Pitarch Seis Cualidades de Una Etnografía Teórica

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ENSAYOS DE ETNOGRAFÍA TEÓRICA

PEDRO PITARCH
(coord.)

ENSAYOS
DE ETNOGRAFÍA TEÓRICA
MESOAMÉRICA
Colección: EntreGiros
Dirección: Óscar Muñoz Morán

© de la presente edición, Nola Editores


© de los autores, para sus colaboraciones

Diseño de cubierta: Sara Sirvent


Diseño de interiores: Ana Linde
Maquetación: Simétrica, S. L.
Primera edición: xxxxxxxxx de 2020

Imagen de portada:
Máscara, cultura purépecha. Autor: Juan Horta. Nº de inventario CE1994/3/32
Museo Nacional de Antropología (Madrid).

Nola Editores
Apdo. de Correos 7065
c/Palos de la Frontera, 6-10
28012 Madrid (España)
<www.nolaeditores.com>

Nola Editores es un sello editorial perteneciente


a Proyectos de Difusión de Contenido, S. L.
<www.prodiko.es>

DOI Volumen: 10.37552/eet.mesoam

ISBN (General): 978-84-947085-6-5


ISBN (Mesoamérica): 978-84-18164-08-8
ÍNDICE

Pág.

Introducción: Seis posibles cualidades de una etnografía experimental


mesoamericana (Pedro Pitarch) ............................................ 7

Roger Magazine: La producción interactiva: una propuesta mesoame-


ricana para la práctica antropológica ........................................ 31
Catharine Good Eshelman: La lógica cultural nahua y sus principios
generadores: desde la etnografía a nuevos modelos teóricos ............. 57
Emiliano Zolla Márquez: «El pueblo es un cuerpo sin cabeza»: funda-
mentos políticos y cosmológicos de la autonomía en la Sierra Mixe
de Oaxaca ............................................................................ 95
Jacques Galinier: Una antropología de la noche. La gestión social del
nictémero en Mesoamérica ...................................................... 129
Kazuyasu Ochiai: Transmisión de la cultura suave tras generaciones:
lecciones aprendidas a partir de los estudios mayas ...................... 161
Pedro Pitarch: La línea de pliegue. Ensayo de topología mesoamericana. 193
Laura Romero: Alteridad y sistemas terapéuticos indígenas ................ 231
Johannes Neurath: Vivir en un mundo complejo. De los seres múltiples
del ritual huichol a las figuraciones ambivalentes de su arte ............ 261
Alessandro Questa Rebolledo: Danzas y adivinación: una antropolo-
gía masewal en la Sierra Norte de Puebla, México ......................... 293
José Alejos García: Antropología dialógica de la narrativa maya ........ 333
Perig Pitrou: Etnografiar las teorías de la vida en Mesoamérica .......... 357

Autores de este volumen ................................................................ 395

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INTRODUCCIÓN
SEIS POSIBLES CUALIDADES
DE UNA ETNOGRAFÍA EXPERIMENTAL
MESOAMERICANA

Pedro Pitarch

Los once ensayos que componen este volumen representan un ejercicio


de etnografía experimental mesoamericana. No tienen un criterio unifi-
cado y difieren en muchos aspectos: tema de estudio, estilo analítico, ins-
piración teórica, por no hablar de sensibilidad etnográfica o experiencia
de campo. Sin embargo, todos comparten un interés reflexivo dirigido a
ensayar con los materiales etnográficos. Representan un esfuerzo explíci-
to por expandir el marco especulativo y las convenciones interpretativas
en los que se ha movido la antropología indígena de México y Guatemala.
Sobre todo lo hacen no tanto combinando cuanto equiparando los proble-
mas teóricos con los materiales etnográficos: teoría y etnografía se vuelven
las dos caras de una misma moneda. En lugar de una teórica etnográfica,
podríamos decir una etnografía teórica.
Quisiera dedicar esta introducción a identificar en estos ensayos algu-
nos valores etnográficos que pudieran servir de estímulo a la antropolo-
gía mesoamericanista. Tal vez el mayor de ellos sea la misma posibilidad
de que la etnografía se contagie de su objeto de estudio y acabe por re-
flejar las cualidades de las culturas indígenas. Lo cual supone introducir

DOI: 10.37552/eet.mesoam.introd.pitarch

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pedro pitarch

una continuidad expresiva y epistemológica entre estas y nuestra etno-


grafía. Así pues, no tanto proponer temas específicos de estudio o afirmar
características generales de las culturas mesoamericanas a las que haya
que prestar atención, como destacar ciertas cualidades de una etnogra-
fía experimental. Son cualidades generales que los ensayos de este volu-
men desarrollan de modos complejos y diversos. Las señalo de manera un
poco arbitraria, pues me doy cuenta de que podrían organizarse de otro
modo o distribuirse bajo unos epígrafes distintos a los seis que siguen.

Complejidad

Posiblemente una de las principales constataciones a las que estamos lle-


gando los etnógrafos mesoamericanistas es el grado de complejidad del
pensamiento indígena. Conceptos y acciones derivadas sobre el cosmos,
la naturaleza de los seres que lo pueblan y el lugar de los humanos en él
alcanzan una sofisticación asombrosa. Comprenderlas y tratar de tradu-
cirlas reclama un enorme esfuerzo de imaginación. Intuimos que solo nos
aproximamos a una parte mínima de ese pensamiento, a sus objetos y a
su modo de operación, y el paisaje que nos deja entrever es algo muy dis-
tinto de lo que estamos acostumbrados y podemos esperar; representa,
por así decir, un otro lado de la cultura. Que la «vida» y su gestación no es
lo que entendemos por vida, que la «noche y el sueño» no son los nues-
tros, que el «trabajar juntos» poco tiene que ver con nuestra actividad,
que lo que llamamos «arte» representa un dominio extraño de la existen-
cia, que un baile y una máscara no es un baile de máscaras, y así sucesi-
vamente. El lenguaje nos falla y solo podemos aproximarnos lentamente
por rodeos y analogías, o bien tomando conceptos prestados de otras
fuentes. Lo decisivo, sin embargo, es que comenzamos a poder apreciar
esa complejidad.
En consonancia, la etnografía podría ser conceptualmente densa. No
es que la etnografía anterior no prestara atención a las ideas indígenas.
Pero, con las debidas excepciones (no son pocas), el tono general era el
de unas ideas expuestas de manera sencilla, como si no requirieran un

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posibles cualidades de una etnografía experimental mesoamericana

intenso trabajo de comprensión y traslación. Bastaba con un lenguaje des-


criptivo que recurriera al idioma de la creencia, por más que a la antropo-
logía esa creencia resultara sin duda pintoresca pero también fantasiosa
e ilusa, casi un signo de impotencia intelectual.
Nuestra visión del pensamiento indígena ha sido víctima de un pre-
juicio muy arraigado: la idea de que una vez que las civilizaciones preco-
lombinas sucumbieron a la conquista europea, lo que quedó del mundo
indígena fue una versión simplificada y empobrecida de aquellas. Se podía
aceptar —aunque no sin reticencias— que los nahuas clásicos tuvieran
una «filosofía» (León-Portilla 1951), pero que la tuvieran los indígenas
campesinos era ya otra cosa. Según una metáfora común, el mundo indí-
gena quedó «descabezado». Y como sabemos —o creemos saber— la que
piensa es la élite (la cabeza), o con lo que se piensa es con la cabeza (tam-
bién eso creemos saberlo). Salvo pequeñas sobrevivencias debilitadas,
lo que desapareció fue todo aquello que consideramos verdaderamente
«civilizado», aquello que atrae la admiración del mundo erudito sobre
Mesoamérica: la escritura, la astronomía, el calendario, la matemática, y
así. ¿Por qué estaban desarrollados los mayas? Porque tenían auténtica
escritura y empleaban el cero. (Esto, en realidad, es confundir los instru-
mentos especulativos con los instrumentos de dominio político, espe-
cialmente la escritura y el calendario, como nos recuerda Sócrates en el
Fedro). Lo que nos admira, en fin, es el eco de los valores civilizatorios
europeos, o de otras civilizaciones antiguas —China o la India, en cual-
quier caso siempre del Oriente—, proyectados sobre la historia cultural
de Mesoamérica. Esto resulta tranquilizador porque demuestra que con
tiempo suficiente las culturas americanas acaban por convertirse en más
como nosotros, que acaban por reconocer nuestros valores como los va-
lores auténticos.
Pero no: por difícil de creer, o más exactamente, de imaginar que nos
resulte, los conceptos indígenas sobre la naturaleza de la palabra, la sus-
tancia del tiempo, los atributos del cuerpo, el sentido del sacrificio, el ori-
gen de la imagen, la razón de la política, y así sucesivamente, representan
un orden de complejidad distinto y —me atrevo a decir— aún más eleva-
do que aquello que es estimado como característicamente precolombino.

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Semejante prejuicio se basa en la suposición de que solo en condicio-


nes sociales en las que existe una estructura institucional que permite a
ciertas personas liberarse de las actividades cotidianas y dedicarse por
entero a la reflexión y el estudio puede desarrollarse una filosofía digna
de ese nombre. Los campesinos o los cazadores apenas tienen tiempo ni
medios para pensar. Pero como muestran los ensayos de este volumen,
la filosofía indígena es un tipo de ciencia distinta, no necesariamente se-
parada del mundo de la actividad cotidiana. No son conceptos abstractos
sino sensibles, como argumentó Lévi-Strauss (1964). Tal vez no tanto una
«ciencia de lo concreto» como una ciencia a través de lo concreto. Qué su-
cede si en lugar de pensar desde una torre de marfil sobre el mundo, se
piensa a través de las actividades en el mundo: por medio del trabajo de la
milpa, la cocina, el telar de cintura…
El caso es que la originalidad y complejidad del pensamiento meso-
americano no ha encontrado todavía su lugar en el repertorio antropoló-
gico de las culturas del mundo. No hay nada equivalente a los conceptos
y términos que reconocemos como particulares de ciertas áreas etnográ-
ficas y que, a pesar de ello, han pasado al patrimonio del lenguaje teórico
de la disciplina: «totemismo», «sociedad segmentaria», «mana», «linaje cor-
porado», «homo hierarchicus», «big man», «economía del don», «persona
fractal», «perspectivismo», etc.
La etnografía mesoamericanista ha estado, en este sentido, atravesa-
da por una cierta paradoja. Por un lado, contamos con estudios explíci-
tamente orientados a producir un corpus teórico llevados a cabo entre
poblaciones indígenas, pero cuyo interés no eran los indígenas en tanto
que poblaciones culturalmente diferenciadas, es decir, en tanto que
indígenas. Robert Redfield (por ejemplo 1948) propuso los estudios de
comunidad o las teorías del continuum folk-urbano como resultado de su
trabajo de campo entre población nahua de Morelos y maya de Yucatán;
Oscar Lewis (1961) formuló su «antropología de la pobreza» a partir de su
trabajo entre población nahua de Morelos y emigrada a la Ciudad de
México; George Foster (1972) elaboró sus nociones de ethos campesino
como la idea del bien limitado o el contrato diádico como resultado del
trabajo de campo entre purépechas de Michoacán. Son etnografías que

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posibles cualidades de una etnografía experimental mesoamericana

prestan una detenida atención a los datos culturales concretos de cada


uno de estos lugares, pero sus objetivos están dirigidos a formular prin-
cipios teóricos abstractos de aplicación general (como así sucedió). Los
estudios de comunidad, la cultura de la pobreza o el ethos campesino va-
lían tanto para México y Guatemala como para la India, Egipto o Polonia.
Dicho de otro modo, su vocación comparativa no descansaba en la dife-
rencia sino en la repetición. El valor de estas ideas teóricas no reside en
representar singularidades susceptibles de ser comparadas con singula-
ridades equiparables de otras áreas etnográficas, sino en su capacidad de
ser generalizadas a otros lugares del mundo con condiciones sociológi-
cas semejantes.
Por otro lado, la antropología mesoamericana ha producido un núme-
ro enorme de estudios etnográficos locales y regionales, referidos en su
gran mayoría a poblaciones indígenas. Prácticamente todo ha sido etno-
grafiado. Y, sin embargo, semejante acumulación de datos no ha desembo-
cado en unos conceptos específicamente mesoamericanos que podamos
reconocer como tales. Es verdad que el enorme volumen de información
etnográfica acumulado no invita a aventurarse fuera de nuestra región
familiar. Y tampoco ayuda el particularismo extremo característico de
la tradición mesoamericanista. El «eso será en tu pueblo, pero no en el
mío» ha inhibido metódicamente el reconocimiento de pautas comunes,
afinidades y conexiones a lo largo del área.
En resumen: una teoría etnográfica no específicamente mesoameri-
cana y una etnografía sin aspiración a identificar conceptos específica-
mente mesoamericanos. Hubo un momento, por ejemplo, en que un
fenómeno como el nahualismo parecía poder representar una aportación
característicamente mesoamericana al repertorio de ideas antropológi-
cas generales, y el mismo Durkheim (1982) quiso reconocerlo como una
forma religiosa distintiva. Pero el concepto acabó por enredarse tanto en
las particularidades etnográficas locales como en las definiciones dogmá-
ticas, hasta resultar inservible como idea de contraste y comparación con
otras áreas del mundo. Todavía no hemos acabado de encontrar unos
conceptos y un lenguaje que haga justicia al genio y la complejidad del
pensamiento indígena mesoamericano, esto es, que pueda ser «universa-

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lizado» sobre la base de su singularidad en lugar de ser «singularizado»


sobre la base de su hipotética universalidad.

Multiplicidad

Las formas de vida indígenas resultan extraordinariamente heterogéneas


en términos de variación geográfica, histórica, sociológica, de condicio-
nes políticas, de formas culturales, así como también en términos de dife-
rencia interna: pensamiento, aspiraciones, deseos, alternancia, duda… Los
etnógrafos conocen bien, por ejemplo, cuán distinto es el pensamiento de
los chamanes del de los legos.
La multiplicidad es la antítesis de la identidad. En lugar de una condi-
ción posicional, la identidad presupone un estado estable y relativamente
permanente. Como se sabe, buena parte de la etnografía reciente ha esta-
do orientada a formular ese supuesto estado de identidad. La diferencia
indígena se ha convertido en descubrir su identidad. Qué son los indios en
el sentido de qué les hace a todos ellos iguales, semejantes, y en qué reside
esa semejanza. Más aún, la cultura se ha transformado en una expresión
de las estrategias de identidad. Si en un primer momento la cultura ten-
día a ser concebida como algo substantivo —rasgos, símbolos, comporta-
mientos pautados— que podía mantenerse, erosionarse, mezclarse, etc.,
la cultura pasó a entenderse como una expresión estratégica de la iden-
tidad indígena.
Pero, lejos de ser algo auto-semejante, «indígena» o «indio» constitu-
ye un conjunto de transformaciones y variaciones de vida. No representa
una forma estable de cohesión sino un caleidoscopio excepcionalmente
variado y cambiante que se recombina continuamente. Es por esto que
tratar de identificar las poblaciones indígenas, no en el sentido de enten-
der su pluralidad y fluidez (Muñoz 2020) sino de convertirlas en algo igual
a sí mismo, resulta tan improbable. Pues los indígenas se han diseñado a sí
mismos a lo largo del tiempo para no ser identificados, para escapar de
las redes de las categorías de asignación. Puede ser que la inquietud aca-
démica tanto por definir como especialmente por identificar a los indí-

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posibles cualidades de una etnografía experimental mesoamericana

genas —cosa que no sucede en la misma medida con otros sectores de


población— sea consecuencia de la propia dificultad de la tentativa: la
confirmación de que las categorías sociológicas de identidad que em-
pleamos resultan poco eficaces o simplemente inservibles cuando se trata
de estas poblaciones. Es en este sentido que aquí empleo la expresión
«poblaciones indígenas» y no «pueblos», «etnias», «comunidades» u otras
denominaciones dirigidas a enfatizar la identidad interna, pues trato de
acentuar la imagen de pluralidad y archipiélago en lugar de unidades
auto-contenidas.
Sin embargo, hay una razón más decisiva para prestar atención a la
multiplicidad. No solo la sociedad indígena es múltiple, sino que la multi-
plicidad representa un valor en sí mismo para la cultura indígena. A dife-
rencia de las tradiciones escritas del Viejo Mundo, el mundo amerindio
no se expresa en el idioma de la creencia, la doctrina y el dogma. En la
medida en que no existen formas canónicas estrictas, la variación interna
representa el estado natural de las cosas, y la multiplicidad, en lugar de
suponer un inconveniente, constituye de hecho un ideal de conocimiento
o, para ser más exactos, el conocimiento mismo.
Un ejemplo de ello son las narrativas que llamamos «mitos». Esto es,
una proliferación de versiones en incesante transformación donde los epi-
sodios mudan, permutan, aparecen y desaparecen de manera diferente
en cada oportunidad. No hay una versión canónica de los acontecimien-
tos, esto es, una forma verdadera y por tanto única, y esto no solo para
el analista —como metodológicamente advirtió Lévi-Strauss (1987)—,
sino sobre todo para los propios indígenas. Porque lo interesante es que
esta variación no representa ninguna contrariedad desde un punto de
vista indígena. La pregunta sobre si los relatos son verdaderos o no, o si
una versión es más correcta o fiel que otra, está desprovista de sentido.
No puede existir una controversia porque no existe una verdad que al-
canzar. Un libro como el Popol-Vuh no es más que una de esas versiones
adaptada y congelada en el tiempo por efecto de la escritura; algo, por
tanto, que tiende a la unidad —al canon— en lugar de a la multiplicidad.
Nunca ha habido un mito, pues el mito es las posibilidades de realización
en todas sus posibles combinaciones.

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Y del mismo modo que no hay una versión original y verdadera de


un mito, tampoco existe una versión autentica de la cultura en general.
La pretensión etnográfica de producir una descripción legítima de una
comunidad, de un grupo, de un ritual, de un concepto no es solo una re-
ducción sino también una proyección de nuestros valores unitarios. Por
lo demás, debemos reconocer que la descripción es producida a partir de
una antropología particular, una antropología entre muchas. La descrip-
ción es una comparación y esa comparación se hace, por así decir, contra
la antropología propia. La descripción de una cultura indígena llevada a
cabo por un antropólogo mediterráneo o por uno japonés resultará dis-
tinta, y esa diferencia resulta ilustrativa en sí misma.
En fin, la inexistencia de una doctrina convierte la multiplicidad en
una cualidad de la propia etnografía. Por decir algo, si un historiador del
Occidente medieval quiere representar el concepto de alma de este pe-
riodo, siempre tendrá a su disposición versiones dogmáticas en las que
basarse —los escritos de Agustín de Hipona, Isidoro de Sevilla o Tomás
de Aquino— y las diferencias entre ellos serán en realidad controversias
por una verdad (cf. Baschet, Pitarch y Ruz 2000). Los etnógrafos de la cul-
tura indígena no tenemos nada semejante: cualquier tema que tratemos
carecerá de, por así decir, versiones autorizadas, y tendrá que habérselas
con una multitud de explicaciones y relatos de las que no se puede obtener
una forma estable de verdad.
Esta multiplicidad de relaciones y relaciones de multiplicidad requiere
a su vez de una forma descriptiva capaz de expresar el repertorio de po-
tencialidades indígenas. Una etnografía experimental implica, pues, evitar
la supresión de la diferencia mediante la multiplicación de las posibilida-
des de lo real. Lo real comprende tanto lo posible como lo imaginable.
Para recordar el aforismo de Wittgenstein, los hechos del mundo no son
«todo lo que hay». En último término, lo que facilita una etnografía de la
multiplicidad es la posibilidad de ensanchar nuestra imaginación social.
En la actualidad una antropología que no sea potencial, parcial, con-
jetural resulta poco verosímil. Durante mucho tiempo el ideal de la etno-
grafía mesoamericanista fue agotar el conocimiento del mundo indígena
y encerrarlo en una unidad. Ello implicaba describirlo de un modo sis-

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posibles cualidades de una etnografía experimental mesoamericana

temático y unitario. Tal vez el modelo por excelencia de este ideal sea
la Historia general de las cosas de Nueva España, del fraile Bernardino de
Sahagún (1829), cuya aspiración —como corresponde a su época— es la
de una totalidad enciclopédica. Más recientemente, la expresión de esta
ambición ha sido la monografía etnográfica. La monografía de un pueblo
indígena pretendía describir todos los aspectos de la vida local: un poco
de su historia, su geografía, modos de subsistencia, parentesco y familia,
organización política, ritual, creencias, etc. Es obvio que hoy en día esto
no tiene mucho sentido. Para empezar, mucho de esos datos caen en el
dominio de especialistas: economistas, agrónomos, historiadores, geógra-
fos, estadísticos y así. «El recorte» que nos va quedando a los etnógrafos se
va volviendo cada vez más pequeño y exige no tanto una redefinición del
tema de estudio cuanto un refinamiento de su propósito.
La etnografía podría reconocerse en esa variación narrativa sin fin,
pues una etnografía sensible a la pluralidad debe ser resultado de la con-
fluencia y el tropiezo de un gran número de métodos interpretativos,
maneras de ver, formas de decir, tanto del etnógrafo como del «nativo».
A diferencia de una monografía que se cierra en una forma armoniosa,
una poligrafía permite la liberación de fuerzas mediante la comparación
y yuxtaposición parcial de aspectos y perspectivas imprevistos. Es preci-
samente ese carácter parcial, cruzado, de las analogías lo que garantiza
una verdad no parcial.
En términos de escritura, este efecto puede lograrse de diversas ma-
neras. Por ejemplo, recurriendo a los juegos de polifonía o «dialogismo»,
como propone Bajtin (cf. Alejos en este volumen, págs. 333-356), donde la
unicidad del narrador deja paso a la expresión de una multiplicidad de
voces. O a un objeto o una acción que, como un ritual o una obra de arte,
pueda ser interpretado en varios niveles o desde perspectivas distintas.
O recurrir a una forma aforística, de verdades provisionales que sirven
de paso a nuevas verdades provisionales, es decir, donde la verdad no
está nunca asegurada. O simplemente aceptar un tipo de etnografía que
no tenga un tema o unos contornos nítidos —¿de qué trata al final y al
cabo?— y que, por tanto, tampoco persiga una conclusión o posea un
telos definido de antemano.

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pedro pitarch

Creatividad

La etnografía reciente comienza a reconocer también los juegos de creati-


vidad cultural que gustan desplegar los indígenas mesoamericanos. Con-
vencionalmente la cultura indígena, juzgada como una forma primitiva
o tradicional, ha sido pensada como algo esencialmente conservador y
pasivo: unos grupos humanos obstinados en asegurar la continuidad y las
formas heredadas. Se trata de una idea de cultura como algo prescrip-
tivo y restrictivo, la cultura como normatividad y coerción externa que
fija qué pensar y qué hacer. Pero una imagen así no facilita reconocer la
creatividad cultural. Tenemos el hábito, dice Roy Wagner (2019), de tratar
las orientaciones culturales como simples ficciones o interpretaciones
de la realidad, ilusiones mentalistas («formas simbólicas»), lo cual niega
o ignora el poder inventivo de las mismas.
En el caso de las culturas indígenas esta creatividad propia de toda
cultura se encuentra aún más intensificada. Son culturas orientadas a la
invención y la experimentación, a, por así decir, servirse de un guion para
—como en el ejemplo de los mitos que hemos visto antes, pero de hecho
aplicado a cualquier acto cultural— improvisar desplegando variaciones
y variaciones de variaciones. En eso consiste la creatividad indígena: en una
variación y recombinación incesante ante nuevas circunstancias y opor-
tunidades. Desde este punto de vista, una antropología mesoamericanista
debería aspirar a adquirir al menos una mínima parte de la creatividad que
posee la propia antropología indígena.
Se trata, sin embargo, de un tipo de creatividad diferente de la que se
desprende del verbo «crear» en la tradición occidental. En este sentido,
crear es producir algo de lo cual no existía nada anteriormente, como en
la creación divina del mundo o en la creación artística o literaria, ideal-
mente, una novedad absoluta (Steiner 2011). En cambio, la creatividad
indígena es resultado de la transformación de formas preexistentes, de
cambios parciales de algo que ya existía, tal y como en los mitos —para
seguir con este ejemplo— los seres son resultado de un cambio operado
sobre seres anteriores. En este sentido, no hay propiamente un origen
pues lo existente ha existido desde siempre, pero sometido a cambios

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posibles cualidades de una etnografía experimental mesoamericana

parciales sucesivos. El arte indígena, por ejemplo, no consiste en crear de


la nada, sino en producir pequeñas o grandes variaciones, cuyo valor no
reside en la novedad misma sino en la precisión con que se aplica a un
dominio sensible distinto. Por así decir, es una creatividad sin autor —y,
por tanto, sin auctoritas—, pues en este contexto creatividad no es crea-
ción sino posibilidad de innovación y extensión.
A su vez, la idea de las culturas indígenas como algo conservador,
tomando el término en su sentido más estricto, convierte el cambio cul-
tural en un problema y un misterio por resolver. Si el estado natural es la
«continuidad», el cambio debe verse por fuerza como un estado excep-
cional, anómalo, una perturbación del orden; más aún, el resultado de
una coerción ejercida desde fuera. Pero si reconocemos la cultura indíge-
na como un fenómeno esencialmente creativo, lo esperable es una inven-
ción que surge desde el interior de la propia cultura y no como resultado
de la importación de formas ajenas (o al menos como resultado de la ten-
sión interna entre las formas locales y externas). Podemos decirlo así: si
de modo convencional la etnografía ha considerado la continuidad como
el telón de fondo y el cambio como la figura que destaca, desde un pun-
to de vista indígena parece que el fondo —lo esperable— es la disconti-
nuidad y la figura, aquello que se distingue, que llama la atención y por
tanto debe ser explicado es justamente la continuidad. Desde este últi-
mo punto de vista, pues, la cultura no es tanto una tradición heredada
como un proyecto para impulsar.
Lo que necesitamos, pues, no es tanto una teoría del cambio indígena
como una teoría indígena del cambio. Entre las numerosas virtudes tra-
dicionales de la etnografía mesoamericana se encuentra la de no haber
rehuido la cuestión del cambio y la inserción indígena en la modernidad.
No solo no ha tenido inconveniente —a diferencia de lo que ha sucedi-
do en otras áreas etnográficas del mundo— en tratar esta cuestión, sino
que incluso podría decirse que se ha complacido en las combinaciones
tradición/modernidad (pienso en títulos como Los mayas en la era de la
máquina [Nash 1970] o La ciudad sagrada en la era industrial [Bonfil Bata-
lla 1973]). Pero si una etnografía experimental debiera interesarse no solo
por los procesos de cambio sino sobre todo por la perspectiva indígena

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pedro pitarch

sobre el cambio también debe hacerlo por los modos de gestionar lo que
llamamos «modernidad». Integridad cultural aquí no se opone a novedad
y modernidad y de hecho estas categorías acaban por resultar sumamente
inestables y relativas. Si tiempo atrás se interpretaba la modernización
como la sustitución de una forma cultural por otra, lo que parece intere-
sar hoy son precisamente los juegos de creatividad indígenas.
Por lo demás, el reconocimiento de la creatividad indígena propor-
ciona una imagen muy distinta a la que evoca la imagen de «resistencia»,
«oposición» o «contra-hegemonía», que ha caracterizado mucho de los
análisis de las últimas décadas. Identificar las formas culturales indíge-
nas únicamente como regidas por el principio de resistencia les otorga
un sesgo pasivo, no de acción sino de reacción a fuerzas externas, o a
simples estrategias de sobrevivencia. Una orientación así empobrece esa
cualidad de intensidad vital que, por difícil que sea precisar, todo etnó-
grafo experimentado no ha podido dejar de sentir en el trabajo de campo.
Si más arriba me he referido a la creatividad indígena como un «gusto»
es porque no se trata de una simple necesidad, sino de un estilo de vida
y pensamiento.
El énfasis en la dominación y la resistencia sustituye la originalidad
indígena por una versión universalista de las relaciones sociales según la
cual todo se reduce a reconocer las formas de dominación. En el mejor de
los casos, la creatividad de los dominados es solo una cuestión de tácti-
ca política. En palabras de Sahlins, la hipotética función de resistencia no
puede explicar el contenido cultural de las poblaciones indígenas «como
si la verdad de otras sociedades necesariamente consistiera en nuestra
propia corrección política» (2001: 507). Sin duda una etnografía así nos
sirve a «nosotros» porque tranquiliza y da sentido a los valores que res-
petamos. Mas por esa misma razón se limita a ratificar nuestras verda-
des: nunca dice nada que no sepamos de antemano y difícilmente con-
tribuye a ensanchar la imaginación de lo posible, de una antropología y
una vida social distinta. La omisión de la creatividad indígena subyuga
nuestra propia imaginación. O, para resumirlo con una frase de Geertz
(2000: 87), si lo que queríamos son verdades domésticas, podíamos haber-
nos quedado en casa.

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posibles cualidades de una etnografía experimental mesoamericana

Mutualidad

Durante mucho tiempo la división del trabajo etnográfico estuvo bien es-
tablecida: el informante (indígena) proveía los «datos» y el antropólogo
los organizaba, explicaba y con ellos construía la «teoría». Los ensayos de
este libro adoptan en cambio un punto de vista según el cual los indígenas
mesoamericanos tienen sus propios conceptos y su propia teoría. O, dicho
de otro modo, asumen que existe una antropología indígena como existe
una antropología académica, como de hecho todos los grupos humanos,
todas las culturas, poseen su propia antropología: todos hacemos antro-
pología. Este es el punto de vista que adopta Jacques Galinier (2009: 3)
cuando afirma que «la teoría existe en la realidad misma del campo, no en
el gabinete del investigador, ni tampoco en los pasillos de la universidad».
Así pues, la división etnográfica cambia: entre informante y etnógrafo
existe una equivalencia epistemológica o, mejor, una mutualidad episte-
mológica. Como consecuencia de ello se produce una relación recíproca
en la cual las posiciones de sujeto y objeto se alternan: el resultado es una
antropología facultativamente reversible. «Reversibilidad» podría ser otro
título para este epígrafe.
Esta premisa metodológica compromete la etnografía de varias ma-
neras. Una es que si nuestra antropología se interesa por la antropología
indígena, cómo —de qué modo, en qué términos, a través de qué me-
dios— se interesa la antropología indígena en la nuestra. Cómo pensar
el pensamiento indígena pensando el nuestro. En qué sentido divergen y
convergen y cuál es el resultado de ese cruce de perspectivas. Desde el
trabajo pionero de Wagner (2019), esta cuestión se conoce teóricamente
como «antropología inversa» (que Wagner ilustró con el «cargo» melane-
sio como un modo en que estas poblaciones tratan de entender y relacio-
narse con el mundo occidental, el «cargo» formando parte de su modo de
hacer antropología) y, más recientemente, como «simetrización» (Latour
2007) o «recursividad» (Holbraad 2011).
La segunda implicación es que no hay necesidad de remitir las ideas
y prácticas indígenas a un plano más «real» o positivo con el fin de ser
«explicadas». No tratar el pensamiento indígena como si fuera fundamen-

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pedro pitarch

talmente una «ideología», la expresión de intereses sectoriales, ventajas


personales o necesidades adaptativas, es decir, el efecto de una causa prác-
tica. En realidad, no tenemos que explicar nada, pues no hay nada que
se deba dar a comprender por otros medios. La antropología indígena es
un objeto en sí mismo. Una antropología así es «anti-representacional»
(Viveiros de Castro y Goldman 2012), pues las ideas y prácticas no son
la expresión de un aspecto social más básico y perentorio. Por poner un
ejemplo: para entender el nahualismo no se gana nada, y sin embargo se
pierde mucho, remitiéndolo, como se hizo durante mucho tiempo, a una
hipotética función de control social y aceptación de las normas comuni-
tarias. El nahualismo es una teoría indígena —o un conjunto de teorías
indígenas— que no requiere ser explicado sino desarrollado y amplifica-
do en relación con nuestra antropología.
Si la etnografía acepta que existe una antropología indígena —y no
simplemente unos «datos» inconexos que se obtienen de los informan-
tes— aquella debe tomar esta, a su vez, como un objeto legítimo, nece-
sario y completo. Esto es lo que Viveiros de Castro (2002: 17) ha llamado
«tomar el pensamiento nativo en serio»: no tratar de explicar, sino extraer
las consecuencias de este pensamiento y explorar los efectos que produ-
ce en el nuestro. Por supuesto, ello no significa considerar las ideas in-
dígenas como la verdad o una verdad alternativa, del mismo modo que
interesarse en la teoría aristotélica de la concepción o en las teorías me-
dievales sobre el alma no implica creer en ellas, acreditarlas como ciertas,
pues la creencia consiste en prestar asentimiento firme a algo por conside-
rarlo una verdad indudable. Lo que significa, en cambio, es aceptar que son
teorías susceptibles de ser examinadas y sobre todo apreciadas por sí mis-
mas de tal modo que la cuestión de la veredicción quede automáticamente
suspendida. En palabras de Wagner (2019: 112): «Una antropología que se
niega a aceptar la universalidad de la mediación, que reduce el significado
a la creencia, al dogma y a la certidumbre, se ve obligada a caer en la tram-
pa de tener que creer ora en los significados nativos, ora en los nuestros».
Mediación es justamente lo que puede hacer la etnografía mesoameri-
cana: mediar entre las antropologías indígenas y no-indígenas, conectán-
dolas y diferenciándolas simultáneamente. Desde este punto de vista, el

20
posibles cualidades de una etnografía experimental mesoamericana

juego entre antropologías representa la sustancia de la que está hecho


el trabajo etnográfico mismo. El intento de discernirlas provoca respues-
tas parciales que colocan al etnógrafo y al informante en una relación de
mutualidad y dependencia, de conversación en el sentido fuerte de la pa-
labra (cf. Gutiérrez Estévez 1995). Varios capítulos de este libro exploran
los modos sorprendentes en que los indígenas mesoamericanos colocan
el mundo europeo y su simbolismo en su propio orden del cosmos, lo
cual permite a su vez comprender el tipo de relación —con sus sospechas
y vacilaciones— que se establece con él. Johannes Neurath (2019 y en este
volumen, págs. 261-291) ha hecho de este procedimiento una cualidad
no solo de la antropología huichola sino mesoamericanista en general:
un punto de referencia conforme al cual la antropología indígena adquie-
re parcialmente sentido en relación con su perspectiva de la nuestra:
no solo de nosotros y nuestro mundo, sino también de nuestras teorías
del mundo, que incluyen nuestras teorías antropológicas sobre ellos y su
mundo. Análogamente, en la conclusión de mi etnografía sobre las almas
tzeltales escribí: «Este estudio quizá no es otra cosa: una etnografía cas-
tellana de lo indígena que trata de la etnografía indígena de lo castellano,
en la cual los indígenas adoptan imitándolos (imitándonos) la identidad
de los castellanos, los cuales a su vez […] se inventan (nos inventamos) a
sí mismos escribiéndose desde el interior del corazón indígena…» (Pitarch
1996: 261). La etnografía implica un juego mutuo de espejos y ecos: refrac-
ciones y reverberaciones.

Suficiencia

Los ensayos de este volumen comparten la tendencia a distanciarse de


una visión en la cual los indios son siempre pensados en relación y a través
de la nación y el Estado. Tratar sobre las poblaciones indígenas no im-
plica necesariamente tratar sobre México y Guatemala, y viceversa: este
no es el único marco mental en el que pueden ser vistos y ni siquiera el
más importante, esto es, importante para una etnografía ya no «indige-
nista» sino específicamente indígena.

21
pedro pitarch

La teoría antropológica mesoamericanista ha sido en buena medida


una teoría de la relación entre indígenas y Estado. Era una teoría desti-
nada a explicar lo que se consideraba la anomalía de la existencia de in-
dios en el país y el modo de superarla. Es posible que, desde el punto de
vista nacional, la presencia indígena fuera interpretada como un signo
del fracaso de la nación para constituirse a sí misma. Políticamente era
un escándalo que los indios, quienes según la narrativa oficial y popular
son los auténticos mexicanos, rehusasen convertirse en mexicanos. No
es que, sin embargo, la existencia de indios impidiera a la nación comple-
tarse, sino más bien delataba su incapacidad, su impotencia para hacerlo.
El indigenismo, el campesinismo o el actual multiculturalismo son
teorías interesadas por la relación entre los indios, la nación y su historia.
Su centro de atención se encuentra no en el mundo indígena sino en el
Estado: su organización, su administración, su reforma. Pese a que cada
teoría se presente como una superación de la anterior —de su ceguera o
equivocación— son fundamentalmente versiones de un mismo esfuerzo
continuo por gestionar intelectualmente el lugar de la población indí-
gena en el seno de la «sociedad nacional». (El multiculturalismo, desde
este punto de vista, no es sino la continuación del indigenismo por otros
medios retóricos: su «fase superior», para citar a un político ruso). Es un
interés perfectamente legítimo, pero no es propiamente una etnografía
indígena.
Semejante preocupación ha modelado a su vez un cierto ethos de in-
vestigación. Por una parte, la antropología ha funcionado como una acti-
vidad instrumental destinada a intervenir en las poblaciones indígenas
y campesinas. Los indígenas son en última instancia objetos de transfor-
mación, y el conocimiento de sus formas económicas, políticas, sociales,
médicas y demás no es un fin en sí mismo, sino un medio —un instru-
mento— con el que operar ese cambio. Esta actividad recibe el nombre
de antropología indigenista, y se caracteriza no por su interés en la dife-
rencia cultural indígena o la «alteridad» (pese a lo que suele repetirse),
sino en orientar la acción sobre estas poblaciones.
Por otra parte, la etnografía ha dirigido su interés a las poblaciones
indígenas como un producto del continuo histórico con las civilizacio-

22
posibles cualidades de una etnografía experimental mesoamericana

nes precolombinas. Esta ha sido una de las hipótesis constitutivas de la


antropología mesoamericanista: que los indígenas actuales descienden
de las civilizaciones precolombinas. Funcionan, así, como una suerte de
custodios de la conexión mexicana con el pasado prehispánico, sobre el
cual —como se sabe— se asienta en parte la legitimidad del Estado. Este
es «el canon prehispánico», la tendencia a buscar y enfatizar la continuidad
entre las civilizaciones precolombinas —consideradas como el prototipo
de desarrollo cultural— y los indígenas actuales para precisamente con-
firmar su carácter «indígena» (Pitarch 2013). En él la originalidad indí-
gena queda reducida no a su singularidad sino a su filiación e identidad
con el mundo precolombino. Evidentemente, esto no quiere decir que
interesen únicamente las continuidades, pero es el marco que orientó la
atención tanto de los etnógrafos mexicanos y guatemaltecos como, sobre
todo, de estadounidenses y europeos.
Significativamente, ambas motivaciones —la etnografía como instru-
mento de intervención y como fabricante de continuidad— han alimenta-
do las que probablemente son las dos principales aportaciones del meso-
americanismo al bagaje teórico de la antropología como disciplina: la
antropología aplicada y la etnohistoria (Nutini 2001). Lo interesante aquí
es que ambas encarnan, por así decir, una racionalidad estatal. Y en efecto,
las comunidades indígenas contemporáneas han tendido a ser descritas
en el idioma del estado precolombino: una «sociedad organizada», un
aparato de gobierno con sistemas de cargos, con leyes y «derecho», una
religión institucionalizada poseedora de templos y sacerdotes, una cierta
teología con sus propios panteones, etc. Una comunidad indígena es un
reino en miniatura.
El contraste con el lenguaje de la antropología de las tierras bajas
sudamericanas ayuda a notar este sesgo. Si los indios del Brasil eran gen-
tes «sin fe, ni rey, ni ley» (Calavia 2020), y su sociedad una «sociedad contra
el Estado» (Clastres 1974), los mesoamericanos han sido descritos en cam-
bio, desde el siglo xvi, con la dignidad de la civilización. La religión mexica
tenía su «bautismo», su «confesión» y su «eucaristía», mientras el con-
sumo de carne humana y el sacrificio humano era un asunto que podía
pasarse por alto o, mejor, en realidad era solo eso, una eucaristía nativa.

23
pedro pitarch

Fue esa fe en el carácter «civilizado» de los indios la que fundamentó


la etnografía. ¿Podríamos imaginar una antropología mesoamericanista
complaciéndose en referirse a los indios como «salvajes», «caníbales» y
demás, y conceder a esos términos un valor positivo? Me refiero no a un
valor positivo absoluto, sino a la posibilidad de pensar «indígena» de
un modo que concite una imagen menos piadosa y más inquietante. Lo
que nos transmiten las mejores etnografías mesoamericanistas, las más
penetrantes —como los capítulos de este libro—, es una imagen de su
mundo efectivamente perturbadora para el nuestro.
Esto invita a apartarse del «canon prehispánico» y especialmente del
supuesto de que las poblaciones indígenas actuales son descendientes
de las civilizaciones precolombinas. Es probable que los indígenas meso-
americanos sean —en grados desiguales— discontinuos respecto de los
mexicas, totonacas, mayas y demás. Si han podido sobrevivir socialmente
al mundo colonial español y republicano es porque también sobrevivieron
cientos de años, quizá miles, a las ciudades y los estados precolombinos.
Por así decir, sus prácticas culturales están diseñadas para identificar y
evadir la racionalidad estatal aun estando inmersos en sistemas políticos
estatales. En lugar de descendientes, los indios son supervivientes.
El examen etnográfico más riguroso de esta actitud es el texto de Emi-
liano Zolla (en este volumen, págs. 95-128). Como el resto de las pobla-
ciones indígenas mesoamericanas, los mixes de Oaxaca forman parte sin
duda de la sociedad estatal. Pero la etnografía muestra que no solo la
presencia del Estado no es hegemónica siempre y en todos los ámbitos,
sino que, sobre todo, las «lógicas» sociales mixes operan de un modo dis-
tinto de las estatales. El sentido de las prácticas rituales, de gobierno, de
distribución del espacio, del intercambio recíproco y otras se funda en
una lógica que es opuesta a la de la sociedad estatal. Los mixes hacen la
sociedad de una manera distinta, cualitativamente distinta.
¿Quiere decir esto que las sociedades indígenas son efectivamente
«sociedades contra el Estado», según la fórmula de Clastres (1974)? Pue-
de que la etnografía mesoamericana ofrezca la oportunidad de tratar la
cuestión de un modo menos disyuntivo —e históricamente más ilumi-
nador—. Pues es posible que las formas políticas y culturales indígenas

24
posibles cualidades de una etnografía experimental mesoamericana

no estén dirigidas tanto a oponerse al Estado como a identificar y man-


tener visibles sus formas de sujeción política de tal modo que esta no sea
interiorizada como el estado natural de las cosas. Esto supone gestionar
internamente las formas estatales en un complejo juego de sometimiento
y rechazo a la razón que lo justifica por medio de un abanico de dispositi-
vos prácticos y cotidianos (Pitarch 2010: 121-126). Después de todo, como
observa Kelly (2016) sobre los amazónicos, lo que define las sociedades
indígenas no es tanto ser axiomáticamente contra-estatales como el es-
fuerzo por retener su humanidad.
Dotadas de suficiencia y consistencia, las poblaciones indígenas se
bastan a sí mismas. La autonomía indígena no es aquella otorgada por el
Estado —no es, por ejemplo, la autonomía de los Usos y Costumbres—,
sino que forma parte de un ethos profundo y verosímilmente muy anti-
guo. Es la propiedad que permite desarrollar la vida local sin necesidad de
recurrir a formas políticas superiores. La etnografía podría tomar nota
de esa cualidad de las culturas indígenas para no tratarlas exclusivamente
como un fenómeno escalar —una reducción— de las sociedades estatales
y urbanas en que se encuentran o se han encontrado y a las cuales, por
cierto, han sobrevivido.

Ligereza

Pero si tuviera que escoger una cualidad de la cultura indígena que trans-
mitir a la etnografía, sería seguramente esta. La ligereza es quizá la más
difícil de caracterizar y sin embargo no es necesariamente imprecisa o
inconsistente. La vida y el pensamiento indígenas se distinguen por re-
ducir el peso de las cosas: peso de las acciones, de las relaciones, de las
opiniones, del lenguaje. Pese a su grado de formalización y de protocolo
—o más bien por causa de este—, la vida indígena parece extrañamente
fluida, como una ceremonia continua que no se sabe cuándo comienza o
termina y qué es aquello que la guía. Su ideal es la impersonalidad, la
reticencia, la discreción. Todo se sostiene ligeramente en un mundo casi
en levitación, como en los sueños y en los viajes chamánicos.

25
pedro pitarch

Dicho así, la ligereza corre el riesgo de ser interpretada como un de-


fecto, esto es, como sinónimo de superficialidad, de infidelidad, de sim-
ple apariencia y, por tanto, como lo opuesto de una esencia profunda o
de una verdad camuflada. Pero de eso se trata precisamente, pues es en
estas características donde reside la virtud y eficacia de la cultura indí-
gena. No existe algo «secreto» que haya que revelar, una psicología o un
significado oculto. Todo se encuentra a la vista.
Ligereza comporta vivacidad, precisión, suavidad… Kazuyasu Ochiai
(en este volumen, págs. 161-192) caracteriza a los mayas, junto con la cul-
tura japonesa tradicional, como una «cultura suave». Una cultura suave
es aquella que se transmite a través de prácticas y objetos perecederos:
los gestos, el protocolo, el paisaje, el orden de distribución de las sustan-
cias «rituales». Contrasta, pues, con nuestra orientación a seleccionar los
aspectos «duros» y «pesados» de la cultura, aquellos que depositados en
los museos son susceptibles de ser transmitidos íntegramente, palpables
y mensurables, por así decir. Las formas y objetos de la cultura suave
tienen un carácter efímero, continúa Ochiai, pero por causa de su natura-
leza transitoria esta es capaz de sobrevivir mejor pues no depende de la
duración y la firmeza sino de la mímesis y la renovación.
Es posible que la actual etnografía mesoamericanista comience a ale-
jarse de temas «pesados» y vuelva a interesarse por aspectos más «livia-
nos» o, para utilizar el término de Ochiai, suaves. Los focos de atención
de este volumen parecen así sugerirlo: la palabra (Alejos), las prácticas
curativas (Romero), el sueño (Galinier), los pliegues (Pitarch), el arte de
estambre (Neurath), la danza (Questa), la socialidad del trabajo (Good),
la distribución de las ofrendas rituales (Pitrou 2016 y en este volumen); y
así podríamos seguir: la cocina, la música, la violencia, los aromas, la em-
briaguez, el rostro… En cambio ¿hay algo más pesado que el «territorio»,
las «fronteras étnicas» o el «sistema de cargos»? Salvo que, por ejemplo,
a los cargos se le quite peso interesándose no en su función sino en el tipo
de socialidad que entrañan (Magazine 2015 y en este volumen).
En cualquier caso, ¿sería posible sustraer peso y gravedad de la etno-
grafía? Una etnografía aligerada nos defiende mejor de las formas categó-
ricas y de la pesantez de la doxa, de la presunción de que nuestras teorías

26
posibles cualidades de una etnografía experimental mesoamericana

son naturales e inherentes. Lo que inquieta de nociones tales como «sin-


cretismo», «cosmovisión», «núcleo duro», «ontologismo», «cosmopolítica»
y demás no es su contenido, tan convincente o discutible como deseemos,
sino su tendencia a convertirse con el tiempo —especialmente entre no-
sotros— en una forma de doxa. Inevitablemente, toda invención original
tiende a convertirse en una convención. Pero si la convención se vuelve
demasiado rígida y no es capaz de reinventarse sucede que las palabras
pierden significado y terminan por resultar una etiqueta bajo la cual se
reúne una congregación. Usadas así, las nociones se convierten en una
especie de comodín, el naipe capaz de sustituir a cualquier otro y tomar
su valor según convenga al jugador que lo emplea.
Una etnografía experimental, en fin, debería aspirar a evitar la fija-
ción de lo canónico. No sustituir las certezas previas por otras nuevas,
sino en el mejor de los casos tomarlas provisionalmente para deshacerse
de ellas tan pronto como comiencen a no ayudar a descubrir algo intere-
sante o imprevisto. Esas certezas son, por así decir, un punto de partida
desde el cual poder improvisar la etnografía y desarrollarla sin un guion
firme, como resultado de una conversación que por definición carece
de libreto.
Todo esto significa, claro, que las cualidades que he descrito no de-
ben ser tomadas demasiado en serio, sino un poco a la ligera, incluida la
propia «ligereza». Pues a decir verdad también podía haber defendido,
al menos en parte, los valores opuestos: simplicidad, coincidencia, repe-
tición, irreversibilidad, dependencia o gravedad. Mas si las ideas de antí-
tesis y contradicción —que convierten cada palabra en un vigilante de su
contrario— son figuras privilegiadas de nuestra cultura, no tienen por
qué serlo de la indígena, ni, por consiguiente, tampoco de su etnografía.

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29
AUTORES DE ESTE VOLUMEN

José Alejos García, antropólogo guatemalteco, es investigador del Instituto


de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de
México desde 1985 y doctorado en antropología lingüística por la misma
universidad. Ha realizado investigaciones etnográficas en Guatemala y
Chiapas, especialmente con los pueblos mayas q’eqchi’, ch’ol e itzá, sobre
temas históricos, identidades étnicas y nacionales, y narrativa oral. Ha
desarrollado teorías y métodos para la investigación antropológica ba-
sados en la filosofía del lenguaje de Mijaíl Bajtín y en la semiótica de
la cultura de Iuri Lotman, principalmente. Actualmente trabaja en una
investigación que busca desarrollar una perspectiva semiótica para el es-
tudio de la narrativa tradicional indígena. Su último libro, Dialogismo y
semiótica de cuentos míticos mayas (2018), sintetiza su propuesta teórica,
su metodología etnográfica y su aproximación analítica a la tradición oral.

Jacques Galinier es Diplomado en Ciencias Políticas, Maestro en Socio-


logía y Doctor en Antropología por la Universidad de Burdeos (Francia)
y Doctor de Estado por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales
de París, bajo la dirección de Jacques Soustelle. Es miembro del Labo-
ratorio de Etnología y Sociología Comparativa de la Universidad París-
Nanterre desde 1977, y actualmente Director de Investigaciones Emérito
en el CNRS de Francia. A partir de 1969, se ha dedicado esencialmente

395
autores de este volumen

al estudio del grupo otomí de la Sierra Madre oriental. Ha desarrollado


también trabajo de investigación entre los mazahuas, los tohono o’odham
de Sonora, y en la Ciudad de México entre los adeptos del New Age. Entre
sus obras, destacan La Mitad del Mundo. Cuerpo y cosmos entre los ritua-
les otomíes (1990); El espejo otomí. De la etnografía a la antropología psico-
analítica (2009); Los neo-indios. Una religión del tercer milenio (2013); Una
noche de espanto. Los otomíes en la oscuridad (2016). A partir de un survey
etnográfico de las comunidades de la Sierra Madre, ha explorado el sis-
tema ritual, la cosmovisión y los fundamentos de una «metapsicología
indígena» en versión otomí. Es actualmente co-organizador de un pro-
grama de investigación transdisciplinario (con Aurore Monod-Becquelin)
sobre la «Antropologia de la noche» (Universidad París-Nanterre).

Catharine Good Eshelman, Profesora-investigadora de la División de Pos-


grado, Escuela Nacional de Antropología e Historia (INAH). Doctorado
y Maestría en Antropología de Johns Hopkins University y Maestría en
Antropología Social de la Universidad Iberoamericana. Realiza investiga-
ción etnográfica e histórica entre grupos indígenas en Guerrero, Morelos
y el centro de México, desde 1978, sobre diversos temas: percepciones y
usos de la ecología, la economía como sistema cultural, cosmogonía y vida
ritual, el arte indígena. Fue coordinadora nacional de la línea de investi-
gación Cosmovisiones y Mitologías del Proyecto Nacional Etnografía de
las Regiones Indígenas de México en el Nuevo Milenio (INAH). También
es especialista en antropología de la comida, con la línea de investiga-
ción: Comida y relaciones de poder, usos sociales, y significados cultura-
les. Entre sus publicaciones: Catharine Good y Marina Alonso (coords.),
Creando mundos, entrelazando realidades: cosmovisiones y mitologías en
el México indígena; Catharine Good y Laura Corona (coords.), Comida,
cultura y modernidad en México. Perspectivas antropológicas e históricas,
México, CONACULTA-CONACYT-ENAH; Catharine Good Eshelman y Do-
minique Raby (eds.), Múltiples formas de ser nahuas. Miradas antropológi-
cas hacia representaciones, conceptos y prácticas, El Colegio de Michoacán;
Catharine Good Eshelman, La circulación de la fuerza en el ritual: las ofren-
das nahuas y sus implicaciones para analizar las prácticas religiosas meso-
americanas; Catharine Good, «Indigenous Peoples in Central and Western
Mexico», Supplement to the Handbook of Middle American Indians,
Ethnology 6, Austin, University of Texas Press.

396
mesoamérica

Roger Magazine es doctor en Antropología Social por la Universidad de


Johns Hopkins de Baltimore, Maryland, Estados Unidos. Desde 1999 es
profesor e investigador del Programa de Posgrado en Antropología Social
de la Universidad Iberoamericana y miembro del Sistema Nacional de
Investigadores desde 2001, actualmente en el nivel II. También es miem-
bro de la Academia Mexicana de las Ciencias desde 2013. Es autor de los
libros Azul y oro como mi corazón: Masculinidad, juventud y poder en una
porra de los Pumas de la UNAM (Universidad Iberoamericana, 2008) y
El pueblo es como una rueda: Hacia un replanteamiento de los cargos, la
familia y la etnicidad en el altiplano de México (Universidad Iberoameri-
cana, 2015).

Johannes Neurath es maestro en Etnología por la Universidad de Viena y


doctor en Antropología por la Universidad Nacional Autónoma de Méxi-
co. Ha realizado trabajo etnográfico entre huicholes y coras desde 1992.
Es Investigador Titular C del Museo Nacional de Antropología, miembro
del Sistema Nacional de Investigadores (Nivel III), profesor de asignatura
en el Posgrado de Estudios Mesoamericanos de la Facultad de Filosofía y
Letras de la UNAM. De 2006 a 2012 coordinó un proyecto franco-mexica-
no sobre antropología del arte. Fue profesor invitado en el Laboratorio
de Antropología Social del Collège de France y en el Instituto de Antro-
pología Cultural y Social de la Universidad de Viena. Durante 2014 y 2015
fue reconocido con un Curatorial Fellowship de la Mellon Foundation.
Ha publicado dos libros: Las fiestas de la Casa Grande: procesos rituales,
cosmovisión y estructura social en una comunidad huichola (Universidad
de Guadalajara-Instituto Nacional de Antropología e Historia, México,
2002) y La vida de las imágenes. Arte huichol (CONACULTA-Artes de Méxi-
co, 2013).

Kazuyasu Ochiai es Presidente de la Universidad Meisei, Tokio. Es antropó-


logo con especialidad en la etnografía de los indígenas tzotziles del sur de
México, el estudio de la auto-imagen cultural del México independiente,
la formación de la imagen de México fuera de México, entre otros. Entre
2016 y 2018 fue presidente de la Asociación Japonesa de Estudios Latino-
americanos. Algunos de sus libros: Historia transatlántica: viajes erráticos
del arte y artefactos aztecas (en japonés, 2014); El mundo maya: miradas
japonesas (coord., 2006); Femaleness in Culture: Some Inter-facial Japanese

397
autores de este volumen

Studies (1996); The «Other» Visualized: Depictions of the Mongoloid Peoples


(coed., 1992); Meanings Performed, Symbols Read: Anthropological Studies
on Latin America (1989) y Cuando los santos vienen marchando: rituales pú-
blicos intercomunitarios tzotziles (1985).

Pedro Pitarch es catedrático de Antropología de América en la Universi-


dad Complutense de Madrid e investigador afiliado del Instituto de Estu-
dios Indígenas de la UNACH en San Cristóbal de Las Casas. Desde 1988
trabaja entre poblaciones mayas sobre cuestiones de cosmología, ontolo-
gía, chamanismo, discurso ritual y lenguaje. Entre sus libros: Ch’ulel: una
etnografía de las almas tzeltales (FCE); Human Rights in the Maya Region
(Duke University Press); The Jaguar and the Priest (University of Texas
Press), Modernidades indígenas (coord.) (Iberoamericana); La palabra
fragante: colección de cantos chamánicos tzeltales (Artes de México); La
cara oculta del pliegue (Artes de México); The Culture of Invention in the
Americas (coord.) (Kingston).

Perig Pitrou es director de investigación en el CNRS/Collège de France/


Laboratoire d’anthropologie sociale. Después de haber sido investigador
en la Casa de Velázquez (Madrid), en el CEMCA (México), en el Museo
del Quai Branly y en el University College London, es investigador en
el CNRS, en el Laboratoire d’anthropologie social del Collège de France.
Hizo una carrera de filosofía en la Sorbona de París antes de realizar su
doctorado en antropología social en la Escuela de Altos Estudios en Cien-
cias Sociales (EHESS). Está llevando a cabo una investigación etnográfica
de larga duración en comunidades indígenas de Oaxaca sobre las con-
cepciones de la vida, las prácticas rituales y la cultura material. Ha pu-
blicado el libro Le chemin et le champ. Parcours rituel et sacrifice chez les
Mixe de Oaxaca (Mexique) (2016), y es el coeditor de los libros La noción
de vida en Mesoamérica (2011), Montrer/Occulter: Visibilité et contextes
rituels (2015) y Puissances du végétal et cinéma animiste. La vitalité des
végétaux révélée par la technique (en prensa). En el marco de las activi-
dades del equipo «Antropología de la vida» que dirige, estudia las con-
cepciones de la vida vinculadas con biotecnologías que desarrollan los
humanos, en sociedades tradicionales y modernas, tema sobre el cual ha
dirigido más de diez publicaciones colectivas y publicado veinte artícu-
los. En 2016, ha recibido la medalla de bronce del CNRS.

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mesoamérica

Alessandro Questa Rebolledo, mexicano, maestro y doctor en antropolo-


gía por la Universidad de Virginia (EUA), maestro en antropología social
por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y licenciado
en etnología por la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH).
Ha desarrollado trabajo de investigación antropológica con diferentes co-
munidades indígenas de México (pueblos warihó, ñañú, xi oí y masewal),
publicando numerosos ensayos, artículos y capítulos de libro sobre di-
versos temas. En 2018 recibió el Premio Nacional Fray Bernardino de
Sahagún a la mejor tesis doctoral en Antropología. Se ha especializado en
la exploración de ciertas danzas tradicionales como tecnologías nativas
para la visualización e intervención en relaciones socioambientales entre
los masewal de la Sierra Norte de Puebla. Actualmente desarrolla investi-
gación sobre conocimientos locales y resiliencia ante efectos del cambio
climático y participa como curador de la próxima exposición Kixpatla:
cosmopolítica y arte indígena. Es miembro del Sistema Nacional de Inves-
tigadores y profesor investigador de tiempo completo en el Posgrado de
Antropología Social de la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México.

Laura Romero egresó de la licenciatura en etnohistoria en la Escuela Nacio-


nal de Antropología en 2001. En 2002 comenzó su trabajo de campo en la
zona nahua de la Sierra Negra de Puebla donde realiza, desde entonces,
sus investigaciones. En 2003 inició sus estudios de maestría en Estudios
Mesoamericanos en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. En
ese mismo año recibió el Premio Nacional Fray Bernardino de Sahagún
que otorga el Instituto Nacional de Antropología e Historia junto con el
CONACULTA a la mejor tesis de licenciatura en Antropología Social y
Etnología. Dicho premio también le fue otorgado, por segunda vez, en
2007, por su tesis de maestría. En 2006 ingresó al doctorado en Antro-
pología del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM, del
cual egresó en 2011, mismo año que ingresó al Sistema Nacional de Inves-
tigadores. Recibió en 2014 la Beca para las Mujeres en las Ciencias Socia-
les y las Humanidades que otorga la Academia Mexicana de las Ciencias
y el Consejo Consultivo de Ciencias de la Presidencia de la República. En
2020 concluyó una investigación, financiada por el Consejo Nacional de
Ciencia y Tecnología para Jóvenes Investigadores, la concepción indíge-
na sobre el cuerpo discapacitado en las comunidades mazatecas y nahuas
de la Sierra Negra de Puebla.

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autores de este volumen

Emiliano Zolla Márquez, antropólogo (London School of Economics y


University College London) e historiador (UNAM). Actualmente es pro-
fesor-investigador del Posgrado en Antropología Social de la Universidad
Iberoamericana-Ciudad de México. Su área de especialización etnográ-
fica es la Sierra Mixe de Oaxaca, lugar en el que ha realizado trabajo
de campo desde 2008. Sobre los pueblos mixes, ha publicado artículos de
investigación sobre el ritual, el poder, la autonomía y los cacicazgos, los
calendarios tradicionales y el saber ecológico. En coautoría con Carlos
Zolla, publicó el libro Los pueblos indígenas de México. 100 preguntas, que
puede consultarse de manera electrónica en el sitio del PUIC-UNAM. Sus
intereses teóricos se enmarcan en el estudio del intercambio, la econo-
mía política de las sociedades indígenas, la comprensión indígena del
medio ambiente y el territorio.

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