María
María
María
5TO
María, discípula
María, maestra
La Virgen “fue la que más cerca estuvo de su Hijo y, al mismo tiempo, la que hizó más que
nadie por darlo al mundo”, escribía el beato Santiago Alberione. Y hacía este razonamiento:
“Se dice: a Jesús por María; pues también se podrá decir: a Jesús Maestro por María
Maestra... Jesús es el único Maestro; María es maestra por participación”. En realidad,
María no escribió ningún libro, ni tuvo una cátedra para enseñar, ni se dedicó a predicar... Y,
sin embargo, fue maestra y formadora de Jesús y de la Iglesia, de los apóstoles y de todos
los cristianos. ¿En qué sentido?
Pero María es maestra por ser discípula, por estar totalmente abierta a la escucha y a la
participación en el destino de su Hijo muerto y resucitado. En ella, escucha y seguimiento,
están íntimamente unidos, como elementos indisolubles del verdadero discipulado.
María, discípula
La autoridad del magisterio de María se debe, pues, a su perfecto discipulado con relación
al Verbo, al que ella, con su “hágase” ha dado un cuerpo. Hasta tal punto que la verdadera
grandeza de María no estriba tanto en su maternidad ni en otros privilegios, cuanto en haber
sido fiel y fecunda escuchadora de la palabra de Dios. Jesús mismo lo reconoce cuando,
ante el grito de la mujer entusiasmada por sus palabras, responde: “Mejor, dichosos los que
escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (Lc 11,27). María es la primera en seguir a Jesús
en su misión, compartiendo sus opciones, y así se convierte en la perfecta discípula del
Señor.
Decía Pablo VI que ponernos a su escuela nos “obliga a dejarnos fascinar por ella, por su
estilo evangélico, por su ejemplo educador y transformante: es una escuela que nos enseña
a ser cristianos”.
Y nos enseña también a ser apóstoles, ya que “apostolado es hacer lo que hizo María: dio a
Jesús al mundo, a Jesús Maestro, camino, verdad y vida. Dando a Jesús camino nos ha
dado la moral cristiana; dándonos a Jesús verdad nos ha dado la dogmática; y dándonos a
Jesús vida nos ha dado la gracia”, escribía el beato Santiago Alberione. Y describía al
apóstol como “quien lleva a Dios en la propia alma y lo irradia a su alrededor; es un santo
que acumuló tesoros y comunica de su abundancia a los hombres... transpira a Dios por
todos los poros con sus palabras, obras, oraciones, gestos y actitudes, en público y en
privado, en todo su ser.”