Los Casos Nunca Contados Por El Dr. Watson
Los Casos Nunca Contados Por El Dr. Watson
Los Casos Nunca Contados Por El Dr. Watson
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AA. VV.
ePub r1.0
Titivillus 29.04.16
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Título original: The further adventures of Sherlock Holmes
AA. VV., 1985
Traducción: Elías Sarhan
Diseño de cubierta: Cristina Belmonte Paccini
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Introducción
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años un converso a la fe católica. Igual que su hermano, E. V. Knox, se convirtió en
un temprano y ardiente admirador de Sherlock Holmes a través de la lectura de las
historias del Strand Magazine. Era una de las pocas publicaciones seculares a las que
se permitía la entrada en la casa Knox, y la primera a la que los niños tuvieron
acceso. «Citas de las epístolas del doctor Watson», dijo más adelante su hermano,
«eran bien consideradas por mis hermanos y por mí en todas las situaciones
apropiadas e inapropiadas».
Una revista familiar les brindó la oportunidad de escribir un ensayo sobre las
inconsistencias encontradas en los relatos, y éste, a su vez, sirvió como base para el
famoso artículo, «Studies in the Literature of Sherlock Holmes», que Ronald leyó en
el Club Gryphon de Oxford en 1911. Ambos ensayos le fueron enviados a Conan
Doyle, quien, si no dio su opinión acerca del primero, al menos encontró bastantes
cosas que le divirtieran en el segundo. Lo leyó en el Blue Book de Oxford, donde fue
publicado por primera vez en julio de 1912. Luego se convirtió en una de las
conferencias más populares de Ronald Knox y obtuvo un aplauso general en 1928,
cuando se incluyó en sus Essays in Satire.
Los otros escritos sherlockianos de Knox incluyen su primer libro, Juxta Sauces,
de 1910, en el que Holmes es miembro del simposio, y Memories of the Future, de
1923, donde Lady Ópalo describe la gran estatua del detective en Baker Street;
también hubo críticas, artículos, cartas a la prensa y un ensayo sobre «Mycroft y
Moriarty», aparecido en la antología de H. W. Bell de 1934, Baker Street Studies.
Knox era amigo íntimo de G. K. Chesterton y miembro del Detection Club. Editó The
Best Detective Stories of the Year 1928, dando en la introducción su famoso decálogo
o lista de reglas que debían seguir los escritores de misterio, y fue autor de seis
novelas de detectives, la mayoría de las cuales, ha de decirse, tienen como
protagonista al más bien insípido y nada memorable sabueso amateur, Miles Bredon.
Durante un tiempo Knox se desilusionó con el mundo sherlockiano. «No soporto
los libros sobre Sherlock Holmes», le contó a un editor que le había pedido que
hiciera la reseña de uno de ellos. «Resulta tan deprimente que mi único logro
permanente sea el de haber iniciado una mala broma… Si es que la empecé yo». Sin
embargo, su viejo entusiasmo revivió después de la guerra y fue entonces cuando
aceptó escribir «La Aventura del Coche de Primera Clase» para el Strand Magazine.
Mucha gente creía que Sherlock Holmes era la única persona que podía restaurar
la débil suerte de la revista. A los editores les resultaba cada vez más difícil competir
con las nuevas e impetuosas revistas en formato de bolsillo. Richard Ushborne, en
una reseña a The Annotated Sherlock Holmes en 1967, explicó cuáles eran los
problemas. Dijo que lamentaba que el compilador no hubiera incluido ninguno de los
artículos que E. V. Knox había escrito para Punch:
También me gustaría ver de nuevo esa historia de Holmes que conseguimos que
Ronald Knox escribiera para el moribundo (y querido). Strand en 1947, «La Aventura
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del Coche de Primera Clase». Digo «conseguimos» porque yo era ayudante de
Macdonald Hastings, editor del Strand en sus últimos tres años. Nosotros también
estábamos agobiados por la leyenda de Holmes en aquellos días, igual que parecían
estarlo los lectores (escasos) de la revista. Para nosotros, cuando éramos niños, el
Strand había sido Holmes, y la cara de Holmes/Paget nos miraba con el ceño fruncido
a través de la ventana mientras nos preguntábamos cómo hacer que el Strand de
tamaño de bolsillo (escasez de papel) fuera rentable de nuevo. La mitad del tiempo
queríamos asesinar su inestable nombre y empezar con una nueva fórmula, con
desnudos y cuentos cortos para competir con las revistas rivales Lilliput y Men Only,
que ganaban dinero. La otra mitad del tiempo queríamos hacer volver a Doyle,
Kipling, Jacobs y Wodehouse, y retornar al mundo de la luz de gas y los cabriolés.
Cuando el Strand cerró finalmente en 1950, mi viejo maestro me escribió: «Me
encantaba el viejo y querido Strand. Para serle franco, en este siglo no he abierto
ningún ejemplar de la revista». Quizá él era el típico lector al que nos enfrentábamos.
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LA AVENTURA DEL BANQUERO DE SHEFFIELD
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jurado guardar el secreto.
Nada más se oyó hablar de ella hasta 1947, cuando salió a la luz un nuevo lote de
manuscritos de Conan Doyle de una cámara subterránea de un banco en
Crowborough, que incluía el ensayo titulado «Some Personalia about Mr. Sherlock
Holmes», que fue escrito en 1917. Éste llegó a la atención del editor de la revista de
Hearst, Cosmopolitan, quien preguntó si podía publicarlo; pero como ya lo había sido
en el Strand Magazine y en la autobiografía de Doyle, en su lugar se le ofreció «The
Man Who Was Wanted», y gustosamente lo aceptó. Tenía la impresión de que
también había sido hallado en la cámara del banco y que estaba en forma de
manuscrito. «¡Encontrada!», decía la tapa del número de agosto de 1948, «La Última
Aventura de Sherlock Holmes. Una historia no publicada hasta ahora de Sir Arthur
Conan Doyle». Estaba, tal como los que la vieron habían advertido, un poco por
debajo del nivel habitual. «Somos conscientes», reconoció el editor, «de que hay
varias inconsistencias en esta historia. No hemos tratado de corregirlas. Se publica tal
como se encontró, a excepción de unos cambios menores en la ortografía y la
puntuación».
En Inglaterra, la historia se ofreció al Strand Magazine, pero los editores la
rechazaron por no poder permitirse pagarla, y aún seguía disponible cuando el editor
del Sunday Dispatch se puso en contacto con Denis Conan Doyle el 12 de agosto de
1948. Las negociaciones se alargaron hasta diciembre, cuando se acordó un precio de
250 libras, y los nuevos agentes literarios, Pearn, Pollinger y Higham, quienes habían
sustituido a A. P. Watt & Son, consiguieron unos términos muy ventajosos para la
venta de los derechos al extranjero. La primera parte de la historia apareció en el
periódico el 2 de enero, y el resto el 9 y el 16 de enero. Una vez más se hicieron
advertencias respecto a las inconsistencias y, para prevenir más críticas, el editor
añadió una declaración de Denis Conan Doyle que decía: «En apariencia, mi padre
frenó la publicación de “The Case of the Man who was Wanted” por no considerar
que estuviera a la altura de su nivel habitual. Su familia adoptó el mismo criterio y
por ese motivo ha evitado su publicación hasta ahora, pero el interés del público en
esta historia ha sido tan grande que por último hemos cedido a la presión y decidido
permitir que la publicara el Sunday Dispatch».
Cuando se dio por primera vez la noticia de la historia, mucha gente insistió en
que debía publicarse y, en palabras de Edgar Smith, solicitó «la inmediata inclusión
de esta nueva Revelación en el canon de los Escritos Sagrados»; pero cuando se hizo
esto, fueron menos amables. «Algunos notables sherlockianos son bastante severos»,
admitió Vincent Starrett en su columna «Books Alive» del Chicago Tribune el 19 de
septiembre de 1948:
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del doctor Watson. H. B. Williams piensa que los dos muchachos Doyle, Adrian y
Denis, pueden haber encontrado el relato en una forma fragmentaria entre los papeles
de su padre, y que lo han terminado lo mejor que han podido. Jeremiah Buckley
declara que la obra es una falsificación y su perpetrador un estadounidense. El
profesor Finlay Christ también insinúa la posibilidad de falsificación, y así continúa
el juego.
De hecho, como pronto descubriría Starrett, no había sido escrita por Conan Doyle, y
tampoco era una falsificación. El verdadero autor era Arthur Whitaker. Nació en 1882
y se casó en 1909, y su profesión era la de arquitecto. Poco después de casarse
descubrió que le sobraba tiempo y, habiendo sido siempre un gran admirador de
Sherlock Holmes, escribió una media docena de tramas para historias. Una de éstas,
la que ahora nos ocupa, la desarrolló en su totalidad y se la envió a Conan Doyle
sugiriéndole que ambos podían colaborar. Doyle le contestó el 7 de marzo de 1911,
diciendo:
Estimado señor:
Leí su historia. No es mala y no veo por qué usted no cambia los nombres e
intenta que se la publiquen. Por supuesto, no puede emplear los nombres de mis
personajes.
A mí me es imposible unirme para escribir ningún caso con otro, pues el resultado
sería que los editores de inmediato me bajarían el precio en un 75 por ciento.
A veces estoy abierto a comprar ideas que guardo y uso en el momento que yo
considero propicio y a mi manera. Lo hice una vez y pagué diez guineas por la idea,
escribiéndola con mi estilo. Si así lo desea, lo haría con usted, pero no puedo
garantizarle usarla, y usted no podría recibir ningún crédito personal por ella.
Considerándolo todo, sería más inteligente que la empleara usted.
Atentamente suyo,
Arthur Conan Doyle».
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City Museum). Su interés en la ornitología tendió a estar por delante de su trabajo
como arquitecto, pero al menos diseñó un teatro y un número de casas en su ciudad
natal de Sheffield. Ocasionalmente también se vería su nombre en las columnas de
correspondencia de los diarios locales, donde a menudo escribía en verso… al igual
que hacía en sus tarjetas de navidad, dibujadas por él, y en las cartas que le escribía a
sus amigos.
Whitaker guardó una copia de la historia, y ésta fue leída por su hermano y
hermana (a quienes les dio la carta de Doyle), y por otros amigos (incluyendo uno a
quien le dio la tarjeta de visita de Doyle que había acompañado el cheque), pero ya
casi lo había olvidado cuando en septiembre de 1945 leyó por casualidad la biografía
de Hesketh Pearson y vio la atribución incorrecta que se le daba a la historia. El 24 de
septiembre de 1945 le escribió a Pearson, indicando que él era el autor. «Mi orgullo»,
decía, «no se siente impropiamente herido por su comentario de que “The Man Who
Was Wanted” no está a la altura de la expectativa creada, y se ve muy mitigada por su
opinión de que lleva la auténtica marca de fábrica. Creo que es un gran cumplido para
mi único esfuerzo de plagio».
Pearson contestó la carta el 26 de septiembre, diciendo que el comienzo de la
historia era lo suficientemente bueno como para que él hubiera afirmado que era
auténtica, y sugiriendo que a todas las futuras ediciones les añadiría una nota que
explicara:
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explicó, «con toda probabilidad lo tomarán como algo avieso, razón por la que he
decidido mantenerme al margen del asunto en todo lo que pueda, dejar que Starrett
sepa la verdad y que la cuestión quede enteramente en sus manos». Cada uno le
escribió una carta a Starrett pero, con la publicación de la historia en el Sunday
Dispatch, Whitaker consideró que en justicia debía revelarle la verdad a Denis Conan
Doyle sin más demora. Lo hizo el 12 de enero de 1949. La carta le fue remitida a
Adrian Conan Doyle, que se hallaba en Tánger. Éste contestó molesto el 21 de enero
y demandó pruebas de la autoría de Whitaker. «A menos que reciba tales pruebas que
satisfagan a nuestros abogados, le advertimos que de inmediato estableceremos
acción legal por daños y perjuicios ante el caso de que cualquier persona lance
cualquier calumnia, sin pruebas sólidas, en contra de nuestro manuscrito».
Whitaker quedó perplejo por el tono de la carta e indicó que poseía la copia
original a papel carbón y que podía presentar una veintena de testigos que habían
visto y leído la historia mucho antes de la muerte de Doyle. Pero el asunto ya se
hallaba en manos de Vertue, Son & Churcher, los abogados del legado de Conan
Doyle. Por ello, Whitaker llamó a sus propios abogados, Lapage, Norris
Sons & Saleby. El 3 de febrero de 1949 pudo presentar la carta original que le enviara
Conan Doyle, y el 15 de febrero el asunto llegó a una conclusión satisfactoria. Los
Doyle reconocieron que en verdad la historia era de Arthur Whitaker y, aunque éste
no esperaba ninguna remuneración, ellos acordaron pagarle parte de los ingresos
obtenidos (150 libras en total, de las cuales 21 se destinaron a cubrir gastos legales).
Mientras tanto, se había mantenido a distancia a la prensa, pero una vez que se hubo
solucionado la cuestión, el Sunday Dispatch publicó un artículo de John Bingham que
dejaba las cosas claras y explicaba cómo había surgido la confusión. Whitaker tuvo
poco tiempo para saborear su recién adquirida fama, pues murió súbitamente el 10 de
julio de 1949.
Su curiosa historia le da al relato derecho a tener un lugar en esta colección y,
aunque en su tiempo fue criticada cuando se la consideró de Conan Doyle debido a la
desconcertante escala temporal doble, al establecimiento errático de fechas y a las
imposibles referencias a Mary Morstan (quien estaba muerta en 1895), es, no
obstante, de un elevado nivel, y, como engañó a la viuda de Doyle, a sus hijos, a sus
dos biógrafos, Hesketh Pearson y John Dickson Carr, siempre ocupará un lugar
especial entre los escritos apócrifos de Sherlock Holmes.
Vincent Starrett, que, como ya se ha visto, fue uno de los primeros en saber la verdad
acerca de Arthur Whitaker, y que también había sido uno de los primeros en Estados
Unidos en mencionar la historia de «The Man Who Was Wanted», tal como lo hiciera
en el Chicago Tribune el 12 de septiembre de 1942, nació en Toronto en 1886 y
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comenzó su «carrera de idolatría por Conan Doyle» cuando contaba diez años de
edad. En 1918 escribió su primer artículo, «In Praise of Sherlock Holmes», para el
Reedy Mirror; era un «himno triunfal de gratitud» escrito inmediatamente después de
la publicación de Su Último Saludo, y se le envió una copia a Conan Doyle. Iba a ser
la inspiración para una serie de artículos que fueron reunidos en 1933 bajo el título
The Private Life of Sherlock Holmes. Pero con anterioridad ya había realizado su
segunda contribución a la «literatura de la leyenda». Ésta fue «La Aventura del
Hamlet Único», que fue escrita en 1920 y editada privadamente por Walter Hill para
que se distribuyera en navidad entre sus amigos (uno de los cuales era Conan Doyle).
Se describe como «una aventura hasta ahora no registrada del señor Sherlock
Holmes», pero el autor también esperaba que se leyera como una «sátira cordial sobre
los coleccionistas de libros y los especialistas shakespearianos».
Starrett era un hombre de muchas facetas, afamado crítico, ensayista, periodista,
antólogo, poeta, biógrafo y coleccionista de libros, pero como mejor se lo recordará
será como «Sherlockfilo». En 1934 fue uno de los miembros fundadores de los
Irregulares de Baker Street; en 1940 editó una antología de temas sherlockianos (que
incluía su pastiche); y después produjo un torrente de poemas, artículos e
introducciones. «El hecho es», reconoció más adelante, «que ahora apenas puedo
escribir un párrafo sobre cualquier tema sin introducir a Holmes en el argumento».
Bajo la influencia de Conan Doyle escribió una narración ficticia del caso de Oscar
Slater, Too Many Sleuths, y sus novelas de detectives estaban en deuda con Sherlock
Holmes. Una de ellas, The Casebook of Jimmie Lavender, fue dedicada al «Doctor
John H. Watson, anteriormente de Baker Street, Londres, quien escribió la
prescripción original». Aunque no era un gran narrador de historias de crímenes, en la
época de su muerte, acaecida en 1974, Starrett se había establecido a sí mismo como
uno de los más ilustres hombres de libros de Estados Unidos y el decano de los
sherlockianos.
Aparte de aparecer en su propia antología, 221 B, «La Aventura del Hamlet
Único» también se incluyó en las Misadventures de Sherlock Holmes, de Ellery
Queen, en 1944, y en la edición revisada de The Prívate Life of Sherlock Holmes,
publicada en 1960. Fue el único pastiche de Starrett, aunque en una ocasión dijo que
podría hacer algo similar creando una historia «sintética». En una carta a Ellery
Queen explicó el motivo que tenía para querer llevarlo a cabo:
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quien se desmayaría en el umbral de la puerta; el cabriolé en la niebla, y así
sucesivamente. Creo que se podría hacer. Me doy cuenta de que cuando
pienso en las historias de Holmes casi de manera instintiva pienso en
semejante cuento increíble, me pregunto cuál es, y entonces comprendo que
se trata de una colección de fragmentos literarios que sólo existe en mi mente.
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historia, «The Adventure of the Black Narcissus», se publicó en Dragnet en febrero
de 1929. Diez historias más siguieron en rápida sucesión, tres de ellas escritas en un
solo día, y luego Pons fue destinado al limbo. Allí habría permanecido de no haber
sido por el interés de Ellery Queen, que incluyó «The Adventure of the Norcross
Riddle» en The Misadventures of Sherlock Holmes, y a partir de ahí hizo que el
nombre de Solar Pons fuera conocido por un público más amplio. Entonces se
convenció a Derleth para que revisara las historias anteriores y las publicara en forma
de libro. El título fue: In Re: Sherlock Holmes, que era la entrada que Derleth había
situado en su diario antes de escribir la primera historia; llevaba una introducción de
Vincent Starrett, y un sello especialmente creado, Mycroft y Moran. Siguieron
muchas otras aventuras en los años posteriores, incluyendo relatos largos y una
novela.
Solar Pons evolucionó de Sherlock Holmes, pero se convirtió en un personaje
concreto, una distinción que fue puesta de relieve cuando el editor del Baker Street
Journal publicó «The Adventure of the Circular Room» usando los nombres de
Holmes y Watson. Como historia de Pons es un éxito, pero como pastiche de
Sherlock Holmes tiene serios defectos. Como dijera Starrett, Pons era una
«emanación ectoplásmica de su gran prototipo», un actor inteligente y un pupilo
brillante, pero definitivamente no era Sherlock Holmes. Se hallaba más en la
tradición de las historias de Picklock Holes de R. C. Lehmann que aparecieron por
primera vez en Punch en 1893, y un precursor de las historias de Schlock Homes de
Robert L. Fish.
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Hombre Marcado», que apareció en el número de julio de 1944. Se trataba de una de
dos historias de Sherlock Holmes escritas especialmente para ellos por Stuart Palmer;
la otra era «The Adventure of the Remarkable Worm», que fue publicada en The
Misadventures of Sherlock Holmes.
Palmer nació en 1905 y murió en 1968. Encontró por primera vez el nombre de
Sherlock Holmes a la edad de doce años, cuando leyó The Pursuit of the House-Boat,
de John Kendrick Bangs. A los pocos años ya conocía casi de memoria todas las
historias originales e incluso se había tomado la molestia de escribir una carta
apreciativa de Sherlock Holmes a su dirección de Baker Street. Realizó su debut
como escritor de relatos de detectives en 1931, pero fue su segundo libro, The
Penguin Pool Murders, el que estableció su reputación y la de su heroína, la maestra
convertida en detective, la señorita Hildegarde Withers. «Ella jamás podría haber
existido», dijo después, «de no haber sido por su ilustre predecesor». El amor de ella
por lo oculto, su curiosidad, y su costumbre de retener información hasta el desenlace
debían su origen a Sherlock Holmes.
Los dos pastiches, uno serio y otro cómico, fueron escritos mientras Palmer
estuvo destinado en una guarnición del ejército en Oklahoma, donde cumplía la tarea
de instructor, y ambos, dijo, «se basaron en la gran tradición y, no obstante, se
concibieron con toda humildad y respeto». Fueron los únicos que escribió, aunque su
interés en Sherlock Holmes y en los casos no registrados mencionados por el doctor
Watson jamás decreció. El destino del buque de vapor holandés Friesland, las
singulares aventuras de los Grice Patterson en la Isla de Uffa y las otras «deliciosas y
perdidas historias» serían, insistía, más preciosas para él que las canciones perdidas
de Safo.
Para S. C. Roberts, que más tarde se convertiría en una de las principales autoridades
sobre la vida del doctor Johnson, fueron los primeros seis volúmenes del Strand
Magazine los que le sirvieron como introducción a Sherlock Holmes. Nació en 1887
y fue estudiante, miembro y por último rector del Pembroke College, Cambridge. Fue
Secretario de la University Press entre 1922 y 1948, y Vicerrector de la Universidad
desde 1949 hasta 1951.
Aunque descubrió a Conan Doyle en 1911, su primera contribución a la literatura
de Sherlock Holmes (que luego recibiría una impresión privada) fue «A Note on the
Watson Problem» en el Cambridge Review del 25 de enero de 1929, que era un
comentario sobre los estudios de Ronald Knox que habían aparecido en Essays in
Satire. Le siguió un ensayo acerca de la primera época de la carrera del doctor
Watson, un «prolegómeno al estudio de un problema biográfico», que se publicó en
Life and Letters en febrero de 1930, y en la antología Essays of the Year, y que luego
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se incluiría en uno de los Criterion Miscellanies de Faber & Faber, donde se extendió
para que contuviera detalles de los últimos años del doctor Watson. Éste se convirtió,
tal como dijera el Times, en la «vida tipo» del doctor Watson y colocó a Roberts en la
primera fila del nuevo saber, saber que alcanzó su cúspide en 1932 con la publicación
de una «biografía realmente exhaustiva» de Sherlock Holmes escrita por T.
S. Blakeney, y de un «libro de texto para estudiantes avanzados» de H. W. Bell, que
proporcionaba la cronología de las historias. Los dos libros fueron reseñados por
Roberts en el Observer. También fue miembro de la primera Sociedad Sherlock
Holmes de Londres y contribuyó a los Baker Street Studies de Bell.
De sus cuatro pastiches sherlockianos, el primero fue una obra de teatro corta
llamada Christmas Eve, que se imprimió privadamente en 1936 para su distribución
en Navidad. Luego, en 1945, después del robo de algunos libros de la Biblioteca
Athenaeum, publicó «The Strange Case of the Megatherium Thefts». Más adelante,
en julio de 1951, para coincidir con la exposición de Sherlock Holmes en Baker
Street y bajo el auspicio de la National Book League, dio una conferencia pública en
el Museo Victoria y Alberto sobre «La Personalidad de Sherlock Holmes», que
incluía unos pocos extractos provocadores de la narración del doctor Watson «The
Death of Cardinal Tosca». En la misma época fue nombrado Presidente Vitalicio de la
nueva Sociedad Sherlock Holmes, y en calidad de tal (y como Síndico del lugar de
nacimiento de Shakespeare) en 1963 reveló su descubrimiento del manuscrito no
publicado del doctor Watson «The Case of the Missing Quarto», un complemento a la
historia anterior de Vincent Starrett. Todos sus primeros artículos, ensayos y
pastiches, incluyendo su introducción a la edición de World’s Classics de las historias
de Sherlock Holmes, se reunieron en 1953 bajo el título de Holmes and Watson: A
Miscellany, y siguió siendo un sherlockiano activo hasta su muerte en 1966.
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apareciera primero en una revista de Edimburgo. Y también es apropiado que fuera
en la Blackwood's Magazine, ya que se trataba de la revista en la que, durante los
primeros años de su carrera, Doyle anhelaba que le publicaran una historia. A
diferencia del Chamber's Journal, que aceptó su primer relato en 1879, Blackwood's
rechazó muchos manuscritos que les envió, incluyendo dos de los que se ha afirmado
que eran prototipos de las historias de Sherlock Holmes: «The Haunted Grange of
Goresthorpe» y «Uncle Jeremy's Household». El primero se lo envió hacia 1880 y
jamás le fue devuelto, mientras que el segundo les llegó en 1884 y, eventualmente,
fue publicado en el Boy's Own Paper.
La historia de Duncan Macmillan se publicó en Blackwood’s en septiembre de
1953, y la primera edición tenía un prefacio con una breve narración de su origen. El
autor dijo que le parecía estar caminando con el doctor Watson por el Averno.
Preguntó si Sherlock Holmes había sido culpable alguna vez de egoísmo o
fanfarronería, pero Watson lo negó. Luego preguntó si las afirmaciones que Holmes
había hecho sobre sus primeros casos estaban justificadas, y, al ser presionado para
que diera un ejemplo, mencionó el caso que involucraba al cormorán amaestrado. De
inmediato Watson se relajó, y una vez que se hubieron sentado en un cómodo
cenador, le proporcionó la narración del caso. Cuando acabó, su oyente le preguntó si
en realidad se trataba de la verdadera historia del político, el faro y el cormorán
amaestrado. «Sí, mi querido señor», repuso el doctor con voz plácida y satisfecha, «lo
es en realidad».
Las historias que componen The Exploits of Sherlock Holmes[1] eran casi
contemporáneas a «Holmes in Scotland». Se basaban en títulos mencionados por el
doctor Watson y fueron escritas por Adrian Conan Doyle y John Dickson Carr.
Adrian era el hijo más joven de Sir Arthur Conan Doyle, y nació en 1910. Dedicó
toda su vida a la memoria de su padre. De niño le acompañó en giras de conferencias
por Australia, América, Sudáfrica y Escandinavia, donde fue testigo de las máximas
alabanzas al creador de Sherlock Holmes y de la a veces dura crítica dirigida contra el
«apóstol del espiritismo». Su educación formal se vio limitada a unos pocos años en
una escuela especial donde iba a examinarse, y luego dedicó la mayor parte de su
tiempo a sus pasatiempos de carreras de coches, pintura y zoología. Se casó en 1938
y poco después se fue al Camerún en una expedición de captura de reptiles. Poco
dócil para someterse a la disciplina de las Fuerzas Armadas, pasó los años de la
guerra en retiro virtual en Vignell Wood, en el New Forrest, donde estaba rodeado por
una colección de armaduras, llaves antiguas y papeles familiares.
La dirección del legado literario en un principio recayó sobre su hermano, Denis,
pero en 1943 Adrian entró en el conflicto acusando a Hesketh Pearson de haber
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escrito una biografía fraudulenta que no hacía justicia a su padre, y en 1945 produjo
su propio panegírico en forma de panfleto: The True Conan Doyle. Un año o dos
después, John Dickson Carr fue elegido como el biógrafo oficial y los dos se hicieron
amigos. Ambos compartían la creencia de que Gran Bretaña se hallaba en decadencia
y que bajo el nuevo gobierno laborista ya no era un lugar adecuado para vivir. Carr,
una vez terminada su biografía, regresó a Estados Unidos, mientras que Adrian se
dirigió a un exilio voluntario, estableciéndose primero en Tánger, luego en Portugal y
por último en Suiza. Los dos hombres se encontraron de nuevo en Nueva York en
1952, cuando Adrian fue a supervisar la inauguración de la Sherlock Holmes
Exhibition, que incluía la reconstrucción del salón del 221 B que él le había
comprado al Ayuntamiento de Marylebone. En ocasiones anteriores habían discutido
la posibilidad de revivir a Sherlock Holmes, pero en ese momento tomaron la firme
decisión de hacerlo.
Carr tenía ya cierta experiencia en ese campo, pues había escrito dos piezas cortas
humorísticos para la Asociación de Escritores de Misterio de América. La primera,
«The Adventure of the Conk-Singleton Papers», se representó en abril de 1948, y la
otra, «The Adventure of the Paradol Chamber», un año después. En una, la Reina
Victoria era acusada de haber intentado envenenar a Gladstone, mientras que en la
otra el embajador francés se quitaba los pantalones en su presencia. A pesar de ser de
mal gusto, Carr insistió en que su intención no era faltarle al respeto a Sherlock
Holmes.
La primera de las Hazañas, «La Aventura de los Siete Relojes», era una
colaboración en pleno basada en una idea proporcionada por Carr. «Parte de ella está
escrita línea a línea de manera alternativa», dijo Adrian en la época de su publicación.
«No podemos distinguir, ni nadie más tampoco, quién escribió cada frase. Cuando
escribimos, cada uno de nuestros cerebros es una mitad que forma parte de un todo».
Otras dos se escribieron de la misma manera, pero la colaboración no resultó fácil. A
Carr le resultaba difícil escribir en otro estilo que no fuera el suyo, y no siempre
consideraba que las historias mejoraban con las correcciones realizadas por Adrian.
Escribió tres más y luego «se puso enfermo», dejando que Adrian completara la serie.
En Estados Unidos la primera historia fue comprada por Life, y el resto por Collier,
mientras que en Inglaterra aparecieron en el Evening Standard de Londres y en otros
periódicos regionales.
La reacción de los lectores fue variada y los Sherlockianos se dividieron entre sí.
Algunos permitieron que su juicio se viera empañado por el resentimiento que sentían
hacia Adrian, mientras que otros dieron la bienvenida a su cambio de actitud, ya que
ahora brindaba su bendición a una forma literaria que él y su hermano previamente
habían intentado suprimir. Dijo, por ejemplo, en una carta al Irish Times:
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cuidadosamente el estilo y entorno originales, estoy haciendo exactamente lo
que mi padre habría deseado, es decir, revelar un poco más de los secretos de
Baker Street por la pluma de un Conan Doyle para el placer y diversión de los
viejos amigos de Sherlock Holmes y el doctor Watson.
No sólo era lo que su padre podría haber deseado, sino también, de muchas
maneras, lo que su padre había hecho, pues sus últimas historias eran pastiches de su
propio estilo del principio. Pero eran auténticas de un modo que Adrian jamás podría
conseguir. El hecho de que fuera hijo de Conan Doyle o de que fuera capaz de
manejar la lupa de su padre o escribir en el escritorio de su padre, no significaba
garantía de su habilidad como escritor, y tales cosas en sí mismas no podían crear
tramas o suministrar ejemplos de razonamiento lógico. Sin embargo, tal cosa llegó
con la práctica, y así como algunas de las primeras historias en la serie son
derivativas, e incluso pesadas, con torpes manipulaciones de trama, las posteriores
poseen cierta elegancia propia. La última, que es la que se incluye aquí, es sin duda la
más memorable.
Después de la publicación de Las Hazañas de Sherlock Holmes en 1954, y de la
muerte de su hermano un año más tarde, Adrian se involucró más en la herencia de su
padre. Hubo varios casos de juzgado y controversias: uno fue el intento por cobrar
derechos de autor impagados en Rusia, otro la discusión con Irving Wallace acerca de
si el doctor Joseph Bell o el mismo Doyle era el Sherlock Holmes «original». En
1959 Adrian editó y pagó un álbum de recortes para conmemorar el centenario de su
padre, y en 1963 ayudó a fundar Sir Nigel Films, que en asociación con otra
compañía cinematográfica produjo la película de Sherlock Holmes, Fog, o A Study in
Terror, y que después fue responsable de una película desastrosa basada en las
historias del Brigadier Gerard.
Su otra gran preocupación radicaba en su parte de los archivos de la familia. En
1955 había prometido entregarlos a Dublín; en 1962 se los dio a la ciudad de
Ginebra, y en 1965, con la ayuda del gobierno suizo, compró el Château de Lucens y
lo abrió al público al año siguiente con el nombre de Fundación Sir Arthur Conan
Doyle. Su intención era ser un memorial permanente dedicado a su padre, pero bajo
presión financiera intentó vender parte de la colección a una universidad
estadounidense y sufrió la humillación de ser «expuesto» por el Sunday Times en
abril de 1969. Murió el 2 de junio de 1970. El Château fue vendido y los papeles que
quedaban se trasladaron a una biblioteca local.
Adrian Conan Doyle realizó una contribución importante a la literatura de
Sherlock Holmes y sobrevivirá a cualquier daño que inadvertidamente haya
ocasionado a la reputación de su padre por su celo algo excesivo.
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El Sherlock Holmes Journal es la fuente de la siguiente historia. La revista de la
Sociedad Sherlock Holmes salió por primera vez en 1952 y desde 1956 fue editada
por Lord Donegall. A diferencia de su rival más antiguo, el Baker Street Journal, que
ha publicado un torrente de parodias y pastiches de diverso mérito, el Journal sólo ha
incluido unos pocos. Los pastiches, explicó el editor después, eran anatema para él a
menos que fueran excepcionalmente brillantes, y tres alcanzaron alguna vez esta
categoría, uno de A. Lloyd Taylor y dos de Alan Wilson. El de Taylor trataba sobre
Vamberry, el comerciante de vinos (muy apropiado, pues había sido el responsable de
la decoración de la Taberna Sherlock Holmes), y los de Alan Wilson eran «La
Aventura del Capitán Cansado» y «The Adventure of the Paradol Chamber».
Wilson nació en 1923 y fue introducido a las historias de Sherlock Holmes por su
padre. A la edad de doce años las había leído todas muchas veces, con la excepción
de «La Aventura del Ciclista Solitario», que, por algún motivo, escapó a su atención.
Fue esta historia la que ayudó a revivir su primer entusiasmo cuando la descubrió
después de la guerra.
Lord Donegall creyó que «La Aventura del Capitán Cansado» había «alcanzado la
perfección», y era en «un cien por cien Watson», y con ella Alan Wilson realizó su
primera venta en 1958. «The Adventure of the Paradol Chamber», que describía la
relación del señor Paradol con Vigor, el Prodigio de Hammersmith, siguió en 1961.
También hubo artículos sobre la fecha de El Valle del Terror (él optó por 1891); sobre
la integridad de Watson como autor; sobre el emplazamiento del fumadero de opio
mencionado en «La Aventura del Hombre del Labio Retorcido»; y sobre «Holmes el
Histriónico». Este último exponía la tesis de que Holmes había estudiado para el
escenario y que había dejado la profesión cuando fue superado por Henry Irving. Era
un tema del cual Wilson hablaba con conocimiento, pues había estudiado arte
dramático y él mismo era actor.
Wilson también era miembro de los Milvertonianos de Hampstead, una rama de
la sociedad fundada por Humphrey Morton y Peter Richard que se volvió activa en
195 8 con la publicación de su propia tarjeta de navidad. Su objetivo era potenciar el
estudio de todo lo relacionado con Milverton, y para ese fin la sociedad publicó una
serie de artículos con sólida investigación. Fue más activa entre 1958 y 1963, aunque
continuó existiendo hasta la muerte de Morton en 1969. «Son of Escott», un artículo
que abordaba el coqueteo de Holmes con la doncella de Charles Augustus Milverton,
y su inesperada secuela, fue la «historia Milverton» más importante de Wilson. Era
como «The Giant Rat of Sumatra», una historia para la que el mundo no estaba
preparado —en verdad para la que el mundo jamás estará preparado—, y apareció en
el Baker Street Journal.
Además, Alan Wilson adaptó La Aventura del «Negro». Peter para la radio y fue
el ganador de la Sherlock Holmes Society Photographic Competition de 1963.
También compiló una enciclopedia, listando todos los personajes y lugares
mencionados en las historias. Give Me Data estuvo lista para su publicación a
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principios de los años sesenta, pero se dejó a un lado cuando apareció otro libro que
abarcaba casi el mismo terreno. Su actividad sherlockiana cesó en 1963 cuando se
marchó de Inglaterra para convertirse en director del New Zealand Drama Council.
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Cara Amarilla», y el que Doyle había escrito. Quedó en manos del Sunday Times de
Johannesburgo descubrir detalles del primero.
El 18 de junio de 1967, el diario anunció un «Concurso Curioso para Nuestros
Lectores», diciendo que como parte de su deber para alentar la buena escritura,
ofrecería un premio de 200 rands[2] por una historia de Sherlock Holmes basada en la
descripción de «La Aventura de la Segunda Mancha» dada en «La Aventura del
Tratado Naval». La fecha de cierre de recepción era el 30 de septiembre de 1967 y la
extensión debía estar entre las 5.000 y 7.000 palabras. Luego el diario dijo que había
que ignorar la otra referencia al caso y el que llevaba su nombre.
Se recibieron noventa y cinco versiones distintas al finalizar el plazo de entrega, y
el 27 de noviembre, después de dos meses de deliberaciones, se anunció a dos
ganadores. Se trataba de F. P. Cillié y Miles Masters. El primero había elegido un
ambiente adecuadamente aristocrático y el otro había usado el misterio de Jack el
Destripador. Los finalistas se habían decantado por un amplio abanico de temas,
incluyendo política nacional e internacional, espionaje, escándalos domésticos, la
Guerra de los Boers y las minas de oro.
François Paulus Cillié, cuyo cuento fue publicado en el Sunday Times de
Johannesburgo el 3 de diciembre de 1967, se educó en Port Elizabeth y se graduó con
honores en ciencias económicas en la Universidad de Stellenbosch. Adicto a las
historias de Sherlock Holmes desde su infancia, sólo tenía veinticuatro años en el
momento del concurso. Escribió el relato por las noches, mientras su novia trabajaba
en el turno de noche en un hospital. Durante el día él trabajaba como economista en
un banco.
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campo. Es colaborador habitual del Sherlock Holmes Journal y algún día espera
presentar la cronología definitiva de los relatos.
Todas las historias de este libro, con la excepción de la última, están fechadas en los
años en los que Holmes se hallaba en la cima de sus actividades, pero «La Aventura
de la Casa Hillerman», de Julian Symons, está ambientada en los años veinte, durante
su retiro.
Julian Symons nació en 1912, y se distinguió en los años treinta como editor de
Twentieth-Century Verse, después como biógrafo, historiador social y crítico. Se
dedicó a escribir relatos de crímenes con estilo festivo antes de la guerra y poco
después se estableció como su exponente más importante, aunque su empleo de la
ironía para mostrar la violencia que hay detrás de las máscaras respetables de la
sociedad sitúan muchos de sus libros en el nivel de la novela ortodoxa. Es una
autoridad en la ficción detectivesca y ha escrito una historia exhaustiva de ésta, lo
mismo que libros sobre Edgar Allan Poe y Conan Doyle.
«La Aventura de la Casa Hillerman» procede de The Great Detectives.
Originalmente, el libro iba a ser una serie de «biografías», pero el autor decidió que
como de algunos se sabía demasiado y de otros muy poco, variaría la técnica en cada
caso. «La historia debería sugerir al maestro», reflexionó, «sin intentar jamás
competir con él». Se evitaría la parodia, y aunque el libro tendría unas excelentes
ilustraciones a color de Tom Adams, el texto sería independiente de ellas. Acerca de
la primera historia, llamada en un principio «How a Hermit was Disturbed in His
Retirement», dijo: «El relato de Sherlock Holmes depende muy poco de los detalles
biográficos, principalmente porque no hay escasez de biografías y ensayos
biográficos en forma de libros, que se pueden consultar con facilidad. Lo que aquí se
ofrece es a Sherlock retirado, y una narración con un giro inusual».
Es una obra de una serie que demuestra la fascinación que Symons siempre ha
sentido por el mito de Sherlock Holmes. En 1974 escribió A Three Pipe Problem[3],
sobre un actor de televisión, Sheridan Haynes, quien lleva la máscara de Sherlock
Holmes y asume su personalidad. El libro invirtió con habilidad el tema habitual del
criminal detrás de la máscara, haciendo que un hombre bastante corriente llevara la
máscara del gran detective.
Julian Symons fue el invitado de honor de la cena anual de la Sociedad Sherlock
Holmes en 1975, pero, a pesar de ser en algunos aspectos el heredero literario de
Dorothy L. Sayers, jamás se ha dedicado al estudio sherlockiano, prefiriendo en su
lugar concentrarse en el carácter de Conan Doyle y en aquellos escritores que le
influyeron o fueron influenciados por él.
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LOS CASOS NUNCA CONTADOS POR EL DR. WATSON
El doctor Watson proporciona los nombres de unos cuarenta casos distintos de los
que él escribió. Sus anuarios, que abarcan el período en el que Holmes estaba en
práctica activa, llenaban una estantería, y había un número de casos acabados
atiborrados de notas. Por lo tanto, no resulta sorprendente que de vez en cuando se
hagan públicos más detalles, pero es notable que las nuevas aventuras y desventuras
superen ahora el número de las originales. Para el lector curioso o insaciable existe
una elección amplia. Puede optar por nuevas historias salidas de la pluma del doctor
Watson, como «The Adventure of the Purple Maculas», de James C. Iraldi, sobre
Henry Staunton, a quien Holmes había ayudado a ahorcar. O «The Darkwater Hall
Mystery», de Kingsley Amis, en la que Watson describe su propio intento en
seducción y deducción. O reminiscencias de aquellos que conocieron al gran
detective, como «The Case of the Gifted Amateur», de J. C. Masterman, que es
narrada por el inspector Lestrade. O las novelas que han mezclado la realidad con la
ficción de forma que Edwin Drood, Raffles, Drácula, Tarzán y personajes similares
buscan el consejo del detective en compañía de personas tan distinguidas como
Sigmund Freud, Oscar Wilde, la Reina Victoria, el Zar y Theodore Roosevelt. O esos
otros en los que Holmes o sus hijos, o sus nietos, investigan un misterio más reciente,
o en el que Moriarty o su hermano intentan en vano limpiar el nombre de su familia.
Da la impresión de que la lista es interminable y sigue creciendo a cada año que pasa.
Las historias apócrifas de Sherlock Holmes no están pensadas para competir con
las originales, ya que eso puede dejarse a los muchos rivales que han seguido su
estela, sino que su intención es más bien la de reflejar e incrementar los logros del
señor Holmes. Si las historias de este libro logran reavivar el fuego de las
habitaciones de Baker Street, o repetir el ruido de los cabriolés, o captar el sonido de
un pie sobre la escalera, entonces habrán conseguido su objetivo.
RICHARD LANCELYN GREEN
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La aventura del coche de primera clase
RONALD A. KNOX
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sabremos lo que la señora Hennessy, de Guiseborough St Martin, desea de Sherlock
Holmes.
No había nada en el aspecto de la señora mayor que, escoltada unos minutos más
tarde por la leal señora Hudson, justificara la evaluación de Holmes. Exteriormente
era una representante típica de su clase; desde los abalorios de su sombrero a los
botines con elásticos en los costados, todo sugería a la criada que se puede ver
limpiando los escalones de entrada de los edificios de oficinas cualquier mañana
primaveral en la ciudad de Londres. Su voz, cuando habló, sonó articulada con una
precisión innecesaria, como suele ser habitual en las mujeres respetables de la clase
trabajadora. Pero hubo algo preciso y práctico en la exposición de su caso que hacía
sentir que se trataba de una mente que fácilmente se podría haber beneficiado con las
ventajas de una educación mejor.
—He leído sobre usted, señor Holmes —comenzó—, y cuando las cosas
empezaron a ir mal en la casa señorial, no pasó mucho tiempo hasta que me dije: si
hay un hombre en Inglaterra que sea capaz de ver la luz aquí, ése es el señor Sherlock
Holmes. Mi esposo, hasta hace poco, tenía un buen trabajo en el ferrocarril de
Chester; pero llegó el momento en que el reumatismo pudo con él, y después de eso
nada pareció marchar bien para nosotros, hasta que dejó su trabajo y nos fuimos a
vivir a un pueblo del campo no lejos de Banbury, buscando cualquier trabajo que
pudiera surgimos.
»Sólo llevábamos viviendo allí una semana cuando el señor Swithinbank y su
esposa ocuparon la vieja casa señorial que estaba vacía desde hacía mucho tiempo.
Eran recién llegados al distrito, y sus necesidades no muchas, pues no tenían hijos;
así que nos pidieron a mí y al señor Hennessy que fuéramos a vivir a la posada, cerca
de su morada, y que nos ocupáramos del trabajo de la casa. La paga era buena y los
deberes ligeros, por lo que nos alegró bastante aceptar el empleo.
—¡Un momento! —exclamó Holmes—. ¿Pusieron algún anuncio o consiguieron
el trabajo gracias a alguna recomendación privada?
—Llegaron de repente, señor Holmes, y fueron dirigidos a nosotros en busca de
ayuda temporal. Pero pronto vieron que nuestra manera de ser les gustaba y nos
mantuvieron. Eran personas reservadas, y quizá no deseaban un grupo de doncellas
que tuviera familia y extendiera rumores por el pueblo.
—Eso es sugerente. Expone usted su caso con admirable claridad. Le ruego que
continúe.
—Todo esto tuvo lugar en julio pasado. Desde entonces se han marchado una vez
a Londres, pero la mayor parte del tiempo han vivido en Guiseborough, viendo muy
poco a la gente de los alrededores. Parson hizo una visita, pero no es un hombre que
meta las narices donde no debe, y creo que ellos deben haber dejado claro que antes
preferían estar solos que gozar de su compañía. Así que hubo más conjeturas que
rumores sobre ellos en la zona. Pero, señor, no se puede trabajar como empleada
doméstica sin descubrir cómo marchan las cosas; y no pasó mucho tiempo hasta que
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mi esposo y yo estuvimos seguros de dos cosas. Una era que el señor y la señora
Swithinbank se hallaban muy endeudados. Y la otra que no se llevaban bien.
—Las deudas tienen una manera de reflejarse en la correspondencia de un
hombre —dijo Holmes—, y quien esté a cargo de vaciar su papelera necesariamente
lo notará. Pero ¿las relaciones entre marido y mujer? Sin duda han debido ir muy mal
antes de que se produzca una pelea en público.
—Puede ser, señor Holmes, pero sí se pelearon en público. La misma semana
pasada entraba yo con la comida y él estaba diciendo: El hecho es que a nadie le
agradaría más que a ti verme en el ataúd. Luego, él contuvo la lengua y se mostró un
poco confuso; y ella intentó poner buena cara. Pero he vivido lo suficiente, señor
Holmes, como para saber cuándo una mujer ha estado llorando. Entonces, el lunes
pasado, mientras yo descorría las cortinas, él salió bruscamente antes de que yo
hubiera cerrado la puerta detrás de mí. El mundo no es lo suficientemente grande
para los dos. Eso fue todo lo que oí, y me habría gustado no haberlo escuchado. Pero
no he venido aquí a repetir chismes de criados.
»Hoy, cuando vaciaba la papelera, me encontré con un trozo de carta que repite la
misma historia con su puño y letra. Échele un vistazo a esto, señor Holmes, y dígame
si una mujer cristiana tiene derecho a quedarse sentada y no hacer nada al respecto.
Había metido la mano en un bolso espacioso y, con gesto triunfal, sacó su prueba
documental. Holmes la estudió con el ceño fruncido y luego me la pasó a mí. Decía:
«Siendo sensato, sin importar lo que puedan decir de ello los imbéciles del jurado».
—¿Puede identificar la escritura? —preguntó mi amigo.
—Era la de mi señor —contestó la señora Hennessy—. La conozco bastante bien;
estoy segura de que el banco le dirá lo mismo.
—Señora Hennessy, no nos andemos con rodeos. La curiosidad es un instinto
bien marcado de la especie humana. Una vez que su ojo se posó en este documento,
sin duda inadvertidamente, apuesto a que inspeccionó la papelera en busca de algún
otro fragmento que pudiera contener.
—Eso hice, señor; mi marido y yo la revisamos juntos detenidamente, pues quién
sabía si la vida de una pobre criatura podía depender de ello. Pero sólo conseguimos
encontrar otra pieza escrita por la misma mano y en el mismo tipo de papel. Aquí la
tiene.
Alisó sobre la rodilla un segundo fragmento, en apariencia del mismo papel,
aunque muy distinto en contenido. Parecía haber sido arrancado a mitad de una frase;
no sobrevivía nada salvo las palabras: «en las cañas junto al lago, en dirección al
punto donde la vieja torre oculta las dos ventanas del centro del primer piso».
—Bien —comenté—, por lo menos esto nos brinda algo con lo que continuar.
Seguro que la señora Hennessy será capaz de contarnos si hay algún hito en
Guiseborough que responda a esta descripción.
—Sí que lo hay, señor; hay un viejo edificio en ruinas que da al pequeño lago al
final del jardín. Me atrevería a decir que ustedes, caballeros, se están preguntando por
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qué no bajamos nosotros mismos hasta la orilla del lago para ver qué podíamos
encontrar. Bien, la verdad es que estábamos asustados. Mi señor en momentos
normales es un hombre tranquilo, pero cuando se enfada tiene una expresión salvaje
en los ojos, y a mí no me gustaría provocarle. Así que pensé en venir a verle, señor
Holmes, y poner todo el asunto en sus manos.
—Me interesará investigar su pequeña dificultad. Para hablar con franqueza,
señora Hennessy, la historia que me ha contado es tan corriente que me habría tentado
desterrar todo el caso de mi cabeza. El doctor Watson, aquí presente, le corroborará
que soy un hombre ocupado, y los asuntos del Banco de Mauricio requieren con
urgencia mi presencia en Londres. Sin embargo, ese último detalle de los cañizales
junto al lago es seductor, decididamente seductor, y habrá que investigar todo el
asunto. La única dificultad es práctica. ¿Cómo vamos a explicar nuestra presencia en
Guiseborough sin revelarle a sus señores el hecho de que usted y su esposo se han
entrometido en sus asuntos familiares?
—Lo he pensado, señor —replicó la mujer mayor—, y creo que podemos
encontrar una salida. Hoy me he marchado sin dificultad porque mi señora se va al
extranjero a visitar a su tía, que vive cerca de Dieppe, y el señor Swithinbank ha
venido a la ciudad con ella para despedirla. Yo debo regresar en el tren de la noche, y
pensé en pedirle que me acompañara usted. Pero no, él se enteraría si un extraño llega
a su casa durante su ausencia. Sería mejor si usted tomara el tren de las diez y cuarto
de mañana y se hiciera pasar por un desconocido que va a ver la casa. La han
arrendado por poco tiempo, y mucha gente se presenta sin molestarse en obtener un
permiso.
—¿Habrá regresado tan pronto su patrón?
—Ese es el mismo tren que él va a tomar; y para decirle la verdad, señor, me
sentiría mejor sabiendo que le vigilan. Esa charla insana de estar muerto basta para
conseguir que cualquiera se sienta inquieto por él. Resulta inconfundible, señor
Holmes —continuó la mujer—, ya que le distingue una cicatriz en la parte izquierda
de la barbilla, donde un perro le mordió de niño.
—Excelente, señora Hennessy; usted ha pensado en todo. Mañana, entonces, en el
tren de las diez y cuarto a Banbury sin falta. Usted me ayudará ocupándose de que el
cabriolé de la estación esté listo. Los paseos por el campo pueden ser buenos para la
salud, pero el tiempo es más precioso. Iré directamente a su casa, y usted o su esposo
me escoltarán en esa visita por la agradable residencia campestre y su misterioso
inquilino. —Con un movimiento de la mano cortó las muestras de gratitud de la
mujer—. Bien, Watson, ¿qué piensa de ella? —preguntó mi compañero una vez que
se cerró la puerta al salir nuestra visitante.
—Parecía típica de ese noble ejército de mujeres cuyo duro frotar hace la vida
más fácil para las clases privilegiadas. No pude verla bien porque se sentó entre
nosotros y la ventana, y llevaba el velo del sombrero sobre los ojos. Pero sus maneras
bastaron para convencerme de que estaba diciendo la verdad, y que es sincera en su
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ansiedad por evitar lo que puede ser una terrible tragedia. En cuanto a la naturaleza
de ésta, confieso encontrarme entre tinieblas. Igual que usted, a mí también me
impactó la referencia a las cañas junto al lago. ¿Qué pueden significar? ¿Una cita?
—En absoluto, mi querido Watson. En esta época del año un hombre corre el
suficiente riesgo de constiparse sin necesidad de estar entre las cañas de un lago.
Probablemente se trata de un escondite, pero ¿para qué? ¿Y por qué un hombre se
tomaría la molestia de ocultar algo y, luego, obsequiosamente, llenar su papelera con
pistas sobre su paradero? No, éstas son aguas profundas, Watson, y tenemos que
disponer de más datos antes de empezar a teorizar. ¿Vendrá usted conmigo?
—Por supuesto, si me lo permite. ¿Llevo mi revólver?
—No espero ningún peligro, pero quizá sea mejor mantenernos del lado seguro.
Parece que la imagen que da el señor Swithinbank a sus vecinos es la de una persona
formidable. Y ahora, si es tan amable de pasarme el instrumento más pacífico que
cuelga a su espalda, intentaré tocar esa melodía de Scarlatti y dejar que los asuntos de
Guiseborough St Martin se ocupen de sí mismos.
A menudo he tenido ocasión de deplorar el hábito del señor Holmes de coger
trenes con el tiempo justo. Pero a la mañana siguiente a nuestra entrevista con la
señora Hennessy, llegamos a la estación de Paddington antes de la diez en punto…
para encontrarnos con un desconocido que exhibía una pronunciada cicatriz en el
lado izquierdo de su barbilla y que nos observaba con indiferencia por la ventanilla
del coche de primera clase.
—¿Piensa viajar con él? —pregunté cuando nos encontramos fuera de su alcance.
—Dudo que sea factible. Si es el hombre que yo creo, ha garantizado su soledad
durante el trayecto hasta Banbury por el simple proceso de deslizarle media corona al
revisor.
Y, para corroborarlo, unos minutos después vimos que el funcionario de trenes
escoltaba a un hombre de aspecto irritado, quien previamente había estado tirando
con vigor de la puerta cerrada, hasta un compartimento más apartado. Nosotros
ocupamos el que estaba justo detrás del señor Swithinbank. Éste, al igual que los
otros compartimentos de primera clase, fue debidamente cerrado una vez que
hubimos entrado; detrás de nosotros, los pasajeros menos afortunados se acomodaban
en los asientos de segunda.
—El caso no carece de interés —observó Holmes, bajando el periódico mientras
atravesábamos en una nube de vapor Burnham Beeches—. Presenta rasgos que
recuerdan el de James Phillimore, cuya desaparición (aunque su lealtad puede tentarle
a olvidarlo) investigamos sin éxito. Pero este misterio de Swithinbank, si no me
equivoco, es más profundo. Por ejemplo, ¿está el hombre tan ansioso como para
exhibir su intención de suicidio, o suicidio ficticio, en presencia de sus criados? No se
le habrá pasado por alto que escogió el momento en que la buena señora Hennessy
entraba en la habitación, o salía de ella, para realizar esas notables confidencias a su
esposa. No contento con ello, debía dejar pruebas de sus intenciones en el cubo de la
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papelera. Y, sin embargo, ello involucraba el riesgo de hacer que le estropearan sus
planes debido a una interferencia preocupada y de buena naturaleza. ¡Tiempo
suficiente para que su desaparición se hiciera pública al ser efectiva! ¿Y por qué, en
nombre de la fortuna, esconde algo sólo para decirnos dónde lo ha ocultado?
Entre un laberinto de vías de tren, nos detuvimos en Reading. Holmes sacó la
cabeza por la ventanilla, pero informó que todas las puertas habían permanecido
cerradas. No estábamos destinados a averiguar nada de nuestro elusivo compañero de
viaje hasta que, justo cuando pasábamos por el bonito villorrio de Tilehurst, una
pequeña rociada de trozos de papel pasó volando delante de la ventanilla de nuestro
compartimento, y dos de ellos atravesaron el espacio que habíamos dedicado a la
ventilación en aquella mañana brillante de otoño. Fácilmente se puede adivinar con
qué avidez los recogimos.
Los mensajes tenían la misma escritura con la que el hallazgo de la señora
Hennessy nos había familiarizado. Decían, respectivamente: «Pretendo ponerle fin a
todo» y «Esta es la única salida». Holmes los observó con las cejas fruncidas, hasta
que yo me moví con impaciencia.
—¿No deberíamos tirar del cordel de llamada? —pregunté.
—En absoluto —respondió mi compañero—, a menos que tenga usted más
billetes de cinco libras que los que suele tener. Incluso anticiparé su siguiente
sugerencia, que es que miremos por la ventanilla a ambos lados del coche. O bien
tenemos a un lunático a dos puertas de distancia, en cuyo caso es inútil tratar de
predecir su siguiente movimiento, o intenta suicidarse, en cuyo caso no se detendrá
por la presencia de espectadores, o se trata de un hombre con un cerebro astuto que
nos envía mensajes con el fin de hacer que nos comportemos de una manera
determinada. Es posible que desee que nos asomemos por la ventanilla, lo cual me
parece un motivo excelente para no hacerlo. En Oxford podremos darle al revisor una
lección sobre el peligro de encerrar a los pasajeros en sus compartimentos.
Y así resultó ser; pues cuando el tren se detuvo en Oxford, no había ningún
pasajero en el coche del señor Swithinbank. Aún seguía allí su abrigo y su sombrero
de ala ancha; su maleta fue identificada por el revisor. La puerta de la derecha del
compartimento, situada al otro lado de la plataforma, se había abierto; y la lupa de
Holmes no pudo aportar detalles sobre la forma en que el elusivo pasajero se había
marchado.
En Banbury nos aguardaba un caballo impaciente y un cochero ofendido, quien
nos llevó a través de bosques dorados hasta el pequeño pueblo de Guiseborough
St Martin, que se alzaba bajo la sombra de Edge Hill. La señora Hennessy nos recibió
a la puerta de su cabaña, realizando una educada reverencia; y resulta fácil imaginar
con qué movimientos angustiados de las manos y enjugamiento de los ojos con el
delantal recibió el anuncio de la desaparición de su señor. Parecía que el señor
Hennessy había ido a una granja vecina por algún recado y fue la mujer mayor en
persona quien nos escoltó hasta la casa señorial.
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—Allí ya hay un caballero, señor Holmes —nos informó—. Llegó temprano esta
mañana y no aceptó ninguna negativa; y no mencionó ni una palabra del asunto que
le traía hasta aquí.
—Es lamentable —dijo Holmes—. Yo deseaba en particular un terreno despejado
para llevar a cabo ciertas investigaciones. Esperemos que sea lo suficientemente
amable como para marcharse cuando se le informe de que no existe posibilidad de
una entrevista con el señor Swithinbank.
La Casa Guiseborough se levanta sobre su propio terreno un poco en las afueras
del pueblo, inconfundiblemente la residencia de un terrateniente, pero sin ningún aire
de grandeza noble. Las paredes viejas y ásperas han sido renovadas con cantos de
piedra, las ventanas divididas cambiadas por un generoso espacio de cristal para
adecuarse a un gusto más moderno, y se ha sacado un pórtico desde la entrada
delantera para darle la bienvenida al viajero con su refugio. El jardín desciende por
una pendiente escarpada desde la galería principal y en el fondo lo rodea un lago
pequeño, dominado por una elevación en ruinas que le sirve al propietario actual de
mirador.
En el interior de la casa el mobiliario era escaso, y resultaba evidente que los
Swithinbank la habían alquilado con los muebles que tenía, y que habían aportado
pocos propios. Cuando la señora Hennessy nos escoltó al salón, nos quedamos un
poco sorprendidos al ser recibidos por la figura delgada y de facciones melancólicas
de nuestro viejo rival el inspector Lestrade.
—Sabía que era usted rápido, Holmes —dijo—, pero no tengo ni idea de cómo
llegó a enterarse de las pequeñas andanzas del señor Swithinbank; más aún, no creía
que a usted le interesaran mucho los casos corrientes de fraude como éste.
—¿Fraude corriente? —repitió mi compañero—. ¿Qué ha estado haciendo?
—Extendiendo cheques, y altos, señor Holmes, cuando sabía que su banco no los
cubriría; sólo pequeñeces de ese tipo. Pero si usted anda tras él, no creo que se
encuentre muy lejos, y agradecería cualquier ayuda que usted pudiera prestarme para
atraparlo.
—Mi querido Lestrade, si usted está poniendo en práctica sus habituales métodos
sistemáticos, tendrá que patrullar la línea del ferrocarril de la Great Western desde
Reading hasta Oxford. Espero que haya traído una red con usted, pues la línea cruzó
el río no menos de cuatro veces en el curso de nuestro viaje.
Y le expuso al asombrado inspector un resumen de nuestras investigaciones.
Nuestra información obró como un hechizo sobre el pequeño detective. Partió al
momento en busca de la oficina de telégrafos más próxima para ponerse en contacto
con Scotland Yard, con las autoridades del Ferrocarril Great Western y con la
Comisión Portuaria del Támesis. Sin embargo, prometió regresar con presteza, e
imagino que Holmes se maldijo por no haber despedido al cochero que nos trajo
desde la estación, una suerte inmerecida para nuestro rival.
—¡Vamos, Watson! —exclamó cuando los ruidos de las ruedas se perdieron en la
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distancia.
—Supongo que nuestro camino lleva a la orilla del lago.
—¿Cuan a menudo debo recordarle que el lugar donde el criminal le dice que
mire es el lugar en el que no hay que mirar? No, la pista del misterio radica, de algún
modo, en la casa, y debemos darnos prisa si queremos encontrarla.
Veloz como el pensamiento, comenzó a vaciar estanterías, abrir armarios,
escritorios, mientras yo, siguiendo sus directrices, recorría los diversos cuartos de la
casa para evaluar si todo estaba en orden y si algo sugería la anticipación de una
huida apresurada. Para cuando hube retornado a su lado, sin encontrar nada fuera de
su sitio, se hallaba sentado en el sillón más cómodo del salón, leyendo un libro que
había cogido de la biblioteca… y si no recuerdo mal, versaba sobre los aborígenes de
Borneo.
—¡El misterio, Holmes! —grité.
—Lo he resuelto. Si mira en ese escritorio de allí, encontrará los libros de la casa
que la señora Swithinbank obsequiosamente ha dejado atrás. Es extraordinario cómo
esta gente siempre comete un error elemental. Usted es un hombre cosmopolita,
Watson; écheles un vistazo y dígame qué le llama la atención como curioso.
No pasó mucho tiempo hasta que descubrí el rasgo llamativo.
—¡Vaya, Holmes —exclamé—, no hay ningún registro de que a los Hennessy se
les estuviera pagando un salario!
—¡Bravo, Watson! Y si analiza con un poco más de detenimiento los números,
descubrirá que aparentemente los Hennessy vivían del aire. De modo que ahora tiene
ante usted la totalidad de los hechos de la historia.
—Confieso —repuse algo abatido— que para mí todo el caso sigue estando tan
oscuro como antes.
—Entonces, échele un vistazo al periódico que he dejado sobre la mesita; he
marcado el párrafo importante con lápiz azul.
Era un ejemplar de un periódico australiano, de unas semanas atrás. El párrafo al
que Holmes había atraído mi atención decía lo siguiente:
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Lestrade volvió a formar parte de nuestro grupo. Pocas veces había visto al pequeño
detective tan desconcertado e incómodo.
—Se reirán de mí por esto en Scotland Yard —dijo—. Habíamos recibido noticias
de que Swithinbank se hallaba en Londres, pero yo me cercioré de que era falso, y
vine a toda velocidad hasta aquí en el primer tren, en vez de coger el de las diez y
cuarto, y a mi hombre, que viajaba en él. Es un diablo huidizo, y ahora ya puede
encontrarse a mitad de camino del continente.
—No se sienta abatido, Lestrade. Venga a interrogar al señor y la señora
Hennessy en la posada; puede que allí recibamos noticias de su hombre.
Un individuo de aspecto rudo y con una tupida barba rojiza estaba sentado
compartiendo su té con nuestra amiga de la noche anterior. Su grasiento abrigo y
pantalones de pana le proclamaban como un trabajador manual. Se incorporó para
saludarnos con un aire de desafío; su mujer era toda afabilidad.
—¿Ha oído alguna noticia del pobre caballero? —preguntó ella.
—Puede que tengamos alguna antes de que pase mucho tiempo —contestó
Holmes—. Lestrade, puede arrestar a John Hennessy por robar esa gorra de revisor
que ve en aquella cómoda, propiedad de la Compañía de Ferrocarriles Great Western.
O, si prefiere un cargo alternativo, puede arrestarlo como Alexander Macready, alias
Nathaniel Swithinbank.
Y mientras nosotros nos quedábamos allí literalmente paralizados, Holmes
arrancó la barba roja de la barbilla marcada con una cicatriz en el lado izquierdo.
—El caso era difícil —me dijo después— sólo porque no disponíamos de pistas en
cuanto al motivo. Las deudas de Swithinbank casi se habrían tragado el legado de
Macready; era necesario para la pareja desaparecer y reclamar la herencia bajo un
nuevo alias. Ello significaba una duplicación de personalidades, pero no resultaba
muy difícil. Ella había sido actriz; él ya había sido revisor de trenes en sus días duros.
Cuando salió del compartimento en Reading y atravesó los coches para ocupar su
sitio en el de tercera clase, nadie notó la circunstancia, pues camino de Londres se
había puesto las ropas de un ferroviario; sin duda llevaba la gorra en el bolsillo. En el
vano de la puerta que dejó abierta había puesto muchos fragmentos de mensajes
suicidas, con la esperanza de que al abrirla éstos saldrían volando y entrarían por las
ventanillas de los compartimentos de atrás.
—Pero ¿por qué la visita a Londres? Y, por encima de todo, ¿por qué la visita a
Baker Street?
—Esa es la parte más divertida de la historia; nosotros lo habríamos descubierto
al instante. Él quería que Nathaniel Swithinbank desapareciera para siempre, más allá
de toda esperanza de poder rastrearlo. ¿Y quién pretendería buscarlo una vez que
Sherlock Holmes, que viajaba un compartimento más atrás, hubiera abandonado el
intento? Su único miedo era que yo encontrara el caso aburrido; de ahí las referencias
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fortuitas de un escondite entre las cañas, que tanto le intrigó a usted. Pensándolo bien,
casi consiguieron que el inspector Lestrade viajara también en el mismo tren. Tengo
entendido que ha recibido felicitaciones de sus superiores por arrinconar con tanta
destreza a su hombre. Sic vos non vobis, como dijo Virgilio de las abejas; sólo que
hoy en día nos dicen que esas líneas no son de Virgilio.
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La aventura del banquero de Sheffield
Arthur Withaker
Durante el otoño pasado del noventa y cinco, una casualidad afortunada me permitió
desempeñar cierta parte en otro de los fascinantes casos de mi amigo Sherlock
Holmes.
Mi esposa llevaba algún tiempo sintiéndose un poco mal, y por fin la convencí de
que se tomara unas vacaciones en Suiza en compañía de su antigua compañera de
colegio Kate Whitney, cuyo nombre se puede recordar en relación con el extraño caso
que ya he registrado bajo el título de «La Aventura del Hombre del Labio Retorcido».
Mi consulta había crecido mucho, y yo había estado trabajando muy duramente
durante bastantes meses y jamás me había sentido más necesitado de un descanso y
unas vacaciones. Por desgracia, no me atrevía a ausentarme por un período lo
bastante largo como para permitirme una visita a los Alpes. Sin embargo, le prometí a
mi esposa que de algún modo conseguiría una semana o diez días libres, y fue sólo
gracias a este arreglo que ella consintió realizar el viaje a Suiza que yo estaba tan
ansioso por hacer. Uno de mis mejores pacientes se hallaba en estado crítico en ese
momento, y no fue hasta agosto cuando salió de la crisis y empezó a recuperarse.
Sintiendo entonces que podía dejar mi consulta con la conciencia tranquila en manos
de un suplente, comencé a preguntarme dónde y cómo encontraría mejor el descanso
y el cambio que necesitaba.
Casi en el acto me vino la idea de ir a ver a mi amigo Sherlock Holmes, de quien
nada había sabido en varios meses. Si no tenía ninguna investigación importante en
marcha, me esforzaría en persuadirle para que se uniera a mí.
A la media hora de haber tomado esa decisión, me hallaba en el umbral del viejo
y familiar salón de Baker Street.
Holmes estaba echado sobre el sofá con la espalda hacia mí, la conocida bata y la
vieja pipa de brezo tan evidentes como antaño.
—Entre, Watson —dijo sin darse la vuelta—. Entre y cuénteme qué buenos
vientos le traen hasta aquí.
—Vaya oído que tiene usted, Holmes —comenté—. No creo que yo hubiera
podido reconocer su andar con tanta facilidad.
—Ni yo el suyo —repuso—, si no hubiera subido por mi escalera mal iluminada
los escalones de dos en dos con la familiaridad de un antiguo inquilino; aun entonces
quizá no hubiera estado seguro de quién se trataba, pero cuando tropezó con la nueva
alfombra que hay fuera de la puerta y que lleva ahí casi tres meses, no necesitó nada
más que le anunciara.
Holmes sacó dos o tres cojines del montón en el que estaba tumbado y los arrojó
al sillón.
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—Siéntese, Watson, y póngase cómodo; encontrará cigarrillos en una caja que
hay detrás del reloj. —Mientras yo me acomodaba, Holmes me lanzó una mirada
caprichosa—. Me temo que tendré que desilusionarle, muchacho —continuó—. Hace
sólo media hora recibí un telegrama que me impedirá unirme a cualquier viaje que
estuviera usted a punto de proponer.
—De verdad, Holmes —dije—, ¿no cree que esto está yendo un poco demasiado
lejos? Empiezo a temer que sea usted un fraude y que finja descubrir las cosas por la
observación, cuando todo el tiempo en realidad lo hace por pura y directa
adivinación.
Holmes emitió una risita.
—Conociéndole como le conozco, resulta absurdamente sencillo —repuso—. Sus
horas de quirófano son de cinco a siete; sin embargo a las seis en punto entra
sonriendo en mis aposentos. Por lo tanto, debe tener a un sustituto en la consulta.
Tiene buen aspecto, aunque cansado, así que la razón evidente es que ya disfruta, o va
a disfrutar, de unas vacaciones. El termómetro clínico, que sobresale de su bolsillo,
anuncia que hoy ha hecho sus visitas, de ello resulta muy obvio que sus verdaderas
vacaciones empiezan mañana. Y cuando, bajo estas circunstancias, entra a toda
velocidad en mi salón, que, de paso, Watson, no ha visitado en casi tres meses, con
una guía Bradshaw y una guía de excursiones abultando el bolsillo de su chaqueta,
entonces es más que probable que haya venido con la idea de sugerir alguna
expedición conjunta.
—Todo es verdad —acepté, y le expliqué, con pocas palabras, mis planes—. Y
estoy más desilusionado de lo que puedo decirle —concluí— por el hecho de que le
sea imposible unirse a mi pequeña excursión.
Holmes recogió un telegrama de la mesa y lo estudió pensativo.
—Si tan sólo la investigación a la que alude esto prometiera tener algo del interés
que hemos compartido, nada me habría deleitado más que convencerle para que se
uniera a mí un tiempo; pero en verdad que temo hacerlo, pues parece un asunto
corriente —arrugó el papel y me lo arrojó.
Lo alisé y lo leí: «A Holmes, 221 B Baker Street, Londres, SW. Por favor, venga a
Sheffield de inmediato a investigar un caso de falsificación. Jervis, Director del
British Consolidated Bank».
—He enviado un telegrama de contestación para decir que iré a Sheffield en el
tren expreso de la una treinta con salida en St Pancras —dijo Holmes—. No puedo ir
antes, ya que esta noche tengo una cita interesante en el East End que me
proporcionará la última información que necesito para rastrear al instigador de un
robo en el Museo Británico, quien posee uno de los títulos más antiguos y las casas
más hermosas del país, junto con una codicia insaciable, casi una manía, por
coleccionar documentos antiguos. Sin embargo, antes de discutir más el asunto de
Sheffield, quizá sea mejor que veamos qué dicen las ediciones vespertinas de los
periódicos al respecto —continuó Holmes cuando el repartidor entró con el Evening
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News, el Standard, el Globe y el Star—. Ah, debe ser esto —dijo, señalando un
párrafo con el encabezamiento: «Las Notables Hazañas de un Atrevido-Falsificador
de Sheffield».
Mientras estábamos en imprenta nos han informado que una serie de cheques
muy bien falsificados han sido utilizados con éxito para sacarle a los bancos de
Sheffield una cantidad que no está por debajo de las seis mil libras. Aún no se ha
evaluado el alcance total del fraude, y los directores de los distintos bancos
involucrados, quienes han sido entrevistados por nuestro corresponsal en Sheffield, se
muestran muy reticentes a hablar.
Parece que un caballero llamado Jabez Booth, que reside en Broomhill, Sheffield,
y ha estado empleado desde enero de 1881 en el British Consolidated Bank de
Sheffield, ayer tuvo éxito en cobrar en doce de los principales bancos de la ciudad
una cantidad considerable de cheques inteligentemente falsificados y darse a la fuga
después. El delito parece haber sido muy bien planeado y ejecutado. Desde luego, el
señor Booth tuvo, en su puesto en uno de los principales bancos de Sheffield,
excelentes oportunidades para estudiar las diversas firmas que falsificó, y facilitó en
gran medida sus posibilidades de cobrar con éxito los cheques abriendo cuentas el
año pasado en cada uno de los doce bancos en los que presentó los cheques falsos y,
de esa forma, hacer que le conocieran personalmente en ellos.
Y aún eliminó más sospechas cruzando cada uno de los cheques falsos e
ingresándolos en sus cuentas, mientras, al mismo tiempo, entregaba un cheque propio
y retiraba la mitad de la suma del cheque falso ingresado. No ha sido hasta esta
mañana temprano, jueves, cuando el fraude se ha descubierto, lo que significa que el
malhechor ha dispuesto de unas veinte horas para asegurar su huida. A pesar de ello,
poca duda nos cabe de que pronto será atrapado, pues se nos ha informado de que los
mejores detectives de Scotland Yard andan y a tras su rastro, y también se rumorea
que se le ha pedido al señor Sherlock Holmes, el mundialmente reputado experto
investigador criminal de Baker Street, que ayude en la localización del osado
falsificador.
—Luego sigue una extensa descripción del individuo, que no necesito leer pero
que guardaré para futuro uso —dijo Holmes, doblando el periódico y mirándome—.
Da la impresión de que ha sido una trama muy inteligente. Puede que a ese Booth no
lo atrapen con facilidad, a pesar de que no ha tenido mucho tiempo para escapar,
aunque no debemos perder de vista el hecho de que ha dispuesto de doce meses en
los que planear cómo desaparecer cuando llegara el momento. ¡Bien! ¿Qué dice
usted, Watson? Algunos de los pequeños problemas en los que hemos estado
inmersos en el pasado por lo menos deberían habernos enseñado que los casos más
interesantes no siempre presentan las características más extrañas al principio.
—«Nada más lejos de ello; al contrario, todo lo opuesto», por citar a Sam Weller
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—repuse—. Personalmente, nada me agradaría más que unirme a usted.
—Entonces considerémoslo arreglado —afirmó mi amigo—. Y ahora debo irme
para atender ese otro pequeño asunto del que le hablé antes. Recuerde —añadió al
despedirnos—, a la una treinta en St Pancras.
Llegué a la plataforma con tiempo, pero no fue hasta que las grandes manecillas del
reloj de la estación indicaron la hora exacta para nuestra partida y los revisores
empezaron a cerrar las puertas de los coches cuando capté la figura familiar y alta de
Holmes.
—¡Ah! Ahí está usted, Watson —exclamó con alegría—. Temo que debió pensar
que llegaría demasiado tarde. He tenido una noche muy ocupada y nada de tiempo
que perder; sin embargo, he puesto en práctica con éxito la teoría de Phileas Fogg de
que «un tiempo mínimo bien empleado basta para todo», y aquí me tiene.
—Lo último que esperaría de usted —comenté mientras nos sentábamos en dos
asientos opuestos de un compartimento de primera clase vacío— sería que hiciera
algo tan poco metódico como perder un tren. De hecho, lo único que me sorprendería
más sería verle en la estación diez minutos antes de la hora.
—Consideraría eso como el mal mayor —sentenció Holmes—. Pero ahora
debemos dormir; todo indica que nos espera un día duro.
Una de las características de Holmes era que podía invocar el sueño a voluntad;
por desgracia, también podía resistirlo a voluntad, y muy a menudo tuve que protestar
por el daño que debía estar infligiéndose cuando, muy concentrado en uno de sus
extraños o desconcertantes problemas, pasaba varios días y noches seguidos sin
siquiera echar una cabezada.
Apagó la lámpara de su lado, se acomodó y en menos de dos minutos su
respiración regular me indicó que se hallaba profundamente dormido. Al no estar
bendecido yo con el mismo don, me recliné en mi esquina, siguiendo durante un
tiempo con la cabeza el movimiento rítmico del expreso mientras atravesaba la
oscuridad. De vez en cuando, al pasar por alguna estación iluminada o delante de
unos hornos llameantes, captaba durante un instante la figura de Holmes arrebujada y
con la cabeza hundida en el pecho.
No fue hasta después de haber dejado atrás Nottingham cuando me quedé de
verdad dormido. Una sacudida del tren más violenta de lo usual me despertó de
nuevo. Ya era de día y Holmes se hallaba erguido, ocupado con la guía Bradshaw y
un horario de barcos. Al moverme alzó la vista y me miró.
—Si no me equivoco, Watson, acabamos de atravesar el túnel Dore y Tatley, y si
es así llegaremos a Sheffield en unos minutos. Como ve, no he perdido del todo mi
tiempo, sino que he estado estudiando mi Bradshaw, que, a propósito, Watson, es el
libro más útil que se haya publicado jamás y sin excepciones.
—¿Y en qué puede ayudarle ahora? —pregunté con cierta sorpresa.
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—Bueno, quizá me ayude, quizá no —contestó Holmes pensativo—. Pero, en
cualquier caso, es bueno tener al alcance de la mano todo el conocimiento que puede
ser de utilidad. Es muy probable que ese Jabez Booth haya decidido dejar el país y, si
esa suposición es correcta, sin duda sincronizará su huida de acuerdo con la
información contenida en este útil volumen. He descubierto gracias a este ejemplar
del Sheffield Telegraph que obtuve en Leicester, de paso, cuando usted dormía, que el
señor Booth cobró el último de sus cheques falsos en el North British Bank, en la
Calle Saville, a las catorce quince horas del miércoles pasado. Realizó la ronda de los
diversos bancos que visitó en un cabriolé, y sólo le llevaría tres minutos ir de este
banco a la estación Grand Central. Por lo que deduzco del orden en que visitó los
distintos bancos, hizo un circuito y terminó en el punto más cercano a la estación G.
C, a la cual pudo arribar a eso de las catorce dieciocho. Y ahora veo que hay un barco
que parte desde Sheffield G. C. a las catorce veintidós, con horario de llegada a
Liverpool a las dieciséis veinte, y transbordando al transatlántico de la White Star, el
Empress Queen, puede haber partido de los muelles de Liverpool a las dieciocho
treinta con destino a Nueva York. O puede haber tomado un transbordador que salía a
las catorce cuarenta y cinco desde Sheffield a Hull, cuya llegada a esa ciudad se
esperaba a las dieciséis treinta, donde podría haber embarcado a tiempo en el vapor
holandés, Comet, que partía a las dieciocho treinta hacia Amsterdam.
»Aquí estamos con dos vías de escape no improbables, siendo la más factible la
primera; aunque merece la pena tener las dos en cuenta.
Holmes había terminado de hablar cuando el tren se detuvo.
—Casi las dieciséis y cinco —comenté.
—Sí —dijo Holmes—, hemos llegado con un retraso exacto de un minuto y
medio. Y ahora propongo un buen desayuno y una taza de café negro, pues al menos
disponemos de dos horas libres.
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temprana.
—Cierto, señor Jervis —dijo Holmes—, y no hacen falta disculpas a menos que
sean de nuestra parte. No obstante, es necesario que le haga algunas preguntas
concernientes al caso del señor Booth, antes de poder proceder con el asunto, y ésa
debe ser nuestra excusa por visitarle a una hora tan inoportuna.
—Me complacerá responder a sus preguntas en todo lo que pueda —indicó el
banquero, mientras sus dedos gordos jugaban con un par de sellos que había en el
extremo de la cadena de oro sólido del reloj.
—¿Cuándo entró a trabajar el señor Booth en su banco? —inquirió Holmes.
—En enero de 1881.
—¿Sabe dónde vivía cuando llegó por primera vez a Sheffield?
—Se alojó en Ashgate Road, y creo que desde entonces siempre ha vivido allí.
—¿Conoce algo de su historia o su vida antes de que fuera a verle a usted?
—Me temo que muy poco; aparte de que sus padres estaban muertos, y de que
vino a nosotros con las mejores recomendaciones de una de las sucursales de nuestro
banco en Leeds, no sé nada.
—¿Lo encontraba eficiente y de confianza?
—Era uno de los mejores y más inteligentes hombres que he tenido jamás a mis
órdenes.
—¿Sabe si dominaba algún otro idioma además del inglés?
—Estoy casi convencido de que no. Tenemos un empleado que se ocupa de la
correspondencia extranjera que podamos recibir, y sé que en repetidas ocasiones
Booth le pasó cartas y papeles.
—Con su experiencia en cuestiones bancarias, señor Jervis, ¿cuánto tiempo cree
usted que él razonablemente podría haber calculado que transcurriría entre la
presentación de los cheques falsificados y su detección?
—Bueno, eso dependería en gran medida de las circunstancias —repuso el señor
Jervis—. En el caso de un solo cheque podría ser una semana o dos, a menos que la
cantidad fuera tan grande que requiriera una inspección especial, en cuyo caso nunca
habría sido pagado hasta que se hubiera comprobado. En la situación presente,
cuando había una docena de cheques falsos, sería muy improbable que uno de ellos
no hubiera sido detectado a las veinticuatro horas y conducido así al descubrimiento
del fraude. Ninguna persona cuerda se atrevería a suponer que el delito permanecería
sin detectar por un período de tiempo superior.
—Gracias —dijo Holmes, poniéndose de pie—. Esos eran los puntos
primordiales de los que quería hablarle. Le comunicaré cualquier noticia de
importancia que pueda obtener.
—Le estoy muy agradecido, señor Holmes. Naturalmente, el caso nos está
causando una gran preocupación. Dejamos a su absoluta discreción tomar las
medidas que considere mejores. ¡Oh!, a propósito, le envié instrucciones a la casera
del señor Booth para que no toque nada de sus aposentos hasta que usted tuviera
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oportunidad de examinarlos.
—Eso ha sido muy inteligente —afirmó Holmes—, y puede representar el medio
que nos ayude materialmente.
—También he recibido instrucciones de mi compañía —dijo el banquero mientras
nos hacía una educada inclinación de cabeza— de pedirle que nos remita una factura
con todos los gastos en que usted incurra, que será pagada de inmediato.
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Era un cuadro que él mismo había pintado, y lo tenía en gran consideración. Lo
envolvió y se lo llevó con él, comentando que se lo iba a regalar a un amigo. En ese
momento me sorprendió, pues sabía que lo valoraba mucho; de hecho, en una ocasión
me dijo que por nada se separaría de él. Por supuesto, ahora resulta fácil saber por
qué se deshizo del cuadro.
—Sí —dijo Holmes—. Veo que no era muy grande. ¿Era una acuarela?
—Sí, el paisaje de un páramo, con tres o cuatro rocas grandes distribuidas como
una mesa sobre la cima desnuda de una colina. Piedras druidas, las llamó el señor
Booth, o algo parecido.
—¿Pintaba mucho el señor Booth? —inquirió Holmes.
—Mientras ha estado aquí, no, señor. Me contó que de joven solía pintar mucho,
pero que lo había dejado.
Los ojos de Holmes volvieron a escudriñar el cuarto, y una exclamación de
sorpresa escapó de sus labios cuando descubrió una fotografía sobre el piano.
—Seguro que ésa es una fotografía del señor Booth —comentó—. Se parece en
todo a la descripción que recibí de él.
—Sí —corroboró la señora Purnell—, y es muy buena.
—¿Hace cuánto tiempo que se tomó? —preguntó Holmes, cogiéndola.
—¡Oh!, sólo hace unas pocas semanas, señor. Yo estaba aquí cuando el muchacho
del fotógrafo las trajo. El señor Booth abrió el paquete mientras yo me encontraba en
la habitación. Sólo había dos fotos, ésa y una que me regaló.
—Muy interesante —dijo Holmes—. Este traje a rayas que lleva, ¿es el mismo
que tenía puesto cuando se marchó el miércoles por la mañana?
—Por lo que recuerdo iba vestido de la misma manera.
—¿Recuerda algo de importancia que le dijera el señor Booth el miércoles pasado
antes de irse?
—Me temo que no mucho, señor. Cuando le subí la taza de chocolate al
dormitorio, dijo…
—Un momento —interrumpió Holmes—. ¿Solía tomar el señor Booth una taza
de chocolate por las mañanas?
—¡Oh!, sí, señor, verano e invierno por igual. Era muy particular al respecto, y
tocaba el timbre para pedirla tan pronto se levantaba. Creo que habría preferido irse
sin tomar el desayuno que perderse su taza de chocolate. Bueno, como iba diciendo,
señor, se la subí el miércoles por la mañana y él hizo un comentario sobre el tiempo,
y luego, justo cuando yo salía del cuarto, dijo: «Oh, a propósito, señora Purnell, esta
noche me iré por un par de semanas. He hecho la maleta y vendré a buscarla esta
tarde».
—Sin duda a usted le sorprendió mucho ese anuncio repentino, ¿no? —preguntó
Holmes.
—No demasiado, señor. Desde que consiguió el trabajo de auditor para las
sucursales del banco, nunca sabía cuándo se iba a marchar. Por supuesto, jamás había
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estado fuera durante dos semanas seguidas, salvo en las vacaciones, pero se había ido
tan a menudo durante unos días que yo me acostumbré a sus partidas sin previo aviso.
—Veamos, ¿desde cuándo tenía ese trabajo extra en el banco… varios meses,
verdad?
—Más. Creo que fue hacia las pasadas navidades cuando se lo ofrecieron.
—Oh, sí, desde luego —comentó Holmes despreocupado—, ¿y, naturalmente,
dicho trabajo le alejaba de casa bastante?
—Así es, y parecía que a él le agotaba, ya sabe, señor, tanto trabajo nocturno que
realizar. Era suficiente para extenuarle, pues él siempre fue el tipo de caballero
sosegado y tranquilo, y antes casi nunca solía salir por las noches.
—¿Ha dejado el señor Booth muchas de sus posesiones? —preguntó Holmes.
—Muy pocas, y las que ha dejado en su mayoría son cosas viejas e inservibles.
Pero es un ladrón muy honesto, señor —dijo la señora Purnell paradójicamente—, y
me pagó el alquiler, antes de irse el miércoles por la mañana, hasta el sábado
próximo, porque por ese entonces no habría regresado.
—Fue considerado de su parte —comentó Holmes, sonriendo con gesto pensativo
—. De paso, ¿sabe usted si regaló algún otro objeto apreciado antes de irse?
—Bueno, no justo antes, pero durante los últimos meses se ha llevado la mayor
parte de sus libros y creo que los ha vendido, unos pocos por vez. Era muy aficionado
a los libros antiguos y me dijo que algunas ediciones que tenía valían bastante dinero.
Durante esta conversación, Lestrade había permanecido sentado moviendo los
dedos con impaciencia sobre la mesa. En ese momento se puso de pie.
—Bueno, me temo que tendré que dejarle solo escuchando estos chismes. He de
ir a enviar un telegrama con instrucciones para el arresto del señor Booth. Si tan sólo
antes hubiera echado un vistazo a este viejo secante que encontré en su papelera, se
habría ahorrado una gran cantidad de molestias innecesarias, señor Holmes —y con
gesto de triunfo dejó caer una hoja de papel secante sobre la mesa.
Holmes la recogió y la sostuvo delante de un espejo que había sobre la cómoda.
Mirando por encima de su hombro, pude leer con claridad el reflejo de la impresión
de una nota escrita a mano con la letra del señor Booth, de la que Holmes se había
procurado unas muestras.
Estaba dirigida a una agencia de reservas de Liverpool y le daba instrucciones
para que le reservaran un camarote en primera clase a bordo del Empress Queen que
partía de Liverpool a Nueva York. Partes de la nota se veían ligeramente borradas por
otras impresiones, pero continuaba para decir que se les adjuntaba un cheque para el
pago de los billetes, etc., y la firmaba J. Booth.
Holmes permaneció en silencio varios minutos escrutando el papel.
Era una hoja muy usada, pero por fortuna la impresión de la nota se hallaba bien
en el centro, y apenas había sido borrada por las otras marcas y puntos. En una
esquina se descifraba con claridad la dirección de la agencia de reservas de
Liverpool, siendo evidente que el papel se había empleado para secar también el
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sobre.
—Mi querido Lestrade, en verdad que usted ha sido más afortunado de lo que
había imaginado —dijo por fin Holmes, devolviéndole el papel—. ¿Puedo
preguntarle qué medidas se propone tomar?
—Telegrafiaré de inmediato a la policía de Nueva York para que arreste al
individuo en cuanto arribe —repuso Lestrade—, pero primero debo cerciorarme de
que el barco no atraque en Queenstown o en otra parte, dándole la oportunidad de
escapársenos de las manos.
—No tiene ninguna parada —afirmó Holmes—. Ya lo he comprobado, pues en un
principio no me pareció improbable que la intención del señor Booth fuera embarcar
en el Empress Queen.
Lestrade me guiñó un ojo, algo por lo que me habría encantado darle un puñetazo,
pues era evidente que se mostraba incrédulo ante las palabras de mi amigo. Sentí una
intensa decepción porque la previsión de Holmes se hubiera visto eclipsada de esta
forma ante lo que después de todo no era más que un golpe de buena suerte por parte
de Lestrade.
Holmes se había vuelto hacia la señora Purnell y le estaba dando las gracias.
—No ha sido nada, señor —repuso ella—. El señor Booth merece ser atrapado,
aunque debo decir que siempre ha sido un caballero conmigo. Sólo me habría gustado
poder proporcionarle más información útil.
—Al contrario —indicó Holmes—, le aseguro que lo que nos ha contado ha sido
de la máxima importancia y nos será de gran ayuda material. De paso, se me acaba de
ocurrir si usted podría alojarnos a mi amigo el doctor Watson y a mí durante unos
días, hasta que hayamos tenido tiempo de investigar este pequeño caso.
—Por supuesto, señor, será un placer.
—Bien —dijo Holmes—. Entonces, puede esperarnos de vuelta para cenar
alrededor de las siete.
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me marché en el cabriolé que me aseguró que ya no necesitaría más.
Pasé unas horas en la galería de arte y en el museo, y luego, después de comer, di
un buen paseo por Manchester Road y disfruté del aire fresco y del paisaje,
regresando a Ashgate Road a las diecinueve horas con un mejor apetito que aquel con
el que había sido bendecido en los últimos meses.
Holmes no había vuelto, y eran casi las diecinueve treinta cuando llegó. En el
acto pude ver que se hallaba en uno de sus estados de ánimo más reticentes, y todas
mis preguntas fracasaron en obtener algún detalle de cómo había pasado su tiempo o
qué pensaba del caso.
Permaneció toda la velada sentado en el sillón, fumando su pipa, y apenas
conseguí sacarle una palabra.
Su semblante inescrutable y persistente silencio no me dieron ninguna pista
acerca de lo que pensaba sobre la investigación que tenía entre manos, aunque me di
cuenta de que toda su atención estaba centrada en ella.
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—¿Es que no considera que está detrás de la pista adecuada? —inquirí.
—Espere y lo verá, Watson —repuso Holmes misteriosamente—. Recuerde que
aún no han capturado al señor Booth.
Y eso fue todo lo que pude obtener de él.
Uno de los resultados del modo sumario en que el banquero había prescindido de
los servicios de mi amigo fue que Holmes y yo pasamos una semana de lo más
provechosa y gozosa en el pequeño pueblo de Hathersage, junto a los marjales de
Derbyshire, y regresamos a Londres sintiéndonos mejor gracias a nuestros
prolongados paseos por el páramo.
Como en ese momento Holmes tenía poco trabajo, y mi mujer aún no había
regresado de sus vacaciones en Suiza, le convencí, aunque no sin considerable
esfuerzo, de que pasara las próximas semanas conmigo en vez de retornar a su
alojamiento en Baker Street.
Por supuesto, seguimos el desarrollo del caso de falsificación de Sheffield con el
más agudo interés. De algún modo, los detalles de los descubrimientos de Lestrade se
filtraron a los periódicos, y al día siguiente de que nosotros hubiéramos salido de allí,
apareció en los diarios la historia de la excitante persecución del señor Booth, el
hombre buscado por los fraudes del banco de Sheffield.
Hablaban del «hombre culpable que recorría ansioso la cubierta del Empress
Queen mientras el barco surcaba majestuosamente las aguas solitarias del Atlántico,
sin saber que la mano inexorable de la justicia podía atravesar el océano y que ya le
esperaba para cogerlo a su llegada al Nuevo Mundo». Y Holmes, después de leer esos
párrafos sensacionalistas, soltaba siempre el periódico esbozando una de sus
enigmáticas sonrisas.
Por fin llegó el día en que el Empress Queen debía atracar en Nueva York, y yo
no pude evitar darme cuenta de que la cara usualmente inescrutable de Holmes
exhibía una expresión de excitación contenida mientras abría el diario de la noche.
Pero nuestra sorpresa estaba destinada a prolongarse aún más. Había un párrafo
breve que decía que el Empress Queen había echado anclas en las afueras de Long
Island a las seis de la mañana después de realizar un trayecto sin percance alguno. Sin
embargo, había un caso de cólera a bordo, y, en consecuencia, las autoridades de
Nueva York se habían visto obligadas a poner el barco en cuarentena, y ninguno de
los pasajeros o tripulantes podían bajar de él durante un período de doce días.
Dos días después apareció una columna entera en los periódicos afirmando que ya
se había comprobado definitivamente que el señor Booth se hallaba en verdad a
bordo del Empress Queen. Había sido identificado por uno de los inspectores
sanitarios que había subido al barco. Se lo mantenía bajo severa vigilancia y no tenía
ninguna posibilidad de escapar. El señor Lestrade, de Scotland Yard, quien había
rastreado con tanta astucia al señor Booth, previendo su vía de huida, viajaba en el
Oceanía, barco que se esperaba que arribara a Nueva York el día diez, y arrestaría en
persona al señor Booth cuando se le autorizara a desembarcar.
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Nunca antes o después había visto a mi amigo Holmes tan asombrado como
cuando terminó de leer ese anuncio. Pude ver que estaba profundamente
desconcertado, aunque saber por qué era todo un acertijo para mí. Permaneció todo el
día sentado en el sillón, con las cejas fruncidas formando dos líneas duras y los ojos
cerrados a medias mientras fumaba su vieja pipa en silencio.
—Watson —dijo en cierto momento, mirándome—. Quizá haya sido una suerte
que se me pidiera que abandonara ese caso de Sheffield. Tal como están saliendo las
cosas, sólo habría conseguido ponerme en ridículo.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque empecé asumiendo que cierta persona no era tal… y ahora da la
impresión de que me había equivocado.
Los días siguientes Holmes pareció bastante deprimido, pues nada le irritaba más
que creer que había cometido algún error en sus deducciones o que se había
embarcado en una línea falsa de razonamiento.
Y por fin llegó el fatídico diez de septiembre, el día en que Booth iba a ser
arrestado. Con ansiedad, aunque en vano, escudriñamos los periódicos vespertinos.
Llegó la mañana del once y aún no aparecían noticias del arresto, pero en las
ediciones de la noche de aquel día había una nota breve en la que se insinuaba que el
delincuente había vuelto a escapar.
Durante varios días los diarios estuvieron llenos con los rumores y conjeturas más
encontrados en cuanto a lo que había sucedido de verdad, pero todos coincidieron en
afirmar que el señor Lestrade volvía a casa solo y que llegaría a Liverpool el día
diecisiete o dieciocho.
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Alentado de esa manera, Lestrade empezó su extraña historia, que los dos
escuchamos con extremo interés.
—Es innecesario que repita incidentes que ya son conocidos —dijo—. Usted ya
está al tanto del descubrimiento que realicé en Sheffield que, desde luego, me
convenció de que el hombre al que buscaba había partido con rumbo a Nueva York a
bordo del Empress Queen. Estaba muy impaciente por arrestarlo, y cuando me enteré
de que el barco en el que viajaba había sido puesto en cuarentena, partí en el acto con
el fin de poder arrestarle en persona. Nunca cinco días han parecido tan largos.
»Llegamos a Nueva York la noche del día nueve, y de inmediato fui a ver al jefe
de la policía de Nueva York y por él me enteré de que no había ninguna duda de que
el señor Jabez Booth se hallaba a bordo del Empress Queen. Uno de los inspectores
de sanidad que tuvo que subir al barco no sólo lo había visto, sino que también habló
con él. El hombre respondía con exactitud a la descripción que había aparecido en los
periódicos. Se había enviado a bordo a uno de los detectives de Nueva York para
llevar a cabo una pequeña investigación e informarle en privado al capitán de la
orden de arresto. Descubrió que el señor Jabez Booth había tenido la audacia de
reservar billete y viajar bajo su verdadero nombre sin siquiera intentar disfrazarse de
ningún modo. Tenía un camarote privado en primera clase y el sobrecargo declaró
que había sospechado del hombre desde el principio. Casi todo el tiempo había
permanecido encerrado en su camarote, fingiendo ser una persona semiinválida a la
que no había que molestar bajo ningún concepto. La mayoría de las comidas se las
habían llevado al camarote, pocas veces se lo había visto en cubierta y casi nunca
cenó con los otros pasajeros. Era evidente que había intentado pasar desapercibido y
atraer la menor atención posible. Los camareros y algunos de los pasajeros a los que
se interrogó al respecto acordaron que ése había sido el caso.
»Se decidió que durante el tiempo que el barco estuviera en cuarentena no se
abordaría al señor Booth para no despertar sus sospechas, y que el sobrecargo, el
camarero de su sección y el capitán, las únicas personas al corriente del secreto, le
mantendrían vigilado hasta el diez, día en que se permitiría a los pasajeros bajar del
barco. Ese día sería arrestado.
Aquí nos interrumpió el criado de Holmes, que entró con un telegrama. Holmes
observó el papel con una leve sonrisa.
—No se espera respuesta —dijo, guardándolo en el bolsillo de su chaleco—. Por
favor, continúe con su interesante historia, Lestrade.
—Bien, la tarde del día diez, acompañado por el inspector jefe de la policía de
Nueva York y por el detective Forsyth —prosiguió Lestrade—, subí a bordo del
Empress Queen media hora antes de que fuera al muelle para que desembarcaran los
pasajeros.
»El sobrecargo nos informó de que el señor Booth había estado en cubierta y que
había mantenido conversación con él durante quince minutos antes de nuestra
llegada. Luego había bajado a su camarote y el sobrecargo, poniendo alguna excusa
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para bajar también, le había visto entrar en él. Se había quedado cerca de la escalera
desde entonces y estaba seguro de que Booth no había vuelto a subir a cubierta.
»—Por fin —musité para mí mismo cuando bajamos todos conducidos por el
sobrecargo, que nos llevó directamente al camarote de Booth.
»Llamamos, pero, al no recibir respuesta, probamos el picaporte de la puerta y la
encontramos cerrada. No obstante, el sobrecargo nos aseguró que no se trataba de
algo inusual. El señor Booth había mantenido la puerta de su camarote cerrada gran
parte del tiempo, y a menudo incluso le habían dejado las comidas fuera en una
bandeja. Mantuvimos un rápido intercambio de ideas y, como el tiempo escaseaba,
decidimos forzar la puerta. Dos buenos golpes con un martillo pesado la sacaron de
sus goznes y nos abalanzamos al interior. Puede imaginarse nuestra sorpresa cuando
descubrimos que el camarote estaba vacío. Lo revisamos exhaustivamente, y no cabía
duda de que Booth no se hallaba allí.
—Un momento —interrumpió Holmes—. La llave de la puerta… ¿estaba puesta
en el lado de dentro de la cerradura o no?
—No se la veía por ninguna parte —afirmó Lestrade—. Yo empezaba a ponerme
frenético, pues por ese entonces ya podía sentir la vibración de los motores y oír el
primer ruido chirriante de la hélice cuando el barco comenzó a deslizarse despacio
hacia el muelle.
»No sabíamos qué hacer; el señor Booth debía encontrarse escondido en alguna
parte a bordo, pero ahora ya no había tiempo para realizar una búsqueda detenida, y
en pocos minutos los pasajeros abandonarían el barco. Por último el capitán nos
prometió que, bajo aquellas circunstancias, sólo se sacaría una plancha de
desembarque y, en compañía del sobrecargo y el camarero, yo mantendría guardia allí
con una lista completa de los pasajeros, tachando los nombres a medida que fueran
bajando. De ese modo sería imposible que Booth se nos escapara aunque intentara
disfrazarse, pues no se permitiría el desembarco de ninguna persona hasta que fuera
identificada por el sobrecargo o el camarero.
»Me encantó ese plan, pues ya no había forma de que Booth se me pudiera
escapar.
»Uno a uno los pasajeros cruzaron la plancha y se unieron a la bulliciosa multitud
del muelle, cada uno identificado y su nombre tachado de mi lista. Había ciento
noventa y tres pasajeros que viajaban en primera clase del Empress Queen,
incluyendo a Booth, y cuando hubieron desembarcado ciento noventa y dos, ¡su
nombre era el único que quedaba!
»No puede imaginarse en qué estado de impaciencia nos hallábamos —dijo
Lestrade, pasándose la mano por la frente ante el recuerdo—, ni lo interminable que
parecía el tiempo a medida que lenta pero cuidadosamente tachábamos uno a uno los
nombres de la lista de los trescientos veinticuatro pasajeros de segunda clase y los
trescientos diez que iban en tercera. Cada pasajero, excepto el señor Booth, cruzó la
plancha, pero él no lo hizo. No existía ninguna posible duda al respecto.
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»Por lo tanto, acordamos que aún debía encontrarse a bordo, pero yo empezaba a
sentir pánico y me preguntaba si había alguna posibilidad de que pudiera salir
furtivamente entre el equipaje que las enormes grúas ya estaban bajando al muelle.
»Le insinué mi temor al detective Forsyth, y éste en el acto ordenó que cualquier
baúl o caja que pudiera contener a un hombre fueran abiertos e inspeccionados por
los oficiales de aduanas.
»Fue un trabajo tedioso, pero no lo esquivaron, y al término de dos horas fuimos
capaces de afirmar que era imposible que Booth hubiera bajado del barco de ese
modo.
»Eso dejaba una sola solución posible al misterio. Todavía debía estar escondido
en alguna parte de la nave. Habíamos mantenido el barco bajo estrecha vigilancia
desde el momento en que había atracado, y entonces el superintendente de la policía
nos prestó a veinte de sus hombres y, con el consentimiento del capitán y la ayuda del
sobrecargo y la tripulación, etc., se registró por dos veces el Empress Queen de proa a
popa. No dejamos sin registrar ni un solo sitio en el que se hubiera podido ocultar un
gato, pero el hombre desaparecido no estaba allí. De eso estoy seguro… y en pocas
palabras ahí tiene todo el misterio, señor Holmes. El señor Booth ciertamente estaba
a bordo del Empress Queen hasta las once de la mañana del día diez, y aunque no
existía posibilidad alguna de que hubiera podido abandonarlo, no obstante nos
hallamos cara a cara con el hecho de que no estaba allí a las cinco en punto de la
tarde.
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ha surgido cualquier información que yo pueda darle. ¿Lo promete?
—Sí —murmuró Lestrade, que se hallaba en un estado de asombrada excitación.
Holmes arrancó una hoja de su libreta de notas y garabateó en ella: Señor A.
Winter, c/o señora Thackaray, Glossop Road, Broomhill, Sheffield.
—Allí encontrará el nombre y dirección actuales del hombre que busca —dijo,
pasándole el papel a Lestrade—. Le aconsejo que no pierda tiempo en aprehenderle,
pues aunque el telegrama que recibí hace un rato —que desgraciadamente
interrumpió su narración tan interesante— era para informarme de que el señor
Winter había vuelto a su casa después de una ausencia temporal, es más que probable
que se marche de allí por su propio bien muy pronto. No puedo decirle cuándo será…
pero no creo que lo haga en los próximos días.
Lestrade se incorporó.
—Señor Holmes, es usted un lingote de oro —dijo con más sentimiento real del
que yo le había visto mostrar con anterioridad—. Ha salvado mi reputación en este
trabajo justo cuando empezaba a quedar como un perfecto idiota, y ahora me obliga a
aceptar todo el crédito cuando no merezco ni una pizca. Respecto a cómo lo ha
averiguado usted, es tan misterioso para mí como lo fue la desaparición de Booth.
—Bien, al respecto —comentó Holmes con frivolidad—, ni yo mismo puedo
estar seguro de todos los hechos, pues, desde luego, jamás investigué a fondo el caso.
Pero son muy fáciles de conjeturar, y me encantará proporcionarle mi idea sobre el
viaje de Booth a nueva York en alguna ocasión futura en que usted disponga de más
tiempo. A propósito —añadió Holmes cuando Lestrade estaba a punto de marcharse
—, no me sorprendería si descubriera que el señor Jabez Booth, alias Archibald
Winter, es un conocido suyo, pues sin duda fue compañero de viaje en su regreso de
Estados Unidos. Llegó a Sheffield unas horas antes de que usted arribara a Londres y,
como ciertamente acaba de volver de Nueva York, igual que usted, es evidente que
deben haberlo hecho en el mismo barco. Llevará gafas oscuras y un tupido bigote
negro.
—¡Ah! —exclamó Lestrade—, había un hombre llamado Winter a bordo que
responde a esa descripción. Creo que debe haber sido él, y ya no perderé más tiempo
—y se fue a toda prisa.
—Bueno, Watson, muchacho, usted parece casi tan confundido como nuestro amigo
Lestrade —dijo Holmes, reclinándose contra el respaldo del sillón y mirándome con
expresión taimada mientras encendía su vieja pipa.
—Debo confesar que ninguno de los problemas que usted ha tenido que
solucionar en el pasado parecieron más inexplicables que la narración de Lestrade
sobre la desaparición de Booth del Empress Queen.
—Sí, esa parte de la historia es decididamente hábil —dijo Holmes, riéndose
entre dientes—, pero le contaré cómo llegué a la solución del misterio. Veo que ya
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está listo para escuchar.
»Lo primero que hay que hacer en cualquier caso es estimar la inteligencia y
astucia del criminal. Ahora bien, el señor Booth era sin duda un hombre inteligente.
El mismo señor Jervis, lo recordará usted, nos lo aseguró. El hecho de que abriera
cuentas en los bancos para preparar el delito doce meses antes de cometerlo prueba
haber sido un acto muy premeditado. Por lo tanto, comencé el caso con el
conocimiento de que tenía que atrapar a un hombre inteligente, que había dispuesto
de doce meses para planear su plan de escape.
»Mis primeras pistas reales procedieron de la señora Purnell —continuó Holmes
—. Las más importantes fueron sus comentarios sobre el trabajo de auditor de Booth,
que le mantenía fuera de casa muchos días y noches, a menudo consecutivamente. En
el acto tuve la certeza, y el interrogatorio lo confirmó, de que el señor Booth no tenía
bajo ningún concepto un trabajo extra. ¿Por qué, entonces, se había inventado
mentiras para explicar sus ausencias a la casera? Con toda probabilidad porque de
algún modo estaban relacionadas o bien con su delito o bien con sus planes de fuga
para después de haberlo cometido. Era inconcebible que tanta ocupación misteriosa
en el exterior pudiera estar conectada de manera directa con la falsificación, y de
inmediato deduje que ese tiempo Booth lo había pasado preparando su vía de escape.
»Casi en el acto se me ocurrió la idea de que había estado llevando una doble
vida, siendo clara su intención de dejar calladamente una identidad después de
cometer el delito y adoptar para siempre la otra… un paso mucho más seguro y
menos torpe que el habitual de asumir una nueva personalidad justo en el momento
en el que todo el mundo espera que hagas eso mismo.
»Luego estaban los interesantes hechos concernientes a los cuadros y libros de
Booth. Intenté ponerme en su lugar. Valoraba mucho esas posesiones; eran ligeras y
transportables, y no había ningún motivo por el que debiera separarse de ellas. Sin
duda, entonces, se las había llevado poco a poco y guardado en otra parte donde
pudiera volver a tenerlas. Si yo podía encontrar dónde se hallaba ese sitio, tuve la
convicción de que podría atraparle cuando intentara recuperarlas.
»El cuadro no podía haber ido lejos, pues se lo había llevado el mismo día del
crimen… no necesito aburrirle con los detalles… estuve dos horas haciendo
preguntas antes de dar con la casa a la que había ido para guardarlo… que no era otra
que la de la señora Thackaray en Glossop Road.
»Inventé una excusa para presentarme allí y descubrí que la señora T. era una de
las mortales más fáciles de sonsacar. En menos de media hora supe que tenía a un
inquilino llamado Winter, que afirmaba ser viajante comercial y se hallaba fuera la
mayor parte del tiempo. Su descripción se parecía a la de Booth excepto que tenía
bigote y llevaba gafas.
»Como muy a menudo he tratado de grabar en usted con anterioridad, Watson, los
detalles son lo más importante, y me proporcionó gran placer descubrir que al señor
Winter se le subía todas las mañanas una taza de chocolate. Un caballero apareció el
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miércoles por la mañana y dejó un paquete, diciendo que se trataba de un cuadro que
le había prometido al señor Winter, pidiéndole a la señora Thackeray que se lo diera
al señor Winter cuando llegara. El señor Winter había alquilado las habitaciones en
diciembre pasado. Tenía bastantes libros que había ido trayendo de vez en cuando.
Todos esos hechos tomados en conjunto me convencieron de que me hallaba en la
buena pista. Winter y Booth eran la misma persona, y tan pronto como Booth se
hubiera quitado a sus perseguidores de encima, regresaría, como Winter, para
recuperar sus tesoros.
»La fotografía recién tomada y el secante con su nota delatora eran unos medios
demasiado evidentemente intencionados para conducir a la policía al rastro de Booth.
El secante, algo que noté casi al instante, era falso, pues no sólo sería casi imposible
usar uno de la manera usual sin que la parte central se tornara indescifrable, sino que
pude ver dónde había sido manipulado.
»Por ello saqué la conclusión de que Booth, alias Winter, no tenía la intención de
navegar jamás en el Empress Queen, pero en eso subestimé su inventiva.
Evidentemente, reservó dos camarotes en el barco, uno con su nombre real y otro con
el falso, y con mucha inteligencia logró mantener con éxito los dos personajes en
todo el viaje, apareciendo primero como un individuo y luego como el otro. La mayor
parte del tiempo representaba a Winter, y para ese propósito Booth se convirtió en el
semiinválido y excéntrico pasajero que permanecía encerrado en su camarote gran
parte del trayecto. Eso, desde luego, serviría perfectamente a su objetivo; su
excentricidad sólo atraería la atención hacia su persona a bordo y, así, le convertiría
en uno de los pasajeros más conocidos del barco, aunque él mismo se mostrara tan
poco.
»Yo había dejado instrucciones con la señora Thackeray de que me enviara un
telegrama tan pronto como regresara Winter. Cuando Booth había conducido a sus
perseguidores a Nueva York, despistándoles allí del rastro, no tenía otra cosa que
hacer que tomar el primer barco de vuelta. De manera natural, dio la casualidad de ser
el mismo en el que nuestro amigo Lestrade retornó, y así fue como el telegrama de la
señora Thackeray llegó en el momento oportuno en que lo hizo.
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La aventura del Hamlet único
VINCENT STARRET
—Holmes —dije una mañana, de pie junto a la ventana mientras miraba ociosamente
la calle—, seguro que ahí viene un loco. Alguien se dejó la puerta abierta y el pobre
desgraciado se ha escapado. ¡Qué pena!
Era una mañana gloriosa de primavera, con una brisa fresca y una gratificante luz
de sol, pero como aún era temprano había pocas personas en la calle. Los pájaros
trinaban bajo los aleros vecinos, y desde el otro extremo de la avenida llegaba
débilmente el ruido monótono de un mecánico de paraguas; un gato esbelto se deslizó
por los adoquines y desapareció en un patio; pero en su mayor parte la calle estaba
vacía, salvo por el individuo excéntrico que había provocado mi exclamación.
Sherlock Holmes se levantó con gesto perezoso del sillón en el que había estado
reposando y se acercó a mi lado, con sus largas piernas abiertas y las manos en los
bolsillos de la bata. Sonrió al ver al singular personaje que deambulaba por allí abajo.
El hombre parecía ser un personaje, a pesar de sus actos curiosos, pues era alto y de
buen porte, con patillas tupidas, y eminentemente respetable. Iba encorvado de una
manera curiosa, como un sabueso agotado, levantando las rodillas mientras andaba, y
una cadena pesada y doble de reloj rebotaba contra él a la altura rechoncha de la línea
de su chaleco a cuadros. Con una mano aferraba con gesto desesperado su alto
sombrero de seda, mientras que con la otra hacía extraños gestos en el aire, en un
estado de emoción que bordeaba la distracción. Casi podíamos ver los movimientos
espasmódicos de su semblante.
—¿Qué puede estar pasándole? —pregunté—. Observe cómo mira las casas
cuando pasa delante de ellas.
—Mira los números —respondió Sherlock Holmes con ojos bailarines—, y creo
que será la nuestra la que le hará más feliz. Su profesión, desde luego, resulta obvia.
—Será un banquero, imagino, o al menos una persona rica —aventuré,
preguntándome qué detalle curioso le había revelado la profesión del hombre a mi
notable compañero de un solo vistazo.
—Rico, sí —dijo Holmes con un brillo malicioso—, pero no exactamente un
banquero, Watson. Fíjese en los bolsillos que le cuelgan, a pesar de las ropas
excelentes que lleva, y en la locura más bien exagerada de sus ojos. Es un
coleccionista, o me habré equivocado mucho.
—¡Querido amigo! —exclamé—. ¡A su edad y con su posición! ¿Y por qué nos
buscaría? Cuando pagamos aquella última factura…
—De libros —dijo mi amigo con severidad—. Es un coleccionista de libros. Su
línea son los Caxtons, los Elzevirs y las Biblias de Gutenberg, no los sórdidos
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recordatorios de las cuentas impagadas del mercado[4]. Vea, se ha vuelto, como yo
esperaba, y en un momento se hallará de pie sobre la alfombra de nuestro salón y nos
contará la inquietante historia de un volumen único y su extraordinaria desaparición.
Le brillaron los ojos y se frotó las manos con satisfacción. No pude más que
desear que su conjetura fuera correcta, pues últimamente había tenido poco en qué
ocupar su mente, y yo vivía bajo el temor constante de que buscara el estímulo que su
cerebro activo requería en la desde hace tiempo tabú botella de cocaína.
Mientras Holmes terminaba de hablar, el timbre reverberó por la casa. Luego,
unos pasos presurosos sonaron en la escalera, mientras la voz chillona de la señora
Hudson, elevada en forma de protesta, sólo pudo ser ocasionada por la frustración de
su anhelado privilegio de ser ella quien nos trajera la tarjeta de nuestro visitante.
Entonces, la puerta se abrió con violencia y el objeto de nuestro análisis trastabilló
hasta el centro de la habitación y cayó de bruces sobre nuestra alfombra central. Allí
yació, una magnífica ruina, con la cabeza en el borde de la alfombra y los pies en el
cubo del carbón; y sellada en sus labios inmóviles estaba la sorprendente historia que
había venido a contarnos… pues que era sorprendente no podíamos dudarlo a la vista
del comportamiento extraordinario de nuestro cliente.
Sherlock Holmes fue rápidamente en busca del brandy, mientras yo me
arrodillaba junto al hombre desmayado y le aflojaba el arrugado lazo de la corbata.
No estaba muerto, y cuando conseguimos colocar la petaca entre sus dientes, se sentó
con movimiento atontado y se pasó una mano temblorosa por los ojos. Luego se puso
de pie y se disculpó avergonzado por su debilidad, y se dejó caer en el sillón que
Holmes le acercó.
—Eso es, señor Harrington Edwards —dijo mi compañero con voz amable—.
Tranquilícese, mi querido señor, y cuando haya recuperado la compostura nos
encontrará dispuestos a escuchar.
—¿Me conoce usted, entonces? —preguntó nuestro visitante. Había orgullo en su
voz, y enarcó las cejas en señal de sorpresa.
—Nunca antes había oído hablar de usted hasta este momento, pero si desea
ocultar su identidad, sería bueno —dijo Sherlock Holmes— que dejara sus ex libris
en casa. —Mientras Holmes hablaba, le pasó un pequeño paquete de señaladores de
libros doblados, que había recogido del suelo—. Se le cayeron del sombrero cuando
tuvo la desgracia de desmayarse —añadió con extravagancia.
—Sí, sí —gritó el coleccionista, extendiéndose por todo su rostro un profundo
rubor—. Ahora lo recuerdo; mi sombrero era un poco grande y doblé cierto número
de ellos y los situé bajo la banda interior. Lo había olvidado.
—Un uso más bien pobre para un grabado tan hermoso —sonrió mi compañero
—, pero eso es asunto suyo. Y ahora, señor, si se encuentra tranquilo, oigamos qué es
lo que trajo hasta nosotros a un coleccionista de libros, desde la Mansión Poke Stogis
—el nombre se encuentra en los ex libris— a la oficina de Sherlock Holmes, experto
consultor en temas criminales. Seguro que nada que no fuera el robo de la propia
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copia de Mahoma del Corán podría haberle afectado tanto.
El señor Harrington Edwards esbozó una sonrisa débil ante la broma; luego
suspiró.
—¡Ay —murmuró—, si eso fuera todo! Pero empezaré desde el principio.
»Ha de saber entonces que soy el más grande comentarista shakespeariano del
mundo. Mi colección de anécdotas y fotografías no tiene igual, y gran parte de las
colecciones del mundo (y, en consecuencia, su conocimiento del mismo Shakespeare)
han emanado de mi pluma. Un solo libro no poseía: era único, en el sentido correcto
de esa palabra abusada, la mayor rareza de Shakespeare del mundo. Pocos sabían que
existía, pues su existencia se mantenía en profundo secreto entre unos pocos elegidos.
De haberse sabido que ese libro se hallaba en Inglaterra —en realidad, en cualquier
parte— su dueño habría sido acosado hasta la muerte por los ricos norteamericanos.
»Se hallaba en posesión de mi amigo —le revelaré esto bajo la más estricta
confidencia—, de mi amigo Sir Nathaniel Brooke-Bannerman, cuya casa en Walton-
on-Walton es vecina de la mía. Apenas nos separan doscientos metros. Tan íntima ha
sido nuestra amistad que hace unos pocos años se quitó la valla que hay entre
nuestras dos propiedades, y cada uno de nosotros paseaba libremente por los terrenos
del otro.
»Durante unos años había estado trabajando en mi más ambicioso libro… mi obra
magna. Iba a ser el último, y también contendría los resultados de los estudios e
investigaciones de toda una vida. Señor, conozco el Londres Isabelino mejor que
cualquier hombre vivo; creo que mejor que cualquier hombre que haya vivido alguna
vez…
De repente estalló en lágrimas.
—Vamos, vamos —dijo con gentileza Sherlock Holmes—. No se angustie. Por
favor, continúe su interesante narración. ¿Qué era ese libro… que, eso entiendo, ha
desaparecido de algún modo? ¿Se lo pidió prestado a su amigo?
—A eso venía —dijo el señor Harrington Edwards, secándose los ojos—, pero en
cuanto a la ayuda, señor Holmes, me temo que incluso está más allá de su poder.
Como ha deducido, necesitaba ese libro. Conociendo su valor, que no se puede fijar,
pues es incalculable, y conociendo la idolatría que sentía por él Sir Nathaniel, dudé
antes de pedirle que me lo prestara. Pero debía tenerlo, pues sin él mi trabajo no se
habría podido terminar, y al fin realicé mi petición. Sugerí visitarle y repasar el
volumen en su presencia, él sentado a mi lado durante todo el examen, y con criados
dispuestos en cada puerta y ventana, armados con escopetas de caza.
»Puede imaginarse mi asombro cuando Sir Nathaniel se rió de mis precauciones.
“Mi querido Edwards”, dijo, «todo eso estaría muy bien si fuera usted Arthur
Rambridge o Sir Homer Nantes (mencionando a los dos grandes hombres del Museo
Británico), o el señor Henry Hutterson, el magnate norteamericano de los
ferrocarriles; pero usted es mi amigo Harrington Edwards, y se llevará el libro con
usted a casa durante el tiempo que quiera». Yo protesté con energía, se lo puedo
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asegurar; pero él no cedió, y me conmovió tal muestra de estima, y al final le permití
salirse con la suya. ¡Dios mío! ¡Si hubiera persistido en mi actitud! Si tan sólo…
Se interrumpió, y durante un momento miró ciegamente el espacio. Sus ojos
estaban dirigidos a la zapatilla persa que había en la pared, en cuya punta Holmes
guardaba el tabaco, pero pudimos ver que tenía los pensamientos muy lejos.
—Vamos, señor Edwards —dijo Holmes con firmeza—. Se está agitando de
manera innecesaria. Y prolonga irracionalmente nuestra curiosidad. Aún no nos ha
dicho cuál es ese libro.
El señor Harrington Edwards asió el apoyabrazos del sillón en el que se sentaba.
Luego habló, y su voz salió baja y trémula.
—El libro era un Hamlet en cuarto, de 1602, que le regaló Shakespeare a su
amigo Drayton, con una dedicatoria de cuatro líneas, ¡escrita y firmada por el mismo
Maestro!
—¡Mi querido señor! —exclamé.
Holmes soltó un silbido prolongado y bajo de sorpresa.
—Es verdad —se quejó el coleccionista—. Ése es el libro que pedí prestado, ¡y
ése es el libro que perdí! El libro en cuarto de 1602 tanto tiempo buscado, ¡y
dedicado de puño y letra por Shakespeare! Su mayor drama, además de estar fechado
un año antes que cualquier edición conocida; ¡una copia perfecta, y con cuatro líneas
con su propia escritura! ¡Único! ¡Extraordinario! ¡Sorprendente! ¡Asombroso!
¡Colosal! ¡Increíble! ¡Sin…!
Parecía preparado para seguir indefinidamente; pero Holmes, que en un principio
había permanecido sentado bastante quieto, impactado por la importancia de la
pérdida, interrumpió el torrente de adjetivos.
—Aprecio su emoción, señor Edwards —dijo—, y el libro en verdad es todo lo
que usted dice que es. Ciertamente, es tan importante que de inmediato debemos
atacar el problema de su redescubrimiento. ¿El libro, eso entiendo, es de fácil
identificación?
—Señor Holmes —comentó nuestro cliente con vehemencia—, sería imposible
ocultarlo. Es un volumen tan importante que, al llegar a su posesión, Sir Nathaniel
Brooke-Bannerman llamó a consulta a los mejores encuadernadores del Imperio, en
cuya reunión se hallaban presentes el señor Riviere, los señores Sangorski y Sutcliffe,
el señor Zaehnsdorf y algunos otros. Ellos y yo mismo, junto con otras dos personas,
somos los únicos en conocer la existencia del libro. Cuando le digo que está
encuadernado en tafilete marrón, con junturas de piel y forro de contraportada y
guardas de tafilete marrón, el conjunto elaboradamente fileteado en oro, guarnecido
con unos engarces de setecientas cincuenta piezas separadas de piel de distintos
colores y adornado con la inserción de ochenta y siete piedras preciosas, no necesito
añadir que se trata de un diseño que jamás será duplicado, y sólo menciono unas
pocas de sus glorias. La encuadernación la realizaron personalmente los señores
Riviere, Zangorski, Sutcliffe y Zaehnsdorf, trabajando de manera alternativa, y es una
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obra de tal magia que cualquier hombre moriría mil veces a gusto por el privilegio de
poseerlo veinte minutos.
—Señor mío —afirmó Sherlock Holmes—, en verdad debe ser un volumen
hermoso, y por su descripción, junto con la comprensión de su importancia por
motivo de su asociación, deduzco que es algo que está más allá de lo que podría
llamarse un libro valioso.
—¡Único! ¡Inapreciable! —exclamó el señor Harrington Edwards—. Las riquezas
combinadas de la India, México y Wall Street no alcanzarían para comprarlo.
—¿Está ansioso por recobrarlo? —inquirió Sherlock Holmes, mirándolo
fijamente.
—¡Dios mío! —gritó el coleccionista, alzando los ojos y desgarrando el aire con
las manos—. ¿Es que supone usted…?
—Shhh, shhh —interrumpió Holmes—. Sólo bromeaba. Es un libro que podría
incluso inducirle a usted, señor Harrington Edwards, al robo… pero podemos
descartar esa idea. Su emoción es demasiado sincera, y, además, usted conoce bien
las dificultades de ocultar un volumen semejante al que ha descrito. Ciertamente, sólo
un hombre muy atrevido lo cogería y lo tendría durante mucho tiempo en su
posesión. Por favor, díganos cómo llegó a perderlo.
El señor Harrington Edwards cogió la petaca de brandy, que se hallaba junto a su
codo, y la vació de un trago. Con la fuerza renovada así conseguida, continuó con la
historia:
—Como he dicho, Sir Nathaniel me obligó a aceptar el préstamo del libro, muy
en contra de mis deseos. La noche que fui a buscarlo me dijo que dos de sus criados,
fuertemente armados, me acompañarían a través del terreno hasta mi propio hogar.
«No hay peligro», indicó, «pero usted se sentirá mejor». Yo mostré mi efusivo
acuerdo. ¿Cómo contarle lo que sucedió? ¡Señor Holmes, fueron esos mismos criados
los que me atacaron y robaron mi inapreciable préstamo!
Sherlock Holmes se frotó las delgadas manos con satisfacción.
—¡Espléndido! —murmuró—. Este es un caso de los que me gustan. Watson, nos
estamos aventurando en aguas profundas. Pero usted se muestra más bien prolijo al
respecto, señor Edwards. Quizá ayudará si le formulo algunas preguntas. ¿Por qué
camino se dirigió a su casa?
—Por el principal, una buena carretera que corre delante de nuestros terrenos. La
preferí a las sombras del bosque.
—Y había unos doscientos metros entre las dos puertas. ¿En qué punto tuvo lugar
el ataque?
—Diría que casi a mitad de camino de los dos senderos de entrada.
—¿No había ninguna luz?
—Sólo la de la luna.
—¿Conocía usted a los criados que le acompañaban?
—A uno un poco; al otro jamás le había visto.
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—Descríbamelos, por favor.
—El hombre que conozco se llama Miles. Va bien afeitado, es bajo y robusto,
aunque algo mayor. Creo que se le conocía como el criado de más confianza de Sir
Nathaniel; llevaba años con él. No puedo describirlo con precisión, desde luego, pues
nunca le presté mucha atención. El otro era alto y de complexión fuerte, y lucía una
barba tupida. Era un individuo silencioso; no creo que pronunciara una sola palabra
durante el trayecto.
—¿Miles fue más comunicativo?
—Oh, sí… incluso locuaz, quizá. Habló del tiempo y de la luna, y no me acuerdo
de qué más.
—¿Nunca de libros?
—No hubo ninguna mención de libros entre nosotros.
—¿Y cómo ocurrió el ataque?
—Fue muy repentino. Como he dicho, habíamos llegado a la mitad del camino
cuando el hombre grande me cogió de la garganta —supongo que para impedirme dar
la alarma— y en ese mismo instante Miles me arrebató el volumen y echó a correr.
Un momento después su compañero le siguió. Yo estaba medio ahogado y no pude
gritar de inmediato; pero cuando pude articular, hice que la campiña resonara con mis
gritos. Corrí tras ellos, aunque no conseguí verlos. Habían desaparecido por
completo.
—¿Dejaron la casa juntos?
—Miles y yo sí; el segundo hombre se nos unió en la caseta del portero. Se había
estado ocupando de algunas tareas.
—Y Sir Nathaniel, ¿dónde estaba?
—Nos despidió en el umbral.
—¿Qué ha dicho del asunto?
—No se lo he contado.
—¿No se lo ha contado? —repitió Sherlock Holmes con asombro.
—No me atreví —confesó apesadumbrado nuestro cliente—. Le mataría. Ese
libro era su vida.
—¿Cuándo tuvo lugar todo esto? —intervine yo, mirando a Holmes.
—Excelente, Watson —dijo mi amigo, respondiendo a mi mirada—. Yo estaba a
punto de formular la misma pregunta.
—Anoche —fue la respuesta del señor Harrington Edwards—. Estuve como loco
toda la noche y no dormí nada. Lo primero que hice fue venir a verles esta mañana.
Ciertamente, intenté llamarles por teléfono anoche, pero no lo conseguí.
—Sí —dijo Holmes, recordando—, asistimos a la primera actuación de la señora
Trentini. Luego cenamos en el Albani.
—Oh, señor Holmes, ¿cree que podrá ayudarme? —inquirió el coleccionista
angustiado.
—Eso creo —contestó con vivacidad mi amigo—. En verdad estoy seguro de que
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sí. Un libro así, como el que usted describe, no es fácil de ocultar. ¿Qué dice usted,
Watson, de un viaje a Walton-on-Walton?
—Parte un tren en media hora —anunció el señor Harrington Edwards,
observando su reloj—. ¿Vendrán conmigo?
—No, no —rió Holmes—, no debe ser así. Aún no han de vernos juntos, señor
Edwards. Regrese usted en el primer tren, a menos que tenga otras cosas que hacer en
Londres. Mi amigo y yo iremos juntos. ¿Hay otro tren esta mañana?
—Una hora después.
—Excelente. ¡Hasta la vista, entonces!
Cogimos el tren desde la Estación Paddington una hora más tarde, tal como
habíamos prometido, y comenzamos nuestro viaje a Walton-on-Walton, una villa
pequeña y aristocrática y escenario del curioso accidente de nuestro amigo de la
Mansión Poke Stogis. Sherlock Holmes, echado en su asiento, lanzaba anillos azules
de humo al techo de nuestro compartimento, que afortunadamente estaba vacío,
mientras yo me dedicaba a leer el periódico de la mañana. Después de un rato me
cansé de esa ocupación y me volví hacia Holmes para encontrarle mirando por la
ventanilla engalanado con una sonrisa y citando a Horacio en voz baja.
—¿Tiene alguna teoría? —pregunté sorprendido.
—Es un error capital teorizar antes de ver las pruebas —replicó—. Sin embargo,
he estado pensando en el interesante problema de nuestro amigo, el señor Harrington
Edwards, y hay varias indicaciones que sólo pueden apuntar a una conclusión.
—¿Y quién cree usted que es el ladrón?
—Mi querido amigo —dijo Sherlock Holmes—, olvida que ya conocemos al
ladrón. Edwards ha testificado con bastante claridad que fue Miles quien le arrebató
el volumen.
—Cierto —reconocí, avergonzado—. Lo había olvidado. Entonces, todo lo que
debemos hacer es localizar a Miles.
—Y un motivo —añadió mi amigo, riéndose entre dientes—. ¿Cuál diría usted,
Watson, que fue el motivo en este caso?
—Celos —repliqué.
—¡Me sorprende!
—Miles había sido sobornado por un coleccionista rival, quien de algún modo
averiguó la existencia de ese notable volumen. Recuerde que Edwards nos dijo que el
segundo hombre se les unió en la caseta. Ello proporcionaría una excelente
oportunidad para la sustitución del hombre por otro que no fuera el criado que había
enviado Sir Nathaniel. ¿No es un buen razonamiento?
—Se supera a sí mismo, mi querido Watson —murmuró Holmes—. Está muy
bien razonado, y como con justicia observa usted, la oportunidad para una sustitución
era perfecta.
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—¿No está de acuerdo conmigo?
—En nada, Watson. Un coleccionista rival, con el fin de ejecutar ese notable
robo, primero tendría que haber conocido la existencia del libro, como usted sugiere,
pero también debería haber conocido la noche en que el señor Harrington Edwards
iría a casa de Sir Nathaniel para recogerlo, lo cual señalaría una colaboración por
parte de nuestro cliente. Cuando, de hecho, la decisión del señor Edwards de aceptar
el préstamo fue, eso creo, repentina y sin previa determinación.
—No recuerdo que lo dijera.
—No lo dijo de esa manera, pero se trata de una sencilla deducción. Para
empezar, un coleccionista de libros está lo bastante loco, Watson; pero tiéntelo con un
libro semejante de Shakespeare y pierde toda cordura. El señor Edwards no habría
sido capaz de esperar. Fue la noche anterior cuando Sir Nathaniel le prometió el libro,
y justo anoche él fue a verlo para aceptar la oferta… y, de paso, encontrarse con el
desastre. El milagro radica en que pudiera esperar todo un día.
—¡Maravilloso! —exclamé.
—Elemental —dijo Holmes—. Si está interesado, haría bien en leer
Transcendental Emotion, de Harley Graham. Yo mismo he sido culpable de un
pequeño folleto en el que catalogo unas mil doscientas profesiones y el efecto
emocional que tienen sobre sus miembros las noticias inusuales, buenas y malas.
Fuimos los únicos pasajeros en bajar en Walton-on-Walton, pero una
investigación rápida nos informó que el señor Harrington Edwards había regresado en
el tren anterior. Holmes, que se había disfrazado antes de abandonar el departamento
del tren, llevaba un lápiz detrás de la oreja y se había subido las bocamangas de los
pantalones, mientras que de un bolsillo colgaba el extremo de un metro de tela. A
todos los ojos era un topógrafo municipal, y no pude evitar pensar que si me lo
encontrara de repente en la carretera ni yo mismo lo habría reconocido. Ante su
sugerencia, me subí el ala del sombrero y volví del revés mi chaqueta. Luego me pasó
un extremo del metro al tiempo que él, sujetando el otro, marchaba delante. De esta
manera, deteniéndonos de vez en cuando para arrodillarnos en el polvo y medir de
modo ostensible secciones del camino, marchamos hacia la Mansión Poke Stogis.
Los esporádicos habitantes de la villa con los que nos encontramos y que iban rumbo
a la estación no nos prestaron más atención que si hubiéramos sido conejos.
Poco después avistamos la residencia de nuestro amigo, una casa pintoresca e
irregular, emplazada bien dentro de sus terrenos y encerrada por un cuadrado de
robles centinelas. Un sendero de grava conducía desde el camino hasta la entrada de
la casa y, al pasar por delante, los rayos del sol encendían un antiguo llamador de
latón que había en la puerta. Todo el cuadro, con su fondo de campiña brillante, era
de calma y comodidad rurales. Nos resultaba difícil creer que éste fuera el escenario
del curioso problema que habíamos venido a investigar.
—No entraremos todavía —dijo Sherlock Holmes, pasando de largo por el portón
que llevaba a los terrenos de nuestro cliente—, pero trataremos de regresar a tiempo
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para el almuerzo.
Desde ese punto el camino iba cuesta abajo en una suave pendiente y la
vegetación crecía más tupida a ambos lados de la carretera. Sherlock Holmes
mantuvo la vista con firmeza en el sendero delante de nosotros, y cuando hubimos
recorrido unos cien metros, se detuvo.
—Aquí —indicó— tuvo lugar el robo.
Miré con detenimiento la tierra, pero no pude ver rastro alguno de lucha.
—Recordará que sucedió a mitad de camino de las dos casas —continuó—. No,
hay algunas señales; no hubo ningún forcejeo violento. Sin embargo, por fortuna,
anoche tuvimos nuestra proverbial lluvia y la tierra ha conservado las huellas muy
bien…
Señaló la marca leve de una pisada, luego otra, y otra más. Me arrodillé y pude
ver que ciertamente muchos pies habían pasado por el camino.
Holmes se tiró cuan largo era al suelo y se retorció con movimientos rápidos, con
la nariz pegada a la tierra, musitando palabras en francés. Entonces sacó una lupa
para examinar mejor algo que había llamado su atención, pero un momento después
agitó la cabeza decepcionado y prosiguió su inspección. Yo no pude evitar recordar a
un noble sabueso olisqueando en círculos en un esfuerzo por restablecer un rastro
perdido. Sin embargo, al momento lo recuperó, pues se puso de pie con una
exclamación de júbilo, marchó en zigzag de manera curiosa por el camino y se
detuvo ante un puente, apuntando con el dedo acusadoramente a un claro de los
matorrales.
—No es de extrañar que desaparecieran —sonrió cuando llegué a su lado—.
Edwards pensó que habían seguido por el camino, pero aquí es donde se desviaron.
—Luego, retrocediendo una corta distancia, inició la carrera y cruzó el seto de un
salto—. Sígame con cuidado —advirtió—, pues no debemos permitir que nuestras
propias pisadas nos confundan. —Yo caí con más contundencia que mi amigo, pero
un instante después me ayudó a incorporarme y a estabilizarme—. Mire —dijo
examinando la tierra; y marcadas en el barro y la hierba vi las huellas de dos pares de
pies—. El hombre pequeño pasó entre los matorrales —dijo exultante Sherlock
Holmes—, pero el bribón más grande saltó por encima del seto. Observe con qué
profundidad están marcadas sus huellas; aterrizó pesadamente en el barro blando. Es
significativo, Watson, que hayan venido por aquí. ¿No le sugiere nada a usted?
—Que eran hombres que conocían las tierras de Edwards tan bien como las de
Brooke-Bannerman —contesté; y me regocijé ante el asentimiento de aprobación de
mi amigo.
Se arrojó al suelo sin decir una palabra más, y durante unos momentos los dos nos
arrastramos incómodamente por la hierba. Entonces me invadió un pensamiento
impactante.
—Holmes —susurré consternado—, ¿ve hacia dónde se dirigen estas huellas?
Hacia la casa de nuestro cliente, el señor Harrington Edwards.
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Asintió con lentitud, y tenía los labios muy apretados. ¡La hilera doble de huellas
terminaba con brusquedad en la puerta trasera de la Mansión Poke Stogis!
Sherlock Holmes se puso de pie y miró su reloj.
—Llegamos a tiempo para el almuerzo —anunció, y se sacudió el polvo de la
ropa. Luego, con deliberación, llamó a la puerta. A los pocos momentos nos hallamos
en presencia de nuestro cliente—. Hemos estado dando vueltas por el terreno —se
disculpó el detective—, y nos tomamos la libertad de entrar por su puerta trasera.
—¿Tiene alguna pista? —preguntó ansioso el señor Harrington Edwards.
Una sonrisa extraña de triunfo se esbozó en los labios de Holmes.
—En verdad que sí —dijo con calma—. Creo que he solucionado su pequeño
problema, señor Edwards.
—¡Mi querido Holmes! —exclamé.
—¡Señor mío! —exclamó nuestro cliente.
—Aún me queda establecer un motivo —confesó mi amigo—; pero en cuanto a
los hechos principales no hay duda alguna.
El señor Harrington Edwards se desplomó sobre un sillón; estaba pálido y
tembloroso.
—El libro —graznó—. Cuénteme.
—Paciencia, mi buen señor —aconsejó con amabilidad Holmes—. No hemos
comido nada desde el amanecer y estamos hambrientos. Todo a su debido tiempo.
Permita que primero almorcemos y luego todo se aclarará. Mientras tanto, me
gustaría telefonear a Sir Nathaniel Brooke-Bannerman, pues deseo que él oiga
también lo que tengo que decir.
Las súplicas de nuestro cliente fueron en vano. Holmes consiguió su pequeño
deseo y su almuerzo. Al final, el señor Edwards fue con andar pesado a la cocina para
ordenar la comida, y Sherlock Holmes habló rápida e ininteligiblemente al teléfono y
regresó con una sonrisa en la cara. Pero yo no le hice ninguna pregunta; a su debido
tiempo este hombre extraordinario contaría su historia a su manera. Yo había oído
todo lo que él había oído, y había visto todo lo que él había visto; sin embargo, me
hallaba perdido por completo. No obstante, la sonrisa espectral de nuestro anfitrión
flotaba en mi mente, haciéndome sentir una especie de pena por él. Al rato estuvimos
sentados a la mesa. Nuestro cliente, demacrado y nervioso, comió despacio y con
aparente incomodidad; sus ojos jamás se apartaron mucho del rostro inescrutable de
Holmes. Yo comí poco, pero Sherlock Holmes lo hizo a gusto, relatando mientras
tanto algunas de sus primeras aventuras… que quizá algún día yo entregue al mundo,
si soy capaz de leer las ilegibles notas que tomé en aquella ocasión.
Cuando hubimos concluido la terrible comida nos dirigimos a la biblioteca, donde
Sherlock Holmes tomó posesión del sillón más cómodo con un aire de derecho de
propiedad que en otras circunstancias habría resultado divertido. Montó su larga pipa
y la encendió casi con una maliciosa falta de celeridad, mientras el señor Harrington
Edwards transpiraba junto a la chimenea en una agonía de aprensión.
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—¿Por qué nos mantiene a la espera, señor Holmes? —susurró—. Cuéntenos ya,
por favor, quién… quién… —Su voz se perdió en un gemido.
—El delincuente —dijo Sherlock Holmes con suavidad— es…
—Sir Nathaniel Brooke-Bannerman —dijo una doncella, asomando de repente la
cabeza por la puerta; e inmediatamente después de su anuncio entró el atractivo
baronet, cuyo inapreciable volumen era el causante de toda esta conmoción y
desdicha.
Sir Nathaniel estaba pálido, y parecía enfermo. En el acto se puso a hablar.
—Me ha inquietado mucho su llamada —dijo, mirando mientras tanto a nuestro
cliente—. Me ha indicado que tenía algo que revelarme sobre el libro. ¡No me diga
que… le ha… pasado… algo! —Se apoyó con gesto nervioso en la pared para
estabilizarse y yo sentí una profunda compasión por aquel hombre desdichado.
Harrington Edwards miró a Sherlock Holmes.
—Oh, señor Holmes —dijo con voz patética—, ¿por qué mandó a buscarle?
—Porque —repuso mi amigo—, deseo que oiga la verdad sobre el libro de
Shakespeare. Sir Nathaniel, creo que no se le ha informado aún de que la noche
pasada al señor Edwards le robaron su precioso volumen… que se lo robaron los
criados de confianza que usted envió con él para que lo escoltaran.
—¡Qué! —aulló el noble coleccionista. Se tambaleó y con movimientos
frenéticos se buscó el corazón con la mano; luego, cayó sobre un sillón—. ¡Dios mío!
—musitó, y repitió—: ¡Dios mío!
—Yo debería haber pensado que usted sería sospechoso de una mala acción
cuando sus criados no regresaron —prosiguió el detective.
—No los he visto —murmuró Sir Nathaniel—. Yo no trato con mis criados. No
sabía que no habían vuelto. ¡Cuéntemelo… cuéntemelo todo!
—Señor Edwards —pidió Sherlock Holmes, volviéndose hacia nuestro cliente—,
¿querría repetir su historia, por favor?
Ante la petición, el señor Harrington Edwards contó de nuevo la desdichada
historia, terminando con un grito angustiado:
—Oh, Nathaniel, ¿podrá perdonarme alguna vez?
—No sé si fue del todo culpa suya —observó Holmes con alegría—. Los propios
criados de Sir Nathaniel son los culpables, y está claro que él los envió a
acompañarle.
—Pero usted dijo que había solucionado el caso, señor Holmes —gritó nuestro
cliente con frenética desesperación.
—Sí —acordó Holmes—, está solucionado. Usted ha tenido la pista en sus
propias manos desde que sucediera el hecho, pero no sabía cómo usarla. Todo radica
en los actos peculiares del criado más alto, antes del robo.
—¿Los actos del…? —tartamudeó el señor Edwards—. ¿Por qué? ¡No hizo
nada… no dijo nada!
—Esa es la circunstancia curiosa —indicó Sherlock Holmes.
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Sir Nathaniel se puso de pie con dificultad.
—Señor Holmes —dijo—, esto me ha trastornado más de lo que soy capaz de
expresar. No escatime esfuerzos en recuperar el libro y en llevar ante la justicia a los
rufianes que lo robaron. Pero debo irme y pensar… pensar…
—Quédese —pidió mi amigo—. Ya he atrapado a uno de ellos.
—¿Qué? ¿Dónde? —gritaron los dos coleccionistas al unísono.
—Aquí —dijo Sherlock Holmes, y adelantándose apoyó una mano sobre el
hombro del baronet—. Usted, Sir Nathaniel, era el criado más alto, usted era uno de
los ladrones que asaltó al señor Harrington Edwards y le quitó su propio libro. Y
ahora, señor, ¿nos contará por qué lo hizo?
Sir Nathaniel Brooke-Bannerman se tambaleó y se habría caído de no haberme
acercado a toda velocidad a su lado, sosteniéndole. Le ayudé a sentarse. Al mirarle
vimos la confesión en sus ojos; la culpa estaba escrita en su demacrada cara.
—Vamos, vamos —dijo con impaciencia Holmes—. ¿O le sería más fácil si yo
contara la historia tal como sucedió? Que así sea, entonces. Usted se separó del señor
Harrington Edwards en el umbral de su casa, Sir Nathaniel, deseándole a su mejor
amigo las buenas noches con una sonrisa en los labios y el mal en el corazón.
Y tan pronto hubo usted cerrado la puerta, se enfundó en un impermeable, se
subió el cuello y se apresuró a ir por un camino más corto hasta la caseta del guardia,
donde se unió al señor Edwards y a Miles como uno de sus propios criados. No
pronunció una sola palabra en ningún instante, pues temía hablar. Tenía miedo de que
el señor Edwards reconociera su voz, mientras que su barba postiza, rápidamente
colocada, protegía su rostro y en la oscuridad su figura pasaba desapercibida.
»Habiendo luchado con su mejor amigo, robándole su propio libro, usted y su
rufianesco criado huyeron atravesando los terrenos del señor Edwards hasta la puerta
trasera de la casa de éste, pensando que, si se producía luego una investigación, yo
sería llamado y descubriría esas huellas y culparía del delito al señor Harrington
Edwards… como parte de un plan delictivo preparado de antemano con sus criados,
quienes se supondría que estaban pagados por el señor Edwards y eran los artífices de
un robo falso sobre su persona. Su error, señor, fue el acabar su rastro de manera
abrupta en la puerta trasera del señor Edwards. Si entonces hubiera dejado otro rastro,
uno que condujera hasta su propio domicilio, sin titubear yo habría arrestado al señor
Edwards por el robo.
»Debería usted saber que en los casos criminales que he investigado, la solución
obvia jamás es la correcta. El mero hecho de que el dedo de la sospecha se haga
apuntar a un individuo determinado basta para absolver a dicho individuo de la culpa.
Si hubiera leído usted los trabajos de mi amigo y colega, el doctor Watson, no habría
cometido semejante error. ¡Y sin embargo afirma ser un hombre instruido!
La única respuesta fue un gemido bajo procedente del desdichado baronet.
—Pero continuemos; allí mismo, en la puerta trasera del señor Edwards, usted
concluyó el rastro, entrando en la casa —su propia casa— y pasando la noche bajo su
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techo, mientras sus gritos y desvaríos por la pérdida llenaban la noche y le
proporcionaban alegría a su abominable alma. Y por la mañana, cuando él salió para
ir a mi consulta, usted se marchó en silencio —usted y Miles— y regresó a su propia
casa por el camino principal.
—¡Misericordia! —exclamó el desgraciado vencido, encogiéndose en el sillón—.
Si se hace público, estoy arruinado. Me vi obligado a ello. No podía dejar que el
señor Edwards examinara el libro, pues de ese modo lo descubriría. Sin embargo,
cuando mi mejor amigo pidió hacerlo, no podía negárselo.
—Sus palabras me cuentan todo lo que yo no sabía —dijo con firmeza Sherlock
Holmes—. El motivo ahora resulta bien evidente. La obra, señor, era una
falsificación, y sabiendo que su amigo erudito lo descubriría, usted eligió empañar su
nombre para salvar el suyo propio. ¿Estaba asegurado el libro?
—Asegurado en 100.000 libras, me dijo él —interrumpió el señor Harrington
Edwards excitado.
—De modo que planeó deshacerse de ese artículo peligroso y dudoso al tiempo
que recogía una suculenta recompensa —comentó Holmes—. Vamos, señor,
cuéntenoslo. ¿Cuánto era falsificación? ¿Sólo la dedicatoria manuscrita?
—Se lo diré —repuso de repente el baronet— y me encomendaré a la
misericordia de mi amigo, el señor Edwards. Todo el libro, en efecto, era una
falsificación. Fue originalmente compuesto de dos copias imperfectas del libro en
cuarto de 1604. De la pareja realicé un perfecto volumen, y un artesano diestro, ahora
muerto, cambió la fecha de manera tan artística que sólo un experto de primera
categoría podría haberlo detectado. Tal experto, sin embargo, es el señor Harrington
Edwards… el único hombre en el mundo que podría haberme desenmascarado.
—Gracias, Nathaniel —dijo agradecido el señor Edwards.
—La dedicatoria, por supuesto, también fue falsificada —continuó el baronet—.
Ya pueden conocerlo todo.
—¿Y el libro? —preguntó Holmes—. ¿Dónde lo destruyó?
Una sonrisa lúgubre apareció en los labios de Sir Nathaniel.
—Ahora mismo se está quemando en la caldera del propio señor Edwards —
repuso.
—Entonces, aún no puede estar consumido —gritó Holmes y se lanzó al sótano,
para regresar momentos después de buen humor, llevando una hoja ennegrecida en la
mano—. Es una pena. ¡Una pena! —exclamó—. A pesar de su cuestionable
autenticidad, se trataba de un ejemplar noble. Está quemado a medias; pero dejemos
que se consuma. He salvado una hoja como recuerdo de la ocasión. —La dobló con
cuidado y la guardó en su cartera—. Señor Edwards, supongo que la decisión en este
caso es de usted. Sir Nathaniel, desde luego, no ha de tratar de cobrar el seguro.
—Entonces, olvidémoslo —dijo Harrington Edwards con un suspiro—. Que sea
un capítulo sellado en la historia de la bibliomanía. —Miró a Sir Nathaniel Brooke-
Bannerman durante largo rato, luego alargó la mano—. Le perdono, Nathaniel —
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anunció con sencillez.
Se estrecharon las manos; había lágrimas en los ojos del baronet. Muy
conmovidos, Holmes y yo le dimos la espalda a la emotiva escena y nos dirigimos en
silencio hacia la puerta. Un momento después el aire fresco soplaba nuestras sienes, y
tosimos, quitándonos de los pulmones el polvo de la biblioteca.
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La aventura del hombre marcado
STUART PALMER
Era una tarde de fuerte viento a finales de abril del año noventa y cinco, y yo acababa
de regresar a nuestra casa de Baker Street para encontrarme con Holmes tal como lo
había dejado al mediodía, echado en el sofá con los ojos medio cerrados, mientras el
humo del tabaco negro se elevaba hasta el techo.
Ocupado con mis propios pensamientos, quité el desorden de aparatos químicos
que había llegado hasta el sillón y me senté con un suspiro atribulado. Sin darme
cuenta de ello, debí quedarme ensimismado. De repente, la voz de Holmes me hizo
recobrar la conciencia con un sobresalto.
—¿Así que usted ha decidido, Watson —dijo—, que ni siquiera esa diferencia
será una barrera real a su futura felicidad?
—Exacto —repuse—. Después de todo, no podemos… —Me detuve en seco—.
¡Mi querido amigo! —exclamé—. ¡Esto no es típico de usted!
—Vamos, vamos, Watson. Ya conoce mis métodos.
—No sabía —dije con rigidez— que abarcaran tener espías que rastrearan los
pasos de un viejo amigo, y sólo porque él eligió una fresca tarde de primavera para
dar un paseo con cierta dama.
—¡Mil disculpas! No me había dado cuenta de que mi pequeña demostración de
ejercicio mental pudiera causarle algún dolor —murmuró Holmes con voz apagada.
Se sentó, sonriendo—. Por supuesto, mi querido amigo, debería haberle concedido la
aberración mental temporal conocida como enamoramiento.
—¡Vamos, Holmes! —repliqué con viveza—. Usted debería ser la última persona
en hablar de psicopatología… un hombre que prácticamente es un caso andante de
tendencias maníaco depresivas…
Hizo una reverencia.
—¡Tocado, claramente tocado! Pero, Watson, en un sentido usted está siendo
injusto conmigo. Sólo conocía sus planes de encontrarse con una dama debido a los
excesivos cuidados que se tomó en su arreglo personal antes de salir. La hermosa
Emilia, ¿verdad? Siempre recordaré su valor en el asunto del asesinato de Giorgiano
en la, por lo demás, respetable casa de huéspedes de la señora Warren. Y, en verdad,
¿por qué no un romance? Ha habido un intervalo muy decente desde la muerte de su
difunta esposa, Watson, y la viuda Lucca es una persona de lo más cautivadora.
—Eso sigue sin tener nada que ver con el tema. No veo…
—Nadie tan ciego, Watson, nadie tan ciego —cortó Holmes, echando tabaco en
su pipa de madera de cerezo, una señal clara de que se encontraba en uno de sus
estados más argumentadores—. En realidad es de lo más sencillo, mi querido amigo.
No me resultó difícil deducir que su cita, en una tarde con una brisa tan agradable
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como ésta, era en el parque. Los restos de cáscara de cacahuete en su mejor chaleco
indican con claridad el hecho de que se ha estado divirtiendo alimentando a los
monos. Y su regreso a una hora tan temprana, sin duda al no conseguir que la dama
cenara con usted, indica a las claras que tuvo cierto tipo de desacuerdo mientras
observaba las travesuras de los peludos primates.
—Concedido, Holmes, de momento. Por favor, prosiga.
—Con mucho gusto. Como buen médico, no puede evitar tener ciertas
convicciones profundas en cuanto a la verdad contenida en las recientes y
controvertidas publicaciones del señor Charles Darwin. ¿Qué es más probable en el
calor del romance primaveral que usted fuera lo suficientemente imprudente como
para iniciar una discusión sobre las teorías de Darwin con la signora Lucca, quien,
como la mayoría de sus compatriotas, sin duda es muy religiosa? Por supuesto que
ella prefiere la narración del origen de la humanidad del Jardín del Edén. De ahí su
primera pelea y su apresurado regreso a casa, donde se dejó caer en el sillón y
permitió que su pipa se apagara mientras repasaba una y otra vez la situación en su
cabeza.
—Ahora que usted lo explica, es bastante simple —reconocí a regañadientes—.
Pero ¿cómo podía conocer la conclusión a la que acababa de llegar?
—Elemental, Watson, de lo más elemental. Usted regresó con su cara
normalmente plácida fruncida en un mohín, con el labio inferior sobresaliendo de una
forma colérica. Su miraba se desvío a la repisa de la chimenea, donde está la copia de
El origen de las especies, y entonces su expresión fue más beligerante que antes. Pero
entonces, después de un momento, las titilantes llamas del fuego captaron su mirada,
y no pude evitar notar cómo ese símbolo hogareño le recordó la felicidad conyugal de
la que usted disfrutó en una ocasión. Se imaginó a sí mismo y a la hermosa italiana
sentados ante un fuego igual, y su expresión se suavizó. Una clara sonrisa fatua cruzó
su cara, y supe que había decidido que no debería permitir que ninguna teoría se
interpusiera entre usted y la dama que planea convertir en la segunda señora Watson.
—Vació la pipa en la chimenea—. ¿Puede negar que mis deducciones son
sustancialmente correctas?
—Desde luego que no —repuse, algo avergonzado—. Pero, Holmes, en un
reinado menos iluminado que éste de nuestra Victoria, usted correría el serio peligro
de ser quemado por bruja.
—Brujo, por favor —corrigió—. Pero ya basta de ejercicios mentales. A menos
que me equivoque, el persistente sonido del timbre presagia un cliente. Si es así, se
trata de un caso grave que puede llegar a absorber todas mis facultades. Nada trivial
haría salir a un inglés durante la hora sagrada del té. —Apenas hubo tiempo para que
Holmes encendiera la lámpara de lectura de modo que su luz cayera sobre la silla
vacía, y entonces se oyeron pasos rápidos en la escalera y una llamada impaciente a
la puerta—. ¡Pase! —exclamó Holmes.
El hombre que entró aún era joven, de unos treinta y ocho años en apariencia,
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bien peinado y cuidadamente vestido, si no a la moda, con una especie de dignidad
profesional en su porte. Depositó su bombín y su bastón sobre la mesa, y luego se
volvió hacia nosotros, mirando interrogadoramente de uno a otro. Pude ver que su
complexión normalmente rubicunda tenía una palidez enfermiza. Era evidente que
nuestro visitante se hallaba a punto del derrumbamiento.
—Me llamo Allen Pendarvis —balbuceó, aceptando la silla que Holmes le indicó
—. Debo disculparme por entrar de esta manera.
—En absoluto —dijo Holmes—. Por favor, sírvase tabaco, está en esa zapatilla
persa. Veo que acaba de llegar de Cornualles.
—Sí, de Mousehole, cerca de Penzance. Pero ¿cómo…?
—Aparte de por su nombre —«Por el prefijo Tre-, Pol-, Pen-, conoceréis a los de
Cornualles»—, lleva usted un impermeable, y nubes coléricas han llenado el cielo del
sudoeste la mayor parte del día. También veo que está agitado, ya que los Royal
Cornishman arribaron a Paddington hace unos pocos momentos, y usted no ha
perdido tiempo en venir hasta aquí.
—¡Usted, entonces, es el señor Holmes! —decidió Pendarvis—. Apelo a usted,
señor. Nadie más puede brindarme la ayuda que necesito.
—La ayuda no es fácil de negar, y no siempre fácil de dar —repuso Holmes—.
Pero, por favor, continúe. Este es el doctor Watson. Puede hablar con plena libertad
en su presencia, ya que ha sido mi colaborador en algunos de mis casos más difíciles.
—¡Ninguno de sus casos —exclamó Pendarvis— puede ser más difícil que el
mío! Voy a ser asesinado, señor Holmes. ¡Y sin embargo… sin embargo, no tengo un
solo enemigo en el mundo! Ninguna persona, viva o muerta, podría tener algún
motivo para desear verme en el féretro. No obstante, mi vida ha sido amenazada tres
veces, y se ha intentado matarme hace dos semanas.
—Muy interesante —dijo Holmes con calma—. ¿Y tiene usted alguna idea sobre
la identidad de su enemigo?
—Ninguna. Comenzaré por el principio, y no reservaré nada. Verán, caballeros,
mi hogar es una pequeña villa de pesca que no ha cambiado materialmente en cientos
de años. De hecho, el muelle de Mousehole, que se extiende justo más allá de mis
ventanas, fue construido por los fenicios en la época de Uther Pendragon, el padre del
Rey Arturo, cuando vinieron a comerciar en busca del estaño de Cornualles…
—Creo que en este asunto debemos buscar más cerca de casa que los fenicios —
indicó Holmes con tono seco.
—Por supuesto. Verá, señor Holmes, yo llevo una vida muy tranquila. Una
pequeña renta que me dejó mi difunto tío me permite dedicar mi tiempo al
pasatiempo de la fotografía de aves. —Pendarvis sonrió con modesto orgullo—.
Algunas de mis fotografías de las golondrinas de mar en sus nidos han sido
publicadas en revistas de ornitología. Sólo la vez pasada…
—Tampoco sospecho de las golondrinas de mar —interrumpió Holmes—. Y, no
obstante, alguien busca su vida, o su muerte. De paso, señor Pendarvis, ¿su esposa
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heredaría sus propiedades en el caso desgraciado de su muerte?
Pendarvis se quedó en blanco.
—¿Señor? Nunca me he casado. Vivo solo con mi hermano Donal. Una persona
muy alegre. Romántico por los dos. Todas las cartas perfumadas que vienen en el
correo de la mañana van dirigidas a él.
—Ah —comentó Holmes—. ¿Entonces no tenemos que aplicar la vieja regla de
cherchez la femme? Eso elimina mucho. ¿Ha dicho que su hermano es su heredero?
—Supongo que sí. En realidad no hay gran cosa que heredar. La renta cesa a mi
muerte, ¿y quién querría mis especímenes ornitológicos?
—Ciertamente, eso proyecta una luz diferente. Pero dejemos a un lado el
problema del cui bono, al menos de momento. ¿Cuál fue el primer indicio de que
alguien trama algo contra su vida?
—La primera amenaza vino en forma de nota, toscamente escrita sobre papel de
estraza y metida por debajo de la puerta el jueves de la semana pasada. Decía: «Señor
Allen Pendarvis, le queda poco tiempo de vida».
—¿Tiene la nota con usted?
—Lamentablemente no, la rompí, pensando que sólo se trataba de la obra de un
bromista estúpido. —Pendarvis suspiró—. Tres días después llegó la segunda.
—¿Que guardó y ha traído con usted?
Pendarvis sonrió con ironía.
—Eso sería imposible. Fue escrita a tiza sobre la pared del jardín, y repetía la
primera advertencia. Y la tercera se trazó en el barro del muelle, en el exterior que da
a la ventana de mi dormitorio, visible el domingo pasado durante la marea baja, pero
que fue borrada pronto. Decía: «¿Listo para morir, señor Allen Pendarvis?»
—¿Informó usted a la policía de esas amenazas?
—Por supuesto. Pero no las tomaron en serio.
Holmes me lanzó una mirada y asintió.
—Entendemos esa actitud oficial, ¿verdad, Watson?
—Entonces también podrá entender, señor Holmes, por qué he venido a verle.
¡No estoy acostumbrado a que me desdeñe un subinspector local! Y así, cuando por
último la noche pasada sucedió… —Pendarvis tuvo un escalofrío.
—Ahora —interrumpió Holmes mientras aplicaba la llama de una cerilla de cera
a su pipa de arcilla— hacemos progresos. ¿Qué pasó?
—Era tarde —comenzó el ornitólogo—. De hecho, casi la medianoche, cuando
me despertó el insistente sonido del timbre de la puerta. Mi casera, pobre mujer, es
casi sorda, y por ello me levanté yo a contestar. Imagine mi sorpresa al no encontrar a
nadie en la entrada. Fuera reinaba una negrura absoluta, la intensa y lúgubre quietud
de una villa de Cornualles a esa hora avanzada. Permanecí allí de pie durante un
momento, temblando, sosteniendo el candil y escrutando la oscuridad. Y entonces
una bala aulló a mi lado, errando mi corazón por poco y apagando la vela que llevaba
en la mano.
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Holmes juntó las delgadas manos, sonriendo.
—¡De verdad! ¡Un buen problema, eh, Watson! ¿Qué piensa al respecto?
—El señor Pendarvis es afortunado de que su atacante sea un mal tirador —
contesté—. Debía haber presentado un buen blanco con la vela en el umbral.
—Sin duda que un buen blanco —acordó Holmes—. ¿Y por qué, señor
Pendarvis, no fue su hermano a abrir la puerta?
—Donal se hallaba en Penzance —contestó Pendarvis—. Durante años ha sido su
invariable costumbre la de asistir a las veladas de boxeo de los viernes que se
celebran allí. Luego, por lo general se reúne con sus camaradas en el Capstan &
Anchor.
—¿Y regresa de madrugada? Por supuesto, por supuesto. Y ahora, señor
Pendarvis, creo que ya tengo todo lo que necesito. Regrese a su casa. Tendrá noticias
nuestras en poco tiempo. —Holmes agitó una mano lánguida en dirección a la puerta
—. Que pase una muy buena noche, señor.
Pendarvis recogió el sombrero y el bastón y se quedó dubitativo en el umbral.
—Debo confesar, señor Holmes, que se me había hecho esperar más de usted.
—¿Más? —inquirió Holmes—. Oh, sí. Mi pequeña factura. Le será remitida por
correo el primer día del mes. Buenas noches, señor.
La puerta se cerró detrás de nuestro insatisfecho cliente, y Holmes, que había
estado reclinado contra el sofá en lo que parecía ser la más profunda depresión, se
incorporó con brusquedad y se volvió hacia mí.
—Bien, Watson, la solución parece decepcionantemente fácil, ¿no es verdad?
—Quizá sí —repuse con rigidez—. Pero usted se halla en una situación precaria,
¿no? Puede que haya enviado a ese pobre hombre a su muerte.
—¿A su muerte? No, mi querido Watson. Le doy mi palabra. Perdóneme, debo
escribir una nota a nuestro amigo Gregson de Scotland Yard. Es muy importante que
se haga un arresto de inmediato.
—¿Un arresto? Pero ¿de quién?
—¿Qué otro que el señor Donal Pendarvis? Un telegrama a las autoridades de
Penzance bastará.
—¿El hermano? —inquirí incrédulo—. Entonces, ¿cree que en realidad no se
hallaba en la velada de boxeo en el momento del intento de asesinato de nuestro
cliente?
—Estoy seguro —afirmó Sherlock Holmes— de que se encontraba ocupado en
otras actividades. —Esperé, pero era evidente que prefirió no hacerme partícipe de
sus confidencias. Holmes cogió pluma y papel y no volvió a alzar la vista hasta que
finalizó de redactar la nota y la hubo despachado por mensajero—. Eso —dijo—, se
encargará de momento de la situación.
Después llamó a la señora Hudson y solicitó una cena abundante.
Mi amigo mantuvo su silencio reservado durante la comida y dedicó el resto de la
noche a su violín. No fue hasta que nos hallamos a la mesa del desayuno a la mañana
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siguiente cuando hubo alguna referencia al caso del ornitólogo de Cornualles.
El timbre sonó con insistencia y Holmes se animó.
—¡Ah, por fin! —exclamó—. Una respuesta de Gregson. No, es él mismo que
viene a toda velocidad.
Las pisadas de la escalera llegaron hasta nuestra puerta, y un instante después
Tobías Gregson, alto, pálido, cabello rubio como siempre, entró.
Holmes siempre le había considerado el más inteligente y agudo de los
inspectores de Scotland Yard. Pero Gregson en ese momento se hallaba en mal estado
de ánimo.
—Nos la ha jugado, señor Holmes —comenzó—. Sentí en mis huesos que no
tendría que haber obedecido su inusual petición, pero recordando la ayuda que nos ha
brindado en el pasado, seguí su sugerencia. ¡Mal asunto, señor Holmes, mal asunto!
—¿De verdad? —preguntó Holmes.
—En efecto. Se trata de ese Pendarvis, Donal Pendarvis, que usted quería que
arrestáramos.
—¿No ha confesado?
—Desde luego que no. Además, el sujeto sin duda está presentando una querella
en este mismo instante por arresto indebido.
Holmes casi dejó caer su taza.
—¿Quiere decir que ya no se halla bajo custodia?
—Eso mismo quiero decir. Fue arrestado anoche y encerrado en la cárcel de
Penzance, pero armó tal revuelo que Owens, el subinspector, se vio obligado a
ponerlo en libertad.
Sherlock Holmes se incorporó en toda su altura, tirando la servilleta.
—Estoy de acuerdo, señor. Mal asunto es. —Permaneció en reflexión profunda
durante un momento—. ¿Y la otra petición que realicé? ¿Han localizado a un hombre
de esa descripción?
—No, señor Holmes. El subinspector Owens ha vivido en Penzance toda su vida,
y jura que no existe tal persona.
—Imposible, del todo imposible —dijo Holmes—. ¡Debe estar equivocado!
Gregson se puso de pie.
—Todos hemos tenido nuestros éxitos y fracasos —comentó en tono conciliador
—. Buenos días, señor Holmes. Buenos días, doctor.
Cuando la puerta se cerró a su espalda, Holmes se volvió de repente hacia mí.
—¿Y por qué, Watson, no está haciendo la maleta? ¿No quiere acompañarme a
Cornualles?
—¿A Cornualles? Pero tenía entendido…
—Ha oído todo, y no ha entendido nada. Tendré que mostrárselo a usted, y al
subinspector, en el mismo escenario. Pero basta ya de esto. La veda se ha levantado.
Será mejor que traiga su revólver del ejército y un bastón robusto, pues puede que
haya trabajo duro antes de que se solucione el pequeño problema. —Consultó su reloj
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—. Ah, disponemos de media hora para coger el tren de las diez en punto desde
Paddington.
Subimos al tren casi cuando partía, y mientras marchábamos al sudoeste por las
afueras de Londres mi amigo comenzó una disertación sobre las tendencias
hereditarias en los grupos de huellas dactilares, un tema acerca del cual estaba
planeando una monografía. Yo me guardé la impaciencia para mí mismo todo lo que
pude, y por último le interrumpí.
—Sólo tengo una pregunta, Holmes. ¿Por qué vamos a Cornualles?
—Las flores de primavera, Watson, se encuentran en el mejor momento de la
estación. El perfume será agradable después de la niebla de Londres. Mientras tanto,
pretendo echar una cabezada. Usted puede ocuparse en considerar la naturaleza
inusual de las notas de amenaza recibidas por el señor Allen Pendarvis.
—¿Inusual? A mí me parecieron bastante claras. Sin ninguna duda su intención
era la de hacerle saber al señor Pendarvis que era un hombre marcado.
—¡Expuesto de manera brillante, Watson! —exclamó Sherlock Holmes, y con
placidez se acomodó para dormir.
No despertó hasta que hubimos dejado atrás Plymouth y la extensión de Mount
Bay se veía por la ventanilla. Había palomillas procedentes del mar rodando y
soplaba un viento fuerte.
—Creo que lloverá más al anochecer —comentó Holmes—. Una noche excelente
para el tipo de caza en el que esperamos vernos involucrados.
Apenas habíamos bajado en Penzance cuando un hombre robusto enfundado en
un úlster de tweed se nos acercó. Debía pesar cien kilos de músculo sólido, y su cara
era seria. Un policía de mejillas sonrosadas le seguía.
—¿Señor Holmes? —preguntó el hombre mayor—. Soy el subinspector Owens.
Se nos comunicó que usted podría venir aquí. Y ya era hora. Lamentable enredo en el
que nos ha metido.
—¿De verdad? —inquirió Holmes con frialdad—. ¿Ha sucedido, entonces?
—Sí —replicó el subinspector Owens con gravedad—. A las dos en punto de esta
tarde.
El policía que le acompañaba corroboró su afirmación con seriedad.
—Confío —dijo Holmes— en que no hayan movido el cuerpo.
—¿El cuerpo? —Los dos policías locales intercambiaron miradas, y el subalterno
lanzó una carcajada—. Me refería —continuó Owens— a la demanda por arresto
indebido. Se me ha entregado un mandamiento en mi oficina.
Mi compañero titubeó sólo un momento.
—Si yo fuera usted, no perdería el sueño por el juicio inminente del caso. Y
ahora, antes de continuar, el doctor Watson y yo hemos tenido un largo viaje en tren y
necesitamos comer algo. ¿Podría indicarnos cómo llegar al Capstan & Anchor?
Owens frunció el ceño, luego se volvió hacia su asistente.
—Tredennis, ¿será tan amable de llevar a estos caballeros al lugar? —Entonces se
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encaró con Holmes—. Le espero en la comisaría de policía en una hora, señor. Este
asunto aún no se ha solucionado a mi satisfacción.
—Ni a la mía, señor —dijo Holmes, y emprendimos la marcha siguiendo al
policía. El joven nos condujo a paso ligero hasta el letrero del Capstan & Anchor—.
Entre en el bar, Watson —me dijo mi compañero en voz baja. Se demoró un instante
en la puerta, y después se volvió y se unió a mí—. Tal como pensaba. El oficial
Tredennis ha montado guardia en un umbral del otro lado de la calle. Las autoridades
locales no confían en nosotros.
Pidió un plato de riñones y bacon, pero dejó que se enfriara mientras conversaba
con la camarera, una joven singularmente corriente en todo lo que era aparente. Pero
Holmes regresó sonriendo a la mesa.
—Confiesa conocer al señor Donal Pendarvis, al menos hasta el punto de emitir
risitas cuando se menciona su nombre. Pero dice que no ha frecuentado el local en las
últimas semanas. A propósito, Watson, ¿suponga que le pidiera una descripción de
nuestro antagonista? ¿Qué clase de presa diría usted que estamos cazando?
—¿Al señor Donal Pendarvis?
Holmes frunció el ceño.
—Según todas las referencias, ese caballero se parece muchísimo a su aburrido
hermano. No, Watson, profundice más. Rememore la historia del caso, las
amenazas…
—Muy bien —afirmé—. El propuesto asesino es mal tirador con el rifle. Se trata
de una persona que mantiene un encono largo tiempo… incluso un encono
imaginado, pues el señor Allen Pendarvis ni siquiera tiene idea de cuál es la identidad
de su atacante. Es un hombre de mentalidad primitiva, o de lo contrario no se habría
dedicado al salvajismo de torturar a su víctima con amenazas. Es un recién llegado al
pueblo, un extraño…
—¡Un momento, Watson! —interrumpió Holmes, y esbozó un sonrisa peculiar—.
Ha razonado de manera sorprendente. Sin embargo, oigo el chapoteo de la lluvia
contra las ventanas, y no debemos hacer esperar a nuestro policía en el umbral.
Una vigorosa caminata colina arriba, con la lluvia en nuestras caras, nos condujo
al fin hasta los escalones de la comisaría, pero allí descubrí que el camino estaba
bloqueado, por lo menos para mí. Parecía que el subinspector Owens quería hablar
con el señor Holmes a solas.
—Y así será —le dijo Holmes de buen humor al fornido policía que había en la
entrada. Se volvió hacia mí—. Watson, necesito su ayuda. ¿Será tan amable de
ocupar la siguiente hora haciéndole una o dos visitas a sus colegas locales? Puede
presentarse como alguien que busca a un paciente casual cuyo nombre ha olvidado.
Pero usted tiene, desde luego, un motivo importante para dar con él. Una receta
equivocada, quizá…
—¡Vamos, Holmes!
—Sea tan impreciso como pueda sobre la edad y el aspecto, Watson, pero
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especifique que el hombre al que busca es un buen conocedor de la zona, de
intachable respetabilidad y, lo más importante de todo, que tiene una hermosa esposa.
—¡Pero Holmes! ¿Da a entender que ésa es la descripción de nuestro asesino? Es
todo lo opuesto de lo que yo había imaginado.
—El reverso de la moneda, Watson. Pero ha de disculparme. Sea tan amable de
reunirse aquí conmigo en, ¿digamos dos horas? Y ahora póngase en marcha, no debo
hacer esperar al subinspector.
Entró en la comisaría y yo me lancé a la calle barrida por la lluvia, agitando la
cabeza con bastantes dudas. Cuánto deseé en ese momento el calor y la comodidad de
mi chimenea, ¡de cualquier chimenea! Pero bien sabía que Holmes tenía cierto
método en su locura. Con dificultad conseguí parar un cabriolé, y durante bastante
tiempo traqueteamos por las empinadas calles del antiguo pueblo de Penzance, en
busca de la lámpara rubí fuera de la puerta que indicara la residencia de un médico.
Mi corazón no estaba entregado a la tarea, y no fue una sorpresa para mí que, a
pesar de la cortesía profesional con la que fui recibido por mis colegas médicos,
fueran incapaces de ayudarme en algo. Owens, sin importar toda su pomposidad,
había tenido razón al informar de que de todos los habitantes de Penzance, ninguna
persona como la que buscaba Holmes había existido jamás. O si en verdad existía, no
se hallaba entre sus pacientes.
Regresé a la comisaría para encontrarme a Holmes esperándome.
—¡Ajá, Watson! —exclamó con jovialidad—. ¿Alguna suerte? Muy poca,
supongo, de lo contrario no exhibiría esa expresión del sabueso que ha fallado en
localizar al ave abatida. No importa. Si no podemos ir al encuentro de nuestro
hombre, él vendrá a nosotros. He conseguido recuperar hasta cierto punto la
confianza de nuestro subinspector, Watson. Verá, le he dado mi palabra de que antes
del mediodía de mañana el señor Donal Pendarvis habrá retirado la demanda por
arresto indebido. A cambio, vamos a tener la ayuda de un fornido policía para el
trabajo de esta noche.
A los pocos momentos apareció calle abajo la figura de un hombre uniformado
montado en una bicicleta. Resultó ser nuestro amigo Tredennis, quien se disculpó por
su retraso. Esta iba a ser su noche libre, y había sido necesario ir a casa a explicarle
las cosas a su media naranja.
—Maudie se preocupa si no llego a las nueve en punto —dijo, sus rosadas
mejillas más rosadas que nunca debido al esfuerzo del pedaleo veloz—. Pero le dije
que cualquier hombre estaría contento de presentarse voluntario para trabajar con el
señor Holmes, el celebrado detective de Inglaterra.
—¿De Inglaterra? —inquirí con asombro—. ¿Y dónde estamos ahora?
—En Cornualles —dijo Holmes, dándome un suave codazo—. Ah, Watson, veo
que su cabriolé nos ha estado esperando. A partir de este momento en cualquier
instante prepararemos nuestra trampa, cerca del hogar del señor Pendarvis.
—Son unos buenos cinco kilómetros, señor —informó el oficial Tredennis—. Es
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decir, por el camino. A lo largo de la playa es bastante menos, pero la marea está alta
y en ninguna estación es un trayecto fácil.
—Iremos por el camino —decidió Holmes. Pronto nos vimos traqueteando por
una calle de adoquines que subía y luego bajaba por el valle, más allá de las
indistintas filas de las casas de los pescadores, con el viento soplando siempre
húmedo y fresco contra nuestras mejillas—. Es una tierra que alegra el corazón de un
hombre, ¿eh, Watson?
Marchamos en silencio durante un rato; luego, el oficial detuvo el coche al
comienzo de una calle que bajaba con cierta brusquedad hacia la playa. Había un
fuerte olor a arenque, mezclado con el del alquitrán y las algas saladas. Observé que a
medida que bajábamos por la calle empinada Holmes lanzaba miradas escrutadoras a
derecha e izquierda, y que en cada esquina se tomaba las máximas molestias para
cerciorarse de que no nos estuvieran siguiendo.
Francamente, yo no sabía qué presa humana esperábamos atrapar en ese rincón de
un pueblo pesquero olvidado y azotado por la lluvia, pero estaba convencido, por el
modo en que se comportaba Holmes, de que la aventura era seria, y que se acercaba a
su culminación. Sentí el peso tranquilizador del revólver en el bolsillo de mi
chaqueta, y entonces, de repente, el oficial me cogió del brazo.
—Aquí —susurró.
Nos metimos por un pasaje estrecho cerca del final de la calle, atravesamos lo que
en la penumbra parecía ser una red de cocheras y establos, y por último llegamos a
una puerta angosta que había en la pared, que Holmes abrió con una llave que estaba
colgada de un bloque de madera. Entramos juntos, y la cerramos a nuestras espaldas.
El lugar era negro como la tinta, pero percibí que se trataba de una casa vacía. Las
planchas de madera bajo mis pies eran viejas y estaban desnudas, y mi mano
extendida tocó una pared de piedra húmeda por el limo. Entonces llegamos a una
ventana vacía con un postigo roto, a través de la cual entraba helado el húmedo aire
nocturno.
—Nos encontramos en lo que era La Posada del Ratón Gris —murmuró el oficial
joven—. Allá, señor Holmes, está la casa.
Escudriñamos el otro extremo de una calle estrecha y la ventana abierta y con
cortinas descorridas de una biblioteca, brillantemente iluminada con lámparas de
aceite. Pude ver una hilera de estanterías, una mesa y la repisa de una chimenea al
fondo. Durante largo rato no hubo nada más que ver salvo la calle oscura, la puerta
más oscura de la casa y esa ventana iluminada.
—¿No hay otra entrada? —preguntó Holmes en un susurro.
—Ninguna —repuso el oficial—. Las otras ventanas dan al muelle, y a esta hora
la marea está alta.
—Bien —comentó Holmes—. Si viene nuestro hombre, debe hacerlo por este
camino. Y nosotros estaremos esperándole.
—Más que esperándole —afirmó con vehemencia el joven Tredennis. Titubeó—.
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Señor Holmes, me pregunto si está dispuesto a darle un consejo a un hombre más
joven. ¿Cuáles son, según cree usted, las oportunidades para un policía ambicioso en
Londres? A menudo he pensado en mejorar…
—¡Escuchen! —cortó Holmes con viveza.
Había sonado un ruido agudo, como el crujir de una puerta oxidada. Se repitió, y
lo reconocí como el graznido de una gaviota.
El silencio volvió a reinar. Desde la lejanía llegó el ladrido de un perro, silenciado
de pronto. Entonces, repentinamente, se vio en el cuarto de la casa de enfrente a un
hombre con una bata color vino, quien entró en la biblioteca y apagó las lámparas. No
podía tratarse de ningún otro que no fuera nuestro cliente, el señor Allen Pendarvis.
—Como siempre, se retira temprano —comentó con sequedad Holmes.
Esperamos hasta que uno hubiera podido contar hasta cien, y entonces otra luz
apareció en el cuarto. El hombre regresaba portando una lámpara… pero,
misteriosamente, en los pocos minutos que habían pasado, se había cambiado de
ropas. El señor Pendarvis llevaba una chaqueta de noche con el cuello y la corbata
desarreglados. Se dirigió a la biblioteca, sacó un tomo, y del hueco extrajo una
pequeña petaca que se guardó en el bolsillo. Luego volvió a poner el libro en su sitio
y abandonó la habitación.
—¡Un artista veloz del cambio! —exclamé.
Holmes, asiendo mi brazo, dijo:
—No del todo, Watson. Ése es su hermano. Desde lejos, son muy parecidos.
Aguardamos en silencio durante lo que pareció un período de tiempo
interminable. Pero no reapareció ninguna luz. Por último, Holmes se volvió hacia mí.
—Watson —dijo—, hemos vuelto a fallar. Habría jurado que el asesino atacaría
esta noche. Me desagrada partir…
—Mis órdenes, señor, son permanecer aquí hasta el amanecer —indicó el oficial
—. Si ustedes desean regresar al pueblo, descansen tranquilos, que yo mantendré los
ojos abiertos.
—No me cabe ninguna duda —comentó Holmes—. Vamos, Watson. La presa es
demasiado cautelosa. No tenemos nada más que hacer aquí.
Me condujo de vuelta por el suelo hundido, a través de la puerta hacia los
establos, y finalmente me sacó de nuevo a la calle. Pero una vez allí, en lugar de subir
hasta donde se hallaba esperándonos nuestro coche, de repente me llevó a las
sombras de un callejón. Habría hablado, pero sentí sus dedos huesudos en mis labios.
—Shh, Watson. Aguarde aquí… y no quite en ningún momento los ojos de esa
puerta.
Esperamos lo que pareció una eternidad. Yo vigilé con toda mi atención la puerta
de la casa de los Pendarvis. Pero no vi nada, ni siquiera cuando Holmes me cogió del
brazo.
—¡Ahora, Watson! —susurró, y marchó en aquella dirección; yo le pisaba los
talones.
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Al acercarnos vi que un hombre se hallaba de pie con el dedo apretado contra el
timbre de los Pendarvis. Holmes y yo nos arrojamos sobre él, pero era un individuo
musculoso, y a pesar de nuestra fuerza superior y mayoría de número, fuimos
repelidos como perros que atacaran a un oso. Y entonces la puerta se abrió de golpe
desde el interior y todos caímos en un recibidor iluminado sólo por una vela sostenida
en la mano del sorprendido propietario de la casa.
Nuestra presa de pronto dejó de luchar, y Holmes y yo nos retiramos para ver que
habíamos tenido éxito en reducir nada menos que al oficial Tredennis en persona. En
la mano derecha empuñaba un revólver de aspecto extremadamente eficiente, que
cayó a la alfombra con un ruido apagado.
—Señor Pendarvis —dijo Holmes—, señor Donal Pendarvis, permítame
presentarle a su propuesto asesino.
Nadie habló. Pero el oficial de mejillas sonrojadas ahora tenía la cara del color de
la parte inferior de un lenguado. Todo pensamiento de resistencia había desaparecido.
—Es usted sobrenatural, señor Holmes —musitó el joven—. ¿Cómo pudo
descubrirlo?
—¿Cómo podía fallar en descubrirlo? —repuso Holmes, alisando su chaqueta
desarreglada—. Fue muy evidente que ya que no había ningún ciudadano en
Penzance que poseyera la destreza de un tirador, el conocimiento de las mareas y una
joven y atractiva mujer, nuestro hombre debía ser miembro de la profesión en la cual
se anima la buena puntería. —Se volvió hacia el hombre que aún sostenía la vela,
aunque con dedos temblorosos—. También era evidente que su hermano, que todavía
duerme profundamente arriba, en ningún momento iba a ser la víctima. De lo
contrario, el asesino apenas se habría molestado en escribir las amenazas. Era usted,
señor Donal Pendarvis, el blanco del tirador.
—Yo… yo no lo entiendo —dijo el hombre del candil, retrocediendo.
Yo mantenía firmemente sujeta la forma del dócil prisionero, y observé a Holmes
mientras sacaba con tranquilidad su pipa y la encendía.
—Había un motivo excelente para el oficial Tredennis de asesinarlo, señor —le
dijo Holmes a nuestro reacio anfitrión—. A ningún hombre le gusta que un extraño
saquee su jardín. Su muerte habría iniciado una investigación que habría conducido
directamente al marido de la dama que usted ve los viernes por la noche…
—¡Ésa es una absoluta mentira! —gritó Tredennis, y luego se calló.
—A menos que —continuó de manera sosegada Holmes— fuera obvio para todo
el mundo que Donal Pendarvis hubiera muerto por accidente, que recibiera la muerte
a manos del loco que tenía un encono inexplicable hacia su hermano Allen. Ésa es la
razón por la que las amenazas remarcaran de modo innecesario el nombre de Allen
Pendarvis. Es el motivo de que el asesino fallara cuidadosamente el disparo a su
supuesta víctima y destrozara la vela. Yo hice lo que estaba en mi poder, señor
Pendarvis, por garantizarle la seguridad logrando que lo arrestaran. El subterfugio
fracasó, y por ello me vi forzado a utilizar estos medios extremos.
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Tredennis se zafó de mi presa.
—¡Muy bien, acabe de una vez! —gritó—. Lo reconozco todo, señor Holmes, y
con gusto dejaré que un jurado…
—Será mejor que, de momento, me lo deje a mí —aconsejó Holmes—. Señor
Pendarvis, usted no me conoce, pero le he salvado la vida. ¿Puedo pedirle un favor a
cambio?
Donal Pendarvis vaciló.
—Le escucho —dijo—. Usted entiende que yo no admito nada…
—Por supuesto. Me atrevo a sugerir que, en vez de quedarse aquí en la casa de su
hermano y divertirse con un coqueteo peligroso, se marche a terrenos que ofrecen
mayores oportunidades para el uso de su tiempo y energía. Los campos de trigo del
Canadá, quizá, o las estepas de Sudáfrica…
—¿Y si me niego?
—La alternativa —dijo Holmes— es un escándalo extremadamente desagradable,
que involucraría el nombre de una dama. Su querella por arresto indebido le dará a la
prensa amarilla oportunidades inusuales cuando descubra que todo surgió de un
intento honesto por mi parte de salvarle el cuello de un justo castigo.
El señor Donal Pendarvis bajó la vela y una lenta sonrisa se extendió por su rostro
atractivo.
—Le doy mi palabra, señor Holmes. Me marcharé en el primer barco.
Alargó la mano, y Holmes la estrechó. Y luego volvimos a adentrarnos en la
noche, con el prisionero entre los dos. Subimos por la calle adoquinada en silencio,
mientras el joven oficial marchaba como si fuera a la horca.
Encontramos el cabriolé aún esperándonos, y partimos de inmediato hacia
Penzance. Pero fue Holmes quien le ordenó al cochero que parara al llegar a las
afueras del pueblo.
—¿Podemos dejarle en su casa, oficial? —preguntó.
El joven alzó la cabeza con la vista atemorizada.
—No se burle de mí, señor Holmes. Usted me atrapó justamente y yo estoy
dispuesto a…
Holmes medio le empujó fuera del cabriolé.
—Márchese, mi joven amigo. Déjeme a mí complacer a su subinspector con una
historia que nos inventaremos el doctor Watson y yo. Por su parte, queda en usted
decidir la táctica para tratar con su Maudie. Después de todo, el problema inmediato
ha quedado eliminado, y si desea pedir el traslado a otro puesto que requiera menos
trabajos nocturnos, aquí tiene mi tarjeta. Estaré encantado de hablar en su favor a las
autoridades de Scotland Yard.
A la señal de Holmes, el cabriolé volvió a emprender la marcha, cortando el
agradecimiento incoherente del castigado oficial.
—Soy consciente de lo que piensa —me dijo Holmes al acercarnos a nuestro
destino—. Pero se equivoca. Los fines de la justicia quedarán mejor servidos
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enviando a nuestro joven reo de vuelta con su Maudie en vez de degradarlo
públicamente…
—No sirve de nada, Holmes —afirmé con firmeza—. Nada de lo que pueda decir
cambiará mi decisión. Cuando regresemos a Londres le pediré a Emilia que sea mi
esposa.
Sherlock Holmes dejó caer su mano sobre mi hombro en un gesto de camaradería.
—Que así sea. Cásese con ella y no la pierda. Uno de estos días yo volveré al
campo y al cuidado de las abejas. Veremos quién sufre los peores aguijonazos.
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La aventura de los robos del Megatherium
S. C. ROBERTS
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algún modo no le asocio con el United Services.
—Tiene t-toda la razón, desde luego. El cochero del cabriolé era un truhán rapaz.
Es e-escandaloso que…
—Pero usted no ha venido a consultarme acerca de un cochero extorsionador,
¿verdad?
—No, no. Por supuesto que no. Es sobre…
—¿El Megatherium?
—Precisamente. Verá, soy uno de los m-miembros más antiguos y he estado en el
comité durante algunos años. No hace falta que le diga la reputación que tiene el
Megatherium en el mundo del saber, señor Holmes.
—No me cabe duda de que el doctor Watson tiene en alta estima dicha
institución. En cuanto a mí, prefiero la atmósfera relajante del Diógenes.
—¿El q-qué?
—El Club Diógenes.
—N-nunca oí hablar de él.
—Por eso mismo. Es un club del que la gente no oye hablar… pero le pido
disculpas por esta digresión. ¿Iba usted a decir?
—Iba a d-decir que ha sucedido algo de lo más angustioso. En primer lugar
debería explicarle que además de la n-noble colección de libros que hay en la
biblioteca del Megatherium, que es una de nuestras posesiones más valiosas, tenemos
disponible en todo momento cierto número de libros de una de las bibliotecas
circulantes y…
—¿Y los está perdiendo?
—Bueno… sí, de hecho sí. Pero ¿cómo lo sabía?
—No lo sabía… sencillamente hice una deducción. Cuando un cliente empieza a
describirme sus posesiones, por lo general se debe a que ha sucedido una desgracia
relacionada con ellas.
—Pero esto es m-más que una desgracia, señor Holmes. Es una humillación, un
insulto, un…
—¿Qué sucedió en realidad?
—Ah, i-iba a ello. Tal vez sea más sencillo si le mostrara este documento y dejara
que hablara por sí solo. P-personalmente, creo que fue un error hacerlo circular, pero
el comité decidió en contra y ahora la historia se propagará por todo Londres y no
estaremos más cerca de la solución.
El profesor Wiskerton hurgó en su bolsillo y extrajo un documento impreso que
llevaba el sello Privado y Confidencial en letras rojas.
—¿Q-qué le parece, señor Holmes? ¿No es extraordinario? He aquí un club cuyos
miembros son elegidos de entre los representantes más distinguidos de las artes y las
ciencias y así es como tratan la p-propiedad del club.
Holmes no le prestó atención al comentario por las ramas del profesor y continuó
leyendo el documento.
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—Me ha traído un caso muy interesante, profesor. Es inexplicable. Si pudiera
recibir una explicación fácil, dejaría de serlo y, además, usted no se habría gastado el
dinero en el coche para venir a verme.
—Supongo que eso es verdad. Pero ¿qué aconseja usted, señor Holmes?
—Debe darme un poco de tiempo, profesor. ¿Será tan amable de responder a una
o dos preguntas primero?
—Con mucho gusto.
—Este documento declara que su comité está satisfecho de que no hay
involucrado ningún miembro del personal. ¿Está usted satisfecho en ese punto?
—No estoy s-satisfecho de nada, señor Holmes. Como alguien que ha p-pa-sado
gran parte de su vida entre libros y bibliotecas, todo el asunto del mal trato a los
libros me resulta repugnante. Los libros son la savia de mi vida, señor Holmes.
¿Puede que ello no despierte su s-simpatía?
—Por el contrario, profesor, tengo un interés genuino en esas cuestiones. Sin
embargo, en cuanto a mí, me muevo en esos caminos de la bibliofilia que están
asociados con mi propia profesión. —Holmes se acercó a una estantería y sacó un
volumen con el que yo llevaba tiempo familiarizado—. Aquí, profesor —continuó—,
si puedo desprenderme de la falsa modestia por un momento, hay una pequeña
monografía escrita por mí: Sobre la Diferenciación entre las Cenizas de Diversos
Tabacos.
—Ah, muy interesante, señor Holmes. Al no ser yo un fumador, no puedo
pretender valorar su trabajo desde el punto de vista de la erudición, pero como
bibliófilo y en especial como c-coleccionista de monografías insólitas, puedo
preguntarle si la obra está aún disponible.
—Éste es un ejemplar extra, profesor; quédese con él. Los ojos del profesor
brillaron con un placer voraz.
—Señor Holmes, es m-muy generoso por su parte. ¿Me permite rogarle que me lo
dedique? Extraigo un gran placer de lo que se suele llamar «ejemplares de
asociación».
—Desde luego —dijo Holmes con una sonrisa mientras se acercaba al escritorio.
—Gracias, gracias —murmuró el profesor—, pero me temo que le he distraído
del tema principal.
—En absoluto.
—¿Cuál es su p-plan, señor Holmes? ¿Quizá querría echarle un vistazo al
Megatherium? ¿Le parecería bien, por ejemplo, almorzar mañana…?
—No, me temo que estoy ocupado a esa hora. ¿Qué le parece una taza de té a las
cuatro en punto?
—Será un placer. Espero que se me permita llevar al doctor Watson, cuya
cooperación en tales casos con frecuencia ha sido de gran valor.
—Oh, eh, sí, desde luego.
A mí no me pareció que hubiera mucha cordialidad en su aceptación.
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—Muy bien, entonces —dijo Holmes—. El documento que ha depositado en mis
manos proporciona los hechos, y los estudiaré con gran atención.
—Gracias, gracias. Hasta mañana, entonces, a las cuatro en punto —indicó el
profesor al estrechar nuestras manos—, y a-atesoraré este volumen, señor Holmes.
Se guardó la monografía en un bolsillo y se marchó.
—Bien, Watson —comentó Holmes mientras llenaba su pipa—. ¿Qué piensa de
este curioso caso?
—Ahora, muy poco. No he tenido la oportunidad de examinar los datos.
—Correcto, Watson. Se los revelaré —Holmes alzó la hoja de papel que le dejara
el profesor—. Se trata de una carta confidencial que se hizo circular entre los
miembros del Megatherium y está fechada en noviembre de 1889. Le leeré unos
pocos extractos:
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priori. Pero el motivo del beneficio no sirve. Debe intentarlo de nuevo, Watson.
—Bueno, desde luego, la gente es descuidada con los libros, en especial cuando
son de otra persona. ¿No es posible que los miembros saquen esos libros del club,
con la intención de devolverlos, y luego los olviden en el tren o los dejen en algún
rincón de sus casas?
—No está mal, mi querido Watson, y sería una solución perfectamente razonable
si estuviéramos tratando de la pérdida de tres o cuatro libros. En ese caso, nuestro
profesor no se habría molestado en contratar mis humildes servicios. Pero mire las
cantidades, Watson… veintidós libros desaparecidos en junio, quince más en
septiembre. Hay algo más que un descuido casual en eso.
—Es verdad, Holmes, y supongo que no podremos descubrir mucho antes de
acudir mañana a la cita en el Megatherium.
—Por el contrario, mi querido Watson, espero realizar una pequeña investigación
independiente esta noche.
—Me encantará acompañarle, Holmes.
—Estoy seguro de que así es, Watson, pero si me perdona por decirlo, la
investigación que he de llevar a cabo es de naturaleza personal y creo que será más
fructífera si voy solo.
—Oh, muy bien —repuse, un poco irritado por la actitud de cierta superioridad de
Holmes—, puedo emplear de manera muy beneficiosa mi tiempo en leer esta nueva
obra sobre técnicas quirúrgicas que me acaba de llegar.
Vi poco a Holmes a la mañana siguiente. No hizo referencia alguna al caso del
Megatherium en el desayuno y poco después desapareció. Durante el almuerzo se
encontraba de buen humor. Había un centelleo en sus ojos que me indicó que se
hallaba felizmente en la buena pista.
—Holmes —dije—, usted ha descubierto algo.
—Mi querido Watson —replicó—, la penetración de la que hace gala habla a su
favor. He descubierto que después de una mañana activa tengo un gran apetito. No
iba a silenciarme así.
—Vamos, Holmes, soy un viejo soldado como para que me engañe de ese modo.
¿Hasta dónde ha llegado en el misterio del Megatherium?
—Lo suficientemente lejos como para anhelar nuestro té con vivo interés.
Conociendo la vena burlona de mi amigo, reconocí que de momento no serviría
de nada presionarle con más preguntas.
Poco después de las cuatro Holmes y yo nos presentamos ante las puertas del
Megatherium. El portero nos recibió con suma cortesía y dio la impresión, pensé, de
reconocer a Sherlock Holmes. Nos condujo a un sofá en el vestíbulo de entrada y, tan
pronto como apareció nuestro anfitrión, subimos por la escalera de madera noble
hasta el gran salón del primer piso.
—Permítanme que pida el té —dijo el profesor—. ¿Querría algo para
acompañarlo, señor Holmes?
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—Sólo un bizcocho para mí, profesor, pero mi amigo Watson tiene un apetito
enorme.
—Vamos, Holmes… —Comencé.
—No, no. Ha sido una pequeña broma por mi parte —se apresuró a apuntar
Holmes. Creí observar cierta expresión de alivio en la cara del profesor.
—Bien, y ahora vayamos a nuestro problema, señor Holmes. ¿Hay alguna
información adicional que pueda proporcionarle?
—Me gustaría tener una lista de los títulos de los libros de más reciente
desaparición.
—Por supuesto, señor Holmes, se la puedo traer en el acto.
El profesor nos dejó durante unos momentos y regresó con un papel en la mano.
Yo miré por encima del hombro de Holmes mientras él la leía, y reconocí varios
libros bien conocidos que habían sido publicados hacía poco tiempo, tales como
Robbery under Arms, Troy Town, The Economic Interpretation of History, The Wrong
Box y Three Men in a Boat.
—¿Hace alguna deducción en particular de los títulos, señor Holmes? —preguntó
el profesor.
—Creo que no —contestó Holmes—; hay, desde luego, ciertas obras de ficción
muy populares, algunos otros libros de interés general y unos pocos títulos de
importancia menor. No creo que se pueda sacar alguna conclusión sobre la esfera
especial de interés del malhechor.
—¿Piensa que no? Bien, yo estoy de acuerdo, señor Holmes. Todo es muy d-
desconcertante.
—Ah —dijo Holmes de repente—, este título me recuerda algo.
—¿Cuál es, señor Holmes?
—Veo que uno de los libros desaparecidos es Plain Tales from the Hills. Da la
casualidad de que vi un ejemplar excepcionalmente interesante de ese libro no hace
mucho. Era un ejemplar anterior a su publicación, especialmente encuadernado y
dedicado al ahijado del autor, quien iba a partir a la India antes de que saliera el libro
a la venta.
—¿De verdad, señor Holmes, de verdad? Eso es de gran interés para mí.
—Su propia colección, profesor, sospecho que abunda con artículos de ese tipo,
¿no?
—Bien, bien, no está en mi ánimo a-alardear, señor Holmes, pero ciertamente yo
poseo uno o dos volúmenes de valor único de asociación en mi biblioteca. Soy un
hombre pobre y no aspiro a primeras ediciones, pero el o-orgullo de mi colección es
que no se podría haber reunido por los canales ordinarios del comercio… Pero
volviendo a nuestro problema, ¿hay algo más en el club que le gustaría investigar?
—Creo que no —dijo Holmes—, mas he de confesar que la descripción de su
colección ha despertado mi propio apetito bibliográfico.
El profesor se sonrojó de orgullo.
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—Bien, señor Holmes, si usted y su amigo quisieran de verdad ver mis escasos t-
tesoros, para mí será un honor. Mi casa no se encuentra l-lejos de aquí.
—Entonces, vayamos —afirmó Holmes con decisión.
Confieso que me encontraba algo desconcertado por el comportamiento de mi
amigo. Parecía haber olvidado las desgracias del Megatherium y estar mostrando un
interés del todo desproporcionado por las excentricidades de la colección Wiskerton.
Cuando llegamos a la casa del profesor, recibí otra sorpresa. No había esperado
lujos, desde luego, pero por lo menos cierta medida de elegancia y confort. A cambio,
las sillas y mesas, las alfombras y cortinas, todo, de hecho, daba la impresión de ser
de la calidad más barata; incluso las estanterías eran corrientes y variopintas. Los
libros en sí eran otra cosa. Estaban clasificados como no había visto en ninguna otra
biblioteca. En una sección había ejemplares de presentación de los autores; en otra,
copias de pruebas, encuadernadas en lo que se llama «tela de encuadernador»; en otra
había ejemplares para reseñas; en otra, panfletos, monografías y tiradas de todos los
tipos.
—Ahí la tiene, señor Holmes —dijo el profesor con todo el orgullo de la posesión
—. Quizá piense que se trata de una c-colección de rarezas, pero para mí cada uno de
estos volúmenes tiene una asociación p-personal y s-separada… incluyendo el
artículo que llegó a mi poder ayer por la tarde.
—Así es —comentó Holmes pensativo—, y, sin embargo, todos tienen una
característica en común.
—No le entiendo.
—¿No? Pues estoy esperando ver el resto de su colección, profesor. Cuando haya
visto toda su biblioteca, quizá pueda explicarme con mayor claridad.
El profesor se sonrojó de irritación.
—En realidad, señor Holmes, ya me advirtieron sobre algunas de las
peculiaridades de su comportamiento; pero no tengo idea de adónde quiere llegar.
—En ese caso, profesor, le doy las gracias por su hospitalidad y le ruego que
regresemos al Megatherium para hablar con el secretario.
—¿Para informarle de que no puede e-encontrar los libros desaparecidos?
Sherlock Holmes guardó silencio durante un momento. Luego miró al profesor
directamente a la cara y, muy despacio, dijo:
—Todo lo contrario, profesor Wiskerton, le informaré al secretario que puedo
llevarle a la dirección exacta donde encontrará los libros.
Reinó el silencio. Luego ocurrió algo extraordinario.
El profesor se apartó y, literalmente, se derrumbó sobre una silla; al momento
alzó la vista y miró a Holmes con la expresión de un niño aterrado.
—No lo haga, señor Holmes. No lo haga, se lo s-s-suplico. Le c-contaré todo.
—¿Dónde están los libros? —preguntó Holmes con firmeza.
—Venga conmigo y se los enseñaré.
El profesor marchó con pies pesados y nos condujo a un dormitorio deprimente.
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Con mano temblorosa hurgó en el bolsillo en busca de las llaves y abrió un armario
que había junto a la pared. Se revelaron varias hileras de libros y rápidamente
reconocí uno o dos títulos que había visto en la lista del Megatherium.
—Oh, q-qué pensará usted de mí, señor Holmes —comenzó el profesor,
gimiendo.
—Mi opinión es irrelevante —dijo Sherlock Holmes con sequedad—. ¿Tiene
algunas cajas?
—No, pero c-creo que el casero quizá encuentre algunas.
—Llámelo.
A los pocos minutos apareció el casero. Sí, creía que podía encontrar el suficiente
número de cajas para meter los libros del armario.
—El profesor Wiskerton —explicó Holmes— está ansioso por guardar en el acto
todos los libros y enviarlos al Megatherium, en el Pall Mall. Es un asunto urgente.
—Muy bien, señor. ¿Adjuntará alguna carta o mensaje?
—No —repuso Holmes con cortesía—, pero sí… aguarde un momento.
Sacó un lápiz y una tarjeta de visita del bolsillo y escribió «Con los saludos de»
encima del nombre.
—Cerciórese de que esta tarjeta vaya bien sujeta en la primera de las cajas. ¿Ha
quedado claro?
—Del todo, señor, si eso es lo que desea el profesor.
—Eso es lo que más desea el profesor. ¿No es así, profesor? —contestó Holmes
con gran énfasis.
—Sí, sí, supongo que sí. Pero v-venga conmigo a la otra habitación y permita que
se lo explique.
Volvimos al salón y el profesor comenzó:
—Sin duda a usted o bien le parezco ridículo o despreciable, o ambas cosas. He
tenido dos p-pasiones en mi vida… una p-pasión por ahorrar dinero y otra por
adquirir libros. Como resultado de una desgraciada disputa con el decano de mi
facultad en la universidad, me jubilé a una edad c-comparativamente joven y con una
p-pensión muy pequeña. Estaba decidido a amasar una colección de libros; también a
no g-gastar mis preciosos ahorros en ellos. Se me ocurrió la idea de que mi biblioteca
sería la única en que todos los libros deberían ser adquiridos por otros medios que no
fuera su compra. Tenía amigos entre los autores, impresores y editores, y me fue
bastante bien, pero había muchos libros recién publicados que quería y no veía m-
medio de conseguirlos hasta… bueno, hasta que distraídamente traje a casa uno de
los libros de la biblioteca circulante del Megatherium. Pretendía devolverlo, desde
luego. Pero no lo hice. A cambio, t-traje otro a casa…
—Facilis descensus… —murmuró Holmes.
—Exacto, señor Holmes, exacto. Luego, cuando el comité empezó a notar que los
libros estaban desapareciendo, me encontré en un aprieto. Pero recordé que alguien
había dicho en otro contexto que la mejor defensa es el ataque y pensé que si fuera yo
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el primero en ir a verle, sería el último del que s-sospecharía.
—Ya veo —comentó Holmes—. Gracias, profesor Wiskerton.
—¿Y ahora qué es lo que va a hacer?
—Primero —contestó Holmes—, voy a cerciorarme de que su casero tenga esas
cajas listas para ser despachadas. Después, el doctor Watson y yo tenemos una cita en
el St James’s Hall.
—Un caso trivial, Watson, pero no carente de cierto interés —dijo Holmes cuando
regresamos de la sala de conciertos a Baker Street.
—En mi opinión, un caso despreciable. ¿Adivinó desde el principio que
Wiskerton era el ladrón?
—No, Watson. Yo jamás adivino. Me afano por observar. Y lo primero que
observé sobre el profesor Wiskerton era que se trataba de un avaro… el altercado con
el cochero, las ropas viejas, la renuencia a invitarnos a almorzar. Que era un bibliófilo
entusiasta resultaba, desde luego, obvio. Al principio no estuve del todo seguro de
cómo encajar bien esas dos características, pero después de la entrevista de ayer
recordé que el portero del Megatherium había sido un útil aliado mío en sus primeros
días como portero de teatro y pensé que una charla privada con él podría ser positiva.
Su breve descripción me puso en la pista de inmediato: «Siempre está aquí leyendo»,
dijo, «pero jamás toma una comida en el club». Después de eso, y después de una
pequeña y apresurada investigación esta mañana sobre la carrera académica del
profesor, pocas dudas me quedaron.
—Pero ¿no le parece todavía extraordinario, a pesar de lo que dijo él, que haya
corrido el riesgo de ir a consultarle?
—Por supuesto que es extraordinario, Watson. Wiskerton es un hombre
extraordinario. Si, como espero, tiene la decencia de dimitir del Megatherium, le
sugeriré a Mycroft que lo recomiende para el Diógenes.
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La aventura del cormorán amaestrado
W. R. DUNCAN MCMILLAN
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Burns».
También tomé nota de que el mensaje había sido enviado desde Oban.
—¿Conoce usted a esta dama? —inquirí.
—¡Oh, sí! —replicó Holmes—. Su padre era uno de nuestros cerveceros más
ricos. Ella heredó su fortuna hace unos años y, más recientemente, se casó con un
político con bastante empuje… de la clase que se describe como «un escocés
dispuesto a triunfar». Ella es muy agradable, aunque un tipo de mujer simple. Cuando
la conocí mi tarea era la de rescatarla de la relación con un consumado aventurero.
Entonces me dijo, con unos términos algo abrumadores, que estaba profundamente
agradecida por mis humildes servicios. Fue un asunto honesto, pero lucrativo. Sólo
espero que la historia se repita. A menudo lo hace, en especial, lo reconozco con
gratitud, en nuestra línea de trabajo.
—Entonces, ¿va a ayudarla?
—Mi querido Watson, por supuesto que sí… y lo que es más, usted también
vendrá. Haga que ese vecino suyo se ocupe de su consulta durante los próximos diez
días, dígale a su esposa que se quede donde está, y luego partiremos.
Yo protesté, pero débilmente. Mi amigo pronto venció mis excusas y se dedicó a
organizar nuestra marcha.
En un par de horas, cuando regresé de realizar los necesarios preparativos para la
supervisión de mis pacientes, le encontré redactando una lista definitiva de ciertos
detalles que había estado sacando de la guía Bradshaw.
Dejé en el suelo la maleta que traía y esperé hasta que hubo terminado.
—Watson, mi querido y viejo amigo, viajamos esta noche a Glasgow en tren —
dijo—. Mañana tomamos un barco que pertenece a un tal señor David MacBrayne y
bajaremos hasta el estuario de Clyde, a través de los estrechos de Bute a un lugar
llamado Ardrishaig. Desde allí, cruzamos el canal Crinan y tomamos otro barco hasta
Oban. Creo que podríamos hacer todo el trayecto en tren, pero con este tiempo he
elegido seguir la ruta más larga y fresca.
—Eso, si me permite decirlo, es muy inteligente y considerado por su parte.
Holmes inclinó la cabeza en una reverencia falsa y, sonriendo, con dulzura para
él, continuó:
—Bajo ningún aspecto es el fin de mi consideración hacia su bienestar. Si
hubiéramos elegido hacer todo el recorrido en tren, habríamos pasado por Glenogle,
que, según los Diarios de Nuestra Graciosa Reina, ella los encontró comparables al
paso Khyber. Pensé que, quizá, usted preferiría no recordar nada de la Frontera
Noroccidental.
—Le estoy agradecido, Holmes —le aseguré—. No tiene sentido despertar
recuerdos desdichados, a pesar de que, como en mi caso, ahora son viejos y están
enterrados por acontecimientos más felices de fecha más reciente.
Más tarde, aquella noche, llegamos con tiempo suficiente a Euston, donde fuimos
lo bastante afortunados como para conseguir un compartimento de primera clase para
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nosotros solos, de modo que pudimos ocupar una fila de asientos cada uno, estirarnos
y dormir con cierto grado de confort.
A la mañana siguiente en Glasgow se nos aconsejó afeitarnos y asearnos
rápidamente antes de coger el tren de primera hora hacia Greenock. Allí subimos a
bordo de un barco de vapor de manga ancha y bien pertrechado llamado Columba, en
el que nos sirvieron un excelente desayuno. Le hicimos tanta justicia a éste que le
comenté a Holmes:
—Nuestro comportamiento difiere bastante del de ayer por la mañana.
Quizá fue desatento y desconsiderado por mi parte. En cualquier caso, él desdeñó
contestar.
Luego nos sentamos en la cubierta bajo el sol y disfrutamos de uno de los paisajes
más hermosos que ninguno de los dos hubiera visto jamás, bien en casa o en el
extranjero. Mientras nuestro barco avanzaba con vigor por la ruta que Holmes había
elegido felizmente, las islas, las colinas y los poblados costeros contribuyeron a
proporcionarnos un panorama siempre cambiante y cautivador.
Descansados, refrescados, en paz con el otro y con la vida en general, aquella
misma noche entramos en la bahía de Oban.
Cuando desembarcamos, nos abordó en el muelle un caballero profesional de
aspecto algo sorprendente. Llevaba el sombrero de copa convencional, el cuello
ancho y en punta, la corbata y la levita de aquellos días, por lo que de inmediato
supuse que pertenecía a una de las profesiones ilustradas.
Lo inusual en su vestimenta eran los pantalones y su tamaño inmenso. Sus
extremidades inferiores estaban enfundadas en unos pantalones de pastor de tartán
con los colores más vivos que hubiera visto nunca, y cuando uno apartaba los ojos de
la fascinación que despertaban con el fin de estudiar al resto del hombre, su cabeza
parecía hallarse en el cielo. Debía sobrepasar el metro ochenta y cinco descalzo y
pesar unos ciento veinte kilos.
—¿Señor Sherlock Holmes? —inquirió con la mano extendida—. Me llamo
MacKelvie. —Holmes reconoció su identidad, le estrechó la mano y me presentó—.
Caballeros —dijo MacKelvie—, permitan que les informe desde el principio que yo
practico la ley en este pueblo y que tengo el honor de representar a la señora Scott-
Burns. He de darles ciertas instrucciones en su nombre. Para ello, ya que el asunto
que nos concierne, en mi humilde opinión, requerirá cierto tiempo y consideración,
les he reservado habitaciones en un hotel, justo en la línea costera.
—Agradable y aireado —murmuró Holmes, añadiendo de forma más audible—.
Le estamos muy agradecidos, señor.
—Entonces sugiero —prosiguió el señor MacKelvie— que permitan que el mozo
se ocupe de su equipaje y que vayamos andando hasta el hotel. Está a unos pasos.
Asentimos, le pasamos nuestras maletas, y emprendimos la marcha, uno a cada
lado de nuestro enorme asesor.
—He elegido un par de habitaciones que dan a la bahía, y también he considerado
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prudente reservar para su uso un salón privado. La cuestión es que —continuó en su
explicación— esta noche, una vez se hayan refrescado, descansado y cenado algo,
puede que tengamos una reunión. Es decir, por supuesto, si ustedes no están muy
agotados.
Una vez más Holmes asintió a la propuesta y añadió una expresión de nuestra
gratitud por los arreglos hechos para nuestra comodidad.
A eso de las nueve de aquella noche, el señor MacKelvie se reunió con nosotros.
Creo que tal vez hubiera bebido algo para soltarse la lengua, pero tenía la cabeza bien
despejada y no perdió tiempo en presentarnos un claro esbozo del problema para cuya
solución había sido llamado Holmes.
—Me parece que usted está al corriente, señor, de las circunstancias personales de
nuestra cliente, la señora Scott-Burns.
Holmes lo reconoció con un gesto de la cabeza. Se hallaba en una de sus posturas
favoritas, reclinado contra un sillón cómodo y, llevándose la pipa de la mano a la
boca, de vez en cuando soltaba humo con aire satisfecho en dirección al techo.
—Muy bien, entonces —prosiguió MacKelvie—, ahora procederé a contarle lo
que sé sobre los antecedentes de la carrera de su esposo. Primero diré que no ha
carecido de incidentes ni de éxito. Viene de un hogar decente de clase media baja.
Su padre era director de una granja y agente de una pequeña hacienda de este
condado. Pertenecía a un rico industrial que se conoce como del tipo nouveau riche.
El joven Burns, tal como se lo conocía entonces —siendo la separación de su apellido
por un guión, como usted habrá adivinado, de origen muy reciente—, era un
estudiante brillante. El jefe de su padre se convirtió en su mentor. El muchacho ganó
una beca para ir a una de las escuelas públicas más famosas de Edimburgo, y desde
allí pasó a la universidad, donde estudio abogacía. En sus primeros dos años de
ejercicio debió recibir una dieta económica, pero pronto progresó y empezó a tener
clientes.
»Su siguiente paso le llevó a la política. El mentor del joven era un liberal
entusiasta. Fue persuadido de apoyar a Burns para presentarse a uno de los mejores
distritos de Glasgow, donde se me ha contado que ofreció una dura batalla pero fue
derrotado, aunque redujo la mayoría de su oponente. Los liberales, no obstante,
ganaron la contienda, con el resultado de que tuvimos un nuevo fiscal que pertenecía
a ese partido y que pronto nombró a Burns uno de sus ayudantes en la administración
de la ley penal de este país. Así se convirtió en lo que llamamos abogado-delegado.
Poco después… ¿espero que no me encuentren tedioso?
Tranquilizamos al señor MacKelvie al respecto y le instamos a que continuara.
—Poco después de obtener ese nombramiento, el joven Burns, que aún se hallaba
por debajo de los cuarenta años, tomó la toga de seda. ¿Están familiarizados con la
frase? Entró a formar parte del cuerpo de abogados de más alta jerarquía.
Una vez más nosotros asentimos.
—Muy bien. Lo siguiente es que fue nombrado alguacil de Argyll, lo cual era un
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raro honor para un nativo de estas zonas. Ahora bien —dijo MacKelvie con cierta
renuencia—, me temo que debo aburrirles con una leve explicación de algunas de las
obligaciones adscritas a ese alto rango. El alguacil de un condado en Escocia debe
realizar deberes administrativos, en especial durante una elección parlamentaria, y en
otras y quizá más escasas formas de conmoción civil, como un disturbio abierto.
También oye los alegatos de los juicios en casos civiles de los alguaciles suplentes de
su distrito. No hace falta que les dé más detalles de esos dos aspectos de su función,
ya que no se relacionan con el caso que nos ocupa. Sin embargo, hay un tercer campo
de acción y éste, creo, no carece de interés para nosotros.
»Los alguaciles, junto con algunos otros dignatarios, realizan en Escocia las
funciones que en Inglaterra llevan a cabo los Maestros de la Trinity House. Nosotros
los llamamos Comisionados de los Faros del Norte y son responsables del
mantenimiento eficiente de todos los faros que hay alrededor de nuestras costas
tormentosas y traicioneras.
»Por sus servicios los comisionados no reciben ninguna remuneración, pero cada
verano se inspeccionan todos los faros, y el viaje de inspección se realiza en un yate
bien pertrechado, donde las provisiones son generosas.
—¿Quiere decir —preguntó Holmes con una sonrisa— que en vez de pagarles
por el trabajo que llevan a cabo en relación con los faros, estos caballeros reciben
anualmente este especial crucero marino?
—Exacto —acordó el señor MacKelvie, apresurándose a añadir—: Sospecho que
piensa que estoy siendo irrelevante, así que pasaré de inmediato a establecer la
cuestión. Es la siguiente: la mayoría de los comisionados, al ser mayores, no sacan
mucho más de esos viajes que unos días agradables y las semillas de la gota, mientras
que su efecto sobre el señor Scott-Burns fue del todo distinto. En él desarrollaron una
pasión por el tipo de cruceros que se pueden disfrutar sin peligro o incomodidad
alrededor de estas islas Occidentales.
—En otras palabras, ¿un pasatiempo de lo más caro? —inquirió Holmes.
Una vez más el señor MacKelvie comentó:
—Exacto. —Después de una pausa momentánea, continuó—: Desde luego, hay
modos y maneras de arreglar estas cosas, como bien imaginará. Permita que sólo diga
que pronto empezamos a notar que casi todas las veces que un yate a vapor grande
entraba en la bahía, Scott-Burns era invitado a bordo.
—No hace falta que diga más —indicó Holmes, sonriendo de nuevo.
—Ya casi he terminado con lo que he denominado los antecedentes de la historia
—expuso MacKelvie—. En uno de esos cruceros conoció a la dama que ahora es su
esposa y nuestra cliente. Creo que hubo un cortejo vehemente y luego una boda
apropiada en Londres. El siguiente paso se dio justo antes de las elecciones generales,
que, como todos recordamos, resultó en una no inesperada derrota para los liberales.
Scott-Burns dimitió de su puesto de alguacil, se unió a los Tories y recibió uno de los
cargos más seguros del país. Ni siquiera soy capaz de adivinar la contribución que
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debió hacer su esposa a los fondos del partido. Pero —prosiguió MacKelvie—, debió
haber sido muy considerable. —Se detuvo de nuevo antes de añadir—: Ahora, como
usted sabe, ha llegado al puesto: es Secretario para Escocia.
—Y —comentó Holmes sonriendo—, a menos que me equivoque, ¿nos ha puesto
casi al corriente de todo hasta la fecha?
—Sí —acordó MacKelvie—. Creo que ése es el caso.
—Entonces, Watson —dijo Holmes, volviéndose hacia mí—, creo que puede
pedir algunos refrescos. Dispuse con el jefe del comedor durante la cena que si
llamábamos al timbre nos traería una bandeja.
Me ocupé de esos asuntos, y durante los siguientes diez minutos o así, nos
fortalecimos con un pequeño sustento de diversas clases, y conversamos de cosas
generales mientras admirábamos lo que aún se podía ver de la magnífica vista de
Mull bajo las sombras de la desvaneciente luz.
Regresamos a lo que nos ocupaba cuando Holmes preguntó:
—¿Qué tiene que decir el mentor de este hombre en cuanto a su súbito cambio de
frente político?
—Oh —respondió MacKelvie—, ya ha muerto. Puede que se haya revuelto en su
tumba, pero, si hubiera estado vivo, sin duda se habría tomado el asunto como un
insulto personal.
—No se le habría podido culpar de ello —dijo Holmes—. Volvamos a sentarnos y
oigamos el resto de su historia. Imagino que ahora estará preparado para informarnos
de por qué se nos ha llamado.
—Sí, eso creo —dijo MacKelvie al sentarnos, y volvió a retomar su relato—. La
señora Scott-Burns pronto fue persuadida para contratar el yate a vapor más hermoso
jamás visto en estas aguas. Ella y su marido pasaron gran parte de su tiempo viajando
por las Hébridas y también, durante las pascuas pasadas, él usó el yate sólo cuando
fue a investigar una de las quejas habituales que se realizan de vez en cuando acerca
de la necesidad de nuevos muelles y puertos seguros para la flota pesquera.
—Entiendo que el señor y la señora Scott-Burns se encuentran ahora por aquí, a
pesar de que no he visto ningún yate en la bahía —la inflexión de la voz de Holmes
dejó claro que no sólo se trataba de un comentario, sino también de una incitación
para que el hombre prosiguiera.
—Depende de lo que quiera dar a entender con «por aquí» —manifestó impasible
MacKelvie—. Deben hallarse a unos doscientos cincuenta kilómetros. Después de oír
lo que ayer tuvo que decirme la señora Scott-Burns, les aconsejé que fueran a visitar
St Kilda.
—¿Qué fue lo que le impulsó a hacer algo semejante? —demandé yo,
estupefacto.
—Todo a su debido tiempo, Watson —dijo Holmes—. Creo que inadvertidamente
he tentado a mi buen amigo a poner el carro delante del caballo; o, en otras palabras,
a abandonar la secuencia elegida de su narración. Se lo ruego, señor —añadió con
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una leve inclinación de cabeza dirigida a MacKelvie—, discúlpeme y, por favor,
prosiga con la misma claridad admirable.
—Gracias, señor —replicó MacKelvie con una sonrisa—, aunque quizá sería yo
quien debiera disculparse. Al llenar con detalles el fondo de la historia, me temo que
he sido intolerablemente extenso. Sin embargo, ahora, en palabras del famoso
comediante, podemos dejar la cháchara y pasar a lo importante.
—Mi querido señor —dijo Holmes, agitando la mano—, tómese su tiempo y
hágalo a su propia manera.
—Muy bien, entonces, permita que empiece de nuevo con lo que sucedió ayer por
la mañana, antes de que le aconsejara a nuestra cliente que partiera hacia St Kilda.
Nuestro informador, cómodamente sentado, prosiguió:
—Ayer por la mañana, a eso de las siete y media, yo estaba mirando por la
ventana de mi dormitorio, que da a una hermosa vista de la bahía. Vi a uno de los
pescadores locales de langostinos remando para recuperar sus nasas. Entonces
observé a alguien agitando un pañuelo a bordo del yate de la señora Scott-Burns, que
aparentemente había arribado y anclado durante la noche. El pescador remó hasta el
yate, se detuvo ante una escalerilla que colgaba de un lado y recogió a una dama.
Entonces remaron hacia la costa y, para mi asombro, se dirigieron hacia el pequeño
espigón que sale directamente desde enfrente de mi casa. Poco después percibí que la
dama era la señora Scott-Burns y, de algún modo, adiviné que venía a verme.
»Me vestí deprisa y salí a su encuentro. Me contó que le aliviaba mucho hallarme
levantado a una hora semejante, y me rogó que la ayudara, repitiéndome que el
asunto era urgente e importante.
»Por supuesto acepté hacer lo que estuviera en mi poder, y la escolté al salón de
mi casa, le ofrecí un poco de té y escuché su historia de dolor. Ahora, por favor, sean
indulgentes si les mantengo un poco más en ascuas. Una vez hube oído lo que ella
tenía que decir, la llevé en mi propio bote de remos de vuelta a su yate, que poco
después levó anclas y salió de la bahía.
En este punto vi que Holmes enarcaba las cejas, pero no realizó ningún
comentario.
—Y ahora, al fin —dijo MacKelvie—, llego al punto crucial del asunto. Esto es
lo que nuestra cliente me contó.
»Un par de días atrás, a primeras horas de la mañana, el señor y la señora Scott-
Burns se hallaban a bordo de su yate, que navegaba por alguna parte de la costa de
Mull. No tenían invitados, salvo los miembros de la tripulación, que eran unos
dieciséis. En diversas ocasiones anteriores el marido de nuestra cliente le había
hablado de un hombre que conocía, uno de los guardas del faro estacionados en la
roca solitaria conocida como Dubh Heartach. Allí, presumiblemente para pasar el
tiempo y también para variar una dieta monótona, había amaestrado a un par de
cormoranes con el fin de que pescaran para él, al estilo de los chinos.
—Imagino que se requiere muy poco entrenamiento —comentó Holmes—. Las
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aves se sueltan sujetas a un cordel y son sacadas por su dueño cada vez que se
sumergen y cogen un pez. Luego, se las obliga a devolver su presa. A mi modo de
ver, una tarea algo cruel y tosca.
—Estoy de acuerdo con usted —indicó MacKelvie—, pero, no obstante, debo
confesar que me gustaría presenciarlo. En cualquier caso, nuestra cliente se mostró
muy interesada y expresó un fuerte deseo de ver a las aves haciéndolo.
»La mañana en cuestión, su esposo la despertó a una hora inusualmente temprana,
le informó que las condiciones eran perfectas para dicho propósito y, pidiéndole que
se levantara y vistiera, hizo que el capitán del yate pusiera rumbo al faro.
»Poco después volvió a su camarote y la instó a apresurarse, ya que el capitán era
de la opinión de que el clima estaba empeorando y no había tiempo que perder.
»La señora Scott-Burns terminó su arreglo y subió a cubierta lo más rápidamente
que pudo. Reinaba el habitual oleaje del Atlántico, pero además vio que el viento
crecía desde el oeste. No obstante, al aproximarse al faro, el capitán se acercó a éste
invirtiendo despacio los motores y contrarrestando así el impulso del navío.
»Entonces, eso tengo entendido, apenas había maniobrado el yate en su posición
cuando el guarda del faro apareció sobre las rocas con sus dos pájaros.
—Sí —comentó Holmes—, supongo que estaría obligado a mantenerlos en
cautiverio para que permanecieran hambrientos y se afanaran en su trabajo.
—Lo cual no sería difícil —intervine yo—, en todo momento tienen un hambre
voraz.
El señor MacKelvie, notando que nuestros comentarios habían terminado, siguió
navegando, por decirlo así, en su rumbo regular.
—Lo siguiente, eso parece, fue que debido o bien al clima o al mar que rompía
contra el yate, los dos o tres primeros intentos de los cormoranes por coger peces
fueron en vano. Se sumergieron, pero sin éxito, de modo que dio la impresión de que
la excursión sería un fracaso. Pero en ese punto, Scott-Burns se excusó de la cubierta
y, bajando a la despensa, cogió unos arenques frescos con los que tentar a las aves.
»Asomándose por una escotilla por debajo del nivel de la cubierta, procedió a
alimentar a los pájaros con los arenques hasta que la exhibición quedó proclamada
como un enorme éxito, y el capitán, debido al clima, agradecido apartó su yate de las
rocas.
—¿Ha dicho —preguntó Holmes sin aparente relevancia— que los arenques eran
frescos?
MacKelvie le observó con cierto asombro y luego contestó:
—Sí. Al menos, eso creo. Me parece recordar que nuestra cliente me dijo que las
aves se los tragaron de golpe.
—Gracias —repuso Holmes—, ahora, por favor, continúe y cuéntenos qué fue lo
que sucedió después.
—¿Cómo sabe que sucedió algo? —inquirió MacKelvie de broma.
—No estaríamos aquí si no hubiera sido así —replicó Holmes con sequedad.
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—Muy bien —continuó el señor MacKelvie, en esta ocasión con un poco más de
énfasis del que había empleado hasta ahora—, cuando la señora Scott-Burns regresó a
su camarote, descubrió que un valioso broche de perlas y diamantes había
desaparecido de su tocador… donde está convencida que los vio al subir a cubierta
unos minutos antes.
—¿Qué pasos inmediatos tomó? —Holmes formuló la pregunta sin intensidad de
interés, como si la información no fuera algo nuevo para él.
—Realizó una exhaustiva inspección del camarote y luego informó del asunto a
su esposo y al capitán, quienes se hallaban juntos en el puente.
—¿Qué curso de acción propusieron adoptar ellos?
—Después de cierta discusión, con la idea de darle al ladrón la oportunidad de
arrepentirse y devolver el broche sin ser descubierto, se acordó anunciar que el señor
Scott-Burns había perdido una libra esterlina de oro de 1837 que llevaba en la cadena
de su reloj, que el que la encontrara recibiría una recompensa de diez libras, y que
cualquiera que hallara otro artículo de valor que se hubiera extraviado también sería
bien recompensado.
—Ese plan, imagino —comentó Holmes— nació de nuestra cliente.
—Así es —afirmó MacKelvie—. Es una mujer de corazón muy generoso.
—Y no sucedió nada, ¿verdad? —inquirió Holmes.
—No —contestó MacKelvie—. Creo que podemos afirmar que el yate fue
registrado de proa a popa y que el broche sigue perdido.
Después de un momento de reflexión, Holmes preguntó:
—¿Y en el curso de su entrevista con nuestra cliente ella le autorizó a enviarme
este telegrama?
MacKelvie examinó el mensaje que Holmes sacó del bolsillo.
—Sí —dijo—, ella me lo dictó. Son sus propias palabras.
—Muy bien, entonces —prosiguió Holmes—, muchas gracias. Usted nos ha
trazado un cuadro muy nítido, pero creo que esta noche hemos hecho todo lo que
podíamos. Cuando el yate regrese de St Kilda me gustaría inspeccionarlo y ver de
nuevo a nuestra cliente. Hay una cuestión más —añadió—, ¿sería tan amable de
averiguar cuándo va a ser relevado y regresará a tierra firme el hombre del faro? Me
gustaría estar presente para darle la bienvenida a casa. Puede que incluso podamos
proporcionarle un pequeño entretenimiento después de una vigilia tan larga y
solitaria.
No pude contenerme de preguntar:
—¿Recuerda el símil de Sam Weller? «Cualquier cosa por una vida tranquila,
como dijo el hombre que solicitó un puesto en un faro». Puede que no sea de carácter
muy sociable o festivo.
—Lo veremos —contestó Holmes con placidez—, pero hemos de intentarlo.
Después de un poco más de conversación general, nuestra reunión acabó y
agradecidos nos fuimos a la cama.
A la mañana siguiente, tras dejarnos a mi amigo y a mí a la puerta del castillo, los dos
policías continuaron su viaje para proseguir sus pesquisas por el campo. Holmes
contempló su partida con un centelleo en los ojos.
Alguna partícula de nieve debió de metérseme en los ojos, pues al volverme para
seguir mi camino, las farolas de gas que parpadeaban en la desolada acera de Baker
Street me parecieron extrañamente empañados y borrosos.
* * *
En el año 1890 vi poco a mi amigo Sherlock Holmes. De vez en cuando podía seguir
sus progresos en las columnas de la prensa diaria, y según todas las narraciones daba
la impresión de estar tan ocupado como podía desearlo un hombre, pero yo echaba de
menos esa asociación íntima en sus casos de la que había disfrutado antes de mi
matrimonio, y que una variedad de circunstancias, tanto de su parte como de la mía,
ahora impedía. Sin embargo, en una cosa por lo menos yo era afortunado: que en
cada una de las pocas ocasiones en que fui capaz de renovar nuestra relación, ganaba
una historia nueva para mis archivos, que eran de igual interés que cualquiera de las
que había registrado en mis cuadernos de notas en los días en que compartíamos
apartamentos de soltero en Baker Street. El mismo Holmes observó divertido en más
de una ocasión que yo era para él el petrel de las tormentas de la aventura; y si el
Destino en verdad me lanzó a ese papel, yo no iba a quejarme de ello.
Era una gloriosa y soleada tarde de finales de junio. Había tenido un día
ajetreado, pero al no disponer de más visitas que realizar, despedí al cochero en
Portman Square y recorrí a pie la corta distancia que había hasta la residencia de mi
amigo. No se hallaba en casa, pero la casera le esperaba de regreso a la hora del té,
así que me senté a esperarle. Observé que no fui el único visitante que tuvo aquella
tarde, pues había una tarjeta depositada sobre la mesa que llevaba la inscripción
dorada «Star of Kandy Tea Company, 37 A Crutched Friars; Mark Pringle,
propietario». En el dorso de la tarjeta estaba impreso «La Compañía sólo emplea a un
vendedor: Su nombre es Calidad», y debajo de eso, a lápiz, «Vital consultarle.
Volveré más tarde», a lo que se le añadió las iniciales «M. P.».
Holmes no tardó en llegar, y me saludó con placer evidente. Parecía de buen
humor, y me arrojó un libro encuadernado en piel que acababa de comprar en una
librería del Strand. Era una edición en letra gótica de la Divina Comedia de Dante,
con las tapas agrietadas y descoloridas por los años.
—Impreso en Mainz, en algún momento del siglo dieciséis —comentó mi amigo
—. Según el librero, hay un error curioso en la página 348, donde «miel», por algún
inescrutable motivo está cambiado por «chanza». Pero conozco al hombre desde hace
tiempo, y no existe truhán más desvergonzado que él en todo Londres. Él mismo es
quien se inventa estas rarezas de impresión, ¿sabe?, para justificar sus precios
exorbitantes, y con la esperanza de atraer a aquellos cuyo único interés radica en tales
rarezas y que es muy improbable que alguna vez lean los libros que le compran.
Desgraciadamente, sólo habla y lee el inglés, y, al igual que el cuervo de la fábula,
resulta evidente que es incapaz de concebir que algún otro pueda hacer lo que él no
puede, de modo que se mostró algo frustrado cuando fui capaz de señalarle que
A las tres en punto de la tarde siguiente me hallaba sentado junto a la ventana en las
habitaciones de mi amigo, leyendo el diario de la tarde, cuando él regresó. Tenía la
cara tensa y cansada, pero la sonrisa leve que jugaba en torno a sus labios me indicó
que su día no había sido infructuoso.
—¡Qué tiempo agotador! —dijo a modo de saludo, arrojando el sombrero sobre la
Mi querida Helen:
Recordarás cuan a menudo nos animamos con la esperanza de que una vez que
hubiera cumplido mi pena, nuestros problemas acabarían y dejaríamos por fin el
pasado atrás. ¡Ay! Esa esperanza era vana. He descubierto hace poco que algunos de
los que perdieron dinero en el fiasco del banco Anglo-Heleno no descansarán hasta
que vean muertos a aquellos a quienes consideran responsables del asunto. Como el
viejo Pendleton falleció en la cárcel hace tres años, yo soy el único foco de atención
para su venganza, injusta como tú bien sabes que es. Es un cambio en los
acontecimientos que siempre he temido, aunque no he dejado de rezar para que dicha
amenaza se levantara de mi cabeza. Ahora las esperanzas y los miedos por igual son
aciagos, y he de salir al encuentro de mi destino solo. Anoche, mientras estaba
sentado en la orilla del río poco antes de retirarme, vino el primer asesino; pero yo no
soy alguien que entregue su vida sin luchar, a pesar de la debilidad de mi cuerpo. Me
atacó con un cuchillo, mas conseguí bloquear el golpe y le tiré al suelo. Durante un
rato nos debatimos; luego, sin un intento consciente por mi parte, su propio cuchillo
le atravesó el costado, con su mano aún en la empuñadura. Arrojé el cuerpo sin vida a
las aguas, y tomé la decisión de no contarte nada del incidente. Ya os he traído
suficientes problemas a ti y a mi querida hermana y a su marido; es hora de que me
marche. Estos demonios sólo me quieren a mí; si no estoy contigo, te encontrarás a
salvo. Por favor, perdona esta manera silenciosa de partir, pero sé que no me dejarías
ir si te lo dijera en persona.
Tu amante esposo, John.
—¿Qué voy a hacer? —gimió Helen Wadham, con la voz dominada por la
angustia.
—¿Cuándo fue la última vez que vio a su marido? —inquirió Holmes con tono
perentorio, devolviéndole la carta.
—Hace una hora; pero no puede estar lejos, pues permanecí cerca de la cabaña
La mujer joven que subía por el sendero que salía del camino comarcal en
dirección a Beachy Head era alta y elegante, con el cabello rubio apenas visible por
debajo del sombrero, de tez pálida y ojos inocentes de un azul porcelana. Llevaba un
vestido de un color que no era del todo crema, y zapatos de andar. El sendero herboso
con los setos a ambos lados no era empinado, pero iba cuesta arriba todo el trayecto,
y cuando llegó al final respiraba un poco más deprisa de lo habitual, quizá debido a la
subida, o tal vez por la excitación.
Al final del sendero, y no antes, la cabaña resultaba visible. Se erguía en un
campo, y tenía un techo de piedra, con ventanas emplomadas a los dos lados de la
puerta de entrada. Estaba rodeada por unos setos bajos que le daban una agradable
atmósfera de intimidad, y vislumbró un jardín más allá de la puerta de las vallas. El
aire aquí arriba en Sussex tenía un frescor tonificante, y lo respiró agradecida
mientras atravesaba el campo. Estaba a punto de alzar el pestillo de la puerta cuando
se vio inmovilizada por un grito de «¡No se mueva! ¡Cuidado!».
Permaneció del todo quieta, pero giró la cabeza. A unos treinta metros, del otro
lado de la cabaña, una figura con velo y guantes se inclinaba sobre un panal de
abejas. A ella le pareció que estaba metiendo algo en el panal con suma cautela.
Durante dos o tres minutos el hombre permaneció inclinado sobre el panal, luego,
despacio, se irguió y fue en dirección a la mujer, alzándose el velo y quitándose los
guantes gruesos al caminar.
—Le pido perdón por gritar con tanta brusquedad, pero es un asunto muy
delicado cuando se introduce a una reina nueva en el panal. Existe el riesgo del
rechazo, y para evitarlo he desarrollado una caja de un tipo nuevo que se puede
deslizar entre dos palillos a la cámara de cría… pero he de pedirle de nuevo perdón,
pues desde luego la introducción de una reina en el panal no puede tener el gran
interés para usted que tiene para mí. ¿Es usted la señorita del South Eastern Gazette?
La joven asintió. Él se quitó el sombrero y el velo, y ella reconoció las facciones
aquilinas y los ojos penetrantes de Sherlock Holmes. Era casi igual que como lo
habían retratado en el Strand Magazine, excepto que los años habían blanqueado su
pelo y las mejillas mostraban las arrugas de la edad.
Abrió la puerta de la cabaña, guardó a un lado el equipo de cuidado del panal en
un armario, y se hizo a un lado para dejarla entrar. La periodista observó a su
alrededor con una curiosidad tocada con algo de temor reverencial. Era un cuarto
confortable, pero que mostraba las marcas de descuido del soltero. Había cosas que
reconocía de las descripciones de las historias del doctor Watson, el cubo del carbón,
que como pudo ver contenía algunas pipas y sin duda también tabaco, el estuche del
—Un caso pequeño y trivial, con algunos puntos de interés, pero no uno a la
altura de Watson —musitó Sherlock Holmes para sí mismo.
Guardó la carta en la delgada carpeta del archivo de ese caso que contenía los
otros detalles relevantes. La joven le había impresionado por la fuerza de carácter al
igual que por su juvenil inocencia, y clasificó el caso bajo la «M». No pudo leer bien
el apellido: ¿era Mantle o Maple…?
James Barrie es uno de mis amigos literarios más antiguos, a quien conocí durante el
primer o segundo año de la época en que los dos llegamos a Londres. Él acababa de
escribir su Window in Thrums, y yo, como todo el mundo, lo aclamé. Cuando yo
estaba dando conferencias en Escocia en 1893, me invitó a Kirriemuir, donde pasé
algunos días con su familia: espléndidos ejemplos del pueblo que ha hecho grande a
Escocia. Su padre era un buen hombre, pero su madre era maravillosa tanto de cabeza
como de corazón —raras combinaciones—, lo que me hizo clasificarla con mi propia
madre.
Estupendas como son las obras de Barrie —y algunas creo que son muy buenas
—, desearía que jamás hubiera escrito una línea para el teatro. El encanto que tiene y
—para él— el éxito fácil, han apartado de la literatura a un hombre con el más puro
estilo de su época. Las piezas teatrales siempre son efímeras, sin importar lo buenas
que sean, y se ven limitadas a unos pocos, pero los libros nonatos de Barrie podrían
haber sido un bien eterno y universal de la literatura británica.
Barrie y yo vivimos una desgraciada aventura juntos, en la que puedo afirmar que
en su mayor parte la desventura fue mía, ya que realmente yo no tenía nada que ver
en el asunto, y, sin embargo, compartí todo el problema. No obstante, debería haber
compartido el honor y el beneficio en caso de éxito, de modo que no tengo derecho a
quejarme. Los hechos fueron que Barrie le había prometido al señor D’Oily Carte que
le proporcionaría el libreto de una ópera ligera para representarse en el Savoy. Esto
fue en la época de Gilbert, cuando tal libreto se juzgaba por unos cánones muy altos.
Fue un encargo extraordinario el que aceptó, y todavía jamás he sido capaz de
entender por qué lo hizo, a menos que, como Alejandro, quisiera mundos nuevos que
conquistar.
Yo entré en el asunto debido a que la salud de Barrie falló por culpa de una
aflicción de familia. Recibí un telegrama urgente de él desde Aldeburgh, y al
trasladarme allí le encontré muy preocupado porque se había comprometido con un
contrato, y en su presente estado se sentía incapaz de continuar con el proyecto. Iba a
tener dos actos, y había escrito el primero, y el esbozo de escenario para el segundo,
con la secuencia de eventos completa… si es que se la puede llamar secuencia.
¿Aceptaría participar con él y ayudarle a terminarlo como coautor? Desde luego, me
sentía muy feliz de poder servirle de cualquier modo. Sin embargo, mi corazón se
vino abajo cuando, después de prometérselo, examiné la obra. El único don literario
que Barrie no posee es el sentido de ritmo poético y el instinto para lo que es
ARRESTO SENSACIONAL
WATSON ACUSADO DEL CRIMEN
(Por Nuestros Propios Periodistas Extra Especiales).
La desaparición del señor Holmes fue un acontecimiento tan reciente y dio lugar a
tanto que hablar que lo único que hace falta aquí es un muy breve resumen del
asunto. El señor Holmes era un hombre de mediana edad y residía en Baker street,
donde se dedicaba a la profesión de detective privado. Disfrutó de un extremo éxito
en su vocación, y algunos de sus triunfos más notables aún deben estar frescos en la
memoria del público… en particular aquel conocido como «La Aventura de las Tres
Cabezas Coronadas», y la todavía más curiosa «Aventura del Hombre de la Pata de
Palo», que tanto intrigó a las comunidades científicas de Europa. El doctor Watson,
tal como se demostrará por su propia boca, era un gran amigo del señor Holmes (ello
mismo una circunstancia sospechosa) y tenía la costumbre de acompañarle en sus
peregrinaciones profesionales. Tenemos entendido que la parte acusadora alegará que
lo hacía para servir ciertos fines propios, que eran de carácter monetario. Hace unas
dos semanas, llegaron noticias a Londres de la repentina muerte del desgraciado
señor Holmes en circunstancias que sugieren con fuerza la intervención de juego
LA DECLARACIÓN DE WATSON
RUMORES POPULARES
El arresto de Watson esta mañana no sorprenderá a nadie. Era la opinión general que
debía adoptarse semejante medida en interés de la justicia pública. Especial
indignación se expresó ante la declaración de Watson de que Holmes estaba huyendo
de Moriarty. Es bien sabido que Holmes era un hombre de inmenso valor, quien se
deleitaba al enfrentarse al peligro. Todos reconocen que representarle como otra cosa
es equivalente a decir que el Detective del Pueblo (como se lo llamaba) se había
Watson, de nuevo, es la autoridad que afirma que el difunto jamás salía de su casa
sin llevar varias pistolas cargadas en los bolsillos. Si ello acontecía aquí en Londres,
¿no es del todo increíble que Holmes estuviera desarmado en las comparativamente
salvajes montañas suizas, donde, además, se dice que vivía en terrible temor de la
llegada de Moriarty? Y por la descripción hecha por Watson del terreno, no hay nada
que quede más claro que Holmes dispuso de tiempo de sobra para dispararle a
Moriarty después de que éste hubiera aparecido a la vista. Pero incluso concediendo
que Holmes estuviera desarmado, ¿por qué no le disparó Moriarty a él? ¿Es que
tampoco llevaba pistolas? Es el colmo del absurdo.
Watson dice que cuando dejaba la zona de las Cataratas vio a lo lejos la figura de un
hombre alto. Sugiere que se trataba de Moriarty, quien (afirma él) también envió la
carta falsa. En apoyo de esta teoría se debe conceder que Peter Streiler, el posadero,
reconoce que un extraño de esas características se detuvo en la posada durante unos
pocos minutos y escribió una carta. Esta pista se está investigando de manera muy
activa, y sin duda con la identificación de esa persona misteriosa, que se da a
entender sólo será cuestión de unas pocas horas, nos hallaremos más próximos a
desentrañar la trama. Se puede añadir, gracias a la información que nos proporcionó
una fuente segura, que la policía no espera descubrir que ese extraño fuera Moriarty,
sino más bien
UN CÓMPLICE DE WATSON
que durante mucho tiempo ha colaborado con él en sus escritos, y ha sido muy
mencionado en relación con el difunto. Resumiendo, el arresto más sensacional del
siglo está sobre el tapete.
MUY ABOLLADO
El público tampoco puede haber olvidado que Holmes solía divertirse en este salón
con la práctica de tiro. Era un tirador tan científico que una noche, mientras Watson
escribía, disparó alrededor de la cabeza de éste último, afeitándole a la parte
infinitesimal de un centímetro. El resultado fue un retrato de pared, a balazos, de
Watson, que está considerado como poseedor de una semejanza excelente. Se
entiende que, siguiendo el ejemplo establecido en el caso Ardlamont, ese retrato será
presentado en el tribunal. También se está contemplando traer la Cataratas de
Reichenbach para el mismo propósito.
EL MOTIVO
Siendo las pruebas del caso circunstanciales, es obvio que el motivo debe tener una
parte importante para la Corona en el caso. En el extranjero corren rumores
descabellados al respecto, y en esta fase del caso han de recibirse con cautela. Según
uno, Watson y Holmes habían tenido una diferencia respecto a asuntos monetarios,
afirmando el último que el primero se estaba haciendo de oro con él y no compartía
nada. Otros alegan que la diferencia entre los dos hombres se debió al cambio de
actitud de Watson; se asevera que Holmes se quejó amargamente de que Watson no
saltaba hasta el techo por el asombro con la misma frecuencia que en los primeros
días de su relación. Sin embargo, la culpa en este caso parece recaer menos en
Watson que en los inquilinos del segundo piso, quienes se quejaron ante la casera.
Tenemos entendido que la fraternidad legal busca a
EL CABALLO OSCURO
UN RUMOR EXTRAORDINARIO
«La Aventura del Castillo Arnsworth» aparece en el citado volumen bajo el título de
«La Aventura de la Viuda Roja»; lo repetimos aquí en respeto a la edición de Richard
Lancelyn Green. <<