Civilizacion Del Capital

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¿Crisis civilizatoria o el ocaso de Occidente?

Julio Oleas-Montalvo

En el relato oficial las raíces de la civilización occidental se remontan a la Grecia antigua,


donde habrían aparecido las primeras sociedades avanzadas. También a Roma, inmenso
imperio comprendido entre Inglaterra, África del Norte y el Medio Oriente que, al
desintegrarse, se fraccionó en los territorios medievales donde aparecieron varias
culturas. El Renacimiento y el siglo de los descubrimientos reunificaron la región y, con
el desarrollo de la ciencia, la tecnología y el capitalismo, surgieron los estados-nación
europeos y luego Estados Unidos, el núcleo de Occidente.

Quienes sostienen esta narrativa no admiten que el sistema económico dominante –el
capitalismo– pudiera convertirse en una civilización. Samuel Huntington, por ejemplo,
asume que Occidente es un grupo de países comprometidos con la democracia, el
imperio de la ley y los derechos humanos. El autor de El choque de civilizaciones (1996)
señala que esos países deberían conformar un sistema de seguridad colectivo para
proteger sus intereses compartidos. Huntington no hace referencia explícita al hecho de
que el capitalismo también es uno de esos compromisos e intereses compartidos. Una
civilización es un proceso más complejo y de más larga duración que un sistema
económico.

En efecto, el capitalismo dio sus primeros pasos en el siglo XVI, con el avance de las
relaciones salariales y de la mano de los banqueros y mercaderes de las ciudades libres
de Florencia, Venecia y Génova. En su forma inicial se llamó mercantilismo, y su objetivo
era acrecentar el poder y la riqueza del monarca acumulando metales preciosos
mediante superávits de la balanza comercial. Para conseguirlos, los jóvenes estados-
nación europeos desplegaron medios lícitos e ilícitos: el proteccionismo comercial y
también la rapiña y la piratería. La propiedad privada de los medios de producción fue
ungida como fundamento del sistema en el que los empresarios –los propietarios–
contratan trabajo y obtienen ingresos con los cuales acumulan capital y/o los reinvierten
para generar ingresos adicionales –el tan anhelado crecimiento económico. Conforme
maduraba, el capitalismo perfeccionó el individualismo y se autoproclamó como la
opción racional de organización social. Tras la segunda guerra mundial asumió
pretensiones universalistas y enfrentó al socialismo real con la misma decisión en Berlín
que en las penínsulas de Corea o Indochina. Y, con la aceleración de la globalización
impulsada desde Occidente en las décadas finales del siglo XX, trató de convertirse en
la única opción civilizatoria de la humanidad.

Pero la convergencia económica y tecnológica de la globalización no condujo al orden


singular ambicionado por Occidente. Más bien ha producido la conjunción de varias
crisis, superpuestas y sinérgicas, y con estas, al choque anticipado por Huntington. Sin
considerar la crisis climática –lo que no implica desconocerla– este corto ensayo se
elabora bajo dos supuestos: (i) los seres humanos somos iguales, sin importar su
condición, procedencia o creencia política o religiosa; y (ii) las culturas de las sociedades
humanas pueden ser muy diferente, pero ninguna posee condiciones éticas superiores a
las demás. A continuación se reflexiona en torno a la noción de civilización; a la

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evolución del capitalismo, pretendiendo encontrar su forma civilizatoria; y al muy
improbable futuro de esa pretensión, incluso sin considerar la crisis climática.

Civilización: palabra engañosa

Las palabras tienen significado dentro de contextos históricos específicos. Civilizar –el
verbo– es anterior a civilización –el sustantivo, definido por la RAE como el conjunto de
costumbres, saberes y artes propios de una sociedad humana. Fue acuñado, muy
probablemente por primera vez, en 1756 por Víctor Riqueti, marqués de Mirabeau. Para
este economista fisiócrata, la civilización era impulsada por la religión. Los
enciclopedistas consideraron que Riqueti estaba equivocado, pues pensaban que la
religión era, naturalmente, contraria a la civilización.

En la corte de los luises la palabra civilización denotaba el proceso generador de la


cortesanía y maneras asociadas a las normas de estatus de la nobleza. En Alemania, el
término equivalente era Kultur, palabra no asociada a la nobleza, sino a la clase media y
a las universidades. En el siglo XIX, conforme avanzaba el dominio de Europa,
civilización se convirtió en sinónimo de imperialismo. En la historiografía europea este
proceso se entendió equivalente al progreso esparcido por Occidente al resto del mundo.
La forma más sofisticada de expresarlo era referirse a la ‘misión civilizadora’; la forma
más racista, a la ‘responsabilidad del hombre blanco’.

Cuando los europeos encontraron a otros, distintos a ellos, en especial en el siglo de los
descubrimientos, su poderío los subordinó a las normas e instituciones europeas. Esta
historia es inseparable de la construcción de la noción de civilización occidental.
Además, más allá de esta mácula, no existe un acuerdo mínimo sobre qué es una
civilización. El politólogo Aldun Karahanli de la İbn Haldun Universitesi de Estambul
constata que solo en Europa se han dado al menos ocho definiciones diferentes
(Transcending The Imperial Concept of “Civilization”: Recalling the Concept of al-Umran,
Mizanu’L-hak: Islami Ilimler Dergisi 12, junio de 2021: 377-402).

Para Oswald Spengler, famoso por La decadencia de Occidente (1918), la cultura es como
un organismo vivo que nace y crece hasta llegar a su cima; luego comienza la fase de
civilización, en la que se degrada y declina hasta morir. Al hacer este ‘descubrimiento
copernicano’, el historiador y filósofo alemán ‘admitió’ que la cultura occidental no tiene
ninguna condición privilegiada frente a las culturas de la India, Babilonia, China, Egipto,
México… La única verdad histórica, según él, es que las civilizaciones cumplen un ciclo
de crecimiento, madurez y decadencia.

Fernand Braudel, el historiador más importante del siglo XX, autor de Civilización
material, economía y capitalismo, siglos XV-XVIII (obra monumental en tres tomos, entre
otros 67 títulos de su autoría), asume que las civilizaciones son sociedades, economías,
zonas culturales, formas de pensar, áreas geográficas y, sobre todo, continuidades
históricas de ‘larga duración’.

Más operativa es la definición de Norbert Elias, en su juventud asistente de Karl


Mannheim y autor de El proceso de la civilización (publicado en alemán en 1939). Elias
analiza la evolución de las sociedades europeas desde el Medioevo hasta la Modernidad.
Este sociólogo de origen judío sostiene que la civilización es un proceso histórico en el
que interactúan estructuras conductuales y de poder, disciplinas individuales y

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organizaciones sociales que forman y transforman ‘regímenes’. Este proceso ‘único y
total’, en constante movimiento hacia adelante, tiende a expandirse y a colonizar. Es
diferente a la cultura, que puede desarrollarse en más de una dirección, representada en
el arte, la literatura, los sistemas filosóficos y la religión. El ámbito de la cultura suele ser
el de la nacionalidad, mientras que la civilización tiene alcances mayores. El ‘proceso
civilizatorio’ se basa en la transformación de la personalidad, de las identidades y
hábitos en los que se sustenta la construcción social y cultural, y que suscitan la
modernización.

El politólogo internacionalista canadiense Robert Cox tiene una aproximación mucho


más sencilla, pero no por ello menos profunda, a un tema muy complejo (Thinking about
civilizations, Review of International Studies 26, 217-234). La civilización, afirma, es ese casi
inconsciente, y dado por hecho, sentido común que expresa la idea de la realidad,
compartida por la gente. Esa idea de la realidad encierra la noción de lo que está bien y
es apropiado en el comportamiento ordinario; y ese sentido común incluye una guía
normativa para actuar y una percepción de la ‘objetividad’ (o la realidad externa al
observador).

El sentido común, que es diferente según la época y el lugar, está moldeado por las
respuestas colectivas prácticas de la gente a sus condiciones materiales de existencia.
Una civilización resultaría del ajuste entre las condiciones materiales de existencia –
incluidas las organizaciones económicas y políticas– y los significados intersubjetivos –
la compartición de experiencias, emociones y significados que permiten a los individuos
relacionarse de manera profunda. No en sentido marxista vulgar, pues Cox acepta que
diferentes conjuntos de significados intersubjetivos podrían ajustarse a circunstancias
materiales similares.

Entonces la civilización es algo que la gente lleva en sus cabezas, es eso que ilumina la
comprensión del mundo. Y la comprensión del mundo de gente diferente es diferente,
el sentido común de una gente es diferente al de otra, y sus nociones de la realidad son
diferentes.

La civilización del capital

Europa ha ‘civilizado’ a los no europeos (los otros) desde 1492. Estudiar este proceso
genera mucha controversia. Entre otras razones porque desde su origen la noción de
civilización fue parte de un proyecto imperialista. A lo largo de la historia, los civilizados
se han arrogado la obligación moral de civilizar a los incivilizados. En este sentido, como
concepto, Occidente ha servido como expresión de la autoconciencia de Europa y de su
proyección en el mundo. Mundo que, sumariamente, fue dividido entre civilizados y
bárbaros, modernidad y atraso, desarrollados y subdesarrollados.

Esta visión de la realidad fue convertida en un proyecto político que ya operaba a todo
vapor en la segunda mitad del siglo XIX. La Conferencia de Berlín (15 de noviembre de
1884 a 26 de febrero de 1885) reunió a Alemania, Bélgica, España, Francia, Reino Unido,
Portugal, Italia, Dinamarca, Países Bajos, Estados Unidos, Rusia, Noruega, Suecia y los
imperios otomano y austrohúngaro con el fin de repartirse el continente africano. Bélgica
recibió algo más de 2,3 millones de km2 en el centro de África, extensión 76 veces más
grande que el territorio del estado belga. Ocho años antes, Leopoldo II, rey de Bélgica,
había constituido la International African Association, el brazo administrativo de ese

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‘proyecto humanitario’, como lo llamaron en Berlín. Con un bizarro sentido del humor,
el monarca bautizó su colonia con el nombre de Estado Libre del Congo.

‘Asumo el trabajo en el Congo en interés de la civilización y para el bien de Bélgica’ había


declarado Leopoldo (https://bit.ly/40LaTZg). Por recibir los dones de Occidente, el
Estado Libre del Congo debía compensar al gobierno belga extrayendo caucho y marfil.
Esta tarea era controlada por la Force Publique (el ejército privado de Leopoldo). Si un
congoleño adulto no lograba extraer la cuota de caucho asignada, la Force Publique
mutilaba a su hijo; si la aldea en la que habitaban se resistía, la Force Publique la arrasaba.
Leopoldo II se convirtió en uno de los hombres más ricos de Europa, mecenas de la
monumental arquitectura de Bruselas –la ciudad sede de la Comunidad Europea. Sus
exigencias ‘civilizatorias’ cobraron la vida de entre 10 y 13 millones de africanos
incivilizados.

La realidad contemporánea es el resultado de la reestructuración del mundo según las


conveniencias de Occidente. Cuando la modernidad se extendió sobre el planeta, los
otros –las sociedades no-occidentales– fueron forzados a someterse a una relación
jerárquica. El proceso civilizatorio ha implicado procesos de representación y de re-
creación del colonizado –vencido– por el colonizador –vencedor. El vencedor asume que
el vencido es incapaz de auto representarse y, en consecuencia, tiene que representarlo.

Es difícil que el sustantivo civilización pueda ser aislado de su función imperialista y de


su contenido normativo. Como sostiene la filósofa inglesa Miranda Fricker, más bien la
pregunta relevante sería hasta qué punto ese concepto es parte de la ‘injusticia
epistémica’ ejercida contra quienes los vencedores consideran que son incapaces de
disponer de sus propios conocimientos (Epistemic Injustice: power and the ethics of knowing,
2007).

En la década final del siglo pasado Susan Strange, catedrática de relaciones


internacionales de la London School of Economics, y promotora de la escuela británica
de economía política internacional, notó que en las relaciones internacionales se estaba
imponiendo una corriente civilizatoria que llamó ‘civilización de los negocios’ (business
civilization), auténtico motor de la globalización. La ideología de la civilización de los
negocios se nutre en las escuelas de negocios alrededor del mundo, en el periodismo
económico y en la retórica política de los países poderosos, replicada con devoción por
los grupos dirigentes de los países dependientes.

La civilización de los negocios está organizada de manera informal por una nebulosa de
entidades interrelacionadas que generan política económica internacional. Entre las
principales: la Organización Mundial de Comercio, el Fondo Monetario Internacional, el
Banco de Pagos Internacionales, el Banco Mundial, la Organización para la Cooperación
y el Desarrollo Económicos, y entidades como el G7 o los BRICS, o el Foro Económico
Mundial de Davos.

Cox afirma que esta corriente civilizatoria trasciende las civilizaciones preexistentes,
aunque no deja de ser una especie de retoño de Occidente, enraizada principalmente en
Estados Unidos. La civilización occidental, liderada por Estados Unidos y Europa,
privilegia el espacio sobre el tiempo. La orientación espacial se encuentra implícita en el
concepto sincrónico de mercado, y tiende a copar todos los espacios del Planeta. La idea
del fin de la historia, de Francis Fukuyama, brota de esta asimetría: la noción de que con

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la globalización se ha alcanzado la etapa final de la sociedad humana, y nada más es
posible, excepto más de lo mismo.

Slavoj Zizek, el mediático filósofo y crítico cultural esloveno sostiene que la declaración
de Fukuyama ‘naturaliza’ el capitalismo. Una teoría económica universalista y abstracta,
la llamada corriente principal o economía ortodoxa, cumple en la civilización de los
negocios el mismo papel que el monoteísmo absolutista en el ascenso de Occidente. Con
este referente ideológico, el individualismo y la competitividad son las características
básicas de la conducta humana. El correlato social de este ‘culto’ es el pensamiento único;
y la sociedad, cuya existencia en la práctica se torna irrelevante, sería apenas un
subproducto civilizatorio, una ilusión creada por la mano invisible.

Esta corriente civilizatoria bien podría llamarse civilización del capital, al menos si se
toma como referente teórico el trabajo de Norbert Elias, pues se trata de un proceso
histórico único y total, con una tendencia natural a expandirse y colonizar. Las
estructuras de poder pueden identificarse con facilidad, así como las disciplinas
individuales y las organizaciones que han transformado la personalidad, las identidades
y los hábitos de una gran parte de la humanidad. Como puntualiza Cox, este proceso ha
generado un nuevo sentido común, y una noción de la realidad que rehúsa entender las
interacciones de la gente con el ambiente. Es decir, asume la normativa social y la noción
de lo correcto funcionales a las lógicas de acumulación y crecimiento económico del
capitalismo. A Braudel le sorprendería la velocidad de su avance, ciertamente, pero no
se puede afirmar que el proceso –en el sentido de Elias– ya esté consumado.

El futuro de la civilización del capital

Hace cuatro décadas, la primera ministra británica Margaret Thatcher, recordada


precursora del neoliberalismo, proclamó que no había alternativa. Esa arenga, repetida
una y mil veces por los medios de comunicación, se convirtió en verdad revelada, que
ya es parte del sentido común de Occidente (en el sentido dado por Cox al término, valga
la redundancia), y que ofusca la comprensión del mundo de cientos de millones de seres
humanos. En su intento de transformarse en una civilización universal, Occidente
pretende que inevitablemente –todas– las sociedades serán compelidas a ajustarse a los
requerimientos del mercado, del capital y de la globalización. Se harían, en consecuencia,
cada vez más y más parecidas, y la civilización del capital se habría convertido en la
realidad única del mundo.

Pero por el momento las probabilidades de consumar ese proyecto civilizatorio son tan
remotas como las probabilidades de que las políticas de desarrollo sostenible
auspiciadas por Naciones Unidas eviten el colapso ambiental. Y no por el absurdo de
perseverar en la política de crecimiento económico ad-infinito, dentro de un medio físico
finito, sino porque el motor de su avance se ha detenido. Desde que EE. UU. decidió
protegerse de la superioridad económica de China declarándole la guerra comercial, y
el Reino Unido reasumió su insularidad aprobando el Brexit, la globalización ya no es
una prioridad de Occidente.

Si la civilización del capital pudiera continuar en su camino hacia su realización, debería


recurrir al liderazgo de quien ha sido el principal beneficiario de la globalización: la
Nación del Centro (Zhongguo: 中央國 / 中央国), o Gran País de las Nueve Provincias (
州大國 / 九州大国), como se autodenominaba China antes de que Occidente le privara

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de su capacidad para auto representarse. Occidente ha dominado el mundo los últimos
dos siglos, mientras que durante los 18 siglos anteriores las únicas potencias eran China
e India (no había surgido la economía global, evidentemente). Cuando China ingresó a
la OMC (2001), su economía representaba 6,7% de la economía global, mientras que la
de Estados Unidos representaba 20,5% (https://bit.ly/3A1uxVL). Veintidós años más
tarde, en 2023, ya tiene la economía más grande del mundo, con 18,9% del PIB global
(PPA), mientras que la de Estados Unidos se ha reducido al 15,4%, según el FMI
(https://bit.ly/3L4epca).

El mundo estaría presenciando el inicio de una nueva etapa histórica, en la que los
estados-nación verían erosionar su condición de actores fundamentales de las relaciones
internacionales para dar paso a los estados-civilización. Estos son civilizaciones
desarrolladas en áreas geográficas específicas, con culturas distintivas, economías e
instituciones políticas y sistemas de gobierno propios. Han sido históricamente grandes,
influyentes y estables. El resurgimiento de China sería prueba de esto, en opinión de
Zhang Weiwei, director del Instituto de Estudios de China de la Academia de Ciencias
Sociales de Shanghái. India y Rusia también se consideran a sí mismas estados-
civilización. Turquía y hasta Estados Unidos podrían sumarse a la lista. Y, hace poco, el
presidente Macron ya anunció la disposición de Francia para guiar a Europa hacia una
renovación civilizatoria. Eventualmente, esta iniciativa serviría para corregir el error
notado por el político portugués Bruno Maçães, quien anota que ‘las sociedades
occidentales han sacrificado sus culturas específicas en aras de un proyecto universal’.

Los más notorios estados-civilización (China, India y Rusia) estarían hartos de la


imposición, en nombre del universalismo, de los valores occidentales. También estarían
dispuestos a resistir la injerencia occidental en sus asuntos internos. De hecho, China,
Rusia e India ya desafían el orden internacional liberal, de forma que ‘el orden global
vertical, con Occidente en la cúspide, está transformándose en un orden horizontal, en
que Occidente y el resto, en particular China, están a la par entre sí en términos de
riqueza, poder e ideas´, según Zhang Weiwei (https://bit.ly/4098bMF).

¿Y los otros? Los otros hemos sido reducidos a mercados donde Occidente o China
colocan manufacturas y créditos internacionales, y a almacenes donde esas dos opciones
civilizatorias se abastecen de materias primas, metales y energía. Los otros habitamos los
territorios disputados por dos promesas vacuas: De un lado, las promesas de la
democracia formal, el imperio de la ley y los derechos humanos como camino para
‘cerrar las brechas’ que nos alejan del desarrollo; de otro lado, la luminosa promesa de
participar en la Iniciativa de la Franja y la Ruta, la pieza central de la política exterior de
Xi Jinping, estrategia planetaria del estado-civilización emergente para consolidar el
neodependentismo en el siglo XXI.

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