La Letra Escarlata
La Letra Escarlata
La Letra Escarlata
Letra Escarlata
Por
Nathaniel Hawthorne
I. LA PUERTA DE LA PRISIÓN
III. EL RECONOCIMIENTO
IV. LA ENTREVISTA
V. HESTER BORDANDO
VI. PEARL
Hasta ahora apenas hemos hablado de la niña, esa pequeña criatura cuya
inocente vida había brotado por algún inescrutable designio de la Providencia,
como una flor hermosa e inmortal, de la fértil exuberancia de una pasión
culpable. ¡Qué extraño le parecía esto a la triste madre, cuando observaba
cómo crecía y contemplaba su belleza, que de día en día se hacía más
luminosa, y su inteligencia, que esparcía su temblorosa luz sobre las pequeñas
facciones de la criatura! ¡Su Perla! Pues así la llamaba, aunque no porque el
nombre recordara su figura, que nada tenía que ver con el quieto, blanco y
desapasionado Oriente que podría invitar a hacer la comparación. Le puso el
nombre de Pearl por ser grande su precio, adquirida con todo lo que tenía, el
único tesoro de su madre. ¡Qué extraño, en realidad!
Los hombres habían marcado el pecado de esta mujer con una letra
escarlata que era de una potencia y eficacia tan desastrosas, que no había
compasión humana que pudiera alcanzarla, a menos de ser pecaminosa como
ella. ¡Dios, como consecuencia directa de este pecado que el hombre así
castigaba, le había dado una hermosa niña cuyo lugar estaba también allí, en
ese mismo seno deshonrado, para relacionar a su madre para siempre con la
raza y descendencia de los mortales, y para llegar a ser finalmente un alma
bendita en el cielo! Sin embargo, estos pensamientos llenaban a Hester Prynne
más de recelo que de esperanza. Sabía que su acción había sido mala; no podía
creer, por lo tanto, que su resultado fuera bueno. Día tras día observaba con
temor cómo iba creciendo la niña; siempre temía descubrir en ella alguna
oscura y extravagante peculiaridad que correspondiera a la culpa que
encarnaba.
No tenía ningún defecto físico. Por su forma perfecta, su vigor y su gracia
natural al ejercitar cada nuevo movimiento, la criatura merecía haber nacido
en el Paraíso; merecía que la hubieran dejado allí, para ser juguete de los
ángeles, después de que los primeros padres fueron expulsados. La niña tenía
esa gracia natural que no coexiste necesariamente con la belleza intachable; su
vestimenta, por más simple que fuera, siempre impresionaba al espectador
como si fuera precisamente lo que le sentaba mejor. Pero la pequeña Pearl no
vestía rústicos lutos. Su madre, con un morboso propósito que podrá
comprenderse mejor más adelante, había comprado los géneros más ricos que
podían conseguirse y daba a sus facultades imaginativas plena libertad en el
arreglo y ornamento de los vestidos que llevaba en público la niña. Tan
magnífica era la pequeña Pearl, brillando a través de suntuosos ropajes que
habrían apagado una belleza más débil, que realmente había como un círculo
de luminosidad a su alrededor en el oscuro suelo de la cabaña. Y, sin embargo,
un traje tosco, roto y sucio por el juego violento de la niña, componía un
cuadro de ella tan perfecto como el otro. El aspecto de Pearl estaba imbuido de
un hechizo de variedades infinitas; en esta niña única había muchos niños,
incluyendo toda la gama existente entre la belleza de florecilla silvestre de una
pequeña aldeana y la pompa, en miniatura, de una princesita. Sin embargo, a
través de todo esto había un rasgo de pasión, cierta profundidad de matiz que
ella nunca perdía; y si, en alguno de sus múltiples cambios, se hubiese
debilitado, habría dejado de ser ella misma, ya no habría sido Pearl.
Esta mutabilidad exterior era la manifestación, aunque apenas la
expresaba, de la riqueza de su vida interior. Su naturaleza parecía tener
profundidad además de variedad; pero —a menos que los temores de Hester la
engañaran— carecía de referencias para adaptarse al mundo en que había
nacido. La niña no se amoldaba a ninguna regla. Al darle la vida se había roto
una ley importante, y el resultado era un ser cuyos elementos eran quizá
hermosos y brillantes, pero desordenados; o con un orden peculiar, entre los
que era difícil o imposible descubrir un rasgo que los compaginara. Hester
sólo podía comprender el carácter de la niña —e incluso aquí de la manera
más vaga e imperfecta— recordando lo que ella misma había sido durante
aquel importantísimo período en que Pearl estaba nutriendo su alma con
elementos del mundo espiritual y su cuerpo con su materia orgánica. El estado
de pasión de la madre había sido el medio a través del cual fueron transmitidos
a la criatura nonata los rasgos de su vida moral; pero éstos, por más blancos y
puros que fueran originariamente, habían tomado las profundas manchas de
carmín y oro, el ardiente brillo, las sombras oscuras y la excesiva luz del
estado de pasión. Las luchas del espíritu de Hester, en aquella época, se
perpetuaban en Pearl. Le era fácil reconocer en ella su impetuosidad, su
desesperación, sus actitudes desafiantes, su genio caprichoso, e incluso las
nubes de melancolía y desaliento que habían ensombrecido su corazón. Ahora
su carácter se hallaba iluminado por el resplandor matutino del genio infantil,
pero más tarde, durante el transcurso de la jornada de la existencia terrestre,
sin duda podría llegar a ser fecundo en tormentas. En aquellos tiempos, la
disciplina familiar era mucho más rígida que ahora. Los reproches, las duras
reprimendas, la frecuencia en propinar azotes apoyándose en la autoridad de
las Escrituras se usaban no simplemente como castigo por ofensas presentes,
sino como un régimen saludable para el desarrollo y promoción de las virtudes
infantiles. Hester Prynne, sin embargo, madre solitaria de esta única hija,
corría poco riesgo de caer en severidades inmerecidas. Consciente, no
obstante, de sus propios errores y desgracias, muy pronto trató de imponer un
tierno pero estricto control sobre el alma inmortal de la criatura a su cargo.
Pero la tarea fue superior a sus fuerzas. Después de probar con sonrisas y
regaños, y comprobando que ninguno de los dos métodos le daba mayor
resultado, Hester se vio obligada a apartarse y permitir que la niña se dejara
llevar por sus propios impulsos. El sujetarla o apremiarla físicamente daba
resultado, por supuesto, mientras duraba el castigo. Pero en lo que respecta a
todo otro tipo de disciplina, ya sea dirigida a su mente o a su corazón, la
pequeña Pearl podía o no acogerla según el capricho que la dominaba en aquel
momento. Su madre, mientras Pearl era aún pequeñita, se acostumbró a
reconocer cierta mirada que le advertía que era vano tratar de persuadir,
insistir o rogar. Era una mirada tan inteligente y, sin embargo, tan inexplicable,
tan petulante y a veces tan maliciosa, aunque generalmente acompañada por
un despliegue de dislocada energía, que Hester no podía evitar preguntarse en
esos momentos si Pearl sería una criatura humana. Más parecía un hada fugaz
que, luego de realizar sus fantásticas piruetas por unos instantes en la puerta de
la cabaña, se esfumaría con una sonrisa burlona. Siempre que esa mirada se
asomaba a sus ojos brillantes y maliciosos, de un negro profundo, la rodeaba
de una extraña lejanía e impalpabilidad, como si estuviera revoloteando en el
aire y pudiera desaparecer cual tenue luz vacilante que no sabemos de dónde
llega ni tampoco adónde va. Al verla así, Hester se sentía obligada a correr tras
la niña —a perseguir a su pequeña hada en la fuga que invariablemente
emprendía o a cogerla en su regazo, estrechándola con fuerza y cubriéndola de
besos—, no sólo por efecto de su amor desbordante, sino para asegurarse de
que Pearl era de carne y hueso, no un ser ilusorio. Pero la risa de Pearl cuando
la cogía, aunque llena de música y alegría, hacía dudar más aún a su madre.
Descorazonada ante estos asombrosos y engañosos trances que a menudo
se interponían entre ella y su único tesoro que tan caro le había costado y que
constituía todo su mundo, Hester solía verter lágrimas desesperadas. Entonces,
quizá —pues nunca sabía cómo esto le afectaría—, Pearl fruncía el ceño,
cerraba sus pequeños puños y endurecía sus diminutas facciones,
componiendo su rostro en un gesto áspero, de desagrado, sin compasión. A
menudo reía nuevamente, y con más fuerza que antes, como alguien incapaz
de tristezas que la inteligencia humana pudiera comprender. O —pero esto rara
vez sucedía— era presa de convulsiones de dolor, sollozaba su amor por su
madre con palabras entrecortadas y parecía decidida a romper su corazón para
probar que lo tenía. Pero Hester casi no podía confiar en aquella impetuosa
ternura, pues pasaba con la misma rapidez que había llegado. Meditando sobre
todas estas cosas, la madre se sentía como alguien que ha evocado un espíritu
pero que, por alguna falla en el proceso de la conjura, no logra formular la
palabra clave para controlar esta nueva e incomprensible existencia. Su
verdadero alivio era cuando la niña yacía plácidamente dormida. Entonces se
sentía segura de ella, y disfrutaba de largas horas tranquilas, tristes y, sin
embargo, deliciosamente felices; hasta que —quizá con esa maliciosa
expresión brillando bajo sus párpados entreabiertos— la pequeña Pearl
despertaba.
¡Qué pronto —con una rapidez realmente extraña— llegó Pearl a la edad
en que fue capaz de una relación más allá de la sonrisa siempre atenta de su
madre y sus palabras sin sentido! ¡Y qué feliz habría sido Hester Prynne de
poder oír su voz, clara como el trino de un pajarillo, mezclarse con el griterío
de otras voces infantiles, y poder distinguir las entonaciones de su propia
pequeñuela en medio de los confusos gritos de un grupo de niños jugando!
Pero esto no podía ser. Pearl nació proscrita del mundo infantil. Un
duendecillo del mal, emblema y producto del pecado, no tenía derecho a estar
entre los niños bautizados. Nada era más sorprendente que el instinto con que
la niña captaba su soledad, ese destino que había trazado un círculo inviolable
a su derredor, su extraña posición respecto a los demás niños. Nunca, desde
que salió de la prisión, había Hester Prynne hecho frente a las miradas de la
gente sin Pearl. En todas sus caminatas por el pueblo, la niña iba siempre con
ella; al principio como un lactante en sus brazos y más tarde como la niña
pequeña, compañera de su madre, cogiendo su dedo índice con toda la manita
y caminando a su lado, dando dos o tres saltitos por cada paso de Hester. Ella
veía a los niños del poblado en los bordes de pasto de las calles o en los
umbrales de sus casas, jugando sombríos juegos de acuerdo con su mentalidad
puritana. Quizá jugaban a que iban a la iglesia, o a que azotaban a los
cuáqueros, o a quitar el cuero cabelludo a los indios en fingidas batallas, o
bien se asustaban unos a otros con monstruos, imitando brujerías. Pearl los
observaba con gran atención, pero nunca trató de hacer amistad con ellos. Si le
hablaban, ella no les contestaba. Si los niños la rodeaban, como a veces lo
hacían, Pearl se ponía frenética de ira y cogía piedras para tirárselas, con gritos
agudos e incoherentes que hacían temblar a su madre, porque sonaban a
anatemas de brujas en un lenguaje desconocido.
La verdad era que estos pequeños puritanos pertenecientes a la generación
más intolerante que jamás haya pisado la tierra tenían una vaga idea de que
había algo raro, extraterrenal o distinto a lo acostumbrado, en la madre y la
hija; y por ello las despreciaban interiormente y con frecuencia las insultaban.
Pearl captaba estos sentimientos y los correspondía con el odio más amargo
que pueda suponerse sea capaz de albergar una niña. Estos exabruptos de
terrible mal genio tenían un valor, e incluso eran un consuelo para su madre,
porque había por lo menos una intensidad comprensible en el sentimiento que
los impulsaba, en vez de los inciertos caprichos de su hija. La aterraba, sin
embargo, discernir en esto, de nuevo, un reflejo del mal que había existido en
ella. Toda esta hostilidad y pasión que Pearl heredara de ella, por un derecho
inalienable, venía directamente del corazón de Hester. Madre e hija estaban
juntas en el mismo círculo de aislamiento de la sociedad humana, y en la
naturaleza de la niña parecían perpetuarse esos elementos turbadores que
habían inquietado a Hester Prynne antes del nacimiento de Pearl, pero que
desde entonces empezaron a suavizarse gracias a las tranquilizadoras
influencias de la maternidad. En casa, dentro y alrededor de la cabaña de su
madre, a Pearl no le faltaba un amplio círculo de relaciones. El soplo de la
magia de la vida manaba de su espíritu siempre creativo, y se comunicaba con
mil objetos como una antorcha enciende una llama donde sea que la apliquen.
Las cosas más insospechadas, un palo, un montón de trapos, una flor, eran los
títeres de la magia de Pearl, y, sin sufrir ningún cambio exterior, se adaptaba
espiritualmente a cualquier acción dramática que ocupara el escenario de su
mundo interno. Su voz infantil le servía para hablar con innumerables
personajes imaginarios, viejos y jóvenes. Los pinos, viejos, negros y solemnes,
exhalando quejas y otros melancólicos sonidos producidos por la brisa, no
necesitaban muchas transformaciones para convertirse en dignatarios
puritanos; las hierbas más feas de su jardín eran sus hijos, a quienes Pearl
aplastaba y arrancaba sin compasión. Era maravillosa la gran variedad de
formas que creaba su intelecto, sin ninguna continuidad, pero saltando y
bailando siempre en un estado de actividad sobrenatural —cayendo a menudo
como agotada por tan afiebrado y tumultuoso fluir de vida—, y seguido por
otras formas similares de extraordinaria y salvaje energía. A nada se parecía
tanto como a los fantasmagóricos fuegos de la aurora boreal. En el ejercicio de
la fantasía, sin embargo, y en el retozo de una mente en desarrollo, poco había
que no pudiera observarse en otros niños inteligentes, excepto que, debido a la
ausencia de compañeros de juegos, estaba más obligada a arreglárselas con las
multitudes imaginarias que ella misma creaba. Lo singular era la hostilidad
con que la niña trataba a estos engendros de su propio corazón y su propia
inteligencia. Nunca creaba un amigo; más bien parecía estar siempre abriendo
los dientes del dragón, de donde emergían tropeles de enemigos armados
contra los que se apresuraba a batallar. Era terriblemente triste —¡y, cuán
profundo sería el dolor de su madre, que sentía en su propio corazón el
motivo!— observar, en alguien tan joven, este constante reconocimiento de la
adversidad del mundo y el intenso entrenamiento de las energías que
necesitaría para defender su causa en las adversidades con las que sin duda
tendría que enfrentarse. Mirando a Pearl, Hester Prynne a menudo abandonaba
su trabajo y gemía con un dolor que bien le habría gustado esconder, pero que
salía por sí solo más como un gemido que como palabras. «¡Oh Padre que
estás en los Cielos, si todavía eres mi Padre! ¿Qué es este ser que he traído al
mundo?». Y Pearl, al oír la exclamación, o consciente por algún medio más
sutil de esos espasmos de angustia, giraba su rostro, tan bello y vivaz, para
mirarla, le sonreía con malicia de duende y seguía jugando.
Queda aún por relatar una peculiaridad de la conducta de la niña. Lo
primero que ésta había notado en su vida era… ¿Qué era? No la sonrisa de su
madre, a la cual poder corresponder como otros niños con un leve embrión de
sonrisa de su boquita, tan difícilmente recordada después, al discutirse
tiernamente sobre si era en realidad una sonrisa. ¡De ninguna manera! El
primer objeto que pareció notar Pearl fue, ¿para qué decirlo?, la letra escarlata
en el pecho de Hester. Un día, al inclinarse su madre sobre la cuna, los ojos de
la niña fueron atraídos por el brillo del bordado de oro de la letra; y,
adelantando su manita, lo cogió, sonriendo confiada, con un gesto decidido
que confirió a su rostro una expresión de niña mucho mayor. Entonces,
faltándole la respiración, Hester Prynne cogió la prenda fatal tratando de
arrancársela por ser tan infinita la tortura que le producía el roce comprensivo
e inteligente de las manitas de Pearl. Como si el gesto angustioso de su madre
no tuviera otro fin que el de divertirla, la pequeña Pearl la miró fijamente a los
ojos y sonrió. Desde aquel momento, fuera de cuando la niña estaba dormida,
Hester nunca tuvo un minuto de paz, ni un solo momento para poder
disfrutarlo tranquilamente. Semanas enteras, es cierto, pasaban a veces sin que
la mirada de Pearl se fijara en la letra escarlata; pero de pronto aparecía
nuevamente, como el golpe de una muerte repentina, y siempre con esa
curiosa sonrisa y la extraña expresión de sus ojos.
Una vez, esta expresión fantástica y caprichosa apareció en los ojos de la
niña cuando Hester estaba mirando su propio reflejo en ellos, como tanto les
gusta hacer a las madres; y de pronto —pues las mujeres solitarias y con
corazones perturbados son presa a menudo de fantasías— le pareció que no
veía su propio retrato en miniatura, sino otro rostro, en el pequeño espejo
negro de los ojos de Pearl. Era un rostro diabólico, lleno de burlona maldad y,
sin embargo, muy parecido a un rostro que conocía mucho pero que rara vez
sonreía, y nunca con expresión de malignidad. Era como si un espíritu maligno
poseyera a la niña, y que recién entonces se hubiera asomado a sus ojos para
burlarse de ella. En muchas otras ocasiones tuvo Hester, aunque con menos
claridad, la misma fantasía.
Un día de verano por la tarde, cuando Pearl ya había crecido
suficientemente para corretear sola, se entretuvo cogiendo manojos de flores
silvestres y tirándolas una por una al pecho de su madre; luego saltaba y
brincaba como un diablillo cada vez que tocaba la letra escarlata. La primera
reacción de Hester fue la de cubrirse el pecho con las manos entrelazadas.
Pero, ya sea por orgullo o por resignación, o porque pensaba que cumpliría
mejor su penitencia sufriendo esta indecible tortura, resistió el impulso y
permaneció sentada muy derecha, pálida como la muerte, mirando tristemente
los ojillos caprichosos de Pearl. Mientras continuaba la embestida de las
flores, casi invariablemente fallando el blanco, iba cubriendo todo el pecho de
su madre de heridas para las que era imposible encontrar un bálsamo en este
mundo, ni tampoco sabía ella cómo buscarlo en el otro. Al final, cuando agotó
sus proyectiles, la niña se quedó quieta observando a su madre con cara de
burlón diablillo, atisbando —aunque no atisbara, su madre se lo imaginaba así
— desde los insondables abismos de sus ojos negros.
—Niña, tú, ¿qué eres? —gritó la madre.
—¡Soy tu pequeña Pearl! —contestó la niña.
Pero, al decirlo, Pearl rio y se puso a bailar de un lado para otro con los
graciosos ademanes de un diablillo cuyo próximo capricho podría ser huir
volando por el hoyo de la chimenea.
—¿Eres mi hija? ¿De veras? —preguntó Hester.
No era una pregunta hecha al azar, sino, en aquel momento, con auténtica
preocupación; pues era tal la maravillosa inteligencia de Pearl, que su madre
casi sospechaba que estuviera al tanto de la secreta magia de su existencia y
fuera capaz de revelarla en ese momento.
—¡Sí: yo soy tu pequeña Pearl! —repetía la niña, continuando sus
travesuras.
—¡Tú no eres mi niña! ¡Tú no eres mi Pearl! —dijo la madre un poco en
broma, porque a menudo le sucedía que un impulso juguetón se apoderaba de
ella en medio de sus sufrimientos más intensos—. Dime, entonces, ¿quién eres
y quién te mandó aquí?
—¡Dímelo tú, madre! —dijo la niña, muy seria, acercándose a Hester y
estrechándose contra sus rodillas—. Dímelo tú a mí.
—¡Tu Padre celestial te mandó! —contestó Hester Prynne.
Pero lo dijo con una vacilación que no escapó a la agudeza de la niña. Ya
sea debido a su carácter extravagante y antojadizo o porque algún espíritu
maligno la impulsara, Pearl estiró su pequeño índice y tocó la letra escarlata.
—¡Él no me mandó! —gritó con decisión—. ¡Yo no tengo un Padre
celestial!
—¡Calla, Pearl, calla! ¡No debes hablar así! —contestó la madre
reprimiendo un gemido—. Él nos mandó a todos a este mundo. Él me mandó
incluso a mí, a tu madre. Entonces, con más razón a ti. Si no, extraña criatura
hechizada, ¿de dónde has venido?
—¡Dímelo! ¡Dímelo! —repetía Pearl, ya no con seriedad, sino riendo,
mientras brincaba por la habitación—. ¡Eres tú quien tiene que decírmelo!
Pero Hester no podía resolver la incógnita, ya que ella misma estaba
sumergida en un terrible laberinto de dudas. Recordaba, entre sonriente y
horrorizada, las murmuraciones de los vecinos del pueblo tratando
infructuosamente de descubrir la paternidad de la niña, y que, al observar
alguna de sus extrañas cualidades, habían hecho correr el rumor de que la
pequeña Pearl era hija del demonio; como, desde los viejos tiempos del
catolicismo, a veces se veían por el mundo el fruto de los pecados de una
madre destinado a cumplir algún oscuro y malvado propósito. Lutero, según
las escandalizadas murmuraciones de los monjes enemigos, era una criatura de
esa raza. Pero Pearl no era el único niño al que los puritanos de Nueva
Inglaterra atribuían este desgraciado origen.
IX. EL GALENO
X. EL GALENO Y EL PACIENTE
XII. LA VIGILIA
En la última entrevista, por cierto muy singular, que tuvo Hester con
Arthur Dimmesdale, ella quedó muy impresionada por el estado de salud del
clérigo. Su vitalidad parecía estar completamente agotada. Su energía,
reducida hasta ser, en su estado de debilidad, inferior a la de un niño, daba la
impresión de arrastrarse por el suelo, aun cuando sus facultades mentales
mantenían su vigor de antaño, o quizá habían adquirido una potencia morbosa
que sólo podía ser producto de su enfermedad. Conociendo ella una serie de
circunstancias que los demás ignoraban, podía fácilmente darse cuenta de que,
fuera de la legítima actividad de su propia conciencia, una terrible maquinaria
se había puesto en marcha y estaba funcionando en contra del bienestar y la
tranquilidad del joven Dimmesdale. Sabiendo lo que antes había sido este
pobre hombre, su alma entera se conmovió ante el terror con que había
acudido a ella, la mujer repudiada, para que lo apoyara y ayudara en su lucha
contra el enemigo descubierto por su instinto. Hester comprendió entonces que
él no sólo merecía, sino que tenía derecho a que ella lo ayudara en todo lo que
fuera posible. Debido a su prolongado aislamiento, estaba muy poco
acostumbrada a medir sus ideas sobre el bien y el mal con cualquier patrón
fuera del suyo propio, y Hester vio, o creyó ver, que tenía una gran
responsabilidad frente al pastor, responsabilidad que no tenía ante ninguna otra
persona, ni tampoco ante el resto del mundo. Los lazos que otrora la unían al
resto de la humanidad habían sido rotos, y esta ruptura era, a su vez, el lazo de
hierro del crimen cometido en común, que ni él ni ella podían romper. Como
todas las demás ataduras, traía consigo muchas obligaciones.
Hester Prynne ya no tenía en la sociedad del poblado la misma situación
que conocimos durante los primeros tiempos de su repudio. Los años llegaron
y pasaron. Pearl tenía ahora siete años. Su madre, con la letra escarlata en el
pecho y el fantástico bordado siempre reluciente, era desde hacía mucho
tiempo un personaje familiar para la gente del pueblo. Como suele suceder
cuando una persona ocupa cualquier lugar prominente en una comunidad y no
interfiere con los intereses y conveniencias públicas o privadas, una especie de
respeto general rodeaba últimamente a Hester Prynne. Una de las cualidades
que tiene la naturaleza a su favor es que, a menos que entre en juego su
egoísmo, ama más fácilmente que odia. El odio, por un proceso lento y
gradual, puede incluso llegar a convertirse en amor a menos que este cambio
se frustre por una irritación continua del primitivo sentimiento de hostilidad.
En el caso de Hester Prynne no había hostilidad ni fastidio. Nunca luchó
contra la gente, más bien se sometió a sus peores abusos; nunca exigió nada en
compensación por sus sufrimientos; nunca contó con su compasión ni
simpatía. Y también la pureza sin mancha de su vida durante todos los años
que permaneció alejada de todos, purgando su pecado, añadió puntos que
contaron mucho a su favor. Sin tener ya nada que perder ante los ojos del
mundo y sin ninguna esperanza ni deseo, al menos aparentemente, de obtener
nada, sólo podía atribuírsele un verdadero respeto y amor por la virtud, que
había devuelto a la pobre vagabunda a la senda del bien.
Era también evidente que, a pesar de que Hester nunca pretendió participar
en absoluto de los privilegios de este mundo, como no fuera respirar el aire
que a todos nos rodea y ganar el pan de cada día para la pequeña Pearl y para
ella con el honrado trabajo de sus manos, no vacilaba en reconocer su
hermandad con los seres humanos, cuando podía ayudar a alguien. Nadie era
tan pronto como ella para dar de su escaso peculio a fin de ayudar a los pobres
en sus necesidades; aunque el amargado mendigo retribuyera con un insulto la
comida que se le traía diariamente a su puerta o las vestimentas
confeccionadas para él por manos que podían haber bordado la túnica de un
monarca. Nadie tan abnegado como Hester cuando la peste azotó al pueblo. En
épocas de desastre, la repudiada de la sociedad encontraba inmediatamente su
puesto. Venía no como un huésped, sino como por derecho propio, a la casa
afectada por una calamidad; como si la penumbra fuese el único medio en que
le era permitido relacionarse con sus semejantes. Allí brillaba cómodamente la
letra roja, con su fulgor extraterreno. El emblema del pecado era luz
consoladora en la habitación del enfermo, arrojando incluso sus reflejos sobre
sus últimos momentos a través de los límites del tiempo; como si le enseñara
dónde posar el pie cuando la luz de la tierra empezaba a oscurecerse y él
empezaba a vislumbrar la luz del otro mundo. En esas ocasiones, la naturaleza
de Hester se mostraba cálida y rica; era un verdadero manantial de ternura
humana que jamás rehuía una verdadera necesidad ni se agotaba nunca. Su
pecho, con el estigma de la vergüenza, era mullido almohadón para la frente
que necesitara apoyo. Era una especie de hermana de la caridad
autoconsagrada; o podría decirse más bien que la pesada mano del mundo la
había consagrado como tal, cuando ni ella ni el mundo esperaban ni deseaban
este fin. La letra era el símbolo de su vocación. Estaba siempre tan dispuesta a
ayudar en todo, tenía tanta capacidad para comprender y compadecer, que
mucha gente rehusaba interpretar el significado de la letra A en su sentido
original. Decían que significaba «Aptitud»; tal era la fuerza de Hester Prynne,
tal el vigor de su femineidad. Sólo podían recibirla las casas sumidas en la
penumbra y la oscuridad. Al volver el sol, ya no se encontraba allí. Su sombra
se había esfumado por el umbral de la puerta. La asistente había partido sin
echar ni una mirada hacia atrás para recoger la recompensa de la gratitud, si es
que la sentían aquéllos a quienes había servido tan abnegadamente. Al
encontrárselos por la calle, nunca levantaba la cabeza para acoger sus saludos.
Y, si ellos se mostraban decididos a abordarla, ella ponía un dedo sobre la letra
escarlata y seguía su camino. Lo que podía interpretarse como orgullo, tanto se
parecía a la humildad, que obraba con la suave influencia de esta cualidad
sobre la imaginación popular.
El genio del público es despótico; es capaz de rehusar la justicia ordinaria
cuando se la pide con demasiada insistencia, como un derecho; y con la misma
facilidad es capaz de conceder más de lo que es justo cuando la petición se
hace, como gusta a los déspotas que se haga, dejándola enteramente a su
generosidad. Al interpretar la conducta de Hester Prynne como una apelación
de esa naturaleza, la sociedad se sentía inclinada a mostrar a su antigua
víctima un semblante más benigno que el que ella misma pretendía e incluso
merecía.
Los gobernantes, los sabios y los letrados de la comunidad demoraron más
que el pueblo en reconocer la influencia de las buenas cualidades de Hester.
Los prejuicios que con él compartían estaban reforzados en ellos por un
esquema de razonamientos férreos que dificultaban su expulsión. Día a día, sin
embargo, sus rígidas y agrias arrugas se iban ablandando hasta convertirse,
con el transcurso de los años, en una expresión casi benévola. Ésta era la
actitud de los hombres de posición que por su elevado rango debían velar por
la moral pública. Entretanto, la gente del pueblo ya había perdonado
completamente a Hester Prynne; más aún, empezaba a mirar la letra escarlata
como un emblema no de ese único pecado por el cual hacía tanto tiempo que
penaba, sino de las múltiples buenas obras que hiciera desde entonces. «¿Ve
usted a esa mujer con un emblema bordado? —solían decir a los forasteros—.
¡Es nuestra Hester, nuestra propia Hester, tan buena con los pobres, que auxilia
a los enfermos con tanta devoción y es tan compasiva con los afligidos!».
Luego, es cierto, cedían a la propensión de la naturaleza humana para relatar
lo peor de sí misma cuando acontece a otra persona, y repetían la historia del
negro escándalo de los pasados años. Sin embargo, no es menos cierto que,
ante los ojos de los mismos hombres que así hablaban, la letra escarlata
producía el efecto de una cruz en el pecho de una monja. Concedía a quien la
llevaba una especie de carácter sagrado que le permitía caminar con toda
seguridad en medio de cualquier peligro. Si hubiese caído en manos de
ladrones, la letra la habría salvado. Se decía, y muchos lo creían, que un indio
había disparado una flecha contra la letra, y que aquélla, al tocarla, cayó al
suelo sin causarle ningún daño.
El efecto producido por aquel símbolo —o más bien la posición respecto a
la sociedad indicada por él— en la mente de la propia Hester Prynne era muy
particular y poderoso. Toda la gracia y alegría de su carácter habían
desaparecido consumidas por el calor abrasador de esta marca candente, y
hacía tiempo que su hermosura era como una flor marchita, que mostraba sólo
un contorno áspero y descubierto que podría llegar a ser repulsivo. Todo el
atractivo físico de su persona sufrió este cambio. Quizá se debiera a la
estudiada austeridad de su manera de vestir y, en parte, a la apatía de sus
modales. Era triste también la transformación que obraba sobre su aspecto la
ausencia de su rica y exuberante cabellera, la cual, o se la había cortado, o
estaba tan completamente escondida bajo una cofia, que ni uno solo de sus
relucientes rizos jamás volvió a brillar a la luz del sol. En parte se debía a
todos estos motivos, pero más aún a otra cosa. Era que en el rostro de Hester
ya no había nada que pudiera inspirar amor; nada en la figura de Hester,
aunque estatuaria y majestuosa, que hiciera soñar con un abrazo lleno de
pasión; nada en el pecho de Hester que pudiera nuevamente convertirlo en
refugio del cariño. Algo había desaparecido, algo esencial para preservar su
condición de mujer. Éste es a menudo el destino, y éste el austero devenir, del
carácter y la persona de la mujer cuando le toca vivir una experiencia
particularmente severa. Si es toda ternura, morirá. Si sobrevive, la ternura
quedará completamente aplastada, o —y en este caso la apariencia exterior
sigue siendo la misma— tan hundida dentro de su corazón, que no podrá
mostrarse nunca más. La última es quizá la teoría más auténtica: la que una
vez fue mujer y dejó de serlo puede en cualquier momento convertirse
nuevamente en mujer; depende sólo del toque mágico que logre efectuar la
transfiguración. Veremos si Hester Prynne fue más tarde tocada por aquella
varita mágica, y de ese modo transfigurada.
Mucha de la frialdad marmórea del aspecto de Hester debe atribuirse al
hecho de que su vida había cambiado completamente, sustituyendo con el
pensamiento y la inteligencia al sentimiento y la pasión. Como estaba sola en
el mundo —sola en lo que respecta a cualquier tipo de dependencia de la
sociedad— y teniendo a la pequeña Pearl a quien proteger y guiar, sola y sin
ninguna esperanza de recuperar su antigua posición aunque no la desdeñara,
como era su caso, se deshizo de lo que quedaba de los lazos rotos. Su
inteligencia no reconocía ni aceptaba las leyes del mundo. Era la época en que
el intelecto humano, recién emancipado, había alcanzado un margen mucho
más amplio y activo que durante los siglos anteriores. Hombres de capa y
espada derrocaron a reyes y nobles. Hombres más valientes aún derrocaron y
rearreglaron —no de hecho, sino dentro del ámbito de las teorías, lo que era
ahora su refugio más seguro— todo el sistema de los antiguos prejuicios con
los que estaban ligados muchos de los antiguos principios. Hester Prynne
estaba imbuida de este espíritu renovador. Su mente se permitía una libertad
de pensamiento que, aunque común o corriente al otro lado del Atlántico,
habría sido considerada por nuestros antepasados, de haberla conocido, como
un crimen más grave que el que merecía el estigma de la letra escarlata. En su
solitaria cabaña, cerca de la playa, la visitaban pensamientos que no se habrían
atrevido a penetrar en ninguna otra casa de Nueva Inglaterra; huéspedes
sombríos, peligrosos como demonios para sus anfitriones, de habérselos visto
aunque fuera tan sólo golpeando a su puerta.
Es curioso que las personas que se atreven a dejar que su imaginación
especule libremente sean a menudo las que se amoldan con mayor tranquilidad
a los reglamentos externos de la sociedad. El pensamiento les basta, sin
necesidad de investirlo con la carne y la sangre de la acción. Éste parecía ser el
caso de Hester. Sin embargo, de no haber sido por la pequeña Pearl, todo
podía haber sido distinto. Hester habría podido pasar a la historia, de la mano
de Ann Hutchinson, como la fundadora de una secta religiosa. Podía también
haber sido en alguna etapa de su vida una profetisa. Podía, y probablemente
así habría sido, haber muerto condenada por los severos tribunales de la época,
por pretender socavar los cimientos de las instituciones puritanas. Pero en la
educación de la niña la fantasía del pensamiento de la madre encontró un
campo propicio para desahogarse. Al darle esta pequeña criatura, la
Providencia puso en manos de Hester un germen de femineidad destinado a
florecer y a ser apreciado y amado en medio de un sinfín de dificultades. Todo
estaba contra ella. El mundo le era hostil. La naturaleza misma de la niña tenía
algo extraño que recordaba que su existencia se debía a la pasión culpable de
la madre y a menudo impulsaba a Hester a preguntarse a sí misma, con gran
amargura en su corazón, si el nacimiento de la pobre criatura había sido para
bien o para mal.
En realidad, esta sombría interrogación se le presentaba con referencia al
sexo femenino en general. ¿Les valía la pena vivir, incluso a las más felices?
En lo que a ella se refería, su respuesta era negativa, y descartó el asunto
dándolo por solucionado.
La tendencia a entregarse a meditaciones especulativas, aunque puede
tranquilizar a las mujeres, como sucede con los hombres, tiende más bien a
entristecerlas. Probablemente porque las obliga a entregarse a una tarea sin
esperanzas. Ya que el primer paso debe ser el de destruir la sociedad
constituida y volverla a edificar. Entonces, la naturaleza misma del sexo
opuesto, o su larga costumbre hereditaria convertida en una segunda
naturaleza, tiene que ser modificada en su esencia antes de que la mujer pueda
asumir la que tiene que ser su posición justa y verdadera. Finalmente, cuando
todas las dificultades se hayan vencido, las mujeres no podrán aprovechar
todas estas reformas preliminares hasta que ellas mismas hayan cambiado
completamente; cuando, quizá, se evapore la esencia etérea que constituye su
verdadera vida. La mujer nunca llega a superar estos problemas por medio del
pensamiento. No tienen solución, o sólo una. Si su corazón tiene la
preeminencia, los problemas dejan de existir. Así, Hester Prynne, cuyo
corazón había perdido su ritmo sano y regular, vagaba sin guía por los oscuros
laberintos de su mente; de pronto retrocedía ante un precipicio insuperable y
luego comenzaba de nuevo, retornando a las profundidades del vacío. A su
alrededor el paisaje era hosco y lúgubre, y en parte alguna encontraba el amor
y el calor de un hogar. A veces un terrible dilema se apoderaba de su alma.
¿No sería acaso mejor despachar inmediatamente al cielo a Pearl y partir ella
misma hacia el destino que la justicia eterna le tenía asignado?
La letra escarlata no había cumplido su misión.
Sin embargo, su entrevista con el reverendo Dimmesdale, la noche de su
vigilia, le proporcionó un nuevo tema de meditación, brindándole un objetivo
que merecía cualquier esfuerzo o sacrificio que ella pudiera hacer para
conseguirlo. Fue testigo de la profunda desesperación contra la cual tenía que
luchar el pobre clérigo, o, para decirlo más exactamente, contra la que había
cesado de luchar. Se dio cuenta de que se encontraba al borde de la locura, si
no era ya víctima de ella. Era indudable que, por más eficaces que fueran las
punzadas del secreto aguijón de su remordimiento, lo era más aún el mortal
veneno instilado en su ser por la mano que se ofrecía para sanarlo. Un
enemigo encubierto se encontraba siempre junto a él, aparentando ser un
amigo deseoso de ayudarlo, y así pudo aprovechar todas las oportunidades que
se le ofrecían para manipular las delicadas cuerdas de la personalidad de
Arthur Dimmesdale. Hester no podía menos de preguntarse si no habría sido
desde el principio un error, una falta de sinceridad, de valor y lealtad de su
parte, permitir que el pastor se encontrara en una situación semejante, de la
que tanto mal podía esperarse y tan poco bien. Su única justificación residía en
el hecho de que no había encontrado un modo mejor de evitarle una desgracia
aún más negra que la que se había abatido sobre sí misma, que someterse a los
proyectos de Roger Chillingworth. Creyendo hacerlo mejor, había escogido la
peor de las dos alternativas. Decidió pues redimir su error en todo lo que aún
fuera posible. Fortalecida por largos años de duras pruebas, ya no se sentía
incapaz de enfrentarse con Roger Chillingworth como aquella noche durante
la cual, humillada por el pecado y enloquecida por la vergüenza que acababa
de sufrir, conversaron en la celda de la cárcel.
Desde aquel entonces, las cosas habían mejorado para ella y ahora tenía
una posición mucho más elevada. El anciano, por otra parte, se había acercado
a su nivel, o había descendido aún más bajo por efectos de la venganza que
urdía y que lo rebajaba.
En suma, Hester Prynne decidió tener una entrevista con su ex esposo y
hacer cuanto estuviese en su poder para salvar a la víctima que,
evidentemente, tenía cogida entre sus garras. La ocasión no se hizo esperar.
Una tarde que paseaba con Pearl por un apartado lugar de la península, divisó
al viejo galeno con una cesta bajo el brazo y un bastón en la otra mano,
inclinándose sobre la tierra en busca de raíces y hierbas que le servirían para
preparar sus medicamentos.
Hester mandó a la pequeña Pearl que fuera a jugar con las caracolas y
algas a la orilla del mar hasta que ella hubiese terminado de hablar con el
señor que recogía hierbas más allá. Entonces la niña se alejó veloz como un
pajarillo y, descalzándose, se puso a corretear por la húmeda arena de la playa.
De vez en cuando se detenía y observaba con curiosidad las pequeñas lagunas
que se hacían en la arena al retirarse las aguas y que eran como espejos para
que se mirara la niña. En ellas veía reflejada la imagen de una niña con rizos
oscuros y sedosos adornándole la cabeza y una sonrisa de duendecillo en los
labios. Como Pearl no tenía con quien jugar, la invitaba a que se cogieran de la
mano y corrieran por la playa. Por su parte, la pequeña niña reflejada le hacía
señas, pareciendo decirle: «¡Aquí se está mejor! ¡Ven tú más bien aquí
adentro!». Y Pearl, metiéndose en el agua hasta la rodilla, veía en el fondo sus
blancos piececitos; y desde un lugar aún más profundo surgía el resplandor de
una sonrisa fragmentada flotando de un lado a otro en las agitadas aguas.
Mientras tanto, su madre se había acercado al médico.
—Querría hablar unas palabras con usted —dijo ella— sobre algo muy
importante para nosotros.
—¡Ajá! ¿De modo que la señora Hester tiene algo que decir al viejo Roger
Chillingworth? —respondió él, incorporándose—. ¡Encantado! ¡Si no oigo
más que hablar bien de usted por todos lados, señora mía! Ayer, sin ir más
lejos, un magistrado, hombre sabio y virtuoso, hablaba de usted, señora
Hester, y me comentó que trataron de sus asuntos en el Consejo. Se debatió
sobre si, sin perjuicio del bien público, podría permitírsele quitarse la letra
escarlata que luce usted sobre el pecho. ¡Y le doy mi palabra de honor, Hester,
de que rogué encarecidamente al magistrado que así se hiciera!
—No depende del favor de los magistrados el sacarme este estigma —
contestó tranquilamente Hester—. Si yo mereciera no llevarlo, se caería por sí
solo o se transformaría en algo que tuviese un significado muy distinto.
—Está bien, siga llevándolo pues, si así le conviene más —respondió él—.
Las mujeres deben seguir sus propias fantasías en lo que respecta al arreglo de
su persona. La letra está alegremente bordada y brilla con valentía sobre su
pecho.
Mientras hablaban, Hester observaba detenidamente al anciano,
horrorizada a la vez que sorprendida por el cambio que se había producido en
él en los últimos siete años. No era que hubiese envejecido, pues aunque las
huellas del tiempo eran visibles en su persona, llevaba bien sus años y parecía
conservar cierto vigor, nervioso y vivaz. Pero su antiguo aspecto de hombre de
letras, estudioso, tranquilo y apagado, que era lo que más recordaba de él,
había desaparecido completamente, dejando en su lugar una mirada ansiosa y
ávida, pero cuidadosamente disimulada. Parecía ser su propósito y su deseo
disfrazar esta expresión con una sonrisa; pero aquella sonrisa lo traicionaba,
pues más parecía una mueca burlona que distorsionaba su rostro, permitiendo
a quien lo miraba apreciar mejor toda la sordidez que encerraba. Una y otra
vez, también, refulgía en sus ojos una luz roja, como si el alma del anciano
estuviese incendiándose y conservara brasas vivas dentro de su pecho hasta
que un irreprimible soplo de pasión avivara el fuego, produciendo una
momentánea llamarada. Trataba de reprimir estos impulsos lo más
rápidamente posible y aparecer como si nada hubiese sucedido.
En pocas palabras, Roger Chillingworth era un ejemplo palpable de la
facultad que tiene el hombre de convertirse en demonio sólo por el hecho de
desempeñar su oficio durante cierto tiempo. Este pobre ser había logrado esta
transformación al dedicarse durante siete años al análisis constante de un
corazón atormentado, lo que le procuraba gran regocijo, y contribuyendo, al
agregar combustible, a las ardientes torturas que analizaba y tanto deleite le
producían.
La letra escarlata quemaba el pecho de Hester Prynne. Estaba frente a otro
ser deshecho y sentía que era suya la responsabilidad.
—¿Qué es lo que ve usted en mi rostro —preguntó el médico—, que me
mira con tanta atención?
—Algo que me haría llorar si hubiera lágrimas suficientemente amargas —
contestó Hester—. Pero dejémoslo estar. Es sobre aquel pobre desgraciado,
que quiero hablarle.
—¿Qué le pasa? —exclamó Roger Chillingworth con avidez, como si le
encantara el tema y estuviera muy contento de tener una oportunidad de
comentarlo con la única persona a la que podía confiarse—. En honor a la
verdad, señora Hester, ahora mismo estaba pensando en él. Así pues, hable
usted con toda franqueza y libertad; yo le responderé igualmente.
—La última vez que usted y yo hablamos —dijo Hester—, hace ya siete
años, quiso usted, y lo logró, arrancarme la promesa de que guardaría el
secreto de nuestra antigua relación. Como la vida y la reputación de aquel
hombre estaban en sus manos, no tuve más remedio que guardar silencio, de
acuerdo con sus deseos. Pero no fue sin gran recelo que me comprometí a
actuar así; pues, habiendo desechado mis deberes hacia otros seres humanos,
me restaba sólo uno, y ése era respecto a él; y algo me decía en mi interior que
lo traicionaba al comprometerme a cumplir sus deseos. Desde aquel día, nadie
ha estado tan cerca de él como usted. Usted sigue todos sus pasos. Está junto a
él de noche y de día, dormido o despierto. Usted escudriña sus pensamientos.
Irrita y corroe su corazón. Domina usted completamente su vida, y es el
culpable de que muera mil muertes todos los días. ¡Al permitir esto he sido
desleal al único hombre a quien aún podía ser leal!
—¿Qué otra cosa podía hacer usted? —preguntó Roger Chillingworth de
nuevo—. Mi dedo acusador, apuntando hacia ese hombre, lo habría arrojado
del púlpito al calabozo, y de allí posiblemente al patíbulo.
—¡Habría sido mejor! —dijo Hester Prynne.
—¿Qué daño he hecho yo a ese hombre? —preguntó nuevamente Roger
Chillingworth—. Créame, Hester Prynne, los más ricos honorarios pagados
por monarca alguno no habrían logrado pagar los cuidados que he
desperdiciado en este sacerdote miserable. Si no hubiera sido por mí, su vida
se habría consumido, devorada por los tormentos, a los dos años de haber
cometido el crimen, que es también suyo. Ya que, Hester, su espíritu carece de
la fortaleza del suyo para sobrellevar como lo ha hecho usted el peso de la
letra escarlata. ¡Oh, qué hermoso secreto podría yo descubrir! ¡Pero basta ya!
Todo lo que humanamente se puede hacer lo he hecho por él. Todo lo que
puede la ciencia lo he agotado por él. Y, si ahora respira y se arrastra por el
mundo, a mí me lo debe.
—¡Más le habría valido morirse entonces! —insistió Hester Prynne.
—¡Sí, mujer, tiene usted razón! —gritó Roger Chillingworth, mientras el
cárdeno fuego de su corazón le brillaba en los ojos—. ¡Más le habría valido
morirse inmediatamente! Jamás mortal alguno sufrió lo que este hombre ha
sufrido. ¡Y todo el tiempo ante los ojos de su peor enemigo! Él ha sentido mi
presencia, ha sentido el peso de una influencia poderosa agobiándolo como
una maldición. Él sabía, por medio de algún sentido especial y espiritual, pues
el Creador jamás hizo un ser más sensible que éste, sabía que no era una mano
amiga la que pulsaba las fibras de su corazón, que unos ojos lo estaban
mirando siempre con curiosidad, unos ojos que sólo buscaban el mal, y lo
encontraron. ¡Pero no sabía que la mano y los ojos eran míos! Con la
superstición característica de los de su especie, se creyó poseído por un
demonio que lo torturaba con sueños espantosos y pensamientos sin
esperanza, y era responsable de las punzadas del arrepentimiento y la
desesperanza de alcanzar el perdón. Era como un anticipo de lo que le
esperaba después de la muerte. Pero no, ¡aquello era la sombra constante de
mi presencia! ¡La íntima proximidad del hombre al que más vilmente había
engañado! Del hombre cuya existencia depende ahora del veneno perpetuo de
su propósito de vengarse. ¡Sí, es verdad! ¡Un ser humano, que en un tiempo
tuvo corazón de hombre, convertido en demonio con el fin de atormentarlo!
El pobre galeno levantó las manos con un gesto de horror al pronunciar
estas palabras, como si hubiera visto un horrible espectro, que le costaba
reconocer, usurpando el lugar de su propia imagen en el espejo. Fue uno de
esos momentos, que suelen ocurrir sólo a veces, una en varios años, en que el
calibre moral de un hombre se revela fielmente ante sus ojos. Es posible que
nunca se hubiese visto a sí mismo como ahora.
—¿No lo has atormentado suficientemente? —preguntó Hester al captar la
mirada del anciano—. ¿No te lo ha pagado todo ya?
—¡No! ¡No! ¡Sólo ha acrecentado la deuda! —contestó el médico; y, al
continuar hablando, sus modales perdieron ferocidad y se volvieron lúgubres,
dando paso a una profunda melancolía—. ¿Recuerdas, Hester, cómo era yo
hace nueve años? Ya en aquel entonces estaba en la plena madurez otoñal de
mi existencia, no en el principio. Mi vida había transcurrido apaciblemente a
través de largos años de dedicación al estudio y el pensamiento, empleados
con plena conciencia en enriquecer mi propio saber y, por fin, también
(aunque este último propósito era secundario y dependiente del primero),
consciente y lealmente, para el avance del bienestar de la humanidad, para el
progreso del ser humano. Pocas vidas habrían sido más tranquilas, pacíficas e
inocentes que la mía; pocas vidas tan ricas. ¿Te acuerdas de mí? ¿No era yo,
aunque me consideraras frío, un hombre preocupado por el bienestar de los
demás, que no exigía, ni necesitaba, ni ansiaba casi nada o muy poco para sí
mismo, bondadoso, sincero, justo y de afectos constantes, ya que no cálidos?
¿No era yo todo esto?
—Todo esto y más —dijo Hester.
—¿Y qué soy ahora? —preguntó él, mirándola fijamente a los ojos,
dejando a la vez que toda la maldad concentrada en su persona se reflejase en
las facciones de su rostro—. ¡Ya te he dicho lo que soy! ¡Un demonio! ¿Quién
me convirtió en esto? ¿A quién le debo ser así?
—¡A mí! —gritó Hester, temblando—. Fui yo, no menos que él. ¿Por qué
no te has vengado de mí también?
—A ti te he dejado la letra escarlata —contestó Roger Chillingworth—. Si
ello no me ha vengado, más no puedo hacer.
Puso un dedo sobre el estigma con una sonrisa siniestra en los labios.
—¡Te ha vengado! —contestó Hester Prynne.
—Creo que sí —dijo el galeno—. Y ahora dime: ¿qué quieres de mí en lo
que respecta a ese hombre?
—Debo revelarle el secreto —contestó Hester con firmeza—. Debe saber
quién eres. No sé qué pasará. Pero yo le debo una vieja deuda de lealtad. He
sido su ruina y su perdición, y debo pagarla. En cuanto a la pérdida o
conservación de su buen nombre y su posición en el mundo, e incluso quizá su
propia vida, eso está en tus manos. Yo, a quien la letra escarlata ha castigado
de tal modo que sólo puedo aceptar la verdad, aunque sea la verdad del hierro
candente penetrando en el alma, yo, no creo que gane mucho al seguir
viviendo esa vida vacía y horrible, y por eso no necesito doblegarme para
implorarte clemencia. ¡Haz con él lo que quieras! ¡Ya no hay ninguna
posibilidad de paz para él ni para mí ni para ti! ¡No hay paz para la pequeña
Pearl! ¡No existe un camino que pueda guiarnos para salir de este funesto
laberinto!
—Mujer, ¡yo bien podría llegar a tener compasión de ti! —dijo Roger
Chillingworth no pudiendo contener su admiración, pues tenía mucho de
majestuoso el modo como Hester expresaba su desesperación—. Tú tienes
grandes condiciones. Quizá, si te hubieras encontrado antes con un amor
mejor que el mío, este mal no habría sucedido. Te compadezco por todo lo
bueno desperdiciado en tu persona.
—Y yo a ti —contestó Hester Prynne—, por el odio que ha transformado a
un hombre justo y sabio en un demonio. ¿Lo expulsarás de ti y volverás a
convertirte nuevamente en un ser humano? Si no por él, por ti mismo.
Perdónalo y deja el resto de su castigo en manos del Poder que lo llevará a
cabo. Acabo de decirte que no habrá paz ni bien posible para él ni para ti ni
para mí, que ambulamos juntos por este lúgubre laberinto de perversión y
maldad, tropezando a cada paso con la culpa que hemos sembrado en nuestro
camino. ¡No es así! Puede haber paz para ti, para ti solo, ya que has sido tan
profundamente engañado, y sólo de ti depende el perdonar. ¿No aprovecharás
ese privilegio único? ¿Rechazarás aquel beneficio de incalculable valor?
—¡Calla, Hester, calla! —contestó el anciano con melancólica severidad
—. No me es dado perdonar. De mí no depende el perdonar. No tengo el poder
que dices que tengo. Mi vieja fe, tan olvidada, vuelve a mí y me explica todo
lo que hacemos y todo lo que sufrimos. Al dar tu primer paso en falso,
plantaste el germen del mal, pero desde aquel instante todo ha sido
inevitablemente necesario. Tú, que me has engañado, no eres pecadora más
que con la imaginación; no es como si yo tuviera tendencias demoníacas y
hubiera arrebatado su papel al demonio. Es nuestro destino. ¡Deja que la
oscura flor florezca como pueda! Y ahora sigue tu camino y haz lo que quieras
con aquel hombre.
Hizo un ademán con la mano y volvió nuevamente a recoger hierbas.
Muy temprano por la mañana del día en que el nuevo gobernador había de
recibir su cargo de manos del pueblo, Hester Prynne y la pequeña Pearl fueron
a la plaza del Mercado. Ya estaba llena de artesanos y otros plebeyos,
habitantes de la ciudad; y entre ellos se veían algunos rudos personajes cuyas
vestimentas de piel de venado indicaban que eran habitantes de los poblados
del bosque que rodeaban la pequeña metrópolis de la colonia.
En este día de fiesta, como en todas las demás festividades de los últimos
siete años, Hester Prynne iba vestida con un traje tosco de tela gris. Tanto por
el tono de la tela como por alguna indescriptible peculiaridad en su forma,
lograba que su vestido la hiciera desaparecer, esfumando sus contornos; pero
la letra escarlata la recuperaba, haciéndola volver de esta penumbra del
anonimato, revelándola bajo el aspecto moral de su propia iluminación. Su
rostro, tan conocido por la gente del pueblo, mostraba la marmórea pasividad
que todos estaban acostumbrados a ver en él. Era como una máscara, o más
bien como la helada quietud de las facciones de una muerta; y este lúgubre
parecido se debía, en efecto, al hecho de que Hester estaba realmente muerta,
en cuanto a pretender que se le otorgase alguna muestra de compasión o
simpatía, y se había alejado ya del mundo con el cual parecía aún alternar.
Podría ser que por esta única vez, en este único día, tuviese su rostro una
expresión antes nunca vista, pero no era suficientemente vívida para poder ser
captada a simple vista, a menos que algún observador superdotado hubiese
podido leer primero en su corazón y buscado luego en su porte y semblante la
expresión de lo sucedido. Tan agudo observador podría comprender muy bien
que, luego de soportar la mirada de la multitud durante siete largos y tristes
años, por necesidad, penitencia y la fuerza de una austera religión, por esta
última vez la afrontara libre y voluntariamente, para convertir en un pequeño
triunfo lo que durante tanto tiempo había sido un suplicio. «¡Mirad por última
vez la letra escarlata y a quien la lleva! —habría podido decirles la pobre
víctima, la esclava sin esperanza de remisión—. ¡Esperad un poco más y
estaré fuera de vuestro alcance! ¡Unas horas más y el profundo y misterioso
océano habrá extinguido y ocultado para siempre el símbolo que hicisteis
arder en mi pecho!». Y no sería acertado calificar de incongruente a la
naturaleza humana al suponer en Hester un sentimiento de tristeza en el
momento de lograr la liberación de aquel dolor que tan profundamente había
llevado incorporado a su ser. No sería raro que sintiese un irresistible deseo de
apurar hasta la última gota el acíbar que había sazonado casi todos sus años de
mujer madura. El licor de vida que desde ahora se brindaría a su boca sería sin
duda sabroso, exquisito y estimulante en su copa de oro cincelada;
produciendo en ella también una dulce languidez, luego de haber apurado las
heces de la amargura, que la marearon como un licor muy fuerte.
Pearl estaba ataviada con una alegría vaporosa. Habría sido imposible
adivinar que esta aparición, brillante y luminosa, debía su existencia a la
sombría forma gris; o que una inventiva a la vez tan extravagante y delicada
como la que se necesitaba para idear y confeccionar la vestimenta de la niña
era la misma que había logrado, produciendo un efecto más difícil quizá,
otorgar una peculiaridad tan personal y especial al sencillo vestido de Hester.
El vestido de la pequeña Pearl era tan apropiado a su carácter, que parecía una
emanación o desarrollo inevitable y manifestación externa de su personalidad,
tan inseparable de ella como lo son los tonos multicolores de las alas de una
mariposa o el glorioso color de los pétalos de una flor. Lo mismo sucedía con
la niña; su atuendo parecía ser parte de su propia naturaleza. En este día, sin
embargo, estaba de un humor especialmente excitable e inquieto, parecido al
brillo fulgurante de un diamante que centellea y relampaguea de acuerdo con
las palpitaciones del pecho al cual está prendido. Los niños siempre captan y
participan de la agitación de los mayores que están ligados a ellos; siempre
tienen una percepción muy especial de cualquier inquietud o conmoción que
sientan en el aire, sea de la clase que sea, o en sus circunstancias hogareñas; y
por ello Pearl, que era la joya más preciada del perturbado pecho de su madre,
dejó entrever por medio de la danza de su espíritu aquellas emociones que
nadie pudo adivinar en la pasividad marmórea de la frente de Hester.
Esta efervescencia la hacía volar, más que caminar, con movimientos de
pájaro, junto a su madre. Continuamente irrumpía con gritos inarticulados y
salvajes, algunas veces dotados de una penetrante musicalidad. Cuando
llegaron a la plaza del Mercado se puso aún más agitada al percibir el
movimiento y el bullicio que animaban el lugar, el cual, por lo regular, más se
parecía a un ancho y solitario prado, como el que había frente a la iglesia del
pueblo, que al centro comercial de una comunidad.
—¿Qué sucede, madre? —exclamó la niña—. ¿Por qué toda la gente ha
dejado hoy su trabajo? ¿Es día de fiesta para todo el mundo? Mira, ahí está el
herrero. Se ha lavado el hollín de su cara y se ha puesto su traje de domingo.
Parece estar dispuesto a divertirse, si alguien le pudiera enseñar cómo hacerlo.
Y ahí está master Brackett, el viejo carcelero, sonriéndome y saludándome.
¿Por qué lo hace, madre?
—Te recuerda de cuando eras un bebé, hija mía —respondió Hester.
—No debía sonreírme y saludarme por eso, ese sombrío anciano de ojos
tan feos —dijo Pearl—. Puede saludarte a ti, si lo desea, porque estás vestida
de gris y luces la letra escarlata. Pero mira, madre, mira cuántos rostros
extraños, y cuántos indios, y cuántos marineros. ¿Qué han venido a hacer aquí,
a la plaza del Mercado?
—Están esperando que pase la procesión —dijo Hester—. Porque el
gobernador y los magistrados deben pasar, y también los ministros, y toda la
gente importante, marchando detrás de la música y los soldados.
—¿Y el pastor estará entre ellos? —preguntó Pearl—. ¿Y me tenderá las
manos como cuando me llevaste donde él, junto al arroyo?
—Estará presente, hija mía —respondió su madre—, pero no te saludará
hoy; y tú tampoco debes saludarlo a él.
—¡Qué hombre más extraño y triste es! —dijo la niña como hablando
consigo misma—. En la oscuridad de la noche nos llama y toma tu mano y la
mía como cuando estuvimos con él sobre el cadalso. Y en el fondo del bosque,
donde sólo los viejos árboles pueden oír y un pequeño trozo de cielo puede
verlo, habla contigo sentado sobre un montón de musgo. Y también besa mi
frente, y el pequeño arroyo apenas puede lavar ese beso. Pero aquí, en este día
soleado y entre toda esta gente, no nos conoce; y nosotras tampoco debemos
conocerlo. Es un hombre extraño y triste, con una mano siempre sobre el
corazón.
—¡Calla, Pearl! Tú no entiendes estas cosas —dijo su madre—. No pienses
ahora en el pastor; debes observar todo lo que sucede alrededor tuyo y mirar
qué alegre está hoy el rostro de todo el mundo. Los niños han salido de los
colegios y los adultos de sus talleres y sus campos con el propósito de
alegrarse. Porque hoy un hombre nuevo va a comenzar a gobernarlos; y así,
como es costumbre desde que esta nación se fundó, la gente se regocija y
alegra como si un año bueno y dorado se anunciara por fin al pobre y viejo
mundo.
La explicación que Hester dio en lo que se refiere a la poco acostumbrada
alegría que brillaba en los rostros de la gente era exacta. En esta ocasión
festiva —como ya había sido antes y continuó siendo durante los dos siglos
siguientes—, los puritanos comprimían la poca alegría y regocijo público que
estimaban que la debilidad humana merecía, disipando así su acostumbrado
retraimiento, de modo que durante ese único día de fiesta parecían apenas
menos graves que otras comunidades durante un período de aflicción general.
Pero es posible que estemos exagerando el tinte negro, o grisáceo, que
indudablemente caracterizaba el ambiente y las costumbres de ese tiempo. Las
personas que ahora se encontraban en la plaza del Mercado de Boston no
habían nacido dentro de la tradición puritana, habían nacido en Inglaterra, y
sus padres habían vivido en la brillantez y riqueza de la época isabelina, época
en que la vida de Inglaterra parece haber sido magnífica, fastuosa y alegre,
más que en ninguna época anterior. De haber sido fieles a sus gustos
hereditarios, los colonos de Nueva Inglaterra habrían ilustrado todos los
acontecimientos de importancia pública con fogatas, banquetes, espectáculos y
procesiones. No les habría sido imposible, en las ocasiones de ceremonia,
combinar las recreaciones alegres con la solemnidad, y dar un tono divertido y
brillante al atuendo que una nación acostumbra lucir en tales festividades. Se
adivinaba como una leve intención de celebrar así el día en que comenzaba el
año político de la colonia. El pálido recuerdo de esplendores pasados, una
repetición descolorida y anodina de lo que habían visto en el viejo y orgulloso
Londres —no diremos durante las celebraciones de una coronación real, sino,
quizá, para la investidura de un alcalde—, podía vislumbrarse en las
costumbres de nuestros antepasados durante la institución anual del nuevo
magistrado. Los padres y los fundadores de la nación —el hombre de estado,
el clérigo y el militar— estimaban que era un deber asumir el aspecto exterior
de la pompa y la majestad, el cual, de acuerdo con el antiguo estilo, se
consideraba que era el adecuado a la eminencia pública y social. Todos
acudieron para formar parte de la procesión que se desarrollaba ante los ojos
del pueblo y prestar así la dignidad necesaria a la simple estructura de un
gobierno recién organizado.
Entonces la gente tenía también ocasión —aunque esto no se estimulaba—
de relajar un poco su ardua dedicación a las variadas aplicaciones de su
sencillo trabajo, que para ellos formaba parte del espíritu y la materia de su
religión. Es cierto que aquí no se veía ninguno de los espectáculos que en
tiempos de Isabel de Inglaterra eran tan comunes. Y también en la época del
rey Jaime. Jamás, siquiera, una simple representación teatral. Ningún trovador
con su arpa y su balada legendaria; ni un juglar con un mono bailando al son
de la música; ni un prestidigitador con sus trucos de falsa brujería; ni un Merry
Andrew que animara a las multitudes con sus chistes, quizá centenarios, pero
todavía efectivos por recurrir a las más simples fuentes de la alegría. Todos
estos maestros de las variadas ramas de la jocosidad habrían sido severamente
prohibidos, no sólo por la rígida disciplina de la ley, sino por el sentimiento
que animaba a la ley. Sin embargo, la grande y honrada cara del pueblo
sonreía, hoscamente quizá, pero también abiertamente. No era que faltaran
diversiones parecidas a las que los colonos habían presenciado, y en las que
habían tomado parte, mucho tiempo antes, en las ferias campestres y en los
prados de los pueblos de Inglaterra. Y parecía ser una buena política
mantenerlas vivas en la nueva tierra, a causa de la bravura y hombría que eran
su esencia. Campeonatos de lucha, en los estilos de Devonshire o de
Cornualles, se veían en diversas partes de la plaza del Mercado; en una
esquina había un amistoso encuentro de lanzas; y sobre el cadalso, ya tan
familiar para nosotros, atrayendo mayormente la atención de todos, dos
maestros hacían demostraciones con el escudo y la espada. Pero, para gran
desilusión de todos los ciudadanos, este deporte fue interrumpido por el
alguacil del pueblo, quien no iba a permitir que la majestad de la ley fuera
violada por tal abuso de uno de sus lugares más santos.
Quizá no sea exagerado afirmar, de una manera general, que aquellos
ciudadanos —que se encontraban en los primeros estadios de un
comportamiento sin alegría y eran hijos de aquellos otros que en su tiempo
habían sabido ser alegres— se podían comparar favorablemente con sus
descendientes en lo que se refiere a festejos, incluso con un intervalo tan largo
como el que separa a ellos de nosotros. En la posterioridad inmediata, la
generación siguiente a la de los primeros emigrantes mostró la tonalidad más
negra del puritanismo, y de tal manera oscurecía con ella el rostro de la
nación, que todos los años siguientes no han sido suficientes para limpiarlo.
Tenemos que volver a aprender el arte olvidado de la alegría.
El cuadro de la vida humana en la plaza del Mercado, aunque en él
dominaban el triste gris café y el negro de los atuendos de los emigrantes
ingleses, se veía, sin embargo, aliviado por cierta riqueza de colorido. Un
grupo de indios —adornados con sus galas salvajes, con vestidos de ante
curiosamente bordados y cinturones de abalorios rojos y ocres, tocados con
plumas y armados con arcos y flechas, y lanzas con punta de piedra— se
mantenían aparte, con rostros de inmutable gravedad, más graves aún que los
de los puritanos. Sin embargo, por muy salvajes que fueran estos bárbaros
pintarrajeados, no eran lo más vistoso de la escena. Esta distinción podía ser
reclamada por algunos marineros —parte de la tripulación que venía del
Caribe— que habían bajado a tierra para presenciar las festividades del día de
las Elecciones. Eran forajidos de aspecto rudo, de rostros tostados por el sol y
grandes barbas; sus pantalones, bombachos, estaban ceñidos al talle por
cinturones, con anchas hebillas de oro, de los que pendía un cuchillo o una
espada. Debajo de sus amplios sombreros de paja brillaban ojos que tenían una
especie de alegre ferocidad animal. Sin temor ni escrúpulo, transgredían las
reglas de comportamiento que existían para todos los demás; fumaban tabaco
ante las narices del alguacil, aunque cada bocanada habría costado un chelín a
cualquier habitante del pueblo; tragaban aguardiente o vino que llevaban en
sus cantimploras, y las ofrecían sin escrúpulos a la multitud boquiabierta que
los rodeaba. Era característico de la moralidad de la época, que estimamos
muy rígida, el que se concedía gran licencia a los marineros no sólo para su
comportamiento en tierra, sino para una conducta mucho más extremada aún
cuando se encontraban en su propio elemento. Los marineros de esa época
serían considerados como piratas en la nuestra. No sería raro, por ejemplo, que
la tripulación de esa misma nave, aunque no se compusiese de miembros
especialmente malos de la hermandad marinera, fuera culpable de infracciones
que habrían puesto en peligro sus cabezas en cualquier tribunal moderno.
El mar, en aquellos tiempos, se encrespaba, se agitaba y echaba espuma
como le venía en gana, siguiendo su propia voluntad y sometido sólo a los
vientos tempestuosos, y ninguna ley humana podía regirlo. El filibustero de las
olas podía renegar de su vocación y convertirse inmediatamente, si así lo
deseaba, en un hombre probo y piadoso en tierra firme; pero ni siquiera en
plenas funciones de su temerario oficio era considerado como persona
deshonrosa con la cual no fuese lícito tratar.
Así pues, los patriarcas puritanos, con sus capas negras, almidonadas golas
y sombreros en punta, sonreían con cierta complacencia ante el bullicio y el
tosco comportamiento de estos alegres marineros; y no produjo admiración ni
repulsa el hecho de que un ciudadano tan respetable como el viejo Roger
Chillingworth, el médico, entrase en el mercado conversando animada y
familiarmente con el capitán del sospechoso navío.
Este último era, con mucho, la figura más vistosa y galana, en lo que se
refiere al vestido, entre toda la multitud. Llevaba una profusión de cintas
prendidas a su traje y encaje de oro en su sombrero, que estaba adornado con
una cadena de oro y engalanado con una pluma. Llevaba una espada en el
cinto y tenía una cicatriz en la frente, la cual, a juzgar por la forma como
estaba arreglado su cabello, más parecía querer lucir que esconder. Un
habitante del poblado no habría podido vestir dichas galas y mostrar aquel
rostro, o hacer ambas cosas con un aire tan galano y atrevido, sin tener que dar
cuentas ante magistrado, pagar probablemente una multa o ser llevado a la
cárcel, o quizá ser exhibido en la picota. Sin embargo, en el capitán este
atuendo se consideraba tan apropiado como en los peces sus relucientes
escamas.
Luego de despedirse del médico, el capitán del barco de Bristol erró
perezosamente por el mercado hasta acercarse casualmente al lugar donde
estaba Hester Prynne; pareció reconocerla y no vaciló en dirigirle la palabra.
Como siempre sucedía en el lugar donde ésta se encontraba, había a su
alrededor un pequeño espacio vacío, una especie de círculo mágico dentro del
cual, a pesar de que la gente estaba amontonada y a cierta distancia de allí se
daban codo con codo, nadie se atrevía a entrar. Era una señal palpable de la
soledad moral en que la letra escarlata envolvía a su desgraciada portadora; en
parte debida a su propia reserva y en parte por el instintivo alejamiento de la
gente, si bien, en honor a la verdad, debemos decir que éste, en los últimos
tiempos, no estaba desprovisto de un sentimiento de bondad hacia ella. Ahora,
si nunca antes, este círculo mágico cumplió con un buen propósito: el de
permitir a Hester y al marino hablar sin que nadie los escuchara; y tan
diferente era ahora la reputación de Hester Prynne ante la gente, que la
matrona más rígida en asuntos de moral en el pueblo no habría considerado
más escandaloso aquel coloquio que si hubiera sido ella misma quien
participara en él.
—Así pues, señora —dijo el marino—, tengo que pedir al mayordomo que
prepare una litera más, fuera de las que usted me pidió. Ahora, con el cirujano
del barco y este otro doctor, no tendremos más peligros que las drogas y las
píldoras; ya que tengo además una buena provisión que adquirí en un barco
español.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Hester más inquieta y asombrada de lo
que dejaba entrever—. ¿Tiene usted otro pasajero?
—Pues ¿no sabe usted —exclamó el capitán del barco— que este médico,
el que se hace llamar Chillingworth, quiere hacer el viaje con ustedes? Pero si
tienen que saberlo muy bien… porque él me dijo que era de la partida y muy
amigo del caballero del que usted me habló, aquel que corre peligro entre estos
amargos y estrictos dignatarios puritanos.
—Sí, se conocen muy bien —contestó Hester, aparentando mucha calma, a
pesar de estar consternada—; han vivido juntos mucho tiempo.
Nada más hablaron el marino y Hester Prynne. Pero en aquel instante
Hester vio al propio Roger Chillingworth, de pie en el rincón más alejado de la
plaza del Mercado, sonriéndole con una sonrisa que, en medio y a través de la
amplia y bullente plaza, de las conversaciones y risas, de los diversos
pensamientos y humores, y preocupaciones de la muchedumbre, le transmitía
un secreto y espantoso significado.
XXII. LA PROCESIÓN
Antes de que Hester Prynne pudiera concentrarse y decidir qué sería mejor
hacer ante este sorprendente aspecto que estaban tomando las cosas, oyó una
música militar que se acercaba por una calle vecina. Era la procesión de
magistrados y ciudadanos en camino hacia la iglesia, donde, siguiendo una
tradición establecida desde muy antiguo y nunca abandonada, el reverendo
Dimmesdale debía dar una plática para celebrar el día de las Elecciones.
Pronto se vio la cabeza de la procesión atravesando la plaza del Mercado,
después de doblar una esquina, con paso mesurado y ceremonioso. Primero
venían los músicos. Había gran variedad de instrumentos, quizá no entonados
con demasiada perfección ni destreza, pero obteniendo el resultado deseado al
tocar el tambor y el clarín ante las multitudes; es decir, realzar y dar un aire
más solemne a las escenas familiares. La pequeña Pearl, al principio, batió
palmas, pero luego perdió por un instante la agitación que la había mantenido
en continua efervescencia durante la mañana; miraba en silencio y parecía que
los ampulosos y solemnes sonidos la encumbraran como a un ave marina. Pero
pronto recuperó su anterior estado de ánimo debido al reverbero de los rayos
de sol en las armas y brillantes corazas de los militares que aparecieron
después de los músicos, y que formaban la escolta de honor de la procesión.
Este cuerpo militar, que todavía existe y parece haber llegado hasta hoy
manteniendo en alto su prestigio, no estaba compuesto por mercenarios. Sus
filas estaban integradas por caballeros que sentían dentro de sí el fervor del
espíritu militar y trataron de establecer un Colegio de Armas donde, como en
una asociación de Caballeros Templarios, les fuera posible aprender la ciencia
y, tanto como se lo permitieran los tiempos de paz, la práctica de la guerra. La
gran estima en que se tenía en esa época todo lo militar se revelaba en el
solemne comportamiento de cada miembro del grupo. En realidad, algunos de
ellos, por sus servicios en los Países Bajos y en otros campos de batalla
europeos, habían llegado a merecer el nombre y el prestigio de lo militar. Toda
la parada, incluyendo sus atuendos de brillante metal y las plumas
balanceándose sobre los relucientes cascos, causaba una impresión tan
deslumbradora, que ningún despliegue de tropas modernas puede igualar.
Y, sin embargo, los eminentes hombres del cuerpo civil, que seguían en
pos de la escolta militar, merecían quizá más atención. Su estampa mostraba
una majestad que hacía parecer vulgar el altanero paso de los militares, y hasta
absurdo. Hablamos de una época en que lo que hoy llamamos talento tenía
mucha menos importancia que ahora; en cambio, las sólidas cualidades que
proporcionan estabilidad y carácter digno tenían mucha más. La gente llegaba
a tener dignidad por derecho hereditario; y si ésta subsiste en alguno de los
hombres públicos descendientes de aquélla, es en proporción limitada y con
mucho disimulo. El cambio puede ser para bien o para mal, y quizá sea tanto
para una cosa como para otra. En esos lejanos tiempos, el rudo colono de
aquellas ásperas playas, habiendo dejado a su rey, a sus nobles y a todos los
rangos de la dignidad detrás de él, y sin embargo con la necesidad de
reverenciar todavía viva en él, confería su reverencia a las canas y a las frentes
venerables de la ancianidad, a la integridad puesta a larga y dura prueba, a la
solidez de la sabiduría y a la experiencia adusta; la confería a cualidades de
ese orden grave y pesado, pero que transmite la idea de la permanencia y cae
dentro de la clasificación general de la respetabilidad. Estos primitivos
hombres de estado, como Bradstreet, Endecott, Dudley, Bellingham y sus
pares, quienes fueron elevados al poder por la temprana elección del pueblo,
parecen no haber sido siempre brillantes, y se distinguieron más por su
sobriedad que por una actividad intelectual. Tenían fortaleza y confianza en sí
mismos, y en tiempos de dificultad o de peligro se levantaban al unísono para
proteger el bienestar del pueblo, como altos arrecifes contra la marea
tempestuosa. Los rasgos que aquí he reseñado se encontraban bien
representados en sus rostros cuadrados y en el gran desarrollo físico de los
nuevos magistrados coloniales. En lo que se refiere a un comportamiento que
expresa autoridad natural, la Madre Patria no habría tenido por qué
avergonzarse si estos prohombres de una nueva democracia se sentaran en los
bancos de la Casa de los Lores o del Consejo Privado del Rey.
Después de los magistrados venía el joven clérigo, distinguido y eminente,
de quien la población esperaba escuchar la plática religiosa apropiada a la
festividad.
En esa época, era en la profesión eclesiástica, más que en la vida política,
donde la habilidad intelectual se lucía de veras; porque, dejando de lado
motivos más elevados, ofrecía una seducción tan potente, en forma de
veneración rayana en adoración de toda la comunidad, que atrapaba a los
jóvenes ambiciosos. Hasta el poder político, como en el caso de Increase
Mather, estaba al alcance de un pastor con éxito.
Los que ahora lo observaban se decían que jamás, desde que el reverendo
Dimmesdale puso pie en las playas de Nueva Inglaterra, había mostrado más
energía que la que ahora proclamaba su manera de caminar, y tanta prestancia
como la que marcaba su paso en la procesión. No demostraba debilidad
alguna, como otras veces: su cuerpo no se veía encorvado, ni su mano se
posaba ominosa sobre el corazón. Sin embargo, si se observaba bien al clérigo,
se veía que su fuerza no era la fuerza del cuerpo. Parecía más bien espiritual,
haberle sido regalada por cuidados angélicos, aunque también podía ser debida
a la exaltación producida por el fuerte licor destilado en la fragua de la sincera
y prolongada meditación. O quizá su temperamento, tan sensible, recibía
energía de la música, penetrante y sonora, que subía al cielo y parecía elevarlo
hacia las nubes en sus ondas ascendentes. Sin embargo, era tan abstraído su
aspecto, que sería muy posible que Dimmesdale ni siquiera escuchara la
música. Su cuerpo avanzaba con un ímpetu poco usual en él. Pero ¿dónde
estaba su pensamiento? Lejos y muy profundamente enterrado en su propia
región, ocupado, con anormal actividad, en ordenar la secuencia de elevados
pensamientos que pronto debían ser expresados; de manera que no vio nada,
no oyó nada, no supo nada de lo que sucedía alrededor de él, ya que el
elemento espiritual ocupaba completamente su endeble cuerpo y lo arrastraba,
inconsciente de la carga, desmaterializándolo. Algunos hombres de
inteligencia poco corriente y algo morbosa poseen ocasionalmente este poder
de efectuar un enorme esfuerzo en el cual expenden la vida de muchos días, y
después se quedan sin vida por otros tantos.
Hester Prynne, al mirar fijamente al clérigo, sintió que una sensación
terrible se apoderaba de ella; pero por qué o de dónde emanaba, no lo supo; a
no ser que fuera porque se dio cuenta de que él estaba tan distante de su propia
esfera, tan lejos de su alcance. Se había imaginado que por lo menos una
mirada de reconocimiento se cruzaría entre ellos. Recordó el bosque sombrío,
con su pequeño valle de soledad, de amor, de angustia, y el musgoso tronco
donde, sentados juntos, con una mano en la mano del otro, habían
intercambiado sus tristes y apasionadas palabras, mezclándolas con el
melancólico murmullo del arroyo. ¡Con cuánta profundidad se habían llegado
a conocer en ese instante! ¿Era éste el mismo hombre? Ahora, apenas lo
reconocía. Él, pasando orgulloso frente a ella, como envuelto en la riqueza de
la música, junto con la procesión de majestuosos y venerables patriarcas; él,
tan imposible de alcanzar en su posición ante el mundo, y aún más ahora,
hundido en sus adustos pensamientos, a través de los cuales ella ahora lo
contemplaba. Su espíritu se encogió ante la idea de que todo debía de haber
sido un engaño, y que, por muy vívidamente que lo hubiera soñado, no podía
haber existido jamás un lazo de unión entre el clérigo y ella. Y Hester era tan
mujer, que apenas podía perdonarlo —menos que nunca ahora, cuando el
grave paso del destino que se les acercaba podía ser oído más y más— por su
capacidad de retraerse en forma tan total de su mundo mutuo; en la oscuridad
de su pensamiento, sus manos lo buscaron ávidamente sin encontrarlo.
Sucedió que Pearl vio y se hizo cargo de los sentimientos de su madre, o
bien sintió ella misma la lejanía insalvable que ahora rodeaba al clérigo.
Mientras pasaba la procesión, la niña estaba nerviosa y agitada como un pájaro
a punto de emprender el vuelo. Cuando terminó de pasar la procesión, miró a
Hester.
—Madre —dijo—, ¿fue ése el mismo clérigo que me besó allá, junto al
arroyo?
—¡Calla, pobre hija mía! —murmuró su madre—. No debemos hablar en
la plaza del Mercado de lo que nos sucede en el bosque.
—No estaba segura de que fuese él; ¡se veía tan extraño! —continuó la
niña—. Si hubiese estado segura, habría corrido para pedirle que me besara
ahora, delante de todo el mundo, como lo hizo allá, entre los viejos árboles
oscuros. ¿Qué habría dicho el ministro, madre? ¿Se habría colocado la mano
sobre el corazón, o fruncido el ceño, o me habría dicho que me fuera?
—¿Qué te podría decir, Pearl? —respondió Hester—. Sólo que éste no es
el momento más apropiado para besar; que no se dan besos en la plaza del
Mercado. Bien hiciste, niña, en no hablarle.
Otro matiz del mismo sentimiento, en lo que se refiere al reverendo
Dimmesdale, fue expresado por una persona cuya excentricidad —o cuya
locura, como se la quiera llamar— la llevó a hacer lo que pocas personas del
pueblo se habrían atrevido a llevar a cabo; es decir, iniciar en público una
conversación con la portadora de la letra escarlata. Se trataba de la señora
Hibbins, quien, ataviada con gran aparato, con una golilla triple, una faja
bordada, una falda del más rico terciopelo y un bastón con empuñadura de oro,
había salido a ver la procesión. Como esta anciana dama tenía la reputación
(que después le costó la vida) de ser personaje principal en todas las
actividades de necromancia que continuamente se desarrollaban en la colonia,
la multitud se abrió a su paso, casi temerosa de ser tocada por sus vestiduras,
como si llevara una plaga entre sus ricos pliegues. Vista junto a Hester Prynne,
a pesar de los sentimientos de bondad que ahora muchos comenzaban a
abrigar respecto a esta última, el temor que inspiraba mistress Hibbins se
redobló, siendo causa de un movimiento general en aquel sector de la plaza del
Mercado donde se encontraban ambas mujeres.
—¿Qué imaginación podría haber concebido algo así? —susurró
confidencialmente la vieja dama a Hester—. ¡Ese clérigo! ¡Ese santo en la
tierra, que la gente cree que es y que, debo confesarlo, parece ser! ¿Quién de
los que acaban de verlo en la procesión se imaginaría que hace poco salió de
su despacho (y seguro que fue mascullando un texto de las Escrituras en
hebreo) para darse un paseíto por el bosque? ¡Ajá! ¡Nosotras sabemos qué
significa eso, Hester Prynne! Pero la verdad es que me resulta difícil
identificarlo como el mismo hombre. Muchos miembros de la Iglesia que iban
tras la música han bailado los mismos bailes que yo cuando alguien tocaba el
violín, y puede ser que un powpow indio o un hechicero lapón también
bailaran con nosotras. Esto no tiene ninguna importancia cuando una mujer
sabe lo que es el mundo. ¡Pero este ministro! ¿Estás completamente segura,
Hester, de que se trata del mismo hombre con que te encontraste en el sendero
del bosque?
—¡Señora, no sé de qué me habla! —respondió Hester Prynne, segura de
que la señora Hibbins tenía la mente enferma; y, sin embargo, le causó un
extraño temor la confianza con que afirmaba una conexión personal entre
tantas personas (y ellas también) y el Maligno—. No me toca a mí hablar
ligeramente de un sabio y piadoso ministro de la Iglesia como Arthur
Dimmesdale.
—¡No seas tonta, mujer! —exclamó la anciana, sacudiendo un dedo ante
las narices de Hester—. ¿Crees que yo, que he ido al bosque tantas veces, no
he adquirido la suficiente sabiduría como para distinguir a las personas que
también han ido? Sí, sé distinguirlas aunque no quede prendida en sus cabellos
ni una sola hoja de las guirnaldas silvestres que lucieron mientras bailaban. Te
conozco, Hester. Sé distinguir la marca. Todos podemos verla a la luz del sol.
Y en la oscuridad resplandece como una llama roja. Tú la luces ante la vista de
todo el mundo, de modo que no hay modo de equivocarse. Pero este
ministro… Déjame decírtelo al oído: cuando el Oscuro ve a uno de sus
servidores, firmado y sellado, con tanto miedo de reconocer sus relaciones
como Dimmesdale, tiene su manera de arreglárselas para que su marca sea
revelada a la luz del día ante los ojos de todo el mundo. ¿Qué es lo que el
ministro trata de esconder con una mano sobre el pecho? ¡Ja, ja, Hester
Prynne!
—¿Qué es, buena señora Hibbins? —preguntó ansiosa la pequeña Pearl—.
¿La ha visto usted?
—¡No te preocupes, querida! —respondió la señora Hibbins, haciendo una
profunda reverencia a Pearl—. Tú misma la verás un día u otro. Dicen, hija
mía, que perteneces a la estirpe del Príncipe del Aire. ¿Quieres salir a volar
conmigo una noche clara, para ir a visitar a tu padre? Entonces sabrás por qué
el ministro siempre lleva una mano sobre el corazón.
Riendo en voz tan alta que toda la plaza del Mercado la oyó, la anciana
dama se fue.
Por entonces ya se habían rezado las oraciones preliminares en la iglesia y
la voz del reverendo Dimmesdale estaba comenzando su discurso. Un
sentimiento irresistible mantuvo a Hester clavada en su sitio. Como el edificio
sagrado estaba demasiado lleno para entrar en él, se colocó junto al cadalso.
Estaba lo suficiente cerca para oír todo el sermón que predicaba con su suave
y característico acento la voz del ministro.
Este órgano vocal era en sí un rico instrumento; tanto, que quien lo
escuchara sin entender el lenguaje en que el predicador hablaba, podía
mecerse con las cadencias de su voz. Como toda música, transmitía pasión,
patetismo, emociones elevadas o tiernas, con un vocabulario natural del alma
humana, independiente del lenguaje utilizado. El sonido, atenuado por los
muros de la iglesia, lo escuchó Hester Prynne tan atenta y emocionada, que
todo el sermón tuvo para ella un significado enteramente distinto al de las
palabras, que no era capaz de distinguir. Quizá éstas, de haberlas oído con más
precisión, habrían resultado un medio más grosero y entorpecido lo espiritual.
De pronto sentía un tono muy bajo, como si el vendaval se aquietara; luego
ascendía con él mientras resurgía a través de distintas capas de dulzura y de
fuerza, hasta que su volumen parecía envolverla con una atmósfera de
asombro y solemne grandeza. Y, sin embargo, a pesar de que la voz de pronto
se hacía majestuosa, siempre conservaba su carácter quejumbroso. Una alta o
profunda expresión de angustia: el susurro o el aullido, según se lo imagine
uno, de la humanidad dolorida, que tocaba la fibra sensible escondida en todos
los pechos. Había momentos que esta profunda nota patética era todo cuanto
se podía oír, y oír apenas, como suspirada en medio de un silencio desolado.
Pero incluso cuando la voz del ministro se levantaba, alta y perentoria, cuando
surgía poderosa hasta lo más alto, cuando asumía su mayor amplitud y
envergadura, llenando la iglesia de tal modo que parecía hacer estallar los
sólidos muros para difundirse por el aire, siempre, si el que escuchaba lo hacía
con cuidado y con un verdadero propósito, podía detectar el quejido de dolor.
¿Qué era? La queja de un corazón humano apesadumbrado, quizá culpable,
comunicando su secreto, de tristeza o de culpa, al gran corazón de la
humanidad, implorando un poco de perdón y simpatía a cada momento, en
cada acento, y nunca en vano. Era este profundo y continuo tono desesperado
lo que daba al clérigo su poder más característico.
Durante todo este tiempo, Hester estuvo quieta como una estatua al pie del
patíbulo. Si la voz del ministro no la hubiera mantenido allí, el sitio mismo lo
habría hecho con un magnetismo que la atraía, puesto que allí transcurrió su
primera hora de ignominia. Ella sentía algo —demasiado ambiguo para poder
transformarlo en pensamiento, pero que pesaba sobre su mente— que le decía
que toda la órbita de su vida, tanto antes como después, estaba centrada en ese
lugar, haciendo de él el único punto que le prestaba unidad.
Mientras tanto, la pequeña Pearl se había alejado de su madre y jugaba a su
gusto por la plaza del Mercado. Su aspecto móvil y deslumbrante parecía
prestar algo de alegría a la sombría multitud. Parecía un pájaro de alegre
plumaje cuya presencia bastaba para iluminar todo un árbol de follaje
tenebroso, saltando de una rama a otra, a veces ofreciéndose a la vista, a veces
escondido en la penumbra de los macizos de hojas. Poseía una manera
ondulante, aunque a veces directa, de moverse. Indicaba la incansable
vivacidad de su espíritu, que hoy redoblaba la inquietud de su danza sobre la
punta de los pies porque jugaba y vibraba con la angustia de su madre. En
cuanto Pearl veía cualquier cosa que excitara su curiosidad, siempre activa y
vagabunda, volaba hacia ella, y era como si tomara posesión de esa persona o
esa cosa simplemente porque la deseaba; pero todo esto sin perder en absoluto
el control de sus movimientos. Los puritanos la contemplaban y sonreían a
pesar de ellos mismos, diciéndose que la niña era un engendro del demonio
debido al encanto peregrino de su belleza y su excentricidad, la cual,
iluminando su figura entera, relumbraba con su actividad. Corrió a mirar a un
indio cara a cara y él sintió que estaba ante una naturaleza aún más salvaje que
la propia. De ahí, con una audacia natural pero también con cierto tipo de
reserva que le era característica, se lanzó en medio de un grupo de marineros,
hombres que regresaban después de cruzar los océanos, con rostros
oscurecidos por el sol, como los de los indios después de cruzar la tierra. Ellos
contemplaron admirados y pensativos a Pearl, como si un copo de espuma
hubiera tomado la forma de la niña y ésta estuviera dotada de un alma surgida
del fuego marino que relumbra bajo la proa de los barcos en la noche.
Uno de estos marinos, el mismo capitán que había dirigido la palabra a
Hester Prynne, quedó tan sorprendido con el aspecto de Pearl, que trató de
agarrarla con la intención de robarle un beso. Resultándole tan difícil tocarla
como cazar un pájaro mosca en pleno vuelo, se quitó del sombrero la cadena
de oro que lo circundaba y se la tiró a la niña. Pearl se rodeó inmediatamente
con ella el cuello y la cintura, con tan feliz resultado que parecía formar parte
de ella misma y resultaba difícil imaginarse a la niña sin la cadena.
—¿Tu madre es aquella mujer, la de la letra escarlata? —preguntó el
marino—. ¿Quieres llevarle un mensaje de mi parte?
—Si me gusta el mensaje, lo haré —respondió Pearl.
—Dile entonces —siguió el marino— que hablé de nuevo con el viejo
médico, el hombre inclinado y de rostro oscuro. Él se compromete a traer a su
amigo, el señor del cual se ocupa, a bordo de mi barco. De modo que tu madre
no tiene que ocuparse más que de ella misma y de ti. ¿Le dirás esto, niña-
duende?
—¡La señora Hibbins dice que mi padre es el Príncipe de los Aires! —
exclamó Pearl con su sonrisa perversa—. Si me pones apodos desagradables te
acusaré a él, y él arrastrará tu barco con una tormenta.
Cruzando la plaza del Mercado en zigzag, la niña volvió a donde estaba su
madre y le dio el mensaje del marino. El espíritu de Hester, que era fuerte,
tranquilo y capaz de soportarlo todo, casi se hundió, finalmente, al ver ante sí
el terrible aspecto de una catástrofe inevitable que, en el momento preciso en
que el barco parecía facilitarles al clérigo y a ella un pasaje que los sacara del
laberinto de su sufrimiento, se colocaba, sin compasión, en medio de su
camino.
Con la mente turbada aún por la terrible perplejidad ocasionada por la
noticia del capitán, vino a afectarla una nueva prueba. Muchos de los presentes
habían acudido del campo circundante; a menudo habían oído hablar de la
letra escarlata y su espanto había sido exagerado por mil rumores falsos, pero
nunca la habían visto con sus propios ojos. Estos personajes, ya aburridos con
otros entretenimientos, se agolparon ahora en torno a Hester Prynne, ruda y
brutalmente intrusivos. A pesar de ser poco escrupulosos, no se atrevían a
acercarse hasta menos de unos cuantos pasos. Y a esa distancia se quedaron
mirando, dándose cuenta de la presión de los espectadores; y, habiendo
averiguado el significado de la letra escarlata, llegaron a mezclar sus rostros
quemados por el sol, rostros de bandidos, con los de los pobladores. Hasta los
indios parecieron sentir la sombra fría de la curiosidad del hombre blanco; y,
cimbreándose, atravesaron la multitud, quedándose con sus negros ojos de
serpiente fijos sobre el pecho de Hester, quizá pensando que la portadora de
tan historiado emblema debía de ser una persona de alta alcurnia. Por último,
los habitantes de la ciudad (ya que su propio interés en este gastado tema
revivió lánguidamente como por simpatía con lo que veían que los otros
estaban sintiendo) se acercaron lánguidamente al mismo lugar y atormentaron
a Hester, quizá más que todos los otros, con sus frías miradas, bien informadas
de su vergüenza. Hester vio y reconoció los mismos rostros del grupo de
señoras que la habían esperado al salir de la puerta de la prisión, siete años
atrás; todos aquellos rostros, salvo uno, el de la mujer más joven y compasiva,
cuya mortaja Hester misma había confeccionado. En la hora final, cuando ya
estaba pronta a deshacerse de la letra escarlata, por alguna extraña razón había
llegado a ser más que nunca el centro de observación y excitación, y esto
mismo le quemaba el pecho más dolorosamente que ningún día desde el
primero en que la llevó.
Mientras Hester estaba de pie en medio del círculo de la ignominia, donde
la hábil crueldad de su sentencia parecía haberla fijado para siempre, el
admirable predicador miraba desde su sagrado púlpito a una congregación
cuyos espíritus había logrado dominar. ¡La mujer de la letra escarlata en la
plaza del Mercado! ¿Qué imaginación podía ser tan irreverente como para
suponer que el mismo estigma quemante los había marcado a los dos?
XXIV. CONCLUSIÓN