Formato para La Tierra Permanece
Formato para La Tierra Permanece
Formato para La Tierra Permanece
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Clarice Lispector
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Primera parte - Mundo sin fin
Sin embargo, por lo menos ese año último sólo el trabajo lo había llevado a las monta -
ñas. Preparaba una tesis: La Ecología de la zona de Black Creek. Debía investigar las re-
laciones, pasadas y presentes, entre los hombres, plantas y animales de la región. Buscar
un compañero ideal le hubiese llevado demasiado tiempo. Además, nunca le pareció que
hubiese allí grandes peligros. Aunque en un radio de ocho kilómetros no vivía un solo ser
humano, difícilmente pasase un día sin que se apareciera algún pescador que subía en
coche por la carretera rocosa, o simplemente remontaba la corriente.
Sin embargo, pensándolo un poco, ¿cuándo había visto a algún pescador? Desde lue -
go, no esa semana. No tampoco en las dos semanas últimas. Había oído un automóvil,
una noche. Le sorprendió que alguien subiese en la oscuridad por esa carretera. Común-
mente acampaban abajo a la caída de la tarde, y partían a la mañana. Pero quizá desea -
ban llegar cuanto antes a algún río favorito, e iniciar la pesca al amanecer.
No, realmente, no había hablado ni visto a nadie en las dos últimas semanas.
Una punzada de dolor lo devolvió al presente. Tenía la mano hinchada. Soltó el torni -
quete y la sangre circuló otra vez.
Sí, su aislamiento era total. No tenía radio. Podía haber ocurrido una catástrofe en la
Bolsa, u otro Pearl Harbor. Quizás eso explicaba la escasez de pescadores. De cualquier
modo, no podía esperar que viniesen a ayudarlo.
Sin embargo, aquella perspectiva no lo alarmaba. En el peor de los casos seguiría allí
acostado. Tenía agua y comida para dos o tres días. Luego, cuando la mano se le deshin -
chase, iría en el coche al rancho de Johnson, el más cercano.
Pasó la tarde. A la hora de cenar, sin ganas, preparó café y bebió unas cuantas tazas.
Sufría bastante, pero a pesar del dolor y el café, se quedó dormido...
Se despertó de pronto, con la luz, advirtiendo que alguien había abierto la puerta. Dos
hombres en traje de calle, casi elegantes, escudriñaban a su alrededor de una manera ex -
traña, como asustados.
-¡Estoy enfermo! -dijo desde la cama.
El miedo de los hombres se transformó en pánico. Se volvieron rápidamente y sin ce-
rrar la puerta echaron a correr. Momentos después se oyó el ruido de un motor, que se
perdió en seguida en las montañas.
Sintió miedo, entonces, por primera vez. Se incorporó y miró por la ventana. El coche
había desaparecido en el recodo. ¿Qué pasaba? ¿Por qué esa huida?
La luz venía de oriente. Había dormido hasta el amanecer. La mano le dolía aún. Pero
no se sentía enfermo. Calentó el jarrito de café, preparó un poco de avena y se acostó
otra vez. Iría en seguida a casa de Johnson... si antes no pasaba alguien que quisiera de -
tenerse y ayudarlo.
Sin embargo, pronto empezó a empeorar. Se trataba, sin duda, de una recaída. A me-
dia tarde estaba realmente asustado. Tumbado en la cama, redactó una nota, explicando
lo que había ocurrido. No pasaría mucho tiempo sin que alguien lo encontrase. Sus pa -
dres, sin noticias, telefonearían a Johnson. Logró garabatear con la mano izquierda unas
pocas palabras. Luego firmó: Ish. El esfuerzo de escribir el nombre completo, Isherwood
Williams, le pareció inútil, y además, todo el mundo le conocía por aquel diminutivo.
A medianoche, como el náufrago que ve pasar a lo lejos, desde una balsa, un buque
trasatlántico, oyó un ruido de coches, dos coches, que subían por la carretera. Se acerca -
ron, y luego siguieron adelante, sin detenerse. Los llamó, pero se sentía muy débil, y su
voz, estaba seguro, no atravesaba aquellos doscientos metros.
Antes del crepúsculo, no sin esfuerzo, se incorporó tambaleándose, y encendió la lám-
para. No quería quedarse a oscuras.
Se inclinó luego, aprensivamente, hacia el espejito que colgaba del techo inclinado. El
rostro no parecía más largo y flaco que antes, pero tenía las mejillas encendidas. Los
grandes ojos azules, congestionados, que lo miraban con un ardor febril, y el hirsuto cabe-
llo castaño completaban el retrato de un hombre muy enfermo.
Se volvió a la cama, sin miedo, pero seguro casi de que iba a morir. De pronto se sen -
tía helado; en seguida, devorado por la fiebre. La lámpara sobre la mesa iluminaba los rin -
cones de la cabaña. El martillo seguía en el suelo, con el mango hacia arriba, en un pre-
cario equilibrio. Si hiciese testamento, un testamento como los de antes, divagó, en el que
se describían todos los bienes, diría: «Un martillo de minero; peso de la cabeza, cuatro li-
bras; mango, treinta centímetros; madera rajada, dañada por la intemperie; metal en-
mohecido, aún utilizable.» Había hallado el martillo poco antes de encontrarse con la ser-
piente, recibiendo con alegría aquel legado del pasado, de una época en que los mineros
blandían el martillo con una mano y sostenían el buril con la otra. Cuatro libras es casi el
peso máximo que un hombre puede manejar de ese modo. En aquel delirio febril, pensó
que una fotografía del martillo podía ilustrar muy bien su tesis.
La noche fue una larga pesadilla: torturado por accesos de tos, sofocado, consumido
primero por el frío, y luego por la fiebre. Una erupción similar al sarampión le cubrió el
cuerpo.
Al alba se hundió otra vez en un sueño profundo.
«Nunca ha ocurrido» no es igual a «No ocurrirá»... Sería como decir: «Nunca he muer-
to, por lo tanto soy inmortal.» Se asiste aterrado a una invasión de langostas o saltamon -
tes, y estos mismos insectos, que han pululado de un modo alarmante, desaparecen de
pronto de la faz de la tierra. Los animales superiores están sujetos a fluctuaciones pareci -
das. Los lemmings tienen ciclos regulares. Las liebres de la montaña se multiplican duran-
te años, y se cree que van a invadir el mundo. Luego, rápidamente, una epidemia acaba
con ellas. Algunos zoólogos han sugerido incluso una ley biológica: el número de indivi -
duos de una especie no es constante, baja y sube. Cuanto más elevada sea la especie,
más lenta es la gestación, y más prolongadas las fluctuaciones.
Durante la mayor parte del siglo XIX, el búfalo abundó en las estepas africanas. Era un
animal resistente, con escasos enemigos naturales, y un censo realizado cada diez años
hubiese demostrado que seguían propagándose.
Luego, a fines de siglo, cuando eran más numerosos, fueron atacados repentinamente
por la peste bovina. El búfalo se convirtió en una curiosidad en aquellos territorios. Desde
hace cincuenta años, reconquista lentamente su supremacía.
En cuanto al hombre, no debe esperarse que escape, en su larga trayectoria, a la suer-
te de los animales inferiores. Si hay una ley biológica de flujo y reflujo, su situación es
ahora muy peligrosa. Durante diez mil años su número ha aumentado constantemente a
pesar de las guerras, las pestes y las hambres. Biológicamente, la prosperidad del hom-
bre es demasiado larga.
Ish despertó a media mañana con una inesperada sensación de bienestar. Había temi-
do lo peor, pero se encontraba casi curado. Ya no se ahogaba, y la hinchazón de la mano
había desaparecido. El día anterior se había sentido muy enfermo, y no había pensado en
la mordedura. Ahora, la mano y su enfermedad eran sólo recuerdos, como si una hubiese
curado a la otra. A mediodía había recobrado la lucidez, y casi todas sus fuerzas.
Luego de un ligero almuerzo, decidió que podía ir a casa de Johnson. No se molestó en
empacar sus cosas. Llevaría su importante libro de notas y su cámara fotográfica. En el
último momento, obedeciendo a un impulso, recogió también el martillo. Subió al coche y
se puso lentamente en marcha, tratando de no utilizar la mano derecha.
En el rancho de Johnson reinaba el silencio. Detuvo el coche junto a la bomba de gaso -
lina. Nadie salió a atenderlo, pero eso no era raro, pues la bomba de Johnson, como otras
muchas en las montañas, se utilizaba pocas veces. Tocó la bocina, y volvió a esperar.
Al cabo de un rato saltó del coche y subió las destartaladas escaleras que llevaban a la
habitación-almacén. Allí los pescadores podían comprar cigarrillos y conservas. Entró,
pero no había nadie.
Se sorprendió un poco. Como le ocurría a menudo en sus períodos de soledad, no sa-
bía exactamente qué día era. Miércoles, creía. O martes, o jueves. Cualquier día de la se-
mana, pero no domingo. Los domingos, y a veces algún sábado, los Johnson cerraban el
almacén y salían de excursión. Era gente desinteresada, que no mezclaba los placeres
con los negocios. Sin embargo, vivían de las ventas del almacén en la temporada de pes-
ca y no podían ausentarse mucho tiempo. Y si hubieran salido de vacaciones, habrían ce -
rrado la puerta con llave. Pero aquellos montañeses eran a veces desconcertantes. El in-
cidente bien podía merecer un párrafo en su tesis. De cualquier modo, el depósito del co -
che estaba casi vacío. Echó en el tanque treinta litros de gasolina y no sin esfuerzo gara-
bateó un cheque. Lo dejó sobre el mostrador, con una nota: «No encontré a nadie. Llevo
treinta litros. Ish».
Mientras descendía por la carretera, lo asaltó una vaga inquietud: los Johnson fuera, un
día de trabajo; la puerta sin llave, ningún pescador, un auto en la noche, y, algo todavía
más extraño, aquellos hombres que habían huido al encontrarse con un enfermo en una
cabaña solitaria. Sin embargo, brillaba el sol, y la mano casi no le dolía. Y aquella fiebre
rara, admitiendo que no se debiera a la acción del veneno, había desaparecido.
La carretera descendía entre bosquecillos de pinos, bordeando un riachuelo tormento-
so. Al llegar a la central eléctrica de Black Creek, Ish se sintió otra vez sereno y lúcido.
En la central todo estaba como siempre. Las dínamos zumbaban; el agua bullía. Una
luz brillaba en el puente. Ish pensó que estaría continuamente encendida. Había allí exce-
so de electricidad.
Durante un instante, pensó en cruzar el puente y llegar al edificio. Vería allí a alguien y
se libraría de aquel extraño temor. Pero el ruido de los generadores lo tranquilizaba. Al fin
y al cabo, la central trabajaba como siempre. Cierto, no se veía a nadie; pero aquellos me -
canismos automáticos necesitaban de pocos hombres, y éstos no salían casi nunca.
Se alejaba ya, cuando un perro ovejero salió del edificio. Separado de Ish por el ria-
chuelo, ladró furiosamente, corriendo de un lado a otro, excitado.
¡Qué perro raro!, pensó Ish. ¿Qué le pasará? ¿Pensará que voy a robarme la central?
Realmente, la gente sobrestima la inteligencia de los perros.
Dobló una curva y los ladridos se perdieron a lo lejos. Pero la cólera del perro había
sido otra prueba de normalidad. Ish comenzó a silbar alegremente. Quince kilómetros y
llegaría al primer pueblo, un pequeño pueblo llamado Hutsonville.
Consideremos el caso de la rata del Capitán Maclear. Este interesante roedor habitaba
la isla de Christmas, un nido tropical a unos trescientos kilómetros al sur de Java. La es-
pecie había sido descrita científicamente por primera vez en 1667. En el cráneo, muy de-
sarrollado, sobresalían notablemente los arcos supraorbitales y la arista anterior de la pla -
ca cigomática.
Un naturalista observó que las ratas poblaban la isla «en miríadas», alimentándose de
frutas y raíces tiernas. La isla era su universo, su paraíso terrenal Sin embargo, en aquella
vegetación no necesitaban pelear entre ellas. Todos los ejemplares estaban bien alimen-
tados, y hasta demasiado gordos.
En 1903 las atacó una enfermedad nueva. Excesivamente numerosas, vulnerables a
causa del mismo bienestar, las ratas no pudieron resistir el contagio, y pronto morían por
Millares. A pesar de su número, a pesar de su facilidad para reproducirse, la especie se
ha extinguido.
GRAVE CRISIS
Allá arriba, en el cielo, la luna, los planetas y las estrellas recorren sus largas y tranqui -
las órbitas. No tienen ojos, y no ven. Sin embargo, el hombre había imaginado alguna vez
que miraban la tierra.
Pero si viesen realmente, ¿qué verían esta noche?
Ningún cambio. Aunque el humo de las chimeneas ya no enturbia la atmósfera, pesa-
das humaredas surgen aún de los volcanes y los bosques incendiados. Visto desde la
luna, el planeta tendrá esta noche su resplandor de costumbre; ni más brillante, ni más
oscuro.
Se despertó en pleno día. Abrió y cerró la mano. El dolor de la mordedura era ahora
una pequeña molestia local. Sentía la cabeza despejada, y comprendió que la otra enfer-
medad, si había habido otra enfermedad, también desaparecía. Se le ocurrió algo. La ex-
plicación era evidente: había padecido aquella enfermedad, combatiéndola con el veneno
que tenía en la sangre. Microbio y veneno se habían destruido mutuamente. Aquello, por
lo menos, explicaba que siguiese vivo.
Siguió en el sofá, tranquilo e inmóvil, y los fragmentos aislados del rompecabezas co-
menzaron a ordenarse. Los hombres que había visto en la cabaña... eran sólo unos po -
bres fugitivos, que huían de la peste. El coche que había subido por la carretera, en medio
de la noche, llevaba quizás a otros fugitivos, posiblemente los Johnson. El excitado oveje-
ro había intentado comunicarle los sucesos de la central.
Sin embargo, la idea de ser el único sobreviviente no le perturbaba demasiado. Había
vivido solo durante un tiempo. No había asistido a la tragedia, ni había visto morir a sus
semejantes. A la vez no podía creer (y no había por qué creerlo) que fuese el último hom -
bre sobre la tierra. Según el periódico, la población había disminuido en un tercio. El silen -
cio que reinaba en Hutsonville demostraba solamente que sus habitantes se habían dis-
persado o refugiado en otra ciudad. Antes de llorar el fin del mundo, y la muerte del hom -
bre, tenía que descubrir si el mundo ya no existía, y si el hombre había muerto. Ante todo,
evidentemente, debía volver a la casa paterna. Quizá sus padres vivían aún. Así, con un
plan definido para el día, sintió la tranquilidad que seguía siempre a sus decisiones, aun
temporales.
Al levantarse, buscó otra vez en ambas ondas de la radio, sin resultado.
Exploró la cocina. La refrigeradora aún funcionaba. En la despensa había algunos ali -
mentos, aunque no tantos como podía esperarse. Las provisiones, aparentemente habían
escaseado en los últimos días. Aun así, había media docena de huevos, una libra de
manteca, un poco de jamón, algunas lechugas y unas pocas sobras. En un armarito en -
contró una lata de jugo de pomelo, y, en un cajón, un pan duro de unos cinco días atrás;
la fecha, sin duda, en que la ciudad había sido abandonada.
Estas provisiones, y un fuego al aire libre, le hubiesen bastado para prepararse una
buena comida, pero abrió las llaves de la cocina eléctrica y advirtió que las planchas se
calentaban. Se preparó un copioso desayuno, y transformó el pan en unas tostadas acep-
tables. Cuando volvía de las montañas, siempre sentía necesidad de comer legumbres
frescas, y al acostumbrado desayuno de huevos, jamón y café, añadió una abundante en-
salada de lechuga.
Volvió al sofá. En una mesita había una caja de laca roja; la abrió y extrajo un cigarrillo.
Hasta ahora, reflexionó, la vida material no ofrece problemas.
El cigarrillo estaba bastante fresco. Con un buen desayuno y un buen cigarrillo, el hu -
mor de Ish cambió sensiblemente. En realidad, había apartado todas las inquietudes, de-
jándolas para más tarde, si descubría que estaban justificadas.
Cuando acabó de fumar, pensó que no valía la pena lavar los platos; pero, como era
naturalmente cuidadoso, comprobó si había cerrado la refrigeradora y las llaves de la coci-
na. Luego recogió el martillo, que le había sido tan útil, y salió por la puerta destrozada.
Se metió en el coche y partió hacia la casa paterna.
A casi un kilómetro de la ciudad, pasó delante del cementerio, y le asombró que el día
anterior no hubiese pensado en él. Sin bajar del coche, advirtió una nueva y larga hilera
de tumbas, y una excavadora junto a un montón de tierra. Las gentes que habían abando -
nado Hutsonville, pensó, no eran quizá muy numerosas.
Más allá del cementerio, la carretera atravesaba un terreno llano. Ante aquel espacio
desierto, Ish se sintió otra vez deprimido. Hubiera deseado oír, por lo menos, el traqueteo
de un camión cuesta arriba; pero no hubo tal camión.
En un campo, algunos novillos y caballos movían la cola espantando los insectos,
como en cualquier mañana de verano. Más lejos, las aspas de un molino giraban lenta -
mente, y delante del abrevadero, en un suelo húmedo, crecían las hierbas. Y eso era
todo.
Sin embargo, aquella carretera no era muy transitada, y en cualquier otro día Ish hubie -
ra podido recorrer varios kilómetros sin ver a nadie. Al fin llegó a la carretera principal. Las
luces rojas del cruce estaban encendidas. Frenó automáticamente.
Pero las cuatro calzadas, donde había corrido un río de camiones, autobuses y coches,
estaban desiertas. Después de detenerse un momento ante las luces rojas, Ish se puso
otra vez en marcha.
Un poco más lejos, mientras corría libremente por la carretera, se sintió envuelto en
una atmósfera lúgubre y espectral. Se inclinó sobre el volante, como dominado por un so-
por. De cuando en cuando, algún espectáculo insólito parecía despertarlo.
Algo saltó ante él, en el camino. Aceleró rápidamente. ¿Un perro? No; advirtió unas
orejas puntiagudas, y unas patas flacas, de color claro, un gris amarillento. Era un coyote,
que corría tranquilamente por la carretera, en pleno día. Un instinto misterioso le había ad-
vertido que el mundo había cambiado, y que podía tomarse nuevas libertades. Ish se
acercó, tocando la bocina, y el animal dio media vuelta, pasó al otro lado de la carretera y
se alejó sin parecer demasiado asustado...
Dos coches volcados, en un ángulo extravagante, bloqueaban parcialmente el camino.
Ish se detuvo. El cadáver aplastado de un hombre asomaba debajo de uno de los autos.
No había otros cuerpos, pero la sangre cubría la carretera. Aunque le hubiese parecido
necesario, no habría podido levantar el coche para sacar el cuerpo y darle sepultura. Si-
guió adelante...
En una ciudad importante (Ish no registró su nombre) se detuvo para abastecerse de
gasolina. Había aún electricidad. Llenó el depósito en una estación de servicio. Como el
coche había andado mucho tiempo por las montañas, revisó el radiador y la batería, y
echó un litro de aceite. Un neumático necesitaba aire. Apretó la válvula compresora y oyó
el ruido del motor. Sí, el hombre había desaparecido, pero todos sus ingeniosos aparatos
marchaban todavía, sin su vigilancia...
En la calle principal de otra ciudad, tocó largo rato la bocina. Realmente, no esperaba
ninguna respuesta, pero esa calle, sin saber por qué, le parecía más normal. Los coches
se alineaban a lo largo de las aceras. Parecía un domingo por la mañana, con los nego -
cios cerrados, cuando la gente no ha iniciado aún sus idas y venidas. Pero no era tan tem-
prano, pues el sol había subido en el cielo. De pronto comprendió por qué se había dete-
nido, y por qué la calle parecía ilusoriamente animada. Frente a un restaurante llamado
The Derby funcionaba aún un letrero luminoso: un caballito que movía las patas, galopan-
do. A la luz del día, sólo el movimiento llamaba la atención; la luz rosada era apenas visi -
ble. Ish miró un rato y advirtió el ritmo: uno, dos, tres. Y las patas del caballo se recogían
casi debajo del tronco. Cuatro... las patas reaparecían y el vientre parecía tocar el suelo.
Uno, dos, tres, cuatro. Uno, dos, tres, cuatro. Galopaba frenéticamente, y
esa carrera sin testigos no llevaba a ninguna parte. Era un caballo valiente, pensó Ish,
aunque insensato e inútil. Símbolo quizá de esa civilización que había enorgullecido al
hombre, y que, lanzada al galope, no alcanzaba ninguna meta, destinada algún día, ya sin
fuerza, a detenerse para siempre...
Una humareda se elevaba en el aire. Ish sintió que el corazón le saltaba en el pecho.
Dobló rápidamente por una calle lateral. Pero antes de llegar, supo ya que no encontraría
a nadie. En efecto, era sólo una granja que empezaba a arder. Aun en un lugar deshabita -
do, muchas cosas podían provocar un incendio. Un montón de grasientos desperdicios
que se inflamaban espontáneamente, o algún aparato eléctrico aún enchufado, o el motor
de una refrigeradora. La granja estaba condenada. No había modo de apagar el fuego, ni
motivos para molestarse. Dio media vuelta y volvió a la carretera...
Conducía lentamente, y a menudo se detenía a investigar, sin muchas esperanzas. A
veces veía algunos cadáveres, pero, en general, sólo encontraba soledad y vacío. La in-
cubación, parecía, había sido bastante lenta, y los enfermos no habían caído en las calles.
Una vez atravesó una ciudad donde el olor de los cuerpos putrefactos envenenaba la at-
mósfera. Recordó haber leído en el diario que ciertas zonas habían servido de puntos de
concentración, transformándose así en enormes morgues. Todo hablaba de muerte en
aquella ciudad. No era necesario detenerse.
Al caer la tarde, llegó a lo alto de las lomas, y la bahía se abrió ante él, envuelta en el
esplendor del sol poniente. En distintos puntos de la ciudad, que se extendía hasta per -
derse de vista, se alzaban algunas columnas de humo. Fue hacia la casa de sus padres.
No tenía esperanzas. Sólo un milagro lo había salvado a él. ¡Milagro de milagros si la epi -
demia había perdonado a su familia!
Salió del bulevar y dobló hacia la avenida San Lupo. Todo tenía el mismo aspecto, aun -
que las aceras no estaban muy limpias. Pero la calle mantenía aún su decoro. No había
cadáveres, aunque eso era inimaginable en la avenida San Lupo. Vio a la vieja gata gris
de los Hatfields que dormía al sol en los escalones del porche, como tantas otras veces.
Despertada por el ruido del motor, se levantó estirándose perezosamente.
Se detuvo frente a la casa. Tocó dos veces la bocina, y esperó. Nada. Salió del coche y
subió las escaleras. Sólo después de entrar advirtió que no habían cerrado la puerta.
La casa estaba en orden. Echó una ojeada, aprensivamente, pero todo era normal.
Quizá le habían dejado una nota, indicándole adónde habían ido. Buscó en vano en la
sala.
Arriba no había tampoco nada raro; pero en la habitación de sus padres, las dos camas
estaban sin hacer. Sintió un vahído, y salió de la habitación, tambaleándose.
Agarrándose a la barandilla, volvió a bajar las escaleras. La cocina, pensó, y la cabeza
se le despejó un poco ante la perspectiva de algo concreto.
Al abrir la puerta, tuvo una impresión de vida y movimiento. Era sólo el segundero del
reloj eléctrico. En ese instante dejaba la vertical, iniciando su descenso hacia el seis. Casi
en seguida lo sobresaltó un ruido repentino. El motor de la refrigeradora había comenzado
a zumbar, como si la llegada de un ser humano hubiese turbado su reposo. Ish, sacudido
por un violento malestar, se inclinó rápidamente sobre la pileta y vomitó.
Ya repuesto, volvió a salir y se sentó en el coche. No se sentía enfermo, pero sí débil y
tremendamente abatido. Si hiciera una especie de investigación policíaca, revolviendo ar -
marios y cajones, probablemente descubriese algo. Pero ¿de qué serviría torturarse así?
La historia, en sus líneas principales, era demasiado clara. No había adentro ningún cadá-
ver; por fortuna. Tampoco habría espectros, imaginaba... Aunque el reloj y la refrigeradora
casi lo parecían.
¿Debía regresar a la casa, o continuar el viaje? Pensó en el primer momento que no se
atrevería a entrar otra vez en aquellos cuartos vacíos. Se le ocurrió luego que sus padres,
si por rara fortuna seguían con vida, volverían como él a la casa. Al cabo de media hora,
venciendo su repugnancia, franqueó el umbral.
Recorrió otra vez las habitaciones, donde se oía el lenguaje patético de las casas aban -
donadas. De cuando en cuando algún objeto le hablaba con más fuerza... la costosa enci -
clopedia que su padre había comprado recientemente, luego de muchas dudas... la mace-
ta de geranios de su madre, que ahora necesitaba agua... el barómetro que su padre con-
sultaba todas las mañanas, antes del desayuno. Sí, era una sencilla casa de un humilde
profesor de historia que vivía entregado a sus libros, y de una mujer -secretaria de la
YWCA- que había hecho de ella un hogar.
Al cabo de un rato, se sentó en la sala. Entre los muebles, los cuadros y los libros fami -
liares, fue sintiéndose poco a poco menos abatido.
Al caer el crepúsculo, recordó que no había comido desde la mañana. No tenía apetito,
pero su debilidad podía deberse a la falta de alimento. Revisó un armario y abrió una lata
de sopa. No había más pan que un mendrugo mohoso. En la refrigeradora encontró man -
teca y un poco de queso. Descubrió unas galletas en otro armario. La presión del gas era
débil, pero alcanzó a calentar la sopa.
Después se sentó en el porche, en la oscuridad. A pesar de la comida, apenas se tenía
en pie, y comprendió que había sufrido un rudo golpe.
Desde la avenida San Lupo, en la falda de la loma, se veía una gran parte de la ciudad.
Y nada parecía haber cambiado. La producción de electricidad era sin duda automática.
En las fábricas hidroeléctricas, el agua alimentaba aún los generadores. Y alguien había
ordenado, cuando todo empezó a empeorar, que no se apagaran las luces. Allá abajo bri -
llaba el puente de la bahía, y, más lejos, el resplandor de San Francisco y el marco lumi -
noso de la Golden Gate disipaban las nieblas de la noche. Las señales de tránsito funcio-
naban aún, pasando del verde al rojo. De lo alto de las torres, los reflectores enviaban si-
lenciosos avisos a aviones que no volarían más. Lejos, hacia el sur, en algún lugar de
Oakland, había, sin embargo, una zona oscura. Un conmutador descompuesto quizás, o
un fusible quemado... Los anuncios luminosos, algunos por lo menos, seguían encendi-
dos. Lanzaban patéticamente sus reclamos publicitarios a un mundo sin clientes ni vende-
dores. Un enorme cartel, que una casa cercana ocultaba en parte, seguía transmitiendo:
Beba... Pero Ish no veía qué debía beber.
Siguió mirando, casi hipnotizado. Beba... oscuridad. Beba... oscuridad. Beba... Bueno,
¿por qué no?, pensó. Fue a buscar la botella de coñac de su padre.
Pero el coñac era débil y no encontró en él ningún consuelo. No soy hombre, pensó, de
buscar la muerte en el alcohol. El anuncio que brillaba allá abajo era más interesante.
Beba... oscuridad. Beba... oscuridad. Beba. ¿Cuánto tiempo brillarían esas luces? ¿Cómo
se apagarían? ¿Qué mecanismos seguirían funcionando? ¿Qué destino tendría esa obra,
edificada lentamente a lo largo de los siglos, y que ahora sobrevivía a su creador?
Supongo, pensó Ish, que la mejor solución sería el suicidio. Pero no, es demasiado
pronto. Estoy vivo, y hay quizás otros sobrevivientes. Somos como moléculas de gas que
flotan sin encontrarse en un vacío neumático.
Cayó otra vez, lentamente, en un desaliento cercano a la desesperación. Sí, podía vivir,
alimentándose como un necrófago de los víveres de los almacenes. Podía unirse a otros
hombres. ¿Y luego? Si se hubiera encontrado con media docena de amigos todo sería di -
ferente. Pero ahora no podría evitar a los imbéciles, o aún a los canallas. Alzó los ojos y
vio otra vez el anuncio que brillaba a lo lejos: Beba... oscuridad. Beba... oscuridad. Beba.
Y volvió a preguntarse cuánto tiempo brillarían aún esas inútiles letras de fuego. Y aquello
que había visto durante el día. ¿Qué sería del coyote que corría a saltos por la carretera?
Las vacas y los caballos paseaban lentamente alrededor del abrevadero, bajo las aspas
del molino. ¿Durante cuánto tiempo giraría el molino, sacando agua de las honduras de la
tierra?
De pronto, se sobresaltó. Parecía que el deseo de vivir despertaba en él. No sería un
actor, quizá; no quedaban papeles para él en el mundo, pero sería por lo menos un es-
pectador más; un espectador habituado ya a observar el mundo. El telón había caído,
era cierto; pero ahora, ante su mirada de investigador, iba a desarrollarse el primer acto
de un drama insólito. Durante miles de años el hombre había sido el amo indiscutido de la
tierra. Y he aquí que ese rey de la creación desaparecía ahora, quizá por mucho tiempo,
quizá para siempre. Aunque la raza humana no se hubiera extinguido del todo, los sobre -
vivientes tardarían siglos en retomar las riendas del poder. ¿Qué sería del mundo y sus
criaturas sin el hombre? Y bien, él, Ish, iba a verlo.
Sin embargo, cuando se acostó no pudo dormirse. El frío abrazo de la niebla estival en -
volvió la casa, y la conciencia de su soledad se transformó en miedo y en pánico. Se le-
vantó, y poniéndose una bata fue a sentarse ante el aparato de radio. Buscó frenética-
mente en todas las ondas. Sólo oyó unos débiles ruidos.
De pronto pensó en el teléfono. Levantó el tubo y oyó el zumbido familiar. Discó un nú-
mero; cualquier número. La campanilla resonó en una casa lejana. Ish creyó oír un des-
pertar de ecos en las habitaciones vacías. A la décima llamada, colgó el tubo. Probó un
segundo número, y un tercero... y dejó de llamar.
Se le ocurrió entonces otra idea. Añadió un reflector a la lámpara y, de pie, en el por -
che, lanzó un mensaje a la ciudad nocturna: tres puntos, tres rayas, tres puntos, el
S.O.S. en que habían puesto sus últimas esperanzas tantos hombres amenazados por la
muerte. Pero no hubo respuesta. Comprendió al cabo de un rato que entre las luces de la
ciudad sus modestas señales pasarían inadvertidas.
Entró en la casa, temblando de frío. Abrió una llave y el motor de la calefacción se puso
en marcha.
La electricidad funcionaba todavía, y en el tanque había aún combustible. En ese as-
pecto no había problemas. Se sentó y a los pocos minutos apagó las luces con la curiosa
sensación de que eran demasiado visibles. La niebla y la oscuridad lo protegerían con sus
velos impenetrables. Sin embargo, angustiado por la soledad, puso el martillo al alcance
de la mano.
Un grito espantoso desgarró la oscuridad. Temblando de pies a cabeza, Ish tardó en
reconocer la llamada de amor de un gato, sonido familiar en las noches de estío, aun en
el aristocrático San Lupo. Los aullidos siguieron un tiempo, y al fin los ladridos de un perro
interrumpieron el idilio. El silencio volvió a apoderarse de la noche.
Para ellos también termina un mundo de veinte mil años. Yacen en las perreras, con
las lenguas hinchadas, muertos de sed. Perdigueros, ovejeros, pequineses, lebreles. Los
más afortunados vagan por la ciudad y los campos, bebiendo en los arroyos, en las fuen -
tes, en los estanques poblados de peces rojos. Buscan por todas partes algo que comer,
persiguen una gallina, atrapan una ardilla en un parque. Y poco a poco las torturas del
hambre borran siglos de servidumbre. Furtivamente se acercan a los cadáveres insepul-
tos.
El animal de raza no se distingue ya por la altura, la forma de la cabeza o el color del
pelo. Fuera de concurso, Príncipe de Piamonte IV no supera al último cuzco callejero. El
premio, el derecho a sobrevivir, lo obtiene el de más ingenio, mayor vigor, una mandíbula
más fuerte, o aquel que sabe adaptarse a las nuevas condiciones de vida, y que, de vuel -
ta al salvajismo, vence a sus rivales asegurándose su subsistencia.
Durazno, el perro de aguas color miel, permanece echado, triste y afligido, debilitado
por el hambre, poco inteligente, de patas demasiado cortas para perseguir las presas...
Spot, el mestizo predilecto de los niños, tiene la suerte de encontrar una camada de gati -
tos y los mata, no por crueldad, sino para comérselos... Ned, el terrier de pelo duro, inde-
pendiente por naturaleza y amigo de correrías, corretea sin dificultades... Bridget, el
setter rojo, se estremece, y de cuando en cuando lanza al cielo un aullido que termina en
una queja. Su alma bondadosa no tolera un mundo sin dioses.
Los gatos habían vivido dominados Por el hombre sólo cinco mil años, y nunca habían
aceptado de buen grado esa dominación. Los ejemplares encerrados en las casas, pronto
murieron de sed. Pero los que quedaron en la calle se las arreglaron mejor que los perros.
La caza del ratón dejó de ser un juego para transformarse en una industria. Los gatos ca-
zan pájaros, rondan por calles y avenidas buscando alguna lata de desperdicios que las
ratas no hayan saqueado aún. Salen de los límites de la ciudad e invaden las guaridas de
codornices y conejos. Allí se encuentran con otros gatos realmente salvajes, y el fin es
sangriento y rápido, pues los vigorosos habitantes de los bosques despedazan a los gatos
ciudadanos.
Esta vez el sonido era más insistente. El hombre que tocaba la bocina no parecía bo -
rracho. Ish se acercó y vio a un hombre y una mujer. Reían y le hacían señas. Bajó del co-
che. El hombre era corpulento y vestía una deslumbrante chaqueta deportiva. La mujer
era joven y bonita. Se había pintado la boca con una espesa capa de carmín. En los de -
dos le relumbraban varios anillos.
Ish dio unos pasos, y de pronto se detuvo. Dos son una pareja, y tres una multitud. La
mirada del hombre era decididamente hostil. La mano derecha no dejaba el abultado bol-
sillo de la chaqueta.
-¿Cómo están? -dijo Ish, sin moverse.
-Oh, muy bien -dijo el hombre. La mujer se rió con una risita tonta y miró a Ish provoca-
tivamente. Ish se sintió otra vez en peligro-. Sí -prosiguió el hombre-, sí, lo pasamos muy
bien. Mucha comida, mucha bebida y muchísimo... -Hizo un ademán obsceno y sonrió a la
mujer con una mueca. La mujer se rió otra vez.
Ish se preguntó qué habría sido la mujer en la vieja vida. Parecía ahora una prostituta
acomodada. Llevaba en los dedos bastantes diamantes como para instalar toda una joye-
ría.
-¿Hay otros sobrevivientes? -preguntó.
El hombre y la mujer se miraron. La mujer se rió. No parecía conocer otro lenguaje.
-No -dijo el hombre-, no en los alrededores. -Hizo una pausa y echó una mirada a la
mujer-. No hasta ahora, por lo menos.
Ish miró la mano del hombre, aún en el bolsillo de la chaqueta. La mujer movía las ca -
deras y entornaba los párpados, como diciendo que se quedaría con el vencedor. En los
ojos de la pareja no había huellas de aquel dolor que nublaba los ojos del borracho. Y sin
embargo, quizás habían sufrido demasiado también, y de algún modo habían perdido la
razón. Ish comprendió de pronto que nunca había estado tan cerca de la muerte.
-¿Adónde va? -preguntó el hombre.
-Oh, sólo daba una vuelta -dijo Ish.
La mujer se echó a reír. Ish se volvió y caminó hacia el coche pensando que en cual -
quier momento recibiría un tiro en la espalda. Llegó al coche, subió y se alejó...
Esta vez no oyó ningún sonido, pero al volver la esquina, allí estaba ella, plantada en
medio de la calle: una adolescente de piernas largas y melena rubia. Durante un momento
no se movió, como un ciervo sorprendido en un claro del bosque. Luego, con la rapidez
de un temeroso animal acosado, se dobló en dos, y protegiéndose de la luz del sol trató
de ver detrás del parabrisas. En seguida echó a correr, como un animal, y se escabulló
entre las tablas de una cerca.
Ish bajó del coche, fue hasta la empalizada y llamó varias veces. No hubo respuesta. Si
hubiera oído una risita burlona en una ventana, o hubiese visto el revoloteo de una falda
en una esquina, quizás habría seguido buscando. Pero, evidentemente, la huida de la mu-
chacha no era un coqueteo. Quizás había aprendido dolorosamente que sólo así podía
salvarse. Ish esperó un rato, pero como la muchacha no reaparecía, se puso otra vez en
marcha...
Oyó otras bocinas, pero callaban antes que pudiese localizarlas. Al fin vio un viejo que
salía de un almacén, con un cochecito de niño donde se apilaban latas y cajas. Ish se
acercó y vio que no era tan viejo. Sin la barba blanca y enmarañada no hubiese represen-
tado más de sesenta años. Llevaba un traje arrugado y sucio. Debía de dormir vestido
desde hacía un tiempo.
Ish descubrió que el viejo era más comunicativo que los otros, pero no mucho. Llevó a
Ish a su casa, no muy lejos. En las habitaciones se amontonaban toda clase de cosas: al -
gunas útiles, otras totalmente inútiles. Dominado por una manía posesiva, el viejo se
transformaría pronto en un ermitaño y un avaro. Antes del desastre había tenido mujer y
había trabajado en una ferretería; aunque probablemente siempre se había sentido des-
graciado y solo, con muy pocos amigos. Ahora era en verdad más feliz que nunca, pues
no había nadie que estorbase sus ansias de rapiña ni que le impidiese retirarse a vivir ro-
deado de pilas de mercancías. Guardaba alimentos envasados; a veces cajones enteros,
o simples montones de latas. Pero había también una docena de cestos de naranjas, que
no podría consumir antes que se pudrieran. Algunos sacos de celofán se
habían roto, y los guisantes cubrían el piso. Ish vio además varias cajas de lámparas eléc -
tricas y tubos de radio, un violonchelo -aunque el hombre no sabía música-, más de cien
ejemplares de una misma revista, una docena de despertadores y otras muchas cosas
que el viejo había reunido, no con la idea de utilizarlas un día, sino porque esa acumula-
ción le daba una agradable sensación de seguridad. El viejo era a veces simpático, pero
no pertenecía ya, pensó Ish, al mundo de los vivos. La catástrofe había transformado a un
hombre taciturno y solitario en un maníaco a un paso de la locura. Seguiría en el futuro
apilando cosas a su alrededor, y encerrándose cada vez más en sí mismo.
Sin embargo, cuando Ish se levantó para irse, el viejo, presa del pánico, lo tomó por el
brazo.
-¿Qué sentido tiene todo esto? -preguntó, excitado-. ¿Por qué se me perdonó la vida?
Ish contempló el rostro descompuesto por el terror, la boca abierta de donde colgaba
un hilo de baba.
-Sí -respondió irritado y aliviado a la vez por poder dar rienda suelta a su cólera-. Sí.
¿Por qué vive usted y han muerto tantos hombres capaces?
El viejo miró involuntariamente alrededor. Su terror era abyecto, casi animal.
-Eso mismo me asusta -gimió.
Ish lo compadeció.
-Vamos -dijo-. No hay motivo para asustarse. Nadie sabe por qué ha sobrevivido. ¿No
lo mordió alguna serpiente de cascabel?
-No.
-Bueno, no importa. La cuestión de la inmunidad natural es un misterio. Las epidemias
más graves no atacan a todo el mundo.
Pero el otro sacudió la cabeza.
-Debo de haber sido un gran pecador -dijo.
-En ese caso lo hubieran castigado.
-Quizás... -El viejo se interrumpió y miró alrededor-.-Quizá me reservan un castigo es-
pecial.
Y el viejo se estremeció de pies a cabeza.
Al acercarse a la barrera de peaje, Ish se preguntó maquinalmente si tendría monedas.
En un segundo de extravío imaginó una escena absurda donde deslizaba una moneda
imaginaria en una mano imaginaría. Pero aunque tuvo que aminorar la marcha para cru-
zar el estrecho pasaje, no sacó la mano por la ventanilla.
Había decidido llegar a San Francisco. Pero luego comprendió que lo había atraído la
idea de ver el puente. Era la más audaz y la más grande de las obras del hombre en
aquella región. Como todos los puentes, era un símbolo de unidad y seguridad. San Fran -
cisco sólo había sido un pretexto. Había deseado realmente renovar alguna suerte de co-
munión con el símbolo del puente.
Ahora el puente estaba desierto. Donde seis líneas de coches habían corrido hacia el
este y el oeste, las franjas blancas se prolongaban hasta unirse. Una gaviota que se había
posado en la barandilla sacudió perezosamente las alas al acercarse el coche y descen-
dió al agua planeando.
Ish tuvo el capricho de cruzar hacia la izquierda y avanzó sin encontrar obstáculos.
Atravesó el túnel, y las altas y magníficas torres y las largas curvas del puente colgante se
alzaron ante él. Como de costumbre, se habían estado pintando algunas partes; un cable
rojo anaranjado se destacaba sobre el gris plateado común.
De pronto, vio algo raro. Un coche, deportivo verde, estaba estacionado junto al para-
peto, apuntando al este.
Ish lo miró al pasar. Adentro no había nadie, nada. Siguió adelante. En seguida, ce-
diendo a la curiosidad, describió una larga curva y fue a detenerse junto al cupé.
Abrió la portezuela y examinó los asientos. No, nada. ¿El conductor, desesperado, ata-
cado por la enfermedad, se habría arrojado al agua saltando por encima de la barandilla?
O quizás el motor se había descompuesto y él, o ella, había detenido a otro coche, o ha -
bía continuado a pie. Las llaves estaban aún en el tablero; la licencia de conductor colga -
ba del volante: John Robertson, número tal, calle Cincuenta y cuatro, Oakland. Nombre y
dirección comunes. El coche del señor Robertson era ahora dueño del Puente.
De vuelta en el túnel, Ish pensó que podría haber resuelto parte del problema intentan-
do poner en marcha el motor. Pero en realidad no importaba... como no importaba, tampo-
co, que marchase otra vez hacia el este. Habiendo dado media vuelta para acercarse al
cupé, Ish siguió simplemente en línea recta. San Francisco, estaba seguro, nada podía
ofrecerle...
Algo más tarde, como había prometido, Ish volvió a la calle donde había hablado -si
aquello podía llamarse hablar- con el borracho.
Encontró el cuerpo caído en la acera, frente al bar. Después de todo, reflexionó Ish, el
cuerpo humano sólo puede absorber una cantidad limitada de alcohol. Ish recordó los ojos
del borracho, y no pudo sentir pena.
No había perros en los alrededores, pero Ish no podía dejar allí el cuerpo. Al fin y al
cabo había conocido al señor Barlow, y había hablado con él. Aunque no sabía cómo o
dónde enterrarlo. Sacó unas mantas de una tienda, y envolvió el cuerpo cuidadosamente.
Luego lo llevó al auto y cerró las ventanillas. Sería un mausoleo hermético y duradero.
Las oraciones fúnebres parecían fuera de lugar. Pero al observar desde afuera el rollo
de mantas, pensó que el señor Barlow había sido sin duda un buen hombre, que no había
podido sobrevivir al derrumbe del mundo. Se sacó entonces el sombrero y se quedó así
unos instantes...
Hacia el fin del día, luego de dar un largo rodeo para evitar un lugar nauseabundo don-
de se amontonaban los cadáveres, Ish volvió a la casa de San Lupo.
Había aprendido mucho. El Gran Desastre -así llamaba ahora a la epidemia- no había
despoblado enteramente el mundo. No había por qué comprometer el futuro uniéndose a
cualquiera. Era preferible buscar y elegir. Por otra parte, todos los que había encontrado
hasta ahora estaban en los límites de la locura.
Se le ocurrió una nueva idea, que podía expresarse con una nueva fórmula: el Golpe
de Gracia. La mayoría de los que habían escapado al Gran Desastre caerían víctimas de
algún mal que habían evitado hasta entonces. Muchos se matarían bebiendo. Se habían
cometido, sospechaba, algunos asesinatos, y habían abundado, seguramente, los suici-
das. Algunos hombres que habían arrastrado en otro tiempo una existencia normal, como
el viejo, no podrían sobreponerse y enloquecerían. Muchos heridos y enfermos morirían
por falta de cuidados. De acuerdo con una ley biológica, toda especie debe contar con un
número mínimo de representantes. Por debajo de ese número está irremediablemente
condenada.
¿La humanidad sobrevivirá? Punto capital, que podía animar a Ish. De acuerdo con los
resultados de la jornada, las esperanzas eran pocas. ¿Y quién puede desear que sobrevi-
va una humanidad de fantoches?
Había empezado la mañana como un verdadero Robinsón Crusoe, dispuesto a aceptar
al primer Viernes. Terminaba el día pensando que se resignaría a la soledad si no en -
contraba un amigo aceptable. Sólo una mujer parecía haber deseado su compañía, y ha-
bía habido allí una amenaza de traición y muerte. Si Ish hubiese eliminado al hombre, ha-
bría encontrado en ella una mera compañía física. En cuanto a la adolescente, hubiera
debido recurrir a un lazo o una trampa de osos. Y probablemente, como el viejo, ella ha -
bía perdido la razón.
No, el Gran Desastre no había dejado con vida a los mejores, y las pruebas que habían
soportado los sobrevivientes no habían acrecentado sus virtudes.
Se preparó una cena, y comió, sin apetito. Luego intentó leer, pero las palabras tenían
tan poco sabor como la comida. Pensaba aún en el señor Barlow y los demás. De un
modo o de otro, cada uno a su manera, todos los que había visto aquel día estaban de -
rrumbándose. ¿Y él mismo? ¿Conservaba todas sus facultades? Tomó lápiz y papel y es-
cribió una lista de cualidades que podían permitirle seguir viviendo, y aún ser feliz donde
los otros habían fracasado.
1) Voluntad de vivir. Deseo de ver lo que será la tierra sin el hombre. Geógrafo.
2) Amor a la soledad. Poco hablador.
3) Haberse extirpado el apéndice.
4) Habilidad manual. Pero mal mecánico. Vida al aire libre.
5) No haber visto morir a la familia y los otros.
Se interrumpió con los ojos fijos en la última línea. Esperaba que fuese cierto.
Reflexionó unos minutos. Podía añadir otras cualidades a la lista. Su educación, que le
permitía adaptarse a las nuevas circunstancias. Le gustaba leer, y podía así distraerse y
olvidar. No era además un lector común. Podía investigar en los libros y buscar allí los
medios de reconstruir el mundo.
Con los dedos crispados sobre el lápiz, pensó si podría anotar que no era supersticio-
so. Podía ser importante. Si no, presa como el viejo de un abyecto terror, llegaría a pensar
quizá que el desastre era obra de la ira de Dios, que había arrasado a su pueblo con una
peste, como antes con el diluvio. Y él, aunque no tenía aún mujer e hijos, sería un nuevo
Noé, encargado de repoblar el mundo desierto. Pero divagaciones semejantes llevaban a
la locura. Sí, si un hombre se cree mensajero de Dios no está lejos de creerse Dios mis-
mo, y de enloquecer.
No, pensó Ish. Pase lo que pase, nunca me creeré un dios. No seré nunca un dios.
Abandonándose así al curso de sus pensamientos, comprobó, no sin sorpresa, que la
perspectiva de una vida solitaria no dejaba de darle una sensación de seguridad, y aun de
euforia. Las relaciones sociales habían sido en el pasado una de sus mayores preocupa-
ciones. La idea de ir a un baile lo había hecho transpirar más de una vez; nunca había
pertenecido a una asociación de estudiantes. En los viejos días este modo de ser era un
defecto; ahora, al contrario, parecía una ventaja. Se había quedado siempre en un rincón
en las reuniones sociales, entrando muy pocas veces en la conversación, contentándose
con escuchar y observar objetivamente, y ahora, del mismo modo, podía soportar fácil-
mente el silencio, y observar como espectador el curso de las cosas. Su debilidad se ha -
bía transformado en una fuerza. Como un ciego en un mundo de pronto privado de luz. En
esas tinieblas donde la gente normal andaría a los tropezones, él se encontraría muy có -
modo, y los otros vendrían a colgársela del brazo, implorándole que les sirviera de guía.
Sin embargo, cuando se encontró en cama, en la oscuridad, la imagen de esa vida soli -
taria perdió todo su encanto. Las frías manos de la niebla cruzaron la bahía y se cerraron
sobre la casa de San Lupo Drive. Ish sintió otra vez aquel miedo. Acurrucado
entre las mantas, con el oído atento a todos los ruidos de la noche, pensó en su soledad,
y en el Golpe de Gracia, que pendía sobre él, amenazante. Lo asaltó un violento deseo de
huir, con la mayor rapidez posible, de aquellos enigmáticos peligros. Invocó entonces el
auxilio de la razón, y se dijo que la epidemia no podía haber devastado todo el país, que
en alguna parte debía de haber quedado con vida alguna comunidad, y que él la encon -
traría.
El pánico murió con la noche, pero el miedo, tenaz, siguió alojado en el corazón de Ish.
Se levantó con cuidado, y tragó aprensivamente saliva, pensando qué ocurriría si enfer-
maba de la garganta. Bajó lentamente las escaleras. Una cadera dislocada podía signifi -
car la muerte.
Empezó en seguida a preparar la partida, y como siempre que seguía un plan determi-
nado, aunque no fuese un plan razonable, se sintió satisfecho y tranquilo.
Su auto era viejo. Podía elegir algún otro entre los centenares de coches abandonados.
En la mayoría faltaban las llaves. Pero al fin encontró en un garaje una camioneta con lla -
ves, que respondía a sus deseos. Encendió el motor; funcionaba perfectamente. Se pre-
paraba a partir cuando lo asaltó una sensación de malestar. No era la pena de abandonar
su viejo auto. De pronto recordó. Regresó a su coche y recogió el martillo. Lo llevó a la ca -
mioneta y lo puso en el piso, a sus pies. Luego, salió del garaje.
En un almacén desayunó un poco de queso y unos bizcochos mientras elegía en los
estantes algunas provisiones. Los víveres abundarían en todas las ciudades. Pero conve-
nía llevar unas reservas en el coche. Otras tiendas le proporcionaron un saco de dormir,
un hacha, una pala, un impermeable, cigarrillos, una botellita de coñac. Recordando las
aventuras de la víspera, entró en una armería y eligió un fusil liviano, una carabina de re -
petición, una pistola automática que podía llevar fácilmente en el bolsillo, y un cuchillo de
caza.
Ya en la camioneta, y listo para partir, vio al perro. Había visto muchos perros en los úl-
timos días, apartándolos siempre de su mente. Ofrecían un patético espectáculo, y apa-
rentemente no les gustaba lo que ocurría. A veces parecían famélicos, o demasiado bien
alimentados. Algunos se encogían, asustados, otros mostraban los dientes, muy seguros
de sí mismos. Éste era un pequeño perro de caza, blanco y parduzco, de orejas largas y
caídas. Un sabueso, probablemente, aunque sabía muy poco de razas caninas. Sentado
prudentemente a unos tres metros de distancia, el perro miró a Ish, movió la cola, y llori -
queó débilmente.
-¡Fuera! -gritó Ish, sintiendo como si levantara un muro contra lazos de afecto que sólo
podían terminar con la muerte-. ¡Fuera! -repitió. Pero el perro avanzó unos pasos, se ten-
dió en la acera con el hocico entre las patas, y fijó en Ish unos ojos suplicantes. Las largas
orejas caídas le daban una expresión de infinita tristeza, como si Ish le partiera el corazón.
De pronto, sin querer, Ish sonrió, y pensó que era su primera sonrisa sin ironía desde el
día de la serpiente.
Se dominó, pero el perro, que había visto en seguida su cambio de humor, se le restre-
gaba ya contra las piernas. Ish lo miró y el animal se escurrió, con un temor fingido o real,
describió un círculo interrumpido por dos saltos de costado, se dejó caer otra vez con la
cabeza entre las patas, y lanzó un corto ladrido ansioso que terminó en un gemido. Ish
sonrió de nuevo, esta vez abiertamente, y el perro comprendió sin duda que había ganado
la partida. Echó a correr otra vez, cambiando rápidamente de dirección, como si persiguie-
ra un conejo. Al fin se arrojó osadamente a los pies de Ish, y alargó la cabeza como espe -
rando una caricia y diciendo: «¿No estuve bien?» Ish comprendió y le puso la mano en la
cabeza y le acarició el lustroso pelaje. El perro lanzó un pequeño gruñido de
satisfacción, y movió con tanta fuerza la cola, que se le estremecieron las orejas. Puso los
claros ojos en blanco. Era la imagen misma de la adoración. Unas arruguitas le cruzaban
la frente. Un caso de amor a primera vista. Parecía que el perro dijera: «No hay otro hom-
bre en el mundo para mí».
Ish confesó su derrota. Se agachó y acarició francamente al nuevo amigo. Bueno, pen -
só, quiéralo o no, tengo un perro. Es decir, el perro me tiene a mí.
Abrió la puerta de la camioneta y el perro saltó y se instaló en el asiento como si estu -
viese en su casa.
En un almacén, Ish encontró una caja de galletas para perro. Le dio una. El perro la
aceptó sin demostrar cariño o agradecimiento. El hombre tenía el deber de alimentarlo, y
toda muestra de gratitud era por lo tanto superflua. Ish notó entonces por primera vez que
en realidad el animal no era un perro sino una perra. Bien, pensó, he hecho una verdade-
ra conquista.
Volvió a su casa y recogió algunas cosas: trajes, un par de anteojos de campaña, li-
bros. Se preguntó si necesitaría algo más. El viaje podía llevarlo a la otra orilla del conti -
nente. Al fin se encogió de hombros.
En la cartera tenía diecinueve dólares, en billetes de cinco y de uno. Era más que sufi -
ciente. Pensó en tirar la cartera, pero al fin la guardó. Estaba tan acostumbrado a llevarla
en el bolsillo que sin ella se sentiría incómodo. El dinero no molestaba.
Sin muchas esperanzas, escribió una nota y la dejó bien a la vista en la sala. Si sus pa -
dres regresaban, sabrían que podían esperarlo, o dejarle un mensaje.
De pie junto al auto, echó una mirada de despedida a la avenida San Lupo. La calle es -
taba desierta. Las casas y los árboles no habían cambiado, pero notó otra vez en el
césped y los jardines la falta de riego y cuidados. A pesar de las nieblas nocturnas, el
seco verano californiano marchitaba las plantas.
Era media tarde. Pero Ish decidió partir en seguida. Deseaba alejarse y pasar la noche
en otra ciudad.
Las plantas y flores que el hombre había cuidado mueren como los gatos y los perros.
Tréboles y hierbas inclinan la cabeza, y los dientes de león amarillean. Los ásteres, que
aman el agua, se marchitan en los macizos. Florecen las cizañas. La savia se consume
en los tallos de las camelias; no habrá capullos la primavera próxima. En las enredaderas
y los rosales las hojas se retuercen luchando contra la sequía. Las calabazas silvestres
extienden sus brazos sobre jardines y terrazas. Como los bárbaros que en otro tiempo,
desaparecidos los ejércitos romanos, invadieron las delicadas provincias, así las malezas
silvestres avanzan y destruyen las plantas regaladas que había mimado el hombre.
Un zumbido firme y regular subía del motor. La mañana del segundo día Ish manejó
con exagerada prudencia, temiendo siempre que se le reventara un neumático, que se le
descompusieran los frenos, o que alguna vaca se le cruzara en el camino. Con los ojos fi -
jos en el velocímetro, trataba de no superar los sesenta kilómetros por hora.
Pero el motor era poderoso, y la aguja subía a cada instante a los setenta y los ochen-
ta.
La velocidad lo fue sacando poco a poco de aquella depresión. El mero cambio era ya
un alivio; la huida, un solaz. Pero Ish sabía que escapaba sobre todo, por un tiempo, a la
necesidad de decidir. Inclinado sobre el volante, viendo cómo se alzaba a cada momento
el telón de un nuevo decorado, no hacía planes para el futuro, no pensaba cómo iba a vi-
vir, ni si iba a vivir. Sólo le preocupaba cómo doblar la próxima curva.
La perra estaba echada en el asiento. De cuando en cuando ponía la cabeza en las ro-
dillas de su nuevo amo; en general dormía apaciblemente, y su presencia era también un
alivio.
El espejo retrovisor no mostraba nunca un auto. Ish, por costumbre, lo miraba a menu-
do, y veía las imágenes de la carabina y el fusil, el saco de dormir y las latas de conserva
en el asiento de atrás. Era como un marino en alta mar, con su barca llena de provisiones,
preparada para cualquier emergencia; y sentía, también, esa profunda desesperación del
náufrago, la desolación de la inmensidad.
Siguió la carretera 99, que cruzaba el valle de San Joaquín. No se apresuraba, pero la
velocidad media era excelente. No había camiones que lo obligasen a aminorar la mar -
cha, y no era necesario detenerse obedeciendo a las luces del tránsito -aunque la mayo-
ría funcionaba aún-, ni disminuir la velocidad en las ciudades. En realidad, y a pesar de
sus temores, debía reconocer que la carretera 99 era ahora más segura que antes, con su
tránsito denso y alocado.
No vio ningún hombre. Si buscara en las ciudades y pueblos, quizá pudiera descubrir a
alguien; pero ¿para qué? Podía encontrar a algún individuo aislado en cualquier momen-
to. Quería comprobar ahora si no había alguna ciudad con vida.
La amplia llanura se extendía hasta el horizonte: viñedos, huertas, campos de melones,
sembrados de algodón. El ojo experimentado de un campesino habría podido descubrir
quizá los efectos de la desaparición del hombre, pero para Ish no había ningún cambio.
En Bakesfield dejó la carretera 99 y tomó el tortuoso camino que llevaba al paso de Te-
hachapi. Los campos se transformaron en laderas cubiertas de robles, y luego en pinares
parecidos a parques. La soledad pesaba menos en estos sitios, que habían estado casi
siempre deshabitados. Ish llegó al extremo del desfiladero. El desierto asomaba en el hori-
zonte. Sintió miedo, otra vez. Aunque el sol estaba todavía muy alto, se detuvo en el pue -
blo de Majave y empezó a prepararse.
Para atravesar aquellos trescientos kilómetros de desierto, aun en la vieja época, el au-
tomovilista debía llevar su provisión de agua. En algunos lugares, si el coche sufría una
avería había que caminar todo un día para encontrar un puesto caminero. Ish, que sólo
podía contar consigo mismo, debía multiplicar las precauciones.
Encontró una ferretería. La puerta maciza estaba cerrada con dos vueltas de llave. Ish
rompió un escaparate con el martillo y entró. Tomó tres grandes cantimploras y las llenó
en un grifo de donde salía aún un débil hilo de agua. De un almacén sacó una garrafa con
cinco litros de vino tinto.
Todo esto no le pareció, sin embargo, suficiente. Los peligros del desierto lo obsesiona -
ban. Sin saber muy bien qué quería, retrocedió por la calle principal hasta que se encontró
con una motocicleta. Era negra y blanca, como las de los guardias de tránsito. A pesar de
sentirse asustado y desanimado, sintió ciertos escrúpulos. Robarle la motocicleta a un po-
licía era algo demasiado insólito.
Al fin, luego de algunos titubeos, saltó del coche y probó la motocicleta, dando algunas
vueltas por la calle.
Bajo el pesado calor de las últimas horas de la tarde, trabajó una hora preparando unas
tablas. Quería subir la motocicleta al portaequipajes. No sería sólo un marino en su barca;
tendría también una chalupa en caso de naufragio. Sin embargo, sus temores crecían
constantemente y se sorprendió varias veces echando una ojeada por encima del hombro.
El sol se puso. Agotado, Ish se preparó una cena fría y comió sin apetito. Pensó hasta
en los peligros de una indigestión. Luego fue a buscar una lata de comida para perros. La
perra aceptó impasible el regalo, y se acomodó otra vez en el asiento delantero. Ish buscó
entonces el mejor hotel del pueblo, y se instaló en un cuarto seguido por la perra. Apenas
salía agua de los grifos. Parecía que en aquel pueblo el suministro de agua no era auto -
mático, como en las ciudades. Se lavó lo mejor que pudo, y se acostó. La perra se acurru-
có en el piso.
Pero Ish, aterrorizado casi, no podía dormir. La perra gemía en sueños sobresaltándo-
lo. El miedo se le hizo casi intolerable. Se levantó para asegurarse de que
había cerrado bien la puerta, sin saber exactamente qué temía o contra qué enemigo que -
ría protegerse. Pensó en ir a buscar un somnífero a una farmacia, pero la idea de un sue-
ño demasiado profundo lo asustó. El recuerdo del señor Barlow, por otra parte, le impedía
recurrir al coñac. Se durmió al fin, con un sueño agitado.
Despertó con la cabeza pesada. Hacía mucho calor, y dudó en atravesar el desierto.
Se le ocurrió que podría retroceder hacia el sur, hasta Los Ángeles. No era mala idea
echar una ojeada por allí. Pero estos argumentos, lo sabía muy bien, eran simples pretex -
tos. Conservaba aún bastante amor propio para no volverse atrás mientras no hubiera un
impedimento serio; pero decidió, de todos modos, no meterse en el desierto antes de la
caída del sol. Era, se dijo, una precaución elemental. Aun en tiempos normales se acos-
tumbraba cruzar el desierto de noche, para evitar el calor.
Pasó el día en Majave, nervioso, inquieto, preguntándose qué otras precauciones po -
dría tomar. Al fin, cuando el sol bajó sobre las montañas del oeste, emprendió la marcha,
con la perra a su lado.
No había recorrido dos kilómetros cuando sintió que el desierto lo envolvía. Con los últi -
mos rayos del sol, los árboles de Judea proyectaban largas y extrañas sombras. Al fin el
crepúsculo lo anegó todo. Ish encendió los faros, que iluminaron el camino solitario, siem-
pre solitario. A veces buscaba en el retrovisor el reflejo de unas luces gemelas que indica -
ran que se acercaba otro coche. La oscuridad fue pronto total, y se sintió aún más angus -
tiado. A pesar de que el motor ronroneaba regularmente, pensó en todos los accidentes
posibles: el estallido de un neumático, el motor recalentado, una interrupción en el paso
de la gasolina. Redujo la velocidad. Ni siquiera podía confiar en la motocicleta. Algunas
horas más tarde -marchaba ahora muy lentamente- llegó a un puesto del desierto donde
anteriormente uno podía proveerse de gasolina, neumáticos o bebidas. La casa estaba a
oscuras. Ish pasó de largo. Los rayos blancos de los faros recortaban claramente la carre-
tera. El motor rugía suavemente. ¿Qué sería de él si se detenía?
Estaban ya en pleno corazón del desierto, cuando la perra empezó a gruñir y a agitar-
se.
-Cállate -dijo Ish, pero el animal siguió con sus gemidos y sacudidas-. Oh, bueno - con-
tinuó él, y detuvo el coche, sin molestarse en salir a un costado del camino.
Ish descendió y la perra salió detrás de él. Describió rápidamente varios círculos, y le-
vantando de pronto la cabeza lanzó un ladrido, demasiado sonoro para un animal tan pe -
queño, y echó a correr.
-¡Aquí! ¡Aquí! -gritó Ish. Pero la perra no le prestó atención. Sus ladridos se perdieron a
lo lejos.
Siguió un profundo silencio. Ish se sobresaltó al notar de pronto que había cesado tam-
bién otro ruido: el ronroneo del motor. Se metió apresuradamente en el coche y apretó el
arranque. El motor ronroneó otra vez. Ish suspiró. El corazón le golpeaba el pecho. Sintió
de pronto como si lo miraran miles de ojos invisibles. Apagó los faros y se quedó allí, sen -
tado en la oscuridad.
A lo lejos, muy débilmente, se oyeron otra vez los ladridos. El sonido subía y bajaba,
como si la perra diese vueltas persiguiendo una presa. Ish pensó en seguir viaje y dejarla
allí. Después de todo, era ella quien lo había buscado. Y si ahora lo olvidaba para correr
detrás del primer conejo, él no podía sentirse responsable. Puso en marcha el coche, pero
se detuvo a los pocos metros. Era abandonarla cruelmente. El animal, sin agua, encontra-
ría una muerte horrible. En cierto modo, tenía ya ciertas obligaciones con la perra, aunque
ella lo utilizase. Ish se sintió deprimido y solo, y se estremeció.
Al cabo de un rato, un cuarto de hora quizás, advirtió que la perra había vuelto sin ha-
cer ruido. Se había echado en el suelo y jadeaba con la lengua afuera. Ish se sintió furio-
so. Pensó en los vagos peligros a que podían exponerlo aquellas tonterías. Dejarla morir
de sed en el desierto hubiera sido cruel, pero podía librarse de ella rápidamente y sin ha -
cerla sufrir. Bajó del auto con el fusil en la mano.
Vio entonces a la perra, echada a sus pies, con la cabeza entre las patas, jadeando
aún. No se levantó para recibirlo, pero Ish alcanzó a ver que lo miraba. Luego de una bue -
na caza de conejos, volvía junto a su amo, el hombre que había adoptado y que cumplía
tan bien sus funciones sirviéndole sabrosas conservas y llevándola a lugares donde había
auténticos conejos. Ish cedió de pronto y se echó a reír.
Con la risa, algo se rompió en su interior. Sintió como si se hubiera desembarazado de
un terrible peso. Después de todo, pensó, ¿qué temo? Nada puede ocurrirme peor que la
muerte. Y en esto casi todos se me han adelantado. ¿Por qué asustarse? Es la suerte co-
mún.
Se sintió increíblemente aliviado. Dio algunos pasos por la carretera para que su cuer-
po se asociara a la alegría de su alma.
No se contentó con dejar caer un fardo que en cualquier momento podía sentir otra vez
sobre los hombros. Pronunció, podría decirse, su Declaración de Independencia. Avanzó
audazmente hacia el destino, le abofeteó la cara y le desafió a que respondiese al golpe.
Juró que si vivía, viviría libre de todo temor. ¿No había escapado a un desastre casi uni-
versal?
En dos zancadas llegó a la parte trasera del auto, deshizo los nudos y dejó caer la mo -
tocicleta. Al diablo con aquellas excesivas precauciones. Quizás el destino sólo atacaba a
los demasiado prudentes. Desde ahora aceptaría su suerte, y, por lo menos, disfrutaría de
la vida hasta el último día. ¿No vivía acaso un simple aplazamiento?
-Bueno, vamos, Princesa -dijo con un tono irónico-. En marcha.
Y advirtió en seguida que al fin había dado un nombre a la perra. Era un buen nombre;
su vulgaridad evocaba la serena existencia de otros tiempos. La perra sería la Princesa,
una bestia que esperaría siempre los más atentos cuidados; y como recompensa lo ayu-
daría a pensar en otra cosa que sus propias desgracias.
Sin embargo, pensándolo bien, no viajaría mas esa noche. Orgulloso de su reconquis-
tada libertad, le complacía exponerse a nuevos peligros. Sacó del auto el saco de dormir y
lo instaló al precario abrigo de un mezquite. Princesa se echó a su lado y se durmió en se -
guida profundamente, fatigada por la caza.
Ish despertó en medio de la noche, pero no sintió ningún miedo. Luego de tantas prue -
bas había alcanzado al fin un puerto de paz. Princesa gemía en sueños y agitaba las pa -
tas como si cazase aún el conejo. Al fin se tranquilizó. Ish se durmió también.
Cuando despertó de nuevo, el alba coloreaba de un amarillo limón las lomas desérti-
cas. Hacía frío, y Princesa se había recostado contra el saco de dormir. Ish se incorporó,
y vio la salida del sol.
Esto es el desierto, la soledad que empezó con los primeros días del mundo. Más tarde
aparecieron los hombres. Acamparon a orillas de los arroyos, y dejaron aquí y allá unos
bloques de piedra, y sus caminos atravesaron las apretadas filas de mezquites, pero uno
no podía asegurar realmente que hubiesen estado allí. Más tarde aún, pusieron vías de
ferrocarril, tendieron líneas eléctricas y trazaron largas y rectas carreteras. Sin embargo,
en la inmensidad del desierto, el espacio conquistado se veía apenas, y a diez metros de
las vías o el asfalto reinaba aún la naturaleza salvaje. Luego, la raza humana se extinguió
dejando atrás su obra.
No hay tiempo en el desierto. Mil años son un día. La arena vuela, los vientos despla -
zan los guijarros; pero los cambios son imperceptibles. De cuando en cuando, quizás una
vez por siglo, el cielo deja escapar una tromba de agua, y el agua bulle en los cauces de
los falsos arroyos, y los cantos rodados se entrechocan en la corriente. Diez siglos más, y
quizá las grietas de la tierra se abran otra vez y vuelva a surgir la lava.
Con la misma lentitud con que cedió a los hombres, el desierto borrará las huellas hu -
manas. Pasarán los años y se verán aún los bloques de piedra en la arena, y la larga ca -
rretera se extenderá hasta las lomas acuchilladas del horizonte. Los rieles estarán en
su sitio, con un poco de herrumbre. Tal es el desierto, la soledad; da lentamente, quita len-
tamente.
La aguja del velocímetro quedó un rato en los ciento diez. Ish disfrutó de su libertad, sin
pensar en accidentes. Más tarde, aminoró un poco la marcha y miró alrededor con nuevo
interés. Su ojo experimentado de geógrafo intentó reconstruir el drama de la desaparición
del hombre. Allí nada había cambiado.
En Needles, el indicador de gasolina señalaba casi el cero. No había electricidad, y las
bombas no funcionaban. Después de algunas búsquedas, Ish descubrió un depósito de
gasolina en un barrio apartado, y llenó el depósito. Luego volvió al camino.
Cruzó el río Colorado, entró en Arizona, y la carretera subió entre rocosos y afilados
desfiladeros. Una media docena de bueyes y dos vacas con sus terneros pastaban en una
cañada. Ish detuvo el auto y los animales alzaron perezosamente la cabeza. Aquellas
bestias del desierto, cuando no se acercaban a la ruta, pasaban meses sin ver a un hom-
bre. Los vaqueros venían a juntarlas sólo dos veces por año. La desaparición de la espe -
cie humana pasaría aquí casi inadvertida; los rebaños se reproducirían quizá más rápida-
mente. Luego de algún tiempo, las praderas devastadas no podrían alimentar a todos, y
pronto el lobo aullaría en las hondonadas y limitaría el número de los rebaños. Al fin, sin
embargo, Ish no lo dudaba, vacunos y lobos llegarían a un acuerdo inconsciente, y el re-
baño, libre de amos, crecería y engordaría como antes.
Más lejos, cerca de la villa minera de Oatman, Ish vio dos burros. No podía saber si en
los días de la catástrofe estaban ya en los alrededores del pueblo, o eran burros salvajes.
De todos modos, parecían contentos con su suerte. Descendió del coche e intentó acer-
carse, pero los animales escaparon manteniéndose a distancia. Ish permitió entonces que
Princesa dejara el auto y arremetiera contra los extraños animales. El macho, con las ore-
jas bajas y mostrando los dientes, la enfrentó alzando las patas. Princesa dio media vuelta
y corrió a buscar la protección de su amo. El burro, pensó Ish, podría medirse favorable-
mente con un lobo, y hasta el puma podía lamentar el ataque.
Atravesó la cumbre de Oatman, y del otro lado se encontró por vez primera con el ca-
mino parcialmente bloqueado. Hacía uno o dos días una violenta tormenta debía de haber
devastado la región. Torrentes de agua habían descendido sin duda por la pendiente
arrastrando arena al camino. Ish bajó a examinar los daños. En tiempos normales, una
cuadrilla de peones camineros hubieran sacado rápidamente los detritus, abriendo las
zanjas de desagüe y poniendo todo en orden. Ahora una capa de arena cubría la carrete-
ra. Más abajo, el agua había roto el asfalto en los bordes. Pasarían unos años y el asfalto
se agrietaría, y la arena y los pedruscos formarían una barrera infranqueable. El obstáculo
era por ahora poco serio, e Ish pasó sin dificultades.
Basta que se rompa un eslabón, y toda una carretera es inservible, pensó Ish, pregun-
tándose durante cuánto tiempo sería posible pasar. Aquella noche durmió otra vez en
cama, en el mejor hotel de Kingman.
Los vacunos, los caballos, los asnos han vivido libremente miles de siglos errando por
bosques, estepas y desiertos. Luego el hombre conquistó el poder y empleó para sus pro -
pios fines a vacunos, caballos y asnos. Ahora, acabado el reino del hombre, los animales
recuperaban la libertad.
Encerradas en los establos, las vacas, torturadas por la sed, mugieron un tiempo y al
fin callaron. Los caballos murieron en las cuadras, lentamente.
Los asnos recorren ahora los desiertos, como en los viejos días. Huelen el viento del
este, trotan por los lechos de los lagos secos, suben las lomas pedregosas y se alimentan
de espinos, acompañados por los borregos de largos cuernos.
Pero los Hereford de cara blanca encontraron cómo subsistir en las praderas, y aun en
las granjas el ganado rompió los cercados y recobró la libertad, uniéndose a caballos y as-
nos...
Los caballos prefirieron la extensión ilimitada de las llanuras. Comen el pasto verde de
la primavera, y el pasto seco del otoño, y en invierno buscan bajo la nieve algunas briznas
marchitas, acompañados por rebaños de cuernos afilados.
Las vacas buscan las tierras más verdes y los bosques. Ocultan en los matorrales a los
recién nacidos, hasta que éstos pueden seguir a las madres. Los bisontes son sus compa-
ñeros y sus rivales. Entre los machos estallan sangrientas peleas. Vencen los más fuer-
tes, y los bisontes recuperan sus antiguos dominios. Entonces el ganado se refugia en las
profundidades de los bosques.
En Kingman no había electricidad, pero el agua corría aún. Un depósito de gas líquido
alimentaba la cocina del hotel y la presión era normal. La falta de refrigeración eléctrica
privó a Ish de huevos, manteca y leche. Pero luego de asaltar un almacén pudo preparar-
se un excelente desayuno: pomelos en su jugo, salchichas en lata, mermeladas. Preparó
una buena cantidad de café y le añadió leche condensada y azúcar. Princesa se hartó de
carne de caballo en conserva. Después del desayuno, y con la ayuda del martillo y un cin -
cel, Ish agujereó el tanque de un camión, recogió la gasolina en una lata y pasó el com-
bustible a su coche. En la ciudad había algunos cadáveres, pero el calor seco de Arizona
los había momificado.
Más allá de Kingman, unos densos pinares se perdían a lo lejos. La carretera era casi
el único testimonio de la actividad del hombre. No había hilos telefónicos; las cercas eran
raras. Las praderas se extendían a derecha e izquierda, verdes por las lluvias del verano y
salpicadas de arbustos. El pastoreo había cambiado el aspecto de los campos, y la des-
aparición del hombre traería otras modificaciones. Libres de la amenaza de los matade -
ros, los rebaños se multiplicarían, y antes que sus enemigos pudieran diezmarlos habrían
devorado las hierbas hasta las raíces, cambiando la faz de la tierra. O era posible también
que la fiebre aftosa cruzase la frontera de México acabando con los vacunos. Y quizá los
lobos y pumas se propagarían muy rápidamente. De todos modos, al cabo de veinticinco
o cincuenta años, la situación se estabilizaría, y el mundo sería otra vez como antes de la
llegada del hombre blanco.
Los dos primeros días, Ish había sentido miedo; el tercero había reaccionado lanzándo-
se por los caminos a toda velocidad. Hoy no había en él más que serenidad y calma. Se
sentía penetrado por el silencio que había caído sobre el mundo. En el tiempo que había
pasado en las montañas, había gustado del silencio sin analizarlo, y no había advertido
que el ruido era una invención humana. Había muchas definiciones del hombre, y él aña -
diría otra: «El animal que creó el ruido». No oía ahora sino el ronroneo casi imperceptible
del motor, y no necesitaba recurrir a la bocina. No había camiones con ruidosos tubos de
escape, silbidos de trenes, rugidos de aviones en el cielo. Todo había callado. Los pue-
blos habían enmudecido también, sin sirenas, campanas, vociferantes aparatos de radio,
voces de seres humanos. Aquella era quizá la paz de la muerte, pero de todos modos era
la paz.
Ish conducía lentamente, pero no por miedo. Cuando tenía ganas, se detenía a mirar
algo, y a veces se entretenía tratando de oír algún sonido. A menudo, callado el motor,
reinaba un silencio total, aun en las ciudades. Otras veces oía sólo el aleteo de un pájaro,
o el débil zumbido de un insecto, o el murmullo del viento en las hojas. En una ocasión, y
con una sensación de alivio, oyó el apagado rumor de una tormenta lejana.
Ahora, en las primeras horas de la tarde, había llegado a una meseta cubierta de pinos.
Al norte asomaba un pico nevado.
Llegó a Williams. En la estación había un aerodinámico tren de acero. En Flagstaff, un
incendio había destruido gran parte de la ciudad. No encontró a nadie.
Poco más allá de Flagstaff, luego de una curva, vio dos cuervos que alzaban vuelo,
abandonando su presa. Se acercó un poco atemorizado, pero era sólo un carnero. El ani -
mal yacía tiesamente en el camino, con el cuello ensangrentado. Había otros cadáveres a
orilla de la carretera. Ish contó veintiséis.
¿Perros o coyotes? No podía decirlo, pero no era difícil reconstruir la escena. Acorrala-
dos, los carneros habían huido por la pradera, y los que se encontraban a los lados del re -
baño habían sido separados de sus compañeros.
Un poco más lejos se le ocurrió tomar el camino que llevaba al monumento nacional de
Walnut Canyon. La casa del conservador dominaba el profundo cañón, sembrado de rui -
nas, vestigio de moradas trogloditas. Faltaba una hora para la puesta del sol, e Ish se en -
tretuvo en seguir el estrecho sendero y contemplar con una sonrisa sin alegría aquellos
escombros donde habían vivido otros hombres. Volvió sobre sus pasos, y pasó la noche
en la casa a orillas del cañón. El agua de una tormenta había entrado por debajo de la
puerta, estropeando el piso. Caerían otras lluvias, año tras año, y muy pronto la hermosa
casa no sería muy distinta de aquellos otros refugios al pie de los acantilados. Y se con -
fundirían las ruinas de las dos civilizaciones.
Las ovejas resistirán también un cierto tiempo. Aunque las fieras las ataquen sin des-
canso, no es posible exterminar millones de ovejas en un día o un mes, y miles de corde-
ros seguirán viniendo al mundo. ¿Qué significan algunos cientos entre millones? Sin em -
bargo, no sin motivo, «las ovejas sin pastor» fueron para los hombres símbolo de un pue-
blo condenado a la extinción. Pasará el tiempo, y las ovejas desaparecerán...
En el invierno vagan sin rumbo, cegadas por la nieve; en el verano se alejan del agua y
no saben volver; en la primavera, las inundaciones las sorprenden y cientos se ahogan.
Caen estúpidamente en los precipicios, y los cuerpos en descomposición se amontonan
en las hondonadas. Y los asesinos se multiplican: perros que vuelven al estado salvaje,
coyotes, pumas, osos. De los grandes rebaños sólo quedarán algunos grupos desperdiga-
dos. Un poco más, y los corderos habrán desaparecido de la faz de la tierra.
Hace miles de años, aceptaron la protección del pastor y perdieron su agilidad e inde -
pendencia. Ahora, desaparecido el pastor, las ovejas lo siguen a la muerte.
Al día siguiente, Ish atravesó las altas llanuras de las Montañas Rocosas. Era una re-
gión dedicada a la cría de ovejas, y había más cadáveres. Muy lejos, en la falda de una
loma, creyó ver unas ovejas que huían rápidamente, pero no podía asegurarlo.
Pero vio, otra vez, una escena aún más extraña. En un prado verde, a orillas de un
arroyo, algunas ovejas pacían tranquilamente. Ish miró, casi buscando al pastor. Sólo vio
dos perros. El pastor había desaparecido, pero los perros seguían con su acostumbrada
tarea, juntaban los animales, no permitían que se alejaran del agua y, sin duda, mante -
nían a distancia a los merodeadores nocturnos. Ish detuvo el coche y sujetó a Princesa
para que no perturbara la pacífica escena. Los dos perros, al oír el auto, ladraron furiosa -
mente y devolvieron al rebaño a algunos animales dispersos. En las ciudades, la electrici-
dad corría aún por los cables luego de la desaparición del hombre. Del mismo modo, en
las grandes praderas, los perros guardaban aún los rebaños. Pero, pensó Ish, eso no du -
raría mucho.
La carretera atravesaba amplias llanuras. U.S. 66, se leía en los mojones. Había sido
en otro tiempo una ruta importante, el camino de los Okies a California, como decía la
canción. Ahora la carretera estaba desierta. Ningún autobús iba a Los Ángeles; los camio-
nes no corrían hacia el este y el oeste; no había carromatos cargados de muebles y gen -
tes que iban a la recolección de frutas; no pasaban bruñidos autos de turistas, ni siquiera
carretas tiradas por escuálidos caballos.
Ish descendió al valle del río Grande, franqueó el puente y subió por el largo camino de
Albuquerque. Albuquerque era la más grande de las ciudades que había cruzado hasta
entonces. Tocó la bocina y prestó atención. Nadie respondió y le pareció inútil retrasarse.
Aquella noche durmió en un hotel de las afueras de Albuquerque, en lo alto de una
cuesta que bajaba a la ciudad. El hotel estaba en sombras. No había ya corriente eléctri-
ca.
Al día siguiente, subió a la montaña y se encontró ante unos picos separados por vas-
tas planicies. Sintió otra vez el frenesí de la velocidad y echó a correr por la recta carrete-
ra. Los picos desaparecieron a lo lejos. Texas se abrió ante él con la monotonía del
Panhandle. El calor se hizo de pronto tórrido. A su alrededor se extendían hasta el infinito
los campos de rastrojos. Los segadores habían segado el trigo poco antes que los alcan-
zara la muerte. Aquella noche durmió en los suburbios de Oklahoma.
Por la mañana bordeó la ciudad y tomó la ruta 66 hacia Chicago. Pero al cabo de unos
kilómetros encontró un árbol que bloqueaba la carretera. Bajó a estudiar la situación. Una
tromba huracanada había cruzado sin duda la llanura. El álamo cerraba la ruta en una
confusión de ramas y hojas. Se necesitaría medio día de trabajo para limpiar el camino.
Ish sintió de pronto que el episodio era como un símbolo del drama que se había propues -
to observar. ¡La famosa carretera 66! ¡Bloqueada por un árbol! Aunque lo quitara del ca-
mino, habría habido otros accidentes similares, o los habría pronto. Las tormentas cubri-
rían la ruta de barro, los taludes se desmoronarían, una crecida se llevaría un puente. Po-
cos años más, y sólo un pionero en una carreta podría tomar la ruta 66 de Chicago a Los
Ángeles.
Ish pensó en dar un rodeo por el campo, pero las lluvias recientes habían ablandado la
tierra. El mapa indicaba que a quince kilómetros había un camino que lo devolvería a la
ruta principal. Dio media vuelta y partió.
Pero luego de recorrer quince kilómetros comprendió que no necesitaba volver a la ca-
rretera 66. El camino lateral lo llevaba directamente al este, y esta dirección era tan buena
como cualquier otra. Ese árbol caído, pensó, ha cambiado quizás el curso futuro de la his -
toria humana. Quién sabe qué podría hacer yo en Chicago. Ahora ocurrirá algo distinto.
Cruzó, pues, Oklahoma hacia el este. Los campos estaban desiertos. Las lomas ondu-
ladas, con verdes robles achaparrados, eran las de siempre. En las llanuras se sucedían
los sembrados de trigo y algodón. El cereal estaba alto, y las espigas asomaban sobre los
matorrales. Pero el algodón se marchitaba rápidamente.
El calor era aplastante, y poco a poco destruía en Ish los hábitos de la vida civilizada.
Se afeitaba aún todos los días, porque se sentía así más cómodo, no porque le preocupa -
ra su propio aspecto. Pero el cabello, mal recortado, le caía en largas mechas. Vestía un
par de pantalones y una camisa de cuello abierto. Todas las mañanas tiraba la camisa y
se ponía una limpia. Había perdido su sombrero de fieltro gris, y en un bazar de Oklahoma
había tomado uno de esos ordinarios sombreros de paja que usaban los cosechadores
para protegerse del sol.
Aquella misma tarde entró en Arkansas, y le pareció notar un cambio. El tiempo era cá-
lido y húmedo. La vegetación lo invadía todo, carreteras y edificios. Las hiedras y rosales
trepadores tapaban las ventanas y colgaban ya de los techos y porches. Las casas más
pequeñas parecían retroceder y esconderse en los bosques. Las cercas desaparecían
también. La carretera se confundía con el campo. La hierba y las malezas asomaban en
las grietas minúsculas del cemento. Los largos brazos de algunas trepadoras llegaban
hasta la línea blanca que dividía la ruta, y se unían a los que venían del otro lado.
Los duraznos estaban maduros, e Ish animó un poco su menú de conservas con una
incursión a una huerta. Unos cerdos que comían la fruta caída escaparon al verlo. Aquella
noche durmió en North Little Rock.
Algunos cerdos mueren en sus resguardadas porquerizas, y las crías gruñen reclaman-
do alimento. Pero otros se pasean libremente. No necesitan al hombre. Los días calurosos
buscan el barro a orillas de los ríos, y se instalan allí, satisfechos. Los días frescos se in -
ternan en los bosques de robles y se alimentan de bellotas. Las futuras generaciones ten -
drán patas más ágiles, un cuerpo más delgado y colmillos más largos. La furia de los ma -
chos espantará al lobo y al oso. Como el hombre, los puercos comen carne, tubérculos,
nueces, frutas. Vivirán.
A la mañana siguiente, en las afueras de una aldea, Ish saltó casi en el asiento. El es -
pectáculo era sorprendente: un jardín sin malezas, bien regado y cuidado. Detuvo el co -
che, descendió, y se encontró por primera vez con lo que podría llamarse, generosamen-
te, un grupo social. Era una familia de negros: un hombre, una mujer de mediana edad y
un niño. La abultada cintura de la mujer prometía la llegada de un cuarto ciudadano.
Eran gente tímida. El chico se mantenía aparte, curioso, pero asustado, rascándose la
cabeza. La mujer guardaba silencio y no hablaba sino cuando se le preguntaba algo. El
hombre se había sacado el sombrero de paja y estrujaba nerviosamente el ala gastada y
rota. Unas gotas de transpiración, debidas al calor o el nerviosismo, le corrían por la frente
negra y brillante.
Ish comprendía apenas el oscuro dialecto, que la turbación hacía aún más ininteligible.
Dedujo, sin embargo, que no había por allí otros sobrevivientes. En realidad, sabían muy
poco, pues después del desastre no habían hecho más que cortos paseos a pie, sin ale-
jarse del lugar. No eran una familia, sino una asociación fortuita de tres sobrevivientes,
tres seres humanos que escapando a la ley de probabilidades se habían salvado en un
mismo villorrio.
Ish comprendió pronto que estaban aún afectados por la catástrofe, y que conservaban
los arraigados hábitos de su existencia anterior. Apenas se atrevían a hablar en presencia
de un blanco, y no alzaban nunca los ojos.
A pesar de la evidente mala disposición de aquella gente, Ish examinó el lugar. Aunque
habían podido elegir entre todas las casas de la aldea, se habían contentado con la caba-
ña donde vivía la mujer antes del desastre. Ish vio desde la puerta la cama y las sillas
desvencijadas, la cocina de hierro, la mesa con un mantel de hule y las moscas que zum -
baban sobre unos comestibles. El exterior tenía mejor aspecto. El jardín era casi exube-
rante, había un buen campo de trigo, y cultivaban también algodón. Ish se preguntó qué
diablos pensarían hacer con aquel algodón. Aparentemente, habían continuado con las
viejas tareas, obteniendo así una sensación de seguridad.
Tenían también pollos y algunos cerdos en un corral, Se turbaron tanto cuando Ish miró
los cerdos, que era evidente que los habían sacado de alguna porqueriza ajena. Ahora el
hombre blanco los obligaría a devolver los animales.
Ish pidió unos huevos frescos, y les dio un dólar por una docena. Al cabo de un cuarto
de hora, agotados todos los temas de conversación, volvió a su auto, con gran alivio de
sus huéspedes.
Se quedó un momento ante el volante, sumergido en sus pensamientos. Si me quedara
aquí, reflexionó, podría ser un verdadero rey. No les haría mucha gracia, pero con la cola -
boración de los viejos hábitos acabarían por resignarse. Cultivarían mis legumbres, cuida-
rían mis gallinas, y hasta tendríamos una o dos vacas. Harían, en fin, todo el trabajo. Yo
sería verdaderamente un rey, aunque en pequeña escala.
Pero la idea se le borró en seguida, y se puso en marcha pensando que los tres negros
habían solucionado mejor que él el problema de la nueva vida. Como un necrófago, él vi -
vía de los despojos de la civilización. Ellos, por lo menos, llevaban una existencia
estable y creadora, pegados a la tierra, y satisfacían sus necesidades con el propio traba-
jo.
De las seiscientas mil especies de insectos, sólo unas pocas docenas advirtieron la
desaparición del hombre, y de éstas las únicas condenadas realmente a la extinción fue -
ron las tres especies de parásitos humanos. Tan antigua, si no honorable, era esta asocia-
ción que se la había citado para apoyar la teoría del origen único del hombre. Los antropó-
logos, en efecto, han señalado que aun en las tribus más aisladas el hombre tiene siem-
pre los mismos parásitos, concluyéndose así que estos insectos nos fueron legados por
nuestros antepasados, los primeros hombres-monos.
Desde tiempos muy remotos, a través de miles y miles de siglos, estos parásitos se
adaptaron cuidadosamente a su universo: el cuerpo del hombre. Formaban tres tribus que
tenían como respectivos dominios la cabeza, los vestidos y las partes sexuales. De este
modo, a pesar de sus diferencias de raza, observaron los términos tácitos de una alianza
tripartita, dando a su anfitrión un ejemplo que él hubiera debido seguir. Pero esa perfecta
adaptación al ser humano les quitó la posibilidad de explotar a otro huésped.
La caída del hombre provocó su ruina. Cuando sintieron que el universo se enfriaba,
buscaron otro; no lo encontraron y murieron. Billones de criaturas tuvieron así un triste fin.
Pocos lamentos acompañaron el funeral del Homo Sapiens. El Canis familiaris, como indi-
viduo, lanzó quizás algunos tristes aullidos; pero como representante de una especie ali-
mentada con azotes y puntapiés, volvió a unirse alegremente a sus hermanos salvajes.
Que el Homo Sapiens se consuele sin embargo, pues hubo tres que lo lloraron sincera-
mente.
Ish llegó al puente que franqueaba el caudaloso río de aguas pardas. Un camión atas-
cado bloqueaba la carretera de Memphis.
Sintiéndose como un niño que desafía alguna prohibición paterna, Ish cruzó a la iz -
quierda de las vías del ferrocarril, y se lanzó a toda velocidad hacia Tennessee por el ca -
mino que lleva a Arkansas.
Nadie lo detuvo. Memphis parecía tan desierta como las otras ciudades, pero el viento
del sur traía un vaho fétido desde los que habían sido los populosos barrios de Seale
Street. Ish decidió olvidar las ciudades sureñas y volvió otra vez al campo.
No había ido muy lejos cuando al viento sucedió una lluvia. Ish tenía poca prisa y se
detuvo en un hotel, al extremo de un pueblo. No se molestó en averiguar el nombre. En la
cocina había gas, y se preparó una cena con los huevos. Era un verdadero festín, y sin
embargo no se sintió satisfecho. Se preguntó si estaría comiendo lo necesario. Quizá de-
bería proveerse de vitaminas en alguna farmacia.
Más tarde desató a Princesa y la perra desapareció bajo la lluvia con un largo ladrido,
como si hubiese encontrado un rastro. Pensó fastidiado que quizá tendría que esperar
una hora a la señorita. Pero Princesa volvió casi en seguida, oliendo espantosamente a
zorrino. Ish la encerró en el garaje y la perra se quedó allí, ladrando y quejándose amar -
gamente.
Ish se acostó con la impresión de que le faltaba algo. Quizá la conmoción había sido
mayor de lo que había creído. Pensó también que podía pesarle la soledad, o que el ins -
tinto sexual estaba haciendo de las suyas.
Una emoción violenta, sabía, tiene a veces curiosos efectos. Recordó la historia de un
hombre que había visto cómo su mujer moría en un accidente, y que había quedado im-
potente durante meses.
Pensó en los negros que había visto por la mañana. La mujer, ya cerca de los cuaren -
ta, muy adelantada en el embarazo, y que sin duda nunca había sido una belleza, no po -
día haber despertado en él ninguna inquietud. No, aquellas gentes lo habían perturbado
por la seguridad de que parecían gozar, gracias al contacto con la tierra.
Princesa ladró en ese momento en el garaje. Ish le lanzó una maldición y se echó a dor-
mir.
Por la mañana seguía descontento e inquieto. La tormenta no había cesado del todo,
pero ya no llovía. Decidió hacer un paseo a pie por la carretera. Antes de partir, miró den-
tro de la camioneta y vio el rifle en el asiento. Hasta ahora apenas lo había tocado. Sin sa -
ber muy bien por qué, se lo puso bajo el brazo, y echó a andar.
Princesa lo siguió unos pocos metros, luego descubrió un nuevo rastro y, a pesar de la
experiencia de la noche anterior, desapareció de prisa entre las lomas ladrando animada -
mente.
-Buena suerte -le gritó su amo.
En cuanto a él mismo, sólo deseaba estirar las piernas o encontrar un árbol con fruta
madura. De pronto vio una vaca y un ternero. El espectáculo no tenía nada de notable. En
todos los campos de Tennessee podía ver algo parecido. Lo excepcional era que ahora
llevaba el rifle bajo el brazo. Comprendió entonces qué había estado rumiando, de algún
modo.
Apoyó el rifle sobre un poste de la cerca y apuntó cuidadosamente a la testuz del terne -
ro. La distancia era suficientemente corta. Oprimió el gatillo y el rifle retrocedió golpeándo-
lo. Cuando el estruendo se apagó Ish oyó que el ternero lanzaba un largo y ronco gemido.
Estaba todavía en pie, con las patas separadas, pero se tambaleaba y un hilo de sangre
le brotaba del hocico. Al fin se derrumbó.
La vaca, asustada por la detonación, había corrido unos cuantos metros. Ahora miraba,
indecisa. Ish ignoraba si lo atacaría en defensa del ternero. Apuntó otra vez y la alcanzó
con una bala detrás del cuello. La vaca cayó e Ish la remató con otros dos tiros.
Fue al coche a buscar el cuchillo de caza y aprovechó para cargar el rifle. Estaba
asombrado. Hasta entonces apenas había usado un arma. Ahora declaraba la guerra a la
naturaleza y temía que le aplicaran la ley del talión. Sin embargo, cuando llegó al sitio
donde yacían la vaca y el ternero, no encontró ninguna resistencia. Descubrió, consterna -
do, que el ternero respiraba aún. Aunque la operación le repugnaba, lo degolló. La caza
nunca le había gustado, y nunca había faenado un animal. Aquello fue, pues, una lamen -
table carnicería. Cubierto de sangre, logró separar el hígado, y advirtió que no tenía en
qué llevárselo. Dejó la masa sanguinolenta en las entrañas del ternero y fue a buscar un
recipiente. Cuando volvió, un cuervo picoteaba los ojos de la bestia.
Al fin llegó con el hígado a la cocina, pero había perdido el apetito. Se lavó lo mejor que
pudo, y ambuló sin rumbo por el hotel, pues llovía otra vez. Princesa ladró en la puerta. El
chaparrón le había quitado el olor a zorrino. Ish la dejó pasar. La perra estaba mojada,
embarrada, cubierta de arañazos. Se tendió en el piso y se limpió con la lengua. Ish se
echó en una cama. Las emociones lo habían agotado, pero sin embargo ya no sentía
aquella inquietud. Afuera arreciaba la lluvia. Al cabo de una hora, por primera vez desde el
desastre, Ish sentía algo nuevo: se aburría.
Descubrió en el cuarto una revista vieja, de seis meses atrás, y leyó una historia donde
una pareja de jóvenes enamorados afrontaba uno de los problemas de los tiempos mo -
dernos: la escasez de vivienda. Un relato sobre la construcción de las pirámides no hubie -
ra parecido más envejecido. Leyó otros cuentos, pero la publicidad le parecía mucho más
divertida. Examinó diez anuncios; ninguno tenía actualidad. No estaban dirigidos a indivi -
duos aislados, sino a miembros de un grupo. El mal aliento, por ejemplo, era perjudicial no
porque fuera síntoma de una caries o trastornos digestivos, sino porque el atacado del
mal sería rechazado por las muchachas en los bailes y ninguna querría casarse con él.
No obstante, el periódico tuvo la virtud de distraerlo. Al mediodía sintió hambre, y cuan-
do miró el hígado, ahora en una cacerola, advirtió que el recuerdo del ternero ensangren-
tado no era ya una obsesión. Frió una lonja, y comió ávidamente. Tenía simplemente ne-
cesidad de carne fresca, concluyó. Princesa participó del festín.
Luego de comer, se sintió satisfecho y aliviado. Matar un ternero no era una heroica ha -
zaña, y no podía decirse que ahora se ganaba la comida. Sin embargo, era mejor que
abrir una lata de conservas, y más real. Había dejado de dedicarse al pillaje, aprovechan -
do el ejemplo de los negros. Entendía ahora la paradoja de que un acto destructor puede
equivaler a un acto creador.
Una cerca es un hecho y a la vez un símbolo. Entre los rebaños y los cereales, la cerca
se eleva como un hecho; pero entre el centeno y el maíz, es sólo un símbolo, pues el cen-
teno y el maíz no se devoran entre ellos. Las cercas dividían la tierra. De este lado de la
cerca estaban las cosechas, y del otro, el camino. Y más allá del camino, otra cerca, y lue-
go un huerto, y la casa detrás de una nueva cerca, y al fin el corral, también con su cerca.
Destruidas las cercas -hechos y símbolos-, ya no existen separaciones, divisiones, ni
cambios bruscos; todo es una llanura de ondulaciones imprecisas y colores indistintos
donde las plantas y las flores se confunden como al principio de los tiempos.
Ish perdió otra vez la noción del tiempo. No viajaba mucho por día, pues llovía frecuen-
temente, y las carreteras no eran tan rectas y lisas como en el Oeste. Había perdido ade-
más el gusto por la velocidad. Se dirigió hacia el noroeste, por entre las lomas de Kentu-
cky, atravesó Ohio, y entró en Pennsylvania.
Ish se alimentaba ahora de maíz verde que cortaba en los campos invadidos por las
malezas, y de bayas maduras y frutas que arrancaba de árboles y arbustos. De cuando en
cuando encontraba, en alguna huerta, unas plantas de lechuga que los gusanos habían
respetado, o zanahorias que no se molestaba en cocinar. Una vez mató un lechón y dos
perdices. Otro día, con Princesa encerrada en el coche, pasó dos horas persiguiendo a
unos pavos que escapaban cuando estaban a tiro. Al fin, logró acercarse y mató un ma -
cho. Unas semanas atrás, el pavo era aún sin duda huésped de un gallinero; pero ahora,
acostumbrado a protegerse de los zorros, se había convertido en un verdadero y sagaz
habitante de los bosques.
Entre una lluvia y otra, el tiempo era siempre caluroso, e Ish se bañaba desnudo en
arroyos y ríos. Como el agua corriente tenía ya mal sabor, bebía de pozos y fuentes, aun -
que en los grandes ríos, pensaba, las aguas correrían limpias y libres de desperdicios y
residuos.
Acostumbrado ya a estudiar ciudades, podía saber en seguida, con alguna certeza, si
estaban deshabitadas, o si podría encontrar a uno o dos sobrevivientes. Muy a menudo
los bares y almacenes de bebidas habían sido saqueados. Las otras casas, en general,
permanecían intactas. De cuando en cuando, sin embargo, algún banco mostraba señales
de haber sido asaltado. Alguien había seguido confiando en el dinero. Por las calles erra -
ban a veces cerdos o perros, menos frecuentemente algún gato.
Aun en esas regiones antaño populosas, los cadáveres eran relativamente escasos, y
el hedor no era tan nauseabundo como él había temido. Casi todas las granjas y aldeas
habían sido abandonadas. Los últimos habitantes se habían ido a las ciudades en busca
de cuidados médicos, cuando no habían huido a las montañas con la esperanza de esca-
par a la epidemia. En los barrios de las ciudades importantes, unos grandes montones de
tierra señalaban los lugares donde habían trabajado las excavadoras hasta el último día.
Al fin, como podía esperarse, muchos cuerpos habían quedado sin sepultura, pero esto
había ocurrido principalmente en los alrededores de los hospitales. Ish, prevenido por el
olfato, evitaba esas zonas o pasaba velozmente.
Los sobrevivientes, en general, vivían solos, más raramente en parejas. No dejaban
sus antiguas casas. A veces parecía que deseaban retener a Ish, pero nunca se ofrecían
a acompañarlo. Ish no había encontrado aún el compañero ideal. Si era necesario, pensa -
ba, podía volver.
El campo cambiaba más rápidamente que las ciudades, aunque esos cambios fueran
al principio apenas visibles. Las malezas lo invadían todo. En esta región el desastre ha-
bía ocurrido antes de la cosecha, y de las cargadas espigas caía ya una lluvia de granos
de trigo. Las vacas y los caballos erraban libremente; las empalizadas empezaban a caer.
Aquí y allá se veía algún campo de trigo intacto, con sus cercas sólidas, pero más a me-
nudo los animales habían logrado abrir alguna brecha.
Una mañana Ish atravesó el río Delaware y se internó en Nueva Jersey. En las prime-
ras horas de la tarde entraría en Nueva York.
Llegó a Pulaski Skyway alrededor del mediodía. A los quince años había pasado por
allí con sus padres. El torrente del tránsito lo había aterrorizado entonces; los camiones y
coches pasaban rugiendo en todas direcciones, y en seguida desaparecían rápidamente
hundiéndose en los túneles. Recordó que su padre miraba ansiosamente las señales lu-
minosas y que su madre, nerviosa y asustada, daba continuos consejos. Ahora Princesa
dormía plácidamente a su lado, y ningún coche le cerraba el camino.
Vio a lo le os las altas torres de los rascacielos, de un gris perla contra el cielo nublado.
Había llovido recientemente y el tiempo era fresco.
La aparición de los rascacielos lo emocionó de un modo curioso. Entendía ahora por
qué había ido a Nueva York. La ciudad era para él el centro del mundo. Lo que había ocu-
rrido en Nueva York debía de ser muestra de lo que había ocurrido en otros sitios.
Cuando llegó al cruce de Jersey City, se detuvo en medio de la carretera a estudiar las
señales. Detrás de él no hubo un repentino chirriar de frenos, ni bocinazos, ni insultos de
conductores furiosos, ni voces de policías en los altavoces.
Por lo menos, pensó Ish, la vida es más tranquila.
Muy alto en el cielo, un pájaro, quizás una gaviota, graznó dos veces. El motor ronro-
neaba con un zumbido de abeja.
En el último momento, Ish temió entrar en uno de los túneles. Si las aguas los habían
invadido, quizá no pudiera salir. Dio media vuelta, cruzó el puente George Washington y
llegó a Manhattan.
Tendida entre los brazos de sus ríos, la ciudad resistiría muchos años. El tiempo no
ataca fácilmente la piedra, el ladrillo, el cemento, el asfalto, el vidrio. El agua deja man -
chas negras, el moho las verdea, en las grietas asoman unas briznas; pero sólo en la su-
perficie. El viento destroza un vidrio, o se lleva unas tejas. Una pared se inclina, con los ci -
mientos carcomidos por las lluvias. Unos años más tarde, cae, y los ladrillos cubren la ca-
lle. Las heladas hacen su trabajo, en marzo, y con el deshielo la piedra se descascara. El
desgaste es lento. Las aguas de las lluvias corren por los desagües a las cloacas, y si las
cloacas se atascan, corren por las calles hasta los ríos. La nieve se amontona en los sitios
bajos y las esquinas; nadie la barre. En la primavera se funde y desaparece también en
las alcantarillas. Lo mismo que en el desierto, un año es como una hora nocturna; un si-
glo, como un día.
En verdad, la ciudad se parece mucho al desierto. Por el suelo, revestido de cemento y
asfalto, las aguas de la lluvia se dividen para alcanzar los ríos. Aquí y allá crece alguna
hierba; pero no hay árboles, o vides, o altas gramíneas. Los árboles de las avenidas mue -
ren faltos de cuidados. Los ciervos y conejos evitan las calles desiertas. Hasta las ratas se
van. Sólo las criaturas aladas encuentran allí refugio. Los pájaros anidan en las altas cor -
nisas; a la mañana y a la noche los murciélagos salen y entran por las ventanas rotas. Sí,
la ciudad resistirá mucho, muchísimo tiempo.
Ish dobló por Broadway, con la intención de llegar a Battery. Pero en la calle 170 un le-
trero decía CALLE CERRADA, y una flecha apuntaba hacia el este. Nada le Impedía pa-
sar, pero esta vez obedeció. Entró en la avenida Ámsterdam, y luego siguió hacia el sur.
El olor le indicó que el Centro Médico debía de haber sido uno de los últimos puntos de
concentración, y que la señal desviaba el tránsito.
La avenida Ámsterdam estaba desierta. En algún lugar de aquella vasta acumulación
de cemento, ladrillos, argamasa, yeso, debía de haber alguien con vida. La catástrofe ha-
bía sido casi universal, y en el superpoblado Manhattan había hecho seguramente más
estragos que en ninguna otra parte. Y lo que él llamaba el golpe de gracia debía de haber -
se sentido más en una población urbana. Por otra parte, había visto que en todas las ciu-
dades se había salvado alguien, y lo mismo debía de haber ocurrido entre los millones de
Manhattan. Pero no se molestó en tocar la bocina. Un individuo aislado no le interesaba.
Siguió cruzando calles sin advertir ningún signo de vida. Las nubes se habían dispersa-
do, y el sol brillaba en el cenit, pero parecía como si fuesen las tres de la madrugada. En
otro tiempo, aun a esa hora hubiera encontrado a alguien: un policía que hacía su ronda o
algún taxi nocturno. Pasó ante un desierto campo de deportes.
Había en las calles algunos coches estacionados. Recordó que su padre le había mos-
trado Wall Street en la quietud de una mañana de domingo. El silencio era ahora aún más
abrumador.
Cerca del estadio Lewisohn, dos perros flacos olfateaban la puerta de un garaje. Más
allá, dos palomas alzaron vuelo. Eso fue todo.
Siguió adelante, pasó ante el edificio de ladrillos rojos de la Universidad de Columbia y
se detuvo frente a la alta catedral. No había sido terminada y así seguiría hasta el fin de
los días. Bajó del coche, empujó la puerta y entró. Horrorizado, pensó un instante que en
la nave principal encontraría los cadáveres de miles de fieles, que seguramente se habían
reunido allí para pasar en oración sus últimas horas. Pero sus temores eran infundados.
Se paseó por las naves laterales y entró en las capillas del ábside donde ingleses, france -
ses, italianos y otros habitantes de aquella ciudad políglota y bullente venían a visitar a
sus santos. El sol atravesaba los vitrales. El recuerdo que guardaba de una lejana visita
anterior era bastante fiel. Sintió deseos de arrodillarse ante un altar. No hay ateos en los
cráteres de los obuses, recordó. Y ahora el mundo entero era un inmenso cráter. Pero lo
que había ocurrido no parecía demostrar que a Dios le interesara mucho la humanidad, o
sus individuos.
Bajó por la nave principal, se detuvo en la puerta, y contempló el hermoso interior. Sin -
tió que se le cerraba la garganta. Este era, pues, el fin de las luchas y aspiraciones del
hombre... Salió a la calle desierta y se metió otra vez en el coche.
En la avenida de la catedral dobló hacia el este y desdeñando las señales de tránsito
entró en el Central Park y tomó el East Drive. En aquel día de verano las gentes habrían
ido quizás al parque como en otros tiempos. Pero no vio a nadie. Recordó las ardillas. Los
perros y gatos hambrientos habían acabado con ellas. Un bisonte pacía en un claro del
parque; mas allá se veía un caballo. Ish pasó ante el museo Metropolitano y el obelisco de
Cleopatra, ahora doblemente huérfano. Llegó a la estación de Sherman, tomó la Quinta
Avenida y recordó el estribillo de un salmo: «¿De qué te sirven ahora tus victorias?».
Isla en el interior de otra isla, el rectángulo verde del parque no morirá. Su suelo descu-
bierto recibe los beneficios de las lluvias y el sol. El primer año crece la hierba; las semi-
llas caen de árboles y matorrales, y los pájaros traen otras. Dos o tres años más y brota -
rán árboles nuevos. Veinte años más y el parque se habrá transformado en monte salvaje,
donde cada árbol trata de crecer por encima de sus compañeros, para alcanzar la luz. Las
vigorosas especies indígenas, los fresnos y arces, han ahogado las delicadas plantas exó-
ticas cuidadas por el hombre. El camino de herradura se ha borrado; una
espesa alfombra de hojas muertas cubre los senderos. Cien años más y el monte será un
bosque espeso donde no habrá otra huella humana que el arco de piedra que cruza el
arroyo. Los gamos corren entre los árboles, el gato salvaje salta sobre el conejo, y las ca -
bezas de las percas asoman en el lago.
En los altos escaparates de las casas de modas, los maniquíes posaban aún con sus
alegres vestidos y sus joyas brillantes. Ish miraba el desierto de la Quinta Avenida, silen-
ciosa como una calle aldeana una mañana de domingo. Alguien había roto el escaparate
de una joyería. Espero que el hombre haya encontrado sabrosos los diamantes, pobre
diablo, pensó Ish. Aunque quizá se había sentido atraído por la belleza de las piedras,
como el niño que recoge guijarros en la playa. Quizá los zafiros y rubíes lo habían ayuda-
do a morir.
Sin embargo, en la Quinta Avenida reinaba en general el orden. Ish pensó que la muer-
te había sido misericordiosa, y la Quinta Avenida era un hermoso cadáver.
En Rockefeller Center, asustadas por el ruido del motor, alzaron vuelo algunas palo-
mas. A la altura de la calle 42 se detuvo en mitad de la avenida y bajó dejando a Princesa
en el auto.
La acera de la calle 42 parecía ridículamente ancha. Entró en la estación Grand Central
y se detuvo a contemplar la inmensidad de la sala de espera.
-¡Oooh! -gritó y con una alegría infantil escuchó el eco que bajaba de la alta bóveda y
llenaba la sala desierta.
De vuelta en la calle, una puerta giratoria atrajo su atención. La empujó distraídamente,
y se encontró en el amplio vestíbulo de un hotel con butacas y sofás adosados a los mu -
ros.
Durante un instante tuvo la idea de acercarse al escritorio y entablar una imaginaria
conversación con el empleado. Había telegrafiado desde... bueno, Kansas City sería un
buen lugar... para reservar una habitación. Sí, y su reserva había sido confirmada. ¿Qué
eran ahora esas excusas? Pero estas fantasías se desvanecieron rápidamente. Tantos
cuartos vacíos, y el empleado quién sabe dónde. La broma, decididamente, no era muy
divertida.
En ese momento, advirtió algo. Sobre butacas, sillones, ceniceros y el piso de baldosas
había una capa de polvo gris.
Poco experto en tareas domésticas, no se había fijado antes en el polvo. O quizás ha-
bía más polvo allí que en otras partes. De un modo o de otro, el polvo sería desde enton -
ces parte de su vida.
Volvió al coche, lo puso en marcha, cruzó la calle 42 y continuó hacia el sur. En los es -
calones de la Biblioteca se había tendido un gato gris, con las patas estiradas, como imi -
tando los leones de piedra.
Más allá entró en Broadway y no se detuvo hasta llegar a Wall Street. Bajó con Prince-
sa, y la perra se interesó en un rastro que corría a lo largo de la acera. ¡Wall Street! Se
paseó por la calle desierta. Mirando con atención, descubrió que aquí y allí brotaban unas
hierbas entre las grietas del arroyo. Recordó que según la tradición familiar, uno de sus
antepasados, un colono holandés, había tenido una granja en aquellos parajes. Su padre
solía decir en los tiempos difíciles: «Lástima que no nos quedamos en la isla de Manha -
ttan». Ahora, Ish podía recuperar los dominios ancestrales. Nadie se los disputaría. Aquel
desierto de cemento armado, acero y asfalto no era muy atractivo. Cambiaría con gusto la
granja de Wall Street por diez acres en el valle de Napa, o aun un rinconcito en Central
Park.
Regresó al coche, y recorrió los pocos kilómetros que lo separaban de la Battery. Allá
abajo golpeaba el océano cerrándole el camino.
Quizá en Europa, América del Sur, algunas islas, había grupos de sobrevivientes. Pero
él no podía saberlo. En aquella misma costa, hacía trescientos años, había desembarcado
su antepasado holandés. Y bien, ahora él cerraba el círculo.
La estatua de la Libertad se alzaba hacia el cielo. Libertad, pensó irónicamente Ish. Me
sobra ahora. La dama de la antorcha no había exigido tanto.
Un gran trasatlántico había encallado en la playa, cerca de la isla del Gobernador, em-
pujado sin duda por la marea. Ahora que las aguas se habían retirado, era una masa
enorme curiosamente inclinada. Había dejado Europa, con el germen de la enfermedad
misteriosa en los flancos, y cargado de pasajeros y tripulantes muertos o moribundos ha-
bía intentado desesperadamente llegar a puerto, un puerto que no enviaba señales. Nin-
gún remolcador había salido a su encuentro. Quizá no había habido bastantes marineros
para echar el ancla, y el capitán, agonizante, con los ojos nublados, había dirigido el barco
hacia los bancos de arena. El trasatlántico seguiría allí un tiempo. Las olas cubrirían de
limo el casco, y un siglo más tarde, casi invisible, sería una islita coronada de árboles.
Ish dio media vuelta, cruzó la orilla sur, recibió en pleno rostro el hedor que venía del
hospital Bellevue, encontró el mismo aire pestilente en los alrededores de la estación
Pennsylvania y al fin tomó la Undécima Avenida, hacia el norte. En la Riverside advirtió
que el sol se ponía detrás de las chimeneas apagadas de Jersey. Se preguntaba dónde
pasaría la noche, cuando oyó una voz que llamaba:
-¡Eh, aquí!
Princesa estalló en furiosos ladridos. Ish frenó y miró hacia atrás Un hombre salía de
un edificio. Ish descendió yendo a su encuentro. Princesa se quedó adentro, ladrando.
El hombre avanzaba con la mano extendida. Era una figura convencional, de la cabeza
a los pies. Bien afeitado, con traje de verano y la chaqueta puesta. Ni joven ni viejo, de
vientre un poco abultado. Sonreía amablemente. Ish casi esperaba oír la fórmula ritual del
comerciante: «¿Qué desea, señor?».
-Me llamo Abrams -respondió el hombre-. Milt Abrams.
Ish acertó apenas a mascullar su propio nombre. Casi lo había olvidado. Hechas las
presentaciones, Milt Abrams lo hizo entrar en la casa y lo llevó a unas agradables habita -
ciones del segundo piso. Una rubia de unos cuarenta años, bien vestida, casi elegante,
estaba sentada junto a una mesa de cóctel, con una coctelera al alcance de la mano.
-Le presento a la señora... -empezó a decir Abrams, e Ish comprendió en seguida el
porqué del titubeo. La catástrofe debería haber dejado con vida a muy pocas parejas, y
desde entonces no había habido oportunidad para ceremonias matrimoniales. Milt Abrams
tenía bastantes prejuicios como para que eso lo turbara.
La mujer dedicó a Ish una sonrisa que desconcertó aún más a Milt.
-Llámeme Ann -dijo-. ¿Quiere tomar algo? ¡Martinis calientes, no puedo ofrecerle otra
cosa! ¡Ni pizca de hielo en toda Nueva York!
A su modo, la mujer era tan típicamente neoyorquina como Milt.
-Se lo repito continuamente -dijo Milt-: No bebas eso. El martini caliente es un veneno...
-Pasar todo el verano en Nueva York sin una pizca de hielo... -se quejó Ann.
Parecía no obstante que a pesar de su desagrado había consumido ya varios martinis
calientes.
-Le ofreceré algo mejor -declaró Milt. Abrió un armario y exhibió un estante con botellas
de amontillado, coñac Napoleón, y selectos licores-. Estos no necesitan hielo -comentó.
Milt era, evidentemente, un buen catador. A la hora de la cena abrió una botella de
Chateau-Margaux.
El Chateau-Margaux exigía algo más que carne en conserva. Pero el vino corría liberal-
mente, e Ish se hundió en una ligera y feliz embriaguez. Ann parecía a aquellas horas
bastante mareada.
La velada pasó agradablemente. Los tres jugaron al bridge, a la luz de unas velas. Be -
bieron licores. Escucharon discos en un fonógrafo portátil que no necesitaba de energía
eléctrica. Cambiaron las frases comunes de tres personas reunidas en una mesa de jue-
go:
-Ese disco chirría.
-No he hecho aún una baza...
-Tomaría otra copa...
La comedia estaba bien interpretada. Nadie insinuaba que detrás de los vidrios no hu-
biese un mundo; se jugaba a las cartas a la luz de las velas porque era más divertido; no
había recuerdos ni alusiones inconvenientes. Ish comprendió que así era mejor. La gente
normal, y Milt y Ann eran ciertamente normales, no se interesaba mucho en el lejano pa-
sado o el lejano futuro. Vivía sobre todo en el presente.
Pero algunas observaciones fortuitas en las pausas del juego informaron suficiente-
mente a Ish. Milt había sido propietario de una pequeña joyería. Ann había estado casada
con un tal Harry, y había tenido bastante dinero como para veranear a orillas del Maine.
Sólo había trabajado una vez: vendiendo perfumes en una tienda de lujo, en Navidad.
Ahora compartían una morada que en otro tiempo hubiera sido demasiado suntuosa para
los recursos de Milt. La electricidad había faltado bruscamente, pues las dinamos de Nue-
va York eran de vapor, pero el servicio de agua corriente seguía funcionando y no había
problemas sanitarios.
La pareja vivía en Riverside como unos náufragos en una isla desierta. Pacíficos habi-
tantes de Nueva York, no habían tenido nunca un auto y no sabían conducir. Un automóvil
era para ellos un enigma. Con la desaparición de los transportes públicos sólo podían
contar con sus propias piernas, y no habían sido nunca aficionados a las largas camina-
tas. El límite este era para ellos Broadway, con tiendas donde abundaban los comestibles
y los vinos finos. Al oeste corría el río. Un radio de cinco kilómetros bastaba para sus pa-
seos. Ése era todo su mundo.
En ese estrecho dominio no había, creían, otros seres vivos. Del resto de la ciudad sa -
bían tanto como Ish. La orilla izquierda estaba tan lejos como Filadelfia. Brooklyn era una
región tan fabulosa como Arabia.
De cuando en cuando escuchaban unos autos que cruzaban la avenida, y alguna vez
veían alguno. Pero no se acercaban. La soledad y el desamparo los inclinaban a la des-
confianza, y temían a los posibles malhechores.
-Pero al fin la soledad empezaba a pesarme -explicó Milt, no sin cierta turbación-. Y us-
ted no corría. Vi que iba solo, me pareció simpático, y además la matrícula de su coche
decía que no era de Nueva York.
Ish abrió la boca para ofrecerle el revólver, y se contuvo. Las armas de fuego podían
resolver dificultades, pero también crearlas. Milt, probablemente, no había disparado un
arma en su vida. En cuanto a Ann, era una de esas mujeres nerviosas que con un revól-
ver en la mano pueden ser tan peligrosas para los amigos como para los enemigos.
Sin cine, ni radio, ni el espectáculo de una ciudad animada, Milt y Ann no parecían sin
embargo muy aburridos. Jugaban interminablemente a las cartas por sumas astronómi-
cas, y Ann debía ahora a Milt varios millones de dólares. Ponían discos durante horas,
jazz, folklore, música de baile, en el ronco fonógrafo. Leían innumerables novelas policia-
les que sacaban de las bibliotecas circulantes de Broadway y que dejaban en cualquier lu -
gar de la casa. Y, advirtió Ish, se atraían físicamente.
Pero, aunque no se aburrían, tampoco sentían el placer de vivir. Era una existencia sin
sentido. Iban de un lado a otro como estupidizados. Habían perdido toda esperanza. Nue-
va York, su mundo, había muerto, y no lo verían vivo otra vez. No mostraron ningún inte -
rés cuando Ish quiso hablarles del resto del país. Si Roma perece, perece el mundo.
A la mañana siguiente, Ann se desayunó con otro martini y lamentó nuevamente la falta
de hielo. Ella y Milt le pidieron a Ish que no se fuera en seguida; hasta le suplicaron que
se quedara para siempre. En algún lugar de Nueva York encontraría sin duda una mucha -
cha que los acompañaría a jugar al bridge. Ish no había encontrado desde la catástrofe
gentes más simpáticas. Sin embargo, no tenía ningún deseo de compartir su destino... ni
siquiera con una compañera para jugar al bridge y otras cosas. No. Había decidido volver
al Oeste.
Pero cuando se puso en marcha, y la pareja lo despidió desde la puerta, sintió deseos
de quedarse un tiempo. Milt y Ann le inspiraban a la vez simpatía y piedad. No quería pen-
sar qué sería de ellos cuando llegara el invierno y la nieve cubriera las hondonadas, entre
los edificios, y el viento del norte aullara en el desfiladero de Broadway. No habría calefac-
ción central el próximo invierno en Nueva York. Pero habría en cambio muchísimo hielo, y
Ann podría enfriar sus martinis.
Ish dudaba que la pareja soportase los rigores invernales, aunque transformara los
muebles en leña. Estaban a merced de cualquier accidente, o de una pulmonía. Eran
como los perros de aguas o los pequineses que en otro tiempo habían ambulado por las
calles, pero al extremo de una cadena. Los ciudadanos Milt y Ann no sobrevivirían a la
ciudad. Pagarían el precio que la naturaleza exige siempre a los organismos demasiado
especializados. Milt y Ann -el joyero y la vendedora de perfumes- eran incapaces de adap-
tarse a nuevas condiciones de existencia. En cambio, aquellos negros de Arkansas ha-
bían redescubierto casi sin esfuerzo la vida primitiva.
La avenida describía una curva, e Ish sintió que aunque volviera la cabeza ya no los
vería. Se le humedecieron los ojos. Adiós, Milt y Ann.
El regreso al Oeste -al hogar, pensaba Ish- fue un verdadero viaje de placer. Un hom -
bre y su perro en auto. Los días se deslizaron sin incidentes notables.
En los campos de Pennsylvania el trigo era castaño dorado, y las espigas le llegaban a
Ish al hombro. Cuando vio la barrera de peaje apretó con todas sus fuerzas el acelerador
y corrió por las curvas a ciento veinte y ciento treinta kilómetros por hora, ebrio de veloci -
dad, sin pensar en el peligro. Entró así en Ohio.
En las ciudades y pueblos ya no había gas, pero Ish había encontrado un calentador de
querosén de dos picos. Los días de buen tiempo acampaba en los bosques y encendía
una hoguera. Las conservas eran aún su principal alimento, aunque en los campos cose-
chaba espigas de maíz y, cuando podía, legumbres y frutas.
Le hubiese gustado comer unos huevos, pero las gallinas habían desaparecido comple-
tamente, y lo mismo los patos. Comadrejas, gatos y ratas habían exterminado sin duda a
aquellas volátiles, que no podían vivir sin protección. Una vez, sin embargo, Ish oyó la
ronca llamada de una pintada, y en dos ocasiones vio unas ocas que nadaban en las ace -
quias. Mató una, pero descubrió que era un animal demasiado viejo y duro para una mar-
mita de campamento. Los pavos no faltaban en los bosques, y de cuando en cuando ca-
zaba alguno. Con un perro de caza hubiese podido conseguir, quizás, algunas perdices y
faisanes. Princesa se lanzaba a menudo tras el rastro de innumerables conejos, pero nun-
ca traía ninguno. Ish terminó por preguntarse si esos conejos, siempre invisibles, no se -
rían imaginarios.
En los campos abundaba el ganado, pero las labores de carnicero le desagradaban y el
tiempo caluroso no invitaba además a comer carne. De vez en cuando se veían unas ove -
jas. Cuando el camino cruzaba algún terreno pantanoso, debía cuidarse de los cerdos ten-
didos a la sombra en el fresco cemento. Algunos perros famélicos erraban aún por las ciu -
dades. No se veían muchos gatos pero de noche estallaban a veces coros de maullidos;
habían vuelto a sus hábitos nocturnos.
Evitando las grandes ciudades, Ish corría hacia el oeste -Indiana, Illinois, Iowa- y atra-
vesaba campos de trigo, y pueblos soleados y desiertos de día, y oscuros y desiertos de
noche. La naturaleza salvaje seguía apoderándose del mundo: aquí, entre las hierbas de
una acera asomaba un retoño de álamo; allí, un hilo telefónico cruzaba el camino; más
allá, unas huellas de barro revelaban que un coatí había abrevado en la fuente de una
plaza, al pie de una estatua a un soldado de la guerra civil.
Encontró otros seres humanos, en parejas o tríos. Las moléculas aisladas se reagrupa-
ban. En general todos se aferraban al lugar donde habían vivido antes del desastre. Nadie
manifestó deseos de seguirlo; a veces lo invitaban a quedarse. El ofrecimiento no tentaba
a Ish. Aquellas pobres gentes arrastraban una vida corporal, pero le parecían a Ish men-
talmente muertas. Había estudiado bastante antropología como para saber que había ha-
bido anteriormente otros casos. Un individuo no suele sobrevivir al cuadro de su existen-
cia. Privado de familia, amigos, oficios religiosos, placeres, hábitos, e incluso esperanza,
no es más que un cadáver animado.
La catástrofe no había concluido. Un día Ish encontró a una mujer loca. Sus ropas re -
velaban que había sido rica, pero ahora no era capaz de atender a sus necesidades, y el
primer invierno acabaría con ella. Muchos sobrevivientes decían que los suicidas habían
sido numerosos.
Pero las emociones y la soledad no habían trastornado de ningún modo a Ish. Se sor-
prendía a veces. Lo atribuía a su curiosidad, su carácter, la lista de cualidades que había
redactado un día y que debían ayudarlo en esta nueva vida.
A veces, sentado en el auto, o ante el fuego, se sentía asaltado por imágenes eróticas.
Pensaba en Ann, la neoyorquina, con su belleza rubia, fresca y limpia. Pero Ann era una
excepción. En general las mujeres iban desarregladas y sucias, y sólo dejaban su apatía
para reír histéricamente. Sin duda, muchas eran asequibles, pero no le inspiraban ningún
deseo. Quizá su actitud era un efecto de la catástrofe. Pero no se preocupaba, con el
tiempo todo volvería a la normalidad.
En las ardientes llanuras de Nebraska, el trigo seguía en pie. El oro de la espiga estaba
oscureciéndose, y los granos empezaban a caer. El año siguiente habría una cosecha es-
pontánea; pero aparecerían también hierbas y malezas que ahogarían el trigo con un es-
peso manto.
El parque de Estes ofrecía agradables refugios de sombra, después del calor de las lla -
nuras. Ish se quedó allí una semana. Las truchas no habían visto un anzuelo en todo el
verano y la pesca era excelente.
Luego vinieron las altas montañas, a las que sucedieron el desierto y las tierras de arte-
misa. Apretando el acelerador, Ish tomaba rápidamente las curvas de la carretera 40, ha-
cia el paso de Donner.
Cruzó el paso y vio que unas espesas cortinas de humo cubrían los campos. ¿En qué
mes estamos?, se preguntó. ¿Agosto? Quizá principios de setiembre. La época de incen-
dios en los bosques. Y no había nadie para combatir el fuego.
Al acercarse al paso de Yuba se encontró bruscamente con el siniestro. Las llamas se
alzaban a ambos lados de la ruta. Decidió ir adelante. La carretera era ancha y se podía
pasar sin peligro. Pero luego de una curva descubrió que un tronco envuelto en llamas
bloqueaba la carretera. El terror que había vivido una mañana en el desierto -parecía que
habían transcurrido años- cayó otra vez sobre él. Se sintió desesperadamente solo, inca-
paz de afrontar una emergencia, recobrarse de un accidente.
Había una única solución: retroceder. Dio marcha atrás bruscamente y se le bloqueó el
motor. Al cabo de un rato consiguió ponerse otra vez en marcha, y huyó del fuego.
Ya fuera de peligro, recobró la calma. Decidió probar la carretera 20. Los incendios no
la habían perdonado, pero estaban casi extinguidos. Avanzó lentamente, evitando los ár-
boles caídos. Pero cuando llegó a una cima se estremeció al ver detrás de él la extensión
del fuego. Había tenido suerte.
Había planeado pasar la noche entre los árboles de la montaña, pero pensando que el
fuego podía rodearlo, siguió camino y acampó en la plaza de un pueblo, al pie de unas lo -
mas. No había ni una farola encendida. Se sintió decepcionado, pues esperaba encontrar
luces en California. Los incendios habían destruido sin duda las líneas eléctricas, por lo
menos en aquella región.
Acostado en el suelo, incómodo, sintiendo el acre olor del humo en la nariz, intentó
conciliar el sueño; pero tenía la impresión de haber caído en una trampa. Aunque todos
los incendios se hubieran extinguido, los árboles quemados y los desprendimientos de las
laderas vecinas debían de haber obstruido el camino de la sierra.
A la mañana, como de costumbre, se sintió más animado. California, si no podía salir,
era por lo menos una prisión espaciosa y cómoda, y si era imposible cruzar la sierra, po-
día tomar la carretera del desierto.
Se preparaba para partir, cuando Princesa, con su acostumbrado espíritu de contradic-
ción, se puso a ladrar y desapareció tras un rastro. Irritado, Ish se resignó a esperarla, y
como la perra tardaba en reaparecer, alteró sus planes y pasó la mayor parte del día ten-
dido a la sombra de los árboles, semidesnudo. Reanudó su viaje en las últimas horas de
la tarde.
Llegó a la cima de la montaña al anochecer. La bahía se abría en abanico ante sus
ojos, con su corona de ciudades. Sonrió al advertir que en las calles había aún muchas lu -
ces encendidas. Había olvidado el espectáculo. Las centrales de vapor se habían deteni -
do casi inmediatamente, y las pequeñas fábricas hidroeléctricas no habían funcionado
mucho tiempo. Sintió un curioso orgullo: aquellas luces eran quizá las últimas.
Durante un instante se preguntó si no habría sido víctima de una alucinación y se en-
contraba ahora en una ciudad donde todo funcionaba normalmente.
La larga carretera desierta lo devolvió a la realidad. Las manchas negras indicaban que
la electricidad faltaba en algunos barrios. Las luces del puente de la Golden Gate se ha -
bían apagado también. O quizá las ocultaba la niebla que subía de la bahía.
Entró en la avenida San Lupo. Nada parecía haber cambiado. Siempre habrá una ave-
nida San Lupo, pensó, y recordó a los otros sobrevivientes. Él también había decidido re -
fugiarse en un sitio familiar, y regresaba con la fidelidad de una paloma.
Abrió la puerta y encendió la luz. Todo estaba como antes. No esperaba otra cosa, y
sin embargo... Sintió una sorda melancolía.
Las amarillentas hojas secas, pensó. Era una línea que había oído en un teatro, no re -
cordaba en qué obra. En otro tiempo, en el pasado...
Princesa se lanzó hacia la cocina, resbaló en el linóleo, lanzó un cómico chillido, y se
enderezó. Ish la siguió, agradeciéndole la interrupción. La perra olfateaba el zócalo, pero
no era posible descubrir qué le interesaba tanto.
Bueno, pensó Ish volviendo a la sala, parece que me he insensibilizado, pero al menos
no hay espectadores y no tengo que fingir. Todo esto es consecuencia, sin duda, de tan -
tas pruebas.
La nota que había dejado sobre el escritorio seguía allí, intacta. La tomó, arrugándola,
la arrojó a la chimenea, y encendió un fósforo. Titubeó un momento. Al fin acercó la llami -
ta al papel y observó cómo ardía. Otro episodio terminado.
Esa generación no conocerá padres, esposas, hijos o amigos. Será como en épocas
fabulosas, cuando los dioses, para poblar la tierra, recurrían a las piedras o los dientes del
dragón, y eran todos extraños, de rostro extraño, y nadie conocía el rostro de sus seme-
jantes.
En aquellos días, cuando el aire mismo transmitía la muerte, y la civilización vivía sus
últimos instantes, los hombres encargados del suministro del agua se miraron y dijeron:
«Podemos enfermar y morir, pero la gente seguirá necesitando agua». Recordaron enton-
ces los planes que se habían trazado en otra época, cuando se vivía con el temor de los
bombardeos. Abrieron válvulas y canales. El agua que bajaba de las montañas serpenteó
en los largos sifones, entró en las tuberías subterráneas, y al fin en los depósitos, presta a
salir por todos los grifos. «Ahora -dijeron los hombres-, podemos desaparecer, pues el
agua correrá hasta que el óxido roa las tuberías, y eso no ocurrirá en vida de nuestros hi-
jos.» Luego murieron. Pero como hombres de honor, que cumplieron hasta el fin su tarea.
El agua seguía, pues, brindando sus beneficios, y nadie sufría sed. Corría aún en abun -
dancia cuando los últimos sobrevivientes erraban tristemente por las calles.
Al principio, Ish temía morirse de aburrimiento, Pero pronto encontró en qué ocuparse.
La fiebre de actividad que había mostrado en el viaje al Este había desaparecido. Dormía
mucho. Se pasaba largas horas sentado, con los ojos abiertos, sumido en una profunda
apatía. Pero cuando salía de estos estados, sentía miedo, y se lanzaba a la acción con re -
novado ardor.
Por fortuna, el cuidado de la vida material, aunque poco complicado, le absorbía gran
parte del tiempo.
Comía en la casa, y pronto comprendió que si dejaba amontonar los platos las hormi -
gas le aumentaban el trabajo. Por la misma razón llevaba lejos los desperdicios. Alimenta-
ba a Princesa, y cuando la perra olía mal, la bañaba.
Un día, para sacudir la modorra, fue a la biblioteca pública, hizo saltar la cerradura de
un martillazo, después de ambular un poco salió, sonriendo, con Robinsón Crusoe y Los
Robinsones suizos bajo el brazo.
Pero estos libros no le interesaron mucho. Las preocupaciones religiosas de Crusoe le
parecieron aburridas y tontas. En cuanto a la familia suiza -ya había tenido esa impresión
en la infancia-, el barco náufrago era una especie de saco sin fondo que servia todas las
necesidades. A falta de radio, tenía el fonógrafo y los discos de sus padres.
Al cabo de un tiempo encontró en una tienda de música un aparato mejor. Era pesado,
pero logró subirlo al coche y lo instaló en el vestíbulo de su casa. Se llevó también gran
cantidad de discos. Se regaló además un hermoso acordeón. Con ayuda de un manual,
logró sacar algunos sonidos patéticos que Princesa saludaba con terribles aullidos. Reu-
nió también algunos materiales de pintura, aunque nunca los utilizó.
Pero le interesaba, sobre todo, observar lo que ocurría en un mundo liberado del yugo
del hombre. Recorría en auto la ciudad y el campo vecino. A veces, se paseaba por las lo -
mas con sus prismáticos de larga distancia. Princesa lo abandonaba de pronto para lan-
zarse en persecución de su eterno conejo invisible.
Un día salió a buscar al anciano que amontonaba tantos objetos heteróclitos. No sin
trabajo, encontró la casa: un desordenado nido de ratas. Pero el viejo no estaba allí, y
nada indicaba que viviera aún. Ish, descorazonado por tantas decepcionantes tentativas,
no buscó otros compañeros.
El aspecto de las calles cambiaba lentamente. La sequía de verano seguía aún, pero
los vientos traían polvo, hojas muertas, detritus y los amontonaba aquí y allá. No había en
la ciudad muchos animales, perros, gatos o ratas. En algunos barrios, sin embargo, sobre
todo en los muelles, pululaban los perros, pero pertenecían todos a la misma raza: terriers
o mestizos de terrier, pequeños y activos. Habían abandonado ya sus viejos hábitos e ini -
ciado una nueva vida. Siguiendo quizás el ejemplo de las ratas, asaltaban y asolaban las
tiendas. Las ratas roían las cajas de cartón, y luego entraban los perros y se comían las
galletas. Pero se alimentaban también de ratas. Así se explicaba su número en las zonas
donde siempre habían abundado los roedores, aun antes de la catástrofe. Los perros ha-
bían perseguido o matado a los gatos, y a costa sin duda de algunos arañazos habían lo-
grado satisfacer su hambre.
Esos perros divertían a Ish. Se paseaban con la despreocupación tradicional de los te-
rriers, y hasta con un aire fanfarrón. Aunque sucios y flacos, parecían vigorosos y seguros
de sí mismos, como si pensaran haber solucionado el problema de la comida. Eran sin
duda los ejemplares más independientes de la especie, los que nunca se habían preocu -
pado mucho de los hombres. Ish no les interesaba y se mantenían a distancia sin buscarlo
ni rehuirlo. Un día Princesa se peleó a dentelladas con una perra, y desde entonces, en
aquellos barrios, Ish la tenía siempre atada o la encerraba en el coche.
En los parques y los lugares arbolados de los alrededores, veía a veces algún gato,
casi siempre subido a una rama, quizá para cazar pájaros o porque temía a los perros.
En el curso de sus paseos por las lomas, Ish nunca había encontrado un perro, pero un
día lo sorprendió una algarabía de chillidos y ladridos. Se subió a una altura y vio, en un
viejo campo de golf, unos ocho o diez perros que perseguían a media docena de vacas.
Se llevó los prismáticos a los ojos y notó que los perros, aunque de razas distintas, eran
todos de alta estatura. La jauría estaba formada por un danés, un ovejero escocés, un
dálmata y varios mestizos, todos de patas largas y robustos. Se habían unido indudable -
mente para la caza y no parecía aquél su primer ataque. Trataban de aislar un ternero.
Pero las vacas contraatacaban vigorosamente, con cornadas y coces. Al fin alcanzaron a
refugiarse entre unos espesos matorrales, a orillas del campo de golf, y los asaltantes se
batieron en retirada.
El espectáculo había terminado. Ish llamó a Princesa y se dirigió hacia el auto, que ha -
bía dejado a algo más de un kilómetro. De pronto, los ladridos de la jauría estallaron de
nuevo. Se acercaban cada vez más e Ish comprendió que le seguían la pista.
Sintió pánico. Echó a correr. Pero eso era incitarlos. Se tranquilizó, y recogió algunas
piedras y una rama caída que podría servirle como lanza. Luego siguió caminando hacia
el coche. Los ladridos se oían más cerca. De pronto los perros callaron e Ish comprendió
que lo habían visto. Esperaba que un resto de miedo ancestral les impidiese atacar a un
hombre, pero se preguntó de pronto qué le habría ocurrido al viejo y a los otros que había
encontrado en aquellos parajes. Y he aquí que uno de los perros, un horroroso mestizo
negro, saltó a la carretera, ante él. Se detuvo a unos cincuenta metros, se sentó sobre los
cuartos traseros y lo miró. Ish levantó el brazo como si fuese a tirarle una piedra. El perro
dio un salto, se lanzó hacia el borde de la carretera y desapareció entre unos matorrales.
La maleza se movía como si los perros estuviesen preparándose para saltar sobre él.
Princesa, como siempre, mostraba una exasperante indecisión. Con la cola entre las pa -
tas se apretaba contra su amo, o de pronto corría a derecha e izquierda y ladraba como
desafiando al mundo entero.
El auto estaba a la vista. Ish se acercó con un paso regular, sin malgastar sus piedras,
y echando de cuando en cuando una ojeada por encima del hombro. Princesa le avisaría,
en caso de ataque por la espalda. De pronto el danés se lanzó por una brecha, entre los
matorrales. Era un perro magnífico, pesado como un hombre. Aullando, Princesa se preci-
pitó hacia él en un reto suicida. El danés le salió al encuentro y a la vez el ovejero escocés
apareció a la derecha. Pero Princesa se escabulló con la agilidad de una liebre. Los dos
perrazos chocaron uno contra otro, y rodaron por el suelo, gruñendo. Princesa regresó a
frotarse contra las piernas de Ish. Apareció entonces el dálmata. Cruzó la carretera y se
detuvo, mostrando una lengua roja. Ish no se apresuró ni aminoró la marcha. El recién ve -
nido era de aspecto menos feroz que sus compañeros, e Ish estaba decidido a hacerle
frente. Un hermoso collar con una placa de metal le rodeaba aún el cuello pelado. No sin
inquietud, Ish advirtió que a pesar de su flacura y sus salientes costillas, el animal no ha -
bía perdido su vigor. Evidentemente, a los perros no les faltaba comida: conejos, terneros,
o cualquier carroña. Esperaba que no se devoraran aún entre ellos, y que ignorasen el
gusto del hombre.
Cuando llegó a unos seis metros del dálmata, Ish, sin detenerse, alzó el brazo en un
ademán de amenaza. El perro metió la cola entre las patas y huyó. El auto estaba muy
cerca e Ish suspiró, aliviado.
Abrió la portezuela, hizo subir a Princesa y, reprimiendo una última ola de pánico, la si-
guió con dignidad. Cerró la portezuela y se sintió fuera de peligro. La mano se le crispó
sobre el mango del martillo que yacía a sus pies.
El hermoso danés se había echado al borde de la carretera. Los otros habían desapa-
recido. Ahora, a salvo, Ish examinó la situación más imparcialmente, Los perros no le ha -
bían hecho ningún mal; ni siquiera lo habían amenazado. Se le habían aparecido como
fieras sedientas de sangre, pero ahora le inspiraban piedad. Quizá los había atraído el re -
cuerdo nostálgico de suculentas comidas, la leña que crepitaba en la chimenea, las cari-
cias y palabras cariñosas. Y se puso en marcha deseando sinceramente que trituraran un
conejo, o tumbaran algún ternero.
A la mañana siguiente, el drama se transformó en comedia. Princesa, evidentemente,
requería un compañero. Como Ish no quería cachorros, la encerró en el sótano.
Pero, a pesar de todo, ignoraba las verdaderas intenciones de la jauría. Perecer entre
los dientes de los perros le parecía la menos envidiable de las suertes. Desde entonces
no se aventuró otra vez en las montañas sin un revólver en el cinturón o una carabina.
Dos días después, una invasión de hormigas le hizo olvidar el peligro de los perros. Ya
había tenido algunas dificultades con aquellos bichos; pero ahora aparecían por todos la-
dos e invadían la casa. La lucha no era nueva. Ish recordaba el grito consternado de su
madre cuando una columna negra atravesaba la cocina, la irritación de su padre, las dis-
cusiones sobre cómo destruirlas. Las hormigas venían ahora con ejércitos cien veces más
poderosos, y sin encontrarse con molestas amas de casa dispuestas siempre a combatir-
las y aun llevar la guerra a los mismos nidos. En algunos meses se habían multiplicado in -
creíblemente. La comida, sin duda, no les faltaba.
Salían de todas partes. Ish deploraba que los límites de sus conocimientos entomológi-
cos no le permitieran desvelar el misterio de este crecimiento. A pesar de sus búsquedas,
nunca supo si las hormigas tenían en alguna parte su metrópoli, o si se multiplicaban un
poco en todas partes.
Nada escapaba a sus exploraciones. Ish se convirtió muy pronto en una furibunda y es-
crupulosa ama de casa, pues la más minúscula partícula de comida o aun una mosca
muerta atraía inmediatamente una columna de tres centímetros de ancho. Se paseaban
como pulgas por el pelaje de Princesa, pero no la picaban. Las descubrió en sus propias
ropas. Una madrugada despertó con una horrible pesadilla y descubrió un cortejo de hor-
migas que le cruzaba la cara. No pudo saber qué las había atraído.
Pero la casa era sólo una tierra extranjera, abierta a sus incursiones. Las fortalezas de
los hormigueros se alzaban afuera, en todas partes. Si Ish daba vuelta un terrón, miles de
hormigas surgían de galerías subterráneas. Era posible que acabasen con todos los otros
insectos, al quitarles los medios de subsistencia. Trajo de una droguería formol y DDT y
convirtió la casa en una isla fortificada. Las invasoras no se arredraron. Muchas morían
sin duda en el campo de batalla, pero algunos millones más o menos no era una gran di-
ferencia. Intentó calcular cuántas hormigas habría en el barrio y llegó a unas increíbles ci -
fras astronómicas. ¿No tenían enemigos naturales? ¿Seguirían multiplicándose? Desapa-
recido el hombre, ¿heredarían la tierra?
No. Al fin y al cabo eran las mismas atareadas hormiguitas que habían puesto a prueba
a las pacientes amas de casa californianas. Hizo algunas investigaciones y descubrió que
la plaga no se extendía mucho más allá de los límites ciudadanos. Como los perros, los
gatos, las ratas, estas hormigas eran también animales domésticos, que dependían del
hombre. Este pensamiento lo animó. Si sólo le hubiera preocupado su comodidad, se ha-
bría ido, pero prefería, aun a costa de ciertos inconvenientes, observar qué ocurría.
Luego, una mañana, no más hormigas. Miró atentamente a su alrededor, y no descu-
brió una sola. Dejó unas migas en el piso y fue a sus ocupaciones. Cuando volvió, el fes-
tín seguía intacto. Sorprendido, presintiendo que había ocurrido algo insólito, salió al jar-
dín. Dio vuelta un terrón y no vio la agitación habitual. Siguió buscando. Aquí y allá en -
contró algunos ejemplares que vagaban aturdidos, pero eran tan pocos que hubiese podi -
do contarlos. Sin embargo, no había cadáveres. Las hormigas habían desaparecido como
por arte de encantamiento. Si hubiera conocido la estructura de los hormigueros, habría
podido descubrir quizá sus cementerios. Lamentó su ignorancia y se resignó a no enterar-
se.
Nunca resolvió el misterio, pero adivinaba la verdad. Cuando una especie se propaga
demasiado, es casi siempre víctima de algún cataclismo. Era posible que las hormigas hu-
biesen agotado los víveres que habían permitido su crecimiento. Aunque quizá fuera más
probable que las hubiese atacado alguna enfermedad. En los días siguientes, sintió, o cre-
yó sentir, un hedor débil, pero penetrante, que atribuyó a la descomposición de aquellos
millones de cadáveres.
Tiempo después, luego de una jornada dedicada a la lectura, sintió hambre. Fue a la
cocina y buscó en la refrigeradora un poco de queso. Miró casualmente el reloj eléctrico y
se sorprendió. Las nueve y treinta y siete. Creía que era más tarde. Mientras volvía a la
sala, masticando el primer bocado de queso, consultó su reloj de pulsera: las agujas seña-
laban las diez y nueve minutos. Al fin el viejo reloj se ha descompuesto, pensó. No era
raro. Recordó cómo se había sorprendido al llegar después de la catástrofe y ver que las
manecillas se movían.
Retomó el libro. Un viento del norte con un acre olor a humo sacudía las ventanas.
Pero el olor no le llamaba la atención. Muy a menudo el humo de los bosques incendiados
era negro y espeso como una nube de tormenta. Al cabo de un rato parpadeó y acercó los
ojos a la página. Este humo me hace lagrimear, pensó. Casi no veo. Acercó el libro a los
ojos y le pareció que toda la habitación se oscurecía. Con un sobresalto se volvió hacia la
lámpara eléctrica, sobre la mesa de bridge.
En seguida, se levantó de un salto, con el corazón palpitante, y salió al porche. Miró la
amplia perspectiva de la ciudad. Las luces brillaban aún en las calles. La guirnalda de glo-
bos amarillos seguía encendida en el puente, y en lo alto de los pilones parpadeaban
las luces rojas. Miró con más atención. Las luces parecían menos brillantes que de cos-
tumbre. ¿Sería efecto de su imaginación? ¿O las velaba la humareda? Volvió a su sillón y
trató de leer para olvidar sus temores.
Pero en seguida parpadeó otra vez. Miró la lámpara, perplejo. Y recordó de pronto el
reloj de la cocina. Bueno, pensó, era inevitable.
En el reloj de pulsera eran ahora las diez cincuenta y dos. Fue a la cocina. El reloj indi -
caba las diez y catorce. Sacó cuentas rápidamente. El resultado confirmaba sus temores.
El reloj eléctrico había atrasado seis minutos en tres cuartos de hora.
Sabía que el reloj de pared marchaba con impulsos eléctricos: una frecuencia de ses-
enta por minuto. Ahora estos impulsos se habían espaciado. Un técnico hubiera calculado
fácilmente la frecuencia actual. El hubiese podido hacerlo también, pero no le serviría de
nada. Se sintió de pronto descorazonado. El sistema eléctrico se deterioraría cada vez
más rápidamente.
Regresó a la sala. Esta vez era indiscutible. La luz había palidecido. Las sombras inva-
dían los rincones de la habitación.
Las luces se apagan. Las luces del mundo, pensó, y conoció el terror de un niño aban-
donado en la oscuridad.,
Princesa dormitaba en el piso. La disminución de la luz no la molestaba, pero se le con -
tagió la inquietud de su amo y se incorporó gimiendo.
Ish salió otra vez al porche. De minuto en minuto, las largas guirnaldas de luces eran
menos y menos claras, más y más amarillentas. El viento apresuraba aquella muerte, cor-
tando aquí unos cables, interrumpiendo allá un circuito. El fuego que se extendía por las
lomas vecinas quemaba las líneas, y hasta quizás alguna central.
Al cabo de un momento las luces dejaron de palidecer y se mantuvieron en un vago
resplandor. Ish regresó a la sala, y acercando otra lámpara pudo leer cómodamente. Prin-
cesa volvió a su sueño. A pesar de la hora, Ish no tenía deseos de acostarse. Era como si
estuviese velando el cadáver de su más caro y viejo amigo. «Hágase la luz. Y la luz se
hizo», recordó. Parecía que el mundo hubiera llegado al otro extremo de su historia.
Poco después fue a mirar el reloj. Se había parado. Las dos agujas en lo alto del cua -
drante señalaban las once y cinco.
Las manecillas del reloj de pulsera, en cambio, habían pasado la medianoche. Las lu-
ces se extinguirían totalmente dentro de unas pocas horas, o se mantendrían así algunos
días.
Ish no se decidía a acostarse. Trató de leer y al fin se quedó dormido en el sillón.
En cuanto a la electricidad, los dispositivos de las centrales eléctricas eran tan ingenio-
sos que aun en pleno desastre no fue necesario ningún cambio. Los hombres habían sido
vencidos por la enfermedad, pero las dínamos hacían correr aún a lo largo de los cables
sus regulares vibraciones. Luego de la breve agonía de la humanidad, las luces no perdie-
ron nada de su brillo. Cuando caía un cable privando de electricidad a todo un pueblo,
otro en seguida se encargaba de su tarea. Si se detenía una dínamo, sus hermanas, a lo
largo de una línea de centenares de kilómetros, redoblaban sus esfuerzos. Sin embargo,
todo sistema, cadena o camino, tiene su punto débil El agua puede correr durante años,
las grandes dínamos pueden girar sobre sus bien aceitados cojinetes; pero hay un punto
débil: los reguladores que gobiernan las dínamos y que no son totalmente automáticos.
Anteriormente se los examinaba cada diez días. Se los aceitaba una vez por mes. Pasa-
ron dos meses sin que se presentaran los inspectores, y las reservas de aceite
se agotaron; uno a uno, a lo largo de las semanas, los reguladores dejaron de funcionar.
Cuando un regulador se detiene, el grifo cambia automáticamente de ángulo y no fluye
el agua. La dínamo se para entonces y no produce más electricidad. Muchas dínamos,
una tras otra, quedan así inactivas. Las otras deben hacer un trabajo demasiado grande, y
pocos días más tarde se detiene totalmente el sistema.
Cuando Ish despertó, las lámparas apenas alumbraban. Los filamentos eran de un rojo
anaranjado. En la habitación reinaban las sombras.
¡Las luces se apagan! Cuántas veces, en el curso de los siglos, se había oído esa fra-
se, pronunciada a veces con indiferencia, otras con pánico, literal o simbólicamente.
¡Cuánto había significado la luz en la historia del hombre! La luz del mundo. La luz de la
vida. La luz del conocimiento.
Ish se estremeció. Pero, al fin y al cabo, la electricidad había sobrevivido al hombre
gracias a los sistemas automáticos. Recordó el día en que había descendido de las mon-
tañas, sin saber nada del desastre. Había pasado ante una central eléctrica y concluyó
que todo era normal porque el agua seguía corriendo por las esclusas y las dínamos zum -
baban regularmente. Y quizás en otras partes la oscuridad era ya total. Quizás estas lám -
paras eran las últimas en extinguirse, y ya no habría más luz en el mundo.
No tenía ganas de dormir. Era su deber quedarse despierto. Pero esperaba que el últi-
mo acto del drama fuese breve. La luz disminuyó todavía más. Es el fin, se dijo. Pero las
lámparas seguían encendidas. El filamento era ahora de un rojo cereza.
Y otra vez se ensombrecieron. La obra de la destrucción se aceleraba, como un trinco
que desciende una colina, lentamente al principio, luego más y más rápido. Durante un
segundo, las luces parecieron brillar con más fuerza, y luego desaparecieron.
Princesa se agitó y ladró en sueños. ¿Era un toque de difuntos?
Ish salió de la casa, diciéndose, sin convicción, que había habido un desperfecto en el
sistema del barrio. Escudriñó la oscuridad. Detrás de las tinieblas, que el humo hacía más
densas aún, brillaba débilmente una luna anaranjada. No se veía otra luz, ni en las calles
ni en el puente: era, pues, el fin. «Apáguese la luz. Y la luz se apagó.»
Basta de melodrama, se dijo. A tientas entró en la casa y buscó en el armario donde su
madre guardaba las velas. Encontró una sola y la puso en el candelero. La llama era pe-
queña, pero recta y clara. Ish se dejó caer débilmente en el sillón.
La desaparición de las luces trastornó a Ish. Aun en pleno día creía ver unas sombras
que acechaban en los rincones. Volvía la Edad de las Tinieblas.
Almacenó fósforos, linternas, velas, casi contra su voluntad, pero sintiéndose curiosa-
mente protegido.
Aunque no tardó en descubrir que la luz no era el producto eléctrico más importante. La
refrigeradora era ahora inútil, y la carne fresca, la manteca y las legumbres se transforma -
ban en una masa putrefacta y maloliente.
Luego cambió la estación. Ish había perdido la cuenta de las semanas y los meses,
pero su ojo ejercitado de geógrafo sabía descifrar los mensajes de la naturaleza. Era sin
duda octubre; la primera lluvia confirmó sus presunciones. No se trataba de una tormenta
pasajera. Fina y continua, la lluvia parecía eternizarse.
No salió en ese tiempo y trató de distraerse en la casa. Tocaba el acordeón, leía libros
que hasta entonces no se había atrevido a mirar por falta de tiempo. De cuando en cuan-
do se asomaba a la ventana y miraba la lluvia y las nubes bajas que parecían rozar los te-
chos.
Una mañana salió a ver qué ocurría, qué nuevos episodios se habían añadido al dra -
ma. Al principio no advirtió nada nuevo. Luego vio en la avenida que las hojas muertas ha -
bían tapado una alcantarilla. El agua bullía en la calle e invadía las aceras; cruzaba la sel-
va de hierbas que había sido el jardín de los Hart, entraba en la casa por debajo de la
puerta y empapaba sin duda pisos y alfombras. Un poco más abajo, el río invadía la
rosaleda y se perdía en una alcantarilla de la otra calle. Los destrozos no eran muy gran -
des, pero éste era sólo un ejemplo de lo que ocurría en miles de otros sitios.
Los hombres habían construido carreteras, alcantarillas, diques y otros obstáculos para
oponerse al curso natural de las aguas. Estos trabajos necesitaban de cuidados constan-
tes. Dos minutos le hubieran bastado a Ish para sacar la hojarasca y desatascar la alcan-
tarilla, pero no le parecía necesario. Zanjas, alcantarillas y diques habían sido construidos
para uso del hombre. El hombre había desaparecido y ya no tenían utilidad. Que el agua
siguiese su curso y cruzara la rosaleda. Empapadas de agua y barro las alfombras de los
Hart desaparecerían muy pronto. Tanto peor. Afligirse sería seguir viviendo en el mundo
del pasado.
Ish volvía a su casa cuando tropezó con una cabra que comía tranquilamente el seto
del señor Osmer, en otro tiempo tan cuidado. Divertido y curioso, se preguntó de dónde
vendría la intrusa. Nadie había tenido animales semejantes en aquel barrio. La cabra, qui-
zá también divertida e intrigada, dejó de comer y miró a Ish. Los hombres eran ahora bi -
chos raros. Luego de haberlo examinado sin temor ni respeto, la cabra juzgó que los su-
culentos brotes del seto eran más interesantes que aquel bípedo.
Princesa, que volvía de una de sus expediciones, apareció de pronto y se lanzó hacia
la desconocida con frenéticos ladridos. La cabra bajó la cabeza y la amenazó con los
cuernos. Princesa no era un animal combativo y saltando hacia un costado corrió hacia su
protector. La cabra dio una dentellada al seto.
Algunos minutos más tarde Ish la vio pasearse por la acera como si toda la avenida
San Lupo le perteneciese. ¿Y por qué no?, pensó. Quizás así es. El mundo cambia de
amos.
Cuando la lluvia lo retenía en la casa, la mente de Ish se volvía hacia la religión, como
el día en que había visitado la catedral. Hojeaba frecuentemente la voluminosa Biblia que
su padre había cubierto de anotaciones. Los Evangelios lo decepcionaron, probablemente
porque trataban de los problemas del hombre en la sociedad. «Dad al César...» Era una
orden superflua, pues no había ni siquiera un inspector de tributos que representara al Cé-
sar.
«Vended vuestros bienes y repartid el dinero entre los pobres... Haz a otros lo que de-
seas te hagan a ti... Ama a tu prójimo como a ti mismo.» Todos esos preceptos sólo po-
dían aplicarse a multitudes. En ese mundo reducido a su más simple expresión, un fariseo
o un saduceo hubiesen podido cumplir aun los ritos de una religión formalista; pero, basa -
da en la caridad, la doctrina cristiana carecía ahora de sentido.
Retrocedió al Antiguo Testamento, comenzó por el Eclesiastés, y lo encontró más ac-
tual. El viejo, el predicador, Cohelet lo llamaban en una nota al pie de página, tenía el arte
de pintar con crudeza y realismo la lucha del hombre contra el universo. A veces, sus pa-
labras se aplicaban exactamente a Ish. «Y que el árbol caiga hacia el sur o el norte, allí
quedará.» Ish recordó aquel tronco de Oklahoma que cerraba la carretera 66. Más adelan-
te leyó: «Más vale vivir acompañado que solo, pues si uno cae, el otro puede levantar al
compañero, pero desgraciado de aquel que cae y está solo». E Ish recordó su terror cuan-
do se sintió solo, sin nadie que pudiera ayudarlo en caso de accidente. Leyó sin descan-
so, maravillado ante aquella comprensión realista, y aun clarividente, de las leyes del uni-
verso. Hasta encontró esta frase: «Muerde la serpiente cuando no está encantada».
Llegó al final del primer capítulo y sus ojos se posaron en unos versículos del Cantar de
los cantares, que es de Salomón. «Que él me bese con besos de su boca, pues mejores
son sus amores que el vino», leyó.
Se agitó nerviosamente. En el curso de aquellos largos meses, se había sentido así en
muy raras ocasiones. Comprendía ahora, otra vez, que el desastre lo había afectado más
de lo que imaginaba. Así, en las antiguas leyendas de encantamientos, un rey miraba pa -
sar el cortejo de la vida sin poder unirse a él. Otros hombres habían buscado una
solución al problema. Aun aquellos que habían buscado la muerte en el alcohol habían
participado de algún modo de la vida. Pero él, el observador, había rechazado la vida.
¿Y qué era la vida? Millones de hombres se habían hecho la misma pregunta. Cohelet,
el predicador, no había sido el primero. Y todos habían encontrado una respuesta diferen-
te. Salvo aquellos para quienes la pregunta no tenía respuesta.
El, por ejemplo, Isherwood Williams, era una rara fusión de deseos y reacciones, reali-
dades y quimeras. Afuera se extendía la vasta ciudad desierta, donde la lluvia golpeaba
las largas avenidas solitarias, ya en las sombras del crepúsculo. Y entre los dos, el hom-
bre y el mundo, había un raro e invisible vínculo. Cambiaba uno, y cambiaba el otro.
Era aquélla una vasta ecuación de varios términos y dos grandes incógnitas. De un
lado estaba Ish, llamémosle X, y del otro Y, el mundo y sus pertenencias. Y las dos incóg-
nitas buscaban un equilibrio que sólo se alcanzaba en la muerte. Éste era probablemente
el pensamiento del desilusionado Cohelet cuando escribía: «Los vivos saben que morirán,
pero los muertos nada saben». Mas de este lado de la muerte el equilibrio era siempre
inestable. Si X cambiaba, si alguna glándula afectaba su humor, si Ish se sentía conmovi -
do, o simplemente se aburría, hacía un gesto; y ese gesto modificaba la ecuación, aunque
fuera ligeramente, estableciendo un provisorio equilibrio. Si, al contrario, cambiaba el
mundo, si una catástrofe destruía la raza humana, o más simplemente, si la lluvia dejaba
de caer, Ish, es decir X, se transformaba también, y nuevos actos ordenaban un nuevo y
precario equilibrio. ¿Quién podía decir cuál de las incógnitas se imponía a la otra?
Casi inconscientemente dejó el sillón, y comprendió que ese movimiento traducía su in-
quietud. El equilibrio de la ecuación se había roto, y él se había levantado para restable-
cerlo. Pero su estado de ánimo cambiaba también el mundo. Princesa, arrancada de su
sueño dio un salto y corrió por la sala. Ish oyó que la lluvia golpeaba con más fuerza los
vidrios. Alzó los ojos al cielo. Así se le presentaba el mundo, obligándolo a actuar. Fue a
la cocina a preparar la cena.
Ish se agitó en sueños y despertó, lentamente. Tenía frío. La otra incógnita de la ecua -
ción ha cambiado, pensó, y se cubrió con una manta. Oh, hija de reyes, murmuró soñado -
ramente, tus pechos son... Y se durmió otra vez.
A la mañana la casa estaba helada. Se puso un chaleco de lana mientras preparaba el
desayuno. Pensó en encender la chimenea, pero el frío parecía haberlo reanimado y deci-
dió que ese día no se quedaría en la casa.
Luego del desayuno salió al porche y admiró la escena. Lavado por la lluvia, el cielo era
más limpio. El viento había amainado. A varios kilómetros de distancia, los pilones rojos
de la Golden Gate, sobre el fondo del cielo azul, casi parecían al alcance de la mano. Ish
se volvió hacia el norte para mirar el pico de Tamalpais y se sobresaltó. Entre la montaña
y él, a orillas de la bahía, se alzaba una delgada cinta de humo. Quizás aquella columna
se había elevado cien veces sin que él pudiera verla en la atmósfera de humo y brumas.
Ahora era una señal.
Sí, el fuego podía ser espontáneo. Anteriormente, otras columnas de humo habían
atraído inútilmente a Ish. Sin embargo, el diluvio de los días pasados tenía que haber apa -
gado los incendios.
De todos modos, este humo no estaba a más de tres kilómetros, e Ish pensó en meter -
se en seguida en el coche e ir a investigar. En el peor de los casos, sólo perdería unos mi -
nutos, y el tiempo sobraba. Pero un recuerdo lo detuvo. Había intentado ya acercarse a
otros hombres y siempre había fracasado. Sintió uno de aquellos accesos de salvajismo,
tan frecuentes en otra época, cuando la perspectiva de un baile lo hacía transpirar. Buscó
algún pretexto. Así hacía antes: alegaba un trabajo urgente o se enfrascaba en un libro en
vez de ir al baile.
¿Robinson Crusoe deseaba realmente dejar la isla desierta donde era monarca absolu-
to? La pregunta no era nueva. Y aunque Robinson amara la sociedad humana,
¿por qué él, Ish, debería parecérsele? Quizá él amaba su isla. Quizá temía los lazos hu-
manos.
Casi con miedo, como si huyera de una tentación, llamó a Princesa, subió al coche, y
salió en dirección opuesta.
Durante horas erró sin rumbo por las montañas. Los efectos de la lluvia eran ya eviden -
tes. No se podía saber con claridad dónde terminaba la carretera y donde empezaban los
campos. Los vientos del otoño habían hecho caer las hojas. En el cemento se veían algu-
nas ramas muertas. El agua había arrastrado barro. A lo lejos, oyó, o creyó oír, los ladri-
dos de una jauría. Pero los perros no aparecieron, y en las primeras horas de la tarde vol -
vió a la casa. Del lado de las montañas, ningún humo rayaba el cielo. Sintió cierto alivio,
pero también una gran decepción.
La otra incógnita de la ecuación había cambiado, y él había respondido huyendo. El
hilo de humo reaparecería quizá a la mañana siguiente, pero no era seguro. O quizá aquel
ser humano, quien quiera que fuese, había pasado simplemente por la ciudad, y no volve -
ría.
En las primeras horas del crepúsculo miró otra vez y vio una luz débil, pero inconfundi -
ble. No vaciló. Llamó a Princesa, saltó al coche, y fue hacia la señal.
Marchaba lentamente. La ventana iluminada parecía mirar a su porche. Los árboles la
habían ocultado, hasta que cayeron las hojas. Pero cuando Ish se alejó unos metros, la
luz desapareció. Erró media hora a la aventura; al fin volvió a verla, descendió lentamente
la calle y pasó ante la casa. Las persianas estaban bajas, pero algunos rayos de luz llega -
ban a iluminar la acera. Parecía la luz de una lámpara de petróleo.
Ish paró el motor en el otro lado de la calle y esperó. No apareció nadie. Titubeó un mi-
nuto. Luego, en un repentino impulso, abrió la portezuela y bajó del coche. Pero Princesa
se le adelantó y corrió hacia la casa ladrando furiosamente. Su olfato le revelaba quizás
una presencia desconocida. Con un juramento, Ish la siguió. Esta vez la perra lo obligaba
a actuar. Se detuvo un segundo, pensando que no llevaba armas. Las normas de cortesía
recomendaban no presentarse en casa ajena empuñando un revólver. Recogió impulsiva-
mente el viejo martillo y cruzó la calle. Detrás de la persiana se perfilaba una sombra.
Pisaba la acera, cuando la puerta se abrió unos centímetros y el haz de una linterna ca -
yó sobre él. Ish, enceguecido, se detuvo y esperó. Princesa, muda de miedo, se batió en
retirada. Ish tuvo la desagradable impresión de que le apuntaban con un revólver. Y aque -
lla luz, que no lo dejaba ver. Se había apresurado. La llegada de un desconocido en me -
dio de la noche siempre asusta a la gente. Felizmente se había afeitado aquella mañana y
llevaba un traje bastante limpio.
El silencio no terminaba nunca. Ish esperaba la pregunta, inevitable, pero un poco ri-
dícula: «¿Quién es?», o la orden: «¡Arriba las manos!» Se sorprendió realmente cuando
oyó una voz de mujer que decía solamente:
-¡Qué hermoso perro!
La voz era suave y modulada. Ish se sintió invadido por una cálida ternura.
La linterna eléctrica bajó al fin e iluminó la acera. Princesa correteó por el charco de
luz, moviendo alegremente la cola. La puerta de la casa se abrió de par en par, y recorta -
da contra la vaga luz del vestíbulo, Ish vio la silueta de una mujer arrodillada que acaricia-
ba a la perra. Dio un paso adelante, llevando en la mano el ridículo martillo.
Princesa, excitada, dio un salto y se metió en la casa. La mujer se incorporó con un gri -
to que era también una risa y se lanzó en su persecución. ¡Dios mío, tiene un gato!, pensó
Ish, acercándose.
Pero cuando entró, Princesa corría simplemente alrededor de la mesa, olfateando las
sillas, y la mujer protegía una lámpara de petróleo de los saltos del animal.
Era una mujer alta, morena, de unos treinta años. Observaba las cabriolas de Princesa
y en su risa vibraba el eco del paraíso perdido. De pronto, algo se quebró en el corazón
de Ish, y rió alegremente.
Cuando la mujer volvió a hablar, no hizo preguntas ni dio órdenes:
-Es magnífico ver a alguien -dijo.
Ish no encontró nada mejor que excusarse por el martillo, que aún tenía en la mano.
-Perdón por la herramienta -dijo, y la dejó en el piso, con el mango hacia arriba.
-No se preocupe, lo entiendo muy bien -dijo ella-. He conocido eso. Hay que llevar algo.
La moneda de la suerte o la pata de conejo, ¿recuerda? No hemos cambiado mucho.
Ish temblaba ahora. Se sentía sin fuerzas. Tenía la impresión casi física de otras barre-
ras que se derrumbaban: esas indispensables barreras defensivas que había elevado en
meses de soledad y desesperanza. Dominado por el deseo irresistible de un contacto hu-
mano, hizo el viejo ademán convencional y tendió la mano derecha. La mujer se la apretó,
y advirtiendo que Ish temblaba, lo llevó hacia una silla y casi lo obligó a sentarse. Luego le
palmeó ligeramente la espalda.
-Le prepararé algo de cenar -dijo.
Ish no protestó, a pesar de que había cenado antes de salir. El propósito de la invita-
ción tan serena no era calmar una exigencia corporal. La comida en común era un símbo-
lo: sentarse a la misma mesa, compartir el pan y la sal, el primer lazo que unía a los seres
humanos.
Ahora estaban sentados uno frente a otro. Comieron un poco, sin apetito, como cum-
pliendo un rito. El pan era fresco.
-Lo hice yo misma -dijo ella-, pero es cada vez más difícil encontrar harina sin gu-
sanos. No había manteca, pero sí miel y mermelada para el pan, y una botella de vino
tinto.
Y como un niño, Ish se puso a hablar. Esta vez no era como en Nueva York, con Ann y
Milt. En aquel tiempo se había refugiado tras sus barricadas. Ahora, y por primera vez,
contaba su vida después del desastre. Hasta mostró la cicatriz de los dientes de la ser-
piente y las marcas más grandes donde había aplicado la ventosa. Describió su terror, su
huida, y esa soledad que ahora su imaginación y su pensamiento rechazaban. Y de cuan -
do en cuando ella interrumpía para murmurar:
-Sí, ya sé. Pasé por eso. Continúe.
La mujer había asistido a la catástrofe. Y sin embargo, adivinaba Ish, la había afectado
menos. No parecía sentir la necesidad de hablar, pero invitaba a Ish a que contara sus ex -
periencias.
Y mientras hablaba, Ish comprendió que, para él al menos, no era aquél un encuentro
fortuito, un breve paréntesis. Todo su futuro estaba allí. Había encontrado en su camino
hombres y mujeres, y nunca había querido unirse a ellos. Quizá el tiempo había curado
las heridas. O quizá aquella mujer era diferente.
Además era una mujer. Esta idea penetraba cada vez más profundamente en Ish, y no
pudo impedir un estremecimiento. Entre dos hombres, partir el pan era una realidad, y
sentarse a la misma mesa, un símbolo suficiente. Pero entre un hombre y una mujer, la
partición, realidad y símbolo, debía ir más lejos.
De pronto advirtieron que no sabían sus nombres. Sólo Princesa había tenido el honor
de una presentación.
-Isherwood -declaró él-. Era el apellido de soltera de mi madre. Terrible, ¿no es cierto?
Todos me llamaban Ish.
-Yo me llamo Em -dijo ella-. Es decir Emma. Ish y Em. No son nombres muy poéticos.
La mujer se rió, e Ish se unió a esa risa. Reír juntos, otro acto de comunión. Pero no el
acuerdo último. Había una técnica para llegar a ese acuerdo. Ish había conocido hombres
experimentados, los había visto actuar. Pero él, Ish, no era de esa especie. Todas aque-
llas virtudes que le habían permitido sobrevivir lo embarazaban ahora. Aunque las técni-
cas de antes, reflexionó, estaban fuera de lugar. Habían servido en otro tiempo, cuando
había muchachas en todos los bares, en busca de aventuras. Pero ahora la vasta ciudad
era sólo un desierto, y esta mujer había soportado la catástrofe, el miedo, la soledad. Sí, y
luego de tantas pruebas aún había valor en sus ojos, y determinación, y alegría.
En su desvarío, Ish se preguntó si no deberían celebrar alguna suerte de ceremonia
matrimonial. Los cuáqueros se casaban sin sacerdote. ¿Por qué no ellos también? Por
ejemplo, de pie, juntos, mirarían hacia el este, esperando la salida del sol. Y adivinó que
el contacto de las rodillas bajo la mesa parecería menos inconveniente que palabras y ju -
ramentos. Advirtió que habían callado desde hacía un rato. La mujer lo miraba serena -
mente, e Ish supo que ella había entendido su silencio.
Turbado, se incorporó tan bruscamente que volcó la silla. La mesa ya no era un símbo-
lo de unión, sino un obstáculo. Fue hacia ella. Em se incorporó también y los brazos de
Ish se cerraron sobre aquel cuerpo cálido.
Cantar de Cantares. Son tiernos tus ojos, amor mío, y tus labios dulces y firmes. Tu
cuello es marfil, y tus hombros pulidos como el marfil. Tus pechos son suaves como la
lana. Tus muslos firmes y fuertes como cedros. Oh Cantar de los Cantares.
Em había pasado al cuarto vecino. Ish, el corazón palpitante, esperaba. Sólo tenía un
temor. En un mundo donde no había médicos ni otras mujeres, ¿podían correr ese ries-
go? Pero ella estaba en el cuarto. Había visto también el peligro, y había decidido afron-
tarlo.
Oh Cantar de Cantares. Amor mío, tu lecho es fragante como las ramas del pino y tibio
es tu cuerpo. Eres Astarté. Eres Afrodita, que guarda el templo del amor. En mí está la
fuerza. Los torrentes están contenidos. Ha llegado mi hora. Oh, recíbeme en tu ser infinito.
Vestidos de lacas bruñidas y cromo brillante, las piezas del motor dispuestas en un or-
den milimétrico, los conmutadores exactos como cronómetros, habían sido el orgullo de
una civilización, y su símbolo.
Y ahora están encerrados ignominiosamente en los garajes, abandonados en los par-
ques de estacionamiento o junto a las aceras. El viento los cubre de hojas muertas y pol -
vo. Y la lluvia transforma este polvo y estas hojas en un barro donde caen otros polvos y
otras hojas. Los parabrisas son cristales opacos.
En el interior, los cambios son más lentos. Las superficies acertadas resisten a la he -
rrumbre. Las bobinas, los conmutadores, los carburadores y las bujías se mantienen en
buen estado.
En las baterías, noche y día, operan lentas reacciones químicas, descomponiendo y
neutralizando. Pasan algunos meses y los acumuladores mueren. Pero, separados, los
acumuladores y ácidos no se alteran, y poner el ácido y adaptar el nuevo acumulador no
es tarea difícil. Los acumuladores no son, pues, el punto débil.
El Punto débil son sobre todo los neumáticos. El caucho se descompone lentamente.
Los neumáticos viven un año, cinco años, pero llevan en sí el principio de la muerte. Las
cámaras se desinflan, y los neumáticos, aplastados por el peso del coche, son pronto inú -
tiles. El caucho se altera aún bajo techo. Los neumáticos almacenados durarán diez,
veinte años, quizá más aún. Pero entonces ya no habrá rutas, y los hombres no sabrán
conducir un automóvil, y hasta habrán perdido el deseo de hacerlo.
Las fábulas nos han inducido a error. El rey de los animales no era el león, sino el hom-
bre. Y su reino fue a menudo cruel y tiránico.
Pero cuando se oyó el grito de «El rey ha muerto», nadie respondió: «¡Viva el rey!».
En otro tiempo, cuando un monarca moría sin dejar herederos, sus capitanes se dispu-
taban el trono, y si alguno de ellos no superaba en fuerza a los otros, el reino se desmem-
braba. Y así pasaba ahora, pues la hormiga, la rata, el perro y la abeja son de inteligencia
similar. Durante cierto tiempo, habrá luchas, rápidos encumbramientos, bruscas caídas,
luego la tierra disfrutará de una calma y una paz que no conoce desde hace veinte mil
años.
Otra vez la cabeza de Em se apoyaba en el hueco del brazo de Ish, y él miraba tierna -
mente los ojos negros.
-Bueno -dijo ella-, es hora de que empieces con esos libros de medicina.
Ish no tuvo tiempo de decir una palabra. Em se estremeció y se echó a llorar. Él nunca
había imaginado que el miedo pudiera dominarla. Sintió de pronto su propia debilidad.
¿Qué ocurriría si ella se acobardaba?
-Querida -dijo Ish-. Quizás hay tiempo aún de hacer algo. ¿Por qué sufrir esa prueba?
-Oh, no es eso, ¡no es eso! -protestó Em, estremeciéndose aún-. Te he mentido. No
con mis palabras, sino con mi silencio. Pero es lo mismo. Eres tan bueno... Me dices que
tengo manos hermosas. Ni siquiera te has fijado en el azul de las lúnulas.
Ish no pudo ocultar su desconcierto. Ahora todo se explicaba: la tez morena, la limpidez
de los ojos negros, la blancura de los dientes, la sonoridad de la voz, la flexibilidad del ca -
rácter.
-Sí -susurró ella-, al principio no parecía importante. No eres el primer hombre que ama
a una mulata. Pero la raza de mi madre nunca tuvo mucha suerte en la tierra. No quisiera
que los niños que deben repoblar la tierra lleven esa maldición. Aunque siento, sobre
todo, que no he sido leal contigo.
Ish ya no la oía; las convenciones del mundo civilizado parecían ahora una farsa deso-
pilante. No pudo dominarse y se echó a reír, y entonces ella se rió con él, abrazándolo.
-Querida -dijo Ish al fin-, todo ha acabado. Nueva York es un desierto, y ya no hay go-
bierno en Washington. Senadores, jueces y presidentes no son más que polvo. Los que
perseguían a judíos y negros se pudren con ellos. Somos sólo dos pobres náufragos, que
viven de los restos de la civilización e ignoran si no serán presa de las hormigas, las ratas
u otras bestias. Quizá dentro de mil años la gente pueda ofrecerse el lujo de preocuparse
y molestarse otra vez por esas cosas. Pero lo dudo. Por ahora, sólo somos dos, o quizá
tres.
Ish besó a Em, que seguía llorando en silencio. Y comprendió que esta vez, por lo me-
nos, había sido más perspicaz, y más fuerte, que ella.
Años fugitivos
No lejos de San Lupo había habido un jardín público. Unas grandes rocas componían
un pintoresco escenario, y dos de ellas, unidas en la cima, formaban una gruta estrecha y
alta. Una superficie rocosa, lisa y espaciosa como el piso de una pequeña habitación, y
donde uno podía sentarse cómodamente, recubría la falta de la loma. En otro tiempo, muy
anterior a lo que llamaban ahora los viejos días, había habitado allí una tribu, y en la su -
perficie rocosa se veían aún unos agujeros donde los indios maceraban los granos con
piedras.
Las estaciones habían cumplido su ciclo, y el sol, por segunda vez, declinaba al sur de
la Goleen Gate, cuando un día Ish y Em subieron por la colina hacia las rocas. Era una
serena y soleada tarde de invierno. Em llevaba al bebé, envuelto en una manta suave.
Aunque ya otra vez embarazada, conservaba su ligereza de movimientos. Ish cargaba un
martillo y un cincel. Princesa había salido con ellos, pero, como de costumbre, había des -
aparecido detrás de alguno de sus conejos.
Cuando llegaron a las rocas, Em se sentó al sol para alimentar al bebé, e Ish golpeó
con el martillo y el cincel la lisa superficie. La roca era dura, mas pronto trazó una línea
recta. Pero sería divertido adornarla un poco, y la conmemoración del primer circuito del
sol, de sur a sur, bien merecía alguna ceremonia.
Añadió, pues, un trazo en la base de la línea recta y un gancho en la cabeza, y la figura
se pareció así a una I de los viejos tiempos de la imprenta.
Terminada su obra, Ish se sentó al sol, junto a Em. El satisfecho bebé reía feliz.
Jugaron con él.
-Bueno, ha pasado el año uno -dijo Ish.
-Sí -respondió Em-, pero yo lo llamaría el año del bebé. La memoria recuerda mejor los
nombres que los números.
Así, desde el principio, llamaron a veces a un año no con un número sino por algún
acontecimiento.
En la primavera del segundo año, Ish sembró su primer huerto. La horticultura nunca le
había gustado, y por eso quizás a pesar de sus buenos propósitos, y dos tentativas poco
entusiastas, no obtuvo nada el primer año. No obstante, al revolver con su azada el suelo
húmedo y negro, sintió que el contacto con la tierra lo satisfacía de algún modo.
Ésta fue, por otra parte, la única alegría que le dio su huerto. Algunas semillas -costaba
mucho encontrarlas a causa de las depredaciones de las ratas- eran viejas y no germina -
ban. Pronto aparecieron los caracoles y las babosas. Una caja de veneno los eliminó rápi -
damente. Pero cuando las lechugas empezaban a brotar, una cabra saltó la cerca y sólo
dejó unas pocas hojas. Ish reforzó la cerca. Entonces aparecieron los conejos con sus ga-
lerías subterráneas. Más destrozos y más trabajo. Una tarde, Ish oyó unos ruidos y llegó
justo a tiempo para ahuyentar una vaca que intentaba derribar la empalizada.
De noche, Ish despertaba con pesadillas de cuervos voraces, conejos y vacas que ron-
daban el huerto y miraban sus legumbres con ojos brillantes como ojos de tigre.
En junio les llegó el turno a los insectos. Roció las legumbres con insecticidas, hasta
que se preguntó si se atrevería a comerlas luego, cuando alcanzaran la madurez.
Los cuervos fueron los últimos en encontrar el huerto, en julio, aunque compensaron la
tardanza con el número. Ish mató algunos. Pero parecía como si pusiesen centinelas:
cuando él les daba la espalda, caían sobre los macizos. Ish no podía vigilarlos todo el día.
Los espantapájaros y los espejos los alejaron unas horas, pero los cuervos pronto perdie-
ron el miedo.
Al fin, Ish decidió proteger las legumbres con cortinas de alambre, y cosechó una plan -
ta de lechuga, y algunas cebollas y tomates raquíticos. Dejó granar algunas plantas y
guardó las semillas para el futuro.
Su labor de horticultor aficionado lo había descorazonado profundamente. Cultivar le-
gumbres cuando otros miles de ciudadanos hacen lo mismo, es relativamente fácil; pero
no ocurre así cuando vuestra huerta es la única en muchos kilómetros a la redonda, y to-
dos los vegetarianos del mundo animal, mamíferos, pájaros, moluscos, insectos llegan al
galope o por el aire, a rastras o a saltos, y aparentemente llamando a sus compañeros
con el grito universal de: «¡A comer!».
Hacia fines del verano, nació el segundo hijo. La llamaron Mary, como habían llamado
John al primero, para que los viejos nombres no desaparecieran de la faz de la tierra.
La recién venida sólo tenía algunas semanas cuando se produjo otro acontecimiento
memorable.
En el curso de estos primeros años, Ish y Em, que llevaban una vida doméstica y feliz,
habían recibido de cuando en cuando la visita de algún forastero que pasaba en automóvil
y veía el humo de San Lupo. Estos sobrevivientes, con una excepción, parecían sufrir aún
la conmoción de la catástrofe. Parecían abejas que habían perdido la colmena, corderos
sin rebaño. Sin duda, concluía Ish, los pocos que habían logrado adaptarse se habían
afincado ya en algún sitio. Por otra parte, hombre o mujer, la presencia de un tercero era
siempre molesta. Ish y Em se alegraban cuando el intruso decidía seguir su camino.
La excepción fue Ezra. Ish nunca olvidó el cálido día de septiembre en que Ezra apare-
ció calle arriba: el rostro rubicundo, el cráneo medio calvo más rojo aún, el mentón puntia-
gudo. Vio a Ish de pronto, y sonrió descubriendo los dientes cariados.
-¡Buen día, amigo! -gritó, con una pizca de acento inglés. Se quedó hasta después de
las primeras lluvias. Siempre estaba de buen humor, incluso cuando lo torturaban los
dientes, y poseía el don inestimable de que la gente se sintiese cómoda. Los niños tenían
siempre una sonrisa para Ezra.
Ish y Em hubiesen querido retenerlo, pero temían la vida en triángulo, aun con alguien
tan discreto como Ezra. Un día en que la vida sedentaria parecía pesarle, lo despacharon
entre bromas, diciéndole que se buscara una hermosa muchacha y viniese a vivir cerca
de ellos. Su partida dejó un gran vacío en la casa.
El sol iba ya hacia el sur. Y cuando fueron a grabar el número 2 en la roca, recordaban
aún a Ezra, aunque se había ido sin esperanzas de regresar. Era, pensaban, un amigo
dispuesto siempre a ayudar, un buen compañero. En su memoria, el año se llamó año de
Ezra.
El año 3 fue el año de los incendios. En pleno verano, el humo ocultó el cielo, y más o
menos espeso y no se disipó durante tres largos meses. Los niños despertaban a veces
con ataques de tos y los ojos irritados y llorosos.
Ish imaginó sin esfuerzo qué ocurría. No había ya, en aquellos sitios, vastos bosques
de árboles gigantescos que el fuego apenas podía dañar. En las regiones boscosas, ex-
plotadas y saqueadas por el hombre, abundaba sobre todo la vegetación secundaria, es-
pesa y muy inflamable, y montones de ramas dejadas por los leñadores. Esos bosques
eran creación del hombre, necesitaban de él, y sólo habían sobrevivido merced a su vigi-
lancia. Ahora las mangueras estaban enrolladas, y se oxidaban los depósitos. El verano
era particularmente seco, y en todo el norte de California, y sin duda también en Oregon y
Washington, los incendios provocados por el rayo se propagaban rápidamente,
transformando en braseros los troncos muertos. Toda una horrible semana, Ish y Em,
consternados, vieron de noche, al norte del golfo, unas llamas altas y vivas que devasta-
ban los flancos de la montaña y sólo morían cuando no tenían más que devorar. Por suer -
te, un brazo de mar los separaba de las montañas del norte, y en el sur no hubo tormen -
tas eléctricas. Todo pasó al fin, e Ish pensó que los daños alcanzarían a la mayoría de los
bosques de California. Pasarían siglos antes que recobraran su perdido esplendor.
Ese año, nuevo síntoma de adaptación, Ish retomó el hábito de la lectura. Por ahora, la
biblioteca municipal le bastaba; guardaba en reserva, para más tarde, el millón de volúme-
nes de la universidad. Quizá lo más útil era acrecentar sus conocimientos de medicina,
agricultura, mecánica, pero sólo la historia de la humanidad lo atraía. Devoró innumera -
bles obras de antropología e historia, y luego pasó a la filosofía, especialmente a la filoso-
fía de la historia. Pero leyó también novelas, poemas, obras de teatro que de un modo u
otro le desvelaban los misterios del alma humana.
Leía a la noche, y Em tejía. Los niños dormían en un cuarto del primer piso; Princesa
se desperezaba ante el fuego; de cuando en cuando Ish alzaba la cabeza y pensaba que
sus padres habían pasado así muchas noches. Luego posaba los ojos en la lámpara de
petróleo y los alzaba hacia las otras lámparas muertas.
El año 4 fue el año de la llegada... Un hermoso día de primavera, alrededor del medio -
día, Princesa se precipitó a la calle ladrando con todas sus fuerzas y una bocina lanzó una
sonora llamada. Ezra había partido hacía más de un año, y ya nadie pensaba en él. Pero
allí estaba... en un auto destartalado, lleno de viajeros y utensilios domésticos. Ish no
pudo dejar de pensar en aquellos camiones que en la época de la recolección de frutas
llegaban en otros tiempos a California.
Después de Ezra, bajaron del coche una mujer de unos treinta y cinco años, otra más
joven, una muchachita asustada y un niño. Ezra presentó a las dos mujeres: la mayor se
llamaba Molly; la segunda, Jean, y después de cada nombre añadió naturalmente y sin
ningún embarazo: «mi mujer».
Aquella confesión de bigamia no impresionó mucho a Ish. Había tenido ya muchas ex-
periencias, y no ignoraba que en el pasado la pluralidad de mujeres había sido común en
muchas grandes civilizaciones. Lo mismo podía ocurrir en el futuro. Era sin duda la mejor
solución, en una sociedad destruida donde había dos mujeres y un solo hombre. Por otra
parte, Ezra era capaz de desenvolverse cómodamente en las situaciones más embarazo -
sas.
El niño, Ralph, era hijo de Molly. Había nacido algunas semanas antes del Gran Desas -
tre, y la leche de su madre o la herencia lo habían inmunizado. Ish no había visto nunca
entre los sobrevivientes dos miembros de una misma familia.
En cuanto a la niña, la llamaban Evie, pero nadie sabía su verdadero nombre. Ezra la
había encontrado sola y sucia; se alimentaba de conservas, de caracoles, y hasta de lom -
brices. Debía de haber tenido cinco o seis años en la época del Gran Desastre. Nadie po -
día decir si era idiota de nacimiento o si el horror y la soledad le habían alterado la mente.
Temblaba y gimoteaba casi sin cesar, y sólo Ezra podía arrancarle alguna sonrisa de
cuando en cuando. Balbuceaba algunas pocas palabras. Al cabo de un tiempo, tranquili -
zada por la bondad de sus nuevos compañeros, empezó a hablar un poco más; pero nun-
ca se desarrolló normalmente.
El mismo año, más adelante, Ish y Ezra hicieron un viaje en la vieja camioneta de Ish.
No fue un viaje de placer; tuvieron muchas dificultades con los neumáticos y el motor, y
los caminos estaban en mal estado. Pero cumplieron al menos la misión que se habían
propuesto.
Encontraron a George y Maurine, pareja que Ezra había descubierto en sus vagabun-
deos. George era alto, de movimientos lentos, canoso, y estaba siempre de buen humor.
No tenía la palabra fácil, pero era hábil en su oficio, la carpintería. Lástima, pensó
Ish, un mecánico o un granjero nos hubiera sido más útil. Maurine, de unos cuarenta años
de edad, y diez años más joven, era su calco. Las tareas domésticas la entusiasmaban
tanto como a George la carpintería. George era de una inteligencia poco brillante, y Mauri-
ne, totalmente estúpida.
Ish y Ezra discutieron en privado el caso de George y Maurine, y concluyeron que la
pareja, gente de buena voluntad, era aceptable. Ish pensó sonriendo que era como admitir
a un nuevo socio en un club, pero los candidatos eran tan escasos, que no se podía ser
demasiado exigente. Llevaron a George y Maurine a San Lupo.
Ish y Maurine descubrieron que les había ocurrido algo parecido. Cuando Maurine era
niña, y vivía en Dakota del Sur, la había mordido una serpiente de cascabel.
A finales de año, Em dio a luz otro hijo al que llamaron Roger. Los habitantes de San
Lupo eran ahora siete adultos y cuatro niños, sin contar a Evie. En ese entonces, al princi -
pio en broma, empezaron a llamarse a sí mismos la Tribu.
El año 5 no trajo ningún acontecimiento extraordinario. Molly y Jean tuvieron cada una
un hijo. Ezra, dos veces padre, estaba muy contento. Ese año fue bautizado el año de los
toros. En efecto, los bovinos se multiplicaron como anteriormente las hormigas y las ratas.
Se veía pocas veces un caballo, raramente un carnero. Pero en las aún intactas praderas
el número de cabezas de ganado vacuno alcanzó proporciones catastróficas. Los miem-
bros de la Tribu podían comer carne a discreción, aunque a veces dura como suela. Pero
uno salía de paseo y corría el peligro de encontrarse cara a cara con un toro furioso. Un
tiro de revólver podía terminar con el problema, pero luego había que arrastrar el cadáver
lejos de las casas, o aguantar el hedor. Todos se hicieron ex tos en el arte de esquivar los
cuernos puntiagudos. Esto al fin se convirtió en un deporte al que llamaron
«el juego del toreo».
El año 6 fue memorable. En el curso de los doce meses, las cuatro mujeres dieron a
luz. Aun Maurine, que parecía tener demasiados años. Em había predicado con el ejem-
plo, y ahora tener hijos era un honor. Todos los miembros de la Tribu habían vivido algún
tiempo solos, y habían conocido lo que llamaban la Gran Soledad. El recuerdo de aquellas
horas de horror todavía no se había borrado. Aun ahora, la Tribu no era más que una lla-
mita, amenazada por las tinieblas. Cada nuevo niño parecía reanimar aquella claridad va -
cilante, y afirmar la esperanza de vencer la oscuridad y la muerte. Al terminar el año el nú -
mero de niños se elevaba a diez y superaba ya al de adultos. Sin contar a Evie, que no
participaba de ningún grupo.
Pero fue un año memorable también por otras razones. Hubo una gran sequía, y pocos
pastos, y los flacos bovinos, demasiado numerosos, iban de un lado a otro en busca de
comida. Enloquecidos por el hambre, una noche echaron abajo la cerca del huerto. El rui -
do despertó a los hombres, que descargaron sus fusiles casi a bocajarro contra las asus-
tadas bestias. Pero el huerto quedó arrasado y, amarga ironía, sin que un solo animal sa-
tisfaciera su hambre.
Luego aparecieron las langostas. Cayeron del cielo un día y devoraron todo lo que ha-
bía escapado al ganado. Comieron las hojas de los árboles, y las frutas, hasta que los ca-
rozos colgaron de las ramas desnudas de los árboles. Poco después las langostas murie-
ron y un olor nauseabundo apestó la atmósfera.
Y cientos de cadáveres de vacas cubrían los lechos secos de ríos y pantanos. El hedor
se hizo intolerable. Y la tierra estaba tan oscura y desnuda que parecía que nunca se re -
cobraría.
La colonia estaba horrorizada. Ish intentaba explicar a sus compañeros que eran cala-
midades naturales en aquel período de transición. En condiciones atmosféricas adecua -
das, la invasión de langostas, por ejemplo, era inevitable, pues los insectos
proliferaban en campos donde nadie los perseguía. Pero la fetidez y el aspecto desolado
de la tierra los hacía sordos a todas las explicaciones. George y Maurine buscaron con-
suelo en los rezos. Jean se burló abiertamente y declaró que los sucesos de los últimos
años no invitaban a confiar en Dios. Molly, presa de una verdadera neurastenia, sufría cri -
sis de llanto. A pesar de la lógica de sus razonamientos, Ish desesperaba del porvenir.
Sólo Ezra y Em parecían resignarse.
Los niños mayores no se mostraban muy afectados. Bebían con entusiasmo su leche
condensada, y el hedor de la descomposición no parecía quitarles el apetito. John -a
quien llamaban Jack-, de la mano de su padre, miró distraídamente una vaca que agoni-
zaba al sol. El espectáculo le parecía natural.
Pero los niños de pecho, salvo el último bebé e Em, parecían absorber con la leche la
angustia de sus madres. Se agitaban y lloriqueaban. Las madres se inquietaban todavía
más. Era un círculo vicioso.
Octubre fue una larga pesadilla.
Y luego ocurrió un milagro. Dos semanas después de las primeras lluvias, una alfombra
verde cubrió las colinas. Renació la felicidad. Molly y Maurine lloraron de alegría. Ish mis-
mo se sintió aliviado, pues la desesperación de los otros había hecho tambalear su con-
fianza en el poder de recuperación de la tierra. Hasta se había preguntado si no habrían
muerto todas las semillas.
Cuando llegó el solsticio de invierno, todos se reunieron otra vez al pie de las rocas
para grabar un número y bautizar el año. Titubearon un momento. Si se quería guardar un
buen recuerdo, podían llamarlo el año de los cuatro niños. Pero era también el de las va -
cas muertas y el de las langostas. Al fin y al cabo, había sido un año de desgracias, así
que se lo llamó simplemente el año malo.
El año 7 no fue mejor. De pronto, los pumas invadieron toda la región. No se podía salir
sin un fusil y un perro que daba la alarma y no se separaba de las piernas del amo. Los
pumas no se atrevían a atacar al hombre, pero mataron a cuatro perros, y uno nunca po -
día saber si alguna fiera no le caería encima desde la rama de un árbol. Los niños vivieron
encerrados en las casas. Ish adivinaba sin esfuerzo las causas de la invasión. El año de
los toros había sido un buen año para los pumas, y se habían multiplicado. La sequía ha-
bía diezmado luego los rebaños, y las fieras carniceras bajaban de las montañas.
Un día ocurrió el accidente que todos temían. Ish apuntó mal con su fusil a un puma, y
sólo le rozó el lomo. El animal, furioso, saltó sobre él y lo hirió seriamente antes que Ezra
pudiese intervenir. Ish cojeó desde entonces un poco, y no podía quedarse sentado mu-
cho tiempo en la misma posición. Se cansaba mucho al conducir el coche, pero por ese
entonces las carreteras estaban ya muy estropeadas, los coches se descomponían fácil-
mente, y no había muchos lugares donde ir. Aquel año fue bautizado el año de los pumas.
A principios del año 9, la colonia se componía de siete adultos, incluida Evie, y trece ni-
ños de distintas edades, desde los recién nacidos hasta Ralph, el hijo de Molly, que tenía
nueve años, y Jack, el hijo de Ish y Em, de ocho.
Todos miraban con optimismo el porvenir de la Tribu, nombre que habían adoptado de -
finitivamente. Los nacimientos eran recibidos siempre con gran regocijo, como si las som-
bras retrocedieran un poco más, y se ampliara el círculo de luz.
Poco después de año nuevo, un anciano de buen aspecto llamó una mañana a casa de
George. Era uno de esos viajeros que de cuando en cuando, pero cada vez más raramen -
te, venían a pedir asilo.
Lo recibieron con los brazos abiertos, pero, como otros, no pareció emocionarse con
esa hospitalidad. Sólo se quedó una noche y partió sin despedirse.
Casi en seguida, todos se sintieron mal, e irritables. Los bebés lloraban. De pronto se
declararon anginas, y resfriados, y dolores de cabeza. Una epidemia había caído sobre la
Tribu.
En los últimos años, la salud de toda la comunidad había sido increíblemente buena. A
Ezra y algunos otros les habían dolido las muelas. George se quejaba de dolores articula -
res a los que daba el viejo nombre de reumatismo. A veces una herida se infectaba. Pero
hasta los resfriados no eran más que un recuerdo, Y sólo dos enfermedades aparecían de
cuando en cuando. Una de ellas atacaba a los niños; mostraba muchos síntomas del sa-
rampión, y quizá lo era. La otra empezaba con un
violento dolor de garganta, pero las sulfamidas la hacían desaparecer tan rápidamente
que nadie conocía su curso. Mientras hubiese sulfamidas en las farmacias, Ish no creía
necesario permitir que la enfermedad evolucionara para satisfacer una mera curiosidad
científica.
Esta ausencia casi total de enfermedades era para las gentes inclinadas a la supersti-
ción, como George y Maurine, un verdadero milagro. Imaginaban que Dios había castiga-
do a la raza humana con una terrible epidemia, y que ahora, a guisa de compensación,
había decidido suprimir los males menores... Del mismo modo, después del Diluvio había
mostrado en el cielo el más hermoso de los arcos iris, señalando así que su ira se había
calmado.
Para Ish la explicación era más simple. La muerte de tantos seres humanos había roto
la cadena de la mayoría de las infecciones, y muchas enfermedades habían muerto, po-
día decirse, junto con sus bacterias. Seguían existiendo, desde luego, las enfermedades
de los organismos gastados, como el aneurisma, o el cáncer, o el reumatismo de George.
Y los animales transmitían también algunos males, como la tularemia. Aquí y allá, algún
sobreviviente afectado de alguna enfermedad crónica la transmitía a los otros. Así, sin
duda, había sobrevivido el sarampión.
El viejo, recordaron todos un poco tarde, se sonaba la nariz muy frecuentemente. Tenía
probablemente infectados los senos frontales y había pasado a sus huéspedes aquella
afección que se creía desaparecida, y que en otro tiempo se conocía como «resfriado de
cabeza».
De todos modos era un espectáculo casi cómico ver a aquellas gentes que habían dis-
frutado hasta entonces de una salud tan extraordinaria, tosiendo, estornudando, sonándo-
se la nariz y lloriqueando.
Afortunadamente, el resfriado siguió su curso, sin complicaciones, y algunas semanas
más tarde todos habían curado. El resto del año, Ish vivió temiendo otra epidemia. La in -
fección, latente, podía rebrotar y propasarse a toda la Tribu. Pero el calor de aquel verano,
particularmente seco, terminó con los últimos microbios. Ish se felicitó. En los viejos días
se había resfriado muy a menudo, y ahora decía, no totalmente en broma, que la desapa-
rición del resfriado compensaba ampliamente la pérdida de la civilización.
El otoño, sin embargo, trajo desgracias mayores. Sin que se supiera exactamente por
qué, tres niños sufrieron unas fuertes diarreas y murieron. Probablemente habían ido a ju-
gar a alguna casa de los alrededores y habían encontrado algún veneno, un insecticida
quizá. Lo habían probado por curiosidad, lo habían encontrado dulce, y se lo habían re -
partido. Aun muerta, la civilización tendía sus trampas.
Entre esos niños se encontraba un hijo de Ish. Ish había temido siempre una desgracia
semejante y había pensado en el dolor de Em. Em lloró a su hijo, pero Ish no conocía aún
toda su fortaleza. Su amor a la vida era tan apasionado que llegaba a aceptar la muerte
como parte de la vida. Molly y Jean, madres de los otros niños, manifestaron ruidosamen -
te su dolor y rechazaron todo consuelo. Habían nacido dos nuevos niños; no obstante, por
primera vez, el número total de la Tribu había disminuido en el curso de doce meses. Ese
año se llamó el año de los muertos.
El año 12, Jean dio a luz un niño muerto. Em, como compensación, tuvo el primer par
de mellizos. Se los llamó Joseph y Josephine, y luego Joey y Josey. Aquél fue, pues, el
año de los mellizos.
El año 13 vio nacer a dos niños robustos. Fue un año tranquilo y agradable, sin suce-
sos de importancia. A falta de algo mejor, se lo llamó el año bueno.
El año 16 se celebró el primer matrimonio. Los novios fueron Mary, hija mayor de Ish y
Em, y Ralph, hijo de Molly, nacido poco antes del Gran Desastre. En los viejos tiempos,
un matrimonio entre criaturas tan jóvenes hubiera parecido prematuro y hasta poco de-
cente. Pero las antiguas normas no tenían ya vigor. Ish y Em, en la intimidad, pesaron el
pro y el contra. Mary y Ralph no estaban perdidamente enamorados; pero desde un princi-
pio habían sido destinados el uno al otro. Era un matrimonio de conveniencia, como las
antiguas bodas reales. El amor romántico, pensó Ish, había caído también víctima de la
epidemia.
Maurine, Molly y Jean querían «una verdadera boda», según su propia expresión. Se-
pararon un disco de Lohengrin y prepararon un vestido de novia de seda blanca con velo
y corona. Pero para Ish estos ritos hubieran sido una horrible parodia del pasado. Em, con
su reserva habitual, se mostró de acuerdo. Mary era, al fin y al cabo, hija de ellos, e impu -
sieron su voluntad. Como toda ceremonia, Mary y Ralph se presentaron ante Ezra, que
pronunció un discurso sobre los deberes y responsabilidades de los esposos. Mary tuvo
un bebé antes de fines de diciembre, y el año fue el año del nieto.
El año 17 los niños sugirieron que se lo llamara año de la casa derrumbada. Una de las
casas vecinas, en efecto, se hundió estrepitosamente ante los niños, que habían acudido
a los primeros ruidos. Luego de un examen, el accidente pareció normal. Las termitas
eran dueñas del edificio desde hacía diecisiete años y habían carcomido los cimientos.
Este suceso impresionó mucho a los niños, y a pesar de su escasa importancia, designó
el año.
El año 18 Jean tuvo otro hijo. Fue el último niño nacido de la vieja generación, pero se
habían celebrado nuevos matrimonios y nacieron dos niños más.
Éste fue el año de los estudios. En cuanto los primeros niños alcanzaron la edad esco -
lar, Ish intentó enseñarles a leer y escribir y transmitirles algunas nociones de aritmética y
geografía. Pero le era difícil reunir a sus alumnos, ocupados en sus tareas o juegos, y los
estudios no habían adelantado mucho. Sin embargo, los de más edad sabían leer casi co -
rrectamente, o habían sabido leer en otra época. Ish se preguntaba si la mayoría -por
ejemplo Mary, madre ahora de dos niños- sabría deletrear polisílabos. Mary era su hija
mayor, y aunque la quería mucho, debía reconocer que no era, en verdad, una intelectual.
En ese año 18, Ish hizo otro esfuerzo y trató de reunir a todos los niños en edad de
aprender, para que no fueran totalmente ignorantes. Tuvo éxito un tiempo; luego, los es-
colares lo abandonaron. No supo jamás si había obtenido algún resultado y sufrió una
amarga decepción.
El año 19 fue llamado el año del alce a causa de un incidente que impresionó a los ni -
ños. Una mañana, Evie, asomada a la ventana, gritó algo con su rara voz ronca, señalan-
do afuera con el dedo. Miraron y vieron un animal desconocido. Era un alce, el
primero que se había aventurado en esos parajes. Sin duda los rebaños se habían multi-
plicado y ahora bajaban del norte a recuperar las posesiones que el hombre les había
arrebatado.
Para el año 20 todos estuvieron de acuerdo: el año del terremoto. El viejo volcán de
San Leandro había vuelto a la actividad, y una madrugada, una violenta sacudida, seguida
de un estrépito de chimeneas que caían, despertó a la Tribu. Las casas habitadas sopor-
taron el fenómeno gracias a George, que las mantenía en excelente estado. Pero las que
habían sido roídas por las termitas, minadas por las aguas de las lluvias o carcomidas por
el moho, se derrumbaron rápidamente. Los escombros cubrieron las calles, y el terremoto
acabó así el lento trabajo del tiempo.
Para el año 21 Ish había elegido un nombre: el año de la mayoría de edad. Los miem -
bros de la Tribu eran ahora treinta y seis: siete abuelos, Evie, veintiún hijos, y siete nietos.
Sin embargo, ese año, como muchos otros, conmemoró un incidente sin importancia.
Joey, uno de los mellizos -los más jóvenes de los hijos de Ish y Em- era un muchacho
despierto, aunque menudo para su edad, y menos dotado para los juegos que la mayor
parte de los otros niños. Como benjamín, era el favorito de sus padres. Sin embargo, en
aquella tropa de niños pasaba un poco inadvertido, y acababa de cumplir los nueve años.
Pero a final de año se advirtió que Joey sabía leer, no lenta y trabajosamente como los
otros chicos, sino con facilidad y gusto. Ish se sintió invadido por una ola de ternura y or -
gullo. Sólo en Joey ardía realmente la llama de la inteligencia.
Los otros lo admiraron también, y todos de acuerdo declararon que el año sería llama-
do el año en que Joey leyó.
«No sabes», escribió Cohelet en su sabiduría, «cómo se forman los huesos del niño en
el seno de la madre.» Pasaron siglos desde que Cohelet observó las cosas del mundo, y
las encontró tan inconstantes como el viento, y no conocemos aún el secreto del destino
humano. Ignoramos, particularmente, por qué la mayoría sólo ve el mundo visible, y por
qué son tan raros los elegidos que más allá de las cosas materiales ven lo que aún no es,
e imaginan así lo que podría ser. Sin estas raras criaturas, sin embargo, los hombres son
semejantes a bestias.
En las sombrías y húmedas profundidades se unen las dos mitades, y cada una de
ellas lleva en sí la perfecta mitad del genio. Pero esto no es aún suficiente. El niño debe
venir al mundo en tiempo y lugar propicios para cumplir su tarea. Y eso no es todo. En el
mundo donde vive el niño, la muerte cabalga día y noche.
Cuando nacen millones de niños, todos los años, se cumple alguna vez el raro milagro,
y un profeta aparece entre los hombres. Pero ¿qué esperanza puede haber cuando la hu -
manidad ha sido diezmada y los niños son pocos?
Ish advirtió de pronto que se había incorporado sin saber por qué ni cómo. Hablaba. En
realidad, pronunciaba un discurso.
-Escuchad -decía-, ha llegado la hora de actuar. Hemos esperado bastante.
Estaba en la sala de su casa, y se dirigía a un grupo de amigos. Y sin embargo, le pa -
recía estar en un estrado, en un anfiteatro inmenso, y dirigiéndose a toda una nación, la
humanidad entera.
-Hay que acabar con esto -continuó-. No podemos seguir en esta vida cómoda, hurgan-
do en los restos de los viejos días, no creando ni haciendo nada nosotros mismos. Estos
tesoros se agotarán un día, si no en nuestra época, en la de nuestros hijos, o nuestros
nietos. ¿Qué ocurrirá entonces? ¿Qué será de ellos si nada producen? Encontrarán siem-
pre de qué alimentarse, supongo. Las vacas y conejos no desaparecerán de la noche a la
mañana. Pero ¿y los objetos manufacturados, las herramientas? ¿Cómo encenderán fue-
go cuando no haya más fósforos?
Se interrumpió para pasear a su alrededor una mirada. Todos sonreían, aprobando.
Joey lo miraba excitado, con los ojos brillantes.
-Esa refrigeradora de que hablabais hace un rato -siguió Ish- es un buen ejemplo. Dis-
cutimos y nos cruzamos de brazos. Nos parecemos a aquel viejo rey encantado, que veía
el ir y venir de las gentes. Pero él nunca podía moverse para no romper el encantamiento.
Parecería que aún pesara sobre nosotros el Gran Desastre. Así pudo haber sido al princi-
pio. Unos seres humanos que han visto desaparecer el mundo no pueden recobrarse rápi-
damente. Pero han pasado veintiún años, y hay jóvenes aquí que no conocieron la catás-
trofe.
»Hay mucho que hacer. Necesitaríamos más animales domésticos, y más perros. De-
beríamos alimentarnos de nuestros propios cultivos, en vez de asaltar los viejos almace-
nes. Deberíamos enseñar a los niños a leer y escribir correctamente. Ninguno de vosotros
me ha apoyado. Pero no podemos vivir como parásitos. Es necesario avanzar.
Hizo una pausa, buscando palabras que renovasen el viejo aforismo, «el que no avan-
za, retrocede», y hubo un coro de aplausos. Ish pensó que los había entusiasmado con su
elocuencia, pero vio en seguida que en casi todas las caras había una sonrisa irónica.
-Un discurso viejo, pero bueno, papá -señaló Roger.
Ish lo miró con furia. Jefe de la Tribu desde hacía veintiún años, no le agradaba que se
burlasen de él. Pero Ezra se echó a reír, y la tensión desapareció en seguida.
-Bueno, ¿haremos algo? -preguntó Ish-. Quizás el discurso es viejo, pero sigue siendo
tan verdadero como antes.
Esperó. Jack, su hijo mayor, sentado en el piso, se incorporó pesadamente. Era ya más
alto y más fuerte que su padre, y tenía varios hijos.
-Lo siento, papá -dijo-, pero tengo que irme.
-¿Por qué? ¿Adónde vas? -preguntó Ish, un poco irritado.
-Tengo algo que hacer esta tarde.
-¿No puede esperar?
Jack iba ya hacia la puerta.
-Sí, quizá podría esperar -dijo poniendo la mano en el picaporte-. Pero será mejor que
me vaya.
Hubo un momento de silencio. Se oyó el ruido de la puerta que se abría y se cerraba.
Ish sintió que se le encendía el rostro.
-Continúa, Ish -dijo alguien, y a pesar de su ira Ish reconoció la voz de Ezra-. Dinos qué
debemos hacer. Me gustan tus ideas.
Sí, era la voz de Ezra, y Ezra, como de costumbre, trataba de restablecer la paz, pensó
Ish, y hasta lo halagaba.
Ish se serenó. ¿Cómo negarle a Jack su independencia? Jack era un hombre ahora, y
no el niño que debe obedecer a su padre. Pero Ish se sentía inquieto aún, y tenía necesi -
dad de hablar. El incidente, por lo menos, podía convertirse en tema de meditación.
-La actitud de Jack -dijo- es un verdadero símbolo. Hemos vivido día a día todos estos
años, sin esforzarnos en producir alimentos, ni resucitar la civilización material. No es és-
te, sin duda, el único aspecto de la cuestión. La civilización no era solamente una colec -
ción de artefactos. Era también una organización social, un conjunto de normas, leyes, há-
bitos individuales y sociales. De todo eso, sólo hemos conservado la familia. Es natural,
supongo. Pero cuando nuestro número aumente, la familia no bastará. Si un niño va por
mal camino, los padres lo corrigen. Pero cuando el niño crece, escapa a nuestra tutela. No
tenemos leyes, no somos ni una democracia, ni una monarquía, ni una dictadura, ni nada.
Si alguien, Jack por ejemplo, decide no asistir a una reunión importante, nadie puede im-
pedírselo. Aunque votáramos y decidiésemos llevar a cabo algún trabajo, no habría modo
de asegurar su ejecución. Sólo podemos contar con la buena voluntad.
Había terminado su discurso, pensó Ish, sin a ninguna conclusión. Sólo la cólera nacida
partida de Jack había inspirado sus palabras. Ignoraba las reglas de la elocuencia, y rara
vez improvisaba un discurso.
Sin embargo, todos habían escuchado con y simpatía. Ezra fue el primero en expresar
su aprobación.
-¡Así es! -dijo-. Qué tiempos maravillosos aquellos. ¡Qué no daría yo por encender el
gran aparato de radio de George y escuchar de nuevo a Charlie McCarthy! ¿Recuerdas
cómo el hombrecito se burlaba del otro, y cómo éste le contestaba?
Ezra sacó el penique victoriano que era su amuleto. Lo lanzó al aire y lo atrapó al vue-
lo, entusiasmado con el recuerdo de los viejos cómicos.
-Y el cine -continuó-. Uno pagaba y se sentaba tranquilamente. Y las canciones de las
películas, y en la pantalla se veía a Bob Hope o Dotty Lamour. ¡Qué tiempos aquellos!
¿No podríamos encontrar aquellas películas y pasárselas a los chicos? ¡Cómo se reirían!
¡Quizás hasta podamos descubrir alguna película de Chaplin!
Ezra sacó un cigarrillo, frotó una cerilla, y brotó tina llamita clara. Conservados en luga -
res secos, los fósforos parecían no estropearse nunca. Sin embargo, nadie sabía cómo se
fabricaban y cada vez que se encendía una llamita, había un fósforo menos. Y Ezra pen -
saba que el retorno de la civilización era resucitar el cinematógrafo, y al mismo tiempo en -
cendía un fósforo.
-Si dos o tres de los muchachos me ayudaran -intervino George- podríamos tener aquí
la refrigeradora dentro de unos pocos días.
George calló. Ish supuso que no tendría más que decir, pues no era muy elocuente.
Ante la sorpresa de todos, prosiguió:
-Pero esas leyes de que hablabas... No sé. No me disgusta vivir en un lugar sin leyes.
Uno puede hacer ahora lo que quiera. Puedes detener el auto donde se te antoje, hasta
junto a una bomba de incendio. Ningún policía vendrá a molestarle. Bueno, puedes dejar
el coche junto a esa bomba si tienes un coche que funcione.
Era la primera vez, pensó Ish, que George se permitía una broma. George se festejaba
ahora su gracia con un débil cloqueo. Los otros le hicieron coro. En la Tribu, el nivel del
humor nunca había sido muy alto.
Ish abrió la boca, pero Ezra se le adelantó.
-Muy bien, propongo un brindis -dijo-. ¡Por la ley y el orden!
Los viejos recibieron con una risa la vieja fórmula, pero para los jóvenes no significaba
nada.
Todos bebieron, y la conversación volvió a la trivialidad que convenía a una reunión
mundana.
Después de todo, pensó Ish, ésta es una reunión mundana, y la discusión de los pro-
blemas serios está fuera de lugar. Su vehemente discursito daría quizá sus frutos en el fu -
turo. Pero lo dudaba. En otro tiempo se decía que para reparar el techo hay que esperar a
que llueva. Y ahora la gente era menos previsora que antes. Seguirían así hasta que un
día algún suceso desagradable, o aun grave, los obligara a actuar.
Ish brindó con los otros y escuchó distraídamente la conversación, mientras seguía el
hilo de sus propios pensamientos. Había sido un día importante. Había grabado el número
21 en la superficie lisa de la roca, y había comenzado el año 22. Y el nombre dado al año
21 parecía prometer un brillante futuro a su benjamín.
Se volvió hacia Joey y vio que el chico lo miraba con admiración. Sí, sólo Joey lo com-
prendía realmente.
Ish acababa de acostarse, aquella misma noche, cuando se oyeron unos disparos de
armas de fuego. Se incorporó de un salto. Se oyó otra detonación, y en seguida un es -
truendo de fusilería atronó la noche.
La cama se estremeció suavemente. Em se reía.
-La trampa de siempre -dijo Ish más tranquilo.
-Esta vez te asustaste realmente.
-He estado pensando demasiado en el futuro. Sí, tengo los nervios a flor de piel.
Se oyó una descarga cerrada, como si se estuviese librando una lucha de guerrillas.
Ish se acostó otra vez. Como en años anteriores, cuando ya no había nadie junto a la ho -
guera, uno de los muchachos había arrojado a las cenizas calientes unas cajas de cartu -
chos. Las cajas se habían quemado, y ahora los cartuchos estallaban. La broma no era
totalmente inofensiva, aunque en aquella época la hierba verde evitaba todo peligro de in-
cendio. Las gentes, advertidas de antemano, se mantenían lejos de las brasas. Probable-
mente, pensó Ish, la broma le estaba dedicada, y todos los otros estaban enterados.
Y bien, había mordido el anzuelo. Se sintió irritado, pero por razones más serias.
-Bueno -le dijo a Em-, seguimos como siempre. Cajas enteras de cartuchos desperdi-
ciados, y nadie sabe fabricarlos. Vivimos en una región infestada de pumas y toros salva-
jes, y sólo las armas de fuego pueden protegernos. Y nos alimentamos de vacas, conejos
y codornices que matamos a tiros.
Em no respondió, e Ish, enojado, pensó en las hogueras. Imaginó las maderas sacadas
de un aserradero y los rollos de papel higiénico. Las cajas de fósforos daban hermosas
llamas azules. En otro tiempo aquella hoguera hubiese costado diez mil dólares. Hoy esos
materiales eran aún más preciosos, pues no podían reemplazarse.
-No te atormentes, querido -susurró Em-. Es hora de dormir.
Ish se acercó a ella, y apoyó la cabeza en su pecho, y le pareció como otras veces que
Em le comunicaba fuerza y confianza.
-No me atormento demasiado -dijo-. Quizá me divierta ver el futuro muy negro, e imagi -
nar que vivimos peligrosamente.
Calló un momento. Em no replicó, e Ish pensó en voz alta:
-¿Recuerdas? Yo decía lo mismo hace mucho tiempo. Debemos crear, y no vivir del pi -
llaje. No nos conviene, incluso psicológicamente. Lo decía antes de que naciese Jack.
-Sí, recuerdo. Lo repetiste bastantes veces. Sin embargo, es mucho más fácil abrir la-
tas de conservas, mientras haya latas en almacenes y tiendas.
-Pero cualquier día se agotarán las reservas. ¿Qué harán entonces las gentes?
-Las gentes resolverán entonces ellas mismas el problema. Querido, te lo ruego, no te
atormentes tanto. Sería distinto si hubiera aquí otros hombres como tú, hombres que pre-
vén siempre el futuro. Pero todos somos gente común: Ezra, George, yo. Darwin, me pa -
rece, dijo que descendíamos del chimpancé o del orangután. Y creo que los chimpancés
no piensan mucho en el porvenir. Si descendiéramos de abejas u hormigas seríamos más
previsores, y si nuestros antepasados fueran las ardillas, almacenaríamos nueces para el
invierno.
-Quizá. Pero en los viejos tiempos todos pensaban en el futuro. Piensa en la civilización
que llegaron a edificar.
-Y disfrutaban con Dotty no sé cuántos y Charlie McCarthy, como dice Ezra. -Em cam-
bió de tema:- Y ese pillaje, como lo llamas, ¿por qué te atormenta tanto? ¿Era tan diferen -
te antes? Si necesitas cobre, entras en una ferretería y te lo llevas. En los viejos tiempos
sacaban el cobre de las montañas. Mineral de cobre, es cierto, pero era lo mismo un pilla-
je. En cuanto a los alimentos, se explotaban las riquezas del suelo y se las transformaba
en trigo. Nosotros obtenemos lo que necesitamos en los almacenes. No veo una gran di-
ferencia.
Este razonamiento desconcertó por un rato a Ish. Pero en seguida volvió a la carga.
-No, no era así -dijo-. Nuestros predecesores creaban más que nosotros. El mundo es-
taba en continua actividad. Producían lo que consumían.
-No estoy tan segura -replicó Em-. Recuerdo haber leído en los suplementos dominica-
les de los diarios que un día se acabarían el coke y el petróleo, y que se agotaría el suelo
y no tendríamos qué comer.
Una larga experiencia le decía a Ish que Em deseaba dormir. No replicó. Pero no pudo
conciliar el sueño y se puso a pensar. Recordó las horas que habían seguido al Gran De-
sastre, cuando imaginaba cómo resucitar la civilización. Y sus reflexiones filosóficas sobre
la transformación del mundo. Unas veces el hombre luchaba tenazmente contra el medio;
otras, el medio cambiaba al hombre. Sólo una inteligencia muy poderosa podía imponerse
al mundo.
Recordó entonces al pequeño Joey, el niño precoz de clara mirada, el único que pare-
cía comprenderlo enteramente. Imaginó a Joey adolescente, a quien podría hablarle sin
reticencia. Y hasta preparó su discurso.
Tú y yo, Joey, le diría, somos de la misma rama. Ezra, George y todos los demás son
buena gente. Gente simple y normal. La humanidad necesita muchos como ellos, pero les
falta la chispa que enciende el fuego. ¡Nosotros somos esa chispa!
Y de Joey, la cima, Ish pasó revista, rápidamente, a los otros, hasta llegar a Evie, lo
más bajo. ¿No se habían equivocado al conservar a Evie con ellos? Había un remedio
para esos casos, recordó. La eutanasia. La muerte misericordiosa, como decían antes.
Pero, en aquel grupito, ¿quién podía arrogarse el derecho de suprimir a un ser como Evie,
aunque ella no conociese la felicidad, ni hiciera feliz a nadie? La responsabilidad de esta
decisión sólo podía recaer sobre un jefe supremo. La simple autoridad de un padre ameri -
cano, la opinión de un grupo de amigos no bastaban. El problema se resolvería más tarde.
No con relación a Evie quizá. Pero nacería una organización, y se actuaría enérgicamen-
te.
Vio con tanta claridad aquel mundo futuro, que se agitó bruscamente, como si ya orde-
nase hacer frente a alguna eventualidad.
Em no se había dormido aún, o el movimiento de Ish la había despertado.
-¿Qué te pasa, querido? -preguntó-. Das saltos como un cachorro que sueña con un
león.
-Algún día cambiarán las cosas -dijo Ish, como si Em hubiera seguido sus pensamien-
tos.
-Sí, ya lo sé -dijo ella-. Habrá que hacer algo. «Organizarse» creo que es la palabra.
Prevenirse para el futuro.
-¿Adivinas el pensamiento?
-Bueno, querido, lo has dicho tantas veces... Es como una idea fija. Siempre que llega
un nuevo año, George habla de la refrigeradora y tú hablas de los cambios y los peligros.
¡Y nada ha cambiado aún!
-Sí, pero algo ocurrirá un día. Es inevitable. Verás como tengo razón.
-Tienes razón, querido. Sigue atormentándote. No puedes vivir sin preocupaciones. Y
esta preocupación, me parece, no te hará daño.
Em no dijo nada más. Abrazó a Ish y lo apretó contra su cuerpo. Ish se tranquilizó y se
durmió.
De la cañería rota sigue manando agua, que forma un río. Ni una sola gota llega a los
depósitos. Al mismo tiempo, por mil fisuras que aparecieron en el curso de los años, por
los grifos que nadie cerró en el momento del Gran Desastre, por las grietas que abrió el
temblor de tierra, se escurre constantemente el agua, y el nivel desciende en los depósi-
tos.
Como Ish había anunciado, nada se hizo. Pasaron las semanas. Ningún hombre jadeó
tratando de llevar la refrigeradora a lo alto de la loma, ninguna azada golpeó volcando la
tierra. De cuando en cuando, Ish se inquietaba, pero en general la vida seguía su camino,
y él mismo se dejaba arrastrar por la despreocupación de sus compañeros. Con sus viejos
hábitos de observador científico, aun manteniéndose aparte, seguía preguntándose qué
iría a ocurrir.
Pensaba a veces que la brusca desaparición de la sociedad secular seguía afectando a
todos sus compañeros. La antropología citaba muchos ejemplos similares. Los cazadores
de cabezas y otros indios, privados de sus ocupaciones tradicionales, habían perdido has-
ta la voluntad de vivir. Las nuevas leyes les prohibían robar caballos o cazar cabelleras, y
ya nada deseaban. Otras veces, un clima suave y abundancia de alimentos quitaban al
hombre toda idea de progreso. Así, en los trópicos, en algunas islas de los mares del Sur,
los isleños se alimentaban exclusivamente de bananas. ¿O habría aquí otra causa?
Ish intentaba en realidad resolver un problema que intrigaba a los filósofos desde los al -
bores de la civilización humana: el de las fuerzas dinámicas de la sociedad. ¿Por qué la
sociedad se transforma? El estudioso Ish era más afortunado que Cohelet, Platón, Mal -
thus o Toynbee. Tenía ante los ojos una sociedad reducida que podía someterse a verda -
deras experiencias de laboratorio.
No obstante, cada vez que alcanzaba este punto de su razonamiento, Ish sentía que
esa simplicidad era sólo aparente. Dejaba de ser un sabio para convertirse en un hombre,
y adoptaba una actitud no muy distinta de la de Em. Esta sociedad de San Lupo no era el
macrocosmos puro y simple de un filósofo, un pequeño acuario arrebatado al océano de
la humanidad. No. Era un grupo de individuos. Era Ezra, Em, los muchachos... y sí, Joey.
Si cambiaran los individuos la situación ya no sería la misma. Bastaría cambiar un solo in -
dividuo. Por ejemplo, en lugar de Em... Dotty Lamour. O bien, en lugar de George, uno
de los grandes pensadores que había conocido en la universidad, el profesor Sauer. Todo
sería también diferente.
Pero ¿podía asegurarlo? Quizá no. Quizás el ambiente se impusiera a todos, incluso a
los gigantes.
Sin embargo, Em se equivocaba cuando temía que las preocupaciones le trajesen a Ish
alguna úlcera o una enfermedad nerviosa. Al contrario, apasionándose con sus observa-
ciones, Ish se interesaba aún más en la vida. Desde los días del Gran Desastre se había
asignado el papel de testigo en un mundo que había perdido a sus dueños. Habían pasa-
do veintiún años, y los cambios eran aún demasiado lentos para que fuesen visibles de un
día a otro, o aun de un mes a otro. El problema de la sociedad -su adaptación, su renaci -
miento- ocupaba ahora toda su atención.
Y otra vez debía corregir su pensamiento. No podía, ni debía, limitarse a ser un obser -
vador, un sabio. Platón y los otros filósofos habían podido permitirse mirar el mundo y ha-
cer comentarios más o menos sarcásticos. Sus obras habían influido en las generaciones
futuras, pero no habían sido responsables del desarrollo y crecimiento de la sociedad. Ra-
ramente el pensador había sido también un jefe: Marco Aurelio, Tomás Moro, Woodrow
Wilson. Ish no se creía un jefe, en el sentido exacto del término, pero era el intelectual, el
pensador de una pequeña comunidad. Inevitablemente, los otros recurrían a resolver las
dificultades; en caso de grave peligro todos le pedían protección.
Obsesionado por esta idea, había buscado muchas veces en la biblioteca municipal
biografías de pensadores que hubiesen sido también jefes. La suerte estos hombres no
era envidiable. Marco Aurelio había agotado, en cuerpo y alma, en sangrientas e infruc -
tuosas campañas en las fronteras del Danubio. Tomás Moro había subido al cadalso, y
más tarde, destino irónico, había sido canonizado como mártir de la Iglesia. A los ojos de
sus biógrafos, Wilson había sido también un mártir, pero ninguna Iglesia de la paz lo había
declarado santo. No, el intelectual no se había distinguido en el poder. Sin embargo, en
una sociedad que sólo contaba con treinta y seis miembros, Ish podía influir en el futuro
más que un emperador, un canciller o un presidente de los viejos días.
La primera semana del año, unas lluvias torrenciales ayudaron a mantener el nivel del
agua en los tanques. Luego, un poco antes que de costumbre, se inició el período de se -
quía de mediados de invierno.
Como la sangre de un leviatán que brotase por miles de orificios, diminutos como pin-
chazos de alfiler, el agua vital se escurre por los grifos abiertos, las conexiones flojas y los
agujeros de las tuberías.
Y ahora en el tanque, donde el indicador inmóvil señalaba un nivel de seis metros, sólo
había una delgada capa de agua.
Aquella mañana Ish despertó y vio que era un hermoso día de sol. Había dormido bien
y se sentía descansado. Em se había levantado ya, y los ruidos familiares que venían de
la cocina anunciaban que el desayuno no tardaría. Se quedó acostado algunos minutos,
disfrutando de su bienestar. Le agradaba quedarse así en cama, y no sólo los domingos
como antes. En la nueva vida no se consultaban ansiosamente los relojes, y nadie se
apresuraba a tomar el tren de las 7,53. Esta libertad, desconocida en los viejos tiempos,
convenía a la independencia de su carácter.
Al fin se levantó y afeitó. No había agua caliente, aunque no la necesitaba. Un mentón
hirsuto no hubiera molestado a nadie, pero después de afeitarse sentía una agradable
sensación de limpieza y bienestar.
Se puso luego una camisa limpia y unos pantalones de sarga azul, se calzó unas có-
modas zapatillas, y bajó a desayunar.
Cuando entraba en la cocina, Em, con una voz más alta que de costumbre, decía:
-Josey, mi pequeña, ¿por qué no abres más ese grifo?
-Pero, mamá, no se puede abrir más.
Ish entró y vio a Josey con la tetera debajo del grifo. El agua caía gota a gota.
-Buenos días -saludó-. Le diré a George que revise las tuberías. Josey, ve a buscar
agua a un grifo del jardín.
Josey echó a correr e Ish besó a Em y le habló de sus planes para el día. Pasó un rato
y al fin Josey volvió con la tetera llena.
-Salió mucha agua al principio -dijo-, pero se acabó en seguida.
-¡Qué fastidio! -se quejó Em-. No tenemos agua para lavar los platos.
Ish reconoció el tono de voz. La situación era crítica y Em esperaba que los hombres la
ayudaran.
Sirvieron el desayuno en el comedor. Ish se sentó a la cabecera y Em enfrente. Ahora
sólo quedaban cuatro hijos en la casa. Robert, de dieciséis años, casi un hombre según
las normas de la Tribu, estaba en un extremo; a su lado se sentaba Walt, de doce años,
alto y activo, y enfrente, cerca de la puerta de la cocina, Joey y Josey, que ayudaban a
preparar el desayuno, poner la mesa, servir, y lavar la vajilla.
Ish no pudo dejar de pensar que esta escena familiar no era muy distinta de otras de
los viejos días. En su juventud, ciertamente, no había deseado tantos hijos. Pero la familia
seguía siendo la misma, como en todos los tiempos y todas las sociedades: el padre, la
madre y los hijos; una célula básica y biológica más que social. Al fin y al cabo, pensó, la
familia era la más duradera de todas las instituciones. Había precedido a la civilización, y
ahora la sobrevivía.
Había jugo de pomelo... envasado, por supuesto. Ish dudaba que aquellos jugos insípi-
dos conservaran alguna vitamina. Pero aun así, eran refrescantes, y por lo menos no ha -
cían daño. No había huevos, pues gallinas no habían sobrevivido al Gran Desastre. No
había tampoco jamón, difícil de encontrar, y no se veían cerdos en los alrededores. El ja -
món había sido reemplazado, ventajosamente, aun para el gusto de Ish, por sabrosas y
doradas costillas de buey. Los niños las preferían a cualquier otro alimento. Acostumbra -
dos desde su infancia a alimentarse de carne, eran resueltamente carnívoros. Ish y Em,
en cambio, preferían las tostadas y los cereales. Pero como las ratas y gusanos habían
devorado los paquetes de harina y avena, se contentaban con sopas de sémola de maíz.
Echaban a la sémola leche condensada, y la endulzaban con algún jarabe, pues las ratas
y la humedad habían acabado con el azúcar. Los adultos bebían también café. Ish ponía
en el suyo leche y jarabe; Em lo prefería amargo y negro. El café, como el jugo de pome-
lo, había perdido casi todo su aroma.
Este desayuno tipo había sido adoptado poco a poco. Era bastante satisfactorio, y para
añadirle vitaminas comían fruta fresca. Aunque las heladas, los insectos y los conejos ha-
bían devastado las huertas, y había que recurrir a fresas y frambuesas silvestres, manza-
nas no muy agusanadas y ciruelas ácidas que crecían en árboles silvestres.
Cuando Ish acabó de desayunar, se echó en un sillón, sacó un cigarrillo y lo encendió.
Pero los cigarrillos no habían soportado bien la prueba del tiempo. No se encontraban ya
latas de cigarrillos, y los de los paquetes comunes estaban muy secos. Había que hume-
decerlos, pero entonces parecían a veces demasiado húmedos. Así ocurría con el que Ish
tenía en los labios. Por otra parte, no tenía la conciencia tranquila, y no podía fumar en
paz. En la cocina, Em y los mellizos parecían quejarse y dedujo que no tenían agua.
Será mejor que vaya a ver a George y le pida que limpie esa tubería, pensó. Se incor -
poró y salió a la calle.
Pero antes de ir a buscar a George se detuvo en casa de Ezra. No porque Ezra supiera
arreglar algo, o lo necesitara para tratar con George; pero le agradaba su compañía. Lla-
mó, y Jean acudió a la puerta.
-Ez no está -dijo la mujer-. Esta semana vive en casa de Molly.
Ish se turbó un poco, como cada vez que se encontraba con la práctica real de la biga -
mia. Asombrosamente, Jean y Molly eran grandes amigas y se ayudaban en los quehace-
res domésticos. Era un triunfo de aquella virtud de Ezra, capaz de entenderse con todos, y
crear a su alrededor una atmósfera de afabilidad.
Ish dio media vuelta, pero luego recordó el propósito de su visita a George, y se volvió
otra vez.
-Jean -dijo-, ¿hay agua en tus grifos?
-No -respondió Jean-. No. Un hilo nada más.
Jean cerró la puerta. Ish bajó los escalones del porche y fue hacia la casa de Molly.
Sintió un leve escalofrío.
Molly no tenía dificultades con sus grifos. Pero su casa estaba en una calle más baja, y
podía haber un poco de agua en las tuberías.
Ish y Ezra fueron juntos a ver a George, que vivía en una casa elegante y cuidada, pro -
tegida por una verja blanca pintada recientemente. Maurine los hizo pasar a la sala y los
invitó a sentarse mientras iba a buscar a George, que arreglaba algo. Ish se sentó en mu -
llida butaca tapizada de terciopelo. Luego, como siempre, miró alrededor, sintiendo otra
vez el mismo asombro y un placer casi perverso. Esta sala de George y Maurine corres-
pondía exactamente a los ideales de un próspero carpintero de los viejos días. Había lám-
paras eléctricas, con rosadas pantallas de abalorios, un lujoso reloj eléctrico, un magnífico
aparato de radio de cuatro bandas de frecuencia, un aparato de televisión. En las dos me -
sas había unas carpetas artísticamente dispuestas, y en una de ellas se veía una pila de
revistas populares.
Las lámparas no alumbraban, pues no había electricidad, y las agujas del reloj eléctrico
marcaban eternamente las 12.17. Las revistas eran por lo menos de veintiún años atrás.
El aparato de radio nada podía transmitir, aunque hubiera habido corriente.
Sin embargo, todos esos objetos eran símbolos de prosperidad. En los viejos días,
George había sido carpintero. La posición económica del marido de Maurine debía de ha-
ber sido similar. Habían deseado siempre tener lámparas, relojes eléctricos, aparatos de
radio, y ahora que estaban a su alcance los habían traído a la casa. A la noche, Maurine
encendía una lámpara de petróleo y ponía un disco en el fonógrafo de mano. Era ridículo,
y un poco emocionante. Ish se acordó de un comentario de Em:
-En los viejos tiempos, recuerda -había dicho Em-, las gentes ponían un piano en la
sala, y a veces un piano de cola, aunque nadie en la casa supiese una palabra de música.
Y tenían una colección de aquellos libros... los clásicos de Harvard, que no leían jamás. E
instalaban un hogar sin chimenea. Querían mostrar que podían permitirse esos lujos. Eran
el símbolo del éxito. Esas lámparas de George y Maurine no son otra cosa, aunque no
den luz.
Las pisadas de George resonaron en el vestíbulo y su silueta maciza apareció en la
puerta. Traía una llave inglesa en la mano, y estaba vestido con su acostumbrado traje de
carpintero, arrugado y manchado de pintura. Hubiera podido ponerse un traje nuevo todos
los días, pero se sentía más cómodo con ropa usada.
-Hola, George -dijo Ezra, que siempre hablaba antes que nadie.
-Buenos días, George -dijo Ish.
George movió la boca un rato, como si buscase las palabras más adecuadas. Al fin se
decidió:
-Buen día, Ish... Buen día, Ezra.
-Escucha, George -prosiguió Ish-. No hay agua en mi casa, ni en casa de Jean. ¿Y
aquí?
Una pausa.
-Aquí tampoco -respondió al fin George.
-Y bien -dijo Ish-, ¿qué opinas?
George titubeó. Movió la boca como si tuviese entre los labios un cigarro imaginario. Su
estupidez era exasperante. Pero Ish dominó su irritación. George era un buen hombre,
siempre dispuesto a ayudar.
-Y bien -repitió-, ¿qué opinas, George?
George movió el imaginario cigarro hacia una comisura de la boca, y luego dijo:
-Bueno, si arriba tampoco hay agua, es inútil que trate de destapar mis cañerías. Algo
ha pasado en el caño principal.
Ezra miró a Ish de reojo, y una sombra de sonrisa se le dibujó en los labios. La conclu-
sión de George era demasiado obvia, o por lo menos parecía muy notable.
-Quizá tengas razón, George -dijo Ish-, pero ¿qué haremos?
Antes de responder, George movió el cigarro hasta el otro lado de la boca.
-No sé.
Como Em, George consideraba que esta dificultad no era de su incumbencia. Si le pi-
dieran que arreglase un grifo flojo o un vertedero atascado, se pondría en seguida a traba -
jar. Pero no era un mecánico, y menos un ingeniero. Como siempre, Ish era el indicado.
-¿De dónde venía el agua? -preguntó Ish, de pronto.
Los otros callaron. Era curioso. Habían usado el agua veinte años, sin preguntarse de
dónde salía. Era un don del pasado, tan gratuito como el aire, las cajas de habas y las bo-
tellas de salsa de tomate que se apilaban en los mercados. Ish se había preguntado algu-
na vez, vagamente, cuánto tiempo correría el agua, y qué deberían hacer para asegurarse
nuevas reservas. Pero no había tomado ninguna decisión. El agua no se acabaría de la
noche a la mañana, y no había prisa. Por primera vez tenía una razón inmediata para de-
cirse: «Hay que ocuparse de las reservas de agua».
Interrogó sucesivamente con la mirada a George y Ezra y no obtuvo respuesta. George
se apoyaba ora en un pie, ora en el otro. Los ojos maliciosos de Ezra parecían decir que
aquél no era su terreno. Ezra conocía a la gente. Vendedor en una tienda de vinos, sabía
sin duda bromear con los clientes y venderles las marcas que más favorecían a la casa,
pero, en cuanto a las ideas, Ish era superior a él. E Ish comprendió que debía responder a
su propia pregunta.
-El agua viene seguramente de la vieja red de la ciudad -dijo-. Es decir, venía. Lo me -
jor, creo, será subir a los depósitos y ver si todavía hay agua.
-Muy bien -dijo Ezra, siempre de acuerdo-. ¿Y si hablásemos con los muchachos?
-No -dijo Ish-. Si se tratara de una partida de caza o de pesca, perfectamente. Pero no
saben nada de reservas de agua.
Salieron, llamaron a los perros, y prepararon los arneses. Los depósitos estaban a
unos mil quinientos metros, pero desde su encuentro con el puma, Ish no hacía largas ca -
minatas, y a George los años le habían endurecido las piernas. Los preparativos fueron
bastante largos. En ocasiones semejantes, Ish lamentaba que el arte de domar caballos
se hubiera perdido. No había caballos salvajes en las cercanías, pero debían de abundar
en el valle de San Joaquín. Por desgracia, los tres hombres eran gente acostumbrada a
los automóviles, y no sabían tratar a los caballos. Los perros eran más convenientes; exi -
gían menos cuidados y comían cualquier trozo de carne. Los caballos, en cambio, necesi-
taban buenos pastos y había que protegerlos contra los zorros y los pumas. En fin, a falta
de automóviles, los carritos tirados por perros satisfacían las modestas necesidades de la
Tribu, y George se sentía feliz haciendo los carritos y reparándolos. Durante un tiempo,
cuando se sentaba en uno de aquellos vehículos, arrastrados por cuatro perros, Ish creía
participar en una grotesca cabalgata y ofrecer un risible espectáculo. Pero los otros no te -
nían tantos escrúpulos, y, poco a poco, se había habituado. ¿No había habido antes tri-
neos de perros? ¿Por qué no carritos?
Dejaron los perros al pie de la última ladera y subieron por el viejo sendero abriéndose
camino entre las zarzas. Se inclinaron sobre el depósito. Había sólo una pequeña capa de
agua en dos o tres lugares bajos, y la tubería de desagüe había quedado al aire. La mira-
ron largamente y Ezra suspiró:
-Era esto.
Hicieron algunos planes, pero sin interés ni convicción. La estación de las lluvias llega-
ba a su fin, y había pocas posibilidades de que el agua llenara otra vez el depósito. Des -
cendieron por el sendero, subieron a los carritos y regresaron a las casas.
Al acercarse, los perros de los carritos se pusieron a ladrar, y los que habían quedado
en las casas les hicieron coro. Toda la colonia se había reunido en casa de Ish. Cuando
Ish comunicó la noticia, los rostros de los mayores se ensombrecieron, y un niño, dema-
siado joven para apreciar la gravedad de las circunstancias, se echó a llorar. Todos habla -
ban a la vez. Nadie temía morir de sed, pero las mujeres no podían admitir que no hubiera
más agua en los baños y no un solo día, sino nunca más. Era volver al estado salvaje.
Sólo Maurine aceptó resignada la catástrofe.
-Pasé mis primeros dieciocho anos en una granja de Dakota -declaró-. Nunca vi un ino -
doro, excepto algún domingo en la ciudad, y teníamos que salir de la casa. Al fin papá nos
llevó a todos a California, en el viejo auto, pero yo pensaba que eso no podía durar y que
pronto tendríamos que salir otra vez, aun bajo la lluvia o la nieve. Los inodoros estaban
muy bien, pero eso se acabó. Agradezco a Dios que el tiempo no sea aquí tan frío como
en Dakota.
El problema del agua potable preocupaba sobre todo a los hombres. Al principio, como
viejos ciudadanos, pensaron en reunir todas las botellas de agua mineral que podían en -
contrarse en los almacenes y tiendas. Pero pronto comprendieron que, aun en verano, no
faltaría el agua. A pesar de los largos períodos de sequía, la región no era un desierto y
había arroyos en las cañadas, a los que nadie hasta entonces había prestado atención,
donde abrevaban las vacas y otros animales.
Precisamente en este punto asomó una diferencia entre la vieja generación y la nueva.
Ish, un geógrafo, no sabía si había un manantial o un río en los alrededores, aunque pu-
diera localizar cualquier sitio por los nombres de las calles. Los jóvenes, al contrario, po-
dían indicar ríos, lagunas y fuentes. Ignoraban el nombre de las calles, pero se orientaban
sin titubear.
Ish descubrió de pronto que su propio hijo, Walt, le señalaba la existencia de un arroyo
que él nunca había advertido, pues sus aguas se perdían en una alcantarilla, bajo San
Lupo.
Pronto la consternación inicial se transformó en alegría febril. Los más jóvenes fueron
con los carritos a llenar latas de veinte litros al manantial vecino. Los mayores se pusieron
a cavar pozos que reemplazarían a los inodoros.
El entusiasmo duró varias horas y la obra realizada fue considerable. Pero nadie esta-
ba acostumbrado a manejar el pico y la pala, y al mediodía todos se quejaban de ampo -
llas y cansancio. Cuando se separaron para almorzar, Ish comprendió que nadie volvería
al trabajo. Tenían otros proyectos: partidas de pesca, matar un toro que podía ser peligro -
so, cazar codornices para la cena. Por otra parte los jóvenes habían traído bastante agua
para satisfacer las necesidades inmediatas. Psicológicamente por lo menos, había una
enorme diferencia entre un poco de agua y nada de agua. La presencia de un recipiente
de veinte litros en la cocina borraba todas las inquietudes.
Luego del almuerzo, Ish se echó otra vez en el sillón con un cigarrillo. No tenía ningún
deseo de continuar solo el trabajo. En un manual de moral podría ser un buen ejemplo.
Pero en la práctica, se cubriría de ridículo.
El pequeño Joey se le acercó balanceándose nerviosamente sobre uno y otro pie.
-¿Qué quieres, Joey? -preguntó Ish.
-¿No vamos a trabajar un poco más?
-No, Joey, no esta tarde.
Joey siguió balanceándose. Su mirada se paseó por la sala y se fijó otra vez en su pa-
dre.
-Vete a jugar, Joey -dijo Ish dulcemente-. Todo está bien. Te daré la lección a la hora
de siempre.
Joey se fue, pero su muda simpatía había emocionado a Ish. El niño no podía com-
prender todos los problemas, pero su vivaz inteligencia le decía que su padre no estaba
satisfecho, aunque no hubiera discutido con los otros. Sí, Joey era el predestinado. Desde
que Ish había tenido esta idea, el día de año nuevo, había multiplicado las lecciones, y
Joey estudiaba con avidez. Hasta podía temerse que se transformara en un
pedante. No mostraba, además, ninguna de las virtudes del jefe, e Ish dudaba a menudo.
Este pequeño incidente, por ejemplo. Podía revelar intuición y previsión, o el simple de-
seo de rehuir a los niños de su edad, más hábiles que él en los juegos, y sentirse seguro
junto a su padre. Ish esperaba que los otros niños no advirtieran su cariño por Joey. Un
padre no tiene derecho a preferencias, pero su benjamín -como se le había revelado de
pronto- era la encarnación misma de sus sueños. Oh, por qué preocuparse tanto, pensó.
Y de repente fue como si estuviese explicándole todo a Em. «El día de año nuevo me pa-
reció que Joey era el elegido. Ahora no estoy tan seguro. Quizá sean sólo los sentimien-
tos de un padre hacia su hijo menor. Es posible que un día me pelee con él como con
Walt. Sin embargo, tengo esperanzas. Los otros no han mostrado nunca esta inteligencia,
esta vivacidad de espíritu. No sé. Quisiera saber. Seguiré probando.»
Encendió otro cigarrillo y de pronto se sintió irritado. Él mismo no había mostrado mu-
cha inteligencia. Desde hacía años repetía que algo grave iba a ocurrir. Los otros se reían
de él, profeta de las desgracias y de sus oráculos que nunca se cumplían. ¡Y aquella ma-
ñana había ocurrido! De pronto había caído un rayo sobre la Tribu. Podía recordar las ca-
ras espantadas, cuando Ezra, George y él habían traído las noticias. Había sido el mo -
mento de recordar sus profecías, de meter el dedo en la llaga. Hubiese debido pintar el
porvenir con los más negros colores. Quizás así se hubiera conseguido algo.
En realidad -y quizás él había compartido la consternación de los otros-, todos habían
buscado las soluciones más fáciles, y se habían ocultado la realidad, con la despreocupa-
ción de costumbre. O, recurriendo a una vieja comparación, quizá bastante adecuada, el
problema había resbalado sobre ellos «como agua sobre el lomo de un pato». Cuatro o
cinco horas después, todos habían olvidado la amenaza para dedicarse a los placeres de
siempre.
En apariencia por lo menos. Seguramente todos estaban aún sorprendidos e inquietos.
Unos habían ido a pescar, otros a cazar codornices. Ish había oído ya dos disparos de es -
copeta. Pero sentían probablemente un malestar, un remordimiento. Regresarían al atar-
decer, fatigados, y el momento sería favorable. Ish los reuniría. El hierro no estaría ya al
rojo vivo, pero sería posible calentarlo un poco.
Entonces, con cierta inconsecuencia, aplastó el segundo cigarrillo y se abandonó al
descanso; libre de toda preocupación, cómodamente estirado en el sofá.
Qué agradable, pensó. Es como...
Sí, qué agradable, pensó Ish estirado en el sofá. ¡Y de pronto un sobresalto! En la calle
se oyen dos detonaciones; el tubo de escape de un poderoso camión que ocupa la mitad
de la calle. Es un hermoso camión pintado de rojo con adornos azules, y en la carrocería
hay unas grandes letras blancas: U.S. GOVT. Baja un hombre, es el conductor, y sin em-
bargo lleva... la ropa que conviene a su jerarquía: traje de etiqueta y sombrero de copa. El
recién llegado no ha pronunciado una sílaba, pero Ish sabe que es el gobernador de Cali-
fornia. Y siente una inefable felicidad. Ese hombre representa la seguridad, la autoridad
constituida. Viene a socorrer a unas pobres gentes hundidas en las tinieblas. Ish ya no es
más un niño débil y abandonado en un mundo hostil.
Esta felicidad, excesiva, lo despierta. Tiene las palmas húmedas; el corazón le golpea
el pecho. Está en la sala familiar. Su felicidad se extingue como la llama de una vela, y
siente una indecible desolación.
Al fin pareció despertar del todo, y la desolación también desapareció. Cuántas veces,
en el curso de aquellos veintiún años, había tenido ese sueño, en distintas formas. Aun-
que no en los primeros años; la sensación de soledad e inseguridad parecía haber crecido
progresivamente. Y el nacimiento de los niños no había podido impedirlo.
Sí, el símbolo era claro. Las circunstancias cambiaban, pero su significado era eviden-
te. Aparecía casi siempre como un retorno del gobierno. Ish estaba un poco sorprendido.
Nunca había sido excesivamente patriota, y nunca había pensado en los posibles benefi -
cios de su ciudadanía. Pero para pensar en el aire que se respira, es necesario que la as -
fixia le apriete a uno la garganta. En los viejos días, la inmensidad y los recursos del país
debían de haber afectado de algún modo a todos los ciudadanos.
Se sintió otra vez en la realidad y se movió en el sillón. De acuerdo con la posición del
sol juzgó que había dormido una hora. Se oyeron otros disparos. Los cazadores de codor -
nices, se dijo con una débil sonrisa. De ahí habían nacido los ruidos del camión. Bueno,
convocaría a una reunión esa noche.
Los recipientes de agua estaban casi vacíos al terminar el día, pero por lo menos nadie
había pasado sed. A la noche, los mayores, y además Robert y Richard, de dieciséis
años, acudieron a la invitación de Ish. Nadie parecía muy inquieto. Casi todos opinaban
que la mejor solución era cavar un pozo en San Lupo antes que mudarse cerca de un ma-
nantial. Sí, sería necesario vigilar la higiene e instruir a los niños.
La asamblea no tenía presidente. De cuando en cuando alguien le pedía consejo a Ish,
reconociendo su superioridad intelectual, o simplemente por cortesía al dueño de casa.
Nadie tomaba notas. Por otra parte, no se había presentado ninguna moción, ni se había
votado ningún proyecto. La reunión era mundana más que parlamentaria. Ish escuchaba.
-Pero ¿cómo saber si el pozo dará agua?
-No sería un pozo si no diese agua.
-Bueno, ese agujero en la tierra, si prefieres.
-¡Es cierto!
-Quizá sea mejor traer un caño desde un río o un manantial y unirlo a nuestras viejas
tuberías.
-¿Qué opinas, George? ¿Te parece bien?
-Sí, sí... supongo... Sí... creo que podría...
-Lo malo es que necesitamos agua ahora mismo.
-Sería necesario levantar una represa de tierra para contener las aguas del manantial.
-No es imposible.
-No, pero sería un buen trabajo.
La conversación saltaba de un tema a otro, e Ish se sentía cada vez más perturbado.
Aquel día se había dado un paso atrás, quizá definitivo. De pronto advirtió que se había
incorporado y que estaba dirigiendo un verdadero discurso a las diez personas del grupo.
-Este accidente no debería haber ocurrido -declaró-. Nos hemos dejado sorprender. En
estos últimos seis meses deberíamos haber advertido que el agua bajaba en los depósi-
tos, pero no nos molestamos en mirar. Y aquí estamos, atrapados. Hemos retrocedido va-
rios siglos, y quizá no podamos nunca recuperar lo perdido. Hemos cometido demasiados
errores. Es necesario que los niños aprendan a leer y escribir. Nadie me ha apoyado. Es
necesario enviar una expedición para saber qué ocurre en el mundo. No es prudente igno -
rar qué sucede del otro lado de la montaña. Deberíamos tener más animales domésticos,
gallinas por ejemplo. Deberíamos producir lo que comemos...
En ese momento, cuando Ish empezaba a sentirse Arrebatado por su propia oratoria,
alguien aplaudió. Ish calló complacido. Pero oyó entonces que todos reían alegremente y
comprendió otra vez que el aplauso era puramente irónico.
-¡El bueno del viejo! ¡Otra vez con su discurso! -dijo uno de los muchachos.
Y otro entonó:
-¡George va a hablar de la refrigeradora!
Ish rió con los demás. Esta vez no se sentía irritado, pero le apenaba haberse repetido.
Había fracasado otra vez. Ezra se apresuró a tomar la palabra. El bueno de Ezra, siempre
dispuesto a ayudar a sus amigos.
-Sí -dijo-, es el viejo discurso, pero con algo nuevo. ¿Qué os parece lo de enviar una
expedición?
Ante la sorpresa de Ish, se inició una acalorada discusión. Decididamente, pensó Ish,
las reacciones de los seres humanos, sobre todo cuando pertenecen a un grupo, son im-
previsibles. La idea de la expedición se le había ocurrido espontáneamente, y había naci-
do quizá de los acontecimientos del día y los tristes resultados del descuido general. Era,
para él, la menos importante de sus sugerencias, pero había despertado la imaginación
del grupo. Todos la aceptaron, e Ish se unió a ellos. Era, por lo menos, un modo de sacu -
dir la apatía de la Tribu.
Pronto se dejó ganar por el entusiasmo. Su idea original era simplemente la de explorar
la región en unos ciento cincuenta kilómetros cuadrados, pero los otros le habían atribuido
proyectos más ambiciosos, y él los apoyó. Pronto todos hablaban de una expedición
transcontinental.
Lewis y Clark al revés, pensó Ish, pero no dijo nada. ¿Cuántos de los presentes cono-
cían los nombres de Lewis y Clark?
La conversación continuó animadamente.
-¡Demasiado lejos para ir a pie!
-O aun con los perros.
-Los caballos serían más útiles, si tuviéramos alguno.
-Seguramente hay muchos en el valle.
-Habría que capturarlos y domarlos.
De pronto, Ish recordó su sueño habitual, el que había tenido aquella misma tarde.
¿Cómo podían saber realmente si el gobierno había desaparecido? Quizá se había forma-
do otra vez. Pequeño y débil, no había podido comunicarse con la costa oeste. Pero la Tri-
bu podía intentar algún contacto.
Curiosamente, todos querían ir. Los hombres, al parecer, no podían estarse quietos,
siempre ansiosos por ver nuevos escenarios. Pero era necesario elegir. Ish fue eliminado,
y no protestó, pues desde que lo había lastimado el puma le costaba moverse. George te -
nía demasiados años. Ezra, a pesar de sus protestas, no fue aceptado, pues no sabía dis -
parar un fusil e ignoraba el arte de vivir en el campo. En cuanto a los muchachos,
todos, excepto ellos mismos, declararon a coro que sus mujeres y sus hijos los necesita-
ban. Al fin la elección recayó en Robert y Richard, aún adolescentes, pero capaces de cui-
dar de sí mismos. Las madres, Em y Molly, no parecían muy convencidas, pero el entu -
siasmo general borró cualquier objeción. Robert y Richard estaban contentísimos.
Había que resolver aún dos cuestiones: el itinerario y el medio de transporte. Desde ha-
cía años, nadie andaba en automóvil, y a lo largo de la avenida San Lupo se veía una fila
de coches con los neumáticos desinflados donde jugaban los niños. En calles y avenidas
había árboles caídos y restos de chimeneas, recuerdo del último terremoto. Por otra parte,
los jóvenes no conocían el placer de devorar kilómetros sin otro trabajo que mover unos
dispositivos. ¿Y a dónde ir, aun con un Rolls Royce? No esperaba ningún amigo en los
otros barrios de la ciudad, ni ningún cinematógrafo. Para llevar cajas de conserva y bote -
llas, o para las partidas de pesca a orillas de la bahía, bastaban los carritos de perros.
Sin embargo, los fundadores de la Tribu afirmaban que era posible reparar un automó-
vil, y hacerlo recorrer largas distancias, incluso con los neumáticos desinflados. Bastaba
marchar a poca velocidad, cuarenta kilómetros por hora, algo enorme si se lo comparaba
con la velocidad que alcanzaban los perros. En una palabra, se podía llegar a Nueva
York, por lo menos si las carreteras estaban transitables.
Sólo había que solucionar la segunda dificultad: el itinerario. Ish se encontró en su ele-
mento y desplegó sus conocimientos geográficos. Al este, en la sierra Nevada, los árboles
y los deslizamientos de tierra habrían obstruido todos los caminos; las rutas del norte no
estaban probablemente mejor. El sur ofrecía mas posibilidades. Era la ruta que había ele-
gido Ish para llegar a Nueva York, veintidós años antes. Los caminos del desierto no ha-
brían cambiado mucho. Los puentes del Colorado podían haberse hundido. Sólo había un
modo de saberlo: ir hasta allí.
Con una creciente emoción, ayudado por viejos mapas camineros, Ish trazó el itinera -
rio. Luego del Colorado, los viajeros no encontrarían montañas muy escarpadas ni gran-
des ríos. Sólo el río Grande en Albuquerque. En seguida, franqueadas las montañas llega-
rían a las altas planicies, y podrían elegir entre varios caminos. La gasolina no era un pro-
blema. La encontrarían en todas partes. Una vez en las llanuras rían sin dificultades el
Missouri y el Mississippi. Los grandes puentes de acero eran sólidos, según lo probaba el
puente de la bahía.
-¡Qué aventura! -exclamó Ish-. Daría no sé qué por acompañaros. Buscaréis sobrevi-
vientes. No uno o dos, sino comunidades. Veréis cómo los otros grupos han resuelto sus
dificultades y han empezado a vivir.
Más allá del Mississippi, volviendo al itinerario, empezaban las conjeturas. Era un país
de bosques, y los caminos estarían quizás obstruidos. A menos que los incendios no hu-
bieran acabado con los árboles, sobre todo en Illinois. Una vez allí, decidirían.
Las velas se habían consumido. El reloj señalaba las diez, lo que correspondía aproxi-
madamente a la vieja hora. De cuando en cuando Ish ponía su reloj de acuerdo con el sol,
y todos lo consultaban para poner en hora sus propios relojes. Era bastante tarde para
gente privada de electricidad, y acostumbrada a acostarse y levantarse con el sol.
De pronto todos se pusieron de pie y se despidieron. Cuando se quedaron solos, Ish y
Em mandaron a Robert a la cama y ordenaron un poco el salón. Ish sintió cierta nostalgia.
Tantos cambios, y sin embargo las apariencias eran las mismas. Volvían los viejos días.
El chico que se había ido a acostar era él y no Robert. Tantas veces, espiando entre los
barrotes de la escalera, como Robert sin duda, había mirado a sus padres que vaciaban
ceniceros, golpeaban almohadones, ponían todo en su sitio, para no ver a la mañana si-
guiente el triste espectáculo de una habitación en desorden. Era un agradable y
pequeño intermedio familiar que terminaba la jornada y calmaba los nervios luego del
zumbido de la charla.
Concluida la tarea, se sentaron en el diván para fumar un último cigarrillo. Ish no podía
olvidar los acontecimientos del día. Las conclusiones no habían estado de acuerdo con
sus planes, pero sentía que había logrado una victoria.
-Las comunicaciones -dijo-. Las comunicaciones son lo esencial. Lo prueba la historia.
Cuando una nación o una sociedad se aíslan, dejan de progresar y degeneran. Son como
George y Maurine que amontonan toda clase de objetos, sin ningún propósito. Así ocurrió
en China y Egipto. Pero cuando se aseguran las comunicaciones el mecanismo del pro-
greso se pone otra vez en marcha. Lo mismo nos pasará a nosotros.
Em calló e Ish pensó que ella no aprobaba totalmente su discurso.
-¿Qué piensas, querida?
-Pienso que a los indios no les alegró mucho poder comunicarse con los blancos, ni a
mis antepasados de la costa africana conocer a los negreros.
-Sí, pero quizás eso también me da la razón. ¿Qué dirías sí una mañana bajaran de la
montaña unos negreros, sin que nosotros hubiésemos sospechado su existencia? ¿No
habría sido mejor que los indios hubieran enviado exploradores a Europa, preparándose
para recibir a los hombres blancos que llegaron con caballos y fusiles?
Ish se sentía orgulloso de su respuesta. La política de Em consistía en dejar pasar las
cosas y vivir en la ignorancia. Esta filosofía debía llevar al desastre.
-Oh, quizá, quizá -murmuró Em.
-¿Recuerdas? -dijo Ish-. Lo digo desde hace mucho tiempo. Es necesario crear y no vi-
vir del pillaje. Ya lo decía cuando esperábamos el primer hijo.
-Sí, recuerdo. Lo dijiste mil veces. Y sin embargo, es más fácil abrir latas de conserva.
-Pero las latas se acabarán un día. Y no debe encontrarnos desprevenidos, como la fal -
ta de agua.
A simple vista, los cambios son evidentes. Los pilones que esconden las cabezas en
las nubes de verano, los cables de varios kilómetros de longitud, las vigas de acero ya no
brillan al sol como la plata. La herrumbre los ha recubierto de un oscuro sudario. Pero los
pájaros han manchado de blanco la cima de los pilones.
Sí, desde hace más de veinte años, las aves marinas -gaviotas, pelícanos, cormora-
nes- se posan en el puente. Y en los muelles corren las ratas, se pelean, animan y multi -
plican, y en la marea baja se alimentan de mejillones y cangrejos.
En la amplia calzada, por donde nadie pasa ahora, hay muy pocos cambios: sólo unas
pocas grietas y asperezas. Arrastrado por el viento, el polvo se ha depositado en las ren -
dijas y rincones, y allí crecen las hierbas y el musgo.
La estructura interior del puente está intacta. La herrumbre ha roído apenas la capa
protectora. En el lado oeste, durante las tempestades, las olas golpean los despintados pi-
lones de acero, y la sal acelera la obra de la corrosión. Un ingeniero, si hubiera ingenie-
ros, menearía la cabeza y ordenaría el cambio de algunas piezas.
Pero nada más. En la resistente estructura del puente, la civilización desafía aún los
ataques del mar y el aire.
Ish salió de su ensueño y fue a afeitarse. El limpio contacto del acero era agradable y
estimulante a la vez. Animado por las perspectivas del día, trazó sus planes. Haría que se
reanudase el trabajo en los pozos. Dirigiría los preparativos de la expedición al interior,
como el presidente Jefferson, que había aconsejado a Lewis y Clark. Intentaría poner en
marcha un coche. Quizá, pensó alegremente, tomarían otra vez el camino -en el sentido li-
teral, pero también en el sentido figurado-, un camino que llevaba al renacimiento de la ci -
vilización.
Acabó de afeitarse, pero la operación había sido muy agradable. Se enjabonó otra vez
y se repasó las mejillas... Ahora los treinta y tantos miembros de la Tribu tenían en sus
manos el germen del porvenir. Eran gente común, no muy inteligentes, pero honestos. Los
de mayor edad, a pesar de sus imperfecciones, eran realmente ejemplares notables;
pues, al fin y al cabo, habían sido sacados al azar de una enorme arca humana. Ish los
examinó otra vez, uno a uno, y al fin se consideró a sí mismo. ¿Qué era él entre los otros?
Sí, recordaba, hacía muchos años, en aquella misma casa, había hecho una lista de sus
aptitudes, las que podían ser más útiles en la nueva vida. Había anotado, con satisfac-
ción y entre otras cosas, que lo habían operado de apendicitis. Se alegraba aún,
aunque ninguno de sus compañeros tuviese dificultades con el apéndice.
Pero otras características habían dejado de ser una ventaja. Por ejemplo, su amor a la
soledad. Ya no parecía más una virtud, y hasta quizás era un vicio. Aunque él, Ish, había
cambiado en el curso de los años. Si hiciese otra vez la lista, no sería la de antes. Había
leído mucho, y había aprendido mucho. Y algo más importante, había vivido con Em y era
ahora padre de familia. Había madurado y envejecido., Tenía más voluntad que George y
Ezra. Si se presentaba alguna dificultad, recurrían a él. Sólo él pensaba en el futuro.
Desmontó la máquina de afeitar, sacó la hoja y la echó en un cajón del botiquín. Nunca
utilizaba dos veces la misma hoja, había miles y la economía aquí no contaba. Y sin em-
bargo, como en otros tiempos, no sabía qué hacer con las hojas usadas. Recordaba vie-
jos chistes con este tema. Era raro que una pequeñez semejante persistiera luego de tan -
tos cambios.
Después del desayuno, Ish fue a ver a Ezra. Se sentaron en los escalones del porche.
Pronto llegaron otros. Se habló de una cosa y otra, se hicieron bromas, que entre los jóve -
nes terminaban a golpes. De común acuerdo, todos decidieron concluir el trabajo, pero
nadie mostró mucha prisa. Esta demora irritó a Ish, especialmente cuando George, con su
parsimonia habitual, recordó el viejo asunto de la refrigeradora.
Al fin, Ezra y los tres jóvenes, escoltados por una tropa de niños y niñas, se encamina-
ron al lugar del trabajo. De pronto, como arrastrados por un entusiasmo frenético, todos,
incluso Ezra, echaron a correr. Ish vio que Evie corría también, con el rubio cabello al
viento. No supo quién había ganado la carrera, Pero pronto la tierra empezó a volar a un
lado y a otro. Ish se sentía entre inquieto y divertido. Los miembros de la Tribu confundían
siempre el juego con el trabajo. Él pensaba que no era posible lograr ningún resultado sin
un esfuerzo penoso. Media hora más y aquel ardor se enfriaría; los golpes de pico se ha-
rían más lentos. Luego, primero los niños, los padres después, todos buscarían una ocu -
pación más agradable.
Ish decidió que los muchachos saldrían cuatro días más tarde. Había aquí otra diferen-
cia con los viejos tiempos. Antes todo era tan complicado, que un viaje largo exigía mu-
chos preparativos. Ahora se decidía algo y se hacía. Por otra parte, la estación era favora -
ble, y las postergaciones podían enfriar el entusiasmo que despertaba la expedición.
Mientras llegaba el día de la partida, trabajó con los muchachos. Les enseñó a condu-
cir. Volvió con ellos al garaje y les mostró cómo debían cambiar algunas piezas, como la
bomba de aceite y las bujías.
-Si os encontráis en dificultades -aconsejó- mejor será deteneros en un garaje y tratar
de poner en marcha otro auto. Perderéis menos tiempo.
Luego, planeó, entusiasmado, el itinerario. En las estaciones de gasolina encontró unos
mapas camineros amarillentos y descoloridos. Los estudió atentamente y, ayudado por
sus conocimientos geográficos, trató de imaginar los cambios que las inundaciones, los
vientos y el rápido crecimiento de los árboles podían haber provocado en los caminos.
-Primero iréis hacia el sur, hacia Los Ángeles -concluyó-. Era un gran centro poblado
en los viejos días. Es posible que encontréis allí sobrevivientes, quizá hasta alguna comu-
nidad. -Siguió con la mirada las líneas rojas-. Probad ante todo la ruta 99. Creo que po -
dréis pasar. Si tropezáis con obstáculos en las montañas, volved hacia Bakersfield, tomad
la 466, y cruzad el desfiladero de Tehachapi.
Se interrumpió. Sintió que la nostalgia le cerraba la garganta y le humedecía los ojos.
¡Aquellos nombres evocaban tantos recuerdos! Burbank, Hollywood, Pasadena…Antes
ciudades vivas y prósperas que él había conocido. Ahora los coyotes perseguían a las lie -
bres en los parques y jardines devastados. Sin embargo, los nombres estaban aún allí, en
los mapas, en grandes letras negras.
Se dominó, pues los dos muchachos lo miraban estupefactos.
-Perfecto-dijo rápidamente-. Desde Los Ángeles, o desde Barstow, si no podéis llegar a
Los Ángeles, tomad la 66. Yo tomé ese camino. Atravesaréis fácilmente el desierto. No ol-
vidéis las provisiones de agua. Si el puente del Colorado existe aún, tanto mejor. Si no,
volved hacia el norte y probad la ruta que atraviesa la presa de Boulder. Seguramente la
encontraréis intacta.
Les enseñó a leer los mapas por si debían cambiar de itinerario. Pero sin duda les bas -
taría con apartar de cuando en cuando un árbol caído, o trabajar con pico y pala una hora
o dos para quitar algún montón de tierra. Al fin y al cabo, veintiún años de abandono no
bastaban para que desapareciesen las carreteras.
-Tendréis algunas dificultades en Arizona -continuó Ish-. En las montañas. Pero...
-¿Arizona? ¿Qué es eso?
Era Bob quien hacía la pregunta, bastante natural. Ish no supo qué decir. ¿Qué había
sido Arizona? ¿Un territorio, una entidad, una abstracción? ¿Cómo explicar en pocas pa-
labras lo que era «un Estado»? ¿Y cómo explicar lo que era Arizona ahora?
-Oh -dijo al fin-, Arizona es el nombre de esta región de aquí abajo, del otro lado del río.
-Se le ocurrió algo-. Mirad aquí en el mapa. Este territorio rodeado de una raya amarilla.
-Ah -dijo Bob-. Hay una cerca alrededor.
-Bueno, me parece que no.
-Es cierto. No tienen necesidad de cerca, pues está el río.
Inútil insistir, pensó Ish. Cree que Arizona es una especie de patio grande.
Evitó desde entonces referirse a los Estados y se contentó con mencionar las ciudades.
Una ciudad, para los muchachos, era una confusión de calles bordeadas de casas en rui -
nas. Vivían en una ciudad y podían imaginar otras, con comunidades similares a la Tribu.
El itinerario de Ish pasaba por Denver, Omaha, Chicago. Quería saber qué había ocu-
rrido en las grandes ciudades. Llegarían allá en primavera. Les aconsejó que fueran en
seguida a Washington y Nueva York por la carretera que pareciese más transitable.
-Podréis franquear las montañas por el paso de Pennsylvania. Es difícil que una carre-
tera tan ancha haya quedado obstruida o que se hayan cerrado los túneles.
Ellos mismos podían elegir por dónde volver. Para ese entonces conocerían mejor que
él el estado de los caminos. Les aconsejaba, sin embargo, que intentasen viajar por el sur.
Quizás habría allí gentes que habían escapado al invierno.
Todos los días hacían un paseo en jeep, y luego de algunas pruebas, consiguieron
unos neumáticos que parecían bastante resistentes.
Al cuarto día, partieron, con el jeep cargado de acumuladores, neumáticos y piezas de
repuesto. Los muchachos desbordaban de alegría; las madres no podían contener las
lágrimas ante la perspectiva de una separación tan larga; Ish, muy nervioso, no ocultaba
que su deseo hubiera sido acompañar a los viajeros.
Las fronteras eran líneas de demarcación tan duras, tan inflexibles como las cercas.
Eran también obra del hombre, abstracciones que se hacían reales. Atravesabais una
frontera y cambiaba la superficie del suelo. Una nueva vibración os decía que habíais de -
jado la suave carretera de Delaware por la más áspera de Maryland. Los neumáticos en -
tonaban otra canción. FRONTERA DEL ESTADO, señalaba el pilón. ENTRADA A NE-
BRASKA. VELOCIDAD MÁXIMA 90 KILOMETROS. Los reglamentos mismos eran distin-
tos, y uno apretaba con más fuerza el acelerador.
A ambos lados de una frontera nacional, agitadas por los mismos vientos, flotaban ban-
deras de colores diferentes. Os sometíais a las formalidades de la aduana y del servicio
de inmigración y erais de pronto un extraño, un desconocido. Notabais que los policías lle-
vaban otro uniforme. Cambiabais vuestro dinero, y los sellos que poníais en las cartas
mostraban una cara distinta. Será mejor conducir prudentemente, pensabais. No tenga -
mos dificultades con la policía. Curiosa historia. Atravesabais una línea invisible y os
transformabais en otro hombre: un extranjero.
Pero las fronteras desaparecen más rápidamente que las cercas. Las líneas imagina-
rias no son atacadas lentamente por la herrumbre. El cambio es aquí muy rápido, y quizá
menos desconcertante. Se dirá desde entonces, como en el principio de los siglos:
«En el lugar donde los robles empiezan a clarear y crecen los pinos». Se dirá: «Allá aba -
jo... no sé exactamente dónde, en las lomas arcillosas, donde crecen unos matorrales de
salvia».
Luego de la partida de los muchachos, comenzó un largo período sin incidentes que se
llamó el año bueno. Los días sucedían a los días, y las semanas a las semanas. Las llu-
vias se prolongaron. Fueron lluvias torrenciales, seguidas de días despejados, días en
que las lejanas torres de la Golden Gate se alzaban precisas y majestuosas contra el cielo
azul.
Por las mañanas, Ish lograba que la gente trabajara en los pozos. En el primer ensayo,
tropezaron pronto con una capa de roca. El segundo pozo fue más profundo, y encontra-
ron un buen manantial. Revistieron con maderas las paredes del pozo e instalaron una
bomba manual. Pero por ese entonces ya se habían acostumbrado a no usar los inodo -
ros, así que renunciaron a hacerlos funcionar.
En esa época, los peces abundaban en la bahía, y se prefería la pesca al trabajo.
A la tarde, todos se reunían para cantar canciones, que Ish acompañaba al acordeón.
Ish propuso que se organizara un coro. No faltaban las hermosas voces, y George era un
buen bajo. Pero todos preferían el camino del menor esfuerzo.
Decididamente, la Tribu no gustaba mucho de la música, como Ish había comprobado
hacía tiempo. Algunos años antes había puesto algunos discos de sinfonías en el fonógra-
fo. No se oía muy bien, pero se podían seguir los temas. Los niños permanecieron indife -
rentes. A veces, atraídos por la melodía, abandonaban los juegos o la escultura en made -
ra y escuchaban con atención. Pero no tardaban en volver a sus ocupaciones. Bueno,
¿qué podía esperarse de unas pocas gentes comunes y sus descendientes? Estaban un
poco por encima de lo común, se corregía, pero carecían de cultura musical. En los viejos
días, diez norteamericanos de cada mil sabían apreciar realmente a Beethoven, y esos
pocos, como los perros de pura raza, no habían sobrevivido al Gran Desastre.
Probó también con el jazz. El sonido de los saxofones atrajo otra vez a los niños, pero
el interés no duró mucho. ¡El jazz hot! Sus intrincados ritmos no podían atraer a mentes
simples, sino a oídos educados. Era como pedirles que admirasen a Picasso o Joyce.
En realidad -y había aquí algo de alentador- los jóvenes detestaban el fonógrafo.
Preferían cantar ellos mismos. El papel pasivo de oyentes les disgustaba.
Jamás, sin embargo, intentaban componer una melodía o unos versos. Ish, de cuando
en cuando, inspirado por algún acontecimiento importante, improvisaba una estrofa, pero
carecía de genio poético y sus extrañas tentativas no eran bien recibidas.
Cantaban, pues, a una sola voz. Preferían las melodías más simples: Llévame otra vez
a Virginia, aunque nadie sabía qué era Virginia, o quién quería ir allí, o Aleluya, soy un va-
gabundo, sin preguntarse qué era un vagabundo. Cantaban también las quejas de Bárba -
ra Allen, aunque ninguno de ellos sufriese penas de amor.
Ish pensaba constantemente en los dos muchachos del jeep. Los niños pedían Mi ho-
gar en la llanura e Ish tocaba la melodía sintiendo un nudo en la garganta. Quizás en
aquel mismo instante Dick y Bob erraban por aquellos sitios. ¿Qué ocurriría en las vastas
llanuras? ¿Habría aún ciervos y antílopes? ¿Ganado? ¿Habrían vuelto los bisontes?
Pero recordaba a los muchachos sobre todo en las negras horas de la noche. Se des-
pertaba de pronto sobresaltado, y se pasaba las horas rumiando sus inquietudes.
¿Cómo había permitido semejante aventura? Imaginaba inundaciones y tormentas. ¡Y
el coche! Qué locura confiar un jeep a muchachos tan jóvenes. No corrían el peligro, cier-
tamente, de chocar con otro vehículo, pero podían caer en un pozo. Los caminos eran
malos; los peligros, innumerables.
¿Y los pumas, los osos, los toros salvajes? Los toros que incluso parecían despreciar
al hombre, como en otros tiempos.
No, los hombres eran el mayor peligro. Un sudor frío cubría entonces la frente de Ish.
¿Con qué hombres podían tropezar los muchachos? ¿Y con qué sociedades deformadas
por las circunstancias, libres del freno de las tradiciones? Quizás había en ellas bárbaros
ritos religiosos, ¡sacrificios humanos, canibalismo! Quizá, como Ulises, los muchachos se
encontrarían con resucitados lotófagos, sirenas, lestrigones. La Tribu, aferrada a la falda
de la loma, era estúpida, y carecía de poder creador; pero por lo menos conservaba cierta
dignidad. Nada garantizaba que otros hubiesen hecho lo mismo. Pero con la luz del día
desaparecían los fantasmas. Ish pensaba entonces en los muchachos y los imaginaba fe-
lices, entusiasmados con nuevos paisajes, quizá con nuevos amigos. En caso de acciden-
te, si no encontraban otro coche, volverían a pie. No les faltarían los víveres. A treinta kiló-
metros por día -o por lo menos ciento cincuenta por semana-, aunque tuviesen que cami -
nar quince mil kilómetros, regresarían antes del otoño. Y si el jeep aguantaba, volverían
mucho antes. Ante este pensamiento, Ish apenas podía reprimir su excitación.
¿Qué novedades traerían?
Pasaron las semanas, y cesaron las lluvias. La hierba de las lomas germinó y amari -
lleó. Por las mañanas, las nubes eran tan bajas que rozaban las torres de los puentes.
Con el correr del tiempo, las inquietudes de Ish se atenuaron. La ausencia prolongada
de los viajeros demostraba que habían llegado muy lejos. Si habían atravesado el conti -
nente, tardarían aún en regresar, y no había por qué atormentarse. Se dejó arrastrar por
otros pensamientos y otras preocupaciones.
Había reorganizado la escuela. Sentía que era su deber enseñar a los niños a leer, es -
cribir y contar, para que se conservasen en la Tribu las bases primeras de la civilización.
Pero los desagradecidos escolares se revolvían en sus asientos y volvían unos ojos impa-
cientes hacia las ventanas. No pensaban en otra cosa, advertía Ish, que correr por las fal-
das de la loma, jugar a los toros, pescar. Trataba inútilmente de atraerlos recurriendo a los
sistemas pedagógicos más famosos de los viejos días.
La talla en madera, único arte que practicaba la Tribu, era herencia del viejo George. A
pesar de su escasa inteligencia, George había logrado transmitir a los niños su afición a la
ebanistería. Ish no tenía ninguna habilidad de esa especie. Pero se le ocurrió utilizar aquel
interés de los niños para sus propios fines.
Les enseñó algunos principios de geometría y a servirse del compás y la regla para di -
bujar en la madera.
Los niños mordieron el anzuelo, se entusiasmaron con los círculos, triángulos y hexá-
gonos, y pronto esculpieron figuras geométricas. El propio Ish talló con su cuchillo una vie-
ja y gruesa rama de pino.
Pero el entusiasmo se apagó pronto. Mover la hoja del cuchillo a lo largo de una regla
de acero para obtener una línea recta, era fácil y aburrido. Seguir el contorno de un círcu -
lo era más difícil, pero uno se cansaba pronto de ese trabajo maquinal y monótono. Una
vez terminadas -Ish mismo debía reconocerlo-, las esculturas parecían malas imitaciones
de los adornos que en otro tiempo se hacían a máquina.
Los niños decidieron volver de nuevo a la fantasía y la improvisación. Era más diverti-
do, y las esculturas tenían mejor aspecto.
El escultor más hábil era Walt, que leía a trompicones. Con mano firme, grababa un fri-
so de animales sobre la lisa superficie de una plancha sin necesidad de medidas ni de
principios geométricos. Si sus tres vacas no cubrían el espacio disponible, añadía un ter -
nero. Y la obra guardaba, sin embargo, un perfecto equilibrio. Trabajaba con igual habili -
dad en bajo relieve, medio relieve, o alto relieve. Los otros niños no le escatimaban su ad -
miración.
La estratagema de Ish terminó, pues, en un fracaso, y se encontró otra vez a solas con
el pequeño Joey. Joey no tenía ningún talento para la escultura, pero era el único que se
había entusiasmado con las eternas verdades de las líneas y los ángulos. Un día, Ish sor-
prendió al niño que cortaba triángulos de papel de diversas formas, les recortaba luego
los vértices y los ponía uno junto a otro para formar una línea recta.
-¿Resulta? -preguntó Ish.
-Sí, tú dijiste que siempre resulta.
-Entonces ¿por qué pruebas?
Joey calló, pero Ish comprendió que el niño rendía así homenaje a las verdades inmu-
tables y universales. Era un desafío a los poderes de la casualidad y el cambio. Y cuando
estos tenebrosos poderes se declaraban vencidos, la inteligencia podía atribuirse una
nueva victoria.
Ish se quedó a solas con el pequeño Joey... en el sentido literal y el figurado. Cuando
los otros escolares huían lanzando gritos de alegría, Joey se inclinaba sobre algún libraco
con mayor aplicación aún, y hasta con un aire de superioridad.
Los otros niños eran fornidos gigantes y superaban a Joey en todos los juegos al aire li -
bre. La cabeza de Joey era demasiado grande para su cuerpo, o así le parecía a uno,
pues se sabía que estaba atiborrada de conocimientos. Tenía unos ojos grandes y viva -
ces.
Sólo él, entre todos los niños, sufría de dolores de cabeza y frecuentes indigestiones.
Ish suponía que esos malestares eran de origen nervioso, pero no podía recurrir a un mé-
dico clínico, o un psiquiatra, y debía contentarse con hipótesis. Pero Joey pesaba menos
que lo normal y cualquier ejercicio físico lo agotaba.
-Esto me preocupa -le decía Ish a Em.
-Sí -convenía Em-, pero te alegra que se apasione por la geometría. Quizás es inteli -
gente porque es débil.
-Sí, quizá. Tiene sus alegrías. Pero me gustaría que fuese más robusto.
-No sé. Me parece que te gusta tal como es.
E Ish reconocía, una vez más, que Em tenía razón.
Sí, se decía, los mocetones no nos faltan. Y aunque Joey sea debilucho, o neurótico o
pedante, en él se conservará la tradición intelectual.
Joey seguía siendo, pues, el preferido de Ish. Veía en él la esperanza del futuro, le ha-
blaba largamente y le enseñaba todo lo que sabía.
Las horas de clase siguieron arrastrándose mientras se esperaba el regreso de Dick y
Bob. Hasta Ish las encontraba interminables. Aquel verano tenía once alumnos, a los que
intentaba inculcar algunas nociones elementales.
Las clases se daban en la sala de Ish, y los niños venían de distintas casas. Se comen-
zaba a las nueve y se terminaba a las doce, con un largo recreo. Ish había advertido que
no podía exigirles más.
No habiendo logrado dorarles la píldora de la geometría, enseñaba ahora aritmética.
Pero al enunciarles los problemas tropezaba con dificultades prácticas. «Si Pedro levanta
una cerca de nueve metros...» decía el viejo libro. Nadie levantaba cercas ahora, y había
que explicarles para qué habían servido las cercas... algo bastante complicado. Pensó en
seguir los métodos de la escuela progresiva e instalar una tienda donde los alumnos com -
prarían, venderían y llevarían cuentas. Pero ya no había tiendas y hubiese sido necesario
explicarles todo el viejo sistema económico.
Trató entonces de interesarles en la matemática pura. Fracasó, pero se convenció por
lo menos a sí mismo de que la matemática era la base misma de la civilización. Aunque
no podía expresarlo claramente, la relación que había entre los números le parecía mara-
villosa. Dos y dos eran eternamente cuatro, y nunca cinco. Eso no había cambiado... aun -
que los toros salvajes pelearan ahora en las calles. Hacia juegos con progresiones aritmé-
ticas, encadenando números. Pero, excepto Joey, ningún niño parecía interesado, y las
miradas de reojo a las ventanas demostraban la inutilidad de sus esfuerzos.
Probó entonces con la geografía, materia que dominaba. Los niños se divertían en di-
bujar mapas de los alrededores. Pero nadie se interesó en la geografía del mundo.
¿Quién podía acusarlos? La vuelta de Bob y Dick despertaría quizá su curiosidad. Pero
por el momento sólo se interesaban en un área de unos pocos kilómetros. ¿Qué importa -
ba la forma de Europa, con todas sus penínsulas? ¿Qué importaban las islas diseminadas
en el mar?
Tuvo un poco más de éxito con la historia y la antropología. Les habló del desarrollo del
hombre, ese luchador que lentamente, durante miles de años, había creado y aprendido, y
a pesar de sus errores, sus crueldades, había llegado, antes de la catástrofe, a ofrecer el
espectáculo de una magnífica victoria. Los niños escucharon con cierto entusiasmo.
Ish insistió entonces en la lectura y la escritura, llaves del saber. Pero sólo Joey era afi-
cionado a leer, Y dejaba atrás a todos sus condiscípulos. Entendía rápidamente el signifi-
cado de cualquier palabra, y hasta el significado de los libros.
Ci-vi-li-za-ción. El tío Ish habla siempre de eso. Hoy hay muchas codornices cerca del
río. ¿Dos y seis? Ya lo sé. ¿Para qué decirlo? ¿Dos y nueve? Es difícil. No tengo bastan-
tes dedos. El tío George es más divertido que el tío Ish. Nos enseña escultura. Mi papá es
todavía más divertido. Dice cosas divertidas. Pero el tío Ish tiene el martillo. Ahí está, so -
bre la chimenea. Joey cuenta muchas historias del martillo. Me parece que las inventa. No
estoy seguro. Tengo ganas de pellizcar a Betty, pero el tío Ish se enojaría. El tío Ish lo
sabe todo. Me da miedo. Si pudiese decirle cuánto es siete y nueve, volvería la civilización
y podría ver las figuras que se mueven. ¿Las vio papá? Sería divertido. ¿Ocho y ocho?
Joey lo sabe en seguida. Joey no sabe buscar nidos de codornices. Falta poco para que
termine la clase.
A pesar de los repetidos fracasos, Ish redoblaba sus esfuerzos y aprovechaba cual-
quier ocasión para estimular el interés de sus alumnos.
Un día, luego de una excursión más larga que de costumbre, los niños llevaron a la es -
cuela unas nueces de una especie bastante rara. Ish vio en seguida un pretexto para dar
una lección de historia natural, que los niños escucharon complacidos. Ordenó a Walt que
fuese a buscar dos piedras para romper la gruesa cáscara. Walt trajo dos ladrillos. En su
pobre vocabulario no había diferencia entre piedras y ladrillos.
Ish no lo corrigió, pero pensó que si intentaba romper las nueces con aquellos ladrillos
podía aplastarse un dedo. Miró alrededor y vio el martillo sobre la chimenea.
-Tráeme el martillo, Chris -le dijo al niño más cercano.
Habitualmente, Chris inventaba cualquier excusa para dejar su asiento. Pero esta vez
no se movió. Miró a sus vecinos Walt y Weston con aire embarazado y asustado.
-Tráeme el martillo, Chris -repitió Ish, pensando que el niño, distraído, sólo había oído
su nombre.
-No... no... quiero -balbuceó Chris.
Chris, de ocho años, no lloraba fácilmente, pero esta vez apenas podía retener las lá -
grimas. Ish no insistió.
-Traedme el martillo, cualquiera de vosotros -dijo.
Weston se volvió hacia Walt, y Bárbara y Betty, las dos hermanas, se miraron. Eran los
mayores. Los cuatro abrían mucho los ojos, pero no hicieron ademán de levantarse. Los
más pequeños tampoco se movieron. Pero Ish notó que se echaban furtivas ojeadas.
Intrigado, Ish deseó evitar una escena, e iba a dejar su silla cuando ocurrió un incidente
singular.
Joey se levantó. Fue hacia la chimenea. Todos los niños lo siguieron con los ojos. En la
habitación había un silencio de muerte. Joey se detuvo ante la chimenea, estiró la mano, y
tomó el martillo. Una niñita lanzó un grito. Siguió un silencio, y Joey volvió, le entregó el
martillo a su padre, y se sentó otra vez.
Nadie había pronunciado una palabra y los niños, contemplaban a Joey con la boca
abierta. Ish quebró el silencio rompiendo una nuez de un martillazo. La tensión, cualquiera
fuese su causa, se disipó en seguida.
Al mediodía, luego de despedir a sus alumnos, Ish pensó en el incidente, y descubrió
sobresaltado que era un caso de superstición pura. Los niños veían en el martillo un sím -
bolo misterioso y místico del lejano pasado. Sólo se lo empleaba en las grandes ocasio-
nes, y el resto del tiempo descansaba en la chimenea. En general nadie lo tocaba, salvo
Ish. Bob mismo, recordó ahora Ish, se lo había llevado de mala gana el día que fueron a
buscar el jeep. Era, a los ojos de los niños, un emblema todopoderoso... desgraciado el
imprudente que osara tocarlo. Al principio, quizás, había sido una simple broma; pero lue-
go la idea había sido tomada en serio. E Ish comprendió otra vez que Joey se distinguía
de los otros. Joey no podía estar seguro de que el martillo de Ish no fuese como los otros
martillos. Pero su superstición alcanzaba un nivel más elevado. Le complacía creer que
participaba de las funciones sagradas de su padre. ¿No leía acaso como él? Hijo del gran
sacerdote, hijo del elegido, podía impunemente tocar las reliquias que fulminarían a otros.
Hasta era capaz de haber alimentado el temor de sus amigos para darse importancia. Se -
ría fácil, pensó Ish, destruir aquella tonta superstición.
Pero al empezar la tarde, su certidumbre se transformó en duda. Los niños jugaban
ante la casa, en la acera. Saltaban de una losa a otra cantando a voz en cuello una vieja
cantinela.
Ish la había oído a menudo en los viejos días. Las palabras no significaban nada; era
sólo una cantinela infantil. Y los mismos niños no tardaban en reírse. Pero ¿no les parece-
ría ahora una fórmula mágica? Era aquélla una sociedad sin tradiciones, y no había posi -
bilidad de que la lectura las resucitase.
Sentado en su sillón, en la sala, oía a los niños que jugaban y cantaban. Observó el
humo del cigarrillo que subía en volutas, y recordó otros perturbadores ejemplos de su -
perstición. Ezra llevaba siempre en el bolsillo una moneda con la efigie de la reina
Victoria, y para los niños no era sin duda muy distinta del martillo. Molly se pasaba el día
«tocando madera», e Ish recordó no sin inquietud que los niños la imitaban.
¿Comprenderían un día que era una costumbre pueril, que no podía conjurar la mala suer-
te?
Sí, concluyó de mala gana, el problema era grave. En los viejos días las creencias de
los niños de una familia, o un pequeño grupo de familias, tenían importancia; pero el con-
tacto con otras creencias traía cierto equilibrio. Por otra parte, había muchas tradiciones -
el cristianismo, la civilización occidental, el folklore indoeuropeo, la cultura angloamerica-
na- y nadie, para bien o para mal, podía sustraerse a esas influencias.
Pero ahora aquel tesoro humano se había perdido. Siete sobrevivientes -Evie no conta-
ba- no habían bastado para salvarlo. Y durante mucho tiempo la Tribu sólo había sido un
grupo de padres y niños, sin generaciones intermedias. Los padres habían enseñado a ju-
gar a los pequeños. La Tribu era, pues, maleable, y podía cambiar con cualquier influen-
cia. Era una ventaja, pero también una responsabilidad, y un peligro.
Sería peligroso, por ejemplo -e Ish se estremeció-, permitir que actuara en la Tribu al -
guna fuerza nefasta. Un demagogo no encontrarla oposición.
Aunque evidentemente, e Ish sonrió con una mueca, los niños no se habían mostrado
muy maleables como escolares.
En cuanto a la superstición, reemplazaría quizás a la religión ausente. Los niños pare-
cían sentir la necesidad de creer en algo sobrenatural, y hasta quizá tenían el deseo in-
consciente de encontrar una explicación al origen de la vida.
Algunos años antes, había organizado servicios religiosos que pronto parecieron una
absurda parodia. Los habían interrumpido, pero quizás habían cometido un error.
Ish comprendió, más claramente que nunca, que podía fundar una religión. Su palabra
era ley. Con un poco de insistencia podía grabar cualquier idea en la mente de sus alum-
nos. Podía decirles que Dios había hecho el mundo en seis días. Lo creerían. Podía de -
clarar, como en la antigua leyenda india, que el mundo era obra de un viejo coyote. Lo
creerían.
Pero ¿qué podía enseñarles sinceramente? Una de las teorías de su profesor de cos-
mogonía. La aceptarían sin resistencia, aunque la tradición cristiana o la leyenda india
fuesen más poéticas y atrayentes.
En realidad, cualquier sistema podía dar origen a una religión. Otra vez, como hacía
veinte años, rechazó la idea. No podía renegar de su sincero escepticismo.
Más vale, pensó recordando alguna de sus lecturas, no creer en Dios, que tener de él
una idea indigna.
Encendió otro cigarrillo y se hundió en el sillón... Sin embargo, había allí un vacío. Si no
se lo colmaba, en tres o cuatro generaciones sus descendientes evocarían quizá los de-
monios, obedecerían servilmente a presuntos brujos, practicarían los ritos de la antropofa-
gia. El vudú, el chamanismo, los tabúes se extenderían entre ellos.
Se sobresaltó. Sí, la Tribu tenía ya sus tabúes, y sin quererlo, él mismo había sido el
instigador.
El caso de Evie, por ejemplo. Lo había discutido hacía tiempo con Em y Ezra. Los pe -
queños que Evie podía dar a luz serían siempre una carga para la Tribu. Y ahora ella era
para los muchachos algo así como una intocable. Evie, de cabellos rubios y grandes ojos
azules, era quizá la muchacha más hermosa de la Tribu. Pero, sabía Ish, ninguno de los
jóvenes se había acercado a ella. No temían ser alcanzados por un rayo, no; simplemen-
te, nunca se les había ocurrido. No se necesitaba ninguna ley. Evie era tabú.
Había otro problema parecido. Temiendo que los celos terminaran en desórdenes, ha-
bían hecho de la fidelidad conyugal más que una virtud una necesidad. Los jóvenes se ca-
saban en la adolescencia. Ezra, como bígamo, no había tenido discípulos. La fidelidad era
ciertamente una ventaja en aquellas circunstancias, pero se la aceptaba más como
una cuestión de fe que de razón. La primera infracción -y seguramente la habría- podía
conmover terriblemente a la Tribu.
Tercer ejemplo, aunque de menor importancia. La biblioteca universitaria era tabú, y se
la consideraba un templo sagrado. Un día, cuando los muchachos eran pequeños, Ish los
había llevado a pasear, y habían llegado así al parque universitario. Mientras él dormía la
siesta, dos de los niños habían desclavado una madera que reemplazaba a un vidrio roto,
habían entrado en la sala de lectura y jugando habían tirado algunos libros al suelo. Ate-
rrado ante esa profanación del santuario del pensamiento, Ish los había castigado de tal
modo que más tarde no podía recordarlo sin vergüenza y remordimiento. Su furia y su ho -
rror, sin proporción con los destrozos, habían producido más efecto que los golpes. Adver-
tidos por sus mayores, los otros niños habían respetado desde entonces la biblioteca, con
gran satisfacción de Ish. Sólo ahora descubría qué clase de temor los alejaba del edificio.
Había un cuarto ejemplo, que lo llevó al punto de partida. Se incorporó y se acercó a la
chimenea.
El martillo estaba allí, donde lo había dejado. No le había pedido a nadie, ni siquiera a
Joey, que lo volviera a su sitio.
El martillo estaba allí, en equilibrio sobre la cabeza de acero herrumbrado, de dos kilos.
Ish lo tenía desde hacía años. Lo había encontrado poco antes que lo mordiera la serpien -
te de cascabel. Era, pues, su más viejo amigo, anterior a Em y Ezra.
Lo examinó con curiosidad y atención. El mango estaba estropeado. Mostraba las
huellas del tiempo y un golpe que había recibido antes que Ish lo encontrase. ¿Qué ma-
dera era aquélla? No lo sabía. Quizá fresno o nogal. Más probablemente nogal blanco. Lo
más simple, concluyó de manera impulsiva, sería deshacerse del martillo.
Arrojándolo al mar, por ejemplo.
No, eso sería tratar los síntomas, y no la enfermedad. Los niños no se librarían así de
la superstición, que podría fijarse sobre otros objetos, y tomar formas más siniestras.
La destrucción del martillo sería quizás una lección simbólica, pues probaría que era
sólo una herramienta desprovista de poder. Pero ¿cómo lograrlo? Quemar el mango sería
fácil, pero no podría destruir la cabeza. Podía recurrir a unos ácidos, mas los niños pensa-
rían que deseaba librarse de un enemigo peligroso.
E Ish tuvo entonces la impresión de encontrarse ante un objeto de maléfico poder. Sí,
aquella unión de madera y acero reunía todas las cualidades necesarias para convertirse
en símbolo: solidez, permanencia, entidad. La significación fálica era evidente. ¿Cómo no
se le había ocurrido nunca darle un nombre? Los hombres se complacían en personificar
las armas, que son, de algún modo, emblemas de fuerza. Durendal, por ejemplo. Ya se
conocía el martillo como atributo divino, Thor, y habría otros seguramente. Y no había que
olvidar a aquel rey franco que había rechazado a los sarracenos y al que sus guerreros
apodaban Martel. ¡Carlos del Martillo! ¡lsh del Martillo!
Cuando los niños llegaron a clase, a la mañana siguiente, Ish prefirió no tocar el asunto
de la superstición. Esperaría el momento propicio, observándolos atentamente un día o
dos, o una semana. Y sobre todo sondearía los pensamientos de Joey.
Pasaron algunas semanas, e Ish concluyó que Joey no era como los otros. Había cum -
plido diez años aquel verano. Su precocidad dejaba a veces una triste impresión. Era,
como se decía en otro tiempo, «demasiado grande para sus pantalones». Por la edad se
encontraba entre Walt y Weston, de doce años, y Chris, de ocho. Pero buscaba siempre
la compañía de los mayores. Le costaba, sin duda, competir con muchachos de mayor de-
sarrollo físico. En cuanto a Josey, su hermana melliza, la hacía a un lado con ese despre-
cio que los niños de su edad muestran por las niñas. Josey, por otra parte, carecía de do-
nes intelectuales.
De ese modo, Joey, comprobó Ish tristemente, vivía en una continua tensión nerviosa.
Sus camaradas no osaban tocar la herramienta, pero habían creído natural que Joey se
expusiera al peligro. O quizá lo creían invulnerable. Ish recordaba haber leído que los sal -
vajes atribuían a algunos de ellos una fuerza sobrenatural. Mana, así llamaban a esa fuer-
za los antropólogos. A los ojos de los niños, Joey estaba protegido por el mana, y Joey se
imaginaba al abrigo de todo peligro.
Ish no dejaba de advertir, ciertamente, los defectos de Joey, pero ponía aún en él todas
sus esperanzas. Joey representaba el futuro. La civilización era obra de la inteligencia hu-
mana, y sólo la inteligencia lograría resucitarla un día. Y Joey tenía inteligencia, y hasta
era posible que tuviese, también, aquel otro poder. El mana no era quizá más que una in -
vención de mentes primitivas. Sin embargo, aun los pueblos más evolucionados recono-
cen a ciertos hombres, marcados por el destino, como jefes indiscutidos. Y nadie había
explicado nunca ese misterio.
¿Joey se sabía elegido por el destino? Ish se lo preguntaba a menudo. No lo sabía,
pero fue convenciéndose cada vez más, y al fin del verano creía ver ya en Joey el signo
de los elegidos.
Pero aunque rechazara la idea de la predestinación, o el mana, sólo Joey, indudable-
mente, era capaz de alzar la antorcha que alejaría las tinieblas. Sólo él era capaz de reco -
ger el tesoro de tradiciones humanas y transmitirlo a sus descendientes.
Pero Joey no se distinguía únicamente en la adquisición de conocimientos. A la edad
de diez años, tenía sus propias experiencias, y hacía sus propios descubrimientos. Había
aprendido a leer casi solo. Aunque desde luego, su genio sólo se revelaba en el terreno
de la experiencia infantil.
Los rompecabezas, por ejemplo. Los niños, entusiasmados de pronto con los juegos de
paciencia, habían desvalijado las tiendas. Ish, que se entretenía mirándolos, comprobó
que Joey era menos hábil que los otros. Parecía carecer de sensibilidad para las formas y
trataba de juntar piezas que indudablemente no podían adaptarse. Sus camaradas no le
ocultaban su indignación. Joey, humillado, abandonó durante un tiempo el juego.
Pero de pronto se le ocurrió algo. No se guiaría por las formas, sino por los colores.
Logró armar así su rompecabezas con mayor rapidez que los otros.
Confesó orgullosamente el secreto de su éxito, pero los otros rehusaron adoptar el sis-
tema.
-¿Para qué? -preguntó Weston-. Tu método es más rápido, pero menos divertido. No
tenemos prisa.
-Sí -añadió Betty-. No tiene gracia juntar primero los pedazos amarillos, luego los rojos,
luego los azules.
Joey no supo qué replicar, pero Ish leyó en el fondo de su pensamiento. En verdad, la
rapidez no era una de las reglas del juego; pero Joey se complacía en hacer un trabajo rá -
pido y bien. Prefería correr a caminar. Parecía tener ese espíritu de empresa y competen -
cia que había distinguido alguna vez a sus antepasados. Poco hábil en distinguir las for-
mas, sin vigor físico, había recurrido a su inteligencia. «Usaba la cabeza», como se decía
antes.
Sólo la edad de Joey hacía notable el descubrimiento, pero Ish no dejaba de decirse,
complacido, que el niño había intuido las leyes de la clasificación, instrumento fundamen-
tal del progreso humano. La clasificación era la base de la lógica, y del lenguaje, con nom -
bres y verbos que agrupaban y separaban objetos y actos. Gracias a la clasificación, el
hombre había podido ordenar el aparente desorden del mundo físico.
Y Joey apreciaba realmente el lenguaje. No sólo se servía de él para expresar deseos
y sentimientos. Le parecía el entretenimiento más apasionante. Hacía juegos de palabras
y buscaba rimas. Las adivinanzas lo fascinaban.
Un día, Ish lo oyó mientras planteaba una adivinanza a los otros niños.
-La inventé yo mismo -dijo Joey orgullosamente-. ¿En qué se parecen un hombre, un
toro, un pez y una serpiente?
-En que todos comen -le dijo Betty maquinalmente.
-Eso es demasiado fácil -dijo Joey-. También los pájaros comen.
Los niños pensaron un momento, y luego buscaron otra distracción. Con la amenaza
de perder su auditorio, Joey se apresuró a decir:
-Se parecen en que ninguno tiene alas para volar.
En el primer momento, Ish no descubrió nada extraordinario en esa adivinanza. Pero
luego, pensando, le asombró que a un niño de diez años le hubieran llamado la atención
semejanzas negativas. Una vieja definición le vino a la memoria: «El genio es la capaci-
dad de ver lo que no hay». Claro, esta definición del genio, como tantas otras, no era muy
exacta, pues podía incluir también a los locos. Sin embargo, encerraba cierta verdad. Los
grandes pensadores habían intuido un mundo que no se revelaba siempre, y lo habían
buscado hasta descubrirlo. El primer requisito para hacer un descubrimiento, a no ser que
se cuente con la casualidad, es indudablemente notar que algo falta.
Joey tuvo otras aventuras aquel verano. Un día volvió a la casa tambaleándose, olien-
do a alcohol. Se descubrió más tarde que había visitado con Walt y Weston una licorería
de la zona comercial. Era un peligro ya previsto por Ish. Una vez se había puesto a vaciar
las botellas de un depósito. Al cabo de una hora, comprobó que las reservas apenas ha-
bían disminuido. La tarea era enorme, y los niños deberían resistir la tentación. Algo simi -
lar le había ocurrido a él en su juventud. Su padre había tenido siempre un poco de
whisky, coñac y jerez, y a Ish poco le hubiese costado hacer una visita clandestina al apa -
rador. Se había abstenido, y ahora sus hijos y nietos no parecían mostrar tampoco gran
interés en vaciar botellas. El alcoholismo era un dios ignorado en la Tribu. La vida era tan
sana y simple que no había necesidad de estimulantes. O quizás el alcohol había perdido
su atracción por estar al alcance de todos.
Joey, e Ish se alegró, no había bebido mucho, y no parecía enfermo, ni muy borracho.
Evidentemente, había alardeado otra vez ante los niños mayores, y había logrado impre-
sionarlos. Walt y Weston no habían salido tan bien de la aventura.
Sin embargo, Joey estaba un poco marcado y no protestó cuando lo mandaron a la
cama. Ish aprovechó la ocasión para hablarle de los peligros de la vanidad. El niño lo mi -
raba con sus ojos grandes e inteligentes. Entendía, a pesar del alcohol, y su mirada pare-
cía decir: Nos entendemos. Sabemos muchas cosas. No somos como los otros.
En un repentino impulso de ternura, Ish le tomó una manita. Los ojos de Joey se ilumi-
naron de alegría, e Ish comprendió que a pesar de sus fanfarronadas, su hijo era un niño
tímido y sensible, como había sido él. Sí, su temeridad no era más que una forma de la ti-
midez.
-Joey, pequeño -dijo de pronto-, ¿por qué te esfuerzas tanto? Weston y Walt tienen dos
años más que tú. No te atormentes. Dentro de diez años, veinte años, los habrás dejado
muy atrás.
El niño sonrió. Pero Ish no se engañaba. Joey sonreía al sentir el cariño de su padre,
no por lo que éste pudiera haberle dicho. A los diez años se vive en el presente, y los
años futuros se pierden en una brumosa lejanía.
Inclinado sobre Joey, Ish vio que los grandes ojos parpadeaban con el alcohol y el sue-
ño. Se sintió inundado otra vez por el amor a su hijo. Es el elegido, pensó. Él llevará la an -
torcha.
Los párpados de Joey se cerraron. El padre se quedó a la cabecera de la cama, con la
manita en su mano. Luego, quizá porque el sueño es imagen de la muerte, sintió un re -
pentino temor. Caprichos del destino, pensó. Amar es exponerse a sufrir. Hasta ahora los
hados lo habían favorecido. Em... Joey... Aquella manita era tan frágil...; sentía bajo sus
dedos un pulso débil y rápido. Cualquier cosa podría detenerlo. Un niño tan débil, con un
alma demasiado ardiente, ¿qué posibilidades tenía de llegar a ser hombre?
Sin embargo, de él, y sólo de él, dependía el futuro. Necesitaba crecer en edad y sabi -
duría... y vivir.
Entre el sueño y la realidad se interpone el azar. Un síncope detiene el corazón, un cu-
chillo hiere, un caballo tropieza, el cáncer roe las carnes, enemigos aún más sutiles ata-
can disimuladamente...
Entonces, sentados alrededor del fuego, a la entrada de la caverna, los sobrevivientes
se preguntan: «¿Qué vamos a hacer? Ya no está aquí para guiarnos». O mientras doblan
las campanas, se reúnen en la plaza y murmuran: «El destino ha sido cruel al llevárselo.
¿Quién nos aconsejará ahora?» O se encuentran en una esquina de la calle y suspiran:
«Es una gran desgracia. Nadie merece ocupar su lugar».
Todo a lo largo de la historia esta misma queja: «Si esa enfermedad no hubiese ataca -
do al joven rey... Si el príncipe viviese... Si el general no hubiese sido tan temerario... Si el
presidente no se hubiese agotado...»
Entre los sueños y la realidad, la frágil barrera de una vida humana.
Las nieblas se disiparon otra vez, y volvió el calor. Cuántas veces, pensó Ish, ha desfi -
lado ante mí el cortejo de los meses. He aquí otra vez el tiempo de la sequedad y la muer -
te. El dios Pan ha exhalado su último suspiro. Pronto caerán las lluvias y verdearán las lo-
mas. Y una mañana veré desde el porche que el sol se pone muy lejos en el sur. Enton -
ces todos dejaremos las casas y yo grabaré otros números en la roca. ¿Y cómo bautizare-
mos el año?
Dick y Bob volverían pronto. Los remordimientos atormentaban aún a Ish, y se repro -
chaba a menudo haber dejado partir a los muchachos. Aunque había tenido tiempo de
acostumbrarse a su ausencia, y su ansiedad se había atenuado un poco. Además, otras
inquietudes, otros remordimientos lo acosaban continuamente.
¡Los niños! ¡Sus supersticiones y sus ideas sobre la religión! No será difícil, había pen-
sado Ish, restablecer la verdad. Pero ya había pasado el verano.
¿Tenía miedo de hablar? ¿Deseaba que los niños vieran en Joey a una especie de bru -
jo? ¿No desearía, en lo más hondo de sí mismo, que pensaran en él Ish, como un dios?
Al fin y al cabo, no a todo el mundo se le ofrece esa tentadora oportunidad. Y si no era
dios, podría ser al menos un semidiós, o un mago.
Desde el incidente del martillo, observaba con curiosidad cómo se conducían con él los
pequeños. A veces dominaban el respeto y el temor. Había mana en él, más aún que en
Joey. Podía realizar notables proezas. Conocía el sentido de las palabras más raras, y el
secreto de los números. Por algún mágico poder, sabía cómo era el mundo del otro lado
del horizonte, del otro lado de los puentes, y sabía también que había islas en el mar más
allá de las rocas de los Farallones, que en los días claros se perfilaban contra el cielo.
Ish comprendió que aquellos niños eran más simples e ingenuos que cualquier criatura
de los viejos días. Ninguno de ellos había visto a más de unas pocas docenas de seres
humanos. Eran felices, pero con la felicidad de unas escasas y agradables experiencias,
indefinidamente repetidas. No había para ellos cambios imprevistos, esos cambios que en
otro tiempo alteraban los nervios de los pequeños, pero que a la vez les aguzaban la inte-
ligencia.
No era raro que creyesen ver en él a un ser sobrenatural, que no pertenecía totalmente
a la tierra, y que lo miraran a veces con un temor reverente.
Pero otras veces, más a menudo, sólo era para ellos el padre, o el abuelo, o el tío Ish
que habían conocido toda la vida, y que en otro tiempo se había puesto a cuatro patas
para jugar con ellos. No les inspiraba entonces mucho respeto. Y los mayores lo conside -
raban un viejo chocho, y aunque lo temiesen, se burlaban de él.
Ocho días después del incidente del martillo, le pusieron un clavo en la silla: la broma
clásica de los escolares. Y otra vez dejaron la clase conteniendo la risa, e Ish descubrió
que le habían prendido a la chaqueta una cinta blanca, que colgaba como una cola.
Ish aceptaba buenamente estas bromas, y no intentaba descubrir al culpable. La fami-
liaridad de los niños lo divertía. Pero no podía dejar de sentirse algo molesto. Que lo
tomen a uno por un héroe o un dios es siempre agradable. ¿Pero se le pone a un dios un
clavo en la silla o se le prenden trapos a la espalda? Sin embargo, Ish reflexionó y com-
prendió que las dos actitudes no eran incompatibles y sin precedentes.
¡Es raro ser un dios! Los sacerdotes traen a tu altar un buey de dorados cuernos, y lo
inmolan de un hachazo. El sacrificio te satisface. Pero luego separan la cabeza, los cuer -
nos y la cola, envuelven en el cuero las entrañas, queman en el altar esas pestilencias y
se regalan con los mejores trozos. El engaño no pasa inadvertido y excita tu ira divina.
¿Lanzas entonces tus rayos, juntas tus nubes más negras? No. Piensas: es mi pueblo, un
pueblo de hombres gordos, orgullosos e insolentes. ¿Querrías que tu pueblo fuese flaco y
humilde? El año próximo, si estalla una epidemia los sacerdotes quemarán el buey ente -
ro... quizá varios bueyes. Y tú te contentas con un débil trueno, que se pierde en la gozo -
sa algarabía del festín. «No soy estúpido» les dices a tus hijos, «pero hay momentos en
que un dios debe parecer estúpido». Y te preguntas si haces bien en confesar un secreto.
Quizás hubiera sido mejor aplastarlos contra una montaña. Esos dones que tienen a su al-
cance, son demasiado peligrosos...
Vosotras también, divinidades terribles, que exigís sacrificios humanos, de cuando en
cuando cerráis los ojos. ¡Ah, es magnífico y horrible! Los gemidos de la víctima, los gritos
de su mujer, y las hachas de los verdugos. Allí yace, cubierto de sangre, con la lengua
afuera. Ha sufrido una muerte espantosa. Pero de pronto el muerto se levanta y baila con
los otros, y su sudor lava la pintura roja de los muros. Entonces tú, el dios terrible, recu-
rres a tu sabiduría y recuerdas sólo la fingida muerte; aunque hasta los tontos del pueblo
se ríen de ti.
No, es inútil prosternarse en el barro y besar la tierra. Una ligera inclinación de cabeza
es suficiente.
Sin embargo, no sin aprensión, Ish decidió intentar una experiencia. Quizás había dado
demasiada importancia al incidente del martillo. Y bien, ya se vería.
Eligió con cuidado el momento, los últimos minutos de clase. Si ocurría algo embarazo-
so, podría batirse en retirada. Encauzó la conversación según sus planes, y al fin preguntó
con tono indiferente:
-¿Y cómo crees que se hizo todo esto -e hizo un vago y amplio ademán-, el mundo en-
tero?
La respuesta no se hizo esperar. Era Weston quien hablaba entonces, pero expresó la
opinión de todos.
-Bueno, lo hicieron los americanos.
Ish contuvo la respiración. Sin embargo, comprendió, era fácil encontrar la raíz de la
idea. Cuando un niño preguntaba quién había hecho las casas, las calles o las conservas,
los padres le respondían siempre: los americanos. Hizo otra pregunta:
-¿Y qué sabes de los americanos?
-Oh, los americanos eran la gente antigua.
Esta vez Ish tardó en comprender. «La gente antigua» no era sólo gente vieja, sino
también seres sobrenaturales, de otro mundo. Era el momento de aclarar el problema.
-Yo era... -empezó a decir, y se detuvo, pues no había razón para emplear el pasado-.
Yo soy un americano.
Al pronunciar estas palabras tan simples, sintió un cierto orgullo, como si en ese mo -
mento las banderas flotasen al viento y se oyera el canto triunfal de las fanfarrias. En otro
tiempo había sido un honor ser americano. No se trataba de amor propio, sino de un senti-
miento de confianza, seguridad, y fraternidad con millones de otros hombres. Sin embar -
go, ahora había titubeado.
Siguió un silencio, e Ish sintió que todos los ojos se clavaban en él, y comprendió que
su explicación había echado leña al fuego. Había querido decir, simplemente, que los
americanos eran seres de carne y hueso. Había tratado de decir: Miradme, soy Ish, padre
y abuelo de algunos de vosotros. Me he puesto a cuatro patas para jugar con vosotros.
Me habéis tirado del pelo. Oh, soy simplemente Ish, y cuando digo que soy un americano,
quiero decir que no había en ellos nada de sobrenatural. Eran sólo hombres.
Tal había sido su pensamiento, pero los niños habían interpretado mal sus palabras. Yo
soy un americano, había dicho, y los niños habían inclinado la cabeza pensando: Sí, cla-
ro, eres un americano. Sabes cosas extraordinarias que nosotros humildes mortales no
podemos conocer. Nos enseñas a leer y escribir. Nos describes el mundo. Juegas con los
números. Llevas el martillo. Sí, es evidente. Otros seres como tú hicieron el mundo; eres
el último sobreviviente de la vieja raza. Eres un viejo del otro mundo. Sí, es cierto, eres un
americano.
Ish miró impotente a su alrededor. Reinaba un silencio de muerte. De pronto Joey le
sonrió como diciéndole: Hay algo común entre los dos. Yo soy como un recuerdo de los
viejos días. Sé leer. Entiendo los libros. Toco el martillo, y no me pasa nada.
Ish se alegró de haber hecho la pregunta poco antes de mediodía. Ya no habría más
preguntas, ni respuestas.
-Es la hora -gritó-. ¡La clase ha terminado!
Un día, cuando ya caía la tarde, Ish conversaba con Joey, o mejor dicho, seguía instru-
yéndolo con algunos juegos. Había reunido unas monedas y le daba a Joey nociones de
economía política. Joey admiraba las brillantes y sonoras monedas de níquel, con la figura
de aquel raro animal jorobado. Como todos los niños de su edad en los viejos días, prefe -
ría las monedas a los billetes con la imagen del hombre barbudo, que se parecía un poco
al tío George. Ish trataba de explicarle el sistema monetario antiguo.
Cuando parecía que Joey ya había entendido, Ish oyó un sonido insólito y sin embargo
familiar. Alzó la cabeza y escuchó. El sonido se oyó otra vez, más cerca. Era la bocina de
un coche.
-¡Em! -gritó Ish-. ¡Han vuelto!
Se incorporó de un salto y las monedas rodaron por el porche.
Em y los niños salieron tropezándose. El jeep apareció en la esquina y los perros lo
saludaron con un concierto de ladridos. Los miembros de la Tribu corrieron a recibirlo. El
coche estaba sucio y abollado, y mostraba las huellas del largo viaje. Ish contuvo el alien-
to unos segundos. En seguida los muchachos saltaron a tierra, gritando alegremente. Ish
suspiró aliviado y comprendió que desde el día de la partida no había disfrutado de un mi-
nuto de verdadera tranquilidad.
Allí estaban los muchachos, rodeados de una cohorte de niños vocingleros. Ish se que-
dó aparte, un poco embarazado. Luego, un movimiento en el jeep atrajo su atención.
¿Otro viajero? Sí, y ahora iba a salir. Ish tuvo un mal presentimiento, y observó con in -
quietud la aparición del intruso.
Primero asomó la cabeza: un cráneo calvo, una barba castaña, abundante, pero sucia
y descuidada. El hombre descendió y se enderezó lentamente.
Con temor, casi con pánico, Ish lo examinó. Era un hombre de elevada estatura, corpu-
lento y pesado. Parecía fuerte, pero se movía dificultosamente, como si padeciese algún
mal. En la cara de luna, los ojos apenas se veían. Ojos de cerdo, pensó Ish.
El hombre estaba ahora rodeado de niños. Alzó la cabeza, se encontró con la mirada
de Ish, y sonrió. Los ojos del hombre eran de un azul pálido.
Ish hizo un esfuerzo para responder a la sonrisa. Yo tenía que haberle sonreído antes,
pensó. Es un huésped y se supone que debo darle la bienvenida.
Para terminar con aquella situación embarazosa, Ish se adelantó y le dio la mano a
Bob, aunque no podía olvidar al desconocido.
Aproximadamente de mi edad, pensó.
Bob hizo las presentaciones.
-Nuestro amigo Charlie -dijo simplemente, y le palmoteó la espalda.
-Encantado -alcanzó a articular Ish.
La trivial fórmula de cortesía se le había quedado en la garganta. Miró fijamente los di -
minutos ojos azules. ¿Ojos de cerdo? No, de jabalí. Aquel infantil color azul disimulaba la
fuerza y la ferocidad. Los dos hombres se estrecharon la mano. Ish sintió que el otro era
más fuerte.
Bob arrastraba ya a Charlie para presentárselo a los otros. Ish se sintió todavía más
molesto. Estemos alertas, pensó.
Había imaginado aquel regreso como una fiesta. Y ahora ese Charlie lo estropeaba
todo.
Hombre agradable, en su género. Y buen compañero, a juzgar por el afecto que le
mostraban los muchachos. Pero Charlie era un hombre sucio. Sólo eso justificaba su anti-
patía. Charlie era un hombre sucio, y esa suciedad, pensaba Ish, no se limitaba sólo a su
exterior.
Ish, como todos, se había habituado ya a la suciedad, la eterna suciedad de la tierra.
Pero no era eso lo que molestaba en Charlie. Quizá la causa fuesen aquellas ropas. Char-
lie vestía un traje de los viejos días, que ya no se usaba. Hasta llevaba chaleco, quizá por -
que el tiempo era fresco y las nubes bajas presagiaban lluvia. Pero el traje estaba cubierto
de manchas de grasa y otras que uno hubiera creído de huevo, si las gallinas no hubiesen
desaparecido hacía años.
La pequeña multitud fue hacia la casa, e Ish atrás La sala estaba repleta. Los dos mu -
chachos y Charlie en el centro. Los niños miraban maravillados a los viajeros que volvían
de una lejana expedición, y observaban asombrados a Charlie. No estaban acostumbra-
dos a ver gente extraña. Nunca habían disfrutado de una fiesta parecida. Era el momento
de descorchar una botella de champaña, pensó Ish; pero no había hielo. En seguida se
preguntó por qué esta idea le parecía risible.
-¿Llegasteis al otro lado? -gritaban todos-. ¿Hasta dónde fuisteis? ¿Visteis la ciudad
grande?
Ish no se dejaba arrastrar por la alegría general. Miraba de reojo la barba grasienta y el
chaleco manchado, y sentía crecer su antipatía.
Cuidado, pensó. Pareces un aldeano que no confía en ningún desconocido. Decías que
la Tribu necesitaba el estimulante de nuevas ideas, y cuando se te presenta un extraño,
piensas que su alma debe de ser tan sucia como su chaleco.
-No -dijo Bob-, no llegamos a Nueva York. Pero sí a la otra gran ciudad... Chicago. Lue -
go los caminos estaban cada vez más malos, y tropezábamos con troncos caídos y mon -
tones de tierra. Además no había puentes y debíamos hacer largos rodeos.
Alguien hizo otra pregunta antes que Bob terminara la frase. Todos hablaban a la vez y
los viajeros no sabían a quien contestar. En ese alboroto, Ish se encontró con la mirada
de Ezra, y comprendió que su amigo compartía sus inquietudes y también desconfiaba de
Charlie.
Ish se sintió a la vez aliviado y justificado. Ezra tenía gran experiencia en estas cuestio-
nes. Si él adivinaba algún peligro, había que estar preparado. Su juicio en estos asuntos
era infalible.
Vamos, se calmó Ish. No sabes qué piensa Ezra. Quizás está perturbado porque adivi-
na tus temores. Y tú has perdido la cabeza. Temes, como un salvaje, que cualquier ex-
tranjero venga a imponerte sus ideas y sus dioses.
Los viajeros continuaban el entrecortado relato.
-Vestidos muy cómicos -decía Dick-. Como batas blancas y largas, y mangas anchas
del mismo color. Hombres y mujeres vestían igual. Nos tiraron piedras y nos gritaron que
éramos gente impura. «¡Somos los elegidos del Señor!», decían. No pudimos acercarnos.
Em lo interrumpió. Su voz grave y sonora pareció dominar los agudos chillidos de los
niños. Cualquier otro hubiera debido golpear la mesa para que le prestaran atención. To-
dos callaron en seguida, aunque Em no levantó la voz y sólo dijo unas palabras triviales.
-Es tarde -dijo-. Hora de cenar. Los chicos tienen hambre...
Evie lanzó una de sus risitas tontas y calló también.
Em dijo que todos debían ir a sus casas y volver más tarde. Ish observó a Charlie y ad-
virtió que Ezra hacía otro tanto. Los ojos de Charlie se detuvieron, excesivamente en Em.
Luego su mirada se posó en, los cabellos rubios de Evie, con una admiración no disimula -
da. Todos se incorporaron y se dispusieron a salir. Dick invitó a Charlie a cenar en casa
de Ezra.
Sirvieron la comida, y cuando todos se sentaron a, la mesa, hubo otra vez un tropel de
preguntas. Ish, calló esperando a que Em calmara sus inquietudes de madre. ¿No habían
enfermado? ¿Habían comido bien? ¿No habían tenido frío de noche?
Hablarían del viaje, decidieron, después de la cena, cuando volvieran los demás. A Ish
no le parecía bien sondear a Bob a propósito de Charlie, pero no pudo contenerse. Bob
habló sin reticencias.
-Oh -dijo-, ¿Charlie? Lo encontramos hace unos doce días, cerca de Los Ángeles. Hay
allí algunos grupos como el nuestro, pero Charlie estaba solo.
-¿Le ofreciste subir al jeep o te lo pidió él?
Ish estudió el rostro de Bob. El muchacho no pareció perturbado.
-Oh, no me acuerdo. Yo no le dije nada. Quizá Dick.
Ish se hundió otra vez en sus reflexiones. Charlie tenía quizá sus razones para dejar
Los Ángeles. Pero no se lo podía acusar sin permitirle que se defendiera.
-Cuenta historias muy divertidas. Es un hombre magnífico -continuó Bob.
Historias divertidas, sí, y de un género previsible. La Tribu llamaba a las cosas por su
nombre, y la misma pobreza del vocabulario había hecho desaparecer el concepto de
obscenidad, que había muerto quizá con el amor romántico. Pero Charlie conservaba un
repertorio de buenas anécdotas. Ish no había sido nunca un mojigato, pero sintió que su
desconfianza se transformaba en una especie de indignación virtuosa. Se repitió que no
sabía nada de Charlie, salvo lo que decían los muchachos. Deploró amargamente la falta
de agua que les había arrebatado la paz, trayéndoles a ese intruso.
Luego de la cena, una hoguera encendida en la colina atrajo a toda la Tribu. Los más
jóvenes cantaban y bromeaban. Era un día de fiesta.
En aquel concierto de gritos y risas, los muchachos terminaron su relato. En la carrete-
ra a Los Ángeles habían encontrado algunos obstáculos, pero el jeep los había salvado
fácilmente. Los fanáticos de túnicas blancas, que se llamaban a sí mismos elegidos del
Señor, vivían en Los Ángeles. Algún hombre enérgico, pensó Ish, les habría impuesto
esas ideas. La Tribu, libre de esas influencias, se había desinteresado en cambio de toda
cuestión sobrenatural.
Luego de Los Ángeles, los muchachos habían tomado la ruta 66, como lo había hecho
Ish en los días que siguieron al Gran Desastre, cuando no era mucho mayor que ellos. La
carretera que atravesaba el desierto se conservaba en buen estado, aunque cubierta de
arena en algunos lugares. El puente sobre el Colorado se movía un poco, pero se mante-
nía aún en pie.
Había otra comunidad cerca de Albuquerque. De acuerdo con la descripción de los mu -
chachos, Ish concluyó que los miembros de esa colonia, aunque no fueran muy morenos,
eran de raza india, pues cultivaban maíz y alubias, como lo habían hecho los
indios pueblos durante siglos. Sólo unos pocos -los más viejos- hablaban inglés. Encerra-
dos en sí mismos, miraban a los extranjeros con desconfianza. Tenían caballos, no usa-
ban automóviles y se mantenían lejos de las ciudades.
Desde allí los muchachos habían ido hacia Denver, y luego habían atravesado las lla-
nuras.
-Seguimos una carretera -explicó Bob- que comenzaba como 66.
Bob calló titubeando. Ish reflexionó un instante y comprendió que el muchacho hablaba
de la ruta 6.
Bob había visto una cifra familiar en los pilones aún intactos, pero no conocía el nom-
bre. Ish tuvo vergüenza de la ignorancia de su hijo.
La ruta 6 les había permitido llegar a los límites de Colorado y cruzar las planicies de
Nebraska.
-Había muchas vacas -comentó Dick-. No se veía otra cosa.
-¿Visteis también esos toros con jorobas? -preguntó Ish.
-Sí, unos pocos -dijo Dick.
-¿Y la hierba? ¿Era derecha y alta, con espigas? Debía de ser tierna en el camino de
¡da, y dorada, con el grano duro cuando volvisteis.
-No, no vimos nada parecido.
-¿Y el maíz? Conocéis el maíz. Se cultivaba cerca de Río Grande.
-No, no vimos maíz.
A partir de entonces, los caminos estaban a menudo bloqueados. En aquellas regiones
de otoños lluviosos e inviernos fríos, la humedad favorecía el crecimiento de las plantas.
El cemento, agrietado y hendido, había sido invadido por las hierbas, los matorrales, y
hasta los arbustos. Pero al fin, trabajosamente, habían logrado atravesar lo que había
sido antes el Estado de Iowa.
-Llegamos al gran río -dijo Bob-. El mayor de todos. Pero el puente es sólido aún.
Al fin habían entrado en Chicago, un desierto de calles vacías. La ciudad, pensó Ish,
era poco hospitalaria, sobre todo cuando los vientos de invierno se abatían sobre el lago
Michigan. No era raro que las gentes, que podían elegir cualquier lugar del país, hubieran
emigrado al sur. Chicago era ahora una ciudad de fantasmas.
Al salir de Chicago en un día nublado y gris, se habían perdido en el laberinto de carre-
teras que rodeaba la ciudad, y habían ido hacia el sur, en vez del este.
-Así que buscamos en una tienda una de esas máquinas que señalan la dirección -dijo
Bob, y miró a Ish.
-Una brújula -dijo Ish.
-Bueno, la brújula nos ayudó a encontrar el camino y llegamos a orillas de un río que no
pudimos atravesar.
El río Wabash, pensó Ish. Inundaciones sucesivas habían arrebatado los puentes, o
quizás un solo huracán. No se podía pasar por el sur, y Bob y Dick habían vuelto a la ruta
6.
El viaje hacia el este fue una verdadera aventura. Las inundaciones, las tormentas y las
heladas habían destrozado la carretera, y las arenas, las plantas y los árboles caídos ape -
nas dejaban ver el cemento. El jeep se abrió paso entre matorrales o esquivando troncos.
Pero muy a menudo los muchachos tenían que recurrir a la pala y el hacha, en una lucha
agotadora. Además, empezaba a pesarles la soledad.
-Un día de mucho frío, con viento del norte -confesó Dick-, tuvimos miedo. Recordamos
lo que nos habías dicho de la nieve y pensamos que no volveríamos a casa.
En alguna parte, probablemente cerca de Toledo, habían dado media vuelta. El agua
de las lluvias había cubierto los caminos, y se preguntaban si la inundación no se habría
llevado los puentes. En ese caso, nunca podrían reunirse con sus familias. En lugar de ir
hacia el sur, como les había aconsejado Ish, habían regresado por el mismo camino. El
viaje de vuelta no les había enseñado, pues, nada nuevo.
Ish no les hizo ningún reproche. Al contrario, elogió su energía y su inteligencia. La cul-
pa debía recaer en él, que los había enviado a Chicago y Nueva York, las grandes ciuda-
des de los viejos días. Hubiera sido preferible elegir la ruta meridional hacia Houston y
Nueva Orleáns, lejos de los inhospitalarios inviernos del norte. Sin embargo, al este de
Houston las inundaciones debían de haber sido catastróficas. Quizás Arkansas y Louisia-
na se habían transformado en selvas antes que Iowa e Illinois.
Los niños, con sus rondas y canciones, rodeaban el fuego. ¿No había en ese frenesí
algo de primitivo y bárbaro? ¿O bien esa exuberancia era natural? Evie, mentalmente una
niña, bailaba también, con los cabellos rubios al viento.
Ish miraba y pensaba. Los muchachos habían descubierto que el país volvía al estado
salvaje. Pero no podía esperarse otra cosa. La expedición había tenido otra utilidad: el
contacto con dos comunidades, si podía hablarse de contacto, ya que aquellos grupos re-
chazaban a todos los extraños. ¿Era un simple prejuicio, o un profundo instinto de conser -
vación?
Sin embargo, la certidumbre de que había seres humanos cerca de Albuquerque alivia-
ba un poco la angustia de la soledad.
Dos pequeñas colonias descubiertas en un solo viaje. Podía suponerse que había mu-
chas de ellas en todo el país. Ish recordó a los negros que había visto en Arkansas hacía
muchos años. En aquella región fértil, sin inviernos rigurosos, esos tres negros habían
sido quizás el núcleo de un grupo de hombres de distintas razas. Evidentemente, por sus
costumbres y modo de pensar, aquella comunidad poco se parecería a las de California y
Nuevo México. Estas diferencias plantearían nuevos problemas.
Pero el momento no era adecuado para las meditaciones filosóficas. Los bailes y los
gritos de los niños se habían transformado en algo desenfrenado. Los muchachos mayo-
res, incluso algunos casados, no habían podido resistirse, y se habían unido a la partida.
Estaban jugando con un látigo, y el que era tocado debía saltar el fuego. De pronto, Ish se
puso tenso. Charlie tomaba parte en el juego. Entre Dick y Evie, blandía el látigo. La pre -
sencia de una persona mayor entre ellos, y sobre todo de ese extraño, redoblaba la aleg -
ría de los niños.
Ish buscó argumentos que disiparan su desconfianza. ¿Por qué Charlie no había de
unirse al baile? ¿No valgo más que esas gentes de Los Ángeles o Albuquerque que re-
chazan a los desconocidos? Creo, sin embargo, que me alegraría que este Charlie fuera
distinto.
Pero a pesar de sus esfuerzos, Ish era incapaz de reprimir su antipatía. Consideraba
ahora de otro modo el viaje de los muchachos. Aunque el descubrimiento de las nuevas
colonias era todo un acontecimiento, nada le parecía más importante que la presencia de
Charlie.
Se hacía tarde y las madres reunieron a sus hijos. La fiesta había terminado, pero la
mayor parte de los adultos siguieron a Ish y Em para conversar un poco más con los dos
muchachos y Charlie.
-Siéntese -le dijo Ezra a Charlie mostrándole el sillón junto a la chimenea.
Era el sitio de honor, y el más cómodo. Ezra tenía el arte de que la gente se sintiera có-
moda, e Ish se reprochó no haber sabido cumplir sus deberes de dueño de casa. Charlie
podía haber pensado que no era bien recibido. E Ish se preguntó si ése, precisamente, no
había sido su deseo. La noche era fresca y Ezra pidió que encendieran la chimenea. Los
muchachos trajeron leña y pronto el fuego crepitó alegremente difundiendo un agradable
calor.
Charlaron, y Ezra como siempre llevó la voz cantante. Charlie dijo que tenía sed. Jack
le trajo una botella de coñac. Vació varios vasos, sin que en apariencia le causaran nin-
gún efecto.
-Decididamente, no termino de calentarme -señaló Ezra.
-¿No estarás enfermo? -preguntó Em.
Ish se estremeció. La enfermedad era algo tan raro en la Tribu que el menor malestar
preocupaba a todos.
-No sé -respondió Ezra-. Si estuviésemos en los viejos días pensaría que me he resfria -
do. Pero no puede ser, por supuesto.
Trajeron más leña; el calor fue pronto insoportable. Ish se quitó el suéter y se quedó en
mangas de camisa. Charlie se quitó también la chaqueta y se desabotonó el chaleco.
George, echado en el sofá, se durmió, pero su ausencia no hizo decaer la conver -
sación. Charlie continuó con sus libaciones, y por efecto del fuego o del alcohol unas go -
tas de transpiración le perlaron la frente, aunque no perdió su lucidez.
Ish advirtió que Ezra trataba de que Charlie hablara de sí mismo. Pero el tacto de Ezra
era innecesario. Charlie no ocultaba su pasado.
-Al fin ella murió -explicó-. Llevábamos muchos años juntos, diez o doce. Bueno, no
quise quedarme allí un minuto más; como los muchachos me gustaron, me vine con ellos.
Ish sintió que cambiaba de opinión. Los muchachos, que habían pasado un tiempo con
Charlie, lo apreciaban realmente. Quizás este hombre fuerte y alegre sería un elemento
útil para la Tribu. Miró a Charlie y vio que la transpiración le bañaba la frente.
-Charlie -dijo-, se sentiría más cómodo sin el chaleco.
Charlie se sobresaltó, pero no dijo nada.
-Lo siento. No sé qué me pasa. Quizá sea mejor que me vaya y me acueste -dijo Ezra,
pero no se movió.
-No puede ser un resfriado -dijo Em-. Nadie se ha resfriado nunca aquí.
Charlie aceptó alejarse del fuego con su botella de coñac, pero no se quitó el chaleco.
Los dos perros de la casa se acercaron a olfatearlo. Todo olor nuevo los excitaba. Al
principio parecieron indiferentes, pero cuando Charlie les acarició el lomo y las orejas, se
revolvieron alegremente, moviendo la cola.
Ish, que nunca se había sentido cómodo con gente desconocida, titubeaba. Unas ve-
ces, seducido por fuerza y la simpatía de Charlie, le parecía un hombre muy agradable;
otras, esa misma fuerza y simpatía le desagradaban. Quizá temía ver amenazado su
prestigio en la Tribu. Charlie se le aparecía entonces cmo la misma encarnación del mal.
Al fin George despertó, se desperezó pesadamente y anunció que se iba a acostar. Los
otros se prepararon a partir con él. Ish advirtió que Ezra quería decirle algo y lo llevó a la
cocina.
-¿Te sientes mal?
-¿Yo? -dijo Ezra-. Nunca estuve mejor en mi vida.
Sonrió e Ish empezó a entender.
.-No tenías frío.
-Nunca tuve menos frío -replicó Ezra-. Quería ver si Charlie se sacaba el chaleco. Me
hubiese asombrado, por otra parte. Es un hombre precavido, y confirmó mis sospechas.
Ha agrandado un bolsillo del chaleco y lleva uno de esos juguetes que se hacían antes
para las carteras de las mujeres. Sólo un juguete.
Ish se sintió aliviado. Un revólver. Algo simple, concreto conocido, fácil de manejar. La
alegría no le duró mucho.
-Desearía saber a qué atenerme -prosiguió Ezra-. Tengo a veces la impresión de que
hay algo sucio y vil en ese hombre. Otras veces me parece que será mi mejor amigo. En
fin, es alguien que sabe lo que quiere, y lo obtiene siempre.
Volvieron a la sala. George se despedía.
-Hemos tenido suerte -le decía a Charlie-. Necesitábamos otro hombre fuerte en la Tri-
bu. Espero que se quede con nosotros.
Hubo un coro general de aprobación, y luego todos, incluso Charlie y Ezra, salieron.
Ish se quedó a solas con sus pensamientos. Había intentado unirse al coro, pero la len-
gua no le había obedecido. Y se repitió las palabras de Ezra: Hay algo sucio y vil en ese
hombre.
7
Más tarde, Ish recordó una costumbre de otros tiempos, ya abandonada. Fue hasta la
puerta de la cocina y descubrió que había un candado. Recordó que lo había puesto su
madre, que no confiaba en las cerraduras comunes. Cerró la puerta con el candado. Lue -
go examinó la cerradura de la puerta de delante. Aún funcionaba.
Nunca, desde el Gran Desastre, se le había ocurrido cerrar con llave. En la Tribu no ha-
bía nadie sospechoso. Un extraño no hubiese podido escapar a la vigilancia de los perros.
Y he aquí que aparecía un hombre que no era de fiar, y que se había ganado la confianza
de los perros. ¿Los habría acariciado con premeditación?
Ish se acostó y comunicó sus temores a Em. Ella no se interesó mucho. Ish pensó,
como otras veces, que en Em había una inercia peligrosa.
-¿Y por qué no ha de tener un revólver en el bolsillo? -preguntó ella-. Tú también llevas
un arma cuando sales.
-No la oculto, y no temo quitarme el chaleco y quedarme un momento desarmado.
-Es cierto, pero quizá tú mismo lo pusiste nervioso. Te es antipático, y quizás él piensa
lo mismo de ti. Está entre gente extraña... solo.
Ish sintió otra vez rabia, casi cólera. Charlie, ese intruso.
-Sí -dijo-, pero estamos aquí en nuestra casa. Él es quien debe adaptarse, no nosotros.
-Tienes razón, querido, quizá. Pero no hablemos ahora. Tengo sueño.
Si algo envidiaba Ish a Em, era su facilidad para dormirse en el momento mismo en
que decía tener sueño. El sueño huía de él cuando más lo llamaba, y no podía dejar de
pensar. Justamente se le acababa de ocurrir una nueva idea. Se vio envuelto en una pe-
lea con Charlie. Si hubiera habido entre los miembros de la Tribu una unión verdadera o
simbólica, la llegada de un extraño, por más fuerte que fuese, habría presentado pocos
peligros. Ahora era quizá demasiado tarde. El extraño estaba allí, y se encontraba ante in -
dividuos aislados.
Y Charlie no era un adversario despreciable. Ya se había ganado la amistad de Dick y
Bob, sin contar los más chicos. George parecía admirarlo. Ezra titubeaba. ¿Qué era ese
raro encanto, que parecía apoyarse en la fuerza física?
Era difícil saber por qué casi todos simpatizaban con Charlie. ¿No lo enceguecerían a
él, Ish, los prejuicios? Quizá veía en el hombre a un rival. De todos modos, algo era indu -
dable. Habría lucha entre ellos, un duelo quizá, pues la Tribu ignoraba la solidaridad pro-
pia de un Estado.
O peor aún, podría ser una lucha entre dos partidos, con dos jefes rivales. ¿Quiénes lo
apoyarían? No era verdaderamente un jefe. Pero no había otro. George era demasiado
estúpido, y Ezra gustaba de la comodidad. Oh, sí, en inteligencia era superior a todos.
Pero en la disputa por el poder el intelectual había perdido siempre. Pensó en los ojos de
un azul infantil y engañoso. Los ojos negros nunca podían ser tan duros y fríos.
¿Quién se enrolará bajo mi estandarte?, se preguntó dramáticamente. Hasta Em podía
abandonarlo. Se había reído de sus temores y había defendido a Charlie. Ish se sintió otra
vez el niño desamparado de los viejos días. De todos los que lo rodeaban, únicamente
Joey era capaz de entenderlo. Y Joey era sólo un niño, menudo y débil para su edad. ¿De
qué le serviría en una lucha contra Charlie? No, no, pensó de nuevo, no ojos de cerdo.
Ojos de jabalí.
Al fin se rebeló contra sí mismo. No es más que una extravagancia nocturna, se dijo.
Esas ideas que nacen en las tinieblas en las noches de insomnio. Logró librarse de sus
pensamientos, y se durmió.
A la mañana siguiente, al despertar, la situación le parecía, si no color de rosa, por lo
menos no tan sombría. Desayunó casi alegremente, contento de ver a Bob en su sitio de
costumbre y de obtener más noticias del viaje.
Luego, cuando creía haber recobrado la calma, todo se derrumbó otra vez.
-Bueno, voy a ver a Charlie -dijo Bob.
Ish tuvo en la punta de la lengua un consejo paternal: «En tu lugar yo dejaría tranquilo
a ese hombre». Pero Em, con una mirada, le rogó que callase, e Ish comprendió que si
Charlie se transformaba en algo prohibido sería más atractivo aún. Se preguntó otra vez
qué clase de fascinación ejercía Charlie sobre los muchachos.
Bob se fue, y los otros niños, terminadas las tareas matinales, lo siguieron.
-¿Qué los atrae tanto? -le preguntó Ish a Em.
-Oh, no te atormentes -dijo ella-. Es sólo la novedad. No me parece raro.
-Podemos tener dificultades.
-Es posible -admitió Em. Era la primera vez que ella se mostraba de acuerdo. Pero en
seguida desvió el curso de los pensamientos de Ish, diciendo: -Pero no empieces tú.
-¿Qué quieres decir? -preguntó Ish irritado, aunque nunca discutía con Em-. ¿Piensas
que vamos a disputarnos la jefatura de la Tribu?
-Ve a ver qué pasa -dijo ella sin responder a su pregunta.
El consejo le pareció bueno a Ish, quizá porque sentía realmente curiosidad. Pero
cuando cruzó la puerta, titubeó y se quedó un rato en el porche. Sentía las manos extra-
ñamente vacías, se sentía indefenso. Pensó en buscar un revólver. En los alrededores de
las casas, las armas de fuego eran inútiles, pues bastaba la vigilancia de los perros. Podía
pretextar una excursión. De todos modos, un revólver equivaldría a una declaración de
guerra, y sería también admitir su debilidad. Sin embargo, no se decidía a salir sin nada.
Entró en la casa y vio el martillo sobre la repisa de la chimenea. Bueno, pensó encoleri -
zado. No eres mejor que los niños. Te dejas arrastrar por sus ideas estúpidas. A pesar de
todo, tomó el martillo y se lo llevó. Su peso y su solidez eran tranquilizadores. Ya no sen -
tía en la mano derecha, que asía el duro mango de madera, aquella rara sensación de va -
cío.
En la loma donde la noche anterior había ardido la hoguera se oían ahora gritos y risas.
Se dirigió hacia allí. No había nadie cerca y sintió de pronto el peso de la soledad.
Le faltaban fuerzas para seguir adelante. Una vez más era la hormiga perdida, lejos del
hormiguero; la abeja que no podía volver a la colmena destruida; el niño sin madre. Se
detuvo, el cuerpo bañado en un sudor frío. Los Estados Unidos no eran más que un re -
cuerdo del pasado. No contaba con nadie. No sabía si encontraría algún apoyo entre los
miembros de la Tribu. No había ya gendarmes, fiscales, jueces a los que acudir.
Apretó el mango del martillo con tanta fuerza que le crujieron los nudillos. No quiero re-
troceder, pensó. Y haciendo acopio de valor, avanzó lentamente.
Cuando dio algunos pasos, pasando del pensamiento a la acción, se sintió mejor. Vio al
grupo cerca de las cenizas de la hoguera. Estaban todos los jóvenes, y también Ezra. De
pie o sentados, rodeaban a Charlie, que hablaba, reía y bromeaba. Era exactamente el
espectáculo que Ish había esperado ver. Pero cuando estuvo más cerca, sintió que un frío
le nacía en el estómago y le invadía luego el cuerpo. El mango de madera le tembló en la
mano.
En el centro del grupo estaba Evie, la idiota, junto a Charlie, e Ish no había visto nunca
aquella expresión en su rostro.
Ish estaba entonces a unos diez pasos de Charlie. Se detuvo. Algunos de los niños lo
habían visto, pero la historia que contaba Charlie era demasiado interesante para inte-
rrumpirlo. Aunque Ish estuviese allí en carne y hueso, su presencia no había sido recono-
cida oficialmente.
Dejó pasar unos instantes, que le parecieron siglos. Sin embargo, el corazón no le latió
más que unas tres o cuatro veces. Ya no sentía aquel sudor frío. Se encontraba prepara-
do para actuar. Era casi feliz. Sus temores se transformaban en realidad, y la peor de las
dificultades, cuando adquiere forma visible, es preferible a una sombra vaga y confusa. No
se puede luchar contra un mal que es mera apariencia.
Esperó aún, el tiempo de algunos latidos. La crisis había estallado de pronto, como
ocurría a menudo en aquella nueva vida. En los viejos tiempos, las crisis se arrastraban
interminablemente y uno leía los diarios semanas y meses antes que los obreros se decla-
raran en huelga o que los aviones dejaran caer sus bombas. Pero en esta sociedad mi-
núscula, el drama estallaba en unas pocas horas.
Evie estaba en el centro del grupo, aunque habitualmente se mantenía apartada. Co-
múnmente apenas prestaba atención a sus compañeros. Esta vez contemplaba a Charlie
con admiración, y parecía beber sus palabras, aunque probablemente no comprendía ni la
mitad. No era la historia lo que la atraía. Su cuerpo rozaba el cuerpo de Charlie.
¿Y para esto, se preguntó Ish amargamente, habían cuidado de Evie? Ezra la había
encontrado sucia, desgreñada, viviendo como una bestia, y con apenas la inteligencia ne-
cesaria para abrir las latas de conserva. ¿No hubiera sido mejor poner a su alcance algún
veneno azucarado? Y bien, la habían cuidado durante años, y su existencia no había sido
una alegría para ellos, y sin duda tampoco para ella. La compasión que Evie inspiraba era
una reliquia de otro tiempo.
Evie, tal como la veía ahora, en el centro el grupo, parecía una extraña. Ocurría a me-
nudo: uno no se fija en el cuadro que tiene siempre delante de las narices, y la gente a
quien se ve durante años parece perder sus características más personales. Evie, advirtió
de pronto, era una notable belleza rubia. Desde luego, los ojos parecían vacíos y su rostro
carecía de expresión. Pero para un hombre como Charlie esos detalles no debían de te-
ner gran importancia. Sí, como había dicho Ezra, Charlie sabía lo que quería, y lo obtenía
rápidamente. ¿Y por qué iba a esperar?
Los dedos de Ish se crisparon sobre el mango del martillo. Era tranquilizador, pero hu-
biese preferido un revólver.
Un coro de carcajadas saludó unas palabras de Charlie. Evie se rió, con breves chilli -
dos. Charlie se inclinó hacia ella y le pellizcó el talle. La joven lanzó un gritito agudo, de ni -
ña. Ish se acercó, su presencia se hizo de pronto oficial, y todos se volvieron hacia él. Es-
peraban, advirtió Ish en seguida. Aquella inesperada situación los sorprendía, y no sabían
qué actitud adoptar. Ish se acercó a Charlie, con el martillo en la mano derecha y tratando
de no apretar el puño izquierdo, a pesar de su cólera.
Mientras Ish se acercaba, Charlie, con movimientos despreocupados, tomó a Evie por
el talle. Sorprendida, ella cedió. Charlie se volvió entonces hacia Ish y lo miró desafiante.
Ish aceptó el desafío, y se serenó. La necesidad de actuar le aclaraba las ideas.
-Dejadnos solos unos instantes -ordenó en voz alta. No había necesidad de pretextos.
Todos sabían qué iba a ocurrir-. Quiero hablar con Charlie. Ezra, llévate a Evie a casa de
Molly. Necesita que la peinen.
Nadie protestó. Se dispersaron con una prisa en la que había algo de temor. Dejar par-
tir a Ezra era perder su mejor aliado, pero intentar retenerlo hubiera sido una confesión de
debilidad ante todos, incluso ante Charlie.
Se quedaron solos frente a frente, Ish de pie, Charlie sentado. Charlie no hizo ademán
de levantarse, e Ish también se sentó. No podía quedarse de pie mientras el otro siguiese
indolentemente sentado. Charlie no llevaba chaqueta y se había desabotonado el chale -
co, lo que le daba un aspecto de descuido. Se miraron, separados por unos dos metros.
Ish pensó que era mejor no andarse por las ramas.
-Sólo quiero decirle esto: deje tranquila a Evie.
Charlie fue también categórico.
-¿Quién ordena eso?
Ish pensó un momento. ¿Nosotros? Era demasiado vago. ¿Nosotros, la Tribu? Charlie
se reiría. Al fin se decidió.
-Yo lo ordeno.
Charlie no respondió. Recogió unos guijarros del suelo y los hizo saltar en la mano iz -
quierda. Nada hubiera podido indicar mejor su despreocupación.
-Podría contestarle con alguna de las viejas frases -dijo al fin-. Usted ya las conoce. No
insistamos. Pero soy razonable. ¿Por qué quiere que deje tranquila a Evie? ¿Es su ami-
guita?
-Por algo muy simple -dijo Ish rápidamente-. En nuestro grupo no hay seguramente ge -
nios, pero tampoco imbéciles. No queremos cargar con unos cuantos niños idiotas, como
lo serían fatalmente los hijos de Evie.
Apenas dejó de hablar, Ish comprendió que había cometido un error. Como todo inte-
lectual, había preferido la discusión a las órdenes, debilitando así su autoridad. Ahora él
había pasado a segundo plano, y Charlie era el jefe.
-Demonios -dijo Charlie-. Pero si ella pudiera tener hijos ya los habría tenido, con todos
esos muchachos que andan a su alrededor.
-Los muchachos no tocaron nunca a Evie -declaró Ish-. Crecieron con ella y la respe -
tan. Y, por otra parte, casamos muy jóvenes a los muchachos.
Sintió que sus argumentos eran cada vez más débiles.
-¡Bueno! -dijo Charlie con el aplomo de un hombre que domina la situación-. Debería
alegrarle que me haya fijado en la única mujer libre. ¿Y si me hubiera gustado una de las
otras? Déme las gracias.
Ish buscó desesperadamente una respuesta. No podía amenazarle con la policía o la
justicia. Había lanzado un desafío, y había perdido.
No, no había más que decir. Ish se levantó, dio media vuelta, y se fue. Recordó algo:
un día, poco después del Gran Desastre, se había vuelto para alejarse de otro hombre y
había tenido la seguridad de que iba a recibir un tiro en la espalda. Pero ahora no tenía
miedo, y esto lo mortificaba aún más. Charlie no tenía necesidad de matarlo, pues era el
vencedor.
Ish volvió a su casa arrastrando los pies. Había olvidado la amargura de la humillación.
El martillo era ahora una herramienta embarazosa, y no un símbolo de poder. Durante
años la vida había transcurrido sin incidentes; él era el jefe y todos lo respetaban. Pero no
era en verdad muy distinto de aquel joven raro que apenas recordaba. El joven que había
sido antes del Gran Desastre, el que temía los bailes, y nunca se sentía cómodo con la
gente, y no tenía ninguna autoridad. Había cambiado mucho, pero no había perdido total-
mente su timidez.
Llegó así a la puerta de su casa, con una profunda amargura. Em lo esperaba. Ish dejó
el martillo y la tomó en sus brazos, o fue ella quizá quien se lanzó hacia él, no lo sabía,
pero se sintió otra vez seguro de sí mismo. Em no estaba siempre de acuerdo con él. En
la noche de la víspera, por ejemplo, habían discutido sobre Charlie; pero él siempre en -
contraba en ella nuevas fuerzas.
Se sentaron en el sofá y él le contó toda la historia. Aun antes que ella hubiese abierto
la boca, Ish sintió su ternura como un bálsamo.
-¡Qué imprudencia! -dijo Em al fin-. No debías haber despedido a los muchachos. Na-
die piensa ni entiende tantas cosas como tú, pero no sabes tratar a un hombre de esa es-
pecie.
Y Em preparó el plan de operaciones.
-Ve a buscar a Ezra, George y los muchachos -dijo-. No. Mandaré a un chico. Nadie tie -
ne derecho a sembrar la discordia y a decirnos qué debemos hacer.
Ish comprendió que se había equivocado. No tenía por qué descorazonarse y sentirse
solo. La Tribu estaba allí y lo protegería.
George fue el primero en llegar. Luego apareció Ezra, quien miró primero a George y
luego a Em. Sabe algo, pensó Ish, un secreto que sólo me dirá a mí.
Pero Ezra no trató de hablarle a solas, y se limitó a mirar a Em, embarazado.
-Molly tuvo que encerrar a Evie en un cuarto del primer piso -anunció.
Parecía como si a Ezra le molestase hablar allí, en público, de la pasión que las cari -
cias de un hombre habían despertado en la idiota.
-Es capaz de saltar por la ventana -dijo Ish.
-Podría ponerle unos barrotes -propuso George-, O unas tablas.
A pesar de la gravedad de la situación, todos se echaron a reír. George estaba siempre
dispuesto a hacer algún trabajo de carpintería en las casas. Pero no se podía encerrar a
Evie por el resto de sus días. Llegaron Jack y Roger, hijos de Ish. Luego apareció Ralph,
el último del trío.
La presencia de los muchachos alivió un poco la tensión. Todos se sentaron cómoda-
mente. Esperaban, comprendió Ish, que él dijese algo, y lamentó no haber pensado en
prepararse. Se discutía la organización de un nuevo Estado, y no había tiempo de redac -
tar tranquilamente una constitución. Era necesario actuar con rapidez y resolver el difícil
problema.
-¿Qué vamos a hacer con Evie y ese Charlie? -preguntó directamente.
Todos se pusieron a hablar a la vez, e Ish tuvo la desagradable impresión de que nin-
guno, excepto Ezra, lo apoyaba. Los muchachos y George mismo parecían creer que la
vitalidad de Charlie enriquecería a la Tribu. Si Evie le gustaba, tanto mejor. Por fidelidad a
Ish, estaban decididos a exigirle a Charlie que se excusase. Pero pensaban también que
Ish había obrado precipitadamente. Debía haber consultado con los otros antes de discutir
con Charlie.
Ish recordó que no se podía permitir que Evie diese a luz niños idiotas. Pero el argu-
mento no causó la impresión esperada. Evie había participado de la vida de la Tribu, y la
idea de que sus hijos pudieran parecérsele no asustaba a los muchachos. No alcanzaban
a imaginar un futuro lejano donde los descendientes de Evie se mezclarían con los otros
haciendo bajar el nivel intelectual de la colonia.
Curiosamente, George, a pesar de su torpeza mental, presentó un argumento más per-
turbador.
-Pero ¿sabemos si es verdaderamente idiota? -dijo-. Ha sufrido tantas desgracias, la
pobrecita... Se le murieron los padres, se quedó sola. Cualquiera podía haber enloquecido
en su lugar. Quizás era tan inteligente como nosotros y sus hijos serán normales.
Ish no podía imaginar a Evie con hijos normales, pero quizá George tuviese razón. To-
dos parecían impresionados, excepto Ezra. Charlie se les aparecía ya como un benefactor
de la comunidad e iba a hacer de Evie una persona como las otras. Pero Ezra, evidente -
mente, tenía algo que decir.
Se incorporó. No era hombre ceremonioso, y a todos les sorprendió también verlo un
poco turbado. Se le había encendido el rostro aún más que de costumbre. Miraba a un
lado y a otro, y de cuando en cuando clavaba los ojos en Em, indeciso.
-Tengo algo que decir -anunció-. Hablé largamente con ese hombre, Charlie, anoche,
en mi casa, antes de acostarnos. Había bebido mucho y el alcohol le soltó la lengua.- Se
interrumpió, y miró a Em.- Es un jactancioso, y ya conocéis esa clase de hombres.- Esta
vez se volvió hacia los muchachos, pobres salvajes, incapaces de conocer las alusiones
de un hombre civilizado.- Me habló mucho de sí mismo, y yo le tiré de la lengua.
Ezra se detuvo otra vez. Ish no lo había visto nunca así.
-Bueno, Ezra, habla. Estamos entre nosotros -dijo.
La timidez de Ezra se quebró de pronto.
-Ese hombre, ese Charlie, está podrido como un pescado de diez días. Tiene varias en-
fermedades, enfermedades venéreas. Todas las que existieron alguna vez.
George se tambaleó como si hubiese recibido un golpe en el pecho. El rubor cubrió el
rostro moreno de Em. Los muchachos no parpadearon. No conocían las enfermedades
venéreas.
Antes de intentar una explicación, Ezra esperó a que Em dejase la sala, pero no logró
hacerse entender, pues los muchachos tenían una idea muy vaga de la enfermedad en
general.
Mientras tanto, Ish se abandonaba al torbellino de sus pensamientos. Esta situación no
tenía precedentes, ni en la antigua ni en la nueva vida. Recordó que los leprosos habían
vivido apartados. Podía prohibirse que un hombre enfermo de tifus trabajara en un restau-
rante. Pero ¿para qué buscar ejemplos? Ya no había leyes en la tierra.
-Que se vayan los muchachos -le dijo bruscamente a Ezra-. Decidiremos nosotros.
Los muchachos, en efecto, no conocían los peligros de las enfermedades, e ignoraban
que una sociedad tiene derecho a defenderse. Dejaron uno a uno la sala, obedientes
como niños, a pesar de su edad y estatura.
-Y ni una palabra a nadie -les advirtió Ezra.
Los tres hombres quedaron solos y se miraron.
-Llamemos a Em -propuso Ezra.
Em se unió a ellos. Se quedaron un minuto callados, como aplastados por la inminen-
cia del peligro. Había una amenaza de muerte en el aire, no de una muerte limpia y digna,
sino degradante y vergonzosa.
-¿Y bien? -dijo Ish advirtiendo que los otros esperaban que dijese algo.
Roto el silencio, discutieron la situación. Pronto se pusieron de acuerdo en un punto: la
Tribu tenía el derecho de protegerse. Cualquier sociedad, o individuo, puede golpear en
defensa propia.
Pero aceptado ese derecho, ¿a qué medios podían recurrir? ¿Una simple advertencia?
Sería insuficiente. Y si Charlie contagiaba a alguien, el castigo que podían infligirle sería
una simple venganza social que nada remediaría. Encerrarlo indefinidamente sería impo -
ner una pesada carga a aquella pequeña sociedad. La mejor solución sería ordenarle que
se alejara, que desapareciera. No encontraría dificultades para vivir. Si regresaba, el casti-
go sería la muerte.
¡La muerte! Se estremecieron. No había, desde hacía mucho tiempo, ni guerras ni eje-
cuciones. La idea que necesitasen castigar con la pena capital no podía dejar de pertur -
barles.
-¿Y luego? -La voz de Em era la voz misma de los temores de todos.- ¿Si vuelve? No -
sotros, los padres, somos sólo una minoría. Podría entenderse secretamente con los jóve-
nes. ¿Y si gana la amistad de algunos de los muchachos, que deciden protegerlo? Y Evie,
¿no encontraría cómplices entre las muchachas?
-Podríamos meterlo en el jeep y dejarlo a cien o ciento cincuenta kilómetros de aquí -
propuso Ezra, y luego de una pausa, añadió-: Sí, pero al mes estará de vuelta, ¿y quién le
impedirá merodear con un rifle y disparar contra cualquiera? Los muchachos y los perros
podrán ahuyentarlo, pero uno de nosotros habrá muerto. Me echaría a temblar cada vez
que pasase ante un matorral.
-No se puede castigar a un hombre por un crimen que aún no ha cometido -declaró
George.
-¿Por qué no? -replicó Em.
Todos la miraron, pero ella no dijo nada más.
-Porque... bueno, es imposible. -George exponía trabajosamente su pensamiento.- Es
necesario que cometa un crimen. Luego se somete al hombre a un tribunal. Así es la ley.
-¿Qué ley?
Todos callaron. Luego la conversación se desvió, como si nadie tuviese el coraje de se-
guir el pensamiento de Em.
Ish trató de ser imparcial.
-No sabemos si tiene realmente esas enfermedades. Y no tenemos médicos que pue-
dan comprobarlo. Quizá se curó hace tiempo, o es un jactancioso. Conocí hombres como
él.
-En efecto -dijo Ezra-. No hay doctores, y nunca podremos estar seguros. Hasta pode-
mos pensar que se jacta tontamente. Pero no hay pruebas. Por mi parte, creo que está
realmente enfermo. Camina lentamente, como si sufriera.
-Parece que las sulfamidas son eficaces -observó Ish que deseando ser justo trataba
de ahogar su secreta alegría.
Se volvió hacia George y vio consternado horror y disgusto en sus ojos. George, el ciu-
dadano de la clase media, cargado de prejuicios contra las enfermedades venéreas.
George, el diácono, que recitaba los versículos de la Biblia sobre los pecados de los pa -
dres.
Em habló otra vez.
-Pregunté qué ley -dijo-. En los viejos libros hay muchas leyes, pero no rigen ya. En la
ley antigua, como dijo George, se esperaba a que alguien cometiera un crimen, y luego se
lo castigaba. Pero el mal ya estaba hecho. ¿Podemos asumir esa responsabilidad? Hay
que pensar en los niños.
El argumento era irrefutable. Todos guardaron silencio, hundidos en sus pensamientos.
Em no habla en nombre de una filosofía, pensó Ish. Piensa en los niños, un caso particu-
lar. Sin embargo, quizás hay en ella algo más profundo que una filosofía. Es la
madre, y defiende la vida.
El silencio les pareció muy largo, aunque sólo había durado unos pocos minutos. Ezra
fue el primero en hablar.
-Estamos aquí, cruzados de brazos, y el problema es urgente. Habría que actuar. -
Añadió como si pensara en voz alta-: En aquellos días vi, sí... vi morir a mucha gente bue -
na. Estoy casi acostumbrado a la muerte... aunque no, no del todo.
-¿Y si votásemos? -propuso Ish.
-¿Qué? -preguntó George.
Hubo otra pausa.
-Podríamos echarlo -dijo Ezra-, o... lo otro. No podemos encerrarlo. No hay mucho que
elegir.
Em decidió rápidamente la cuestión.
-Podemos votar expulsión o muerte.
Había papel en los cajones del escritorio. A los niños les gustaba dibujar. Em encontró
cuatro lápices. Ish cortó una hoja de papel en cuatro trozos, se guardó uno y dio los otros
a sus compañeros. Pensó que eran cuatro y podía producirse un empate.
Tomó su papel, escribió una E, y se detuvo.
Echaron otra vez tierra en la tumba, bajo el roble. Luego la cubrieron con ramas y pie-
dras pesadas para protegerla de los coyotes. En seguida se volvieron a sus casas, apre-
tándose unos contra otros. Ish caminaba entre ellos con el martillo en la mano derecha.
Aunque sabía desde un principio que no lo iba a necesitar, había preferido llevarlo. El
peso de la herramienta lo ayudaba de algún modo a mantenerse en pie. Lo había llevado
en la mano, como un emblema de autoridad, cuando habían ido a buscar a Charlie. Ro-
deado de los muchachos, con los fusiles listos, Ish había pronunciado la sentencia, que
Charlie había recibido con obscenas maldiciones.
La vida ya nunca sería la misma. Ish trataba de olvidar; cuando recordaba la ejecución
sentía náuseas. Sin la firmeza de George nunca hubieran podido llegar hasta el final.
George, con su habilidad práctica, había puesto la escalera y había anudado la cuerda.
No, nunca le gustaría recordarlo. Era a la vez un fin y un principio. El fin de esos vein -
tiún años de vida idílica en un viejo paraíso terrestre. Habían tenido algunas dificultades,
era cierto; hasta habían conocido la muerte. Pero qué sencillez y qué paz. Era un fin, y sin
embargo era también un principio y un largo camino se abría ahora ante ellos. En el pasa-
do sólo habían sido un pequeño grupo, apenas algo más que una familia numerosa. En el
futuro serían un Estado.
Había allí una paradójica ironía. El Estado debía ser una especie de madre nutricia que
protegiera a los individuos y los ayudara a vivir una vida más plena. Y ahora el primer acto
del Estado, su nacimiento podría decirse, era una condena a muerte. Pero quizás en el le -
jano pasado el Estado había nacido siempre en alguna hora difícil, cuando se había senti -
do la necesidad de recurrir al poder, y el poder primitivo se expresaba a menudo en sen-
tencias de muerte.
Era necesario, era necesario, se repetía Ish. Sí, la muerte de Charlie se justificaba. Ha-
bía que proteger la seguridad y la felicidad de la Tribu. Por un acto de violencia, aunque
pudiese parecer desagradable y cruel, habían impedido -o por lo menos así lo esperaban-
una serie de maldades y perversidades que una vez iniciada nada podría
detener. Ahora -así lo esperaban- no habría niños ciegos, viejos temblorosos e idiotas,
matrimonios corrompidos ya en su consumación.
Sin embargo, quería olvidar. Sí, la sentencia podía justificarse racionalmente. Pero no
había habido pruebas definitivas.
Y no sabía si no habían intervenido otros motivos secundarios o personales. Recordó,
con un sentimiento de culpa, cómo se había alegrado cuando había creído ver en las pa -
labras de Ezra una confirmación de sus temores y aprensiones. Pues bien, nunca lo sa-
bría.
Ahora, de todos modos, la suerte estaba echada. Muy a menudo -así lo probaba la his-
toria- de nada servían las ejecuciones. Los muertos se levantaban de las tumbas y sus es-
píritus seguían viviendo entre los hombres. Afortunadamente, Charlie no parecía tener es -
píritu.
Ish caminaba junto a los otros. Todos guardaban silencio, salvo los tres muchachos que
habían recobrado el ánimo y bromeaban. No había razón, sin embargo, para que se an-
gustiaran menos que los viejos. No habían votado, pero habían aceptado sus consecuen-
cias. Sí, pensó Ish, si hay culpa, todos somos culpables, y en el futuro podremos acusar -
nos unos a otros.
Caminaban por las calles sucias, invadidas por las hierbas, entre las casas casi en rui-
nas, y aunque apenas había dos kilómetros entre San Lupo y la tumba bajo el roble, la
distancia les parecía enormemente larga.
Tan pronto como entró en su casa, Ish se acercó a la chimenea y dejó allí el martillo ca -
beza abajo, con el mango hacia arriba. Sí, era un viejo amigo, pero cuando recordaba el
día en que lo había usado por primera vez, su imagen de los últimos veintidós años cam-
biaba un poco. Una vida idílica en un paraíso terrenal, quizá; pero también años de anar -
quía, donde ninguna autoridad había protegido al individuo. Recordaba aún aquel día vívi-
damente. Había bajado de las montañas, se había detenido en una calle de Hutsonville, ti-
tubeando, mirando a un lado y a otro, pensando que iba a hacer algo ilegal e irrevocable.
Luego, con una aprensión que sentía aún, había alzado el martillo, había hecho saltar la
débil cerradura, y había entrado a leer el periódico. Oh, sí, cuando el Estado lo envuelve a
uno, invisible y presente como el aire que se respira, no se piensa en él más que para
quejarse de los impuestos y las leyes. Pero cuando el Estado desaparece... ¿cómo decía
el viejo versículo? «Su mano se alzará contra todos, y la mano de todos se alzará contra
él.» La predicción se había cumplido. Aun George y Ezra no eran más que precarios alia-
dos; no habían soportado la prueba de la batalla. Y si la vida había transcurrido apacible -
mente había que agradecérselo a la diosa fortuna.
Del otro lado de la calle vino el ruido de una sierra. George había vuelto a sus queridos
trabajos de carpintería. No perdía el tiempo en filosofar. Tampoco Ezra, ni los muchachos.
Sólo él, Ish, pensaba y pensaba. De nuevo, como tantas veces, se preguntó dónde estaba
la raíz de la acción. ¿En el interior del hombre? ¿O afuera, en el mundo? Por ejemplo, la
reciente tragedia. De la falta de agua había nacido la idea de la expedición. Los mucha -
chos habían traído a Charlie, y la llegada de Charlie, parte del mundo exterior, había de-
terminado el resto. Sin embargo, no se podía deducir que la falta de agua fuese la causa
de todo. Su mente había intervenido también, imaginando los posibles resultados de una
expedición. Y pensó otra vez en Joey, el niño que veía más allá, con los ojos puestos en
el futuro.
Entró Em. No había asistido a la ejecución; no era cosa de mujeres. Pero también ella
había escrito la palabra en el trozo de papel. Aunque Em no se preocupaba ni inquietaba.
Era como parte de la naturaleza.
-No pienses -le dijo Em-. No te atormentes.
Ish le tomó la mano y la apretó contra su mejilla. La mano de Em, fresca, parecía qui -
tarle su propia fiebre. Habían pasado muchos años desde que había visto a Em por vez
primera, de pie en un umbral, envuelta en luz, y ella había hablado, sin preguntar, sin
desafiar, afirmando simplemente. Veintiún, veintidós años... El tiempo los unía cada vez
más. Ya no habría más hijos, pero el amor no se debilitaría. Diez anos mayor que él, Em
era quizás ahora más una madre que una esposa. Y estaba bien así.
-No puedo impedirlo -dijo él al fin-. Me atormento sin descanso. Quizá me guste. Siem-
pre quiero ver el futuro. En los viejos días encontré verdaderamente mi vocación: la inves-
tigación científica. Pero es una broma pesada que yo haya sobrevivido al Gran Desastre.
Hombres como George y Ezra son mil veces más útiles. No piensan; viven, simplemente.
Y los hombres que actúan sin reflexionar, quizá valen más aún. Jefes como Charlie. Yo, a
pesar de mis esfuerzos, no soy como aquellos que dieron leyes y fundaron naciones: Moi-
sés, Solón... Licurgo. Todo cambiaría si yo fuera distinto.
Em apretó su cara contra la de él un momento.
-Yo te quiero tal como eres.
Sí, ésta era la respuesta tradicional de la esposa devota, una respuesta trivial, pero
tranquilizadora.
-Por otra parte -continuó ella-, ¿cómo puedes saberlo? Aunque fueras Moisés o uno de
esos otros no podrías luchar contra las fuerzas de la naturaleza.
Uno de los niños la llamó, y Em se fue. Ish se incorporó, se acercó al escritorio y sacó
la caja que los muchachos habían traído de la comunidad de Río Grande. Ish sabía qué
había en la caja, pero con el rápido desarrollo del drama no había tenido tiempo ni tranqui-
lidad para examinarla.
La abrió y hundió los dedos en los granos frescos y suaves. Sacó unos pocos, se los
puso en la palma de la mano y los examinó. Eran negros y rojos, pequeños, puntiagudos,
y no chatos, grandes y amarillos como él esperaba. Los granos comunes habían sido, en
los viejos días, granos de maíz híbrido, una planta de cultivo. Los granitos negros y rojos
eran de la especie primitiva, que cultivaban los indios pueblos.
Se sentó y jugó otra vez con los granos haciéndolos resbalar entre los dedos. Poco a
poco un olvido misericordioso le trajo la paz. En aquel maíz -resultado de la expedición-
estaba la vida y el futuro.
Alzó los ojos y vio a Joey, curioso siempre, que lo miraba desde el otro extremo de la
sala. Llamó cariñosamente al niño y le explicó lo que era el maíz. De año en año la Tribu
había dejado para más tarde el cultivo del maíz, y un día Ish descubrió que todas las se -
millas estaban muertas. Pero ahora la experiencia sería posible.
Aunque sintiendo que iba a hacer algo insensato, Ish llevó la caja a la cocina seguido
de Joey. Encendieron un hornillo de la cocina de petróleo, e Ish echó cuidadosamente en
un tostador unas dos docenas de granos.
Era malgastar unas preciosas semillas, pero el emocionado Ish se dijo que Joey apro-
vecharía la demostración.
El maíz, mal tostado, apenas se podía comer. Pero ni el padre ni el hijo se quejaron. En
realidad, Ish no recordaba haber comido maíz tostado sino como acompañamiento de al-
gún cóctel, pero le explicó a Joey que ése había sido el principal alimento de los antepa-
sados americanos.
Joey escuchaba apasionadamente, y la flaca carita se le iluminaba con el resplandor de
los ojazos.
Cómo quisiera, pensó Ish, que se fortificara, y poder así contar con él. He malgastado
dos docenas de granos, pero he sembrado en la mente de Joey una semilla que no morirá
nunca.
El maíz Y el trigo, como el perro y el caballo, fueron mucho tiempo amigos y compañe-
ros del hombre.
Aquí y allá, en algún seco rincón de otro continente, la gramínea de pesadas espigas
había crecido junto a primitivas aldeas, donde las condiciones del suelo eran más favora-
bles. Así, en un principio, el trigo quizás adaptó al hombre, pero pronto el hombre
adaptó el trigo. A los atentos cuidados del uno responde el otro con dones generosos. Los
tallos se hacían más altos, las espigas daban más granos. Pero el trigo era también más y
más exigente y reclamaba campos cuidados y libres de cizaña.
Luego, cesaron los cultivos. El primer año el trigo creció espontáneamente cubriendo
miles de acres. Pero poco a poco fue desapareciendo. Los lobos hambrientos reaparecie-
ron, se lanzaron sobre las ovejas, y del mismo modo las malas hierbas, cada año más fe-
roces, atacaron el trigo sin que nadie las persiguiese.
Pronto el trigo murió en casi todo el mundo. La espigada gramínea sólo creció en algu -
nos rincones de Asia y África, como en otros tiempos, antes que apareciese esa ciencia
pasajera llamada agricultura.
El maíz siguió el ejemplo del trigo. Nacido en los trópicos americanos, él también viajó
con el hombre. Como la oveja, vendió su libertad por los cuidados y olvidó esparcir los
granos que cobijaba la dura mazorca. Desapareció así antes que el trigo. Sólo en las altas
llanuras de México, el teosinte salvaje alzaba las borladas cabezas al sol.
No habrá, pues, más espigas, a menos que aquí y allá sobrevivan algunos hombres.
Pues si el hombre vive del trigo y el maíz, el trigo y el maíz viven también del hombre.
George y Maurine eran los únicos que llevaban la cuenta exacta -así lo creían al me-
nos- de los días y los meses. Los otros se contentaban con observar la posición del sol y
el aspecto de las plantas. Ish confiaba orgullosamente en sus métodos científicos, y cuan-
do comparaba sus notas con el calendario de George no encontraba nunca más de una
semana de diferencia, y esto quizá, pensaba, por algún error de George.
Poco importaba una semana más o menos para las semillas de maíz. Pero la estación
estaba ya demasiado avanzada. El frío impediría la germinación. Era mejor esperar a la
primavera próxima.
Sin embargo, Ish empezó a buscar en seguida un campo soleado. Joey lo acompañaba
y juntos discutían gravemente la orientación, la naturaleza del suelo y los métodos que
emplearían para proteger los sembrados de las bestias salvajes. En realidad, aquella re-
gión era la más mala que uno pudiera imaginar para cultivar maíz. La variedad adaptada
al valle seco y cálido de Río Grande no se aclimataría quizás a los veranos frescos y bru -
mosos de los alrededores de San Francisco. Ish no se había ocupado nunca de cuestio-
nes de agricultura y ni siquiera de jardinería. No tenía más que unos conocimientos teóri-
cos, propios de un geógrafo. Recordaba cómo se forman las vainas y quernoidos y creía
poder reconocerlos, pero eso no lo convertía en un agricultor. En la Tribu no había ningún
granjero, aunque Maurine se había criado en una granja. La circunstancia de que todos
fueran gente de ciudad ya había afectado notablemente la vida de la Tribu.
Un día -ya había pasado una semana y el recuerdo de Charlie y el roble empezaban a
borrarse-, Ish y Joey volvieron a San Lupo con la alegría de haber encontrado un campo
que les parecía conveniente. Em los esperaba en el porche, e Ish tuvo en seguida el pre-
sentimiento de una desgracia.
-¿Qué ocurre? -preguntó.
-Oh, nada grave -dijo ella-. Así lo espero al menos. Bob no se siente muy bien.
Ish se detuvo y la miró, preocupado.
-No, no creo -dijo Em-. No soy médico, pero no creo que sea una enfermedad de esa
especie. Sería imposible, por otra parte. Ven a verlo. Dice que se siente cansado desde
hace unos días.
Ish hacía de médico en la Tribu. Había adquirido cierta habilidad para curar las heridas
y las torceduras y una vez había arreglado un brazo roto. Pero su ciencia no iba más le -
jos, pues todas las enfermedades, excepto dos, habían desaparecido.
-¿Tiene uno de esos dolores de garganta? -preguntó-. ¡Eso curará pronto!
-No -respondió Em, tal como temía Ish. Ella no se preocuparía tanto por unas simples
anginas-. No -repitió Em-, no es la garganta. Se acostó y parece muy cansado.
-Las sulfamidas lo curarán -declaró Ish animadamente-. Por suerte no faltan en las far-
macias. Y si las sulfamidas no dan resultado, probaremos los antibióticos.
Entró en la casa. Bob estaba acostado, inmóvil, de cara a la pared.
-Oh, no tengo nada -dijo, irritado.- Mamá exagera.
Que se hubiera metido en cama probaba lo contrario, pensó Ish. Un muchacho de die-
ciséis años no toma esa resolución mientras pueda mantenerse en pie.
Ish se volvió y vio a Joey que miraba curiosamente a su hermano.
-¡Joey, vete! -gritó.
-Quiero ver. Quiero saber qué es estar enfermo.
-No, vete. Cuando seas más grande y más fuerte te enseñaré a curar a la gente. Por
ahora no queremos que tú también te enfermes. Lo primero que debes saber de las enfer -
medades es que se transmiten.
Joey se fue de mala gana. Su curiosidad era mayor que el temor totalmente teórico del
contagio. La Tribu disfrutaba de una salud floreciente, y los niños no habían aprendido a
respetar la enfermedad.
Bob se quejaba de dolor de cabeza y una debilidad general. Estaba inmóvil, postrado
en su lecho. Ish le tomó la temperatura: 38 grados y medio, nada catastrófico. Ordenó una
fuerte dosis de sulfamidas con un gran vaso de agua. Bob se atragantó con las tabletas;
no estaba acostumbrado a tragar remedios.
Ish le aconsejó a Bob que tratase de dormir, salió y cerró la puerta.
-¿Y bien? -preguntó Em.
Ish se encogió de hombros.
-Nada que las sulfamidas no puedan curar, me parece.
-Esto no me gusta. Tan pronto...
-Oh, una simple coincidencia.
-Quizá. Pero me asombra no verte preocupado.
-Antes esperaré los resultados del tratamiento. Le daré una dosis cada cuatro horas.
-Espero que eso baste -dijo Em, y se alejó.
Aun antes de llegar al pie de la escalera, Ish comprendió el escepticismo de Em.
¿Cómo no atormentarse? En los viejos días, a pesar de los médicos y los servicios de
asistencia pública, el ataque brusco y misterioso de una enfermedad era siempre aterra-
dor. Cuánto más ahora.
Privado de la protección del Estado, privado del tesoro que la ciencia médica había
acumulado durante siglos, el hombre se sentía desnudo, miserable, expuesto a todos los
peligros.
Es culpa mía, pensó Ish. Debiera haber leído algunos libros de medicina. Debiera ha-
berme convertido en médico.
Pero el estudio de la medicina nunca lo había atraído, aun en los viejos días, cuando
buscaba su vocación. Los genios universales son raros. Por otra parte nunca se había
sentido realmente la necesidad de un médico, pues no había ya enfermedades.
El Gran Desastre, después de todo, había traído algún beneficio. De un solo golpe le
había quitado a la humanidad casi todos sus males físicos. En la prehistoria todas las tri -
bus habían tenido sin duda su enfermedad característica, propagada por parásitos.
Los hombres de Neanderthal, si las pruebas no hubiesen desaparecido con ellos, ha-
brían podido reconocerse por sus parásitos tanto como por su modo de tallar la piedra.
Cuando los arqueólogos encontraban los vestigios de dos culturas superpuestas, decreta-
ban que la Tribu B había vencido a la Tribu A. Probablemente era cierto. Pero la Tribu B
había obtenido la victoria gracias, probablemente, a la virulencia de sus microbios.
Las reflexiones de Ish aumentaban su inquietud. Media hora más tarde, fue a ver otra
vez a Bob. Caía la noche y el enfermo dormía en la oscuridad. Ish no quiso molestarle y
bajó de nuevo.
Se sentó en un sillón de la sala y encendió un cigarrillo. Le hubiera gustado discutir la
cuestión con alguien, pero Em no tenía mucha instrucción, y Joey era un niño sin expe-
riencia. De todas las enfermedades, la Tribu sólo conocía la escarlatina y las anginas. Los
microbios habían sido transmitidos sin duda por alguno de los miembros, o por algún ani -
mal, un perro o una vaca. Pero los habitantes de Los Ángeles se habían librado quizá de
la escarlatina y podían haber conservado la tos ferina o las paperas, y quizás había aún
casos de disentería en los alrededores de Río Grande.
En cuanto a Charlie, si no había padecido aquellas enfermedades venéreas de que se
jactaba, había transportado por lo menos los microbios que vivían en Los Ángeles. ¡Qué
mala idea la de aquella expedición! Ish sintió odio por todos los extraños. ¡Habría que reci-
birlos a tiros!
Una mosca le zumbó en la nariz y la apartó con un nerviosismo que no le era habitual.
Josey llamó. La cena estaba servida.
Una semana más tarde, la enfermedad había extendido sus dominios. Dick, que había
acompañado a Bob en la expedición, fue la segunda víctima. Luego cayeron Ezra y cinco
niños. Teniendo en cuenta el número de miembros de la Tribu, la proporción de enfermos
era aterradora. Se había declarado -Ish estaba seguro ahora- una epidemia de fiebre tifoi-
dea.
Algunos de los adultos habían sido vacunados en los viejos días, pero la inmunidad de -
bía de haber cesado hacía tiempo. Nada preservaba a los niños. Antes la fiebre tifoidea
había sido combatida sobre todo con medidas profilácticas. Una vez que se declaraba la
enfermedad, había que resignarse.
La explicación era bastante simple, pensó Ish. Charlie, hubiera tenido o no otras enfer-
medades, había traído por lo menos el bacilo de Eberth. Había tenido la fiebre tifoidea ha -
cía un tiempo o recientemente, nunca se sabría. No tenía, por otra parte, ninguna impor-
tancia.
Era indudable, por lo menos, que Charlie, hombre poco limpio, había comido con los
muchachos una semana. Luego, las letrinas al aire libre y las moscas habían favorecido la
infección.
Se acostumbraron a hervir el agua. Quemaron las viejas letrinas y taparon los pozos.
Pulverizaciones con DDT acabarían con las moscas. Pero estas precauciones llegaban un
poco tarde. Todos los miembros de la Tribu habían estado expuestos ya a la infección.
Los que se mantenían aún en pie gozaban de una inmunidad natural, o bien la enferme -
dad incubaba en ellos y en cualquier momento se declararía con todas sus fuerzas.
Todos los días aparecían nuevos casos. Bob, ahora en la segunda semana de la enfer-
medad, deliraba mostrando el sombrío camino que seguirían los otros. Los que no habían
caído en cama estaban agotados por el esfuerzo de cuidar a los enfermos.
Apenas habían tenido tiempo de asustarse, pero el miedo rondaba estrechando cada
día más su círculo. No había muertos aún, pero ningún enfermo había pasado la crisis de -
cisiva. En los primeros años, un nuevo nacimiento parecía hacer retroceder un poco más
las tinieblas. Ahora, cada vez que alguien caía enfermo las tinieblas se acercaban amena-
zando devorarlos. No morirían todos, naturalmente, pero la muerte de unos pocos basta-
ría para que la Tribu perdiese la voluntad de vivir.
George, Maurine y Molly habían recurrido a las plegarias, y algunos de los jóvenes los
imitaban. Dios, sin duda, los castigaba por el crimen que habían cometido. Ralph pensó
en huir con su mujer y sus hijos, que la epidemia había perdonado hasta ahora. Ish lo di -
suadió. Si por desgracia alguno de ellos había sufrido ya el contagio, el aislamiento y la
falta de ayuda aumentarían el peligro.
Estamos a un paso del pánico, pensó Ish. Y a la mañana siguiente él mismo despertó
afiebrado y deprimido. Hizo un esfuerzo, se levantó, respondió de cualquier modo a las
preguntas de Em, y evitó su mirada. Bob se había agravado, y Em no abandonaba su ca-
becera. Ish cuidaba a Joey y Josey, en los primeros días de la enfermedad. Walt ayudaba
en una casa vecina.
A la tarde, mientras se ocupaba de Joey, Ish sintió que perdía el conocimiento.
Recurriendo a sus últimas fuerzas, alcanzó a llegar a la cama y se desvaneció.
Cuando recobró el sentido, parecía como si hubiesen pasado horas. Em se inclinaba
sobre él. Lo había desvestido y acostado.
Débil como un niño, Ish la miró a los ojos, temiendo descubrir miedo en ella. Si Em es-
taba asustada, todo estaba perdido. Pero los grandes ojos negros lo miraban serenamen -
te. ¡Oh, madre de las naciones! Ish se durmió.
Pasaron días y noches, y el delirio lo llevó lejos de la realidad. Unas formas vagas se
movían a su alrededor, unas formas horribles que se acercaban a él, inasibles como la
niebla. A veces reclamaba su martillo o llamaba a Joey; otras gritaba el nombre de Char -
lie. Pero cuando el terror llegaba al colmo, recurría a Em. Entonces una dulce mano le
apretaba la suya, y en los ojos de ella no había miedo.
La semana siguiente fue más tranquila, pero se sentía tan débil y abatido que le pare -
cía a veces que la vida se le escapaba del cuerpo, y no lo lamentaba. Pero cuando alzaba
los ojos hacia Em, se sentía otra vez animado y fuerte, y cerraba los labios para retener
aquella vida fugitiva que quería alejarse como una mariposa. Pero mientras tuviera a Em
a su cabecera, estaba seguro, la vida seguiría alentando en él.
Cuando Em se alejaba, Ish se quedaba pensando que ella no resistiría mucho tiempo.
En cualquier momento caería agotada. La fiebre la perdonaría quizá. Pero la carga era ex -
cesiva.
Poco a poco iba recobrando la lucidez. Algunos enfermos habían muerto, lo presentía,
pero ignoraba quiénes o cuántos. No se atrevía a preguntarlo.
Una vez oyó que Jeanie lloraba a gritos la muerte de un niño. Em la consoló con unas
pocas palabras y la animó a seguir luchando. George vino a la casa, convertido en un
viejo descuidado y sucio que no tenía tiempo de lavarse. Maurine había tenido una recaí-
da y su nieto estaba agonizando. Em no le habló de Dios, pero le devolvió la confianza y
las fuerzas. George se fue con la cabeza alta y diciendo algo que parecía una oración.
Las tinieblas avanzaban y la llamita de la vela vacilaba y humeaba; pero Em no conocía la
desesperación y animaba a todos.
Es curioso, pensó Ish, le faltan los dones que me parecen más indispensables. No tie-
ne ni gran inteligencia ni gran instrucción. No tiene muchas ideas. Y sin embargo, hay en
ella grandeza y seguridad. Sin ella, en estas últimas semanas todos nos hubiéramos
abandonado a la desesperanza y la muerte.
Un día, sin embargo, Em vino a sentarse en la cama, y traía en el rostro las huellas de
un indecible cansancio. Ish sintió miedo. Luego, de pronto, se sintió feliz, pues sabía que
ella nunca se hubiera mostrado así si el futuro no estuviese asegurado. No obstante, nun -
ca había visto en un rostro humano una fatiga semejante. Y comprendió que detrás de
esa fatiga había una enorme pena.
Comprendió también que él ya no era un enfermo, sino un convaleciente, quizá menos
cansado que ella, y que podía ayudarla a llevar aquella carga.
La miró y sonrió, y a pesar de su agotamiento ella le sonrió también.
-Dime, quiero saber -murmuró Ish.
Em titubeó e Ish pensó apresuradamente: ¿Sería Walt? No, Walt no había estado en-
fermo. Aquel mismo día Em le había llevado un vaso de agua. ¿Jack? No, estaba seguro
de haber oído su voz; era un muchacho tan fuerte. ¿Josey entonces? ¿O Mary?
¿Varios quizá?
-Dímelo, estoy bastante bien -insistió, y con desesperación pensó: No, no él. No era un
niño vigoroso, pero los más débiles son a veces quienes mejor soportan las enfermeda -
des. No, no él.
-Cinco en toda la calle, han muerto cinco.
-¿Quiénes? -preguntó Ish invocando todo su valor.
-Todos niños.
-¿Y los nuestros? -gritó Ish, aterrorizado, sintiendo que ella no quería decírselo.
-Sí, hace cinco días -dijo Em.
Y en sus labios se formó un nombre, e Ish comprendió antes de haber oído. Joey.
¿Para qué seguir viviendo? El resto importaba poco. ¡El elegido! Los demás podían ha-
ber muerto; sólo él era capaz de llevar la antorcha. ¡El hijo prometido! Ish, inmóvil, cerró
los ojos.
Quizá los seres humanos, los sistemas filosóficos y los libros eran demasiado numero-
sos. Quizá los cursos del pensamiento eran demasiado profundos, y los restos del pasado
se amontonaban como basuras o viejas ropas. ¿Por qué no se alegraría el filósofo si todo
desapareciese de pronto? Los hombres empezarían otra vez, a partir de cero, y el juego
tendría nuevas reglas. Las pérdidas no serían quizá mayores que las ganancias.
Durante las semanas de la epidemia, las pocas personas sanas no pudieron hacer otra
cosa que enterrar precipitadamente a los muertos. Cuando todos curaron, George, Mauri-
ne y Molly plantearon la cuestión de los funerales.
A Ish y a Em no les parecían necesarios. Sin embargo, Ish comprendió que los otros
encontrarían en la ceremonia algún consuelo. Los oficios religiosos señalarían además el
fin de aquel período de peligro, miedo y duelo, y la vuelta a la vida normal. En cuanto a él,
Ish, sentiría otra vez el dolor de la muerte de Joey; pero luego miraría resueltamente el fu-
turo, y pondría en marcha sus modestos proyectos.
Puso, pues, como condición que cuando acabaran los oficios todos volverían a la vida
normal. Aunque no había pensado en la reanudación de las clases, los otros lo entendie-
ron así, e Ish aceptó.
Eligieron a Ezra para que celebrase la ceremonia y éste decidió que comenzaría al
alba.
Como en casi todos los lugares donde no hay luz eléctrica, los miembros de la Tribu se
levantaban con el día. Antes de salir el sol, todos estaban ya junto a la pequeña hilera de
montículos. El cielo era claro pero en el oeste las tinieblas cubrían aún las faldas de las lo -
mas, y los pinos no arrojaban todavía sus sombras sobre las tumbas.
La estación estaba muy avanzada, y ya no había flores, pero los niños, dirigidos por
Ezra, habían cortado ramas de pino para cubrir los montículos. No había más que cinco
tumbas, pero la pérdida era catastrófica. Para la Tribu, cinco muertes eran más que cien
mil en una vieja ciudad de un millón de habitantes.
Estaban allí todos los sobrevivientes; los bebés en brazos de sus madres; los niños y
niñas de la mano de sus padres.
Ish tenía el martillo en la mano derecha; la cabeza colgaba pesadamente. Había dejado
la casa con las manos vacías, pero Josey, creyendo que era un olvido, le recordó la herra-
mienta. El martillo señalaba para los jóvenes la trascendencia del acto. Algunos meses
antes, Ish no hubiese cedido y hubiera hablado de los peligros de la superstición. Pero
ahora había traído el martillo. En realidad, debía confesárselo, él mismo se sentía mejor.
Los acontecimientos recientes lo habían hecho más humilde. Si la Tribu necesitaba un
emblema de fuerza y unidad, y el martillo los hacía felices, ¿por qué negarse en nombre
del racionalismo? Quizás el racionalismo era un lujo de la civilización.
Formaban ahora un semicírculo irregular, de cara a las tumbas, en grupos de familias.
Ish, en el centro, miraba a un lado y a otro. George vestía un traje gris oscuro, adecuado a
las circunstancias, quizás el mismo que acostumbraba ponerse en los funerales de los
viejos días, o uno parecido. Maurine, toda de negro, llevaba un velo oscuro. Mientras es-
tos dos vivieran, sobrevivirían las viejas normas. Los otros se habían puesto las ropas que
les habían parecido más cómodas. Los hombres y los muchachos llevaban pantalones de
lona azul, camisas deportivas y chaquetas livianas para protegerse del frío del alba. Las
niñas sólo se diferenciaban de sus hermanos por los cabellos, más largos. Pero las muje -
res y las muchachas, fieles a las tradiciones de la coquetería femenina, llevaban faldas,
blusas y bufandas de vivos colores.
Ezra se separó del grupo y se preparo a hablar. Una luz dorada asomaba sobre el perfil
de las lomas. La naturaleza parecía retener el aliento. Ish sintió un nudo en la garganta.
La ceremonia le parecía sin sentido y opinaba que ante la muerte todos los discursos eran
impertinentes. Sin embargo, esos ritos fúnebres respondían a una de las más viejas nece-
sidades del corazón humano, y quizás éstos encontraran un eco en el futuro. Pasarían mi-
les de años, y un antropólogo estudiaría las costumbres de los sobrevivientes del Gran
Desastre. «Poco se sabe de su modo de vivir», escribiría. «Algunas tumbas descubiertas
recientemente indican que practicaban la inhumación.»
Ish temía el discurso de Ezra. El tema era peligro so y era fácil caer en alguna torpeza.
Pero desde las primeras palabras, se reprochó su falta de confianza. Ezra no repetía las
viejas fórmulas. No hablaba de la vida eterna. Esa promesa no hubiera consolado a nadie,
salvo a George, Maurine, y quizá Molly. Sobre las tradiciones religiosas del pasado pesa-
ba la negra sombra del Gran Desastre.
Ezra, que conocía tan bien el corazón humano, se contentó con evocar el recuerdo de
los niños muertos. Contó una anécdota curiosa de cada uno de ellos, una aventura aún
fresca en el recuerdo de todos.
Cuando hacia el fin del discurso pronunció el nombre de Joey, Ish sintió que se le do-
blaban las piernas. Ezra no habló de la brillante inteligencia del niño. No recordó que un
año llevaba su nombre. Narró solamente los incidentes de un juego.
Mientras Ezra hablaba de Joey, Ish advirtió que los niños lo miraban de reojo. Nadie ig-
noraba que Joey era su hijo preferido. Se preguntaban si él, Ish, no realizaría algún mila -
gro; él, el antiguo, el americano, que sabía tantas cosas extrañas, avanzaría quizás al ter -
minar la ceremonia, blandiendo el martillo, para declarar que Joey no se había ido, que
Joey vivía aún, que Joey volvería. Y se abrirían las tumbas...
Pero los niños se limitaron a lanzar aquellas miradas furtivas, sin hablar. E Ish sabía
muy bien que no podía resucitar a los muertos.
Cuando Ezra acabó de hablar de Joey, hizo aún algunas consideraciones generales.
¿Por qué no se detenía? Era una falta de tacto prolongar inútilmente la ceremonia.
Luego Ezra se detuvo, bruscamente, y al mismo tiempo el mundo se llenó de luz.
¡Sobre las lomas asomaba el primer rayo de sol!
Ish no sabía si alegrarse o disgustarse. Bien planeado, pensó, pero un truco teatral.
Miró a su alrededor y vio que todos sonreían. Se sintió más animado.
¡La resurrección del sol! Un símbolo viejo como el mundo. Ezra era demasiado sincero
como para prometer la inmortalidad, pero había elegido el momento y afortunadamente no
había nubes en el cielo. Allí estaba el símbolo: tanto podía aplicárselo a la resurrección de
los muertos como a la supervivencia de la raza humana.
Ahora los dorados senderos de la luz solar corrían entre las altas sombras de los árbo -
les.
Somos realmente hombres, los que honramos a los muertos. No siempre fue así. An-
tes, cuando moría uno de nosotros, quedaba tendido a la entrada de la caverna, tan baja
que no podíamos entrar en ella sin agacharnos. Ahora no necesitamos agacharnos, y
honramos a los muertos.
Ahora, cuando un hombre muere no lo dejamos en el lugar donde ha caído, no lo toma-
mos por las piernas para arrastrarlo hasta el bosque y que sirva de pasto a los zorros y
las ratas. No lo arrojamos al agua para que lo arrastre la corriente.
No, lo acostamos con cuidado en una fosa, y lo cubrimos con hojas y ramas. Vuelve así
a la tierra, madre de todas las criaturas.
O lo colgamos de las ramas de un árbol, y lo confiamos a los vientos del cielo. Y si al -
gunos pájaros lo picotean, está bien, pues los pájaros son criaturas del cielo y el aire.
O lo entregamos al fuego purificador. Luego retomamos nuestra vida, y pronto olvida-
mos, como las bestias. Pero hemos honrado a los muertos, y cuando dejemos de hacerlo,
no seremos hombres.
Después de la ceremonia, volvieron a San Lupo envueltos en la luz del amanecer. Ish
deseaba estar solo, pero pensaba que debía quedarse junto a Em. Ella se adelantó enton-
ces a sus deseos:
-Sal un rato -dijo-. Un paseo te hará bien. Necesitas estar solo.
Ish aceptó. Como lo había temido, la ceremonia lo había trastornado. Hay gente que
busca compañía en los momentos de dolor, pero él prefería la soledad; Em no lo inquieta-
ba; era más fuerte que él.
No llevó nada de comer; no tenía hambre y siempre podía entrar en algún almacén y
tomar algunas latas de conserva. Tampoco se llevó el revólver, aunque nadie se alejaba
de San Lupo sin ir armado. En el último momento, sin embargo, tras algún titubeo, tomó el
martillo de encima de la chimenea.
No dejó de sentir ciertos escrúpulos. ¿Por qué ese martillo ocupaba tanto sus pensa-
mientos? No era, al fin y al cabo, el más viejo de sus bienes. En la casa había muchas co-
sas que tenía desde la infancia. Pero ninguna era como el martillo; quizá porque éste le
recordaba los primeros días que habían seguido al desastre. Aunque no era para él ni un
fetiche ni un símbolo.
Se alejó de la casa y marchó sin rumbo, con el único deseo de quedarse solo. El marti-
llo era un estorbo, le pesaba en la mano. No pudo impedir un movimiento de impaciencia.
Terminarla por ser tan supersticioso como los niños.
Bueno, ¿por qué no dejarlo caer simplemente y recogerlo a la vuelta? Pero no lo hizo.
Lo más irritante no era el peso del martillo. Aquella herramienta se había transformado
en una idea fija. Decidió desprenderse de ella. No permitiría que lo obsesionara. Descen-
dería hasta el puerto y desde el muelle la arrojaría a las aguas. El martillo se hundiría, y
no se hablaría más de él. Siguió caminando. Luego recordó a Joey y olvidó su proyecto.
Al cabo de un rato, salió de su tristeza y sintió otra vez el martillo en la mano. Advirtió
también que no caminaba hacia el puerto. Iba hacia el sur, y no hacia el oeste.
La distancia es muy larga, se dijo, y me siento aún bastante débil. No es necesario que
vaya tan lejos para desembarazarme de este viejo martillo. Basta que lo eche en algún
matorral, y pronto lo olvidaré.
Y comprendió en seguida que se engañaba a sí mismo. Y que aunque arrojara el marti -
llo a alguna cañada no olvidaría el lugar. Renunció a las escapatorias. No, no quería li -
brarse de aquel objeto que tenía ahora tanta importancia en su vida. Al mismo tiempo
comprendió por qué iba hacia el sur. Seguía la larga avenida que llevaba a la universidad.
No estaba allí desde hacia tiempo. Sentía aún aquella pena, pero con menos fuerza,
como si la decisión de aguantar el martillo lo hubiera aliviado.
Una vez más se distrajo observando la acción destructiva del tiempo. El terremoto ha-
bía afectado particularmente a aquel barrio. Una enorme grieta cortaba en dos la calzada,
y el agua de las lluvias la había transformado en un estanque donde flotaban hojas de ár-
boles y arbustos. Balanceando el martillo, Ish tomó impulso y saltó el foso de más de un
metro de ancho, comprobando con alegría que a pesar de la enfermedad no tenía las pier-
nas muy débiles.
A ambos lados de la avenida las casas no eran más que montones de ruinas, cubiertas
por plantas trepadoras. Los árboles habían invadido los porches.
En todas partes las plantas del país estaban matando las plantas exóticas, en otro
tiempo orgullo de los jardineros.
Notó al pasar las especies que habían sobrevivido. En vez de glicinas y camelias había
muchos rosales trepadores. Un cedro del Himalaya extendía sus ramas vigorosas, pero al
pie del árbol no había ningún retoño. En cambio, bajo un eucalipto australiano, unos jóve -
nes tallos crecían en un suelo de humus y hojas muertas donde no hubiese podido brotar
ninguna otra cosa.
A la entrada del parque universitario había un bosquecillo de pinos. No se veía allí la
confusión común en los jardines. Los árboles formaban una bóveda espesa y la sombra
no favorecía el crecimiento de plantas y hierbas.
Al pie de un pino, una serpiente de cascabel dormitaba al sol. Parecía atontada, como
si no se hubiese recobrado aún del fresco de la noche. Ish se detuvo un momento. Podía
matarla fácilmente. Titubeó, y siguió adelante.
No; lo habían mordido una vez y recordaba aún aquel horror. Pero no odiaba la raza de
los crótalos. En realidad, era posible que la mordedura le hubiese salvado la vida. Hasta
podía sentirse agradecido y elegir a la serpiente de cascabel como tótem de la Tribu. Pero
no. Sería neutral.
Por otra parte, su tolerancia no alcanzaba sólo a las serpientes de cascabel. Y los ni-
ños lo imitaban. En los tiempos de la civilización, los hombres se sentían realmente amos
del universo. Elegían a sus amigos y enemigos. Y mataban a las serpientes de cascabel.
Pero ahora la naturaleza había recuperado su independencia. No aceptaba dictadores.
Matar una serpiente de cascabel era un trabajo inútil, pues no había posibilidad de exter -
minarlas, ni siquiera de reducir sensiblemente su número. Si un reptil se atrevía a acercar-
se a las casas, se lo aplastaba para proteger a los niños. Pero no se emprendía ninguna
campaña contra las serpientes o los pumas.
Bajó una escalera cubierta de musgo y hierbas y cruzó un crujiente puente de madera.
Recordó que el puente era viejo ya en su infancia. Una espesa maleza cubría las orillas
del arroyo. Ish se abrió paso dificultosamente, aunque el camino estaba asfaltado.
Los matorrales se estremecieron e Ish se sobresaltó, pues no llevaba armas. Quizás
era un puma. Los lobos y los perros salvajes frecuentaban también las cercanías de los
arroyos.
Pero cuando salió de la espesura, no vio más que unos ciervos que pacían entre los ár -
boles.
A la izquierda se alzaban algunos edificios. No podía recordar qué departamento uni-
versitario se había alojado allí. El seto, antes tan bien podado, ocultaba ahora las venta-
nas bajas.
Siguió su camino. Atravesó otros matorrales y el edificio de la biblioteca apareció ante
él, algo disimulado entre los arbustos. En una ventana había un vidrio roto. Una rama de
pino la había golpeado durante alguna tormenta. El accidente no había ocurrido antes de
su última visita, unos años atrás. Había guardado la biblioteca como reserva para el futu-
ro. Hasta había enseñado a los niños que la respetaran. Sí, hasta les había hecho creer,
temía, que era tabú. En realidad había intentado siempre inculcarles un respeto casi místi-
co por los libros. Una quemazón de libros le había parecido siempre uno de los peores crí -
menes que el hombre pueda cometer.
Dio una vuelta a la biblioteca, no sin algunas dificultades, pues unas altas malezas le
cerraban el paso. Hasta tuvo que trepar por el tronco caído de un pino. El edificio estaba
aún en buenas condiciones. Llegó al fin a la ventana que había roto hacía tantos años y
que luego había tapado con una tabla. Después de todo, pensó con satisfacción, el marti -
llo me servirá de algo.
Desclavó la tabla y entró en el edificio. Había entrado así por vez primera cuando Em
esperaba el primer hijo, para llevarse algunos libros de obstetricia. El problema que le ha -
bía parecido entonces tan angustioso se había desvanecido. Hubiera debido concluir que
era inútil inquietarse y que casi todos los problemas se resuelven por sí solos.
Atravesó el vestíbulo y entró en la sala de lectura. Había bastante suciedad. A pesar de
sus precauciones, era evidente que los murciélagos habían logrado entrar en el edificio,
quizá por la ventana rota recientemente. Había también huellas de ratas o algún otro roe-
dor. Pero los excrementos no habían dañado los libros. Pasó el dedo por el lomo de un
volumen y lo retiró sucio de polvo. Pero menos quizá de lo que hubiera podido esperarse.
Sí, allí estaban todos aún, más de un millón de libros, casi toda la sabiduría del mundo
al abrigo de cuatro paredes. Tuvo una sensación de seguridad y esperanza. Contempló
aquel tesoro con ojos de avaro.
Bajó por una escalerita de caracol y fue hacia la sección geográfica, que en sus tiem-
pos de estudiante había sido su refugio preferido. Nada había cambiado. Se sintió allí
como en su casa. Buscó en los estantes los libros familiares.
Un tomo voluminoso encuadernado en rojo le llamó la atención. Lo sacó del estante y
sopló el polvo del lomo. La obra era El clima a través de las Edades, de Brooks. Conocía
bien la obra. Lo abrió, encontró la tarjeta y vio que el último lector -un mes antes del Gran
Desastre- había sido un tal Isherwood Williams. Tardó algunos segundos en comprender
que ese tal Isherwood Williams no era otro que él mismo. Nadie lo había llamado por su
nombre completo desde hacía años. Sí, había leído el libro en el último trimestre de sus
estudios. Era una buena obra, interesante, pero los trabajos de un alemán, Zeimer quizá,
la habían envejecido.
Dejó el martillo para tener las dos manos libres. Luego, de pie junto a una ventana pol-
vorienta que dejaba pasar una vaga claridad, hojeó el libro. En realidad, sus teorías no te-
nían ningún valor práctico. Aunque lo tirara o lo hiciese pedazos no sería una gran pérdi -
da. Pero lo devolvió respetuosamente a su sitio.
Dio algunos pasos y de pronto sintió que en su mente todo se derrumbaba. ¿Para qué
servía al fin aquel millón de volúmenes? ¿Por qué cuidar y preservar los libros? Nadie sa-
bía leerlos. Pasta de madera y negro de humo, no servían para nada si no había una inte -
ligencia capaz de interpretarlos.
Se alejó tristemente y subía ya la escalera de caracol cuando notó que tenía las manos
vacías. Había olvidado el martillo. Dio media vuelta, dominado por la angustia, y lo vio en
el suelo, en el mismo sitio donde lo había dejado al sacar el libro. Lo recogió, con inmenso
alivio, y subió por la escalera.
Salió por la ventana rota y maquinalmente se puso a clavar la tabla. De pronto se detu -
vo, sintiendo otra vez aquella desolación. ¿Para qué clavar la tabla? De nada serviría. Na -
die iría, nunca, a leer allí. Balanceó tontamente el martillo.
Al fin, lentamente, sin entusiasmo, sin esperanza, hundió otra vez los clavos. George
haría trabajos de ebanistería hasta el día de su muerte, Ezra ayudaría a sus vecinos, y él,
Ish, seguiría pensando ilusionado en los libros y el futuro.
Terminó su trabajo y se fue a sentar en los escalones de piedra. Las malezas asaltaban
por todas partes los edificios en ruinas. Recordó un viejo cuadro donde se veía un hombre
-¿César? ¿Aníbal?- sentado entre las ruinas de Cartago. Dio un martillazo en el borde de
un peldaño, mellando el granito. Era uno de esos actos de vandalismo que lo habían ho-
rrorizado siempre. Golpeó con más fuerza. Saltó un trozo de unos cinco centímetros. El
peldaño parecía dirigirle un mudo reproche.
Y mientras martillaba, ahora débilmente, el granito, pensó por primera vez en Joey sin
sentirse aplastado por la pena. Joey no hubiera podido cambiar el curso de las cosas. No
era más que un niño inteligente. El mundo entero se hubiese aliado contra él. Hubiera lu -
chado con todas sus fuerzas hasta caer vencido. Habría sido un hombre desgraciado.
Joey, pensó, era como yo. Siempre inquieto. Nunca feliz.
Alzó el martillo sobre un trocito de granito y rencorosamente lo hizo trizas.
Necesito un poco de descanso, pensó. Es hora de descansar.
Thoreau y Gauguin, conocemos sus nombres. Pero ¿no olvidamos a otros miles? No
escribieron libros, ni pintaron cuadros, pero renunciaron también al mundo. ¿Y esos otros,
esos millones de otros, que rechazaron, en sus sueños, la civilización?
Hemos escuchado sus palabras, hemos visto sus ojos... «Qué hermoso era el bosque
donde acampamos... A veces desearía... pero los negocios... ¿Nunca pensaste, George,
en vivir en una isla desierta? Sólo una cabaña en los bosques... sin teléfono... La playa a
orillas del mar... Se estaría tan bien... Pero están Maud y los niños.»
¡Qué raro! Luego de edificar una magnífica civilización, los hombres sólo habían tenido
un deseo: huir de ella.
Los caldeos pretendían que Oanes, el dios-pez, salió de las aguas para enseñar a los
hombres las artes y las leyes. Pero ¿era un dios o un demonio?
¿Por qué las viejas leyendas nos hablan siempre de la edad de oro de la simplicidad?
Uno podría creer que esta gran civilización no es realmente la materialización de sue-
ños humanos, sino la obra de una fatalidad misteriosa. Poco a Poco, a medida que crecen
las ciudades, los hombres se ven obligados a renunciar a una vida libre y feliz; a la fácil
recolección de los frutos silvestres siguen los penosos trabajos de la agricultura. Poco a
poco las ciudades son más numerosas, y los hombres abandonan la excitación de la caza
por los duros afanes de la cría de ganado.
Así el monstruo de Frankenstein impone su tiranía a sus aterrorizados creadores. Y los
hombres intentan escapar por mil disimuladas sendas.
¿Cómo renacería, pues, una civilización destruida sin el concurso de misteriosas fatali-
dades?
De pronto, Ish se sintió muy viejo. No tenía aún cincuenta años y los otros fundadores
de la Tribu eran mayores que él. Pero entre él y sus hijos el abismo era muy grande. No
era sólo un abismo de años, sino también de modos de pensar y vivir. Nunca había habi -
do distancia semejante entre dos generaciones.
Sentado en los escalones de la biblioteca, mientras reducía a trizas el pedazo de grani -
to, Ish vio ante él la larga perspectiva del futuro. En suma, todo se reducía a la vieja pre -
gunta: ¿el hombre influye sobre el medio, o el medio sobre el hombre? ¿La época napo-
leónica creó a Napoleón o al contrario? Si Joey hubiese vivido, las confusas circunstan -
cias que habían modelado a Jack, Roger y Ralph lo habrían afectado y él no
hubiera podido resistirse. Sí, aunque Joey hubiese vivido nada hubiese podido aminorar el
vertiginoso descenso. Y con Joey, a no ser que ocurriera algo imprevisto, había muerto la
última esperanza.
¡Los planetas y las estrellas! Bajo los repetidos martillazos, el granito era ahora un pol-
vo fino. ¡Los planetas y las estrellas! No, no creía en la astrología. Y sin embargo, la posi-
ción de las estrellas mostraba que el sistema solar cambiaba continuamente, y que la tie-
rra era cada vez menos propicia al hombre. Quizá la astrología era una verdadera ciencia,
y los cambios que se producían en el cielo eran el símbolo de los acontecimientos terres -
tres. ¡Los planetas y las estrellas! ¿Cómo podía modificar el hombre lo que estaba escrito
en los cielos?
Sí, el futuro era previsible. La Tribu no resucitaría la civilización. No la necesitaba. Du-
rante algún tiempo continuaría el pillaje. Se abrirían latas de conserva, y se consumirían
cartuchos y fósforos. Todos serían felices, pero no habría creadores. Luego, tarde o tem-
prano, la población aumentaría y los víveres empezarían a faltar. No habría hambre, pues
el ganado abundaba en los campos. La vida continuaría.
Y de pronto se le ocurrió una nueva idea. Había vacas y toros en los campos, sí, pero
¿qué pasaría cuando se terminaran los cartuchos? ¿Cuando no hubiera fósforos? En rea -
lidad, no habría que esperar a que se agotaran las municiones. La pólvora se estropea
con el tiempo. Tres o cuatro generaciones más y los hombres serían unas miserables cria-
turas que habrían perdido los secretos de la civilización, sin haber aprendido aún las técni-
cas con que los salvajes vencen las dificultades cotidianas. Era posible, y quizá preferible,
que luego de tres o cuatro generaciones la raza humana se extinguiese, incapaz de pasar
de la vida vegetativa y parásita a condiciones más estables que permitiesen un lento pro -
greso.
Golpeó de nuevo con fuerza el borde del escalón. Saltó otro trozo de granito. Ish lo mi-
ró tristemente. A pesar de todas sus resoluciones, el pensamiento del futuro seguía ator-
mentándole. Pero ¿cómo saber qué ocurriría luego de tres o cuatro generaciones?
Se incorporó y se volvió hacia San Lupo. Estaba más tranquilo ahora.
-Sí -pensó en voz alta-. El zorro pierde el pelo, pero no las mañas, y yo seré siempre un
atormentado, aunque haya vivido veintidós años con Em. Olvido el pasado, para ocupar -
me del futuro. Sí, necesito un poco de descanso. Mis tentativas han fracasado, es cierto.
No obstante, sé que empezaré otra vez. Y ahora que mi meta es menos ambiciosa, quizá
tenga más éxito.
10
Cuando, después de una larga caminata, llegó a San Lupo, sus vagos proyectos ha-
bían tomado forma, pero los pondría en marcha a la mañana siguiente.
A la noche estalló una tormenta, y cuando despertó, unas nubes bajas y grises oculta-
ban el cielo. Ish se sorprendió. Con los acontecimientos recientes se había olvidado del
tiempo. Recordó que el sol se ponía cerca del sur y que, para emplear las palabras de los
viejos días, estaban en el mes de noviembre. La lluvia molestaba sus planes, pero no ha -
bía prisa, y mientras, podía perfeccionarlos.
Desde el día anterior, su pensamiento había cambiado tanto que la ruidosa llegada de
los chicos lo sobresaltó. Claro, pensó, vienen a clase.
Bajó las escaleras. Estaban todos allí, excepto Joey y otros dos más pequeños, senta-
dos en sillas o en el suelo. Todos los ojos se alzaron hacia él con una rara curiosidad.
Joey se había ido, y quizás Ish cambiara las lecciones. Pero esta curiosidad, Ish no lo ig -
noraba, era pasajera, y caerían otra vez en aquella apatía que había combatido sin éxito.
Miró todos los rostros, uno a uno. Eran hermosos niños. No había ningún estúpido en-
tre ellos, pero tampoco ninguna mente excepcional. No, no estaba allí el elegido.
Había llegado el momento. Habló sin remordimiento ni pena:
-Se acabaron las clases -anunció.
Los niños lo miraron un momento, consternados, y contentos, aunque no se atrevían a
mostrar abiertamente su alegría.
-Se acabaron las clases -repitió Ish, sintiendo que adoptaba involuntariamente un tono
dramático-. No habrá más clases... nunca.
Esta vez la consternación no se desvaneció. Los niños se quedaron inquietos, nervio-
sos. Algunos se levantaron para irse. El fin de las clases les parecía algo grave, aunque
no sabían bien por qué.
Al fin salieron lentamente, sin hacer ruido. Pasó un minuto y sólo se oyó el rumor de la
lluvia. Luego estalló un griterío; eran niños otra vez. La escuela no había sido más que un
breve episodio en sus vidas; la olvidarían pronto, y nunca la echarían de menos. Durante
un rato, Ish se sintió muy abatido. ¡Joey, Joey!, pensó. Pero no estaba arrepentido. Era la
única solución razonable.
-Se acabaron las clases -murmuró-. Se acabaron las clases.
Y recordó de pronto que en aquella misma sala, hacía muchos años, había visto cómo
se apagaban las luces eléctricas.
Siguieron tres días de lluvia. Ish reflexionó y maduró sus planes. Al fin un frío viento del
norte barrió el cielo y un sol brillante empezó a secar las hojas húmedas. Había llegado el
momento.
Buscó un tiempo en los jardines selváticos. En aquella zona nunca se habían cultivado
comercialmente los cítricos. Pero el clima convenía a los limoneros, por lo menos como
árboles de adorno. E Ish creía recordar que la madera de limonero era la más apropiada.
Podía haber consultado algunos libros, pero había cambiado de modo de pensar. Resol -
vería él mismo sus problemas.
En lo que había sido en los viejos días un hermoso parque privado encontró un limone-
ro. El árbol vivía aún, aunque ahogado entre dos pinos y dañado por las heladas. Algunos
de los retoños habían sobrevivido a los rigores invernales.
Ish se abrió paso entre unos matorrales espinosos, eligió un retoño del grueso de su
pulgar, y sacó su cuchillo. La madera era dura como el hueso, pero al fin logró cortarla. El
retoño tenía una longitud aproximada de un metro y medio. Había crecido rectamente has-
ta alcanzar un metro veinte de altura, pero luego se había doblado bajo las ramas de los
pinos. Era a la vez fuerte y flexible. Ish lo apoyó contra el suelo, doblándolo, y comprobó
que se enderezaba con fuerza.
Sí, pensó con un poco de amargura, no necesito nada más.
Llevó a su casa el tallo de limonero y se sentó en el porche, al sol. Cortó ante todo la
parte doblada y tuvo una vara recta de un metro veinte.
Descortezó entonces el retoño y afiló las puntas. El trabajo le llevó bastante tiempo,
pues debía interrumpirse a menudo para afilar el cuchillo en una piedra de amolar.
Walt y Josey habían ido a jugar con los otros niños. Regresaron a la hora del almuerzo.
-¿Qué haces, papá? -preguntó Josey.
-Preparo un juego -respondió Ish. En otro tiempo había intentado mostrar la utilidad de
la instrucción. Era un error que no volvería a cometer. Esta vez aprovecharía la afición de
los humanos al juego.
Luego del almuerzo, los niños difundieron la novedad.
A la tarde apareció George.
-¿Por qué no vienes a mi casa? -preguntó-. Con el torno trabajarás más rápido.
Ish le dio las gracias, pero le dijo que prefería el cuchillo, aunque ya le dolía la mano.
Era necesario hacer el trabajo con las herramientas más simples, casi primitivas.
A la caída de la tarde, Ish tenía la mano cubierta de ampollas, pero había terminado.
Los extremos de la vara estaban simétricamente afilados. La apoyó contra el suelo, la do -
bló hasta formar un semicírculo, y la soltó. Satisfecho, talló unas muescas en cada extre -
mo y se guardó el cuchillo en el bolsillo.
A la mañana siguiente, continuó el trabajo. Sobraban los cordeles, y hasta pensó en uti -
lizar hilo de pescar de nailon, que trenzaría hasta obtener una cuerda suficientemente
gruesa.
No, se dijo. Trabajaré con materiales que puedan obtener ellos mismos.
Buscó el cuero de un ternero sacrificado recientemente y cortó una larga tira. Era un
trabajo lento y difícil, pero sobraba tiempo. Limpió de pelos la tira y la recortó hasta que
pareció un cordel. Luego trenzó tres de estas tiras, obtuvo una cuerda, e hizo un nudo en
cada extremo.
Se quedó un momento con la vara en una mano y la cuerda en la otra. Dobló la vara, y
fijó los nudos de la cuerda a las muescas de los extremos. La cuerda era un poco más
corta y la rama se dobló.
Ish contempló el arco. El genio creador del hombre se manifestaba otra vez sobre la
tierra. Hubiese podido buscar en una tienda de artículos de deporte y hubiera encontrado
un arco más perfecto. Pero había preferido tallar la madera él mismo con una herramienta
primitiva, y hacer una cuerda con tiras de cuero.
Tiró de la cuerda. La vibración lo hizo sonreír. Otra vez satisfecho, desmontó el arco.
A la mañana siguiente cortó una rama de pino para hacer una flecha. La blanda made -
ra verde se cortaba con facilidad y media hora más tarde la flecha estaba lista. Llamó a
los niños. Acudieron Walt y Josey, y luego Weston.
-Vamos a hacer una prueba -les dijo.
Disparó el arco. La flecha vaciló un poco, pero Ish había apuntado hacia arriba y luego
de recorrer unos quince metros cayó y se clavó en el suelo.
Ish no había esperado semejante triunfo. Los tres niños, maravillados, se quedaron un
momento con la boca abierta. Nunca habían visto nada parecido. Luego echaron a correr,
gritando de alegría, para traerle la flecha. Ish disparó varias veces.
Al fin, tal como Ish esperaba, llegó la inevitable petición.
-Déjame probar, papá -suplicó Walt.
El primer tiro de Walt no pasó de los seis metros, pero el niño celebró ruidosamente su
hazaña. Josey y Weston probaron también.
Antes de la hora de cenar, todos los niños de la Tribu se preparaban afanosamente un
arco.
El éxito superó las esperanzas de Ish. Pocos días después, unas flechas torpemente
lanzadas se entrecruzaban en el aire alrededor de las casas. Las madres pensaban preo-
cupadas en la posibilidad de que alguien perdiera un ojo, y dos niños regresaron llorando
y quejándose de haber recibido flechas en distintas partes del cuerpo. Pero las flechas no
tenían punta y no volaban muy lejos. No hubo que deplorar ningún accidente grave.
Pero se establecieron severas reglas. «Prohibido disparar el arco contra alguien.»
«Prohibido jugar cerca de las casas.»
Se organizaron concursos. Bajo la dirección de los mayores, que sabían manejar los fu-
siles, los niños tiraron al blanco. Probaron arcos de diferente longitud y forma. Josey se
quejó de que Walt ganaba siempre. Ish le aconsejó poner unas plumas de codorniz en el
extremo posterior de la flecha. La niña obedeció y triunfó sobre Walt. Todas las flechas se
adornaron entonces con plumas de codorniz y ganaron en potencia de vuelo. Los mayo -
res se dejaron arrastrar por el entusiasmo de los chicos y también prepararon arcos, aun -
que podían emplear armas de fuego. Pero los arqueros más entusiastas eran los niños,
que no podían usar los fusiles.
Ish esperaba su hora. Las primeras lluvias habían reverdecido la tierra. El sol se ponía
ahora detrás de las lomas, al sur de la Golden Gate.
Walt y Weston, ambos de doce años, se habían enredado en alguna misteriosa confa-
bulación infantil. Perfeccionaban continuamente sus arcos y afilaban sus flechas una y
otra vez. Durante las horas de sol, apenas se los veía.
Una tarde, se oyeron unos pasos precipitados en la calle, y Walt y Weston entraron sin
aliento en la sala.
-¡Mira, papá! -gritó Walt, y tendió a Ish el patético cadáver de un gordo conejo traspasa -
do por una flecha de madera.
-¡Mira! -gritó de nuevo-. Yo estaba escondido detrás de un matorral y cuando paso, dis -
paré y lo maté.
Símbolo de su triunfo, el pobre conejo entristeció a Ish.
Qué lastima, pensó, que la creación sea también destrucción.
-Te felicito, Walt -dijo-. Fue un buen tiro.
11
El sol se ponía casi siempre en un cielo sin nubes, cada vez un poco más al sur. No
tardaría ya en volver atrás.
Un día, tan repentinamente que casi se podía haber fijado la hora y el minuto, los niños
se cansaron de arcos y flechas y se entusiasmaron con alguna otra cosa. Ish no se preo-
cupó. Ya volverían al juego más tarde, quizás al año siguiente, en la misma estación. La
fabricación y el manejo de los arcos no caerían en el olvido. Durante veinte años, cien
años si fuera necesario, el arco sería un juego infantil. Al fin, cuando se agotaran las muni-
ciones, allí estaría, para reemplazar a los fusiles. Era el arma más perfecta del hombre pri-
mitivo, y la más difícil de inventar. Ish legaba al futuro ese precioso don. Sus tataranietos
no tendrían que defenderse a puñetazos de los osos, y no se morirían de hambre rodea-
dos de rebaños. Habrían olvidado la civilización, pero no serían por lo menos hermanos
de los monos. Andarían con la cabeza erguida, como hombres libres, con el arco en la
mano. Y si no disponían de cuchillos de acero, tallarían sus arcos con piedras afiladas.
Tenía otro plan, pero no había prisa. Ahora podía enseñarles a servirse de una barrena
de arco, y cuando no hubiese más fósforos, la Tribu sabría encender un fuego.
Sin embargo, su entusiasmo, como el de los niños, se enfrió con el transcurso de las
semanas. En lugar de saborear la victoria de la fabricación del arco y su éxito entre los ni -
ños, recordaba incesantemente las desgracias del año. Joey, el niño irreemplazable, ha-
bía muerto. Y el día que Em, George, Ezra y él habían decidido la muerte de Charlie, el
mundo había perdido su frescura e inocencia. Y la confianza y la fe se habían extinguido
en él al abandonar la esperanza de ver renacer la civilización.
El sol había llegado al extremo sur de su trayecto. Un día o dos más y empezaría a re-
hacer el camino. Todos se preparaban para la ceremonia de grabar los números en la
roca y bautizar el año. Era ahora la mayor de las fiestas, a la vez Navidad y Año Nuevo, y
un símbolo de vida. Como todo lo demás, las festividades habían cambiado mucho. La
Tribu celebraba aún el día de Acción de Gracias y se reunía alrededor de una mesa bien
servida. Pero el 4 de julio y todas las otras fiestas patrióticas habían desaparecido. Geor -
ge, que había pertenecido a un sindicato, y era amigo de conservar las tradiciones, dejaba
de trabajar y se ponía su mejor traje cuando creía que había llegado el día del trabajo.
Pero nadie lo imitaba. Cosa curiosa, o quizá natural, las fiestas populares habían sobrevi-
vido a las oficiales. El día de los Inocentes y el de Todos los Santos eran motivo de rego-
cijo general, y los niños repetían las tradiciones que les habían transmitido sus padres. Un
día, seis semanas después del solsticio de invierno, y según la leyenda, la
marmota podía ver su propia sombra. Como no había marmotas en aquella región, la ha -
bían reemplazado por la ardilla. Pero todo esto no era nada comparado con la fiesta que
los reunía al pie de la roca.
Los niños discutían entre ellos el nombre del año. Los más chicos proponían el nombre
de año del arco y la flecha; otros preferían año del viaje. Los mayores recordaban otras
cosas y guardaban un turbado silencio. Ish adivinaba que aún pensaban en Charlie y la
muerte de sus compañeros. Para él, los mayores acontecimientos de aquellos últimos
doce meses eran la muerte de joey y su propia desilusión.
Al fin, el sol se puso casi en el mismo sitio, o quizás un poco más al norte, y los padres,
con gran alegría de los niños, decretaron que la fiesta se celebraría al día siguiente.
Se reunió toda la Tribu. El día era claro y cálido para la estación, y las madres habían
llevado sus bebés. Cuando se grabaron los números todos los que sabían hablar se de-
searon un feliz Año Nuevo, de acuerdo con la costumbre de los viejos días.
Luego, según los ritos de costumbre, Ish preguntó cómo se llamaría el nuevo año.
Siguió un profundo silencio.
Al fin, Ezra, siempre oportuno, tomó la palabra.
-Este año nos trajo muchas penas, y cualquier nombre despertaría tristes recuerdos.
Los números son cómodos, y no sugieren nada desagradable. No le demos ningún nom-
bre a este año. Llamémoslo simplemente el año 22.
Años fugitivos
El río de los años pasó otra vez rápidamente, y ahora Ish no se resistió, y se dejó lle -
var.
En estos años la Tribu cultivó un poco de maíz, no mucho, pero bastante para obtener
una pequeña cosecha y guardar algunas semillas. Todos los otoños, como si la primera
lluvia fuese una señal, los niños retornaban los arcos y las flechas, hasta que se cansaban
y buscaban otro juego. De cuando en cuando los adultos se reunían a deliberar. Lo que
allí se decidía, obligaba a todos.
Por lo menos, pensaba Ish, legaré estas costumbres al porvenir. Sin embargo, a medi-
da que pasaban los años, los jóvenes influían más y más en el curso de las sesiones. Ish
presidía siempre. Se sentaba en el sitio de honor, y los que querían hablar se incorpora -
ban y lo saludaban respetuosamente con una inclinación de cabeza. Ish tenía el martillo
en las rodillas o lo balanceaba maquinalmente. Cuando la discusión entre dos jóvenes su-
bía de tono, Ish daba un martillazo y los adversarios callaban inmediatamente. Si interve-
nía en los debates, todos lo escuchaban con atención, aunque nunca seguían sus conse-
jos.
Así pasaron los años. El año 23, del lobo furioso; el año 24, de las moras; el 25, de la
lluvia interminable.
Cuando llegó el año 26, el viejo George no estaba ya con ellos. Había estado pintando,
subido a una escalera. Nadie supo nunca si había sido un ataque al corazón o una caída
accidental. Pero lo encontraron muerto al pie de la escalera. Desde entonces, ya nadie re-
paró los techos ni pintó las fachadas de las casas. Maurine siguió viviendo un tiempo en la
casita de las rosadas pantallas con flecos, el mudo aparato de radio, las mesitas con car -
petas. Pero era tan vieja como George, y murió antes de fin de año. El año se llamó año
de la muerte de George y Maurine.
Y los años pasaron: 27, 28, 29, 30. Ya era difícil recordar los nombres y su orden. ¿El
año del maíz había seguido al año del crepúsculo rojo, o éste precedía al año de la muer-
te de Evie?
¡Pobre Evie! La enterraron junto a los demás, y así se pareció más a todos. Había vivi-
do con ellos y nadie sabía si había sido feliz o si habían hecho bien al salvarle la vida.
Sólo una vez había salido de la sombra: cuando Charlie la había elegido entre todas las
muchachas de la Tribu. Los jóvenes apenas notaron su desaparición, pero para los mayo-
res desaparecía con ella una criatura de los viejos días.
Ahora los fundadores de la Tribu eran sólo cinco. Jean e Ish eran los más jóvenes, y
los mejor conservados. Pero Ish, que no se había curado totalmente de su vieja herida,
cojeaba un poco. Molly se quejaba de vagos malestares y caía en crisis de llanto. Una to -
secita seca atormentaba a Ezra. La figura de Em había perdido un poco de su gracia real.
Sin embargo, todos disfrutaban de una salud excelente, y sus pequeñas molestias eran
achaques de la edad.
El año 34 fue un año memorable. Se sabía, desde hacía un tiempo, que otra Tribu, me-
nos numerosa, vivía en el extremo norte de la bahía, pero aquel año llegó un mensajero a
proponer la unión. Ish le prohibió al joven que se acercara. El recuerdo de Charlie aconse -
jaba prudencia. Cuando el mensajero comunicó cuál era el propósito de su visita, se con-
vocó al consejo.
Ish presidió con el martillo en la mano, pues el asunto era muy importante. En seguida
estalló una animada discusión. Al temor de las enfermedades se unía el prejuicio contra
los extraños. Sin embargo, la curiosidad era más fuerte, y además muchos deseaban que
el número de miembros de la Tribu, sobre todo el de las mujeres, fuese mayor. Desde ha-
cía años los hombres eran más numerosos que las mujeres y algunos muchachos pare-
cían condenados al celibato. Ish conocía por otra parte el peligro de los matrimonios entre
parientes cercanos, inevitables en el seno de la Tribu.
Sin embargo, Ish, apoyado por Ezra, se oponía a la alianza por temor a las enfermeda-
des. Jack, Ralph, Roger, los mayores y sus hijos recordaban demasiado bien el año 22 y
se pusieron de su lado. Pero los más jóvenes, sobre todo aquellos que no estaban casa-
dos, pensando en las muchachas de la otra Tribu, protestaban ruidosamente.
Entonces habló Em. Tenía ahora la cabeza cubierta de canas, pero su voz grave domi-
naba aún cualquier discusión.
-Lo he repetido a menudo -dijo-, no se vive rechazando la vida. Nuestros hijos y nietos
necesitan mujeres. Quizás haya un grave peligro, pero habrá que afrontarlo.
La serenidad y seguridad de Em, más que sus palabras, animaron a todos. La alianza
se votó por unanimidad.
Esta vez tuvieron suerte. Hubo una sola epidemia, de escarlatina, que contrajeron los
otros. Pero pronto curaron.
Desde entonces la Tribu se dividió en dos clanes: los Primeros y los Otros. Los niños
que nacían de un matrimonio mixto pertenecían al clan del padre. A Ish le asombraba que
la mujer tuviese tan poca influencia, y no ocurriera como en los pueblos primitivos. Pero
las viejas tradiciones eran muy fuertes.
El año siguiente, Em perdió hasta la sombra de su gracia real. Ish vio en su rostro unas
raras arrugas que no eran de vejez, sino de dolor. La piel antes mate era ahora de un gris
ceniciento. Ish sintió miedo y frío, y comprendió que la hora de la separación había llega -
do.
A veces, en los sombríos meses que siguieron, Ish pensaba: Quizá no es más que
apendicitis. Le duele en ese sitio. ¿Por qué no operarla? Podría leer libros, aprender lo
necesario. Uno de los muchachos le daría éter. En el peor de los casos, Em dejaría de su -
frir.
Pero cuando llegaba el momento siempre retrocedía. Le temblaba la mano, no tenía va-
lor. No se atrevía a hundir el bisturí en el costado de la que amaba. Em sólo contaba con
ella misma.
Y pronto debió reconocer que no era apendicitis. Cuando el sol inició su marcha hacia
el sur, Em cayó en cama y no se levantó más. En las farmacias en ruinas, Ish encontró
polvos y jarabes que atenuaron los sufrimientos de Em. Luego de haber tomado el
calmante, ella dormía o permanecía inmóvil, sonriendo. Cuando el dolor volvía, Ish pensa-
ba si no debería aumentar la dosis y terminar aquel tormento.
Pero no lo hizo. Pues sabía que Em amaba aún la vida y no perdería el valor.
Se pasaba largas horas a su cabecera, tomándole la mano y cambiando de cuando en
cuando algunas palabras.
Como siempre, era ella quien lo consolaba a él, a pesar de sus torturas, y el fin tan cer -
cano. Sí, se decía Ish una vez más, ella había sido para él una madre tanto como una es-
posa.
-No te atormentes por los niños -le dijo Em un día-, ni por los nietos y todos los que se -
guirán. Serán felices, me parece. Por lo menos serán tan felices como hubiesen podido
serlo en los viejos días. No pienses demasiado en la civilización. Irán adelante.
¿Desde cuándo pensaba ella así?, se preguntaba Ish. ¿Había sabido Em que él fraca-
saría? ¿Había presentido lo que iba a ocurrir merced a su intuición o a la sangre diferente
que le corría por las venas? De nuevo se preguntó en qué residía la grandeza del hombre
o la mujer.
Josey se ocupaba ahora de la casa y cuidaba a su madre. Josey era también madre, y
una mujer alta, de grandes pechos, y paso gracioso. De todos los hijos era quien más se
parecía a Em.
Todos venían a visitar a la enferma, los hijos, las hijas y los nietos. Los nietos mayores
eran casi muchachos, y en las nietas asomaba la mujer.
Ish comprendió que Em tenía razón. Irían adelante. La simplicidad es índice de fuerza.
Vivirían.
Un día se había sentado al lado de Em y le había tomado la mano. Ella estaba muy dé -
bil. Y de pronto Ish sintió junto a ellos una sombría presencia. Em calló, y los dedos le
temblaron ligeramente.
Oh madre de las naciones, pensó Ish. Tus hijos te cantarán alabanzas y tus hijas te
bendecirán.
Estaba solo ahora, en aquel cuarto donde hacía poco habían sido tres, pues la muerte
se había ido llevándose a Em. Se quedó allí, encorvado, con los ojos secos. Todo había
terminado. Enterrarían a la madre de las naciones y no pondrían en su tumba, de acuerdo
con las costumbres de la Tribu, ni cruces ni epitafios. Y, como hacían los hombres desde
el principio de los siglos, desde que el amor y su hermano el dolor habían aparecido sobre
la tierra, Ish veló a la muerta bienamada. Nunca se encontraría otra vez tanta grandeza y
serenidad.
Y los años siguieron pasando, y el sol fue del norte al sur, y del sur al norte. Se graba -
ron otros números en la superficie de la roca.
Un día de primavera, Molly murió de repente, de una embolia sin duda. El mismo año,
un enorme tumor, como un monstruo de pesadilla, invadió a Jean. Nada la aliviaba, y
cuando se dio muerte, nadie la acusó.
Es el fin, pensó Ish. Nosotros, los americanos, somos viejos, y nos dispersamos como
las hojas de la última primavera.
La tristeza lo abrumaba. Sin embargo, cuando se paseaba por las faldas de la loma,
veía niños que jugaban y jóvenes que hablaban animadamente, y madres que amamanta-
ban a sus bebés. Poca tristeza y mucha alegría.
Un día, Ezra fue a verlo y le dijo:
-Deberías tomar otra mujer.
Ish lo miró.
-No -dijo Ezra-, yo no. Soy demasiado viejo. Tú eres más joven. Hay una muchacha en -
tre los Otros y ningún hombre para casarse con ella. Si no se es muy viejo, siempre es
preferible no estar solo, y tú podrás tener más hijos.
Ish se casó con la muchacha. Ella fue el consuelo de sus largas noches y le dio hijos,
pero para Ish fue siempre como si aquellos hijos no le pertenecieran, pues Em no los ha -
bía llevado en su seno.
Se grabaron otros números en la roca. Salvo Ish y Ezra, todos los americanos habían
desaparecido ya. Y Ezra era un viejecito seco y arrugado, que tosía y enflaquecía cada
vez más. Ish mismo tenía el pelo gris. Aunque no era gordo, se le redondeaba el vientre y
se le adelgazaban las piernas. Le dolía siempre el costado, en el lugar donde el puma le
había clavado las garras, y caminaba poco. Sin embargo, el año 42 su mujer le dio aún
otro hijo. No sintió mucho cariño por la criatura. Además, ahora ya tenía bisnietos.
El último día del año 43, Ish no se sintió con fuerzas para llegar hasta la roca, y Ezra
estaba demasiado débil. Dejaron para más tarde el bautizo del año. De cuando en cuando
se prometían ir al día siguiente, o confiar la misión a alguno de los hijos. A veces los jóve -
nes y hasta los niños se inquietaban. Pero al parecer no había prisa, y la ceremonia se
postergaba indefinidamente. Un día llovía, el otro nevaba, y otro era ideal para pescar.
Nunca se grabaron los números, el año no tuvo ningún nombre, y la vida siguió su curso.
Y los años pasaron sin que nadie pensara en bautizarlos.
Desde hacía un tiempo, la mujer de Ish no tenía más hijos. Un día se presentó ante él
acompañada de un hombre de su edad y los dos le pidieron respetuosamente permiso
para unirse.
E Ish comprendió que recorría ya la última etapa de su vida. Empezó a pasarse las ho-
ras con Ezra, su compañero de vejez.
El espectáculo de dos viejos que se sientan juntos a recordar el pasado, no hubiera
sido raro en otros días; pero aquí eran los únicos viejos. Todos los demás eran jóvenes, al
menos comparativamente. La Tribu festejaba nacimientos y enterraba muertos, pero los
nacimientos eran más numerosos que las muertes, y donde hay muchos jóvenes hay tam-
bién risas.
Los años seguían pasando y los dos viejos, sentados en la ladera de la loma, al sol, ha-
blaban cada vez más del pasado. Los años recientes habían dejado pocos recuerdos. Al-
gunos eran buenos, otros malos, o por lo menos así se los clasificaba. Pero la diferencia
no era grande. De modo que los viejos retrocedían hasta el pasado lejano y, de cuando
en cuando, echaban una ojeada al porvenir.
Ish admiraba la sabiduría de Ezra, y su amor a los hombres.
-Una tribu es como un niño -comentó un día Ezra con su voz aflautada de viejo, que
cada día se parecía más a un grito de pájaro. La tos lo interrumpió y cuando recuperó el
aliento dijo-: Sí, una tribu es como un niño. Educas al niño, le das consejos, pero al fin
hace siempre lo que quiere. Lo mismo una tribu.
-Sí -dijo otro día-, el tiempo aclara los misterios. Todo me parece hoy mucho más claro
que antes. Dentro de cien años, si vivo todavía, el mundo no tendrá secretos para mí.
A veces hablaban de los otros americanos, los desaparecidos. Recordaban, riéndose,
al viejo George y Maurine, y el hermoso aparato de radio de donde no salía ningún soni -
do. Y sonreían al pensar cómo se resistía siempre Jean a los oficios religiosos.
-Sí -decía Ezra-, todo es más claro ahora. ¿Por qué hemos sobrevivido al Gran Desas-
tre? Nunca lo sabré, pero creo entender por qué no sucumbimos al dolor de ver que todos
morían. George y Maurine, y quizá también Molly, vivieron sin enloquecer gracias a su
apatía y su falta de imaginación. Jean se aferró a la vida. Yo me olvidé de mí mismo para
pensar en los otros. Y tú y Em...
Ezra hizo una pausa y entonces Ish dijo:
-Sí, tienes razón, creo... Seguí viviendo porque me mantuve aparte, observando qué
ocurría. En cuánto a Em...
Esta vez fue Ish quien se interrumpió, y Ezra retomó la palabra.
-Bueno, la Tribu será como fuimos nosotros. No habrá genios entre ellos porque no los
hubo entre nosotros. Quizás un genio no hubiese podido sobrevivir... En cuanto a Em,
sobran las explicaciones. Era la más fuerte. Sí, necesitábamos de George y sus trabajos,
y también de tu previsión. Y quizá yo era un hombre útil como elemento de unión entre
gentes tan distintas. Pero necesitábamos sobre todo a Em. Nos daba valor, y sin valor la
vida es una muerte lenta.
A sus pies, en la falda de la colina, un árbol creció ante ellos -así le pareció a Ish- y
pronto su pantalla de hojas ocultó el puente y sus enmohecidos pilones. Luego el árbol se
secó, murió y cayó con el viento. Ish pudo ver otra vez el puente.
Un día un incendio estalló en la ciudad en ruinas del otro lado de la bahía, e Ish recordó
que muchos años atrás, cuando él no había nacido aún, el fuego había devastado aquella
misma ciudad. Esta vez el siniestro duró una semana; el viento del norte hacía crecer las
llamas que nadie combatía, y que a nadie preocupaban. El fuego no se extinguió hasta
que no quedó nada por devorar.
Luego, hasta la misma conversación fue un penoso esfuerzo. Ish se contentaba con
tumbarse al sol; cerca de él tosía un viejo arrugado. Sin que supiera cómo, los días se
transformaron en semanas, y el río de los años corrió sin detenerse. Ezra estaba siempre
allí, y algunas veces Ish pensaba: Tose y enflaquece, pero vivirá más que yo.
Al fin hablar era algo agotador. La mente se replegaba sobre sí misma, e Ish meditaba
en las rarezas de la existencia. ¿Qué diferencia había al fin? Aun sin el Gran Desastre,
sería un viejo. Profesor honorario, sacaría libros de la biblioteca, hablaría de sus investiga-
ciones y sería considerado un viejo chocho por sus colegas de cincuenta o sesenta años,
que sin embargo les dirían a los estudiantes: «Es el profesor Williams, un gran sabio. Es -
tamos muy orgullosos de él».
Ahora los viejos días parecían tan lejanos como Nínive o Mohenjadaro. El mismo había
visto cómo el mundo se derrumbaba. Sin embargo, cosa curiosa, la catástrofe había res-
petado su personalidad. Era aún el profesor honorario, ahora que unas tinieblas le oscure-
cían el pensamiento, y se calentaba al sol en una loma solitaria, patriarca de una tribu pri -
mitiva.
Y con aquellos años que pasaban, había extraños cambios. Los jóvenes venían siem-
pre a pedirle consejo a Ish, pero no con la actitud de antes. Mientras estaba sentado en la
falda de la loma, o cuando se quedaba en su casa los días de niebla o lluvia, le traían pe-
queños regalos: un puñado de moras dulces, una piedra brillante, un trozo de vidrio de co -
lor que relucía al sol. Ish no prestaba mucha atención a las piedras o al vidrio, ni siquiera a
los zafiros y esmeraldas sacados de alguna joyería, pero recibía todo con alegría, pues
comprendía que los jóvenes le traían lo que más admiraban.
Rendido el homenaje, aprovechaban algún momento en que Ish tenía el martillo en la
mano para hacerle ceremoniosamente alguna pregunta. A veces lo consultaban sobre el
tiempo. Ish miraba entonces el barómetro de su padre y predecía, ante los jóvenes asom -
brados, que las nubes se disiparían con el calor del día o que se preparaba una tempes-
tad.
Pero otras veces las preguntas eran menos simples. Por ejemplo adónde debían ir para
encontrar buena caza. Ish no lo sabía. Pero los jóvenes, descontentos, lo pellizcaban. Ish
les gritaba entonces cualquier cosa:
-¡Al norte! ¡Detrás de las lomas!
Los jóvenes se iban satisfechos. Ish temía que regresaran a decirle que no habían en-
contrado nada, pero esto no ocurría nunca.
A veces sus pensamientos eran claros; otras, una niebla le invadía el cerebro. Un día
se encontraba con la mente despejada, y mientras los jóvenes le hacían una pregunta,
comprendió que se había transformado en un dios, o por lo menos en el oráculo que ex -
presaba la voluntad de un dios. Y recordó que una vez los niños no se habían atrevido a
tocar el martillo y habían asentido cuando les dijo que era un americano. Sin embargo,
nunca había deseado ser un dios.
Un día, sentado en la loma, al sol, vio que Ezra no estaba a su lado, y comprendió que
su compañero había partido para siempre. Nadie se sentaría ya junto a él. Apretó con
fuerza el mango del martillo, ahora tan pesado que apenas podía levantarlo con las dos
manos.
Los mineros lo manejaban en otros tiempos con una sola mano, pensó. Y ahora es de-
masiado pesado para mí. Pero se ha transformado en el símbolo del dios tribal, y me
acompaña aun cuando todos los otros, incluso Ezra, han desaparecido.
Entonces, como si el dolor de la pérdida de Ezra le hubiera dado una mayor lucidez,
miró alrededor y recordó que en aquel sitio había habido antes un cuidado jardín. Ahora
sólo se veía una hierba alta que crecía desordenadamente entre árboles y arbustos, y una
casa en ruinas rodeada de malezas.
Alzó los ojos al cielo. El sol estaba en el este, no en el oeste como había esperado. Era
ya pleno verano y él creía que apenas se había iniciado la primavera. Sí, en el curso de
aquellos años había perdido la noción del tiempo. Confundía el cotidiano viaje del sol y el
más lento a lo largo del año con las cuatro etapas de las estaciones. Y se sintió entonces
muy viejo, y con una profunda amargura.
Esta tristeza despertó el recuerdo de otras y pensó: Em ha partido, y también Joey, y
Ezra, mi buen compañero.
Y al sentirse solo entre tantas desgracias, se echó a llorar quedamente, pues era muy
viejo y no sabía dominarse.
-Sí -murmuró-. Se han ido todos. Soy el último americano.
Quizá fue ese día, o ese verano, u otro año... Ish alzó los ojos y vio a un joven ante él.
Llevaba pantalones de lona azul en buen estado, con unos relucientes ribetes de cobre, y
se cubría el torso con la piel de una bestia de la que colgaban aún las afiladas garras. Lle-
vaba un arco en la mano y a la espalda un carcaj donde asomaban los cabos empluma-
dos de unas flechas.
Ish parpadeó, pues el sol le lastimaba los viejos ojos.
-¿Quién eres? -preguntó.
El joven respondió con un tono respetuoso:
-Soy Jack, y tú bien lo sabes, Ish.
En el modo de decir «Ish» no había una familiaridad excesiva con un anciano, sino al
contrario, deferencia y hasta temor, como si el nombre fuese un título honorífico.
Ish, desconcertado, entornó los ojos para ver mejor, pues con los años había perdido
un poco la vista. Jack tenía el pelo negro, estaba seguro, o quizá gris ahora, pero este
muchacho que se presentaba con su nombre llevaba una larga melena rubia.
-Haces mal en burlarte de un viejo -protestó Ish-. Jack es mi hijo mayor y lo reconocería
en seguida. Tiene el pelo negro, y es más viejo que tú.
El muchacho, con una risita cortés, respondió:
-Hablas de mi abuelo, y tú bien lo sabes, Ish.
Otra vez el nombre «Ish» tuvo en su boca un sonido extraño. E Ish se sintió sorprendi -
do por la repetición de la fórmula: «Y tú bien lo sabes, Ish».
-¿Eres de los Primeros o de los Otros? -preguntó.
-De los Primeros -dijo el joven.
Ish lo miró atentamente y le asombró que un joven que hacía tiempo había dejado de
ser un niño llevara un arco en vez de un fusil.
-¿Por qué no llevas un fusil? -le preguntó.
-Los fusiles no son más que juguetes -dijo Jack con una risa un poco desdeñosa-. No
se puede confiar en un fusil, tú bien lo sabes, Ish. Algunas veces el fusil dispara y hace un
gran ruido; pero otras veces aprietas el gatillo y sólo se oye un «clic». -Castañeteó los de-
dos.- No se puede cazar con fusiles, aunque los viejos dicen que así se hacía antes. En
cambio se puede confiar en las flechas. Vuelan siempre. Y además... -y aquí el muchacho
se irguió orgullosamente-, además es necesario ser fuerte y hábil para matar con el arco.
Cualquiera, parece, podía matar con un fusil, tú bien lo sabes, Ish.
-Muéstrame una flecha -dijo Ish.
El joven sacó una flecha del carcaj, la miró, y se la tendió.
-Es una buena flecha -dijo-, la hice yo mismo.
Ish miró la flecha y la sopesó. No era un juguete de niño. De un metro de largo, había
sido tallada en buena madera, y redondeada y alisada. Llevaba unas plumas en el cabo,
pero Ish no pudo reconocer de que ave eran. Los dedos le decían, sin embargo, que ha-
bían sido muy cuidadosamente dispuestas. Así la flecha giraría en el aire como una bala
de fusil y llegaría muy lejos.
En seguida examinó la punta de la flecha, con el tacto más que con la vista. Era una
punta muy afilada. Se pinchó el pulgar. Sus asperezas le revelaban que era de metal tra -
bajado con martillo. El color parecía ser de un blanco plateado.
-¿De qué está hecha? -preguntó.
-De una de esas cosas redondas con figuras. Los viejos les daban un nombre, pero lo
olvidé.
El joven se detuvo como para que Ish le informara, pero no recibió respuesta y conti-
nuó, orgulloso de saber tanto sobre flechas:
-Las encontramos en las viejas casas. Hay cajas y cajones llenos. A veces están guar-
dadas en rollos muy pesados. Algunas son rojas y otras blancas como ésta. Hay dos cla -
ses de blancas. Unas tienen la figura de un toro con una joroba. Ésas no sirven, son muy
duras.
Ish reflexionó y comprendió.
-¿Y esta punta blanca? -preguntó-. ¿Tenía también una figura?
Jack tomó la flecha de las manos de Ish, miró, y se la devolvió.
-Todas tienen figuras -dijo-. Ésta no se borró del todo. Es una mujer con alas en la ca -
beza. En otras hay halcones, aunque no verdaderos halcones. -Jack estaba contento de
poder hablar.- En otras, hombres; por lo menos parecen hombres. Uno tiene barba, y otro
el pelo largo hacia atrás, y otro una cara seria sin barba y pelo corto y gran mandíbula.
-¿Sabes tú quiénes son esos hombres?
-Oh, creemos, y tú bien lo sabes, Ish, que son los Antiguos, que vivieron antes que
nuestros Antiguos.
Como no cayó ningún rayo del cielo, e Ish no parecía disgustado, Jack continuó:
-Sí, así habrá sido, y tú bien lo sabes, Ish. Los hombres, los halcones, y los toros. Qui -
zá las mujeres con alas nacieron de un halcón y una mujer. Pero los Antiguos no se ofen -
den porque usemos sus figuras para hacer puntas de flecha. Eso me asombra. Quizá son
demasiado grandes para ocuparse de cosas tan pequeñas o quizás hicieron sus obras
hace mucho tiempo, y ahora están viejos y cansados.
Jack calló e Ish comprendió que el muchacho estaba orgulloso de su propia elocuencia
y quería decir algo más. Por lo menos no le faltaba imaginación.
-Sí -continuó Jack-, se me ocurrió algo. Nuestros Antiguos, los americanos, hicieron las
casas y los puentes, y las cosas redondas que usamos para las puntas de las flechas;
pero los otros, los Antiguos de los Antiguos, hicieron quizá las lomas y el sol y hasta a los
mismos americanos.
Aunque era demasiado fácil reírse de la ingenuidad de Jack, Ish no pudo resistir a la
tentación de una broma.
-Sí -dijo-, he oído decir que los Antiguos hicieron a los americanos, pero dudo que ha-
yan creado las lomas y el sol.
Jack no comprendió, pero sintió que en el tono de Ish había cierta ironía, y guardó si-
lencio.
-Háblame de las puntas de flechas -dijo Ish-. No me interesa la cosmogonía.
Dijo la última palabra con humor malicioso, pues sabía que Jack no podría entenderla,
pero quedaría impresionado por el sonido.
-Sí, las puntas de flechas -dijo el otro titubeando. Al fin continuó-: Empleamos las rojas
y las blancas. Las rojas para los toros y pumas. Las blancas para los ciervos y la caza me-
nor.
-¿Y eso por qué? -preguntó Ish, pues su racionalismo se rebelaba contra aquellas su-
persticiones ridículas.
-¿Por qué? ¿Por qué? ¿Quién sabe por qué? Excepto, tú, ¡lsh! Es así. -Titubeó otra vez
y el sol atrajo su atención.- Sí, es como el sol que da vueltas alrededor de la tierra. Pero
naturalmente nadie sabe por qué, ni se lo pregunta. ¿Y por qué tendría que haber un por
qué?
Jack sonrió gravemente como un filósofo que acaba de expresar una verdad eterna. E
Ish reflexionó y se preguntó si aquella aparente ingenuidad no ocultaba algo profundo.
¿Se había encontrado alguna vez respuesta a esos por qué? Quizá las cosas existían, y
nada más.
Sin embargo, Ish estaba seguro, el argumento era falso. La vida humana sin causalidad
era inconcebible. Estas puntas de flecha de distintos colores lo probaban. Pero la relación
causa-efecto era absurda. El joven creía que para matar toros y pumas las puntas de fle -
cha debían ser de cobre, mientras que la plata convenía a los ciervos y la caza menor. Sin
embargo, las puntas de los dos metales eran igualmente duras y puntiagudas. Para aque-
llas mentes primitivas, el factor determinante era el color. Superstición pura.
Ish sintió renacer en su interior su viejo odio por las falsas ideas. A pesar de sus años,
no pudo evitar romper una última lanza en favor de la verdad.
-¡No! -gritó, tan bruscamente que Jack se sobresaltó-. No, no es cierto. Blancas o rojas,
las puntas de flecha...
Y se detuvo. No, era mejor callar. Creía oír una hermosa voz de contralto que le decía
al oído: «Calma». Podía llegar a persuadir a aquel joven que era sin duda inteligente e
imaginativo, como lo había sido el pequeño Joey. ¿Pero qué ganaría? Jack quedaría des-
concertado y se sentiría incómodo entre los otros. Las puntas de flecha de cobre no eran,
al fin y al cabo, menos eficaces, y si los cazadores les atribuían un poder mágico, este
pensamiento los haría más valientes y daría mayor firmeza a su pulso.
Ish calló pues, sonrió al joven, y miró otra vez la flecha.
Se le ocurrió algo, y preguntó:
-Esas cosas redondas, ¿las encontráis fácilmente?
El muchacho se rió como si la pregunta fuese absurda.
-Oh, sí -dijo-. Podríamos pasarnos la vida haciendo puntas de flecha.
Era probablemente cierto, pensó Ish. Aunque hubiese ahora cien hombres en la Tribu,
había miles y miles de monedas en los cajones de los armarios y en las cajas fuertes sólo
en aquel rincón de la ciudad. Y cuando se agotaran las monedas, utilizarían las piezas de
cobre de los teléfonos. Al fabricar el primer arco, recordó, había imaginado que la Tribu le
pondría a sus flechas puntas de piedra. Pero habían tomado un atajo y ya trabajaban el
metal. Quizá sus descendientes habían superado ya el momento crítico. Habían dejado de
olvidar, y aprendían. En vez de deslizarse hacia el salvajismo, se mantenían en un
mismo nivel, o habían empezado a subir. Al darles los arcos, los había ayudado realmen -
te. Ish se sintió contento.
-Es una hermosa flecha -declaró tendiéndosela a Jack, aunque en verdad no sabía mu -
cho de flechas.
En la cara de Jack brilló una sonrisa de felicidad, e Ish notó que hacía una marca en el
cabo antes de meterla en el carcaj, como para poder reconocerla entre las otras. Y de
pronto, Ish sintió una inmensa ternura. Desde que era viejo, y se pasaba las horas senta -
do en la loma, no había sentido nunca una emoción semejante. Este Jack, que pertenecía
a los Primeros, era su biznieto y era también biznieto de Em. Ish lo miró con afecto y le
hizo una pregunta inesperada.
-Muchacho -dijo-, ¿eres feliz?
Jack pareció perplejo y miró a todos lados antes de responder.
Sí -dijo al fin-, soy feliz. La vida es como es, y yo soy parte de la vida.
¿Qué sentido tenía esta frase?, se preguntó Ish. ¿Era la fórmula ingenua de un semi -
salvaje, o quizás ocultaba una profunda filosofía? No pudo decidirlo. Y mientras reflexio-
naba, la niebla le invadió otra vez la mente. Aquellas palabras, tan raras, le parecían fami -
liares. No creía, sin embargo, haberlas oído nunca, pero una persona que había conocido
en otro tiempo podía haberlas dicho. Pues el muchacho no había preguntado, había afir-
mado. Ish no podía recordar quién había sido esa persona, pero tuvo una impresión de ti-
bieza y dulzura.
Cuando salió de su ensueño y alzó otra vez los ojos, estaba solo. En realidad era inca-
paz de recordar si había conversado con el muchacho aquel mismo día, u otro día, o qui-
zás otro verano.
Una mañana, Ish despertó tan temprano que su cuarto estaba todavía en penumbras.
Se quedó inmóvil, sin saber dónde estaba, y durante un momento creyó haber vuelto a los
años de su infancia cuando se metía al alba en la cama de su madre, para calentarse. En
seguida, en unos pocos segundos, su pensamiento franqueó años, y tendió la mano hacia
Em, que sin duda dormía junto a él. Pero no. Em había muerto. Luego pensó en su otra
mujer. Tampoco estaba allí. Hacía mucho tiempo se la había dado a otro hombre, más jo-
ven, pues una mujer debía tener hijos para que la Tribu creciera y retrocedieran las tinie -
blas. Y comprendió entonces que era muy viejo y que estaba solo en su cama. Sin embar -
go, era siempre la misma cama, y el mismo cuarto.
Tenía la garganta seca. Al cabo de un rato, dejó lentamente la cama, y tambaleándose
sobre sus viejas piernas anquilosadas, fue hacia el baño para beber un poco de agua. Al
entrar alzó la mano para encender la luz eléctrica. Se oyó un ruidito familiar, y la claridad
inundó el cuarto. En seguida se encontró otra vez en penumbras, y comprendió que la luz
no se había encendido. No había habido luz eléctrica desde hacía años y no la habría
nunca más. El sonido del interruptor había engañado su viejo cerebro y le había dado la
ilusión de la luz. Pero no se preocupó, pues no era la primera vez que ocurría.
Abrió el grifo de la palangana. No salió agua. Y recordó que el agua había dejado de
correr hacía años.
No podía beber, pero la sed no era mucha. Tenía la garganta seca, simplemente. Tragó
saliva varias veces y se sintió mejor. Volvió a su dormitorio y se detuvo, olfateando. Con el
curso del tiempo, los olores habían cambiado varias veces. Muy lejos, en el pasado, el,
aire había tenido el olor característico de las grandes ciudades. Luego había seguido el
olor de los campos y las hojas. Y más tarde, ese olor se había desvanecido y ahora en las
casas sólo se respiraba un olor de vejez y moho. Ish se había habituado a él y ya no lo
notaba. Pero aquella mañana había un humo acre en el aire. Por eso se había desperta-
do; pero no sintió ningún temor y se acostó otra vez.
Un viento del norte agitaba los pinos que ahora rodeaban la casa, y las ramas silbaban
y golpeaban los vidrios y los muros.
El ruido le impedía dormir. Hubiera querido saber la hora, pero desde hacía muchos
años no daba cuerda a los relojes. ¿Qué importaba el tiempo cuando no había citas a las
que acudir, ni horarios de trabajo? Las costumbres habían cambiado radicalmente, y él
estaba tan viejo que ya casi no vivía. En cierto sentido parecía como si hubiese dejado el
tiempo por la eternidad.
Estaba solo en la vieja casa. Los otros dormían en otras partes, o al aire libre en ve-
rano. La vieja mansión, con sus fantasmas del pasado, no atraía a nadie. Pero para Ish
los muertos estaban más cerca que los vivos.
A falta de reloj, unos vagos resplandores le indicaban que el sol no tardaría en salir.
Había dormido bastante para un viejo. Seguiría dando vueltas y vueltas en su cama hasta
que alguien -y esperaba que fuese el muchacho llamado Jack- viniese a traerle el des-
ayuno. Sería un hueso de ternera bien cocido, que él podría chupar, y un poco de harina
de maíz hervida. La Tribu lo colmaba de atenciones. Se le reservaba especialmente la ha -
rina de maíz, un producto raro. Se enviaba a alguien para que le llevara el martillo y lo
ayudara a caminar hasta la loma donde se sentaba los días de sol. Casi siempre era Jack
quien venía. Sí, lo cuidaban y protegían, aunque era un viejo inútil. Pero a veces los jóve -
nes que lo creían un dios se impacientaban y lo apremiaban para que respondiese a sus
preguntas.
El viento seguía soplando y las ramas azotaban los muros. Pero tenía sueño aún, y al
cabo de un rato se durmió, a pesar del ruido.
Los pasos de la montaña y los largos terraplenes de las carreteras parecerían, aun
dentro de mil años, estrechos valles y pliegues. Las grandes masas de cemento de las
presas durarán como el granito.
Pero el acero y la madera perecerán. Los devorarán tres fuegos.
El más lento de todos es el fuego de la herrumbre, que quema el acero. Concededle al-
gunos siglos, y el puente orgulloso que cruza el abismo sólo será un poco de ceniza roja
en las orillas.
Más rápido es el fuego de la podredumbre que ataca la madera.
Pero el fuego más rápido es el de las llamas.
De pronto, Ish sintió que alguien lo sacudía. Se despertó sobresaltado. Y al abrir los
viejos ojos, vio a Jack inclinado sobre él; el joven tenía el rostro crispado por el terror.
-¡Levántate! ¡Levántate, rápido! -gritó Jack.
Aguijoneados por aquel brusco despertar, la mente y el cuerpo de Ish parecieron mo-
verse más rápidamente que de costumbre. Con ayuda de Jack se puso algunas ropas.
Ahora había un humo espeso en la habitación. Ish tosió; le lagrimeaban los ojos. Afuera
se oía crepitar la madera. Bajaron precipitadamente. Al salir de la casa, la fuerza del vien -
to asombró a Ish. El humo huía ante las ráfagas en un torbellino de hojas y ramitas encen -
didas.
El siniestro no era sorprendente. Ish lo había previsto hacía tiempo. Todos los años la
avena silvestre crecía y se secaba en el mismo lugar. Todos los años los jardines desier -
tos eran más y más un depósito de hojas muertas. Sólo era cuestión de tiempo. Un día el
fuego encendido por algún cazador provocaría un incendio. Avivadas por el viento, las lla-
mas devastarían esta orilla de la bahía como habían devastado la otra.
Llegaban a la acera cuando el fuego creció en las malezas que rodeaban la casa veci-
na. Ish retrocedió. Jack lo arrastró lejos de las llamas. En ese momento Ish advirtió que
había olvidado algo, aunque no sabía qué.
Se encontraron con otros dos muchachos, que miraban el fuego. Entonces Ish recordó:
¡El martillo! -gritó-. ¡He olvidado el martillo!
En seguida se arrepintió de haber gritado tanto por una pequeñez, y en un momento
tan crítico. El martillo no tenía importancia. Pero vio asombrado que sus palabras conster-
naban a los muchachos. Los tres se miraron, aterrados. Al fin, Jack se volvió bruscamente
y corrió hacia la casa, hundiéndose en la espesa humareda que subía de los matorrales
del jardín.
-Vuelve, vuelve -le gritó Ish, pero su voz no era muy fuerte, y el humo lo sofocaba. Se-
ría horrible, pensó, que Jack muriera en el incendio a causa de un simple martillo. Pero
Jack volvió sano y salvo, corriendo, con la piel de puma un poco chamuscada.
Los otros dos jóvenes mostraron una rara alegría al ver que traía el martillo.
No podían quedarse allí, evidentemente. Las llamas se acercaban.
-¿Adónde vamos, Ish? -preguntó uno de los muchachos.
A Ish le asombró que consultaran a un viejo, incapaz de decidir rápidamente. Luego re-
cordó que cuando los jóvenes salían de caza le preguntaban también adónde debían ir. Si
callaba, lo pellizcaban. No le gustaba que lo pellizcaran e interrogó su viejo cerebro. Los
muchachos podrían correr y salvarse, pero él no tendría fuerzas para seguirlos. Pensó
con una intensidad que no conocía desde hacía tiempo. No tenía deseos de morir quema -
do con sus amigos, ni de que lo molestaran. Pensó en la roca donde en otro tiempo ha -
bían grabado los números de los años. Alrededor había otras piedras altas y desnudas,
que no ofrecían alimento al fuego.
-Vamos a las rocas -ordenó, y ellos entendieron en seguida de qué hablaba.
A pesar de la ayuda de los jóvenes, Ish llegó agotado. Se acostó, sin aliento, y poco a
poco recobró las fuerzas. El incendio continuaba su obra devastadora, pero allí no corrían
peligro. Se habían refugiado entre dos rocas inclinadas, que se tocaban casi en la punta y
parecían encontrarse formando una gruta natural.
Ish cayó en un sueño que era casi un desmayo, pues aquella huida precipitada había
afectado su viejo corazón. Cuando recuperó el sentido, se quedó inmóvil, feliz, con una lu-
cidez a la que no estaba ya acostumbrado.
Sí, pensó, la sequedad del otoño y los vientos del norte favorecen los incendios. Y este
otoño sigue al verano en que conocí a Jack, cuando hablamos de puntas de flechas. Des-
de entonces Jack me cuida; se lo ordenó la Tribu seguramente. Al fin y al cabo soy muy
importante, soy un dios. No, no soy un dios, pero sí quizás el oráculo de un dios. No, tam -
poco es así. Me rodean de cuidados y atenciones porque soy el último americano.
Y otra vez, aún con la fatiga de la larga carrera, se durmió, o se desmayó.
Al cabo de un rato, despertó nuevamente, y pensó que no había dormido mucho, pues
las llamas aún crepitaban. Al abrir los ojos, vio la bóveda gris de la roca y comprendió que
estaba acostado de espaldas. Oyó el ruido de unos pies que se arrastraban y el ladrido de
un perro.
Tenía la mente aún más lúcida que hacía un rato, tan lúcida que se sorprendió en un
principio, y luego se asustó un poco pues tenía la impresión de ver el futuro al mismo
tiempo que el presente.
Este segundo mundo... ha desaparecido también, pensó, y sus pensamientos brillaron
y oscilaron como la llama de una vela. He visto cómo se hundía el enorme mundo de an-
tes. Ahora desaparece este pequeño mundo, mi segundo mundo. Lo devoran las llamas.
El fuego que conocemos desde hace tanto tiempo, el fuego que nos calienta y que nos
destruye. Se decía antes que las bombas nos obligarían a vivir otra vez en las cavernas. Y
bien, henos aquí en una caverna, aunque no llegamos por el camino que todos preveían.
He sobrevivido a la pérdida del mundo grande, pero no sobreviviré a la destrucción de
este mundo pequeño. Soy viejo, y hoy pienso con claridad. Estoy seguro. Es el presagio
del fin. Salimos de la caverna, y volvemos a la caverna.
A Ish se le habían aclarado también los ojos, no sólo la mente. Al cabo de un momento,
se sintió bastante fuerte como para sentarse y mirar alrededor. Vio sorprendido que ade-
más de los tres jóvenes había en la cueva dos perros. Eran perros que se utilizaban para
la caza, no muy grandes, de pelo negro y blanco; perros de pastor, se los hubiera llamado
en los viejos días. Parecían inteligentes y bien enseñados, y estaban quietos y silencio -
sos.
Ish se volvió en seguida hacia los jóvenes. Ahora que veía a la vez el pasado, el pre -
sente y el futuro, podía reconocer en los tres muchachos la unión de las tres épocas. To -
dos vestían como Jack. Calzaban unos zapatos de piel de ciervo, y llevaban pantalones
de lona con guarniciones de cobre. Se cubrían el torso con pieles de puma, y las garras
les colgaban a la espalda. Todos llevaban su arco y carcaj con flechas, y un cuchillo a la
cintura. Uno tenía una lanza tan alta como él. Ish la miró con atención y vio que terminaba
en un viejo cuchillo de carnicero. La hoja, de unos cuarenta centímetros de largo, era un
arma temible.
Ish miró entonces los rostros de los muchachos y vio que no se parecían a los rostros
de los hombres de su tiempo. Eran serenos, y sin huellas de temor, preocupaciones o fati -
ga.
-¡Hola! -dijo uno de los muchachos señalando a Ish con un movimiento de cabeza-.
¡Está mejor! Nos mira.
Había alegría en su voz e Ish lo miró con ternura, y recordó que poco antes había temi -
do que ese mismo muchacho lo pellizcara.
Algo le parecía asombroso; después de tantos años, aquellos muchachos hablaban to-
davía un idioma que en otro tiempo las gentes llamaban inglés.
Pero en realidad ese idioma ya no era el mismo. El acento había cambiado.
El humo penetraba ahora entre las rocas y lo hacía toser. Las llamas crepitaban más
cerca. Debía de arder alguna casa o algún árbol próximo. Los perros gimieron. Pero el
aire seguía siendo fresco e Ish no se asustó.
Se preguntó qué les habría pasado a los otros. La Tribu contaba ahora con algunos
centenares de miembros. Pero estaba demasiado cansado para hacer preguntas, y la cal-
ma de los jóvenes permitía suponer que todos estaban sanos y salvos. Seguramente,
pensó, se habían alejado a la primera amenaza de incendio, y quizás, en el último instan-
te, Jack se había acordado del viejo que era también un dios y dormía solo en su casa.
Sí, ahora lo más simple era quedarse quieto y mirar y reflexionar sin hacer preguntas.
Observó otra vez a los muchachos.
Uno de ellos jugaba ahora con un perro. Adelantaba la mano y la retiraba y el perro tra -
taba de atraparla con alegres gruñidos. El animal y el muchacho parecían compartir la
misma sencilla felicidad. Otro de los jóvenes tallaba una madera de pino. El cuchillo iba
formando una figura que apareció poco a poco ante Ish. E Ish sonrió, pues la figura tenía
caderas anchas y pechos abundantes; los jóvenes no habían cambiado mucho.
Aunque no conocía sus nombres, salvo el de Jack, todos debían de ser nietos o bisnie-
tos suyos. Sentados en aquella gruta, entre dos altas rocas, jugaban con un perro o escul -
pían figuras mientras a su alrededor rugía el fuego. La civilización había desaparecido ha-
cía muchos años, ahora ardían los últimos restos de la ciudad, y sin embargo, aquellos
tres jóvenes parecían felices.
¿Todo había sido para bien, en el mejor de los mundos? ¡Salimos de la caverna y vol-
vemos a la caverna! Si el elegido no hubiese muerto, si hubieran nacido otros parecidos a
él, todo sería diferente. Oh, Joey, Joey. Pero ¿no era mejor así?
De pronto sintió deseos de vivir mucho tiempo, cien años más, y otros cien. Se había
pasado la vida observando a los hombres y hubiese querido seguir así indefinidamente. El
siglo siguiente, y el milenio siguiente serían épocas interesantes.
Luego, según la costumbre de los ancianos, cayó en una somnolencia entre el pensa-
miento y el sueño.
Y las tribus viven aisladas y siguen sus propios caminos, y debido a las características
de los sobrevivientes y el lugar, hay más diferencias entre los hombres que en los prime -
ros días del mundo.
Algunos viven temiendo el infierno y no satisfacen ninguna necesidad natural sin una
plegaria. Desafían a las mareas en sus botes, se alimentan de peces y moluscos, y reco -
lectan algas.
Otros, de piel más oscura, hablan distinto lenguaje y adoran a una madre y un niño os-
curos como ellos. Crían caballos y pavos, cultivan maíz en las llanuras a orillas del río, ca -
zan conejos con trampas y no tienen arcos.
Otros son más oscuros aún. Hablan inglés, con una voz pastosa, y no pueden pronun-
ciar la r. Crían cerdos y gallinas y siembran trigo. Cultivan también algodón, pero sólo para
ofrecérselo a su dios, pues saben que es un símbolo de poder. El dios que adoran tiene la
figura de un lagado y se llama Olsaytn...
Otros tiran con habilidad el arco y la flecha y amaestran perros de caza. Discuten en los
debates y asambleas. Sus mujeres caminan orgullosamente. El símbolo de su dios es un
martillo, pero no le rinden grandes homenajes.
Hay muchos otros, todos diferentes. Con el curso de los años, las tribus se multiplica-
rán y se aliarán con matrimonios y amistades. Luego, según quiera el ciego destino, nace -
rán nuevas civilizaciones y estallarán nuevas guerras.
Pasó el tiempo y tuvieron hambre y sed. El fuego se había apagado en algunos sitios, y
uno de los jóvenes salió a reconocer el terreno. Al rato volvió con una vieja tetera que ha-
bía llenado de agua en un manantial. Se la ofreció ante todo a Ish, que bebió a grandes
tragos. Después bebieron los otros.
Luego el muchacho sacó una lata del bolsillo. Había perdido el marbete y parecía he -
rrumbrada. Los tres jóvenes discutieron si convendría o no comer el contenido de la lata.
Algunas personas habían muerto, declaró uno, por haber comido conservas. No pensaron
en pedirle consejo a Ish. Uno dijo que como faltaba el dibujo con un pescado o frutas, no
se podía saber qué comida era. Otro declaró entonces que una lata con herrumbre siem-
pre es peligrosa, aunque se sepa qué hay dentro.
Si Ish hubiera entrado en la discusión, les hubiera aconsejado abrir la lata, para exami-
nar el contenido. Pero la vejez le había dado sabiduría y experiencia, y sabía que discu -
tían por el gusto de discutir, y que al fin se pondrían de acuerdo.
Al cabo de un rato, en efecto, abrieron la lata con un cuchillo y descubrieron una sus-
tancia rojiza. Ish reconoció el salmón. El olor era agradable; la herrumbre había respetado
el interior de la lata. Repartieron el salmón entre los cuatro.
Ish no comía salmón desde hacía mucho tiempo. La carne se había oscurecido y tenía
poco gusto, pero su sabor, o falta de sabor, decidió, se debía quizás a su envejecido pala -
dar. Si no le costase tanto hablar, les hubiera dado a aquellos jóvenes una conferencia
sobre los milagros que les permitían comer aquella porción de salmón. Lo habían pescado
hacía muchos años, probablemente en las costas de Alaska, a más de mil quinientos kiló -
metros. Pero los muchachos no lo hubieran entendido. Conocían el océano, que estaba
muy cerca. Pero eran incapaces de representarse un buque en alta mar, y no podían ima -
ginar largas distancias.
Ish se contentó con comer en silencio, sin dejar de mirar a los muchachos, sobre todo a
aquel que se llamaba Jack. La vida no le había sido fácil. Tenía una cicatriz en el brazo
derecho, y si los ojos no lo engañaban a Ish, algún accidente le había torcido la mano iz -
quierda. Sí, Jack había sufrido, y sin embargo en su rostro, como en los de los otros, no
había arrugas ni sombras.
Otra vez sintió Ish aquella ternura. A pesar de la cicatriz y la mano torcida, el joven pa -
recía inocente como un niño, e Ish se preguntó si algún día el mundo no lo atacaría y lo
sorprendería, indefenso. Recordó la pregunta que le había hecho a Jack: «¿Eres feliz?» Y
Jack había respondido de un modo tan raro que Ish no sabía si había oído bien. Ya otras
veces le había ocurrido algo parecido. El lenguaje había sufrido pocos cambios, pero las
ideas y sentimientos de antes habían desaparecido. Quizá nadie veía ya una clara dife -
rencia entre la alegría y la pena, como en los tiempos de la vieja civilización. Quién sabe
si no se habían borrado también otras diferencias.
Quizá Jack no había comprendido exactamente la pregunta de Ish cuando había res-
pondido: «Sí, soy feliz. La vida es como es, y yo soy parte de la vida».
Por lo menos, la alegría no había dejado la tierra. Mientras Ish descansaba, los jóvenes
jugueteaban con los perros o bromeaban entre ellos. Reían a menudo, y por nada. Y el
que tallaba la estatuilla, silbaba una canción. Era una canción alegre, que a Ish le parecía
familiar, aunque había olvidado el nombre y la letra. Era una canción que evocaba campa-
nas, y nieve, y luces verdes y rojas, y una fiesta. Sí, seguramente había sido una canción
muy alegre en los viejos días, y ahora parecía más alegre que nunca. La alegría había so -
brevivido al Gran Desastre.
¡El Gran Desastre! Ish no pensaba en aquellas palabras desde hacía tiempo. Ahora le
parecían sin sentido. Si los hombres de los viejos días no hubiesen sido víctimas de una
epidemia, lo habrían sido del tiempo. Qué importaba que todos hubieran muerto en algu-
nos meses o más lentamente con el curso de los años. En cuanto a la pérdida de la civili -
zación...
El joven silbaba animadamente, e Ish recordó las primeras palabras de la canción:
«Oh, qué alegría...». Podía preguntarle cómo seguía al escultor. Pero se encontraba de-
masiado cansado para formular preguntas. Aunque tenía la mente clara, de una lucidez
casi aterradora.
¿Qué significa esto?, se preguntó Ish. ¿Por qué mi mente está tan despierta? ¿Por la
emoción del brusco despertar y la huida de la casa en llamas? Sólo sabía que nunca ha -
bía pensado tan claramente.
Le asombró la confianza y la serenidad de los jóvenes mientras todo ardía afuera. No
sabía cómo explicárselo. Quizá, pensaba, se debía a alguna diferencia entre el presente y
los días de la civilización. En los viejos días estos jóvenes hubiesen sido rivales, pues los
hombres eran demasiado numerosos. Entonces los seres humanos no prestaban mucha
atención al mundo exterior, pues se creían más fuertes que él. Sólo pensaban en vencer -
se mutuamente, y hasta los hermanos desconfiaban unos de otros. Pero ahora la pobla-
ción era escasa. Estos muchachos ambulaban libremente con el arco en la mano, segui-
dos por algún perro. Pero de cuando en cuando necesitaban un camarada.
Sin embargo, y a pesar de la claridad de su mente, Ish no estaba seguro de haber des-
cubierto la verdad. Al mediodía, el incendio se había alejado para alimentarse de otras re-
giones todavía intactas. Ish y los tres muchachos dejaron la caverna y, evitando los sitios
aún cubiertos de cenizas ardientes, descendieron la falda de la colina y fueron hacia el
sur. Los jóvenes seguían evidentemente un itinerario ya establecido.
Ish no hizo preguntas; debía recurrir a todas sus fuerzas para poder seguirlos. Los mu-
chachos lo esperaban pacientemente, y a menudo Ish se apoyaba en ellos. Cuando caía
la tarde, e Ish ya no podía tenerse en pie, levantaron un campamento a orillas de un arro-
yo. Gracias a los caprichos del viento y la frescura de la vegetación, las llamas habían res-
petado aquellos sitios.
Por el lecho del arroyo corría un hilo de agua. El ganado y los ciervos habían huido
ante el fuego, pero los conejos y las codornices se habían ocultado entre las hojas. Los jó -
venes se dispersaron armados de sus arcos y volvieron con varias piezas. Uno de ellos,
sin duda por costumbre, se puso a encender un fuego con una barrena de arco; los otros
se rieron de él y trajeron algunas brasas del incendio.
La comida le ayudó a Ish a recobrar fuerzas. Miró a su alrededor, vio las ruinas de un
gran edificio, y comprendió que habían acampado en el parque universitario. A pesar de
su fatiga, se incorporó y distinguió los muros de la biblioteca, a un centenar de metros. El
fuego había destruido los árboles de alrededor sin tocar las piedras. Todos los volúmenes,
el archivo de la humanidad, estaban aún intactos. ¿Para quién? Ish no intentó responder a
la pregunta. Las reglas del juego habían cambiado. ¿Para bien o para mal? No podía de -
cirlo. En todo caso, poco le importaba ahora que la biblioteca se conservara o destruyera.
¿Sabiduría o vejez? ¿O simplemente desesperanza y resignación?
Se despertó varias veces durante la noche, tiritando de frío, y envidió a los jóvenes que
dormían profundamente. Sin embargo, logró descansar algunas horas, y como estaba tan
fatigado, no tuvo ningún sueño.
Éste es el camino que ningún hombre recorre hasta el fin. Éste es el río tan largo que
ningún viajero llega por él a la mar. Éste es el sendero infinito que serpentea entre las lo-
mas. Éste es el puente que nadie ha atravesado completamente... Feliz aquel que detrás
de la niebla y las nubes bajas ve -o cree ver- la otra orilla.
Luego, Ish volvió otra vez al mundo de las tinieblas hasta que advirtió que lo habían
sentado sobre una superficie dura y sintió en la nuca el contacto de algo frío. Tenía los
pies helados. Alguien le frotaba las manos y él recobraba lentamente el conocimiento.
Estaba sentado sobre la acera, con la cabeza apoyada en la baranda. Lo primero que
vio fue el martillo, en el suelo, ante él, con el mango hacia arriba. Dos de los jóvenes le
frotaban las manos. Los otros dos miraban, y todos parecían inquietos.
Ish sintió en los pies -y en las piernas, hasta las rodillas- un frío que podía llamarse
mortal. Entendió también, pues se le había despejado de nuevo la mente, que aquello no
había sido un simple desfallecimiento, propio de la vejez, sino una especie de ataque -
apoplejía o síncope cardíaco-, y que los otros tenían miedo.
Jack movió los labios como si hablara y sin embargo no salía ningún sonido. Era in-
comprensible. Los labios se movieron más y más rápido, como si Jack gritase. De pronto,
Ish comprendió que estaba sordo. Esta comprobación le dio más alegría que pena. Desde
entonces gozaría de una paz que el hombre normal no puede conocer.
Los otros se pusieron a hablar, es decir a hacer gestos. Trataban desesperadamente
de hacerse oír. Ish, perplejo, sacudió la cabeza. Quería explicar que los sonidos no llega-
ban a él, pero no podía articular una palabra. Se inquietó; en aquella tribu donde nadie sa -
bía leer, era una molestia no poder hablar.
Los jóvenes se habían mostrado respetuosos y amables todo el día. Ahora se impa -
cientaban. Ish adivinaba que le pedían algo y temían que él no lo hiciese. Gesticulaban y
señalaban el martillo pero a Ish le pareció inútil tratar de comprender.
Al fin los jóvenes se impacientaron y empezaron a pellizcarlo. Ish era aún sensible al
dolor. Gritó, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Se sintió avergonzado de esta debilidad,
indigna del último americano.
Es raro, pensó, ser un dios viejo. Te rinden homenaje y te maltratan. En el caso de que
no atiendas en seguida sus ruegos, tus adoradores emplean la violencia. No es justo.
Sin embargo, a fuerza de reflexionar y observar la mímica de los jóvenes, Ish compren -
dió al fin. Deseaban que erigiese a alguien y le diese el martillo. El martillo era suyo desde
hacía mucho tiempo, y nadie le había propuesto hasta hoy que lo regalara. Pero poco im-
portaba y además deseaba que dejaran de pellizcarlo. Podía aún mover los brazos y con
un ademán indicó que le daba el martillo al joven Jack.
Jack tomó el martillo y lo balanceó en la mano derecha. Los otros tres retrocedieron
unos pasos, e Ish sintió una rara piedad por el joven que heredaba su único bien.
Pero por lo menos todos parecían aliviados. El martillo ya tenía heredero, y dejaron de
atormentar a Ish.
Ahora podía descansar, pensó Ish; había cumplido su tarea y estaba en paz consigo
mismo. Se moría, no podía ignorarlo, allí, en el puente. No sería el primero. Cuántos otros
habían muerto allí, víctimas de algún accidente de tránsito. Él hubiese pedido morir, tam -
bién, en un accidente semejante. Ultimo sobreviviente de la civilización, volvía allí para
morir. Eso lo alegraba. Se repetía vagamente una frase inconclusa que había leído en un
libro, cuando leía tantos libros: «Los hombres van y vienen...» Pero sin la segunda mitad
era trivial, no significaba nada.
Miró a sus compañeros. Tenía una niebla ante los Ojos, y no podía ver muy bien. Sin
embargo, alcanzó a distinguir a los dos perros, echados tranquilamente, y a los cuatro jó -
venes -tres estaban juntos, y el otro un poco apartado- sentados a su alrededor en un se -
micírculo. Lo miraban. Eran jóvenes, y en el ciclo de la humanidad tenían miles de años
menos que él. El, Ish, era el último representante del mundo antiguo; ellos eran los prime -
ros del nuevo. ¿Recomenzaría la lenta evolución del pasado? Esperaba que no. Demasia-
dos males habían ayudado a crear la civilización: la esclavitud, conquistas, guerras, tira-
nías.
Los ojos de Ish buscaron el puente, más allá del grupo de jóvenes. Ahora, en sus últi -
mos instantes, se sentía más cerca del puente que de los seres humanos. El puente,
como él, había sido parte de la civilización.
A cierta distancia se veía un auto, es decir los restos de un auto. Ish recordó el coche
que había estado allí tanto tiempo. La pintura se había descascarado, los neumáticos se
habían desinflado, y los excrementos de las aves marinas cubrían la capota. Era raro, y
por otra parte sin importancia, pero recordaba que el propietario del auto había sido un tal
James Robson -con una E., una T. o una P. o una inicial parecida en el medio-, domicilia-
do en Oakland.
Sin embargo, Ish no se quedó mirando el coche. Alzó los ojos hacia los altos pilones, y
los grandes cables de curvas perfectas. Esa parte del puente parecía aún en perfecto es-
tado. Resistiría mucho tiempo y vería pasar a varias generaciones humanas. Los parape-
tos, los pilones y los cables tenían un color purpúreo, y la herrumbre no los había atacado
sino superficialmente. Pero generaciones de gaviotas habían blanqueado la cima de los
pilones.
Sí; el puente podía durar años, pero la herrumbre lo consumiría poco a poco. Los terre-
motos sacudirían los cimientos, y un día de tormenta caería un arco. Las creaciones del
hombre, como él mismo, no serían eternas.
Cerró los ojos e imaginó las curvas de las montañas que rodeaban la bahía. Desde la
destrucción de la civilización, la forma de las lomas no había cambiado. El tiempo, tal
como lo concebía el hombre en su estrecha imaginación, no las había afectado. Gracias a
la bahía y las lomas, Ish moría en el mundo donde había vivido.
Abrió otra vez los ojos y vio los dos picos puntiagudos que coronaban la cadena. «Los
Pechos Gemelos»; así se los llamaba en otro tiempo. Se acordó de Em y su madre. La
tierra, Em y su madre se unieron en su mente y se sintió feliz. Ahora volvía a ellas.
No, pensó al cabo de un momento. Es necesario que vea claramente la muerte, como
la vida. Por lo menos con esta débil luz que hay en mí ahora. Estas montañas, a pesar de
su forma, no tienen nada en común con Em, ni con mi madre; pero ellas me recibirán,
recibirán mi cuerpo, aunque sin amor. Les soy indiferente.
He estudiado las leyes del mundo físico, y sé que las mon-
tañas, aunque eternas a los ojos de los hombres, también
cambian.
Viejo, cansado y moribundo, Ish hubiese querido encon-
trar ante sus ojos algo que no fuera dominado por el tiem-
po. Tenía frío, se le entumecían los dedos, perdía la vista.
Miró otra vez las cimas lejanas. Se había esforzado tan-
to... Había luchado... Había mirado hacia el pasado y el fu-
turo. ¿Qué importaba todo ahora? ¿Qué había hecho real-
mente?
Nada quedaba de todos sus esfuerzos. Se dormiría,
descansaría en las faldas de aquellas montañas que se
parecían a los pechos de una mujer y eran a la vez un
símbolo y un consuelo.
En seguida, aunque apenas veía ahora, se volvió hacia
los jóvenes. Me entregarán a la tierra, pensó. Y yo también
los entrego a la tierra, madre de los hombres. Los hombres
van y vienen, pero la Tierra permanece.
FIN