

Un tartamudeo cerca del oído hizo jirones su traza de vivo.

—Despierta, Refugia. ¿Tienes otra vez pesadillas?

—Soñaba con papá, Cayetano.

—Ya está muerto.

—También con mamá.

—Ella está muerta.

—¿Muertos, Cayetano? ¿Y tía Epifanía, tía Meche, el tío Lucas… los vecinos que vinieron
a visitarme, caso ya murieron?

—Sí, Refugia.

‹‹A ti suspiramos, gimiendo, llorando en éste valle de lágrimas…

De rodillas ante el cuadro de la Virgen del Rosario, mamá hizo la señal de la cruz, cerró el
devocional y guardó el abalorio. Apagó la veladora del altar, y su sombra se disolvió en la
oscuridad de la noche. Luego, abrió su sollozo, un llanto suave, hipado de suspiros.

—¿Por qué lloras, mamá?

—Tengo malos sueños, hijo.

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Se levantó para encender la veladora. Haces de luces destellaron por todos lados y su figura
parada a trasluz como si quisiera evitar la claridad, y de este modo perpetuar la oscuridad
de la noche, donde las visiones eternizan la vida.

Entonces oí entre sueños: “Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos oh madre
bendita... amén››

Ahora, soy yo el que soñaba: Mamá atizó el fogón de la cocina, sopló la braza de la leña y
el fuego soltó espirales de humo ennegreciendo aún más el tapanco tiznado de hollines.
Volvió a soplar, ésta vez ardió una llama verdosa. Sobre el tenamaste emblandecía hojas de
platanillo.

—¿Vas hacer tamales, mamá?

—Sí, hijo.

—Para el novenario de la virgen.

—Más bien de fieles difuntos. ¿Quieres ayudarme a moler el nixtamal?

—Sí, mamá.

Entre súplicas de la salve, el aire de la noche olía a flores de azucena.

Otra vez la vida como si fuera sueño.

—¿Por qué estas triste, abuela?

—Mi mala costumbre de soñar, hijo.

—Yo soñé que mamá hacía tamales.

—Mañana mismo va a envolver la masa, ya lo verás.

—Con té de alhucema se libra uno de las malas visiones, dice el abuelo.

—Este sueño ni remedio tiene.

Ahora, el sueño como si tuviera vida.

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—¿A dónde vas, abuela?

—Atrasito de la colina, en el valle florido.

—¿Puedo ir contigo, abuela?

—Otro día, ya llegará la hora, hijo.

Cargó su red y siguió el camino de la vereda. Iba ensangrentada como si la hubiera teñido
el sol de la tarde. Más allá de los roblares, junto al camino de flores de difunto, dijo adiós
con sus manos agitando el aire.

“…has que me bendiga como mi verdadera madre…” volví a oír. Entonces vi su cara llena
de luz como nunca la había visto antes. Mi madre, la muerta.

La canícula de agosto resecaba las salpicaduras, reblandecía las sequedades, con ese solazo
que entiesa, y ese chorreo que destiempla, y del remojo filtrado, con esa ranciedad que
envenena.

Batí el atole de maíz con el molinillo de madera, el hervor soltó vapores espumosos que
calentaron mis manos. Le puse más agua y batí otra vez, los hervores estaban por
desparramarse del caldero; retiré la olla del fuego, después, vertí el atole de maíz en la
porcelana esmaltada de flores.

—Bebe un poco para que mengües la sed, Refugia.

—Está simple, Cayetano.

Le puse más azúcar. Luego, hice que probara la bebida endulzada.

—Isy… sigue sin dulce, Cayetano.

—Es tu boca, Refugia. ¿Lo quieres con miel?

—Ni con panela se endulza. Parece que fuera la canicular.

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—Es la canícula.

—Lo sabía. Es ese tiempo en que todo se aceda: el aire que entra por mi nariz, el agua que
moja mis labios, tu cuerpo sobre mi cuerpo; la vida misma se aceda.

—Ya pasará, los tiempos son tornadizos.

Refugia dejó la taza sobre la cama y suspiró ansiosa.

—Ojalá, Cayetano. Tengo la boca amarga como el agua de verbena.

Relamió la baba seca pegada en sus labios, luego, tragó saliva.

En la tibiez del aire, el penetrante aroma de buganvilias, artemisas y malvalocas mermaron


la agries del entorno, atemperaba los sinsabores de la vida. Esa vida escapándose entre las
junturas de los dedos.

—‹‹Esto sigue mojado, Felipe, ya parece que fuera septiembre››

—‹‹Llueve, Tomasa. ¿Oyes el gorgotear del agua? Además, es octubre››

—‹‹Me voy, aunque esté lloviendo››

—‹‹Vas a mojarte, te puede dar hipo. Espera que calme la lluvia››

—‹‹No. Me voy antes que se consuma la veladora››

—‹‹Allá fuera hay mucha niebla, al igual que esa vez cuando te encontré. Pero esa ocasión
andabas perdida y estabas temblando de miedo››

—‹‹No era miedo. Es que me había entrado la frialdad. Esa vez vine acompañada de tía
Eudolia, pues, aquel día fue a visitarme, le habían contado que yo estaba en cama y para
darme ánimos, había resuelto traerme aquí. “Vamos a cortar flores para el altar de muerto,
se acerca el día”, me dijo. Me animó tanto, que me dio ganas venir, aunque arrastrando la
pata. Luego, atamos manojos de flores de difunto, otro tanto de lirios y geranios. En eso
pensé que sería mejor dejarte de una vez tu veladora, no sea que me agrave con la

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enfermedad y no pueda volver para todo santo, y mientras buscaba tu sepultura, me vi
envuelta en la neblina: “Doña Eudolia, ¿dónde se metió usted?” grité, luego, escuché
murmullos como si surgieran de cualquier resquicio de las sepulturas y me dio escalofríos.
Por eso estaba temblando cuando me encontraste››

—‹‹Estabas que no cabías de la sacudida››

—‹‹Parece que alguien viene, escucho pasos entre la hojarasca, ¿lo oyes?››

—‹‹Otro que está arrastrando la pata››

—‹‹¿Preguntamos quién es?››

—‹‹No, si nos oye dará con nosotros››

—‹‹Se ha detenido, parece que escuchó nuestra plática››

—‹‹Sy… está hablando, baja la voz››

—‹Arcadio! donde te has metido, te dije que me esperarás, mientras cortaba flores para el
altar›.

—Aquí estoy junto a tu cama, abuelo.

—¡Ah! Soñaba con difuntos.

—Eso es malo, abuelo.

Después de la persistente lluvia escampó la tarde, la brisa mecía las hojas del cuajinicuil,
donde los pájaros cantaron hasta la estrada de la noche. Después, volvió a llover. Las
urracas guarecidas entre los ramajes chillaron desconsoladas como si reclamaran tregua a
los temporales.

—‹‹Alístate, Tomasa››

—‹‹¿Para qué, Felipe?››

—‹‹Vamos de visita››

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—‹‹¿Quién le toca enrollar el petate?››

—‹‹Ahuizota. ¿No lo sabes?››

—‹‹Caso soy tecolota, pues››

—‹‹Es hora de regresar››

—‹‹¿Se despejó la cerrazón? o encontraste el camino››

—‹‹Nada de eso. Es noviembre, día de juerga››

—‹‹!Ah! Lo había olvidado, el año pasado… parece que no fui››

—‹‹¿Cómo ibas a ir? Si no estabas aquí››

—‹‹Creo que ya perdí la memoria, con lo olvidadiza que soy››

—‹‹Apúrate, vamos por los demás. Encárgate de tía Eustasia, tía Facunda y tía Jovita, y yo
me encargo de tío Monje y tío Cirilo. Nos juntamos en el descansadero››

—‹‹¿Quién irá por la tísica, la vieja esa que está carraspeando de tos?››

—‹‹No le digas así a la pobre Lula, vos también vas a terminar asmática››

Este pueblo vive de recuerdos. Un mundo de ensoñaciones que reviven la memoria pasada:
“De la piedra caliza y porosa, resurjo ahuesado. No sentir más que la sangre fluir en las
venas, el latir del corazón marchito. Rejunto el lodo, reavivo el instante, del polvo y la
ceniza retorno encarnado”.

Día de muertos.

En medio de la noche encapotada de nubosidad. Las ánimas caminan alborozadas como si


la mudanza les hubiera levantado el ánimo. Se oyen pasos que se arrastran, voces que
cuchichean, murmullos que se pierden en el flagelar del aire y el canto incesante de los
grillos.

—¿A dónde va usted, tía Engracia?

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—A casa, pero este nublazón ni me deja ver el camino.

—Si quiere, vaya conmigo.

—Ni hace falta, Eulalia. Refugia me espera.

—Ojalá que encuentres la casa.

—Lo hallaré… parece que es por aquí.

Inundaron las calles de sombras; tentaleaban las paredes de las casas, buscaban una que
otra puerta entornada; caminaban enfiladas como si fuera la marcha del silencio en viernes
de dolor, luego, escucharon rezos, cantos, oraciones, escucharon también el responso de
fieles difuntos:
“Por tu misericordia señor”
“dales el descanso eterno”
“tú que vendrás a juzgar a vivos y muertos”
“dales el descanso eterno”

El viento jugaba con las llamas de las veladoras, parpadeaban las luces, pestañeaban las
sombras, iluminaban el altar de muertos. Junto al cuadro de la virgen del purgatorio, fotos
viejas amarilladas por el tiempo. Encima de la mesa: tamales de hoja, dulces de calabaza,
panes de muerto, agua de caña y un ramo de flores amarillas.

En la negrura de la noche se escuchan tropeoleos, se detienen, después, arrastran los pies


como si el cansancio les hubiera apocado el ánimo. Se oyen rezongos provocados por el
contratiempo y la premura.

—Tiene que ser aquí. Si no mal recuerdo, es en esta dirección. ¡Chingaos! me equivoqué de
casa, creo que me estoy volviendo revieja. Todo lo veo igual, mis ojos cenicientos ya no
desigualan las coloraciones, parece que me estoy quedando cegatona.

—¿Hallaste el camino, doña Engracia?

—No, doña Eulalia.

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—Regresemos, los gallos cantan, pronto será la madrugada.

—Seguiré buscando, tía Tomasa, no quiero volver así nomás, sin mi rezo y mi pan de
muerto.

—¡No puedes quedarte!

—Quien dice que no. Si quieren pueden avanzar, más adelantito los alcanzaré, conozco la
vereda, puedo acortar el camino.

—Mira los trapos que traes, espantarás a los niños con tus andrajos ¿Verdad, Atanasia?

—Cierto, Casimira. Con esa facha, enfermarás a los niños con tu figura de espantapájaros y
tal vez hasta se mueran de miedo.

—Condenadas huesudas, dejen de sermonear.

—No se achicopale, doña Engracia, el otro año vendrá sin contratiempo.

—Si usted lo manda, doña Marciana.

Se desvanecieron entre la espesa nube de la noche, como se disipan las oscuridades al


despuntar el alba.

Acá dentro, las mujeres envueltas en sus cendales, de rodillas ante el altar, rezaban el
rosario de todo santo, acompañan la letanía y terminan las jaculatorias con el responso final
de fieles difuntos:

“Por las benditas ánimas del purgatorio”

“dales señor el descanso eterno”

“y luzca para ellos la luz perpetua”

“dales señor el descanso eterno”

“Descansen en paz”

Oyeron decir.

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—‹‹Así sea›› —contestaron las ánimas.

Noviembre despertó añubladísimo, como si no quisiera desentoldarse el día. Los resuellos


de ánimas apartaron las nubes asentadas en los cerros y pareció despejarse el tiempo y
volvió a brillar el sol, el calorcito de entretiempo oreó la tierra, evaporó las mojaduras,
después, volvió a añublarse. En el horizonte, donde dejaba entrever un retazo de cielo,
apareció el arcoíris de vivos colores, seguida de llovizna. Una lluvia menuda caía bajo los
reflejos de nubes relucientes.

—¿Qué trajín es ese, Cayetano?

—Acomodo flores en el altar de muertos, Refugia.

—Quisiera ayudarte, pero esta enfermedad me trae al filo de la muerte.

—Puedo solo, quédate en cama, además, puedes fatigarte.

—No hallarán nada, el año pasado hice tamales, dulce de calabaza, bebida de maíz, hoy no
puedo ni moverme, me gana la flojera. Pobrecitos, regresarán tristes, sin sus rezos y sin
bastimento, quién sabe si vuelvan el otro año.

—Les pondré algo, aunque sea pan y chocolate para que regresen contentas, deja de
atormentarte.

—Ojalá me llevaran esta vez, me harta la vida llena de sufrimientos. De eterna agonía.

—No digas eso, Refugia, pueden escucharte. Mira les estoy poniendo veladoras.

—Lo que más quiero, es que escuchen mis ruegos.

El chisporroteo de la veladora contuvo su reclamo, luego dejó escapar un suspiro:

—¡No me dejes morir, Cayetano!

—No, Refugia, sea como sea, buscaré remedio para tus males.

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—Quiera Dios sane pronto, tengo tantos deseos de vivir y daría lo que fuera por seguir
viviendo.

—Así será, Refugia.

Las frialdades de las ánimas arroparon la aspereza del viento, provocando calambres y
dolores reumáticos que ni los baños de temazcal, ni de hierbas calientes de laurel y arrayan
quitaron la tirantez de los cuerpos entumecidos. Fue mucho después, cuando escampó la
lluvia, salió el sol y el tiempo volvió a medio calentarse. Enseguida, sopló el aire
llevándose consigo las almas de los difuntos.

—¿Por qué no veniste, mamá? te estuve esperando.

—No encontré la casa, había mucha niebla.

—Ni siquiera te arrimaste a mi puerta. Pensaste que no te iba a preparar tus tamales, tu rezo
¿Verdad? Y yo aquí velando toda la noche como una devota.

—Perdí el camino.

—¿No viste el moño sobre la puerta? Aunque todo desteñido, se distingue todavía, hace
tiempo que Cayetano pretendió quitarlo, alegando que daba mala impresión. Le pedí que lo
dejara allí para que tú lo encontraras cuando vinieras, ya ves, ni siquiera te asomaste.

—No lo vi, tal parece que mis ojos ya no distinguen las coloraciones, todo lo veo como
sombras, con decirte que ni la calle pude encontrar y fui a dar en casa ajena, cuando
pregunté el domicilio me dijeron: “vive del otro lado” y yo busque y busque como si fuera
alma en pena en medio de aquel hervidero de gente. Tan pronto cantaron los gallos, se hizo
la madrugada y no tuve más remedio que volver.

—Entonces voy a colgar otro nuevecito para cuando vuelvas encuentres la casa sin
tropiezos.

—Ni te aflijas, el otro año estará uno encima del otro, y juntas lo veremos cuando
volvamos.

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—Si mamá.

Acá dentro, las mujeres cubiertas con cendales, terminaban el rosario con la letanía de los
santos y el responso final de fieles difuntos:

…Santa Teresa la mística… “ruega por ellos”… San Petronilo, obispo mártir… “ruega por
ellos”… Santa Córdula, virgen… “ruega por ellos…

"Por las benditas ánimas del purgatorio”

“dales señor el descanso eterno”

En octubre comienzan a soplar vientos lejanos, vienen de aquel lado donde se encuentra el
camposanto. En días venideros, todo el día y toda la noche resoplan aires morigerados,
trayendo consigo las almas de los difuntos.

Es noviembre, las ánimas asoman pudibundas. En cada casa hay altares guarnecidos con
comida y bebida, adornado con flores y veladoras, en cualquier rincón se escuchan
interminables rezos, es fiesta de vivos y muertos. Desde ese día sopla un viento como el
huelgo que encamina a las benditas ánimas del purgatorio. Caminan bajo el cálido sol del
atardecer, caminan empapados de sudor, de sereno o lluvia, según sea el tiempo, además, se
oyen alegres cuchicheos, regresan satisfechas; algunos retornan con las manos vacías,
mascullando las ingratitudes.

Entonces, uno cree reavivarse, pretende uno recobrar el aliento; tiene uno la vaga impresión
que resucitaría de la muerte.

—Y vos, ka’kupyät, ¿qué buscas? Pareces alma en pena —oí, entre el gentío.

—Busco…

—El señor de la muerte busca a quien llevarse ahora. Tal vez busca a doña Francisca y no
la encuentra, Casimira.

—Sí, doña Atanasia. Busco refugio de pecadores.

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—¿No será Refugia, la que se desvive por los muertos?

—Ella, misma, doña Casimira.

—Vámonos kakupyät, vos que las buscas, ella se ha ido con la vieja Tomasa.

De paso me llevan a mí, que también estoy muerto o muerta.

En el corredor de tulipanes colgaba la hamaca tejida en hilos de colores, donde el Abuelo


en cualquier hora del día hacía la siesta, donde se ponía a contar las horas muertas de los
tiempos muertos, de vez en vez, entrecerraba los ojos, distinguía las variaciones del sol,
calculaba los virajes de la tierra, enseguida, imploraba el ángelus del medio día.

Ahora estaba allí, recostado boca arriba, quejándose de dolencias.

—¿Qué tienes, abuelo?

Su boca acalambrada dejó escapar un suspiro de agonía.

—Dame tu mano, abuelo.

—¿Qué tengo, Arcadio?

—Mal sueño.

—¡Cúrame, no quiero morir!

—Sí, abuelo.

Olió el compuesto de ruda y albahaca humedecida con agua de colonia y aguardiente.


Abuelo pareció recobrar su sentido.

—Ahora, toma té de nuez moscada con romero. Es bueno para los pesares.

—Voy a morir, Arcadio.

—No, abuelo.

Bebió el cocimiento, y se sumió en un mundo de figuradas visiones.

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La mariposa nocturna atravesó la ventana peripuesta de macetones, estuvo revoloteando
alrededor de la veladora, luego, se quedó prendida sobre la toca de la virgen de los
remedios.

Por el sendero de piedras labradas suben y bajan los hombres de la tierra negra y roja, el
camino de los espíritus de la montaña, los animales del monte y los nahuales. El umbral de
los sueños lúcidos.

—¿Dónde vamos, abuelo?

—A la casa de los nahuales.

—Tengo miedo abuelo, me marea la altura.

—Toma mi mano, Arcadio, vamos a cruzar el agostadero.

Remontamos la cima, por encima de nuestras cabezas aplastaba un cielo nubloso, abajo,
retazos de nubes se extendían con el viento y más abajo todavía, la tierra provista de
nubadas.

—¿Dónde estamos, abuelo?

—En las Veinte Casas.

—¿Cómo es que llegamos aquí?

—Atravesando los sueños, Arcadio. Ahora, toma mi lugar, y entra al mundo de las
ensoñaciones, donde moran los espíritus eternos, el lugar de los nahuales: señores del
tiempo, la vida y la muerte.

—Sí, abuelo.

—Ahora vives en los sueños, agarra mi bastón, la fuerza que sostiene mi espíritu y que los
nahuales buenos iluminen tu camino.

—Soy nahual, el nahual de los nahuales, luz y día, señores del tiempo, la vida y la muerte.

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El abuelo, como si hubiera renacido, caminó hacia la puerta del traspatio, donde traslucía
una luz pajiza y sus ojos cenicientos miraron el patio revestido de flores amarillas.

—¿Dónde vas abuelo?

—A cortar flores, Arcadio.

—¿Puedo ir contigo?

—No, ya llegará tu hora.

—¡Te vas a caer abuelo! toma tu bordón.

—No, Arcadio, ahora es tuyo. Yo ya sané de la vejez.

—¡Abuelo, no me dejes! ¡Llévame abuelo!

Más acá de los sueños, se escuchaban cansancios.

—La neblina tapona mis ojos, ¡quiero regresar, Arcadio!

—Ves visiones, abuelo.

—Me engatusan las apariciones. Toma mi mano, Arcadio.

Así sus manos para calentarle la sangre en sus venas, sus blandengues manos me apretaron,
luego poco a poco se fueron soltando sus ligamentos, como cuando el viento descuelga las
madreselvas suspendidas sobre los setos pulimentados.

—No me dejes, abuelo.

En la nubosidad del tiempo, el aire de septiembre olía a hongos silvestres.

—‹Me mataron los nahuales, acabaron con la fuerza de mi espíritu, ahora, aquí estoy,
arrastrándome encima de la tierra lodosa, mordiendo terrones de tierra mojada›.

—‹‹Escucha, alguien se queja, Casimira››

—‹‹Es que se le humedeció los huesos, Atanasia››

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Voces enhiladas de murmullos rasgueaban los contornos de la mudez.

La mariposa nocturna desplegó sus alas, levantó el vuelo y atravesó el corredor de


tulipanes, perdiéndose entre la oscuridad de la noche. Luego, apareció en el jardín de flores
amarillas, revoloteaba sin descanso, preveía las contrariedades.

—Estás quejando mucho, Refugia. ¿Qué tienes?

Entreabrió sus ojos tal si hubiera vuelto de algún lugar lejano.

—Soñaba con los zopilotes que hacían ruedo, Cayetano.

—Es de mal anuncio.

—¿Quieres llamar al viejo Arcadio?

—Queras decir don Arcadio, pues, el viejo ya colgó los huaraches.

Eran días soleados, noches bochornosas, tiempo aquel en que se secaba la humedad de la
tierra, y subían evaporizadas como si fuera a llover, y llovía. Otras veces, soplaba el viento,
se aglomeraban los nubarrones, y no llovía. El tiempo era impredecible.

En la claridad de la noche, la luz de vela atravesaba las hendiduras de las paredes,


iluminaba el corredor de flores violetas. En el patio de la casa, los perros ladraron inquietos,
pues, olieron el sombrajo bajo los tulipanes.

—Noches —oyó Arcadio.

—¿Quién es?

—Soy yo… Cayetano.

—¿Qué quieres?

—Mi mujer se agrava, pide que vaya usted a verla.

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—Iré después.

Arcadio escuchó que alguien le hablaba en sueños.

—¿Tanta es la prisa, Arcadio?

—Voy a casa de Refugia.

—Es por demás, ella está por estirar la pata.

—Y usted, ¿cómo lo sabe?

—Vine por ella.

—Sea como sea, voy a verla. ¿Quién eres? Te veo como tía Petrona, tía Engracia, tía
Teódula, como…

—La guadañadora.

—Vámonos, José Arcadio, esta mujerona, solamente está provocando atraso.

—Sí, abuelo.

—¡Mira, Atanasia! Esos que van allí atareados, presumo que es el padre Emilio seguido del
viejo Saturnino.

—Si así fuera, llevara meciendo el incensario. Para mí, que es don Arcadio, quien va
acompañado de su hijo, Casimira.

—Cegatonas, ¿no ven que es el doctor Hernández con algún fulano?

—Sea quien sea, Eudolia, tal parece que alguien estará enrollando el petate.

—Vos ya pareces zopilota, olfateando la mortandad, Atanasia.

—Vayamos previendo lo que pueda acaecer, Casimira.

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Abuelo aspiró el agua de colonia con que primero se restregó las manos, después, las
manos de Refugia. Contempló aquel cuerpo rebullirse lastimosamente por la agonía. Luego,
pulsó las palpitaciones, sintió que los poros de su flácida piel segregaban sudoraciones
cerosas como el de un muerto.

Siento la muerte fluir entre tus venas, recorrer palmo a palmo tu agonizante cuerpo, siento
la muerte helar tu corazón marchito, cuajar la sangre en tus arterias.

—¿Qué tiene, don Arcadio?

—Mal sueño. Trae braza para el humo, Cayetano.

En el sopor de la noche tibia el aire huele a copal, alhucema, y estoraque, el olor del
sahumerio adormecen los sentidos; el agua de florida refresca su cuerpo, a pesar de los
ensalmos, Refugia sueña con muertos y muertas, están allí envueltos de humo y perfume de
colonia.

—Cayetano, avisa al padre Emilio para que le haga la confesión y le disponga los santos
óleos.

—¿Se va a morir, don Arcadio?

—Con eso de la unción puede que convalezca, pero también es mejor que esté preparada.

Es la hora media de la noche y su cuerpo se agita. Esta al paso de cruzar el pasadizo, de


algún modo ya andado. Es la hora media de la noche y su alma se desamarra, como si el
viento deshilara los cordajes que sostienen su respiro.

El tiempo despertó grisáceo, lloviznoso. Los manzanillos combados de agua soltaron


gruesos goterones dragando los recovecos de la sepultura. La tierra empapada de lluvia
desprendía olores enmohecidos.

—‹‹¿Estas despierta, Casimira?››

—‹‹Sí, Atanasia. No puedo dormir, el frío entume mis huesos››

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—‹‹Alguien viene››

—‹‹¿Quién será?››

—‹‹Por su voz, parece que es mujer››

—‹‹Con este nublazón de seguro que anda perdida, pobrecita, no encontrará el camino››

—‹‹Vamos, necesita ayuda››

—‹‹Sí, vamos. Quiera Dios, que esta vez, no nos tropecemos con el padre Emilio››

—Avemaría purísima.

—Sin pecado concebida.

—Di tus pecados.

—Estoy acompañada, padre.

—No son más que favores, Basilia.

—Me avergüenza, padre.

—Antes de todo, es un acto de bondad hacia los planes de dios.

—Aun así, tengo el cuerpo manchado de pecado. ¿No lo ve?

—No lo veo.

—Ni lo verá, padre.

Con la cabeza reclinada en el confesionario, el padre Emilio escuchó una sarta de pecados
mortales cometidos por aquellas almas perdidas en un mundo enquistado de condenaciones:

“Confieso, padre, que cometí adulterio”, “Confieso, padre, que vivo amancebado”,
“Confieso, padre, que soy nahual”, “Confieso, padre, que maté a fulano”, “Confieso, padre,
que hago hechizos”, “confieso, padre…

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Luego, las penitencias: “reza el padrenuestro, reza la avemaría, reza el acto de contrición,
reza el credo… o lo que tú quieras”.

El padre Emilio hizo la señal de la cruz y se levantó del confesionario apoyándose en su


bastón de madera rolliza; sintió un dolor punzante en la coyuntura de sus huesos. Al
costado del Santísimo Sacramento del altar, una fila de mujeres esperaba confesarse. El
padre Emilio alzó la mano en señal de bendición.

—Todas están perdonadas, solamente recen el acto de contrición. —Ordenó.

Las mujeres, arrebujadas en sus cendales, inclinaron la cabeza para recibirla, con actitud
devota se dirigieron a la sacristía, junto al altar del santo sepulcro se arrodillaron ante el
santísimo sacramento. El padre Emilio, mientras caminaba en dirección del viejo
cementerio, escuchó un murmullo de voces, “llegó la hora” murmuró. Iba arrastrando sus
pies aquejados por la artritis. Cruzó el umbral de la puerta, dobló hacía la acera del
campanario bordeada de azucenas.

—¿Toco la campana, padre? —preguntó el viejo Saturnino con el mecate dispuesta en la


mano.

—Hoy no habrá misa. Dile a don Julián que rece el rosario de corpus.

—Sí, padre.

El padre Emilio caminó cabizbajo, envuelto con la escarcela de su sotana. Aquellas voces
lánguidas y quejumbrosas resonaban dentro de su cabeza, además, aguijaban sus
esperanzas; después, movió sus labios como si estuviera repartiendo penitencias. El grito de
los niños que jugaban al atardecer hizo que retornara de su ensimismamiento. Siguió
caminando en medio de las callejuelas escurridas de lodo. En la esquina de la plazuela una
procesión de mujeres envueltas de luto contuvo sus pasos. La romería siguió de largo
cantando alabados.

—Acompáñenos, padre —suplicó Eulalia.

—Sigan ustedes, más adelante, los alcanzaré.

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—¡Queremos su bendición, padre! —insistió Pelagia.

El padre Emilio, con su mano entumecida por el frío, figuró cruces en el aire, mientras, las
mujeres, tras el cuadro del Sacratísimo Corazón de Jesús, cantaron en coro: “Tu amor es
tan puro de gotas y azahares, lo dicen los mares, diciendo Jesús… tu amor es tan puro de
gotas y azahares, lo cantan las aves, diciendo Jesús”

—¿Qué soy? —murmuró el padre Emilio. —¿Qué estoy haciendo aquí? En un pueblo lleno
de fantasmas como ánimas salidas de su purgatorio. Toda una vida exorcizando a los
demonios, eso que llaman nahuales y malos aires, y solo dios sabe qué suerte de calaña
puede ser. A pesar de los anatemas, atestiguan que los malos espíritus atormentan sus
cuerpos, afligen las almas de estos infelices. Sus creencias los martiriza, como don
Facundo, ese viejo rico que siempre viene a regatear misa, dizque para protegerse de los
espíritus que lo tienen, según él, bien encantado; y la vieja Petrona, quien ayer vino a
pedirme que le diera agua bendita para que ahuyente el nahual de los brujos, dijo que la
estaban pesando en las noches y otras tantas alcahueterías que se la pasan inventando para
mortificar su alma. Es hora de marcharme, me voy a San Bartolomé, con tal de salir de este
infierno helado, dejaré que los muertos cuiden a sus muertos.

Sintió sus pies sumirse en la tierra fangosa. En tanto escuchó la risa de los niños que
jugaban en la esquina de la cuadra, el eco del viento repetía las entonaciones: “Corazón
divino, hostia sacrosanta, que mi alma te canta, con verdadero amor, tú, allá en el
sagrario, allí donde moras, pasando las horas, mostrando tu amor”.

—Es inútil —dijo. No puedo ir así nada más, este es mi mundo, mi vida y mi muerte;
seguiré luchando contra los demonios para encaminar sus almas a la gloria del cielo.

Volvió sobre sus pasos y sintió que volvía a vivir con la risa de los niños.

—¡Saturnino, toca la campana! —ordenó.

—Sí, padre.

Las campanadas del viejo Saturnino sonaron ensordecidas, rebotaron contra las paredes
resquebrajadas del campanario. Las golondrinas, alojadas en su remate, se desbandaron en

105
vuelos remontados, después, retornaron apuñuscadas, posándose bajo el dintel de la
cornisa.

“Oigo el tañer de campanas al caer la tarde, ecos metálicos acompasan el canto de los
pájaros, y el siseo del aire. Mi corazón tañe como campanas, laten alientos de ahogo, con
cada repique de campanarios”.

¿A dónde va usted tan tarde, padre?... La salida de flores y veladoras es en casa de don
Santos, padre… Si quiere venir a topar la compañía que viene del barrio San Juan, lo
espero, padre…

El padre Emilio lo vi marcharse del pueblo, estaba como que no cabía de la desesperanza,
iba con la cara consumida de la tristeza, como si lo estuviera acometiendo la desilusión,
agarró la vereda que va para San Antonio, y se perdió entre la neblina de la tarde. “Dónde
va usted, padre”, le dije, pero ni volteó, hizo como que no oía, como lo vi resuelto
marcharse, dije: “este padre para nada que vuelve”. Por no dejar, me quedé allí en el pórtico
de la iglesia, contemplando, junto a la pila bautismal, el rostro enjuto del cristo de la pasión.
Entretanto, la peregrinación entró con el cuadro del sacratísimo por delante, cantando:
Corazón divino… Mucho después, lo vi regresar, venía embarrado de lodo, parecía
reconfortado de la inquietud. Cuando cruzaba el atrio en dirección al curato, le dije: “Ya
volvió usted, padre”, pero el padre Emilio ni siquiera me contestó. Y seguí esperándolo,
después que el viejo Saturnino jalara el mecate y diera la otra campanada.

Mas tarde apareció en la entrada de la iglesia.

—¿Qué quieres, Cayetano?

—Mi mujer se puso mala, quiere su presencia, padre.

—Es misa de enfermos. Tráela.

—Se encuentra postrada, padre.

—Entonces, iré después.

106
El padre Emilio se ajustó el cíngulo de su sotana y agarró el devocionario para la misa de
enfermos, junto con el copón, el cáliz y el vino para consagrar, luego, se dirigió a la
sacristía seguido del viejo Saturnino, quien balanceaba el incensario, el humo del incienso
parecía ángeles volando.

En las tardes otoñales, las nubes de las colinas comienzan a extenderse sobre el pueblo.
Completando el repique, los hombres y las mujeres dejan el fogón de la cocina, y se alistan
para el rezo de la tarde. La barriada se junta en la iglesia mayor de San Agustín, vienen de
La Magdalena, de San Juan Bautista, de San Sebastián y de Santo Domingo de Guzmán.
Algunos van directo al sagrario, otros, en cambio, se quedan a platicar en la esquina de la
cuadra o del pórtico de la iglesia; uno oye hablar de la siembra de enero, el temporal de
mayo, de la sequía de junio, el aguacero que tardó en sacar las semillas de maíz. Hablan
también del frijol atacado por el chaquiste; una plaga de mosquitos que apolilla las hojas
antes de que florezcan. En tanto, las mujeres envueltas en su rebozo, con sus hijos sobre sus
espaldas, se dirigen a la iglesia sin detenerse; le siguen los hombres para rezar el rosario.
Comienza un barullo de plegarias, se santiguan a cada rato, extienden las manos con golpes
de pecho, exigiendo el perdón de sus pecados, a su vez, el pan de cada día. Terminan el
rezo con las jaculatorias. Entrada la noche regresan a sus casas, se acomodan junto al
tenamaste, beben café de mata o maíz quemado. Cuentan historias de aparecidos, repasan
las dichas, y los infortunios del sueño; es la costumbre.

En cambio, los domingos son días de fiesta. Asoman gentes de todos los rumbos de:
Liquidámbar, Porvenir, San Antonio, San Agustín, Sagrado Corazón de Jesús. Vienen a
cumplir con la adoración nocturna, el ritual de vigilia. Llegan también los Rinconeros, traen
sus vendimias, sobre las banquetas extienden sus costales, regatean manojos de tomillo, ajo,
bledos, yerba mora, ramitos de albahaca y de romero. La plaza del pueblo se convierte en
día de mercado. La más de las veces, se anublaba al mediodía y los vendedores,
apresurados por la tormenta, recogen sus mercaderías, cargan sus costales empapados de
lluvia y regresan a sus parajes. El pueblo se queda vacío. Entonces, asoma el silencio
graznado por los zanates. Luego la noche, larga, larga como si nunca fuera a despertarse el
día.

107
Como si el tiempo se hubiera encogido, Känämä se desperezaba con el canto de las zacuas,
del pájaro haragán, de los petirrojos, y vuelve a llenarse de vida, a estremecerse con
cantinelas, dejando atrás, la imperecedera noche.

El pueblo despierta de sus veladas ensoñaciones. Es la hora en que las mujeres se levantan
para prender el fuego, para hacer los quehaceres de la casa. Aprestan el molino, apilan el
nixtamal y se oye el chillido del molimiento, uno oye el palmoteo sobre la masa. En la
puerta de la cocina, los chuchos husmean la tortilla caliente y gimotean de hambre,
mientras que los pollos picotean migas de maíz molido debajo del tablero, y el gato encorva
la espalda junto a la rescoldera. Es la hora en que la gente camina en las calles todavía
húmedas de rocío. “Día”, dicen, y se van con sus costales vacíos, con lazos y mecapales,
van a traer la leña, maíz, frijol, calabaza o chilacayote. Van a ordeñar las vacas y recoger la
cuajada.

La mañana huele a resina de ocote, pan de levadura, y café recién hervido. A través de la
ventana puede uno ver la colina verdeado de tornamil, maizales espigados de flores
violetas, amarilladas por el sol de junio. Hay elotes para el atole de maíz tierno, para el
atole agrio, para los tamalitos de elote; maíz blanco, maíz amarillo, maíz pinto, maíz
camagua para las tortillas de elote y para los animales del corral. Solo falta aparejar el burro
para ir a tapiscar el maizal.

—Alista tu mecapal, Cayetano, vamos a sacar mazorcas.

—Sí, papá.

—Desde que papá empezó a llevarme a la milpa, muchas veces soñé que me daban un
puñito de semillas y un palo puntiagudo, esa vez, papá me había dicho: “hijo eso que te
dieron, es tu nahual, porque así lo ha predispuesto jomejkoye, el espíritu creador, de aquí en
adelante, no harás otra cosa más que labrar la tierra que para eso vienes destinado; desde
hoy verás la luna, si está crecida, si está menguada; contarás los días de pinta al comenzar
el año, escucharás el canto de los pájaros al amanecer y al atardecer, si anuncia calor o

108
lluvia. Verás también las coloraciones de las nubes, y si traen agua o viento, si vienen de
éste lado o del otro, donde cantan las chachalacas. Cuando eches de ver el tiempo, la luna,
el sol, el cielo y predigas los días de calor o de lluvia, entonces, es hora de agarrar la coa, el
azadón para limpiar el rastrojo, escoger las semillas de calabaza, de tomate y de verdura
agria, sembrarlo junto con el maíz y el frijol. Es cosa de predecir el tiempo”. Por eso es que
ahora estoy aquí, tapiscando las cosechas del temporal, con el sol quemando mi espalda, el
aguate picando mi pellejo y los mosquitos zumbando en mi oreja. A esta hora de la tarde
mojándome bajo la lluvia, sumiendo mi pie en el labrantío y el mojkosyepe, espíritu del
maíz, se escurre bajo el rastrojo. Y todo, porque le agarré su nahual, ese es mi destino, de
ganar un pedazo de pan con el sudor de mi frente, con mis manos llenos de callos y
ampollas.

—Cayetano, no dejes los molcatillos tirados en el suelo, no sea que escuches el llanto del
mojkosyepe, pepénalo para el pozol agrio, para el pozol con cacao, para las tortillas de maíz
fresco.

—Sí, papá.

Midió el costal de mazorcas y sintió el peso de la carga, enseguida, ajustó el mecapal sobre
su cabeza y levantó la carga.

—Cayetano, pa’ que queremos tanto, si con esto tenemos para vivir la vida como dios
manda.

Los tordos arrimaron apuñuscados sobre el maizal, y picotearon las mazorcas agujeradas
por los zanates.

—Cayetano, tengo la boca reseca.

Refugia hizo a un lado la sábana, sintió que el frío de la mañana engarruñaba su cuerpo, se
cubrió con la chalina de lana, y pareció reavivarse.

—¿Quieres té de azahares?

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—Si no es mucho pedir que fuera con esencia coronada.

—El padre Emilio estuvo aquí. Recibiste la comunión y los santos oleos.

—Es por eso que me siento deshecha, como si fuera a morirme.

Refugia bebió el té recalentado.

—Ya no siento la acedes en la boca.

—Tal como te decía yo, los tiempos cambian.

—Con este frio parece que fuera septiembre.

—Es octubre.

Refugia se quedó ensimismada, buscaba el hilo invisible que sujetaba su memoria, enhilaba
sus recuerdos, añudaba cabo a cabo los pespuntes de su olvido.

A pesar del calorcito de otoño, la tierra permaneció húmeda, encharcada de lluvia. Los
muros de piedra y las paredes encaladas fueron cubriéndose de honguillos, entre los
herbajes asomaron los brotes de las flores amarillas y el agua de la lluvia se filtraba en la
tierra arenosa.

Sonaban líquidas. Hacían plas, plas, plas…

—‹‹¿Estás despierta, Atanasia?››

—‹‹Sí, Casimira, este frio no me deja dormir››

—‹‹Regresemos al pueblo››

—‹‹La otra vez que estuvimos allá, nos echaron el agua bendita y tuve que refregarme con
tierra húmeda para quitarme la quemazón››

110
—‹‹La culpa fue del padre Emilio. Ahora, andará por otros rumbos confesando enfermos,
untando moribundos››

—‹‹¡Ya lo creo! Después de todo, tal vez tengas razón››

—‹‹Entonces, volvamos››

La noche persistió sombría, envuelta de nube. En el agua empozada se escuchaba el croar


de las ranas.

El padre Emilio puso uno en uno las obleas en el hostiero; colocó también la estola de lino
sobre sus hombros y se cubrió con la escarcela de la sotana; después, ajustó el cíngulo de su
vestidura.

—Vámonos, saturnino —ordenó.

—Sí, padre.

—Que no se te olvide el agua bendita. Mucho menos el incensario.

—No, padre.

Es la hora media del día y el cuerpo se estremece, sufre condenas de pecado mortal, es la
hora media y no muero. A pesar del martirio, tengo ganas de vivir como el cielo manda,
pero con la eterna agonía, prefiero morir antes de que se acabe el día, más mi alma se niega
entregar esta carne muerta.

—¿Sigue allí la mariposa, Cayetano?

—No. Se ha ido. Dijiste que deje la ventana abierta para se vaya.

—¡Búscala, Cayetano! ella es mi consuelo en las noches de sueño; la mecha que alumbra
mi camino, y al final, mi compañera de viaje.

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—Volverá, Refugia, solamente está descansando en algún lugar de la casa, donde alguien
estará alistando el bordón.

—Deja la ventana abierta para que entre.

Nunca más con tus toscos graznidos, ave de mal agüero, jamás de los jamases con tus
torpes revoloteos, mariposa de mal anuncio.

El padre Emilio caminó tanteando las piedras del camino, iba envuelto de niebla como si
fuera alma en pena. El ruido de su sandalia se apagaba con el borbotar del arroyuelo. Tras
él iba el viejo Saturnino meciendo el incensario.

—‹‹¿Es usted, padre?›› —Oyó entre el nublazón.

—¿Qué quieres?

—‹‹¡Confiéseme, padre!››

—No puedo, mañana, antes de misa, estaré dando confesiones.

Antes de cruzar el arroyó preguntó:

—¿Quién eres?

—‹‹Cipriano››

—¿Aquel que tasajearon antenoche?

—‹‹Ese mero, padre››

—No deberías estar aquí, si no en el mero infierno.

—‹‹No me dejan entrar. ¡Confiéseme, padre¡››

—No puedo, estás muerto.

—‹‹Entonces… ¡écheme la bendición, padre!››

—Saturnino, pásame el agua bendita.

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El padre Emilio procuró untarle la frente, pero sus manos se agitaron en el aire, luego,
agarró el hisopo de flores marchitas y roció el agua bendita sobre aquella ánima en pena:

—Descansa en paz —dijo.

—‹‹Noches, padre›› —oyó otra vez.

—¿Tú, también estas muerto? —preguntó.

—‹‹Sí, padre››

—Vámonos Saturnino, estos condenados no nos dejaran en paz.

Este pueblo está plagado de ánimas que vagan en la tiniebla de la noche, cuerpos muertos
en pecado mortal, almas que no verán la gloria del cielo… por los siglos de los siglos…

—‹‹Amen›› —contestaron las voces, al otro lado del arroyuelo.

—Descansen en paz…

—‹‹Así sea››

Es la hora media de la tarde y mi cuerpo se rebulle, sufre las penas del pecado mortal, es la
hora media de la tarde y mi alma está en paz. Me entreveo rodeada de ánimas, me llevan en
peregrinaje como si fuera día de la Inmaculada Concepción.

“Ya voy tía Tomasa, no se apure… ¿Eres tú, mamá?… vámonos doña Teódula, que bueno
que me tuvo paciencia” …

—Despiértate, Refugia, estás quejando mucho. ¿Tienes otra vez pesadillas?

—Sí, Cayetano. Ya vinieron otra vez por mí.

Hizo a un lado la cobija de lana y se levantó penosamente de la cama, caminó descalza,


sintió la humedad del polvo que traspasaba su descarnado pellejo. Abrió de par en par la
ventana que da al traspatio, donde reflejaba una descolorida luz, y vio el jardín lleno de
flores amarillas, “como si fuera noviembre” pensó.

113
Era el mes, cuando el agua estancada se evapora después de la lluvia de octubre, y los días
se vuelven nublosos, cuando las flores de muerto amarillean las orillas del camino.

Más arriba, entre retazos de nubes, vio zopilotes que volaban en ruedos de mal anuncio.

—Otro que morirá —dijo.

En la hora media del día y de la noche, cuando el sol está en mitad del cielo y su luz no
hace sombra, o la sombra es solamente trasluz; la sangre se agita, sufre de rigor anhelosa.
Pasa la hora media, llega la calma en las penas y el cuerpo se aquieta, José Arcadio.

—El paso de la vida a la muerte, abuelo.

—Toca la puerta, Saturnino —ordenó el padre Emilio.

—Está abierta, padre —contestó el viejo Saturnino.

Los perros aullaron en el traspatio de la casa.

—Es de mala señal, padre —dijo el viejo Saturnino.

—Otra vez con tus supercherías, Saturnino, mereces la excomunión.

—Ya lo verá usted, padre.

Refugia, con sus ojos entornados, miraba la llama de la veladora que se agitaba con el
viento, ajena a la presencia del padre Emilio.

Más allá de la hora media, volvieron a gemir los perros, se escuchaban aullidos lastimeros y
el tam, tam del tambor de la noche hizo eco en el siseo del aire; más acá de la hora media
chillaron los duendes, espíritus que remedaban la muerte mezclados con el cantó desolado
de la lechuza.

114
Junto a la ventana del traspatio, olió el perfumado olor de las flores de muerto. El viento
acarició su cara, y suspiró apenada, sus ojos se empañaron de lágrimas.

—¿Qué tienes, Refugia? —escuchó decir.

—Sentimiento —contestó.

—Te ves triste.

—Son los tiempos. Este aire amarillento me tiene al filo de la vida.

La brisa matinal alborotaba sus rizados cabellos y secaban sus lagrimeados ojos.

—Venimos por ti, Refugia.

Dio la vuelta y vio aquellas mujeres con sus aires de soledad, con sus carnes escoriadas de
resudor.

—¡Hay no! —¿Ya es mi hora, tía Tomasa?

—Sí, Refugia.

—Quiero despedirme, doña Eulalia.

—Ya tendrás tiempo.

—Pero tengo mis cuarenta días. ¿Qué dice usted, doña Casimira?

—Lo que diga Atanasia.

—Iremos contigo, Refugia.

Cruzaron el jardín de flores amarillas, iban envueltas de sombras, como si las mariposas
negras las llevaran en vilo.

Es la hora media de la mañana y el cuerpo se desmorona, como el cascajo suelto de la


sepultura, y el alma se escabulle con el humo del sahumerio. Ya no es el ansia que prende

115
los deseos, ni el gusto que apaga los arrebatos. Es la ligereza del sueño que sostiene la
muerte.

El padre Emilio descorrió la cortina del pabellón y vio aquel cuerpo revolverse bajo las
sábanas sofocado por el calor de la agonía. Se puso la estola en el cuello de la sotana y beso
la cruz bordada con hilos plateados.

—Voy a confesarte, Refugia, dime tus pecados.

—Ya están dichos, padre.

—Necesitas la confesión.

—¿Para qué, padre?

—Para el perdón de tus pecados y puedas ver el rostro del señor.

—Lo veo, padre, es como si estuviera viendo la luz.

—Para evitar las penas del infierno… y puedas entrar a la gloria del cielo.

—¿Qué es el cielo, padre? ¿Qué es el infierno?

¿Qué es el cielo? ¿Qué es el infierno? Se preguntó, la duda remolinaba su mención. ¿Quién


soy yo para prometer el cielo o el infierno? ¿De qué tengo que perdonarla? También tengo
mis pecados, también necesito la confesión —pensó.

—Para la salvación de tu alma, hija mía.

—Váyase padre, ya ni remedio tiene.

—Abre tu boca y recibe el cuerpo sacramentado de Cristo.

Refugia entreabrió sus rígidos labios. El padre Emilio colocó la hostia en la punta de su
lengua.

—Está acedo, padre.

Se escuchó un sollozo tras las cortinas.

116
—¿Eres tú, Cayetano? —preguntó.

—Sí, Refugia.

—¡Ven, abrázame!

Refugia estrechó su cuerpo con el cuerpo de Cayetano. Enseguida recordó los días nublados
de octubre, el viento de febrero, el calor de marzo y la lluvia de junio, cuando, después del
aguacero nadaban barquitos de papel y recogían granizos en el traspatio de la casa. Al
atardecer, cortaban moras y fresas silvestres a la orilla de los zacatales, y volaban papalotes
en el rellano. Ella de cabellos revueltos y él de pantalones cortos remendados con retazos
de colores. Recordó también su primer beso allá tras el campanario, cuando recibía la
doctrina para la primera comunión y el pleito con Basilia por amores escamoteados, luego,
se vio envuelta de mariposas azules bajo los durazneros en flor, entonces, perdió el hilo de
la memoria.

—Vete, Cayetano y deja de llorar de este modo, todavía sigo viva —dijo.

La mariposa nocturna entró papaloteando a través de la rajadura de los tablones, estuvo


remolinando alrededor de la veladora, los aleteos de sus alas figuraron sombras sobre las
paredes encaladas, cansada de dar vueltas se quedó prendida en el travesaño del cancel.

—Padre, tengo sueño… mucho sueño.

—Ve rezando conmigo, Refugia.

El padre Emilio forcejó los dedos de Refugia, entre sus engarrotadas manos colocó el cristo
crucificado.

—Quiero tu piedad señor… repite conmigo… quiero tu piedad señor para librar mi alma de
este cuerpo manchado de pecado mortal…

El estertor agónico le borbollaba la garganta.

—Recibe mi cuerpo y mi espíritu, limpio de pecado mortal.

—…re ci be mi cuer po… limpio de pe ca do…

117
Otra vez el gemido agónico. El padre Emilio colocó la estola de lino con la cruz bordada
sobre los labios de Refugia.

Al otro lado de la cortina, las mujeres terminaban el novenario y la mecha de la veladora se


hundía en la cera derretida.

—Descansa en paz, Refugia —dijo el padre Emilio mientras untaba su frente con aceite
consagrado.

—Así sea —contestaron las rezanderas.

Refugia se vio hundirse en el vacío del sueño, como siempre se había visto desde aquella
noche en que oyó el canto del tzutzawi, el aullido de los perros y el chillido de los espíritus
agoreros, desde que soñó con los zopilotes haciendo ruedo hasta el amanecer; quiso
contenerse en la exhalación de su cuerpo, pero el aire suelto de su aliento se fue
desvaneciendo en vapores ligeros, como se disipan las escasas nubes en tiempo de calor,
también quiso sujetarse de sus manos pero le faltaron fuerzas para asirse con sus manos
muertas. Enseguida, apagó la veladora del altar y salió por la puerta del jardín de flores
amarillas. Afuera una lluvia menuda anegaba la tierra. En el corredor de la casa, los perros
gimieron temerosos cuando olieron su tufo de muerta. Siguió el sendero de flores de noche.
Doblo la esquina y se detuvo en el corredor de tulipanes. Tocó la puerta de la casa, y sus
manos se agitaron en el aire.

Arcadio escuchó un ligero rasgueo y se rebulló entresueños.

—Pasa, Refugia. Sabía que ibas a venir —balbuceó.

—¿Quién le avisó?

—Tomasa. Dijo que vendrías a verme, que estabas muy enferma.

—Vine para que me ensalme.

—Bien, dame tu mano.

Siento la muerte sobre tu carne helada…

118
“Estás muerta, Refugia”, iba a decirle, pero el viento de la noche desvaneció la figura
borrosa de sus visiones.

Es la hora media de la mañana y el alma surca parajes de por sí andados. Es la hora media
de la mañana y el espíritu busca reposo en los rincones nunca antes conocidos.

Refugia siguió la vereda, aunque lloviznaba, no sintió el frío de la mañana. Bordeó el


arroyo, a su paso, vio que las mujeres llenaban sus cántaros de agua. “Buenas” les dijo. El
sonar del agua amortiguó el sonido de su apagada voz. Las mujeres sintieron un ligero
aireo. “Sordas, como si tuvieran la oreja tapada con cera” masculló. Después de cruzar el
arroyo, agarró el camino que daba en la casa cercada con cañizos, al acercarse, las gallinas
se alborotaron en el corral. Desde ese lugar, Refugia, a su modo, dijo: “Buenas”.

Basilia oyó que soneteaban los platos en el trastero de la cocina y balbuceó entre sueños.

—¿Quién anda allí?

—Soy yo… Refugia.

—¿Que buscas? Aquí no está Cayetano.

—No vine por él. Como nunca lo hice.

—Entonces, ¿a qué vienes?

—Vine a despedirme.

Refugia estaba parada junto a la puerta de la cocina, su mirada llena de sombra opacaba las
visiones.

—¿A dónde vas, Refugia? si es que se puede saber.

—A cortar flores para el altar de muertos, Basilia.

—Entonces, que te vaya bien.

119
—Sin rencores, siempre anduviste diciendo que eras su preferida y yo su peor es nada,
hasta llegaste a mal mirarme, enfermándome con tu mala saliva, no te conformaste con
ponerme el cacho, y desear que embrocara la palangana, mientras que a escondidas hacías
trato con ese tunante. ¿Pensabas que no lo sabía? pues, siempre lo supe, para este mundo,
¿qué secretos puede uno esconder? pero me aguanté por orgullo, y si lo hubiera querido,
desde hace mucho tiempo que lo hubiera mandado al carajo, pero no quise darles gustos, es
que yo también lo quería. Ahora, todo lo pongo en la mano de Dios y que él haga su
justicia, allí te lo dejo, puedes quedártelo para ti solita.

—Son otros los tiempos, ya no estoy para esas cosas, con lo arrugada que estoy.

—Sea como sea, te lo dejo, aunque sea para que te caliente la cola.

—Que te vaya bien, Refugia.

“Hasta que te moriste, es lo que siempre estuve deseando, aunque eso sí a destiempo, pero
todavía tengo mis gustos; de hoy a más, ya no estaré esperando, aquí, acostada en el tablón
de mi cama, carcomiéndome las uñas por la desesperación, preguntándome a cada rato de
que si viene o no viene, con el chocolate enfriándose encima de la mesa y el gato
comiéndose el pan de cazoleja, ya no más con los sobresaltos, ni los temores de que nos
estén espiando ojos ajenos, y mucho menos que digan: “es solamente su queridote, la sonsa
ya quisiera que fuera su marido”. Ahora, eres para mí solita, se acabó la compartición.
Cayetano, es solo mío”.

Basilia volvió a escuchar el cacaraqueo de los pollos y despertó inquieta.

El aire de noviembre estaba más frío por la nubosidad del tiempo, la persistente lluvia de
otoño y la frialdad de la muerte, que ni los bálsamos de mentol y eucalipto calentaron los
cuerpos entumecidos.

Refugia siguió la vereda, antes de cruzar el arroyuelo tropezó con Cayetano.

—¿Dónde vas? —dijo.

Cayetano sintió encresparse del calofrío, apresuró sus entorpecidos pasos, perdiéndose
entre las oscuras callejuelas.

120
—Se está haciendo viejo y sordo, peor aún, con lo borracho que está —masculló Refugia.

Mucho después dejaron de aullar los perros, callaron los pájaros nocturnos y la lluvia siguió
cayendo sobre Känä’mä. El pueblo se hundió en la espesa niebla. Más allá de la media
noche se escuchó: “Las golondrinas” y el anuncio de la velación que penetraba otra vez la
maraña de los sueños.

—Tomasa, te estaba buscando. ¿Dónde andabas metida?

—En casa de Eulalia. La pobre no puede más con la tisis. Le dije que tomara té de limón
para que se aliviara de la tos y que no se preocupara, que ya pronto se curaría de todos sus
males, que ya no tardaría mucho tiempo enferma; “vendré por ti” le dije y ella me
respondió “Dios te oiga, Tomasa, cansada estoy de tanta tosedera”. Pero ya iba a buscarte,
es hora de partir, Refugia, se está haciendo tarde, antes de que se anuble el camino.

—Quedé ver a doña Marciana, puedes adelantarte si quieres.

—No tardes demasiado, no sea que te sorprenda la tarde y agarres otro ramal, además, hoy
ajustan los cuarenta días.

—Tan pronto pasa el tiempo tía Tomasa.

—Por si no lo sabías, aquí, el tiempo, caso es tiempo, pues.

Las gotas que escurrían de las canaladuras espumaban el agua estancada de los maceteros,
burbujeaban como pompas de jaboncillo, chocaban unas con otras y explotaban, salpicaban
el pretil cubierto de culantrillos.

—Buenas noches, doña Marciana.

La puerta se entreabrió como si alguien la hubiera empujado.

—Pasa, Cayetano.

121
—Se murió mi mujer. ¿Quiere ir a rezarle el rosario?

—¡Cómo! Si hace rato vino a decirme que le hiciera rezo, pero de enfermos.

—Ha de ser otra. Ella se acaba de morir.

—Es por eso que entró sin avisar. Entresueños escuché que soneteaba el trastero, pensé que
era el gato de doña Petrona, pues, siempre viene a husmear los platos sucios, después,
escuché el rechinido de la puerta, me levanté para cerrarla, es que a veces me olvido
atrancarla, lo creas o no, que la voy encontrando allí parada a media casa. Antes de mediar
palabra, me pidió que me aliste para el rezo: “lo quiero ahorita mismo, doña Marciana” me
dijo y su voz era como si viniera de algún lugar lejano como de los sueños. Yo le dije:
“déjame buscar mi abalorio y mi novenario”. Precisamente en eso estábamos cuando tú
llegaste, hasta creo que la topaste, pues, acababa de irse. Lo bueno es que siempre tengo
todo listo, y más cuando vienen a decirlo a destiempo, como ella vino a decírmelo, pero
vamos ya que se hace tarde para empezar las jaculatorias.

Caminamos bajo la lluvia, sorteando los charcos de agua, sus pies se hundían en la tierra
lodosa. Creía que esa mujer, envuelta con su chal de lana negra, quien sostenía entre sus
manos el novenario de rezos y las cuentas del rosario, también estaba muerta, parecía como
que la llovizna traspasaba su cuerpo y no se mojaba.

—¿Cayetano, le avisaste al padre Emilio?

—Le dio la comunión y le dispuso los sacramentos.

—Entonces ya debe estar en el purgatorio. A nosotros nos toca rezarle para sacarla de ahí y
encaminarla al cielo.

—Sí, doña Marciana.

Uno a uno fue asomándose la gente. Traían maíz, frijol, azúcar, panela, pan, café y hojas de
platanillo para los tamales. Otros trajeron pachita de aguardiente.

“Ojalá que la difuntita lo tenga muy en cuenta y ruegue por mí en el cielo, Cayetano”.

122
“Tómese esto, le sentará bien”.

“Yo soñé que estabas preparando fiesta aquí en tu casa”.

“Como te venía diciendo, Cayetano, hace escasos siete días que tuve mal sueño, soñé con
los zopilotes que hacían ruedo justamente arriba de tu casa”.

Allí estaban alrededor de aquel bulto tendida sobre la tabla, cubierta con popelina blanca y
un ramo de gladiolas blancas encima del entelerido cuerpo.

—Vamos a rezar el rosario —dijo doña Marciana.

Rezamos por el eterno descanso de la difunta Refugia, por su alma en el purgatorio.


Cantamos: Alabemos al alma, acompañados con violín y guitarra que don Isidro tocaba
entre padrenuestros y avemarías.

—Tome esto, Cayetano, te sentará bien. Ayuda a mitigar las penas.

—Sí, don Arcadio.

Sentí que la caña quemaba mi garganta, que afloraba el llanto de mis ojos, después no sentí
nada, si no la frialdad de aquel amortajado cuerpo.

—Como le iba diciendo, Cayetano, vi que los nahuales desceparon la flores, acabaron con
su nahual; por eso ya no encontró remedio.

—Sí, don Arcadio, lo vi en mis sueños, una procesión de hombres y mujeres iban tras el
cuadro de la Virgen Dolorosa, del montón salió Eulalia, la vieja que se murió de tos y desde
la romería gritó: ¡Vámonos, Refugia! Ella tenía listo su veladora y su ramo de flores. Se
cubrió la cabeza con mantilla negra y se fue tras ellos desapareció entre el gentío. Yo
también fui tras ella, apreté los pasos para alcanzarla, pero entre más corría, más presuroso
iba el recorrido. Más allá del arroyo me envolvió la neblina y no pude verla más.
¡Espérame, Refugia! grité, pero no me respondió, y me quedé solo, y allí mismo regresé
llorando. Por eso es que lloro, don Arcadio.

—Otro trago, Cayetano.

123
—Ahora te toca rezar las jaculatorias, Basilia, para que se conduela la difunta.

—Sí, doña Marciana… Y luzca para ella la luz perpetua.

—Así sea.

Chisporroteaban las velas, llameaban enardecidas, aunque no hacía viento.

—Que los cirios se derritan así, es de mal anuncio, alguien colgará la hamaca —dijo don
Isidro.

Filtraba el agua de la lluvia, sonaban líquidas y distantes como si las goteras del tejado
estuvieran cayendo sobre un cántaro raso.

—‹‹Alguien viene, Atanasia, ¿lo oyes?››

—‹‹Otro que anda descarriado, Casimira››

—‹‹Por su voz, parece que es mujer, quien sabe sino es la tal Refugia, Eulalia dijo que iba
por ella››

—‹‹¿Qué dice?››

—‹‹Está llamando a sus hijos, creo que los perdió››

—‹‹¿Cuáles hijos? si ella ni en sueños los tuvo, era mapiyomo, la mujer del gusano,
siempre vivió sola y murió sin ralea. ¿Cómo es que ahora anda buscando a sus hijos?››

—‹‹Ha de ser el hijo de su marido. Dicen por allí que tuvo bastardos con otras mujeres, que
cuando le llevaban para reconocerlos, Cayetano contestaba que no eran parecidos o bien
decía que él no podía echar hijos, era mapipät, gusano también, por no querer decir que su
mujer era quien estaba seca de la matriz››

—‹‹A lo mejor nacían renegridos como quien las parió y pensaba que no eran suyos, pues
él tenía la piel de pollo desplumado››

124
—‹‹Sea lo que sea, vamos por ella››

La niebla salía de cualquier rincón y cubría de humo el sendero de flores muertas.

—‹‹¿Eres tú, refugia?››

—‹‹Sí, doña Atanasia››

—‹‹Escuchamos que alguien estaba llamando y venimos a ver quién es››

—‹‹Es que no encontré el camino de vuelta, doña Casimira, con tanta nube parece que
perdí el camino››

—‹‹¿Y Cayetano? ¿No veniste con él?››

—‹‹Venía tras de mí, de repente me vi envuelta en este nublazón y ya no supe nada.


Ahorita, debe estar buscándome por allí››

—‹‹Vámonos, otro día regresaras por él››

—‹‹Sí, doña Casimira››

La vi venir con su vestido de primavera rosa, adornada con vuelo de encajes, y envuelta en
su reboso de santamaría de seda roja. Cruzó el arroyo rodeado de lirios, parecía que
caminaba encima del agua y que no se mojaba; pasó tan cerca que sentí la frialdad de su
aire, oí que dijo: “buenas”, y me quedé mudo, pues, me acordé de aquel ruido hueco de la
tierra que se desmoronaba sobre su cajón de madera. “Dónde vas, Refugia” le dije cuando
recobré la respiración. “A la casa, Cayetano, a rezar el rosario”, me contestó. En eso maulló
el gato, el mismo que siempre llega a aullar.

Regresaste ajuarada, serena como el amanecer, al despertarme supe que habías vuelto por
mí.

125
Más allá de la media noche dejo de llover. Se oía el sonido aguoso de la gotera sobre el
cántaro lleno.

—Eso es, don Alfredo, que siga la música… toque “puño de tierra”.

Entre tonadas tristes, las recordaciones asomaban al calor del agua de caña:

“Cómo olvidar allá en la lomita, mientras volábamos papalotes, Refugia, alzabas la vista,
jalabas el hilo como si quisieras acercar las nubes y el cielo. El viento alborotaba el rizo de
tu frente, y empapaba tus pestañas de rocío. Luego, soltabas la hilaza, te acomodabas los
mechones de tu pelo y te restregabas la nariz, aunque tapada, podías sentir el olor de los
nardos en la humedecida tarde”.

—¿Cómo murió? —preguntó Arcadio.

—Vera usted, después que el padre Emilio le untó la frente, pareció reanimarse, que hasta
pidió chocolate con un pedazo de cazueleja; solamente le di la bebida y le prometí que al
otro día le compraría el marquesote. Pidió también que le dejara la vela prendida, decía, que
le tenía miedo la oscuridad y ese gato que llegaba a maullar todas las noches, me recosté al
borde de su cama, entresueños, la escuché hacer sus oraciones, encomendarse a Dios, a la
Virgen del Purgatorio, y pedir perdón por sus pecados. Después, me quedé dormido; fue
cuando soñé que se apagaba la luna y se caían las estrellas. Cuando desperté sus manos
tiesas sujetaban mis manos, estaban frías, sin vida, entonces supe que estaba muerta. Llamé
a don Isidro, el vecino, y me ayudó a ponerla en aquella tabla donde ahora está tendida.

—Yo soñé que había tamaleada aquí en tu casa y me dije, segurito que alguien va a colgar
el mandil.

Hubo café, tamales de achiote y galletas de velorio. En el corredor de flores amarillas, los
hombres barajeaban las cartas, tomaban matacaña para calentarse el gañote, otros más
cabeceaban de la borrachera. La noche se ahogaba en hervores, como si alguien le estuviera
burbujeando la garganta.

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Las campanadas del viejo Saturnino doblaron lastimeras, afloraron el llanto de los ojos. En
cada campaneo, una lágrima derramaba.

—Es hora, Cayetano.

—Sí, don Isidro.

—¿Quieres verla antes que le ajustemos los clavos?

—No. Quiero recordarla como en vida.

Una fila de sillas vacías, la cruz de ceniza, cuatro velas extinguidas y un ramo de flores
amarillas.

—¿Porque lloras, Cayetano?

—Se murió mi mujer.

—¿Cual mujer?

Con el filo de sus manos enjugó sus lágrimas, y vio que unos ojos impasibles lo miraban
lastimosamente.

—¿Qué haces aquí, si ya estás muerta, Refugia?

—Estamos muertos, Cayetano, ¿no lo ves?

Creyó soñar. Enseguida, bebió otro trago de aguardiente. Entonces vio que Refugia tomó el
ramo de flores amarillas y la veladora de parafina.

—Vamos, Cayetano —dijo.

Salió tras ella. Afuera, la neblina envolvía la noche poblada de estrellas oscuras.

Entre lucideces y alucinaciones, unas veces Cayetano se entreveía acompañado de Refugia,


otras veces solo, después, se vio sosteniéndose en la horconadura de la casa, y tocó la
puerta.

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—¿Quién es? —preguntó Basilia.

—Soy… yo… Basi…

—¡Vete, estás borracho!

—¡Déjame entrar!

—Mañana vienes, cuando se te haya pasado la borrachera.

—Estás con Ciriaco.

—Bruto de gente, lárgate ya.

Cayetano se fue tentaleando la pared, murmurando una vieja canción de amor:

…y yo sufriendo penas en la taberna por tus amores y ella va olvidando con otro hombre
sus decepciones...

—¿Qué haces aquí a deshoras de la noche, Cayetano? Vamos a la casa, con este frío, te va a
entrar la pasmazón.

—¿Eres tú, Refugia?

Cayetano sintió erizarse su endurecido pellejo, luego, no sintió nada, cuando recobró la
memoria, el lucero de la mañana deslumbraba la madrugada. En el horizonte empezaba a
despuntar el día.

—Vamos rezando el rosario, Cayetano…

—Hoy es el último día de la novena…

—¿Te olvidaste? está cumpliendo sus cuarenta días…

—Mañana es su cabo de año…

—Si quiere, le digo al padre Emilio que le rece las intercesiones…

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—Ya no bebas más, Cayetano…

—Está bien —dijo y bebió otro trago de aguardiente.

—Cayetano, cuando la bañamos estaba blandita, parece que no se le entiesó el cuerpo; es


más, murió con los ojos medio abiertos, no es para espantarte, pero es de mala señal.

—Lo tendré en cuenta, doña Marciana.

Era domingo, día de nuestra señora de Dolores. A la vuelta de la esquina había rezos,
procesiones, novenas, día de plaza. Las tabernas del pueblo se atiborraban de fuereños, y el
tocadiscos alegraba la parranda.

Entrada la tarde, los bebedores salían patitiesos; montaban sus caballos y se marchaban
surumbos, otros se quedaban adormilados en las aceras.

Esa tarde, Cayetano llegó empujando la puerta de la cantina.

—¡Belisario, ahora sí, traigo plata para lo que alcance! —gritó.

El cantinero lo miró con sus ojos vidriosos, y con sus tembleques manos desenganchó la
aldabilla de la puerta.

—Una cuartita de aguardiente, Belisario —exigió Cayetano, recargado en el mostrador.

—¡Sin paga, no hay matacaña!

—Dinero es lo que sobra. No te hagas del rogar —gritó, mientras estrujaba el billete en su
mano.

—Con plata, hasta el chucho mueve la cola.

Cayetano se acomodó en la mesa del rincón, a través de la botella entrevió que unos ojos lo
miraban con recelo.

—¿Quieres un trago? —le dijo.

—No bebo —contestó el hombre.

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—Un cigarro para quitar el frío —ofreció.

—Ni fumo.

—Entonces, ¿qué haces aquí?

—Espero la muerte.

—La huesuda llega cuando quiere, no cuando tú lo deseas.

—Es lo bueno de la muerte.

—Entonces, brindemos por la pelona —dijo alzando la botella.

—¿Cómo dijiste que te llamabas?

Entre bocanada de tabaco, Cayetano vio el rostro de aquel hombre demacrado por la
soledad del tiempo, como si estuviera evaporándose por el calor.

—Ya me conoces.

Echó de ver aquellos ojos que lo miraban con frialdad.

—Pareces Pancho. Sí, Pancho López. Anda bebe conmigo para que no resulte tan simple
nuestra plática.

Enseguida pareció recordarlo como si hubiera sido de ayer su memoria.

—Pero a ti ya te mandaron al infierno.

—Eso dicen.

—No es que lo digan, Pancho, tú estás muerto, yo mismo estuve en tu velorio y, para que lo
sepas, también cargue tu cajón. ¿Sabes porque te mandaron al hoyo? Te lo voy a decir, y no
me vayas a considerar un hablador, dicen que fue por Camerina, la querida de don Facundo.
Él te mandó a matar.

—Ella me quería, al viejo se arrimaba por su dinero. Un día, nos pusimos a echar unos
cuantos tragos en esta misma cantina, y Rutilia, la mesera, que también andaba cuzcona,
fue quien le llevó el chisme al viejo cornudo, dizque nos vio agasajando y haciendo cosas,

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si no fuera por el embuste, nos anduviéramos queriendo como dos tortolitos en época de
apareamiento. Y por ese chisme, Camerina me dejó, y yo me quedé aquí esperándola por si
regresa todavía.

—Según los arguendes, te encontraron muerto, aquí, al costado de la cantina.

—Eso querían. Resulta que esos dos valentones se acercaron con el pretexto de que les
diera caña fuerte, y como yo estaba hasta las cachas, les dije que la sed había secado el
aguaje y hasta sacudí la botella para que lo vieran, en eso sacaron su puñal y quisieron
hacerme entre, pero yo los despaché primero, antes de que me mandaran al descansadero.
Al Filomeno le di una puñalada en la espalda, al Panuncio, cerquita del corazón, de tanto
atareo me quedé recostado, allí, dónde dices que me encontraron.

La música envolvía la tarde. Cayetano miraba nubloso como si el aire estuviera empañado
de vaho.

—¿Dónde estás, Pancho? —preguntó.

—¿Cuál Pancho? —contestó Belisario empinando la botella de caña.

—Pancho López.

—Alucinas, Cayetano, ya tomaste demasiado, es hora de que vuelvas a tu casa.

—Me voy, Belisario.

En la oscuridad de la noche se oían gritos embriagados, murmullos de voces y el canto


huidizo de la lechuza anunciando la muerte.

—¿Quién anda rondando allí afuera, Basilia?

—Algún borracho, Ciriaco.

—Es Cayetano, ¿verdad?

—Su espíritu anda recorriendo.

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La polilla revoloteó alrededor del mechero. Sus alas fraguaron sombras fúnebres sobre los
cañizos encetados de lodo.

El hombre de apariencia escuálida estaba allí, sentado en el rincón de la cantina.

—¿Regresaste, Cayetano? —escuchó.

—Sí, Pancho.

—No soy Pancho.

—Entonces, ¿quién eres?

—Estoy envidando ganado, tengo unas vaquillas que ya están de salida. Supe que andabas
mercando reses.

Fijó la vista en los ojos de aquél hombre. Una mirada impávida asomaba de su rostro
descarnado.

—¡Ananías¡ —balbució. —Este Belisario anda más borrachín que yo, ya ni reconoce a los
amigos, dice que nadie anda por aquí, ¿y ustedes, pues? Oye, pero a ti también te
ajusticiaron allá en el encajonado.

—Si así fuera, Cayetano, no estuviera aquí haciendo tratos contigo.

—Dijeron que andabas trafagando ganado ajeno.

—Esos animales no tenían dueño, vivían en el monte, estaban trillando la siembrita,


acabando con las milpitas y los frijolitos. Cuando íbamos con el viejo ese y le pedíamos
que pagara el perjuicio, nos decía que no era culpa suya, que los animales no tenían juicio y
que reconsideráramos la situación, además, que esos maicitos no servían ni para comida de
ganado, porque estaban de al tiro desmedrados, arengaba. Como sea, don Facundo, aunque
puro molcatillos que cosechemos, con eso nos basta para llenar el buche de la familia, y
ahora, cómo vamos a sostenernos, le replicábamos. “La divina providencia se encargará de
ustedes”, contestaba. De tanta súplica nos daba lo que le venía en gana, que ya ni pal’ pozol

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alcanzaba, y para acabar de joder, nos decía que con el pago tenía derecho de propiedad y
arriaba sus vacas en el rastrojo. Una de tantas me dije: “esos animales parece que no tienen
dueño” y me encorajiné tanto que los tasajié uno a uno para hacer la salazón, y de este
modo costear el jornal, para que viera el viejo Facundo, que Ananías no se anda con
palabrerías.

—Todos sabían que esas reses eran de don Facundo. Solo él tenía ganado por estos rumbos.

Cayetano bebió otro trago de aguardiente, luego, escupió gargajos de saliva en el suelo.

—Como te iba diciendo, Ananías…

—¿Ananías?

—Sí, Ananías. Estaba aquí. ¿Y tú quién eres?

—Gregorio.

—¡Goyo! el que hacía cochi.

—Eso dicen.

—Pero a ti te volaron el cacho a machetazos.

—Me confundieron con el diablo.

—El diablo, eras tú, Goyo.

—Me culparon, ya vez como es de argüendera la gente. A don Facundo le fueron con el
cuento de que yo era käpoksäyoye, que me vieron en las noches haciéndole zopilote, y le
estaba provocando pesadillas y mal sueño, que por eso estaba enfermo. Yo solamente le
echaba las cartas, y un día le dije: cuidadito don Facundo, que le salió copas y espadas, ya
no ande usted confiado, es mejor que se mande hacer limpias. Tan pronto como cayó en
cama, fue a consultar con el viejo Sirenio, él le dijo que me había visto en sus sueños y que
yo lo tenía embrujado. El viejo tacaño se lo creyó y desde entonces empezó a mal mirarme.
Ya ve usted, él sigue allí, pudriéndose en la cama con ese dineral que le dio el cerro, y yo
sigo haciéndole conjuros para que se lo lleve su ‘yapu, su mero dueño.

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—Goyo, mira aquél que viene renqueando con el sombrero de lado. De seguro que es
Luciano.

—A ése, lo a afusiló la montada, porque quiso alzarse contra la autoridad, según él, para
acabar con el mal gobierno, pero el alcalde no tuvo empacho de mandarlo a ajusticiar por
órdenes del Presidente. Míralo, como lo dejaron, tuerto de un ojo y engurruñado de una
pata.

—Otro renegado, mal parido en un chamizo, dizque pretendía cambiar la situación de la


pobretada.

Cayetano vació la botella de aguardiente. Enseguida, escuchó el golpe seco de la botella en


la mesa de lata.

—Otro muerto que asoma —balbuceó.

—El muerto eres tú —contestó Ciriaco.

Cayetano percibió que su encaro le arañaba los ojos.

—¡Ciriaco… que carajos! Anda jala una silla, acompaña a los difuntitos que están
convidando —exclamó, mientras levantaba la botella de caña.

—¿No serás tú el difunto?

—¡Belisario, trae otra cuartita. ¡Y busca la canción, esa que le canta a la mal querida, para
que juntos recordemos el amor! —gritó Cayetano.

—¿Te dieron caldo de trompa, Ciriaco?

—No. Basilia tiene su modote, pero aun así la quiero, Cayetano.

—A lo mero macho, aquí entre nos, la Basilia dice que no puede olvidarme, y que tú eres
solamente su remiendo.

—Es al revés, Cayetano, a mí me dijo que tú eres su remedo, y que yo soy su mero mero…

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Ciriaco sintió que el aguardiente le salpicaba la cara y le quemaba los ojos. Un
malmandado rencor le calentaba la sangre.

—Hijo de la malparida —masculló.

Cayetano estuvo hurgando en el bolso de la guayabera, pero sus entumidas manos


resbalaron por los pliegues de su camisa. Luego, sintió que algo filoso le tajaba el costado.

—Joder… ya me chingaste, Ciriaco —balbució.

Dobló el cuerpo sobre la mesa de lata, luego cayó embrocado mordiendo el polvo terroso,
después, se fue desmoronando como si su carne no fuera más que pura tierra.

—¡Lo ta’ matando, lo ta’ matando! —gritó Belisario.

Ciriaco siguió acuchillándolo una y otra vez, como si le costara mucho trabajo matarlo. El
cuchillo se hundía en la tierra, esparcía terrones de barro mojado. Cansado de tanto ajetreo,
se limpió el sudor que le escurría en la frente, entonces vio sus manos manchadas de
sangre. Sobrecogido por el miedo salió rempujando la puerta y desapareció en la barranca
del patio trasero.

—Levántate, Cayetano.

—¿Dónde estoy? ¿Quiénes son ustedes? La resaca no me deja recordar.

—Estábamos tragando juntos. ¿No te acuerdas?

Restregó sus ojos y miró con claridad aquellos hombres de rostros escuálidos.

—¿Dónde me trajeron ustedes? ¿Y Belisario, y el tal Ciriaco? —preguntó.

—Te encontramos tendido bajo la mesa. Estabas hasta las chanclas de bolo, pensamos que
sería mejor llevarte a tu casa para que no te entrara el frío pero había demasiada neblina y
no pudimos dar con la casa, nos dijeron: “este hombre vive cerca del arroyo, en el patio
tienen plantado un jardín de flores amarillas, y en el marco de la puerta cuelga dos moños
negros; uno está viejo y el otro todavía nuevecito, hace poco que se murió su mujer”, pero

135
por más que buscamos el patio y el trapo ese, no pudimos dar con la casa y por eso es que
te trajimos aquí, donde ahorita estás enterrado.

—Sí, ya me acordé, estaban convidando conmigo, pero perdí la memoria y no sé lo que


sucedió después. Ustedes me dirán, pues yo, ni idea tengo. Ahora me voy a casa, quiero
regresar.

—Con esta niebla no creo que encuentres el camino, espera a que escampe el tiempo y se
aclare un poco el día.

—Será mejor, por ahora, voy a dormir otro ratito más.

Después de la media noche, enmudecieron los pájaros nocturnos, dejaron de aullar los
perros. La niebla que subía desde el fondo de la barranca inundó las calles vacías. En las
aceras de las casas se escucha pasos raspantes como si alguien estuviera arrastrando los
pies.

Entresueños, Basilia escuchó el chirrido de las bisagras.

—¿Eres tú, Ciriaco? —preguntó.

—Soy Cayetano.

—Pasa, te estaba esperando, sabía que ibas a venir. Ahorita mismo te veía en sueños.

—¿Qué sueño es ese, Basilia?

—Soñaba con nuestro casamiento. Yo vestida de blanco, y tú de negro, y que el padre


Emilio nos echaba la bendición, y nos ponía el lazo de casados. Fíjate vos, hasta creí que
era verdad. Ahora que lo digo me gana la risa. Lo bueno de todo esto, es que, casados o no,
te acordaste de mí, con eso me conformo. Por lo que a mí respecta, es que te quiero todavía.
Pero entra, ven a acostarte, con este aire te vas a ventear allá fuera; aprovechemos la noche,
que Ciriaco anda de parranda.

—¿Cómo lo sabes?

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—Lo sé, porque ayer que llegó, me dijo: “creo que es la última noche contigo, así lo
presiente mi sangre”, y es que estaba tan agitado que no quiso quedarse a dormir, estaba
como que no cabía en este mundo y ya cuando se fue, casi de madrugada, soñé que había
regresado y traía las manos ensangrentadas. Al despertarme estuve pensando que tal vez
haría alguna tontera, hasta ahora, no se lo he dicho porque desde ayer que no ha vuelto,
bueno, son cosas que dice por decir, ya vendrá de nuevo, como siempre ha venido, pero hoy
no vendrá, debe de estar emborrachándose en la cantina con sus compañeros tunantes.

—Ciriaco, no volverá más, Basilia.

—¿Porqué? ¿Acaso lo mataste?

—Se mató solo.

—No, Cayetano. El muerto eres tú, ya lo presentía, que, en cualquier oportunidad, Ciriaco
te mataría, fue él ¿verdad?

El viento helado apagó la veladora que alumbraba el cuadro de San Antonio, el espacio se
vistió de sombras. Afuera, la espesa nube cobijaba la noche.

—‹Te quise, Cayetano, que hasta me conformaba con las migajas de amor secreto que me
dabas una que otra noche, con ella rellenaba los vacíos que dejaban tus amores secretos y
que solamente los agasajes sostenían nuestros desengaños. Anhelaba tu cuerpo
atrinchiladito, mientras estrujabas mis abultados pechos, hartos de deseo, dándole rienda
suelta a los amores recelosos. Esperaba que algo pudiera cambiar mi destino, pero nada
acontecía. Si sucedió, fue demasiado tarde para nuestros anhelos. Ahora, estamos el uno
junto al otro, tan cercanos, pero a la vez distantes y los más chinchoso, sin poder tocarnos›

—‹Lo sé, Basilia, pero fueron los rizos de su frente y esos ojos negros que robaron mi
corazón, apresándome en un mar de locos agasajos, por eso no pude contra ese amor
hilvanado de suspiros; después, quise escabullirme de las ataduras que me sujetaban su
querencia, pero entre más rompía los hilos invisibles del querer, más me enredaba en la

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maraña de su pegajosa saliva y ni muerto puedo escapar de ella, por eso es que la tengo
aquí a mi lado, muy cerquita de mí, de donde me llega el calor vaporoso de su resuello›

Ver pasar el tiempo, sorber los aromas de los amores marchitos, de las flores muertas como
si algo fuera a ocurrir y nada que sucede.

—‹¿De qué tanto hablan ustedes?›

—‹De los recuerdos habidos, Refugia›

—‹Yo también tengo mis secretitos, pero mañana les voy a decir, por ahora durmamos,
tengo sueño, mucho sueño›

—‹¿Sigues despierta, Refugia? parece que desvarías por la apretura›

—‹Es que me alcanzó la humedad, Cayetano›

—‹Más allá del rellano, más allá de las nubes, más allá del sol y la luna, aún más allá de las
estrellas está la gloria del cielo. En ese cielo estamos tú y yo, Refugia, solos en la
inmensidad de la nada›

—‹‹Ése de en medio, desde hace rato que delira, parece que no encuentra sosiego su alma,
Casimira››

—‹‹Cómo va a descansar, Atanasia, si se murió a destiempo››

—‹‹¿Se mató el muy carajo?››

—‹‹Más bien lo mataron por putañero, se metió con una de esas rejegas que le gusta la
mala vida y salió por allí un atrabancado que le acatarro su triste suerte, y ése, sin crisma,
no se anduvo con pendientes, ni empacho tuvo para mandarlo a la otra vida. Ya muerto, ni
el padre Emilio quiso untarle los santos oleos, pues, solamente le rezó sus intenciones y
todavía de mala gana, asegún porque ya ni se acercaba a la iglesia, se mantenía siempre
borracho. Es más, nadie le rezó el novenario, pues, doña Marciana, la rezandera, ya había
colgado el rosario, ella era devota de Santa Rita, y se la llevó con todo y esqueleto, sin
ninguna queja. Dicen que le agarró la parca meciéndose en su hamaca. Por eso, Cayetano
anda penando todavía, hay quien lo ve aún en esa cantina de mala muerte››

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—Ya es mucho. Ni muerto quiere dejar el mezcal.

—‹‹Felipe, parece que algunos, siguen penando todavía, no han descansado sus almas››

—‹‹Al igual que tú ánima, Tomasa››

—‹‹Mi alma descansará, donde debe descansar. Ahora que ya aclaró el tiempo, voy a
dejarle flores y veladoras al Celerino››

—‹‹Aunque haya escampado la lluvia, no puedes irte, Tomasa. ¿No ves que aquí estás
enterrada?››

—‹‹¿Quién me trajo en este lugar?››

—‹‹Los sepultureros. Ellos solamente hallaron un terreno baldío y no había señas de que
alguien estuviera aquí enterrado, sin cruz, ni cabito de veladora››

—‹‹Pero yo sembré mata de rosas, flores de campana y nomeolvides››

—‹‹Nomeolvides… Las nomeolvides se secaron antes que le salieran rebrotes; después,


con la lluvia de agosto se fueron pudriendo los vástagos. ¿Por qué lo trajiste a morir?, mejor
es que estuviera allá en el macetero, floreando en cada primavera. Al igual que esas flores,
tu amor nunca echó raíces, ni en vida, ni esta otra. Tan pronto como estiré la pata, me
echaste al olvido, que ni el día de muertos te asomabas por aquí. Te esperaba con algo,
aunque sea agua, flores o velas decía, pero nada trajiste como si nunca me hubieras
querido››

—‹‹Yo, nunca te quise, solo cumplí el deseo de mis padres››

—‹‹!Ah! Por eso tu desamor. Empecé a darme cuenta desde que te enrollaste en tu cobija.
Cada noche titiritaba por el frio, buscaba tu cuerpo, pero hallaba la cama vacía, tan siquiera
para calentarme las manos con su calor de entrepierna, pensaba, pero ni eso, y más cuando
me dijeron: “tu mujer ya anda taconeando”, está bien, me dije, pero ni muerto y ni muerta
podrá escaparse de mí, y ya ves, como dicen los decires: las piedras rodando se encuentran,
por eso volviste y estás enterrada junto a mí››

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—‹‹Te hiciste viejo pronto, que ni los punchis de huevo con aguardiente, ni el caldo de
tejón hicieron su tarea, yo estaba en el mero calor de los años y tú ya no estabas para hacer
bien la chamba, por más que bebieras el compuesto que el viejo Arcadio te daba de beber,
asegún para darte ánimo, sin querer, me cansé de tus amores marchitos, pues, tú solamente
me calentabas la sangre. Cuando me dejaste, aparenté llorar. Si lloré fue para que dijeran:
“es mucho su dolor”. La mera verdad es que me alivió un tanto y, para que veas, ni
cumplido el año ya estaba con Celerino, por eso me acuerdo de él, pero me enterraron
donde nunca debieron enterrarme, ahora estoy encima de ti, ¿me sientes?... No creo que me
sientas, con eso de que no te quise››

—‹‹Ahora vienes con la cantaleta de que no te quería, y ¿el casorio que hice? Fue el deseo
de tus padres, me casé para complacerlos. Ahora que vienes con esto, te digo que tu papá
me pidió almudes de maíz y frijol, y faena sin jornal como prenda, bien pagada me saliste,
además no tengo la culpa de que estés aquí, díselos a los enterradores, yo solo prometí
traerte, pensé que estarías mejor conmigo, en este rinconcito donde se puede vivir con solo
aspirar el aire››

—‹‹Eso dices tú, pero este cubil no es más que un pedregal, aunque no haga viento, el
polvo remolinea, como aquel que está levantándose allá, míralo. De repentito el agua
empieza a colarse en cualquier lugar, y este sitio se vuelve un cenagal. Aunque me digas
que dan ganas de vivir, no son más que imaginaciones tuyas, tratas de consolar tu angustia,
pero lo que más deseas, es morirte para siempre. Mejor es que me vaya de aquí para que ya
no escuche más tus reclamos, me voy allá donde está el llanito, ¿eso fue lo que me dijiste?,
¿qué allá está enterrado, Celerino?››

—‹‹Puedes irte si quieres; verás que él también está soñando y ni como encontrarlo, pues,
su cruz ya se pudrió y ni quien le lleve flores y veladoras››

—‹‹Como sea, iré a verlo››

—‹‹Escucha, Casimira, parecen cánticos de ofertorio››

—‹‹Será que el padre Emilio está celebrando misa aquí merito en el pantión, Atanasia››

140
—‹‹¿Será día de muertos?››

—‹‹Si así fuera, estuviéramos en camino, nos hubieran soltado las plegarias de los vivos››

—‹‹¿No será que anda penando?››

—‹‹!Sabrá Dios! Algunos dicen que el padre Emilio desapareció como si hubiera ido al
cielo, otros que lo vieron partir, dicen que se fue del pueblo maldiciendo su destino dándose
golpes de pecho, decía que el padre Juanito no quiso perdonarle sus faltas. Seguramente
eran retemuchos por eso se marchó quién sabe a dónde››

—‹‹Pero, dicen que regresó, no pudo con la nostalgia y sigue allí apoltronado en su curato››

—‹‹¿No será que le pego el mal de amores y le entró la melancolía?››

—‹‹Quién lo diría, a lo mejor tenía por allí su escondidito››

—‹‹Váyale quitando su a lo mejor, según los arguendes, tenía su querendona, una vieja que
se llamaba Pasyila, que le servía de sanjuanera. Y dicen que hasta le parió un hijo, vaya
usted a saber››

—‹‹¡Hay no! ¡Que pecado!››

—‹‹Si regresó fue porque el señor Obispo no volvió por estos lares, la última vez que llegó
había dicho que jamás volvería a este pueblo lleno de pecado, como si solamente buscara a
los buenos y a los malos, con el sólo hecho de pecar, les merecía el peor de los infiernos.
¡Vaya sermón que hacía!››

—‹‹Cumplió su palabra, es el día en que no ha regresado. Más aún, porque la vieja Petrona
le exigió que le exorcizara a su hijo, según ella, estaba poseído del demonio. Dicen que le
estaba enseñando sus malas artes: hacía conjuros, salaciones, y cuando quiso hacerlo
pajkkopajk, –la cabeza despegada– ese que le gusta chupar sangre, se espantó tanto, que
acabo perdiendo el juicio y empezó a ponerse loco.

—‹‹Este pueblo, sí que está maldito››

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—‹‹¿Ves aquel viejo cementerio que esta junto a la iglesia, donde se ve una cruz de piedra
que parece una bóveda?

—‹‹Lo veo››

—‹‹Pues dicen que en ese sitio enterraron al padre Emilio, después de que lo mató la
desilusión. Dicen que la risa de los niños era lo único que le sobrevivía, pero ni eso fue
remedio para sus males. Después, la gente se fue mudando de lugar y el pueblo se quedó
vacío. Ciertamente, eso fue lo que lo mató, la soledad y el desencanto.

—‹‹Pero están tocando la campana››

—‹‹Es el viejo Saturnino. No se le quita la costumbre, aunque no haya misa, ni quien rece
el rosario, toca la campana de mañana y de tarde. Dicen que los domingos confiesa a la
gente, dirige la celebración y reparte la hostia, también, bautiza a los niños y hasta casa
parejas, como si fuera cura››

—‹‹¡Ave maría purísima, que sacrilegio! ¿Acaso no se ha muerto?››

—‹‹Dicen que sigue vivo todavía››

—‹‹¿No será él quien está rezando el rosario››

Luego escucharon el responsorio final de fieles difuntos:

—Y luzca para ellos la luz de su rostro…

—Descansen en paz…

—‹‹Así sea›› —contestaron.

Por las benditas ánimas del purgatorio…

Y luzca para ellos la luz perpetua…

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Arcadio vertió el frasco de espíritu romero en la palma de sus manos, y se frotó el cuerpo
para prevenirse de los malos aires. En el patio trasero de la casa escuchó el gruñido de los
perros.

“Noches” oyó decir.

Basilia estaba allí parada como si fuera aparecida.

—¿Qué quieres?

—Vine a que me pulse.

—Bien, extiende tu mano.

—¿Que tengo don Arcadio?

—Te encontraste con la guadaña.

—Es que llegó diciendo: “Ábreme, Basilia… soy Cayetano”. Como estaba medio oscuro
alcancé a distinguir su facha, creí que era él, y que lo dejo entrar, pero en eso vi sus ojos
como dos carbones encendidos y me causo tanto miedo, que desde ese momento me agarró
la tembladera. ¿Puede hacerme la curación, don Arcadio?

—No está de más probar los ensalmos, Basilia.

—José Arcadio, trae espíritu romero.

—Sí, abuelo.

Desde el púlpito de la iglesia, el padre Emilio vio salir el cortejo fúnebre, cerró el misal de
cuerpo presente y apagó el cirio con su dedo baldado de saliva, luego, recogió las monedas
que el viejo Saturnino había recogido en canastillos de bejuco. “Es hora”, dijo. Cruzó el
viejo cementerio poblado de árboles y flores dejando, tras de sí, el pueblo hundido en la
espesa niebla. Sintió nostalgia. Aquellos recuerdos vividos, ahora, perdidos en los últimos
reductos de su memoria le reconfortaban. Aspiró el aire enmohecido de la tarde y olió el
olor podrido de los hongos silvestres. La humedad de la tierra penetraba sus sandalias. Se

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disponía a tomar la vereda de piedras resbaladizas, cuando escuchó otra vez el grito de los
niños que jugaban en las esquinas del barrio. Agitó la cabeza como si de tal manera pudiera
sacudirse de su lástima, “no puedo”, dijo y se dejó caer pesadamente sobre la piedra
cubierta de verdina. A la orilla del camino, el padre Emilio volvió a pensar en el pecado de
aquella gente, de las ánimas en pena, de su mismo pecado, su flaqueza le aplastaba la
conciencia como aquellos nubarrones que ceñían sobre su cabeza.

Una bandada de periquitos cruzó el cielo grisáceo, y alborotaron la tarde con sus
escandalosos graznidos.

—¿Que busca, padre? ¿Anda usted perdido? —escuchó.

El padre Emilio buscó con sus ojos empañados de rocío, aquella voz enhilada de
murmullos, pero no vio nada.

—Es el viento —dijo. —Ahora, soy yo el que necesita la confesión, está manchado mi
cuerpo y mi alma. Tal vez escucho las voces del pecado. ¿Cuándo vendrá el señor Obispo?
Falta mucho para la fiesta de San Agustín. ¿Le habrá pasado lo mismo al Santo éste?
Parece que sí, antes que se hiciera santo tuvo también sus traspiés, pero el bueno de San
Ambrosio le perdonó sus pecados. Y los míos, ¿quién los perdonara?

Y siguió pensando en sus pecados, como pensaría un alma condenado al fuego eterno.

Si estuviera aquí, el párroco de San Bernardo Abad, pero no está. La otra vez que fui a
visitarlo en su parroquia, le pedí que hiciera la confesión de vigilia, como confesor, a mí y
también a los de la adoración nocturna y a las honorarias, él había dicho: “No puedo ir mes
a mes al pueblo, confórmate con rezar el Acto de Contrición y confesar tu pecado
directamente con Dios”. Que así sea párroco, le contesté. Mejor es que no esté aquí el padre
Juanito. La última vez que vino, acompañando al señor obispo, casi me reprendió: “Eres
supersticioso como ellos. Te han contagiado sus creencias”. Y es que le dije: “Párroco, aquí
los muertos no me dejan vivir en paz”. Lo tomó a mal, y se fue espantado, diciendo que ni
en sueños pasaría por estos lares. Se fueron acicateando sus caballos, sin darle la bendición
a esa pobre gente que iba tras ellos, rezando y cantando alabanzas como si huyeran del
mismo pecado. Y la confirmación, ¿quién los administrará?, les grité. “Ni que

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confirmación. Esta gente ya está maldecida, con el hecho de que vivan sitiado de cerros, y
recen en ese idioma que parece trabalenguas, bien tienen ganada la condenación” me
contestaron. Es el día que no han venido a pararse en este curato. Déjate de preocupaciones
que ya volverán, aunque sea sus almas regresarán.

Volvió sobre sus huellas, ahora, encharcadas de agua lodosa que salpicaba su sotana, cruzó
con desgana el cerco de durazneros, alzó la vista, y vio los duraznos enjutos y resecos,
asidos de las ramas como si no quisieran desprenderse y estuvieran allí, esperando,
primeramente, las retoñeces, después, las floraciones, o que el viento o la lluvia las
arrancara. Mucho tiempo atrás, cuando deambulaba en el atrio, había cortado sus frutos,
tenían esa coloración amarilla con pintas de rojo, daban ganas comerlas, el padre Emilio le
había dado una mascada. Ahora, recordaba aquel sabor jugoso y agridulce de su carne. En
otra ocasión, había cortado otra, pero tenía esa mancha verdusca sobre la cáscara como si
nunca fuera a madurar, le había dado un mordisco, luego, había escupido su carne porque
sabía aguachinada, “demasiado simple, como mi propia existencia” había dicho.

Siguió pensando en la época de calor, y de lluvia. El tiempo resistía las escaseces, asidos
sobre los durazneros, en cada uno de sus frutos secos y rugosos.

—¿Toco la campana padre? —preguntó el viejo Saturnino.

—Hoy no, Saturnino, quiero descansar eternamente —dijo y desapareció tras las pilastras
del curato, en la plazuela, los niños jugaban a la hora de la doctrina.

“El niño bueno al cielo irá, el niño malo se perderá” —Cantaba, Cayetano.

“El niño malo al cielo irá, el niño bueno se perderá” —remedaba, Ciriaco.

Ciriaco sintió que el nudo corredizo le añudaba el antebrazo. Tras el escritorio, el alcalde lo
miraba con recelo.

—¿Mataste a Cayetano? —preguntó el secretario.

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—Pregúntenle al muerto —contestó Ciriaco.

—¿Cómo lo mataste?

—No me acuerdo.

—Recordarás tu hecho, pero en el calabozo —replicó el Secretario.

Don Fausto cerró el legajo hilvanado con hilaza y colocó la pluma en el tintero.

—Encamínenlo a la jurisdicción, allá confesará su culpa —ordenó el alcalde.

A lo lejos, encumbrando la escalera de piedra, Ciriaco escuchó la tonada: “preso me llevan


mi querida va llorando, me llevan preso” en el tocadiscos de la cantina.

—En la hora media de la mañana, del medio día, de la tarde y de la noche, el cuerpo y el
alma desfallece en mortal agonía, José Arcadio.

—En cierto modo, el tiempo media entre la vida y la muerte, pero, ¿a dónde vamos abuelo?

—En el ipstäjk, José Arcadio.

Arcadio cruzó el umbral de los cuartos infinitos. En el último reducto encontró el oráculo
de la suerte, con suma reverencia extendió el pergamino sobre la mesa.

—Suelta la bolita, José Arcadio —ordenó.

El abalorio serpenteó entre las dobleces del oráculo, deteniéndose en la figura de los ojos
hundidos.

—“La muerte” —sentenció.

Cerró el viejo libro de las predicciones y se encaminó hacia la antepuerta. Afuera el viento
zarandeaba las flores amarillas.

—Vamos, José Arcadio —dijo.

—Sí, abuelo.

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—¿Y esa gente que viene tras de nosotros va también al pantión, abuelo?

—Así es.

—¿Quién se murió?

—Nosotros. El olvido nos hizo morir, José Arcadio.

—‹‹¿Lo oyes, Casimira?››

—‹‹Sí, Atanasia. Esa gente anda desbalagada››

—‹‹Vamos a buscarlos››

—‹‹Sí, vamos››

—‹‹Esto se está haciendo fiesta. Cada vez más hallamos ánimas extraviadas en la neblina
como si fuera día de muertos››

—‹‹Son los tiempos, hay días en que nadie se aparece por aquí››

—‹‹Es que algunos no les gusta venir solos, de tal modo, vienen acompañados. Es cuando
vienen asomándose muchos››

—‹‹Como ese tropel que viene de aquel lado››

—‹‹Esa gente parece que está viva››

—‹‹Escucha, Atanasia, ninguno duerme; desde que hora están hable y hable como si la
incomodidad les hubiera quitado el sueño››

—‹‹Será tú oído, Casimira, pues yo, no oigo nada››

—‹‹Aguza la oreja››

Entonces, oyó:

—Refugia, si no mal recuerdo, dijiste que ibas a decir tus secretos, estoy esperando, me
muero de la impaciencia.

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—Otro día será, Basilia. Es hora que durmamos eternamente nuestros sueños.

—¿Cuándo descansaremos, Refugia?

—Cuando nos agarre el sueño, Cayetano.

‹‹Oigo el burbujear del agua sobre la losa de mi tumba, desparramarse en marejadas por
el vertedero; siento la humedad del tiempo impregnar la envoltura de la tierra, destilarse
en aflujos de abrevadero››

Reblandecidos por el humedal, los cuerpos bulleron estremecidos, como si la infiltración


hubiera perturbado los sueños, enseguida, se fueron desmoronando uno tras otro, como si
no fueran más que cascajos terrosos.

Más allá de la media noche, en los linderos del sueño, estuvo oyéndose el ladrido de los
perros, el quejido del viento y el canto del tzu’tzawi. Antes del amanecer, cantaron los
gallos y los espíritus de la noche regresaron a las cuevas, ríos y montañas. Más acá de los
sueños, donde amparan las mudanzas, los nahuales retomaron su cuerpo de lodo y aire
como si los sueños hubieran cobrado vida.

Conforme despuntaba el día, las estrellas aluzaban palidecidas, y el cielo se añilaba de azul.
Entre tanto, las mujeres descolgaron el delantal, apagaron los candiles de petróleo, los
hachones de ocote y desatrancaron las puertas de los corrales. Kanämä despertó con el
alboroto de las gallinas, los cochis y los guajolotes; enseguida salió el sol enluciendo toda
la tierra. Al medio día volvió a encapotarse el cielo, y se soltó el aguacero. Después, el aire
apartó las nubosidades y resplandeció otra vez el sol de la tarde. El pájaro anunciador
atravesó el rastrojal, y se detuvo sobre el rastrojo, con su tosco gemido anunció la llegada
del anochecer. Más noche, volvió a llover, se oía el chipi chipi de la llovizna y el flagelar
del aire, luego, un silencio, como si el sueño hubiera apagado los murmullos. En tanto, las
frialdades de las almas avejentaron los claveles amarillos, y la brisa nocturna desprendió

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uno a uno sus pétalos marchitos, amarillando la tierra anegada de lluvia. Era noviembre y el
aire de la noche olía a flores muertas.

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