Fabulas y Leyendas de China

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Fábulas y leyendas de China contiene algunos de los cuentos populares más

queridos por los lectores chinos tales como El escarabajo dorado o por qué
el perro odia al gato, La gran campana, La extraña Historia del Doctor Perro
o El pez parlante. Publicado inicialmente en 1919, este libro ha emocionado
y entretenido a lectores de todas las edades y constituye una inmejorable
introducción al folclore y los mitos populares chinos. Junto a esta selección
de diecinueve cuentos, se incluyen las ilustraciones originales de la primera
edición, obra de Li Chu Tang, lo que convierten al libro en un clásico
atemporal de lectura obligada para cualquier tipo de lector,
independientemente de sus gustos literarios. Con esta obra, ponemos fin a la
trilogía «Fábulas y leyendas de Oriente», con la que hemos querido rendir
homenaje a la magia y al encanto de los cuentos populares, relatos que
permiten una lectura inocente y enriquecedora para un niño y otra mucho
más profunda y reflexiva para un adulto.
Norman Hinsdale Pitman

Fábulas y leyendas de China


ePub r1.4
Piolin 10.10.2021
Norman Hinsdale Pitman, 1919
Traducción: Eva González Rosales
Ilustraciones: John D. Batten

Editor digital: Piolin


ePub base r2.1
i. Sangre de serpiente mezclada con polvo de asta de ciervo.
Introducción

C hina tiene una tradición literaria que se remonta miles de años atrás,
desde los antiguos archivos dinásticos hasta las obras de ficción que
surgieron durante la dinastía Ming. La introducción de la impresión
xilográfica durante la dinastía Tang (618-907) y la invención de los tipos
móviles en la dinastía Song (960-1279) contribuyeron a la rápida
propagación del conocimiento escrito en el país.
Las diecinueve historias que aquí se presentan, un interesante conjunto
de cuentos populares, leyendas y fábulas, es probablemente la recopilación
más amplia y variada que ha sido publicada en español. No habrá niño que
no disfrute de su colorido, de la belleza de su imaginaria fantástica, de su
infinita variedad temática, pero también atrapará la atención de los lectores
adultos. Algunos de estos relatos son de una lírica exquisita, como La gran
campana; otros, como El visto bueno del tigre, nos instruyen en los valores
de la responsabilidad civil y el compromiso filial. Escalaremos las cimas de
la fantasía con Los dos ilusionistas y nos deleitaremos con historias de
fantasmas como La estela de madera, o relatos de amistades inusuales como
Bambú y la tortuga. El lector encontrará muchos puntos en común entre la
imaginaria oriental, hermosa y extravagante, y las ficciones populares de
Occidente.
Los cuentos populares aquí recopilados, que fueron publicados por
primera vez entre 1919 y 1921, han entretenido y asombrado a generaciones
completas de niños y adultos y han servido de introducción al folclore chino
para un sinfín de lectores. Junto a los quince relatos reunidos por Norman
Hindsdale Pitman en su Libro de las maravillas chinas, incluimos cuatro
historias que fueron traducidas por Frederick H. Martens para Cuentos de
hadas chinos y que son de gran interés debido a la importante influencia
que han tenido posteriormente en otras obras y tradiciones. Así, en El
arriero y la tejedora encontraremos la leyenda que dio origen al Qi xi o
Festival del Doble Siete, celebrado el séptimo día del séptimo mes; La
princesa repudiada se desarrolla en el lago de Dongting, donde se dice que
tuvieron su origen las carreras de Barco Dragón; y en El mono Sun Wukong
descubriremos una de las versiones de la leyenda en la que se basó el
clásico de la literatura Viaje al Oeste o el popular Bola de Dragón de Akira
Toriyama.
Junto a estos diecinueve relatos legendarios se incluyen las magníficas
ilustraciones de Li Chu Tang y George W. Hood, que fueron publicadas en
la primera edición de ambas obras y que contibuyeron a convertirlas en
sendos tesoros históricos.

Quaterni
Septiembre, 2016.
El escarabajo dorado o por qué el perro odia al
gato

–¡ N omayor
sé si mañana podremos comer! —dijo la viuda Wang a su hijo
una mañana en la que este se disponía a partir en busca de
trabajo.
—Oh, los dioses proveerán. Conseguiré un par de monedas en alguna
parte —contestó el muchacho, intentando mostrarse alegre a pesar de que
en su corazón no sabía qué dirección tomar.
El invierno había sido duro: extremadamente frío, con grandes nevadas
y violentos vientos. La familia Wang había sufrido mucho. El tejado de la
casa se había derrumbado debido al peso de la nieve. Después, un huracán
había derribado una pared y Ming-li, el hijo, tras pasar toda la noche en vela
y expuesto al amargo y frío viento, había enfermado de neumonía. Estuvo
muchos días enfermo, lo que les supuso un gasto extraordinario en
medicinas. Sus escasos ahorros se agotaron pronto y para colmo contrataron
a un nuevo empleado en la tienda donde Ming-li trabajaba. Cuando por fin
se recuperó de su enfermedad, estaba demasiado débil para el trabajo en el
campo y en las aldeas vecinas no parecía haber trabajo para él. Noche tras
noche llegaba a casa intentando no perder la esperanza, pero al ver a su
madre sufrir la carencia de comida y abrigo sentía en su corazón una
profunda punzada de tristeza.
—¡Dios bendiga su buen corazón! —exclamó la pobre viuda cuando su
hijo se hubo marchado—. Una madre no podría tener un hijo mejor. Espero
que tenga razón al decir que los dioses proveerán. Estas últimas semanas lo
hemos pasado muy mal y tengo el estómago tan vacío como el cerebro de
un hombre rico. Vaya, incluso las ratas han abandonado nuestra casa. No
queda nada para la pobre Carablanca, y el viejo Patanegra está casi muerto
de hambre.
Cuando la anciana se refirió a las penalidades de sus mascotas, sus
comentarios fueron respondidos por un maullido lastimero y un ladrido
apesadumbrado desde la esquina donde las dos hambrientas criaturas
estaban acurrucadas intentando mantenerse en calor.
Justo entonces llamaron ruidosamente a la puerta. La viuda Wang gritó:
«¡Adelante!», y se sorprendió al ver a un monje viejo y calvo en la entrada.
—Lo siento, pero no tenemos nada —le dijo, creyendo que el visitante
estaba pidiendo comida—. Nos hemos alimentado de sobras durante dos
semanas, de sobras y mondas, y ahora sobrevivimos con el recuerdo de lo
que solíamos tener cuando vivía el padre de mi hijo. Nuestra gata estaba tan
gorda que no podía subirse al tejado. Mírala ahora. Está tan delgada que
apenas puedes verla. No, lo siento, no podemos ayudarte, amigo monje; ya
ves cómo estamos.
—No he venido a pedir limosna —exclamó el monje calvo, mirándola
con cariño—, sino a ver en qué puedo ayudarte. Los dioses han escuchado
las oraciones de tu devoto hijo. Atenderán sus plegarias porque ha preferido
sacrificarse a abandonarte a tu suerte. Han visto lo bien que se ha portado
contigo desde su enfermedad y, ahora que está convaleciente y no puede
trabajar, han decidido recompensarlo por su virtud. Tú, igualmente, has sido
una buena madre y recibirás el don que voy a concederos.
—¿A qué te refieres? —tartamudeó la señora Wang, que casi no creía a
sus oídos al escuchar al sacerdote hablando de proporcionarles consuelo—.
¿Has venido aquí para burlarte de nuestras desgracias?
—En absoluto. Aquí en la mano tengo un diminuto escarabajo dorado
que tiene un poder mágico con el que ni siquiera has soñado. Lo dejaré
contigo; es un regalo del dios de las buenas relaciones filiales.
—Sí, creo que se venderá por un buen dinero —murmuró la mujer,
mirando con atención el abalorio— y tendremos mijo para varios días.
Gracias, buen monje, por tu bondad.
—Bajo ningún concepto debes vender este escarabajo dorado, porque
tiene el poder de llenarte el estómago y lo hará mientras vivas.
La viuda se quedó boquiabierta al escuchar las sorprendentes palabras
del monje.
—Así es, debes creerme y escuchar atentamente lo que te digo. Siempre
que quieras comida, solo tienes que colocar esta joya en un caldero de agua
hirviendo y decir una y otra vez el nombre de lo que quieres comer. Tres
minutos después, cuando levantes la tapa, ahí estará la comida, caliente y
cocinada a la perfección, mejor que cualquier cosa que hayas probado antes.
—¿Puedo probarlo ahora? —preguntó la mujer con impaciencia.
—Tan pronto como me haya marchado.
Cuando la puerta se cerró, la anciana encendió rápidamente un fuego,
puso un poco de agua a hervir y colocó dentro el escarabajo dorado
mientras repetía estas palabras una y otra vez:

«Albóndigas, albóndigas, venid a mí,


estoy tan flaquita como un colibrí.
Albóndigas, albóndigas, de cerdo o cordero,
Albóndigas, albóndigas, llenad el caldero».

¿Es que los tres minutos no iban a pasar nunca? ¿Le habría dicho el
monje la verdad? Mientras las nubes de vapor se elevaban del caldero,
estaba casi atacada de los nervios. ¡Por fin levantó la tapadera! No podía
esperar más. ¡Qué maravilla! Allí, ante sus ojos, había un caldero lleno
hasta los bordes de albóndigas de cerdo que danzaban arriba y abajo en la
burbujeante agua; las mejores albóndigas, las más deliciosas que había
probado nunca. Comió y comió hasta que no quedó espacio en su ávido
estómago, y después atiborró al gato y al perro hasta que estuvieron a punto
de reventar.
—La buena suerte nos favorece por fin —susurró Patanegra, el perro, a
Carablanca, la gata, mientras estaban tumbados al sol—. Creo que no
habríamos aguantado otra semana más sin salir a buscar comida. No sé qué
ha pasado, pero no tiene sentido cuestionar a los dioses.
La señora Wang bailó de alegría al pensar en cuánto comería su hijo
cuando volviera a casa.
—Pobre muchacho, cuánto le sorprenderá nuestra buena suerte… Y
todo gracias a su bondad con su anciana madre.
Ming-li volvió con una oscura nube sobre su frente, y la viuda supo de
inmediato que se había llevado una decepción.
—¡Ven, hijo, ven! —exclamó alegremente—. Anima la cara y sonríe,
porque los dioses se han apiadado de nosotros y pronto te mostraré la
generosidad con la que han recompensado tu devoción.
Y, dicho esto, metió el escarabajo dorado en el agua hirviendo y avivó el
fuego.
Ming-li, que creía que su madre se había vuelto totalmente loca por la
falta de comida, la miró con seriedad. Cualquier cosa sería preferible a
aquella miseria. ¿Debería vender su última muda por un par de monedas y
comprarle mijo? Patanegra se lamió la mano consoladoramente, como
diciendo: «Anímate, amo, que la fortuna está de nuestro lado». Carablanca
saltó sobre un banco, ronroneando como un aserradero.
Ming-li no tuvo que esperar demasiado. Un instante después oyó que su
madre le decía:
—Siéntate a la mesa, hijo, y cómete esas albóndigas mientras están
calientes.
¿Había oído bien? ¿Lo engañaban sus orejas? No, allí en la mesa había
un plato enorme lleno de las deliciosas albóndigas de cerdo que le gustaban
más que ninguna otra cosa en el mundo, excepto, por supuesto, su madre.
—Come y no hagas preguntas —le aconsejó la viuda Wang—. Cuando
estés satisfecho, te lo contaré todo.
¡Sabio consejo! Los palillos del joven empezaron a titilar como las
estrellas de los poemas. Comió alegremente mientras su buena madre lo
observaba con el corazón lleno de dicha al verlo por fin satisfacer su
hambre. Pero la anciana estaba tan ansiosa por contarle su maravilloso
secreto que apenas consiguió esperar a que terminara.
—¡Oye, hijo! —exclamó por fin cuando el muchacho comenzó a hacer
pausas entre bocados—. ¡Mira esta joya!
Y le enseñó el escarabajo dorado.
—Primero cuéntame dónde has encontrado al ángel que nos ha llenado
las manos de plata.
—Eso es lo que estoy intentando contarte —se rio—, porque esta tarde
hubo aquí un ángel, sin duda, aunque iba vestido de monje calvo. Este
escarabajo dorado es lo único que me dio, pero posee un secreto que para
nosotros vale millones.
El joven jugueteó con el escarabajo distraídamente, todavía dudando de
sus sentidos y esperando impaciente el secreto de aquella deliciosa cena.
—Pero, madre, ¿qué tiene que ver esta baratija de latón con las
albóndigas, con esas maravillosas albóndigas de cerdo, las mejores que he
comido nunca?
—¡Baratija, dice! ¡De latón! ¡Anda, anda, chiquillo! No sabes lo que
estás diciendo. Escucha y oirás una historia que te abrirá los ojos.
Entonces le contó lo que había ocurrido y, cuando terminó, dejó todas
las albóndigas que habían sobrado en el suelo para Patanegra y Carablanca,
algo que su hijo nunca la había visto hacer, porque habían sido
tremendamente pobres y habían tenido que guardar siempre las sobras para
la siguiente comida.
Así comenzó un largo periodo de felicidad. Madre, hijo, perro y gato
estaban satisfechos y contentos. Gracias al pequeño escarabajo mágico,
sacaban del caldero todo tipo de comida, incluso cosas que nunca antes
habían probado. Sopa de nido de golondrina, aletas de tiburón y un centenar
de otros manjares eran suyos con solo pedirlos. Ming-li recuperó las
fuerzas, pero me temo que al mismo tiempo se volvió un poco perezoso,
porque ya no necesitaba trabajar. En cuanto a los dos animales, se pusieron
gordos y lustrosos y el pelo les creció largo y brillante.
ii. «¡Oye, hijo! —exclamó—. ¡Mira esta joya!».

Pero ¡ay! Según un proverbio chino, la soberbia conduce a la tristeza.


La pequeña familia se volvió tan arrogante, se enorgullecía tanto de su
buena suerte, que empezaron a pedir a amigos y familiares que cenaran con
ellos para poder presumir de sus buenas comidas. Un día, el señor y la
señora Chu llegaron de una aldea lejana y se quedaron perplejos al ver la
ostentación con la que vivían los Wang. Habían esperado que les ofrecieran
una comida sencilla como muestra de caridad, pero se marcharon con los
estómagos llenos.
—Es lo mejor que he comido nunca —dijo el señor Chu al entrar en su
ruinosa casa.
—Sí, y yo sé de dónde lo sacaron —replicó su esposa—. Vi que la
viuda Wang sacaba una pequeña joya de oro del caldero y la escondía en la
alacena. Debe ser algún tipo de amuleto, porque la oí murmurar algo sobre
albóndigas y cerdo mientras avivaba el fuego.
—Un amuleto, ¿eh? ¿Por qué siempre tienen suerte los demás? Es como
si estuviéramos condenados a ser pobres para siempre.
—¿Por qué no tomamos prestado el amuleto de la señora Wang durante
un par de días, hasta que ganemos un poco de carne y nuestros huesos dejen
de traquetear? Es lo justo. Por supuesto, se lo devolveremos antes o
después.
—No hay duda de que deben vigilarlo muy de cerca. ¿Cuándo los
pillaremos fuera de casa, ahora que ya no tienen que trabajar? Como su casa
solo tiene una habitación que no es más grande que la nuestra, será difícil
hacerse con ese amuleto dorado sin que se den cuenta. Es más difícil, como
todo el mundo sabe, robar a un mendigo que a un rey.
—Estamos de suerte —dijo la señora Chu, dando una palmada—. Hoy
mismo van a ir al festival del templo. Oí cómo la señora Wang le decía a su
hijo que no olvidara recogerla a media tarde. Entonces entraré a hurtadillas
y cogeré el amuleto de la caja donde lo escondió.
—¿No tienes miedo de Patanegra?
—¡Bah! Está tan gordo que no podría hacer otra cosa que rodar. Si la
viuda regresa de repente, le diré que he entrado para buscar la horquilla del
cabello que perdí mientras cenaba.
—De acuerdo, así lo haremos, pero debemos recordar que estamos
tomándolo prestado, no robándolo, porque los Wang siempre han sido
buenos amigos nuestros y, además, acabamos de cenar con ellos.
La astuta mujer llevó a cabo su plan con tal destreza que en menos de
una hora estaba de regreso en su casa. Mostró el amuleto del monje a su
marido. Nadie la había visto entrar en casa de los Wang. El perro no había
hecho ningún ruido y la gata solo había parpadeado, sorprendida, antes de
echarse a dormir de nuevo.
Cuando regresó de la feria con ganas de una cena caliente y descubrió
que su joya había desaparecido, la viuda lloró y se lamentó. Tardó mucho
en comprender la verdad. Revisó la pequeña cajita de la alacena diez veces
antes de creer que estaba vacía, y parecía que había pasado un ciclón por la
habitación, de tanto y tan minuciosamente como habían buscado el
escarabajo perdido los dos desdichados.
Entonces volvieron los días de hambre, que fueron más difíciles de
soportar después de aquel periodo de abundancia y buena comida. ¡Ojalá no
se hubieran acostumbrado a aquellos manjares! ¡Qué difícil era volver a las
sobras y las mondas!
Pero si la viuda y su hijo se entristecieron tras perder tan buenas
comidas, las dos mascotas estaban más deprimidas aún. Tuvieron que
empezar a recorrer las calles diariamente, mendigando y buscando huesos
perdidos y los desperdicios que los perros y gatos decentes desdeñaban.
Un día, después de un tiempo de hambruna, Carablanca empezó a
brincar con gran entusiasmo.
—¿Qué te pasa? —gruñó Patanegra—. ¿Te ha vuelto loca el hambre, o
has pillado otra pulga?
—Estaba pensando en nuestros asuntos y he descubierto la causa de
todos nuestros problemas.
—¿En serio? —se burló Patanegra.
—Sí, en serio, y será mejor que te lo pienses dos veces antes de mofarte
de mí, porque, como pronto descubrirás, tengo tu futuro en mis patas.
—Bueno, tampoco es para ponerse así. ¿Qué maravilloso
descubrimiento has hecho, que las ratas tienen cola?
—Primero debo saber si estás dispuesto a ayudarme a devolver la buena
suerte a nuestra familia.
—Por supuesto que sí, no seas tonta —ladró el perro, agitando la cola
alegremente al pensar en otra buena cena—. ¡Claro! ¡Claro! Haré cualquier
cosa, si eso nos devuelve a la Dama Fortuna.
—Muy bien. Este es el plan. Un ladrón entró en casa y robó el
escarabajo dorado de nuestra señora. ¿Recuerdas las grandes cenas que
salían del caldero? Bueno, cada día veía que nuestra ama sacaba un
pequeño escarabajo dorado de la caja negra y lo metía en el caldero. Un día
me lo enseñó y dijo: «Mira, michín, esta es la fuente de nuestra felicidad.
¿No te gustaría que fuera tuya?». Entonces se rio y lo guardó de nuevo en la
caja de la alacena.
—¿Es eso cierto? —preguntó Patanegra—. ¿Por qué no dijiste nada
antes?
—¿Recuerdas el día que el señor y la señora Chu estuvieron aquí? La
señora Chu regresó por la tarde después de que los amos se marcharan al
festival. Vi por el rabillo del ojo cómo sacaba el escarabajo dorado de la
caja negra. Me pareció extraño, pero jamás se me ocurrió que fuera una
ladrona. ¡Ay! ¡Me equivoqué! Se llevó el escarabajo y, si no estoy errada, su
marido y ella están ahora disfrutando de los festines que nos pertenecen.
—Arañémosles —gruñó Patanegra, mostrando los dientes.
—Eso no serviría de nada —le aconsejó la gata—, porque al final
terminarían apaleándonos. Tenemos que recuperar el escarabajo, eso es lo
principal. Dejaremos la venganza a los seres humanos; no es asunto nuestro.
—¿Qué sugieres? —preguntó Patanegra—. Estaré contigo en las buenas
y en las malas.
—Vayamos a casa de los Chu y robemos el escarabajo.
—¡Ay de mí, pero yo no soy un gato! —se quejó Patanegra—. No podré
entrar en la casa, porque los ladrones siempre mantienen las puertas bien
cerradas. Si fuera como tú, podría escalar el muro. Esta es la primera vez en
mi vida que envidio a un gato.
—Iremos juntos —continuó Carablanca—. Yo montaré en tu lomo para
cruzar el río y tú me protegerás de los animales desconocidos. Cuando
lleguemos a casa de los Chu, yo treparé el muro y haré el resto. Solo
necesito que esperes fuera para ayudarme a volver a casa con el botín.
Se pusieron en marcha de inmediato. Los dos amigos partieron aquella
misma noche en su aventura. Cruzaron el río como el gato había sugerido;
Patanegra disfrutó el baño porque, según dijo, le recordaba sus días de
cachorro, mientras que el gato no tuvo que sufrir una sola gota de agua en la
cara. Cuando llegaron a casa de los Chu era medianoche.
—Espera a que vuelva —ronroneó Carablanca al oído de Patanegra.
Con un poderoso salto llegó a la parte superior del muro de adobe y
después brincó al patio interior. Mientras descansaba en la sombra,
intentando decidir cómo llevar a cabo su parte, un ligero susurro atrajo su
atención y, ¡bam! Dio un salto gigante, extendió las garras y atrapó a una
rata que acababa de salir de su agujero para beber y dar un paseo nocturno.
Carablanca tenía tanta hambre que habría tardado poco en zamparse a
su tentadora presa si la rata no hubiera abierto la boca y, para su sorpresa,
empezado a hablar en un buen dialecto gatuno.
—¡Te lo ruego, buen minino, no te apresures a clavarme el diente! Por
favor, ¡ten cuidado con tus garras! ¿No sabes que ahora es costumbre
confiar en el honor de los prisioneros? Te prometo que no huiré.
—¡Bah! ¿Qué honor podría tener una rata?
—La mayor parte de nosotras no tenemos mucho, lo reconozco, pero mi
familia se crio bajo el techo de Confucio y hemos recogido tantas migajas
de sabiduría que somos la excepción a la regla. Si me perdonas la vida, te
obedeceré siempre y, de hecho, seré tu humilde esclava. —Entonces se
liberó con un rápido tirón—. ¿Ves? Estoy suelta, pero el honor me mantiene
aquí tal como si estuviera atada, así que no intentaré escapar.
—Mejor te iría si lo hicieras —ronroneó Carablanca, con el pelaje
erizado y la boca llena de saliva ante la perspectiva de un filete de rata—.
Sin embargo, estoy dispuesta a ponerte a prueba. Primero deberás contestar
a un par de preguntas para que sepa si eres de fiar. ¿Qué tipo de comida
come tu amo? Estás redonda y regordeta mientras yo estoy delgada y
escuálida.
—Oh, hemos tenido suerte últimamente, te lo aseguro. Los amos se
alimentan de los mejores manjares y nosotras nos comemos las migas.
—Pero esta casa está en ruinas. ¿Cómo pueden permitirse comer así?
—Eso es un gran secreto pero, como tengo una deuda de honor contigo,
te lo diré. Mi ama ha conseguido, no sé cómo, un amuleto mágico…
—Lo robó de nuestra casa —siseó la gata—. Si tengo la oportunidad le
sacaré los ojos. Casi nos hemos muerto de hambre por no tener ese
escarabajo. ¡Nos lo robó justo después de que la invitáramos a nuestra
mesa! ¿Te parece que eso es honorable, señora Rata? ¿No eran los
antepasados de tu ama seguidores del sabio?
—¡Oh, oh, oh! Vaya, ¡eso lo explica todo! —se lamentó la rata—. A
menudo me he preguntado cómo consiguieron el escarabajo dorado, aunque
por supuesto jamás me atreví a hacer preguntas.
—¡No, claro que no! Pero, escucha, amiga rata… Tráeme ese amuleto
dorado y te liberaré de inmediato de tu obligación conmigo. ¿Sabes dónde
está escondido?
—Sí, en una grieta de la pared. Te lo traeré en un periquete, pero ¿cómo
sobreviviremos cuando el amuleto ya no esté? Me temo que nos
sobrevendrá una época de escasez y tendremos que mendigar.
—Vive con el recuerdo de tu buen acto —ronroneó la gata—. Es
maravilloso ser un mendigo honesto, ¿sabes? Ahora, ¡vete! Confío en ti
completamente, ya que tu gente vivió en el hogar de Confucio. Esperaré
aquí tu regreso. ¡Ja! —se rio Carablanca cuando se quedó sola—. ¡Parece
que la suerte vuelve a estar de nuestro lado!
La rata apareció cinco minutos después con la joya en la boca. Le
entregó el escarabajo a la gata y se marchó rápidamente. Su honor estaba a
salvo, pero temía a Carablanca. Había visto el brillo del deseo en sus ojos
verdes y, efectivamente, la gata habría roto su promesa si no hubiera estado
tan ansiosa por regresar a casa, donde su ama ordenaría al amuleto mágico
que le proporcionase comida.
Los dos aventureros llegaron al río justo cuando el sol se elevaba sobre
las colinas del este.
—Ten cuidado —le advirtió Patanegra mientras la gata saltaba sobre su
lomo para atravesar la corriente—, no olvides que llevas el amuleto. En
resumen: recuerda que, aunque eres una mujer, es necesario que mantengas
la boca cerrada hasta que lleguemos al otro lado.
—Gracias, pero creo que no necesito tu consejo —contestó Carablanca.
Cogió el escarabajo y saltó al lomo del perro.
Pero ¡qué lástima! Mientras se acercaban a la orilla opuesta, la nerviosa
gata olvidó un instante su prudencia. Un pez saltó de repente del agua justo
bajo su hocico. Fue una tentación demasiado grande. ¡Plaf! Cerró las
mandíbulas en un vano intento de atrapar el escamoso bocado y el
escarabajo dorado se hundió hasta el fondo del río.
—¡Vaya! —exclamó el perro, enfadado—. ¿Qué te dije? Ahora todos
nuestros esfuerzos han sido en vano… Todo por culpa de tu estupidez.
Discutieron un rato amargamente y los compañeros se dijeron algunas
cosas muy feas… como tortuga y conejo. Justo cuando iban a marcharse,
una amistosa rana que había oído su conversación por casualidad se ofreció
a recuperar el amuleto del fondo del río. Dicho y hecho; después de dar las
gracias al servicial animal, se dirigieron a casa de nuevo.
Cuando llegaron a la casa la puerta estaba cerrada y, por mucho que
ladró, Patanegra no consiguió convencer a su amo para que abriera. Dentro
se escuchaba un persistente y sonoro lamento.
—La ama está desconsolada —susurró la gata—. Iré y la alegraré.
Dicho esto, brincó ágilmente a través de un agujero en la ventana de
papel que, ¡mala suerte!, era demasiado pequeño y estaba demasiado lejos
del suelo para el leal perro.
Una triste escena recibió a Carablanca. El hijo estaba tumbado en la
cama, inconsciente, casi muerto de inanición, mientras su madre,
desesperada, caminaba de un lado a otro retorciéndose las arrugadas manos
y llorando a todo pulmón, suplicando que alguien los salvara.
—Aquí estoy, ama —dijo Carablanca—, y aquí está el amuleto por el
que estás llorando. Lo he recuperado y te lo he traído.
La viuda, loca de alegría al ver el escarabajo, levantó a la gata en sus
flacuchos brazos y la abrazó con cariño.
—¡El desayuno, hijo, el desayuno! ¡Despierta de tu desmayo! La
fortuna nos visita de nuevo. ¡Estamos salvados!
Pronto estuvo preparada una humeante comida, y bien podréis imaginar
que la anciana y su hijo, alabando a Carablanca sin cesar, le llenaron el
cuenco de cosas buenas. Nadie dijo una sola palabra sobre el leal perro, que
seguía fuera, olfateando los fragantes olores y esperando, triste y
sorprendido porque en todo aquel tiempo la astuta gata no hubiera dicho
nada sobre el papel de Patanegra en el rescate del escarabajo dorado.
Al final, cuando terminaron de desayunar, Carablanca volvió a atravesar
el agujero de la ventana.
—Oh, mi querido Patanegra —dijo alegremente—, ¡deberías haber
visto qué festín me han preparado! El ama estaba tan contenta después de
que le devolviera la joya que toda la comida que me daba era poca, y no
dejaba de decir cosas agradables sobre mí. Qué pena, viejo amigo, que
tengas hambre. Será mejor que busques algún hueso en la calle.
Enloquecido por la bochornosa traición de su compañera, el furioso
perro se abalanzó sobre la gata y, en unos segundos, la mató.
—Así muere el que olvida a un amigo y pierde su honor —se lamentó
con tristeza, mirando el cadáver de su compañera.
Patanegra corrió a la calle y difundió la traición de Carablanca entre los
miembros de su raza, aconsejando a todos los perros respetables que, de ese
momento en adelante, declararan la guerra a los felinos.
Y esa es la razón por la que los descendientes del viejo Patanegra, ya
sea en China o en los lejanos países de occidente, han librado una batalla
continua con los hijos y nietos de Carablanca, a los que miles de
generaciones de perros han combatido y aborrecido con un enorme y
duradero odio.
La gran campana

E l poderoso Yung-lo estaba sentado en el gran trono rodeado de un


centenar de súbditos. Estaba triste, porque no se le ocurría nada
maravilloso que hacer por su país. Agitó su abanico de seda con
nerviosismo e, impaciente y desesperado, chasqueó sus largas uñas.
—¡Pobre de mí! —exclamó al final, abandonando su silencio habitual
debido a la tristeza—. He trasladado la capital al sur, a Pekín, y he
construido aquí una maravillosa ciudad. He rodeado mi ciudad con una
muralla incluso más gruesa e imponente que la famosa muralla china. He
construido montones de templos y palacios. He ordenado que los sabios y
eruditos escriban el gran libro de la sabiduría, compuesto por veintitrés mil
volúmenes, la recopilación más grande y maravillosa jamás reunida por las
manos de los hombres. He construido torres, puentes y monumentos
gigantes, y ahora, ¡ay de mí!, cuando se acerca el final de mis días como
gobernante del Reino del Medio, no se me ocurre qué más hacer por mi
pueblo. Preferiría cerrar mis cansados ojos para siempre y subir al cielo
antes que vivir ocioso, dando a mis hijos un ejemplo de inutilidad y pereza.
—Pero, su Majestad —comenzó uno de los cortesanos más leales de
Yung-lo, llamado Ming-lin, tras caer de rodillas y golpearse la cabeza tres
veces contra el suelo—, si se dignara a escuchar a este humilde esclavo, me
atrevería a sugerir un gran regalo por el que el gran pueblo de Pekín, sus
hijos, se levantaría para bendecir tanto a su Majestad como a las futuras
generaciones.
—Dime de que se trata y no solo lo concederé a la ciudad imperial sino
que, como muestra de agradecimiento por tu sabio consejo, te otorgaré la
pluma de pavo real.
—No soy suficientemente virtuoso para llevar la pluma real —contestó
el oficial, satisfecho—; a otros mucho más sabios que yo se les ha negado.
Pero permita que le recuerde que en el distrito norte de la ciudad se ha
levantado una torre campanario que todavía está vacía. La gente de la
ciudad necesita una campana que cuente las fugaces horas del día, para que
realicen sus labores y no pierdan el tiempo. El reloj de agua marca la hora,
pero no tiene campana y por tanto no avisa a nadie.
—Es una buena sugerencia, sin duda —respondió el emperador,
sonriendo—. Sin embargo, ¿hay alguien entre nosotros con la destreza
suficiente para llevar a cabo la tarea que propones? Me han dicho que para
crear una campana propia de nuestra ciudad imperial sería necesario el
genio de un poeta y la habilidad de un astrónomo.
—Cierto, pero permítame decir que Kwan-yu, que fabricó el cañón
imperial, también podría crear una campana. Es el único entre tus súbditos
con las habilidades necesarias, por lo que solo él podría hacerlo bien.
El oficial que propuso el nombre de Kwan-yu al emperador tenía dos
objetivos: deseaba acallar la tristeza de Yung-lo, apenado porque ya no
podía hacer nada más por su pueblo y, al mismo tiempo, aumentar el
prestigio de Kwan-yu, ya que la hija de este llevaba varios años prometida a
su único hijo y sería un gran golpe de suerte para Ming-lin que el padre de
su nuera obtuviera el favor del rey.
—No hay duda: no hay hombre en los confines del imperio que pudiera
hacer ese trabajo mejor que Kwan-yu —continuó Ming-lin, haciendo de
nuevo tres reverencias.
—Entonces convócalo de inmediato ante mi presencia para que pueda
encargarle este importante proyecto.
Ming-li se incorporó, lleno de alegría, y retrocedió alejándose del trono
dorado, porque habría sido muy inadecuado que diera la espalda al Hijo del
Cielo.
Kwan-yu asumió el forjado de la gran campana con profundo temor.
—¿Puede hacer zapatos un carpintero? —protestó cuando Ming-lin le
llevó el mensaje del emperador.
—Sí —contestó el otro rápidamente—, si son como los que llevan los
enanos isleños, que están fabricados en madera. Las campanas y los
cañones se forjan con un material parecido. No debería ser difícil adaptarse
a este nuevo encargo.
Cuando la hija de Kwan-yu descubrió la obra que estaba a punto de
asumir, temió por su padre.
—Oh, honrado padre —gimió—, piénsalo bien antes de dar una
contestación. Te va bien como fabricante de cañones, pero ¿quién sabe qué
pasará con lo otro? Y, si fracasas, la ira del emperador caerá sobre ti.
—Lo que hay que oír —interrumpió la ambiciosa madre—. ¿Qué sabes
tú sobre éxitos y fracasos? Mejor harías limitándote a cocinar y coser,
porque pronto te casarás. Y, en cuanto a tu padre, deja que se ocupe de sus
asuntos. No es apropiado que una joven se inmiscuya en los negocios de su
padre.
Ko-ai (que era el nombre de la doncella) se calló y volvió a su labor de
costura con una norme lágrima rodando por su hermosa mejilla, porque
quería mucho a su padre y su corazón se había llenado de un extraño temor
al pensar en aquel posible peligro.
Mientras, Kwan-yu fue llamado a la Ciudad Prohibida, que está en el
centro de Pekín y alberga el palacio imperial. Allí recibió las instrucciones
del Hijo del Cielo.
—Y recuerda —concluyó Yung-lo—, la campana debe ser tan grande
que su sonido se oiga a cincuenta kilómetros a la redonda. Para ello,
deberás añadir en las proporciones adecuadas oro y latón, que le darán
profundidad y fuerza. Además, para que su tañido sea dulce, debes añadir
plata en la proporción correcta y grabar en ella los proverbios de los sabios.
Tras recibir el encargo del emperador, Kwan-yu buscó en los puestos de
libros de la ciudad alguna descripción antigua del mejor método para forjar
campanas. También ofreció generosos pagos a todo aquel que tuviera
experiencia en la gran labor para la que se estaba preparando. Su fundición
se llenó pronto de trabajadores; los grandes fuegos ardían día y noche y
había montones de oro, plata y otros metales por todas partes, esperando a
ser pesados.
Siempre que Kwan-yu acudía a una casa de té, sus amigos lo
bombardeaban con preguntas sobre la gran campana.
—¿Será la más grande del mundo?
—Oh, no —contestaba—. Eso no es necesario, pero debe ser la de tono
más dulce, porque nosotros los chinos no nos preocupamos tanto por el
tamaño de las cosas como por su pureza; no buscamos la grandeza, sino la
virtud.
—¿Cuándo estará terminada?
—Solo los dioses lo saben, porque tengo poca experiencia y quizá
cometa errores al mezclar los metales.
Cada pocos días, el Hijo del Cielo enviaba a un mensajero imperial para
hacer preguntas similares, porque los reyes suelen ser tan curiosos como sus
súbditos, pero Kwan-yi siempre contestaba modestamente que no podía
estar seguro, que no sabía cuándo estaría lista la campana.
Al final, sin embargo, después de consultar a un astrólogo, Kwan-yu fijó
un día para el forjado. Un cortesano vestido maravillosamente se presentó
en su taller para decirle que el emperador estaría presente en el momento
del forjado de la campana que había encargado para su pueblo. Al enterarse,
Kwan-yu se asustó mucho, porque temía, a pesar de todo lo que había leído
y de los consejos que había recibido, que faltara algo en la mezcla de
metales que pronto sería vertida en el molde gigante. En resumen, Kwan-yu
estaba a punto de descubrir una importante verdad que la humanidad
conoce desde hace milenios: que la destreza no se consigue leyendo y
escuchando consejos, que la verdadera habilidad se obtiene después de años
de experiencia y práctica. Al borde de la desesperación, envió al templo a
un criado con dinero para que rezara a los dioses pidiendo éxito en su
empresa. No hay duda de que desesperación y oración riman en todos los
idiomas.
Ko-ai, su hija, también se asustó al ver la preocupación en la frente de
su padre, porque como recordaréis había sido ella quien había intentado
evitar que aceptara el encargo del rey. La muchacha también fue al templo,
acompañada por un viejo y leal criado, y rezó a los dioses.
El gran día llegó. El emperador y sus cortesanos se reunieron en una
plataforma que habían construido para la ocasión. Tres criados agitaban
hermosos abanicos pintados a mano sobre su frente imperial, porque en la
habitación hacía mucho calor, y un enorme bloque de hielo se fundía en un
cuenco de latón tallado, para enfriar el aire antes de que soplara sobre la
cabeza del Hijo del Cielo.
La esposa y la hija de Kwan-yu estaban en una esquina al fondo de la
habitación mirando ansiosamente el caldero de líquido fundido, porque bien
sabían que el estatus y el poder futuro de Kwan-yu dependían del éxito de
aquella empresa. Los amigos de Kwan-yu estaban apostados junto a las
paredes, y los nerviosos criados estiraban el cuello en grupos intentando ver
por la ventana a su Majestad, por una vez temerosos de hablar. El propio
Kwan-yu corría de un lado a otro, dando las últimas órdenes, mirando con
nerviosismo el molde vacío y echando vistazos en dirección al trono para
ver si su Majestad Imperial mostraba señales de impaciencia.
Al final, todo estaba preparado; todos esperaban conteniendo la
respiración que Yung-lo diera la señal para el vertido del metal. ¡Inclinó la
cabeza ligeramente y levantó un dedo! El brillante líquido, siseando
satisfecho tras ser liberado de su prisión, corrió rápidamente por el canal
que conducía al enorme lecho de arcilla.
El constructor se cubrió los ojos con su abanico, temeroso de mirar el
rápido fluido. ¿Se verían frustradas todas sus esperanzas por un error al
mezclar los metales? ¿Endurecerían adecuadamente? Se le escapó un grave
suspiro cuando por fin miró lo que había creado. Efectivamente, algo había
salido mal; supo de inmediato que la desgracia había caído sobre él.
¡No! Cuando rompieron el molde de barro, incluso un niño se habría
dado cuenta de que la campana gigante, en lugar de ser algo hermoso, era
una triste masa de metales que no se habían mezclado.
—¡Qué lástima! —exclamó Yung-lo—. Este es sin duda un enorme
fracaso, pero a pesar de la decepción veo un objeto que bien merece ser
tenido en cuenta. En él se encuentran todos los materiales que forman este
país. Hay oro y plata, y también metales básicos. Unidos del modo
adecuado formarían una campana tan hermosa y de tono tan puro que
incluso los espíritus del cielo de occidente se detendrían para mirar y
escuchar, pero divididos forman algo que es desagradable al ojo y al oído.
¡Oh, China mía! ¡Cuántas guerras se producen entre tus distintas regiones,
debilitando al país y empobreciéndolo! ¡Si todas tus gentes se unieran,
poderosos y humildes, metales nobles y elementos básicos, esta tierra sería
realmente merecedora de ser llamada Reino del Medio!
Todos los cortesanos aplaudieron este discurso del gran Yung-lo, pero
Kwan-yu permaneció en el suelo, pues se había lanzado a los pies de su
soberano. Aun con la cabeza inclinada y sollozando, exclamó:
—¡Ah! Su Majestad, le pedí que no me señalara y ahora ve que no era
el adecuado. Tome mi vida, se lo suplico, como castigo por mi fracaso.
—Levanta, Kwan-yu —dijo el gran regente—. Sería un señor cruel si
no te concediera otra oportunidad. Levántate y ya verás cómo tu siguiente
forja tiene éxito, gracias a lo aprendido de este fracaso.
Así que Kwan-yu se levantó porque, cuando el rey habla, todos los
hombres deben escuchar. Al día siguiente comenzó su tarea de nuevo, pero
aún se sentía apesadumbrado porque no sabía la razón de su fracaso y por
tanto era incapaz de corregir su error. Trabajó noche y día durante muchos
meses. Apenas intercambiaba una palabra con su esposa, y cuando su hija
intentaba tentarlo con un plato de pipas de girasol que había secado ella
misma, la recompensaba con una sonrisa triste, pero no se reía con ella ni
bromeaba como antes había sido su costumbre. Los días uno y quince de
cada luna iba al templo e imploraba a los dioses que le concedieran su
amistosa ayuda, mientras Ko-ai añadía sus plegarias a las de su padre,
quemaba incienso y lloraba ante los sonrientes ídolos.
Una vez más, el gran Yung-lo se sentó en la plataforma ante la
fundición de Kwan-yu, y una vez más sus cortesanos se acomodaron a su
alrededor, pero esta vez, como era invierno, no agitaron los abanicos de
seda. Su Majestad estaba seguro de que aquella vez tendrían éxito. Había
sido indulgente con Kwan-yu la primera vez, y ahora la gran ciudad y él se
beneficiarían de aquella clemencia.
Una vez más dio la señal; una vez más, todos los cuellos se estiraron
para ver el flujo del metal. Pero ¡qué pena! Cuando abrieron el molde
resultó que la nueva campana no era mejor que la primera. Era, de hecho,
un horrible fracaso, agrietado y feo, porque el oro y la plata y los metales
básicos se habían negado de nuevo a mezclarse en una sola cosa.
Con un amargo lamento que conmovió los corazones de todos los
presentes, el infeliz Kwan-yu cayó al suelo. Esta vez no se arrodilló ante su
señor, porque al ver la miserable conglomeración de metales le falló el
coraje y se desmayó. Cuando volvió en sí, lo primero que encontraron sus
ojos fue el rostro ceñudo de Yung-lo. A continuación escuchó, como en un
sueño, la severa voz del Hijo del Cielo:
—Desdichado Kwan-yu, ¿es posible que tú, a quien he colmado de
favores, hayas traicionado mi confianza dos veces? La primera vez lo sentí
por ti y estuve dispuesto a olvidar, pero ahora esa pena se ha transformado
en furia… Sí, la furia del cielo está sobre ti. Ahora te pido que pongas
atención a mis palabras: tendrás una tercera oportunidad para forjar la
campana, pero si fracasas en este tercer intento… Entonces, por orden del
Lápiz Bermellón, tanto tú como Ming-lin, que te recomendó, seréis
castigados.
Kwan-yu se quedó en el suelo, rodeado de sus ayudantes, durante
mucho tiempo después de que el emperador se hubiera marchado, pero al
mando de todos aquellos que intentaban animarlo estaba su leal hija.
Durante una semana entera se debatió entre la vida y la muerte, y al final la
suerte cambió a su favor. Recuperó la salud una vez más y de nuevo
comenzó los preparativos.
Aun así, todo el tiempo que pasaba trabajando estaba preocupado,
porque creía que pronto viajaría al bosque oscuro, la región del gran
manantial amarillo, el lugar del que ningún peregrino regresa. Ko-ai
también estaba más segura que nunca de que su padre se enfrentaba a un
gran peligro.
—Un cuervo debe haber volado sobre su cabeza —dijo un día a su
madre—. Es como el proverbio del hombre ciego que llegó a medianoche,
montado sobre un caballo ciego, a una profunda acequia. ¿Cómo podría
cruzarla?
La diligente hija hubiera hecho cualquier cosa para salvar a su querido
padre. Se estrujaba los sesos noche y día en busca de algún plan, pero todo
era inútil.
El día antes de la tercera forja, mientras Ko-ai estaba sentada ante un
espejo de latón trenzando su largo cabello negro, un pequeño pájaro entró
de repente por la ventana y se posó sobre su cabeza. La sorprendida
doncella creyó escuchar una voz, como si un hada buena estuviera
susurrándole al oído:
—No tengas dudas. Debes ir a consultar al famoso mago que está ahora
de visita en esta ciudad. Vende tu jade y el resto de joyas, porque un hombre
tan sabio no te escuchará a menos que llames su atención con una enorme
suma de dinero.
El emplumado mensajero salió volando de su habitación, pero Ko-ai
había oído suficiente para recuperar la alegría. Envió a un criado de fiar a
que vendiera su jade y el resto de joyas tras pedirle que no se lo contara a su
madre. Después, con una gran suma de dinero encima, buscó al mago del
que se decía que tenía mayores conocimientos sobre la vida y la muerte que
los sabios.
—Dime —le imploró cuando el anciano aceptó recibirla—. Dime cómo
puedo salvar a mi padre, porque el emperador ordenará su muerte si fracasa
por tercera vez en la forja de la campana.
El astrólogo, después de hacerle muchas preguntas, se puso sus gafas de
carey y buscó durante mucho rato en su libro de conocimientos. También
examinó atentamente las señales del cielo y consultó las tablas místicas una
y otra vez. Al final se dirigió a Ko-ai, que todo aquel tiempo había estado
esperando su respuesta con impaciencia.
—Nada podría ser más sencillo que la razón del fracaso de tu padre,
porque cuando un hombre intenta hacer lo imposible, no puede esperar que
el destino le dé otra respuesta. El oro no puede mezclarse con la plata, ni el
latón con el hierro, a menos que la sangre de una doncella se alee con los
metales fundidos, pero la chica que entregue su vida para conseguir esta
fusión debe ser pura y buena.
Ko-ai escuchó la respuesta del astrólogo con un suspiro de
desesperación. Amaba la vida y las bellezas del mundo; le encantaban sus
pájaros, sus compañeros, su padre; esperaba casarse pronto, y entonces
tendría hijos a los que querer y cuidar. Pero debía olvidar todos aquellos
sueños de felicidad. No habría ninguna otra doncella dispuesta a entregar su
vida por Kwan-yu. Ella, Ko-ai, quería a su padre y debía hacer el sacrificio
por él.
Y así llegó el día del tercer intento, y por tercera vez Yung-lo ocupó su
lugar en la forja de Kwan-yu, rodeado de cortesanos. Había una expresión
de severa expectación en su rostro. Había excusado el fracaso de su súbdito
dos veces; una tercera, la clemencia sería impensable. Si la campana no era
hermosa y de tono perfecto, Kwan-yu recibiría el más severo de los castigos
que pueden infligirse a un hombre: quizá la misma muerte. Era por eso por
lo que había una expresión de severa expectación en el rostro de Yung-lo,
porque realmente apreciaba a Kwan-yu y no deseaba que muriera.
En cuanto a Kwan-yu, hacía tiempo que había renunciado a pensar en el
éxito, porque no había ocurrido nada desde su segundo fracaso que lo
hiciera creer que esta vez lo conseguiría. Había resuelto los asuntos de su
empresa y dispuesto que una buena suma de dinero fuera a parar a manos
de su adorada hija; había comprado el ataúd en el que lo enterrarían y lo
había guardado en una de las habitaciones principales de su hogar; incluso
había contratado a los sacerdotes y músicos que oficiarían su funeral, y, por
último pero no menos importante, había llegado a un acuerdo con el hombre
que se encargaría de decapitarlo para que dejara sin cortar un poquito de
piel, de modo que su entrada en el mundo espiritual fuera más afortunada
que si la cabeza se separaba totalmente de su cuerpo.
Así que podríamos decir que Kwan-yu se había preparado para morir.
De hecho, la noche antes del forjado final había tenido un sueño en el que
se había visto arrodillado ante el verdugo, diciéndole que no olvidara su
acuerdo.
De todos los presentes en la forja, quizá la leal Ko-ai era la que estaba
menos nerviosa. Sin que se dieran cuenta, se había desplazado por la pared
desde el lugar donde estaba su madre hasta el enorme tanque en el que el
líquido burbujeaba, esperando la señal que lo liberaría. Ko-ai miró al
emperador, esperando atentamente la ya conocida señal. Cuando finalmente
su cabeza se movió hacia delante, saltó al interior del líquido hirviendo a la
vez que gritaba con voz clara y dulce:
—¡Por ti, querido padre! ¡Este es el único modo!
El blanco metal fundido recibió a la encantadora chica en su ardiente
abrazo; la recibió y se la tragó por completo, como una tumba de fuego
líquido.
Y Kwan-yu… ¿Qué ocurrió con Kwan-yu, su enloquecido padre? Loco
de dolor al ver a su querida hija sacrificando su vida para salvarlo, se lanzó
para atraparla y evitar su terrible muerte, pero solo consiguió atrapar una de
sus diminutas sandalias de joyas antes de que se hundiera y desapareciera
para siempre… Una delicada zapatilla de seda que siempre le recordaría su
increíble sacrificio. Estaba tan apenado que, apretando aquel triste y
pequeño recuerdo contra su corazón, hubiera saltado al caldero para
seguirla a la muerte si sus sirvientes no lo hubieran contenido hasta que el
emperador repitió su señal y el líquido se vertió en el molde. Mientras los
tristes ojos de todos los presentes se clavaban en el río de metal fundido que
corría hacia su lecho de barro, no vieron un solo indicio de la difunta Ko-ai.
Esta es, queridos niños, la antigua leyenda de la gran campana de Pekín,
un cuento que poetas, cuentacuentos y amorosas madres han repetido un
millón de veces, por lo que seguramente sabéis que, en esta tercera forja,
cuando se retiró el molde de arcilla, apareció la campana más hermosa que
se ha visto nunca, y cuando se subió al campanario el pueblo se alegró
enormemente. La plata, el oro, el hierro y el latón, unidos por la sangre de
la doncella, se habían mezclado perfectamente, y la clara voz de la
gigantesca campana resonó en la gran ciudad con una melodía más
profunda y rica que la de ninguna otra campana en los límites del Reino del
Medio, o del mundo entero. Y, aunque es extraño, incluso el coloso de
profunda voz parece gritar el nombre de la doncella que se sacrificó, «¡Ko-
ai! ¡Ko-ai! ¡Ko-ai!», de modo que todos recuerdan su acto de bondad de
hace diez mil años. Y entre los dulces repiques de música a menudo parece
sonar un quejumbroso susurro que solo pueden oír aquellos que están cerca:
«¡Hsieh! ¡Hsieh!», que en chino significa zapatilla. «¡Qué lástima! —dicen
todos aquellos que lo oyen—. Ko-ai llora por su zapatilla. ¡Pobre Ko-ai!
Y ahora, queridos niños, este cuento está casi terminado, pero todavía
hay algo que bajo ningún concepto debéis olvidar. Por orden del emperador,
la campana fue tallada con valiosos proverbios clásicos, para que incluso en
los momentos de silencio la campana enseñara a la gente sus lecciones de
virtud.
—¡Contemplad! —dijo Yung-lo al detenerse junto al atribulado padre
—. Entre todos los textos de sabiduría, los valiosos proverbios de nuestros
honrados sabios, no hay ninguno que pueda enseñar a mis niños una lección
tan dulce de amor y devoción filial como el último acto de tu devota hija.
Porque aunque murió para salvarte, su acción aún será cantada y elogiada
por mi pueblo cuando tú fallezcas, e incluso cuando la campana se haya
convertido en ruinas.
La extraña historia del Doctor Perro

E n una pequeña aldea montañosa de la provincia de Hunan, en la zona


central de China, vivía un rico caballero que tenía solo una hija. Esta
muchacha, como la hija de Kwan-yu en la historia de La gran campana, era
el ojito derecho de su padre.
El señor Min, pues este era el nombre del caballero, era famoso en la
zona por su sabiduría así como por sus muchas posesiones, y por esta razón
siempre había hecho todo lo posible por enseñar a Madreselva el
conocimiento de los sabios y por darle todo lo que ansiara. Por supuesto,
esto habría sido suficiente para malcriar a la mayoría de los jóvenes, pero
Madreselva no era como los demás. Haciendo honor a la dulce flor de la
que recibía su nombre, atendía todas las indicaciones de su padre y
obedecía sin esperar que se lo dijera una segunda vez.
Su padre le compraba cometas a menudo, de todo tipo y forma. Tenía
peces, pájaros, mariposas, lagartos y enormes dragones, uno de los cuales
tenía una cola de más de diez metros de largo. El señor Min era muy diestro
volando estas cometas para la pequeña Madreselva, y hacía que sus pájaros
y mariposas giraran y planearan en el aire de un modo tan natural que casi
cualquier niño occidental caería en el engaño y diría: «¡Vaya, es un pájaro
de verdad!». Además, anudaba un peculiar instrumento a la cuerda que
emitía un sonido sibilante cuando movía la mano de lado a lado.
—¡Es el viento quien canta, papi! —exclamaba Madreselva,
aplaudiendo con alegría—. Está cantando una canción para nosotros.
A veces, para enseñar a su querida pequeña una lección después de
hacer alguna travesura, el señor Min anudaba a la cola de su cometa
favorita unas tiras de papel retorcido en las que había escritas algunas
palabras chinas.
—¿Qué estás haciendo, papi? —le preguntaba Madreselva—. ¿Qué son
esos papeles tan extraños?
—En cada tira he escrito un pecado que hemos cometido.
—¿Qué es un pecado, papá?
—Oh, cuando Madreselva se porta mal; ¡eso es un pecado! —respondió
con cariño—. Tu anciana niñera teme reñirte, y para que llegues a ser una
buena mujer, papá debe enseñarte lo que está bien.
Entonces el señor Min hacía que la cometa se elevara sobre los tejados
de las casas, incluso más alto que la pagoda de la ladera. Cuando se
quedaba sin cuerda, recogía dos piedras afiladas y, tras entregárselas a
Madreselva, le decía:
—Ahora, hija, corta la cuerda y el viento se llevará lejos los pecados
que están escritos en las tiras de papel.
—Pero, papá, la cometa es muy bonita. ¿No podríamos quedarnos los
pecados un poco más? —preguntaba inocentemente.
—No, niña; es peligroso retener los pecados. La virtud es la base de la
felicidad —le repetía el padre con severidad para evitar que siguiera
preguntando—. Date prisa y corta la cuerda.
Y Madreselva, que siempre era obediente (al menos con su padre),
cortaba la cuerda en dos con las afiladas piedras y con un grito infantil de
desesperación observaba a su cometa favorita, transportada por el viento,
alejándose cada vez más hasta que al final tenía que forzar los ojos para
verla hundirse lentamente en algún prado lejano.
—Ahora, ríe y sé feliz —le decía el señor Min—, porque todos tus
pecados se han marchado. Pon cuidado y no cometas nuevos.
A Madreselva le encantaban los espectáculos de títeres porque, como
debéis saber, esta anticuada diversión infantil era muy apreciada por los
pequeños de China unos tres mil años antes de que vuestro tatarabuelo
naciera. Incluso se dice que Mu, el gran emperador, cuando vio estas
pequeñas imágenes danzando por primera vez, enfureció al observar que
una de ellas hacía ojitos a su esposa favorita. Ordenó que fuera ejecutada y
el pobre titiritero convenció con gran dificultad a su Majestad de que las
marionetas danzantes en realidad no estaban vivas, que solo eran muñecos
de tela y arcilla.
No es de extrañar entonces que a Madreselva le gustaran los
polichinelas, si el propio Hijo del Cielo había sido engañado por sus
peculiares payasadas y había creído que eran gente real de carne y hueso.
Pero avancemos en nuestra historia, o algunos de nuestros lectores se
preguntarán: «Pero ¿dónde está el Doctor Perro? ¿Es que no vas a presentar
al protagonista de este relato?». Un día, cuando Madreselva estaba sentada
en el interior de un sombrío pabellón con vistas a un pequeño estanque con
peces, sufrió de repente un terrible ataque de cólico. Loca de dolor y al
borde del desmayo, pidió a un criado que llamara a su padre.
Cuando el señor Min llegó junto a su hija, esta estaba inconsciente.
Después de llamar al médico de la familia, llevó a su hija a la cama. La
pobre muchacha, aunque se recuperó de su desmayo, siguió sufriendo dolor
hasta casi morir de agotamiento.
Resultó que cuando el médico llegó y la miró con sus grandes lentes, no
pudo descubrir la causa de su mal. Sin embargo, como algunos de nuestros
doctores occidentales, no confesó su ignorancia y le prescribió una enorme
dosis de agua hirviendo y un compuesto de asta de ciervo pulverizada y piel
de sapo seca.
La pobre Madreselva sufrió su agonía durante tres días; cada vez estaba
más débil por la falta de sueño. Consultaron a todos los médicos
importantes de la región; habían ido a verla dos doctores de Changsha, la
capital de la provincia, pero no había servido de nada. Era uno de esos
casos que parecía sobrepasar el conocimiento de los médicos más eruditos.
Con la esperanza de recibir la gran recompensa ofrecida por el desesperado
padre, aquellos hombres sabios repasaron de principio a fin la gran
Enciclopedia Médica China, intentando en vano encontrar un método con el
que tratar a la infeliz doncella. Incluso pensaron en llamar a cierto médico
de Inglaterra, que se encontraba en una ciudad muy lejana, a pesar de los
rumores que relacionaban sus milagrosas curas con un pacto con el diablo.
Sin embargo, el magistrado municipal no permitió que el señor Min llamara
a este extranjero, por miedo a que hubiera problemas con los aldeanos.
El señor Min envió un mensaje en todas direcciones describiendo la
enfermedad de su hija y ofreciendo una atractiva dote y su mano en
matrimonio a quien consiguiera devolverle la salud y la felicidad. A
continuación se sentó junto a su cama a esperar con la sensación de haber
hecho todo lo que estaba en su mano. Recibió muchas respuestas a su
proclama. Médicos jóvenes y viejos llegaron de todo el imperio para probar
su habilidad; cuando veían a la hermosa Madreselva y el enorme montón de
zapatos de plata que su padre ofrecía como regalo de boda, todos hacían lo
posible por salvar su vida, algunos atraídos por su gran belleza y su
excelente reputación, otros por la inmensa recompensa.
Pero ¡pobre Madreselva! ¡Ni uno solo de aquellos hombres sabios pudo
curarla! Un día, tras sentirse ligeramente mejor, llamó a su padre, le cogió
la mano y le dijo:
—Si no fuera por tu amor ya me habría rendido en esta dura lucha y me
habría adentrado en el bosque oscuro, o, como dice mi anciana abuela,
habría volado al Cielo de occidente. Por ti, porque soy tu única hija, y sobre
todo porque no tienes hijos varones, me he aferrado a la vida, pero ahora
siento que el siguiente ataque de ese temido dolor me llevará. ¡Oh, no
quiero morir!
Madreselva lloró como si su corazón fuera a quebrarse y su padre lloró
con ella, porque cuanto más sufría ella más la amaba él.
Justo entonces, su rostro empezó a palidecer.
—¡Ya viene! ¡El dolor se acerca, padre! Pronto dejaré de existir. ¡Adiós,
padre! Adiós, adiós…
Se le rompió la voz y un enorme sollozo casi rompió el corazón de su
padre. Se apartó de su cama, ya que no podía soportar verla sufrir. Salió de
la habitación y se sentó en un banco; bajó la cabeza hasta su pecho y unas
lágrimas saladas bajaron por su larga barba gris.
Mientras estaba así sentado, abrumado por el dolor, un ladrido grave lo
sobresaltó. Al levantar la cabeza vio, para su sorpresa, un greñudo perro de
montaña más o menos del tamaño de un Terranova. La enorme bestia miró
al anciano a los ojos con una expresión tan inteligente y humana, tan triste y
melancólica, que el viejo se dirigió a él:
—¿A qué has venido? ¿A curar a mi hija?
El perro contestó con tres ladridos, agitó la cola vigorosamente y se giró
hacia la puerta entreabierta que conducía a la habitación donde estaba la
joven.
El señor Min, dispuesto a probar cualquier cosa para revivir a su hija,
permitió que el animal lo siguiera hasta los aposentos de Madreselva. Tras
colocar sus patas sobre la cama, el perro miró atentamente a la exangüe
muchacha ante él y le acercó la oreja al corazón. Después, tras una ligera
tos, dejó una diminuta piedra sobre su palma con la boca. Rozó su muñeca
con su pata derecha para indicarle que debía tragarse la piedra.
—Sí, querida, obedécelo —le aconsejó su padre cuando ella lo miró
inquisitivamente—, porque los dioses de la montaña, que se han enterado
de tu enfermedad y desean que disfrutes de nuevo de la vida, nos han
enviado al buen Doctor Perro.
Sin más demora, la enferma, que casi ardía de fiebre, se llevó la mano a
los labios y se tragó la diminuta piedrecita. ¡Milagro! Tan pronto como
atravesó sus labios sucedió algo increíble. Su rostro perdió su tono rojizo,
su pulso recuperó el latido normal, los dolores abandonaron su cuerpo y se
levantó de la cama sonriendo.
Rodeó el cuello de su padre con los brazos y exclamó alegremente:
—¡Oh, me siento bien de nuevo! Estoy bien y muy contenta, gracias a la
medicina del buen médico.
El noble perro ladró tres veces, loco de contento al escuchar esas
emocionadas palabras de gratitud. Inclinó la cabeza y puso el morro en la
mano extendida de Madreselva.
El señor Min, muy conmovido por la mágica recuperación de su hija, se
dirigió al extraño médico:
—Noble señor, de no ser por la forma que por alguna extraña razón has
asumido, te entregaría sin dudar cuatro veces la suma de plata que había
prometido por la cura de mi hija. Pero supongo que la plata no te serviría de
nada, así que recuerda que, mientras vivas, todo lo nuestro es tuyo; solo
tienes que pedirlo. Y te suplico que prolongues tu visita y que pases aquí los
años de tu vejez… En resumen, que te quedes aquí para siempre como mi
invitado… Como mi invitado no; como miembro de mi familia.
El perro ladró tres veces, como si aceptara. Desde aquel día, padre e hija
lo trataron como a un igual. Ordenaron a sus muchos sirvientes que
obedecieran todos sus deseos, que le sirvieran la comida más cara del
mercado, que no repararan en gastos para hacerlo el perro más feliz y mejor
alimentado del mundo. Día tras día, corría junto a Madreselva mientras esta
reunía flores en el jardín, se tumbaba ante su puerta mientras descansaba y
protegía su palanquín cuando los criados la llevaban a la ciudad. En
resumen: eran compañeros inseparables, tanto que cualquiera habría
pensado que eran amigos desde la infancia.
Un día, sin embargo, al regresar de un viaje en palanquín, el enorme
animal atrapó entre sus fauces a su hermosa señora y, antes de que nadie
pudiera detenerlo, se la llevó a las montañas. Cuando dieron la alarma, la
oscuridad había caído sobre el valle y la noche era tan cerrada que no
consiguieron encontrar ni rastro del perro y su hermosa presa.
Una vez más, el preocupado padre hizo todo lo posible por salvar a su
hija. Ofreció enormes recompensas y varios grupos de leñadores rastrearon
las montañas de arriba abajo, pero no encontraron ni rastro de la joven. El
desdichado padre se rindió y decidió prepararse para morir. No le quedaba
nada en la vida que le importara… Solo podía pensar en su difunta hija.
Madreselva se había marchado para siempre.
—¡Pobre de mí! —exclamó, y recitó los versos de un famoso poeta que
había caído en la desesperanza:

«La soga infinita de mis cabellos encanecidos por la edad


sería insuficiente para medir la profundidad de mi
calamidad».

Pasaron varios años; años de tristeza para el anciano hombre en los que
no dejó de añorar a su hija perdida. Un hermoso día de octubre estaba
sentado en el mismo pabellón en el que tantas veces se había sentado con la
muchacha, con la cabeza inclinada sobre el pecho y la frente arrugada por el
dolor. Un susurro de hojas atrajo su atención. Levantó la mirada. Justo
delante de él estaba el Doctor Perro y, montada sobre su lomo y agarrada al
enmarañado pelo del animal, estaba Madreselva, su hija perdida, junto a
tres de los niños más guapos que había visto nunca.
—¡Ah, mi hija! Mi querida hija, ¿dónde has estado todos estos años? —
exclamó el entusiasmado padre mientras apretaba a la chica contra su
dolorido pecho—. ¿Has sufrido muchas penalidades desde que te
secuestraron? ¿Ha estado tu vida llena de dolor?
—Solo al pensar en tu tristeza —le contestó la muchacha con cariño,
acariciándole la frente con sus esbeltos dedos—. Solo al pensar en tu
sufrimiento. Solo al pensar en cuánto me habría gustado verte cada día para
contarte lo bueno y amable que es mi marido conmigo. Porque debes saber,
querido padre, que lo que hay ante ti no es un simple animal. Este Doctor
Perro, que me curó y me reclamó como esposa tal como tú habías
prometido, es un gran mago. Puede transformarse en un sinfín de cosas,
pero eligió venir hasta aquí con la forma de un perro de montaña para que
nadie descubriera el secreto de su lejano palacio.
—Entonces, ¿él es tu marido? —titubeó el anciano, mirando al animal
con una nueva expresión en su arrugado rostro.
—Sí; mi amable y noble esposo, padre de mis tres hijos, tus nietos, a
quienes hemos traído a visitarte.
—¿Y dónde vivís?
—En una cueva maravillosa en el corazón de las grandes montañas; una
hermosa cueva cuyas paredes y suelos están cubiertos de cristales y gemas
brillantes. Las sillas y las mesas están decoradas con joyas; miles de
resplandecientes diamantes iluminan las habitaciones. Oh, ¡es más hermoso
que el palacio del Dios del Cielo! Nos alimentamos de la carne de los
ciervos y de las cabras montesas, y de los peces de los manantiales más
cristalinos. Bebemos agua fresca en copas de oro, tan pura que no hemos de
hervirla primero. Respiramos el fragante aire que atraviesa los bosques de
pino y cicuta. Vivimos solo para amarnos el uno al otro, y a nuestros hijos.
¡Somos tan felices! Y tú, padre, vendrás con nosotros a la montaña para
vivir en nuestra compañía el resto de tus días, que quieran los dioses que
sean muchos.
iii. Agarrada al enmarañado pelaje del animal estaba Madreselva.

El anciano apretó a su hija una vez más contra su pecho y achuchó a los
niños, que se colgaron de sus brazos para disfrutar de un abuelo a quien
nunca antes habían visto.
Del Doctor Perro y su hermosa Madreselva proviene, o eso se dice, la
conocida casta de los Yu, que sigue habitando las regiones montañosas de
las provincias de Cantón y Hunan. Sin embargo, no es esta la razón por la
que hemos contado aquí esta historia, sino porque estamos seguros de que a
todos los lectores les habrá gustado descubrir el secreto del perro que curó a
una joven enferma y consiguió que se convirtiera en su esposa.
Cómo empezaron a vendarse los pies

A l principio del tiempo, cuando los dioses estaban creando el mundo,


por fin llegó el momento de separar la tierra de los cielos. Este fue un
arduo trabajo que habría fracasado de no ser por el aplomo y la habilidad de
una joven diosa. Esta diosa se llamaba Lu-o. Había estado observando
perezosamente el crecimiento del planeta cuando, para su horror, vio que la
bola recién hecha se estaba escurriendo lentamente; un segundo más y
habría caído en el pozo sin fondo. Rápida como el rayo, Lu-o la detuvo con
su varita mágica y la sostuvo con firmeza hasta que el dios padre llegó
corriendo en su rescate.
Pero esto no fue todo. Cuando pusieron a los hombres y las mujeres en
la tierra, Lu-o los ayudó presentándose como ejemplo de pureza y bondad.
Todos la querían porque conocían su disposición a hacer buenas obras.
Después de que abandonara el mundo para adentrarse en la tierra de los
dioses, levantaron hermosas estatuas en su honor para conservar su imagen
siempre ante los ojos de los pecadores. Las más importantes estaban en los
templos de la capital. De este modo, cuando las mujeres afligidas deseaban
ofrecer sus oraciones a la virtuosa diosa, iban a uno de sus templos y abrían
sus corazones ante su altar.
En cierto momento, el malvado Chow-sin, el último gobernante de los
Yin, fue a orar al templo de la ciudad. Allí sus regios ojos quedaron
cautivados por un rostro tan hermoso que no tenía igual, y dijo a sus
oficiales que desearía tener a aquella diosa, que no era otra que Lu-o, entre
sus esposas.
Lu-o enfureció al descubrir que un mortal se había atrevido a hacer un
comentario así sobre ella y decidió castigar al emperador. Llamó a sus
sirvientes, que eran espíritus, y les contó el insulto de Chow-sin. De todos
ellos, el más astuto era uno a quien llamaremos Duende Zorro, porque en
realidad pertenecía a la familia de los zorros. Lu-o ordenó al Duende Zorro
que hiciera todo lo posible para conseguir que el malvado gobernante
sufriera por su insolencia.
Durante muchos días, por mucho que lo intentó, Chow-sin, el gran Hijo
del Cielo, no consiguió olvidar el rostro que había visto en el templo.
—Está como una cabra —se reían sus cortesanos a su espalda—. ¡Mira
que enamorarse de una estatua!
—Debo encontrar a una mujer como ella —decía el emperador— para
convertirla en mi esposa.
—¿Por qué no ordena que nadie pueda casarse en el imperio hasta que
su Majestad haya elegido una esposa cuya belleza sea equivalente a la de
Lu-o? —sugirió su consejero favorito.
A Chow-sin le gustó esta sugerencia y la habría seguido sin duda de no
haber sido por su Primer Ministro, que le suplicó que lo pospusiera.
—Su Majestad Imperial —empezó el oficial—, como alguna vez ha
gustado de seguir mis consejos, le suplico que escuche ahora lo que tengo
que decir.
—Habla; pondré en tus palabras toda mi atención —contestó Chow-sin,
con un elegante ademán.
—Sepa, su Majestad, que en la zona sur de su reino vive un virrey cuya
valentía en batalla lo ha hecho famoso.
—¿Estás hablando de Su-nan? —le preguntó Chow-sin, frunciendo el
ceño, porque Su-nan había sido, en el pasado, un rebelde.
—No puede ser otro, poderoso Hijo del Cielo. Es famoso como soldado,
pero su nombre es incluso más conocido debido a que su hija es la joven
más hermosa de toda China. Esta adorable flor que ha florecido en su
familia está aún soltera. ¿Por qué no ordena a su padre que la traiga a
palacio para que se sume a la familia real?
—¿Y estás seguro de que su belleza es tan asombrosa? —le preguntó el
gobernante con una sonrisa de placer que iluminó su rostro.
—Tan seguro que apostaría la cabeza a que su Majestad quedará
satisfecho.
—¡No se hable más! Te ordeno que convoques de inmediato a ese virrey
y su hija. Añade el sello imperial al mensaje.
El Primer Ministro, sonriendo, se marchó para entregar la orden. Se
alegraba de que el emperador hubiera aceptado su sugerencia, porque el
virrey Su-nan era su enemigo y de este modo planeaba derrotarlo. El virrey
era un hombre de fuerte carácter que seguramente no se sentiría honrado
ante la idea de que su hija entrara en el palacio imperial como esposa
secundaria. Sin duda se negaría a obedecer la orden y esa sería su perdición.
El Primer Ministro no se equivocaba. Cuando Su-nan recibió el mensaje
imperial, su corazón se llenó de furia contra su soberano. Que le arrebataran
a su adorada Ta-ki, aunque lo hiciera el rey, le parecía una terrible
desgracia. Si estuviera seguro de que iba a convertirse en emperatriz habría
sido diferente, pero con tantas otras compartiendo el favor de Chow-sin, su
ascenso al primer puesto en la casa del regente no estaba asegurado.
Además, era la hija favorita de Su-nan, y el anciano no soportaba la idea de
separarse de ella. Preferiría morir a cederla al cruel gobernante.
—No, no irás a palacio —le dijo a Ta-ki—, aunque deba morir para
impedirlo.
La hermosa joven escuchó entre lágrimas las palabras de su padre. Se
lanzó a sus pies, le agradeció su compasión y le prometió quererlo más que
nunca. Le dijo que su vanidad no se sentía halagada por lo que la mayor
parte de las jóvenes considerarían un honor, que prefería tener el amor de
un hombre bueno como su padre a compartir con otras los afectos de un rey.
iv. Se lanzó a sus pies y le agradeció su compasión.

Después de escuchar a su hija, el virrey envió una respetuosa respuesta


a palacio, dando las gracias al emperador por su favor pero negándose a
entregar a Ta-ki.
«No es digna de tal honor —concluía— porque, tras haber sido la
favorita de su padre, no se contentaría con compartir el augusto favor de su
Majestad con sus muchas otras elegidas».
Cuando leyeron al emperador la respuesta de Su-nan, este apenas daba
crédito a sus oídos. Que desobedecieran su orden de aquel modo era algo
inaudito. Ningún súbdito del Reino del Medio se había atrevido antes a
insultar a un gobernante de aquel modo. Hirviendo de furia, ordenó al
Primer Ministro que enviara un ejército que hiciera entrar en razón al virrey.
—Decidle que, si desobedece, perderá su familia y todo lo que posee.
Satisfecho con el éxito de su confabulación contra Su-nan, el Primer
Ministro envió un regimiento de soldados para convencer al rebelde.
Mientras, los aliados del atrevido virrey no perdieron el tiempo. Al
enterarse del peligro que amenazaba a su señor, que contaba con el aprecio
de todos, cientos de hombres le ofrecieron su ayuda contra el ejército de
Chow-sin. Cuando vieron los estandartes del emperador acercándose y
escucharon los tambores de guerra en la distancia, los rebeldes se lanzaron a
la batalla. Tras la lucha que tuvo lugar, los soldados imperiales se vieron
obligados a huir.
Cuando el emperador se enteró de esta derrota se puso loco de furia.
Reunió a sus consejeros y ordenó que un ejército, el doble de grande que el
primero, entrara en la región de Su-nan para destruir los campos y las
aldeas de la gente que se había levantado contra él.
—¡No perdonéis a nadie —gritó—, porque son traidores del Trono del
Dragón!
Una vez más, los aliados del virrey decidieron ayudarlo a pesar del
peligro. Ta-ki, su hija, se alejó del resto de miembros de la familia y lloró
amargamente, pues se sentía culpable.
—Preferiría ir a palacio y estar entre las esposas menos valoradas de
Chow-sin a ser la causa de todo este dolor —lloró, desesperada.
Pero su padre la consoló, diciendo:
—Alégrate, Ta-ki. El ejército del emperador no nos derrotará, aunque
sea el doble que el mío. La justicia está de nuestro lado, y los dioses ayudan
a aquellos que luchan por la justicia.
Una semana después se libró otra batalla; la refriega estaba siendo tan
cruenta que nadie podía prever el resultado. El ejército imperial estaba
comandado por los nobles más veteranos del reino, aquellos más hábiles en
la guerra, mientras que los hombres del virrey eran jóvenes y estaban mal
entrenados. Además, a los miembros del Ejército del Dragón se les había
prometido paga doble si cumplían los deseos de su soberano, mientras que
los soldados de Su-nan sabían que serían castigados con la muerte si eran
derrotados.
En el fragor de la batalla se escuchó el sonido de los gongs procedente
de una lejana colina. Las tropas del gobierno se sorprendieron al ver nuevas
compañías marchando al rescate de sus enemigos. Con un demencial grito
de decepción, dieron media vuelta y huyeron del campo de batalla.
Aquellos refuerzos inesperados resultaron ser las mujeres, a las que Ta-ki
había convencido para vestirse como soldados con el propósito de asustar al
enemigo. De este modo, la victoria fue por segunda vez de Su-nan.
Durante el año siguiente tuvieron lugar varias batallas que no
modificaron la situación, aunque en cada una de ellas murieron muchos
seguidores de Su-nan. Al final, uno de los mejores amigos del virrey se
acercó a él y le dijo:
—Noble señor, es inútil seguir luchando. Me temo que debes rendirte.
Has perdido a más de la mitad de tus aliados; los arqueros que quedan están
enfermos o heridos, y sirven de poco. El emperador, sin embargo, está
reuniendo nuevas tropas con recién llegados de las provincias más lejanas y
pronto enviará contra nosotros un ejército diez veces mayor de los que
hemos visto hasta ahora. Sin esperanza de victoria, seguir luchando sería
una tontería. Por tanto, acompaña a tu hija al palacio y suplica la piedad del
rey. Debes aceptar de buen talante el destino que los dioses han fijado para
ti.
Ta-ki, que había escuchado esta conversación por casualidad, entró y
suplicó a su padre que no esperara más, que la entregara al perverso Chow-
sin.
Con un suspiro, el virrey accedió a sus peticiones. Al día siguiente
envió un mensajero al emperador prometiéndole que llevaría a Ta-ki de
inmediato a la capital.
No debemos olvidar al Duende Zorro, el demonio al que la buena diosa
Lu-o había ordenado que castigara al emperador. Durante todos los años de
lucha entre Chow-sin y los rebeldes, el Duende Zorro había estado
esperando pacientemente su oportunidad. Bien sabía que algún día, antes o
después, llegaría el momento en el que Chow-sin estuviera a su merced. Por
tanto, cuando llegó el momento en el que Ta-ki debía ir al palacio, el
Duende Zorro creyó que por fin había llegado su hora. La hermosa doncella
debía tener un gran poder sobre el emperador, ya que había sido el motivo
por el que tantos soldados habían perdido la vida. Así que el Duende Zorro
se hizo invisible y viajó en el séquito del virrey desde el centro de China a
la capital para intentar que Ta-ki lo ayudara a castigar al malvado Chow-sin.
La última noche de su viaje, Su-nan y su hija se detuvieron a descansar
y a comer en una posada. Tan pronto como la joven se marchó a su
habitación para pasar la noche, el Duende Zorro la siguió y se hizo de
nuevo visible. Al principio la muchacha se asustó al ver un ser tan extraño
en su habitación, pero cuando el Duende Zorro le contó que era un criado
de la gran diosa Lu-o, se tranquilizó, porque sabía que Lu-o era la
protectora de las mujeres y los niños.
—Pero ¿cómo podría yo ayudar a castigar al emperador? —preguntó la
joven, dudosa, cuando el duende le dijo que necesitaba su ayuda—. Solo
soy una chica desvalida.
Y entonces empezó a llorar.
—Seca tus lágrimas —la consoló el Duende Zorro—. Será muy
sencillo: solo tienes que dejar que asuma tu forma durante un tiempo.
Cuando me convierta en la esposa del emperador —continuó, riéndose—,
encontraré un modo de castigarlo, porque nadie puede proporcionar a un
hombre más dolor que su propia esposa, si ella desea hacerlo. ¿Sabes?
Como soy un sirviente de Lu-o, puedo hacer todo lo que quiera.
—Pero el emperador no aceptará a un zorro por esposa —sollozó la
muchacha.
—Aunque siga siendo un zorro, mi aspecto será el tuyo. Tranquiliza tu
alma. Él nunca se dará cuenta.
—Oh, entiendo —le dijo Ta-ki, con una sonrisa—; meterás tu espíritu
en mi cuerpo y tu aspecto será el mío, aunque en realidad no seré yo. Pero
¿qué ocurrirá conmigo? ¿Tendré aspecto de zorro?
—No, a menos que quieras tenerlo. Te haré invisible y podrás volver a
tu cuerpo cuando me haya librado del emperador.
—Muy bien —contestó la joven, aliviada por su explicación—, pero
intenta no tardar demasiado, porque no me gusta la idea de que alguien
vaya por ahí metido en mi cuerpo.
De este modo, el Duende Zorro hizo que su espíritu entrara en el cuerpo
de la chica. Por su apariencia exterior, nadie habría dicho que se había
producido un cambio en ella. La hermosa joven era ahora en realidad el
astuto Duende Zorro, pero solo parecía un zorro en un aspecto: cuando el
espíritu del zorro entró en su cuerpo, sus pies se encogieron de repente y se
hicieron muy similares en forma y tamaño a las patas del animal que la
tenía en su poder. Cuando el zorro se dio cuenta de esto se preocupó, pero,
como nadie más reparó en ello, no se molestó en cambiar sus patas para que
tuvieran forma humana.
A la mañana siguiente, cuando el virrey llamó a su hija para comenzar
la última jornada de su viaje, saludó al Duende Zorro sin sospechar nada
inusual. Tan bien interpretó su papel el taimado espíritu que engañó
totalmente al padre, tanto en el aspecto como en la voz y en los gestos.
Al día siguiente, los viajeros llegaron a la capital y Su-nan se presentó
ante Chow-sin, el emperador, llevando al Duende Zorro con él. Por
supuesto, el astuto zorro, gracias a sus poderes mágicos, no tardó nada en
dominar al malvado gobernante. Su Majestad perdonó a Su-nan, aunque su
intención había sido condenarlo a muerte por rebeldía.
Entonces llegó la oportunidad que el Duende Zorro había estado
esperando. Empezó a manipular al emperador para que cometiera actos
violentos. La gente ya había empezado a hartarse de Chow-sin y pronto
comenzó a odiarlo. El regente condenó injustamente a muerte a muchos
miembros importantes de la corte. Ideó horribles torturas para castigar a
aquellos que no tenían el favor de la corona. Al final empezó a hablarse de
rebelión. Por supuesto, el artero zorro estaba encantado con todas estas
cosas, porque sabía que, tarde o temprano, el Hijo del Cielo sería derrocado
y entonces su trabajo para la diosa Lu-o habría terminado.
Además de abrirse camino hasta el corazón del emperador, el zorro se
había convertido en una de las favoritas entre las damas de palacio. Para
estas mujeres, la última esposa de Chow-sin era la mujer más hermosa del
harén real. Cualquiera habría esperado que la odiaran por su impresionante
belleza, pero no fue así. Admiraban la rotundidad de su cuerpo, la palidez
de su piel, el fuego de sus ojos… pero sobre todo les llamaba la atención lo
pequeños que eran sus pies porque, como recordaréis, la supuesta Ta-ki
tenía ahora patas de zorro en lugar de pies humanos.
De este modo, los pies pequeños se pusieron de moda entre las mujeres.
Todas las damas de la corte, jóvenes y viejas, guapas y feas, empezaron a
buscar un modo de conseguir que sus pies fueran tan diminutos como los
del Duende Zorro. De este modo pensaban incrementar sus posibilidades de
ganar el favor del emperador.
Poco a poco, la gente ajena al palacio empezó a oír hablar de esta
absurda moda y las madres comenzaron a vendar los pies de sus pequeñas
para detener su crecimiento. A pesar de que los huesos de los dedos se
doblaban hacia atrás y se rompían, todos estaban ansiosos por conseguir
que sus hijas se convirtieran en doncellas de pies diminutos. De este modo,
las niñas tenían que soportar durante años una severa tortura. No pasó
mucho tiempo antes de que la nueva moda arraigara firmemente en China.
Para los padres, era casi imposible encontrar esposo a sus hijas a menos que
hubieran sufrido los graves dolores del vendado de pies. E, incluso ahora,
muchos de ellos siguen bajo la influencia de la magia del Duende Zorro y
creen que los pies diminutos y deformados son más hermosos que los
naturales.
Pero volvamos a la historia del Duende Zorro y el malvado emperador.
Durante muchos años, las cosas siguieron empeorando en el país. Al final,
la gente se alzó contra el gobernante. Se libró una gran batalla. El malvado
Chow-sin fue destronado y asesinado con los mismos instrumentos de
tortura que había usado tan a menudo contra sus súbditos. Para entonces,
todos los señores y nobles sabían que la favorita del emperador había sido
la causa principal de la maldad del regente; por tanto, exigieron la muerte
del Duende Zorro. Pero, como nadie quería matar a una criatura tan
adorable, todos se negaron a hacerlo.
Al final, un antiguo miembro de la corte pidió que le taparan los ojos y,
con una afilada espada, atravesó el corazón del Duende Zorro. Los que
estaban cerca se cubrieron los ojos con las manos, porque no podían
soportar ver morir a una mujer tan maravillosa. Al mirar de nuevo
descubrieron algo muy extraño. En lugar de caer al suelo, la grácil joven se
tambaleó hacia delante y hacia atrás durante un instante y un enorme zorro
de montaña pareció surgir de su costado. El animal miró a su alrededor y
después, con un quejido asustado, dejó atrás a oficiales, cortesanos y
soldados y atravesó la puerta del recinto.
—¡Un zorro! —gritó la gente, sorprendida.
En aquel momento, Ta-ki cayó desmayada al suelo. Cuando la
levantaron, pensando, por supuesto, que había muerto traspasada por la
espada, no encontraron sangre en su cuerpo y, al mirar con atención, vieron
que ni siquiera estaba herida.
—¡Milagro! —gritaron todos—. ¡Los dioses la han protegido!
Justo entonces, Ta-ki abrió los ojos y miró a su alrededor.
—¿Dónde estoy? —preguntó con voz débil—. Por favor, decidme qué
ha pasado.
Entonces le contaron lo que habían visto y la hermosa mujer entendió
que, después de todos esos años, el Duende Zorro había abandonado su
cuerpo. Volvía a ser ella de nuevo. Tardó mucho en conseguir que la gente
creyera su historia; todos decían que debía haber perdido la cabeza, que los
dioses le habían salvado la vida pero habían castigado su maldad
arrebatándole la razón.
No obstante, cuando las doncellas la desvistieron en palacio aquella
noche, vieron que sus pies habían recuperado su tamaño natural y entonces
supieron que había dicho la verdad.
Finalmente Ta-ki se convirtió en la esposa de un noble de buen corazón
que había admirado durante mucho tiempo su gran belleza, pero esa es una
historia demasiado larga para ser contada aquí. Sin embargo, de una cosa
estoy seguro: vivió felizmente durante mucho tiempo.
El pez parlante

H ace mucho, mucho tiempo, antes de que vuestro tatarabuelo naciera,


vivían en la aldea de la Felicidad Eterna dos hombres llamados Li y
Sing. Resulta que estos dos hombres eran muy amigos y vivían juntos en la
misma casa. Antes de asentarse en la aldea de la Felicidad Eterna habían
sido altos oficiales durante más de veinte años. A menudo habían tratado a
la gente con rudeza, de modo que todo el mundo, viejos y jóvenes, los
odiaban. Y aun así, robando a los ricos mercaderes y engañando a los
pobres, estos dos malvados compañeros se habían hecho ricos y se mudaron
a Felicidad Eterna para gastar sus mal obtenidas riquezas en ociosos
entretenimientos.
—Seguramente encontraremos aquí la alegría que se nos ha negado en
el resto de sitios —dijeron—. Dejaremos de ser despreciados por los
hombres e injuriados por las mujeres.
Por tanto, estos dos hombres se compraron la mejor casa de la aldea, la
amueblaron elegantemente y decoraron sus paredes con sabios proverbios
en pergaminos y con pinturas de artistas famosos. Tenían un hermoso jardín
lleno de flores y pájaros y también muchos árboles de retorcidas ramas que
crecían con forma de tigres y otros animales salvajes.
Siempre que se sentían solos, Li y Sing invitaban a la gente rica del
vecindario a comer con ellos, y después del almuerzo paseaban hasta el
pequeño lago que había en la propiedad para remar en una peculiar barca de
fondo plano que el carpintero de la aldea les había construido.
Un día, en una ocasión así, mientras el sol golpeaba con fuerza las
afeitadas cabezas de los ocupantes de la pequeña barca (porque debéis saber
que esto ocurrió mucho antes de que la gente llevara sombreros, al menos
en la aldea de la Felicidad Eterna), el señor Li se sintió embargado de
repente por una sensación de mareo que rápidamente derivó en unas altas
fiebres.
—Debe tomar sangre de serpiente mezclada con cuerno de ciervo en
polvo —dijo el erudito doctor al que llamaron, mirando a Li atentamente a
través de sus enormes gafas—. Pero sobre, todo, aseguraos de que no se
queda solo —continuó, dirigiéndose al asistente personal de Li mientras
chasqueaba las largas uñas de sus dedos nerviosamente—, porque existe el
riesgo de que pierda la razón en cualquier momento y no sé qué podría
hacer. Un hombre en su estado no tiene más sentido común que un bebé.
Aunque las palabras del médico enfadaron mucho al señor Li, estaba
demasiado enfermo para contestar y se sumió en un sueño febril. Tan pronto
como cerró los ojos, su leal criado, medio muerto de hambre, salió
corriendo de la habitación para unirse a sus compañeros en el almuerzo.
Li se despertó sobresaltado. Apenas había dormido diez minutos.
—¡Agua, agua! —gimió—. Mojadme la cabeza con agua fría. ¡Este
calor me está matando!
Pero no recibió respuesta, porque el criado estaba comiendo con sus
compañeros.
—Aire, necesito aire fresco —gruñó el señor Li, tirándose del cuello de
la camisa de seda—. Me muero de sed. No puedo respirar. Este calor
abrasador va a matarme. Ni el mismo Dios del Fuego podría haberlo hecho
más caliente. ¡Wang! ¡Wang! —llamó febrilmente a su sirviente, dando
palmadas—. ¡Aire y agua, aire y agua!
Pero aún no había ni rastro de Wang.
Al final, con la fuerza que dicen que proporciona la desesperación, el
señor Li se levantó de la cama y se tambaleó hacia la puerta. Salió al patio
y, tras un único instante de duda, se dirigió a la estrecha entrada que
conducía al jardín del lago.
—¿Nadie se preocupa de un hombre enfermo? —murmuró—. Mi buen
amigo Sing seguramente estará disfrutando de su siesta de la tarde mientras
un criado lo abanica junto a un bloque de hielo para enfriar el aire. ¿Qué le
importa si me muero de estas intensas fiebres? Sin duda espera heredar todo
mi dinero. ¿Y mis criados? ¡Ese granuja de Wang lleva diez años conmigo,
viviendo a mi costa y volviéndose más perezoso con cada estación! ¿Qué le
importa si me muero? Debe creer que sirviendo a Sing trabajará incluso
menos que ahora. ¡Agua, agua! ¡Me moriré si no encuentro pronto un lugar
donde mojarme!
Dicho esto, llegó a la orilla de un pequeño arroyo que entraba en el
jardín para unirse al lago. Se lanzó a la orilla y se mojó las manos y las
muñecas en el agua fría. ¡Qué deliciosa! ¡Si fuera lo suficientemente
profunda para cubrir todo su cuerpo, de buena gana se sumergiría y
disfrutaría del placer de su refrescante abrazo!
Se quedó tumbado en el suelo mucho tiempo, disfrutando de su
escapada lejos de las garras del médico. Después, cuando la fiebre empezó
a subirle de nuevo, se incorporó con un grito decidido.
—¿A qué estoy esperando? Lo haré. No hay nadie que pueda evitarlo y
me hará un gran bien. Me lanzaré de cabeza al lago. Si me quedo junto a la
orilla no me ahogaré aunque esté demasiado débil para nadar, y estoy
seguro de que eso me devolverá la fuerza y la salud.
Siguió el pequeño arroyo para llegar a las aguas más profundas del lago,
tan ansioso que casi corría. Era como si un pequeño Tom Brown hubiera
escapado del ojo vigilante de su señor y hubiera salido a jugar a un lugar
prohibido.
¡Oye! ¿Había oído la llamada de un criado? ¿Habría descubierto Wang
la ausencia de su señor? ¿Daría la alarma y el lugar se llenaría pronto de
hombres buscando al febril paciente?
Tras un último suspiro de satisfacción, Li se lanzó, con ropa y todo, a
las tranquilas aguas del estanque. Resulta que Li se había criado en la
provincia de Fukien, junto a la costa, y era un buen nadador. Se zambulló y
después, satisfecho, se quedó flotando en la superficie.
—Esto me hace recordar mi infancia —suspiró—. ¿Por qué no estará de
moda nadar? Me encantaría disfrutar del agua todo el tiempo, pero algunos
de mis compatriotas temen mojarse los pies más que un gato. Yo, por mi
parte, daría cualquier cosa por quedarme aquí para siempre.
—¿En serio? —se rio una voz ronca justo debajo de él, y a continuación
se escuchó una especie de silbido seguido de una sonora carcajada. El señor
Li saltó como si lo hubiera golpeado una flecha, pero cuando descubrió al
gordo y feo monstruo que había debajo, su miedo se convirtió en furia.
—Oye, ¿qué pretendes asustándome así? ¿No sabes lo que dicen los
clásicos sobre un comportamiento tan grosero?
El pez gigante se rio todavía más fuerte.
—¿Crees que tengo tiempo para los clásicos? ¡Me matas de risa!
—Responde a mi pregunta —le ordenó el señor Li, cada vez más
exigente y olvidando que no estaba juzgando al pobre culpable de un
insignificante crimen—. ¿Por qué te ríes? ¡Habla de inmediato!
—Bueno, como eres tan impertinente —bramó el otro—, te lo diré. Me
reía porque vosotras, criaturas extrañas que os hacéis llamar hombres, los
seres más civilizados del mundo, siempre creéis que entendéis algo
totalmente cuando apenas habéis empezado a hacerlo.
—Estás hablando de los isleños enanos, los japoneses —lo interrumpió
el señor Li—. Nosotros los chinos rara vez alardeamos.
—¡Lo que hay que oír! —se rio el pez—. Ahora, imagina que se cumple
tu deseo de quedarte en el agua para siempre. ¿Qué sabes sobre el agua? Ni
siquiera cuentas con el equipo adecuado para nadar. ¿Qué harías si
realmente vivieras aquí para siempre?
—Lo que estoy haciendo ahora mismo —farfulló el señor Li, tan
enfadado que se tragó una bocanada de agua sin darse cuenta.
—Flotar —replicó el otro.
—¿No ves que estoy nadando? ¿Es que esos enormes ojos tuyos son de
cristal?
—Sí, te veo perfectamente —contestó el pez, riéndose a carcajadas—.
¡Ese es el problema! Te veo demasiado bien. ¡Veo que das tumbos tan
torpemente como un búfalo acuático revolcándose en un charco de lodo!
El señor Li, que siempre se había considerado experto en deportes
acuáticos, se quedó en aquel momento mudo por la rabia, y lo único que
pudo hacer fue nadar como un perrito, dando vueltas con brazadas que eran
apenas suficientes para evitar hundirse.
—Además —continuó el pez, más tranquilo cuanto más perdía el otro
los nervios—, estás muy mal preparado para respirar. Si no me equivoco, tú
lo pasarías peor en el fondo de este estanque que yo sobre una palmera.
¿Qué harías para no morirte de hambre? ¿Crees que sería práctico tener que
dar coletazos sobre la tierra cada vez que quieras algo de comer? Y aun así,
como eres un hombre, dudo seriamente que te contentaras con la comida
que toman los peces. No hay un solo rasgo en ti que me haga pensar que te
sentirías satisfecho si formaras parte de un cardumen. Mira tu ropa,
también, empapada y pesada. ¿Te parece adecuada para protegerte del frío y
la enfermedad? La naturaleza se olvidó de proporcionarte escamas. Voy a
contarte un chiste, te vas a reír seguro. Le dice un pez a otro: «Tu padre,
¿qué hace?». Y el otro le responde: «Nada». Pero tú no nadas, ¿verdad?
¿Entiendes a dónde quiero llegar? La naturaleza te dio piel y se olvidó de
proporcionarte una capa de protección externa, excepto, quizá en los
extremos de tus dedos. Supongo que ya has entendido por qué tu idea me
parece ridícula.
A pesar de su reciente ataque de fiebre, el señor Li ya se había enfriado
por completo. Nunca antes había entendido las grandes desventajas que
conllevaba ser un hombre. ¿Por qué no aprovechar aquel encuentro azaroso
para descubrir cómo librarse de aquella miserable propiedad llamada
humanidad y obtener las delicias que solo un pez puede disfrutar?
—Entonces, ¿tú estás contento con lo que te ha tocado? —le preguntó
—. ¿No hay momentos en los que preferirías ser un hombre?
—¿Yo? ¿Un hombre? —bramó el otro, golpeando el agua con la cola—.
¿Cómo te atreves a sugerir un cambio tan ignominioso? ¿Es posible que no
sepas quién soy? ¡Amigo, estás contemplando al sobrino favorito del rey!
—Entonces, señor —le dijo Li, zalamero—, te estaría tremendamente
agradecido si hablaras al rey en mi favor. ¿Crees que sería posible que me
transformara en pez de algún modo y me aceptara como súbdito?
—¡Por supuesto! —contestó el otro—. Para el rey todo es posible. ¿Es
que no sabes que mi soberano es un leal descendiente del Gran Dragón de
Agua y que, como tal, jamás morirá, sino que seguirá viviendo para siempre
jamás, al igual que la estirpe que gobierna Japón?
—¡Oh, vaya! —jadeó el señor Li—. Ni siquiera el Hijo del Cielo,
nuestro excelentísimo emperador, puede presumir de vivir tantos años. Sí,
cedería toda mi fortuna para ser un súbdito de tu señor imperial.
—Entonces, sígueme —se rio el otro, alejándose a una velocidad que
hizo que el agua siseara y burbujeara unos metros a su alrededor.
El señor Li se esforzó en vano por seguirlo. Aunque se consideraba un
buen nadador, en aquel momento se dio cuenta de su error y lo que le
quedaba de orgullo quedó hecho jirones.
—¡Espera un momento, por favor! —exclamó educadamente—.
¡Recuerda que solo soy un hombre!
—Perdona —le contestó el otro—. No sé cómo lo he olvidado, ¡si
acabamos de hablar de ello!
Pronto llegaron a una entrada resguardada en el extremo más alejado del
lago. Allí, el señor Li vio una carpa gigante flotando perezosamente en las
aguas poco profundas, agitando ociosamente su enorme cola y meneando
con orgullo sus aletas. Sus cortesanos corrían de un lado a otro, listos para
cumplir las peticiones de su señor. Uno de ellos, maravillosamente vestido
de escarlata, anunció con un giro de cabeza que el sobrino del rey y el señor
Li pretendían una audiencia con su Majestad.
—¿Quién viene contigo, muchacho? —preguntó el gobernante a su
sobrino mientras este buscaba las palabras adecuadas para hacer su extraña
petición, moviendo las aletas nerviosamente hacia delante y hacia atrás—.
Me parece que últimamente frecuentas compañías muy peculiares.
—No es más que un pobre hombre, Majestad —contestó el otro—, que
pide que le concedas el favor imperial.
—Cuando un hombre pide un favor a un pez, / es difícil descubrir lo que
desea… / A menudo busca un ilustre bocado / para servir en su mesa —
recitó el rey, sonriendo—. Y, aun así, sobrino, ¿crees que este hombre viene
en son de paz y que no es un espía?
Antes de que su amigo pudiera contestar, el señor Li se puso de rodillas
en el agua ante la noble carpa e hizo tres reverencias hundiendo la cara en el
fango del fondo del estanque.
—Efectivamente, su Majestad, no soy más que un pobre mortal que
busca su bondadosa gracia. Si me aceptara en su banco, sería para siempre
su más ferviente admirador y leal esclavo.
—En verdad este hombre parece sincero —declaró el rey después de un
momento de reflexión—, y aunque es posible que la petición sea la más
extraña que he oído nunca, no veo ninguna razón por la que deba
rechazarla. Pero primero ten la bondad de dejar de hacer reverencias. Estás
removiendo fango suficiente para enlucir el palacio real de un tiburón.
El pobre Li se sonrojó al oír el reproche del monarca y esperó
pacientemente la respuesta a su petición.
—Muy bien, que así sea —exclamó el monarca, impulsivamente—. Te
concedo tu deseo. Señor Trucha —continuó, dirigiéndose a uno de sus
cortesanos—, trae una piel de pescado del tamaño adecuado para este
ambicioso compañero.
Dicho y hecho. Colocaron la piel de pescado sobre la cabeza del señor
Li y todo su cuerpo quedó cubierto por la escamosa capa; solo sus brazos
permanecían descubiertos. Un instante después, Li notó que un agudo dolor
atravesaba su cuerpo. Sus brazos empezaron a encogerse y sus manos
cambiaron poco a poco hasta convertirse en un excelente par de aletas, tan
buenas como las del propio rey. En cuanto a sus piernas y pies, comenzaron
a unirse y, por mucho que lo intentó, no consiguió separarlos.
«¡Ajá! —pensó Li—. Mis días de dar patadas han terminado, porque los
dedos de mis pies se han convertido en una cola de primera».
—No tan rápido —dijo el rey, riéndose, mientras Li, después de darle
las gracias, intentaba probar sus nuevas aletas—. No tan rápido, amigo mío.
Antes de marcharte será mejor que te dé algunos consejos, no sea que
caigas en el anzuelo de un pescador afortunado y termines servido a su
mesa.
—De buena gana escucharé su noble consejo, porque las palabras de su
Excelencia hacia este mísero esclavo son como perlas ante una babosa
marina. Sin embargo, como en el pasado fui un hombre, creo que
comprendo los sencillos trucos que usan para atrapar peces, y por tanto
estoy preparado para evitar los problemas.
—No estés tan seguro. «Cuando la carpa tiene hambre no ve el peligro»,
como uno de nuestros sabios dijo tan inteligentemente. Hay dos
advertencias que no debes olvidar. Una es que nunca, nunca, debes comerte
un gusano colgante, por muy tentador que parezca: siempre hay un horrible
anzuelo en su interior. La segunda es que si ves una red debes nadar como
el rayo, pero en la dirección contraria. Bien, ahora pediré que traigan de la
despensa real tu primera comida, pero después de eso deberás cazar por ti
mismo, como cualquier otro ciudadano respetable del mundo acuático.
Después de comer varias babosas y un jugoso gusano de postre, y
después de dar las gracias de nuevo al sobrino del rey y al propio rey por su
amabilidad, Li se marchó para probar su cola y aletas. Al principio no fue
fácil moverlas adecuadamente. Un único movimiento de la cola, no más
vigoroso que aquellos que estaba acostumbrado a dar con sus piernas, lo
hacía girar en el agua como una peonza viviente; y cuando agitaba sus
aletas, aunque fuera levemente, terminaba tumbado sobre su espalda de un
modo totalmente ridículo para un miembro digno de la familia de los peces.
Tardó varias horas de práctica constante en conseguir el impulso adecuado,
y entonces descubrió que podía moverse sin ser consciente de ello. Era lo
más fácil que había hecho en toda su vida y ¡oh! ¡El agua estaba fresca y
deliciosa!
—¡Cómo disfrutaría ahora de esa vida eterna sobre la que escriben los
poetas! —murmuró alegremente.
Pasaron muchas horas hasta que al final se vio obligado a admitir que,
aunque no estaba cansado, tenía bastante hambre. ¿Cómo conseguiría algo
de comer? ¡Oh! ¿Por qué no había hecho al amable sobrino un par de
preguntas más? ¡No le habría costado nada preguntarle cómo conseguir un
buen desayuno! Pero sin ayuda sería difícil conseguirlo. Nadó de un lado a
otro, hasta las aguas más profundas y por la lodosa orilla; abajo, abajo,
hasta el lecho de guijarros… Buscando sin parar un gusano apetitoso. Nadó
entre los juncos y las hierbas, metió el morro entre los nenúfares. ¡Todo
para nada! ¡No había moscas ni gusanos de ningún tipo para alegrar sus
ávidos ojos! Otra hora pasó lentamente, y cada vez tenía más y más hambre.
¿No le concedería el dios de los peces, el poderoso dragón, ni siquiera un
bocadito para satisfacer su dolorido estómago, sobre todo ahora que era un
pez y no podía apretarse el cinturón, como hacen los soldados hambrientos
cuando están en una marcha forzada?
Justo cuando Li empezaba a pensar que no podría agitar su cola ni un
instante más, y que pronto, muy pronto, empezaría a deslizarse hacia el
fondo del estanque para morir… en ese mismo momento miró hacia arriba
por casualidad y vio, ¡qué alegría!, una deliciosa lombriz roja colgando a
pocos centímetros de su boca. Esta visión proporcionó nueva fuerza a sus
cansadas aletas y cola. Otro minuto y tendría aquella delicia en la boca.
Pero… ¡Pobre de él! Recordó el consejo que le había dado el gran Rey
Carpa el día anterior. «Por muy tentador que parezca, siempre hay un
horrible anzuelo en su interior». Dudó un instante. El gusano flotó un poco
más cerca de su boca medio abierta. ¡Qué tentador! Después de todo, ¿qué
era un anzuelo para un pescado que se está muriendo? ¿Por qué ser
cobarde? Quizá aquel gusano era la excepción a la regla, o quizá… Qué
más daba; no podía esperarse que un pez en la situación del señor Li
siguiera un consejo, aunque fuera el consejo de un rey de verdad.
¡Ñam! Se lo metió en la boca. ¡Oh, suave bocadito, digno del deseo de
un rey! A partir de ahora se reiría de las palabras prudentes y se comería
todo lo que apareciera ante su vista. Pero ¡arg! ¿Qué era aquella extraña
sensación que…? ¡Ay! ¡Era el fatal anzuelo!
Con un frenético tirón y un centenar de giros y vueltas, el pobre Li
intentó zafarse del cruel pincho que se había clavado en el cielo de su boca.
Era demasiado tarde para desear haberse mantenido alejado de la tentación.
Habría sido mejor morirse de hambre en el fondo del estanque que ser
sacado a la luz y el sol del tumultuoso mundo por algún miserable pescador.
Se acercaba a la superficie rápidamente. Cuanto más luchaba, más se
clavaba el cruel anzuelo. Entonces, con una salpicadura final, se encontró
colgando en el aire, agitándose inútilmente al final de un largo sedal. Con
un golpe sordo cayó a una barca de suelo plano justo delante de varios
peces más pequeños.
—¡Vaya, una carpa! —gritó una conocida voz alegremente—. Es el pez
más grande que he pescado en estas tres lunas. ¡Qué buena suerte!
Era la voz del viejo Chang, el pescador, que había estado suministrando
pescado a la mesa del señor Li desde su llegada a la aldea de la Felicidad
Eterna. Solo tendría que explicárselo y sería libre de nuevo para nadar por
donde quisiera. Y entonces no habría más anzuelos para él. Un pez que ha
conseguido escapar teme a los anzuelos para siempre.
—Oye, Chang —comenzó, boqueando—, tienes que tirarme por la
borda de inmediato. ¿No ves que soy yo, el señor Li, tu antiguo señor?
Venga, date prisa. Esta vez perdonaré tu error; está claro que no podías
saberlo. ¡Rápido!
Pero Chang, con un tirón brusco, sacó el anzuelo de la boca de Li y
miró despreocupadamente el montón de resplandeciente pescado,
regodeándose en su captura y preguntándose cuánto dinero podría pedir por
ella. No había oído ninguna de las palabras del señor Li porque había sido
sordo desde niño.
—Rápido, rápido, ¡me estoy asfixiando! —gimió el pobre Li, y
entonces, con un gemido, recordó la condición del pescador.
Para entonces ya habían llegado a la orilla y Li, acompañado por el
resto de víctimas, fue lanzado de repente a una cesta de mimbre. ¡Oh, los
horrores de aquel viaje por tierra! Solo quedaba un poquito de agua en la
cesta para respirar.
¡Qué alegría! A la puerta de su propia casa vio a su buen amigo Sing,
que acababa de salir.
—¡Oye, Sing! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Ayuda, ayuda! Este
membrillo quiere asesinarme. Me tiene aquí con estos peces y no parece
saber que soy Li, su señor. Ordénale que me lleve al lago y me dejé en sus
aguas, pues allí se está fresco y me gusta la vida acuática mucho más que la
vida en tierra firme.
Li hizo una pausa para escuchar la respuesta de Sing, pero no oyó una
sola palabra.
—¿Le gustaría echar un vistazo a mis capturas? —le preguntó el viejo
Chang a Sing—. Tengo el mejor pez de la temporada. Lo he traído aquí para
que usted y mi honrado señor Li puedan disfrutarlo. La carpa es su manjar
favorito.
—Muy amable por tu parte, buen Chang, pero me temo que el pobre
señor Li no comerá pescado durante un tiempo. Ha sufrido un grave ataque
de fiebre.
—Ahí es donde te equivocas —gimió Li desde su cesta mientras saltaba
con todas sus fuerzas para atraer su atención—. Voy a morirme de frío. ¿Es
que no reconoces a tu viejo amigo? Ayúdame a salir de esta y podrás
quedarte todo mi dinero.
—Oye, ¿qué es eso? —preguntó Sing, atraído, como siempre, por la
palabra dinero—. ¡Por las sombras de Confucio! Es como si la carpa
estuviera hablando.
—Sí, claro, un pez parlante —se rio Chang—. Vaya, señor, en mis
sesenta años nunca he visto un pez así. Hay pájaros parlantes y bestias
parlantes, pero ¿peces parlantes? ¿Quién ha oído hablar de tal milagro? No,
creo que sus oídos deben haberlo engañado, pero esta carpa sin duda dará
que hablar cuando la lleve a la cocina. Estoy seguro de que el cocinero
nunca ha visto nada igual. ¡Oh, señor! Espero que tenga hambre cuando se
siente ante este pescado. ¡Qué pena que el señor Li no pueda ayudarle a
devorarlo!
—¿Ayudarle a devorarme a mí mismo? —gruñó el señor Li, casi muerto
ya por la falta de agua—. Ni que fuera un caníbal o algún otro tipo de
salvaje.
El viejo Chang rodeó la casa hasta los alojamientos de los criados y,
después de llamar al cocinero, levantó al pobre Li por la cola para que lo
inspeccionara.
Con una poderosa sacudida, Li escapó de la mano del pescador y cayó a
los pies de su leal cocinero.
—¡Sálvame, sálvame! —gritó, desesperado—. Este miserable Chang
está sordo y no sabe que soy el señor Li, su señor. Mi voz de pez no es lo
suficientemente fuerte para que la oiga. Devuélveme al estanque y libérame
allí. Recibirás una pensión de por vida, vestirás buenas ropas y comerás
buena comida durante el resto de tus días. ¡Solo tienes que oírme y
obedecer! ¡Escucha, querido cocinero, escucha!
—Este bicho parece estar hablando —murmuró el cocinero—, pero eso
no puede ser. Solo las viejas ignorantes o los extranjeros creerían que un
pez puede hablar.
Y, tras agarrar a su antiguo señor por la cola, lo lanzó sobre una mesa;
cogió un cuchillo y comenzó a afilarlo en una piedra.
—¡Ay, ay! —gritó Li—. ¡Vas a clavarme un cuchillo! ¡Me arrancarás
mis hermosas y brillantes escamas! ¡Me cortarás mis adorables aletas
nuevas! ¡Asesinarás a tu antiguo señor!
—Bueno, no seguirás hablando mucho tiempo más —gruñó el cocinero
—, porque voy a enseñarte un par de truquitos con el cuchillo.
Dicho esto, clavó el cuchillo profundamente en el cuerpo de la
temblorosa víctima.
Con un estridente grito de horror y desesperación, el señor Li despertó
del profundo sueño en el que se había sumido. Su fiebre había
desaparecido, pero descubrió que temblaba de miedo al recordar la horrible
muerte que había sufrido en sueños.
—¡Gracias a Buda que no soy un pez! —exclamó con alegría—. Y por
suerte me he recuperado a tiempo para disfrutar del banquete que el señor
Sing ofrecerá a sus invitados mañana. Pero, pobre de mí, ahora que puedo
comerme la estupenda carpa del viejo pescador, he vuelto a ser el de antes.

«Si las cosas buenas de nuestros sueños se hicieran realidad, no me


importaría pasar el día soñando».
Bambú y la tortuga

U n grupo de visitantes había estado disfrutando de Hsi Ling. Acababan


de atravesar el Camino Sagrado entre los enormes animales de piedra
cuando Bambú, un niño de doce años hijo de uno de los guardas, salió
corriendo de casa de su padre para ver pasar a los mandarines. Nunca antes
había visto tal desfile de hombres importantes, ni siquiera en los días de
fiesta. Había diez palanquines con porteadores vestidos de llamativos
colores, diez sombrillas muy altas, cada una delante de su orgulloso
propietario, y una larga hilera de jinetes.
Cuando esta colorida procesión pasó de largo, Bambú estaba al borde
del llanto porque no podía correr tras los visitantes mientras iban de templo
en templo y de tumba en tumba. Pero ¡pobre de él! Su padre le había
ordenado que no siguiera a los turistas.
—Si lo haces te tomarán por un mendigo, Bambú —le había dicho, muy
inteligentemente—, y si tú eres un mendigo, entonces tu papá también lo
será. Y no quieren mendigos alrededor de las tumbas reales.
Así que Bambú nunca había conocido el placer de perseguir a los ricos.
Muchas veces había regresado a la pequeña casa de aljibe casi con el
corazón roto al ver correr a sus amiguitos, llenos de alegría, detrás de los
palanquines de los turistas.
El día en el que empieza esta historia, justo cuando el último jinete
desaparecía de la vista entre los cedros, Bambú miró por casualidad en
dirección de uno de los edificios del templo del que su padre era guarda.
Era la casa que acababan de enseñar a los visitantes. ¿Sería posible que sus
ojos lo engañaran? No, con las prisas habían olvidado cerrar las grandes
puertas de hierro y seguían abiertas de par en par, como si lo invitasen a
entrar.
Corrió hacia el templo con gran nerviosismo. ¡Cuán a menudo había
presionado la cabeza contra las rejas para mirar la oscura sala, deseando
entrar algún día! Y, aun así, nunca se le había concedido aquel favor. Casi
todos los días miraba el alto poste de piedra, la estela cubierta de escritura
china, que se alzaba en el centro de la elegante sala y que llegaba casi hasta
el techo. Pero sus ojos se detenían con mayor asombro en la tortuga gigante
que había debajo y sobre cuyo caparazón descansaba la columna. En China
había muchas estelas así, muchas tortugas que soportaban pacientemente
sus cargas de piedra, pero aquella era la única que Bambú había visto.
Nunca había salido del bosque de Hsi Ling y, por supuesto, sabía muy poco
del gran mundo que había más allá.
No era de extrañar entonces que la tortuga y la estela lo hubieran
maravillado siempre. Una vez pidió a su padre que le explicara el misterio.
—¿Por qué una tortuga? ¿Por qué no un león, o un elefante?
Había visto estatuas de piedra de esos animales en el parque y le habían
parecido mucho más adecuados que su amiga la tortuga para llevar tal
carga.
—Porque esa es la costumbre —le había explicado su padre, la misma
respuesta que obtenía siempre que hacía una pregunta—. Solo porque es la
costumbre.
El muchacho había ideado una explicación, pero nunca había llegado a
saber si tenía razón; ahora, afortunadamente, estaba a punto de entrar en la
habitación de la tortuga. Cuando estuviera dentro seguramente encontraría
una respuesta a aquel acertijo de su infancia.
Atravesó la puerta corriendo, sin aliento, temiendo que alguien se diera
cuenta de que las puertas estaban abiertas y las cerrara antes de que pudiera
entrar. Se lanzó al suelo delante de la tortuga gigante, que estaba cubierta
por un dedo de polvo. Tenía la cara rayada y sus ropas eran dignas de
contemplarse, pero a Bambú no le interesaban esas trivialidades. Se quedó
allí un instante, sin atreverse a moverse. Entonces, tras oír un ruido fuera,
reptó bajo la enorme bestia de piedra y se quedó en aquel estrecho escondite
tan quieto como un ratón.
—¡Bueno, bueno! —exclamó una voz profunda—. ¡Ten cuidado, que
estás levantando una polvareda! Oye, si no tienes cuidado me estrangularás.
Era la tortuga quien hablaba, aunque el padre de Bambú le había dicho a
menudo que no estaba viva. El chico estaba temblando, demasiado asustado
para levantarse y huir.
—No sirve de nada temblar tanto, muchacho —continuó la voz, un poco
más amable—. Supongo que todos los jóvenes sois así… No servís para
nada, excepto para armar jaleo.
Terminó su frase con una risa ronca y el chico, al ver que se estaba
riendo, miró con asombro a la extraña criatura.
—No pretendía causar molestias —dijo el chico al final—. Solo quería
verte de cerca.
—Oh, ¿de verdad? Bueno, eso es inusual. Los demás vienen y miran la
tabilla que llevo sobre el caparazón. A veces leen en voz alta las tonterías
que hay escritas en ella sobre emperadores muertos y sus títulos, pero a mí
nunca me miran, a pesar de que mi padre fue uno de los cuatro grandes
creadores del mundo.
Los ojos de Bambú se llenaron de sorpresa.
—¿Qué? ¿Tu padre ayudó a crear el mundo? —jadeó.
—Bueno, no exactamente mi padre sino uno de mis abuelos, pero eso
da lo mismo, ¿verdad? ¡Oye! Oigo una voz. El guarda regresa ya. Corre,
encaja las puertas para que no se dé cuenta de que no las ha cerrado.
Después escóndete en la esquina hasta que haya pasado. Tengo algo más
que contarte.
Bambú hizo lo que le dijo. Necesitó toda su fuerza para mover las
grandes puertas, pero se sentía muy importante al pensar que estaba
haciendo algo para el nieto de un creador del mundo y le habría roto el
corazón que su visita terminara tan rápidamente.
Efectivamente, su padre y el resto de guardas pasaron de largo sin
imaginar que los pesados cerrojos no estaban cerrados. Hablaban sobre lo
que habían hecho los visitantes. Parecían muy contentos y algunas monedas
tintineaban en sus manos.
—Bueno, muchacho —dijo la tortuga de piedra cuando dejaron de oírse
las voces y Bambú salió de su esquina—, es posible que creas que me
siento orgulloso de mi trabajo. Llevo un centenar de años sosteniendo esta
losa, a pesar de cuánto me gusta viajar. Durante todo este tiempo, noche y
día, he buscado un modo de abandonar mi puesto. Es posible que sea
honorable pero, como bien puedes imaginar, no es demasiado agradable.
—Yo diría que tiene que dolerte la espalda —aventuró Bambú
tímidamente.
—¡La espalda! Por supuesto; la espalda, el cuello, las piernas, los ojos,
todo lo que tengo me duele, ansío la libertad. Pero ¿sabes? Aunque
levantara las patas y dejara caer la estela, no conseguiría atravesar esas rejas
de hierro —dijo, señalando con la cabeza la puerta.
—Sí, lo comprendo —asintió Bambú, que empezaba a sentir lástima por
su viejo amigo.
—Pero ahora estás tú aquí. Tengo un plan, un buen plan, creo. Los
guardas han olvidado cerrar la puerta. ¿Qué podría evitar que esta noche
obtuviera la libertad? Tú podrías abrirme la puerta; saldría y nadie se
enteraría.
—Pero mi padre perderá la cabeza si descubren que no cumplió con su
deber y que por eso has escapado.
—Oh, no, en absoluto. Podrías cogerle las llaves esta noche y cerrar las
puertas después de que me haya marchado. Nadie sabría lo que ha ocurrido.
Este edificio se haría famoso, incluso. A tu padre no le pasaría nada malo;
al contrario, le haría un gran bien. Los viajeros estarán ansiosos por ver el
lugar del que desaparecí. Soy demasiado pesado para que un ladrón se haga
conmigo, y creerán sin duda que es otro milagro de los dioses. Oh, y yo lo
pasaría genial viajando por el vasto mundo.
Justo entonces, Bambú empezó a llorar.
—Pero bueno, ¿por qué lloriqueas, niño tonto? —le preguntó la tortuga
con una mueca—. ¿Todavía eres un bebé llorón?
—No, pero no quiero que te vayas.
—No quieres que me vaya, ¿eh? Igual que los demás. ¡Menudo eres!
¿Qué razón tienes para desear verme cargado con este peso el resto de mi
vida? Vaya, pensaba que sentías compasión por mí y resulta que eres tan
mezquino como todos los demás.
—Estoy muy solo aquí, no tengo con quien jugar. Tú eres el único
amigo que tengo.
La tortuga se rio ruidosamente.
—¡Ja! ¿Te parezco un buen compañero de juegos? Bueno, si esa es tu
razón, es otra cosa. Qué te parece entonces si te vienes conmigo, ¿eh? Yo
también necesito un amigo y, si me ayudas a escapar, te consideraré mi
mejor amigo.
—Pero ¿cómo te librarás de la tablilla que llevas sobre la espalda? —le
preguntó Bambú con vacilación—. Es muy pesada.
—Eso es fácil: solo tengo que atravesar la puerta. La tablilla es
demasiado alta para pasar, así que se deslizará sobre mi caparazón y caerá
al suelo.
Bambú, loco de contento al pensar en viajar con la tortuga, prometió
obedecer sus órdenes. Después de la cena, cuando todos estaban dormidos
en la casita del guarda, se escabulló de la cama, cogió la pesada llave de su
gancho y salió en desbandada hacia el templo.
—Bueno, no me has olvidado, ¿verdad? —le preguntó la tortuga cuando
Bambú abrió las puertas de hierro.
—Oh, no, no rompería una promesa. ¿Estás listo?
—Sí, totalmente.
Dicho esto, la tortuga dio un paso. La tablilla osciló hacia delante y
hacia atrás, pero no se cayó. Siguió caminando hasta que por fin sacó su fea
cabeza por la puerta.
—Oh, qué bonito es el mundo exterior. ¡Qué agradable es el aire fresco!
¿Es la luna aquello que se eleva allí? Llevaba años sin verla. ¡Te lo juro!
Mira esos árboles. ¡Cómo han crecido desde que me colocaron esa lápida
sobre el caparazón! Ahora forman un bosque.
Bambú, al ver la alegría de la tortuga, se sintió satisfecho.
—¡Ten cuidado! —exclamó—. No dejes que la tablilla caiga con
demasiada fuerza o se romperá.
Mientras hablaba, la peculiar bestia atravesó la puerta. El extremo
superior del monumento golpeó la pared, se inclinó y cayó al suelo con un
gran estrépito. Bambú se estremeció, temeroso. ¿Lo habría oído su padre y
acudiría a ver qué había pasado?
—No temas, muchacho. Nadie vendrá a estas horas de la noche.
Bambú cerró las puertas rápidamente, corrió de vuelta a la casa y colgó
la llave en su gancho. Echó una larga mirada a sus padres, que dormían, y
después regresó con su amigo. Después de todo, no estaría lejos mucho
tiempo y su padre seguramente lo perdonaría.
Los camaradas empezaron a caminar por la amplia carretera muy
lentamente, porque la tortuga no era rápida a pie y las piernas de Bambú
tampoco eran demasiado largas.
—¿A dónde vamos? —le preguntó el chico al final, cuando empezó a
sentirse más cómodo con la tortuga.
—¿A dónde? ¿A dónde crees que me gustaría ir después de un siglo en
prisión? Vaya, volveré a la región de mi padre, el mismo lugar donde el
gran dios P’anku y sus tres ayudantes tallaron el mundo.
—¿Y está lejos? —balbuceó el muchacho, que empezaba a sentirse
cansado.
—A este paso sí, pero no quiera el cielo que tengamos que viajar todo el
camino a esta velocidad de caracol. Monta en mi caparazón y te enseñaré
cómo hacerlo. Antes de que llegue la mañana estaremos en el fin del
mundo; o, mejor dicho, en el principio.
—¿Dónde está el principio del mundo? —preguntó Bambú—. Nunca he
estudiado Geografía.
—Primero cruzaremos China, después el Tíbet y, al final, en las
montañas más allá, llegaremos al lugar donde P’anku llevó a cabo su labor.
En aquel momento, Bambú notó que se elevaba del suelo. Al principio
pensó que se resbalaría del redondeado caparazón de la tortuga y gritó,
asustado.
—No temas —le dijo su amigo—. Quédate sentado y tranquilo, no hay
peligro.
Se habían elevado en el aire y Bambú podía ver sobre el gran bosque de
Hsi Ling, bañado por la luz de la luna. Allí estaban los amplios senderos
blancos que conducían a las tumbas reales, los hermosos templos, los
edificios donde los bueyes y las ovejas se preparaban para los sacrificios,
las altas torres y las colinas cubiertas de altos árboles bajo los que estaban
enterrados los emperadores. Hasta aquella noche, Bambú no había sido
consciente del tamaño de aquel regio cementerio. ¿Lo llevaría la tortuga
más allá del bosque? Mientras se hacía esta pregunta, vio que habían
llegado a una montaña y que la tortuga estaba subiendo alto, aún más alto,
para cruzar el imponente muro de piedra.
Bambú estaba mareado, pero la tortuga seguía elevándose hacia el cielo.
Se sentía como esas veces en las que jugaba a dar vueltas sobre sí mismo
con sus amiguitos y se mareaba tanto que acababa cayéndose al suelo. Sin
embargo, esta vez sabía que debía mantener el equilibrio y no caer, porque
había casi un kilómetro y medio hasta el suelo. Cuando dejaron atrás la
montaña, volaron sobre una gran llanura. Abajo podía ver durmientes
aldeas y arroyos pequeños que parecían plateados bajo la luz de la luna.
Justo debajo había una ciudad. Se veían algunas luces débiles en las oscuras
y estrechas calles, y Bambú pensó que podía oír las tenues voces de los
mercaderes voceando sus mercancías nocturnas.
—Lo que tenemos debajo es la capital de Shan-shi —dijo la tortuga,
rompiendo su largo silencio—. Estamos a casi trescientos kilómetros de la
casa de tu padre y hemos tardado menos de una hora. Más allá está la
provincia de los Valles Occidentales. En una hora deberíamos sobrevolar el
Tíbet.
Pasaron zumbando a la velocidad de la luz. Si no estuvieran en el
caluroso verano, Bambú estaría casi congelado. Tenía las manos y los pies
fríos y entumecidos. La tortuga, como si supiera el frío que tenía, voló más
cerca de la tierra, donde hacía más calor. ¡Qué agradable fue para Bambú!
Estaba tan cansado que no pudo mantener los ojos abiertos y pronto se
sumió en la tierra de los sueños.
Cuando despertó era por la mañana. Estaba tumbado en una zona
agreste y rocosa. No lejos de allí ardía una gran fogata donde la tortuga
vigilaba un caldero.
—¡Muchacho! Por fin te has despertado, después de nuestro largo viaje.
Como ves, hemos llegado temprano. Aunque el dragón cree que es más
rápido volando, yo lo he derrotado, ¿verdad? Vaya, incluso el fénix se ríe de
mí porque soy lento, pero él tampoco ha llegado todavía. Sí, está claro que
he batido el récord de velocidad, y eso que tenía una carga que seguro que
no tienen los demás.
—¿Dónde estamos? —preguntó Bambú.
—En la tierra del principio —le respondió el otro sabiamente—.
Sobrevolamos el Tíbet y después avanzamos en dirección noroeste durante
dos horas. Si no has estudiado Geografía no conocerás el nombre del país,
pero aquí estamos, y eso es suficiente, ¿verdad? Suficiente para cualquiera.
Y hoy es la festividad anual en honor al creador del mundo. Ha sido una
suerte que las puertas se quedaran abiertas ayer. Temo que mis viejos
amigos, el dragón y el fénix, hayan olvidado mi aspecto. Ha pasado mucho
tiempo desde la última vez que me vieron; son bestias afortunadas que no
han tenido que cargar con el peso de la estela de un emperador. ¡Vaya! Oigo
que se acerca alguien. El dragón, si no me equivoco. Sí, aquí está. ¡Cuánto
me alegro de verlo!
Bambú escuchó un ruido tremendo que era como el batir de unas
enormes alas y entonces, al levantar la mirada, vio un enorme dragón. Sabía
que era un dragón por los dibujos que había visto y por las tallas de los
templos.
Tan pronto como el dragón y la tortuga se saludaron, ambos muy
contentos de verse, apareció un pájaro de aspecto extraño que no se parecía
a nada que Bambú hubiera visto antes, aunque sabía que debía ser el fénix.
Aquel fénix parecía un cisne salvaje, pero tenía el pico de un gallo, el cuello
de una serpiente, la cola de un pez y las escamas de un dragón. Sus plumas
eran de cinco colores diferentes.
Después de que los tres amigos charlaran alegremente durante algunos
minutos, la tortuga les contó que Bambú le había ayudado a escapar del
templo.
—Un chico listo —dijo el dragón, dándole unas cariñosas palmaditas en
la espalda.
—Sí, sí, un chico muy listo —repitió el fénix.
—Ah —suspiró la tortuga—. Ojalá el buen dios P’anku estuviera aquí.
¿No sería estupendo? Pero me temo que no acudirá a la reunión. Sin duda
estará lejos, en algún lugar distante, tallando otro mundo. Si pudiera verlo
una vez más, creo que moriría en paz.
—¡Qué cosas tienes! —se rio el dragón—. ¡Como si pudiéramos morir!
Vaya, hablas como un simple mortal.
Los tres amigos charlaron durante todo el día, comieron y disfrutaron
recordando los lugares en los que habían vivido mientras P’anku tallaba el
mundo. Se portaron bien con Bambú y le enseñaron muchas cosas
maravillosas con las que nunca había soñado.
—No eres tan feroz y malvado como te pintan en los estandartes —dijo
Bambú amistosamente al dragón justo cuando estaban a punto de separarse.
Los tres amigos se rieron de buena gana.
—Oh, no, es un tipo muy decente, aunque esté cubierto de escamas de
pez —bromeó el fénix.
Justo antes de decirse adiós, el fénix entregó a Bambú una larga pluma
escarlata como recuerdo, y el dragón le dio una enorme escama que se
convirtió en oro tan pronto como el muchacho la tomó en su mano.
—Vamos, vamos, debemos darnos prisa —dijo la tortuga—. Me temo
que tu padre pensará que te has perdido.
Así que Bambú, después de pasar el día más feliz de su vida, montó en
el caparazón de la tortuga y juntos se elevaron de nuevo sobre las nubes.
Volaron de vuelta incluso más rápido que en el viaje de ida. Bambú tenía
tantas cosas de las que hablar que no pensó una sola vez en dormirse,
porque había visto de verdad al dragón y al fénix y, aunque no llegara a ver
nada más en la vida, sería feliz.
De repente, la tortuga se paró en seco en pleno vuelo y Bambú notó que
se escurría. Gritó pidiendo ayuda demasiado tarde para salvarse. Cayó y
cayó de aquella vertiginosa altura, girando, retorciéndose, pensando en la
horrible muerte que sin duda le esperaba. Atravesó las copas de los árboles
intentando en vano aferrarse a las amistosas ramas. Entonces, con un
escalofriante grito, golpeó el suelo y su largo viaje terminó.
v. —Ah— suspiró la tortuga—, ojalá el buen dios P’anku estuviera aquí.

—¡Sal de debajo de esa tortuga, chico! ¿Qué estás haciendo a oscuras


en el templo? ¿No sabes que no deberías estar aquí?
Bambú se frotó los ojos. Aunque estaba medio dormido, sabía que
aquella era la voz de su padre.
—Pero ¿no me ha matado? —preguntó mientras su padre lo sacaba por
el talón de debajo de la gran tortuga de piedra.
—¿Qué te ha matado, niño tonto? ¿De qué estás hablando? Seré yo
quien te mate si no sales deprisa de ahí para cenar. De verdad, creo que te
estás volviendo demasiado perezoso hasta para comer. ¡Menuda idea,
pasarte toda la tarde durmiendo debajo del vientre de esa tortuga!
Bambú, que todavía no estaba totalmente despierto, salió de la sala de la
tablilla y su padre cerró las puertas de hierro.
El ganso tonto y el tigre del bosque

H u-lin era una pequeña esclava. Su padre la vendió cuando era poco
más que un bebé y llevaba cinco años viviendo con un grupo de niños
en una maltrecha casa flotante. Su amo era muy cruel y la trataba muy mal.
La obligaba a mendigar por las calles junto al resto de niños que había
comprado. Este tipo de vida era especialmente duro para Hu-lin. Añoraba
jugar en el prado, sobre el que planeaban las enormes cometas como pájaros
gigantes. Le gustaba ver los cuervos y las urracas volando de un lado a otro.
Era muy divertido ver cómo construían sus nidos en los álamos altos. Pero
si su señor la pillaba perdiendo el tiempo de esta manera, la golpeaba
violentamente y no le daba nada de comer en todo el día. De hecho, era tan
malvado y tan cruel que todos los niños lo llamaban Corazón Negro.
Una mañana temprano, Hu-lin se sentía tan triste por el trato que recibía
que decidió huir, pero ¡pobrecita!, no se había alejado más de un centenar
de metros de la casa flotante cuando descubrió que Corazón Negro la
seguía. La atrapó, le echó una gran bronca y le dio tal paliza que apenas
podía moverse después.
Se quedó tumbada en el suelo durante varias horas, sin mover un
músculo y sollozando como si su corazón fuera a romperse.
«¡Ah! ¡Ojalá viniera alguien a salvarme! —pensó—. ¡Qué bien viviría
el resto de mis días!».
No muy lejos del río vivía un anciano en una ruinosa choza. La única
compañía que tenía era un ganso que vigilaba la puerta por la noche y que
graznaba estrepitosamente si un extraño se atrevía a merodear por allí. Hu-
lin y este ganso eran muy amigos; siempre que pasaba junto a la choza del
anciano, la esclava se detenía para charlar con la inteligente ave. De este
modo había descubierto que el propietario del ganso era un avaro que tenía
una gran cantidad de dinero enterrada en el patio. Ch’ang, el ganso, tenía un
cuello inusualmente largo que le permitía espiar los asuntos de su señor.
Como el ave no tenía ningún familiar con el que hablar, contaba a Hu-lin
todo lo que le ocurría.
La misma mañana en la que Corazón Negro dio a Hu-lin una paliza por
intentar escapar, Ch’ang hizo un asombroso descubrimiento. Su señor no
era en realidad un viejo avaro, sino un joven disfrazado. Ch’ang, que tenía
hambre, había entrado en la casa al amanecer para ver si quedaban algunas
migas de la cena de la noche anterior. La brisa nocturna había abierto la
puerta del dormitorio y allí, en lugar del anciano a quien el ganso
consideraba su amo, había un hombre joven profundamente dormido.
Entonces, ante sus ojos, el joven cambió de forma y volvió a ser viejo.
Olvidándose del vacío de su estómago, el ganso, nervioso y aterrado,
corrió al patio para pensar en el misterio, pero cuanto más lo meditaba, más
extraño le parecía. Entonces se acordó de Hu-lin y deseó que pasara por allí
para preguntarle su opinión; tenía a la esclava en gran estima y creía que
ella sabría explicarle lo ocurrido.
Ch’ang se acercó a la puerta de la propiedad. Estaba cerrada, como
siempre, y no podía hacer nada más que esperar a que su señor se levantara.
Dos horas después, el avaro salió al patio. Parecía de buen humor y dio a
Ch’ang más comida de la habitual. Después de fumar su cigarro de la
mañana, se marchó dejando la puerta delantera entreabierta.
Aquello era precisamente lo que el ánsar había estado esperando. Salió
disimuladamente a la carretera y miró en dirección al río, en cuyo
embarcadero se alineaban las casas flotantes. En la orilla divisó una silueta
conocida.
—Hu-lin —la llamó al acercarse—. Despierta, tengo que contarte una
cosa.
—No estoy dormida —le respondió la niña, girando su rostro mojado
por las lágrimas.
—Vaya, ¿qué te pasa? Has estado llorando otra vez. ¿Te ha pegado el
viejo Corazón Negro?
—¡Calla! Está echando una siesta en el bote. No dejes que te oiga.
—Aunque lo hiciera, no es probable que entendiera el idioma de los
gansos —le contestó Ch’ang, sonriendo—. Sin embargo, supongo que es
mejor ser precavido, así que te susurraré lo que tengo que contarte.
Acercó el pico a la oreja de la muchacha y le contó su reciente
descubrimiento. Después le pidió que le explicara qué significaba.
Al oír aquella maravillosa historia, la niña se olvidó de su propia
desgracia.
—¿Estás totalmente seguro de que no era algún amigo del avaro que se
ha quedado a pasar la noche? —le preguntó con seriedad.
—Sí, sí, totalmente seguro, porque él no tiene amigos —contestó el
ánsar—. Además, yo estaba en casa justo antes de que cerrara para la noche
y no vi ni rastro de ninguna otra persona.
—¡Entonces debe ser un silfo disfrazado! —anunció Hu-lin
inteligentemente.
—¡Un silfo! ¿Qué es eso? —preguntó Ch’ang, cada vez más
emocionado.
—Vaya, viejo ganso, ¿no sabes lo que es un silfo? —se rio Hu-lin. Para
entonces había olvidado sus propios problemas y cada vez la divertía más lo
que oía—. Mira —dijo en voz baja, y hablando muy despacio—, un silfo es
un ser mágico que…
Y bajó la voz hasta un susurro.
El ganso asintió bruscamente mientras ella continuaba con su
explicación y, cuando terminó, estaba mudo de asombro.
—Si mi señor es un silfo deberías venirte conmigo —dijo el ave
finalmente—, pues, si estos seres son realmente mágicos, a ti te salvaría de
todos tus problemas y a mí me concedería la felicidad.
vi. Acercó el pico a la oreja de Hu-lin y le contó su reciente descubrimiento.

—No sé si me atreveré —respondió la niña, mirando con temor la casa


flotante y la escotilla abierta de la que salían unos profundos ronquidos.
—¡Claro que sí! —la convenció Ch’ang—. Te ha dado tal paliza que no
temerá que vayas a huir pronto.
Rápidamente fueron a casa del avaro. El corazón de Hu-lin, mientras
intentaba decidir qué diría al duende, latía con fuerza. La puerta seguía
parcialmente abierta y los dos amigos entraron con valentía.
—Ven por aquí —le dijo Ch’ang—. Debe estar en el patio de atrás,
trabajando en su huerto.
Pero cuando llegaron allí, no había nadie.
—Esto es muy raro —susurró el ánsar—. No lo entiendo, porque nunca
antes se ha cansado de trabajar tan pronto. Seguramente habrá entrado a
descansar.
Hu-lin entró en la casa de puntillas, acompañada por su amigo. La
puerta del dormitorio del avaro estaba abierta, pero no había nadie dentro,
ni en esa habitación ni en ninguna otra de la miserable choza.
—¡Ven! Vamos a ver en qué tipo de cama duerme —dijo Hu-lin, llena
de curiosidad—. Nunca he estado en el dormitorio de un silfo. Debe ser
distinto de los de la gente normal.
—¡No, no! Es solo una cama de ladrillo, como la de todos los demás —
le contestó Ch’ang mientras cruzaban el umbral.
—¿Tiene un hogar para cuando hace frío? —preguntó Hu-lin mientras
se detenía a examinar el pequeño agujero para el fuego entre los ladrillos.
—Oh, sí, enciende el fuego cada noche. Incluso en primavera, cuando
los demás han dejado de encenderlo, su cama de ladrillo permanece caliente
toda la noche.
—Bueno, eso es bastante extraño en un avaro, ¿no te parece? —dijo la
chica—. Cuesta más mantener un fuego que alimentar a un hombre.
—Sí, eso es verdad —asintió Ch’ang, acicalándose las plumas—. No lo
había pensado. Es extraño, muy extraño. Hu-lin, eres una niña muy lista.
¿Cómo sabes tantas cosas?
En aquel momento se escuchó un estrepitoso portazo y el ánsar
palideció.
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué vamos a hacer? —le preguntó Hu-lin—.
¿Qué dirá si nos encuentra aquí?
—Ni idea —contestó el otro, temblando—. Pero, mi querida amiguita,
nos ha pillado, porque no podremos escapar sin que nos vea.
—Sí, ¡y hoy ya me he ganado una paliza! Tan dura que no creo que
pueda sobrevivir a otra —suspiró la niña mientras las lágrimas aparecían en
sus ojos.
—Tranquila, tranquila, ¡no te preocupes! Escondámonos en esa esquina
oscura, detrás de las cestas —sugirió el ganso mientras los pasos de su
señor se dirigían a la puerta delantera.
Los asustados compañeros se agacharon en el suelo, intentando
esconderse. Para su alivio, el avaro no entró en la habitación y pronto lo
oyeron trabajando en el huerto. Pasaron todo el día escondidos, demasiado
asustados para atravesar la puerta.
—No sé qué diría si descubriera que su ganso guardián ha metido a un
desconocido en casa —dijo Ch’ang.
—Quizá pensaría que estábamos intentando robar parte del dinero que
tiene escondido —contestó la niña riéndose porque, acostumbrada a su
estrecha vivienda, ya casi no tenía miedo. En cualquier caso, no tanto como
había creído que tendría—. Además, no puede ser tan malo como el viejo
Corazón Negro.
El día pasó y la oscuridad cayó sobre la tierra. Para entonces, la niña y
el ganso se habían quedado dormidos en aquella esquina de la habitación
del avaro, ajenos a todo lo que estaba ocurriendo.
Cuando la primera luz de un nuevo día se filtró a través de la ventana
cubierta de papel sobre la cama del avaro, Hu-lin despertó sobresaltada. Al
principio no recordaba dónde estaba. Ch’ang la miraba con unos ojos
asustados que parecían preguntar: «¿Qué significa todo esto? Es más de lo
que mi cerebro de ganso puede procesar».
Porque en la cama, en lugar del avaro, dormía un joven cuyo cabello era
tan negro como el ala de un cuervo. Una suave sonrisa iluminaba su
atractivo rostro, como si estuviera disfrutando de un sueño agradable. Un
gemido de asombro escapó de los labios de Hu-lin antes de que pudiera
contenerlo. Los ojos del dormido se abrieron instantáneamente y se
clavaron en ella. La chica estaba tan asustada que no podía moverse, y el
ganso tembló violentamente al ver el cambio que había sufrido su señor.
El joven estaba incluso más sorprendido que sus visitantes y durante dos
minutos no dijo nada.
—¿Qué significa esto? —preguntó al final, mirando a Ch’ang—. ¿Qué
estás haciendo en mi habitación y quién es esta niña que parece tan
asustada?
—Perdona, pero ¿qué le has hecho a mi amo? —replicó el ganso,
contestando a una pregunta con otra pregunta.
—¿Es que no soy yo tu amo, criatura boba? —replicó el hombre,
riéndose—. Eres aún más tonto que esta mañana.
—Mi señor era viejo y feo, pero tú eres joven y guapo —contestó
Ch’ang con tono adulador.
—¿Qué? —gritó el otro—. ¿Dices que sigo siendo joven?
—Vaya que sí. Pregunta a Hu-lin si no me crees.
El hombre se dirigió a la niña.
—Sí, así es, señor —contestó esta en respuesta a su mirada—. Y nunca
antes había visto a un hombre tan gallardo.
—¡Por fin! ¡Por fin! —exclamó él, riéndose alegremente—. ¡Soy libre,
libre, libre de todos mis problemas, aunque no sé cómo ha ocurrido!
Se quedó pensativo un par de minutos, chasqueando sus largos dedos
como si intentara resolver un problema muy difícil. Al final, una sonrisa
iluminó su rostro.
—Ch’ang, ¿cómo has llamado a tu amiga, hace un minuto?
—Me llamo Hu-lin —respondió la niña—. Hu-lin, la esclava.
El hombre dio una palmada.
—¡Eso es! ¡Eso es! —exclamó—. Ahora lo entiendo; está tan claro
como el día. —Entonces, notando la expresión de asombro en la cara de la
niña, continuó—: Es a ti a quien debo mi libertad. Me hechizó un hada
malvada; si quieres te contaré la historia de mi desdicha.
—Por favor, amable señor —contestó ella animadamente—. Le dije a
Ch’ang que eras un silfo y me gustaría saber si tenía razón.
—Bueno, verás —comenzó—, mi padre es un hombre rico que vive en
una lejana región. Cuando era niño me daba todo lo que deseaba. Yo estaba
tan consentido y mimado que empecé a pensar que no había nada en el
mundo que no pudiera pedir, y nada que no pudiera tener si lo deseaba.
»Mi maestro me reñía a menudo por tener tales ideas. Me decía que
había un proverbio: «Los hombres mueren para conseguir riquezas, los
pájaros para conseguir comida». Él pensaba que esos hombres eran muy
estúpidos. Me dijo que el dinero podía facilitar mucho la felicidad de un
hombre, pero siempre terminaba diciendo que los dioses eran más
poderosos que los hombres. Decía que debía tener cuidado de no enfadar a
los malos espíritus. A veces me reía en su cara y le decía que era rico y que
podía comprar el favor de los dioses y las hadas. El buen hombre negaba
con la cabeza y decía: «Ten cuidado, muchacho, o lamentarás esas
imprudentes palabras».
»Un día paseábamos por el jardín de mi padre mientras me echaba un
largo sermón de este tipo. Yo me mostré incluso más imprudente de lo
habitual y le dije que las reglas que seguían los demás no tenían nada que
ver conmigo.
»—Tú siempre dices que en el pozo que hay en el jardín de mi padre
habita un espíritu y que, si lo enfado saltando sobre él, me causará
problemas —le dije.
»—Sí —me contestó—, eso es exactamente lo que te he dicho, y te lo
repito. Ten cuidado, joven, ten cuidado con las fanfarronadas y no
incumplas la ley.
»—¿Qué me importa a mí un espíritu que vive en la casa de mi padre?
—le respondí con desdén—. No creo que haya ningún espíritu en este pozo.
Y, si lo hay, no es más que otro de los esclavos de mi padre.
»Dicho esto, y antes de que mi tutor pudiera detenerme, salté sobre la
boca del pozo. Tan pronto como toqué el suelo, sentí que mi cuerpo se
encogía de un modo extraño. La fuerza me abandonó en un parpadeo, mis
huesos se acortaron, mi piel se volvió amarillenta y arrugada. Miré mi
cabello y descubrí que se había vuelto de repente escaso y blanco. Me había
transformado en un anciano.
»Mi maestro me miró, aturdido, y cuando le pregunté qué significaba
aquello mi voz sonó tan aguda como la de mi infancia.
»—¡Pobre pupilo mío! —me contestó—. Ahora creerás lo que te dije.
El espíritu del pozo se ha enfadado por tu descaro y te ha castigado. Te han
dicho un centenar de veces que no debes saltar sobre los pozos, y aun así lo
has hecho.
»—Pero ¿no hay nada que pueda hacer? —sollocé—. ¿No hay ningún
modo de recuperar mi juventud perdida?
»Él me miró y negó con la cabeza.
»Cuando mi padre descubrió mi lamentable estado, se preocupó mucho.
Hizo todo lo posible por encontrar algún modo de ayudarme a recuperar mi
juventud. Quemó incienso en una docena de templos y ofreció oraciones a
distintos dioses. Yo era su único hijo y él no podía estar más contento
conmigo. Al final, después de probarlo todo, mi respetable maestro pensó
en consultar a un adivino que se había hecho famoso en la ciudad. Después
de preguntar las razones que habían conducido a mi triste situación, el
astuto hombre dijo que el espíritu del pozo me había convertido en un avaro
como castigo. Dijo que solo recuperaría mi estado natural mientras
durmiera y que, si alguien entraba en mi habitación o llegaba a ver mi
rostro, volvería a convertirme de inmediato en un anciano.
—¡Yo te vi ayer por la mañana! —exclamó el ganso—. Eras joven y
guapo y de repente te convertiste de nuevo en un viejo.
—Continuando con mi historia —dijo el joven—, el adivino anunció
que solo había una posibilidad de recuperación, una muy pequeña. Si en
algún momento, mientras estuviera en mi forma real, es decir, como me veis
ahora, un ganso tonto entraba conduciendo a un tigre del bosque recién
liberado, el hechizo se rompería y el espíritu maligno perdería el control
sobre mí. Cuando comunicaron a mi padre la respuesta del adivino todos
perdimos la esperanza, porque nadie comprendía el significado de tan
absurdo acertijo.
»Aquella noche abandoné mi ciudad natal, decidido a no deshonrar a mi
gente viviendo con ella. Llegué a este lugar, compré esta casa con un dinero
que mi padre me había dado y de inmediato empecé a vivir como un avaro.
Nada satisfacía mi ansia de dinero. Era lo único que me importaba. He
estado guardando dinero cinco años, durante los que he matado de hambre
mi cuerpo y mi alma.
»Poco después de mi llegada recordé el acertijo del adivino y decidí
servirme de un ganso como guarda nocturno en lugar de un perro. De este
modo, empezaría a descifrar el acertijo.
—Pero yo no soy un ganso tonto —siseó el ave muy enfadado—. De no
ser por mí todavía seguirías siendo un arrugado avaro.
—Totalmente cierto, querido Ch’ang, totalmente cierto —asintió el
joven con dulzura—. Tú no eres tonto, por eso te puse Ch’ang, que significa
«bobo», para convertirte de ese modo en un ganso tonto.
—Oh, entiendo —dijeron Hu-lin y Ch’ang a la vez—. ¡Qué inteligente!
—Así que, como veis, tenía parte de mi remedio en el patio trasero.
Pero, por muchas vueltas que le di, no se me ocurría ningún modo de
conseguir que Ch’ang condujera a un tigre del bosque hasta mi habitación
mientras yo dormía. Parecía absurdo, así que me rendí y dejé de pensar en
ello. Hoy, por casualidad, ha ocurrido de verdad.
—Entonces yo soy el tigre del bosque, ¿verdad? —se rio Hu-lin.
—Así es. Efectivamente, querida niña; un hermoso tigre del bosque,
porque Hu significa «tigre» y Li, «bosque». Además, me has dicho que eres
esclava. Por tanto, Ch’ang te liberó de tu esclavitud.
—Oh, ¡estoy tan contenta! —exclamó Hu-lin, olvidando su pobreza—.
Es estupendo que no tengas que volver a ser un horrible y viejo avaro.
Justo en aquel momento llamaron con fuerza a la puerta delantera.
—¿Quién podría estar llamando de ese modo? —preguntó el joven,
asombrado.
—¡Ay de mí! Debe ser Corazón Negro, mi amo —se lamentó Hu-lin, y
empezó a llorar.
—No tengas miedo —dijo el joven, acariciando consoladoramente la
cabeza de la niña—. Me has salvado y yo haré lo mismo por ti. Si ese
Corazón Negro no acepta un trato justo, se llevará un ojo morado como
recuerdo de su visita.
El agradecido joven no tardó demasiado en comprar la libertad de Hu-
lin, sobre todo después de ofrecer tanto por su libertad como su amo había
esperado conseguir cuando tuviera catorce o quince años.
Cuando contó a Hu-lin el trato que había hecho, la niña se volvió loca
de alegría. Se arrodilló ante su nuevo señor y rozó el suelo con la cabeza
nueve veces. Cuando se levantó, exclamó:
—Oh, qué feliz soy, porque ahora estaré contigo para siempre y el buen
Ch’ang será mi compañero de juegos.
—Sí, por supuesto —le aseguró—, y cuando seas un poco mayor te
convertiré en mi esposa. Ahora vendrás conmigo a la casa de mi padre y te
convertirás en mi prometida.
—¿Y nunca más tendré que mendigar migajas en la calle? —le preguntó
la niña, con los ojos llenos de asombro.
—¡No! ¡Jamás! —le respondió él, riéndose—. Y tampoco habrás de
temer que alguien te maltrate.
El visto bueno del tigre

J unto a la muralla de una ciudad china vivía un joven leñador llamado


T’ang con su anciana madre, una mujer de setenta años. Eran muy
pobres y vivían en una diminuta choza de una habitación construida de
adobe y hierba que habían alquilado a un vecino. T’ang se levantaba cada
día muy temprano y subía a la montaña que había cerca de su casa. Allí
pasaba el día cortando madera para venderla en la ciudad. Por la tarde
regresaba a casa, llevaba la madera al mercado, la vendía y volvía con
comida para su madre y para él. Resulta que, aunque eran muy pobres,
también eran muy felices, porque el joven adoraba a su madre y la anciana
pensaba que no había nadie como su hijo en todo el mundo. Sus amigos, sin
embargo, sentían pena por ellos y decían: «Qué pena que no haya
saltamontes aquí, ¡a los T’ang les caería la comida del cielo!».
Un día, T’ang se levantó antes de que saliera el sol y se dirigió a la
montaña con el hacha al hombro. Se había despedido de su madre y le había
dicho que volvería pronto con una carga de madera mayor de lo habitual,
porque el día siguiente era festivo y debían tomar una buena comida. La
viuda T’ang lo esperó pacientemente todo el día, diciéndose una y otra vez,
mientras realizaba sus tareas: «Mi buen muchacho, mi buen muchacho,
¡cuánto quiere a su anciana madre!».
Esperó su regreso toda la tarde, pero fue en vano. El sol empezaba a
esconderse por el oeste y su hijo no llegaba. Al final, la anciana empezó a
preocuparse.
—¡Pobre hijo mío! —murmuró—. Algo debe haberle pasado.
Entornó sus debilitados ojos para mirar el sendero que conducía a la
montaña. No había allí nada más que un rebaño de ovejas siguiendo a su
pastor.
—¡Pobre de mí! —sollozó la mujer—. ¡Mi hijo! ¡Mi hijo!
Agarró su bastón y cojeó hasta la casa de un vecino para contarle su
problema y rogarle que fuera a buscar al muchacho perdido.
Ese vecino tenía buen corazón y se mostró dispuesto a ayudar a la
anciana T’ang, porque sentía mucha pena por ella.
—En la montaña hay muchas bestias salvajes —dijo, negando con la
cabeza mientras caminaba con ella, intentando preparar a la asustada mujer
para lo peor—. Temo que una de ellas haya atrapado a su hijo.
La viuda T’ang emitió un grito de horror y se derrumbó. Su amigo subió
lentamente el sendero de la montaña, buscando señales de lucha. A medio
camino encontró un pequeño montón de ropa rasgada y salpicada de sangre.
El hacha del leñador estaba tirada a un lado del sendero, así como su vara y
una cuerda. No había error posible: después de luchar valientemente, el
pobre joven había sido devorado por un tigre.
Recogió los jirones y bajó con tristeza la ladera. Temía enfrentarse a la
pobre madre para decirle que su hijo se había marchado para siempre.
Seguía en el suelo, a los pies de la montaña. Cuando la mujer levantó la
mirada y vio lo que tenía en la mano, profirió un grito de desesperación y se
desmayó. No fue necesario que le dijera lo que había ocurrido.
Sus amigos la llevaron a su casita y le dieron comida, pero no
consiguieron consolarla.
—¡Pobre de mí! —exclamó la viuda—. ¿Qué sentido tiene seguir
viviendo? Era mi único hijo. ¿Quién cuidará de mí, a mi edad? ¿Por qué me
tratan los dioses de un modo tan cruel?
Lloró, se mesó los cabellos y se golpeó el pecho, hasta que la gente
empezó a decir que se había vuelto loca. Cuanto más lloraba, más violenta
se volvía su desesperación.
Sin embargo, para sorpresa de sus vecinos, la mujer partió al día
siguiente camino de la ciudad. Era una pena verla, tan vieja, tan débil y tan
sola, caminando lentamente con la ayuda de su bastón. Todos sentían
lástima por ella, la señalaban y decían:
—¿Ves? ¡La pobre no tiene a nadie que la ayude!
Cuando llegó a la ciudad, la viuda preguntó dónde estaba el juzgado.
Cuando lo encontró, se arrodilló ante la puerta y, a voz en grito, contó su
infortunio. Justo en aquel momento el mandarín, o juez de la ciudad, estaba
entrando en el juzgado para escuchar los casos del día. Oyó los lamentos de
la anciana y pidió a uno de los criados que la dejara entrar para que le
contara sus cuitas.
Para eso precisamente había ido hasta allí la viuda T’ang. Se tranquilizó
y cojeó hasta la sala.
—¿Qué te ocurre, anciana? ¿Por qué formas ese escándalo delante del
juzgado? Habla rápidamente y cuéntame qué te aqueja.
—Soy vieja y débil —comenzó la mujer—; estoy coja y casi ciega. No
tengo dinero ni modo de ganarlo. No me queda ni un solo familiar vivo en
todo el imperio. Dependía de mi único hijo para vivir. Él subía a la montaña
todos los días, porque era leñador, y cada noche volvía a casa con dinero
suficiente para alimentarnos. Pero ayer se marchó y no regresó. Un tigre de
la montaña lo atacó y se lo comió, y ahora, ¡pobre de mí!, parece que no
hay nada que hacer… Me moriré de hambre. Mi corazón grita pidiendo
justicia. He venido a este tribunal para suplicar a su señoría que el asesino
de mi hijo sea castigado. Estoy segura de que la ley dice que nadie
derramará sangre sin entregar la suya a cambio.
—Pero, mujer, ¿es que estás loca? —exclamó el mandarín, riéndose a
carcajadas—. ¿No has dicho que fue un tigre quien mató a tu hijo? ¿Cómo
vamos a traer a un tigre ante la justicia? Sin duda debes haber perdido la
razón.
Las preguntas del juez no sirvieron de nada. La viuda T’ang mantuvo su
petición. No se rendiría hasta que consiguiera su propósito. Sus alaridos
resonaron por todo el juzgado. El mandarín no podía soportarlo más.
—¡Basta! —gritó—. Mujer, deja de chillar. Haré lo que me pides. Vete a
casa y espera hasta que te llame a la corte. El asesino de tu hijo pronto será
atrapado y castigado.
El juez, por supuesto, solo estaba intentando librarse de la enloquecida
madre; pensaba que, una vez desapareciera de su vista, podría dar la orden
de no dejarla entrar de nuevo. Pero la anciana era muy astuta. Adivinó sus
intenciones y se mostró más cabezota que nunca.
—No, no puedo marcharme —le respondió— hasta que te haya visto
firmar la orden para que el tigre sea atrapado y traído ante este tribunal.
Como el juez en realidad no era un mal hombre, decidió seguir la
corriente a la anciana en su extraña petición. Se dirigió a sus asistentes y les
preguntó cuál de ellos estaría dispuesto a ir en busca del tigre. Uno de esos
hombres, llamado Li-neng, se había apoyado en el muro y estaba medio
dormido. Estaba muy bebido y por eso no se había enterado de lo que había
ocurrido en la sala. Uno de sus amigos le dio un codazo en las costillas
justo cuando el juez pedía voluntarios.
Pensando que el juez había pronunciado su hombre, dio un paso
adelante y se arrodilló en el suelo.
—Yo, Li-neng, cumpliré la voluntad de su señoría.
—Muy bien, que así sea —respondió el juez—. Aquí tienes la orden. Ve
y cumple con tu deber. —Dicho esto, entregó la orden de arresto a Li-neng.
A continuación se dirigió a la mujer—: Y bien, anciana, ¿estás satisfecha?
—Totalmente satisfecha, señoría —contestó ella.
—Entonces vete a casa y espera allí hasta que te haga llamar.
Tras murmurar algunas palabras de agradecimiento, la desdichada
madre abandonó el edificio.
Cuando Li-neng salió del tribunal, sus amigos lo rodearon.
—¡Borrachín! —se rieron—. ¿Sabes lo que acabas de hacer?
Li-neng negó con la cabeza.
—Solo tengo que entregar una orden del mandarín, ¿no? Es muy fácil.
—¿Qué? ¿Te parece fácil arrestar a un tigre, a un devorador de hombres,
y traerlo a la ciudad? Será mejor que vayas a despedirte de tus padres.
Jamás volverán a verte.
A Li-neng se le pasó de inmediato la borrachera y se dio cuenta de que
sus amigos tenían razón. Había sido muy estúpido, pero todo aquello
seguramente no sería más que una broma. ¡Nunca antes se había emitido
una orden así! Estaba claro que el juez había ideado aquel plan para librarse
de la ruidosa anciana. Li-neng volvió al tribunal con la orden y le dijo al
mandarín que le había sido imposible encontrar al tigre.
Pero el juez no estaba para bromas.
—¿No has podido encontrarlo? ¿Y por qué no? Tú te presentaste
voluntario para arrestar al tigre. ¿Por qué rompes ahora tu promesa? De
ningún modo voy a permitirlo, porque he dado mi palabra de que satisfaría
la petición de justicia de la anciana.
Li-neng se arrodilló y bajó la cabeza hasta el suelo.
—Cuando hice esa promesa estaba borracho —se lamentó—. No sabía
lo que había preguntado. Puedo detener a un hombre, pero no a un tigre. No
sé nada de esas cosas. Aun así, si lo desea iré a las montañas con algunos
cazadores contratados para ayudarme.
—Muy bien, no me importa cómo lo atrapes mientras lo traigas al
tribunal. Si fracasas, serás azotado. Te doy cinco días.
Durante los siguientes días, Li-neng buscó al tigre culpable hasta debajo
de las piedras. Contrató a los mejores cazadores del país. Buscaron en las
montañas noche y día, se escondieron en las cuevas, vigilaron y acecharon,
pero no encontraron nada. Fue muy difícil para Li-neng, que temía las
grandes manos del juez más que las garras del tigre, pero el quinto día tuvo
que informar de su fracaso. Recibió una gran paliza, cincuenta golpes en la
espalda, pero aquello no fue lo peor: en las siguientes seis semanas tampoco
consiguió encontrar rastro del animal perdido. Cada cinco días recibía una
azotaina por su fracaso. El pobre hombre estaba desesperado. Otro mes así
acabaría con él en su lecho de muerte. Estaba seguro de ello y por tanto
tenía pocas esperanzas. Sus amigos negaban con la cabeza cuando lo veían.
—Está acercándose al bosque —se decían unos a otros, dando a
entender que pronto estaría en un ataúd.
—¿Por qué no huyes de la región? —le preguntaban—. Sigue el
ejemplo del tigre. Ya ves que ha escapado. Si cruzas la frontera de la
provincia, el juez no intentará atraparte.
Li-neng, siempre que escuchaba este consejo, negaba con la cabeza. No
deseaba abandonar a su familia para siempre y estaba seguro de que, si
intentaba huir, lo atraparían y lo condenarían a muerte.
Un día, después de que los cazadores abandonaran la búsqueda y
regresaran a sus hogares en el valle, Li-neng entró en un templo de la
montaña a rezar. Se arrodilló ante un ídolo de aspecto feroz mientras las
lágrimas caían por sus mejillas.
—¡Ay de mí! ¡Soy hombre muerto! —gimió entre sus oraciones—. Un
hombre muerto, porque ya no hay esperanza. ¡Ojalá no hubiera probado
nunca una gota de vino!
Justo entonces escuchó un suave susurro. Al levantar la mirada vio un
enorme tigre en la puerta del templo, pero él ya no temía a los tigres. Sabía
que solo había un modo de salvarse.
—Ah —dijo, mirando al gran felino a los ojos—. Has venido a
comerme, ¿verdad? Bueno, me temo que mi carne te parecería un poco
dura, porque me han dado cuatro palizas en las últimas seis semanas. Tú
eres el mismo tigre que atacó al leñador el mes pasado, ¿no? El leñador era
hijo único, el único apoyo de su anciana madre. Ahora esta pobre mujer te
ha denunciado al mandarín, quien, a su vez, ha emitido una orden de arresto
contra ti. Me han enviado a buscarte para tu juicio. Por alguna razón, has
actuado como un cobarde y has permanecido escondido. Esa ha sido la
causa de mis palizas. No quiero seguir sufriendo por culpa del asesinato que
cometiste. Debes venir conmigo a la ciudad y responder ante la acusación
de asesinato del leñador.
El tigre escuchó atentamente las palabras de Li-neng. Cuando el hombre
se quedó en silencio, el animal no intentó escapar; al contrario, parecía
dispuesto a ser capturado. Inclinó la cabeza y dejó que Li-neng le colocara
una fuerte cadena alrededor del cuello. A continuación siguió al hombre
tranquilamente montaña abajo, a través de las abarrotadas calles de la
ciudad y hasta el tribunal. Durante todo el camino, los recibieron con gran
excitación.
—¡Han atrapado al tigre asesino de hombres! —gritaba la gente—. ¡Van
a someterlo a juicio!
La multitud siguió a Li-neng hasta la corte. Cuando el juez entró, todos
guardaron un silencio sepulcral. La extraña visión de un tigre declarando
ante un juez los tenía asombrados.
El gran animal no parecía temer a aquellos que con tanta curiosidad lo
observaban. Se sentó frente al mandarín como un enorme gato. El juez
golpeó la mesa para señalar que el juicio iba a empezar.
—Tigre —dijo, dirigiéndose al prisionero—, ¿te comiste al leñador de
cuya muerte se te acusa?
El tigre asintió con la cabeza seriamente.
—¡Sí, él asesinó a mi hijo! —gritó la anciana—. ¡Matadlo! ¡Dadle la
muerte que se merece!
—Vida por vida es la ley —continuó el juez, sin prestar atención a la
desolada madre y mirando al acusado a los ojos—. ¿No lo sabías? Has
arrebatado su único hijo a una anciana desvalida. No tiene otros familiares
que puedan ayudarla, y está pidiendo venganza. Debes ser castigado por tu
crimen. La ley debe ser respetada. Sin embargo, no soy un juez cruel. Si
prometes ocupar el lugar del hijo de esta viuda y mantener a la mujer en su
vejez, estoy dispuesto a librarte de una muerte deshonrosa. ¿Qué me dices?
¿Aceptas mi oferta?

vii. El tigre asintió con la cabeza seriamente.

La asombrada audiencia estiró el cuello para ver qué ocurría y, una vez
más, se sorprendió al ver que la bestia salvaje asentía en silencio.
—Muy bien, entonces eres libre de volver a tu hogar en la montaña,
pero, por supuesto, deberás recordar tu promesa.
Quitaron las cadenas del cuello del tigre y el gran animal salió en
silencio del juzgado, bajó la calle y atravesó la puerta que conducía a su
querida cueva en la montaña.
La anciana estaba de nuevo muy enfadada. Al salir cojeando de la
habitación echó una amarga mirada al juez mientras murmuraba una y otra
vez:
—¿Dónde se ha visto que un tigre ocupe el lugar de un hijo? Vaya
tontería, atrapar al culpable para volver a dejarlo libre.
Sin embargo, no podía hacer nada más que regresar a casa, porque el
juez había dado orden estricta de que no la dejaran presentarse ante él de
nuevo.
Apesadumbrada, entró en su desolada choza a los pies de la montaña.
Sus vecinos, al verla, negaron con la cabeza.
—No vivirá mucho más —dijeron—. Tiene la marca de la muerte en su
arrugado rostro. ¡Pobrecilla! No tiene nada de lo que vivir; nada evitará que
se muera de hambre.
Pero se equivocaban. A la mañana siguiente, cuando la mujer salió a
respirar un poco de aire fresco, encontró un ciervo muerto ante su puerta. El
tigre había cumplido pronto con su promesa, porque había señales de garras
en el cuerpo del animal muerto. Metió el ciervo en casa y lo preparó para
venderlo en el mercado; le resultó fácil vender la carne y la piel por una
buena suma de dinero. Todos sabían que era el primer regalo del tigre y no
quisieron regatear demasiado.
La mujer volvió a su casa muy contenta, cargada de comida y con
dinero suficiente para mantenerse muchos días. Una semana después, el
tigre volvió a su puerta con un rollo de tela y algún dinero en la boca. Dejó
estos nuevos regalos a los pies de la anciana y se marchó sin esperar
siquiera a que la mujer le diera las gracias. La viuda T’ang se dio cuenta
entonces de que el juez había sido muy sabio. Dejó de llorar la muerte de su
hijo y comenzó a tomar aprecio al majestuoso animal que había acudido a
reemplazarlo.
El tigre también tomó un gran cariño a su madre adoptiva y a menudo
ronroneaba ante su puerta y le dejaba acariciar su suave pelaje. Ya no sentía
el antiguo deseo de matar. La visión de la sangre no era tan tentadora para
él como lo había sido en su juventud. Continuó llevando ofrendas
semanales a la anciana hasta que estuvo mejor aprovisionada que ninguna
otra viuda de la región.
Al final, como marca la naturaleza, la buena anciana murió. Sus
bondadosos amigos la enterraron a los pies de la gran montaña. Había
ahorrado dinero suficiente para que colocaran una bonita lápida en la que
escribieron esta historia tal como la habéis leído aquí. El leal tigre lamentó
durante mucho tiempo la muerte de la anciana. Se tumbaba sobre su tumba
y lloraba como un niño que hubiera perdido a su madre. Durante mucho
tiempo buscó en la montaña la voz de la mujer que tanto había querido y
regresaba cada noche a su choza vacía, pero fue en vano. La anciana a la
que tanto quería se había marchado para siempre.
Una noche, el tigre desapareció de la montaña y desde ese día nadie
volvió a verlo. Algunos que conocen esta historia dicen que se murió de
pena en una cueva secreta que había usado durante mucho tiempo como
escondite. Otros añadían, encogiéndose ligeramente de hombros, que, como
Shanwang, se marchó al Reino Celestial, donde fue recompensado por sus
actos bondadosos y vivió como un espíritu el resto de la eternidad.
La princesa Kwan-yin

H ace mucho tiempo, en China, vivió cierto rey que tenía tres hijas. La
más hermosa de todas ellas era Kwan-yin, la menor. El anciano rey
estaba muy orgulloso de su hija, porque de todas las mujeres que habían
vivido alguna vez en el palacio era ella la más atractiva. No tardó mucho,
por tanto, en decidir que ella debía ser la heredera del trono, y su esposo el
gobernante de aquel reino. Pero, por extraño que parezca, Kwan-yin no
estaba contenta con aquel golpe de suerte. No le interesaba la pompa y el
esplendor de la vida en la corte. No le atraía la idea de ser reina, incluso
creía que en un puesto tan importante se sentiría fuera de lugar e infeliz.
Pasaba todo el día en su dormitorio, leyendo y estudiando. Como
resultado de su trabajo diario, pronto superó el conocimiento de sus
hermanas y su nombre era conocido hasta en los rincones más lejanos del
reino como «Kwan-yin, la princesa sabia». Además de su amor por los
libros, Kwan-yin era muy considerada con sus amigos. Cuidaba su
comportamiento tanto en público como en privado. Su amable corazón
estaba siempre abierto a los lamentos de los que tenían dificultades. Era
bondadosa con los pobres y con los que sufrían. Se había ganado el afecto
de las clases inferiores y para ellos era una especie de diosa a quien podían
apelar siempre que tuvieran hambre o sufrieran necesidad. Algunos incluso
creían que era un espíritu que había bajado a la tierra del Cielo del Oeste, y
otros decían que en otra vida había sido príncipe en lugar de princesa.
Aunque esto fuera cierto, una cosa era segura: Kwan-yin era pura y buena,
y merecía todas las alabanzas que le prodigaban.
Un día, el rey sintió que la hora de su muerte se acercaba y llamó a su
hija favorita a su aposento. Kwan-yin se arrodilló ante su padre y apoyó la
frente en el suelo en señal del más profundo respeto. El anciano le pidió que
se levantara y se acercara. Tomó la mano de la joven cariñosamente entre
las suyas y le dijo:
—Hija, bien sabes cuánto te quiero. Tu modestia y tu virtud, tu talento y
tu amor por el conocimiento te han hecho favorita de mi corazón. Como ya
sabes, te elegí hace mucho tiempo como sucesora. Te prometí que tu marido
gobernaría en mi lugar. Casi ha llegado el momento en el que tendré que
montar en el dragón y convertirme en un huésped de las alturas. Es
necesario que te cases.
—Pero, padre —titubeó la princesa—, no estoy lista para casarme.
—¿Que no estás lista? ¿No tienes dieciocho años? ¿No se casan las
jóvenes de nuestro país mucho antes de llegar a esa edad? Debido a tu
deseo de aprender he postergado la elección de tu marido, pero ya no
podemos esperar más.
—Padre, escucha a tu hija y no la obligues a renunciar a lo que más
aprecia. ¡Deja que entre en un tranquilo convento donde pueda dedicar mi
vida al estudio!
El rey suspiró profundamente al oír estas palabras. Quería a su hija y no
deseaba herirla.
—Kwan-yin —le dijo—, ¿deseas dejar pasar la primavera de tu
juventud, ceder este poderoso reino? ¿Deseas entrar en un convento y
despedirte de la vida y de todos sus placeres? ¡No! Tu padre no lo permitirá.
Me apena decepcionarte, pero dentro de un mes te casarás. He elegido
como tu compañero real a un hombre de nobles características. Ya conoces
su nombre, aunque nunca lo has visto. Recuerda que, de las muchas
virtudes existentes, el respeto filial es la principal; me debes más a mí que
al resto de personas sobre la tierra.
Kwan-yin palideció. Se derrumbó, temblando, pero su madre y sus
hermanas la sostuvieron y gracias a sus cariñosos cuidados recuperó la
consciencia.
Todos los días de ese mes, los familiares de Kwan-yin le suplicaron que
olvidara lo que ellos consideraban una idea estúpida. Sus hermanas habían
desechado hacía mucho la idea de convertirse en reinas y la decisión de
Kwan-yin las asombraba. Que prefiriera un convento en lugar de un trono
les parecía una señal clara de locura. No dejaban de preguntarle las razones
de tan extraña elección. Ante cada pregunta, Kwan-yin negaba con la
cabeza y contestaba:
—Me ha hablado una voz del cielo y debo obedecerla.
La víspera del día de la boda, Kwan-yin se escabulló de palacio y,
después de una agotadora jornada, llegó a un convento llamado «Claustro
del Gorrión Blanco». Iba vestida como una pobre doncella y dijo que
deseaba convertirse en monja. La abadesa, que no sabía quién era, no la
recibió amablemente. De hecho, le dijo a Kwan-yin que no podían aceptarla
en la hermandad, que el cupo estaba completo. Al final, después de que
Kwan-yin derramara muchas lágrimas, la abadesa la dejó entrar, pero solo
como criada, y le advirtió que la expulsaría de allí al menor error.
Kwan-yin, tras conseguir la vida con la que tanto había soñado,
intentaba sentirse satisfecha. Pero las monjas parecían intentar que su
estancia con ellas fuera insoportable. Le daban las tareas más duras y rara
vez tenía un momento para descansar. Estaba ocupada todo el día,
transportando agua de un pozo que había a los pies de la colina o buscando
leña en un bosque cercano. Por la noche, con la espalda casi rota, seguían
ordenándole tareas que habrían sido suficientes para aplastar el espíritu de
cualquier mujer menos valiente que la hija del rey. Olvidando su tristeza e
intentando esconder la mueca de dolor que a veces arrugaba su hermosa
frente, Kwan-yin intentaba conseguir el aprecio de aquellas implacables
mujeres. Aunque le hablaban con dureza, ella se mostraba amable y nunca
se dejaba llevar por la rabia.
Un día, mientras la pobre Kwan-yin recogía madera en el bosque, oyó
un tigre avanzando a través de los arbustos. Como no tenía modo de
defenderse, murmuró una oración a los dioses para que la ayudaran y esperó
tranquilamente la llegada de la imponente bestia. Para su sorpresa, cuando
el animal sediento de sangre apareció, en lugar de hacerla trizas empezó a
ronronear suavemente. No intentó hacer daño a Kwan-yin; se frotó contra
ella de modo amistoso y dejó que le acariciara la cabeza.
viii. Se pasaba el día transportando agua.

Al día siguiente, la princesa regresó al mismo lugar. Allí encontró no


menos de una docena de bestias salvajes trabajando a las órdenes del
amistoso tigre. Estaban reuniendo madera para ella, y en breve
amontonaron suficiente maleza y leña para abastecer al convento durante
seis meses. Por lo que parecía, incluso los animales salvajes del bosque
estaban más capacitados para juzgar su bondad que las mujeres de la
hermandad.
En otra ocasión, mientras Kwan-yin subía la colina por vigésima vez
llevando dos grandes baldes de agua en una vara, un dragón gigantesco
apareció ante ella. En China, el dragón es una criatura sagrada, de modo
que Kwan-yin no se asustó, porque sabía que no había hecho nada malo.
El animal la miró un instante, agitó su horrible cola y lanzó fuego por
sus fosas nasales. A continuación, tras volcar la carga de la sorprendida
doncella, desapareció. Muerta de miedo, Kwan-yin subió corriendo la
colina hacia el convento. Al acercarse al patio interior se quedó asombrada
al ver en el centro del espacio abierto un nuevo edificio de sólida piedra.
Había surgido mágicamente después de su último viaje colina abajo. Al
acercarse vio que la construcción tenía cuatro entradas abovedadas. Sobre la
puerta que daba al oeste había una tablilla con las siguientes palabras: «En
honor a Kwan-yin, la princesa leal». En el interior había un pozo con el
agua más pura, y para extraer el agua había una extraña máquina como la
que Kwan-yin y las monjas no habían visto otra igual.
Las hermanas sabían que aquel pozo mágico era un homenaje a la
bondad de Kwan-yin, así que durante algunos días la trataron mucho mejor.
—Ahora que los dioses han cavado un pozo en nuestra misma puerta —
dijeron—, la muchacha nueva no tendrá que transportar el agua desde el pie
de la montaña. Pero ¿por qué extraña razón han grabado en piedra el
nombre de esta pordiosera?
Kwan-yin oyó sus desagradables palabras, pero se mantuvo en silencio.
Ella podría haberles explicado el significado del regalo del dragón, pero
decidió dejar a sus compañeras en la ignorancia. Al final, las egoístas
monjas olvidaron lo ocurrido y volvieron a tratarla incluso peor que antes.
No soportaban ver a la pobre muchacha disfrutando de un momento de
ociosidad.
—Este lugar es para trabajar —le decían—. Todas nosotras hemos
trabajado duro para ganarnos el puesto. Tú debes hacer lo mismo.
Así le robaban toda oportunidad para estudiar y rezar, y no le
reconocían el mérito por el pozo mágico.
Una noche, unos extraños ruidos despertaron a las hermanas y pronto
oyeron el estruendo de una trompeta al otro lado de los muros del complejo.
Los espías habían descubierto el paradero de la princesa huida y su padre
había enviado a un gran ejército a atacar el convento.
—Oh, ¿quién es la culpable de este infortunio? —exclamaron las
mujeres, mirándose unas a otras con gran temor—. ¿Quién nos ha hecho
tanto mal? Hay alguien entre nosotras que ha cometido un terrible pecado y
por eso los dioses están a punto de destruirnos.
Se miraron unas a otras, pero ninguna pensó en Kwan-yin porque no la
consideraban suficientemente importante para atraer la ira del cielo.
Además, se había mostrado tan dócil y mansa durante su estancia en la
orden que no la imaginaban capaz de cometer ningún crimen.
Los amenazantes sonidos del exterior se acercaban cada vez más. Un
grito se alzó a la vez entre las mujeres:
—¡Están a punto de quemar nuestra sagrada morada!
Los soldados estaban preparando una gran fogata y el humo comenzaba
a elevarse al otro lado del recinto. Pronto, los muros del convento quedarían
reducidos a cenizas.
De repente, una voz se oyó sobre el tumulto de las llorosas hermanas:
—¡Ay de mí! Yo soy la causa de todos estos problemas.
Las monjas se giraron, asombradas, y descubrieron que quien hablaba
era Kwan-yin.
—¿Tú? —exclamaron, perplejas.
—Sí, porque en verdad soy la hija del rey. Mi padre no quería que
entrara a formar parte de esta santa orden, así que hui de palacio y ahora ha
enviado este ejército para quemar el edificio y llevarme de vuelta.
—¡Mira lo que has provocado, desdichada! —exclamó la abadesa—.
¿Así es como nos pagas nuestra amabilidad? ¡Quemarán nuestro hogar con
nosotras dentro! ¡Qué desgraciadas nos has hecho! ¡Que las maldiciones del
cielo caigan sobre ti!
—¡No, no! —exclamó Kwan-yin, que se había levantado para evitar
que la abadesa pronunciara aquellas temidas palabras—. No tienes derecho
a decir eso, porque yo soy inocente. Pero ¡esperad! ¡Pronto veremos a qué
oraciones responden los dioses, si a las vuestras o a las mías!
Dicho esto, presionó la cabeza contra el suelo y rezó a los
todopoderosos para que salvaran el convento y a las hermanas.
Fuera se oía ya el crepitar de las codiciosas llamas. El Rey Fuego
destruiría pronto todos los edificios de aquella colina. Locas de terror, las
hermanas se prepararon para abandonar el complejo y entregar todas sus
pertenencias a las crueles llamas y a los aún más crueles soldados. La única
que permaneció allí fue Kwan-yin, que seguía rezando y pidiendo ayuda.
De repente, una suave brisa se levantó en el bosque vecino; unas
oscuras nubes se reunieron sobre sus cabezas y, aunque estaban en la
estación seca, una fuerte lluvia descendió sobre las llamas. En cuestión de
cinco minutos el fuego se había extinguido y el convento se había salvado.
Justo cuando las temblorosas monjas agradecían a Kwan-yin la ayuda
divina que les había proporcionado, dos soldados que habían escalado el
muro exterior entraron y preguntaron bruscamente por la princesa.
La muchacha, atemorizada porque sabía que aquellos hombres
obedecían las órdenes de su padre, rezó a los dioses y desveló su identidad.
Los soldados la obligaron a abandonar a las monjas que acababan de
empezar a apreciarla. Así, apresada por el ejército de su padre y humillada,
fue llevada a la capital.
A la mañana siguiente la condujeron ante el anciano rey. Su padre la
miró con tristeza y una severa mirada condenatoria endureció su expresión
mientras ordenaba a los guardias que la acercaran a él.
De una habitación cercana llegaba el sonido de una dulce música. Se
estaba sirviendo un esplendoroso banquete. Las sonoras carcajadas de los
invitados alcanzaron los oídos de la joven mientras se postraba, humillada,
ante el trono de su padre. Sabía que aquel festín estaba celebrándose en su
honor y que su padre estaba dispuesto a darle otra oportunidad.
—Niña —le dijo el rey cuando por fin recuperó su voz—, al abandonar
el palacio real la víspera del día de tu boda, no solo insultaste a tu padre
sino a tu rey. Por ese acto mereces morir. Sin embargo, debido a la
excelente reputación que te ganaste antes de marcharte, he decidido darte
una oportunidad más para redimirte. Si te niegas, el castigo será la muerte;
si me obedeces, todo volverá a la normalidad y el reino que desdeñaste será
tuyo. Lo único que pido es que te cases con el hombre al que he elegido.
—¿Y cuándo tendría que decidir? —le preguntó Kwan-yin con
seriedad.
—Hoy mismo, en esta misma hora, en este mismo momento —le
respondió el rey—. ¿Qué ocurre? ¿Dudas entre el trono y la muerte? Habla,
hija mía; demuestra que me quieres y haz lo que te pido.
Kwan-yin estuvo a punto de lanzarse a los pies de su padre y aceptar sus
deseos, no porque le hubiera ofrecido un reino sino porque lo quería y de
buena gana lo habría hecho feliz. Pero su fuerte voluntad no le permitió
ceder. No había ningún poder terrenal que pudiera evitar que hiciera lo que
creía que era su deber.
—Amado padre —respondió con tristeza y la voz llena de ternura—, no
se trata de mi amor por ti… No hay duda al respecto, ya que toda mi vida te
lo he demostrado, en todas mis acciones. Créeme: si pudiera hacer lo que
me pides, lo haría. Me gustaría hacerte feliz, pero los dioses me hablaron y
me ordenaron que permaneciera virgen y dedicara mi vida a los actos de
misericordia. Cuando es el mismo cielo quien lo ordena, ¿qué puede hacer
una princesa excepto escuchar al poder que gobierna la tierra?
Al anciano rey no le satisfizo la respuesta de Kwan-yin. Estaba furioso;
su fina y arrugada piel se volvió púrpura como si la sangre se le hubiera
subido a la cabeza.
—¡Entonces, te niegas a hacer lo que te pido! ¡Hombres, lleváosla!
¡Dadle la muerte que merece un traidor a la corona!
Mientras se llevaban a Kwan-yin lejos de su presencia, el monarca de
blanco cabello se derrumbó, desvanecido, en su trono.
Kwan-yin fue ejecutada aquella noche y descendió a un mundo inferior
de tortura. Tan pronto como puso un pie en la oscura región de los muertos,
la amplia tierra del castigo eterno se abrió y se convirtió en los jardines del
paraíso. Lirios de un blanco puro crecían por todas partes y el olor de un
millón de flores llenaba todas las habitaciones y pasillos. El rey Yama,
regente de aquel lugar, apareció para investigar la causa de aquel cambio
milagroso. Tan pronto como sus ojos se posaron en el hermoso rostro
juvenil de Kwan-yin, vio en ella el emblema de una pureza que no merecía
otra cosa que el cielo.
—Hermosa virgen, hacedora de tantas bondades —comenzó a decir,
después de dirigirse a ella por su título—, te suplico, en nombre de la
justicia, que te marches de este reino maldito. No está bien que la flor más
hermosa del cielo pierda su fragancia en este lugar. Los culpables deben
sufrir aquí, donde el pecado no ha de encontrar recompensa. Márchate,
pues, de mis dominios. Te ha sido concedido el melocotón de la vida
inmortal y el cielo será tu morada.
De este modo, Kwan-yin superó a todos los reyes y reinas terrenales al
convertirse en la Diosa de la Misericordia. Y desde entonces, debido a su
inmensa bondad, miles de personas humildes rezan cada año ante su
hermosa imagen, con lágrimas de amor en sus ojos en lugar de miedo.
Los dos ilusionistas

U n hermoso día de primavera, dos hombres acudieron a la plaza de una


conocida ciudad china. Llevaban ropas sencillas y parecían dos
campesinos normales de visita en la ciudad. A juzgar por sus rostros, eran
padre e hijo. El mayor, un hombre de unos cincuenta años, con arrugas,
lucía una escasa barba gris. El joven llevaba una pequeña caja al hombro.
En el momento en el que estos forasteros entraron en la plaza se había
reunido una gran multitud, porque era un día de fiesta y todos querían
pasarlo bien. Los lugareños parecían muy alegres. Algunos estaban
comiendo, bebiendo y fumando en pequeñas casetas. Otros compraban
chismes a los vendedores callejeros, lanzaban monedas y jugaban a
distintos juegos de azar.
Los dos hombres caminaron sin rumbo fijo. No parecían tener amigos
entre los asistentes. Al final se detuvieron a leer un anuncio colocado en la
entrada de la sala de audiencias, o yamen, y un viandante les preguntó
quiénes eran.
—Oh, somos faranduleros de una provincia lejana —dijo el mayor,
sonriendo y señalando la caja—. Sabemos hacer muchos trucos para
entretener a la gente.
La noticia de que dos famosos ilusionistas capaces de realizar muchas
proezas acababan de llegar a la capital se extendió entre la multitud. Resultó
que el mandarín, el alcalde de la ciudad, estaba en aquel mismo momento
agasajando a sus invitados en el yamen. Habían terminado de comer y el
anfitrión no sabía qué hacer para entretener a sus amigos cuando un criado
le habló de los faranduleros.
—Pregúntales qué saben hacer —le pidió el mandarín con entusiasmo
—. Si nos divierten les pagaré bien, pero quiero algo más que los viejos
trucos de equilibrio y lanzamiento de cuchillos. Tendrán que enseñarnos
algo nuevo.
El criado salió y habló con los volatineros.
—El alcalde quiere que le digáis qué sabéis hacer. Si podéis entretener a
sus invitados os llevará al pabellón privado, donde actuaréis ante ellos y los
allí reunidos.
—Dile a tu honorable señor —contestó el mayor, a quien llamaremos
Chang— que no lo decepcionaremos. Dile que venimos de la ignota tierra
de los sueños y las visiones, que podemos convertir las rocas en montañas,
los ríos en océanos, los ratones en elefantes… En resumen, que no hay nada
mágico demasiado difícil para nosotros.
El alcalde quedó encantado con el informe de su criado.
—Ahora nos divertiremos un poco —anunció a sus invitados—, porque
unos comediantes realizarán sus trucos maravillosos ante nosotros.
Los invitados salieron al pabellón que había a un lado de la plaza. El
mandarín ordenó que se colocara una cuerda para delimitar un espacio
abierto donde los Chang pudieran llevar a cabo su exhibición.
Los dos forasteros entretuvieron un rato a la gente con algunos trucos
sencillos como girar platos en el aire, lanzar cuencos al cielo y atraparlos
con palillos, hacer que crezcan flores en macetas vacías y transformar un
objeto en otro.
—Estos trucos están muy bien, pero ¿qué hay de vuestros alardes de
convertir ríos en océanos y ratones en elefantes? ¿No habéis dicho que
venís de la tierra de los sueños? —gritó el mandarín—. Los trucos que
habéis hecho están manidos y gastados. ¿No tenéis nada nuevo con lo que
obsequiar a mis invitados en esta festividad?
—Por supuesto, su Excelencia, pero ningún trabajador haría más de lo
que le exige su patrono. ¿No iría eso contra las enseñanzas de nuestros
padres? Te aseguro que podemos hacer cualquier cosa que pidas. Solo
tienes que decirlo.
El mandarín se rio de sus fanfarronadas.
—¡Cuidado, hombre! No lleves tus promesas demasiado lejos. A mi
alrededor hay muchos impostores y ya no creo las palabras de los
desconocidos. ¡Escucha! No mientas, porque si mientes en presencia de mis
invitados, no dudaré en pedir que te azoten.
—Mis palabras son ciertas, su Excelencia —repitió Chang con seriedad
—. ¿Qué ganaríamos con el engaño, nosotros que hemos realizado nuestros
milagros ante los innumerables moradores del Reino Celestial?
—¡Ja! ¡Menudos fanfarrones! —exclamaron los invitados—. ¿Qué
podríamos ordenarles que hicieran?
Se reunieron un instante para decidirlo, entre susurros y risas.
—¡Lo tengo! —exclamó el anfitrión al final—. En el banquete no había
fruta, ya que no es la temporada. Supongo que podríamos pedirles que nos
la proporcionaran. Oíd, amigos: traednos un melocotón, y que sea rápido.
No tenemos tiempo para tonterías.
—¿Qué? ¿Un melocotón? —preguntó el anciano Chang, fingiéndose
consternado—. Seguramente no esperarás que consigamos un melocotón en
esta época del año.
—Habéis quedado atrapados en vuestras propias mentiras —se rieron
los invitados, y la gente empezó a ulular burlonamente.
—Pero, padre, prometiste hacer cualquier cosa que pidieran —le dijo el
hijo—. Si quiere un melocotón, ¿cómo vas a negarte y al mismo tiempo
mantener tu palabra?
—Seguramente tienes razón. Muy bien, señores —dijo, dirigiéndose a
la multitud—, si es un melocotón lo que queréis, vaya, un melocotón
tendréis, aunque tenga que traerlo del huerto del Reino Celestial.
Todos quedaron en silencio; los invitados del mandarín dejaron de reír.
El viejo, todavía murmurando, abrió la caja de la que había estado sacando
los cuencos mágicos, los platillos y el resto de artículos.
—¡Mira que querer melocotones en esta época! ¿A dónde vamos a ir a
parar?
Después de rebuscar unos instantes en la caja, sacó una madeja de hilo
dorado, delicadamente hilada y tan ligera como una telaraña. Tan pronto
como desenrolló un trozo de este hilo, una repentina ráfaga de aire se
levantó sobre las cabezas de los espectadores. Cuanto más rápido tiraba el
anciano del hilo mágico, más alto se elevaba el extremo suelto hacia el
suelo, hasta que ningún presente pudo verlo por mucho que forzara los ojos.
—¡Maravilloso, maravilloso! —exclamaron todos al unísono—. ¡El
anciano es un mago!
Por un momento se olvidaron del mandarín, de los faranduleros y del
melocotón y contemplaron asombrados el vuelo del hilo mágico.
El anciano pareció quedar satisfecho con la distancia a la que estaba su
hilo y, tras hacer una reverencia a los espectadores, ató el otro extremo a
una enorme columna de madera que ayudaba a sostener el techo del
pabellón. Por un momento, la estructura tembló y osciló como si también
fuera a elevarse en dirección al cielo azul; los invitados palidecieron y se
agarraron a sus sillas, pero ni siquiera entonces se atrevió a hablar el
mandarín, porque estaba seguro de que estaban en presencia de magos.
—Todo está listo para el viaje —dijo tranquilamente el viejo Chang.
—¿Cómo? ¿Vas a marcharte? —le preguntó el alcalde tras encontrar de
nuevo su voz.
—¿Yo? Oh, no, mis viejos huesos no son lo suficientemente fuertes para
una subida rápida. Mi hijo nos traerá el melocotón mágico. Es joven y lo
suficientemente atractivo para entrar en el huerto celestial. «Hermoso,
hermoso es el melocotonero…». ¿Recuerdas los versos del poema? «Y un
hermoso hombre será quien arranque su fruto».
Al mandarín le sorprendió aún más que el ilusionista conociera el
célebre poema clásico. Esto hizo que sus amigos y él estuvieran mucho más
seguros de que los recién llegados eran, efectivamente, seres mágicos.
El joven, a una señal de su padre, se tensó el cinturón y las bandas de
los tobillos y, tras un elegante gesto hacia la asombrada multitud, saltó
sobre el hilo mágico, se balanceó un instante en la pronunciada inclinación
y después subió con la misma agilidad que un marinero por una escala de
cuerda. Trepó cada vez más alto, hasta que no parecía mayor que una
alondra ascendiendo al cielo azul y, después, que una diminuta mota, muy,
muy lejos, en el horizonte del oeste.
La gente miraba asombrada y con la boca abierta. Estaban perplejos y
también atemorizados; apenas se atrevían a mirar al mago que estaba
tranquilamente ante ellos, fumando su pipa de larga caña.
El mandarín, avergonzado por haberse reído y amenazado a aquel
hombre que era sin duda un ser mágico, no sabía qué decir. Chasqueó sus
largas uñas y miró a sus invitados con mudo asombro. Los invitados bebían
su té en silencio y la multitud de espectadores estiraba el cuello en un
esfuerzo vano por ver al mago desaparecido. Solo uno en toda aquella
reunión, un pequeño niño de ocho años con los ojos brillantes, se atrevió a
romper el silencio y provocó una sincera explosión de júbilo al exclamar:
—Oh, papá, ¿por qué el joven mago ha volado hacia el cielo dejando a
su pobre padre solo?
El anciano se rio a carcajadas, como todos los demás, y lanzó una
moneda al niño.
—Ah, qué buen chico —dijo, sonriendo—. Ha sido bien educado para
querer a su padre; no hay que temer que las costumbres ajenas estropeen su
amor filial.
Después de algunos minutos de espera, el viejo Chang dejó su pipa a un
lado y fijó los ojos de nuevo en el Cielo del Oeste.
—Ya viene —dijo tranquilamente—. El melocotón pronto estará aquí.
De repente, levantó la mano como si fuera a atrapar un objeto al vuelo
pero, por mucho que miraba, la gente no veía nada. ¡Ssssshh! ¡Pam! Cayó
como un rayo y, ¡sorpresa!, entre los dedos del mago había un melocotón, el
más hermoso que la gente había visto nunca, grande y rosado.
—Recién salido del huerto de los dioses —anunció Chang, ofreciendo
la fruta al mandarín—. Un melocotón en la segunda luna, cuando la nieve
apenas se ha fundido.
ix. Trepó cada vez más alto.

Temblando de nerviosismo, el alcalde cogió el melocotón y lo partió.


Era suficientemente grande para que todos sus invitados lo probaran, ¡y qué
sabor tenía! Se lamieron los labios deseando más, pensando que nunca
volverían a disfrutar de la fruta normal.
Pero todo aquel tiempo el viejo volatinero, mago, ser mágico o como
decidáis llamarlo, estaba mirando el cielo con nerviosismo. Aquel truco le
había costado más de lo que había estado dispuesto a pagar. Era cierto:
había sido capaz de traer el melocotón mágico que el mandarín le había
pedido, pero ¿y su hijo? ¿Dónde estaba su hijo? Entornó los ojos y miró el
cielo azul. Todo el mundo hizo lo mismo, pero nadie conseguía ver al joven.
—Oh, mi hijo, mi hijo… —se lamentó el anciano, desesperado—. ¡Qué
cruel es el destino que me ha despojado de ti, el único apoyo de mis últimos
años! Oh, hijo mío, ¿por qué he tenido que enviarte a un viaje tan
peligroso? ¿Quién cuidará de mi tumba cuando muera?
De repente, el hilo de seda por el que el joven había subido al cielo dio
un tirón que casi arrancó el poste al que estaba atado y cayó de las alturas
formando un montón en el suelo.
El anciano gritó y se cubrió el rostro con las manos.
—¡Ay de mí! Lo que ha pasado está muy claro —sollozó—. Han
descubierto a mi hijo después de arrancar el melocotón mágico del huerto
de los dioses y lo han encarcelado. ¡Qué desgraciado soy! ¡Qué
desgraciado!
El mandarín y sus amigos se sintieron profundamente conmovidos por
el dolor del anciano e intentaron en vano consolarlo.
—Quizá regrese —le dijeron—. ¡No desesperes!
—Sí, pero ¿en qué forma? —contestó el mago—. ¡Mirad! Están
devolviéndolo a su padre.
Todos miraron y vieron agitándose y retorciéndose en el aire un brazo
del joven. Cayó en la tierra ante ellos, frente a los pies del mago. A
continuación llegó la cabeza, una pierna, el tronco. Una a una, ante la
estremecida multitud que lo observaba sin aliento, fueron devueltas a su
padre todas las partes del desdichado joven.
Después del primer ataque de crudo dolor, el anciano recuperó con gran
esfuerzo el control de sus sentimientos y empezó a reunir las extremidades
y a meterlas con gran cuidado en la caja de madera.
Para entonces ya eran muchos los espectadores que estaban llorando al
ver la aflicción del padre.
—Venga —dijo el mandarín al final, profundamente conmovido—,
entreguemos a este hombre dinero suficiente para que pueda enterrar a su
chico decentemente.
Todos los presentes se mostraron de acuerdo, porque no hay visión en
China que dé más lástima que la de un envejecido padre al que la muerte le
ha robado su único hijo. Una lluvia de monedas cayó a los pies del
funambulista, por cuyo rostro caían lágrimas de gratitud y de tristeza. Tras
reunir el dinero y guardarlo en un gran trozo de tela negra, su rostro sufrió
un cambio sorprendente. De repente parecía haber olvidado su dolor. Se
acercó a la caja y levantó la tapa. La gente lo oyó decir:
—Sal, hijo; la multitud espera que le des las gracias. ¡Date prisa! Han
sido muy generosos con nosotros.
Un instante después, abrió la caja de golpe y el joven apareció ante el
mandarín, sus amigos y el resto de espectadores, fuerte y entero una vez
más. Dio un paso adelante e hizo una reverencia, uniendo las manos en el
saludo oficial.
Por un momento, todos quedaron en silencio. Después, cuando
empezaron a entender lo ocurrido, se acercaron a ellos en un tumulto de
gritos, risas y alabanzas.
—¡No hay duda de que unos seres mágicos nos han visitado! —gritaban
—. ¡La ciudad ha sido bendecida con la buena suerte! ¡Quizá es el propio
Oerlang quien está entre nosotros!
El mandarín se dirigió a los comediantes y les dio las gracias en nombre
de la ciudad por su visita y por el melocotón del huerto celestial que habían
dado a probar a sus invitados.
Mientras hablaba, la caja mágica se abrió de nuevo; los dos magos se
metieron dentro, la tapa se cerró y el baúl se elevó sobre las cabezas de la
gente. Flotó en un círculo un momento, como una paloma migrante
intentando encontrar el rumbo antes de comenzar el viaje de regreso.
Después tomó velocidad repentinamente, salió disparado hacia el cielo y
desapareció de la vista de todos. Como prueba de la visita de los extraños
forasteros no quedó nada más que el hueso del melocotón mágico que
estaba junto a las tazas de té en la mesa del mandarín.
Según los relatos más antiguos, no hay nada más que contar de esta
historia. Sin embargo, eruditos posteriores han declarado que el alcalde y
sus amigos, que habían comido del melocotón mágico, sintieron de
inmediato un cambio en sus vidas. Antes de la llegada de los magos habían
vivido deshonrosamente, habían aceptado sobornos y tomado parte en
muchas prácticas vergonzosas, pero después de probar la fruta celestial
empezaron a comportarse mejor. La gente empezó a respetarlos, diciendo:
—Estos hombres no son como los demás, porque son justos y honestos,
y se portan bien con nosotros. ¡No nos gobiernan egoístamente!
Además, sabemos que pocos años después la ciudad se convirtió en la
región de China con mayor producción de melocotón. Cuando los forasteros
entraban en los huertos y miraban con admiración los hermosos frutos de
dulce aroma, los lugareños les preguntaban con orgullo:
—¿Nunca habéis oído hablar del melocotón mágico que dio origen a
estos huertos, el melocotón milagroso que los magos nos trajeron del Reino
Celestial?
El barco fantasma

U n barco cargado de turistas navegaba del norte de China a Shanghái.


Los fuertes vientos y las tormentas lo habían retrasado, y aún estaba a
una semana del puerto cuando una grave enfermedad empezó a extenderse a
bordo. Esta enfermedad era del peor tipo. Atacó a pasajeros y marineros por
igual hasta que quedaron tan pocos para gobernar el navío que parecía que
pronto quedaría a merced del viento y de las olas.
Había muertos por todas partes y los alaridos de los moribundos eran
terribles. Del numeroso grupo de viajeros solo quedaba uno vivo, un niño
llamado Ying-lo. Al final, los pocos marineros que quedaban, los que
habían intentado salvar el barco, se vieron obligados a tumbarse sobre
cubierta presos de la terrible enfermedad. Pronto ellos también murieron.
Ying-lo estaba solo en el mar. Por alguna razón (él no sabía por qué) los
dioses o los espíritus del mar le habían perdonado la vida, pero al mirar a
los amigos y seres queridos que habían muerto, casi hubiera preferido morir
con ellos.
Las velas se agitaban como unas grandes alas rotas mientras las olas
gigantes golpeaban la cubierta, arrastrando muchos de los cadáveres por la
borda y calando al pequeño hasta los huesos. Temblando de frío, se dio por
perdido y rezó a los dioses, de quienes su madre le había hablado a menudo,
para que lo sacaran de aquel horrible barco y le permitieran escapar de la
mortal enfermedad.
Mientras así rezaba, escuchó un ligero sonido en la jarcia sobre su
cabeza. Levantó la mirada y vio una bola de fuego corriendo por una verga
cerca del final del mástil. La visión era tan extraña que olvidó su oración
para mirarla, asombrado. Para su sorpresa, la bola se hizo cada vez más
brillante y empezó a deslizarse por el mástil, incrementando de tamaño a
medida que bajaba. El pobre chico no sabía qué hacer ni qué pensar.
¿Habían enviado los dioses fuego para quemar el barco en respuesta a su
oración? Si era así, pronto acabaría todo. Cualquier cosa sería mejor que
estar solo en el mar.
La bola de fuego se acercaba cada vez más. Al final, cuando llegó a la
cubierta, ocurrió algo muy, muy extraño: la luz desapareció y un extraño
hombrecillo apareció ante Ying-lo. Se quedó mirando fijamente el rostro
asustado del niño.
—Sí, tú eres el muchacho al que estoy buscando —le dijo finalmente
con una voz sibilante que casi hizo que Ying-lo sonriera—. Tú eres Ying-lo,
el único que queda de este desgraciado grupo —añadió, señalando los
cadáveres que había sobre cubierta.
Aunque sabía que el anciano no pretendía hacerle daño, el niño no dijo
nada. Esperó en silencio, preguntándose qué ocurriría a continuación.
De pronto el navío empezó a agitarse tan violentamente que parecía que
en cualquier momento zozobraría y acabaría bajo las espumosas olas. A la
derecha, a pocos kilómetros de distancia, algunas rocas afiladas sobresalían
del agua, elevando sus crueles cabezas como si esperaran al indefenso
barco.
El recién llegado caminó lentamente hacia el mástil y lo golpeó tres
veces con una vara de hierro que había estado usando como bastón. Las
velas se hincharon de inmediato, el barco se enderezó y comenzó a
deslizarse sobre el mar tan rápido que las gaviotas quedaron pronto muy
atrás, mientras que las amenazantes rocas de las que el navío había estado
tan cerca eran como motas a lo lejos.
—¿Te acuerdas de mí? —preguntó el extraño girándose hacia Ying-lo
de repente, pero su voz se perdió en el silbido del viento y el chico solo se
dio cuenta de que el hombre estaba hablando por el movimiento de sus
labios. El anciano se inclinó para acercar la boca a la oreja de Ying-lo—.
¿No me habías visto antes?
Al principio el niño negó con la cabeza, desconcertado. Después, al
mirarlo con mayor atención, pareció reconocer algo en el arrugado rostro
del desconocido.
—Sí, eso creo, pero no sé cuándo.
El hombre detuvo el soplido del viento con un golpe de su vara y habló
de nuevo a su pequeño compañero:
—Hace un año pasé por tu aldea. Iba vestido con harapos, mendigando,
intentando encontrar a alguien que se apiadara de mí. Pero ¡ay de mí!, nadie
respondió a mi petición de compasión. No me echaron ni un trozo de
corteza de pan al cuenco. Todos parecían sordos, y los feroces perros me
seguían de puerta en puerta. Al final, casi muerto de hambre, empecé a
pensar que en aquella aldea no había ni una sola buena persona. Justo
entonces me encontré contigo, viste mi sufrimiento, corriste a tu casa y me
trajiste comida. Tu despiadada madre te vio hacerlo y te golpeó con
crueldad. ¿Lo recuerdas ahora, niño?
—Sí, lo recuerdo —respondió con tristeza—. Mi madre está ahora
muerta. ¡Qué pena! Todos, todos han muerto; mi padre, y también mis
hermanos. No queda vivo nadie de mi familia.
—No te imaginabas, chico, a quién diste comida aquel día. Creíste que
era un mendigo, pero ¡atiende!, no alimentaste a un pobre, porque yo soy
Li, el del Bastón de Hierro. Habrás oído hablar de mí cuando narran las
aventuras en la tierra de los espíritus del Reino Celestial.
—Sí, sí —respondió Ying-lo, estremeciéndose de miedo y alegría—, de
hecho he oído hablar de ti muchas, muchas veces, y entre todos te prefiero a
ti por tus bondadosos actos de piedad.
—Pero los demás no me mostraron su amor, pequeño. Seguramente
sabes que, si alguien desea compensar los actos piadosos de los dioses, debe
empezar realizando él mismo actos de ese tipo. En toda tu aldea, nadie
excepto tú se apiadó de mí cuando iba envuelto en harapos. Si hubieran
sabido que era Bastón de Hierro, todo habría sido diferente; me habrían
agasajado con un festín y me habrían suplicado protección.
»El modo correcto de amar / es hacerlo sin discriminar. / El mendigo
harapiento / comparte tu mismo aliento.
»¿Qué define al hombre? / ¿Su ropa, su renombre? / Bajo la piel
arrugada por la edad / podría esconderse una deidad.
»Trata pues con bondad y amor / tanto al siervo como al señor. / Una
sonrisa amable, un gesto amistoso… / El amor siempre es hermoso.
Ying-lo escuchó con asombro los breves versos de Bastón de Hierro y,
cuando terminó, en el rostro del chico resplandecía el amor del que el dios
había hablado.
—¡Mis pobres padres! —exclamó—. Ellos no entendían las cosas
hermosas de las que me has hablado. Crecieron en la pobreza. Fueron
maltratados en su infancia, así que ellos aprendieron a golpear a los que les
suplicaban ayuda. No es de extrañar que en sus corazones no hubiera
compasión cuando te vieron con ropas de mendigo.
—¿Y qué me dices de ti, muchacho? Tú no hiciste oídos sordos cuando
me dirigí a ti. ¿Es que tú no has sido azotado y castigado toda tu vida?
¿Cómo aprendiste entonces a mirar con amor a aquellos que sufren
necesidad?
El niño no podía contestar a aquellas preguntas. Miró a Bastón de
Hierro con tristeza.
—Oh, ¿no podrías devolver la vida a mis padres y hermanos? Dales otra
oportunidad para que sean personas buenas y útiles.
—Escucha, Ying-lo: eso es imposible a menos que hagas dos cosas —le
contestó, acariciándose la barba con seriedad y apoyado sobre su bastón.
—¿Qué? ¿Qué debo hacer para salvar a mi familia? Haré cualquier cosa
que me pidas; nada será demasiado para compensar tu bondad.
—Primero debes contarme alguna buena obra que hayan realizado las
personas por cuya vida estás suplicando. Cuéntame solo una y será
suficiente; va contra nuestras reglas ayudar a aquellos que nunca han hecho
nada por los demás.
Ying-lo se quedó en silencio y por un momento su rostro se nubló.
—¡Ya lo sé! —dijo al final con alegría—. Una vez quemaron incienso
en el templo. Ese fue sin duda un acto de virtud.
—Pero ¿cuándo fue eso, pequeño?
—Cuando mi hermano mayor enfermó fueron a rezar para que se
recuperara. El jugo de nabo hervido y el resto de medicinas de los médicos
no conseguían sanarlo, así que mis padres se lo pidieron a los dioses.
—¡Qué egoístas! —murmuró Bastón de Hierro—. Si su hijo mayor no
hubiera estado muriéndose, no habrían gastado ningún dinero en el templo.
Intentaron comprar su salud de ese modo porque esperaban que los cuidara
en su vejez.
Ying-lo parecía abatido.
—Tienes razón —contestó.
—¿No se te ocurre nada más?
—Sí, oh, sí. El año pasado un forastero se desmayó delante de nuestra
casa. Entonces lo acogieron y lo cuidaron.
—¿Durante cuánto tiempo? —le preguntó con brusquedad.
—Hasta que murió a la semana siguiente.
—¿Y qué hicieron con la mula que cabalgaba, con su camastro y con el
dinero de su bolsa? ¿Intentaron devolvérselo a su familia?
—No, dijeron que se lo quedarían como pago por las molestias —
contestó Ying-lo, poniéndose colorado.
—¡Inténtalo de nuevo, querido muchacho! ¿No llevaron a cabo ni un
solo pequeño acto de bondad que no fuera egoísta? Piensa bien.
Ying-lo no contestó durante un largo rato. Al final, habló en voz baja:
—Se me ocurre uno, pero me temo que no será suficiente.
—Ningún bien, hijo, es demasiado poco cuando los dioses juzgan el
corazón de un hombre.
—La primavera pasada, los pájaros estaban comiendo en el huerto de
mi padre. Mi madre quería comprar veneno en la tienda para liquidarlos,
pero mi padre dijo que no, que las criaturas pequeñas tenían derecho a vivir
y que él no estaba a favor de matarlas.
—Por fin, Ying-lo, has nombrado un verdadero acto de misericordia.
Como él perdonó la vida de los pequeños pajaritos, yo perdonaré su vida, la
de tu madre y la de tus hermanos.
»Pero, recuerda: hay otra cosa que depende de ti.
Los ojos de Ying-lo brillaban llenos de gratitud.
—Si depende de mí, tienes mi promesa de que lo haré. Ningún
sacrificio será demasiado si con ello salvo a mis seres queridos, aunque
fuera mi vida la que se pidiera como pago.
—Muy bien, Ying-lo. Lo que te pido es que sigas mis instrucciones al
pie de la letra. Ahora es el momento de cumplir la promesa que me has
hecho.
Dicho eso, Bastón de Hierro pidió a Ying-lo que le señalara a los
miembros de su familia y, acercándose a ellos uno a uno, rozó sus frentes
con el extremo de su vara de hierro. Inmediatamente se levantaron sin decir
palabra. Miraron a su alrededor, reconocieron a Ying-lo y retrocedieron
asustados al verlo acompañado de un ser mágico. Cuando el último se hubo
puesto en pie, Bastón de Hierro les pidió que escucharan. Estaban
demasiado aterrados para hablar porque veían por todas partes las señales
de la enfermedad que había arrasado el barco y recordaban la aterradora
agonía que habían sufrido al morir. Todos sabían que los habían devuelto a
la vida a través de algún poder mágico.
—Amigos míos —comenzó el dios—, hace menos de un año, cuando
me echasteis de vuestra puerta, no pensasteis que vosotros mismos podríais
necesitar misericordia. Hoy habéis visto parte de la horrible tierra de Yama.
Habéis visto el terror de sus torturas, habéis oído los gritos de sus esclavos
y, en una noche más, os habrían llevado ante su presencia para ser juzgados.
¿Qué poder es el que os ha salvado de sus garras? ¿Si miráis atrás, si
repasáis vuestras malvadas vidas, se os ocurre alguna razón por la que
merezcáis este rescate? No, no hay ningún resquicio de bondad en vuestros
negros corazones. Bueno, yo os lo diré: ha sido este pequeño, Ying-lo,
quien muchas veces ha sentido el peso de vuestras malvadas manos y se ha
escondido, aterrado, a vuestra llegada. Solo a él le debéis mi ayuda.
Padre, madre y hermanos se miraron por turnos, primero al dios y
después al tímido niño que bajó la mirada ante sus expresiones de gratitud.
—En recompensa por su bondad, se había reservado en el Reino
Celestial un lugar para este niño al que siempre habéis menospreciado. A
decir verdad, yo había venido para acompañarlo a esa tierra mágica. Sin
embargo, él desea sacrificarse por vosotros y con gran tristeza accederé a
sus deseos. Su sacrificio será la renuncia a su lugar entre los dioses para
seguir viviendo aquí, en esta tierra, con vosotros. Intentará que haya
cambios en la familia. Si en algún momento lo tratáis mal y no atendéis sus
deseos… Escuchad bien mis palabras: gracias al poder del bastón mágico
que llevo en las manos, entrará de inmediato en la tierra de los dioses y os
dejará morir por vuestra maldad. Esto es lo que le ordeno que haga, y me ha
prometido obedecer mis deseos.
»La enfermedad os atrapó de repente y terminó con vuestras mezquinas
vidas. Ying-lo os ha liberado de sus garras y su poder podría alejaros de
vuestra antigua vida de pecado. Nadie más que él puede llevar el bastón que
voy a dejarle. Si alguno de vosotros lo toca, caerá muerto de inmediato.
»Y ahora, pequeño, ha llegado el momento de mi marcha. Pero antes
debo mostrarte lo que puedes hacer. A tu alrededor están los cadáveres de
los marineros y pasajeros. Golpea el mástil tres veces y desea que vuelvan a
la vida.
Dicho esto, entregó a Ying-lo el bastón de hierro.
Aunque el bastón era pesado, el niño lo levantó como si fuera una varita
mágica. Se acercó al mástil y lo golpeó tres veces, tal como le había
ordenado. De inmediato los cadáveres se levantaron, llenos de vida y
fuerza.
—Ahora ordena que el barco os lleve de vuelta al puerto de origen,
porque estas pecaminosas criaturas de ningún modo son merecedoras de
hacer un viaje al extranjero. Primero deben volver y limpiar el pecado de
sus hogares.
El niño golpeó el mástil una vez más y deseó que el gran barco
regresara a casa. Tan pronto como movió el bastón, el navío giró como un
pájaro en el cielo y comenzó el viaje de regreso. El barco navegaba tan
rápido como el rayo, porque se había convertido en un barco mágico. Antes
de que los marineros y los viajeros se recuperaran de su sorpresa, avistaron
tierra y descubrieron que, de hecho, estaban entrando en el puerto.
Mientras el barco navegaba hacia la costa, el dios se despidió de Ying-lo
y se convirtió en una bola de fuego que rodó por cubierta y subió el mástil.
Cuando llegó a la parte superior de las jarcias, flotó hacia el cielo azul y
todos los de a bordo, mudos por la sorpresa, la observaron hasta que
desapareció.
Con un suspiro agradecido, Ying-lo abrazó a sus padres y bajó con ellos
a tierra.
La estela de madera

–¡ S í,único
hijo mío; pase lo que pase, asegúrate de proteger esa tablilla. Es lo
que tenemos que merece la pena guardar.
El padre de K’ang-p’u acababa de salir en dirección a la ciudad, donde
pasaría todo el día. Había pedido a K’ang-p’u que hiciera algunas tareas en
el pequeño huerto, porque el chico era fuerte y siempre estaba dispuesto a
ayudar.
—Muy bien, padre, haré lo que me has pedido. Pero supón que los
soldados extranjeros vienen mientras no estás. He oído que ayer llegaron a
T’ang Shu y quemaron la aldea. Si vinieran aquí, ¿qué debería hacer?
El señor Lin se rio de buena gana.
—Bueno, ¡aquí no hay nada que puedan quemar! Una casa de adobe
con el tejado de paja y un montón de harapos como cama. Seguramente no
se molestarán en dañar mi pequeña cabaña. Lo que buscan es dinero o cosas
que puedan vender.
—Pero, padre —insistió el chico—, ¿es que lo has olvidado?
Seguramente no querrás que quemen la estela de tu padre.
—Es verdad; lo había olvidado. Sí, sí, muchacho, pase lo que pase
asegúrate de salvar la estela. Es lo único que tenemos que merece la pena
conservar.
Dicho eso, el señor Lin se marchó dejando a K’ang-p’u solo. El
pequeño apenas tenía doce años. Siempre sonreía y tenía el corazón alegre.
Cuando se quedaba solo no lloraba ni se volvía perezoso.
Entró en la casa, pequeña y pobre, y se detuvo un momento para mirar
con seriedad la tablilla de madera. Estaba sobre un estante, un trozo
rectangular de madera de unos treinta centímetros de alto dentro de una caja
también de madera. A través de la celosía delantera, K’ang-p’u podía ver el
nombre de su abuelo escrito en caracteres chinos sobre la tablilla. Desde su
infancia, a K’ang-p’u lo habían enseñado a tratar aquel trozo de madera con
reverencia.
—El espíritu de tu abuelo está dentro —le había dicho su padre una vez
—. Debes rezar por su espíritu porque era un buen hombre, mucho mejor
que tu padre. Si lo hubiera obedecido en todo, yo, su único hijo, no estaría
ahora viviendo en esta miserable choza.
—Pero ¿él no vivía aquí también? —le preguntó K’ang-p’u,
sorprendido.
—Oh, no, vivíamos en una casa grande que está muy lejos, en otra
aldea. Una casa grande con una alta muralla de piedra.
El pequeño se quedó sorprendido al oír esto, porque en su aldea no
había ningún muro de piedra y creía que su abuelo debía haber sido un
hombre rico. No hizo más preguntas, pero a partir de aquel día tuvo miedo
de la caja de madera tallada en la que se suponía que vivía el espíritu de su
abuelo.
Así que, aquel día en el que su padre lo dejó solo, el chico se quedó
mirando la tablilla y preguntándose cómo podía apretarse el espíritu de un
hombre adulto en un espacio tan pequeño. Extendió un dedo con cautela,
rozó la parte inferior de la caja y lo retiró, casi asustado por su atrevimiento.
No ocurrió nada malo. No parecía distinta a cualquier otra cosa de madera.
Un poco desconcertado, salió de la casa hacia el pequeño huerto. Su padre
le había dicho que recolocara algunas coles jóvenes. K’ang-p’u había hecho
aquello muchas veces antes. Primero reunió una cesta de plumas de gallina,
porque su padre le había dicho que si introducía una pluma en las raíces de
las plantas estas crecerían fuertes y sanas.
K’ang-p’u trabajó todo el día en el huerto. Empezaba a sentirse cansado
cuando escuchó que una mujer gritaba a lo lejos. Dejó caer su cesta y corrió
a la puerta. Camino abajo, al otro lado de la aldea, una multitud de mujeres
y niños corrían de un lado a otro y, ¡sí!, allí estaban los soldados… ¡Los
temibles soldados extranjeros! Estaban quemando las casas y robando todo
lo que encontraban.
La mayoría de los niños se hubieran asustado y habrían echado a correr
sin pensar en nada más. K’ang-pú, sin embargo, aunque temía a los
soldados tanto como el resto de muchachos, era demasiado valiente para
huir sin cumplir primero con su deber. Decidió quedarse allí hasta estar
seguro de que los extranjeros se dirigían en su dirección, pues quizá se
cansaran de su cruel entretenimiento y dejaran intacta la pequeña casa.
Observó el saqueo con los ojos muy abiertos. ¡Pobre de él! Aquellos
hombres no parecían cansarse de su diversión. Una tras otra, entraban en las
casas para robar. Las mujeres gritaban y los niños lloraban. Casi todos los
hombres de la aldea estaban lejos, en el mercado de otro pueblo, porque
ninguno de ellos había esperado un ataque.
Los salteadores se acercaban cada vez más. Cuando llegaron a la casa
vecina, K’ang-p’u supo que había llegado el momento de cumplir con su
deber. Agarró la cesta de plumas de gallina, entró corriendo en la casa,
cogió la valiosa tablilla del estante y la escondió en el fondo de la cesta. A
continuación, sin detenerse a despedirse del lugar donde había pasado toda
su vida, salió corriendo a la estrecha calle.
—¡Matad a ese chico! —gritó un soldado con el que K’ang-p’u casi
tropezó en su huida—. ¡Niño, suelta esa cesta! ¡Robar no está bien!
—¡Sí, matadlo! —gritó otro, y profirió una estrepitosa carcajada—.
Será una buena cena.
Pero ninguno lo tocó y K’ang-p’u, aferrado a su carga, llegó
rápidamente al serpenteante sendero entre los campos de maíz. Si lo
seguían, se escondería entre las gigantescas mazorcas. Tenía las piernas
cansadas y se sentó debajo de un arco de piedra cerca de un cruce para
descansar.
¿A dónde iría? ¿Qué haría? Aquellas eran las preguntas que llenaban el
confundido cerebro del niño. Primero debía descubrir si los soldados habían
destruido todas las casas de su aldea. Si hubiera alguna intacta, regresaría al
caer la noche para reunirse con su padre.
Después de varios intentos logró subir a una de las columnas de piedra.
Desde el arco tenía una buena vista de los alrededores. Su aldea estaba al
oeste. Cuando vio la enorme nube de humo elevándose de las casas, su
corazón latió rápidamente. Los ladrones estaban acabando con aquel lugar y
pronto no quedaría nada más que montones de barro, ladrillo, cenizas y
escombros.
La noche llegó. K’ang-p’u bajó de su percha de piedra. Empezaba a
tener hambre, pero no se atrevía a volver a casa. Y, además, ¿no tendrían
hambre también el resto de aldeanos? Se tumbó a los pies del arco de piedra
con la cesta a su lado. Pronto cayó profundamente dormido.
No sabía cuánto tiempo había pasado dormido, pero cuando despertó
sobresaltado y miró a su alrededor, la luna lo iluminaba todo y todavía no
había amanecido. Alguien lo había llamado por su nombre. Al principio
había creído que era la voz de su padre, pero al despejarse se dio cuenta de
que era imposible, porque la voz parecía la de un anciano. K’ang-p’u miró a
su alrededor, asombrado, primero las columnas de piedra y luego el arco.
No había nadie a la vista. ¿Lo habría soñado?
Justo cuando se tumbó para seguir durmiendo, la voz se oyó de nuevo
muy débilmente:
—¡K’ang-p’u! ¡K’ang-p’u! ¿Por qué no me dejas salir? Debajo de todas
estas plumas no puedo respirar.
De inmediato entendió lo que ocurría. Metió la mano en la cesta, agarró
la tablilla de madera, la sacó de su escondite y la apoyó en la columna de
piedra. ¡Milagro! Allí, ante sus ojos, había un hombre diminuto, de no más
de quince centímetros, sentado sobre la tablilla con las piernas colgando. El
enano tenía una larga barba gris y K’ang-p’u, sin mirar dos veces, supo que
aquel era el espíritu de su abuelo muerto, que había vuelto a la vida y se
había vestido con carne y hueso.
—¡Ja! —se rio el hombrecillo—. Así que pensabas enterrar a tu viejo
abuelo en plumas, ¿no? Una tumba suave pero bastante olorosa.
—Pero, señor —exclamó K’ang-p’u—, ¡tuve que hacerlo para salvarte
de los soldados! Estaban a punto de quemar nuestra casa, y tú hubieras
ardido con ella.
—¡Calma, calma, muchacho! No te pongas nervioso. No estoy
riñéndote. Hiciste todo lo que pudiste por tu viejo abuelo. Si hubieras sido
como la mayoría de los muchachos, habrías salido corriendo y me habrías
dejado con esos demonios que estaban saqueando la aldea. No hay duda al
respecto: me has salvado de una segunda muerte mucho más horrible que la
primera.
K’ang-p’u se estremeció, porque sabía que su abuelo había muerto en
batalla. Había oído a su padre contar la historia muchas veces.
—Bueno, ¿qué piensas hacer? —le preguntó el anciano al final,
mirándolo fijamente.
—¿Qué pienso hacer? Bueno, en realidad no lo sé. He pensado que
quizá los soldados se hayan ido por la mañana y pueda llevarte de vuelta.
Mi padre seguramente estará buscándome.
—¿Qué? ¿Buscándote entre las cenizas? ¿Y qué podría hacer si te
encontrara? Han quemado vuestra casa, las gallinas han huido y han
aplastado vuestras coles. ¡A buen sitio iba a volver! Tú solo serías una boca
más que alimentar. ¡No! Ese plan no funcionará. Si tu padre cree que estás
muerto, se marchará a otra provincia y buscará trabajo. Eso lo salvaría de la
inanición.
—Pero ¿qué voy a hacer yo? —se lamentó el pobre K’ang-p’u—. ¡No
quiero que me deje solo!
—¿Solo? ¿Es que no cuentas con tu viejo abuelito? Está claro que no
eres un joven demasiado educado, aunque me hayas salvado de morir
quemado.
—¿Contar contigo? —repitió el muchacho, sorprendido—. Bueno, no
creo que puedas ayudarme a ganarme la vida.
—¿Por qué no, chico? ¿Estamos en una época en la que los ancianos no
sirven para nada?
—Bueno, señor, es que eres el espíritu de mi abuelo, ¡y los espíritus no
pueden trabajar!
—¡Ja! Lo que hay que oír. Mira, si haces exactamente lo que te diga, te
enseñaré lo que los espíritus pueden hacer.
K’ang-p’u se lo prometió, porque siempre era obediente; y, ¿no era
aquel hombrecillo que hablaba de un modo tan extraño el espíritu de su
abuelo? ¿No se enseña a todos los niños de China que deben honrar a sus
ancestros?
—Ahora escucha, muchacho. Primero, deja que te diga que, si no
hubieras sido bondadoso, valiente y buen hijo, yo no me molestaría en
ayudarte a salir de tus penurias. Siendo como eres, no tengo más remedio
que hacerlo. Yo eché a tu padre porque fue desobediente, y ha vivido en una
choza sucia desde entonces. No hay duda de que se ha arrepentido de sus
fechorías, porque veo que, aunque sufrió la deshonra de ser expulsado del
hogar familiar, te ha enseñado a honrarme y quererme. La mayor parte de
los chicos habrían cogido una manta o un trozo de pan antes de huir del
enemigo, pero tú solo pensaste en mi tablilla. Me salvaste y te fuiste a la
cama hambriento. Por esta valentía, te devolveré la casa de tus ancestros.
—Pero no podré vivir en ella —dijo K’ang-p’u, lleno de asombro— si
no permites que mi padre regrese. Si se marcha lo pasará muy mal: se
sentirá solo sin mí y podría morir, y entonces yo no podría ocuparme de su
tumba ni quemar incienso allí en la época adecuada.
—Eso es cierto, K’ang-p’u. Veo que quieres a tu padre igual que a tu
abuelo. Muy bien; lo haremos como deseas. Vaticino que tu padre ya se ha
arrepentido de haberme tratado tan mal.
—En efecto, así debe ser —dijo el muchacho muy seriamente—, porque
lo he visto arrodillarse ante tu tablilla muchas veces, y también quemar
incienso. Sé que lo siente mucho.
—Muy bien; vete a dormir de nuevo. Esperaremos hasta mañana y
entonces veré qué puedo hacer por ti. Esta luna no es lo suficientemente
brillante para mis viejos ojos. Tendré que esperar a mañana.
Mientras decía estas últimas palabras, el hombrecillo comenzó a
empequeñecer ante los ojos de su nieto hasta desaparecer por completo.
K’ang-p’u, al principio, estaba demasiado nervioso para cerrar los ojos.
Siguió mirando el cielo estrellado un rato, preguntándose si lo que había
oído llegaría a convertirse en realidad o si habría soñado toda aquella
historia de la aparición de su abuelo. ¿Era posible que su padre fuera a
recuperar la antigua casa familiar? Entonces recordó que una vez había oído
a su padre contar que había vivido en una casa grande en un hermoso
complejo. Fue justo antes de que las fiebres se llevaran a la madre de
K’ang-p’u. Ella estaba tumbada sobre la tosca cama de piedra, sin ninguna
de esas comodidades que son tan necesarias para los enfermos, y K’ang-p’u
recordaba que su padre le había dicho: «¡Qué pena que no vivamos en la
casa de mi padre! Allí tendrías todos los lujos. Todo esto es culpa mía, por
haberle desobedecido».
Su madre murió poco después de eso, pero K’ang-p’u había recordado
aquellas palabras desde entonces y a menudo había deseado saber más
cosas sobre aquella casa donde su padre había pasado su infancia. ¿Era
posible que pronto fueran a vivir allí? No, seguramente se trataba de algún
error: los espíritus nocturnos de sus sueños habían estado engañándolo. Con
un suspiro, cerró los ojos y cayó dormido una vez más.
Cuando volvió a despertar, el sol brillaba sobre su rostro. Miró a su
alrededor, se frotó los ojos somnolientos e intentó recordar todo lo que
había ocurrido. De repente, pensó en la tablilla y en la aparición de su
abuelo a medianoche. Pero, por extraño que parezca, la cesta no estaba
junto con todos sus contenidos. No había ni rastro de la tablilla, e incluso el
arco de piedra bajo el que había dormido se había esfumado por completo.
¡Pobre de él! ¡Qué mal había guardado la tablilla de su abuelo! ¡Qué cosas
tan horribles ocurrirían ahora que había desaparecido!
K’ang-p’u se levantó y miró a su alrededor, temblando. ¿Qué había
ocurrido mientras dormía? Al principio no supo qué hacer.
Afortunadamente, el sendero a través del maizal seguía allí, así que decidió
regresar a la aldea para ver si podía encontrar a su padre. Su charla con el
anciano no había sido más que un sueño y algún ladrón le había arrebatado
la cesta. Si al menos el arco de piedra no hubiera desaparecido, K’ang-p’u
no se sentiría tan desconcertado.
Corrió por el estrecho sendero, intentando olvidar el estómago vacío
que empezaba a gritar pidiendo comida. Aunque los soldados siguieran en
la aldea, seguramente no harían daño a un niño con las manos vacías. Sin
embargo, era probable que se hubieran marchado el día anterior. ¡Si al
menos encontrara a su padre! Cruzó el pequeño arroyo donde las mujeres
iban a frotar las ropas contra las rocas. Allí estaba la enorme morera de
donde los niños solían coger hojas para sus gusanos de seda. Otro giro del
sendero y vería la aldea.
Cuando K’ang-p’u dobló la curva y buscó las ruinas de las chozas de la
aldea, una increíble visión lo esperaba. Allí, elevándose ante él, había un
enorme muro de piedra, como esos que había visto rodeando las casas de
los ricos en la ciudad. La gran puerta estaba abierta de par en par y el
guarda salió a su encuentro.
—¡Ah! ¡Ha llegado el señorito! —exclamó.
Totalmente desconcertado, el niño siguió al criado al interior; atravesó
varios patios grandes y entró en un jardín donde crecían flores y árboles
curiosamente retorcidos.
Aquella debía ser la casa que su abuelo le había prometido… El hogar
de sus ancestros. ¡Ah! ¡Qué hermosa era! ¡Qué hermosa! Los criados hacían
reverencias ante él cuando pasaba, lo saludaban con gran respeto y
exclamaban:
—Sí, ¡es el señorito! ¡Ha vuelto con los suyos!
K’ang-p’u, al ver lo bien vestidos que iban los criados, se sintió
avergonzado de sus ropas harapientas y usó las manos para esconder un
roto. Pero se sorprendió al descubrir que ya no llevaba ropas sucias y
andrajosas, sino un traje de hermosa seda bordada. Iba vestido de la cabeza
a los pies como un joven príncipe que su padre le había señalado un día en
la ciudad.
A continuación entraron en un magnífico salón al otro lado del jardín.
K’ang-p’u no pudo contener las lágrimas, porque allí estaba su padre,
esperándolo.
—¡Hijo mío! ¡Hijo mío! —exclamó el padre—. Has vuelto. Temía
haberte perdido para siempre.
—¡Oh, no! —dijo K’ang-p’u—. No me has perdido, pero yo he perdido
la tablilla. Un ladrón vino y se la llevó anoche mientras dormía.
—¿Que has perdido la tablilla? ¿Un ladrón? Vaya, no, hijo mío, ¡te
equivocas! Está aquí, justo ante ti.
K’ang-p’u vio sobre una hermosa mesa tallada justo lo que había creído
perdido. Mientras miraba, sorprendido, casi esperaba ver la diminuta figura
con las piernas colgando y escuchar la aguda voz de su abuelo.
—¡Sí, es la tablilla perdida! —gritó alegremente—. Cuánto me alegro
de que vuelva a estar donde le corresponde.
Entonces padre e hijo cayeron de rodillas ante el emblema de madera e
hicieron nueve reverencias para agradecer al espíritu todo lo que había
hecho por ellos.
Cuando se levantaron, sus corazones albergaban una nueva felicidad.
La pepita de oro

H ace muchos, muchos años, vivían en China dos amigos llamados Ki-
wu y Pao-shu. Estos dos jóvenes, como Damón y Fintias, se querían y
siempre estaban juntos. No intercambiaban ni una mala palabra; ni un solo
pensamiento desagradable dañaba su amistad. Podrían contarse muchos
relatos interesantes sobre su generosidad y sobre cómo los dioses los habían
recompensado con la virtud. Sin embargo, una sola historia será suficiente
para mostrar lo fuerte que era su afecto y su bondad.
Era un soleado y alegre día de principios de primavera cuando Ki-wu y
Pao-shu salieron a dar un paseo juntos, porque estaban cansados de la
ciudad y sus ruidos.
—Adentrémonos en el corazón del pinar —dijo Ki-wu jovialmente—.
Allí olvidaremos nuestras preocupaciones, respiraremos el dulce aroma de
las flores y nos tumbaremos en el suelo cubierto de musgo.
—¡Estupendo! —exclamó Pao-shu—. Yo también estoy cansado y el
bosque es el mejor lugar donde descansar.
Recorrieron el serpenteante sendero tan felices como dos enamorados
de vacaciones, con los ojos fijos en las lejanas copas de los árboles. Sus
jóvenes corazones latían rápidamente mientras se acercaban al bosque.
—He trabajado en mis libros treinta días seguidos —suspiró Ki-wu—.
No he descansado en treinta días. Tengo la cabeza tan llena de
conocimientos que temo que vaya a explotar. Oh, ¡qué ganas tengo de
respirar el aire puro que sopla en la arboleda!
—Yo he trabajado como un esclavo detrás del mostrador —añadió Pau-
shu con tristeza— y me ha parecido tan aburrido como a ti tus libros. Mi
jefe me trata mal. Me apetece mucho alejarme de él.
Ya estaban cerca del límite del bosque; cruzaron un pequeño arroyo y
empezaron a caminar entre los árboles y arbustos. Llevaban una hora
paseando, charlando y riendo alegremente, cuando de repente, al pasar junto
a un grupo de arbustos llenos de flores, vieron un fragmento de oro
brillando en el sendero justo frente a ellos.
—¡Mira! —dijeron a la vez, señalando el tesoro.

x. Vieron un fragmento de oro brillando en el sendero justo ante ellos.

Ki-wu se encorvó y cogió la pepita. Era casi tan grande como un limón,
y muy bonita.
—Es tuya, querido amigo —le dijo, ofreciéndosela—, porque tú la viste
primero.
—No, no —respondió Pao-shu—. Te equivocas, hermano, porque tú
fuiste el primero en hablar. Ahora no podrás decir que los buenos dioses no
te han recompensado por tus muchas horas de estudio.
—¡Recompensa por mi estudio! Vaya, eso es imposible. ¿No dicen
siempre los sabios que el estudio es su propia recompensa? No, insisto: el
oro es tuyo. Piensa en tus semanas de duro trabajo… ¡En el jefe que te ha
exprimido hasta los huesos! Te lo mereces. Tómalo. —Y continuó, riéndose
—: Quizá sea la semilla de la que germine una gran fortuna.
Bromearon de este modo unos minutos, ambos negándose a quedarse
con el tesoro, ambos insistiendo en que pertenecía al otro. Al final, la pepita
de oro se quedó en el mismo lugar donde la habían visto y los dos
camaradas se marcharon, felices, porque se valoraban el uno al otro más
que a ninguna cosa del mundo. Así dieron la espalda a una posibilidad de
disputa.
—No nos alejamos de la ciudad buscando oro —afirmó Ki-wu
amablemente.
—No —contestó su amigo—. Un día en el bosque vale más que un
millar de pepitas.
—Vayamos al manantial, a sentarnos en las rocas —sugirió Ki-wu—.
Es el punto más fresco de todo el bosque.
Cuando llegaron al manantial, descubrieron con pesar que ya estaba
ocupado. Un campesino estaba despatarrado en el suelo.
—¡Despierta, amigo! —exclamó Pao-shu—. Ahí cerca hay dinero para
ti. Siguiendo aquel camino encontrarás una manzana de oro que espera que
la recojan.
A continuación describieron al inoportuno desconocido el punto exacto
donde estaba el tesoro y observaron encantados cómo se marchaba, ansioso
por encontrarlo.
Disfrutaron de su compañía mutua durante una hora, en la que hablaron
de sus esperanzas y ambiciones de futuro y escucharon la música de los
pájaros que brincaban en las ramas sobre sus cabezas.
Al final los sorprendió la voz enfadada del hombre que había ido a
buscar la pepita.
—¿A qué estáis jugando? ¿Por qué hacéis que un hombre pobre como
yo se canse las piernas para nada en un día caluroso?
—¿A qué te refieres, amigo? —le preguntó Ki-wu, perplejo—. ¿No has
encontrado la fruta de la que te hablamos?
—No —respondió el hombre, sin esconder su enfado—. En su lugar
había una monstruosa serpiente que corté en dos con mi espada. Ahora los
dioses me darán mala suerte por haber matado a una criatura del bosque. Si
pensabais que podíais echarme de este lugar con ese truco, pronto
descubriréis que os equivocabais, porque yo llegué primero a este sitio y
vosotros no tenéis derecho a darme órdenes.
—Deja de hablar, paleto, y toma esta moneda por las molestias.
Creímos estar haciéndote un favor. Si estás ciego, el único culpable eres tú.
Vamos, Pao-shu, volvamos y echemos un ojo a la maravillosa serpiente que
se escondía en una pepita de oro.
Riéndose alegremente, los dos compañeros dejaron al campesino y
regresaron para buscar la pepita.
—Si no me equivoco —dijo el estudiante—, el oro está detrás de ese
árbol caído.
—Cierto; deberíamos ver pronto a la serpiente muerta.
Recorrieron rápidamente la distancia que los separaba, con los ojos
clavados en el suelo. Al llegar al punto donde habían dejado el brillante
tesoro, cuál fue su sorpresa al ver, no la pepita, no la serpiente muerta que el
haragán les había descrito, sino dos hermosas pepitas de oro, más grandes
que la que habían visto al principio.
Cada amigo recogió uno de estos tesoros y se lo entregó alegremente al
otro.
—¡Al final los dioses te han recompensado por tu generosidad! —
exclamó Ki-wu.
—Sí —respondió Pao-shu—, proporcionándome la oportunidad de
darte lo que te mereces.
El hombre que no podía enfadarse

E l viejo Wang vivía en una aldea cerca de Nanking. No había nada en el


mundo que le gustara más que comer y sentirse lleno. Aunque Wang
no era un hombre pobre, le disgustaba gastar dinero y por eso la gente lo
llamaba el Rey Avaro, porque Wang en chino significa «rey». Lo que más le
gustaba era comer en la mesa de otro, cuando sabía que la comida no le
costaría nada, y podéis estar seguros de que en esas ocasiones siempre se
comía hasta las migas. Pero, cuando era su propio dinero el que gastaba, se
apretaba el cinturón, bebía mucha agua y comía poco más que las sobras
que sus amigos habrían tirado a los perros. Así que la gente se reía de él y
decía:

«Cuando es otro quien paga


a Wang nada le estomaga.
Pero cuando es su propio entremés
las lágrimas le mojan los pies».

Un día, mientras Wang estaba medio dormido en la orilla de un arroyo


que pasaba cerca de su casa, empezó a tener hambre.
Llevaba todo el día sin probar bocado. Nadando en el río había una
bandada de patos que sabía que pertenecían a un hombre rico llamado Lin
que vivía en la aldea. Los patos estaban gordos, tan rollizos y tentadores
que solo mirarlos le dio hambre.
—Oh, ¡lo que daría por un pato asado! —se dijo a sí mismo con un
suspiro—. Ni una sola vez en todo el año pasado me permitieron los dioses
probar el pato. ¿Qué he hecho para que sean tan crueles?
Entonces, un pensamiento apareció en su mente: «Aquí estoy,
preguntando a los dioses por qué no me han proporcionado patos para
comer. ¿Quién sabe si no me han enviado esta bandada creyendo que tendré
el sentido común suficiente para agarrar uno? Amigo Lin, muchas gracias
por tu amabilidad. Creo que aceptaré tu oferta y cogeré una de estas aves
para la cena». Por supuesto, el señor Lin no estaba cerca y no habría podido
oír al viejo Wang dándole las gracias.
Para entonces la bandada había llegado a la orilla. El miserable se
levantó perezosamente del suelo y, con gran esfuerzo, consiguió atrapar uno
de los patos. Se lo llevó a casa alegremente, escondido bajo su harapienta
ropa. Cuando llegó al patio, no perdió tiempo en matarlo y prepararlo para
la cena. Se lo comió, riéndose todo el tiempo por su propia picardía y
preguntándose qué pensaría su amigo Lin si por casualidad contaba sus
patos aquella noche.
—Sin duda creerá que se lo ha llevado un halcón —se dijo, sofocando
una carcajada—. ¡Caramba! Ha sido un truco estupendo. Creo que lo
repetiré mañana. El primer pato está bien alojado en mi estómago y puedo
prometer que los demás encontrarán cama en la misma pensión en las
próximas semanas. Sería una pena dejar que el primero languideciera en
soledad. No podría ser tan cruel.
De este modo, el viejo Wang se fue a la cama con alegría. Roncó
ruidosamente durante varias horas mientras soñaba que un hombre rico le
prometía buena comida para el resto de su vida, por lo que no tendría que
volver a trabajar. A medianoche, sin embargo, un desagradable picor lo
despertó de su sueño. Todo su cuerpo parecía estar ardiendo; el dolor era
insoportable. Se levantó y caminó de un lado a otro. No le quedaba aceite
en la lámpara, así que tendría que esperar a la mañana para ver qué estaba
ocurriendo. Al alba salió de su choza. Y, ¡mirad! Descubrió que tenía unos
diminutos puntos rojos por todo el cuerpo de los que brotaban unas
diminutas plumas de pato. Las plumas crecieron a lo largo de la mañana
hasta que quedó cubierto por ellas de la cabeza a los pies. Solo su cara y sus
manos estaban libres del extraño brote.
Con un grito de horror, Wang empezó a arrancarse las plumas a
puñados. Las lanzaba a la tierra y las pisoteaba.
—¡Los dioses me han engañado! —gritó—. Me hicieron atrapar el pato
para comérmelo y ahora me castigan por ello.
Pero, cuanto más rápido se arrancaba las plumas, antes volvían a crecer
todavía más largas y brillantes. Además, el dolor era tal que apenas podía
evitar rodar por el suelo. Al final se metió en la cama, totalmente agotado
por su inútil labor y sollozando de desesperación.
—¿Voy a convertirme en un ave? —gimió—. ¡Que los dioses se apiaden
de mí!
Se revolvía en la cama: no podía dormir y su corazón estaba lleno de
temor. Al final se sumió en un sueño inquieto y, durmiendo, tuvo una
pesadilla. Un espíritu se acercó a su cama y le dijo:
—Ah, mi pobre Wang, mira en qué lío te has metido por vago y
perezoso. Cuando los demás trabajan, ¿por qué te tumbas y pasas el tiempo
durmiendo? ¿Por qué no te levantas y mueves tus perezosas piernas? No
hay lugar en el mundo para un hombre como tú, excepto la pocilga.
—Sé que lo que dices es verdad —se lamentó Wang—. Pero ¿cómo voy
a trabajar con todas estas plumas? ¡Me matarán! ¡Me matarán!
—Pero ¿tú te estás escuchando? —se rio el espíritu—. Si fueras un tipo
alegre y optimista dirías: «¡Menudo golpe de suerte! No tendré que volver a
comprar ropa. Los dioses me han proporcionado un vestido que nunca se
desgasta». Eres muy quejica, ¿no te parece?
Después de bromear de este modo un poco más, el buen espíritu cambió
su tono de voz y dijo:
—Bueno, Wang, ¿estás realmente arrepentido del modo en el que has
vivido, arrepentido por tus años de holgazanería, arrepentido de haber
deshonrado a tus ancianos padres? He oído que tus padres murieron de
hambre porque tú no pudiste ayudarlos.
Wang, al ver que el espíritu lo sabía todo sobre su pasado y sintiendo
que su dolor empeoraba a cada minuto, gritó:
—¡Sí! ¡Sí! Haré cualquier cosa que me pidas. Pero ¡te lo ruego!
¡Líbrame de estas plumas!
—Yo no te he dado plumas —le contestó el espíritu—, y por tanto no
puedo librarte de ellas. Tendrás que hacerlo todo tú solo. Lo que necesitas
es una buena reprimenda. Ve y deja que el señor Lin, el propietario del pato
robado, te eche un sermón. Cuando peor sea este, antes se te caerán las
plumas.
Ahora, por supuesto, algunos lectores se reirán y dirán: «Pero eso no fue
más que un sueño tonto, no significará nada». Pero el señor Wang no
pensaba lo mismo. Se levantó muy contento. Iría a ver al señor Lin, se lo
confesaría todo y se llevaría la reprimenda. Entonces se libraría de sus
plumas y podría salir a trabajar. Era cierto que había llevado una vida
perezosa. Lo que el buen espíritu había dicho sobre sus padres le había
dolido mucho porque sabía que era verdad. Desde aquel día en adelante
dejaría de ser vago; buscaría esposa y se convertiría en padre de familia.
El miserable Wang salió de su choza cargado de buena intención. Cogió
dinero suficiente de sus ahorros para pagar el pato que había robado al
señor Lin. Haría todo lo que el espíritu le había dicho, e incluso más. Pero
así fue precisamente como se metió en problemas. Mientras caminaba
haciendo tintinear el cordel con el dinero, pensando que pronto se lo
entregaría a su vecino, se puso muy triste. Quería a cada una de aquellas
monedas y le disgustaba separarse de ellas. Después de todo, el espíritu no
le había dicho que tuviera que confesar lo ocurrido al propietario del pato;
le había dicho que fuera a verlo y le dejara echar un buen sermón.
«El espíritu no ha dicho que sea yo quien tiene que recibir el sermón —
pensó el avaro—. Tengo que conseguir que le eche un sermón a alguien;
entonces mis plumas se caerán y yo seré feliz. ¿Por qué no decirle que el
viejo Sen fue quien le robó el pato, para que sea él quien se lleve la
reprimenda? Con eso seguramente será suficiente, y yo conservaré el dinero
y la honra. Además, si le digo a Lin que soy un ladrón, quizá llame a la
policía y me lleven a la cárcel. Ir a la cárcel debe ser tan malo como llevar
plumas. ¡Ja! Esta será una buena broma para Sen, Lin y los demás. También
engañaré al espíritu. No tenía derecho a hablar de mis padres como lo hizo.
Después de todo, murieron por culpa de unas fiebres. Yo no soy médico,
¿cómo iba a curarlos? ¿Cómo puede decir que fue culpa mía?».
Cuanto más hablaba Wang para sí mismo, más seguro estaba de que era
inútil contarle a Lin que le había robado el pato. Cuando llegó por fin a su
casa, estaba decidido a engañarlo. El señor Lin lo invitó a entrar y a
sentarse. Aquel Lin era un hombre honesto y sincero que a todo el mundo
caía bien, porque nunca hablaba mal de ningún hombre y siempre tenía algo
bueno que decir de sus vecinos.
—Bueno, ¿qué se te ofrece, amigo Wang? Has venido temprano y hay
un largo paseo de tu casa a la mía.
—Oh, hay algo importante de lo que quiero hablar contigo —comenzó
Wang disimuladamente—. En el prado tienes una bonita bandada de patos.
—Sí —dijo el señor Lin, sonriendo—, es una buena bandada.
Pero no dijo nada del ave robada.
—¿Cuántos tienes? —le preguntó Wang con audacia.
—Los conté ayer por la mañana y eran quince.
—¿Anoche no volviste a contarlos?
—Sí, lo hice —respondió Lin lentamente.
—¿Y había solo catorce?
—Exacto, amigo Wang, faltaba uno de ellos; pero un pato no demasiado
importante. ¿Por qué lo dices?
—¿Cómo que no es importante perder un pato? ¿Cómo puedes decir
eso? Un pato es un pato, ¿verdad? ¿No te gustaría saber cómo lo has
perdido?
—Seguramente ha sido un halcón.
—No, no fue un halcón. Si miras en el corral del viejo Sen, seguramente
encontrarás plumas.
—Nada más natural, me parece, en un corral.
—Sí, pero plumas de tu pato —insistió Wang.
—¿Qué? ¿Crees que el viejo Sen es un ladrón, y que ha estado
robándome?
—¡Exacto! Ya lo sabes.
—Bueno, bueno, ¡no es para tanto! Siento que esté pasando por una
mala época. Es un buen trabajador y se merece mejor suerte. Si me lo
hubiera pedido, le habría dado el pato de buena gana. Es una pena que
tuviera que robarlo.
Wang esperó a ver cómo planeaba el señor Lin castigar al ladrón; estaba
seguro de que al menos iría y le echaría una buena regañina.
Pero no ocurrió nada de eso. En lugar de mostrar enfado, el señor Lin
parecía sentir pena por Sen, porque era pobre y tenía que robar.
—¿Ni siquiera vas a enfadarte con él? —le preguntó Wang, disgustado
—. Ven a su casa conmigo y échale un sermón.
—¿Para qué? No quiero dañar los sentimientos de un vecino solo por un
pato. Eso sería una tontería.
Para entonces, el Rey Avaro había empezado a sentir una picazón por
todo el cuerpo. Las plumas empezaban a salir de nuevo. Se asustó y,
nervioso, se lanzó al suelo ante el señor Lin.
—¡Oye! ¿Qué te ocurre, hombre? —exclamó Lin, pensando que Wang
estaba sufriendo un ataque—. ¿Qué pasa? ¿Estás enfermo?
—Sí, muy enfermo —se lamentó Wang—. Lin, soy un mal hombre; más
vale que lo admita de una vez y termine con esto. No tiene sentido intentar
evitar la verdad, o esconder una falta. Yo robé tu pato anoche y hoy he
venido hasta aquí para intentar cargar a Sen con la culpa.
—Sí, lo sabía —respondió Lin—. Te vi llevándote el pato debajo de la
ropa. ¿Por qué has venido a verme si creías que yo no sabía que tú eras el
culpable?
—Espera y te lo contaré todo —le dijo Wang, haciendo una reverencia
—. Después de asar tu pato y comérmelo, me fui a la cama. Pronto sentí un
picor por todo el cuerpo. No pude dormir y por la mañana descubrí que me
habían crecido plumas de pato de la cabeza a los pies. Cuanto más las
arrancaba, más gruesas crecían. Apenas podía evitar gritar. Me metí en la
cama y, después de dar vueltas durante horas, se me apareció un espíritu y
me dijo que no me libraría de mi problema a menos que consiguiera que tú
me echaras un buen sermón. Aquí tienes el dinero por tu pato. Ahora, por
piedad, ríñeme. Hazlo rápidamente, porque no podré soportar el dolor
mucho más.
Wang estaba arrastrándose ante los pies de Lin, pero este respondió con
una risa grave que finalmente estalló en carcajadas.
—¡Plumas de pato! ¡Ja! ¿Por todo el cuerpo? Bueno, ¡esa historia es
demasiado buena para creerla! Lo próximo que me dirás es que quieres
vivir en el agua. ¡Ja!
—¡Ríñeme! ¡Ríñeme! —le suplicó Wang—. ¡Por todos los dioses,
sermonéame!
Pero Lin se rio más fuerte.
—Déjame ver primero las plumas, y después hablaremos del sermón.
Wang se abrió las ropas y mostró al incrédulo Lin que había estado
diciendo la verdad.
—Deben ser calentitas —dijo Lin, riéndose—. El invierno llegará
pronto y no te gusta trabajar. ¿No te ahorrarían el problema de tener que
llevar ropa?
—¡Pero me pican tanto que apenas puedo soportarlo! El dolor es
tremendo, solo quiero gritar.
Y, una vez más, Wang se echó al suelo y empezó a hacer reverencias
ante su vecino; es decir, se arrodilló y se golpeó la frente contra el suelo.
—Tranquilízate, amigo, y dame tiempo para pensar en una buena
reprimenda —dijo Lin al final—. No suelo usar palabrotas y rara vez pierdo
los nervios. En serio, tienes que darme tiempo para pensar qué decir.
Para entonces Wang sufría tanto dolor que había perdido todo control de
sí mismo. Se agarró a las piernas del señor Lin, gritando:
—¡Ríñeme! ¡Ríñeme!
El señor Lin perdió la paciencia con su visitante. Además, Wang lo
sostenía con tanta fuerza que Lin se sentía como si un cangrejo gigante lo
estuviera pellizcando. De repente, Lin no pudo seguir sujetando su lengua:
—¡Vago! ¡Perro! ¡Besugo! ¡Haragán, inútil! ¡Déjame en paz de una vez!
En China este lenguaje es muy fuerte, y Wang se puso en pie de un salto
loco de alegría, porque sabía que Lin lo había sermoneado. Tan pronto
como pronunció las primeras palabrotas, las plumas empezaron a caerse del
cuerpo del vago y, por fin, el doloroso picor se detuvo por completo. En el
suelo frente a Lin había un gran montón de plumas y Wang, libre de su
problema, las señaló y dijo:
—Gracias, querido amigo, por las cosas que me has llamado. Me has
salvado la vida y, aunque te he pagado el pato, deseo añadir al trato estas
hermosas plumas como regalo. Estas, en cierta medida, te recompensarán
por la espléndida regañina. Espero haber aprendido una buena lección; a
partir de ahora seré un hombre mejor. El espíritu me dijo que era un vago.
Tú estás de acuerdo con él. Pero a partir de hoy verás que puedo doblar la
espalda como un buen hombre. Adiós, muchas gracias por tu amabilidad.
Dicho esto, tras muchas reverencias y palabras amables, Wang se
marchó de la casa del dueño de los patos más contento y sabio.
Lu-san, hija del cielo

L u-san se fue a la cama sin cenar, pero su pequeño corazón estaba


hambriento de algo más que comida. Se acurrucó cerca de sus
hermanos, que ya dormían, pero incluso en sueños parecían negarle el amor
que anhelaba. El suave vaivén del agua bajo la casa flotante, la nana que tan
a menudo la acompañaba a la tierra de los sueños, no conseguía
tranquilizarla. Toda la familia la despreciaba y maltrataba; su corta vida
había estado llena de dolor y vergüenza.
El padre de Lu-san era un pescador cuya vida había sido una larga lucha
contra la pobreza. También era ignorante y malvado. No sentía más amor
por su esposa y sus cinco hijos que por los perros de la calle de su ciudad
natal. Una y otra vez había amenazado con ahogarlos a todos, y solo había
evitado que lo hiciera su miedo al nuevo mandarín. Golpeaba a los niños
hasta que caían al suelo, medio muertos, pero su esposa no intentaba
detenerlo. De hecho, ella también era cruel con ellos, y a menudo daba el
último golpe a Lu-san, su única hija. La pequeña no recordaba ni un solo
día en el que hubiera escapado de aquel martirio.
La noche en la que empieza este relato, sin saber que Lu-san estaba
escuchando, sus padres estaban planeando cómo librarse de ella.
—Al mandarín solo le importan los chicos —dijo el padre bruscamente
—. Podría matar a una docena de niñas y él no diría una palabra.
—De todos modos, Lu-san no nos sirve de nada —añadió la madre—.
Nuestra casa es pequeña y ella siempre está estorbando.
—Sí, y se necesita tanto para alimentarla como si fuera un niño. Si te
parece bien, lo haré esta misma noche.
—De acuerdo —le respondió la mujer—, pero será mejor que esperes
hasta que la luna se esconda.
—Muy bien, dejaremos que la luna baje antes de ocuparnos de la niña.
No era de extrañar que el corazoncito de Lu-san latiera aterrado, porque
no había duda sobre el significado de las palabras de sus padres.
Al final, cuando los oyó roncar y supo que ambos estaban
profundamente dormidos, se levantó sin hacer ruido, se vistió y subió la
escalera que conducía a la cubierta. Solo tenía un pensamiento en su
corazón: salvarse huyendo. No tenía otras mudas de ropa ni un bocado que
llevarse consigo. Además de los harapos que llevaba, solo había otra cosa a
la que pudiera llamar suya: una diminuta imagen tallada en jabón de la
diosa Kwan-yin que había encontrado un día mientras paseaba por la playa.
Aquel era el único tesoro y juguete de su infancia y, si no hubiera tenido
cuidado, su madre le habría arrebatado incluso eso. Oh, ¡cuánto quería a
aquella estatuilla y con cuánta atención había escuchado las historias que un
viejo sacerdote le había contado sobre Kwan-yin, la Diosa de la
Misericordia, la mejor amiga de las mujeres y los niños, a quien siempre
podían rezar en épocas de penalidad!
Cuando Lu-san levantó la trampilla y miró el exterior, estaba muy
oscuro. La luna acababa de ocultarse y las ranas croaban junto a la orilla.
Empujó la puerta lentamente y con cuidado, porque temía que el viento
entrara de repente y despertara a los que dormían o, peor aún, que
provocara que la trampilla se cerrara de golpe. Al final se puso en pie sobre
la cubierta; estaba sola y preparada para salir al gran mundo. Cuando bajó
de la casa flotante, las aguas negras no le dieron miedo y se dirigió a la
orilla sin el más mínimo temblor.
Corrió rápidamente junto a la orilla, escondiéndose en las sombras
siempre que oía ruido de pasos para que los transeúntes no la vieran. Solo
una vez se estremeció su corazón, lleno de miedo: un enorme perro corrió
hacia ella ladrando ferozmente. Pero la bestia, aunque gruñía, no era
peligrosa; cuando vio a la temblorosa niña de diez años, olfateó el aire,
disgustado por haberse alarmado por alguien tan pequeño, y reanudó la
vigilancia de su puerta.
Lu-san no había hecho planes. Pensaba que, si conseguía escapar de la
muerte que sus padres habían planeado, estarían encantados de que se
hubiera marchado y no la buscarían. Por tanto, no era a los suyos a los que
temía cuando pasó junto a las hileras de casas oscuras que bordeaban la
costa. A menudo había oído hablar a su padre de las horribles cosas que se
hacían en muchas de esas casas flotantes. El recuerdo más oscuro de su
niñez era de la noche en la que estuvo a punto de venderla como esclava al
propietario de uno de esos locales. Su madre sugirió que esperaran hasta
que Lu-san fuera un poco mayor, porque entonces valdría más dinero, así
que su padre no la vendió. Era posible que lo hubiera intentado más tarde y
no lo hubiera conseguido.
Esa era la razón por la que odiaba a los que vivían junto al río, y por la
que estaba ansiosa por dejar atrás sus casas. Corrió tan rápido como sus
pequeñas piernas podían llevarla. Huiría lejos de las oscuras aguas, porque
adoraba el sol resplandeciente de las regiones de interior.
Cuando dejó atrás la última casa flotante, emitió un suspiro de alivio y
un minuto después cayó en un pequeño montón sobre la arena. Hasta
entonces no se había dado cuenta de lo sola que estaba. Más allá estaría la
gran ciudad, donde dormían miles de personas, pero ninguna de ellas era
amiga suya. Ella no sabía nada de amistad, porque no había tenido
compañeros de juegos. Más allá estaban también los campos, las aldeas, el
mundo que desconocía. ¡Ah, qué cansada estaba! ¡Cuánto había corrido!
Pronto, sosteniendo la querida estatuilla en su manita y susurrando una
infantil oración a Kwan-yin, se quedó dormida.
Despertó con un escalofrío; inclinada sobre ella había una persona
desconocida. Descubrió, con sorpresa, que se trataba de una mujer vestida
con ropas tan hermosas como las de las princesas. La niña no había visto
nunca unos rasgos tan perfectos ni un rostro tan bello. Al principio
retrocedió con temor, avergonzada por sus sucios harapos y preguntándose
qué ocurriría si aquel hermoso ser la tocaba y se ensuciaba sus dedos
delgados y blancos. Se quedó en el suelo, temblando, aunque deseaba saltar
a los brazos de la mujer y suplicarle piedad. Solo el miedo a que
desapareciera evitaba que lo hiciera. Al final, incapaz de contenerse más, la
pequeña se inclinó hacia delante, extendió la mano hacia la mujer y
exclamó:
—Oh, ¡eres tan hermosa! Toma esto, porque debiste ser tú quien lo
perdió en la arena.
La princesa cogió la figurilla de jabón, la miró con curiosidad y dijo con
sorpresa:
—¿Y sabes, pequeña criatura, a quién entregas tu tesoro?
—No —respondió la niña con sencillez—. Es lo único que tengo en el
mundo, pero eres tan adorable que sé que te pertenece. La encontré en la
orilla del río.
Entonces ocurrió algo extraño. La elegante y regia mujer se inclinó y
extendió los brazos hacia la sucia y andrajosa niña. La pequeña saltó hacia
ella con un grito de alegría: había encontrado el amor que había buscado
durante tanto tiempo.
—Mi querida niña, esta pequeña estatuilla que has guardado con tanto
amor y que desinteresadamente me has entregado… ¿Sabes a quién
representa?
—Sí —le respondió Lu-san, que se había acurrucado en los cálidos
brazos de su nueva amiga y había recuperado el color de las mejillas—. Es
mi querida diosa Kwan-yin, la que hace felices a los niños.
—¿Y esa gentil diosa ha llevado la dicha a tu vida, preciosa? —
preguntó la mujer. Las palabras inocentes de la pobre niña habían cubierto
sus mejillas pálidas con un ligero rubor.
—Oh, sí, por supuesto; de no haber sido por ella no habría escapado
esta noche. Mi padre iba a matarme, pero la buena dama del cielo escuchó
mi oración y me mantuvo despierta. Ella me dijo que esperara hasta que él
se durmiera, y que después me levantara y abandonara la casa.
—¿Y a dónde vas a ir, Lu-san, ahora que has dejado a tu padre? ¿No te
da miedo pasar aquí la noche, en la orilla de este enorme río?
—¡Oh, no! Porque la bendita madre me protege. Ella ha oído mis
oraciones y sé que me indicará a dónde ir.
La dama abrazó con fuerza a Lu-san y algo brilló en sus ojos. Una
lágrima rodó por su mejilla y cayó sobre la cabeza de la niña, pero Lu-san
no la vio, porque se había quedado dormida en sus protectores brazos.
Cuando Lu-san despertó, estaba tumbada en la cama de su casa flotante
pero, por extraño que parezca, no se asustó al encontrarse de nuevo cerca de
sus padres. Un rayo de sol atravesó la ventana, iluminando el rostro de la
niña y diciéndole que el nuevo día había amanecido. Escuchaba voces
hablando en susurros, pero no sabía quiénes eran. Cuando levantaron la
voz, supo que sus padres estaban hablando. Sus palabras, sin embargo,
parecían menos duras de lo habitual, como si estuvieran cerca de la cama de
alguien a quien no desearan despertar.
—Vaya —dijo su padre—, cuando me acerqué para sacarla de la cama,
tenía una extraña luz en el rostro. Le toqué el brazo y de inmediato mi mano
se quedó sin fuerzas, como si me hubieran disparado. Entonces escuché una
voz que susurraba a mi oído: «¿Cómo? ¿Posas tus malvadas manos sobre
alguien que ha hecho fluir las lágrimas de Kwan-yin? ¿No sabes que,
cuando ella llora, los dioses también lo hacen?».
—Yo también oí esa voz —replicó la madre con voz temblorosa—. La
escuché y sentí que un centenar de malvados diablillos me pinchaban con
sus lanzas, y con cada pinchazo repetían estas terribles palabras: «¿Vas a
matar a una hija de los dioses?».
—Es extraño pensar cuánto odiábamos a una niña —añadió él—, que ha
resultado pertenecer a un mundo que no es el nuestro. Qué malvados
debíamos ser, ya que no veíamos su bondad.
—Sí, y sin duda Yama nos dará un millar de golpes por cada vez que la
hemos maltratado, porque ha sido un insulto a los dioses.
Lu-san no esperó más y se levantó para vestirse. El corazón le ardía de
amor por todo lo que la rodeaba. Les diría a sus padres que los perdonaba, y
que los quería a pesar de su maldad. Para su sorpresa, ya no llevaba sus
ropas harapientas. En lugar de eso descubrió unos hermosos vestidos de
seda con alegres flores (tan bonitas que imaginaba que debían haberlas
cogido del jardín de los dioses) a cada lado de su cama, preparados para que
se los pusiera. Mientras se vestía, vio con sorpresa que sus dedos estaban
bien formados, que su piel era suave y delicada. El día antes sus manos
habían estado ásperas y agrietadas por el trabajo duro y el frío del invierno.
Cada vez más sorprendida, se levantó para ponerse los zapatos. En lugar de
los sucios zapatos desgastados del día anterior, unas bonitas zapatillas de
raso esperaban a sus diminutos pies.
El Arriero y la Tejedora

E l arriero era muy pobre. Cuando tenía doce años entró al servicio de un
ganadero para ocuparse de su vaca. Después de un par de años, la vaca
estaba grande y gorda, y su pelaje brillaba como el oro amarillo. Debía ser
una vaca sagrada.

Un día, cuando la sacó a pastar a las montañas, de repente habló al


arriero con voz humana.
—Este es el Séptimo Día. Hoy las nueve hijas del Rey de Jade Blanco
se bañarán en el Mar del Cielo. La séptima hija es hermosa y muy lista; hila
las nubes de seda para los regentes del cielo y vigila el hilado que hacen las
doncellas en la tierra. Esa es la razón por la que la llaman «la Tejedora». Si
vas y te llevas su ropa mientras se baña, te convertirás en su marido y
obtendrás la inmortalidad.
—Pero ella está arriba, en el cielo —replicó el arriero—. ¿Cómo voy a
llegar hasta allí?
—Yo te llevaré —le respondió la vaca rubia.
Así que el arriero subió a la grupa de la vaca y, en un momento,
empezaron a salir nubes de sus pezuñas y se elevó en el aire. Mientras
volaban tan rápidamente como el rayo, se escuchaba un silbido parecido al
sonido del viento. De repente, la vaca se detuvo.
—Ya hemos llegado —dijo.
El arriero estaba rodeado de bosques de crisoprasas y árboles de jade.
La hierba era de jaspe y las flores de coral. En el centro de todo aquel
esplendor había un enorme mar de unos quinientos acres. Sus olas verdes
subían y bajaban, y peces con escamas doradas nadaban en él. Además,
había un sinfín de aves mágicas que lo sobrevolaban. Incluso a lo lejos, el
arriero podía ver a las nueve doncellas en el agua. Habían dejado sus ropas
en la orilla.
—Llévate el vestido rojo, rápido —le ordenó la vaca—, y escóndete en
el bosque con él. Por muy dulce que sea al pedirte que se lo devuelvas, no
lo hagas hasta que te haya prometido que será tu esposa.
El arriero bajó rápidamente de la grupa de la vaca, agarró el vestido rojo
y huyó con él. En ese mismo momento, las nueve doncellas lo vieron y se
asustaron mucho.
—Oh, joven, ¿de dónde vienes y cómo te atreves a llevarte nuestra
ropa? —exclamaron—. ¡Suéltala de inmediato!
Pero el arriero no dejó que sus palabras lo afectaran y se agachó tras
uno de los árboles de jade. Ocho de las doncellas salieron a la orilla
rápidamente para vestirse.
—Ha querido el cielo que nuestra séptima hermana esté destinada a ser
tuya —le dijeron—. Te dejaremos a solas con ella.
La Tejedora estaba aún metida en el agua, pero el arriero se presentó
ante ella, riéndose.
—Si me prometes que serás mi esposa —le dijo—, te devolveré la ropa.
Pero a la muchacha no le pareció bien.
—Soy la hija del mayor de los dioses y no me casaré si él no lo ordena.
¡Devuélveme mi ropa, rápido, o mi padre te castigará!
—El destino ha querido que os pertenezcáis el uno al otro y para mí será
un honor arreglar tu matrimonio —se ofreció la vaca rubia—. Tu padre no
pondrá objeción alguna, de eso estoy segura.
—¡Tú eres un animal sin raciocinio! —exclamó la Tejedora—. ¿Cómo
vas tú a arreglar nuestro matrimonio?
—¿Ves aquel viejo sauce allí en la orilla? Pregúntale a él. Si el sauce
habla, entonces es que el cielo desea vuestra unión.
Y la Tejedora preguntó al sauce.
—¡Este es el Séptimo Día, el día en el que el Arriero hace la corte a la
Tejedora! —contestó el sauce con voz humana.
La muchacha quedó satisfecha con el veredicto. El arriero le devolvió la
ropa y se alejó. La joven se vistió y lo siguió. Y, de este modo, se
convirtieron en marido y mujer.
Pero, siete días después, ella lo abandonó.
—Mi padre me ha ordenado que me ocupe del telar —dijo al arriero—.
Si me retraso demasiado, temo que me castigue. Aunque ahora tengamos
que separarnos, nos encontraremos de nuevo.
Tras decir estas palabras, se marchó. El arriero corrió tras ella pero,
cuando estaba a punto de alcanzarla, la Tejedora se sacó del cabello una
larga aguja con la que dibujó una línea en el cielo que se convirtió en el Río
de Plata. Y así continúan ahora, separados por el río, observándose el uno al
otro.
Desde entonces se encuentran cada año en la víspera del Séptimo Día.
Cuando llega ese momento, todos los cuervos del mundo de los hombres
alzan el vuelo para formar un puente por el que la Tejedora cruza el Río de
Plata. Y ese día no se ve un solo cuervo en los árboles debido a la razón que
he mencionado. Además, a menudo cae una fina lluvia el atardecer.
Entonces, las mujeres y las abuelitas se dicen unas a otras:
—¡Esas son las lágrimas que vierten el Arriero y la Tejedora al
despedirse!
Y, por esta razón, el Séptimo Día se celebra en China el Festival de la
Lluvia.

Al oeste del Río de Plata está la constelación de la Tejedora, que


consiste en tres estrellas. Y justo delante hay otras tres estrellas con forma
de triángulo. Se dice que el Arriero se enfadó una vez porque la Tejedora no
quería cruzar el río y le lanzó su yugo, que cayó justo a sus pies. Al este del
río está la constelación del Arriero, formada por seis estrellas. A un lado
hay un sinfín de estrellitas que forman una constelación afilada en ambos
extremos y más ancha en el centro. Se dice que la Tejedora, en respuesta,
lanzó su huso al Arriero; pero no lo golpeó y el huso cayó a su lado[1].

[1] El Arriero es una de las estrellas de la constelación de Aquila, Altaír.


La Tejedora es Vega, una de las estrellas de Lyra. El Río de Plata que los
separa es la Vía Láctea. El séptimo día del séptimo mes se celebra un
festival en conmemoración de su reunión.
La princesa repudiada

E n la época de la dinastía Tang vivía un hombre llamado Liu I que había


suspendido los exámenes para conseguir el doctorado, así que
emprendió el viaje de regreso a casa. Había recorrido unos diez kilómetros
cuando, al pasar por un prado, un pájaro levantó el vuelo y su caballo se
espantó; galopó quince kilómetros antes de que pudiera detenerlo. Entonces,
en una colina, se encontró con una mujer que estaba pastoreando ovejas. Le
pareció hermosa, aunque su expresión parecía esconder un dolor secreto.
Perplejo, le preguntó qué le ocurría.
La mujer empezó a sollozar.
—La suerte me ha abandonado y me encuentro necesitada y avergonzada.
Ya que has sido tan amable como para preguntar, te lo contaré todo. Soy la
hija menor del Rey Dragón del mar de Dungting y estoy casada con el
segundo hijo del Rey Dragón de Ging Dschou. Mi marido me maltrata y me
ha repudiado. Se lo he contado todo a mis suegros, pero ellos confían
ciegamente en su hijo y no hacen nada. Y, cuando insisto, se enfadan; por eso
me han enviado aquí a cuidar de las ovejas.
En ese momento, la mujer perdió el control de sí misma y estalló en
lágrimas. Después continuó:
—El mar de Dungting está lejos de aquí, pero sé que tendrás que
atravesarlo en tu camino de regreso. Me gustaría darte una carta para mi
padre, pero no sé si querrás llevársela.
—Tus palabras me han conmovido el corazón —le respondió Liu I—. Si
tuviera alas, me marcharía volando contigo. Será un placer entregar la carta a
tu padre. Sin embargo, el mar de Dungting es largo y ancho, ¿cómo podría
encontrarlo?
—En la orilla sur del mar hay un naranjo —le respondió la mujer— al
que la gente llama «el árbol del sacrificio». Cuando llegues allí, deberás
soltarte el fajín y golpear el árbol con él tres veces seguidas. Entonces
aparecerá alguien a quien tendrás que seguir. Cuando veas a mi padre, dile en
qué estado me has encontrado y lo mucho que anhelo su ayuda.
Entonces sacó una carta de su pecho y se la entregó a Liu I. Se inclinó
ante él, miró hacia el este, suspiró e, inesperadamente, unas repentinas
lágrimas cayeron también de los ojos de Liu I. El joven tomó la carta y la
guardó en su bolsa.
—No comprendo por qué tienes que cuidar de las ovejas —le dijo—.
¿Los dioses sacrifican ganado, igual que hacen los hombres?
—Estas no son ovejas normales —le respondió la mujer—, son ovejas de
lluvia[1].
—¿Ovejas de lluvia? ¿Eso qué es?
—Son los carneros del trueno —le contestó la mujer.
Y cuando Liu las miró con atención se dio cuenta de que aquellas ovejas
caminaban de un modo orgulloso y feroz, bastante diferente de las ovejas
normales.
—Pero, si entrego la carta por ti y consigues regresar al mar de Dungting,
no debes seguir considerándome un extraño.
—¿Cómo podría hacer eso? —le contestó la mujer—. Serás para mí el
mejor de los amigos.
Y con estas palabras, se despidieron.
Liu I tardó un mes en llegar al mar de Dungting, preguntó por el naranjo
y finalmente lo encontró. Se soltó el fajín y golpeó el tronco tres veces. Un
guerrero emergió inmediatamente de las aguas y le preguntó:
—¿Qué razón te trae hasta aquí, honorable huésped?
—He venido en una misión importante y quiero ver al rey.
El guerrero señaló el agua y las olas se convirtieron en una calle sólida
por la que condujo a Liu I. El castillo del dragón se elevaba ante ellos con sus
mil puertas y a su alrededor florecían multitud de flores mágicas y hierbas
inusuales. El guerrero le pidió que esperara en el gran salón.
—¿Cómo se llama este lugar? —le preguntó Liu I.
—Es el Salón de los Espíritus —fue la respuesta.
Liu I miró a su alrededor; todas las joyas conocidas en la tierra se
encontraban allí en abundancia. Las columnas eran de cuarzo blanco con
incrustaciones de jade verde; los asientos estaban hechos de coral; las
cortinas eran de un cristal de roca tan claro como el agua; las ventanas eran
de cristal bruñido adornado con celosías. Las vigas del techo, con
incrustaciones de ámbar, se elevaban en amplios arcos. Un aroma exótico
llenaba el salón, cuyo fin se perdía en la oscuridad.
Liu I llevaba mucho tiempo esperando al rey. A todas sus preguntas, el
guerrero contestaba:
—Nuestro señor se encuentra en este momento en la torre de coral,
hablando con el Sacerdote del Sol sobre el Libro Sagrado del Fuego. Ya no
debe tardar mucho.
—¿Por qué está interesado en el Libro Sagrado del Fuego? —le preguntó
Liu I.
—Nuestro señor es un dragón y el poder de los dragones está basado en el
fuego: pueden cubrir una colina y un valle de una sola bocanada. El sacerdote
es un ser humano y el poder de los seres humanos también se basa en el
fuego: pueden quemar los mayores palacios con solo una antorcha. Fuego y
agua batallan uno con el otro, ya que su naturaleza es muy distinta. Por esa
razón está ahora hablando nuestro señor con el sacerdote, para encontrar un
modo en el que el fuego y el agua se completen.
Antes de que hubieran terminado apareció un hombre con una túnica
púrpura que portaba un cetro de jade en la mano.
—¡Ahí está mi señor! —exclamó el guerrero.
Liu I se inclinó ante él.
—¿No eres tú un ser humano? —le preguntó el rey—. ¿Qué te trae hasta
aquí?
Liu I le dijo su nombre y se explicó.
—Estuve en la capital, donde suspendí mi examen. En el camino de
regreso, al pasar junto al río Ging Dschou, vi a tu hija, que te adora,
pastoreando ovejas en el campo. El viento le había despeinado el cabello y la
lluvia la había empapado. No pude soportar ver sus penurias y le pregunté. Se
quejó de que su esposo la había repudiado y lloró amargamente. Después me
entregó una carta para ti. ¡Y por eso he venido a visitarte, oh, rey!
Dicho esto, sacó la carta y se la entregó al monarca. Después de leerla, el
rey se escondió el rostro en la manga y dijo con un suspiro:
—Esto es culpa mía. Elegí a un marido despreciable para ella. En lugar de
disfrutar de la felicidad, está sufriendo en una tierra lejana. Tú eres un
desconocido y aun así has estado dispuesto a ayudarla. Por eso te estoy muy
agradecido.
Empezó a sollozar una vez más y todos los que estaban a su alrededor
también lloraron. A continuación el monarca entregó la carta a un criado, que
la llevó al interior de palacio; pronto los lamentos se escucharon en las
habitaciones interiores.
El rey se alarmó y se dirigió a un oficial:
—¡Ve y diles que no hagan tanto ruido al llorar! Temo que Tsian Tang lo
oiga.
—¿Quién es Tsian Tang? —le preguntó Liu I.
—Es mi querido hermano —respondió el rey—. Antes era el gobernante
del río Tsian-Tang, pero fue derrocado.
—¿Por qué no puede enterarse del asunto?
—Es incontrolable y muy bruto —le respondió el rey—; temo que cause
un gran daño. El diluvio que cubrió la tierra durante nueve largos años en la
época del emperador Yau fue obra de su furia. Discutió con uno de los
habitantes del cielo y provocó una enorme inundación que cubrió las cimas
de cinco altas montañas. Entonces el regente celestial se enfadó con él y me
encargó su custodia. Tuve que encadenarlo a una columna de mi palacio.
Antes de que hubiera terminado de hablar, se levantó un gran alboroto
que dividió los cielos e hizo temblar la tierra; el palacio se sacudió y a su
alrededor se elevó una gran nube de humo. Un dragón rojo de trescientos
metros de longitud con los ojos encendidos, la lengua de un rojo sangre,
escamas escarlatas y una feroz barba apareció de repente. Arrastraba por el
aire la columna a la que lo habían encadenado, y también la cadena. Rayos y
truenos bramaban alrededor de su cuerpo; granizo y nieve, lluvia y pedrisco
se arremolinaban a su alrededor. Se escuchó el rugido de un trueno, levantó el
vuelo y desapareció.
Liu I se tiró al suelo, aterrado. El rey lo ayudó a levantarse con su propia
mano.
—¡No temas! Ese era mi hermano. Parece dirigirse al Ging Dschou y está
muy enfadado. ¡Pronto tendremos buenas noticias!
Entonces ordenó que sirvieran comida y bebida a su invitado. Cuando Liu
I ya había vaciado su copa tres veces, se levantó una suave brisa y comenzó a
caer una delicada llovizna. Un joven vestido de púrpura y con un elegante
sombrero hizo su aparición. Llevaba una espada en el costado y su apariencia
era masculina y heroica. A su lado caminaba una joven hermosísima vestida
con una túnica de nebulosa fragancia. Y cuando Liu I la miró, ¡oh, sorpresa!
Era la princesa dragón a la que había conocido en su viaje de regreso. La
recibió una multitud de alegres doncellas con vestidos rosados que la condujo
al interior del palacio. El rey presentó el joven a Liu I.
—Este es Tsian Tang, mi hermano.
Tsian Tang le dio las gracias por haber entregado el mensaje. Después se
dirigió a su hermano:
—He luchado contra esos malditos dragones y los he derrotado.
—¿A cuántos has matado?
—A seiscientos mil.
—¿Ha resultado dañado algún campo?
—Destruimos la tierra en un radio de mil doscientos kilómetros.
—¿Y dónde está el cruel esposo de mi hija?
—¡Me lo comí vivo!
xii. Tsian Tang sacó una bandeja de ámbar rojo en la que había un granate.

Entonces el rey se alarmó.


—Lo que hizo ese veleidoso muchacho fue intolerable, es cierto. Pero aun
así has sido un poco rudo con él; en el futuro no deberías hacer esas cosas.
Y Tsian Tang le prometió no hacerlo.
Aquella noche agasajaron a Liu I con un banquete en el castillo. Música y
baile prestaron encanto al festín. Un millar de guerreros con estandartes y
lanzas se cuadraron ante ellos. Sonaron trombones y trompetas; tambores y
tamboriles retumbaron y repiquetearon mientras los guerreros ejecutaban una
danza bélica. La música narraba cómo había roto Tsian Tang las filas
enemigas y al invitado se le puso el vello de punta al escucharla. Después
volvió a sonar la música de los violines, flautas y pequeñas campanillas
doradas. Un millar de doncellas vestidas con seda escarlata y verde bailaron
al compás. También se cantó el regreso de la princesa al son de una melodía
triste y sencilla que hizo que los ojos de los presentes se llenaran de lágrimas.
El rey del mar de Dungting estaba loco de alegría. Levantó su copa y bebió a
la salud de su invitado; dio a Liu I las gracias en verso, y Liu I le respondió
con un brindis rimado. La multitud de cortesanos de palacio aplaudió.
Entonces, el rey del mar de Dungting sacó un tonel azul en el que estaba
guardado el cuerno de un rinoceronte que tenía el poder de dividir las aguas.
Tsian Tang sacó una bandeja de ámbar rojo en el que había un granate.
Entregaron estos presentes a su invitado, y el resto de moradores de palacio le
entregaron bordados, brocados y perlas. Liu I sonrió, rodeado de objetos
brillantes, e hizo reverencias en todas direcciones. Cuando el banquete
terminó, durmió en el Palacio del Fulgor Helado.
Al día siguiente celebraron otro banquete. Tsian Tang se le acercó y le
dijo:
—La princesa del mar de Dungting es hermosa y delicada. Tuvo la mala
suerte de ser repudiada por su marido, pero su matrimonio ya se ha anulado.
Me gustaría encontrar otro marido para ella. Si tú quisieras, sacarías buen
provecho de ello. Pero, si no estás dispuesto a casarte con ella, deberías
seguir tu camino. En ese caso, si volviéramos a encontrarnos, fingiría que no
te conozco.
Liu I se enfadó por la brusquedad de las palabras de Tsian Tang. Se le
subió la sangre a la cabeza y le contestó:
—Os he hecho de mensajero porque sentí lástima por la princesa, no para
obtener un beneficio. Ningún hombre honesto asesinaría al marido para
secuestrar a su mujer. Y como no soy más que un hombre normal, preferiría
morir antes de hacer lo que dices.
Tsian Tang se incorporó para disculparse.
—Me he precipitado al hablar. Espero que no te lo tomes a mal.
El rey del mar de Dungting lo apaciguó y regañó a Tsian Tang por su
brusquedad. Y ya no se habló más sobre matrimonio.
Al día siguiente, Liu I preparó su partida y la reina del mar de Dungting
celebró un banquete de despedida en su honor.
—Mi hija está en deuda contigo —le dijo la reina con lágrimas en los
ojos—, y no hemos tenido la oportunidad de compensarte. ¡Ahora que te vas
nos dejas el corazón apesadumbrado!
Entonces ordenó a la princesa que diera las gracias a Liu I.
La princesa se sonrojó.
—Seguramente no volveremos a vernos —le dijo. Y las lágrimas
ahogaron su voz.
Aunque Liu I había rechazado la impulsiva petición de su tío, se sintió
triste al ver a la encantadora princesa ante él. Sin embargo, se controló y se
marchó. Los tesoros que llevaba consigo poseían un valor incalculable. El rey
y su hermano lo escoltaron hasta el río.
Cuando regresó a su casa, vendió una centésima parte de lo que había
recibido y su fortuna se incrementó varios millones, así que era el más rico de
todos sus vecinos. Decidió buscar una esposa y oyó hablar de una viuda que
vivía en el norte con su hija. Su padre se había convertido al taoísmo en sus
últimos años y había desaparecido para nunca volver. La madre vivía en la
pobreza pero, como su hija poseía una hermosura sin igual, estaba buscando a
un marido distinguido para ella.
Liu I estaba satisfecho con la elección y se fijó el día de la boda. Aquella
noche, cuando vio a la novia sin velo, pensó que se parecía a la princesa
dragón. Le preguntó la razón del parecido, pero ella sonrió y no dijo nada.
Después de un tiempo, el cielo les envió un hijo. Entonces, la mujer le
dijo a su marido:
—Hoy debo confesarte que en realidad soy la princesa del mar de
Dungting. Cuando rechazaste la proposición de mi tío y te marchaste,
enfermé de nostalgia y estuve a punto de morir. Mis padres querían mandar a
buscarte, pero temían que me rechazaras de nuevo. Por eso me casé contigo
disfrazada de doncella humana. No me he atrevido a contártelo hasta ahora
pero, como el cielo nos ha enviado un hijo, espero que sigas queriéndome.
Entonces Liu I despertó, como si hubiera estado sumido en un profundo
sueño, y desde ese momento ambos se amaron mucho el uno al otro.
—Si deseas quedarte conmigo para siempre —le dijo un día su esposa—,
no podemos seguir viviendo en el mundo de los hombres. Los dragones
vivimos diez mil años y tú podrías compartir nuestra longevidad. ¡Vuelve
conmigo al mar de Dungting!
Pasaron diez años y nadie sabía dónde estaba Liu I, pues había
desaparecido. Un día, por casualidad, un familiar que navegaba por el mar de
Dungting vio emerger del agua una montaña azul.
Los marineros gritaron, asustados.
—¡En este lugar no hay ninguna montaña! ¡Debe ser un demonio
acuático!
Todavía estaban señalando y gritando cuando la montaña se acercó al
barco y un bote de alegres colores se deslizó desde su cima hasta el agua. En
el centro había un hombre sentado, con hadas a cada lado. El hombre era Liu
I. Llamó a su primo, que se levantó las perneras y subió al bote con él. Pero,
al hacerlo, el bote se convirtió en una montaña. Sobre la montaña se alzaba
un magnífico castillo y en el castillo estaba Liu I, rodeado de comodidades y
con música de violines.
Se saludaron y Liu I le dijo a su primo:
—¡Solo hemos estado separados un momento y ya tienes el cabello gris!
—Tú eres un dios y yo un mortal —le respondió su primo—. Esto es lo
que el destino ha querido para nosotros.
Entonces Liu I le entregó cincuenta píldoras.
—Cada píldora alargará tu vida un año. Cuando hayas vivido todos estos
años, ven a verme y dejarás de vivir en el mundo terrenal, donde no hay más
que penurias y problemas.
A continuación lo llevó de vuelta a la orilla y desapareció.
Su primo se retiró del mundo y cincuenta años después, cuando ya se
había tomado todas las píldoras, desapareció y jamás volvieron a verlo.

[1] En China se usa habitualmente la misma palabra para nube y oveja.


El esposo cruel

E n la Antigüedad, Hangzhou era la capital del sur de China y por esa


razón se reunían allí un gran número de mendigos. Estos mendigos
solían elegir a un líder al que se confiaba la misión de supervisar a todos los
pedigüeños de la ciudad. Su deber era hacer que los mendigos no
molestaran a los ciudadanos, y recibía una décima parte de los ingresos de
todos sus pordioseros. Cuando nevaba o llovía y los mendigos no podían
salir a pedir, se ocupaba de que tuvieran algo para comer, y también tenía
que organizar sus bodas y funerales. Y los indigentes lo obedecían en todo.

Bueno, resultó que el líder de los mendigos era en Hangzhou un hombre


llamado Gin en cuya familia el oficio había pasado de padre a hijo durante
siete generaciones. Lo que recibían mendigando lo prestaban con interés, y
de este modo la familia se había vuelto acomodada y finalmente rica.
El viejo mendigo había perdido a su esposa a los cincuenta años y tenía
una única hija, una muchacha a quien llamaban «la Niña de Oro». Poseía
una extraña belleza y era la niña de sus ojos. Había estudiado mucho y sabía
escribir, improvisar poemas y componer ensayos. También era hábil con las
labores de costura, una diestra bailarina y cantante, y sabía tocar la flauta y
la cítara. El viejo mendigo deseaba que encontrara a un marido igual de
ilustrado. Aun así, como era un mendigo, las familias de postín lo evitaban,
y con los que estaban por debajo de él no quería tener nada que ver. Y de
este modo la Niña de Oro llegó a los dieciocho años sin compromiso.

En aquel momento vivía en Hangzhou, cerca del Puente de la Paz, un


erudito llamado Mosu. Tenía veinte años y era famoso en todas partes por
su atractivo y su talento. Sus padres habían muerto y era tan pobre que
apenas conseguía sobrevivir. Su casa y sus propiedades habían sido
hipotecadas o vendidas hacía mucho, y el joven vivía en un templo
abandonado donde muchos días se iba con hambre a la cama.
Un día, un vecino se apiadó de él y le dijo:
—Hay un acaudalado mendigo que tiene una hija a la que llaman la
Niña de Oro cuya belleza no tiene igual. Y aunque el mendigo es rico y
tiene dinero, no tiene ningún hijo que pueda heredarlo. Si te casaras con su
hija, toda su fortuna terminaría siendo tuya. ¿No es mejor eso que morirte
de hambre?
En aquel momento, Mosu estaba pasando muchas penurias. Por tanto,
cuando escuchó estas palabras se alegró enormemente. Suplicó al vecino
que hiciera de intermediario en el asunto.
Así que este visitó al viejo mendigo y habló con él; el mendigo comentó
la cuestión con su hija y, como Mosu provenía de una buena familia y era
además un hombre con talento e instrucción, ambos se sintieron muy
satisfechos con la perspectiva. Aceptaron la proposición y se casaron.
De este modo, Mosu se convirtió en miembro de la familia del mendigo.
Su esposa le parecía hermosísima y siempre tenía comida suficiente y buena
ropa, así que se sentía afortunado y vivía con su mujer en paz y armonía.
El bajo estatus de su familia era una espinita que el mendigo y su hija
tenían clavada, de modo que aconsejaron a Mosu que se esforzara en sus
estudios. Esperaban que consiguiera hacerse un nombre y de este modo
llevara respetabilidad a su familia. Le compraban libros, viejos y nuevos,
por muy caros que fueran, y siempre le daban dinero suficiente para que
pudiera relacionarse con aristócratas. También le pagaban los gastos de sus
exámenes. De este modo su conocimiento se incrementó día a día, hasta que
se hizo famoso en toda la región. Aprobó examen tras examen y, a los
veintitrés años, lo nombraron mandarín del distrito de Wuwei. Regresó de
su audiencia con el emperador con la túnica de ceremonia y montado a
caballo.
Como Mosu había nacido en Hangzhou, toda la ciudad se enteró de que
había conseguido aprobar los exámenes y los vecinos se reunieron a ambos
lados de la calle para mirarlo mientras cabalgaba camino de la casa de su
suegro. Viejos y jóvenes, mujeres y niños se congregaron para disfrutar del
espectáculo, y un haragán gritó a todo pulmón:
—¡El hijo del viejo mendigo se ha convertido en mandarín!
Mosu, al escuchar esas palabras, se sintió avergonzado. Se encerró en su
habitación de mal humor, pero el viejo mendigo estaba tan contento por la
noticia que no se dio cuenta de su decaimiento. Había preparado un gran
banquete al que había invitado a todos sus vecinos y amigos, pero la
mayoría de sus invitados eran mendigos y gente pobre. Insistió en que
Mosu comiera con ellos y consiguieron que abandonara su habitación con
mucha dificultad. Aun así, cuando vio a los invitados reunidos alrededor de
la mesa, tan harapientos y sucios como una horda de demonios
hambrientos, se marchó con expresión de desprecio. La Niña de Oro, que se
había dado cuenta de lo que le pasaba, intentó animarlo de mil formas
distintas, pero todas fueron en vano.
Un par de días después, Mosu partió con su esposa y sus criados hacia
el distrito que iba a gobernar. Desde Hangzhou< a Wuwei había que viajar
por el agua, de modo que subieron a un barco y partieron hacia Yangtze
Kiang. Al final del primer día llegaron a una ciudad y amarraron allí. La
noche estaba despejada y la luz de la luna se reflejaba en el agua. Mosu se
sentó en la parte delantera del barco para disfrutar de la noche. De repente,
se puso a pensar en el viejo mendigo. Era cierto que su esposa era lista y
buena, pero si el cielo los bendecía con algún hijo, ese hijo sería siempre
nieto de un mendigo, y no había modo de evitar tal desgracia. Y pensando
se le ocurrió un plan. Llamó a la Niña de Oro para que saliera del camarote
y disfrutara de la luz de la luna, y ella obedeció alegremente. Los criados,
las doncellas y los marineros se habían ido a dormir hacía mucho. Mosu
miró a su alrededor; no había nadie a la vista. La Niña de Oro estaba en la
proa, sin percatarse de nada, cuando de repente se vio empujada al agua.
Entonces Mosu fingió asustarse y comenzó a gritar:
—¡Mi esposa ha tropezado y se ha caído al agua!
Cuando oyeron estas palabras, los criados corrieron para intentar
salvarla.
Pero Mosu les dijo:
—¡Ya se la ha llevado la corriente, no hay nada que hacer!
Y ordenó que zarparan de nuevo lo antes posible.
Pero, por fortuna, el señor Hu, el mandarín que estaba a cargo del
sistema de transporte de la provincia, estaba también a punto de jurar su
puesto y había anclado en el mismo lugar. Estaba sentado con su esposa
ante la ventana abierta de su camarote, disfrutando de la luz de la luna y de
la brisa fresca, cuando escuchó de repente unos gritos que parecían de
mujer. Rápidamente envió a sus hombres a ayudarla y ellos la llevaron a
bordo. Era la Niña de Oro.
Cuando cayó al agua, notó algo bajo sus pies donde se apoyó para no
hundirse y la corriente la arrastró hasta la orilla del río, donde salió del
agua. Entonces se dio cuenta de que su marido, ahora que iba a ser un
hombre ilustre, había olvidado lo pobre que había sido y, aunque no se
había ahogado, se sintió muy sola y abandonada y antes de darse cuenta
empezó a llorar. Así que, cuando el señor Hu le preguntó qué le ocurría, ella
le contó toda la historia. El señor Hu la consoló.
—No derrames ni una lagrima más —le dijo—. Nosotros nos haremos
cargo de ti y te adoptaremos como nuestra hija.
La Niña de Oro les dio las gracias con una reverencia. La esposa de Hu
ordenó a sus doncellas que le llevaran ropa para reemplazar sus prendas
húmedas y que le prepararan una cama. Las criadas tenían prohibido
llamarla de otro modo que no fuera «señorita» y contar nada de lo ocurrido.
De este modo, el viaje continuó y un par de días después el señor Hu
asumió su cargo oficial. Wuwei, el distrito del que Mosu era mandarín,
estaba bajo su mandato, por lo que Mosu fue a presentarse ante su superior.
Cuando el señor Hu vio a Mosu, pensó: «¡Qué lástima que un hombre tan
dotado actúe de un modo tan cruel!».
Pasados un par de meses, el señor Hu dijo a sus subordinados:
—Tengo una hija que es bonita y bondadosa y me gustaría encontrar
esposo para ella. ¿Conocéis a alguien que pudiera estar interesado?
Todos sus subordinados sabían que Mosu era joven y había perdido a su
esposa, así que lo sugirieron unánimemente.
—Yo también había pensado en ese caballero, pero es joven y ha
ascendido rápidamente. Temo que tenga altas ambiciones y que por tanto no
quiera casarse con mi hija y convertirse en mi yerno.
—Antes era pobre —respondieron sus inferiores—, y además es tu
subordinado. Si le hicieras un ofrecimiento tan amable, lo aceptaría sin
duda, contento de formar parte de tu familia.
—Bueno, si todos creéis que es posible —dijo el señor Hu—, hacedle
una visita y preguntadle qué opina al respecto. Pero no debéis decirle que os
he enviado yo.
Mosu, que justo entonces estaba dando vueltas a la cabeza para
encontrar un modo de ganarse el favor del señor Hu, aceptó la sugerencia
de buena gana y les suplicó que actuaran como intermediarios con la
promesa de una buena recompensa cuando el trato estuviera cerrado.
Los subordinados regresaron y contaron todo al señor Hu.
—Me alegro mucho de que el caballero en cuestión vea con buenos ojos
este matrimonio, pero mi esposa y yo queremos muchísimo a nuestra hija y
no nos resignamos a dejarla ir. El señor Mosu es un joven aristócrata y
nuestra hijita ha vivido muy mimada. Si la tratara mal o en el futuro se
arrepintiera de haberse casado con ella, mi esposa y yo no tendríamos
consuelo. Por esta razón, todo debe quedar claro por adelantado. Solo si él
acepta nuestras condiciones podré recibirlo en mi familia.
Mosu fue informado de todas las condiciones y declaró que estaba
dispuesto a aceptarlas. Entonces llevó oro, perlas y sedas de colores a la hija
del señor Hu como regalos de boda y se eligió un día propicio para la
ceremonia. El señor Hu encargó a su esposa que hablara con la Niña de
Oro.
—Tu padre adoptivo siente lástima por ti —le dijo—. No quiere que
estés sola y por tanto ha elegido a un joven erudito para que te cases con él.
—Es cierto que soy de origen humilde, pero sé lo que es adecuado —
respondió la Niña de Oro—. Prometí mantenerme en lo bueno y en lo malo
junto a Mosu. Y aunque él no ha sido bueno conmigo, mientras esté vivo no
me casaré con otro hombre. No puedo tomar otros votos y romper mi
promesa.
Mientras decía esto, las lágrimas caían por sus mejillas. Cuando la
esposa del señor Hu descubrió que nada cambiaría su decisión, le contó lo
que sucedía en realidad.
—Tu padre adoptivo está indignado por la crueldad de Mosu —le dijo
—. Y aunque hará que os reunáis de nuevo, no ha dicho nada a Mosu que
pueda llevarle a pensar que tú no eres nuestra hija. Por tanto, Mosu está
encantado de casarse contigo. Pero, cuando la boda se celebre esta noche,
debes hacer esto y esto, para que pruebe un poco de tu justa ira.
Después de oír todo esto, la Niña de Oro se secó las lágrimas y dio las
gracias a sus padres adoptivos. A continuación se preparó para la boda.
Aquel mismo día, a última hora de la tarde, Mosu acudió a la casa a
lomos de un caballo con llamativos enganches, con flores de oro en su
sombrero y un pañuelo rojo cruzando su pecho, seguido por un
impresionante séquito. Todos sus amigos y conocidos lo acompañaron para
estar presentes en la celebración.
En casa del señor Hu todo había sido adornado con telas y lámparas de
colores. Mosu desmontó en la entrada del salón, donde el señor Hu había
preparado un banquete. Y, tras servir tres rondas de vino, las doncellas
invitaron a Mosu a seguirlas a las habitaciones interiores. La novia, cubierta
por un velo rojo, entró acompañada de dos doncellas. Siguiendo las
instrucciones del maestro de ceremonias, rezaron a los dioses del cielo y de
la tierra. Después entraron en otra sala llena de velas de alegres colores
donde habían preparado una cena nupcial. Mosu estaba tan contento como
si hubiera subido al séptimo cielo.
Pero cuando quiso abandonar la habitación, siete u ocho doncellas con
bastones de bambú aparecieron a cada lado de la puerta y empezaron a
golpearlo sin piedad. Le quitaron a golpes el sombrero de novio y le
llovieron palos en la espalda y los hombros. Cuando Mosu gritó pidiendo
ayuda, escuchó que una delicada voz decía:
—¡No tenéis que matar del todo a ese desalmado novio mío! ¡Pedidle
que venga a conocerme!
Entonces las doncellas dejaron de golpearlo y se reunieron alrededor de
la novia, que se levantó el velo.
Mosu hizo una reverencia y bajó la cabeza.
—Pero ¿qué he hecho? —preguntó.
Y cuando levantó la mirada descubrió que era su esposa, la Niña de
Oro, quien estaba ante él.
—¡Un fantasma, un fantasma! —gritó, muerto de miedo. Pero todas las
sirvientas empezaron a reír a carcajadas.
Al final entraron el señor Hu y su esposa.
—Querido yerno —le dijo Hu—, te aseguro que mi hija adoptiva, a la
que encontré en mi viaje a este lugar, no es ningún fantasma.
—¡He pecado y suplico piedad! —gritó entonces Mosu, postrándose
ante ellos.
—Yo no tengo nada que ver en eso —señaló el señor Hu—. Si nuestra
hijita se apaña contigo, todo estará en orden.
—¡Tú, canalla desalmado! —exclamó la Niña de Oro—. Cuando te
conocí eras pobre y no tenías nada. Te aceptamos en nuestra familia y te
ayudamos a estudiar para que te convirtieras en alguien y te hicieras un
nombre. Pero, tan pronto como te convertiste en mandarín y un hombre de
postín, tu amor se convirtió en animosidad; olvidaste tu deber como marido
y me empujaste al río. Por suerte, de esta manera hallé a mis padres
adoptivos. Ellos me sacaron del agua y me convirtieron en su hija; de lo
contrario, había encontrado una tumba en la tripa de los peces. ¿Cómo
podría vivir en armonía con un hombre como tú?
Dicho esto, la muchacha empezó a lamentarse y a dedicarle insultos a
cual peor.
Mosu se postró ante ella, mudo por la vergüenza, y le suplicó que lo
perdonara.
Cuando el señor Hu vio que la Niña de Oro empezaba a calmarse,
ayudó Mosu a levantarse y le dijo:
—Querido yerno, si te arrepientes de tu maldad, a la Niña de Oro se le
pasará el enfado con el tiempo. Ya estabais casados, por supuesto, pero esta
noche en mi casa habéis renovado vuestros votos, así que hazme un favor y
escucha lo que te voy a decir: tú, Mosu, llevas sobre tus hombros la pesada
carga de la culpabilidad, y por esa razón debes comprender que tu mujer
esté enfadada, así que ten paciencia con ella. Yo pediré a mi esposa para
que interceda entre vosotros.
Dicho esto, el señor Hu se marchó y envió a su esposa quien, al final y
con gran dificultad, consiguió que se reconciliaran y aceptaran reanudar su
vida como marido y mujer.
Y desde aquel día se estimaron y amaron el doble que antes. Su vida fue
todo felicidad y dicha. Y más tarde, cuando el señor Hu y su esposa
murieron, lloraron por ellos como si de verdad hubieran sido sus padres.
El mono Sun Wukong

L ejos, muy lejos, en Oriente, en una isla en el centro del Gran Mar, está
la Montaña de las Flores y las Frutas. Y en esa montaña hay una alta
roca. Pues bien, esta roca había absorbido desde el inicio del mundo todo el
poder secreto del cielo, de la tierra, del sol y de la luna, y este le
proporcionaba una capacidad de creación sobrenatural. Un día la roca
estalló y de ella salió un huevo de piedra. Y de este huevo de piedra surgió
de manera mágica un mono también de piedra. Cuando rompió la cáscara,
el mono de piedra se balanceó hacia todos los lados. Después aprendió a
caminar y saltar, y sus ojos proyectaron dos haces de un resplandor dorado
sobre el más alto de los castillos del cielo. El Gobernante del Cielo se
asustó y decidió enviar a dos de sus espíritus, Ojo Kilométrico y Buen
Oído, para que descubrieran qué había pasado. Los dos espíritus regresaron
e informaron de lo siguiente: «Son los ojos del mono de piedra que nació
del huevo que salió de la roca mágica los que proyectan los rayos. No hay
razón para inquietarse».
El mono creció poco a poco; corría y saltaba, bebía de los manantiales
de los valles, comía flores y frutas y se pasaba el tiempo jugando sin
restricciones.
Un día de verano, buscando un lugar fresco junto a otros monos de la
isla, fue al valle a bañarse. Allí había una cascada que caía desde un alto
acantilado. Los simios se dijeron unos a otros:
—Quien atraviese la cascada sin sufrir heridas será nuestro rey.
El mono de piedra saltó de alegría y exclamó:
—¡Yo lo haré!
A continuación cerró los ojos, se inclinó y saltó a través del bramido y
la espuma de las aguas. Cuando abrió los ojos de nuevo vio un puente de
hierro que la cascada escondía del mundo exterior como si fuera una
cortina.
En la entrada había una tablilla de piedra con las siguientes palabras
grabadas: «Esta es la cueva celestial tras la cortina de agua de la sagrada
Isla de las Flores y las Frutas». Lleno de alegría, el mono de piedra atravesó
de nuevo la cascada y contó al resto de simios lo que había encontrado.
Estos recibieron la noticia con gran satisfacción y pidieron al mono de
piedra que los llevara hasta allí, así que la tribu de monos atravesó el agua
sobre el puente de hierro y se agrupó en la cueva, donde encontraron un
fogón con gran variedad de ollas, tazas y platos. Pero todos estaban hechos
de piedra. Entonces los simios rindieron tributo al mono de piedra, lo
nombraron rey y le concedieron el nombre de Apuesto Rey Mono. Este
señaló a Cola Larga, Cola Anillada y otros como sus oficiales y consejeros,
sirvientes y criados. De este modo, todos vivían felices en la montaña y por
la noche dormían en la cueva-castillo, lejos de los pájaros y las bestias,
donde su rey disfrutaba de una dicha imperturbada. Así pasaron trescientos
años.
Un día, cuando el Rey Mono almorzaba alegremente con sus súbditos,
de repente empezó a llorar. Asustados, los monos le preguntaron por qué
estaba triste de repente, en mitad de aquella dicha.
—Es cierto que no estamos sujetos a la ley y al gobierno del hombre,
que los pájaros y las bestias no se atreven a atacarnos, pero poco a poco nos
hacemos viejos y débiles y algún día nos llegará la hora en la que la Muerte,
el Anciano, nos llevará. ¡Nos iremos en un momento y dejaremos de vivir
en la tierra!
Cuando los monos oyeron aquellas palabras, escondieron sus rostros y
sollozaron. Pero un mono anciano, cuyos brazos estaban conectados de tal
modo que podía añadir la longitud de uno al otro, dio un paso adelante.
—¡Que hayas pensado en eso, Majestad, es muestra de que el deseo de
la búsqueda de la verdad ha surgido en ti! Entre todas las criaturas vivas
solo hay tres que están más allá del poder de la Muerte: los budas, los
espíritus sagrados y los dioses. Solo quien alcance uno de esos tres grados
escapará de la línea de la reencarnación y vivirá tanto como el mismo cielo.
—¿Dónde viven esos tres tipos de seres? —preguntó el Rey Mono.
—Viven en las cuevas y en las montañas sagradas del vasto mundo de
los mortales —contestó el viejo simio.
Cuando oyó esto, el rey quedó satisfecho y dijo a sus monos que iba a
buscar a los dioses y espíritus sagrados para aprender de ellos el camino a la
inmortalidad. Los monos recogieron melocotones y otras frutas y trajeron
vino dulce para celebrar un banquete de despedida y divertirse todos juntos.
A la mañana siguiente, el Apuesto Rey Mono se levantó muy temprano,
construyó una balsa de pino y buscó una caña de bambú para usarla como
pértiga. A continuación subió a la balsa y atravesó el Gran Mar. El viento y
las olas eran favorables, y así llegó a Asia, donde atracó. En la playa se
encontró con un pescador. De inmediato se acercó a él, lo dejó sin sentido,
le quitó la ropa y se la puso. Después visitó todos los lugares famosos,
todos los mercados, todas las ciudades; aprendió a comportarse
adecuadamente y a hablar y actuar como un humano bien educado. Estaba
decidido a aprender las enseñanzas de los budas, los espíritus sagrados y los
dioses, pero a la gente de la región en la que se encontraba solo le
preocupaban las distinciones y las riquezas. A nadie parecía importarle la
vida. De este modo pasaron nueve años sin darse cuenta. Entonces fue a la
playa del Mar del Oeste y pensó: «¡No hay duda de que habrá dioses y
sabios al otro lado del mar!». Así que construyó otra balsa, navegó por el
Mar del Oeste y llegó a la tierra de occidente. Allí dejó su balsa a la deriva
y bajó a tierra. Después de buscar durante muchos días, encontró una alta
montaña con tranquilos y profundos valles. Mientras se dirigía allí, oyó a un
hombre cantando en el bosque; pensó que era un espíritu quien cantaba, de
modo que se apresuró para descubrir al responsable y se encontró con un
leñador que trabajaba. El Rey Mono se inclinó ante él y le dijo:
—Venerable y divino señor, ¡me postro a tus pies!
—Solo soy un obrero, ¿por qué me llamas divino señor? —replicó el
leñador.
—Pero, si no eres un dios, ¿por qué cantas esa canción divina?
El leñador se rio.
—Veo que entiendes de música. La canción que estaba cantando me la
enseñó un sabio.
—Si conoces a un sabio —le dijo el Rey Mono—, seguramente no
vivirá lejos de aquí. Te suplico que me muestres el camino a su morada.
—No está lejos de aquí. Esta montaña es conocida como la Montaña del
Corazón. En ella hay una cueva donde mora un sabio al que llamamos «El
Que Discierne». El número de discípulos que han obtenido el conocimiento
gracias a él es impresionante. Todavía tiene treinta o cuarenta discípulos
con él. Solo tienes que seguir este camino que conduce al sur, es imposible
que no veas su casa.
El Rey Mono dio las gracias al leñador y se dirigió a la cueva que le
había descrito. La puerta estaba cerrada y no se atrevió a llamar, así que
saltó a un pino, cogió tres piñas y devoró sus piñones. Poco después abrió la
puerta uno de los discípulos del sabio.
—¿Qué bestia es la que hace tanto ruido? —preguntó.
El Rey Mono saltó del árbol, hizo una reverencia y contestó:
—He venido a buscar la verdad, pero no me he atrevido a llamar.
—Nuestro señor está meditando y me ha pedido que deje entrar al
buscador de la verdad que está al otro lado de la puerta. Aquí estás. Bueno,
¡puedes entrar conmigo!
El Rey Mono se arregló la ropa, se enderezó el sombrero y entró. Un
largo pasillo conducía, junto a magníficos edificios y tranquilas chozas, a la
silla de mármol blanco donde el señor estaba sentado. A derecha e izquierda
estaban sus discípulos, listos para servirlo. El Rey Mono se lanzó al suelo y
saludó al señor humildemente. En respuesta a sus preguntas, le contó cómo
había encontrado el camino hasta allí. Y, cuando le preguntó su nombre, le
dijo:
—No tengo nombre. Soy el mono que salió de la piedra.
—Entonces yo te daré un nombre. Te llamarás Sun Wukong[1] —le dijo
el maestro.
El Rey Mono le dio las gracias, dichoso, y a partir de entonces se llamó
Sun Wukong. El maestro ordenó al más antiguo de sus discípulos que le
enseñara a barrer y a limpiar, a entrar y salir, a tener buenos modales, a
labrar el campo y regar el huerto. Con el tiempo aprendió a escribir, a
quemar incienso y a leer los sutras. Y de este modo pasaron seis o siete
años.
Un día, el maestro subió al estrado desde el que enseñaba y comenzó a
hablar sobre la gran verdad. Sun Wukong comprendió el significado oculto
de sus palabras y empezó a saltar y a bailar de alegría.
—Sun Wukong, ¿todavía no has abandonado tu naturaleza salvaje? —lo
reprendió el maestro—. ¿Qué pretendes comportándote de un modo tan
inadecuado?
—Estaba escuchándote atentamente y el significado de tus palabras se
ha desvelado ante mi corazón —contestó Sun Wukong con una reverencia
—. He empezado a bailar de alegría sin pensar. No estaba cediendo a mi
naturaleza salvaje.
—Si tu espíritu ha despertado de verdad, te anunciaré la gran verdad.
Pero hay trescientos sesenta modos en los que puede alcanzarse esa verdad.
¿De qué modo quieres que lo haga? —le preguntó el maestro.
—¡Como desees, señor!
—¿Debería enseñártelo a través de la magia?
—¿Qué enseña la magia? —le preguntó Sun Wukong.
—Enseña a elevar el espíritu, a preguntar a los oráculos y a predecir la
fortuna y la desgracia.
—¿Es posible conseguir la vida eterna con ella?
—No —le respondió el maestro.
—Entonces no lo aprenderé así.
—¿Debería enseñártelo a través de las ciencias?
—¿Qué son las ciencias?
—Son las nueve escuelas de las tres religiones. Aprenderás a leer los
libros sagrados, a pronunciar hechizos, a conversar con los dioses y a
invocar a los espíritus.
—¿Puede obtenerse la vida eterna a través de ellas?
—No.
—Entonces no las aprenderé.
—El método del reposo es muy bueno.
—¿Cuál es el método del reposo?
—Enseña a vivir sin alimento, a permanecer inmóvil en muda pureza y
a perderse en la meditación.
—¿Es posible obtener así la vida eterna?
—No.
—Entonces no lo aprenderé.
—El método de los actos es también bueno.
—¿Qué enseña?
—Enseña a equilibrar las energías vitales, a practicar ejercicio físico, a
preparar el elixir de la vida y a contener el aliento.
—¿Me dará la vida eterna?
—No lo creo.
—¡Entonces no lo aprenderé! ¡No lo aprenderé!
El maestro fingió haberse enfadado, bajó de su estrado, agarró su bastón
y exclamó:
—¡Vaya simio! ¡No quiere aprender esto, no quiere aprender lo otro!
¿Qué esperas aprender, entonces?
Y le propinó tres golpes en la cabeza. Se retiró a sus aposentos y cerró
la gran puerta a su espalda.
Los discípulos estaban muy nerviosos y abrumaron a Sun Wukong con
sus reproches. Aun así, el mono no les prestó atención; sonrió para sí
mismo sin decir nada porque había comprendido el acertijo que el maestro
le había dado para resolver. Y en su corazón pensó: «Que me haya golpeado
la cabeza tres veces significa que tengo que estar preparado en la tercera
guardia de la noche. Su retirada, cerrando la puerta a su espalda, significa
que tengo que entrar por la puerta trasera, ya que me revelará la gran verdad
en secreto». Por tanto, esperó hasta el anochecer y fingió echarse a dormir
con el resto de discípulos. Pero, cuando llegó la tercera guardia de la noche,
se levantó sin hacer ruido y se escabulló hasta la puerta trasera, que estaba
entreabierta. Entró y se detuvo ante la cama del maestro. Este estaba
durmiendo de cara a la pared y el mono no se atrevía a despertarlo, así que
se arrodilló delante de la cama. Después de un rato, el maestro se giró y
murmuró una estrofa para sí mismo:
«Una dura y difícil labor, explicar la lección de la verdad. Uno habla
hasta quedarse sordo, mudo y ciego, a menos que la encuentre el hombre
correcto».
Entonces, Sun Wukong contestó:
—¡Estoy aquí, esperando reverencialmente!
El maestro se puso la ropa, se sentó en la cama y dijo con aspereza:
—¡Maldito mono! ¿Por qué no estás dormido? ¿Qué estás haciendo
aquí?
—Tú me indicaste ayer que debía venir a verte por la puerta trasera, en
la tercera guardia de la noche, para instruirme en el conocimiento de la
verdad. Por eso me he aventurado a venir. Si me enseñaras, te estaría
eternamente agradecido.
«En la cabeza de este mono hay sin duda inteligencia, pues me entendió
a la perfección», pensó el maestro. Y entonces contestó:
—Sun Wukong, ¡así será! Hablaré sin reservas contigo. Acércate a mí y
te enseñaré el camino a la vida eterna.
Dicho esto, le murmuró al oído un hechizo divino, mágico, para
potenciar la concentración de sus poderes vitales, y le explicó el
conocimiento secreto palabra por palabra. Sun Wukong escuchó con gran
atención y lo aprendió en poco tiempo. A continuación dio las gracias a su
profesor, salió y se tumbó a dormir. Desde aquel momento, practicó el
modo correcto de respirar, de proteger su alma y su espíritu y de colmar los
instintos naturales de su corazón. Y mientras lo hacía pasaron tres años
más. Después su misión terminó.
Un día, el maestro le dijo:
—Tres grandes peligros te amenazan. Todos aquellos que desean llevar
a cabo algo extraordinario están expuestos a ellos, porque les persigue la
envidia de los demonios y los espíritus. Y solo aquellos que consiguen
superar estos tres grandes peligros viven tanto como los cielos.
Entonces Sun Wukong se asustó.
—¿Hay algún modo de protegerse de esos peligros?
El maestro volvió a murmurar un hechizo secreto en su oído y con él
obtuvo el poder de transformarse setenta y dos veces.
Y cuando no habían pasado más de un par de días, Sun Wukong ya
había aprendido ese arte.
Un día, el maestro estaba caminando ante la cueva en compañía de sus
discípulos. Llamó a Sun Wukong y le preguntó:
—¿Qué progresos has hecho en tu aprendizaje? ¿Ya puedes volar?
—Sí, ya puedo —respondió el mono.
—Entonces deja que te vea hacerlo.
El mono saltó hasta una altura de un metro y medio o dos. Unas nubes
se formaron bajo sus pies y caminó sobre ellas durante varios cientos de
metros. Después se vio obligado a bajar a la tierra de nuevo.
—Yo llamo a eso gatear sobre las nubes, no flotar sobre ellas como
hacen los dioses y los sabios que vuelan por todo el mundo en un solo día.
Te enseñaré el hechizo mágico para dar volteretas sobre las nubes. Con cada
una de estas volteretas avanzarás treinta mil kilómetros.
Sun Wukong le dio las gracias, lleno de alegría, y desde entonces pudo
moverse sin límites de espacio.
Un día, el Rey Mono estaba sentado junto al resto de discípulos bajo el
pino que había ante la puerta, discutiendo los secretos de las enseñanzas. Al
final, los discípulos le pidieron que les enseñara algunos de sus poderes de
transformación. Sun Wukong no fue capaz de mantener el secreto y
accedió.
—¡Pedidme lo que sea! —dijo con una sonrisa—. ¿En qué os gustaría
que me transformara?
—Conviértete en un pino.
Así que Sun Wukong murmuró un hechizo mágico, giró… Y ante sus
ojos apareció un pino. Todos rieron a carcajadas. El maestro escuchó el
alboroto y salió a la puerta arrastrando su bastón.
—¿Por qué hacéis tanto ruido? —les preguntó con brusquedad.
—Sun Wukong se ha transformado en un pino y eso nos ha hecho reír
—le respondieron.
—¡Sun Wukong, ven aquí! —gritó el maestro—. Explícame de qué va
todo esto. ¿Por qué te has transformado en un pino? ¿Es que todo el
esfuerzo que has hecho no significa nada para ti? Es irrespetuoso que uses
tu conocimiento para entretener a tus compañeros con trucos de magia. Eso
demuestra que tu corazón todavía no está bajo control.
Sun Wukong le pidió perdón humildemente, pero el maestro le dijo:
—No te deseo nada malo, pero debes marcharte.
—¿A dónde iré? —le preguntó el Rey Mono con lágrimas en los ojos.
—Deberías volver al lugar del que provienes —dijo el maestro. Y
cuando el triste Sun Wukong se despidió de él, lo amenazó—: Tu naturaleza
salvaje es un imán para el mal. No debes decirle a nadie que has sido mi
pupilo. Si se te escapa una sola palabra al respecto, buscaré tu alma y la
encerraré en el infierno más profundo para que no puedas escapar en un
millar de eternidades.
—¡No diré una sola palabra! —contestó Sun Wukong—. ¡No diré una
sola palabra!
Le dio las gracias una vez más por su amabilidad, hizo una voltereta y
subió a las nubes.
En menos de una hora había atravesado los mares y la Montaña de las
Flores y las Frutas estaba ante sus ojos. Entonces se sintió feliz, en casa de
nuevo. Dejó que su nube bajara a la tierra y exclamó:
—¡Aquí estoy de nuevo, niños!
Y, de inmediato salieron sus monos, del valle, de detrás de las rocas, de
la hierba y de entre los árboles. Llegaron corriendo por miles, lo rodearon,
le dieron la bienvenida y le preguntaron por sus aventuras.
—Ahora he encontrado el camino a la vida eterna y ya no tengo que
temer a la Anciana Muerte —les dijo Sun Wukong.
Sus simios se alegraron mucho y lo agasajaron con flores y frutas, con
melocotones y vino. Y una vez más nombraron a Sun Wukong como el
Apuesto Rey Mono.
Sun Wukong reunió a los monos a su alrededor y les preguntó cómo les
había ido en su ausencia.
—¡Menos mal que has regresado, gran rey! —le dijeron—. No hace
mucho vino aquí un demonio que quería hacerse con nuestra cueva por la
fuerza. Luchamos con él, pero se llevó a muchos de nuestros niños y
probablemente regrese pronto.
Sun Wukong se enfadó mucho.
—¿Qué demonio es el que se atreve a ser tan insolente?
—El Rey Demonio del Caos —le respondieron los monos—. Vive en el
norte, quien sabe a cuántos kilómetros de distancia. Lo vimos llegar entre
nubes y niebla y se marchó del mismo modo.
—Esperad, ¡iré a verlo! —dijo Sun Wukong. Y, dicho esto, dio una
voltereta y desapareció sin dejar rastro.
En el lejano norte se eleva una alta montaña en cuya ladera había una
cueva con una inscripción: «La cueva de los riñones». Ante la puerta
danzaban unos diablillos a los que Sun Wukong gritó bruscamente:
—¡Rápido, decid a vuestro Rey Diablo que será mejor que me devuelva
a mis niños!
Los pequeños demonios se asustaron y entregaron el mensaje en la
cueva. Entonces el Rey Diablo buscó su espada y salió, pero era tan grande
y ancho que ni siquiera podía ver a Sun Wukong. Estaba cubierto de la
cabeza a los pies por una armadura negra y su rostro era tan negro como el
fondo de una caldera.
—Maldito diablo —le gritó Sun Wukong—, ¿dónde tienes los ojos, que
no puedes ver al venerable Rey Mono?
Entonces el diablo miró al suelo y vio a un mono de piedra ante él;
llevaba la cabeza descubierta, un traje rojo con fajín amarillo y botas
negras.
—No mides ni un metro y medio de alto, tienes menos de treinta años y
vas desarmado, pero aun así te atreves a causar un alboroto —dijo el Rey
Diablo, riéndose.
—No soy demasiado pequeño para ti, pues puedo cambiar de tamaño a
voluntad. Te burlas porque no tengo armas, pero mis puños podrían
desgranar los cielos.
Dicho eso se detuvo, apretó los puños y empezó a dar una paliza al
demonio. Su enemigo era grande y torpe, pero Sun Wukong saltaba con
agilidad. Lo golpeó entre las costillas, cada vez más rápido y furioso.
Desesperado, el demonio levantó su espada e intentó golpear al mono en la
cabeza, pero este evitó el golpe y utilizó sus poderes mágicos de
transformación. Se arrancó un cabello, se lo metió en la boca, lo masticó,
escupió al aire y dijo:
—¡Transfórmate!
Y de inmediato el cabello se convirtió en cientos de pequeños monos
que empezaron a atacar al diablo. Sun Wukong, todo sea dicho, tenía
ochenta y cuatro mil pelos en su cuerpo, y todos podían transformarse. Los
pequeños monos de astutos ojillos saltaban alrededor con la mayor rapidez.
Rodearon al Rey Demonio, le rasgaron la ropa y tiraron de sus piernas hasta
que terminó en el suelo. Entonces Sun Wukong se subió encima, le quitó la
espada de la mano y le dio muerte. Después de eso entró en la cueva y
liberó a las crías de mono cautivas. Los vellos transformados regresaron a
él. Prendió fuego a la caverna maligna, reunió a los liberados y volvió con
ellos a su cueva en la Montaña de las Flores y las Frutas, donde el resto de
simios lo recibieron con alegría.
Después de que Sun Wukong obtuviera la espada del Rey Demonio,
entrenó a sus monos cada día. Tenían espadas de madera y lanzas de
bambú, y tocaban música marcial con flautas de junco. Les hizo construir
un campamento para que estuvieran preparados para cualquier peligro. De
repente, a Sun Wukong se le ocurrió una idea: «Si seguimos así, quizá
incitemos a algún rey humano o animal a luchar con nosotros, ¡y no
seremos capaces de hacerle frente con espadas de madera y lanzas de
bambú!». De modo que preguntó a sus monos:
—¿Qué deberíamos hacer?
Cuatro babuinos dieron un paso adelante y contestaron:
—En la capital del Imperio de Aulai hay un sinfín de guerreros. Y
también hay artesanos del cobre y del acero. ¿Qué te parece si compramos
acero y hierro y pedimos a esos herreros que nos forjen armas?
Con una voltereta, Sun Wukong llegó al foso de la ciudad. «Tardaría
mucho tiempo en comprar las armas. En lugar de eso, usaré la magia para
conseguirlas», se dijo. Sopló el suelo y se levantó un tremendo vendaval,
arrastrando arena y piedras, que provocó que todos los soldados de la
ciudad huyeran aterrados. Sun Wukong entró entonces en la armería, se
arrancó uno de sus vellos, lo convirtió en miles de pequeños monitos, se
hizo con todo el arsenal de armas y voló de vuelta a casa en una nube.
Después reunió a sus simios y los contó: en total eran setenta y siete
mil. Armados, se hicieron con toda la montaña y con todas las bestias
mágicas y príncipes que vivían en ella. Y estos salieron de las setenta y dos
cuevas y nombraron a Sun Wukong su líder.
Un día, el Rey Mono dijo:
—Ahora todos vosotros tenéis armas; pero esta espada que arrebaté al
Rey Demonio es demasiado ligera, ya no es adecuada para mí. ¿Qué
debería hacer?
Entonces los cuatro babuinos dieron un paso adelante y dijeron:
—En vista de tus poderes mágicos, oh, rey, no encontrarás un arma
adecuada para ti en toda la tierra. ¿Puedes caminar sobre las aguas?
—Todos los elementos se someten a mí y no hay lugar en el mundo a
donde no pueda ir —les respondió el Rey Mono.
—El agua de nuestra cueva fluye desde el Gran Mar hasta el castillo del
Rey Dragón de los Mares Orientales. Si tus poderes mágicos lo hacen
posible, podrías ir a ver al Rey Dragón para pedirle un arma.
Esto le pareció bien. Saltó sobre el puente de hierro y murmuró un
hechizo. A continuación se lanzó sobre las olas, que se separaron ante él y
fluyeron hasta llegar al Palacio del Agua Cristalina. Allí se encontró con un
tritón que le preguntó quién era. Sun Wukong mencionó su nombre y
añadió:
—Soy el vecino más cercano del Rey Dragón y he venido a visitarlo.
El tritón llevó el mensaje al castillo y el Rey Dragón de los Mares
Orientales salió rápidamente a recibirlo. Le pidió que se sentara y le sirvió
té.
—He aprendido el conocimiento oculto y he obtenido los poderes de la
inmortalidad. He entrenado a mis simios en el arte de la guerra para
proteger nuestra montaña, pero no tengo ningún arma para mí, de modo que
he venido a pedirte una prestada.
El Rey Dragón hizo que el General Rodaballo le llevara una gran lanza.
Pero Sun Wukong no estaba satisfecho con ella. Entonces, el rey ordenó
que el Capitán General Anguila le llevara un tridente de nueve púas que
pesaba mil seiscientos kilos. Pero Sun Wukong la sopesó en su mano y dijo:
—¡Demasiado ligero! ¡Demasiado ligero! ¡Demasiado ligero!
Entonces el Rey Dragón se asustó y pidió que le llevaran el arma más
pesada de su armería. Esta pesaba tres mil doscientos kilos, pero todavía era
demasiado ligera para Sun Wukong. El Rey Dragón le aseguró que no tenía
nada más pesado, pero el Rey Mono no se rindió.
—¡Mira por ahí, seguro que tienes algo!
Al final, la Reina Dragón y su hija salieron y dijeron al Rey Dragón:
—Este mono es un maleducado. La gran vara de hierro sigue
seguramente aquí, en nuestro mar, y no hace mucho brillaba con un
resplandor rojo; es probable que sea una señal de que ha llegado el
momento de que se la lleven.
—Pero esa es la vara que el Gran Yu usó cuando ordenó las aguas y
determinó la profundidad de los mares y ríos. No puede llevársela —dijo el
Rey Dragón.
—¡Deja que la vea! Lo que haga con ella después no es asunto nuestro.
Así que el Rey Dragón condujo a Sun Wukong hasta la vara de medir.
El resplandor dorado que emitía podía verse a cierta distancia. Era una vara
de hierro gigantesca, con abrazaderas doradas a cada lado.
Sun Wukong la levantó usando toda su fuerza.
—Es demasiado pesada; debería ser un poco más corta y fina.
Tan pronto como hubo dicho esto, la vara de hierro se redujo. Probó de
nuevo y se dio cuenta de que se volvía más grande o más pequeña según le
ordenara. Podía encogerse hasta tener el tamaño de un alfiler. El Rey Mono
estaba loco de contento; cuando golpeó el mar con la vara, las olas
crecieron hasta la altura de una montaña y el castillo del dragón se movió
hasta los cimientos. El Rey Dragón tembló de miedo, y todas sus tortugas,
peces y cangrejos escondieron la cabeza.
Sun Wukong se rio.
—¡Muchas gracias por el estupendo regalo! Ahora tengo un arma, es
cierto, pero todavía no tengo armadura. En lugar de buscar en otro sitio,
creo que tú podrías proporcionarme una cota de malla.
El Rey Dragón le dijo que no tenía ninguna armadura.
—No me marcharé hasta que hayas obtenido una para mí —dijo el
simio, y una vez más empezó a agitar su vara.
—¡No me hagas daño! —exclamó el aterrorizado Rey Dragón—.
Preguntaré a mis hermanos.
Y entonces hizo que tocaran el tambor de hierro y que golpearan el
gong dorado, y en un instante todos los hermanos del Rey Dragón llegaron
desde el resto de mares. El Rey Dragón habló con ellos en privado y les
dijo:
—¡Este tipo es terrible y no debemos enfadarlo! Se ha llevado la vara de
oro y ahora insiste en tener una armadura. Lo mejor que podemos hacer es
satisfacerlo de inmediato; más tarde iremos a hablar con el Gobernante del
Cielo.
Así que los hermanos le llevaron un traje mágico compuesto por una
malla dorada, unas botas mágicas y un casco mágico.
Sun Wukong les dio las gracias y regresó a su cueva. Saludó a los que
habían acudido a recibirlo y les mostró la vara con las empuñaduras
doradas. Intentaron levantarla del suelo entre todos, pero fue como si una
libélula intentara volcar una columna de piedra, o como si una hormiga
intentara transportar una gran montaña. No consiguieron moverla un
milímetro. Entonces los simios sacaron la lengua.
—Padre, ¿cómo es posible que tú puedas con algo tan pesado?
El Rey Mono les contó el secreto de la vara y les mostró su potencial. A
continuación puso orden en su imperio y nombró capitanes a cuatro
babuinos. Los siete animales mágicos (el buey, el dragón, el pájaro, el león
y los demás) se unieron también a él.
Un día se echó una siesta después de comer. Antes de hacerlo había
empequeñecido la vara y se la había metido en la oreja. Mientras dormía,
dos hombres se le acercaron en un sueño con una tarjeta en la que ponía:
«Sun Wukong». No le dejaron resistirse; lo encadenaron y se llevaron su
espíritu. El Rey Mono volvió en sí cuando estaban llegando a una gran
ciudad. Sobre las puertas había una tablilla de hierro en la que estaba
grabado con letras enormes lo siguiente: «El Inframundo».
De repente lo entendió todo.
—Vaya, ¡esta debe ser la morada de la Muerte! Pero yo escapé hace
mucho a su poder, ¿cómo se atreve a traerme aquí?
Cuanto más reflexionaba, más se enfadaba. Se sacó la vara dorada de la
oreja, la agitó y dejó que creciera. Hizo papilla a los dos agentes, aplastó
sus grilletes e hizo rodar su barra sobre la ciudad. Las diez Princesas de la
Muerte estaban muy asustadas. Se inclinaron ante él y le preguntaron:
—¿Quién eres?
—Si no sabéis quién soy, ¿por qué habéis ido a buscarme y me habéis
traído a este palacio? —les contestó—. Soy el sabio Sun Wukong, nacido
en el cielo, rey de la Montaña de las Flores y las Frutas. ¿Y vosotras
quiénes sois? ¡Decidme vuestros nombres, rápido, u os golpearé!
Las diez Princesas de la Muerte le dijeron sus nombres con humildad.
—¡Yo, el Venerable Sol, me he ganado el poder de la vida eterna! —
exclamó Sun Wukong—. Rápido, ¡entregadme el Libro de la Vida!
Las jóvenes no se atrevieron a desafiarlo e hicieron que el escriba les
llevara el libro. Sun Wukong lo abrió. Bajo el epígrafe «Simios», número
1350, leyó: «Sun Wukong, el mono de piedra nacido en el cielo. Vivirá
trescientos veinticuatro años. Después morirá sin enfermedad».
Sun Wukong cogió el pincel de la mesa y tachó a todo el clan de los
monos del Libro de la Vida.
—¡Ahora estamos en paz! De ahora en adelante no sufriré más descaros
vuestros.
Dicho esto, salió del Inframundo con la ayuda de su vara sin que las
diez Princesas de la Muerte se atrevieran a detenerlo, pero más tarde fueron
a quejarse ante el Gobernante del Cielo.
Cuando Sun Wukong abandonó la ciudad, resbaló y cayó al suelo. Esto
provocó que despertara y se dio cuenta de que había estado soñando. Llamó
a sus cuatro babuinos y les dijo:
—¡Espléndido, espléndido! Me llevaron al castillo de la Muerte y causé
allí un alboroto considerable. ¡Les obligué a entregarme el Libro de la Vida
y taché la hora de la muerte de todos los simios!
Después de eso no murió ningún otro mono de la montaña, porque sus
nombres habían sido tachados en el Inframundo.
El Gobernante del Cielo llamó a todos sus siervos a su castillo. Un sabio
se adelantó y le presentó la queja del Rey Dragón de los Mares Orientales, y
otro le presentó la queja de las diez Princesas de la Muerte. El Gobernante
del Cielo miró en sus recuerdos y vio la maleducada y salvaje conducta de
Sun Wukong, de modo que ordenó a un dios que bajara a la tierra y lo
hiciera prisionero. Sin embargo, la Estrella de la Tarde quiso hablar:
—Ese mono nació de los poderes más puros del cielo, de la tierra, del
sol y de la luna. Ha obtenido el conocimiento secreto y ha alcanzado la
inmortalidad. Recuerda, oh, señor, tu enorme amor por todo lo que tiene
vida, y perdónale su pecado. Emite una orden para que acuda al cielo y
ocupe un cargo aquí; de este modo entrará en razón. Después, si de nuevo
desobedece tus órdenes, que lo castiguen sin piedad.
El Gobernante del Cielo se mostró de acuerdo, emitió la orden y pidió a
la Estrella de la Tarde que se la entregara a Sun Wukong. La Estrella de la
Tarde montó en una nube de colores y descendió sobre la Montaña de las
Flores y las Frutas.
Se presentó ante el Rey Mono y le dijo:
—El señor ha oído hablar de tus actos y quiere castigarte. Yo soy la
Estrella de la Tarde del Cielo Oriental y he hablado en tu favor. Por tanto,
me ha ordenado que te lleve conmigo para que ocupes un cargo en el cielo.
Sun Wukong se alegró mucho.
—Había estado pensando en hacer una visita al cielo y, qué casualidad,
has venido tú a recogerme, Vieja Estrella. —Entonces llamó a sus cuatro
babuinos—: ¡Cuidad bien de nuestra montaña! Voy a subir al cielo para
pasar allí un tiempo.
Hizo una nube y se marchó volando, pero con sus volteretas avanzaba
tan rápido que la Estrella de la Tarde se quedó atrás. Antes de darse cuenta
había llegado a la puerta sur del cielo y estaba a punto de atravesarla. El
portero no quería dejarlo entrar, pero no dejó que eso lo detuviera. La
Estrella de la Tarde llegó en mitad de la disputa y explicó la situación, y
entonces le permitieron atravesar la puerta celestial. Cuando llegó al castillo
del Gobernante del Cielo, se presentó ante él sin inclinar la cabeza.
—¿Este tipo con la cara peluda y los labios puntiagudos es Sun
Wukong? —preguntó el Gobernante del Cielo.
—¡Sí, yo soy el Venerado Sol! —contestó el Rey Mono.
Todos los siervos del Gobernante del Cielo quedaron estupefactos.
—Este mono salvaje ni siquiera se inclina ante ti y se atreve a llamarse
Venerado Sol —le dijeron—. ¡Ese crimen merece un millar de muertes!
—Ha venido desde la tierra y todavía no está acostumbrado a nuestras
normas —contestó el Señor—. Lo perdonaremos.
Entonces ordenó que se le diera un cargo.
—No hay ningún puesto vacante, pero se necesita un oficial en los
establos —dijo el alguacil de la corte celestial.
Por tanto, el Señor lo nombró capataz de las caballerizas celestiales. Los
siervos dijeron a Sun Wukong que debía agradecer la gracia que se le había
otorgado.
—¡Gracias por el puesto! —gritó el Rey Mono; tomó posesión de su
certificado de nombramiento y se fue a los establos para ocupar su nuevo
despacho.
Sun Wukong se ocupaba de su labor con entusiasmo. Los corceles
celestiales estaban brillantes y gordos, y los establos estaban llenos de
potros jóvenes. Antes de darse cuenta, había pasado medio mes. Entonces,
sus amigos del cielo prepararon un banquete en su honor.
Mientras estaban en la mesa, Sun Wukong preguntó casualmente:
—¿Capataz? ¿Qué tipo de título es ese?
—Bueno, es un título oficial —fue la respuesta.
—¿Qué rango tiene?
—No tiene rango alguno —le respondieron.
—Ah —dijo el mono—, ¿es tan alto que supera al resto de dignatarios?
—No, no es alto. No es alto en absoluto —le respondieron sus amigos
—. Ni siquiera está incluido en el listado oficial; es un puesto de
subordinado. Lo único que tienes que hacer es cuidar de los caballos. Si se
ponen gordos, serás bien valorado; pero si enferman o adelgazan, serás
castigado de inmediato.
Entonces el Rey Mono se enfadó.
—¿Qué? ¿Me tratan a mí, el Venerable Sol, de un modo tan humillante?
En mi montaña era un rey, ¡un padre! ¿Para qué me necesitan aquí, para
alimentar a los caballos? ¡No seguiré haciéndolo! ¡No seguiré haciéndolo!
Y ya había volcado la mesa, se había sacado la vara dorada de la oreja,
había dejado que se agrandara y se había abierto camino hasta la puerta sur
del cielo. Y nadie se atrevió a detenerlo.
Volvió a la isla de su montaña y su clan lo rodeó.
—¡Has estado fuera más de diez años, majestad! —le dijeron—. ¿Por
qué no has vuelto con nosotros hasta ahora?
—No he pasado más de diez días en el cielo —les contestó el Rey
Mono—. El Gobernante del Cielo no sabe cómo tratar a su gente. Me
nombró caballerizo y tuve que alimentar a sus caballos. Estoy tan
avergonzado que podría morirme. Pero no me conformé, y ya estoy aquí
otra vez.
Sus simios le prepararon de inmediato un banquete para consolarlo.
Mientras estaban sentados a la mesa, dos demonios con cuernos llegaron
con una túnica imperial amarilla como regalo. El Rey Mono estaba tan
contento que se la puso y nombró a los dos demonios líderes de la
vanguardia. Estos le dieron las gracias y empezaron a alabarlo:
—Con tu poder y sabiduría, majestad, ¿por qué tienes que servir al
Gobernante del Cielo? Lo adecuado sería que te autonombraras Gran Sabio
Sosia del Cielo.
El mono se sintió muy complacido.
—¡Bien! ¡Bien! —exclamó.
A continuación ordenó a sus cuatro babuinos que hicieran un estandarte
con la inscripción: «Gran Sabio Sosia del Cielo». Y de ese momento en
adelante se hizo llamar así.
Cuando el Gobernante del Cielo se enteró de la huida del mono, ordenó
a Li Dsing, el dios portador de la pagoda, y a su tercer hijo, Notscha, que le
hicieran prisionero. Padre e hijo partieron a la cabeza de un ejército
celestial, plantaron campamento ante su cueva y enviaron a un valiente
guerrero para que lo desafiara a un combate. Pero Sun Wukong lo derrotó
con facilidad y lo obligó a huir mientras le gritaba entre risas:
—¡Menudo fanfarrón! ¡Y dice que es un guerrero del cielo! No te
mataré. ¡Huye rápidamente y envíame a alguien mejor!
Cuando Notscha se enteró, él mismo presentó batalla.
—¿Tú de dónde has salido, pequeño? No deberías jugar por aquí,
¡podría pasarte algo! —le dijo Sun Wukong.
—¡Maldito mono! —gritó Notscha—. ¡Soy el príncipe Notscha y me
han ordenado que te haga prisionero!
Y, dicho esto, se lanzó sobre Sun Wukong con su espada.
—Muy bien, yo me quedaré aquí sin moverme.
Notscha se enfadó mucho y se convirtió en un dios con tres cabezas y
seis brazos en los que llevaba seis armas diferentes. De este modo se lanzó
al ataque.
El Rey Mono se rio.
—¡El pequeñín sabe hacer trucos! Pero, oye, ¡espera un momento! Yo
también cambiaré de forma.
Y él también se convirtió en una figura con tres cabezas y seis brazos en
los que blandía tres varas doradas. Empezaron a luchar y los golpes llovían
con tal rapidez que parecía que un millar de armas volaban por el aire.
Después de treinta rondas, el combate aún no estaba decidido. Entonces Sun
Wukong tuvo una idea. Se arrancó disimuladamente uno de sus cabellos,
recuperó su forma normal y dejó que su clon continuara luchando con
Notscha. Mientras tanto, él se colocó a su espalda y le dio tal golpe con su
vara en el brazo izquierdo que le fallaron las rodillas por el dolor y tuvo que
retirarse, derrotado.
—¡Ese demonio de mono es demasiado poderoso! —contó Notscha a su
padre Li Dsing—. ¡No he conseguido derrotarlo!
No podían hacer otra cosa más que regresar al cielo y admitir su derrota.
El Gobernante del Cielo agachó la cabeza e intentó pensar en otro héroe al
que enviar.
Entonces la Estrella de la Tarde se acercó a él de nuevo y le dijo:
—Ese mono es tan fuerte y tan valiente que probablemente ninguno de
nosotros es rival para él. Se enfadó porque el oficio de capataz le pareció
demasiado bajo. Lo mejor sería mostrarse indulgente, dejar que se salga con
la suya y nombrarlo Gran Sabio Sosia del Cielo. Solo tendríamos que darle
el título, sin sumarle ningún cargo, y el problema estaría resuelto.
El Gobernante del Cielo se mostró satisfecho con esta sugerencia y, una
vez más, envió a la Estrella de la Tarde para que llamara al nuevo sabio a su
presencia. Cuando Sun Wukong se enteró de su llegada, exclamó:
—¡El viejo Estrella de la Tarde es un buen tipo!
E hizo que su ejército se alineara para darle la bienvenida. Se puso su
túnica ceremonial y fue a recibirlo educadamente.
Entonces la Estrella de la Tarde le contó lo que había ocurrido en el
cielo, y que lo habían nombrado Gran Sabio Sosia del Cielo.
—¡Ya has hablado en mi favor antes, Vieja Estrella! —exclamó el Gran
Sabio, riéndose—. Y ahora, una vez más, te pones de mi parte. ¡Muchas
gracias! ¡Muchas gracias!
Juntos se presentaron ante el Gobernante del Cielo.
—El rango de Gran Sabio Sosia del Cielo es muy alto. Ahora debes
dejar de hacer travesuras.
El Gran Sabio le dio las gracias y el Gobernante del Cielo ordenó a dos
hábiles arquitectos que construyeran un castillo para Wukong al este del
huerto de melocotoneros de la emperatriz. Y lo condujeron hasta allí
rodeado de honores.
El Sabio estaba en su elemento. Tenía todo lo que su corazón podía
desear y nada por lo que preocuparse. Vivía cómodamente, iba allá donde
quería y visitaba a los dioses de vez en cuando. Trataba a los Tres Puros y a
los Cuatro Gobernantes con cierto respeto, pero a los dioses planetarios, a
los señores de las veintiocho casas de la luna y de los doce signos
zodiacales, y al resto de estrellas, los saludaba con un «Hola, ¿qué tal?». Y
así pasaba los días, ocioso entre las nubes del cielo. En una ocasión, uno de
los sabios dijo al Gobernante del Cielo:
—El Venerado Sol se pasa los días sin hacer nada. Deberíamos evitar
que se le ocurra alguna travesura, así que sería mejor que le encargáramos
alguna tarea.
El Gobernante del Cielo llamó al Gran Sabio y le dijo:
—Los melocotones de la inmortalidad del huerto de la emperatriz
madurarán pronto. Te encargo la tarea de vigilarlos. ¡Cumple tu deber
concienzudamente!
Esto alegró al Sabio, que le dio las gracias. Cuando llegó al huerto, los
hortelanos y jardineros lo recibieron de rodillas.
—¿Cuántos árboles hay en total? —les preguntó.
—Tres mil seiscientos —contestó un hortelano—. En la primera hilera
hay mil doscientos árboles. Tienen flores rojas y pequeñas frutas que
maduran cada tres mil años; quien come de ellas obtiene la salud. Los mil
doscientos árboles de la hilera central tienen flores dobles y una fruta dulce
que madura cada seis mil años; quien come de ella puede flotar en el cielo
del amanecer sin envejecer. Los mil doscientos árboles de la última hilera
tienen frutas con rayas rojas y huesos pequeños que maduran cada nueve
mil años; quien come de su fruta vive eternamente, tanto como el cielo, y
permanece intacto durante miles de eones.
El Sabio escuchó todo aquello con placer. Repasó las listas y desde ese
momento apareció cada día para supervisar las cosas. La mayor parte de los
melocotones de la última hilera estaban ya maduros. Cuando llegaba al
huerto, enviaba lejos a los cuidadores con algún pretexto, saltaba a los
árboles y se daba un atracón de melocotones.
En aquella época, la Emperatriz Oriental estaba preparando el gran
banquete de melocotones con el que acostumbraba a agasajar a todos los
dioses del cielo. Envió a las hadas con sus vestidos de siete colores y sus
cestas para recoger los melocotones. El hortelano les dijo:
—El huerto está ahora bajo los cuidados del Gran Sabio Sosia del Cielo,
así que primero debéis presentaros ante él.
Dicho esto, condujo a las siete hadas al huerto. Allí buscaron al Gran
Sabio por todas partes, pero no consiguieron encontrarlo.
—Tenemos órdenes y no debemos demorarnos. Mientras aparece
empezaremos a recoger los melocotones —dijeron las hadas. Así que
llenaron varias cestas de la primera hilera. En la segunda hilera, los
melocotones empezaban a escasear. Y en la tercera hilera solo quedaba un
melocotón medio maduro. Tiraron de la rama, lo arrancaron y soltaron la
rama de nuevo.
Resultó que el Gran Sabio, que se había convertido en un gusano, estaba
echándose la siesta en aquella rama. Cuando lo despertaron tan
bruscamente, recuperó su forma habitual, agarró su vara y empezó a
perseguir a las hadas.
—Nos ha enviado aquí la emperatriz. ¡No te enfades, Gran Sabio! —
exclamaron las hadas.
—¿Y quiénes son todos esos invitados de la emperatriz? —les preguntó.
—Todos los dioses y sabios del cielo, de la tierra y del inframundo.
—¿Me ha invitado también a mí? —les preguntó.
—No que nosotras sepamos —contestaron las hadas.
Entonces el sabio se enfadó y murmuró un hechizo mágico.
—¡Alejaos! ¡Alejaos! ¡Alejaos!
Y con eso expulsó a las hadas de allí. El sabio partió en una nube hacia
el palacio de la emperatriz.
De camino, se encontró con el Dios Descalzo y le preguntó:
—¿A dónde vas?
—Al banquete del melocotón —fue la respuesta.
—El Gobernante del Cielo me ha ordenado que diga a todos los dioses y
sabios que antes de presentarse ante la emperatriz tienen que acudir al Salón
de la Pureza para llevar a cabo una ceremonia —le mintió.
Entonces tomó el aspecto del Dios Descalzo y se marchó al palacio de
la emperatriz. Allí bajó de su nube y entró como si tal cosa. La comida
estaba lista, pero ninguno de los dioses había llegado todavía. De repente, el
Gran Sabio olió el vino del centenar de barriles del preciado néctar que
había preparados. Se le hizo la boca agua. Se arrancó un par de cabellos y
los convirtió en gusanos del sueño. Estos gusanos reptaron por las fosas
nasales de los coperos y todos se quedaron dormidos. De este modo, Sun
Wukong disfrutó de las deliciosas viandas sin preocupación; abrió los
barriles y bebió hasta quedar aturdido.
—Todo este asunto está empezando a marearme —se dijo a sí mismo—.
Será mejor que me marche a casa a dormir un poco.
Y salió del huerto tambaleándose. Por supuesto, se perdió y terminó en
la morada de Laotse. Allí recuperó la consciencia. Se arregló la ropa y
entró. No había nadie a la vista, porque en aquel momento Laotse y todos
sus criados estaban en casa del Dios de la Luz. Como no encontró a nadie,
el Gran Sabio entró en el salón privado donde Laotse solía preparar el elixir
de la vida. Junto a los fogones había cuatro jícaras llenas de las píldoras de
la indestructibilidad que ya habían sido preparadas.
«Hace mucho tiempo que tengo la intención de preparar algunas de
estas píldoras. Me viene muy bien encontrarlas aquí», se dijo.
Vertió el contenido de las jícaras y se comió todas las píldoras. Como ya
había comido y bebido suficiente, pensó: «¡Oh, oh! La travesura que he
hecho no puede ser reparada con facilidad. Si me pillan, mi vida estará en
peligro. Creo que lo mejor será bajar a la tierra y seguir siendo rey».
Entonces se volvió invisible, viajó hasta la puerta oeste del cielo y regresó a
la Montaña de las Flores y las Frutas, donde contó sus aventuras a quienes
lo recibieron.
Cuando les habló del néctar de melocotón, sus simios dijeron:
—¿No podrías volver para robar algunas botellas de vino, de modo que
nosotros también podamos beberlo y obtener la vida eterna?
El Rey Mono accedió; dio una voltereta, entró en el huerto sin que lo
vieran y se llevó cuatro barriles, dos bajo los brazos y dos en las manos.
Desapareció con ellos sin dejar rastro y los llevó a su cueva, donde los
degustó con sus monos.
Una noche y un día después, las siete hadas a las que el Gran Sabio
había expulsado recuperaron su libertad. Recogieron sus cestas y contaron a
la emperatriz lo sucedido. Y los coperos también llegaron corriendo e
informaron de la destrucción que un desconocido había causado entre los
comestibles y bebestibles. La emperatriz fue a quejarse ante el Gobernante
del Cielo. Poco después, Laotse también acudió a él para contarle que le
habían robado las píldoras de la indestructibilidad. El Dios Descalzo le
contó que el Gran Sabio Sosia del Cielo lo había engañado, y del palacio
del Gran Sabio llegaron unos siervos para contar que el sabio había
desaparecido y que no había ni rastro de él. Entonces el Gobernante del
Cielo se asustó.
—¡Todo este lío es sin duda obra de ese mono infernal! —exclamó.
Llamaron a todos los habitantes del cielo, a los dioses de las estrellas,
los dioses del tiempo y los dioses de la montaña para atrapar al simio. Li
Dsing, una vez más, era el comandante. Inspeccionó la montaña y extendió
una red en el cielo y otra en la tierra para que nadie pudiera escapar. A
continuación envió a sus hombres más valientes a la batalla. El mono
resistió con audacia todos los ataques desde primera hora de la mañana
hasta la puesta del sol. Pero, en ese momento, sus seguidores más leales
fueron capturados. Eso fue demasiado para él. Se arrancó un cabello y lo
convirtió en miles de monos, todos armados con varas de hierro doradas. El
ejército celestial fue derrotado y el mono se retiró a su cueva a descansar.
Resultó que Guan Yin también había acudido al banquete de melocotón
y había descubierto lo que Sun Wukong había hecho. Cuando fue a visitar
al Gobernante del Cielo, Li Dsing acababa de llegar para informar de la
gran derrota que había sufrido en la Montaña de las Flores y las Frutas.
Entonces Guan Yin dijo al Gobernante del Cielo:
—Puedo recomendarte a un héroe que seguramente derrotará al mono.
Se trata de tu nieto, Yang Oerlang. Ha vencido a todos los espíritus de las
bestias y las aves, y ha derrotado a los duendes de la hierba y la maleza. Él
sabe qué hacer para terminar con esos malvados.
Así que llamaron a Yang Oerlang y Li Dsing lo condujo a su
campamento y le preguntó cómo pensaba enfrentarse al simio.
—Creo que le enseñaré mi superioridad cambiando de forma —dijo
Yang Oerlang, riéndose—. Será mejor que retiréis la red del cielo para que
nada perturbe nuestro combate.
A continuación pidió a Li Dsing que se elevara en el aire con el espejo
mágico en la mano, para que, cuando el mono se hiciera invisible, pudiera
encontrarlo gracias al artilugio. Cuando todo estuvo preparado, Yang
Oerlang se presentó ante la cueva con sus espíritus.
El mono salió y, cuando vio al poderoso héroe con la espada de tres
hojas, le preguntó:
—¿Y tú quién eres?
—¡Soy Yang Oerlang, el nieto del Gobernante del Cielo!
—Ah, sí, ¡ya me acuerdo! —dijo el mono, riéndose—. Su hija huyó con
un tal Yang y tuvieron un hijo. ¡Ese debes ser tú!
Yang Oerlang se puso furioso y se abalanzó con su lanza. Entonces
comenzó una acalorada batalla. Lucharon durante trescientas rondas sin un
resultado claro. En ese momento, Yang Oerlang se transformó en un gigante
con la cara negra y el pelo rojo.
—No está mal —dijo el mono—, ¡pero yo también puedo hacer eso!
Continuaron luchando de esa forma. Los babuinos estaban muy
asustados, pues los espíritus de las bestias y de los planetas comandados por
Yang Oerlang los acosaban. Mataron a la mayoría y el resto se escondió.
Cuando el Rey Mono lo descubrió, su corazón se llenó de inquietud.
Recuperó su forma, agarró su vara y huyó, pero Yang Oerlang lo siguió. El
mono convirtió su vara en una aguja, se la metió en la oreja, se transformó
en un gorrión y voló hasta la copa de un árbol. Yang Oerlang lo perdió de
vista, pero de inmediato se dio cuenta de que se había transformado en un
gorrión. Tiró su lanza y su ballesta, se convirtió en un halcón y se lanzó
sobre el pajarillo. Pero este último se alzó en el aire como un cormorán.
Yang Oerlang agitó su plumaje, se convirtió en una grulla de mar y se elevó
entre las nubes para atrapar al cormorán. Este huyó hacia un valle y se
sumergió en las aguas de un arroyo disfrazado de pez. Cuando Yang
Oerlang llegó al límite del valle, había perdido su rastro.
«Ese mono seguramente se ha convertido en un pez o un cangrejo.
Cambiaré de forma yo también para atraparlo», se dijo a sí mismo. Así que
se transformó en un águila pescadora y planeó sobre las aguas. Cuando el
mono, que estaba en el arroyo, vio el águila, se dio cuenta de inmediato de
que era Yang Oerlang. Giró rápidamente y huyó con Yang Oerlang a la
zaga. Cuando apenas los separaban unos centímetros, el mono giró, reptó
hasta la orilla como una culebra y se escondió entre la hierba. Yang
Oerlang, cuando vio la culebra saliendo del agua, se convirtió en un águila
y abrió las garras para atrapar a la serpiente. Pero la culebra saltó y se
convirtió en el más ruin de los pájaros, un buitre, y se posó en el escarpado
borde de un acantilado. Cuando Yang Oerlang vio que el mono se había
convertido en una criatura tan despreciable como un buitre, no pudo seguir
jugando a cambiar de forma. Reapareció en su forma original, cogió su
ballesta y disparó al ave. El buitre cayó del acantilado y a sus pies se
transformó en la capilla de un dios rural. Abrió la boca para que fuera la
puerta y sus dientes se convirtieron en las dos hojas de la misma, su lengua
en la imagen del dios y sus ojos en las ventanas. Con lo único que no sabía
qué hacer era con la cola, así que la dejó tiesa a su espalda con forma de
asta. Cuando Yang Oerlang llegó al pie de la colina vio la capilla.
—¡Ese mono es tremendo! Pretende atraerme al interior de la capilla
para morderme —exclamó, riéndose—. Pero no entraré. Primero romperé
las ventanas, y después echaré abajo la puerta.
Cuando el mono escuchó esto, se asustó mucho. Saltó como un tigre y
desapareció en el aire sin dejar rastro. Con una única voltereta llegó al
templo del propio Yang Oerlang. Allí asumió la forma del dios y entró. Los
espíritus que estaban de guardia fueron incapaces de reconocerlo. Lo
recibieron con una reverencia y el mono se sentó en el trono del dios y se
hizo con las oraciones que llegaron hasta él.
Como Yang Oerlang ya no veía al mono, se acercó a Li Dsing, que
estaba en el aire.
—Estaba compitiendo con el mono, cambiando de forma, pero
desapareció de repente y no consigo encontrarlo. ¡Echa un vistazo en el
espejo!
Li Dsing miró el espejo mágico y se rio.
—El mono se ha convertido en ti y está sentado en tu templo. No deja
de hacer travesuras.
Cuando Yang Oerlang se enteró de esto, cogió su lanza de tres púas y se
dirigió rápidamente a su templo. Los espíritus guardianes se asustaron y
exclamaron:
—Pero, padre, ¡si acabas de entrar! ¿Cómo es que hay dos?
Yang Oerlang no les prestó atención; entró en el templo y apuntó a Sun
Wukong con su lanza. El mono recuperó su forma y se rio.
—Joven señor, ¡no te enfades! El dios de este lugar es ahora Sun
Wukong.
Sin decir una palabra, Yang Oerlang lo atacó. Sun Wukong sacó su vara
y le devolvió los golpes. Salieron juntos del templo, luchando, y envueltos
en una neblina llegaron una vez más a la Montaña de las Flores y las Frutas.
Mientras, Guan Yin estaba sentada con Laotse, el Gobernante del Cielo
y la emperatriz en el gran salón del cielo, esperando noticias.
—Iré con Laotse a la puerta sur a ver cómo están las cosas —dijo, al ver
que no recibían noticia alguna. Y cuando vio que la batalla no llegaba a su
fin, preguntó a Laotse—: ¿Por qué no ayudamos un poco a Yang Oerlang?
Encerraré a Sun Wukong en mi jarrón.
—Tu jarrón está hecho de porcelana —le contestó Laotse—. Sun
Wukong lo destrozaría con su vara de hierro. Pero yo tengo una diadema de
diamantes que puede cercar a todas las criaturas vivas. ¡Podríamos usar eso!
Así que lanzó su diadema al aire desde la puerta celestial y golpeó a Sun
Wukong con ella en la cabeza. Como estaba en plena batalla, no pudo
protegerse del golpe en la frente y resbaló. Se levantó e intentó escapar,
pero el perro de Yang Oerlang le mordió la pierna hasta que cayó al suelo.
Entonces, Yang Oerlang y sus seguidores lo inmovilizaron con correas y le
metieron un gancho en la clavícula para que no pudiera transformarse.
Laotse recuperó su diadema de diamante y regresó con Guan Yin al salón
del cielo. Sun Wukong fue condenado a la decapitación. Lo llevaron al
lugar de la ejecución y lo ataron a un poste. Pero todos los intentos de
matarlo con un hacha y una espada, con truenos y rayos, fueron vanos. Ni
siquiera conseguían dañarle un pelo de la cabeza.
—No me sorprende —dijo Laotse—. Este mono se ha comido los
melocotones de la inmortalidad, se ha bebido el néctar de la vida y también
se ha tragado las píldoras de la indestructibilidad. Nada podría dañarlo
ahora. Lo mejor será que me lo lleve conmigo y lo meta en mi horno para
extraerle el elixir de la vida. Después se convertirá en polvo y cenizas.
Así que abrieron los grilletes de Sun Wukong y Laotse se lo llevó con
él, lo metió en el horno y ordenó a su mozo que mantuviera el fuego vivo.
Pero en el borde del horno estaban tallados los símbolos de los ocho
elementos. Y, al meterse en el horno, el mono se refugió bajo el signo del
viento, de modo que el fuego no pudo dañarlo y el humo solo hizo que le
escocieran los ojos. Permaneció dentro del horno siete veces siete días.
Entonces, Laotse lo abrió para echar un vistazo. Tan pronto como Sun
Wukong vio la luz, no aguantó seguir encerrado y saltó, volcando el horno
mágico. Lanzó al suelo a los guardias y a los ayudantes y el propio Laotse,
que intentó atraparlo, recibió tal empujón que se quedó con las piernas en el
aire, como una cebolla del revés. A continuación Sun Wukong se sacó la
vara de la oreja y, sin mirar a dónde golpeaba, lo hizo todo pedazos; los
dioses de las estrellas cerraron sus puertas y los guardianes del cielo
huyeron. Llegó al castillo del Gobernante del Cielo y el guardián de la
puerta, con su látigo de acero, lo detuvo justo a tiempo. Entonces lo
rodearon los treinta y seis dioses del trueno, aunque no consiguieron
atraparlo.
—Buda sabrá qué hacer con él —dijo el Gobernante del Cielo—.
¡Mandadlo llamar de inmediato!
Así que Buda llegó de occidente con Ananada y Kashiapa, sus
discípulos. Cuando descubrió el alboroto, dijo:
—Antes de nada, soltad las armas y traedme al sabio. ¡Quiero hablar
con él!
Los dioses se marcharon. Sun Wukong resopló.
—¿Quién eres tú, que te atreves a hablarme?
Buda sonrió.
—He venido desde el sagrado occidente, Shakiamuni Amitofu. ¡Me he
enterado del lío que has creado y he venido a domarte!
—Soy el mono de piedra que ha obtenido el conocimiento secreto —
dijo Sun Wukong—. Domino las setenta y dos transformaciones y viviré
tanto como el mismo cielo. ¿Qué ha hecho el Gobernante del Cielo para
merecer el trono eternamente? ¡Que me deje el puesto y estaré satisfecho!
—Eres una bestia que ha obtenido poderes mágicos —contestó Buda
con una sonrisa—. ¿Cómo esperas ser el Gobernante del Cielo? Deberías
saber que él ha trabajado durante eones para perfeccionar sus virtudes.
¿Cuántos años tendrían que pasar antes de que tú consiguieras la dignidad
que él se ha ganado? Y debo preguntarte si hay algo más que puedas hacer,
además de trucos de transformación.
—Sé dar volteretas sobre las nubes —dijo Sun Wukong—. Cada una de
ellas me lleva a treinta mil kilómetros de distancia. Seguramente eso es
suficiente para tener derecho a ser Gobernante del Cielo.
—Hagamos una apuesta —dijo Buda con una sonrisa—. Si puedes dejar
mi mano atrás con una de tus volteretas, suplicaré al Gobernante del Cielo
que te ceda el puesto. Pero, si no consigues alejarte de mi mano, tendrás que
rendirte a mis grilletes.
Sun Wukong se aguantó la risa, porque pensó: «¡Este Buda está loco!
Su mano no mide ni treinta centímetros, ¿cómo podría no dejarla atrás?».
—¡Trato hecho! —dijo.
Buda extendió la mano derecha. Parecía una pequeña hoja de loto. Sun
Wukong dio un salto y exclamó:
—¡Adelante!
Y empezó a dar volteretas, volando como un torbellino. Y mientras
volaba vio cinco columnas altas y rojas que se elevaban hacia el cielo.
Entonces pensó: «¡Es el fin del mundo! Ahora volveré y me convertiré
en el Gobernante del Cielo. Pero primero escribiré aquí mi nombre, para
demostrar que he estado». Se arrancó un cabello, lo convirtió en un pincel y
escribió con grandes letras en la columna central: «El Gran Sabio Sosia del
Cielo». Volvió dando volteretas al lugar de donde había partido. Saltó la
mano de Buda, riéndose, y exclamó:
—¡Ahora date prisa y ordena al Gobernante del Cielo que deje libre el
castillo para mí! He estado en el fin del mundo y he dejado una señal allí.
—¡Mono infame! —le riñó Buda—. ¿Cómo te atreves a afirmar que has
dejado atrás mi mano? Echa un vistazo, a ver si no es cierto que «El Gran
Sabio Sosia del Cielo» está escrito en mi dedo corazón.
Sun Wukong se asustó mucho, porque de inmediato descubrió que era
verdad. Aun así, fingió no estar convencido; dijo que iría a echar otro
vistazo e intentó aprovechar la oportunidad para escapar. Buda lo cubrió
con la mano, se lo llevó del Cielo y lo encerró en el interior de una montaña
que había creado con agua, fuego, madera, tierra y metal. Un hechizo
mágico evitaba que escapara de la montaña.
Allí se vio obligado a permanecer cientos de años, hasta que al final se
reformó y fue liberado para ayudar al monje del Yangtze Kiang a recuperar
las sagradas escrituras de occidente. Nombró al monje como su señor y
desde entonces fue conocido como el Peregrino. Guan Yin, que lo había
liberado, entregó al monje una diadema dorada. Pidieron a Sun Wukong que
se la pusiera y de inmediato se fundió con su carne para que no pudiera
quitársela. Y Guan Yin entregó al monje una fórmula mágica para tensar el
aro por si el mono se volvía desobediente. Pero, desde ese momento,
siempre fue educado y amable.

[1] Sun hace referencia a su origen como mono y Wukong a la


consciencia de la muerte.

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