L.Lugones 2
L.Lugones 2
L.Lugones 2
La configuración de un espacio
modernista (El motivo del jardín en
Leopoldo Lugones y Julio Herrera y
Reissig)
Carmen Ruiz Barrionuevo
En la poesía de fin de siglo el motivo del jardín cobra una especial vitalidad.
Es sabido que este símbolo abarca la totalidad de las culturas y que es resumen del
universo e imagen del paraíso, porque está relacionado con la isla o el oasis, pero
a la vez es naturaleza sometida, accesible al hombre, lo opuesto al bosque o selva
inextricable1. En el modernismo este símbolo universal se carga de una decoración
peculiar, pero sigue manteniendo el carácter de naturaleza dominada, de mundo
ordenado y asequible en el que pueden desarrollarse en plenitud las funciones
humanas. Por eso en él crecen las plantas y la ornamentación que los parnasianos
prestaron a los escritores finiseculares, el loto, la rosa, los nenúfares, los mármoles
y las piedras preciosas, y entre los animales ninguno como el cisne, que alcanza el
poder de un emblema de la situación del propio poeta frente al mundo hostil en el
que convive, y que encarna la belleza rechazada por el odiado burgués. Es
perceptible también que este símbolo -al igual que sucede con el cisne-, encarna
una contradictoria ambigüedad, jardín o parque equivale a paraíso espiritual de la
belleza y la pureza, y por otro lado será, coincidiendo con ciertas creencias
orientales, y con las ensoñaciones subconscientes que lo ligan a lo femenino, el
lugar de la relación carnal que puede convertirse en recinto de las más voluptuosas
prácticas eróticas.
Pero a la vez la elección del jardín en los poetas finiseculares está relacionada,
aparte de su valor simbólico, con la necesidad de plasmar en el poema el valor del
espacio, ese espacio abstracto en el que la temporalidad suele detenerse y que en
definitiva, como han probado los estudiosos, constituye el asiento de nuestra
imaginación2. Fue Rubén Darío (1867-1916) el primero en trazar con plena
consciencia artística ese espacio modernista en el poema inicial de Prosas
profanas (1896): «Era un aire suave de pausados giros; el hada Armonía ritmaba
sus vuelos»; y «Sobre la terraza, junto a los ramajes, / diríase un trémolo de liras
eolias / cuando acariciaban los sedosos trajes / sobre el tallo erguidas las blancas
magnolias»3. Versos que recuerdan poemas como «A la promenade» o «Les
ingénus» («Les hauts talons luttaient avec les longues jupes, / en sorte que, selon
le terrain et le vent, / parfois luisaient des bas de jambes, trop souvent / interceptés!
-et nous aimions ce jeu de dupes») de Fêtes galantes (1869) de Paul Verlaine4. Ese
espacio de la poesía de Darío se va a poblar de una copiosa simbología entre la que
destacan los cisnes y las princesas, pero será también la selva organizada, es decir,
el jardín añorado en «El reino interior» («Una selva suntuosa / en el azul celeste
su rudo perfil calca»)5, donde se concentran otros contenidos que la tradición
literaria había consagrado, como es el recinto armónico en el que se conjuga el
número y el orden, la música y la poesía. Por esta razón pudo decir en Cantos de
vida y esperanza (1905): «¡Oh, la selva sagrada! ¡Oh, la profunda / emanación del
corazón divino / de la sagrada selva»6, lugar en el que se concita la armoniosa
convivencia de lo natural y lo sobrenatural.
Estos jardines debieron impresionar a otros jóvenes poetas que recorren esa
misma línea, a la vez que la combinan con la creciente lectura de los autores
franceses. Si el Verlaine de Fêtes galantes había sido un ejemplo decisivo en el
poeta nicaragüense, el Albert Samain de Au jardin de l'infante (1897) ayudará a
concebir y decorar estos parques o jardines en los que penetra sin obstáculo el
decadentismo de Charles Baudelaire y de Joris K. Huysmans. Éste es el caso
de Los crepúsculos del jardín (1905)7 de Leopoldo Lugones (1874-1938) en el que
la naturaleza está concebida a la manera simbolista, y es lugar ordenado y accesible
como lo sugieren estos versos de «El pañuelo»: «Tenía algo de parque la espesura
/ Del bosque» (p. 146), y su primer habitante es el cisne como también lo atestigua
el poema inicial «Cisnes negros» (pp. 109-112). Pero estos «cisnes negros» ya no
son los cisnes de Darío -«el ebúrneo cisne, sobre el quieto estanque»8-, porque de
este poema de Lugones forma parte decisiva un estanque que cobra dimensiones
animadas («Abrúmase el estanque»), junto a un entorno que alcanza dimensiones
de muerte: la tarde, en sutil personificación está «ligeramente enferma», el agua
reposa -recordemos las aguas muertas negadoras de la vida según observación de
Gastón Bachelard9- y «el nemoroso parque / tiene una majestad de catafalco». Los
cisnes negros que dan título al poema son «tres enlutadas de indolente paso» cuya
descripción carga aún más al texto de connotaciones decadentistas, porque «su mal
es esplín más que tristeza». Cada una de estas figuras femeninas evoca una clase
de amor perdido y tras su apariencia se adivina el misterio rubeniano de la esfinge.
Tan sólo en los dos últimos versos del poema asoma el cisne de Darío: «El solitario
cisne del estanque / boga hacia ellas armoniosamente...». Como podemos ver, el
poeta cordobés, aunque acepta el emblema del cisne, lo somete a una variante y a
un contexto más decadentista en el que los presentimientos del mal del siglo se
acentúan. Y es significativo que tal poema inicie precisamente el libro.
Pero a partir de ese momento Leopoldo Lugones no va abusar del animal
emblemático, sino que va a ir configurando un recinto acotado compuesto por
elementos naturales en los que no faltan los estanques, los surtidores, y los árboles.
De este modo el poeta gana un espacio poético en el que la imaginación juega un
papel fundamental, es un ámbito que se relaciona con un sujeto poético, con una
consciencia de crear esa espacialidad, es decir, que hay siempre una
intencionalidad expresiva. Así se conforma un espacio en el que no está presente
el tiempo ni la sucesión temporal. Por ello se puede hablar de deshumanización,
de creación de arte, y de ausencia de procesos sucesivos -la muerte es un elemento
más y en ocasiones deleitoso. En ese espacio acotado el poeta instala unos
elementos que con pocas variantes se reducen a un locus amoenus modernista, en
el que la pareja amorosa se sugiere en juegos eróticos o se realiza en la unión. Son
decisivos aquí la atmósfera y la sugerencia, los objetos elegidos, y la dirección de
las acciones que definen lo que pueden ser los espacios abiertos, los espacios
cerrados o los espacios interiores del simbolismo modernista. Un buen ejemplo
aparece en «En color exótico»: «Hería en los musgosos surtidores / su cristalina
tecla el agua clara, / y el tilo que a mis ojos te ocultara / gemía con eclógicos
rumores» (p. 120). Tampoco falta en otros poemas la referencia al mar que a veces
aparece como marco («Calló por fin el mar» dice en «Tentación») y otras se
metamorfosea a la hora del crepúsculo en un inconmensurable jardín: «A la hora
en que el crepúsculo surgía / como un vago jardín tras de los mares» (p. 119).
Como es notorio el jardín o parque, como conviene en el decadentismo, está
asociado desde el mismo título del poemario, a la tarde o crepúsculo, y varios de
los poemas hacen referencia a esos momentos: En «Cisnes negros», «Hortus
deliciarum», «Romántica» y en muchos de los sonetos. Es así como se va
conformando la especial atmósfera, entre melancólica y decadente, de la mayor
parte de estos poemas; es el caso de «El pañuelo» (p. 146) en el que los
componentes vuelven a ser el cielo, el bosque, el estanque y la despedida de una
pareja amorosa. Y aunque hay un movimiento sugerido de la luz a la oscuridad y
cierto dinamismo en el desplazamiento de la barca, no deja de ser una vez más, un
poema sobre todo espacial.
Pero si los objetos que elige para configurar ese espacio son siempre los de la
naturaleza, se suelen presentar embellecidos o dinamizados por varios
procedimientos, entre los que destacan la personificación y las imágenes
organizadas como elementos de ornamentación. Así en «El éxtasis» dice: «Dormía
la arboleda; las ventanas / llenábanse de luz como pupilas» (p. 120); o «El mar,
lleno de urgencias masculinas / bramaba alrededor de tu cintura» (p. 122) o «la
oportuna / selva estaba olorosa como una / mujer» (p. 123); o bien: «Como las alas
de un alción herido / los remos de la barca sin consuelo / azotaron el piélago
dormido» (p. 146). En otros momentos se alcanza en cambio una nítida plasmación
dinámica que se sustrae al movimiento de lo natural para enmarcarla en el ámbito
de lujosos locales cerrados, y los elementos naturales se constriñen a ser
instrumentos únicamente: «hería en los musgosos surtidores / su cristalina tecla el
agua clara»; pero lo más frecuente consiste en embellecer este mundo natural de
acuerdo con las preferencias finiseculares que Darío implantó
desde Azul... (1888)10. Las imágenes adquieren así una especial fisonomía y
el locus amoenus se dibuja con arreglo a esas pautas decadentistas. Las aguas del
estanque «rizan su frágil superficie como / una felpa frisada a contrapelo» (p. 110)
usando una curiosa comparación textil; o mejor cuando remite a tejidos
lujosos: «Se extenuaba de amor la tarde quieta / con la ducal decrepitud del
raso» (p. 116); también: «Como una cinta de cambiante faya / tendía su color sobre
la playa / la tarde» (p. 118). O como en este otro caso más curioso todavía en que
un elemento de la decoración interior de procedencia natural se asocia a una prenda
del vestuario íntimo femenino: «y en el fino vaso, / como un corsé de inviolable
raso / se abría una magnolia dulcemente» (p. 123). Hemos llegado, pues, en este
último ejemplo, a un grado máximo de lo que podemos llamar el desplazamiento
del lugar ameno a un recinto interior que en el caso de este poema reside en la
alcoba de la amada. Pero no se puede hablar de un espacio interiorizado sino de un
espacio cerrado que recoge parte de los elementos del locus amoenus.
En este recinto así configurado se sitúa la relación amorosa cuya pauta ofrece
un poema como «Hortus deliciarum». Si como vimos el tópico del lugar
paradisíaco se adecúa totalmente a los gustos finiseculares, el crepúsculo, la
morbidez, el color violeta, también en estos espacios la mujer finisecular sólo es
sugerida por alguna parte de su cuerpo, que se carga de connotaciones
eróticas: «Tus manos afeminan las discretas / caricias de las noches
incompletas» (p. 115) o «el breve seno» de «La coqueta» (p. 135). Pero es en «Los
doce gozos» donde más se trabaja este efecto; la boca, el cuello, la cintura, las
ojeras o de forma más insinuante «la armoniosa amplitud de tus
caderas» (p. 121), «tus rodillas exangües» (p. 121), o «tus muslos finos» (p. 122)
sugieren más que delimitan los placeres de esa relación. También es característica
la referencia a elementos ornamentales que llegan a convertirse casi en fetiches
amorosos; suelen ser objetos o prendas del vestuario femenino como los collares
(p. 119), el corpiño (p. 118), el «nervioso zapatito blanco» (p. 119), la enagua de
surá (p. 119), el «negro jubón de terciopelo» (p. 120) o el broche de la «liga
crema» (p. 120)11. En definitiva el tipo de figura femenina puede ejemplificarse en
el poema «Las manos entregadas»:
(p. 123)
Mujer que es fruto de ese componente erótico que el jardín implica, y que
como dice Lily Litvak «es utilizada como uno de los símbolos más importantes»,
pues «encarna la crueldad, la sensualidad perversa, la posesión del espíritu por el
cuerpo» funcionando dentro de este mundo del arte en el que lo erótico siempre
está presente, como «seductora que atrae a su presa con sus largos y ondulantes
cabellos»12, para llegar a constituir una mezcla de eros y de maldad. Pero tal
situación implica sin embargo una relación misteriosa, y sagrada, que propicia esa
relación. Así en varios de estos poemas se alude a la realización amorosa tal y
como entiende el modernismo, como unión sacra o conjunción de mundos, como
armonía del centro en un contexto natural; poemas como «Venus victa», «En color
exótico» o «Delectación morosa» así lo sugieren.
Sabemos que Lugones escribió estos poemas hacia 1899 y algunos de ellos
fueron recitados en la tertulia de Horacio Quiroga El consistorio del Gay Saber,
no es por ello creíble la acusación de Rufino Blanco Fombona acerca de la
precedencia en el tiempo de los poemas del uruguayo Julio Herrera y Reissig
(1875-1910)13, y sin embargo el tono es muy similar, porque desde luego el poeta
uruguayo usa también el mismo tópico del jardín finisecular. El centro es también
la pareja amorosa, o la mujer, dentro de un marco o espacio en el que se produce
la ordenación o correspondencia. Son seres que concentran en sí, como en
Lugones, todo el universo, pues en el acto sexual según el esoterismo -que tanto
apasionó a los modernistas- se cumple la armonía del centro. El parque sugiere de
nuevo la posición aislada del mundo y en él se coloca a esa figura femenina que
en el caso de Herrera y Reissig alcanza matices más decadentistas, pues en la
realización amorosa se entraña una mayor rebelión contra la norma, y en la
transgresión de la prohibición social se genera un deleitoso y morboso placer. La
imagen de la mujer vuelve a cargarse de erotismo, de ojos mortecinos, de una tez
pálida y ojeras violetas, porque la enfermedad, según los gustos de los
decadentistas, proporcionaba una exaltación de los sentidos, y por tanto una mayor
satisfacción en el placer. A ello se añaden los tonos mustios, y las luces desvaídas,
y suele suceder que en esa misma línea intangible, que marca el paso de la vida a
la paralización de los sentidos, por el aviso de la muerte, se produzca el momento
de la suma delectación. Así en un poema como «La novicia» se relacionan lo
místico erótico, y el gusto por la necrofilia: «Al contemplar tu cabellera muerta, /
avivose en tu espíritu una incierta / huella de amor»14. La exacerbación de todos
estos sentimientos aparece bien representada en «Amor sádico» (H., p. 48), donde
amor y repulsión expresan una contradicción que en su raíz misma tiene algo de
místico. Esa realización de la imposible unión, y la figura de la mujer sumida en «el
eterno luto / -mudo el amor, el corazón inerte-» conduce al tono exaltatorio final:
(H., p. 48)
Maxime Du Camp
Bibliografía
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