17 Marzo

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CELEBRACIÓN PENITENCIAL

«24 HORAS PARA EL SEÑOR»

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO


Parroquia de Santa Maria delle Grazie en el Trionfale
Viernes, 17 de marzo de 2023

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«Todo lo que hasta ahora consideraba una ganancia, lo tengo por pérdida, a causa de
Cristo» (Flp 3,7). De este modo se expresaba san Pablo en la primera lectura que hemos
escuchado. Y si nos preguntamos qué es lo que dejó de considerar fundamental en su
vida, más aún, lo que le alegraba perder con tal de encontrar a Cristo, vemos que no se
trata de realidades materiales, sino de “riquezas religiosas”. Él era en verdad un hombre
piadoso, un hombre con gran celo, un fariseo leal y observante (cf. vv. 5-6). Sin embargo,
ese aspecto religioso, que podía constituir un mérito, un motivo de orgullo, una riqueza
sagrada, para él era en realidad un impedimento. Y entonces, Pablo afirma: «He
sacrificado todas las cosas, a las que considero como desperdicio, con tal de ganar a
Cristo» (v. 8). Todo lo que le había dado un cierto prestigio, una cierta fama; “olvídalo,
para mí Cristo es más importante”.

Quien es demasiado rico de sí mismo y de su propia “valía” religiosa presume de ser justo
y mejor que los demás —cuántas veces pasa esto en la parroquia: “Yo soy de la Acción
Católica, yo ayudo al sacerdote, yo recojo la ofrenda; yo, yo, yo”, cuántas nos creemos
mejores que los demás; cada uno, en su propio corazón, piense si alguna vez le pasó—,
quien actúa así se complace en el hecho de que ha salvado las apariencias; se siente bien,
pero de ese modo no puede darle lugar a Dios, porque no lo necesita. Y muchas veces los
“católicos limpios”, los que se sienten justos porque van a la parroquia, porque van a Misa
los domingos y presumen de ser justos: “No, yo no necesito nada, el Señor ya me salvó”.
¿Qué fue lo que pasó? Que el lugar de Dios lo ha ocupado con su propio “yo” y entonces,
aunque recite oraciones y realice acciones sagradas, no dialoga verdaderamente con el
Señor. Tiene monólogos, no diálogo ni oración. Por eso la Escritura recuerda que sólo «la
súplica del humilde atraviesa las nubes» (Si 35,17), porque sólo quien es pobre de
espíritu, quien se siente necesitado de la salvación y mendigo de la gracia, se presenta
ante Dios sin exhibir méritos, sin pretensiones, sin presunción. No tiene nada y por eso
encuentra todo, porque encuentra al Señor.

Esta enseñanza nos la ofrece Jesús en la parábola que hemos escuchado (cf. Lc 18,9-14).
Es el relato de dos hombres, un fariseo y un publicano, que van al templo a rezar, pero
sólo uno llega al corazón de Dios. Antes de lo que hacen, es su lenguaje corporal el que
habla. El Evangelio dice que el fariseo oraba «de pie» (v. 11), con la frente alta, mientras
que el publicano, «manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos
al cielo» (v. 13), por vergüenza. Reflexionemos un momento sobre estas dos posturas.
El fariseo está de pie. Está seguro de sí, erguido y triunfante como alguien que debe ser
admirado por sus capacidades, como un ejemplo. Con esta actitud reza a Dios, pero en
realidad se celebra a sí mismo: yo voy al templo, yo cumplo los preceptos, yo doy limosna.
Formalmente su oración es irreprochable, exteriormente se ve como un hombre piadoso y
devoto, pero, en vez de abrirse a Dios presentándole la verdad del corazón, enmascara
sus fragilidades con la hipocresía. Y muchas veces también nosotros maquillamos   nuestra
vida. Este fariseo no espera la salvación del Señor como un don, sino que casi la pretende
como un premio por sus méritos. “Hice los deberes, ahora dame el premio”. Este hombre
avanza sin titubeos hacia el altar de Dios —con la frente alta— para ocupar su puesto, en
primera fila, pero acaba por ir demasiado adelante y ponerse frente  a Dios.

En cambio el otro, el publicano, se mantiene a distancia. No trata de abrirse paso, se


queda en el fondo. Pero precisamente esa distancia, que manifiesta su ser pecador
respecto a la santidad de Dios, es lo que le permite experimentar el abrazo bendiciente y
misericordioso del Padre. Dios puede alcanzarlo precisamente porque, permaneciendo a
distancia, ese hombre le ha hecho espacio. No habla de sí mismo, sino habla pidiendo
perdón, habla mirando a Dios. ¡Qué cierto es esto también en nuestras relaciones
familiares, sociales y eclesiales! Hay verdadero diálogo cuando sabemos guardar un
espacio entre nosotros y los demás, un espacio saludable que permite a cada uno respirar
sin ser absorbido o anulado. Entonces ese diálogo, ese encuentro puede acortar la
distancia y crear cercanía. Esto también sucede en la vida de ese publicano. Quedándose
en el fondo del templo, se reconoce en verdad tal como es, pecador, ante Dios: distante, y
de este modo permite que Dios se acerque a él.

Hermanos, hermanas, recordemos esto: el Señor llega a nosotros cuando tomamos


distancia de nuestro yo presuntuoso. Pensemos: ¿Soy presuntuoso? ¿Me creo mejor que
los demás? ¿Miro a alguien con un poco de desprecio? “Te agradezco, Señor, porque me
has salvado y no soy como esta gente que no entiende nada, yo voy a la iglesia, voy a
Misa; yo estoy casado, casada por la iglesia, estos divorciados son unos pecadores…”; ¿es
así tu corazón? Irás al infierno. Para acercarse a Dios, es necesario decirle al Señor: “Yo
soy el primero de los pecadores, y si no he caído en la suciedad más grande es porque tu
misericordia me tomó de la mano. Gracias a Ti, Señor, estoy vivo; gracias a Ti, Señor, yo
no me he destruido con el pecado”. Dios puede acortar la distancia con nosotros cuando
honestamente, sin falsedades, le presentamos nuestra fragilidad. Nos da la mano para
levantarnos cuando sabemos “tocar fondo” y volvemos a Él con sinceridad de corazón. Así
es Dios, nos espera en el fondo, porque en Jesús Él quiso “ir hasta el fondo”, porque no
tiene miedo de descender hasta los abismos que nos habitan, de tocar las heridas de
nuestra carne, de acoger nuestra pobreza, de acoger los fracasos de la vida, los errores
que cometemos por debilidad o negligencia, y todos los hemos cometido. Dios nos espera
allí, en el fondo, nos espera especialmente cuando, con mucha humildad, vamos a pedirle
perdón en el sacramento de la confesión, como haremos hoy. Nos espera allí.

Hermanos y hermanas, hagamos hoy un examen de conciencia, cada uno de nosotros,


porque tanto el fariseo como el publicano habitan en nuestro interior. No nos escondamos
detrás de la hipocresía de las apariencias, sino confiemos a la misericordia del Señor
nuestras oscuridades, nuestros errores. Pensemos en nuestros errores, en nuestras
miserias, también en aquello que por vergüenza no somos capaces de compartir, y está
bien, pero a Dios hay que mostrárselo. Cuando nos confesamos, nos ponemos en el
fondo, como el publicano, para reconocer también nosotros la distancia que nos separa
entre lo que Dios ha soñado para nuestra vida y lo que realmente somos cada día: unos
pobres necesitados. Y, en ese momento, el Señor se acerca, acorta las distancias y vuelve
a levantarnos; en ese momento, mientras nos reconocemos desnudos, Él nos viste con el
traje de fiesta. Y esto es, y debe ser, el sacramento de la reconciliación: un encuentro
festivo, que sana el corazón y deja paz interior; no un tribunal humano al que tenemos
miedo, sino un abrazo divino con el que somos consolados.

Una de las cosas más hermosas del modo en que Dios nos acoge es la ternura del abrazo
que nos da. Si nosotros leemos cuando el hijo pródigo regresa a casa (cf. Lc  15,20-22)
vemos que cuando comienza su discurso, el padre no lo deja hablar, lo abraza y él no
puede hablar. El abrazo misericordioso. Y aquí me dirijo a mis hermanos confesores: por
favor, hermanos, perdonen todo, perdonen siempre, sin meter demasiado el dedo en las
conciencias; dejen que la gente diga sus cosas y ustedes reciban lo que digan como Jesús,
con la caricia de su mirada, con el silencio de su comprensión. Por favor, el sacramento de
la confesión no es para torturar, sino para dar paz. Perdonen todo, como Dios les
perdonará todo a ustedes. Todo, todo, todo.

En este tiempo cuaresmal, con la contrición del corazón, también nosotros supliquemos
como el publicano: «Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador» (v. 13). Digámoslo
juntos: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador . Cuando me olvido de ti o te
descuido, cuando antepongo mis propias palabras y las del mundo a tu Palabra, cuando
presumo de ser justo y desprecio a los otros, cuando critico a los demás: Dios mío, ten
piedad de mí, que soy un pecador. Cuando no me ocupo de los que me rodean, cuando
permanezco indiferente ante quien es pobre y sufre, es débil o marginado: Dios mío, ten
piedad de mí, que soy un pecador. Por los pecados contra la vida, por el mal testimonio
que ensucia el rostro hermoso de la Madre Iglesia, por los pecados contra la
creación: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador . Por mis falsedades, por mi
falta de honradez, por mi falta de transparencia y de rectitud: Dios mío, ten piedad de mí,
que soy un pecador. Por mis pecados ocultos, esos que nadie conoce, por el mal que he
causado a los demás aun sin darme cuenta, por el bien que podría haber hecho y no
hice: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador .

En silencio, repitamos durante unos instantes, con el corazón arrepentido y lleno de


confianza: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador . En silencio. Que cada uno lo
repita en su corazón. Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador. En este acto de
arrepentimiento y confianza, nos abriremos a la alegría del don más grande, que es la
misericordia de Dios.

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