Fábulas (Esopo, LaFontaine, Samaniego, Iriarte)

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El caballo, el buey, el perro y el hombre

[Fábula - Texto completo.]

Esopo

Cuando Zeus creó al hombre, sólo le concedió unos pocos años de


vida. Pero el hombre, poniendo a funcionar su inteligencia, al llegar
el invierno edificó una casa y habitó en ella.
Cierto día en que el frío era muy crudo, y la lluvia empezó a caer,
no pudiendo el caballo aguantarse más, llegó corriendo a donde el
hombre y le pidió que le diera abrigo.
El hombre le dijo que sólo lo haría con una condición: que le
cediera una parte de los años que le correspondían. El caballo
aceptó.
Poco después se presentó el buey, que tampoco podía sufrir el mal
tiempo. El hombre le contestó lo mismo: que lo admitiría si le daba
cierto número de sus años. El buey cedió una parte y quedó
admitido.
Por fin, llegó el perro, también muriéndose de frío, y cediendo una
parte de su tiempo de vida, obtuvo su refugio.
Y he aquí el resultado: cuando los hombres cumplen el tiempo que
Zeus les dio, son puros y buenos; cuando llegan a los años pedidos
al caballo, son intrépidos y orgullosos; cuando están en los del
buey, se dedican a mandar; y cuando llegan a usar el tiempo del
perro, al final de su existencia, se vuelven irascibles y
malhumorados.
Cuatro son las etapas del hombre: niñez, juventud, madurez y
vejez.
El águila y la zorra
[Fábula - Texto completo.]

Esopo

Un águila y una zorra que eran muy amigas decidieron vivir juntas
con la idea de que eso reforzaría su amistad. Entonces el águila
escogió un árbol muy elevado para poner allí sus huevos, mientras
la zorra soltó a sus hijos bajo unas zarzas sobre la tierra, al pie del
mismo árbol.
Un día en que la zorra salió a buscar su comida, el águila, que
estaba hambrienta, cayó sobre las zarzas, se llevó a los zorruelos, y
entonces ella y sus crías se regocijaron con un banquete.
Regresó la zorra y más le dolió el no poder vengarse, que saber de
la muerte de sus pequeños.
¿Cómo podría ella, siendo un animal terrestre, sin poder volar,
perseguir a uno que vuela? Tuvo que conformarse con el usual
consuelo de los débiles e impotentes: maldecir desde lejos a su
enemigo.
Mas no pasó mucho tiempo para que el águila recibiera el pago de
su traición contra la amistad. Se encontraban en el campo unos
pastores sacrificando una cabra; cayó el águila sobre ella y se llevó
una víscera que aún conservaba fuego, colocándola en su nido.
Vino un fuerte viento y transmitió el fuego a las pajas, ardiendo
también sus pequeños aguiluchos, que por pequeños aún no sabían
volar, los cuales se vinieron al suelo. Corrió entonces la zorra y
tranquilamente devoró a todos los aguiluchos ante los ojos de su
enemiga.
Nunca traiciones la amistad sincera, pues tarde o temprano
llegará el castigo del cielo.
La Liebre y la Tortuga
[Minicuento - Texto completo.]

Jean de La Fontaine

Una Liebre y una Tortuga hicieron una apuesta. La Tortuga dijo:


-A que no llegas tan pronto como yo a este árbol…
-¿Que no llegaré? -contestó la Liebre riendo-. Estás loca. No sé lo
que tendrás que hacer antes de emprender la carrera para ganarla.
-Loca o no, mantengo la apuesta.
Apostaron, y pusieron junto al árbol lo apostado; saber lo que era
no importa a nuestro caso, ni tampoco quién fue juez de la
contienda.
Nuestra Liebre no tenía que dar más que cuatro saltos. Digo cuatro,
refiriéndome a los saltos desesperados que da cuando la siguen ya
de cerca los perros, y ella los da muy contenta y sus patas apenas
se ven devorando el yermo y la pradera.
Tenía, pues, tiempo de sobra para pacer, para dormir y para olfatear
el tiempo. Dejó a la tortuga andar a paso de canónigo. Esta partió
esforzándose cuanto pudo; se apresuró lentamente. La Liebre,
desdeñando una fácil victoria, tuvo en poco a su contrincante, y
juzgó que importaba a su decoro no emprender la carrera hasta la
última hora. Estuvo tranquila sobre la fresca hierba, y se entretuvo
atenta a cualquier cosa, menos a la apuesta. Cuando vio que la
Tortuga llegaba ya a la meta, partió como un rayo; pero sus patas
se atoraron por un momento en el matorral y sus bríos fueron ya
inútiles. Llegó primero su rival.
-¿Qué te parece? -le dijo riendo la Tortuga-. ¿Tenía o no tenía
razón? ¿De qué te sirve tu agilidad siendo tan presumida? ¡Vencida
por mí! ¿Qué te pasaría si llevaras, como yo, la casa a cuestas?
No llega a la meta más pronto quien más corre.
Felix María de Samaniego

LA CIGARRA Y LA HORMIGA

Cantando la Cigarra
Pasó el verano entero,
Sin hacer provisiones
Allá para el invierno.
Los frios la obligaron
Á guardar el silencio,
Y á acogerse al abrigo
De su estrecho aposento.
Vióse desproveida
Del preciso sustento,

Sin mosca, sin gusano,


Sin trigo, sin centeno.
Habitaba la Hormiga
Allí tabique en medio,
Y con mil expresiones
De atencion y respeto
La dijo: Doña Hormiga,
Pues que en vuestros graneros
Sobran las provisiones
Para vuestro alimento,
Prestad alguna cosa
Con que viva este invierno
Esta triste Cigarra,
Que alegre en otro tiempo,
Nunca conoció el daño,
Nunca supo temerlo.
No dudéis en prestarme,
Que fielmente prometo
Pagaros con ganancias,
Por el nombre que tengo.
La codiciosa Hormiga
Respondió con denuedo
Ocultando á la espalda
Las llaves del granero:
¡Yo prestar lo que gano
Con un trabajo inmenso!
Díme pues, holgazana,
¿Qué has hecho en el buen tiempo?

Yo, dijo la Cigarra,


Á todo pasajero
Cantaba alegremente
Sin cesar ni un momento.
Hola! ¿con que cantabas,
Cuando yo andaba al remo?
Pues ahora que yo como,
Baila, pese á tu cuerpo.
Tomás de Iriarte

El oso, la mona y el cerdo

Nunca una obra se acredita tanto de mala como cuando la aplauden los necios

Un oso, con que la vida

ganaba un piamontés,

la no muy bien aprendida

danza ensayaba en dos pies.

Queriendo hacer de persona,

dijo a una mona: «¿Qué tal?»

Era perita la mona,

y respondióle: «Muy mal».

«Yo creo -replicó el oso-

que me haces poco favor.

Pues ¿qué?, ¿mi aire no es garboso?

¿No hago el paso con primor?»

Estaba el cerdo presente,


y dijo: «¡Bravo! ¡Bien va!

Bailarín más excelente

no se ha visto ni verá».

Echó el oso, al oír esto,

sus cuentas allá entre sí,

y con ademán modesto,

hubo de exclamar así:

«Cuando me desaprobaba

la mona, llegué a dudar;

mas ya que el cerdo me alaba,

muy mal debo de bailar».

Guarde para su regalo

esta sentencia un autor:

si el sabio no aprueba, ¡malo!

si el necio aplaude, ¡peor!

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