PURO CUENTO (Especial Fin de Año)
PURO CUENTO (Especial Fin de Año)
PURO CUENTO (Especial Fin de Año)
juntos, después de esa noche papá y mamá terminaron de pelearse, aunque no creo que
Papá Noel haya tenido nada que ver con eso. Papá había vendido su auto unos meses atrás
porque había perdido el trabajo, y aunque mamá no estuvo de acuerdo, él dijo que un buen
árbol de navidad era importante esa vez, y compró uno de todas formas. Venía en una caja
de cartón, larga y plana, y traía una hoja que explicaba cómo encajar las tres partes y abrir
las ramas de forma que se viera natural. Armado era más alto que papá, era inmenso, y yo
creo que por eso ese año Papá Noel durmió en nuestra casa. Yo había pedido de regalo un
coche a control remoto. Cualquiera me venía bien, no quería uno en particular, pero todos
los chicos tenían uno en esa época y cuando jugábamos en el patio los autos a control
remoto se dedicaban a estrellarse contra los autos comunes, como el mío. Así que había
escrito mi carta y papá me había llevado hasta el correo para enviarla. Y le dijo al tipo de
la ventanilla:
El tipo de la ventanilla ni saludó, porque había mucha gente y se ve que ya estaba cansado
de tanto trabajo, la época navideña debe ser la peor para ellos. Tomó la carta, la miró y
dijo:
-Pero es para Papá Noel -dijo papá, y le sonrió, y le guiñó un ojo, se ve que para hacerse
-Usted sabe que la dirección de Papá Noel no tiene código postal -dijo papá.
Y entonces papá trepó el mostrador, agarró al tipo del cuello de la camisa, y la carta salió.
Por eso yo estaba preocupado ese día, porque no sabía si la carta le había llegado o no a
Papá Noel. Además no podíamos contar con mamá desde hacía casi dos meses, y eso
también me preocupaba, porque la que siempre estaba en todo era mamá, y las cosas
salían bien entonces. Hasta que dejó de preocuparse, así nomás, de un día para el otro. La
Marcela, que es nuestra vecina. Pero mamá no mejoró. Dejó de haber ropa limpia, leche y
cereales a la mañana, papá llegaba tarde a los lugares a los que debía llevarme, y después
llegaba otra vez tarde para pasarme a buscar. Cuando pedí explicaciones papá dijo que
mamá no estaba enferma ni tenía cáncer ni se iba a morir. Que bien podría haber pasado
algo así pero él no era un hombre de tanta suerte. Marcela me explicó que mamá
simplemente había dejado de creer en las cosas, que eso era estar "deprimido", y te
quitaba las ganas de todo, y tardaba en irse. Mamá no iba más a trabajar ni se juntaba con
amigas ni hablaba por teléfono con la abuela. Se sentaba con su bata frente al televisor, y
hacía zapping toda la mañana, toda la tarde y toda la noche. Yo era el encargado de darle
de comer. Marcela dejaba comida hecha en el freezer con las porciones marcadas. Había
que combinarlas. No podía, por ejemplo, darle todo el pastel de papas y después toda la
el televisor.
A la salida del colegio me agarraba de la mano de la mamá de Augusto, que era hermosa.
Eso funcionaba cuando venía a buscarme papá, pero después, cuando empezó a venir
Marcela, a ninguna de las dos parecía gustarle eso, así que esperaba solo debajo del árbol
Marcela y papá se hicieron muy amigos, y algunas noches papá se quedaba con ella en la
Muchas tardes Marcela estaba en casa, eran las tardes en que cocinaba para nosotros y
ordenaba un poco. No sé por qué lo hacía. Supongo que papá le pediría ayuda y como ella
contenta. Un par de veces le apagó el televisor a mamá, se sentó frente a ella y le dijo:
Le decía que tenía que cambiar de actitud, que así no llegaría a ningún lado, que ella ya no
podía seguir ocupándose de todo, que tenía que reaccionar y tomar una decisión o
terminaría por arruinarnos la vida. Pero mamá nunca contestaba. Y al final Marcela
terminaba yéndose con un portazo, y esa noche papá pedía pizza porque no había nada
Yo le había dicho a Augusto que mamá había dejado de "creer en las cosas", y que
entonces estaba "deprimida", y él quiso venir a ver cómo era. Hicimos algo muy feo que a
veces me avergüenza: saltamos frente a ella un rato, mamá apenas nos esquivaba con la
maneras y se lo dejamos puesto toda la tarde, pero ella ni se movió. Le quité el sombrero
antes de que llegue papá. Estaba seguro de que mamá no iba a decirle nada, pero me
Después llegó navidad. Marcela hizo su pollo al horno con verduras horribles pero como era
una noche especial me preparó además papas fritas. Papá le pidió a mamá que dejara el
sillón y cenara con nosotros. La movió cuidadosamente hasta la mesa -Marcela la había
preparado con un mantel rojo, velas verdes y los platos que usamos para las visitas-, la
sentó en una de las cabeceras y se alejó unos pasos hacia atrás, sin dejar de mirarla,
supongo que pensó que podía funcionar, pero en cuanto él estuvo lo suficientemente lejos
ella se levantó y volvió a su sillón. Así que mudamos las cosas a la mesa ratonera del living y
comimos ahí con ella. La tele estaba prendida, por supuesto, y el noticiero mostraba una
nota sobre un sitio de gente pobre que había recibido un montón de regalos y comida de
gente de más plata, y entonces ahora estaban muy contentos. Yo estaba nervioso y miraba
todo el tiempo el árbol de navidad porque ya iban a ser las doce y quería mi auto. Entonces
mamá señaló el televisor. Fue como ver moverse un mueble. Papá y Marcela se miraron. En
la tele Papá Noel estaba sentado en el living de una casa, con una mano abrazaba a un
chico sentado sobre sus piernas, y con la otra a una mujer parecida a la mamá de Augusto,
y entonces la mujer se inclinaba y besaba a Papá Noel y Papá Noel te miraba y decía:
-...y cuando vuelvo del trabajo sólo quiero estar con mi familia -y un logo de café aparecía
en la pantalla.
Mamá se puso a llorar. Marcela me tomó de la mano y me dijo que subiera al cuarto, pero
yo me negué. Volvió a decírmelo, esta vez con el tono impaciente con el que le habla a
mamá, pero nada iba a alejarme esa noche del árbol. Papá quiso apagar el televisor pero
mamá empezó a luchar con él como una nena. Sonó el timbre y yo dije:
-Es Papá Noel -y Marcela me dio una cachetada y entonces papá empezó a pelear con
Marcela y mamá encendió otra vez el televisor pero Papá Noel ya no estaba en ningún
¿
canal. El timbre volvió a sonar y papa dijo:- Quién mierda es?
Pensé que ojalá que no fuese el del correo porque volverían a pelear porque papá ya
El timbre sonó otra vez muchas veces seguidas, y entonces papá se cansó, fue hasta la
puerta y cuando la abrió vio que era Papá Noel. No era tan gordo como en televisión y se lo
¿
puerta, otro momento del otro.- Qué quiere? -dijo papá.-Soy Papá Noel -dijo Papá Noel.-Y
Entonces mamá se levantó, corrió hasta la puerta, la abrió y Papá Noel todavía estaba ahí,
¿
tratando de sostenerse, y lo abrazó. A papá le agarró un ataque:- Éste es el tipo Irene? -le
gritó a mamá, y empezó a decir malas palabras y a tratar de separarlos. Y mamá le dijo a
Papá logró separarlos y le dio a Papá Noel una trompada y Papá Noel cayó para atrás y
quedó seco sobre la entrada. Mamá empezó a gritar como loca. Yo estaba triste por lo que
le estaba pasando a Papá Noel, y porque todo esto atrasaba lo del auto, aunque por otro
Papá le dijo a mamá que iba a matarlos a los dos y mamá le dijo que si él era tan feliz con
su amiga por qué ella no podía ser amiga de Papá Noel, cosa que a mí me pareció lógica.
Marcela se acercó a ayudar a Papá Noel, que empezaba a moverse en el piso, y le dio una
mano para levantarse. Y entonces papá otra vez empezó a decirle de todo y mamá a
gritar. Marcela decía cálmense, entremos, por favor, pero nadie la escuchaba. Papá Noel
se llevó la mano a la nuca y vio que le sangraba. Escupió a papá y papá le dijo:
-Maricón de mierda.
-Maricón serás vos hijo de puta, y también lo escupió. Le dio a Papá Noel la mano, lo hizo
Papá se quedó como congelado, y en cuanto reaccionó se dio cuenta que yo todavía
seguía ahí y me mandó furioso a la cama. Sabía que no estaba en condiciones de discutir;
me fui al cuarto sin navidad y sin regalo. Esperé acostado a que todo quedara en silencio,
mirando nadar en las paredes el reflejo de los peces de plástico de mi velador. No tendría
mi auto a control remoto, eso era clarísimo, pero Papá Noel dormía en casa esa noche y eso
la planta baja, al living, junto a la ventana que da al jardín. Al mismo lugar donde siempre,
cada ocho de diciembre, ella arma el árbol. Los chicos más que ayudarla le hubieran
complicado la tarea. El marido baja las escaleras y pasa hacia la cocina. Voy a tomar un
poco de agua, dice. Ella saca primero la base, abre las cuatro patas, y la apoya en el piso.
El metal raspa la madera del parquet. Luego se dedica a las ramas, envueltas en papel de
diario. Las desenvuelve. Mañana se van a enojar, los chicos, se van a enojar. A sus hijos les
gusta armar el árbol de Navidad, pero ella prefiere hacerlo sola. Por eso esperó a que se
durmieran. No les dijo que hoy era el día. Cuando se despierten el árbol ya va a estar listo.
Desde la cocina se escucha el sonido del agua que corre. Ahora ella engancha la primera
fila de ramas en la base. Las abre. Trata de que queden derechas, parejas, equidistantes.
Prefiere el enojo de sus hijos y no el propio. Lo maneja mejor; maneja mejor cualquier enojo
que no sea el suyo. Coloca la segunda serie de ramas. Las abre. Las acomoda. ¿Tenés para
mucho?, pregunta su marido antes de subir al cuarto. Ella no contesta. Ni siquiera lo mira.
Sabe que cuando su marido pregunta "tenés para mucho" es porque quiere sexo. Y ella no
quiere. Por eso no contesta, se hace la que no lo escucha. Coloca la tercera fila de ramas.
Algunas se desflecan y caen restos de plástico verde sobre el piso de madera. El año que
viene va a tener que comprar otro árbol. ¿Tenés para mucho?, vuelve a preguntar él. Ella
esta vez lo mira, pero tampoco contesta. El año que viene, va comprar un árbol nuevo el
año que viene. Este año ya es demasiado tarde, hay demasiada gente en los negocios
comprando adornos navideños, y a ella no le gusta cuando hay mucha gente. El marido
sube la escalera y desaparece. Arriba, una puerta se golpea con fuerza. Es él, ella sabe.
Cuando algo se le atraganta, su marido golpea puertas. Ella sigue trabajando en silencio.
Coloca la punta del pino; se le tuerce hacia la derecha. Hace años que se tuerce. Es más,
el mismo diciembre en que compraron el árbol ya la punta estuvo torcida. El año que viene
va a comprar otro árbol. Este año es demasiado tarde. Y hay mucha gente. Un chico llora.
Un hijo de ella llora. Se queda quieta, frente al pino todavía sin adornos. No quiere que el
chico baje y la encuentre. Escucha los pasos de su marido, arriba, en el pasillo que va a los
cuartos. Y voces. El chico se calma. Ella entonces vuelve a su tarea. Se aparta del pino,
toma distancia para poder juzgar si todas las ramas están en su lugar. Alineadas, parejas.
El marido ahora se asoma por la escalera, en calzoncillos. ¿No subís?, dice. Quiere sexo,
ella lo sabe. No lo dice pero ella lo sabe. En un rato, contesta. El marido sabe que ella no
va a subir; el marido sabe que cuando dice "en un rato", ella no sube. Se va enojado,
aunque está descalzo se sienten sus pasos pesados en la escalera. A ella no le importa.
Espera otra vez el ruido de la puerta que se golpea. Pero esta vez ese ruido no llega. Tal
vez por el chico, para que no llore. O para que no se despierte otro. No le importa. Sólo le
importa que el tiempo que le lleve a ella terminar de armar el árbol sea suficiente como
para que el sueño venza el deseo sexual de su marido. Abre la caja donde están las bolas
coloradas, todas iguales. Las cuenta. Cuenta las ramas. Las bolas son casi la mitad de las
ramas. Las coloca rama por medio. Una sí una no. Dos se juntan donde termina la ronda y
eso le molesta. Quita una, pero entonces se juntan dos ramas desnudas. Gira el árbol para
que esa falla quede contra la pared y no se vea. Cuando termine de adornar el árbol va a
subir, entonces sí. Busca dentro de la caja la estrella que irá en la punta. Se sube a un
banco. La pone en la punta. La estrella se tuerce, junto con la punta, hacia la derecha. Una
estrella dorada. Una estrella que fue dorada. Dos de las cinco puntas están raídas y se ve el
cartón gastado. El año que viene va a comprar otro árbol. Y adornos navideños. Y una
estrella de mejor calidad. El año que viene. Cuando no haya tanta gente. Mañana va a
hacer el amor con su marido. Tal vez. Va a dormir la siesta antes, así a la noche no está
cansada. Y sin ganas. Va a dormir la siesta; sí, mañana. Y va a comprar un árbol, el próximo
año. Los chicos se van a enojar cuando se despierten. Pero el árbol va a estar listo, y el
enojo al rato se les va a pasar. Busca las luces. Las coloca abrazando el árbol, girando
alrededor. Las enchufa. Las luces de colores se prenden y se apagan. Dentro de la caja sólo
queda el pesebre. Una casa de madera. La Virgen, San José, una cabra y un burro. Y el niño
Jesús en el moisés. Su suegra dice que el niño no se pone hasta la Noche Buena. Recién
cuando dan las doce. Pero a ella no le importa. En su casa, en la que ella vivía con sus
padres, el niño estuvo siempre en el pesebre, desde el mismo momento en que se armaba el
árbol. Un árbol más pequeño, sin estrella en la punta. Mañana va a dormir la siesta. Pero
ahora no va a subir. Todavía no. Se va a quedar junto al árbol, sentada, sin hacer nada,
Noel.
Todo empezó unos diez días antes de Navidad, cuando un Papá Noel del Ejército de
Un periódico matutino publicó la noticia, pero al día siguiente otros cinco Papás Noel
fueron asesinados y el hecho apareció en la primera plana de todos los periódicos del país.
¡La gente estaba escandalizada! ¡Era indignante! Se preguntaban qué clase de monstruo o
demonio debía ser ese tipo, quiero decir, para arruinarles la Navidad a los niños asesinando
a Papá Noel.
No estaban preocupados por las vidas en sí de los hombres asesinados, era sólo el efecto
agentes del FBI e incluso algunos oficiales de Inteligencia de la Marina, agentes del Tesoro
y funcionarios del Departamento de Justicia, todos los cuales encontraron alguna excusa
para intervenir en el caso; y otros diez Papás Noel fueron asesinados y nadie pudo atrapar
al esquivo asesino.
Así que esa noche todos los Papás Noel que debían trabajar convocaron a una reunión
Eran conscientes de su responsabilidad con los niños, pero, por otro lado, les parecía
Y entonces un hombre, que era valiente y no tenía familiares a cargo, se ofreció a salir
Y la gente estaba bastante irritable y nerviosa, y los niños lloraban, y sin los Papás Noel
Pero al día siguiente una alocada jovencita de Hollywood, una actriz que quería algo de
Y la gente y los niños se congregaron a su alrededor, dado que era lo más parecido a Papá
Noel que andaba por la calle, y ella obtuvo un montón de publicidad y no la mataron.
De modo que al día siguiente varias mujeres más prominentes salieron vestidas de Mamá
Noel, con el pelo empolvado de blanco y polleras rojas y almohadones en sus vientres y
Resolvieron que a lo mejor el maníaco se había retirado, por lo que enviaron a un Papá Noel
de prueba, pero una hora después su cuerpo era conducido a Bellevue dentro de una
Al año siguiente volvió a pasar lo mismo; y al otro, y al otro. Y año a año este paciente y
escurridizo asesino mataba a cualquier hombre que se disfrazara de Papá Noel, hasta que
finalmente, en los periódicos y las publicidades y el imaginario popular, Papá Noel perdió en
Quiero decir, Papá Noel todavía estaba allí. Él construía los juguetes en el Polo Norte y
estaba a cargo de los elfos, pero era Mamá Noel quien conducía el trineo con los renos y se
deslizaba por las chimeneas y repartía los regalos y cada año encabezaba el desfile de
Navidad.
Y lo más curioso de todo era que las mujeres realmente parecían disfrutar ser Mamá Noel.
Nadie tenía que pagarles y se puso tan de moda que en épocas navideñas las calles
estaban colmadas de Mamás Noel. Y a medida que el tiempo pasó, ellas empezaron a
rojo, luego probaron con colores completamente distintos, hasta que al final cada disfraz
¡Y a los niños les encantaba!¡La Navidad nunca antes había sido así, con todas esas Mamás
Noel y tanta emoción y entusiasmo!
Pero estos chicos, esta nueva generación de niños que creció creyendo en Mamá Noel, eran
bastante diferentes.
Porque, como sabrán, para los chicos muy pequeños Papá Noel es un dios.
Y por la época en que dejan de creer en Papá Noel, empiezan a ir a la escuela dominical y
aprenden acerca de un nuevo Dios. Y este nuevo Dios no les hace regalos. Es un poco rudo.
Pero durante toda su vida añoran al antiguo dios de su infancia, a su dios Papá Noel.
Empezaron a elegir mujeres para el Congreso y eligieron a una mujer presidente y mujeres
alcaldes hasta que casi todo el país estuvo gobernado por mujeres.
Ellas se preocupaban sobre todo de cosas como la comida, y hubo muchos debates en el
Congreso acerca de distintos regímenes alimentarios, y bastante pronto hasta la gente más
pobre tuvo mucho que comer; y también les interesaban las casas, y pronto dejó de haber
escasez de viviendas.
Quiero decir,¿qué posible motivación política podría hacer que estas mujeres enviaran a
sus hombres a que los maten? ¡Era ridículo!
De manera que con su poder político y financiero y con el prestigio de los Estados Unidos,
presionaron y alentaron a otros países para que dejaran gobernar a las mujeres.
Los hombres siguieron haciendo lo que siempre habían hecho. Trabajaron en fábricas, y
discutieron de filosofía.
Pero estas discusiones de filosofía no causaban que la gente se muriera de hambre y se
Y muy pronto, en todo el mundo ya no hubo nadie hambriento, y todos tenían lindas casas, y
Pero el asesino, o en verdad, el santo a quien tanto debía la humanidad, el mismo que
planeó y llevó a cabo esta revolución casi sin derramar sangre, jamás fue descubierto y
crucificado.
No, nadie descubrió nunca la identidad de este santo, es decir –ahh–, nadie salvo yo.
Yo sé quién es el santo.
Oh, no tengo ninguna prueba de ello, pero es precisamente por eso que estoy tan seguro
de que lo sé.
Porque sólo hay una persona capaz de esto, sólo hay una persona con el genio, el
paciencia requeridos para llevar a cabo esta, la más grandiosa de todas las hazañas.
¡
restricción; pero que su calva es única, insigne, hermosa, solemne, lírica si gustáis, oh, eso
nunca, estoy seguro! ¿Cómo negaríais la luz del sol, el aroma de las rosas y las propiedades
narcóticas de ciertos versos? Pues bien; esta noche pasada poco después de que
saludamos el toque de las doce con una salva de doce taponazos del más legítimo
Lowensteinger, la calva del doctor alzaba aureolada de orgullo, su bruñido orbe de marfil,
sobre el cual, por un capricho de la luz, se veían sobre el cristal de un espejo las llamas de
dos bujías que formaban, no sé cómo, algo así como los cuernos luminosos de Moisés. El
doctor enderezaba hacia mí sus grandes gestos y sus sabias palabras. Yo había soltado de
mis labios, casi siempre silenciosos, una frase banal cualquiera. Por ejemplo, esta:
¡
- Oh, si el tiempo pudiera detenerse!
La mirada que el doctor me dirigió y la clase de sonrisa que decoró su boca después de oír
desilusionado de la juventud; si no supiese que todos los que hoy empezáis a vivir estáis ya
muertos, es decir, muertos del alma, sin fe, sin entusiasmo, sin ideales, canosos por dentro;
que no sois sino máscaras de vida, nada más… sí, si no supiese eso, si viese en vos algo más
que un hombre de fin de siglo, os diría que esa frase que acabáis de pronunciar: «¡Oh, si el
»
tiempo pudiera detenerse! , tiene en mí la respuesta más satisfactoria.
¡
- Doctor!
-Sí, os repito que vuestro escepticismo me impide hablar, como hubiera hecho en otra
ocasión.-Creo -contesté con voz firme y serena- en Dios y su Iglesia. Creo en los milagros.
Creo en lo sobrenatural.
-En ese caso, voy a contaros algo que os hará sonreír. Mi narración espero que os hará
pensar.
En el comedor habíamos quedado cuatro convidados, a más de Minna, la hija del dueño de
casa; el periodista Riquet, el abate Pureau, recién enviado por Hirch, el doctor y yo. A lo
lejos oíamos en la alegría de los salones de palabrería usual de la hora primera del año
¡
nuevo: Happy new year! Happy new year! Feliz año nuevo!
El doctor continuó:
¿
- Quién es el sabio que se atreve a decir esto es así? Nada se sabe. Ignoramus et
ignorabimus. ¿Quién conoce a punto fijo la noción del tiempo? ¿Quién sabe con seguridad
lo que es el espacio? Va la ciencia a tanteo, caminando como una ciega, y juzga a veces
que ha vencido cuando logra advertir un vago reflejo de la luz verdadera. Nadie ha podido
desprender de su círculo uniforme la culebra simbólica. Desde el tres veces más grande, el
Hermes, hasta nuestros días, la mano humana ha podido apenas alzar una línea del manto
que cubre a la eterna Isis. Nada ha logrado saberse con absoluta seguridad en las tres
profundizar en el inmenso campo del misterio, he perdido casi todas mis ilusiones. Yo que
toda mi vida al estudio de la humanidad, sus orígenes y sus fines; yo que he penetrado en la
cábala, en el ocultismo y en la teosofía, que he pasado del plano material del sabio al
plano astral del mágico y al plano espiritual del mago, que sé cómo obraba Apolonio el
digo que no hemos visto los sabios ni un solo rayo de la luz suprema, y que la inmensidad y
Y dirigiéndose a mí:
¿
- Sabéis cuáles son los principios del hombre? Grupa, jiba, linga, shakira, kama, rupa,
manas, buddhi, atma, es decir: el cuerpo, la fuerza vital, el cuerpo astral, el alma animal, el
alma humana, la fuerza espiritual y la esencia espiritual…Viendo a Minna poner una cara un
-Y bien -dijo-, puesto que no os complacen las disertaciones por prólogo, vamos al cuento
que debo contaros, y es el siguiente: Hace veintitrés años, conocí en Buenos Aires a la
familia Revall, cuyo fundador, un excelente caballero francés, ejerció un cargo consular en
tiempo de Rosas. Nuestras casas eran vecinas, era yo joven y entusiasta, y las tres señoritas
Revall hubieran podido hacer competencia a las tres Gracias. De más está decir que muy
Amooor, pronunciaba el sabio obeso, con el pulgar de la diestra metido en la bolsa del
chaleco, y tamborileando sobre su potente abdomen con los dedos ágiles y regordetes, y
continuó:
-Puedo confesar francamente que no tenía predilección por ninguna, y que Luz, Josefina y
Amelia ocupaban en mi corazón el mismo lugar. El mismo, tal vez no; pues los dulces al par
que ardientes ojos de Amelia, su alegre y roja risa, su picardía infantil… diré que era ella mi
preferida. Era la menor; tenía doce años apenas, y yo ya había pasado de los treinta. Por
tal motivo, y por ser la chicuela de carácter travieso y jovial, tratábala yo como niña que
era, y entre las otras dos repartía mis miradas incendiarias, mis suspiros, mis apretones de
manos y hasta mis serias promesas de matrimonio, en una, os lo confieso, atroz y culpable
¡
bigamia de pasión. Pero la chiquilla Amelia!… Sucedía que, cuando yo llegaba a la casa,
era ella quien primero corría a recibirme, llena de sonrisas y zalamerías: «¿Y mis
»
bombones? . He aquí la pregunta sacramental. Yo me sentaba regocijado, después de mis
deliciosas grajeas de chocolate, las cuales, ella, a plena boca, saboreaba con una sonora
causa de mis estudios tuve que dejar Buenos Aires, fingí alguna emoción al despedirme de
Luz que me miraba con anchos ojos doloridos y sentimentales; di un falso apretón de manos
a Josefina, que tenía entre los dientes, por no llorar, un pañuelo de batista, y en la frente de
Amelia incrusté un beso, el más puro y el más encendido, el más casto y el más puro y el
¡
más encendido, el más casto y el más ardiente qué sé yo! de todos los que he dado en mi
vida. Y salí en barco para Calcuta, ni más ni menos que como vuestro querido y admirado
general Mansilla cuando fue a Oriente, lleno de juventud y de sonoras y flamantes esterlinas
de oro. Iba yo, sediento ya de las ciencias ocultas, a estudiar entre los mahatmas de la
India lo que la pobre ciencia occidental no puede enseñarnos todavía. La amistad epistolar
que mantenía con madame Blavatsky, habíame abierto ancho campo en el país de los
conducirme por buen camino a la fuente sagrada de la verdad, y si es cierto que mis labios
creyeron saciarse en sus frescas aguas diamantinas, mi sed no se pudo aplacar. Busqué,
busqué con tesón lo que mis ojos ansiaban contemplar, el Keherpas de Zoroastro, el Kalep
Swedenborg; oí la palabra de los monjes budhistas en medio de las florestas del Thibet;
estudié los diez sephiroth de la Kabala, desde el que simboliza el espacio sin límites hasta el
que, llamado Malkuth, encierra el principio de la vida. Estudié el espíritu, el aire, el agua, el
estas ideas, Dios, el espacio, el tiempo formaban la más impenetrable bruma delante de
mis pupilas… Viajé por Asia, África, Europa y América. Ayudé al coronel Olcott a fundar la
rama teosófica de Nueva York. Y a todo esto -recalcó de súbito al doctor, mirando
fijamente a la rubia Minna- ¿sabéis lo que es la ciencia y la inmortalidad de todo? ¡Un par
de ojos azules… o negros!
¿
- Y el fin del cuento? – gimió dulcemente la señorita.
-Juro, señores, que lo que estoy refiriendo es de un absoluta verdad. ¿El fin del cuento?
Hace apenas una semana he vuelto a la Argentina, después de veintitrés años de ausencia.
He vuelto gordo, bastante gordo, y calvo como una rodilla; pero en mi corazón he
mantenido ardiente el fuego del amor, la vestal de los solterones. Y, por tanto, lo primero
que hice fue indagar el paradero de la familia Revall. «¡Las Revall -dijeron-, las del caso de
»
Amelia Revall , y estas palabras acompañadas con una especial sonrisa. Llegué a
sospechar que la pobre Amelia, la pobre chiquilla… Y buscando, buscando, di con la casa.
Al entrar, fui recibido por un criado negro y viejo, que llevó mi tarjeta, y me hizo pasar a una
sala donde todo tenía un vago tinte de tristeza. En las paredes, los espejos estaban
cubiertos con velos de luto, y dos grandes retratos, en los cuales reconocía a las dos
Josefina:
¡
- Oh amigo mío, oh amigo mío!
Nada más. Luego, una conversación llena de reticencias y de timideces, de palabras
entrecortadas y de sonrisas de inteligencia tristes, muy tristes. Por todo lo que logré
atreví a preguntar nada… Quizá mi pregunta llegaría a aquellos pobres seres, como una
amarga ironía, a recordar tal vez una irremediable desgracia y una deshonra… en esto vi
llegar saltando a una niña, cuyo cuerpo y rostro eran iguales en todo a los de mi pobre
¿
- Y mis bombones?
Mascullando una despedida y haciendo una zurda genuflexión, salí a la calle, como
perseguido por algún soplo extraño. Luego lo he sabido todo. La niña que yo creía fruto de
un amor culpable es Amelia, la misma que yo dejé hace veintitrés años, la cual se ha
quedado en la infancia, ha contenido su carrera vital. Se ha detenido para ella el reloj del
¡
Tiempo, en una hora señalada quién sabe con qué designio del desconocido Dios!
desnuditos. Tenía, en verdad, zapatos cuando salió de su casa; pero no le habían servido
mucho tiempo. Eran unas zapatillas enormes que su madre ya había usado: tan grandes,
que la niña las perdió al apresurarse a atravesar la calle para que no la pisasen los
carruajes que iban en direcciones opuestas. La niña caminaba, pues, con los piececitos
desnudos, que estaban rojos y azules del frío; llevaba en el delantal, que era muy viejo,
algunas docenas de cajas de fósforos y tenía en la mano una de ellas como muestra. Era
muy mal día: ningún comprador se había presentado, y, por consiguiente, la niña no había
¡
ganado ni un céntimo. Tenía mucha hambre, mucho frío y muy mísero aspecto. Pobre niña!
Los copos de nieve se posaban en sus largos cabellos rubios, que le caían en preciosos
Veía bullir las luces a través de las ventanas; el olor de los asados se percibía por todas
partes. Era el día de Nochebuena, y en esta festividad pensaba la infeliz niña. Se sentó en
una plazoleta, y se acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y
entumecía sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa; volvía con todos los
fósforos y sin una sola moneda. Su madrastra la maltrataría, y, además, en su casa hacía
también mucho frío. Vivían bajo el tejado y el viento soplaba allí con furia, aunque las
mayores aberturas habían sido tapadas con paja y trapos viejos. Sus manitas estaban casi
¡ ¡ ¡
yertas de frío. Ah! Cuánto placer le causaría calentarse con una cerillita! Si se atreviera a
¡
sacar una sola de la caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una. Rich!
¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y caliente como la de una velita
cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz tan hermosa! Creía la niña que estaba sentada en
una gran chimenea de hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón
¡ ¡
reluciente. Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso! Calentaba tan bien! Pero todo
acaba en el mundo. La niña extendió sus piececillos para calentarlos también; más la llama
Frotó otra, que ardió y brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared, se hizo
tan transparente como una gasa. La niña creyó ver una habitación en que la mesa estaba
cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y sobre el cual un
¡ ¡
pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso. Oh sorpresa! Oh felicidad!
De pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de su plato sobre el pavimento con el
tenedor y el cuchillo clavados en la pechuga, y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la
segunda cerilla se apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría.
Encendió un nuevo fósforo. Creyó entonces verse sentada cerca de un magnífico pesebre:
era más rico y mayor que todos los que había visto en aquellos días en el escaparate de los
más ricos comercios. Mil luces ardían en los arbolillos; los pastores y zagalas parecían
moverse y sonreír a la niña. Esta, embelesada, levantó entonces las dos manos, y el fósforo
se apagó.
Todas las luces del nacimiento se elevaron, y comprendió entonces que no eran más que
-Esto quiere decir que alguien ha muerto- pensó la niña; porque su abuelita, que era la
única que había sido buena para ella, pero que ya no existía, le había dicho muchas veces:
"Cuando cae una estrella, es que un alma sube hasta el trono de Dios".
Todavía frotó la niña otro fósforo en la pared, y creyó ver una gran luz, en medio de la cual
¡
estaba su abuela en pie y con un aspecto sublime y radiante. - Abuelita!- gritó la niña-.
¡Llévame contigo! ¡Cuando se apague el fósforo, sé muy bien que ya no te veré más!
¡Desaparecerás como la chimenea de hierro, como el ave asada y como el hermoso
nacimiento! Después se atrevió a frotar el resto de la caja, porque quería conservar la
ilusión de que veía a su abuelita, y los fósforos esparcieron una claridad vivísima. Nunca la
abuela le había parecido tan grande ni tan hermosa. Cogió a la niña bajo el brazo, y las
dos se elevaron en medio de la luz hasta un sitio tan elevado, que allí no hacía frío, ni se
Cuando llegó el nuevo día seguía sentada la niña entre las dos casas, con las mejillas rojas
¡
y la sonrisa en los labios. Muerta, muerta de frío en la Nochebuena! El sol iluminó a aquel
tierno ser acurrucado allí con las cajas de cerillas, de las cuales una había ardido por
¡
completo. - Ha querido calentarse la pobrecita!- dijo alguien. Pero nadie pudo saber las
hermosas cosas que había visto, ni en medio de qué resplandor había entrado con su
carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa
acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces.
Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y
Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos,
echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana.
No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría
Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico
La palabra “Dillingham” había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período
de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus
entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de “Dillingham” se veían borrosas, como
si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde “D”. Pero cuando
“Jim” y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos
Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto
a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja
gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta
y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo,
mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los
gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con
ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas
felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad -algo que tuviera
justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las
ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto
ustedes un espejo de cuerpo entero en un departamento de ocho dólares. Una persona muy
delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales.
Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la
ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su
color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga
era.
Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el
reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera
de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el departamento frente al suyo, algún día
Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar
su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el
portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez
que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de
envidia.
La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de
pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y
desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.
Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y
con el brillo todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras
Donde se detuvo se leía un cartel: “Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases”. Delia subió
¿
no parecía la “Sofronie” indicada en la puerta.- Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia.-
La áurea cascada cayó libremente.-Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la masa con
Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la
metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los negocios en busca del regalo para Jim.
Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio había otro
regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino,
de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por
alguna ornamentación inútil y de mal gusto… tal como ocurre siempre con las cosas de
verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo
que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía
aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con
ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la
hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía
obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de
una cadena.
Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez.
Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos
por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea
gigantesca.
A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que
corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber
hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?.
”A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para
recibir la carne.
mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó
sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la
costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora
murmuró: “Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita”.
La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo
¡
tenía veintidós años y ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un
Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto
una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo
horror ni de ningún otro sentimiento para los que que ella hubiera estado preparada. Él la
-Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar
la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar
de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime “Feliz Navidad” y seamos felices. ¡No te
¿
- Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de
-Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo
siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?
Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.
¿
- Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota.
-No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo.
Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber
contado mi pelo, uno por uno -continuó con una súbita y seria dulzura-, pero nadie podría
diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin
Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro
especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por
Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un
¡
jubiloso grito de éxtasis; y después, ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico
Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que
Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran
unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y
justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy
caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había
anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las
trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.
Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos
¡
- Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!
¡
- Oh, oh!
Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta
palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y
¿
- Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás
mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella
puesta.
En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y
sonrió.
-Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado
hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y
Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios -maravillosamente
sabios- y llevaron regalos al Niño en el Pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos
de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con la ventaja
suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso de estar repetidos. Y aquí les he
contado, en forma muy torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en
un departamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que
tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los
que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los
más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los verdaderos Reyes Magos.
El regalo de los Reyes Magos (The Gift of the Magi,
en el original) es un relato del escritor
norteamericano O. Henry (1862-1910), publicado en
la antología de 1905: Los cuatro millones (The Four
Million). Este relato mantiene la expresión de la
injusticia que veíamos en el cuento anterior.
Los relatos de O. Henry se caracterizan por dar valor
a los finales que resultan ser inesperados.
A propósito de este rasgo sorpresivo, Jorge Luis
Borges sostuvo que, si Edgar Allan Poe defendió la
teoría de que todo cuento debe escribirse en
función de su desenlace, O. Henry llevó esa doctrina
al extremo, y de ese modo concibió el trick story, un
procedimiento exagerado, que a veces se percibe
como un mecanismo de relojería.
Más sobre el autor y muchos de sus cuentos para
leer haciendo clic aquí.
Cuento de navidad
Ray Bradbury
El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves
espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño
realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable
posible. Cuando en la aduana les obligaron a dejar el regalo porque pasaba unos pocos
kilos del peso máximo permitido y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que
les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres
interplanetarios.
¿
- Qué haremos?
La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron
dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había
tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto
del primer "día". Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el
Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la
aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje
La madre lo miró consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El
-Sí --dijo el padre--. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo
pronto.
¿
- Puedo tener un reloj? --preguntó el niño.
Le dieron el reloj, y el niño lo sostuvo entre los dedos: un resto del tiempo arrastrado por el
¿
- Navidad! ¿Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?
-Ven, vamos a verlo --dijo el padre, y tomó al niño de la mano.
Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.
-No entiendo.
Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres
veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se
-Entra, hijo.
-Está oscuro.
Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio
de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento,
Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz
contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el
En vísperas de Navidad, se quedó trabajando hasta muy tarde. Ya estaban sonando los
cohetes y empezaban los fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando decidió
marcharse. En su casa lo esperaban para festejar. Hizo una última recorrida por las salas,
viendo si todo quedaba en orden, y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo seguían.
Unos pasos de algodón: se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba detrás.
En la penumbra, lo reconoció. Era un niño que estaba solo. Fernando reconoció su cara ya
marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizá pedían permiso.
menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero
nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida
Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de
un negocio en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es la única tienda que tiene
los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante
mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una
sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que
siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de
Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando
casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba
acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros.
Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona
distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero
resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de
quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a
que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena
Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente.
En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de
fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco
minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había
había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto
ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y
Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué
pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante
que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso
ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y
decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con
fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en
la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente
me interrumpió y me dijo:
Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles,
ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles
diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las
mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los
sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente
en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo
lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de
Auggie.
Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte
de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos
indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera
penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no
una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el
espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie
continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis
—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos
menudos y cautelosos.
Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su
obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido
su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y
A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me
Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y
embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué
sabía yo de escribir cuentos por encargo?
Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y
otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían
hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa
que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría
escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de
Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una
imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas
despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis
existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó
sobre él.
¿
— Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado—. ¿Sólo es eso? Si me invitas
a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te
Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami
una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su
historia.
—Fue en el verano del setenta y dos —dijo—. Una mañana entró un chico y empezó a robar
cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida
un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la
pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente
junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di
cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y
cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la
avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había
caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.
“Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto
con tres o cuatro fotografías. Supongo que podría haber llamado a la poli para que le
arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un
pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de
enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos
estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En otra estaba sentado a los
nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No
tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin
lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me
encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa,
pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy
cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no
hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera
personalmente.
La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y
recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual,
y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente,
encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay
nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy
a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz
de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.
¿
“— Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.“
Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es
ciega.
“—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en
Navidad.
“Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y
corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las
—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad.
“No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o
algo así, no lo sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante
“No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que
parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos
habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer
sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no
notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que
“Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero
basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa
ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que
había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le
conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.“
—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. Siempre supe
“Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa,
así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado,
cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los
dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos
nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos
en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que
me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas
dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de
Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.
“Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón
de seis o siete cámaras. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus
cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un
sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente
nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido
que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas
fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No
parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota
de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera
de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de
la historia.
¿
— Volviste alguna vez? —le pregunté.
—Una sola —contestó. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber
robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de
devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el
—Sí, probablemente.
—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.—Fue una buena obra, Auggie.
—Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.
—La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la
Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se
extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel
momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que
preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me
había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la
—Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos.
Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo
eres?
—Excepto el almuerzo.
Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.
¿Cómo responder a la solicitud de escribir un
cuento de navidad sin caer en la extrema
sensibilidad que representa esta fecha
universalmente? Un día, Paul Auster recibe el
encargo del New York Times de escribir un cuento
navideño. Abrumado por la tarea, decide que la
narración que escriba huirá de la común
sensiblería que impregna esta época. En busca de
inspiración, sale a pasear y acude a Brooklyn
siguiendo a su amigo Auggie Wren, un fotógrafo
que retrata, diariamente, la misma esquina del
barrio y el paso del tiempo. Será él, entonces,
quien ofrezca al autor esta historia, que comienza
con el hallazgo casual de una billetera perdida y
que fue la semilla del guion de la película Smoke
[Wang, 1995]. Conocer el anclaje real del relato
seguramente suma a nuestra lectura.
Los reyes magos, según mis padres
Francisco Rodríguez Criado
Mi padre, que quería hacerse perdonar después de no sé qué lío con su secretaria, nos
invitó a toda la familia, durante las vacaciones de Semana Santa, a hacer un viaje por
Egipto, donde visitamos, entre otras maravillas, las pirámides de Giza, el Valle de los Reyes
y la necrópolis de Dahshur.
Y eso fue un error por su parte, enseñarnos Egipto (mi madre diría que también lo del
dichoso lío con la secretaria), porque allí descubrimos en toda su dimensión a los
impresionantes camellos (llegamos a montar en un par de ellos). Así que después de ver tan
cerca a estos mamíferos, a los cuales, por cierto, ya habíamos estudiado en el cole, me
resultó de lo más sospechoso que mis padres nos alentaran en la noche del 5 de enero a mi
hermana Rosa y a mí a que nos acostáramos pronto en previsión de que el rey Baltasar nos
iba a visitar de madrugada, a lomos de su camello, para dejarnos valiosos regalos traídos
desde Oriente.
A mi hermana, que solo tenía cuatro años, le hizo mucha ilusión la noticia, pero a mis nueve
años ya había cosas que me costaba creer. Así que me dormí sin concederle demasiada
pues. No era relevante quién se iba a encargar de traerlos, y menos aún si venían de
Oriente o de algún centro comercial…Pero no iba a ser tan sencillo: en plena madrugada
unos gritos atronadores que procedían del vestíbulo nos despertaron a mi hermana y a mí.
como el rey Baltasar no dejaban de soltar alaridos, con el consiguiente cabreo del resto de
los vecinos, que subieron muy enfadados hasta nuestro piso para saber qué demonios
estaba ocurriendo.
Y así estuvimos, durante al menos un par de horas, completamente desquiciados, con los
mandarina, el turrón y el vaso de leche que había dejado para ellos en la mesita del salón.
Por otra parte, un agente de Inmigración le preguntó de malos modos al rey Baltasar si
tenía los papeles, y otro del SEPRONA no paraba de pedirle las vacunas del camello y el
¿
chip de identificación. “ O es que se cree que uno puede desplazarse en camello sin tener
Y como todos discutían por detalles nimios, pero nadie se extrañó de que un rey negro
conclusión de que no tenía sentido que yo fuera tan escéptico con las narraciones
familiares. Decidí que a partir de ese momento confiaría más en lo que me contasen mis
padres, pues no eran tan fabuladores como yo había pensado, y de paso me comprometí a
Tanto es así, que durante algún tiempo mi pequeña hermana siguió creyendo que los Reyes
Magos proceden de Oriente, los niños vienen de París, y mi padre y la secretaria tan solo
fiestas, la escuela, etcétera. Ahora soy profesora; estaré corrigiendo los exámenes trimestrales y trabajando
en la obra de Navidad. Vivimos en una casa muy pequeña. El casero cree que solo tengo dos hijos, por los dos
¡
cuartitos, así que, cuando viene, uno de los chicos tiene que desaparecer. Ben ( ya tiene diecinueve años!)
duerme en el garaje.
Keith (diecisiete) duerme en el sofá del salón. Joel tiene uno de los cuartitos, en realidad poco más que un
armario, y yo el otro. Sé que dirás que no te importaría dormir en el suelo, pero resulta que hay un amigo de
Me encantaría verte pero en estas circunstancias sería incómodo para todos. Me alegro de saber de tu nueva
vida.
Con cariño,
Maggie
—Bueno, ¿es una carta rotunda o no? —Maggie la pasó a limpio, la metió en un sobre y la
echó al buzón.
pero por lo visto en la comuna tienen una regla de nada de padres. Me encuentro a Mabel
a veces y es estupenda, pero ahora le gustan las chicas y teme contárselo a su madre. En
Pero Zelda apareció igualmente, seis días después, con una cheflera en un tiesto y tres
libras de salmón ahumado. Mabel fue a buscarla al aeropuerto y la trajo a casa, dijo que la
vería más tarde. Maggie recibió a Zelda fríamente, se la presentó a Joel, que le subió las
Ben, Keith y Jesse estaban jugando al póquer en el garaje. Sonaba Jumpin’ Jack Flash en el
estéreo.
¿
— Qué voy a hacer con ella? ¿Y si se queda para Navidad?
Jesse estiró las piernas con las botas encima de la cama.
¿
— Quieres que me vaya, Maggie? Antes, quiero decir…, porque para Navidad ya me habré
ido.
—No, ni pensarlo. Te dijimos que podías quedarte. A ella fue a quien le dije que no viniera.
Es de armas tomar.
—Lavando los platos. Nos ha caído del cielo una abnegada mamá judía.
—Pero yo quería un criado japonés —aun así Maggie se rio y volvieron adentro.
Zelda era una mujer nueva. Había perdido treinta kilos desde el divorcio, se había puesto
íntimas rasuradas. Zelda desbordaba alegría, abrazaba a todo el mundo y todo era
agasajar a Zelda. Mabel tampoco le hacía mucho caso, ocupada con sus estudios y
arreglando un motor Volkswagen. Aun así Zelda estaba decidida a pasarlo bien, y lo hacía.
tranvía, almorzó en la plaza Jack London. El resto del tiempo lavaba los platos, no solo los
platos sucios, sino todos los platos y sartenes y cacharros de los armarios, cambiaba el forro
de las estanterías. Quitó la escarcha del congelador, planchó. Jesse no la dejaba limpiar el
salón mientras estaba allí escribiendo música, tocando la guitarra. Ella no lo dejaba pisar el
suelo encerado de la cocina. Keith los llamaba «la extraña pareja», pero Maggie reconocía
que la cosa marchaba bien. Había coles rellenas borboteando en la cazuela cuando
llegaba exhausta de la escuela. Zelda preparaba entremeses, compraba queso y vino para
la Hora de la Diversión, que era todas las noches. (Resulta que su marido había sido
Ben hacía bisutería y la vendía en Telegraph Avenue al salir de clase. Luego llegaba a casa
La novia de Keith, Lauren, venía cada noche, normalmente con otras chicas, para conocer a
Jesse, el guapo melenudo desgarbado de Nuevo México. Lee siempre estaba por allí, un
motero chicano vestido de cuero y con cremalleras que repicaban como un trineo ruso. Lee
tocaba la armónica y los bongos, flirteaba con Mabel. No se daba cuenta de que era gay y
ella lo alentaba, por Zelda, mientras por debajo de la mesa se rozaba el muslo con su
amante de pelo crespo, Big Mac. Big Mac cantaba; Mabel y Jesse tocaban la guitarra.
La tía Zelda se reía, estaba exultante, se atragantaba con la marihuana. Keith y Lauren se
sentaban a la mesa del comedor a hacer los deberes, a jugar al ajedrez mientras Maggie
corregía exámenes, leía para las clases del día siguiente, tomando sorbos de Jim Beam que
Joel y sus amigos subían y bajaban a todas horas. Estéreos y radios, televisiones y guitarras
pachinko. Maggie hacía números en los márgenes, preocupada por el dinero y el casero. Se
había gastado todo el sueldo en regalos de Navidad, había vendido sus últimas joyas zunis
para el alquiler. Estaba tensa y cansada y echaba de menos su cama, temía que fuera a
¡
— Demasiado! —dijo Zelda cuando Maggie se sentó a su lado junto al fuego.
Zelda estaba colorada y llorosa, mientras escuchaba a Mabel y Big Mac cantar Lay, Lady,
¡
Lay. Se sonó la nariz—. No quiero volver a casa nunca!
Jesse le sonrió con disimulo a Maggie, que lo miró con los ojos bizcos. Él le pidió que le
aire era fresco, la lluvia silenciosa. La camioneta embragó, reculó para salir de la rampa de
la entrada. Maggie también salió fuera. Paseó con Chata, la perra, por el aparcamiento
vacío de la estación, sin que ninguna de las dos esquivara los charcos. Chata oyó primero la
—Sabías que te recogería. Sube. No, tú no, Chata. Sal de aquí, perra.
interrumpió.
—Exacto —alargó el brazo para sacar una botella de Jim Beam de debajo del asiento, dio
un trago y se la pasó.
—Me asusta cómo bebes, Jesse. Con diecisiete años no tienes edad de ser alcohólico.
—Soy viejo para mi edad. Treinta y cinco tampoco es edad para estar quemada.
¿
— Cómo diablos habéis entrado aquí? —preguntó el camionero que estaba en el de
Jesse y Maggie pasearon de estado en estado. Ella quería encontrar Nueva York; él fue a
Wyoming, a Misisipi. La primera palabra que ella aprendió a deletrear. La enseñó el tío John.
El viento soplaba alrededor del remolque de Nuevo México, pero no se oía nada, solo el
—Mejor que salgáis de aquí —dijo el hombre de Nuevo México. No habían visto el cartel de
Mientras salían con la camioneta, un vigilante enclenque salió de una garita indicándoles
que se detuvieran.
—Bajen de la camioneta —les dijo, pero cuando se bajaron eran los dos tan altos que
¡
tartamudeó—: Vuelvan a subir a la camioneta!
Empezó a hablar por la radio, palpando el revólver con una mano. Jesse arrancó y salió
¡
— Qué movida! —se rio Maggie. Una aventura.
Cuando llegaron a casa todos se habían acostado. Jesse se metió directo en el saco de
dormir junto al fuego, ahora solo rescoldos. Maggie aún tenía que corregir un montón de
Ajetreo navideño. Jesse y Ben vendían bisutería en Telegraph, y les iba bien a pesar de la
lluvia. Maggie y Joel se quedaban hasta tarde en la escuela, ensayando sus respectivas
funciones navideñas. Maggie había escrito una parodia de Cuento de Navidad. Scrooge
La tía Zelda se encargaba de la compra. Por las noches ayudaba a Maggie a preparar
comida y a envolver regalos, charlando de su nueva imagen, de que quizá encontraría una
nueva relación. Maggie guardaba silencio. Zelda suponía que Maggie tenía el corazón roto,
¡
Nunca me olvidaré de cuando vinisteis al bar mitzvá de Marvin. Tan felices! Y tú con aquel
—Y recuerdo que él siempre encendía dos cigarrillos a la vez y te daba uno a ti.
Maggie se rio.
—Eso lo sacó de John Garfield —solo Shelley Berman lo hacía mejor: se olvidaba de darle a
las lágrimas ya desde el villancico de los Ángeles Mensajeros. Jesse y Ben salieron fuera
varias veces para fumar un canuto. Keith y Lauren se levantaban cada poco a hablar con
El momento que causó sensación fue cuando las chicas de cuarto salieron en minifalda y
diademas con astas de reno y bailaron provocativamente al ritmo de «Let’s Get It On» de
Marvin Gaye. Gritos ahogados entre el público. Luego los de quinto cantaron Perdices en
un peral. Ben los hizo reír a todos, pensando en el jaleo que se armaría en su casa de
Russell Street con todos los regalos de que hablaba la canción. Capones, gansos, señores
brincando.
La clase de Joel hizo el último número, y el más bonito. Era muy simple, como un ballet. Él y
otros dos niños se convertían en estatuas mientras hacían una guerra de bolas de nieve. Se
quedaron quietos, congelados, mientras el hombre de nieve, que en realidad era Darryl,
empezaba a derretirse, se volvía más y más pequeño, hasta que el Espíritu de la Navidad los
principio parpadeara con sus ojos castaños hasta encontrar a su familia entre el público.
Cuando el recital acabó, Santa Claus y la directora, la señora Beck, salieron al escenario
entre grandes aplausos. «Alegría para el mundo» sonaba a todo volumen mientras
empezaban a repartir regalos. Camiones de juguete. Muñecas Barbie. Una gran dotación
escenario quedó asediado, sobre todo por chicos adolescentes, pero también por muchos
sangraba. Ben y Jesse subieron de un salto al escenario. Ben recogió a Joel. Jesse le
¡ ¡ ¡
— Estos regalos son solo para nuestros chicos! —chilló—. Solo para los chicos! Atrás,
cabrones!
¿
— Y si vamos a tomar un helado, Maggie? Tú pagas y yo conduzco.
Un abeto fragante, precioso. Maggie estaba relajada. Había vendido la alfombra navaja de
su dormitorio, había comprado más regalos, tenía suficiente dinero para no preocuparse
por un tiempo. Charlaba con Zelda mientras preparaban dátiles rellenos, una tradición
familiar, que luego nadie comía, igual que la cáscara de sandía a la vinagreta en la cena
de Navidad.
Keith y Lauren estaban en la mesa del comedor haciendo guirnaldas de arándanos; los
demás estaban decorando el árbol, discutiendo. Ben y Joel siempre querían poner de todo
en el árbol; a Keith y Maggie les gustaba simple. Jesse no entendía por qué no ponían
Se marchaba al cabo de un par de días, a dedo hasta Nuevo México, por Navidad.
Miau, chilló un gato debajo del árbol cuando lo pisaron. Chata, la perra, rondaba de un
lado a otro, mojada, cruzándose en el camino. Tres artistas callejeros se secaban junto al
fuego, pasaban adornos y bombillas a los demás. En la cocina Mabel y Big Mac estaban
haciendo suspiros de merengue. Unas velas de Cost Plus resplandecían como la tía Zelda.
Maggie se preguntó qué contaría. Zelda no había hecho ningún comentario sobre Mabel.
Llamaron a la puerta. Era Linda, su vecina de al lado, preguntando si podía usar la ducha.
No soportaba meterse en la bañera cuando tenía el periodo. Pues tiene el periodo cada
dos por tres, dijo Jesse. No, creo que solo le gusta pasarse un rato, sobre todo si ve
Mientras se ocupaba de sus abrigos, Lee llegó rugiendo con su Harley, cueros negros
chorreando como un traje de buzo. Maggie presentó a todo el mundo, sentó a los dos
profesores a la mesa.
Zelda entró con una bandeja de pierogi, galletas, turrones, dátiles rellenos. Uno de los
artistas callejeros le pasó a Ian un canuto con una boquilla de marfil grabado.
beba.
—No pretendía colarme en una fiesta —John hablaba raro porque acababa de fumar. Tenía
—Queríamos hablar contigo, Maggie —dijo John. Linda bajó por las escaleras ya duchada,
¡
— Dátiles! Me encantan tus dátiles rellenos, Maggie.
Ian habló, con su voz grave y adulta que siempre irritaba a Maggie, la profesora más mayor
de la escuela.
Suspendió, tanto inglés como español. No voy a cambiar de parecer, si es a eso a lo que
venís.
—Eso es muy tajante, Maggie. ¿Cómo puedes llevar una vida tan disipada y ser una
profesora tan rígida? Se supone que debemos tener en cuenta a cada alumno como
individuo.
¿
— Filosofía? ¿Tres mil pavos al año, un campus precioso, buena hierba para fumar y nada
de deberes? —Keith le dio una patada a Maggie por debajo de la mesa.
—No hay necesidad de ponerse hostil. Hemos venido aquí de buena fe —dijo Ian.
John no apartaba los ojos de sus bonitos pechos sin sujetador. Maggie deseó que no
hubiera tanta comida y bebida y esplendidez general. Linda, radiante, se había apalancado
entre dos artistas, con el albornoz abierto revelando unos muslos rubenescos.
¿
— Cómo has dicho que se llaman? —le preguntó John a Mabel, con el dulce pegajoso entre
los dedos.
—A mí eso me suena místico —soltó Zelda con una carcajada, dándole un codazo a Maggie.
Ian le cogió un cigarrillo a Maggie. A ver si vuelve a fumar y se compra su propio tabaco,
pensó, aunque por lo menos sus compañeros habían perdido interés en los dos suspensos
de Dave Woods, estaban escuchando a Mabel y Big Mac. Lay, Lady, Lay otra vez. Maggie
fue a la cocina, se puso Jim Beam en el ponche. Ben y Lee miraban a Lauren mientras
Casi acierta. Era el casero. Ben y Keith sacaron a alguna gente, pero ya no tenía remedio.
Había visto que alguien estaba viviendo en el garaje, a hippies fumando marihuana.
—Han venido unos amigos a pasar las fiestas —dijo Maggie, pero el casero se quejaba de
¿
— Una pena? Prácticamente todo lo planté yo, llevo dos años arreglándolo. La lluvia lo ha
estropeado.
—Pues haber empezado por ahí. No hace falta que invente patrañas para echarme a mí la
culpa.
—Desde luego puedo basarme en algo más que «patrañas» para romper el contrato de
alquiler.
Maggie suspiró.
Tomó un trago, puso más bourbon en el ponche y volvió al comedor. Se sentó con Ian y
John.
—Siento haber sido tan brusca. Dave es el chico más brillante que tenemos…
Ojalá lo hubieseis tumbado también en Matemáticas y Ciencias. Tal como va, suspenderá
los exámenes de acceso a la universidad. Sabe que puede sacar mejores notas y espero
que reaccione.
¿
— Más ponche? —preguntó Zelda.
—Gracias, no. Mañana hay clase. ¿La obra de Navidad está lista, Maggie?
—No, pero saldrá genial.
Todos se habían ido o se habían trasladado al cuarto de Ben en el garaje. Joel estaba en el
sofá, Jesse en su saco de dormir. Habían apagado las luces pero los dos seguían hablando.
Zelda y Mabel se pusieron a discutir arriba, luego Mabel bajó las escaleras dando
pisotones.
Maggie lavó los platos, guardó la comida y barrió el suelo hasta que paró el llanto,
¡
— Maggie!
Zelda estaba sentada en la cama, ríos de lágrimas resbalaban por la capa brillante de
Elizabeth Arden.
Maggie la abrazó.
¡ ¡
— Mabel! Mi niña! ¿Qué voy a hacer ahora?
Maggie se apartó, fue al cuarto de baño a limpiarse la crema de la cara, humedeció dos
—Anda, déjame ponerte esto en los ojos. Deja de llorar —se sentó en el borde de la cama,
—Pues quizá no. Me parece que no me importaría si uno de mis hijos fuese gay.
En cambio si uno se hiciera policía o hare krishna, creo que me volaría la cabeza.
Maggie le dio las pastillas y un poco de agua, se tomó una también. Mulló las almohadas
de Zelda, apagó la luz. Con el resplandor del cartel de Bekins, Zelda parecía vieja y
asustada.
¿
— Estás bien?
Al bajar, Maggie se dio cuenta de que había olvidado quitarse la ropa o lavarse la cara. La
pudo el cansancio. Sacó mantas del armario, se sirvió un vaso de bourbon, se trepó a la
hamaca, recordó los cigarrillos, volvió a bajar, a meterse, se arropó con las mantas, el vaso
dormir al hombro.
¿
— Adónde vas?
Cuando se marchó, Maggie dejó de llorar, se fumó un cigarrillo, apuró el vaso. La Fedra de
¡
Racine, acto segundo. Se ha ido! Riéndose de sí misma se levantó y se lavó la cara en el
mañana.
Qué demonios, ya es por la mañana. Dos días más de clases. La obra. Navidad. No voy a
poder. Podré, tengo que parar de beber. Qué rápido he vuelto a liarme. Mañana empiezo a
reducir. Jesse se marchará dentro de unos días. Entonces será más fácil. O no. Por la tarde
¡
compraré la radio para Joel, también el libro para Lauren. Zelda se va, gracias a Dios! Mi ¡
cama! Ni siquiera he hablado con Joel desde hace semanas. Soy una madre espantosa.
Tengo que ponerme bien por mis hijos. Dios, soy una calamidad. Esta casa es una
calamidad.
Llenó la copa de vino, fue desplazando la copa y la botella mientras limpiaba el polvo y
lustraba los muebles. Barrió, fregó y enceró los suelos. Joel siguió durmiendo, incluso cuando
retiró el sofá. Salió a tirar la basura bajo la lluvia, arrancó un ramo enorme de la flor de
¿ ¡
— Qué diablos estás haciendo? —gritó Linda—. Son las cuatro de la madrugada!
La ventana volvió a cerrarse de golpe. Maldita sea, hay gente que hasta que no se toma un
café no es persona. Dentro, Maggie arregló las flores en un jarrón de latón. Bueno. Esto ya
tiene otra cara. Enderezó los cuadros, encendió las luces del árbol de Navidad. Ralla un
poco de queso, prepara ahora macarrones con queso, compra la radio y el libro al salir de
la escuela.
¿
— Qué haces limpiando las ventanas? Son las cinco de la mañana, mamá —Keith estaba
—Ah, hola. No podía dormir. Están llenas de hollín por la chimenea. ¿Cómo es que te has
levantado tan temprano?
—Voy de excursión con la clase. Déjame guardar la botella. No podrás ir a trabajar. Basta,
Se llevó la botella arriba. Ella sabía que la escondía en el hueco del falso tabique del
cuarto de baño. Puso a calentar agua para el café, hizo zumo de naranja, preparó
salchichas y torrijas. Ella y Keith no hablaron, leyeron el periódico. Zelda bajó, pálida, con su
dos con un abrazo, justo cuando Mabel llegaba para llevar a su madre al aeropuerto. Las
Aún estaba oscuro cuando Zelda y Mabel se fueron. Maggie se quedó en la calle
temblando mientras las despedía con la mano hasta que perdió de vista el parachoques
donde se leía FUERZA ENTRE HERMANAS, y luego entró a preparar más torrijas para Joel y
Temió chocar con los otros coches y luego empezó a temerse que quizá ni siquiera estaba
resplandecía mágico como el castillo en El mago de Oz. Cabina de teléfono monolítica, luz
blanca. Llamó a la escuela Horizon, les dijo que se le había averiado el coche.
Probablemente debería cancelar también las clases de la tarde. No, el ensayo no; eso
podía ir bien sin ella. No, gracias, llegaría una grúa del seguro en cualquier momento. Bajó
conduciendo por la calle empinada hasta MacArthur, donde ya no había nada de niebla,
bajaran. En el centro se puso detrás del 43 en Telegraph Avenue y lo siguió hasta casa.
Soltó el abrigo y el bolso con los libros al lado de la puerta de la entrada, subió las
escaleras hasta su habitación. Estaba oscuro, las cortinas cerradas. Jesse se había echado
a dormir en su cama.
—Hola, Maggie.
Lucia Berlin escribió cerca de ochenta cuentos
inspirados, principalmente, en su propia vida de
mujer con tres exmaridos y cuatro hijos, consumo
problemático de alcohol y muchos trabajos
distintos en su haber, como enfermera,
recepcionista o docente.
Este cuento que se publicó en su libro Una noche en
el paraíso, un segundo volumen de cuentos luego
de Manual para mujeres de la limpieza. Se estima
que gran parte del contenido de este relato es
autobiográfico, encarnando sus propias
experiencias en el personaje de Maggie. Una
navidad mucho menos romántica que en el resto
de los relatos pero que nos traslada
magistralmente a esa cruda cotidianeidad de los
protagonistas.
Primero de año
Laura Wittner
En varios momentos de la noche
debajo de la almohada
te tocan la mano
o te miran, nomás
cuidándose de no dormir
cinco al seis de enero, como toda criatura ansiosa, yo no las dormía sino que las soportaba
en vela, conteniendo la respiración e intentando escuchar los pasos de los camellos sobre
runrún del ventilador. Ahora ya soy grande, pero cada vez que me despierto con el
ventilador prendido, el corazón me late como si al lado de mis zapatos pudiese haber
regalos.
El olor que recuerdo con más emoción es el de los espirales fuyí para los mosquitos. La
que me protegían de las ronchas matinales. El ventilador y el espiral siguen siendo hoy, para
mí, dos milagros que al mezclarse me evocan la ansiedad infantil del fin de año, de las
También recuerdo con emoción esta canción de la época, a la que el lector argentino le
Los países que tienen la desgracia de pasar diciembre y enero entre bufandas, estornudos y
calefactores, celebran las Fiestas sin ganas, como si el festejo fuese una tortura que hay
que soportar una vez cada doce meses. Como los chequeos médicos, las declaraciones
En algunas partes de España, por ejemplo en la que vivo yo, ni siquiera existe Papá Noel. Lo
que hacen es conseguir un tronco de madera, lo tapan con una frazada y le pegan con un
palo hasta que «caga» regalos. El ser sobrenatural no viene del Polo ni tiene barba ni es
d'ametlles i pinyó
i si no cagues bé,
y si no cagás regalos,
A pesar de esta tradición violenta, en las Fiestas del hemisferio norte los petardos suenan
más despacio, los parientes más iracundos nunca llegan a las manos, los regalos de
Melchor son más caros pero menos valiosos, en las mesas no hay piononos ni mucho menos
salpicón de pollo, y los chicos se congelan como estalactitas antes de que llegue el ser
Mientras escribo esto es un jueves de diciembre, tengo treinta y cinco años y hace frío. Sin
embargo, pasé mis primeros veintinueve diciembres con calor, en patas o en chancletas y
abriendo la heladera cada dos minutos para buscar los cubitos. Ahora hace seis diciembres
consecutivos que canto el «caga tió » al lado de una estufa, como un viejo choto o un
del fin de año. Ni tampoco a lo que llega después, que es todavía más ridículo: el carnaval
en invierno. Las mascaritas con campera. El rey momo pidiendo a gritos que lo quemen.
Las películas y las series de la televisión, que casi siempre vienen desde Norteamérica, nos
acostumbraron a convivir —visualmente— con las navidades blancas del hemisferio norte,
con los gorros de lana que usaba Michael Landon cuando le construía los trineos de madera
a sus tres hijas, con las compras de último momento en la helada Nueva York, donde el
Es decir, los habitantes del cono sur entendemos con ojos de videotape la vulgaridad que
representa pasar la navidad con frío. Pero no la podemos entender con el cuerpo. Y, lo que
es lo mismo y hasta más grave, no la podemos soportar cuando se nos acerca, blanca y
Lo más preocupante de las culturas frías es que no se puede sacar la mesa al patio para
ver llegar el nuevo año. Y eso genera que las conversaciones sean tediosas, programadas y
prolijitas. No sé por qué ocurre esto, pero el español, cuando está bajo techo, tiende a
construir sobremesas sin gracia. En cambio cuando lo alumbra la luna, las estrellas y los
faroles del jardín, se da el lujo de ser más natural, de tirarse pedos sin disimulo y de cortejar
En España, a las doce de la noche del 31 de diciembre, todos los televisores de todas las
casas están encendidos; eso es lo que se llama empezar mal el año. Generalmente en la
tele se ven a unos personajes conocidos, con abrigos hasta el cuello, en una plaza pública
donde hay un edificio con un reloj enorme. Cada año, el pueblo ibérico tiene por costumbre
comer una uva por cada campanada que suena en la televisión, hasta engullir exactamente
una docena en doce segundos. Esto les parece a todos muy divertido, porque fingen
población civil que no hay que confundir los cuartos con las campanadas. Lo explican de
esta manera:
«
PRESENTADOR: — Un repiqueteo intenso acompaña el descenso de la bola; a continuación
comienzan los cuatro cuartos, que no es el momento en que ustedes se toman las uvas; e
noche del 31 de diciembre. Me imagino que alguna misa, o una película donde Jesús es
hermoso y tiene los ojos parecidos a Robert Powell. La gente normal está en el patio,
peleándose con los mosquitos y los cascarudos. Yo creo que la presencia cercana de
insectos nos ayuda mucho a liberarnos de los códigos y los reglamentos. No es lo mismo
conversar cuando el animal más cercano es un locutor de televisión, que charlar mientras
artilugios ingenuos contra los mosquitos. Tampoco suena la sirena de los bomberos a las
doce en punto del nuevo año, ni se ilumina el cielo con fuegos artificiales caseros y
mortíferos, ni un vecino saca el revólver y tira balazos al aire, ni otro vecino muere al
instante por culpa de una bala perdida, ni se cae tu suegro borracho a la pileta, ni las
mujeres se pasan la tarde cortando frutas para la ensalada, ni las amigas de tu hermana se
aparecen a la una y media para ir a bailar, semidesnudas y alegres, ni te llama por teléfono
a las doce en punto un pariente emigrado desde España, para decirte que allí ya son las
cinco de la madrugada, que todos duermen y que en las calles desiertas hay dos grados
bajo cero.
Ahora, que el pariente estúpido que llama soy yo mismo, esas comunicaciones telefónicas
me revuelven el estómago.
trivial y del cómo la están pasando, detrás de las enhorabuenas y de los deseos recíprocos,
escucho siempre esos gritos veraniegos, los estruendos y los petardos, a los chicos que
gritan o se zambullen, las sirenas y la música de fondo. A veces, si pego bien la oreja al
auricular, también escucho mi voz, mi propia voz de los veinticinco años, mi voz antigua allá
a lo lejos, que arrastra las erres, y que está conversando con mi cuñado al lado de la
parrilla.
Los relatos de Hernán Casciari comparten una
estructura regular: todo parece partir de una
anécdota, de una vivencia del propio autor que crea
la ilusión de ser el narrador protagonista de los
hechos. Introduce, entonces, elementos de la
realidad y así construye el escenario propicio para la
ficción. En eso consiste la magia.
Más allá de la intención del escritor, debemos
recordar que nunca autor y narrador son lo mismo.
Es decir, no debemos olvidar que se trata de una
ficción y, por lo tanto, la voz narradora es una
construcción hecha con palabras y producto de la
imaginación. El pacto ficcional nos permite creer y
disfrutar la realidad del relato mientras este dure.
Por lo tanto, intentar investigar cuál es la correlación
de los hechos con la realidad nos llevaría a romper el
hechizo. Pero ¿cómo resistirse con Casciari?
Los zapatos vacíos
Reinaldo Arenas
¡Caramba! ¿Cuándo sucedió?, quien sabe... Antes; sin fecha exacta; todo era tan parecido
que realmente costaba trabajo distinguir un mes de otro, ¡ah! pero enero era diferente.
Sabe usted, enero es el mes de los úpitos y de las campanillas, pero hay algo más, es el mes
Ya la yerba estaba amontonada junto a la ventana y los zapatos, un poco apenados por los
por el sereno.
«Vienen cuando estés dormido.» —Me había dicho mi primo en voz confidencial.—
«Y depositan los regalos sobre los zapatos». Cuando esté dormido, ¡pero no podía
dormirme!, afuera sentía el silbido de los grillos y me pareció escuchar pasos, pero no, no
eran ellos.
Dormir. Debía dormir, pero ¿cómo lograrlo?, los zapatos estaban allí, sobre el borde de la
ventana, aguardando.
Debía pensar en otra cosa para poder dormir. Sí, pensar en otra cosa: «...Mañana hay que
cortar los piñones y llenar el tanque de agua, luego iré hasta el arroyo y traeré una maceta
» «No debí haber roto el nido, tenía dos pichones sin plumas que me
de mamoncillos...
Desperté. Era tan temprano que apenas si entraba la claridad por la ventana, casi a tientas
¡
caminé hasta ella. Cuántas sorpresas, pensé, me estarían aguardando...! pero no. Toqué el
Entonces llegó mi madre y me besó callada, pasó sus manos cansadas de fregar, por mis
zapatos, «Ven», me dijo luego en voz baja, «ya está hecho el café». Luego salí
empapándome en el rocío, debía cortar los piñones.
Afuera todo era tan bello. Tantas campanillas, tantas, que se podía caminar sobre ellas sin
pisar la tierra; tantas flores de úpitos en el suelo, tantas, que tapaban los huecos de mis
zapatos...
En 1963 la Biblioteca Nacional de Cuba convocó
a un concurso de narración oral. Para
presentarse, el escritor cubano Reinaldo Arenas
inventó el relato titulado “Los zapatos vacíos”.
Los jurados quedaron impresionados, según
cuenta el autor en sus memorias, no por su
manera de contar sino por el cuento mismo, lo
que motivó que lo contacten para ofrecerle un
cargo en la Biblioteca.
Comprendiendo este origen, entendemos la
elección de la primera persona. La anécdota,
dotada de espesor gracias a los recursos
literarios utilizados, presenta al autor en su
infancia humilde pero con amor: una dupla que,
como vimos, es recurrente en los relatos
navideños.
Era la vida
Leila Guerriero
Debería, por ejemplo, empezar por viajar más, por viajar menos, por no viajar en absoluto.
Debería hacer las paces con mi padre, debería depender menos de mi padre, debería ver a
mi padre más seguido. Debería salir de esta casa en la que paso tanto tiempo sola, debería
quedarme en casa y no salir a aturdirme con gente que no me importa en absoluto. Debería
terminar mi novela. Debería renunciar a este trabajo que detesto. Debería ir a bailar antes
de ser el más viejo de la discoteca. Debería divorciarme. Debería empezar a usar toda esa
ropa que hace años que no uso. Debería ir a recitales. Debería invitarla a cenar, invitarlo a
un bar, decirles que soy gay. Debería parar con la cocaína. Debería probar alguna vez un
trago, debería beber menos, debería dejar de beber. Debería aprender a tocar la guitarra.
Debería ir a África mientras todavía puedo caminar. Debería cambiar de analista, conseguir
paracaídas, tomar un curso de buceo, poner un hotel en la montaña, un bar en una playa
de Brasil. Ir más despacio, ponerme en marcha, no mirar atrás. A fin de año, más que nunca,
la vida no es la vida sino una patética declamación de buenas intenciones, una renovación
del permiso de postergarlo todo, una fe idiota en que nunca será demasiado tarde para
nada. “Toda la inmortalidad que puedes desear está presente / aquí y ahora”, escribió el
poeta chileno Gonzalo Millán en Veneno de escorpión azul, su diario de vida y de muerte, y
esa bestia terrible de la poesía, la uruguaya Idea Vilariño, dijo, mejor que nadie, peor que
nunca: “Alguno de estos días / se acabarán las bromas y todo eso / esa farsa / esa