17 Marzo
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«Todo lo que hasta ahora consideraba una ganancia, lo tengo por pérdida, a causa de
Cristo» (Flp 3,7). De este modo se expresaba san Pablo en la primera lectura que hemos
escuchado. Y si nos preguntamos qué es lo que dejó de considerar fundamental en su
vida, más aún, lo que le alegraba perder con tal de encontrar a Cristo, vemos que no se
trata de realidades materiales, sino de “riquezas religiosas”. Él era en verdad un hombre
piadoso, un hombre con gran celo, un fariseo leal y observante (cf. vv. 5-6). Sin embargo,
ese aspecto religioso, que podía constituir un mérito, un motivo de orgullo, una riqueza
sagrada, para él era en realidad un impedimento. Y entonces, Pablo afirma: «He
sacrificado todas las cosas, a las que considero como desperdicio, con tal de ganar a
Cristo» (v. 8). Todo lo que le había dado un cierto prestigio, una cierta fama; “olvídalo,
para mí Cristo es más importante”.
Quien es demasiado rico de sí mismo y de su propia “valía” religiosa presume de ser justo
y mejor que los demás —cuántas veces pasa esto en la parroquia: “Yo soy de la Acción
Católica, yo ayudo al sacerdote, yo recojo la ofrenda; yo, yo, yo”, cuántas nos creemos
mejores que los demás; cada uno, en su propio corazón, piense si alguna vez le pasó—,
quien actúa así se complace en el hecho de que ha salvado las apariencias; se siente bien,
pero de ese modo no puede darle lugar a Dios, porque no lo necesita. Y muchas veces los
“católicos limpios”, los que se sienten justos porque van a la parroquia, porque van a Misa
los domingos y presumen de ser justos: “No, yo no necesito nada, el Señor ya me salvó”.
¿Qué fue lo que pasó? Que el lugar de Dios lo ha ocupado con su propio “yo” y entonces,
aunque recite oraciones y realice acciones sagradas, no dialoga verdaderamente con el
Señor. Tiene monólogos, no diálogo ni oración. Por eso la Escritura recuerda que sólo «la
súplica del humilde atraviesa las nubes» (Si 35,17), porque sólo quien es pobre de
espíritu, quien se siente necesitado de la salvación y mendigo de la gracia, se presenta
ante Dios sin exhibir méritos, sin pretensiones, sin presunción. No tiene nada y por eso
encuentra todo, porque encuentra al Señor.
Esta enseñanza nos la ofrece Jesús en la parábola que hemos escuchado (cf. Lc 18,9-14).
Es el relato de dos hombres, un fariseo y un publicano, que van al templo a rezar, pero
sólo uno llega al corazón de Dios. Antes de lo que hacen, es su lenguaje corporal el que
habla. El Evangelio dice que el fariseo oraba «de pie» (v. 11), con la frente alta, mientras
que el publicano, «manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos
al cielo» (v. 13), por vergüenza. Reflexionemos un momento sobre estas dos posturas.
El fariseo está de pie. Está seguro de sí, erguido y triunfante como alguien que debe ser
admirado por sus capacidades, como un ejemplo. Con esta actitud reza a Dios, pero en
realidad se celebra a sí mismo: yo voy al templo, yo cumplo los preceptos, yo doy limosna.
Formalmente su oración es irreprochable, exteriormente se ve como un hombre piadoso y
devoto, pero, en vez de abrirse a Dios presentándole la verdad del corazón, enmascara
sus fragilidades con la hipocresía. Y muchas veces también nosotros maquillamos nuestra
vida. Este fariseo no espera la salvación del Señor como un don, sino que casi la pretende
como un premio por sus méritos. “Hice los deberes, ahora dame el premio”. Este hombre
avanza sin titubeos hacia el altar de Dios —con la frente alta— para ocupar su puesto, en
primera fila, pero acaba por ir demasiado adelante y ponerse frente a Dios.
Una de las cosas más hermosas del modo en que Dios nos acoge es la ternura del abrazo
que nos da. Si nosotros leemos cuando el hijo pródigo regresa a casa (cf. Lc 15,20-22)
vemos que cuando comienza su discurso, el padre no lo deja hablar, lo abraza y él no
puede hablar. El abrazo misericordioso. Y aquí me dirijo a mis hermanos confesores: por
favor, hermanos, perdonen todo, perdonen siempre, sin meter demasiado el dedo en las
conciencias; dejen que la gente diga sus cosas y ustedes reciban lo que digan como Jesús,
con la caricia de su mirada, con el silencio de su comprensión. Por favor, el sacramento de
la confesión no es para torturar, sino para dar paz. Perdonen todo, como Dios les
perdonará todo a ustedes. Todo, todo, todo.
En este tiempo cuaresmal, con la contrición del corazón, también nosotros supliquemos
como el publicano: «Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador» (v. 13). Digámoslo
juntos: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador . Cuando me olvido de ti o te
descuido, cuando antepongo mis propias palabras y las del mundo a tu Palabra, cuando
presumo de ser justo y desprecio a los otros, cuando critico a los demás: Dios mío, ten
piedad de mí, que soy un pecador. Cuando no me ocupo de los que me rodean, cuando
permanezco indiferente ante quien es pobre y sufre, es débil o marginado: Dios mío, ten
piedad de mí, que soy un pecador. Por los pecados contra la vida, por el mal testimonio
que ensucia el rostro hermoso de la Madre Iglesia, por los pecados contra la
creación: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador . Por mis falsedades, por mi
falta de honradez, por mi falta de transparencia y de rectitud: Dios mío, ten piedad de mí,
que soy un pecador. Por mis pecados ocultos, esos que nadie conoce, por el mal que he
causado a los demás aun sin darme cuenta, por el bien que podría haber hecho y no
hice: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador .