Fabulas y Leyendas de China
Fabulas y Leyendas de China
Fabulas y Leyendas de China
queridos por los lectores chinos tales como El escarabajo dorado o por qué
el perro odia al gato, La gran campana, La extraña Historia del Doctor Perro
o El pez parlante. Publicado inicialmente en 1919, este libro ha emocionado
y entretenido a lectores de todas las edades y constituye una inmejorable
introducción al folclore y los mitos populares chinos. Junto a esta selección
de diecinueve cuentos, se incluyen las ilustraciones originales de la primera
edición, obra de Li Chu Tang, lo que convierten al libro en un clásico
atemporal de lectura obligada para cualquier tipo de lector,
independientemente de sus gustos literarios. Con esta obra, ponemos fin a la
trilogía «Fábulas y leyendas de Oriente», con la que hemos querido rendir
homenaje a la magia y al encanto de los cuentos populares, relatos que
permiten una lectura inocente y enriquecedora para un niño y otra mucho
más profunda y reflexiva para un adulto.
Norman Hinsdale Pitman
C hina tiene una tradición literaria que se remonta miles de años atrás,
desde los antiguos archivos dinásticos hasta las obras de ficción que
surgieron durante la dinastía Ming. La introducción de la impresión
xilográfica durante la dinastía Tang (618-907) y la invención de los tipos
móviles en la dinastía Song (960-1279) contribuyeron a la rápida
propagación del conocimiento escrito en el país.
Las diecinueve historias que aquí se presentan, un interesante conjunto
de cuentos populares, leyendas y fábulas, es probablemente la recopilación
más amplia y variada que ha sido publicada en español. No habrá niño que
no disfrute de su colorido, de la belleza de su imaginaria fantástica, de su
infinita variedad temática, pero también atrapará la atención de los lectores
adultos. Algunos de estos relatos son de una lírica exquisita, como La gran
campana; otros, como El visto bueno del tigre, nos instruyen en los valores
de la responsabilidad civil y el compromiso filial. Escalaremos las cimas de
la fantasía con Los dos ilusionistas y nos deleitaremos con historias de
fantasmas como La estela de madera, o relatos de amistades inusuales como
Bambú y la tortuga. El lector encontrará muchos puntos en común entre la
imaginaria oriental, hermosa y extravagante, y las ficciones populares de
Occidente.
Los cuentos populares aquí recopilados, que fueron publicados por
primera vez entre 1919 y 1921, han entretenido y asombrado a generaciones
completas de niños y adultos y han servido de introducción al folclore chino
para un sinfín de lectores. Junto a los quince relatos reunidos por Norman
Hindsdale Pitman en su Libro de las maravillas chinas, incluimos cuatro
historias que fueron traducidas por Frederick H. Martens para Cuentos de
hadas chinos y que son de gran interés debido a la importante influencia
que han tenido posteriormente en otras obras y tradiciones. Así, en El
arriero y la tejedora encontraremos la leyenda que dio origen al Qi xi o
Festival del Doble Siete, celebrado el séptimo día del séptimo mes; La
princesa repudiada se desarrolla en el lago de Dongting, donde se dice que
tuvieron su origen las carreras de Barco Dragón; y en El mono Sun Wukong
descubriremos una de las versiones de la leyenda en la que se basó el
clásico de la literatura Viaje al Oeste o el popular Bola de Dragón de Akira
Toriyama.
Junto a estos diecinueve relatos legendarios se incluyen las magníficas
ilustraciones de Li Chu Tang y George W. Hood, que fueron publicadas en
la primera edición de ambas obras y que contibuyeron a convertirlas en
sendos tesoros históricos.
Quaterni
Septiembre, 2016.
El escarabajo dorado o por qué el perro odia al
gato
–¡ N omayor
sé si mañana podremos comer! —dijo la viuda Wang a su hijo
una mañana en la que este se disponía a partir en busca de
trabajo.
—Oh, los dioses proveerán. Conseguiré un par de monedas en alguna
parte —contestó el muchacho, intentando mostrarse alegre a pesar de que
en su corazón no sabía qué dirección tomar.
El invierno había sido duro: extremadamente frío, con grandes nevadas
y violentos vientos. La familia Wang había sufrido mucho. El tejado de la
casa se había derrumbado debido al peso de la nieve. Después, un huracán
había derribado una pared y Ming-li, el hijo, tras pasar toda la noche en vela
y expuesto al amargo y frío viento, había enfermado de neumonía. Estuvo
muchos días enfermo, lo que les supuso un gasto extraordinario en
medicinas. Sus escasos ahorros se agotaron pronto y para colmo contrataron
a un nuevo empleado en la tienda donde Ming-li trabajaba. Cuando por fin
se recuperó de su enfermedad, estaba demasiado débil para el trabajo en el
campo y en las aldeas vecinas no parecía haber trabajo para él. Noche tras
noche llegaba a casa intentando no perder la esperanza, pero al ver a su
madre sufrir la carencia de comida y abrigo sentía en su corazón una
profunda punzada de tristeza.
—¡Dios bendiga su buen corazón! —exclamó la pobre viuda cuando su
hijo se hubo marchado—. Una madre no podría tener un hijo mejor. Espero
que tenga razón al decir que los dioses proveerán. Estas últimas semanas lo
hemos pasado muy mal y tengo el estómago tan vacío como el cerebro de
un hombre rico. Vaya, incluso las ratas han abandonado nuestra casa. No
queda nada para la pobre Carablanca, y el viejo Patanegra está casi muerto
de hambre.
Cuando la anciana se refirió a las penalidades de sus mascotas, sus
comentarios fueron respondidos por un maullido lastimero y un ladrido
apesadumbrado desde la esquina donde las dos hambrientas criaturas
estaban acurrucadas intentando mantenerse en calor.
Justo entonces llamaron ruidosamente a la puerta. La viuda Wang gritó:
«¡Adelante!», y se sorprendió al ver a un monje viejo y calvo en la entrada.
—Lo siento, pero no tenemos nada —le dijo, creyendo que el visitante
estaba pidiendo comida—. Nos hemos alimentado de sobras durante dos
semanas, de sobras y mondas, y ahora sobrevivimos con el recuerdo de lo
que solíamos tener cuando vivía el padre de mi hijo. Nuestra gata estaba tan
gorda que no podía subirse al tejado. Mírala ahora. Está tan delgada que
apenas puedes verla. No, lo siento, no podemos ayudarte, amigo monje; ya
ves cómo estamos.
—No he venido a pedir limosna —exclamó el monje calvo, mirándola
con cariño—, sino a ver en qué puedo ayudarte. Los dioses han escuchado
las oraciones de tu devoto hijo. Atenderán sus plegarias porque ha preferido
sacrificarse a abandonarte a tu suerte. Han visto lo bien que se ha portado
contigo desde su enfermedad y, ahora que está convaleciente y no puede
trabajar, han decidido recompensarlo por su virtud. Tú, igualmente, has sido
una buena madre y recibirás el don que voy a concederos.
—¿A qué te refieres? —tartamudeó la señora Wang, que casi no creía a
sus oídos al escuchar al sacerdote hablando de proporcionarles consuelo—.
¿Has venido aquí para burlarte de nuestras desgracias?
—En absoluto. Aquí en la mano tengo un diminuto escarabajo dorado
que tiene un poder mágico con el que ni siquiera has soñado. Lo dejaré
contigo; es un regalo del dios de las buenas relaciones filiales.
—Sí, creo que se venderá por un buen dinero —murmuró la mujer,
mirando con atención el abalorio— y tendremos mijo para varios días.
Gracias, buen monje, por tu bondad.
—Bajo ningún concepto debes vender este escarabajo dorado, porque
tiene el poder de llenarte el estómago y lo hará mientras vivas.
La viuda se quedó boquiabierta al escuchar las sorprendentes palabras
del monje.
—Así es, debes creerme y escuchar atentamente lo que te digo. Siempre
que quieras comida, solo tienes que colocar esta joya en un caldero de agua
hirviendo y decir una y otra vez el nombre de lo que quieres comer. Tres
minutos después, cuando levantes la tapa, ahí estará la comida, caliente y
cocinada a la perfección, mejor que cualquier cosa que hayas probado antes.
—¿Puedo probarlo ahora? —preguntó la mujer con impaciencia.
—Tan pronto como me haya marchado.
Cuando la puerta se cerró, la anciana encendió rápidamente un fuego,
puso un poco de agua a hervir y colocó dentro el escarabajo dorado
mientras repetía estas palabras una y otra vez:
¿Es que los tres minutos no iban a pasar nunca? ¿Le habría dicho el
monje la verdad? Mientras las nubes de vapor se elevaban del caldero,
estaba casi atacada de los nervios. ¡Por fin levantó la tapadera! No podía
esperar más. ¡Qué maravilla! Allí, ante sus ojos, había un caldero lleno
hasta los bordes de albóndigas de cerdo que danzaban arriba y abajo en la
burbujeante agua; las mejores albóndigas, las más deliciosas que había
probado nunca. Comió y comió hasta que no quedó espacio en su ávido
estómago, y después atiborró al gato y al perro hasta que estuvieron a punto
de reventar.
—La buena suerte nos favorece por fin —susurró Patanegra, el perro, a
Carablanca, la gata, mientras estaban tumbados al sol—. Creo que no
habríamos aguantado otra semana más sin salir a buscar comida. No sé qué
ha pasado, pero no tiene sentido cuestionar a los dioses.
La señora Wang bailó de alegría al pensar en cuánto comería su hijo
cuando volviera a casa.
—Pobre muchacho, cuánto le sorprenderá nuestra buena suerte… Y
todo gracias a su bondad con su anciana madre.
Ming-li volvió con una oscura nube sobre su frente, y la viuda supo de
inmediato que se había llevado una decepción.
—¡Ven, hijo, ven! —exclamó alegremente—. Anima la cara y sonríe,
porque los dioses se han apiadado de nosotros y pronto te mostraré la
generosidad con la que han recompensado tu devoción.
Y, dicho esto, metió el escarabajo dorado en el agua hirviendo y avivó el
fuego.
Ming-li, que creía que su madre se había vuelto totalmente loca por la
falta de comida, la miró con seriedad. Cualquier cosa sería preferible a
aquella miseria. ¿Debería vender su última muda por un par de monedas y
comprarle mijo? Patanegra se lamió la mano consoladoramente, como
diciendo: «Anímate, amo, que la fortuna está de nuestro lado». Carablanca
saltó sobre un banco, ronroneando como un aserradero.
Ming-li no tuvo que esperar demasiado. Un instante después oyó que su
madre le decía:
—Siéntate a la mesa, hijo, y cómete esas albóndigas mientras están
calientes.
¿Había oído bien? ¿Lo engañaban sus orejas? No, allí en la mesa había
un plato enorme lleno de las deliciosas albóndigas de cerdo que le gustaban
más que ninguna otra cosa en el mundo, excepto, por supuesto, su madre.
—Come y no hagas preguntas —le aconsejó la viuda Wang—. Cuando
estés satisfecho, te lo contaré todo.
¡Sabio consejo! Los palillos del joven empezaron a titilar como las
estrellas de los poemas. Comió alegremente mientras su buena madre lo
observaba con el corazón lleno de dicha al verlo por fin satisfacer su
hambre. Pero la anciana estaba tan ansiosa por contarle su maravilloso
secreto que apenas consiguió esperar a que terminara.
—¡Oye, hijo! —exclamó por fin cuando el muchacho comenzó a hacer
pausas entre bocados—. ¡Mira esta joya!
Y le enseñó el escarabajo dorado.
—Primero cuéntame dónde has encontrado al ángel que nos ha llenado
las manos de plata.
—Eso es lo que estoy intentando contarte —se rio—, porque esta tarde
hubo aquí un ángel, sin duda, aunque iba vestido de monje calvo. Este
escarabajo dorado es lo único que me dio, pero posee un secreto que para
nosotros vale millones.
El joven jugueteó con el escarabajo distraídamente, todavía dudando de
sus sentidos y esperando impaciente el secreto de aquella deliciosa cena.
—Pero, madre, ¿qué tiene que ver esta baratija de latón con las
albóndigas, con esas maravillosas albóndigas de cerdo, las mejores que he
comido nunca?
—¡Baratija, dice! ¡De latón! ¡Anda, anda, chiquillo! No sabes lo que
estás diciendo. Escucha y oirás una historia que te abrirá los ojos.
Entonces le contó lo que había ocurrido y, cuando terminó, dejó todas
las albóndigas que habían sobrado en el suelo para Patanegra y Carablanca,
algo que su hijo nunca la había visto hacer, porque habían sido
tremendamente pobres y habían tenido que guardar siempre las sobras para
la siguiente comida.
Así comenzó un largo periodo de felicidad. Madre, hijo, perro y gato
estaban satisfechos y contentos. Gracias al pequeño escarabajo mágico,
sacaban del caldero todo tipo de comida, incluso cosas que nunca antes
habían probado. Sopa de nido de golondrina, aletas de tiburón y un centenar
de otros manjares eran suyos con solo pedirlos. Ming-li recuperó las
fuerzas, pero me temo que al mismo tiempo se volvió un poco perezoso,
porque ya no necesitaba trabajar. En cuanto a los dos animales, se pusieron
gordos y lustrosos y el pelo les creció largo y brillante.
ii. «¡Oye, hijo! —exclamó—. ¡Mira esta joya!».
Pasaron varios años; años de tristeza para el anciano hombre en los que
no dejó de añorar a su hija perdida. Un hermoso día de octubre estaba
sentado en el mismo pabellón en el que tantas veces se había sentado con la
muchacha, con la cabeza inclinada sobre el pecho y la frente arrugada por el
dolor. Un susurro de hojas atrajo su atención. Levantó la mirada. Justo
delante de él estaba el Doctor Perro y, montada sobre su lomo y agarrada al
enmarañado pelo del animal, estaba Madreselva, su hija perdida, junto a
tres de los niños más guapos que había visto nunca.
—¡Ah, mi hija! Mi querida hija, ¿dónde has estado todos estos años? —
exclamó el entusiasmado padre mientras apretaba a la chica contra su
dolorido pecho—. ¿Has sufrido muchas penalidades desde que te
secuestraron? ¿Ha estado tu vida llena de dolor?
—Solo al pensar en tu tristeza —le contestó la muchacha con cariño,
acariciándole la frente con sus esbeltos dedos—. Solo al pensar en tu
sufrimiento. Solo al pensar en cuánto me habría gustado verte cada día para
contarte lo bueno y amable que es mi marido conmigo. Porque debes saber,
querido padre, que lo que hay ante ti no es un simple animal. Este Doctor
Perro, que me curó y me reclamó como esposa tal como tú habías
prometido, es un gran mago. Puede transformarse en un sinfín de cosas,
pero eligió venir hasta aquí con la forma de un perro de montaña para que
nadie descubriera el secreto de su lejano palacio.
—Entonces, ¿él es tu marido? —titubeó el anciano, mirando al animal
con una nueva expresión en su arrugado rostro.
—Sí; mi amable y noble esposo, padre de mis tres hijos, tus nietos, a
quienes hemos traído a visitarte.
—¿Y dónde vivís?
—En una cueva maravillosa en el corazón de las grandes montañas; una
hermosa cueva cuyas paredes y suelos están cubiertos de cristales y gemas
brillantes. Las sillas y las mesas están decoradas con joyas; miles de
resplandecientes diamantes iluminan las habitaciones. Oh, ¡es más hermoso
que el palacio del Dios del Cielo! Nos alimentamos de la carne de los
ciervos y de las cabras montesas, y de los peces de los manantiales más
cristalinos. Bebemos agua fresca en copas de oro, tan pura que no hemos de
hervirla primero. Respiramos el fragante aire que atraviesa los bosques de
pino y cicuta. Vivimos solo para amarnos el uno al otro, y a nuestros hijos.
¡Somos tan felices! Y tú, padre, vendrás con nosotros a la montaña para
vivir en nuestra compañía el resto de tus días, que quieran los dioses que
sean muchos.
iii. Agarrada al enmarañado pelaje del animal estaba Madreselva.
El anciano apretó a su hija una vez más contra su pecho y achuchó a los
niños, que se colgaron de sus brazos para disfrutar de un abuelo a quien
nunca antes habían visto.
Del Doctor Perro y su hermosa Madreselva proviene, o eso se dice, la
conocida casta de los Yu, que sigue habitando las regiones montañosas de
las provincias de Cantón y Hunan. Sin embargo, no es esta la razón por la
que hemos contado aquí esta historia, sino porque estamos seguros de que a
todos los lectores les habrá gustado descubrir el secreto del perro que curó a
una joven enferma y consiguió que se convirtiera en su esposa.
Cómo empezaron a vendarse los pies
H u-lin era una pequeña esclava. Su padre la vendió cuando era poco
más que un bebé y llevaba cinco años viviendo con un grupo de niños
en una maltrecha casa flotante. Su amo era muy cruel y la trataba muy mal.
La obligaba a mendigar por las calles junto al resto de niños que había
comprado. Este tipo de vida era especialmente duro para Hu-lin. Añoraba
jugar en el prado, sobre el que planeaban las enormes cometas como pájaros
gigantes. Le gustaba ver los cuervos y las urracas volando de un lado a otro.
Era muy divertido ver cómo construían sus nidos en los álamos altos. Pero
si su señor la pillaba perdiendo el tiempo de esta manera, la golpeaba
violentamente y no le daba nada de comer en todo el día. De hecho, era tan
malvado y tan cruel que todos los niños lo llamaban Corazón Negro.
Una mañana temprano, Hu-lin se sentía tan triste por el trato que recibía
que decidió huir, pero ¡pobrecita!, no se había alejado más de un centenar
de metros de la casa flotante cuando descubrió que Corazón Negro la
seguía. La atrapó, le echó una gran bronca y le dio tal paliza que apenas
podía moverse después.
Se quedó tumbada en el suelo durante varias horas, sin mover un
músculo y sollozando como si su corazón fuera a romperse.
«¡Ah! ¡Ojalá viniera alguien a salvarme! —pensó—. ¡Qué bien viviría
el resto de mis días!».
No muy lejos del río vivía un anciano en una ruinosa choza. La única
compañía que tenía era un ganso que vigilaba la puerta por la noche y que
graznaba estrepitosamente si un extraño se atrevía a merodear por allí. Hu-
lin y este ganso eran muy amigos; siempre que pasaba junto a la choza del
anciano, la esclava se detenía para charlar con la inteligente ave. De este
modo había descubierto que el propietario del ganso era un avaro que tenía
una gran cantidad de dinero enterrada en el patio. Ch’ang, el ganso, tenía un
cuello inusualmente largo que le permitía espiar los asuntos de su señor.
Como el ave no tenía ningún familiar con el que hablar, contaba a Hu-lin
todo lo que le ocurría.
La misma mañana en la que Corazón Negro dio a Hu-lin una paliza por
intentar escapar, Ch’ang hizo un asombroso descubrimiento. Su señor no
era en realidad un viejo avaro, sino un joven disfrazado. Ch’ang, que tenía
hambre, había entrado en la casa al amanecer para ver si quedaban algunas
migas de la cena de la noche anterior. La brisa nocturna había abierto la
puerta del dormitorio y allí, en lugar del anciano a quien el ganso
consideraba su amo, había un hombre joven profundamente dormido.
Entonces, ante sus ojos, el joven cambió de forma y volvió a ser viejo.
Olvidándose del vacío de su estómago, el ganso, nervioso y aterrado,
corrió al patio para pensar en el misterio, pero cuanto más lo meditaba, más
extraño le parecía. Entonces se acordó de Hu-lin y deseó que pasara por allí
para preguntarle su opinión; tenía a la esclava en gran estima y creía que
ella sabría explicarle lo ocurrido.
Ch’ang se acercó a la puerta de la propiedad. Estaba cerrada, como
siempre, y no podía hacer nada más que esperar a que su señor se levantara.
Dos horas después, el avaro salió al patio. Parecía de buen humor y dio a
Ch’ang más comida de la habitual. Después de fumar su cigarro de la
mañana, se marchó dejando la puerta delantera entreabierta.
Aquello era precisamente lo que el ánsar había estado esperando. Salió
disimuladamente a la carretera y miró en dirección al río, en cuyo
embarcadero se alineaban las casas flotantes. En la orilla divisó una silueta
conocida.
—Hu-lin —la llamó al acercarse—. Despierta, tengo que contarte una
cosa.
—No estoy dormida —le respondió la niña, girando su rostro mojado
por las lágrimas.
—Vaya, ¿qué te pasa? Has estado llorando otra vez. ¿Te ha pegado el
viejo Corazón Negro?
—¡Calla! Está echando una siesta en el bote. No dejes que te oiga.
—Aunque lo hiciera, no es probable que entendiera el idioma de los
gansos —le contestó Ch’ang, sonriendo—. Sin embargo, supongo que es
mejor ser precavido, así que te susurraré lo que tengo que contarte.
Acercó el pico a la oreja de la muchacha y le contó su reciente
descubrimiento. Después le pidió que le explicara qué significaba.
Al oír aquella maravillosa historia, la niña se olvidó de su propia
desgracia.
—¿Estás totalmente seguro de que no era algún amigo del avaro que se
ha quedado a pasar la noche? —le preguntó con seriedad.
—Sí, sí, totalmente seguro, porque él no tiene amigos —contestó el
ánsar—. Además, yo estaba en casa justo antes de que cerrara para la noche
y no vi ni rastro de ninguna otra persona.
—¡Entonces debe ser un silfo disfrazado! —anunció Hu-lin
inteligentemente.
—¡Un silfo! ¿Qué es eso? —preguntó Ch’ang, cada vez más
emocionado.
—Vaya, viejo ganso, ¿no sabes lo que es un silfo? —se rio Hu-lin. Para
entonces había olvidado sus propios problemas y cada vez la divertía más lo
que oía—. Mira —dijo en voz baja, y hablando muy despacio—, un silfo es
un ser mágico que…
Y bajó la voz hasta un susurro.
El ganso asintió bruscamente mientras ella continuaba con su
explicación y, cuando terminó, estaba mudo de asombro.
—Si mi señor es un silfo deberías venirte conmigo —dijo el ave
finalmente—, pues, si estos seres son realmente mágicos, a ti te salvaría de
todos tus problemas y a mí me concedería la felicidad.
vi. Acercó el pico a la oreja de Hu-lin y le contó su reciente descubrimiento.
La asombrada audiencia estiró el cuello para ver qué ocurría y, una vez
más, se sorprendió al ver que la bestia salvaje asentía en silencio.
—Muy bien, entonces eres libre de volver a tu hogar en la montaña,
pero, por supuesto, deberás recordar tu promesa.
Quitaron las cadenas del cuello del tigre y el gran animal salió en
silencio del juzgado, bajó la calle y atravesó la puerta que conducía a su
querida cueva en la montaña.
La anciana estaba de nuevo muy enfadada. Al salir cojeando de la
habitación echó una amarga mirada al juez mientras murmuraba una y otra
vez:
—¿Dónde se ha visto que un tigre ocupe el lugar de un hijo? Vaya
tontería, atrapar al culpable para volver a dejarlo libre.
Sin embargo, no podía hacer nada más que regresar a casa, porque el
juez había dado orden estricta de que no la dejaran presentarse ante él de
nuevo.
Apesadumbrada, entró en su desolada choza a los pies de la montaña.
Sus vecinos, al verla, negaron con la cabeza.
—No vivirá mucho más —dijeron—. Tiene la marca de la muerte en su
arrugado rostro. ¡Pobrecilla! No tiene nada de lo que vivir; nada evitará que
se muera de hambre.
Pero se equivocaban. A la mañana siguiente, cuando la mujer salió a
respirar un poco de aire fresco, encontró un ciervo muerto ante su puerta. El
tigre había cumplido pronto con su promesa, porque había señales de garras
en el cuerpo del animal muerto. Metió el ciervo en casa y lo preparó para
venderlo en el mercado; le resultó fácil vender la carne y la piel por una
buena suma de dinero. Todos sabían que era el primer regalo del tigre y no
quisieron regatear demasiado.
La mujer volvió a su casa muy contenta, cargada de comida y con
dinero suficiente para mantenerse muchos días. Una semana después, el
tigre volvió a su puerta con un rollo de tela y algún dinero en la boca. Dejó
estos nuevos regalos a los pies de la anciana y se marchó sin esperar
siquiera a que la mujer le diera las gracias. La viuda T’ang se dio cuenta
entonces de que el juez había sido muy sabio. Dejó de llorar la muerte de su
hijo y comenzó a tomar aprecio al majestuoso animal que había acudido a
reemplazarlo.
El tigre también tomó un gran cariño a su madre adoptiva y a menudo
ronroneaba ante su puerta y le dejaba acariciar su suave pelaje. Ya no sentía
el antiguo deseo de matar. La visión de la sangre no era tan tentadora para
él como lo había sido en su juventud. Continuó llevando ofrendas
semanales a la anciana hasta que estuvo mejor aprovisionada que ninguna
otra viuda de la región.
Al final, como marca la naturaleza, la buena anciana murió. Sus
bondadosos amigos la enterraron a los pies de la gran montaña. Había
ahorrado dinero suficiente para que colocaran una bonita lápida en la que
escribieron esta historia tal como la habéis leído aquí. El leal tigre lamentó
durante mucho tiempo la muerte de la anciana. Se tumbaba sobre su tumba
y lloraba como un niño que hubiera perdido a su madre. Durante mucho
tiempo buscó en la montaña la voz de la mujer que tanto había querido y
regresaba cada noche a su choza vacía, pero fue en vano. La anciana a la
que tanto quería se había marchado para siempre.
Una noche, el tigre desapareció de la montaña y desde ese día nadie
volvió a verlo. Algunos que conocen esta historia dicen que se murió de
pena en una cueva secreta que había usado durante mucho tiempo como
escondite. Otros añadían, encogiéndose ligeramente de hombros, que, como
Shanwang, se marchó al Reino Celestial, donde fue recompensado por sus
actos bondadosos y vivió como un espíritu el resto de la eternidad.
La princesa Kwan-yin
H ace mucho tiempo, en China, vivió cierto rey que tenía tres hijas. La
más hermosa de todas ellas era Kwan-yin, la menor. El anciano rey
estaba muy orgulloso de su hija, porque de todas las mujeres que habían
vivido alguna vez en el palacio era ella la más atractiva. No tardó mucho,
por tanto, en decidir que ella debía ser la heredera del trono, y su esposo el
gobernante de aquel reino. Pero, por extraño que parezca, Kwan-yin no
estaba contenta con aquel golpe de suerte. No le interesaba la pompa y el
esplendor de la vida en la corte. No le atraía la idea de ser reina, incluso
creía que en un puesto tan importante se sentiría fuera de lugar e infeliz.
Pasaba todo el día en su dormitorio, leyendo y estudiando. Como
resultado de su trabajo diario, pronto superó el conocimiento de sus
hermanas y su nombre era conocido hasta en los rincones más lejanos del
reino como «Kwan-yin, la princesa sabia». Además de su amor por los
libros, Kwan-yin era muy considerada con sus amigos. Cuidaba su
comportamiento tanto en público como en privado. Su amable corazón
estaba siempre abierto a los lamentos de los que tenían dificultades. Era
bondadosa con los pobres y con los que sufrían. Se había ganado el afecto
de las clases inferiores y para ellos era una especie de diosa a quien podían
apelar siempre que tuvieran hambre o sufrieran necesidad. Algunos incluso
creían que era un espíritu que había bajado a la tierra del Cielo del Oeste, y
otros decían que en otra vida había sido príncipe en lugar de princesa.
Aunque esto fuera cierto, una cosa era segura: Kwan-yin era pura y buena,
y merecía todas las alabanzas que le prodigaban.
Un día, el rey sintió que la hora de su muerte se acercaba y llamó a su
hija favorita a su aposento. Kwan-yin se arrodilló ante su padre y apoyó la
frente en el suelo en señal del más profundo respeto. El anciano le pidió que
se levantara y se acercara. Tomó la mano de la joven cariñosamente entre
las suyas y le dijo:
—Hija, bien sabes cuánto te quiero. Tu modestia y tu virtud, tu talento y
tu amor por el conocimiento te han hecho favorita de mi corazón. Como ya
sabes, te elegí hace mucho tiempo como sucesora. Te prometí que tu marido
gobernaría en mi lugar. Casi ha llegado el momento en el que tendré que
montar en el dragón y convertirme en un huésped de las alturas. Es
necesario que te cases.
—Pero, padre —titubeó la princesa—, no estoy lista para casarme.
—¿Que no estás lista? ¿No tienes dieciocho años? ¿No se casan las
jóvenes de nuestro país mucho antes de llegar a esa edad? Debido a tu
deseo de aprender he postergado la elección de tu marido, pero ya no
podemos esperar más.
—Padre, escucha a tu hija y no la obligues a renunciar a lo que más
aprecia. ¡Deja que entre en un tranquilo convento donde pueda dedicar mi
vida al estudio!
El rey suspiró profundamente al oír estas palabras. Quería a su hija y no
deseaba herirla.
—Kwan-yin —le dijo—, ¿deseas dejar pasar la primavera de tu
juventud, ceder este poderoso reino? ¿Deseas entrar en un convento y
despedirte de la vida y de todos sus placeres? ¡No! Tu padre no lo permitirá.
Me apena decepcionarte, pero dentro de un mes te casarás. He elegido
como tu compañero real a un hombre de nobles características. Ya conoces
su nombre, aunque nunca lo has visto. Recuerda que, de las muchas
virtudes existentes, el respeto filial es la principal; me debes más a mí que
al resto de personas sobre la tierra.
Kwan-yin palideció. Se derrumbó, temblando, pero su madre y sus
hermanas la sostuvieron y gracias a sus cariñosos cuidados recuperó la
consciencia.
Todos los días de ese mes, los familiares de Kwan-yin le suplicaron que
olvidara lo que ellos consideraban una idea estúpida. Sus hermanas habían
desechado hacía mucho la idea de convertirse en reinas y la decisión de
Kwan-yin las asombraba. Que prefiriera un convento en lugar de un trono
les parecía una señal clara de locura. No dejaban de preguntarle las razones
de tan extraña elección. Ante cada pregunta, Kwan-yin negaba con la
cabeza y contestaba:
—Me ha hablado una voz del cielo y debo obedecerla.
La víspera del día de la boda, Kwan-yin se escabulló de palacio y,
después de una agotadora jornada, llegó a un convento llamado «Claustro
del Gorrión Blanco». Iba vestida como una pobre doncella y dijo que
deseaba convertirse en monja. La abadesa, que no sabía quién era, no la
recibió amablemente. De hecho, le dijo a Kwan-yin que no podían aceptarla
en la hermandad, que el cupo estaba completo. Al final, después de que
Kwan-yin derramara muchas lágrimas, la abadesa la dejó entrar, pero solo
como criada, y le advirtió que la expulsaría de allí al menor error.
Kwan-yin, tras conseguir la vida con la que tanto había soñado,
intentaba sentirse satisfecha. Pero las monjas parecían intentar que su
estancia con ellas fuera insoportable. Le daban las tareas más duras y rara
vez tenía un momento para descansar. Estaba ocupada todo el día,
transportando agua de un pozo que había a los pies de la colina o buscando
leña en un bosque cercano. Por la noche, con la espalda casi rota, seguían
ordenándole tareas que habrían sido suficientes para aplastar el espíritu de
cualquier mujer menos valiente que la hija del rey. Olvidando su tristeza e
intentando esconder la mueca de dolor que a veces arrugaba su hermosa
frente, Kwan-yin intentaba conseguir el aprecio de aquellas implacables
mujeres. Aunque le hablaban con dureza, ella se mostraba amable y nunca
se dejaba llevar por la rabia.
Un día, mientras la pobre Kwan-yin recogía madera en el bosque, oyó
un tigre avanzando a través de los arbustos. Como no tenía modo de
defenderse, murmuró una oración a los dioses para que la ayudaran y esperó
tranquilamente la llegada de la imponente bestia. Para su sorpresa, cuando
el animal sediento de sangre apareció, en lugar de hacerla trizas empezó a
ronronear suavemente. No intentó hacer daño a Kwan-yin; se frotó contra
ella de modo amistoso y dejó que le acariciara la cabeza.
viii. Se pasaba el día transportando agua.
–¡ S í,único
hijo mío; pase lo que pase, asegúrate de proteger esa tablilla. Es lo
que tenemos que merece la pena guardar.
El padre de K’ang-p’u acababa de salir en dirección a la ciudad, donde
pasaría todo el día. Había pedido a K’ang-p’u que hiciera algunas tareas en
el pequeño huerto, porque el chico era fuerte y siempre estaba dispuesto a
ayudar.
—Muy bien, padre, haré lo que me has pedido. Pero supón que los
soldados extranjeros vienen mientras no estás. He oído que ayer llegaron a
T’ang Shu y quemaron la aldea. Si vinieran aquí, ¿qué debería hacer?
El señor Lin se rio de buena gana.
—Bueno, ¡aquí no hay nada que puedan quemar! Una casa de adobe
con el tejado de paja y un montón de harapos como cama. Seguramente no
se molestarán en dañar mi pequeña cabaña. Lo que buscan es dinero o cosas
que puedan vender.
—Pero, padre —insistió el chico—, ¿es que lo has olvidado?
Seguramente no querrás que quemen la estela de tu padre.
—Es verdad; lo había olvidado. Sí, sí, muchacho, pase lo que pase
asegúrate de salvar la estela. Es lo único que tenemos que merece la pena
conservar.
Dicho eso, el señor Lin se marchó dejando a K’ang-p’u solo. El
pequeño apenas tenía doce años. Siempre sonreía y tenía el corazón alegre.
Cuando se quedaba solo no lloraba ni se volvía perezoso.
Entró en la casa, pequeña y pobre, y se detuvo un momento para mirar
con seriedad la tablilla de madera. Estaba sobre un estante, un trozo
rectangular de madera de unos treinta centímetros de alto dentro de una caja
también de madera. A través de la celosía delantera, K’ang-p’u podía ver el
nombre de su abuelo escrito en caracteres chinos sobre la tablilla. Desde su
infancia, a K’ang-p’u lo habían enseñado a tratar aquel trozo de madera con
reverencia.
—El espíritu de tu abuelo está dentro —le había dicho su padre una vez
—. Debes rezar por su espíritu porque era un buen hombre, mucho mejor
que tu padre. Si lo hubiera obedecido en todo, yo, su único hijo, no estaría
ahora viviendo en esta miserable choza.
—Pero ¿él no vivía aquí también? —le preguntó K’ang-p’u,
sorprendido.
—Oh, no, vivíamos en una casa grande que está muy lejos, en otra
aldea. Una casa grande con una alta muralla de piedra.
El pequeño se quedó sorprendido al oír esto, porque en su aldea no
había ningún muro de piedra y creía que su abuelo debía haber sido un
hombre rico. No hizo más preguntas, pero a partir de aquel día tuvo miedo
de la caja de madera tallada en la que se suponía que vivía el espíritu de su
abuelo.
Así que, aquel día en el que su padre lo dejó solo, el chico se quedó
mirando la tablilla y preguntándose cómo podía apretarse el espíritu de un
hombre adulto en un espacio tan pequeño. Extendió un dedo con cautela,
rozó la parte inferior de la caja y lo retiró, casi asustado por su atrevimiento.
No ocurrió nada malo. No parecía distinta a cualquier otra cosa de madera.
Un poco desconcertado, salió de la casa hacia el pequeño huerto. Su padre
le había dicho que recolocara algunas coles jóvenes. K’ang-p’u había hecho
aquello muchas veces antes. Primero reunió una cesta de plumas de gallina,
porque su padre le había dicho que si introducía una pluma en las raíces de
las plantas estas crecerían fuertes y sanas.
K’ang-p’u trabajó todo el día en el huerto. Empezaba a sentirse cansado
cuando escuchó que una mujer gritaba a lo lejos. Dejó caer su cesta y corrió
a la puerta. Camino abajo, al otro lado de la aldea, una multitud de mujeres
y niños corrían de un lado a otro y, ¡sí!, allí estaban los soldados… ¡Los
temibles soldados extranjeros! Estaban quemando las casas y robando todo
lo que encontraban.
La mayoría de los niños se hubieran asustado y habrían echado a correr
sin pensar en nada más. K’ang-pú, sin embargo, aunque temía a los
soldados tanto como el resto de muchachos, era demasiado valiente para
huir sin cumplir primero con su deber. Decidió quedarse allí hasta estar
seguro de que los extranjeros se dirigían en su dirección, pues quizá se
cansaran de su cruel entretenimiento y dejaran intacta la pequeña casa.
Observó el saqueo con los ojos muy abiertos. ¡Pobre de él! Aquellos
hombres no parecían cansarse de su diversión. Una tras otra, entraban en las
casas para robar. Las mujeres gritaban y los niños lloraban. Casi todos los
hombres de la aldea estaban lejos, en el mercado de otro pueblo, porque
ninguno de ellos había esperado un ataque.
Los salteadores se acercaban cada vez más. Cuando llegaron a la casa
vecina, K’ang-p’u supo que había llegado el momento de cumplir con su
deber. Agarró la cesta de plumas de gallina, entró corriendo en la casa,
cogió la valiosa tablilla del estante y la escondió en el fondo de la cesta. A
continuación, sin detenerse a despedirse del lugar donde había pasado toda
su vida, salió corriendo a la estrecha calle.
—¡Matad a ese chico! —gritó un soldado con el que K’ang-p’u casi
tropezó en su huida—. ¡Niño, suelta esa cesta! ¡Robar no está bien!
—¡Sí, matadlo! —gritó otro, y profirió una estrepitosa carcajada—.
Será una buena cena.
Pero ninguno lo tocó y K’ang-p’u, aferrado a su carga, llegó
rápidamente al serpenteante sendero entre los campos de maíz. Si lo
seguían, se escondería entre las gigantescas mazorcas. Tenía las piernas
cansadas y se sentó debajo de un arco de piedra cerca de un cruce para
descansar.
¿A dónde iría? ¿Qué haría? Aquellas eran las preguntas que llenaban el
confundido cerebro del niño. Primero debía descubrir si los soldados habían
destruido todas las casas de su aldea. Si hubiera alguna intacta, regresaría al
caer la noche para reunirse con su padre.
Después de varios intentos logró subir a una de las columnas de piedra.
Desde el arco tenía una buena vista de los alrededores. Su aldea estaba al
oeste. Cuando vio la enorme nube de humo elevándose de las casas, su
corazón latió rápidamente. Los ladrones estaban acabando con aquel lugar y
pronto no quedaría nada más que montones de barro, ladrillo, cenizas y
escombros.
La noche llegó. K’ang-p’u bajó de su percha de piedra. Empezaba a
tener hambre, pero no se atrevía a volver a casa. Y, además, ¿no tendrían
hambre también el resto de aldeanos? Se tumbó a los pies del arco de piedra
con la cesta a su lado. Pronto cayó profundamente dormido.
No sabía cuánto tiempo había pasado dormido, pero cuando despertó
sobresaltado y miró a su alrededor, la luna lo iluminaba todo y todavía no
había amanecido. Alguien lo había llamado por su nombre. Al principio
había creído que era la voz de su padre, pero al despejarse se dio cuenta de
que era imposible, porque la voz parecía la de un anciano. K’ang-p’u miró a
su alrededor, asombrado, primero las columnas de piedra y luego el arco.
No había nadie a la vista. ¿Lo habría soñado?
Justo cuando se tumbó para seguir durmiendo, la voz se oyó de nuevo
muy débilmente:
—¡K’ang-p’u! ¡K’ang-p’u! ¿Por qué no me dejas salir? Debajo de todas
estas plumas no puedo respirar.
De inmediato entendió lo que ocurría. Metió la mano en la cesta, agarró
la tablilla de madera, la sacó de su escondite y la apoyó en la columna de
piedra. ¡Milagro! Allí, ante sus ojos, había un hombre diminuto, de no más
de quince centímetros, sentado sobre la tablilla con las piernas colgando. El
enano tenía una larga barba gris y K’ang-p’u, sin mirar dos veces, supo que
aquel era el espíritu de su abuelo muerto, que había vuelto a la vida y se
había vestido con carne y hueso.
—¡Ja! —se rio el hombrecillo—. Así que pensabas enterrar a tu viejo
abuelo en plumas, ¿no? Una tumba suave pero bastante olorosa.
—Pero, señor —exclamó K’ang-p’u—, ¡tuve que hacerlo para salvarte
de los soldados! Estaban a punto de quemar nuestra casa, y tú hubieras
ardido con ella.
—¡Calma, calma, muchacho! No te pongas nervioso. No estoy
riñéndote. Hiciste todo lo que pudiste por tu viejo abuelo. Si hubieras sido
como la mayoría de los muchachos, habrías salido corriendo y me habrías
dejado con esos demonios que estaban saqueando la aldea. No hay duda al
respecto: me has salvado de una segunda muerte mucho más horrible que la
primera.
K’ang-p’u se estremeció, porque sabía que su abuelo había muerto en
batalla. Había oído a su padre contar la historia muchas veces.
—Bueno, ¿qué piensas hacer? —le preguntó el anciano al final,
mirándolo fijamente.
—¿Qué pienso hacer? Bueno, en realidad no lo sé. He pensado que
quizá los soldados se hayan ido por la mañana y pueda llevarte de vuelta.
Mi padre seguramente estará buscándome.
—¿Qué? ¿Buscándote entre las cenizas? ¿Y qué podría hacer si te
encontrara? Han quemado vuestra casa, las gallinas han huido y han
aplastado vuestras coles. ¡A buen sitio iba a volver! Tú solo serías una boca
más que alimentar. ¡No! Ese plan no funcionará. Si tu padre cree que estás
muerto, se marchará a otra provincia y buscará trabajo. Eso lo salvaría de la
inanición.
—Pero ¿qué voy a hacer yo? —se lamentó el pobre K’ang-p’u—. ¡No
quiero que me deje solo!
—¿Solo? ¿Es que no cuentas con tu viejo abuelito? Está claro que no
eres un joven demasiado educado, aunque me hayas salvado de morir
quemado.
—¿Contar contigo? —repitió el muchacho, sorprendido—. Bueno, no
creo que puedas ayudarme a ganarme la vida.
—¿Por qué no, chico? ¿Estamos en una época en la que los ancianos no
sirven para nada?
—Bueno, señor, es que eres el espíritu de mi abuelo, ¡y los espíritus no
pueden trabajar!
—¡Ja! Lo que hay que oír. Mira, si haces exactamente lo que te diga, te
enseñaré lo que los espíritus pueden hacer.
K’ang-p’u se lo prometió, porque siempre era obediente; y, ¿no era
aquel hombrecillo que hablaba de un modo tan extraño el espíritu de su
abuelo? ¿No se enseña a todos los niños de China que deben honrar a sus
ancestros?
—Ahora escucha, muchacho. Primero, deja que te diga que, si no
hubieras sido bondadoso, valiente y buen hijo, yo no me molestaría en
ayudarte a salir de tus penurias. Siendo como eres, no tengo más remedio
que hacerlo. Yo eché a tu padre porque fue desobediente, y ha vivido en una
choza sucia desde entonces. No hay duda de que se ha arrepentido de sus
fechorías, porque veo que, aunque sufrió la deshonra de ser expulsado del
hogar familiar, te ha enseñado a honrarme y quererme. La mayor parte de
los chicos habrían cogido una manta o un trozo de pan antes de huir del
enemigo, pero tú solo pensaste en mi tablilla. Me salvaste y te fuiste a la
cama hambriento. Por esta valentía, te devolveré la casa de tus ancestros.
—Pero no podré vivir en ella —dijo K’ang-p’u, lleno de asombro— si
no permites que mi padre regrese. Si se marcha lo pasará muy mal: se
sentirá solo sin mí y podría morir, y entonces yo no podría ocuparme de su
tumba ni quemar incienso allí en la época adecuada.
—Eso es cierto, K’ang-p’u. Veo que quieres a tu padre igual que a tu
abuelo. Muy bien; lo haremos como deseas. Vaticino que tu padre ya se ha
arrepentido de haberme tratado tan mal.
—En efecto, así debe ser —dijo el muchacho muy seriamente—, porque
lo he visto arrodillarse ante tu tablilla muchas veces, y también quemar
incienso. Sé que lo siente mucho.
—Muy bien; vete a dormir de nuevo. Esperaremos hasta mañana y
entonces veré qué puedo hacer por ti. Esta luna no es lo suficientemente
brillante para mis viejos ojos. Tendré que esperar a mañana.
Mientras decía estas últimas palabras, el hombrecillo comenzó a
empequeñecer ante los ojos de su nieto hasta desaparecer por completo.
K’ang-p’u, al principio, estaba demasiado nervioso para cerrar los ojos.
Siguió mirando el cielo estrellado un rato, preguntándose si lo que había
oído llegaría a convertirse en realidad o si habría soñado toda aquella
historia de la aparición de su abuelo. ¿Era posible que su padre fuera a
recuperar la antigua casa familiar? Entonces recordó que una vez había oído
a su padre contar que había vivido en una casa grande en un hermoso
complejo. Fue justo antes de que las fiebres se llevaran a la madre de
K’ang-p’u. Ella estaba tumbada sobre la tosca cama de piedra, sin ninguna
de esas comodidades que son tan necesarias para los enfermos, y K’ang-p’u
recordaba que su padre le había dicho: «¡Qué pena que no vivamos en la
casa de mi padre! Allí tendrías todos los lujos. Todo esto es culpa mía, por
haberle desobedecido».
Su madre murió poco después de eso, pero K’ang-p’u había recordado
aquellas palabras desde entonces y a menudo había deseado saber más
cosas sobre aquella casa donde su padre había pasado su infancia. ¿Era
posible que pronto fueran a vivir allí? No, seguramente se trataba de algún
error: los espíritus nocturnos de sus sueños habían estado engañándolo. Con
un suspiro, cerró los ojos y cayó dormido una vez más.
Cuando volvió a despertar, el sol brillaba sobre su rostro. Miró a su
alrededor, se frotó los ojos somnolientos e intentó recordar todo lo que
había ocurrido. De repente, pensó en la tablilla y en la aparición de su
abuelo a medianoche. Pero, por extraño que parezca, la cesta no estaba
junto con todos sus contenidos. No había ni rastro de la tablilla, e incluso el
arco de piedra bajo el que había dormido se había esfumado por completo.
¡Pobre de él! ¡Qué mal había guardado la tablilla de su abuelo! ¡Qué cosas
tan horribles ocurrirían ahora que había desaparecido!
K’ang-p’u se levantó y miró a su alrededor, temblando. ¿Qué había
ocurrido mientras dormía? Al principio no supo qué hacer.
Afortunadamente, el sendero a través del maizal seguía allí, así que decidió
regresar a la aldea para ver si podía encontrar a su padre. Su charla con el
anciano no había sido más que un sueño y algún ladrón le había arrebatado
la cesta. Si al menos el arco de piedra no hubiera desaparecido, K’ang-p’u
no se sentiría tan desconcertado.
Corrió por el estrecho sendero, intentando olvidar el estómago vacío
que empezaba a gritar pidiendo comida. Aunque los soldados siguieran en
la aldea, seguramente no harían daño a un niño con las manos vacías. Sin
embargo, era probable que se hubieran marchado el día anterior. ¡Si al
menos encontrara a su padre! Cruzó el pequeño arroyo donde las mujeres
iban a frotar las ropas contra las rocas. Allí estaba la enorme morera de
donde los niños solían coger hojas para sus gusanos de seda. Otro giro del
sendero y vería la aldea.
Cuando K’ang-p’u dobló la curva y buscó las ruinas de las chozas de la
aldea, una increíble visión lo esperaba. Allí, elevándose ante él, había un
enorme muro de piedra, como esos que había visto rodeando las casas de
los ricos en la ciudad. La gran puerta estaba abierta de par en par y el
guarda salió a su encuentro.
—¡Ah! ¡Ha llegado el señorito! —exclamó.
Totalmente desconcertado, el niño siguió al criado al interior; atravesó
varios patios grandes y entró en un jardín donde crecían flores y árboles
curiosamente retorcidos.
Aquella debía ser la casa que su abuelo le había prometido… El hogar
de sus ancestros. ¡Ah! ¡Qué hermosa era! ¡Qué hermosa! Los criados hacían
reverencias ante él cuando pasaba, lo saludaban con gran respeto y
exclamaban:
—Sí, ¡es el señorito! ¡Ha vuelto con los suyos!
K’ang-p’u, al ver lo bien vestidos que iban los criados, se sintió
avergonzado de sus ropas harapientas y usó las manos para esconder un
roto. Pero se sorprendió al descubrir que ya no llevaba ropas sucias y
andrajosas, sino un traje de hermosa seda bordada. Iba vestido de la cabeza
a los pies como un joven príncipe que su padre le había señalado un día en
la ciudad.
A continuación entraron en un magnífico salón al otro lado del jardín.
K’ang-p’u no pudo contener las lágrimas, porque allí estaba su padre,
esperándolo.
—¡Hijo mío! ¡Hijo mío! —exclamó el padre—. Has vuelto. Temía
haberte perdido para siempre.
—¡Oh, no! —dijo K’ang-p’u—. No me has perdido, pero yo he perdido
la tablilla. Un ladrón vino y se la llevó anoche mientras dormía.
—¿Que has perdido la tablilla? ¿Un ladrón? Vaya, no, hijo mío, ¡te
equivocas! Está aquí, justo ante ti.
K’ang-p’u vio sobre una hermosa mesa tallada justo lo que había creído
perdido. Mientras miraba, sorprendido, casi esperaba ver la diminuta figura
con las piernas colgando y escuchar la aguda voz de su abuelo.
—¡Sí, es la tablilla perdida! —gritó alegremente—. Cuánto me alegro
de que vuelva a estar donde le corresponde.
Entonces padre e hijo cayeron de rodillas ante el emblema de madera e
hicieron nueve reverencias para agradecer al espíritu todo lo que había
hecho por ellos.
Cuando se levantaron, sus corazones albergaban una nueva felicidad.
La pepita de oro
H ace muchos, muchos años, vivían en China dos amigos llamados Ki-
wu y Pao-shu. Estos dos jóvenes, como Damón y Fintias, se querían y
siempre estaban juntos. No intercambiaban ni una mala palabra; ni un solo
pensamiento desagradable dañaba su amistad. Podrían contarse muchos
relatos interesantes sobre su generosidad y sobre cómo los dioses los habían
recompensado con la virtud. Sin embargo, una sola historia será suficiente
para mostrar lo fuerte que era su afecto y su bondad.
Era un soleado y alegre día de principios de primavera cuando Ki-wu y
Pao-shu salieron a dar un paseo juntos, porque estaban cansados de la
ciudad y sus ruidos.
—Adentrémonos en el corazón del pinar —dijo Ki-wu jovialmente—.
Allí olvidaremos nuestras preocupaciones, respiraremos el dulce aroma de
las flores y nos tumbaremos en el suelo cubierto de musgo.
—¡Estupendo! —exclamó Pao-shu—. Yo también estoy cansado y el
bosque es el mejor lugar donde descansar.
Recorrieron el serpenteante sendero tan felices como dos enamorados
de vacaciones, con los ojos fijos en las lejanas copas de los árboles. Sus
jóvenes corazones latían rápidamente mientras se acercaban al bosque.
—He trabajado en mis libros treinta días seguidos —suspiró Ki-wu—.
No he descansado en treinta días. Tengo la cabeza tan llena de
conocimientos que temo que vaya a explotar. Oh, ¡qué ganas tengo de
respirar el aire puro que sopla en la arboleda!
—Yo he trabajado como un esclavo detrás del mostrador —añadió Pau-
shu con tristeza— y me ha parecido tan aburrido como a ti tus libros. Mi
jefe me trata mal. Me apetece mucho alejarme de él.
Ya estaban cerca del límite del bosque; cruzaron un pequeño arroyo y
empezaron a caminar entre los árboles y arbustos. Llevaban una hora
paseando, charlando y riendo alegremente, cuando de repente, al pasar junto
a un grupo de arbustos llenos de flores, vieron un fragmento de oro
brillando en el sendero justo frente a ellos.
—¡Mira! —dijeron a la vez, señalando el tesoro.
Ki-wu se encorvó y cogió la pepita. Era casi tan grande como un limón,
y muy bonita.
—Es tuya, querido amigo —le dijo, ofreciéndosela—, porque tú la viste
primero.
—No, no —respondió Pao-shu—. Te equivocas, hermano, porque tú
fuiste el primero en hablar. Ahora no podrás decir que los buenos dioses no
te han recompensado por tus muchas horas de estudio.
—¡Recompensa por mi estudio! Vaya, eso es imposible. ¿No dicen
siempre los sabios que el estudio es su propia recompensa? No, insisto: el
oro es tuyo. Piensa en tus semanas de duro trabajo… ¡En el jefe que te ha
exprimido hasta los huesos! Te lo mereces. Tómalo. —Y continuó, riéndose
—: Quizá sea la semilla de la que germine una gran fortuna.
Bromearon de este modo unos minutos, ambos negándose a quedarse
con el tesoro, ambos insistiendo en que pertenecía al otro. Al final, la pepita
de oro se quedó en el mismo lugar donde la habían visto y los dos
camaradas se marcharon, felices, porque se valoraban el uno al otro más
que a ninguna cosa del mundo. Así dieron la espalda a una posibilidad de
disputa.
—No nos alejamos de la ciudad buscando oro —afirmó Ki-wu
amablemente.
—No —contestó su amigo—. Un día en el bosque vale más que un
millar de pepitas.
—Vayamos al manantial, a sentarnos en las rocas —sugirió Ki-wu—.
Es el punto más fresco de todo el bosque.
Cuando llegaron al manantial, descubrieron con pesar que ya estaba
ocupado. Un campesino estaba despatarrado en el suelo.
—¡Despierta, amigo! —exclamó Pao-shu—. Ahí cerca hay dinero para
ti. Siguiendo aquel camino encontrarás una manzana de oro que espera que
la recojan.
A continuación describieron al inoportuno desconocido el punto exacto
donde estaba el tesoro y observaron encantados cómo se marchaba, ansioso
por encontrarlo.
Disfrutaron de su compañía mutua durante una hora, en la que hablaron
de sus esperanzas y ambiciones de futuro y escucharon la música de los
pájaros que brincaban en las ramas sobre sus cabezas.
Al final los sorprendió la voz enfadada del hombre que había ido a
buscar la pepita.
—¿A qué estáis jugando? ¿Por qué hacéis que un hombre pobre como
yo se canse las piernas para nada en un día caluroso?
—¿A qué te refieres, amigo? —le preguntó Ki-wu, perplejo—. ¿No has
encontrado la fruta de la que te hablamos?
—No —respondió el hombre, sin esconder su enfado—. En su lugar
había una monstruosa serpiente que corté en dos con mi espada. Ahora los
dioses me darán mala suerte por haber matado a una criatura del bosque. Si
pensabais que podíais echarme de este lugar con ese truco, pronto
descubriréis que os equivocabais, porque yo llegué primero a este sitio y
vosotros no tenéis derecho a darme órdenes.
—Deja de hablar, paleto, y toma esta moneda por las molestias.
Creímos estar haciéndote un favor. Si estás ciego, el único culpable eres tú.
Vamos, Pao-shu, volvamos y echemos un ojo a la maravillosa serpiente que
se escondía en una pepita de oro.
Riéndose alegremente, los dos compañeros dejaron al campesino y
regresaron para buscar la pepita.
—Si no me equivoco —dijo el estudiante—, el oro está detrás de ese
árbol caído.
—Cierto; deberíamos ver pronto a la serpiente muerta.
Recorrieron rápidamente la distancia que los separaba, con los ojos
clavados en el suelo. Al llegar al punto donde habían dejado el brillante
tesoro, cuál fue su sorpresa al ver, no la pepita, no la serpiente muerta que el
haragán les había descrito, sino dos hermosas pepitas de oro, más grandes
que la que habían visto al principio.
Cada amigo recogió uno de estos tesoros y se lo entregó alegremente al
otro.
—¡Al final los dioses te han recompensado por tu generosidad! —
exclamó Ki-wu.
—Sí —respondió Pao-shu—, proporcionándome la oportunidad de
darte lo que te mereces.
El hombre que no podía enfadarse
E l arriero era muy pobre. Cuando tenía doce años entró al servicio de un
ganadero para ocuparse de su vaca. Después de un par de años, la vaca
estaba grande y gorda, y su pelaje brillaba como el oro amarillo. Debía ser
una vaca sagrada.
L ejos, muy lejos, en Oriente, en una isla en el centro del Gran Mar, está
la Montaña de las Flores y las Frutas. Y en esa montaña hay una alta
roca. Pues bien, esta roca había absorbido desde el inicio del mundo todo el
poder secreto del cielo, de la tierra, del sol y de la luna, y este le
proporcionaba una capacidad de creación sobrenatural. Un día la roca
estalló y de ella salió un huevo de piedra. Y de este huevo de piedra surgió
de manera mágica un mono también de piedra. Cuando rompió la cáscara,
el mono de piedra se balanceó hacia todos los lados. Después aprendió a
caminar y saltar, y sus ojos proyectaron dos haces de un resplandor dorado
sobre el más alto de los castillos del cielo. El Gobernante del Cielo se
asustó y decidió enviar a dos de sus espíritus, Ojo Kilométrico y Buen
Oído, para que descubrieran qué había pasado. Los dos espíritus regresaron
e informaron de lo siguiente: «Son los ojos del mono de piedra que nació
del huevo que salió de la roca mágica los que proyectan los rayos. No hay
razón para inquietarse».
El mono creció poco a poco; corría y saltaba, bebía de los manantiales
de los valles, comía flores y frutas y se pasaba el tiempo jugando sin
restricciones.
Un día de verano, buscando un lugar fresco junto a otros monos de la
isla, fue al valle a bañarse. Allí había una cascada que caía desde un alto
acantilado. Los simios se dijeron unos a otros:
—Quien atraviese la cascada sin sufrir heridas será nuestro rey.
El mono de piedra saltó de alegría y exclamó:
—¡Yo lo haré!
A continuación cerró los ojos, se inclinó y saltó a través del bramido y
la espuma de las aguas. Cuando abrió los ojos de nuevo vio un puente de
hierro que la cascada escondía del mundo exterior como si fuera una
cortina.
En la entrada había una tablilla de piedra con las siguientes palabras
grabadas: «Esta es la cueva celestial tras la cortina de agua de la sagrada
Isla de las Flores y las Frutas». Lleno de alegría, el mono de piedra atravesó
de nuevo la cascada y contó al resto de simios lo que había encontrado.
Estos recibieron la noticia con gran satisfacción y pidieron al mono de
piedra que los llevara hasta allí, así que la tribu de monos atravesó el agua
sobre el puente de hierro y se agrupó en la cueva, donde encontraron un
fogón con gran variedad de ollas, tazas y platos. Pero todos estaban hechos
de piedra. Entonces los simios rindieron tributo al mono de piedra, lo
nombraron rey y le concedieron el nombre de Apuesto Rey Mono. Este
señaló a Cola Larga, Cola Anillada y otros como sus oficiales y consejeros,
sirvientes y criados. De este modo, todos vivían felices en la montaña y por
la noche dormían en la cueva-castillo, lejos de los pájaros y las bestias,
donde su rey disfrutaba de una dicha imperturbada. Así pasaron trescientos
años.
Un día, cuando el Rey Mono almorzaba alegremente con sus súbditos,
de repente empezó a llorar. Asustados, los monos le preguntaron por qué
estaba triste de repente, en mitad de aquella dicha.
—Es cierto que no estamos sujetos a la ley y al gobierno del hombre,
que los pájaros y las bestias no se atreven a atacarnos, pero poco a poco nos
hacemos viejos y débiles y algún día nos llegará la hora en la que la Muerte,
el Anciano, nos llevará. ¡Nos iremos en un momento y dejaremos de vivir
en la tierra!
Cuando los monos oyeron aquellas palabras, escondieron sus rostros y
sollozaron. Pero un mono anciano, cuyos brazos estaban conectados de tal
modo que podía añadir la longitud de uno al otro, dio un paso adelante.
—¡Que hayas pensado en eso, Majestad, es muestra de que el deseo de
la búsqueda de la verdad ha surgido en ti! Entre todas las criaturas vivas
solo hay tres que están más allá del poder de la Muerte: los budas, los
espíritus sagrados y los dioses. Solo quien alcance uno de esos tres grados
escapará de la línea de la reencarnación y vivirá tanto como el mismo cielo.
—¿Dónde viven esos tres tipos de seres? —preguntó el Rey Mono.
—Viven en las cuevas y en las montañas sagradas del vasto mundo de
los mortales —contestó el viejo simio.
Cuando oyó esto, el rey quedó satisfecho y dijo a sus monos que iba a
buscar a los dioses y espíritus sagrados para aprender de ellos el camino a la
inmortalidad. Los monos recogieron melocotones y otras frutas y trajeron
vino dulce para celebrar un banquete de despedida y divertirse todos juntos.
A la mañana siguiente, el Apuesto Rey Mono se levantó muy temprano,
construyó una balsa de pino y buscó una caña de bambú para usarla como
pértiga. A continuación subió a la balsa y atravesó el Gran Mar. El viento y
las olas eran favorables, y así llegó a Asia, donde atracó. En la playa se
encontró con un pescador. De inmediato se acercó a él, lo dejó sin sentido,
le quitó la ropa y se la puso. Después visitó todos los lugares famosos,
todos los mercados, todas las ciudades; aprendió a comportarse
adecuadamente y a hablar y actuar como un humano bien educado. Estaba
decidido a aprender las enseñanzas de los budas, los espíritus sagrados y los
dioses, pero a la gente de la región en la que se encontraba solo le
preocupaban las distinciones y las riquezas. A nadie parecía importarle la
vida. De este modo pasaron nueve años sin darse cuenta. Entonces fue a la
playa del Mar del Oeste y pensó: «¡No hay duda de que habrá dioses y
sabios al otro lado del mar!». Así que construyó otra balsa, navegó por el
Mar del Oeste y llegó a la tierra de occidente. Allí dejó su balsa a la deriva
y bajó a tierra. Después de buscar durante muchos días, encontró una alta
montaña con tranquilos y profundos valles. Mientras se dirigía allí, oyó a un
hombre cantando en el bosque; pensó que era un espíritu quien cantaba, de
modo que se apresuró para descubrir al responsable y se encontró con un
leñador que trabajaba. El Rey Mono se inclinó ante él y le dijo:
—Venerable y divino señor, ¡me postro a tus pies!
—Solo soy un obrero, ¿por qué me llamas divino señor? —replicó el
leñador.
—Pero, si no eres un dios, ¿por qué cantas esa canción divina?
El leñador se rio.
—Veo que entiendes de música. La canción que estaba cantando me la
enseñó un sabio.
—Si conoces a un sabio —le dijo el Rey Mono—, seguramente no
vivirá lejos de aquí. Te suplico que me muestres el camino a su morada.
—No está lejos de aquí. Esta montaña es conocida como la Montaña del
Corazón. En ella hay una cueva donde mora un sabio al que llamamos «El
Que Discierne». El número de discípulos que han obtenido el conocimiento
gracias a él es impresionante. Todavía tiene treinta o cuarenta discípulos
con él. Solo tienes que seguir este camino que conduce al sur, es imposible
que no veas su casa.
El Rey Mono dio las gracias al leñador y se dirigió a la cueva que le
había descrito. La puerta estaba cerrada y no se atrevió a llamar, así que
saltó a un pino, cogió tres piñas y devoró sus piñones. Poco después abrió la
puerta uno de los discípulos del sabio.
—¿Qué bestia es la que hace tanto ruido? —preguntó.
El Rey Mono saltó del árbol, hizo una reverencia y contestó:
—He venido a buscar la verdad, pero no me he atrevido a llamar.
—Nuestro señor está meditando y me ha pedido que deje entrar al
buscador de la verdad que está al otro lado de la puerta. Aquí estás. Bueno,
¡puedes entrar conmigo!
El Rey Mono se arregló la ropa, se enderezó el sombrero y entró. Un
largo pasillo conducía, junto a magníficos edificios y tranquilas chozas, a la
silla de mármol blanco donde el señor estaba sentado. A derecha e izquierda
estaban sus discípulos, listos para servirlo. El Rey Mono se lanzó al suelo y
saludó al señor humildemente. En respuesta a sus preguntas, le contó cómo
había encontrado el camino hasta allí. Y, cuando le preguntó su nombre, le
dijo:
—No tengo nombre. Soy el mono que salió de la piedra.
—Entonces yo te daré un nombre. Te llamarás Sun Wukong[1] —le dijo
el maestro.
El Rey Mono le dio las gracias, dichoso, y a partir de entonces se llamó
Sun Wukong. El maestro ordenó al más antiguo de sus discípulos que le
enseñara a barrer y a limpiar, a entrar y salir, a tener buenos modales, a
labrar el campo y regar el huerto. Con el tiempo aprendió a escribir, a
quemar incienso y a leer los sutras. Y de este modo pasaron seis o siete
años.
Un día, el maestro subió al estrado desde el que enseñaba y comenzó a
hablar sobre la gran verdad. Sun Wukong comprendió el significado oculto
de sus palabras y empezó a saltar y a bailar de alegría.
—Sun Wukong, ¿todavía no has abandonado tu naturaleza salvaje? —lo
reprendió el maestro—. ¿Qué pretendes comportándote de un modo tan
inadecuado?
—Estaba escuchándote atentamente y el significado de tus palabras se
ha desvelado ante mi corazón —contestó Sun Wukong con una reverencia
—. He empezado a bailar de alegría sin pensar. No estaba cediendo a mi
naturaleza salvaje.
—Si tu espíritu ha despertado de verdad, te anunciaré la gran verdad.
Pero hay trescientos sesenta modos en los que puede alcanzarse esa verdad.
¿De qué modo quieres que lo haga? —le preguntó el maestro.
—¡Como desees, señor!
—¿Debería enseñártelo a través de la magia?
—¿Qué enseña la magia? —le preguntó Sun Wukong.
—Enseña a elevar el espíritu, a preguntar a los oráculos y a predecir la
fortuna y la desgracia.
—¿Es posible conseguir la vida eterna con ella?
—No —le respondió el maestro.
—Entonces no lo aprenderé así.
—¿Debería enseñártelo a través de las ciencias?
—¿Qué son las ciencias?
—Son las nueve escuelas de las tres religiones. Aprenderás a leer los
libros sagrados, a pronunciar hechizos, a conversar con los dioses y a
invocar a los espíritus.
—¿Puede obtenerse la vida eterna a través de ellas?
—No.
—Entonces no las aprenderé.
—El método del reposo es muy bueno.
—¿Cuál es el método del reposo?
—Enseña a vivir sin alimento, a permanecer inmóvil en muda pureza y
a perderse en la meditación.
—¿Es posible obtener así la vida eterna?
—No.
—Entonces no lo aprenderé.
—El método de los actos es también bueno.
—¿Qué enseña?
—Enseña a equilibrar las energías vitales, a practicar ejercicio físico, a
preparar el elixir de la vida y a contener el aliento.
—¿Me dará la vida eterna?
—No lo creo.
—¡Entonces no lo aprenderé! ¡No lo aprenderé!
El maestro fingió haberse enfadado, bajó de su estrado, agarró su bastón
y exclamó:
—¡Vaya simio! ¡No quiere aprender esto, no quiere aprender lo otro!
¿Qué esperas aprender, entonces?
Y le propinó tres golpes en la cabeza. Se retiró a sus aposentos y cerró
la gran puerta a su espalda.
Los discípulos estaban muy nerviosos y abrumaron a Sun Wukong con
sus reproches. Aun así, el mono no les prestó atención; sonrió para sí
mismo sin decir nada porque había comprendido el acertijo que el maestro
le había dado para resolver. Y en su corazón pensó: «Que me haya golpeado
la cabeza tres veces significa que tengo que estar preparado en la tercera
guardia de la noche. Su retirada, cerrando la puerta a su espalda, significa
que tengo que entrar por la puerta trasera, ya que me revelará la gran verdad
en secreto». Por tanto, esperó hasta el anochecer y fingió echarse a dormir
con el resto de discípulos. Pero, cuando llegó la tercera guardia de la noche,
se levantó sin hacer ruido y se escabulló hasta la puerta trasera, que estaba
entreabierta. Entró y se detuvo ante la cama del maestro. Este estaba
durmiendo de cara a la pared y el mono no se atrevía a despertarlo, así que
se arrodilló delante de la cama. Después de un rato, el maestro se giró y
murmuró una estrofa para sí mismo:
«Una dura y difícil labor, explicar la lección de la verdad. Uno habla
hasta quedarse sordo, mudo y ciego, a menos que la encuentre el hombre
correcto».
Entonces, Sun Wukong contestó:
—¡Estoy aquí, esperando reverencialmente!
El maestro se puso la ropa, se sentó en la cama y dijo con aspereza:
—¡Maldito mono! ¿Por qué no estás dormido? ¿Qué estás haciendo
aquí?
—Tú me indicaste ayer que debía venir a verte por la puerta trasera, en
la tercera guardia de la noche, para instruirme en el conocimiento de la
verdad. Por eso me he aventurado a venir. Si me enseñaras, te estaría
eternamente agradecido.
«En la cabeza de este mono hay sin duda inteligencia, pues me entendió
a la perfección», pensó el maestro. Y entonces contestó:
—Sun Wukong, ¡así será! Hablaré sin reservas contigo. Acércate a mí y
te enseñaré el camino a la vida eterna.
Dicho esto, le murmuró al oído un hechizo divino, mágico, para
potenciar la concentración de sus poderes vitales, y le explicó el
conocimiento secreto palabra por palabra. Sun Wukong escuchó con gran
atención y lo aprendió en poco tiempo. A continuación dio las gracias a su
profesor, salió y se tumbó a dormir. Desde aquel momento, practicó el
modo correcto de respirar, de proteger su alma y su espíritu y de colmar los
instintos naturales de su corazón. Y mientras lo hacía pasaron tres años
más. Después su misión terminó.
Un día, el maestro le dijo:
—Tres grandes peligros te amenazan. Todos aquellos que desean llevar
a cabo algo extraordinario están expuestos a ellos, porque les persigue la
envidia de los demonios y los espíritus. Y solo aquellos que consiguen
superar estos tres grandes peligros viven tanto como los cielos.
Entonces Sun Wukong se asustó.
—¿Hay algún modo de protegerse de esos peligros?
El maestro volvió a murmurar un hechizo secreto en su oído y con él
obtuvo el poder de transformarse setenta y dos veces.
Y cuando no habían pasado más de un par de días, Sun Wukong ya
había aprendido ese arte.
Un día, el maestro estaba caminando ante la cueva en compañía de sus
discípulos. Llamó a Sun Wukong y le preguntó:
—¿Qué progresos has hecho en tu aprendizaje? ¿Ya puedes volar?
—Sí, ya puedo —respondió el mono.
—Entonces deja que te vea hacerlo.
El mono saltó hasta una altura de un metro y medio o dos. Unas nubes
se formaron bajo sus pies y caminó sobre ellas durante varios cientos de
metros. Después se vio obligado a bajar a la tierra de nuevo.
—Yo llamo a eso gatear sobre las nubes, no flotar sobre ellas como
hacen los dioses y los sabios que vuelan por todo el mundo en un solo día.
Te enseñaré el hechizo mágico para dar volteretas sobre las nubes. Con cada
una de estas volteretas avanzarás treinta mil kilómetros.
Sun Wukong le dio las gracias, lleno de alegría, y desde entonces pudo
moverse sin límites de espacio.
Un día, el Rey Mono estaba sentado junto al resto de discípulos bajo el
pino que había ante la puerta, discutiendo los secretos de las enseñanzas. Al
final, los discípulos le pidieron que les enseñara algunos de sus poderes de
transformación. Sun Wukong no fue capaz de mantener el secreto y
accedió.
—¡Pedidme lo que sea! —dijo con una sonrisa—. ¿En qué os gustaría
que me transformara?
—Conviértete en un pino.
Así que Sun Wukong murmuró un hechizo mágico, giró… Y ante sus
ojos apareció un pino. Todos rieron a carcajadas. El maestro escuchó el
alboroto y salió a la puerta arrastrando su bastón.
—¿Por qué hacéis tanto ruido? —les preguntó con brusquedad.
—Sun Wukong se ha transformado en un pino y eso nos ha hecho reír
—le respondieron.
—¡Sun Wukong, ven aquí! —gritó el maestro—. Explícame de qué va
todo esto. ¿Por qué te has transformado en un pino? ¿Es que todo el
esfuerzo que has hecho no significa nada para ti? Es irrespetuoso que uses
tu conocimiento para entretener a tus compañeros con trucos de magia. Eso
demuestra que tu corazón todavía no está bajo control.
Sun Wukong le pidió perdón humildemente, pero el maestro le dijo:
—No te deseo nada malo, pero debes marcharte.
—¿A dónde iré? —le preguntó el Rey Mono con lágrimas en los ojos.
—Deberías volver al lugar del que provienes —dijo el maestro. Y
cuando el triste Sun Wukong se despidió de él, lo amenazó—: Tu naturaleza
salvaje es un imán para el mal. No debes decirle a nadie que has sido mi
pupilo. Si se te escapa una sola palabra al respecto, buscaré tu alma y la
encerraré en el infierno más profundo para que no puedas escapar en un
millar de eternidades.
—¡No diré una sola palabra! —contestó Sun Wukong—. ¡No diré una
sola palabra!
Le dio las gracias una vez más por su amabilidad, hizo una voltereta y
subió a las nubes.
En menos de una hora había atravesado los mares y la Montaña de las
Flores y las Frutas estaba ante sus ojos. Entonces se sintió feliz, en casa de
nuevo. Dejó que su nube bajara a la tierra y exclamó:
—¡Aquí estoy de nuevo, niños!
Y, de inmediato salieron sus monos, del valle, de detrás de las rocas, de
la hierba y de entre los árboles. Llegaron corriendo por miles, lo rodearon,
le dieron la bienvenida y le preguntaron por sus aventuras.
—Ahora he encontrado el camino a la vida eterna y ya no tengo que
temer a la Anciana Muerte —les dijo Sun Wukong.
Sus simios se alegraron mucho y lo agasajaron con flores y frutas, con
melocotones y vino. Y una vez más nombraron a Sun Wukong como el
Apuesto Rey Mono.
Sun Wukong reunió a los monos a su alrededor y les preguntó cómo les
había ido en su ausencia.
—¡Menos mal que has regresado, gran rey! —le dijeron—. No hace
mucho vino aquí un demonio que quería hacerse con nuestra cueva por la
fuerza. Luchamos con él, pero se llevó a muchos de nuestros niños y
probablemente regrese pronto.
Sun Wukong se enfadó mucho.
—¿Qué demonio es el que se atreve a ser tan insolente?
—El Rey Demonio del Caos —le respondieron los monos—. Vive en el
norte, quien sabe a cuántos kilómetros de distancia. Lo vimos llegar entre
nubes y niebla y se marchó del mismo modo.
—Esperad, ¡iré a verlo! —dijo Sun Wukong. Y, dicho esto, dio una
voltereta y desapareció sin dejar rastro.
En el lejano norte se eleva una alta montaña en cuya ladera había una
cueva con una inscripción: «La cueva de los riñones». Ante la puerta
danzaban unos diablillos a los que Sun Wukong gritó bruscamente:
—¡Rápido, decid a vuestro Rey Diablo que será mejor que me devuelva
a mis niños!
Los pequeños demonios se asustaron y entregaron el mensaje en la
cueva. Entonces el Rey Diablo buscó su espada y salió, pero era tan grande
y ancho que ni siquiera podía ver a Sun Wukong. Estaba cubierto de la
cabeza a los pies por una armadura negra y su rostro era tan negro como el
fondo de una caldera.
—Maldito diablo —le gritó Sun Wukong—, ¿dónde tienes los ojos, que
no puedes ver al venerable Rey Mono?
Entonces el diablo miró al suelo y vio a un mono de piedra ante él;
llevaba la cabeza descubierta, un traje rojo con fajín amarillo y botas
negras.
—No mides ni un metro y medio de alto, tienes menos de treinta años y
vas desarmado, pero aun así te atreves a causar un alboroto —dijo el Rey
Diablo, riéndose.
—No soy demasiado pequeño para ti, pues puedo cambiar de tamaño a
voluntad. Te burlas porque no tengo armas, pero mis puños podrían
desgranar los cielos.
Dicho eso se detuvo, apretó los puños y empezó a dar una paliza al
demonio. Su enemigo era grande y torpe, pero Sun Wukong saltaba con
agilidad. Lo golpeó entre las costillas, cada vez más rápido y furioso.
Desesperado, el demonio levantó su espada e intentó golpear al mono en la
cabeza, pero este evitó el golpe y utilizó sus poderes mágicos de
transformación. Se arrancó un cabello, se lo metió en la boca, lo masticó,
escupió al aire y dijo:
—¡Transfórmate!
Y de inmediato el cabello se convirtió en cientos de pequeños monos
que empezaron a atacar al diablo. Sun Wukong, todo sea dicho, tenía
ochenta y cuatro mil pelos en su cuerpo, y todos podían transformarse. Los
pequeños monos de astutos ojillos saltaban alrededor con la mayor rapidez.
Rodearon al Rey Demonio, le rasgaron la ropa y tiraron de sus piernas hasta
que terminó en el suelo. Entonces Sun Wukong se subió encima, le quitó la
espada de la mano y le dio muerte. Después de eso entró en la cueva y
liberó a las crías de mono cautivas. Los vellos transformados regresaron a
él. Prendió fuego a la caverna maligna, reunió a los liberados y volvió con
ellos a su cueva en la Montaña de las Flores y las Frutas, donde el resto de
simios lo recibieron con alegría.
Después de que Sun Wukong obtuviera la espada del Rey Demonio,
entrenó a sus monos cada día. Tenían espadas de madera y lanzas de
bambú, y tocaban música marcial con flautas de junco. Les hizo construir
un campamento para que estuvieran preparados para cualquier peligro. De
repente, a Sun Wukong se le ocurrió una idea: «Si seguimos así, quizá
incitemos a algún rey humano o animal a luchar con nosotros, ¡y no
seremos capaces de hacerle frente con espadas de madera y lanzas de
bambú!». De modo que preguntó a sus monos:
—¿Qué deberíamos hacer?
Cuatro babuinos dieron un paso adelante y contestaron:
—En la capital del Imperio de Aulai hay un sinfín de guerreros. Y
también hay artesanos del cobre y del acero. ¿Qué te parece si compramos
acero y hierro y pedimos a esos herreros que nos forjen armas?
Con una voltereta, Sun Wukong llegó al foso de la ciudad. «Tardaría
mucho tiempo en comprar las armas. En lugar de eso, usaré la magia para
conseguirlas», se dijo. Sopló el suelo y se levantó un tremendo vendaval,
arrastrando arena y piedras, que provocó que todos los soldados de la
ciudad huyeran aterrados. Sun Wukong entró entonces en la armería, se
arrancó uno de sus vellos, lo convirtió en miles de pequeños monitos, se
hizo con todo el arsenal de armas y voló de vuelta a casa en una nube.
Después reunió a sus simios y los contó: en total eran setenta y siete
mil. Armados, se hicieron con toda la montaña y con todas las bestias
mágicas y príncipes que vivían en ella. Y estos salieron de las setenta y dos
cuevas y nombraron a Sun Wukong su líder.
Un día, el Rey Mono dijo:
—Ahora todos vosotros tenéis armas; pero esta espada que arrebaté al
Rey Demonio es demasiado ligera, ya no es adecuada para mí. ¿Qué
debería hacer?
Entonces los cuatro babuinos dieron un paso adelante y dijeron:
—En vista de tus poderes mágicos, oh, rey, no encontrarás un arma
adecuada para ti en toda la tierra. ¿Puedes caminar sobre las aguas?
—Todos los elementos se someten a mí y no hay lugar en el mundo a
donde no pueda ir —les respondió el Rey Mono.
—El agua de nuestra cueva fluye desde el Gran Mar hasta el castillo del
Rey Dragón de los Mares Orientales. Si tus poderes mágicos lo hacen
posible, podrías ir a ver al Rey Dragón para pedirle un arma.
Esto le pareció bien. Saltó sobre el puente de hierro y murmuró un
hechizo. A continuación se lanzó sobre las olas, que se separaron ante él y
fluyeron hasta llegar al Palacio del Agua Cristalina. Allí se encontró con un
tritón que le preguntó quién era. Sun Wukong mencionó su nombre y
añadió:
—Soy el vecino más cercano del Rey Dragón y he venido a visitarlo.
El tritón llevó el mensaje al castillo y el Rey Dragón de los Mares
Orientales salió rápidamente a recibirlo. Le pidió que se sentara y le sirvió
té.
—He aprendido el conocimiento oculto y he obtenido los poderes de la
inmortalidad. He entrenado a mis simios en el arte de la guerra para
proteger nuestra montaña, pero no tengo ningún arma para mí, de modo que
he venido a pedirte una prestada.
El Rey Dragón hizo que el General Rodaballo le llevara una gran lanza.
Pero Sun Wukong no estaba satisfecho con ella. Entonces, el rey ordenó
que el Capitán General Anguila le llevara un tridente de nueve púas que
pesaba mil seiscientos kilos. Pero Sun Wukong la sopesó en su mano y dijo:
—¡Demasiado ligero! ¡Demasiado ligero! ¡Demasiado ligero!
Entonces el Rey Dragón se asustó y pidió que le llevaran el arma más
pesada de su armería. Esta pesaba tres mil doscientos kilos, pero todavía era
demasiado ligera para Sun Wukong. El Rey Dragón le aseguró que no tenía
nada más pesado, pero el Rey Mono no se rindió.
—¡Mira por ahí, seguro que tienes algo!
Al final, la Reina Dragón y su hija salieron y dijeron al Rey Dragón:
—Este mono es un maleducado. La gran vara de hierro sigue
seguramente aquí, en nuestro mar, y no hace mucho brillaba con un
resplandor rojo; es probable que sea una señal de que ha llegado el
momento de que se la lleven.
—Pero esa es la vara que el Gran Yu usó cuando ordenó las aguas y
determinó la profundidad de los mares y ríos. No puede llevársela —dijo el
Rey Dragón.
—¡Deja que la vea! Lo que haga con ella después no es asunto nuestro.
Así que el Rey Dragón condujo a Sun Wukong hasta la vara de medir.
El resplandor dorado que emitía podía verse a cierta distancia. Era una vara
de hierro gigantesca, con abrazaderas doradas a cada lado.
Sun Wukong la levantó usando toda su fuerza.
—Es demasiado pesada; debería ser un poco más corta y fina.
Tan pronto como hubo dicho esto, la vara de hierro se redujo. Probó de
nuevo y se dio cuenta de que se volvía más grande o más pequeña según le
ordenara. Podía encogerse hasta tener el tamaño de un alfiler. El Rey Mono
estaba loco de contento; cuando golpeó el mar con la vara, las olas
crecieron hasta la altura de una montaña y el castillo del dragón se movió
hasta los cimientos. El Rey Dragón tembló de miedo, y todas sus tortugas,
peces y cangrejos escondieron la cabeza.
Sun Wukong se rio.
—¡Muchas gracias por el estupendo regalo! Ahora tengo un arma, es
cierto, pero todavía no tengo armadura. En lugar de buscar en otro sitio,
creo que tú podrías proporcionarme una cota de malla.
El Rey Dragón le dijo que no tenía ninguna armadura.
—No me marcharé hasta que hayas obtenido una para mí —dijo el
simio, y una vez más empezó a agitar su vara.
—¡No me hagas daño! —exclamó el aterrorizado Rey Dragón—.
Preguntaré a mis hermanos.
Y entonces hizo que tocaran el tambor de hierro y que golpearan el
gong dorado, y en un instante todos los hermanos del Rey Dragón llegaron
desde el resto de mares. El Rey Dragón habló con ellos en privado y les
dijo:
—¡Este tipo es terrible y no debemos enfadarlo! Se ha llevado la vara de
oro y ahora insiste en tener una armadura. Lo mejor que podemos hacer es
satisfacerlo de inmediato; más tarde iremos a hablar con el Gobernante del
Cielo.
Así que los hermanos le llevaron un traje mágico compuesto por una
malla dorada, unas botas mágicas y un casco mágico.
Sun Wukong les dio las gracias y regresó a su cueva. Saludó a los que
habían acudido a recibirlo y les mostró la vara con las empuñaduras
doradas. Intentaron levantarla del suelo entre todos, pero fue como si una
libélula intentara volcar una columna de piedra, o como si una hormiga
intentara transportar una gran montaña. No consiguieron moverla un
milímetro. Entonces los simios sacaron la lengua.
—Padre, ¿cómo es posible que tú puedas con algo tan pesado?
El Rey Mono les contó el secreto de la vara y les mostró su potencial. A
continuación puso orden en su imperio y nombró capitanes a cuatro
babuinos. Los siete animales mágicos (el buey, el dragón, el pájaro, el león
y los demás) se unieron también a él.
Un día se echó una siesta después de comer. Antes de hacerlo había
empequeñecido la vara y se la había metido en la oreja. Mientras dormía,
dos hombres se le acercaron en un sueño con una tarjeta en la que ponía:
«Sun Wukong». No le dejaron resistirse; lo encadenaron y se llevaron su
espíritu. El Rey Mono volvió en sí cuando estaban llegando a una gran
ciudad. Sobre las puertas había una tablilla de hierro en la que estaba
grabado con letras enormes lo siguiente: «El Inframundo».
De repente lo entendió todo.
—Vaya, ¡esta debe ser la morada de la Muerte! Pero yo escapé hace
mucho a su poder, ¿cómo se atreve a traerme aquí?
Cuanto más reflexionaba, más se enfadaba. Se sacó la vara dorada de la
oreja, la agitó y dejó que creciera. Hizo papilla a los dos agentes, aplastó
sus grilletes e hizo rodar su barra sobre la ciudad. Las diez Princesas de la
Muerte estaban muy asustadas. Se inclinaron ante él y le preguntaron:
—¿Quién eres?
—Si no sabéis quién soy, ¿por qué habéis ido a buscarme y me habéis
traído a este palacio? —les contestó—. Soy el sabio Sun Wukong, nacido
en el cielo, rey de la Montaña de las Flores y las Frutas. ¿Y vosotras
quiénes sois? ¡Decidme vuestros nombres, rápido, u os golpearé!
Las diez Princesas de la Muerte le dijeron sus nombres con humildad.
—¡Yo, el Venerable Sol, me he ganado el poder de la vida eterna! —
exclamó Sun Wukong—. Rápido, ¡entregadme el Libro de la Vida!
Las jóvenes no se atrevieron a desafiarlo e hicieron que el escriba les
llevara el libro. Sun Wukong lo abrió. Bajo el epígrafe «Simios», número
1350, leyó: «Sun Wukong, el mono de piedra nacido en el cielo. Vivirá
trescientos veinticuatro años. Después morirá sin enfermedad».
Sun Wukong cogió el pincel de la mesa y tachó a todo el clan de los
monos del Libro de la Vida.
—¡Ahora estamos en paz! De ahora en adelante no sufriré más descaros
vuestros.
Dicho esto, salió del Inframundo con la ayuda de su vara sin que las
diez Princesas de la Muerte se atrevieran a detenerlo, pero más tarde fueron
a quejarse ante el Gobernante del Cielo.
Cuando Sun Wukong abandonó la ciudad, resbaló y cayó al suelo. Esto
provocó que despertara y se dio cuenta de que había estado soñando. Llamó
a sus cuatro babuinos y les dijo:
—¡Espléndido, espléndido! Me llevaron al castillo de la Muerte y causé
allí un alboroto considerable. ¡Les obligué a entregarme el Libro de la Vida
y taché la hora de la muerte de todos los simios!
Después de eso no murió ningún otro mono de la montaña, porque sus
nombres habían sido tachados en el Inframundo.
El Gobernante del Cielo llamó a todos sus siervos a su castillo. Un sabio
se adelantó y le presentó la queja del Rey Dragón de los Mares Orientales, y
otro le presentó la queja de las diez Princesas de la Muerte. El Gobernante
del Cielo miró en sus recuerdos y vio la maleducada y salvaje conducta de
Sun Wukong, de modo que ordenó a un dios que bajara a la tierra y lo
hiciera prisionero. Sin embargo, la Estrella de la Tarde quiso hablar:
—Ese mono nació de los poderes más puros del cielo, de la tierra, del
sol y de la luna. Ha obtenido el conocimiento secreto y ha alcanzado la
inmortalidad. Recuerda, oh, señor, tu enorme amor por todo lo que tiene
vida, y perdónale su pecado. Emite una orden para que acuda al cielo y
ocupe un cargo aquí; de este modo entrará en razón. Después, si de nuevo
desobedece tus órdenes, que lo castiguen sin piedad.
El Gobernante del Cielo se mostró de acuerdo, emitió la orden y pidió a
la Estrella de la Tarde que se la entregara a Sun Wukong. La Estrella de la
Tarde montó en una nube de colores y descendió sobre la Montaña de las
Flores y las Frutas.
Se presentó ante el Rey Mono y le dijo:
—El señor ha oído hablar de tus actos y quiere castigarte. Yo soy la
Estrella de la Tarde del Cielo Oriental y he hablado en tu favor. Por tanto,
me ha ordenado que te lleve conmigo para que ocupes un cargo en el cielo.
Sun Wukong se alegró mucho.
—Había estado pensando en hacer una visita al cielo y, qué casualidad,
has venido tú a recogerme, Vieja Estrella. —Entonces llamó a sus cuatro
babuinos—: ¡Cuidad bien de nuestra montaña! Voy a subir al cielo para
pasar allí un tiempo.
Hizo una nube y se marchó volando, pero con sus volteretas avanzaba
tan rápido que la Estrella de la Tarde se quedó atrás. Antes de darse cuenta
había llegado a la puerta sur del cielo y estaba a punto de atravesarla. El
portero no quería dejarlo entrar, pero no dejó que eso lo detuviera. La
Estrella de la Tarde llegó en mitad de la disputa y explicó la situación, y
entonces le permitieron atravesar la puerta celestial. Cuando llegó al castillo
del Gobernante del Cielo, se presentó ante él sin inclinar la cabeza.
—¿Este tipo con la cara peluda y los labios puntiagudos es Sun
Wukong? —preguntó el Gobernante del Cielo.
—¡Sí, yo soy el Venerado Sol! —contestó el Rey Mono.
Todos los siervos del Gobernante del Cielo quedaron estupefactos.
—Este mono salvaje ni siquiera se inclina ante ti y se atreve a llamarse
Venerado Sol —le dijeron—. ¡Ese crimen merece un millar de muertes!
—Ha venido desde la tierra y todavía no está acostumbrado a nuestras
normas —contestó el Señor—. Lo perdonaremos.
Entonces ordenó que se le diera un cargo.
—No hay ningún puesto vacante, pero se necesita un oficial en los
establos —dijo el alguacil de la corte celestial.
Por tanto, el Señor lo nombró capataz de las caballerizas celestiales. Los
siervos dijeron a Sun Wukong que debía agradecer la gracia que se le había
otorgado.
—¡Gracias por el puesto! —gritó el Rey Mono; tomó posesión de su
certificado de nombramiento y se fue a los establos para ocupar su nuevo
despacho.
Sun Wukong se ocupaba de su labor con entusiasmo. Los corceles
celestiales estaban brillantes y gordos, y los establos estaban llenos de
potros jóvenes. Antes de darse cuenta, había pasado medio mes. Entonces,
sus amigos del cielo prepararon un banquete en su honor.
Mientras estaban en la mesa, Sun Wukong preguntó casualmente:
—¿Capataz? ¿Qué tipo de título es ese?
—Bueno, es un título oficial —fue la respuesta.
—¿Qué rango tiene?
—No tiene rango alguno —le respondieron.
—Ah —dijo el mono—, ¿es tan alto que supera al resto de dignatarios?
—No, no es alto. No es alto en absoluto —le respondieron sus amigos
—. Ni siquiera está incluido en el listado oficial; es un puesto de
subordinado. Lo único que tienes que hacer es cuidar de los caballos. Si se
ponen gordos, serás bien valorado; pero si enferman o adelgazan, serás
castigado de inmediato.
Entonces el Rey Mono se enfadó.
—¿Qué? ¿Me tratan a mí, el Venerable Sol, de un modo tan humillante?
En mi montaña era un rey, ¡un padre! ¿Para qué me necesitan aquí, para
alimentar a los caballos? ¡No seguiré haciéndolo! ¡No seguiré haciéndolo!
Y ya había volcado la mesa, se había sacado la vara dorada de la oreja,
había dejado que se agrandara y se había abierto camino hasta la puerta sur
del cielo. Y nadie se atrevió a detenerlo.
Volvió a la isla de su montaña y su clan lo rodeó.
—¡Has estado fuera más de diez años, majestad! —le dijeron—. ¿Por
qué no has vuelto con nosotros hasta ahora?
—No he pasado más de diez días en el cielo —les contestó el Rey
Mono—. El Gobernante del Cielo no sabe cómo tratar a su gente. Me
nombró caballerizo y tuve que alimentar a sus caballos. Estoy tan
avergonzado que podría morirme. Pero no me conformé, y ya estoy aquí
otra vez.
Sus simios le prepararon de inmediato un banquete para consolarlo.
Mientras estaban sentados a la mesa, dos demonios con cuernos llegaron
con una túnica imperial amarilla como regalo. El Rey Mono estaba tan
contento que se la puso y nombró a los dos demonios líderes de la
vanguardia. Estos le dieron las gracias y empezaron a alabarlo:
—Con tu poder y sabiduría, majestad, ¿por qué tienes que servir al
Gobernante del Cielo? Lo adecuado sería que te autonombraras Gran Sabio
Sosia del Cielo.
El mono se sintió muy complacido.
—¡Bien! ¡Bien! —exclamó.
A continuación ordenó a sus cuatro babuinos que hicieran un estandarte
con la inscripción: «Gran Sabio Sosia del Cielo». Y de ese momento en
adelante se hizo llamar así.
Cuando el Gobernante del Cielo se enteró de la huida del mono, ordenó
a Li Dsing, el dios portador de la pagoda, y a su tercer hijo, Notscha, que le
hicieran prisionero. Padre e hijo partieron a la cabeza de un ejército
celestial, plantaron campamento ante su cueva y enviaron a un valiente
guerrero para que lo desafiara a un combate. Pero Sun Wukong lo derrotó
con facilidad y lo obligó a huir mientras le gritaba entre risas:
—¡Menudo fanfarrón! ¡Y dice que es un guerrero del cielo! No te
mataré. ¡Huye rápidamente y envíame a alguien mejor!
Cuando Notscha se enteró, él mismo presentó batalla.
—¿Tú de dónde has salido, pequeño? No deberías jugar por aquí,
¡podría pasarte algo! —le dijo Sun Wukong.
—¡Maldito mono! —gritó Notscha—. ¡Soy el príncipe Notscha y me
han ordenado que te haga prisionero!
Y, dicho esto, se lanzó sobre Sun Wukong con su espada.
—Muy bien, yo me quedaré aquí sin moverme.
Notscha se enfadó mucho y se convirtió en un dios con tres cabezas y
seis brazos en los que llevaba seis armas diferentes. De este modo se lanzó
al ataque.
El Rey Mono se rio.
—¡El pequeñín sabe hacer trucos! Pero, oye, ¡espera un momento! Yo
también cambiaré de forma.
Y él también se convirtió en una figura con tres cabezas y seis brazos en
los que blandía tres varas doradas. Empezaron a luchar y los golpes llovían
con tal rapidez que parecía que un millar de armas volaban por el aire.
Después de treinta rondas, el combate aún no estaba decidido. Entonces Sun
Wukong tuvo una idea. Se arrancó disimuladamente uno de sus cabellos,
recuperó su forma normal y dejó que su clon continuara luchando con
Notscha. Mientras tanto, él se colocó a su espalda y le dio tal golpe con su
vara en el brazo izquierdo que le fallaron las rodillas por el dolor y tuvo que
retirarse, derrotado.
—¡Ese demonio de mono es demasiado poderoso! —contó Notscha a su
padre Li Dsing—. ¡No he conseguido derrotarlo!
No podían hacer otra cosa más que regresar al cielo y admitir su derrota.
El Gobernante del Cielo agachó la cabeza e intentó pensar en otro héroe al
que enviar.
Entonces la Estrella de la Tarde se acercó a él de nuevo y le dijo:
—Ese mono es tan fuerte y tan valiente que probablemente ninguno de
nosotros es rival para él. Se enfadó porque el oficio de capataz le pareció
demasiado bajo. Lo mejor sería mostrarse indulgente, dejar que se salga con
la suya y nombrarlo Gran Sabio Sosia del Cielo. Solo tendríamos que darle
el título, sin sumarle ningún cargo, y el problema estaría resuelto.
El Gobernante del Cielo se mostró satisfecho con esta sugerencia y, una
vez más, envió a la Estrella de la Tarde para que llamara al nuevo sabio a su
presencia. Cuando Sun Wukong se enteró de su llegada, exclamó:
—¡El viejo Estrella de la Tarde es un buen tipo!
E hizo que su ejército se alineara para darle la bienvenida. Se puso su
túnica ceremonial y fue a recibirlo educadamente.
Entonces la Estrella de la Tarde le contó lo que había ocurrido en el
cielo, y que lo habían nombrado Gran Sabio Sosia del Cielo.
—¡Ya has hablado en mi favor antes, Vieja Estrella! —exclamó el Gran
Sabio, riéndose—. Y ahora, una vez más, te pones de mi parte. ¡Muchas
gracias! ¡Muchas gracias!
Juntos se presentaron ante el Gobernante del Cielo.
—El rango de Gran Sabio Sosia del Cielo es muy alto. Ahora debes
dejar de hacer travesuras.
El Gran Sabio le dio las gracias y el Gobernante del Cielo ordenó a dos
hábiles arquitectos que construyeran un castillo para Wukong al este del
huerto de melocotoneros de la emperatriz. Y lo condujeron hasta allí
rodeado de honores.
El Sabio estaba en su elemento. Tenía todo lo que su corazón podía
desear y nada por lo que preocuparse. Vivía cómodamente, iba allá donde
quería y visitaba a los dioses de vez en cuando. Trataba a los Tres Puros y a
los Cuatro Gobernantes con cierto respeto, pero a los dioses planetarios, a
los señores de las veintiocho casas de la luna y de los doce signos
zodiacales, y al resto de estrellas, los saludaba con un «Hola, ¿qué tal?». Y
así pasaba los días, ocioso entre las nubes del cielo. En una ocasión, uno de
los sabios dijo al Gobernante del Cielo:
—El Venerado Sol se pasa los días sin hacer nada. Deberíamos evitar
que se le ocurra alguna travesura, así que sería mejor que le encargáramos
alguna tarea.
El Gobernante del Cielo llamó al Gran Sabio y le dijo:
—Los melocotones de la inmortalidad del huerto de la emperatriz
madurarán pronto. Te encargo la tarea de vigilarlos. ¡Cumple tu deber
concienzudamente!
Esto alegró al Sabio, que le dio las gracias. Cuando llegó al huerto, los
hortelanos y jardineros lo recibieron de rodillas.
—¿Cuántos árboles hay en total? —les preguntó.
—Tres mil seiscientos —contestó un hortelano—. En la primera hilera
hay mil doscientos árboles. Tienen flores rojas y pequeñas frutas que
maduran cada tres mil años; quien come de ellas obtiene la salud. Los mil
doscientos árboles de la hilera central tienen flores dobles y una fruta dulce
que madura cada seis mil años; quien come de ella puede flotar en el cielo
del amanecer sin envejecer. Los mil doscientos árboles de la última hilera
tienen frutas con rayas rojas y huesos pequeños que maduran cada nueve
mil años; quien come de su fruta vive eternamente, tanto como el cielo, y
permanece intacto durante miles de eones.
El Sabio escuchó todo aquello con placer. Repasó las listas y desde ese
momento apareció cada día para supervisar las cosas. La mayor parte de los
melocotones de la última hilera estaban ya maduros. Cuando llegaba al
huerto, enviaba lejos a los cuidadores con algún pretexto, saltaba a los
árboles y se daba un atracón de melocotones.
En aquella época, la Emperatriz Oriental estaba preparando el gran
banquete de melocotones con el que acostumbraba a agasajar a todos los
dioses del cielo. Envió a las hadas con sus vestidos de siete colores y sus
cestas para recoger los melocotones. El hortelano les dijo:
—El huerto está ahora bajo los cuidados del Gran Sabio Sosia del Cielo,
así que primero debéis presentaros ante él.
Dicho esto, condujo a las siete hadas al huerto. Allí buscaron al Gran
Sabio por todas partes, pero no consiguieron encontrarlo.
—Tenemos órdenes y no debemos demorarnos. Mientras aparece
empezaremos a recoger los melocotones —dijeron las hadas. Así que
llenaron varias cestas de la primera hilera. En la segunda hilera, los
melocotones empezaban a escasear. Y en la tercera hilera solo quedaba un
melocotón medio maduro. Tiraron de la rama, lo arrancaron y soltaron la
rama de nuevo.
Resultó que el Gran Sabio, que se había convertido en un gusano, estaba
echándose la siesta en aquella rama. Cuando lo despertaron tan
bruscamente, recuperó su forma habitual, agarró su vara y empezó a
perseguir a las hadas.
—Nos ha enviado aquí la emperatriz. ¡No te enfades, Gran Sabio! —
exclamaron las hadas.
—¿Y quiénes son todos esos invitados de la emperatriz? —les preguntó.
—Todos los dioses y sabios del cielo, de la tierra y del inframundo.
—¿Me ha invitado también a mí? —les preguntó.
—No que nosotras sepamos —contestaron las hadas.
Entonces el sabio se enfadó y murmuró un hechizo mágico.
—¡Alejaos! ¡Alejaos! ¡Alejaos!
Y con eso expulsó a las hadas de allí. El sabio partió en una nube hacia
el palacio de la emperatriz.
De camino, se encontró con el Dios Descalzo y le preguntó:
—¿A dónde vas?
—Al banquete del melocotón —fue la respuesta.
—El Gobernante del Cielo me ha ordenado que diga a todos los dioses y
sabios que antes de presentarse ante la emperatriz tienen que acudir al Salón
de la Pureza para llevar a cabo una ceremonia —le mintió.
Entonces tomó el aspecto del Dios Descalzo y se marchó al palacio de
la emperatriz. Allí bajó de su nube y entró como si tal cosa. La comida
estaba lista, pero ninguno de los dioses había llegado todavía. De repente, el
Gran Sabio olió el vino del centenar de barriles del preciado néctar que
había preparados. Se le hizo la boca agua. Se arrancó un par de cabellos y
los convirtió en gusanos del sueño. Estos gusanos reptaron por las fosas
nasales de los coperos y todos se quedaron dormidos. De este modo, Sun
Wukong disfrutó de las deliciosas viandas sin preocupación; abrió los
barriles y bebió hasta quedar aturdido.
—Todo este asunto está empezando a marearme —se dijo a sí mismo—.
Será mejor que me marche a casa a dormir un poco.
Y salió del huerto tambaleándose. Por supuesto, se perdió y terminó en
la morada de Laotse. Allí recuperó la consciencia. Se arregló la ropa y
entró. No había nadie a la vista, porque en aquel momento Laotse y todos
sus criados estaban en casa del Dios de la Luz. Como no encontró a nadie,
el Gran Sabio entró en el salón privado donde Laotse solía preparar el elixir
de la vida. Junto a los fogones había cuatro jícaras llenas de las píldoras de
la indestructibilidad que ya habían sido preparadas.
«Hace mucho tiempo que tengo la intención de preparar algunas de
estas píldoras. Me viene muy bien encontrarlas aquí», se dijo.
Vertió el contenido de las jícaras y se comió todas las píldoras. Como ya
había comido y bebido suficiente, pensó: «¡Oh, oh! La travesura que he
hecho no puede ser reparada con facilidad. Si me pillan, mi vida estará en
peligro. Creo que lo mejor será bajar a la tierra y seguir siendo rey».
Entonces se volvió invisible, viajó hasta la puerta oeste del cielo y regresó a
la Montaña de las Flores y las Frutas, donde contó sus aventuras a quienes
lo recibieron.
Cuando les habló del néctar de melocotón, sus simios dijeron:
—¿No podrías volver para robar algunas botellas de vino, de modo que
nosotros también podamos beberlo y obtener la vida eterna?
El Rey Mono accedió; dio una voltereta, entró en el huerto sin que lo
vieran y se llevó cuatro barriles, dos bajo los brazos y dos en las manos.
Desapareció con ellos sin dejar rastro y los llevó a su cueva, donde los
degustó con sus monos.
Una noche y un día después, las siete hadas a las que el Gran Sabio
había expulsado recuperaron su libertad. Recogieron sus cestas y contaron a
la emperatriz lo sucedido. Y los coperos también llegaron corriendo e
informaron de la destrucción que un desconocido había causado entre los
comestibles y bebestibles. La emperatriz fue a quejarse ante el Gobernante
del Cielo. Poco después, Laotse también acudió a él para contarle que le
habían robado las píldoras de la indestructibilidad. El Dios Descalzo le
contó que el Gran Sabio Sosia del Cielo lo había engañado, y del palacio
del Gran Sabio llegaron unos siervos para contar que el sabio había
desaparecido y que no había ni rastro de él. Entonces el Gobernante del
Cielo se asustó.
—¡Todo este lío es sin duda obra de ese mono infernal! —exclamó.
Llamaron a todos los habitantes del cielo, a los dioses de las estrellas,
los dioses del tiempo y los dioses de la montaña para atrapar al simio. Li
Dsing, una vez más, era el comandante. Inspeccionó la montaña y extendió
una red en el cielo y otra en la tierra para que nadie pudiera escapar. A
continuación envió a sus hombres más valientes a la batalla. El mono
resistió con audacia todos los ataques desde primera hora de la mañana
hasta la puesta del sol. Pero, en ese momento, sus seguidores más leales
fueron capturados. Eso fue demasiado para él. Se arrancó un cabello y lo
convirtió en miles de monos, todos armados con varas de hierro doradas. El
ejército celestial fue derrotado y el mono se retiró a su cueva a descansar.
Resultó que Guan Yin también había acudido al banquete de melocotón
y había descubierto lo que Sun Wukong había hecho. Cuando fue a visitar
al Gobernante del Cielo, Li Dsing acababa de llegar para informar de la
gran derrota que había sufrido en la Montaña de las Flores y las Frutas.
Entonces Guan Yin dijo al Gobernante del Cielo:
—Puedo recomendarte a un héroe que seguramente derrotará al mono.
Se trata de tu nieto, Yang Oerlang. Ha vencido a todos los espíritus de las
bestias y las aves, y ha derrotado a los duendes de la hierba y la maleza. Él
sabe qué hacer para terminar con esos malvados.
Así que llamaron a Yang Oerlang y Li Dsing lo condujo a su
campamento y le preguntó cómo pensaba enfrentarse al simio.
—Creo que le enseñaré mi superioridad cambiando de forma —dijo
Yang Oerlang, riéndose—. Será mejor que retiréis la red del cielo para que
nada perturbe nuestro combate.
A continuación pidió a Li Dsing que se elevara en el aire con el espejo
mágico en la mano, para que, cuando el mono se hiciera invisible, pudiera
encontrarlo gracias al artilugio. Cuando todo estuvo preparado, Yang
Oerlang se presentó ante la cueva con sus espíritus.
El mono salió y, cuando vio al poderoso héroe con la espada de tres
hojas, le preguntó:
—¿Y tú quién eres?
—¡Soy Yang Oerlang, el nieto del Gobernante del Cielo!
—Ah, sí, ¡ya me acuerdo! —dijo el mono, riéndose—. Su hija huyó con
un tal Yang y tuvieron un hijo. ¡Ese debes ser tú!
Yang Oerlang se puso furioso y se abalanzó con su lanza. Entonces
comenzó una acalorada batalla. Lucharon durante trescientas rondas sin un
resultado claro. En ese momento, Yang Oerlang se transformó en un gigante
con la cara negra y el pelo rojo.
—No está mal —dijo el mono—, ¡pero yo también puedo hacer eso!
Continuaron luchando de esa forma. Los babuinos estaban muy
asustados, pues los espíritus de las bestias y de los planetas comandados por
Yang Oerlang los acosaban. Mataron a la mayoría y el resto se escondió.
Cuando el Rey Mono lo descubrió, su corazón se llenó de inquietud.
Recuperó su forma, agarró su vara y huyó, pero Yang Oerlang lo siguió. El
mono convirtió su vara en una aguja, se la metió en la oreja, se transformó
en un gorrión y voló hasta la copa de un árbol. Yang Oerlang lo perdió de
vista, pero de inmediato se dio cuenta de que se había transformado en un
gorrión. Tiró su lanza y su ballesta, se convirtió en un halcón y se lanzó
sobre el pajarillo. Pero este último se alzó en el aire como un cormorán.
Yang Oerlang agitó su plumaje, se convirtió en una grulla de mar y se elevó
entre las nubes para atrapar al cormorán. Este huyó hacia un valle y se
sumergió en las aguas de un arroyo disfrazado de pez. Cuando Yang
Oerlang llegó al límite del valle, había perdido su rastro.
«Ese mono seguramente se ha convertido en un pez o un cangrejo.
Cambiaré de forma yo también para atraparlo», se dijo a sí mismo. Así que
se transformó en un águila pescadora y planeó sobre las aguas. Cuando el
mono, que estaba en el arroyo, vio el águila, se dio cuenta de inmediato de
que era Yang Oerlang. Giró rápidamente y huyó con Yang Oerlang a la
zaga. Cuando apenas los separaban unos centímetros, el mono giró, reptó
hasta la orilla como una culebra y se escondió entre la hierba. Yang
Oerlang, cuando vio la culebra saliendo del agua, se convirtió en un águila
y abrió las garras para atrapar a la serpiente. Pero la culebra saltó y se
convirtió en el más ruin de los pájaros, un buitre, y se posó en el escarpado
borde de un acantilado. Cuando Yang Oerlang vio que el mono se había
convertido en una criatura tan despreciable como un buitre, no pudo seguir
jugando a cambiar de forma. Reapareció en su forma original, cogió su
ballesta y disparó al ave. El buitre cayó del acantilado y a sus pies se
transformó en la capilla de un dios rural. Abrió la boca para que fuera la
puerta y sus dientes se convirtieron en las dos hojas de la misma, su lengua
en la imagen del dios y sus ojos en las ventanas. Con lo único que no sabía
qué hacer era con la cola, así que la dejó tiesa a su espalda con forma de
asta. Cuando Yang Oerlang llegó al pie de la colina vio la capilla.
—¡Ese mono es tremendo! Pretende atraerme al interior de la capilla
para morderme —exclamó, riéndose—. Pero no entraré. Primero romperé
las ventanas, y después echaré abajo la puerta.
Cuando el mono escuchó esto, se asustó mucho. Saltó como un tigre y
desapareció en el aire sin dejar rastro. Con una única voltereta llegó al
templo del propio Yang Oerlang. Allí asumió la forma del dios y entró. Los
espíritus que estaban de guardia fueron incapaces de reconocerlo. Lo
recibieron con una reverencia y el mono se sentó en el trono del dios y se
hizo con las oraciones que llegaron hasta él.
Como Yang Oerlang ya no veía al mono, se acercó a Li Dsing, que
estaba en el aire.
—Estaba compitiendo con el mono, cambiando de forma, pero
desapareció de repente y no consigo encontrarlo. ¡Echa un vistazo en el
espejo!
Li Dsing miró el espejo mágico y se rio.
—El mono se ha convertido en ti y está sentado en tu templo. No deja
de hacer travesuras.
Cuando Yang Oerlang se enteró de esto, cogió su lanza de tres púas y se
dirigió rápidamente a su templo. Los espíritus guardianes se asustaron y
exclamaron:
—Pero, padre, ¡si acabas de entrar! ¿Cómo es que hay dos?
Yang Oerlang no les prestó atención; entró en el templo y apuntó a Sun
Wukong con su lanza. El mono recuperó su forma y se rio.
—Joven señor, ¡no te enfades! El dios de este lugar es ahora Sun
Wukong.
Sin decir una palabra, Yang Oerlang lo atacó. Sun Wukong sacó su vara
y le devolvió los golpes. Salieron juntos del templo, luchando, y envueltos
en una neblina llegaron una vez más a la Montaña de las Flores y las Frutas.
Mientras, Guan Yin estaba sentada con Laotse, el Gobernante del Cielo
y la emperatriz en el gran salón del cielo, esperando noticias.
—Iré con Laotse a la puerta sur a ver cómo están las cosas —dijo, al ver
que no recibían noticia alguna. Y cuando vio que la batalla no llegaba a su
fin, preguntó a Laotse—: ¿Por qué no ayudamos un poco a Yang Oerlang?
Encerraré a Sun Wukong en mi jarrón.
—Tu jarrón está hecho de porcelana —le contestó Laotse—. Sun
Wukong lo destrozaría con su vara de hierro. Pero yo tengo una diadema de
diamantes que puede cercar a todas las criaturas vivas. ¡Podríamos usar eso!
Así que lanzó su diadema al aire desde la puerta celestial y golpeó a Sun
Wukong con ella en la cabeza. Como estaba en plena batalla, no pudo
protegerse del golpe en la frente y resbaló. Se levantó e intentó escapar,
pero el perro de Yang Oerlang le mordió la pierna hasta que cayó al suelo.
Entonces, Yang Oerlang y sus seguidores lo inmovilizaron con correas y le
metieron un gancho en la clavícula para que no pudiera transformarse.
Laotse recuperó su diadema de diamante y regresó con Guan Yin al salón
del cielo. Sun Wukong fue condenado a la decapitación. Lo llevaron al
lugar de la ejecución y lo ataron a un poste. Pero todos los intentos de
matarlo con un hacha y una espada, con truenos y rayos, fueron vanos. Ni
siquiera conseguían dañarle un pelo de la cabeza.
—No me sorprende —dijo Laotse—. Este mono se ha comido los
melocotones de la inmortalidad, se ha bebido el néctar de la vida y también
se ha tragado las píldoras de la indestructibilidad. Nada podría dañarlo
ahora. Lo mejor será que me lo lleve conmigo y lo meta en mi horno para
extraerle el elixir de la vida. Después se convertirá en polvo y cenizas.
Así que abrieron los grilletes de Sun Wukong y Laotse se lo llevó con
él, lo metió en el horno y ordenó a su mozo que mantuviera el fuego vivo.
Pero en el borde del horno estaban tallados los símbolos de los ocho
elementos. Y, al meterse en el horno, el mono se refugió bajo el signo del
viento, de modo que el fuego no pudo dañarlo y el humo solo hizo que le
escocieran los ojos. Permaneció dentro del horno siete veces siete días.
Entonces, Laotse lo abrió para echar un vistazo. Tan pronto como Sun
Wukong vio la luz, no aguantó seguir encerrado y saltó, volcando el horno
mágico. Lanzó al suelo a los guardias y a los ayudantes y el propio Laotse,
que intentó atraparlo, recibió tal empujón que se quedó con las piernas en el
aire, como una cebolla del revés. A continuación Sun Wukong se sacó la
vara de la oreja y, sin mirar a dónde golpeaba, lo hizo todo pedazos; los
dioses de las estrellas cerraron sus puertas y los guardianes del cielo
huyeron. Llegó al castillo del Gobernante del Cielo y el guardián de la
puerta, con su látigo de acero, lo detuvo justo a tiempo. Entonces lo
rodearon los treinta y seis dioses del trueno, aunque no consiguieron
atraparlo.
—Buda sabrá qué hacer con él —dijo el Gobernante del Cielo—.
¡Mandadlo llamar de inmediato!
Así que Buda llegó de occidente con Ananada y Kashiapa, sus
discípulos. Cuando descubrió el alboroto, dijo:
—Antes de nada, soltad las armas y traedme al sabio. ¡Quiero hablar
con él!
Los dioses se marcharon. Sun Wukong resopló.
—¿Quién eres tú, que te atreves a hablarme?
Buda sonrió.
—He venido desde el sagrado occidente, Shakiamuni Amitofu. ¡Me he
enterado del lío que has creado y he venido a domarte!
—Soy el mono de piedra que ha obtenido el conocimiento secreto —
dijo Sun Wukong—. Domino las setenta y dos transformaciones y viviré
tanto como el mismo cielo. ¿Qué ha hecho el Gobernante del Cielo para
merecer el trono eternamente? ¡Que me deje el puesto y estaré satisfecho!
—Eres una bestia que ha obtenido poderes mágicos —contestó Buda
con una sonrisa—. ¿Cómo esperas ser el Gobernante del Cielo? Deberías
saber que él ha trabajado durante eones para perfeccionar sus virtudes.
¿Cuántos años tendrían que pasar antes de que tú consiguieras la dignidad
que él se ha ganado? Y debo preguntarte si hay algo más que puedas hacer,
además de trucos de transformación.
—Sé dar volteretas sobre las nubes —dijo Sun Wukong—. Cada una de
ellas me lleva a treinta mil kilómetros de distancia. Seguramente eso es
suficiente para tener derecho a ser Gobernante del Cielo.
—Hagamos una apuesta —dijo Buda con una sonrisa—. Si puedes dejar
mi mano atrás con una de tus volteretas, suplicaré al Gobernante del Cielo
que te ceda el puesto. Pero, si no consigues alejarte de mi mano, tendrás que
rendirte a mis grilletes.
Sun Wukong se aguantó la risa, porque pensó: «¡Este Buda está loco!
Su mano no mide ni treinta centímetros, ¿cómo podría no dejarla atrás?».
—¡Trato hecho! —dijo.
Buda extendió la mano derecha. Parecía una pequeña hoja de loto. Sun
Wukong dio un salto y exclamó:
—¡Adelante!
Y empezó a dar volteretas, volando como un torbellino. Y mientras
volaba vio cinco columnas altas y rojas que se elevaban hacia el cielo.
Entonces pensó: «¡Es el fin del mundo! Ahora volveré y me convertiré
en el Gobernante del Cielo. Pero primero escribiré aquí mi nombre, para
demostrar que he estado». Se arrancó un cabello, lo convirtió en un pincel y
escribió con grandes letras en la columna central: «El Gran Sabio Sosia del
Cielo». Volvió dando volteretas al lugar de donde había partido. Saltó la
mano de Buda, riéndose, y exclamó:
—¡Ahora date prisa y ordena al Gobernante del Cielo que deje libre el
castillo para mí! He estado en el fin del mundo y he dejado una señal allí.
—¡Mono infame! —le riñó Buda—. ¿Cómo te atreves a afirmar que has
dejado atrás mi mano? Echa un vistazo, a ver si no es cierto que «El Gran
Sabio Sosia del Cielo» está escrito en mi dedo corazón.
Sun Wukong se asustó mucho, porque de inmediato descubrió que era
verdad. Aun así, fingió no estar convencido; dijo que iría a echar otro
vistazo e intentó aprovechar la oportunidad para escapar. Buda lo cubrió
con la mano, se lo llevó del Cielo y lo encerró en el interior de una montaña
que había creado con agua, fuego, madera, tierra y metal. Un hechizo
mágico evitaba que escapara de la montaña.
Allí se vio obligado a permanecer cientos de años, hasta que al final se
reformó y fue liberado para ayudar al monje del Yangtze Kiang a recuperar
las sagradas escrituras de occidente. Nombró al monje como su señor y
desde entonces fue conocido como el Peregrino. Guan Yin, que lo había
liberado, entregó al monje una diadema dorada. Pidieron a Sun Wukong que
se la pusiera y de inmediato se fundió con su carne para que no pudiera
quitársela. Y Guan Yin entregó al monje una fórmula mágica para tensar el
aro por si el mono se volvía desobediente. Pero, desde ese momento,
siempre fue educado y amable.