La Ciencia Ficcion A La Luz de Gas - Domingo Santos

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Relájese

unos momentos; siéntese en su mejor sillón, junto a una luz suave,


con una buena copa de coñac en la mano (si bebe) y un buen cigarro (si
fuma), y dispóngase a emprender un apasionante viaje a través del tiempo. A
la época en que ciencia y técnica eran una maravilla de posibilidades
infinitas, el progreso iniciaba su galopante marcha, la imaginación se
desbordaba hacia todos lados, y la ciencia ficción (que aún no se llamaba
ciencia ficción) se leía aún en todo el mundo a la luz de gas.
Durante la segunda mitad del siglo pasado y las primeras décadas de éste se
produjo la gran transformación que configuraría nuestro mundo actual. Esta
transformación, y las inquietudes, anhelos y esperanzas que suscitó,
quedaron reflejadas en buena parte de su literatura. Autores de la talla de
Herman Melville, Mark Twain o Sir Arthur Conan Doyle, sintieron la llamada
de este cambio a su alrededor, y sus plumas fueron testigo fiel de la nueva
evolución. Sus obras constituyen hoy un núcleo literario que nos permite
conocer el desarrollo del pensamiento humano en el transcurso de una
época crucial, el siglo de las maravillas, que sentó las bases del mundo
moderno.
Domingo Santos, el más conocido y reconocido especialista español del
género, ha recopilado en este volumen un conjunto de relatos que forman la
base estructural sobre la que se ha perfilado la ciencia ficción actual.

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Domingo Santos

La ciencia ficción a la luz de gas


Ciencia Ficcion - Grandes Éxitos (Ultramar) - 97

ePub r1.0
Rds 11.10.14

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Domingo Santos, 1990
Ilustraciones: Antoni Garcés
Diseño de cubierta: Antoni Garcés

Editor digital: Rds


ePub base r1.1

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INTRODUCCIÓN

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La ciencia ficción a la luz de gas
Aunque en 1800 Volta inventó la pila, en 1828 Barlow el motor eléctrico, y en
1878 Edison la lámpara de incandescencia, la electricidad para el alumbrado
doméstico no empezó a ser de uso corriente en el mundo hasta entrada la segunda
década de este siglo. Hasta entonces, y desde la segunda mitad del siglo XIX, las
casas se iluminaban generalmente con lámparas de petróleo y, en las viviendas ricas,
con luces de gas.
Éste es aproximadamente, desde mediados del siglo pasado hasta mitades de la
segunda década de éste, el período de tiempo que abarca la presente recopilación de
relatos de ciencia ficción. La elección de este período de tiempo no es arbitraria. A
finales del siglo XVIII se produjeron una serie de invenciones técnicas que dieron a
la industria un gran desarrollo. Este desarrollo industrial (impulsado principalmente
por la máquina de vapor y el telar mecánico) promovió en la primera mitad del siglo
XIX un gran cambio social. La necesidad de unas comunicaciones más rápidas trajo
consigo el desarrollo del ferrocarril, y empezaron a trazarse líneas férreas que
formaron muy pronto una extensa red por toda Europa y América. Los sucesivos
descubrimientos en el campo de la electricidad promovieron el perfeccionamiento del
telégrafo eléctrico, que muy pronto extendió su uso a todo el planeta. A mediados del
siglo XIX, el mundo tenía un aspecto muy distinto del que había tenido a su
comienzo. Y el progreso parecía estarse acelerando.
Esto trajo consigo la aparición de una actitud peculiar hacia el mundo y su
desarrollo. Dejando a un lado (puesto que éste no es el tema a tratar aquí) las
inquietudes sociales de los trabajadores ante la explotación a que se vieron sometidos
durante los primeros tiempos del maquinismo, y que dieron como resultado la
creación de un fuerte movimiento obrero y huelgas y disturbios, la actitud del mundo
en general fue de sorpresa, maravilla, y un poco de temor ante el rumbo que estaban
tomando las cosas. Mientras algunos miraban el futuro con esperanza e ilusión, en la
confianza de que el progreso técnico y científico iba a resolver en poco tiempo todos
los problemas del mundo, otros veían en el rápido progreso una negra amenaza que
podía destruirnos a todos. Ambas perspectivas tenían su razón de ser y su
fundamento. Hasta hacía pocas generaciones, el mundo que abandonaba un hombre al
morir no era muy diferente del que había encontrado a su nacimiento. Ahora, en
cambio, de la niñez a la pubertad y a la juventud y a la madurez, los cambios que se
producían a su alrededor eran tan rápidos que le desorientaban. Esa incapacidad del
hombre medio de la segunda mitad del siglo XX a adaptarse al cambio, de la que nos
habla Alvin Toffler, tuvo su arranque precisamente en la primera mitad del siglo, y
desde entonces ha estado creciendo de una forma exponencial El hombre actual
puede sentirse desconcertado ante la rapidez en que se producen esos cambios a su

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alrededor, pero ha nacido ya en un mundo en cambio constante y acelerado. El
hombre de la primera mitad del siglo pasado no disponía de ese antecedente en el que
apoyarse. La mayoría de los adelantos científicos no solían llegar hasta el hombre de
la calle, y cuando oía hablar de ellos eran puras maravillas incomprensibles. No era
extraño que muchos los consideraran como magia.
A mitades del siglo XIX, el mundo científico era una efervescencia. Habían
surgido una serie de nuevas disciplinas que traían consigo el atractivo de la novedad
y del esoterismo. La electricidad era un juguete de grandes y desconocidas
posibilidades. El magnetismo permitía llevar a cabo una aparente magia. El
galvanismo actuaba sobre los seres vivos. La mecánica de las palancas y las ruedas
dentadas construía aparato que suplían a los hombres…, ¿y por qué no podían
construir hombres?
Todo esto, evidentemente, tenía que reflejarse en los escritores, esa raza especial
de hombres y mujeres (por aquel entonces mucho más hombres que mujeres) cuya
misión era reflejar la realidad que veían a su alrededor. Hasta entonces, cuando el
escritor miraba el mundo que le rodeaba, veía solamente un mundo inmóvil, y en
consecuencia su pluma reflejaba un mundo inmóvil. Pero ahora este mundo se
hallaba en movimiento. ¿No era lógico que el escritor intentara seguir ese
movimiento, e ir un poco más allá?
Se acepta comúnmente, más allá de las protohistorias de Luciano de Samosata y
Cyrano de Bergerac (a los que algunos han añadido a Dante, Milton e incluso
Homero), que la primera auténtica obra de ciencia ficción aparecida en el mundo que
ha llegado hasta nosotros es el Frankenstein de Mary Shelley. Publicada en 1818,
Frankenstein es en realidad una novela de horror gótico, pero posee ya todos los
elementos que más tarde constituirán las bases del género. Y, sobre todo, tiene su
espíritu. El espíritu de los tiempos.
Porque, en realidad, la ciencia ficción, más que un género, es una actitud. Una
actitud ante la vida que nos rodea, y ante los elementos que conforman esta vida. Esta
actitud está formada por una serie de elementos que existían ya separadamente en
épocas anteriores, pero que hasta mediados el siglo XIX no cristalizaron en una
conjunción común. Entre estos elementos puede enumerarse la visión utópica, el
anhelo al viaje fantástico, la visión filosófico-satírica, la visión gótica, la visión
tecnológica y, sobre todo, la anticipación sociológica. Todos estos elementos,
aglutinados en mayor o menor grado, existen en todos los relatos de ciencia ficción
que sean dignos de recibir ese nombre, y pueden ser descubiertos fácilmente por el
lector atento. En este volumen encontrarán una buena muestra de ellos.
Mary Shelley fue una escritora de un libro único de ciencia ficción (aunque en
realidad escribiera otro, El último hombre The Last Man), y un relato, «El mortal
inmortal» [The Mortal Inmortal], que pueden encuadrarse también dentro del

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género).
El verdadero pionero, en lo que a ciencia ficción-actitud se refiere, fue Edgar
Allan Poe. Como Shelley, su obra ha sido siempre considerada como perteneciente al
género de terror; sin embargo, posee todos los elementos que configuran el relato de
ciencia ficción, y últimamente está empezando a ser considerada como corresponde.
Edgar Allan Poe fue de una gran influencia para los escritores que siguieron sus
huellas en ese período difícil de asentamiento durante la segunda mitad del siglo XIX
y los primeros años del XX. En realidad, Poe fue el auténtico precursor, el que sentó
las bases para los futuros desarrollos literarios. Su huella se descubre en escritores tan
distantes entre sí como Nathaniel Hawthorne y H. P. Lovecraft, como Sir Arthur
Conan Doyle y Mark Twain. Y sigue hallándose aún en autores posteriores.
En la segunda mitad del siglo XIX, el tiempo estaba maduro para el primer
florecimiento de la ciencia ficción. Las circunstancias estaban allí. Los tiempos
empujaban. La ciencia se abría como una flor ante los asombrados ojos del mundo. Y
también mostraba sus espinas. El mundo de mañana no iba a ser idéntico al de hoy.
Las perspectivas eran inquietantes, y también apasionantes.
Una pléyade de escritores, llenos de inquietud y anhelo de ir más allá, se lanzaron
por esa nueva senda que se abría prometedora ante ellos. Escribieron sus utopías,
reflejaron en ellas sus temores y sus esperanzas. Intentaron buscar nuevos horizontes,
y muchos los encontraron. En este volumen se halla reunida una muestra de ellos.

Uno de los temas básicos de esta ciencia ficción lo constituyen, naturalmente, los
robots. La idea de duplicar la vida, de crear un sustituto del hombre, un ser mecánico,
e insuflarle un alma (es decir, de convertirse uno mismo en Dios), es uno de los
anhelos más viejos de la humanidad. La creciente perfección mecánica había
permitido, a lo largo de siglos anteriores, crear verdaderas maravillas de precisión y
movimiento. El tema tenía también el atractivo de sus connotaciones filosóficas,
morales y religiosas. La creación de autómatas fue, pues, uno de los temas príncipe
de muchos de esos relatos; pero cuidado constituye un peligro calificarlos a todos
ellos de ciencia ficción por ese mero hecho, y éste es un fallo que muchos han
cometido. Al igual que El Golem de Gustav Meyrink no puede calificarse de ciencia
ficción sólo porque el hecho de que el rabino protagonista cree una figura de barro y
le insufle la vida (no hay que olvidar que tanto el método como las motivaciones, en
este caso, son mágico-religiosas, no científicas), muchos de estos seres mecánicos
creados por la pluma de los autores de siglo pasado y principios de éste son seres
espurios de ciencia ficción. Podría elaborarse todo un libro con tales relatos, y el
resultado sería deprimentemente monótono. En general, en tales relatos, el autómata
no es más que un recurso, una forma a través de la cual el autor quiere expresar sus
ideas, que son otras distintas. Si estas ideas no entran dentro de la filosofía de la

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ciencia ficción, el hecho de la presencia de un ser mecánico en el relato no significa
nada. He leído muchos de estos relatos algunos de autores conocidos, algunos
clasificados por la crítica como auténtica ciencia ficción, que no merecen este
calificativo. Sin que ello quiera decir, por supuesto, que no sean en sí estimables
relatos… de otro tipo.
Pero hay que reconocer que el autómata era un recurso fácil para el escritor de
ciencia ficción de esa época, como también lo era recurrir al mesmerismo. Por eso
abundan tanto. De hecho, no había, en el estadio de la ciencia de mediados del siglo
pasado, mucho donde elegir. El autor no disponía por aquel entonces de la inmensa
variedad de temas de que dispone el escritor de ciencia ficción de hoy. El ritmo del
cambio a su alrededor no era tan intenso como para permitirle una extrapolación de
altos vuelos. Ello hace precisamente que los relatos realmente importantes del género
de esa época lo sean aún más por el hecho de exigir un esfuerzo mucho más grande a
la imaginación de su creador. Vistos desde una perspectiva actual, pueden parecer a
veces ingenuos. Pero ello se debe a que a veces no sabemos leerlos como
corresponde. Para gozar enteramente de ellos hay que situarse en su contexto. Pensar
en la época en que fueron escritos, y colocarnos a su misma altura. Así será posible
extraer todo el jugo que rezuma de entre sus líneas, y absorberlo.
Para conseguir esto con mayor facilidad, los relatos que siguen a continuación
han sido dispuestos no por orden arbitrario o de preferencia del seleccionador, o por
orden alfabético, sino por orden estrictamente cronológico, según la fecha de su
primera publicación. Esto constituye dos ventajas adicionales para el lector. Por
supuesto, nadie puede impedirle que lea los relatos salteados, según su preferencia
personal, pero si sigue el mismo orden estricto del libro observará, en primer lugar,
que le resulta mucho más fácil situarse en el ambiente de la época en que ha sido
escrito cada uno de ellos e ir progresando lentamente hacia nuestro presente.
Efectuará, en cierto modo, una especie de viaje mental por el tiempo.
En segundo lugar, le permitirá observar con suma facilidad la evolución de la
ciencia ficción en esos setenta años que cubre la recopilación. Evidentemente, no se
escribía del mismo modo en 1850 que en 1910; al tiempo que cambian las cosas a
nuestro alrededor, también cambian los estilos de aquellos que quieren reflejar esas
cosas. La progresión ordenada a través de las páginas de este volumen permite
observar claramente el camino evolutivo seguido por el género desde sus albores a
mediados del siglo pasado hasta su eclosión.
Por supuesto, se ha prescindido deliberadamente, aquí, de dos nombres
importantes mencionados ya antes en esta misma introducción: Mary Shelley y Edgar
Allan Poe. Se ha hecho deliberadamente, por considerarlos, como se ha dicho antes,
fuera del objetivo del mismo, por su misma cualidad de precursores dentro de los
precursores. Quien desee añadirlos, sin embargo, puede acudir fácilmente a ellos a

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otras fuentes. Frankenstein, por supuesto, es una novela, y voluminosa además, e
indudablemente decepcionará, o desconcertará, o aburrirá a aquellos que tengan en su
mente la imagen visual de la obra que nos ha proporcionado el cine. No obstante, su
lectura puede ser una experiencia interesante. Quien desee algo más liviano puede
acudir mejor a la lectura de «El mortal inmortal» en la antología de Isaac Asimov Lo
mejor de la ciencia ficción del siglo XIX, fácilmente encontrable en el mercado
español en la edición de Martínez Roca o en la de la Biblioteca de Ciencia Ficción de
Ediciones Orbis. En cuanto a Poe, esta misma colección tiene editado un magnífico
volumen de La ciencia ficción de Edgar Allan Poe, donde se encuentra lo más
representativo de su obra que puede inscribirse dentro del género.
En esta recopilación se hallan representados, a mi juicio, todos los autores
importantes que tuvieron algo que decir dentro de la ciencia ficción en el período
abarcado, con lo mejor, a mi juicio (que no siempre es lo más representativo), de su
obra. Son en su mayor parte nombres conocidos también dentro de la literatura
general, porque gran número de escritores de esa época se sintieron atraídos por esas
nuevas posibilidades de expresión, y dejaron constancia de ello. No obstante, el lector
observará de inmediato que hay dos flagrantes omisiones, que no dudará en calificar
de escandalosas: Julio Verne y H. G. Wells. Ambos, efectivamente, deberían figurar
aquí. Y ambos en un lugar de honor. Su ausencia es deliberada. En primer lugar, el
propio hecho de su reconocida personalidad hace innecesaria la justificación de su
presencia; además, consideré superfluo aumentar el volumen de esta recopilación con
unos relatos que pueden hallarse fácilmente, en español, en múltiples ediciones. De
todos modos, el lector que desee completar el cuadro añadiéndole ambos autores
puede acudir a los volúmenes La ciencia ficción de Julio Verne y La ciencia ficción
de
H. G. Wells (este último en dos tomos), en la Biblioteca de Ciencia Ficción de
Ediciones Orbis, fácilmente asequible en el mercado. De Julio Verne recomiendo la
lectura de «El eterno Adán», que es el relato que, personalmente, hubiera incluido
aquí. Con H. G. Wells la cosa es un poco más difícil. Aconsejaría la lectura de todos
los relatos incluidos en los dos tomos (no tienen desperdicio), y que cada lector
escogiera el que él pondría en esta recopilación. Puede resultar un buen ejercicio.

Las introducciones de este tipo de volúmenes, aunque a veces necesarias, siempre


suelen ser ingratas, puesto que impiden al lector, que muchas veces es demasiado
educado como para saltárselas, ir directamente al grano, y suelen ser terribles cuando
se prolongan demasiado. Una última observación, sin embargo, relativa al título. La
ciencia ficción a la luz de gas puede parecer un título arbitrario, o rocambolesco, o
absurdo, o simplemente simbólico. En cierto modo es todo eso, aunque tiene su
justificación. Todos estos relatos, evidentemente, fueron degustados por sus lectores,

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a su publicación, bajo una luz de gas (o de petróleo), simplemente porque aún no
tenían a su disposición nuestra cómoda luz eléctrica. Eso crea ya un
condicionamiento en la forma en que hay que enfocarlos. En nuestro supertecnificado
mundo de hoy, tal vez sea mucho pedir el que intenten reconstruir en lo posible este
ambiente original, y traten de leer este libro bajo una luz de gas, aunque sea la de una
lámpara de camping de butano. Pero sí pueden reconstruir este ambiente
mentalmente: cualquier buen lector de ciencia ficción tiene que ser capaz de ello.
Siéntense en un cómodo butacón; prendan su pipa, su cigarro o su cigarrillo (si
fuman); escancien una copa de oloroso coñac (si no son abstemios); y procuren que la
luz de lectura que les ilumine el libro sea, al menos, suave. Creen esta ilusión. Les
aseguro que disfrutarán mucho más de su lectura si se rodean de un ambiente
adecuado.
Ah. Y, cuando terminen de leerlo, no se olviden de apagar la luz. El gas, ya saben,
gasta malas pasadas.

Domingo Santos

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NATHANIEL HAWTHORNE

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Nathaniel Hawthorne, una de las figuras más descollantes de la literatura
estadounidense del siglo pasado, es conocido principalmente del público en general
por dos novelas: La letra escarlata (The Scarlet Letter, llevada varias veces a la
pantalla con éxito desigual), y La casa de los siete altillos (The House of the Seven
Cables), que fueron también las que le dieron la fama a su publicación. Nacido en
1804 en Salem, Massachusetts, un lugar de honda raigambre tanto puritana como
esotérica, y en donde su tatarabuelo fue uno de los jueces que participaron en los
célebres procesos por brujería del siglo XVII, Hawthorne se sintió atraído durante
toda su vida por ambos elementos. Y también por una vertiente de la literatura que
entronca directamente con lo que, casi un siglo más tarde, se llamaría ciencia
ficción, y que por aquel entonces era considerado simplemente como fantasía.
En la mayor parte de su obra se descubren elementos que entroncan directamente
con ambos géneros. En La letra escarlata, toda la trama gira en tomo a un
experimento médico secreto; en La casa de los siete altillos, es el hipnotismo y una
extraña enfermedad hereditaria. En sus relatos aparecen frecuentemente elementos
científicos (ortodoxos y heterodoxos), implicados en o dirigiendo la trama: el control
mesmérico, el elixir de la larga vida, la consecución de la vida artificial por métodos
científicos…
Tres de sus relatos cortos son considerados hoy como clásicos de la ciencia
ficción, que han influido decisivamente en su desarrollo a lo largo de todo el siglo
XIX. «La hija de Rappaccini» (The Rappaccini’s Daughter) es el más conocido por el
público español, y trata de los esfuerzos de un científico por librar a su única hija de
todos los males del mundo llenándola con todo tipo de secretas pociones, en cuyo
empeño es derrotado finalmente por su archirrival. En «La marca de nacimiento»
(The Birthmark), un genio solitario que ha inventado numerosas maravillas
científicas comete, tras su matrimonio, el fatal error de querer librar a su esposa de
la marca de nacimiento que tiene en su mejilla y que, según él, afea lo que podría ser
una belleza perfecta. Finalmente, en el relato ofrecido aquí, «El artista de lo bello»
(The Artist of the Beautiful, publicado por primera vez en junio de 1844 en la
Democratic Review), Hawthorne nos presenta la creación de una diminuta y
exquisita mariposa mecánica como un intento de alcanzar lo bello en substitución e
idealización del amor y el sexo, y la realización de su autor a través de su fracaso.
En estos tres relatos aparecen, claramente delimitadas, las mismas constantes
que influirían toda la obra global de Hawthorne. A lo largo de su vida, Hawthorne se
sintió obsesionado por una serie de temas que dejó claramente reflejados en su
literatura: la significación del pecado, la imperfección humana derivada del lastre
del pecado original, la búsqueda, casi siempre inútil, de la perfección, una absoluta
indiferencia ante los procesos sociales de su tiempo y una búsqueda incesante de una
sociedad mejor (Su novela La novela de Blithedale [The Blithedale Romance] es una

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espléndida utopía social); a lo largo de sus novelas y relatos desfilan en amplia
sucesión los médicos, químicos, físicos, mesmeristas, botánicos e inventores, en
busca todos ellos de un ideal que muchas veces, a la larga, resulta destructivo. Son
expuestas las más atrevidas y fantásticas teorías y relatados los más extravagantes
acontecimientos, pero todos ellos dotados siempre de una clara explicación
naturalista. Y este hecho es constante en toda su obra: a su muerte, ocurrida en
Plymouth en 1864, sus abundantes cuadernos de notas pusieron al descubierto una
gran cantidad de proyectos de obras de ciencia ficción, algunas de las cuales llegó a
realizar, pero muchas otras que quedaron inconclusas e incluso por iniciar.

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El artista de lo bello
Un hombre viejo, con su hermosa hija al brazo, paseaba por la calle, y emergió de
la penumbra del nublado atardecer a la luz que iluminaba el pavimento, procedente
del escaparate de una pequeña tienda. Era un escaparate saledizo; y en su interior
había colgados una gran variedad de relojes, baratos, de plata, y uno o dos de oro,
todos con sus esferas vueltas de espaldas a la calle, como si se negaran groseramente
a informar a los transeúntes de la hora que era. Sentado dentro de la tienda, de lado
con respecto al escaparate, su pálido rostro intensamente inclinado hacia algún
delicado mecanismo sobre el que se enfocaba la concentrada luz de una lámpara de
pantalla, había un joven.
—¿Qué estará haciendo Owen Warland? —murmuró el viejo Peter Hovenden,
relojero retirado y antiguo maestro de aquel joven sobre cuya ocupación se estaba
interrogando ahora—. ¿En qué se ocupa? Durante estos últimos seis meses nunca he
pasado junto a esta tienda sin verle trabajar tan intensamente como ahora. Diría que
sigue empeñado en su locura habitual de buscar el movimiento perpetuo; y conozco
lo suficiente mi antiguo oficio como para decir con toda seguridad que lo que le
ocupa ahora no forma parte de la maquinaria de un reloj.
—Quizá, padre —dijo Annie, sin mostrar mucho interés en la cuestión—, Owen
esté inventado un nuevo tipo de cronómetro. Estoy segura de que es lo bastante
ingenioso como para eso.
—¡Bah, muchacha! No posee el tipo de ingenio necesario para inventar nada
mejor que un juguete de hojalata —respondió su padre, que se había quejado a
menudo del genio irregular de Owen Warland—. ¡Su tipo de ingeniosidad es una
plaga! Todo lo que he visto que consiguiera con ella ha sido estropear la exactitud de
algunos de los mejores relojes de mi tienda.
¡Echaría el sol fuera de su órbita y alteraría todo el curso del tiempo si, como he
dicho antes, su ingenio pudiera atrapar algo mejor que el juguete de un niño!
—¡Calla, padre! ¡Te va a oír! —susurró Annie, apretando el brazo del viejo—. Su
oído es tan delicado como sus sentimientos; y sabes lo fácil que se alteran éstos.
Sigamos andando.
Así, Peter Hovenden y su hija Annie siguieron su camino sin más conversación,
hasta que en una calle lateral de la ciudad cruzaron la abierta puerta de la herrería.
Dentro podía verse la fragua, en aquellos momentos llameante e iluminando el alto y
polvoriento techo, ahora confinando su resplandor a los estrechos límites del suelo
cubierto de carbón, según el aliento de los fuelles fuera impulsado hacia fuera o
inhalado de nuevo a sus enormes pulmones de cuero. En los intervalos de brillante
fuego era fácil distinguir los objetos en los rincones más alejados del local y las
herraduras que colgaban de la pared; en el momentáneo resplandor apagado, el fuego

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parecía relumbrar en medio de la vaguedad de un espacio no cerrado. En medio de
aquel rojo brillar y aquella semipenumbra alternativa se movía la figura del herrero,
digna de ser contemplada en un aspecto tan pintoresco de luz y sombra, donde el
brillante resplandor luchaba con la oscuridad de la noche como si cada uno robara sus
fuerzas del otro. De tanto en tanto sacaba una barra de hierro al rojo blanco de entre
los carbones, la colocaba sobre el yunque, alzaba su poderoso brazo, y pronto se veía
envuelto por las miríadas de chispas que los golpes de su martillo esparcían en la
penumbra de su alrededor.
—Bien, ésa sí es una visión agradable —dijo el viejo relojero—. Sé lo que es
trabajar el oro; pero si me das a elegir, me quedo con el trabajo del hierro. El herrero
trabaja sobre la realidad. ¿Qué dices tú, Annie, hija?
—Por favor, no hables tan alto, padre —susurró Annie— Robert Danforth te oirá.
—¿Y qué si me oye? —dijo Peter Hovenden—. Lo digo de nuevo: es algo bueno
y completo depender de la fuerza y de la realidad, y ganarse el pan con el recio y
desnudo brazo de un herrero. Un relojero acaba con el cerebro descentrado trabajando
siempre con sus ruedas dentro de ruedas, o pierde la salud o la vista, como fue mi
caso, y se encuentra a mediana edad, o un poco después, incapaz de seguir llevando a
cabo su oficio, y no sirve para nada más, y no ha ganado lo suficiente como para vivir
con comodidad el resto de su vida. Así que te lo digo de nuevo: dame fuerza bruta a
cambio de mi dinero. ¡Y luego, cómo aleja las malas ideas de un hombre! ¿Has oído
de algún herrero que sea tan estúpido como lo es ese Owen Warland?
—¡Bien dicho, tío Hovenden! —gritó Robert Danforth desde la fragua, con una
voz llena, profunda y alegre que hizo resonar el techo—. ¿Y qué dice la señorita
Annie de esa doctrina? Ella, supongo, pensará que es un negocio mucho más gentil
trastear con el reloj de una dama que forjar una herradura o hacer una verja de hierro.
Annie empujó a su padre hacia delante sin darle tiempo de replicar.
Pero debemos regresar a la tienda de Owen Warland, y dedicar un poco más de
meditación sobre su historia y carácter que la que Peter Hovenden, o probablemente
su hija Annie, o el viejo compañero de colegio de Owen, Robert Danforth, le
hubieran dedicado a un tema de apariencia tan baladí. Desde la época en que sus
pequeños dedos fueron capaces de coger un cortaplumas, Owen se hizo notar por su
delicada ingeniosidad, que a veces producía hermosas formas en madera,
principalmente figuras de flores y pájaros, y a veces parecía apuntar a los ocultos
misterios de los mecanismos. Pero siempre era con una finalidad de gracia, y nunca
con ninguna burla de la utilidad. No construía, como la mayoría de los artesanos
escolares, pequeños molinos de viento en el ángulo de una granja o molinos de agua
junto al vecino arroyo. Aquellos que descubrieron tal peculiaridad en el muchacho,
hasta el punto de pensar que valía la pena observarle de cerca, vieron en ocasiones
razón para suponer que estaba intentando imitar los hermosos movimientos de la

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Naturaleza tal como se hallan ejemplificados en el vuelo de los pájaros o la actividad
de los pequeños animales. De hecho, parecía un nuevo desarrollo del amor a lo
hermoso, como el que hubiera podido hacer de él un poeta, un pintor o un escultor, y
que se hallaba completamente refinado de la bastedad utilitaria que invadía
cualquiera de las bellas artes. Contemplaba con singular desagrado los rígidos y
regulares procesos de los mecanismos vulgares. Cuando en una ocasión fue llevado a
ver una máquina de vapor, con la esperanza de que su intuitiva comprensión de los
principios mecánicos se viera gratificada, se volvió pálido y se puso enfermo, como si
le hubiera sido mostrado algo monstruoso e innatural. Su horror se debió en parte al
tamaño y la terrible energía de aquella cosa de hierro; porque el carácter de la mente
de Owen era microscópico, y tendía por su natural a lo diminuto, de acuerdo con la
diminuta constitución y el maravilloso y delicado poder de sus dedos. Eso no
significaba que su sentido de la belleza se viera disminuido a un sentido de simple
hermosura de lo pequeño. La idea de la belleza no tenía ninguna relación con el
tamaño, y podía desarrollarse tan perfectamente en un espacio demasiado diminuto
como para poder ser examinado sin ayuda de un microscopio que dentro del amplio
arco celeste por el que se mide el arco iris. Pero, en cualquier caso, esa característica
pequeñez de sus objetos y logros hacía que el mundo fuera aún más incapaz de lo que
lo hubiera sido en otras circunstancias de apreciar el genio de Owen Warland. Los
familiares del muchacho no vieron nada mejor —y quizá no lo hubiera— que ponerlo
a trabajar de aprendiz de relojero, con la esperanza de que su extraña ingeniosidad
pudiera ser así regulada y centrada hacia una finalidad útil.
La opinión de Peter Hovenden de su aprendiz ya ha sido expresada. No podía
hacerse nada con el muchacho. Owen, eso es cierto, era inconcebiblemente rápido en
captar los misterios de la profesión; pero olvidaba por completo o simplemente
desdeñaba el gran objetivo del oficio de relojero, y la medición del tiempo le
importaba menos que si se hallara mezclado con la eternidad. Sin embargo, mientras
permaneció al cuidado de su viejo maestro, la falta de robustez de Owen hizo posible,
a través de estrictas amonestaciones y una severa vigilancia, refrenar su excentricidad
creativa dentro de unos límites; pero cuando terminó su aprendizaje, y se hizo cargo
de la pequeña tienda de Peter Hovenden cuando la pérdida de la vista de éste le
obligó a abandonarla, la gente no tardó en darse cuenta de lo poco adecuado que era
Owen Warland para conducir al viejo y ciego Padre Tiempo a lo largo de su camino
diario. Uno de sus proyectos más racionales fue conectar una operación musical a la
maquinaria de sus relojes, de modo que todas las duras disonancias de la vida se
afinaran, y cada aleteante momento cayera al abismo del pasado en doradas gotas de
armonía. Si le era entregado a reparar un reloj familiar —uno de esos altos y antiguos
relojes que han crecido casi aliados a la naturaleza humana tras medir la vida de
muchas generaciones—, se ocupaba de disponer una danza o procesión funeral de

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figuras a lo largo de su venerable esfera, representando las doce alegres o
melancólicas horas. Varios arreglos de este tipo destruyeron completamente el crédito
del joven relojero ante esa clase de gente firme y práctica que sostenía la opinión de
que el tiempo no es algo con lo que pueda juguetearse, ya sea considerado como un
medio de avance y prosperidad en este mundo o de preparación para el siguiente. Su
clientela disminuyó rápidamente…, una desgracia, sin embargo, que probablemente
fue considerada como lo mejor que podía pasarle por un Owen Warland que cada vez
se sentía más y más absorto en una ocupación secreta que requería toda su ciencia y
destreza manual, y que además empleaba al completo todas las tendencias
características de su genio. Su ocupación había consumido ya varios meses.
Después de que el viejo relojero y su hermosa hija le hubieran observado desde la
oscuridad de la calle, Owen Warland se vio sacudido por un temblor nervioso que
hizo que sus manos fueran incapaces de seguir con una labor tan delicada como la
que estaban haciendo en aquellos momentos.
—¡Era Annie en persona! —murmuró—. Hubiera debido saberlo, por el latir
alocado de mi corazón, antes de oír la voz de su padre. ¡Ah, cómo late! Esta noche ya
no seré capaz de seguir trabajando en este exquisito mecanismo. ¡Annie! ¡Mi
queridísima Annie! Deberías proporcionar firmeza a mi corazón y a mi mano, y no
hacerlos temblar de este modo; porque si lucho para crear y dar forma y movimiento
al espíritu de la belleza, es sólo por ti. ¡Oh, pulsante corazón, tranquilízate! Si mi
trabajo se ve así interrumpido, sufriré sueños vagos e insatisfechos, que me dejarán
desanimado mañana.
Mientras se preparaba para reanudar su tarea, la puerta de la tienda se abrió y dio
paso nada menos que a la recia figura de Peter Hovenden se había detenido a admirar,
contemplándola entre la luz y la sombra de la herrería. Robert Danfort le traía el
pequeño yunque, de construcción peculiar, que había fabricado siguiendo las
instrucciones del joven artista. Owen caminó el artículo, y convino en que había sido
elaborado según sus deseos.
—Bueno, sí —dijo Robert Danforth, llenando con su fuerte voz toda la tienda
como con el sonido de un contrabajo—. Me considero tan bueno como cualquier otro
en mi negocio; aunque haría un triste papel en el tuyo con unos puños como éstos —
añadió riendo, mientras depositaba su enorme mano al lado de la delicada de Owen
—. ¿Pero y qué? Pongo más fuerza en un solo golpe de mi martillo que toda la que tú
hayas empleado desde que eras aprendiz. ¿No es cierto?
—Muy probablemente —respondió la suave y delicada voz de Owen—. La
fuerza es un monstruo terrestre. No me hago pretensiones con respecto a ella. Mi
fuerza, sea cual sea, es completamente espiritual.
—Bien, pero, Owen, ¿a qué te dedicas ahora? —preguntó su viejo compañero de
escuela, de nuevo con un tal volumen de voz que hizo que el artista se encogiera

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ligeramente, en especial porque la pregunta se relacionaba con un tema tan sagrado
como el sueño que absorbía toda su imaginación—. La gente va diciendo por ahí que
intentas descubrir el movimiento perpetuo.
—¿El movimiento perpetuo? ¡Tonterías! —replicó Owen Warland, con una
agitación de disgusto; porque estaba lleno de pequeños malhumores—. Eso jamás
podrá ser descubierto. Es un sueño que puede engañar a los hombres cuyas mentes se
hallan apresadas por la materia, pero no a mí. Además, si tal descubrimiento fuera
posible, no tendría ningún valor para mí, puesto que solamente serviría para cubrir las
necesidades que ahora se realizan mediante la energía del vapor y del agua. No siento
la ambición de ser honrado con la paternidad de un nuevo tipo de máquina para
trabajar el algodón.
—¡Eso ya sería bastante curioso! —exclamó el herrero, lanzando una carcajada
tan estentórea que el propio Owen y las campanas de cristal de su mesa de trabajo se
estremecieron al unísono—. ¡No, no, Owen! Ninguna de tus obras tendrá
articulaciones y tirantes de hierro. Bien, no te entretengo más. Buenas noches, Owen,
y éxito; y si necesitas mi ayuda, en lo que a un buen golpe de martillo sobre el
yunque se refiere, me tienes a tu disposición.
Y, con otra risotada, el fornido hombre abandonó la tienda.
—Qué extraño resulta— murmuró Owen Warland para sí mismo, apoyando la
cabeza en su mano —que todas mis meditaciones, mis resoluciones, mi pasión por lo
hermoso, mi conciencia de la energía necesaria para crearlo, una energía más fina,
más etérea, de lo que ese gigante terrestre puede llegar a concebir…, todo, todo
parezca tan vano y ocioso cuando mi camino se cruza con el de Robert Danforth.
Acabaría volviéndome loco si lo encontrara a menudo. Su enorme fuerza bruta
oscurece y confunde el elemento espiritual que hay dentro de mí; pero yo también
seré fuerte, a mi manera. No cederé ante él.
Tomó de debajo de una campana de cristal una pieza que colocó bajo la
condensada luz de su lámpara, y, observándola atentamente a través de una lente de
aumento, se puso a trabajar con un delicado instrumento de acero. Al cabo de un
instante, sin embargo, se dejó caer hacia atrás en su silla y unió las manos, con una
expresión tal de horror en su rostro que hizo que sus delicados rasgos se volvieran tan
impresionantes como los del gigante que acababa de marcharse.
—¡Cielos! ¿Qué he hecho? —exclamó—. El vapor, la influencia de esa fuerza
bruta…, me ha desconcertado y ha oscurecido mi percepción. He dado el golpe, el
golpe fatal, que he estado temiendo desde un principio. Todo ha terminado: los
esfuerzos de meses, el objetivo de mi vida. ¡Estoy arruinado!
Y se quedó sentado allí, en extraña desesperación, hasta que su luz empezó a
vacilar y finalmente sumió al Artista de lo Bello en la oscuridad.
Así es como las ideas, que se desarrollan dentro de la imaginación y aparecen de

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una forma tan encantadora y con un valor más allá de todo lo que el hombre puede
llamar valioso, se ven expuestas a ser despedazadas y aniquiladas por el contacto con
lo práctico. Es un requisito para el artista ideal poseer una fuerza de carácter que
parece difícilmente compatible con su delicadeza; debe mantener su fe en sí mismo
mientras el mundo incrédulo lo asalta con su absoluto escepticismo; debe permanecer
firme contra la humanidad y ser su propio discípulo, tanto respecto a su genio como a
los objetos a los que es dirigido.
Durante un tiempo Owen Warland sucumbió a esta severa pero inevitable prueba.
Pasó algunas deprimentes semanas con su cabeza tan constantemente apoyada entre
sus manos que la gente de la ciudad apenas tenía oportunidad de ver su rostro.
Cuando finalmente se remontó de nuevo a la luz del día, era perceptible en él un
frío, oscuro e innombrable cambio. En opinión de Peter Hovenden, sin embargo, y de
ese otro orden de sagaces comprensivos que piensan que la vida debe ser regulada,
como un reloj, con contrapesos de plomo, la alteración fue enteramente a mejor. De
hecho, ahora, Owen se aplicaba a su trabajo con obcecada industria. Era maravilloso
observar la obtusa gravedad con la que inspeccionaba las ruedas de un enorme y viejo
reloj de plata; encantando así a su propietario, en cuya faltriquera se había ido
desgastando hasta convertirse en una porción de su propia vida, por lo que se sentía
consecuentemente celoso de su trato. A resultas de la buena fama así
adquirida, Owen Warland fue invitado por las autoridades correspondientes a
regular el reloj de la torre de la iglesia. Lo hizo de un modo tan admirable en aquel
asunto de interés público, que los comerciantes admitieron a regañadientes sus
méritos en la Bolsa; la enfermera susurró sus alabanzas hacia él mientras
administraba su poción a la hora exacta en la habitación del enfermo; el amante lo
bendijo a la hora de la cita convenida; y la ciudad en general le dio las gracias a
Owen por la puntualidad a la hora de la cena. En una palabra, el grávido peso sobre
su espíritu puso todas las cosas en orden, no simplemente dentro de su propio
sistema, sino en todas partes donde eran audibles los acentos de hierro del reloj de la
iglesia. Era un detalle, mínimo pero característico de su actual estado, el que, cuando
se dedicaba a grabar nombres o iniciales en las cucharas de plata, escribiera ahora las
letras necesarias en el estilo más simple posible, eludiendo toda la variedad de
caprichosas florituras que hasta entonces habían distinguido su trabajo en aquel
aspecto.
Un día, durante la época de su feliz transformación, el viejo Peter Hovenden
acudió a visitar a su antiguo aprendiz.
—Bien, Owen —dijo—, me alegra oír tan buenas cosas acerca de ti en todas
partes, y especialmente en el reloj de la ciudad, que te recomienda cada hora de las
veinticuatro. Sólo líbrate de tu estúpida obsesión hacia la belleza, que ni yo ni nadie,
ni tú creo, podrá comprender jamás…, sólo líbrate de eso, y tu éxito en la vida es tan

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seguro como la luz del día. De hecho, si sigues de este modo, incluso me atrevería a
dejar que repararas este precioso y antiguo reloj mío; que es lo único de valor,
excepto mi hija Annie, que poseo en el mundo.
—Difícilmente me atrevería a tocarlo, señor —respondió Owen con tono
deprimido; porque se sentía abrumado por la presencia de su viejo maestro.
—A su tiempo —dijo este último—; a su tiempo, serás capaz de ello.
El viejo relojero, con la libertad que era consecuencia natural de su anterior
autoridad, se dedicó a inspeccionar el trabajo que tenía Owen entre manos en
aquellos momentos, junto con otros asuntos en desarrollo. El artista, mientras tanto,
apenas era capaz de alzar la cabeza. No había nada tan opuesto a su naturaleza como
la fría y no imaginativa sagacidad de aquel hombre cuyo contacto todo se veía
convertido en un sueño excepto la más densa materia del mundo físico. Owen gruñó
en espíritu y rezó fervientemente por verse libre de él.
—¿Pero qué es esto? —exclamó de pronto Peter Hovenden, alzando una
polvorienta campana de cristal, bajo la que había algo mecánico, tan delicado y
minúsculo como el sistema de la anatomía de una mariposa—. ¿Qué tenemos aquí?
¡Owen! ¡Owen! Hay brujería en estas pequeñas cadenas, y ruedas, y paletas. ¡Mira!
Con mi índice y mi pulgar voy a librarte de todo futuro peligro.
—Por el amor de Dios —exclamó Owen Warland, saltando en pie con una
sorprendente energía—, ¡si no quiere volverme loco, no toque esto! La más ligera
presión de su dedo lo arruinaría para siempre.
—¡Ajá, joven! ¿Así que es eso? —dijo el viejo relojero, mirándole con la
suficiente penetración como para torturar el alma de Owen con la amargura de la
crítica mundana—. Bien, sigue tu propio rumbo; pero te advierto que en esta pequeña
pieza mecánica vive tu espíritu del mal. ¿Debo exorcizarlo?
—Usted es mi espíritu del mal —respondió Owen, muy excitado—. ¡Usted y el
duro y vulgar mundo! Los plomizos pensamientos y el desaliento que arroja usted
sobre mí son mis obstáculos, de otro modo ya hubiera terminado la tarea para la que
fui creado.
Peter Hovenden agitó la cabeza, con la mezcla de desdén e indignación con que la
humanidad, de la cual era en parte representante, se cree autorizada a abrumar a todos
los simples que ven otras recompensas aparte del polvo a lo largo del camino. Luego
se fue, con un dedo alzado y una mueca burlona en su rostro que atormentó los
sueños del artista durante varias de las noches siguientes. En el momento de la visita
de su viejo maestro, Owen estaba probablemente a punto de emprender de nuevo la
tarea que había abandonado; pero, tras aquel siniestro suceso, se vio devuelto al
estado del cual había emergido lentamente.
Pero la tendencia innata de su alma había ido acumulando nuevo vigor durante su
aparente indolencia. A medida que avanzaba el verano, abandonó casi totalmente su

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negocio, y permitió que el Padre Tiempo, hasta donde el viejo caballero era
representado por los relojes bajo su control, se extraviara al rizar a través de la vida
humana, creando una infinita confusión entre el tren de desconcertadas horas.
Desperdiciaba la luz del sol, como decía la gente, vagando por entre los bosques y
campos y a lo largo de las orillas de los arroyos. Allá, como un niño, hallaba
diversión en perseguir a las mariposas u observar el movimiento de los insectos
acuáticos. Había algo realmente misterioso en la intensidad con la que contemplaba
aquellas cosas juguetonas mientras eran arrastradas por la brisa o examinaba la
estructura de un insecto imperial al que había aprisionado. La caza de mariposas era
un buen emblema de la persecución ideal a la que había dedicado tantas horas
doradas; pero ¿llegaría la idea de la belleza a ser atrapada alguna vez por su mano,
como la mariposa que la simbolizaba? Dulces, indudablemente, fueron aquellos días,
y afines al alma del artista. Estaban llenos de brillantes concepciones, que
resplandecían a través de su mundo intelectual como resplandecían las mariposas a
través de la atmósfera exterior, y eran reales para él, por el momento, sin el afán, y la
perplejidad, y las muchas decepciones de intentar hacerlos visibles al ojo de los
sentidos. Porque el artista, ya sea en la poesía o en cualquier otro material, puede no
sentirse contento con la alegría interior de lo bello, sino verse impulsado a perseguir
el aleteante misterio más allá del límite de su dominio etéreo, y aplastar su frágil ser
al atraparlo con un apretón material. Owen Warland sentía el impulso de dar realidad
externa a sus ideas de una forma tan irresistible como cualquiera de los poetas o
pintores que han ataviado el mundo con una belleza más débil y amortiguada,
imperfectamente copiada de la riqueza de sus visiones La noche era ahora el
momento para el lento progreso de recrear la idea a la que su actividad intelectual Se
abocaba, Siempre, al anochecer, volvía a la ciudad, (se encerraba en su tienda, y
trabajaba con paciente delicadeza durante muchas horas seguidas). A veces era
sorprendido por la llamada del sereno que, cuando todo el mundo debía estar
durmiendo, captaba el resplandor de su lámpara a través de los intersticios de las
contraventanas de Owen Warland. La luz del día parecía constituir para la mórbida
sensibilidad de su mente una intrusión que interfería con sus propósitos. En los días
nublados inclementes, sin embargo, se sentaba con la cabeza entre la manos, como si
embozara, por así decirlo, su sensible cerebro en una niebla de indefinidas
meditaciones; porque era un alivio escapar de la acusada nitidez con que se veía
impulsado modelar sus pensamientos durante su trabajo nocturno.
Fue despertado de uno de aquellos accesos de torpor por la entrada de Annie
Hovenden, que penetró en la tienda con la libertad de un cliente y también con algo
de la familiaridad de una amiga de la infancia. Había agujereado accidentalmente mi
dedal de plata, y deseaba que Owen lo reparara.
—Pero no sé si querrás condescender a realizar una tarea así —dijo, riendo—,

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ahora que estás tan absorto en la idea de proporcionarle espíritu a la maquinaria.
—¿De dónde has sacado esa idea, Annie? —dijo Owen, sobresaltado por la
sorpresa.
—Oh, de mi propia cabeza —respondió ella—, y de algo que oí decirte, hace
mucho tiempo, cuando no eras más que un muchacho y yo una chiquilla. Pero vamos;
¿arreglarás ese pobre dedal mío?
—Cualquier cosa que me pidas, Annie —dijo Owen Warland—; cualquier cosa,
aunque fuera ir a trabajar a la fragua de Robert Danforth.
—¡Eso valdría la pena verlo! —exclamó alegremente Annie, mirando con
imperceptible ironía la pequeña y delgada figura del artista—. Bien; aquí tienes el
dedal.
—Pero es una idea extraña —dijo Owen—, ésa tuya acerca de la espiritualización
de la materia.
Y entonces penetró en su mente la idea de que aquella joven muchacha poseía el
don de comprenderle mejor que todo el resto del mundo que les rodeaba. ¡Y qué
ayuda y fuerza significarían para él, en su solitario trabajo, si pudiera ganarse la
simpatía del único ser al que amaba! En las personas cuyas metas se hallan aisladas
de los negocios comunes de la vida —que van por delante de la humanidad o están
apartadas de ella—, se produce a menudo una sensación de frío moral que hace que el
espíritu se estremezca como si hubiera alcanzado las heladas soledades en torno al
polo. El pobre Owen Warland sentía lo mismo que podían sentir el profeta, el poeta,
el reformador, el criminal, o cualquier hombre con ansias humanas, pero separado de
la multitud por su misma peculiaridad.
—Annie —exclamó, volviéndose tan pálido como la muerte ante el pensamiento
—, ¡cuánto me gustaría contarte el secreto de mi búsqueda! Creo que tú lo estimarías
como corresponde. Tú, lo sé, escucharías con una reverencia que no puedo esperar
del duro mundo material.
—¿Por qué no? ¡Claro que lo haría! —respondió Annie Hovenden, riendo
ligeramente—. Vamos; explícame rápidamente cual es el significado de esta pequeña
perinola, tan delicadamente forjada que podría ser un juguete para la reina Mab.
¡Mira! La pondré en movimiento.
—¡Alto! —exclamó Owen—. ¡Detente!
Annie apenas había conseguido establecer el más ligero contacto posible, con la
punta de una aguja, a la misma diminuta porción de complicada maquinaria que ha
sido mencionada más de una vez, cuando el artista la sujetó por la muñeca con una
fuerza que le hizo lanzar un fuerte grito. Se sintió asustada por la convulsión de
intensa rabia y angustia que frunció los rasgos de Owen. Al instante siguiente él
hundió la cabeza entre las manos.
—Vete, Annie —murmuró—; me he engañado a mí mismo, y debo sufrir por ello.

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Anhelaba simpatía, y pensé, y deseé, y soñé, que tú podrías dármela; pero careces del
talismán, Annie, que te permitiría ser admitida en mis secretos. ¡Ese toque tuyo ha
arruinado el trabajo de meses y el pensamiento de toda una vida! No fue culpa tuya,
Annie; ¡pero me has arruinado!
¡Pobre Owen Warland! Se había equivocado realmente, aunque era perdonable;
porque si cualquier ser humano podía reverenciar lo suficiente aquel proceso tan
sagrado para sus ojos, éste sólo podía ser una mujer. Incluso Annie Hovenden,
probablemente, hubiera podido no decepcionarle si hubiera estado iluminada por la
profunda inteligencia del amor.
El artista transcurrió el invierno siguiente de una forma que satisfizo a todas las
personas que hasta entonces habían mantenido la opinión de que estaba real e
irrevocablemente condenado a la inutilidad con respecto al mundo, y a un mal destino
para sí mismo. La muerte de un familiar le situó en posesión de una pequeña
herencia. Libre así de la necesidad de trabajar, y habiendo perdido la firme influencia
de una gran meta —grande, al menos, para él—, se abandonó a unos hábitos que
supuestamente eran ajenos a la delicadeza de su construcción. Pero, cuando la
porción etérea de un hombre de genio se ve oscurecida, la parte terrenal asume una
influencia más; más incontrolable, porque el personaje queda ahora desequilibrado
con respecto al ajuste que tan cuidadosamente había efectuado la Providencia, y que,
en las naturalezas más vulgares, es ajustado por algún otro método. Owen Warland
probó todas las bendiciones que pueden hallarse en la rebelión. Miró el mundo a
través del medio dorado del vino, y contempló las visiones que tan alegremente
burbujean en torno al borde del vaso, que pueblan el aire con formas de placentera
locura pero que pronto se vuelven fantasmales y son olvidadas. Incluso después de
que ese deplorable e inevitable cambio tuviera lugar, el joven pudo seguir bebiendo
de la copa de los encantamientos, aunque sus vapores sólo amortajaban su vida de
tristeza y llenaban esa tristeza con espectros que se burlaban de él. Había un cierto
fastidio del espíritu que, por el hecho de ser real, y de que el artista era ahora
consciente de su más profunda sensación, se volvía más intolerable que las más
fantásticas miserias y horrores que el abuso del vino podía convocar. En el último
caso podía recordar, incluso en medio de la bruma de su trastorno, que todo no era
más que ilusión; en el primero, la pesada angustia era su vida real.
Fue redimido de aquel peligroso estado por un incidente que fue presenciado por
más de una persona, pero del cual ni siquiera los más listos pudieron explicar o
conjeturar la forma en que operó sobre la mente de Owen Warland. Fue muy simple.
Durante una cálida tarde de primavera, mientras el artista estaba sentado en compañía
de sus amigos de juerga con un vaso de vino ante él, una espléndida mariposa penetró
por la abierta ventana y revoloteó en torno a su cabeza.
—Ah —exclamó Owen, que había bebido abundantemente—, ¿estás viva de

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nuevo, hija del sol y compañera de juegos de la brisa del verano, después de tu
decepcionante siesta del invierno? ¡Entonces ya es hora de que me ponga a trabajar
de nuevo!
Y, dejando su vaso sin apurar sobre la mesa, se fue, y no se supo que volviera a
probar otra gota de vino.
Y entonces, de nuevo, reanudó sus vagabundeos por los bosques y los campos.
Cabría pensar que la brillante mariposa, que había penetrado como un espíritu por la
ventana en el momento en que Owen permanecía sentado con sus rudos compañeros,
era de hecho un espíritu encargado de recordarle la vida pura, ideal, que lo había
alzado tan etéreamente por encima de los hombres. Cabría suponer que salió a buscar
este espíritu en sus soleadas cazas; porque de nuevo, como en el verano anterior, fue
visto detenerse suavemente allá donde una mariposa había iniciado su revoloteo, y
perderse en su contemplación. Cuando alzaba el vuelo, sus ojos seguían la alada
visión, como si esa aérea imagen le mostrara el camino hacia el cielo. ¿Pero cuál
podía ser la finalidad del trabajo fuera de temporada que reanudó de nuevo, como
pudo atestiguar el sereno por las líneas de luz que se filtraban por las rendijas de las
contraventanas de Owen Warland? La gente de la ciudad tenía una explicación
general para todas esas singularidades. ¡Owen Warland se había vuelto loco! ¡Qué
universalmente eficaz —qué satisfactorio también, y qué apaciguador para la
sensibilidad herida de la estrechez y la mediocridad— es este fácil método de
explicar todo lo que yace más allá de los límites más vulgares del mundo! Desde los
días de San Pablo hasta los de nuestro pobre pequeño Artista de lo Bello, el mismo
talismán ha sido aplicado a la elucidación de todos los misterios en las palabras o los
actos de los hombres que hablan o actúan demasiado sabiamente o demasiado bien.
En el caso de Owen Warland, el juicio de la gente de su ciudad tal vez fuera correcto.
Quizás estaba loco. La falta de simpatía —ese contraste entre él mismo y sus vecinos
que eliminaba la restricción de ejemplo— era suficiente para convertirlo en loco. O
posiblemente todo se debía a que había captado tanta radiación etérea que se había
visto aturdido, en un sentido terrenal, por su entremezclarse con la común luz del día.
Una tarde, cuando el artista había regresado de uno de sus acostumbrados
vagabundeos y acababa de arrojar el brillo de su lámpara sobre la delicada pieza de
trabajo tan a menuda interrumpido, pero vuelto a reanudar de nuevo, como si el
destino estuviera encarnado en aquel mecanismo, se vio sorprendido por la entrada
del viejo Peter Hovenden. Owen nunca recibía a aquel hombre sin un
estremecimiento de su corazón. De todo el mundo, él era el más terrible, en razón de
la comprensión tan clara de todo lo que veía y de su absoluta incredulidad ante todo
lo que no veía. En aquella ocasión, el viejo relojero sólo tenía una o dos palabras que
decir.
—Owen, muchacho —le dijo—, debemos verte en mi casa mañana por la noche.

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El artista empezó a murmurar alguna excusa.
—Oh, pero tienes que venir —insistió Peter Hovenden—, en recuerdo de los días
en que tú formabas parte de la casa. ¡Vamos, muchacho! ¿No sabes que mi hija Annie
se ha comprometido con Robert Danforth? Vamos a celebrar una fiesta, a nuestra
humilde manera, para conmemorar el acontecimiento.
—¡Ah! —dijo Owen.
Aquel pequeño monosílabo fue todo lo que pronunció; el tono pareció frío y
despreocupado a un oído como el de Peter Hovenden; y, sin embargo, había en él más
que el sofocado grito del corazón del pobre artista, que había reprimido dentro de sí
como un hombre reteniendo un espíritu del mal. Sin embargo, se permitió un pequeño
arrebato, imperceptible para el viejo relojero. Alzando el instrumento con el que
estaba a punto de empezar su trabajo, lo dejó caer sobre el pequeño sistema de
maquinaria que, de nuevo, le había costado meses de pensamientos y esfuerzo
construir. ¡Quedó destrozado por el golpe!
La historia de Owen Warland no hubiera sido una representación tolerable de la
turbada vida de aquellos que luchan por crear lo bello si, entre todas las demás
influencias adversas, no se hubiera interpuesto el amor para privar a su mano de la
habilidad necesaria. Exteriormente, nunca había sido un amante ardiente y
emprendedor; la carrera de su pasión había confinado sus tumultos y vicisitudes tan
enteramente dentro de la imaginación del artista, que Annie apenas había tenido de
ella la intuitiva percepción de una mujer; pero, desde el punto de vista de Owen,
cubría todo el campo de su vida. Olvidado el tiempo en que ella se había mostrado
incapaz de cualquier respuesta profunda, había persistido, conectando todos sus
sueños de éxito artístico con la imagen de Annie; ella era la forma visible en que se
manifestaban, para él, el poder espiritual que veneraba y en cuyo altar esperaba rendir
una ofrenda no exenta de valor. Por supuesto, se había engañado a sí mismo; no había
en Annie Hovenden atributos tales como la imaginación con que la había adornado.
Ella, en el aspecto que tenía para su visión interna, era tanto una criatura propia de él
como la misteriosa pieza de maquinaria que sería alguna vez si conseguía realizarla.
Si se hubiera convencido de su error a través del éxito en el amor —si se hubiera
ganado a Annie para sí, y en consecuencia la hubiera transformado de ángel en mujer
normal—, la decepción le hubiera hecho retirarse, con concentrada energía, hacia el
único objeto que le quedaba. Por otra parte, si hubiera hallado en Annie lo que
anhelaba, su hallazgo hubiera sido tan rico en belleza que por su mera redundancia
hubiera podido forjar lo bello en algo mucho más valioso de aquello en lo que había
estado trabajando; pero la forma en que su dolor llegó hasta él, la sensación de que el
ángel de su vida le había sido arrebatado y entregado a un hombre rudo de tierra y
hierro, que no lo necesitaba ni lo apreciaría nunca…, aquello representaba la
perversidad absoluta del destino que lince que la existencia humana parezca

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demasiado absurda y contradictoria para ser la escena de otra esperanza u otro temor.
Nada le quedaba a Owen Warland excepto sentarse como un hombre que ha quedado
aturdido.
Atravesó un período de enfermedad. Tras recuperarse, su pequeña y delgada
figura adquirió una obtusa abundancia de carnes que jamás antes había poseído. Sus
flacas mejillas se redondearon; su pequeña y delicada mano, tan espiritualmente
modelada para realizar tareas exquisitamente mágicas, se hizo más rolliza que la
mano de un bebé saludable. Su aspecto adquirió un aspecto infantil que inducia a
cualquier desconocido a darle unas palmadas en la cabeza…, deteniéndose, sin
embargo, en el momento de hacerlo, para preguntarse qué clase de niño era aquél. Era
como si el espíritu le hubiera abandonado, dejando que el cuerpo floreciera en una
especie de existencia vegetal. Eso no quería decir que Owen Warland se hubiera
idiotizado. Podía hablar, y no irracionalmente. Un poco charlatán por cierto, empezó
a pensar la gente; porque era capaz de pronunciar discursos de interminable longitud
acerca de las maravillas de los mecanismos que había leído en los libros, pero que
había empezado a considerar como absolutamente fabulosos. Entre ellos enumeró el
Hombre de Bronce, construido por Alberto Magno, y la Cabeza de Bronce de fray
Bacon; y, avanzando hacia tiempos más actuales, el autómata de una pequeña carroza
y sus caballos que se pretendía que había sido construida por el Delfín dé Francia;
junto con un insecto que zumbaba junto a tu oído. Como una mosca viva, y que sin
embargo no era más que un ingenio de diminutos muelles de acero. Había también
una historia acerca de un pato que anadeaba, y graznaba, y comía; pese a lo cual, si
algún honesto ciudadano lo compraba para su cena, descubriría que había sido
engañado con la simple apariencia mecánica de un pato.
—Pero estoy seguro —decía Owen Warland— de que todos estos relatos son
meras supercherías.
Luego, de una forma misteriosa, confesaba que había habido un tiempo en que él
había pensado de modo distinto. En sus ociosos y soñadores días había considerado
posible, en cierta sentido, espiritualizar la maquinaria, y combinarla con las nuevas
especies de vida y movimiento, produciendo así una belleza que alcanzaría el ideal
que la Naturaleza se había propuesto para sí misma en todas sus criaturas, pero que
nunca se había tomado la molestia de conseguir. Sin embargo, no parecía tener una
percepción muy clara del proceso de conseguir este objetivo o del diseño en sí.
—Lo he tirado todo —decía—. Era un sueño como ésos con los que siempre se
engañan los jóvenes. Ahora que he adquirido un poco de sentido común, me hace reír
pensar en ello.
¡Pobre, pobre y caído Owen Warland! Ésos eran los síntomas de que había dejado
de ser un habitante de la esfera superior que reside invisible a nuestro alrededor.
Había perdido su fe en lo invisible, y ahora se enorgullecía, como hacen

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invariablemente tales infortunados, en la sabiduría que rechazaba mucho de lo que
incluso su ojo podía ver, y no confiaba en nada excepto en lo que su mano podía
tocar. Ésta es la calamidad de los hombres cuya parte espiritual muere y se separa de
ellos, y deja la más grosera comprensión que los asimila más y más a las cosas de las
que pueden tomar conocimiento; pero en Owen Warland el espíritu no estaba muerto
ni había desaparecido; sólo dormía.
Cuándo despertó de nuevo no ha quedado registrado. Tal vez el aletargado sueño
fue roto por un dolor convulsivo. Quizá, como en una ocasión anterior, apareció una
mariposa y revoloteó en torno a su cabeza y le devolvió la inspiración como en
verdad esta criatura de la luz solar ha tenido siempre una misteriosa misión para el
artista, y volvió a inspirarla con la antigua meta de su vida. Tanto si fue el dolor como
la felicidad lo que excitó sus venas, su primer impulso fue darle las gracias al cielo
por hacer de él de nuevo el ser de pensamiento, imaginación y fina sensibilidad que
había dejado de ser hacía mucho.
—Ahora a mi tarea —dijo—. Nunca sentí tanta fuerza para ella como en estos
momentos.
Sin embargo, pese a lo fuerte que se sentía, lo que más le incitaba a trabajar con
diligencia era la ansiedad de no permitir que la muerte le sorprendiera en medio de su
labor. Esta ansiedad, quizás, es algo común a todos los hombres que dedican sus
corazones a algo tan alto, desde su propio punto de vista, que la vida se convierte en
importante sólo como algo condicionado a su logro. En tanto que amamos la vida por
sí misma, raras veces tememos perderla. Cuando deseamos la vida para alcanzar un
objetivo, reconocemos la fragilidad de su textura.
Pero, lado a lado con esta sensación de inseguridad, hay una fe vital en nuestra
invulnerabilidad ante el dardo de la muerte mientras nos dedicamos a cualquier tarea
asignada por la Providencia como lo que tenemos que hacer, y que el mundo tendría
motivos para lamentar en caso de que la dejáramos inconclusa. ¿Puede el filósofo,
engrandecido por la inspiración de una idea que ha de reformar la humanidad, creer
que val ser extirpado de esta sensata existencia en el mismo instante en que reúne su
aliento para pronunciar ¡la luminosa palabra!? Si pereciera, podrían transcurrir
muchas épocas lamentables —la arena de toda la vida del mundo puede caer, grano a
grano— antes de que estuviera preparado otro intelecto para desarrollar la verdad que
pudiera ser pronunciada entonces. Pero la historia nos presenta muchos ejemplos en
los que espíritu más precioso, en cualquier época en particular manifestada en forma
humana, se ha desviado inoportunamente, sin que se le concediera el espacio
necesario, hasta donde puede discernir el juicio mortal, de cumplir su misión en la
Tierra. El profeta muere, y el hombre de corazón torpe y cerebro indolente sigue
viviendo. El poeta deja la canción a medio cantar, o termina más allá del alcance de
los oídos mortales, en un coro celestial. El pintor —como hizo Allston— abandona la

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mitad de su concepción de la tela para entristecernos con su belleza imperfecta, y va a
pintar el conjunto, si no es irrelevante decirlo, en los tonos del cielo. Pero esos
incompletos diseños de vida no serán perfeccionados en ninguna parte. Este aborto
tan frecuente de los más apreciados proyectos del hombre debe ser tomado como
prueba de que los actos de la Tierra, por más etéreos que sean plasmados por la
piedad o por el genio, carecen de valor, excepto como ejercicios y manifestaciones
del espíritu. En el cielo, todo pensamiento ordinario es más elevado y melodioso que
el canto de Milton. Entonces, ¿añadir otro verso a cualquier estrofa que hubiera
dejado incompleta aquí?
Pero volvamos a Owen Warland. Fue su fortuna, buena o mala, conseguir la
finalidad de su vida. Pasemos sobre un largo espacio de intenso pensamiento,
anhelantes esfuerzos, minucioso trabajo y malgastadora ansiedad, rematados por un
instante de solitario triunfo; dejemos que todo esto sea imaginada luego
contemplemos al artista, en una tarde de invierno, soltando su admisión en el círculo
junto al fuego de Robert Danforth. Allá encontró al hombre de hierro, con su masiva
sustancia, concienzudamente calentada y atemperada por influencias domésticas. Y
allí estaba también Annie, transformada ahora en una matrona, con mucho de la llana
y robusta naturaleza de su esposo, pero imbuida, como Owen Warland creía aún, por
una gracia más exquisita, que tal vez la permitieran ser la intérprete entre fuerza y
belleza. Ocurrió también que el viejo Peter Hovenden estaba invitado aquella tarde
junto al fuego de su hija; y fue su bien recordada expresión de intensa y fría crítica lo
que primero encontró la mirada del artista.
—¡Mi viejo amigo Owen! —exclamó Robert Danforth, poniéndose en pie y
estrechando los delicados dedos del artista con una mano que estaba acostumbrada a
sujetar barras de hierro—. Es amable y de buen vecino por tu parte que al fin hayas
venido a vernos. Temía que tu movimiento perpetuo te hubiera embrujado lejos del
recuerdo de los viejos tiempos.
—Nos alegramos de verte —dijo Annie, con el rubor coloreando sus matronales
mejillas—. No era propio de un amigo el permanecer apartado tanto tiempo.
—Bien, Owen —inquirió el viejo relojero, como su primer saludo—. ¿Cómo va
lo bello? ¿Lo has creado ya por fin?
El artista no respondió de inmediato, sorprendido por la «parición de un robusto
niño pequeño que daba volteretas sobre la alfombra…, un pequeño personaje que
había aparecido misteriosamente del infinito, pero con algo tan fuerte y real en su
composición que parecía moldeado de la más densa sustancia que la Tierra podía
proporcionar. Aquel alegre niño se arrastro hacia el recién llegado y, parándose sobre
un extremo, como Robert Danforth señaló su postura, miró a Owen con una
expresión de observación tan sagaz que su madre no pudo evitar el intercambiar una
mirada de orgullo con su esposo. Pero el artista estaba trastornado por la mirada del

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niño, como buscando un parecido entre ella y la habitual expresión de Peter
Hovenden. Casi podía imaginar que el viejo relojero estaba comprimido dentro de
aquella forma infantil, y le estaba mirando a través de aquellos ojos infantiles, y
repitiendo, como lo estaba haciendo ahora el hombre, la maliciosa pregunta:
—¡Lo bello, Owen! ¿Cómo va lo bello? ¿Has tenido éxito en la creación de lo
bello?
—He tenido éxito —respondió el artista, con una momentánea luz triunfal en los
ojos y una sonrisa radiante, aunque sumida en tal profundidad de pensamiento que
era casi tristeza. Sí, amigos míos, ésta es la verdad. He tenido éxito.
—¡De veras! —exclamó Annie, con una mirada de virginal regocijo asomando de
nuevo a su rostro—. ¿Y es correcto ahora preguntarte cuál es el secreto?
—Desde luego; he venido precisamente para desvelarlo —respondió Owen
Warland—. ¡Tenéis que saber, y ver, y tocar y poseer el secreto! Porque, Annie, si
puedo llamarte todavía por el nombre de amiga de mis años juveniles; Annie, es para
tu regalo de boda que he forjado este espiritualizado mecanismo, esta armonía de
movimiento, este misterio de belleza. Llega tarde, lo sé; pero es a medida que
avanzamos por la vida cuando los objetos empiezan a perder su frescura y su matizar
nuestras almas su delicadeza de percepción, que más se necesita el espíritu de lo
bello. Si, y perdóname, Annie…, si sabes cómo valorar este regalo, nunca podrá ser
demasiado tarde.
Extrajo, mientras hablaba, lo que parecía ser un pequeño joyero. Estaba ricamente
tallado en ébano por su propia mano y tenía incrustadas una serie de perlas que
formaban un dibujo representando a un muchacho en persecución de una mariposa la
cual, en otro lado, se había convertido en un espíritu alado y volaba hacia el cielo;
mientras el muchacho, o joven, había hallado tanta eficacia en su intenso deseo que
ascendía del suelo a la nube, y de la nube a la atmósfera celestial, para ganar lo bello.
El artista abrió aquella caja de ébano, y pidió a Annie que colocara un dedo en su
borde. Ella así lo hizo, pero casi de inmediato lanzó un grito cuando una mariposa
salió volando de la caja y, encaminándose hacia su dedo, se posó e él, agitando la
amplia magnificencia de sus alas púrpuras salpicadas de oro, como preparándose para
echar a volar de nuevo. Es imposible expresar con palabras la gloria, el esplendor, la
delicada suntuosidad sintetizados en la belleza de aquel objeto. La mariposa ideal de
la Naturaleza estaba allí realizada en toda su perfección; no siguiendo el esquema de
esos deslucidos insectos mientras vuelan entre las flores terrenales, sino de aquellos
que revolotean cruzando las praderas del paraíso para los ángeles-niños y los espíritus
de los bebés muertos prematuramente. La riqueza era visible en sus alas; el lustre de
sus ojos parecía imbuido de espíritu. La luz del fuego resplandecía en torno a aquella
maravilla…, las velas lanzaban reflejos sobre ella; pero el objeto brillaba
aparentemente con radiación propia, e iluminaba la mano y el dedo tendido sobre el

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cual descansaba con un blanco resplandor como el de las piedras preciosas. En su
perfecta belleza, la consideración del tamaño quedaba totalmente perdida. Si sus alas
hubieran alcanzado el firmamento, la mente no hubiera podido sentirse más llena y
satisfecha.
—¡Bella! ¡Bella! —exclamó Annie—. ¿Está viva? ¿Está viva?
—¿Viva? Por supuesto que lo está —respondió su esposo—. ¿Supones que algún
mortal posee la habilidad suficiente como para hacer una mariposa, o se tomará la
molestia de hacer una, cuando cualquier niño puede atrapar una docena de ellas en
una tarde de verano? ¿Viva? ¡Por supuesto! Pero esta hermosa caja es
indudablemente una creación de nuestro amigo Owen; y realmente hay que felicitarle
por ella.
En aquel momento la mariposa agitó de nuevo sus alas, con un movimiento tan
absolutamente real que Annie se sobresaltó, e incluso se asustó un poco; porque, pese
a la opinión de su esposo, no podía decidirse acerca de si se trataba realmente de una
criatura viva o de una pieza de maravilloso mecanismo.
—¿Está viva? —repitió, más ansiosamente que antes.
—Juzga por ti misma —dijo Owen Warland, que seguía observando su rostro con
fija atención.
Ahora la mariposa se alzó en el aire, revoloteó en torno a la
cabeza de Annie, y planeó hacia una distante región de la sala, haciéndose
evidente aún por el estrellado resplandor en el que la envolvía el movimiento de sus
alas. El niño en el suelo siguió su vuelo con sus pequeños y sagaces ojos. Después de
revolotear por toda la estancia, regresó trazando una curva en espiral, y volvió a
posarse en el dedo de Annie.
—¿Pero está viva? —exclamó ella de nuevo; y el dedo en el que el maravilloso
misterio se había posado era tan trémulo que la mariposa se vio obligada a
equilibrarse con sus alas—. Dime si está viva o si la creaste tú.
—¿Por qué preguntar quién la ha creado, si es tan bella? —respondió Owen
Warland.— ¿Viva? Sí, Annie; puede decirse que posee vida, porque ha absorbido en
ella mi propio ser; ¡y mi el secreto de esta mariposa, y en su belleza, que no es
simplemente exterior, sino tan profunda como su propio sistema, se halla
representado el intelecto, la imaginación, la sensibilidad, el alma de un Artista de lo
Bello! Sí; yo la creé. Pero y aquí su expresión cambió ligeramente—, esta mariposa
no es ahora para mí lo que era cuando la concebí mientras soñaba despierto en mi
juventud.
—Sea lo que sea, es un hermoso juguete —dijo el herrero, sonriendo con deleite
infantil—. Me pregunto si condescenderá a posarse en un dedo tan grande y torpe
como el mío. Acércala, Annie.
Bajo la dirección del artista, Annie tocó con la punta de su dedo el de su esposo;

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y, tras un momento de vacilación, la mariposa aleteó de uno a otro. Preludió un
segundo vuelo con un agitar de alas similar, aunque no exactamente idéntico, que en
su primer experimento; luego, partiendo del recio dedo de herrero, ascendió en una
curva gradualmente más amplia hacia el techo, trazó un amplio giro por toda la
habitación, regresó con un movimiento ondulante al punto desde donde había
empezado.
—¡Bien, eso derrota a toda la naturaleza! —exclamó Robert Danforth,
pronunciando el elogio más sentido que se creyó capaz de expresar; y, de hecho, si se
hubiera detenido allí, un hombre de palabras más espléndidas y más acusada
percepción no hubiera hallado fácilmente nada más que decir—. Todo esto se me
escapa, lo confieso. ¿Pero qué significa? Hay más utilidad real en un buen golpe de
mi martillo que en todos los cinco años que nuestro amigo Owen ha malgastado en
esta mariposa.
Aquí el niño palmoteo y balbució algo de confuso significado, pidiendo al parecer
que la mariposa le fuera entregado como juguete.
Mientras tanto, Owen Warland miró de reojo a Annie, para descubrir si ella
simpatizaba con la estimación de su esposo acerca del valor comparativo de lo bello y
lo práctico. Había en medio de toda su amabilidad hacia él, en medio de todo el
asombro y admiración con la que contemplaba la maravillosa obra de sus manos y la
encarnación de su idea, un secreto desdén…, demasiado secreto, quizá, para su propia
conciencia y sólo perceptible para un discernimiento tan intuitivo como del artista.
Pero Owen, en los últimos estadios de su búsqueda se había elevado por encima de la
región en la que un tal| descubrimiento podía haber sido una tortura. Sabía que el
mundo, y Annie como representante del mundo, fueran cuales fuesen los elogios que
le dedicaran, nunca podría decir la palabra adecuada ni expresar el sentimiento
adecuado que debería ser la recompensa perfecta para un artista que, simbolizando un
elevado ideal a través de una pequeñez material —convirtiendo algo terreno en oro
espiritual—, había conseguido lo bello en su trabajo manual. Ni siquiera en este
último momento aprendería que la recompensa a todo gran logro debe ser buscada
dentro de uno mismo, o buscada en vano. Había, sin embargo, una visión del asunto
que Annie y su esposo, e incluso Peter Hovenden, hubieran podido comprender
enteramente y que les hubiera satisfecho respecto a que el trabajo de años había sido
provechosamente empleado. Owen Warland hubiera podido decirles que aquella
mariposa, aquel juguete, aquel regalo de bodas de un pobre relojero a la esposa de un
herrero, era en realidad una gema de arte que un monarca hubiera comprado con
honores y abundantes riquezas, y la hubiera atesorado entre las joyas de su reino
como la más única y maravillosa de todas ellas. Pero el artista sonrió y se guardó el
secreto para sí mismo.
—Padre —dijo Annie, pensando que una palabra de alabanza del viejo relojero

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gratificaría a su antiguo aprendiz—, ven y admira esta bella mariposa.
—Veamos —dijo Peter Hovenden levantándose de su silla, con aquella sonrisa de
desdén en su rostro que siempre hacía dudar a la gente, como él mismo dudaba, de
todo excepto de lo que tenía existencia material—. Aquí está mi dedo para que se
pose en él. La comprenderé mejor una vez la haya tocado.
Pero, ante el creciente asombro de Annie, cuando la punta del dedo de su padre se
apretó contra el de su esposo, sobre el que descansaba aún la mariposa, el insecto
abatió las alas y pareció a punto de caer al suelo. Incluso las brillantes manchas
doradas sobre sus alas y cuerpo, a menos que sus ojos la engañaran, se volvieron más
apagadas, y el resplandeciente púrpura adquirió una tonalidad oscura, y el estrellado
relumbrar que brillaba en torno a la mano del herrero se hizo débil y se desvaneció.
—¡Se está muriendo! ¡Se está muriendo! —exclamó Annie, alarmada.
—Ha sido delicadamente forjada —dijo con calma el artista. Como te dije, está
embebida de una esencia espiritual…, llámala magnetismo o lo que quieras. En una
atmósfera de dudas y burla, su exquisita susceptibilidad sufre una tortura, como le
ocurre al alma de quien instiló su propia vida en ella. Ya ha perdido su belleza; dentro
de unos pocos momentos su mecanismo resultará irremediablemente dañado.
—¡Aparta tu mano, padre! —urgió Annie, palideciendo—. Aquí está mi hijo;
dejemos que descanse sobre su mano inocente. Allí, quizá, pueda revivir y sus
colores vuelvan a brillar más fuertes que nunca.
Su padre, con una sonrisa ácida, retiró su dedo. Entonces la mariposa pareció
recobrar un poco el poder del movimiento voluntario, mientras sus tonalidades
asumían gran parte de su lustre original, y el resplandor estelar, que había sido su más
etéreo atributo, formaba nuevamente un halo a su alrededor. Al principio, cuando fue
transferida de la mano de Robert Danforth al pequeño dedo del niño, su radiación
creció tan fuertemente que positivamente arrojó la pequeña sombra del niño contra la
pared. Éste, mientras tanto, extendió su gordezuela mano como había visto hacer a su
padre y a su madre, contempló el agitar de las alas del insecto con deleite infantil. Sin
embargo, había en él una extraña expresión de sagacidad que hizo a Owen Warland
sentir como si fuera en parte, sólo en parte, el viejo Peter Hovenden, redimido de su
duro escepticismo por la fe infantil.
—¡Qué astuto parece el pequeño monito! —susurró Robert Danforth a su esposa.
—Nunca vi una expresión así en el rostro de un niño —respondió Annie,
admirando a su propio hijo, y con buenas razones, mucho más que a la artística
mariposa—. Nuestro querido sabe más del misterio que nosotros.
Como si la mariposa, al igual que el artista, fuera consciente de algo no
enteramente compatible en la naturaleza del niño, brillaba y se apagaba
alternativamente. Finalmente alzó de la pequeña mano con un movimiento aéreo que
pareció empujarla hacia arriba sin ningún esfuerzo, como si los instintos etéreos con

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que la había dotado el espíritu de su amo impulsaran involuntariamente su visión
hacia una esfera superior. Si no hubiera habido ninguna obstrucción, hubiera
ascendido hacia el cielo y se hubiera vuelto inmortal. Pero su lustre resplandeció
contra el cielo; la exquisita textura de sus alas rozó aquel medio terreno; y una chispa
o dos, como polvo estelar flotaron hacia abajo y se depositaron reluciendo en la
alfombra. Luego la mariposa descendió aleteando y, en vez de regresar hacia el niño,
fue aparentemente atraída hacia la mano del artista.
—¡No! ¡Así no! —murmuró Owen Warland, como si su obra pudiera
comprenderle—. Te has ido del corazón de tu amo. Ya no hay regreso para ti.
Con un movimiento vacilante, y emitiendo una trémula radiación, la mariposa
pareció debatirse hacia el niño, y estuvo a punto de posarse sobre su dedo; pero,
mientras aún flotaba en el aire, el fuerte niño, con la sagaz y astuta expresión de su
abuelo en su rostro, pescó al vuelo el insecto y lo estrujó en su mano. Annie chilló. El
viejo Peter Hovenden estalló en una fría y burlona sonrisa. El herrero, por la fuerza,
abrió la mano del niño, y encontró en su palma un pequeño montón de brillantes
fragmentos, de los que el misterio de la belleza había huido para siempre. En cuanto a
Owen Warland, contempló plácidamente lo que parecía la ruina del trabajo de su
vida, y que sin embargo no era una ruina. Había atrapado una mariposa mucho más
bella que aquélla. Cuando el artista se alza lo suficiente como para conseguir lo bello,
el símbolo por el cual lo hizo perceptible a los ojos mortales se convierte en algo de
escaso valor a sus ojos, mientras su espíritu queda poseído por el goce de la realidad.

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HERMAN MELVILLE

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Todo el mundo se ha emocionado, en algún momento de su vida, con las
aventuras del capitán Achab y su fatal enfrentamiento a Moby-Dick, la ballena
blanca. Los aficionados a la ciencia ficción, además, han podido gozar con el
espléndido guión que Ray Bradbury hizo para la versión cinematográfica de la
novela, con un espléndido Gregory Peck a las órdenes de un no menos espléndido
John Huston.
Sin embargo, como suele ocurrir a menudo, Moby-Dick, la ballena blanca
(Moby-Dick or the White Whale) fue a su aparición un estrepitoso fracaso de
público, y sólo hasta pasada la primera guerra mundial, más de medio siglo después
de haber sido escrita, se convirtió en el clásico de la literatura estadounidense que es
hoy.
Este hecho refleja, en líneas generales, toda la vida de su autor. Herman Melville,
nacido en Nueva York en 1819, se embarcó en su juventud primero en un barco de
línea y más tarde en un ballenero, con el que recorrió durante cuatro años los mares
del Sur. Debido a ello, gran parte de su obra refleja de una forma vívidamente
sorprendente la vida en el mar. Su carrera literaria, aunque de abundante
producción, no se vio acompañada por el éxito en vida, y Melville tuvo que
compaginarla con otros empleos para poder subsistir. El hecho de que algunas de sus
obras no aparecieran hasta después de su muerte refleja claramente esta
característica.
Toda la obra de Melville está impregnada de un profundo simbolismo, casi
místico: la gran ballena blanca de Moby-Dick es el arquetipo del monstruo
destructor, pero también es el arquetipo del mal; mientras que el capitán Achab
encarna al hombre intransigente que convierte en su cruzada personal el vencer el
mal y poner fin al desorden del mundo, al tiempo que intenta dar un sentido a su
propia vida. En este aspecto, Moby-Dick contiene diluidos en su trama muchos
elementos de ciencia ficción, y no es extraño que Ray Bradbury, el más poético de los
autores contemporáneos del género, lograra hacer un guión tan excelente para la
película derivada de ella.
Melville se sintió siempre demasiado escéptico acerca del significado de la
ciencia como para escribir una ciencia ficción que pudiera calificarse de
«científica». Aunque en muchos de sus relatos y novelas aparecen dispersos
elementos que pueden ser considerados de ciencia ficción, son meros atisbos, que no
reflejan en ellos en ningún momento el espíritu del género. En su relato «El fracaso
feliz» (The Happy Failure), por ejemplo, nos presenta su Gran Aparato Hidráulico-
Hidrostático, diseñado para drenar las aguas interiores; pero, al final, ¿qué máquina
se revela no sólo incapaz de hacer aquello para lo que fue diseñada?, sino que no
hace absolutamente nada. Este espíritu de profundo escepticismo hacia las nacientes
maravillas que estaba emergiendo a su alrededor se halla claramente reflejado

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también en relato suyo presentado aquí, «El campanario» (The Bell-Tower), que
apareció en 1855 en el Putnam’s Monthly Magazine y fue incluido un año más tarde,
en su volumen de relatos cortos Cuentos del mirador (The Piazza Tales).
«El campanario» es considerado por los especialistas y estudiosos del género
como el único relato auténticamente de ciencia ficción surgido de la pluma de
Herman Melville. Y esto resulta curioso, porque la mayor parte de ellos le han
pegado esta etiqueta simplemente por el hecho de que en él aparece un autómata
humanoide, lo que en la siguiente década se llamará un robot. Ya he hablado de todo
ello en la introducción a esta antología. En realidad, lo que hace de «El
campanario» un auténtico relato de ciencia ficción, visto desde perspectiva de
mediados del siglo XIX, no es Talus, el esclavo de hierro de Bannadonna, su
constructor, (que, incidentalmente, apenas tiene protagonismo en el relato,
apareciendo sólo como una sombra, me atrevería a decir que la sombra del destino),
sino su papel arquetípico. Al igual que Moby-Dick puede considerarse encarnación
del mal, Talus puede ser considerado como la encarnación de las fuerzas ciegas de la
naturaleza que el hombre pretende dominar, muchas veces con nefastas
consecuencias. Melville, a lo largo de toda su obra, refleja un profundo
reaccionarismo teñido de misticismo (sus referencias bíblicas son constantes) hacia
todo lo que no sean los profundos valores espirituales más arraigados de la
humanidad. En cierto modo, cabría decir que casi un siglo más tarde, Ray Bradbury
bebió abundantemente de sus fuentes.
Como en todos los relatos incluidos en este volumen, «El campanario» no es
ciencia ficción porque aparezca en él un autómata, como en otros puede aparecer el
planeta Marte o una fecha futura como referencia. Lo que hace de «El campanario»
un relato de auténtica ciencia ficción es su esencia, su simbolismo, que constituye,
por encima de una temática que muchas veces se ha querido delimitar con unas
etiquetas estereotipadas, la auténtica esencia del género.

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El campanario
«Como negros, esos poderes pertenecen
malhumoradamente al hombre; atentos a su amo
superior; mientras sirven, planean su venganza.»
«El mundo es apoplético con la vida lujosa de
a ambición; y la apoplejía tiene su caída.»
«Buscando conquistar una libertad más amplia,
el hombre no hace más que extender el
imperio de la necesidad.»
DE UN MANUSCRITO PRIVADO

En el sur de Europa, cerca de una antes lozana capital, hoy con el húmedo moho
gangrenando su esplendor, en el centro de una llanura, se alza lo que, desde la
distancia, parece el negro v musgoso tocón de algún inconmensurable pino, caído, en
días olvidados, con Anak y el Titán.
Como en todas partes donde cae un pino, su disolución deja un musgoso
montículo…, la última sombra arrojada por el tronco que ha perecido; nunca
alargándose, nunca encogiéndose; insensible a las aleteantes falsedades del sol; una
sombra inmutable, y una auténtica medida que procede de la postración…, así que,
hacia el oeste, de lo que parece el muñón, una recia lanza de ruina llena de líquenes
cruza la llanura.
Desde la copa de ese árbol, qué nidada de extraños pájaros campanilleó con sus
plateadas gargantas. Un pino de piedra; un aviario metálico en su copa: el
Campanario, erigido por el gran mecánico, el profano expósito, Bannadonna.
Como la de Babel, su base se aposentó sobre una elevación de tierra renovada,
subsiguiente al segundo diluvio, cuando las aguas de las Eras Oscuras se secaron y el
verdor apareció de nuevo. No es extraño que, después de una inmersión tan larga y
profunda, la jubilosa expectación de la raza flotara, como los hijos de Noé, hacia la
aspiración de Shinar.
En su firme resolución, ningún hombre de aquel período fue más allá que
Bannadonna en Europa. Enriquecido por el comercio con el Levante, el Estado donde
vivía votó disponer del más noble Campanario de Italia. Su reputación hizo que fuera
asignado como arquitecto del mismo.
Piedra a piedra, mes tras mes, se alzó la torre. Alta, más alta; con lentitud de
caracol en su paso, pero antorcha o cohete en su orgullo.
Después de irse los albañiles, el constructor, de pie a solas en la siempre
ascendente cima, al cierre de cada día, observaba que cada vez dominaba desde más

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arriba muros y árboles. Permanecía allí hasta altas horas de la noche, envuelto en
planes de otros y aún más encumbrados empeños. Aquéllos en torno a los cuales se
reunirían las multitudes los días de precepto —colgándose de los bastos postes del
andamiaje, como marineros en las velas, o abejas en las ramas, sin importar el polvo
y el barro, ni las esquirlas de piedra que caían—, en un homenaje que le inspiraría
aún más hacia su autoestima.
Y, finalmente, llegó la fiesta de la Torre. Al sonido de las violas, la última piedra
se elevó lentamente en el aire y, en medio de los disparos de ordenanza, fue
depositada en el nicho final por las propias manos de Bannadonna. Luego, subiendo
sobre ella, se mantuvo erguido, solo, con los brazos cruzado contemplando las
blancas cimas de los azules Alpes de tierra adentro, y las aún más blancas crestas de
los Alpes aún más azules junto a la orilla…, un espectáculo invisible desde la llanura.
Invisible también desde allí desde el momento en que volvió sus ojos hacia abajo
cuando, como el resonar de cañones, llegó hasta él el estallido de los aplausos de la
gente. Lo que más les había agitado había sido ver con qué serenidad el constructor
permanecía de pie allí, a cien metros altura, sobre una percha sin ninguna protección.
Aquello, nadie excepto él se había atrevido a hacerlo. Pero él había hecho mismo a
cada estadio de la construcción, mientras la roca crecía bajo sus pies…, y esa
disciplina había dado ahora su último fruto.
Ya poco quedaba excepto las campanas. Éstas, en todos sus aspectos, tenían que
corresponder a su receptáculo.
Las más pequeñas fueron fundidas sin problemas. Les siguió una altamente
adornada, de singular construcción, prevista para ser colgada de una manera
desconocida hasta entonces. La finalidad de aquella campana, su movimiento
rotatorio, y su conexión con la maquinaria del reloj, ejecutada también al mismo
tiempo, serán mencionados más adelante.
En la erección, campanario y torre del reloj se unieron en una sola cosa, aunque,
antes de aquel período, tales estructuras habían sido comúnmente construidas
separadas, como atestiguan el Campanile y la Torre de L’Orologio de San Marcos.
Pero era en la gran campana ceremonial donde el fundidor deseaba reunir su más
atrevida habilidad. En vano le previnieron algunos de los menos entusiastas
magistrados, diciendo que aunque realmente la torre era titánica, debía señalarse un
límite al peso de sus masas oscilantes. Sin dejarse amilanar, preparó su gigantesco
molde, dentado con figuras mitológicas; alimentó sus fuegos de pino balsámico;
fundió su estaño y su cobre; y, arrojando en ellos mucha plata, contribuida por el
espíritu público de los nobles, soltó la marea.
Los metales liberados aullaron como jaurías. Los trabajadores se echaron hacia
atrás. A través de su alarma, se temió un daño fatal para la campana. Valiente como
Sadrac, Bannadonna, corriendo hacia el resplandor, golpeó con fuerza al principal

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culpable con el poderoso cucharón de la colada. De la parte herida saltó una astilla,
que fue a parar a la bullente masa, donde se fundió inmediatamente.
Al día siguiente fue descubierta cuidadosamente una parte del trabajo. Todo
parecía correcto. La tercera mañana, con idéntica satisfacción, fue descubierta hasta
un poco más abajo.
Al final, como si fuera algún antiguo rey de Tebas, toda la masa enfriada fue
desenterrada. Todo estaba bien excepto en un extraño punto. Pero, como no permitía
que nadie le ayudara en estas inspecciones, ocultó la imperfección con una
preparación que nadie mejor que él sabía cómo hacer.
El vaciado de una masa tan enorme significaba un triunfo no pequeño
precisamente para el vaciador; uno, también, que el estado no desdeñaba en
compartir. El homicidio fue pasado por alto. Caritativamente, fue imputado a un
repentino transporte de pasión estética, no a una cualidad infame. Una coz de un
corcel árabe; ningún signo de maldad, sólo sangre.
Rechazada su felonía por el juez, recibida la absolución por el sacerdote, ¿qué
más hubiera podido desear nunca la conciencia más enfermiza?
Honrando la torre y a su constructor con otra fiesta, la República fue testigo de la
colocación de las campanas y el reloj entre una pompa y un espectáculo superiores al
anterior.
Siguieron por parte de Bannadonna algunos meses de soledad más acentuada que
lo habitual. No era desconocido que se dedicaba a algo para el campanario, quería
completarlo, hacer algo superior a todo lo que se había hecho hasta entonces. La
mayoría de la gente imaginó que el diseño implicaría un vaciado como las campanas.
Pero aquellos que se creían poseedores de más perspicacia agitaban la cabeza,
señalando que no por nada mantenía el mecánico tan en secreto el asunto. Mientras
tanto, su reclusión hacía que su trabajo se viera rodeado más o menos por ese tipo de
misterio perteneciente a lo prohibido. Al cabo de poco tiempo, hizo que un pesado
objeto fuera subido al campanario, envuelto en un saco o tela oscuro…, un
procedimiento que empleaba a veces en el caso de una elaborada pieza de escultura o
estatua que, pensada para adornar la fachada de un nuevo edificio, el arquitecto no
deseaba exponer a los ojos críticos hasta instalarla, todo terminado, en su lugar
correspondiente. Ésa misma era la impresión ahora. Pero, medida que el objeto
ascendía, los que estaban presentes observaron, o creyeron hacerlo, que no era
enteramente rígido, sino que, en cierta manera, se doblaba. Finalmente, cuando el
oculto objeto alcanzó su altura final y, visto imprecisamente desde abajo, pareció casi
entrar por sí mismo en el campanario, como si necesitara poca asistencia de la cabria,
un viejo y taimado herrero que estaba presente aventuró la sospecha de que no era
otra cosa que un hombre vivo. Aquella suposición fue considerada estúpida, mientras
el interés general no conseguía hallar otra.

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No sin reparos por parte de Bannadonna, el magistrado jefe de la ciudad, con un
asociado —ambos viejos—, siguieron a lo que parecía una imagen torre arriba. Pero,
llegados al campanario, tuvieron poca recompensa. Amparándose plausiblemente
detrás de los misterios concedidos de su arte, el mecánico se negó a dar ninguna
explicación. Los magistrados miraron hacia el envuelto objeto que, para su sorpresa,
parecía haber cambiado ahora su actitud, o quizás ésta había quedado oculta antes por
el violento soplar del viento. Ahora parecía sentado
sobre alguna especie de armazón, o silla, contenida dentro del dominó.
Observaron que cerca de la parte superior, en una especie de cuadrado, el entramado
de la tela, ya fuera por accidente o a propósito, tenía su doblez parcialmente caído, y
por el cruce asomaban algunos hilos aquí y allá, como si formaran una especie de
entramado propio. Si era a causa del ligero viento que se agitaba a través de la piedra
o no, o sólo sus propias imaginaciones perturbadas, es inseguro, pero creyeron
discernir una especie de tembloroso movimiento, como de muelles, en el dominó.
Nada, ya fuera incidental o insignificante, escapaba a sus intranquilos ojos. Entre
otras cosas, descubrieron, en un rincón, un tazón de barro, medio corroído y
parcialmente incrustado, y uno susurró al otro que aquel tazón era como el que uno
ofrecería, burlonamente, a los labios de alguna estatua de bronce, o quizás aún peor.
Pero, al ser interrogado, el mecánico dijo que el tazón era usado simplemente en
sus fundiciones, y describió su finalidad; en pocas palabras, un tazón para probar las
condiciones de los metales en fusión. Añadió que había ido a parar al campanario por
pura casualidad.
De nuevo, y de nuevo, contemplaron el dominó, como si lucra alguna sospechosa
incógnita…, una máscara veneciana. Se vieron agitados por todo tipo de vagas
aprensiones. Incluso llegaron a temer que, cuando ellos descendieran, el mecánico,
aunque sin ningún compañero de carne y hueso con él, no quedara solo a sus
espaldas.
Afectando una cierta alegría ante su inquietud, el mecánico les suplicó que le
disculparan, y extendió una burda tela de lona entre ellos y el objeto.
Mientras tanto, trató de interesarles en su otro trabajo; y, ahora que el dominó
estaba fuera de su vista, ya no permanecieron insensibles a las maravillas artísticas
que yacían a su alrededor; maravillas vistas ya anteriormente, pero en un estado aún
no terminado; porque, desde la instalación de las campanas, nadie excepto el fundidor
había entrado en el campanario. Era un rasgo característico suyo el que, incluso en
los detalles, no permitiera que otra persona hiciera lo que podía hacer él sin
demasiada pérdida de tiempo. Así, durante las últimas semanas, había dedicado todas
las horas que no empleaba en su secreto diseño a elaborar las figuras en las
campanas.
La campana del reloj, particularmente, atrajo ahora su atención. Bajo un paciente

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cincel, la latente belleza de sus adornos antes oscurecidos por la incidencia
enturbiadora del vaciado aquella belleza en su más tímida gracia, había sido ahora
revelada. Rodeando toda la campana, doce figuras de alegres muchachas con
guirnaldas, cogidas de la mano, danzaban en un anillo coral…, las propias horas
encarnadas.
—Bannadonna —dijo el jefe—, esta campana supera a todas las demás. Nada
podría ya mejorarla. ¡Hey! —oyendo un ruido—. ¿Fue eso el viento?
—El viento, Excellenza —fue la tranquila respuesta—. Pero las figuras no dejan
de tener sus fallos. Todavía necesitan algunos retoques. Cuando ésos les hayan sido
dados y… el bloque de allá —señalando hacia la lona—, cuando Haman, así es como
le llamo…, ¿le?; lo, quiero decir…, cuando Haman sea colocado en este altivo árbol,
entonces, caballeros, me sentiré enormemente feliz de recibiros de nuevo aquí.
La equívoca referencia al objeto causó un cierto regreso de la inquietud. Sin
embargo, por su parte, los visitantes eludieron cualquier otra alusión a ello, no
deseosos, quizá, de dejar que el expósito viera lo fácilmente que podía, con su arte
plebeyo, agitar la plácida dignidad de los nobles.
—Bien, Bannadonna —dijo el jefe—; ¿cuánto falta para que estéis preparado
para poner en marcha el reloj, de modo que suenen las horas? Nuestro interés en vos,
no menos que en el propio trabajo, hace que nos sintamos ansiosos por asegurar
vuestro éxito. La gente también…, observad, están gritando ahora. Decid la hora
exacta en que estaréis preparado.
—Mañana, Excellenza; si escucháis…, o aunque no lo hagáis, no importa…,
oiréis una extraña música. Al golpe de la una sonará por primera vez la campana —
señaló la campana adornada con las muchachas y las guirnaldas—, y el golpe será
dado aquí, donde la mano de Una sujeta la de Dua. El golpe de la una incidirá sobre
este amoroso contacto. Mañana, pues, a la una en punto, mientras el golpe incide
aquí, exactamente aquí —adelantándose y apoyando su dedo sobre el lugar exacto
este pobre mecánico se sentirá una vez más enormemente feliz de rendir vasallaje a
su audiencia, en ésta su desordenada tienda. Adiós hasta entonces, ilustres
magníficos, y estad atentos al primer golpe de vuestro vasallo.
Ocultando en su inmóvil y volcánico rostro el ardiente resplandor que brillaba
dentro de él como una fragua, avanzó con ostentosa deferencia hacia la trampilla,
como para escoltar su salida. Pero el magistrado más joven, un hombre de buen
corazón, turbado ante lo que le parecía un cierto desdén sardónico que asomaba
acechante debajo del porte humilde del expósito, y con su simpatía cristiana más
inquieta por él que por sí mismo, imaginando nebulosamente lo que podía ser el
destino final de aquel cínico solitario, no quizás influenciado por lo extraño en
general de todas las cosas que le rodeaban, aquel buen magistrado miró tristemente
de reojo, apartando la vista del otro, y su ojo captó la expresión del inalterable rostro

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de la Hora Una.
—¿Cómo es esto, Bannadonna? —preguntó modestamente—. Una parece distinta
de sus hermanas.
—En el nombre de Cristo, Bannadonna —saltó impulsivamente el jefe, atraída
por primera vez su atención hacia la figura por la observación de su ayudante—. El
rostro de Una se parece exactamente al de Débora, la profetisa, tal como fue pintada
por el florentino Del Fonca.
—Seguramente, Bannadonna —siguió diciendo modestamente el otro magistrado
—, vos teníais la intención de hacer que las doce horas exhibieran el mismo aire de
alegre abandono. Pero ved, la sonrisa de Una parece más bien fatal. Es diferente.
Mientras su afable ayudante hablaba, el jefe miraba, inquisitivamente, de él al
fundidor, como si se sintiera ansioso por averiguar cómo era explicada la
discrepancia. Mientras, su pie rozaba la trampilla de salida.
Bannadonna dijo:
—Excellenza, ahora que, siguiendo vuestro inquisitivo ojo, contemplo el rostro de
Una, percibo de hecho alguna pequeña diferencia. Pero mirad en torno a toda la
campana, y no descubriréis dos rostros que se correspondan exactamente. Porque hay
una ley en el arte…, pero el frío viento se está levantando; esta celosía es una pobre
defensa. Permitidme, oh magníficos, que os conduzca, al menos, durante parte de
vuestro camino. Aquellos que se ocupan del bienestar del público deben ser
cuidadosamente atendidos.
—Respecto a la expresión de Una, estabais diciendo, Bannadonna, que había una
cierta ley en el arte —observó el jefe, mientras los tres descendían ahora por la
escalera de piedra—. Por favor, decidme, entonces…
—Perdón; en otra ocasión, Excellenza…, la torre es un lugar húmedo.
—No, descansaremos un poco aquí, y quiero oírlo. Aquí hay un descansillo
amplio y, pese a estas rendijas a sotavento, no hay aire, y sí bastante luz. Habladnos
de vuestra ley; y detalladamente.
—Puesto que insistís, Excellenza, sabed que hay una ley en el arte que prohíbe la
posibilidad de duplicados. Hace algunos años, puede que lo recordéis, grabé un
pequeño sello para vuestra República, que llevaba, como divisa principal, la cabeza
de vuestro propio antepasado, su ilustre fundador. Puesto que era necesario, para el
uso normal, tener innumerables impresione para balas y cajas, grabé toda una placa,
que contenía un centenar de esos sellos. Aunque, por supuesto, mi intención era hacer
ese centenar de cabezas iguales, y me atrevo a decir que la gente piensa que lo son, si
las examináis atentamente veréis que ninguno de estas cinco veintenas de rostros,
puestos lado a lado, son exactos. El aspecto es grave en todos ellos, pero también
diverso. En algunos, benévolo; en otros, ambiguo; en dos o tres, tras un atento
escrutinio, incipientemente maligno, sin que sea necesario más que la variación de la

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sombra de unos pelos en torno a la boca para conseguir eso. Ahora, Excellenza,
transmutad la gravedad general en alegría, y limitad esas variaciones a las doce que
he descrito, y decidme: ¿No tendréis aquí mis horas, y Una será una de ellas? Pero
me gustaría…
—¡Hey! ¿No ha sido eso… una pisada arriba?
—El mortero, Excellenza, a veces cae al suelo del campanario de la arcada, de
allá donde la sillería no ha sido revestida. Tendré que ocuparme de ello. Como iba a
decir: Por una parte me gusta esta ley que prohíbe los duplicados. Evoca espléndidas
personalidades. Sí, Excellenza, esa extraña y, para vos, incierta sonrisa, y esos ojos de
Una que miran a lo lejos, encajan muy bien con Bannadonna.
—¡Hey!… ¿Estáis seguro de que no queda ningún alma arriba?
—Ningún alma, Excellenza, podéis estar seguro, ningún alma… De nuevo el
mortero.
—No cayó mientras nosotros estuvimos allí.
—Oh, en vuestra presencia, Excellenza, sabía muy bien cuál era su lugar —sonrió
suavemente Bannadonna.
—Pero Una —dijo el otro magistrado— parecía miraros intensamente; hubiera
jurado que os había elegido a vos, de entre nosotros tres.
—Si lo hizo, posiblemente debió ser debido a su delicada percepción, Excellenza.
—¿Cómo, Bannadonna? No os comprendo.
—No importa, no importa, Excellenza…, pero el viento ha cambiado, y está
soplando a través de las aberturas. Permitidme que os escolte un poco más; y luego,
os suplico perdón, pero el trabajador tiene que volver a su trabajo.
—Puede que sea estúpido, signor —dijo el magistrado más joven mientras, desde
el tercer rellano, iniciaban su descenso sin escolta—, pero, de algún modo, nuestro
gran mecánico me emociona de una forma extraña. Bien, hace apenas un instante,
cuando respondió de una forma tan arrogante, su expresión parecía la de Sísera, el
miserable enemigo de Dios en el cuadro de Del Fonca. Y esa joven Débora esculpida,
también. Ah, y ese…
—¡Vamos, vamos, signor! —replicó el jefe—. Un simple capricho. ¿Débora?
¿Dónde está Jael, por favor?
—Ah —dijo el otro, mientras salían de la torre—. Ah, signor, veo que habéis
dejado tras de vos vuestros temores junto con el frío y la penumbra; pero los míos,
incluso en este soleado aire, permanecen. ¡Hey!
Se había producido un sonido justo detrás de la puerta de la torre de donde habían
emergido. Se volvieron, y vieron que se cerraba.
—Se ha deslizado detrás de nosotros y nos ha encerrado fuera —sonrió el jefe—.
Pero ésta es su costumbre.
Se hizo la proclama de que al día siguiente, a la una después del mediodía, el reloj

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golpearía por primera vez y —gracias al poderoso arte del mecánico— con
inhabituales acompañamientos. Pero cuáles serían ésos era algo que nadie podía decir
todavía. El anuncio fue recibido con vítores.
Para aquellos que decidieron acampar en torno a la torre toda la noche, hubo luces
brillando a través de la celosía del campanario en la parte superior, que sólo
desaparecieron con la llegada del sol matutino. Se oyeron también extraños sonidos,
detectados por aquellos que, observando ansiosamente, no se dejaron trastornar
mentalmente…, sonidos no sólo de resonar de herramientas sino también —al menos
eso se dijo— gritos y lamentos medio reprimidos, como los que podían brotar de
alguna máquina fantasmal sobrecargada.
El día vino lentamente; parte de la concurrencia pasaba el tiempo con canciones y
juegos, hasta que, al fin, el gran sol rodó impreciso, como una pelota de fútbol, sobre
la llanura.
Al mediodía, la nobleza y los principales ciudadanos acudieron en cabalgada de la
ciudad, y también una guardia de soldados con música, para mejor honrar la ocasión.
Sólo una hora más. La impaciencia creció. Los hombres sujetaban febrilmente sus
relojes entre sus manos, mirando atentamente sus esferas, luego echando el cuello
hacia atrás y mirando hacia el campanario, como si el ojo pudiera predecir lo que sólo
sería captado por el oído; porque todavía no había ninguna esfera en el reloj de la
torre.
La manecilla de las horas de un millar de relojes convergía ahora hacia la cifra 1,
de la que sólo la separaba el grosor de un cabello. Un silencio, como la expectativa de
algún Shiló, invadía la hormigueante llanura. De pronto, un apagado e impreciso
sonido —parecido a un campanilleo; apenas audible, de hecho, a los círculos
exteriores de la gente— descendió pesadamente del campanario. Al mismo momento,
cada hombre miró inexpresivamente a su vecino. Todos los relojes se alzaron. Todas
las manecillas de las horas estaban en —habían pasado ya— la cifra 1. Ningún sonido
de campanas llegó desde la torre. La multitud se volvió tumultuosa.
Tras aguardar unos instantes, el magistrado jefe, después de ordenar silencio,
llamó al campanario, para saber qué cosa imprevista había ocurrido allí.
Ninguna respuesta.
Gritó de nuevo, y luego una tercera vez.
Todo siguió en silencio.
A su orden, los soldados abrieron por la fuerza la puerta de la torre; después,
estacionando guardias para defenderles de la ahora excitada multitud, el jefe,
acompañado de su anterior asociado, ascendió por las retorcidas escaleras. A media
ascensión, se detuvieron para escuchar. Ningún sonido. Subieron más aprisa, y
alcanzaron el campanario; pero, en el umbral, se sobresaltaron ante el espectáculo
que se ofreció a sus ojos. Un spaniel que, sin que ellos se dieran cuenta, les había

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seguido hasta allí, permanecía estremecido junto a sus pies, como si se hallara delante
de algún acechante monstruo desconocido: o, más bien, como si hubiera husmeado
unos pasos que conducían a algún otro mundo. Bannadonna estaba allí tendido,
postrado y sangrante, en la base de la campana que había adornado con muchachas y
guirnaldas. Estaba al pie de la hora Una; su cabeza coincidía, en línea vertical, con su
mano izquierda, unida a la de la hora Dua. Con el rostro abatido cerniéndose sobre él,
como el de Jael sobre el de Sisera en su tienda con la estaca clavada en la sien, estaba
el dominó; ahora ya no envuelto.
Tenía piernas, y parecía de arcilla escamosa, lustrosa como la quitina de un
escarabajo dragón. Estaba amanillado, y sus brazos, juntos, estaban alzados, como si,
con sus manillas, en vez del golpeador fuera la víctima golpeada. Uno de sus pies,
algo adelantado, estaba inserto debajo del cuerpo muerto, como en el acto de
apartarlo de un puntapié.
La incertidumbre se extiende sobre lo que ocurrió a continuación.
Sería natural suponer que los magistrados, en un primer momento, retrocedieran
eludiendo un inmediato contacto personal con lo que estaban viendo. Al menos, por
un tiempo, debieron permanecer inmóviles en una involuntaria duda, quizás en una
más o menos horrorizada alarma. Lo cierto es que de abajo fue llamado un
arcabucero. Y algunos añaden que su subida fue seguida por un feroz zumbido, como
el repentino liberar de un potente muelle, junto con un sonido acerado, unió si un
montón de espadas hubieran sido dejadas caer sobre el pavimento, y que esos
sonidos, entremezclados, resonaron por toda la llanura, atrayendo todos los ojos hacia
el campanario, de donde, a través de la celosía, brotaron pequeñas volutas de humo.
Algunos aseguraron que fue el spaniel, enloquecido por el miedo, el que recibió el
disparo. Otros lo negaron. Lo cierto es que el spaniel no volvió a ser visto nunca; y
probablemente, por alguna razón desconocida, compartió la sepultura del dominó que
ahora se relatará. Porque, fueran cuales fuesen las anteriores circunstancias, una vez
pasado el instintivo pánico inicial, o eliminados todos los fundamentos para un miedo
razonable, los dos magistrados, con sus propias manos, envolvieron de nuevo la
figura en el sudario caído a sus pies que antes lo había albergado. Aquella misma
noche, fue bajado secretamente al suelo, trasladado subrepticiamente a la playa,
llevado hasta mar abierto, y hundido allí. Sin que posteriormente, ni siquiera en las
horas de más alegre camaradería, ninguno de los dos hombres revelara jamás todos
los secretos del campanario.
La solución popular al insondable misterio del destino del fundidor implicaba más
o menos algún elemento sobrenatural, pero algunas mentes menos acientíficas
pretendieron hallar una cierta dificultad en aceptar esto. En la cadena de
acontecimientos circunstanciales trazada, puede haber, o tal vez no, algún eslabón
ausente. Pero, como la explicación en cuestión es la única que la tradición ha

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conservado de forma explícita, a falta de una mejor, aquí queda expuesta. Pero, en
primer lugar, es de requisito presentar la suposición sostenida acerca del motivo y
modo, con su origen, del designio secreto de Bannadonna que las mentes arriba
mencionadas creyeron penetrar tanto en el alma como en el acontecimiento. La
revelación implicará indirectamente referencia a asuntos peculiares, ninguno de ellas
muy claro, más allá del tema inmediato.
En aquel período, ninguna gran campana había sido hecha sonar de otro modo
distinto a como hasta el presente, por agitación de un badajo en su interior, mediante
cuerdas, la percusión desde el exterior, ya fuera por medio de una complicada
maquinaria o fuertes hombres, armados con pesados martillos, estacionados en el
campanario o en garitas de centinela al aire libre, según la campana estuviera
expuesta o resguardada.
Fue observando estas campanas al aire libre, con los hombres de guardia en el
campanario que las hacían sonar, que el fundidor derivó, se opinaba, la primera
sugerencia de su esquema. Perchada sobre un gran pilón o espira, la figura humana
vista desde abajo, se ve afectada por una reducción tal del tamaño aparente que sus
rasgos inteligentes resultan borrados. No refleja ninguna personalidad. En vez de
reflejar volición sus gestos se parecen más bien a los automáticos brazos de un
telégrafo.
En consecuencia, meditando acerca del aspecto puramente de Polichinela de la
figura humana contemplada de este modo se le ocurrió indirectamente a Bannadonna
el diseñar algún agente metálico, que diera la hora con su metálica mano, con una
precisión aún mayor que una mano viva. Y más aún: puesto que el hombre de guardia
en el campanario, saliendo de su refugio en los períodos determinados, caminaba
hacia la campana con su maza alzada para golpearla, Bannadonna decidió que su
invención poseyera también el poder de la locomoción y, junto con ella, la apariencia,
al menos, de inteligencia y voluntad.
Si las conjeturas de aquellos que afirmaban conocer las intenciones de
Bannadonna eran hasta aquí correctas, su espíritu no habría sido excesivamente
emprendedor. Pero no se detenían en este punto; la idea básica era que, efectivamente
su diseño había sido promovido en primer lugar por la visión del guardia en el
campanario, y confinada a la confección de un sutil sustituto para él; sin embargo,
como es a menudo el caso con los creadores de proyectos, por insensibles
gradaciones, avanzando desde metas comparativamente pigmeas hasta otras titánicas,
el esquema original había alcanzado, en sus finalidades anticipadas, un grado de
atrevimiento sin precedentes. Seguía dedicando sus esfuerzos a la figura locomotora
para el campanario, pero sólo como un tipo parcial de una criatura ulterior, una
especie de enorme esclavo, adaptado además, en un grado que difícilmente puede ser
imaginado, a las conveniencias y glorias universales de la humanidad;

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proporcionando nada menos que un suplemento a los Seis Días de Trabajo;
proporcionando a la Tierra un nuevo siervo, más útil que el buey, más rápido que el
delfín, más fuerte que el león, más astuto que el mono, más industrioso que la
hormiga, más feroz que la serpiente, y sin embargo, en paciencia, otro mulo. Todas
las excelencias de las criaturas surgidas de las manos de Dios y que servían al hombre
iban a ver allí una mejora, y además verse combinadas todas en una. Talus iba a ser el
nombre del esclavo para todo. Talus, el esclavo de hierro de Bannadonna y a través
suyo, del hombre.
Aquí puede pensarse que, si estas últimas conjeturas acerca de los secretos del
fundidor no eran erróneas, entonces debían estar irremediablemente infectadas por las
más locas quimeras de aquella época; yendo más allá de Alberto Magno y Cornelio
Agripa. Pero se demostró lo contrario. Pese a lo maravilloso de su diseño, pese a
trascender aparentemente no sólo los límites de la invención humana, sino también
los de la creación divina, los medios propuestos para ser empleados se supone que se
hallaban confinados dentro de las sobrias formas de la sobria razón. Se afirmaba que,
hasta un grado que iba más allá del escéptico desdén, Bannadonna no había mostrado
la menor
simpatía por ninguna de las vanamente gloriosas irracionalidades
de su tiempo. Por ejemplo, no había llegado a la conclusión, con los visionarios
entre los metafísicos, de que entre las más delicadas fuerzas mecánicas y la más ruda
vitalidad animal podía descubrirse algún germen de correspondencia. Esta idea
compartía poco del entusiasmo de algunos filósofos naturales, que esperaban,
mediante inducciones fisiológicas y químicas, llegar al conocimiento de la fuente de
la vida, y así se calificaban a sí mismos como aptos para fabricarla y mejorarla.
Mucho menos tenía algo en común con la tribu de los alquimistas que buscaban, a
través de una especie de encantamiento, evocar alguna sorprendente vitalidad a partir
del laboratorio.
Como tampoco había imaginado, siguiendo la corriente de algunos esperanzados
teósofos, que, a través de la fiel adoración del Altísimo, algunos de sus poderes
pudieran descender hasta el hombre. Bannadonna, un materialista práctico, había
apuntado hacia lo que debía alcanzarse no por la lógica, no por el crisol, no por los
conjuros, no por los altares, sino por los simples martillos y banco de trabajo. En
pocas palabras, resolver la naturaleza, robarle algo, intrigar más allá de ella,
procurarse algo que la atara a su mano… No; ésos, de una vez por todas, no habían
sido sus objetivos; sino, sin pedirle favores a ningún elemento ni ningún ser, por sí
mismo, rivalizar con la Naturaleza, ganarla y dominarla. Avanzaba hacia su
conquista. Con él, el sentido común era teúrgia; la maquinaria, milagro. Prometeo, el
nombre heroico para el maquinista; el hombre, el auténtico Dios.
Sin embargo, en este paso inicial, en lo que al autómata experimental para el

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campanario se refería, se permitió jugar un poco; o, quizá, lo que parecía juego no
fuera más que una utilitaria ambición extendida colateralmente. En su figura, la
criatura para el campanario no debía ser modelada según los esquemas humanos, ni
los de ningún animal, ni siquiera según los ideales, por alocados que fueran, de las
antiguas fábulas sino igualándolo en aspecto al hecho de que cualquier organismo es
un producto original; cuanto más terrible de contemplar, mejor.
Ésas, pues, eran las suposiciones respecto al esquema actual y sus reservadas
intenciones. Cómo, en el umbral de todo ello las cosas se desarrollaron hacia la
catástrofe que lo estropeó todo, o mejor dicho, cuál fue la conjetura ahí, es lo que
veremos a continuación.
Se creía que el día anterior a la fatalidad, una vez se marcharon sus visitantes,
Bannadonna había desembalado la imagen en el campanario, la había ajustado, y la
había colocado en el lugar previsto: una especie de garita de centinela en un rincón
del campanario; en pocas palabras, durante la noche y parte de la siguiente mañana,
se había dedicado a arreglar todo lo relativo al dominó: la salida de la garita cada
sesenta minutos; deslizarse a lo largo del sendero señalado, que formaba como un
riel; avanzar hacia la campana del reloj, con las manillas alzadas; golpear en una de
las doce uniones de las veinticuatro manos; luego dar la vuelta, rodear la campana, y
retirarse a su puesto, donde debería aguardar otros sesenta minutos antes de repetir el
mismo proceso; la campana, mientras tanto, a través de un hábil mecanismo, giraría
sobre su eje vertical, a fin de presentar a la maza que descendería sobre ella las manos
unidas de las dos figuras siguientes, cuando ésta debiera golpear las dos, las tres, y así
sucesivamente, hasta el final. La musicalidad de aquella campana había sido tratada
de tal modo en la fusión, mediante algún ignoto arte, que había perecido con su
originador, que cada uno de los golpes sobre las veinticuatro manos emitiría su propia
resonancia.
Pero el mágico y metálico extranjero nunca llegó a dar más de un golpe sobre el
mágico metal en el cual Bannadonna había dejado clavada su ambiciosa vida. Porque,
después de haber introducido la criatura en la garita del centinela, ajustándola para
que, a partir de entonces, saliera de ella a las horas previstas, ésta no debería emerger
de ella hasta la una, pero entonces emergería infaliblemente; y, después de aceitar
diestramente el camino por el que debería deslizarse, se supone que el mecánico se
apresuró hacia la campana, para dar los últimos toques a sus esculturas. Como
cualquier auténtico artista, allá quedó absorto; y su ensimismamiento se vio
intensificado, parece ser, por su deseo de eliminar aquella extraña expresión en Una,
que ante los demás había tratado con tal despreocupación, pero que en secreto,
posiblemente, debía estar desgarrando su alma.
Y así, en el intervalo, olvidó a su criatura; la cual, sin olvidar su deber, y según
los dictados de su creación y el exacto desenrollar del resorte de su mecanismo,

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abandonó su puesto en el momento exacto; se deslizó silenciosa por su bien aceitado
camino hacia su objetivo; y, apuntando a la mano de Una, para desgranar una
clamorosa nota, golpeó sordamente el cerebro de Bannadonna que se hallaba
interpuesto en su camino, vuelto de espaldas a ella; los amanillados brazos volvieron
a alzarse instantáneamente a su posición anterior, listos para el segundo martillazo
cuando llegara su momento. El cuerpo caído interrumpía el camino de regreso la
criatura; así que allí se quedó, inmóvil, medio inclinada sobre Bannadonna, como si
estuviera susurrando algún terror post mórtem. El cincel yacía caído de la mano, pero
al lado de la mano; el frasco de aceite estaba derramado a través del camino de hierro.
Ante aquel desgraciado final, consciente del raro genio del mecánico, la
República decretó para él un solemne funeral. Se decidió que la gran campana —
cuya fundición se había visto comprometida por la timidez del desgraciado trabajador
— sonara en el momento de la entrada del ataúd en la catedral, hombre más robusto
de la región recibió el encargo de hacerla sonar.
Pero mientras los porteadores del féretro entraban en el porche de la catedral, lo
único que llegó a sus oídos, proceden de la torre, fue un sonido roto y desastroso,
como el de algún desprendimiento alpino. Luego, sólo silencio.
Mirando hacia atrás, vieron que la parte superior del campanario se había hundido
parcialmente de un lado. Después se supo que el fuerte campesino que tenía a su
cargo la cuerda la campana, deseando probar toda su gloria, había dado a la cuerda un
concentrado tirón. La masa de estremecido metal demasiado poderosa para su
anclaje, y extrañamente débil en alguna parte en su extremo superior, se había soltado
de sus ataduras, había reventado un lado del campanario, y ha caído dando vueltas
sobre sí misma por un lado de la torre y todos los cien metros hasta el blando césped
de abajo, enterrándose boca arriba hasta la mitad.
Tras ser desenterrada, se vio que la fractura principal se había iniciado en un
pequeño punto junto a su corona; el cual al ser raspado, reveló un defecto,
engañosamente diminuto, en la fundición; un defecto que posteriormente había sido
empastado con algún producto desconocido.
El refundido metal pronto volvió a su lugar en la superestructura reparada de la
torre. Durante un año, el coro metálico de pájaros cantó musicalmente por entre las
esculpidas celosías y tracerías del campanario. Pero en el primer aniversario de
terminación de la torre —a primera hora de la mañana, apenas amanecido, antes de
que la multitud la rodeara—, se produjo un temblor de tierra; se oyó un fuerte y sordo
ruido. El pino de piedra, con toda su nidada de metálicos pájaros cantores, yacía
derribado sobre la llanura.
Así el ciego esclavo obedeció a su amo cegador; pero, en obediencia, lo mató. Así
el creador fue muerto por la criatura. Así la campana fue demasiado pesada para la
torre. Así la principal debilidad de la campana fue allá donde la sangre del hombre le

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había salpicado su imperfección. Y así el orgullo se derrumbó en la caída.

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FITZ-JAMES O’BRIEN

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Fitz-James O'Brien, nacido en 1828, es irlandés, aunque se trasladará a los
Estados Unidos a los 24 años, donde residió hasta su muerte, diez años más tarde.
Dentro de la pléyade de nombres célebres que le rodean en este volumen, el de
O’Brien es ciertamente un nombre menor, que difícilmente podrá ser hallado en
ninguna enciclopedia. Ello se debe en parte al poco tiempo que tuvo para desarrollar
su carrera literaria, apenas un lustro, antes de su desgraciada muerte (debida al
tratamiento inadecuado de una herida menor que recibió durante la Guerra Civil).
Su obra literaria abarca apenas de 1855 a 1859 (excepto un relato aparecido
póstumamente en 1864), y está constituida exclusivamente por relatos cortos,
aparecidos todos ellos en revistas. Como suele suceder a menudo, como hemos visto
ya al hablar de Herman Melville, sólo después de su muerte fue reunida en volumen
su obra, apareciendo en diversas reediciones hasta finales de siglo y a principios de
éste.
Pero Fitz-James O'Brien tiene en su haber el hecho de ser el único autor del siglo
XVIII que escribió exclusivamente ciencia ficción, y su obra, aunque escasa, tuvo
gran influencia en los primeros escritores que, agrupados en torno a Hugo
Gernsback, sentaron las bases modernas del género. Sus relatos constituyen,
teniendo en cuenta la época en que fueron escritos, los primeros exponentes de la
ciencia ficción «moderna», adelantándose en varias décadas, en temática y estilo, a
su tiempo. «¿Qué era? Un misterio» (What Was It? A Mystery), relata el encuentro
con un ser invisible cuya naturaleza queda en el misterio, pero que un molde de
escayola identifica como un diminuto humanoide de horrible aspecto. «El forjador de
maravillas» (The Wondersmith) describe minuciosamente un ejército de autómatas en
miniatura. «La habitación perdida» (The Lost Room) es uno de los primeros relatos
conocidos que hablan de otra dimensión, «llena de corredores y pasadizos, como
líneas matemáticas, que parecían capaces de una expansión indefinida». «Cómo
superé mi gravedad» (How I Overcame My Gravity) ofrece una detallada descripción
de un vuelo suborbital conseguido con la ayuda de la estabilización giroscópica. Y
así otros.
Pero su obra maestra, que se ha convertido en un clásico) una fuente donde
bebieron posteriormente muchos otros escritores, es «La lente de diamante» (The
Diamond Lens), que puedes leer a continuación. Aparecida en la revista Atlantic
Monthly en 1858, dio nombre a una de sus posteriores recopilaciones de relatos, y
narra el morboso amor del protagonista hacia un ser etéreo que ve a través de un
supermicroscopio de su construcción. Posteriormente, otros autores tomarían la
misma idea para sus relatos, como Kurd Lassiter en su «La pompa de jabón»
(Seifenblaksen), donde la gota de agua es sustituida por la superficie de una pompa
de jabón, y Ray Cummings en su novela La muchacha en el átomo dorado (The Girl
in the Golden Atom), donde los progresos de la ciencia permitieron al autor sustituir

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el microscopio por el átomo, abriendo todo un campo de especulación a otros
autores que los futuros desarrollos de la física se encargarían de matar los pocos
años. Pero, en la historia de la ciencia ficción, «La lente de diamante», y en general
la obra de O'Brien, han quedado como un punto clave de ruptura en el desarrollo del
género hacia su estado actual, semejante al que ocasionara Mary Shelley con su
Frankenstein.

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La lente de diamante

I
La elección del camino

Desde mi más temprana infancia, todas mis inclinaciones se abocaron hacia la


investigación microscópica. Cuando no tenía más de diez años, un pariente lejano de
mi familia, esperando sorprender mi inexperiencia, construyó un microscopio muy
sencillo para mí, perforando en un disco de cobre un pequeño agujero al que era
retenida una gota de agua pura por medio de la atracción capilar. Este enormemente
primitivo aparato, que aumentaba unos cincuenta diámetros, presentaba, es cierto, tan
sólo formas indistintas e imperfectas, pero pese a ello eran lo suficientemente
maravillosas como para despertar mi imaginación hacia un preternatural estado de
excitación.
Viéndome tan interesado en aquel burdo instrumento, mi primo me explicó todo
lo que sabía de los principios sobre los que se basaba el microscopio, me relató
algunas de las maravillas que se habían conseguido a través de él, y terminó
prometiéndome que me enviaría uno construido como correspondía apenas regresara
a la ciudad. Conté los días, las horas, los minutos, que transcurrieron entre esa
promesa y su partida.
Mientras tanto, no permanecí ocioso. Me apoderaba de cada sustancia
transparente que presentaba el más remoto parecido con una lente, y la empleaba en
vanos intentos de construir aquel instrumento, las teorías de cuya construcción apenas
comprendía vagamente. Todos los paneles de cristal que contenían esos nudos
esferoidales abultados que familiarmente conocemos como «ojos de buey» eran
inmisericordemente destruidos, en la esperanza de obtener lentes de maravilloso
poder. Incluso llegué hasta tan lejos como a extraer el humor cristalino de los ojos de
peces y animales, y me dediqué a prensarlos al servicio del microscopio. Me confesé
culpable de haber robado los cristales de las gafas de mi tía Agatha, con la vaga idea
de pulirlos hasta convertirlos en lentes de maravillosas propiedades amplificadoras…,
en cuyo intento es innecesario decirlo que fracasé totalmente.
Finalmente llegó el prometido instrumento. Era del tipo conocido como
microscopio simple de Field, y había costado quizás unos quince dólares. En lo que a
propósitos educativos se refiere, no podía elegirse un aparato mejor. Lo acompañaba
un breve tratado sobre el microscopio: su historia, usos y descubrimientos. Me
sumergí entonces por primera vez en los «goces de las Mil y Una Noches». El
apagado velo de la existencia ordinaria que cuelga sobre el mundo pareció enrollarse
repentinamente, y dejar al descubierto una tierra de encantamientos, Me sentí hacia
mis compañeros como debe sentirse el vidente hacia las masas de los hombres

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vulgares. Mantuve conversaciones con la Naturaleza en una lengua que ellos no
podían comprender. Permanecí en comunicación diaria con las maravillas vivas, de
una forma como nunca podría imaginar ninguno de ellos en sus más alocadas
visiones. Penetré más allá del portal externo de las cosas, y vagué a través de sus
santuarios. Donde ellos sólo veían una gota de lluvia rodando lentamente hacia abajo
por el cristal de la ventana, yo veía un universo de seres animados con todas las
pasiones comunes a la vida física, convulsionando su diminuta esfera con luchas y
forcejeos tan intensos como los de los hombres. Los habituales puntitos blancos que
mi madre, como buena ama de casa que era, retiraba apresuradamente de sus tarros
de mermelada, contenían para mí, bajo el nombre de moho, jardines encantados,
llenos de valles y senderos del más denso follaje y más sorprendente verdor, mientras
que de las fantásticas ramas de esos microscópicos bosques colgaban extraños frutos
que resplandecían en verdes, y platas, y oros.
No era el ansia científica lo que llenaba por aquel entonces mi mente. Era la pura
alegría de un poeta ante quien se ha abierto un mundo de maravillas. No hablé con
nadie de mis solitarios placeres. A solas con mi microscopio, forzaba mi vista, día
tras día y noche tras noche, examinando las maravillas que se desplegaban ante mí.
Era como aquel que, tras haber descubierto que aún existe el antiguo Edén en toda su
gloria primitiva, decide gozar de él en soledad, y no traicionar nunca a ningún mortal
el secreto de su localización. El camino de mi vida quedó decidido en aquel
momento. Mi destino era ser microscopista.
Por supuesto, como cualquier novicio, me creía un descubridor. Por aquel
entonces ignoraba los miles de agudas inteligencias dedicadas a los mismos afanes
que yo, y con la ventaja de instrumentos un millar de veces más poderosos que el
mío. Los nombres de Leeuwenhoek, Williamson, Spencer, Ehrenberg, Schultz,
Dujardin, Schact y Schleiden me eran por aquella época completamente
desconocidos, e ignoraba sus pacientes y maravillosas investigaciones. En cada
nuevo espécimen de criptogamia que colocaba debajo de mi instrumento creía
descubrir maravillas de las que el mundo era aún ignorante. Recuerdo bien el
estremecimiento de deleite y admiración que me recorrió de pies a cabeza la primera
vez que descubrí el rotífero común (Rotifera vulgaris), expandiendo y contrayendo
sus flexibles radios y girando aparentemente en el agua. Luego, a medida que crecí y
conseguí algunos libros que trataban de mi estudio favorito, descubrí que sólo me
hallaba en el umbral de una ciencia a cuya investigación estaban dedicando sus vidas
y sus intelectos algunos de los hombres más grandes de la época.
A medida que fui creciendo, mis padres, que veían pocas posibilidades de que se
derivara algo práctico del examen de trozos de moho y gotas de agua a través de un
tubo de cobre y un trozo de cristal, se mostraron ansiosos de que eligiera una
profesión. Era su deseo que entrara a trabajar en la contaduría de mi tío, Ethan Blake,

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un próspero comerciante, que dirigía sus negocios desde Nueva York. Combatí
decidido aquella sugerencia. No sentía el menor interés por el comercio; no sería más
que un fracaso; en pocas palabras, me negué a convertirme en comerciante.
Pero era necesario que eligiera alguna meta. Mis padres eran gente juiciosa de
Nueva Inglaterra, que insistían en la necesidad de trabajar; y en consecuencia, aunque
gracias a la bondad de mi pobre tía Agatha iba a heredar a mi mayoría de edad una
pequeña fortuna, suficiente para situarme por encima de las necesidades más básicas
de la vida, había decidido que, en vez de aguardar aquel momento, actuaría
noblemente y emplearía los años que aún faltaban hasta entonces a lograr mi
independencia económica.
Tras mucho meditar, me rendí a los deseos de mi familia y seleccioné una
profesión. Decidí estudiar medicina en la Academia de Nueva York. Aquella
disposición de mi futuro encajaba con mis ideas. El alejamiento de mi familia me
permitid disponer como gustara de mi tiempo, sin temor a ser detectado. Mientras
pagara las tasas de la Academia, podía saltar el asistir a las clases si así lo decidía; y,
puesto que nunca tuve la más remota intención de presentarme a los exámenes, no
había ningún peligro de ser «suspendido». Además, la metrópolis era el lugar ideal
para mí. Allá podía obtener excelentes instrumentos, las más recientes publicaciones,
intimar con los hombres cuyos objetivos corrían paralelos a los míos…, en pocas
palabras, todo lo necesario para asegurar una provechosa devoción de mi vida a mi
amada ciencia. Tenía dinero en abundancia, pocos deseos que no fueran cumplidos
por mi espejo iluminado a un extremo y mi objetivo de cristal al otro; ¿qué pues,
podía impedirme el convertirme en un ilustre investigador de los mundos velados?
Fue con las más alegres esperanzas que abandoné mi Nueva Inglaterra natal y me
establecí en Nueva York.

II
Los anhelos de un hombre de ciencia

Mi primer paso, por supuesto, fue hallar un apartamento adecuado. Lo encontré,


tras un par de días de búsqueda, en la Cuarta Avenida, un hermoso primer piso sin
muebles que contenía una sala de estar, un dormitorio y una pequeña habitación que
me serviría como laboratorio. Lo amueblé con sencillez pero elegantemente, y luego
dediqué todas mis energías al adorno del templo de mi adoración. Visité Pike, el
celebrado óptico, y pasé revista a su espléndida colección de microscopios: El Field
compuesto, el Hingham, el Spencer, el Nachet binocular (ése fundado en los
principios del estereoscopio), y finalmente me fijé en el microscopio conocido como
el Trunnion de Spencer, una combinación del mayor número posible de mejoras con
una casi total independencia de las vibraciones. Junto con él adquirí todos los
accesorios disponibles: tubos de ensayo, micrómetros, una camera-lucida, un soporte,

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condensadores acromáticos, iluminadores de nube blanca, prismas, condensadores
parabólicos, aparatos de polarización, fórceps, cajas acuáticas con gran cantidad de
otros artículos, todos los cuales podían resultar útiles en manos de un microscopista
experimentado pero que, como descubrí más tarde, no me servían para nada en
aquellos momentos. Se necesitan años de práctica para saber cómo utilizar un
complicado microscopio.
El óptico me miró suspicazmente mientras yo efectuaba aquellas voluminosas
compras. Evidentemente, dudaba entre calificarme como alguna celebridad científica
o como un loco. Creo que se inclinó por lo último. Supongo que estaba loco. Todos
los grandes genios están locos acerca del tema que para ellos es el objetivo principal
de su vida. Los locos que no tienen éxito caen en desgracia y son llamados lunáticos.
Loco o no, me puse al trabajo con un celo que pocos estudiantes científicos han
igualado nunca. Lo tenía todo por aprender acerca del delicado estudio en el que me
había embarcado…, un estudio que implicaba la más intensa paciencia, los más
rígidos poderes analíticos, la mano más firme, el ojo más incansable, la más refinada
y sutil manipulación.
Durante largo tiempo la mitad de mis aparatos yacieron inactivos en los estantes
de mi laboratorio, que estaba ahora ampliamente aprovisionado con todos los
artilugios posibles para facilitar mis investigaciones. El hecho era que no sabía cómo
utilizar algunos de mis accesorios científicos —puesto que nunca había estudiado
microscopía—, y aquéllos cuyo uso comprendía teóricamente me eran de poca ayuda
hasta que, a través de la práctica, pudiera alcanzar la delicadeza de manejo necesaria.
De todos modos, tal era la furia de mi ambición, tal la incansable perseverancia de
mis experimentos, que, por difícil que pueda parecer de creer, en el transcurso de un
año me convertí, en la teoría y en la práctica, en un avezado microscopista.
Durante este período de mis trabajos, en el que sometí a la acción de mis lentes
especímenes de cualquier sustancia que se me pusiera ante la vista, me convertí en un
descubridor…, a pequeña escala, es cierto, porque era muy joven, pero un
descubridor pese a todo. Fui yo quien destruyó la teoría de Ehrenberg de que el
Volvox globator era un animal, y probé que sus «mónadas» con estómagos y ojos
eran meras fases en la formación de una célula vegetal, y que, cuando alcanzaban su
estado de madurez, eran incapaces del acto de conjugación, o de cualquier otro acto
generativo, sin el cual ningún organismo que se alce hasta un estado de vida superior
al vegetal puede decirse que es completo. Fui yo quien resolvió el singular problema
de rotación en las células y filamentos de las plantas a través de la atracción ciliar,
pese a las afirmaciones de Wenham y otros de que mis explicaciones eran el resultado
de una ilusión óptica.
Pero, pese a esos descubrimientos, laboriosa y dolorosamente realizados, me
sentía horriblemente insatisfecho. A cada pasó me veía detenido por la imperfección

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de mis instrumentos Como todo microscopista activo, daba amplio margen a mi
imaginación. De hecho, es una queja común contra muchos de ellos el que suplen los
defectos de sus instrumentos con las creaciones de sus cerebros. Imaginé
profundidades más allá de las profundidades de la Naturaleza que la limitada potencia
de mis lentes me prohibía explorar. Permanecía despierto por las noches
construyendo imaginarios microscopios de inmensurable potencia, con los que
parecía atravesar todas las envolturas de la materia hasta su átomo original. ¡Cómo
maldije aquellos imperfectos medios que la necesidad, a través de la ignorancia, me
impulsaba a utilizar! ¡Cómo anhelaba descubrir el secreto de alguna lente perfecta,
cuyo poder de amplificación se viera limitado solamente por la resolución del objeto,
y que al mismo tiempo se viera libre de las aberraciones esféricas y cromáticas, en
pocas palabras de todos los obstáculos contra los cuales tropieza constantemente el
pobre microscopista! Estaba convencido de que el microscopio simple, compuesto
por una sola lente de una potencia tan enorme como perfecta, era posible de construir.
Intentar llevar a tal perfección el microscopio compuesto hubiera sido comenzar por
el lado equivocado; puesto que este último era simplemente un remedio que sólo
había conseguido un éxito parcial en remediar los mismos defectos que el
instrumento simple, el cual, si era plenamente conquistado, no dejaría nada que
desear.
Fue en este estado mental que me convertí en un constructor de microscopios.
Tras pasar otro año en este nuevo empeño, experimentando con cualquier sustancia
imaginable —vidrio, gemas, pedernal, cristales, cristales artificiales formados por la
aleación de varios materiales vítreos—, en pocas palabras, tras construir tantas
variedades de lentes como ojos tenía Argos, me hallé exactamente allá donde había
empezado, sin haber conseguido nada excepto un extenso conocimiento en la
fabricación de cristales. Casi morí de desesperación. Mis padres estaban sorprendidos
por mi aparente falta de progresos en mis estudios médicos (no había asistido ni a una
sola clase desde mi llegada a la ciudad), y los gastos de mi loca búsqueda habían sido
tan grandes como para ponerme en serias dificultades.
Fue en esta situación cuando un día, mientras estaba experimentando en mi
laboratorio con un pequeño diamante —esa piedra, por su gran poder de refracción,
siempre había ocupado mi atención más que ninguna otra—, un joven francés, que
vivía en el piso encima del mío, y que me visitaba ocasionalmente, entró en la
habitación.
Creo que Jules Simón era judío. Tenía muchos rasgos del carácter hebreo: amor a
las joyas, a los vestidos y al buen vivir. Había algo misterioso en él. Siempre tenía
algo que vender, y sin embargo se codeaba con la sociedad más excelente. Cuando
digo vender, quizá debería decir buhonear; porque sus operaciones estaban
generalmente limitadas a la disposición de unos artículos determinados: un cuadro,

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por ejemplo, o una rara talla en marfil, o un par de pistolas de duelo, o el traje de un
caballero mexicano. Cuando estaba amueblando mis aposentos, me hizo una visita,
que terminó con la compra por mi parte de una antigua lámpara de plata, que me
aseguró era de Cellini era lo bastante hermosa como para serlo, y algunas otras
bagatelas para mi sala de estar. Por qué Simón seguía con ese comercio insignificante
era algo que jamás pude imaginar. Al parecer disponía de dinero más que suficiente,
y tenía entrée en las mejores casas de la ciudad…, siempre que cuidara, supongo, de
no hacer tratos comerciales dentro del encantado círculo de lo más selecto de las
Clases Altas. Finalmente, llegué a la conclusión de que su actividad buhonera no era
más que una máscara para ocultar algún objetivo más grande, e incluso llegué tan
lejos como a suponer que mi joven conocido estaba implicado en el comercio de
esclavos. De todos modos, eso, por supuesto, no era asunto mío.
En aquella ocasión, Simón entró en mi habitación en un estado de considerable
excitación.
—Ah! Mon ami! —exclamó, antes de que pudiera ofrecerle siquiera mi habitual
saludo—, me ha ocurrido que he sido testigo de las cosas más extraordinarias que
puedan producirse en el mundo. Paseo hacia casa de Madame…, ¿cómo se llama ese
pequeño animal, le renard, en latín?
—Vulpes —respondí.
—¡Ah, sí!…, Vulpes. Paseo hacia casa de Madame Vulpes…
—¿La médium espiritista?
—Sí, la gran médium. ¡Por los cielos! ¡Qué mujer! Escribo en una hoja de papel
muchas preguntas relativas a asuntos de lo más secreto…, asuntos que se ocultan de
la forma más profunda en los abismos de mi corazón; ¡y ved! ¡Por ejemplo! ¿Qué
ocurre? Ese demonio de mujer me responde a todos ellos de forma más certera. Me
habla de cosas de las que no me gusta hablar ni conmigo mismo. ¿Qué debo pensar?
¡Me quedo abrumado, alucinado!
—¿Debo entender, M. Simón, que esa Mrs. Vulpes respondió a preguntas escritas
en secreto por usted, preguntas relacionadas a acontecimientos conocidos sólo por
usted mismo?
—¡Ah! Más que eso, más que eso —respondió, con un cierto aire de alarma—.
Me relató cosas que… Pero —añadió tras una pausa, cambiando repentinamente de
actitud—, ¿por qué ocuparnos de esas tonterías? Todo es biología, sin duda. No hacía
falta decir que no creo en nada de ello… Pero ¿por qué estamos aquí, mon ami? Ha
ocurrido que he descubierto la cosa más hermosa que pueda usted imaginar…, un
vaso con lagartos verdes en él, compuesto por el gran Bernard Palissy. Está en mi
apartamento; subamos. Se lo mostraré.
Seguí mecánicamente a Simón; pero mis pensamientos estaban muy lejos de
Palissy y su cerámica esmaltada, pese a que yo, como él, me hallaba sondeando la

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oscuridad en busca de un gran descubrimiento. Su mención casual de la espiritista,
Madame Vulpes, me había puesto ante un nuevo sendero. ¿Y si el espiritismo fuera
realmente un gran hecho? ¿Y si, a través de la comunicación con organismos más
sutiles que el mío, pudiera alcanzar de un solo salto mi objetivo, que quizás una vida
de agónico trabajo mental jamás me permitiera alcanzar?
Mientras compraba el jarrón de Palissy a mi amigo Simón, estaba preparando
mentalmente una visita a Madame Vulpes.

III
El espíritu de Leeuwenhoek

Dos noches después de esto, gracias a una cita por carta y la promesa de un
generoso pago, encontré a Madame Vulpes aguardándome a solas en su residencia.
Era una mujer de rasgos toscos, con unos ojos oscuros intensos y casi crueles, y una
expresión extraordinariamente sensual en su boca y mandíbula. Me recibió en
perfecto silencio, en un apartamento de la planta baja, muy escasamente amueblado.
En el centro de la habitación, cerca de donde se sentaba Mrs. Vulpes, había una mesa
común, redonda, de caoba. Si hubiera acudido a limpiar su chimenea, la mujer no
hubiera examinado mi apariencia ion una indiferencia mayor. No había el menor
intento de inspirar sorpresa, maravilla o temor al visitante. Todo tenía un aspecto
sencillo y práctico. Aquella relación con el mundo espiritual era evidentemente una
ocupación tan familiar para Mrs. Vulpes como cenar o subir a un ómnibus.
—¿Viene para una comunicación, Mr. Linley? —preguntó la médium, en un tono
de voz seco y comercial.
—Tengo una cita…, sí.
—¿Qué tipo de comunicación desea? ¿Escrita?
—Sí. Deseo una comunicación escrita.
—¿De algún espíritu en particular?
—Sí.
—¿Ha conocido usted alguna vez a ese espíritu en este mundo?
—Nunca. Murió mucho antes de que yo naciera. Simplemente deseo obtener de él
una cierta información, que él tiene que hallarse en mejores condiciones de darme
que cualquier otro.
—Siéntese junto a la mesa, Mr Linley —dijo la médium—, y coloque sus manos
sobre ella.
Obedecí, con Mrs. Vulpes sentada frente a mí, con sus manos también sobre la
mesa. Llevábamos así durante casi un minuto y medio cuando se produjo una
violenta sucesión de golpes sobre la mesa, en el respaldo de mi silla, en el suelo
inmediatamente debajo de mis pies, e incluso en los cristales de las ventanas. Mrs.
Vulpes sonrió serenamente.

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—Son muy fuertes esta noche —observó—. Es usted afortunado. —Luego
prosiguió—: ¿Querrán los espíritus comunicarse con este caballero?
Una vigorosa afirmación.
—¿Deseará hablar con su comunicante el espíritu en particular que él desea?
Una sucesión muy confusa de golpes siguió a esa pregunta.
—Sé lo que quieren decir —indicó Mrs. Vulpes, dirigiéndose a mí—. Desean que
escriba usted el nombre del espíritu en particular con quien quiere conversar. ¿Es
eso? —añadió, hablando a sus invisibles invitados.
Que era eso resultó evidente por las numerosas respuestas afirmativas. Mientras
ocurría todo esto, yo arranqué una hoja de papel de mi bloc de notas, y garabateé un
nombre debajo de la mesa.
—¿Querrá ese espíritu comunicarse por escrito con este caballero? —preguntó
una vez más la médium.
Tras una momentánea pausa, su mano pareció ser atacada por un violento
temblor, agitándose con tal fuerza que la mesa vibró. Dijo que el espíritu se había
apoderado de su mano y que deseaba escribir. Le tendí algunas hojas de papel que
había sobre la mesa y un lápiz. Sujetó blandamente este último con la mano, que a los
pocos instantes empezó a moverse sobre el papel con un movimiento singular y
aparentemente involuntario. Al cabo de unos momentos, me tendió el papel, en el que
descubrí escrito, con una letra grande y poco cultivada, las palabras: «Él no está aquí,
pero ha sido enviado a buscar.» Transcurrió una nueva pausa de uno o dos minutos,
durante los cuales Mrs. Vulpes guardó un perfecto silencio, aunque los golpes
prosiguieron a intervalos regulares. Cuando hubo transcurrido el corto período que he
mencionado, la mano de la médium se vio de nuevo afectada por el convulsivo
temblor, y escribió, bajo aquella extraña influencia, unas palabras sobre el papel, que
me tendió. Decían: «Estoy aquí. Pregúnteme. Leeuwenhoek.»
Quedé alucinado. El nombre era idéntico al que yo había escrito debajo de la
mesa, y que había mantenido cuidadosamente oculto. Era absolutamente improbable
que una mujer poco cultivada como Mrs. Vulpes conociera siquiera el nombre del
gran padre de la microscopía. Puede que se tratara de biología; pero esta teoría estaba
condenada a verse pronto destruida. Escribí en mi hoja —manteniéndola oculta de
Mrs. Vulpes— una serie de preguntas, que, para evitar hacerme tedioso, situaré aquí
junto con sus respectivas respuestas, en el mismo orden en que se produjeron.
Yo— ¿Puede el microscopio ser llevado hasta la perfección?
Espíritu— Sí.
Yo— ¿Estoy destinado a realizar esta gran tarea?
Espíritu— Lo estás.
Yo— Desearía saber cómo debo proceder para alcanzar este fin. Por el amor que
sientes hacia la ciencia, ¡ayúdame!

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Espíritu— Un diamante de ciento cuarenta quilates, sometido a corrientes
electromagnéticas durante un largo período de tiempo, experimentará una
redisposición de sus átomos inter se, y a partir de esa piedra formarás la lente
universal.
Yo— ¿Resultarán grandes descubrimientos de la utilización de esa lente?
Espíritu— Tan grandes que todo lo que se ha descubierto antes no será nada.
Yo— Pero la potencia refractora del diamante es tan inmensa, que la imagen será
formada dentro de la lente. ¿Cómo superar esa dificultad?
Espíritu— Perfora la lente a través de su eje, y la dificultad será obviada. La
imagen se formará en el espacio perforado, el cual servirá como un tubo a través del
cual mirar. Me llaman. Buenas noches.
No puedo describir el efecto que esa extraordinaria comunicación tuvo sobre mí.
Me sentí absolutamente abrumado. Ninguna teoría biológica podía explicar el
descubrimiento de la lente. La médium podía, por medio de una relación biológica
con mi mente, haber ido hasta tan lejos como leer mis preguntas, y responder
coherentemente a ellas. Pero la biología no le permitía descubrir el que las corrientes
magnéticas alterarían de tal forma los cristales del diamante como para remediar sus
anteriores defectos, y permitir luego ser pulido en una lente perfecta. Alguna teoría
así puede que hubiera pasado por mi cabeza, es cierto; pero en cualquier caso la había
olvidado por completo. En mi excitada condición mental no me quedaba más que
pasar a ser un converso más, y fue en un estado de dolorosa exaltación nerviosa que
abandoné la casa de la médium aquella noche. Me acompañó hasta la puerta,
esperando que hubiera quedado satisfecho. Los golpes nos siguieron mientras
cruzábamos el vestíbulo, sonando en los balustres, el suelo, e incluso en el dintel de
la puerta. Expresé apresuradamente mi satisfacción, y escapé a toda prisa al frío aire
de la noche. Caminé hasta mi casa poseído por un solo pensamiento…, cómo obtener
un diamante del inmenso tamaño requerido. Todos mis medios, multiplicados cien
veces, no serían suficientes para adquirir una piedra así. Además, tales gemas son
raras, y suelen ser consideradas históricas. Jamás podría encontrar una a menos que
acudiera a las realezas orientales o europeas.

IV
El ojo de la mañana

Había luz en la habitación de Simón cuando entré en mi casa. Un vago impulso


me animó a visitarle. Cuando abrí la puerta de su sala de estar sin anunciarme, estaba
inclinado, de espaldas a mí, junto a una lámpara de sobremesa, al parecer
examinando minuciosamente algún objeto que tenía en las manos. Cuando entré se
sobresaltó, se metió apresuradamente la mano en el bolsillo, y se volvió hacia mí con
el rostro enrojecido por la confusión.

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—¡Hey! —exclamé—, ¿contemplando la miniatura de alguna hermosa dama? Oh,
no enrojezca; no voy a pedirle que me la muestre.
Simón rió torpemente, pero no profirió ninguna de las habituales protestas
negativas que esgrimía en tales ocasiones. Me dijo que tomara asiento.
—Simón —dije—, vengo de casa de Madame Vulpes.
Esta vez Simón se puso tan blanco como una hoja de papel, y pareció estupefacto,
como si hubiera sido golpeado por un repentino shock eléctrico. Balbuceó algunas
palabras incoherentes, y se dirigió a toda prisa hacia un pequeño armario donde
normalmente guardaba sus licores. Aunque sorprendido por su emoción, me hallaba
demasiado preocupado con mis propias ideas como para prestar mucha atención a
ninguna otra cosa.
—Dijo usted la verdad cuando afirmó que Madame Vulpes es un diablo de mujer
—proseguí—. Simón, me dijo cosas maravillosas esta noche, o más bien fue el medio
a través del cual alguien me dijo cosas maravillosas. ¡Ah, si sólo pudiera conseguir
un diamante que pesara ciento cuarenta quilates!
Apenas el suspiro con el que pronuncié este deseo murió en mis labios, cuando
Simón, con el aspecto de un animal enjaulado, me miró salvajemente y, corriendo
hacia la repisa de la chimenea, sobre la que colgaban algunas armas extranjeras,
cogió un cris malayo y lo blandió furiosamente ante mí.
—No! —gritó en francés, al que siempre cambiaba cuando estaba excitado—.
¡No! ¡No lo conseguirá! ¡Es usted pérfido! ¡Ha consultado con ese demonio, y ahora
desea mi tesoro! ¡Pero antes moriré! ¡Yo! ¡Soy valiente! ¡No me causa usted miedo!
Todo aquello, pronunciado con una voz fuerte que temblaba con la excitación, me
desconcertó. Vi de inmediato que, accidentalmente, había pisado los bordes del
secreto de Simón, fuera cual fuese. Necesitaba tranquilizarle.
—Mi querido Simón —dije—, no sé en absoluto a qué se refiere. Acudí a
Madame Vulpes para consultar con ella un problema científico, para solucionar el
cual descubrí que era necesario un diamante del tamaño que acabo de mencionar.
Usted no fue aludido en ningún momento durante la sesión, y, en lo que a mí
respecta, ni siquiera pensé en usted en ningún momento. ¿Cuál es el significado de
este arranque? Si resulta que posee usted una colección de valiosos diamantes, no
tiene que temer nada de mí. No puede poseer el diamante que necesito; porque, si lo
poseyera, no estaría viviendo aquí.
Algo en mi tono debió tranquilizarle por completo, ya que su expresión cambió
inmediatamente a una especie de refrenado regocijo, combinado sin embargo con una
cierta atención suspicaz a mis movimientos. Se echó a reír, y dijo que debía
disculparle; que en ciertas ocasiones se veía presa de una especie de vértigo, que le
traicionaba con un modo de hablar incoherente, y que esos ataques desaparecían tan
rápidamente como habían venido. Echó a un lado su arma mientras me ofrecía esta

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explicación, y consiguió, con un cierto éxito, adoptar un aire más alegre.
Nada de aquello me impresionó en absoluto. Estaba demasiado acostumbrado al
trabajo analítico como para dejarme engañar por un velo tan tenue. Decidí sondear el
misterio hasta el final.
—Simón —dije gravemente—, olvidemos todo esto delante de una buena botella
de borgoña. Tengo abajo una caja de Clos Vougeot de Lausseure, de fragante aroma y
que retiene aún toda la luz del sol de la Cote d’Or. Bebamos un par de botellas. ¿Qué
me dice de ello?
—Con todo mi corazón —respondió Simón, sonriendo.
Fui a buscar el vino, y nos sentamos a beberlo. Era de una cosecha famosa, la de
1848, un año en el que guerra y vino medraron juntos…, y su puro pero poderoso
efecto pareció impartir una renovada vitalidad a nuestros sistemas. Cuando íbamos
por la mitad de la segunda botella, la cabeza de Simón, que yo sabía que era débil,
había empezado a ceder, mientras que yo permanecía calmado como siempre, sólo
que cada nuevo sorbo parecía enviar un flujo de renovado vigor a mis miembros. El
modo de hablar de Simón empezó a hacerse más y más indistinto. Se puso a cantar
chansons francesas de una tendencia no demasiado moral. Yo me levanté de pronto
de la mesa, justo a la conclusión de una de aquellas incoherentes estrofas, y, clavando
mis ojos en él con una tranquila sonrisa, dije:
—Simón, le he engañado. Esta tarde he sabido su secreto. Será mejor que sea
franco conmigo. Mrs. Vulpes, o más bien uno de sus espíritus, me lo contó todo.
Se sobresaltó, horrorizado. Su embriaguez pareció desaparecer por un instante, e
hizo un movimiento hacia el arma que había dejado hacía un rato. Lo detuve con una
mano.
—¡Monstruo! —exclamó apasionadamente—. ¡Estoy arruinado! ¿Qué voy a
hacer? ¡Nunca lo conseguirá! ¡Lo juro por mi madre!
—No lo deseo —dije—; tranquilícese, pero sea franco conmigo. Hábleme de ello.
La embriaguez empezó a regresar. Protestó con llorosa ansiedad, diciendo que yo
estaba completamente equivocado…, que era yo el que estaba borracho; luego que
pidió que le jurara eterno secreto, y prometió revelarme el misterio. Me sometí a
todo, por supuesto. Con una expresión intranquila en los ojos y las manos
temblorosas por la bebida y el nerviosismo, extrajo una cajita de su bolsillo y la abrió.
¡Cielos! ¡Cómo centelleó la suave luz de la lámpara, descomponiéndose en un millar
de flechas prismáticas, cuando incidió sobre el enorme diamante rosa que brillaba en
la cajita! Nunca he sido un juez en lo que a diamantes se refiere, pero vi al primer
golpe de vista que aquélla era una gema de raro tamaño y pureza. Miré a Simón con
maravilla y —¿debo confesarlo?— envidia. ¿Cómo podía haber obtenido él aquel
tesoro? En respuesta a mis preguntas, sólo pude deducir de sus ebrias afirmaciones
(de las cuales, supongo, la mitad de la coherencia era sólo afectada) que había sido

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capataz de un grupo de esclavos dedicados al lavado de diamantes en el Brasil; que
había visto a uno de ellos ocultar un diamante pero que, en vez de informar a sus
patronos, había vigilado discretamente al negro hasta que le vio enterrar su tesoro;
que lo había desenterrado y había huido con su botín, pero que aún temía disponer
públicamente de él —una gema tan valiosa atraería seguramente demasiado la
atención de sus anteriores patronos—, y que no había sido capaz de descubrir
ninguno de los oscuros canales a través de los cuales pueden venderse tales cosas con
seguridad. Añadió que, de acuerdo con la práctica oriental, había bautizado su
diamante con el extravagante nombre de «El ojo de la mañana».
Mientras Simón me relataba todo aquello, yo contemplaba atentamente el gran
diamante. Nunca había visto nada tan hermoso. Todas las glorias de la luz, jamás
imaginadas o descritas, parecían pulsar en sus cámaras cristalinas. Su peso, supe por
Simón, era exactamente ciento cuarenta quilates. Era una sorprendente coincidencia.
La mano del Destino parecía estar en ella. ¡La misma noche en que el espíritu de
Leeuwenhoek me comunicaba el gran secreto del microscopio, el inapreciable medio
que me había indicado que debía emplear aparecía a mi alcance! Decidí, con la más
perfecta deliberación, apoderarme del diamante de Simón.
Me senté delante de él mientras agitaba su cabeza sobre el precioso cristal, y
decidí calmadamente todo el asunto. Ni por un instante contemplé un acto tan
estúpido como un robo común, que por supuesto sería descubierto, o al menos me
obligaría a huir y esconderme, todo lo cual interferiría con mis planes científicos.
Sólo había un paso que podía dar…, matar a Simón. Después de todo, ¿qué era la
vida de un pequeño judío insignificante, en comparación con el interés de la ciencia?
Cada día los cirujanos toman seres humanos de entre los condenados a prisión para
experimentar con ellos. Este hombre, Simón, era por confesión propia un criminal, un
ladrón, y creía, dentro de mí, también un asesino. Merecía tanto la muerte como
cualquier felón condenado por la ley; ¿por qué no podía yo, como el gobierno, hacer
que su castigo contribuyera al progreso del conocimiento humano?
El medio de conseguir todo lo que deseaba se hallaba a mi alcance. Sobre la
repisa de la chimenea reposaba una botella medio llena de láudano francés. Simón
estaba tan ocupado con el diamante, que yo acababa de devolverle, que no presentó
ninguna dificultad drogar su copa. Al cuarto de hora estaba sumido en un profundo
sueño.
Abrí entonces su chaleco, tomé el diamante del bolsillo interior en el que lo había
metido, y lo trasladé a la cama. Cogí el cris malayo, que sujeté en mi mano derecha,
mientras con la otra hallaba tan exactamente como me fue posible por las pulsaciones
la localización exacta de su corazón. Era esencial que todos los aspectos de su muerte
condujeran a la suposición de un suicidio. Calculé el arco exacto con el que
probablemente entraría el arma en su pecho si estuviera manejada por el propio

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Simón; luego, con un poderoso golpe, la hundí hasta la empuñadura en el lugar
exacto donde deseaba que penetrara. Un estremecimiento convulsivo agitó los
miembros de Simón. Oí un blando sonido escapar de su garganta, igual al estallido de
una gran burbuja de aire emitida por un buceador cuando alcanza la superficie del
agua; se volvió a medias de costado y, como si deseara ayudarme en mis planes, su
mano derecha, movida por algún impulso meramente espasmódico, aferró el mango
del cris, que siguió sosteniendo con una extraordinaria tenacidad muscular. Aparte
esto, no hubo ningún otro debatir aparente. El láudano, supongo, paralizó la habitual
acción nerviosa. Debió morir instantáneamente.
Todavía quedaba algo por hacer. Para asegurarme de que toda sospecha del acto
derivara de cualquier habitante de la casa al propio Simón, era necesario que por la
mañana la puerta fuera hallada cerrada por dentro. ¿Cómo conseguir esto y luego
escapar? No por la ventana; aquello era una imposibilidad física. Además, estaba
decidido a que las ventanas fueran halladas también cerradas por dentro. La solución
resultó bastante simple. Descendí silenciosamente a mi propia habitación en busca de
un instrumento en particular que había utilizado a menudo para manejar pequeñas
sustancias resbaladizas, como pequeñas esferas de cristal, etc. Este instrumento no
era más que unas largas y delgadas pinzas, con un gran poder de agarre y que
permitían hacer una considerable palanca. Nada más sencillo que, cuando la llave
estuviera en la cerradura, sujetar desde fuera el extremo con sus puntas, a través del
agujero de la cerradura, y así cerrar la puerta. Previamente a hacer esto, sin embargo,
quemé un cierto número de papeles en la chimenea de Simón. Los suicidas siempre
queman algunos papeles antes de matarse. También vacié un poco más de láudano en
la copa de Simón —tras borrar de ella antes todo rastro de vino—, limpié la otra
copa, y me llevé conmigo las dos botellas. Si se hallaban huellas de que dos personas
habían estado bebiendo en la habitación, lógicamente se suscitaría la pregunta: ¿quién
era la otra? Además, las botellas de vino podrían ser identificadas como mías. El
láudano lo dejé en la copa para justificar su presencia en su estómago, en caso de un
examen post mórtem. Naturalmente, la teoría sería que primero había intentado
envenenarse pero que, tras beber un poco de la droga, se habría sentido disgustado
por su sabor o habría cambiado de opinión por otros motivos, y habría elegido la
daga. Una vez hechos todos estos arreglos, salí, dejando el gas encendido, cerré la
puerta con mis pinzas, y me fui a la cama.
La muerte de Simón no fue descubierta hasta casi las tres de la tarde. El sirviente,
sorprendido al ver el gas encendido cuya luz brotaba al oscuro descansillo por debajo
de la puerta, había mirado por el agujero de la cerradura y había visto a Simón en la
cama. Dio la alarma. La puerta fue forzada, y lodo el vecindario fue presa de una
fiebre de excitación.
Todo el mundo en la casa fue arrestado, incluido yo. Hubo una encuesta; pero no

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pudo obtenerse ningún indicio de su muerte más allá del suicidio. Curiosamente, la
semana anterior Simón había hablado con algunos de sus amigos de una forma tal
que parecía casi al borde de la autodestrucción. Un caballero juró que Simón había
dicho en su presencia que «estaba cansado de la vida». Su casero afirmó que Simón,
cuando le había pagado la renta aquel último mes, había observado que «no iba a
seguir pagándole mucho tiempo más». Todas las demás pruebas encajaban con la
teoría del suicidio: la puerta cerrada por dentro, la posición del cadáver, los papeles
quemados. Como había anticipado, nadie sabía nada de la posesión del diamante por
parte de Simón, por lo que no había ningún motivo para su asesinato. El jurado, tras
un prolongado examen del caso, emitió el veredicto habitual, y el vecindario siguió
de nuevo su vida acostumbrada.

V
Animula

Los tres meses siguientes a la catástrofe de Simón los dediqué día y noche a mi
lente de diamante. Construí una enorme pila galvánica, compuesta por cerca de dos
mil pares de placas…, no me atrevía a utilizar más potencia por temor a que el
diamante resultara calcinado. A través de su enorme motor conseguía enviar
constantemente una poderosa corriente eléctrica a través de mi gran diamante, el cual
me parecía que ganaba en lustre cada día. Al terminar el mes comencé el modelado y
pulido de la lente, un trabajo de intensa concentración y exquisita delicadeza. La gran
densidad de la piedra, y el cuidado requerido por la curvatura de las superficies de la
lente, convertían el trabajo en lo más delicado y difícil que hubiera emprendido
nunca.
Finalmente llegó el ansiado momento: la lente estaba completa. Yo me hallaba de
pie, tembloroso, en el umbral de nuevos mundos. Tenía ante mí la realización del
famoso deseo de Alejandro. La lente estaba sobre la mesa, lista para ser coloca da en
su plataforma. Mi mano tembló ligeramente cuando envolví una gota de agua con una
delgada capa de aceite de trementina, como preparación para su examen…, un
proceso necesario a fin de impedir la rápida evaporación del agua, Luego coloqué la
gota sobre una delgada capa de cristal bajo la lente y, arrojando sobre ella, con la
ayuda combinada de un prisma y un espejo, un potente rayo de luz, acerqué mi ojo al
diminuto agujero perforado a través del eje de la lente. Por un instante no vi nada
excepto lo que parecía ser un caos iluminado, un enorme abismo luminoso. Una pura
luz blanca, nítida y serena, y al parecer tan ilimitada como el propio espacio, fue mi
primera impresión. Suavemente, y con el mayor cuidado, hundí la lente apenas unos
pocos grosores de cabello. La maravillosa iluminación siguió aún, pero, a medida que
la lente se aproximaba al objeto, una escena de indescriptible belleza se desplegó ante
mi vista.

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Parecía estar contemplando un enorme espacio, cuyos límites se extendían mucho
más allá de mi visión. Una atmósfera de mágica luminosidad permeaba todo el
campo visual. Me quedé sorprendido al no ver ningún rastro de vida animálcula, Al
parecer, nada vivo habitaba aquella aturdidora extensión, Comprendí al instante que,
gracias al maravilloso poder de mi lente, había penetrado más allá de las partículas
más groseras de la materia acuosa, más allá del reino de los infusorios y protozoos,
descendiendo hasta el glóbulo gaseoso original, cuyo luminoso interior estaba
atisbando, como si mirara dentro de un domo ilimitado lleno con una radiación
sobrenatural,
Sin embargo, lo que miraba no era un brillante vacío. Por todos lados atisbaba
hermosas formas inorgánicas, de textura desconocida, coloreadas con los tonos más
encantadores. Esas formas presentaban una apariencia que podría ser denominada, a
falta de una definición más específica, nubes foliadas de la más extremada rareza; es
decir, ondulaban y se quebraban en formaciones vegetales, y estaban teñidas con
esplendores ante los cuales el oropel de nuestros bosques otoñales es puro plomo
comparado con el oro. Extendiéndose hasta muy lejos a través de aquella ilimitada
distancia había largas avenidas de aquellos bosques gaseosos débilmente
transparentes, y teñidos con tonos prismáticos de inimaginable brillo. Las colgantes
ramas oscilaban a lo largo de los fluidos claros hasta que la visión parecía recoger
interminables hileras de multicolores y sedosos estandartes. Lo que parecían ser
frutos o flores, pintados con un millar de tonalidades, lustrosos y siempre variantes,
burbujeaban en las copas de aquel encantado follaje. No se veían colinas, ni lagos, ni
ríos, ninguna forma animada o inanimada, excepto aquellos enormes sotos aurórales
que flotaban serenamente en la luminosa quietud, con hojas y frutos y flores que
resplandecían con fuegos desconocidos que la imaginación era incapaz de abarcar.
¡Qué extraño, pensé, que aquella esfera debiera estar condenada de aquel modo a
la soledad! Había esperado, al menos, descubrir alguna nueva forma de vida animal
—quizá de una clase más inferior que cualquier otra que hubiera examinado hasta
entonces—, pero, pese a todo, algún organismo vivo. Descubrí que mi recién
descubierto mundo, si puedo denominarlo así, era un hermoso desierto cromático.
Mientras estaba especulando sobre las singulares disposiciones de la economía
interna de la Naturaleza, que tan frecuentemente reduce a átomos nuestras más
compactas teorías, creí divisar una forma que se movía lentamente a través de los
claros de uno de los bosques prismáticos. Miré más atentamente, y descubrí que no
me había equivocado. Las palabras no pueden reflejar la ansiedad con la que aguardé
a que aquel misterioso objeto se aproximara. ¿Era simplemente alguna sustancia
inanimada, mantenida en suspensión en la atenuada atmósfera del glóbulo? ¿O era un
animal provisto de vitalidad y movimiento? Se aproximó, como aleteando detrás de
los coloreados velos del nuboso follaje, dejándose ver imprecisamente por unos

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segundos, luego desvaneciéndose. Al final, los estandartes violeta que colgaban más
cerca de mí vibraron; fueron echados suavemente hacia un lado, y la Forma flotó a
plena luz.
Era una forma humana, femenina. Cuando digo «humana», quiero decir que
poseía la silueta de la humanidad…, pero ahí termina la analogía. Su adorable belleza
la alzaba a alturas ilimitadas más allá de la más encantadora hija de Adán.
No puedo, no me atrevo, a intentar inventariar los encantos de aquella divina
revelación de una belleza perfecta. Aquellos ojos de un violeta místico, virginales y
serenos, eluden mis palabras. El largo y lustroso pelo que coronaba su gloriosa
cabeza con una estela de oro, como el rastro que surca en los cielos una estrella
fugaz, hace palidecer mis más ardientes frases con su esplendor. Si todas las abejas de
Hybla anidaran en mis labios, seguirían cantando toscamente las maravillosas
armonías de la silueta que enmarcaba su forma.
Apareció por entre las cortinas arco iris de los nubosos árboles al amplio mar de
luz que se extendía más allá. Sus movimientos eran los de una graciosa náyade,
hendiendo, con un simple esfuerzo de su voluntad, las claras y tranquilas aguas que
llenan las cámaras del mar. Flotó hacia delante con la serena gracia de una frágil
burbuja ascendiendo por la tranquila atmósfera de un día de junio. La perfecta
redondez de sus miembros formaba suaves y encantadoras curvas. Observar el
armonioso fluir de sus líneas era como escuchar la más espiritual de las sinfonías de
Beethoven el divino. Se trataba, de hecho, de un placer cuya contemplación resultaba
barata a cualquier precio. Deseé poder cruzar el umbral de aquella maravilla aunque
ello significara sumirme en otra sangre completamente distinta. Hubiera dado todo lo
que me hubieran pedido con tal de gozar personalmente de un momento así de
exaltación y deleite.
Conteniendo el aliento mientras contemplaba aquella encantadora maravilla, y
olvidando por un instante todo excepto su presencia, aparté ansiosamente mi ojo del
microscopio y…, ¡ay! ¡Cuando mi mirada cayó sobre la delgada platina depositada
debajo del instrumento, la brillante luz de espejo y prisma se convirtieron en una
incolora gota de agua! Así pues, en aquella pequeña cuenta de rocío estaba
aprisionado para siempre mi hermoso ser. El planeta Neptuno no estaba más distante
de mí que ella. Me precipité una vez más a aplicar mi ojo al microscopio.
Animula (déjenme llamarla con este querido nombre que más tarde le adjudiqué)
había cambiado de posición. Se había acercado de nuevo al maravilloso bosque, y
estaba mirando concentradamente hacia arriba. Finalmente uno de los árboles —
como debo llamarlos— desplegó un largo proceso ciliar, por el cual agarró uno de los
resplandecientes frutos que brillaban en su copa y, bajándolo lentamente, lo tendió al
alcance de Animula. La sílfide lo tomó en su delicada mano y empezó a comerlo. Mi
atención estaba tan absolutamente absorta en ella que no pude dedicarme a la tarea de

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determinar si aquella singular planta poseía o no volición.
La observé con la más profunda atención mientras comía.
La sinuosidad de sus movimientos envió un estremecimiento de placer a través de
todo mi cuerpo; mi corazón latió locamente cuando ella volvió sus hermosos ojos en
dirección al punto desde donde yo miraba. ¡Lo que hubiera dado en aquellos
momentos por tener el poder de precipitarme a aquel océano luminoso, y flotar con
ella a través de aquellos bosquecillos púrpura y oro! Mientras seguía así, con el
aliento contenido, siguiendo todos sus movimientos, se sobresaltó de pronto, pareció
escuchar por un momento y luego, horadando el brillante éter en el que flotaba, como
un destello de luz, atravesó el bosque opalino y desapareció.
Instantáneamente me vi asaltado por una serie de emociones de lo más singular.
Pareció como si repentinamente me hubiera vuelto ciego. La esfera luminosa estaba
aún delante de mí, pero mi luz diurna se había desvanecido. ¿Qué había causado
aquella repentina desaparición? ¿Tenía ella algún amante o esposo? ¡Sí, ésa era la
explicación! Alguna señal de algún feliz consorte había vibrado a través de las sendas
del bosque, y ella había obedecido a la llamada.
La agonía de mis sensaciones, cuando llegué a esa conclusión, me sorprendió.
Intenté rechazar la convicción que mi razón intentaba hacerme admitir. Luché contra
la fatal conclusión…, pero en vano. Las cosas eran así. No podía escapar de ellas.
¡Amaba a un animálculo!
Es cierto que, gracias al maravilloso poder de mi microscopio, ella aparecía ante
mí con proporciones humanas. En vez de presentar el desagradable aspecto de las
criaturas más toscas, que viven y luchan y mueren en las más fácilmente detectables
porciones de la gota de agua, ella era etérea y delicada y de una belleza exquisita.
¿Pero cómo era eso así? Cada vez que apartaba mi ojo del instrumento, mi mirada
caía sobre una miserable gota de agua, dentro de la cual, debía contentarme con
saber, moraba todo aquello que podía hacer mi vida feliz.
¡Si ella pudiera verme, aunque sólo fuera una vez! Si pudiera por un momento
atravesar las místicas paredes que tan inexorablemente se alzaban para separarnos, y
susurrar todo lo que llenaba mi alma, me sentiría satisfecho para el resto de mi vida
con el conocimiento de su remota simpatía. Sería algo que establecería aunque fuera
el más débil lazo personal que nos uniría…, ¡el saber que a veces, cuando
vagabundeara por entre aquellos encantados claros, tal vez pensara en el maravilloso
extraño que había roto la monotonía de su vida con su presencia y había dejado un
gentil recuerdo en su corazón!
Pero no podía ser. Ningún invento del que fuera capaz el intelecto humano era
capaz de romper las barreras que había erigido la Naturaleza. Podía llenar mi alma
con su maravillosa belleza, pero ella permanecería para siempre ignorante de los
adoradores ojos que día y noche la contemplaban y, cuando se cerraban, la veían en

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sueños. Con un amargo grito de angustia huí de la habitación y, dejándome caer en mi
lecho, sollocé hasta quedarme dormido como un niño.

VI
La gota que hace rebosar el vaso

Desperté a la mañana siguiente casi al despuntar el alba, y corrí a mi microscopio.


Temblaba cuando convoqué el luminoso mundo en miniatura que contenía todos mis
anhelos. Animula estaba allí. Había dejado la lámpara de gas, rodeada por sus
moderadores, encendida, cuando me fui a la cama la noche antes. Encontré a la sílfide
bañándose, con una expresión de placer animando sus rasgos, a la brillante luz que la
rodeaba. Echó su lustroso pelo dorado sobre sus hombros con inocente coquetería.
Estaba tendida en el medio transparente, en el que se sostenía con facilidad, y
retozaba con la misma gracia encantadora que la ninfa Salmacis debió exhibir cuando
intentaba conquistar a la tímida Hermafrodita. Intenté un experimento para
comprobar si sus poderes de reflexión estaban desarrollados. Disminuí
considerablemente el brillo de la lámpara. A la penumbrosa luz que quedó, pude ver
que una expresión de dolor aleteaba en su rostro. Miró repentinamente hacia arriba, y
su ceño se contrajo. Inundé de nuevo la platina del microscopio a toda luz, y su
expresión cambió de nuevo. Saltó hacia delante como una sustancia desprovista de
todo peso. Sus ojos resplandecieron y sus labios se agitaron. ¡Ah! Si la ciencia
dispusiera de los medios de conducir y reduplicar los sonidos, como hace con los
rayos de luz, ¡qué alegres cantos de felicidad hubieran hechizado mis oídos! ¡Qué
jubilosos himnos a Adonay hubieran resonado en el iluminado aire!
Ahora comprendía por qué el conde de Gabalis había poblado su místico mundo
con sílfides…, hermosos seres cuyo aliento de vida era radiante fuego v que moraban
eternamente en regiones del más puro éter y la más pura luz. El rosacruz había
anticipado la maravilla que yo había llevado a la práctica.
Soy incapaz de decir cuánto tiempo duró esa adoración de mi extraña divinidad.
Perdí todo sentido del tiempo. Durante todo el día, desde el amanecer y hasta muy
adentrada la noche, hubiera podido vérseme mirando a través de aquella maravillosa
lente. No vi a nadie, no fui a ningún lado, y apenas me concedí el tiempo suficiente
para comer un poco. Toda mi vida estaba absorta en la contemplación, tan arrobado
como si viera a todos los santos de la iglesia romana. A cada hora que pasaba
contemplando aquella divina forma se encendía más mi pasión…, ¡una pasión que se
veía siempre ensombrecida por la enloquecedora convicción de que, aunque podía
contemplarla a voluntad, ella nunca, nunca, podría verme a mí!
Al final, empecé a palidecer y a enflaquecer de tal modo, por falta de descanso y
por la continuada observación de mi insano amor y sus crueles condiciones, que
decidí hacer un esfuerzo por arrancarme de aquello.

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—Vamos —me dije—, todo esto no es más que una fantasía. Tu imaginación ha
adornado a Animula con unos encantos que en realidad no posee. Tu alejamiento de
la sociedad femenina ha producido en tu mente esta morbosa condición. Compárala
con las hermosas mujeres de tu propio mundo, y este falso encantamiento
desaparecerá.
Miré por casualidad al montón de periódicos que tenía a un lado. Allá estaba el
anuncio de una celebrada danseuse que aparecía cada noche en el Niblo’s. La
Signorina Caradolce tenía la reputación de ser la mujer más hermosa y más graciosa
del mundo. Me vestí de inmediato y fui al teatro.
Se alzó el telón. El habitual semicírculo de hadas con blancos atuendos de
muselina formaba, todas ellas apoyadas sobre la punta de su pie derecho, en torno al
pintado macizo de flores del telón de fondo donde dormía el príncipe. De pronto se
oye una flauta. Las hadas se sobresaltan. Los árboles se abren, las hadas se apoyan
ahora sobre la punta de su pie izquierdo, y entra la reina. Era la Signorina. Saltó hacia
delante entre un tronar de aplausos y, sosteniéndose sobre un pie, permaneció como
flotando en el aire. ¡Cielos!, ¿aquélla era la gran encantadora que había atraído a
monarcas a sus pies? ¡Aquellos recios miembros musculosos, aquellas anchas
caderas, aquellos cavernosos ojos, aquella sonrisa estereotipada, aquellas mejillas
burdamente pintadas! ¿Dónde estaba el sonrosado rubor, los líquidos ojos expresivos,
los armoniosos miembros de Animula?
La Signorina bailó. ¡Aquellos torpes movimientos discordantes! El juego de sus
miembros era completamente falso y artificial. Sus saltos eran dolorosos esfuerzos
atléticos; sus poses eran angulares y molestaban al ojo. No pude soportarlo más; con
una exclamación de disgusto que atrajo sobre mí todas las miradas, me levanté de mi
asiento en medio mismo del pas-de-fascination de la Signorina y abandoné
bruscamente la sala.
Me apresuré a volver a casa para festejar una vez más mis ojos con las
encantadoras formas de mi sílfide. Sentí que a partir de aquel momento iba a ser
imposible combatir aquella pasión. Apliqué mi ojo a la lente. Animula estaba allí…,
¿pero qué podía haber ocurrido? Algún terrible cambio parecía haber tenido lugar
durante mi ausencia. Algún secreto pesar parecía nublar los encantadores rasgos
cuando miré hacia ella. Su rostro era más delgado y parecía como extraviado; sus
miembros se arrastraban pesadamente; el maravilloso lustre de su dorado pelo se
había apagado. ¡Estaba enferma! ¡Enferma…, y yo no podía ayudarla! Creo que en
aquel momento hubiera renunciado de buen grado a todos los derechos humanos que
me correspondían por nacimiento a cambio de poder ser disminuido al tamaño de un
animálculo, y serme permitido consolarla del destino del que me veía para siempre
separado.
Estrujé mi cerebro en busca de la solución a aquel misterio. ¿Qué era lo que

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afligía a la sílfide? Parecía sufrir un intenso dolor. Sus rasgos se contrajeron, e
incluso se encogió, como presa de alguna agonía interna. Los maravillosos bosques
parecían haber perdido también la mitad de su belleza. Sus tonalidades eran apagadas
y, en algunos lugares, habían desaparecido por completo. Observé durante horas a
Animula con el corazón roto, y ella pareció encogerse de una forma absoluta bajo mi
mirada. De pronto recordé que no había comprobado la gota de agua desde hacía
días. De hecho, odiaba verla, porque me recordaba la barrera natural existente entre
Animula y yo. Miré apresuradamente la platina del microscopio. El cristal estaba
todavía allí…, ¡pero, por los cielos, la gota de agua había desaparecido! La terrible
verdad me invadió; se había evaporado, hasta convertirse en algo tan diminuto que
resultaba invisible a simple vista; había estado contemplando su último átomo, aquel
que contenía a Animula…, ¡y ella se estaba muriendo!
Me apresuré de nuevo a la lente y miré a su través. ¡Sí, la ultima agonía ya se
había apoderado de ella! Los bosques arco iris se habían fundido por completo, y
Animula yacía debatiéndose débilmente en lo que parecía ser un punto de imprecisa
luz. ¡Ah!, la visión era horrible: los miembros antes tan redondeados y encantadores
se reducían a la nada; los ojos —aquellos ojos que brillaban como el cielo— se
habían extinguido a un polvo negro; el lustroso pelo dorado se veía ahora lacio y
descolorido. Llegó el estremecimiento final. Contemplé aquel último debatirse de la
cada vez más ennegrecida forma…, y me desvanecí.
Cuando desperté de mi trance, al cabo de muchas horas, me hallé tendido en
medio de la ruina de mi instrumento, con mi mente y mi cuerpo tan destrozados como
él. Me arrastré débilmente hasta mi cama, de la que no me levanté durante meses.
Dicen que estoy loco; pero están equivocados. Soy pobre, porque nunca he tenido
el valor ni la voluntad para trabajar; he gastado todo mi dinero, y vivo de la caridad.
Las asociaciones de jóvenes a los que les gusta divertirse me invitan a que les dé
conferencias sobre óptica, por las que me pagan, y se ríen mientras las pronuncio.
«Linley, el microscopista loco», me llaman. Supongo que en esas conferencias hablo
incoherentemente. ¿Quién puede hablar con sentido cuando su cerebro está
atormentado por esos horribles recuerdos, mientras de tanto en tanto, entre las
sombras de la muerte, aparece ante mis ojos la radiante forma de mi perdida
Animula?

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ANTÓN CHÉJOV

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Me atrevería a decir que Chéjov constituye, dentro de esta antología, la perla
negra, la curiosidad, la excepción que confirma la regla. Allá donde la mayoría de
los autores incluidos en ella, aunque famosos y reconocidos dentro de la literatura
general, mostraron a lo largo de toda su vida y obra una inclinación hacia la ciencia
ficción (aunque en su época sus relatos fueran etiquetados solamente como fantasías,
o en el mejor de los casos como «fantasías científicas», porque, ¿cómo podían ser
etiquetados con un nombre que aún no había sido inventado?), esta argumentación
no puede emplearse con Antón Pávlovich Chéjov. El autor de La gaviota, Tío Vania,
Tres hermanas y El jardín de los cerezos, sólo por citar algunas de sus obras más
conocidas, es considerado universalmente como un autor naturalista, rural, cuya
mayor virtud es la minuciosa descripción de los ambientes grises de las viejas
propiedades en las que agoniza el mundo de la antigua aristocracia. Nada más lejos
de la exaltación fantástica de un Poe, un Hawthorne o un Melville. Chéjov fue
siempre y ante todo un autor realista.
¿Siempre? Lo cierto es que Chéjov, nacido en 1860 en Taganrog, nieto de un
siervo libertado e hijo de un pequeño comerciante arruinado cuando Chéjov aún no
había cumplido los veinte años, sufrió en los años jóvenes de su vida toda la miseria
que afectaba a gran parte del pueblo ruso. Su éxito como escritor y dramaturgo no le
llegó hasta el último decenio del siglo. Hasta entonces, Chéjov, mientras estudiaba
medicina, empezó a escribir cuentos y enviarlos a las revistas humorísticas del país,
de gran auge por aquella época en Rusia. Se trataba evidentemente de un trabajo
puramente alimenticio, emprendido entre guardia y guardia del hospital para
subvenir a sus necesidades y las de su familia. Las glorias literarias estaban aún
lejos. Pero no su profunda visión de la vida, su agudeza de conceptos y su mordaz
humor, que constituyen una constante en esta primera época de su vida literaria, en
la que se ha profundizado muy poco hasta que, en 1884, empezaron a aparecer sus
primeros volúmenes de cuentos y sainetes, todos ellos humorísticos.
A esta primera época pertenece «Las islas voladoras» (Lie chie astravá).
Aparecido en 1885 en la revista satírica Budilni (Despertador), es una ácida parodia,
casi esperpéntica, que pretende ser la traducción al ruso de uno de los relatos de
Julio Verne (muy en boga en Rusia en aquellos tiempos), aunque el nombre del gran
autor francés no sea citado en absoluto en ningún momento. Pero todas sus
características, sus virtudes y sus defectos están ahí. La agudeza de Chéjov, un autor
no de ciencia ficción que se permite ironizar sobre el género, encaja perfectamente
un volumen donde la protociencia ficción quiere ser vista desde todos sus ángulos. Y
demuestra que, en las últimas décadas del siglo pasado, el género no era en absoluto
indiferente, no ya solo al público, sino tampoco a los escritores de otros géneros
literarios.

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Las islas voladoras

I
La Conferencia

—¡He terminado, caballeros! —dijo Mr. John Lund, joven miembro de la Real
Sociedad Geográfica, mientras se desplomaba exhausto sobre un sillón. La sala de
asambleas resonó con grandes aplausos y gritos de ¡bravo! Uno tras otro, los
caballeros asistentes se dirigieron hacia John Lund y le estrecharon la mano. Como
prueba de su asombro, diecisiete caballeros rompieron diecisiete sillas y torcieron
ocho cuellos, pertenecientes a otros ocho caballeros, uno de los cuales era el capitán
de La Catástrofe, un yate de 100 000 toneladas.
—¡Caballeros! —dijo Mr. Lund, profundamente emocionado—. Considero mi
más sagrada obligación el darles a ustedes las gracias por la asombrosa paciencia con
la que han escuchado mi conferencia de una duración de 40 horas, 32 minutos y 14
segundos… ¡Tom Grouse! —exclamó, volviéndose hacia su viejo criado—.
Despiértame dentro de cinco minutos. Dormiré, mientras los caballeros me disculpan
por la descortesía de hacerlo.
—¡Sí, señor! —dijo el viejo Tom Grouse.
John Lund echó hacia atrás la cabeza, y estuvo dormido en un segundo.
John Lund era escocés de nacimiento. No había tenido una educación formal ni
estudiado para obtener ningún grado, pero lo sabía todo. La suya era una de esas
naturalezas maravillosas en las que el intelecto natural lleva a un innato conocimiento
de todo lo que es bueno y bello. El entusiasmo con el que había sido recibido su
parlamento estaba totalmente justificado. En el curso de cuarenta horas había
presentado un vasto proyecto a la consideración de los honorables caballeros, cuya
realización llevaría a la consecución de gran fama para Inglaterra y probaría hasta qué
alturas puede llegar en ocasiones la menta humana.
«La perforación de la Luna, de uno a otro lado, mediante una colosal barrena.»
¡Éste era el tema de Id brillantemente pronunciada conferencia de Mr. Lund!

II
El Misterioso Extraño

Sir Lund no durmió siquiera durante tres minutos. Una pesada mano descendió
sobre su hombro y tuvo que despertarse. Ante él se alzaba un caballero de un metro,
ocho decímetros, dos centímetros y siete milímetros de altura, flexible como un sauce
y delgado como una serpiente disecada. Era completamente calvo. Enteramente
vestido de negro, llevaba cuatro pares de anteojos sobre la nariz, un termómetro en el

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pecho y otro en la espalda.
—¡Seguidme! —exclamó el calvo caballero con tono sepulcral.
—¿Dónde?
—¡Seguidme, John Lund!
—¿Y qué pasará si no lo hago?
—¡Entonces me veré obligado a perforar a través de la Luna antes de que lo
hagáis vos!
—En ese caso, caballero, estoy a vuestro servicio.
—Vuestro criado caminará detrás de nosotros.
Mr. Lund, el caballero calvo y Tom Grouse abandonaron la sala de asambleas,
saliendo a las bien iluminadas calles de Londres. Caminaron durante largo tiempo.
—Señor —dijo Grouse a Mr. Lund—, si nuestro camino es tan largo como este
caballero, de acuerdo con la ley de la fricción, ¡gastaremos nuestras suelas!
Los caballeros meditaron un momento. Diez minutos después, tras decidir que el
comentario de Grouse tenía mucha gracia, rieron ruidosamente.
—¿Con quién tengo el honor de compartir mis risas, caballero? —preguntó Lund
a su calvo acompañante.
—Tenéis el honor de caminar, hablar y reír con un miembro de todas las
sociedades geográficas, arqueológicas y etnográficas del mundo, con alguien que
posee un grado magna cum laude en cada ciencia que ha existido y que existe en la
actualidad, es miembro del Club de las Artes de Moscú, fideicomisario honorífico de
la Escuela de Obstetricia Bovina de Southampton, suscriptor del The Illustrated Imp,
profesor de magia amarillo-verdosa y gastronomía elemental en la futura Universidad
de Nueva Zelanda, director del Observatorio sin Nombre, William Bolvanius. Os
estoy llevando, caballero, a…
(John Lund y Tom Grouse cayeron de rodillas ante el gran hombre, del que tanto
habían oído, e inclinaron sus cabezas en señal de respeto.)
—… os estoy llevando, caballero, a mi observatorio, a treinta y dos kilómetros de
aquí. ¡Caballero! El silencio es una bella cualidad en un hombre. Necesito un
compañero en mi empresa, la significación de la cual seréis capaz de comprender con
tan sólo los dos hemisferios de vuestro cerebro. Mi elección ha recaído en vos. Tras
vuestra conferencia de cuarenta horas, es muy improbable que deseéis entablar
conversación conmigo, y yo, caballero, no amo a nada tanto como a mi telescopio y a
un silencio prolongado. La lengua de vuestro servidor, empero, será detenida a una
orden vuestra. ¡Caballero, viva la pausa! Os estoy llevando… Supongo que no
tendréis nada en contra, ¿no es así?
—¡En absoluto, caballero! Tan sólo lamento que no seamos corredores y, por otra
parte, el que estos zapatos que estamos usando valgan tanto dinero.
—Os compraré zapatos nuevos.

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—Gracias, caballero.
Aquellos de mis lectores que estén sobre ascuas por el deseo de tener un mejor
conocimiento del carácter de Mr. William Bolvanius pueden leer su asombrosa obra:
«¿Existió la Luna antes del Diluvio?; y, si así fue, ¿por qué no se ahogó?» A esta obra
se le acostumbra a unir un opúsculo, posteriormente prohibido, publicado un año
antes de su muerte y titulado: «Cómo convertir el Universo en polvo y salir con vida
al mismo tiempo.» Estas dos obras reflejan la personalidad de este hombre, notable
entre los notables, mejor que pudiera hacerlo cualquier otra cosa.
Incidentalmente, estas dos obras describen también cómo pasó dos años en los
pantanos de Australia, subsistiendo enteramente a base de cangrejos, limo y huevos
de cocodrilo, y sin hacer durante todo este tiempo ni un solo fuego. Mientras estaba
en los pantanos, inventó un microscopio igual en todo a uno ordinario, y descubrió la
espina dorsal en los peces de la especie «Riba». Al volver de su largo viaje, se
estableció a unos kilómetros de Londres y se dedicó enteramente a la astronomía,
Siendo como era un auténtico misógino (se casó tres veces y tuvo, como
consecuencia, tres espléndidos y bien desarrollados pares de cuernos), y no sintiendo
deseos ocasionales de aparecer en público, llevaba la vida de un esteta. Con su sutil y
diplomática mente, consiguió que su observatorio y su trabajo astronómico tan sólo
fuesen conocidos por él mismo. Para pesar y desgracia de todos los verdaderos
ingleses, debemos hacer saber que este gran hombre ya no vive en nuestros días;
murió hace algunos años, oscuramente, devorado por tres cocodrilos mientras nadaba
en el Nilo.

III
Los Puntos Misteriosos

El observatorio al que llevó a Lund y al viejo Tom Grouse, (sigue aquí una larga y
tremendamente aburrida descripción del observatorio, que el traductor del francés al
ruso ha creído mejor no traducir para ganar tiempo y espacio). Allí se alzaba el
telescopio perfeccionado por Bolvanius. Mr. Lund se dirigió hacia el instrumento y
comenzó a observar la Luna.
—¿Qué es lo que veis, caballero?
—La Luna, caballero.
—Pero ¿qué es lo que veis cerca de la Luna, caballero?
—Tan sólo tengo el honor de ver la Luna, caballero.
—Pero ¿no veis unos puntos pálidos moviéndose cerca de la Luna, caballero?
—¡Pardiez, caballero! ¡Veo los puntos! ¡Sería un asno si no los viera! ¿De qué
clase de puntos se trata?
—Esos puntos tan sólo son visibles a través de mi telescopio. ¡Pero ya basta!
¡Dejad de mirar a través del aparato! Mr, Lund y Tom Grouse, yo deseo saber, tengo

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que saber, qué son esos puntos. ¡Estaré allí pronto! ¡Voy a hacer un viaje para verlos!
Y ustedes vendrán conmigo.
—¡Hurra! —gritaron a un tiempo John Lund y Tom Grouse—. ¡Vivan los puntos!

IV
Catástrofe en el Firmamento

Media hora más tarde, Mr. William Bolvanius, John Lund y Tom Grouse estaban
volando hacia los misteriosos puntos en el interior de un cubo que era elevado por
dieciocho globos, listaba sellado herméticamente y provisto de aire comprimido y de
aparatos para la fabricación de oxígeno [1]. El inicio de este estupendo vuelo sin
precedentes tuvo lugar en la noche del 13 de marzo de 1870. El viento provenía del
suroeste. La aguja de la brújula señalaba noroeste-oeste. (Sigue una descripción,
extremadamente aburrida, del cubo y de los dieciocho globos.) Un profundo silencio
reinaba dentro del cubo. Los caballeros se arrebujaban en sus capas y fumaban
cigarros. Tom Grouse, tendido en el suelo, dormía como si estuviera en su propia
casa. El termómetro [2] registraba bajo cero. En el curso de las primeras veinte horas,
no se cruzó entre ellos ni una sola palabra ni ocurrió nada de particular. Los globos
habían penetrado en la región de las nubes.
Algunos rayos comenzaron a perseguirles, pero no consiguieron darles alcance,
como era natural esperar tratándose de ingleses. Al tercer día John Lund cayó
enfermo de difteria y Tom Grouse tuvo un grave ataque en el bazo. El cubo colisionó
con un aerolito y recibió un golpe terrible. El termómetro marcaba -76°.
—¿Cómo os sentís, caballero? —preguntó Bolvanius a Mr. Lund al quinto día,
rompiendo finalmente el silencio.
—Gracias, caballero —replicó Lund, emocionado— vuestro interés me
conmueve. Estoy en la agonía. Pero ¿dónde está mi fiel Tom?
—Está sentado en un rincón, mascando tabaco y tratando de poner la misma cara
que un hombre que se hubiera casado con diez mujeres al mismo tiempo.
—¡Ja, ja, ja, Mr. Bolvanius!
—Gracias, caballero.
Mr. Bolvanius no tuvo tiempo de estrechar su mano con la del joven Lund antes
de que algo terrible ocurriese. Se oyó un terrorífico golpe. Algo explotó, se
escucharon un millar de disparos de cañón, y un profundo y furioso silbido llenó el
aire. El cubo de cobre, habiendo alcanzado la atmósfera rarificada y siendo incapaz
de soportar la presión interna, había estallado, y sus fragmentos habían sido
despedidos hacia el espacio sin fin,
¡Éste era un terrible momento, único en la historia del Universo!
Mr. Bolvanius agarró a Tom Grouse por las piernas, este último agarró a Mr.
Lund por las suyas, y los tres fueron llevados como rayos hacia un misterioso abismo.

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Los globos se soltaron. Al no estar ya contrapesados, comenzaron a girar sobre sí
mismos, explotando luego con gran ruido.
—¿Dónde estamos, caballero?
—En el éter.
—Hummm. Si estamos en el éter, ¿qué es lo que respiramos?
—¿Dónde está vuestra fuerza de voluntad, Mr. Lund?
—¡Caballeros! —gritó Tom Grouse—. ¡Tengo el honor de informarles que, por
alguna razón, estamos volando hacia abajo y no hacia arriba!
—¡Bendita sea mi alma, es cierto! Esto significa que ya no nos encontramos en la
esfera de influencia de la gravedad. Nuestro camino nos lleva hacia la meta que nos
habíamos propuesto. ¡Hurra! Mr. Lund, ¿qué tal os encontráis?
—Bien, gracias, caballero. ¡Puedo ver la Tierra encima, caballero!
—Eso no es la Tierra. Es uno de nuestros puntos. ¡Vamos a chocar con él en este
mismo momento!
¡¡¡¡BOOOMM!!!!

V
La Isla de Johann Goth

Tom Grouse fue el primero en recuperar el conocimiento.


Se restregó los ojos y comenzó a examinar el territorio en el que Bolvanius, Lund
y él yacían. Se despojó de uno de sus calcetines y comenzó a dar friegas con él a los
dos caballeros. Éstos recobraron de inmediato el conocimiento.
—¿Dónde estamos? —preguntó Lund.
—¡En una de las islas que forman el archipiélago de las Islas Voladoras! ¡Hurra!
—¡Hurra! ¡Mirad allí, caballero! ¡Hemos superado a Colón!
Otras varias islas volaban por encima de la que les albergaba (sigue la descripción
de un cuadro comprensible tan sólo para un inglés). Comenzaron a explorar la isla.
Tenía… de largo y… de ancho (números, números, ¡una epidemia de números!). Tom
Grouse consiguió un éxito al hallar un árbol cuya savia tenía exactamente el sabor del
vodka ruso. Cosa extraña, los árboles eran más bajos que la hierba (?). La isla estaba
desierta. Ninguna criatura viva había puesto el pie en ella.
—Ved, caballero, ¿qué es esto? —preguntó Mr. Lund a Bolvanius, recogiendo un
manojo de papeles.
—Extraño… sorprendente… maravilloso… —murmuró Bolvanius.
Los papeles resultaron ser las notas tomadas por un hombre llamado Johann Goth,
escritos en algún lenguaje bárbaro, creo que ruso.
—¡Maldición! —exclamó Mr. Bolvanius—. ¡Alguien ha estado aquí antes que
nosotros! ¿Quién pudo haber sido? ¡Maldición! ¡Oh, rayos del cielo, machacad mi
potente cerebro! ¡Dejad que le eche las manos encima, tan sólo dejad que se las eche!

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¡Me lo tragaré de un bocado!
El caballero Bolvanius, alzando los brazos, rió salvajemente. Una extraña luz
brillaba en sus ojos.
Se había vuelto loco.

VI
El Regreso

—¡Hurra! —gritaron los habitantes de El Havre, abarrotando cada centímetro del


muelle. El aire vibraba con gritos jubilosos, campanas y música. La masa oscura que
los había estado amenazando durante todo el día con una posible muerte estaba
descendiendo sobre el puerto y no sobre la ciudad. Los barcos se hacían rápidamente
a mar abierto. La masa negra que había ocultado el sol durante tantos días chapuzó
pesadamente (pe-samment), entre los gritos exultantes de la multitud y el tronar de la
música, en las aguas del puerto, salpicando la totalidad de los muelles.
Inmediatamente se hundió. Un minuto después había desaparecido toda traza de ella,
exceptuando las olas que cruzaban la superficie en todas direcciones. Tres hombres
flotaban en medio de las aguas: el enloquecido Bolvanius, John Lund y Tom Grouse.
Fueron subidos rápidamente a bordo de unas barquichuelas.
—¡No hemos comido en cincuenta y siete días! —murmuró Mr. Lund, delgado
como un artista hambriento. Y relató lo sucedido.
La isla de Johann Goth ya no existía. El peso de los tres bravos hombres la había
hecho repentinamente más pesada. Dejó la zona neutral de gravitación, fue atraída
hacia la Tierra, y se hundió en el puerto de El Havre.

CONCLUSIÓN

John Lund está ahora trabajando en el problema de perforar la Luna de lado a


lado. Se acerca el momento en que la Luna se verá embellecida con un hermoso
agujero. El agujero será propiedad de los ingleses.
Tom Grouse vive ahora en Irlanda y se dedica a la agricultura. Cría gallinas y da
palizas a su única hija, a la que está educando al estilo espartano. Los problemas
científicos todavía le preocupan: está furioso consigo mismo por no haber pensado en
recoger ninguna semilla del árbol de la Isla Voladora cuya savia tenía el mismo, el
mismísimo sabor que el vodka ruso.

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EDWARD BELLAMY

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El año 2000 (Looking Backward, 2000-1887, que ha conocido hasta hoy
numerosas ediciones en España y Argentina) es la novela utópica más famosa del
siglo XIX, y la que más influencia tuvo en los últimos años del siglo pasado y
primeros del presente, hasta el punto que, según algunos historiadores, la
descripción del socialismo de estado que contenía fue en parte utilizada por la
revolución rusa de 1917. En esta novela, un superviviente del siglo XIX,
mágicamente preservado a través del sueño hipnótico, despierta en el año 2000, para
hallarse frente una sociedad utópica que es descrita con todo detalle, dominada por
un profundo mecanicismo, y donde todos los problemas materiales han quedado
resueltos y las pasiones irracionales han sido absolutamente suprimidas. El éxito de
la novela ha perdurado a lo largo de los años, y aún hoy es considerada como uno de
los grandes clásicos de la literatura utópica.
Esto ha hecho también que el nombre de Edward Bellamy haya llegado con toda
su gloria hasta nosotros, pese a su escasa producción literaria. Bellamy, nacido en
Chicopee Falls, Massachusetts, en 1850, y muerto prematuramente en 1898 en el
mismo lugar, escribió principalmente relatos cortos, que publicó en revistas y
posteriormente agrupó en varios volúmenes, al tiempo que se dedicaba al
periodismo. Estudió también la carrera de abogado, aunque apenas la ejerció.
Curiosamente, el éxito mundial de El año 2000, con su pseudoapología del
comunismo, impresionó tanto al propio Bellamy que dos años más tarde escribió otra
obra, Noticias de ninguna parte (News from Nowhere), en donde describía un mundo
ideal de un tipo absolutamente distinto al anterior. Dos años antes de morir, publicó
también una secuela de El año 2000: Igualdad (Equality), que pasó casi
desapercibida.
Debido a todo ello, Edward Bellamy ha sido considerado como uno de los
grandes autores de ciencia ficción del siglo pasado Aunque su influencia en el campo
del género ha sido muy escasa en autores posteriores (excepto, quizás, en Huxley), lo
cierto es que Bellamy se caracterizó siempre por su profunda preocupación en
especular acerca del hombre y su devenir, más allá, e incluso a pesar, del entorno
mecanicista que le rodeaba…, y ésta es precisamente una de las características de la
ciencia ficción actual. Sus relatos cortos lo muestran claramente: «Con los ojos
cerrados» (With the Eyes Shut) presenta un viaje onírico a un mundo que ha
reemplazado virtualmente toda la letra impresa por los dispositivos fonográficos; «El
posible camino» (To Whom This May Come) es una visión definitiva de la
comunicación telepática dentro de una comunidad; en «La fiesta de los viejos» (The
Old Folks' Party), un grupo de jóvenes de ambos sexos deciden adoptar los roles que
creen que tendrán dentro de cincuenta años…
«El mundo del hombre ciego» (The Blindman's World), publicada en 1886 en la
revista Atlantic Monthly, y que posteriormente dio título a uno de los más conocidos

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volúmenes de narraciones de Bellamy, es su relato de ciencia ficción más conocido.
No por el hecho de que nos presente como arranque del relato un viaje (aunque sea
onírico) a Marte, cuyo planeta, por supuesto, es descrito de una forma que los
descubrimientos de las modernas sondas espaciales han convertido en
románticamente obsoleta, sino por el interesante planteamiento que hace de nuestra
«retrovisión», como un atavismo frente a la «previsión» de los marcianos y todos los
demás seres del Universo. La detallada, racional y fundamentada explicación que
nos presenta Bellamy sobre la lógica, ventajas y funcionamiento de la previsión
marciana son lo que hace de este relato uno de los más puros ejemplos de ciencia
ficción avant la lettre.

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El mundo del hombre ciego
La narración de la que esta nota es introductoria fue hallada entre los papeles del
difunto profesor S. Erastus Larrabee y, como amigo del caballero a quien fueron
legados dichos papeles, me fue pedido que la preparara para su publicación. Ésta
resultó ser una tarea muy sencilla, puesto que el documento demostró ser de un
carácter tan extraordinario que, si debía ser publicado, había que hacerlo
evidentemente sin ningún cambio. Parece que el profesor sufrió realmente, en una
época de su vida, un ataque de vértigo o algo parecido, bajo circunstancias similares a
las descritas por él, y que a este respecto su narración puede estar fundada en un
hecho real. Hasta qué punto se aparta de este fundamento, o si realmente se aparta de
él en algún momento, es algo que el lector deberá establecer por sí mismo. Parece
seguro que el profesor nunca reveló a nadie, mientras estuvo con vida, las extrañas
características de la experiencia aquí narrada, pero esto pudo deberse simplemente al
temor de que su posición como hombre de ciencia pudiera verse dañada por ello.

La narración del profesor

En la época de la experiencia que voy a narrar a continuación, yo era profesor de


astronomía y matemáticas superiores en el Abercombie College. La mayoría de los
astrónomos poseen una especialidad, y la mía era el estudio del planeta Marte,
nuestro más cercano vecino, excepto uno, en la pequeña familia solar. Cuando ningún
otro fenómeno celeste importante en otras regiones requería mi atención, era
únicamente al rojizo disco de Marte al que solía apuntar mi telescopio. Nunca me
cansaba de rastrear las líneas de sus continentes y mares, sus cabos e islas, sus bahías
y estrechos, sus lagos y montañas. Observaba con intenso interés, semana tras
semana, cómo el invierno marciano hacía avanzar su casquete polar hacia el ecuador,
y su correspondiente retirada durante el verano; atestiguando a través del abismo del
espacio, tan claramente como las palabras escritas, la existencia en aquel orbe de un
clima parecido al nuestro. Una especialidad corre siempre el peligro de convertirse en
un amor obsesivo, y mi interés por Marte, en la época a la que me refiero cuando
escribo esto, había crecido hasta ir más allá del interés estrictamente científico. La
impresión de la proximidad de este planeta, realzada por la maravillosa claridad de su
geografía tal como podía verse a través de un potente telescopio, despierta
intensamente la imaginación del astrónomo. En las noches claras acostumbraba a
pasarme horas, no tanto observándolo críticamente como meditando sobre su radiante
superficie, hasta que casi llegaba a persuadirme de que veía las olas quebrarse en las
orillas de la tierra de Kepler, y oía el ahogado estruendo de las avalanchas
descendiendo por las nevadas montañas de Mitchell. Ningún paisaje terrestre poseía

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el encanto suficiente para apartar mi mirada de aquel lejano planeta, cuyos océanos, a
los ojos no experimentados, no parecen más que manchas y franjas más oscuras, y
sus continentes más claras.
Los astrónomos están de acuerdo en declarar que Marte es un planeta
indudablemente habitable por seres como nosotros, pero, como puede suponerse, yo
no me sentía satisfecho con considerarlo simplemente habitable. No aceptaba ningún
tipo de duda acerca de que estaba habitado. Qué tipo de seres podían ser esos
habitantes se convertía en una fascinante especulación. La variedad de tipos que
aparecen en la humanidad incluso en este pequeño planeta que es la Tierra convierte
en enormemente presuntuoso suponer que los habitantes de distintos planetas no
puedan caracterizarse por diversidades mucho más profundas. En qué puedan
consistir esas diversidades, emparejadas con un parecido general al hombre: si son
meras diferencias físicas o profundizan hasta distintas leyes mentales, en la falta de
algunos de los grandes motores pasionales de los hombres o en la posesión de otros
completamente distintos, eran temas extraños y atractivos, siempre renovados para mi
mente. Las visiones de El Dorado con las qué el misterio virgen del Nuevo Mundo
inspiró a los primeros exploradores españoles eran insípidas y prosaicas comparadas
con las especulaciones a las que me sentía legítimamente autorizado a enfrascarme,
cuando el problema era las condiciones de vida sobre otro planeta.
Era la época del año en que Marte se halla más favorablemente situado para la
observación y, ansioso por no perder ni una hora de la preciosa estación, había pasado
la mayor parte de varias noches sucesivas en el observatorio. Creía haber hecho
algunas observaciones originales en la franja de la tierra de Kepler entre la península
de Lagrange y la bahía de Christie, y era hacia ese punto hacia donde dirigía
principalmente mis observaciones.
Durante la cuarta noche, otro trabajo me apartó de la silla de observación hasta
después de medianoche. Cuando hube ajustado el instrumento y echado mi primera
mirada a Marte, recuerdo haber sido incapaz de refrenar un grito de admiración. El
planeta era muy brillante. Parecía más cercano y más grande de lo que nunca antes lo
había visto, y su rojez peculiar mucho más sorprendente. De hecho, en treinta años de
observaciones no recuerdo ninguna otra ocasión en que la ausencia de exhalaciones
en nuestra atmósfera hubiera coincidido con una tal ausencia de nubes en lo que a
Marte se refiere como aquella noche. Podía distinguir claramente las blancas masas
de vapor en los bordes opuestos del disco iluminado, que son las brumas de su
amanecer y su atardecer. La nevada masa del monte Hall, junto a la tierra de Kepler,
se destacaba con una maravillosa claridad, y pude detectar inconfundiblemente el
tinte azul del océano de De La Rué, que baña su base…, una visión que a menudo
consiguen los acostumbrados a mirar a las estrellas, pero que yo nunca antes había
logrado a mi completa satisfacción.

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Me sentí impresionado por la idea de que, si alguna vez efectuaba algún
descubrimiento original referente a Marte, sería aquella noche, y pensé que debía
hacerlo. Temblé con una mezcla de exaltación y ansiedad, y me vi obligado a hacer
una pausa para recuperar mi autocontrol. Finalmente, acerqué mi ojo al ocular, y
dirigí mi mirada hacia la parte del planeta en la que me sentía especialmente
interesado. Mi atención se fijó pronto, y me vi absorto más allá de lo usual, y eso en
sí implicó un grado no habitual de abstracción. Para todas las intenciones y
propósitos mentales, yo estaba en Marte. Cada facultad, cada susceptibilidad de los
sentidos y el intelecto, parecían pasar gradualmente al ojo y concentrarse en el acto
de mirar. Cada átomo de nervio y poder de voluntad se combinaban con la tensión de
ver un poco, y luego otro poco, y luego otro poco más claramente, más lejos y más
profundo.

Lo siguiente que supe fue que estaba en la cama que hay en una esquina de la sala
de observación, medio alzado sobre un codo y mirando intensamente a la puerta. Era
pleno día. Media docena de hombres, incluidos varios profesores y un médico del
pueblo, me rodeaban. Algunos estaban intentando que volviera a echarme, otros me
preguntaban qué deseaba, mientras el doctor me animaba a beber un poco de whisky.
Mecánicamente, rechazando sus ofrecimientos, señalé hacia la puerta y exclamé:
—El presidente Byxbee… viene para acá —dando expresión a la única idea que
en aquellos momentos contenía mi aturdida mente. Y ciertamente, cuando aún estaba
hablando, la puerta se abrió y la venerable cabeza de mi colega, algo enrojecida por el
esfuerzo de subir la empinada escalera, apareció en el umbral. Con una sensación de
prodigioso alivio, me dejé caer sobre mi almohada.
Al parecer, la noche antes me había desmayado mientras estaba en mi silla de
observación, y había sido hallado por el conserje por la mañana, la cabeza reclinada
sobre el telescopio, como si aún estuviera observando, pero con el cuerpo frío, rígido,
sin pulso, y aparentemente muerto.
En un par de días estaba bien de nuevo, y pronto hubiera olvidado el episodio de
no ser por una interesante conjetura que se sugirió por sí misma en relación a él. Era
nada menos que, mientras yo yacía en mi desmayo, me hallaba a la vez en estado
consciente, fuera e independientemente del cuerpo, y en ese estado recibía
impresiones y ejercía poderes perceptivos. Para esta extraordinaria teoría no tenía
más prueba que el hecho de mi conocimiento en el momento de despertar de que el
presidente Byxbee estaba subiendo las escaleras. Pero, por ligero que fuera aquel
indicio, su significado me parecía incuestionable. Ese conocimiento se hallaba
ciertamente en mi cabeza en el instante de recobrarme del desmayo. Ciertamente, no
podía estar allí antes de que me sumiera en él. En consecuencia, lo había adquirido en
el tiempo intermedio; es decir, tenía que haberme hallado en un estado consciente,

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receptivo, mientras mi cuerpo permanecía insensible.
Si éste había sido el caso, razoné que era completamente improbable que una
impresión trivial como la del presidente Byxbee hubiera sido la única que hubiera
recibido en ese estado. Era mucho más probable que hubiera permanecido en mi
mente, al despertar del desmayo, simplemente porque era la última de una serie de
impresiones recibidas mientras estaba fuera del cuerpo. Que esas impresiones habían
sido de un tipo de lo más extraño y sorprendente, teniendo en cuenta que eran las de
un alma incorpórea ejerciendo facultades más espirituales que las del cuerpo, era algo
que no podía negar. El deseo de saber cuáles eran creció en mí, hasta que se convirtió
en un anhelo que no me permitió descansar. Parecía intolerable que debiera tener
secretos conmigo mismo, que mi alma debiera negarle experiencias a mi intelecto.
Hubiera consentido alegremente en que las adquisiciones de la mitad de mi vida
consciente me fueran bloqueadas, si a cambio podía tener acceso al registro de lo que
había visto y conocido durante aquellas horas de las que mi memoria consciente no
conservaba huella. La convicción de mi impotencia, antes que apaciguar aquel deseo,
lo avivó más, como suele hacer la perversidad de nuestra naturaleza humana, hasta
que el anhelo de aquel fruto prohibido creció en mí y el hambre de Eva en el Jardín se
convirtió en mi hambre.
Meditando constantemente en un deseo que sentía que era vano, exasperado por
la posesión de un indicio que no hacía más que burlarse de mí, mi condición física se
vio finalmente afectada. Mi salud resultó alterada y mi descanso nocturno roto. La
costumbre de pasear sonámbulo en mi sueño, que no había sufrido desde mi infancia,
volvió a mí, y me causó frecuentes inconveniencias. Ésa llevaba siendo, en general,
mi condición durante algún tiempo, cuando desperté una mañana con la extrañamente
cansada sensación con la que mi cuerpo traicionaba normalmente el secreto de las
imposiciones puestas sobre mí durante el sueño, y de las que de otro modo a menudo
no hubiera sospechado nada. Al dirigirme al estudio conectado con mi habitación,
descubrí un cierto número de hojas recién escritas sobre mi escritorio. Sorprendido de
que alguien hubiera estado en mis aposentos mientras dormía, me sorprendí aún más
cuando, al mirar más de cerca, observé que la letra era la mía. Cuánto más lejos llegó
mi asombro al leer lo que yo mismo había escrito podrá juzgarlo el lector si examina
ese texto. Porque aquellas hojas escritas contenían aparentemente el registro tan
ansiado, pero que ya desesperaba de conseguir, de aquellas horas en las que
permanecí ausente de mi cuerpo. Eran el capítulo perdido de mi vida; o más bien, no
completamente perdido, porque no había formado parte de mi vida consciente, sino
un capítulo robado…, robado de aquella memoria onírica en cuyas misteriosas
tablillas pueden hallarse escritas historias mucho más maravillosas que ésta, pese a
que ésta es mucho más extraña que la mayor parte de las historias.
Recordarán que lo último que hice antes de despertar en mi cama, a la mañana

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siguiente a mi desmayo, fue contemplar la costa de la tierra de Kepler con una
concentración no habitual en mi atención. Por todo lo que puedo juzgar —y mi juicio
no es mejor que cualquier otro—, es en aquel momento, cuando mis poderes
corporales sucumbieron y perdí la consciencia, que empieza la narración que hallé en
mi escritorio.

El documento hallado en mi escritorio

Aunque no llegué tan rápido y directo como el rayo de luz que me abrió camino,
una mirada a mi alrededor me dijo en seguida a qué parte del Universo había viajado.
Ningún paisaje terrestre hubiera podido serme más familiar. Estaba de pie en la alta
costa de la tierra de Kepler, allá donde se inclina hacia el sur. Soplaba un fuerte
viento del oeste, y las olas del océano de De La Rué resonaban a mis pies, mientras
las amplias y azules aguas de la bahía de Christie se extendían hacia el suroeste.
Contra el horizonte septentrional, alzándose del océano, parecidas a una masa de
cúmulos estivales, por los que las tomé al principio, se erguían las distantes y nevadas
cimas del monte Hall.
Aunque la configuración de tierra y mar hubiera sido menos familiar, hubiera
reconocido pese a todo que me hallaba en el planeta cuyo rojizo resplandor es a la
vez la admiración y el desconcierto de los astrónomos. Su explicación es hoy
atribuida al tinte de su atmósfera, una coloración comparable a la bruma del verano
indio, excepto que esta coloración era de un rosa débil en vez de púrpura. Como la
bruma del verano indio, era impalpable, y, sin impedir la visión, bañaba todos los
objetos cercanos y lejanos con una tonalidad que no puede ser descrita. A medida que
la bruma se alzaba, sin embargo, el azul profundo del lejano espacio dominaba el
rosado tinte, de tal modo que uno podía creer que todavía se hallaba en la Tierra.
Mientras miraba a mi alrededor, vi a varios hombres, mujeres y niños. No eran en
ningún aspecto distintos, por todo lo que podía ver, a los hombres, mujeres y niños de
la Tierra, excepto por una especie de serenidad infantil y no turbada en sus rostros,
tranquilos como si no hubiera en ellos ninguna huella de preocupación, o miedo, o
ansiedad. La extraordinaria juventud de su aspecto hacía difícil, excepto tras un
atento escrutinio, distinguir a los jóvenes de los de mediana edad, a los maduros de
los viejos. El tiempo parecía no tener dientes en Marte.
Estaba contemplándolo todo a mi alrededor, admirando aquel mundo carmesí
claro, y a aquella gente que parecía haber aferrado la felicidad con una mano mucho
más firme que la de los hombres, cuando oí las palabras:
—Eres bienvenido.
Me volví, y vi que se me había aproximado un hombre con la estatura y el porte
de la mediana edad, aunque sus rasgos, como los de los demás rostros que había
observado, combinaban maravillosamente la fuerza de un hombre con la serenidad de

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un niño. Le di las gracias y dije:
—No pareces sorprendido de verme, aunque yo sí lo estoy de hallarme aquí.
—Por supuesto que no —respondió—. Sabía, por supuesto, que iba a conocerte
hoy. Y no sólo eso, sino que puedo decir que en cierto sentido ya te conozco, a través
de un amigo mutuo, el profesor Edgerly. Estuvo aquí el mes pasado, y conversamos
durante largo rato. Hablamos de ti y de tu interés por nuestro planeta. Le dije que te
esperaba.
—¡Edgerly! —exclamé—. Es extraño que no me haya dicho nada de esto. Lo veo
cada día.
Pero recordé que había sido en un sueño que Edgerly, como yo, había visitado
Marte, y que al despertar no debía haber recordado nada de su experiencia, como yo
no iba a recordar nada de la mía. ¿Cuándo aprenderá el hombre a interrogar al alma
de sus sueños acerca de las maravillas que ve en sus vagabundeos? Entonces ya no
necesitará mejorar sus telescopios para descubrir los secretos del Universo.
—¿Visitáis vosotros la Tierra de la misma forma? —pregunté a mi compañero.
—Por supuesto —respondió—, pero allí no encontramos a nadie capaz de
reconocernos y conversar con nosotros del mismo modo que yo converso ahora
contigo, aunque yo me halle en estado despierto. Todavía carecéis del conocimiento
que poseemos nosotros del lado espiritual de la naturaleza humana que compartimos
con vosotros.
—Este conocimiento debe haberos permitido aprender mucho más de la Tierra de
lo que nosotros sabemos de vosotros —dije.
—Evidentemente —respondió—. De visitantes como tú, con los que sostenemos
constantes conversaciones, hemos adquirido familiaridad con vuestra civilización,
vuestra historia, vuestras costumbres, e incluso vuestra literatura y lenguas. ¿Has
observado que estoy hablando contigo en inglés, que ciertamente no es el idioma
indígena de este planeta?
—Entre tantas maravillas, apenas me había dado cuenta de ello —respondí.
—Durante eras —prosiguió mi compañero—, hemos estado aguardando a que
vosotros mejorarais vuestros telescopios hasta aproximar su potencia a la de los
nuestros, tras lo cual la comunicación entre los planetas puede establecerse
fácilmente, Los progresos que efectuáis, sin embargo, son tan lentos que creemos que
vamos a tener que seguir esperando todavía muchas más eras.
—Realmente, me temo que vais a tener que hacerlo —respondí—. Nuestros
ópticos hablan ya de haber alcanzado los límites de su arte.
—No imagines que hablo con un espíritu de petulancia —siguió diciendo mi
compañero—. La lentitud de vuestros progresos no es tan notable para nosotros, y
nos maravilla que los consigáis, lastrados como estáis por una incapacidad tan
aplastante que si nosotros nos halláramos en vuestro lugar nos hubiéramos limitado a

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sentarnos, sumidos en la desesperación.
—¿A qué incapacidad te refieres? —pregunté—. Parecéis hombres como
nosotros.
—Y lo somos —fue su respuesta—, excepto en un particular, pero ahí la
diferencia es tremenda. Dotados como nosotros en las demás cosas, carecéis de la
facultad de prever, sin la cual nosotros pensaríamos que todas nuestras demás
facultades carecían completamente de valor.
—¡Prever! —repetí—. Supongo que no te referirás a que tenéis el don de ver el
futuro.
—Este don no sólo es nuestro —fue la respuesta—, sino que, por todo lo que sé,
pertenece también a todos los demás seres inteligentes del universo, excepto vosotros.
Nuestro conocimiento positivo se extiende sólo a nuestro sistema de lunas y planetas
y algunos de los sistemas exteriores más cercanos, y es concebible que en partes más
remotas del Universo existan otras razas ciegas como la vuestra; pero ciertamente
parece improbable que un espectáculo tan extraño y lamentable se vea duplicado.
Una sola ilustración de esa extraordinaria privación bajo la cual puede seguir
existiendo la vida racional es posible que sea suficiente para todo el Universo.
—Pero nadie puede conocer el futuro excepto por inspiración de Dios —dije.
—Todas nuestras facultades son por inspiración de Dios —fue la respuesta—,
pero seguramente no hay nada en la previsión que pueda hacer que sea considerada
de forma distinta que las demás. Piensa un momento en la analogía física del caso.
Vuestros ojos están situados en la parte frontal de vuestras cabezas. Consideraríais
como un extraño error el que los tuvierais situados detrás. Eso os parecería una
disposición calculada para hacer fracasar su propósito. ¿No te parece igualmente
racional que la visión mental deba disponerse hacia delante, como hace con nosotros,
para iluminar el sendero que uno debe tomar, antes que hacia atrás, como ocurre con
vosotros, revelando solamente el camino que ya habéis hollado y del que, en
consecuencia, ya no tenéis que preocuparos? Pero sin duda es una piadosa previsión
de la Providencia la que os hace incapaces de daros cuenta de lo grotesco de vuestra
situación, como nos lo parece a nosotros.
—¡Pero el futuro es eterno! —exclamé—. ¿Cómo puede captarlo una mente
finita?
—Nuestro conocimiento anticipado implica solamente las facultades humanas —
fue la respuesta—. Se halla limitado a nuestros senderos individuales sobre este
planeta. Cada uno de nosotros prevé el rumbo de su propia vida, pero no el de otras
vidas, excepto hasta el punto en que se hallan implicadas con la suya.
—Que un poder como el que tú describes pueda ser combinado con facultades
meramente humanas es más de lo que nuestros filósofos se han atrevido a soñar
nunca —dije—. Y, sin embargo, ¿quién puede decir, después de todo, que no es por

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piedad que Dios nos lo ha negado? Si constituye una felicidad, como debe serlo,
prever la propia felicidad, debe ser de lo más deprimente prever los propios pesares,
fracasos, sí, e incluso la propia muerte. Porque si veis por anticipado vuestras vida»
hasta el final, debéis anticipar también la hora y el modo de vuestra muerte…, ¿no es
así?
—Por supuesto —fue la respuesta—. Vivir sería un asunto muy precario si no
estuviéramos informados de su límite. Vuestra ignorancia del momento de vuestra
muerte nos impresiona como uno de los rasgos más tristes de vuestra condición.
—Y para vosotros —respondí— parece ser uno de los más piadosos.
—El conocimiento previo de tu muerte no impide, por supuesto, que mueras una
vez —prosiguió mi compañero—, pero te libra del millar de muertes que sufres a
través de la incertidumbre cada vez que puedes contar el paso de otro día. No es la
muerte que mueres, sino esas muchas muertes que no mueres, las que ensombrecen
vuestra existencia. Sois unas pobres criaturas ciegas, sobresaltándoos a cada paso con
la aprensión del golpe que quizá no caiga hasta la vejez, sin alzar nunca una copa a
vuestros labios con el conocimiento de que viviréis para apurarla, sin estar nunca
seguros de que volveréis a encontraros de nuevo con ese amigo del que os habéis
separado hace una hora, en cuyos corazones ninguna felicidad es suficiente para
barrer el gélido temor omnipresente, incapaces de formaros una idea exacta de la
divina seguridad de la que gozamos en nuestras vidas y en las vidas de los seres que
amamos. Tenéis un dicho en la Tierra: «El mañana pertenece a Dios»; pero, aquí, el
mañana nos pertenece a nosotros, igual que el hoy. Para ti, por algún inescrutable
propósito, Él parece capaz de robar la vida en cualquier momento, sin la menor
seguridad de que ninguno de esos momentos no vaya a ser el último. Para nosotros Él
nos entrega toda la vida de una sola vez, cincuenta, sesenta, setenta años…, un regalo
realmente divino. Una vida como la vuestra nos parecería a nosotros, me temo,
poseedora de muy poco valor; una vida así, por larga que pueda ser en realidad, sólo
dura un momento, puesto que esto es todo con lo que puedes contar.
—Y sin embargo —respondí—, aunque el conocimiento de la duración de
vuestras vida puede proporcionaros una envidiable sensación de confianza cuando el
fin está aún lejos, lo que hace es iros cargando con un peso que se va haciendo más y
más enorme con las expectativas del cada vez más próximo final, hasta que llega a
dominar todas vuestras mentes cuando queda ya muy poco tiempo.
—Al contrario —fue la respuesta—. La muerte, que nunca es un objeto de temor,
se convierte más y más en un asunto de indiferencia para el moribundo, a medida que
se acerca. Es debido a que vivís en el pasado que la muerte os resulta abrumadora.
Todo vuestro conocimiento, todos vuestros afectos, todos vuestros intereses, están
arraigados en el pasado, y por ello, a medida que la vida se alarga, aumenta su
presión sobre vosotros, y la memoria se convierte en vuestra más preciosa posesión.

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Nosotros, por el contrario, despreciamos el pasado, y nunca pensamos en él. Para
nosotros, la memoria, lejos de ser la morbosa y monstruosa cosa que va creciendo en
vosotros, es apenas más que una facultad rudimentaria. Vivimos enteramente en el
futuro y en el presente. Con este sabor presente y futuro, nuestras experiencias, ya
sean agradables o dolorosas, agotan su interés en el momento en que han
transcurrido. Los tesoros acumulados de la memoria, que vosotros abandonáis tan
dolorosamente en la muerte, no constituyen ninguna pérdida para nosotros. Nuestras
mentes son enteramente alimentadas por el futuro, pensamos y sentimos solamente
del mismo modo que anticipamos; y así, a medida que se contrae el futuro del
hombre agonizante, hay menos y menos en lo que pueda ocupar sus pensamientos. Su
interés por la vida disminuye a medida que las ideas que sugiere se hacen menores,
hasta que al final la muerte lo encuentra con su mente convertida en una tabula rasa,
como vosotros en el nacimiento. En una palabra, su preocupación por la vida se ve
reducida a un punto que se desvanece antes de ser llamado a abandonarla. Al morir,
no deja nada detrás.
—¿Y el después de la muerte? —pregunté—. ¿No se teme eso?
—Por supuesto —fue la respuesta—, no es necesario que te diga que un temor
que afecta sólo a los más ignorantes sobre la Tierra es completamente desconocido
para nosotros, y es considerado blasfemo. Más aún, como ya he dicho, nuestra
previsión se halla limitada solamente a nuestras vidas sobre este planeta. Cualquier
especulación más allá de ellas sería pura conjetura, y nuestras mentes se ven repelidas
ante el más ligero asomo de incertidumbre. Para nosotros lo conjetural y lo
impensable pueden recibir casi el mismo nombre.
—Pero, aunque no temáis la muerte por sí misma —dije—, hay corazones que se
rompen. ¿No hay dolor cuando los lazos del amor se ven cortados?
—Amor y muerte no son enemigos en nuestro planeta —fue la respuesta—. No
hay lágrimas entre los que se hallan al pie de tu cama en el momento de tu muerte. La
misma ley benéfica que hace tan fácil para nosotros entregar nuestras vidas nos
prohíbe llorar a los amigos a los que abandonamos, o que ellos nos lloren a nosotros.
Con vosotros, es la relación que habéis tenido con vuestros amigos la fuente de
vuestra ternura hacia ellos. Con nosotros, es la anticipación de esta relación de la que
gozaremos lo que constituye el fundamento de esa ternura. A medida que nuestros
amigos se desvanecen de nuestro futuro con la aproximación de su muerte, su efecto
sobre nuestros pensamientos y afectos es como lo que ocurre con vosotros cuando los
olvidáis con el paso del tiempo. A medida que nuestros amigos próximos a morir se
vuelven más y más indiferentes hacia nosotros, nosotros, por la actuación de la
misma ley de nuestra naturaleza, nos volvemos indiferentes hacia ellos, hasta que al
final apenas somos más que amables observadores llenos de simpatía hacia las camas
de aquellos que nos contemplan con emociones de igual intensidad. Así que, al final,

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Dios desenrolla en vez de romper los lazos que unen nuestros corazones, y convierte
la muerte en algo tan indoloro para el que sobrevive como para el que muere. Las
relaciones que son el medio de producir nuestra felicidad no son también el medio de
torturarnos, como ocurre con vosotros. El amor significa alegría, y sólo eso, para
nosotros, en vez de bendecir nuestras vidas por un tiempo únicamente para
desolarnos después, obligándonos a pagar con un claro y agudo dolor por cada
estremecimiento de ternura, arrancándonos una lágrima por cada sonrisa.
—Hay otras partidas además de la muerte. ¿También ésas están desprovistas de
pesar para vosotros? —pregunté.
—Naturalmente —fue la respuesta—. ¿No puedes ver que tiene que ser así con
seres librados por su previsión de la enfermedad de la memoria? Todo el dolor de la
partida, como el de la muerte, procede en vosotros de la visión retrospectiva que os
impide gozar de vuestra felicidad hasta que ya ha pasado. Supón que tu vida está
destinada a ser bendecida por una feliz amistad. Si pudieras conocerla de antemano,
sería una alegre expectativa, iluminando los años que va a durar y alegrándote en
momentos en los que quizás estés atravesando períodos de desolación. Pero no; para
ti, hasta que no conoces a aquel que va a convertirse en tu amigo no sabes nada de él.
Como tampoco podrás adivinar entonces qué va a ser él para ti, por lo que no podrás
abrazarlo a primera vista. Vuestro encuentro es frío e indiferente. Pasará mucho
tiempo antes de que el fuego prenda y permanezca vivo entre vosotros, y luego ya es
tiempo de separarse. En este momento, por supuesto, el fuego arde bien, pero puede
consumir tu corazón. Hasta que no han muerto o han desaparecido no te das cuenta
completamente de lo queridos que eran tus amigos para ti y de lo dulce que era su
compañía. Pero nosotros…, nosotros vemos a nuestros amigos desde mucho tiempo
antes de que acudan por primera vez a nuestro encuentro, sonriendo ya en nuestros
ojos años antes de que nuestros caminos se crucen. La primera vez que nos
encontramos los recibimos no fríamente, no con incertidumbre, sino con besos
exultantes, en un éxtasis de alegría. Entran inmediatamente en completa posesión de
nuestros corazones, desde hace mucho calentados e iluminados para ellos. Los
recibimos con ese delirio de ternura con el que vosotros los despedís. Y cuando, para
nosotros, llega finalmente el tiempo de la despedida, sólo significa que ya no tenemos
que contribuir más a la felicidad del otro. No estamos condenados como vosotros, al
separarnos, a llevarnos con nosotros el deleite que trajimos a nuestros amigos,
dejando el dolor y el desconsuelo en su lugar, de modo que este último estado es peor
que el primero. Separarse aquí es como encontrarse contigo, algo tranquilo y
desapasionado. Las alegrías de la anticipación y la posesión son el único alimento del
amor con nosotros, y en consecuencia el Amor siempre exhibe un rostro sonriente.
Con vosotros se alimenta de alegrías muertas, felicidades pasadas, que son en
realidad el sustento del dolor. No es extraño que amor y dolor sean tan parecidos en la

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Tierra. Hay un dicho común entre nosotros, que dice que si no fuera por el
espectáculo de la Tierra, el resto de los mundos sería incapaz de apreciar la bondad de
Dios hacia ellos; ¿y quién puede decir que no es ésta la razón de la lamentable visión
que ha sido puesta ante nuestros ojos?
—Me has contado cosas maravillosas —dije, después de reflexionar—. De hecho,
es completamente razonable que una raza como la tuya mire con maravillada piedad
hacia la Tierra.
Y sin embargo, antes de aceptarlo por completo, deseo hacerte una pregunta. En
nuestro mundo se conoce una especie de dulce locura, bajo la influencia de la cual
olvidamos todo lo que hay de desfavorable en nosotros, y no la cambiaríamos por
ninguna divinidad. Hasta ahora esta dulce locura ha sido considerada por los hombres
como una compensación, y más que una compensación, por todas sus miserias. Si
vosotros no conocéis el amor tal como lo conocemos nosotros, si su pérdida es el
precio que habéis pagado por vuestra divina previsión, entonces creo que nosotros
hemos sido más favorecidos que vosotros por Dios. Confiesa que el amor, con sus
reservas, sus sorpresas, sus misterios, sus revelaciones, es necesariamente
incompatible con la previsión que sopesa y mide por anticipado cualquier
experiencia.
—De las sorpresas del amor ciertamente no sabemos nada —fue la respuesta—.
Nuestros filósofos creen que la más ligera sorpresa podría matar como un rayo a los
seres de nuestra constitución; aunque, por supuesto, esto es una mera teoría, porque
sólo a través del estudio de las condiciones de la Tierra hemos sido capaces de
formarnos una idea de lo que es la sorpresa. Vuestra capacidad de soportar el azote
constante de lo inesperado es un asunto de supremo desconcierto para nosotros; ni,
según nuestras ideas, hay ninguna diferencia entre lo que vosotros llamáis sorpresas
agradables y desagradables, Comprenderás, entonces, que no podemos envidiaros
esas sorpresas del amor que vosotros halláis tan dulces, porque para nosotros serían
fatales. Por lo demás, no hay ninguna otra forma de felicidad que la previsión no esté
tan bien calculada para realzar como el amor. Déjame explicarte cómo ocurre esto. A
medida que el muchacho, al crecer, empieza a ser sensible a los encantos de la mujer,
se descubre, me atrevería a decir que como vosotros, prefiriendo algún tipo de rostro
y forma a otros. Sueña a menudo con el pelo rubio, o quizá con el moreno, con unos
ojos azules o castaños. A medida que pasan los años, estos pensamientos, estas
meditaciones sobre lo que parece ser mejor y más afín a él de cada tipo, se va
añadiendo constantemente al rostro de sus sueños, esa forma imprecisa, rasgos y
líneas, y llega un momento en que es consciente de que su corazón ha pintado
sutilmente la forma ideal de la doncella destinada a sus brazos.
»Pueden transcurrir años antes de que la vea, pero entonces empieza para él uno
de los más dulces oficios del amor, desconocido para vosotros. La juventud en la

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Tierra es un tormentoso período de pasión, irritante en su contención y desenfrenado
en sus excesos. Pero la auténtica pasión cuyo despertar hace esa época tan crítica para
vosotros es aquí una influencia reformadora y educadora, a cuyo suave y potente
acunar confiamos alegremente a nuestros hijos. Las tentaciones que descarrían a
vuestros jóvenes no se apoderan de ninguno de los de nuestro feliz planeta. Acumula
los tesoros de su corazón para la llegada de su amante. Sólo piensa en ella, y a ella
van todos sus votos. El pensamiento de cualquier licencia traicionaría a su dama
soberana, cuyo derecho a todos los beneficios de su ser él conserva alegremente.
Robarla, quitarle esas altas prerrogativas, sería empobrecerse, insultarse a sí mismo;
porque ella tiene que ser de él, y su honor, su gloria, son también los de él. Durante
todo este tiempo en que él sueña en ella noche y día, la exquisita recompensa de su
devoción es el conocimiento de que ella es consciente de él tanto como él lo es de
ella, y que en lo más profundo del templo interior del corazón de una doncella se está
formando su imagen para recibir el incienso de una ternura que no necesita
contenerse por miedo a una posible separación.
»A su debido tiempo, sus vidas convergentes se unen. Los amantes se encuentran,
se miran un momento directamente a los ojos, luego se funden en un profundo
abrazo. La doncella tiene todos los encantos que siempre han agitado la sangre de
cualquier amante terrestre, pero hay otro encanto en ella al que están cerrados los ojos
de los amantes terrestres…, el encanto del futuro. En la ruborizada muchacha su
amante ve a la esposa fiel y cariñosa, en la alegre doncella a la paciente, consagrada
madre. En el pecho de la virgen él ve a sus hijos. Es presciente, incluso mientras sus
labios toman los primeros frutos de ella, de los años futuros durante los cuales ella
será su compañera, su siempre presente solaz, su porción principal de la bondad de
Dios. Hemos leído algunas de vuestras novelas describiendo el amor tal como
vosotros lo conocéis en la Tierra, y debo confesarte, amigo mío, que las encontramos
más bien Insípidas.
»Espero —añadió, cuando yo no dije nada— no ofenderte diciéndote que también
las hallamos objetables. En general, vuestra literatura posee un interés para nosotros
en la imagen que nos presenta de la curiosamente invertida vida que la falta de la
previsión os impulsa a llevar. Es un estudio especialmente apreciado para el
desarrollo de la imaginación, debido a la dificultad de concebir condiciones tan
opuestas a aquéllas de los seres inteligentes en general. Pero nuestras mujeres no leen
vuestras novelas. La noción de que un hombre o una mujer conciba alguna vez la idea
de casarse con una persona distinta a aquélla a la que él o ella está destinado a casarse
es profundamente chocante para nuestros hábitos de pensamiento. Sin duda dirás que
tales casos son raros entre vosotros, pero, si vuestras novelas son reflejo fiel de
vuestra vida, al menos no os son desconocidos. Que esas situaciones son inevitables
bajo las condiciones de la vida terrestre es algo de lo que somos muy conscientes, y

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os juzgamos de acuerdo con ello; pero es innecesario que las mentes de nuestras
doncellas deban verse apenadas por el conocimiento de que en alguna parte existe un
mundo donde son posibles tales alteraciones del sagrado vínculo del matrimonio.
»Hay, sin embargo, otra razón por la que desanimamos la utilización de vuestros
libros a nuestros jóvenes, y es el profundo efecto de tristeza, para una raza
acostumbrada a ver todas las cosas al resplandor matutino del futuro, que nos produce
una literatura escrita en tiempo pasado y que relata exclusivamente cosas que ya han
terminado.
—¿Y cómo escribís vosotros de cosas que ya han pasado excepto en tiempo
pasado? —pregunté.
—Nosotros escribimos del pasado cuando aún es futuro, y por supuesto en tiempo
futuro —fue la respuesta—. Si nuestros historiadores tuvieran que aguardar hasta
después de trascurridos los acontecimientos para describirlos, nadie se preocuparía de
leer acerca de esas cosas ya pasadas, y además las propias historias serían
probablemente inexactas; porque la memoria, como ya te he dicho, es una facultad
muy poco desarrollada entre nosotros, y demasiado indistinta como para poder
confiar en ella. Si alguna vez la Tierra establece comunicación con nosotros,
descubriréis que nuestras historias son interesantes; porque nuestro planeta, siendo
más pequeño, se enfrió y fue poblado eras antes que el vuestro, y nuestros registros
astronómicos contienen minuciosos relatos de la Tierra de los tiempos en que no era
más que una masa fluida. Vuestros geólogos y biólogos pueden encontrar todavía una
mina de información ahí.
En el transcurso de nuestra posterior conversación quedó revelado que, como
consecuencia de la previsión, algunas de las emociones más comunes de la naturaleza
humana son desconocidas en Marte. Ellos, para quienes el futuro no es un misterio,
no conocen por supuesto ni la esperanza ni el miedo. Más aún, puesto que cada ser
tiene asegurado lo que alcanzará y lo que no, no pueden existir cosas tales como la
rivalidad, o la emulación, o cualquier tipo de competición en ningún aspecto; y, en
consecuencia, toda la secuela de odios y envidias engendrados en la Tierra por la
lucha del hombre contra el hombre es desconocida para la gente de Marte, excepto a
través del estudio de nuestro planeta. Cuando le pregunté si, después de todo, no
había una falta de espontaneidad, de sentido de la libertad, en el hecho de llevar unas
vidas fijadas por anticipado en todos sus detalles, me recordó que en este aspecto no
había ninguna diferencia entre las vidas de la gente de la Tierra y la de Marte, ya que
ambas se desarrollaban de acuerdo con la voluntad de Dios en todos sus aspectos.
Nosotros conocemos esta voluntad sólo después de manifestarse, ellos antes…, eso
era todo. En cuanto a lo demás, Dios les hacía avanzar a través de su voluntad del
mismo modo que lo hace con nosotros, así que no poseían un mayor sentido de la
compulsión en lo que hacían del que poseemos nosotros en la Tierra en llevar

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adelante una línea de acción anticipada, en los casos en que nuestra anticipación
resulta ser la correcta. Respecto al absorbente interés que el estudio del plan de sus
vidas futuras poseía para la gente de Marte, mi compañero habló elocuentemente.
Era, dijo, como la fascinación, para un matemático, de la más elaborada y exquisita
demostración, una perfecta ecuación algebraica, con las resplandecientes realidades
de la vida en lugar de cifras y símbolos.
Cuando le pregunté si nunca se les había ocurrido desear que sus futuros fueran
distintos, respondió que esa cuestión solo podía ser formulada por alguien procedente
de la Tierra. Nadie podía poseer el sentido de la previsión, o creer realmente que Dios
lo poseía, sin darse cuenta de que el futuro es tan imposible de ser cambiado como el
pasado. Y no sólo eso, sino que prever los acontecimientos era prever tan claramente
su necesidad lógica que desear que fueran distintos era tan imposible como desear
seriamente que dos y dos sumaran cinco en vez de cuatro. Ninguna persona podría
desear conscientemente nunca nada distinto, porque todas las cosas están tan cerca
unas de otras, las pequeñas y las grandes, tan estrechamente entretejidas por Dios,
que tirar del más pequeño de los hilos podía alterar la creación a lo largo de toda la
eternidad.
Mientras hablábamos la tarde se desvaneció, y el sol hundió detrás del horizonte,
y la rosada atmósfera del planeta impartió su esplendor al color de las nubes, y su
gloria a la tierra y al mar, sin parangón con ningún atardecer terrestre. Las
constelaciones familiares estaban empezando a aparecer en el cielo, y me hicieron
recordar lo cerca que, después de todo, estaba de la Tierra, porque sin ayuda de
ningún aparato era incapaz de detectar la más ligera variación en sus posiciones. De
todos modos, había un rasgo completamente nuevo en el cielo, porque muchos del
enjambre de asteroides que trazan sus órbitas en la zona entre Marte y Júpiter eran
vívidamente visibles a simple vista desde aquí. Pero el espectáculo que más atrajo mi
atención fue la Tierra, flotando baja en el límite del horizonte. Su disco, dos veces
más grande que el de cualquier estrella o planeta como lo vemos desde la Tierra,
llameaba con un brillo igual al de Venus.
—Es realmente una hermosa vista —dijo mi compañero—, aunque para mí
siempre melancólica, debido al contraste sugerido entre la radiación del orbe y la
triste condición de sus habitantes. Nosotros lo llamamos «el mundo del hombre
ciego». —Mientras hablaba, se volvió hacia una curiosa estructura que se erguía
cerca de nosotros, aunque hasta entonces no la había observado de un modo
particular.
—¿Qué es? —pregunté.
—Es uno de nuestros telescopios —respondió—. Voy a dejarte echar una mirada,
si quieres, a tu hogar, y comprobar por ti mismo los poderes de los que he alardeado.
—Y tras ajustar el instrumento a su satisfacción, me indicó dónde debía aplicar el ojo

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en lo que correspondía al ocular.
No pude reprimir una exclamación de sorpresa, porque realmente no había
exagerado en absoluto. La pequeña ciudad universitaria que era mi hogar se extendía
ante mí, casi tan cerca como cuando la miraba desde la ventana de mi observatorio.
Era primera hora de la mañana, y el pueblo estaba empezando a despertar. El lechero
hacía su ronda, y los trabajadores, con su caja de la comida en la mano, se
apresuraban por las calles. El primer tren de la mañana estaba abandonando la
estación. Pude ver las bocanadas de humo de su chimenea, y los chorros de vapor de
sus cilindros. Era extraño no oír el silbido del vapor, tan cerca parecía estar. Allí
estaban los edificios de la universidad en la colina, con sus largas hileras de ventanas
reflejando los aún bajos rayos del sol. Pude decir la hora mirando el reloj de la
universidad. Me sorprendió ver que había una cierta agitación entre los edificios,
considerando lo temprano que era. Un grupo de hombres permanecía de pie junto a la
puerta del observatorio, y varios otros se apresuraban cruzando el campus en aquella
dirección. Entre ellos reconocí al presidente Byxbee, acompañado por el conserje.
Mientras yo miraba llegaron al observatorio y, pasando por en medio del grupo
apiñado ante la puerta, entraron en el edificio. Evidentemente, el presidente iba a mis
aposentos. Y esto me hizo comprender de pronto que todo aquel ajetreo era por mí.
Recordé que ahora yo estaba en Marte, y en qué condiciones había dejado las cosas
en el observatorio. Ya era hora de que volviera allí para ocuparme de mis asuntos.

Aquí terminaba bruscamente el extraordinario documento que encontré aquella


mañana en mi escritorio. No espero que el lector crea que es el auténtico registro de
las condiciones de vida en otros mundos que pretende ser. No dudaré en explicarlo
como otro de los curiosos fenómenos de sonambulismo que se hallan reflejados en
los libros. Probablemente no fue más que eso, posiblemente fuera algo más. No
pretendo decidir la cuestión. He contado todos los hechos del caso, y no tengo
mejores medios que el lector para formarme una opinión. Como tampoco sé, si
realmente creyera que es el auténtico relato que parece ser, si eso afectaría mi
imaginación mucho más intensamente de lo que ya la ha afectado. Esa historia de
otro mundo, en una palabra, me ha hecho decepcionarme del nuestro. La facilidad
con la que mi mente se ha adaptado al punto de vista marciano relativo a la Tierra ha
sido una experiencia singular. La falta de la previsión entre las facultades humanas,
una falta m la que apenas había pensado antes, ahora me impresiona, muy
profundamente, como un hecho disarmónico con el resto de nuestra naturaleza,
desmintiendo su promesa…, una mutilación moral, una privación arbitraria e
inexplicable. El espectáculo de una raza condenada a caminar hacia atrás,
conservando sólo lo que ha transcurrido, segura sólo de lo pasado y muerto, me
abruma de tanto en tanto con un efecto fantásticamente triste que no puedo describir.

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Sueño con un mundo donde el amor siempre luzca una sonrisa, donde las partidas
sean sin lágrimas como nuestras reuniones, y la muerte no reine más. Tengo una
fantasía, que me gusta acariciar, que la gente de esta feliz esfera, nos gustaría que
fuese así, representa el tipo ideal y normal de nuestra raza, como quizá una vez lo fue,
como quizás pueda serlo nuevamente.

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VILLIERS DE L’ISLE ADAM

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Jean Marie Mathias Philippe Auguste, conde de Villiers de L'Isle Adam, nació en
Saint-Brieuc, Francia, en 1838, en el seno de una familia aristocrática… arruinada.
En 1857 se trasladó a París, donde la influencia de Baudelaire y el estudio del
pensamiento hegeliano le hicieron decantarse pronto hacia el idealismo místico. El
inicio de su carrera literaria fue un rotundo fracaso, y sus primeras obras, tanto en
poesía como en prosa y teatro, hicieron temer por una prometedora carrera
truncada. No fue hasta la aparición en 1883 de sus Cuentos crueles (Contes cruels),
un volumen de historias cortas que eran una sátira sangrienta de las costumbres de
su época, la mayor parte aparecidas ya anteriormente en periódicos, y que se abría
con la archifamosa «Vera, un cuento cruel» (Vera, un conte cruel), que su talento
empezó a ser reconocido. Más tarde seguirían a esos cuentos otros Nuevos cuentos
crueles (Nouveaux contes cruels), y unas Historias Insólitas (Histoires insolites), que
acabaron de cimentar su fama como prosista. Su drama más ambicioso (y también
más conocido), Axel, no apareció hasta después de su muerte, ocurrida en París en
1889.
La literatura de Villiers de L'Isle Adam está permeada por una gran fantasía e
imaginación. La Eva futura (L'Eve future), una novela de más de cuatrocientas
páginas que obtuvo desde su aparición un resonante éxito, incide directamente
dentro del campo de la ciencia ficción: se trata de un irónico y filosófico relato, lleno
de simbolismos, donde un apuesto y joven caballero se desespera cuando su
prometida empieza a ponerse intolerablemente gorda…, hasta que Thomas Alva
Edison en persona acude al rescate, creando un impecable doble robot de la joven.
El propio Edison, tras leer la novela, declaró públicamente que Villiers era superior
a él, puesto que Villiers creaba, mientras que él sólo se limitaba a inventar.
Muchos de sus relatos cortos se hallan impregnados de abundantes elementos
fantásticos y de ciencia ficción, siempre desde una óptica irónica y muchas veces
sangrientamente sarcástica, como en «Aparato para el análisis químico del último
aliento» (Appareil pour l’analyse chimique du dernier souffle), cuyo título hace
innecesario cualquier otro comentario. «Publicidad celestial» (Publicité célestial),
incluido aquí, que forma parte de sus primeros Cuentos crueles, toca un tema que
podríamos calificar de la más rabiosa actualidad. Aunque, evidentemente, muchas de
las irónicas referencias directas a la época en que fue escrito pierden hoy gran parte
de su sentido, piensen por un momento en la utilidad de un invento como el aquí
descrito en la publicidad actual, tanto comercial como política. De hecho, uno llega
a preguntarse: ¿es posible que, con las técnicas actuales, a nadie se le haya ocurrido
todavía llevar a la práctica la idea?

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Publicidad celeste
A Henry Ghys

«Eritis sicut Dii»


(Antiguo Testamento)

Cosa extraña y capaz de despertar la sonrisa de un financiero: se trata del cielo.


Pero, entendámonos, del cielo considerado desde un punto de vista industrial y serio.
Ciertos acontecimientos históricos, hoy científicamente comprobados y
explicados (o algo así) —por ejemplo, el Labarum de Constantino, las cruces que
repercuten en las nubes por las llanuras de nieve, los fenómenos de refracción del
monte Brocken, y ciertos efectos de ilusión en las zonas boreales—, tras intrigar
singularmente y excitar la imaginación, por decirlo de algún modo, de un sabio
ingeniero meridional, el señor Grave, hicieron que éste concibiera, hace algunos años,
el luminoso proyecto de utilizar la vasta extensión de la noche para elevar, en una
palabra, el cielo a la altura de la época.
En efecto, ¿para qué sirven esas bóvedas azuladas, sino para entretener la
enfermiza imaginación de los últimos soñadores? ¿No se adquirirían legítimos
derechos al reconocimiento público y, digámoslo también (¿por qué no?), a la
admiración de la posteridad, convirtiendo esos espacios estériles en espectáculos real
y fructíferamente instructivos, que revalorizaran esos páramos inmensos?
No se trata de sentimentalismo. Los negocios son los negocios. Es adecuado
solicitar el concurso y, si es necesario, la energía de las personas serias, acerca del
valor y de los resultados pecuniarios del inesperado descubrimiento del que
hablamos.
A primera vista, el fondo del asunto parece lindar con lo imposible, casi con la
insania. Cultivar el azul, cotizar el astro, explotar los dos crepúsculos, organizar la
noche, aprovechar el firmamento, algo hasta ahora improductivo…, ¡qué sueño! ¡Qué
espinosa aplicación, llena de dificultades! Pero, fortalecido por el espíritu del
progreso, ¿a qué problemas no hallará el hombre una solución?
Henchido por esta idea, y convencido de que si Franklin, Benjamín Franklin, el
impresor, había puesto orden a los rayos del cielo, tenía que ser posible, a fortiori, el
empleo de este último para fines humanitarios, el señor Grave estudió, viajó,
comparó, gastó, inventó, y a la larga, tras perfeccionar las enormes lentes y los
gigantescos reflectores de los ingenieros americanos, principalmente los aparatos de
Filadelfia y Quebec (caídos, a falta de un genio tenaz, en el dominio del Cant y del
Puff), el señor Grave, decimos, se propuso (una vez provisto de los títulos y
privilegios requeridos) ofrecer incesantemente a nuestras industrias manufactureras, e

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incluso a los pequeños comerciantes, la ayuda de una publicidad absoluta.
Cualquier competencia sería imposible ante el sistema de ese gran divulgador. En
efecto, baste imaginar algunos de nuestros grandes centros comerciales, las agitadas
poblaciones de Lyon, Burdeos, etc, al atardecer. En ellas se ve ese movimiento, esa
vida, esa animación extraordinaria que sólo los intereses financieros son capaces de
lograr hoy en las ciudades serias. Bruscamente, potentes chorros de magnesio o de
luz eléctrica, aumentados cien mil veces, parten de la cima de alguna florido colina,
encanto de jóvenes matrimonios —de una colina análoga, por ejemplo, a nuestro
querido Montmartre—; esos chorros luminosos, sostenidos por inmensos reflectores
multicolores, envían súbitamente al fondo del cielo, entre Sirio y Aldebarán, al ojo de
Tauro, o bien en medio de las Pléyades, la graciosa imagen de ese joven adolescente
con una banda en la que se leen con renovado placer estas hermosas palabras: «Se
restituye el oro de todo objeto que haya dejado de gustar.» ¿Podemos imaginar las
diferentes expresiones que tomarían entonces los rostros de esa muchedumbre, la
iluminación, los bravos, la alegría? Tras el primer movimiento de sorpresa, muy
disculpable, los antiguos enemigos se abrazarían, los más amargos resentimientos
domésticos quedarían olvidados. Se sentarían bajo el emparrado para apreciar mejor
el espectáculo, magnífico e instructivo a la vez. Y el nombre del señor Grave,
arrebatado en alas de la fama, volaría hacia la inmortalidad.
La más pequeña reflexión es suficiente para concebir los resultados de este
ingenioso invento. ¿No produciría asombro la Osa Mayor, sacando de entre sus
sublimes patas este inquietante anuncio: «¿Necesita usted corsé?»? Responda
sinceramente: ¿sí o no?» O mejor aún: ¿No sería un espectáculo capaz de alarmar a
los espíritus débiles y despertar la atención del clero el ver aparecer, en el propio
disco de nuestro satélite, en la regocijada faz de la Luna, este maravilloso grabado
que todos hemos admirado en los bulevares y que tiene por leyenda «A la Hirsuta»?
¡Qué acierto genial si en uno de los segmentos tirados entre la n del Taller del
Escultor se leyera: «Venus, reducción Kaula»! Qué emoción si, a propósito de esos
licores de sobremesa cuyo uso se recomienda por más de una razón, se percibiera, al
sur de Régulo, ese lugar central de la constelación de Leo, sobre la punta misma de la
Espiga de Virgo, a un ángel con un frasco en la mano, mientras de su boca sale un
pequeño papel sobre el que se leyeran las siguientes palabras: «¡Dios mío, qué
rico!»…
En pocas palabras, se ve claramente que se trata de una empresa publicitaria sin
precedentes, de responsabilidad ilimitada y con material infinito. Incluso el gobierno
podría garantizarla, por primera vez en su vida.
Es ocioso insistir en los servicios, verdaderamente eminentes, que tal
descubrimiento está llamado a prestar a la sociedad y al progreso. ¿Imaginan, por
ejemplo, la fotografía en placa de cristal, el proceso de lampascopía, aplicado de esta

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manera —es decir, aumentado cien mil veces— tanto para la captura de banqueros en
fuga como la de otros célebres malhechores? El culpable, a partir de ahora fácil de
perseguir —como dice la canción—, no podría asomar la nariz por la ventanilla de su
vagón sin ver en las nubes su retrato denunciador.
¡Y en política, en materia de elecciones, por ejemplo! ¡Qué preponderancia, qué
supremacía, qué increíble simplificación en los medios de propaganda, siempre tan
onerosos! No más papeles azules, amarillos, tricolores, que cubren los muros y nos
repiten siempre el mismo nombre, como una obsesión. No más fotografías, tan
dispendiosas y frecuentemente imperfectas, y que además fracasan en su fin, es decir,
no excitan la simpatía de los electores, ya sea por lo agradable de los rostros de los
candidatos, ya sea por el aire majestuoso del conjunto. Porque el valor de un hombre
es algo peligroso, perjudicial y más que secundario en política; lo esencial es que
tenga un aire «digno» a los ojos de sus mandatarios.
Supongamos, por ejemplo, que en las últimas elecciones los retratos de los
señores B*** y A*** hubiesen aparecido todas las noches, en tamaño natural, justo
debajo de la estrella b de la Lira. Se convendrá que ése hubiera sido el lugar exacto,
puesto que esos hombres de estado cabalgaron sobre Pegaso, si hay que creer en la
fama. Ambos hubieran sido expuestos allí durante toda la noche precedente al
escrutinio; ambos ligeramente sonrientes, la frente velada por una conveniente
inquietud y, sin embargo, con aspecto tranquilo. El procedimiento de lampascopía
hubiera podido incluso, con ayuda de una pequeña rueda, modificar a cada instante la
expresión de sus fisonomías. Se hubiera podido hacer que sonrieran al porvenir,
vertieran lágrimas por nuestros desengaños, abrieran la boca, fruncieran la frente,
hincharan coléricos las narices, adoptaran un aire digno…, en fin, todo cuanto
concierne a la tribuna y da valor al pensamiento de un verdadero orador. Cada elector
habría hecho su elección dándose cuenta por anticipado de qué era su diputado, y —
como se dice vulgarmente— no le hubieran dado gato por liebre. Incluso puede
afirmarse que, sin el descubrimiento del señor Grave, el sufragio universal no pasa de
ser una mera burla.
En consecuencia, esperamos que uno de estos días, o mejor, uno de estos
atardeceres, el señor Grave, apoyado por el concurso de un gobierno ilustrado,
comenzará sus importantes experimentos. Los incrédulos podrán seguir riendo hasta
entonces. Como en los tiempos en los que Lesseps hablaba de reunir los océanos…,
cosa que, pese a los incrédulos, ha realizado. Por tanto, también ahora dirá la ciencia
su última palabra y, mientras el señor Excesivamente-Grave dejará que rían. Gracias
a él, el cielo terminará por servir para algo, adquiriendo al fin un valor intrínseco.

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AMBROSE BIERCE

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Más que escritor, y pese a su fama como tal, Ambrose Bierce fue siempre
periodista. Nacido en Meigs County, Ohio, en 1842, se trasladó pronto a California,
donde ejerció el periodismo en San Francisco; en 1872 fue a Inglaterra, donde
permaneció cuatro años, ejerciendo también como periodista y publicando varios
volúmenes de narraciones cortas con el nombre de Dod Grile. En 1876 volvió a
California, donde siguió ejerciendo el periodismo y publicando más narraciones
cortas. Participó en la Guerra Civil norteamericana y, más tarde, en la mexicana.
Junto con Stephen Crane, es considerado como uno de los más destacados
precursores de la novela corta norteamericana. De hecho, en toda su vida no publicó
ninguna novela larga, al menos con su nombre. Su libro más conocido es Cuentos de
soldados y paisanos Tales of Soldiers and Civilians), inspirado en gran parte en
temas de la Guerra Civil norteamericana, que vivió de primera mano.
También se adentró frecuentemente en los temas fantástico y sobrenatural,
recogiendo gran parte de esos relatos en el volumen ¿Puede ocurrir esto? (Can Such
Things Be?). Publicado originalmente en 1893, el propio Bierce le añadió un cierto
número de relatos que no habían aparecido en la primera edición cuando preparó en
1909 una reedición para sus Obras Escogidas. Pueden citarse además sus Fábulas
fantásticas (Fantastic Fables), un delicioso conjunto de fábulas muy cortas (la
mayoría no llegan a una página), clásicas y no ortodoxas, corregidas y adaptadas
para un público adulto. En 1964, el volumen Historias de fantasmas y horror de
Ambrose Bierce (Ghost and Horror Stories of Ambrose Bierce) reunió lo más selecto
de su obra dentro del género fantástico.
Muchos de estos relatos rozan o inciden plenamente dentro de la ciencia ficción.
El más celebrado de ellos es «El amo de Moxon» {Moxon's Master), quizá, y
volvemos a lo mismo una vez más, porque
su personaje central es un autómata, lo cual se supone que da carta de
credibilidad para que un relato pre Gernsback pueda ser encuadrado dentro del
género: el relato cuenta la historia de un robot jugador de ajedrez, que termina
estrangulando a su amo cuando, al final de una partida, éste consigue exclamar
jubiloso: «¡Jaque mate!», venciendo por primera vez a la máquina que se creía
insuperable. «La cosa condenada» (The Damned Thing), incide en el tema de la
invisibilidad, ofreciendo una plausible explicación científica del fenómeno. La mayor
parte de los relatos de Bierce de este tipo se hallan profundamente influenciados por
Poe, de quien éste reconoció siempre ser un gran admirador.
«Desapariciones misteriosas», una narración extraída de ¿Puede ocurrir esto?,
es un caso peculiar. Presentada no como un relato, sino más bien como un artículo
periodístico, nos presenta tres casos de «desapariciones misteriosas», y luego, al
final, un intento de explicación científica de los mismos. Por supuesto, ignoro hasta
qué punto esas desapariciones enumeradas pueden ser verdaderas, y pretenden ser

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un antecedente de la labor investigadora que más tarde emprenderían un Charles
Fort o un Erich von Däniken, o son un simple recurso narrativo de escritor; por
supuesto, me inclino por la segunda. La parte final, sin embargo, la exposición de la
teoría que quiere explicar esas desapariciones, sí entra de lleno en lo más clásico de
la ciencia ficción, y como tal debe tomarse.
¿O no? La verdad, este relato, que me atrevería a clasificar como inclasificable,
tras pedir rápidamente disculpas por la redundancia tiene una curiosa secuela. Fue
publicado originalmente en 1893 y reeditado en 1909. En 1914 (o eso se cree), el
propio Ambrose Bierce desaparecería misteriosamente en México, en medio de su
guerra civil, sin que jamás haya vuelto a saberse nada de él. Si yo fuera von
Däniken, saltaría inmediatamente, por supuesto, a la conclusión de que Bierce fue
arrebatado por su propia ficción literaria…

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Desapariciones misteriosas
La dificultad de cruzar un campo

Una mañana de julio de 1854, un plantador llamado Williamson, que vivía a diez
kilómetros de Selma, Alabama, estaba sentado con su esposa y un hijo en la terraza
de su casa. Inmediatamente frente a la casa había un césped, de quizá cincuenta
metros de extensión, entre la casa y el camino público o, como era llamado, la
«carretera». Más allá de aquel camino se extendían unos ralos pastos de unas cuatro
hectáreas, llanos y sin ningún árbol, roca ni objeto natural o artificial en su superficie.
En aquellos momentos ni siquiera había un animal doméstico en el campo. En otro
campo, más allá de los pastos, una docena de esclavos trabajaban bajo la atenta
mirada de un capataz.
Arrojando al suelo la colilla de su cigarro, el plantador se levantó y dijo:
—Olvidé decirle a Andrew lo de esos caballos. —Andrew era el capataz.
Williamson avanzó con paso lento por el sendero de grava, arrancando una flor
mientras andaba, cruzó el camino y se metió en los pastos, haciendo una momentánea
pausa para cerrar la puerta que le daba acceso y para saludar a un vecino que pasaba,
Armour Wren, que vivía en una plantación adyacente. El señor Wren iba en un coche
abierto junto con su hijo James, un muchacho de trece años. Cuando habían rebasado
unos doscientos metros el punto de encuentro, el señor Wren le dijo a su hijo:
—Olvidé decirle al señor Williamson lo de esos caballos.
El señor Wren había vendido al señor Williamson algunos caballos, que tenían
que ser entregados este día, pero por alguna razón ahora no recordada resultaba una
inconveniencia entregarlos antes del día siguiente. El cochero recibió instrucciones de
dar media vuelta, y mientras el vehículo giraba Williamson fue visto claramente por
los tres, cruzando con paso tranquilo los pastos. En aquel momento uno de los
caballos del coche tropezó y estuvo a punto de caer. Apenas se había recobrado de la
falsa maniobra cuando James Wren exclamó:
—Hey, padre, ¿qué le ha ocurrido al señor Williamson?
No es propósito de esta narración responder a esa pregunta.
El extraño testimonio del señor Wren sobre el asunto, dado bajo juramento
durante las actuaciones legales relativas a la herencia Williamson, es como sigue:
—La exclamación de mi hijo hizo que mirara hacia el punto donde había visto al
difunto [sic] un instante antes, pero ahora ya no estaba allí, ni se le veía por parte
alguna. No puedo decir que en aquel momento me sorprendiera mucho, o me diera
cuenta de la gravedad del suceso, aunque pensé que era singular. Mi hijo, sin
embargo, se mostró grandemente sorprendido y no dejó de repetir su pregunta en
diferentes formas hasta que llegamos junto a la puerta. Mi muchacho negro, Sam,

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estaba igualmente afectado, incluso en un grado mayor, pero tomé más en
consideración la actitud de mi hijo que cualquier otra cosa que él hubiera observado
por sí mismo. [Esta frase fue borrada del testimonio.] Mientras bajábamos del coche
en la puerta del campo, y mientras Sam conducía [sic] el grupo hasta la verja, la
señora Williamson, con su hijo en brazos y seguida por varios sirvientes, llegó
corriendo por el camino, muy excitada, gritando: «¡Ha desaparecido, ha
desaparecido! ¡Oh, Dios! ¡Qué cosa más horrible!», y muchas otras exclamaciones
similares que no puedo recordar. De ellos obtuve la impresión de que se referían a
algo más que la mera desaparición de su esposo, aunque ésta hubiera ocurrido ante
sus ojos. Su actitud era alocada, pero no más, creo, de lo que era natural bajo las
circunstancias. No tengo razones para creer que en aquellos momentos hubiera
perdido la razón. Desde entonces nunca he vuelto a ver ni a saber nada del señor
Williamson.
Este testimonio, como puede esperarse, fue corroborado en casi todos sus
particulares por el único otro testigo ocular (si éste es el término adecuado), el
muchacho James. La señora Williamson había perdido la razón, y los sirvientes, por
supuesto, no eran competentes para testificar. El muchacho James Wren declaró al
principio que vio la desaparición, pero no hay nada de esto en el testimonio que dio
ante el tribunal. Ninguno de los trabajadores en el campo al que se dirigía Williamson
le vieron, y la búsqueda más rigurosa por toda la plantación y zonas adyacentes no
proporcionó ningún indicio. Las más monstruosas y grotescas ficciones, surgidas de
labios de los negros, fueron cosa habitual en aquella parte del Estado durante muchos
años, y probablemente siguen siéndolo hoy; pero lo que se ha relatado aquí es todo lo
que se sabe a ciencia cierta del asunto. Los tribunales decidieron que Williamson
estaba muerto, y su herencia fue distribuida de acuerdo con la ley.

Una carrera por terminar

James Burne Worson era un zapatero que vivía en Leamington, Warwickshire,


Inglaterra. Tenía una pequeña tienda en una de las calles laterales que desembocan en
la carretera a Warwick. En su humilde esfera era un hombre estimado y honesto,
aunque, como muchos de su clase en las poblaciones inglesas, era un tanto adicto a la
bebida. Cuando bebía más de la cuenta hacía apuestas estúpidas. En una de esas
demasiado frecuentes ocasiones, se puso a alardear de sus proezas como peatón y
atleta, y el resultado fue una apuesta contra natura. Por un soberano aceptó correr
todo el camino hasta Coventry y vuelta, una distancia de algo más de sesenta y cinco
kilómetros. Esto fue el 3 de septiembre de 1873. Partió de inmediato, con el hombre
con el que había cruzado la apuesta —cuyo nombre no se recuerda—, acompañado
por Barham Wise, un comerciante en telas, y Hamerson Burns, un fotógrafo, creo,
siguiéndole en un coche ligero o una carreta.

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Durante varios kilómetros Worson se desenvolvió bien, a un ritmo fácil y rápido,
sin fatiga aparente, porque realmente poseía una gran resistencia y no estaba lo
bastante ebrio como para sentirse debilitado. Los tres hombres en la carreta se
mantenían a una cierta distancia tras él, proporcionándole ocasionales y amistosos
ánimos o pullas, según les moviera el ánimo. De pronto —en propia mitad de la
carretera, a menos de una docena de metros de ellos, y con todos los ojos clavados en
él—, ¡el hombre pareció tropezar, cayó de bruces hacia delante, lanzó un terrible grito
y desapareció! No cayó al suelo…, desapareció antes de tocarlo. Ningún rastro de él
fue descubierto jamás.
Después de permanecer en el lugar y sus alrededores durante un cierto tiempo, sin
saber qué hacer, los tres hombres regresaron a Leamington, contaron su sorprendente
historia, y fueron encerrados. Pero se mantuvieron firmes en sus declaraciones,
siempre habían sido considerados como hombres honestos y veraces, estaban sobrios
en el momento en que ocurrió todo, y nunca transpiró nada que desacreditara el relato
jurado de su extraordinaria aventura, relativo a cuya veracidad, sin embargo, la
opinión pública se mostró dividida en todo el Reino Unido. Si tenían algo que ocultar,
su elección de los medios fue sin lugar a dudas uno de los más sorprendentes hechos
ideados jamás por un ser humano cuerdo.

El rastro de Charles Ashmore

La familia de Christian Ashmore consistía en su esposa, su madre, dos hijas ya


crecidas y un hijo de dieciséis años. Vivían en Troy, Nueva York, eran personas
respetables y bien consideradas, y tenían muchos amigos, algunos de los cuales,
leyendo estas líneas, sabrán sin duda por primera vez el extraordinario destino del
joven. Desde Troy, los Ashmore se trasladaron en 1871 o 1872 a Richmond, Indiana,
y uno o dos años más tarde a las proximidades de Quincy, Illinois, donde el señor
Ashmore compró una granja para vivir de su explotación. A poca distancia de la casa
de la granja había un arroyo con un fluir constante de clara y fría agua, de donde se
aprovisionaba la familia para su uso doméstico en todas las estaciones.
La noche del 9 de noviembre de 1878, aproximadamente a las nueve, el joven
Charles Ashmore abandonó el círculo familiar en torno a la chimenea, tomó un cubo
pequeño y se dirigió hacia el arroyo. Cuando no regresó, la familia empezó a
intranquilizarse y, dirigiéndose a la puerta por la que el muchacho había abandonado
la casa, su padre lo llamó sin recibir ninguna respuesta. Entonces encendió una
linterna y, con la hija mayor, Martha, que insistió en acompañarle, salió en su busca.
Había caído una ligera nevada, borrando el sendero, pero poniendo en evidencia las
huellas del joven; cada pisada estaba claramente definida. Tras recorrer algo más de
la mitad del camino —quizá setenta y cinco metros—, el padre, que iba delante, se
detuvo en seco y, alzando su linterna, examinó atentamente la oscuridad que se abría

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ante ellos.
—¿Qué ocurre, padre? —preguntó la muchacha.
Aquello era lo que ocurría: el rastro del joven terminaba bruscamente ante sus
ojos, y más allá sólo había lisa e inmaculada nieve. Las últimas huellas eran tan claras
como cualquiera de las anteriores; incluso eran claramente distinguibles las marcas de
los clavos de los zapatos. El señor Ashmore miró hacia arriba, escudando los ojos con
su sombrero entre ellos y la linterna. Las estrellas brillaban en el cielo; no había
ninguna nube; vio negada la explicación que se había sugerido a sí mismo, por
dudosa que fuera…, la de una nueva nevada con unos límites tan claramente
definidos. Dando un amplio rodeo en torno a las últimas huellas, a fin de no alterarlas
para un posterior examen, el hombre siguió hacia el arroyo, con la muchacha a sus
talones, débil y aterrada. Ninguno de los dos dijo una palabra de lo que ambos habían
observado. El arroyo estaba cubierto por una fina capa de hielo que se había formado
hacía horas.
De regreso a la casa, revisaron la nieve a ambos lados del sendero en toda su
longitud. Ninguna huella se apartaba de él.
La luz de la mañana no mostró nada más. Lisa, impoluta, sin ninguna huella, la
delgada capa de nieve se extendía por todas partes.
Cuatro días más tarde la propia y dolorida madre fue al arroyo en busca de agua.
Volvió y relató que, al pasar junto al lugar donde se habían interrumpido las huellas,
había oído la voz de su hijo y lo había llamado ansiosamente, yendo de un lado a otro
por el lugar, como si creyera que la voz procedía ahora de una dirección, ahora de
otra, hasta que el cansancio y la emoción la agotaron. Preguntada acerca de lo que
había dicho la voz, fue incapaz de repetirlo, pero juró que las palabras eran
completamente distinguibles. Al cabo de un momento toda la familia estaba en el
lugar, pero no pudieron oír nada, y se creyó que la voz había sido una alucinación
creada por la gran ansiedad de la madre y sus nervios desordenados. Pero durante los
meses siguientes, a intervalos irregulares de unos cuantos días, la voz fue oída por
varios miembros de la familia y por otras personas. Todos declararon que era
inconfundiblemente la voz de Charles Ashmore; todos estuvieron de acuerdo en que
parecía proceder de una gran distancia, débilmente, pero con gran claridad de
articulación; sin embargo, nadie pudo determinar su dirección ni repetir sus palabras.
Los intervalos de silencio se hicieron más y más largos, la voz más y más débil, y
mediado el verano dejó de oírse.
Si alguien sabe el destino de Charles Ashmore es probablemente su madre. Está
muerta.

La ciencia a la cabeza

Respecto a este tema de las «desapariciones misteriosas» —de las que cada

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memoria está llena con abundantes ejemplos—, es pertinente anotar aquí la creencia
del doctor Hern, de Leipzig; no como explicación, a menos que el lector decida
tomarla así, sino debido a su interés intrínseco como singular especulación. Este
distinguido científico ha expuesto sus puntos de vista en un libro titulado
Verschwinden und Seine Theorie, que ha atraído una cierta atención, «particularmente
—dice un escritor— entre los seguidores de Hegel y matemáticos que sostienen la
existencia real del llamado espacio no euclidiano, es decir, un espacio que posee más
dimensiones que longitud, anchura y espesor, un espacio en el que tal vez fuera
posible hacer un nudo en una cuerda infinita y volver del revés una pelota de caucho
sin “una solución de su continuidad” o, en otras palabras, sin abrirla o romperla».
El doctor Hern cree que en el mundo visible hay espacios vacíos: vacua, y algo
más: agujeros, por así decirlo, a través de los cuales pueden caer al mundo invisible
los objetos animados e inanimados, desde donde dejan de ser vistos y oídos. La teoría
es más o menos así: El espacio se halla permeado por un éter luminífero, que es algo
material, una sustancia como el aire o el agua, aunque infinitamente más tenue. Toda
fuerza, toda forma de energía, debe propagarse en él; todo proceso que se produzca
debe producirse en él. Pero supongamos que existen cavidades en éste por otro lado
medio universal, como existen las cavernas en la superficie terrestre o los agujeros en
un queso suizo. En una de esas cavidades no habría absolutamente nada.
Constituirían un vacío como no puede producirse artificialmente; porque si
bombeamos el aire de un recipiente, siempre queda el éter luminífero. La luz no
puede atravesar una de esas cavidades, porque no hay nada que la sostenga. El sonido
no puede brotar de ella; nada puede sentirse en su interior. No existe en ellas ni una
sola de las condiciones necesarias para la acción de cualquiera de nuestros sentidos.
En pocas palabras, en un vacío así no puede ocurrir completamente nada. Siguiendo
al escritor antes mencionado, el propio y erudito doctor lo explica concisamente de
este modo: «Un hombre encerrado en un espacio así no puede ver ni ser visto; no
puede oír ni ser oído; no puede sentir ni ser sentido; no puede vivir ni morir, porque
tanto la vida como la muerte son procesos que solamente tienen lugar donde hay
fuerza, y en un espacio vacío no puede existir ninguna fuerza.» ¿Son ésas las
horribles condiciones (se preguntarán algunos) bajo las que los amigos de los
desaparecidos tienen que pensar que siguen existiendo, y se hallan condenados a
existir eternamente?
Debido a lo mal e imperfectamente planteada que ha sido reproducida aquí, la
teoría del doctor Hern, pese a que hasta ahora es la única explicación adecuada a las
«desapariciones misteriosas», se halla abierta a muchas y obvias objeciones; para
algunos, reflejará la «amplia volubilidad» de este libro. Pero incluso, tal y como ha
sido planteada por su autor, no explica, y de hecho es incompatible, con algunos
incidentes de los sucesos relatados en estos memorándums: por ejemplo, el sonido de

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la voz de Charles Ashmore. No es mi deber dotar de afinidad a hechos y teorías.

A. B.

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MARK TWAIN

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Aunque sea universalmente conocido por sus novelas sobre Tom Sawyer y
Huckleberry Finn, cuyas ediciones son ya incontables y han sido llevadas al cine
innumerables veces, incluso en dibujos animados, Samuel Langhome Clemens, más
conocido como Mark Twain, es mucho más que un hábil narrador de la antigua vida
en el Mississippi. Entre otras cosas, es uno de los más espléndidos escritores de
ciencia ficción del siglo XIX, aunque su fama, en este aspecto, sea un poco más
restringida, excepto su Un yanki en la corte del rey Arturo (A Connecticut Yankee in
King Arthur’s Court).
Nacido en 1835 en Florida, Missouri, Twain pasó la mayor parte de su juventud
en Hannibal, a orillas del río que más tarde le inspiraría sus más famosas obras. Su
vida errante lo llevó a ejercer el periodismo en Filadelfia y St. Louis, como aprendiz
de piloto en un barco a lo largo del Mississippi, a participar en la Guerra Civil,
como minero y periodista en el Oeste… Sólo cuando su incipiente carrera literaria
empezó a florecer se asentó en Hartfort, Connecticut, donde se casó y vivió el resto
de su vida hasta su muerte en 1910. A lo largo de toda esta vida, Clemens/Twain se
interesó en temas tan diversos como la geología, la astronomía, la biología, la
investigación psíquica especulativa… Debido a ello, gran parte de su ficción refleja
su comprensión tanto del tiempo geológico como de las distancias astronómicas y las
dimensiones microscópicas, aparte las extraordinarias posibilidades psíquicas. Su
obra, dilatada y muy dispersa, refleja, más allá de sus novelas más conocidas, un
profundo interés hacia todas las inquietudes humanas, extrapoladas hacia nuevos
planos de comprensión.
Para muchos, el viaje en el tiempo del protagonista de Un yanki en la corte del
rey Arturo es un mero recurso literario para situar a su personaje allá donde lo
quería el autor; pero es precisamente esto último, el enfrentamiento de dos culturas
completamente distintas, lo cual le permite efectuar una sátira devastadora de la
sociedad norteamericana de su tiempo, y no el viaje en sí, lo que interesaba a Twain
cuando escribió la novela, y lo que constituye el meollo del libro. Es esta dicotomía
de culturas, y no él viaje temporal, lo que hace del libro una auténtica joya de la
ciencia ficción.
Muchos otros relatos de Mark Twain tienen idénticas características. «La curiosa
república de Gondour» (The Curious Republic of Gondour), por ejemplo, nos
presenta la extrapolación de una utopía en la que los votos son proporcionales no
según las personas, sino según su riqueza y educación; «Extractos de la visita del
capitán Stormfield al cielo» (Extracts from Captain Stormfield’s Visit to Heaven)
plantea la idea de un cielo físico en términos de dimensiones espaciales y
temporales; «La comedia de esos extraordinarios gemelos» (The Comedy of Those
Extraordinary Twins), un relato basado en los gemelos Tocci, que existieron en la
realidad, explora de un modo cómico pero perspicaz los problemas de dos cabezas

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que comparten un mismo cuerpo; y finalmente hay que citar su obra incompleta La
gran oscuridad (The Great Dark), con muchos puntos de contacto con Un yanki…
pero una profundidad temática mucho mayor, y que ha pasado a la galería de obras
maestras inconclusas junto a las obras de Poe y James.
Del “London Times” de 1904” (From the «London Times» of 1904), incluido
aquí, constituye un curioso relato de ciencia ficción. Aunque la esencia del mismo
sea una dura crítica del sistema judicial norteamericano, la base de esta crítica se
apoya en elementos puros de ciencia ficción. Aparte la época en que está situada la
acción, 1904 (el relato fue escrito en 1898), la invención del telelectroscopio que nos
presenta Mark Twain nos hace pensar en Gemsback, en los dibujos de Frank R. Paul
y en los modernos ensayos del videoteléfono. Twain, como buen estudioso que fue de
todos los progresos científicos de su época, se muestra aquí comedido en sus
especulaciones; practica, claramente, lo que hoy llamaríamos hard science-fiction.

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Del «London Times» de 1904

I
Correspondencia del «London Times»

CHICAGO, 1 DE ABRIL DE 1904


Reanudo mi cable-telefonema donde lo dejé ayer. Desde hace muchas horas, esta
enorme ciudad —junto con el resto del globo, por supuesto— no ha hablado de otra
cosa que del extraordinario episodio mencionado en mi último informe. De acuerdo
con sus instrucciones, relacionaré el romance desde sus inicios hasta su culminación
ayer…, u hoy; dígalo como quiera. Por una sorprendente casualidad, yo fui
personalmente actor de una parte de ese drama. La escena de apertura ocurre en
Viena. Fecha, una de la madrugada del 31 de marzo de 1898. Yo había pasado la
velada en una diversión social. Me marché aproximadamente a la medianoche, en
compañía de los agregados militares de las embajadas británica, italiana y americana,
para terminar fumando un último cigarro. Decidimos que esta función la llevaríamos
a cabo en la casa del teniente Hillver, el tercer agregado mencionado en la lista de
más arriba.
Cuando llegamos allí encontramos a varios visitantes en la habitación: el joven
Szczepanik [3]; Mr. K., su patrocinador financiero; Mr. W., el secretario de este
último; y el teniente Clayton, del ejército de los Estados Unidos. Por aquellos tiempos
había amenaza de guerra entre España y nuestro país, y el teniente Clayton había sido
enviado a Europa en misión militar. Yo conocía muy bien al joven Szczepanik y a sus
dos amigos, y ligeramente a Mr. Clayton. Le había conocido en
West Point hacía años, cuando él era cadete. Fue cuando el general Merritt era
superintendente. Tenía la reputación de ser un oficial eficaz, y también de poseer un
temperamento enérgico y decir las cosas claras.
Aquella reunión de fumadores se había organizado en parte por asuntos de
negocios. Estos negocios eran tomar en consideración la disponibilidad del
telelectroscopio para el servicio militar. Ahora suena más bien extraño, pero es cierto,
sin embargo, que por aquel entonces el invento no era tomado en serio por nadie
excepto por su inventor. Incluso su patrocinador financiero lo consideraba
simplemente como un curioso e interesante juguete. De hecho, estaba tan convencido
de esto que había pospuesto su uso por el mundo en general hasta finales del siglo
que terminaba, ofreciendo una exclusiva de dos años de su explotación a un sindicato,
cuya intención en explotarlo en la Feria Mundial de París.
Cuando entramos en la sala de fumar encontramos al teniente Clayton y a
Szczepanik enfrascados en una cálida charla en alemán sobre el telelectroscopio.
Clayton estaba diciendo:

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—¡Bien, usted ya conoce mi opinión al respecto, de todos modos! —y golpeó con
énfasis su puño sobre la mesa.
—Y yo no la valoro —respondió el joven inventor, con una calma provocadora en
tono y modales.
Clayton se volvió hacia Mr. K. y dijo:
—No puedo comprender cómo está malgastando usted su dinero en este juguete.
En mi opinión, nunca llegará el día en que consiga hacer ningún servicio a ningún ser
humano que valga ni siquiera un cuarto de penique.
—Es posible; sí, es posible; sin embargo, he depositado mi dinero en él, y estoy
contento. Yo también creo que sólo es un juguete; pero Szczepanik afirma que es
mucho más, y le conozco lo suficiente como para creer que puede ver hasta más lejos
que yo…, ya sea con su telelectroscopio o sin él.
Aquella suave respuesta no enfrió a Clayton; sólo parecía irritarle aún más; y
repitió con todo su énfasis su convicción que el invento nunca haría ningún servicio
que valiese ni siquiera un cuarto de penique. Incluso aclaró, esta vez: un cuarto de
penique «de cobre». Y depositó una moneda inglesa de un cuarto de penique sobre la
mesa, y añadió:
—Tome eso, Mr. K., y guárdelo; y si alguna vez el teleletroscopio proporciona
algún auténtico servicio a alguien repito, un auténtico servicio, entonces, por favor,
remítamela por correo como recordatorio, y yo retiraré todo lo que digo ahora. ¿Lo
hará?
—Lo haré. —Y Mr. K. se metió la moneda en el bolsillo.
Mr. Clayton se volvió entonces hacia Szczepanik e inició una ácida burla…, que
no llegó a su final; Szczepanik la interrumpió con una seca observación, seguida por
un golpe. Hubo una pelea por uno o dos momentos; luego los agregados los
separaron.
La escena cambia ahora a Chicago. Tiempo, otoño de 1901. Tan pronto como el
contrato de París dejó libre el telelectroscopio, fue ofrecido al uso público, y pronto
fue conectado con los sistemas telefónicos de todo el mundo. Así fue introducido el
teléfono mejorado de «distancia ilimitada», y de pronto los hechos diarios del globo
fueron visibles para todo el mundo, y audiblemente discutibles también, por testigos
separados por cualquier número de leguas.
A la larga, Szczepanik llegó a Chicago. Clayton (ahora capitán) servía por aquel
entonces en ese departamento militar. Los dos hombres reanudaron la pelea de Viena
de 1898. Se pelearon en tres ocasiones, y en todas ellas tuvieron que ser separados
por los testigos. Luego se produjo un intervalo de unos meses, durante los cuales
Szczepanik no fue visto por ninguno de sus amigos, y al principio se supuso que se
había marchado en una gira de inspección y que pronto volveríamos a saber de él.
Pero no; ninguna noticia nos llegó de su persona.

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Entonces se supuso que había vuelto a Europa. Sin embargo, pasó el tiempo y no
se supo nada de él. Nadie se preocupó excesivamente por ello, porque era como la
mayor parte de Inventores y otros tipos de poetas, iba y venía de la manera más
caprichosa, a menudo sin avisar a nadie.
Ahora viene la tragedia. El 29 de diciembre, en un oscuro compartimiento no
utilizado del sótano bajo la casa del capitón Clayton, fue descubierto un cadáver por
una de las doncellas de Clayton. Fue fácilmente identificado como Szczepanik.
El hombre había muerto violentamente. Clayton fue arrestado, encausado y
llevado ante un tribunal, acusado de asesinato.
Las pruebas contra él eran perfectas en todos sus detalles, y absolutamente
inexpugnables. El propio Clayton lo admitió. Dijo que ningún hombre razonable
podía examinar aquel testimonio con mente desapasionada y no quedar convencido
ante él, sin embargo, el hombre estaría en un error, dijo Clayton, juraba y perjuraba
que él no había cometido el asesinato, y que no tenía nada que ver con él.
Como ustedes, lectores, recordarán, fue condenado a muerte. Tenía numerosos y
poderosos amigos, y todos lucharon duramente por salvarle, porque ninguno de ellos
dudaba de la veracidad de sus aseveraciones. Yo hice lo poco que pude por ayudar,
porque desde hacía tiempo me había hecho amigo suyo, y creía saber que no entraba
en su carácter el embaucar a un enemigo y llevarlo hasta un rincón para asesinarlo.
Durante 1902 y 1903 la ejecución fue suspendida varias veces por el gobernador; fue
suspendida una vez más a principios del presente año, y el día de la ejecución
pospuesto hasta el 31 de marzo.
La situación del gobernador era embarazosa desde el día mismo de la condena,
debido al hecho de que la esposa de Clayton era la sobrina del gobernador. El
matrimonio había tenido lugar en 1899, cuando Clayton tenía treinta y cuatro años y
la muchacha veintitrés, y era un matrimonio feliz. Tenían una hija, una niñita de tres
años. La piedad hacia las pobres madre e hija mantuvieron las bocas de los
murmuradores cerradas al principio; pero eso no podía durar eternamente —porque
en América la política pone su mano sobre todo— poco a poco los oponentes
políticos del gobernador empezaron a llamar la atención sobre su retraso en permitir
que la ley siguiera su curso. Aquellas insinuaciones fueron creciendo más y más y
haciéndose más frecuentes e incisivas. Como resultad natural de todo ello, su propio
partido empezó a ponerse nervioso. Sus líderes comenzaron a visitar Springfield y a
sostener largas conferencias privadas con él. Ahora se hallaba entre dos fuegos. Por
una parte, su sobrina le imploraba que perdonara a su esposo; por la otra, estaban los
líderes de su partido, insistiendo en que se atuviera a su estricto deber como
magistrado jefe del Estado, y no pusiera más trabas a la ejecución de Clayton. El
deber venció en la lucha, y el gobernador dio su palabra de que no volvería a dar un
respiro al condenado, Eso fue hace dos semanas. Mrs. Clayton dijo:

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—Ahora que has dado tu palabra, mis últimas esperanzas han desaparecido,
porque sé que nunca te echarás atrás de ella. Pero has hecho todo lo que has podido
por John, y no tengo ningún reproche que hacerte. Tú le quieres, y me quieres a mí y
ambos sabemos que, si pudieras salvarle honorablemente, lo harías. Ahora iré junto a
él, y le ayudaré en todo lo que pueda y le ofreceré todo el confort que esté en mis
manos en los pocos días que nos quedan antes de que llegue la noche que no tendrá
fin para mí en toda la vida. ¿Estarás conmigo ese día? ¿No me abandonarás?
—Yo misma te llevaré hasta él, pobre niña, y estaré a tu lado hasta el final.
A una orden del gobernador, a Clayton se le permitió cualquier indulgencia que
deseara y en la que pudiera interesar su mente y aliviar las penalidades de su
encarcelamiento. Su esposa y su hija pasaban con él los días; yo era su compañero
durante la noche. Fue trasladado de la angosta celda que había ocupado durante aquel
terrible tiempo, y le fueron proporcionados los amplios y confortables aposentos del
jefe de guardianes. Su mente estaba constantemente ocupada con la catástrofe de su
vida y con el asesinato del inventor; y entonces se le ocurrió que le gustaría disponer
del telelectroscopio y entretener su mente con él. Consiguió su deseo. Fue hecha la
conexión con la estación internacional de teléfonos, y día tras día, y noche tras noche,
llamaba a un rincón del mundo, luego a otro, y examinaba su modo de vivir, y
estudiaba sus extraños paisajes, y hablaba con su gente, y se daba cuenta de que
gracias a aquel maravilloso instrumento era casi tan libre como los pájaros en el aire,
aunque fuera un prisionero tras cerraduras y barrotes. Raras veces hablaba, y yo
nunca le interrumpía cuando estaba absorto en su diversión. Yo permanecía sentado
en su salita de estar, leía y fumaba, y las noches eran muy tranquilas y reposadamente
sociables, y las encontraba agradables. De tanto en tanto le oía decir: «Póngame con
Yedo»; y a continuación: «Póngame con Hong-Kong»; y luego: «Póngame con
Melbourne». Y yo seguía fumando, y leía confortablemente, mientras él vagaba por
el remoto submundo, donde el sol brillaba en el cielo y la gente se dirigía a su trabajo
cotidiano. A veces la charla que llegaba de aquellas lejanas regiones a través del
micrófono me interesaba, y escuchaba.
Ayer —sigo llamándolo ayer, lo cual es completamente natural por ciertas razones
—, el instrumento permaneció inutilizado, y eso también era natural, porque era la
vigilia del día de la ejecución. Transcurrió entre lágrimas y lamentaciones y adioses.
El gobernador y la esposa y la hija permanecieron allí hasta las once y cuarto de la
noche, y las escenas que presencié eran dolorosas de contemplar. La ejecución debía
tener lugar a las cuatro de la madrugada. Un poco después de las once, un sonido de
martilleo rompió la quietud de la noche, y hubo un destello de luz, y la niña gritó:
—¿Qué es eso, papá? —y corrió a la ventana antes de que nadie pudiera
detenerla, y palmeó con sus pequeñas manitas, y dijo—: Oh, ven a ver, mamá…, ¡qué
cosa más hermosa están construyendo! —La madre sabía lo que era…, y se

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desvaneció ¡Era la horca!
Fue llevada de vuelta a su casa, pobre mujer, y Clayton y yo nos quedamos a
solas…, a solas, y pensando, contemplando y soñando. Muy bien podíamos haber
sido estatuas, tan inmóviles y silenciosos permanecíamos sentados. Fue una terrible
noche, porque el invierno acudió de nuevo por unos momento como es costumbre en
esta región a principios de la primavera. El cielo estaba negro y sin ninguna estrella, y
un fuerte viento soplaba del lago. El silencio en la estancia era tan profundo que
todos los sonidos del exterior parecían exagerados en contraste con él. Esos sonidos
eran adecuados; armonizaban con la situación y las condiciones: el retumbar del
trueno de la repentina tormenta entre los tejados y las chimeneas, luego su ascenso a
gemidos y lamentos entre los aleros y gabletes de tanto en tanto, el rumor suave y
cliqueteante de la celda contra las ventanas; y siempre el ahogado y casi sobrenatural
martilleo de los que levantaban la horca en el patio. Tras una eternidad de todo
aquello, otro sonido —lejano, y llegando hasta nosotros ahogado y débil por entre el
rugir de la tormenta ¡una campana dando las doce! Otra eternidad, y tocó de nuevo.
Y de nuevo otra vez. Un largo y deprimente intervalo después de esto, luego el
sonido espectral flotó de nuevo hasta nosotros una, dos, tres; y esta vez contuvimos
nuestros alientos ¡Y quedaban sesenta minutos de vida!
Clayton se levantó y se detuvo de pie junto a la ventana y alzó la vista hacia el
negro cielo, y escuchó el repiqueteo de la cellisca y el zumbar del viento; luego dijo:
—¡Que lo último que vea de la tierra un hombre moribundo sea… esto! —Y al
cabo de un momento añadió—: Tengo que ver de nuevo el sol…, ¡el sol! —Y al
momento siguiente estaba llamando febrilmente—: ¡China! ¡Póngame con China…!
Me sentía extrañamente alterado, y me dije a mi mismo: «Pensar que es un simple
ser humano el que logra este inimaginable milagro… transformar el invierno en
verano, la noche en día, la tormenta en calma, dar la libertad de todo un prisionero en
una celda, y el sol en todo su desnudo esplendor ¡a un hombre que se muere en las
tinieblas egipcias!
Estaba escuchando.
—¡Qué luz! ¡Qué brillo! ¡Qué radiación!… ¿Es esto Pekín?
—Sí.
—¿La hora?
—Media tarde.
—¿Qué es toda esta multitud, y esos trajes tan espléndidos? ¡Que masas y masas
de intenso color y bárbara magnificencia!
—¡Y cómo brillan y resplandecen bajo la intensa luz del sol! ¿A que se debe todo
esto?
—Es la coronación de nuestro nuevo emperador…, el Zar.
—Pero creí que eso debía tener lugar ayer.

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—Hoy es ayer…, para usted.
—Es cierto. Pero mi mente está confusa estos días; y hay razones para ello… ¿Es
esto el inicio de la procesión?
—Oh, no; empezó hace una hora.
—¿Todavía falta mucho?
—Otras dos horas. ¿Por qué lo pregunta?
—Porque me gustaría verla toda.
—¿Y por qué no puede?
—Tengo que irme… dentro de un momento.
—¿Tiene alguna cita?
Tras una pausa, muy suavemente:
—Sí. —Tras otra pausa—. ¿Quiénes son ésos en aquel espléndido pabellón?
—La familia imperial, y las realezas que han acudido de todos lados de la tierra
para presenciar la coronación.
—¿Y quiénes son aquéllos en los pabellones adyacentes a derecha e izquierda?
—Los embajadores y sus familias y cortejos a la derecha; los extranjeros no
oficiales a la izquierda,
—Si tiene usted la bondad me gustaría…
¡Boom! La distante campana de nuevo, haciendo sonar solamente la media hora a
través de la tormenta de viento y cellisca. La puerta se abrió, y el gobernador y la
madre y la hija entraron…, ¡la mujer iba enlutada! Se arrojó al pecho de su esposo en
una sollozante pasión, y yo…, no pude quedarme; no podía resistirlo. Entré en el
dormitorio y cerré la puerta. Me quedé allí, aguardando…, aguardando…,
aguardando, y escuchando el repiqueteo y el zumbido y el estruendo de la tormenta.
Tras lo que pareció un largo, largo rato, oí ruidos y movimiento en el saloncito, y
supe que el sacerdote y el alcaide y el guardia acababan de entrar. Sonaron voces
quedas; luego silencio; luego una plegaria, con sonido de sollozos; finalmente ruido
de pies…, la partida hacia el cadalso; luego la alegre voz de la niña:
—No llores, mamá, dentro de un momento recogeremos a papá y nos lo
llevaremos a casa.
La puerta se cerró; se habían ido. Me sentí avergonzado; y era el único amigo del
hombre a punto de morir, y no tenía espíritu, no tenía valor. Salí al saloncito, y me
dije que tenía que ser un hombre y seguirles. Pero estamos hechos como estamos
hechos, y no podemos impedirlo. No les seguí.
Recorrí nerviosamente la estancia, y finalmente me dirigí a la ventana, la alcé
lentamente —atraído por esa horrible fascinación que ejerce sobre nosotros lo terrible
y profundamente desagradable—, y miré al patio. A la tétrica luz de las lámparas
eléctricas vi el pequeño grupo de testigos privilegiados, la esposa llorando en el
pecho de su tío, el hombre condenado de pie sobre el cadalso con la cuerda en torno a

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su cuello, los brazos atados a su espalda, la caperuza negra sobre su cabeza, el alcaide
a su lado con la mano en la palanca de la trampilla, el sacerdote frente a él,
descubierto y con el libro en su mano,
—Yo soy la resurrección y la vida…
Me alejé de la ventana. No podía escuchar; no podía mirar. No sabía dónde ir ni
qué hacer. Mecánicamente, sin darme cuenta de ello, mis ojos se posaron en aquel
extraño instrumento, y allí estaba Pekín y la procesión del zar. Al momento siguiente
estaba asomado a la ventana, jadeando, atragantándome, intentando hablar, pero
ahogado por la misma inminencia de la necesidad de hacerlo. El sacerdote podía
hablar, pero yo, que tanta necesidad tenía de las palabras…
—Y tenga Dios piedad de tu alma. Amén.
El alcaide bajó la caperuza negra y apoyó la mano sobre la palanca. Recobré mi
voz.
—¡Alto, por el amor de Dios! ¡Ese hombre es inocente! ¡Vengan aquí y vean a
Szczepanik cara a cara!
Apenas tres minutos más tarde, el gobernador ocupaba mi lugar en la ventana y
gritaba:
—¡Suelten sus ligaduras y déjenlo libre!
Tres minutos después, todos estábamos de nuevo reunidos en el saloncito. El
lector imaginará la escena; no tengo necesidad de describirla. Fue una especie de loca
orgía de alegría.
Un mensajero llevó la noticia a Szczepanik en el pabellón, y se pudo ver el
inquieto desconcierto en su rostro cuando la escuchó. Luego fue al otro extremo de la
línea, y habló con Clayton y el gobernador y los demás; y la esposa derramó sobre el
su gratitud por salvar la vida de su esposo, y en su profundo agradecimiento le besó a
través de una distancia de doce mil millas.
Los telelectroscopios de todo el globo entraron ahora en servicio, y durante
muchas horas los reyes y reinas de muchos reinos (con algún que otro periodista aquí
y allá) hablaron con Szczepanik, y le felicitaron; y las pocas sociedades científicas
que no le habían hecho todavía miembro honorario se apresuraron a concederle esa
gracia.
¿Cómo había ocurrido que desapareciera de entre nosotros? Era fácil de explicar.
No se había acostumbrado a ser un personaje mundialmente famoso, y se había visto
obligado a apartarse de la devoradora celebridad que estaba robándole toda su
intimidad y reposo. Así que se dejó crecer la barba, se puso gafas oscuras, se disfrazó
un poco de otras varias maneras, luego adoptó un nombre ficticio y se dedicó a
vagabundear por la Tierra en paz.
Éste es el relato del drama que empezó con una pelea sin consecuencias en Viena
en primavera de 1898, y estuvo a punto de terminar en tragedia en el invierno de

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1904.
MARK TWAIN.

II
Correspondencia del «London Times»

CHICAGO, 5 DE ABRIL DE 1904


Hoy, a través de un Clipper de la Electric Line y las conexiones posteriores de la
Electric Railway, llegó un sobre procedente de Viena para el capitán Clayton,
conteniendo un cuarto de penique inglés. El destinatario se sintió profundamente
emocionado. Llamó a Viena y, cara a cara con Mr. K., dijo:
No necesito decir nada; puede verlo usted todo en mi rostro. Mi esposa tiene el
cuarto de penique. No se preocupe…, no vamos a tirarlo.
M.T.

III
Correspondencia del «London Times»

CHICAGO, 23 DE ABRIL DE 1904


Ahora que los sucesos posteriores al caso Clayton han seguido su rumbo y
alcanzado su fin, los resumiré. La romántica escapatoria de Clayton de una muerte
vergonzosa sumieron a toda esta región en un encantamiento de alegría y
maravilla…, durante los nueve días proverbiales. Luego vino el proceso de
relajamiento, y la gente empezó a pensar y a decir: «Pero un hombre fue muerto, y
Clayton lo mató.» Otros respondieron: «Eso es cierto: hemos pasado por alto ese
importante detalle, nos hemos dejado llevar por la excitación.»
El sentimiento pronto se hizo general, y Clayton tuvo que ser juzgado de nuevo.
Fueron tomadas las medidas pertinentes, y enviadas a Washington las
representaciones necesarias; porque en los Estados Unidos, bajo el nuevo párrafo
añadido a la Constitución en 1899, los segundos juicios no son un asunto del estado,
sino nacional, y deben ser juzgados por el más augusto cuerpo del país, el Tribunal
Supremo. Los magistrados fueron pues emplazados a reunirse en Chicago. La sesión
tuvo lugar anteayer, y se abrió con las habituales e impresionantes formalidades, con
los nueve magistrados apareciendo con sus túnicas negras, y el nuevo magistrado jefe
(Lemaitre) presidiendo. Al abrir el caso, el magistrado jefe dijo:
—En mi opinión, este asunto es sencillo. El prisionero entre rejas fue acusado del
asesinato del hombre Szczepanik; fue juzgado por el asesinato del hombre
Szczepanik; fue juzgado honestamente, y honestamente condenado y sentenciado a
muerte por el asesinato del hombre Szczepanik. Luego resultó que el hombre
Szczepanik no había sido en absoluto asesinado. Según la decisión de los tribunales

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franceses en el caso Dreyfus, ha quedado establecido más allá de discusión o
cavilación que las decisiones de los tribunales son permanentes y no pueden ser
revisadas. Nos vemos obligados a respetar y adoptar este precedente. Es sobre los
precedentes que se apoya el perenne edificio de la jurisprudencia. El prisionero entre
rejas ha sido honesta y correctamente condenado a muerte por el asesinato del
hombre Szczepanik y, en mi opinión, no hay más que un camino para resolver el
asunto: debe ser colgado.
El magistrado Crawford dijo:
—Pero, su Señoría, fue perdonado de ello en el patíbulo.
—El perdón no es válido, y no puede argumentarse, porque fue perdonado de
matar a un hombre al que no había matado. Un hombre no puede ser perdonado por
un crimen que no ha cometido; sería un absurdo.
—Pero, su señoría, él mató a un hombre.
—Eso es un detalle accidental; no tenemos nada que ver con él. El tribunal no
puede tomar en consideración este crimen hasta que el prisionero haya expiado el
otro.
El magistrado Halleck dijo:
—Si ordenamos la ejecución, su Señoría, originaremos un error judicial; porque
el gobernador lo perdonará de nuevo.
—No tendrá el poder de hacerlo. No puede perdonar a un hombre por un crimen
que no ha cometido. Como he observado antes, sería un absurdo.
Tras una consulta, el magistrado Wadsworth dijo:
—Algunos de nosotros hemos llegado a la conclusión, su Señoría, de que sería un
error colgar al prisionero por matar a Szczepanik, en vez de sólo por matar al otro
hombre, ya que ha quedado probado que él no mató a Szczepanik.
—Al contrario, ha quedado demostrado que él mató a Szczepanik. Según el
precedente francés, está claro que debemos continuar con la decisión del tribunal.
—Pero Szczepanik aún está con vida.
—También lo está Dreyfus.
Al final, resultó imposible ignorar u obviar el precedente francés. En
consecuencia, sólo había una solución: Clayton fue entregado al ejecutor. Aquello
causó una enorme excitación; el estado se alzó como un solo hombre y clamoreó
exigiendo el perdón y un nuevo juicio para Clayton. El gobernador dictó el perdón,
pero el Tribunal Supremo estaba preparado para anularlo, y eso hizo, y el pobre
Clayton fue colgado ayer. La ciudad está de luto y, de hecho, lo mismo puede decirse
del estado. Todos los Estados Unidos vocean su desdén hacia la «justicia francesa» y
los pequeños y malignos soldados que la inventaron y la infligieron sobre los demás
países cristianos.
M.T.

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KURD LASSWITZ

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En 1941, Jorge Luis Borges publicó «La Biblioteca de Babel», un relato que
describe, en boca de uno de sus bibliotecarios, una biblioteca/universo que contiene
todas las combinaciones posibles del alfabeto, y en consecuencia toda la sabiduría
del mundo, junto también con todas las combinaciones posibles de sus galimatías. El
relato, incluido más tarde en su volumen Ficciones, obtuvo un éxito inmediato, y hoy
en día sigue siendo reeditado constantemente en todo el mundo como un clásico de la
moderna literatura fantástica.
Lo que muchos lectores no saben (aunque Borges sí, y reconoció desde un
principio la paternidad de la idea, de la que él confesó que sólo había hecho una
elaboración), es que cuarenta años antes, en 1901, un filósofo, matemático,
historiador científico y novelista alemán, Kurd Lasswitz, había puesto la primera
piedra a ese edificio que él, tan dignamente, remató.
La idea de «La Biblioteca Universal», presentada a continuación, es la misma
que más tarde desarrollaría Borges. Pero; así como el gran autor argentino buscó el
ángulo poético y fantástico del relato, Lasswitz, como buen filósofo, se centró
únicamente en su lado práctico: ¿es posible una Biblioteca así, y si lo es, cómo será,
y cuánto ocupará?
En su relato, sin embargo, Lasswitz no llega hasta el fondo del tema, limitándose
a efectuar un planteamiento matemático para demostrar que una tal Biblioteca sí es
posible, aunque sea absolutamente inconmensurable. Años más tarde, otros
matemáticos retomaron la idea: en 1929, Thomas Wolf simplificó las quinientas hojas
de Lasswitz en una sola, bajo la premisa de que, puesto que todo estaba contenido en
ellas, entonces todos los libros posibles estarían igualmente representados, aunque
fuera en hojas sueltas (además, rebajó el número de caracteres posibles de 100 a 25).
Años más tarde, George Gamow, en su libro Uno, dos, tres…, infinito (One, Two,
Three…, Infinity), redujo esa página a una sola línea, e incluso creó una «imprenta
automática» para imprimir todas las posibilidades. Aunque todo esto redujo
drásticamente el volumen de la hipotética Biblioteca, tampoco mejoró el resultado
final: la de Wolf quedó en 2518 000 hojas, y la de Gamow en 10100 líneas. Aunque esta
última cifra pueda parecer realmente asequible, el propio Gamow se encargó de
demostrar que, suponiendo que cada átomo del universo fuera una máquina
impresora independiente (lo que representa 1064 máquinas), y todas esas máquinas
hubieran estado trabajando ininterrumpidamente desde la creación del universo
(hace 3000 millones de años) a la velocidad de las vibraciones atómicas (1015 líneas
por segundo), en la actualidad sólo habrían impreso una treintava parte del número
total de líneas necesario.
Kurd Lasswitz, nacido en Breslau en 1848 y muerto en Gotha (de cuya
universidad fue durante muchos años catedrático de filosofía) en 1910, está
considerado en Alemania a la misma altura que Wells en Inglaterra y Verne en

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Francia. Escribió una ciencia ficción «dura», eminentemente científica, la mayor
parte de la cual está recogida en los volúmenes Pompas de Jabón (Seifenblasen) y
Nunca, nunca (Nie und Nimmer). Su novela más importante del género es Sobre dos
planetas (Auf zwei Planeten), en la que la humanidad debe enfrentarse a la superior
cultura marciana cuando es descubierto un satélite artificial encima del Polo Norte,
junto con un enclave marciano en el mismo polo: los marcianos salen vencedores de
la lucha que sigue a continuación, los hombres se ven sometidos a un benigno
protectorado, y empieza entonces un lento y gradual proceso de perfeccionamiento
de la humanidad, al tiempo que los marcianos inician su decadencia sobre la Tierra;
al final de la novela, la humanidad se rebela, y se establece la igualdad entre las dos
razas. La novela, densa como la mayor parte de las novelas alemanas, está llena de
referencias y especulaciones científicas sobre el Marte de Lowell, posibles formas de
biología alienígena, y formas de potenciar el progreso humano.
A continuación pueden asimilar las premisas básicas de lo que puede ser la
hipotética Biblioteca Universal. Estoy seguro de que las encontrarán apasionantes.
Pero les aconsejo, por su propio bien, que no intenten coger lápiz y papel (ni siquiera
una calculadora electrónica) y desarrollarlas.

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La Biblioteca Universal
—Venga a sentarse a mi lado, Max —dijo el profesor Wallhausen—, y deje de
rebuscar en mi escritorio. Le aseguro que en él no hay nada que pueda utilizar para su
revista.
Max Burkel se acercó a la mesa de la sala de estar, se sentó lentamente y tendió la
mano hacia la jarra de cerveza.
—Bueno, entonces prosit. Me alegra volver a estar aquí. Pero, diga usted lo que
diga, sigue teniendo que escribir algo para mí.
—Por desgracia, no tengo ninguna buena idea en este momento. Además, ya se
están escribiendo y, desgraciadamente, imprimiendo demasiadas cosas superfluas…
—Eso es algo que no necesita decírselo a un director de revista tan atareado como
su seguro servidor. Sin embargo, mi pregunta es: ¿Qué es lo realmente superfluo? Los
autores y su público no logran ponerse de acuerdo en absoluto al respecto.
Y lo mismo ocurre con los directores de revista y los críticos. Bueno, mis tres
semanas de vacaciones acaban de empezar. Mientras tanto, que se preocupe mi
ayudante.
—A veces me he preguntado —dijo la señora Wallhausen— cómo puede seguir
encontrando usted algo nuevo que publicar. Me parece que, en la actualidad, ya debe
de haberse escrito todo lo que puede ser expresado con palabras.
—Cabría pensar eso, pero la mente humana parece ser inagotable.
—Querrá decir en sus repeticiones.
—Bueno, sí —admitió Burkel—. Pero también en lo referente a nuevas ideas y
expresiones.
—De todos modos —meditó el profesor Wallhausen—, uno podría expresar en
letras de molde todo lo que pueda ser dado a la Humanidad, ya sea información
histórica, conocimientos científicos de las leyes de la naturaleza, imaginación poética,
todas las formas de expresión, e incluso las enseñanzas de la sabiduría. Dado, claro
está, que todo ello pueda ser expresad» en palabras. Después de todo, nuestros libros
conservan y propagan los resultados del pensamiento. Pero el número de
combinaciones posibles de una cierta cantidad de letras es limitado. Por consiguiente,
toda la literatura posible debería poder ser impresa en un número finito de
volúmenes.
—Mi querido amigo —intervino Burkel—, ahora está ha blando usted más como
un matemático que como un filósofo. ¿Cómo puede toda la literatura posible, incluida
la del futuro, caber en un número finito de libros?
—En un momento le calcularé cuántos volúmenes se necesitarían para constituir
una Biblioteca Universal. ¿Quieres —se volvió hacia su hija— darme una hoja de
papel y un lápiz de mi escritorio?

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—Trae también la tabla de logaritmos —añadió Burke, bromeando.
—No es necesario; no lo es en lo más mínimo —declaró el profesor—. Pero
ahora, mi literario amigo, tiene usted que ayudarme. Dígame: si somos frugales y
eliminamos los diversos tipos de letra, escribiendo únicamente para un lector
hipotético que esté dispuesto a soportar algunos inconvenientes tipográficos y sólo
esté interesado en el contenido…
—No existe tal lector —dijo con firmeza Burkel.
—He dicho «lector hipotético». ¿Cuántos caracteres diferentes se necesitarían
para imprimir todo tipo de literatura?
—Bueno —dijo Burkel—, limitémonos a las letras mayúsculas y minúsculas del
alfabeto latino, los signos de puntuación acostumbrados, y los espacios que separan
las palabras. Todo esto no sería mucho. Pero, para las obras científicas, la cosa varía.
Especialmente las de ustedes, los matemáticos, que utilizan una enorme cantidad de
símbolos.
—Que podrían ser reemplazados, de mutuo acuerdo, por pequeños índices tales
como a1, a2 y a3, y a1, a2 y a3, añadiendo únicamente dos veces diez caracteres. Uno
podría incluso usar este sistema para escribir palabras de los idiomas que no usan el
alfabeto latino.
—De acuerdo. Quizá su lector hipotético o, mejor dicho, ideal, estaría dispuesto a
aceptar también esto. Bajo esas condiciones, probablemente podríamos expresarlo
todo con, digamos, un centenar de caracteres.
—Bien, bien. Ahora, ¿de qué tamaño desea que sea cada volumen?
—Me parece que uno podría agotar bastante bien un tema con unas quinientas
páginas de libro. Digamos que hay cuarenta líneas por página y cincuenta caracteres
por línea, o sea que tendremos cuarenta veces por cincuenta veces por quinientas
veces, y eso nos dará el número de caracteres por volumen, es decir… Calcúlelo
usted.
—Un millón —dijo el profesor—. Por consiguiente, si tomamos nuestro centenar
de caracteres, lo repetimos en cualquier orden lo bastante a menudo como para llenar
un volumen con espacio para un millón de caracteres, obtendremos algún tipo de obra
literaria. Así que, si producimos mecánicamente todas las combinaciones posibles,
lograremos al fin todas las obras que han sido escritas en el pasado o que puedan
escribirse en el futuro.
Burkel dio una palmada en el hombro a su amigo.
—¿Sabe? Me voy a suscribir ahora mismo. Eso me suministrará todos los futuros
volúmenes de mi revista; no tendré que seguir leyendo manuscritos. Es algo
maravilloso, tanto para el director de una revista como para su editor: ¡la eliminación
del autor del negocio literario! ¡El reemplazo del escritor por la imprenta automática!
¡Un triunfo de la tecnología!

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—¿Cómo? —exclamó la señora Wallhausen—. ¿Decís que todo estará en esa
biblioteca? ¿Las obras completas de Goethe? ¿La Biblia? ¿Las obras de todos los
filósofos clásicos?
—Sí, y con todas las variaciones en las que nadie ha pensado aún. Encontrarías
las obras perdidas de Tácito y su traducción a todos los idiomas, vivos y muertos.
Además, todas las obras futuras de mi amigo Burkel y mías, todos los discursos ya
olvidados, y los que aún deben ser pronunciados, de todos los parlamentos, la versión
oficial de la Declaración Universal de la Paz, la historia de todas las guerras
subsiguientes, todas las redacciones que todos nosotros escribimos en el colegio y en
la universidad…
—Me hubiera gustado haber podido disponer de ese volumen cuando estudiaba
—dijo la señora Wallhausen—. ¿O serían volúmenes?
—Probablemente volúmenes. No olvides que el espacio entre palabras es también
un carácter tipográfico. Un libro quizá contuviese una sola línea, y todo el resto
estuviera vacío. Por otra parte, incluso las obras más largas tendrían cabida, puesto
que, caso de no caber en un volumen, podrían ser continuadas a lo largo de varios.
—No gracias. Encontrar algo ahí sería un verdadero problema.
—Sí, ésa sería una de las dificultades —dijo el profesor Wallhausen con una
sonrisa complacida, contemplando el humo de su cigarro—. Claro que, a primera
vista, uno podría pensar que esto quedaría simplificado por el hecho mismo de que la
biblioteca tiene que contener por definición su propio catálogo e índice…
—¡Excelente!
—El problema sería hallarlo. Además, aunque uno encontrase un volumen índice,
no le serviría de nada, dado que el contenido de la Biblioteca Universal se halla
reflejado en un índice no sólo correctamente, sino de todas las maneras incorrectas y
equívocas posibles.
—¡Diablos! Por desgracia, eso es cierto.
—Sí, habría un cierto número de dificultades. Digamos que tomamos un primer
volumen de la Biblioteca Universal. Su primera página está vacía, y también lo están
la segunda, la tercera y las demás quinientas páginas. Éste es el volumen en el que el
«espaciado» ha sido repetido un millón de veces.
—Al menos ese volumen no contendrá ninguna tontería—observó la señora
Wallhausen.
—Menudo consuelo. Pero tomemos el segundo volumen. También está vacío,
hasta que en la página quinientos, línea cuarenta, al final, hay una solitaria «a»
minúscula. Lo mismo ocurre en el tercer volumen, pero la «a» ha adelantado un lugar.
Y a partir de ahí la «a» va avanzando lentamente, lugar a lugar, a través del primer
millón de volúmenes, hasta que alcanza el primer espacio de la página uno, línea uno,
del primer volumen del segundo millón. Las cosas continúan de esta manera durante

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el primer centenar de millones de volúmenes, hasta que cada uno de los cien
caracteres ha efectuado su solitario viaje desde el último al primer lugar de la línea de
libros. Luego lo mismo ocurre con la «aa», o con cualquier combinación de otros dos
caracteres. Y un volumen puede con tener un millón de puntos, y otro un millón de
interrogantes.
—Bueno —dijo Burkel—, debería ser fácil reconocer y eliminar tales volúmenes.
—Quizá. Pero aún falta lo peor. Eso sucede cuando uno he encontrado un
volumen que parece tener sentido. Digamos que uno desea refrescar su memoria
acerca de un pasaje del Fausto de Goethe, y logra alcanzar un volumen que parece
tener sentido. Pero cuando ha leído una o dos páginas, todo pasa a ser «aaaaa», y esto
es lo único que hay en el resto de las páginas del libro, o quizás uno halle una tabla de
logaritmos. Pero no puede saber si es correcta. Recordad que la Biblioteca Universal
contiene todo lo correcto, pero también todas las variaciones incorrectas posibles. De
la misma forma, uno tampoco puede fiarse de los títulos de los capítulos. Un volumen
puede comenzar con las palabras «Historia de la Guerra de los Treinta Años», y luego
decir: «Tras las nupcias del príncipe Blücher con la reina de Dahomey, que fueron
celebradas en las Termopilas…», ya saben lo que quiero decir. Naturalmente, nadie
quedará en ridículo por esto. Si un autor ha escrito las tonterías más increíbles,
estarán naturalmente en la Bibloteca Universal. Aparecerán bajo su nombre. Pero
también estarán firmadas por William Shakespeare, y por cualquier otro autor
posible. Encontrará uno de sus libros en el que tras cada frase se asegure que todo
aquello son tonterías, y otro en el que se diga, tras las mismas frases, que constituyen
la más prístina de las verdades.
—Ya basta —exclamó Burkel—. En cuanto comenzó usted a hablar, supe que
esto iba a ser una broma. No me suscribiré a su Biblioteca Universal. Sería imposible
separar lo cierto de lo falso, lo que tuviera sentido de lo que no lo tuviera. Si voy a
encontrar varios millones de volúmenes que afirman ser todos la verdadera historia
de Alemania durante el siglo XX, y todos ellos se contradicen, me valdrá más seguir
leyendo los originales de los historiadores.
—¡Muy astuto por su parte! Porque, de otro modo, se enfrentaría con una tarea
imposible. Pero no estaba tratando de gastarle una broma, como usted pretende.
Nunca afirmé que se pudiera utilizar la Biblioteca Universal; simplemente dije que
era posible calcular, exactamente, cuántos volúmenes se necesitarían para que una tal
Biblioteca Universal contuviera toda la literatura posible.
—Adelante, calcúlalo —dijo la señora Wallhausen—. Podemos ver que esta hoja
de papel en blanco te está molestando.
—No la necesito —dijo el profesor—. Puedo hacer el cálculo mentalmente. Lo
único que necesito es comprender exactamente cómo se va a producir esa biblioteca.
Primero, tenemos cada uno de esos cien caracteres. Luego, añadimos a cada uno de

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ellos cada uno de los otros cien caracteres, de modo que tenemos un centenar de
veces un centenar de grupos formado cada uno por dos caracteres. Añadiendo el
tercer grupo de nuestros caracteres, tendremos 100 x 100 x 100 grupos de tres
caracteres cada uno, etc. Dado que tenemos un millón de posiciones posibles por
volumen, el número total de volúmenes es cien elevado a la millonésima potencia. Y,
como cien es el cuadrado de diez, obtenemos el mismo número con un diez con dos
millones como exponente. Esto significa, simplemente, un uno seguido por dos
millones de ceros. Aquí lo tenéis.
—Gracias por facilitarnos tanto la vida —indicó la señora Wallhausen—. Pero
¿por qué no lo escribes de la forma habitual?
—No seré yo quien lo haga. Me ocuparía al menos dos semanas, sin perder
tiempo en comer o dormir. Si imprimiese ese número, tendría algo más de tres
kilómetros de largo.
—¿Qué nombre tiene ese número? —quiso saber su hija.
—No tiene nombre. Ni siquiera hay forma alguna en que podamos esperar
comprender alguna vez un número así, dado lo colosal que es, aunque sea finito.
—¿Y silo expresáramos en trillones? —preguntó Burkel.
—El trillón de los matemáticos es un número bastante grande: un uno seguido por
dieciocho ceros. Pero si expresas el número de volúmenes en trillones, obtendrás una
cifra con 1 999 982 ceros en lugar de los dos millones de antes. No sirve de nada;
resulta tan incomprensible como el otro. Pero esperad un momento.
El profesor escribió algunos números en la hoja de papel.
—¡Sabía que acabaría haciendo eso! —exclamó satisfecha la señora Wallhausen.
—Ya está —anunció su esposo—. Suponiendo que cada volumen tuviera dos
centímetros de grueso, y que toda la biblioteca estuviera dispuesta en una sola y larga
hilera, ¿qué longitud creéis que tendría?
—Yo lo sé —dijo su hija—. ¿Quieres que te lo diga?
—Adelante.
—El doble de centímetros que el número de volúmenes.
—Bravo, cariño. Absolutamente exacto. Ahora, estudiemos esto más
detenidamente. Sabéis que la velocidad de la luz es de 300 000 kilómetros por
segundo, lo cual equivale aproximadamente 10 billones de kilómetros en un año, lo
que es igual a 1 000 000 000 000 000 000 de centímetros, su trillón matemático,
Burkel. Si nuestro bibliotecario pudiera moverse a la velocidad de la luz, necesitaría
dos años para pasar un trillón de volúmenes. Ir desde un extremo a otro de la
biblioteca, a la velocidad de la luz, le representaría el doble de años que trillones de
volúmenes hay en ella. Teníamos ya esta cifra antes, y creo que nada puede mostrar
con mayor claridad lo imposible que es captar el significado de ese 102 000 000 a
pesar de que, como he dicho repetidas veces, se trate de un número finito.

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—Si las damas me lo permiten, desearía hacerle una última pregunta —intervino
Burkel—. Sospecho que ha calculado usted una biblioteca para la que no existe lugar
en el universo.
—Lo veremos en un instante —respondió el profesor, tomando el lápiz—. Bien,
supongamos que se empaquetase la biblioteca en cajas de mil volúmenes, y que cada
caja tuviese la capacidad exacta de un metro cúbico. Todo el espacio hasta las más
lejanas galaxias en espiral conocidas no podría contener la Biblioteca Universal. De
hecho, se necesitarla tantas veces este espacio, que el número de universos
empaquetados vendría representado por una cantidad con únicamente unos 60 ceros
menos que la cantidad que indica el número de volúmenes. Sea cual sea la forma en
que tratemos de visualizaría, no lo conseguiremos.
—Yo siempre pensé que sería infinita —dijo Burkel.
—No, ése es exactamente el quid de la cuestión. El número no es infinito, es una
cantidad finita, las matemáticas que hemos empleado no tienen fallo alguno. Lo que
resulta sorprendente es que podamos escribir en un trocito de papel el número de
volúmenes que comprenderían toda la literatura posible, algo que, a primera vista,
parece ser infinito. Pero si después tratamos de visualizarlo…, por ejemplo, tratamos
de hallar un volumen específico, nos damos cuenta de que no podemos abarcar lo
que, por otra parte, es un pensamiento muy claro y lógico que nosotros mismos
hemos desarrollado.
—Bueno —concluyó Burkel—, la coincidencia actúa, pero la razón crea. Y por
esto, mañana me escribirá usted todo esto con lo que hoy nos ha divertido. De esta
forma conseguiré un artículo para mi revista que me podré llevar conmigo.
—De acuerdo. Se lo escribiré. Pero le advierto que sus lectores van a llegar a la
conclusión de que se trata de un extracto de uno de los volúmenes superfluos de la
Biblioteca Universal.

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WILLIAM HOPE HODGSON

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Los antiguos cartógrafos pintaban animales fabulosos en los lugares de sus
mapas cuyas características desconocían. «Aquí hay tigres», decían, dando a
entender con ello que en aquel lugar podían acechar peligros ignotos. Hoy, todos
nuestros mares han sido «colonizados», y los tigres se han trasladado a un plano
superior, el espacio. Pero siguen existiendo.
A principios de siglo, sin embargo, nuestros mares podían seguir albergando
extrañas criaturas, y la imaginación popular, y muchos escritores fantásticos,
recurrían a ellos para sus relatos. Éste es el caso de William Hope Hodgson, un
escritor que, injustamente olvidado durante años, fue redescubierto décadas más
tarde como uno de los maestros de la fantasía y la ciencia ficción marítimas.
William Hope Hodgson nació en Inglaterra en 1877, hijo de un ministro de la
iglesia. Desde muy joven se sintió atraído por el mar, y pasó buena parte de su vida
embarcado, lo cual queda claramente reflejado en gran parte de su narrativa.
Políticamente, fue un gran defensor de los derechos de los marinos, a los que dedicó
buena parte de sus energías.
Como escritor, fue lo que los americanos llaman un «pulpster», un asiduo
colaborador de las revistas de relatos tan en boga a principios de siglo. En los
Estados Unidos colaboró en The Blue Book Magazine, Adventure, Short Stories, All
Around, People’s Favorite Magazine, y después de su muerte, ocurrida en 1918,
algunos de sus relatos aparecieron en Sea Stories y Argos y All Story Magazine. En
Inglaterra, su nombre apareció en los equivalentes británicos de las anteriores
revistas, The Harmsworth Red Magazine y Grand Magazine. Muchas de sus
historias, de corte fantástico, tenían por tema el mar, y los desconocidos peligros que
acechan en él y de los que se hablan los marinos en las largas noches de guardia en
medio de la bruma. Su primera novela, Los botes del Glen Carrig (The boats of the
Glen Garrig, titulada en su edición española Los náufragos de las tinieblas,), nos
presenta a una tripulación naufragada en una isla cerca a una zona de sargazos
poblada por extrañas y terrible) formas de vida. Los piratas fantasma (The Ghost
Pirates), sitúa dos mundos distintos y yuxtapuestos, y los terrores de una tripulación
cuando se producen junto a ella las incomprensibles manifestaciones del otro
universo. El reino de la noche (The Night Land), una novelo ya definitivamente de
ciencia ficción, nos presenta una odisea a través de una Tierra drásticamente
transformada por el tiempo y poblada por monstruos, mientras los últimos restos de
la humanidad aguardan en el interior de una pirámide su inevitable extinción. Pero
es La casa en el límite (The House on the Borderland) su obra más famosa: en ella,
Hodgson nos presenta el diario de un hombre que vive en una casa donde coexisten
dos universos, y nos ofrece el relato de las visiones que llevan a este hombre a través
del tiempo hasta ser testigo de la destrucción del sistema solar.
En sus relatos cortos, donde el mar es omnipresente, y que fueron recogidos en

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1967 en el volumen Aguas profundas (Deep Waters), Hodgson no se limita a
ofrecemos una sucesión de monstruos más o menos terroríficos, sino que da
coherencia a sus elucubraciones, reemplazando el vocabulario clásico de las
historias marinas de horror por otro derivado de la imaginación científica. Esto
ocurre en el relato seleccionado aquí, «La voz en la noche», (The Voice in the Night)
una estremecedora historia aparecida originalmente en 1907, y cuya reedición en
1931, en la antología de Colin de la Mare Caminan de nuevo (They Walk Again),
despertó de nuevo el interés hacia este autor hasta entonces injustamente olvidado.
Hoy, William Hope Hodgson es considerado con todos los honores un maestro
indiscutido de la fantasía y la ciencia ficción de esa época de tan difícil equilibrio
que constituyó el cambio de siglo.

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La voz en la noche
Era una noche oscura, sin estrellas. Estábamos en medio de una calma chicha en
el Pacífico norte. No podía saber nuestra posición ya que el sol había permanecido
oculto durante toda una semana extenuante, opresiva, tras una ligera bruma que
parecía flotar por encima nuestro, casi hasta la punta del palo mayor, y nos ocultaba
el mar que nos rodeaba.
Como no había viento, habíamos amarrado la barra del timón, y yo era el único
hombre en cubierta. La tripulación se componía de dos hombres y de un muchacho
que dormían a proa. Will —mi amigo y el dueño del barco— estaba acostado en su
cabina, a babor.
De pronto, surgiendo de la oscuridad, llegó una llamada:
—¡Ohé de la goleta!
El grito era tan inesperado que no respondí inmediatamente a causa de la
sorpresa.
Se repitió; una voz extrañamente ronca e inhumana que llamaba desde algún
lugar de la superficie del mar, a babor.
—¡Ohé de la goleta!
—¡Hola! —respondí, tras recuperar un poco mi aplomo—. ¿Quién es? ¿Qué es lo
que quiere?
—No teman —respondió la extraña voz, que sin duda había notado un poco de
confusión en el tono de la mía—. No soy más que un viejo.
Hubo una pausa que me pareció extraña, y cuyo significado no comprendí hasta
después.
—Entonces, ¿por qué no se muestra a la vista? —pregunté ton cierta irritación, ya
que me sentía ofendido ante la idea de que él hubiera podido pensar que yo había
tenido siquiera un atisbo de miedo.
—Yo…, no puedo. No sería prudente. Yo…
La voz se cortó bruscamente, y hubo un silencio.
—¿Qué quiere decir con eso? —pregunté, cada vez más asombrado—. ¿Qué es lo
que no sería prudente? ¿Quién es usted?
Tendí un momento el oído, pero no me llegó ninguna respuesta. Sospechando, no
sé por qué, algo extraño, fui a la cabina y tomé la lámpara encendida. Al mismo
tiempo golpeé la cubierta con los pies para despertar a Will; luego volví a la borda y
paseé mi fanal luminoso por encima de la barandilla. Entonces escuché un grito
ahogado, y después un chapuzón, como si alguien hubiera hundido brutalmente unos
remos en el agua. No puedo decir que viera claramente algo, pero tuve la impresión
que, en un momento determinado, había habido algo en el agua, y que ahora ya no
había nada.

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—¡Hola! —llamé—. ¿Qué diablos es toda esta locura?
Pero no oí más que el ruido indistinto de un bote que se alejaba en la noche.
Entonces me llegó la voz de Will, procedente de la portilla de atrás.
—¿Qué ocurre, George?
—Ven aprisa, Will —respondí.
—¿Qué es lo que pasa? —quiso saber, subiendo a cubierta.
Le conté lo que acababa de ocurrir. Hizo varias preguntas y luego, tras un
momento de silencio, se llevó las manos a la boca y gritó:
—¡Ohé los del bote!
Desde lejos nos llegó una respuesta ininteligible, y mi compañero hizo de nuevo
su llamada. Muy pronto, y tras un corto silencio, oímos un vago ruido de remos. Will
llamó de nuevo.
Esta vez, alguien respondió:
—Apaguen esa luz.
—Nunca en la vida —murmuré yo.
Pero Will me pidió que hiciera lo que la voz solicitaba, y oculté la lámpara bajo la
empavesada.
—Acérquese —dijo.
Se oyeron unos golpes de remo a algunos metros de distancia, y luego se
detuvieron de nuevo.
—Venga a lo largo del casco —dijo Will—. No hay nada de inquietante en este
barco.
—¿Me prometen apagar la luz?
—Pero ¿qué ocurre? —dije, furioso—. ¿Por qué le tiene usted tanto miedo a la
luz?
—Porque… —dijo la voz, y se detuvo de nuevo.
—¿Porque qué? —pregunté brutalmente.
Will apoyó una mano en mi hombro.
—Cállate un minuto, muchacho —dijo con voz suave—. Deja que yo me las
entienda con él.
Se inclinó por encima de la borda.
—Escuche, señor —dijo—, comprenda que es un modo bastante extraño de
solicitar nuestra atención en medio de este condenado Pacífico. ¿Cómo podemos
saber que no está usted preparándonos alguna mala treta? Dice que está solo. ¿Cómo
podemos saberlo, si lo que más le preocupa es no mostrarse a nosotros? En primer
lugar: ¿Por qué le teme tanto a la luz?
Apenas había terminado de hablar cuando oí el ruido de los remos y la voz. Pero
ahora venía de más lejos, y parecía desesperada y patética.
—Lo siento…, lo siento. No quería molestarles, pero tengo hambre. Y ella…, ella

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también.
Ya no oímos nada más salvo el ruido de los remos hundiéndose irregularmente en
el mar.
—¡Espere! —gritó Will—. No puedo dejar que se vaya así. ¡Vuelva! Ocultaremos
la luz, puesto que le gusta tan poco.
Se volvió hacia mí.
—He aquí una historia curiosa. Pero no hay de qué preocuparse, ¿no?
Su carácter era así, de modo que le seguí la corriente.
—Por supuesto. Imagino que el pobre tipo ha naufragado por aquí, y se ha vuelto
un poco loco.
El ruido de los remos se aproximó.
—Devuelve la lámpara a la cabina —dijo Will.
Se inclinó sobre la borda para escuchar. Devolví la lámpara a su lugar y regresé a
su lado. Los golpes de remos cesaron a algunos metros de distancia.
—¿Quiere acercarse un poco más? —preguntó Will con voz suave—. He hecho
devolver la lámpara a la cabina.
—Yo…, no puedo —respondió la voz—. No me atrevo a acercarme más. Ni
siquiera me atrevo a reembolsarles por sus… provisiones.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Will, un poco vacilante—. Le daremos todos los
alimentos que pueda llevarse.
Vaciló de nuevo.
—Es usted muy bueno —gimió la voz—. Que Dios, que todo lo comprende, le
recompense.
Su voz se estranguló.
—¿Y… y la dama? —preguntó bruscamente Will—, ¿dónde está?
—La he dejado en la isla —respondió la voz.
—¿Qué isla? —interrumpí yo.
—No sé su nombre —replicó la voz—. Quisiera… ¡Por Dios! —comenzó, y una
vez más se cortó bruscamente.
—¿Podemos enviar un bote? —preguntó Will.
—¡No! —gritó la voz, con una extraordinaria violencia—. ¡Dios mío, no!
Se detuvo un momento y luego añadió, como un reproche hacia sí mismo:
—Si me he aventurado hasta aquí es porque sufrimos tanta necesidad… Porque
su agonía me tortura.
—Soy un verdadero bruto —exclamó Will—. Espere un segundo, señor quien
sea, y le traeré algo.
Volvió dos minutos más tarde, con los brazos cargados de comestibles. Los
colocó sobre la borda.
—¿Puede acercarse un poco más? —pidió.

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—No… no me atrevo —respondió la voz.
Yen el tono de aquella voz había, me pareció, como el sofoco de alguien
enormemente hambriento, como si su propietario reprimiera un deseo mortal.
Comprendí que aquel pobre ser tenía la más urgente necesidad de las provisiones que
Will llevaba en brazos, pero que un miedo atroz, para mí incomprensible, le impedía
acudir a buscarlas a bordo de nuestra pequeña goleta. Su miedo a la luz me hizo
pensar que el Hombre Invisible no estaba loco, sino aterrorizado por algo intolerable.
—¡Buen Dios, Will! —exclamé, agitado por encontrados sentimientos, pero
principalmente por una gran simpatía hacia aquel desconocido—. Ve a buscar una
caja que pueda flotar. Le enviaremos así las provisiones.
Eso fue lo que hicimos, empujando la caja en dirección al bote con ayuda de una
pértiga. Un minuto más tarde, el Hombre Invisible dejó oír una sorda exclamación.
Eso quería decir que había conseguido coger la caja.
Un poco más tarde, nos dijo adiós y nos dio las gracias de todo corazón.
Habíamos hecho todo lo que habíamos podido. Luego, sin más ceremonia, le oímos
partir a golpes de remo en la oscuridad.
—Se marcha —observó Will, quizás un poco decepcionado.
—Espera —respondí—. Tengo la impresión de que volverá. Debía tener una
terrible necesidad de esas vituallas.
—Y la dama también —murmuró Will.
Guardó silencio unos instantes, luego añadió:
—Es lo más extraño que haya visto desde que practico la pesca.
—Ciertamente —admití, y me puse a reflexionar.
Y así pasó el tiempo…, una hora, luego otra. Will y yo permanecimos allá, ya que
aquella curiosa aventura nos había quitado todo deseo de dormir.
Habían transcurrido más de tres horas cuando oímos de nuevo el ruido de los
remos sobre el silencioso océano.
—¡Ahí está! —dijo Will, muy excitado.
—Vuelve —murmuré—. Estaba seguro de ello.
Los golpes de remo se aproximaron, y observé que los daba una mano más firme.
Las provisiones habían servido de algo.
El bote se detuvo a poca distancia de nuestro casco y, desde las sombras, nos
llegó la extraña voz:
—¡Ohé de la goleta!
—¿Es usted? —preguntó Will.
—Sí —respondió la voz—. Antes les he dejado bruscamente, pero…, pero nos
hallábamos en una gran necesidad. La… la dama les está muy reconocida en la
tierra…, y pronto lo estará más aún… en el cielo.
Will intentó responder algo, y la lengua se le trabó de tal modo que tuvo que

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renunciar a hablar. Yo no dije nada. Me pregunté qué podían significar aquellos
silencios alternados y, más allá de mi curiosidad, sentí una enorme simpatía.
La voz prosiguió:
—Nosotros…, ella y yo, hemos hablado y hemos compartido lo que nos ha
llegado gracias a la voluntad de Dios…, y a la de ustedes…
Will quiso decir algo, pero no tenía sentido.
—Les ruego que no…, que no rebajen el acto de caridad cristiana que han
realizado ustedes esta noche —dijo la voz—. Pueden estar seguros de que Él lo habrá
anotado en el lugar correspondiente.
Calló durante un buen minuto, y luego volvió a tomar la palabra.
—Hemos hablado acerca de…, de lo que nos ha ocurrido. Habíamos pensado en
desaparecer sin contarle a nadie la espantosa vida que es la nuestra. Sin embargo, ella
cree, como yo, que lo que nos ha ocurrido esta noche nos autoriza a hacerlo, y que es
la voluntad del Señor que les hagamos partícipes de lo que hemos sufrido después
de…, después…
—¿Sí? —dijo suavemente Will.
—Después del naufragio del Albatross.
—¡Ah! —exclamé involuntariamente—. Abandonó Newcastle hacia San
Francisco hace seis meses, y nunca ha vuelto a saberse nada de él.
—Sí —respondió la voz—. A varios grados al norte del ecuador fue presa de una
terrible tempestad y desmantelado. Cuando llegó el día nos dimos cuenta de que
hacía agua por todos lados, y muy pronto nos hallamos en medio de una calma
chicha. Entonces los marineros se apoderaron de los botes, abandonando a una
joven…, mi prometida…, y a mí en el pecio.
«Estábamos abajo, reuniendo lo que quedaba de nuestro» equipajes, cuando se
fueron. El miedo los había convertido en unos brutos sin corazón, y cuando subimos
de nuevo a cubierta sus chalupas no eran más que puntos oscuros en el horizonte,
Pero no nos desesperamos, y nos pusimos al trabajo de construir una pequeña balsa.
Amontonamos en ella el mayor número posible de cosas, una gran cantidad de agua
dulce y galletas Cuando el barco estaba ya muy hundido en el agua, subimos a la
balsa y soltamos las amarras.
«Observé, al cabo de un momento, que una corriente nos alejaba del barco, y al
cabo de tres horas, según mi reloj, su casco desapareció de nuestra vista. Durante
algún tiempo no vimos más que sus mástiles rotos. Al anochecer se alzó la bruma, y
duró toda la noche. Durante todo el día siguiente estuvimos rodeados por la bruma,
pero el tiempo era tranquilo.
»Durante cuatro días derivamos en medio de aquella bruma. Al atardecer del
cuarto día oímos a cierta distancia el murmullo de rompientes. El ruido se hizo más y
más distinto, y hacia medianoche lo oímos muy cerca de nosotros a uno y otro lado.

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Varias veces la balsa fue alzada por una gran ola, después nos hallamos en aguas
tranquilas, y el ruido de las rompientes quedó a nuestras espaldas.
»Cuando llegó el día descubrimos que nos hallábamos en una especie de gran
laguna, pero no le prestamos demasiada atención por el momento ya que, a través de
la neblina, descubrimos, muy cerca de nosotros, el casco de un gran velero. De
común acuerdo, nos pusimos ambos de rodillas para darle las gracias a Dios,
pensando que aquél era el fin de nuestras penalidades…, sin saber que aún íbamos a
conocer otras.
»La balsa se aproximó al buque y llamamos para que nos tomaran a bordo, pero
nadie respondió. Muy pronto la balsa tocó el flanco del navío y, viendo una cuerda
que colgaba, me agarré a ella para subir a bordo. Me costó subir, ya que el cabo
estaba recubierto por una especie de liquen grisáceo, que cubría también los costados
de la nave.
»Alcancé la borda y salté a cubierta. Observé que toda ella estaba recubierta por
grandes placas de aquel liquen, que formaba, en ciertos lugares, prominencias
bastante acusadas, pero en aquel momento pensé menos en aquella vegetación que en
la posibilidad de encontrar a alguien a bordo. Llamé, pero nadie respondió. Me dirigí
inmediatamente hacia la puerta de la cámara bajo la toldilla. La abrí y eché una
ojeada. Olía fuertemente a moho, y comprendí que no había nadie. Cerré la puerta, y
me sentí muy solo.
»Volví al costado del buque al que había subido. Mi… mi prometida estaba
sentada tranquilamente en la balsa. Al verme, me preguntó si había alguien a bordo.
Le respondí que el buque parecía haber sido abandonado hacía tiempo, y que tuviera
un poco de paciencia hasta ver si podía encontrar algo parecido a una escalerilla para
que ella pudiera subir también a bordo. Luego proseguiríamos nuestra búsqueda
juntos. Poco después, al otro lado de la cubierta, encontré una escala de cuerda. La
llevé junto a la balsa y, un minuto más tarde, ella estaba a mi lado.
»Visitamos juntos las cabinas y los camarotes de popa, sin descubrir rastros de
vida. Por aquí y por allá, incluso en el interior de las cabinas, había placas de aquel
liquen, pero mi prometida pensó que todo aquello podía limpiarse.
»Finalmente, una vez seguros de que la parte de popa de la nave estaba vacía, nos
dirigimos hacia proa por entre aquellos curiosos montículos de grisácea vegetación, y,
una vez todo bien inspeccionado, tuvimos que reconocer que nos hallábamos
completamente solos a bordo.
»No quedaba la menor duda, y volvimos a popa para intentar instalamos tan
confortablemente como pudiéramos. Abrimos de par en par dos camarotes para
limpiarlos a fondo y, cuando esto estuvo hecho, fui a ver si encontraba vituallas en
alguna parte. Las hallé muy pronto, y di gracias a Dios con todo mi corazón por su
bondad. En seguida encontré la instalación de la bomba de agua dulce. Una vez

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asegurada, probé el agua. Era potable, aunque su sabor era algo fétido.
»Durante varios días permanecimos a bordo del buque, sin intentar ir a tierra.
Teníamos mucho trabajo en convertir aquel lugar en habitable, y muy pronto
empezamos a darnos cuenta de que nuestra suerte era menos envidiable de lo que se
podía imaginar. Habíamos comenzado en primer lugar por rascar y despegar las
placas de liquen —o más bien de hongos— que cubrían los suelos y las paredes de
las cabinas y del salón, pero en el espacio de veinticuatro horas todo volvía a estar
como antes. Era descorazonador, y esto nos proporcionó una vaga sensación de
desaliento.
»Como no queríamos damos por vencidos, nos pusimos de nuevo al trabajo. No
solamente rascamos los hongos, sino que embebimos todos los lugares donde habían
aparecido con ácido carbólico, del que había hallado una bombona en la despensa. A
finales de la semana, aquella vegetación parásita habla vuelto a crecer tan fuerte
como antes, e incluso había aparecido en otros lados. Sin duda habíamos extendido
los gérmenes al tocarlos.
»Al séptimo día, mi prometida descubrió, al despertarse, que una pequeña placa
de hongos crecía en su almohada, al lado de su rostro. Al ver aquello, acudió
corriendo a mí apenas se hubo vestido. Yo me hallaba en la cocina, encendiendo el
fuego para preparar el desayuno.
»—Ven a ver esto, John —me dijo, tomándome de la mano.
»Cuando vi aquella mancha en su almohada me estremecí, y quedamos de
acuerdo en abandonar el buque lo más pronto posible e intentar hallar un alojamiento
más confortable en tierra firme.
»Reunimos rápidamente nuestras pocas cosas, y observé que los hongos ya las
habían atacado. Uno de sus echarpes tenía una pequeña mancha en un extremo. Lo
tiré al mar sin decirle a ella una palabra.
»La balsa seguía al lado del buque, pero era muy difícil de gobernar. Eché al agua
un pequeño bote que colgaba de su pescante a popa, y ganamos la costa. Al
acercarnos, me di cuenta de que aquellos miserables hongos que nos habían echado
del buque crecían abundantemente por todos lados. En algunos lugares constituían
especies de fantásticas colinas, que casi parecían estremecerse cuando soplaba el
viento. Aquí y allá, se diría que eran como enormes dedos. Más adelante se extendían
blandamente por el suelo, pero no por ello parecían menos pérfidos. En algunos
lugares tomaban la forma de grotescos árboles extraordinariamente nudosos y
frondosos…, y de tanto en tanto aquella maldita vegetación se echaba a temblar.
»A1 principio nos pareció que no había un solo rincón de la costa que no
estuviera invadido por aquel horrible liquen. Pero me equivocaba. Un poco más tarde,
al recorrer la orilla muy cerca del agua, descubrimos un recodo que nos pareció, por
su blancura, ser una playa de arena, y la abordamos. No era de arena y no sé lo que

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podía ser aquello, pero de todos modos observé que allá encima no crecían los
hongos. Por todas partes a su alrededor no se veía más vegetación que su siniestro
color gris.
»Es difícil hacerles comprender a ustedes el placer que experimentamos al hallar
aquel rincón enteramente libre de la falsa vegetación. Depositamos allá nuestro
equipaje, y volvimos a bordo para buscar algunos otros objetos que podían sernos
otiles. Entre otras cosas, llevé a tierra una de las velas del navío. Fabriqué con ella
dos pequeñas tiendas que, aunque burdamente construidas, nos servirían para lo que
les pedíamos. Nos organizamos, y vivimos allá tan bien que mal, y durante cuatro
semanas todo transcurrió normalmente. Nos sentíamos incluso felices, ya que…, ya
que estábamos juntos.
»Fue en el pulgar de su mano derecha donde apareció el liquen por primera vez.
Al principio no era más que una pequeña mancha circular, una especie de lunar
grisáceo. ¡Por los cielos! Sentí que me atenazaba un miedo terrible cuando me lo
mostró. Ambos limpiamos la mancha con agua y ácido carbólico. A la mañana
siguiente, me mostró de nuevo su mano. La pequeña mancha gris había vuelto. Nos
miramos un momento en silencio y, sin una palabra, volvimos a limpiarla de nuevo, y
mientras estábamos ocupados en ese menester, ella dijo de pronto, con voz inquieta:
»—¿Qué es lo que tienes en el rostro, querido?
»Me llevé una mano a la mejilla.
»—Ahí, debajo del pelo, cerca de la oreja…, más cerca de la frente.
»Mi dedo se posó en el lugar indicado, y comprendí.
»—Primero limpiaremos tu pulgar —dije.
»Ella aceptó, principalmente porque no quería tocarme antes de estar
completamente limpia. Terminé de limpiar y desinfectar su pulgar, y ella se ocupó de
mi rostro. Después de terminar con aquello, nos sentamos para hablar de distintas
cosas. Nos sentíamos llenos de dolorosos pensamientos. De golpe nos hallábamos
frente a algo más terrible que la muerte. Hablamos de cargar el bote de provisiones y
agua dulce y de hacernos de nuevo a la mar. Pero estábamos desamparados por
multitud de razones…, y el liquen ya nos había atacado. Decidimos quedarnos allí.
Dios haría de nosotros según su voluntad. Esperaríamos.
»Un mes, dos meses, tres meses transcurrieron, y las manchas aumentaban de
tamaño. Habían aparecido otras. Pero luchábamos tan vigorosamente debido a
nuestro miedo que la progresión, me atrevería a decir, era muy lenta.
»De tanto en tanto, íbamos al buque a buscar las provisiones que necesitábamos.
Constatamos que a bordo seguían creciendo los hongos. Uno de los montones de
cubierta había alcanzado ya mi altura.
»Habíamos perdido ya toda esperanza de abandonar la isla. Comprendíamos que
no nos estaba permitido el volver entre los hombres sanos, con aquel mal que nos

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había alcanzado.
»Con todo aquello muy claro en nuestras mentes, debíamos pues prever el
racionamiento de los alimentos y del agua, ya que quizá podíamos vivir varios años.
Recuerdo haberles dicho que soy un viejo. Esto no es cierto en cuanto a edad. Pero,
pero…
Se detuvo, luego continuó bruscamente:
—Como acabo de decir, sabíamos que era preciso economizar cuidadosamente la
comida. Pero no sabíamos que ya nos quedaban muy pocas vituallas. Fue una semana
más tarde cuando descubrí que los cofres del pan, que creía llenos, estaban vacíos, y
que, aparte algunas latas de carne y de legumbres, no teníamos nada más para
subsistir. No nos quedaba más que un poco de pan en el cofre que ya había abierto.
»Cuando me di cuenta de aquello busqué lo que podía hacer, y empecé a pescar
en la laguna, pero sin éxito. Estaba desesperado, hasta el momento en que se me
ocurrió la idea de salir de la laguna e ir a pescar a mar abierto.
»De tanto en tanto conseguía alguna pieza, pero era poco frecuente, y no resultaba
más que un escaso recurso contra el hambre que nos amenazaba y contra aquellas
excrecencias fungoides que invadían nuestros cuerpos.
»Nos hallábamos en ese estado de ánimo cuando terminó el cuarto mes. Fue en
aquel momento cuando hice un horrible descubrimiento. Una mañana, poco antes del
mediodía, regresaba del buque con algunas galletas encontradas a bordo, y vi a mi
prometida sentada ante su tienda, comiendo algo.
»—¿Qué es, querida? —pregunté, saltando a tierra.
»Al oír mi voz se turbó y, dando media vuelta, arrojó furtivamente algo al borde
de nuestra pequeña playa. No cayó muy lejos y, vagamente receloso, fui a recogerlo.
Era un pedazo de aquellos hongos.
»Mientras me dirigía hacia ella con aquello en la mano, se puso mortalmente
pálida, luego enrojeció.
»Me sentía extrañamente sorprendido y aterrado.
»—¡Querida! ¡Querida! —murmuré, sin poder añadir una palabra.
»Ella, al oírme, se derrumbó y estalló en sollozos. Cuando Recuperó un poco la
calma, me confesó que lo había intentado la víspera y… y que le gustaba. Le hice
prometer de rodillas que no volvería a hacerlo, por hambrienta que estuviera.
Después de haberme dado su palabra, me explicó que el deseo había acudido a ella
bruscamente. Antes no experimentaba más que un sentimiento de repulsión.
»Más tarde, pasado el mediodía, sintiéndome muy agitado y con la mente aún
aturdida por lo que acababa de descubrir, fui a pasear por uno de los senderos —un
sendero de suelo blanco como aquel otro elemento que se parecía a la arena— que
penetraba en el interior de la vegetación fungoide. Ya me había aventurado otras
veces por allí, pero sin ir muy lejos. Aquella vez, dada la confusión que reinaba en mi

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cabeza, me adentré profundamente.
»De pronto, un extraño rumor a mi izquierda me hizo volver en mí. Girándome,
vi un montículo de hongos de forma extravagante ponerse en movimiento muy cerca
de mi codo. Aquel montículo se deslizaba torpemente, como si estuviera animado por
una vida individual. Observé, en aquel mismo momento, que aquella cosa tenía un
grotesco parecido con una criatura humana completamente deformada. Apenas se
había presentado a mi mente aquella loca idea, cuando oí un vago gimoteo y vi que
uno de los apéndices de la cosa, parecido a un brazo, se despegaba de la espesa forma
grisácea y se tendía hacia mí. Lo que podía ser la cabeza, una bola gris e
indescriptible, se inclinó en mi dirección. Permanecí allí, alucinado, y el brazo
informe rozó mi rostro. Lancé un grito de terror y retrocedí unos pasos. Experimenté
un sabor dulzón en los labios, allá donde la cosa me había tocado. Pasé la lengua por
ellos o inmediatamente me sentí presa de un deseo inhumano. Arranqué una masa de
hongos, luego otra, luego otra más. Me sentía insaciable. Los estaba literalmente
devorando, cuando el recuerdo de lo que había descubierto aquella mañana atravesó
mi atribulada mente. Era una advertencia de Dios. Arrojé al suelo el pedazo que
masticaba. Sintiéndome horriblemente culpable y miserable, regresé a nuestro
pequeño campamento.
»Creo que ella comprendió, con esa maravillosa intuición que da el amor, desde
el momento mismo en que su mirada se cruzó con la mía. Su tranquila simpatía hacía
las cosas más fáciles, y le confesé mi repentina debilidad, sin hablar, de todos modos,
de lo que había ocurrido antes. No quería aterrarle inútilmente.
»En cuanto a mí, aquella experiencia me causó un sentimiento de terror
insoportable. Estaba convencido de que acababa de ver cómo había terminado uno de
aquellos hombres que había venido hasta la isla en el buque abandonado en la laguna.
Aquél era el monstruoso fin que nos aguardaba.
»Nos cuidamos mucho de tocar el abominable alimento pese al deseo que
sentíamos. Pero ya habíamos sido terriblemente castigados por haberlo hecho. Día
tras día, con une rapidez increíble, la vegetación fungoide tomó posesión de nuestros
miserables cuerpos. Ya no hay nada que hacer. Nosotros, nosotros, que habíamos sido
en un tiempo seres humanos, nos hemos transformado en… Pero esto cada vez tiene
menos importancia. Tan sólo…, bueno…, ¡hemos sido un hombre y una mujer!
»Cada vez se ha ido haciendo más difícil el combatir el insensato deseo de calmar
nuestra hambre con el terrible liquen.
»Hace una semana comimos la última galleta, y después he conseguido pescar
tres peces. Esta noche me hallaba pescando cuando su goleta derivó hacia mí en la
bruma. Les llamé. Ya saben el resto. Que Dios, en la bondad de su corazón, les
bendiga por su generosidad hacia dos pobres almas…, dos parias.
Se oyó un golpe de remo, luego otro…, y la voz, nuevamente y por última vez,

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nos llegó a través de la bruma, fantasmagóricamente:
—¡Dios les bendiga! ¡Adiós!
—¡Adiós! —exclamamos al unísono, con voz incierta debido a la emoción.
Eché una mirada a nuestro alrededor. Estaba amaneciendo.
Un rayo de sol se filtró sobre el mar envuelto en bruma, horadó insensiblemente
la capa de neblina, e iluminó por un momento, de una forma lúgubre, el bote que se
alejaba y donde una forma extraña se movía entre los remos. Era algo parecido a una
esponja, una enorme esponja gris y temblorosa. Los remos entraban y salían del agua.
Eran grises, como el bote, y no podía ver qué clase de brazos los manejaban. Busqué
la cabeza. Se inclinaba hacia proa cuando los remos volvían hacia atrás. Los remos se
hundían en el agua, el bote salió de la mancha luminosa, y la… la cosa desapareció,
bamboleándose, entre la bruma.

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HANS HEINZ EWERS

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Alemania siempre fue una gran cuna de escritores fantásticos, y no hace falta
citar a Hoffman para apoyar esa afirmación. En cine, también, el expresionismo
alemán dio vida e imagen a toda una serie de arquetipos, desde el doctor Caligari
hasta el Vampiro, de los que, en gran medida, se apropiaría más tarde la industria de
Hollywood. Pero, en literatura, el fantástico alemán ha sido siempre algo aparte, con
personalidad propia y una factura literaria excelente…, al menos hasta la llegada
del nazismo. A partir de entonces, la realidad superó a la ficción.
Hans Heinz Ewers nació en Dusseldorf en 1871, y su carrera literaria se inició
con el siglo, en 1901, con un libro de sátiras rimadas. Formó un teatro de vodevil y
viajó extensamente, pasando largas temporadas en París. Cuando los Estados
Unidos entraron en la Primera Guerra Mundial, fue internado en ese país. De vuelta
a Alemania, poco más se sabe en concreto de su vida, excepto que se unió al partido
nazi en 1933, y en 1935 cayó en desgracia y sus obras fueron prohibidas en
Alemania. Muerto en 1943, el «canto del cisne» de su carrera literaria, tan
esplendorosamente iniciada, fue un lamentable elogio del mártir nazi Horst Wessel.
El apogeo literario de Ewers se centró en las décadas que van de principios de
siglo a 1920. Precursor del surrealismo y del psicoanálisis, su obra osciló
constantemente entre el consciente y el subconsciente, la lógica y lo oculto, lo
cotidiano y lo inverosímil. Apasionado por lo fantástico, tradujo al alemán a Villiers
de L'Isle Adam, escribió un profundo ensayo sobre Poe, creó en la editorial Georg
Müller de Munich la célebre «Galería de lo fantástico»…, y escribió. Su personaje
más célebre es Frank Braun, al que hizo aparecer en varias de sus novelas, con
muchos elementos de ciencia ficción en ellas. Las más célebres son El aprendiz de
brujo (Der Zauberlehrling), El vampiro (Vampir), y, sobre todo La mandrágora
(Alraune), de la que llegaron a hacerse cinco versiones cinematográficas; en esta
última, Braun construye un androide femenino, que termina suicidándose para evitar
que su funesta influencia lleve a la muerte a su creador.
«La araña» (Die spinne), reproducido aquí, es su relato más famoso. Aparecido
en 1907, en el suplemento literario del Berliner Tageblatt, el Zeitgeist, suscitó
inmediatamente el interés general, y no ha dejado de ser reeditado desde entonces,
llegando a dar título a una recopilación de sus mejores relatos aparecida en
Alemania en 1964. El medido equilibrio de interés e intriga, la gradación de la
tensión en medio de una atmósfera que se va enrareciendo por momentos hasta
llegar a su lógico e impactante final, y la perfecta dosificación de extraño y
cotidiano, realidad y ficción, natural y sobrenatural, es algo que muy pocas obras
han conseguido hasta la fecha.

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La araña
Cuando el estudiante de medicina Richard Bracquemont decidió venir a ocupar la
habitación n.º 7 del pequeño hotel Stevens, en el número 6 de la calle Alfred Stevens,
en aquella misma estancia, en tres viernes consecutivos, tres personas se habían
colgado del crucero de la ventana. La primera fue un viajante de comercio suizo. No
se descubrió su cadáver hasta el sábado por la tarde. El médico comprobó que su
muerte había ocurrido el viernes, entre las cinco y las seis de la tarde. El cuerpo
estaba suspendido de un grueso gancho clavado en la parte superior del crucero. La
ventana estaba cerrada. El inquilino había utilizado el cordón de la cortina. Como la
ventana no era muy alta, las piernas se arrastraban por el parquet. El suicida debía de
haber poseído unas energías notables para poner en ejecución su proyecto. Se supo,
por otra parte, que estaba casado y era padre de cuatro hijos, que se ganaba con
holgura el sustento, y que su carácter había sido siempre afable. No se encontró
ninguna nota manuscrita que hablara de suicidio, ni testamento alguno.
El segundo caso fue más o menos idéntico. El artista Karl Krausse, contratado
como equilibrista en el circo Medrano, que se hallaba muy cerca del lugar, llegó para
ocupar la habitación n° 7 dos días después del primer suicidio. Al viernes siguiente,
no apareció por el circo a la hora de la representación. El director envió al chico de
los recados al hotel. Éste encontró al artista en su habitación, que no estaba cerrada
con llave, colgado del crucero, de la misma manera que el inquilino anterior. Este
nuevo suicidio quedó envuelto en el mismo misterio que el anterior: unánimemente
apreciado, Krausse gozaba de buenos ingresos y, en la euforia de sus veinticinco
años, se dedicaba a todos los placeres de la vida. Tampoco aquí se hallaron escritos ni
declaraciones comprometedoras. Su vieja madre era la única superviviente; su hijo le
enviaba escrupulosamente trescientos marcos el día uno de cada más, para subvenir a
sus necesidades.
Para la señora Dubonnet, la propietaria del pequeño hotel, cuya clientela estaba
compuesta principalmente por los artistas de los music-halls de Montmartre, esta
segunda muerte misteriosa en la misma habitación tuvo enojosas consecuencia Una
parte de sus huéspedes se marchó, y los clientes que tenían por costumbre acudir a su
casa evitaron el establecimiento. Pidió ayuda al comisario de policía del IXº
Arrodissement, al que conocía personalmente. Éste le prometió hacer todo lo que
estuviera en su mano para aclarar las causas de los dos misteriosos suicidios. No sólo
inició una detallada investigación, sino que, además, puso a su disposición a un
agente, que acudió a vivir a la habitación misteriosa.
El agente se llamaba Charles-Marie Chaumié. Él mismo había solicitado aquella
misión de confianza. Parecía particularmente idóneo para la caza de los «espectros»
de los que cotilleaba toda la calle Stevens. Antes de sus once años en el servicio, de

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los que se enorgullecía, había sido marino. En el transcurso de sus largas guardias
nocturnas en Annam y Tonkin, aquel sargento había recibido a golpes de fusil más de
una indeseable visita de piratas fluviales que se acercaban tan invisibles como
fantasmas y tan silenciosamente como felinos. Así que ocupó tranquilamente la
habitación el domingo por la noche, y se metió satisfecho en la cama, no sin haber
hecho honor a los platos y las bebidas de la digna señora Dubonnet.
Cada mañana y cada tarde, Chaumié pasaba por el puesto de policía para redactar
su informe. Los primeros días se limitó a declarar que no había notado nada de
particular. El miércoles por la tarde, sin embargo, dijo que creía estar tras una pista
interesante. Rogado de que aclarara sus palabras, se refugió tras la necesidad de
conservar provisionalmente el silencio, porque aún no sabía con certeza si lo que
creía haber descubierto tenía alguna relación con la muerte de los dos individuos.
Temía, y lo demostraba en su precipitación, hacer el ridículo. El jueves demostró
menos seguridad que el día anterior, pero su expresión era grave. No comunicó nada.
El viernes por la mañana parecía nervioso, y pretendió que aquella ventana ejercía, en
cualquier caso, una influencia extraña. Añadió que aquello no tenía relación alguna
con los suicidios, y que se reirían de él si hablaba más. Aquella tarde no acudió al
puesto de policía. Lo encontraron colgado del crucero, como los demás.
Esta vez también, los indicios se correspondían, en sus detalles generales, a las
observaciones registradas en los precedentes: las piernas se arrastraban casi por el
suelo, el cordón de la cortina había sido el instrumento de la estrangulación. La
ventana estaba cerrada y la puerta no cerrada con llave; la muerte se había producido
a las seis de la tarde. La boca abierta, la lengua colgante…
Este tercer suicidio en la habitación n.º 7 tuvo como consecuencia que aquel
mismo día partiesen todos los huéspedes que aún quedaban, a excepción de un
profesor alemán de gimnasia que ocupaba la n.° 16, y que aprovechó la circunstancia
para obtener una reducción de un tercio en su alquiler. A la mañana siguiente, Mary
Garden, la célebre cantante de la Ópera Cómica, se detuvo delante del hotel y
negoció la compra del siniestro cordón por doscientos francos, con la idea de que
aquel fetiche le traería suerte y los periódicos hablarían de él. La señora Dubonnet,
sin embargo, sólo se sintió medio consolada por ello… Si aquella historia hubiera
ocurrido en verano, en julio por ejemplo, o en agosto, sin duda hubiera obtenido el
triple por el cordón, y los periódicos hubieran dispuesto de material durante semanas.
En esta estación, sin embargo, en medio del período más movido del año, cabía
preguntarse dónde podía hallar la prensa lugar para hablar del suceso de la calle
Stevens, con las elecciones, Marruecos, Persia, el crack de un banco de Nueva York,
y la visita de la pareja real británica acaparando toda la atención. El asunto de la calle
Alfred-Stevens no tuvo el eco que merecía. Algunas líneas concisas consignaron, sin
comentarios, los informes de la policía: eso fue todo.

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Estos comunicados representaban todo lo que el estudiante de medicina Richard
Bracquemont conocía del asunto. Hasta ignoraba un pequeño detalle, de apariencia
tan anodina que ni el comisario ni ninguno de los testigos había pensado en
comentárselo a los periodistas. El recuerdo no fue evocado sino más tarde, después de
la aventura ocurrida al estudiante. Cuando los agentes descolgaron del crucero el
cadáver de su colega Charles-Marie Chaumié, una gruesa araña negra surgió de la
boca del muerto. El criado del hotel trató de aplastarla de un papirotazo, gritando con
aire disgustado:
—¡Ah! ¡Otra vez uno de estos asquerosos bichos!
Cuando fue interrogado, durante la investigación posterior al asunto
Bracquemont, declaró que, en el momento en que había descolgado el cuerpo del
viajante suizo, había visto cómo una araña exactamente igual corría por el hombro
del suicida Richard Bracquemont no llegó a saber nunca nada de esto.
Se instaló en la habitación dos semanas después del último suicidio. Era domingo.
Y todo lo que le sucedió en la habitación n° 7 fue registrado cuidadosamente, día a
día, en su diario.

Diario del estudiante de medicina Richard Bracquemont

Lunes, 28 de febrero.
Llegué aquí ayer por la tarde. Vacié mis dos maletas, me instalé, y me eché en la
cama. He dormido muy bien. Sonaban las nueve cuando me despertaron unos golpes
en la puerta. Era la propietaria, que me traía personalmente el desayuno; debe estar
muy preocupada por mi persona, a juzgar por los huevos, el jamón y el oloroso café
que depositó ante mí. Tras lavarme y vestirme, he observado, mientras fumaba mi
pipa, cómo el criado limpiaba la habitación.
Así que aquí estoy. Sé muy bien que este asunto es peligroso, pero también sé que
estoy capacitado para desentrañar el misterio. Y muy bien puedo poner en juego mi
miserable vida si es cierto lo que dicen de que París bien vale una misa…, eso al
menos es lo que decían antes; sin duda las cosas no son tan fáciles hoy en día. De
modo que, si se me presenta una oportunidad, vale la pena explotarla.
Por otra parte, no he sido el único en tener esta idea. Veintisiete personas se han
esforzado, ya sea por intermedio de la policía, ya sea dirigiéndose directamente a la
propietaria, ni conseguir esta habitación. Entre ellas, tres damas. Así pues, ha habido
bastante competencia, imagino que todos ellos pobres diablos como yo.
No obstante, es a mí a quien se le dado la preferencia. ¿Por qué? Porque sin duda
fui el único que se molestó en exponer una idea o algo que se le pareciera.
Naturalmente, no era más que un farol. Estos informes cotidianos que escribo están
dirigidos a la policía. Y siento un cierto placer al confesar desde un principio a esos

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señores que les he gastado una buena broma. Si el comisario posee algo de lógica, se
dirá: «¡Es exactamente por esta razón por la que Bracquemont me ha parecido el más
indicado!». Además, no me preocupa en absoluto lo que pueda decir más tarde; ya
estoy aquí. Y considero como un feliz presagio el hecho de que mi actividad haya
empezado con un engaño coronado por el éxito.
Empecé por dirigirme a casa de la señora Dubonnet, la cual me envió al puesto de
la policía. Merodeé por allí durante toda una semana, sin dejarme descorazonar por
las negativas. Cada día me decían que «me tomaban en consideración», y me rogaban
que volviera al día siguiente. La mayor parte de mis rivales habían rendido sus armas
hacía ya tiempo; ¿no tenían nada más que hacer que patear durante horas aquella sala
de espera que olía a moho? Mi terquedad pronto empezó a crispar al comisario. A fin
de cuentas, me dijo francamente, no valía la pena insistir; comprendía mi buena
voluntad, como la de los demás, pero las fuerzas del orden no tenían ninguna
intención de recurrir a profanos que lo único que harían sería enredarlo todo; a
menos, claro, que yo tuviera algún plan preconcebido… Le respondí que eso era
exactamente lo que tenía. Esto, por supuesto, era completamente falso, y si me
hubiera visto obligado a contárselo hubiera pasado por un verdadero apuro. Pero lo
único que hice fue insistir en que sólo le comunicaría ese plan, excelente aunque
peligroso, ya que su puesta en práctica podía dar como resultado el mismo epílogo
que con el sargento, si él se declaraba dispuesto, jurándomelo por su honor, a ponerlo
en ejecución él mismo. Me dio las gracias y se apresuró a añadir que carecía del
tiempo necesario para ocuparse de una empresa semejante. Constaté sin embargo que
estaba ganando terreno cuando me preguntó si no podía darle al menos algún indicio.
Se lo di. Le conté una verdadera locura inventada de cabo a rabo, sin darme
siquiera cuenta de dónde me venía la inspiración. Le dije que, de todas las horas de la
semana, había una que ejercía una influencia misteriosa, aquélla en la que Cristo
había desaparecido de su tumba para descender a los Infiernos, la sexta hora de la
tarde del último día de la semana judía. Debía recordar que había sido precisamente a
esta hora cuando se habían producido los tres suicidios. No podía decirle más, pero
me permitía llamar su atención al libro de las Revelaciones de San Juan.
El comisario puso inmediatamente cara de haberlo comprendido todo, y me rogó
que volviera aquella misma tarde. Acudí a la hora exacta. Vi sobre su escritorio el
Nuevo Testamento. Mientras tanto, yo había efectuado las mismas investigaciones
que él. Había leído el Apocalipsis, y no había comprendido nada. Sin duda, el
comisario era más inteligente que yo. Se mostró muy educado, hasta deferente, y me
confesó que creía haber adivinado mis intenciones, pese a que mis informes habían
sido muy vagos. Se declaró dispuesto a cumplir con mi deseo y a ayudarme en todo
lo que pudiera.
Reconozco que, en efecto, su colaboración me fue verdaderamente útil. Fue él

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quien arregló el asunto con la propietaria y quien aceptó pagar todos los gastos de mi
estancia en el hotel. Me proporcionó un revólver de reglamento y un silbato. Los
agentes de servicio recibieron orden de pasar lo más a menudo posible por la calle de
Alfred-Stevens, y de subir a mi habitación a la menor seña que yo les hiciera. Pero lo
más importante fue que hizo instalar en mi cuarto un aparato telefónico en
comunicación directa con el puesto de policía, situado a menos de cinco minutos de
distancia. Así, puedo disponer en cualquier momento de una ayuda inmediata. En
estas condiciones, no sé de qué puedo tener miedo.

Martes, 1 de marzo.
No ha ocurrido nada. Ni ayer ni hoy. La señora Dubonnet ha traído un nuevo
cordón para la cortina, tomado de otra habitación. Ahora hay muchas vacías.
Además, aprovecha cualquier ocasión para visitarme. En todo momento me trae algo.
He hecho que me fueran contados una vez más todos los acontecimientos en sus
menores detalles, sin averiguar nada nuevo Su opinión, de todos modos, es firme
respecto a la causa de las muertes. Para ella, la muerte del artista debe imputarse a un
amor contrariado; el año anterior, una dama joven acudía a verle a menudo; este año,
no apareció ni una sola vez. Sin duda ignoraba lo que había empujado a su huésped
suizo a su gesto fatal —una no podía saberlo todo—, pero estaba persuadida de que el
sargento se había suicidado sólo para jugarle a ella una mala pasada.
Debo decir que esas explicaciones de la señora Dubonnet me parecieron un tanto
inconsistentes. Pero la dejé hablar; al menos, rompe la monotonía de mis días.

Jueves, 3 de marzo.
Nada aún. El comisario me llama por teléfono dos o tres veces al día. Le digo que
estoy muy bien. Esta información no parece satisfacerle del todo. He sacado mis
libros de medicina y estudio. Así, al menos, mi encierro voluntario servirá para algo.

Viernes, 4 de marzo, a las dos de la tarde.


He comido muy bien. La propietaria me ha traído media botella de champán: un
auténtico festín de condenado. Ya casi me considera fallecido. Antes de irse me ha
suplicado, llorando, que saliese de la habitación. Sin duda teme que yo también me
cuelgue «para jugarle una mala pasada».
He examinado durante largo rato el cordón de la cortina. ¿Es con eso con lo que
me he de ahorcar? No tengo el menor deseo de hacerlo. Además, el cordón es rígido,
áspero, y se presta muy poco para hacer un nudo corredizo. Sería precisa una
auténtica dosis de energía para imitar el ejemplo de los otros. Ahora estoy sentado
ante mi mesa. A la izquierda tengo el teléfono, a la derecha el revólver. No siento
miedo. Sólo curiosidad.

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A las seis de la tarde.
No ha pasado nada. He estado a punto de añadir: por desgracia. Ha llegado la
hora fatal, y luego se ha ido, similar a todas las demás. Ciertamente, no ocultaré que a
veces he sentido deseos de ir a la ventana, pero por una razón muy distinta a la que se
pueda imaginar. La señora Dubonnet está muy contenta. Alguien ha podido pasar
toda una semana en la n° 7 sin colgarse. ¡Es fabuloso!

Lunes, 7 de marzo.
Tengo ahora la convicción de que no descubriré nada. Comienzo a estar
persuadido de que los suicidios de mis predecesores se deben tan sólo a una extraña
coincidencia. He pedido al comisario que realice investigaciones adicionales en los
tres casos. En cuanto a mí, espero permanecer aquí tanto tiempo como me sea
posible. Si no conquisto París, al menos estaré bien alimentado, y además gratis. Por
otra parte, estudio con ardor. Me doy cuenta de que avanzo sensiblemente. Y, además,
aún hay otra razón que me retiene aquí.

Miércoles, 9 de marzo.
¡Bien!, hoy he dado un paso más. Clarimonde…
Oh, sí, aún no he dicho nada de Clarimonde. Ella es la tercera razón que me
retiene aquí. Y es igualmente a causa de ella por lo que hubiera ido de buena gana, a
la hora fatal, a la ventana, pero en ningún caso para ahorcarme. Clarimonde…, ¿por
qué ese nombre? No sé en absoluto cómo se llama, y sin embargo me parece que no
podría llamarla de otro modo. Hasta apostaría a que es el suyo auténtico. Me fijé en
Clarimonde desde los primeros días. Vive al otro lado de la estrecha calle: su ventana
da justamente frente a la mía. Siempre está sentada tras los visillos. Debo indicar,
además, que ella se había fijado en mí mucho antes de que yo lo hiciese en ella, y que
desde un principio me testimonió un visible interés. No hay nada extraño en ello.
Toda la calle conoce la razón de mi presencia aquí; la señora Dubonnet se ha
preocupado de darle toda la publicidad necesaria. Mi naturaleza no es en absoluto
amorosa, y mis relaciones con el sexo opuesto han sido siempre más bien sumarias.
Cuando uno llega de Verdún a París para doctorarse en medicina, con el dinero justo
para matar el hambre una vez cada tres días, se piensa en cosas muy distintas al amor.
Mis experiencias, pues, son modestas, y quizá me haya visto estúpidamente atraído a
este asunto. Pero, sea como sea, ella me gusta.
Al principio no se me ocurrió la idea de establecer el más mínimo lazo, la más
mínima relación con mi vecina. Tan sólo me dije: como estoy aquí para observar y,
con la mejor voluntad del mundo, no puedo hallar nada que examinar, lo mejor que
puedo hacer es dedicarme a contemplar a mi vecina. Uno no puede permanecer todo

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el día inclinado sobre sus libros, Comprobé entonces que Clarimonde habita todo un
piso. Tiene tres ventanas, pero siempre está sentada junto a la misma, frente a la mía.
Está sentada, y teje sirviéndose de un pequeño huso antiguo y pasado de moda.
Recuerdo haber visto un huso de este tipo en casa de mi abuela, que no lo utilizaba
nunca, y que lo había heredado de alguna tía abuela; ignoraba por completo que hoy
en día aún se utilizara este objeto. El huso de Clarimonde, sin embargo, es un
pequeño objeto precioso, blanco y probablemente de marfil; con él debe urdir una
trama minúscula: los hilos que teje parecen ser de una extrema delgadez. Trabaja todo
el día, sin descanso, tras sus visillos. Sólo termina al caer la noche. Y la noche llega
pronto en esta época de neblinas y en esta calle tan estrecha. A las cinco, Clarimonde
abandona su lugar. Nunca he visto luz en su habitación.
¿Cómo es ella? No lo sé con exactitud. Su cabello negro es ondulado, y su rostro
bastante pálido. La nariz es pequeña, delgada; sus ventanillas palpitan dulcemente.
Sus labios son casi blancos y, cuando sonríe, puedo ver sus dientes finos y
puntiagudos. Tiene unas largas pestañas que sombrean sus mejillas, pero cuando alza
los párpados sus grandes ojos sombríos brillan intensamente. Más que verlo, imagino
todo esto. Es difícil distinguir exactamente algo tras esos visillos.
Un detalle más: siempre viste de negro, con bordados violetas. Y sus manos están
siempre cubiertas por unos guantes negros, sin duda para protegerlas en su trabajo. Es
extraño ver esos delgados dedos negros entrelazarse en un rápido movimiento
perpetuo, asir los tenues hilos, estirarlos, soltarlos, volverlos a tomar. Se diría que son
las patitas de un insecto, activas e infatigables.
¿Nuestras relaciones recíprocas? ¡Oh!, son muy superficiales. Pero a veces tengo
la sensación de que son mucho más profundas. Todo comenzó con una rápida mirada
que me echó a través de la ventana. Yo también la miré. A continuación me observó
durante un rato más largo, y yo hice lo mismo. Debí gustarle, porque un día, mientras
me miraba, aventuró una sonrisa, a la que yo naturalmente correspondí. Este juego
duró durante algún tiempo. Intercambiamos sonrisas, y nada más. A cada instante
tomaba la resolución de saludarla; pero, no sé por qué, algo me retenía.
Finalmente, esta tarde, me he arriesgado. Clarimonde me ha respondido. Su gesto
fue casi imperceptible, pero sé muy bien que inclinó la cabeza.

Jueves, 10 de marzo.
Ayer pasé largo rato con la cabeza hundida en mis libros. Sin embargo, no puedo
pretender que estudié demasiado. Me pasé todo el tiempo construyendo castillos en el
aire y pensando en Clarimonde. Por la noche, mi sueño fue agitado.
Esta mañana, cuando me he acercado a la ventana, Clarimonde ya estaba allí. La
he saludado, y ella me ha respondido con una ligera inclinación de cabeza. Me ha
sonreído y me ha mirado largo rato.

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He querido trabajar, pero no he encontrado la paz de espíritu necesaria. He ido a
sentarme al lado de la ventana, y he fijado mi vista en Clarimonde. He tirado del
cordón de la cortina para verla mejor. Casi al mismo tiempo, Clarimonde ha hecho lo
mismo. Nos hemos sonreído. Creo que hemos pasado al menos una hora
contemplándonos.
Luego, ella ha vuelto a ponerse a hilar.

Sábado, 12 de marzo.
Los días transcurren así. Como y bebo, me instalo en mi mesa de trabajo, prendo
mi pipa y me sumerjo en un libro. Sin embargo, no leo ni una sola sílaba. Lo intento
constantemente, pero sé por anticipado que no voy a conseguirlo. En seguida me
dirijo a la ventana. Saludo a Clarimonde, y ella me responde. Sonreímos, y nos
quedamos mirándonos durante horas.
Ayer por la tarde, hacia las seis, me puse nervioso. El crepúsculo había llegado
pronto, y sentí como una sorda angustia. Una fuerza casi irresistible me empujaba
hacia la ventana. Ciertamente no era para ahorcarme, sino para ver a Clarimonde. Me
aposté tras la cortina. Me pareció que jamás la había visto de una forma tan nítida,
aunque ya estuviera algo oscuro. Hilaba, pero sus ojos estaban vueltos hacia mí. Un
extraño sentimiento de bienestar penetró en mi ser, al mismo tiempo que una ligera
sensación de miedo.
Sonó el teléfono. Experimenté una viva irritación hacia aquel comisario estúpido,
cuyas inútiles preguntas me sacaban de mi ensoñación.
Me ha visitado esta mañana, junto con la señora Dubonnet. Ella se muestra muy
satisfecha de sus cuidados, ya que para ella es una especie de satisfacción el constatar
que llevo ocupando ya dos semanas la habitación n° 7, y sigo con vida. Pero el
comisario desea avanzar en su investigación. De una forma altamente extraña, he
hecho una serie de alusiones según las cuales me hallaba tras una pista; el imbécil me
ha creído a pies juntillas. De todos modos, puedo seguir aquí durante varias semanas
más, y ése es mi único deseo. No en razón de la cocina y la cava de la señora
Dubonnet —¡cuán pronto se vuelve uno indiferente a todo eso cuando su estómago
está saciado!—, sino a causa de esa ventana que la señora Dubonnet odia y teme y
que a mí tanto me atrae, esa ventana que me muestra a Clarimonde.
Desde que enciendo mi lámpara, ya no la veo. He espiado durante todo el tiempo
para ver si salía, pero jamás la he sorprendido. No debe salir nunca de casa. Hay en
mi habitación un butacón muy cómodo. Una tulipa verde recubre mi lámpara y me
envuelve en un cálido reflejo. El comisario me ha traído un enorme paquete de
tabaco, el mejor que jamás haya fumado. Sin embargo, no puedo trabajar. Recorro
dos o tres páginas, y me doy cuenta de que no he asimilado ni una palabra. Mi vista
capta las frases, pero mi cerebro rehúsa aceptarlas. ¡Es extraño! Se diría que mi

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espíritu ha colocado ante él un cartel: «Prohibida la entrada». Prohibida a todo
pensamiento que no sea Clarimonde.
Finalmente, aparto los libros, me siento en mi butacón, y sueño…

Domingo, 13 de marzo.
Esta mañana he asistido a un pequeño drama. Paseaba por el pasillo mientras el
criado limpiaba mi habitación. Ante la estrecha mirilla que da al patio había una tela
de araña y, en su centro, una gruesa araña. La señora Dubonnet no quiere que las
aplasten. Dice que las arañas traen suerte, y que ya ha tenido bastantes desgracias. Vi
cómo una araña más pequeña corría inquieta alrededor de la tela. Era un macho. Con
mil precauciones, se introdujo en ella y se dirigió prudentemente hacia el centro. Al
mínimo gesto de la hembra, se batía precipitadamente en retirada, esperaba, y luego
reiniciaba sus maniobras de aproximación. Al fin, la gruesa araña hembra, acurrucada
en el centro de la tela, pareció animarlo. Permaneció totalmente inmóvil. El macho
sacudió, débilmente al principio, más fuerte después, uno de los hilos de la tela, que
se puso a temblar. Su bienamada no se movió. Se aproximó rápidamente a ella,
aunque no sin demostrar una gran prudencia. La hembra se abandonó a la unión.
Después, el macho retiró poco a poco su abrazo, una pata tras otra. Se habría dicho
que quería marcharse sin un ruido intempestivo para no turbar el dulce sueño de su
compañera. De pronto, se soltó del todo, y huyó tan aprisa como pudo de la tela. Pero
la hembra despertó en aquel momento. Persiguió al fugitivo con una carrera salvaje.
El macho se dejó deslizar a lo largo de un hilo, su amante hizo lo mismo. Los dos
cayeron sobre el reborde de la diminuta ventana. Reuniendo todas sus energías, el
macho trató de escapar. Demasiado tarde. La araña hembra lo había aferrado, y lo
llevó de vuelta a la tela, al mismo centro. Aquel lugar que había servido de cámara
nupcial se convirtió ahora en el escenario de otro espectáculo, totalmente distinto. En
vano el amante agitó sus frágiles patas, buscando un punto de apoyo para huir. La
bienamada no aflojó su presa. En un abrir y cerrar de ojos lo ató tan fuertemente que
no pudo mover ni un solo miembro. Entonces le clavó en el cuerpo sus fuertes pinzas,
y sorbió ávidamente la sangre de su compañero. Pude ver cómo, una vez ahíta,
desataba el miserable paquetito, ahora irreconocible: patas, piel y sudario, para
echarlo con desprecio fuera de la tela. Éste es el amor entre las bestias. Me alegra no
ser una araña macho.

Lunes, 14 de marzo.
Ya ni siquiera abro mis libros. Me paso el día junto a la ventana. Permanezco allí
incluso después de haber oscurecido, Ella ya no está allí entonces, pero cierro los ojos
y sigo viéndola…
Este diario se ha convertido en algo muy distinto de lo que yo imaginaba. Hablo

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en él de la señora Dubonnet, del comisario, de arañas y de Clarimonde, pero ni una
palabra de los descubrimientos que quería hacer. ¿Es culpa mía?

Martes, 15 de marzo.
Clarimonde y yo hemos inventado un juego extraño. Hemos estado jugando a él
todo el día: yo la saludo, y ella me responde. Entonces, tamborileo con los dedos
sobre el cristal. Ella repite inmediatamente mi gesto. Agito los labios como si quisiera
hablarle; ella agita los suyos. Me llevo la mano a la frente para echarme los cabellos
hacia atrás. Su mano realiza el mismo movimiento. Es un verdadero juego de niños,
los dos nos reímos con él. A decir verdad, ella no se ríe, su sonrisa es más bien
silenciosa, contenida. Supongo que yo debo sonreír de la misma manera.
Todo esto no es tan insubstancial y simple como uno se podría sentir tentado a
creer. No se trata de una vulgar imitación que acabaría por cansarnos, sino de una
transmisión del pensamiento. En efecto, Clarimonde repite mis gestos con menos de
un segundo de intervalo. Apenas ha tenido tiempo de verlos y ya los está repitiendo.
A veces, hasta me parece que actúa simultáneamente a mí. Además, me he puesto en
ocasiones a intentar movimientos imprevistos, combinaciones nuevas, que ella
ejecuta con una rapidez desconcertante. En ocasiones trato de sorprenderla. Ejecuto
tan rápido como puedo una serie complicada de gestos. Los repito varias veces
seguidas, cambio la sucesión, omito uno o intercalo otro. Como niños jugando a las
prendas. Cosa curiosa, Clarimonde jamás se ha equivocado ni una sola vez, pese a
que mezclo los míos a un ritmo tal que apenas dispone de tiempo material para
reconocerlos.
Así paso los días. Nunca tengo la impresión de perder el tiempo; por el contrario,
me parece que jamás he realizado nada tan fundamental.

Miércoles, 16 de marzo.
¡Qué raro es esto! Nunca se me ocurre la idea de dar a mis relaciones con
Clarimonde una base más seria que estos juegos perpetuos. Lo pensé la pasada noche.
Puedo coger mi sombrero, mi abrigo, bajar dos pisos, cruzar la calle, y subir otros dos
pisos. En la puerta encontraré una pequeña placa: «Clarimonde». Pero…, ¿estoy
seguro de ello? Sí, en la puerta está escrito: «Clarimonde». Llamo, y entonces…
Hasta ese momento imagino cada uno de mis gestos y acciones. Hasta me veo muy
bien a mí mismo. Se abre la puerta, y eso es todo. No voy más lejos. Permanezco en
pie, y trato en vano de perforar las tinieblas. Ella no viene, nada viene. No hay cosa
alguna más allá de la puerta, aparte ese impenetrable velo negro. A veces tengo la
impresión de que no existe otra Clarimonde más que aquella que veo en la ventana y
que juega conmigo. No puedo representarme a esta mujer con un sombrero, o con
otro vestido que no sea el vestido negro salpicado de violeta, o sin sus guantes

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negros. La idea de encontrármela por la calle, en un restaurante comiendo, bebiendo,
charlando, me parece absurda.
A veces me pregunto si la amo. Me es imposible responder, porque jamás he
amado. Si lo que siento por Clarimonde es verdaderamente amor, no se parece en
nada a lo que he observado en mis amigos o leído en las novelas. Por otra parte, me
resulta difícil precisar mis impresiones. En general, me resulta muy difícil pensar en
cualquier cosa que no se refiera directamente a Clarimonde, o más bien a nuestro
juego. Porque, no hay duda, en el fondo de todo es este juego lo que me absorbe
totalmente, y nada más. Y es precisamente esto lo que no acabo de comprender.
Sin duda me siento atraído hacia Clarimonde, pero a esta atracción se mezcla otro
sentimiento. Se diría que incluso es miedo. ¿Miedo? No, eso sería decir demasiado:
es una aprensión vaga, indefinida, ante lo desconocido. Y esta angustia sorda tiene
algo de extraño, de impresionante, de voluptuoso, que me aleja y me atrae a la vez
hacia ella. Tengo la impresión de estar describiendo círculos concéntricos a su
alrededor, acercándome un poco, retirándome en seguida, avanzando por otro lugar, y
huyendo de nuevo hasta el momento —llegará, estoy seguro— en que acudiré a
reunirme con ella. Clarimonde está sentada en su ventana e hila. Hila hebras tenues,
impalpables, sin fin. Crea un tejido extraño, no sé con qué intención, y me sorprende
que no se rompa, que no se le enrede entre sus delicados dedos. Es un verdadero
trabajo de hada. Sobre la ligera trama se inscriben animales extraños.
¿Qué es lo que acabo de escribir? En realidad no puedo ver nada. Ignoro lo que
teje, no lo diviso a esa distancia. No obstante, tengo la profunda convicción de que su
trabajo es verdaderamente tal cual lo describo: una tela ligera, aérea, sobre la cual se
dibujan bestias fabulosas y máscaras extrañas.

Jueves, 17 de marzo.
Me hallo en un curioso estado de excitación. Ya no hablo con nadie. Ni siquiera le
doy los buenos días a la señora Dubonnet y al criado del hotel. Apenas si me tomo el
tiempo necesario para comer. Mi único deseo es sentarme a la ventana y jugar con
ella. Este juego es apasionante, verdaderamente apasionante. Tengo la idea de que
algo sucederá mañana.

Viernes, 18 de marzo.
Sí, sí, algo va a pasar hoy. Me lo repito a mí mismo —hablo en voz alta para
oírme—, me digo que estoy aquí precisamente para eso. Pero lo malo es que tengo
miedo. Miedo de que me ocurra en esta habitación lo mismo que a mis predecesores,
y a este miedo se añade otro, hacia Clarimonde. Apenas puedo definirlos, separarlos
el uno del otro.
Tengo miedo, y debo contenerme para no gritar.

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A las seis de la tarde
Rápido, algunas palabras: estoy con el abrigo y el sombrero puestos, a punto de
salir. Cuando sonaron las cinco estaba al límite de mis fuerzas. Ahora sé muy bien
que existe una indudable correlación entre todo este asunto y la sexta hora del
antepenúltimo día de la semana. Y, sin embargo, no tengo ganas de reírme de mi farol
ante el comisario. Estaba sentado en mi butacón, utilizando toda mi fuerza de
voluntad, pero la ventana me atraía irresistiblemente. Me era preciso ir a jugar con
Clarimonde, y no obstante sentía un terrible miedo hacia aquella ventana. Los veía
colgados allí: el enorme viajero suizo con el cuello hinchado, las mejillas invadidas
por una recia barba gris; cerca de él, el esbelto artista; y, un poco más abajo, el
vigoroso sargento. Veía a los tres ahorcados. Los veía uno tras otro, después los tres
juntos, colgados del mismo gancho, con la boca abierta y la lengua colgante. Y yo me
veía entre ellos, en medio de ellos. ¡Oh, esta angustia indecible! Notaba que era
provocada tanto por el crucero y el horrible gancho allá arriba como por Clarimonde.
Que ella me perdone, pero así era: en mi vergonzoso temor, su imagen se perfilaba
constantemente en filigrana entre los tres, que se balanceaban, arrastrando casi las
piernas por el suelo.
Sin embargo, es cierto que en ningún momento sentí deseos de ahorcarme. Ni
tampoco tenía miedo de sentir deseos de hacerlo. No, tan sólo era miedo de la
ventana, y también de Clarimonde, miedo de algo horripilante, incierto. Y, a pesar de
todo, sentía una irreprimible necesidad de levantarme. Tuve que ceder a esa
tentación. En aquel preciso momento sonó el teléfono. Tomé el receptor y, sin
esperar, grité por el aparato:
—¡Vengan en seguida!
El agudo sonido de mi voz disipó las tinieblas de mi espíritu. Recuperé toda mi
sangre fría. Me sequé la sudorosa frente y bebí un vaso de agua. A continuación
reflexioné sobre lo que iba a decirle al comisario, luego me aproximé a la ventana,
saludé y sonreí.
Clarimonde me saludó y sonrió a su vez.
Cinco minutos más tarde llegaba el comisario a mi habitación. Le dije que
comenzaba a desentrañar el misterio, y le rogué que aún no me hiciera preguntas.
Dentro de poco estaría en disposición de revelarle cosas extrañas. Lo más curioso era
que, mientras le mentía de aquella manera, tenía la convicción de que le estaba
diciendo la verdad. Y aún estoy tentado de creerlo ahora, casi en contra de mi
voluntad.
El comisario debió darse cuenta de mi turbación, sobre todo cuando quise excusar
mi petición telefónica sin conseguir hallar una explicación plausible. Me dijo muy
cortésmente que no tenía que preocuparme por aquello, y que él se hallaba
constantemente a mi disposición, como era su deber. Juzgaba preferible venir una

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docena de veces por nada, antes de hacerse esperar en un momento en que su
presencia pudiera ser necesaria. Me invitó a salir aquella noche con él, para
distraerme. Aquella permanente soledad no me hacía ningún bien, señaló. Acepté,
pero en el fondo no deseo salir de esta habitación.

Sábado, 19 de marzo.
Fuimos a la Gaieté-Rochechouart, a la Cigale y a la Lune Rousse. El comisario
tenía razón: esta salida me ha hecho bien. Tenía necesidad de cambiar de aires. Al
principio experimenté una sensación más bien penosa, como si estuviera cometiendo
una injusticia, como un desertor que volviera la espalda al estandarte. Pero esta
impresión fue disminuyendo gradualmente; bebimos copiosamente, reímos y
bromeamos.
Esta mañana, en la ventana, he creído leer un reproche en la mirada de
Clarimonde. Tal vez haya sido mi imaginación ¿Cómo podría saber que he pasado la
noche fuera? Además, sólo ha sido cosa de un fugitivo instante; su sonrisa ha
reaparecido en seguida.
Hemos jugado todo el día.

Domingo, 20 de marzo.
No puedo anotar más que, de nuevo: hemos jugado todo el día.

Lunes, 21 de marzo.
Hemos jugado todo el día.

Martes, 22 de marzo.
Sí, hoy también hemos jugado. No hemos hecho nada más. A veces me pregunto:
¿por qué todo esto? ¿Adónde nos llevará? No sé qué responder. Tan sólo hay una
cosa cierta: no deseo nada más que este juego. Los últimos días nos hemos estado
hablando en una conversación sin palabras. Hemos agitado los labios, mirándonos.
Nos hemos comprendido muy bien.
Tenía razón. Clarimonde me ha reprochado el haber salido el viernes pasado. Le
he pedido perdón, le he dicho que había hecho mal y que había sido una estupidez por
mi parte. Me ha perdonado, y le he prometido no abandonar jamás esta ventana. A
continuación nos hemos besado, apoyando largamente nuestros labios sobre los
cristales.

Miércoles, 23 de marzo.
Ahora sé que la amo. Me ha calado hasta la médula de los huesos. Tal vez el amor
de los demás hombres sea diferente pero ¿existe una cabeza, una oreja, una mano,

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exactamente iguales a cualquiera de los centenares de millones de otras?
¿Porqué si siempre hay una diferencia, no iba a haberla también en el amor? El
mío es singular, lo sé, pero no por ello es menos hermoso; y, además, gracias a este
amor soy casi dichoso.
¡Si tan sólo no sintiese esta angustia! A veces se adormece y la olvido durante
algunos minutos, pero luego despierta de nuevo y ya no me abandona. La compararía
a un pequeño y miserable ratoncito defendiéndose contra una magnífica y gran
serpiente, buscando desprenderse de su poderoso abrazo. Paciencia pues, oh pequeña
angustia estúpida, pronto este gran amor te devorará.

Jueves, 24 de marzo.
Acabo de hacer un descubrimiento. No juego con Clarimonde. Es ella quien
juega conmigo.
He aquí cómo me he dado cuenta: Ayer por la tarde pensaba —como siempre—,
en nuestro juego. Había anotado cinco nuevas series de gestos muy complicados con
las que quería sorprenderla al día siguiente. Le había dado un número a cada uno de
los gestos, y me había ejercitado para ejecutarlos lo más aprisa posible, primero en el
orden normal, luego al revés, a continuación no tomando más que los pares y luego
los impares, y por fin solamente los primeros y últimos movimientos de las cinco
series. Resultó muy difícil, pero experimenté un gran placer. Me parecía estar más
cerca aún de Clarimonde, aunque no la viese. Repetí todos los gestos durante horas,
hasta ser un experto en su ejecución.
Esta mañana fui a la ventana. Nos saludamos, y comenzó el juego. Pude constatar
en seguida con qué desconcertante rapidez me comprendía, y cómo reproducía todo
lo que yo hacía casi al mismo tiempo.
Llamaron a mi puerta. Era el criado, que me traía los zapatos. Abandoné la
ventana para recogerlos. Cuando quise volver a mi sitio, mi mirada cayó por azar
sobre la hoja de papel donde había anotado mis series de gestos. Entonces me di
cuenta de que no había ejecutado ninguno de los movimientos previstos.
La sorpresa me hizo tambalear; me apoyé en la mesa, y me dejé caer en el
butacón. No podía creer en mis ojos. Leí y releí el papel…, y era verdad: había
ejecutado en la ventana varias series de gestos, pero ninguna de las mías.
Me vi de nuevo ante su puerta que se abre de par en par. Atisbo con la mirada las
tinieblas: no hay nada, nada más que aquel agujero oscuro. Tuve la sensación de que
si me iba entonces estaría a salvo, y también de que ahora podía irme. Sin embargo,
me quedé. Y ello porque tenía la muy clara impresión de que tenía que retener —
firmemente, como sujetándolo con ambas manos— mi secreto, ¡aquel secreto que me
permitiría conquistar París!
Por un instante, pero sólo por un instante, París fue más fuerte que Clarimonde.

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Oh, ahora apenas pienso en ello. No siento más que mi amor, y un dulce regusto
de extraña angustia.
Sin embargo, en aquel momento en que pensé en París, tuve la energía suficiente
como para volver a leer una vez más mi primera serie de movimientos y grabarla a
fuego en mi mente antes de volver a la ventana. Entonces me fijé mucho en los gestos
que ejecutaba: ni uno solo de ellos emanaba de mi voluntad.
Me propuse frotarme la nariz con el índice, pero besé el cristal. Quise tamborilear
sobre la ventana, pero me pasé la mano por mis cabellos. No era pues Clarimonde
quien repetía mis movimientos, sino yo quien reproducía los suyos, y en una forma
tan instantánea que imaginaba tener la iniciativa.
Yo, que me sentía orgulloso de transmitirle mis pensamientos, soy por el contrario
quien está bajo su influencia. Sí, pero esa influencia, ¡es tan ligera, tan voluptuosa!
Intenté otra experiencia: oculté mis dos manos en los bolsillos, con la firme intención
de no moverlas de allí. La vi alzar la mano, sonreírme, y amenazarme con el dedo.
Permanecí inmóvil. Noté cómo mi mano derecha quería salir del bolsillo. Aferré el
forro con los dedos. Pero mis dedos se fueron soltando lentamente, en contra de mi
voluntad; mi mano salió del bolsillo, y mi brazo se alzó. Yo también la amenacé con
el dedo y sonreí. Tuve la impresión de que no era yo quien actuaba así, sino un
extraño al que yo estaba observando.
Pero no, no era éste el caso. Era yo quien actuaba, y un extraño el que me
contemplaba actuar. Precisamente el extraño que estaba tan seguro de sí mismo y que
deseaba hacer el gran e inédito descubrimiento. Pero ese extraño no era yo ¿Qué me
importa, a mí, ese descubrimiento? Estoy aquí para hacer lo que ella —Clarimonde—
quiere que haga, ya que la amo, invadido por una angustia deliciosa.

Viernes, 25 de marzo.
He cortado el hilo del teléfono. No siento deseos de ser molestado por el
comisario en el momento exacto en que llegue la hora extraña.
Dios mío, ¿por qué he escrito esto? No hay ni una sola palabra de verdad. Se diría
que alguien dirige mi pluma. Quiero… quiero… quiero escribir lo que ha pasado.
Tengo necesidad de todas mis energías. Sufro. Pero quiero, una vez más, una sola
vez, hacer… lo que quiero. He cortado el teléfono —¡oh, Dios mío!— porque no
podía hacer otra cosa. Al fin he escrito lo que quería.
Esta mañana estábamos en la ventana, y jugábamos. Nuestro juego ha cambiado
desde ayer. Ella ejecuta un gesto cualquiera. Yo me defiendo tanto tiempo como
puedo, hasta que debo ceder y repetir ese gesto. Este sentimiento de ser vencido, este
abandono último a su voluntad, constituye un placer maravilloso.
Así pues, jugábamos. De repente retrocedió al interior de la habitación, dejé de
verla, las sombras la habían absorbido. Pero pronto reapareció. Llevaba entre sus

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manos un teléfono exactamente igual al mío. Lo depositó sobre la ventana, tomó un
cuchillo, cortó los hilos, y se lo llevó de nuevo al fondo de la habitación.
Luché durante casi un cuarto de hora. Mi terror era mayor que antes, y la
sensación de la lenta derrota aún más voluptuosa. Al final de la resistencia traje mi
aparato, corté sus hilos, y lo volví a poner en su lugar.
He aquí lo que ha pasado.
Ahora estoy sentado sobre mi mesa, he bebido un poco de té. El criado acaba de
traerme ropa limpia. Le he preguntado la hora, pues mi reloj se ha parado. Son las
cinco y cuarto.
Sé que, si miro al otro lado de la calle, Clarimonde hará cualquier cosa, y yo
deberé hacerla también.
Y, pese a todo, me levanto. Ella está ahí, sonríe. ¡Ah!, si tan sólo pudiera apartar
la mirada. Corre la cortina, toma el cordón. Es rojo como el de mi ventana. Hace con
él un nudo corredizo. Lo suspende del gancho del crucero. Se vuelve a sentar, y
sonríe.
No, ahora ya no es angustia lo que siento. Es un temor enloquecedor, un terror
que me paraliza y que, sin embargo, no querría cambiar por nada del mundo. Es una
posesión irresistible, tan extraña, tan atrayente a pesar de su profunda crueldad.
Podría correr a la ventana, hacer inmediatamente lo que quiere. Pero espero,
lucho, me defiendo. Siento como la atracción crece en lo más profundo de mi interior,
más fuerte a cada minuto…
Estoy sentado de nuevo. He corrido hacia la ventana, he obedecido. He tomado el
cordón, he preparado el nudo corredizo, lo he colgado del gancho…, ahora ya no
quiero mirar más. Voy a fijar mi vista en el papel donde escribo esto, sin alzar los
ojos, por ningún precio. Porque sé lo que va a hacer si la miro otra vez, a la sexta
hora del penúltimo día de la semana. Si tan sólo dirijo la mirada hacia ella, deberé
obedecer su voluntad. Debo…
No, no quiero mirarla…
Río en voz alta, o mejor dicho, no río yo mismo, alguna cosa ríe en mí. Sé por
qué: es a causa de ese pobre «no quiero». No quiero y, sin embargo, sé que no puedo
hacer otra cosa. Es preciso que la mire: es preciso que la mire y haga… el resto.
Espero únicamente para prolongar el suplicio. Eso es todo. Esta tortura es, al mismo
tiempo, la mayor de las voluptuosidades. Escribo rápido, muy rápido, para
permanecer más tiempo sentado aquí, saboreando de manera infinita el dolor de mi
amor…
¡Aún más tiempo…!
Aún esta angustia, ¡aún! Sé que la miraré, que me alzaré, y que iré a colgarme.
No es de eso de lo que tengo miedo. ¡Oh, no! Eso es tan bueno, tan dulce.
De lo que tengo miedo es de lo que viene después. Lo ignoro. No obstante, el

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placer que siento al sufrir es demasiado grande, tiene que seguirle algo aterrador, lo
sé muy bien.
No quiero pensar en ello…
Escribo cualquier cosa, escribo rápidamente, al azar, para no reflexionar…
Mi nombre, por ejemplo: Richard Bracquemont, Richard Bracquemont, Richard
—¡oh!, no puedo seguir más— Richard Bracquemont —ahora es preciso que la mire
— Richard Bracquemont —es preciso, es preciso, es preciso…, no, no quiero
detenerme— Richard… Richard Bracquemont, Bracque…
El comisario del IXº Arrondissement, que no había recibido respuesta a sus
reiteradas llamadas telefónicas, penetró en el hotel Stevens a las seis y cinco.
Encontró en la habitación n° 7 el cadáver del estudiante Richard Bracquemont
colgado del crucero, exactamente en la misma postura que sus tres predecesores.
Sin embargo, su rostro tenía otra expresión: reflejaba un miedo horrible. Los ojos,
muy abiertos, estaban casi salidos de sus órbitas. Sus labios estaban abiertos en un
rictus espeluznante; sus mandíbulas apretadas una contra otra de manera convulsiva.
Entre sus dientes asomaba, aplastada, machacada, una gruesa araña negra, cuyo
cuerpo estaba punteado de manchas violetas.
Sobre la mesa yacía, abierto, el diario del estudiante. El comisario lo leyó. De
inmediato se dirigió a la casa de enfrente.
Constató que el segundo piso estaba vacío, deshabitado desde hacía varios meses.

París, agosto de 1908

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GUILLAUME APOLLINAIRE

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Guillaume Apollinaire, pese a llamarse en realidad Wilhem Apollinaris de
Kostrowitsky y haber nacido en Roma en 1880, es considerado a todos los efectos
como un escritor francés, puesto que su producción literaria fue escrita y publicada
en ese país. Instalado en París en 1899, fue preceptor durante dos años (1901-1902)
en Alemania, tiempo que aprovechó para visitar a fondo este país. De vuelta a París,
empezó a visitar asiduamente los cenáculos literarios y artísticos, y allí fundó las
bases sobre las que edificaría su futura fama. Fue amigo de Picasso, Braque,
Matisse, Rousseau, etc., cuyas nuevas tendencias defendió desde su tribuna de crítico
de arte. En 1909 publicó su primera obra literaria, y su título es elocuente de las
tendencias que seguiría su literatura posterior: El encantador en putrefacción
(L’enchanteur purrisant). Más tarde vendrían obras como El heresiarca y compañía
(L'hérésiarque et compagnie) y un drama que su propio autor calificó como
«surrealista»: Las tetas de Tiresias (Les mamellies de Tirésias). Como poeta, se
reveló con Alcoholes (Alcohols), considerada hoy en día como una obra capital de la
poesía moderna. En 1916 resultó gravemente herido en la cabeza durante la Primera
Guerra Mundial, a la que se había alistado voluntario pese a ser extranjero.
Convaleciente en París, trabajó incansablemente, colaborando en la mayor parte de
las revistas de vanguardia. De esa fecha son sus famosos Caligramas
(Calligrammes), poemas gráficos donde su audacia llegaba a límites extremos.
Siguió publicando poesía, teatro y novela. En 1918 moría, víctima de la gripe,
dejando una gran cantidad de obra impublicada, que iría apareciendo, de forma
póstuma, a lo largo de los años, hasta bien entrada la década de los cincuenta.
Esta personalidad pública de Apollinaire como poeta, crítico, precursor y
orientador de todos los movimientos de vanguardia, y lo poco convencional de su
obra poética, en la que se dedicaba a todo tipo de audacias formales, desde suprimir
los signos de puntuación hasta
hacer auténticos alardes tipográficos, hace que una parte importante de su
producción haya sido dejada un poco de lado por los críticos «prudentes»: sus
relatos cortos. Porque, en general, son menos convencionales aún que su poesía. En
esas pequeñas obras maestras Apollinaire mezclaba tres elementos que le eran muy
queridos, el erotismo, el humor… y la fantasía. Los relatos cortos de Apollinaire
dispersos en las más variadas publicaciones, son auténticas joyas de levedad que nos
muestran un paisaje fantástico ligero amable, pero tan tremendamente original como
todo él resto de su obra.
«La desaparición de Honoré Subrac» (La disparition d'Honoré Subrac) es un
ejemplo perfecto de ello. Sobre una base que puede calificarse estrictamente de
ciencia ficción: el mimetismo trasladado a escala humana, Apollinaire monta un
esquema de efecto seguro sobre el lector, basándose en la sorpresa final. Es la
«gadget story» que la ciencia ficción de los años cuarenta y cincuenta pretenderán

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haber inventado, pero que ya en Francia (por algo es la cuna de Julio Verne) era
empleada por un vanguardista de la pluma recién empezado el siglo XX.

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La desaparición de Honoré Subrac
A pesar de las más minuciosas investigaciones, la policía no ha logrado dilucidar
el misterio de la desaparición de Honoré Subrac.
Era amigo mío y, como sea que conozco la verdad sobre su caso, consideré mi
deber informar a la justicia sobre lo que había sucedido.
Tras haber escuchado mi relato, el juez que cogió mis declaraciones tuvo para mí
un tono de amabilidad tan asustada que no me costó nada comprender que me tomaba
por loco. Se lo dije. Se volvió aún más amable y luego, levantándose, me empujó
hacia la puerta y vi como su secretario, puesto en pie, se preparaba con los puños
cerrados a saltar sobre mi al menor gesto sospechoso.
No insistí. En efecto, el caso de Honoré Subrac es tan extraño que la verdad
parece increíble. Se ha sabido, por los relatos de los diarios, que Subrac era de
costumbres bastante extrañas tanto en invierno como en verano no iba vestido más
que con una hopalanda, y se calzaba tan sólo con zapatillas. Era bastante rico y como
me extrañaba su atuendo, un día le pregunté la razón del mismo.
—Es para poderme desnudar más rápido en caso necesario —me respondió—.
Además, uno se acostumbra pronto a salir únicamente vestido. Se puede ir muy bien
sin ropa interior, sin medías y sin sombrero. Yo lo hago desde los veinticinco años
jamás he estado enfermo.
Estas palabras, en lugar de responderme, agudizaron aún a mi curiosidad. ¿Por
qué, pensé, tiene Honoré Subrac necesidad de desnudarse tan rápidamente? Y me
hice un gran número de conjeturas…
Una noche cuando volvía a casa —puede que a la una, o a la una y cuarto—
escuché pronunciar mi nombre en voz baja.
La voz parecía proceder de la pared junto a la cual pasaba. Me detuve,
sorprendido.
—¿No hay nadie en la calle? —prosiguió la voz—. Soy yo, Honoré Subrac.
—¿Y dónde estáis? —exclamé, mirando a todas partes sin lograr hacerme la idea
de dónde podía estar escondido mi amigo.
Tan sólo descubrí su famosa hopalanda tirada en el suelo al lado de sus no menos
famosas zapatillas.
He aquí un caso, pensé, en que la necesidad ha obligado a Honoré Subrac a
desnudarse en un abrir y cerrar de ojos. Al fin voy a conocer la solución a tan extraño
misterio. Luego, en voz alta, dije:
—La calle está desierta, querido amigo. Podéis aparecer.
Bruscamente, Honoré Subrac se despegó de alguna forma de la pared contra la
cual no había conseguido verle antes. Estaba completamente desnudo, y lo primero
que hizo fue apoderarse de su hopalanda, con la que se cubrió, abotonándola más

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rápidamente que pudo. A continuación se calzó y deliberadamente, me habló mientras
me acompañaba hasta mi puerta.
—¡Os habéis asombrado! —dijo—. Pero ahora comprendéis la razón por la cual
me visto de una forma tan rara. Y, sin embargo, no lográis entender cómo he logrado
escapar tan absolutamente a vuestras miradas. Es bien simple. No debéis al ver en
ello más que un fenómeno de mimetismo… La Naturaleza es una buena madre, y ha
repartido entre sus hijos a los que acechan peligros y son demasiado débiles para
defenderse el don de confundirse con lo que les rodea…, pero vos ya sabéis todo esto.
Sabéis que las mariposas se parecen a las flores, que ciertos insectos son semejantes a
hojas, que el camaleón puede tomar el color que mejor lo disimula, que la liebre polar
se ha vuelto blanca como los paisajes glaciales en los que, tan cobarde como la de
nuestras campiñas, parece casi invisible.
»Es así como esos débiles animales escapan a sus enemigos mediante un ingenio
instintivo que modifica su aspecto. Y a quien un enemigo persigue sin cesar, yo, que
soy miedoso por naturaleza y me siento incapaz de defenderme en una lucha. He
adoptado el mismo sistema que estas bestias: me confundo voluntariamente y por el
terror con el medio ambiente.
»Ejercí por primera vez esta facultad instintiva hace ya algunos años. Tenía
entonces veinticinco y, por lo general, las mujeres me consideraban apuesto y bien
parecido. Una de ellas, casada, me demostró tanta amistad que no la supe resistir.
¡Fatales lazos…! Una noche, estaba en casa de mi amante. Su marido, según me
había dicho ella, había partido en un viaje de varios días. Estábamos desnudos cual
dioses, cuando repentinamente se abrió la puerta y apareció el marido, con un
revolver en la mano. Mi terror fue indescriptible, y solo tuve un deseo, cobarde que
era y aún soy: el de desaparecer. Pegándome a la pared, deseé confundirme con ella.
Y el acontecimiento imprevisto se produjo al punto. Me volví del color del papel de
la pared, y mis miembros, aplastándose en un fluir voluntario e inconcebible,
parecieron fundirse en la pared misma hasta dar la impresión de que nadie podía
verme. Y así era. El marido me buscaba para matarme. Me había visto, y era
imposible que yo hubiera logrado huir. Pareció volverse loco y, volviendo su ira
contra su mujer, la mató salvajemente, disparándole los seis tiros de su revólver a la
cabeza. A continuación se marchó, llorando desesperadamente. Tras su partida,
instintivamente, mi cuerpo recobró su forma y su color naturales. Me vestí y logré
irme antes de que llegara nadie… Desde entonces he conservado esta bienhechora
facultad, que tanto se parece al mimetismo. El marido, al no lograr matarme entonces,
ha consagrado su existencia a tal fin. Desde hace tiempo me persigue a través de todo
el mundo, y yo creía haber escapado de él venir a vivir aquí a París. Pero, unos
momentos antes de que vos pasarais, le he visto. El terror me ha hecho castañetear los
dientes. Apenas he tenido tiempo de desvestirme y confundirme con el muro. Ha

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pasado muy cerca de mí, contemplando con curiosidad mi hopalanda y mis zapatillas
abandonadas en medio de la acera. Ahora comprenderéis cuánta razón tengo para
vestirme tan parcamente. No podría ejercer mi facultad mimética si fuera vestido
como todo el mundo. No podría desnudarme lo bastante aprisa como para escapar a
mi verdugo y, lo más importante es que esté desnudo, para que mis vestiduras
aplastadas contra la pared, no hagan inútil mi desaparición defensiva.
Felicité a Honoré Subrac por aquella facultad de la que me había dado una prueba
tan elocuente, y sentí una cierta envidia…
Durante los días siguientes no pensé en otra cosa, y me sorprendí, en diversas
ocasiones, ejerciendo mi voluntad con el fin de modificar la forma y el color de mi
cuerpo. Traté de convertirme en ómnibus. En Torre Eiffel, en académico, en ganador
de la lotería. Mis esfuerzos fueron en vano. No lo lograba. Mi voluntad no era lo
bastante fuerte, y además me faltaba aquel santo terror, aquel formidable peligro que
habían despertado los sentidos de Honoré Subrac.
No lo había visto desde hacía algún tiempo cuando, un día, llegó a mí
aterrorizado.
—Ese hombre, mi enemigo —dijo—. Me vigila por todas partes. He podido
escapar de él en tres ocasiones gracias a mi facultad, pero tengo miedo, amigo mío,
tengo miedo.
Vi que había adelgazado, pero me cuidé mucho de no decírselo.
—No os queda más que una cosa por hacer —declaré Para escapar de un enemigo
tan implacable, ¡partid! Escondeos en algún pueblecito. Dejadme al cuidado de
vuestros asuntos, y dirigíos a la estación más cercana.
Apretó fuertemente mi mano y dijo:
—Os lo ruego, acompañadme. ¡Tengo miedo!
Ya en la calle, caminamos en silencio. Honoré Subrac volvía constantemente la
cabeza hacia todos lados, con aire inquieto. De repente dio un grito y echó a correr,
desembarazándose al mismo tiempo de su hopalanda y sus zapatillas. Vi que detrás
nuestro llegaba un hombre corriendo. Traté de detenerlo, pero se me escapó. Llevaba
un revólver en la mano, y lo apuntaba en dirección a Honoré Subrac. Éste acababa de
llegar al largo muro de un cuartel, y desapareció como por arte de magia.
El hombre del revólver se detuvo estupefacto, lanzó una exclamación de ira y,
como para vengarse del muro que podía haberle arrebatado a su víctima, descargó su
revólver sobre el punto en el que había desaparecido Honoré Subrac. Luego escapó
corriendo…
Se arremolinaron los curiosos, y llegaron los gendarmes para dispersarlos.
Entonces llamé a mi amigo, pero no me respondió.
Palpé el muro: todavía estaba tibio, y me fijé que, de las seis balas del revólver,
tres habían hecho impacto a la altura del corazón de un hombre, mientras que las

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otras habían rozado el revoque un poco más arriba, allá donde me pareció distinguir
vaga muy vagamente, los contornos de un rostro.

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RUDYARD KIPLING

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Nacido en Bombay, India, en 1865, Joseph Rudyard Kipling pasó la mayor parte
de su vida entre Inglaterra, la India y los Estados Unidos. Educado en Gran Bretaña
a la mejor tradición inglesa, regresó en 1882 a la India, donde se ganó una rápida
reputación como periodista y autor de relatos breves sobre la dominación inglesa. De
regreso a Gran Bretaña en 1889, siguió escribiendo, viajando (fue a América,
participó como observador en la guerra contra los bóers) e internacionalizando su
fama, a través de novelas como Kim, considerada por muchos su mejor obra, y en la
que, a través de la vida y vicisitudes de un golfillo, ofrece un fresco impresionante de
la vida en la India durante la dominación, volúmenes de poesía, recopilaciones de
relatos y libros infantiles.
Pero la India es un país hipnóticamente atractivo, de costumbres r religiones
particulares, un país que los ingleses jamás llegaron a entender por completo, pese a
sus años de dominación. La aureola de fantasía y misterio que la envuelve hace
propensa la especulación fantástica sobre sus costumbres y sus gentes, sus dioses y
sus ritos. Kipling no podía dejar de caer en esa tentación, y así, buena parte de su
obra está impregnada de ese sentido de lo maravilloso, lo sorprendente y lo extraño
que ha terminado idealizando, en muchos aspectos, el país surasiático. Un buen
ejemplo de ello es El libro de la selva (The Jungle Book), una serie de relatos cortos
enlazados entre sí que narran la historia de Mowgli, un niño criado por los animales
salvajes y que ha aprendido a vivir con ellos y como ellos, y a través de los cuales
Kipling hace un profundo estudio de la vida selvática de la India, al tiempo que
personaliza, casi me atrevería a decir que en algunos momentos antropomorfiza, a
sus moradores. El libro sería seguido un año más tarde por un Segundo libro de la
selva (The Second Jungle Book), en el que Mowgli, casi adulto, se convierte en el
dueño de la jungla, señalando así la supremacía del hombre sobre los anímales.
Pero, además de El libro de la selva, Kipling escribió gran cantidad de cuentos,
reunidos muchos de ellos en múltiples volúmenes (en España puede hallarse una
espléndida selección en La litera fantástica). Aunque Kipling nunca llegó a escribir
auténtica ciencia ficción, los elementos fantásticos, mágicos y sobrenaturales que
impregnan gran parte de su obra han creado a su alrededor una aureola que lo
empareja con los grandes autores del género. Ganador del premio Nobel en 1907,
Kipling pasó los últimos años de su vida aclamado y lleno de honores. El hecho de
que su muerte, acaecida en Londres en 1936, se produjera dos días antes que la del
rey Jorge V de Inglaterra, fue visto por algunos como la señal inconfundible de que
una etapa de grandeza, la de la expansión británica por el mundo, acababa de
cerrarse.
«La marca de la bestia» (The Mark of the Beast) es un ejemplo arquetípico de la
literatura fantástica de Kipling. El aliento mágico del relato, como en toda su obra,
está teñido por el distante escepticismo inglés que finalmente tiene que rendirse a la

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evidencia, como dice su protagonista, de que «hay más cosas…»; y es ese elemento,
precisamente, lo que confiere su toque especial a toda la narrativa de este gran
autor.

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La marca de la bestia
Tus dioses y mis dioses…, ¿sabes tú o sé yo
cuáles son los más poderosos?

(Proverbio nativo)

Dicen algunos que, al este de Suez, cesa el control directo de la Providencia, y


que el hombre es allí entregado al dominio de los dioses y demonios de Asia; y que la
Providencia de la Iglesia Anglicana tan sólo ejerce una ocasional y diluida
supervisión en el caso de los súbditos británicos.
Esta teoría es válida para algunos de los más innecesarios horrores de la vida en la
India, y puede ser empleada para explicar mi relato.
Mi amigo Strickland, de la policía, que conoce tanto de los nativos de la India
como puede resultar saludable para un hombre, es testigo de los hechos de este caso.
Dumoise, nuestro médico, también vio lo que Strickland y yo vimos. La conclusión
que obtuvo de la evidencia fue totalmente errónea, pero ahora ya está muerto. Murió
de una forma realmente extraña, que ya ha sido descrita en otras ocasiones.
Cuando Fleete llegó a la India, poseía un poco de dinero y algunas tierras en los
Himalayas, cerca de un lugar llamado Dhurmsala. Ambas pertenencias le habían sido
legadas por un tío suyo, y vino a tomar posesión de ellas. Era un hombre alto,
robusto, de genio, pero inofensivo. Naturalmente, su conocimiento sobre los nativos
era limitado, y se quejaba de las dificultades del idioma.
Bajó de su posesión en las colinas para pasar el Año Nuevo en la estación de
policía, y se alojó con Strickland. Para la Nochevieja hubo una gran cena en el club, y
la noche sólo fue aceptablemente húmeda. Cuando se reúnen hombres procedentes de
los más apartados rincones del Imperio, tienen razones para ser algo alborotadores: de
la Frontera habían llegado una buena cantidad de rufianes que no habían visto veinte
rostros blancos en todo el año y que estaban acostumbrados a cabalgar veinticinco
kilómetros hasta el fuerte más cercano para acudir a una cena, aún a riesgo de que les
llenaran el estómago con balas khyber en vez de alcohol. Pero ahora gozaban de la
seguridad del lugar, llegando incluso a tratar de jugar al billar con un erizo que
hallaron, hecho una pelota, en el jardín. Desde el sur habían llegado media docena de
propietarios de plantaciones, y estaban tratando de ganarle la mano al Mayor
Embustero de Toda Asia, el cual a su vez intentaba superar todas sus historias a la
vez. Todo el mundo estaba allí, y hubo un estrechamiento general de filas para tomar
nota de nuestras pérdidas en muertos o incapacitados sufridas durante el pasado año.
Era una noche muy húmeda, y recuerdo que cantamos el Auld Lang Syne con los pies
metidos dentro de la copa del Campeonato de Polo y la cabeza entre las estrellas, y
que juramos que todos éramos buenos amigos. Y luego algunos de nosotros partieron

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lejos y anexionaron Burma, y otros trataron de abrir el Sudán y fueron
despanzurrados por los fuzzies en aquella cruel refriega en los alrededores de
Suakim; y algunos obtuvieron estrellas y medallas, y otros se casaron, lo cual es
malo, y algunos otros hicieron otras cosas que aún eran peores, mientras los restantes
nos quedábamos encadenados y luchábamos por obtener riquezas a través de nuestra
insuficiente experiencia.
Fleete empezó la noche con jerez y bitters, bebió champán a buen ritmo hasta el
postre, y luego el áspero y rasposo capri, que tiene toda la fuerza del whisky; tomó
benedictine con el café, cuatro o cinco whiskies para mejorar su pulso en las partidas
de billar, cerveza a las dos y media, para acabar con coñac añejo. En consecuencia,
cuando salió, a las tres y media de la madrugada, a un gélido exterior, estaba muy
irritado con su caballo porque tosía, y trató de subir de un salto a la silla. El caballo se
apartó y volvió a los corrales, así que Strickland y yo tuvimos que formar una
Guardia de Deshonor para llevar a Fleete a casa.
Nuestro camino nos llevaba a través del bazar, cerca de un pequeño templo
consagrado a Hanuman, el dios-mono, que es una divinidad principal digna de
veneración. Todos los dioses tienen su lado bueno, al igual que lo tienen todos los
sacerdotes. Personalmente, yo le doy mucha importancia a Hanuman, y soy amable
con su gente, los grandes simios grises de las colinas. Uno nunca sabe cuándo puede
necesitar un amigo.
Había luz en el templo, y cuando pasamos pudimos oír las voces de unos hombres
cantando himnos. En un templo nativo, los sacerdotes se levantan a cualquier hora de
la noche para honrar a su dios. Antes de que pudiéramos detenerlo, Fleete subió
corriendo las escaleras, palmeó a dos sacerdotes en las nalgas, y aplastó
cuidadosamente la colilla de su cigarro en la frente de la rojiza y pétrea imagen de
Hanuman. Strickland trató de sacarlo a rastras, pero él se sentó y dijo solemnemente:
—¿Ven ezo? La marca de la b… beztia. Yo la hize… ¿No ez bonita?
En medio minuto el templo estaba lleno de vida y ruido, y Strickland, que sabía lo
que sucedía cuando se profanaban dioses, dijo que podían pasar cosas. En virtud de
su posición oficial, su larga residencia en el país y su debilidad por mezclarse con los
nativos, era bien conocido por los sacerdotes, y esto no le hacía nada feliz. Fleete se
sentó en el suelo y rehusó moverse. Decía que «el bueno de Hanuman» hacía muy
bien de almohada.
Entonces, sin previo aviso, apareció un Hombre de Plata de una hendidura situada
tras la imagen del dios. Iba totalmente desnudo pese a aquel gélido frío, y su cuerpo
brillaba como si fuera de plata helada, pues era uno de aquéllos a los que la Biblia
llama «un leproso tan blanco como la nieve». Tampoco tenía rostro, pues su
enfermedad ya era antigua y se había cebado en su cuerpo. Nos inclinamos para
recoger a Fleete, y el templo se estaba llenando cada vez más con gente que parecía

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surgida de las entrañas de la tierra, cuando el Hombre de Plata se escabulló por
debajo de nuestros brazos, emitiendo un sonido idéntico al maullar de una nutria,
aferró a Fleete, echándole los brazos alrededor del cuerpo y escondiendo la cabeza en
su pecho antes de que pudiéramos apartarlo. Luego se retiró a un rincón y se quedó
maullando mientras la multitud bloqueaba todas las puertas.
Los sacerdotes se habían mostrado muy irritados hasta que el Hombre de Plata
había tocado a Fleete. El abrazo parecía haberles calmado.
Al cabo de unos instantes de silencio, uno de los sacerdotes se acercó a Strickland
y le dijo, en un perfecto inglés:
—Llévese a su amigo. Él ya ha terminado con Hanuman, aunque Hanuman no
haya terminado con él.
La multitud nos abrió paso, y nos llevamos a Fleete fuera.
Strickland estaba irritado. Decía que nos podían haber acuchillado a los tres, y
que Fleete podía dar gracias a su buena estrella por haber escapado indemne.
Fleete no dio las gracias a nadie. Dijo que quería irse a la cama. Estaba borracho
como una cuba.
Seguimos nuestro camino. Strickland permanecía silencioso y ensimismado, hasta
que a Fleete le dieron unos violentos estremecimientos y comenzó a sudar. Dijo que
los olores del bazar eran demasiado penetrantes, y que no sabía cómo se permitía que
existieran mataderos tan cerca de las residencias de los ingleses.
—¿Es que no huelen a sangre? —nos preguntó.
Finalmente lo metimos en la cama, cuando ya despuntaba el alba, y Strickland me
invitó a tomar un último whisky con soda. Mientras lo tomábamos habló del episodio
del templo, y admitió que lo había desconcertado por completo. A Strickland le
molestaba sobremanera ser engañado por los nativos, ya que su profesión es,
precisamente, ser más listo que ellos en su propio terreno. Aún no lo ha logrado, pero
puede que dentro de quince o veinte años haya hecho ya algunos progresos.
—Lo lógico hubiera sido que nos apalearan —dijo—, en lugar de maullarnos. Me
pregunto qué querrá significar eso. No me gusta lo más mínimo.
Le dije que, posiblemente, el comité regidor del templo entablaría una acción
judicial contra nosotros por insultos a su religión. El código penal hindú contiene una
sección que se refiere especialmente a las acciones del tipo que había realizado
Fleete. Strickland me dijo que rogaba al cielo para que fuera eso lo que hicieran.
Antes de irme eché un vistazo a la alcoba de Fleete, y le vi tendido sobre su costado
derecho y rascándose el pecho izquierdo. Luego me fui a casa y a la cama, frío,
malhumorado y reprimido, a las siete de la mañana.

A la una llegué a casa de Strickland para preguntar por el estado de Fleete.


Supuse que tendría una resaca fenomenal. Estaba desayunando y no parecía de muy

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buen humor, pues le estaba gritando al cocinero por no haberle servido una chuleta
poco hecha. Un hombre que puede comer carne cruda después de una noche de juerga
es un fenómeno de la naturaleza. Se lo dije a Fleete, y se echó a reír.
—Crían unos mosquitos enormes por estos contornos —comentó—. Casi se me
han comido esta noche, aunque sólo en una parte.
—Veamos la picadura —dijo Strickland—. Puede que haya bajado la inflamación
desde esta mañana.
Mientras freían las chuletas, Fleete se abrió la camisa y nos mostró una marca,
situada encima mismo de su pezón izquierdo, que era una copia exacta de las rosetas
negras, las cinco o seis manchas irregulares, dispuestas en círculo, de la piel de los
leopardos. Strickland la miró y dijo:
—Esta mañana era de color rosa. Ahora es negra.
Fleete corrió a un espejo.
—¡Por Júpiter! —exclamó—. Esto se ve feo. ¿Qué será?
No pudimos responderle. Llegaron las chuletas, jugosas y sanguinolentas, y
Fleete se tragó tres de la forma más ofensiva posible. Masticaba sólo con sus molares
derechos, y giraba la cabeza hacia el hombro derecho cuando mordía un bocado.
Cuando hubo terminado, se le ocurrió al parecer que se había estado comportando de
una forma poco educada, porque dijo a modo de disculpa:
—Creo que en toda mi vida nunca había sentido tanta hambre. He tragado como
un avestruz.
Tras el desayuno, Strickland me pidió:
—No se vaya, quédese. Pase aquí la noche.
Dado que mi casa estaba tan sólo a unos cinco kilómetros de la suya, aquella
petición me pareció absurda, pero Strickland insistió, y yo iba a replicarle cuando
Fleete nos interrumpió declarando, con aire embarazado, que volvía a tener apetito.
Strickland envió un hombre a mi casa a buscar las cosas que necesitaba para pasar la
noche y un caballo, y los tres bajamos a sus establos para pasar el tiempo hasta que
fuese la hora de salir a dar un paseo a caballo. El hombre que siente afición por los
caballos nunca se cansa de mirarlos; y cuando un par de personas están matando el
tiempo de esta forma, siempre aprenden cosas nuevas y se intercambian habladurías.
En los establos había cuatro caballos, y nunca olvidaré lo que pasó cuando
intentamos inspeccionarlos. Parecieron volverse locos. Retrocedían y relinchaban y
casi rompieron sus estacas; sudaban y se estremecían y echaban espuma por la boca,
estaban aterrados. Los caballos de Strickland eran unos animales tan fieles como
perros, lo cual hacía más extraña aún su conducta. Abandonamos el establo por
miedo a que los animales nos aplastaran en medio de su pánico. Luego
Strickland volvió dentro y me llamó, los caballos aún estaban asustados, pero
dejaron que los acariciáramos y los tranquilizáramos y frotaron sus cabezas contra

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nuestros pechos.
—No nos tienen miedo a nosotros dos —dijo Strickland—. ¿Sabe?, daría mi paga
de tres meses para que Outrage pudiera hablar.
Pero Outrage no podía, tan solo podía apretarse contra su amo y resoplar por sus
narices como hacen los caballos cuando quieren explicar cosas y ven que no pueden.
Fleete regreso cuando todavía estábamos en los establos y, tan pronto como lo vieron,
los caballos sufrieron otro ataque de pánico. Apenas pudimos escapar del lugar sin
recibir ninguna coz.
—No parecen apreciarle mucho, Fleete —comentó Strickland.
—Tonterías —respondió éste—. Mi yegua me sigue a todas partes como un
perrito faldero.
Se acercó a ella. Estaba en una cuadra al aire libre. Tan pronto como sacó la barra
que cerraba la entrada, la yegua saltó, lo derribó al suelo, y salió galopando al jardín.
Yo me eché a reír, pero Strickland no lo encontró divertido. Se mesó el bigote con
ambas manos con tal fuerza que casi se lo arrancó de cuajo. Fleete, en lugar de
perseguir a su montura, bostezó y dijo que tenía sueño. Se metió en la casa para
acostarse, lo cual era una manera bastante estúpida de pasar el día de Año Nuevo.
Strickland se sentó conmigo junto a los establos y me preguntó si no había notado
nada raro en el comportamiento de Fleete. Le comenté que comía como un animal
salvaje, pero que esto podía ser consecuencia de su vida solitaria en las colinas,
privado de la compañía de una sociedad tan culta y refinada como la nuestra, por
ejemplo. A Strickland no le hicieron gracia mis bromas. Creo que ni las oyó, porque
sus siguientes palabras se refirieron a la marca en el pecho de Fleete, y yo le respondí
que podía haber sido causada por una cantárida, o que quizá se tratara de una marca
de nacimiento que ahora hacía visible por primera vez. Ambos estuvimos de acuerdo
en que no era nada agradable, y Strickland halló la forma de decirme que yo era
bastante tonto.
—No quiero hacerle partícipe ahora de lo que pienso—dijo—, porque pensaría
que estoy loco; pero le ruego que pase unos días conmigo si le es posible. Quiero que
observe a Fleete, pero no me diga lo que piensa hasta que haya llegado a una
conclusión.
—Pero estoy invitado a cenar esta noche —protesté.
—Yo también—respondió—, al igual que Fleete. Es decir, si no cambia de
opinión.
Paseamos por el jardín, fumando pero sin decir palabra, pues éramos buenos
amigos, y el hablar estropea el placer de saborear un buen tabaco, hasta que
terminamos nuestras pipas. Entonces fuimos a despertar a Fleete. Estaba levantado
paseando por su habitación.
—Les digo que quiero más chuletas —espetó—. ¿Me las pueden servir?

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Nos echamos a reír y dijimos.
—Cámbiese de ropa. Los poneys estarán listos en un minuto.
—De acuerdo —aceptó Fleete—; saldremos en cuanto me hayan servido las
chuletas…, poco hechas, por favor.
Parecía tomarse aquello bastante en serio. Eran las cuatro de la tarde Y habíamos
desayunado a la una y, no obstante, estuvo pidiendo durante bastante rato las chuletas
poco hechas. Luego nos cambiamos a nuestras ropas de montar y salimos a la
glorieta. Su póney, no habían logrado atrapar a su yegua, no quiso dejar que se le
acercara. Los tres caballos estaban intratables, locos de miedo, y por fin Fleete dijo
que se quedaría en la casa para comer algo. Strickland y yo nos fuimos cabalgando
asombrados. Cuando pasamos frente al templo de Hanuman, el Hombre de Plata salió
de su interior y nos maulló.
—No es uno de los sacerdotes habituales del templo —comentó Strickland—. Me
gustaría tener algo por lo que poder echarle el guante.
Nuestro galopar por la pista de carreras, aquella tarde, estuvo falto de energías.
Los caballos estaban cansados y se movían como si les hubieran estado haciendo
correr hasta el agotamiento.
—El miedo que han pasado ha sido demasiado para ellos —afirmó Strickland.
Fue el único comentario que hizo durante todo el paseo. Creo que, en una o dos
ocasiones, maldijo en voz baja; pero esto no contaba.
Volvimos a las siete, cuando ya había oscurecido, y vimos que no había luces
encendidas en el bungalow.
—¡Qué rufianes y descuidados son mis criados! —exclamó Strickland.
Mi caballo se asustó de algo que había en la entrada de carruajes, y Fleete
apareció bajo sus belfos.
—¿Qué es lo que hace retozando por el jardín? —pregunto Strickland.
Pero ambos caballos se encabritaron y casi nos tiraron al suelo. Desmontamos
junto a los establos y regresamos con Fleete, que estaba a gatas entre los matorrales.
—¿Qué demonios le ocurre? —inquirió Strickland.
—Nada, no me pasa nada —respondió Fleete, hablando muy rápido y con voz
espesa—. He estado haciendo jardinería, estudiando botánica. El olor de la tierra es
delicioso. Creo que voy a dar un paseo a pie, un largo paseo durante toda la noche.
Entonces me di cuenta de que había algo muy raro en todo aquello, y le dije a
Strickland:
—No voy a salir esta noche.
—¡Dios le bendiga! —se alegró éste—. Usted, Fleete, póngase en pie. Si sigue
ahí cogerá unas fiebres. Venga al comedor, encenderemos unas lámparas. Cenaremos
todos en casa.
Fleete se puso en pie de mala gana y dijo:

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—Nada de luces…, nada de luces. Se está mucho mejor aquí. Cenemos aquí fuera
unas chuletas…, muchas chuletas…, que rezumen sangre y tengan mucha ternilla.
Las noches de enero en el norte de la India son tremendamente frías, y por lo
tanto la sugerencia de Fleete parecía propia de un demente.
—Venga —insistió Strickland, inflexible—. Venga ahora mismo.
Fleete vino y, cuando trajeron lámparas, vimos que estaba literalmente cubierto de
suciedad de los pies a la cabeza. Debía haber estado revolcándose por el jardín. Se
apartó de la luz y fue a su habitación. Daba miedo mirarle a los ojos. Se veía como
una especie de luz verde tras ellos, no en ellos, espero que entiendan lo que quiero
decir, y su labio inferior colgaba lacio.
—Vamos a tener problemas —comentó Strickland—. Graves problemas esta
noche. No se quite la ropa de montar.
Esperamos y esperamos la reaparición de Fleete, y mientras tanto encargamos la
cena. Podíamos oír cómo se movía en la alcoba, pero no se veía ninguna luz.
Repentinamente, de la habitación surgió el aullido de un lobo.
La gente escribe y habla a la ligera de sangre congelada, de cabellos de punta y de
cosas similares. Todas esas sensaciones son demasiado horribles para bromear con
ellas. Se me paró el corazón como si me lo hubieran atravesado con un cuchillo, y
Strickland se quedó tan blanco como el papel.
Volvió a oírse el aullido, y fue contestado por otro que sonó lejano, campo a
través.
Esto constituyó el umbral superior de nuestro horror. Strickland corrió hacia la
habitación de Fleete. Yo le seguí, y vimos cómo estaba saliendo por la ventana. De lo
más profundo de su garganta brotaban gruñidos bestiales. No nos respondió cuando le
gritamos. Escupió.
No recuerdo bien lo que siguió, pero creo que Strickland debió atontarlo con un
golpe del largo descalzador o, de lo contrario, no me hubiera resultado posible
sentarme sobre su pecho. No podía hablar, tan sólo rugir, y sus rugidos no eran los de
un hombre, sino los de un lobo. Su espíritu humano debía haber estado
abandonándole durante todo el día, y muerto al llegar la noche. Estábamos
enfrentándonos a una bestia que ya no era Fleete.
El asunto escapaba a cualquier experiencia racional humana. Traté de decir
«hidrofobia», pero la palabra no llegó a brotar de mis labios, pues yo mismo sabía
que mentía.
Atamos a aquella bestia con los fuertes nudos de una cuerda de punkah,
sujetándole juntos los pulgares de pies y manos, y lo amordazamos con un calzador,
que es una excelente mordaza si uno sabe cómo utilizarlo. Luego lo llevamos al
comedor y enviamos a un hombre a por Dumoise, nuestro médico, rogándole que
viniera inmediatamente. Cuando hubimos despachado al mensajero y estábamos

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recuperando el aliento, Strickland afirmó:
—No servirá de nada. Éste no es un caso para un médico.
Yo también sabía que estaba diciendo la verdad.
La cabeza de la bestia estaba libre, y la agitaba de un lado para otro. Cualquiera
que hubiese entrado en aquel momento hubiera imaginado que habíamos apresado a
un lobo. Esto era lo más horrible de la situación.
Strickland estaba sentado con la barbilla apoyada en el puño, contemplando cómo
la bestia se estremecía en el suelo, pero sin decir nada. En la lucha se le había abierto
la camisa, y se le veía la marca negra en forma de roseta en el pecho izquierdo.
Destacaba como una quemadura.
En el silencio de la espera oímos fuera algo que maullaba como una nutria.
Ambos nos pusimos en pie y, al menos yo, no puedo decirlo por Strickland, me sentí
enfermo…, atacado por unas náuseas que eran muy reales. Nos aseguramos el uno al
otro que sólo se trataba de un gato.
Llegó Dumoise, y nunca he visto a un médico tan poco profesionalmente
asombrado. Dijo que era un dolorosísimo caso de hidrofobia, y que ya nada podía
hacerse. Cualquier medida paliativa lo único que conseguiría sería prolongar la
agonía. La bestia estaba echando espuma por la boca. Le dijimos a Dumoise que a
Fleete le habían mordido perros en un par de ocasiones. Cualquier persona que tenga
media docena de terriers debe esperar una mordedura de vez en cuando. Dumoise no
podía ayudarnos. Tan sólo podía certificar que Fleete se estaba muriendo de
hidrofobia. La bestia, por aquel entonces, estaba aullando, pues había logrado escupir
el calzador. Dumoise dijo que extendería el certificado de defunción, ya que la muerte
era segura. Era un buen hombre, y se ofreció a quedarse con nosotros; pero Strickland
rehusó aceptar su gentileza. No quería estropearle el Año Nuevo. Tan sólo le rogó
que no divulgara la auténtica causa de la muerte de Fleete.
Así que Dumoise se fue, muy alterado; y tan pronto como murió el ruido de las
ruedas de su coche y los cascos de su caballo, Strickland me comunicó, en un
susurro, sus sospechas. Eran tan fantásticas que no se atrevía a decirlas en voz alta; y
yo, que también compartía sus sospechas, me sentí tan avergonzado por ello que hice
ver que no le creía.
—Aunque el Hombre de Plata hubiera embrujado a Fleete por el sacrilegio con la
imagen de Hanuman, el castigo no podría haber sido tan rápido.
Mientras estaba susurrando esto, sonó de nuevo el maullido en el exterior, y la
bestia llegó a un paroxismo de estremecimientos que hasta nos hizo temer que sus
ligaduras no resistieran.
—¡Vigílelo! —exclamó Strickland—. Si esto sucede seis veces, me tomaré la
justicia por mi mano. Le ordeno que me ayude en ello.
Se fue a su habitación, y salió al poco tiempo con los cañones de una vieja

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escopeta, un trozo de sedal de pesca, una gruesa cuerda, y la pesada armadura de
madera de su cama. Yo le informé que las convulsiones se producían invariablemente
a los dos segundos de cada grito, y que la bestia parecía más débil.
—Pero no puede quitarle la vida —murmuró Strickland.
—¡No puede quitarle la vida!
Dije, aunque sabía que ni yo mismo creía en ello:
—Puede que se trate de un gato. Tiene que ser un gato. Si el Hombre de Plata es
el responsable, ¿cómo se atreve a venir hasta aquí?
Strickland atizó la leña del hogar, colocó los cañones de la escopeta entre las
brasas, desenrolló el bramante en la mesa y partió en dos un bastón. Tenía un metro
de sedal de pesca, de tripa recubierta con hilo, como el que se usa en la pesca del
mahseer, e hizo un lazo con él.
Luego dijo:
—¿Cómo podemos atraparlo? Tenemos que cogerlo sano y con vida.
Yo le contesté que debíamos confiar en la Providencia e ir silenciosamente con
palos de polo a los matorrales frente a la casa. Evidentemente, el animal u hombre
que estaba gritando fuera daba vueltas al edificio con la regularidad de un vigilante
nocturno. Podíamos esperarle entre el follaje hasta que apareciese y dejarlo sin
sentido.
Strickland aceptó esta sugerencia, y nos deslizamos por una ventana del cuarto de
baño hasta la glorieta frontal y luego, atravesando el camino de entrada de los
carruajes, a la maleza.
A la luz de la luna pudimos ver al leproso dando la vuelta en la esquina de la casa.
Iba totalmente desnudo, y cada tanto se detenía para maullar y bailar con su sombra.
Era una visión realmente poco atractiva y, pensando en el pobre Fleete, llevado a tal
degradación por una criatura tan repugnante, olvidé todos mis reparos y me dispuse a
ayudar a Strickland en todo: desde los cañones al rojo hasta el lazo del sedal,
empezando en los riñones y llegando a la cabeza para empezar de nuevo…, con todas
las torturas que fueran necesarias.
El leproso se detuvo por un momento frente al porche, y saltamos sobre él,
enarbolando los palos. Era extraordinariamente fuerte, y temimos que escapara o que
tuviéramos que malherirlo para lograr retenerlo. Teníamos la idea de que los leprosos
eran seres frágiles, pero éste nos demostró lo incorrecto de nuestra creencia.
Strickland le echó la zancadilla, y yo le pisé el cuello con mi bota. Maullaba
odiosamente, y hasta a través de la gruesa suela podía notar que su carne no era la de
un hombre sano.
Nos golpeó con los muñones de sus pies y manos. Le anudamos el lazo de un
látigo a su alrededor, por debajo de los sobacos, y lo arrastramos hasta el recibidor, y
luego hasta el comedor donde yacía la bestia. Allí lo atamos fuertemente. No hizo

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ninguna tentativa por escapar, pero maullaba.
Cuando lo enfrentamos a la bestia, la escena fue indescriptible. La bestia se
arqueó hacia atrás, doblándose como si hubiera sido envenenada con estricnina y
quejándose de forma lastimera. También pasaron unas cuantas cosas más, pero no
pueden ser descritas aquí.
—Creo que tenía razón —dijo Strickland—. Ahora le pediremos que lo cure.
Pero el leproso sólo maullaba. Strickland se enrolló una toalla alrededor de la
mano y tomó los dos cañones del fuego. Yo aferré la mitad del bastón roto a través
del lazo del sedal y até cuidadosamente al leproso contra la armadura de la cama.
Entonces comprendí cómo hombres, mujeres y niños podían soportar el espectáculo
de ver arder a una bruja; pues la bestia yacía quejándose en el suelo, y aunque el
Hombre de Plata no tenía rostro, uno podía ver horribles sentimientos pasar a través
de la losa que constituía su cara, tal como, por ejemplo, las oleadas de calor pasaban a
través de los cañones al rojo.
Strickland se cubrió por un momento los ojos con la mano y luego empezó a
trabajar. Esta parte no debe ser impresa.

Comenzaba a despuntar el alba cuando el leproso habló. Sus maullidos no nos


habían satisfecho hasta aquel momento. La bestia se había desmayado, exhausta, y la
casa estaba muy silenciosa. Desatamos al leproso y le dijimos que retirase el mal
espíritu. Se arrastró hasta la bestia y le impuso la mano sobre el pecho izquierdo. Eso
fue todo. Luego se desplomó de bruces y gimoteó, inspirando al tiempo que lo hacía.
Contemplamos el rostro de la bestia, y vimos cómo el alma de Fleete volvía a sus
ojos. Entonces su frente se perló de sudor y sus ojos, que eran otra vez ojos humanos,
se cerraron. Esperamos durante una hora, pero Fleete seguía durmiendo. Lo llevamos
a su alcoba y le ordenamos al leproso que se fuera, dándole una sábana para cubrir su
desnudez, la armadura, los guantes y las toallas con que lo habíamos tocado y el
látigo que había rodeado su cuerpo los quemamos. Se cubrió con la sábana y salió a
la mañana sin hablar ni maullar.
Strickland se restregó la cara y se sentó. Un gong, a lo lejos en la ciudad, tocó las
siete.
—¡Veinticuatro horas justas! —dijo Strickland—. Y ya he hecho las cosas
suficientes como para asegurarme mi expulsión del servicio, además de una plaza
permanente en un manicomio. ¿Estamos despiertos o soñamos?
El cañón al rojo vivo había caído al suelo y estaba chamuscando la alfombra. El
olor era muy real.
A las once de la mañana fuimos juntos a despertar a Fleete. Miramos, y vimos que
la marca negra en forma de roseta había desaparecido. Estaba muy soñoliento y
cansado, pero tan pronto como nos vio dijo:

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—¡Ah, maldita sea! Feliz Año Nuevo a los dos. Nunca mezclen las bebidas.
Estoy casi muerto.
—Gracias por sus buenos deseos, pero llegan con un poco de retraso —dijo
Strickland—. Hoy es la mañana del dos de enero. Ha dormido como un lirón todo un
día entero.
Se abrió la puerta, y el diminuto Dumoise asomó la cabeza. Había llegado a pie, y
supuso que estábamos amortajando a Fleete.
—He traído a una enfermera —dijo—. Supongo que puede entrar para
ayudarles… en eso.
—Naturalmente —exclamó Fleete, incorporándose alegremente del lecho—. Que
entren las enfermeras.
Dumoise se quedó mudo. Strickland lo sacó fuera y le explicó que debía haber
existido algún error en su diagnóstico. Dumoise siguió mudo y abandonó la casa en
seguida. Consideraba que su reputación profesional había sido injuriada, y se sintió
inclinado a tomar la recuperación de Fleete como una ofensa personal. Strickland
salió también. Cuando regresó me contó que había ido al templo de Hanuman a
ofrecer reparación por el sacrilegio hecho contra su dios, pero que le habían
asegurado solemnemente que ningún hombre blanco había tocado jamás al ídolo, y
que parecían la encarnación de todas las virtudes engañadas por un error.
—¿Qué piensa usted de todo esto? —me preguntó al fin.
—Hay más cosas… —comencé a decir.
Pero Strickland odia esta cita. Dice que ya la he desgastado de tanto usarla.
Otra cosa curiosa que sucedió me asustó tanto como todo lo ocurrido durante la
noche. Cuando Fleete se hubo vestido, vino al comedor y olisqueó. Tenía una curiosa
forma de mover la nariz cuando olía intensamente.
—Hay un horrible olor a perro aquí dentro —dijo—. Debería tratar más
estrictamente a esos terrier que tiene, Strickland. Pruebe con azufre.
Pero Strickland no le contestó. Se asió al respaldo de una silla y, sin advertencia
previa, tuvo un asombroso ataque de histerismo. Es terrible ver a un hombre hecho y
derecho atacado por la histeria. Entonces me vino la idea que en aquella misma
habitación habíamos luchado con el Hombre de Plata por el alma de Fleete, y
habíamos perdido para siempre nuestro honor de ciudadanos británicos, y me reí
también, y me atraganté, y gorgoteé tan descaradamente como Strickland mientras
Fleete nos miraba y pensaba que nos habíamos vuelto locos los dos. Nunca le
contamos lo que había ocurrido.
Algunos años después, cuando Strickland se hubo casado y era un fervoroso
asistente a los actos religiosos para complacer a su mujer, reconstruimos
desapasionadamente el incidente, y él me sugirió que lo hiciera público.
No imagino cómo esto puede ayudar a despejar el misterio, en primer lugar

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porque nadie creerá en un relato tan desagradable, y en segundo lugar porque todo
hombre de bien sabe que los dioses de los paganos no son sino piedra y bronce, y
cualquier intento de considerarlos de otra forma es justamente condenado.

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SIR ARTHUR CONAN DOYLE

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«Elemental, querido Watson», podríamos decir aquí, y ninguna fase mejor para
introducir al creador de Sherlock Holmes, el primer «detective científico» de la
literatura universal: un autor que vio cómo la fama de su personaje (al que mató en
una de sus novelas, y tuvo que resucitar ante las airadas protestas de sus lectores)
eclipsaba todo resto de su carrera literaria.
Porque no debemos olvidar que Sir Arthur Conan Doyle, además del padre
literario del detective de la pipa, el monóculo, el atuendo característico, el violín, y
alguna que otra pipa de opio de tanto en tanto, es también uno de los avanzados de
la ciencia ficción científica…, algo muy acorde con su personalidad.
Nacido en Edimburgo en 1859, Conan Doyle estudió medicina y ejerció durante
ocho años como médico en Portsmouth; fue allí donde escribió la primera novela de
Sherlock Holmes, Un estudio en escarlata (A Study in Scarlet), cuyo inmediato y
fulgurante éxito le animó a seguir escribiendo aventuras del mismo personaje y le
tentó a abandonar la medicina para dedicarse de lleno a la literatura. No lo hizo, sin
embargo; siguió ejerciendo como médico en el ejército británico, primero en la
campaña del Sudán y luego en la guerra contra los boers. En 1902 recibió el título
de Sir y se dedicó a efectuar numerosos viajes, hasta que, al estallar la Primera
Guerra Mundial, se alistó como soldado raso. Los horribles espectáculos
presenciados durante la campaña lo abocaron hacia el espiritismo, donde un exceso
de credulidad le hizo caer más de una vez en el ridículo ante declarados farsantes
que le engañaron cruelmente, y dio como resultado que toda su labor literaria se
resintiera. Una de sus últimas obras, antes de morir en 1930, fue precisamente una
Historia del espiritismo (History of Spiritualism).
Desde el principio de su carrera, Conan Doyle demostró un agudo interés hacia
los temas de ciencia ficción, hasta el punto que algunas de sus historias de Sherlock
Holmes se hallan sutilmente impregnadas de ella, principalmente en algunos matices
del mortal enemigo del detective, el siniestro Moriarty. De hecho, gran parte de su
obra entra de lleno en el género. El más famoso ejemplo, por supuesto, es El mundo
perdido (The Lost World), un clásico de la ciencia ficción «prehistórica», donde uno
de los característicos personajes de Doyle, un hermano de sangre de Sherlock
Holmes, el profesor Challenger (protagonista de muchos otros de sus relatos, y
convertido también en los últimos años de Doyle, al espiritismo), conduce una
expedición a una meseta de Sudamérica donde sobreviven aún los dinosaurios y
otros reptiles de la época prehistórica. Una secuela de esta novela, El anillo
venenoso (The Poison Belt, que en sus varias ediciones españolas ha recibido títulos
tan diversos como La atmósfera envenenada y La zona ponzoñosa), donde la Tierra
se ve enfrentada al desastre a causa de un envenenamiento atmosférico, no tuvo la
suerte ni el éxito de la anterior.
Muchos de los relatos cortos de Conan Doyle pertenecen también al género de la

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ciencia ficción. En «El fiasco de Los Amigos» (The Lost Amigos Fiasco), una silla
eléctrica experimental «sobrecarga» al reo en vez de matarlo; en «El terror de la
sima Blue John» (The Terror of Blue John Gao), un monstruo visitante surge del
mundo subterráneo para aterrorizar a los habitantes de la superficie; en su novela
corta «¡Peligro!» (Danger!), aparecida en 1914, Conan Doyle anticipaba el empleo
de submarinos para atacar a los barcos, una predicción que no iba a tardar muchos
meses en hacerse realidad pese al escepticismo del almirantazgo inglés.
Pero es el relato incluido aquí, «El horror de las alturas» (The Horror of the
Heights), el que mejor resume la ciencia ficción de Sir Arthur Conan Doyle.
Publicado por primera vez en 1913, imagina la existencia de «selvas» a gran altura
en el aire, y su descubrimiento por parte de un valeroso aeronauta. Por supuesto, la
ciencia moderna nos ha revelado que no existen estas selvas en las alturas, o al
menos nadie las ha visto todavía, pero la descripción de Doyle es tan vívida que uno
cree estarlas contemplando ante sus ojos; y uno relee Charles Fort y su Libro de los
condenados (The Book of the Damned), y se pregunta: ¿de dónde adquiría el hombre
con bigotes morsa sus ideas acerca del Supermar de los Sargazoz en el cielo?

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El horror de las alturas
La idea de que la extraordinaria narración que ha sido llamada El Fragmento
Joyce-Armstrong sea una broma pesada ideada por alguna persona desconocida, con
un perverso y siniestro sentido del humor, ya ha sido abandonada por todos aquellos
que han examinado el asunto. El más macabro e imaginativo de los bromistas dudaría
antes de utilizar para sus morbosas aficiones los incuestionables y trágicos hechos
que refuerzan sus palabras. Aunque las afirmaciones contenidas en la misma son
inverosímiles y hasta monstruosas, no deja de incidir sobre la mente la idea de que
puedan ser verdad, y de que debemos reajustar nuestras creencias a la nueva
situación.
Este mundo nuestro parece estar separado por un estrecho y precario margen de
seguridad de un muy singular e inesperado peligro. Trataré en estas páginas, que
reproducen el documento Original en su forma inevitablemente algo fangosa, de
presentar al lector la totalidad de los hechos ocurridos hasta el momento,
antecediendo mis afirmaciones con la consideración de que, aunque haya quien dude
de la narración de Joyce-Armstrong, no se puede albergar duda alguna sobre los
hechos relativos al teniente Myrtle, de la Marina Real, y al señor Hay Connor, que
indudablemente tuvieron el fin que aquí se describe.
El fragmento Joyce-Armstrong fue hallado en el campo conocido como Lower
Haycock, a kilómetro y medio de distancia del poblado de Withyham, en la línea
divisoria entre Kent y Sussex. Fue el 15 de septiembre pasado cuando un trabajador
agrícola, James Flynn, empleado de Mathew Dodd, campesino de la granja Chauntry,
en Wythyham, descubrió una pipa de cerezo cerca del sendero que rodea la cerca de
Lower Haycock.
Unos pasos más allá, recogió un par de prismáticos rotos.
Finalmente, entre algunas ortigas de la cuneta, divisó un delgado libro de tapas de
lona, que resultó ser un libro de notas con hojas intercambiables, algunas de las
cuales se habían desprendido y estaban revoloteando por la base de la cerca. Las
recogió, pero algunas, entre ellas las primeras, no aparecieron nunca, y dejan un
lamentable vacío en esta información tan importante. El libro de notas fue llevado por
el trabajador a su patrón, el cual a su vez se lo mostró al doctor J. H. Atherton, de
Hartfield. Este caballero se dio cuenta inmediatamente de la necesidad de que un
experto lo examinase, y el manuscrilo fue remitido al Aeroclub de Londres, donde
aún se encuentra.
Faltan las dos primeras páginas del manuscrito. Igualmente, no se encontró el
final de la narración, aunque nada de esto afecte a la coherencia del relato. Se supone
que lo que falta al inicio se refiere al registro de las cualificaciones del señor Joyce-
Armstrong como aeronauta, las cuales pueden ser tomadas de otras fuentes, y que se

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admiten como insuperadas por el resto de los pilotos aéreos de Inglaterra.
Durante muchos años se le ha considerado como uno de los más atrevidos e
intelectuales de entre los aviadores, una combinación que le ha permitido tanto
inventar como probar numerosos nuevos artefactos, entre los que se incluye un
accesorio giroscópico común que se conoce por su nombre. La parte principal del
manuscrito está claramente escrita a tinta, pero las últimas líneas están a lápiz y con
una escritura tan alterada que casi resulta ilegible. Exactamente, de hecho, como si
hubieran sido escritas en el asiento de un aeroplano moviéndose.
Puede añadirse que hay numerosas manchas, tanto en la última página como en el
interior de la tapa, que han sido reconocidas por los expertos policiales como sangre;
probablemente humana, y sin duda de mamífero. El hecho de que se descubriese algo
que se parece mucho al organismo causante de la malaria en esa sangre, y el que se
supiera que Joyce Armstrong sufría de fiebres intermitentes, es un extraordinario
ejemplo de las nuevas armas que la ciencia moderna ha puesto en las manos de
nuestros detectives.
Y, ahora, unas palabras respecto a la personalidad del autor de este relato que abre
una nueva época: Joyce-Armstrong, según los pocos amigos que realmente sabían
algo de aquel hombre, fue un poeta y un soñador tanto como un mecánico y un
inventor. Era un hombre de considerable fortuna, gran parte de la cual gastó en la
realización de sus aficiones aeronáuticas. Tenía cuatro aeroplanos privados en sus
hangares, cerca de Davizes, y se dice que realizó al menos ciento setenta ascensiones
durante el año pasado.
Era un hombre introvertido y pensativo, que evitaba la compañía de los demás. El
capitán Dangerfield, que lo conocía mejor que nadie, dice que había momentos en
que su excentricidad amenazaba con convertirse en algo más serio. Su hábito de
llevar una escopeta de postas en su aeroplano no era sino una manifestación de ello.
Otra fue el morboso efecto que causó en él la caída del teniente Myrtle. Myrtle,
que estaba intentando batir el récord de altura, cayó desde una altitud algo superior a
los nueve mil metros. Resulta horrible narrar cómo su cabeza había desaparecido por
completo, aunque el tronco y las extremidades mantenían su configuración. En cada
reunión de aeronautas, Joyce-Armstrong, según afirma Dangerfield, preguntaba, con
una sonrisa enigmática:
—Y, les ruego que me digan, ¿dónde está la cabeza de Myrtle?
En otra ocasión, después de la cena, en el comedor de la Escuela de Vuelo de la
llanura de Salisbury, comenzó a discutir sobre cuál sería el peligro más permanente
con el que tendrían que enfrentarse los aeronautas. Tras escuchar las sucesivas
opiniones que mencionaban las bolsas de aire, la construcción defectuosa y las
maniobras demasiado bruscas, acabó por encogerse de hombros y rehusar presentar
su propia idea, aunque dio la impresión de que difería de las mantenidas por sus

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compañeros.
Vale la pena indicar que, tras su propia desaparición, se halló que sus negocios
privados estaban arreglados con tanta precisión que parece indicar que tenía una
fuerte premonición acerca del desastre. Tras estas explicaciones esenciales,
transcribiré ahora la narración, tal y como la conocemos, empezando en la página
número tres del libro de notas manchado de sangre:

… no obstante, cuando cené en Reims con Coselli y Gustave Raymond, me di


cuenta de que ninguno de ellos era consciente de ningún peligro específico en las
capas más altas de la atmósfera. No les dije lo que yo pensaba, pero me acerqué tanto
a ello que si hubieran albergado alguna idea similar no hubieran dejado de expresarla.
Pero, por otra parte, no son más que un par de individuos huecos y vanidosos que no
buscan sino ver sus tontos nombres en los periódicos. Es interesante indicar que
ninguno de ellos había sobrepasado demasiado el nivel de los seis mil metros.
Naturalmente, el hombre ha subido más alto, tanto en globos como escalando
montañas. Tiene que ser por encima de este punto cuando los aeroplanos entran en la
zona de peligro…, admitiendo que mis suposiciones sean real mente correctas.
El vuelo con aeroplano se efectúa ya entre nosotros desde hace más de veinte
años, y uno podría preguntarse: ¿por qué este peligro no se ha manifestado hasta
nuestros días? La res puesta es obvia. En los viejos días de los motores poco poten
tes, cuando los Gnome o Green de un centenar de caballos eran considerados más que
suficientes para toda necesidad, los vuelos estaban muy restringidos. Ahora que los
trescientos caba líos son la norma y no la excepción, las visitas a las capas más altas
se han hecho más fáciles y comunes. Algunos de nosotros podemos recordar cómo,
en nuestra juventud, Garros alcanzó una reputación mundial al llegar a los 5700
metros, y cómo se consideró una hazaña sensacional el volar sobre los Alpes. Ahora,
nuestros estándares se han incrementado notablemente, y se realizan veinte vuelos a
gran altura por cada uno de los llevados a cabo en los viejos tiempos. Muchos de
ellos han sido realizados con impunidad. El nivel de los nueve mil metros ha sido
alcanzado una y otra vez sin mayores molestias que el frío y el asma.
¿Qué prueba eso? Un visitante podría bajar un millar de veces a este planeta sin
ver jamás un tigre. Y, no obstante, los tigres existen, y si se le ocurriese descender en
medio de una jungla, quizá lo devorasen. Hay junglas en las capas altas del aire, y en
ellas habitan cosas más terribles que los tigres. Creo que, con el tiempo, lograremos
delimitar con precisión esas junglas. Ya, en este momento, yo podría indicar dos de
ellas. Una se encuentra sobre el distrito de Pau-Biarritz, en Francia, La otra se
encuentra sobre mi cabeza, ahora que estoy escribiendo en mi casa de Wiltshire. Y
me parece que debe de haber una tercera en el distrito Homburg-Wiesbaden.
Lo que me hizo pensar en ello fue la desaparición de aero nautas. Desde luego,

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todo el mundo decía que habían caído al mar, pero esto no me satisfizo nunca por
completo. Primero fue Verrier en Francia; hallaron su máquina cerca de Bayona, pero
jamás encontraron su cuerpo. Y también se dio el caso de Baxter, que igualmente
desapareció, aunque se halló el motor y algunos otros elementos metálicos de su
aparato en un bosque de Leicestershire. En aquel caso, el doctor Middleton, de
Amesbury, que estaba siguiendo el vuelo con un telescopio, declaró que en el instante
antes de que las nubes la ocultaran de su vista, vio que la máquina, que se hallaba a
una enorme altura, se alzaba de pronto perpendicularmente, en una sucesión de
tirones que parecían casi imposibles. Esto fue lo último que se supo de Baxter. Se
produjo una cierta correspondencia en los periódicos, pero no desembocó en nada.
Hubo otros casos similares, y por fin la muerte de Hay Connor. ¡Qué revuelo se
produjo acerca del misterio del aire, y cuántas columnas fueron dedicadas a ello en
los periódicos sensacionalistas, y, no obstante, qué poco se hizo para llegar al fondo
del asunto! Descendió en un tremendo vuelo planeado desde una altura desconocida.
Jamás llegó a salir de su máquina, y murió en su asiento de piloto. ¿Murió de qué?
«De una dolencia al corazón», dijeron los médicos. ¡Tonterías! El corazón de Hay
Connor era tan fuerte como lo es el mío. ¿Qué fue lo que dijo Venables? Venables fue
la única persona que se hallaba a su lado cuando murió. Dijo que estaba temblando, y
que parecía un hombre que hubiera sufrido un terrible espanto. «Murió de miedo»,
dijo Venables, que no podía imaginar qué lo había asustado. Sólo le dijo una palabra a
Venables, y esa palabra fue al parecer «monstruoso». No supieron qué hacer con todo
aquello en la investigación. Pero yo sí. ¡Monstruoso! Ésa fue verdaderamente la
última palabra del pobre Harry Hay Connor. Y murió de miedo, tal como pensó
Venables.
Y, además, está la cabeza de Myrtle. ¿Creen ustedes…, cree alguien en realidad
que la cabeza de un hombre puede ser arrancada limpiamente por la fuerza de una
caída? Bueno, quizá sea posible, pero yo nunca he creído que fuera eso lo que le
sucedió a Myrtle. Y la sustancia que había en sus ropas: «Estaba completamente
cubierto de algo viscoso», dijo alguien en la investigación. Es raro que nadie pensara
en ello. Yo lo hice, pero, después de todo, yo ya llevaba pensando en ello desde hacía
mucho tiempo.
He llevado a cabo tres ascensiones, y recuerdo lo mucho que se reía de mí
Dangerfield por la escopeta de postas, pero nunca he llegado lo bastante alto. Ahora,
con esta máquina ligera tipo Paul Veroner con su Robur de doscientos ochenta,
llegaré fácilmente a los nueve mil mañana. Haré un intento por batir el récord.
Quizá también consiga algo más. Naturalmente, es peligroso. Pero si uno desea evitar
los peligros, lo mejor es que no piense en volar y se abandone a las zapatillas de
fieltro y la bata. Yo en cambio visitaré mañana la jungla del aire; y, si hay algo allí, lo
sabré. Si regreso, me habré convertido en una celebridad. Si no lo hago, este libro de

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notas podrá explicar lo que estoy intentando hacer, y cómo perdí mi vida en el
intento. Pero no digan tonterías acerca de accidentes o misterios, por favor.
Escogí mi monoplano Paul Veroner para el intento. Cuando se tiene que hacer un
trabajo duro, no hay nada como un monoplano. Por una parte, no le afecta la
humedad, y por el tiempo que hace parece que estaré bastante rato entre nubes. Es un
modelo pequeño y manejable, que responde a mis órdenes como un caballo de boca
sensible. El motor es un rotatorio de diez cilindros tipo Robur, que llega a los
doscientos ochenta. Tiene todos los adelantos modernos: fuselaje cerrado, esquís de
aterrizaje curvados, frenos, estabilizador giroscópico, y tres velocidades que se
regulan alterando el ángulo de las alas según el principio de persiana. Llevaba
conmigo un rifle de postas y una docena de cartuchos cargados con perdigón del más
grueso.
Tendrían que haber visto la cara de Perkins, mi viejo mecánico, cuando le dije
que los metiese dentro. Iba ataviado como un explorador del Ártico, con dos jerseys
bajo mi mono, calcetines gruesos dentro de las botas guateadas, un pasamontañas con
orejeras y mis anteojeras de talco. Hacía un calor terrible fuera del hangar, pero yo
iba a subir más alto que el Himalaya, y tenía que ataviarme convenientemente.
Perkins sabía que algo sucedía, y me imploró que le llevara conmigo. Quizá lo
hubiera hecho de usar un biplano, pero un monoplano es un aparato para un solo
tripulante, si es que uno desea sacarle hasta el último metro de altura que puede
alcanzar. Naturalmente, me llevé una bolsa de oxígeno; la persona que trata de batir
un récord de altura sin una de ellas o bien se congelará o se asfixiará…, o ambas
cosas a la vez.
Revisé cuidadosamente las alas, la barra de control y la palanca de elevación
antes de meterme dentro. Por lo que podía ver, todo estaba en orden. Entonces puse
en marcha el motor y comprobé que funcionaba maravillosamente. Cuando quité los
frenos se alzó casi inmediatamente, a la velocidad mínima. Di una o dos vueltas sobre
mi campo para calentarlo, y luego, con un saludo a Perkins y a los demás, puse planas
las alas y di el máximo de velocidad. Se deslizó como una gaviota contra el viento
durante diez o quince kilómetros, hasta que incliné un poco hacia arriba la proa y
comencé a subir hacia los bancos de nubes en una gran espiral. Es muy importante
subir lentamente y adaptarse poco a poco a la presión.
Era un día cálido para el septiembre inglés, y se notaban la calma y el bochorno
que anunciaban lluvia. De vez en cuando soplaban repentinas bocanadas de viento del
suroeste, una de las cuales fue tan fuerte e inesperada que me cogió desprevenido y
me hizo dar una media vuelta durante un instante. Recuerdo aquellos tiempos en que
las corrientes, los remolinos y las bolsas de aire eran peligrosos; antes de que
aprendiéramos a darles a nuestros motores la energía suficiente para superarlos. En el
mismo momento en que alcancé las nubes, cuando el altímetro marcaba los mil

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metros, comenzó a llover. ¡Vaya si llovió! La lluvia tamborileaba sobre mis alas y me
golpeaba el rostro, empañando de tal forma mis cristales que casi no podía ver.
Moderé la marcha hasta la velocidad más lenta, pues era doloroso viajar contra la
lluvia. Al seguir subiendo se convirtió en granizo, y tuve que dar vuelta para escapar
de él. Uno de mis cilindros no funcionaba: una bujía sucia, supongo, pero seguía
subiendo constantemente, con bastante potencia. Al cabo de un rato desapareció el
problema, fuera el que fuese, y oí el profundo ronroneo de los diez cilindros cantando
al unísono. Es ahí donde se aprecia la belleza de nuestros modernos silenciadores. Al
fin podemos controlar nuestros motores con el oído. ¡Cómo chillan y gimen y
sollozan cuando tienen problemas! Esos gritos de socorro se malgastaban en los
viejos tiempos, cuando todo sonido era tragado por el monstruoso traqueteo de la
máquina. ¡Si los primeros aviadores pudiesen volver y ver la belleza y perfección de
los mecanismos por los que pagaron el precio de sus vidas!
Sobre las nueve y media estaba llegando a las nubes. Debajo de mí,
completamente oculta y enmascarada por la lluvia, se hallaba la gran extensión de la
llanura de Salisbury. Media docena de máquinas voladoras estaban afanándose al
nivel de los trescientos metros, semejantes a pequeños gorriones negros sobre el
fondo verde. Me atrevería a decir que debían estar preguntándose qué hacía yo en el
terreno de las nubes. De pronto, una cortina gris se extendió a mis pies, y los
húmedos pliegues de vapor torbellinearon en torno a mi rostro. Me sentí húmedo, frío
y miserable. Pero estaba por encima de la tormenta de granizo, y esto era ya una
ventaja. La nube era tan oscura y espesa como la niebla de Londres. En mi ansiedad
por librar me de ella, incliné hacia arriba la proa hasta que sonó el timbre de alarma y,
verdaderamente, comencé a deslizarme hacia atrás.
Mis caladas y rezumantes alas me hacían más pesado de lo que imaginaba, pero
ya me hallaba entre las nubes más altas, y pronto dejé atrás la primera capa. Había
una segunda, de color opalino y deshilacliada, a gran altura sobre mi cabeza, un techo
blanco por encima y un suelo negro por debajo, mientras el monoplano subía entre
ellos en una gran espiral. Había una mortal soledad en aquellos espacios nubosos. En
una ocasión, una gran bandada de algún tipo de pequeños pájaros acuáticos cruzó
junto a mí, volando muy rápidamente hacia el oeste. El rápido batir de sus alas y sus
graznidos musicales sonaron alegres en mis oídos. Imagino que debían ser cercetas,
aunque no estoy seguro, pues soy un pésimo zoólogo. Ahora que los humanos nos
hemos convertido en pájaros, lo cierto es que deberíamos aprender a conocer a
nuestros hermanos a simple vista.
Por debajo de mí, el viento hacía girar y moverse la amplia llanura nubosa. En
una ocasión se formó en ella un gran remolino, un torbellino de vapor, y a través de
él, como si fuera un pozo, pude divisar el distante mundo. Un gran biplano blanco
pasó a mis pies, a una gran profundidad. Supongo que debía ser el correo matutino

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entre Bristol y Londres. Luego, el viento cerró de nuevo la abertura, y la gran soledad
volvió a imperar.
Poco después de las diez llegué al borde inferior del estrato superior de las nubes.
Era una tenue y diáfana capa de vapor que avanzaba con rapidez, procedente del
oeste. El viento había venido incrementando su velocidad de forma constante, y ahora
ya soplaba una fuerte brisa: cuarenta y cinco kilómetros por hora, según mi
instrumental. Notaba mucho frío, aunque mi altímetro sólo señalaba dos mil
setecientos metros. El motor estaba funcionando de maravilla, y subía con suavidad.
El banco de nubes era mucho más grueso de lo que había esperado, pero al fin se
convirtió en una niebla ante mí, y después salí de él y me hallé ante un cielo sin nubes
con un brillante sol sobre mi cabeza: todo azul y dorado por encima, todo
brillantemente plateado por debajo, una llanura centelleante que llegaba hasta tan
lejos como mi vista podía abarcar.
Eran las diez y cuarto. La aguja del barógrafo señalaba tres mil ochocientos
metros. Subí y subí, con los oídos concentrados en el profundo ronroneo del motor y
los ojos siempre fijos en el reloj, el indicador de revoluciones, el nivel de combustible
y la bomba del aceite. No es raro que se diga que los aviadores son gente sin miedo.
Con tantas cosas en las que pensar, no queda tiempo para preocuparse de uno mismo.
Fue entonces cuando me di cuenta de lo poco fiable que resulta la brújula cuando uno
se halla a una cierta altura del suelo. A cuatro mil quinientos metros, la mía señalaba
hacia el este en lugar de hacia el sur. El sol y el viento me daban mi verdadera
posición.
Había esperado alcanzar una quietud eterna en aquellas grandes alturas, pero con
cada cuarto de kilómetro de ascensión el huracán se hacía más fuerte. Cada junta y
remache de mi máquina gruñía y temblaba al enfrentarse con él, y fui arrastrado
como una hoja de papel cuando la incliné en un giro, planeando quizás a mayor
velocidad de lo que jamás mortal alguno se hubiera movido. Y, no obstante, siempre
tenía que volver a girar y maniobrar contra el viento, pues no estaba intentando batir
un simple récord de altura. Según mis cálculos, mi jungla del aire debía hallarse por
encima de Wilts-Hire, y mis esfuerzos se perderían si llegaba a las capas más altas en
un punto alejado de su vertical.
Cuando alcancé los cinco mil setecientos metros, hacia el mediodía, el viento era
tan fuerte que yo no dejaba de mirar los montantes de mis alas, esperando en
cualquier momento verlos saltar o colgar fláccidos. Llegué hasta a descolgar el
paracaídas de detrás de mí y atar su gancho a la anilla de mi cinturón de cuero, para
estar preparado para lo peor. Había llegado el momento en el que el trabajo
descuidado de un mecánico se paga con la vida del aeronauta, pero mi máquina se
mantuvo valientemente firme. Cada cable y tensor zumbaba y vibraba como una
cuerda de arpa, pero era maravilloso ver cómo, a pesar de todos los embates y golpes,

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mi aparato seguía siendo el conquistador de la naturaleza y el dueño de los cielos.
Indudablemente hay algo divino en el hombre, que le ha hecho erguirse tan por
encina de las limitaciones que la creación parecía imponerle; erguirse con tal
desprendida y heroica devoción como ha mostrado la conquista del aire. ¡Ya pueden
hablar de degeneración humana! ¿Cuándo se ha escrito una historia como ésta en los
anales de nuestra raza?
Éstos eran los pensamientos que llenaban mi mente mientras escalaba aquel
monstruoso plano inclinado, con el viento golpeando a veces mi rostro y silbando a
veces tras mis oídos, mientras el suelo de nubes a mis pies caía a una distancia tal que
los plateados montículos y depresiones se habían convertído en una plana y brillante
superficie. Pero, de repente, tuve una horrible experiencia sin precedentes para mí. Ya
he experimentado otras veces lo que es caer en lo que nuestros vecinos llaman un
tourbillon, pero nunca lo había hecho en uno de la escala de aquél. Aquel enorme río
de viento del que ya he hablado tenía en su interior, según parece, unos remolinos tan
monstruosos como él mismo. Sin previo aviso, me encontré arrastrado
repentinamente al interior de uno de ellos. Giré durante un minuto o dos con tal
velocidad que casi perdí el sentido, y luego caí bruscamente, sobre mi ala izquierda,
través del pozo vacío de su interior. Caí como una piedra, y perdí casi trescientos
metros.
Fue sólo gracias a mi cinturón que conseguí mantenerme en mi asiento, y el shock
y la falta de aire me dejaron colgando medio insensible sobre el costado del fuselaje.
Pero siempre soy capaz de un supremo esfuerzo: ése es mi verdadero mérito como
aviador. Me di cuenta de que el descenso era más lento. El remolino era más bien un
cono que un cilindro, y había llegado al vértice. Con un terrible tirón, lanzando todo
mi peso hacia un costado, nivelé las alas y lancé mi máquina fuera de la corriente. En
un instante logré salir del remolino y planeé bajando por el aire. Luego, estremecido
pero victorioso, volví a poner proa al cielo, y comencé de nuevo mi lento ascenso en
espiral. Di un amplio rodeo para evitar el peligroso punto donde se hallaba el
remolino, y pronto me hallé seguro por encima del mismo. Poco después de la una
estaba a seis mil trescientos metros sobre el nivel del mar. Con gran alegría logré
colocarme encima del ciclón, y a cada veinticinco metros de ascensión el aire se
volvía más calmado. Por primera vez desenrosqué la boquilla de mi bolsa de oxígeno
e hice algunas inhalaciones del maravilloso gas. Pude notarlo correr por mis venas
como un reconstituyente, y me sentí alegre hasta casi la borrachera. Grité y canté y
rugí, subiendo hacia el frío y tranquilo mundo exterior.
Me resultaba muy claro que la insensibilidad que sufrieron Glaisher y en menor
grado Coxwell cuando en 1862 ascendieron en globo hasta la altura de nueve mil
metros se debió a la gran velocidad a la que se efectúa un ascenso en perpendicular.
Llevándolo a cabo en una suave pendiente y acostumbrándose poco a poco al

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descenso barométrico, no se producen tales síntomas aterradores. A la misma gran
altura, pude ver que aun sin mi inhalador de oxígeno podía respirar sin grandes
problemas. No obstante, hacía un frío mordiente, y mi termómetro marcaba dieciocho
grados bajo cero.
A la una y media estaba casi a once mil metros por encima del suelo, y seguía
ascendiendo continuadamente. No obstante, me di cuenta que el aire rarificado daba
menos soporte a mis alas, y que en consecuencia mi ángulo de ascensión se hacía
bastante menor. Resultaba claro que aún con mi poco peso y el gran poder de mi
motor habría un punto del que no podría pasar. Para acabar de empeorar la situación,
una de las bujías comenzó a fallar de nuevo, y se produjo también un fallo de
intermitencia. Estaba muy preocupado por miedo a una avería total.
Fue entonces cuando tuve una experiencia muy extraordinaria. Algo zumbó junto
a mí, dejando una tensa estela gaseosa y estallando con un sonido fuerte y silbante, al
tiempo que lanzaba una nube de humo. Por un instante no pude imaginar qué era lo
que había sucedido. Luego recordé que la Tierra estaba siendo constantemente
bombardeada por piedras meteóricas, y que apenas si sería habitable si éstas no
fueran vaporizadas en las capas exteriores de la atmósfera. Éste es otro peligro para el
hombre a grandes alturas, pues otras dos pasaron junto a mí cuando alcanzaba los
doce mil metros. No me cabe duda de que al borde de la cobertura de la Tierra el
riesgo debe ser realmente temible.
La aguja de mi barógrafo indicaba los doce mil cuatrocientos metros cuando me
di cuenta de que ya no podía subir más. Físicamente el esfuerzo no era aún tan grande
como para que no pudiera soportarlo, pero mi máquina había alcanzado su límite. El
tenue aire ya no proporcionaba un soporte firme a sus alas, y la menor inclinación se
transformaba en una caída lateral, mientras que los controles se mostraban lentos en
reaccionar. Posiblemente, si el motor hubiera estado en perfecto estado, hubiéramos
podido subir otro cuarto de kilómetro, pero seguía fallando, y dos de los diez
cilindros parecía que no funcionaban.
Si no había alcanzado aún la zona que estaba buscando, entonces jamás llegaría a
ella en este viaje. Pero ¿no era posible que ya hubiera llegado a ella? Planeando en
círculos como un monstruoso halcón por encima del nivel de los doce mil metros,
dejé que el monoplano volara por sí mismo, y con mis prismáticos Mannheim estudié
cuidadosamente los alrededores. Los cielos estaban perfectamente limpios; no había
señales de aquellos peligros que yo había imaginado.
Ya he dicho que estaba volando en círculos. De pronto se me ocurrió que haría
bien en dar un círculo más amplio y explorar una nueva porción de aire. Si el cazador
entrara en una jungla terrestre, la atravesaría si deseara hallar su pieza. Mi
razonamiento me había llevado a creer que la jungla aérea que había imaginado se
encontraba en algún lugar por encima de Wiltshire, que debía estar hacia el suroeste.

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Comprobé mi posición por el sol, pues la brújula no servía y no se divisaba nada del
suelo; únicamente se veía la lejana llanura de nubes plateadas. Sin embargo, fijé mi
posición lo mejor que pude, y me dirigí a mi objetivo. Supuse que mi reserva de
combustible duraría una hora más o así, pero podía permitirme utilizarla hasta la
última gota, ya que un maravilloso vuelo planeado me podía hacer descender hasta el
suelo.
Súbitamente me di cuenta de algo nuevo. El aire frente a mí había perdido su
claridad cristalina. Estaba lleno de hilillos largos y desiguales de algo que tan sólo
puedo comparar con el delgado humo de un cigarrillo. Colgaban en espirales, girando
y serpenteando lentamente bajo la luz del sol. Cuando el monoplano los atravesó,
noté un débil sabor a aceite en mis labios, y vi como una espuma grasienta sobre la
madera de mi máquina. Alguna materia orgánica infinitamente tenue parecía estar
suspendida en la atmósfera. Pero no tenía vida. Era difusa e inconexa, extendiéndose
a lo largo de muchos kilómetros cuadrados para desaparecer en el vacío. No, no era
vida. Pero ¿no podía ser restos de vida? Después de todo, ¿no podía ser el aliento de
una vida, de una monstruosa vida, tal como la humilde grasa del océano es el
alimento de la tremenda ballena? Este pensamiento estaba en mi mente cuando mis
ojos miraron hacia arriba, y vi la más maravillosa visión que jamás haya podido
contemplar hombre alguno. ¿Cómo podría transmitir lo que vi por mí mismo el
pasado jueves?
Imaginen una medusa como las que se ven en nuestros mares en verano, de forma
acampanada y enorme tamaño: mucho más grande, creo yo, que el domo de la
catedral de San Pablo. Era de un suave color rosado con venosidades verdosas, pero
la enorme masa era tan tenue que apenas si se veía una silueta fantasmal
destacándose contra el cielo azul oscuro. Latía con un ritmo regular y delicado. De
ella caían dos largos y goteantes tentáculos verdes que se agitaban lentamente hacia
delante y hacia atrás. Aquella estremecedora visión pasó suavemente, con muda
dignidad, sobre mi cabeza, tan ligera y frágil como una burbuja de jabón, y se alejó
lentamente.
Yo había hecho girar parcialmente mi monoplano para poder ver aquella hermosa
criatura cuando, al instante siguiente, me encontré en el centro de una bandada de
ellas, de todos los tamaños, aunque ninguna tan grande como la primera. Algunas
eran bastante pequeñas, pero la mayor parte tenían el tamaño de un globo normal, y
más o menos con la misma curvatura en su parte superior. Se apreciaba en ellas una
delicadeza de textura y coloración que me recordó el mejor cristal veneciano. Los
coloridos predominantes eran suaves tonos de rosa y verde, pero tenían una
encantadora iridiscencia cuando el sol brillaba a través de ellas. Varios centenares de
aquellas criaturas pasaron junto a mí formando un maravilloso y fantasmal escuadrón
de extraños y desconocidos habitantes del cielo; criaturas cuya forma y sustancia era

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tan adecuada a aquellas enormes alturas que uno no podía concebir algo tan delicado
cerca de los confines de la Tierra.
Pero pronto mi atención fue atraída por un nuevo fenómeno: las serpientes de la
atmósfera exterior. Éstas eran largas, delgadas y fantásticas espiras de un material
similar al vapor, que giraban y serpenteaban a gran velocidad, volando en círculos
con tal premura que los ojos casi no podían seguirlas. Algunas de aquellas criaturas
fantasmales tenían entre cinco y diez metros de largo, pero era difícil calcular su
circunferencia, pues su silueta era tan nebulosa que parecía fundirse con el aire a su
alrededor.
Esas serpientes aéreas eran de un color gris muy claro, como humo, con algunas
líneas más oscuras en su interior, lo que les daba la apariencia de ser un organismo
definido. Una de ellas pasó junto a mi rostro y sentí su contacto frío y pegajoso, pero
su composición era tan insustancial que no podía relacionarlas con ningún
pensamiento de peligro físico, al igual que me sucedía con las maravillosas criaturas
acampanadas que las habían precedido. No había más solidez en sus formas que la
que hay en la espuma flotante de una ola rompiente.
Pero aún me esperaba una experiencia más terrible. Bajando suavemente desde
gran altura, llegó hasta mí una mancha de vapor púrpura, pequeña al principio, pero
que se fue agrandando rápidamente hasta que pareció tener muchos metros cuadrados
de superficie. Aunque modelada en alguna sustancia transparente similar a la
gelatina, tenía sin embargo una silueta mucho más definida y una consistencia más
sólida que todo lo que había visto con anterioridad. También se notaban en ella más
trazas de organización física, especialmente dos grandes superficies circulares
oscuras a cada lado, que podrían haber sido ojos, y una gran proyección blanca
totalmente sólida entre ellas, con un aspecto tan curvado y cruel como el pico de un
buitre.
Todo el aspecto de aquel monstruo era formidable y amenazador; cambiaba
constantemente de color, desde un malva muy claro hasta un oscuro e irritado púrpura
tan consistente que produjo una sombra cuando se situó entre mi monoplano y el sol.
En la curvada parte superior de su gran cuerpo se veían tres enormes protuberancias
que tan sólo puedo describir como gigantescas burbujas y que, mientras las
contemplaba, deduje que estaban llenas de algún gas extremadamente ligero que
servía para mantener suspendida la horrible masa semisólida en aquel aire rarificado.
Se movía rápidamente, manteniendo con facilidad la velocidad del monoplano, y
durante unos cincuenta kilómetros o más me dio horrible escolta, flotando sobre mí
como un pájaro grisáceo que estuviera esperando el momento propicio para atacar.
Su método de progresión, que llevaba a cabo tan velozmente que no era fácil de
contemplar, consistía en lanzar un largo y glutinoso apéndice frente a él, el cual a su
vez parecía tirar del resto del moviente cuerpo. Era tan elástico y gelatinoso que

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nunca mantenía por más de dos minutos la misma forma, y, no obstante, cada cambio
lo hacía más amenazador y repugnante que antes.
Supe que no tenía buenas intenciones. Cada vez que su repugnante cuerpo
adquiría un tinte púrpura, algo parecía decírmelo. Los vagos y abultados ojos estaban
siempre vueltos hacia mí, y eran fríos e inmisericordes en su viscoso odio. Incliné
hacia abajo la proa de mi monoplano para escapar de él. Al hacerlo, lanzó, tan rápido
como un relámpago, un largo tentáculo desde su masa de gelatina flotante, que cayó
ligero y sinuoso como un látigo sobre la parte frontal de mi máquina. Se escuchó un
fuerte siseo cuando se posó por un instante sobre el caliente motor, y luego lo retiró
de nuevo al aire, mientras el enorme cuerpo plano se contraía como atacado por un
repentino dolor. Yo inicié un picado, pero de nuevo un tentáculo cayó sobre el
monoplano, y fue apartado por la hélice tan rápidamente como hubiera podido ocurrir
con una nube de humo. Un largo, deslizante, pegajoso y serpenteante tentáculo llegó
desde atrás y me aferró por la cintura, tratando de arrastrarme fuera del fuselaje.
Intenté agarrarlo, y mis dedos se hundieron en la suave y viscosa sustancia, y por un
instante logré desasirme, para ser atrapado al momento siguiente por otro que se
enrolló en mi bota, dando tal tirón que casi me puso boca abajo.
Mientras todo esto ocurría, disparé ambos cañones de mi escopeta, aunque sin
duda era como atacar a un elefante con un tirachinas, y parecía estúpido pensar que
cualquier arma humana pudiera hacerle algo a aquella masa. Y, no obstante, debí
apuntar mejor de lo que imaginaba, pues, con un tremendo estallido, una de las
grandes vejigas del lomo de la criatura saltó en pedazos al ser alcanzada por las
postas. Parecía claro que mi conjetura había sido correcta, y que esas voluminosas
protuberancias estaban repletas de algún gas elevador, pues en un momento el
enorme cuerpo parecido a una nube cayó sobre un costado, estremeciéndose
desesperadamente mientras intentaba recuperar el equilibrio y su pico chasqueaba y
se abría con horrible furia. Pero yo ya me había lanzado en un descenso lo más
inclinado que me atrevía a intentar, con el motor al máximo, y la hélice y la fuerza de
la gravedad me arrastraban hacia abajo como un aerolito. Muy por detrás de mí vi
cómo la opaca y púrpura mancha se empequeñecía rápidamente y desaparecía en el
cielo azul del fondo. Estaba a salvo fuera de la mortífera jungla de las capas altas del
aire.
Una vez hiera de peligro moderé mi marcha, pues nada destroza tanto una
máquina como bajar a todo motor desde lo alto. Fue un impresionante vuelo planeado
en espiral desde casi doce kilómetros de altura: primero hasta el nivel del banco de
nubes plateadas, luego hasta el de la nube de tormenta de más abajo, y luego,
finalmente, bajo un tremendo aguacero, hasta la superficie de la Tierra. Cuando salí
de entre las nubes vi debajo de mí el canal de Bristol, pero, teniendo aún algo de
combustible en los depósitos, logré introducirme hasta unos treinta kilómetros al

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interior antes de tener que aterrizar en un campo a un kilómetro de Ashcombe. Allí
conseguí tres latas de combustible que me prestó el conductor de un coche que
pasaba, y a las seis y diez de aquella tarde descendía suavemente sobre mi propio
campo en Devizes, después de un viaje como ningún otro humano haya realizado
nunca y vivido para contarlo. He visto la belleza y el horror de las alturas…, y el
hombre no conoce bellezas u horrores mayores que éstos.
Y ahora planeo volver allá de nuevo antes de dar a conocer mis resultados al
mundo. Mi razón para hacer esto es que, evidentemente, necesito algo que poder
mostrar como prueba antes de contar tales cosas a mis coetáneos. Es seguro que otros
me seguirán pronto y confirmarán lo que yo diga, pero sin embargo deseo
convencerles desde el primer momento. Esas hermosas burbujas iridiscentes del aire
no deben ser difíciles de capturar. Planean lentamente, y mi rápido monoplano puede
interceptar fácilmente su trayectoria. Es bastante probable que se disuelvan en las
capas más pesadas de la atmósfera, y que lo único que pueda llevar a tierra conmigo
sea un montón de gelatina amorfa. Y, no obstante, tiene que haber allí algo con lo que
pueda fundamentar mi relato. Sí, iré, aunque corra peligro al hacerlo. Esos horrores
púrpuras no deben ser muy numerosos. Es probable que no vea ninguno. Si los veo,
me dejaré caer en picado inmediatamente. En el peor de los casos, siempre tengo mi
escopeta y mis conocimientos de…
(Aquí, desafortunadamente, falta una parte del manuscrito. En la siguiente se lee,
escrito con trazos largos y desiguales).
… trece mil metros. Nunca volveré a ver de nuevo el suelo. Están debajo de mí,
tres de esos monstruos. ¡Dios me ayude; es una horrible forma de morir!

Éste es el Fragmento Joyce-Armstrong. Nunca más se ha vuelto a saber de él. Se


han encontrado partes de su destrozado monoplano en los cotos del señor Budd-
Lushington, cerca de los límites de Kent y Sussex, a unos pocos kilómetros del punto
donde se halló el libro de notas. Si la teoría del desafortunado aviador es correcta y
esta jungla del aire, como él la llamaba, existe únicamente sobre la parte suroeste de
Inglaterra, entonces parece como si hubiese escapado de ella a toda la velocidad de su
monoplano, siendo sin embargo alcanzado y devorado por esas horribles criaturas en
algún punto de la atmósfera exterior, sobre el lugar donde se hallaron los macabros
restos.
Hay muchos, ya lo sé, que aún se burlan de los hechos aquí presentados; pero
hasta ellos tienen que admitir que Joyce-Armstrong ha desaparecido de una forma
más bien extraña.

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H. P. LOVECRAFT

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De acuerdo: Howard Phillips Lovecraft no empezó a publicar sus relatos hasta
1914, y lo más fundamental de su obra se extiende a lo largo de los años veinte y
treinta. «Aire frío» (Cold Air) no apareció hasta 1928, y por aquel entonces la luz
eléctrica ya estaba extendida a casi todos los hogares, o al menos a casi todos
aquellos donde se leía. ¿Qué hace entonces Lovecraft aquí?, se preguntarán.
Bien, está aquí precisamente porque creo que H. P. Lovecraft es el autor idóneo
para cerrar este volumen. Porque significa el cambio, la transición. A lo largo de las
casi trescientas páginas de este libro, hemos ido siguiendo, por orden cronológico, la
evolución de la ciencia ficción a la luz de gas desde mediados del siglo pasado hasta
entrada la segunda década de éste, a través de algunos de sus autores y textos más
representativos. Esta evolución nos ha ido marcando toda una gradación de
temáticas y estilos que nos ha señalado un desarrollo progresivo. A lo largo de todo
ese periplo, la ciencia ficción ni siquiera tenía este nombre, y se mezclaba
constantemente con elementos como la fantasía y el terror (de hecho, muchos de los
relatos incluidos aquí aparecieron originalmente, y siguen apareciendo aún hoy en
día, con el marchamo de relatos de terror). La fecha de publicación del relato de
Lovecraft que sigue, 1928, es una fecha simbólica: la de la aparición de la revista
Amazing de Hugo Gernsback, y la de la institucionalización de la ciencia ficción
como género. Aunque de hecho, hay que admitirlo, Gernsback ya llevaba años
institucionalizando el género, a través de sus revistas Modern Electrics y Electrical
Experimenter y su propia novela Ralph 124C 41+, un soporífero compendio de todos
los adelantos científicos que Gernsback creía iban a iluminar la vida de los años
venideros. Lovecraft, con su soplo de aire fresco «a la antigua» (y no pretendo hacer
ningún juego de palabras con el título del relato), representa la transición entre el
viejo estilo de hacer ciencia ficción y el nuevo estilo que se impondría muy pronto.
Sus mitos de Cthulhu crearon una escuela que después ha sido seguida por otros
autores. Su visión personal de la fantasía, del terror y de la ciencia ficción no ha sido
igualada hasta hoy.
Para muchos, Lovecraft no es un escritor de ciencia ficción, sino exclusivamente
de fantasía y terror. En esto, debo admitir que comparte la ambigüedad presente
también en muchos autores de los que hemos ido repasando hasta ahora, y se
inscribe por ello en la vieja escuela de la ciencia ficción, cuando la ciencia ficción
aún no se llamaba ciencia ficción. Pero tiene también muchos de los elementos que
unos años más adelante configurarán lo que llamamos la ciencia ficción
«contemporánea». La naturaleza misma de sus mitos, los extraños monstruos
procedentes de un remoto pasado, cuando la humanidad aún no había nacido, son
«modernos». La mitología que creó con sus obras es «actual».
Y además, fuera de los mitos de Cthulhu, Lovecraft publicó muchas otras obras
de la más pura ciencia ficción, dentro de su peculiar estilo. «Aire frío» es un ejemplo

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meridiano de ello. Aunque, a su aparición, sus lectores ya no la leyeran a la luz de la
lámpara de gas, aunque la fría y desnuda luz eléctrica les privara de ese ligero
estremecimiento de las acechantes sombras cercanas, Lovecraft es el nexo de unión
entre dos mundos, casi me atrevería a decir entre dos universos. Sin su presencia
aquí, esta antología no hubiera quedado completa.
Ahora, en cambio, podemos apagar la luz (eléctrica o de gas) e irnos a dormir.

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Aire frío
¿Me piden que explique por qué le tengo miedo a las corrientes de aire; por qué
me estremezco más que los otros al entrar en una estancia helada, por qué siento
auténticas náuseas cuando, en los días de otoño, una tarde de frío me sorprende sin
abrigo? Hay quienes dicen que el frío produce en mí los mismos efectos que en otros
el olor de la corrupción. No lo niego. Lo único que puedo hacer es relatar la más
horrible aventura de mi vida, y dejar que ustedes juzguen si ella no explica mi rareza.
Es un error suponer que el miedo ha de ir forzosamente unido al silencio, a las
tinieblas y a la soledad. Yo lo hallé en medio del brillante sol de la tarde, en el
tumulto de la metrópoli, y en el ambiente de una vulgar pensión, con una prosaica
dama y dos forzudos hombretones a mi lado.
En la primavera de 1923 me había asegurado un terrible y mal pagado trabajo en
una revista de Nueva York, y siéndome por ello imposible pagar mi estancia en una
fonda de primer orden, empezó mi peregrinación de una casa barata a otra, en busca
de un cuarto que reuniera las cualidades de limpieza, muebles algo resistentes y un
precio razonable. Pronto comprendí que sólo me sería posible escoger entre males
menores; pero al fin llegué a una casa de la calle 14 Oeste que me disgustó mucho
menos que las otras que ya había probado.
Era un edificio de cuatro plantas que debía datar del año 1850. Su interior estaba
adornado con viejos mármoles y maderas de gusto anticuado, que hablaban de un lujo
rancio.
En las habitaciones, amplias y de techo alto, decoradas con horribles papeles y
ridículas molduras de estuco, flotaba un deprimente olor a cocina; pero los suelos
estaban muy limpios, y a las sábanas, aunque remendadas, no se les podía objetar
nada en cuanto a blancura, y el agua caliente no siempre brotaba fría. Por ello
consideré que el sitio era muy apropiado para invernar en él hasta que se me
presentara una oportunidad de mejorar mis ingresos.
La patrona, una mujer barbuda, era española y se llamaba Josefa Herrero. Nunca
me molestó con protestas por tener demasiado tiempo encendida la luz. En cuanto a
mis compañeros de hospedaje, casi todos eran españoles, tan tranquilos y poco
comunicativos como pueda desearse. Sólo el intenso tráfico de la calle resultaba algo
molesto en aquella beatífica casa.
Hacía tres semanas que moraba allí cuando ocurrió el primer extraño incidente.
Una tarde, cerca de las ocho, noté un penetrante olor a amoníaco. Mirando a mi
alrededor, vi que el techo, en uno de sus ángulos, estaba húmedo, y que de él
rezumaba constantemente un líquido amarillento.
Deseando impedir la continuación de aquello, corrí a la planta baja para decirle a
la patrona lo que estaba ocurriendo en mi cuarto. La mujer me aseguró que todo

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quedaría arreglado en un momento.
—Al doctor Muñoz se le habrá vertido alguno de sus productos químicos —
explicó mientras subíamos—. Está demasiado enfermo para cuidarse; pero no quiere
que le ayude ningún otro colega. Su enfermedad es muy extraña. Se pasa todo el día
tomando unos baños que huelen de una manera muy rara. Y no puede soportar el
calor.
»Él mismo se encarga de arreglarse el cuarto. Su habitación está llena de botellas
y máquinas. No ejerce su carrera. Pero hubo un tiempo en que fue un médico
famosísimo. Mi padre oyó hablar mucho de él en Barcelona. Hace poco curó
maravillosamente el brazo que el plomero se hirió el otro día. Nunca sale de casa, y
mi hijo Esteban se encarga de traerle todo cuanto necesita: su comida, su ropa, sus
medicinas y sus productos químicos. ¡Dios mío, la cantidad de sal de amoníaco que
consume ese hombre!
La señora Herrero subió hasta el cuarto piso, y yo regresé a mi aposento. El
amoníaco dejó de caer y, mientras yo limpiaba el suelo y abría la ventana para
ventilar la habitación, oí sobre mi cabeza los pesados pasos de la patrona. El único
ruido que hasta entonces me había llegado procedente del piso del doctor Muñoz era
un sonido semejante al latir de un motor de gasolina, ya que sus pasos eran suaves y
apagados. Por un momento me pregunté cuál podía ser la extraña enfermedad de
aquel hombre, y por qué se negaba a recibir ayuda de otros médicos. ¿Sería todo
aquello fruto de una infundada excentricidad?
Es posible que jamás hubiera conocido al doctor Muñoz de no ser por el ataque
cardíaco que sufrí una tarde mientras estaba escribiendo en mi habitación. Me habían
avisado ya del peligro de semejantes ataques, y comprendí que no podía perder ni un
segundo. Recordando lo que me dijera la patrona acerca de la ayuda prestada por el
doctor al operario, subí como pude hasta el cuarto piso, y llamé débilmente a la
puerta del aposento situado encima del mío.
Una voz, en excelente inglés, me preguntó quién era y qué deseaba. Cuando hube
contestado a esas preguntas, se abrió una puerta dentro de la habitación, y luego la
que daba a la escalera.
Una ráfaga de aire helado me azotó el rostro; y, a pesar de que el día era uno de
los más calurosos de finales de junio, me estremecí mientras cruzaba el umbral y
penetraba en una estancia cuya rica y elegante decoración me sorprendió. Una cama
turca cumplía su misión diurna de sofá. Los muebles eran en su mayoría de caoba; las
cortinas, de excelentes telas; varios cuadros de pintores famosos adornaban las
paredes. Esto, unido a unas estanterías llenas de libros, hablaba más del despacho de
un hombre estudioso que de la habitación de una casa de huéspedes.
Al entrar comprendí que el cuarto que estaba encima del mío era, en realidad, el
laboratorio, estando dedicadas las otras dos estancias a sala y alcoba la una, y a cuarto

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de baño la otra.
El hombre que tenía ante mí era bajo, pero bien proporcionado, y vestía una
especie de levita muy bien cortada. El rostro del español era noble, de frente
despejada y barba poblada y puntiaguda. Unos lentes cabalgaban sobre su aguileña
nariz, velando unos ojos negros de intensa mirada. La abundante cabellera, entre la
cual brillaban numerosas canas, estaba partida por una raya en el centro. El conjunto
de aquel rostro era el de un hombre inteligente, de ascendencia aristocrática, aunque
sin ningún orgullo.
Sin embargo, al ver al doctor Muñoz por vez primera, experimenté una
repugnancia que nada parecía justificar. Acaso esto pueda explicarse por la enorme
palidez de su rostro y la intensa frialdad de sus manos. O acaso fue la baja
temperatura de aquel cuarto; pues semejante frío era anormal en un día tan caluroso,
y lo anormal siempre excita la desconfianza y el temor.
Pero la repugnancia dejó paso a la admiración, puesto que la inteligencia del
extraño doctor se hizo evidente al momento. Una sola mirada le bastó para
comprender lo que yo necesitaba; y me atendió debidamente en seguida, mientras me
tranquilizaba con una bien modulada aunque hueca voz. Luego empezó a decirme
que era un enemigo declarado de la muerte, y que había gastado toda su fortuna y
perdido todos sus amigos por dedicar toda su vida a una serie de atrevidos
experimentos para derrotarla.
Parecía haber en él algo del fanático bondadoso. Comprendí que le complacía mi
presencia, pues, mientras preparaba una mezcla de productos químicos, fue
explicándome sus recuerdos de tiempos mejores.
Su voz, aunque extraña, era suave; y, mientras las palabras brotaban con fluidez
de sus labios, apenas se notaba que respirase. Procuraba hacerme olvidar mi estado
explicándome sus teorías y experimentos… Me consoló con el mayor tacto por lo
débil de mi corazón, insistiendo en que la voluntad es mucho más fuerte que la
misma vida orgánica. Así, aunque al cuerpo le faltara alguno de sus órganos vitales,
si la voluntad era lo bastante fuerte, el individuo podría seguir viviendo. Algún día —
prosiguió—, me enseñaría a vivir o, por lo menos, a poseer una especie de existencia
consciente aun sin víscera cardíaca.
Me contó que tenía una serie de complicadas enfermedades que exigían un
régimen de vida muy estricto. Necesitaba un frío constante. Una elevación notable de
la temperatura le afectaría de un modo fatal. La frigidez de su cuarto —doce o trece
grados a lo sumo— se mantenía por medio de un sistema de refrigeración a base de
amoníaco, accionado por un motor a gasolina, cuyas bombas había oído bastantes
veces desde mi aposento.
Aliviado del ataque en un tiempo maravillosamente breve, abandoné la nevera del
español convertido en un devoto discípulo del recluso. Después de esto le hice

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numerosas y abrigadas visitas, escuchando sus explicaciones sobre sus secretos
experimentos y los casi milagrosos resultados obtenidos, temblando un poco mientras
examinaba los viejos volúmenes de su biblioteca. Debo añadir que, entretanto, el
tratamiento que me administraba me había curado, para siempre, de mi dolencia. Al
parecer, aquel médico no se burlaba, como otros, de las hechicerías y la magia de la
Edad Media, pues estaba seguro de que en los libros de medicina de aquellos siglos
había fórmulas verdaderamente maravillosas.
Me conmovió el relato que me hizo acerca del doctor Torres de Valencia, que
había compartido sus primeros éxitos y que le cuidó cuando, dieciocho años antes, se
inició la enfermedad que aún le aquejaba. Apenas había terminado el venerable
doctor de salvar la vida a su colega, cuando el mal que él había derrotado le venció a
su vez.
A medida que pasaban las semanas, fui notando que mi nuevo amigo iba, lenta
pero inconfundiblemente, desmejorando. Su palidez se acentuaba, y su voz se hacía
más hueca y confusa. Sus movimientos musculares eran menos coordinados, y su
voluntad menos fuerte.
Él se daba perfectamente cuenta de su cambio y, poco a poco, su charla se hizo
irónica y agria, lo cual hizo renacer en mí algo de la sutil repulsión que al principio
había sentido.
Tenía extraños caprichos; entre ellos, el principal era un entusiasmo exagerado
por los perfumes intensos y, sobre todo, por el incienso egipcio, con lo cual su
aposento llegaba a oler a veces como una de las tumbas del Valle de los Reyes. Al
mismo tiempo necesitaba más aire frío, y con mi ayuda aumentó la absorción de
amoníaco, modificando las bombas y haciendo funcionar su máquina refrigeradora
hasta alcanzar una temperatura de un grado, llegando al fin a dos grados bajo cero.
Desde luego, el cuarto de baño y el laboratorio gozaban de más calor para impedir
que el agua se helara y se verificasen reacciones químicas en los productos que
guardaba allí.
El huésped de la habitación contigua se quejó porque su dormitorio estaba
convertido en una nevera, por lo que ayudé al doctor a colocar unas gruesas
colgaduras en las paredes.
Una especie de mórbido y creciente miedo parecía haberse apoderado del médico.
Hablaba sin cesar de la muerte; pero se reía burlón cuando se aludía a las
disposiciones para el entierro y los funerales.
Por momentos iba convirtiéndose en un desconcertante y terrorífico compañero,
aunque era tanta mi gratitud por la manera que tuvo de curarme que no quise
abandonarle en manos de los extraños que le rodeaban. Yo mismo cuidaba de limpiar
el polvo de su habitación, comprar sus alimentos y atender a todas sus necesidades,
abrigado por un grueso suéter que había adquirido especialmente para entrar en su

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cuarto.
También le compraba todos los productos químicos que me pedía, quedándome
boquiabierto ante algunos de ellos.
Una creciente e inexplicable atmósfera de pánico parecía acumularse en su
cuarto. Ya he dicho que toda la casa olía de una forma bastante desagradable; pero el
olor que se percibía en el departamento del doctor era, pese a todos los perfumes e
inciensos, nauseabundo. Cada día tomaba varios baños, sin permitir que yo le
ayudase. La señora Herrero se persignaba cada vez que le veía, y hasta prohibió a su
hijo que fuera a hacer ninguno de los encargos del médico.
Si alguna vez sugería yo llamar a algún colega suyo, el doctor Muñoz parecía a
punto de estallar de rabia, pese al temor que le causaban las emociones violentas. No
quería permanecer en la cama. Tampoco quería comer, y puede decirse que sólo le
sostenía su inquebrantable voluntad de luchar contra la muerte.
Diariamente escribía largas cartas, que guardaba en sobres sellados y me
entregaba con instrucciones de enviarlas, después de su muerte, a las personas a
quienes iban dirigidas. En su mayoría eran científicos orientales, pero había también
un famoso doctor francés, al que se creía muerto y del que se habían murmurado
cosas increíbles.
El curso de los acontecimientos hizo que más tarde yo tomase la decisión de
quemar todas aquellas cartas, sin abrirlas.
El aspecto del doctor y su voz eran estremecedores, y su presencia me resultaba
ya casi insoportable.
A mediados de octubre, el horror de los horrores llegó con estupefaciente
precipitación. Una noche, alrededor de las once, la bomba de la máquina
refrigeradora se estropeó, y a las tres horas el proceso de enfriamiento por amoníaco
se hizo imposible.
El doctor Muñoz me llamó, golpeando el suelo con el pie. Trabajé
desesperadamente para reparar la avería, mientras mi amigo lanzaba horribles
imprecaciones. Al final, mis esfuerzos de aficionado resultaron inútiles. Un mecánico
que hice venir de un garaje próximo nos dijo que no podía hacerse nada hasta la
mañana siguiente, cuando pudiera ir a comprar un nuevo pistón para la bomba.
La ira y el miedo del enfermo alcanzaron proporciones grotescas. De pronto se
llevó las manos a los ojos y se precipitó al cuarto de baño, donde se encerró, saliendo
al poco rato con los ojos vendados. Desde entonces no volví a ver nunca más sus
pupilas.
La frigidez del cuarto disminuía visiblemente, y a las cinco de la madrugada el
doctor se retiró de nuevo al cuarto de baño, pidiéndome que le proporcionase todo el
hielo que pudiera encontrar.
Cada vez que regresaba de mi a veces infructuosa búsqueda, y dejaba el hielo

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adquirido junto a la cerrada puerta, oía agitarse el agua de la bañera y la ansiosa voz
del doctor que me pedía:
—¡Más! ¡Más!
Al fin despuntó el día, sumamente caluroso, y las tiendas empezaron a abrir. Pedí
a Esteban que se encargara de comprar hielo mientras yo iba a adquirir un pistón para
la bomba; pero, siguiendo las órdenes de su madre, el chico se negó a hacer lo que le
rogué.
Finalmente llamé a un desocupado que encontré en la esquina de la Octava
Avenida y le propuse que transportara el hielo que Muñoz necesitaba. Entretanto, me
dediqué de lleno a buscar el pistón. Aquella tarea pareció interminable. Y mi rabia
era, por lo menos, tan violenta como la del enfermo a medida que pasaban las horas
sin hallar lo que tan preciso le era al doctor.
Por fin, al mediodía, encontré la pieza en una tienda de la parte baja de la ciudad.
A la una y media regresé a casa con las herramientas necesarias para la reparación,
acompañado de dos competentes mecánicos. Había hecho todo lo humanamente
posible, y tenía esperanzas de llegar aún a tiempo.
El más negro terror me había precedido. El edificio era una babel de gritos y,
dominando todas las voces, oí la de un hombre que rezaba. Un numeroso grupo
estaba reunido frente a la puerta del cuarto del doctor, por debajo de la cual salía un
olor nauseabundo.
Al parecer, el hombre a quien yo encargué que llevara el hielo, al hacer el
segundo viaje, había huido lanzando gritos de terror y con los ojos fuera de las
órbitas. Quizás aquello fue resultado de su excesiva curiosidad, pero no era posible
que hubiera cerrado la puerta a sus espaldas; y, no obstante, ésta estaba cerrada con
llave por dentro.
Tras una breve consulta con la señora Herrero y los mecánicos, y pese al miedo
que atenazaba mi alma, decidí derribar la puerta; pero la patrona halló un medio de
hacer girar la llave valiéndose de un alambre. Previamente habíamos abierto todas las
demás habitaciones y alzado los cristales de todas las ventanas, a fin de establecer
una purificadora corriente de aire. Al fin, con la boca y la nariz protegidas por
pañuelos, invadimos temblando la estancia del doctor, que brillaba invadida por el sol
de la tarde.
Una especie de rastro oscuro y cenagoso iba desde el cuarto de baño hasta la
puerta, y de allí a la mesa escritorio, donde se había formado un pequeño y horrible
charco.
Encima de la mesa se veía una hoja de papel horriblemente manchada, y en la
cual una mano, guiada por unos ojos ciegos, había escrito torpemente algo. Después,
el rastro seguía hasta la cama turca, donde terminaba de una manera indescriptible.
Lo que había, o había habido, sobre la cama no puedo ni me atrevo a explicarlo.

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Me limitaré a transcribir lo que había escrito en el papel, que, después de haber
descifrado su contenido, quemé, temblando de espanto, mientras la patrona y los dos
mecánicos huían lanzando alaridos de terror en busca de un policía. Las
nauseabundas palabras resultaban increíbles en medio del brillante sol y tan cerca del
estrépito que ascendía desde la concurrida calle. Sin embargo, no pude dejar de
creerlas, tras ver lo que había en el suelo y sobre el lecho.
No quiero intentar explicar más. Ésas son cosas que más vale no discutir. Por todo
ello, el solo olor del amoníaco me pone enfermo, y un soplo de aire frío me desmaya.
«Ha llegado el final —decía aquella nota—. El hombre que traía el hielo ha
mirado y ha huido. El calor aumenta por segundos, y mis tejidos no pueden resistirlo.
Supongo que recordará usted lo que le dije acerca de la voluntad, de los nervios y del
cuerpo, que podía seguir viviendo incluso después de que sus órganos hubieran
cesado de trabajar. Era una buena teoría, pero no puede mantenerse indefinidamente.
Hay un deterioro gradual que yo no había previsto. El doctor Torres lo supo; pero el
descubrimiento lo mató. Sólo tuvo fuerzas para hacer lo que yo le pedía en mi carta,
en mi última carta, pues sepa que morí, a causa de aquella enfermedad, hace
dieciocho años».

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Escritor y traductor español, Domingo Santos es considerado como uno de los autores
clásicos dentro del panorama de la ciencia-ficción en castellano.
Fundador de la revista Nueva Dimensión, Domingo Santos ha publicado numerosos
relatos y más de veinte novelas, de entre las que destaca Gabriel (1975), que sufrió
una revisión en 2004, Gabriel Revisitado.
En su honor se creó el Premio Domingo Santos de relato, que se otorga de manera
anual durante la Hispacon.

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Notas

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[1] Gas inventado por los químicos. Dicen que es imposible vivir sin él. Tonterías. Lo

único sin lo cual no se puede vivir es el dinero. <<

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[2] Este instrumento existe en la realidad. (Notas del traductor del francés al ruso). <<

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[3] Pronunciado (aproximadamente) Zepannik [M. T.] <<

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