Sábado Santo

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SÁBADO SANTO
RECUERDOS DE MARÍA

La persona que más sufre en la pasión de Jesús no es probablemente Jesús, sino María.
Cuando uno sufre, física o espiritualmente, puede poner en marcha mecanismos de
autodefensa, algo que ayude a soportar el dolor o el sufrimiento. Cuando el que sufre es
otro, y no podemos hacer nada para ayudarle, nos sentimos totalmente desarmados.
María, como tantas madres en las mismas circunstancias, preferiría ser ella la que
estuviera sufriendo en lugar de su hijo. Por eso me parece un deber dedicar esta charla
del sábado santo a María.
Al presentar los recuerdos de María cabe la tentación de mezclar lo que cuentan
los cuatro evangelios, y componer con todos los datos una historia continua desde el
anuncio de Gabriel hasta la muerte. Sin embargo, esto sería traicionar el espíritu y la
intención de los evangelistas. Porque cada uno de ellos ofrece un aspecto peculiar, como
cuatro hermanos que se reúnen a comentar los recuerdos que tienen de su madre;
coincidirán en muchos aspectos, pero cada uno tendrá su propia visión.
Por consiguiente, iré presentando los recuerdos de María no en orden
cronológico, sino tal como los presentan los cuatro evangelios, empezando por el más
antiguo, el de Marcos.

1. Marcos

El evangelio de Mc tiene una ventaja especial. Permite imaginar a María como


mujer y como madre, sin ninguno de los datos que ofrecerán los evangelios posteriores.
El lector no sabe que es virgen, ni que se le ha aparecido un ángel; a su hijo no lo han
adorado pastores de Belén ni Magos de Oriente. María es una sencilla mujer de Nazaret,
una aldea de doscientos habitantes.
La primera y única vez que Mc habla de ella, el lector se puede sentir
desconcertado. María y otros miembros de la familia bajan de Nazaret a Cafarnaúm en
busca de Jesús porque piensan que se le ha ido la cabeza, que no está en sus cabales.
¿Qué ha hecho o dicho Jesús para que su familia se haya formado esta opinión sobre él?
¿Cómo vivió María lo que le ocurría a su hijo? Utilizando el evangelio de Marcos,
debió de pasar por las siguientes etapas.

1ª etapa: extrañeza

Todo empezó el día en que llegó a Nazaret la noticia de que en el río Jordán hay
un profeta llamado Juan que anuncia la llegada del reinado de Dios, lo que supondría la
liberación de los romanos, el castigo de las autoridades políticas y religiosas judías
conchabadas con ellos, el exterminio de los pecadores, y un mundo de justicia y
santidad para los buenos judíos. El que quisiera verse libre del castigo y tener a Dios por
rey, debía convertirse y bautizarse para que se le perdonaran los pecados.
La noticia provocaría en Nazaret, como en todas partes, reacciones muy
distintas. Unos dirían que Juan era un loco peligroso, que podía provocar una nueva
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rebelión contra Roma, y los galileos ya tenían malas experiencias de esas rebeliones.
Otros lo verían como un gran profeta, el que hacía falta para terminar con la situación
de injusticia y olvido de Dios dominantes. La mayor parte no mostraría el menor
interés.
María recordaría el momento en el que Jesús le dijo que iba a conocer a Juan, a
hacerse bautizar por él. Quizá lo único que le preguntó es si iba a estar mucho tiempo
fuera. De Nazaret al Jordán se puede llegar en un día, dos al máximo. Otros dos para
volver. En menos de una semana podría estar de vuelta.
Pero la ausencia de Jesús se prolonga mucho más de lo que ella podía imaginar.
Hasta que un día lo ve aparecer de nuevo y le cuenta lo ocurrido. Estuvo con Juan, se
hizo bautizar por él, y en el mismo momento del bautismo tuvo una experiencia muy
fuerte y muy clara: Dios le encomendaba una misión. Al principio no sabía exactamente
cuál era. Más tarde, cuando a Juan lo metieron en la cárcel, vio claro que debía
continuar su tarea, pero con un enfoque nuevo. No se podía estar quieto en el Jordán,
esperando que viniera la gente a bautizarse. Había que ir de pueblo en pueblo, buscando
a la gente, hablándole del reinado de Dios y animándole a creer en esa buena noticia.

2ª etapa: preocupación

Con esta decisión de Jesús, para María comienza una nueva etapa. Cuando ella
era joven vivió de cerca lo que ocurrió en Séforis, a cinco kilómetros de Nazaret, que
los romanos arrasaron por completo. Tiene miedo que el mensaje de Jesús, sobre todo si
lo proclama de pueblo en pueblo, termine provocando una revuelta que le cueste la vida
a él y a otra mucha gente. Ella sabe cómo piensa Jesús. Sabe que no es partidario de la
violencia. Pero no se fía de cómo pueden reaccionar quienes lo escuchen.

3ª etapa: alegría y orgullo

Sin embargo, las noticias que le llegan al cabo de unas semanas son muy
positivas. Ante todo, Jesús ya no está solo. Ha convencido a cuatro muchachos, dos
parejas de hermanos, Pedro y Andrés, Santiago y Juan, para que lo acompañen. Y eso a
María la tranquiliza mucho, porque imaginar a su hijo yendo solo, de pueblo en pueblo,
con tantos bandoleros como andan sueltos por las montañas, no le gusta. Además, se
entera de que la gente está encantada con él. No se dedica a hablar contra los romanos
en las plazas, sino a hablar de Dios en las sinagogas, los sábados, y también al aire libre,
a la orilla del lago. Lo hace contando unas historias muy bonitas, muy entretenidas, que
la gente entiende perfectamente, y habla con mucha autoridad, no como los escribas,
que siempre repiten lo mismo y ni siquiera se creen lo que dicen.
Para colmo, le llegan también noticias de que Jesús tiene poder sobre los
espíritus inmundos, sobre los demonios, que tanto daño hacen y vuelven locas a tantas
personas. María lo comprende perfectamente, porque Jesús siempre ha tenido la
capacidad de tranquilizar a la gente, de escucharla y calmarla, haciendo que se sienta
bien.
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Lo que le extraña es que Jesús también cura enfermos. Le cuentan que la suegra
de un amigo suyo, Pedro, que estaba un día en cama con una fiebre altísima, le bastó
cogerla de la mano para que se pusiera buena. Y lo mismo con todo tipo de enfermos,
incluso un leproso había curado, tocándolo, sin darle asco. Este milagro provocó
muchos problemas, porque Jesús no quería que se supiera y le dijo al leproso que
guardara silencio. Pero él lo fue contando por todas partes y venía tanta gente a pedirle
un milagro que Jesús y los otros cuatro tenían que quedarse fuera de los pueblos, en
descampado.
Sin embargo, lo que a María producía alegría y orgullo de madre, al resto de la
familia le preocupaba cada vez más. La forma de hablar de Jesús, con tanta autoridad,
podía provocarle la enemistad de los escribas, que eran muy poderosos y dignos de
respeto. Y algunos empezaban a decir tenía un pacto con Satanás, y por eso era capaz de
expulsar demonios.

4ª etapa: insomnio

Esta opinión se vio corroborada por las noticias que llegaron en las siguientes
semanas, mucho más preocupantes. Parecía que Jesús estaba actuando ya a cara
descubierta, dejando claro quiénes eran sus enemigos: no los romanos, sino los escribas,
los que presumían de conocer a Dios y lo presentaban como un ser autoritario y cruel.
Jesús los provoca, incluso los escandaliza, para dejar clara su imagen de Dios y de cómo
debemos comportarnos.
Un día le llevan un paralítico para que lo cure, y en vez de curarlo le dice: «Hijo,
se te perdonan tus pecados». Como es lógico, los escribas se indignan porque se está
atribuyendo un poder que sólo compete a Dios. Y Jesús, en vez de justificar
humildemente su postura, aduciendo que también el profeta Natán perdonó a David, y el
profeta Elías al rey Ajab, les responde irónicamente, burlándose de ellos: « ¿Qué es más
fácil? ¿Decir al paralítico que se le perdonan sus pecados o decirle que cargue con su
camilla y camine?» (Mc 2,9).
Otro día, un nuevo escándalo. ¿Cómo debe comportarse un israelita piadoso? Lo
dice el salmo 1: no tiene trato con los pecadores, no se para a hablar con ellos, no se
sienta a su mesa. Jesús, en cambio, trata con la gente más odiada, los recaudadores de
impuestos, se detiene a hablar con ellos y acepta que lo inviten a su mesa. Es lo que ha
ocurrido con Leví, que encima se ha convertido en discípulo suyo. A María le gusta la
explicación que ha dado su hijo: «No tienen necesidad del médico los sanos, sino los
enfermos. No vine a llamar a justos, sino a pecadores» (Mc 2,17).
En cambio, le preocupa otra cosa que hace su hijo. En casa siempre han sido
muy respetuosos con el ayuno. Sin exagerar, como algunos fariseos que ayunan tres
veces por semana, pero sí respetando mucho la práctica. Sin embargo, le aseguran que
Jesús no obliga a ayunar a sus discípulos. Dice que el trae un vino nuevo, y que no se
puede echar en el odre viejo del ayuno, porque los dos se estropean.
Pero lo que a María le quitó el sueño y la dejó sin dormir toda la noche fue
cuando le contaron que su hijo decía cosas terribles contra el sábado. El sábado es
sagrado. Sus abuelos contaban que muchos judíos piadosos habían muerto por no
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transgredirlo. José y ella lo habían observado estrictamente toda la vida, y se lo


enseñaron así a Jesús. Y resulta que él ahora les permite a sus discípulos saltarse esa ley
tan santa, les deja que arranquen espigas en sábado y se las vayan comiendo. Y encima,
cuando los fariseos le reprochan su conducta, la justifica recordando lo que hizo David.
Pero lo peor de todo es que al final de la discusión propuso una enseñanza muy rara: «El
sábado se hizo para el hombre, no el hombre para el sábado» (Mc 2,27). María le estuvo
dando vueltas a aquella frase, que al principio le costó entender. Hasta que cayó en la
cuenta de que decía algo precioso: para Dios, las personas son más importantes que la
ley más sagrada. Pero lo que a ella le pareció precioso, a otros muchos les pareció
indignante. Sobre todo cuando remachó su enseñanza curando en sábado, en mitad de la
sinagoga, a un hombre con un brazo atrofiado.

5ª etapa: angustia

A María seguían llegándole noticias de los éxitos de Jesús. Acudían a él no sólo


de Galilea, sino también de Judea y Jerusalén, con lo estirados que son los judíos, que
desprecian a los galileos, y también de Idumea y Transjordania, incluso de las cercanías
de Tiro y Sidón. Además, ya no tenía cinco discípulos sino muchos más, hasta el punto
que había podido elegir a doce para enviarlos a predicar.
Pero tanta gente le hacía la vida imposible. Cuando se dirigía a la orilla del lago
para hablarle a la gente, tenía que subirse a una barca para que no lo estrujasen. Y no le
dejaban tiempo ni para comer.
Esto fue lo que desató la crisis y provocó el viaje a Cafarnaún en busca de su
hijo. El resto de la familia decía que se había vuelto loco, y cuando ella no estaba
presente comentaban que unos escribas venidos de Jerusalén aseguraban que estaba
endemoniado, y que echaba a los demonios con el poder de Belzebú, jefe de los
demonios. María sabía que era mentira, pero no podía vivir con tanta angustia. Y se
decidió a bajar a Cafarnaún a pedirle a Jesús que se tomase una temporada de descanso,
que se volviese a Nazaret a pasar unos días con ella.
Sin embargo, cuando llegaron, estaba reunido con mucha gente. Le enviaron un
recado diciéndole que estaban fuera su madre y sus hermanos. Pero respondió de forma
muy seca: «Mi madre y mis hermanos son los que cumplen la voluntad de Dios».
Marcos no cuenta cómo reaccionaron María y los hermanos ante aquellas
palabras. Ella, probablemente intentó comprender a Jesús, porque una madre siempre
intenta comprender incluso las cosas más raras de sus hijos. Y se diría: «No lo ha dicho
por ofender, sino para que sus seguidores se sientan contentos como si fuesen su
familia».
Meses más tarde apareció Jesús por Nazaret, voluntariamente, sin que nadie lo
obligase a hacerlo. Iba con sus discípulos, enseñaba en la sinagoga y la gente se
preguntaba admirada: «¿De dónde saca éste todo eso? ¿Qué clase de sabiduría se le ha
dado? Y, ¿qué hay de los grandes milagros que realiza con sus manos? ¿No es éste el
artesano, el hijo de María, el hermano de Santiago y José, Judas y Simón? ¿No viven
aquí, entre nosotros, sus hermanas?» (Mc 6,2-3). La gente no terminaba de creer en él y
no pudo hacer allí ningún milagro de los grandes, sólo pudo curar a algunos enfermos
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imponiéndoles las manos. Pero ni así consiguió ser aceptado. Fue entonces cuando dijo:
«A un profeta sólo lo desprecian en su tierra, entre sus parientes y en su casa» (Mc 6,4).
Esta visita de Jesús a Nazaret, aunque fuese acompañado de sus discípulos,
debió ser un momento de contacto más intenso con María, pero Marcos no dice una
palabra sobre ello. A partir de ese momento, no vuelve a mencionarla.
Lo que podemos reconstruir de los recuerdos de María basándonos en el
evangelio de Marcos ofrece una imagen muy humana, muy auténtica, de una madre que
sigue con extrañeza, preocupación, alegría, insomnio y angustia lo que le ocurre a su
hijo. Eso me parece una contribución de valor incalculable.

2. Mateo

Con Mateo, Lucas y Juan pasamos de la historia a la teología. Todo lo


relacionado con María se reinterpreta a la luz de una reflexión posterior. Ya no interesa
sólo lo ocurrido sino el mensaje profundo que se puede transmitir a través de su
persona.
Mateo también menciona el viaje de la familia de Nazaret a Cafarnaún en busca
de Jesús, pero elimina la idea de que lo buscan porque está mal de la cabeza. De este
modo, la frase sobre la verdadera familia de Jesús («¿Quiénes son mi madre y mis
hermanos”?») se convierte en una simple enseñanza sin tintes polémicos.
La aportación fundamental de Mateo la encontramos en la infancia. En su relato,
el protagonista principal es José, presentado por Mateo como uno de los antiguos
patriarcas, al que Dios le habla tres veces durante el sueño a través de un ángel (en el
anuncio del nacimiento de Jesús, en la huida a Egipto y en la vuelta).
Pero lo que más interesa a Mateo es dejar claro desde el primer momento algo
que no aparecía en Marcos: Jesús no es un hombre cualquiera que recibe una misión de
Dios en el bautismo. Jesús es un ser especial, el Mesías anunciado y esperado por los
antiguos profetas. Y aquí es donde María desempeña un papel esencial. Ella es la virgen
que, según Isaías, dará a luz a un niño al que pondrán por nombre Emmanuel, porque
será “Dios con nosotros”. Mateo quiere destacar la importancia y grandeza de Jesús, y
eso le lleva a exaltar también a su madre.
Pero hay otra escena en la que Mateo vuelve a dar enorme importancia a María,
aunque con su acostumbrada sobriedad. Cuando los magos de oriente, después de
entrevistarse con Herodes, llegan a Belén, «entraron en la casa, vieron al niño con su
madre, María, y echándose por tierra le rindieron homenaje; abrieron sus arquetas y le
ofrecieron como dones oro, incienso y mirra» (Mt 2,11).
Para Mateo, el relato de los Magos es una forma de indicar la importancia de
Jesús no sólo para el pueblo judío sino también para toda la humanidad. Pero, teniendo
en cuenta la enorme importancia de José en todo el relato de la infancia, cabría esperar
que los magos encontrasen al niño «con José y con su madre, María»; o simplemente
«al niño», que es al que iban buscando. ¿Por qué menciona Mateo a María y sólo a ella?
Nadie sabe la respuesta. Pero podríamos ver aquí el comienzo de la devoción mariana,
la devoción a la Virgen, a la que contribuirán tanto los evangelios de Lucas y Juan. Con
solo cuatro palabras, Mateo le está diciendo a todos los paganos que se han hecho
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cristianos y a los que se harán en el futuro, a todos nosotros, que cuando vamos en
busca de Jesús siempre lo encontraremos «con María, su madre».

3. Lucas

Lucas tiene la misma preocupación que Mateo: dejar claro al lector de su


evangelio desde el primer momento que Jesús es un ser excepcional. Para ello escribe
también un relato de la infancia, pero muy distinto al de Mateo, donde el gran
protagonista no es José, sino María.
Prescindiendo de algunos episodios que no es el momento de comentar (las
relativas a Juan Bautista), Lucas nos cuenta cómo María va descubriendo poco a poco a
Jesús y lo que supone para ella ese descubrimiento. De ese modo se convierte en
modelo para la experiencia espiritual de cualquier cristiano.
El descubrimiento progresivo de Jesús lo cuenta Lucas a través de cinco
encuentros de María: con Gabriel, Isabel, los pastores, Simeón, Jesús. Son episodios
muy conocidos y que no hay tiempo de comentar despacio. Me limito a indicar cómo va
conociendo cada vez más a Jesús a través de lo que dicen los distintos personajes.
El primero, Gabriel, insiste en que será rey de Israel: «Será grande, llevará el
título de Hijo del Altísimo1; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, para que
reine sobre la Casa de Jacob por siempre y su reinado no tenga fin» (Lc 1,32-33).
El segundo personaje, Isabel, le dice: «¿Quién soy yo para que me visite la
madre de mi Señor?» (Lc 1:43). Isabel no habla de Jesús como futuro rey, sino como de
«mi señor». Este título se reserva a Dios en el Antiguo Testamento; y en el imperio
romano, el «señor» por antonomasia es el César. Isabel está afirmando la dignidad
suprema de Jesús, que repercute en la dignidad de su madre.
En tercer lugar le hablan de Jesús los pastores. Tras la aparición de los ángeles,
«fueron aprisa y encontraron a María, a José y al niño acostado en el pesebre. Al verlo,
les contaron lo que les habían dicho del niño» (Lc 2:16-17). Y lo que los ángeles les han
dicho es: «Hoy os ha nacido en la Ciudad de David el Salvador, el Mesías y Señor»
(Lc 2:11). Que Jesús es Mesías lo había dicho Gabriel; que es Señor, Isabel. Ahora se
añade un dato nuevo: es también el Salvador. Y por vez primera indica Lucas algo que
repetirá más adelante: al escuchar a los pastores, «María lo conservaba y meditaba todo
en su corazón» (Lc 2:19).
Con el cuarto personaje, Simeón, el conocimiento progresivo de Jesús va a
experimentar un cambio radical. Hasta ahora todo lo que se ha dicho del niño es
positivo. Y Simeón, al principio, sigue la misma línea, añadiendo un dato nuevo: «mis
ojos han visto a tu salvador, que has dispuesto ante todos los pueblos como luz revelada
a los paganos y como gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2:30-32). Pero inmediatamente
después le dice a María: «Mira, éste está colocado de modo que todos en Israel o caigan
o se levanten; será una bandera discutida y así quedarán patentes los pensamientos de

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«Hijo del Altísimo» no hay que interpretarlo en relación con la Santísima Trinidad; es el título del
rey de Israel, de acuerdo con el oráculo de Natán de que el descendiente de David sería para Dios como
un hijo.
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todos» (Lc 2:34-35). Ya no se habla de un rey con el que están contentos todos los
súbditos, ni de un salvador o un señor aclamado y querido por todos. A María le
anuncian que su hijo será un personaje discutido y causa de división. El horizonte
comienza a oscurecerse.
El quinto y último personaje con el que se encuentra María en el evangelio de
Lucas es el mismo Jesús. A los doce años, se queda en el templo. Ella y José lo buscan
angustiados durante tres días y la respuesta de Jesús debió de resultarle muy dura y
desconcertante: «¿No sabías que yo tengo que estar en las cosas de mi Padre?» Lucas
añade expresamente: «Ellos no entendieron lo que les dijo».

Este conocimiento progresivo de Jesús supone también para María un


conocimiento progresivo de sí misma.
Gabriel le dice: «Alégrate, favorecida, el Señor está contigo… No temas, María,
que gozas del favor de Dios» (Lc 1:28-30)
Isabel la llama «Bendita entre las mujeres» y «la madre de mi Señor»; y le dice
«¡Dichosa tú que creíste! Porque se cumplirá lo que el Señor te anunció» (Lc 1:45)
Con Simeón se acaban los elogios. Sólo pronuncia un triste presagio: «una
espada te atravesará el corazón» (Lc 2,35).

En resumen, la experiencia de María fue la de un descubrimiento progresivo de


Jesús y de sí misma, pasando de un momento inicial de exaltación y de euforia a la más
dura realidad de ver a Jesús como un personaje discutido y, peor aún, un personaje que
ni siquiera ella podía entender plenamente. A lo largo de su vida tuvo que repetir
muchas veces las palabras que dirigió a Gabriel: «He aquí la esclava del Señor. Que se
cumpla en mí lo que dices».
Para Lucas, María es modelo del cristiano. Del entusiasmo inicial que puede
sentir una persona siguiendo a Jesús, al desconcierto cuando advierte que no todos lo
aceptan, y a la sorpresa de no entender a veces lo que hace ni lo que dice. Modelo de
sometimiento a la voluntad de Dios, de fe, oración agradecida, preocupación por los
más débiles, amor a su pueblo, meditación y admiración ante un misterio que la
desborda. En toda su evolución espiritual el cristiano puede y debe identificarse con
María. Y también sentirla siempre cerca. Lucas no vuelve a mencionarla en el
evangelio, pero al comienzo del libro de los Hechos dice que los Once rezaban juntos
«con María, la madre de Jesús».

4. Juan.

Los tres primeros evangelios no dicen casi nada de María durante la vida pública
de Jesús: sólo la visita a Cafarnaún en Marcos y Mateo. Mateo y Lucas han puesto todo
el énfasis en la infancia.
El evangelio de Juan, que siempre va por sus caminos, habla de María sólo en
dos momentos, pero los dos de la vida pública y los dos capitales: las bodas de Caná y
en la cruz.
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La boda en Caná (Jn 2)

Al tercer día se celebraba una boda en Caná de Galilea; allí estaba la madre de
Jesús. También Jesús y sus discípulos estaban invitados a la boda. Se acabó el vino, y
la madre de Jesús le dice: No tienen vino. Le responde Jesús: ¿Qué quieres de mí,
mujer? Aún no ha llegado mi hora. La madre dice a los que servían: Haced lo que os
diga.
Saben muy bien lo que sigue. Pero recuerdo el final del relato:
En Caná de Galilea hizo Jesús esta primera señal, manifestó su gloria y
creyeron en él los discípulos.

La importancia de María en la boda sólo queda clara cuando comparamos su


figura con la del otro gran personaje mencionado hasta ahora: Juan Bautista. El
precursor en todo momento se pone a los pies de Jesús, reconoce su pequeñez, le cede el
puesto. Dos veces repite: «yo no lo conocía». María sí conoce a Jesús. Sabe de su poder
para resolver el problema. Y no se siente cohibida, como Juan. Le bastan tres palabras a
su hijo: «no tiene vino» y una orden a los criados: «haced lo que él os diga». Luego
desaparece de la escena.
Por otra parte, el autor del cuarto evangelio, al que le gusta ser tan enrevesado en
los discursos, es también muy irónico cuando quiere. Y aquí bromea nada menos que
con Jesús. Él está convencido de que no debe hacer nada porque «aún no ha llegado mi
hora». La «hora» es un concepto teológico fundamental en el cuarto evangelio, no se lo
puede tomar uno a la ligera. Es el momento preciso decidido por el Padre para glorificar
a Jesús. Pero a María los planes divinos le parecen menos importantes que las
necesidades humanas, aunque sean tan triviales como la falta de vino. Al final, cuando
Jesús hace el milagro, manifiesta su gloria y creen en él los discípulos, el lector debe
concluir: el mérito no es suyo, sino de su madre, que lo obligó a actuar.
Esto revela la auténtica perspectiva del cuarto evangelio: las relaciones entre
María y Jesús no hay que interpretarlas en clave materno-filial, afectiva. Son relaciones
de hondo contenido teológico. María fuerza a Jesús a revelarse, y su conducta repercute
en el aumento de fe de los discípulos. Dicho en otras palabras: María es esencial para la
cristología (conocimiento de Jesús) y para la eclesiología (formación de la comunidad
cristiana).

En la cruz (Jn 19,25-27)

Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María de


Cleofás y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y al lado al discípulo predilecto,
dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después dice al discípulo: Ahí tienes a tu
madre. Y desde aquel momento el discípulo se la llevó a su casa.
Caná abría la actividad pública de Jesús y la cruz la cierra. Y lo que Juan nos
dice de María en ambas escenas está muy relacionado. En la primera aparecía como la
mujer que piensa en los demás, sufre con sus posibles problemas e intenta ayudarlos. En
Caná, más que como madre de Jesús se porta como madre de los novios. Y eso es lo que
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Jesús le encarga a la hora de la muerte: que sea madre de todos nosotros. En su oración
de despedida durante la última cena, Jesús dice que durante toda su vida custodió y
guardó a los discípulos. Ahora que va a morir, esa misión se la encomienda a María. Y a
nosotros nos corresponde acogerla como madre. Desde el punto de vista histórico se
podrá discutir la identidad del discípulo amado. Desde un punto de vista simbólico, ese
discípulo somos todos nosotros, la Iglesia. Jesús en la cruz nos ofrece un punto de
apoyo (María) y un encargo (atenderla).
Hay, además, un detalle en Juan que se presta a desarrollar ampliamente el tema
de los recuerdos de María: «estaban junto a la cruz de Jesús María, su madre…» Estar
junto a la cruz significa haberlo acompañado hasta allí, haber presenciado todo, el
momento en que lo despojan de las vestiduras, la escena terrible de la crucifixión,
primero una mano, luego otra, luego los pies, los gritos de dolor, la crucifixión de los
otros dos bandidos, las horas colgado sin poder casi respirar, haciéndolo con tremendo
dolor, las pocas palabras pronunciadas, y finalmente la muerte. Después de ella, quizá lo
peor, el tiempo muerto, la espera interminable mientras José de Arimatea va a ver a
Pilato, consigue la entrevista, Pilato se cerciora de que ha muerto realmente, concede
permiso para sepultarlo. Son horas muertas mirando el cadáver del hijo, hasta que por
fin lo bajan de la cruz con dificultad, con gran esfuerzo. Luego la procesión hasta la
tumba, la sepultura y la vuelta a Jerusalén.
Probablemente fueron las horas que más grabadas tendría María en su memoria
y en su corazón, y daría vuelta a las escenas para encontrarles el sentido que Dios
quería.

5. Final

Hemos visto los recuerdos de María a través de cuatro hijos suyos, cada uno con
su enfoque peculiar y su intención. Termino con dos preguntas: Y tú, ¿qué recuerdos
tienes de María? ¿Qué significa María para ti?

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