Iqtu Ntezc LL
Iqtu Ntezc LL
Iqtu Ntezc LL
Chloe Liese
Barcelona, 2023
Portadilla
Tabla de contenidos
Portada
Portadilla
Dedicatoria
Citas
Queridos lectores
Playlist
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Agradecimientos
Créditos
Dedicada a la fuerza interior que encontré en mí
cuando la necesité. Y a una esperanza indomable.
Dedicatoria
n
«¿De cuál de mis malas cualidades
os enamorasteis primero?»
WILLIAM SHAKESPEARE,
Mucho ruido y pocas nueces
n
Citas
Queridos lectores:
En esta historia hay personajes con realidades humanas que creo que merecen aparecer más en las novelas con
una representación positiva y auténtica. Como persona neurodivergente con (a menudo) estados crónicos
invisibles, me apasiona escribir novelas que proporcionen bienestar y confirmen mi creencia de que todos y
cada uno de nosotros somos valiosos y capaces de ser felices por siempre jamás, si ese es el deseo de nuestro
corazón.
Concretamente, esta historia explora las realidades de ser neurodivergente (de ser autista, de sufrir ansiedad) y
navegar a través del vulnerable regalo de la vida y las relaciones. No hay dos experiencias humanas de ninguna
condición o diagnóstico que sean iguales, pero gracias a mis propias experiencias vitales, así como a la
comprensión de lectores auténticos, me he esforzado por crear personajes que reflejen los matices de su
identidad. Por favor, tened en cuenta que esta historia también habla de reconocer una relación tóxica y curarse
de ella.
Si alguno de estos temas afecta a alguien, espero que se tranquilice al saber que en esta historia solo se premian
las relaciones amorosas sanas (con uno mismo y con los demás).
Besos y abrazos,
Chloe
Queridos lectores
Playlist
Capítulo 1: Modern Girls & Old Fashion Men, de The Strokes (feat. Regina Spektor)
Capítulo 2: Cold Cold Cold, de Cage The Elephant
Capítulo 3: prom dress, de mxmtoon
Capítulo 4: Dream a Little Dream of Me, de Handsome and Gretyl
Capítulo 5: Honest, de Tessa Violet
Capítulo 6: Nantes, de Beirut
Capítulo 7: AGT, de Mountain Man
Capítulo 8: Hello My Old Heart, de The Oh Hellos
Capítulo 9: I Don’t Wanna Be Funny Anymore, de Lucy Dacus
Capítulo 10: Ain’t No Rest for the Wicked, de Cage The Elephant
Capítulo 11: Coffee Baby, de Nataly Dawn
Capítulo 12: Roma Fade, de Andrew Bird
Capítulo 13: Us, de Regina Spektor
Capítulo 14: Move, de Saint Motel
Capítulo 15: Yes Yes I Can, de Rayelle
Capítulo 16: Lost Day, de Other Lives
Capítulo 17: Feel Something Good, de Biltmore
Capítulo 18: Constellations, de The Oh Hellos
Capítulo 19: La Vie En Rose, de Emily Watts
Capítulo 20: A Question, de Bombadil
Capítulo 21: Slack Jaw, de Sylvan Esso
Capítulo 22: Talk, de Hozier
Capítulo 23: Your Song, de Ellie Goulding
Capítulo 24: Fine Line, de Harry Styles
Capítulo 25: Subway Song, de Julianna Zachariou
Capítulo 26: No Plan, de Hozier
Capítulo 27: Said and Done, de Meiko
Capítulo 28: Kiss Me, de Vitamin String Quartet
Capítulo 29: Let the Light In, de Mister Wives
Capítulo 30: Human, de dodie (feat. Tom Walker)
Capítulo 31: Crane Your Neck, de Lady Lamb
Capítulo 32: Power Over Me, de Dermot Kennedy
(version acústica)
Capítulo 33: Halo, de Lotte Kestner
Capítulo 34: Sweet Creature, de Harry Styles
Capítulo 35: Honeybee, de The Head and the Heart
Capítulo 36: Left Handed Kisses, de Andrew Bird
(feat. Fiona Apple)
Capítulo 37: Love You So Bad, de Ezra Furman
Capítulo 1
Bea
S oy muy competitiva y el objetivo de este juego es ser el último en ser encontrado. Pero no
es ese el motivo de que esté utilizando mi escondite. Solo quiero estar sola el máximo
tiempo posible. Por una vez, me importa un bledo ganar.
Hay una docena de pequeños cuartos roperos en la gran casa georgiana de mis padres. Pero
Jules no conoce este del tercer piso. Tiene demasiado miedo desde que nuestra amenazadora
hermana pequeña, Kate (que ahora está al otro lado del mundo, perdiéndose esta vomitiva
fiesta, la muy suertuda), inventó cuando éramos niñas una historia de fantasmas sobre el tercer
piso que aterrorizó a mi gemela.
Si Jules sube aquí arriba, será como último recurso, y seguro que no sube sola.
El armario de las escobas está en mitad del pasillo del tercer piso y se disimula entre los
paneles de madera de la pared. Pero si te fijas en los detalles (y yo lo hago), se nota la ranura en
la madera. Así fue como lo encontré hace veinte años.
Apretando con suavidad, noté que la puerta se abría y la cerré en silencio tras de mí. Una
diminuta bombilla baña el lugar con un débil resplandor. Huele a pulimento de madera con
limón y a los saquitos de cítricos variados que mamá guarda en varios recodos y rincones de la
casa, «para mantener fresco el lugar», cuando se van de viaje, lo cual sucede a menudo. A mis
padres les encanta viajar y pasan gran parte del año explorando rincones cálidos del mundo.
Transmitieron esa inclinación a Kate, que no ha pasado en casa más que unas pocas semanas
desde que se graduó en la universidad. Lo que daría por estar en su pellejo ahora mismo... a
miles de kilómetros de toda esta tontería.
Comprometidos, pues qué bien. Después de tres meses. Sé que hablo como una carca, pero
caramba. ¡Tres meses!
Me quito la máscara y cierro los ojos mientras me acomodo sobre una caja de rollos de papel
higiénico, y me levanto el vestido para poder estirar las piernas. Dentro está muy silencioso.
Me gustan los ambientes silenciosos... Una suave brisa, el rítmico sonido de las olas en el mar.
Pero el silencio de aquí es vacío y doloroso. La clase de silencio que me impide oír nada que no
sea mi respiración agitada y los latidos de mi corazón.
Juliet se ha comprometido. Me froto el pecho, me duele. Lo siento abierto y no hay pegamento
para arreglarlo.
Justo cuando se me llenan los ojos de lágrimas, oigo unos pasos en el pasillo. Suaves y firmes.
Se detienen delante de la puerta y oigo el rumor de una mano que se desliza por la madera.
¿En serio? Esto no puede estar pasando. Nadie debería haber encontrado este escondite.
La puerta se abre de golpe y se cierra. Dentro del armario se encuentra ahora la alta y esbelta
forma de la última persona que esperaba o querría ver.
Jamie.
Da media vuelta y se lleva una mano al pecho cuando me ve.
–Dios mío –murmura, cerrando los ojos. Al retroceder, tropieza con las estanterías,
produciendo un ruido infernal.
–Chist –susurro–. Si vas a destrozar mi escondite, al menos hazlo en silencio. ¿Y cómo lo has
encontrado?
–A todo el mundo le da miedo el tercer piso. Es un lugar lógico al que ir. –Se ajusta los puños
de la camisa hasta que los botones quedan hacia la mitad de la parte inferior de la muñeca–. Y
Sula, ¿se llama así la del pelo azul?, creo que mencionó que el tercer piso era una buena
opción.
Aprieto los dientes. Todo esto parece un complot de mis amigos. Nos han estado pinchando y
azuzando toda la noche, desde que Jules nos presentó a la fuerza. Luego Jean-Claude y
Christopher se esfumaron con ella, para dejarnos solos. Margo me envió más tarde al cuarto
trasero con el champán, para dar un recado. Jules me puso a cargo de Jamie antes de su
brindis. Y ahora Sula hace que me siga, seguro que después de verme subir la escalera.
–Malditos entrometidos.
–¿Perdona?
–Nada –digo–. Iré a esconderme a otra parte. –Me pongo en pie y paso al lado de Jamie para
buscar el pequeño resquicio de la puerta que me permitirá abrirla. Pero cuando lo intento, no
se mueve.
Vuelvo a intentarlo, tirando más fuerte.
Y de repente recibo una oleada de calor, el aroma de algo mucho mejor que el pulimento de
madera y los cítricos. Cierro los ojos un momento. Maldita sea. ¿Por qué tiene que oler Jamie
a... a un paseo por un espeso bosque en una mañana fría y nublada? A salvia, a madera de
cedro y a tierra mojada por la lluvia.
Trago saliva y lo miro. Está justo detrás de mí, mirando la puerta con el entrecejo fruncido.
–¿Qué ocurre? –dice en voz baja. Su aliento me susurra en el cuello. Naranja y bourbon, el
cóctel que se ha tomado.
Vuelvo a tragar saliva. El cuarto cada vez me parece más pequeño.
–Está atascada.
–¿Atascada?
–Sí –susurro con acritud–. Gracias a ti.
–¿Qué dices? Lo único que hice fue cerrarla al entrar.
Doy media vuelta para encararme con él y es un error, porque nos deja uno frente a otro en
este diminuto espacio, donde no hay sitio donde ir. Jamie traga aire súbitamente y sus costillas
se dilatan, su pecho roza el mío. Me apoyo en la pared cuando siento en las venas un calor que
no deseo.
–Si la cierras con mucha fuerza –digo, sin molestarme en ocultar el tono acusatorio de mis
palabras y tratando con todas mis fuerzas de no hacer caso a los latidos acelerados de mi
corazón–, a veces se atasca.
–¿Y cómo iba a saberlo yo?
–¡No tenías por qué! ¡Y tampoco tenías por qué estar aquí! Aprieto los dientes, luchando por
contener las lágrimas de frustración. Solo quería estar sola. Y, en lugar de eso, estoy atascada
en un armario con este condescendiente, pretencioso, irritantemente atractivo reprimido al que
le he derramado alcohol, no una, sino dos veces, en la misma noche en que mi hermana se ha
comprometido de manera inesperada con un tío en el que no estoy muy segura de poder
confiar.
Y ahora voy a llorar delante de él, porque, sinceramente, no aguanto más.
–¿Te encuentras bien? –pregunta Jamie en voz baja.
Lo miro parpadeando, sin encontrar palabras. ¿Es... amabilidad? ¿Del maniático capricornio?
Jamie me mira desde lo alto.
–¿Tienes claustrofobia? Si es necesario, podría derribarla con los hombros.
Mierda. Ahora sí que va a ser imposible contener las lágrimas. No estaba preparada para ser
tratada con amabilidad. No por este cardo borriquero con gafas que mide uno noventa y no sé
cuántos centímetros. No cuando estaba herida y más lo necesitaba.
Se me escapa un gemido. Luego otro. Luego un sollozo que reprimo a tiempo llevándome una
mano a la boca.
–Oh, no –susurra como hablando consigo mismo, quitándose la máscara que llevaba en lo alto
de la cabeza y tirándola a un lado–. Por favor... por favor... no llores.
Los sollozos sacuden mi pecho. Mantengo la mano sobre la boca, pero ya soy una catarata. El
poco maquillaje que llevo me chorrea por las mejillas, moqueo y soy el vivo retrato del desastre
emocional.
–No... no puedo parar.
–Muy bien. –Me mira tan preocupado que aún me siento peor. Lloro con más fuerza–.
¿Qué...? –Traga saliva con fuerza–. ¿Qué podría ayudarte?
Un abrazo. Un fuerte apretón. Pero no puedo decirle eso. No puedo pedirle que me abrace.
Así que me rodeo a mí misma con los brazos y bajo la barbilla para esconder las lágrimas.
De repente está más cerca, el calor de su cuerpo me envuelve.
–¿Puedo abrazarte? Es decir, ¿necesitas un abrazo?
Miro fijamente el suelo. Tímida. Dispuesta a arreglármelas sola. Pero tiemblo por la necesidad
de alivio que me producen los apretones, la bendita calma que me empapa con un abrazo
fuerte. A regañadientes, asiento con la cabeza.
Sin perder un momento, Jamie me estrecha entre sus brazos, me aprieta contra su pecho,
como si entendiera exactamente lo que necesito. No me frota la espalda. No es un abrazo a
medias. El zumbido insistente de mi piel empieza a remitir. Enseguida empiezo a respirar
mejor, apretada contra él, fuertemente rodeada, con mi oreja sobre su corazón latiendo al
mismo ritmo que este.
Él parece tranquilo e inexpresivo, pero el golpeteo de su corazón dice que está lejos de
sentirse así. Hace que me pregunte si Jamie es eficaz disimulando que está bien cuando en
realidad está asustado. Si no es así, ¿qué oculta bajo su tersa y limpia superficie?
Bueno, era limpia. Ahora está llena de manchurrones gracias a mí.
Me aparto un poco y me froto los ojos y la nariz, luego froto inútilmente su camisa, manchada
por mi maquillaje, mis mocos y mis lágrimas.
–Siento lo de tu camisa –susurro, consciente de que sigue abrazándome muy fuerte, de que
todo entre nosotros se está alineando casi demasiado bien.
Jamie parece haber notado lo mismo. Su respiración ha cambiado. Y la mía también. Es más
rápida. Hueca.
–¿Qué? –pregunta, confuso.
–Tu camisa –digo, tratando de mantener la respiración tranquila y lamentando de inmediato
esa decisión, que hace que mis pechos rocen el suyo–. Siento haberte manchado la camisa. Esta
vez... y la anterior... y los pantalones.
Una media sonrisa aparece en su boca.
–Está bien. Vine preparado.
–Muy boy scout por tu parte.
–Es que lo soy. –Su tono es tan serio como siempre, pero hay una débil chispa en sus ojos que
es nueva, una calidez que está en sintonía con la amabilidad que acaba de mostrarme.
Hace que me pregunte qué habría pasado si hubiéramos visto este aspecto de cada uno al
principio, si no hubiéramos empezado tan mal. Al meditarlo ahora, experimento la extraña y
absurda esperanza de que en un universo paralelo, donde no ha ido todo al revés, la Bea
alternativa y el Jamie alternativo hayan hecho mejor las cosas y estén escondidos en un
pequeño armario por motivos legítimos.
El silencio llena el estrecho espacio y parece como si el mundo girase mientras nos miramos
fijamente por un breve momento. La expresión de Jamie se suaviza. La profunda arruga de su
frente se desvanece. La dura y delgada línea de su boca cambia y se transforma en una
incipiente sonrisa. Pero son sus ojos lo que no puedo dejar de mirar. Sus ojos de color avellana
que despiden un fuego dorado que baila sobre las últimas hojas verdes del verano. Son
maravillosos.
Qué raro es esto. Estoy encerrada en un armario de escobas con el chico con el que no he
tenido más que encontronazos toda la noche. Y me está abrazando con fuerza. Me está
consolando.
Me pregunto si habré cambiado de cuerpo. Si estoy ahora en ese universo paralelo, si somos la
Bea y el Jamie alternativos, porque estoy apoyada en él, mis manos se deslizan por su pecho y
siento que Jamie respira lentamente... una respiración coordinada, constante, que busca un
control que me calienta de los pies a la cabeza. Me coge de la cintura con fuerza, acercándome
más.
En medio de la lozana calma tengo una revelación que dice que Jamie no es solo un tipo
difícil, sino también prometedor. Quizá sea como Cornelius, mi erizo mascota. Solo tengo que
darle un baño de burbujas para que se vuelva abierto y adorable.
Mierda. Mi cerebro está despegando y me tiemblan las piernas al imaginarlo.
La nariz de Jamie me roza el cabello, y respira en él como si le faltara el aliento. Miro hacia
arriba cuando él mira hacia abajo y nuestras bocas casi se tocan. Nos miramos. ¿Vamos a
besarnos? No vamos a besarnos.
Dios mío. ¿Vamos a besarnos?
Bajo la mirada a su boca. Su mano se desliza por mi espalda y junta nuestras caderas. Él
gruñe, yo me quejo.
Y un ruido nos devuelve a la realidad, arrancándonos de aquello, fuera lo que fuese. Al
separarnos, saltamos como imanes que se repelen. Jamie se golpea la cabeza con una estantería
y yo tropiezo al retroceder y hago que nos caiga encima una pila de toallas.
–Lo siento –murmura, mirándome con los ojos abiertos de par en par–. Yo no sé... no sé en
qué estaba pensando.
–Yo tampoco –susurro con las mejillas rojas de vergüenza.
No tiene tiempo de decir nada más porque la puerta se abre de golpe. Jean-Claude sonríe con
aire triunfal. Detrás de él están Jules y una multitud.
–¿Qué pasa aquí, eh?
–Nada –dice Jamie, sin mirarme mientras sale del armario lo más deprisa que puede–.
Disculpadme.
Se dirige a la escalera y desaparece.
Nada. Aunque no debería, su rechazo escuece.
Creía que ya no podía sentirme más humillada esta noche. Pero, por supuesto, Jamie
Westenberg ha demostrado de nuevo que estaba equivocada.
Capítulo 4
Jamie
E sto es grave. Ni siquiera una semana de carreras embrutecedoras con mi clima favorito
(mañanas otoñales nubladas y frías) consigue que deje de dar vueltas en la cabeza a lo que
ocurrió con Beatrice.
Tengo las manos sobre la licuadora, que está convirtiendo mi desayuno en un agradable
zumo, pero mi mente está en el armario de la tercera planta de los Wilmot. Atrapado en el
momento en que me di cuenta de lo estrechamente que la abrazaba, cuando el mundo se había
reducido al brillo de su piel bajo aquella débil luz, a la curva de su espalda y a sus caderas.
Sigo sin poder creer que casi la besara.
Cierro los ojos ante el ruido creciente de la licuadora y recuerdo su aroma... Un toque de
menta en su aliento, el sensual encanto de su cabello, semejante a los higos maduros y la
madera de sándalo.
Jean-Claude cierra la puerta a su espalda y me saca de mis pensamientos. Hace una mueca al
oír la licuadora.
–¿Te encuentras bien? –pregunto.
Me lanza una mirada avinagrada y se sienta en un taburete ante la barra en la que
desayunamos.
–Demasiado vino anoche. ¿Café?
Sirvo una taza y se la pongo delante.
–Tómatelo.
Engulle la mitad de un sorbo, deja la taza y me dirige una mirada de aprobación.
–Deberías haber venido anoche –dice. Su teléfono zumba y lo saca, arruga la frente mientras
lee; luego escribe algo como respuesta–. Juliet insistió en que se unieran unos amigos y algunos
eran de la variedad femenina atractiva.
–Un paciente tuvo una urgencia. –Es mi mentira de siempre. Nadie cuestiona a un médico
cuando dice que responde a la llamada del deber.
–Mentira –dice antes de tomar otro trago de café–. No estabas trabajando. Estabas
esquivándome.
Echo el contenido de la licuadora en un vaso alto de cristal.
–Si fue así, yo diría que está justificado, considerando que la última vez que estuve en una
reunión social por ti terminé encerrado en un armario con la misma mujer que me había
bañado en licor. Dos veces. Tuve que cambiarme completamente por su culpa.
Y casi la besaste, susurra mi mente, sin analizarlo, sin preocuparte ni pensártelo dos veces.
Tonterías. Casi besé a Beatrice porque estaba... confundido. Tenerla cerca, sentirla consolada
entre mis brazos y con aquel ataque, fue desorientador. Como caminar por una ciudad
desconocida en la oscuridad y doblar en dirección prohibida por una bocacalle. Que tenerla
entre los brazos no fuera totalmente desagradable no significa que el hecho fuera inteligente ni
que tuviera ningún sentido.
–West, escucha. No vas a olvidar a Lauren si te cierras cada vez que conoces a una mujer que
te puede gustar.
–Yo no he hecho eso. No hay nadie a quien conquistar.
Se guarda el teléfono en el bolsillo.
–Entonces tendrías que haber hecho esto hace tiempo.
–¿El qué?
–Tener otra cita.
Doy un gruñido.
–Jean-Claude, no.
–West, sí. Tienes que volver a salir. Empezar de nuevo.
–¿Con quién, exactamente?
–Alguien adecuado para ti. Vamos. –Alarga la mano–. Dame tu teléfono.
–¿Para qué? –pregunto con recelo.
Jean-Claude me indica con la mano que se lo dé.
–Voy a darte el número de la señorita Te Conviene. Juliet tiene a la persona perfecta para ti.
–Ahora mismo no tengo tiempo para citas.
–Nadie te está pidiendo que te cases y sientes la cabeza –dice–. Es solo una cita. Una cita.
Juliet ya lo ha preparado todo. Os tenéis que ver el sábado en el banco del parque que hay
frente a Boulangerie a las diez en punto.
Lo miro con la boca abierta.
–¿Has concertado una cita por mí? ¿Sin preguntarme siquiera?
–Bueno, técnicamente fue Juliet. Al ver mi teléfono conectado al cargador, muy cerca de él, se
inclina y lo coge antes que yo.
–Jean-Claude...
–West. –Escribe el número en mi teléfono y lo añade a mis contactos–. Ya está. Ve enviándole
mensajes hasta el sábado. Y no habléis de otras personas. Mantén el anonimato todo lo
posible.
–¿Por qué?
Se encoge de hombros.
–Por si no conectáis. Así os podréis separar sin que os resulte incómodo si os volvéis a
encontrar de nuevo.
–¿La conozco?
Toma otro sorbo y me lanza una mirada enigmática.
–No seré yo quien te lo diga.
–Esto no tiene sentido.
–Pues claro que sí. Tanto si es alguien que conoces como si no, tendrás un nuevo comienzo y
seguirás en el anonimato si no funciona. Habla solo de ti mismo, familiarízate con ella. Y eso es
mejor hacerlo con mensajes de texto. No hay peligro de tus torpes silencios, de ese
comportamiento rígido que tienes cara a cara.
–Pues claro. Es mucho mejor escribir mensajes, así tengo tiempo de sobra para analizar cada
frase que escribo, en lugar de analizarlas en una conversación directa.
Jean-Claude suspira.
–Olvidaba lo mucho que necesitas que te cojan de la mano.
–Ya no estamos en la universidad y, desde luego, no necesito que pilotes por mí. Solo estoy
afirmando un hecho. Tengo tendencia a ser...
–¿Frío? ¿Rígido? ¿Exigente? –sugiere–. Sí. Pero cuando tienes confianza con alguien, no eres
tan malo. Relájate y sé tú mismo.
–No me lo puedo creer. Me estás dando el número de una desconocida. Peor aún, ¿tiene ella
el mío?
–No es una desconocida, bueno... no del todo –murmura.
–Qué reconfortante.
Me mira fijamente.
–Juliet le ha dado tu número y tu segundo nombre, abreviado. Ella te conocerá como Ben.
Mantenlo así hasta que os veáis.
–¿Qué?
–Como he dicho, si mantenéis el anonimato hasta el día de la cita, será más fácil terminar si la
cosa no funciona. Por el contrario, si la cosa va bien, ya tendréis tiempo de aclararlo.
Me froto los ojos bajo las gafas, masajeando el puente de la nariz.
–Ya me duele la cabeza.
Jean-Claude me pasa el teléfono y me entra la curiosidad. Miro el número y el nombre que
hay encima. «Addie».
–Addie. ¿De qué conoce Juliet a esta Addie? ¿O a quien se oculte bajo ese seudónimo?
Jean-Claude se rasca la barbilla y mira a otro lado.
–Oh, se conocen hace mucho. Desde la infancia. Juliet jura que la reserva para alguien
bueno... para la persona adecuada. Ella cree que eres tú.
–¿Y cree que esta mujer me va a aceptar? ¿Y cómo sabe ella lo que me conviene?
Jean-Claude hace un ruido muy francés con la garganta antes de tomar otro sorbo de café.
–No creo que ni tú sepas lo que te conviene. Y no digas que Lauren, que era una petarda.
–Era totalmente adecuada. O sea, no ella concretamente, sino su estilo de mujer. Organizada.
Estable. De mi misma profesión...
–Sí, sí –dice, agitando la mano–. Ya sé lo plasta que eres con eso. Crees que necesitas a alguien
igual que tú, pero no es así, West. Necesitas a alguien que te patee el culo.
–Eso suena fatal.
Suspira y se pone en pie con el café en la mano.
–Desde que te conozco, siempre has ido a lo seguro. Prueba algo nuevo. Mira dónde te lleva.
Aunque... –sonríe con picardía– aunque acabe en un desengaño, ¿no? Puede ser tan grande o
tan pequeño como tú quieras.
A mitad del pasillo se vuelve y dice:
–Ah, y... le gusta el ajedrez. Eso ya es algo.
Maldita sea. No puedo rechazar de buenas a primeras una cita con una mujer a la que le gusta
el ajedrez. Gruñendo, miro el número en el teléfono.
Y cuando treinta minutos después me siento en el despacho para organizarme la jornada, sigo
mirando el número. Dando sorbos al té verde, leo los historiales de los primeros pacientes y
trato de olvidarme.
Pero entonces vuelvo a mirar el teléfono, dudando si enviar un mensaje o no.
Es un mensaje de texto, solo un mensaje.
Pero parece mucho más. Parece que vaya a salir de mi vida, que es del estilo del Día de la
Marmota, para introducir algo nuevo. ¿Estoy preparado para algo así?
Durante casi un año, mi vida ha sido una nube monótona, no deprimente como dice Jean-
Claude, para mí no. Me encanta la monotonía y la rutina. Aun así, puede que Jean-Claude no
esté equivocado del todo. Quizá he ido demasiado a lo seguro. Últimamente siento que flaquea
mi gusto por los días predecibles. La vida ha empezado a estar un poco vacía, un poco
descolorida.
Quizá esté un poco solo.
Aunque no sé con exactitud adónde va a llevarme enviar un mensaje a esta tal Addie, me doy
cuenta de que quiero explorarlo.
«Prueba algo nuevo –ha dicho Jean-Claude–. Mira dónde te lleva.»
Respiro hondo y escribo.
Capítulo 7
Bea
Doy un bufido.
Sula, que esta en la habitación trasera, asoma la cabeza.
–¿Todo bien? –pregunta sonriendo.
–Bien –digo, agitando la mano y guardando el teléfono.
Cuando desaparece en el despacho, vuelvo a sacarlo y lo dejo sobre el mostrador.
BEA: Vas a causarme problemas en el trabajo. Me has hecho reír.
NSRB: ¿Ah, sí? No contaba con hacerte reír. Pero me han dicho que tenemos el ajedrez en común. Un buen
chiste me parecía una buena apertura.
Sonrío.
BEA: Lo ha sido. Será difícil seguir, NSRB.
NSRB: ¿NSRB?
NSRB: NSRB, me gusta. Tenemos una forma de pensar parecida. Yo te tengo como SA. Seudónimo Addie.
NSRB: Demasiadas horas leyendo durante los raros y torpes años jóvenes.
BEA: Bueno, no eres el único. Yo también era rara y torpe de joven. Aún lo soy.
BEA: Hablando de rarezas, ¿no te parece raro no dar el nombre auténtico?
NSRB: Lo raro es no saber tu nombre de pila. Claro que toda esta situación es extraña. Pero no mala. Al menos
para mí. Dicho esto, si no te sientes cómoda, podemos dejarlo. No tengo ni idea de cómo te han liado, pero no
quiero que te sientas obligada. Y puedo decirte mi nombre si eso te ayuda.
Miro fijamente el teléfono, sopesando las opciones. Hasta ahora todo ha discurrido bien,
quizá porque no estamos usando nuestros nombres, quizá porque tengo algo seguro tras lo que
esconderme. Tener un seudónimo es una ventaja, porque si la cosa no funciona, no sería
realmente yo a quien rechazaría. Sería a Addie. Creo que prefiero que no sepa mi nombre.
NSRB: Me parece bien. Tenemos un montón de tiempo hasta el sábado y siempre podemos volver a pensarlo.
Suponiendo que ambos estemos conformes con vernos cuando llegue el sábado.
Miro el teléfono. Esta extraña tensión me tira por dentro. No dejo de pensar en Jamie y aquel
casi beso de la semana pasada. Qué ridículo es que me sintiera molesta y avergonzada por
aquella camisa rígida y almidonada que salió corriendo del armario como si yo fuera una
enfermedad contagiosa. Eso demuestra lo mucho que necesito echar un polvo, lo urgente que
es un buen cambio en mi vida amorosa.
La verdad es que estoy un poco desesperada y eso es lo único que me queda. No es que haya
conocido a muchos excelentes candidatos últimamente. No soporto los programas de citas ni
la charla insustancial en un bar... por no hablar de toda esa socialización que raramente da
frutos y aún más raramente conduce a la cama. Si mi hermana y sus amigos quieren enviarme a
un encuentro ideado por ellos... a caballo regalado, no le mires el diente.
BEA: Me parece bien. Quiero ser franca, no estoy segura de buscar algo serio. Sé que acabamos de empezar a
hablar, pero no quiero que te llames a engaño.
NSRB: Gracias por tu sinceridad. Yo tampoco estoy seguro de lo que quiero. Vayamos día a día y seamos
abiertos el uno con el otro sobre cómo nos sentimos. Es un extraño acuerdo y no habrá que culpar a nadie si
sale mal.
BEA: Es muy extraño, sí. Pero a veces lo extraño puede ser bueno.
NSRB: Te contaría uno, pero ahora mismo estoy tan exasperado que apenas puedo escribir.
BEA: Tío. Lo mismo. He estado entre gente durante ocho horas en el trabajo y de pronto tropiezo con la última
persona que me apetecía ver. No tengo el estómago para tonterías después de haber estado todo el día
socializando.
NSRB: Pues ya somos dos. Siento que hayas tenido un día como el mío, pero me alegra saber que no estoy
solo.
NSRB: Bueno, vamos a ver si podemos hacer algo para remediarlo, ¿vale? Ahí va otra adivinanza: ¿Qué hace un
jugador cuando tiene mucha hambre?
NSRB: Pero te has olvidado unos segundos de tu mal día, ¿no? Quizá incluso te he hecho sonreír.
Escondo el teléfono cuando Juliet me mira y enarca las cejas con aire cómplice. Que me parta
un rayo si no estoy sonriendo de oreja a oreja.
Capítulo 8
Jamie
SA: Sí.
SA: Ya te dije que soy rara, pero es el tipo de rareza que no encuentra acogida en ninguna parte. Es como si mi
forma de ser fuera insuficiente por una parte y excesiva por otra. A veces siento que no pertenezco a ningún
lado y que si fuera más así y menos asá, encajaría. ¿Tiene sentido?
JAMIE: Lo tiene. Es como cuando crecía de golpe y los pantalones se me quedaban cortos y las muñecas me
sobresalían de las mangas. Lo único que podía hacer era pensar que nada iba a encajar nunca más.
JAMIE: Calculaba qué prendas me quedaban mejor y ahora son las que me pongo para estar en el mundo. Así
aprendí a encajar.
SA: ¿Y eso no es soledad? ¿No te gustaría ponerte simplemente lo que quieres llevar? ¿Que pudieras ser
siempre tú sin que importe lo que te pones?
SA: Mejor olvida esto. Lo siento. Soy como el desconocido borracho que te llora en el hombro y te cuenta sus
mierdas personales sin que hayas preguntado por ellas.
El corazón se me acelera al leer sus palabras. Como si las hubiera escrito yo.
JAMIE: No tienes que disculparte. Me gusta hablar de eso. Nadie quiere hablar de esas cosas. Solo yo. Y tú, por
lo que parece.
JAMIE: Lo prometo. Y en respuesta a tu pregunta, sí es soledad eso de llevar ropa para integrarse, ropa que no
es necesariamente mía, sino más bien algo que he accedido a ponerme. Pero hace mucho tiempo que no me
pongo otra cosa. Creo que me sentiría muy raro si lo hiciera. Puede que ni siquiera supiera qué ponerme.
SA: No lo sé. Supongo que cuando no me entienden o me siento sola, recuerdo que al menos soy leal a mí
misma y sé quién soy. Para mí, eso es ser libre. Que la persona que soy no sea negociable. Que yo soy yo. A
veces solo deseo que esa identidad tuviera un lugar entre los demás.
SA: ¿Lo dices en serio? ¿No te he asustado con mi crisis existencial de borracha nocturna?
Me llevo una mano a la mejilla y palpo los músculos, que ya habían olvidado cómo levantar la
extraña curvatura de mi boca.
JAMIE: Sonreír.
p
El teléfono zumba cuando cierro la ducha. Piso la alfombrilla del baño apartándome de la
cara las mechas húmedas y me ato una toalla a la cintura. El estómago me da un vuelco cuando
veo quién es.
SA: Malfamado NSRB. Así que te dije que era del tipo creativo.
SA: ¡Tú fuiste quien empezó esta semana! Solo estoy cerrando el círculo.
SA: ¡Uf! Me tiemblan las piernas y tengo unos nervios... ¿Tú no?
Muevo la pantalla y repaso todos los mensajes de los últimos días. Desde el horrible encuentro
con Beatrice y la zanahoria, los mensajes de madrugada que crucé luego con Addie son fluidos,
unos días hay más comunicación que otros, pero siempre ha habido algo interesante. Nunca la
he visto ni he oído su voz, no conozco su auténtico nombre, pero siento una innegable
conexión con la persona que hay en el otro extremo de este diálogo.
JAMIE: Yo también estoy nervioso. Nervioso y excitado.
SA: Yo también me siento así. Llevaré un vestido amarillo brillante. No podrás confundirte.
JAMIE: Soy alto, pero como me gusta sentarme en los bancos, saberlo no te será de mucha ayuda. Jersey azul
marino y gafas.
SA: Vale. Me despido. Tengo el pelo como si hubiera metido los dedos en un enchufe. Tengo que domesticarlo.
SA: Por favor, borra esto último. Cuando me veas, imagina que siempre he ido bien peinada.
E n algún momento de los últimos cinco días empezó a gustarme este tío, No-Soy-Realmente-
Ben. NSRB es un encanto, inteligente, divertido, se expresa como un caballero y estoy a
punto de conocerlo. He llegado unos minutos antes. Esto es en parte porque quiero verlo de
lejos pero no furtivamente. También porque algo de la forma en que se expresa y la rapidez
con que responde a los mensajes me da la sensación de que es superpuntual. No quiero
decepcionarlo llegando tarde.
No me cuesta ningún esfuerzo recorrer el largo trecho que hay entre mi casa y el banco que
queda delante de Boulangerie, así absorbo la gloriosa mañana de otoño en todo su esplendor.
El mundo es un mosaico de piedras preciosas. Hierba esmeralda. Hojas ambarinas meciéndose
en la brisa bajo un cielo zafirino y adornado con nubes blancas como diamantes. Es uno de
esos días en que podría sentarme en cualquier parte solo con mis lápices de colores y un papel,
y dibujar durante horas.
Pero no tengo horas, tengo minutos. Así que sigo andando.
Al acercarme, mis ojos se detienen en un hombre sentado en el banco donde conoceré a
NSRB; tiene un libro abierto en las rodillas. Siento columna abajo un escalofrío de advertencia.
Tiene un perfil marcado. Nariz larga, barbilla angulosa, pómulos altos. Labios que aprieta
suavemente contra los dientes mientras lee. Está cañón.
Claro que lo que me enciende es que está leyendo un libro. Hay espacios enteros de Instagram
dedicados a fotos de tíos buenos leyendo en público. La humanidad lo dice: leer un libro hace
que alguien sexy sea más sexy aún.
Lo observo mientras aminoro el paso y me acerco al banco. Su postura es excelente, su
vestimenta impecable...
Ooooh, no. No puede ser.
Pero sí es. Es él.
El tío bueno con un libro no es otro que Jamie Westenberg, instalado en el banco donde se
supone que voy a encontrarme con NSRB dentro de cinco minutos. Qué suerte. Qué sorpresa
más tonta. Encontrarme justo antes de mi cita nada menos que con Jamie McJuezyparte.
Me detengo detrás del banco. Al darse cuenta de que hay alguien mirándolo, levanta los ojos,
marcando con el dedo la página que está leyendo. Sus ojos recorren mi cuerpo y se abren como
platos cuando llegan a mi rostro.
–¿Beatrice? –dice con voz ronca.
–James. –Hago una reverencia. Porque a veces soy rara y hago cosas así.
Cierra el libro de golpe y, sin dejar de mirarme a los ojos, lo guarda en la mochila que tiene al
lado. Y luego hace algo que creo que no olvidaré nunca.
Se levanta. Como si yo fuera alguien por quien hay que levantarse. Lo miro, alto y erguido, en
pie por mi causa mientras mi corazón se acelera a tope. Tratando de pasar por alto la sensación
de flan y merengue, me subo el bolso en el hombro, pero mis ojos no hacen caso del mandato
mental y recorren su cuerpo. Por desgracia, el brillo del sol le sienta bien al condenado.
Muy bien.
Hasta ahora, nuestros encuentros habían sido en interiores. Nunca lo había visto a la luz del
día. Nunca en los gloriosos días otoñales. Y ahora desearía no haberlo hecho.
Porque bajo el sol otoñal, el cabello oscuro de Jamie es de un increíble color bronce, con una
débil promesa de oro entre los oscuros rizos. Sus ojos avellana son esmeraldas con
incrustaciones doradas y su cuerpo alto y esbelto aún se parece más a una estatua. Es como las
esculturas que admiro en los museos europeos, obras de arte que hacen que me enamore
dibujar la forma humana. Bajo la luz de la naturaleza, Jamie Westenberg, detesto admitirlo, es
un ejemplar magnífico.
–Siéntate –digo, porque yo necesito sentarme. Me tiemblan las rodillas por su culpa–. No hace
falta que sigas de pie por mí.
No se sienta. Me mira, recorriendo todo mi cuerpo. Ya me habían inspeccionado antes, pero
esto es otra cosa. Jamie parece que esté componiendo un rompecabezas.
–Tu pelo... es suave. Y tu vestido –murmura– es totalmente amarillo.
Me toco el pelo con timidez, luego miro mi oscilante vestido camisero del color de las varas de
oro que florecen alrededor.
–Sí –digo lentamente–. ¿Y?
Me mira a los ojos, se lleva la mano abierta al pecho.
–Alto pero sentado en el banco. Jersey azul. Gafas.
Las piezas encajan cruelmente en su sitio cuando ambos decimos al unísono:
–¡Tú!
p
Me coge por el codo cuando doy media vuelta y me sienta con firmeza en el banco. Su mano
se ha alejado antes de que pueda enterarme de que me ha tocado... El brusco roce de sus
dedos, la seca calidez de su mano...
–Si te sientes en peligro de desmayarte, pon la cabeza sobre las rodillas –dice.
Me pongo el bolso en el regazo.
–Joder, qué mierda.
Jamie se sienta y aparta su mochila. También parece atónito.
–Así que tú eres...
–Seudónimo Addie –digo, mirándolo–. Y tú eres...
–Malfamado NSRB.
–¿Ben? –pregunto.
–Benedick –murmura–. Segundo nombre. ¿Addie?
–Adelaide. No te preocupes, ya sé que es horrible.
–Beatrice Adelaide –dice–. No es horrible. Prueba a llamarte James Benedick y verás cómo
acabas en el patio de recreo.
Con un estilo muy poco Jamie, apoya los codos en las rodillas y la cabeza en las manos. Se
alisa el pelo.
–Esto es inconcebible.
Se me escapa la risa. Imagino al protagonista de La princesa prometida gritando:
«¡Inconcebible!»
Jamie levanta los ojos y baja las manos.
–¿Te parece divertido? ¿Que nos hayan tomado el pelo?
–No, es porque has dicho... No importa. –Me miro las botas y junto los pies, las emociones se
me acumulan, son demasiadas para ponerles nombre. Hay una que sobresale entre las demás...
cabreo. Estoy cabreada.
–Esos desgraciados –murmuro.
Jamie suelta un gruñido de acuerdo.
–¡No puedo creerlo! –digo–. Jules es tan muermo...
–¿Y Jean-Claude? –Se vuelve y me golpea el muslo con el suyo. Estrujo la tela del vestido para
contener la descarga eléctrica que me llega de su cuerpo–. Voy a estrangularlo.
La última emoción y, con diferencia, la más fuerte, me llega como una ola por detrás. Me
siento triste al saber que NSRB no existe. Solo es Jamie. El quisquilloso y exigente Jamie.
Cuando la promesa de No-Soy-Realmente-Ben se desvanece, también se evapora mi último
rayo de esperanza. Tras casi dos años de querer seguir adelante sin saber cómo, he tenido la
oportunidad de llegar a alguna parte con alguien. Y ahora se ha ido.
El golpe final lo ha provocado Jules. Mi hermana me ha mentido. A sus anchas.
–¿Por qué lo habrán hecho? –inquiero.
–No estoy seguro. También yo me lo pregunto.
–¿Qué sentido tiene emparejarnos?
–Ninguno. A menos... –Frunce la frente–. No, no importa.
–Dilo –digo volviéndome hacia él, chocando accidentalmente con sus rodillas–. Dime qué
estás pensando.
–Vives en el mismo barrio que yo. Ya sabes lo difícil que es encontrar un alquiler decente.
Jean-Claude es muy consciente del dinero...
–¿Quieres decir un tacaño?
Jamie frunce los labios.
–Lo defendería, pero ahora mismo no es precisamente mi ídolo.
–Pues no lo defiendas. Sigue con lo que crees que han hecho.
–Bueno, es imposible que crean que tú y yo congeniamos.
Lanzo una carcajada.
–¿Te lo imaginas?
Jamie entrecierra los ojos.
–No tienes por qué reírte tan fuerte.
–¿Perdona? Tú eres el que acaba de decir que es imposible que piensen que formamos buena
pareja.
–Yo no lo he dicho así.
–Oh, por Dios. –Me llevo las manos a la cara–. ¿Podemos hablar sin discutir durante, no sé...
tres minutos? Está empezando a dolerme la cabeza.
Aspira con fuerza por la nariz y levanta la barbilla.
–Vale.
Se hace un silencio incómodo. Me tiro de las cutículas y evito mirar las inquietas manos de
Jamie, sus nudillos, las yemas de sus dedos, tan despellejadas que duele mirarlas. Si no fuera
porque estoy a punto de meterle un puñado de hormigas por debajo del pantalón, le ofrecería
la crema de manos que preparaba mi abuela y que hace maravillas.
Respiro hondo y me tranquilizo. Al menos lo suficiente para preguntar:
–Y bien, ¿qué razones crees que tenían para hacer esto, si no era para emparejarnos?
Jamie me lanza una mirada rápida.
–Quizá Juliet y Jean-Claude nos quieran tener lejos. Si tú y yo iniciamos una relación, podrían
hacer algo así como intercambiar su sitio. Tú vives conmigo y Jean-Claude con tu hermana.
–Vaya. Eres aún más malpensado que yo.
Jamie se mira las manos y se rasca un nudillo con el pulgar.
–Mi especialidad es pensar siempre lo peor. –Hace una larga pausa mientras se estudia las
manos–. No quiero pensar eso. Pero es la explicación más lógica.
–O puede que crean que somos demasiado lastimosos para encontrar pareja. Como si
fuéramos los últimos de la clase de gimnasia, que siempre acaban de pareja.
Suspira con fuerza.
–Supongo que yo sí merezco esa descripción. Pero tú no.
–¿Qué quieres decir?
No tiene tiempo para responder. Suena un claxon y ambos nos sobresaltamos. Miro al otro
lado de la calle, hacia el origen del ruido y el perezoso tránsito de media mañana: padres
empujando cochecitos infantiles, parejas paseando de la mano, ciclistas y corredores que
pasan. Y entonces los veo.
–Jamie.
Inclina la cabeza hacia mí, bañándome con su aroma a madera y niebla matutina. Tiene que
ser muy caro para oler tan bien.
–¿Qué pasa? –dice en voz baja.
Vuelvo la cabeza y casi rozo su nariz con la mía. Ninguno de los dos retrocede.
–Al otro lado de la calle, no mires. Escucha y luego mira como por casualidad. Al otro lado de
la calle hay dos personas conocidas con unos disfraces de pena.
Jamie se mira las manos, recorriendo con el pulgar una hendidura que tiene en la yema de
otro dedo. Luego, lentamente, mira al otro lado de la calle. Un relámpago de rabia tensa sus
rasgos antes de recostarse en el banco y cruzar los brazos.
–¿Qué coño le pasa a la gente?
–Ojalá lo supiera. Yo no los entiendo. En absoluto.
Lanzando otra mirada de soslayo al otro lado de la calle, veo a Jules y a Jean-Claude ataviados
con el estilo de la traición despreocupada. Jules lleva una gorra de béisbol, un chaleco
acolchado y leotardos, y calza unas botas de pelo que en otra circunstancia no se pondría ni
muerta. Jean-Claude lleva una camisa de cuadros que está muy lejos de su habitual estilo
universitario y es casi irreconocible gracias a...
–¿Se ha teñido el pelo Jean-Claude? –pregunta Jamie.
–Se lo ha rociado de blanco, como la cosa esa que se usa en Halloween.
–Es inquietante –murmura.
–Es inaceptable, eso es lo que es. Han jugado con nosotros, Jamie. Han jugado con nosotros
como si fuéramos balones de playa, joder.
Hacía años que Jules no hacía nada parecido... idear una maniobra para vencer mi
obstinación. Todo lo que dijo el lunes en Edgy Envelope me resuena en el cráneo y, en una
empática y diminuta parte de mi corazón de gemela, me gustaría reírme de todo esto y
olvidarlo, porque conozco a Jules y sé que cree que está haciendo lo que debe para ayudarme.
Pero solo puedo concentrarme en el daño. Mi hermana y mis amigos, que Jules dijo que
apoyaban todo esto, jugando a ser Cupido... Es como si dijeran que no soy deseable tal como
soy, que estoy indefensa y desesperada sin que ellos me arrojen a los brazos de alguien. Que
tengo que ser manipulada, no: engañada, para conseguir una pareja.
Y claro que reconozco que no soy fácil. No soy encantadora y sofisticada como Jules, ni
aventurera y mundana como nuestra hermana pequeña, Kate. Soy un espíritu libre a mi
manera y quizá algo intratable para los demás. Soy una soñadora solitaria, a menudo perdida
en mi propio mundo. Soy sensible y me asusto con facilidad. Tengo límites y fronteras que la
mayoría de la gente no tiene.
Pero soy capaz de amar y de ser amada. Puedo compartir la pasión si el ambiente es el
correcto. Solo necesito tiempo. Y tras lo que ocurrió con Tod, voy a necesitar a alguien muy
especial.
He de admitir que en mis peores momentos me da miedo pensar que no hay nadie especial
por ahí, y que buscarlo con demasiado empeño no hará sino confirmarlo. Así que normalmente
no lo busco. Me he quedado en esta rutina, cansada de tener tan poco, pero temerosa de
buscar algo más. Lo que reconozco que no es muy saludable.
Pero ¿esta es su solución? Las personas que supuestamente más me quieren y me entienden
me han tendido una trampa para que acuda a una cita. Y con alguien que la semana pasada nos
recordó a todos lo torpe, patosa y horrible que puedo ser cuando me relaciono con los demás.
Cuanto más lo pienso, más me cabreo.
–No puedo creer que hayan hecho algo así –digo a Jamie–. Es decir, este plan está lleno de
agujeros.
–No si contaban con que fuésemos sistemáticos, lo cual... –Me mira ajustándose las gafas.
Camisa blanca recién planchada y abotonada hasta arriba. Jersey azul marino. Y esa maldita
montura de concha que resalta el color ámbar de sus ojos. Es irritantemente atractivo, y no me
hace ninguna gracia reconocerlo ahora–. Sé que yo soy sistemático. E imagino que, a tu
manera... tú también lo eres.
Lo miro con furia.
–Tienes mucho talento para utilizar muy pocas palabras y hacer que suenen fatal.
Tiene la gentileza de ruborizarse.
–Solo quería decir que tu hermana te conoce bien.
–Ajá.
–Sinceramente, Beatrice, mi intención no es ofenderte con cada palabra que digo. Intento
expresar que Juliet sabía cómo enfocar esto para que tú le hicieras caso. Igual que Jean-Claude
supo cómo enfocarlo para mí. Sabía que seguiría las reglas que me había impuesto.
Entiendo lo que quiere decir, aunque sigue sin gustarme.
–Jules sabía que me tragaría todo ese rollo del anonimato para protegerme.
Nada más decirlo, me gustaría suprimir esas palabras del aire y volver a metérmelas por la
garganta.
Jamie frunce el entrecejo.
–¿Protegerte de qué?
–Olvida lo que he dicho.
–No creo –dice–. Cuéntame.
Nos miramos fijamente. Jamie parpadea antes.
–¡Punto para mí! –exclamo.
–¿Sabes qué? No mereces ningún punto. No sabía que estuviéramos compitiendo.
–Está claro que era un duelo de miradas. Gané yo. Punto.
Jamie niega con la cabeza.
–Exijo un premio de consolación. La verdad.
–Bueno, vale. Si no sabías mi nombre auténtico y perdías el interés en mí, no me lo tomaría
como algo personal... no sería tan doloroso.
–Ya veo –dice, mirándose las manos–. Bueno... al final ha resultado ser una tontería.
–Exacto. Todo esto ha sido un bromazo.
Otra vez se impone el silencio entre nosotros. Luego dice en voz más baja:
–Quería decir que, en nuestras conversaciones de esta semana, no he perdido el interés.
–Oh –exclamo, abriendo unos ojos como platos.
Oh.
Aún estoy procesando lo que ha dicho cuando Jamie carraspea y me mira.
–Ciertamente, esto no es lo que esperaba ni lo que nos merecemos.– Se pone en pie y se
cuelga la bolsa del hombro–. Pero yo digo que al menos podríamos aprovechar para tomar
algo caliente y echar una partida de ajedrez.
Yo también me levanto y lo miro atónita. ¿Después de la mierda que nos han hecho comer
nuestros «amigos» lo va a dejar pasar por una partida de ajedrez y una taza de café? Ni de
coña.
–Quiero algo más que café y ajedrez, James. –Miro con los ojos entornados a los casamenteros
que no dejan de espiarnos–. Quiero venganza.
Capítulo 10
Jamie
B ea sorbe el café de un tazón que acuna con las manos. La miro a través de las volutas de
vapor que se elevan desde la superficie. Se aparta soplando el largo flequillo de los ojos.
No es la primera vez que lo pienso, pero al saber que es la que está detrás de los mensajes de
esta semana, me parece más arriesgado reconocer la verdad... Beatrice es muy guapa.
Incluso cuando tarda diez minutos en hacer un movimiento.
–No bromeabas al decir que eras una jugadora lenta de ajedrez.
Me lanza una mirada asesina.
–No veo bien el tablero. Tengo que meditar todas las posibilidades.
–Tómate tu tiempo. No tengo nada que hacer.
–James –advierte, adelantando por fin un peón–. No es mi problema si eres adicto al trabajo.
Es sábado, por el amor de Dios.
–El sábado es un día esencial en mi semana laboral.
–¿Qué haces?
Mirando el tablero, medito mi siguiente jugada a la luz de su último movimiento.
–¿Los fines de semana? Todo lo que no puedo hacer durante los días laborables.
¿Profesionalmente? Soy pediatra. –Levanto los ojos y compruebo que Bea me está mirando–.
¿Qué pasa?
–¿Pediatra? –dice con un hilo de voz–. ¿Atiendes a bebés y a niños?
–Eso es lo que hacen los pediatras normalmente.
–Listillo –murmura, volviendo a centrarse en una servilleta de papel que hay bajo su mano.
Ha estado dibujando y no dejo de lanzar miradas de reojo para ver cómo progresa. No estoy
seguro de lo que habrá detrás de esas rayas negras y curvas que traza con tanta delicadeza que
no rompe el fino papel. Aunque la idea que encierran es un misterio, hace que sienta una
intensa necesidad. Hace que quiera ver más.
–¿Qué estás dibujando? –pregunto.
Se queda paralizada y tapa la servilleta con la mano abierta, la arruga y la retira de la mesa
para guardársela en el bolsillo del vestido.
–Por mí no hace falta que pares.
Unas motas de color tiñen sus mejillas mientras elude mi mirada.
–Está bien. Lo que dibujo no es para el consumo público.
–¿Y eso?
Vacila un poco y me mira con aire desafiante.
–Soy artista erótica.
–¿Qué?
Debe de hacerle gracia mi expresión, porque se le escapa una risa, brillante y centelleante
como el confeti.
–Artista erótica. Celebro la sensualidad del cuerpo humano con el arte. En Edgy Envelope, la
tienda de Sula, diseño tarjetas, artículos de papelería y otros objetos de papel que contienen
sutiles imágenes eróticas camufladas. ¿Eso es un problema?
–Pues, pues... –Parpadeo sin dejar de mirarla–. ¿No lo es?
Lo estoy pasando fatal procesando esta información. Bea dibuja desnudos. Arte erótico. ¿Se
dibuja a sí misma?
Me sube la temperatura.
–Eso me ha parecido una pregunta –dice, mirándome con aire crítico.
–Te pido disculpas. No. No lo era. Y no lo es. Quiero decir un problema. –Pero me he puesto
caliente, mi mente se vuelve pornográfica, da pinceladas con pintura húmeda, piel desnuda y...
–Genial –dice Bea, arrancándome de mis pensamientos obscenos–. Hablemos de por qué
estamos aquí. Porque incluso después de comerme una magdalena de chocolate del tamaño de
mi cabeza, sigo cabreada.
–Lo entiendo.
Entrecierra los ojos.
–¿De veras? No pareces molesto.
Miro el tablero y muevo el alfil.
–Estoy... turbado.
–¿Serás capullo?
–¿Qué? Turbado, así es como me siento.
–Estoy hablando de las piezas que mueves, Jamie –dice, mirando el tablero.
Tomo un largo sorbo de té verde mientras veo que medita sus posibilidades. Está vencida, a
menos que...
Maldita sea. Mueve la reina para alejarla del peligro.
–Bien –dice, sorbiendo su café–. ¿Qué estabas diciendo?
Avanzo el caballo.
–Estaba diciendo que me siento turbado.
–Bueno, yo también lo estaría si acabara de tomarme un bollo de jengibre con té verde –dice
con una mueca de asco.
–Perdona, pero el té y el jengibre son compañeros tradicionales.
Da otro sorbo al café, exagerando lo mucho que le gusta.
–Mmm. El café es lo mejor. El café y el chocolate. ¿Té verde? ¿Jengibre? Saben a jabón de
manos y a limpiasuelos.
Me llevo a la boca el último trozo de bollo y lo riego con un largo sorbo de té. Bea me mira
con expresión de repugnancia. Un escalofrío le recorre todo el cuerpo. Es tan subversivamente
agradable hacer que se estremezca que apenas puedo tragar sin reírme.
–Eres un hombre extraño. –Bea analiza la situación del tablero moviendo la cabeza–. ¿Cuál es
la estrategia?
–Bueno, abriste con una defensa francesa, así que aquí estamos.
–No hablo de la partida, Jamie. Hablo de los entrometidos que son responsables de que tú y
yo estemos tomando café juntos en lugar de evitarnos como si fuéramos apestados.
–Café y té verde. No discriminemos.
Acerca la mano a un peón, pero se arrepiente y se queda mirando el tablero.
–Estoy cabreada. Tú turbado. Pero eso no soluciona nuestro problema. Mi hermana fue tan
pesada con que volviera a salir con alguien que me engañó para concertarme una cita.
–Jean-Claude hizo lo mismo. –Pensando en la situación, tomo otro trago de té–. Es una ironía
desesperante que no podamos librarnos de su presión emparejadora hasta que tengamos otra
cita...
–Oh, Dios mío. –Bea abre unos ojos como platos–. Eso es, genio.
–¿Qué? ¿Qué genio?
Se agita en la silla.
–Tenemos que convencerlos de que su plan ha funcionado. Tenemos que fingir que nos
hemos enamorado.
–No te sigo. ¿Por qué íbamos a fingir una relación romántica? –En cuanto las palabras salen
de mi boca, entiendo la lógica de la propuesta–. ¡Ah! Para que nos dejen en paz.
–Bueno, sería un golpe inesperado. –Sus ojos brillan con malicia–. Fingimos un romance para
echar por tierra sus fantasías, James. Les daremos a probar su propia medicina de mierda y les
demostraremos lo que duele que te manipulen.
–¿Cómo?
Bea acerca la cabeza, envolviéndome con su suave y cálido aroma, que es inquietantemente
agradable.
–Hacemos como que salimos juntos, que piensen que es gracias a ellos, los convencemos de
que lo pasamos del copón. Y luego...
Se me enciende una bombilla en la cabeza.
–¿Luego rompemos?
–Sí. –Asiente con aire triunfal–. Luego rompemos.
Me recuesto en la silla y me paso la mano por la barbilla.
–No creo en la venganza, por principios.
Pone los ojos en blanco.
–Dios nos libre de que te desvíes un milímetro de tu código moral, so capricornio
cascarrabias.
–¿Quieres dejar de decir tonterías astrológicas?
Bea ahoga una exclamación.
–Retira eso. No son tonterías.
Suspiro con fuerza.
–Beatrice...
–Tú –dice, agitando el índice en mi dirección– no podrías ser más capricornio. Consúltalo y
prepárate para morder el polvo, señor Reglas y Normativas.
–Las reglas y las normativas existen por una razón. Proporcionan orden y estructura,
establecen expectativas claras y dictan la conducta apropiada...
–Que nuestros «amigos» han infringido por completo –replica.
–Y como ellos han cruzado la línea, ¿nosotros también tenemos que hacerlo? Dos errores no
suman un acierto.
–A quien dijo eso nunca lo engañaron de mala manera. Las normas son para las personas que
se adaptan dentro de sus límites y sacan provecho cuando las cumplen. Yo no soy de esas
personas. Vivo con mi propio código y no pienso dejar pasar toda esta mierda.
No tengo nada que decir a eso porque no podríamos ser más diferentes en ese punto. Las
normas me mantienen a salvo. Las normas son mi seguridad, el marco de mi vida.
Un silencio incómodo cae entre los dos.
–Siento haberte contrariado –digo finalmente–. Sé que no estamos de acuerdo en esto.
Bea vuelve a mirar el tablero.
–El eufemismo del siglo. En fin. Está bien.
La miro mientras estudia la jugada, peleándome conmigo mismo. ¿Debería pensarlo mejor?
¿Cómo voy a olvidar mis normas para acceder a un plan de venganza... un plan que no solo
nos obligará a vernos a menudo sino que además requiere fingir que tenemos una relación?
Sinceramente, ¿podría tener un falso romance (¿un falsomance?) con una mujer con la que solo
he compartido catástrofes físicas y una docena de comentarios bruscos?
Salvo la pasada semana. Salvo por esos mensajes de texto. Ben y Addie se llevan bien, ¿no? ¿Por
qué no vais a poder congeniar Bea y tú?
Maldito sea aquel momento en el armario. Malditos los mensajes y la sonrisa que notaba en
ellos, la risa que sentí en muchas charlas matutinas. Malditos sean Jean-Claude y Juliet y sus
supuestos amigos por hacer este lío más lioso de lo que era.
De repente, el dedo de Bea roza el mío. Casi tiro el té.
–¿Zurdo? –dice.
–¿Qué? –balbuceo–. Ah, s... sí. ¿Por qué lo preguntas?
Levanta la mano izquierda para enseñarme unas manchas de tinta en la base de los dedos.
–Yo también.
Su expresión es cauta, pero parece una oferta de paz. La acepto.
–Es duro –digo– estar en el lado equivocado de los documentos.
–Y de los tiradores de las puertas.
–Y de los teclados de diez dígitos.
–¡Aaahh! –dice–. ¿Y los frenos de las bicicletas?
Levanto el brazo izquierdo para enseñarle la cicatriz que tengo en la muñeca y que se debió a
una fractura del radio. Apreté con demasiada fuerza el freno izquierdo, que detenía la rueda
delantera, y salí volando por encima de la bici.
–Lo aprendí por las malas.
Nuestras miradas se cruzan un momento y a Bea le sube el rubor desde el cuello hasta las
mejillas. Mira a otro lado, y se fija en sus dedos manchados de tinta. Cuando dirige la mirada a
la ventana, se queda extrañamente quieta.
–Malditos bastardos.
Miro hacia donde mira ella. Los entrometidos siguen allí, ahora sentados en el banco de
nuestra cita. Jean-Claude tiene inclinada la cabeza con el pelo rociado de blanco y mueve los
dedos sobre el teléfono. Julie mira furtivamente hacia Boulangerie desde detrás de sus gafas de
sol, con el teléfono en la mano, como si poco antes nos hubiera apuntado con él.
–¿Nos estaba filmando? –pregunta.
–Seguro –dice Bea entre dientes–. O haciendo fotos. Contándoselo a los otros.
–¿Los otros?
Me mira arqueando una ceja.
–El fin de semana pasado, en la fiesta, tú y yo nos cruzamos muchas más veces de lo normal.
Margo, Sula, incluso Christopher, están en el ajo.
La miro atónito.
–¿En serio?
–En serio, James.
La tensión sanguínea se me dispara, la cólera me quema por dentro. Soy jugador de ajedrez.
Puedo apreciar la belleza de una estrategia ganadora. Pero las personas no somos peones, y
nuestras vidas personales no son partidas que puedan jugar otros.
–Muy bien –digo–. Estoy contigo. Quiero sangre.
Bea se ríe y me mira.
–Uuuh.
–Es decir, metafóricamente hablando. Sangre emocional. Espera...
Bea alarga la mano por encima de la mesa y la pone sobre la mía. No se me escapa que son las
manos izquierdas y no deja de ser raro tocar a otra persona que las mueve como yo. Es
inquietante tener algo en común con Beatrice.
–Sé lo que querías decir –dice en voz baja.
Mirando nuestras manos, observo mis acciones como si estuviera fuera de mí mismo, sin
dirigir el centro de mando. Acaricio su palma con el pulgar, recorro manchas de tinta casi
desvanecidas y callos que son la prueba de lo que cuesta el arte, de lo complicado que puede
ser crear ilusiones. Bea traga aire cuando mi mano llega a su muñeca. La retira en el momento
en que la suelto.
–Quizá no sea muy inteligente. –Me aclaro la garganta y evito su mirada–. Buscar la venganza.
No recuerdo cuándo hice algo tan impulsivo o revanchista por última vez. Pero, maldita sea,
seguro que sienta de maravilla.
–Solo tienes que pensar –dice– en el careto que pondrán cuando rompamos. Merecerá la
pena. Detendrá todo este intrusismo casamentero de una vez por todas. Bien, ¿cuánto tiempo
aguantamos? Tiene que ser el suficiente para convencerlos, pero no tan largo como para
desviarnos de lo más importante.
–Suena bien –admito.
–¿Saldremos juntos hasta...?
–¿Tenéis alguna celebración tradicional en la que romper una relación sea un verdadero
bombazo? ¿Navidad, por ejemplo? Aunque eso sería demasiado tiempo.
Bea se frota la nariz.
–Dios mío, no.
–Lo siento –digo fríamente–, ¿sería demasiado horrible fingir que sales conmigo tanto
tiempo?
–Sinceramente, un poco. Y no hagas como si tú pudieras fingir más tiempo.
Buena respuesta.
–¿Acción de Gracias? ¿Tus amigos se reúnen ese día?
Su expresión se ilumina.
–¡El Día de Acción Amistosa! Oh, es perfecto. Vale, eso nos da...
–Algo menos de dos meses.
–Dos meses. Es aceptable.
–Estoy de acuerdo.
Bea acerca la cabeza y dice:
–Vamos a tener que convencerlos. Los quiero comiendo de nuestra mano.
Miro de reojo el banco donde está nuestro público, enviando mensajes a sus colegas de
conspiración, regodeándose en su perversa broma. Pronto se darán cuenta de que la broma se
ha vuelto contra ellos.
–Lo entiendo. Me comprometo a hacerlo.
–Excelente. ¿Trato hecho? –Alarga la mano izquierda y se la estrecho con la mano que toda la
vida me han dicho que no hay que ofrecer.
Procuro no mostrar que me parece estupendo.
–Trato hecho.
Capítulo 11
Bea
N o soy un hombre violento, pero después de lo que ha hecho, si hoy veo a mi compañero de
piso, me entrarán ganas de darle un puñetazo. Por suerte, evitar a Jean-Claude es fácil.
Prácticamente vive en el piso de Juliet y Bea, así que vuelvo a casa y paso el resto del día
encerrado, hasta bien entrada la tarde, poniéndome al día con la información médica, mirando
por encima algunos seminarios y leyendo un artículo larguísimo hasta que la pantalla del
ordenador se pone borrosa y el estómago me empieza a gruñir. Entonces me doy cuenta de
que no he comido nada desde el bollito de jengibre y el té de esta mañana, y que no hay nada
en la nevera.
Esta no es mi hora habitual de ir a comprar, aunque, claro, hoy nada ha sido habitual. No
desde esta mañana, cuando apareció Bea en el banco de enfrente de la cafetería Boulangerie.
Me detengo en mitad del pasillo de la tienda, con la mano apoyada en el bolsillo trasero del
pantalón, donde me quema el teléfono. Pensamientos ansiosos llenan mi cerebro. ¿Estuve frío
cuando nos separamos? ¿Debería haberle enviado un mensaje más tarde? ¿Por qué soy tan
desastre para estas cosas? ¿Y por qué una relación falsa de diez horas ya lleva camino de ser un
dolor de cabeza mayor que la última relación que tuve?
Por los altavoces anuncian que la ternera está de oferta y la noticia me saca de mi
ensimismamiento.
Nada de mensajes, me digo, empujando el carrito. No hace falta pasarse. No hay motivo para
comportarse como un novio entusiasmado y loco de amor.
Porque es obvio que no lo estoy ni lo soy. Ni loco de amor. Ni su novio. No de verdad.
–¿Hablando contigo mismo en el pasillo de la tienda, James?
Casi me estrello contra las latas cuando me vuelvo de golpe.
–¿Beatrice?
Hace una breve reverencia y los artículos que lleva en la cesta tintinean.
–¿Qué estás haciendo aquí? –pregunto.
–Bueno –dice, acercándose con aire cómplice–. Probablemente lo mismo que tú. Por
desgracia, después de todo pasé el día trabajando y ahora estoy comprando lo que necesito en
la única tienda que hay cerca de mi piso.
Muy bien. Nuestros pisos no están muy lejos uno del otro. Seguro que esta es la tienda más
habitual para los dos. Solo que yo suelo venir a primera hora de la mañana.
No digo nada de esto porque mi capacidad cerebral está monopolizada por su vestimenta, que
marea mis neuronas. Bea llena el silencio.
–Quizá no nos hayamos cruzado nunca porque tenemos horarios distintos –dice–. A mí me
gusta venir por la noche. Está más tranquilo.
–A las siete de la mañana esto parece un pueblo fantasma –consigo decir al fin–. Soy un
comprador tempranero.
–Pues claro que sí. Madrugador. Comprador tempranero. Seguro que corres una maratón por
la mañana, luego te preparas un zumo con cero hidratos de carbono antes de comprar tus
productos orgánicos.
–Una mirada al cadáver abierto de alguien que sufrió malnutrición y tú también comerías
sano.
–Quita, quita –dice–. Paso de eso. Prefiero vivir en la ignorancia.
No puedo apartar la mirada de sus calientapiernas. Están cubiertas de ornitorrincos con
bocadillos de diálogo. El primero que veo dice: ¿NO HAY PEZONES? NO HAY PROBLEMA.
Beatrice se da cuenta de lo que estoy mirando y baja los ojos.
–Bueno, no esperaba encontrar a ningún conocido. Son mis pantalones repelentes.
–¿Pantalones repelentes?
–Para mantener lejos a los moscones.
–Ah. –No puedo dejar de mirarlos–. Los ornitorrincos son mamíferos, ¿no? –Señalo el texto
que he leído, al lado de su cadera–. Y entonces, ¿cómo los alimentan?
Bea sonríe de oreja a oreja, toda ella dientes blancos y chispeantes ojos azul-gris-verde. El
mundo oscila ligeramente. Esa sonrisa es peligrosa.
–Las hembras sin pezones alimentan a sus hijos a través de unos pliegues que tienen en la piel
del abdomen.
–Ya veo. –Bea ha dicho pezones y me he ruborizado como un colegial. Me aclaro la garganta,
tengo las mejillas ardiendo. Cuando despego la mirada de los ornitorrincos, veo que sigue con
la cesta de la compra en la espalda, como si la escondiera–. ¿Por qué escondes la cesta?
Bea se pone como un tomate.
–¿Cesta? ¿Qué cesta?
–La que tienes en la espalda.
–¡Ah! –dice, encogiéndose de hombros–. Bah, no es nada.
–Si es comida procesada, prometo no decir nada. No estoy trabajando.
Bea arquea una ceja.
–¿De veras? No veo que hayan pasado muchas horas desde tu último sermón.
–Ah, sí. Es eso de los capricornios, ¿no?
Otra sonrisa ganadora se abre paso en su rostro.
–¡Ja! Has cedido y te has investigado, ¿no?
–No.
Puede que sí lo haya hecho. Brevemente.
–Seguro que sí. –Agita la cesta a su espalda, haciendo una mueca como si le dolieran los
hombros–. Bueno –dice alejándose torpemente para mantener la cesta oculta–. Ha sido
divertido.
Como me sigue mirando, Bea no ve las cajas de aperitivos apiladas a un lado. Tropieza con
ellas y no se cae al suelo porque la cojo a tiempo de la muñeca. Cuando tiro de ella hacia mí,
aterriza contra mi pecho.
–Mierda –exclama, apoyando las manos en mi cintura para recuperar el equilibrio.
Me envuelve su perfume y sus cálidas manos me queman a través de la ropa. Trago saliva,
suplicando a mi cuerpo que permanezca frío. Hace un año que no me toca nadie. Eso es todo.
–¿Estás bien? –pregunto.
Bea se incorpora, retrocede rápidamente y casi resbala con una de las bolsas de aperitivos del
suelo.
Vuelvo a sujetarla, esta vez por el codo.
–Calma.
–Vale. –Asiente con la cabeza, respirando entrecortadamente–. Vale. Estoy bien.
–Estupendo.
Nuestras miradas se cruzan durante un largo momento antes de que Bea desvíe la suya. La
sigo con los ojos y me quedo helado al ver su cesta caída y el contenido desparramado por el
suelo de contrachapado de la tienda.
Una docena de magdalenas. Midol para los dolores menstruales. Compresas para la noche.
Dos latas de Chef Boyardee. Y...
Madre mía. Es la botella más grande de lubricante que he visto en mi vida.
Bea lanza un grito y se agacha para recoger sus cosas. Me arrodillo a tiempo de recoger las
magdalenas y las latas de Chef Boyardee mientras ella guarda los artículos que claramente
quiere esconder en el fondo de la cesta.
–Gracias –dice, cogiendo rápidamente lo que le doy mientras intenta sin éxito esconder el
lubricante, las compresas y las píldoras para la regla–. Qué humillación...
–Bea –digo acercándome y bajando la voz–. Soy médico. No me va a dar un ataque por ver
indicios de tu regla.
Se pone como un tomate.
–Caramba, Jamie. Tenías que decirlo.
–¿Qué? Es algo natural... –Se pone más colorada. Me siento avergonzado–. Perdona. No
quería que te sintieras incómoda. Solo quería que supieras...
–Está bien –replica–. No estoy segura de por qué me pongo así. No me avergüenza tener el
periodo. Me he ruborizado por tu... –Respira lentamente y exhala el aire–. Está bien. Vamos
a... Vámonos.
Antes de que pueda responderle, nuestros teléfonos pitan a la vez. El mío lo hace con una
melodía que viene con el teléfono. El de Bea con la canción Bad Girls de M.I.A.
Sacamos el teléfono y lo consultamos.
A Bea se le ponen los nudillos blancos.
–Joder, mi hermana está pisando suelo resbaladizo.
Juliet ha enviado un mensaje de texto al grupo que reza: «¡Bolos en el Alley este viernes a las 9
en punto! He reservado dos pistas. Traed dinero para los zapatos y mucho espíritu
competitivo J.»
Empiezan a llegar las respuestas. Todo el mundo está disponible como por arte de magia y
responde de inmediato.
–Bueno –digo guardando el teléfono en el bolsillo–. Desde luego, no están poniendo muy
difícil que queramos vengarnos, ¿verdad?
–Definitivamente no. –Bea suspira y se frota los ojos–. Antes de que nos interrumpieran, te
interrumpí yo a ti. Estoy un poco alterada. ¿Qué estabas diciendo?
–Solo que... –Necesito algo de valor y respirar hondo antes de que las palabras me salgan–
aunque tú y yo estemos fingiendo, es de cara a los demás. Puedes ser sincera conmigo.
Francamente, es más fácil si lo eres.
Arquea una ceja.
–No me pareces una persona que quiera los niveles de sinceridad de Bea Wilmot.
–Reconozco que no soy de los cálidos y acogedores. Respondo con brusquedad aunque no sea
mi intención. Sé que empezamos con mal pie y parece que soy totalmente incapaz de no
ofenderte, pero no es mi intención, te lo juro.
Bea se muerde el labio y mira al suelo.
–Me siento como si me estuvieras juzgando.
–Yo siento lo mismo contigo.
–No te juzgo. –Me mira a los ojos. Bea da un paso adelante y se detiene–. De veras que no.
Vive tu vida de comida sana y ropa planchada. No voy a estropeártela. Pero no me sermonees
por ser diferente.
–No es eso. Quizá me cueste expresarme porque soy un poco estirado, pero...
Bea da un bufido y cambia de expresión.
–Lo siento. Sigue.
–Pero si vamos a seguir con esto, quiero que te sientas cómoda conmigo. Puedes contarme
que estás con el periodo y comprar compresas delante de mí. No tienes que esconder las latas
de raviolis, ni las magdalenas, ni ninguna otra cosa. Y prometo que intentaré con todas mis
fuerzas que no te arrepientas de tu sinceridad.
Se hace el silencio entre nosotros.
–Muy bien –dice al fin–. Eso es... –se sorbe el moco y se limpia la nariz–. Eso es genial.
¡Dios mío! La he hecho llorar.
El médico que llevo dentro se hace cargo de la situación, razonando que si sus compras son
las oportunas, su cuadro hormonal hace que en esta época del mes sea propensa a llorar por
cualquier cosa. Es el momento en que el consuelo (un abrazo cariñoso, una palmada, una
comida caliente que no tenga que preparar ella) se acepta con gratitud.
–¿Qué te parece si...? –Las palabras mueren en mi garganta.
–¿Ehmmm? –Levanta la cabeza con los ojos acuosos y la nariz roja por las ganas de llorar.
–¿Por qué no vienes a casa a cenar?
Capítulo 13
Bea
E mpieza a preocuparme que esta mañana, al levantarme de la cama, me haya dado un golpe
en la cabeza. Quizá no me haya despertado todavía y el día transcurrido no haya sido más
que un sueño psicodélico.
Solo que cuando volví del trabajo y oí a mi hermana cantando en la ducha, su hipocresía me
produjo una opresión en el pecho que era dolorosamente real. Cuando me escondí en mi
dormitorio, tras colgar en la puerta un viejo cartel escrito a mano que dice NO MOLESTAR, para
revolcarme en la autocompasión, sentí todo muy real. Y después la punzada que sentí en el
estómago cuando la tía Flo nos castigó con su habitual visita mensual también fue
incontestablemente real. Lo bastante real para ir a la tienda con los pantalones de ornitorrincos
y humillarme delante de Jamie Westenberg.
Jamie Westenberg, que me invita a cenar. Que es... simpático.
Es difícil negar que todo ha sido real hasta que tropecé con la pila de aperitivos. Quizá fue
entonces cuando me golpeé la cabeza.
–Me estás invitando... a cenar –repito con escepticismo.
Jamie se aclara la garganta y se sube las gafas por la nariz.
–Bueno, sí. Una cena tardía, por desgracia, pero una cena. –Observa mi expresión–. No
pongas esa cara. Sé cocinar, ¿sabes?
–Tranqui, señor West. Acabo de sufrir una experiencia traumática. Esto es un giro de ciento
ochenta grados.
Le tiembla la barbilla. Se ajusta el reloj hasta que la esfera queda en el centro de la muñeca.
–Solo estoy siendo práctico. Si vienes conmigo ahora, podrás ponerte cómoda mientras yo
preparo algo de comida. Luego podemos hablar de la estrategia de esta relación de pega a la
luz –se golpea el bolsillo donde lleva el teléfono– del último giro de los acontecimientos.
Me miro los pantalones de ornitorrincos con un nudo en el estómago que me duele más que la
menstruación. Soy un imán para los desastres y seguro que mancho su impoluta cocina.
Discutiremos. Me hará sentir aún más mierda después de este día de mierda. Además, ni
siquiera sé por qué me invita. Quizá sienta lástima por mí, una tontaina que va de acá para allá
con artículos para el periodo y unos pantalones llenos de mamíferos acuáticos que hablan.
No, no necesito tanta energía en mi vida.
–No tienes por qué cargar conmigo –arguyo–. Estoy segura de que estarás cansado. Has
trabajado todo el día.
Se quita una microscópica pelusa del jersey. Está tan inmaculado como esta mañana. ¿Vivirá
en un limbo de perfección? ¿Tendrá ropa igual para cambiarse a mitad del día?
Mierda, ahora imagino que se desabrocha la camisa. El algodón liso resbala por sus fuertes
pectorales y firmes músculos...
–También tú has trabajado –dice, reventando la burbuja de mis lujuriosos pensamientos.
Es cierto. Toni y yo casi nos desmayamos cuando cerramos Edgy Envelope.
–Sí, pero yo vendo artículos de papelería. Tú salvas criaturas.
Jamie casi esboza una sonrisa.
–He pasado nueve horas mirando una pantalla.
–¿Trabajo de administración? ¿No tienes personal que lo haga por ti?
–Lo tengo y es muy bueno. Pero se trata de Educación Médica Continua, un programa en el
que tengo que entrar para mantener la licencia y seguir estando cualificado para ejercer la
medicina. –Se aclara la garganta–. En cualquier caso, esta próxima semana la tengo ocupada al
máximo. Y al final nos esperan los bolos, a los que supongo que iremos...
–Oh, claro que iremos –digo–. ¿Eres bueno?
Levanta un hombro. Señor, hasta sus encogimientos de hombros son admirables.
–Pasable.
–Excelente. Entonces no tendremos que hacer trampas.
Su boca se tuerce para sonreír a medias.
–No tendremos que hacer trampas, no. Tampoco sé hacer trampas a los bolos. Pero si
queremos tener la posibilidad de pasar por una pareja en ciernes y no solo por un sólido dúo
de bolera, es la única noche en que podría consolidar nuestras relaciones, porque el resto de la
semana lo tengo muy ocupado. Lo siento, no siempre es así.
–Está bien. Yo no... –miro alrededor y bajo la voz, porque conociendo mi suerte seguro que si
hablo más alto Jules y Jean-Claude saldrán de detrás del estante de las conservas y nos
estropearán el plan– no soy realmente tu novia. No me debes tiempo ni explicaciones.
Mira a otro lado.
–Vale. Solo quería decir... que es... lo que he dicho...
No sé por qué alargo la mano hacia él, pero es que me siento culpable, como si lo hubiera
malinterpretado o él me hubiera entendido mal a mí. Está esforzándose por mantener esta
conversación. Si alguien puede empatizar con él, soy yo.
Como persona autista, me cuesta un riñón desenvolverme en un sistema social que no es
intuitivo. Un sistema cuyas normas he tenido que aprender y cumplir mejor o peor sin
romperme por dentro. Es más difícil con personas desconocidas, pero a veces lo es más con la
gente que conozco y quiero. Algunos días, no importa a quién tenga delante, me cuesta mucho,
tal como creo que le está costando a Jamie ahora.
Así que alargo el brazo y mis dedos rozan los suyos. Le cojo la mano y la aprieto suavemente.
–Lo siento. No quería dejarte sin palabras. Has sido muy considerado al explicarte. No
debería cagarla así.
La tensión desaparece de sus hombros.
–No quiero que pienses que espero que te ajustes a mi horario. No siempre es tan exigente.
La amabilidad de sus palabras me sobresalta. Me aparto y aprieto los puños, como si así
fueran a apagarse las chispas que danzan bajo mi piel.
–Gracias, muchas gracias. Pero, como sabes, todos los de la papelería están dispuestos a
cambiar el turno y a sustituirme si hace falta, así que tengo flexibilidad. No me importa
ajustarme a tu agenda cuando necesites que lo haga.
Parpadea rápidamente y en su frente se forma un surco, como si mis palabras lo hubieran
confundido.
–Bueno... gracias. –Vuelve a apoyar las manos en el asa del carro de la compra. Veo que sus
nudillos se ponen blancos–. Vale. Entonces, ¿te parece que cotejemos?
No llego a oír toda la frase. «¿Te parece?». Suena sacado de los romances históricos que tengo
en la mesilla de noche y sonrío. Sujeto la cesta con más fuerza, sin importarme que todo el
mundo vea mi lubricante extragrande y las compresas nocturnas.
–Creo que sí.
p
Cuando Jamie cierra la puerta de su piso detrás de mí, dos gruesas bolas de pelo se nos
acercan emitiendo miaus que parecen gritos de dolor. O quizá estén muertos. Y nos persigan.
Gatos zombis. Eso es. Además, tienen ese balanceo típico de los no muertos.
–¿Qué ocurre con esos peludos? –pregunto.
Jamie pasa por delante de mí con las manos cargadas de bolsas reutilizables (por supuesto) y
las deja con cuidado sobre la encimera. Los gatos pasan por mi lado y se enroscan en sus
piernas, lanzándome miradas de recelo.
–¿Qué ocurre con ellos? –dice.
Los miro con cautela. Uno es gris y con ojos azul claro y el otro blanco y con iris color verde
menta. Ambos me miran fijamente.
–Parecen un poco... ¿hostiles?
–No creo. Son señores de trato fácil.
Jamie saca los artículos de una bolsa y los coloca ordenadamente sobre la encimera.
–¿Los tienes desde que eran recién nacidos?
–No. Son una adquisición reciente.
–Así que son gatos viejos del refugio que nadie quería y estaban a punto de ser sacrificados.
Madre mía, si ha rescatado a los gatos...
Jamie carraspea y dice:
–En cierto modo, sí.
Maldita sea. Primero es médico de niños. Ahora rescata gatos zombis en su momento de
mayor necesidad. Puaf.
Y entonces todo empeora. Se levanta el jersey para quitárselo por la cabeza, revolviendo la
marea de olas bronceadas. Se alisa el pelo, se desabotona los puños y se sube las mangas de la
camisa. Abre el grifo y se frota las manos de una forma que puedo asegurar que es su
costumbre, mirando al vacío, siguiendo un orden de gestos que revela venas y tendones bajo
una fina capa de vello color rubio bronce. Me tiemblan las rodillas.
¡Por Dios, saca fuerzas, Beatrice!
Me acerco al fregadero para lavarme las manos después de él y me pongo a limpiar los
alimentos.
–Ya me ocupo yo de esto –digo–. Tú ocúpate de la cocina.
Frunce el entrecejo.
–¿Estás segura? No te encuentras bien y...
–Jamie –digo, dándole un caderazo–. He sufrido esto todos los meses durante catorce años.
Soy una profesional. Hacer algo es una buena distracción. Y te prometo que no voy a tirar
nada. Ni a romper vasos ni a derramar ningún líquido. Solo lavaré las verduras. Estoy bien.
Anda. Cocina.
Buscándome la mirada, hace otro de sus caballerosos ademanes afirmativos.
–Si insistes –dice y se vuelve hacia la nevera con un puñado de productos perecederos.
Y no miro su trasero, firme, redondo y respingón bajo los pantalones carcas sin arrugas.
Bueno, no mucho rato.
El gato gris me bufa. Me ha pillado con las manos en la masa.
Tengo que enfriarme. Tengo que dejar de pensar en la extraña atracción que siento por Jamie.
¿Y si es mi fantasía húmeda de un cuerpo de atleta con gafas de montura plateada a lo Gregory
Peck y encima guapo? ¿Y si lo es porque se ocupa de los niños y rescata gatos geriátricos y dice
chorradas adorables como «¿te parece?» o «si insistes...»?
Es mi opuesto, tan diferente de mí que resulta cómico. No tiene sentido soñar despierta que
me pongo de rodillas y convierto a don Limpio y Pulido en un malhablado despeinado. La
fantasía tiene que parar.
Aunque mi mente ha decidido que es hora de echar el freno y desistir de comerme a Jamie
con los ojos, estos no han recibido la orden. Lo recorren hambrientos. Sus anchos hombros.
Los músculos de su espalda destacando bajo la camisa cuando rebusca en la nevera. Su
increíble trasero y esas largas, largas piernas.
–¡Ay! –exclamo mirando al gato blanco, que ha clavado sus uñas en mis pantalones de
ornitorrincos–. Vale –le digo–. ¡Lo he pillado!
Bufándome mientras retira las uñas, el gato me evalúa con una amenazadora mirada verde. Si
pudiera levantar la patita y hacer el gesto de «te vigilo», lo haría. Como represalia, le saco la
lengua. Se vuelve con una pirueta, levanta el rabo y me enseña el culo. Estoy segura de que lo
ha hecho intencionadamente.
–Los gatos son muy territoriales, James.
Cierra la puerta de la nevera y se pone en cuclillas. Joder, qué mierda. Los músculos de sus
piernas estiran los pantalones. Tengo que mirar a otro lado para no fijarme en sus muslos.
De espaldas a Jamie, oigo el suave ronroneo de los gatos y el leve rumor que produce Jamie
cuando les rasca bajo la barbilla.
–Solo son viejos y tienen sus manías –dice, poniéndose en pie y acercándose a la encimera.
–¿Y por qué los adoptaste?
Jamie frunce el entrecejo mientras se concentra en desempaquetar los últimos artículos.
–Hay demasiados gatos sin hogar y, éticamente, es razonable que los primeros en ser
adoptados sean aquellos cuyas vidas están acabando. Un gesto práctico.
Reprimo una sonrisa.
–Por supuesto. Práctico.
–Precisamente. –Se hace el silencio entre nosotros mientras rebusca entre los artículos que ha
dejado en la encimera–. Y... me encontraba un poco solo.
Se me hace un nudo en el estómago. Lo miro. El agua me baña las manos y el pimiento verde
que estoy lavando.
–Yo me compré el erizo también porque me encontraba sola.
Mira hacia mí pero evitando mis ojos y coge suavemente el pimiento.
–¿Un erizo? Parece peligroso. Con todas esas púas.
–En la superficie puede que Cornelius parezca peligroso. Pero las superficies punzantes a
veces esconden entrañas muy tiernas.
Jamie me mira a los ojos.
–¿Y eso cómo lo supiste?
–Con el tiempo –digo–. Y paciencia. Y baños de burbujas.
Casi rompe a reír, pero el sonido queda ahogado en su garganta, cálido y gutural.
–Baños de burbujas, ¿eh? Ojalá a mí me funcionara, pero estos dos no quieren ni oír hablar de
baños.
–¿Os lleváis bien? –pregunto.
El gris me mira con ojos asesinos. Luego me enseña los dientes. Siento un escalofrío.
–Pues sí –dice Jamie, apartándome de las mortales amenazas telepáticas del gato–. No parece
importarles que trabaje muchas horas. Dejo la calefacción al máximo y tienen cama en las
ventanas que dan al sur para que puedan dormir al sol todo lo posible. Parecen bastante felices
cuando estoy en casa.
–Duermen contigo, ¿verdad?
Casi esboza una sonrisa.
–Puede que a veces nos acurruquemos juntos en la cama.
Mientras dejo los últimos comestibles limpios en un papel para que se sequen, observo en
Jamie, que está colocando los ingredientes, el orden exacto de sus movimientos. Todo en él
parece preciso y meditado. Siento curiosidad por saber si habrá un lado salvaje escondido en
uno de esos bolsillos emocionales. Me dan unas ganas adolescentes de descubrirlo.
–Parece que estás planeando algo –dice, sacando un libro de cocina de una estantería–.
¿Estrategias para lo que nos espera?
–Algo así.
Nuestras miradas se cruzan. James aparta antes la suya y carraspea.
–Bueno, ¿por qué no descansas un rato?
–Prefiero comerme una magdalena.
Reprime algo que iba a decir y vuelve a carraspear.
–Si no hay más remedio... Aunque te advierto que si te la comes en el sofá, Sir Galahad y
Hada Morgana acudirán a buscar una parte.
–Perdona, ¿cómo los has llamado?
Entonces ocurre. Ocurre de veras. Jamie sonríe. Una sonrisa suave, leve y ladeada, pero ahí
está. La veo desplegarse y mi corazón se transforma en un globo dorado que explota y derrama
una lluvia de chispas doradas en mi pecho.
–De pequeño me fascinaba la leyenda de Arturo –dice, pasando las páginas del libro de
cocina–. Siempre quise tener gatos para llamarlos Sir Galahad y Hada Morgana. Pero solo nos
dejaban tener perros con aburridos nombres como Bruno y Jasper...
–¿Jasper?
–No me mires así. Yo no se lo ponía. Estos gatos son los únicos a los que he bautizado
personalmente.
Lo miro con las últimas chispas doradas aterrizando en mis costillas.
–Es adorable.
–Es un poco infantil, pero me hizo feliz.
Se encoge de hombros. He decidido llamarlo Jamie Encogimiento. Aunque uno elegante.
Abro la caja de las magdalenas, saco dos y dejo una delante de él.
–Brindo por eso –digo, chocando mi magdalena con la suya y dándole un buen bocado a la
mía–. Más vale tarde que nunca, hay que hacer que los sueños infantiles se hagan realidad.
Mira la magdalena frunciendo el entrecejo.
–No como dulces antes de la cena. No estoy juzgándote. Aunque no deberías... Es malo para
el sistema endocrino.
–He enseñado a mi sistema endocrino a aceptarlo. –Sonriendo con la boca llena, lamo el
glaseado que se me ha quedado en la comisura de la boca–. Son maravillosas si quieres
mantener el páncreas alerta. No te obligaré a saltarte las normas, pero si lo haces, no se lo diré
a nadie.
Jamie me observa la boca y a continuación me mira a los ojos. Veo la duda reflejada antes de
decidirse.
–Bueno –dice al fin, quitando cuidadosamente el papel–, supongo que una magdalena antes
de cenar no me hará daño.
–Ese es el espíritu.
Sonríe. Con esa sonrisa suave y ladeada que de nuevo llena mi corazón de chispas de oro.
–Tengo la sensación de que vas a ser una mala influencia, Beatrice.
–Ah, James –digo, con la lengua impregnada de dulce crema de mantequilla–. Ahora sí que lo
has pillado.
Capítulo 14
Jamie
D ios cuida de mí el viernes, porque ningún paciente llega tarde ni las consultas de la tarde se
alargan y, cuando por fin puedo irme a casa, el reloj de muñeca me asegura que no llegaré
tarde a la bolera.
Tras darme una ducha muy caliente y cambiarme de ropa, recojo lo que necesito, me pongo
una chaqueta y corro escaleras abajo. Vuelvo a mirar el reloj, las ocho y media. Tiempo
suficiente para pasar a buscar a Bea e ir en taxi juntos al Alley.
JAMIE: Voy camino de tu casa. ¿Puedo pedir un taxi?
BEA: Si quieres decir que como soy chica no puedo estar preparada a tiempo, eres muy sexista.
BEA: Ahora que lo pienso, ¿por qué no pides el taxi para las 8:50?
Tras pedir el taxi, me guardo el teléfono en el bolsillo y paseo hasta casa de Bea disfrutando
del frescor de las lilas y de las pálidas vetas rosadas del crepúsculo. Bea me abre la puerta en
cuanto llamo al telefonillo.
Llego al rellano dos tramos de escaleras más tarde. Tiene la puerta abierta y suena una suave
música funk, junto con un débil golpeteo cuyo origen no consigo imaginar. Cierro la puerta y
rápidamente descubro el motivo.
–Hola –dice Bea. Tiene algo metido en la boca. Salta sobre un pie y da un fuerte taconazo en
el suelo–. Malditas botas.
Me gustaría decir que estoy mirando las botas, pero no es así. Estoy mirando sus piernas (piel
pálida, largos músculos). La curva de sus pantorrillas, el flexible músculo del muslo, que
desaparece bajo un amplio vestido negro con un diseño de flores diminutas.
–No te preocupes –dice, malinterpretando mi silencio–. Llevo un pantalón corto debajo. Tu
falsa novia no va a enseñar el culo esta noche.
–Bueno –digo con voz ronca.
No se da cuenta. No deja de masticar mientras sigue dando taconazos en el suelo.
–Ven. –Estrecho el espacio que nos separa, me arrodillo y me doy palmadas en el muslo. Bea
no hace nada y levanto la cabeza–. ¿Bea?
Se saca de la boca lo que ahora reconozco como medio bagel de semillas (a juzgar por las de
sésamo y amapola que me caen encima). Bea parpadea lentamente.
–Yo, verás... no quiero ensuciarte los vaqueros. ¿Son vaqueros? ¿De veras? ¿O son de vestir
con aspecto de vaqueros?
La fulmino con los ojos entornados.
–Muy graciosa.
–¡Hablo en serio! ¡Eh! –chilla cuando levanto su pie y me lo pongo sobre el muslo–. Ni
siquiera había podido imaginarte con tejanos. Jamie con tejanos es como Bea con poliéster.
Inconcebible.
–Llevo vaqueros, Beatrice –murmuro, tirando de los cordones–. Esto es un lío. ¿Cómo
pensabas meter el pie sin deshacer los nudos?
–Pura determinación –dice sin dejar de mordisquear el bagel.
–Mmmm. Está claro que es un sistema que te funciona.
–Ya salió don Mojigato.
Tiro de los cordones con más fuerza de la necesaria, haciendo que Bea se tambalee y tenga
que ponerme una mano en el hombro para no perder el equilibrio. De repente está más cerca,
abierta de piernas, con el pie apoyado en mi muslo. Mi cara está al nivel de su pubis y es
demasiado fácil dejar volar la imaginación. Levantarle el vestido hasta las caderas, poner una
de sus piernas sobre mi hombro y enterrar la cara en su...
–¿Todo bien ahí abajo? –pregunta.
Desvío la mirada, rezando para que mis mejillas no estén de color rojo subido mientras aflojo
los cordones.
–Solo sorprendido de que no hayas roto nada saltando a la pata coja –digo cuando el pie entra
suavemente en la bota–. Algunas cosas no deberían forzarse. –Dejo un pie en el suelo y cojo el
otro para repetir la operación–. Por ejemplo, las botas de combate que tienen la misma
elasticidad que mis camisas de vestir.
–Bueno, al menos tú te conoces a ti mismo –dice–. ¿Has venido corriendo? Estás jadeando.
Estoy a punto de decirle: «Jadeo porque estoy de rodillas ante ti y no me siento incómodo en
esta postura».
–He trabajado hasta tarde –digo–. Así que tuve que correr un poco. Pero estoy bien.
–¿Los consultorios médicos no cierran a la hora de cenar?
Vacilo un momento y Bea intenta retirar el pie. Se lo impido, cogiéndola por el tobillo, y no
paso por alto la calidez de su piel bajo mi tacto.
–Hago turnos rotativos con unos cuantos médicos que ofrecen cuidados gratis en refugios de
la ciudad por las noches. Esta última semana me ha tocado a mí.
Bea abre unos ojos como platos.
–Oh. Vaya.
Contengo la respiración, esperando algún cumplido irónico sobre mi superioridad moral.
Pero no oigo nada. Levanto los ojos hacia Bea y me está mirando con curiosidad. Se introduce
en la boca el resto del bagel y se frota las manos. Me sacudo las semillas que aterrizan en mis
vaqueros.
–Lo siento –dice, chupándose el dedo y utilizándolo para recoger las migajas que le han caído
en el pecho.
Me obligo a mirar a otra parte.
–¿Por qué no me lo dijiste? –dice–. Me refiero a eso del turno médico nocturno. Parece uno
de esos datos esenciales que deberías haber comentado mientras comías magdalenas.
Enhebro los cordones por los agujeros de la primera bota, termino y me pongo la otra en el
muslo.
–No parecía importante para nuestro acuerdo.
Le rodeo el tobillo con la mano y le rozo el talón de Aquiles cuando le acomodo la bota.
Bea respira hondo.
–Me sobas mucho por ahí, matasanos. No estoy aquí para que me hagas una revisión.
–Pues no sería mala idea –digo, estrechando los nudos–. Como he dicho, puede que hayas
sufrido algún traumatismo en los pies por querer calzarte unas botas que no estaban
suficientemente abiertas. –Le aprieto el tobillo con fuerza–. El maléolo posterior está bien. El
peroné... El maléolo medial también. Maléolo lateral... –Le aprieto la parte tierna del pie con el
pulgar y lo deslizo hasta la espinilla–. El astrágalo... está como nuevo.
Me mira con los ojos entornados.
–Qué macarra. Apuesto a que así es como lías a las señoras, con esa actuación de doctor
McSueño.
Termino de anudar los cordones con dos fuertes lazos dobles. Y antes de que pueda decirle
que nunca he tocado a una mujer con tanto detallismo y que nunca quise sentir la paradójica
fuerza y fragilidad de sus huesos, suena mi teléfono. Lo saco del bolsillo y leo el mensaje.
–Ha llegado el taxi –digo.
Bea baja el pie de mi muslo.
–Vamos, James –dice, corriendo hacia la puerta y apagando el equipo de música. Coge una
cazadora motera negra y luego un bolso color amarillo canario y salimos–. Vamos a patear el
culo de algún casamentero.
p
Por suerte, el Alley es un local anticuado y no una de esas boleras automatizadas con
tecnología de destellos en la oscuridad. No lo soportaría. No tengo estómago para espacios así.
Son como un disparadero de mi ansiedad.
–Recuerda –susurra Bea, que avanza a mi lado–. Cíñete a la verdad todo lo que puedas.
Respuestas cortas. Ambos estamos enfadados con ellos.
–Para eso no habrá que fingir –murmuro.
Me lanza una mirada cómplice. Es brillante y auténtica y hace que una corriente de algo
zumbe por mis venas. Levanto la mirada y veo a Jean-Claude dirigiéndose hacia nosotros.
–Voy a buscar unos zapatos –dice Bea, alejándose.
Como no estoy listo para enfrentarme al traidor, me centro en mi bolsa, me siento y me ato los
zapatos de bolos. Advierto que Jean-Claude me mira, pero como sé que mentir no es uno de
mis fuertes, me quedo callado, esperando a que sea él quien haga el primer movimiento.
–Has traído zapatos –dice.
Levanto la cabeza sin dejar de atármelos.
–Pues claro, he traído los míos. No me hagas hablar de la dudosa higiene de los zapatos de
alquiler.
Carraspea.
–¿Qué tal va todo con Bea?
Me pongo en pie.
–¿Te refieres a la mujer de la cita con la que me engañaste?
–Oh, vamos. Engañar es un poco fuerte. Yo diría más bien...
–¿Manipular?
–Iba a decir «maniobrar». –Se encoge de hombros–. En cualquier caso, has venido con ella,
¿no?
–Sí, Jean-Claude, he venido con ella. –Inspecciono las bolas que hay al lado y busco una que
le vaya bien a Bea. No es baja, pero tampoco alta. Necesita una del tamaño adecuado para su
mano. Las hay de color rosa fuerte y negro clásico. Entonces encuentro una que es como una
canica (color crema con espirales de agua, coral y amarillo canario, como las florecillas de su
vestido de esta noche). Elijo esa.
Cuando levanto la vista, Bea vuelve con sus zapatos en medio del estruendo de bolas que
chocan contra bolos. Anda con un paso rápido y despreocupado que me hace reír sin razón
alguna. Ojos entornados, balanceando los brazos. Está ausente, pensando en otra cosa.
–Conozco esa expresión –dice Jean-Claude.
–¿Qué expresión? –murmuro sin dejar de mirar a Bea.
–La de un hombre que cae en la red –dice, como si yo conociera la experiencia–. No tienes
que hacerte el indiferente conmigo, West. Sé lo atractiva que puede ser una Wilmot.
–Una mujer –corrijo.
–¿Qué diferencia hay? –dice, agitando una mano.
Estoy pensando qué responder cuando veo a Juliet acercarse a Bea, que se ha sentado y se
quita las botas sacudiendo las piernas para ponerse los zapatos de bolos. Juliet habla con ella y
los hombros de Bea se tensan mientras su hermana continúa hablando. Cuando mira en mi
dirección, su expresión es tensa. No sé si eso significa que quiere que me acerque o no, pero
prefiero pecar de cauteloso.
–Disculpa –digo a Jean-Claude.
Me planto al lado de Bea con rápidas zancadas y la conversación se detiene. Un silencio
incómodo cae entre los tres.
–Toma –digo, ofreciendo a Bea la bola que parece una canica–. Juliet. –La saludo con la
cabeza.
Juliet me mira fijamente.
–Hola, West.
–¿Me has traído una bola? –pregunta Bea.
–Sí. Creo que es el tamaño idóneo, pero pruébala a ver.
Se pone en pie y mira la bola que llevo en la mano.
–Gracias, Jamie.
–Si prefieres otra, puedo ir...
–No –dice cogiendo la bola y acariciándola con los dedos–. Es perfecta.
La miro a los ojos, noto la tensión que irradia su cuerpo.
–¿Todo bien? ¿Necesitas algo?
Frunce levemente el entrecejo, pero enseguida recupera la tersura de la frente.
–Sí. Pero me basta con un trago. ¿Vodka con zumo de arándanos? Gracias –añade, dándome
un golpecito con el hombro.
Juliet está en silencio, mirándose los zapatos mientras Bea sujeta con fuerza la bola.
–Enseguida vuelvo –digo, esperando animarla.
«Estamos juntos en esto», le dije en el taxi.
Y ahora me doy cuenta de cuánta razón tenía.
Capítulo 15
Bea
J ames se aleja, pero antes guarda su bola y al pasar me pone en el hombro una mano cálida y
firme. Aunque es un toque ligero, hace que me sienta mejor. Me recuerda que cuando
llegamos al Alley, se volvió hacia mí y me dio con las rodillas, impidiéndome abrir la puerta.
Dijo: «Cuando estemos ahí y todo el mundo nos bombardee, no olvides que estamos juntos en
esto».
Su sinceridad me aceleró el corazón y abrí la puerta del taxi antes de cometer una ridiculez,
como abrazarlo sin que haya público para verlo. Porque esa sería una pésima razón para
abrazar a Jamie Westenberg.
Ahora, al verlo desaparecer por la esquina, camino del bar, me alegro doblemente por no
haberlo hecho. Nuestra dinámica necesita estar claramente definida en mi cabeza. Esto es
fingir. Es construir un engaño. La última relación que tuve estuvo construida también sobre un
engaño y, joder, sí que fingí un montón. Fingí ser feliz. Fingí que me sentía amada. Fingí que
estaba bien. El engaño era primordial para Tod. Retorcía las cosas y deformaba la verdad y,
para sostener nuestra relación, tuve que creerme esas mentiras. Esta vez es diferente. Esta vez
sé la verdad. Esta vez la mentira es una de mis condiciones.
–¿Bibí? –La voz de Jules me devuelve al presente–. ¿Me has oído?
La miro balanceando la bola.
–No, lo siento.
–He dicho que has estado muy distante toda la semana. No nos hemos visto ni una sola vez.
Ha sido a propósito. Y os digo que se necesita habilidad para esquivar a tu compañera y
gemela cuando vives con ella en un piso de ochenta metros cuadrados.
–He estado ocupada –respondo.
–Bueno, vale. Esperaba que pudiéramos hablar ahora, ya que no hemos podido antes.
Suspirando, dejo la bola al lado de la de Jamie.
–Vamos –digo, señalando con la cabeza el lavabo de señoras–. Tengo que hacer pis. Vayamos
y hablemos.
Detrás de mí, Jules se apresura a ponerse a mi altura.
–Estás enfadada conmigo.
–Sí, Jules. No me gusta que me mientan.
Jules se ruboriza.
–Lo siento, Bea. Sé que fue algo retorcido. Pero no se me ocurría otra forma de que dieras una
oportunidad a West. Intenté hablar contigo en el trabajo, pero estabas tan en contra de él que
esto es lo único que se me ocurrió...
–¿Así que tú y nuestros «amigos» me habéis manipulado? –digo con voz cortante,
deteniéndome en seco y volviéndome súbitamente en el pasillo que conduce al baño–. El
engaño en grupo es realmente una putada...
–¿Qué? –Jules levanta las manos–. No, no. Nuestros amigos no tuvieron nada que ver en esto.
–Sí, claro. El día de la fiesta no parabais de juntarnos.
–Bueno, en la fiesta sí –admite–. Pero cuando Jean-Claude os encontró en el armario y todos
vieron lo incómodos que estabais, se sintieron fatal. Desde entonces todo ha sido cosa mía...
Bueno, y de Jean-Claude.
–Joder, estoy muy confusa.
Mirando el suelo, Jules se frota la frente y suspira.
–Lo que dije en Edgy Envelope la semana pasada era verdad, que los amigos lo aprueban.
Pero no han estado metidos en nada desde la fiesta. Cuando conseguí que quedarais delante de
Boulangerie, les dije que tenías una cita, pero no las circunstancias. No quería que nadie te
obligara a ir al trabajo o te invitara a hacer otra cosa y te diera una razón para rechazarlo. Así
ha sido. Lo prometo.
Se me forma el vacío en el estómago. La piel se me cubre de sudor frío.
–Entonces... ¿no tienen nada que ver con todo el cuento de los mensajes y la cita?
–No –dice Jules con firmeza, mirándome a los ojos–. Nada que ver. Nadie lo sabe salvo Jean-
Claude y yo. Y nunca lo sabrán, te lo juro. Reconozco que he ido un poco lejos, pero, maldita
sea, Bea, créeme.
–Me engañaste. No mereces que te crean.
Jules alarga las manos.
–¡Porque no atendías a razones!
–¡Era decisión mía!
–Muy bien –grita–. Tienes razón, ¿vale? Debería haberte dejado seguir enfadada y
desgraciada.
–Mejor que ser pasivo-agresiva y manipuladora –respondo.
Un silencio incómodo se instala entre las dos mientras asimilo todo esto. Todos mis amigos
creen que Jamie y yo hemos salido juntos voluntariamente. No se trata de una intriga colectiva.
Ha sido la petarda de mi hermana y el petardo de su novio, que se han entrometido donde no
debían.
Durante un momento pienso en mandar al infierno todo este plan de venganza, pero ¿sabéis?,
estoy cansada de ser un felpudo para toda esta mierda. Cuando Tod y yo terminamos, juré que
nunca dejaría que nadie me destruyera ni jugara con mis emociones como él. Y sigo en mis
trece. Es hora de que estos imbéciles aprendan una lección.
Jules no se va a ir de rositas solo por no haber involucrado a otras personas en sus
maquinaciones. Y vale, mis amigos no estaban en el ajo de la cita, pero incitaron, pincharon y
se entrometieron en la fiesta, y estuvieron todo el año pasado (a pesar de asegurarles que no
estaba interesada en salir con nadie) poniendo posibles parejas en mi camino.
Quizá mi agravio no sea tan extremo como imaginé al principio. Quizá mi venganza no será
tan grande. Pero este grupo tiene que meterse en la mollera que no puede desestimar mis
deseos, aunque solo sea porque en el fondo todos quieren que sea feliz. El camino del infierno
está empedrado de buenas intenciones. No todos han ido tan lejos como Jules, pero se han
pasado de la raya.
–¿Bibí? –dice Jules, sacándome de mis agitados pensamientos.
Me adelanto, entro en el baño, me meto en el primer escusado abierto y cierro la puerta de
golpe. La puerta del baño se abre muy poco después y Jules entra en el escusado contiguo.
–Pues sí que estás enfadada –dice, como si eso le hubiera sorprendido.
Respiro lenta y profundamente antes de decir:
–Jules, sé que me quieres. Sé que a tu retorcida manera creías que estabas haciendo lo mejor
para mí. Pero no necesito eso. Necesito sinceridad. Necesito que tú y el resto del grupo
respetéis que viva mi vida a mi manera, y puede que no se parezca a la vuestra, pero es igual de
legítima.
Oigo ruido de pies en el escusado contiguo. Jules se pone a patalear cuando está nerviosa.
–Nuestra intención era buena –dice en voz baja.
Apenas puedo reprimir una risa cínica. No me dice nada nuevo. Ahora aprenderán qué
consiguen con su «buena intención».
Cuando salgo, mi hermana ya se está lavando las manos y mirándose al espejo. Nuestras
miradas se encuentran en la limpia superficie.
–Lo siento mucho, Bibí –dice–. ¿Estamos en paz?
–Lo estaremos.
Al poco rato asiente con la cabeza, mirándose las manos mientras se las lava.
–¿Puedo hacerte una pregunta? Si estás tan enfadada, ¿por qué has venido con West?
–Porque –aprieto los dientes, detesto decir esto aunque esté mintiendo– no ibais muy
desencaminados. Los mensajes funcionaron y quedamos, ¿vale? Vamos a probar. Eso es todo
lo que sacarás. –Doy media vuelta y abro la puerta del baño con el hombro y dejo que salga
primero.
–¡Eeeh! Genial. Lo sabía. ¡Lo sabía! –Jules gira sobre sus talones y avanza de espaldas,
interpretando un horrible baile de alegría para entrar en la bolera–. Vale. Me calmo. Estoy
tranquila. –Abre unos ojos como platos al mirar por encima de mi hombro–. Vaya...
–Vaya, ¿qué?
–West viene hacia aquí con una cara de la hostia. Ha... creo que ha empujado a uno que se
interponía en su camino y...
–Bea. –Jamie me coge del brazo y me atrae hacia sí.
–¡Jamie! –digo, frunciendo el entrecejo–. ¿Qué haces?
Tiene las mejillas sonrosadas. Y en sus ojos avellana hay un brillo intenso mientras pone mi
vaso de licor en una mesa cercana que tiene la altura de la barra.
–Quédate quieta un segundo.
Lógicamente, como me dice que me quede quieta, forcejeo para librarme de su mano.
–Jamie. Suéltame.
–Bea, por favor. Tu...
Me suelto y me alejo a toda prisa.
–Sí, sí, sí –murmuro.
Recojo bola y voy al final de la pista para tranquilizarme. No me gusta que me toquen sin
avisar. Es como si sufriera una descarga eléctrica y necesito desesperadamente espacio. Es algo
sensorial, pero Jamie no sabe que es algo que me ocurre. No le he explicado mis asuntos
sensoriales. Está claro que esto tenía que pasar, considerando que es nuestra primera salida en
público. Ya la he cagado a lo grande.
–¡Bea! –susurra Jules, acercándose y procurando no resbalar con los zapatos de bolos–.
¡Espera!
–Juliet –exclamo, levantando la bola hasta la barbilla–. Necesito espacio.
Mientras me vuelvo con la bola en la mano, oigo la voz de Jamie, que grita mi nombre...
demasiado tarde. La bola le golpea directamente en la ingle. Lanza una exclamación sorda y
áspera. Me vuelvo otra vez y suelto torpemente la bola mientras Jamie se dobla hasta el suelo.
–¡Oh, Dios mío, Jamie! Lo siento mucho... ¡Uff!
Me coge de la muñeca y me acerca hasta donde está. Con un suave movimiento, su cuerpo se
pone sobre el mío, clavándome en el suelo polvoriento. Suenan unos bolos cercanos cuando
los alcanza una bola. Miro a Jamie atónita.
–Perdona –jadea.
Apoya la cabeza en el hueco de mi cuello, buscando aire. Reconozco su respiración
entrecortada, es el sonido universal del varón cuyas partes pudendas sufren. A pesar del dolor
que sin duda siente, se mantiene de tal forma que su peso no me aplasta. Pero no es suficiente.
Siento el calor que mana de sus ropas, de sus largas piernas y duros músculos. Cada vez que
respira sus costillas rozan las mías y una ola de calor me recorre todo el cuerpo.
Trato con todas mis fuerzas de no fijarme en el grueso bulto de su entrepierna, que está
pegada a mi pelvis, pero es muy difícil evitarlo. Es un hombre grande y pesado, respira
esforzadamente con la boca contra mi piel y mi imaginación insiste en creer que respiraría así
después de haberme cabalgado y ocasionado un glorioso y ruidoso orgasmo.
Estoy atónita. Y caliente de la hostia.
Cuando Jamie habla por fin, su voz está más cerca de lo normal.
–¿Te encuentras bien?
–Jo, Jamie. Soy yo quien te ha machacado las partes con una bola de bolera. Creo que debería
ser yo quien preguntara. Pero si quieres explicar por qué te has convertido en un novio tan
ardiente y me has tirado al suelo, me encantará oírlo.
Se aclara la garganta y se incorpora lentamente. Sus mejillas vuelven a tener un tinte rosáceo.
–Tu vestido, Bea. Estaba... –traga saliva– remetido en los pantalones.
Me pongo colorada como un tomate. Los pantalones en cuestión son como un tanga que me
deja al aire medio culo.
Me llevo la mano atrás con torpeza, pero no puedo hacer nada con él encima. Lo miro a los
ojos y susurro:
–No alcanzo. Puedes... –digo jadeando y su mano se desliza entre mi espalda y el suelo. Siento
el calor de su tacto por debajo del vestido. Jamie saca la tela de debajo del tanga hasta que
asoma por la cadera, ocultando mis partes a cualquiera que pudiera estar fisgando. Y cuando
miro alrededor, descubro avergonzada que la mitad del público de la bolera está atenta a lo
que ocurre.
–Ya estás tapada –dice–. Me he puesto encima de ti porque al revés...
–Me habrían visto el culo todos los presentes y sus abuelas.
El rubor de Jamie se acentúa.
–Pues sí.
Suspirando, le acaricio la mejilla.
–Gracias por arreglar el desaguisado. Eres un auténtico caballero, James. Pero también pesas
mucho. Ahora quítate de encima de una vez.
p
Jamie mintió como un bellaco al decir que jugaba a los bolos pasablemente.
Es un puto animal.
Y yo soy muy competitiva.
Con Jamie de mi lado, soy Gollum guardando el Anillo, el emperador Palpatine con Anakin
bajo su dominio, Thanos con el Guantelete del Infinito.
Qué despreciable soy.
–Bien –digo. Estoy de pie en un asiento, al lado de la máquina que escupe las bolas,
masajeando los hombros de Jamie como un entrenador animando a su principal jugador–.
Puedes hacerlo. Puedes hacerlo.
Levanta la cabeza hacia mí y suspira.
–Eres inquietante.
–Querrás decir competitiva. –Aprieto sus hombros con más fuerza–. Soy competitiva. Piensa
en el trofeo, James.
James se vuelve balanceando la bola. Ya está muy lejos de aquí el quisquilloso cuatro ojos que
conocí. Ante mí hay un hombre flexible y cálido, concentrado devastadoramente en el juego y
deliciosamente sudoroso.
Está tan comestible en este momento que lo arrastraría a un rincón propicio del Alley y lo
besaría hasta la semana que viene. Sus rizos están despeinados, un mechón de bronce le cae
sobre la frente. Lleva las mangas subidas hasta los codos y en su camisa se han formado unas
pocas arrugas sexis. El sudor perla su frente y tengo que esforzarme para no imaginarlo
sudando, con la cabeza echada atrás por el placer mientras se arroja sobre mí como cuando se
me veía el culo, pero esta vez sobre un colchón.
–Bea –dice.
–¿Qué? –Lo miro sin respirar, ruborizada hasta las orejas–. Nada.
–¿Nada? Solo he pronunciado tu nombre.
–Está bien –digo carraspeando.
Jamie no puede saber que me pone cachonda. Tenemos una agenda a la que ajustarnos y tener
relaciones sexuales sin amor la mandaría al traste. Quizá con otra persona funcionaría, pero no
con Jamie. Lo nuestro es un simulacro de flirteo y todo en Jamie proclama a gritos que necesita
seis citas en serio para hacerle el amor lenta y fervientemente a su pareja. La mirará a los ojos y
contendrá el orgasmo durante cuarenta y cinco minutos. Es un amante consumado y generoso.
Creo que si le pidiera relaciones quedaría traumatizado. Yo sería una salvaje. No me
comportaría como una señora con Jamie. Lo tiraría sobre un sofá con nuestras ropas a medio
quitar y lo montaría como a un caballo de rodeo.
–¡Estás retrasando el juego! –grita Margo.
Sula atrae a Margo a su regazo y le hace una pedorreta en el cuello.
–Cállate y déjalos solos. Recuerda nuestros primeros días.
Toni y su novio, Hamza, intercambian miradas cómplices. Jules tiene la osadía de dar un
codazo a Jean-Claude y dedicarle una sonrisa de connivencia. Mi cólera se reaviva y llega a un
nivel abrasador, como si el regodeo ajeno fuera un barril de pólvora arrojado a las llamas.
–Jamie –digo, apretándole los hombros–. Tenemos que ganar.
–Puede que tengamos alguna posibilidad –dice– si no me partes el cuello con esos apretones.
Contraigo las uñas.
–Lo siento.
–Perdonada –dice, esbozando una sonrisa–. Esta vez no me sigas. A duras penas hemos
evitado repetir la acometida anatómica de tu bola, pero esta vez casi te salto los dientes.
Bajo de la silla en la que estaba subida y caigo a su lado con una pose de bailarina de ballet. El
suelo es resbaladizo. No me doy un morrón de milagro.
–Solo quería darte ánimos...
–Darme ánimos –murmura–. Retrocede. No quiero hacerte daño.
–No puedo evitarlo. Estoy demasiado emocionada.
Me lanza una larga y dura mirada que me produce un delicioso y pícaro escalofrío en la
columna vertebral.
–Beatrice.
Maldita sea, qué voz tiene cuando se pone serio. Es lava que va directa a mis oídos y me baja
hasta el fondo del estómago, donde se aposenta y se derrite entre mis muslos. Trago saliva con
dificultad.
–¿James?
–¿Quieres ganar o no?
–¿Me lo preguntas en serio?
–No –dice, volviéndose hacia la pista–. Lo digo para subrayar un hecho. Es lo que se llama
una pregunta retórica.
Entorno los ojos.
–Qué arrogante...
Entonces me doy cuenta de que me ha distraído a propósito el tiempo suficiente para echar el
brazo atrás y enviar la bola volando por la pista. Aterriza con un estruendo.
¡Pleno!
Grito como si hubiéramos ganado los Mundiales, como si fuéramos los Parapléjicos, que
llevaban ciento siete años sin comerse una rosca. La adrenalina me corre por las venas. Me
pitan los oídos. Mi corazón late cuando corro hacia Jamie y me abrazo a él como un koala que
acaba de encontrar su primer eucalipto.
–¡Lo conseguimos! –chillo.
Jamie tensa los músculos para sujetarme y le rodeo la cintura con las piernas. Nuestras
miradas se encuentran y si su sonrisa convierte mi corazón en oro líquido, su risa me hace ver
el cielo. Es cálida como la miel y resplandeciente, rica y profunda, y tan inesperada que rodeo
su cuello con los brazos y aprieto mi cuerpo contra el suyo.
Me sujeta con fuerza, me coge el rostro con la mano y entonces hace lo último que yo habría
esperado de don Limpio y Pulido.
Me besa.
Y sabe bien. No, bien no. Mejor. Lo mejor. Un beso inolvidable.
Su boca roza la mía fugaz y suavemente. Nuestras miradas se cruzan un instante y busco
ansiosa su boca. Su pulgar se desliza por mi barbilla, su boca saborea la mía con profundos y
lentos besos, un débil mordisco en mi labio inferior hace que le ciña la cintura con las piernas.
Al hacerlo nuestros cuerpos se acercan más. Jamie respira hondo y baja la mano por mi
espalda, apretándome contra él. Introduzco los dedos en su pelo y sus manos recorren mi
cuerpo.
Su lengua acaricia la mía, gruñe, un gruñido ronco y profundo, mientras a mí se me escapa
una exclamación. Jamie se pone de lado y su boca mariposea la mía suavemente. «Más –dice su
beso–. Ábrete, dame más, dámelo todo...».
La caída de unos bolos nos sobresalta y nos separamos.
Jamie me mira con los ojos abiertos de par en par.
–Ah, el amor juvenil –dice Jean-Claude.
Jules suspira con aire soñador.
Los ignoro y miro a Jamie, que tiene una expresión que no soy capaz de interpretar.
–¿Estás bien? –pregunto en voz tan baja que creo que se entera porque me lee los labios.
–Sí –dice, dejándome lentamente en el suelo.
Pero cuando recogemos nuestras cosas y nos despedimos, y cuando esperamos en la fría
noche un taxi y compartimos una silenciosa carrera que termina en la puerta de mi casa, tengo
la extraña sensación de que Jamie no está bien, en absoluto.
Capítulo 16
Jamie
BEA: Qué va. Solo estás asustado porque el mejor beso de tu vida te lo dio tu novia de pega.
No tiene ni idea.
Me quedo mirando el teléfono pensando una respuesta que no le haga salir corriendo. Porque
si fuera sincero, le diría: «Bueno, ahora que lo has dicho, Bea, el hecho es que ha sido el mejor
beso de mi vida. Besándote quería hacer cosas que nunca me he permitido ni concebir siquiera.
Estaba a treinta segundos de arrastrarte a un rincón infestado de gérmenes de esa vieja y
polvorienta bolera, levantarte el vestido y...».
El teléfono zumba de nuevo.
BEA: Vale, te he asustado, ¿no? Yo me limité a dar un beso.
Le debo algo más que esta explicación vaga e incompleta. Le debo más que una disculpa.
Pero saber qué decir y cómo decirlo no son mi fuerte.
Contengo la respiración y aprieto el teléfono, suplicando a mi cerebro que desenrede todo el
lío que tengo dentro. Mi corazón se acelera. Empiezo a sudar. Cada segundo que pasa hace
más daño, pero no puedo...
–Doctor West –llama Gayle.
Doy un respingo y golpeo con el codo el ordenador donde he estado tomando notas de los
pacientes, llenando la pantalla con una ristra de caracteres al azar. Las selecciono, las borro y
guardo el documento.
Unos pasos rápidos me obligan a volverme hacia la entrada de mi cubículo.
–¿Qué puedo hacer por ti, Gayle?
La jefa de administración me mira con una amplia sonrisa y cálidos ojos castaños.
–Mejor explícaselo a esta encantadora joven.
Sigo la mirada de Gayle y me quedo pasmado.
–¿Bea?
Allí está, dando un taconazo con las botas que llevó al Alley, las que até apoyadas en mi
muslo, ella con las piernas abiertas delante de mí...
Mala asociación de ideas.
Carraspeo. Me rocío tres veces las manos con el desinfectante y me las froto. Abro la puerta
de mi lado de la sala de espera y le indico con la mano que se acerque.
–Entra, Bea.
Bea avanza, dirigiendo a Gayle una de sus peligrosas sonrisas.
–Encantada de conocerte –dice.
–¡Lo mismo digo, cielo!
Gayle me hace un gesto cómplice con las cejas cuando Bea se cruza conmigo.
Cuando se detiene al otro lado de la puerta, me quedo mirándola. En la mano lleva...
–¿Me has traído té?
Levanta un vaso con tapa.
–Gunpowder verde o lo que tomaras en Boulangerie. Y ese bollito con sabor a limpiasuelos
que te gusta.
–¿Por qué?
Bea mira hacia recepción. Los tres empleados de administración vuelven súbitamente la
cabeza para mirar sus ordenadores.
–Deberíamos hablar en privado –digo. La conduzco por delante de mí con la mano en sus
riñones–. Al final del pasillo y la primera puerta a la izquierda.
Trato con todas mis fuerzas de no mirar la suave curva de su trasero mientras camina delante
de mí, su larga y firme zancada puntuada por el ruido de sus botas.
Pero fracaso estrepitosamente.
Cuando cierro la puerta, Bea se sienta en la camilla, arrugando el papel con las corvas. Mira
alrededor, apreciando el decorado de las paredes, que consiste en animales del bosque, incluso
erizos, a los que sé que adora, dado que tiene uno de mascota.
–Muy bonito.
–Supuse que te gustaría la decoración.
–No se parecen en nada a Cornelius –dice–, pero están bien.
Levanta el vaso y el paquetito de papel impermeable para que los coja. Dejo a un lado el
paquetito, pero cojo el vaso y lo abro. Es Gunpowder verde, en efecto. Térreo y amargo. Huele
a gloria.
–Muchas gracias –digo tras dar un lento sorbo–. ¿Qué te ha traído por aquí... con té?
Bea hace una mueca y cierra un ojo.
–Tengo que confesarte algo. Y disculparme.
–Eso suena deprimente.
Respira hondo, se endereza y dice:
–Jules me contó una cosa el viernes cuando estábamos en los lavabos. Los amigos no tuvieron
nada que ver con nuestra cita.
Casi tiro el té.
–¿Qué?
–Bueno, parece ser que en la fiesta sí estaban de acuerdo en jugar con nosotros. Pero Jules
dijo que lo único que se les ocurrió fue concertarnos una cita, según ella, y que fueron Jean-
Claude y ella quienes lo idearon todo. Así que no ha sido un engaño grupal. Tendría que
habértelo dicho cuando me enteré, pero fui egoísta y la idea de dejar escapar la oportunidad de
devolverles la jugada... –Deja la frase sin terminar y se frota la cara antes de bajar las manos al
regazo–. Estoy enfadada con mi hermana y, sinceramente, sigo cabreada con mis amigos.
Aunque no fueron tan lejos como ella...
–En la fiesta se portaron con prepotencia.
Bea parpadea sorprendida.
–Pues sí.
–¿No creíste que entendería tu visión de las cosas?
Se encoge de hombros.
–Supongo que creí que estarías dispuesto a perdonarlos. Supuse que cuando te contara la
verdad, querrías abandonar la venganza.
–Y... tú no quieres hacerlo.
–No –admite–. Joder, quiero dejar algo muy claro. Quiero que dejen de estar detrás de mí y
de organizarme citas de una vez por todas, pero tú eres parte de este engaño, mereces la
verdad y tienes derecho a dar tu opinión sobre qué haremos de ahora en adelante.
Tardo un momento en asimilar sus palabras y en estructurar las mías.
–Para mí esto no cambia nada. Apenas conozco a tus amigos. Cuando accedí al plan, lo hice
para fastidiar a Jean-Claude y quitármelo de encima.
–Entonces, ¿seguimos adelante? –pregunta lentamente.
–Seguimos.
Una sonrisa ilumina brevemente su rostro.
–Gracias –dice en voz baja, y añade–: ¿Estamos bien entonces? No hemos hablado apenas. Lo
cual es estupendo. Obviamente. Es decir, ¿por qué íbamos a hablar? Ya sé que en la bolera se
nos fue todo un poco de las manos. Prometo que la próxima vez que salgamos no me subiré a
ti como si fueras un árbol.
Encajo la culpabilidad como un puñetazo. Detesto haber hecho que se sintiera incómoda.
–Bea –digo suspirando y frotándome el puente de la nariz–. Siento haber estado tan raro.
Tengo el cerebro paralizado desde el Alley. No sabía qué decir. Así que no dije nada. Pero eso
es tratarte con injusticia.
Bea busca mi mirada.
–Entonces, ¿no me has estado esquivando porque me subí encima de ti como un koala en celo
después de volvernos locos en un partido de bolos de una amistosa noche de viernes que al
final pareció ser cuestión de vida o muerte? ¿No estás enfadado?
Doy un paso hacia ella y dejo el té en el estante más cercano.
–En absoluto.
–Ah. –Se mira la falda, acariciando la tela con los dedos. Otra vez negra, esta vez con un
diseño de diminutos arco iris–. Bueno.
–Creo... –las palabras se me atascan en la garganta, pero respiro hondo y las expulso a la
fuerza– creo que deberíamos hablar sobre qué necesitamos para que todo esto sea más
cómodo, para que funcione.
–Muy bien –dice lentamente, frunciendo la frente–. ¿Por qué suena como si estuvieras
sugiriendo que nos cortemos las uñas de los pies?
Arrugo la nariz.
–Qué cosas se te ocurren.
–Bueno, estoy mirando tu preciosa cara deformada por una mueca de asco... –Se paraliza y
abre unos ojos como platos–. Bórralo. Olvida lo que he dicho.
El calor enrojece mis mejillas y corre por mis venas hasta que cada rincón de mi cuerpo arde
de curiosidad, entre otras cosas. La miro atónito. ¿Le parezco guapo?
Por el cielo, la idea es tentadora. También peligrosa, porque hace que tenga ganas de contarle
la verdad. «A mí también tú me pareces guapa. Me acaricio cada noche y me digo que no es tu
cuerpo lo que deseo ni tu boca lo que me muero por volver a saborear».
No puedo decirle eso. No es lo mismo decirle «eres guapa de cara» que confesarle que «desde
que nos conocemos me masturbo pensando en ti todas las noches». Hay un abismo. Sobre
todo si ella no lo hizo en serio.
¿O sí?
–Mira, olvida lo que he dicho –dice Bea, ruborizándose–. Creo... creo que me he quedado
obnubilada. O que he sufrido un aneurisma.
«Ay».
–¿Has dicho aneurisma?
Me inclino a su lado para buscar el otoscopio y percibo un aroma de higos con un sensual
fondo de madera de sándalo. Ese perfume podría poner a cualquier hombre de rodillas.
Sus pupilas se dilatan cuando me mira.
–¿Qué vas a hacer?
Saco el otoscopio del estuche y enciendo la luz.
–Mirarte por si hay síntomas de aneurisma intracraneal. Algunos médicos desestiman los
diagnósticos de los pacientes, pero a mí me parece que son muy capaces de conocer el
funcionamiento de su propio cuerpo. Me tomo muy en serio tus preocupaciones.
Bea entorna los ojos.
–James.
Me meto entre sus piernas hasta que sus rodillas me rozan los muslos.
–Beatrice.
Nuestras miradas se encuentran. Ella desvía la suya.
–Vale, no he tenido ningún aneurisma.
Apago la luz y me inclino otra vez para dejar el otoscopio en su sitio.
–Yo solo... –Se apoya en la pared con una queja y arruga la frente mirando al techo–. Puede
que encuentre tu cara un poquitín besable. Cosa exclusivamente sexual, te lo juro. Eso es lo
que quería decir.
La lujuria entra en mi sistema fragmentando sus palabras que, como gotas de lluvia
largamente esperadas, empapan mis ideas resecas (cara, beso, sexo...) y me imagino asiéndola
por las caderas, abriéndome paso a besos por la suave y cálida piel de sus muslos y
encontrando su húmedo y caliente...
Joder. Esta temporada de abstinencia va a ser mi muerte.
Bea exhala lentamente el aire de los pulmones; sus mejillas siguen de un rojo brillante.
–Muy bien. Hagamos como que estos dos últimos minutos no han existido.
–Estupendo. –Siento mis mejillas tan calientes como las suyas. Ambos evitamos mirarnos a los
ojos.
–¿Qué decías? –dice Bea–. ¿Sobre hacer que las cosas fueran más fáciles para los dos?
–Bien –digo carraspeando–. Creo que empeoré las cosas el viernes cuando tomé las de
Villadiego a causa de una broma inofensiva.
Levanta la mirada hacia mí y guarda silencio unos momentos.
–Está bien.
–No lo está. Tendremos que volver a besarnos y a comportarnos como pareja. No puedo
sentirme igual de incómodo después. Sería agotador para los dos.
La última frase queda suspendida en el aire, un lapsus freudiano de proporciones colosales.
–Tienes razón –dice al fin.
–Creo que nuestro plan sería más fácil si nos sintiéramos más cómodos. –Me subo las gafas
por la nariz y luego me meto las manos en los bolsillos de la bata–. Creo que deberíamos
intentar ser amigos.
–¿Amigos? –dice arrugando la frente.
–¿No? –¿Por qué de repente dudo de todo, desde las palabras que acabo de pronunciar hasta
la corbata que elegí esta mañana, solo por la breve palabra que ha salido de su boca?
–Amigos –repite. Esta vez suena menos incrédula, más tanteadora. Como cuando se prueba
un vino desconocido y se saborean sus matices–. Entonces... quieres decir que si fuéramos
amigos, fingir que somos algo más no nos estresaría tanto.
–Exacto.
–Tiene sentido. Acepto.
Su expresión cambia y sonríe cuando baja de la camilla de un salto. Su falda revolotea cuando
aterriza.
–Bien. Bueno... vale. –Sinceramente estoy algo asombrado porque no haya puesto objeciones,
pero lo daré por bueno.
–Me voy a la calle. Te dejo con tus pequeños pacientes –dice, dirigiéndose hacia la puerta–.
Sigue haciendo un buen trabajo. Salvando niños. Curando enfermedades. Solucionando el
hambre en el mundo.
Sujeto con una mano el té y el bollo y abro la puerta con la otra para dejarla salir.
–Me voy –dice–. ¡Oooh! Espera. Casi se me olvida.
Rebusca en su bolso y saca un frasco de cristal con tapón de rosca.
–Quizá te parezca raro –dice–, pero es la pomada de manos de mi abuela. Pensé... –Señala mis
manos callosas–. Quizá te alivie. Los dedos agrietados son dolorosos.
–Me la estás... dando... a mí.
–Sí –dice lentamente–. ¿Te parece bien? Si no es así, no te preocupes. Ya la usaré yo...
–¡No! –Me sale más fuerte de lo esperado–. Puedes... dejarla en el bolsillo de mi bata.
Da un paso hacia mí y mete el frasco en mi bolsillo. De repente soy consciente de cada
centímetro de su cuerpo. De cada centímetro del mío. Está bajo mi brazo levantado, cercana y
cálida, envolviéndome con su suave aroma. Nuestras miradas se cruzan.
–Gracias –consigo decir al fin–. Por la crema de manos y por el té y el bollito. Nadie... nadie
había hecho algo así por mí. Ha sido muy considerado de tu parte.
Bea frunce la frente con perplejidad. Pero el entrecejo desaparece en el acto y vuelve a sonreír.
Da un paso atrás.
–Para eso están los amigos, ¿no?
Amigos.
Perfecto.
Capítulo 17
Bea
N o voy a mentir. El poder recién descubierto que tengo sobre mis amigos y la traidora de mi
hermana no tiene precio. Incluso en el trabajo tengo una influencia que no había tenido
jamás. Jules no deja de hacer mis comidas favoritas para intentar sonsacarme detalles mientras
mastico. Sula y Toni me colman de favores en el trabajo en busca de detalles jugosos. Todos
sienten una gran curiosidad sobre cómo van las cosas con Jamie, y aunque yo creía que tendría
que mentir como una bellaca para que estos imbéciles creyeran que Jamie y yo tenemos una
relación real, resulta que lo que mejor funciona es ser misteriosos y contar lo menos posible.
Los mantengo en un suspense total. La venganza es gloriosa.
–¿Otra galletita de frambuesa? –me ofrece Toni, colocando una bandeja de galletas aún
calientes bajo mis narices.
–No debería –digo.
Concentrada en mi cuaderno, esbozo una glicinia que trepa por un viejo enrejado de madera.
Pero mi lápiz no deja de desviarse de las delicadas flores hacia la alta silueta de un hombre
apoyado en el arco. Sin camisa. Ágil. Cabello rizado al viento. Gafas de montura de concha.
–Bea –gruñe Toni–. Me muero. ¿No vas a contarme nada?
–Quizá. –Cojo otra galletita y me la meto en la boca. Me voy a quedar sin hambre para la
cena, pero no puedo parar–. Pero solo porque estas galletas están cojonudas.
Toni lanza una exclamación de victoria y levanta los brazos.
–Y si hoy te ocupas tú del reparto –añado.
Baja los brazos.
–Qué malvada eres.
–Mejor que empieces a mover el culo. Hay un montón de cajas –digo, mirando el teléfono
para ver la hora–. Menos tres minutos.
Gruñendo, Toni va a la parte trasera, donde se oye el abyecto pitido de una furgoneta de
reparto que da marcha atrás.
Y ahora no tendré que estar allí, oyéndolo junto a la oreja ni sudando a chorros mientras la
descargo, antes de mi primera cena de «seamos amigos» con Jamie.
Gloriosa, hermosa venganza.
La furgoneta deja por fin de pitar y oigo el susurro de la puerta deslizante. Toni lanza una fea
maldición en polaco y sigue murmurando para sí. Seguro que mi nombre está en ese
batiburrillo de palabras que no entiendo ni de lejos.
–Que no sepa lo que dices –grito–, ¡no significa que no me dé cuenta de que es una guarrería!
–¡Me importa un bledo! –responde.
Saboreando el silencio, vuelvo a concentrarme en el dibujo. Apenas han pasado dos minutos
cuando suena la campanilla de la entrada y aparece Jules.
–¡Hola, Bibí!
Mi hermana sonríe mientras rodea la mesa expositora, que está cubierta de artículos que Toni
acaba de colocar.
–Jujú.
Sigo con el dibujo, dejando que el lápiz vaya donde quiera. Pero lo que quiere es un poco
inquietante.
«Jamie. Jamie. Jamie».
¡Uf! Esto tiene que parar.
–¿Qué dibujas? –pregunta mi hermana con dulzura, apoyando los codos en el mostrador de
cristal.
Cierro el cuaderno de golpe y lo guardo en el bolso.
–Nada.
Me mira mientras recojo los lápices y el teléfono y saca una cajita de bálsamo labial con color.
–¿Con tiempo para la cita? –dice, ondulando sugestivamente las cejas.
La miro ceñuda, atrapada en una retorcida red de fastidio y amor a regañadientes. Quiero
cogerla por los hombros y meterle el sentido común a la fuerza. Ya sé que solo quiere verme
camino de la felicidad, pero ojalá no hubiera hecho semejante guarrada para conseguirlo.
Es raro querer vengarse de alguien a quien, a pesar de lo mucho que me ha irritado, sigo
queriendo con toda mi alma. Quiero castigar a Jules por haber ido demasiado lejos. Y también
quiero nuestra vieja intimidad para poder contarle todo lo que me pasa. Pero no puedo tener
las dos cosas. He elegido darle una lección y eso requiere distancia emocional.
–Bea –dice con impaciencia, frunciendo la frente–. ¿Dónde estás?
Me como otra galleta de frambuesa de Toni.
–Estoy, eeeh... soñando despierta.
–¿Con Jamie?
«Con la venganza».
Su sonrisa es ufana. Apenas consigo reprimir las ganas de lanzarle una galleta a la cabeza. Los
dulces de Toni son demasiado buenos para malgastarlos.
–Ocúpate de tus asuntos, Juliet.
–¿Desde cuándo hago yo eso? ¡Oooh! Qué buena pinta tienen.
Alarga la patita hacia la bandeja de las galletas, pero se la aparto de un manotazo.
–No hay golosinas para los entrometidos.
–Para las hermanas mayores bienintencionadas –corrige, esquivando mi siguiente golpe y
robando una galleta–. Hermanas que buscan tu química con alguien, aunque seas demasiado
obstinada para reconocerlo, y que te dan el empujoncito que necesitas.
–¿Empujoncito? ¿Así es como lo llaman ahora?
–Lo siento –dice, llevándose la galleta a la boca. Se frota las manos–. ¿Vas a salir o no con el
tipo hacia el que yo te empujé?
Mi entrecejo se intensifica.
–¿Qué planes tienes? –pregunta–. ¿Iréis a algún sitio de moda? Vas muy bien vestida.
–No, no es verdad.
¿O sí lo es?
Me miro la falda plisada color verde jade con la ancha cintura elástica y mi jersey favorito azul
cobalto con un lazo tejido en el hombro. Quizá me haya esmerado algo más con mi apariencia
cuando me preparé para venir a trabajar, sabiendo que luego iría directamente a cenar con
Jamie. Pero, como siempre, me vestí basándome en las telas y costuras con las que más cómoda
me sentía por la mañana.
–Voy a cenar con Jamie. Nada especial.
–¿Ya está? –dice, entrecerrando los ojos–. No me gusta tu nueva faceta privada.
–Tú hiciste al monstruo, Frankenstein. No me culpes a mí.
Suena de nuevo la campanilla de la puerta y el umbral se llena con el metro noventa y tantos
de Jamie Westenberg que, aunque lleva como siempre pantalones de vestir y de veinticinco
alfileres, parece de alguna manera más arreglado esta noche. Su camisa es de un blanco
inmaculado y lleva desabrochado el último botón, dejando al descubierto el hueco de su
cuello. Sus pantalones son informales, de un complejo color aceituna oscuro que me recuerda
las pinturas al óleo y las largas y soñadoras horas que pasaba en mi estudio. Lleva en el brazo
un jersey color gris brezo y en la muñeca un elegante reloj de acero inoxidable que me
recuerda lo sensuales que son sus antebrazos.
Un grito de admiración rasga el silencio.
Lanzo una mirada asesina a mi hermana.
–Lárgate.
–Jean-Claude es el dueño de mi corazón, pero vamos, ¡estás genial, West! –dice, encogiéndose
de hombros.
Aparte de una pincelada de color en las mejillas (me sorprende lo fácilmente que se ruboriza
Jamie) y un fuerte carraspeo, nadie sabe lo mucho que le fastidia a Jamie que lo inspeccionen
de arriba abajo. Yo no me di cuenta hasta que el otro día se me escapó que tenía un rostro
bello y me miró como si hubiera dicho que la luna es morada.
–Ah –dice, carraspeando otra vez–. Muy bien. Gracias.
Echándome el bolso al hombro, grito hacia la parte de atrás:
–¡Me voy ya, Toni!
–¡Que te den mucho por el culo! –grita Toni–. ¿Cómo voy a arreglármelas para vaciar la furgo
y ocuparme de la tienda?
–Yo diría que eso es problema tuyo.
–¡Y ni siquiera he podido echarle un vistazo a Sexy Westy!
Jamie se ruboriza hasta las orejas.
–Iré a ayudarlo –dice Jules dando un bufido–. Vosotros os podéis ir, no hace falta que
esperéis.
Me detiene y me tira de la blusa que llevo bajo el jersey.
–Jules –digo, tratando de escapar de ella–. Para.
–El lazo –dice, dirigiéndose a la parte de atrás–. Lo pusiste mal. Y tu pelo, Bea. Un poco de
espray olas de playa y...
–Yo creo –dice Jamie con sus ojos fijos en los míos– que Bea está espectacular tal como es. –
Da un paso adelante y me coge de la mano y me aparta de mi hermana–. Vámonos.
Jules se queda con la boca abierta cuando James me guía fuera de la tienda hasta la calle. El
sol se está poniendo en el horizonte y colorea todas las superficies con docenas de sutiles tonos
de coral, melocotón y mandarina.
–Vaya –digo, deteniéndome para ver el atardecer, porque, francamente, soy incapaz de
perderme el mejor trabajo de la naturaleza. Jamie también parece encantado de contemplarlo.
Está en silencio a mi lado, entrecerrando los ojos a causa de la fuerte luz. Cuando el viento se
levanta, los cierra del todo, como si estuviera absorbiendo el momento. Cuando los abre, me
dedica uno de sus caballerosos movimientos de cabeza y echamos a andar.
Advierto que aún me lleva de la mano, que sus dedos no están agrietados y que sus nudillos
no están tan rojos. Ha usado la crema que le di. Trato de no preguntarme por qué la diminuta
luz que llevo dentro luce con más brillo a causa de eso.
–Lo has hecho muy bien en la tienda –digo–. Gracias.
–Te protege mucho, ¿verdad?
Miro alrededor mientras andamos. No tengo ni idea de adónde vamos, pero Jamie parece que
sí, de modo que lo sigo.
–Sí. Es la mayor.
–¿Qué? –pregunta Jamie con cara de sorpresa–. Sois gemelas.
–Doce minutos de diferencia. Tal como lo ve ella, podrían ser doce años.
–Dinámica de gemelas –dice, entornando los ojos.
No sé en qué lugar se encuentra Jamie entre sus hermanos, solo sé que tiene tres porque me lo
contó la noche de los pantalones de ornitorrincos y las compresas. Comimos magdalenas y,
mientras cocinaba, nos contamos algunos detalles para asegurarnos de que engañábamos a los
entrometidos en la bolera. Yo me habría quedado para saber más, pero entonces me di cuenta
de que estaba haciendo pasta primavera, que es, digamos, una comida algo problemática para
mí, ya que tengo problemas con las texturas de casi todas las verduras. Así que alegué
calambres y cansancio y me fui pronto.
Me enteré de lo suficiente para afrontar nuestra primera salida en grupo y probablemente
baste. Pero aunque no necesite saber más sobre Jamie... quiero saber.
–¿Cuál es tu lugar en el clan Westenberg? –pregunto.
–Segundogénito –dice. La expresión de Jamie parece más oscura, como si una sombra le
hubiera cruzado el rostro, y hay una monotonía desconocida en su voz que me pone sobre
aviso. Soy muy rápida para detectar cambios de expresión o de voz en las personas, pero
interpretarlos se me da fatal. Se necesita valor para pedir ayuda cuando hay que entenderlos. Y
yo todavía no he llegado a ese nivel.
No sé exactamente qué ha ido mal, solo que así ha sido. Así que le ofrezco algo que a mí me
hace sentir mejor. Un firme apretón de la mano. Mis dedos rozan sus nudillos curados.
–¿La crema te ha servido? –pregunto.
Jamie mira ceñudo nuestras manos enlazadas.
–¿Perdón? Ah. Sí. Mucho. Tengo que lavarlas y desinfectarlas tantas veces en el trabajo que se
me resecan y nunca he encontrado nada que funcione tan bien. Gracias de nuevo.
–Me alegro. Y de nada.
–Lo siento –dice, soltándome la mano–. No me había dado cuenta de que aún la llevaba
cogida.
–No pasa nada –digo, volviendo a engancharme a él–. Además, deberíamos practicar. Por...
por aquello de la plausibilidad.
–La plausibilidad. –Cuando su mirada se encuentra con la mía, la sombra que oscurecía su
expresión desaparece y casi esboza una sonrisa–. Claro.
p
–Es el mejor pho que he comido en mi vida.
Trago un bocado de fideos de arroz. Espero no llamar la atención por evitar las verduras.
Jamie emite un murmullo de acuerdo mientras se introduce una cucharada de caldo entre los
labios.
Los cuales no miro, obviamente.
No con mucho detalle.
Y es que tiene aquí un aspecto perfecto y la luz es ideal para hacerle un dibujo con
claroscuros. Tengo tantas ganas de empuñar los carboncillos y de empezar a dibujarlo que me
pican las manos y la inspiración me aguijonea el cerebro. Encierro el impulso en un armario de
la mente repleto ya de cosas de Jamie. Sus besos. Su aroma adictivo. Su firme y cálido apretón
cuando vamos de la mano. La forma en que la luz juega con sus rasgos y hace brillar sus ojos.
No puedo abrir esa puerta para elegir una cosa con serenidad. Me caerían encima como un
alud y, cuando consiguiera salir de debajo del montón, no estoy segura de si me gustaría lo que
vería... porque son muchísimas las cosas que me gustan de Jamie Westenberg, alias Ni una
Arruga en los Pantalones, incluso cuando habla como si concursara en Pasapalabra o cuando
me condena en silencio por castigarme el páncreas con demasiado azúcar.
Reconocer lo mucho que me gusta Jamie es un riesgo que no puedo permitirme correr.
Así que cierro de golpe la puerta de ese armario mental, echo la llave y sigo adelante. Tras un
trago de refresco, le digo:
–No puedo creer que nunca haya oído hablar de este lugar.
–Un secreto bien guardado –dice. Al dejar la cuchara, sus ojos miran mi cuenco y sé que estoy
perdida–. Te estás dejando las verduras. ¿Es que no te gusta el sabor?
–Bueno. –Se me mueven las piernas bajo la mesa–. Podría decirse que no.
Jamie frunce el entrecejo.
–¿Por qué no me lo has dicho?
Ojalá no me preocupara tanto decepcionar al muy consciente de la comida sana doctor Jamie,
pero por alguna extraña razón, es así. Por eso me lo he guardado para mí todo lo que he
podido.
–Yo no... bueno... no como... verduras.
Parpadea mientras me observa.
–No comes... verduras.
Me remuevo en la silla y me llevo la mano al collar, un fino cordón de cuero con pequeños
abalorios de madera y metal con los que jugueteo cuando mis manos necesitan hacer algo.
–Mmmm.
Me preparo para la censura. Una conferencia sobre alimentación equilibrada y hábitos
saludables. Pero no empieza.
En lugar de eso, Jamie dice:
–Ya veo. ¿Es un problema con la textura?
Vaya. No es lo que esperaba.
–Pues sí.
–Por eso te fuiste corriendo cuando preparé pasta primavera en mi casa. –Suspira y se pellizca
el puente de la nariz–. Debería haberte preguntado qué te gustaba. Me he acostumbrado tanto
a cocinar solo para mí este último año que he perdido la costumbre. Lo siento.
–No pasa nada, Jamie.
–Sí que pasa –dice con firmeza–. Fue de muy mala educación.
Le doy un golpecito en la pierna con la mía.
–Por favor, no te castigues.
Me mira a los ojos.
–Me siento fatal. Podría haber preparado algo que te gustara. ¿Y los purés de verduras?
–Hasta ahora no ha habido suerte. O están llenos de grumos o muy espesos. No me pasan por
la garganta. A veces puedo soportar el brécol crudo y las zanahorias, pero eso es todo.
–Ah, sí. –Tuerce la boca–. Recuerdo tu afición a las zanahorias baby.
Me echo a reír.
–Lo siento. No fue mi mejor momento, pero la cara que pusiste cuando la zanahoria te dio en
la frente...
Enarca una ceja y se esfuerza por adoptar una expresión seria, pero su boca se mueve como si
tratara de reprimir una sonrisa.
–Mis gafas olieron a mayonesa durante días.
–Dios mío –digo, haciendo una mueca–. Lo siento mucho, de veras.
Ahora es él quien me da en el pie.
–Estoy exagerando. Solo olieron hasta que llegué a casa y las lavé.
–¿Me perdonas? ¿Ahora que sabes lo mucho que detesto las verduras?
–Perdonada. –Jamie sonríe y se lleva a la boca otra cucharada de pho.
–Maldita sea, James. Qué manera de hacerme quedar mal. Yo me meto contigo por tu comida
saludable y ahí estás tú, sin reprocharme que sienta aversión por las verduras.
–Estoy acostumbrado como médico –dice–. Muchas personas de todas las edades tienen
problemas sensoriales como ese. No hay nada que reprochar.
Sonrío. El Jamie que no critica es un tipo majo.
–Aparte de eso, ¿te ha gustado el pho? –pregunta–. ¿El caldo y los fideos al menos?
–Mucho. No estaba exagerando, es el mejor pho que he comido. ¿Cómo encontraste este
lugar?
Miro alrededor. Es una casa de comidas que parece de la especie a la que nunca iría Jamie
Westenberg. Lo imagino comiendo en un lugar lujoso con música de piano y copas de cristal
tallado. En su lugar, estamos en el Pho Ever, un lugar que solo puedo describir como un alegre
caos, con mesas desiguales, coloridos tapices en las paredes y el aire cargado con el suave
aroma de especias e incienso.
Jamie se retrepa en la silla y cruza los brazos.
–¿Tan imposible es creer que encontré un lugar chulo como este yo solo?
–Sí –digo con sinceridad.
Me premia con una sonrisa de oro macizo, pequeña y pícara, difícil de ganar.
–Bueno, tienes razón. Lo encontré gracias a Anh, una compañera de trabajo. El local es de su
tío y ella trajo a la oficina un almuerzo para todos hace unos meses. Después de eso, ya no
pude ir a ningún otro vietnamita. Normalmente, pido comida para llevar, pero esta noche me
pareció bien hacer una excepción.
–¿Por qué?
Se quita las gafas, saca un pequeño paño del bolsillo de la camisa y limpia meticulosamente los
cristales.
–Creí que te gustaría.
–¿Lo has elegido por mí?
Vuelve a ponerse las gafas y me mira.
–Sí.
Así de sencillo. ¿Por qué lo hace? ¿Por qué convierte el mundo en algodón de azúcar rosa y
una ola de felicidad me traspasa el cuerpo?
–¿Te gusta el lugar? –pregunta.
–Sí. –Sonrío–. Es exactamente algo que yo elegiría.
–Bien –dice con calma. Mira su pho y hunde la cuchara en el caldo.
Tras un breve silencio, carraspeo y dejo a un lado la cuchara.
–Así que estamos aquí para conocernos mejor. ¿Deberíamos compartir más información
personal? ¿Como íbamos a hacer antes de que me escabullese la última vez?
–Me parece bien –dice–. Tú primero.
–¿Por qué yo?
Me mira, subiéndose las gafas por la nariz.
–Porque ha sido idea tuya.
Entorno los ojos.
–Vale. Muy bien, ya sabes que tengo dos hermanas. Sabes que estudié Bellas Artes.
Jamie asiente con la cabeza.
–He vivido en esta ciudad toda mi vida –continúo–. Me gusta vivir en la ciudad, su
familiaridad, pero he viajado por Europa con mi hermana pequeña, Kate, y ha sido la cosa más
estresante y divertida que he hecho en mi vida, así que creo que me gustaría viajar más por ahí.
Mi estación favorita es el otoño, mi comida favorita el azúcar...
Jamie suspira y sacude la cabeza.
Lo miro con sonrisa de triunfo.
–Me gusta la música a todo volumen y dibujar. Ah, y te diré algo más. Me dan pánico los
murciélagos.
–¿Padres? –pregunta.
–Mi padre, Bill, es bastante tranquilo, profesor de literatura jubilado. Mi madre, Maureen, es
jardinera, bibliotecaria voluntaria y puede aguantar el whisky como nadie...
–Espera –dice Jamie–. Tu padre se llama Bill Wilmot. Igual que...
–William Wilmot –digo, tomando una cucharada de pho–. Sí. ¿Verdad que es cruel?
–Cruel, sí. ¿Sin precedentes? No. No puedo creer que sean verdaderos algunos de los
nombres con los que han castigado a mis pequeños pacientes.
–Oooh, cuéntame.
Me lanza una mirada de «ni por asomo».
–No puedo. Sería una infracción de la ley de protección de datos.
–De datos pelagatos. Vamos. Quiero el nombre más ridículo.
–De eso nada, Beatrice. Siguiente.
Soplo con fuerza, haciendo volar mi flequillo, que vuelve a aterrizar sobre mis ojos. Me lo
aparto con la mano.
–¿Alguna vez te desvías de tu código de conducta?
–Si tenemos en cuenta que estoy comiendo pho en un lugar en el que no pego ni con cola, con
una mujer con la que lo único que me une es un plan de venganza al que me opuse
categóricamente, sí.
–Buen razonamiento.
–Gracias. Ahora háblame de ti.
Lo miro con aviesa intención.
–Creo que es tu turno, James.
–Bien –dice, recostándose en la silla con las manos cruzadas sobre su plano abdomen. Tengo
que dejar de desnudarlo mentalmente de una maldita vez, pero me cuesta. Soy retratista de
desnudos experimentada. Mi defecto es desnudar a las personas con los ojos de la imaginación,
y mucho más cuando están para comérselas, como él.
–Mi padre es cirujano, descendiente de una larga estirpe de cirujanos, y eso es su vida. Es
inglés, bueno, lo era su padre, su madre es americana, pero aunque creció en Inglaterra, tiene
la doble nacionalidad y estudió Medicina aquí, en Estados Unidos. Mi madre es francesa, de
familia adinerada, no estudió ninguna carrera y hace muchas obras de caridad.
Eso explica su forma de hablar. Hay algo encantadoramente formal en él, algo más fresco, más
elegante que en el típico americano.
–Fui a un internado –dice–. Luego hice cursos preparatorios en la universidad, después
ingresé en la Facultad de Medicina y aquí estoy.
–Vaaale. Pero... ¿qué aficiones tienes?
Mira al techo con la frente arrugada.
–Hacer ejercicio. Cocinar. Leer. Trabajar.
–El trabajo no es una afición.
–Para mí sí –dice–. Me encanta mi trabajo.
Reprimo una sonrisa.
–¿Por qué con niños?
–Porque son el lado esperanzador de la práctica de la medicina. Por supuesto, hay un
porcentaje que he de enviar al especialista pediátrico si hay síntomas preocupantes, pero, en
general, consigo mantener a los niños sanos y verlos crecer. –Se encoge de hombros–. Para mí
tiene sentido y es mucho menos deprimente que otras especialidades médicas.
–Eso es... –digo tocándome la cabeza– muy bonito.
Se ruboriza y se ajusta el reloj.
–¿Qué te gusta leer? –pregunto.
–Me gusta todo. Ficción, no ficción, poesía. Los libros son como una aventura... hacia lo
desconocido desde la comodidad de mi sillón.
Sonrío.
–Es una buena forma de explicarlo. ¿Miedo a algo?
Se queda pensativo y dice:
–Me aterroriza quedar atrapado en medio de bailes acrobáticos.
Me estremezco y levanto mi refresco para brindar.
–Brindo por eso –digo y chocamos los vasos.
–¿El peor beso? –pregunto.
–¿Qué? –dice, parpadeando.
–Tu peor beso.
–¿Para qué necesitas saber eso?
«Porque quiero ver una diminuta grieta en tu armadura. Un atisbo de vulnerabilidad».
–Parece que me estás sonsacando en busca de material para burlarte –dice.
Trazo con las manos un halo imaginario sobre mi cabeza.
–¿Quién? ¿Yo? Vamos, es para estrechar relaciones. Y una novia debe saber eso.
Se toca la cabeza sin dejar de mirarme.
–Sarah Llewlyn. En el baile de primavera del instituto. Fue horrible. Yo me sentí horrible. ¿Y
el tuyo?
–Heidi Klepper. Heidi era genial. Yo no. Le metí demasiado la lengua. Fue un desastre.
Se echa a reír y vuelve a concentrarse en el pho.
Me doy cuenta de que me he confesado inadvertidamente. Y él... ni se inmuta.
–Ejem. Bueno, obviamente, dado lo que acabo de decirte, está claro que no soy normal... –Mi
voz se desvanece y Jamie me da un golpe con el pie.
–Puede que tenga un palo metido en el culo –dice con suavidad, mirándome a los ojos–, pero
confía un poquito en mí. No he hecho suposiciones sobre tus tendencias sexuales.
El corazón me late con fuerza. Mi círculo social es predominantemente queer, mi gemela es bi,
yo soy pan. Mi mundillo es especialmente comprensivo y receptivo con mi naturaleza y eso lo
valoro mucho. Y aunque la ciudad sea un lugar muy progresista, nunca se sabe quién va a
tener una actitud contraria.
–Creí que te sorprendería.
–Eso sería –dice, tomando un sorbo de té verde– despreciablemente heteronormativo por mi
parte, ¿no crees?
Sonrío. Sonríe. Y el local parece un poco más cálido.
–Sí.
–Si quieres hablar más de eso, te escucho –dice, dejando el té en la mesa–. Cuéntame lo que te
gustaría que supiera como novio tuyo. Bueno, seudonovio. Es decir... ya sabes a qué me
refiero.
Sonrío al ver que se ruboriza y se sube las gafas por la nariz.
–Me atraen las personas por quiénes son, no por lo que tienen debajo de la ropa. –Señalo el
banh bao–. Y me gustan los dumplings.
Sonríe más abiertamente y empuja el plato en mi dirección.
–Todo tuyo.
Aparto el cuenco de pho y pincho el último dumpling con los palillos.
–¿Y tú? Si es que quieres hablarme de eso. No pasa nada si no lo haces.
Se rasca la cabeza con la mirada fija en el té.
–Hasta ahora solo me he sentido atraído por mujeres, pero creo que soy algo lento. –Vacila y
añade–: Necesito tiempo para sentirme... cómodo en una relación.
–¿Y...? –Trago saliva nerviosa y le golpeo suavemente la rodilla con la mía–. ¿Estás cómodo
conmigo?
Levanta los ojos y, cuando nuestras miradas se encuentran, siento una oleada de calor.
–Sí. A pesar del dolor que me causaste por ser un capricornio cascarrabias.
Río echando la cabeza hacia atrás.
–¡Es mi prerrogativa como cáncer quisquillosa!
–Sí, lo sé. Hice una búsqueda astrológica y leí sobre los cáncer –dice, sacudiendo la cabeza–.
Parece agotador. Espero que duermas bien por la noche.
Río con más fuerza y mi hilaridad encuentra un débil eco en Jamie. Las risas se esfuman y el
silencio cae entre nosotros nuevo y pacífico. Jamie me mira a los ojos. Es como mirar una ola
en retroceso y pierdo totalmente la orientación.
–Entonces –digo, esforzándome por mantenerme erguida, por alejarme de lo que me atrapa
como una corriente submarina y me arrastra cada vez más cerca de él–, ¿qué opinas de lo que
hicimos en la bolera? Aparte de ser campeones.
Cuando dejo los palillos en la bandeja vacía de dumplings, Jamie hace una seña al camarero.
–Yo lo llamaría un éxito. Creo que fuimos convincentes.
Ya lo creo que fue un beso convincente, joder. Lo recuerdo y la calentura me sofoca. Sus
manos rodeando mi cintura. Su boca sobre la mía, roces de labios a cuál más profundo y
hambriento. Y los muslos juntos.
–Sí –digo y me sale un gallo–. Yo también lo creo.
El camarero trae la bandeja con la cuenta y, antes de que me dé tiempo a coger el bolso, Jamie
ya tiene la billetera en la mano y unos billetes crujientes (pues claro que lleva efectivo) ya están
limpiamente bajo la pinza. Entonces se levanta y retira mi silla.
–Jamie, yo quería pagar a medias.
–Por favor, Bea. Tengo que gastar el dinero en algo. Si no, tendré que ir de compras con Sir
Galahad y Hada Morgana. No puedo gastar el dinero duramente ganado en árboles para gatos,
peces eléctricos de pilas y ratones bordados de Etsy.
Con un suspiro de resignación, dejo un billete arrugado de diez dólares al lado de sus limpios
billetes de veinte, a modo de propina. En pocas palabras, de Jamie y Bea.
–Y dime –inquiero mientras sorteamos las mesas para salir a la noche cerrada. Me ciño la
cazadora–, ¿planchas los billetes de cincuenta dólares antes o después de plancharte la ropa
interior?
Emite una risa baja y profunda cuando echamos a andar por la calle.
–Por favor, Beatrice. Pago a otra persona para que me planche el dinero. Y la ropa interior.
Me detengo en seco.
–¿De verdad tú...? –digo, volviéndome a mirarlo–. ¿O es una broma?
Él también me mira.
–Creo que sí.
El viento nocturno nos envuelve y las primeras hojas caídas bailan sobre la acera. La extraña
jovialidad de Jamie calienta el aire que nos separa. Y me da el valor que necesitaba para ser
valiente, como lo ha sido él, y contarle la única cosa que los nervios me impidieron contarle
durante la cena.
–¿Jamie?
–¿Sí, Bea?
Me obligo a mirarlo fijamente y respiro hondo.
–Soy autista. No te lo he contado enseguida porque nunca se lo cuento a nadie enseguida. He
aprendido que es mejor no molestarse en explicarlo hasta que sé que alguien va a formar parte
de mi vida. Ahora que estamos haciendo esto... lo de la falsa relación, tratar de ser amigos,
quiero ser sincera sobre quién soy.
Jamie se acerca y me coge lentamente la mano y la aprieta. El silencio cae entre nosotros. La
clase de silencio que empiezo a notar que le gusta tanto como me gusta a mí, un silencio que
deja espacio para soñar despierta, que deja tiempo y paciencia para encontrar las palabras
adecuadas.
–Gracias por contármelo –dice en voz baja–. Por confiar en mí.
Sonrío con un alivio que me hace flotar sobre la acera.
–De nada.
–Si hay algo que pueda hacer para que las cosas sean más fáciles entre nosotros, ¿me lo dirás?
El corazón me da un vuelco. Maldita sea. ¿Por qué es tan perfecto mi seudonovio?
–Te lo diré, Jamie. Prometido. –Doy un paso por la acera, su mano todavía agarra la mía. Pero
al dar el paso siguiente tengo que retroceder porque Jamie sigue en el mismo sitio.
–¿Beatrice? –dice.
–¿Sí, James?
Me acerca suavemente hasta que casi estamos pecho contra pecho y me mira fijamente a los
ojos.
–Que me lo hayas contado significa mucho para mí.
–Significa mucho que no te hayas comportado ahora como si fuera una persona diferente.
Me remete un mechón de pelo tras la oreja cuando el viento me lo echa sobre la cara.
–No te veo diferente. Te veo mejor.
El corazón me da un vuelco y acelera.
–Es una bonita forma de decirlo.
Tragando saliva con esfuerzo, me aprieta la mano.
–Yo... –dice carraspeando–. Una buena confidencia se merece otra: tengo ansiedad,
convulsiones. Tomo medicación y voy a terapia.
Le aprieto la mano y se la acaricio con el pulgar.
–Gracias por confiar en mí. Y tal como dijiste tú antes... dime si puedo hacer algo para que las
cosas sean más fáciles entre nosotros.
Me mira con seriedad, recorriendo mi rostro con su mirada.
–Lo haré.
–Bien –digo, sonriendo.
Nos quedamos en silencio, frente a frente, mirándonos con ojos renovados. Me siento como si
estuviera con un amante por primera vez inmediatamente después de quitarme la ropa.
Desnuda. Nerviosa. Emocionada. Estoy tan fascinada como cohibida. Y creo que Jamie se
siente igual.
Pero como seguimos paseando, me siento relajada. Y lo miro más de lo que debería, ya que lo
veo ahora bajo una nueva luz.
Cuando lo conocí, no sabía qué hacer con Jamie, porque era frío, tenso y difícil de entender.
Apenas me daba nada con lo que trabajar. Pero ahora sé lo divertido que puede ser con los
mensajes y, si el momento es oportuno, también en persona. Sé que se le da bien la cocina y es
amable con los animales. Que la menstruación no lo echa para atrás y que está deseando
saltarse las normas y comerse una magdalena antes de cenar. Que no me considera diferente
por mis tendencias sexuales y mi autismo, sino mejor. Que tiene ansiedad y convulsiones, que
se esfuerza de manera que mucha gente se avergüenza admitir, pero se siente lo bastante
valiente y a salvo como para confiar en mí.
No me gusta que tal como lo veo ahora me resulte mucho más atractivo de lo que estoy
dispuesta a reconocer. No me gusta sentirme reconfortada cuando su mano coge la mía y le da
un ligero apretón. Pero tampoco puedo negarlo. Entonces, ¿qué?
–Hemos llegado –dice.
Levanto la cabeza sorprendida al ver que es el edificio donde vivo.
–¿Estamos en casa?
–En la tuya. –Señala con el pulgar por encima del hombro–. La mía está a cinco minutos por
ahí.
–¿Tan cerca vivo del mejor pho de la ciudad?
Jamie arquea una ceja y se inclina hacia mí.
–Pues sí. Si por «cerca» te refieres a un paseo de veinte minutos.
–¿Hemos caminado durante veinte minutos? –Me aturde parecer un loro desorientado. Me
ruborizo–. Oh, Jamie. Siento haberme despistado. No es nada personal, te lo juro. Es que a
veces mi cabeza se pierde y...
–Bea. –En su cara se dibuja una de sus dulces, cálidas y pícaras sonrisas–. Está bien. Hemos
estado en silencio, pero era un silencio común. Lo he disfrutado inmensamente.
Se aparta, llevándose consigo su calidez y su aroma a madera. Estira la mano por delante de
mí, abre la puerta de la entrada de la finca y me conduce dentro amablemente. Luego inclina la
cabeza. Una inclinación estilo Jamie. Profunda y ligeramente caballerosa.
–Buenas noches, Bea.
–Espera.
Se detiene, sujetando la puerta para que no se cierre entre nosotros.
–¿Sí?
–¿Quieres subir un rato? –Trago saliva, estoy nerviosa–. ¿Para... conocer a Cornelius?
El silencio cae entre nosotros.
–Bueno –dice al fin, entrando en el vestíbulo–, no puedo negarme a que me presenten a un
erizo, ¿verdad?
Capítulo 18
Jamie
J amie se inclina, cálido y alto, con sus ojos avellana brillando al mirarme. Me tiemblan las
rodillas y no pretendía asir su camisa y arrugar la tela con los puños, pero lo hago. Necesito
algo a lo que agarrarme, algo que me ancle mientras el mundo se desvanece alrededor.
Sus manos descansan suavemente en la base de mi cuello y con los pulgares me acaricia las
clavículas. Siento una lluvia de chispas bajo la piel mientras el corazón me late con fuerza.
Me obligo a recordar que saqué la carta más alta. Es mucho más fácil besar a alguien en el
calor del momento, como hizo Jamie en la bolera. Pero ¿ahora? Ahora soy yo quien tiene que
besarlo mientras la luz de la luna baña su hermoso rostro con un brillo ultraterreno y el viento
empuja mi falda hacia él, como si la misma naturaleza me incitara. Mi determinación se
disuelve. Esto no parece seguro ni falso.
Parece peligrosamente real.
–Beatrice –susurra, sacándome de mi espiral de pensamientos.
Mis ojos encuentran los suyos.
–¿Mmm?
Nuestras miradas se cruzan y nos acercan. Su olor me domina, el aroma a salvia, madera de
cedro y niebla. Cuando expulso el aire, es más profundo, un poco más fácil.
–Soy yo –dice, como si de alguna manera supiera que necesito que me recuerden que no estoy
repitiendo la historia.
Que con él estoy trasponiendo lo que me hicieron hace casi dos años.
En aquel entonces creí haber encontrado el amor y resultó ser mentira. Ahora estoy viviendo
una mentira que no tiene posibilidades de convertirse en amor. Eso es lo que quiero y es lo que
tengo con Jamie... límites y confianza, quizá incluso una pequeña amistad. Con él estoy a salvo.
Mientras estoy de puntillas, sujetando su camisa en busca de valor, me pregunto si lo que
compartimos, esta inversión de lo que me rompió el corazón, será lo que acabe por
recomponerme.
Mis labios rozan los suyos ligera y suavemente. Él respira hondo, retirándose tan ligeramente
que casi no lo noto. Pero lo noto. Y espero. Paciente. Quieta. Jamie mira mi rostro, sus manos
se deslizan por mi cuello y el aire me abandona, siguiendo el camino de su caricia.
Cuando sus dedos llegan a mis mejillas, cierro los ojos, me pierdo al encontrar su boca
profunda y reverente. Jamie suspira cuando suelto su camisa y le rodeo la cintura con los
brazos, estrechándolo contra mí, pecho contra pecho, corazón contra corazón. Saboreo el té
verde que bebió en la cena. El toque de pipermín cálido, embriagador y totalmente él.
Mis piernas se deshacen cuando su lengua frota la mía. Todo lo que conozco de Jamie es su
represión, su control, pero ahí está, saboreándome, gruñendo con fuerza, perdiéndose en mí,
aunque solo sea por un breve instante. Hace que se me llenen los ojos de lágrimas.
Estaba en lo cierto. Y no lo estaba. Besando a Jamie siento que aunque esté a salvo, también
estoy en peligro. No, él no va a herirme de la forma en que me hirieron antes, pero podría
hacerme creer de nuevo. En algo que perdí. Algo que no estaba segura de volver a sentir. Me
aterroriza esperar y correr el riesgo de que esas esperanzas queden defraudadas.
Sus manos bajan de mi cara hacia las caderas, me aprieta contra su miembro duro y grueso,
tirante bajo los pantalones. Mi cabeza cae hacia atrás cuando sus labios recorren mi cuello, sus
caricias suben por mis costillas hasta alcanzar la tierna curva de los pechos, acercándose
lentamente a los pezones. Me dejo llevar por sus caricias y presiono todo mi cuerpo contra el
suyo.
–Por favor –susurro.
Jamie sonríe con la boca en mi cuello, sus manos se deslizan por mi cuerpo, curvándose en
mis nalgas, apretándome contra sí.
–¿Por favor qué, Beatrice? ¿Qué necesitas?
Esa voz. Baja y ronca, como si colgara de un hilo, cuando lo único que quiero es hacerle callar.
–Necesito...
Pero no puedo hablar mientras Jamie me masajea el culo y empuja su miembro duro y grueso
contra la parte de mí que está desesperada por consolarse y quiere algo dulce y torturador que
me haga daño...
BAM BAM BAM.
Abro los ojos y me fijo en el mundo que me rodea. Dormitorio. Luz del sol. Sábanas cálidas.
El aire sale de mí cuando me incorporo y me siento en la cama, el pulso del deseo insatisfecho
me quema entre las piernas. Suenan de nuevo tres fuertes golpes en la puerta.
Es entonces cuando me doy cuenta de que el despertador del móvil emite treinta segundos de
música de guitarra acústica. A juzgar por la hora que es y la hora a la que puse la alarma, lleva
sonando una hora. Y yo que creía que mis sueños solo eran capaces de poner en marcha
bandas sonoras épicas.
–¡No lo soporto más! –grita Jules.
–¡Lo siento! –respondo a gritos.
Busco el teléfono, apago la alarma y vuelvo a tenderme en la cama, escondiendo la cara bajo
las almohadas.
Qué sueño. La leche.
Aunque no todo ha sido un sueño. Hasta el momento en que las manos de Jamie empiezan a
vagar por mi cuerpo y su boca a acariciarme el cuello, eso fue exactamente lo que pasó
anoche... Un beso que me dejó con ganas de sentir todo lo que mi subconsciente captó y
revivió mientras dormía.
Por supuesto, Jamie se comportó comedidamente, como un caballero, como siempre. Me
acompañó a la calle y se quedó al otro lado de la puerta mientras yo echaba la llave, poniendo
un vestíbulo entre nosotros.
Tenía el corazón acelerado. Los labios ardiendo de besos. Durante un momento lo vi
enmarcado por la puerta y la luz de las estrellas y deseé que su cabello sedoso y su piel cálida y
su largo y duro cuerpo se movieran sobre el mío.
Entonces me volví y subí los peldaños sin mirar atrás.
Tengo un serio problema.
Deseo a Jamie. No sé lo lejos que llega este deseo, pero el deseo en sí, sea de lo que sea, es
irresistible.
Aparto las sábanas y hago una mueca cuando toco con el pie el frío suelo de madera. Me
pongo una bata, me recojo el pelo con una horquilla, me hago un moño a toda prisa, me siento
ante el escritorio y abro el cuaderno de dibujo mientras busco el bote de los carboncillos.
Miro fijamente el papel, la creatividad me escuece en la punta de los dedos, la resolución fluye
por mis venas. Voy a dibujar a Jamie Westenberg para sacarlo de mi organismo. Voy a hacerle
una sangría a este deseo hasta verterlo por completo en el papel y haré algo nuevo, aunque
luego lo queme todo, aunque ninguno de los dibujos vea la luz del día.
Mi corazón ya se llevó lo mejor de mí la última vez.
No volverá a pasar.
p
Sigo en el mismo sitio que cuando me levanté, sin sentir el paso del tiempo. Mis auriculares
rezuman música de cuerdas, el crudo deslizamiento de un violín, el dolor tallado de un
violonchelo. Un calambre en la espalda, la sensibilidad que he perdido en el culo y el hambre
que me retuerce dolorosamente el estómago me indican que llevo sentada mucho tiempo.
Más golpes en la puerta significan que llevo aquí demasiado tiempo. Al menos según Juliet, la
gallina madre.
BAM BAM BAM.
Los golpes son menos fuertes que por la mañana, ahogados ahora por los auriculares y la
música. Pongo la música en pausa y me los quito de los oídos.
–Pasa.
La puerta se abre de golpe.
–Qué bonito es hacer esto dos veces el mismo día –dice con ironía.
–¿Qué haría sin ti, Juliet? ¿Dibujar hasta morir? ¿Tener algo de paz? ¿Vivir felizmente ajena a
la capacidad de la gente para decir sarcasmos?
Cuando entra en mi habitación, Juliet ataca mis sábanas y me hace rápidamente la cama.
–Estás aburrida. Y sola. Levántate. Es la hora de las películas.
Parpadeo atónita. Las noches de películas han sido raras desde que Jean-Claude y ella
empezaron su idilio arrollador, pero no tan raras como para que haya olvidado a qué hora
empiezan.
–¿Ya son las ocho?
Terminada la cama, Jules pasa por mi lado y abre las cortinas. Fuera está oscuro.
–Vaya.
Me vuelvo en la silla y observo el cielo, que es como un cristal ahumado, teñido por las luces
de la ciudad.
–Dúchate, por favor –dice, suavizando el comentario con un pequeño tirón de pelo–. Apestas.
–Sí, mami. –Dejo los carboncillos en el bote y cierro el cuaderno de dibujo. Pero cuando Jules
sale del dormitorio, lo abro un momento y paso las páginas. Es como una película lenta y
detallista, como solían ser las viejas películas de dibujos animados. Cada hoja es un estudio
diferente de Jamie, de alguna parte o de cuerpo entero. Los largos y elegantes dedos de
nudillos ásperos. Su fuerte perfil. Tomando té ante un tablero de ajedrez, con un mechón
rebelde caído sobre la frente. Cogiendo mi rostro con las manos, con su boca a un susurro de
la mía.
Miro el último dibujo. El beso de anoche. Siento en el estómago un nudo que no tiene que ver
con el hambre.
Dibujar no me ayuda. Dibujar me empeora. No, el dibujo no puede hacer eso. Mi arte
siempre ha estado relacionado con emociones complejas, sobre todo después de Tod, pero
nunca he creído que el arte pueda empeorar nada. El arte solo revela, nos hace más sinceros.
Lo que pasa es que algunas veces ser sincero hace que parezca que las cosas son peores.
Porque cuando te enfrentas a los hechos, tienes que vivir con ellos. Finalmente, tienes que
hacer algo al respecto.
Y no tengo ni idea de qué hacer.
Para sobrellevarlo, tengo que distraerme hasta que me llegue la aclaración como un piano
caído del cielo. Por ahora, beberé una copa de vino y ahogaré mis preocupaciones en uvas
fermentadas.
Tras una breve ducha y un cambio de ropa, tengo un nombre para mi problema, y eso es un
paso. Lo llamo Paradoja de Jamie. Necesito que Jamie ejecute la venganza (para vengarme yo)
y necesito distanciarme de él para no caer por la resbaladiza pendiente del amartelamiento
hasta el peligroso territorio que no quiero ni nombrar.
–¡El amor! –grita Margo en la cocina, señalándome con una espátula. Parpadeo como si me
hubiera lanzado una maldición–. Lo veo ya en tus ojos.
–No te lo estás tomando con calma, como dijimos –dice Sula por encima del hombro en un
rincón del sofá–. Hola, Bea.
Levanta su vaso de vino para saludar.
–Hola, tú –le digo–. Cabello morado. Me gusta.
–Necesitaba un cambio –dice sonriendo–. Bueno. Yo quería ser más sutil, pero Margo lo ha
estropeado, así que solo preguntaré: ¿Cómo va todo con el alto y elegante West?
–Todo va bien con Jamie, muchas gracias.
Sula enarca una ceja morada.
–Parecía algo más que bien cuando os besasteis en la bolera.
–Deberías haberlos visto anoche, después de haber quedado para cenar –dice Jules desde la
nevera, sacando una botella de vino blanco–. Jodidamente adorables. Ya lo dijimos todos en la
fiesta de Jean-Claude y teníamos razón: ¿No sería adorable que estuvieran juntos?
Aprieto los dientes. Maravilloso. Tengo que hacer que estoy loca por Jamie y soportar el
cachondeo del grupo.
–Ya sé que todo empezó un poco friqui –dice Sula–, pero sigo pensando que es romántico.
–Ejem –digo, cruzándome de brazos, con la irritación arañándome la piel–. Necesito vino para
esto.
–¿No vas a contarnos nada? –Margo me mira esperanzada, ofreciéndonos unos aperitivos.
–Más sal. Y nanay.
Margo frunce la frente y echa un poco de sal marina a los aperitivos.
–Esta nueva versión callada de Bea no me gusta nada. Rechazo esta actualización.
–Por eso vamos a ver una película romántica esta noche –le dice Jules–. Emborracharemos a
Bibí con vino y la ablandaremos con comedias románticas para que nos lo cuente todo.
–¿Comedias románticas? –digo, arrugando la nariz–. Qué angustia. Quiero sufrir. Dadme
Shakespeare enamorado. Expiación. Triste San Valentín...
–Para, por Dios –dice Toni, saliendo del cuarto de baño–. Antes de que pidas Titanic. Esas no
son románticas. Hemos venido en busca de finales felices, ¿no?
Acepto a regañadientes su abrazo porque sigo molesta con todos estos entrometidos, sea cual
sea su nivel de culpa.
–Devuélveme el abrazo, cacahuete –dice.
Mi respuesta es una palmada en la espalda.
–Estás muy necesitado esta noche.
Cuando Toni me ha apretado hasta sacarme el jugo, Jules me da un vaso de vino blanco.
–Tendrás que esperar a otro momento para ver llorar a Keira Knightley –dice–. Solo finales
felices. No puedo con los desengaños.
–¿Sabes qué odio yo? –dice Sula mientras Margo se derrumba a su lado en el sofá con los
aperitivos en la mano–. Odio esas películas que te hacen creer que estás hecha para el amor.
Que te ponen contenta por dentro, con unas relaciones sexuales increíbles, grandes personajes,
todas las emociones, y luego... bum... no terminan juntos.
–O uno de ellos muere –dice Toni, sombrío–. Eso no son romances.
–¿Ah, no? –pregunto.
La habitación al completo me responde:
–¡No!
–Vale –murmuro con el rabo entre las piernas mientras me siento en un sillón–. Solo
preguntaba.
–Tú lees novelas románticas –dice Margo–. ¿Cómo es que no sabías eso?
–Supongo que nunca caí en la cuenta de que siempre terminaban juntos.
Jules suspira.
–Le he prestado mis novelas históricas románticas y así es como me lo paga. Ni siquiera ha
captado la mejor parte del género: felices para siempre.
Tomo un sorbo de vino y me encojo de hombros.
–Las leo por las folladas y por los diálogos de fantasía.
–Vale, pero seamos claros –dice Toni–. Romance significa final feliz. Historia de amor
significa que cogen una novela romántica, le cortan el diez por ciento final y lo reemplazan por
desgracias.
–Muy bien. –Sula levanta su vaso de vino para brindar–. Estoy en el Equipo Romántico. Y si
no, prefiero ver algo que ya empieza mal. Es horrible empezar felices y terminar tristes.
–Digo lo mismo. –Jules coge el mando a distancia, pone en marcha la película y da un sorbo al
vino–. No hay nada peor que pensar que vas a ver una película romántica, meterte en la piel de
una pareja feliz y ver luego que las fuerzas externas los separan, o peor aún... ver que dos
personas enamoradas se destruyen entre sí.
Cuando oigo aquello, me quedo paralizada con el vino camino de la boca. Esa es mi solución
para... todo. No solo para conseguir la mejor venganza, sino para resolver la Paradoja de Jamie.
La raíz de mi problema con la Paradoja de Jamie es que no hay nada falso entre nosotros, no
hay interpretación, no hay guion. Tras acordar provisionalmente no asumir lo peor de cada
uno, ahora estamos improvisando sobre la marcha, cuidando del otro mientras decidimos
cómo ser amigos. No estoy segura de hasta dónde nos llevará esa conducta (más allá de los
besos) para convencer al grupo de que nos estamos enamorando. Desde luego, no va a
ayudarme a mantener controlados los sentimientos.
Necesito un manual, directrices sobre cómo actuar cuando estoy con Jamie. De esa forma, mis
emociones no se desmadrarán y seguirán siendo lo bastante creíbles para los entrometidos a los
que estamos manipulando. ¿Qué mejor material para trabajar que esas sensibleras películas
que tanto gustan a mis amigos?
Me asalta la inspiración como siempre hace, repentina, abrumadora, ocupando todos mis
pensamientos. Busco el teléfono, pulso la página de notas y escribo:
–¿A quién estás escribiendo? –pregunta Jules, lanzándome una mirada cómplice–. ¿Jaaamie?
No levanto la vista del teléfono y busco los mensajes para ver los últimos diálogos con el
susodicho.
–Sí.
–Ooooh –corean todos.
–Poned la película ya, bichos raros –digo, entornando los ojos.
Cuando comienzan los créditos y una música pop llena el cuarto, pongo mi plan en marcha.
BEA: James, ¿cuántas comedias románticas has visto?
Por supuesto que ha visto alguna. Y como es lógico, sabe exactamente cuántas.
JAMIE: Dos me gustaron. La tercera era un cliché de 90 minutos. ¿Por qué?
BEA: Esas películas van a ser nuestro billete de primera clase a Villavenganza.
JAMIE: No entiendo.
BEA: Reserva este miércoles para nuestra próxima «cita». Me toca a mí planearla. Ya te lo explicaré.
–L a noche de los juegos ha comenzado. ¿Dónde estás? –dice la voz de Jamie en el teléfono
mientras doy saltos para subirme los leotardos y me aliso el vestido.
–Trabajando aún. Pero casi es hora de cerrar. ¿Ya estás allí?
–Jean-Claude dijo que tenía lío en el trabajo, así que vine pronto para ayudar a organizarlo.
El corazón me da una pequeña voltereta.
–Muy amable de tu parte.
–No es nada. Christopher también estaba aquí para ser útil, así que he terminado por preparar
una salsa y poner en orden vistosos calcetines de no sé quién, lazos del pelo y rotuladores de
punta fina. Ejem.
–Son como las migas de pan de Hansel y Gretel. Te guían directamente a mi dormitorio.
–Que es donde estoy ahora. Cornelius y yo estamos estrechando lazos.
Miro mi reflejo en el espejo mientras me lavo las manos. Estoy sonriendo.
–Es un buen estímulo moral. Te ayudará a mentalizarte para nuestra actuación de esta noche.
–Oh, estamos muy ocupados. Acabo de explicar tu plan a tu compañero de cuarto y le he
hecho una sinopsis de 10 razones para odiarte en cuatro o cinco palabras.
–¿Qué palabras?
–Miradas meditabundas, cánticos en tribunas, recital de poemas, morreo con pintura. Pero no
te preocupes –dice Jamie–. Nuestra cita con la pintura es lo más cercano que he encontrado.
La poesía no es mi fuerte. Y cantarte una serenata sería penoso. No podría cantar una canción
ni aunque me fuera la vida en ello.
–Y nada de miradas meditabundas. Conocerte fue una larga lección sobre el dolor de las
miradas meditabundas. No fue romántico.
–¿De qué está hablando, Cornelius? Fue una primera vez preciosa.
Doy un bufido, abro la puerta del baño y miro a ambos lados para asegurarme de que no hay
nadie escuchando.
–Cuéntale a Cornelius lo desastrosa que fue.
–Me niego. Ahora está de mi parte. Le he dado manzanas.
–Vaya, comprando su amor, ¿eh?
–Reforzando nuestra relación. –Imagino su ceja arqueándose y su cara seria hasta que la mía
pierde la compostura–. Cornelius me dijo que dentro de diez años nuestra desastrosa primera
vez será preciosa, pues el trauma se habrá difuminado por el tiempo y la nostalgia. Les
contaremos a los niños que yo apenas podía hilvanar una frase y que tú me tiraste alcohol
encima no una, sino dos veces en la misma noche. Tú lo contarás mejor, así que yo escucharé
mientras hablas, cubierto de manchas de pintura de tu última obra maestra. El amor que me
profesas brillará en tus ojos.
Me quedo paralizada en la tienda, atónita por la imagen que ha dibujado en una de sus escasas
incursiones en la broma. El pánico me oprime el pecho. ¿Por qué es tan fácil representar esa
escena? ¿Por qué se cuela en mis pensamientos y se instala en ellos suspirando intensamente
«ojalá»?
–Eso... –Me muerdo el labio. Con fuerza. Para no decir algo absurdo, del tipo «eso me parece
absolutamente perfecto». Eso está muy bien. Deberías decirlo después, cuando te oigan todos.
Cuando me estés mirando con los ojos abiertos de par en par y alguien decida que es
socialmente aceptable preguntar cuándo vamos a tener hijos.
–¡Ya estáis hablando de hijos! –grita Sula en el despacho.
–Tengo que irme –digo a Jamie–. Aquí las paredes oyen.
–Cornelius te recuerda que cuando vengas a casa no te separes de tus amigos y tengas cuidado
con los suelos desiguales.
–Dile a Cornelius que tendré cuidado –digo sonriendo.
–Bien –dice–. Hasta pronto.
Cuando dejo el teléfono sobre el mostrador, Toni lo coge y se queda mirando la pantalla, en la
que sale la foto de Jamie conmigo en el invernadero.
–No puedo con vosotros dos.
Sula aparece por la puerta sentada en su silla de ruedas.
–¿Hay alguna foto nueva?
–¡No! –respondo–. ¿Es que no tenéis vida propia?
Toni se acerca a Sula con mi teléfono para admirar mis fotos entre los dos.
Las fotos de nuestro éxtasis están funcionando como un hechizo. Los intrusos están más
pendientes de nosotros que nunca. Jules no deja de intentar sonsacarme detalles jugosos.
Margo me dijo que estaba resplandeciente. Christopher me envió un mensaje en plan hermano
mayor, diciendo: «Más le vale cuidarte bien, o si no...». Y Sula y Toni no paran de entrar en
Instagram en el trabajo haciendo ruiditos de besuqueos.
Sula, suspirando con aire soñador, dice:
–Se le da bien dar besos, ¿verdad?
–Sí. –Falsos o no, el tipo sabe darlos.
Una extraña sensación me recorre la piel cuando recuerdo el que nos dimos por encima del
tablero de ajedrez en Boulangerie. Cómo me aspiraba y gruñía de placer. Como si fuera de
verdad. Como si todo esto fuera real.
Pero, por supuesto, no lo es. Aquel beso no fue por placer. Fue por venganza y, sí, también es
posible que fuera porque besar a Jamie no resulta penoso. Me encantó besarle sabiendo que su
asquerosa exnovia podía estar mirando y sintiendo celos en su apergaminado corazón.
Claro que no solo lo besé para castigar a su exnovia. Besé a Jamie porque me gusta besarlo,
porque aunque no siempre hablamos el mismo lenguaje, no se pierde nada en la traducción al
besarnos. Porque puedo mostrarle con mi boca y mis caricias lo que a menudo no sé cómo
decirle. Temo pifiarla con palabras.
Pero esos sentimientos no son territorio de la falsa relación, así que van a parar al armario
mental, ya bastante abarrotado, de cosas de Jamie que he deslizado bajo la puerta.
Para distraerme, abro el cuaderno de dibujo por la página del cielo nocturno que estaba
dibujando y recorro las líneas con el dedo. Saboreo sus secretos y la delicia de haber
encontrado por fin algo de inspiración.
–¿Sí? –dice Sula–. ¿Te pregunto por los besos y eso es lo único que consigo?
Toni deja mi teléfono en el mostrador y me hunde el dedo en la cintura.
–Cuéntamelo. Yo te di un informe de cincuenta páginas sobre mi primer beso con Hamza.
–Úrsula, ruidosa comadreja en celo. Deja de meterte en mis cosas. Antoni, el informe del beso
fue idea tuya. Me habría encantado escucharlo, pero lo de tu primer beso con Hamza se lo
debiste de contar al cartero. No os voy a contar detalles de mi vida amorosa con Jamie, a
ninguno. Ni siquiera hablaré de nuestros besos.
Toni apoya los codos en el mostrador y se inclina con aire cómplice.
–¿Así que ya tenéis vida amorosa?
Le doy un empujón en broma.
–Lárgate.
Sula cacarea y vuelve a su despacho arrastrando la silla.
–Me encanta verla ruborizarse.
–Sobre todo cuando está dibujando a su musa –dice Toni.
Frunzo el entrecejo mientras tapo con la mano el dibujo del cielo nocturno tachonado de
estrellas y meteoritos. Es un encaje de constelaciones que oculta y al mismo tiempo revela, si lo
miras bien, unos amantes abrazados. Las piernas del hombre son largas, su cabello una maraña
de rizos salvajes y el cuerpo de la mujer está pintado con estrellas. Intento no leer entre líneas
los abundantes paralelismos entre Jamie y yo que mi mano ha decidido crear.
–¡Ay! –grita Sula–. He pulsado un botón. La pantalla se ha vuelto de colores. Mayday,
mayday! Ayúdame, Toni.
Toni suspira y se dirige al despacho.
–No me pagan lo suficiente para esto.
Estoy a punto de apagar los iPads que utilizo para anotar las ventas cuando tintinea la
campanilla de la puerta y entra una mujer que es la encarnación de lo chic. Alta, de piernas
largas, con una hermosa mata de pelo caoba y ojos color miel. Lleva apenas un toque de
maquillaje y un lujoso abrigo de lana de camello.
Hay algo en ella que me resulta familiar.
–¿Está...?
Sus ojos se abren como platos cuando me ve. Luego mira a otro lado y carraspea. Me miro a
mí misma. Nada en mis ropas. Me toco el rostro con disimulo. ¿Tendré alguna mancha de
tinta? Acabo de mirar mi reflejo en el espejo del baño y no tenía nada. Me examino las manos.
Tampoco hay ninguna mancha de tinta. No se me ocurre por qué esta mujer se ha comportado
así al verme, aunque también es verdad que a algunas personas los tatuajes les parecen algo
alarmante. A Jamie le pasó la primera vez que nos vimos.
–¿Está abierto todavía? –pregunta, recobrándose al parecer y evitando mirarme a los ojos–.
Siento llegar en el momento del cierre.
–No hay problema –digo, cerrando el cuaderno de notas y dejándolo a un lado
discretamente–. Dígame si puedo ayudarla a encontrar alguna cosa esta tarde.
La mujer se recoge tras la oreja un brillante mechón de pelo caoba.
–Gracias.
Vuelvo a mi dibujo y la miro a hurtadillas mientras se mueve por la tienda. Veo que elige el
paquete de sobres y cartas más caro de toda la tienda, una tarjeta gruesa y anticuada con un
borde opalescente y dos plumas estilográficas de gran calidad. Luego, lentamente, se acerca a
la pared de tarjetas de cumpleaños. Se muerde el labio y frunce la frente mientras mueve lo que
lleva en los brazos procurando que no se le caiga ningún artículo.
–¿Quiere que se los guarde? –pregunto.
–Ah –dice mirándome y esbozando una ligera sonrisa–. Me vendría bien.
Salgo de detrás del mostrador alisándome la falda y compruebo rápidamente si no voy
desarreglada por detrás. Desde el día de la bolera me obsesiona la posibilidad de que un
dobladillo se me meta entre las bragas.
Cojo una cesta que hay al lado de la mesa expositora y meto cuidadosamente en ella los
artículos. La mujer parece distraída mirando las tarjetas de la pared.
–¿Está buscando algo más? –pregunto.
–No estoy segura... –dice, mordiéndose el labio–. Quizá algo romántico, pero sutil.
–Entiendo. –Mis obras son la elección obvia. Señalo unos diseños populares–. Esas son
buenas opciones para lo que desea.
Sigue la dirección de mi mirada y frunce el entrecejo, acercándose.
–¿Por qué? Los diseños parecen abstractos.
–Lo son –digo, sacando una tarjeta de las estrechas estanterías–. Y hay algo más. –Trazo con
el dedo el dibujo escondido–. Aquí, por ejemplo, hay dos amantes. Fíjese, uno está acostado
con los brazos atrás mientras el otro...
–Ah –responde rápidamente.
Levanto la cabeza y veo que tiene los labios fruncidos y una expresión de ligera sorpresa.
–Lo siento, si es demasiado atrevido puedo enseñarle otra cosa.
–No –dice de nuevo rápidamente, acercándose a coger la tarjeta–. No, es la idea que quiero.
Pero quizá... –Mira la pared de estanterías y se fija en uno de mis diseños favoritos–. ¿Eso es
un corazón?
–Lo es.
Sonríe y veo unos dientes blancos de anuncio de dentífrico. Me hacen parpadear.
–Perfecto.
–Un corazón es, por supuesto, el símbolo clásico del amor y...
–No –dice, interrumpiéndome. Alcanzándola con facilidad, coge la tarjeta del estante y la mira
fijamente–. Esta no. Soy cirujana cardiaca. Pero ¿qué pasa con el diseño de los amantes? No lo
veo.
–Normal. A veces es por la perspectiva. Mirar la imagen desde un ángulo diferente puede
revelarlos. –Espero un momento, advierto que se irrita y que mira ceñuda la tarjeta–. ¿Quiere
que se lo indique?
Aspira con fuerza por la nariz y se endereza.
–Sí, por favor.
Señalo la forma en que dibujé el corazón: los ventrículos y las aurículas, el flujo de sangre
oxigenada y desoxigenada, todo dibujado con gran detalle a base de flores.
–Fíjese en el tono y la forma de esas flores, si los sigue con la mirada, verá dos personas
abrazadas en posición de darse placer mutuamente.
Dilata los ojos.
–Ah, ahora lo veo. Bien. Desde luego, es original.
–Es la colección Deseos de Papel.
–Pues claro, ¿verdad? Es perfecta –dice mirando la tarjeta–. Me la llevo.
–Muy bien, la registraré. –Miro por encima del hombro a la mujer, que ahora tengo a mis
espaldas, y la descubro observándome con aire crítico otra vez–. ¿Puedo ayudarla a encontrar
alguna otra cosa?
–No, gracias.
Le cobro en un periquete y meto la tarjeta y el sobre en una pequeña bolsa con un lazo que
nunca estará tan bien hecho como cuando lo hace Toni.
–Gracias de nuevo –dice, echándome otra mirada curiosa antes de rebuscar en el bolsillo de
su abrigo y sacar el teléfono móvil.
–De nada. Que tenga una buena tarde.
La mujer se aleja del mostrador mirando su teléfono. Entonces me doy cuenta. Es su espalda
lo que reconozco cuando se va.
Es la exnovia de Jamie.
p
Cuando ya falta poco para llegar al piso, adelanto corriendo a mis amigos con la excusa de que
necesito mear. Casi me caigo de bruces dos veces, pero tengo que llegar a casa lo antes posible.
Estoy flipando. Necesito respuestas.
–¡Ah, ya has llegado! –dice Jules en la cocina–. Aquí están los tacos. Tómate un vaso de
sangría.
Nuestro piso rebosa de comida mexicana y música suave, de grupos de personas hablando y
riendo. Jules conoce mi umbral de resistencia y es muy buena tratando de no sobrepasarlo. Ni
demasiada gente ni demasiado ruido. Lo justo para ser placentero y no agobiante.
Pero no puedo disfrutarlo. No puedo evitar el recuerdo de la exnovia de Jamie en la tienda.
La tarjeta que compró no sería para él, espero. ¿Acaso el vernos en Boulangerie la puso celosa?
¿Le hizo desear a quien ya no puede tener?
Un pequeño rincón de mi mente (el racional) no deja de decirme que estoy haciendo el
ridículo al preocuparme por si mi seudonovio me está siendo infiel o, peor aún, por si está
utilizando la seudorrelación para recuperar a su antigua novia. Esta misma parte racional me
dice que no te reconcilias con quien te trata como él me contó que lo trataba ella.
Y para darle crédito, estoy casi segura de que es así. Uno de mis mayores defectos es lo mucho
que siento, lo mucho que me preocupo. Me he dado cuenta de que si mis temores sobre ella
son ciertos, me dolerá. Profundamente. Y no debería ser así. No debería importarme lo que
hace mi seudonovio. El hombre que para mí es la encarnación de lo que no quiero: tranquilo,
formal y bien planchado, lo opuesto a mi azaroso y fantasioso caos; un hombre que utiliza
palabras de cinco sílabas, salva niños y come cuatro carbohidratos al año, mientras que yo
tengo un trabajo de dudoso porvenir, tengo los neumáticos profesionales pinchados y subsisto
a base de azúcar refinado y raviolis en lata.
Eso es lo que hace que me tiemblen las manos y que el corazón me dé saltos en el pecho. A
pesar de mi esfuerzo por controlar toda esta mierda, para que nuestras citas tengan sentido y
cada una de nuestras caricias sean únicamente para esta seudorrelación y sin otro objetivo que
la venganza... sigo siendo vulnerable y apenas puedo contener las lágrimas.
–Bibí –dice Jules ofreciéndome un vaso de sangría–. ¿Qué te pasa?
Tomo un trago largo, esperando que el alcohol me adormezca el dolor.
–¿Qué sabes de la exnovia de Jamie?
Jules arruga la nariz.
–Oh, pues no mucho. ¿Por qué?
–Cuéntame lo que sepas. –Miro alrededor, pero no veo a Jamie. Debe de seguir escondido en
mi dormitorio, con Cornelius.
–Está bien –dice Jules lentamente–. Recuerdo que Jean-Claude dijo que también era médico.
Pero cirujana. ¿Del corazón, puede ser?
La ex de Jamie es cirujana cardiaca. Y yo dibujo genitales escondidos en tarjetas para ganarme
la vida.
La débil y estúpida fantasía de Jamie Westenberg viéndome como algo más que la chica torpe
que no soporta las verduras y va por ahí con la falda metida entre las bragas se disuelve,
dejando un dolor vacío en mi pecho.
–Es una tradición de familia –dice Jules–. Sé que su padre es famoso por algún procedimiento.
Y sí, creo que tiene que ver con el corazón. ¿Por qué?
Era ella. La mujer de Edgy Envelope tiene que ser su ex. ¿Cuántas mujeres se parecen por
detrás a la antigua novia de Jamie y son cirujanas cardiacas? Eso explica por qué me miraba de
aquella forma tan rara. Debió de reconocerme de Boulangerie.
–Bea, ¿qué está pasando? –pregunta Jules.
Parpadeo para olvidar mis pensamientos y fuerzo una sonrisa.
–Nada. Gracias. Solo es curiosidad.
–¿Estás segura...? –dice, acercándose.
–¡Jules! –grita alguien–. El horno se ha apagado.
Mi hermana suspira.
–No pasa nada, Jujú. Estoy bien. Ve a cumplir como anfitriona.
–No te vayas muy lejos –dice, cogiendo mi vaso casi vacío–. Volveré con más sangría.
En cuanto se aleja, veo a Jamie al fondo del pasillo, cerrando la puerta de mi habitación con
cuidado. Mi corazón da un triple salto mortal, suplicando encontrar una cuerda de confianza
que me salve. Pero ahora mismo solo hay un miedo gravitacional que tira de mí hacia abajo, un
ventarrón que ahoga todos los demás sonidos.
Jamie levanta la cabeza y, al verme, sonríe al genuino estilo Jamie, mirándome a los ojos
mientras acorta la distancia que nos separa. Veo que sus labios forman la palabra «hola». Lo
miro sin palabras mientras me quita el bolso del hombro y se lo pone en el suyo.
–Bea –dice, rodeando mi espalda suavemente con el brazo y guiándome al interior, lejos de la
puerta–. ¿Qué pasa?
Margo maldice el cochecito infantil cuando entra en casa detrás de mí.
–¿Alguna vez la habéis visto bloqueando una puerta y mirando boquiabierta a una persona?
–No –dice Sula, entregando a Jules a su hija Rowan para plegar el cochecito–. Pero me
recuerda mucho la cara que pusiste cuando me viste por primera vez.
–Yo no estaba boquiabierta –dice Margo con ironía.
Sula da un bufido y deja el carrito contra la pared de los abrigos.
–No, claro. Dejemos solos a los tortolitos.
Cuando ya se han ido en busca de bebidas y comida, entran Toni y Hamza, cuelgan los
abrigos y también se van.
Jamie me mira fijamente, con la mano en mi espalda.
–¿Te encuentras bien?
La respiración se me queda atascada en la garganta, señal de que están a punto de saltárseme
las lágrimas.
–No estoy segura.
–¿Qué ocurre?
La preocupación que refleja su rostro empeora aún más mi dolor.
–Yo... –Los ojos se me humedecen.
–Bea... –Jamie me atrae hacia sí para darme un fuerte abrazo que no sabía lo mucho que
necesitaba. Sus fuertes brazos me envuelven mientras me acaricia la cabeza con una mano. Sus
dedos se deslizan suavemente en mi cabello, una caricia reconfortante que hace que broten las
primeras lágrimas.
–¿Qué necesitas? –pregunta en voz baja y cálida, con la boca en mi oído–. ¿Quieres ir a un
lugar más tranquilo?
Niego con la cabeza, rodeando su cintura con los brazos. Es tan esbelto y macizo... Huele
como un paseo matutino por el bosque. Y cuando cierro los ojos, lo imagino fácilmente...
Nuestras manos enlazadas, solo el sonido de la vida salvaje entre los árboles, ramitas
partiéndose bajo nuestros pies, el débil rugido del cercano mar.
Suspirando, digo con la boca en su pecho:
–Basta con esto.
Capítulo 22
Jamie
J amie no exageraba. Dibuja fatal. Nunca lo había visto tan hundido, ni siquiera después de
decidir que un chupito de tequila era una buenísima idea. La valentía del borrachín y todo
eso.
Jamie señala el papel de nuevo y lo apuñala con el rotulador.
–¡Jamie, señalar no sirve de nada! –digo, tirándome de los pelos–. Ya he dicho absolutamente
todas las cosas que se me han ocurrido.
–Es tremendo –dice Toni–. Todas relacionadas con los genitales.
Le tiro un cojín a la cabeza.
–Nos vamos –dice Margo, mientras Sula pasa por delante de ella empujando el cochecito
infantil–. Nuestra prole ya se ha hartado de vosotros.
Los gritos de Rowan confirman sus palabras. Les lanzo un beso con la mano y luego me
vuelvo a mirar a Jamie, que está de pie, con la cabeza echada atrás, sacudiendo los puños a los
dioses del Pictionary, que no le hacen ningún caso.
Ladeo la cabeza y entrecierro los ojos.
–¡El tiempo se acaba! –dice Hamza.
Empiezo a ver algo. Algo que la cabeza ladeada y los ojos entrecerrados revelan gradualmente.
–¡Una carretilla! –grito.
Jamie clava el rotulador, como un receptor de fútbol americano que toma mi respuesta por un
ensayo. Entonces se me acerca y aplasta mi boca con la suya.
Jadeo entre sus labios mientras me levanta y se rodea la cintura con mis muslos.
–¡Eh! –grita Christopher–. ¡Buscad una habitación!
–Con mucho gusto –dice Jamie, medio riendo, medio gruñendo, mientras me besa con más
fuerza.
Risas y vítores llenan la habitación, pero yo apenas los oigo cuando sus manos suben por mis
muslos y se hunden en mi carne. Me lleva hacia las sombras del pasillo y me apoya contra la
pared.
–Es la peor carretilla que he visto en mi vida.
Sus manos siguen subiendo hasta deslizarse bajo mi vestido y curvarse alrededor de mis
nalgas.
–Lo siento –gruñe–. No debería haber llegado tan lejos...
–No me estoy quejando –digo acariciando sus macizos brazos, palpando cada músculo
flexionado al sujetarme–. No me estoy quejando en absoluto.
–Creía que era el tequila –dice, después de un largo y profundo beso–, pero estoy borracho de
victoria. Adrenalina. Endorfinas. A toneladas.
–Yo también –susurro, echando la cabeza atrás y ofreciéndole el cuello.
A alguien le ha parecido divertido poner a Barry Manilow en el equipo de música y las
carcajadas aniquilan nuestra intimidad. Miro a Jamie; ambos tenemos la respiración
entrecortada.
–¿Jamie?
Sus ojos están en mi boca, sus mejillas coloradas.
–¿Sí, Bea?
–Vámonos de aquí.
La realidad asoma por los bordes de mis pensamientos, pero la alejo de un empujón. Se
supone que solo podemos hacer esto en público. Fingir, interpretar, atraer a los entrometidos a
nuestra trampa. Pero ahora mismo no quiero pensar en ellos. No quiero que vean lo que
quiero hacer a continuación.
Jamie me besa otra vez y me deja en el suelo.
–Vámonos.
Quizá sea el tequila, o nuestra victoria al Pictionary, pero soy toda temblores y risa nerviosa.
Jamie me pone el abrigo sobre los hombros, se cuelga la bolsa y luego se inclina para
levantarme y me carga sobre el hombro, abriendo la puerta de un tirón.
–¿Adónde vais? –grita Jules.
–¡A buscar esa habitación que nos dijisteis! –responde Jamie antes de cerrar de golpe.
–Mi madre. –Contemplo su trasero a mis anchas cuando Jamie baja la escalera cargado
conmigo–. Estás en forma, ¿eh? ¿Cada cuánto haces ejercicio?
–Casi todos los días.
–¡Vaya, James!
Me aprieta las piernas con más fuerza.
–El ejercicio ayuda.
–¿Ayuda a qué? Uuuff. Tengo que ponerme en pie. La sangría y el tequila necesitan tener la
gravedad de su parte para no salirse de mi cuerpo.
Cuando llegamos al final de la escalera, se agacha y me deja en el suelo, operación que incluye
un deslizamiento por su cuerpo dolorosamente delicioso que hace que me falte la respiración
algo más de lo que debería, puesto que lo único que he hecho ha sido dejarme llevar como un
saco de patatas.
–Ayuda en muchas cosas –dice, continuando la conversación–. Para dormir. Para la ansiedad.
Me inquieto si no hago ejercicio.
–¿Qué clase de ejercicio? –pregunto.
Me mira fijamente y empieza a retroceder para abrir la puerta de la calle.
–Correr, levantar pesas. ¿Qué hace Beatrice para quemar energía?
–Beatrice pasea. Hace yoga. Y a veces va a nadar.
Una semisonrisa aparece en su rostro.
Le doy un golpecito en el estómago.
–¿De qué te ríes?
–De nada –dice.
–¿Qué te parece tan divertido de mi ejercicio? Siento no ser una fanática de los maratones
como tú, James.
Ríe tosiendo.
–¡Pero si no he dicho nada!
Le pellizco el costado, tratando de buscarle las cosquillas. De su boca brota un grito
inhumano.
–Oh, mierda –digo, abriendo los ojos con malvada alegría–. Tienes cosquillas.
–Beatrice, no. –Levanta las manos, acelerando el paso–. Cosquillas no.
–Te has reído de mis ejercicios infantiles, así que lo pagarás. –Le pellizco y le hago más
cosquillas, haciendo que grite de nuevo.
Yo me parto de risa. El chillido de Jamie es el mejor sonido que he oído en mi vida.
–¡Beatrice! ¡Para!
Busco su otro costado y él apenas consigue rehuir.
–No me jodas.
Entrecierra los ojos y echa a correr por la acera.
–¡James! –grito, resoplando y bufando tras él–. ¡Yo no corro! ¡No estoy tan en forma como
tú! ¡Me voy a dar un morrón!
Jamie se detiene y se da la vuelta, pero no consigo frenar a tiempo y tropiezo con él.
–¡Ayyy!
–No puedo arriesgarme a que te desfigures –dice–. Ni siquiera para escapar del monstruo de
las cosquillas.
Se me escapa una risa tonta. Él también ríe. Estamos un poco achispados. Y hay algo
diferente. Algo no dicho en voz alta.
–Vamos –decide, cogiéndome la mano. No se me escapa que con esto hace prácticamente
imposible que le haga cosquillas, a menos que me vuelva y lo intente con la otra mano, lo cual,
con mi poco alcance, tampoco es muy posible.
–Me comería una pizza –murmura.
–¡Pizza! –exclamo–. ¿Quién eres tú y qué has hecho con el auténtico James Benedick
Westenberg?
–¡Ja! –exclama, mirándome con diversión–. Jamie el aburrido resulta no ser tan aburrido,
¿eh? ¿Mmm? Puede pedir pizza un viernes por la noche, cargadito de tequila como va.
–Un chupito, James.
–Estoy algo achispado –admite.
–Y supongo que querrás una artesanal hecha en horno de leña, ¿no?
Sonríe y me rodea con el brazo.
–Quizá.
Apresurarse en el frío aire nocturno es como un salto en el tiempo... La rapidez con que
recorremos la acera, riendo como tontos por nada, antes de estar a salvo en su casa.
Ya dentro del piso, me quito las botas sacudiendo los pies, recorro los seis pasos que hay hasta
su sofá y me desplomo de golpe.
–Oh, mierda, sí –gruño–. Todo el sofá para mí. Silencio. Mucho mejor que en mi casa. ¿Por
qué hacemos eso? Estar con gente. Puaf.
–¡Venganza, Beatrice! –dice Jamie–. Mmm.
Mira alrededor como si buscara algo.
–¿Todo bien por ahí, grandullón?
–Necesito el teléfono –dice, frunciendo el entrecejo.
–¿Para pedir la pizza?
–Todavía no. La buena pizza requiere tiempo. Y decidir dónde pedirla requiere más tiempo
aún.
–Eres deliciosamente raro.
–Lo mismo digo –dice. Se quita las gafas, las deja en la encimera de la cocina y empieza a
vaciarse los bolsillos–. ¡Ajá! –Levanta el teléfono, que parpadea anunciando que hay un
mensaje sin leer–. Necesitaba el teléfono para que dejara de zumbar. Es un mensaje de mi
compañero de piso. –Entorna los ojos–. Dice que no va a venir a casa. Dime algo que no sepa,
Jean-Claude.
Le hago una pedorreta a distancia.
–Tampoco vamos a echarlo de menos. Aunque es raro que no estuviera esta noche en mi casa.
Siempre está allí.
Dejando el teléfono en la encimera con un descuido muy poco propio de él, dice:
–Estaba enfadado por algo. Le pasa cuando no consigue lo que quiere.
–¿Por qué estaba enfadado? ¿Qué es eso que no consiguió?
–Vete a saber. –Jamie entra en la cocina–. Tu hermana parecía haber llorado cuando llegué a
tu casa. Imagino que habrán tenido bronca, lo que normalmente significa que Jean-Claude no
consiguió exactamente lo que quería y se puso hecho una furia.
La inquietud me sube por la columna. ¿Por qué Jules no me lo ha contado?
–¿Quieres algo de beber? –pregunta Jamie.
Estoy a punto de seguir indagando sobre Jean-Claude, pero su trasero me descoloca cuando
se agacha para acariciar a los zombigatos, que están dormidos en sus camitas al lado de la
ventana.
–¿Bea? –pregunta, sobresaltándome.
–¿Qué? ¿Una bebida? Sí. Claro.
–A ver qué tenemos aquí. ¿Licor? –Jamie abre la puerta de la nevera y la cierra de golpe–.
Nada. Aquí no hay licor.
Miro por encima del hombro, procesando lo que acabo de ver en el atestado frigorífico.
–James, ¿qué coño hay ahí? ¿Te estás preparando para el fin del mundo? ¿Eres un survivalista
secreto?
–Se supone que no debías verlo –dice sin mirarme.
–Bueno, ahora tienes que contármelo.
–Vamos a tomar un té –dice–. Al principio estaba pensando en el tequila, pero visto cómo se
siente mi estómago, puede que no sea muy buena idea.
Bajo del sofá y me acerco a hurtadillas al frigorífico. En el momento en que estoy a punto de
abrirlo, su mano se planta en la puerta, manteniéndola cerrada. Levanto los ojos hacia Jamie,
empotrada como estoy entre él y la nevera.
–¿Qué hay dentro? –pregunto.
–Es... –Jamie desvía la mirada y baja los ojos al suelo–. Es puré.
–¿Qué? Bueno, no es ninguna vergüenza acumular puré.
Con los ojos aún en el suelo, dice en voz más baja:
–Para ti.
–¿Para mí? –El corazón me da un salto en el pecho–. ¿Me has preparado puré?
Se ruboriza y carraspea.
–He preparado cuatro purés de verduras con mi superbatidora, todos diferentes, y los he
congelado. Iba a dártelos, pero no había reparado en que era demasiado, ni en si te iba a
gustar. Así que... se quedaron ahí. Cada vez que los veo cuando voy a coger hielo me siento
como un tonto presuntuoso. Es decir, cada mañana. Para el zumo del desayuno.
–Jamie.
Siento como si algo hubiera despertado en mi corazón y se estirase, buscando más espacio.
Jamie no dice nada, pero el rubor de sus mejillas aumenta.
Un grueso mechón de pelo le cae sobre la frente, medio tapándole el ojo derecho. Se lo retiro
y meto mis dedos entre su pelo, acariciando su sedosa suavidad.
–Hiciste cuatro purés de verduras. Para mí.
–Necesitas comer verdura –dice en voz baja, acariciándome el cuello con la punta de los
dedos, recorriendo mi tatuaje del abejorro–. Y mi batidora de última generación puede hacer
que su textura te resulte agradable.
–Se supone que mi seudonovio no tendría por qué mimarme más que a nadie –susurro.
Jamie cierra los ojos y apoya su frente en la mía.
–A veces, Beatrice, mi único deseo es mimarte más que a nadie.
El corazón se me sale del pecho y se pone a bailar en el cielo estrellado.
–¿Ah, sí?
Asiente con la cabeza.
–Aunque sé que no debería.
Lo miro fijamente, aterrorizada por lo que ha dicho. Y más aterrorizada aún porque es lo que
más deseo oír.
–No debería estar aquí, a solas contigo –dice, rodeándome lentamente con un brazo y
cogiéndome la mano–. No debería querer abrazarte así, ni bailar en la cocina mientras hierve el
agua para el té. Pero no puedo parar.
En la primera vuelta que da, tropiezo con su pie y le doy un rodillazo en el muslo,
cargándome el romántico momento.
–Buen intento, James –digo irritada, llena de vergüenza–, pero esta mujer no baila.
Jamie me mira inexpresivo.
–Lo estabas haciendo bien. Solo tienes que dejar que te guíe. –Continúa el baile, apoya la
barbilla en mi cabeza y suspira–. Es un buen ensayo para la fiesta de cumpleaños de mi padre.
–¿Qué es eso?
–Será una fiesta acartonada, como siempre. Corbata negra. Orquesta en directo. Un vals.
Me quedo paralizada.
–Jamie, no bromeo. No sé bailar.
–¿Nada de nada?
–Nada de nada. No sé coordinarme.
Se detiene y me mira.
–Un vals no necesita coordinación, sino memoria. ¿Quieres aprender?
–¿Podría?
La palabra sale de mi boca antes de que pueda tragármela, como me trago todas las cosas
absurdas que quiero expulsar.
Quiero reírme así todas las noches, echar un polvo en la encimera de la cocina, acurrucarme
en la cama, jugar al ajedrez, compartir magdalenas y no parar nunca.
En el gran plan de la historia, puede que lo peor que ha ocurrido no haya sido un pícaro
«¿podría?».
Me coge de la mano y me lleva al salón. Busca el mando a distancia y conecta el teléfono con
el televisor para repasar una lista de música clásica.
–Jo, tío –gruño–. ¿De veras vamos a hacerlo? Te advierto que va a ser un desastre.
–No me importa. –El piso se llena de música de instrumentos de cuerda. Jamie me atrae hacia
sí–. No nos llevará mucho tiempo.
p
No es que dude de la competencia de Jamie como pediatra, pero lo que está clarísimo es que
es muy bueno con los niños.
Porque me estoy portando como una niña.
Tropiezo con mi propio pie y lanzo una queja aguda que hace palidecer los instrumentos de
cuerda.
–Ya está bien, Bea. El baile requiere tiempo y práctica.
–Llevamos practicando treinta minutos y bailo peor que cuando empezamos.
Jamie no sabe mentir. Por eso cierra la boca y no dice nada durante un rato.
–No bailas peor, es que eres...
–Torpe. Patosa. Horrible. Te he pisado una infinidad de veces. Seguro que te he roto un
dedo...
–Beatrice.
La voz grave de Jamie me deja helada, aunque también hace que algunas partes de mi cuerpo
se pongan muy calientes.
–¿S... sí?
Tiene la mano apoyada con firmeza en mis riñones.
–Respira. Más de una vez, a ser posible.
Lo hago. Inhalo lentamente y luego expulso el aire. Repito.
–Bien –dice carraspeando–. Vale. Y ahora voy a hacer esto más fácil y a la vez más difícil.
–¿Qué? Eso no tiene sentido.
–Lo tendrá. –Me estrecha con más fuerza y nuestros cuerpos se funden. Pecho. Caderas.
Muslos.
Ahora soy consciente de cada centímetro de su cuerpo.
–Ya, vale. Te sigo.
Jamie aspira profundamente por la nariz, mirándome a los ojos.
–Piensa en ello como en hacer el amor.
–¿Qué? –chillo.
El rubor invade sus mejillas.
–Ya te lo he dicho. Más fácil y más difícil. Sigue mi ritmo. Cuando dos personas están juntas...
–Sí –susurro.
–Es así –dice en voz baja, con su mano abierta en mi espalda, acercándome. Mis dedos se
hunden en su camisa. Soy un metro setenta de anhelo–. Los cuerpos encuentran un ritmo, un
toma y daca que les va bien. ¿Entiendes?
Asiento con rapidez.
–Eso creo. O sea, sí.
–Pues deja que te guíe al principio. Sigue mi ritmo y encontrarás el tuyo propio. Yo me
ajustaré y luego estaremos... bailando.
Me aferro a sus hombros con más fuerza.
–¿Lo prometes?
Su mirada se fija en la mía mientras me recorre con un dedo la base de la columna vertebral.
–Prometido.
Jamie espera al momento exacto de la música y nos quedamos quietos. Mirándonos. Los
cuerpos entrelazados.
–Normalmente no hay que acercarse tanto –dice como si me leyera la mente–. Pero te ayudará
a aprender.
Su muslo izquierdo presiona mi pierna derecha y retrocedo, tratando de recordar los pasos.
Atrás, de lado, cerca. Adelante, de lado, cerca.
–Bea. –Abro los ojos y lo miro–. No lo pienses –dice–. Solo sigue mi cuerpo.
–Vale. –Lo abrazo con fuerza, temiendo con nerviosismo el momento en que daré un paso en
falso y volveré a pisarle el pie. Pero con Jamie tan cerca, metiéndome en el ritmo, cada vez lo
pienso menos y me resulta más fácil sentir...
La mano de Jamie abierta en la curva de mi espalda.
Sus largas y fuertes piernas guiando las mías.
Sus macizos brazos guiándome adelante, de lado, atrás.
Miro su boca, siento que pierdo el control. Quiero bailar hasta que sea algo más. Quiero que
Jamie me desee como yo lo deseo a él. Pero no puedo arriesgarme a sabotearlo todo... no solo
la venganza, sino esta frágil amistad que estamos construyendo.
Así que intento distraerme. Aparte de mirar a Jamie, lo único que queda es mirar abajo, donde
veo nuestros cuerpos moviéndose con un ritmo constante, giratorio. No ayuda.
Y Jamie tampoco ayuda. Está en silencio. Y cuando lo miro a los ojos, su mirada es intensa,
clavada en mí, y tan ardiente que casi le piso el pie. Él se da cuenta y me aleja al dar el siguiente
paso, sin dejar de mirarme a los ojos.
–¿Algún otro, ejem...? –digo aclarándome la garganta–. ¿Algún otro baile de etiqueta que
deba aprender?
Jamie inclina ligeramente la cabeza, buscando en mis facciones.
–Bueno, cuando es un baile íntimo como el vals, puedes mirar a los ojos del otro. Pero sé que
para ti no siempre es cómodo. Así que puedes mirar a otro lado.
–¿A cualquier otro lado? –digo en son de burla, enarcando las cejas.
Jamie no sonríe mientras me mira.
–Sí, mientras sea a mí.
El mundo se vuelve de color rosa y dorado iridiscente al oír estas palabras, mientras Jamie nos
mueve con la gracia constante del vals.
–Creo que puedo hacerlo –digo, mirándole la boca.
–A veces –dice tan bajo que apenas lo oigo–, a veces al bailar besas.
Me humedezco los labios, mi mano se desplaza desde su hombro hasta la base del cuello. Mis
dedos se deslizan por los sedosos mechones de su pelo.
–Creo que eso también deberías enseñármelo.
Sus labios rozan los míos, tan suavemente al principio que casi dudo que estén ahí. Pero
entonces su boca encuentra la mía, profunda, ansiosa. Cuando abro los labios, su gruñido me
llena la boca, mientras su mano baja por mi espalda estrechándome contra su cuerpo hasta que
no hay duda de cómo nos está afectando el baile. Mis senos oprimen la anchura de su duro
pecho, los pezones se me ponen erectos y sensibles al frotarse contra él. Un dolor dulce y
ardiente se apodera de mí. Desesperada, impaciente, me inclino sobre él, con ganas de mucho
más.
Me detengo de golpe, rodeando el cuello de Jamie con las manos, y como si fuera una
coreografía, él me rodea la cintura y me estrecha con más fuerza. Nuestras bocas se abren y las
lenguas bailan como lo hicieron nuestros cuerpos, con un frote sensual, rítmico que hace que
me derrita en sus brazos.
–Bea –murmura sin dejar de besarme.
Lo beso con más fuerza, enredando los dedos en las hermosas ondas de su pelo.
–Jamie.
–¿Qué quieres? –dice con voz ronca.
La pregunta me sacude de un lado a otro. No porque no sepa qué quiero, sino porque tengo
la respuesta en la punta de la lengua, sobrecogedora e innegable. Tratándose de dos únicas
palabras, se diría que es fácil. Pero se necesita valor, una fuerte bocanada de aire que llene mis
pulmones antes de pintar el espacio que nos separa con una sola respuesta luminiscente:
–A ti.
Apenas se separa de mis labios para cogerme en brazos, echar a andar hacia el sofá y dejarme
sobre los cojines. Mis piernas quedan abiertas sin vergüenza cuando se tiende sobre mí y me
besa lentamente.
Oh, Dios mío, es esto. Esto es lo que necesito. Besar a Jamie. Sentir su largo y pesado cuerpo
sobre mí. Suspiro sin dejar de besarlo, moviéndome cuando él se mueve, hasta que estamos
enlazados juntos, explorando con las manos, compartiendo besos profundos y húmedos.
Estos besos son nuevos en el caso de Jamie, desinhibidos y hambrientos. Recorre mis labios
con los suyos, invadiendo mi boca con su lengua, como me gustaría que invadiera todo mi
cuerpo con el suyo... con embates profundos y constantes que hagan que se me curven los
dedos dentro de los calcetines.
–¿Está todo bien? –susurra.
–Todo bien –digo, retirando las manos de su espeso cabello para recorrer su espalda hasta sus
duras y firmes nalgas. Su quejido resuena en mi boca cuando lo atraigo con más fuerza–. No
pares –digo–. Por favor, no pares.
–Dios mío, Bea. –Me recorre el muslo con la mano y me sube el vestido hasta convertirlo en
un charco vinoso en mi estómago–. Te deseo con todas mis fuerzas.
–Yo también te deseo.
Se rodea la cintura con mi pierna y siento su exquisita erección... dura, gruesa, pujando por
salir de sus pantalones. Adelanto las caderas, loca por rozarlo, por tocarlo, para que cada
centímetro de mi cuerpo se funda con cada centímetro del suyo. Busco su camisa y se la saco
de los pantalones para meter las manos bajo el algodón planchado. Suspiro cuando toco
aquella piel cálida, tensa, y los bordes duros de su estómago.
Lo empujo hacia atrás y le desabrocho la camisa frenéticamente, se la quito por los hombros y
le arranco la camiseta al mismo tiempo. Antes de que pueda apreciar su cuerpo al completo,
me quita el vestido y me vuelve a recostar sobre el sofá, poniendo su boca sobre mi pezón por
encima del suave algodón del sujetador. Sus dientes mordisquean con una suavidad de locura,
convirtiendo mis pezones en puntas duras y sensibles.
Siento la excitación en todas partes. En las yemas de los dedos, en los pies, dentro de mí y
exquisitamente cerca de la superficie. Entre mis muslos hay concentrado un pulso constante y
resonante que hace que mis caderas busquen las suyas. Nuestras bocas se encuentran de nuevo
y, cuando se tocan las lenguas, arqueo la espalda y rozo su pecho con los míos.
Y a partir de ahí, la cuestión ya no es si, sino cuándo.
Me pego a Jamie mientras se mueve sin parar sobre mí, la gruesa cabeza de su polla frota mi
clítoris a través del tejido. Meto la mano entre los dos y le acaricio el miembro por encima de
los pantalones, disfrutando de su dureza y su tamaño, bajando hasta donde está más hinchado
y tenso. Estoy demasiado ocupada disfrutando para pedirle algo más, pero me hago una
promesa. La próxima vez no habrá nada material que se interponga entre nosotros.
Es un frenesí, exactamente lo que imaginé la noche que nos volvimos un poco locos en la
bolera. Es una racha de embates frenéticos, una lujuria descorchada que ha estado en una
botella durante demasiado tiempo. Las risas y el deseo se desparraman cuando nos besamos,
cuando saboreo su barbilla, su mejilla, sus labios.
–Estás cerca –dice, mordisqueándome suavemente el cuello.
–S... sí.
–Quiero hacer que te corras. –Oh, Dios. Unas palabras muy sencillas, pero consiguen que mi
clítoris se hinche y mis pechos se vuelvan descaradamente necesitados de sus caricias–. Dime
qué necesitas.
Me ruborizo al decirlo, no porque me dé vergüenza, sino porque me parece muy sensual darle
órdenes. Saber que va a hacerlo.
–Más. Con más fuerza.
Gruñe como si mis palabras lo pusieran tan caliente como mis manos, que recorren su cuerpo,
y se pone a jadear cuando lo pillo por sorpresa y hago que se frote contra mí con más
intensidad.
Suspira y me mordisquea el labio inferior. De mi boca sale un grito inhumano de placer
cuando se lanza y mordisquea el tatuaje que me recorre el cuello. Me rasca el pezón con el
dedo y luego lo pellizca con fuerza. Es como si encendiera un interruptor y cayera por un
precipicio, jadeando en busca de aire.
–Jamie –digo.
Saboreo su sonrisa cuando susurra:
–Bea.
La desesperación se transforma en alivio cuando llego al orgasmo y Jamie me mira, ojos
oscuros, boca abierta. Deslizo la mano entre los dos, asiéndolo con fuerza a través de los
pantalones para que pueda golpear mi mano, hasta que él también se corre con cálidos,
húmedos espasmos de bienestar que traspasan el tejido y me humedecen el estómago.
Nos miramos los dos buscando aire. Entonces Jamie apoya la cabeza en el hueco de mi cuello
y da un largo y lento beso justo debajo de un dulce mordisco que ha quedado latiendo.
–Para que lo sepas –le digo sin aliento–, si me hubieras dicho que se baila el vals para esto, no
habría hecho ascos.
Su risa corretea sobre mi piel. Le rodeo con los brazos, con una sonrisa en mi cara. Aunque
no veo lo radiante que está, lo adivino por su forma de mirarme.
Yo estoy incandescente.
Capítulo 24
Jamie
P odríamos haber sido dos adultos maduros que habían accedido de común acuerdo a
provocarse mutuamente un orgasmo el viernes pasado, pero no puedo decir que fuéramos
eso exactamente. Me desperté en un sofá vacío, sin Bea a la vista. Le envié un mensaje
preguntando si había llegado a casa sana y salva. Dijo que sí. Y nada más.
Y entonces dudé que todo aquello hubiera ocurrido, si la había interpretado mal, si ella lo
lamentaba.
Desde entonces nuestros mensajes han sido breves y escuetos. Acordamos asistir al cursillo de
pintura por separado, directamente desde el trabajo. Por primera vez desde que comenzó todo
esto, Bea y yo nos comportamos con mucho tacto.
Y eso no me hace feliz.
Aunque no tan infeliz como a Bea, que se detiene poco antes de llegar a nuestro punto de
destino.
–¿Por qué estamos haciendo esto otra vez? –pregunta.
–Porque una hora con vino barato y pintura para aficionados puede dar lugar a unas fotos en
Instagram que serán muy significativas en nuestro camino de venganza. –Me subo las gafas por
la nariz y me vuelvo a mirar la fachada.
Se queda callada un rato y me vuelvo hacia ella. Y entonces veo que me observa fijamente.
Parpadea y desvía la mirada.
–Vale –dice–. Entrar, pintar, hacer fotos, salir. Es muy de Instagram.
–Exactamente.
Aunque esa no es la única razón por la que he querido salir con ella esta noche. Bea tiene
bloqueo creativo. No ha pintado desde que el bastardo de su exnovio cortó con ella. Desde
que me contó lo que él hizo, cómo la hirió, he estado a punto de cancelar esta última salida una
docena de veces.
Pero entonces pensé que si podía empuñar un pincel conmigo en aquel estúpido ejercicio,
podría ayudarla a sentirse segura para intentarlo de nuevo y disfrutar otra vez de algo que echa
tanto de menos.
¿He sido demasiado prepotente? Quizá me haya pasado. Igual que me pasé también el pasado
viernes. ¿Acaso Bea lamenta lo que ocurrió?
¿Y yo?
¿Todo?
–Bea –digo mirándola para decir lo que llevo días debatiendo entre hacer o no–. Si no te
apetece, no tenemos por qué hacer esto. Si he sido muy pesado...
–Maldita sea, Jamie, por favor, no te disculpes. No lo soporto –dice con un suspiro, mirando el
cartel escrito a mano y en cursiva que muestra un pincel en forma de T con un corazón rojo en
el extremo: PINTA PARA ALEGRARTE EL CORAZÓN–. Podría haber dicho que no. Y no dije nada. Así
que aquí estamos.
Recorro a Bea con la mirada cuando saca el bálsamo labial y se lo pone en la boca sin dejar de
mirar el cartel.
–¿Qué pasa? –dice, mirándome a los ojos–. ¿Tengo algo en los dientes?
Lleva una chaqueta color amarillo canario y el vestido es de un verde azulado oscuro que hace
que sus ojos brillen como piedras preciosas. Se ha puesto unos leotardos morados con
diminutas piñas doradas estampadas. Es todo tan... ella que me duele el pecho.
–No, Beatrice. Estás preciosa.
–No vas a halagarme diciéndome lo que ya sé. El verde azulado es mi color –dice, enarcando
una ceja y pasando por mi lado para abrir la puerta–. Espero que sirvan más de una copa de
vino durante este cursillo de mierda.
Nada más entrar se detiene en seco y tropiezo con ella.
–Sinceramente, Beatrice, a ver si uno de estos días somos capaces de vernos en público sin
sufrir accidentes.
Bea ha adoptado una expresión horrorizada al percibir algo que yo dudaría en llamar música,
un sonido que nos revienta los oídos.
–¿Qué es eso? –dice.
Escucho, tratando de distinguir los extraños sonidos que salen de los altavoces que nos
rodean. Pero antes de poder prestar atención unos segundos, aparece una mujer por la parte
trasera de la tienda, sonriendo ampliamente.
–¡Hooolaaa! –dice a gritos.
–Oh, Dios, no –susurra Bea.
La empujo suavemente hacia dentro.
–Seguro que solo está emocionada porque ve a los primeros clientes de la noche.
–James, no soporto a la gente así...
–¡Bienvenidos! –dice alegremente la mujer, indicándonos por señas que pasemos–. Entrad.
Entrad. Soy Grace, dueña de Pinta para alegrarte el corazón. Oh, qué dos. Qué hermosa
pareja, qué energía erótica tan radiante. Puedo sentirla ya.
Grace echa a andar delante de nosotros. Va vestida de pies a cabeza de rojo y rosa de tarjeta
de San Valentín. Lleva el pelo dorado recogido en un moño sujeto con horquillas en forma de
corazón. Cuando nos sonríe por encima del hombro, los cristales rojos de sus gafas de diseño
felino centellean y también las bisagras, que tienen forma de corazón y son de color rosa.
–Por aquí –dice, haciendo un gesto con la mano–. Este es vuestro puesto. Esperaremos unos
minutos a que lleguen los demás invitados. Supongo que no os importará.
Bea mira parpadeando la tienda de pintura, una antigua panadería a juzgar por el olor a pan y
a azúcar quemado que se sobrepone al débil tufo a pintura acrílica. Fijándose en los
abundantes cuadros que cubren las paredes, los caballetes vacíos y los extraños sonidos que
resuenan alrededor, Bea parece haberse quedado sin palabras.
Así que hablo yo.
–Gracias –digo a Grace–. Y no, no nos importará en absoluto.
–Qué encantador –dice, parpadeando y abanicándome con las pestañas–. Y qué alto. Oh,
vaya, vaya. –Suspirando, Grace da un paso atrás–. Bien, disculpadme. Volveré enseguida para
tomar nota de qué vino queréis. De momento, por favor, poneos cómodos.
Cuando Grace sale, señalo un taburete.
–Siéntate. Pareces aturdida.
Bea se sienta.
–Jamie, ¿qué es ese ruido?
Levanto la cabeza hacia un altavoz que hay encima de nosotros.
–Sea lo que sea, es horroroso.
–No lo soporto. –Bea se lleva las manos a los oídos. Cierra los ojos y se inclina hacia delante.
–Aguanta firme. Enseguida vuelvo.
Salgo y voy mirando los puestos de pintura vacíos hasta que encuentro a Grace levantando un
caballete que debe de ser el que utiliza para el cursillo.
–Grace.
La mujer levanta la mirada y deja caer el pincel.
–¡Oh! Dios santo. ¿Sí?
–Me preguntaba si... la... música...
–¿El gemido de las dos ballenas que se buscan? –dice.
–Ah, así que es eso.
–Sí –dice, suspirando profundamente–. ¿No es majestuoso?
–Majestuoso. Sí, desde luego. Sin embargo, es un poco... cómo lo diría, molesto para los oídos
al cabo de un rato.
–Lleváis aquí tres minutos –dice, frunciendo el entrecejo.
–Muy cierto. El caso es que mi... novia –digo, intentando sin éxito contener el placer que
siento en el pecho al pronunciar la palabra.
«Finge –dice la voz de la razón–. Todo es fingimiento».
–La música –prosigo–, resulta muy molesta para sus oídos. No es nada personal contra las
ballenas ni contra ti, pero a mi... los sonidos graves le resultan dolorosos, así que, si no los
reduces o los cambias, tendremos que irnos.
Grace me mira parpadeando, con los ojos llenos de lágrimas.
–¿No le gusta mi música?
–No se trata de si le gusta o no –explico amablemente–. Es que ciertos sonidos le hacen daño
físicamente. Y el sonido de...
–¿De la ballena jorobada del Pacífico Norte que llama a su pareja? ¿Llenando el océano con
los ecos de su pasión? –dice Grace–. ¿Eso le resulta doloroso?
–Sí. Repito, no es cuestión de gustos o preferencias. Se trata de que un espacio es intolerable
si suena así. Ya sé que no pretendes hacer ningún daño y es asunto tuyo decidir si alteras tu... –
digo, mirando los caballetes vacíos que nos rodean– la experiencia de tus clientes. Así que
tendremos que irnos a menos que encuentres algo igualmente «romántico» pero más suave
para los oídos.
Grace suspira ruidosamente.
–Bueno. Supongo que podré encontrar algo un poco menos inspirado, pero igualmente
apropiado para una apasionada noche de pintura.
–Maravilloso. Gracias. –Doy media vuelta y me detengo–. ¿No tendrás ese vino por aquí
cerca? Creo que a la señora le gustaría tomar un vaso.
p
–Bienvenidos –dice Grace– a una noche en la que invocaremos la ternura de nuestros
corazones y permitiremos que el arte nos vincule más estrechamente a nuestras parejas.
Bea toma un largo trago de vino.
–Esta noche es especial –nos dice Grace, a nosotros y a la otra pareja que ha llegado poco
antes de empezar. Se han sentado delante, dos personas ya mayores que apenas pueden dejar
de mirarse–. Pinta para alegrarte el corazón es una experiencia artística guiada de carácter
excepcional. No estáis aquí solo para copiar mis obras maestras...
Bea se atraganta con el vino.
Yo arqueo una ceja.
–Venga ya –susurra con voz ronca–. ¿Obras maestras?
Por suerte, estamos atrás y Grace no nos oye por encima de la melodramática música de
violines cuyo volumen tuve que pedirle que bajara. Dos veces.
–Estáis aquí –añade Grace– para pintar con el corazón, para expresar cómo veis a quien os
acompaña, con mi ayuda. Orientaré vuestra técnica mientras yo misma pinto a mi propia
pareja.
Esta vez casi me delato y me tapo a tiempo la cara con la mano y luego disimulo con un
carraspeo. Llega la pareja de Grace. Si tiene más años que yo, me como las gafas. Parece un
modelo de los que anuncian ropa interior.
–Joder –dice Bea.
–Oye –digo, atrayéndola hacia mí–. Estás conmigo.
–¿Qué? –dice Bea, mirándome.
–He dicho –bajo la voz y me inclino sobre ella, respirando su suave aroma y resistiendo a
duras penas las ganas de darle un beso en el cuello– que estás conmigo.
–Ah –dice sonriendo–. No te preocupes, no es mi tipo.
–¿Y cuál es tu tipo? –digo, entrecerrando los ojos.
–Alto, moreno claro y estirado –dice, mirándome de arriba abajo–. Obviamente.
El corazón me da un salto antes de que mi mente capte la última palabra.
–Yo no soy estirado.
–Eres un estirado –dice, sorbiendo el vino–. Y acartonado. Y muy abotonado. Una
preciosidad.
–Preciosidad –murmuro, tirando de su taburete para acercarla a mí.
–Y ahora –dice Grace–, comencemos.
Nos hemos perdido la mitad de sus comentarios, porque Grace ya ha abierto su paleta y está
hablando de mezclar colores. Mientras habla, su modelo levanta la vista y sonríe, posando los
ojos en Bea.
Me aclaro la garganta. Con ruido. El modelo se vuelve hacia mí, ve mi mirada asesina y aparta
la vista.
Bea me da un codazo.
–¿Qué? –digo.
Levanta el teléfono y hace una foto, luego se vuelve y me enseña la pantalla.
–Mira esto y dime que no eres un estirado.
–Eso es malhumor –respondo–. Es diferente.
–¿De veras? No estarás celoso, ¿verdad, James? ¿Debería recordarte que estás en una
seudocita con tu seudonovia?
–¿Te refieres a la chica cuya falda subí el viernes pasado y a la que di un orgasmo alucinante?
Se le descuelga la mandíbula.
A mí también la mía.
–¿Perdona? –susurra–. Si tienes algo que decir, dilo, James.
–Muy bien, Beatrice, pues lo diré. ¿Por qué apenas hemos hablado en los últimos cinco días?
¿Por qué, después de corrernos juntos, de limpiarnos el uno al otro, de vestirnos y acurrucarte
en mis brazos... por qué me desperté solo?
Bea parpadea.
–Yo... yo pensé que no querrías que me quedara.
–¿Que no querría que te quedaras? –susurro mientras Grace sigue con lo suyo–. ¿Te crees
que los viernes por la noche hago eso con cualquiera y luego le doy una patada para echarla a
Dios sabe qué horas de la madrugada?
–No lo sé –responde–. No me lo dejaste muy claro.
–¿Ah, no? ¿Qué es lo que no estaba claro después de estrecharte en mis brazos y besarte hasta
que nos quedamos dormidos?
Bea se ruboriza hasta las orejas.
–No sabía lo que significaba eso, ¿vale, James? Los dos estábamos un poco achispados. Una
cosa llevó a la otra. Fue impulsivo, y tú podrás ser muchas cosas, señor mío, pero impulsivo no.
No tenía ni idea de cómo te sentirías por la mañana y no pensaba despertarme en tus brazos y
arriesgarme a ver en tu cara algo parecido al arrepentimiento.
–Bea –digo, tragando saliva–. Nunca me arrepentiría de eso.
–¿Ah, no? –Parece estupefacta.
–No, ni debería ni lo haría –digo, bajando la voz e inclinándome–. ¿Tú lo lamentaste?
Me mira la boca y se muerde el labio.
–No, en absoluto.
–¿Y no estás ofendida?
–Jamie, no. Yo... pensaba que lo estarías tú.
–Bueno, pues no lo estoy –digo, sin ocultar lo ofensivo que me resulta que piense eso.
–Hummm... –dice, nerviosa, tragando saliva–. Vale. Bien.
–Pues eso –digo, asintiendo con la cabeza.
Un silencio espeso cae entre nosotros.
–¿Estamos atentos? –dice Grace.
Bea y yo levantamos la cabeza al momento, giramos los taburetes a la vez y miramos al frente.
Preparo el lienzo. Bea juguetea con sus pinceles, con aire ausente, mientras Grace nos enseña a
mezclar colores en la paleta.
–Beatrice, ¿no vas a seguir sus directrices? –pregunto.
Bea suelta los pinceles y me lanza una mirada de desconcierto.
–Creo que mi humilde formación en Bellas Artes me permitirá desenvolverme en los
rudimentos de la teoría del color.
–Vaya, ¿quién es estirada ahora?
–¡Yo no! –exclama.
–Entonces elitista. Que viene a ser lo mismo.
–Yo no soy elitista –dice Bea abriendo uno de los pequeños frascos de pintura que vienen con
el lote y volcándolo sobre la paleta–. Es que no sé qué coño haría yo en esta vida sin las
directrices de una mujer que parece una caja de galletas Cuchi Cuchi y sabe tanto de arte como
una mona de Pascua, a juzgar por lo que hay en las paredes.
Vacío mi frasco de pintura en la paleta, siguiendo el ejemplo de Grace, para mezclar colores y
conseguir uno que imite el tono de la piel y el color de ojos, para retratarnos entre nosotros.
–A mí me suena elitista.
Bea gruñe, vaciando más pintura en su paleta y tratando, sin conseguirlo, de abrir el frasco de
pintura azul.
–Maldita sea –murmura, golpeando el frasco en la mesa que compartimos, al lado de la copa
de vino.
–Bea, ten cuidado.
–Jamie –dice–. Lo tengo controla... ¡Ay! –La pintura azul sale a chorro del frasco y aterriza en
mi pecho con impacto chapoteante–. Mierda. Lo siento.
Bajo la mirada hacia la mancha.
–Un golpe mortal. Directo al corazón.
–Espera, voy a por unas toallas. –Bea baja del taburete, da un paso adelante y tropieza con la
pata de la mesa. Intento sujetarla, pero su impulso la envía trastabillando sobre mis piernas,
directamente sobre mi paleta, contra la que se estrella de cara.
Ojos cerrados con fuerza. Labios sellados. Pintura que gotea.
Instintivamente, la cojo en brazos y la llevo entre los caballetes, pasando al lado de la otra
pareja y por delante de Grace y su musa. Abro la puerta del baño con la espalda, echo el
pestillo y abro el grifo del agua.
Bea no dice nada cuando la dejo en el suelo.
–Aguanta de pie –le digo.
Cuando el agua empieza a salir tibia, me pongo tras ella y le recojo el pelo.
–Dos pasos adelante y estarás ante la pila. Así podrás enjuagarte.
Bea avanza y se inclina, lo cual produce el placentero efecto de pegar su trasero a mi bragueta.
Cojo un puñado de toallas con una mano y me limpio la pintura de la camisa. Después de
tirarlas a la papelera, intento dar un paso atrás y casi le suelto el pelo.
–Maldita sea, Beatrice. Ya podías tener el pelo de Rapunzel.
Bea escupe mientras se lava para que la pintura no se le meta en la boca.
–¿Por qué debería tener el pelo de Rapunzel?
–Porque así no tendría que estar yo detrás de ti cuando tú estás en una postura sugerente y yo
esforzándome por no reaccionar.
–Jamie –dice mirando mi reflejo en el espejo–. Tengo pintura acrílica azul por toda la cara.
Parezco un pitufo. Sinceramente, ¿no podrías...? –Abre los ojos de par en par–. Está bien,
quizá no puedas. Joder.
Carraspeo y me ruborizo. No tengo explicación. Al menos, ninguna que quiera oír.
Inclinándose otra vez sobre la pila, se echa agua en la cara, saca jabón del dispensador y se
frota.
–Me preocupa un poco que se te ponga dura cuando parezco un pitufo.
Recojo los oscuros y sedosos cabellos que se han soltado de mi mano.
–Un pitufo muy guapo.
–Sigue hablándome así y se me ocurrirán ideas.
Ojalá que sí.
–¿Qué clase de ideas?
–Ideas en la línea de lo que pasó el viernes. Sin la dolorosa torpeza de después, porque ya lo
habríamos hablado y llegado a un acuerdo.
–¿Qué quieres decir? –pregunto.
–Quiero decir que tenemos una relación de mentirijillas, pero no hay normas contra las
relaciones sexuales. Podríamos dormir juntos.
El corazón se me para como un motor en las últimas.
–Dormir juntos.
Pero no estar juntos. Ningún paso más allá de fingir y no ser realmente una pareja. Una pareja
auténtica que no tenga que ajustarse a una lista de actividades instagrameables o se limite a
darse el lote de vez en cuando en el sofá. Una pareja auténtica que evolucione más allá de una
circunstancia improbable y una amistad inesperada y pase a algo más profundo, a una
conexión que he sentido fortalecerse entre nosotros, suplicando que le pongan nombre.
El silencio llena el baño cuando Bea cierra el grifo y coge un puñado de toallas de papel.
–Olvida lo que he dicho –murmura con voz ahogada por las toallas.
–Bea...
Pasa a toda velocidad por mi lado, pero veo el rubor en sus mejillas y su expresión abatida
cuando descorre el pestillo y abre la puerta.
–Bea, espera.
La detengo en el pasillo cogiéndola por la muñeca.
–Jamie –susurra, girando la mano para coger también la mía–. Por favor. No debería haber
dicho eso. A veces hablo sin pensar.
–Bea, a veces... –Las palabras se agolpan en mi garganta, me entorpecen la lengua mientras la
miro. Tardo más de lo que quería, pero Bea es paciente y espera–. A veces –consigo decir– yo
no hablo después de pensar, pero ojalá pudiera. No se me da muy bien el diálogo improvisado,
pero necesito hablar. Cuando acabemos aquí, ¿te parece?
–Vale –dice con calma–. Cuando salgamos de aquí. Y ahora vamos. Seamos instagrameables.
Capítulo 25
Bea
T uve que hacerlo. Tuve que soltar de golpe todo lo que llevaba pensando desde el viernes
por la noche de la peor manera posible. Aunque no se trataba solo del sexo, tampoco
estaba muy segura de a qué otra cosa podía referirme. Porque me asusta admitir que sueño
despierta que estoy con Jamie, con que él sea realmente mío. No solo en Instagram y en las
fiestas, no solo en citas de pintura y en invernaderos demasiado calurosos o en la bolera.
Veinticuatro horas al día, siete días a la semana. De verdad.
Menos mal que se me trabó la lengua. Menos mal que él reaccionó de la forma en que lo hizo.
Porque cuando hablemos después me explicará que no habla por hablar. Y segurísimo que no
me pedirá más, lo cual es una mierda. Pero al menos habré evitado comportarme como una
tonta con un hombre que es lo que menos me conviene. Una vez más.
Sinceramente, pensaríais que a estas alturas ya había aprendido lo suficiente para concebir un
acuerdo por lo que hay y no por lo que podría haber. Echo la culpa de este terrible lapso
mental a Grace y a su aura romántica, que espesa el ambiente más que el olor a jazmín y el
incienso de ámbar que impregna la sala.
–Mirad profundamente a los ojos de vuestra pareja –dice Grace, como si estuviéramos en
Carnegie Hall y no en la puerta de una tiendecilla.
Jamie me mira subiéndose las gafas por la nariz.
Le devuelvo la mirada.
–Excelente –dice Grace–. Este es un paso vital en nuestra velada. Ahora nos abrimos y
forjamos los lazos que intensifican nuestra energía erótica.
Jamie abre más los ojos y luego los cierra para inhalar lentamente por la nariz. Me muerdo el
labio inferior y recuerdo el día en que mi hermana pequeña, Kate, echó salsa picante en el
kétchup que yo tenía en el plato y tuve la lengua al rojo vivo durante horas. Casi suelto la
carcajada.
–Nos abrimos –dice Grace– al amor de nuestra pareja respirando directamente con nuestro
chakra del corazón. –Se lleva una mano al pecho y mira a los ojos a su colega, que aunque al
principio me había mirado, ahora solo tiene ojos para ella.
–El chakra del corazón –dice Grace–, o anahata, que se traduce más o menos como «ileso», es
el órgano interior que abre nuestra capacidad de amar, de solidarizarnos, de perdonarnos a
nosotros mismos y a los demás.
Jamie me mira a los ojos y todo rastro de hilaridad desaparece de repente.
–Examinando nuestro amor –prosigue Grace–, meditando cómo nuestro corazón guiará el
pincel, nos abrimos a apreciar al completo a quien tenemos delante por la energía sanadora
que trae a nuestras vidas. Las viejas heridas ya no tienen lugar en nuestro corazón. No hay sitio
para el dolor en el espacio indoloro.
»Seguro que a ninguno de nosotros nos es ajeno el dolor –continúa–. Pero esta noche creamos
y conectamos con la novedad de un corazón abierto que no late por miedo, sino que se ha visto
abierto como un lienzo nuevo, listo para ser alterado por la belleza del ser que amamos.
Comencemos.
Jamie y yo dejamos de mirarnos y nos volvemos hacia los lienzos.
Un lienzo en blanco siempre es algo temible. Pero en este preciso momento el rectángulo
blanco es más que temible. Es como una grieta en el universo que está a punto de absorberme
y llevarme Dios sabe dónde. Este renacer del que hablaba Grace, este nuevo comienzo, me
mira de frente. Y tengo un miedo que te cagas.
El corazón me late más deprisa, y luego más deprisa aún. Un sudor frío me humedece la piel.
–¿Bea? –pregunta Jamie–. ¿Te encuentras bien?
Asiento con la cabeza sin dejar de mirar el lienzo.
–Estoy... ideando... mi enfoque.
Mentira. Menuda mentira. Estoy paralizada, eso es lo que pasa.
Me quedo sentada un buen rato, jugueteando con los colores, mezclando incontables tonos
ambarinos, melocotón y verdes. Cualquier cosa menos poner pintura en el lienzo. Lo intento
unas cuantas veces, girando el pincel, hundiéndolo en la pintura y levantándolo en el aire. Pero
entonces mi brazo se paraliza y el corazón empieza a latir a toda velocidad. Así que vuelvo a
mezclar colores hasta que tengo más tonos que sitio en la paleta.
A estas alturas contengo la respiración, esperando que Jamie pregunte qué está pasando, para
que se ofenda porque no estoy participando o me exija una explicación. Pero solo mira en mi
dirección unas pocas veces antes de centrarse en su lienzo.
–¿Qué tal lo hacemos? –pregunta Grace–. ¿Qué tal progresa la expresión de nuestro corazón
en el lienzo?
Qué mujer. Estoy impresionada.
Jamie tiene razón. Soy un poco clasista en arte, pero no soy cruel. Está claro que a Grace le
gusta su movida y su capacidad para unir a las personas a través de la pintura. No la culpo por
eso. Maldita sea, admiro esa capacidad. Es solo que me he convertido en una escéptica que no
ha tocado un pincel en casi dos años y ahora está realmente atemorizada ante la oportunidad,
porque después, ¿qué?
¿Y si la pintura hace que vuelva a sentirme como antes? Como si tuviera el corazón en las
manos, derramándose con cada golpe de pincel. Como si el significado más profundo de la
vida y las auténticas verdades pudieran ser captadas con las luces y sombras y una buena
perspectiva. ¿Y si esa sensación vuelve mi corazón tan suave y tierno como lo fue en otro
tiempo? ¿Y si alguien vuelve a estrujármelo en el puño?
–Muy bien, gracias –dice Jamie tras mi torpe silencio, porque por naturaleza es incapaz de ser
maleducado.
–Tu esfuerzo es... –Grace carraspea, agachando la cabeza para mirar el lienzo de Jamie, que
está oculto a mi vista– muy encomiable.
Jamie se ajusta las gafas y frunce el entrecejo.
–Puedes decirlo. Las artes visuales no son lo mío.
–No –admite Grace–. Pero tu corazón está ahí, en cada pincelada. Ese es el auténtico don. ¿Y
tú? –dice dirigiéndose a mí, deteniéndose detrás del lienzo.
Del lienzo en blanco.
–Oh –dice, abriendo unos ojos como platos. Me mira por encima de sus gafas rojas de diseño
felino, los diminutos corazones rosas de las bisagras centellean bajo las luces del techo–. ¿Qué
es esto, querida?
–Es... –Se me hace un nudo en la garganta–. Hace mucho tiempo que no hago esto –digo.
Su mirada busca la mía. No soy una gran fan de las miradas prolongadas. Me dan la sensación
de que me están excavando el alma y un enjambre de abejas me ataca la piel. Así que la miro
un breve instante y luego me observo las botas.
–¿Hay dolor ligado al acto de pintar? –pregunta.
–Bueno, es que remueve... muchos sentimientos.
–Ah, está bien –dice con amabilidad–. Pintamos con el corazón. Y cuando tenemos el corazón
herido, nuestro arte también puede doler.
–Sí –consigo decir a pesar del creciente nudo que se forma en la garganta.
Nada rasga el aire, solo la melodramática música de violines, hasta que Grace dice:
–¿Estás lista para intentarlo de nuevo? –dice, cogiendo e inspeccionando el pincel con el que
todavía tengo que hacer algo aparte de empaparlo en tres docenas de matices de colores
primarios.
Levanto la vista hacia ella con los ojos llenos de lágrimas.
–Creo que sí. Es que empezar, ese primer paso... me da pánico.
–Lo sé –dice asintiendo con la cabeza y sonriendo con amabilidad–. Lo sé muy bien. Pero si tu
corazón quiere, podrás. Te lo prometo. –Me pone el pincel en la mano–. Lienzo en blanco.
Nuevo cuadro. Corazón valiente. Estás lista.
Grace me acaricia el hombro suavemente.
–Y ahora vuelvo a mi lienzo en blanco –dice con una sonrisa evasiva.
–Gracias –le digo.
–No me las des. Da gracias a la persona que supo exactamente lo que necesitabas.
Cuando se aleja, mi campo visual se llena con el hombre que está detrás de ella, el hombre que
está detrás de todo, de cada estrato de esta velada.
–James Benedick Westenberg.
James evita mis ojos, mira fijamente su lienzo.
–A tu servicio.
–Lo has oído todo, ¿verdad?
Carraspea. Se ruboriza.
–Era difícil evitarlo. Grace tiene los pulmones de una cantante de ópera.
Me echo a reír y la risa se convierte casi en un sollozo.
–Jamie. Mírame.
Obedece. Y cuando nuestras miradas se cruzan, mi corazón se abre con un silencioso
chasquido.
–¿Va...? –balbucea sin dejar de mirarme–. ¿Va todo bien? ¿Quieres dejarlo? Podemos, si es
demasiado...
–No –le digo, respirando temblorosa–. Y sí.
–No te entiendo –dice, frunciendo el entrecejo.
¿Cómo le digo a Jamie que nada va bien, menos cuando lo miro y siento lo que siento?
¿Cómo admito que no quiero dejarlo, aunque me asuste lo que pueda venir a continuación?
¿Cómo explico que esto es demasiado? Mirarlo, sabiendo que de nuevo tengo un lienzo en
blanco, que mi corazón está abierto de par en par, suplicando que el amor lo llene de colores.
Quiero decirle a Jamie que ahora mismo apenas sé nada de mi vida, pero lo que sí sé es que
esta noche, aquí, con él, es exactamente donde quiero estar. Quiero que Jamie sepa que
necesito pintarlo, que se siente durante horas en el estudio del apartamento que no he usado
durante mucho tiempo. Subir la calefacción, desnudarlo y captar su expresión y esa mirada
suya, que es como si viera directamente mi corazón. Igual que ahora.
Pero lo primero es lo primero.
Levanto el pincel. Lo empapo en color. Y con mano temblorosa pinto mi nuevo comienzo.
p
–Bea –dice Jamie. Postura perfecta. Las manos cerradas entre sus largas piernas. Un retrato
titulado Paciencia.
–¿Eh?
–Grace se quiere ir. El cursillo ha terminado.
–Solo dos minutos más –digo, dando saltitos.
Llevo de pie desde que empecé a pintar el lienzo. Nunca me siento para pintar. Me muevo
demasiado mientras trabajo.
–Nos llevaremos el lienzo a casa –dice con amabilidad–. Pero tenemos que irnos.
–¡No te preocupes! –grita Grace desde la parte delantera–. ¡Tomaos el tiempo que haga falta!
–Ya casi he terminado, de verdad –digo, sin dejar de mirar el lienzo–. Por ahora, quiero decir.
Expulsando lentamente el aire, Jamie mira hacia mí.
–Me estoy poniendo nervioso.
–¿Por qué?
–Por la gran revelación. Tú me enseñas el tuyo y yo te enseño el mío.
Sonrío, mirando el espacio que hay entre él y el caballete.
–Jamie, hablas como en Jeopardy. Juegas a los bolos como un profesional. Eres un hacha con
los niños y adoptas gatos seniles. Eres un ser humano estrella. Permíteme que sea mejor que tú
en esta única cosa.
–¿Una cosa? –dice, parpadeando–. Bea, tú eres mejor que yo en un montón de cosas... Esto
no es una competición.
–Vale –digo con un bufido.
–¡De verdad! –dice–. No solo eres una artista con talento. Eres muy buena al ajedrez. Te
gustan las criaturas punzantes de este mundo. Eres auténtica y creativa. Das permiso a los
demás para que sean ellos mismos y no como el mundo les dice que deben ser. Quizá no seas
muy buena para hacer un currículo o una prueba de fuerza, pero tienes virtudes, Bea, y
virtudes como las tuyas importan.
Casi se me cae el pincel al oír sus halagos, que colorean cada parte de mi ser con un orgullo
azul eléctrico.
–¿Lo dices en serio?
–¿Alguna vez te he dicho algo que no sea en serio?
–Ah. Bueno, no puedo leerte la mente, pero tengo la sensación de que engañarme violaría uno
de tus muchos códigos morales de capricornio, así que tengo que responder que no.
–Exactamente. Vamos. –Golpea el caballete con su pincel limpio y seco, pues por supuesto lo
limpió después de pintar su cuadro–. Estoy listo. Pero si tú no lo estás, no importa. Puedo
esperar. Y si no quieres que vea tu pintura, tampoco pasa nada. No pensé en esto para exigirte
nada, Bea. Pensé que sería algo que te parecería divertido, aunque no sea un experto en esto,
pero...
–Jamie –digo, dejando el pincel y salvando el pequeño espacio que nos separa.
Deslizo un dedo bajo su barbilla y le vuelvo la cara para que me mire de frente. Como está
sentado en un taburete, por primera vez soy más alta que él y saboreo la nueva perspectiva que
me da la altura. La luz incide en sus pómulos y en la larga y recta línea de su nariz. Y en esa
boca que tan a menudo se pone rígida y seria cuando me mira.
–Gracias –le digo, acariciándole el rostro con los dedos.
Jamie traga saliva buscando mi mirada.
–¿Por qué?
Estoy a punto de hacer algo que no debería. Borrar nuestras fronteras, sin saber lo que Jamie
piensa o quiere de mí. Pero si esta es mi última oportunidad de disfrutarlo así antes de que me
deje amablemente y volvamos a ser los de antes, voy a aprovecharla, maldita sea.
–Por esto –susurro, dándole un beso en la nuca–. Por todo.
Le beso la nuez de Adán.
Jamie respira lentamente y me pone las manos en las caderas.
–Oh.
–Ahora estoy lista. –Haciendo un esfuerzo, me separo de él.
–¿Estás segura?
–Sí –digo, retrocediendo hasta mi lienzo y respirando hondo–. ¿A la de tres?
Jamie asiente con la cabeza, levantando su lienzo del caballete.
–Un, dos, tres –contamos al unísono.
Damos la vuelta a los lienzos y, cuando veo el de Jamie, un escalofrío me recorre todo el
cuerpo. Es casi todo negro, salpicado de diminutos puntos blancos (¿estrellas?) y su mejor
intento de dibujar mi rostro de perfil, mirando al cielo.
–Bea –dice Jamie.
Aparto la mirada del lienzo y lo miro a los ojos.
–¿Sí?
–Eso es... –dice, mirando la pintura y luego a mí– increíble.
Miro el lienzo con el cuello estirado, observando el retrato de Jamie tal como lo vi por primera
vez, sin la máscara de león, mirando por encima del hombro, ojos hermosos pero serios, la
promesa de una sonrisa escondida en su rígida expresión.
–Eh. Estoy oxidada. No está terminado ni de lejos. Pero... tiene un parecido decente contigo.
Eso me hace feliz.
Jamie mira ceñudo el lienzo.
–¿De veras me ves así?
–¿Así cómo?
Se queda callado un rato.
–Parece una versión de mí mismo mejor que la que yo veo.
–James –suspiro.
–Beatrice.
–Sabes que está bien, ¿no? Para que los demás vean lo mejor de ti. Para que les gusten las
cosas que tu intransigencia no deja entrever.
Parpadea confuso, como si lo hubiera sorprendido. Como si lo hubiera dejado sin palabras.
Detesto que Jamie no se vea a sí mismo como lo veo yo. Ya sé que no es perfecto y sí, tiene
algunas rarezas que me sacan de quicio, pero eso solo lo hace más humano.
¿Cuándo ocurrió? ¿Sería su educación? ¿Su exnovia? Me gustaría atrapar a quienes lo han
hecho dudar de su valor y darles coscorrones.
Pero de momento quizá sea suficiente mostrar a Jamie lo que no creería del todo si se lo dijera
con palabras. Es suficiente estar aquí, juntos, haciendo... lo que hayamos hecho esta noche tan
diferente, especial y temible al mismo tiempo.
–Me encanta tu cuadro –le digo.
Jamie mira su lienzo.
–Es horrible. Es decir, técnicamente. Pero era feliz mientras lo pintaba. Normalmente no me
gusta hacer cosas en las que no soy hábil, pero pintarte de memoria, imaginarte mirando el
cielo nocturno, lo ha convertido en un ejercicio muy agradable.
Cojo su pintura con cuidado y Jamie coge la mía. Inclinamos las cabezas al mismo tiempo,
inspeccionando el retrato del otro.
–Te has superado –le digo.
–Tú también –dice, sin dejar de mirar el lienzo–. Y solo con venir aquí. Jamás se me habría
ocurrido.
–¿Por qué el cielo nocturno?
–¿Por qué crees?
Lo miro a los ojos.
–¿Porque me gusta la astrología?
Se tira del cuello de la camisa, ruborizándose.
–Es un poco embarazoso.
–¿De veras te preocupa la vergüenza estando conmigo? ¿No conoces nuestro historial?
–Buena respuesta. Mientras pintaba, pensaba en el día que fuimos juntos a casa paseando,
cuando salimos de Pho Ever, y desapareciste en tu propio mundo. La forma en que mirabas las
estrellas, maravillada... es una de las cosas más adorables que he visto nunca.
Las lágrimas me empañan la visión cuando vuelvo a mirar su cuadro.
–No sé por qué ha de parecer adorable tener la cabeza en las nubes cuando lo que significa es
que mientras paseo estoy en otra parte.
–Por eso estoy aquí –dice–. Para atraparte. Para que me tires bebida en la camisa. O en los
pantalones.
–¡Deja de hablar de eso! –digo, tratando de hacerle cosquillas–. Fue mortificante.
–¡Quieta! –exclama, girando el taburete para esquivar mi mano, utilizando mi lienzo como
escudo. Un escudo que baja lentamente y luego deja en el caballete con gran cuidado–. No lo
dije para burlarme de ti. Lo dije porque mira dónde nos ha llevado. –Buscando mi mirada,
añade–: Bea...
La complacida voz de Grace nos interrumpe.
–¿Es que no sois la imagen de la felicidad?
Jamie desvía la mirada y se frota los ojos bajo las gafas. Me gustaría empujar a Grace, eso sí,
con mucho cariño, hasta el otro extremo del establecimiento y exigir a Jamie que siga
hablando. Pero en lugar de eso, me vuelvo hacia la mujer, que me recuerda por qué estamos
aquí.
–Mira por dónde –le digo, sacando el teléfono del bolsillo y poniendo en marcha la cámara–.
Si no te importa hacernos una foto, seremos exactamente eso.
Jamie me rodea la cintura con el brazo, en plan pose de foto, pero en el momento en que
Grace pulsa el disparador, la retira. En silencio, ayudamos a limpiar y ordenar nuestros
puestos (a pesar de las protestas de Grace) y salimos con los lienzos húmedos,
resguardándonos del viento.
Aún en silencio, Jamie saca el teléfono y pide un taxi.
Tengo los nervios de punta. Miro al cielo en busca de constelaciones, tratando
desesperadamente de distraerme.
¿Terminará alguna vez lo que empezó a decir cuando Grace nos interrumpió? Quizá está
lamentando haber abierto la boca. Quizá lo confundió todo el parloteo de Grace sobre chakras
de corazones y energía erótica y ahora se da cuenta...
–Bea –dice Jamie, cogiéndome de la mano.
Levanto la vista hacia él.
–¿Sí?
Por favor, que ocurra. Que acabe con esta desdicha y me diga lo que estaba a punto de decir,
para dejar de esperar como una tonta lo que en teoría no tiene que pasar.
–Antes –dice–, cuando Grace nos interrumpió, iba a decir que... es decir, me siento incómodo
y no quiero que esto lo sea más...
–Jamie. Recuerda, solo soy yo.
–¿Solo tú? –Un silencio repentino cae entre nosotros. Jamie se acerca y me suelta
delicadamente la mano para acariciarme la mejilla–. No hay tal cosa. Y juraría que está
dolorosamente claro que lo siento así.
–¿Lo sientes así?
Sus dedos me recorren la barbilla, se deslizan bajo los mechones de pelo que juguetean sobre
mi rostro movidos por el viento.
–Porque habría aceptado que me tiraran un cóctel en el pecho, media docena de copas de
champán en los pantalones, cien mil veces si hubiera sido necesario, para terminar aquí
contigo. Porque no cambiaría nuestros desastrosos encuentros por nada en el mundo, porque
eso es lo que puso todo en movimiento. –Mirándome a los ojos, añade–: Porque si hubiéramos
hablado de naderías sin que me derramaras nada encima y luego nos hubiéramos separado,
cada cual habría seguido su camino solitario. Nuestros amigos no habrían interferido. Y si no
hubieran interferido, no habría terminado yo a punto de besarte en un armario, mirándote por
encima de un tablero de ajedrez y una taza de café, aceptando el mes más salvaje y mejor de mi
vida.
Miro a Jamie mientras mi corazón salta en fuegos artificiales, con una resplandeciente cascada
de chispas y cañonazos.
–¿Qué estás diciendo?
–Estoy diciendo que eres el caos más maravilloso que he conocido. Y aunque el caos solía
aterrorizarme, tú haces que lo desee. Estoy diciendo que aunque estemos en una situación
absurda... lo haría otra vez sin pensarlo, porque me conduciría a ti.
El mundo se vuelve de color rosa melocotón, dorado brillante, y la pirotecnia de mi pecho
alcanza un volumen febril.
–¿Lo harías?
–Sí, Beatrice. Porque aunque haya encontrado una amiga en ti, también he encontrado mucho
más.
Me sujeto con fuerza a su abrigo, temiendo que se desvanezca ante mis ojos y despierte con el
corazón roto porque ha sido un torturante y vívido sueño.
–Jamie, ¿esto es real?
Me rodea la barbilla con la mano. Sus ojos recorren mi rostro.
–Tan real como parece. El seudorromance contigo es real. El viernes no fue un despropósito,
Bea. Fue una muestra insignificante de todo lo que quiero hacer contigo. Paso cada minuto
que no estoy contigo ideando excusas para volver a verte. Tratando de encontrar otra cosa que
podamos hacer juntos, y no porque quiera dar una lección a unos cuantos infelices
bienintencionados, sino porque quiero estar contigo.
–¿Estar conmigo?
–Sí. Pero me doy cuenta... –dice, tragando saliva– me doy cuenta de que es posible que tú no
quieras. Podemos enfocar esto exactamente como planeamos cuando empezó. Si eso es lo que
quieres, lo respetaré. No, no será fácil, pero puedo aceptarlo si tú no sientes lo mismo que yo...
–Jamie. –Tiro de él para acercármelo y lo mantengo a esa distancia mientras desenredo mis
pensamientos–. Jamie, no lo sabía.
Sonríe suavemente.
–Ahora lo entiendo. Creía que el viernes me había entregado a ti muy claramente.
–Yo también creía que me había entregado sin rodeos. Pero me daba miedo que no fuera eso
lo que tú quieres.
–¿Cómo no iba a quererte a ti? –Se inclina y me da el más suave de los besos, luego susurra sin
apartarse de mi boca–: Eres todo lo que nunca supe que quería.
Saboreo ese beso y beso a mi vez. Quiero ahogarme en ese beso, bañarme en él y no
apartarme nunca en busca de aire. Y sin embargo, la realidad me lleva a la superficie y me
susurra preocupaciones que parece que no soy capaz de ahuyentar.
–Pero no ha sido real –digo, apartándome y tragando una profunda bocanada de aire
nocturno–. ¿Y si nos hemos engañado a nosotros mismos? ¿Y si fue simplemente porque
estábamos solos? ¿Y si mostrar nuestra mejor faceta nos ha hecho creer que podían congeniar
dos personas tan diametralmente opuestas?
Inclinando la cabeza, Jamie recorre mi boca con su pulgar, frotando mi piel sensible con el
áspero callo de la yema.
–Ya lo he pensado. Creo que es el miedo el que habla. Hemos mostrado nuestra mejor faceta
ante los entrometidos, pero ¿y todas las horas que hemos pasado solos tú y yo? Nunca
intentamos impresionarnos ni convencernos. De hecho, creo que he mostrado mi faceta más
insufrible contigo porque me sentía seguro al hacerlo.
Seguro.
–Seguro –susurro–. Tienes razón. Pero aun así... es alucinante.
–Lo es –dice, deslizando las manos por mi cintura y acercándome a él–. No tenemos por qué
meternos de cabeza en esto. No hay prisa, Bea.
Cierro los ojos un instante, sintiendo el placer de ser apretada contra su cuerpo, y calor,
estatura y dureza.
–Pues yo sí tengo algo de prisa. No tengo ninguna razón para ir despacio.
Su boca esboza una de esas semisonrisas que hacen que el corazón se me reavive como una
bengala en verano.
–¿Eso significa... que tú también quieres? –pregunta–. ¿Que esto sea real?
–Sí. –La verdad me sale del corazón, dejando tras de sí un rastro de ternura que me recuerda
lo vulnerable que me hace sentir todo esto–. Pero tengo miedo. Me da miedo que mañana te
despiertes y te des cuenta de que sí, bueno, nos revolcamos sin penetración, nos besamos como
locos y nos excitamos hasta llegar a un orgasmo espectacular, pero no quieres a alguien tan
caótico como yo a largo plazo.
–No eres la única. Yo también estoy asustado. Me da miedo que te canses de mí –confiesa–.
Que acabes hartándote de mi rigidez neurótica.
Le sonrío con descaro y le paso la mano por el pecho.
–Me gusta tu rigidez.
–Beatrice.
–James.
–Hablo en serio –dice suspirando.
–Hablas en serio, Jamie. Y eso es lo que más deseo.
Ahora le toca a Jamie parecer inseguro y estrecharme con más fuerza, como si le preocupara
que me desvaneciera y este momento se convirtiera en un espejismo.
–¿Qué dices?
Me pongo de puntillas y le robo un largo y lento beso.
–Pregunto –susurro– si tú también quieres que esto sea real. Tú y yo, juntos.
Sus ojos buscan los míos con expresión seria y tensa.
–¿Y el plan de cortar y vengarte? O sea, vengarnos. ¿Vas a... olvidarlo?
–Mmm –digo, ladeando la cabeza para pensar–. Creo que nuestra felicidad ya es suficiente
venganza.
–¿Y eso?
Esbozo una sonrisa.
–Los entrometidos nos empujaron para estar juntos, Juliet y Jean-Claude nos engañaron para
que intercambiáramos mensajes, pero... nosotros decidimos qué hacer con eso. Elegimos pasar
tiempo juntos, ser amigos, ser... algo más. Lo hicimos real porque quisimos, no por ellos, sino a
pesar de ellos. –Le pongo la mano en la mejilla, acariciándole la barbilla con el pulgar–. Eso es
suficiente venganza para mí.
Jamie acerca la cara a mi dedo, mirándome intensamente a los ojos.
–Bien.
–Entonces... –digo, sonriendo más ampliamente– ¿quieres dejar de fingir oficialmente?
La sonrisa de Jamie es más resplandeciente que las estrellas del cielo.
–Más que ninguna otra cosa.
Capítulo 26
Jamie
E ste viaje en taxi es el mejor de mi vida. Bea no deja de estirar el cinturón de seguridad para
echarse sobre mí y besarme. Yo no dejo de besarla a mi vez. Porque ella quiere lo que yo
quiero.
Es como si respirase de nuevo.
Cuando bajamos del taxi, Bea corre hacia su casa y abre la puerta de la calle.
–¿Quieres subir a jugar con mi erizo? –pregunta.
Me cuesta contener la risa, pero lo consigo y le pongo mi mejor cara de póker.
–Es un eufemismo muy turbador.
–¡Eh! –exclama, cerrando la puerta tras ella–. No se suponía que fueras a malinterpretarlo.
Le subo la cremallera de la cazadora hasta la barbilla cuando veo que tiembla de frío.
–Ha sido una asociación de ideas extravagante.
–La verdad es que quería decir lo que he dicho. Esperaba que jugar con Cornelius fuera un
incentivo. Luego te seduciría con mis astutos métodos.
–¿Y qué métodos son esos?
–Bueno, verás, estaba trabajando en eso. He pensado que quizá hacerte cosquillas hasta
meterte en la cama podría traducirse en algo más.
–Las cosquillas no llevan a la seducción.
–¿Y qué lo hace? –pregunta.
La miro desde arriba sin poder evitar una sonrisa.
–Si te lo digo, perderé mi misterio.
Bea me mira con ojos tristes de muñeca.
–No vas a subir, ¿verdad?
–Me gustaría, pero no –digo, recorriendo su pelo con los dedos y acariciándole el cráneo. Veo
que cierra los ojos al instante–. Cuando estamos juntos, no quiero que haya más gente
alrededor, Beatrice. Quiero horas de mucha intimidad para que puedas hacer tanto ruido
como quieras.
Abre los ojos de súbito. Su boca se abre mientras me mira fijamente.
–Tengo tiempo. No haré ruido. Vamos.
–No, no es cierto. Y lo harás. –Le doy un beso en la mejilla y me acerco a la puerta de la calle,
dispuesto a abrir–. Y eso me encanta.
–Jamie –gime, cogiéndome del abrigo–. El viernes no fue suficiente.
–Desde luego que no, en absoluto.
–Pues vamos a solucionarlo.
Esta vez le beso la nariz y luego la frente.
–Sube y abrígate.
–Oh, no te preocupes –dice, mordiéndose el labio–. Esta noche pensaré en ti y me calentaré
sola en la cama, me calentaré mucho.
Un gruñido sale de mi garganta.
–Deja de tentarme y entra. He hecho planes que serán nuestra recompensa después de la
fiesta. Podemos seguir donde lo dejamos. –El estómago me da un vuelco–. Es decir, si sigues
dispuesta a...
–Si vuelves a preguntarme otra vez si estoy preparada para esa fiesta, me sentiré ofendida. Iré,
James. Iré por las ricas tapas y por las burbujas burguesas, y por la oportunidad de pisarte
delante de doscientos desconocidos. Incluso me he comprado un vestido nuevo –dice, y añade
con picardía–: Apenas me tapa el culo.
–Eso no es gracioso.
–Un poco sí. Así que... –Se acerca dándose aires y baja la voz–. ¿Has dicho que tienes planes?
–Sí, diablillo. –La empujo hacia el vestíbulo dándole una palmada en el trasero–. Planes. Y
ahora sube de una vez.
Gira sobre sus talones y me besa con fuerza.
–Sabía que eras un poco sádico.
–¡Beatrice! –digo, ruborizándome–. No ha sido un azote. Ha sido un cachete de pasión.
Sube la escalera riendo y tropieza en mitad del primer tramo.
–¡Ha sido un azote en el culo! –grita–. ¡Y me ha gustado!
Echo la cabeza atrás para mirar al cielo.
–Que Dios me ayude.
p
Llego tarde. Pues claro que sí. Porque hoy es la fiesta de cumpleaños de mi padre y Bea está
esperando que la recoja a las seis en punto, y como tengo prisa, el universo ha descargado en el
refugio la colección más nutrida de tipos necesitados de ayuda que he visto en meses. La
estación de los resfriados y las gripes está en pleno apogeo, así que no es totalmente inesperado
tener un pico de pacientes, pero aun así ha sido un día muy ocupado. Y ahora voy con retraso.
–West –dice Jean-Claude, haciendo como que mira el reloj–. Llegas tarde.
Paso corriendo por su lado en dirección a mi cuarto, quitándome el jersey y
desabrochándome los botones de la camisa.
–Gracias por esa astuta observación.
Ahogo el rumor de su risa abriendo el grifo, me quito el resto de la ropa y entro en la ducha
para frotarme a fondo bajo un chorro de agua que casi me escalda. Tras un rápido pero
concienzudo afeitado y después de aplicarme la habitual pomada para domar el pelo, me
pongo el esmoquin y me voy calzando los zapatos a saltos mientras entro en el salón. Jean-
Claude se está guardando las llaves en el bolsillo.
–¿Adónde vas? –le pregunto.
–¿Eh? –dice, frunciendo el entrecejo–. A la misma fiesta que tú. ¿Adónde creías?
Señalo sus llaves con un movimiento de cabeza mientras me pongo el segundo zapato.
–Vamos juntos, ¿no? con Beatrice y Juliet.
–Tú te ofreciste. Yo dije que quizá. He cambiado de idea.
–¿Por qué? –digo, irguiéndome tras apretar el lazo del cordón.
–Porque estaré compartiendo a mi hermosa novia toda la noche y hasta entonces la quiero
para mí solo.
–Jean-Claude, estás prácticamente pegado a ella. ¿Acaso un viaje en limusina con nosotros te
parece una imposición?
–Apenas he visto a Juliet los últimos días. –Se ajusta la corbata ante el espejo y se arregla el
pelo–. Gracias a Christopher. Me tiene machacado de trabajo. El muy soplapollas.
–Es una horrible forma de llamar a tu amigo –digo, enarcando las cejas.
–En primer lugar, es mi jefe, y se asegura de que me entere cargándome de trabajo.
–Más responsabilidad suele dar por resultado un ascenso, ¿no?
Jean-Claude suspira sin dejar de mirarse en el espejo.
–Como de costumbre, eres un ingenuo para estas cosas, West. Lo hace a propósito, porque así
me separa de Juliet. Es increíblemente posesivo con ella.
–¿De qué estás hablando?
Se vuelve a mirarme.
–Joder, tiene una foto suya en el escritorio.
–Y apuesto a que en esa foto no está sola.
Le tiembla la barbilla. Mira a otro lado y se sirve dos dedos de whisky en un vaso pequeño.
–Eso no tiene nada que ver.
–Sí que tiene, Jean-Claude. Estoy seguro de que tiene fotos de todos los Wilmot porque son
su familia. Juliet y Bea son como hermanas para él, me lo dijo Bea...
–Pues claro que te dijo eso. Porque ella tampoco quiere que Juliet esté conmigo. Quiere
emparejarlos.
–¿Estás oyendo lo que dices? –pregunto, fulminándolo con la mirada y a punto de quedarme
sin palabras–. ¿Qué diablos te pasa?
–Ella es mía –dice entre dientes–. Y maldita sea si ese Christopher la seduce a mis espaldas
mientras me mata a trabajar como a un desgraciado subalterno.
–Jean-Claude, creo que estás cansado. O agobiado. Te comportas como un paranoico.
Se ríe sin ganas y agita el whisky.
–No es paranoia cuando estás en lo cierto.
–¿Cómo sabes que estás en lo cierto? ¿Le has contado a Juliet lo que te preocupa? ¿Le has
preguntado qué siente por Christopher?
–No es ella quien me preocupa –murmura mirando el vaso–. Son todos los demás. Cuando
ella está conmigo, todo va bien. Es... –se lleva el vaso a los labios– es perfecto con ella. Ella es
perfecta.
Alza el vaso y se bebe el contenido de un trago.
–Ya has empezado a beber y aún beberás más en la fiesta –le recuerdo–. No podrás conducir
después. –Pone los ojos en blanco–. Jean-Claude. Hablo en serio.
–Y yo también.
Deja el vaso bruscamente en la encimera y mira el teléfono.
–Sé sensato. Ven con nosotros. Puede que no sea lo que más quieres, pero Beatrice y Juliet
disfrutan estando juntas. Al menos Juliet estará contenta...
–No –dice en voz baja y peligrosamente ronca–, no me digas qué es lo que hace feliz a mi
prometida. ¿Crees que no me doy cuenta de que las dos son uña y carne? Es la puta razón por
la que quise que salieras con Bea, para quitármela de encima.
Parpadeo atónito.
–¿Qué me dices de «estás solo y eres desgraciado y ya es hora de encontrar a alguien que te
haga feliz»? ¿O solo fue una triquiñuela para que tus planes salieran bien?
Echa a andar hacia la puerta, pasando por mi lado, aunque no muy cerca. Cuando estamos
juntos no le gusta acercarse mucho porque entonces tiene que levantar la cabeza para mirarme
de frente. Se encoge de hombros.
–Que encima disfrutes de ella es un plus, pero no mi motivo principal. Mi meta era quitar de
en medio a Bea, porque ¿sabes qué mierda me dijo Juliet cuando la conocí, cuando supe lo
mucho que la quería?: «Salgamos como amigos. Necesito ir despacio. Mi hermana lo está
pasando muy mal y no estoy segura de cómo va a tomarse que tenga pareja en serio, todavía
no». –Hace una mueca de asco–. Que me ahorquen si voy a permitir que una hermana medio
tonta, incapaz de superar que la dejaran, se interponga entre yo y lo que es mío...
–Basta ya –exclamo.
Nuestras miradas se cruzan y Jean Clade arquea las cejas con indiferencia.
–Oh, ¿así estamos?
De repente se evaporan mis ganas de vivir con alguien por la amistad que une a nuestras
familias, porque dividimos el alquiler, porque no me exige mucho, porque más vale malo
conocido que bueno por conocer y tengo experiencia en vivir con hombres malhumorados y
mordaces (mi padre se aseguró de eso).
–No vas a insultar a Bea nunca más –le digo fríamente–. ¿Lo has entendido?
–Claro que sí. –Gira sobre sus talones, abre la puerta de la escalera y la cierra de golpe al salir.
–Mierda –gruño, frotándome la cara.
Una parte de mí quiere salir corriendo detrás de él y decirle que meta el culo en la limusina
que está esperando abajo. La otra parte, la que gana, pasa olímpicamente de él.
Saco el teléfono y escribo a Bea que estoy en camino y ardo en deseos de verla.
Su respuesta ilumina mi pantalla a los pocos segundos.
«¡Genial! ¡Me pongo el chándal más elegante que tengo y estoy lista!».
Pongo los ojos en blanco y salgo de casa sonriendo.
p
He visto tres comedias románticas, es decir, tres más de las que han visto casi todas las almas
escépticas y nada románticas como la mía. Conozco el espectacular momento de la revelación,
cuando el chico enamorado se viste de gala y hace una entrada triunfal entre los murmullos de
todos los presentes y el rival se da cuenta en ese momento crucial de que ella es la mujer de la
vida de ambos. Así que yo debería haber estado preparado.
No lo estaba.
Nada podía prepararme para el momento en que Bea me abre la puerta de su casa, sin aliento
y sonriendo, enfundada en seda negra como la noche que se ciñe a sus curvas como si le
hubieran derramado encima medio litro de tinta.
Dejo de respirar y me apoyo en el marco de la puerta.
Bea hace una mueca.
–¿Tan mal estoy?
–Muy mal. Peor. –Me aparto de la puerta para acercarme y asimilar el espectáculo–. Dios mío.
Mírate.
Se muerde el labio inferior.
–¿Qué?
Le cojo la mano y enlazo nuestros dedos. Y luego me llevo la mano a los labios y beso cada
nudillo y pongo su palma abierta en mi mejilla.
–Eres hermosísima. Increíblemente hermosa.
Un rubor rosado asoma en sus mejillas.
–Gracias, Jamie. –Un paso adelante y nuestras frentes se rozan. A regañadientes, le suelto la
mano para que pueda ajustarme la pajarita–. Estás de un atractivo devastador. Aparte de que
pareces la tentación vestida de gala. Juro que nunca he conocido a nadie en esas reuniones que
no pareciera un pingüino gigante.
Se me escapa una carcajada. Bea inclina la cabeza y desliza los dedos con cuidado bajo mis
ojos.
–¿Estás llorando?
Parpadeo para ocultar la delatora humedad.
–Alergias otoñales.
–Pues claro –asiente con la cabeza–. En este piso tenemos siempre toneladas de polen.
–Y que lo digas. Tendré que hablar con el casero.
La atraigo hacia mí y le doy un suave y lento beso en los labios, aspirando su aroma.
«Eres lo mejor de mi vida –quiero decirle–. Eres segura, real y perfectamente imperfecta.
Comenzamos como un simulacro y ahora somos la verdad más auténtica que he conocido jamás».
Pero no lo digo, no pronuncio esas frágiles palabras en el delicado espacio que nos separa.
Pronto habrá tiempo de decirlas. Cuando sobrevivamos a esta noche. Cuando todo esté en
silencio y oscuro y estemos solos, Bea acurrucada en mis brazos.
Por el momento me contento con decírselo de todas las otras maneras que puedo: con mis
manos vagando por su cintura, con el frenesí de nuestros besos. La echo hacia atrás, cierro la
puerta con el pie y la apoyo contra la pared mientras sus dedos juegan suavemente con el corto
pelo de mi nuca.
–Jamie –murmura, doblándose cuando la beso cuello abajo hasta la suave ondulación del
pecho, la punta endurecida del pezón. Ella desliza la mano por mi espalda y la pone acto
seguido entre los dos, acariciándome un punto que se hincha y endurece–. No puedo creer que
sea yo la que dice esto –añade en voz baja–. Pero vamos a llegar tarde si no...
–Sí, es verdad. –Me separo respirando con dificultad. Le subo el tirante del vestido y la miro
de arriba abajo.
–Y ahora en serio –dice Bea algo trémula, como si estuviera nerviosa, sin dejar de mover las
manos en los costados–, ¿está bien el vestido? Podría ponerme un chal si crees que el tatuaje va
a ser un problema...
–Beatrice.
–¿Sí? –dice, paralizada.
Recorro con los dedos el alto escote del vestido, donde se estrecha para formar los delicados
tirantes, y por encima de su clavícula, el cuello y los suaves mechones de su cabello, que lleva
recogido en un moño. Se inclina ante mi caricia y yo también me inclino, rozándole con la boca
el lóbulo de la oreja.
–El tatuaje es la antítesis de un problema.
El cuello se le mueve cuando traga saliva. Le doy un beso ahí y me gano una exclamación.
–Hay gente a quien le molesta –dice temblando–. No todo el mundo sabe qué hacer al
respecto. Tú por ejemplo, cuando nos conocimos.
–Oooh, sí que lo sabía –digo, recorriendo la delicada línea de puntos que le baja por el
cuello–. Sabía que mi lengua y mi boca querían saborear cada punto con que habías trazado
esos enigmáticos dibujos, descubrir y saborear cada dulce y suave rincón de tu cuerpo hasta
que estuvieras temblando y jadeando, suplicándome más y más.
Me tira con fuerza de las solapas del esmoquin y se balancea ligeramente.
–Lástima que esa noche no conociera tus planes.
–Eso fue porque me quedé sin palabras y lleno de ansiedad mirando a la mujer más hermosa y
sensual que había visto en mi vida. Claro que me comporté como un gilipollas de primera
clase.
Lanza una carcajada tan efervescente y luminosa como el mejor champán. De la clase que le
veré beber esta noche mientras pienso en bajarle ese vestido negro hasta que aterrice a sus pies
y forme un charco de seda nocturna.
–Olvida el chal –susurro con la boca en su cuello–. Me encanta el arte que te has puesto en la
piel. Es hermoso y tú estás orgullosa de él.
–Estoy orgullosa de él –dice, sonriendo.
–Yo también.
Se vuelve para darme un tierno beso en la mejilla y luego me aparta con las dos manos en el
pecho para poner algo de distancia entre los dos.
–Quizá deba darte una última oportunidad para que decidas sobre el chal –dice, dándose la
vuelta–. Después de todo, no has visto el vestido al completo.
Frunciendo el entrecejo, me meto las manos en los bolsillos.
–No alcanzo a imaginar... joder.
–¡Esa lengua, señor Westenberg!
Tengo la mirada fija en la espalda de su vestido o, más exactamente, en la ausencia de espalda.
Solo hay una seda que traza una curva desde el tirante del hombro hasta la base de su columna.
–Lo siento mucho.
Sonríe por encima del hombro.
–No, no lo sientes.
–No, no lo siento. Ven aquí –digo, dándole la mano, cogiendo su bolso negro y abriendo la
puerta–. Será mejor que cojas el chal, pero solo porque fuera hace frío.
–¡Eh! –dice, cogiéndolo al vuelo en el preciso momento en que cruza el umbral–. ¿A qué
viene tanta prisa?
Cierro la puerta con sus llaves, la cojo en brazos, grita y me echa los brazos al cuello con una
risa feliz mientras bajamos la escalera.
–Porque si paso un minuto más contigo, no habrá forma humana de irse por culpa de ese
vestido y sabiendo que tu habitación está al fondo del pasillo.
p
La limusina es un teatro de contención en el que me esfuerzo por no pensar en todas las
formas en que podría poseer a Bea: doblada por la cintura, caída de espaldas, con las piernas
abiertas, con las manos en mi pelo, con las manos en la ventanilla, retorciéndose, jadeando y
corriéndose una y otra vez.
Exorcizo la tentación recordando que ya hemos tenido una experiencia sexual apresurada y
frenética. La próxima vez quiero tener todo el tiempo del mundo.
También está el hecho de que podría rasgarle el vestido y entonces tendría que decirle al
conductor que diera la vuelta, y entonces nos perderíamos la fiesta. No es que me muera por ir.
Me he resignado, nada más. Esto es lo que suelo hacer: consolar a mi madre, apaciguar a mi
padre, sonreír, ser todo educación y buenas maneras y luego desaparecer hasta la próxima vez
que me obliguen a asomar la cara y a fingir que mi padre no es un bastardo sin corazón y que
mi madre está contenta a su lado.
Pero esta noche hay una débil chispa de alegría en mí. Va a ser terrible en muchos aspectos
rodearme de mi familia y de las facetas de mi educación que aborrezco, pero aquí está Bea, a
mi lado en la limusina, con su aroma excitante y las piernas apoyadas en las mías. Cuando
entremos, ella irá de mi brazo. Sonriendo, curiosa, encantada de ser quien es. Eso lo hará
soportable.
El conductor abre la puerta y bajo del coche, me aliso el traje y alargo la mano para ayudar a
Beatrice. Cuando sale y abre unos ojos como platos al ver mi casa familiar, me siento más feliz
y esperanzado que en mucho, mucho tiempo.
–Pues qué bien –dice, cogiéndose de mi brazo y apretándolo–. Al lado de esta casa, la de mis
padres parece de juguete.
–Me gusta la casa de juguete de tus padres –digo, riendo por lo bajo–. Parece un hogar.
–Lo es –admite–. A mí también me gusta su casa. Ay, Señor. Esa es tu madre, ¿verdad?
Levanto la vista hacia mi madre, que está serena y firme en la puerta, saludando a los invitados
con besos insustanciales en las mejillas.
–Sí.
–Es... impresionante –dice Bea–. Y alta.
–Todos somos altos. Pero no te preocupes, me aseguraré de que alcances los aperitivos.
Me da un codazo, haciendo una mueca.
–Muy gracioso.
–James –dice mi madre con su acento francés, rodeándome con los brazos–. Llegas tarde.
Pero estás muy atractivo, mon biquet. –Se vuelve a Bea–. ¿Y quién es esta mágica criatura?
–Mamá, te presento a Bea Wilmot, mi novia. –Bea me aprieta el brazo con más fuerza–. Bea,
te presento a mi madre, Aline Westenberg.
Bea sonríe con nerviosismo.
–Encantada.
–Enchantée –dice mi madre, envolviéndola en un abrazo con mucho perfume y dándole un
beso en cada mejilla. Luego se vuelve hacia mí y dice en francés–: Por favor, asegúrate de
buscar a tu padre enseguida. Si no, se sentirá desairado. Habla con las personas adecuadas y
haz las presentaciones. Por lo demás, eres libre. Toma una copa de champán. La cena será
dentro de una hora.
–Sí, mamá. Ya sé lo que se espera de mí –respondo, también en francés, que es la lengua en
que solemos hablar–. No tienes por qué preocuparte.
Mi madre se encoge de hombros con la mirada ya puesta en los invitados que nos siguen.
–Solo quiero que no tengas problemas.
Como si eso funcionara siempre. Le doy un beso en cada mejilla.
–Disfruta de la velada.
En cuanto avanzamos, Bea me tira de la mano para llamar mi atención.
–Pero ¿qué coño es esto, James? –susurra.
–¿Qué? –pregunto, confundido–. ¿Algo va mal? ¿He...?
–¿Hablas francés?
Abro la boca, aunque no estoy seguro de lo que decir.
–Ah... sí.
–¿Y no se te ocurrió decírmelo?
–¿Perdona?
–No hay perdón que valga. –Me arrastra a un rincón del vestíbulo para darme un beso que
funde todas las preocupaciones que ha causado esta confusa conversación–. El francés en tu
boca me incita a desear cosas sucias, muy sucias, con ella.
Madre mía. Todo yo soy calor. Mi boca. Beatrice. Me muero de ganas.
–Yo... sí, vamos. Totalmente. Vamos a ello.
Se echa a reír, me aparta suavemente y enlaza sus dedos con los míos.
–Champán y un desastre bailongo primero. Luego el francés.
La beso de nuevo, excitado, desesperado.
–Como desees, mon coeur.
Capítulo 27
Bea
M –¿on coeur? –digo, frunciendo el entrecejo mientras se lleva mi mano a los labios y me
besa los nudillos–. ¿Qué significa eso?
–Ya te lo digo después –dice, sonriendo.
–Provocador.
Su sonrisa se amplía mientras desliza una mano por mi cintura.
–Dijo la sartén al cazo.
Por mi lado pasa una mujer con un vestido plateado y de repente me acuerdo de Jules y lo
ansiosa que estoy por encontrarla y saber que está bien. Antes de que Jamie llamara a la puerta
de mi casa y casi me desmayara al ver lo guapo que iba, estaba preocupada por mi hermana.
Habíamos planeado más o menos una cita doble (aunque a mí no me hacía mucha gracia pasar
cuarenta y cinco minutos dentro de un coche con Jean-Claude para salir de la ciudad) y de
repente me sale con que van a ir los dos solos con la excusa inventada de que Jean-Claude
prefiere partir cuando le salga de las narices.
Evitó mirarme a los ojos cuando regresé del trabajo y la encontré en el baño, envuelta en una
bata de seda roja, con el pelo recogido con una toalla por turbante. Parecía haber llorado. Pero
antes de que pudiera sonsacarle nada, me distrajo con maquillajes y muestras de pintalabios
rojos de larga duración y luego desapareció en una nube de chiflón plateado hacia el coche del
caraculo, y aquí estamos.
–¿Todo bien? –pregunta Jamie.
El corazón me da un vuelco cuando le sonrío. Un solitario mechón de pelo le acaricia la sien y
se lo coloco en su sitio, sabiendo que quiere tener el aspecto más cuidado posible. Sus ojos
avellana se entrecierran al mirarme y la luz incide en sus pómulos, su larga nariz, la fuerte línea
de su barbilla. Está para comérselo.
–Estoy bien –digo–. Es solo que... me gustaría encontrar a Jules.
–Ahora la buscamos –dice, afirmando con la cabeza–. Siento que Jean-Claude se empeñara en
venir por su cuenta.
–Bueno, a Jules parecía hacerle gracia venir en el Porsche.
Jamie me ciñe la cintura con más fuerza, atrayéndome hacia sí, para no entorpecer el avance
de un camarero que llega a toda prisa cargado de entremeses.
–Ni por todo el oro del mundo dejaría que ese hombre me llevara en coche. Es el terror al
volante.
Me paro en seco.
–¿Por qué no lo dijiste? ¡He dejado que mi hermana vaya en coche con él!
Suspira y me mira mientras reanudamos el paseo.
–En realidad, no es imprudente y dudo que sea tan descuidado si lleva a Juliet en el coche.
Solo conduce de forma imprudente cuando voy yo, porque sabe que odio que lo haga.
–Cada vez que sé algo nuevo de ese tipo –murmuro–, me gusta menos.
–Si sabe ser cauteloso y prudente con alguien, es con Juliet. Y si no... tu hermana ha ido con él
antes. Ella sabe con quién está y cómo se comporta.
–¿Ah, sí? –Escruto el inmenso espacio y la multitud que nos rodean en busca de mi hermana.
Es una auténtico salón de baile. Jamie tiene un salón de baile en casa. En la mansión. Lo que
sea–. No estoy segura. Algunas personas... muestran primero su mejor faceta. Así es como te
atraen y luego, gradualmente, van cambiando... Bueno, en realidad no cambian, solo muestran
su auténtico ser, lo que siempre han sido. Pero para entonces ya no sabes qué pensar. ¿En
quién confías? ¿Estás imaginando cosas? ¿No tendrá una mala semana? ¿Amar a alguien no
significa aceptar también su peor faceta?
Se me hace un nudo en la garganta cuando evoco ciertos recuerdos de mierda. Recuerdos de
Tod que tanto empeño he puesto en dejar atrás para seguir avanzando.
–Bea. –La mano de Jamie me envuelve la mejilla y me vuelve la cara para mirarme de frente–.
¿Eso es lo que te hizo tu exnovio?
Muevo la cabeza afirmativamente.
–Sé de lo que estoy hablando. Creo que Jean-Claude es así. Nunca me dio buena espina, ni
siquiera cuando era todo sonrisas y ramos de rosas y la acosaba para que saliera con él,
sorprendiéndola con regalos. Fue demasiado deprisa. Y nunca quiso que yo anduviera cerca.
Así es como funcionan esos tipos manipuladores y posesivos. Van cortando, uno por uno, los
lazos que te unen a la gente que quieres, que te conocen bien y hacen que te sientas bien. Y
luego hacen que te desmorones hasta el punto de que solo quieres su aprobación, su
presencia... y el otro se convierte en todo tu mundo y tú estás sola.
Jamie aprieta las mandíbulas.
–No soy un hombre violento, Bea. Hice un juramento para curar a las personas, no para
hacerles daño. Pero a ese me gustaría machacarle la cabeza.
Me apoyo en su brazo y sonrío mientras envuelvo con mis manos la que me acaricia la mejilla.
–Lo sé. Y eso es más que suficiente para mí. Es mejor que estés preparado con Jean-Claude,
¿no?
Jamie mira a la multitud.
–Por tentador que sea, es más probable que recurra a las palabras. Pero sea lo que sea, estoy
de tu lado, ¿vale? Y del lado de Juliet también, si llegara el caso. –Sus ojos buscan los míos otra
vez antes de inclinarse y darme un largo beso en la frente–. Lo prometo.
–¡Bibí!
La voz de mi hermana me pilla por sorpresa, doy un respingo y a punto estoy de darle un
cabezazo a Jamie. Tras un mes aguantando mis torpezas, ha desarrollado un excelente instinto
de conservación y se hace a un lado a tiempo de esquivar lo que podría haberse convertido en
una desagradable nariz sangrante.
–Qué tío –digo, palmeándole el pecho–. Tienes los reflejos de una mangosta.
Jamie sonríe y pone la mano en mi espalda cuando Jules me rodea el cuello con un brazo.
–¡Por fin te encuentro! –dice alegremente, besándome en la mejilla–. Estás increíble.
¿Verdad, West?
El dedo de Jamie recorre sensualmente mi columna hasta el borde del vestido y se aparta de
repente.
–Ya lo creo. Quita el sentido. Y tú también estás preciosa, Juliet.
Jules sonríe y resplandece como una constelación, toda ella sombra de ojos ahumada y vestido
plateado.
–Gracias.
–Ya basta –dice Jean-Claude, rodeando la cintura de mi hermana con el brazo y acercándola
hacia él. Mis ojos son sopletes que le agujerean las manos–. Despierta tanto interés que no sé
por dónde empezar a competir.
–Por favor –dice Jules riendo–. Que te guste tanto a ti no significa que le guste a todo el
mundo.
–Eso dices tú –responde Jean-Claude, apretándola con más fuerza–. Pero tú no estás en mis
zapatos, peleando con rivales de ambos sexos.
Oh, no, mierda. No ha dicho eso. Aprieto los puños. Jamie se frota la cara y gruñe.
–Jean-Claude –dice Jules arqueando una ceja–, ya te he dicho que eso es ridículo.
–Por no decir ofensivo –murmuro.
–Matemáticamente no lo es –dice, sin hacernos caso.
–Jean-Claude –advierte Jamie.
Tampoco hace caso a Jamie, solo se fija en Jules.
–A ti te gustan los hombres y las mujeres. A mí solo me gustan las mujeres. Lo que significa
que tú tienes dos veces más probabilidades...
–¡Cállate! –exclamo–. No puedo escuchar esto...
–Disculpadnos. –Jules me coge del codo y me lleva entre la multitud hasta el cuarto de baño,
donde alguien vestido de camarero está sentado en un taburete con una bandeja con toallas y
diminutos productos de baño. Jules encuentra un pequeño entrante con un sofá y me sienta a
su lado.
–Escucha –susurra–. No estás ayudando.
–Jujú, ha dicho...
–Sé lo que ha dicho, Bea. Y aunque no esté bien, no es asunto tuyo saltarle al cuello y echarle
un sermón. Deja que yo lo solucione.
El dolor eclipsa mi preocupación.
–Vamos, como si tú me dejaras solucionar mis asuntos. ¿Así que tú puedes entrometerte en mi
vida, pero yo no puedo decirte que tu novio es un comemierda bífobo?
Mis gritos resuenan en el baño y las demás conversaciones se reducen al nivel del murmullo.
Jules cierra los ojos y respira despacio.
–Gracias, Bea.
–Lo siento, yo solo...
–¿Podemos no caer en esto, por favor? –susurra, abriendo los ojos y parpadeando para
contener las lágrimas–. Ni las personas ni las relaciones son perfectas, ninguna lo es, ¿estamos?
Y no, puede que ahí no se haya comportado como la persona socialmente más evolucionada; y
sí, estamos pasando una mala racha, pero Jean-Claude está agobiado por el trabajo y algunas
personas no muestran su mejor faceta con ese tipo de presión. Así que no me lo pongas más
difícil. Por favor.
Quiero hablar a fondo de todo esto con ella. Y quiero contarle todo sobre Tod. Porque si
supiera cómo empezó todo con él y cómo terminó, si viera reflejada su relación con Jean-
Claude en la mía con Tod, tal como lo veo yo, entonces me pregunto...
–Jules.
–Bea. –Me aprieta las manos y me lanza una mirada compungida, de súplica–. Por favor.
Déjalo.
Me trago el nudo que siento en la garganta y afirmo en silencio.
–Gracias –añade, respirando hondo para calmarse y sonriendo serenamente, con su máscara
de «estoy bien» firmemente en su lugar–. Y ahora vete. Pásalo bien con West. Y buena suerte
cuando conozcas a su padre.
Nos ponemos en pie y me coge del brazo.
–¿Tan malo es ese señor?
Levanta la barbilla cuando salimos del baño y cuadra los hombros, adoptando de nuevo ese
hermoso aire de seguridad en sí misma que la caracteriza.
–Casi tanto como Jean-Claude.
La sala está atestada de gente cuyas voces conforman una algarabía tan compleja que es como
si tuviera a una docena de personas delante de mí, gritando. Noto los síntomas que preceden a
una sobrecarga sensorial. La piel me zumba, siento hormiguilla, como si tuviera un enjambre
de abejas bailando bajo la piel, el pecho empieza a pesarme. Respiro profundamente y veo el
bar. Necesito un trago, unos minutos de soledad en el silencioso y fresco aire de la noche.
Luego, con suerte, podré comportarme el tiempo suficiente para que Jamie aguante esta
mierda de fiesta.
–¿Bibí? –pregunta Jules–. ¿Estás bien?
Le aprieto el brazo.
–Nada que el alcohol y un momento al aire fresco no puedan arreglar.
Jules dice que sí con la cabeza y se abre paso entre la gente hasta el bar. A su manera, sonríe y
ya tiene un chupito delante antes de que tenga tiempo de beberme el vaso de agua helada que
he pedido para mí.
–¿Mejor? –pregunta.
–Un poco. –Dejo el vaso en la barra y respiro lentamente–. Voy a escaparme fuera un rato.
¿Quieres venir?
Conozco su respuesta antes de que abra la boca. Sus ojos lo han visto por encima de mi
hombro y se ruboriza.
–No. –Al desviar la mirada, encuentra la mía–. Bueno, siempre que te encuentres bien, claro.
Voy a reunirme con...
–Estoy bien. –No quiero ni oír el nombre del soplapollas. No soporto que esté tan enamorada
de él aún. Intento recordar que eso también me pasó a mí, que hasta que no se portó como el
monstruo que era no pude verlo tal como era, no me di cuenta de cómo necesitaba salir de
aquella relación. Una vez más, noto un aguijonazo de culpa. Ojalá se lo hubiera contado todo a
mi hermana. Ojalá la hubiera advertido. Quizá ahora no tendría esta mierda de relación. Quizá
podría protegerla...
–Muy bien –dice en voz baja, pellizcándome la mejilla–. Envíame un mensaje si me necesitas,
¿vale? Estaré cerca.
Asiento con la cabeza y veo que se acerca a él.
«Después de esto –me prometo, empujando unas puertas de cristales que me permiten
escapar a la fría noche de octubre–, después de esto, se lo contaré todo».
p
Cuando entro de nuevo en el salón de baile, veo a Jamie en medio de un círculo de
cuarentones y cincuentones, más altos que la mayoría, con la cabeza inclinada, mirando su
cóctel como si quisiera ahogarse en él.
«¡Ya voy!», quiero gritar. Desearía tener más aguante y no haberme visto obligada a salir para
recargar las pilas después de desaparecer en el baño.
Entonces pasa algo la mar de curioso. Como si me hubiera leído el pensamiento, Jamie levanta
la cabeza y me mira a los ojos. Luego sonríe, lenta y suavemente, ladeando un poco la boca. El
corazón me da un vuelco en el pecho y hace que cada paso que doy hacia él siga el ritmo de sus
latidos.
Y cuando estoy a su lado, todo parece estar en su sitio.
–Hola –digo.
Traga saliva y desliza el brazo por mi cintura, estampándome un largo y suave beso en el pelo.
–Te echaba de menos –susurra–. ¿Va todo bien?
Yo también le rodeo la cintura con el brazo.
–Sí, ahora ya estoy bien.
Expresa su conformidad con la cabeza.
–Díselo, Hawthorne –dice uno de los hombres, y al momento sé que es su padre. No solo por
su elegante acento británico, sino porque, Dios, Jamie es igual que él: alto, esbelto, rizos bien
peinados, la misma nariz larga y orgullosa. Aunque al mismo tiempo no se le parece en nada.
Cuando la mirada de Arthur Westenberg se posa sobre mí, me echo a temblar. Hay una
frialdad en esa mirada que me obliga a pegarme a Jamie. Si los ojos de Jamie están llenos de
calidez y amabilidad, los de este hombre son calculadores y fríos como el hielo. Su voz se
desvanece. Ladea la cabeza–. ¿Quién es esta, James?
Jamie me suelta la cintura para ponerme la mano firmemente en la espalda.
–Es Bea Wilmot, mi novia. Bea, mi padre, Arthur Westenberg.
–Encantada de conocerlo –miento.
Arthur traga aire y no dice nada, solo inclina la cabeza al otro lado para examinarme. Jamie
me aprieta la espalda con más fuerza cuando me presenta al resto del grupo.
–Bea, te presento a un viejo amigo y colega de mi padre, el doctor Lawrence Hawthorne. –El
mayor del grupo me saluda educadamente con la cabeza–. Y a mis hermanos, Henry, Edward
y Sam.
Los dos primeros, que son una mezcla de los padres de Jamie, me lanzan miradas
abiertamente críticas, pero Sam, que se parece más a Jamie, con unos ojos tan cálidos como los
suyos y el pelo mucho más corto, me tiende la mano y sonríe.
–Me alegro de conocerte por fin. He oído muchas buenas cosas de ti.
–Compórtate –le advierte Jamie, pero el otro sigue sonriendo con amabilidad.
–Encantada de conocerlos a todos –digo. «Salvo a ti, a ti y a ti», pienso, refiriéndome al rígido
y frío padre y a los hermanos engreídos–. Siento haber interrumpido.
–No pasa nada –dice el doctor Hawthorne.
Agitando su cóctel y tomando un trago, el padre de Jamie me lanza otra mirada crítica y deja
el vaso en la bandeja de un camarero.
–Estaba diciéndole a Hawthorne que inculcara algo de sentido común a James.
Sam suspira y toma un trago. Jamie se pone rígido a mi lado.
Arthur se inclina levemente hacia mí.
–Bueno, ¿no vas a preguntar de qué estoy hablando?
–Creo que me lo va a decir de todos modos.
La mano de Jamie me aprieta un poco más la cintura. Disimula la risa con un poco de tos.
Su padre entrecierra los ojos mientras me observa.
–Digo que James debería dedicarse a la cirugía pediátrica. Ya que tiene que cuidar niños, lo
menos que podría hacer es especializarse en el legado familiar.
Jamie se pone rígido.
–Hawthorne es líder en ese campo –continúa Arthur–. Sería una oportunidad única para
trabajar con él.
–Con tu historial –dice el doctor Hawthorne–, estoy seguro de que serías una brillante
aportación a nuestro equipo. Por supuesto, la cirugía no es vocación para todo el mundo...
–Tonterías –dice Arthur, cogiendo una copa de champán que le ofrece un camarero, sin dejar
de mirar a Jamie–. Es lo que hacen los Westenberg, ¿no es cierto, chicos?
Uno de los hermanos que me produjeron un escalofrío cuando me uní al grupo, Henry, el
mayor, levanta su vaso.
–Brindo por eso.
El otro hermano, Edward, choca su vaso con el de Henry y sonríe, aunque parece más una
mueca.
–Toda la razón, maldita sea.
Sam no se une al brindis. Su mirada, evidentemente preocupada, se dirige hacia nosotros.
Pero la expresión de Jamie no cambia, está tranquila y compuesta como siempre, como si lo
que acaba de ocurrir fuera algo tan habitual como las nubes en el cielo y el suelo bajo sus pies.
Hace que me duela el corazón.
Carraspea y se dirige al doctor Hawthorne.
–Aprecio sinceramente la oferta y me halaga que piense que estaría cualificado para trabajar
en su equipo. Admiro enormemente lo que hace. Pero la cirugía no es lo mío.
Arthur aprieta las mandíbulas. Su expresión es estruendosa.
–Querido –interviene la madre de Jamie, cogiéndose de su brazo.
Alta y esbelta, es como una joven promesa del cine congelada en el tiempo. Deslumbra con un
vestido a la moda de color marfil con el que yo parecería un merengue mal hecho, sin un solo
poro a la vista y con la piel resplandeciente. Su brillante cabello castaño es algo más claro que
el mío, lleva un peinado perfecto y no se le ve ni una sola cana.
Miro al resto del grupo, que habla de naderías, consciente de mi pequeñez al lado de tanto
gigante, de los rizos rebeldes que Jules me ha recogido artísticamente en un moño, del brillo
que sin duda ha aparecido en la piel de mi barbilla y mi frente. Nunca he intentado ni
esperado ser impecable y generalmente me gusta bastante mi apariencia, pero ahora mismo
siento que destaco como un dedo con sabañones. Y me preocupa que pueda poner en
evidencia a Jamie, que le disguste mi tatuaje y mi historial nada pijo.
Cuando levanto los ojos hacia él, me está mirando con una diminuta sonrisa en los labios. Se
inclina y susurra:
–Estás magnífica.
–Me has leído la mente.
–Lo reflejas todo en el rostro –dice sonriendo–. He observado todo tu tren de pensamiento...
¡Ay!
Le he dado un codazo y no lo lamento.
–Recordarme que pongo caras raras cuando estoy perdida en mis pensamientos es muy poco
caballeroso de tu parte.
–No son raras, so cabezota. Son –se encoge de hombros–, bueno, eres tú. Es delicioso.
–Ya.
–Señoras y señores –dice la madre de Jamie–, es la hora de cenar...
El padre la interrumpe.
–Primero un baile.
–Arthur, ¿un baile? –dice, frunciendo el entrecejo–. ¿A qué viene...?
–Un vals, Aline. –Avanza hacia ella–. Quiero bailar un vals con mi bella esposa.
La mujer se relame ante el piropo.
–Bueno –dice suavemente–, supongo que un vals no será el fin del mundo.
Capítulo 28
Jamie
C omo siempre, maman se pliega a los deseos de mi padre, disculpándose ante sus invitados
por cambiar un poco el orden de las ceremonias; ahora hará el brindis y tendremos un
baile antes de la cena.
No estoy seguro de lo que ha planeado mi padre, pero sé que es un castigo. Quieras que no,
me humillará. Porque a sus ojos yo lo he humillado a él. No importa que le haya dicho cientos
de veces que no puedo ser cirujano. Que no estoy hecho para cortar a la gente por la mitad,
sino para mantenerlos enteros. Para él soy una vergüenza que no merece el apellido familiar, y
cuando me da otra oportunidad de rectificar, la rechazo obstinadamente.
Y ahora he de pagarlo.
–¡Por Arthur! –dice mi madre, levantando su copa de champán.
Bea y yo levantamos las nuestras obedientemente. Ninguno de los dos bebe. Se vuelve a
mirarme.
–Oye. Quieres que...
–James.
La voz de mi padre corta nuestra conversación como un cuchillo. La música de violines
comienza. Lo miro y veo que sonríe fríamente.
–¿Por qué no inauguras tú el baile, hijo?
El miedo se me concentra como cemento en el estómago y pasa a los pulmones. Me tiro de la
pajarita, siento el pecho oprimido. Detesto ser el centro de atención y él lo sabe. Mi castigo ha
llegado. Bea mira a uno y a otro con los ojos entrecerrados.
–Sí, señor –digo, asintiendo con la cabeza.
En cuanto se da la vuelta, Bea me pregunta con un hilo de voz:
–¿Qué coño ha sido eso...?
–Quiere ponerme en evidencia –respondo, tirándome otra vez de la pajarita, ajustándome los
puños de la camisa hasta que los botones me bisecan la muñeca y respirando hondo para
prepararme mentalmente–. Sabe que detesto ser el centro de atención.
–Pues que le den por culo –susurra–. Vámonos.
Le sonrío, apretándole la mano.
–Pero entonces ganaría él.
–Pues que gane. Si eso te hace desgraciado, no quiero participar.
La miro a los ojos.
–Puede que en el pasado sí, pero esta noche no estará tan mal.
Bea inclina la cabeza, se acerca más y me aprieta la mano.
–¿Por qué?
–Porque bailaré contigo –digo, apretándole también la mano–. Es decir, si no te importa.
–No me importa –dice, sonriéndome–. Pero no puedo prometer que no vaya a ser un desastre.
Y seguro que te daré algún pisotón.
Echo a andar hacia la pista de baile, con su mano en la mía.
–Puedes pisarme todo lo que quieras. –Bea ahoga una exclamación cuando me la acerco y le
doy un beso en el tierno hueco que tiene detrás de la oreja–. Solo te necesito a ti.
Comienza el baile, uno que conozco bien, que he bailado más veces de las que puedo contar.
Pero esta vez es diferente. Porque Bea está en mis brazos.
La miro fijamente. Es tan guapa que me duele el corazón.
Ella también me mira, mordiéndose el labio inferior. Lleva el pelo recogido con algunos
mechones sueltos. Pendientes de oro con un ónice casi tan brillante como sus ojos. Apenas
lleva maquillaje, salvo en los labios, que lleva pintados de rosa rojizo, lo que hace que su piel
resplandezca; sus ojos verde azulados también brillan. Podría estar mirándola durante años.
Una vida entera.
–¿Qué te pasa? –pregunta en voz baja.
Bajo la mano por su espalda, palpando la suavidad satinada de su piel, sintiendo una delicada
calidez bajo mi mano fría.
–Me alegro de que estés aquí. Aunque al principio me obstinara en que no vinieras.
–Bueno, menos mal que soy tan cabezota como tú. –Sus ojos buscan los míos y sube la mano
hasta mi cuello para jugar con los pelos de la nuca–. Yo también me alegro de haber venido.
Estamos solos en la pista de baile, mi padre mira desde el borde, saboreando el castigo, pero
casi ni lo noto. El mundo se disuelve y solo existe esto, nosotros dos; Bea, cálida y suave en mis
brazos, me mira solo a mí.
La quiero. ¡Oh, Dios! La quiero. Con cada latido de mi corazón y a pesar del crescendo del
cuarteto de cuerdas, que sigue tocando, lo único que oigo y siento es... que la quiero. ¿Cuándo
no la he querido?
–¿Sabes lo más raro de todo esto? –dice, ajena a mis pensamientos, sonriendo cuando la
acerco más, aterrorizado porque, de alguna manera, ahora que sé que la quiero podría
perderla.
–¿Qué? –pregunto, suspirando con placer cuando sus dedos se introducen más
profundamente en mi pelo con una caricia afectuosa, reconfortante.
–Esta será la última ocasión para engañar a Jules y Jean-Claude, para subir un montón de
fotos chulas a Instagram y hacer que los otros entrometidos se enamoren desesperadamente de
la idea de que estamos juntos.
El temor me agarrota el estómago. ¿Ha cambiado de opinión sobre nosotros? ¿Sobre
abandonar nuestro plan?
Bea aleja mis miedos rodeándome el cuello con la mano, bajándome la cabeza para darme un
beso. Cuando nuestras bocas se separan, su sonrisa es esplendorosa.
–Lo único que quería era venganza –susurra, con la mano apoyada en mi corazón–. Y ahora lo
único que quiero es a ti.
La beso. La vuelvo a besar, y otra vez, y otra, y perdemos el ritmo y nos tambaleamos un poco,
y es perfecto. Es perfecto porque está ella, porque está conmigo. Los dos. Juntos.
Cuando me echo atrás y encontramos otra vez el ritmo del vals, me doy cuenta de reojo de
que mi padre ha llegado a la conclusión de que ya he sufrido bastante y está bailando con
maman. Mis hermanos se unen con sus parejas. Luego los padres de Jean-Claude y Jean-
Claude y Juliet. Más y más parejas llenan la pista, pero yo no las veo. Solo veo a Bea.
–Me miras mucho –dice.
–Sí.
Sonríe, ruborizándose adorablemente.
–¿Parezco un payaso con la boca pintada de rojo?
–No –respondo, riéndome–. ¿Por qué ibas a parecer eso?
–Así que Jules tenía razón –dice enigmáticamente–. Me puso este pintalabios y juró que no
podría quitármelo aunque quisiera.
Se relame los labios y mi cuerpo arde de pies a cabeza. Fantaseo con esa boca lozana abierta
de placer mientras la saboreo e incito, luego recorriendo mi cuerpo, cerrándose con fuerza
alrededor de mi...
–¿Jamie?
–¿Eeezm? –digo, sobresaltado.
Ladea la cabeza.
–Acabo de pisarte. Dos veces. Y no has dicho nada.
Sonrío y le robo otro beso.
–Ni siquiera lo he notado.
Me mira con recelo mientras doy con ella una rápida vuelta cuando termina el vals.
–¿Qué estás pensando?
–Estoy pensando en que después de terminar esta tontería de vals, nos vayamos de aquí a toda
leche.
–¿De veras? –dice, con ojos brillantes.
Vuelvo a besarla y la inclino en un ángulo tal que se echa a reír.
–De veras.
p
Estamos mareados, delirantes de risa, cuando nos escapamos y bajamos corriendo los
peldaños delanteros de la casa de mis padres hacia la limusina. Abro la portezuela y Bea ahoga
una exclamación cuando la aúpo y la siento en mis rodillas. Pulso el botón que eleva el cristal
medianero, para darnos intimidad, y la beso frenéticamente, enredando las manos en su pelo,
uniendo nuestras lenguas en una frenética danza que sacaría los colores al vals.
–Espera –dice, arrancando su boca de la mía–. Toque el claxon, por favor –dice al chófer.
Luego baja la ventanilla y grita–: ¡Hasta luego, capullitos de alhelí!
Saco riendo el brazo por la ventanilla y levanto el dedo corazón.
Bea chilla encantada y me besa otra vez. Se sienta a horcajadas sobre mí.
De repente, calla y desliza los dedos por dentro de mi pajarita para deshacer el nudo. Cuando
desabrocha los dos primeros botones de mi camisa, respiro hondo para calmarme y siento un
brote de ternura. Se ha dado cuenta de que me estaba sofocando lentamente, de lo que me
costaba respirar.
–¿Mejor? –pregunta, recorriendo con los dedos mi clavícula, mi cuello, mi mandíbula.
Le aprieto la cintura con más fuerza. La atraigo hacia mí y afirmo con la cabeza.
–Mucho mejor.
Sus manos continúan el viaje por mis pómulos, la nariz, la frente, la sien. Cuando me acaricia
la oreja, dejo escapar un gemido de placer.
–¿Qué haces?
–Dibujarte. –Su mirada sigue el camino de sus dedos–. Te he dibujado muchas veces. En mi
mente, en mi cuaderno de dibujo. Pero así es mucho mejor.
Mi mano se desliza por su espalda, recorriendo su vestido hasta abajo.
–¿Qué aspecto tengo en esos dibujos?
–Precioso –susurra–. Casi siempre desnudo.
Trago saliva con dificultad.
–Espero que el ser vivo se ajuste a lo que has imaginado.
Sus ojos buscan los míos, suaves y cálidos a la tenue luz del exterior.
–No se ajusta. Es mucho mejor.
–¿Cómo lo sabes?
Me deposita en los labios el más delicado de los besos.
–Porque tú eres tú. Eres maravilloso, Jamie. Un hombre realmente bueno, hermoso y
maravilloso del que nunca me cansaré. –Su mirada se posa en mis ojos, adivina mi inquietud–.
Detesto que el capullo de tu padre te haya educado haciéndote dudar de lo increíble que eres.
Detesto que tu familia, salvo Sam, lo permita. Que les den por culo, ¿vale? Tú eres suficiente,
más que suficiente, tal como eres.
Vuelvo a tragar saliva.
–Gracias, Bea.
Cuando su boca se une a la mía de nuevo, tierna y reverente, el corazón me palpita al ritmo de
las palabras que no puedo dejar de repetirme por dentro.
Te quiero. Te quiero. Te quiero.
Cuando salimos del camino privado y accedemos a la calle, mis pensamientos se interrumpen.
–Beatrice, el cinturón de seguridad.
–Jamie...
–Lo primero es la seguridad –le digo, levantándola de mis piernas.
–Está bien –dice.
La pongo a mi lado con suavidad y le abrocho el cinturón. Luego deslizo mi mano por su
cuerpo, recorriendo con el dedo la parte inferior de su pecho a través de la cálida seda negra.
Le acaricio el pezón con el pulgar y noto cómo se endurece hasta un punto delicioso.
–Eso no significa que no podamos pasarlo bien por el camino.
–Jamie Westenberg –dice con una sonrisa pícara–, nunca dejemos de maravillarnos.
Sonrío y le doy un largo y lento beso en el cuello.
–Pues espera a ver lo que he planeado para después.
Capítulo 29
Bea
–¿K araoke? –digo, mirando con incredulidad el antro con luces de neón que parpadean bajo
el cielo nocturno.
La limusina aparca y desdoblo el ligero chal para ponérmelo por los hombros. Jamie se
desabrocha otro botón de la camisa y mira el edificio.
–El karaoke es una diversión universal, ¿no? No conozco a nadie a quien no le guste.
Me muerdo el labio inferior.
–Yo canto fatal.
–Yo también –dice riéndose.
Esto va a ser icónico.
Jamie se acerca y me besa con suavidad.
–No tenemos por qué cantar. Yo solo... –dice, acariciándome el labio con el dedo– quería
darte algo divertido después de la triste fiesta que daban mis tristes padres en su triste casa con
todas sus tristes camisas almidonadas.
–No estaba tan mal.
–Lo estaba –dice, arqueando una ceja–. Y sabía que sería así. De modo que planeé esto.
Mi corazón se abre y derrama dentro de mí una felicidad que es como rayos de sol que pintan
el momento de oro resplandeciente.
–¿Ah, sí?
Jamie asiente con la cabeza, remetiéndome un mechón de pelo en el moño.
–Podría haberte preguntado qué te parecería más divertido, pero quería sorprenderte, y como
no soy precisamente un experto en diversiones, seguí un impulso y aquí estamos. Pero
podemos ir a cualquier otro sitio. A casa. Al cine. A cenar. Al menos, hasta la hora de ir al
salón de tatuajes. Aunque supongo que podría cambiar la hora.
–Espera, ¿qué? –digo, abriendo los ojos de par en par.
–¿Qué de qué? –responde Jamie, frunciendo el entrecejo.
–Tú. En un salón de tatuajes. ¿Qué vas a hacer en un salón de tatuajes?
Jamie se impacienta y se pasa una mano por el pelo, dejando los rizos un poco menos
perfectos que antes, un poco más despeinados.
–No me gusta tu incredulidad, Beatrice. ¿Qué crees que pasará si entro en un salón de
tatuajes? ¿Que me voy a convertir en una nubecilla de humo mojigato?
Me echo a reír, pero tiemblo. Hace frío en la calle y mi chal es de tela negra delgada.
–Quizá después de hacer una inspección sanitaria.
–Jaja –dice, quitándose el abrigo y poniéndomelo en los hombros. Es cálido y pesado y huele a
su colonia, un toque de salvia y madera de cedro y mañanas nubladas–. Ya está. ¿Mejor?
–Gracias –digo, asintiendo con la cabeza.
–Al menos soy bueno en algo. –Suspira, ajustándome el abrigo para que se me ciña más al
cuerpo–. Así que nada de salones de tatuajes.
–¡Eh! –exclamo, sacando una mano del abrigo y cogiéndolo de la camisa–. Solo me burlaba
de ti. Pero en serio... ¿por qué quieres ir a un salón de tatuajes?
Levanta la barbilla como si estuviera ofendido, pero puedo ver una sonrisa en sus labios
cuando abre la puerta del karaoke. Del lugar brota olor a comida frita y cerveza barata, seguida
por una voz ronca y conmovedora que imita a Janis Joplin.
–Caramba, Beatrice –dice, guiándome delante de él–. Para hacerme un tatuaje, por supuesto.
p
–¡Nos han abucheado! –grita Jamie. Me rodea los hombros con el brazo cuando salimos del
karaoke bajo una fina lluvia de octubre, con el taxi esperando en la acera, por suerte–. ¡De
verdad que nos han abucheado!
Jamie es la indignación personificada.
Sonrío. Me duelen las mejillas, las lágrimas me resbalan por la cara con gotas de lluvia. Nunca
me había reído tanto.
–¿Podemos reprochárselo? Yo no distingo el ladrido de un perro de un aria interpretada por
la mejor soprano del mundo, pero sé que lo que acabamos de hacer ha sido una ofensa para el
oído humano.
Jamie abre la portezuela del coche y me ayuda amablemente a subir.
–Al menos, podrían haber sido más generosos con nuestro esfuerzo.
Cuando se sienta a mi lado y se abrocha el cinturón de seguridad, le rodeo la cintura con el
brazo, para absorber su calor. Jamie es un horno.
–Elegimos una canción de seis minutos, para facilitarles las cosas.
–Bohemian Rhapsody ni siquiera es la canción más larga del álbum –dice para defenderse,
abrochándome el cinturón, rodeándome con un brazo y estrechándome contra él–. En mi
opinión, fuimos muy considerados.
Las carcajadas resuenan en el coche cuando el taxista arranca y acelera para pasar el semáforo
con la luz ambarina. Jamie me aprieta con más fuerza. Vuelve a comprobar mi cinturón de
seguridad, con un adorable ceño en sus rasgos. Lleva el pelo revuelto de tanto sacudir la
cabeza conmigo al final de la canción y esos cincelados pómulos suyos se han sonrosado a
causa del esfuerzo. Huele a sudor, a lluvia, a Jamie y es en ese momento, en ese preciso
momento, cuando lo sé con tanta seguridad como sé mi nombre: le quiero.
Y estoy totalmente aterrorizada. Aterrorizada de ser lo peor para él, de que un día se dé
cuenta de que la diversión se desvanece pero mi torpeza sigue ahí, y que su rareza no es la mía;
que, de alguna manera, amarlo podría resultar tan doloroso como amar a Tod. Y entonces es
cuando me asusto de veras. Porque nunca amé a Tod así. Nunca le dejé llegar tan lejos, nunca
confié en él como confío en Jamie. Amar a Jamie es el no va más, pero, joder, al menos con
Tod la caída no fue mortal.
Si algo nos pasara, si esto terminase... no quedaría nada de mí.
Aprieto con fuerza a Jamie, enterrando mi rostro en su cuello para ocultar estas nuevas
lágrimas. Lágrimas de alivio. Lágrimas de felicidad. Lágrimas aterrorizadas. Es un aluvión de
sentimientos que rivaliza con la lluvia que azota las ventanillas del taxi con sus ráfagas.
–Bea –susurra Jamie, recorriéndome el brazo con la mano–. ¿Qué te pasa?
Levanto la cabeza y nos rozamos la nariz. Luego la boca. Lo miro, lleva la camisa blanca
pegada al cuerpo por la lluvia, el agua brilla en su piel. Sus ojos miran con fijeza los míos, luego
se oscurecen; su mano sigue deslizándose por mi brazo, la curva de mi cintura y alrededor de
mi culo para acercarme aún más. Me engancho a su camisa y pongo mi pierna sobre la suya. Y
luego vierto en mi beso todo lo que me da miedo decir en voz alta. Le digo con mis caricias y
mis labios y mis suspiros cómo me hace sentir, lo asustada y emocionada y locamente
enamorada que estoy. Él es la última persona que habría pensado que podría amarme o a la
que podría amar.
Cuando nuestros labios se separan, me mira fijamente, parpadeando tras los flecos de lluvia
que han quedado en sus gafas. Le quito las gafas con cuidado, le limpio los cristales con mi
chal, seco y seguro bajo su abrigo, y se las vuelvo a poner. Introduzco los dedos en sus rizos,
saboreando aquel estado salvaje y tan poco habitual, imaginando todas las maneras en que
podría dejárselo aún más alborotado, revuelto, perdido para sí mismo.
–Beatrice –dice.
Le beso la base del cuello.
–¿Mmm?
–No puedes seguir mirándome así.
Sonrío con la boca en su piel.
–¿Por qué?
–Porque –dice carraspeando y removiéndose con poca delicadeza cuando siente que mi mano
sube por su muslo– tengo planes. La noche es joven.
–A la mierda los planes, Jamie. –Deslizo la mano por su estómago y jugueteo con la hebilla de
su cinturón.
Su mano aterriza sobre la mía, deteniendo mis caricias, pero suaviza el gesto entrelazando
nuestros dedos. Y entonces con un movimiento de cabeza señala la conocida tienda de mi
tatuadora preferida, con una sonrisa de suficiencia iluminando su rostro.
–¿Estás segura?
Lo miro a los ojos.
–Jolines. Hablabas en serio.
Arqueando una ceja, Jamie abre la portezuela del coche.
–¿Y cuándo no?
Bajo del taxi de cualquier manera, sujetándome a su brazo mientras cierra la portezuela y me
protege como puede de la lluvia. Una vez a salvo en la tienda, nos sacudimos como perros
mojados y nos limpiamos los pies en el felpudo.
–¡Bea! –Pat abre los brazos y me aprieta contra sí, luego se vuelve y le tiende la mano a
Jamie–. Y tú eres Jamie.
–Culpable –dice, estrechándole la mano–. Gracias por hacernos un hueco.
Miro a Jamie, sonriendo y atónita.
–¿De veras vas a hacer esto?
Se sube las gafas por la nariz y me mira ceñudo y con los ojos entornados.
–No, hemos venido a tomar un té con pastas. Pues claro que voy a hacerlo. Ya te lo dije antes
y empiezas a fastidiarme.
La risa de Pat es ronca e inesperada. Nunca la había oído reír.
–Me gusta este tío. Muy bien, vamos atrás.
–Es que no me lo esperaba, eso es todo –susurro.
Jamie vuelve a mirarme ceñudo.
–¿Y es que no puedo hacer cosas inesperadas?
–Bueno, vale –digo, colgándome de su brazo–. Dejaré de preguntar.
–Gracias.
Seguimos a Pat por el pasillo, admirando los cuadros de las paredes, los grabados de sus
hermosos tatuajes (unos ya estampados en cuerpos, otros dibujados en papel). Cuando
entramos en el taller de Pat, me siento en un taburete y lo muevo de un lado a otro mientras
Jamie se recuesta en el sillón reclinable y empieza a desabotonarse la camisa. Pat murmura
para sí, dándome la espalda, colocando un aparato que no había visto nunca.
–¿Qué es eso? –pregunto.
Deja de murmurar y levanta la vista.
–¿Eh? Ah, es una cortina.
–¿Una qué?
Jamie me coge la mano.
–¿Alguna vez has visto una cesárea?
–Oh, no. Gracias a Dios, no. ¿Por qué tendría que verla?
–Bueno, no lo sé –dice–. Hay personas a las que les gustan los documentales sobre partos.
–A mí no. Ni hablar del peluquín. –Me entran sudores solo de pensarlo–. Los partos están
muy bien y todo eso, ya sabes, más poder para mis colegas humanos que fomentan la especie,
pero prefiero ser una feliz ignorante.
Jamie frunce el entrecejo.
–Pero dijiste que te gustan los niños. Quieres niños.
–¡Claro!
–¿Y crees que te los va a traer la cigüeña?
–Ya lo pensaré cuando llegue el momento. Pero no quiero saber nada antes de eso. –Me
abanico con la mano, ruborizada–. Ya cruzaré... ese puente del parto... cuando llegue.
Jamie suspira y sacude la cabeza desesperado. Pat se muerde el labio, tratando con todas sus
fuerzas de no reírse de nosotros.
–En fin –dice Jamie, mirando con aire de disculpa a Pat, que está poniendo la cortina sobre el
esternón, ocultándonos el resto del cuerpo del paciente–. Pregunté a Pat si podía trabajar con
la cortina si se la traía. Dados mis contactos médicos, no fue difícil tirar de algunos hilos y aquí
estamos.
–Te la agenció tu French connection.
–En efecto. Fue un acuerdo difícil, pero al final me consiguió lo que quería.
–¿Y para qué la quieres? ¿Te dan miedo las agujas?
Se sube las gafas por el puente de la nariz con el brazo que no ha quedado cubierto con la
cortina.
–No exactamente.
Apoyo los codos en el brazo de su sillón y jugueteo con el mechón de pelo que siempre le cae
sobre la frente.
–Entonces, ¿para qué la cortina?
Pat cierra el armario y deja caer un par de guantes esterilizados y desechables.
–Tengo que comprar más guantes –dice, saliendo del taller–. Vuelvo en cinco minutos.
Cuando los hombros de Jamie descienden de alivio, me doy cuenta de por qué se ha ido Pat.
Para dejarnos un momento a solas.
–Porque... –se aclara la garganta y se ruboriza– quería hacerme el tatuaje contigo, pero no
quería enseñártelo hasta después, cuando la piel ya no estuviera hinchada y enrojecida... Es que
la tengo muy sensible. –Suspira–. Lo que quiero decir es que... –me mira a los ojos– quería
enseñártelo en un lugar... más privado.
De repente se me llenan los ojos de lágrimas. Apoyo la frente en su hombro, moviendo la
cabeza de un lado a otro.
–Jamie –susurro.
Jamie acerca la mano a mi pelo y juguetea con los mechones sueltos.
–¿Algo va mal?
–No –digo con voz espesa, levantando la cabeza y buscando su boca para darle un largo y
profundo beso, que lo deja sonriendo de orgullo y satisfacción–. No podría ir mejor.
p
–Soy invencible. –Jamie adopta la pose de Supermán, con las manos en las caderas, cuando
salimos del salón de tatuajes–. Don Duro.
Me echo a reír y le rodeo la cintura con el brazo.
–Lo eres. Y ahora mismo estás rebosante de endorfinas y adrenalina, y a menos que te
comieras tu peso en tapas cuando yo estaba en el baño con Jules en la fiesta, no creo que
tengas suficiente comida en tu sistema. Vas a caer enfermo.
Jamie se tira del cuello de la camisa, mirando el bordillo de la acera, donde nuestro taxi
aparecerá en breve.
–Mmm. –Como he predicho, está algo sudoroso y pálido–. Creo que tienes razón –dice,
tambaleándose–. Tengo que comer algo.
–Claro. –Aprieto más fuerte su cintura y esta vez me toca a mí abrir la portezuela del taxi
cuando se detiene ante nosotros–. La comida te reanimará. ¿Qué prefieres?
–Una hamburguesa del tamaño de mi cabeza –dice débilmente, apoyando de golpe la cabeza
en el respaldo del asiento.
El corazón se me acelera. No solo soy una cocinera horrible, sino que además soy un desastre
con la carne cruda. Aunque intentara preparar una hamburguesa casera, tengo los sentidos
hipersensibles, así que probablemente terminaría incendiando el apartamento. Y tras pasar
fuera una noche entera, en una fiesta ruidosa y atronadora, más el caos absoluto del karaoke y
luego el zumbido monótono de la máquina cuando Pat tatuaba a Jamie... ya no sé ni dónde
tengo las manos.
Lo cual me deja una sola opción. Una que no puedo creer que se me haya ocurrido.
–¿Queréis una hamburguesería? –pregunta el taxista–. ¿Cuál?
–En realidad... –digo, volviéndome a Jamie y entrelazando mis dedos con los suyos–. Oye,
Jamie.
–¿Eh? –dice, abriendo ligeramente los ojos y volviéndolos a cerrar.
–Pues verás. Conozco un lugar donde hacen las mejores hamburguesas de la ciudad.
Jamie asiente con la cabeza sin abrir los ojos.
–¿Tiene cerrojo?
Carraspeo con nerviosismo, ignorando el bufido irritado del taxista porque lo obligo a
esperar.
–Seguro que sí.
Al advertir preocupación en mi voz, Jamie abre los ojos y tuerce la boca con alarma.
–¿Qué pasa?
Aprieto su mano y pregunto:
–¿Qué te parecería conocer a mis padres?
Capítulo 30
Jamie
–¿ Estás segura de que es acertado? –pregunto, acariciando la mano de Bea con el dedo
mientras esperamos en el porche delantero de sus padres, cogidos de la mano.
–Sí –dice alegremente.
Demasiado alegremente. Como si estuviera nerviosa. ¿Está nerviosa porque voy a conocer a
sus padres?
Pero antes de darme tiempo a decir o hacer nada (tomar un sorbo de Gatorade, masticar
galletitas saladas o dar la noche por acabada), ya ha metido la llave en la cerradura y está
abriendo la puerta de la casa de sus padres.
Recibo un alud de recuerdos cuando entro. La última vez que estuve aquí fue cuando
comenzó todo. Lo veo perfectamente: docenas de personas correteando cuando entré, cuando
me puse la maldita máscara de león y me mezclé en el caos de la jungla mientras un escalofrío
de ansiedad me recorría la columna vertebral. Vuelvo a oír el ruido de la sala (risas, charlas
anodinas, vasos tintineando, bandejas con aperitivos) y entonces lo recuerdo, recuerdo el
momento en que oí su suave voz, en que capté un levísimo rastro de perfume térreo y tentador,
en que vi...
–¡Bea! –Es su madre, sin duda, no solo porque es su casa, sino porque ella y su hija tienen los
mismos ojos chispeantes de tormenta marina y la misma sonrisa generosa. La mujer atraviesa el
vestíbulo y abre los brazos–. ¡Pasa! ¡Pasa! Oooh, me alegro mucho de conocerte por fin,
Jamie.
Antes de que Bea nos presente me da un abrazo con olor a lavanda. Nuestras miradas se
cruzan por encima del hombro de su madre y Bea sonríe, pronunciando en silencio «lo
siento».
Niego con la cabeza. No hay nada por lo que pedir perdón. Ni siquiera por el nudo en la
garganta que me dificulta tragar saliva cuando la señora Wilmot me libera sonriendo de su
abrazo maternal.
–¿Y bien? –dice a Bea–. ¿No vas a presentarnos?
–¡Un momento! Esperadme –dice el padre de Bea, poniéndose un jersey por la cabeza cuando
llega al pie de la escalera. Es alto, anda recto como un palo y ha legado a Bea su cabello oscuro.
Él ya lo tiene blanco en las sienes y sonríe con amabilidad cuando abraza a Bea y le estampa un
beso en el pelo. Luego me estrecha la mano con firmeza–. Bienvenido.
–Gracias, señor.
–Oh, Dios mío –dice la señora Wilmot llevándose una mano a la mejilla–. Qué deliciosamente
educado.
Bea se pone a mi lado y me coge del brazo.
–Mamá, papá, os presento a Jamie Westenberg, mi novio. –Se ruboriza adorablemente y me
aprieta el brazo, mirándome con fijeza a los ojos, como diciendo «No se te ocurra reírte»–.
James, te presento a mis padres, Maureen y Bill.
El corazón se me detiene. James. Ya me llamó así en el coche y pensaba que estaba soñando,
que la cabeza me daba vueltas y en cuestión de segundos perdía y recuperaba la conciencia.
–Un placer –digo–. Les pido disculpas por venir casi sin avisar...
–Pero bueno –dice Maureen–. ¡No hace falta! Bill y yo acabábamos de sentarnos a cenar y,
casualmente, hay hamburguesas en el menú.
Consulto mi reloj, sorprendido.
–Son... las once y media.
Bill se pone detrás de Maureen y le ata el delantal, que se le había soltado.
–Cuando viajas mucho pierdes totalmente la noción de las horas de comer.
Maureen sonríe y se encoge de hombros.
–Comemos cuando tenemos hambre. Y me alegro mucho de tener más bocas que complacer,
porque, para que lo sepas, ¡me entusiasmo cuando estoy en la cocina!
Los sigo por el pasillo sintiendo un extraño descenso del estómago, peor que en el momento
del tatuaje, cuando el dolor se me disparó rabioso por toda la epidermis. Esto es... muy raro
para mí. Una madre cariñosa, un padre que sonríe amablemente y está pendiente de su mujer.
Padres que no quieren que su hija y su pareja estén allí para cumplir con un deber social, sino
para simplemente estar juntos, porque la quieren.
Miro a Bea, preguntándome cómo habrá podido soportar la fiesta de mi padre. El postureo
orgulloso, la teatralidad arrogante, la conversación fría, impersonal y anodina. Y un miedo
creciente me agarrota el corazón. ¿Se habrá dado cuenta de lo mucho que me parezco a él?
¿Recuerda cómo era cuando nos conocimos? ¿Teme que el tiempo me cambie, que un día me
parezca a mi padre, todo púas erizadas y bordes afilados? ¿Son sus recuerdos de la noche en
que nos conocimos como los míos, recuerdos queridos ya por el paso del tiempo? ¿O estar
aquí conmigo le recuerda lo mal que empezamos, la horrible primera impresión que le causé?
Como si me leyera el pensamiento, desliza la mano bajo mi brazo hasta trenzar sus dedos con
los míos.
–Me alegro de que hayamos venido –susurra.
Aprieto su mano y le robo un rápido y casto beso.
–Yo también.
p
No es que dudara de Bea, pero es la mejor hamburguesa de mi vida. Acabada la tardía cena,
Bill nos convence de que nos quedemos a jugar al eucre y acabamos jugando varias partidas por
culpa del espíritu competitivo de Bea y de lo encantado que yo estaba por encontrarme allí.
Ahora, no sé cómo, son las cuatro de la madrugada y estamos en la puerta del apartamento de
Bea, contentos y agotados.
–Chist –susurra, metiendo la llave en la cerradura y girándola–. O quizá debería decir: tápate
los oídos. Esos dos no son silenciosos.
Siento un escalofrío que pone histérica a Bea.
–Ahora eres tú quien debe callar –susurro.
Cuando hemos entrado, cierra la puerta y sonríe con picardía.
–Acállame.
Es tentador cerrarle la boca con un beso mientras camina de espaldas por el pasillo, con mis
manos en su rostro, su pelo, su cintura. Pero cuando llegamos a la puerta de su dormitorio, la
suelto. Bea frunce el entrecejo. Entonces, lentamente, se da cuenta.
–Otra vez no.
–Me temo que sí.
Gime y empuja la puerta.
–Jamie, ¿por queeeé? No necesito velas ni pétalos de rosa, ni chocolate corporal.
–¿Chocolate corporal?
–Es una cosa para los momentos eróticos –dice, encogiéndose de hombros– que yo no
necesito. –Cierra la puerta, me introduce las manos por debajo de la camisa y me acerca hacia
sí–. Te necesito.
Me acaricia la cintura, luego más abajo, más abajo...
–Vamos, para. –Le cojo las muñecas, le uno las manos y le beso suavemente los nudillos.
–Jamie, voy a morir de abstinencia sexual –gime Bea.
–No, no morirás hoy. Morirás una docena de veces mañana por la noche cuando tenga todo el
tiempo que necesito y tú te mereces.
Bea abre la boca.
–Espera. ¿Cómo voy a morir...?
Río por lo bajo y la beso rozándole apenas la lengua, lo cual hace que suspire antes de que
recorra con besos su barbilla hasta el pabellón de la oreja.
–¿No dijiste que querías oírme hablar francés?
Bea asiente con la cabeza y estira el cuello en busca de más besos.
Le beso el cuello, detrás de la oreja, y susurro:
–En français, quand tu jouis, ça s’appelle la petite mort.
–Traducción, por favor –dice con voz ronca mientras recorro sus costillas con los nudillos;
reacciona adelantando la barriga y conteniendo la respiración.
–He dicho: «El orgasmo, en francés, se dice la pequeña muerte».
Bea se aparta. Dilata los ojos.
–¿Has dicho una docena?
Sonrío mientras me lanza los brazos al cuello, con los ojos abiertos como platos, emocionada.
–Si todo sale como he planeado.
–Procura que sea así –dice, robándome un beso de los labios–. ¿Y cuál es ese plan?
La risa retumba en mi garganta.
–Hoy dormirás.
–Sin ti –dice, haciendo un puchero.
–Yo también dormiré.
–Sin mí –dice, intensificando el puchero.
La consuelo con un beso.
–Mañana, a las cinco de la tarde, estarás lista para que te recoja aquí.
–Sigue –dice, sonriendo.
–Prepararás una bolsa con ropa para pasar una noche fuera.
–Oooh, ahora te escucho.
–Y todo lo que necesites para dormir bien en mi cama.
–¿Y si te digo que no pienso dormir mucho? –dice, arqueando las cejas.
La beso una vez más, un beso largo.
–Diría que me alegra mucho oír eso.
Capítulo 31
Bea
L os dos empleados de fin de semana están resfriados, así que la única razón por la que saco el
culo de la cama a las diez de la mañana para cubrir sus turnos en Edgy Envelope es que
quiero a Toni. He tomado un café y un expreso para compensar la falta de sueño, aunque no
estoy segura de que necesite la cafeína. Soy adrenalina pura y estoy emocionada como un niño
en Navidad.
Dos minutos antes de cerrar, estoy ante el mostrador apagando los iPads y moviendo los pies
al ritmo de la lista de Electric Funk de Toni. En cuanto la pantalla del iPad se apaga, tintinea la
campanilla de la puerta de la tienda. Levanto la cabeza y el corazón me hace una pirueta en el
pecho.
–Jamie.
Toni sale de la oficina de atrás y nos mira con avidez. Es lo menos sutil que he visto en mi
vida.
Aunque mi plan revanchista puede aparcarse, todavía tengo mis breves momentos de
venganza. Miro a Toni por encima del hombro.
–Ya lo has visto. Me voy. Se acabó el espectáculo. Fuera de aquí.
Toni sacude solemnemente la cabeza.
–Pero si hasta te he hecho galletas.
Me llevo una a la boca, para que quede constancia.
–He subido mi precio. Ahora quiero magdalenas.
–¡Grosera! –grita antes de desaparecer en la oficina.
Me vuelvo a mirar a Jamie, que me observa fijamente con una ligera e íntima sonrisa
iluminándole la cara.
–¿Qué haces aquí? –pregunto.
Se encoge de hombros. Un limpio encogimiento estilo Jamie consistente en levantar solo un
hombro.
–Me dijiste que tenías que trabajar, así que pasé por tu casa a recoger tu bolsa con la ropa,
luego di de comer a Cornelius y le hice algunos cariñitos. Y he venido para llevarte a casa.
–Oh. –Mi corazón es un charco–. Muy bien.
Mientras termino de ordenar el mostrador, la emoción con que anticipo esta noche disminuye
ligeramente, sustituida por el nerviosismo. Jamie es tan preciso y excelente en todo lo que
hace... ¿Y si no le gusta cómo practico el sexo? ¿Y si congeniamos en todos los aspectos en los
que no había congeniado con nadie hasta ahora, pero nuestros actos sexuales son un desastre?
¿Y si tengo uno de mis días supertorpes y le doy un codazo sin querer en la nariz o un
rodillazo en la entrepierna o...?
–Calentando motores, por lo que veo.
Jamie me mira fijamente, con una cadera apoyada en el mostrador. Intuye mis pensamientos
casi tanto como Juliet y no estoy segura de que eso me guste.
–Lo siento. Estoy bien. Genial. Estupendamente.
Sonríe, aunque en su sonrisa también parece haber algo de nerviosismo. Jamie alarga la mano
y empuja el mostrador.
–Ven.
Rodeo el tablero de cristal, recojo el abrigo y digo adiós a Toni. Me cojo de la mano de Jamie
cuando salimos de Edgy Envelope.
Insiste en llevar mi bolso y, tras colgárselo del hombro, vuelve a cogerme la mano. Caminamos
en silencio, las hojas danzan en la acera, un frío viento de octubre agita mi ropa. Me acerco
más a Jamie y saboreo nuestro cómodo silencio. Me encanta lo mucho que le gusta el silencio,
hacer nuestro el silencio simplemente compartiéndolo.
–¿Qué tal va todo con Juliet? –pregunta.
–¿Qué? –digo, frunciendo el entrecejo.
Me da un pequeño codazo.
–No hace falta ser físico nuclear para intuir que las cosas estaban tensas entre ella y tú la otra
noche, en la fiesta, después de que Jean-Claude se comportara como un auténtico berzotas.
–Se había ido ya cuando me he levantado. Al parecer, Jean-Claude «se la ha llevado» para
todo el día.
El viento arrecia y Jamie se cierra el cuello del abrigo.
–Siento que las cosas estén tensas entre vosotras.
–No hay nada que yo pueda hacer. Me dijo que me apartara y la dejara apañárselas sola con
Jean-Claude.
Jamie suspira.
–A Jean-Claude... casi ni lo reconozco ya. No sé si es la presión del trabajo o si pasa algo más
que no sepa, pero parece peor desde que...
–¿Desde que empezó a salir con mi hermana?
Se queda un momento en silencio.
–Por desgracia, sí –dice finalmente.
–Sí, no creo que sea bueno para ella, pero Jules no quiere ni oírlo. Así que supongo que por el
momento no podré meter las narices en sus asuntos.
Jamie me rodea con el brazo.
–Es difícil cuando tenéis una relación tan estrecha... y estáis más bien acostumbradas a meter
las narices en los asuntos de la otra.
–Sí, lo estamos. Cosas de gemelas. –El silencio cae entre nosotros de nuevo y respiro el olor de
Jamie. Su aroma a madera, la calidez de su cuerpo–. No quiero hablar más de ellos, ¿vale?
Quiero que seamos solo tú y yo esta noche.
Jamie sonríe y me da un beso en la frente.
–De acuerdo. Solo nosotros.
p
Nos recibe una ráfaga de aire caliente cuando entramos en el piso de Jamie, que cierra la
puerta, cuelga mi bolso y me quita el abrigo. Luego me da un fuerte y largo abrazo en el que
me hundo como una muñeca de trapo. Necesito este abrazo tanto como el aire.
Cuando me frota suavemente los hombros, emito un ruido inhumano.
–Ay, Señor –gimo–. Justo ahí. –Jamie me masajea los tensos músculos de la base del cuello–.
Ha sido día de reparto. Mucho agacharme para abrir cajas. Y sudor. Me siento sucia.
–¿Quieres darte una ducha? –pregunta–. ¿Ponerte cómoda? Podría hacer otras cosas mientras
tanto.
Miro su piso, me fijo en las bonitas paredes blancas, los muebles color coñac y unas plantas de
interior más brillantes y verdes de lo que yo he conseguido jamás. Está tranquilo y acogedor
como siempre, pero no hay luces encendidas ni nada que indique que vamos a pasar la noche
aquí. Mi curiosidad aumenta.
–Bueno.
–Cuando te hayas duchado –dice–, utiliza el baño para cambiarte. Si necesitas algo de mi
armario, dilo, otra sudadera de la universidad como la que robaste...
–Que me llevé prestada –corrijo.
–Ya. –Enarca una ceja con aire severo, pero su sonrisa lo contradice–. Si necesitas algo,
dímelo y te lo llevaré. No tienes permiso para entrar en mi habitación, ¿estamos?
–¿Por qué?
Jamie se vuelve y va a mirar en la nevera.
–Nada de preguntas. Es una tontería. Pronto lo verás.
Curiosa pero incómoda por lo sucia que me siento, me dirijo al baño y me doy una larga
ducha caliente. Utilizo su gel y me regodeo en las aromáticas burbujas de Jamie mientras me
depilo las piernas con la cuchilla de afeitar que metí en el bolso y luego me froto el cuero
cabelludo hasta que casi me escuece. Fuera de la ducha, me cepillo los dientes como una
posesa y me pongo un pantalón de chándal, calcetines viejos y la sudadera de Jamie que robé,
o sea, que tomé prestada, para sentirme más cerca de él.
–¡Estoy viva! –grito mientras recorro el pasillo hacia la cocina abierta y el salón.
Jamie se echa a reír.
–Así es como me gustas. Aquí, tranquilos.
Cuando entro, me quedo casi petrificada ante el glorioso espectáculo del trasero de Jamie
Westenberg, enfundado en pantalón de correr, prieto y redondo, con la tela tensa porque está
agachado y rebusca en uno de los armarios bajos. Estupefacta, tropiezo con mis propios pies y
casi me doy de bruces contra la encimera.
–¡Cuidado! –Jamie se vuelve, se agacha y, sin saber cómo, me atrapa antes de que me abra la
cabeza.
Mis manos suben por su pecho. Es como si se repitiera el momento que pasamos en el
armario de las escobas la noche que nos conocimos (nuestros cuerpos otra vez juntos, yo
derritiéndome por dentro de calor), salvo que esta vez no hay fingimiento, ni dudas sobre y si...
sino sobre cuándo.
Apoya las manos en mi espalda y frota suavemente.
–¿Qué ha pasado?
Lo miro parpadeando.
–Tú. Has pasado tú. Llevas ropa de estar por casa.
Jamie se mira.
–Solo es un pantalón y una camiseta.
Solo un pantalón y una camiseta. Qué frase tan absurda. He visto el partido que ese pantalón
azul oscuro saca a su culito respingón y ahora veo cómo se ciñe a sus largas piernas y a los
músculos de sus muslos. Su camiseta es de color gris, con una especie de logo en el pecho, I ❤
MIS GATOS, en negrita, a la altura perfecta para poner de manifiesto sus antebrazos. Y lo que es
peor, ni se da cuenta. No sabe lo obsceno que es todo eso.
–Maldita sea, estás para comerte entero.
Jamie se pone colorado.
–Beatrice, francamente...
Doy un paso atrás para mirarlo. Está despeinado, cómodo, blandito y es tan mío que casi no
puedo respirar.
–Te follaría ahora mismo en la encimera de la cocina.
–Calla. No me arrugues ahora. –Me coge en brazos, lanzo un chillido de sorpresa cuando se
rodea la cintura con mis piernas y echa a andar hacia su habitación.
–¿Adónde vamos? –pregunto y le robo un rápido beso.
Él me besa también.
–Al principio pensaba llevarte a un sitio especial, pero cuando hablamos en el taxi anoche,
bueno, esta madrugada, sobre lo largo que había sido el día, lo bien que estaríamos
simplemente...
–Quedándonos en casa –susurro, acariciándole el precioso pelo, besándole la barbilla–. Y con
un pantalón de chándal que le sienta tan espectacularmente a tu culo.
Se pone todavía más colorado cuando oye el piropo, pero es todo el reconocimiento que
consigo.
–Así que pensé que en lugar de ir a un sitio especial, ¿por qué no traer «algo especial» a
nosotros?
Miro por encima del hombro cuando abre la puerta y el corazón me late tan deprisa que se me
resienten las costillas. Llena de incredulidad, me deslizo por su cuerpo hasta tocar tierra y me
vuelvo para fijarme en lo que hay en su dormitorio. En el suelo hay un banquete de dumplings
y pho, con mantas de felpa y cojines para sentarse confortablemente. En la moderna y
fantástica chimenea danzan llamas silenciosas y parpadeantes, aunque la iluminación de la
estancia corre a cargo de faroles en cuyo interior brillan candelas diminutas. La luz es tenue,
pero cuando levanto la cabeza, sé por qué. Proyectadas en el techo veo todas las constelaciones
visibles en el hemisferio norte. Cuando esté más oscuro, serán tan brillantes como las estrellas
del cielo.
–Qué romántico –susurro.
Jamie me rodea la cintura por detrás y apoya la barbilla en mi cabeza.
–Me alegro de que te lo parezca. Quería que fuera especial, pero no demasiado. Luz de velas y
fuego de chimenea, pero no pétalos de rosa. Y no digo que los quiera. Estornudaría. Tampoco
crema de chocolate.
–Demasiado pegajosa.
Noto su sonrisa cuando me abraza con más fuerza.
–Exactamente. Espero que no te parezca mal.
Me río a pesar del nudo que tengo en la garganta.
–Nada de esto podría parecerme mal, Jamie. Es perfecto. –Parpadeando para contener las
lágrimas, me vuelvo y lo miro de frente–. Tú eres perfecto.
Capítulo 32
Jamie
L a observo mientras come, masticando con alegría, chupándose los dedos. Y cuando hemos
terminado, dejo los platos en el fregadero, sin ceremonias, y vuelvo para sentarme a los pies
de la cama, con Bea sentada entre mis piernas, con la espalda apoyada en mi pecho.
–Menos mal que llevo pantalón de chándal –suspira, frotándose el estómago lleno mientras
mira las constelaciones proyectadas en el techo–. Me he comido todos los dumplings.
Como hace calor en el dormitorio, se ha quitado la sudadera, quedándose con una ceñida
camiseta de un suave color esmeralda. Le subo la manga y recorro el complicado tatuaje de
flores que tiene en un hombro. Y por primera vez, veo que las hojas de las flores son en
realidad páginas de un libro.
–¿Qué significa? –pregunto.
Bea aparta los ojos de las constelaciones y se fija en el dedo que le recorre la piel.
–Mis padres. Las flores que le gusta plantar a mi madre, el amor de mi padre por los libros.
Deberías ver la biblioteca de mi padre. Estaba cerrada con llave la noche de la fiesta y anoche
no tuve tiempo de enseñártela.
–Tú y tu sanguinaria madre estabais demasiado ocupadas aniquilándonos a las cartas.
Ríe y echa atrás la cabeza para mirarme.
–Mamá siempre ha sido así con los juegos. Siento que nos pasáramos de la raya.
Niego con la cabeza.
–Fue maravilloso. No habría cambiado esa velada por nada del mundo.
–Pero debería haberte enseñado la biblioteca. Te habría encantado.
Le remeto tras la oreja un mechón de pelo suelto y busco sus ojos.
–Ya habrá otro momento, otra noche... espero.
Una sonrisa le ilumina la cara. Me besa la mano cuando le rodeo la mejilla.
–Espero que sí.
Nuestras miradas se cruzan cuando recorro la línea de puntos tatuados desde el cuello hasta el
otro hombro, donde aquella se mezcla con otros dibujos. Entre vides y flores, detecto libros,
una cámara fotográfica, una paleta y pinceles y tres delicados pajarillos azules en una rama.
Esta vez no tengo que preguntar para que Bea sepa que me vence la curiosidad.
–Los libros son por Jules. Es un ratón de biblioteca como papá. Le gustan las novelas
románticas. Algún día escribirá una. –Arquea una ceja–. Eso no se te había ocurrido, ¿verdad?
A la casamentera entrometida le gustan las novelas románticas.
Río por lo bajo sin dejar de recorrer las líneas del tatuaje.
–La cámara –prosigue– es por Kate. Es reportera gráfica y tuvo su primera cámara a los cinco
años y vive con ella colgada del cuello. La paleta y los pinceles son por mí, claro.
–¿Y los pajaritos? –pregunto.
Sonríe.
–Mis hermanas y yo, las tres. Nuestros padres nos llaman «pajaritos», no sé por qué. Lo han
hecho desde siempre.
Mi mano pasa de su tatuaje a sus hombros. Masajeo los tensos músculos y Bea apoya la cabeza
en mi pecho con un suspiro de satisfacción.
–¿Y cuándo podré ver yo tu tatuaje? –pregunta. Sus manos se deslizan por mis muslos,
trazando ochos cada vez más grandes.
–Esta noche.
Me mira y sonríe. Tras la ducha, su cara está limpia de maquillaje, totalmente adorable.
–¿En serio?
–En serio. –La estrecho con más fuerza; mi corazón desborda de vulnerabilidad y amor.
Bea vuelve la cabeza para observarme mientras la observo.
–¿Qué pasa?
–Solo... te miro –digo.
–¿Por qué? –pregunta, ampliando la sonrisa.
–Porque eres preciosa. Y porque quiero.
Se da la vuelta sin soltarse, se sienta en mis muslos, me rodea la cintura con las piernas y apoya
la mano en mi corazón.
–Bien.
–Quiero hacer algo más que mirarte –le digo cuando me acaricia el pelo con los dedos.
–Yo también quiero que hagas algo más que mirarme. –Se apoya en mí y me besa
suavemente–. Aunque mirar también puede ser divertido a veces.
Doy un gruñido. La idea de ver a Bea acariciándose me excita tan repentinamente que no
tengo tiempo de buscar una respuesta apropiada antes de que se dé cuenta.
Se mueve encima de mi ingle, frotándose contra mis pantalones mientras aspiro su aroma. Su
mirada recorre mi cara, luego mi cuerpo. Su expresión es más seria, su mano se cuela entre mi
camisa y la camiseta.
–Estoy nerviosa.
Le envuelvo el rostro con las manos y le beso la mejilla, la punta de la nariz, la peca que tiene
debajo del ojo.
–Dime qué te pone nerviosa.
Se coge con los dedos a mi camisa y apoya la frente en la mía.
–Quiero ser buena para ti, para nosotros, y me preocupa estropearlo todo.
–Eso no ocurrirá, Bea. Nunca podrías estropearlo –digo, y añado–: Si eso te consuela, yo
también estoy nervioso.
Frunce el entrecejo, confusa.
–¿Por qué?
–Temo que, en el momento en que me toques, me corra a la velocidad de un cohete.
Lanza una carcajada, me rodea el cuello con los brazos y me besa lenta y profundamente.
–Aunque ocurriera eso, siempre hay una segunda vez. Y una tercera, y una cuarta, hasta que el
sol salga y yo haya conseguido mi parte las veces que me apetezca. Después de todo, me
prometiste una docena de pequeñas muertes.
–Eso hice –digo y la beso con más fuerza y la acerco, poniendo sus caderas sobre las mías.
–Y si te doy un codazo sin querer –dice–, o si se me escapan gritos durante el orgasmo...
–Será perfecto –digo entre un beso y otro–. Porque somos nosotros. Nada podría ser mejor.
De su garganta brota una exclamación de felicidad.
–¿Lo ves? Tu teoría ha sido refutada después de todo –susurra.
–¿Qué teoría?
–Aquello que dijiste el día que acordamos vengarnos. Que dos errores no hacen un acierto. –
Sonríe–. Yo diría que hemos demostrado que sí.
Me río mientras nuestros dedos se enredan y beso su sonrisa de triunfo.
–Nunca me he alegrado tanto de equivocarme.
p
Ordeno el dormitorio, apago el fuego y me cepillo los dientes en el fregadero de la cocina
mientras Bea utiliza el baño. Estoy sentado en el borde de la cama cuando vuelve y veo que
cruza la habitación.
–Hola –dice.
La recorro con la mirada; todavía lleva la camiseta y el pantalón de chándal y mis manos
ansían quitárselo todo y verla desnuda. Verla finalmente entera.
–Acabo de darme cuenta –dice– de que no he pasado una noche lejos de Cornelius desde que
lo tengo.
–Bueno –digo, acercándola y poniéndola entre mis piernas–. Será mejor que se acostumbre.
–Oh, podrá soportarlo –dice–. ¡Y podremos dormir con él!
Arqueo una ceja.
–No.
–¿Qué? ¿No quieres desmadrarte delante de un erizo?
La miro con seriedad, lo cual no dura mucho.
–No voy a hacer el amor contigo con Cornelius delante, no. Ahora no. Ni nunca.
–Así que el señor no es exhibicionista –dice como hablando sola.
Le hago cosquillas y lanza un chillido. Se aparta de mí, aterrizando sobre la cama.
–¡Cosquillas no! –grita.
–¡O sea que la señora sí puede hacerlas, pero no las soporta!
Me arrastro sobre ella por el colchón y le doy un largo beso en el cuello. Los besos van del
cuello hasta la boca. Me pongo sobre sus caderas, la golpeo con la ingle con movimientos
oscilantes, porque la tengo dura y me muero por follármela desde tiempos inmemoriales, y ella
no se queja debajo de mí.
–Jamie –dice con timidez.
Me quedo quieto, tratando de no descargar todo mi peso, y busco sus ojos.
–¿Qué pasa?
–Bueno. Verás, antes de que... –dice carraspeando y haciendo un gesto con la mano con el que
creo que se refiere al coito–. Ahora es cuando tengo que advertirte de que el hecho de que sea
pintora erótica no significa que me guste que me la metas por el culo ni que pueda doblarme
como si fuera de goma.
Suspiro profundamente.
–Joder. Pues no sé por qué otra razón estamos aquí.
Abre la boca y se pone pálida.
–Bea –digo, cogiéndole la cara entre mis manos–. Bromeaba. Por Dios, Bea, estaba tomándote
el pelo. O intentándolo. Del peor modo posible. No volverá a pasar.
Bea respira hondo y deja caer la cabeza sobre el colchón.
–Vaya por Dios. Tenías que elegir este preciso momento para ser gracioso.
–Lo siento. –Le beso la frente–. Trataba de que te encontraras cómoda. Obviamente, he
fracasado. Por eso nunca bromeo.
Ríe débilmente.
–Eres adorable. Aunque casi me provocas un infarto y me rompes el corazón al mismo
tiempo.
–Nunca te romperé el corazón, Bea. Lo único que quiero es protegerlo.
Inspecciona mi rostro y me abraza con fuerza.
–¿Qué más quieres? –pregunta.
–Quiero besarte. Por todas partes. Quiero saber qué aspecto tienes cuando te levantas.
Quiero hacerte purés de verduras y magdalenas para cenar. –Le robo un beso y mordisqueo
suavemente su labio inferior. Bea ahoga una exclamación–. Quiero verte pintar –prosigo–,
cómo te iluminas por dentro. Quiero noches en casa, abrazándote en el sofá sin otra cosa que
hacer. Quiero todo lo que quieras darme y más, porque soy avaricioso. Porque cada vez que
me enseñas una nueva parte de ti, quiero más. –Le sostengo la mirada y veo mi propia
vulnerabilidad reflejada en ella–. Te quiero a ti –concluyo.
–Bien –dice con nerviosismo, deslizando sus dedos por mi pelo–. Me refería a la sexualidad,
pero eso ha sido mucho más romántico.
Nos echamos a reír, hasta que las risas se convierten en gemidos de intenso placer mientras
nos abrazamos y nos frotamos por encima de la ropa. Me pierdo en la curva de sus caderas, la
calidez de sus muslos, contra los que me aprieto.
Bea me siente y exclama.
–Oh, James, la hostia.
–¿La hostia? ¿Qué? ¿Qué pasa?
–Nada. Lubricante. Siempre lo necesito, pero con ese pepino que tienes voy a necesitar más
de un tubo.
Mis mejillas se ponen rojas como la grana.
–Beatrice.
–¿Qué? –dice–. Tienes que ser consciente de lo que tienes ahí, entre las piernas.
No respondo a eso.
–Tengo lubricante, el mismo que te vi comprar en la tienda hace unas noches. Supuse que lo
necesitarías.
–¿De veras? –Sonríe–. ¿Seguro que no estás aquí solo para metérmela por el culo?
–Voy a besarte si no dejas de decir esas cosas.
–Eso no es una amenaza, James.
La beso con fuerza. Bea me rodea con los brazos y me besa con idéntica intensidad. Me aparto
en busca de aire.
–¿Lo ves? –dice–. No es una amenaza. –Sonriendo de oreja a oreja, me coge la mano y se la
lleva al pecho–. Eres maravilloso. Has comprado mi marca preferida de lubricante solo para
esta noche.
–Bueno –voy a ajustarme el reloj de pulsera, pero me doy cuenta de que no lo llevo–, esperaba
que no fuera solo para esta noche, sino para muchas noches. Y para los dos lugares. Tú tienes
uno en tu casa. Este es para la mía.
Me empuja con suavidad y dejo que me dé la vuelta para ponerme de espaldas. Ella se pone
de rodillas, a horcajadas sobre mi vientre, y desliza las manos bajo mi sudadera.
–¿Te he dicho lo estupendo que eres? ¿Lo perfectamente atento, amable y obscenamente guay
que eres?
–¿Guay? –digo, arrugando la nariz–. Esperaba un adjetivo más robusto.
–No tengo tu repertorio de palabras de veinte puntos en el Scrabble, Jamie. Pero tienes razón.
Estoy segura de que puedo mejorar. –Un beso en mi cuello hace que mis manos estrechen más
fuerte su cintura.
–Amable –susurra–. Fuerte. Cariñoso –dice apoyando la boca en mi barbilla. Sus manos
encuentran las mías y las enlaza. Las pone por encima de mi cabeza y apoya su tronco en el
mío–. Atractivo. Divertido. Inteligente. Atento.
Me mordisquea el cuello y tira ligeramente de la piel con los dientes, luego sigue con la
lengua, haciendo que mis caderas se agiten sobre la cama.
–Sexy. A más no poder –susurra–. ¿Qué tal voy?
Me suelta las manos y sigue con las caricias por debajo de mi sudadera. Juguetea con mis
pezones y agito otra vez las caderas.
–Quiero ver ese tatuaje, Jamie.
Sonrío bajo sus besos y me incorporo de súbito. Bea grita de sorpresa y se sujeta a mis
hombros hasta que me quito la sudadera por encima de la cabeza, aunque debajo llevo una
camiseta.
Bea gruñe.
–Ese ha sido un truco barato.
–Vaya cara. –Sonrío–. Estabas muy segura de que ibas a conseguirlo... ¡Ay! –Le quito la mano
de mi pecho, donde se ha puesto a hacerme cosquillas–. Se acabó.
–Pues deja de torturarme –murmura, agitándose sobre mi vientre.
Le sujeto las caderas para que no se mueva más.
–Como sigas así, el cohete saldrá echando chispas.
Su risa llena la habitación.
Pero cuando me quito la camiseta, Bea deja de reír.
Capítulo 33
Bea
M e quedo extasiada, mirando cada gota de tinta negra que hay en su piel, justo encima del
corazón. Acerco los dedos a la delicada flor, a la abeja posada sobre los pétalos, a las
palabras de encima que no sé traducir.
–La vie... –Levanto la cabeza para mirar a Jamie, que me observa atentamente.
–La vie est une fleur dont l’amour est le miel –dice en voz baja. Las palabras le llenan la
garganta y ruedan por su lengua cargadas y suaves. Su francés es precioso–. «La vida es una
flor cuya miel es el amor». –Sus manos recorren mi cintura, bajan por mi espalda para
acercarnos–. Me di cuenta de lo que faltaba en ese poema entre la flor y la miel... de lo que
faltaba en mi vida.
Coge mi mano y la acerca a la abeja tatuada sobre su corazón.
–Tú –sin palabras, perdida en la emoción, sigo suavemente el tatuaje con el dedo, cuidando de
no lastimar su piel todavía tierna– me preguntaste qué significa mon coeur. Por qué te llamé así
anoche. –Nuestras miradas se cruzan, tiene su mano sobre la mía reteniéndola contra su
pecho–. Significa «corazón mío».
–Jamie –le beso el pecho con el corazón a punto de explotar–, eso es obscenamente
romántico.
Emite un sonido de satisfacción y entierra la nariz en mi pelo, aspirando mi aroma y
guiándome suavemente para poder verme y tocarme. Levanto los brazos y él sabe lo que
quiero. Lentamente, sin dejar de mirarme, coge mi camiseta por el borde y me la quita por la
cabeza. Y luego lleva sus manos a mi corazón acelerado, al diminuto abejorro que hay sobre mi
pecho izquierdo.
–Lo sabía –dice sonriendo.
–No te arriesgues –digo–. ¿Y si fuera una cigarra?
–¿Qué quieres que diga? Sacas a la luz al irresponsable que hay en mí. –Se inclina y va
depositando delicados besos en la línea de puntos del camino que sigue el abejorro desde que
sale de la base de mi cráneo; me rodea el cuello, baja por los hombros hasta las costillas y
aterriza donde me late el corazón–. Creo que lo entreví aquella noche en el sofá. Dime qué
significa.
Suspiro al sentir el calor de su cuerpo, que está muy cerca del mío, aunque la parte que más
cerca quiero tener está frustrantemente lejos.
–El abejorro va de la cabeza al corazón. Para recordarme lo que aprendí en terapia: a veces los
pensamientos engañan, pero nuestros corazones no. Me recuerda que mi corazón es más sabio.
Jamie sonríe y besa el abejorro.
–Me encanta –susurra. Sus labios siguen bajando, rodean la curva de mi pecho hasta que su
boca llega, cálida y húmeda, a mi pezón. Lo aspira. Me arqueo de placer. Sienta muy bien tener
por fin a Jamie así, conociéndome de esta manera. Expulso el aire temblando mientras el
placer invade mi cuerpo.
–¿Y qué dice tu corazón? –susurra, deslizando su encallecida mano por mi muslo hasta que
llega a las nalgas y las acaricia.
–Que te desea –le digo–. Más de lo que nunca había deseado algo o a alguien.
Jamie rueda conmigo en la cama hasta que estoy de espaldas y él encima.
–¿Bea?
–¿Sí, Jamie?
Sus ojos encuentran los míos.
–Necesito darte un orgasmo. Lo necesito... –calla mientras desliza su dedo por mi labio
inferior– desde la última vez. Cuando te vi debajo de mí en el sofá, susurrando mi nombre.
Me muerdo el labio y recorro su espalda con las manos.
–Yo también lo necesito. Te necesito a ti.
Nuestras bocas se encuentran mientras me rodea los pechos con las manos y juguetea con mis
pezones. Me doblo bajo sus caricias, frotándome contra él, mis caderas contra las suyas, mis
pechos desnudos contra el fino vello que cubre sus duros pectorales. Jadeo con desesperación.
Jamie desliza un brazo bajo mi espalda y me sube más arriba en el colchón sin esfuerzo. Le
rodeo la cara con las manos y le introduzco los dedos en el pelo. Nuestras bocas se abren
mientras me aprieta con el bajo vientre, duro y macizo. Le rodeo la cintura con las piernas.
–En lo único que he pensado es en estar así contigo –susurra en mi boca–. Apenas puedo
trabajar. He estado tan distraído que me comí una pared.
Río entrecortadamente.
–¿Qué?
–He ido a la clínica unas pocas horas, pero no podía dejar de pensar en ti. Estaba tan en Babia
que me di de bruces contra una pared. No dejaba de recordar la otra noche, cómo te movías
debajo de mí, cada exclamación, cada beso ansioso. No dejaba de pensar en lo excitada que
estabas, en lo bien que olías. –Me besa el cuello, la tierna zona de detrás de la oreja. Su voz es
apagada y tranquila–. Deseaba saborearte con todas mis fuerzas, volverte loca con mis manos y
mi boca y ponerte en éxtasis con la polla.
–Jamie. –Su voz ronca, sus palabras malsonantes... son mi perdición. Deslizo las manos por su
pecho, saboreo la firmeza de su torso, la curva de sus pectorales. Estoy impaciente, excitada,
desesperada.
–¿Qué pasa, cariño? –dice, deslizando los dedos bajo la cinturilla de mis pantalones.
–Ya lo sabes –susurro con voz entrecortada.
–Quiero que me lo digas –dice, acariciándome cada vez más abajo, cada vez más cerca de
donde estoy mojada y me muero por recibir sus caricias–. Dime qué necesitas.
–Te necesito con todas mis fuerzas –balbuceo, frotándome contra su mano–. Necesito estar
desnuda y que me toques. Por favor, por favor...
Con un suave gruñido, Jamie me baja los pantalones, me quita los calcetines y lo tira todo por
encima del hombro. No tengo tiempo de hacer una broma sobre este desorden tan poco
habitual en él porque su expresión me deja sin palabras.
–¿Qué pasa? –pregunto tras un largo silencio.
Sus ojos recorren mi cuerpo.
–Bea –susurra–, eres tan hermosa que duele. –Se lleva una mano al corazón y lo golpea con
suavidad–. Justo aquí.
Lo miro a los ojos mientras las emociones se me acumulan en el pecho.
–Deja que también yo te vea entero.
Tras un profundo beso, salta del colchón y se pone a los pies de la cama. Se quita las gafas y
las deja en la cómoda. Parece diferente y, por imposible que parezca, el mismo.
–¿Me ves bien? –pregunto.
–Un poco borroso desde aquí –admite–. Pero de cerca veo muy bien.
El corazón me late con fuerza cuando lo recorro con la mirada, está iluminado por las llamas
de la chimenea y el suave brillo de las candelas. Al igual que la primera noche que lo vi, solo
puedo pensar en las ganas que tengo de dibujarlo y esculpirlo y pintarlo, para captar cada
matiz, cada tono, cada plano de luz.
Se baja los pantalones; los músculos de sus brazos y su torso resaltan conforme se mueve.
Lo miro fijamente, frotando mis piernas desnudas una contra otra.
–Eres una obra de arte, James.
El color le sube a las mejillas.
–Yo... –dice carraspeando–. Gracias.
Dios santo, cómo me gusta que sea un hombre que me dice palabras guarras al oído y sin
embargo se ruboriza cuando lo veo desnudo, que tenga un lado oculto que no ve nadie más
que yo... la cara salvaje de un hombre al que el mundo solo conoce serio y circunspecto.
Me mira fijamente, recorriendo con ojos voluptuosos mi cuerpo desnudo. Su erección es
inmensa y estira la tela de sus calzoncillos.
Doy un salto en la cama, porque no puedo pasar un segundo más sin tocarlo, le pongo las
manos encima, recorro los montes y valles de su cuerpo, de toda esa piel desnuda y
resplandeciente. Le doy un beso en el tatuaje que se ha hecho sobre el corazón. Luego,
lentamente, bajo las manos por su espalda hasta meterlas bajo la cintura de los calzoncillos,
sobre la pronunciada curva de sus nalgas. Su respiración se vuelve entrecortada cuando mis
manos lo rodean firmemente, sin dejar de descender hasta donde sus músculos tensos y
redondos se unen a los muslos.
–Beaaa –dice y me besa de repente. Con urgencia. Lengua, dientes. Caliente y febril–. No me
toques. Aún no.
–¿Tocarte? ¿Yo? –Sonrío bajo su beso y luego me aparto lo suficiente para recorrer la
cinturilla del calzoncillo con los dedos. Suavemente, se lo bajo poco a poco hasta dejar al
descubierto la polla, liberándola mientras me arrodillo y le bajo la prenda hasta los tobillos.
Termina de quitársela de un salto que hace que su largo miembro se balancee. Es grueso, largo
y tiene la punta húmeda. Estampo un beso ahí y suspiro cuando lo saboreo, salado y cálido.
–Mierda –gruñe.
–Ese lenguaje, James –le riño.
Me mira desde arriba con la emoción reflejada en el rostro mientras doblo con esmero sus
calzoncillos y sus pantalones, que estaban amontonados en el suelo.
–Beatrice –dice con voz tensa.
–¿Sí, cariño?
–¿Qué coño haces?
Abro los ojos con aire inocente.
–Ordenar las cosas. Ensayar tu lenguaje amoroso.
–No me importa cómo esté mi ropa ahora mismo, Bea, y mi lenguaje amoroso es físico.
Dejo a un lado la ropa, deslizo las manos por sus piernas hacia arriba, disfrutando del tacto
del suave vello dorado de sus muslos mientras se los beso. Finalmente, rodeo su hermosa
erección con las manos y la acaricio cariñosamente. Jamie silba entre dientes, echando la
cabeza atrás.
–¿Bien? –pregunto.
–Sí. No. Estoy muy cerca.
–¿Tan malo es eso?
Por toda respuesta, me levanta y me echa sobre la cama. Lanzo un grito de placer.
Su mano recorre mi pantorrilla, luego mi muslo, sin dejar de besarme, mientras observa mi
cuerpo arquearse bajo sus caricias, suplicando más.
–Podría mirarte eternamente –dice con voz ronca–. Aprender lo que significan todas esas
pequeñas marcas. Saborear el camino que han dejado en tu piel.
Un murmullo de placer escapa de mi boca.
–Por favor.
Jamie se deja caer encima de mí con todo su peso. Cuando nuestros cuerpos se tocan,
jadeamos de placer al sentir el contacto de la piel caliente y las febriles caricias; las partes
cálidas, húmedas y ansiosas se encuentran finalmente cuando Jamie se mueve sobre mí. Su
lengua danza con la mía al compás de un ritmo sensual, parecido al vals que bailamos...
embriagador, rápido, con el grado de torpeza justo para sentirlo humano, seguro y real.
–Jamie –susurro.
–¿Mmm? –Me besa la comisura de la boca, la barbilla, baja lentamente sin dejar de besarme y
de lamerme. Sus manos me rodean con fuerza la cintura mientras su boca me recorre con
ansia. Sus manos ascienden hasta mi pecho, me acarician los pezones con los pulgares,
frotándolos hasta convertirlos en cúspides rígidas. Es tan alto que cuando llega al pie de la
cama y levanta mis caderas hasta colocarlas en el borde, está arrodillado y sin embargo
inclinado sobre mí. Su boca recorre los huesos de mi cadera, mi pelvis, la parte interior de mis
muslos.
–Tomo la píldora y no tengo enfermedades venéreas –le digo–. Tengo los resultados de los
análisis en el móvil, si quieres...
–Bea –dice sin despegar la boca de mi piel. Luego levanta la cabeza y me mira a los ojos–. Te
creo.
–Bien, bien, está bien.
Sonríe sin dejar de acariciarme los pezones.
–Yo tampoco tengo nada.
–¿No podríamos...? Es decir, me gustaría... sin condón. Pero si no te sientes cómodo así...
–A mí también me gustaría –dice, besándome más abajo–. Pero antes quiero esto. Si te parece
bien.
Alargo la mano para acariciarle la cara y recorro sus pómulos con los dedos.
–Me parece bien, pero suelo tardar un rato.
Su mirada se oscurece.
–Pasar un buen rato entre tus muslos es mi concepto del cielo.
Trato de dejar a un lado recuerdos del pasado, pero es difícil olvidar la vergüenza que sentía
con cada pareja que acababa frustrándose por lo mucho que tardaba.
Jamie parece intuir por dónde van mis pensamientos. Su mano sube por mi estómago hasta
que se detiene sobre mi corazón, sus dedos recorren el dibujo del abejorro mientras me mira
fijamente a los ojos.
–Voy a destruir tus estadísticas sobre el tiempo medio que necesita una mujer para llegar al
orgasmo. Primero porque el modo doctor mata las ganas y segundo porque no necesitas que
un hombre te explique cómo es tu propio cuerpo.
Una sonrisa bailotea en mi boca.
–Gracias.
–Pero quiero que me escuches con atención. –Ahí está, esa voz severa que hace que mis ojos
se fijen en los suyos y se me acelere el corazón–. Entre nosotros no hay tiempos largos ni
cortos. Hay lo que tu cuerpo y el mío necesitan. Nadie tiene por qué decir otra cosa.
Las lágrimas se me agolpan en los ojos. Afirmo con la cabeza, con rapidez.
Jamie aprieta las mandíbulas.
–Quienes han hecho que te sintieras así no están aquí. Estoy yo. Y estás tú. ¿Vale? Solo
nosotros.
–Solo nosotros. –Las lágrimas me corren por las mejillas.
Jamie las seca y se arrastra sobre mi cuerpo, estrechándome con fuerza. Me mira a los ojos, me
recorre el estómago con la mano y me separa tiernamente los muslos. Me da un dulce beso en
la boca mientras sigue con las yemas de los dedos las marcas de mi piel, cada fina línea del
complejo laberinto. Nos besamos, nos besamos más mientras su mano se mueve entre mis
muslos y mi estómago, por todas partes menos donde sé que me tocará después.
–Por favor –susurro.
Sonríe sin dejar de besarme. Sus dedos separan mis muslos un poco más y me cubre el pubis
con la mano, acariciándome con tal delicadeza que tengo que tragarme más lágrimas. Jamie me
mira, sube la humedad de mi cuerpo hacia el clítoris trazando suaves y sensuales círculos.
Tiene el otro brazo bajo mi cuello y me atrae hacia sí, hacia su cuerpo, y siento calor. Busco
sus ojos mientras me toca. Es muy diferente de lo que he sentido hasta ahora con otros. Como
si no solo fueran caricias, hormonas y alivio inminente, sino algo más profundo que reconoce
dentro de mí algo profundo dentro de él. Como si nuestros cuerpos fueran dando diminutos
pasos uno hacia el otro, sabiendo que se reunirán cuando no haya ningún lugar al que ir y será
la conexión que siempre estuve esperando pero nunca encontré.
–Enséñame, cariño –dice en voz baja antes de robarme otro lento beso–. Enséñame dónde te
excita. Qué necesitas.
Veo que mi mano recorre temblorosa mi propio cuerpo, se desliza bajo la suya y engarza sus
dedos para cambiarla ligeramente de sitio. Un poco más suave, un poco más deprisa. Guío uno
de sus dedos, luego dos, dentro de mí, hasta mi punto G.
El tiempo desaparece mientras Jamie me toca y me observa en busca de cada gesto, de cada
indicio de las oscilaciones del placer.
–Qué belleza –dice. Palabras que salen de su boca, palabras en francés que me susurra al oído.
Profundo y tranquilo, rico y oscuro. Su significado se me escapa, pero no importa. Me ponen
el cuerpo a cien, hacen que me derrita en sus brazos.
Jamie gruñe cuando siente cómo me cierro sobre sus dedos, al ver cómo guío su mano.
El placer explota en rosa y rojo tras mis ojos. Su caricia es suave y cálida, perfecta y constante.
Suelto su mano y me llevo el brazo a la cabeza. Jamie busca mi mano con la que tiene libre y
entrelaza nuestros dedos, sujeta mi mano contra el colchón.
Gimo rendida, sostenida, ingrávida. Mis pechos rozan el suave vello de su pecho. Mis mejillas
arden bajo sus suaves besos. Respirar es cada vez más difícil y un dolor ardiente y blanco nace
dentro de mí y me retuerzo alrededor de su mano. La boca de Jamie encuentra la mía, al
principio con suavidad, luego dura y posesiva, instándome a seguir. La excitación se vuelve
aguda y urgente, temblorosa y fundida.
Siento una ola de alivio. Los dedos se me curvan, los pies resbalan frenéticamente sobre las
sábanas.
–Ay, Dios mío, Jamie. Ay, Dios mío, por favor.
–Eso es –dice con voz ronca, acariciándome con más fuerza, besándome, mordiéndome el
labio y tirando de él con los dientes–. Abandónate.
–Jamie –exclamo, moviéndome desesperadamente contra él. Y cuando me susurra mi nombre
al oído, estallo, y es una ola tras otra que me empuja contra su mano y alrededor de esos dedos
suyos que alargan el orgasmo hasta que ya no puedo soportarlo.
Le suplico que pare y, en el momento en que deja de tocarme, mientras lo veo sostenerme la
mirada e introducirse un dedo tras otro en la boca, saboreándome, jadeando, no puedo esperar
un segundo más.
–Te deseo –digo, acariciándole la polla, que presiona insistente mi cadera.
Me detiene la mano y vuelve a besarme.
–Y yo deseo que esperes un poco más.
–¿Por qué? –gimo.
Sus besos descienden por mi cuerpo.
–Para otra petite mort, por supuesto.
Me río sin aliento.
–Aún me debes once...
Me interrumpe mi propia exclamación ahogada cuando me coge por las caderas y me acerca
hacia sí.
Cuando acerca la boca a la zona donde estoy delicadamente tierna y húmeda, el placer me
recorre como las ondas que produce una piedra lanzada al agua. Jadeo cuando me roza el
clítoris con la lengua, deslizo mis manos en su pelo, se lo froto y le doy tirones.
–Es perfecto –susurro–. Cuánta suavidad...
Murmura por toda respuesta y sus besos, que ya eran suaves, se vuelven suavísimos. Su lengua
se mueve en círculos, no directamente sobre el punto que ardo en deseos que alcance, ese
punto que es tan sensible y con el que tengo una relación de amor-odio.
Sus brazos son tan largos que las manos le llegan fácilmente a mis pechos y los masajea
tiernamente.
Me derrito en el colchón, en el brillo dorado del fuego de la chimenea que vuelve su pelo de
un bronce bruñido, en los tranquilos gemidos de satisfacción que resuenan en la garganta de
Jamie. Me permite seguir su ritmo mientras su lengua aprende los giros y remolinos que hacen
que mis muslos se tensen alrededor de sus hombros y que me dejan sin aliento.
Trato de no dejarme llevar por el pánico que me produce sentirme tan bien, por la rapidez
con que se está construyendo todo, porque creo que volvería a llorar. Porque nunca me han
tocado así, nunca me han escuchado así, nunca me han... amado así.
El orgasmo me deja sin aire, sacude mi cuerpo mientras Jamie sujeta mis caderas al colchón y
hace que lo sienta al completo.
–Jamie –suplico, cogiéndole las manos, acercándolo a mí–, te necesito.
–Y yo te necesito a ti –susurra y me besa, permitiéndome saborearme a mí misma y a él, y
suspira de placer cuando mis manos recorren su cuerpo.
Se aparta lo imprescindible para alcanzar el lubricante de la mesilla de noche. Lo miro
mientras junto los muslos y los froto uno contra otro, siento los latidos de esa zona y
contemplo su bella anatomía. La anchura de sus hombros, la línea que se reduce hasta la
esbelta cintura, la curva cerrada donde las caderas se unen a la espalda, las potentes, largas
columnas de sus muslos.
Con el lubricante en la mano, vuelve a la cama y se lo extiende en los dedos para calentarlo.
Luego me toca suavemente, traza círculos suaves como una pluma, con los dedos y con la
lengua, haciendo que me muerda la mejilla antes de gemir tan fuerte que estoy segura de que
me ha oído toda la finca.
Guía mi mano a lo largo de su miembro, duro como el hierro, caliente y sedoso, y froto cada
centímetro con el lubricante. Sus ojos buscan los míos cuando me retira el pelo de la cara,
húmedo de sudor, mientras sigo tocándolo. Abro las piernas y él se coloca entre ellas y busca
mi entrada con el tacto.
Nos miramos fijamente mientras entra en mí. Y entonces cierra los ojos y echa la cabeza atrás,
enseñando la larga línea de su cuello. Su nuez de Adán se mueve frenéticamente cuando traga
saliva y la boca se le abre.
–Dios mío –susurra.
Respiro lentamente para tratar de relajarme, pero la sensación de plenitud es casi
sobrecogedora.
–Qué dura la ti...enes –balbuceo. Me agarro a sus hombros cuando un escalofrío nervioso me
recorre el cuerpo.
–Iré despacio –susurra, y me besa con ternura, frotando la lengua contra la mía. Acuna mi
cara con una mano mientras se balancea suavemente, entrando un poco más en mí con cada
movimiento. Tranquilo. Controlado.
Mientras oigo su respiración entrecortada. Mientras su corazón late con fuerza contra mi
pecho.
Me espera con paciencia. Me busca donde estoy. Como siempre ha hecho.
–Te... te...
«Te quiero –me gustaría decir-. Te quiero tanto que no hay palabras para expresarlo». Pero
mientras me llena, el aire abandona mis pulmones. Las lágrimas me corren por las mejillas. La
emoción me forma un nudo en la garganta.
Jamie busca mi boca y me da un largo beso, entrando completamente en mí.
–Lo sé –susurra.
Lo abrazo con fuerza, corazón contra corazón, mientras se mueve dentro de mí con
profundos, lentos embates que hacen que el placer me invada por dentro y que mis muslos
aprieten su cintura. Nuestras bocas se unen en lentos y húmedos besos. Nuestras lenguas
chocan y se mueven como nuestros cuerpos, nuestros gemidos llenan la boca del otro. La polla
de Jamie aumenta de tamaño y una fina capa de sudor brilla en su piel.
Nos miramos fijamente y su respiración se vuelve fuerte, entrecortada. Puedo sentir su
control, la potencia cruda de su poderoso cuerpo sujetándome contra el colchón, su peso
anclándome a la tierra mientras cada movimiento de sus caderas me vuelve ingrávida.
–Qué sensación tan maravillosa –susurro.
Jamie asiente con la cabeza, respira con dificultad. Se inclina en busca de un beso.
–Maravillosa.
La necesidad late dentro de mí y Jamie lo advierte y me separa más las piernas. Frota su pelvis
contra la mía mientras empuja con más fuerza, más deprisa, exactamente lo que necesito.
La cama empieza a crujir y nos reímos, interrumpiendo momentáneamente la intensidad antes
de que nuestra expresión vuelva a ser seria y nuestros ojos vuelvan a perderse en los del otro.
El cabecero de la cama golpea la pared mientras nos besamos y yo lo abrazo con más fuerza.
En mi interior aparece un ansia leve y profunda, a la que Jamie llega con sus caricias. Tiro de
él hacia mí, con las manos en su duro y hermoso trasero, para sentirlo más intensamente,
enredo mis dedos en su pelo, grito su nombre mientras él se mueve con rapidez creciente...
El ansia revienta en forma de gozo sin aliento, en caída libre, cuando me corro con su polla
dentro. Grito temblando, abrazo a Jamie con fuerza mientras pronuncio su nombre.
–Bea –gruñe él y me pone las manos por encima de la cabeza, enlazando nuestros dedos.
Finalmente se abandona con un empujón de las caderas. Febriles aspiraciones profundas, pelo
salvaje. Como siempre soñé verlo.
Con un grito ronco, entierra la cara en mi cuello, sus brazos me atenazan la cintura mientras
me llena, ardiente y largo, sacudiendo la pelvis frenéticamente, como si no tuviera bastante.
Es un momento suspendido en el tiempo: los jadeos, los suaves, íntimos sonidos de nuestros
cuerpos moviéndose, reduciendo la velocidad hasta detenerse. Suspiramos y nos besamos
mientras nuestras manos recorren al otro con una reverencia recién descubierta. Nos
limpiamos el uno al otro sin palabras y enredamos nuestros miembros, desnudos, felices. Lo
beso hasta que ya no puedo seguir despierta. Y así me duermo bajo el cielo estrellado que me
ha dado Jamie, que brilla en su techo.
Capítulo 34
Jamie
M e despierto con la luz del sol, que entra a través de las cortinas, y me vuelvo boca arriba.
Bea está sentada, con las piernas cruzadas y los ojos en su cuaderno de dibujo, con el
lápiz volando en su mano. Sonrío.
Y cuando me mira, ella sonríe también.
–Buenos días –susurra.
–Buenos días. –Inclino la cabeza para verla mejor, sigue desnuda bajo la manta que se ha
echado sobre los hombros–. ¿Qué tal has dormido?
–Eso supone que he dormido –dice, arqueando una ceja.
–Una docena de pequeñas muertes, como prometí –digo, sonriendo.
Se inclina y me da un suave beso en los labios.
–Eres un hombre de palabra. –Cuando se endereza después de besarme, intenta, sin
conseguirlo, ocultar una mueca.
Siento un pinchazo de culpabilidad y me siento en la cama.
–Maldita sea, James –dice, bajando el cuaderno de dibujo–. Me has estropeado la perspectiva.
–Te hice daño.
Suspira y deja a un lado el cuaderno y el lápiz. Me mira con paciencia, como si se lo esperase.
–No. Es que hacía dos años que no tenía relaciones.
–Es mi... –digo, señalando entre mis piernas–. Es culpa de mi... ¿Cómo lo llamaste?, ¿pepino?
–Jamie –dice Bea, sacudiendo la cabeza e inclinándose para darme otro beso–, hasta un lápiz
me habría escocido y ni todo el lubricante de la tienda habría podido evitarlo. No tiene nada
que ver contigo.
–Aun así –digo, echando a un lado la sábana para levantarme y hacer algo al respecto, pero
ella me empuja a la cama y se sienta sobre mi vientre. Tengo la polla tiesa y dura, sobresaliendo
entre nosotros. La tapo con una mano, me la inclino hacia el estómago–. Haz como si no
estuviera aquí.
–Imposible –susurra, alargando una mano hacia la mesita de noche.
–¿Qué... qué haces? –Sus pechos rozan mi cara. No me queda más remedio que besarlos.
–Coger el lubricante, por supuesto –dice.
Su voz es más ronca por la mañana y me está haciendo unas cosas... El escroto se me tensa y la
polla se me vuelve ávida.
Me frota el lubricante y luego se lo aplica ella misma. Y se sienta en la polla, suave y húmeda,
con lentos y enloquecedores bamboleos de las caderas. Me aferro a ella sintiéndome inerme y
hundo mis manos en la dulce redondez de su espalda.
Me da un beso en el pecho desnudo y respira profundamente.
–¿Me estás esnifando, Beatrice?
–James –hunde los dientes juguetonamente en mi piel, luego me da un beso donde me ha
mordido–, qué bien hueles. ¿Qué es? Tengo que embotellarlo. Perfumaré el aire con él para
ponerme contenta cada vez que un cliente venga a devolver un artículo que ya ha usado.
–¿La gente hace eso? ¿Con artículos de papel?
–Te sorprendería. En serio, Jamie, ¿por qué hueles tan bien?
Suelto un gruñido, echando atrás la cabeza. ¿De verdad espera que sea capaz de hablar ahora
mismo?
–Dios me dio esa esencia natural.
–Algún día te la extraeré. ¿Es tu gel de ducha? ¿Te pones colonia? Te la robaré si es
necesario.
–Es solo el gel. Oh, mierda... –Bea se está frotando con la punta de mi polla, que se estremece,
gotea y se muere de ganas...–. Deja de tentarme.
Bea sonríe con malicia.
–Quiero que te deshagas.
–Te aseguro que eso ya lo conseguiste anoche varias veces.
–Estuve cerca. –Mirándome desde arriba, me toca los pectorales, juguetea con mis pezones–.
Pero no llegaste a perder el control.
–Me gusta estar así contigo.
–Lo sé. –Me acaricia el pelo, se enrosca un mechón en el dedo–. Y a mí también me gusta.
Pero a veces es un alivio olvidarlo por un tiempo. Y quiero darte eso... si no te importa.
–No estoy seguro –digo con sinceridad.
–¿Quieres probar? –dice, inmovilizando las caderas–. Si no te gusta, paramos.
La miro fijamente, recorriéndole las costillas, abarcándole los pechos con las manos.
–Muy bien.
La sonrisa de Bea es brillante, una de esas amplias y resplandecientes sonrisas que hacen que
me dé un vuelco el corazón. Se echa para atrás, se sienta en mis muslos y me coge la polla.
–¿Has oído hablar alguna vez del orgasmo aplazado, Jamie? –dice y deposita un beso en la
base de mi polla que hace que se me encoja el estómago.
–N-no.
Su aliento es cálido cuando me besa los muslos y acerca la lengua paulatinamente.
–Es cuando te llevo muy cerca del orgasmo y me detengo. Y lo hago una y otra vez hasta que
ionizas el aire con juramentos y te mueres por correrte.
El rubor me sube por el pecho y el cuello.
–Eso suena... a tortura.
Bea se ríe por lo bajo.
–Oh, lo es. Pero de la buena. La clase de tortura que culmina con un orgasmo que dura tanto
que te incapacita para todo lo demás. Tú me hiciste eso anoche, cuando me pusiste boca abajo
y...
Lanzo otro gruñido. Ahora sé a qué se refiere. Cada vez que notaba que estaba a punto de
llegar tenía tantas ganas de que durase más que salía de ella y la tocaba, jugaba con su clítoris,
sus pechos, le besaba la columna y luego volvía a metérsela y la abrazaba con más fuerza. Lo
hice hasta que empezó a maldecirme y ya no pude dar ni un embate más en su interior sin
explotar.
–Mmmm –dice con la boca en mi estómago, depositando suaves besos, arañándome
ligeramente con los dientes–. Así que soy tu dueña. Dime, Jamie. ¿Sí o no?
–Sí –suspiro.
Me saborea con la lengua, juguetea con las manos. Es la clase de tortura que nunca soñé que
querría. Me lleva una y otra vez hasta el borde del orgasmo; largos e intensos lengüetazos y
succiones hasta que estoy tenso como un arco, con el cuerpo perlado de sudor. Pierdo la
noción de cuántas veces he estado a punto. Apenas sé dónde estoy ni qué día es.
Si no me corro a la siguiente, no me correré nunca. Bea me lame la bellota una y otra vez. Yo
resoplo y le revuelvo el pelo con las manos cuando se la mete entera en la boca, llevándome
otra vez al borde del orgasmo.
La miro mientras me recorre entero con besos y adelanta su dulce y hermoso cuerpo desnudo
y dice:
–Fantaseaba con verte así... despeinado, maldiciendo y desesperado. Me he corrido muchas
veces pensándolo.
–Ay, joder –murmuro mientras se frota con la punta de mi polla. Le acaricio el punto
enrojecido y suave como la seda que besé, lamí y conocí durante horas la noche anterior–. Vas
a matarme.
Bea murmura de satisfacción cuando me coge el miembro por la base y se introduce un
centímetro, luego otro. Entonces se detiene. Se detiene dejándome sufrir al borde del
precipicio.
–¿Tienes algo que decir, James? –dice, subiendo los dedos por mi estómago, con sus músculos
apretados contra mí, y ese es mi límite.
La sujeto por las caderas y doy un gruñido.
–¡La madre que te parió, mujer, métete la polla ya y deja que me corra!
–Encantada.
Con un movimiento firme, se sienta sobre mí, me rodea la cintura con las manos y hace lo que
le he dicho, montarme al galope. Empujo con fuerza dentro de ella y llego a una cima que
nunca había alcanzado, cada centímetro de mi cuerpo está más sensible que nunca. Sus manos
en mi pecho, la suavidad de su espalda aterriza sobre mí con cada balanceo de sus caderas. Sus
pechos, suaves y delicados en mis manos, saltan al ritmo de sus embates. Su pequeño y
resbaladizo clítoris se hincha cuando lo froto con el pulgar.
Nos miramos fijamente mientras Bea se dedica a mí, mientras nos lleva cada vez más cerca de
lo que sé que será el orgasmo más intenso de mi vida. Cuando echa la cabeza atrás y grita mi
nombre, apretándose contra mí en fuertes y rítmicos espasmos, la cojo de la cintura y exploto,
derramándome dentro de ella.
Cuando por fin deja mi pelvis de moverse, cae sobre mí.
–Esto –dice jadeando– también me ha afectado un poco a mí.
–No te preocupes –digo sin aliento, acunándola entre mis brazos y besándola–. Pese a todo
llegaste a la cima.
Da un bufido risueño.
–Esa es una broma carca. –El silencio cae entre nosotros mientras me acaricia el pelo con los
dedos.
–Usted, señor, parece muy satisfecho –bromea.
–Le estoy muy agradecido, señora.
Sus ojos recorren mi rostro.
–Qué guapo eres –susurra–. Un día te pintaré así.
Recorriendo sus tatuajes con la yema del dedo, le digo:
–Tú también eres guapa, ¿sabes? La más guapa.
Con un suspiro, desliza su pierna sobre la mía y se me acerca aún más. Le beso la frente y
cubro a ambos con las mantas.
–No nos vayamos nunca –susurra.
–Es un buen plan. Si no fuera porque está a punto de llegar un día importante.
Levanta la cabeza, frunciendo el entrecejo.
–¿Qué?
–Halloween, por supuesto. No solo tengo que ayudar a consumir ingentes cantidades de
caramelos, sino que tengo una novia artista y necesito su ayuda para mi disfraz.
Bea chilla encantada y me abraza con tanta fuerza que pierdo el equilibrio y nos caemos de la
cama.
–Pensaba que nunca me lo pedirías.
p
–No hay muchos críos fuera –dice Bea, moviéndose con su disfraz de cangrejo y la boca llena
de Milky Way–. Lástima. Más caramelos para mí.
Miro en su dirección, la devoro con los ojos y sonrío débilmente. Me siento como cristal
soplado. Ligero y transparente. Quebradizo en un sentido que no había imaginado nunca. Ha
sido una semana de hacer el amor y cenar juntos, noches tranquilas en el sofá con libros y sus
útiles de pintar en mi mesa. Muchas oportunidades de decirle que la quiero, pero la palabra
muere en mi lengua cada vez que abro la boca y el miedo me forma un nudo en el estómago.
¿Y si pierde el interés? ¿Y si la novedad se desvanece? ¿Y si no soy lo bastante creativo o lo
bastante juguetón o lo bastante divertido? Y si..., y si..., y si...
No puedo hacer caso a esos miedos. A partir de ahora, voy a ser valiente.
–¿Estás bien? –pregunta.
Parpadeo. Se está volviendo muy buena interpretando mis silencios.
–Sí. –Miro las casas del otro lado de la calle, atestadas de niños que gritan «truco o trato», y
hago una mueca–. Es solo que somos el edificio menos visitado.
–No, qué va. –Bea esconde bajo sus pinzas el cuenco de caramelos casi sin tocar.
–Ya te dije que estos disfraces iban a asustar a los niños, lo cual podría ser una suerte. Y no
has dejado de comer Milky Ways desde que nos pusimos aquí.
–Estoy con el periodo, James. Es la única semana del mes que no puedes reprocharme mi
adicción al azúcar. Además, si los niños no saben apreciar lo artístico de nuestros disfraces, no
quiero que se coman nuestros caramelos.
–Los cangrejos hiperrealistas del tamaño de un adulto son muy atractivos, claro –digo en son
de burla–. No se me ocurre por qué los niños están aterrorizados.
–Es un defecto de la sociedad moderna. –Levanta una pinza–. Porque te digo una cosa,
nuestros hijos no se asustarán de una figura de cartón.
Dilata los ojos. Yo también. Gruñe y trata sin éxito de taparse la cara con una pinza.
El corazón me estalla de esperanza y amor... de puro y bendito alivio. Ahora. Ahora es mi
momento.
Capítulo 35
Bea
N o puedo creer que lo haya dicho. De todas las cosas que podía haber proferido metida en
un disfraz de cangrejo, con aspecto de anuncio gigante de marisquería, tenía que ser eso.
Pero Jamie sonríe, sus ojos bailan como no bailaban un momento antes. Me aparta la pinza de
la cara y me besa, deslizando su nariz por la mía.
–Quieres hijos míos –susurra.
Suena irritantemente arrogante y totalmente vulnerable. Quiero hacerle cosquillas hasta que
chille y luego besarle sin parar.
–¿Cuántos? –pregunta.
–¿Un par? Los hermanos son un engorro, pero yo no podría vivir sin las mías. ¿Qué opinas?
Me acaricia la mejilla.
–Los que te hagan feliz, esos serán los que quiero yo.
Lo miro consciente de que no he dicho las palabras. Que «te quiero» se me atasca en la
garganta cada vez que está a punto de salirme espontáneamente. Es el paso final, algo que
temo, con un miedo ridículo, que se vuelva contra mí en el momento en que lo diga en voz
alta.
Pero cada día que ha pasado desde que le dije a Jamie con mi cuerpo lo mucho que me
importa de todas las formas posibles menos con esas palabras concretas, me desprecio un poco
más. Me siento cobarde. ¿Qué sentido tiene temer lo que sé que es cierto? ¿Y alimentar la
infundada sospecha de que cuando lo diga estará en peligro la verdad?
Quiero a Jamie. Lo amo como no he amado nada ni a nadie en toda mi vida. No más que a
mis hermanas, o a mi pequeña mascota o a mis padres, sino de forma diferente, más profunda,
como si me saliera de las entrañas.
Y esta noche, mientras brujas y fantasmas diminutos, guerreros y dragones y calabazas se
detenían para impedirme el paso, y tras ganarse él mi corazón desde el instante en que levantó
la visera de la armadura y sonrió, sabía que iba a decírselo.
Mirando a Jamie, mientras los niños chillan encantados y corren por la calle con sus disfraces,
sé que voy a decirlo, ahora mismo, ya.
–¡Oye! –chilla una voz infantil, estropeando el momento.
Maldita sea.
–Feliz Halloween –gruño, alargando el cuenco de caramelos.
–Sé bueno –lo reprende Jamie.
El niño, con un disfraz de Power Ranger de la vieja escuela, revuelve los caramelos y frunce el
entrecejo.
–¿Dónde están los Milky Ways?
–Ja –digo, sacudiendo el cuenco–. A saber. Creo que son muy populares entre los niños. Has
llegado un poco tarde al juego, amigo mío. Ya sabes el dicho, ¡a quien madruga, Dios le ayuda!
El niño me mira con cara de pocos amigos, coge un puñado de caramelos y se lo guarda en el
almohadón.
–Los niños de hoy –murmuro cuando se aleja, sacando un Milky Way de mi bolsillo– no
agradecen nada.
Jamie ríe a carcajadas, levantándose la visera del casco casero para dejar al descubierto la cara.
–No puedo creer eso de ti. Despojar a los niños de sus amados caramelos de Halloween.
–¡Tú eres quien me sermonea con que los niños americanos comen mucho azúcar!
Jamie se acerca, saca del cuenco una barrita de chocolate, le quita el envoltorio y se la mete en
la boca.
–Buen tanto, señorita Cangrenegona.
–Yo no soy renegona –digo, pellizcándolo con la pinza–. Soy hormonal. Y tengo más
paciencia con los enanos. Tú, en cambio, eres un coñazo para ellos, así que te gano.
Jamie aparta la pinza y me mira fijamente.
–¿Bea?
Me detengo con un Milky Way casi dentro ya de la boca y bajo la mano. Ay, Dios. ¿Va a
hacerlo? ¿Me va a dar un puñetazo?
–¿Sí, Jamie?
Se inclina y retira amablemente la antena de cangrejo que tengo ante los ojos.
–¿Recuerdas cuando nos enviábamos mensajes antes de saber quiénes éramos?
–Sí –digo, asintiendo con la cabeza.
–Y ambos dijimos... que era «raro» lo mucho que nos gustaba. Lo bien que nos entendíamos.
Las lágrimas me nublan la visión.
–Lo recuerdo.
–Y entonces dijiste: «Lo raro puede ser bueno a veces».
Asiento de nuevo y sonrío entre lágrimas.
–Sí.
–Nunca pensé... –me quita una de las pinzas y me coge la mano, recorriendo suavemente la
palma con el pulgar– nunca pensé que podría amar a alguien tan diferente de mí. Que el ser
diferente de alguien pudiera hacer que me sintiera a gusto en vez de incómodo. –Levanta la
vista hacia mí–. Pero cada momento que pasaba contigo, cada vez que fingíamos, sucedía lo
más raro de todo: se convertía en real. Todos los aspectos que te diferenciaban de mí solo
hacían que te quisiera más, cada parte secreta de ti que me confiabas solo hacía que deseara
confiar en ti de la misma manera. Y entonces me di cuenta de que esa diferencia de la que
nunca tenía suficiente... esa extraña y perfecta intensidad entre los dos... era amor, amor más
allá de cualquier cosa que haya conocido. Me enamoré de ti locamente, Bea. Te quiero más
que a nada de este mundo. Y puede que todo esto te parezca raro, pero si es así... espero que
sea rareza de la mejor especie, de la que ojalá también sientas tú algún día.
Las lágrimas me corren por las mejillas.
–Jamie –digo, echándole los brazos al cuello y besándolo con fuerza, aspirando su aroma, con
mi corazón bailando en un torbellino de colores, júbilo y amor–. Jamie, yo...
–¡Bea!
Nos apartamos de súbito, pero esta vez quien nos interrumpe no es un niño que pide
caramelos, sino mi hermana. Miro por encima del hombro, preocupada.
–¿Jules?
Mi hermana hace todo lo que puede por sonreír, pero las manchas de lágrimas y maquillaje
dan a su cara una expresión de mapache triste.
–Estoy bien –dice con un hilo de voz–. Estoy bien.
La abrazo, envolviéndola con mi ridículo disfraz. Me quito la cabeza y una de las pinzas.
–No, no lo estás. ¿Qué es lo que va mal?
Arruga el rostro y finalmente se echa a llorar.
–Todo.
p
Hace mucho tiempo que no represento el papel de gemela protectora, pero recuerdo
exactamente lo que Jules necesita. La meto en la ducha y preparo nuestro té favorito, luego
cambio las sábanas de su cama y enciendo unas cuantas velas de lavanda.
Jamie es un ángel y me ayuda, pone el agua a hervir y hace la cama conmigo. Hay cierta
tensión en el ambiente porque ambos sabemos que esto tiene que ver con Jean-Claude, cuya
ausencia hemos notado, obviamente, aunque Jules todavía no ha dicho nada al respecto. No ha
dicho nada en ningún sentido. Solo ha llorado durante todo el camino a casa, apoyada en mí;
yo, a mi vez, me apoyaba en Jamie, que iba a mi lado.
Poco después de dejar de oír el agua de la ducha, se abre la puerta del piso y me quedo sin
aire en los pulmones. Christopher tiene un ojo morado y el labio partido. Cierra la puerta,
haciendo una mueca de dolor cuando mueve el hombro.
Jamie está en modo doctor, se acerca a él y lo sujeta por el codo.
–¿Qué ha pasado?
Christopher gruñe cuando se deja caer en una silla.
–Jean-Claude.
–¿Qué? –Me siento frente a él mientras Jamie va a la nevera, prepara un paquete de cubitos
de hielo y lo envuelve en un paño de cocina limpio.
–Póntelo en el ojo –le dice.
Christopher obedece y hace otra mueca cuando se acerca el hielo al rostro hinchado y
amoratado.
–¿Te ha contado algo Jules?
Niego con la cabeza.
–Se presentó en casa de Jamie –digo–. Me llamó mientras estábamos repartiendo caramelos en
la calle, pero no llevaba el teléfono encima, así que llegó andando. Y luego se derrumbó.
Se ajusta el hielo en el ojo.
–Será mejor que te lo cuente ella.
–Ella me contará su versión –digo, acariciándole la mano–. Cuéntame tú la tuya.
–Jules vino a la reunión habitual de estrategia para fin de mes. –Se vuelve a Jamie–. Los
fondos de cobertura no pueden anunciarse en el sentido tradicional. Todo funciona a través de
contactos y del boca a boca, en lo que yo soy bueno, pero no el experto.
–Que es Juliet –dice Jamie.
–Exacto. Su carrera de Relaciones Públicas ha prosperado por una razón –dice Christopher–.
Así que estábamos en la reunión como de costumbre y me doy cuenta de que parece ausente,
que no es la misma optimista de siempre. Me preocupé y le pregunté si podíamos cambiar de
tema para hablar como familia. Dijo que sí y me explicó qué estaba pasando.
–¿Qué? –pregunto–. ¿Y qué estaba pasando?
–Bueno, eso le corresponde contarlo a ella, pero no hace falta decir que estaba inquieta y yo
inquieto por ella. Así que la abracé. Y lo hice en el preciso momento en que Jean-Claude
irrumpió en la sala, nos vio, perdió la cabeza y vino hacia mí.
Jamie mira afligido el ojo morado de Christopher.
–Y te hizo esto.
–Sí. Unos cuantos moratones, nada grave. Y para que conste, tengo este aspecto porque no
quise machacar a Jean-Claude delante de Jules. Aunque sí lo reduje, lo que ya fue bastante
desagradable para ella. Habría venido antes para ver cómo estaba, pero tuve que ir a la policía.
–Así que has denunciado la agresión –dice Jamie.
Christopher asiente moviendo exageradamente la cabeza.
–Sí, maldita sea.
–Bien –dice Jamie suspirando. Está desolado–. Joder, vaya lío. Lo siento mucho.
Christopher agita la mano.
–No eres tú quien tiene que disculparse. Él era mi empleado y está claro que tiene un
comportamiento que yo debería haber notado a estas alturas y que no se limita a un
temperamento violento y a celos irracionales. Me refiero, joder, a que ella es una hermana para
mí. Yo nunca...
Le acaricio la mano con cariño.
–Lo sé. Pero no hay nada racional en una conducta como esa.
–No, no lo hay –admite.
–Bueno... ¿y ahora qué? –pregunto.
–Se ha ido –dice Christopher con un esfuerzo–. Lo he puesto de patitas en la calle. Ahora lo
tiene la policía.
Exhalo un suspiro de alivio.
–Bien. Es lo menos que se merece.
–Su padre pagará la fianza para sacarlo –murmura James, frotándose la cara, deslizando las
manos bajo las gafas–. Le dará una palmadita y un trabajo nuevo con algún ejecutivo que le
deba algún favor.
–Probablemente –admite Christopher.
–Pero al menos, ¿estará fuera de nuestras vidas? –pregunto.
Jamie baja las manos y me mira a los ojos.
–Totalmente.
Christopher se masajea el hombro y mira la mesa.
–Sin duda alguna.
–Pobre Jules –susurro apenada, frotándome el pecho dolorido, dolorido por la solidaridad,
aunque no tiene ni punto de comparación con lo que ella debe de estar pasando.
–Hola –dice mi hermana desde el extremo de la sala con voz temblorosa. Nos levantamos los
tres. Ella mira a Christopher, esconde la cara entre las manos y rompe a llorar–. Oh, Dios mío,
Christopher. Te ha hecho daño...
–Oye, no. Jules, estoy bien –dice, avanzando hacia ella.
–Yo me encargo –le digo, poniéndole una mano en el brazo para detenerlo antes de volverme
hacia Jamie.
–Anda, ve –dice con dulzura, poniéndome la mano en la espalda–. Yo haré compañía a
Christopher. Ese hombro tiene que dolerle si no se lo ha curado.
Christopher entrecierra el ojo indemne.
–He estado un poco ocupado.
–Bueno, ahora hay tiempo –oigo que le dice Jamie cuando cruzo la habitación para reunirme
con mi hermana–. Yo te llevaré. Tengo una colega del refugio que está trabajando esta noche
en la clínica más cercana. Me aseguraré de que te atiende. Vamos.
Rodeo a Jules con los brazos y la llevo a su cuarto y a su cama. Cierro la puerta al entrar.
Jules tiembla cuando se mete en la cama. Yo me quito los zapatos y hago lo mismo. Echo la
manta por encima de nuestras cabezas y enciendo la linterna que había dejado allí poco antes.
Jules derrama más lágrimas.
–Como en los viejos tiempos.
–Jules –digo, cogiéndole la mano–. ¿Te ha hecho daño?
Jules se acurruca y esconde la cara.
–Físicamente no. Pero verlo atacar a Christopher fue horroroso.
–Pues claro que lo fue –digo, acariciándole el brazo–. Pero sí te ha hecho daño con palabras,
¿no?
Jules me mira con los ojos anegados en lágrimas.
–He sido muy tonta, Bea.
–No, no lo has sido –digo, llevándome su mano al corazón–. No fuiste una tonta por creer lo
mejor de alguien a quien querías. Alguien que besaba el suelo que pisabas y te enamoró con
artimañas y te hizo perder la cabeza por él en unas pocas semanas.
–Era tan perfecto... –dice y se sorbe el moco–. ¿Qué pasó? ¿Cómo hemos podido acabar en
esta pesadilla?
Le retiro un mechón de pelo oscuro que se le ha quedado pegado a la mejilla húmeda y se lo
recojo detrás de la oreja.
–Porque Jean-Claude no está bien. Porque su amor no es sano. Puede que empezara con
buenas intenciones, o quizá su meta siempre fue poseerte, pero, en cualquier caso, fue en eso
en lo que se convirtió, en posesión, en control. No en amor.
Jules frunce el entrecejo, enjugándose las lágrimas.
–¿Por qué da la sensación de que tú has pasado por esa experiencia?
Le beso los nudillos, parpadeando para contener mis propias lágrimas.
–Hay... algo que debería haberte contado sobre Tod –digo y trago saliva con fuerza–. Y me
detesto por no haberlo hecho antes, porque quizá, si lo hubiera hecho, tú habrías reconocido
los síntomas, quizá te habría resultado más fácil creerme cuando te hablé de mis temores sobre
Jean-Claude.
–Bea –Jules entrelaza sus piernas con las mías y juntamos las frentes–, cuéntame.
Lo hago. Le cuento lo que le conté a Jamie, que empezó muy bien y luego perdí el norte, que
me trastornó y me hizo dudar de mí misma. Que, cuando cortamos, me di cuenta de que no
me había querido nunca... me había manipulado.
–Dios mío, lo siento mucho –dice con voz ronca–. Ahí estaba yo animándote a salir de nuevo,
a abrirte, cuando en realidad necesitabas tiempo, porque te habían herido...
–No lo sabías. Porque no te lo conté. Por orgullo y porque me daba vergüenza y quería pasar
página.
Jules ríe entre las lágrimas.
–Sí. Entiendo lo del orgullo herido. Lo estoy sufriendo a lo grande. Entre el corazón roto y la
sensación de que no puedo confiar en nadie, solo tengo ganas de meter la cabeza bajo tierra y
no volver a asomarla durante mucho tiempo.
–Pero ¿qué pasó? –pregunto, buscando su mirada–. Desde la fiesta. Durante toda la semana
apenas estuviste por aquí, ni siquiera contestabas a mis mensajes.
–Hicimos una excursión el día después de la fiesta y estaba de lo más nervioso. Todavía estaba
enfadado porque no me puse de su parte delante de ti. Le dije que ya me encargaría, pero no
fue suficiente. –Vacila y se limpia los ojos–. Por la tarde parecía estar mejor. Pensé que
habíamos arreglado el asunto, pero entonces me pidió que fuera con él de viaje de negocios
esta semana. Yo tenía una agenda de trabajo bastante llena, así que en principio le dije que no
creía que pudiera ir, y luego él... perdió la cabeza, empezó a proferir maldiciones y a decir que
estaba alejándome, creando distancia, que en realidad no lo quería.
»Así que fui con él para tranquilizarlo y fue más de lo mismo, una de cal y otra de arena, unos
polvos increíbles y luego horas de silencio total, sin responder a mis mensajes, sin explicaciones
cuando volvía al hotel. Cuando llegué a casa, estaba irritada, triste y confusa. Entonces tuve la
reunión con Christopher, que se portó... como mi hermano, ¿sabes? El bueno y amable de
Christopher. El contraste no podía ser mayor y me vine abajo. Porque me di cuenta de que lo
que Jean-Claude había estado haciendo era algo... –Se frota los ojos–. Era una mentira colosal
que me creí y por eso me sentía culpable. No me lo merecía.
–No –susurro–. No te lo merecías. Pero ya está hecho. Y te curarás.
Sus mejillas se cubren de lágrimas.
–¿Cómo?
–Poco a poco. Terapia. Noches tranquilas con los tuyos. Las comidas caseras de mamá.
Un sollozo escapa de sus labios.
–Tengo la sensación de que nunca estaré bien. Como si siempre fuera a dolerme del mismo
modo.
–Las cosas mejoran, Jujú, te lo prometo.
–¿Cuánto se tarda? –dice entre lágrimas, enterrando la cabeza en mi cuello–. ¿Cuánto?
La rodeo con los brazos y le beso el pelo. El miedo entra en mi corazón. Nuevas lágrimas,
lágrimas por mí y por Jamie, por todas las cosas a las que sé que tendremos que renunciar.
–El tiempo que haga falta.
Capítulo 36
Jamie
L lego a casa de Bea y Juliet horas después y cierro la puerta con cuidado. Imagino que
después de una noche tan horrible y agotadora, Juliet estará dormida.
Cuando mis ojos se acostumbran a la oscuridad, veo a Bea en el sofá, de espaldas a mí.
Cuando se vuelve a mirarme, se me hunde el estómago. Está llorando.
–Bea –digo acercándome y ella salta del sofá y se arroja en mis brazos. Una ola de alivio me
recorre el cuerpo. Si se apoya en mí, todo está bien. Tiene que estarlo.
–Juliet está a salvo de él –le digo–. Y Christopher también. Su abogado ha pedido una orden
de alejamiento y he enviado un mensaje a Jean-Claude en el que le digo que tiene cuarenta y
ocho horas para salir de mi casa.
Bea asiente con la cabeza y susurra:
–Gracias, Jamie.
Le beso la cabeza.
–¿Cómo está Juliet?
–Fatal.
La abrazo con más fuerza, meciéndola suavemente porque sé que eso la calma.
–¿Qué puedo hacer?
–Matarlo –gruñe.
–Ojalá los duelos al amanecer no fueran cosa del pasado y no hubiera hecho el juramento
hipocrático.
–Lo odio –dice con voz ronca–. Lo odio por hacerle daño a mi hermana. –Se seca las lágrimas
de las mejillas con furia–. Ya sé que mi hermana no es perfecta. Sé que se pasó de la raya al
hacer lo que hizo para unirnos a ti y a mí. Pero él le ha hecho daño. Le ha hecho daño a ella y a
Christopher y son mi familia, Jamie. Y ahora tenemos que recoger los pedazos. Ojalá nunca lo
hubiera conocido.
La miro fijamente, tratando de no sentirme herido por lo que eso implica. Porque si Juliet no
hubiera conocido a Jean-Claude, ¿cómo nos habríamos conocido nosotros? ¿Cómo nos
habríamos encontrado?
–Lo siento –digo–. Siento todo esto. Detesto todo el dolor que Jean-Claude ha causado.
Lamento que hiciera daño a Juliet y a Christopher y que probablemente vaya a seguir haciendo
daño a otros. Pero no voy a lamentar que se conocieran, porque eso me condujo hasta ti.
Bea, conteniendo las lágrimas, me rodea la cintura con los brazos y apoya la cabeza en mi
corazón.
–Jamie.
–¿Sí? –La estrecho con más fuerza, meciéndola como le gusta.
–Yo... –Su voz se quiebra sin apartar la cara de mi pecho–. Le hizo daño a mi hermana, Jamie.
Y no puedo dejar que le haga daño nunca más.
Le froto la espalda trazando círculos suaves con la mano. Le beso la sien.
–Sé que no soportas que hagan daño a la gente que quieres, Bea, pero no puedes quedarte con
el dolor de Juliet. Solo puedes estar a su lado mientras se sobrepone.
–Puedo aliviarlo –dice, tragando saliva y apretándome con más fuerza.
Frunzo el entrecejo y la alejo lo necesario para mirarla a los ojos.
–¿Cómo? ¿De qué estás hablando?
Las lágrimas bajan por sus mejillas.
–Jamie, no podemos volver a vernos, no de momento. No cuando todo lo que ha pasado entre
Jules y Jean-Claude está mezclado con nuestra relación. Cada vez que nos vea, que te vea, se
acordará de él. Y aunque trate de escabullirme para verte en secreto, ella sabrá adónde voy, a
quién estoy viendo, y eso le despertará recuerdos dolorosos y sufrimiento, precisamente lo que
necesita olvidar para poder seguir adelante con su vida. No puedo hacerle eso.
La miro atónito.
–No hablas en serio.
–He estado en su situación y sé lo que necesita: consuelo y seguridad, no recuerdos constantes
de la persona que le hizo daño. Tengo que proteger a mi hermana, darle tiempo para que
cierre la herida de Jean-Claude.
–Yo no soy Jean-Claude.
–Ya sé que no lo eres, Jamie –dice, limpiándose las lágrimas–. Maldita sea. Sé que no lo eres.
Deja de malinterpretar mis palabras.
–No las malinterpreto, estoy dando una opinión. ¿Dices que no puedes estar conmigo por lo
que hizo otra persona?
Su rostro se contrae y vuelve a llorar.
–Solo trato de... –Gime y esconde la cara entre las manos–. Por favor, no puedo elegirte a ti y
descuidar a Jules.
–No te pido que me elijas a mí y la descuides a ella. Te pido que no me eches como si fuera un
peón que ya no sirve para tus propósitos.
–¡No es eso! –dice Bea a la defensiva, bajando las manos–. Esto no es una partida de ajedrez.
Se trata del corazón de las personas, de sus sentimientos...
–¡Soy consciente! Parece que los míos también están en esto.
–¡Lo sé, Jamie! –susurra, mirando la puerta cerrada del dormitorio de Juliet y bajando la voz–.
¿Crees que no lo sé?
–Pues parece que no. Me estás diciendo que me dejas en la reserva indefinidamente, que no
podemos ser una pareja por culpa de mi compañero de piso, el hombre con el que eligió salir
tu hermana. ¿Sabes lo horrible que suena eso, Bea? ¿Que te den de lado tan a la ligera?
Las lágrimas siguen corriendo por sus mejillas.
–Lo siento. Yo no quería... –gime de frustración–. Trato de ser sincera sobre lo que creo que
necesita mi hermana y eso incluye un sacrificio, pero te empeñas en malinterpretarme, Jamie.
No estoy rompiendo contigo. Te estoy pidiendo una separación temporal.
–Temporal –digo. El pecho me duele cuando trago aire. Me está diciendo que quien se
comporta aquí de un modo irracional soy yo, pero a mí no me lo parece. Yo diría que una vez
más me juzgan como deficiente y desechable–. ¿Cuánto tiempo, Beatrice? ¿Cuánto durará esta
«separación»?
Bea levanta las manos.
–No lo sé, ¿vale? No tengo un calendario para saber cuándo se recuperará de un maltrato
emocional, así que supongo que tendrás que esperar hasta que yo te lo diga, Jamie.
–Una «separación» sin fecha. Suena a ruptura definitiva.
El fuego chispea en los ojos de Bea, que se vuelven a llenar de lágrimas.
–Desde luego lo parece si lo dices de esa manera, Jamie.
–Lo siento, ¿cómo debería decirlo exactamente?
–Yo... –tiembla con un silencioso gemido de dolor. Se coge el pelo con las manos y tira de él–
no lo sé. Es complicado. Y no lo estás haciendo nada sencillo.
–Bueno, mis sinceras disculpas por ser un inconveniente, por querer claridad y respuestas
auténticas sobre este tema. –Se queda callada, con la cabeza gacha mientras se sigue tirando de
los pelos–. Y ese silencio –añado– es toda la respuesta que necesito. –Tiro de los puños de mi
camisa hasta que los botones me bisecan las muñecas. Tengo el pecho partido de dolor.
Giro sobre mis talones y la dejo de pie en el umbral.
Cuando llego a la calle, echo a correr.
p
Las semanas parecen años. Voy al trabajo. Corro hasta que estoy agotado. Me siento vacío.
Evito todos los lugares donde podría cruzarme con Bea. O sea, voy al trabajo y luego a casa.
Mi piso está vacío de risas y lleno de silencio. Las únicas llamadas que recibo son de mi padre,
que terminan en furiosos mensajes de voz sobre «recordar dónde reside mi lealtad», con
insultos y veladas amenazas por no haber defendido la despreciable conducta de Jean-Claude.
Jean-Claude cumplió mis exigencias y se fue del piso. Yo no estaba cuando vino, y ya se había
ido cuando regresé. Buen viaje.
Ahora solo tengo la compañía de los gatos, incluso ellos parecen desdichados. Tiré los
sabrosos dulces para gatos que les trajo Bea en Halloween y les dio con su propia mano,
diciendo que ellos también merecían golosinas.
Los alimento con sus saludables galletas sin gluten. Las detestan. Yo también las detesto.
Detesto haber vuelto a tropezar con la misma piedra. Haberme enamorado locamente de
alguien que no tenía ninguna intención de quererme a largo plazo.
La quería. Pero no fui suficiente para ella. No tiene sentido pensar que podría haberlo
evitado, el pasado no se cambia. Solo tengo que arrastrarme a lo largo del día hasta la hora de
acostarme.
Estoy en mi cocina vacía, mirando por la ventana, sin saborear el zumo matutino, cuando la
pantalla del teléfono se ilumina con un mensaje de Christopher.
«¿Te apetecería tomar un café y ponernos al día?».
La culpa se apodera de mí. Dios mío, qué imbécil he sido. Hace semanas que lo dejé al
cuidado de mi amiga de Urgencias, y aunque después me interesé por él en una ocasión, no
nos hemos mandado mensajes desde entonces. Él ha sido siempre amable conmigo, un
compañero que, si no me hubiera estallado todo en la cara, esperaba que se convirtiera en un
buen amigo.
Respondo nervioso y con manos temblorosas.
«Me gustaría. ¿A qué hora y dónde?».
Su respuesta es inmediata.
«¿Esta mañana? Si no te importa venir aquí, mi máquina de café está lista y funcionando».
El corazón me da un vuelco. Vive al lado de los Wilmot. Tengo la absurda fantasía de que
veré a Beatrice cuando llegue. Nuestros ojos se encuentran, el mundo se disuelve alrededor,
nos movemos a cámara lenta hasta que estamos el uno en brazos del otro y ella me pide perdón
y me besa y promete que nunca más...
Miau.
Miro a los gatos, que me observan con la misma expresión de preocupación. Morgana se
dirige a la puerta delantera y alcanza el pomo con la pata. Gally me empuja la pierna.
–¿Debo?
Los gatos maúllan al unísono. Tragando saliva, envío un mensaje a Christopher y recojo las
llaves. Me pongo en camino.
p
La casa de Christopher es como la de los Wilmot, aunque un poco más descuidada; limpia y
con un patio inmaculado, pero veo pintura descascarillada aquí y allá, ventanas envejecidas,
ladrillos que suplican una mano de argamasa. Con el éxito que tiene, estoy seguro de que
podría permitirse pagar a alguien que hiciera el trabajo. Hace que me pregunte qué se lo
impide.
Llamo a la puerta y solo tengo que esperar un momento para que una de las últimas personas
que esperaba ver abra la puerta.
–¡Jamie! –Maureen Wilmot abre los brazos y me estrecha contra sí.
Me mira, pero yo no tengo palabras. Los iris de Bea, como tormentas marinas, brillan
alegremente. Un rostro amable, animado por una sonrisa tan familiar que duele.
–¿Jamie? –dice–. ¿Estás bien?
–Bastante bien –respondo, cruzando el umbral–. ¿Y tú?
–Ocupada –dice–. Me pillas cuando estaba a punto de irme. Le he traído algo de comer, ya
que Christopher está trabajando como un poseso para compensar la ausencia de ese cabrón
rastrero.
Me muerdo el labio, extrañamente picado por su lenguaje.
–Hemos tenido una maratón culinaria, hemos preparado platos sabrosos para tentar a Juliet,
porque apenas come nada, y ahora va a venir a casa mi otra hija, que parece tener la solitaria.
He pasado por todas las tiendas y he venido para asegurarme de que Christopher recibía parte
del botín. Tú también deberías llevarte algo.
–Eres muy amable, pero no hace falta.
–¿Estás seguro?
Asiento con la cabeza.
–Como quieras. –Se encoge de hombros y cierra la puerta a mis espaldas–. Al menos pasa.
Vamos a buscar a Christopher. ¿Sabes? –añade sonriéndome–, todavía pienso en la nota que
enviaste dándonos las gracias por haberte hospedado aquella noche. Ya nadie envía notas,
pero tú lo hiciste. Fue cuando supe que eras un protector y le dije a mi Beatrice: «Ese chico es
un protector. Tiene una caligrafía impecable y sabe cómo escribir una nota de agradecimiento.
No dejes que se te escape». Y ella respondió: «¿Crees que no sé lo maravilloso que es? ¿Cómo
voy a dejar que se vaya?».
Me sujeto al marco de la puerta para no caerme.
–¿Qué? ¿Cuándo?
–Oh, el otro día –dice sin pensar, guiándome a la cocina de Christopher. No veo a este por
ninguna parte, pero hay un armario abierto que deja al descubierto un cubo de basura vacío.
Maureen frunce el entrecejo.
–Ha debido de salir a tirar la basura. Bien, siéntate y te serviré uno de mis bollitos de
arándanos con nata recién batida.
Estoy a punto de decirle que no tengo ganas de comer, sino de más noticias, más palabras,
ahora que me ha dado esa miga de esperanza, pero me pone el bollito delante antes de que
pueda replicar.
–Bueno, ¿qué tal lo llevas? –pregunta–. La separación temporal entre tú y mi hija debe de ser
dura.
–Señora Wilmot...
–Maureen –corrige amablemente.
–Maureen, no es... una separación temporal.
La mujer, confusa, ladea la cabeza.
–Bea dijo que os tomaríais un tiempo hasta que Juliet se recuperase.
Me pellizco el puente de la nariz, noto la ansiedad que me sacude el interior del cráneo.
–Bea dijo que teníamos que tomarnos un tiempo, sí, pero no sabía hasta cuándo iba a durar.
Le dije que eso era una ruptura. Y cuando la presioné para que lo refutara, para darle algo de
sentido, no tuvo respuesta. Así que me fui y desde entonces no hemos hablado. Lo que
significa... O sea, no creo... –Suspirando, me froto la cara–. Nos separamos definitivamente,
¿no te lo contó?
–Creo que me contó lo que quiso para darme esperanza... quizá una esperanza que ella
también tiene. –Apoya suavemente la mano en mi brazo y su calor cruza mi jersey. Qué
diferente es de mi madre. Tan cálida y maternal. Vuelve a ladear la cabeza, como si me leyera
el pensamiento.
–Pasara lo que pasase entre vosotros, creo que deberíais hablar –sugiere–. No soy una experta,
pero he aprendido algunas cosas desde que me casé con Bill. Él y yo somos personas muy
diferentes que no siempre se comunican de la misma forma y dejamos que eso se interpusiera
entre nosotros. Pero hemos aprendido que son las cosas no dichas, y no las que decimos, las
que más daño nos han hecho durante estos años. Siempre que hemos hablado, ha mejorado
todo, aunque tardáramos un tiempo.
Asiento sombríamente con la cabeza.
–Lo tendré en cuenta.
–Y sabes que también puedes confiar en Christopher.
–Ah, bueno –digo frunciendo el entrecejo–. Sí, supongo que sí. Es que no tengo... mucha
práctica en eso.
Maureen afirma con un movimiento de cabeza.
–Él tampoco, pero los dos os podríais beneficiar de una buena amistad. Él es hijo único,
¿sabes? Sus padres murieron cuando era muy joven, así que somos su familia. Las personas
que quiere, sus amigos, son su familia. Por eso ha sufrido tanto con Juliet. Por eso creo que le
vendría bien un amigo como tú. Habla muy bien de ti. Sé que ya te considera un amigo.
Cuando nos hacen daño, necesitamos apoyarnos en los amigos.
Antes de que pueda responder, Christopher entra en la cocina.
–Hola, West. –Se lava rápidamente las manos y se las seca. Me pongo en pie y le estrecho la
mano que me ofrece–. ¿Cómo estás?
–Bastante bien, supongo. ¿Y tú?
–Igual. ¿Y tú qué tal? –dice, dirigiéndose a Maureen, pasándole un brazo por los hombros y
sonriéndole con afecto–. ¿Dándole la lata? ¿Entrometiéndote? ¿Chismorreando?
Maureen lo aparta de un empujón.
–Le sirvo bollitos y nata montada, eso es lo que hago.
–Ya –dice, mirándola con suspicacia.
–Y ahora que ya he hecho el reparto, me voy.
–Quédate a tomar café –dice él, señalando la moderna cafetera que tiene detrás–. Puedo
prepararte lo que quieras, literalmente.
–Es tentador, pero no –dice en el momento en que suena su teléfono. Lee la pantalla
entrecerrando los ojos y sonríe.
–¿Quién es? –pregunta Christopher.
–Katerina –dice, guardando el teléfono en el bolsillo–. ¡Está aquí!
Christopher parpadea sorprendido.
–¿Cuándo pensabas decirme que Kate está en casa?
Maureen me guiña un ojo y se vuelve hacia Christopher.
–Sinceramente, Christopher, no estaba segura, si tenemos en cuenta que valoro mi estado
mental. Tengo demasiadas cosas en mi bandeja, jovencito, y lo último que necesito es sufrir
otra de esas discusiones que tenéis Kate y tú.
Christopher la mira con la boca abierta.
–Muy bien, me voy a casa de los pajaritos y no se permiten riñas, así que ni se te ocurra
seguirme. –Abre la puerta lateral de la cocina y se despide de mí con un gesto de la mano–.
¡Hasta pronto!
Cuando la puerta se cierra, me vuelvo a Christopher.
–¿Siempre es así?
–¿Cómo? –dice, observando su marcha–. ¿Una amenaza?
Por primera vez en semanas estoy a punto de sonreír.
–Iba a decir una especie de hechicera. –Un pinchazo agridulce me atraviesa el pecho–. Ahora
sé de dónde lo ha sacado Bea.
–Pues espera a conocer a Kate –murmura con aire sombrío–. Entonces sabrás de quién sacó
su vena amenazadora.
Veo a Maureen, por el cristal de la puerta, cruzar el césped hacia su casa y desaparecer en el
interior. Sus palabras resuenan en mi cabeza: «Son las cosas no dichas, y no las que decimos,
las que más daño nos han hecho».
–Christopher, no tendrás papel y lápiz por ahí, ¿verdad?
Capítulo 37
Bea
Bea,
He tardado muchos días en darme cuenta de que lo que me pediste no fue fácil para ti, pero era
necesario para cuidar de alguien a quien quieres. Lo que me pediste es doloroso, pero que algo
duela no significa que esté mal... solo significa que es difícil. Lo que debí decir fue que, aunque sea
doloroso esperar, lo entendía.
Hay muchas palabras para expresar lo que quería decir desde que empecé a escribirte esto, así que
lo diré ahora: te quiero y te esperaré. Por mucho tiempo que pase.
Siempre tuyo,
Jamie
–¿Todo bien por ahí? –pregunta Kate.
Aprieto la nota contra mi pecho y rompo a llorar.
–No.
Kate se levanta del sofá soltando un suspiro y se pone a mi lado, me da en la espalda
palmaditas que supongo que serán para reconfortarme, hasta que me quita la nota de las
manos.
–¡Cuidado con eso!
–Tranquilízate, cariño. Deja que vea cómo escribe este chico –dice y lee rápidamente la nota–.
Joder. El tío sabe escribir. Conciso, dulce y para desmayarse.
Le quito el papel y me seco las lágrimas que corren por mis mejillas.
–Sí. Y no sé qué hacer.
Me aprieta con suavidad el hombro.
–Bibí, funcionará.
–¿Cómo?
–Hola –dice Jules antes de cerrar la puerta de su cuarto y arrastrar una maleta por el pasillo.
Me quedo mirando a mi hermana, que se parece mucho más a lo que era antes que en las
últimas semanas: el pelo oscuro le cae en ondas suaves y se ha disimulado las ojeras con
maquillaje. Lleva un vestido azul oscuro que resalta sus ojos y se ha puesto sus zapatos negros
de tacón favoritos. Parece dispuesta a comerse el mundo. Lo cual no tiene sentido porque la
noche anterior estuvo en posición fetal, llorando en mis brazos.
–¿Adónde vas? –pregunto.
Intenta sonreír con mejores resultados que en las últimas semanas.
–De viaje.
Kate parece sorprendentemente no sorprendida.
–¿Tú lo sabías? –le pregunto.
Mi hermana menor evita mi mirada y se interesa repentinamente por el periódico que hay
sobre la encimera.
–Bibí –dice Jules, cogiéndome la mano y entrelazando nuestros dedos–, voy a echarte de
menos. ¿Qué vas a hacer sin que meta las narices en tus asuntos?
–Para. Ya te has disculpado. Y te he perdonado, Jujú.
–Lo sé –dice, tragándose las lágrimas–. Pero aún me siento como una mierda por todo eso. No
debería haberte empujado. Siempre estaré en tu rincón y probablemente siempre enredaré y
me preocuparé más de lo que debería, pero ya conoces tu propio camino hacia la felicidad. No
debería haberlo buscado por ti.
Me seco las lágrimas con el dorso de la mano, con la nota de Jamie todavía apretada en la
mano.
–Pero ¿por qué tienes que irte? –susurro–. ¿Por qué ahora? ¿Y adónde?
Jules sonríe entre lágrimas.
–Porque quiero. Porque es el momento. El universo lo dice. Kate tenía un alojamiento
reservado para las próximas semanas, pero ahora, con el accidente, no lo va a utilizar. Así que
voy a empezar por ahí, por un lugar perdido de Escocia, y de ahí seguiré adelante.
Se me nublan los ojos con otra afluencia de llanto.
–No puedo creer que te vayas. Nunca hemos vivido separadas.
–Es extraño, lo sé. Te echaré de menos. Pero no estarás sola mucho tiempo. Tienes a Kate. Y
tienes a West. Es perfecto para ti, Bea. Sé que metí la pata la otra vez, pero aun así me alegro
de haberte presentado a la persona adecuada.
–Jules...
–Sé feliz –susurra y me besa en la mejilla y me rodea con los brazos–. Porque cuando vuelva,
yo también lo seré. Así que es mejor que te prepares.
Abrazo a mi gemela, sintiendo que nuestros corazones laten al unísono. Misma estatura.
Misma fuerza al abrazarnos.
–Te quiero –digo–. Siento que todo terminara...
–¿Fatal? –dice entre risas y lágrimas–. Yo también. Pero es un buen paso para la novela que
siempre he querido escribir. Es lo que dijo la abuela: «No tienes nada que contar, Juliet,
porque no te ha pasado nada».
–La abuela era un poco ruda a veces –dice Kate.
Jules asiente con la cabeza.
–Pero creo que tenía razón. Y ahora venid aquí a darme un abrazo de despedida.
Kate, a regañadientes, nos rodea con su brazo sano. Es más alta que nosotras y nos estrecha
con más fuerza.
–No hay nada como un buen reencuentro de las hermanas Wilmot durante cinco minutos.
La lacrimosa risa de mi gemela resuena dentro del nido formado por mi hermana menor.
–Os quiero a las dos –susurra Juliet.
Luego, como si fuera una tirita que arrancan de un tirón, se pone el abrigo y sale por la
puerta. La cierra de golpe y la oímos bajar con la maleta por la escalera. Echo a correr a mi
cuarto y descorro las cortinas a tiempo.
–¡Jules! –grito tras abrir la ventana.
Jules levanta la cabeza hacia mí sujetando la portezuela del taxi.
–¡Adiós! –grita, haciendo un esfuerzo por sonreír–. ¡Despedirse es algo dulce y amargo a la
vez!
Río entre lágrimas cuando se cierra la portezuela y el taxi desaparece calle abajo.
Kate entra lentamente, vacilando y tan alérgica a las lágrimas como siempre.
–¿Ya lo has llorado todo?
–Supongo –digo con voz ronca antes de sonarme la nariz.
Se deja caer en el borde de mi cama y doy un bote.
–Voy a deshacer la maleta. ¿Te importa si ocupo su cuarto hasta que encuentres otro
compañero de piso?
–No voy a buscar a nadie, bicho raro. Claro que te instalarás en su cuarto. Y pagarás lo que
puedas de alquiler. Ya nos apañaremos.
Kate me da una palmada en el muslo.
–Gracias, Bibí.
Me trago el fruto del nuevo llanto que me sobreviene.
–Ufff. Qué raro es todo esto. No estaba previsto que se fuera.
–Estaba previsto que haría lo que fuese para ser feliz, lo que le permita vivir una vida plena. Y
tú también. Deja de darle vueltas a las cosas, ve a sentarte en alguna parte y ponte a dibujar.
Haz horas extra en el trabajo. Dibuja clítoris camuflados. Vende postales obscenas.
–No puedo –digo–. La tienda está cerrada porque hoy es fiesta. Esta noche es la fiesta de
Acción de Gracias de los amigos.
–¿Acción de Gracias de los amigos? –Kate se anima–. Eso suena a mucha comida buena.
¿Cuándo vamos?
–Yo...
Mi voz se desvanece de repente. La realidad me aplasta.
Ahora puedo ver a Jamie. Puedo arreglar lo nuestro. Jules se ha ido, está a salvo de la tristeza y
el dolor que pudiera causarle vernos juntos. ¿Qué estoy haciendo aquí, llorando en pijama?
Salto de la cama y voy camino del cuarto ropero cuando recibo un mensaje en el móvil. Doy
media vuelta y lo desentierro de entre las sábanas, porque, ¿y si es de Jamie?
Pero no lo es.
«¿De verdad ha vuelto Kate o es tu madre que se burla de mí otra vez? Ya ha pasado algún
tiempo desde la última broma que me gastó».
–¿Quién es? –pregunta Kate.
–Christopher –murmuro, tirando el teléfono para rebuscar en el ropero.
Tendrá que esperar. No tengo tiempo para nada más que para arrojarme en brazos de Jamie
lo antes posible.
Kate arruga la nariz.
–¿Estará allí? ¿En la cena?
–¡Sí! –digo en el ropero.
–Bueno. No importa. Me comeré la lasaña que ha sobrado.
–Claro –digo distraída, con el corazón acelerado.
Me quito el pijama dentro del ropero, cojo la sudadera que le quité a Jamie y unos leotardos
gruesos.
–No reconozco esa sudadera –dice Kate cuando irrumpo en el baño y me cepillo
frenéticamente los dientes.
–Mmm –respondo con aire ausente, lavándome la cara con agua fría y pasándome un cepillo
por el pelo para peinarme el flequillo.
–Creo que voy a salir –dice Kate– con la ropa interior en la cabeza cantando Yankee Doodle
Dandy.
–Ajá. –Entro corriendo en el dormitorio, me enfundo los calcetines y me calzo las Doc
Martens sin atarme los cordones–. Ya está.
Kate me mira con sonrisa divertida mientras me pongo la cazadora y cojo el teléfono.
–Supongo que estas prisas locas tienen que ver con esa adorable nota que has recibido. Y con
el propietario de la sudadera.
–Jamie –digo sin aliento y le envío un mensaje como los primeros que nos enviamos, sin
preámbulos, sin saludos ni ringorrangos. Un chiste de ajedrez. El chiste más malo de todos.
Espero que le haga sonreír. Espero que exprese todo lo que necesita saber. Que he recibido su
nota, que yo también lo siento, que somos libres para estar juntos.
Que no puedo pasar un minuto más sin echar a correr hacia él.
–¡Deséame suerte! –digo a Kate mientras salgo corriendo de la habitación.
Apenas oigo su voz cuando cierro la puerta.
–¡Buena suerte!
p
Correr es por lo general uno de mis recursos menos afortunados. Sobre todo cuando llevo el
calzado sin atar. Pero no me importa. Corro por la acera, el aire frío me quema los pulmones,
las hojas doradas, marrones y ámbar se mueven al ritmo del viento otoñal, son el confeti de la
naturaleza revoloteando a mi alrededor.
Estoy a una calle de distancia, pateando el suelo con las botas, cuando se abre la puerta de su
edificio.
Jamie. Corre hacia mí, totalmente despeinado. Alto y envarado, moviendo los brazos arriba y
abajo. Seguro que es el estilo perfecto para correr. Pero le falta un botón y lleva las gafas en
mitad de la nariz. Los rizos de su pelo están mojados y ondean salvajes en el viento.
No me detengo cuando nos encontramos. Salto sobre él igual que aquella noche en la bolera.
Nuestros cuerpos colisionan y mi corazón retumba como los bolos cuando cayeron con la
fuerza de nuestro beso. Es un beso estilo «Nunca olvidaré este beso. El mejor beso de mi vida.
Y siempre querré besarte solo a ti».
–Bea –susurra pegado a mi boca, rodeándome con los brazos.
–Jamie. –Mis manos están en su pelo, rodeando su cara. Lo miro con reverencia, recorriendo
los agudos y atractivos ángulos de su rostro. Las líneas de su barbilla, los pómulos, la nariz. La
parte carnosa de su boca. El calor arde en sus ojos avellana.
–Lo siento –le digo entre lágrimas y le beso la frente, la curva del labio superior, la comisura
de la boca. Quiero besarlo entero y no parar nunca–. Nunca quise hacerte daño. Lamento
cómo lo dije, cómo te pedí tiempo...
–No lo lamentes –dice en voz baja–. Te lo dije en la nota, ahora lo entiendo.
Nuestras miradas se cruzan. Es lo más hermoso que he visto nunca, hasta que ya no puedo
seguir mirando. El mundo se convierte en un borrón cuando las lágrimas me enturbian la vista.
–Te he echado de menos –susurro, secándome los ojos.
Su rostro adquiere calidez y esboza una suave sonrisa solo-para-mí.
–Yo también te he echado de menos –responde. Mi paciente, amable Jamie me besa la frente,
se funde conmigo–. Mucho. ¿Qué ha cambiado? ¿Juliet...?
–Estará bien –susurro–. Se ha ido de viaje. Nada nos separa. Ya no, nunca más. Nunca jamás.
–Joder, Bea –dice con un gemido de alivio y me besa, profunda y lentamente, maravillado. Lo
abrazo todo lo fuerte que puedo, deseando quedar impresa en su piel. Quiero que me lleve
para siempre. Quiero que sea mío para siempre.
–Te quiero –le digo, porque ya no puedo callarlo ni un momento más–. Joder, te quiero lo que
nadie sabe.
–Ya lo sé. –Me besa con suavidad esta vez, aspirando mi aroma–. Lo sabía antes de que lo
dijeras. Siento haber dudado de ti.
–No te lo he dicho hasta ahora –susurro entre lágrimas– porque nunca he amado a nadie
como te amo a ti, Jamie, y eso me acojona. Pero mereces oírlo. Mereces oír lo que estaba a
punto de decirte en Halloween cuando todo se fue a la mierda: que te quiero. Que quiero
besarte cuando no mire nadie y pintarte solo para mis ojos. Que quiero acurrucarme bajo una
manta y ver caer la nieve y reírme con las cosas más extrañas. Porque eres exquisito y precioso
para mí. Eres todo lo que quiero tal como eres, sin condiciones ni cláusulas, sin fecha de
caducidad ni venganza, solo tú.
Jamie me aprieta contra su pecho en un abrazo feroz y me recorre la sien, la mejilla, el puente
de la nariz y finalmente los labios con besos dulces y suaves. Cuando se aparta, me recoge un
mechón de pelo tras la oreja. Nuestros ojos se buscan con avidez cuando me dice:
–Tengo una respuesta para tu adivinanza.
Me muerdo el labio, recordando el mensaje que le envié.
–¿Y? –pregunto tímidamente.
–Ah, no tan rápido –dice, deslizando el dedo por mi labio inferior, separándolo de mis
dientes–. Antes tienes que repetirlo.
–¡Es que es un chiste muy malo! Bueno, vale. –Carraspeo y repito–: ¿Qué hacen los amantes
mientras juegan al ajedrez?
Jamie baja el dedo por mi barbilla sin dejar de besarme.
–Comerse.
–Me sorprende que después de leerlo hayas venido corriendo hacia mí –digo– y no en sentido
contrario.
–Es solo otra prueba de lo mucho que te quiero –dice, levantándome en brazos como a una
novia, y respondo chillando de placer.
–¿Adónde vamos?
–A mi cama –dice–. Luego al sofá. Luego a la ducha. Me siento aventurero: quizá incluso a un
cuarto ropero. Parece que se nos dan bien.
–Oooh, un ropero.
Cuando entramos en su casa, Jamie cierra la puerta con el pie y se dirige al dormitorio, cuya
puerta cierra del mismo modo, y el mundo se vuelve dulce y tranquilo. Bajo a tierra
deslizándome por su cuerpo, apretándome contra él para verlo y sentirlo, y saber que es real.
Está aquí. Es mío.
Me quita lentamente la cazadora y la deja a un lado. Busca mi boca con un suave beso que va
creciendo, que promete más. Hoy. Mañana. Siempre.
–Bea –su nariz me roza la mejilla y a continuación me besa–, eres preciosa.
–Tú también –susurro–. Aunque casi no te reconozco. Tienes arrugas en la ropa.
–El teléfono sonó cuando estaba en la ducha. –Otro beso largo y lento–. Luego vi que eras tú.
Y me vestí más rápido que nadie en este mundo.
–Mi guapo capricornio –digo, tirándole del cuello de la camisa–. Sigues planchando tu ropa
interior, ¿verdad?
–Nunca me he planchado la ropa interior, diablillo.
–¿Sabías...? –digo mientras Jamie me lleva a la cama, se sienta y me pone en sus piernas–.
¿Sabías que cáncer y capricornio son la pareja ideal?
–Sí –responde y me da un beso en la palma de la mano, deslizando sus dedos bajo mi
camiseta, acariciándome el estómago, la cintura–. Porque son signos opuestos y comparten una
fuerte atracción complementaria.
–Vaya. Primero las arrugas. Ahora conoces el zodíaco. ¿Quién eres?
–El mismo hombre que te amó la última vez que te vio, que está más contento que unas
pascuas por tenerte en sus brazos otra vez. Realmente estás aquí –dice, besándome el cuello,
acariciándome los pechos. Respiro hondo, me agito en sus muslos y noto el grosor y la dureza
bajo sus pantalones.
–Eres ese –digo débilmente–. Y te quiero. ¿Te lo he dicho ya?
Su sonrisa traviesa me desborda el corazón, tiñe el mundo de un delicioso color lavanda.
–Me lo has dicho. –Me quita la camiseta y me tiende sobre la cama–. Pero me pasaría el día
entero oyéndotelo decir.
–Te quiero.
Se quita las gafas, se desabrocha la camisa, se quita la blanca camiseta por la cabeza y la lanza
a un lado. Me quita las botas, luego los calcetines y me baja los pantalones. Me maravillo al ver
cómo se descalza, se quita los pantalones y los calzoncillos y se desliza sobre mí, aplastándome
con su cuerpo.
–Otra vez –dice con voz ronca, con su aliento en mi cuello mientras me besa y me saborea. La
limpia calidez de su piel calienta la mía y me estremezco–. Dímelo otra vez.
–Te quiero.
–¿Cuánto? –Sus manos sopesan mis pechos mientras con los pulgares juguetea con mis
pezones. Su beso es intenso, posesivo. El hombre que es solo para mí, solo conmigo.
–Mmmm. –Me muerdo el labio cuando me recorre de arriba abajo con sus besos–. Te
quiero... en una cantidad razonable.
Levanta de golpe la cabeza, con el entrecejo fruncido.
–Razonable.
–Uh, ah, oh –me burlo de él y lo sabe. Sabe lo mucho que lo quiero. Se lo he dicho. Y ahora
se lo demuestro. Estoy aquí en sus brazos y nunca volveré a dejarlo.
Entrecierra los ojos, pero su boca se mueve como si reprimiera una sonrisa.
–Beatrice.
–¿James?
–No te burles de mí.
Su mano se desliza por mi cadera y se curva hacia abajo.
–¿O qué? –susurro con picardía–. ¿Me ganaré otro de tus «cachetes de pasión»?
En su garganta resuena un gruñido sordo. Entonces me pone boca abajo y me levanta las
caderas. Su mano aterriza en mis nalgas con un golpe rápido y dulce y gimo como si me
estuviera muriendo. Si se puede morir de placer, acabo de hacerlo.
–Eso es lo que necesitabas, ¿eh? –dice y me besa la espalda, acariciándome el culo,
calentándolo.
Asiento febrilmente.
–Más.
–Ya veremos. –Su voz es ronca, pero su boca es dulce, sus caricias aún más dulces, y me
arranca un rápido y glorioso orgasmo. Aún estoy mareada de gozo cuando lo oigo tras de mí,
frotándose con lubricante y entrando en mí con un lento movimiento de la pelvis. Los dos
jadeamos cuando siento en mi interior todos sus centímetros.
–Te quiero –susurro entre lágrimas, con un júbilo que es como un rayo de sol en mi alma.
Me pone boca arriba, su cuerpo entra en el mío, sus brazos me rodean.
–Bea. –Su voz es ronca, sus manos buscan las mías y me las pone por encima de la cabeza–.
Mon coeur.
La cama cruje. El aire me abandona mientras me posee con embates que reparten placer por
todo mi cuerpo ardiente, tembloroso, excitado y necesitado, entre mis muslos, en mis pechos.
Tocamos y saboreamos todo nuestro cuerpo, compartiendo aliento, súplicas y promesas.
La excitación aumenta dentro de mí, me lleva a una altura tan elevada que estoy tan
aterrorizada como emocionada por saber que voy a caer pronto.
Le rodeo la cintura con las piernas, su ritmo se entrecorta, siento que se hincha dentro de mí.
–Córrete conmigo, Bea. –Sus dientes muerden mi cuello y a continuación me regala un largo y
ardiente beso–. Eso es, cariño. Córrete conmigo.
Cuando me arqueo en la cama y estallo y caigo a plomo al vacío, Jamie me sigue.
p
–Su té Pine-Sol, señor –digo, dejando la taza de Jamie, que tiene forma de gato, encima de la
mesita de noche, con mi café al lado.
Me sonríe, aún sin camisa, con el pelo alborotado, brillando de sudor y con las mejillas
coloradas. Un retrato que pintaré y titularé Satisfecho.
Lo cual me recuerda...
–¿Adónde vas a ir? –dice.
Su voz es baja y tranquila y un poco ronca, con los matices que me doy cuenta que adopta
cuando me desea.
Miro por encima del hombro y estiro la mano buscando el teléfono que tengo en la cazadora.
–Tengo que enseñarte una cosa.
–Sea lo que sea, es imposible que sea mejor que lo que veo en este momento.
Me pongo en pie sonriendo y estirando su camiseta,. La llevo puesta y apenas me tapa el culo.
–No sé de qué hablas.
Salto sobre el colchón, me pongo a horcajadas sobre su vientre y le doy un lento y ardiente
beso.
–Toma, para ti.
Mira la foto de la pantalla de mi móvil. Un primer plano de un lienzo todavía en el caballete
en el estudio de casa. Jamie se pone las gafas para verlo mejor. Su mirada recorre la pintura,
con el rostro tenso por la emoción.
–Bea.
Me bajo de su vientre y me acurruco a su lado. Me pone un brazo alrededor.
–He estado trabajando en él durante semanas. Está basado en la foto de Grace de Pinta para
alegrarte el corazón, pero me he tomado cierta licencia creativa. En lugar de estar de pie,
estamos sentados y jugando al ajedrez, lo cual es por...
–Nuestra primera cita, por supuesto –dice.
–En el fondo, al lado de la fachada del local de Grace, está el karaoke, el salón de tatuajes y la
bolera donde fuimos la noche que más vergüenza he pasado en mi vida.
Se echa a reír.
–Solo recuerdo haber estado de rodillas a tus pies, atándote las botas, antes de salir de tu casa.
–Sus ojos se fijan en los míos–. No quería levantarme.
Me pongo como un tomate maduro y junto los muslos, recordando el talento de Jamie con la
lengua, con las manos y con todo.
–Deja de tentarme. Estoy en plan romántico.
–Me encanta –dice y me da un beso y mira otra vez la imagen. Su sonrisa reaparece–. Por fin
tendré mi propio Beatrice Wilmot auténtico.
–El primero de muchos.
Su sonrisa es tan amplia que me canta el corazón.
–¿Qué título tiene? –pregunta.
–Dos errores hacen un acierto.
Baja lentamente el teléfono. Parpadea. Luego vuelve a parpadear y se toquetea el rabillo del
ojo. Entonces me doy cuenta de lo que está pasando.
El corazón se me cae al suelo.
–¿Jamie? Te he hecho llorar. Lo siento mucho...
–Ven aquí, cariño –dice tras dejar el teléfono en la mesita de noche y me estrecha con más
fuerza –. No lo sientas –murmura al abrazarme–. Es esa molesta alergia otoñal otra vez.
Siento una ola de alivio.
–Así que mi casa no es el único lugar que contiene una astronómica cantidad de polen.
Ríe suavemente, se aclara la garganta y se frota la nariz. Alargo la mano para buscar pañuelos
de papel, pero no veo ninguno en la mesilla ni en ninguna otra parte de la habitación.
–Enseguida vuelvo –digo y salgo corriendo hacia el pequeño ropero del pasillo.
Abro la puerta y me pongo de puntillas para alcanzar el estante donde están las cajas de
pañuelos, alineadas por colores, como era de esperar. Entonces lo siento... el cálido y alto
cuerpo detrás de mí, el glorioso aroma a mañanas frescas y nubladas. Como aquella primera
noche en otro armario, cerrado y oscuro, en que compartimos el rumor de nuestras
respiraciones en el diminuto espacio.
–Sinceramente, no puedes salir corriendo con solo mi camiseta, que apenas cubre este beau
cul tuyo, y esperar que no te siga.
Sonrío, me vuelvo y miro a Jamie de frente cuando la puerta se cierra tras él dejándonos
dentro. Me sienta en un estante.
–Solo he venido a buscarte pañuelos.
–No necesito pañuelos. Te necesito a ti –gruñe con la boca en mi cuello y me da besos por la
clavícula, me separa los muslos y me atrae hacia él hasta que noto lo caliente, duro y dispuesto
que está.
–¿Otra vez? –susurro.
–Otra vez. Y otra. Siempre te necesitaré. –Pone mis piernas alrededor de su cintura mientras
me sujeto a sus hombros.
Sus besos recorren mi cuello y mis pechos. Echo la cabeza atrás con placer y me golpeo contra
el estante de arriba.
–Mierda.
Jamie me frota la cabeza, que cabe entera en su manaza, y me da un beso en la sien.
–Muy bien. Nada de sexo en el armario.
–Es un pequeño coscorrón, no una conmoción cerebral –gimo, estrechándole la cintura con
más fuerza.
–Teniendo en cuenta que el médico soy yo, Beatrice, seré yo quien haga el diagnóstico. –Me
levanta con los brazos y me da un beso antes de que pueda discutir–. Y ahora abre la puerta.
Hago un puchero, busco el pomo de la puerta y finjo que no soy capaz de girarlo. Lo sacudo
para aumentar el dramatismo.
–Joder. Se ha atascado. Supongo que después de todo tendremos que quedarnos aquí y echar
un polvo.
Su sonrisa es amable y divertida.
–Sería muy poético –dice–, dado que todo comenzó con los dos encerrados en un armario, y
es acogedor, lejos de metomentodos y del ruidoso y desagradable mundo exterior. Pero... –
alarga la mano detrás de mí y gira el pomo con toda facilidad– creo que hemos demostrado
que podemos apañárnoslas bien ahí fuera, ¿no crees?
–Sí –digo mientras salimos al pasillo y le doy ligeros besos en el hermoso y amado rostro–. Lo
creo.
Sonríe y me estrecha con más fuerza, corazón contra corazón. Sus besos susurran amor. Sus
brazos son mi hogar.
Si esto es un error, viviré una vida larga y feliz sin aciertos.
Agradecimientos
S upuse que cuando llegara el momento de escribir los agradecimientos de este libro, este
sueño hecho realidad, ya no sería una fantasía: que la novela romántica que he escrito, que
combina mi devoción por Shakespeare con la convicción de que necesitamos historias que
reafirmen que todo el mundo merece un final feliz, de alguna manera habría hecho mella en el
corazón de un agente, luego en el de un corrector y en el de un editor y finalmente en el del
público.
Sigue pareciéndome un sueño.
Así que, mientras sigo pellizcándome, quiero expresar mi más profunda gratitud a mi estelar
agente literaria, Samantha Fabien, que amó a Jamie y a Bea desde la primera página y cuya
voluntad de aceptar todas las tendencias en las novelas me robó el corazón; gracias a esta
actitud me he sentido muy apoyada, escuchada y defendida. Doy las gracias igualmente a
Kristine Swartz, correctora extraordinaria, por su entusiasmo por Tú antes que yo, por creer en
la historia de Jamie y Bea, por apoyar mi voz y mi idea romántica de que todo el mundo
merece amar y ser amado y por una sabia orientación que ha moldeado esta historia para que
diera lo mejor de sí. Gracias también a todo el personal de Berkley que ha trabajado y apoyado
este libro: diseñadores, correctores, publicistas, agentes comerciales y todos los demás.
Quiero expresar también mi gratitud a los queridos amigos que he encontrado gracias a mi
amor por la lectura y la literatura romántica. Helen Hoang, no hay palabras para expresar lo
mucho que significan para mí tus libros, tu amistad, tu orientación y tu apoyo: eres una joya y
un tesoro para mí. Mazey Eddings y Megan Stillwell, mis neurodivinas reinas, gracias por
acompañarme en este viaje con muchas risas, ropa cómoda, aventuras en Airbnb y mucho
amor. Elizabeth Everett, Rachel Lynn Solomon, Sarah Hogle, Sarah Grunder Ruiz y Saarah
Adams: cada una a su manera, me habéis animado y ofrecido sabiduría cuando me adentraba
en el mundo de la edición tradicional y luego me lanzaba de cabeza, y estoy muy agradecida
por vuestra amistad. Y a tantos y tantos maravillosos autores y lectores con cuya amistad
cuento: espero que sepáis lo mucho que significáis para mí. Vuestra amabilidad y apoyo son
regalos que nunca daré por supuestos.
Gracias a mi familia y a mis amigos cotidianos, aunque no sean tan amantes de la lectura. Me
queréis como soy, una persona que casi siempre tiene un pie en la historia que está escribiendo
o leyendo y el otro en el mundo que compartimos. Me toleráis cuando hablo de metáforas y de
primeros besos y de todas las ideas que conjugo para mi siguiente novela. Me consoláis en los
desengaños y celebráis mis victorias, y os doy las gracias por teneros en mi vida.
A mis dos traviesos hijos: sois lo mejor que he dado a este mundo. Gracias por ensancharme el
corazón y la curiosidad y por animarme para hacer del mundo un lugar mejor. Espero que si
alguna vez leéis mis libros (si lo hacéis, hagamos juntos ese camino, ¿de acuerdo?) os sintáis
orgullosos de mí, que reconozcáis en ellos lo que espero y sueño para vosotros: vidas
construidas con un sano autoconocimiento y con autoestima, con el amor de los amigos, la
familia, la familia elegida voluntariamente y –cuando llegue el momento y si vuestro corazón lo
desea– con una pareja romántica que os adore por quienes sois, que quiera aprender cómo sois
y os envuelva en sus brazos y con quien os sintáis a salvo y reconocidos.
Finalmente, a todas aquellas personas cuyo cerebro y/o cuerpo, como el mío, hace más
insegura la existencia en este mundo salvaje, que se sientan marginadas, que se hayan sentido
heridas, malinterpretadas o ignoradas y que se cuestionan dónde o cómo pueden encajar.
Encajáis y os necesitamos. Sé que queda por recorrer mucho camino hasta que la sociedad sea
todo lo inclusiva, accesible y empática que hace falta, pero creo profundamente que algún día
lo será. En mi caso, la ficción solidaria que no rehúye la lucha humana mientras se aferra a la
esperanza es un lugar cómodo en el que estar mientras esperamos, porque los cambios se
producen con demasiada lentitud. Espero que si, al igual que yo, estáis esperando, esta
pequeña historia haya sido un lugar seguro para vosotros. El hecho de ver personajes con
luchas y vulnerabilidades parecidas a las vuestras que encuentran el amor por ser como son.
Espero que historias como la mía y muchas otras, que buscan abrir el corazón de las personas
para que empaticen y vean más allá y hagan un sitio en su mesa, supongan una diferencia...
Que un día la verdadera inclusividad no sea la excepción sino la regla, que nos sintamos bien
donde estamos, aceptados sin reservas en el auténtico corazón de la historia de la vida.
Título original: Two Wrongs Make a Right
ISBN: 978-84-19620-01-9
Código IBIC: FA
DL: B 1.297-2023
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través de internet– y la distribución de ejemplares de este libro mediante alquiler o préstamos públicos
Créditos
Table of Contents
Portada
Portadilla
Dedicatoria
Citas
Queridos lectores
Playlist
Capítulo 1
Bea
Capítulo 2
Jamie
Capítulo 3
Bea
Capítulo 4
Jamie
Capítulo 5
Bea
Capítulo 6
Jamie
Capítulo 7
Bea
Capítulo 8
Jamie
Capítulo 9
Bea
Capítulo 10
Jamie
Capítulo 11
Bea
Capítulo 12
Jamie
Capítulo 13
Bea
Capítulo 14
Jamie
Capítulo 15
Bea
Capítulo 16
Jamie
Capítulo 17
Bea
Capítulo 18
Jamie
Capítulo 19
Bea
Capítulo 20
Jamie
Capítulo 21
Bea
Capítulo 22
Jamie
Capítulo 23
Bea
Capítulo 24
Jamie
Capítulo 25
Bea
Capítulo 26
Jamie
Capítulo 27
Bea
Capítulo 28
Jamie
Capítulo 29
Bea
Capítulo 30
Jamie
Capítulo 31
Bea
Capítulo 32
Jamie
Capítulo 33
Bea
Capítulo 34
Jamie
Capítulo 35
Bea
Capítulo 36
Jamie
Capítulo 37
Bea
Agradecimientos
Créditos