PURO CUENTO (Especial Fin de Año)

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 62

PURO CUENTO PURO CUENTO PURO CUENTO PURO CUE

NTO PURO CUENTO PURO CUENTO PURO CUENTO PURO


CUENTO PURO CUENTO PURO CUENTO PURO CUENTO P
URO CUENTO PURO CUENTO PURO CUENTO PURO CUEN
TO PURO CUENTO PURO CUENTO PURO CUENTO PURO
CUENTO PURO CUENTO PURO CUENTO PURO CUENTO P
URO CUENTO PURO CUENTO PURO CUENTO PURO CUEN
TO PURO CUENTO PURO CUENTO PURO CUENTO PURO
CUENTO PURO CUENTO PURO CUENTO PURO CUENTO P
URO CUENTO PURO CUENTO PURO CUENTO PURO CUEN
TO PURO CUENTO PURO CUENTO PURO CUENTO PURO
CUENTO PURO CUENTO PURO CUENTO PURO CUENTO P
URO CUENTO PURO CUENTO PURO CUENTO PURO CUEN
TO PURO CUENTO PURO CUENTO PURO CUENTO PURO
CUENTO PURO CUENTO PURO CUENTO PURO CUENTO P
URO CUENTO PURO CUENTO PURO CUENTO PURO CUEN
TO PURO CUENTO PURO CUENTO PURO CUENTO PURO
CUENTO PURO CUENTO PURO CUENTO PURO CUENTO P
URO CUENTO PURO CUENTO PURO CUENTO PURO CUEN
¡Hola! En este libro vas a encontrar cuentos de
autores y autoras de distintas épocas, orígenes y
estilos. También podrás leer dos poemas.
Lo que tienen en común todos estos textos es
que suceden en el marco de las celebraciones de
fin de año: navidad, año nuevo y reyes. Desde
distintas perspectivas, verás familias que se
reúnen, otras que se pelean, algunas reflexiones
introspectivas, actos violentos y una que otra
muestra de amor.
Porque no todas son noches de paz y de amor
en estas épocas, y qué mejor que la literatura
para llevarnos de viaje.
Después de este 2020 quedó claro que los
buenos deseos no son suficientes. Leamos,
entonces, como respuesta a todo.
¡Felices lecturas!
Marian.-
Papá Noel duerme en casa
Samanta Schweblin
La navidad en que Papá Noel pasó la noche en casa fue la última vez que estuvimos todos

juntos, después de esa noche papá y mamá terminaron de pelearse, aunque no creo que

Papá Noel haya tenido nada que ver con eso. Papá había vendido su auto unos meses atrás

porque había perdido el trabajo, y aunque mamá no estuvo de acuerdo, él dijo que un buen

árbol de navidad era importante esa vez, y compró uno de todas formas. Venía en una caja

de cartón, larga y plana, y traía una hoja que explicaba cómo encajar las tres partes y abrir

las ramas de forma que se viera natural. Armado era más alto que papá, era inmenso, y yo

creo que por eso ese año Papá Noel durmió en nuestra casa. Yo había pedido de regalo un

coche a control remoto. Cualquiera me venía bien, no quería uno en particular, pero todos

los chicos tenían uno en esa época y cuando jugábamos en el patio los autos a control

remoto se dedicaban a estrellarse contra los autos comunes, como el mío. Así que había

escrito mi carta y papá me había llevado hasta el correo para enviarla. Y le dijo al tipo de

la ventanilla:

-Se la enviamos a Papá Noel -y le pasó el sobre.

El tipo de la ventanilla ni saludó, porque había mucha gente y se ve que ya estaba cansado

de tanto trabajo, la época navideña debe ser la peor para ellos. Tomó la carta, la miró y

dijo:

-Falta el código postal.

-Pero es para Papá Noel -dijo papá, y le sonrió, y le guiñó un ojo, se ve que para hacerse

amigo, y el tipo dijo: -sin código postal no sale.

-Usted sabe que la dirección de Papá Noel no tiene código postal -dijo papá.

-Sin código postal no sale -dijo el tipo, y llamó al siguiente.

Y entonces papá trepó el mostrador, agarró al tipo del cuello de la camisa, y la carta salió.

Por eso yo estaba preocupado ese día, porque no sabía si la carta le había llegado o no a

Papá Noel. Además no podíamos contar con mamá desde hacía casi dos meses, y eso

también me preocupaba, porque la que siempre estaba en todo era mamá, y las cosas

salían bien entonces. Hasta que dejó de preocuparse, así nomás, de un día para el otro. La

vieron algunos médicos, papá siempre la acompañaba y yo me quedaba en la casa de

Marcela, que es nuestra vecina. Pero mamá no mejoró. Dejó de haber ropa limpia, leche y

cereales a la mañana, papá llegaba tarde a los lugares a los que debía llevarme, y después

llegaba otra vez tarde para pasarme a buscar. Cuando pedí explicaciones papá dijo que

mamá no estaba enferma ni tenía cáncer ni se iba a morir. Que bien podría haber pasado

algo así pero él no era un hombre de tanta suerte. Marcela me explicó que mamá

simplemente había dejado de creer en las cosas, que eso era estar "deprimido", y te

quitaba las ganas de todo, y tardaba en irse. Mamá no iba más a trabajar ni se juntaba con

amigas ni hablaba por teléfono con la abuela. Se sentaba con su bata frente al televisor, y

hacía zapping toda la mañana, toda la tarde y toda la noche. Yo era el encargado de darle

de comer. Marcela dejaba comida hecha en el freezer con las porciones marcadas. Había

que combinarlas. No podía, por ejemplo, darle todo el pastel de papas y después toda la

tarta de verdura. La descongelaba en el microondas y se la alcanzaba en una bandeja, con

el vaso de agua y los cubiertos. Mamá decía:


-Gracias mi amor, no tomes frío -lo decía sin mirarme, sin perder de vista lo que sucedía en

el televisor.

A la salida del colegio me agarraba de la mano de la mamá de Augusto, que era hermosa.

Eso funcionaba cuando venía a buscarme papá, pero después, cuando empezó a venir

Marcela, a ninguna de las dos parecía gustarle eso, así que esperaba solo debajo del árbol

de la esquina. Viniera quien viniera a buscarme, siempre llegaban tarde.

Marcela y papá se hicieron muy amigos, y algunas noches papá se quedaba con ella en la

casa de al lado, jugando al póquer, y a mamá y a mí nos costaba dormirnos sin él en la

casa. Nos cruzábamos en el baño y entonces mamá decía:

-Cuidado mi amor, no tomes frío -y volvía frente al televisor.

Muchas tardes Marcela estaba en casa, eran las tardes en que cocinaba para nosotros y

ordenaba un poco. No sé por qué lo hacía. Supongo que papá le pediría ayuda y como ella

era su amiga se sentía en la obligación, porque la verdad es que no se la veía muy

contenta. Un par de veces le apagó el televisor a mamá, se sentó frente a ella y le dijo:

-Irene, tenemos que hablar, esto no puede seguir así...

Le decía que tenía que cambiar de actitud, que así no llegaría a ningún lado, que ella ya no

podía seguir ocupándose de todo, que tenía que reaccionar y tomar una decisión o

terminaría por arruinarnos la vida. Pero mamá nunca contestaba. Y al final Marcela

terminaba yéndose con un portazo, y esa noche papá pedía pizza porque no había nada

para cenar, y a mí la pizza me encanta.

Yo le había dicho a Augusto que mamá había dejado de "creer en las cosas", y que

entonces estaba "deprimida", y él quiso venir a ver cómo era. Hicimos algo muy feo que a

veces me avergüenza: saltamos frente a ella un rato, mamá apenas nos esquivaba con la

cabeza; después le hicimos un sombrero con papel de diario, se lo probamos de distintas

maneras y se lo dejamos puesto toda la tarde, pero ella ni se movió. Le quité el sombrero

antes de que llegue papá. Estaba seguro de que mamá no iba a decirle nada, pero me

sentía mal de todos modos.

Después llegó navidad. Marcela hizo su pollo al horno con verduras horribles pero como era

una noche especial me preparó además papas fritas. Papá le pidió a mamá que dejara el

sillón y cenara con nosotros. La movió cuidadosamente hasta la mesa -Marcela la había

preparado con un mantel rojo, velas verdes y los platos que usamos para las visitas-, la

sentó en una de las cabeceras y se alejó unos pasos hacia atrás, sin dejar de mirarla,

supongo que pensó que podía funcionar, pero en cuanto él estuvo lo suficientemente lejos

ella se levantó y volvió a su sillón. Así que mudamos las cosas a la mesa ratonera del living y

comimos ahí con ella. La tele estaba prendida, por supuesto, y el noticiero mostraba una

nota sobre un sitio de gente pobre que había recibido un montón de regalos y comida de

gente de más plata, y entonces ahora estaban muy contentos. Yo estaba nervioso y miraba

todo el tiempo el árbol de navidad porque ya iban a ser las doce y quería mi auto. Entonces

mamá señaló el televisor. Fue como ver moverse un mueble. Papá y Marcela se miraron. En

la tele Papá Noel estaba sentado en el living de una casa, con una mano abrazaba a un

chico sentado sobre sus piernas, y con la otra a una mujer parecida a la mamá de Augusto,

y entonces la mujer se inclinaba y besaba a Papá Noel y Papá Noel te miraba y decía:
-...y cuando vuelvo del trabajo sólo quiero estar con mi familia -y un logo de café aparecía

en la pantalla.

Mamá se puso a llorar. Marcela me tomó de la mano y me dijo que subiera al cuarto, pero

yo me negué. Volvió a decírmelo, esta vez con el tono impaciente con el que le habla a

mamá, pero nada iba a alejarme esa noche del árbol. Papá quiso apagar el televisor pero

mamá empezó a luchar con él como una nena. Sonó el timbre y yo dije:

-Es Papá Noel -y Marcela me dio una cachetada y entonces papá empezó a pelear con

Marcela y mamá encendió otra vez el televisor pero Papá Noel ya no estaba en ningún

¿
canal. El timbre volvió a sonar y papa dijo:- Quién mierda es?

Pensé que ojalá que no fuese el del correo porque volverían a pelear porque papá ya

estaba de mal humor.

El timbre sonó otra vez muchas veces seguidas, y entonces papá se cansó, fue hasta la

puerta y cuando la abrió vio que era Papá Noel. No era tan gordo como en televisión y se lo

veía cansado, no podía mantenerse de pie y se apoyaba un momento de un lado de la

¿
puerta, otro momento del otro.- Qué quiere? -dijo papá.-Soy Papá Noel -dijo Papá Noel.-Y

yo soy Blanca Nieves -dijo papá y le cerró la puerta.

Entonces mamá se levantó, corrió hasta la puerta, la abrió y Papá Noel todavía estaba ahí,

¿
tratando de sostenerse, y lo abrazó. A papá le agarró un ataque:- Éste es el tipo Irene? -le

gritó a mamá, y empezó a decir malas palabras y a tratar de separarlos. Y mamá le dijo a

Papá Noel:-Bruno, no puedo vivir sin vos, me estoy muriendo.

Papá logró separarlos y le dio a Papá Noel una trompada y Papá Noel cayó para atrás y

quedó seco sobre la entrada. Mamá empezó a gritar como loca. Yo estaba triste por lo que

le estaba pasando a Papá Noel, y porque todo esto atrasaba lo del auto, aunque por otro

lado me alegraba ver a mamá otra vez en movimiento.

Papá le dijo a mamá que iba a matarlos a los dos y mamá le dijo que si él era tan feliz con

su amiga por qué ella no podía ser amiga de Papá Noel, cosa que a mí me pareció lógica.

Marcela se acercó a ayudar a Papá Noel, que empezaba a moverse en el piso, y le dio una

mano para levantarse. Y entonces papá otra vez empezó a decirle de todo y mamá a

gritar. Marcela decía cálmense, entremos, por favor, pero nadie la escuchaba. Papá Noel

se llevó la mano a la nuca y vio que le sangraba. Escupió a papá y papá le dijo:

-Maricón de mierda.

Y mamá le dijo a papá:

-Maricón serás vos hijo de puta, y también lo escupió. Le dio a Papá Noel la mano, lo hizo

entrar a la casa, se lo llevó a su cuarto y se encerró.

Papá se quedó como congelado, y en cuanto reaccionó se dio cuenta que yo todavía

seguía ahí y me mandó furioso a la cama. Sabía que no estaba en condiciones de discutir;

me fui al cuarto sin navidad y sin regalo. Esperé acostado a que todo quedara en silencio,

mirando nadar en las paredes el reflejo de los peces de plástico de mi velador. No tendría

mi auto a control remoto, eso era clarísimo, pero Papá Noel dormía en casa esa noche y eso

me aseguraba un año mejor.


Uno de los aspectos más importantes de
cualquier relato es la voz narradora que se elige
para contar, ordenar, jerarquizar y valorar los
hechos. Esta voz también es la que da tono al
texto. En el cuento de Samanta Schweblin nos
encontramos con una voz infantil que, desde su
inocencia, nos relata lo que ocurre en su casa. Lo
interesante aquí es que nosotres, como lectores,
sabemos más que el protagonista narrador. O
sabemos lo mismo, pero entendemos de otro
modo. Esto genera que se abran los efectos de
lectura y lo que para el personaje puede ser
divertido, para nosotres es trágico.
Tenemos un personaje infantil, un contexto
navideño y, sin embargo, el espíritu navideño es
reemplazado por el caos cotidiano.
Mañana
Claudia Piñeiro
Baja la caja del altillo. Espera que los chicos estén durmiendo para bajarla. ¿Te parece que
es hora de ponerte a hacer eso?, le pregunta su marido. Ella no le contesta. Lleva la caja a

la planta baja, al living, junto a la ventana que da al jardín. Al mismo lugar donde siempre,

cada ocho de diciembre, ella arma el árbol. Los chicos más que ayudarla le hubieran

complicado la tarea. El marido baja las escaleras y pasa hacia la cocina. Voy a tomar un

poco de agua, dice. Ella saca primero la base, abre las cuatro patas, y la apoya en el piso.

El metal raspa la madera del parquet. Luego se dedica a las ramas, envueltas en papel de

diario. Las desenvuelve. Mañana se van a enojar, los chicos, se van a enojar. A sus hijos les

gusta armar el árbol de Navidad, pero ella prefiere hacerlo sola. Por eso esperó a que se

durmieran. No les dijo que hoy era el día. Cuando se despierten el árbol ya va a estar listo.

Desde la cocina se escucha el sonido del agua que corre. Ahora ella engancha la primera

fila de ramas en la base. Las abre. Trata de que queden derechas, parejas, equidistantes.

Prefiere el enojo de sus hijos y no el propio. Lo maneja mejor; maneja mejor cualquier enojo

que no sea el suyo. Coloca la segunda serie de ramas. Las abre. Las acomoda. ¿Tenés para
mucho?, pregunta su marido antes de subir al cuarto. Ella no contesta. Ni siquiera lo mira.

Sabe que cuando su marido pregunta "tenés para mucho" es porque quiere sexo. Y ella no

quiere. Por eso no contesta, se hace la que no lo escucha. Coloca la tercera fila de ramas.

Algunas se desflecan y caen restos de plástico verde sobre el piso de madera. El año que

viene va a tener que comprar otro árbol. ¿Tenés para mucho?, vuelve a preguntar él. Ella

esta vez lo mira, pero tampoco contesta. El año que viene, va comprar un árbol nuevo el

año que viene. Este año ya es demasiado tarde, hay demasiada gente en los negocios

comprando adornos navideños, y a ella no le gusta cuando hay mucha gente. El marido

sube la escalera y desaparece. Arriba, una puerta se golpea con fuerza. Es él, ella sabe.

Cuando algo se le atraganta, su marido golpea puertas. Ella sigue trabajando en silencio.

Coloca la punta del pino; se le tuerce hacia la derecha. Hace años que se tuerce. Es más,

el mismo diciembre en que compraron el árbol ya la punta estuvo torcida. El año que viene

va a comprar otro árbol. Este año es demasiado tarde. Y hay mucha gente. Un chico llora.

Un hijo de ella llora. Se queda quieta, frente al pino todavía sin adornos. No quiere que el

chico baje y la encuentre. Escucha los pasos de su marido, arriba, en el pasillo que va a los

cuartos. Y voces. El chico se calma. Ella entonces vuelve a su tarea. Se aparta del pino,

toma distancia para poder juzgar si todas las ramas están en su lugar. Alineadas, parejas.

El marido ahora se asoma por la escalera, en calzoncillos. ¿No subís?, dice. Quiere sexo,

ella lo sabe. No lo dice pero ella lo sabe. En un rato, contesta. El marido sabe que ella no

va a subir; el marido sabe que cuando dice "en un rato", ella no sube. Se va enojado,

aunque está descalzo se sienten sus pasos pesados en la escalera. A ella no le importa.

Espera otra vez el ruido de la puerta que se golpea. Pero esta vez ese ruido no llega. Tal

vez por el chico, para que no llore. O para que no se despierte otro. No le importa. Sólo le

importa que el tiempo que le lleve a ella terminar de armar el árbol sea suficiente como

para que el sueño venza el deseo sexual de su marido. Abre la caja donde están las bolas
coloradas, todas iguales. Las cuenta. Cuenta las ramas. Las bolas son casi la mitad de las

ramas. Las coloca rama por medio. Una sí una no. Dos se juntan donde termina la ronda y

eso le molesta. Quita una, pero entonces se juntan dos ramas desnudas. Gira el árbol para

que esa falla quede contra la pared y no se vea. Cuando termine de adornar el árbol va a

subir, entonces sí. Busca dentro de la caja la estrella que irá en la punta. Se sube a un

banco. La pone en la punta. La estrella se tuerce, junto con la punta, hacia la derecha. Una

estrella dorada. Una estrella que fue dorada. Dos de las cinco puntas están raídas y se ve el

cartón gastado. El año que viene va a comprar otro árbol. Y adornos navideños. Y una

estrella de mejor calidad. El año que viene. Cuando no haya tanta gente. Mañana va a

hacer el amor con su marido. Tal vez. Va a dormir la siesta antes, así a la noche no está

cansada. Y sin ganas. Va a dormir la siesta; sí, mañana. Y va a comprar un árbol, el próximo

año. Los chicos se van a enojar cuando se despierten. Pero el árbol va a estar listo, y el

enojo al rato se les va a pasar. Busca las luces. Las coloca abrazando el árbol, girando

alrededor. Las enchufa. Las luces de colores se prenden y se apagan. Dentro de la caja sólo

queda el pesebre. Una casa de madera. La Virgen, San José, una cabra y un burro. Y el niño

Jesús en el moisés. Su suegra dice que el niño no se pone hasta la Noche Buena. Recién

cuando dan las doce. Pero a ella no le importa. En su casa, en la que ella vivía con sus

padres, el niño estuvo siempre en el pesebre, desde el mismo momento en que se armaba el

árbol. Un árbol más pequeño, sin estrella en la punta. Mañana va a dormir la siesta. Pero

ahora no va a subir. Todavía no. Se va a quedar junto al árbol, sentada, sin hacer nada,

mirándolo mientras todos duermen.


En este cuento de Claudia Piñeiro podemos hacer
hincapié en los tiempos verbales: está narrado en
tiempo presente. Esto hace que, como lectores, nos
sintamos testigos inmediatos de lo que sucede.
Estamos ahí, con la protagonista viviendo en
simultáneo lo que le ocurre. Aunque, en este caso,
parece no ser mucho.
Porque el armado del arbolito es una excusa para
contarnos, mostrarnos, lo que le esta pasando a ella.
Y este es otro recurso interesante: el personaje hace
algo y en ese hacer, lo conocemos, lo observamos, lo
analizamos. Nos deja ver su formación, su
transformación, su entorno.
Happy New Year
Julio Cortázar
Mirá, no pido mucho,

solamente tu mano, tenerla

como un sapito que duerme así contento.

Necesito esa puerta que me dabas

para entrar a tu mundo, ese trocito

de azúcar verde, de redondo alegre.

¿No me prestás tu mano en esta noche


de fin de año de lechuzas roncas?

No puedes, por razones técnicas.

Entonces la tramo en el aire, urdiendo cada dedo,

el durazno sedoso de la palma

y el dorso, ese país de azules árboles.

Así la tomo y la sostengo,

como si de ello dependiera

muchísimo del mundo,

la sucesión de las cuatro estaciones,

el canto de los gallos, el amor de los hombres.


En los poemas, la voz que se expresa se conoce como
sujeto poético. En este texto de Cortázar,
encontramos un sujeto poético que construye un
poema casi como una carta -un whatsapp, diríamos
hoy- y pareciera que lo enganchamos ya empezado,
algo así como un pedido final.
Este es un texto intimista, de amor y que,
seguramente, llega más ya que tiene un lenguaje
sencillo y directo pero que se carga de metáfora al
tener que recuperar desde la imaginación lo que no
está, esa mano que se anhela.
Los deseos de fin de año pueden llevarnos a conocer
mucho a un personaje. ¿Qué desea? ¿Qué necesita?
¿De qué modo lo expresa? Y, por lo tanto, no podían
faltar en esta antología.
El asesino de Papá Noel
Spencer Holst
Había una vez una persona que acabó con las guerras para siempre al asesinar a 42 Papás

Noel.

Todo empezó unos diez días antes de Navidad, cuando un Papá Noel del Ejército de

Salvación fue asesinado en el centro.

Un periódico matutino publicó la noticia, pero al día siguiente otros cinco Papás Noel

fueron asesinados y el hecho apareció en la primera plana de todos los periódicos del país.

Cuatro de ellos fueron asesinados mientras recolectaban dinero para el Ejército de

Salvación, y el quinto fue apuñalado en la sección de Juguetería de Gimbels.

¡La gente estaba escandalizada! ¡Era indignante! Se preguntaban qué clase de monstruo o
demonio debía ser ese tipo, quiero decir, para arruinarles la Navidad a los niños asesinando

a Papá Noel.

No estaban preocupados por las vidas en sí de los hombres asesinados, era sólo el efecto

que esto tendría en los niños lo que alteraba a todos.

De manera que al día siguiente la ciudad se llenó de policías metropolitanos y estatales,

agentes del FBI e incluso algunos oficiales de Inteligencia de la Marina, agentes del Tesoro

y funcionarios del Departamento de Justicia, todos los cuales encontraron alguna excusa

para intervenir en el caso; y otros diez Papás Noel fueron asesinados y nadie pudo atrapar

al esquivo asesino.

Así que esa noche todos los Papás Noel que debían trabajar convocaron a una reunión

secreta para decidir qué hacer.

Eran conscientes de su responsabilidad con los niños, pero, por otro lado, les parecía

bastante tonto salir a la calle y ser asesinados por ese maníaco.

Y entonces un hombre, que era valiente y no tenía familiares a cargo, se ofreció a salir

disfrazado y con una custodia fuertemente armada al día siguiente.

Pero le cortaron la garganta en su cama esa misma noche.

Y entonces ese día no hubo ningún Papá Noel en la ciudad.

Y la gente estaba bastante irritable y nerviosa, y los niños lloraban, y sin los Papás Noel

simplemente no parecía Navidad.

Pero al día siguiente una alocada jovencita de Hollywood, una actriz que quería algo de

publicidad, salió vestida con un disfraz de Mamá Noel.

Y la gente y los niños se congregaron a su alrededor, dado que era lo más parecido a Papá

Noel que andaba por la calle, y ella obtuvo un montón de publicidad y no la mataron.

De modo que al día siguiente varias mujeres más prominentes salieron vestidas de Mamá

Noel, con el pelo empolvado de blanco y polleras rojas y almohadones en sus vientres y

gorros de Papá Noel, y tampoco a ellas las mataron.

Resolvieron que a lo mejor el maníaco se había retirado, por lo que enviaron a un Papá Noel

de prueba, pero una hora después su cuerpo era conducido a Bellevue dentro de una

ambulancia. Había tres balas en él.

Y así la Navidad de ese año fue celebrada con Mamás Noel.


Y como al año siguiente empezó a ocurrir nuevamente lo mismo, de inmediato enviaron a

las mujeres otra vez a la calle.

Al año siguiente volvió a pasar lo mismo; y al otro, y al otro. Y año a año este paciente y

escurridizo asesino mataba a cualquier hombre que se disfrazara de Papá Noel, hasta que

finalmente, en los periódicos y las publicidades y el imaginario popular, Papá Noel perdió en

cierto modo su protagonismo y Mamá Noel se convirtió en la figura central.

Quiero decir, Papá Noel todavía estaba allí. Él construía los juguetes en el Polo Norte y

estaba a cargo de los elfos, pero era Mamá Noel quien conducía el trineo con los renos y se

deslizaba por las chimeneas y repartía los regalos y cada año encabezaba el desfile de

Navidad.

Y lo más curioso de todo era que las mujeres realmente parecían disfrutar ser Mamá Noel.

Nadie tenía que pagarles y se puso tan de moda que en épocas navideñas las calles

estaban colmadas de Mamás Noel. Y a medida que el tiempo pasó, ellas empezaron a

hacer pequeñas modificaciones en el disfraz tradicional, primero cambiaron el tono del

rojo, luego probaron con colores completamente distintos, hasta que al final cada disfraz

fue único y fantástico, hermosamente coloreado, maravilloso.

Encabezar el desfile de Navidad se convirtió en un verdadero honor.

¡Y a los niños les encantaba!¡La Navidad nunca antes había sido así, con todas esas Mamás
Noel y tanta emoción y entusiasmo!

Pero estos chicos, esta nueva generación de niños que creció creyendo en Mamá Noel, eran

bastante diferentes.

Porque, como sabrán, para los chicos muy pequeños Papá Noel es un dios.

Y por la época en que dejan de creer en Papá Noel, empiezan a ir a la escuela dominical y

aprenden acerca de un nuevo Dios. Y este nuevo Dios no les hace regalos. Es un poco rudo.

Pero durante toda su vida añoran al antiguo dios de su infancia, a su dios Papá Noel.

Oigan sus oraciones, lo que dicen: «Dame lo que deseo».


Pero esta nueva generación de chicos que creció creyendo en Mamá Noel parecía tener

una actitud diferente hacia las mujeres.

Empezaron a elegir mujeres para el Congreso y eligieron a una mujer presidente y mujeres

alcaldes hasta que casi todo el país estuvo gobernado por mujeres.

Ellas se preocupaban sobre todo de cosas como la comida, y hubo muchos debates en el

Congreso acerca de distintos regímenes alimentarios, y bastante pronto hasta la gente más

pobre tuvo mucho que comer; y también les interesaban las casas, y pronto dejó de haber

escasez de viviendas.

Pero había una sola cosa que no apoyaban.

Sencillamente se negaban a hacerlo.

Quiero decir,¿qué posible motivación política podría hacer que estas mujeres enviaran a
sus hombres a que los maten? ¡Era ridículo!

De manera que con su poder político y financiero y con el prestigio de los Estados Unidos,

presionaron y alentaron a otros países para que dejaran gobernar a las mujeres.

Así la guerra terminó para siempre.

Los hombres siguieron haciendo lo que siempre habían hecho. Trabajaron en fábricas, y

estudiaron matemáticas avanzadas, y apostaron a los caballos, y repartieron hielo, y

discutieron de filosofía.
Pero estas discusiones de filosofía no causaban que la gente se muriera de hambre y se

matara entre sí.

Y muy pronto, en todo el mundo ya no hubo nadie hambriento, y todos tenían lindas casas, y

ya no hubo más guerras, y la gente empezó a ser feliz.

Si se detienen a pensarlo, había ocurrido una revolución mundial.

Y 42 Papás Noel no es tanta gente muerta para una revolución mundial.

Pero el asesino, o en verdad, el santo a quien tanto debía la humanidad, el mismo que

planeó y llevó a cabo esta revolución casi sin derramar sangre, jamás fue descubierto y

crucificado.

Simplemente siguió con su vida.

No, nadie descubrió nunca la identidad de este santo, es decir –ahh–, nadie salvo yo.

Yo sé quién es el santo.

Oh, no tengo ninguna prueba de ello, pero es precisamente por eso que estoy tan seguro

de que lo sé.

Porque sólo hay una persona capaz de esto, sólo hay una persona con el genio, el

atrevimiento, la imaginación, el coraje, el amor por la gente, el apetito de sangre y la

paciencia requeridos para llevar a cabo esta, la más grandiosa de todas las hazañas.

Esa persona es mi hermanita.


Spencer Holst [1926-2001] fue un escritor
estadounidense reconocido por las narraciones en
vivo que realizaba en New York. Y ese tono oral,
como de quien cuenta una anécdota o algo que a su
vez le contaron, se mantiene en este cuento.
Publicado como parte del libro El idioma de los gatos,
un volumen de relatos breves que empiezan, casi
todos, con un clásico "había una vez" y que nos
acercan historias extrañas y hasta desopilantes,
contadas con la mayor naturalidad y honestidad.
"El más hábil fabulador de nuestra época", como lo
nombró un crítico de The New York Times, supo
borrar fronteras entre la literatura para la infancia y
la literatura para adultos. Porque si es de calidad, es
para todes. La recomendación de Pescetti haciendo
clic acá.
El caso de la señorita Amelia
Rubén Darío
Que el doctor Z es ilustre, elocuente, conquistador; que su voz es profunda y vibrante al

mismo tiempo, y su gesto avasallador y misterioso, sobre todo después de la publicación de

su obra sobre La plástica de ensueño, quizás podríais negármelo o aceptármelo con

¡
restricción; pero que su calva es única, insigne, hermosa, solemne, lírica si gustáis, oh, eso

nunca, estoy seguro! ¿Cómo negaríais la luz del sol, el aroma de las rosas y las propiedades
narcóticas de ciertos versos? Pues bien; esta noche pasada poco después de que

saludamos el toque de las doce con una salva de doce taponazos del más legítimo

Roederer, en el precioso comedor rococó de ese sibarita de judío que se llama

Lowensteinger, la calva del doctor alzaba aureolada de orgullo, su bruñido orbe de marfil,

sobre el cual, por un capricho de la luz, se veían sobre el cristal de un espejo las llamas de

dos bujías que formaban, no sé cómo, algo así como los cuernos luminosos de Moisés. El

doctor enderezaba hacia mí sus grandes gestos y sus sabias palabras. Yo había soltado de

mis labios, casi siempre silenciosos, una frase banal cualquiera. Por ejemplo, esta:

¡
- Oh, si el tiempo pudiera detenerse!

La mirada que el doctor me dirigió y la clase de sonrisa que decoró su boca después de oír

mi exclamación, confieso que hubiera turbado a cualquiera.

-Caballero -me dijo saboreando el champaña-; si yo no estuviese completamente

desilusionado de la juventud; si no supiese que todos los que hoy empezáis a vivir estáis ya

muertos, es decir, muertos del alma, sin fe, sin entusiasmo, sin ideales, canosos por dentro;

que no sois sino máscaras de vida, nada más… sí, si no supiese eso, si viese en vos algo más

que un hombre de fin de siglo, os diría que esa frase que acabáis de pronunciar: «¡Oh, si el
»
tiempo pudiera detenerse! , tiene en mí la respuesta más satisfactoria.

¡
- Doctor!

-Sí, os repito que vuestro escepticismo me impide hablar, como hubiera hecho en otra

ocasión.-Creo -contesté con voz firme y serena- en Dios y su Iglesia. Creo en los milagros.

Creo en lo sobrenatural.

-En ese caso, voy a contaros algo que os hará sonreír. Mi narración espero que os hará

pensar.

En el comedor habíamos quedado cuatro convidados, a más de Minna, la hija del dueño de

casa; el periodista Riquet, el abate Pureau, recién enviado por Hirch, el doctor y yo. A lo

lejos oíamos en la alegría de los salones de palabrería usual de la hora primera del año

¡
nuevo: Happy new year! Happy new year! Feliz año nuevo!

El doctor continuó:

¿
- Quién es el sabio que se atreve a decir esto es así? Nada se sabe. Ignoramus et

ignorabimus. ¿Quién conoce a punto fijo la noción del tiempo? ¿Quién sabe con seguridad
lo que es el espacio? Va la ciencia a tanteo, caminando como una ciega, y juzga a veces

que ha vencido cuando logra advertir un vago reflejo de la luz verdadera. Nadie ha podido

desprender de su círculo uniforme la culebra simbólica. Desde el tres veces más grande, el
Hermes, hasta nuestros días, la mano humana ha podido apenas alzar una línea del manto

que cubre a la eterna Isis. Nada ha logrado saberse con absoluta seguridad en las tres

grandes expresiones de la Naturaleza: hechos, leyes, principios. Yo que he intentado

profundizar en el inmenso campo del misterio, he perdido casi todas mis ilusiones. Yo que

he sido llamado sabio en Academias ilustres y libros voluminosos; yo que he consagrado

toda mi vida al estudio de la humanidad, sus orígenes y sus fines; yo que he penetrado en la

cábala, en el ocultismo y en la teosofía, que he pasado del plano material del sabio al

plano astral del mágico y al plano espiritual del mago, que sé cómo obraba Apolonio el

Thianense y Paracelso, y que he ayudado en su laboratorio, en nuestros días, al inglés

Crookes; yo que ahondé en el Karma búdhico y en el misticismo cristiano, y sé al mismo

tiempo la ciencia desconocida de los fakires y la teología de los sacerdotes romanos, yo os

digo que no hemos visto los sabios ni un solo rayo de la luz suprema, y que la inmensidad y

la eternidad del misterio forman la única y pavorosa verdad.

Y dirigiéndose a mí:

¿
- Sabéis cuáles son los principios del hombre? Grupa, jiba, linga, shakira, kama, rupa,

manas, buddhi, atma, es decir: el cuerpo, la fuerza vital, el cuerpo astral, el alma animal, el

alma humana, la fuerza espiritual y la esencia espiritual…Viendo a Minna poner una cara un

tanto desolada, me atreví a interrumpir al doctor:

-Me parece ibais a demostrarnos que el tiempo…

-Y bien -dijo-, puesto que no os complacen las disertaciones por prólogo, vamos al cuento

que debo contaros, y es el siguiente: Hace veintitrés años, conocí en Buenos Aires a la

familia Revall, cuyo fundador, un excelente caballero francés, ejerció un cargo consular en

tiempo de Rosas. Nuestras casas eran vecinas, era yo joven y entusiasta, y las tres señoritas

Revall hubieran podido hacer competencia a las tres Gracias. De más está decir que muy

pocas chispas fueron necesarias para encender una hoguera de amor…

Amooor, pronunciaba el sabio obeso, con el pulgar de la diestra metido en la bolsa del

chaleco, y tamborileando sobre su potente abdomen con los dedos ágiles y regordetes, y

continuó:

-Puedo confesar francamente que no tenía predilección por ninguna, y que Luz, Josefina y

Amelia ocupaban en mi corazón el mismo lugar. El mismo, tal vez no; pues los dulces al par

que ardientes ojos de Amelia, su alegre y roja risa, su picardía infantil… diré que era ella mi

preferida. Era la menor; tenía doce años apenas, y yo ya había pasado de los treinta. Por

tal motivo, y por ser la chicuela de carácter travieso y jovial, tratábala yo como niña que

era, y entre las otras dos repartía mis miradas incendiarias, mis suspiros, mis apretones de

manos y hasta mis serias promesas de matrimonio, en una, os lo confieso, atroz y culpable

¡
bigamia de pasión. Pero la chiquilla Amelia!… Sucedía que, cuando yo llegaba a la casa,

era ella quien primero corría a recibirme, llena de sonrisas y zalamerías: «¿Y mis
»
bombones? . He aquí la pregunta sacramental. Yo me sentaba regocijado, después de mis

correctos saludos, y colmaba las manos de la niña de ricos caramelos de rosas y de

deliciosas grajeas de chocolate, las cuales, ella, a plena boca, saboreaba con una sonora

música palatinal, lingual y dental. El porqué de mi apego a aquella muchachita de vestido a


media pierna y de ojos lindos, no os lo podré explicar; pero es el caso que, cuando por

causa de mis estudios tuve que dejar Buenos Aires, fingí alguna emoción al despedirme de

Luz que me miraba con anchos ojos doloridos y sentimentales; di un falso apretón de manos

a Josefina, que tenía entre los dientes, por no llorar, un pañuelo de batista, y en la frente de

Amelia incrusté un beso, el más puro y el más encendido, el más casto y el más puro y el

¡
más encendido, el más casto y el más ardiente qué sé yo! de todos los que he dado en mi

vida. Y salí en barco para Calcuta, ni más ni menos que como vuestro querido y admirado

general Mansilla cuando fue a Oriente, lleno de juventud y de sonoras y flamantes esterlinas

de oro. Iba yo, sediento ya de las ciencias ocultas, a estudiar entre los mahatmas de la

India lo que la pobre ciencia occidental no puede enseñarnos todavía. La amistad epistolar

que mantenía con madame Blavatsky, habíame abierto ancho campo en el país de los

fakires, y más de un gurú, que conocía mi sed de saber, se encontraba dispuesto a

conducirme por buen camino a la fuente sagrada de la verdad, y si es cierto que mis labios

creyeron saciarse en sus frescas aguas diamantinas, mi sed no se pudo aplacar. Busqué,

busqué con tesón lo que mis ojos ansiaban contemplar, el Keherpas de Zoroastro, el Kalep

persa, el Kovei-Khan de la filosofía india, el archoeno de Paracelso, el limbuz de

Swedenborg; oí la palabra de los monjes budhistas en medio de las florestas del Thibet;

estudié los diez sephiroth de la Kabala, desde el que simboliza el espacio sin límites hasta el

que, llamado Malkuth, encierra el principio de la vida. Estudié el espíritu, el aire, el agua, el

fuego, la altura, la profundidad, el Oriente, el Occidente, el Norte y el Mediodía; y llegué

casi a comprender y aun a conocer íntimamente a Satán, Lucifer, Astharot, Beelzebutt,

Asmodeo, Belphegor, Mabema, Lilith, Adrameleh y Baal. En mis ansias de comprensión; en

mi insaciable deseo de sabiduría; cuando juzgaba haber llegado al logro de mis

ambiciones, encontraba los signos de mi debilidad y las manifestaciones de mi pobreza, y

estas ideas, Dios, el espacio, el tiempo formaban la más impenetrable bruma delante de

mis pupilas… Viajé por Asia, África, Europa y América. Ayudé al coronel Olcott a fundar la

rama teosófica de Nueva York. Y a todo esto -recalcó de súbito al doctor, mirando

fijamente a la rubia Minna- ¿sabéis lo que es la ciencia y la inmortalidad de todo? ¡Un par
de ojos azules… o negros!

¿
- Y el fin del cuento? – gimió dulcemente la señorita.

-Juro, señores, que lo que estoy refiriendo es de un absoluta verdad. ¿El fin del cuento?
Hace apenas una semana he vuelto a la Argentina, después de veintitrés años de ausencia.

He vuelto gordo, bastante gordo, y calvo como una rodilla; pero en mi corazón he

mantenido ardiente el fuego del amor, la vestal de los solterones. Y, por tanto, lo primero

que hice fue indagar el paradero de la familia Revall. «¡Las Revall -dijeron-, las del caso de
»
Amelia Revall , y estas palabras acompañadas con una especial sonrisa. Llegué a

sospechar que la pobre Amelia, la pobre chiquilla… Y buscando, buscando, di con la casa.

Al entrar, fui recibido por un criado negro y viejo, que llevó mi tarjeta, y me hizo pasar a una

sala donde todo tenía un vago tinte de tristeza. En las paredes, los espejos estaban

cubiertos con velos de luto, y dos grandes retratos, en los cuales reconocía a las dos

hermanas mayores, se miraban melancólicos y oscuros sobre el piano. A poco Luz y

Josefina:

¡
- Oh amigo mío, oh amigo mío!
Nada más. Luego, una conversación llena de reticencias y de timideces, de palabras

entrecortadas y de sonrisas de inteligencia tristes, muy tristes. Por todo lo que logré

entender, vine a quedar en que ambas no se habían casado. En cuanto a Amelia, no me

atreví a preguntar nada… Quizá mi pregunta llegaría a aquellos pobres seres, como una

amarga ironía, a recordar tal vez una irremediable desgracia y una deshonra… en esto vi

llegar saltando a una niña, cuyo cuerpo y rostro eran iguales en todo a los de mi pobre

Amelia. Se dirigió a mí, y con su misma voz exclamó:

¿
- Y mis bombones?

Yo no hallé qué decir.

Las dos hermanas se miraban pálidas, pálidas y movían la cabeza desoladamente…

Mascullando una despedida y haciendo una zurda genuflexión, salí a la calle, como

perseguido por algún soplo extraño. Luego lo he sabido todo. La niña que yo creía fruto de

un amor culpable es Amelia, la misma que yo dejé hace veintitrés años, la cual se ha

quedado en la infancia, ha contenido su carrera vital. Se ha detenido para ella el reloj del

¡
Tiempo, en una hora señalada quién sabe con qué designio del desconocido Dios!

El doctor Z era en este momento todo calvo…


En este cuento de Ruben Darío encontramos una
estructura de relato enmarcado, es decir, una
narración dentro de otra. Tenemos un relato
marco en el que uno de los personajes, en este
caso el doctor Z, se convierte en narrador y
cuenta una historia, la de la señorita Amelia y el
paso del tiempo.
En cuanto al género, este es un relato fantástico
ya que tiene un final inexplicable que deja a
lectores y personajes sin una lógica racional
posible, vacilando entre lo concreto, lo científico,
la religión y lo que podríamos denominar ciencias
ocultas.
Cómo no pensar en el tiempo y sus misterios en cada
cambio de año.
La vendedora de fósforos
Hans Christian Andersen
¡Qué frío tan atroz! Caía la nieve, y la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En
medio del frío y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y los pies

desnuditos. Tenía, en verdad, zapatos cuando salió de su casa; pero no le habían servido

mucho tiempo. Eran unas zapatillas enormes que su madre ya había usado: tan grandes,

que la niña las perdió al apresurarse a atravesar la calle para que no la pisasen los

carruajes que iban en direcciones opuestas. La niña caminaba, pues, con los piececitos

desnudos, que estaban rojos y azules del frío; llevaba en el delantal, que era muy viejo,

algunas docenas de cajas de fósforos y tenía en la mano una de ellas como muestra. Era

muy mal día: ningún comprador se había presentado, y, por consiguiente, la niña no había

¡
ganado ni un céntimo. Tenía mucha hambre, mucho frío y muy mísero aspecto. Pobre niña!

Los copos de nieve se posaban en sus largos cabellos rubios, que le caían en preciosos

bucles sobre el cuello; pero no pensaba en sus cabellos.

Veía bullir las luces a través de las ventanas; el olor de los asados se percibía por todas

partes. Era el día de Nochebuena, y en esta festividad pensaba la infeliz niña. Se sentó en

una plazoleta, y se acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y

entumecía sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa; volvía con todos los

fósforos y sin una sola moneda. Su madrastra la maltrataría, y, además, en su casa hacía

también mucho frío. Vivían bajo el tejado y el viento soplaba allí con furia, aunque las

mayores aberturas habían sido tapadas con paja y trapos viejos. Sus manitas estaban casi

¡ ¡ ¡
yertas de frío. Ah! Cuánto placer le causaría calentarse con una cerillita! Si se atreviera a

¡
sacar una sola de la caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una. Rich!

¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y caliente como la de una velita
cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz tan hermosa! Creía la niña que estaba sentada en

una gran chimenea de hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón

¡ ¡
reluciente. Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso! Calentaba tan bien! Pero todo

acaba en el mundo. La niña extendió sus piececillos para calentarlos también; más la llama

se apagó: ya no le quedaba a la niña en la mano más que un pedacito de cerilla.

Frotó otra, que ardió y brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared, se hizo

tan transparente como una gasa. La niña creyó ver una habitación en que la mesa estaba

cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y sobre el cual un

¡ ¡
pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso. Oh sorpresa! Oh felicidad!

De pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de su plato sobre el pavimento con el

tenedor y el cuchillo clavados en la pechuga, y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la

segunda cerilla se apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría.

Encendió un nuevo fósforo. Creyó entonces verse sentada cerca de un magnífico pesebre:

era más rico y mayor que todos los que había visto en aquellos días en el escaparate de los

más ricos comercios. Mil luces ardían en los arbolillos; los pastores y zagalas parecían

moverse y sonreír a la niña. Esta, embelesada, levantó entonces las dos manos, y el fósforo

se apagó.
Todas las luces del nacimiento se elevaron, y comprendió entonces que no eran más que

estrellas. Una de ellas pasó trazando una línea de fuego en el cielo.

-Esto quiere decir que alguien ha muerto- pensó la niña; porque su abuelita, que era la

única que había sido buena para ella, pero que ya no existía, le había dicho muchas veces:

"Cuando cae una estrella, es que un alma sube hasta el trono de Dios".

Todavía frotó la niña otro fósforo en la pared, y creyó ver una gran luz, en medio de la cual

¡
estaba su abuela en pie y con un aspecto sublime y radiante. - Abuelita!- gritó la niña-.

¡Llévame contigo! ¡Cuando se apague el fósforo, sé muy bien que ya no te veré más!
¡Desaparecerás como la chimenea de hierro, como el ave asada y como el hermoso
nacimiento! Después se atrevió a frotar el resto de la caja, porque quería conservar la

ilusión de que veía a su abuelita, y los fósforos esparcieron una claridad vivísima. Nunca la

abuela le había parecido tan grande ni tan hermosa. Cogió a la niña bajo el brazo, y las

dos se elevaron en medio de la luz hasta un sitio tan elevado, que allí no hacía frío, ni se

sentía hambre, ni tristeza: hasta el trono de Dios.

Cuando llegó el nuevo día seguía sentada la niña entre las dos casas, con las mejillas rojas

¡
y la sonrisa en los labios. Muerta, muerta de frío en la Nochebuena! El sol iluminó a aquel

tierno ser acurrucado allí con las cajas de cerillas, de las cuales una había ardido por

¡
completo. - Ha querido calentarse la pobrecita!- dijo alguien. Pero nadie pudo saber las

hermosas cosas que había visto, ni en medio de qué resplandor había entrado con su

anciana abuela en el reino de los cielos.


¿Puede haber un cuento terriblemente triste sobre
la navidad? Sí, definitivamente, y es este.
Hans Christian Andersen (1805 – 1875) fue un
escritor y poeta danés, famoso por sus cuentos
para niños, entre ellos "El patito feo" o "La sirenita".
Muchas veces, para comprender los relatos es
interesante recuperar el contexto en el que fueron
producidos: en el siglo XIX, Europa se encontraba
en el auge de La Revolución Industrial, situación en
la cual los abusos sociales y laborales
eran evidentes. En ese sentido, era común que los
niños trabajasen en labores de
adultos, durante jornadas extenuantes que podían
superar las catorce horas. Este cuento intenta
reflejar esas injusticias que, lamentablemente,
resultaban moneda corriente y echarles, al menos,
un poco de luz.
El regalo de los Reyes Magos
O. Henry
Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos.

Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el

carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa

acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces.

Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.

Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y

Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos,

lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.

Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa,

echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana.

No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría

descrito como tal.

Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico

al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una

tarjeta con el nombre de “Señor James Dillingham Young”.

La palabra “Dillingham” había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período

de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus

entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de “Dillingham” se veían borrosas, como

si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde “D”. Pero cuando

el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían

“Jim” y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos

presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.

Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto

a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja

gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta

y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo,

mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los

gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con

ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas

felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad -algo que tuviera

justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las

ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto

ustedes un espejo de cuerpo entero en un departamento de ocho dólares. Una persona muy

delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales.

Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la

ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su

color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga

era.
Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el

reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera

de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el departamento frente al suyo, algún día

Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar

su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el

portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez

que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de

envidia.

La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de

pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y

entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió

desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.

Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y

con el brillo todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras

para salir a la calle.

Donde se detuvo se leía un cartel: “Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases”. Delia subió

rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría,

¿
no parecía la “Sofronie” indicada en la puerta.- Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia.-

Compro pelo -dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.

La áurea cascada cayó libremente.-Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la masa con

manos expertas.-Démelos inmediatamente -dijo Delia.

Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la

metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los negocios en busca del regalo para Jim.

Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio había otro

regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino,

de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por

alguna ornamentación inútil y de mal gusto… tal como ocurre siempre con las cosas de

verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo

que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía

aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con

ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la

hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía

obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de

una cadena.

Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez.

Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos

por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea

gigantesca.

A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que

la hacían parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con

ojos críticos, largamente.


“Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una

corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber
hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?.

”A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para

recibir la carne.

Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la

mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó

sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la

costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora

murmuró: “Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita”.

La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo

¡
tenía veintidós años y ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un

abrigo nuevo y no tenía guantes.

Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto

una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo

interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de

horror ni de ningún otro sentimiento para los que que ella hubiera estado preparada. Él la

miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.

Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.

-Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar

la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar
de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime “Feliz Navidad” y seamos felices. ¡No te

imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!

¿
- Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de

un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.

-Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo
siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?
Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.

¿
- Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota.

-No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo.

Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber

contado mi pelo, uno por uno -continuó con una súbita y seria dulzura-, pero nadie podría

haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó.


Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante

diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin

importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un


matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes

Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro

acertijo será explicado más adelante.

Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.


-No te equivoques conmigo, Delia -dijo-. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado

especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por

qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.

Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un

¡
jubiloso grito de éxtasis; y después, ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico

raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los

poderes de consuelo del señor del departamento.

Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que

Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran

unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y

justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy

caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había

anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las

trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.

Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos

húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:

¡
- Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!

Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:

¡
- Oh, oh!

Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta

palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y

ardiente espíritu de Delia.

¿
- Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás

mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella

puesta.

En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y

sonrió.

-Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado

hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y

ahora pon la carne al fuego.

Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios -maravillosamente

sabios- y llevaron regalos al Niño en el Pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos

de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con la ventaja

suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso de estar repetidos. Y aquí les he

contado, en forma muy torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en

un departamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que

tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los

que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los

más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los verdaderos Reyes Magos.
El regalo de los Reyes Magos (The Gift of the Magi,
en el original) es un relato del escritor
norteamericano O. Henry (1862-1910), publicado en
la antología de 1905: Los cuatro millones (The Four
Million). Este relato mantiene la expresión de la
injusticia que veíamos en el cuento anterior.
Los relatos de O. Henry se caracterizan por dar valor
a los finales que resultan ser inesperados.
A propósito de este rasgo sorpresivo, Jorge Luis
Borges sostuvo que, si Edgar Allan Poe defendió la
teoría de que todo cuento debe escribirse en
función de su desenlace, O. Henry llevó esa doctrina
al extremo, y de ese modo concibió el trick story, un
procedimiento exagerado, que a veces se percibe
como un mecanismo de relojería.
Más sobre el autor y muchos de sus cuentos para
leer haciendo clic aquí.
Cuento de navidad
Ray Bradbury
El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves

espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño

realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable

posible. Cuando en la aduana les obligaron a dejar el regalo porque pasaba unos pocos

kilos del peso máximo permitido y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que

les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres

en la terminal. Cuando estos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales

interplanetarios.

¿
- Qué haremos?

-Nada, ¿qué podemos hacer?


¿
- Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!

La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron

los últimos en entrar. El niño iba entre ellos. Pálido y silencioso.

-Ya se me ocurrirá algo -dijo el padre.- ¿Qué...? --preguntó el niño.


El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y

dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había

tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto

del primer "día". Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el

niño despertó y dijo:

-Quiero mirar por el ojo de buey.

-Todavía no --dijo el padre--. Más tarde.

-Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.

-Espera un poco -dijo el padre.

El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de

Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la

aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje

sería feliz y maravilloso.

-Hijo mío --dijo--, dentro de medía hora será Navidad.

La madre lo miró consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El

rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.

-Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿tendré un árbol? Me lo prometiste.


-Sí, sí. todo eso y mucho más --dijo el padre.

-Pero... --empezó a decir la madre.

-Sí --dijo el padre--. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo

pronto.

Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.

-Ya es casi la hora.

¿
- Puedo tener un reloj? --preguntó el niño.
Le dieron el reloj, y el niño lo sostuvo entre los dedos: un resto del tiempo arrastrado por el

fuego, el silencio y el momento insensible.

¿
- Navidad! ¿Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?
-Ven, vamos a verlo --dijo el padre, y tomó al niño de la mano.

Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.

-No entiendo.

-Ya lo entenderás --dijo el padre--. Hemos llegado.

Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres

veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se

oyó un murmullo de voces.

-Entra, hijo.

-Está oscuro.

-No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.

Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro.

Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio

de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento,

maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la

oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar.

-Feliz Navidad, hijo --dijo el padre.

Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz

contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el

espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de

maravillosas velas blancas.


Este cuento de Ray Bradbury nos demuestra
que también podemos vivir el espíritu
navideño desde la ciencia ficción. Este género,
muchas veces -y especialmente en gran parte
de la obra de Bradbury- no lleva a pensar
realidades futuras, ultratecnológicas y utópicas,
sino para revisar la realidad que nos rodea y
aprender a apreciar lo bueno que tenemos.
De todos modos, es importante destacar que
no vemos aquí un final directamente
moralizante. Bradbury piensa en la literatura y
no la deja de lado jamás, más allá de los
mensajes o aprendizajes que podamos
descubrir en sus textos.
Nochebuena
Eduardo Galeano
Fernando Silva dirige el hospital de niños, en Managua.

En vísperas de Navidad, se quedó trabajando hasta muy tarde. Ya estaban sonando los

cohetes y empezaban los fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando decidió

marcharse. En su casa lo esperaban para festejar. Hizo una última recorrida por las salas,

viendo si todo quedaba en orden, y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo seguían.

Unos pasos de algodón: se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba detrás.

En la penumbra, lo reconoció. Era un niño que estaba solo. Fernando reconoció su cara ya

marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizá pedían permiso.

Fernando se acercó y el niño lo rozó con la mano:

–Decile a… –susurró el niño–. Decile a alguien, que yo estoy aquí.


Este tristísimo microrrelato de Eduardo
Galeano forma parte de su volumen El libro de
los abrazos que contiene también otros 190
textos breves e ilustraciones realizadas o
seleccionadas por su autor uruguayo.
El libro fue escrito y publicado en 1989. Si bien
los textos que lo componen no tienen un tema
común, el hilo conductor es la memoria del
autor ya que recupera vivencias personales
que, sin dudas, dejaron huella en su vida.
En este caso, el protagonista de la historia no es
él, pero se nombra incluyendo apellido y
espacio, tan concretamente que sentimos el
texto de forma muy cercana. Esta verosimilitud
extrema y el contexto navideño potencian la
emotividad de la anécdota narrada.
El cuento de navidad de Auggie
Wren
Paul Auster
Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo

menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero

nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida

de Navidad es exactamente como él me la contó.

Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de

un negocio en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es la única tienda que tiene

los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante

mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una

sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que

siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de

Washington, y nada más.

Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando

casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba

acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros.

Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona

distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero

resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de

quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a

mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en

que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena

voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.

Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente.

En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de

fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco

minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había

detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y

había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto

ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y

todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de

diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.

Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué

pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante

que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso

ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y

otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía

decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con

fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en

la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente

me interrumpió y me dijo:

—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.


Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada.

Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles,

me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el

ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles

diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las

mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los

sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente

en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo

lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de

Auggie.

Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte

de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos

indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera

penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no

estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba

fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en

una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el

espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie

continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis

pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.

—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos

menudos y cautelosos.

Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.

Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su

obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido

su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y

todavía estoy esforzándome por entenderla.

A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me

había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de

Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y

al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin

embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué
sabía yo de escribir cuentos por encargo?

Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y

otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían

desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de

hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa

que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría

escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de
Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una

imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas

o un gorrión sin alas.


No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me

despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis

existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó

cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones

sobre él.

¿
— Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado—. ¿Sólo es eso? Si me invitas
a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te

garantizo que hasta la última palabra es verdad.

Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami

y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos

una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su

historia.

—Fue en el verano del setenta y dos —dijo—. Una mañana entró un chico y empezó a robar

cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida

un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la

pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente

junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di

cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y

cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la

avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había

caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.

“Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto

con tres o cuatro fotografías. Supongo que podría haber llamado a la poli para que le

arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un

pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de

enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos

estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En otra estaba sentado a los

nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No

tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin

mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?


Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero

lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me

encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa,

pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy

sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la

cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no

hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera

personalmente.

La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y

recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual,

y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente,

encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay

nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy
a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz

de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.

¿
“— Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.“

Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es

ciega.

“—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en

Navidad.

“Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.

“Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y
corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las

palabras salían de mi boca.“

—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad.

“No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o

algo así, no lo sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante

de la puerta y yo la abrazaba a ella.

“No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que

parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos

habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer

sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no

notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que

yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.

“Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero

basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa
ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que

había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le

conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.“

—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. Siempre supe

que las cosas te saldrían bien.

“Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa,

así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado,

sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de

cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los

dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos

nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos

en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que

me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas

dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de

Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.

“Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón

de seis o siete cámaras. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus

cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un

sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente

nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido

que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas

bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.


“No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había

quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para

fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No

parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota

de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera

de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de

la historia.

¿
— Volviste alguna vez? —le pregunté.

—Una sola —contestó. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber

robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de

devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el

apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.

—Probablemente había muerto.

—Sí, probablemente.

—Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.

—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.—Fue una buena obra, Auggie.

Hiciste algo muy bonito por ella.

—Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.

—La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la

quitaste fuese su verdadero propietario.

—Todo por el arte, ¿eh, Paul?


—Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.

—Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?


—Sí —dije—. Supongo que sí.

Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se

extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel

momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que

repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de

preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me

había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la

crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.

—Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por ayudarme.

—Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos.

Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo
eres?

—Supongo que estoy en deuda contigo.

—No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.

—Excepto el almuerzo.

—Eso es. Excepto el almuerzo.

Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.
¿Cómo responder a la solicitud de escribir un
cuento de navidad sin caer en la extrema
sensibilidad que representa esta fecha
universalmente? Un día, Paul Auster recibe el
encargo del New York Times de escribir un cuento
navideño. Abrumado por la tarea, decide que la
narración que escriba huirá de la común
sensiblería que impregna esta época. En busca de
inspiración, sale a pasear y acude a Brooklyn
siguiendo a su amigo Auggie Wren, un fotógrafo
que retrata, diariamente, la misma esquina del
barrio y el paso del tiempo. Será él, entonces,
quien ofrezca al autor esta historia, que comienza
con el hallazgo casual de una billetera perdida y
que fue la semilla del guion de la película Smoke
[Wang, 1995]. Conocer el anclaje real del relato
seguramente suma a nuestra lectura.
Los reyes magos, según mis padres
Francisco Rodríguez Criado
Mi padre, que quería hacerse perdonar después de no sé qué lío con su secretaria, nos

invitó a toda la familia, durante las vacaciones de Semana Santa, a hacer un viaje por

Egipto, donde visitamos, entre otras maravillas, las pirámides de Giza, el Valle de los Reyes

y la necrópolis de Dahshur.

Y eso fue un error por su parte, enseñarnos Egipto (mi madre diría que también lo del

dichoso lío con la secretaria), porque allí descubrimos en toda su dimensión a los

impresionantes camellos (llegamos a montar en un par de ellos). Así que después de ver tan

cerca a estos mamíferos, a los cuales, por cierto, ya habíamos estudiado en el cole, me

resultó de lo más sospechoso que mis padres nos alentaran en la noche del 5 de enero a mi

hermana Rosa y a mí a que nos acostáramos pronto en previsión de que el rey Baltasar nos

iba a visitar de madrugada, a lomos de su camello, para dejarnos valiosos regalos traídos

desde Oriente.

A mi hermana, que solo tenía cuatro años, le hizo mucha ilusión la noticia, pero a mis nueve

años ya había cosas que me costaba creer. Así que me dormí sin concederle demasiada

importancia al asunto. Al levantarnos íbamos a tener regalos en el comedor. Estupendo,

pues. No era relevante quién se iba a encargar de traerlos, y menos aún si venían de

Oriente o de algún centro comercial…Pero no iba a ser tan sencillo: en plena madrugada

unos gritos atronadores que procedían del vestíbulo nos despertaron a mi hermana y a mí.

Resulta que el camello se había quedado atascado en el quicio de la puerta y tanto él

como el rey Baltasar no dejaban de soltar alaridos, con el consiguiente cabreo del resto de

los vecinos, que subieron muy enfadados hasta nuestro piso para saber qué demonios

estaba ocurriendo.

Y así estuvimos, durante al menos un par de horas, completamente desquiciados, con los

bomberos tratando de desatascar al sufrido animal bajo la atenta mirada de un grupo

numeroso de curiosos que no paraban de hacer preguntas. Mi madre, tan servicial, se

mostraba apenada de que nuestros visitantes ni siquiera hubieran podido degustar la

mandarina, el turrón y el vaso de leche que había dejado para ellos en la mesita del salón.

Por otra parte, un agente de Inmigración le preguntó de malos modos al rey Baltasar si

tenía los papeles, y otro del SEPRONA no paraba de pedirle las vacunas del camello y el

¿
chip de identificación. “ O es que se cree que uno puede desplazarse en camello sin tener

todos los trámites en regla?”.

Y como todos discutían por detalles nimios, pero nadie se extrañó de que un rey negro

venido de Oriente y un camello de notables dimensiones tratasen de colarse en plena

madrugada en un decimotercer piso del madrileño barrio de Chamberí, llegué a la

conclusión de que no tenía sentido que yo fuera tan escéptico con las narraciones

familiares. Decidí que a partir de ese momento confiaría más en lo que me contasen mis

padres, pues no eran tan fabuladores como yo había pensado, y de paso me comprometí a

transmitirle a Rosa ese espíritu navideño alimentado por la inocencia.

Tanto es así, que durante algún tiempo mi pequeña hermana siguió creyendo que los Reyes

Magos proceden de Oriente, los niños vienen de París, y mi padre y la secretaria tan solo

eran buenos amigos.


Encontramos en este cuento algunos puntos en
común con el de Samanta Schweblin: un narrador
infantil y su inocencia en el relato navideño. Pero, la
diferencia es que en este caso pareciera que la
ilusión de los reyes magos es parte de la realidad y,
ante el descreimiento inicial del narrador, los hechos
terminan por convencerlo. De todos modos, aquí sí
hay conciencia de la infidelidad del padre, como
vemos en el final.
El título nos lleva a pensar que se trata de una posible
versión de la leyenda de los reyes magos, tal como
ocurre en "Caperucita roja, tal como se la contaron a
Jorge" de Luis María Pescetti. Pensar en las versiones
de los relatos desde las interpretaciones de ciertos
personajes, entonces, resulta una interesante forma
de contar una nueva historia.
Navidad, 1974
Lucia Berlin
Mi querida, queridísima Zelda, siento que tus vacaciones lleguen en un momento tan malo para nosotros. Las

fiestas, la escuela, etcétera. Ahora soy profesora; estaré corrigiendo los exámenes trimestrales y trabajando

en la obra de Navidad. Vivimos en una casa muy pequeña. El casero cree que solo tengo dos hijos, por los dos

¡
cuartitos, así que, cuando viene, uno de los chicos tiene que desaparecer. Ben ( ya tiene diecinueve años!)

duerme en el garaje.

Keith (diecisiete) duerme en el sofá del salón. Joel tiene uno de los cuartitos, en realidad poco más que un

armario, y yo el otro. Sé que dirás que no te importaría dormir en el suelo, pero resulta que hay un amigo de

Ben (Jesse) de Nuevo México durmiendo en el suelo del salón.

Me encantaría verte pero en estas circunstancias sería incómodo para todos. Me alegro de saber de tu nueva

vida.

Con cariño,

Maggie

—Bueno, ¿es una carta rotunda o no? —Maggie la pasó a limpio, la metió en un sobre y la
echó al buzón.

—Y por cierto, ¿quién es la tía Zelda? —preguntó Joel.


—La hermana grande de tu padre. Grande de verdad. Su hija Mabel estudia en Berkeley,

pero por lo visto en la comuna tienen una regla de nada de padres. Me encuentro a Mabel

a veces y es estupenda, pero ahora le gustan las chicas y teme contárselo a su madre. En

fin, Zelda no puede venir aquí, así que ya está.

Pero Zelda apareció igualmente, seis días después, con una cheflera en un tiesto y tres

libras de salmón ahumado. Mabel fue a buscarla al aeropuerto y la trajo a casa, dijo que la

vería más tarde. Maggie recibió a Zelda fríamente, se la presentó a Joel, que le subió las

bolsas al cuarto de Maggie. Zelda lo siguió arriba, para deshacer el equipaje.

Ben, Keith y Jesse estaban jugando al póquer en el garaje. Sonaba Jumpin’ Jack Flash en el

estéreo.

¿
— Qué voy a hacer con ella? ¿Y si se queda para Navidad?
Jesse estiró las piernas con las botas encima de la cama.

¿
— Quieres que me vaya, Maggie? Antes, quiero decir…, porque para Navidad ya me habré

ido.

—No, ni pensarlo. Te dijimos que podías quedarte. A ella fue a quien le dije que no viniera.

Es de armas tomar.

Joel llamó a la puerta y entró.

—Anímate, mamá, ¿a que no adivinas qué está haciendo la tía Zelda?


—A saber.

—Lavando los platos. Nos ha caído del cielo una abnegada mamá judía.

—Pero yo quería un criado japonés —aun así Maggie se rio y volvieron adentro.

Zelda era una mujer nueva. Había perdido treinta kilos desde el divorcio, se había puesto

pendientes y se había hecho una ligadura de trompas.


¡
— Estoy lista para la aventura! —dijo, y Maggie no pudo evitar reírse, visualizando partes

íntimas rasuradas. Zelda desbordaba alegría, abrazaba a todo el mundo y todo era

«¡Bárbaro!» o «¡De fábula!».


Keith se trasladó al cuarto de Joel y Joel se mudó abajo al sofá, con Jesse en el saco en el

suelo. Maggie dormía en la hamaca en el comedor. No tenía tiempo ni energía para

agasajar a Zelda. Mabel tampoco le hacía mucho caso, ocupada con sus estudios y

arreglando un motor Volkswagen. Aun así Zelda estaba decidida a pasarlo bien, y lo hacía.

Fue a Gump’s y a I. Magnin y a Cost Plus. Tomó el transbordador de Sausalito, viajó en

tranvía, almorzó en la plaza Jack London. El resto del tiempo lavaba los platos, no solo los

platos sucios, sino todos los platos y sartenes y cacharros de los armarios, cambiaba el forro

de las estanterías. Quitó la escarcha del congelador, planchó. Jesse no la dejaba limpiar el

salón mientras estaba allí escribiendo música, tocando la guitarra. Ella no lo dejaba pisar el

suelo encerado de la cocina. Keith los llamaba «la extraña pareja», pero Maggie reconocía
que la cosa marchaba bien. Había coles rellenas borboteando en la cazuela cuando

llegaba exhausta de la escuela. Zelda preparaba entremeses, compraba queso y vino para

la Hora de la Diversión, que era todas las noches. (Resulta que su marido había sido

vendedor de aperitivos de fiesta).

Ben hacía bisutería y la vendía en Telegraph Avenue al salir de clase. Luego llegaba a casa

con cuatro o cinco artistas callejeros. Greg el vidriero no faltaba nunca.

La novia de Keith, Lauren, venía cada noche, normalmente con otras chicas, para conocer a

Jesse, el guapo melenudo desgarbado de Nuevo México. Lee siempre estaba por allí, un

motero chicano vestido de cuero y con cremalleras que repicaban como un trineo ruso. Lee

tocaba la armónica y los bongos, flirteaba con Mabel. No se daba cuenta de que era gay y

ella lo alentaba, por Zelda, mientras por debajo de la mesa se rozaba el muslo con su

amante de pelo crespo, Big Mac. Big Mac cantaba; Mabel y Jesse tocaban la guitarra.

La tía Zelda se reía, estaba exultante, se atragantaba con la marihuana. Keith y Lauren se

sentaban a la mesa del comedor a hacer los deberes, a jugar al ajedrez mientras Maggie

corregía exámenes, leía para las clases del día siguiente, tomando sorbos de Jim Beam que

guardaba aparte de la cerveza y el vino de la Hora de la Diversión.

Joel y sus amigos subían y bajaban a todas horas. Estéreos y radios, televisiones y guitarras

y bongos y armónicas y fútbol eléctrico. La lavadora y la secadora y la máquina de

pachinko. Maggie hacía números en los márgenes, preocupada por el dinero y el casero. Se

había gastado todo el sueldo en regalos de Navidad, había vendido sus últimas joyas zunis

para el alquiler. Estaba tensa y cansada y echaba de menos su cama, temía que fuera a

oler para siempre a Estée Lauder.

¡
— Demasiado! —dijo Zelda cuando Maggie se sentó a su lado junto al fuego.

Zelda estaba colorada y llorosa, mientras escuchaba a Mabel y Big Mac cantar Lay, Lady,

¡
Lay. Se sonó la nariz—. No quiero volver a casa nunca!

Jesse le sonrió con disimulo a Maggie, que lo miró con los ojos bizcos. Él le pidió que le

pasara las llaves de la camioneta, en la repisa de la chimenea. Cuando abrió la puerta el

aire era fresco, la lluvia silenciosa. La camioneta embragó, reculó para salir de la rampa de

la entrada. Maggie también salió fuera. Paseó con Chata, la perra, por el aparcamiento

vacío de la estación, sin que ninguna de las dos esquivara los charcos. Chata oyó primero la

camioneta, bajando a toda velocidad.


¿
— Quiere que la lleve, señora?

—Eh, Jesse. Claro. Solo he salido a tomar un poco el aire.

—Sabías que te recogería. Sube. No, tú no, Chata. Sal de aquí, perra.

Tardaron dos manzanas en perderla.

Calles y calles desiertas en el sudoeste de Oakland. Era un placer alejarse de casa, y a

Maggie le gustaba el silencio de Jesse. Empezó a decir algo de Zelda, pero él la

interrumpió.

—No quiero oír nada de Zelda, ni de tus hijos, ni de la escuela.

—Eso no me deja ningún tema del que hablar.

—Exacto —alargó el brazo para sacar una botella de Jim Beam de debajo del asiento, dio

un trago y se la pasó.

—Me asusta cómo bebes, Jesse. Con diecisiete años no tienes edad de ser alcohólico.

—Soy viejo para mi edad. Treinta y cinco tampoco es edad para estar quemada.

Acabaron en el depósito de correos de Oakland Oeste. Bloques enteros de camiones

aparcados, cada uno con el rótulo de un estado distinto de la Unión.

¿
— Cómo diablos habéis entrado aquí? —preguntó el camionero que estaba en el de

Luisiana, aunque siguió clasificando el correo.

Jesse y Maggie pasearon de estado en estado. Ella quería encontrar Nueva York; él fue a

Wyoming, a Misisipi. La primera palabra que ella aprendió a deletrear. La enseñó el tío John.

El viento soplaba alrededor del remolque de Nuevo México, pero no se oía nada, solo el

aleteo de las cartas. Observaron al hombre clasificando, en silencio, como si estuvieran al

otro lado de una ventanilla.

—Mejor que salgáis de aquí —dijo el hombre de Nuevo México. No habían visto el cartel de

PROHIBIDO EL PASO al entrar.

Mientras salían con la camioneta, un vigilante enclenque salió de una garita indicándoles

que se detuvieran.

—Bajen de la camioneta —les dijo, pero cuando se bajaron eran los dos tan altos que

¡
tartamudeó—: Vuelvan a subir a la camioneta!

Empezó a hablar por la radio, palpando el revólver con una mano. Jesse arrancó y salió

disparado. Ting, una bala impactó en el parachoques.

¡
— Qué movida! —se rio Maggie. Una aventura.

Cuando llegaron a casa todos se habían acostado. Jesse se metió directo en el saco de

dormir junto al fuego, ahora solo rescoldos. Maggie aún tenía que corregir un montón de

exámenes, iba dando sorbos de Jim Beam para mantenerse despierta.

Ajetreo navideño. Jesse y Ben vendían bisutería en Telegraph, y les iba bien a pesar de la

lluvia. Maggie y Joel se quedaban hasta tarde en la escuela, ensayando sus respectivas

funciones navideñas. Maggie había escrito una parodia de Cuento de Navidad. Scrooge

tenía un desguace de coches en Hayward; el pequeño Tim era un militante parapléjico.

Quedó una historia divertida, frenética.

La tía Zelda se encargaba de la compra. Por las noches ayudaba a Maggie a preparar

comida y a envolver regalos, charlando de su nueva imagen, de que quizá encontraría una

nueva relación. Maggie guardaba silencio. Zelda suponía que Maggie tenía el corazón roto,

pero que con el tiempo las cosas se arreglarían.


—Cualquier día mi hermano recobrará el sentido. Hacíais una pareja estupenda.

¡
Nunca me olvidaré de cuando vinisteis al bar mitzvá de Marvin. Tan felices! Y tú con aquel

traje. ¿De Norell?


—De B. H. Wragge —aquel era un buen traje.

—Y recuerdo que él siempre encendía dos cigarrillos a la vez y te daba uno a ti.

Maggie se rio.

—Eso lo sacó de John Garfield —solo Shelley Berman lo hacía mejor: se olvidaba de darle a

la mujer su cigarrillo, con los nervios se fumaba los dos.

¿Recobrar el sentido? Más de uno. Gusto, olfato, oído, tacto.


—Creo que yo sí que estoy perdiendo el sentido —dijo Maggie.

Zelda sonrió,«De fábula», como de costumbre. Muy de vez en cuando soltaba un


comentario natural. ¿Es que aquí nadie tiene zapatillas? ¿Bebes de buena mañana?

¿No usáis cepillo de dientes?


Fueron todos a la función de Navidad a la escuela de Joel. A Zelda y Maggie se les saltaron

las lágrimas ya desde el villancico de los Ángeles Mensajeros. Jesse y Ben salieron fuera

varias veces para fumar un canuto. Keith y Lauren se levantaban cada poco a hablar con

antiguos maestros, con amigos.

El momento que causó sensación fue cuando las chicas de cuarto salieron en minifalda y

diademas con astas de reno y bailaron provocativamente al ritmo de «Let’s Get It On» de
Marvin Gaye. Gritos ahogados entre el público. Luego los de quinto cantaron Perdices en

un peral. Ben los hizo reír a todos, pensando en el jaleo que se armaría en su casa de

Russell Street con todos los regalos de que hablaba la canción. Capones, gansos, señores

brincando.

La clase de Joel hizo el último número, y el más bonito. Era muy simple, como un ballet. Él y

otros dos niños se convertían en estatuas mientras hacían una guerra de bolas de nieve. Se

quedaron quietos, congelados, mientras el hombre de nieve, que en realidad era Darryl,

empezaba a derretirse, se volvía más y más pequeño, hasta que el Espíritu de la Navidad los

transformaba a todos de nuevo. Joel, de estatua, ni siquiera pestañeó, después de que al

principio parpadeara con sus ojos castaños hasta encontrar a su familia entre el público.

Cuando el recital acabó, Santa Claus y la directora, la señora Beck, salieron al escenario

entre grandes aplausos. «Alegría para el mundo» sonaba a todo volumen mientras
empezaban a repartir regalos. Camiones de juguete. Muñecas Barbie. Una gran dotación

de fondos del gobierno del programa contra la pobreza. En cuestión de segundos el

escenario quedó asediado, sobre todo por chicos adolescentes, pero también por muchos

adultos. Parecía el festival de Altamont. A Joel lo empujaron al suelo, se cortó el labio,

sangraba. Ben y Jesse subieron de un salto al escenario. Ben recogió a Joel. Jesse le

arrebató su camión al chaval que se lo había quitado. A la señora Beck se le torció la

peluca rubia con mechas. Agarró el micrófono.

¡ ¡ ¡
— Estos regalos son solo para nuestros chicos! —chilló—. Solo para los chicos! Atrás,

cabrones!

—Salgamos de aquí —Maggie abría paso. Jesse llevaba a Joel de la mano.

¿
— Y si vamos a tomar un helado, Maggie? Tú pagas y yo conduzco.

—Jesse, ¿parecía que estaba congelado?


¡
—Sí. Y cuánto rato! Choca esos cinco —plas, plas.
La última noche de la tía Zelda. Jesse y Joel habían ido a Martínez a cortar el árbol.

Un abeto fragante, precioso. Maggie estaba relajada. Había vendido la alfombra navaja de

su dormitorio, había comprado más regalos, tenía suficiente dinero para no preocuparse

por un tiempo. Charlaba con Zelda mientras preparaban dátiles rellenos, una tradición

familiar, que luego nadie comía, igual que la cáscara de sandía a la vinagreta en la cena

de Navidad.

Keith y Lauren estaban en la mesa del comedor haciendo guirnaldas de arándanos; los

demás estaban decorando el árbol, discutiendo. Ben y Joel siempre querían poner de todo

en el árbol; a Keith y Maggie les gustaba simple. Jesse no entendía por qué no ponían

carámbanos. Porque Ben y Joel los habían puesto el año anterior.

—Qué ganas tengo de ir a casa —dijo Jesse.

Se marchaba al cabo de un par de días, a dedo hasta Nuevo México, por Navidad.

Miau, chilló un gato debajo del árbol cuando lo pisaron. Chata, la perra, rondaba de un

lado a otro, mojada, cruzándose en el camino. Tres artistas callejeros se secaban junto al

fuego, pasaban adornos y bombillas a los demás. En la cocina Mabel y Big Mac estaban

haciendo suspiros de merengue. Unas velas de Cost Plus resplandecían como la tía Zelda.

—Me muero por contarle las vacaciones a mi psicoanalista —dijo Zelda.

Maggie se preguntó qué contaría. Zelda no había hecho ningún comentario sobre Mabel.

Llamaron a la puerta. Era Linda, su vecina de al lado, preguntando si podía usar la ducha.

No soportaba meterse en la bañera cuando tenía el periodo. Pues tiene el periodo cada

dos por tres, dijo Jesse. No, creo que solo le gusta pasarse un rato, sobre todo si ve

movimiento. Caramba, Maggie, ¿entonces por qué no la invitas y ya está?


Llamaron otra vez. Eran Ian y John, dos profesores de la escuela donde Maggie daba clase.

Mientras se ocupaba de sus abrigos, Lee llegó rugiendo con su Harley, cueros negros

chorreando como un traje de buzo. Maggie presentó a todo el mundo, sentó a los dos

profesores a la mesa.

—Llegáis justo a tiempo para decirle adiós a Zelda.

Zelda entró con una bandeja de pierogi, galletas, turrones, dátiles rellenos. Uno de los

artistas callejeros le pasó a Ian un canuto con una boquilla de marfil grabado.

—Santo cielo, Maggie, ¿fumas hierba delante de tus hijos?


—Yo no la fumo. Ojalá. No da resaca, no engorda. Me alegro de que ninguno de mis hijos

beba.

—No pretendía colarme en una fiesta —John hablaba raro porque acababa de fumar. Tenía

ponche de huevo en el bigote.

—Ah, quédate si te apetece —dijo Zelda—. Toma un poco más de ponche.

Ian y John dieron un sorbo, carraspeando.

—Queríamos hablar contigo, Maggie —dijo John. Linda bajó por las escaleras ya duchada,

con un albornoz coral de felpa, el pelo mojado en una trenza.

¡
— Dátiles! Me encantan tus dátiles rellenos, Maggie.

—Adelante, come. Llévate unos cuantos a casa.

—Por favor —dijo Keith. Zelda y Linda fueron al salón.

Ian habló, con su voz grave y adulta que siempre irritaba a Maggie, la profesora más mayor

de la escuela.

—Se trata de Dave Woods.


—Dios —dijo Maggie. Era la única profesora en Horizon que exigía asistencia, que ponía

notas, no un simple aprobado o suspenso—. Le he dado todas las oportunidades posibles.

Suspendió, tanto inglés como español. No voy a cambiar de parecer, si es a eso a lo que

venís.

—Eso es muy tajante, Maggie. ¿Cómo puedes llevar una vida tan disipada y ser una
profesora tan rígida? Se supone que debemos tener en cuenta a cada alumno como

individuo.

—Bueno, ese individuo suspendió mis dos asignaturas.

—Se diría que no crees en la filosofía de nuestra escuela.

¿
— Filosofía? ¿Tres mil pavos al año, un campus precioso, buena hierba para fumar y nada
de deberes? —Keith le dio una patada a Maggie por debajo de la mesa.

—No hay necesidad de ponerse hostil. Hemos venido aquí de buena fe —dijo Ian.

—Tomad unos suspiros —Mabel pasó la bandeja, deslizándola por la mesa.

John no apartaba los ojos de sus bonitos pechos sin sujetador. Maggie deseó que no

hubiera tanta comida y bebida y esplendidez general. Linda, radiante, se había apalancado

entre dos artistas, con el albornoz abierto revelando unos muslos rubenescos.

¿
— Cómo has dicho que se llaman? —le preguntó John a Mabel, con el dulce pegajoso entre

los dedos.

—Suspiros… divinos —contestó Mabel arrastrando las palabras.

—A mí eso me suena místico —soltó Zelda con una carcajada, dándole un codazo a Maggie.

Las dos se retorcieron de la risa.

Ian le cogió un cigarrillo a Maggie. A ver si vuelve a fumar y se compra su propio tabaco,

pensó, aunque por lo menos sus compañeros habían perdido interés en los dos suspensos

de Dave Woods, estaban escuchando a Mabel y Big Mac. Lay, Lady, Lay otra vez. Maggie

fue a la cocina, se puso Jim Beam en el ponche. Ben y Lee miraban a Lauren mientras

cortaba más pedacitos de turrón.

—No te preocupes. Mañana le prendo fuego a la escuela —dijo Lee sonriendo.

Llamaron a la puerta otra vez.

—Suena como una redada —dijo Jesse.

Casi acierta. Era el casero. Ben y Keith sacaron a alguna gente, pero ya no tenía remedio.

Había visto que alguien estaba viviendo en el garaje, a hippies fumando marihuana.

—Han venido unos amigos a pasar las fiestas —dijo Maggie, pero el casero se quejaba de

que el jardín estaba hecho una pena.

¿
— Una pena? Prácticamente todo lo planté yo, llevo dos años arreglándolo. La lluvia lo ha

estropeado.

—Voy a vender la casa. Solo quedan cuatro casas de blancos en la manzana.

—Pues haber empezado por ahí. No hace falta que invente patrañas para echarme a mí la

culpa.

—Desde luego puedo basarme en algo más que «patrañas» para romper el contrato de
alquiler.

Maggie suspiró.

—Ahora márchese, por favor —dijo, y le abrió la puerta.

Tomó un trago, puso más bourbon en el ponche y volvió al comedor. Se sentó con Ian y

John.
—Siento haber sido tan brusca. Dave es el chico más brillante que tenemos…

Ojalá lo hubieseis tumbado también en Matemáticas y Ciencias. Tal como va, suspenderá

los exámenes de acceso a la universidad. Sabe que puede sacar mejores notas y espero

que reaccione.

¿
— Más ponche? —preguntó Zelda.

—Gracias, no. Mañana hay clase. ¿La obra de Navidad está lista, Maggie?
—No, pero saldrá genial.

Todos se habían ido o se habían trasladado al cuarto de Ben en el garaje. Joel estaba en el

sofá, Jesse en su saco de dormir. Habían apagado las luces pero los dos seguían hablando.

Zelda y Mabel se pusieron a discutir arriba, luego Mabel bajó las escaleras dando

pisotones.

—Bueno, pues ya se lo he contado —dijo, y se marchó dando un portazo.

Maggie lavó los platos, guardó la comida y barrió el suelo hasta que paró el llanto,

entonces subió de puntillas al cuarto de baño.

¡
— Maggie!

Zelda estaba sentada en la cama, ríos de lágrimas resbalaban por la capa brillante de

Elizabeth Arden.

Maggie la abrazó.

—Debes de estar cansadísima. Yo estoy cansada. Vamos…

Pero Zelda no la soltaba, su mejilla tersa deslizándose en el pelo de Maggie.

¡ ¡
— Mabel! Mi niña! ¿Qué voy a hacer ahora?
Maggie se apartó, fue al cuarto de baño a limpiarse la crema de la cara, humedeció dos

toallitas con tónico de hamamelis.

—Anda, déjame ponerte esto en los ojos. Deja de llorar —se sentó en el borde de la cama,

cubriéndose también los ojos con la otra toallita.

—Mi hija —dijo Zelda—. No puedes entender cómo me siento.

—Pues quizá no. Me parece que no me importaría si uno de mis hijos fuese gay.

En cambio si uno se hiciera policía o hare krishna, creo que me volaría la cabeza.

Zelda se echó a llorar otra vez.

—Es que estoy tan…

—Estás pasándolo mal. No sufras por Mabel. ¿Tienes algún somnífero?


—Valium —Zelda señaló su estuche de maquillaje.

Maggie le dio las pastillas y un poco de agua, se tomó una también. Mulló las almohadas

de Zelda, apagó la luz. Con el resplandor del cartel de Bekins, Zelda parecía vieja y

asustada.

¿
— Estás bien?

—No. Me siento vieja y asustada.

Maggie la abrazó, le dio un beso en la frente resbaladiza.

—Me alegro de que vinieras, de todos modos.

Al bajar, Maggie se dio cuenta de que había olvidado quitarse la ropa o lavarse la cara. La

pudo el cansancio. Sacó mantas del armario, se sirvió un vaso de bourbon, se trepó a la

hamaca, recordó los cigarrillos, volvió a bajar, a meterse, se arropó con las mantas, el vaso

y el cenicero en el suelo, se acomodó para echarse también una buena llorera.


—Madre de Dios —dijo Jesse desde el salón. Se levantó, se echó el saco de

dormir al hombro.

¿
— Adónde vas?

—A dormir a la camioneta. Nunca te había visto compadecerte de ti misma.

Cuando se marchó, Maggie dejó de llorar, se fumó un cigarrillo, apuró el vaso. La Fedra de

¡
Racine, acto segundo. Se ha ido! Riéndose de sí misma se levantó y se lavó la cara en el

fregadero de la cocina, escondió la botella de Jim Beam en la lavadora para por la

mañana.

Qué demonios, ya es por la mañana. Dos días más de clases. La obra. Navidad. No voy a

poder. Podré, tengo que parar de beber. Qué rápido he vuelto a liarme. Mañana empiezo a

reducir. Jesse se marchará dentro de unos días. Entonces será más fácil. O no. Por la tarde

¡
compraré la radio para Joel, también el libro para Lauren. Zelda se va, gracias a Dios! Mi ¡
cama! Ni siquiera he hablado con Joel desde hace semanas. Soy una madre espantosa.

Tengo que ponerme bien por mis hijos. Dios, soy una calamidad. Esta casa es una

calamidad.

Llenó la copa de vino, fue desplazando la copa y la botella mientras limpiaba el polvo y

lustraba los muebles. Barrió, fregó y enceró los suelos. Joel siguió durmiendo, incluso cuando

retiró el sofá. Salió a tirar la basura bajo la lluvia, arrancó un ramo enorme de la flor de

Pascua rosada de Linda. La ventana de su dormitorio se abrió de golpe.

¿ ¡
— Qué diablos estás haciendo? —gritó Linda—. Son las cuatro de la madrugada!

La ventana volvió a cerrarse de golpe. Maldita sea, hay gente que hasta que no se toma un

café no es persona. Dentro, Maggie arregló las flores en un jarrón de latón. Bueno. Esto ya

tiene otra cara. Enderezó los cuadros, encendió las luces del árbol de Navidad. Ralla un

poco de queso, prepara ahora macarrones con queso, compra la radio y el libro al salir de

la escuela.

¿
— Qué haces limpiando las ventanas? Son las cinco de la mañana, mamá —Keith estaba

vestido, con cara de sueño.

—Ah, hola. No podía dormir. Están llenas de hollín por la chimenea. ¿Cómo es que te has
levantado tan temprano?

—Voy de excursión con la clase. Déjame guardar la botella. No podrás ir a trabajar. Basta,

mamá, desayuna algo conmigo.

Se llevó la botella arriba. Ella sabía que la escondía en el hueco del falso tabique del

cuarto de baño. Puso a calentar agua para el café, hizo zumo de naranja, preparó

salchichas y torrijas. Ella y Keith no hablaron, leyeron el periódico. Zelda bajó, pálida, con su

equipaje. Maggie le preparó el desayuno. Keith se marchó después de despedirse de las

dos con un abrazo, justo cuando Mabel llegaba para llevar a su madre al aeropuerto. Las

tres tomaron café sin ceremonias.

Aún estaba oscuro cuando Zelda y Mabel se fueron. Maggie se quedó en la calle

temblando mientras las despedía con la mano hasta que perdió de vista el parachoques

donde se leía FUERZA ENTRE HERMANAS, y luego entró a preparar más torrijas para Joel y

Ben. Mientras comían recordó la botella de la lavadora.

Jesse entró de fuera.

—Mi desayuno me lo hago yo.


Había tanta niebla en la autopista que temió que el avión de Zelda no llegara a despegar.

Temió chocar con los otros coches y luego empezó a temerse que quizá ni siquiera estaba

en la autopista. Salida. Puente elevado y cambio de sentido. El templo mormón

resplandecía mágico como el castillo en El mago de Oz. Cabina de teléfono monolítica, luz

blanca. Llamó a la escuela Horizon, les dijo que se le había averiado el coche.

Probablemente debería cancelar también las clases de la tarde. No, el ensayo no; eso

podía ir bien sin ella. No, gracias, llegaría una grúa del seguro en cualquier momento. Bajó

conduciendo por la calle empinada hasta MacArthur, donde ya no había nada de niebla,

pero Maggie continuaba asustada. Siguió al autobús de la línea 53 hasta el centro de

Oakland, esperando en prácticamente cada manzana a que los pasajeros subieran o

bajaran. En el centro se puso detrás del 43 en Telegraph Avenue y lo siguió hasta casa.

Estaba demasiado borracha para fijar la vista.

Soltó el abrigo y el bolso con los libros al lado de la puerta de la entrada, subió las

escaleras hasta su habitación. Estaba oscuro, las cortinas cerradas. Jesse se había echado

a dormir en su cama.

—Eh, ¿qué gran idea se te ha ocurrido? —le preguntó, pero él no se movió.


Pasó por encima y cayó redonda al momento, pero Jesse se despertó y se volvió hacia ella,

quitándose las botas.

—Hola, Maggie.
Lucia Berlin escribió cerca de ochenta cuentos
inspirados, principalmente, en su propia vida de
mujer con tres exmaridos y cuatro hijos, consumo
problemático de alcohol y muchos trabajos
distintos en su haber, como enfermera,
recepcionista o docente.
Este cuento que se publicó en su libro Una noche en
el paraíso, un segundo volumen de cuentos luego
de Manual para mujeres de la limpieza. Se estima
que gran parte del contenido de este relato es
autobiográfico, encarnando sus propias
experiencias en el personaje de Maggie. Una
navidad mucho menos romántica que en el resto
de los relatos pero que nos traslada
magistralmente a esa cruda cotidianeidad de los
protagonistas.
Primero de año
Laura Wittner
En varios momentos de la noche

me desperté y sentí los quitapenas

acá y allá dispersos

debajo de la almohada

o por el ancho prado de la sábana.

Los dejé hacer su magia

su don, lo que sea que ejecutan

mientras te raspan el brazo

te tocan la mano

o te miran, nomás

cuidándose de no dormir

mientras vos duermas.


Volvemos al año nuevo con este poema de la
escritora argentina Laura Wittner en el que se
mencionan los quitapenas que son unos
muñecos o figuras pequeñas, originales de
Guatemala. Se supone que si una persona no
puede dormir por ciertas preocupaciones,
puede contarle sus males a estos personajes y
guardarlos bajo la almohada. Ellos se
encargarán de -como su nombre lo indica-
borrar todas esas penas.
Este poema integra el libro Lugares donde una
no está, que reúne poemas escritos desde 1996
a 2016 y está editado por Gog y Magog.
Las fiestas del hemisferio norte
Hernán Casciari
Toda mi vida he asociado la noche de reyes con un olor y un sonido. A las madrugadas del

cinco al seis de enero, como toda criatura ansiosa, yo no las dormía sino que las soportaba

en vela, conteniendo la respiración e intentando escuchar los pasos de los camellos sobre

el mosaico. En la oscuridad de la noche, sin embargo, solamente se podía distinguir el

runrún del ventilador. Ahora ya soy grande, pero cada vez que me despierto con el

ventilador prendido, el corazón me late como si al lado de mis zapatos pudiese haber

regalos.

El olor que recuerdo con más emoción es el de los espirales fuyí para los mosquitos. La

única luz de aquellas madrugadas era la candela encendida de esos mata-insectos

inocentes, antiguos y verdes, que soltaban un aroma a infancia y a monarquía oriental, y

que me protegían de las ronchas matinales. El ventilador y el espiral siguen siendo hoy, para

mí, dos milagros que al mezclarse me evocan la ansiedad infantil del fin de año, de las

Fiestas y de la noche de los Reyes Magos.

También recuerdo con emoción esta canción de la época, a la que el lector argentino le

pondrá música mentalmente sin esfuerzo:

Llegaron ya los reyes, eran tres,

Melchor, Gaspar, y el negro Baltasar.

Arrope y miel le llevarán

y un poncho grande de alpaca real.

Changos y chinitas duérmanse

que ya Melchor, Gaspar y Baltasar

todos los regalos dejarán

para jugar mañana al despertar.

Los países que tienen la desgracia de pasar diciembre y enero entre bufandas, estornudos y

calefactores, celebran las Fiestas sin ganas, como si el festejo fuese una tortura que hay

que soportar una vez cada doce meses. Como los chequeos médicos, las declaraciones

juradas y los discos de Calamaro.

En algunas partes de España, por ejemplo en la que vivo yo, ni siquiera existe Papá Noel. Lo

que hacen es conseguir un tronco de madera, lo tapan con una frazada y le pegan con un

palo hasta que «caga» regalos. El ser sobrenatural no viene del Polo ni tiene barba ni es

gordo ni va en trineo. El ser sobrenatural es un tronco y se llama Tió. La canción que se

canta en Cataluña mientras se apalea la Navidad es la siguiente:

Caga tió , caga turró

d'ametlles i pinyó

i si no cagues bé,

et fotré un cop de bastó!


Lo que traducido al argentino sería como cantar:

Cagá Papá Noel,

cagá turrón de miel,

y si no cagás regalos,

te cagamos bien a palos.

A pesar de esta tradición violenta, en las Fiestas del hemisferio norte los petardos suenan

más despacio, los parientes más iracundos nunca llegan a las manos, los regalos de

Melchor son más caros pero menos valiosos, en las mesas no hay piononos ni mucho menos

salpicón de pollo, y los chicos se congelan como estalactitas antes de que llegue el ser

sobrenatural que corresponda a cada región y se chamusque el culo en la chimenea.

Mientras escribo esto es un jueves de diciembre, tengo treinta y cinco años y hace frío. Sin

embargo, pasé mis primeros veintinueve diciembres con calor, en patas o en chancletas y

abriendo la heladera cada dos minutos para buscar los cubitos. Ahora hace seis diciembres

consecutivos que canto el «caga tió » al lado de una estufa, como un viejo choto o un

esquimal achanchado, y todavía no me puedo acostumbrar a este espantoso clima español

del fin de año. Ni tampoco a lo que llega después, que es todavía más ridículo: el carnaval

en invierno. Las mascaritas con campera. El rey momo pidiendo a gritos que lo quemen.

Las películas y las series de la televisión, que casi siempre vienen desde Norteamérica, nos

acostumbraron a convivir —visualmente— con las navidades blancas del hemisferio norte,

con los gorros de lana que usaba Michael Landon cuando le construía los trineos de madera

a sus tres hijas, con las compras de último momento en la helada Nueva York, donde el

humo aparece nítido desde las alcantarillas y las bocas de subte.

Es decir, los habitantes del cono sur entendemos con ojos de videotape la vulgaridad que

representa pasar la navidad con frío. Pero no la podemos entender con el cuerpo. Y, lo que

es lo mismo y hasta más grave, no la podemos soportar cuando se nos acerca, blanca y

radiante como la novia de Antonio Prieto.

Lo más preocupante de las culturas frías es que no se puede sacar la mesa al patio para

ver llegar el nuevo año. Y eso genera que las conversaciones sean tediosas, programadas y

prolijitas. No sé por qué ocurre esto, pero el español, cuando está bajo techo, tiende a

construir sobremesas sin gracia. En cambio cuando lo alumbra la luna, las estrellas y los

faroles del jardín, se da el lujo de ser más natural, de tirarse pedos sin disimulo y de cortejar

abiertamente a las cuñadas.

En España, a las doce de la noche del 31 de diciembre, todos los televisores de todas las

casas están encendidos; eso es lo que se llama empezar mal el año. Generalmente en la

tele se ven a unos personajes conocidos, con abrigos hasta el cuello, en una plaza pública

donde hay un edificio con un reloj enorme. Cada año, el pueblo ibérico tiene por costumbre

comer una uva por cada campanada que suena en la televisión, hasta engullir exactamente

una docena en doce segundos. Esto les parece a todos muy divertido, porque fingen

atragantarse o fingen que les cuesta mucho hacerlo.


Desde las once de la noche, además, los presentadores de la televisión le explican a la

población civil que no hay que confundir los cuartos con las campanadas. Lo explican de

esta manera:

«
PRESENTADOR: — Un repiqueteo intenso acompaña el descenso de la bola; a continuación

comienzan los cuatro cuartos, que no es el momento en que ustedes se toman las uvas; e

inmediatamente después, casi simultáneo al cuarto cuarto, la primera campanada, donde sí

ustedes deben tomarse las uvas .»


En Argentina nadie sabe exactamente qué programa pasa la televisión a las doce de la

noche del 31 de diciembre. Me imagino que alguna misa, o una película donde Jesús es

hermoso y tiene los ojos parecidos a Robert Powell. La gente normal está en el patio,

peleándose con los mosquitos y los cascarudos. Yo creo que la presencia cercana de

insectos nos ayuda mucho a liberarnos de los códigos y los reglamentos. No es lo mismo

conversar cuando el animal más cercano es un locutor de televisión, que charlar mientras

una vaquita de san antonio te camina por el antebrazo.

En España, como es lógico, no hay insectos en Navidad. Ni ventiladores, ni patios, ni

artilugios ingenuos contra los mosquitos. Tampoco suena la sirena de los bomberos a las

doce en punto del nuevo año, ni se ilumina el cielo con fuegos artificiales caseros y

mortíferos, ni un vecino saca el revólver y tira balazos al aire, ni otro vecino muere al

instante por culpa de una bala perdida, ni se cae tu suegro borracho a la pileta, ni las

mujeres se pasan la tarde cortando frutas para la ensalada, ni las amigas de tu hermana se

aparecen a la una y media para ir a bailar, semidesnudas y alegres, ni te llama por teléfono

a las doce en punto un pariente emigrado desde España, para decirte que allí ya son las

cinco de la madrugada, que todos duermen y que en las calles desiertas hay dos grados

bajo cero.

Ahora, que el pariente estúpido que llama soy yo mismo, esas comunicaciones telefónicas

me revuelven el estómago.

Es que detrás de la voz de mi madre o mi padre o mi hermana, detrás de la conversación

trivial y del cómo la están pasando, detrás de las enhorabuenas y de los deseos recíprocos,

escucho siempre esos gritos veraniegos, los estruendos y los petardos, a los chicos que

gritan o se zambullen, las sirenas y la música de fondo. A veces, si pego bien la oreja al

auricular, también escucho mi voz, mi propia voz de los veinticinco años, mi voz antigua allá

a lo lejos, que arrastra las erres, y que está conversando con mi cuñado al lado de la

parrilla.
Los relatos de Hernán Casciari comparten una
estructura regular: todo parece partir de una
anécdota, de una vivencia del propio autor que crea
la ilusión de ser el narrador protagonista de los
hechos. Introduce, entonces, elementos de la
realidad y así construye el escenario propicio para la
ficción. En eso consiste la magia.
Más allá de la intención del escritor, debemos
recordar que nunca autor y narrador son lo mismo.
Es decir, no debemos olvidar que se trata de una
ficción y, por lo tanto, la voz narradora es una
construcción hecha con palabras y producto de la
imaginación. El pacto ficcional nos permite creer y
disfrutar la realidad del relato mientras este dure.
Por lo tanto, intentar investigar cuál es la correlación
de los hechos con la realidad nos llevaría a romper el
hechizo. Pero ¿cómo resistirse con Casciari?
Los zapatos vacíos
Reinaldo Arenas
¡Caramba! ¿Cuándo sucedió?, quien sabe... Antes; sin fecha exacta; todo era tan parecido
que realmente costaba trabajo distinguir un mes de otro, ¡ah! pero enero era diferente.

Sabe usted, enero es el mes de los úpitos y de las campanillas, pero hay algo más, es el mes

de los Reyes Magos.

Ya la yerba estaba amontonada junto a la ventana y los zapatos, un poco apenados por los

huecos de las punteras, esperaban boquiabiertos, humedecidos

por el sereno.

Pronto sería medianoche.

«Vienen cuando estés dormido.» —Me había dicho mi primo en voz confidencial.—
«Y depositan los regalos sobre los zapatos». Cuando esté dormido, ¡pero no podía
dormirme!, afuera sentía el silbido de los grillos y me pareció escuchar pasos, pero no, no

eran ellos.

Dormir. Debía dormir, pero ¿cómo lograrlo?, los zapatos estaban allí, sobre el borde de la
ventana, aguardando.

Debía pensar en otra cosa para poder dormir. Sí, pensar en otra cosa: «...Mañana hay que
cortar los piñones y llenar el tanque de agua, luego iré hasta el arroyo y traeré una maceta

» «No debí haber roto el nido, tenía dos pichones sin plumas que me
de mamoncillos...

miraban con miedo y con el pico abierto...»

Desperté. Era tan temprano que apenas si entraba la claridad por la ventana, casi a tientas

¡
caminé hasta ella. Cuántas sorpresas, pensé, me estarían aguardando...! pero no. Toqué el

cuero húmedo de mis zapatos, estaban vacíos... completamente vacíos.

Entonces llegó mi madre y me besó callada, pasó sus manos cansadas de fregar, por mis

ojos húmedos y empujándome suavemente me sentó en el borde de la cama y me puso los

zapatos, «Ven», me dijo luego en voz baja, «ya está hecho el café». Luego salí
empapándome en el rocío, debía cortar los piñones.

Afuera todo era tan bello. Tantas campanillas, tantas, que se podía caminar sobre ellas sin

pisar la tierra; tantas flores de úpitos en el suelo, tantas, que tapaban los huecos de mis

zapatos...
En 1963 la Biblioteca Nacional de Cuba convocó
a un concurso de narración oral. Para
presentarse, el escritor cubano Reinaldo Arenas
inventó el relato titulado “Los zapatos vacíos”.
Los jurados quedaron impresionados, según
cuenta el autor en sus memorias, no por su
manera de contar sino por el cuento mismo, lo
que motivó que lo contacten para ofrecerle un
cargo en la Biblioteca.
Comprendiendo este origen, entendemos la
elección de la primera persona. La anécdota,
dotada de espesor gracias a los recursos
literarios utilizados, presenta al autor en su
infancia humilde pero con amor: una dupla que,
como vimos, es recurrente en los relatos
navideños.
Era la vida
Leila Guerriero
Debería, por ejemplo, empezar por viajar más, por viajar menos, por no viajar en absoluto.

Debería hacer las paces con mi padre, debería depender menos de mi padre, debería ver a

mi padre más seguido. Debería salir de esta casa en la que paso tanto tiempo sola, debería

quedarme en casa y no salir a aturdirme con gente que no me importa en absoluto. Debería

terminar mi novela. Debería renunciar a este trabajo que detesto. Debería ir a bailar antes

de ser el más viejo de la discoteca. Debería divorciarme. Debería empezar a usar toda esa

ropa que hace años que no uso. Debería ir a recitales. Debería invitarla a cenar, invitarlo a

un bar, decirles que soy gay. Debería parar con la cocaína. Debería probar alguna vez un

trago, debería beber menos, debería dejar de beber. Debería aprender a tocar la guitarra.

Debería ir a África mientras todavía puedo caminar. Debería cambiar de analista, conseguir

un analista, dejar de ir al analista. Abandonar las pastillas. Ceder. No ceder. Arrojarme en

paracaídas, tomar un curso de buceo, poner un hotel en la montaña, un bar en una playa

de Brasil. Ir más despacio, ponerme en marcha, no mirar atrás. A fin de año, más que nunca,

la vida no es la vida sino una patética declamación de buenas intenciones, una renovación

del permiso de postergarlo todo, una fe idiota en que nunca será demasiado tarde para

nada. “Toda la inmortalidad que puedes desear está presente / aquí y ahora”, escribió el

poeta chileno Gonzalo Millán en Veneno de escorpión azul, su diario de vida y de muerte, y

esa bestia terrible de la poesía, la uruguaya Idea Vilariño, dijo, mejor que nadie, peor que

nunca: “Alguno de estos días / se acabarán las bromas y todo eso / esa farsa / esa

juguetería / las marionetas sucias / los payasos / habrán sido la vida”.


Y terminamos con este relato de la gran Leila Guerriero
que nos invita a imitarla, a revisar esa lista
interminable de buenas intenciones que hacemos cada
primero de año, contra viento y pandemia. Este texto,
publicado originalmente en el diario El país, integra su
último libro Teoría de la gravedad [Libros del Asteroide,
2020], que justamente reúne todas las columnas
publicadas en ese periódico español desde 2014.
En otro texto de otro libro, Leila confiesa que ama las
listas y aquí vuelve al ruedo con una.
Para terminar, ¿te animás a escribir tu lista de buenas
intenciones para este 2021? Por algo se empieza.
Yo, por lo pronto, debería dejar de enriquecer este
eBook y empezar a distribuirlo. Entonces, ahora sí:
¡Hasta la próxima y gracias!

También podría gustarte