L.Lugones 2

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Biblioteca virtual Cervantes

La configuración de un espacio
modernista (El motivo del jardín en
Leopoldo Lugones y Julio Herrera y
Reissig)
Carmen Ruiz Barrionuevo
En la poesía de fin de siglo el motivo del jardín cobra una especial vitalidad.
Es sabido que este símbolo abarca la totalidad de las culturas y que es resumen del
universo e imagen del paraíso, porque está relacionado con la isla o el oasis, pero
a la vez es naturaleza sometida, accesible al hombre, lo opuesto al bosque o selva
inextricable1. En el modernismo este símbolo universal se carga de una decoración
peculiar, pero sigue manteniendo el carácter de naturaleza dominada, de mundo
ordenado y asequible en el que pueden desarrollarse en plenitud las funciones
humanas. Por eso en él crecen las plantas y la ornamentación que los parnasianos
prestaron a los escritores finiseculares, el loto, la rosa, los nenúfares, los mármoles
y las piedras preciosas, y entre los animales ninguno como el cisne, que alcanza el
poder de un emblema de la situación del propio poeta frente al mundo hostil en el
que convive, y que encarna la belleza rechazada por el odiado burgués. Es
perceptible también que este símbolo -al igual que sucede con el cisne-, encarna
una contradictoria ambigüedad, jardín o parque equivale a paraíso espiritual de la
belleza y la pureza, y por otro lado será, coincidiendo con ciertas creencias
orientales, y con las ensoñaciones subconscientes que lo ligan a lo femenino, el
lugar de la relación carnal que puede convertirse en recinto de las más voluptuosas
prácticas eróticas.
Pero a la vez la elección del jardín en los poetas finiseculares está relacionada,
aparte de su valor simbólico, con la necesidad de plasmar en el poema el valor del
espacio, ese espacio abstracto en el que la temporalidad suele detenerse y que en
definitiva, como han probado los estudiosos, constituye el asiento de nuestra
imaginación2. Fue Rubén Darío (1867-1916) el primero en trazar con plena
consciencia artística ese espacio modernista en el poema inicial de Prosas
profanas (1896): «Era un aire suave de pausados giros; el hada Armonía ritmaba
sus vuelos»; y «Sobre la terraza, junto a los ramajes, / diríase un trémolo de liras
eolias / cuando acariciaban los sedosos trajes / sobre el tallo erguidas las blancas
magnolias»3. Versos que recuerdan poemas como «A la promenade» o «Les
ingénus» («Les hauts talons luttaient avec les longues jupes, / en sorte que, selon
le terrain et le vent, / parfois luisaient des bas de jambes, trop souvent / interceptés!
-et nous aimions ce jeu de dupes») de Fêtes galantes (1869) de Paul Verlaine4. Ese
espacio de la poesía de Darío se va a poblar de una copiosa simbología entre la que
destacan los cisnes y las princesas, pero será también la selva organizada, es decir,
el jardín añorado en «El reino interior» («Una selva suntuosa / en el azul celeste
su rudo perfil calca»)5, donde se concentran otros contenidos que la tradición
literaria había consagrado, como es el recinto armónico en el que se conjuga el
número y el orden, la música y la poesía. Por esta razón pudo decir en Cantos de
vida y esperanza (1905): «¡Oh, la selva sagrada! ¡Oh, la profunda / emanación del
corazón divino / de la sagrada selva»6, lugar en el que se concita la armoniosa
convivencia de lo natural y lo sobrenatural.
Estos jardines debieron impresionar a otros jóvenes poetas que recorren esa
misma línea, a la vez que la combinan con la creciente lectura de los autores
franceses. Si el Verlaine de Fêtes galantes había sido un ejemplo decisivo en el
poeta nicaragüense, el Albert Samain de Au jardin de l'infante (1897) ayudará a
concebir y decorar estos parques o jardines en los que penetra sin obstáculo el
decadentismo de Charles Baudelaire y de Joris K. Huysmans. Éste es el caso
de Los crepúsculos del jardín (1905)7 de Leopoldo Lugones (1874-1938) en el que
la naturaleza está concebida a la manera simbolista, y es lugar ordenado y accesible
como lo sugieren estos versos de «El pañuelo»: «Tenía algo de parque la espesura
/ Del bosque» (p. 146), y su primer habitante es el cisne como también lo atestigua
el poema inicial «Cisnes negros» (pp. 109-112). Pero estos «cisnes negros» ya no
son los cisnes de Darío -«el ebúrneo cisne, sobre el quieto estanque»8-, porque de
este poema de Lugones forma parte decisiva un estanque que cobra dimensiones
animadas («Abrúmase el estanque»), junto a un entorno que alcanza dimensiones
de muerte: la tarde, en sutil personificación está «ligeramente enferma», el agua
reposa -recordemos las aguas muertas negadoras de la vida según observación de
Gastón Bachelard9- y «el nemoroso parque / tiene una majestad de catafalco». Los
cisnes negros que dan título al poema son «tres enlutadas de indolente paso» cuya
descripción carga aún más al texto de connotaciones decadentistas, porque «su mal
es esplín más que tristeza». Cada una de estas figuras femeninas evoca una clase
de amor perdido y tras su apariencia se adivina el misterio rubeniano de la esfinge.
Tan sólo en los dos últimos versos del poema asoma el cisne de Darío: «El solitario
cisne del estanque / boga hacia ellas armoniosamente...». Como podemos ver, el
poeta cordobés, aunque acepta el emblema del cisne, lo somete a una variante y a
un contexto más decadentista en el que los presentimientos del mal del siglo se
acentúan. Y es significativo que tal poema inicie precisamente el libro.
Pero a partir de ese momento Leopoldo Lugones no va abusar del animal
emblemático, sino que va a ir configurando un recinto acotado compuesto por
elementos naturales en los que no faltan los estanques, los surtidores, y los árboles.
De este modo el poeta gana un espacio poético en el que la imaginación juega un
papel fundamental, es un ámbito que se relaciona con un sujeto poético, con una
consciencia de crear esa espacialidad, es decir, que hay siempre una
intencionalidad expresiva. Así se conforma un espacio en el que no está presente
el tiempo ni la sucesión temporal. Por ello se puede hablar de deshumanización,
de creación de arte, y de ausencia de procesos sucesivos -la muerte es un elemento
más y en ocasiones deleitoso. En ese espacio acotado el poeta instala unos
elementos que con pocas variantes se reducen a un locus amoenus modernista, en
el que la pareja amorosa se sugiere en juegos eróticos o se realiza en la unión. Son
decisivos aquí la atmósfera y la sugerencia, los objetos elegidos, y la dirección de
las acciones que definen lo que pueden ser los espacios abiertos, los espacios
cerrados o los espacios interiores del simbolismo modernista. Un buen ejemplo
aparece en «En color exótico»: «Hería en los musgosos surtidores / su cristalina
tecla el agua clara, / y el tilo que a mis ojos te ocultara / gemía con eclógicos
rumores» (p. 120). Tampoco falta en otros poemas la referencia al mar que a veces
aparece como marco («Calló por fin el mar» dice en «Tentación») y otras se
metamorfosea a la hora del crepúsculo en un inconmensurable jardín: «A la hora
en que el crepúsculo surgía / como un vago jardín tras de los mares» (p. 119).
Como es notorio el jardín o parque, como conviene en el decadentismo, está
asociado desde el mismo título del poemario, a la tarde o crepúsculo, y varios de
los poemas hacen referencia a esos momentos: En «Cisnes negros», «Hortus
deliciarum», «Romántica» y en muchos de los sonetos. Es así como se va
conformando la especial atmósfera, entre melancólica y decadente, de la mayor
parte de estos poemas; es el caso de «El pañuelo» (p. 146) en el que los
componentes vuelven a ser el cielo, el bosque, el estanque y la despedida de una
pareja amorosa. Y aunque hay un movimiento sugerido de la luz a la oscuridad y
cierto dinamismo en el desplazamiento de la barca, no deja de ser una vez más, un
poema sobre todo espacial.
Pero si los objetos que elige para configurar ese espacio son siempre los de la
naturaleza, se suelen presentar embellecidos o dinamizados por varios
procedimientos, entre los que destacan la personificación y las imágenes
organizadas como elementos de ornamentación. Así en «El éxtasis» dice: «Dormía
la arboleda; las ventanas / llenábanse de luz como pupilas» (p. 120); o «El mar,
lleno de urgencias masculinas / bramaba alrededor de tu cintura» (p. 122) o «la
oportuna / selva estaba olorosa como una / mujer» (p. 123); o bien: «Como las alas
de un alción herido / los remos de la barca sin consuelo / azotaron el piélago
dormido» (p. 146). En otros momentos se alcanza en cambio una nítida plasmación
dinámica que se sustrae al movimiento de lo natural para enmarcarla en el ámbito
de lujosos locales cerrados, y los elementos naturales se constriñen a ser
instrumentos únicamente: «hería en los musgosos surtidores / su cristalina tecla el
agua clara»; pero lo más frecuente consiste en embellecer este mundo natural de
acuerdo con las preferencias finiseculares que Darío implantó
desde Azul... (1888)10. Las imágenes adquieren así una especial fisonomía y
el locus amoenus se dibuja con arreglo a esas pautas decadentistas. Las aguas del
estanque «rizan su frágil superficie como / una felpa frisada a contrapelo» (p. 110)
usando una curiosa comparación textil; o mejor cuando remite a tejidos
lujosos: «Se extenuaba de amor la tarde quieta / con la ducal decrepitud del
raso» (p. 116); también: «Como una cinta de cambiante faya / tendía su color sobre
la playa / la tarde» (p. 118). O como en este otro caso más curioso todavía en que
un elemento de la decoración interior de procedencia natural se asocia a una prenda
del vestuario íntimo femenino: «y en el fino vaso, / como un corsé de inviolable
raso / se abría una magnolia dulcemente» (p. 123). Hemos llegado, pues, en este
último ejemplo, a un grado máximo de lo que podemos llamar el desplazamiento
del lugar ameno a un recinto interior que en el caso de este poema reside en la
alcoba de la amada. Pero no se puede hablar de un espacio interiorizado sino de un
espacio cerrado que recoge parte de los elementos del locus amoenus.
En este recinto así configurado se sitúa la relación amorosa cuya pauta ofrece
un poema como «Hortus deliciarum». Si como vimos el tópico del lugar
paradisíaco se adecúa totalmente a los gustos finiseculares, el crepúsculo, la
morbidez, el color violeta, también en estos espacios la mujer finisecular sólo es
sugerida por alguna parte de su cuerpo, que se carga de connotaciones
eróticas: «Tus manos afeminan las discretas / caricias de las noches
incompletas» (p. 115) o «el breve seno» de «La coqueta» (p. 135). Pero es en «Los
doce gozos» donde más se trabaja este efecto; la boca, el cuello, la cintura, las
ojeras o de forma más insinuante «la armoniosa amplitud de tus
caderas» (p. 121), «tus rodillas exangües» (p. 121), o «tus muslos finos» (p. 122)
sugieren más que delimitan los placeres de esa relación. También es característica
la referencia a elementos ornamentales que llegan a convertirse casi en fetiches
amorosos; suelen ser objetos o prendas del vestuario femenino como los collares
(p. 119), el corpiño (p. 118), el «nervioso zapatito blanco» (p. 119), la enagua de
surá (p. 119), el «negro jubón de terciopelo» (p. 120) o el broche de la «liga
crema» (p. 120)11. En definitiva el tipo de figura femenina puede ejemplificarse en
el poema «Las manos entregadas»:

surgiste en tu cendal de gasa bruna,


encajes negros y argentinas lamas,
con tus brazos desnudos que las ramas
lamían, al pasar, ebrias de luna.

(p. 123)

Mujer que es fruto de ese componente erótico que el jardín implica, y que
como dice Lily Litvak «es utilizada como uno de los símbolos más importantes»,
pues «encarna la crueldad, la sensualidad perversa, la posesión del espíritu por el
cuerpo» funcionando dentro de este mundo del arte en el que lo erótico siempre
está presente, como «seductora que atrae a su presa con sus largos y ondulantes
cabellos»12, para llegar a constituir una mezcla de eros y de maldad. Pero tal
situación implica sin embargo una relación misteriosa, y sagrada, que propicia esa
relación. Así en varios de estos poemas se alude a la realización amorosa tal y
como entiende el modernismo, como unión sacra o conjunción de mundos, como
armonía del centro en un contexto natural; poemas como «Venus victa», «En color
exótico» o «Delectación morosa» así lo sugieren.
Sabemos que Lugones escribió estos poemas hacia 1899 y algunos de ellos
fueron recitados en la tertulia de Horacio Quiroga El consistorio del Gay Saber,
no es por ello creíble la acusación de Rufino Blanco Fombona acerca de la
precedencia en el tiempo de los poemas del uruguayo Julio Herrera y Reissig
(1875-1910)13, y sin embargo el tono es muy similar, porque desde luego el poeta
uruguayo usa también el mismo tópico del jardín finisecular. El centro es también
la pareja amorosa, o la mujer, dentro de un marco o espacio en el que se produce
la ordenación o correspondencia. Son seres que concentran en sí, como en
Lugones, todo el universo, pues en el acto sexual según el esoterismo -que tanto
apasionó a los modernistas- se cumple la armonía del centro. El parque sugiere de
nuevo la posición aislada del mundo y en él se coloca a esa figura femenina que
en el caso de Herrera y Reissig alcanza matices más decadentistas, pues en la
realización amorosa se entraña una mayor rebelión contra la norma, y en la
transgresión de la prohibición social se genera un deleitoso y morboso placer. La
imagen de la mujer vuelve a cargarse de erotismo, de ojos mortecinos, de una tez
pálida y ojeras violetas, porque la enfermedad, según los gustos de los
decadentistas, proporcionaba una exaltación de los sentidos, y por tanto una mayor
satisfacción en el placer. A ello se añaden los tonos mustios, y las luces desvaídas,
y suele suceder que en esa misma línea intangible, que marca el paso de la vida a
la paralización de los sentidos, por el aviso de la muerte, se produzca el momento
de la suma delectación. Así en un poema como «La novicia» se relacionan lo
místico erótico, y el gusto por la necrofilia: «Al contemplar tu cabellera muerta, /
avivose en tu espíritu una incierta / huella de amor»14. La exacerbación de todos
estos sentimientos aparece bien representada en «Amor sádico» (H., p. 48), donde
amor y repulsión expresan una contradicción que en su raíz misma tiene algo de
místico. Esa realización de la imposible unión, y la figura de la mujer sumida en «el
eterno luto / -mudo el amor, el corazón inerte-» conduce al tono exaltatorio final:

¡Jamás viví como en aquella muerte,


nunca te amé como en aquel minuto!

(H., p. 48)

A su vez el parque es en él, más que en el poeta argentino, el entorno creado,


artificial imitación de lo natural y lugar en el que se realiza la prohibición social y
la comunión místico-erótica en una confusión intencionada -más notoria que en
Lugones- del léxico religioso y el del placer; esta tendencia se acentúa en algunos
poemas de Las clepsidras como «Emblema afrodisiaco», «Misa bárbara» y
«Liturgia erótica», o en los poemas de Los parques abandonados donde la historia
de amor tiene visos de un itinerario o vía dolorosa: «El camino de las lágrimas»,
«La gota amarga», «La sombra dolorosa», «Consagración», «Anima clemens».
Incluso en un poema como «Consagración» se llega a la utilización del ritual de la
misa a través de la consagración del pan y del vino: «[...] de un largo beso te apuré
convulso, / hasta las heces, como un vino sacro!» (H., p. 46), confusión deliberada
de lo erótico y lo religioso tan frecuente en el fin de siglo. Pero la espacialidad que
busca la poesía del uruguayo se traduce aquí en el entorno en que coloca a los
amantes, un entorno creado, en el que las denominaciones exóticas, así como la
presencia de elementos artificiales contribuyen a la formación del recinto. Se crea
así una especie de paisaje tipo en el que inciden las personificaciones, tan
frecuentes en la poesía de Herrera, y se construye un entramado de imágenes
artificializadas como sucede en el poema «Luna de miel» (H., p. 415) donde el
espacio natural, eglógico, del primer cuarteto se transforma en el segundo en un
recinto construido por la mano del hombre.

Entre columnas, ánforas y flores


y cúpulas de vivas catedrales,
gemí en tu casta desnudez rituales
artísticos de eróticos fervores.

La ley de la analogía se cumple una vez más como en el poema de Baudelaire,


y la poesía de Herrera y Reissig alcanza una personal definición, en la que sin
embargo la pervivencia del esquema lugoniano es, sin embargo, evidente. No
obstante, el poeta uruguayo insistió más en el tópico, lo desarrolló y lo usó de
diferente manera en sus dos colecciones, en Los éxtasis de la montaña, y en Los
parques abandonados, de tal modo que este símbolo del lugar paradisíaco que en
Lugones resulta más ocasional, llegó a convertirse en el emblema de su propia
poesía.

Estética de bazar y mímesis en el


modernismo rioplatense: Julio Herrera
y Reissig y Leopoldo Lugones
María José Bruña Bragado

¡Las musas se van! [...] Las musas se van porque vinieron


las máquinas y apagan el eco de las liras.
Rubén Darío

History is like Janus; it has two faces. Whether it looks at


the past or at the present, it sees the same things.

Maxime Du Camp

¿Qué poeta, lejos ya del mecenazgo y de la época de los versos de


circunstancias, «vive de lo que escribe»? Desde la conclusión revolucionaria del
XVIII, y muy especialmente desde la zona liminar situada entre los siglos XIX y
el XX, esto es, desde la modernidad tal y como la entiende Walter Benjamin, la
lírica ha sabido aliarse estratégicamente con un mercado concebido como único
canal de proyección o comunicación desde una lógica económica que empieza a
ser ya ineludible. «Pieza de música por pedazo de pan» exige, inexorable, el Rey
Burgués de Darío y, en este sentido, los poetas insertos en la vorágine del progreso
diversifican su currículum para trabajar como profesores, traductores o periodistas.
En un primer momento, sin embargo, el fenómeno de la «profesionalización del
escritor» es interpretada en términos casi apocalípticos, como evidencia la cita
inicial de Darío; se trataría, entonces, de «la muerte del ideal». Con todo, muchos
artistas comprenden inmediatamente la necesidad de adaptarse a los nuevos
tiempos incluso si éstos se inscriben en un ámbito marginal, en cuanto a la
producción cultural se refiere, como América Latina, como el Río de la Plata a
principios del siglo XX.
El uruguayo Julio Herrera y Reissig (1875-1910) y el argentino Leopoldo
Lugones (1874-1938), comerciantes, traductores, críticos literarios y poetas son
dos de los exponentes más interesantes de esta transformación. Ambos son
referentes indiscutibles a la hora de hablar del modernismo en el Cono Sur y
comparten, en primer lugar, una simetría en tono y estilo en varios momentos de
su carrera literaria. Así, sus inicios se impregnan de melancolía e introspección
(Los éxtasis de la montaña de Herrera; Los crepúsculos del jardín de Lugones),
mientras que un lenguaje más prosaico y ácido se infiltra en su última producción.
Tan particular giro unido a su moderna concepción del arte como fenómeno
signado por el eclecticismo y la apertura disciplinar permite considerarlos
precursores de las vanguardias (Las clepsidras de Herrera; Lunario sentimental de
Lugones). Representan, además, la evolución en el imaginario colectivo de la
figura del artista inconformista que manifiesta su desarraigo y superioridad
espiritual en una forma de vida transgresora y marginal -Baudelaire- al poeta
dentro del sistema, al intelectual que produce en la «nueva era de la reproducción
mecánica». Esta evolución, no obstante, no es en ningún caso lineal o progresiva
sino más bien pendular, contradictoria y, en ocasiones, ambas dimensiones, la
pragmática y la mítica, conviven como reflejo de un momento de grandes cambios.
Tomemos una cita de Ángel Rama que explica con claridad el proceso:
Ser poeta pasó a constituir una vergüenza. La imagen que
de él se construyó en el uso público fue la del vagabundo, la
del insocial, la del hombre entregado a borracheras y orgías, la
del neurasténico y desequilibrado, la del droguista, la del esteta
delicado e incapaz, en una palabra -y es la más fea del mundo-
la del improductivo [...] Los más lúcidos intentaron recuperar,
o simplemente alcanzar, una dignidad, en tanto poetas, en el
conglomerado social. Para eso sólo les queda la interrogación
a las posibilidades del mercado anónimo, como lo haría un
comerciante o un industrial para sus productos1.

La comprensión de dicho cambio de mirada hacia el artista está signada, como


decimos, por la paradoja pues la vacilación legítima del poeta modernista entre dos
polos contradictorios, esto es, entre el modelo del «burgués» y el del outsider es
una constante en los inicios de la modernidad. Así, aunque tanto Herrera como
Lugones profesan un absoluto culto por el arte y la belleza, que se corresponde con
su aislamiento interior y su desprecio del mundo, no ignoran que sus obras habrán
de ser leídas en él y para ello fraguan su lugar en la esfera intelectual desde
visionarias estrategias de mercado y autopromoción, ya que el público y el factor
económico son los nuevos criterios que miden la calidad literaria.
Mi artículo se propone indagar, no tanto en las confluencias estéticas de ambos
autores, ya suficientemente exploradas, sino en una configuración social
totalmente meditada de su figura como artistas modernos, esto es, creadores que
van desmarcándose progresivamente del mito del «poeta pobre y superior» que
Baudelaire consagra en «L'albatros» y se van inscribiendo en los mecanismos de
la modernidad a través de la profesionalización, la interdisciplinariedad y un
contacto mucho más directo y material con la realidad desde el periodismo, la
enseñanza o el mundo editorial. Sean o no unos excéntricos no pierden de vista la
idea de que la visibilidad, las relaciones económicas y la divulgación de la cultura
son las herramientas que se precisan para afrontar el nuevo reto que el siglo XX,
con su trepidante ritmo de cambios y tecnificación del arte, está inaugurando. Son
conscientes de que el mecenazgo ha sido sustituido por las reglas del mercado y,
por tanto, producen mercancías y las venden como tales. Sin embargo, nunca
ignoran, como sí otros muchos que terminan negando su vocación en el seno de
las profesiones liberales -véase José Asunción Silva, por ejemplo-, que la poesía
es su marca y su objetivo inmediato consiste en dignificarla con entusiasmo desde
cualquier posición social o económica.
De esta forma, puntualizamos, no vamos a utilizar las expresiones «estética de
bazar» y «mímesis» como suele hacerse, es decir, entendidas como la apuesta por
el eclecticismo estético y la imitación, preferentemente de lo europeo, desde un
punto de vista literario. «Estética de bazar» y «mímesis» aludirían, desde otras
perspectivas, al juego, a la dimensión lúdica, a la capacidad camaleónica de estos
artistas que se disfrazan ellos mismos y su obra, que se travisten y adoptan en cada
caso la indumentaria necesaria, la imagen adecuada a la ocasión. Los nuevos
poetas siguen la corriente al progreso, aceptan las reglas del nuevo mundo
económico que se va perfilando ante sus ojos en una América Latina, fielmente
transplantada desde Europa, porque comprenden que, de otra manera, no podrán
sobrevivir.
Producida la división del trabajo y la instauración del
mercado, el poeta hispanoamericano se vio condenado a
desaparecer. La alarma fue general. Se acumularon centenares
de testimonios denunciando esta situación y señalando el
peligro para la vida espiritual profunda de las sociedades
hispanoamericanas comportaba la que se veía como inminente
desaparición del arte y la literatura. A los ojos de los poetas, el
mundo circundante había sido dominado por un materialismo
hostil al espíritu, en lo que se equivocaban mucho, y si algunos
confundieron la fatal quiebra de los valores retóricos del
pasado con la extinción misma de la cultura, los más
comprendieron agudamente lo que estaba ocurriendo2.

En efecto, a finales de siglo, la posición del escritor se encuentra


definitivamente «descentralizada», es decir, ajena a los centros de poder que antes
habían proporcionado un sustento al artista y dado una función al arte. Con esta
complicada coyuntura como telón de fondo, se emprende una redefinición de la
literatura en cuanto a sus objetivos, y del artista en cuanto a su posición social. Si
el escritor tiene la fortuna de pertenecer a la clase dirigente o disponer, al menos,
de recursos y voluntad, el dandismo como manifestación vital resulta ciertamente
tentador (Wilde, Byron)3. Si, por el contrario, las posibilidades económicas son
escasas, la opción que le queda como viable es la bohemia (Baudelaire)4. Y, puesto
que el fenómeno de la profesionalización del escritor se va generalizando
progresivamente ante el declive del mecenazgo y el ascenso de la burguesía, son
muy puntuales los casos de artistas dandis y bastante numerosos los de artistas
bohemios, entre aquellos que no encuentran la solución a su «orfandad» y falta de
medio de vida en la educación o el periodismo: «No era posible conservarse en la
época del patrocinio y el escritor debía incorporarse al mercado: vivir dentro de él,
como pudiera, aunque fuera muy mal, pero dentro de sus coordenadas
específicas»5.
Julio Herrera y Reissig se mueve, desde su nacimiento, entre los dos polos,
entre la pertenencia a la burguesía con la consiguiente adopción de un estilo de
vida convencional y la marginalidad a través del arte. Nace en el seno de una
familia acomodada social y económicamente -su tío Julio Herrera y Obes es
presidente de la República-, pero una enfermedad congénita del corazón junto a la
tendencia hiperestésica y excesiva sensibilidad marcan su persona y su percepción
estética del mundo desde la infancia6. Como insinúa Alberto Zum Felde en la
referencia, el éxito en esta nueva sociedad no se mide en ningún caso por el talento
creativo o la imaginación sino por la capacidad de trabajo, la voluntad y el
temperamento práctico. Se trata, entonces, de un «raro» en toda regla y con plena
conciencia de esa excentricidad o desarraigo tanto vital como literario. Tal
condición marginal es, no obstante, maleable y de tal ductilidad se servirá en
determinados momentos de necesidad económica. Goza y sufre en su encarnadura
real tal oscilación y desequilibrio y se debate constantemente entre «lo que debe
ser» y «lo que quiere ser» («Mi genio lo proclama. Sé que no soy comprendido.
Esto me regocija. Las montañas no fueron hechas "para ser miradas" por los
uruguayos...»)7. Carmen Ruiz Barrionuevo afirma lo siguiente en este
sentido: «Ningún poeta se refugió más en el esteticismo modernista que Julio
Herrera y Reissig, pero al mismo tiempo, nadie más que él sufrió los embates de
una sociedad en cambio que su exacerbada sensibilidad acusó sin reservas»8. De
formación autodidacta y enormes inquietudes culturales, funda en 1899 la
publicación quincenal La Revista que, si bien no es propiamente modernista, actúa
como revulsivo a la apatía ambiente, y reúne a intelectuales y poetas en su altillo
de la calle Ituzaingó más tarde conocido como la Torre de los Panoramas. En el
marco de este cenáculo él puede adoptar la pose que más se aviene con esa imagen
del poeta superior y hipersensible y se convierte en el Maestro, el Pontífice,
el Dios a los ojos de los otros contertulios. Allí lee -luego traduce- a los franceses,
a Verlaine, Samain, Baudelaire en libros importados directamente de París por el
amigo Roberto de las Carreras, uno de sus maestros en el dandismo9. De hecho, la
imitación de los simbolistas no es exclusivamente poética, sino asimismo en
actitudes que abarcan desde la insolencia verbal a la extravagancia en la
indumentaria, la trasgresión canalizada en comportamientos violentos o el
consumo de opio o morfina. La leyenda de la morfinomanía del poeta tiene su base
real en la enfermedad del corazón que Herrera padece y para cuyo alivio se le
receta la droga. Sin embargo, el propio poeta explota la interpretación
sensacionalista y provocadora del asunto como confirma A. Zum Felde10. Al
mismo tiempo, y esto es lo significativo, Herrera combina tal faceta contra-cultural
o marginal con su trabajo como periodista, comerciante de vinos o funcionario
durante una breve temporada en Buenos Aires, en primera instancia, secretario de
su tío Julio, bibliotecario y frustrado pretendiente a un consulado, más tarde. La
razón principal de dicho sometimiento a las rígidas reglas sociales tiene fácil
lectura: la economía cada vez más precaria de su familia. Como otros modernistas,
como Darío o Martí sin ir más lejos, es ejemplo paradigmático del escritor
profesional que aúna la faceta creativa con un oficio «real» en la sociedad
burguesa. Sabiamente, sin embargo, aprovecha las ventajas que dicha posición de
gestor y dinamizador cultural le ofrece y que le permiten, por ejemplo, practicar la
crítica literaria o la vertiente creativa en la prensa o bien hacerse con las relaciones
oportunas para publicar una revista. Herrera y Reissig entrevé con lucidez la
existencia de resquicios en el sistema que posibilitan la continuación de una cierta
contracultura. Así, su obra poética va siendo publicada en diferentes periódicos y
revistas literarias hasta que alcanza notoriedad y reconocimiento en el medio
literario montevideano. Su imagen no está libre, sin embargo, de los asaltos
propiciados por su austeridad vital extrema y la enfermedad, la locura y el suicidio,
es decir, todo lo «antiburgués», lo van abrumando cada vez más intensamente. El
mismo año en que contrae matrimonio con su amada Julieta de la Fuente -nueva
concesión, si se quiere, al sistema, en la que cayeron otros muchos marginales
como el propio Roberto de las Carreras que hubo de escribir todo un discurso para
defenderse de los ataques por haberse casado- se incrementan sus crisis cardíacas
y su consiguiente dependencia de la morfina lo que provoca su muerte el 18 de
enero de 1910 sin que hubiera salido a la luz su obra más relevante, Los Peregrinos
de Piedra.
Esta fluctuación permanente entre dos identidades tiene una correspondencia
interesante en su escritura. Como ha señalado Carmen de Mora, la palabra poética
se resuelve en la obra de Herrera en una tensión entre dos realizaciones de diverso
signo:
Una, el distanciamiento irónico de un poeta moderno con
respecto a los ideales estéticos antiguos, la adecuación a su
tiempo de un modelo poético que ya no representa tanto un
ideal de vida como un espacio donde la poesía podía
reconocerse a sí misma y preservarse de ese otro espacio, el de
su entorno real, que tanto podía llegar a fastidiarle. Otra, la
creencia en el poder transfigurador del arte y la poesía11.

Leopoldo Lugones es una de las figuras de más relieve del modernismo


rioplatense. De familia de alto abolengo, ve disminuir su patrimonio -como otros
muchos modernistas, por otra parte12- y a los dieciocho años se inicia en el
periodismo y la literatura. Comienza entonces su largo historial de rebeldía y
trasgresión. Él mismo se identifica con una imagen revolucionaria y la proyecta -
como de las Carreras, como Herrera-: «Tengo como siempre la condición del
viento, y no me ocupo del polvo que levanto al pasar [...] Sí, pues, vuelvo como
partí: excesivo, imprudente, impertinente, contradictorio y desagradable»13.
Sin embargo, reconoce la existencia de los amos, la soberanía del mercado
económico naciente que lo fuerza a profesionalizarse: «Dichoso cuando, a pesar
de los dioses y de los amos, me voy pulsando por esas calles mi tocata de ministril,
en el triángulo de acero de mi verdad»14.
Como periodista y crítico literario, publica artículos desde una ideología
liberal en Pensamiento libre y, en 1989, imbuido de ideas socialistas, se instala en
Buenos Aires donde conoce a Darío. Es inspector de enseñanza media, empleado
de correos, etc., pero en todo momento sigue militando políticamente -tal vez la
diferencia más significativa con Herrera- y practicando su faceta de outsider. En
su curiosa iniciativa aparecida en 1897 bajo el elocuente título Diccionario portátil
para simbolistas, que toma como modelo el Petit glossaire pour servir à
l'intelligence des auteurs décadents et symbolistes publicado en 1888 con el
pseudónimo de Jacques Plowert por Paul Adam y Félix Fénéon, Lugones critica
los excesos de un decadentismo y simbolismo en América que muchas veces dan
lugar al plagio sin la comprensión de la revolución literaria que hace surgir esos
movimientos estéticos en París. Tras el éxito de su primer poemario
importante, Los crepúsculos del jardín15 (antes había escrito Las montañas del
oro), viaja a Europa en 1906, donde regresa en 1911, después de la publicación
de Lunario sentimental. Lugones es, por tanto, ejemplo paradigmático del escritor
finisecular de vasta cultura que practica todos los géneros: poesía, ensayo
filosófico, político y literario, ensaya todos los temas y, acosado por el mal du
siécle, adopta la actitud provocadora del dandi y elige el suicidio como posibles
formas de expresión o liberación. A modo de conclusión, tanto Herrera como
Lugones optan, pues, cuando les conviene, por la insolencia, la provocación y el
desprecio de ese mundo pragmático. En otros momentos, en cambio, es la imagen
del burgués, del hombre práctico, convencional y plenamente adaptado al medio
social la que les interesa rescatar. En suma, ejercen de periodistas o de críticos para
conseguir hábilmente el prestigio intelectual y ciertos medios tanto económicos
como de proyección cultural. El lugar burgués, convencional, estable proporciona,
paradójicamente, el modo más factible para que los poetas entren en el mercado
sin tener que negarse del todo a sí mismos:
La actividad de Herrera tocó diversos géneros; si la poesía
es el más conocido, en el teatro intentó ganar un nombre que
no conseguía en el primero; como cronista social pretendió
«unos pesos por cigarrillos», como libelista político quiso
complacer a uno de sus jefes; como ensayista emular a Rodó16.

Bibliografía

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1985.
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Payot & Rivages, Paris 1997.
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Julio Herrera y Reissig en torno a sus polémicas», en Poesía completa y
prosas de Julio Herrera y Reissig, Archivos, Madrid, Barcelona, París,
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Book Limited, London 1981.
 Herrera y Reissig, Julio, Poesía completa y prosas, ed. Ángeles Estévez,
Archivos, Madrid, Barcelona, París, México 1999.
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Madrid 1988.
 Marías, Javier, Vidas escritas, Siruela, Madrid 1992.
 Rama, Ángel, Las máscaras democráticas del modernismo, Arca,
Montevideo 1985.
 ——, «Los poetas modernistas en el mercado económico», en Rubén Darío
y el modernismo, Alfadil Ediciones, Caracas/Barcelona 1985, pp. 49-79.
 Ruiz Barrionuevo, Carmen, La mitificación poética de Julio Herrera y
Reissig, Universidad de Salamanca, Salamanca 1991.
 Scari, Robert M., «Enumeración caótica y poetización de lo feo en
el Lunario sentimental de Leopoldo Lugones», en Actas del XVII Congreso
del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, Ediciones Cultura
Hispánica, Madrid 1978, pp. 773-781.
 Torre, Guillermo de, «El pleito Lugones-Herrera y Reissig», en La aventura
y el orden, Losada, Buenos Aires 1943, pp. 181-220.
 Zum Felde, Alberto, Proceso intelectual del Uruguay, II: La Generación del
Novecientos, Ediciones del Nuevo Mundo, Montevideo 1967.

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