La Ciencia Ficcion A La Luz de Gas - Domingo Santos
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Domingo Santos
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Domingo Santos, 1990
Ilustraciones: Antoni Garcés
Diseño de cubierta: Antoni Garcés
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INTRODUCCIÓN
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La ciencia ficción a la luz de gas
Aunque en 1800 Volta inventó la pila, en 1828 Barlow el motor eléctrico, y en
1878 Edison la lámpara de incandescencia, la electricidad para el alumbrado
doméstico no empezó a ser de uso corriente en el mundo hasta entrada la segunda
década de este siglo. Hasta entonces, y desde la segunda mitad del siglo XIX, las
casas se iluminaban generalmente con lámparas de petróleo y, en las viviendas ricas,
con luces de gas.
Éste es aproximadamente, desde mediados del siglo pasado hasta mitades de la
segunda década de éste, el período de tiempo que abarca la presente recopilación de
relatos de ciencia ficción. La elección de este período de tiempo no es arbitraria. A
finales del siglo XVIII se produjeron una serie de invenciones técnicas que dieron a
la industria un gran desarrollo. Este desarrollo industrial (impulsado principalmente
por la máquina de vapor y el telar mecánico) promovió en la primera mitad del siglo
XIX un gran cambio social. La necesidad de unas comunicaciones más rápidas trajo
consigo el desarrollo del ferrocarril, y empezaron a trazarse líneas férreas que
formaron muy pronto una extensa red por toda Europa y América. Los sucesivos
descubrimientos en el campo de la electricidad promovieron el perfeccionamiento del
telégrafo eléctrico, que muy pronto extendió su uso a todo el planeta. A mediados del
siglo XIX, el mundo tenía un aspecto muy distinto del que había tenido a su
comienzo. Y el progreso parecía estarse acelerando.
Esto trajo consigo la aparición de una actitud peculiar hacia el mundo y su
desarrollo. Dejando a un lado (puesto que éste no es el tema a tratar aquí) las
inquietudes sociales de los trabajadores ante la explotación a que se vieron sometidos
durante los primeros tiempos del maquinismo, y que dieron como resultado la
creación de un fuerte movimiento obrero y huelgas y disturbios, la actitud del mundo
en general fue de sorpresa, maravilla, y un poco de temor ante el rumbo que estaban
tomando las cosas. Mientras algunos miraban el futuro con esperanza e ilusión, en la
confianza de que el progreso técnico y científico iba a resolver en poco tiempo todos
los problemas del mundo, otros veían en el rápido progreso una negra amenaza que
podía destruirnos a todos. Ambas perspectivas tenían su razón de ser y su
fundamento. Hasta hacía pocas generaciones, el mundo que abandonaba un hombre al
morir no era muy diferente del que había encontrado a su nacimiento. Ahora, en
cambio, de la niñez a la pubertad y a la juventud y a la madurez, los cambios que se
producían a su alrededor eran tan rápidos que le desorientaban. Esa incapacidad del
hombre medio de la segunda mitad del siglo XX a adaptarse al cambio, de la que nos
habla Alvin Toffler, tuvo su arranque precisamente en la primera mitad del siglo, y
desde entonces ha estado creciendo de una forma exponencial El hombre actual
puede sentirse desconcertado ante la rapidez en que se producen esos cambios a su
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alrededor, pero ha nacido ya en un mundo en cambio constante y acelerado. El
hombre de la primera mitad del siglo pasado no disponía de ese antecedente en el que
apoyarse. La mayoría de los adelantos científicos no solían llegar hasta el hombre de
la calle, y cuando oía hablar de ellos eran puras maravillas incomprensibles. No era
extraño que muchos los consideraran como magia.
A mitades del siglo XIX, el mundo científico era una efervescencia. Habían
surgido una serie de nuevas disciplinas que traían consigo el atractivo de la novedad
y del esoterismo. La electricidad era un juguete de grandes y desconocidas
posibilidades. El magnetismo permitía llevar a cabo una aparente magia. El
galvanismo actuaba sobre los seres vivos. La mecánica de las palancas y las ruedas
dentadas construía aparato que suplían a los hombres…, ¿y por qué no podían
construir hombres?
Todo esto, evidentemente, tenía que reflejarse en los escritores, esa raza especial
de hombres y mujeres (por aquel entonces mucho más hombres que mujeres) cuya
misión era reflejar la realidad que veían a su alrededor. Hasta entonces, cuando el
escritor miraba el mundo que le rodeaba, veía solamente un mundo inmóvil, y en
consecuencia su pluma reflejaba un mundo inmóvil. Pero ahora este mundo se
hallaba en movimiento. ¿No era lógico que el escritor intentara seguir ese
movimiento, e ir un poco más allá?
Se acepta comúnmente, más allá de las protohistorias de Luciano de Samosata y
Cyrano de Bergerac (a los que algunos han añadido a Dante, Milton e incluso
Homero), que la primera auténtica obra de ciencia ficción aparecida en el mundo que
ha llegado hasta nosotros es el Frankenstein de Mary Shelley. Publicada en 1818,
Frankenstein es en realidad una novela de horror gótico, pero posee ya todos los
elementos que más tarde constituirán las bases del género. Y, sobre todo, tiene su
espíritu. El espíritu de los tiempos.
Porque, en realidad, la ciencia ficción, más que un género, es una actitud. Una
actitud ante la vida que nos rodea, y ante los elementos que conforman esta vida. Esta
actitud está formada por una serie de elementos que existían ya separadamente en
épocas anteriores, pero que hasta mediados el siglo XIX no cristalizaron en una
conjunción común. Entre estos elementos puede enumerarse la visión utópica, el
anhelo al viaje fantástico, la visión filosófico-satírica, la visión gótica, la visión
tecnológica y, sobre todo, la anticipación sociológica. Todos estos elementos,
aglutinados en mayor o menor grado, existen en todos los relatos de ciencia ficción
que sean dignos de recibir ese nombre, y pueden ser descubiertos fácilmente por el
lector atento. En este volumen encontrarán una buena muestra de ellos.
Mary Shelley fue una escritora de un libro único de ciencia ficción (aunque en
realidad escribiera otro, El último hombre The Last Man), y un relato, «El mortal
inmortal» [The Mortal Inmortal], que pueden encuadrarse también dentro del
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género).
El verdadero pionero, en lo que a ciencia ficción-actitud se refiere, fue Edgar
Allan Poe. Como Shelley, su obra ha sido siempre considerada como perteneciente al
género de terror; sin embargo, posee todos los elementos que configuran el relato de
ciencia ficción, y últimamente está empezando a ser considerada como corresponde.
Edgar Allan Poe fue de una gran influencia para los escritores que siguieron sus
huellas en ese período difícil de asentamiento durante la segunda mitad del siglo XIX
y los primeros años del XX. En realidad, Poe fue el auténtico precursor, el que sentó
las bases para los futuros desarrollos literarios. Su huella se descubre en escritores tan
distantes entre sí como Nathaniel Hawthorne y H. P. Lovecraft, como Sir Arthur
Conan Doyle y Mark Twain. Y sigue hallándose aún en autores posteriores.
En la segunda mitad del siglo XIX, el tiempo estaba maduro para el primer
florecimiento de la ciencia ficción. Las circunstancias estaban allí. Los tiempos
empujaban. La ciencia se abría como una flor ante los asombrados ojos del mundo. Y
también mostraba sus espinas. El mundo de mañana no iba a ser idéntico al de hoy.
Las perspectivas eran inquietantes, y también apasionantes.
Una pléyade de escritores, llenos de inquietud y anhelo de ir más allá, se lanzaron
por esa nueva senda que se abría prometedora ante ellos. Escribieron sus utopías,
reflejaron en ellas sus temores y sus esperanzas. Intentaron buscar nuevos horizontes,
y muchos los encontraron. En este volumen se halla reunida una muestra de ellos.
Uno de los temas básicos de esta ciencia ficción lo constituyen, naturalmente, los
robots. La idea de duplicar la vida, de crear un sustituto del hombre, un ser mecánico,
e insuflarle un alma (es decir, de convertirse uno mismo en Dios), es uno de los
anhelos más viejos de la humanidad. La creciente perfección mecánica había
permitido, a lo largo de siglos anteriores, crear verdaderas maravillas de precisión y
movimiento. El tema tenía también el atractivo de sus connotaciones filosóficas,
morales y religiosas. La creación de autómatas fue, pues, uno de los temas príncipe
de muchos de esos relatos; pero cuidado constituye un peligro calificarlos a todos
ellos de ciencia ficción por ese mero hecho, y éste es un fallo que muchos han
cometido. Al igual que El Golem de Gustav Meyrink no puede calificarse de ciencia
ficción sólo porque el hecho de que el rabino protagonista cree una figura de barro y
le insufle la vida (no hay que olvidar que tanto el método como las motivaciones, en
este caso, son mágico-religiosas, no científicas), muchos de estos seres mecánicos
creados por la pluma de los autores de siglo pasado y principios de éste son seres
espurios de ciencia ficción. Podría elaborarse todo un libro con tales relatos, y el
resultado sería deprimentemente monótono. En general, en tales relatos, el autómata
no es más que un recurso, una forma a través de la cual el autor quiere expresar sus
ideas, que son otras distintas. Si estas ideas no entran dentro de la filosofía de la
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ciencia ficción, el hecho de la presencia de un ser mecánico en el relato no significa
nada. He leído muchos de estos relatos algunos de autores conocidos, algunos
clasificados por la crítica como auténtica ciencia ficción, que no merecen este
calificativo. Sin que ello quiera decir, por supuesto, que no sean en sí estimables
relatos… de otro tipo.
Pero hay que reconocer que el autómata era un recurso fácil para el escritor de
ciencia ficción de esa época, como también lo era recurrir al mesmerismo. Por eso
abundan tanto. De hecho, no había, en el estadio de la ciencia de mediados del siglo
pasado, mucho donde elegir. El autor no disponía por aquel entonces de la inmensa
variedad de temas de que dispone el escritor de ciencia ficción de hoy. El ritmo del
cambio a su alrededor no era tan intenso como para permitirle una extrapolación de
altos vuelos. Ello hace precisamente que los relatos realmente importantes del género
de esa época lo sean aún más por el hecho de exigir un esfuerzo mucho más grande a
la imaginación de su creador. Vistos desde una perspectiva actual, pueden parecer a
veces ingenuos. Pero ello se debe a que a veces no sabemos leerlos como
corresponde. Para gozar enteramente de ellos hay que situarse en su contexto. Pensar
en la época en que fueron escritos, y colocarnos a su misma altura. Así será posible
extraer todo el jugo que rezuma de entre sus líneas, y absorberlo.
Para conseguir esto con mayor facilidad, los relatos que siguen a continuación
han sido dispuestos no por orden arbitrario o de preferencia del seleccionador, o por
orden alfabético, sino por orden estrictamente cronológico, según la fecha de su
primera publicación. Esto constituye dos ventajas adicionales para el lector. Por
supuesto, nadie puede impedirle que lea los relatos salteados, según su preferencia
personal, pero si sigue el mismo orden estricto del libro observará, en primer lugar,
que le resulta mucho más fácil situarse en el ambiente de la época en que ha sido
escrito cada uno de ellos e ir progresando lentamente hacia nuestro presente.
Efectuará, en cierto modo, una especie de viaje mental por el tiempo.
En segundo lugar, le permitirá observar con suma facilidad la evolución de la
ciencia ficción en esos setenta años que cubre la recopilación. Evidentemente, no se
escribía del mismo modo en 1850 que en 1910; al tiempo que cambian las cosas a
nuestro alrededor, también cambian los estilos de aquellos que quieren reflejar esas
cosas. La progresión ordenada a través de las páginas de este volumen permite
observar claramente el camino evolutivo seguido por el género desde sus albores a
mediados del siglo pasado hasta su eclosión.
Por supuesto, se ha prescindido deliberadamente, aquí, de dos nombres
importantes mencionados ya antes en esta misma introducción: Mary Shelley y Edgar
Allan Poe. Se ha hecho deliberadamente, por considerarlos, como se ha dicho antes,
fuera del objetivo del mismo, por su misma cualidad de precursores dentro de los
precursores. Quien desee añadirlos, sin embargo, puede acudir fácilmente a ellos a
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otras fuentes. Frankenstein, por supuesto, es una novela, y voluminosa además, e
indudablemente decepcionará, o desconcertará, o aburrirá a aquellos que tengan en su
mente la imagen visual de la obra que nos ha proporcionado el cine. No obstante, su
lectura puede ser una experiencia interesante. Quien desee algo más liviano puede
acudir mejor a la lectura de «El mortal inmortal» en la antología de Isaac Asimov Lo
mejor de la ciencia ficción del siglo XIX, fácilmente encontrable en el mercado
español en la edición de Martínez Roca o en la de la Biblioteca de Ciencia Ficción de
Ediciones Orbis. En cuanto a Poe, esta misma colección tiene editado un magnífico
volumen de La ciencia ficción de Edgar Allan Poe, donde se encuentra lo más
representativo de su obra que puede inscribirse dentro del género.
En esta recopilación se hallan representados, a mi juicio, todos los autores
importantes que tuvieron algo que decir dentro de la ciencia ficción en el período
abarcado, con lo mejor, a mi juicio (que no siempre es lo más representativo), de su
obra. Son en su mayor parte nombres conocidos también dentro de la literatura
general, porque gran número de escritores de esa época se sintieron atraídos por esas
nuevas posibilidades de expresión, y dejaron constancia de ello. No obstante, el lector
observará de inmediato que hay dos flagrantes omisiones, que no dudará en calificar
de escandalosas: Julio Verne y H. G. Wells. Ambos, efectivamente, deberían figurar
aquí. Y ambos en un lugar de honor. Su ausencia es deliberada. En primer lugar, el
propio hecho de su reconocida personalidad hace innecesaria la justificación de su
presencia; además, consideré superfluo aumentar el volumen de esta recopilación con
unos relatos que pueden hallarse fácilmente, en español, en múltiples ediciones. De
todos modos, el lector que desee completar el cuadro añadiéndole ambos autores
puede acudir a los volúmenes La ciencia ficción de Julio Verne y La ciencia ficción
de
H. G. Wells (este último en dos tomos), en la Biblioteca de Ciencia Ficción de
Ediciones Orbis, fácilmente asequible en el mercado. De Julio Verne recomiendo la
lectura de «El eterno Adán», que es el relato que, personalmente, hubiera incluido
aquí. Con H. G. Wells la cosa es un poco más difícil. Aconsejaría la lectura de todos
los relatos incluidos en los dos tomos (no tienen desperdicio), y que cada lector
escogiera el que él pondría en esta recopilación. Puede resultar un buen ejercicio.
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a su publicación, bajo una luz de gas (o de petróleo), simplemente porque aún no
tenían a su disposición nuestra cómoda luz eléctrica. Eso crea ya un
condicionamiento en la forma en que hay que enfocarlos. En nuestro supertecnificado
mundo de hoy, tal vez sea mucho pedir el que intenten reconstruir en lo posible este
ambiente original, y traten de leer este libro bajo una luz de gas, aunque sea la de una
lámpara de camping de butano. Pero sí pueden reconstruir este ambiente
mentalmente: cualquier buen lector de ciencia ficción tiene que ser capaz de ello.
Siéntense en un cómodo butacón; prendan su pipa, su cigarro o su cigarrillo (si
fuman); escancien una copa de oloroso coñac (si no son abstemios); y procuren que la
luz de lectura que les ilumine el libro sea, al menos, suave. Creen esta ilusión. Les
aseguro que disfrutarán mucho más de su lectura si se rodean de un ambiente
adecuado.
Ah. Y, cuando terminen de leerlo, no se olviden de apagar la luz. El gas, ya saben,
gasta malas pasadas.
Domingo Santos
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NATHANIEL HAWTHORNE
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Nathaniel Hawthorne, una de las figuras más descollantes de la literatura
estadounidense del siglo pasado, es conocido principalmente del público en general
por dos novelas: La letra escarlata (The Scarlet Letter, llevada varias veces a la
pantalla con éxito desigual), y La casa de los siete altillos (The House of the Seven
Cables), que fueron también las que le dieron la fama a su publicación. Nacido en
1804 en Salem, Massachusetts, un lugar de honda raigambre tanto puritana como
esotérica, y en donde su tatarabuelo fue uno de los jueces que participaron en los
célebres procesos por brujería del siglo XVII, Hawthorne se sintió atraído durante
toda su vida por ambos elementos. Y también por una vertiente de la literatura que
entronca directamente con lo que, casi un siglo más tarde, se llamaría ciencia
ficción, y que por aquel entonces era considerado simplemente como fantasía.
En la mayor parte de su obra se descubren elementos que entroncan directamente
con ambos géneros. En La letra escarlata, toda la trama gira en tomo a un
experimento médico secreto; en La casa de los siete altillos, es el hipnotismo y una
extraña enfermedad hereditaria. En sus relatos aparecen frecuentemente elementos
científicos (ortodoxos y heterodoxos), implicados en o dirigiendo la trama: el control
mesmérico, el elixir de la larga vida, la consecución de la vida artificial por métodos
científicos…
Tres de sus relatos cortos son considerados hoy como clásicos de la ciencia
ficción, que han influido decisivamente en su desarrollo a lo largo de todo el siglo
XIX. «La hija de Rappaccini» (The Rappaccini’s Daughter) es el más conocido por el
público español, y trata de los esfuerzos de un científico por librar a su única hija de
todos los males del mundo llenándola con todo tipo de secretas pociones, en cuyo
empeño es derrotado finalmente por su archirrival. En «La marca de nacimiento»
(The Birthmark), un genio solitario que ha inventado numerosas maravillas
científicas comete, tras su matrimonio, el fatal error de querer librar a su esposa de
la marca de nacimiento que tiene en su mejilla y que, según él, afea lo que podría ser
una belleza perfecta. Finalmente, en el relato ofrecido aquí, «El artista de lo bello»
(The Artist of the Beautiful, publicado por primera vez en junio de 1844 en la
Democratic Review), Hawthorne nos presenta la creación de una diminuta y
exquisita mariposa mecánica como un intento de alcanzar lo bello en substitución e
idealización del amor y el sexo, y la realización de su autor a través de su fracaso.
En estos tres relatos aparecen, claramente delimitadas, las mismas constantes
que influirían toda la obra global de Hawthorne. A lo largo de su vida, Hawthorne se
sintió obsesionado por una serie de temas que dejó claramente reflejados en su
literatura: la significación del pecado, la imperfección humana derivada del lastre
del pecado original, la búsqueda, casi siempre inútil, de la perfección, una absoluta
indiferencia ante los procesos sociales de su tiempo y una búsqueda incesante de una
sociedad mejor (Su novela La novela de Blithedale [The Blithedale Romance] es una
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espléndida utopía social); a lo largo de sus novelas y relatos desfilan en amplia
sucesión los médicos, químicos, físicos, mesmeristas, botánicos e inventores, en
busca todos ellos de un ideal que muchas veces, a la larga, resulta destructivo. Son
expuestas las más atrevidas y fantásticas teorías y relatados los más extravagantes
acontecimientos, pero todos ellos dotados siempre de una clara explicación
naturalista. Y este hecho es constante en toda su obra: a su muerte, ocurrida en
Plymouth en 1864, sus abundantes cuadernos de notas pusieron al descubierto una
gran cantidad de proyectos de obras de ciencia ficción, algunas de las cuales llegó a
realizar, pero muchas otras que quedaron inconclusas e incluso por iniciar.
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El artista de lo bello
Un hombre viejo, con su hermosa hija al brazo, paseaba por la calle, y emergió de
la penumbra del nublado atardecer a la luz que iluminaba el pavimento, procedente
del escaparate de una pequeña tienda. Era un escaparate saledizo; y en su interior
había colgados una gran variedad de relojes, baratos, de plata, y uno o dos de oro,
todos con sus esferas vueltas de espaldas a la calle, como si se negaran groseramente
a informar a los transeúntes de la hora que era. Sentado dentro de la tienda, de lado
con respecto al escaparate, su pálido rostro intensamente inclinado hacia algún
delicado mecanismo sobre el que se enfocaba la concentrada luz de una lámpara de
pantalla, había un joven.
—¿Qué estará haciendo Owen Warland? —murmuró el viejo Peter Hovenden,
relojero retirado y antiguo maestro de aquel joven sobre cuya ocupación se estaba
interrogando ahora—. ¿En qué se ocupa? Durante estos últimos seis meses nunca he
pasado junto a esta tienda sin verle trabajar tan intensamente como ahora. Diría que
sigue empeñado en su locura habitual de buscar el movimiento perpetuo; y conozco
lo suficiente mi antiguo oficio como para decir con toda seguridad que lo que le
ocupa ahora no forma parte de la maquinaria de un reloj.
—Quizá, padre —dijo Annie, sin mostrar mucho interés en la cuestión—, Owen
esté inventado un nuevo tipo de cronómetro. Estoy segura de que es lo bastante
ingenioso como para eso.
—¡Bah, muchacha! No posee el tipo de ingenio necesario para inventar nada
mejor que un juguete de hojalata —respondió su padre, que se había quejado a
menudo del genio irregular de Owen Warland—. ¡Su tipo de ingeniosidad es una
plaga! Todo lo que he visto que consiguiera con ella ha sido estropear la exactitud de
algunos de los mejores relojes de mi tienda.
¡Echaría el sol fuera de su órbita y alteraría todo el curso del tiempo si, como he
dicho antes, su ingenio pudiera atrapar algo mejor que el juguete de un niño!
—¡Calla, padre! ¡Te va a oír! —susurró Annie, apretando el brazo del viejo—. Su
oído es tan delicado como sus sentimientos; y sabes lo fácil que se alteran éstos.
Sigamos andando.
Así, Peter Hovenden y su hija Annie siguieron su camino sin más conversación,
hasta que en una calle lateral de la ciudad cruzaron la abierta puerta de la herrería.
Dentro podía verse la fragua, en aquellos momentos llameante e iluminando el alto y
polvoriento techo, ahora confinando su resplandor a los estrechos límites del suelo
cubierto de carbón, según el aliento de los fuelles fuera impulsado hacia fuera o
inhalado de nuevo a sus enormes pulmones de cuero. En los intervalos de brillante
fuego era fácil distinguir los objetos en los rincones más alejados del local y las
herraduras que colgaban de la pared; en el momentáneo resplandor apagado, el fuego
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parecía relumbrar en medio de la vaguedad de un espacio no cerrado. En medio de
aquel rojo brillar y aquella semipenumbra alternativa se movía la figura del herrero,
digna de ser contemplada en un aspecto tan pintoresco de luz y sombra, donde el
brillante resplandor luchaba con la oscuridad de la noche como si cada uno robara sus
fuerzas del otro. De tanto en tanto sacaba una barra de hierro al rojo blanco de entre
los carbones, la colocaba sobre el yunque, alzaba su poderoso brazo, y pronto se veía
envuelto por las miríadas de chispas que los golpes de su martillo esparcían en la
penumbra de su alrededor.
—Bien, ésa sí es una visión agradable —dijo el viejo relojero—. Sé lo que es
trabajar el oro; pero si me das a elegir, me quedo con el trabajo del hierro. El herrero
trabaja sobre la realidad. ¿Qué dices tú, Annie, hija?
—Por favor, no hables tan alto, padre —susurró Annie— Robert Danforth te oirá.
—¿Y qué si me oye? —dijo Peter Hovenden—. Lo digo de nuevo: es algo bueno
y completo depender de la fuerza y de la realidad, y ganarse el pan con el recio y
desnudo brazo de un herrero. Un relojero acaba con el cerebro descentrado trabajando
siempre con sus ruedas dentro de ruedas, o pierde la salud o la vista, como fue mi
caso, y se encuentra a mediana edad, o un poco después, incapaz de seguir llevando a
cabo su oficio, y no sirve para nada más, y no ha ganado lo suficiente como para vivir
con comodidad el resto de su vida. Así que te lo digo de nuevo: dame fuerza bruta a
cambio de mi dinero. ¡Y luego, cómo aleja las malas ideas de un hombre! ¿Has oído
de algún herrero que sea tan estúpido como lo es ese Owen Warland?
—¡Bien dicho, tío Hovenden! —gritó Robert Danforth desde la fragua, con una
voz llena, profunda y alegre que hizo resonar el techo—. ¿Y qué dice la señorita
Annie de esa doctrina? Ella, supongo, pensará que es un negocio mucho más gentil
trastear con el reloj de una dama que forjar una herradura o hacer una verja de hierro.
Annie empujó a su padre hacia delante sin darle tiempo de replicar.
Pero debemos regresar a la tienda de Owen Warland, y dedicar un poco más de
meditación sobre su historia y carácter que la que Peter Hovenden, o probablemente
su hija Annie, o el viejo compañero de colegio de Owen, Robert Danforth, le
hubieran dedicado a un tema de apariencia tan baladí. Desde la época en que sus
pequeños dedos fueron capaces de coger un cortaplumas, Owen se hizo notar por su
delicada ingeniosidad, que a veces producía hermosas formas en madera,
principalmente figuras de flores y pájaros, y a veces parecía apuntar a los ocultos
misterios de los mecanismos. Pero siempre era con una finalidad de gracia, y nunca
con ninguna burla de la utilidad. No construía, como la mayoría de los artesanos
escolares, pequeños molinos de viento en el ángulo de una granja o molinos de agua
junto al vecino arroyo. Aquellos que descubrieron tal peculiaridad en el muchacho,
hasta el punto de pensar que valía la pena observarle de cerca, vieron en ocasiones
razón para suponer que estaba intentando imitar los hermosos movimientos de la
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Naturaleza tal como se hallan ejemplificados en el vuelo de los pájaros o la actividad
de los pequeños animales. De hecho, parecía un nuevo desarrollo del amor a lo
hermoso, como el que hubiera podido hacer de él un poeta, un pintor o un escultor, y
que se hallaba completamente refinado de la bastedad utilitaria que invadía
cualquiera de las bellas artes. Contemplaba con singular desagrado los rígidos y
regulares procesos de los mecanismos vulgares. Cuando en una ocasión fue llevado a
ver una máquina de vapor, con la esperanza de que su intuitiva comprensión de los
principios mecánicos se viera gratificada, se volvió pálido y se puso enfermo, como si
le hubiera sido mostrado algo monstruoso e innatural. Su horror se debió en parte al
tamaño y la terrible energía de aquella cosa de hierro; porque el carácter de la mente
de Owen era microscópico, y tendía por su natural a lo diminuto, de acuerdo con la
diminuta constitución y el maravilloso y delicado poder de sus dedos. Eso no
significaba que su sentido de la belleza se viera disminuido a un sentido de simple
hermosura de lo pequeño. La idea de la belleza no tenía ninguna relación con el
tamaño, y podía desarrollarse tan perfectamente en un espacio demasiado diminuto
como para poder ser examinado sin ayuda de un microscopio que dentro del amplio
arco celeste por el que se mide el arco iris. Pero, en cualquier caso, esa característica
pequeñez de sus objetos y logros hacía que el mundo fuera aún más incapaz de lo que
lo hubiera sido en otras circunstancias de apreciar el genio de Owen Warland. Los
familiares del muchacho no vieron nada mejor —y quizá no lo hubiera— que ponerlo
a trabajar de aprendiz de relojero, con la esperanza de que su extraña ingeniosidad
pudiera ser así regulada y centrada hacia una finalidad útil.
La opinión de Peter Hovenden de su aprendiz ya ha sido expresada. No podía
hacerse nada con el muchacho. Owen, eso es cierto, era inconcebiblemente rápido en
captar los misterios de la profesión; pero olvidaba por completo o simplemente
desdeñaba el gran objetivo del oficio de relojero, y la medición del tiempo le
importaba menos que si se hallara mezclado con la eternidad. Sin embargo, mientras
permaneció al cuidado de su viejo maestro, la falta de robustez de Owen hizo posible,
a través de estrictas amonestaciones y una severa vigilancia, refrenar su excentricidad
creativa dentro de unos límites; pero cuando terminó su aprendizaje, y se hizo cargo
de la pequeña tienda de Peter Hovenden cuando la pérdida de la vista de éste le
obligó a abandonarla, la gente no tardó en darse cuenta de lo poco adecuado que era
Owen Warland para conducir al viejo y ciego Padre Tiempo a lo largo de su camino
diario. Uno de sus proyectos más racionales fue conectar una operación musical a la
maquinaria de sus relojes, de modo que todas las duras disonancias de la vida se
afinaran, y cada aleteante momento cayera al abismo del pasado en doradas gotas de
armonía. Si le era entregado a reparar un reloj familiar —uno de esos altos y antiguos
relojes que han crecido casi aliados a la naturaleza humana tras medir la vida de
muchas generaciones—, se ocupaba de disponer una danza o procesión funeral de
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figuras a lo largo de su venerable esfera, representando las doce alegres o
melancólicas horas. Varios arreglos de este tipo destruyeron completamente el crédito
del joven relojero ante esa clase de gente firme y práctica que sostenía la opinión de
que el tiempo no es algo con lo que pueda juguetearse, ya sea considerado como un
medio de avance y prosperidad en este mundo o de preparación para el siguiente. Su
clientela disminuyó rápidamente…, una desgracia, sin embargo, que probablemente
fue considerada como lo mejor que podía pasarle por un Owen Warland que cada vez
se sentía más y más absorto en una ocupación secreta que requería toda su ciencia y
destreza manual, y que además empleaba al completo todas las tendencias
características de su genio. Su ocupación había consumido ya varios meses.
Después de que el viejo relojero y su hermosa hija le hubieran observado desde la
oscuridad de la calle, Owen Warland se vio sacudido por un temblor nervioso que
hizo que sus manos fueran incapaces de seguir con una labor tan delicada como la
que estaban haciendo en aquellos momentos.
—¡Era Annie en persona! —murmuró—. Hubiera debido saberlo, por el latir
alocado de mi corazón, antes de oír la voz de su padre. ¡Ah, cómo late! Esta noche ya
no seré capaz de seguir trabajando en este exquisito mecanismo. ¡Annie! ¡Mi
queridísima Annie! Deberías proporcionar firmeza a mi corazón y a mi mano, y no
hacerlos temblar de este modo; porque si lucho para crear y dar forma y movimiento
al espíritu de la belleza, es sólo por ti. ¡Oh, pulsante corazón, tranquilízate! Si mi
trabajo se ve así interrumpido, sufriré sueños vagos e insatisfechos, que me dejarán
desanimado mañana.
Mientras se preparaba para reanudar su tarea, la puerta de la tienda se abrió y dio
paso nada menos que a la recia figura de Peter Hovenden se había detenido a admirar,
contemplándola entre la luz y la sombra de la herrería. Robert Danfort le traía el
pequeño yunque, de construcción peculiar, que había fabricado siguiendo las
instrucciones del joven artista. Owen caminó el artículo, y convino en que había sido
elaborado según sus deseos.
—Bueno, sí —dijo Robert Danforth, llenando con su fuerte voz toda la tienda
como con el sonido de un contrabajo—. Me considero tan bueno como cualquier otro
en mi negocio; aunque haría un triste papel en el tuyo con unos puños como éstos —
añadió riendo, mientras depositaba su enorme mano al lado de la delicada de Owen
—. ¿Pero y qué? Pongo más fuerza en un solo golpe de mi martillo que toda la que tú
hayas empleado desde que eras aprendiz. ¿No es cierto?
—Muy probablemente —respondió la suave y delicada voz de Owen—. La
fuerza es un monstruo terrestre. No me hago pretensiones con respecto a ella. Mi
fuerza, sea cual sea, es completamente espiritual.
—Bien, pero, Owen, ¿a qué te dedicas ahora? —preguntó su viejo compañero de
escuela, de nuevo con un tal volumen de voz que hizo que el artista se encogiera
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ligeramente, en especial porque la pregunta se relacionaba con un tema tan sagrado
como el sueño que absorbía toda su imaginación—. La gente va diciendo por ahí que
intentas descubrir el movimiento perpetuo.
—¿El movimiento perpetuo? ¡Tonterías! —replicó Owen Warland, con una
agitación de disgusto; porque estaba lleno de pequeños malhumores—. Eso jamás
podrá ser descubierto. Es un sueño que puede engañar a los hombres cuyas mentes se
hallan apresadas por la materia, pero no a mí. Además, si tal descubrimiento fuera
posible, no tendría ningún valor para mí, puesto que solamente serviría para cubrir las
necesidades que ahora se realizan mediante la energía del vapor y del agua. No siento
la ambición de ser honrado con la paternidad de un nuevo tipo de máquina para
trabajar el algodón.
—¡Eso ya sería bastante curioso! —exclamó el herrero, lanzando una carcajada
tan estentórea que el propio Owen y las campanas de cristal de su mesa de trabajo se
estremecieron al unísono—. ¡No, no, Owen! Ninguna de tus obras tendrá
articulaciones y tirantes de hierro. Bien, no te entretengo más. Buenas noches, Owen,
y éxito; y si necesitas mi ayuda, en lo que a un buen golpe de martillo sobre el
yunque se refiere, me tienes a tu disposición.
Y, con otra risotada, el fornido hombre abandonó la tienda.
—Qué extraño resulta— murmuró Owen Warland para sí mismo, apoyando la
cabeza en su mano —que todas mis meditaciones, mis resoluciones, mi pasión por lo
hermoso, mi conciencia de la energía necesaria para crearlo, una energía más fina,
más etérea, de lo que ese gigante terrestre puede llegar a concebir…, todo, todo
parezca tan vano y ocioso cuando mi camino se cruza con el de Robert Danforth.
Acabaría volviéndome loco si lo encontrara a menudo. Su enorme fuerza bruta
oscurece y confunde el elemento espiritual que hay dentro de mí; pero yo también
seré fuerte, a mi manera. No cederé ante él.
Tomó de debajo de una campana de cristal una pieza que colocó bajo la
condensada luz de su lámpara, y, observándola atentamente a través de una lente de
aumento, se puso a trabajar con un delicado instrumento de acero. Al cabo de un
instante, sin embargo, se dejó caer hacia atrás en su silla y unió las manos, con una
expresión tal de horror en su rostro que hizo que sus delicados rasgos se volvieran tan
impresionantes como los del gigante que acababa de marcharse.
—¡Cielos! ¿Qué he hecho? —exclamó—. El vapor, la influencia de esa fuerza
bruta…, me ha desconcertado y ha oscurecido mi percepción. He dado el golpe, el
golpe fatal, que he estado temiendo desde un principio. Todo ha terminado: los
esfuerzos de meses, el objetivo de mi vida. ¡Estoy arruinado!
Y se quedó sentado allí, en extraña desesperación, hasta que su luz empezó a
vacilar y finalmente sumió al Artista de lo Bello en la oscuridad.
Así es como las ideas, que se desarrollan dentro de la imaginación y aparecen de
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una forma tan encantadora y con un valor más allá de todo lo que el hombre puede
llamar valioso, se ven expuestas a ser despedazadas y aniquiladas por el contacto con
lo práctico. Es un requisito para el artista ideal poseer una fuerza de carácter que
parece difícilmente compatible con su delicadeza; debe mantener su fe en sí mismo
mientras el mundo incrédulo lo asalta con su absoluto escepticismo; debe permanecer
firme contra la humanidad y ser su propio discípulo, tanto respecto a su genio como a
los objetos a los que es dirigido.
Durante un tiempo Owen Warland sucumbió a esta severa pero inevitable prueba.
Pasó algunas deprimentes semanas con su cabeza tan constantemente apoyada entre
sus manos que la gente de la ciudad apenas tenía oportunidad de ver su rostro.
Cuando finalmente se remontó de nuevo a la luz del día, era perceptible en él un
frío, oscuro e innombrable cambio. En opinión de Peter Hovenden, sin embargo, y de
ese otro orden de sagaces comprensivos que piensan que la vida debe ser regulada,
como un reloj, con contrapesos de plomo, la alteración fue enteramente a mejor. De
hecho, ahora, Owen se aplicaba a su trabajo con obcecada industria. Era maravilloso
observar la obtusa gravedad con la que inspeccionaba las ruedas de un enorme y viejo
reloj de plata; encantando así a su propietario, en cuya faltriquera se había ido
desgastando hasta convertirse en una porción de su propia vida, por lo que se sentía
consecuentemente celoso de su trato. A resultas de la buena fama así
adquirida, Owen Warland fue invitado por las autoridades correspondientes a
regular el reloj de la torre de la iglesia. Lo hizo de un modo tan admirable en aquel
asunto de interés público, que los comerciantes admitieron a regañadientes sus
méritos en la Bolsa; la enfermera susurró sus alabanzas hacia él mientras
administraba su poción a la hora exacta en la habitación del enfermo; el amante lo
bendijo a la hora de la cita convenida; y la ciudad en general le dio las gracias a
Owen por la puntualidad a la hora de la cena. En una palabra, el grávido peso sobre
su espíritu puso todas las cosas en orden, no simplemente dentro de su propio
sistema, sino en todas partes donde eran audibles los acentos de hierro del reloj de la
iglesia. Era un detalle, mínimo pero característico de su actual estado, el que, cuando
se dedicaba a grabar nombres o iniciales en las cucharas de plata, escribiera ahora las
letras necesarias en el estilo más simple posible, eludiendo toda la variedad de
caprichosas florituras que hasta entonces habían distinguido su trabajo en aquel
aspecto.
Un día, durante la época de su feliz transformación, el viejo Peter Hovenden
acudió a visitar a su antiguo aprendiz.
—Bien, Owen —dijo—, me alegra oír tan buenas cosas acerca de ti en todas
partes, y especialmente en el reloj de la ciudad, que te recomienda cada hora de las
veinticuatro. Sólo líbrate de tu estúpida obsesión hacia la belleza, que ni yo ni nadie,
ni tú creo, podrá comprender jamás…, sólo líbrate de eso, y tu éxito en la vida es tan
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seguro como la luz del día. De hecho, si sigues de este modo, incluso me atrevería a
dejar que repararas este precioso y antiguo reloj mío; que es lo único de valor,
excepto mi hija Annie, que poseo en el mundo.
—Difícilmente me atrevería a tocarlo, señor —respondió Owen con tono
deprimido; porque se sentía abrumado por la presencia de su viejo maestro.
—A su tiempo —dijo este último—; a su tiempo, serás capaz de ello.
El viejo relojero, con la libertad que era consecuencia natural de su anterior
autoridad, se dedicó a inspeccionar el trabajo que tenía Owen entre manos en
aquellos momentos, junto con otros asuntos en desarrollo. El artista, mientras tanto,
apenas era capaz de alzar la cabeza. No había nada tan opuesto a su naturaleza como
la fría y no imaginativa sagacidad de aquel hombre cuyo contacto todo se veía
convertido en un sueño excepto la más densa materia del mundo físico. Owen gruñó
en espíritu y rezó fervientemente por verse libre de él.
—¿Pero qué es esto? —exclamó de pronto Peter Hovenden, alzando una
polvorienta campana de cristal, bajo la que había algo mecánico, tan delicado y
minúsculo como el sistema de la anatomía de una mariposa—. ¿Qué tenemos aquí?
¡Owen! ¡Owen! Hay brujería en estas pequeñas cadenas, y ruedas, y paletas. ¡Mira!
Con mi índice y mi pulgar voy a librarte de todo futuro peligro.
—Por el amor de Dios —exclamó Owen Warland, saltando en pie con una
sorprendente energía—, ¡si no quiere volverme loco, no toque esto! La más ligera
presión de su dedo lo arruinaría para siempre.
—¡Ajá, joven! ¿Así que es eso? —dijo el viejo relojero, mirándole con la
suficiente penetración como para torturar el alma de Owen con la amargura de la
crítica mundana—. Bien, sigue tu propio rumbo; pero te advierto que en esta pequeña
pieza mecánica vive tu espíritu del mal. ¿Debo exorcizarlo?
—Usted es mi espíritu del mal —respondió Owen, muy excitado—. ¡Usted y el
duro y vulgar mundo! Los plomizos pensamientos y el desaliento que arroja usted
sobre mí son mis obstáculos, de otro modo ya hubiera terminado la tarea para la que
fui creado.
Peter Hovenden agitó la cabeza, con la mezcla de desdén e indignación con que la
humanidad, de la cual era en parte representante, se cree autorizada a abrumar a todos
los simples que ven otras recompensas aparte del polvo a lo largo del camino. Luego
se fue, con un dedo alzado y una mueca burlona en su rostro que atormentó los
sueños del artista durante varias de las noches siguientes. En el momento de la visita
de su viejo maestro, Owen estaba probablemente a punto de emprender de nuevo la
tarea que había abandonado; pero, tras aquel siniestro suceso, se vio devuelto al
estado del cual había emergido lentamente.
Pero la tendencia innata de su alma había ido acumulando nuevo vigor durante su
aparente indolencia. A medida que avanzaba el verano, abandonó casi totalmente su
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negocio, y permitió que el Padre Tiempo, hasta donde el viejo caballero era
representado por los relojes bajo su control, se extraviara al rizar a través de la vida
humana, creando una infinita confusión entre el tren de desconcertadas horas.
Desperdiciaba la luz del sol, como decía la gente, vagando por entre los bosques y
campos y a lo largo de las orillas de los arroyos. Allá, como un niño, hallaba
diversión en perseguir a las mariposas u observar el movimiento de los insectos
acuáticos. Había algo realmente misterioso en la intensidad con la que contemplaba
aquellas cosas juguetonas mientras eran arrastradas por la brisa o examinaba la
estructura de un insecto imperial al que había aprisionado. La caza de mariposas era
un buen emblema de la persecución ideal a la que había dedicado tantas horas
doradas; pero ¿llegaría la idea de la belleza a ser atrapada alguna vez por su mano,
como la mariposa que la simbolizaba? Dulces, indudablemente, fueron aquellos días,
y afines al alma del artista. Estaban llenos de brillantes concepciones, que
resplandecían a través de su mundo intelectual como resplandecían las mariposas a
través de la atmósfera exterior, y eran reales para él, por el momento, sin el afán, y la
perplejidad, y las muchas decepciones de intentar hacerlos visibles al ojo de los
sentidos. Porque el artista, ya sea en la poesía o en cualquier otro material, puede no
sentirse contento con la alegría interior de lo bello, sino verse impulsado a perseguir
el aleteante misterio más allá del límite de su dominio etéreo, y aplastar su frágil ser
al atraparlo con un apretón material. Owen Warland sentía el impulso de dar realidad
externa a sus ideas de una forma tan irresistible como cualquiera de los poetas o
pintores que han ataviado el mundo con una belleza más débil y amortiguada,
imperfectamente copiada de la riqueza de sus visiones La noche era ahora el
momento para el lento progreso de recrear la idea a la que su actividad intelectual Se
abocaba, Siempre, al anochecer, volvía a la ciudad, (se encerraba en su tienda, y
trabajaba con paciente delicadeza durante muchas horas seguidas). A veces era
sorprendido por la llamada del sereno que, cuando todo el mundo debía estar
durmiendo, captaba el resplandor de su lámpara a través de los intersticios de las
contraventanas de Owen Warland. La luz del día parecía constituir para la mórbida
sensibilidad de su mente una intrusión que interfería con sus propósitos. En los días
nublados inclementes, sin embargo, se sentaba con la cabeza entre la manos, como si
embozara, por así decirlo, su sensible cerebro en una niebla de indefinidas
meditaciones; porque era un alivio escapar de la acusada nitidez con que se veía
impulsado modelar sus pensamientos durante su trabajo nocturno.
Fue despertado de uno de aquellos accesos de torpor por la entrada de Annie
Hovenden, que penetró en la tienda con la libertad de un cliente y también con algo
de la familiaridad de una amiga de la infancia. Había agujereado accidentalmente mi
dedal de plata, y deseaba que Owen lo reparara.
—Pero no sé si querrás condescender a realizar una tarea así —dijo, riendo—,
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ahora que estás tan absorto en la idea de proporcionarle espíritu a la maquinaria.
—¿De dónde has sacado esa idea, Annie? —dijo Owen, sobresaltado por la
sorpresa.
—Oh, de mi propia cabeza —respondió ella—, y de algo que oí decirte, hace
mucho tiempo, cuando no eras más que un muchacho y yo una chiquilla. Pero vamos;
¿arreglarás ese pobre dedal mío?
—Cualquier cosa que me pidas, Annie —dijo Owen Warland—; cualquier cosa,
aunque fuera ir a trabajar a la fragua de Robert Danforth.
—¡Eso valdría la pena verlo! —exclamó alegremente Annie, mirando con
imperceptible ironía la pequeña y delgada figura del artista—. Bien; aquí tienes el
dedal.
—Pero es una idea extraña —dijo Owen—, ésa tuya acerca de la espiritualización
de la materia.
Y entonces penetró en su mente la idea de que aquella joven muchacha poseía el
don de comprenderle mejor que todo el resto del mundo que les rodeaba. ¡Y qué
ayuda y fuerza significarían para él, en su solitario trabajo, si pudiera ganarse la
simpatía del único ser al que amaba! En las personas cuyas metas se hallan aisladas
de los negocios comunes de la vida —que van por delante de la humanidad o están
apartadas de ella—, se produce a menudo una sensación de frío moral que hace que el
espíritu se estremezca como si hubiera alcanzado las heladas soledades en torno al
polo. El pobre Owen Warland sentía lo mismo que podían sentir el profeta, el poeta,
el reformador, el criminal, o cualquier hombre con ansias humanas, pero separado de
la multitud por su misma peculiaridad.
—Annie —exclamó, volviéndose tan pálido como la muerte ante el pensamiento
—, ¡cuánto me gustaría contarte el secreto de mi búsqueda! Creo que tú lo estimarías
como corresponde. Tú, lo sé, escucharías con una reverencia que no puedo esperar
del duro mundo material.
—¿Por qué no? ¡Claro que lo haría! —respondió Annie Hovenden, riendo
ligeramente—. Vamos; explícame rápidamente cual es el significado de esta pequeña
perinola, tan delicadamente forjada que podría ser un juguete para la reina Mab.
¡Mira! La pondré en movimiento.
—¡Alto! —exclamó Owen—. ¡Detente!
Annie apenas había conseguido establecer el más ligero contacto posible, con la
punta de una aguja, a la misma diminuta porción de complicada maquinaria que ha
sido mencionada más de una vez, cuando el artista la sujetó por la muñeca con una
fuerza que le hizo lanzar un fuerte grito. Se sintió asustada por la convulsión de
intensa rabia y angustia que frunció los rasgos de Owen. Al instante siguiente él
hundió la cabeza entre las manos.
—Vete, Annie —murmuró—; me he engañado a mí mismo, y debo sufrir por ello.
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Anhelaba simpatía, y pensé, y deseé, y soñé, que tú podrías dármela; pero careces del
talismán, Annie, que te permitiría ser admitida en mis secretos. ¡Ese toque tuyo ha
arruinado el trabajo de meses y el pensamiento de toda una vida! No fue culpa tuya,
Annie; ¡pero me has arruinado!
¡Pobre Owen Warland! Se había equivocado realmente, aunque era perdonable;
porque si cualquier ser humano podía reverenciar lo suficiente aquel proceso tan
sagrado para sus ojos, éste sólo podía ser una mujer. Incluso Annie Hovenden,
probablemente, hubiera podido no decepcionarle si hubiera estado iluminada por la
profunda inteligencia del amor.
El artista transcurrió el invierno siguiente de una forma que satisfizo a todas las
personas que hasta entonces habían mantenido la opinión de que estaba real e
irrevocablemente condenado a la inutilidad con respecto al mundo, y a un mal destino
para sí mismo. La muerte de un familiar le situó en posesión de una pequeña
herencia. Libre así de la necesidad de trabajar, y habiendo perdido la firme influencia
de una gran meta —grande, al menos, para él—, se abandonó a unos hábitos que
supuestamente eran ajenos a la delicadeza de su construcción. Pero, cuando la
porción etérea de un hombre de genio se ve oscurecida, la parte terrenal asume una
influencia más; más incontrolable, porque el personaje queda ahora desequilibrado
con respecto al ajuste que tan cuidadosamente había efectuado la Providencia, y que,
en las naturalezas más vulgares, es ajustado por algún otro método. Owen Warland
probó todas las bendiciones que pueden hallarse en la rebelión. Miró el mundo a
través del medio dorado del vino, y contempló las visiones que tan alegremente
burbujean en torno al borde del vaso, que pueblan el aire con formas de placentera
locura pero que pronto se vuelven fantasmales y son olvidadas. Incluso después de
que ese deplorable e inevitable cambio tuviera lugar, el joven pudo seguir bebiendo
de la copa de los encantamientos, aunque sus vapores sólo amortajaban su vida de
tristeza y llenaban esa tristeza con espectros que se burlaban de él. Había un cierto
fastidio del espíritu que, por el hecho de ser real, y de que el artista era ahora
consciente de su más profunda sensación, se volvía más intolerable que las más
fantásticas miserias y horrores que el abuso del vino podía convocar. En el último
caso podía recordar, incluso en medio de la bruma de su trastorno, que todo no era
más que ilusión; en el primero, la pesada angustia era su vida real.
Fue redimido de aquel peligroso estado por un incidente que fue presenciado por
más de una persona, pero del cual ni siquiera los más listos pudieron explicar o
conjeturar la forma en que operó sobre la mente de Owen Warland. Fue muy simple.
Durante una cálida tarde de primavera, mientras el artista estaba sentado en compañía
de sus amigos de juerga con un vaso de vino ante él, una espléndida mariposa penetró
por la abierta ventana y revoloteó en torno a su cabeza.
—Ah —exclamó Owen, que había bebido abundantemente—, ¿estás viva de
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nuevo, hija del sol y compañera de juegos de la brisa del verano, después de tu
decepcionante siesta del invierno? ¡Entonces ya es hora de que me ponga a trabajar
de nuevo!
Y, dejando su vaso sin apurar sobre la mesa, se fue, y no se supo que volviera a
probar otra gota de vino.
Y entonces, de nuevo, reanudó sus vagabundeos por los bosques y los campos.
Cabría pensar que la brillante mariposa, que había penetrado como un espíritu por la
ventana en el momento en que Owen permanecía sentado con sus rudos compañeros,
era de hecho un espíritu encargado de recordarle la vida pura, ideal, que lo había
alzado tan etéreamente por encima de los hombres. Cabría suponer que salió a buscar
este espíritu en sus soleadas cazas; porque de nuevo, como en el verano anterior, fue
visto detenerse suavemente allá donde una mariposa había iniciado su revoloteo, y
perderse en su contemplación. Cuando alzaba el vuelo, sus ojos seguían la alada
visión, como si esa aérea imagen le mostrara el camino hacia el cielo. ¿Pero cuál
podía ser la finalidad del trabajo fuera de temporada que reanudó de nuevo, como
pudo atestiguar el sereno por las líneas de luz que se filtraban por las rendijas de las
contraventanas de Owen Warland? La gente de la ciudad tenía una explicación
general para todas esas singularidades. ¡Owen Warland se había vuelto loco! ¡Qué
universalmente eficaz —qué satisfactorio también, y qué apaciguador para la
sensibilidad herida de la estrechez y la mediocridad— es este fácil método de
explicar todo lo que yace más allá de los límites más vulgares del mundo! Desde los
días de San Pablo hasta los de nuestro pobre pequeño Artista de lo Bello, el mismo
talismán ha sido aplicado a la elucidación de todos los misterios en las palabras o los
actos de los hombres que hablan o actúan demasiado sabiamente o demasiado bien.
En el caso de Owen Warland, el juicio de la gente de su ciudad tal vez fuera correcto.
Quizás estaba loco. La falta de simpatía —ese contraste entre él mismo y sus vecinos
que eliminaba la restricción de ejemplo— era suficiente para convertirlo en loco. O
posiblemente todo se debía a que había captado tanta radiación etérea que se había
visto aturdido, en un sentido terrenal, por su entremezclarse con la común luz del día.
Una tarde, cuando el artista había regresado de uno de sus acostumbrados
vagabundeos y acababa de arrojar el brillo de su lámpara sobre la delicada pieza de
trabajo tan a menuda interrumpido, pero vuelto a reanudar de nuevo, como si el
destino estuviera encarnado en aquel mecanismo, se vio sorprendido por la entrada
del viejo Peter Hovenden. Owen nunca recibía a aquel hombre sin un
estremecimiento de su corazón. De todo el mundo, él era el más terrible, en razón de
la comprensión tan clara de todo lo que veía y de su absoluta incredulidad ante todo
lo que no veía. En aquella ocasión, el viejo relojero sólo tenía una o dos palabras que
decir.
—Owen, muchacho —le dijo—, debemos verte en mi casa mañana por la noche.
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El artista empezó a murmurar alguna excusa.
—Oh, pero tienes que venir —insistió Peter Hovenden—, en recuerdo de los días
en que tú formabas parte de la casa. ¡Vamos, muchacho! ¿No sabes que mi hija Annie
se ha comprometido con Robert Danforth? Vamos a celebrar una fiesta, a nuestra
humilde manera, para conmemorar el acontecimiento.
—¡Ah! —dijo Owen.
Aquel pequeño monosílabo fue todo lo que pronunció; el tono pareció frío y
despreocupado a un oído como el de Peter Hovenden; y, sin embargo, había en él más
que el sofocado grito del corazón del pobre artista, que había reprimido dentro de sí
como un hombre reteniendo un espíritu del mal. Sin embargo, se permitió un pequeño
arrebato, imperceptible para el viejo relojero. Alzando el instrumento con el que
estaba a punto de empezar su trabajo, lo dejó caer sobre el pequeño sistema de
maquinaria que, de nuevo, le había costado meses de pensamientos y esfuerzo
construir. ¡Quedó destrozado por el golpe!
La historia de Owen Warland no hubiera sido una representación tolerable de la
turbada vida de aquellos que luchan por crear lo bello si, entre todas las demás
influencias adversas, no se hubiera interpuesto el amor para privar a su mano de la
habilidad necesaria. Exteriormente, nunca había sido un amante ardiente y
emprendedor; la carrera de su pasión había confinado sus tumultos y vicisitudes tan
enteramente dentro de la imaginación del artista, que Annie apenas había tenido de
ella la intuitiva percepción de una mujer; pero, desde el punto de vista de Owen,
cubría todo el campo de su vida. Olvidado el tiempo en que ella se había mostrado
incapaz de cualquier respuesta profunda, había persistido, conectando todos sus
sueños de éxito artístico con la imagen de Annie; ella era la forma visible en que se
manifestaban, para él, el poder espiritual que veneraba y en cuyo altar esperaba rendir
una ofrenda no exenta de valor. Por supuesto, se había engañado a sí mismo; no había
en Annie Hovenden atributos tales como la imaginación con que la había adornado.
Ella, en el aspecto que tenía para su visión interna, era tanto una criatura propia de él
como la misteriosa pieza de maquinaria que sería alguna vez si conseguía realizarla.
Si se hubiera convencido de su error a través del éxito en el amor —si se hubiera
ganado a Annie para sí, y en consecuencia la hubiera transformado de ángel en mujer
normal—, la decepción le hubiera hecho retirarse, con concentrada energía, hacia el
único objeto que le quedaba. Por otra parte, si hubiera hallado en Annie lo que
anhelaba, su hallazgo hubiera sido tan rico en belleza que por su mera redundancia
hubiera podido forjar lo bello en algo mucho más valioso de aquello en lo que había
estado trabajando; pero la forma en que su dolor llegó hasta él, la sensación de que el
ángel de su vida le había sido arrebatado y entregado a un hombre rudo de tierra y
hierro, que no lo necesitaba ni lo apreciaría nunca…, aquello representaba la
perversidad absoluta del destino que lince que la existencia humana parezca
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demasiado absurda y contradictoria para ser la escena de otra esperanza u otro temor.
Nada le quedaba a Owen Warland excepto sentarse como un hombre que ha quedado
aturdido.
Atravesó un período de enfermedad. Tras recuperarse, su pequeña y delgada
figura adquirió una obtusa abundancia de carnes que jamás antes había poseído. Sus
flacas mejillas se redondearon; su pequeña y delicada mano, tan espiritualmente
modelada para realizar tareas exquisitamente mágicas, se hizo más rolliza que la
mano de un bebé saludable. Su aspecto adquirió un aspecto infantil que inducia a
cualquier desconocido a darle unas palmadas en la cabeza…, deteniéndose, sin
embargo, en el momento de hacerlo, para preguntarse qué clase de niño era aquél. Era
como si el espíritu le hubiera abandonado, dejando que el cuerpo floreciera en una
especie de existencia vegetal. Eso no quería decir que Owen Warland se hubiera
idiotizado. Podía hablar, y no irracionalmente. Un poco charlatán por cierto, empezó
a pensar la gente; porque era capaz de pronunciar discursos de interminable longitud
acerca de las maravillas de los mecanismos que había leído en los libros, pero que
había empezado a considerar como absolutamente fabulosos. Entre ellos enumeró el
Hombre de Bronce, construido por Alberto Magno, y la Cabeza de Bronce de fray
Bacon; y, avanzando hacia tiempos más actuales, el autómata de una pequeña carroza
y sus caballos que se pretendía que había sido construida por el Delfín dé Francia;
junto con un insecto que zumbaba junto a tu oído. Como una mosca viva, y que sin
embargo no era más que un ingenio de diminutos muelles de acero. Había también
una historia acerca de un pato que anadeaba, y graznaba, y comía; pese a lo cual, si
algún honesto ciudadano lo compraba para su cena, descubriría que había sido
engañado con la simple apariencia mecánica de un pato.
—Pero estoy seguro —decía Owen Warland— de que todos estos relatos son
meras supercherías.
Luego, de una forma misteriosa, confesaba que había habido un tiempo en que él
había pensado de modo distinto. En sus ociosos y soñadores días había considerado
posible, en cierta sentido, espiritualizar la maquinaria, y combinarla con las nuevas
especies de vida y movimiento, produciendo así una belleza que alcanzaría el ideal
que la Naturaleza se había propuesto para sí misma en todas sus criaturas, pero que
nunca se había tomado la molestia de conseguir. Sin embargo, no parecía tener una
percepción muy clara del proceso de conseguir este objetivo o del diseño en sí.
—Lo he tirado todo —decía—. Era un sueño como ésos con los que siempre se
engañan los jóvenes. Ahora que he adquirido un poco de sentido común, me hace reír
pensar en ello.
¡Pobre, pobre y caído Owen Warland! Ésos eran los síntomas de que había dejado
de ser un habitante de la esfera superior que reside invisible a nuestro alrededor.
Había perdido su fe en lo invisible, y ahora se enorgullecía, como hacen
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invariablemente tales infortunados, en la sabiduría que rechazaba mucho de lo que
incluso su ojo podía ver, y no confiaba en nada excepto en lo que su mano podía
tocar. Ésta es la calamidad de los hombres cuya parte espiritual muere y se separa de
ellos, y deja la más grosera comprensión que los asimila más y más a las cosas de las
que pueden tomar conocimiento; pero en Owen Warland el espíritu no estaba muerto
ni había desaparecido; sólo dormía.
Cuándo despertó de nuevo no ha quedado registrado. Tal vez el aletargado sueño
fue roto por un dolor convulsivo. Quizá, como en una ocasión anterior, apareció una
mariposa y revoloteó en torno a su cabeza y le devolvió la inspiración como en
verdad esta criatura de la luz solar ha tenido siempre una misteriosa misión para el
artista, y volvió a inspirarla con la antigua meta de su vida. Tanto si fue el dolor como
la felicidad lo que excitó sus venas, su primer impulso fue darle las gracias al cielo
por hacer de él de nuevo el ser de pensamiento, imaginación y fina sensibilidad que
había dejado de ser hacía mucho.
—Ahora a mi tarea —dijo—. Nunca sentí tanta fuerza para ella como en estos
momentos.
Sin embargo, pese a lo fuerte que se sentía, lo que más le incitaba a trabajar con
diligencia era la ansiedad de no permitir que la muerte le sorprendiera en medio de su
labor. Esta ansiedad, quizás, es algo común a todos los hombres que dedican sus
corazones a algo tan alto, desde su propio punto de vista, que la vida se convierte en
importante sólo como algo condicionado a su logro. En tanto que amamos la vida por
sí misma, raras veces tememos perderla. Cuando deseamos la vida para alcanzar un
objetivo, reconocemos la fragilidad de su textura.
Pero, lado a lado con esta sensación de inseguridad, hay una fe vital en nuestra
invulnerabilidad ante el dardo de la muerte mientras nos dedicamos a cualquier tarea
asignada por la Providencia como lo que tenemos que hacer, y que el mundo tendría
motivos para lamentar en caso de que la dejáramos inconclusa. ¿Puede el filósofo,
engrandecido por la inspiración de una idea que ha de reformar la humanidad, creer
que val ser extirpado de esta sensata existencia en el mismo instante en que reúne su
aliento para pronunciar ¡la luminosa palabra!? Si pereciera, podrían transcurrir
muchas épocas lamentables —la arena de toda la vida del mundo puede caer, grano a
grano— antes de que estuviera preparado otro intelecto para desarrollar la verdad que
pudiera ser pronunciada entonces. Pero la historia nos presenta muchos ejemplos en
los que espíritu más precioso, en cualquier época en particular manifestada en forma
humana, se ha desviado inoportunamente, sin que se le concediera el espacio
necesario, hasta donde puede discernir el juicio mortal, de cumplir su misión en la
Tierra. El profeta muere, y el hombre de corazón torpe y cerebro indolente sigue
viviendo. El poeta deja la canción a medio cantar, o termina más allá del alcance de
los oídos mortales, en un coro celestial. El pintor —como hizo Allston— abandona la
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mitad de su concepción de la tela para entristecernos con su belleza imperfecta, y va a
pintar el conjunto, si no es irrelevante decirlo, en los tonos del cielo. Pero esos
incompletos diseños de vida no serán perfeccionados en ninguna parte. Este aborto
tan frecuente de los más apreciados proyectos del hombre debe ser tomado como
prueba de que los actos de la Tierra, por más etéreos que sean plasmados por la
piedad o por el genio, carecen de valor, excepto como ejercicios y manifestaciones
del espíritu. En el cielo, todo pensamiento ordinario es más elevado y melodioso que
el canto de Milton. Entonces, ¿añadir otro verso a cualquier estrofa que hubiera
dejado incompleta aquí?
Pero volvamos a Owen Warland. Fue su fortuna, buena o mala, conseguir la
finalidad de su vida. Pasemos sobre un largo espacio de intenso pensamiento,
anhelantes esfuerzos, minucioso trabajo y malgastadora ansiedad, rematados por un
instante de solitario triunfo; dejemos que todo esto sea imaginada luego
contemplemos al artista, en una tarde de invierno, soltando su admisión en el círculo
junto al fuego de Robert Danforth. Allá encontró al hombre de hierro, con su masiva
sustancia, concienzudamente calentada y atemperada por influencias domésticas. Y
allí estaba también Annie, transformada ahora en una matrona, con mucho de la llana
y robusta naturaleza de su esposo, pero imbuida, como Owen Warland creía aún, por
una gracia más exquisita, que tal vez la permitieran ser la intérprete entre fuerza y
belleza. Ocurrió también que el viejo Peter Hovenden estaba invitado aquella tarde
junto al fuego de su hija; y fue su bien recordada expresión de intensa y fría crítica lo
que primero encontró la mirada del artista.
—¡Mi viejo amigo Owen! —exclamó Robert Danforth, poniéndose en pie y
estrechando los delicados dedos del artista con una mano que estaba acostumbrada a
sujetar barras de hierro—. Es amable y de buen vecino por tu parte que al fin hayas
venido a vernos. Temía que tu movimiento perpetuo te hubiera embrujado lejos del
recuerdo de los viejos tiempos.
—Nos alegramos de verte —dijo Annie, con el rubor coloreando sus matronales
mejillas—. No era propio de un amigo el permanecer apartado tanto tiempo.
—Bien, Owen —inquirió el viejo relojero, como su primer saludo—. ¿Cómo va
lo bello? ¿Lo has creado ya por fin?
El artista no respondió de inmediato, sorprendido por la «parición de un robusto
niño pequeño que daba volteretas sobre la alfombra…, un pequeño personaje que
había aparecido misteriosamente del infinito, pero con algo tan fuerte y real en su
composición que parecía moldeado de la más densa sustancia que la Tierra podía
proporcionar. Aquel alegre niño se arrastro hacia el recién llegado y, parándose sobre
un extremo, como Robert Danforth señaló su postura, miró a Owen con una
expresión de observación tan sagaz que su madre no pudo evitar el intercambiar una
mirada de orgullo con su esposo. Pero el artista estaba trastornado por la mirada del
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niño, como buscando un parecido entre ella y la habitual expresión de Peter
Hovenden. Casi podía imaginar que el viejo relojero estaba comprimido dentro de
aquella forma infantil, y le estaba mirando a través de aquellos ojos infantiles, y
repitiendo, como lo estaba haciendo ahora el hombre, la maliciosa pregunta:
—¡Lo bello, Owen! ¿Cómo va lo bello? ¿Has tenido éxito en la creación de lo
bello?
—He tenido éxito —respondió el artista, con una momentánea luz triunfal en los
ojos y una sonrisa radiante, aunque sumida en tal profundidad de pensamiento que
era casi tristeza. Sí, amigos míos, ésta es la verdad. He tenido éxito.
—¡De veras! —exclamó Annie, con una mirada de virginal regocijo asomando de
nuevo a su rostro—. ¿Y es correcto ahora preguntarte cuál es el secreto?
—Desde luego; he venido precisamente para desvelarlo —respondió Owen
Warland—. ¡Tenéis que saber, y ver, y tocar y poseer el secreto! Porque, Annie, si
puedo llamarte todavía por el nombre de amiga de mis años juveniles; Annie, es para
tu regalo de boda que he forjado este espiritualizado mecanismo, esta armonía de
movimiento, este misterio de belleza. Llega tarde, lo sé; pero es a medida que
avanzamos por la vida cuando los objetos empiezan a perder su frescura y su matizar
nuestras almas su delicadeza de percepción, que más se necesita el espíritu de lo
bello. Si, y perdóname, Annie…, si sabes cómo valorar este regalo, nunca podrá ser
demasiado tarde.
Extrajo, mientras hablaba, lo que parecía ser un pequeño joyero. Estaba ricamente
tallado en ébano por su propia mano y tenía incrustadas una serie de perlas que
formaban un dibujo representando a un muchacho en persecución de una mariposa la
cual, en otro lado, se había convertido en un espíritu alado y volaba hacia el cielo;
mientras el muchacho, o joven, había hallado tanta eficacia en su intenso deseo que
ascendía del suelo a la nube, y de la nube a la atmósfera celestial, para ganar lo bello.
El artista abrió aquella caja de ébano, y pidió a Annie que colocara un dedo en su
borde. Ella así lo hizo, pero casi de inmediato lanzó un grito cuando una mariposa
salió volando de la caja y, encaminándose hacia su dedo, se posó e él, agitando la
amplia magnificencia de sus alas púrpuras salpicadas de oro, como preparándose para
echar a volar de nuevo. Es imposible expresar con palabras la gloria, el esplendor, la
delicada suntuosidad sintetizados en la belleza de aquel objeto. La mariposa ideal de
la Naturaleza estaba allí realizada en toda su perfección; no siguiendo el esquema de
esos deslucidos insectos mientras vuelan entre las flores terrenales, sino de aquellos
que revolotean cruzando las praderas del paraíso para los ángeles-niños y los espíritus
de los bebés muertos prematuramente. La riqueza era visible en sus alas; el lustre de
sus ojos parecía imbuido de espíritu. La luz del fuego resplandecía en torno a aquella
maravilla…, las velas lanzaban reflejos sobre ella; pero el objeto brillaba
aparentemente con radiación propia, e iluminaba la mano y el dedo tendido sobre el
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cual descansaba con un blanco resplandor como el de las piedras preciosas. En su
perfecta belleza, la consideración del tamaño quedaba totalmente perdida. Si sus alas
hubieran alcanzado el firmamento, la mente no hubiera podido sentirse más llena y
satisfecha.
—¡Bella! ¡Bella! —exclamó Annie—. ¿Está viva? ¿Está viva?
—¿Viva? Por supuesto que lo está —respondió su esposo—. ¿Supones que algún
mortal posee la habilidad suficiente como para hacer una mariposa, o se tomará la
molestia de hacer una, cuando cualquier niño puede atrapar una docena de ellas en
una tarde de verano? ¿Viva? ¡Por supuesto! Pero esta hermosa caja es
indudablemente una creación de nuestro amigo Owen; y realmente hay que felicitarle
por ella.
En aquel momento la mariposa agitó de nuevo sus alas, con un movimiento tan
absolutamente real que Annie se sobresaltó, e incluso se asustó un poco; porque, pese
a la opinión de su esposo, no podía decidirse acerca de si se trataba realmente de una
criatura viva o de una pieza de maravilloso mecanismo.
—¿Está viva? —repitió, más ansiosamente que antes.
—Juzga por ti misma —dijo Owen Warland, que seguía observando su rostro con
fija atención.
Ahora la mariposa se alzó en el aire, revoloteó en torno a la
cabeza de Annie, y planeó hacia una distante región de la sala, haciéndose
evidente aún por el estrellado resplandor en el que la envolvía el movimiento de sus
alas. El niño en el suelo siguió su vuelo con sus pequeños y sagaces ojos. Después de
revolotear por toda la estancia, regresó trazando una curva en espiral, y volvió a
posarse en el dedo de Annie.
—¿Pero está viva? —exclamó ella de nuevo; y el dedo en el que el maravilloso
misterio se había posado era tan trémulo que la mariposa se vio obligada a
equilibrarse con sus alas—. Dime si está viva o si la creaste tú.
—¿Por qué preguntar quién la ha creado, si es tan bella? —respondió Owen
Warland.— ¿Viva? Sí, Annie; puede decirse que posee vida, porque ha absorbido en
ella mi propio ser; ¡y mi el secreto de esta mariposa, y en su belleza, que no es
simplemente exterior, sino tan profunda como su propio sistema, se halla
representado el intelecto, la imaginación, la sensibilidad, el alma de un Artista de lo
Bello! Sí; yo la creé. Pero y aquí su expresión cambió ligeramente—, esta mariposa
no es ahora para mí lo que era cuando la concebí mientras soñaba despierto en mi
juventud.
—Sea lo que sea, es un hermoso juguete —dijo el herrero, sonriendo con deleite
infantil—. Me pregunto si condescenderá a posarse en un dedo tan grande y torpe
como el mío. Acércala, Annie.
Bajo la dirección del artista, Annie tocó con la punta de su dedo el de su esposo;
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y, tras un momento de vacilación, la mariposa aleteó de uno a otro. Preludió un
segundo vuelo con un agitar de alas similar, aunque no exactamente idéntico, que en
su primer experimento; luego, partiendo del recio dedo de herrero, ascendió en una
curva gradualmente más amplia hacia el techo, trazó un amplio giro por toda la
habitación, regresó con un movimiento ondulante al punto desde donde había
empezado.
—¡Bien, eso derrota a toda la naturaleza! —exclamó Robert Danforth,
pronunciando el elogio más sentido que se creyó capaz de expresar; y, de hecho, si se
hubiera detenido allí, un hombre de palabras más espléndidas y más acusada
percepción no hubiera hallado fácilmente nada más que decir—. Todo esto se me
escapa, lo confieso. ¿Pero qué significa? Hay más utilidad real en un buen golpe de
mi martillo que en todos los cinco años que nuestro amigo Owen ha malgastado en
esta mariposa.
Aquí el niño palmoteo y balbució algo de confuso significado, pidiendo al parecer
que la mariposa le fuera entregado como juguete.
Mientras tanto, Owen Warland miró de reojo a Annie, para descubrir si ella
simpatizaba con la estimación de su esposo acerca del valor comparativo de lo bello y
lo práctico. Había en medio de toda su amabilidad hacia él, en medio de todo el
asombro y admiración con la que contemplaba la maravillosa obra de sus manos y la
encarnación de su idea, un secreto desdén…, demasiado secreto, quizá, para su propia
conciencia y sólo perceptible para un discernimiento tan intuitivo como del artista.
Pero Owen, en los últimos estadios de su búsqueda se había elevado por encima de la
región en la que un tal| descubrimiento podía haber sido una tortura. Sabía que el
mundo, y Annie como representante del mundo, fueran cuales fuesen los elogios que
le dedicaran, nunca podría decir la palabra adecuada ni expresar el sentimiento
adecuado que debería ser la recompensa perfecta para un artista que, simbolizando un
elevado ideal a través de una pequeñez material —convirtiendo algo terreno en oro
espiritual—, había conseguido lo bello en su trabajo manual. Ni siquiera en este
último momento aprendería que la recompensa a todo gran logro debe ser buscada
dentro de uno mismo, o buscada en vano. Había, sin embargo, una visión del asunto
que Annie y su esposo, e incluso Peter Hovenden, hubieran podido comprender
enteramente y que les hubiera satisfecho respecto a que el trabajo de años había sido
provechosamente empleado. Owen Warland hubiera podido decirles que aquella
mariposa, aquel juguete, aquel regalo de bodas de un pobre relojero a la esposa de un
herrero, era en realidad una gema de arte que un monarca hubiera comprado con
honores y abundantes riquezas, y la hubiera atesorado entre las joyas de su reino
como la más única y maravillosa de todas ellas. Pero el artista sonrió y se guardó el
secreto para sí mismo.
—Padre —dijo Annie, pensando que una palabra de alabanza del viejo relojero
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gratificaría a su antiguo aprendiz—, ven y admira esta bella mariposa.
—Veamos —dijo Peter Hovenden levantándose de su silla, con aquella sonrisa de
desdén en su rostro que siempre hacía dudar a la gente, como él mismo dudaba, de
todo excepto de lo que tenía existencia material—. Aquí está mi dedo para que se
pose en él. La comprenderé mejor una vez la haya tocado.
Pero, ante el creciente asombro de Annie, cuando la punta del dedo de su padre se
apretó contra el de su esposo, sobre el que descansaba aún la mariposa, el insecto
abatió las alas y pareció a punto de caer al suelo. Incluso las brillantes manchas
doradas sobre sus alas y cuerpo, a menos que sus ojos la engañaran, se volvieron más
apagadas, y el resplandeciente púrpura adquirió una tonalidad oscura, y el estrellado
relumbrar que brillaba en torno a la mano del herrero se hizo débil y se desvaneció.
—¡Se está muriendo! ¡Se está muriendo! —exclamó Annie, alarmada.
—Ha sido delicadamente forjada —dijo con calma el artista. Como te dije, está
embebida de una esencia espiritual…, llámala magnetismo o lo que quieras. En una
atmósfera de dudas y burla, su exquisita susceptibilidad sufre una tortura, como le
ocurre al alma de quien instiló su propia vida en ella. Ya ha perdido su belleza; dentro
de unos pocos momentos su mecanismo resultará irremediablemente dañado.
—¡Aparta tu mano, padre! —urgió Annie, palideciendo—. Aquí está mi hijo;
dejemos que descanse sobre su mano inocente. Allí, quizá, pueda revivir y sus
colores vuelvan a brillar más fuertes que nunca.
Su padre, con una sonrisa ácida, retiró su dedo. Entonces la mariposa pareció
recobrar un poco el poder del movimiento voluntario, mientras sus tonalidades
asumían gran parte de su lustre original, y el resplandor estelar, que había sido su más
etéreo atributo, formaba nuevamente un halo a su alrededor. Al principio, cuando fue
transferida de la mano de Robert Danforth al pequeño dedo del niño, su radiación
creció tan fuertemente que positivamente arrojó la pequeña sombra del niño contra la
pared. Éste, mientras tanto, extendió su gordezuela mano como había visto hacer a su
padre y a su madre, contempló el agitar de las alas del insecto con deleite infantil. Sin
embargo, había en él una extraña expresión de sagacidad que hizo a Owen Warland
sentir como si fuera en parte, sólo en parte, el viejo Peter Hovenden, redimido de su
duro escepticismo por la fe infantil.
—¡Qué astuto parece el pequeño monito! —susurró Robert Danforth a su esposa.
—Nunca vi una expresión así en el rostro de un niño —respondió Annie,
admirando a su propio hijo, y con buenas razones, mucho más que a la artística
mariposa—. Nuestro querido sabe más del misterio que nosotros.
Como si la mariposa, al igual que el artista, fuera consciente de algo no
enteramente compatible en la naturaleza del niño, brillaba y se apagaba
alternativamente. Finalmente alzó de la pequeña mano con un movimiento aéreo que
pareció empujarla hacia arriba sin ningún esfuerzo, como si los instintos etéreos con
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que la había dotado el espíritu de su amo impulsaran involuntariamente su visión
hacia una esfera superior. Si no hubiera habido ninguna obstrucción, hubiera
ascendido hacia el cielo y se hubiera vuelto inmortal. Pero su lustre resplandeció
contra el cielo; la exquisita textura de sus alas rozó aquel medio terreno; y una chispa
o dos, como polvo estelar flotaron hacia abajo y se depositaron reluciendo en la
alfombra. Luego la mariposa descendió aleteando y, en vez de regresar hacia el niño,
fue aparentemente atraída hacia la mano del artista.
—¡No! ¡Así no! —murmuró Owen Warland, como si su obra pudiera
comprenderle—. Te has ido del corazón de tu amo. Ya no hay regreso para ti.
Con un movimiento vacilante, y emitiendo una trémula radiación, la mariposa
pareció debatirse hacia el niño, y estuvo a punto de posarse sobre su dedo; pero,
mientras aún flotaba en el aire, el fuerte niño, con la sagaz y astuta expresión de su
abuelo en su rostro, pescó al vuelo el insecto y lo estrujó en su mano. Annie chilló. El
viejo Peter Hovenden estalló en una fría y burlona sonrisa. El herrero, por la fuerza,
abrió la mano del niño, y encontró en su palma un pequeño montón de brillantes
fragmentos, de los que el misterio de la belleza había huido para siempre. En cuanto a
Owen Warland, contempló plácidamente lo que parecía la ruina del trabajo de su
vida, y que sin embargo no era una ruina. Había atrapado una mariposa mucho más
bella que aquélla. Cuando el artista se alza lo suficiente como para conseguir lo bello,
el símbolo por el cual lo hizo perceptible a los ojos mortales se convierte en algo de
escaso valor a sus ojos, mientras su espíritu queda poseído por el goce de la realidad.
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HERMAN MELVILLE
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Todo el mundo se ha emocionado, en algún momento de su vida, con las
aventuras del capitán Achab y su fatal enfrentamiento a Moby-Dick, la ballena
blanca. Los aficionados a la ciencia ficción, además, han podido gozar con el
espléndido guión que Ray Bradbury hizo para la versión cinematográfica de la
novela, con un espléndido Gregory Peck a las órdenes de un no menos espléndido
John Huston.
Sin embargo, como suele ocurrir a menudo, Moby-Dick, la ballena blanca
(Moby-Dick or the White Whale) fue a su aparición un estrepitoso fracaso de
público, y sólo hasta pasada la primera guerra mundial, más de medio siglo después
de haber sido escrita, se convirtió en el clásico de la literatura estadounidense que es
hoy.
Este hecho refleja, en líneas generales, toda la vida de su autor. Herman Melville,
nacido en Nueva York en 1819, se embarcó en su juventud primero en un barco de
línea y más tarde en un ballenero, con el que recorrió durante cuatro años los mares
del Sur. Debido a ello, gran parte de su obra refleja de una forma vívidamente
sorprendente la vida en el mar. Su carrera literaria, aunque de abundante
producción, no se vio acompañada por el éxito en vida, y Melville tuvo que
compaginarla con otros empleos para poder subsistir. El hecho de que algunas de sus
obras no aparecieran hasta después de su muerte refleja claramente esta
característica.
Toda la obra de Melville está impregnada de un profundo simbolismo, casi
místico: la gran ballena blanca de Moby-Dick es el arquetipo del monstruo
destructor, pero también es el arquetipo del mal; mientras que el capitán Achab
encarna al hombre intransigente que convierte en su cruzada personal el vencer el
mal y poner fin al desorden del mundo, al tiempo que intenta dar un sentido a su
propia vida. En este aspecto, Moby-Dick contiene diluidos en su trama muchos
elementos de ciencia ficción, y no es extraño que Ray Bradbury, el más poético de los
autores contemporáneos del género, lograra hacer un guión tan excelente para la
película derivada de ella.
Melville se sintió siempre demasiado escéptico acerca del significado de la
ciencia como para escribir una ciencia ficción que pudiera calificarse de
«científica». Aunque en muchos de sus relatos y novelas aparecen dispersos
elementos que pueden ser considerados de ciencia ficción, son meros atisbos, que no
reflejan en ellos en ningún momento el espíritu del género. En su relato «El fracaso
feliz» (The Happy Failure), por ejemplo, nos presenta su Gran Aparato Hidráulico-
Hidrostático, diseñado para drenar las aguas interiores; pero, al final, ¿qué máquina
se revela no sólo incapaz de hacer aquello para lo que fue diseñada?, sino que no
hace absolutamente nada. Este espíritu de profundo escepticismo hacia las nacientes
maravillas que estaba emergiendo a su alrededor se halla claramente reflejado
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también en relato suyo presentado aquí, «El campanario» (The Bell-Tower), que
apareció en 1855 en el Putnam’s Monthly Magazine y fue incluido un año más tarde,
en su volumen de relatos cortos Cuentos del mirador (The Piazza Tales).
«El campanario» es considerado por los especialistas y estudiosos del género
como el único relato auténticamente de ciencia ficción surgido de la pluma de
Herman Melville. Y esto resulta curioso, porque la mayor parte de ellos le han
pegado esta etiqueta simplemente por el hecho de que en él aparece un autómata
humanoide, lo que en la siguiente década se llamará un robot. Ya he hablado de todo
ello en la introducción a esta antología. En realidad, lo que hace de «El
campanario» un auténtico relato de ciencia ficción, visto desde perspectiva de
mediados del siglo XIX, no es Talus, el esclavo de hierro de Bannadonna, su
constructor, (que, incidentalmente, apenas tiene protagonismo en el relato,
apareciendo sólo como una sombra, me atrevería a decir que la sombra del destino),
sino su papel arquetípico. Al igual que Moby-Dick puede considerarse encarnación
del mal, Talus puede ser considerado como la encarnación de las fuerzas ciegas de la
naturaleza que el hombre pretende dominar, muchas veces con nefastas
consecuencias. Melville, a lo largo de toda su obra, refleja un profundo
reaccionarismo teñido de misticismo (sus referencias bíblicas son constantes) hacia
todo lo que no sean los profundos valores espirituales más arraigados de la
humanidad. En cierto modo, cabría decir que casi un siglo más tarde, Ray Bradbury
bebió abundantemente de sus fuentes.
Como en todos los relatos incluidos en este volumen, «El campanario» no es
ciencia ficción porque aparezca en él un autómata, como en otros puede aparecer el
planeta Marte o una fecha futura como referencia. Lo que hace de «El campanario»
un relato de auténtica ciencia ficción es su esencia, su simbolismo, que constituye,
por encima de una temática que muchas veces se ha querido delimitar con unas
etiquetas estereotipadas, la auténtica esencia del género.
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El campanario
«Como negros, esos poderes pertenecen
malhumoradamente al hombre; atentos a su amo
superior; mientras sirven, planean su venganza.»
«El mundo es apoplético con la vida lujosa de
a ambición; y la apoplejía tiene su caída.»
«Buscando conquistar una libertad más amplia,
el hombre no hace más que extender el
imperio de la necesidad.»
DE UN MANUSCRITO PRIVADO
En el sur de Europa, cerca de una antes lozana capital, hoy con el húmedo moho
gangrenando su esplendor, en el centro de una llanura, se alza lo que, desde la
distancia, parece el negro v musgoso tocón de algún inconmensurable pino, caído, en
días olvidados, con Anak y el Titán.
Como en todas partes donde cae un pino, su disolución deja un musgoso
montículo…, la última sombra arrojada por el tronco que ha perecido; nunca
alargándose, nunca encogiéndose; insensible a las aleteantes falsedades del sol; una
sombra inmutable, y una auténtica medida que procede de la postración…, así que,
hacia el oeste, de lo que parece el muñón, una recia lanza de ruina llena de líquenes
cruza la llanura.
Desde la copa de ese árbol, qué nidada de extraños pájaros campanilleó con sus
plateadas gargantas. Un pino de piedra; un aviario metálico en su copa: el
Campanario, erigido por el gran mecánico, el profano expósito, Bannadonna.
Como la de Babel, su base se aposentó sobre una elevación de tierra renovada,
subsiguiente al segundo diluvio, cuando las aguas de las Eras Oscuras se secaron y el
verdor apareció de nuevo. No es extraño que, después de una inmersión tan larga y
profunda, la jubilosa expectación de la raza flotara, como los hijos de Noé, hacia la
aspiración de Shinar.
En su firme resolución, ningún hombre de aquel período fue más allá que
Bannadonna en Europa. Enriquecido por el comercio con el Levante, el Estado donde
vivía votó disponer del más noble Campanario de Italia. Su reputación hizo que fuera
asignado como arquitecto del mismo.
Piedra a piedra, mes tras mes, se alzó la torre. Alta, más alta; con lentitud de
caracol en su paso, pero antorcha o cohete en su orgullo.
Después de irse los albañiles, el constructor, de pie a solas en la siempre
ascendente cima, al cierre de cada día, observaba que cada vez dominaba desde más
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arriba muros y árboles. Permanecía allí hasta altas horas de la noche, envuelto en
planes de otros y aún más encumbrados empeños. Aquéllos en torno a los cuales se
reunirían las multitudes los días de precepto —colgándose de los bastos postes del
andamiaje, como marineros en las velas, o abejas en las ramas, sin importar el polvo
y el barro, ni las esquirlas de piedra que caían—, en un homenaje que le inspiraría
aún más hacia su autoestima.
Y, finalmente, llegó la fiesta de la Torre. Al sonido de las violas, la última piedra
se elevó lentamente en el aire y, en medio de los disparos de ordenanza, fue
depositada en el nicho final por las propias manos de Bannadonna. Luego, subiendo
sobre ella, se mantuvo erguido, solo, con los brazos cruzado contemplando las
blancas cimas de los azules Alpes de tierra adentro, y las aún más blancas crestas de
los Alpes aún más azules junto a la orilla…, un espectáculo invisible desde la llanura.
Invisible también desde allí desde el momento en que volvió sus ojos hacia abajo
cuando, como el resonar de cañones, llegó hasta él el estallido de los aplausos de la
gente. Lo que más les había agitado había sido ver con qué serenidad el constructor
permanecía de pie allí, a cien metros altura, sobre una percha sin ninguna protección.
Aquello, nadie excepto él se había atrevido a hacerlo. Pero él había hecho mismo a
cada estadio de la construcción, mientras la roca crecía bajo sus pies…, y esa
disciplina había dado ahora su último fruto.
Ya poco quedaba excepto las campanas. Éstas, en todos sus aspectos, tenían que
corresponder a su receptáculo.
Las más pequeñas fueron fundidas sin problemas. Les siguió una altamente
adornada, de singular construcción, prevista para ser colgada de una manera
desconocida hasta entonces. La finalidad de aquella campana, su movimiento
rotatorio, y su conexión con la maquinaria del reloj, ejecutada también al mismo
tiempo, serán mencionados más adelante.
En la erección, campanario y torre del reloj se unieron en una sola cosa, aunque,
antes de aquel período, tales estructuras habían sido comúnmente construidas
separadas, como atestiguan el Campanile y la Torre de L’Orologio de San Marcos.
Pero era en la gran campana ceremonial donde el fundidor deseaba reunir su más
atrevida habilidad. En vano le previnieron algunos de los menos entusiastas
magistrados, diciendo que aunque realmente la torre era titánica, debía señalarse un
límite al peso de sus masas oscilantes. Sin dejarse amilanar, preparó su gigantesco
molde, dentado con figuras mitológicas; alimentó sus fuegos de pino balsámico;
fundió su estaño y su cobre; y, arrojando en ellos mucha plata, contribuida por el
espíritu público de los nobles, soltó la marea.
Los metales liberados aullaron como jaurías. Los trabajadores se echaron hacia
atrás. A través de su alarma, se temió un daño fatal para la campana. Valiente como
Sadrac, Bannadonna, corriendo hacia el resplandor, golpeó con fuerza al principal
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culpable con el poderoso cucharón de la colada. De la parte herida saltó una astilla,
que fue a parar a la bullente masa, donde se fundió inmediatamente.
Al día siguiente fue descubierta cuidadosamente una parte del trabajo. Todo
parecía correcto. La tercera mañana, con idéntica satisfacción, fue descubierta hasta
un poco más abajo.
Al final, como si fuera algún antiguo rey de Tebas, toda la masa enfriada fue
desenterrada. Todo estaba bien excepto en un extraño punto. Pero, como no permitía
que nadie le ayudara en estas inspecciones, ocultó la imperfección con una
preparación que nadie mejor que él sabía cómo hacer.
El vaciado de una masa tan enorme significaba un triunfo no pequeño
precisamente para el vaciador; uno, también, que el estado no desdeñaba en
compartir. El homicidio fue pasado por alto. Caritativamente, fue imputado a un
repentino transporte de pasión estética, no a una cualidad infame. Una coz de un
corcel árabe; ningún signo de maldad, sólo sangre.
Rechazada su felonía por el juez, recibida la absolución por el sacerdote, ¿qué
más hubiera podido desear nunca la conciencia más enfermiza?
Honrando la torre y a su constructor con otra fiesta, la República fue testigo de la
colocación de las campanas y el reloj entre una pompa y un espectáculo superiores al
anterior.
Siguieron por parte de Bannadonna algunos meses de soledad más acentuada que
lo habitual. No era desconocido que se dedicaba a algo para el campanario, quería
completarlo, hacer algo superior a todo lo que se había hecho hasta entonces. La
mayoría de la gente imaginó que el diseño implicaría un vaciado como las campanas.
Pero aquellos que se creían poseedores de más perspicacia agitaban la cabeza,
señalando que no por nada mantenía el mecánico tan en secreto el asunto. Mientras
tanto, su reclusión hacía que su trabajo se viera rodeado más o menos por ese tipo de
misterio perteneciente a lo prohibido. Al cabo de poco tiempo, hizo que un pesado
objeto fuera subido al campanario, envuelto en un saco o tela oscuro…, un
procedimiento que empleaba a veces en el caso de una elaborada pieza de escultura o
estatua que, pensada para adornar la fachada de un nuevo edificio, el arquitecto no
deseaba exponer a los ojos críticos hasta instalarla, todo terminado, en su lugar
correspondiente. Ésa misma era la impresión ahora. Pero, medida que el objeto
ascendía, los que estaban presentes observaron, o creyeron hacerlo, que no era
enteramente rígido, sino que, en cierta manera, se doblaba. Finalmente, cuando el
oculto objeto alcanzó su altura final y, visto imprecisamente desde abajo, pareció casi
entrar por sí mismo en el campanario, como si necesitara poca asistencia de la cabria,
un viejo y taimado herrero que estaba presente aventuró la sospecha de que no era
otra cosa que un hombre vivo. Aquella suposición fue considerada estúpida, mientras
el interés general no conseguía hallar otra.
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No sin reparos por parte de Bannadonna, el magistrado jefe de la ciudad, con un
asociado —ambos viejos—, siguieron a lo que parecía una imagen torre arriba. Pero,
llegados al campanario, tuvieron poca recompensa. Amparándose plausiblemente
detrás de los misterios concedidos de su arte, el mecánico se negó a dar ninguna
explicación. Los magistrados miraron hacia el envuelto objeto que, para su sorpresa,
parecía haber cambiado ahora su actitud, o quizás ésta había quedado oculta antes por
el violento soplar del viento. Ahora parecía sentado
sobre alguna especie de armazón, o silla, contenida dentro del dominó.
Observaron que cerca de la parte superior, en una especie de cuadrado, el entramado
de la tela, ya fuera por accidente o a propósito, tenía su doblez parcialmente caído, y
por el cruce asomaban algunos hilos aquí y allá, como si formaran una especie de
entramado propio. Si era a causa del ligero viento que se agitaba a través de la piedra
o no, o sólo sus propias imaginaciones perturbadas, es inseguro, pero creyeron
discernir una especie de tembloroso movimiento, como de muelles, en el dominó.
Nada, ya fuera incidental o insignificante, escapaba a sus intranquilos ojos. Entre
otras cosas, descubrieron, en un rincón, un tazón de barro, medio corroído y
parcialmente incrustado, y uno susurró al otro que aquel tazón era como el que uno
ofrecería, burlonamente, a los labios de alguna estatua de bronce, o quizás aún peor.
Pero, al ser interrogado, el mecánico dijo que el tazón era usado simplemente en
sus fundiciones, y describió su finalidad; en pocas palabras, un tazón para probar las
condiciones de los metales en fusión. Añadió que había ido a parar al campanario por
pura casualidad.
De nuevo, y de nuevo, contemplaron el dominó, como si lucra alguna sospechosa
incógnita…, una máscara veneciana. Se vieron agitados por todo tipo de vagas
aprensiones. Incluso llegaron a temer que, cuando ellos descendieran, el mecánico,
aunque sin ningún compañero de carne y hueso con él, no quedara solo a sus
espaldas.
Afectando una cierta alegría ante su inquietud, el mecánico les suplicó que le
disculparan, y extendió una burda tela de lona entre ellos y el objeto.
Mientras tanto, trató de interesarles en su otro trabajo; y, ahora que el dominó
estaba fuera de su vista, ya no permanecieron insensibles a las maravillas artísticas
que yacían a su alrededor; maravillas vistas ya anteriormente, pero en un estado aún
no terminado; porque, desde la instalación de las campanas, nadie excepto el fundidor
había entrado en el campanario. Era un rasgo característico suyo el que, incluso en
los detalles, no permitiera que otra persona hiciera lo que podía hacer él sin
demasiada pérdida de tiempo. Así, durante las últimas semanas, había dedicado todas
las horas que no empleaba en su secreto diseño a elaborar las figuras en las
campanas.
La campana del reloj, particularmente, atrajo ahora su atención. Bajo un paciente
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cincel, la latente belleza de sus adornos antes oscurecidos por la incidencia
enturbiadora del vaciado aquella belleza en su más tímida gracia, había sido ahora
revelada. Rodeando toda la campana, doce figuras de alegres muchachas con
guirnaldas, cogidas de la mano, danzaban en un anillo coral…, las propias horas
encarnadas.
—Bannadonna —dijo el jefe—, esta campana supera a todas las demás. Nada
podría ya mejorarla. ¡Hey! —oyendo un ruido—. ¿Fue eso el viento?
—El viento, Excellenza —fue la tranquila respuesta—. Pero las figuras no dejan
de tener sus fallos. Todavía necesitan algunos retoques. Cuando ésos les hayan sido
dados y… el bloque de allá —señalando hacia la lona—, cuando Haman, así es como
le llamo…, ¿le?; lo, quiero decir…, cuando Haman sea colocado en este altivo árbol,
entonces, caballeros, me sentiré enormemente feliz de recibiros de nuevo aquí.
La equívoca referencia al objeto causó un cierto regreso de la inquietud. Sin
embargo, por su parte, los visitantes eludieron cualquier otra alusión a ello, no
deseosos, quizá, de dejar que el expósito viera lo fácilmente que podía, con su arte
plebeyo, agitar la plácida dignidad de los nobles.
—Bien, Bannadonna —dijo el jefe—; ¿cuánto falta para que estéis preparado
para poner en marcha el reloj, de modo que suenen las horas? Nuestro interés en vos,
no menos que en el propio trabajo, hace que nos sintamos ansiosos por asegurar
vuestro éxito. La gente también…, observad, están gritando ahora. Decid la hora
exacta en que estaréis preparado.
—Mañana, Excellenza; si escucháis…, o aunque no lo hagáis, no importa…,
oiréis una extraña música. Al golpe de la una sonará por primera vez la campana —
señaló la campana adornada con las muchachas y las guirnaldas—, y el golpe será
dado aquí, donde la mano de Una sujeta la de Dua. El golpe de la una incidirá sobre
este amoroso contacto. Mañana, pues, a la una en punto, mientras el golpe incide
aquí, exactamente aquí —adelantándose y apoyando su dedo sobre el lugar exacto
este pobre mecánico se sentirá una vez más enormemente feliz de rendir vasallaje a
su audiencia, en ésta su desordenada tienda. Adiós hasta entonces, ilustres
magníficos, y estad atentos al primer golpe de vuestro vasallo.
Ocultando en su inmóvil y volcánico rostro el ardiente resplandor que brillaba
dentro de él como una fragua, avanzó con ostentosa deferencia hacia la trampilla,
como para escoltar su salida. Pero el magistrado más joven, un hombre de buen
corazón, turbado ante lo que le parecía un cierto desdén sardónico que asomaba
acechante debajo del porte humilde del expósito, y con su simpatía cristiana más
inquieta por él que por sí mismo, imaginando nebulosamente lo que podía ser el
destino final de aquel cínico solitario, no quizás influenciado por lo extraño en
general de todas las cosas que le rodeaban, aquel buen magistrado miró tristemente
de reojo, apartando la vista del otro, y su ojo captó la expresión del inalterable rostro
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de la Hora Una.
—¿Cómo es esto, Bannadonna? —preguntó modestamente—. Una parece distinta
de sus hermanas.
—En el nombre de Cristo, Bannadonna —saltó impulsivamente el jefe, atraída
por primera vez su atención hacia la figura por la observación de su ayudante—. El
rostro de Una se parece exactamente al de Débora, la profetisa, tal como fue pintada
por el florentino Del Fonca.
—Seguramente, Bannadonna —siguió diciendo modestamente el otro magistrado
—, vos teníais la intención de hacer que las doce horas exhibieran el mismo aire de
alegre abandono. Pero ved, la sonrisa de Una parece más bien fatal. Es diferente.
Mientras su afable ayudante hablaba, el jefe miraba, inquisitivamente, de él al
fundidor, como si se sintiera ansioso por averiguar cómo era explicada la
discrepancia. Mientras, su pie rozaba la trampilla de salida.
Bannadonna dijo:
—Excellenza, ahora que, siguiendo vuestro inquisitivo ojo, contemplo el rostro de
Una, percibo de hecho alguna pequeña diferencia. Pero mirad en torno a toda la
campana, y no descubriréis dos rostros que se correspondan exactamente. Porque hay
una ley en el arte…, pero el frío viento se está levantando; esta celosía es una pobre
defensa. Permitidme, oh magníficos, que os conduzca, al menos, durante parte de
vuestro camino. Aquellos que se ocupan del bienestar del público deben ser
cuidadosamente atendidos.
—Respecto a la expresión de Una, estabais diciendo, Bannadonna, que había una
cierta ley en el arte —observó el jefe, mientras los tres descendían ahora por la
escalera de piedra—. Por favor, decidme, entonces…
—Perdón; en otra ocasión, Excellenza…, la torre es un lugar húmedo.
—No, descansaremos un poco aquí, y quiero oírlo. Aquí hay un descansillo
amplio y, pese a estas rendijas a sotavento, no hay aire, y sí bastante luz. Habladnos
de vuestra ley; y detalladamente.
—Puesto que insistís, Excellenza, sabed que hay una ley en el arte que prohíbe la
posibilidad de duplicados. Hace algunos años, puede que lo recordéis, grabé un
pequeño sello para vuestra República, que llevaba, como divisa principal, la cabeza
de vuestro propio antepasado, su ilustre fundador. Puesto que era necesario, para el
uso normal, tener innumerables impresione para balas y cajas, grabé toda una placa,
que contenía un centenar de esos sellos. Aunque, por supuesto, mi intención era hacer
ese centenar de cabezas iguales, y me atrevo a decir que la gente piensa que lo son, si
las examináis atentamente veréis que ninguno de estas cinco veintenas de rostros,
puestos lado a lado, son exactos. El aspecto es grave en todos ellos, pero también
diverso. En algunos, benévolo; en otros, ambiguo; en dos o tres, tras un atento
escrutinio, incipientemente maligno, sin que sea necesario más que la variación de la
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sombra de unos pelos en torno a la boca para conseguir eso. Ahora, Excellenza,
transmutad la gravedad general en alegría, y limitad esas variaciones a las doce que
he descrito, y decidme: ¿No tendréis aquí mis horas, y Una será una de ellas? Pero
me gustaría…
—¡Hey! ¿No ha sido eso… una pisada arriba?
—El mortero, Excellenza, a veces cae al suelo del campanario de la arcada, de
allá donde la sillería no ha sido revestida. Tendré que ocuparme de ello. Como iba a
decir: Por una parte me gusta esta ley que prohíbe los duplicados. Evoca espléndidas
personalidades. Sí, Excellenza, esa extraña y, para vos, incierta sonrisa, y esos ojos de
Una que miran a lo lejos, encajan muy bien con Bannadonna.
—¡Hey!… ¿Estáis seguro de que no queda ningún alma arriba?
—Ningún alma, Excellenza, podéis estar seguro, ningún alma… De nuevo el
mortero.
—No cayó mientras nosotros estuvimos allí.
—Oh, en vuestra presencia, Excellenza, sabía muy bien cuál era su lugar —sonrió
suavemente Bannadonna.
—Pero Una —dijo el otro magistrado— parecía miraros intensamente; hubiera
jurado que os había elegido a vos, de entre nosotros tres.
—Si lo hizo, posiblemente debió ser debido a su delicada percepción, Excellenza.
—¿Cómo, Bannadonna? No os comprendo.
—No importa, no importa, Excellenza…, pero el viento ha cambiado, y está
soplando a través de las aberturas. Permitidme que os escolte un poco más; y luego,
os suplico perdón, pero el trabajador tiene que volver a su trabajo.
—Puede que sea estúpido, signor —dijo el magistrado más joven mientras, desde
el tercer rellano, iniciaban su descenso sin escolta—, pero, de algún modo, nuestro
gran mecánico me emociona de una forma extraña. Bien, hace apenas un instante,
cuando respondió de una forma tan arrogante, su expresión parecía la de Sísera, el
miserable enemigo de Dios en el cuadro de Del Fonca. Y esa joven Débora esculpida,
también. Ah, y ese…
—¡Vamos, vamos, signor! —replicó el jefe—. Un simple capricho. ¿Débora?
¿Dónde está Jael, por favor?
—Ah —dijo el otro, mientras salían de la torre—. Ah, signor, veo que habéis
dejado tras de vos vuestros temores junto con el frío y la penumbra; pero los míos,
incluso en este soleado aire, permanecen. ¡Hey!
Se había producido un sonido justo detrás de la puerta de la torre de donde habían
emergido. Se volvieron, y vieron que se cerraba.
—Se ha deslizado detrás de nosotros y nos ha encerrado fuera —sonrió el jefe—.
Pero ésta es su costumbre.
Se hizo la proclama de que al día siguiente, a la una después del mediodía, el reloj
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golpearía por primera vez y —gracias al poderoso arte del mecánico— con
inhabituales acompañamientos. Pero cuáles serían ésos era algo que nadie podía decir
todavía. El anuncio fue recibido con vítores.
Para aquellos que decidieron acampar en torno a la torre toda la noche, hubo luces
brillando a través de la celosía del campanario en la parte superior, que sólo
desaparecieron con la llegada del sol matutino. Se oyeron también extraños sonidos,
detectados por aquellos que, observando ansiosamente, no se dejaron trastornar
mentalmente…, sonidos no sólo de resonar de herramientas sino también —al menos
eso se dijo— gritos y lamentos medio reprimidos, como los que podían brotar de
alguna máquina fantasmal sobrecargada.
El día vino lentamente; parte de la concurrencia pasaba el tiempo con canciones y
juegos, hasta que, al fin, el gran sol rodó impreciso, como una pelota de fútbol, sobre
la llanura.
Al mediodía, la nobleza y los principales ciudadanos acudieron en cabalgada de la
ciudad, y también una guardia de soldados con música, para mejor honrar la ocasión.
Sólo una hora más. La impaciencia creció. Los hombres sujetaban febrilmente sus
relojes entre sus manos, mirando atentamente sus esferas, luego echando el cuello
hacia atrás y mirando hacia el campanario, como si el ojo pudiera predecir lo que sólo
sería captado por el oído; porque todavía no había ninguna esfera en el reloj de la
torre.
La manecilla de las horas de un millar de relojes convergía ahora hacia la cifra 1,
de la que sólo la separaba el grosor de un cabello. Un silencio, como la expectativa de
algún Shiló, invadía la hormigueante llanura. De pronto, un apagado e impreciso
sonido —parecido a un campanilleo; apenas audible, de hecho, a los círculos
exteriores de la gente— descendió pesadamente del campanario. Al mismo momento,
cada hombre miró inexpresivamente a su vecino. Todos los relojes se alzaron. Todas
las manecillas de las horas estaban en —habían pasado ya— la cifra 1. Ningún sonido
de campanas llegó desde la torre. La multitud se volvió tumultuosa.
Tras aguardar unos instantes, el magistrado jefe, después de ordenar silencio,
llamó al campanario, para saber qué cosa imprevista había ocurrido allí.
Ninguna respuesta.
Gritó de nuevo, y luego una tercera vez.
Todo siguió en silencio.
A su orden, los soldados abrieron por la fuerza la puerta de la torre; después,
estacionando guardias para defenderles de la ahora excitada multitud, el jefe,
acompañado de su anterior asociado, ascendió por las retorcidas escaleras. A media
ascensión, se detuvieron para escuchar. Ningún sonido. Subieron más aprisa, y
alcanzaron el campanario; pero, en el umbral, se sobresaltaron ante el espectáculo
que se ofreció a sus ojos. Un spaniel que, sin que ellos se dieran cuenta, les había
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seguido hasta allí, permanecía estremecido junto a sus pies, como si se hallara delante
de algún acechante monstruo desconocido: o, más bien, como si hubiera husmeado
unos pasos que conducían a algún otro mundo. Bannadonna estaba allí tendido,
postrado y sangrante, en la base de la campana que había adornado con muchachas y
guirnaldas. Estaba al pie de la hora Una; su cabeza coincidía, en línea vertical, con su
mano izquierda, unida a la de la hora Dua. Con el rostro abatido cerniéndose sobre él,
como el de Jael sobre el de Sisera en su tienda con la estaca clavada en la sien, estaba
el dominó; ahora ya no envuelto.
Tenía piernas, y parecía de arcilla escamosa, lustrosa como la quitina de un
escarabajo dragón. Estaba amanillado, y sus brazos, juntos, estaban alzados, como si,
con sus manillas, en vez del golpeador fuera la víctima golpeada. Uno de sus pies,
algo adelantado, estaba inserto debajo del cuerpo muerto, como en el acto de
apartarlo de un puntapié.
La incertidumbre se extiende sobre lo que ocurrió a continuación.
Sería natural suponer que los magistrados, en un primer momento, retrocedieran
eludiendo un inmediato contacto personal con lo que estaban viendo. Al menos, por
un tiempo, debieron permanecer inmóviles en una involuntaria duda, quizás en una
más o menos horrorizada alarma. Lo cierto es que de abajo fue llamado un
arcabucero. Y algunos añaden que su subida fue seguida por un feroz zumbido, como
el repentino liberar de un potente muelle, junto con un sonido acerado, unió si un
montón de espadas hubieran sido dejadas caer sobre el pavimento, y que esos
sonidos, entremezclados, resonaron por toda la llanura, atrayendo todos los ojos hacia
el campanario, de donde, a través de la celosía, brotaron pequeñas volutas de humo.
Algunos aseguraron que fue el spaniel, enloquecido por el miedo, el que recibió el
disparo. Otros lo negaron. Lo cierto es que el spaniel no volvió a ser visto nunca; y
probablemente, por alguna razón desconocida, compartió la sepultura del dominó que
ahora se relatará. Porque, fueran cuales fuesen las anteriores circunstancias, una vez
pasado el instintivo pánico inicial, o eliminados todos los fundamentos para un miedo
razonable, los dos magistrados, con sus propias manos, envolvieron de nuevo la
figura en el sudario caído a sus pies que antes lo había albergado. Aquella misma
noche, fue bajado secretamente al suelo, trasladado subrepticiamente a la playa,
llevado hasta mar abierto, y hundido allí. Sin que posteriormente, ni siquiera en las
horas de más alegre camaradería, ninguno de los dos hombres revelara jamás todos
los secretos del campanario.
La solución popular al insondable misterio del destino del fundidor implicaba más
o menos algún elemento sobrenatural, pero algunas mentes menos acientíficas
pretendieron hallar una cierta dificultad en aceptar esto. En la cadena de
acontecimientos circunstanciales trazada, puede haber, o tal vez no, algún eslabón
ausente. Pero, como la explicación en cuestión es la única que la tradición ha
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conservado de forma explícita, a falta de una mejor, aquí queda expuesta. Pero, en
primer lugar, es de requisito presentar la suposición sostenida acerca del motivo y
modo, con su origen, del designio secreto de Bannadonna que las mentes arriba
mencionadas creyeron penetrar tanto en el alma como en el acontecimiento. La
revelación implicará indirectamente referencia a asuntos peculiares, ninguno de ellas
muy claro, más allá del tema inmediato.
En aquel período, ninguna gran campana había sido hecha sonar de otro modo
distinto a como hasta el presente, por agitación de un badajo en su interior, mediante
cuerdas, la percusión desde el exterior, ya fuera por medio de una complicada
maquinaria o fuertes hombres, armados con pesados martillos, estacionados en el
campanario o en garitas de centinela al aire libre, según la campana estuviera
expuesta o resguardada.
Fue observando estas campanas al aire libre, con los hombres de guardia en el
campanario que las hacían sonar, que el fundidor derivó, se opinaba, la primera
sugerencia de su esquema. Perchada sobre un gran pilón o espira, la figura humana
vista desde abajo, se ve afectada por una reducción tal del tamaño aparente que sus
rasgos inteligentes resultan borrados. No refleja ninguna personalidad. En vez de
reflejar volición sus gestos se parecen más bien a los automáticos brazos de un
telégrafo.
En consecuencia, meditando acerca del aspecto puramente de Polichinela de la
figura humana contemplada de este modo se le ocurrió indirectamente a Bannadonna
el diseñar algún agente metálico, que diera la hora con su metálica mano, con una
precisión aún mayor que una mano viva. Y más aún: puesto que el hombre de guardia
en el campanario, saliendo de su refugio en los períodos determinados, caminaba
hacia la campana con su maza alzada para golpearla, Bannadonna decidió que su
invención poseyera también el poder de la locomoción y, junto con ella, la apariencia,
al menos, de inteligencia y voluntad.
Si las conjeturas de aquellos que afirmaban conocer las intenciones de
Bannadonna eran hasta aquí correctas, su espíritu no habría sido excesivamente
emprendedor. Pero no se detenían en este punto; la idea básica era que, efectivamente
su diseño había sido promovido en primer lugar por la visión del guardia en el
campanario, y confinada a la confección de un sutil sustituto para él; sin embargo,
como es a menudo el caso con los creadores de proyectos, por insensibles
gradaciones, avanzando desde metas comparativamente pigmeas hasta otras titánicas,
el esquema original había alcanzado, en sus finalidades anticipadas, un grado de
atrevimiento sin precedentes. Seguía dedicando sus esfuerzos a la figura locomotora
para el campanario, pero sólo como un tipo parcial de una criatura ulterior, una
especie de enorme esclavo, adaptado además, en un grado que difícilmente puede ser
imaginado, a las conveniencias y glorias universales de la humanidad;
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proporcionando nada menos que un suplemento a los Seis Días de Trabajo;
proporcionando a la Tierra un nuevo siervo, más útil que el buey, más rápido que el
delfín, más fuerte que el león, más astuto que el mono, más industrioso que la
hormiga, más feroz que la serpiente, y sin embargo, en paciencia, otro mulo. Todas
las excelencias de las criaturas surgidas de las manos de Dios y que servían al hombre
iban a ver allí una mejora, y además verse combinadas todas en una. Talus iba a ser el
nombre del esclavo para todo. Talus, el esclavo de hierro de Bannadonna y a través
suyo, del hombre.
Aquí puede pensarse que, si estas últimas conjeturas acerca de los secretos del
fundidor no eran erróneas, entonces debían estar irremediablemente infectadas por las
más locas quimeras de aquella época; yendo más allá de Alberto Magno y Cornelio
Agripa. Pero se demostró lo contrario. Pese a lo maravilloso de su diseño, pese a
trascender aparentemente no sólo los límites de la invención humana, sino también
los de la creación divina, los medios propuestos para ser empleados se supone que se
hallaban confinados dentro de las sobrias formas de la sobria razón. Se afirmaba que,
hasta un grado que iba más allá del escéptico desdén, Bannadonna no había mostrado
la menor
simpatía por ninguna de las vanamente gloriosas irracionalidades
de su tiempo. Por ejemplo, no había llegado a la conclusión, con los visionarios
entre los metafísicos, de que entre las más delicadas fuerzas mecánicas y la más ruda
vitalidad animal podía descubrirse algún germen de correspondencia. Esta idea
compartía poco del entusiasmo de algunos filósofos naturales, que esperaban,
mediante inducciones fisiológicas y químicas, llegar al conocimiento de la fuente de
la vida, y así se calificaban a sí mismos como aptos para fabricarla y mejorarla.
Mucho menos tenía algo en común con la tribu de los alquimistas que buscaban, a
través de una especie de encantamiento, evocar alguna sorprendente vitalidad a partir
del laboratorio.
Como tampoco había imaginado, siguiendo la corriente de algunos esperanzados
teósofos, que, a través de la fiel adoración del Altísimo, algunos de sus poderes
pudieran descender hasta el hombre. Bannadonna, un materialista práctico, había
apuntado hacia lo que debía alcanzarse no por la lógica, no por el crisol, no por los
conjuros, no por los altares, sino por los simples martillos y banco de trabajo. En
pocas palabras, resolver la naturaleza, robarle algo, intrigar más allá de ella,
procurarse algo que la atara a su mano… No; ésos, de una vez por todas, no habían
sido sus objetivos; sino, sin pedirle favores a ningún elemento ni ningún ser, por sí
mismo, rivalizar con la Naturaleza, ganarla y dominarla. Avanzaba hacia su
conquista. Con él, el sentido común era teúrgia; la maquinaria, milagro. Prometeo, el
nombre heroico para el maquinista; el hombre, el auténtico Dios.
Sin embargo, en este paso inicial, en lo que al autómata experimental para el
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campanario se refería, se permitió jugar un poco; o, quizá, lo que parecía juego no
fuera más que una utilitaria ambición extendida colateralmente. En su figura, la
criatura para el campanario no debía ser modelada según los esquemas humanos, ni
los de ningún animal, ni siquiera según los ideales, por alocados que fueran, de las
antiguas fábulas sino igualándolo en aspecto al hecho de que cualquier organismo es
un producto original; cuanto más terrible de contemplar, mejor.
Ésas, pues, eran las suposiciones respecto al esquema actual y sus reservadas
intenciones. Cómo, en el umbral de todo ello las cosas se desarrollaron hacia la
catástrofe que lo estropeó todo, o mejor dicho, cuál fue la conjetura ahí, es lo que
veremos a continuación.
Se creía que el día anterior a la fatalidad, una vez se marcharon sus visitantes,
Bannadonna había desembalado la imagen en el campanario, la había ajustado, y la
había colocado en el lugar previsto: una especie de garita de centinela en un rincón
del campanario; en pocas palabras, durante la noche y parte de la siguiente mañana,
se había dedicado a arreglar todo lo relativo al dominó: la salida de la garita cada
sesenta minutos; deslizarse a lo largo del sendero señalado, que formaba como un
riel; avanzar hacia la campana del reloj, con las manillas alzadas; golpear en una de
las doce uniones de las veinticuatro manos; luego dar la vuelta, rodear la campana, y
retirarse a su puesto, donde debería aguardar otros sesenta minutos antes de repetir el
mismo proceso; la campana, mientras tanto, a través de un hábil mecanismo, giraría
sobre su eje vertical, a fin de presentar a la maza que descendería sobre ella las manos
unidas de las dos figuras siguientes, cuando ésta debiera golpear las dos, las tres, y así
sucesivamente, hasta el final. La musicalidad de aquella campana había sido tratada
de tal modo en la fusión, mediante algún ignoto arte, que había perecido con su
originador, que cada uno de los golpes sobre las veinticuatro manos emitiría su propia
resonancia.
Pero el mágico y metálico extranjero nunca llegó a dar más de un golpe sobre el
mágico metal en el cual Bannadonna había dejado clavada su ambiciosa vida. Porque,
después de haber introducido la criatura en la garita del centinela, ajustándola para
que, a partir de entonces, saliera de ella a las horas previstas, ésta no debería emerger
de ella hasta la una, pero entonces emergería infaliblemente; y, después de aceitar
diestramente el camino por el que debería deslizarse, se supone que el mecánico se
apresuró hacia la campana, para dar los últimos toques a sus esculturas. Como
cualquier auténtico artista, allá quedó absorto; y su ensimismamiento se vio
intensificado, parece ser, por su deseo de eliminar aquella extraña expresión en Una,
que ante los demás había tratado con tal despreocupación, pero que en secreto,
posiblemente, debía estar desgarrando su alma.
Y así, en el intervalo, olvidó a su criatura; la cual, sin olvidar su deber, y según
los dictados de su creación y el exacto desenrollar del resorte de su mecanismo,
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abandonó su puesto en el momento exacto; se deslizó silenciosa por su bien aceitado
camino hacia su objetivo; y, apuntando a la mano de Una, para desgranar una
clamorosa nota, golpeó sordamente el cerebro de Bannadonna que se hallaba
interpuesto en su camino, vuelto de espaldas a ella; los amanillados brazos volvieron
a alzarse instantáneamente a su posición anterior, listos para el segundo martillazo
cuando llegara su momento. El cuerpo caído interrumpía el camino de regreso la
criatura; así que allí se quedó, inmóvil, medio inclinada sobre Bannadonna, como si
estuviera susurrando algún terror post mórtem. El cincel yacía caído de la mano, pero
al lado de la mano; el frasco de aceite estaba derramado a través del camino de hierro.
Ante aquel desgraciado final, consciente del raro genio del mecánico, la
República decretó para él un solemne funeral. Se decidió que la gran campana —
cuya fundición se había visto comprometida por la timidez del desgraciado trabajador
— sonara en el momento de la entrada del ataúd en la catedral, hombre más robusto
de la región recibió el encargo de hacerla sonar.
Pero mientras los porteadores del féretro entraban en el porche de la catedral, lo
único que llegó a sus oídos, proceden de la torre, fue un sonido roto y desastroso,
como el de algún desprendimiento alpino. Luego, sólo silencio.
Mirando hacia atrás, vieron que la parte superior del campanario se había hundido
parcialmente de un lado. Después se supo que el fuerte campesino que tenía a su
cargo la cuerda la campana, deseando probar toda su gloria, había dado a la cuerda un
concentrado tirón. La masa de estremecido metal demasiado poderosa para su
anclaje, y extrañamente débil en alguna parte en su extremo superior, se había soltado
de sus ataduras, había reventado un lado del campanario, y ha caído dando vueltas
sobre sí misma por un lado de la torre y todos los cien metros hasta el blando césped
de abajo, enterrándose boca arriba hasta la mitad.
Tras ser desenterrada, se vio que la fractura principal se había iniciado en un
pequeño punto junto a su corona; el cual al ser raspado, reveló un defecto,
engañosamente diminuto, en la fundición; un defecto que posteriormente había sido
empastado con algún producto desconocido.
El refundido metal pronto volvió a su lugar en la superestructura reparada de la
torre. Durante un año, el coro metálico de pájaros cantó musicalmente por entre las
esculpidas celosías y tracerías del campanario. Pero en el primer aniversario de
terminación de la torre —a primera hora de la mañana, apenas amanecido, antes de
que la multitud la rodeara—, se produjo un temblor de tierra; se oyó un fuerte y sordo
ruido. El pino de piedra, con toda su nidada de metálicos pájaros cantores, yacía
derribado sobre la llanura.
Así el ciego esclavo obedeció a su amo cegador; pero, en obediencia, lo mató. Así
el creador fue muerto por la criatura. Así la campana fue demasiado pesada para la
torre. Así la principal debilidad de la campana fue allá donde la sangre del hombre le
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había salpicado su imperfección. Y así el orgullo se derrumbó en la caída.
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FITZ-JAMES O’BRIEN
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Fitz-James O'Brien, nacido en 1828, es irlandés, aunque se trasladará a los
Estados Unidos a los 24 años, donde residió hasta su muerte, diez años más tarde.
Dentro de la pléyade de nombres célebres que le rodean en este volumen, el de
O’Brien es ciertamente un nombre menor, que difícilmente podrá ser hallado en
ninguna enciclopedia. Ello se debe en parte al poco tiempo que tuvo para desarrollar
su carrera literaria, apenas un lustro, antes de su desgraciada muerte (debida al
tratamiento inadecuado de una herida menor que recibió durante la Guerra Civil).
Su obra literaria abarca apenas de 1855 a 1859 (excepto un relato aparecido
póstumamente en 1864), y está constituida exclusivamente por relatos cortos,
aparecidos todos ellos en revistas. Como suele suceder a menudo, como hemos visto
ya al hablar de Herman Melville, sólo después de su muerte fue reunida en volumen
su obra, apareciendo en diversas reediciones hasta finales de siglo y a principios de
éste.
Pero Fitz-James O'Brien tiene en su haber el hecho de ser el único autor del siglo
XVIII que escribió exclusivamente ciencia ficción, y su obra, aunque escasa, tuvo
gran influencia en los primeros escritores que, agrupados en torno a Hugo
Gernsback, sentaron las bases modernas del género. Sus relatos constituyen,
teniendo en cuenta la época en que fueron escritos, los primeros exponentes de la
ciencia ficción «moderna», adelantándose en varias décadas, en temática y estilo, a
su tiempo. «¿Qué era? Un misterio» (What Was It? A Mystery), relata el encuentro
con un ser invisible cuya naturaleza queda en el misterio, pero que un molde de
escayola identifica como un diminuto humanoide de horrible aspecto. «El forjador de
maravillas» (The Wondersmith) describe minuciosamente un ejército de autómatas en
miniatura. «La habitación perdida» (The Lost Room) es uno de los primeros relatos
conocidos que hablan de otra dimensión, «llena de corredores y pasadizos, como
líneas matemáticas, que parecían capaces de una expansión indefinida». «Cómo
superé mi gravedad» (How I Overcame My Gravity) ofrece una detallada descripción
de un vuelo suborbital conseguido con la ayuda de la estabilización giroscópica. Y
así otros.
Pero su obra maestra, que se ha convertido en un clásico) una fuente donde
bebieron posteriormente muchos otros escritores, es «La lente de diamante» (The
Diamond Lens), que puedes leer a continuación. Aparecida en la revista Atlantic
Monthly en 1858, dio nombre a una de sus posteriores recopilaciones de relatos, y
narra el morboso amor del protagonista hacia un ser etéreo que ve a través de un
supermicroscopio de su construcción. Posteriormente, otros autores tomarían la
misma idea para sus relatos, como Kurd Lassiter en su «La pompa de jabón»
(Seifenblaksen), donde la gota de agua es sustituida por la superficie de una pompa
de jabón, y Ray Cummings en su novela La muchacha en el átomo dorado (The Girl
in the Golden Atom), donde los progresos de la ciencia permitieron al autor sustituir
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el microscopio por el átomo, abriendo todo un campo de especulación a otros
autores que los futuros desarrollos de la física se encargarían de matar los pocos
años. Pero, en la historia de la ciencia ficción, «La lente de diamante», y en general
la obra de O'Brien, han quedado como un punto clave de ruptura en el desarrollo del
género hacia su estado actual, semejante al que ocasionara Mary Shelley con su
Frankenstein.
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La lente de diamante
I
La elección del camino
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vulgares. Mantuve conversaciones con la Naturaleza en una lengua que ellos no
podían comprender. Permanecí en comunicación diaria con las maravillas vivas, de
una forma como nunca podría imaginar ninguno de ellos en sus más alocadas
visiones. Penetré más allá del portal externo de las cosas, y vagué a través de sus
santuarios. Donde ellos sólo veían una gota de lluvia rodando lentamente hacia abajo
por el cristal de la ventana, yo veía un universo de seres animados con todas las
pasiones comunes a la vida física, convulsionando su diminuta esfera con luchas y
forcejeos tan intensos como los de los hombres. Los habituales puntitos blancos que
mi madre, como buena ama de casa que era, retiraba apresuradamente de sus tarros
de mermelada, contenían para mí, bajo el nombre de moho, jardines encantados,
llenos de valles y senderos del más denso follaje y más sorprendente verdor, mientras
que de las fantásticas ramas de esos microscópicos bosques colgaban extraños frutos
que resplandecían en verdes, y platas, y oros.
No era el ansia científica lo que llenaba por aquel entonces mi mente. Era la pura
alegría de un poeta ante quien se ha abierto un mundo de maravillas. No hablé con
nadie de mis solitarios placeres. A solas con mi microscopio, forzaba mi vista, día
tras día y noche tras noche, examinando las maravillas que se desplegaban ante mí.
Era como aquel que, tras haber descubierto que aún existe el antiguo Edén en toda su
gloria primitiva, decide gozar de él en soledad, y no traicionar nunca a ningún mortal
el secreto de su localización. El camino de mi vida quedó decidido en aquel
momento. Mi destino era ser microscopista.
Por supuesto, como cualquier novicio, me creía un descubridor. Por aquel
entonces ignoraba los miles de agudas inteligencias dedicadas a los mismos afanes
que yo, y con la ventaja de instrumentos un millar de veces más poderosos que el
mío. Los nombres de Leeuwenhoek, Williamson, Spencer, Ehrenberg, Schultz,
Dujardin, Schact y Schleiden me eran por aquella época completamente
desconocidos, e ignoraba sus pacientes y maravillosas investigaciones. En cada
nuevo espécimen de criptogamia que colocaba debajo de mi instrumento creía
descubrir maravillas de las que el mundo era aún ignorante. Recuerdo bien el
estremecimiento de deleite y admiración que me recorrió de pies a cabeza la primera
vez que descubrí el rotífero común (Rotifera vulgaris), expandiendo y contrayendo
sus flexibles radios y girando aparentemente en el agua. Luego, a medida que crecí y
conseguí algunos libros que trataban de mi estudio favorito, descubrí que sólo me
hallaba en el umbral de una ciencia a cuya investigación estaban dedicando sus vidas
y sus intelectos algunos de los hombres más grandes de la época.
A medida que fui creciendo, mis padres, que veían pocas posibilidades de que se
derivara algo práctico del examen de trozos de moho y gotas de agua a través de un
tubo de cobre y un trozo de cristal, se mostraron ansiosos de que eligiera una
profesión. Era su deseo que entrara a trabajar en la contaduría de mi tío, Ethan Blake,
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un próspero comerciante, que dirigía sus negocios desde Nueva York. Combatí
decidido aquella sugerencia. No sentía el menor interés por el comercio; no sería más
que un fracaso; en pocas palabras, me negué a convertirme en comerciante.
Pero era necesario que eligiera alguna meta. Mis padres eran gente juiciosa de
Nueva Inglaterra, que insistían en la necesidad de trabajar; y en consecuencia, aunque
gracias a la bondad de mi pobre tía Agatha iba a heredar a mi mayoría de edad una
pequeña fortuna, suficiente para situarme por encima de las necesidades más básicas
de la vida, había decidido que, en vez de aguardar aquel momento, actuaría
noblemente y emplearía los años que aún faltaban hasta entonces a lograr mi
independencia económica.
Tras mucho meditar, me rendí a los deseos de mi familia y seleccioné una
profesión. Decidí estudiar medicina en la Academia de Nueva York. Aquella
disposición de mi futuro encajaba con mis ideas. El alejamiento de mi familia me
permitid disponer como gustara de mi tiempo, sin temor a ser detectado. Mientras
pagara las tasas de la Academia, podía saltar el asistir a las clases si así lo decidía; y,
puesto que nunca tuve la más remota intención de presentarme a los exámenes, no
había ningún peligro de ser «suspendido». Además, la metrópolis era el lugar ideal
para mí. Allá podía obtener excelentes instrumentos, las más recientes publicaciones,
intimar con los hombres cuyos objetivos corrían paralelos a los míos…, en pocas
palabras, todo lo necesario para asegurar una provechosa devoción de mi vida a mi
amada ciencia. Tenía dinero en abundancia, pocos deseos que no fueran cumplidos
por mi espejo iluminado a un extremo y mi objetivo de cristal al otro; ¿qué pues,
podía impedirme el convertirme en un ilustre investigador de los mundos velados?
Fue con las más alegres esperanzas que abandoné mi Nueva Inglaterra natal y me
establecí en Nueva York.
II
Los anhelos de un hombre de ciencia
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condensadores acromáticos, iluminadores de nube blanca, prismas, condensadores
parabólicos, aparatos de polarización, fórceps, cajas acuáticas con gran cantidad de
otros artículos, todos los cuales podían resultar útiles en manos de un microscopista
experimentado pero que, como descubrí más tarde, no me servían para nada en
aquellos momentos. Se necesitan años de práctica para saber cómo utilizar un
complicado microscopio.
El óptico me miró suspicazmente mientras yo efectuaba aquellas voluminosas
compras. Evidentemente, dudaba entre calificarme como alguna celebridad científica
o como un loco. Creo que se inclinó por lo último. Supongo que estaba loco. Todos
los grandes genios están locos acerca del tema que para ellos es el objetivo principal
de su vida. Los locos que no tienen éxito caen en desgracia y son llamados lunáticos.
Loco o no, me puse al trabajo con un celo que pocos estudiantes científicos han
igualado nunca. Lo tenía todo por aprender acerca del delicado estudio en el que me
había embarcado…, un estudio que implicaba la más intensa paciencia, los más
rígidos poderes analíticos, la mano más firme, el ojo más incansable, la más refinada
y sutil manipulación.
Durante largo tiempo la mitad de mis aparatos yacieron inactivos en los estantes
de mi laboratorio, que estaba ahora ampliamente aprovisionado con todos los
artilugios posibles para facilitar mis investigaciones. El hecho era que no sabía cómo
utilizar algunos de mis accesorios científicos —puesto que nunca había estudiado
microscopía—, y aquéllos cuyo uso comprendía teóricamente me eran de poca ayuda
hasta que, a través de la práctica, pudiera alcanzar la delicadeza de manejo necesaria.
De todos modos, tal era la furia de mi ambición, tal la incansable perseverancia de
mis experimentos, que, por difícil que pueda parecer de creer, en el transcurso de un
año me convertí, en la teoría y en la práctica, en un avezado microscopista.
Durante este período de mis trabajos, en el que sometí a la acción de mis lentes
especímenes de cualquier sustancia que se me pusiera ante la vista, me convertí en un
descubridor…, a pequeña escala, es cierto, porque era muy joven, pero un
descubridor pese a todo. Fui yo quien destruyó la teoría de Ehrenberg de que el
Volvox globator era un animal, y probé que sus «mónadas» con estómagos y ojos
eran meras fases en la formación de una célula vegetal, y que, cuando alcanzaban su
estado de madurez, eran incapaces del acto de conjugación, o de cualquier otro acto
generativo, sin el cual ningún organismo que se alce hasta un estado de vida superior
al vegetal puede decirse que es completo. Fui yo quien resolvió el singular problema
de rotación en las células y filamentos de las plantas a través de la atracción ciliar,
pese a las afirmaciones de Wenham y otros de que mis explicaciones eran el resultado
de una ilusión óptica.
Pero, pese a esos descubrimientos, laboriosa y dolorosamente realizados, me
sentía horriblemente insatisfecho. A cada pasó me veía detenido por la imperfección
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de mis instrumentos Como todo microscopista activo, daba amplio margen a mi
imaginación. De hecho, es una queja común contra muchos de ellos el que suplen los
defectos de sus instrumentos con las creaciones de sus cerebros. Imaginé
profundidades más allá de las profundidades de la Naturaleza que la limitada potencia
de mis lentes me prohibía explorar. Permanecía despierto por las noches
construyendo imaginarios microscopios de inmensurable potencia, con los que
parecía atravesar todas las envolturas de la materia hasta su átomo original. ¡Cómo
maldije aquellos imperfectos medios que la necesidad, a través de la ignorancia, me
impulsaba a utilizar! ¡Cómo anhelaba descubrir el secreto de alguna lente perfecta,
cuyo poder de amplificación se viera limitado solamente por la resolución del objeto,
y que al mismo tiempo se viera libre de las aberraciones esféricas y cromáticas, en
pocas palabras de todos los obstáculos contra los cuales tropieza constantemente el
pobre microscopista! Estaba convencido de que el microscopio simple, compuesto
por una sola lente de una potencia tan enorme como perfecta, era posible de construir.
Intentar llevar a tal perfección el microscopio compuesto hubiera sido comenzar por
el lado equivocado; puesto que este último era simplemente un remedio que sólo
había conseguido un éxito parcial en remediar los mismos defectos que el
instrumento simple, el cual, si era plenamente conquistado, no dejaría nada que
desear.
Fue en este estado mental que me convertí en un constructor de microscopios.
Tras pasar otro año en este nuevo empeño, experimentando con cualquier sustancia
imaginable —vidrio, gemas, pedernal, cristales, cristales artificiales formados por la
aleación de varios materiales vítreos—, en pocas palabras, tras construir tantas
variedades de lentes como ojos tenía Argos, me hallé exactamente allá donde había
empezado, sin haber conseguido nada excepto un extenso conocimiento en la
fabricación de cristales. Casi morí de desesperación. Mis padres estaban sorprendidos
por mi aparente falta de progresos en mis estudios médicos (no había asistido ni a una
sola clase desde mi llegada a la ciudad), y los gastos de mi loca búsqueda habían sido
tan grandes como para ponerme en serias dificultades.
Fue en esta situación cuando un día, mientras estaba experimentando en mi
laboratorio con un pequeño diamante —esa piedra, por su gran poder de refracción,
siempre había ocupado mi atención más que ninguna otra—, un joven francés, que
vivía en el piso encima del mío, y que me visitaba ocasionalmente, entró en la
habitación.
Creo que Jules Simón era judío. Tenía muchos rasgos del carácter hebreo: amor a
las joyas, a los vestidos y al buen vivir. Había algo misterioso en él. Siempre tenía
algo que vender, y sin embargo se codeaba con la sociedad más excelente. Cuando
digo vender, quizá debería decir buhonear; porque sus operaciones estaban
generalmente limitadas a la disposición de unos artículos determinados: un cuadro,
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por ejemplo, o una rara talla en marfil, o un par de pistolas de duelo, o el traje de un
caballero mexicano. Cuando estaba amueblando mis aposentos, me hizo una visita,
que terminó con la compra por mi parte de una antigua lámpara de plata, que me
aseguró era de Cellini era lo bastante hermosa como para serlo, y algunas otras
bagatelas para mi sala de estar. Por qué Simón seguía con ese comercio insignificante
era algo que jamás pude imaginar. Al parecer disponía de dinero más que suficiente,
y tenía entrée en las mejores casas de la ciudad…, siempre que cuidara, supongo, de
no hacer tratos comerciales dentro del encantado círculo de lo más selecto de las
Clases Altas. Finalmente, llegué a la conclusión de que su actividad buhonera no era
más que una máscara para ocultar algún objetivo más grande, e incluso llegué tan
lejos como a suponer que mi joven conocido estaba implicado en el comercio de
esclavos. De todos modos, eso, por supuesto, no era asunto mío.
En aquella ocasión, Simón entró en mi habitación en un estado de considerable
excitación.
—Ah! Mon ami! —exclamó, antes de que pudiera ofrecerle siquiera mi habitual
saludo—, me ha ocurrido que he sido testigo de las cosas más extraordinarias que
puedan producirse en el mundo. Paseo hacia casa de Madame…, ¿cómo se llama ese
pequeño animal, le renard, en latín?
—Vulpes —respondí.
—¡Ah, sí!…, Vulpes. Paseo hacia casa de Madame Vulpes…
—¿La médium espiritista?
—Sí, la gran médium. ¡Por los cielos! ¡Qué mujer! Escribo en una hoja de papel
muchas preguntas relativas a asuntos de lo más secreto…, asuntos que se ocultan de
la forma más profunda en los abismos de mi corazón; ¡y ved! ¡Por ejemplo! ¿Qué
ocurre? Ese demonio de mujer me responde a todos ellos de forma más certera. Me
habla de cosas de las que no me gusta hablar ni conmigo mismo. ¿Qué debo pensar?
¡Me quedo abrumado, alucinado!
—¿Debo entender, M. Simón, que esa Mrs. Vulpes respondió a preguntas escritas
en secreto por usted, preguntas relacionadas a acontecimientos conocidos sólo por
usted mismo?
—¡Ah! Más que eso, más que eso —respondió, con un cierto aire de alarma—.
Me relató cosas que… Pero —añadió tras una pausa, cambiando repentinamente de
actitud—, ¿por qué ocuparnos de esas tonterías? Todo es biología, sin duda. No hacía
falta decir que no creo en nada de ello… Pero ¿por qué estamos aquí, mon ami? Ha
ocurrido que he descubierto la cosa más hermosa que pueda usted imaginar…, un
vaso con lagartos verdes en él, compuesto por el gran Bernard Palissy. Está en mi
apartamento; subamos. Se lo mostraré.
Seguí mecánicamente a Simón; pero mis pensamientos estaban muy lejos de
Palissy y su cerámica esmaltada, pese a que yo, como él, me hallaba sondeando la
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oscuridad en busca de un gran descubrimiento. Su mención casual de la espiritista,
Madame Vulpes, me había puesto ante un nuevo sendero. ¿Y si el espiritismo fuera
realmente un gran hecho? ¿Y si, a través de la comunicación con organismos más
sutiles que el mío, pudiera alcanzar de un solo salto mi objetivo, que quizás una vida
de agónico trabajo mental jamás me permitiera alcanzar?
Mientras compraba el jarrón de Palissy a mi amigo Simón, estaba preparando
mentalmente una visita a Madame Vulpes.
III
El espíritu de Leeuwenhoek
Dos noches después de esto, gracias a una cita por carta y la promesa de un
generoso pago, encontré a Madame Vulpes aguardándome a solas en su residencia.
Era una mujer de rasgos toscos, con unos ojos oscuros intensos y casi crueles, y una
expresión extraordinariamente sensual en su boca y mandíbula. Me recibió en
perfecto silencio, en un apartamento de la planta baja, muy escasamente amueblado.
En el centro de la habitación, cerca de donde se sentaba Mrs. Vulpes, había una mesa
común, redonda, de caoba. Si hubiera acudido a limpiar su chimenea, la mujer no
hubiera examinado mi apariencia ion una indiferencia mayor. No había el menor
intento de inspirar sorpresa, maravilla o temor al visitante. Todo tenía un aspecto
sencillo y práctico. Aquella relación con el mundo espiritual era evidentemente una
ocupación tan familiar para Mrs. Vulpes como cenar o subir a un ómnibus.
—¿Viene para una comunicación, Mr. Linley? —preguntó la médium, en un tono
de voz seco y comercial.
—Tengo una cita…, sí.
—¿Qué tipo de comunicación desea? ¿Escrita?
—Sí. Deseo una comunicación escrita.
—¿De algún espíritu en particular?
—Sí.
—¿Ha conocido usted alguna vez a ese espíritu en este mundo?
—Nunca. Murió mucho antes de que yo naciera. Simplemente deseo obtener de él
una cierta información, que él tiene que hallarse en mejores condiciones de darme
que cualquier otro.
—Siéntese junto a la mesa, Mr Linley —dijo la médium—, y coloque sus manos
sobre ella.
Obedecí, con Mrs. Vulpes sentada frente a mí, con sus manos también sobre la
mesa. Llevábamos así durante casi un minuto y medio cuando se produjo una
violenta sucesión de golpes sobre la mesa, en el respaldo de mi silla, en el suelo
inmediatamente debajo de mis pies, e incluso en los cristales de las ventanas. Mrs.
Vulpes sonrió serenamente.
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—Son muy fuertes esta noche —observó—. Es usted afortunado. —Luego
prosiguió—: ¿Querrán los espíritus comunicarse con este caballero?
Una vigorosa afirmación.
—¿Deseará hablar con su comunicante el espíritu en particular que él desea?
Una sucesión muy confusa de golpes siguió a esa pregunta.
—Sé lo que quieren decir —indicó Mrs. Vulpes, dirigiéndose a mí—. Desean que
escriba usted el nombre del espíritu en particular con quien quiere conversar. ¿Es
eso? —añadió, hablando a sus invisibles invitados.
Que era eso resultó evidente por las numerosas respuestas afirmativas. Mientras
ocurría todo esto, yo arranqué una hoja de papel de mi bloc de notas, y garabateé un
nombre debajo de la mesa.
—¿Querrá ese espíritu comunicarse por escrito con este caballero? —preguntó
una vez más la médium.
Tras una momentánea pausa, su mano pareció ser atacada por un violento
temblor, agitándose con tal fuerza que la mesa vibró. Dijo que el espíritu se había
apoderado de su mano y que deseaba escribir. Le tendí algunas hojas de papel que
había sobre la mesa y un lápiz. Sujetó blandamente este último con la mano, que a los
pocos instantes empezó a moverse sobre el papel con un movimiento singular y
aparentemente involuntario. Al cabo de unos momentos, me tendió el papel, en el que
descubrí escrito, con una letra grande y poco cultivada, las palabras: «Él no está aquí,
pero ha sido enviado a buscar.» Transcurrió una nueva pausa de uno o dos minutos,
durante los cuales Mrs. Vulpes guardó un perfecto silencio, aunque los golpes
prosiguieron a intervalos regulares. Cuando hubo transcurrido el corto período que he
mencionado, la mano de la médium se vio de nuevo afectada por el convulsivo
temblor, y escribió, bajo aquella extraña influencia, unas palabras sobre el papel, que
me tendió. Decían: «Estoy aquí. Pregúnteme. Leeuwenhoek.»
Quedé alucinado. El nombre era idéntico al que yo había escrito debajo de la
mesa, y que había mantenido cuidadosamente oculto. Era absolutamente improbable
que una mujer poco cultivada como Mrs. Vulpes conociera siquiera el nombre del
gran padre de la microscopía. Puede que se tratara de biología; pero esta teoría estaba
condenada a verse pronto destruida. Escribí en mi hoja —manteniéndola oculta de
Mrs. Vulpes— una serie de preguntas, que, para evitar hacerme tedioso, situaré aquí
junto con sus respectivas respuestas, en el mismo orden en que se produjeron.
Yo— ¿Puede el microscopio ser llevado hasta la perfección?
Espíritu— Sí.
Yo— ¿Estoy destinado a realizar esta gran tarea?
Espíritu— Lo estás.
Yo— Desearía saber cómo debo proceder para alcanzar este fin. Por el amor que
sientes hacia la ciencia, ¡ayúdame!
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Espíritu— Un diamante de ciento cuarenta quilates, sometido a corrientes
electromagnéticas durante un largo período de tiempo, experimentará una
redisposición de sus átomos inter se, y a partir de esa piedra formarás la lente
universal.
Yo— ¿Resultarán grandes descubrimientos de la utilización de esa lente?
Espíritu— Tan grandes que todo lo que se ha descubierto antes no será nada.
Yo— Pero la potencia refractora del diamante es tan inmensa, que la imagen será
formada dentro de la lente. ¿Cómo superar esa dificultad?
Espíritu— Perfora la lente a través de su eje, y la dificultad será obviada. La
imagen se formará en el espacio perforado, el cual servirá como un tubo a través del
cual mirar. Me llaman. Buenas noches.
No puedo describir el efecto que esa extraordinaria comunicación tuvo sobre mí.
Me sentí absolutamente abrumado. Ninguna teoría biológica podía explicar el
descubrimiento de la lente. La médium podía, por medio de una relación biológica
con mi mente, haber ido hasta tan lejos como leer mis preguntas, y responder
coherentemente a ellas. Pero la biología no le permitía descubrir el que las corrientes
magnéticas alterarían de tal forma los cristales del diamante como para remediar sus
anteriores defectos, y permitir luego ser pulido en una lente perfecta. Alguna teoría
así puede que hubiera pasado por mi cabeza, es cierto; pero en cualquier caso la había
olvidado por completo. En mi excitada condición mental no me quedaba más que
pasar a ser un converso más, y fue en un estado de dolorosa exaltación nerviosa que
abandoné la casa de la médium aquella noche. Me acompañó hasta la puerta,
esperando que hubiera quedado satisfecho. Los golpes nos siguieron mientras
cruzábamos el vestíbulo, sonando en los balustres, el suelo, e incluso en el dintel de
la puerta. Expresé apresuradamente mi satisfacción, y escapé a toda prisa al frío aire
de la noche. Caminé hasta mi casa poseído por un solo pensamiento…, cómo obtener
un diamante del inmenso tamaño requerido. Todos mis medios, multiplicados cien
veces, no serían suficientes para adquirir una piedra así. Además, tales gemas son
raras, y suelen ser consideradas históricas. Jamás podría encontrar una a menos que
acudiera a las realezas orientales o europeas.
IV
El ojo de la mañana
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—¡Hey! —exclamé—, ¿contemplando la miniatura de alguna hermosa dama? Oh,
no enrojezca; no voy a pedirle que me la muestre.
Simón rió torpemente, pero no profirió ninguna de las habituales protestas
negativas que esgrimía en tales ocasiones. Me dijo que tomara asiento.
—Simón —dije—, vengo de casa de Madame Vulpes.
Esta vez Simón se puso tan blanco como una hoja de papel, y pareció estupefacto,
como si hubiera sido golpeado por un repentino shock eléctrico. Balbuceó algunas
palabras incoherentes, y se dirigió a toda prisa hacia un pequeño armario donde
normalmente guardaba sus licores. Aunque sorprendido por su emoción, me hallaba
demasiado preocupado con mis propias ideas como para prestar mucha atención a
ninguna otra cosa.
—Dijo usted la verdad cuando afirmó que Madame Vulpes es un diablo de mujer
—proseguí—. Simón, me dijo cosas maravillosas esta noche, o más bien fue el medio
a través del cual alguien me dijo cosas maravillosas. ¡Ah, si sólo pudiera conseguir
un diamante que pesara ciento cuarenta quilates!
Apenas el suspiro con el que pronuncié este deseo murió en mis labios, cuando
Simón, con el aspecto de un animal enjaulado, me miró salvajemente y, corriendo
hacia la repisa de la chimenea, sobre la que colgaban algunas armas extranjeras,
cogió un cris malayo y lo blandió furiosamente ante mí.
—No! —gritó en francés, al que siempre cambiaba cuando estaba excitado—.
¡No! ¡No lo conseguirá! ¡Es usted pérfido! ¡Ha consultado con ese demonio, y ahora
desea mi tesoro! ¡Pero antes moriré! ¡Yo! ¡Soy valiente! ¡No me causa usted miedo!
Todo aquello, pronunciado con una voz fuerte que temblaba con la excitación, me
desconcertó. Vi de inmediato que, accidentalmente, había pisado los bordes del
secreto de Simón, fuera cual fuese. Necesitaba tranquilizarle.
—Mi querido Simón —dije—, no sé en absoluto a qué se refiere. Acudí a
Madame Vulpes para consultar con ella un problema científico, para solucionar el
cual descubrí que era necesario un diamante del tamaño que acabo de mencionar.
Usted no fue aludido en ningún momento durante la sesión, y, en lo que a mí
respecta, ni siquiera pensé en usted en ningún momento. ¿Cuál es el significado de
este arranque? Si resulta que posee usted una colección de valiosos diamantes, no
tiene que temer nada de mí. No puede poseer el diamante que necesito; porque, si lo
poseyera, no estaría viviendo aquí.
Algo en mi tono debió tranquilizarle por completo, ya que su expresión cambió
inmediatamente a una especie de refrenado regocijo, combinado sin embargo con una
cierta atención suspicaz a mis movimientos. Se echó a reír, y dijo que debía
disculparle; que en ciertas ocasiones se veía presa de una especie de vértigo, que le
traicionaba con un modo de hablar incoherente, y que esos ataques desaparecían tan
rápidamente como habían venido. Echó a un lado su arma mientras me ofrecía esta
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explicación, y consiguió, con un cierto éxito, adoptar un aire más alegre.
Nada de aquello me impresionó en absoluto. Estaba demasiado acostumbrado al
trabajo analítico como para dejarme engañar por un velo tan tenue. Decidí sondear el
misterio hasta el final.
—Simón —dije gravemente—, olvidemos todo esto delante de una buena botella
de borgoña. Tengo abajo una caja de Clos Vougeot de Lausseure, de fragante aroma y
que retiene aún toda la luz del sol de la Cote d’Or. Bebamos un par de botellas. ¿Qué
me dice de ello?
—Con todo mi corazón —respondió Simón, sonriendo.
Fui a buscar el vino, y nos sentamos a beberlo. Era de una cosecha famosa, la de
1848, un año en el que guerra y vino medraron juntos…, y su puro pero poderoso
efecto pareció impartir una renovada vitalidad a nuestros sistemas. Cuando íbamos
por la mitad de la segunda botella, la cabeza de Simón, que yo sabía que era débil,
había empezado a ceder, mientras que yo permanecía calmado como siempre, sólo
que cada nuevo sorbo parecía enviar un flujo de renovado vigor a mis miembros. El
modo de hablar de Simón empezó a hacerse más y más indistinto. Se puso a cantar
chansons francesas de una tendencia no demasiado moral. Yo me levanté de pronto
de la mesa, justo a la conclusión de una de aquellas incoherentes estrofas, y, clavando
mis ojos en él con una tranquila sonrisa, dije:
—Simón, le he engañado. Esta tarde he sabido su secreto. Será mejor que sea
franco conmigo. Mrs. Vulpes, o más bien uno de sus espíritus, me lo contó todo.
Se sobresaltó, horrorizado. Su embriaguez pareció desaparecer por un instante, e
hizo un movimiento hacia el arma que había dejado hacía un rato. Lo detuve con una
mano.
—¡Monstruo! —exclamó apasionadamente—. ¡Estoy arruinado! ¿Qué voy a
hacer? ¡Nunca lo conseguirá! ¡Lo juro por mi madre!
—No lo deseo —dije—; tranquilícese, pero sea franco conmigo. Hábleme de ello.
La embriaguez empezó a regresar. Protestó con llorosa ansiedad, diciendo que yo
estaba completamente equivocado…, que era yo el que estaba borracho; luego que
pidió que le jurara eterno secreto, y prometió revelarme el misterio. Me sometí a
todo, por supuesto. Con una expresión intranquila en los ojos y las manos
temblorosas por la bebida y el nerviosismo, extrajo una cajita de su bolsillo y la abrió.
¡Cielos! ¡Cómo centelleó la suave luz de la lámpara, descomponiéndose en un millar
de flechas prismáticas, cuando incidió sobre el enorme diamante rosa que brillaba en
la cajita! Nunca he sido un juez en lo que a diamantes se refiere, pero vi al primer
golpe de vista que aquélla era una gema de raro tamaño y pureza. Miré a Simón con
maravilla y —¿debo confesarlo?— envidia. ¿Cómo podía haber obtenido él aquel
tesoro? En respuesta a mis preguntas, sólo pude deducir de sus ebrias afirmaciones
(de las cuales, supongo, la mitad de la coherencia era sólo afectada) que había sido
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capataz de un grupo de esclavos dedicados al lavado de diamantes en el Brasil; que
había visto a uno de ellos ocultar un diamante pero que, en vez de informar a sus
patronos, había vigilado discretamente al negro hasta que le vio enterrar su tesoro;
que lo había desenterrado y había huido con su botín, pero que aún temía disponer
públicamente de él —una gema tan valiosa atraería seguramente demasiado la
atención de sus anteriores patronos—, y que no había sido capaz de descubrir
ninguno de los oscuros canales a través de los cuales pueden venderse tales cosas con
seguridad. Añadió que, de acuerdo con la práctica oriental, había bautizado su
diamante con el extravagante nombre de «El ojo de la mañana».
Mientras Simón me relataba todo aquello, yo contemplaba atentamente el gran
diamante. Nunca había visto nada tan hermoso. Todas las glorias de la luz, jamás
imaginadas o descritas, parecían pulsar en sus cámaras cristalinas. Su peso, supe por
Simón, era exactamente ciento cuarenta quilates. Era una sorprendente coincidencia.
La mano del Destino parecía estar en ella. ¡La misma noche en que el espíritu de
Leeuwenhoek me comunicaba el gran secreto del microscopio, el inapreciable medio
que me había indicado que debía emplear aparecía a mi alcance! Decidí, con la más
perfecta deliberación, apoderarme del diamante de Simón.
Me senté delante de él mientras agitaba su cabeza sobre el precioso cristal, y
decidí calmadamente todo el asunto. Ni por un instante contemplé un acto tan
estúpido como un robo común, que por supuesto sería descubierto, o al menos me
obligaría a huir y esconderme, todo lo cual interferiría con mis planes científicos.
Sólo había un paso que podía dar…, matar a Simón. Después de todo, ¿qué era la
vida de un pequeño judío insignificante, en comparación con el interés de la ciencia?
Cada día los cirujanos toman seres humanos de entre los condenados a prisión para
experimentar con ellos. Este hombre, Simón, era por confesión propia un criminal, un
ladrón, y creía, dentro de mí, también un asesino. Merecía tanto la muerte como
cualquier felón condenado por la ley; ¿por qué no podía yo, como el gobierno, hacer
que su castigo contribuyera al progreso del conocimiento humano?
El medio de conseguir todo lo que deseaba se hallaba a mi alcance. Sobre la
repisa de la chimenea reposaba una botella medio llena de láudano francés. Simón
estaba tan ocupado con el diamante, que yo acababa de devolverle, que no presentó
ninguna dificultad drogar su copa. Al cuarto de hora estaba sumido en un profundo
sueño.
Abrí entonces su chaleco, tomé el diamante del bolsillo interior en el que lo había
metido, y lo trasladé a la cama. Cogí el cris malayo, que sujeté en mi mano derecha,
mientras con la otra hallaba tan exactamente como me fue posible por las pulsaciones
la localización exacta de su corazón. Era esencial que todos los aspectos de su muerte
condujeran a la suposición de un suicidio. Calculé el arco exacto con el que
probablemente entraría el arma en su pecho si estuviera manejada por el propio
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Simón; luego, con un poderoso golpe, la hundí hasta la empuñadura en el lugar
exacto donde deseaba que penetrara. Un estremecimiento convulsivo agitó los
miembros de Simón. Oí un blando sonido escapar de su garganta, igual al estallido de
una gran burbuja de aire emitida por un buceador cuando alcanza la superficie del
agua; se volvió a medias de costado y, como si deseara ayudarme en mis planes, su
mano derecha, movida por algún impulso meramente espasmódico, aferró el mango
del cris, que siguió sosteniendo con una extraordinaria tenacidad muscular. Aparte
esto, no hubo ningún otro debatir aparente. El láudano, supongo, paralizó la habitual
acción nerviosa. Debió morir instantáneamente.
Todavía quedaba algo por hacer. Para asegurarme de que toda sospecha del acto
derivara de cualquier habitante de la casa al propio Simón, era necesario que por la
mañana la puerta fuera hallada cerrada por dentro. ¿Cómo conseguir esto y luego
escapar? No por la ventana; aquello era una imposibilidad física. Además, estaba
decidido a que las ventanas fueran halladas también cerradas por dentro. La solución
resultó bastante simple. Descendí silenciosamente a mi propia habitación en busca de
un instrumento en particular que había utilizado a menudo para manejar pequeñas
sustancias resbaladizas, como pequeñas esferas de cristal, etc. Este instrumento no
era más que unas largas y delgadas pinzas, con un gran poder de agarre y que
permitían hacer una considerable palanca. Nada más sencillo que, cuando la llave
estuviera en la cerradura, sujetar desde fuera el extremo con sus puntas, a través del
agujero de la cerradura, y así cerrar la puerta. Previamente a hacer esto, sin embargo,
quemé un cierto número de papeles en la chimenea de Simón. Los suicidas siempre
queman algunos papeles antes de matarse. También vacié un poco más de láudano en
la copa de Simón —tras borrar de ella antes todo rastro de vino—, limpié la otra
copa, y me llevé conmigo las dos botellas. Si se hallaban huellas de que dos personas
habían estado bebiendo en la habitación, lógicamente se suscitaría la pregunta: ¿quién
era la otra? Además, las botellas de vino podrían ser identificadas como mías. El
láudano lo dejé en la copa para justificar su presencia en su estómago, en caso de un
examen post mórtem. Naturalmente, la teoría sería que primero había intentado
envenenarse pero que, tras beber un poco de la droga, se habría sentido disgustado
por su sabor o habría cambiado de opinión por otros motivos, y habría elegido la
daga. Una vez hechos todos estos arreglos, salí, dejando el gas encendido, cerré la
puerta con mis pinzas, y me fui a la cama.
La muerte de Simón no fue descubierta hasta casi las tres de la tarde. El sirviente,
sorprendido al ver el gas encendido cuya luz brotaba al oscuro descansillo por debajo
de la puerta, había mirado por el agujero de la cerradura y había visto a Simón en la
cama. Dio la alarma. La puerta fue forzada, y lodo el vecindario fue presa de una
fiebre de excitación.
Todo el mundo en la casa fue arrestado, incluido yo. Hubo una encuesta; pero no
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pudo obtenerse ningún indicio de su muerte más allá del suicidio. Curiosamente, la
semana anterior Simón había hablado con algunos de sus amigos de una forma tal
que parecía casi al borde de la autodestrucción. Un caballero juró que Simón había
dicho en su presencia que «estaba cansado de la vida». Su casero afirmó que Simón,
cuando le había pagado la renta aquel último mes, había observado que «no iba a
seguir pagándole mucho tiempo más». Todas las demás pruebas encajaban con la
teoría del suicidio: la puerta cerrada por dentro, la posición del cadáver, los papeles
quemados. Como había anticipado, nadie sabía nada de la posesión del diamante por
parte de Simón, por lo que no había ningún motivo para su asesinato. El jurado, tras
un prolongado examen del caso, emitió el veredicto habitual, y el vecindario siguió
de nuevo su vida acostumbrada.
V
Animula
Los tres meses siguientes a la catástrofe de Simón los dediqué día y noche a mi
lente de diamante. Construí una enorme pila galvánica, compuesta por cerca de dos
mil pares de placas…, no me atrevía a utilizar más potencia por temor a que el
diamante resultara calcinado. A través de su enorme motor conseguía enviar
constantemente una poderosa corriente eléctrica a través de mi gran diamante, el cual
me parecía que ganaba en lustre cada día. Al terminar el mes comencé el modelado y
pulido de la lente, un trabajo de intensa concentración y exquisita delicadeza. La gran
densidad de la piedra, y el cuidado requerido por la curvatura de las superficies de la
lente, convertían el trabajo en lo más delicado y difícil que hubiera emprendido
nunca.
Finalmente llegó el ansiado momento: la lente estaba completa. Yo me hallaba de
pie, tembloroso, en el umbral de nuevos mundos. Tenía ante mí la realización del
famoso deseo de Alejandro. La lente estaba sobre la mesa, lista para ser coloca da en
su plataforma. Mi mano tembló ligeramente cuando envolví una gota de agua con una
delgada capa de aceite de trementina, como preparación para su examen…, un
proceso necesario a fin de impedir la rápida evaporación del agua, Luego coloqué la
gota sobre una delgada capa de cristal bajo la lente y, arrojando sobre ella, con la
ayuda combinada de un prisma y un espejo, un potente rayo de luz, acerqué mi ojo al
diminuto agujero perforado a través del eje de la lente. Por un instante no vi nada
excepto lo que parecía ser un caos iluminado, un enorme abismo luminoso. Una pura
luz blanca, nítida y serena, y al parecer tan ilimitada como el propio espacio, fue mi
primera impresión. Suavemente, y con el mayor cuidado, hundí la lente apenas unos
pocos grosores de cabello. La maravillosa iluminación siguió aún, pero, a medida que
la lente se aproximaba al objeto, una escena de indescriptible belleza se desplegó ante
mi vista.
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Parecía estar contemplando un enorme espacio, cuyos límites se extendían mucho
más allá de mi visión. Una atmósfera de mágica luminosidad permeaba todo el
campo visual. Me quedé sorprendido al no ver ningún rastro de vida animálcula, Al
parecer, nada vivo habitaba aquella aturdidora extensión, Comprendí al instante que,
gracias al maravilloso poder de mi lente, había penetrado más allá de las partículas
más groseras de la materia acuosa, más allá del reino de los infusorios y protozoos,
descendiendo hasta el glóbulo gaseoso original, cuyo luminoso interior estaba
atisbando, como si mirara dentro de un domo ilimitado lleno con una radiación
sobrenatural,
Sin embargo, lo que miraba no era un brillante vacío. Por todos lados atisbaba
hermosas formas inorgánicas, de textura desconocida, coloreadas con los tonos más
encantadores. Esas formas presentaban una apariencia que podría ser denominada, a
falta de una definición más específica, nubes foliadas de la más extremada rareza; es
decir, ondulaban y se quebraban en formaciones vegetales, y estaban teñidas con
esplendores ante los cuales el oropel de nuestros bosques otoñales es puro plomo
comparado con el oro. Extendiéndose hasta muy lejos a través de aquella ilimitada
distancia había largas avenidas de aquellos bosques gaseosos débilmente
transparentes, y teñidos con tonos prismáticos de inimaginable brillo. Las colgantes
ramas oscilaban a lo largo de los fluidos claros hasta que la visión parecía recoger
interminables hileras de multicolores y sedosos estandartes. Lo que parecían ser
frutos o flores, pintados con un millar de tonalidades, lustrosos y siempre variantes,
burbujeaban en las copas de aquel encantado follaje. No se veían colinas, ni lagos, ni
ríos, ninguna forma animada o inanimada, excepto aquellos enormes sotos aurórales
que flotaban serenamente en la luminosa quietud, con hojas y frutos y flores que
resplandecían con fuegos desconocidos que la imaginación era incapaz de abarcar.
¡Qué extraño, pensé, que aquella esfera debiera estar condenada de aquel modo a
la soledad! Había esperado, al menos, descubrir alguna nueva forma de vida animal
—quizá de una clase más inferior que cualquier otra que hubiera examinado hasta
entonces—, pero, pese a todo, algún organismo vivo. Descubrí que mi recién
descubierto mundo, si puedo denominarlo así, era un hermoso desierto cromático.
Mientras estaba especulando sobre las singulares disposiciones de la economía
interna de la Naturaleza, que tan frecuentemente reduce a átomos nuestras más
compactas teorías, creí divisar una forma que se movía lentamente a través de los
claros de uno de los bosques prismáticos. Miré más atentamente, y descubrí que no
me había equivocado. Las palabras no pueden reflejar la ansiedad con la que aguardé
a que aquel misterioso objeto se aproximara. ¿Era simplemente alguna sustancia
inanimada, mantenida en suspensión en la atenuada atmósfera del glóbulo? ¿O era un
animal provisto de vitalidad y movimiento? Se aproximó, como aleteando detrás de
los coloreados velos del nuboso follaje, dejándose ver imprecisamente por unos
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segundos, luego desvaneciéndose. Al final, los estandartes violeta que colgaban más
cerca de mí vibraron; fueron echados suavemente hacia un lado, y la Forma flotó a
plena luz.
Era una forma humana, femenina. Cuando digo «humana», quiero decir que
poseía la silueta de la humanidad…, pero ahí termina la analogía. Su adorable belleza
la alzaba a alturas ilimitadas más allá de la más encantadora hija de Adán.
No puedo, no me atrevo, a intentar inventariar los encantos de aquella divina
revelación de una belleza perfecta. Aquellos ojos de un violeta místico, virginales y
serenos, eluden mis palabras. El largo y lustroso pelo que coronaba su gloriosa
cabeza con una estela de oro, como el rastro que surca en los cielos una estrella
fugaz, hace palidecer mis más ardientes frases con su esplendor. Si todas las abejas de
Hybla anidaran en mis labios, seguirían cantando toscamente las maravillosas
armonías de la silueta que enmarcaba su forma.
Apareció por entre las cortinas arco iris de los nubosos árboles al amplio mar de
luz que se extendía más allá. Sus movimientos eran los de una graciosa náyade,
hendiendo, con un simple esfuerzo de su voluntad, las claras y tranquilas aguas que
llenan las cámaras del mar. Flotó hacia delante con la serena gracia de una frágil
burbuja ascendiendo por la tranquila atmósfera de un día de junio. La perfecta
redondez de sus miembros formaba suaves y encantadoras curvas. Observar el
armonioso fluir de sus líneas era como escuchar la más espiritual de las sinfonías de
Beethoven el divino. Se trataba, de hecho, de un placer cuya contemplación resultaba
barata a cualquier precio. Deseé poder cruzar el umbral de aquella maravilla aunque
ello significara sumirme en otra sangre completamente distinta. Hubiera dado todo lo
que me hubieran pedido con tal de gozar personalmente de un momento así de
exaltación y deleite.
Conteniendo el aliento mientras contemplaba aquella encantadora maravilla, y
olvidando por un instante todo excepto su presencia, aparté ansiosamente mi ojo del
microscopio y…, ¡ay! ¡Cuando mi mirada cayó sobre la delgada platina depositada
debajo del instrumento, la brillante luz de espejo y prisma se convirtieron en una
incolora gota de agua! Así pues, en aquella pequeña cuenta de rocío estaba
aprisionado para siempre mi hermoso ser. El planeta Neptuno no estaba más distante
de mí que ella. Me precipité una vez más a aplicar mi ojo al microscopio.
Animula (déjenme llamarla con este querido nombre que más tarde le adjudiqué)
había cambiado de posición. Se había acercado de nuevo al maravilloso bosque, y
estaba mirando concentradamente hacia arriba. Finalmente uno de los árboles —
como debo llamarlos— desplegó un largo proceso ciliar, por el cual agarró uno de los
resplandecientes frutos que brillaban en su copa y, bajándolo lentamente, lo tendió al
alcance de Animula. La sílfide lo tomó en su delicada mano y empezó a comerlo. Mi
atención estaba tan absolutamente absorta en ella que no pude dedicarme a la tarea de
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determinar si aquella singular planta poseía o no volición.
La observé con la más profunda atención mientras comía.
La sinuosidad de sus movimientos envió un estremecimiento de placer a través de
todo mi cuerpo; mi corazón latió locamente cuando ella volvió sus hermosos ojos en
dirección al punto desde donde yo miraba. ¡Lo que hubiera dado en aquellos
momentos por tener el poder de precipitarme a aquel océano luminoso, y flotar con
ella a través de aquellos bosquecillos púrpura y oro! Mientras seguía así, con el
aliento contenido, siguiendo todos sus movimientos, se sobresaltó de pronto, pareció
escuchar por un momento y luego, horadando el brillante éter en el que flotaba, como
un destello de luz, atravesó el bosque opalino y desapareció.
Instantáneamente me vi asaltado por una serie de emociones de lo más singular.
Pareció como si repentinamente me hubiera vuelto ciego. La esfera luminosa estaba
aún delante de mí, pero mi luz diurna se había desvanecido. ¿Qué había causado
aquella repentina desaparición? ¿Tenía ella algún amante o esposo? ¡Sí, ésa era la
explicación! Alguna señal de algún feliz consorte había vibrado a través de las sendas
del bosque, y ella había obedecido a la llamada.
La agonía de mis sensaciones, cuando llegué a esa conclusión, me sorprendió.
Intenté rechazar la convicción que mi razón intentaba hacerme admitir. Luché contra
la fatal conclusión…, pero en vano. Las cosas eran así. No podía escapar de ellas.
¡Amaba a un animálculo!
Es cierto que, gracias al maravilloso poder de mi microscopio, ella aparecía ante
mí con proporciones humanas. En vez de presentar el desagradable aspecto de las
criaturas más toscas, que viven y luchan y mueren en las más fácilmente detectables
porciones de la gota de agua, ella era etérea y delicada y de una belleza exquisita.
¿Pero cómo era eso así? Cada vez que apartaba mi ojo del instrumento, mi mirada
caía sobre una miserable gota de agua, dentro de la cual, debía contentarme con
saber, moraba todo aquello que podía hacer mi vida feliz.
¡Si ella pudiera verme, aunque sólo fuera una vez! Si pudiera por un momento
atravesar las místicas paredes que tan inexorablemente se alzaban para separarnos, y
susurrar todo lo que llenaba mi alma, me sentiría satisfecho para el resto de mi vida
con el conocimiento de su remota simpatía. Sería algo que establecería aunque fuera
el más débil lazo personal que nos uniría…, ¡el saber que a veces, cuando
vagabundeara por entre aquellos encantados claros, tal vez pensara en el maravilloso
extraño que había roto la monotonía de su vida con su presencia y había dejado un
gentil recuerdo en su corazón!
Pero no podía ser. Ningún invento del que fuera capaz el intelecto humano era
capaz de romper las barreras que había erigido la Naturaleza. Podía llenar mi alma
con su maravillosa belleza, pero ella permanecería para siempre ignorante de los
adoradores ojos que día y noche la contemplaban y, cuando se cerraban, la veían en
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sueños. Con un amargo grito de angustia huí de la habitación y, dejándome caer en mi
lecho, sollocé hasta quedarme dormido como un niño.
VI
La gota que hace rebosar el vaso
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—Vamos —me dije—, todo esto no es más que una fantasía. Tu imaginación ha
adornado a Animula con unos encantos que en realidad no posee. Tu alejamiento de
la sociedad femenina ha producido en tu mente esta morbosa condición. Compárala
con las hermosas mujeres de tu propio mundo, y este falso encantamiento
desaparecerá.
Miré por casualidad al montón de periódicos que tenía a un lado. Allá estaba el
anuncio de una celebrada danseuse que aparecía cada noche en el Niblo’s. La
Signorina Caradolce tenía la reputación de ser la mujer más hermosa y más graciosa
del mundo. Me vestí de inmediato y fui al teatro.
Se alzó el telón. El habitual semicírculo de hadas con blancos atuendos de
muselina formaba, todas ellas apoyadas sobre la punta de su pie derecho, en torno al
pintado macizo de flores del telón de fondo donde dormía el príncipe. De pronto se
oye una flauta. Las hadas se sobresaltan. Los árboles se abren, las hadas se apoyan
ahora sobre la punta de su pie izquierdo, y entra la reina. Era la Signorina. Saltó hacia
delante entre un tronar de aplausos y, sosteniéndose sobre un pie, permaneció como
flotando en el aire. ¡Cielos!, ¿aquélla era la gran encantadora que había atraído a
monarcas a sus pies? ¡Aquellos recios miembros musculosos, aquellas anchas
caderas, aquellos cavernosos ojos, aquella sonrisa estereotipada, aquellas mejillas
burdamente pintadas! ¿Dónde estaba el sonrosado rubor, los líquidos ojos expresivos,
los armoniosos miembros de Animula?
La Signorina bailó. ¡Aquellos torpes movimientos discordantes! El juego de sus
miembros era completamente falso y artificial. Sus saltos eran dolorosos esfuerzos
atléticos; sus poses eran angulares y molestaban al ojo. No pude soportarlo más; con
una exclamación de disgusto que atrajo sobre mí todas las miradas, me levanté de mi
asiento en medio mismo del pas-de-fascination de la Signorina y abandoné
bruscamente la sala.
Me apresuré a volver a casa para festejar una vez más mis ojos con las
encantadoras formas de mi sílfide. Sentí que a partir de aquel momento iba a ser
imposible combatir aquella pasión. Apliqué mi ojo a la lente. Animula estaba allí…,
¿pero qué podía haber ocurrido? Algún terrible cambio parecía haber tenido lugar
durante mi ausencia. Algún secreto pesar parecía nublar los encantadores rasgos
cuando miré hacia ella. Su rostro era más delgado y parecía como extraviado; sus
miembros se arrastraban pesadamente; el maravilloso lustre de su dorado pelo se
había apagado. ¡Estaba enferma! ¡Enferma…, y yo no podía ayudarla! Creo que en
aquel momento hubiera renunciado de buen grado a todos los derechos humanos que
me correspondían por nacimiento a cambio de poder ser disminuido al tamaño de un
animálculo, y serme permitido consolarla del destino del que me veía para siempre
separado.
Estrujé mi cerebro en busca de la solución a aquel misterio. ¿Qué era lo que
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afligía a la sílfide? Parecía sufrir un intenso dolor. Sus rasgos se contrajeron, e
incluso se encogió, como presa de alguna agonía interna. Los maravillosos bosques
parecían haber perdido también la mitad de su belleza. Sus tonalidades eran apagadas
y, en algunos lugares, habían desaparecido por completo. Observé durante horas a
Animula con el corazón roto, y ella pareció encogerse de una forma absoluta bajo mi
mirada. De pronto recordé que no había comprobado la gota de agua desde hacía
días. De hecho, odiaba verla, porque me recordaba la barrera natural existente entre
Animula y yo. Miré apresuradamente la platina del microscopio. El cristal estaba
todavía allí…, ¡pero, por los cielos, la gota de agua había desaparecido! La terrible
verdad me invadió; se había evaporado, hasta convertirse en algo tan diminuto que
resultaba invisible a simple vista; había estado contemplando su último átomo, aquel
que contenía a Animula…, ¡y ella se estaba muriendo!
Me apresuré de nuevo a la lente y miré a su través. ¡Sí, la ultima agonía ya se
había apoderado de ella! Los bosques arco iris se habían fundido por completo, y
Animula yacía debatiéndose débilmente en lo que parecía ser un punto de imprecisa
luz. ¡Ah!, la visión era horrible: los miembros antes tan redondeados y encantadores
se reducían a la nada; los ojos —aquellos ojos que brillaban como el cielo— se
habían extinguido a un polvo negro; el lustroso pelo dorado se veía ahora lacio y
descolorido. Llegó el estremecimiento final. Contemplé aquel último debatirse de la
cada vez más ennegrecida forma…, y me desvanecí.
Cuando desperté de mi trance, al cabo de muchas horas, me hallé tendido en
medio de la ruina de mi instrumento, con mi mente y mi cuerpo tan destrozados como
él. Me arrastré débilmente hasta mi cama, de la que no me levanté durante meses.
Dicen que estoy loco; pero están equivocados. Soy pobre, porque nunca he tenido
el valor ni la voluntad para trabajar; he gastado todo mi dinero, y vivo de la caridad.
Las asociaciones de jóvenes a los que les gusta divertirse me invitan a que les dé
conferencias sobre óptica, por las que me pagan, y se ríen mientras las pronuncio.
«Linley, el microscopista loco», me llaman. Supongo que en esas conferencias hablo
incoherentemente. ¿Quién puede hablar con sentido cuando su cerebro está
atormentado por esos horribles recuerdos, mientras de tanto en tanto, entre las
sombras de la muerte, aparece ante mis ojos la radiante forma de mi perdida
Animula?
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ANTÓN CHÉJOV
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Me atrevería a decir que Chéjov constituye, dentro de esta antología, la perla
negra, la curiosidad, la excepción que confirma la regla. Allá donde la mayoría de
los autores incluidos en ella, aunque famosos y reconocidos dentro de la literatura
general, mostraron a lo largo de toda su vida y obra una inclinación hacia la ciencia
ficción (aunque en su época sus relatos fueran etiquetados solamente como fantasías,
o en el mejor de los casos como «fantasías científicas», porque, ¿cómo podían ser
etiquetados con un nombre que aún no había sido inventado?), esta argumentación
no puede emplearse con Antón Pávlovich Chéjov. El autor de La gaviota, Tío Vania,
Tres hermanas y El jardín de los cerezos, sólo por citar algunas de sus obras más
conocidas, es considerado universalmente como un autor naturalista, rural, cuya
mayor virtud es la minuciosa descripción de los ambientes grises de las viejas
propiedades en las que agoniza el mundo de la antigua aristocracia. Nada más lejos
de la exaltación fantástica de un Poe, un Hawthorne o un Melville. Chéjov fue
siempre y ante todo un autor realista.
¿Siempre? Lo cierto es que Chéjov, nacido en 1860 en Taganrog, nieto de un
siervo libertado e hijo de un pequeño comerciante arruinado cuando Chéjov aún no
había cumplido los veinte años, sufrió en los años jóvenes de su vida toda la miseria
que afectaba a gran parte del pueblo ruso. Su éxito como escritor y dramaturgo no le
llegó hasta el último decenio del siglo. Hasta entonces, Chéjov, mientras estudiaba
medicina, empezó a escribir cuentos y enviarlos a las revistas humorísticas del país,
de gran auge por aquella época en Rusia. Se trataba evidentemente de un trabajo
puramente alimenticio, emprendido entre guardia y guardia del hospital para
subvenir a sus necesidades y las de su familia. Las glorias literarias estaban aún
lejos. Pero no su profunda visión de la vida, su agudeza de conceptos y su mordaz
humor, que constituyen una constante en esta primera época de su vida literaria, en
la que se ha profundizado muy poco hasta que, en 1884, empezaron a aparecer sus
primeros volúmenes de cuentos y sainetes, todos ellos humorísticos.
A esta primera época pertenece «Las islas voladoras» (Lie chie astravá).
Aparecido en 1885 en la revista satírica Budilni (Despertador), es una ácida parodia,
casi esperpéntica, que pretende ser la traducción al ruso de uno de los relatos de
Julio Verne (muy en boga en Rusia en aquellos tiempos), aunque el nombre del gran
autor francés no sea citado en absoluto en ningún momento. Pero todas sus
características, sus virtudes y sus defectos están ahí. La agudeza de Chéjov, un autor
no de ciencia ficción que se permite ironizar sobre el género, encaja perfectamente
un volumen donde la protociencia ficción quiere ser vista desde todos sus ángulos. Y
demuestra que, en las últimas décadas del siglo pasado, el género no era en absoluto
indiferente, no ya solo al público, sino tampoco a los escritores de otros géneros
literarios.
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Las islas voladoras
I
La Conferencia
—¡He terminado, caballeros! —dijo Mr. John Lund, joven miembro de la Real
Sociedad Geográfica, mientras se desplomaba exhausto sobre un sillón. La sala de
asambleas resonó con grandes aplausos y gritos de ¡bravo! Uno tras otro, los
caballeros asistentes se dirigieron hacia John Lund y le estrecharon la mano. Como
prueba de su asombro, diecisiete caballeros rompieron diecisiete sillas y torcieron
ocho cuellos, pertenecientes a otros ocho caballeros, uno de los cuales era el capitán
de La Catástrofe, un yate de 100 000 toneladas.
—¡Caballeros! —dijo Mr. Lund, profundamente emocionado—. Considero mi
más sagrada obligación el darles a ustedes las gracias por la asombrosa paciencia con
la que han escuchado mi conferencia de una duración de 40 horas, 32 minutos y 14
segundos… ¡Tom Grouse! —exclamó, volviéndose hacia su viejo criado—.
Despiértame dentro de cinco minutos. Dormiré, mientras los caballeros me disculpan
por la descortesía de hacerlo.
—¡Sí, señor! —dijo el viejo Tom Grouse.
John Lund echó hacia atrás la cabeza, y estuvo dormido en un segundo.
John Lund era escocés de nacimiento. No había tenido una educación formal ni
estudiado para obtener ningún grado, pero lo sabía todo. La suya era una de esas
naturalezas maravillosas en las que el intelecto natural lleva a un innato conocimiento
de todo lo que es bueno y bello. El entusiasmo con el que había sido recibido su
parlamento estaba totalmente justificado. En el curso de cuarenta horas había
presentado un vasto proyecto a la consideración de los honorables caballeros, cuya
realización llevaría a la consecución de gran fama para Inglaterra y probaría hasta qué
alturas puede llegar en ocasiones la menta humana.
«La perforación de la Luna, de uno a otro lado, mediante una colosal barrena.»
¡Éste era el tema de Id brillantemente pronunciada conferencia de Mr. Lund!
II
El Misterioso Extraño
Sir Lund no durmió siquiera durante tres minutos. Una pesada mano descendió
sobre su hombro y tuvo que despertarse. Ante él se alzaba un caballero de un metro,
ocho decímetros, dos centímetros y siete milímetros de altura, flexible como un sauce
y delgado como una serpiente disecada. Era completamente calvo. Enteramente
vestido de negro, llevaba cuatro pares de anteojos sobre la nariz, un termómetro en el
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pecho y otro en la espalda.
—¡Seguidme! —exclamó el calvo caballero con tono sepulcral.
—¿Dónde?
—¡Seguidme, John Lund!
—¿Y qué pasará si no lo hago?
—¡Entonces me veré obligado a perforar a través de la Luna antes de que lo
hagáis vos!
—En ese caso, caballero, estoy a vuestro servicio.
—Vuestro criado caminará detrás de nosotros.
Mr. Lund, el caballero calvo y Tom Grouse abandonaron la sala de asambleas,
saliendo a las bien iluminadas calles de Londres. Caminaron durante largo tiempo.
—Señor —dijo Grouse a Mr. Lund—, si nuestro camino es tan largo como este
caballero, de acuerdo con la ley de la fricción, ¡gastaremos nuestras suelas!
Los caballeros meditaron un momento. Diez minutos después, tras decidir que el
comentario de Grouse tenía mucha gracia, rieron ruidosamente.
—¿Con quién tengo el honor de compartir mis risas, caballero? —preguntó Lund
a su calvo acompañante.
—Tenéis el honor de caminar, hablar y reír con un miembro de todas las
sociedades geográficas, arqueológicas y etnográficas del mundo, con alguien que
posee un grado magna cum laude en cada ciencia que ha existido y que existe en la
actualidad, es miembro del Club de las Artes de Moscú, fideicomisario honorífico de
la Escuela de Obstetricia Bovina de Southampton, suscriptor del The Illustrated Imp,
profesor de magia amarillo-verdosa y gastronomía elemental en la futura Universidad
de Nueva Zelanda, director del Observatorio sin Nombre, William Bolvanius. Os
estoy llevando, caballero, a…
(John Lund y Tom Grouse cayeron de rodillas ante el gran hombre, del que tanto
habían oído, e inclinaron sus cabezas en señal de respeto.)
—… os estoy llevando, caballero, a mi observatorio, a treinta y dos kilómetros de
aquí. ¡Caballero! El silencio es una bella cualidad en un hombre. Necesito un
compañero en mi empresa, la significación de la cual seréis capaz de comprender con
tan sólo los dos hemisferios de vuestro cerebro. Mi elección ha recaído en vos. Tras
vuestra conferencia de cuarenta horas, es muy improbable que deseéis entablar
conversación conmigo, y yo, caballero, no amo a nada tanto como a mi telescopio y a
un silencio prolongado. La lengua de vuestro servidor, empero, será detenida a una
orden vuestra. ¡Caballero, viva la pausa! Os estoy llevando… Supongo que no
tendréis nada en contra, ¿no es así?
—¡En absoluto, caballero! Tan sólo lamento que no seamos corredores y, por otra
parte, el que estos zapatos que estamos usando valgan tanto dinero.
—Os compraré zapatos nuevos.
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—Gracias, caballero.
Aquellos de mis lectores que estén sobre ascuas por el deseo de tener un mejor
conocimiento del carácter de Mr. William Bolvanius pueden leer su asombrosa obra:
«¿Existió la Luna antes del Diluvio?; y, si así fue, ¿por qué no se ahogó?» A esta obra
se le acostumbra a unir un opúsculo, posteriormente prohibido, publicado un año
antes de su muerte y titulado: «Cómo convertir el Universo en polvo y salir con vida
al mismo tiempo.» Estas dos obras reflejan la personalidad de este hombre, notable
entre los notables, mejor que pudiera hacerlo cualquier otra cosa.
Incidentalmente, estas dos obras describen también cómo pasó dos años en los
pantanos de Australia, subsistiendo enteramente a base de cangrejos, limo y huevos
de cocodrilo, y sin hacer durante todo este tiempo ni un solo fuego. Mientras estaba
en los pantanos, inventó un microscopio igual en todo a uno ordinario, y descubrió la
espina dorsal en los peces de la especie «Riba». Al volver de su largo viaje, se
estableció a unos kilómetros de Londres y se dedicó enteramente a la astronomía,
Siendo como era un auténtico misógino (se casó tres veces y tuvo, como
consecuencia, tres espléndidos y bien desarrollados pares de cuernos), y no sintiendo
deseos ocasionales de aparecer en público, llevaba la vida de un esteta. Con su sutil y
diplomática mente, consiguió que su observatorio y su trabajo astronómico tan sólo
fuesen conocidos por él mismo. Para pesar y desgracia de todos los verdaderos
ingleses, debemos hacer saber que este gran hombre ya no vive en nuestros días;
murió hace algunos años, oscuramente, devorado por tres cocodrilos mientras nadaba
en el Nilo.
III
Los Puntos Misteriosos
El observatorio al que llevó a Lund y al viejo Tom Grouse, (sigue aquí una larga y
tremendamente aburrida descripción del observatorio, que el traductor del francés al
ruso ha creído mejor no traducir para ganar tiempo y espacio). Allí se alzaba el
telescopio perfeccionado por Bolvanius. Mr. Lund se dirigió hacia el instrumento y
comenzó a observar la Luna.
—¿Qué es lo que veis, caballero?
—La Luna, caballero.
—Pero ¿qué es lo que veis cerca de la Luna, caballero?
—Tan sólo tengo el honor de ver la Luna, caballero.
—Pero ¿no veis unos puntos pálidos moviéndose cerca de la Luna, caballero?
—¡Pardiez, caballero! ¡Veo los puntos! ¡Sería un asno si no los viera! ¿De qué
clase de puntos se trata?
—Esos puntos tan sólo son visibles a través de mi telescopio. ¡Pero ya basta!
¡Dejad de mirar a través del aparato! Mr, Lund y Tom Grouse, yo deseo saber, tengo
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que saber, qué son esos puntos. ¡Estaré allí pronto! ¡Voy a hacer un viaje para verlos!
Y ustedes vendrán conmigo.
—¡Hurra! —gritaron a un tiempo John Lund y Tom Grouse—. ¡Vivan los puntos!
IV
Catástrofe en el Firmamento
Media hora más tarde, Mr. William Bolvanius, John Lund y Tom Grouse estaban
volando hacia los misteriosos puntos en el interior de un cubo que era elevado por
dieciocho globos, listaba sellado herméticamente y provisto de aire comprimido y de
aparatos para la fabricación de oxígeno [1]. El inicio de este estupendo vuelo sin
precedentes tuvo lugar en la noche del 13 de marzo de 1870. El viento provenía del
suroeste. La aguja de la brújula señalaba noroeste-oeste. (Sigue una descripción,
extremadamente aburrida, del cubo y de los dieciocho globos.) Un profundo silencio
reinaba dentro del cubo. Los caballeros se arrebujaban en sus capas y fumaban
cigarros. Tom Grouse, tendido en el suelo, dormía como si estuviera en su propia
casa. El termómetro [2] registraba bajo cero. En el curso de las primeras veinte horas,
no se cruzó entre ellos ni una sola palabra ni ocurrió nada de particular. Los globos
habían penetrado en la región de las nubes.
Algunos rayos comenzaron a perseguirles, pero no consiguieron darles alcance,
como era natural esperar tratándose de ingleses. Al tercer día John Lund cayó
enfermo de difteria y Tom Grouse tuvo un grave ataque en el bazo. El cubo colisionó
con un aerolito y recibió un golpe terrible. El termómetro marcaba -76°.
—¿Cómo os sentís, caballero? —preguntó Bolvanius a Mr. Lund al quinto día,
rompiendo finalmente el silencio.
—Gracias, caballero —replicó Lund, emocionado— vuestro interés me
conmueve. Estoy en la agonía. Pero ¿dónde está mi fiel Tom?
—Está sentado en un rincón, mascando tabaco y tratando de poner la misma cara
que un hombre que se hubiera casado con diez mujeres al mismo tiempo.
—¡Ja, ja, ja, Mr. Bolvanius!
—Gracias, caballero.
Mr. Bolvanius no tuvo tiempo de estrechar su mano con la del joven Lund antes
de que algo terrible ocurriese. Se oyó un terrorífico golpe. Algo explotó, se
escucharon un millar de disparos de cañón, y un profundo y furioso silbido llenó el
aire. El cubo de cobre, habiendo alcanzado la atmósfera rarificada y siendo incapaz
de soportar la presión interna, había estallado, y sus fragmentos habían sido
despedidos hacia el espacio sin fin,
¡Éste era un terrible momento, único en la historia del Universo!
Mr. Bolvanius agarró a Tom Grouse por las piernas, este último agarró a Mr.
Lund por las suyas, y los tres fueron llevados como rayos hacia un misterioso abismo.
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Los globos se soltaron. Al no estar ya contrapesados, comenzaron a girar sobre sí
mismos, explotando luego con gran ruido.
—¿Dónde estamos, caballero?
—En el éter.
—Hummm. Si estamos en el éter, ¿qué es lo que respiramos?
—¿Dónde está vuestra fuerza de voluntad, Mr. Lund?
—¡Caballeros! —gritó Tom Grouse—. ¡Tengo el honor de informarles que, por
alguna razón, estamos volando hacia abajo y no hacia arriba!
—¡Bendita sea mi alma, es cierto! Esto significa que ya no nos encontramos en la
esfera de influencia de la gravedad. Nuestro camino nos lleva hacia la meta que nos
habíamos propuesto. ¡Hurra! Mr. Lund, ¿qué tal os encontráis?
—Bien, gracias, caballero. ¡Puedo ver la Tierra encima, caballero!
—Eso no es la Tierra. Es uno de nuestros puntos. ¡Vamos a chocar con él en este
mismo momento!
¡¡¡¡BOOOMM!!!!
V
La Isla de Johann Goth
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¡Me lo tragaré de un bocado!
El caballero Bolvanius, alzando los brazos, rió salvajemente. Una extraña luz
brillaba en sus ojos.
Se había vuelto loco.
VI
El Regreso
CONCLUSIÓN
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EDWARD BELLAMY
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El año 2000 (Looking Backward, 2000-1887, que ha conocido hasta hoy
numerosas ediciones en España y Argentina) es la novela utópica más famosa del
siglo XIX, y la que más influencia tuvo en los últimos años del siglo pasado y
primeros del presente, hasta el punto que, según algunos historiadores, la
descripción del socialismo de estado que contenía fue en parte utilizada por la
revolución rusa de 1917. En esta novela, un superviviente del siglo XIX,
mágicamente preservado a través del sueño hipnótico, despierta en el año 2000, para
hallarse frente una sociedad utópica que es descrita con todo detalle, dominada por
un profundo mecanicismo, y donde todos los problemas materiales han quedado
resueltos y las pasiones irracionales han sido absolutamente suprimidas. El éxito de
la novela ha perdurado a lo largo de los años, y aún hoy es considerada como uno de
los grandes clásicos de la literatura utópica.
Esto ha hecho también que el nombre de Edward Bellamy haya llegado con toda
su gloria hasta nosotros, pese a su escasa producción literaria. Bellamy, nacido en
Chicopee Falls, Massachusetts, en 1850, y muerto prematuramente en 1898 en el
mismo lugar, escribió principalmente relatos cortos, que publicó en revistas y
posteriormente agrupó en varios volúmenes, al tiempo que se dedicaba al
periodismo. Estudió también la carrera de abogado, aunque apenas la ejerció.
Curiosamente, el éxito mundial de El año 2000, con su pseudoapología del
comunismo, impresionó tanto al propio Bellamy que dos años más tarde escribió otra
obra, Noticias de ninguna parte (News from Nowhere), en donde describía un mundo
ideal de un tipo absolutamente distinto al anterior. Dos años antes de morir, publicó
también una secuela de El año 2000: Igualdad (Equality), que pasó casi
desapercibida.
Debido a todo ello, Edward Bellamy ha sido considerado como uno de los
grandes autores de ciencia ficción del siglo pasado Aunque su influencia en el campo
del género ha sido muy escasa en autores posteriores (excepto, quizás, en Huxley), lo
cierto es que Bellamy se caracterizó siempre por su profunda preocupación en
especular acerca del hombre y su devenir, más allá, e incluso a pesar, del entorno
mecanicista que le rodeaba…, y ésta es precisamente una de las características de la
ciencia ficción actual. Sus relatos cortos lo muestran claramente: «Con los ojos
cerrados» (With the Eyes Shut) presenta un viaje onírico a un mundo que ha
reemplazado virtualmente toda la letra impresa por los dispositivos fonográficos; «El
posible camino» (To Whom This May Come) es una visión definitiva de la
comunicación telepática dentro de una comunidad; en «La fiesta de los viejos» (The
Old Folks' Party), un grupo de jóvenes de ambos sexos deciden adoptar los roles que
creen que tendrán dentro de cincuenta años…
«El mundo del hombre ciego» (The Blindman's World), publicada en 1886 en la
revista Atlantic Monthly, y que posteriormente dio título a uno de los más conocidos
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volúmenes de narraciones de Bellamy, es su relato de ciencia ficción más conocido.
No por el hecho de que nos presente como arranque del relato un viaje (aunque sea
onírico) a Marte, cuyo planeta, por supuesto, es descrito de una forma que los
descubrimientos de las modernas sondas espaciales han convertido en
románticamente obsoleta, sino por el interesante planteamiento que hace de nuestra
«retrovisión», como un atavismo frente a la «previsión» de los marcianos y todos los
demás seres del Universo. La detallada, racional y fundamentada explicación que
nos presenta Bellamy sobre la lógica, ventajas y funcionamiento de la previsión
marciana son lo que hace de este relato uno de los más puros ejemplos de ciencia
ficción avant la lettre.
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El mundo del hombre ciego
La narración de la que esta nota es introductoria fue hallada entre los papeles del
difunto profesor S. Erastus Larrabee y, como amigo del caballero a quien fueron
legados dichos papeles, me fue pedido que la preparara para su publicación. Ésta
resultó ser una tarea muy sencilla, puesto que el documento demostró ser de un
carácter tan extraordinario que, si debía ser publicado, había que hacerlo
evidentemente sin ningún cambio. Parece que el profesor sufrió realmente, en una
época de su vida, un ataque de vértigo o algo parecido, bajo circunstancias similares a
las descritas por él, y que a este respecto su narración puede estar fundada en un
hecho real. Hasta qué punto se aparta de este fundamento, o si realmente se aparta de
él en algún momento, es algo que el lector deberá establecer por sí mismo. Parece
seguro que el profesor nunca reveló a nadie, mientras estuvo con vida, las extrañas
características de la experiencia aquí narrada, pero esto pudo deberse simplemente al
temor de que su posición como hombre de ciencia pudiera verse dañada por ello.
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el encanto suficiente para apartar mi mirada de aquel lejano planeta, cuyos océanos, a
los ojos no experimentados, no parecen más que manchas y franjas más oscuras, y
sus continentes más claras.
Los astrónomos están de acuerdo en declarar que Marte es un planeta
indudablemente habitable por seres como nosotros, pero, como puede suponerse, yo
no me sentía satisfecho con considerarlo simplemente habitable. No aceptaba ningún
tipo de duda acerca de que estaba habitado. Qué tipo de seres podían ser esos
habitantes se convertía en una fascinante especulación. La variedad de tipos que
aparecen en la humanidad incluso en este pequeño planeta que es la Tierra convierte
en enormemente presuntuoso suponer que los habitantes de distintos planetas no
puedan caracterizarse por diversidades mucho más profundas. En qué puedan
consistir esas diversidades, emparejadas con un parecido general al hombre: si son
meras diferencias físicas o profundizan hasta distintas leyes mentales, en la falta de
algunos de los grandes motores pasionales de los hombres o en la posesión de otros
completamente distintos, eran temas extraños y atractivos, siempre renovados para mi
mente. Las visiones de El Dorado con las qué el misterio virgen del Nuevo Mundo
inspiró a los primeros exploradores españoles eran insípidas y prosaicas comparadas
con las especulaciones a las que me sentía legítimamente autorizado a enfrascarme,
cuando el problema era las condiciones de vida sobre otro planeta.
Era la época del año en que Marte se halla más favorablemente situado para la
observación y, ansioso por no perder ni una hora de la preciosa estación, había pasado
la mayor parte de varias noches sucesivas en el observatorio. Creía haber hecho
algunas observaciones originales en la franja de la tierra de Kepler entre la península
de Lagrange y la bahía de Christie, y era hacia ese punto hacia donde dirigía
principalmente mis observaciones.
Durante la cuarta noche, otro trabajo me apartó de la silla de observación hasta
después de medianoche. Cuando hube ajustado el instrumento y echado mi primera
mirada a Marte, recuerdo haber sido incapaz de refrenar un grito de admiración. El
planeta era muy brillante. Parecía más cercano y más grande de lo que nunca antes lo
había visto, y su rojez peculiar mucho más sorprendente. De hecho, en treinta años de
observaciones no recuerdo ninguna otra ocasión en que la ausencia de exhalaciones
en nuestra atmósfera hubiera coincidido con una tal ausencia de nubes en lo que a
Marte se refiere como aquella noche. Podía distinguir claramente las blancas masas
de vapor en los bordes opuestos del disco iluminado, que son las brumas de su
amanecer y su atardecer. La nevada masa del monte Hall, junto a la tierra de Kepler,
se destacaba con una maravillosa claridad, y pude detectar inconfundiblemente el
tinte azul del océano de De La Rué, que baña su base…, una visión que a menudo
consiguen los acostumbrados a mirar a las estrellas, pero que yo nunca antes había
logrado a mi completa satisfacción.
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Me sentí impresionado por la idea de que, si alguna vez efectuaba algún
descubrimiento original referente a Marte, sería aquella noche, y pensé que debía
hacerlo. Temblé con una mezcla de exaltación y ansiedad, y me vi obligado a hacer
una pausa para recuperar mi autocontrol. Finalmente, acerqué mi ojo al ocular, y
dirigí mi mirada hacia la parte del planeta en la que me sentía especialmente
interesado. Mi atención se fijó pronto, y me vi absorto más allá de lo usual, y eso en
sí implicó un grado no habitual de abstracción. Para todas las intenciones y
propósitos mentales, yo estaba en Marte. Cada facultad, cada susceptibilidad de los
sentidos y el intelecto, parecían pasar gradualmente al ojo y concentrarse en el acto
de mirar. Cada átomo de nervio y poder de voluntad se combinaban con la tensión de
ver un poco, y luego otro poco, y luego otro poco más claramente, más lejos y más
profundo.
Lo siguiente que supe fue que estaba en la cama que hay en una esquina de la sala
de observación, medio alzado sobre un codo y mirando intensamente a la puerta. Era
pleno día. Media docena de hombres, incluidos varios profesores y un médico del
pueblo, me rodeaban. Algunos estaban intentando que volviera a echarme, otros me
preguntaban qué deseaba, mientras el doctor me animaba a beber un poco de whisky.
Mecánicamente, rechazando sus ofrecimientos, señalé hacia la puerta y exclamé:
—El presidente Byxbee… viene para acá —dando expresión a la única idea que
en aquellos momentos contenía mi aturdida mente. Y ciertamente, cuando aún estaba
hablando, la puerta se abrió y la venerable cabeza de mi colega, algo enrojecida por el
esfuerzo de subir la empinada escalera, apareció en el umbral. Con una sensación de
prodigioso alivio, me dejé caer sobre mi almohada.
Al parecer, la noche antes me había desmayado mientras estaba en mi silla de
observación, y había sido hallado por el conserje por la mañana, la cabeza reclinada
sobre el telescopio, como si aún estuviera observando, pero con el cuerpo frío, rígido,
sin pulso, y aparentemente muerto.
En un par de días estaba bien de nuevo, y pronto hubiera olvidado el episodio de
no ser por una interesante conjetura que se sugirió por sí misma en relación a él. Era
nada menos que, mientras yo yacía en mi desmayo, me hallaba a la vez en estado
consciente, fuera e independientemente del cuerpo, y en ese estado recibía
impresiones y ejercía poderes perceptivos. Para esta extraordinaria teoría no tenía
más prueba que el hecho de mi conocimiento en el momento de despertar de que el
presidente Byxbee estaba subiendo las escaleras. Pero, por ligero que fuera aquel
indicio, su significado me parecía incuestionable. Ese conocimiento se hallaba
ciertamente en mi cabeza en el instante de recobrarme del desmayo. Ciertamente, no
podía estar allí antes de que me sumiera en él. En consecuencia, lo había adquirido en
el tiempo intermedio; es decir, tenía que haberme hallado en un estado consciente,
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receptivo, mientras mi cuerpo permanecía insensible.
Si éste había sido el caso, razoné que era completamente improbable que una
impresión trivial como la del presidente Byxbee hubiera sido la única que hubiera
recibido en ese estado. Era mucho más probable que hubiera permanecido en mi
mente, al despertar del desmayo, simplemente porque era la última de una serie de
impresiones recibidas mientras estaba fuera del cuerpo. Que esas impresiones habían
sido de un tipo de lo más extraño y sorprendente, teniendo en cuenta que eran las de
un alma incorpórea ejerciendo facultades más espirituales que las del cuerpo, era algo
que no podía negar. El deseo de saber cuáles eran creció en mí, hasta que se convirtió
en un anhelo que no me permitió descansar. Parecía intolerable que debiera tener
secretos conmigo mismo, que mi alma debiera negarle experiencias a mi intelecto.
Hubiera consentido alegremente en que las adquisiciones de la mitad de mi vida
consciente me fueran bloqueadas, si a cambio podía tener acceso al registro de lo que
había visto y conocido durante aquellas horas de las que mi memoria consciente no
conservaba huella. La convicción de mi impotencia, antes que apaciguar aquel deseo,
lo avivó más, como suele hacer la perversidad de nuestra naturaleza humana, hasta
que el anhelo de aquel fruto prohibido creció en mí y el hambre de Eva en el Jardín se
convirtió en mi hambre.
Meditando constantemente en un deseo que sentía que era vano, exasperado por
la posesión de un indicio que no hacía más que burlarse de mí, mi condición física se
vio finalmente afectada. Mi salud resultó alterada y mi descanso nocturno roto. La
costumbre de pasear sonámbulo en mi sueño, que no había sufrido desde mi infancia,
volvió a mí, y me causó frecuentes inconveniencias. Ésa llevaba siendo, en general,
mi condición durante algún tiempo, cuando desperté una mañana con la extrañamente
cansada sensación con la que mi cuerpo traicionaba normalmente el secreto de las
imposiciones puestas sobre mí durante el sueño, y de las que de otro modo a menudo
no hubiera sospechado nada. Al dirigirme al estudio conectado con mi habitación,
descubrí un cierto número de hojas recién escritas sobre mi escritorio. Sorprendido de
que alguien hubiera estado en mis aposentos mientras dormía, me sorprendí aún más
cuando, al mirar más de cerca, observé que la letra era la mía. Cuánto más lejos llegó
mi asombro al leer lo que yo mismo había escrito podrá juzgarlo el lector si examina
ese texto. Porque aquellas hojas escritas contenían aparentemente el registro tan
ansiado, pero que ya desesperaba de conseguir, de aquellas horas en las que
permanecí ausente de mi cuerpo. Eran el capítulo perdido de mi vida; o más bien, no
completamente perdido, porque no había formado parte de mi vida consciente, sino
un capítulo robado…, robado de aquella memoria onírica en cuyas misteriosas
tablillas pueden hallarse escritas historias mucho más maravillosas que ésta, pese a
que ésta es mucho más extraña que la mayor parte de las historias.
Recordarán que lo último que hice antes de despertar en mi cama, a la mañana
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siguiente a mi desmayo, fue contemplar la costa de la tierra de Kepler con una
concentración no habitual en mi atención. Por todo lo que puedo juzgar —y mi juicio
no es mejor que cualquier otro—, es en aquel momento, cuando mis poderes
corporales sucumbieron y perdí la consciencia, que empieza la narración que hallé en
mi escritorio.
Aunque no llegué tan rápido y directo como el rayo de luz que me abrió camino,
una mirada a mi alrededor me dijo en seguida a qué parte del Universo había viajado.
Ningún paisaje terrestre hubiera podido serme más familiar. Estaba de pie en la alta
costa de la tierra de Kepler, allá donde se inclina hacia el sur. Soplaba un fuerte
viento del oeste, y las olas del océano de De La Rué resonaban a mis pies, mientras
las amplias y azules aguas de la bahía de Christie se extendían hacia el suroeste.
Contra el horizonte septentrional, alzándose del océano, parecidas a una masa de
cúmulos estivales, por los que las tomé al principio, se erguían las distantes y nevadas
cimas del monte Hall.
Aunque la configuración de tierra y mar hubiera sido menos familiar, hubiera
reconocido pese a todo que me hallaba en el planeta cuyo rojizo resplandor es a la
vez la admiración y el desconcierto de los astrónomos. Su explicación es hoy
atribuida al tinte de su atmósfera, una coloración comparable a la bruma del verano
indio, excepto que esta coloración era de un rosa débil en vez de púrpura. Como la
bruma del verano indio, era impalpable, y, sin impedir la visión, bañaba todos los
objetos cercanos y lejanos con una tonalidad que no puede ser descrita. A medida que
la bruma se alzaba, sin embargo, el azul profundo del lejano espacio dominaba el
rosado tinte, de tal modo que uno podía creer que todavía se hallaba en la Tierra.
Mientras miraba a mi alrededor, vi a varios hombres, mujeres y niños. No eran en
ningún aspecto distintos, por todo lo que podía ver, a los hombres, mujeres y niños de
la Tierra, excepto por una especie de serenidad infantil y no turbada en sus rostros,
tranquilos como si no hubiera en ellos ninguna huella de preocupación, o miedo, o
ansiedad. La extraordinaria juventud de su aspecto hacía difícil, excepto tras un
atento escrutinio, distinguir a los jóvenes de los de mediana edad, a los maduros de
los viejos. El tiempo parecía no tener dientes en Marte.
Estaba contemplándolo todo a mi alrededor, admirando aquel mundo carmesí
claro, y a aquella gente que parecía haber aferrado la felicidad con una mano mucho
más firme que la de los hombres, cuando oí las palabras:
—Eres bienvenido.
Me volví, y vi que se me había aproximado un hombre con la estatura y el porte
de la mediana edad, aunque sus rasgos, como los de los demás rostros que había
observado, combinaban maravillosamente la fuerza de un hombre con la serenidad de
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un niño. Le di las gracias y dije:
—No pareces sorprendido de verme, aunque yo sí lo estoy de hallarme aquí.
—Por supuesto que no —respondió—. Sabía, por supuesto, que iba a conocerte
hoy. Y no sólo eso, sino que puedo decir que en cierto sentido ya te conozco, a través
de un amigo mutuo, el profesor Edgerly. Estuvo aquí el mes pasado, y conversamos
durante largo rato. Hablamos de ti y de tu interés por nuestro planeta. Le dije que te
esperaba.
—¡Edgerly! —exclamé—. Es extraño que no me haya dicho nada de esto. Lo veo
cada día.
Pero recordé que había sido en un sueño que Edgerly, como yo, había visitado
Marte, y que al despertar no debía haber recordado nada de su experiencia, como yo
no iba a recordar nada de la mía. ¿Cuándo aprenderá el hombre a interrogar al alma
de sus sueños acerca de las maravillas que ve en sus vagabundeos? Entonces ya no
necesitará mejorar sus telescopios para descubrir los secretos del Universo.
—¿Visitáis vosotros la Tierra de la misma forma? —pregunté a mi compañero.
—Por supuesto —respondió—, pero allí no encontramos a nadie capaz de
reconocernos y conversar con nosotros del mismo modo que yo converso ahora
contigo, aunque yo me halle en estado despierto. Todavía carecéis del conocimiento
que poseemos nosotros del lado espiritual de la naturaleza humana que compartimos
con vosotros.
—Este conocimiento debe haberos permitido aprender mucho más de la Tierra de
lo que nosotros sabemos de vosotros —dije.
—Evidentemente —respondió—. De visitantes como tú, con los que sostenemos
constantes conversaciones, hemos adquirido familiaridad con vuestra civilización,
vuestra historia, vuestras costumbres, e incluso vuestra literatura y lenguas. ¿Has
observado que estoy hablando contigo en inglés, que ciertamente no es el idioma
indígena de este planeta?
—Entre tantas maravillas, apenas me había dado cuenta de ello —respondí.
—Durante eras —prosiguió mi compañero—, hemos estado aguardando a que
vosotros mejorarais vuestros telescopios hasta aproximar su potencia a la de los
nuestros, tras lo cual la comunicación entre los planetas puede establecerse
fácilmente, Los progresos que efectuáis, sin embargo, son tan lentos que creemos que
vamos a tener que seguir esperando todavía muchas más eras.
—Realmente, me temo que vais a tener que hacerlo —respondí—. Nuestros
ópticos hablan ya de haber alcanzado los límites de su arte.
—No imagines que hablo con un espíritu de petulancia —siguió diciendo mi
compañero—. La lentitud de vuestros progresos no es tan notable para nosotros, y
nos maravilla que los consigáis, lastrados como estáis por una incapacidad tan
aplastante que si nosotros nos halláramos en vuestro lugar nos hubiéramos limitado a
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sentarnos, sumidos en la desesperación.
—¿A qué incapacidad te refieres? —pregunté—. Parecéis hombres como
nosotros.
—Y lo somos —fue su respuesta—, excepto en un particular, pero ahí la
diferencia es tremenda. Dotados como nosotros en las demás cosas, carecéis de la
facultad de prever, sin la cual nosotros pensaríamos que todas nuestras demás
facultades carecían completamente de valor.
—¡Prever! —repetí—. Supongo que no te referirás a que tenéis el don de ver el
futuro.
—Este don no sólo es nuestro —fue la respuesta—, sino que, por todo lo que sé,
pertenece también a todos los demás seres inteligentes del universo, excepto vosotros.
Nuestro conocimiento positivo se extiende sólo a nuestro sistema de lunas y planetas
y algunos de los sistemas exteriores más cercanos, y es concebible que en partes más
remotas del Universo existan otras razas ciegas como la vuestra; pero ciertamente
parece improbable que un espectáculo tan extraño y lamentable se vea duplicado.
Una sola ilustración de esa extraordinaria privación bajo la cual puede seguir
existiendo la vida racional es posible que sea suficiente para todo el Universo.
—Pero nadie puede conocer el futuro excepto por inspiración de Dios —dije.
—Todas nuestras facultades son por inspiración de Dios —fue la respuesta—,
pero seguramente no hay nada en la previsión que pueda hacer que sea considerada
de forma distinta que las demás. Piensa un momento en la analogía física del caso.
Vuestros ojos están situados en la parte frontal de vuestras cabezas. Consideraríais
como un extraño error el que los tuvierais situados detrás. Eso os parecería una
disposición calculada para hacer fracasar su propósito. ¿No te parece igualmente
racional que la visión mental deba disponerse hacia delante, como hace con nosotros,
para iluminar el sendero que uno debe tomar, antes que hacia atrás, como ocurre con
vosotros, revelando solamente el camino que ya habéis hollado y del que, en
consecuencia, ya no tenéis que preocuparos? Pero sin duda es una piadosa previsión
de la Providencia la que os hace incapaces de daros cuenta de lo grotesco de vuestra
situación, como nos lo parece a nosotros.
—¡Pero el futuro es eterno! —exclamé—. ¿Cómo puede captarlo una mente
finita?
—Nuestro conocimiento anticipado implica solamente las facultades humanas —
fue la respuesta—. Se halla limitado a nuestros senderos individuales sobre este
planeta. Cada uno de nosotros prevé el rumbo de su propia vida, pero no el de otras
vidas, excepto hasta el punto en que se hallan implicadas con la suya.
—Que un poder como el que tú describes pueda ser combinado con facultades
meramente humanas es más de lo que nuestros filósofos se han atrevido a soñar
nunca —dije—. Y, sin embargo, ¿quién puede decir, después de todo, que no es por
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piedad que Dios nos lo ha negado? Si constituye una felicidad, como debe serlo,
prever la propia felicidad, debe ser de lo más deprimente prever los propios pesares,
fracasos, sí, e incluso la propia muerte. Porque si veis por anticipado vuestras vida»
hasta el final, debéis anticipar también la hora y el modo de vuestra muerte…, ¿no es
así?
—Por supuesto —fue la respuesta—. Vivir sería un asunto muy precario si no
estuviéramos informados de su límite. Vuestra ignorancia del momento de vuestra
muerte nos impresiona como uno de los rasgos más tristes de vuestra condición.
—Y para vosotros —respondí— parece ser uno de los más piadosos.
—El conocimiento previo de tu muerte no impide, por supuesto, que mueras una
vez —prosiguió mi compañero—, pero te libra del millar de muertes que sufres a
través de la incertidumbre cada vez que puedes contar el paso de otro día. No es la
muerte que mueres, sino esas muchas muertes que no mueres, las que ensombrecen
vuestra existencia. Sois unas pobres criaturas ciegas, sobresaltándoos a cada paso con
la aprensión del golpe que quizá no caiga hasta la vejez, sin alzar nunca una copa a
vuestros labios con el conocimiento de que viviréis para apurarla, sin estar nunca
seguros de que volveréis a encontraros de nuevo con ese amigo del que os habéis
separado hace una hora, en cuyos corazones ninguna felicidad es suficiente para
barrer el gélido temor omnipresente, incapaces de formaros una idea exacta de la
divina seguridad de la que gozamos en nuestras vidas y en las vidas de los seres que
amamos. Tenéis un dicho en la Tierra: «El mañana pertenece a Dios»; pero, aquí, el
mañana nos pertenece a nosotros, igual que el hoy. Para ti, por algún inescrutable
propósito, Él parece capaz de robar la vida en cualquier momento, sin la menor
seguridad de que ninguno de esos momentos no vaya a ser el último. Para nosotros Él
nos entrega toda la vida de una sola vez, cincuenta, sesenta, setenta años…, un regalo
realmente divino. Una vida como la vuestra nos parecería a nosotros, me temo,
poseedora de muy poco valor; una vida así, por larga que pueda ser en realidad, sólo
dura un momento, puesto que esto es todo con lo que puedes contar.
—Y sin embargo —respondí—, aunque el conocimiento de la duración de
vuestras vida puede proporcionaros una envidiable sensación de confianza cuando el
fin está aún lejos, lo que hace es iros cargando con un peso que se va haciendo más y
más enorme con las expectativas del cada vez más próximo final, hasta que llega a
dominar todas vuestras mentes cuando queda ya muy poco tiempo.
—Al contrario —fue la respuesta—. La muerte, que nunca es un objeto de temor,
se convierte más y más en un asunto de indiferencia para el moribundo, a medida que
se acerca. Es debido a que vivís en el pasado que la muerte os resulta abrumadora.
Todo vuestro conocimiento, todos vuestros afectos, todos vuestros intereses, están
arraigados en el pasado, y por ello, a medida que la vida se alarga, aumenta su
presión sobre vosotros, y la memoria se convierte en vuestra más preciosa posesión.
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Nosotros, por el contrario, despreciamos el pasado, y nunca pensamos en él. Para
nosotros, la memoria, lejos de ser la morbosa y monstruosa cosa que va creciendo en
vosotros, es apenas más que una facultad rudimentaria. Vivimos enteramente en el
futuro y en el presente. Con este sabor presente y futuro, nuestras experiencias, ya
sean agradables o dolorosas, agotan su interés en el momento en que han
transcurrido. Los tesoros acumulados de la memoria, que vosotros abandonáis tan
dolorosamente en la muerte, no constituyen ninguna pérdida para nosotros. Nuestras
mentes son enteramente alimentadas por el futuro, pensamos y sentimos solamente
del mismo modo que anticipamos; y así, a medida que se contrae el futuro del
hombre agonizante, hay menos y menos en lo que pueda ocupar sus pensamientos. Su
interés por la vida disminuye a medida que las ideas que sugiere se hacen menores,
hasta que al final la muerte lo encuentra con su mente convertida en una tabula rasa,
como vosotros en el nacimiento. En una palabra, su preocupación por la vida se ve
reducida a un punto que se desvanece antes de ser llamado a abandonarla. Al morir,
no deja nada detrás.
—¿Y el después de la muerte? —pregunté—. ¿No se teme eso?
—Por supuesto —fue la respuesta—, no es necesario que te diga que un temor
que afecta sólo a los más ignorantes sobre la Tierra es completamente desconocido
para nosotros, y es considerado blasfemo. Más aún, como ya he dicho, nuestra
previsión se halla limitada solamente a nuestras vidas sobre este planeta. Cualquier
especulación más allá de ellas sería pura conjetura, y nuestras mentes se ven repelidas
ante el más ligero asomo de incertidumbre. Para nosotros lo conjetural y lo
impensable pueden recibir casi el mismo nombre.
—Pero, aunque no temáis la muerte por sí misma —dije—, hay corazones que se
rompen. ¿No hay dolor cuando los lazos del amor se ven cortados?
—Amor y muerte no son enemigos en nuestro planeta —fue la respuesta—. No
hay lágrimas entre los que se hallan al pie de tu cama en el momento de tu muerte. La
misma ley benéfica que hace tan fácil para nosotros entregar nuestras vidas nos
prohíbe llorar a los amigos a los que abandonamos, o que ellos nos lloren a nosotros.
Con vosotros, es la relación que habéis tenido con vuestros amigos la fuente de
vuestra ternura hacia ellos. Con nosotros, es la anticipación de esta relación de la que
gozaremos lo que constituye el fundamento de esa ternura. A medida que nuestros
amigos se desvanecen de nuestro futuro con la aproximación de su muerte, su efecto
sobre nuestros pensamientos y afectos es como lo que ocurre con vosotros cuando los
olvidáis con el paso del tiempo. A medida que nuestros amigos próximos a morir se
vuelven más y más indiferentes hacia nosotros, nosotros, por la actuación de la
misma ley de nuestra naturaleza, nos volvemos indiferentes hacia ellos, hasta que al
final apenas somos más que amables observadores llenos de simpatía hacia las camas
de aquellos que nos contemplan con emociones de igual intensidad. Así que, al final,
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Dios desenrolla en vez de romper los lazos que unen nuestros corazones, y convierte
la muerte en algo tan indoloro para el que sobrevive como para el que muere. Las
relaciones que son el medio de producir nuestra felicidad no son también el medio de
torturarnos, como ocurre con vosotros. El amor significa alegría, y sólo eso, para
nosotros, en vez de bendecir nuestras vidas por un tiempo únicamente para
desolarnos después, obligándonos a pagar con un claro y agudo dolor por cada
estremecimiento de ternura, arrancándonos una lágrima por cada sonrisa.
—Hay otras partidas además de la muerte. ¿También ésas están desprovistas de
pesar para vosotros? —pregunté.
—Naturalmente —fue la respuesta—. ¿No puedes ver que tiene que ser así con
seres librados por su previsión de la enfermedad de la memoria? Todo el dolor de la
partida, como el de la muerte, procede en vosotros de la visión retrospectiva que os
impide gozar de vuestra felicidad hasta que ya ha pasado. Supón que tu vida está
destinada a ser bendecida por una feliz amistad. Si pudieras conocerla de antemano,
sería una alegre expectativa, iluminando los años que va a durar y alegrándote en
momentos en los que quizás estés atravesando períodos de desolación. Pero no; para
ti, hasta que no conoces a aquel que va a convertirse en tu amigo no sabes nada de él.
Como tampoco podrás adivinar entonces qué va a ser él para ti, por lo que no podrás
abrazarlo a primera vista. Vuestro encuentro es frío e indiferente. Pasará mucho
tiempo antes de que el fuego prenda y permanezca vivo entre vosotros, y luego ya es
tiempo de separarse. En este momento, por supuesto, el fuego arde bien, pero puede
consumir tu corazón. Hasta que no han muerto o han desaparecido no te das cuenta
completamente de lo queridos que eran tus amigos para ti y de lo dulce que era su
compañía. Pero nosotros…, nosotros vemos a nuestros amigos desde mucho tiempo
antes de que acudan por primera vez a nuestro encuentro, sonriendo ya en nuestros
ojos años antes de que nuestros caminos se crucen. La primera vez que nos
encontramos los recibimos no fríamente, no con incertidumbre, sino con besos
exultantes, en un éxtasis de alegría. Entran inmediatamente en completa posesión de
nuestros corazones, desde hace mucho calentados e iluminados para ellos. Los
recibimos con ese delirio de ternura con el que vosotros los despedís. Y cuando, para
nosotros, llega finalmente el tiempo de la despedida, sólo significa que ya no tenemos
que contribuir más a la felicidad del otro. No estamos condenados como vosotros, al
separarnos, a llevarnos con nosotros el deleite que trajimos a nuestros amigos,
dejando el dolor y el desconsuelo en su lugar, de modo que este último estado es peor
que el primero. Separarse aquí es como encontrarse contigo, algo tranquilo y
desapasionado. Las alegrías de la anticipación y la posesión son el único alimento del
amor con nosotros, y en consecuencia el Amor siempre exhibe un rostro sonriente.
Con vosotros se alimenta de alegrías muertas, felicidades pasadas, que son en
realidad el sustento del dolor. No es extraño que amor y dolor sean tan parecidos en la
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Tierra. Hay un dicho común entre nosotros, que dice que si no fuera por el
espectáculo de la Tierra, el resto de los mundos sería incapaz de apreciar la bondad de
Dios hacia ellos; ¿y quién puede decir que no es ésta la razón de la lamentable visión
que ha sido puesta ante nuestros ojos?
—Me has contado cosas maravillosas —dije, después de reflexionar—. De hecho,
es completamente razonable que una raza como la tuya mire con maravillada piedad
hacia la Tierra.
Y sin embargo, antes de aceptarlo por completo, deseo hacerte una pregunta. En
nuestro mundo se conoce una especie de dulce locura, bajo la influencia de la cual
olvidamos todo lo que hay de desfavorable en nosotros, y no la cambiaríamos por
ninguna divinidad. Hasta ahora esta dulce locura ha sido considerada por los hombres
como una compensación, y más que una compensación, por todas sus miserias. Si
vosotros no conocéis el amor tal como lo conocemos nosotros, si su pérdida es el
precio que habéis pagado por vuestra divina previsión, entonces creo que nosotros
hemos sido más favorecidos que vosotros por Dios. Confiesa que el amor, con sus
reservas, sus sorpresas, sus misterios, sus revelaciones, es necesariamente
incompatible con la previsión que sopesa y mide por anticipado cualquier
experiencia.
—De las sorpresas del amor ciertamente no sabemos nada —fue la respuesta—.
Nuestros filósofos creen que la más ligera sorpresa podría matar como un rayo a los
seres de nuestra constitución; aunque, por supuesto, esto es una mera teoría, porque
sólo a través del estudio de las condiciones de la Tierra hemos sido capaces de
formarnos una idea de lo que es la sorpresa. Vuestra capacidad de soportar el azote
constante de lo inesperado es un asunto de supremo desconcierto para nosotros; ni,
según nuestras ideas, hay ninguna diferencia entre lo que vosotros llamáis sorpresas
agradables y desagradables, Comprenderás, entonces, que no podemos envidiaros
esas sorpresas del amor que vosotros halláis tan dulces, porque para nosotros serían
fatales. Por lo demás, no hay ninguna otra forma de felicidad que la previsión no esté
tan bien calculada para realzar como el amor. Déjame explicarte cómo ocurre esto. A
medida que el muchacho, al crecer, empieza a ser sensible a los encantos de la mujer,
se descubre, me atrevería a decir que como vosotros, prefiriendo algún tipo de rostro
y forma a otros. Sueña a menudo con el pelo rubio, o quizá con el moreno, con unos
ojos azules o castaños. A medida que pasan los años, estos pensamientos, estas
meditaciones sobre lo que parece ser mejor y más afín a él de cada tipo, se va
añadiendo constantemente al rostro de sus sueños, esa forma imprecisa, rasgos y
líneas, y llega un momento en que es consciente de que su corazón ha pintado
sutilmente la forma ideal de la doncella destinada a sus brazos.
»Pueden transcurrir años antes de que la vea, pero entonces empieza para él uno
de los más dulces oficios del amor, desconocido para vosotros. La juventud en la
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Tierra es un tormentoso período de pasión, irritante en su contención y desenfrenado
en sus excesos. Pero la auténtica pasión cuyo despertar hace esa época tan crítica para
vosotros es aquí una influencia reformadora y educadora, a cuyo suave y potente
acunar confiamos alegremente a nuestros hijos. Las tentaciones que descarrían a
vuestros jóvenes no se apoderan de ninguno de los de nuestro feliz planeta. Acumula
los tesoros de su corazón para la llegada de su amante. Sólo piensa en ella, y a ella
van todos sus votos. El pensamiento de cualquier licencia traicionaría a su dama
soberana, cuyo derecho a todos los beneficios de su ser él conserva alegremente.
Robarla, quitarle esas altas prerrogativas, sería empobrecerse, insultarse a sí mismo;
porque ella tiene que ser de él, y su honor, su gloria, son también los de él. Durante
todo este tiempo en que él sueña en ella noche y día, la exquisita recompensa de su
devoción es el conocimiento de que ella es consciente de él tanto como él lo es de
ella, y que en lo más profundo del templo interior del corazón de una doncella se está
formando su imagen para recibir el incienso de una ternura que no necesita
contenerse por miedo a una posible separación.
»A su debido tiempo, sus vidas convergentes se unen. Los amantes se encuentran,
se miran un momento directamente a los ojos, luego se funden en un profundo
abrazo. La doncella tiene todos los encantos que siempre han agitado la sangre de
cualquier amante terrestre, pero hay otro encanto en ella al que están cerrados los ojos
de los amantes terrestres…, el encanto del futuro. En la ruborizada muchacha su
amante ve a la esposa fiel y cariñosa, en la alegre doncella a la paciente, consagrada
madre. En el pecho de la virgen él ve a sus hijos. Es presciente, incluso mientras sus
labios toman los primeros frutos de ella, de los años futuros durante los cuales ella
será su compañera, su siempre presente solaz, su porción principal de la bondad de
Dios. Hemos leído algunas de vuestras novelas describiendo el amor tal como
vosotros lo conocéis en la Tierra, y debo confesarte, amigo mío, que las encontramos
más bien Insípidas.
»Espero —añadió, cuando yo no dije nada— no ofenderte diciéndote que también
las hallamos objetables. En general, vuestra literatura posee un interés para nosotros
en la imagen que nos presenta de la curiosamente invertida vida que la falta de la
previsión os impulsa a llevar. Es un estudio especialmente apreciado para el
desarrollo de la imaginación, debido a la dificultad de concebir condiciones tan
opuestas a aquéllas de los seres inteligentes en general. Pero nuestras mujeres no leen
vuestras novelas. La noción de que un hombre o una mujer conciba alguna vez la idea
de casarse con una persona distinta a aquélla a la que él o ella está destinado a casarse
es profundamente chocante para nuestros hábitos de pensamiento. Sin duda dirás que
tales casos son raros entre vosotros, pero, si vuestras novelas son reflejo fiel de
vuestra vida, al menos no os son desconocidos. Que esas situaciones son inevitables
bajo las condiciones de la vida terrestre es algo de lo que somos muy conscientes, y
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os juzgamos de acuerdo con ello; pero es innecesario que las mentes de nuestras
doncellas deban verse apenadas por el conocimiento de que en alguna parte existe un
mundo donde son posibles tales alteraciones del sagrado vínculo del matrimonio.
»Hay, sin embargo, otra razón por la que desanimamos la utilización de vuestros
libros a nuestros jóvenes, y es el profundo efecto de tristeza, para una raza
acostumbrada a ver todas las cosas al resplandor matutino del futuro, que nos produce
una literatura escrita en tiempo pasado y que relata exclusivamente cosas que ya han
terminado.
—¿Y cómo escribís vosotros de cosas que ya han pasado excepto en tiempo
pasado? —pregunté.
—Nosotros escribimos del pasado cuando aún es futuro, y por supuesto en tiempo
futuro —fue la respuesta—. Si nuestros historiadores tuvieran que aguardar hasta
después de trascurridos los acontecimientos para describirlos, nadie se preocuparía de
leer acerca de esas cosas ya pasadas, y además las propias historias serían
probablemente inexactas; porque la memoria, como ya te he dicho, es una facultad
muy poco desarrollada entre nosotros, y demasiado indistinta como para poder
confiar en ella. Si alguna vez la Tierra establece comunicación con nosotros,
descubriréis que nuestras historias son interesantes; porque nuestro planeta, siendo
más pequeño, se enfrió y fue poblado eras antes que el vuestro, y nuestros registros
astronómicos contienen minuciosos relatos de la Tierra de los tiempos en que no era
más que una masa fluida. Vuestros geólogos y biólogos pueden encontrar todavía una
mina de información ahí.
En el transcurso de nuestra posterior conversación quedó revelado que, como
consecuencia de la previsión, algunas de las emociones más comunes de la naturaleza
humana son desconocidas en Marte. Ellos, para quienes el futuro no es un misterio,
no conocen por supuesto ni la esperanza ni el miedo. Más aún, puesto que cada ser
tiene asegurado lo que alcanzará y lo que no, no pueden existir cosas tales como la
rivalidad, o la emulación, o cualquier tipo de competición en ningún aspecto; y, en
consecuencia, toda la secuela de odios y envidias engendrados en la Tierra por la
lucha del hombre contra el hombre es desconocida para la gente de Marte, excepto a
través del estudio de nuestro planeta. Cuando le pregunté si, después de todo, no
había una falta de espontaneidad, de sentido de la libertad, en el hecho de llevar unas
vidas fijadas por anticipado en todos sus detalles, me recordó que en este aspecto no
había ninguna diferencia entre las vidas de la gente de la Tierra y la de Marte, ya que
ambas se desarrollaban de acuerdo con la voluntad de Dios en todos sus aspectos.
Nosotros conocemos esta voluntad sólo después de manifestarse, ellos antes…, eso
era todo. En cuanto a lo demás, Dios les hacía avanzar a través de su voluntad del
mismo modo que lo hace con nosotros, así que no poseían un mayor sentido de la
compulsión en lo que hacían del que poseemos nosotros en la Tierra en llevar
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adelante una línea de acción anticipada, en los casos en que nuestra anticipación
resulta ser la correcta. Respecto al absorbente interés que el estudio del plan de sus
vidas futuras poseía para la gente de Marte, mi compañero habló elocuentemente.
Era, dijo, como la fascinación, para un matemático, de la más elaborada y exquisita
demostración, una perfecta ecuación algebraica, con las resplandecientes realidades
de la vida en lugar de cifras y símbolos.
Cuando le pregunté si nunca se les había ocurrido desear que sus futuros fueran
distintos, respondió que esa cuestión solo podía ser formulada por alguien procedente
de la Tierra. Nadie podía poseer el sentido de la previsión, o creer realmente que Dios
lo poseía, sin darse cuenta de que el futuro es tan imposible de ser cambiado como el
pasado. Y no sólo eso, sino que prever los acontecimientos era prever tan claramente
su necesidad lógica que desear que fueran distintos era tan imposible como desear
seriamente que dos y dos sumaran cinco en vez de cuatro. Ninguna persona podría
desear conscientemente nunca nada distinto, porque todas las cosas están tan cerca
unas de otras, las pequeñas y las grandes, tan estrechamente entretejidas por Dios,
que tirar del más pequeño de los hilos podía alterar la creación a lo largo de toda la
eternidad.
Mientras hablábamos la tarde se desvaneció, y el sol hundió detrás del horizonte,
y la rosada atmósfera del planeta impartió su esplendor al color de las nubes, y su
gloria a la tierra y al mar, sin parangón con ningún atardecer terrestre. Las
constelaciones familiares estaban empezando a aparecer en el cielo, y me hicieron
recordar lo cerca que, después de todo, estaba de la Tierra, porque sin ayuda de
ningún aparato era incapaz de detectar la más ligera variación en sus posiciones. De
todos modos, había un rasgo completamente nuevo en el cielo, porque muchos del
enjambre de asteroides que trazan sus órbitas en la zona entre Marte y Júpiter eran
vívidamente visibles a simple vista desde aquí. Pero el espectáculo que más atrajo mi
atención fue la Tierra, flotando baja en el límite del horizonte. Su disco, dos veces
más grande que el de cualquier estrella o planeta como lo vemos desde la Tierra,
llameaba con un brillo igual al de Venus.
—Es realmente una hermosa vista —dijo mi compañero—, aunque para mí
siempre melancólica, debido al contraste sugerido entre la radiación del orbe y la
triste condición de sus habitantes. Nosotros lo llamamos «el mundo del hombre
ciego». —Mientras hablaba, se volvió hacia una curiosa estructura que se erguía
cerca de nosotros, aunque hasta entonces no la había observado de un modo
particular.
—¿Qué es? —pregunté.
—Es uno de nuestros telescopios —respondió—. Voy a dejarte echar una mirada,
si quieres, a tu hogar, y comprobar por ti mismo los poderes de los que he alardeado.
—Y tras ajustar el instrumento a su satisfacción, me indicó dónde debía aplicar el ojo
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en lo que correspondía al ocular.
No pude reprimir una exclamación de sorpresa, porque realmente no había
exagerado en absoluto. La pequeña ciudad universitaria que era mi hogar se extendía
ante mí, casi tan cerca como cuando la miraba desde la ventana de mi observatorio.
Era primera hora de la mañana, y el pueblo estaba empezando a despertar. El lechero
hacía su ronda, y los trabajadores, con su caja de la comida en la mano, se
apresuraban por las calles. El primer tren de la mañana estaba abandonando la
estación. Pude ver las bocanadas de humo de su chimenea, y los chorros de vapor de
sus cilindros. Era extraño no oír el silbido del vapor, tan cerca parecía estar. Allí
estaban los edificios de la universidad en la colina, con sus largas hileras de ventanas
reflejando los aún bajos rayos del sol. Pude decir la hora mirando el reloj de la
universidad. Me sorprendió ver que había una cierta agitación entre los edificios,
considerando lo temprano que era. Un grupo de hombres permanecía de pie junto a la
puerta del observatorio, y varios otros se apresuraban cruzando el campus en aquella
dirección. Entre ellos reconocí al presidente Byxbee, acompañado por el conserje.
Mientras yo miraba llegaron al observatorio y, pasando por en medio del grupo
apiñado ante la puerta, entraron en el edificio. Evidentemente, el presidente iba a mis
aposentos. Y esto me hizo comprender de pronto que todo aquel ajetreo era por mí.
Recordé que ahora yo estaba en Marte, y en qué condiciones había dejado las cosas
en el observatorio. Ya era hora de que volviera allí para ocuparme de mis asuntos.
Una mañana de julio de 1854, un plantador llamado Williamson, que vivía a diez
kilómetros de Selma, Alabama, estaba sentado con su esposa y un hijo en la terraza
de su casa. Inmediatamente frente a la casa había un césped, de quizá cincuenta
metros de extensión, entre la casa y el camino público o, como era llamado, la
«carretera». Más allá de aquel camino se extendían unos ralos pastos de unas cuatro
hectáreas, llanos y sin ningún árbol, roca ni objeto natural o artificial en su superficie.
En aquellos momentos ni siquiera había un animal doméstico en el campo. En otro
campo, más allá de los pastos, una docena de esclavos trabajaban bajo la atenta
mirada de un capataz.
Arrojando al suelo la colilla de su cigarro, el plantador se levantó y dijo:
—Olvidé decirle a Andrew lo de esos caballos. —Andrew era el capataz.
Williamson avanzó con paso lento por el sendero de grava, arrancando una flor
mientras andaba, cruzó el camino y se metió en los pastos, haciendo una momentánea
pausa para cerrar la puerta que le daba acceso y para saludar a un vecino que pasaba,
Armour Wren, que vivía en una plantación adyacente. El señor Wren iba en un coche
abierto junto con su hijo James, un muchacho de trece años. Cuando habían rebasado
unos doscientos metros el punto de encuentro, el señor Wren le dijo a su hijo:
—Olvidé decirle al señor Williamson lo de esos caballos.
El señor Wren había vendido al señor Williamson algunos caballos, que tenían
que ser entregados este día, pero por alguna razón ahora no recordada resultaba una
inconveniencia entregarlos antes del día siguiente. El cochero recibió instrucciones de
dar media vuelta, y mientras el vehículo giraba Williamson fue visto claramente por
los tres, cruzando con paso tranquilo los pastos. En aquel momento uno de los
caballos del coche tropezó y estuvo a punto de caer. Apenas se había recobrado de la
falsa maniobra cuando James Wren exclamó:
—Hey, padre, ¿qué le ha ocurrido al señor Williamson?
No es propósito de esta narración responder a esa pregunta.
El extraño testimonio del señor Wren sobre el asunto, dado bajo juramento
durante las actuaciones legales relativas a la herencia Williamson, es como sigue:
—La exclamación de mi hijo hizo que mirara hacia el punto donde había visto al
difunto [sic] un instante antes, pero ahora ya no estaba allí, ni se le veía por parte
alguna. No puedo decir que en aquel momento me sorprendiera mucho, o me diera
cuenta de la gravedad del suceso, aunque pensé que era singular. Mi hijo, sin
embargo, se mostró grandemente sorprendido y no dejó de repetir su pregunta en
diferentes formas hasta que llegamos junto a la puerta. Mi muchacho negro, Sam,
La ciencia a la cabeza
Respecto a este tema de las «desapariciones misteriosas» —de las que cada
A. B.
I
Correspondencia del «London Times»
II
Correspondencia del «London Times»
III
Correspondencia del «London Times»
Lunes, 28 de febrero.
Llegué aquí ayer por la tarde. Vacié mis dos maletas, me instalé, y me eché en la
cama. He dormido muy bien. Sonaban las nueve cuando me despertaron unos golpes
en la puerta. Era la propietaria, que me traía personalmente el desayuno; debe estar
muy preocupada por mi persona, a juzgar por los huevos, el jamón y el oloroso café
que depositó ante mí. Tras lavarme y vestirme, he observado, mientras fumaba mi
pipa, cómo el criado limpiaba la habitación.
Así que aquí estoy. Sé muy bien que este asunto es peligroso, pero también sé que
estoy capacitado para desentrañar el misterio. Y muy bien puedo poner en juego mi
miserable vida si es cierto lo que dicen de que París bien vale una misa…, eso al
menos es lo que decían antes; sin duda las cosas no son tan fáciles hoy en día. De
modo que, si se me presenta una oportunidad, vale la pena explotarla.
Por otra parte, no he sido el único en tener esta idea. Veintisiete personas se han
esforzado, ya sea por intermedio de la policía, ya sea dirigiéndose directamente a la
propietaria, ni conseguir esta habitación. Entre ellas, tres damas. Así pues, ha habido
bastante competencia, imagino que todos ellos pobres diablos como yo.
No obstante, es a mí a quien se le dado la preferencia. ¿Por qué? Porque sin duda
fui el único que se molestó en exponer una idea o algo que se le pareciera.
Naturalmente, no era más que un farol. Estos informes cotidianos que escribo están
dirigidos a la policía. Y siento un cierto placer al confesar desde un principio a esos
Martes, 1 de marzo.
No ha ocurrido nada. Ni ayer ni hoy. La señora Dubonnet ha traído un nuevo
cordón para la cortina, tomado de otra habitación. Ahora hay muchas vacías.
Además, aprovecha cualquier ocasión para visitarme. En todo momento me trae algo.
He hecho que me fueran contados una vez más todos los acontecimientos en sus
menores detalles, sin averiguar nada nuevo Su opinión, de todos modos, es firme
respecto a la causa de las muertes. Para ella, la muerte del artista debe imputarse a un
amor contrariado; el año anterior, una dama joven acudía a verle a menudo; este año,
no apareció ni una sola vez. Sin duda ignoraba lo que había empujado a su huésped
suizo a su gesto fatal —una no podía saberlo todo—, pero estaba persuadida de que el
sargento se había suicidado sólo para jugarle a ella una mala pasada.
Debo decir que esas explicaciones de la señora Dubonnet me parecieron un tanto
inconsistentes. Pero la dejé hablar; al menos, rompe la monotonía de mis días.
Jueves, 3 de marzo.
Nada aún. El comisario me llama por teléfono dos o tres veces al día. Le digo que
estoy muy bien. Esta información no parece satisfacerle del todo. He sacado mis
libros de medicina y estudio. Así, al menos, mi encierro voluntario servirá para algo.
Lunes, 7 de marzo.
Tengo ahora la convicción de que no descubriré nada. Comienzo a estar
persuadido de que los suicidios de mis predecesores se deben tan sólo a una extraña
coincidencia. He pedido al comisario que realice investigaciones adicionales en los
tres casos. En cuanto a mí, espero permanecer aquí tanto tiempo como me sea
posible. Si no conquisto París, al menos estaré bien alimentado, y además gratis. Por
otra parte, estudio con ardor. Me doy cuenta de que avanzo sensiblemente. Y, además,
aún hay otra razón que me retiene aquí.
Miércoles, 9 de marzo.
¡Bien!, hoy he dado un paso más. Clarimonde…
Oh, sí, aún no he dicho nada de Clarimonde. Ella es la tercera razón que me
retiene aquí. Y es igualmente a causa de ella por lo que hubiera ido de buena gana, a
la hora fatal, a la ventana, pero en ningún caso para ahorcarme. Clarimonde…, ¿por
qué ese nombre? No sé en absoluto cómo se llama, y sin embargo me parece que no
podría llamarla de otro modo. Hasta apostaría a que es el suyo auténtico. Me fijé en
Clarimonde desde los primeros días. Vive al otro lado de la estrecha calle: su ventana
da justamente frente a la mía. Siempre está sentada tras los visillos. Debo indicar,
además, que ella se había fijado en mí mucho antes de que yo lo hiciese en ella, y que
desde un principio me testimonió un visible interés. No hay nada extraño en ello.
Toda la calle conoce la razón de mi presencia aquí; la señora Dubonnet se ha
preocupado de darle toda la publicidad necesaria. Mi naturaleza no es en absoluto
amorosa, y mis relaciones con el sexo opuesto han sido siempre más bien sumarias.
Cuando uno llega de Verdún a París para doctorarse en medicina, con el dinero justo
para matar el hambre una vez cada tres días, se piensa en cosas muy distintas al amor.
Mis experiencias, pues, son modestas, y quizá me haya visto estúpidamente atraído a
este asunto. Pero, sea como sea, ella me gusta.
Al principio no se me ocurrió la idea de establecer el más mínimo lazo, la más
mínima relación con mi vecina. Tan sólo me dije: como estoy aquí para observar y,
con la mejor voluntad del mundo, no puedo hallar nada que examinar, lo mejor que
puedo hacer es dedicarme a contemplar a mi vecina. Uno no puede permanecer todo
Jueves, 10 de marzo.
Ayer pasé largo rato con la cabeza hundida en mis libros. Sin embargo, no puedo
pretender que estudié demasiado. Me pasé todo el tiempo construyendo castillos en el
aire y pensando en Clarimonde. Por la noche, mi sueño fue agitado.
Esta mañana, cuando me he acercado a la ventana, Clarimonde ya estaba allí. La
he saludado, y ella me ha respondido con una ligera inclinación de cabeza. Me ha
sonreído y me ha mirado largo rato.
Sábado, 12 de marzo.
Los días transcurren así. Como y bebo, me instalo en mi mesa de trabajo, prendo
mi pipa y me sumerjo en un libro. Sin embargo, no leo ni una sola sílaba. Lo intento
constantemente, pero sé por anticipado que no voy a conseguirlo. En seguida me
dirijo a la ventana. Saludo a Clarimonde, y ella me responde. Sonreímos, y nos
quedamos mirándonos durante horas.
Ayer por la tarde, hacia las seis, me puse nervioso. El crepúsculo había llegado
pronto, y sentí como una sorda angustia. Una fuerza casi irresistible me empujaba
hacia la ventana. Ciertamente no era para ahorcarme, sino para ver a Clarimonde. Me
aposté tras la cortina. Me pareció que jamás la había visto de una forma tan nítida,
aunque ya estuviera algo oscuro. Hilaba, pero sus ojos estaban vueltos hacia mí. Un
extraño sentimiento de bienestar penetró en mi ser, al mismo tiempo que una ligera
sensación de miedo.
Sonó el teléfono. Experimenté una viva irritación hacia aquel comisario estúpido,
cuyas inútiles preguntas me sacaban de mi ensoñación.
Me ha visitado esta mañana, junto con la señora Dubonnet. Ella se muestra muy
satisfecha de sus cuidados, ya que para ella es una especie de satisfacción el constatar
que llevo ocupando ya dos semanas la habitación n° 7, y sigo con vida. Pero el
comisario desea avanzar en su investigación. De una forma altamente extraña, he
hecho una serie de alusiones según las cuales me hallaba tras una pista; el imbécil me
ha creído a pies juntillas. De todos modos, puedo seguir aquí durante varias semanas
más, y ése es mi único deseo. No en razón de la cocina y la cava de la señora
Dubonnet —¡cuán pronto se vuelve uno indiferente a todo eso cuando su estómago
está saciado!—, sino a causa de esa ventana que la señora Dubonnet odia y teme y
que a mí tanto me atrae, esa ventana que me muestra a Clarimonde.
Desde que enciendo mi lámpara, ya no la veo. He espiado durante todo el tiempo
para ver si salía, pero jamás la he sorprendido. No debe salir nunca de casa. Hay en
mi habitación un butacón muy cómodo. Una tulipa verde recubre mi lámpara y me
envuelve en un cálido reflejo. El comisario me ha traído un enorme paquete de
tabaco, el mejor que jamás haya fumado. Sin embargo, no puedo trabajar. Recorro
dos o tres páginas, y me doy cuenta de que no he asimilado ni una palabra. Mi vista
capta las frases, pero mi cerebro rehúsa aceptarlas. ¡Es extraño! Se diría que mi
Domingo, 13 de marzo.
Esta mañana he asistido a un pequeño drama. Paseaba por el pasillo mientras el
criado limpiaba mi habitación. Ante la estrecha mirilla que da al patio había una tela
de araña y, en su centro, una gruesa araña. La señora Dubonnet no quiere que las
aplasten. Dice que las arañas traen suerte, y que ya ha tenido bastantes desgracias. Vi
cómo una araña más pequeña corría inquieta alrededor de la tela. Era un macho. Con
mil precauciones, se introdujo en ella y se dirigió prudentemente hacia el centro. Al
mínimo gesto de la hembra, se batía precipitadamente en retirada, esperaba, y luego
reiniciaba sus maniobras de aproximación. Al fin, la gruesa araña hembra, acurrucada
en el centro de la tela, pareció animarlo. Permaneció totalmente inmóvil. El macho
sacudió, débilmente al principio, más fuerte después, uno de los hilos de la tela, que
se puso a temblar. Su bienamada no se movió. Se aproximó rápidamente a ella,
aunque no sin demostrar una gran prudencia. La hembra se abandonó a la unión.
Después, el macho retiró poco a poco su abrazo, una pata tras otra. Se habría dicho
que quería marcharse sin un ruido intempestivo para no turbar el dulce sueño de su
compañera. De pronto, se soltó del todo, y huyó tan aprisa como pudo de la tela. Pero
la hembra despertó en aquel momento. Persiguió al fugitivo con una carrera salvaje.
El macho se dejó deslizar a lo largo de un hilo, su amante hizo lo mismo. Los dos
cayeron sobre el reborde de la diminuta ventana. Reuniendo todas sus energías, el
macho trató de escapar. Demasiado tarde. La araña hembra lo había aferrado, y lo
llevó de vuelta a la tela, al mismo centro. Aquel lugar que había servido de cámara
nupcial se convirtió ahora en el escenario de otro espectáculo, totalmente distinto. En
vano el amante agitó sus frágiles patas, buscando un punto de apoyo para huir. La
bienamada no aflojó su presa. En un abrir y cerrar de ojos lo ató tan fuertemente que
no pudo mover ni un solo miembro. Entonces le clavó en el cuerpo sus fuertes pinzas,
y sorbió ávidamente la sangre de su compañero. Pude ver cómo, una vez ahíta,
desataba el miserable paquetito, ahora irreconocible: patas, piel y sudario, para
echarlo con desprecio fuera de la tela. Éste es el amor entre las bestias. Me alegra no
ser una araña macho.
Lunes, 14 de marzo.
Ya ni siquiera abro mis libros. Me paso el día junto a la ventana. Permanezco allí
incluso después de haber oscurecido, Ella ya no está allí entonces, pero cierro los ojos
y sigo viéndola…
Este diario se ha convertido en algo muy distinto de lo que yo imaginaba. Hablo
Martes, 15 de marzo.
Clarimonde y yo hemos inventado un juego extraño. Hemos estado jugando a él
todo el día: yo la saludo, y ella me responde. Entonces, tamborileo con los dedos
sobre el cristal. Ella repite inmediatamente mi gesto. Agito los labios como si quisiera
hablarle; ella agita los suyos. Me llevo la mano a la frente para echarme los cabellos
hacia atrás. Su mano realiza el mismo movimiento. Es un verdadero juego de niños,
los dos nos reímos con él. A decir verdad, ella no se ríe, su sonrisa es más bien
silenciosa, contenida. Supongo que yo debo sonreír de la misma manera.
Todo esto no es tan insubstancial y simple como uno se podría sentir tentado a
creer. No se trata de una vulgar imitación que acabaría por cansarnos, sino de una
transmisión del pensamiento. En efecto, Clarimonde repite mis gestos con menos de
un segundo de intervalo. Apenas ha tenido tiempo de verlos y ya los está repitiendo.
A veces, hasta me parece que actúa simultáneamente a mí. Además, me he puesto en
ocasiones a intentar movimientos imprevistos, combinaciones nuevas, que ella
ejecuta con una rapidez desconcertante. En ocasiones trato de sorprenderla. Ejecuto
tan rápido como puedo una serie complicada de gestos. Los repito varias veces
seguidas, cambio la sucesión, omito uno o intercalo otro. Como niños jugando a las
prendas. Cosa curiosa, Clarimonde jamás se ha equivocado ni una sola vez, pese a
que mezclo los míos a un ritmo tal que apenas dispone de tiempo material para
reconocerlos.
Así paso los días. Nunca tengo la impresión de perder el tiempo; por el contrario,
me parece que jamás he realizado nada tan fundamental.
Miércoles, 16 de marzo.
¡Qué raro es esto! Nunca se me ocurre la idea de dar a mis relaciones con
Clarimonde una base más seria que estos juegos perpetuos. Lo pensé la pasada noche.
Puedo coger mi sombrero, mi abrigo, bajar dos pisos, cruzar la calle, y subir otros dos
pisos. En la puerta encontraré una pequeña placa: «Clarimonde». Pero…, ¿estoy
seguro de ello? Sí, en la puerta está escrito: «Clarimonde». Llamo, y entonces…
Hasta ese momento imagino cada uno de mis gestos y acciones. Hasta me veo muy
bien a mí mismo. Se abre la puerta, y eso es todo. No voy más lejos. Permanezco en
pie, y trato en vano de perforar las tinieblas. Ella no viene, nada viene. No hay cosa
alguna más allá de la puerta, aparte ese impenetrable velo negro. A veces tengo la
impresión de que no existe otra Clarimonde más que aquella que veo en la ventana y
que juega conmigo. No puedo representarme a esta mujer con un sombrero, o con
otro vestido que no sea el vestido negro salpicado de violeta, o sin sus guantes
Jueves, 17 de marzo.
Me hallo en un curioso estado de excitación. Ya no hablo con nadie. Ni siquiera le
doy los buenos días a la señora Dubonnet y al criado del hotel. Apenas si me tomo el
tiempo necesario para comer. Mi único deseo es sentarme a la ventana y jugar con
ella. Este juego es apasionante, verdaderamente apasionante. Tengo la idea de que
algo sucederá mañana.
Viernes, 18 de marzo.
Sí, sí, algo va a pasar hoy. Me lo repito a mí mismo —hablo en voz alta para
oírme—, me digo que estoy aquí precisamente para eso. Pero lo malo es que tengo
miedo. Miedo de que me ocurra en esta habitación lo mismo que a mis predecesores,
y a este miedo se añade otro, hacia Clarimonde. Apenas puedo definirlos, separarlos
el uno del otro.
Tengo miedo, y debo contenerme para no gritar.
Sábado, 19 de marzo.
Fuimos a la Gaieté-Rochechouart, a la Cigale y a la Lune Rousse. El comisario
tenía razón: esta salida me ha hecho bien. Tenía necesidad de cambiar de aires. Al
principio experimenté una sensación más bien penosa, como si estuviera cometiendo
una injusticia, como un desertor que volviera la espalda al estandarte. Pero esta
impresión fue disminuyendo gradualmente; bebimos copiosamente, reímos y
bromeamos.
Esta mañana, en la ventana, he creído leer un reproche en la mirada de
Clarimonde. Tal vez haya sido mi imaginación ¿Cómo podría saber que he pasado la
noche fuera? Además, sólo ha sido cosa de un fugitivo instante; su sonrisa ha
reaparecido en seguida.
Hemos jugado todo el día.
Domingo, 20 de marzo.
No puedo anotar más que, de nuevo: hemos jugado todo el día.
Lunes, 21 de marzo.
Hemos jugado todo el día.
Martes, 22 de marzo.
Sí, hoy también hemos jugado. No hemos hecho nada más. A veces me pregunto:
¿por qué todo esto? ¿Adónde nos llevará? No sé qué responder. Tan sólo hay una
cosa cierta: no deseo nada más que este juego. Los últimos días nos hemos estado
hablando en una conversación sin palabras. Hemos agitado los labios, mirándonos.
Nos hemos comprendido muy bien.
Tenía razón. Clarimonde me ha reprochado el haber salido el viernes pasado. Le
he pedido perdón, le he dicho que había hecho mal y que había sido una estupidez por
mi parte. Me ha perdonado, y le he prometido no abandonar jamás esta ventana. A
continuación nos hemos besado, apoyando largamente nuestros labios sobre los
cristales.
Miércoles, 23 de marzo.
Ahora sé que la amo. Me ha calado hasta la médula de los huesos. Tal vez el amor
de los demás hombres sea diferente pero ¿existe una cabeza, una oreja, una mano,
Jueves, 24 de marzo.
Acabo de hacer un descubrimiento. No juego con Clarimonde. Es ella quien
juega conmigo.
He aquí cómo me he dado cuenta: Ayer por la tarde pensaba —como siempre—,
en nuestro juego. Había anotado cinco nuevas series de gestos muy complicados con
las que quería sorprenderla al día siguiente. Le había dado un número a cada uno de
los gestos, y me había ejercitado para ejecutarlos lo más aprisa posible, primero en el
orden normal, luego al revés, a continuación no tomando más que los pares y luego
los impares, y por fin solamente los primeros y últimos movimientos de las cinco
series. Resultó muy difícil, pero experimenté un gran placer. Me parecía estar más
cerca aún de Clarimonde, aunque no la viese. Repetí todos los gestos durante horas,
hasta ser un experto en su ejecución.
Esta mañana fui a la ventana. Nos saludamos, y comenzó el juego. Pude constatar
en seguida con qué desconcertante rapidez me comprendía, y cómo reproducía todo
lo que yo hacía casi al mismo tiempo.
Llamaron a mi puerta. Era el criado, que me traía los zapatos. Abandoné la
ventana para recogerlos. Cuando quise volver a mi sitio, mi mirada cayó por azar
sobre la hoja de papel donde había anotado mis series de gestos. Entonces me di
cuenta de que no había ejecutado ninguno de los movimientos previstos.
La sorpresa me hizo tambalear; me apoyé en la mesa, y me dejé caer en el
butacón. No podía creer en mis ojos. Leí y releí el papel…, y era verdad: había
ejecutado en la ventana varias series de gestos, pero ninguna de las mías.
Me vi de nuevo ante su puerta que se abre de par en par. Atisbo con la mirada las
tinieblas: no hay nada, nada más que aquel agujero oscuro. Tuve la sensación de que
si me iba entonces estaría a salvo, y también de que ahora podía irme. Sin embargo,
me quedé. Y ello porque tenía la muy clara impresión de que tenía que retener —
firmemente, como sujetándolo con ambas manos— mi secreto, ¡aquel secreto que me
permitiría conquistar París!
Por un instante, pero sólo por un instante, París fue más fuerte que Clarimonde.
Viernes, 25 de marzo.
He cortado el hilo del teléfono. No siento deseos de ser molestado por el
comisario en el momento exacto en que llegue la hora extraña.
Dios mío, ¿por qué he escrito esto? No hay ni una sola palabra de verdad. Se diría
que alguien dirige mi pluma. Quiero… quiero… quiero escribir lo que ha pasado.
Tengo necesidad de todas mis energías. Sufro. Pero quiero, una vez más, una sola
vez, hacer… lo que quiero. He cortado el teléfono —¡oh, Dios mío!— porque no
podía hacer otra cosa. Al fin he escrito lo que quería.
Esta mañana estábamos en la ventana, y jugábamos. Nuestro juego ha cambiado
desde ayer. Ella ejecuta un gesto cualquiera. Yo me defiendo tanto tiempo como
puedo, hasta que debo ceder y repetir ese gesto. Este sentimiento de ser vencido, este
abandono último a su voluntad, constituye un placer maravilloso.
Así pues, jugábamos. De repente retrocedió al interior de la habitación, dejé de
verla, las sombras la habían absorbido. Pero pronto reapareció. Llevaba entre sus
(Proverbio nativo)