Reporte de Lecturas Sobre Filosofia de La Educación

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REPORTE 

DE LECTURAS:

La filosofía de la Educación en los proyectos Educación pública en México

(3) La filosofía de la Educación en la etapa de formación del estado mexicano


(4) La filosofía de la Educación del primer estado nacional
PRESENTA: DANIEL GIL CASTILLO
VILLAHERMOSA, TABASCO, MEXICO.
FEBRERO DE 2022
Dentro de este importante tema de la formación del estado mexicano Kant define a
la ilustración como “tener el valor de servirse del propio entendimiento” era signo
de madurez. Y a esta actitud como cognoscentes, que implicaba haberse liberado
del “oscurantismo”, se vinculaba una actitud moral: la de la autonomía. De este
todo, “ser ilustrado” significaba, también, acceder a la posibilidad de dirigirse por sí
mismo, es decir, lograr “el gobierno del hombre por su propia razón”.

La autonomía se manifestó, a los ojos de los pensadores del siglo XVIII, como un
valor cuyo logro implicaba rebasar el contorno de la individualidad. la autonomía
era el núcleo del contrato social que representaba el fin del “Antiguo régimen”.
Rousseau, en el Contrato social. La autonomía fue un valor que adquirió especial
relevancia en los primeros años de la vida independiente de México. Además del
significado teórico, en concepto de autonomía se revistió de diversos significados
ideológicos que se correspondían con la práctica política de las diversas fuerzas
sociales en conflicto, y que fueron modificándose al ritmo de los acontecimientos.

Para identificar las fuerzas sociales en conflicto, es preciso considerar una de las
contradicciones cuya solución será planteada por la revolución de independencia:
la que existía entre el desarrollo de las fuerzas productivas y el sistema estamental
colonial.

En las clases dominantes estaban las formadas por terratenientes y burguesía,


con intereses contrapuestos. También la Iglesia, dueña de una gran cantidad de
propiedades y de las capellanías que operaban como una red bancaria incipiente,
se mantuvo, hasta 1820. los hacendados o terratenientes, clase emergente del
siglo XVIII, que ya bajo la forma de latifundistas desprovistos de fuero y las de las
clases medias, los dueños de talleres, comercios o parcelas pequeñas o
medianas, que trabajan ellos mismos y que ocupaban a un número reducido de
trabajadores.
Por último, estaban las clases trabajadoras constituidas por los campesinos
peones acasillados, peones eventuales, jornaleros, arrendatarios), los artesanos
(miembros de gremios o indígenas explotados por toda clase de intermediarios),
los trabajadores asalariados (de los obrajes, de las minas o encargados de
trabajos poco calificados) y los esclavos (que trabajaban en los ingenios, en las
minas o en los servicios domésticos).
Las actitudes y las creencias se condicionan recíprocamente, es menester
dilucidar algunas de las creencias básicas compartidas por los miembros de cada
uno de esos cuatro bloques, con el fin de entender las actitudes colectivas que se
generaron en torno a la autonomía. Estas creencias implicaban una toma de
posición con respecto al significado de ciertas nociones –lo cual quiere decir que
dicho significado fuese totalmente claro y consciente para los sujetos
protagónicos- “Libertad”, “igualdad”, “soberanía” y “nación”.

Dicha toma de posición hubo de hacerse patente cuando en 1808, al abdicar el


“monarca legítimo” hispano, por obra de Napoleón Bonaparte, hizo desaparecer el
vínculo que unificaba a la Nueva España con la metrópoli. La autonomía con
respecto de la Corona significó una amenaza para la “reacción colonialista” cuya
hegemonía estaba ligada a la dependencia de la Nueva España. Por ello, este
grupo insistió en aplicar las reglas ya instituidas y conservar la sociedad.

Cuando llega a los diferentes grupos sociales las ideas libertarias e


independentista
A partir de la caída del rey de España, vieron en ella la necesaria conformación del
congreso que les diera las leyes que les fijara el rumbo de nación por el que
deberían transitar.

Muchas son las razones para suponer que las actitudes y creencias populares
fueron interpretadas a la luz de las teorías de los ilustrados, especialmente las de
Montesquieu y Rosseau.

Con el Siglo de las Luces, la teoría y la práctica educativas, como muchas otras
cosas, se transformaron y contribuyeron a conformar un nuevo modelo educativo.
Su influjo llegó con cierto retraso a América: en la Nueva España, el periodo con el
que se impuso el proyecto ilustrado abarcó los últimos quince años del siglo XVIII
y se extendió hasta 1833, fecha en la que una reforma educativa marcaría la
adopción de un nuevo proyecto educativo.

La educación en la Nueva España, especialmente la superior era, ya desde finales


del siglo XVIII, un eco de la educación ilustrada europea. El rasgo característico de
este modelo consistía –como indica Tanck- en la confianza en la potencialidad de
la razón humana; apoyados en su razón.

Las clases trabajadoras, aunque no se percataban de la relación que las otras


habían establecido entre ilustración y libertad, enfrentaban la cuestión como una
necesidad de romper límites: la Constitución de Apatzingán parece interpretar ese
sentir –desde luego, a la manera del liberalismo.

El concepto de educación vuelve a adquirir un sentido liberal en el Plan de la


Constitución política de la nación mexicana (mayo de 1823) que, aunque no fue
discutido por el Congreso, influyó en la Constitución de 1824. En este
ordenamiento, que quedó a nivel de proyecto, se establecía: “La ilustración es el
origen de todo bien individual y social” (art. 6).

Proclamada la independencia, el bloque social constituido por la reacción


colonialista desapareció de la escena; así nada se opuso a que el organismo
creado para ocuparse de la educación iniciara sus funciones con el firme propósito
de “propagar las luces” y formulara un Proyecto de Reglamento general de
instrucción pública (dic. de 1823) que reconocía a la instrucción como derecho de
todo ciudadano (art. 1).

Un nuevo plan, el de 1827, da más claridad acerca de lo que se esperaba del


proceso alfabetizador: quien sabe leer y escribir “se dispone a tomar la ilustración
necesaria para gobernarse a sí mismo, dirigir a su familia y sostener los derechos
de la nación con lo que consigue ser hombre bueno, excelente padre de familia y
ciudadano exactísimo”.

Del análisis de estos planes, tanto de los documentos normativos, como de los
contenidos curriculares, se desprende que la educación se concebía como un
proceso destinado a trasmitir conocimientos y desarrollar habilidades –lo que se
resumía en el concepto de instrucción-, y a promover una moral social. Ambos
aspectos constituían las bases de la ilustración.

De este modo, la autonomía, entendida ya sea como concepto ético –que significó
“ejercicio de la libertad fundada en la razón” o “gobierno de sí mismo”-, ya sea
como concepto político –que connotaba “soberanía de la nación”, “independencia
política”, “libertad civil” e “igualdad legal”-, se manifestó como el criterio axiológico
del proyecto educativo del periodo comprendido entre 1810 y 1833. En torno a ese
valor se establecieron los fines y los principios educativos que orientaron la toma
de decisiones y la práctica educativas.

la educación es la fuente de la que manan la felicidad doméstica y pública. Sin


ella, las sociedades no son más que un caos. No hay república sin educación; por
esto, la educación debe amoldarse a las instituciones existentes y contribuir a
fortificar y acrecentar el sentido de independencia, la decisión de libertad y el
orden público, así como los sentimientos de justicia, benevolencia y gloria, y el
interés particular. La educación es, también, un dique a la irritabilidad, a la
inconstancia y a la tendencia a desperdiciar el tiempo; es, en síntesis, el “hilo
precioso con que se teje la vida y la virtud”. Discurso dicho en la inauguración de
la Academia de primera enseñanza (normal) en 1827.

Al igual que en este discurso, en el proyecto educativo ilustrado se combinaron


diversos elementos, a la manera de la filosofía de la época: las teorías elaboradas
por los filósofos ilustrados –especialmente Jovellanos y Rousseau-, la
interpretación que de esas teoría hicieron los intelectuales mexicanos como Mora
y Alamán, las ideas defendidas por los líderes políticos como Hidalgo y Morelos,
los conceptos y principios que quedaron plasmados en los ordenamientos legales
y en los planes de instrucción pública por obra de legisladores y funcionarios –que
se contaban también, todo ellos, entre ‘los hombres letrados’ de la nueva nación-,
y, en última instancia, las creencias que correspondieron en ese momento
histórico a los intereses y necesidades de las diversas clases sociales agrupadas
en bloques que pugnaron por el poder. De ahí que el proyecto ilustrado
manifestara, en su estructura, la lucha por la hegemonía que libraron esas fuerzas
sociales.

Una vez definidos los elementos que, en el proyecto educativo ilustrado, dan
respuesta a los problemas de la filosofía de la educación, corresponde
preguntarnos si constituyen o no elementos praxeológicos, es decir, si son
elementos teóricos que orientan una praxis educativa.

en primer lugar, su validez social, es decir, su correspondencia con intereses y


necesidades de clase, lo cual nos introduce ya en el ámbito de la ideología y nos
obliga a retomar el significado histórico social que adquirieron los fines y principios
educativos al organizarse en torno a un criterio axiológico –la autonomía- y ser
definidos a partir de las actitudes y las creencias de las distintas clases sociales.

El discurso liberal sistematizó y fundamentó los proyectos impulsados por la


burguesía en las grandes revoluciones europeas de los siglos XVII y XVIII, y
resultó útil para jugar un papel semejante en el proyecto político del grupo liberal
mexicano y en el proyecto educativo que recibió su influjo. La tesis central del
proyecto educativo sostiene que la ilustración es la base de la libertad y que ésta,
a su vez, constituye la condición de “la prosperidad” o de la “felicidad de la
nación”. La libertad, entendida como ejercicio de los derechos del hombre –a la
manera de Voltaire-, o como el triunfo de la razón sobre las pasiones – a la
manera de Rousseau-.

En este punto, la educación volvía a hacerse necesaria, en tanto proceso por el


cual se trasmitirían las creencias, los valores y los principios que promoverían
actitudes favorables a esas instituciones. De acuerdo con el ideario liberal, la
educación tenía como finalidades inmediatas: posibilitar el ejercicio de los
derechos humanos (“No hay libertad sin instrucción”: Alamán) y consolidar las
nuevas instituciones (“La ilustración es la base de las instituciones”: Mora); y como
fin mediato, contribuir a la prosperidad de la nación.

En este punto, la educación volvía a hacerse necesaria, en tanto proceso por el


cual se trasmitirían las creencias, los valores y los principios que promoverían
actitudes favorables a esas instituciones. De acuerdo con el ideario liberal, la
educación tenía como finalidades inmediatas: posibilitar el ejercicio de los
derechos humanos (“No hay libertad sin instrucción”: Alamán) y consolidar las
nuevas instituciones (“La ilustración es la base de las instituciones”: Mora); y como
fin mediato, contribuir a la prosperidad de la nación.

En resumen, el criterio axiológico que orientó la educación correspondió


teóricamente al ideario liberal e ideológicamente a los intereses de la clase
dominante, y se vinculó con la necesidad de consolidar la independencia. La
autonomía entendida como emancipación se vio limitada.

la educación tenía como finalidad, no preparar al educando para la autonomía en


el sentido popular revolucionario, sino para la autonomía en el sentido liberal, lo
cual requería promover la aceptación de las creencias liberales.

Un último elemento que aleja al proyecto liberal del proyecto popular Un último
elemento que aleja al proyecto liberal del proyecto popular revolucionario, es el
que se refiere a la relación pueblo-constitución. Aplicando nuevamente la rigurosa
crítica marxiana, diremos que mientras que en el proyecto liberal la nación es el
“pueblo de la constitución”, en el proyecto popular revolucionario, los términos
dejan de estar falsamente invertidos: el sujeto es “el pueblo” y el predicado es “la
constitución”; revolucionario, es el que se refiere a la relación pueblo-constitución.
Aplicando nuevamente la rigurosa crítica marxiana, diremos que mientras que en
el proyecto liberal la nación es el “pueblo de la constitución”, en el proyecto
popular revolucionario, los términos dejan de estar falsamente invertidos: el sujeto
es “el pueblo” y el predicado es “la constitución”.

Con todo, los niños y adultos que tenían acceso a las escuelas eran una pequeña
minoría. La intención de “propagar las luces” formaba parte del discurso político,
pero no de la práctica: un altísimo porcentaje de la población urbana no sabía leer
ni escribir, y para la campesina la educación era un horizonte inalcanzable. Con
esto se daba lugar a la división social del saber, en la que las ventajas estaban del
lado de las clases dominantes. La ignorancia de las masas trabajadoras favoreció
la sobreexplotación de la fuerza de trabajo, en beneficio de los terratenientes y de
la burguesía, y además reforzó, en los hechos, los patrones estamentales, pues
mientras que los criollos tuvieron fácil acceso a la instrucción, los indígenas
permanecieron presas de la ignorancia; eran objeto del adoctrinamiento religioso,
pero el saber científico les estaba vedado.

Una vez analizada la validez social, científica, lógica y práctica del proyecto
ilustrado, cabe preguntarse si éste contiene elementos que pudiesen responder a
preferencias universalizables. En otras palabras, preguntarse por la
correspondencia que pudiera existir entre los valores implicados en los principios y
fines educativos y las necesidades radicales, lo cual aporta los elementos
necesarios para determinar la racionalidad práctica del proyecto ilustrado.

El criterio orientador del proyecto no tiene, como hemos visto, un significado


histórico social unívoco, cuestión que debemos considerar para responder a la
pregunta planteada. Resulta evidente que la índole oculta del proyecto
conservador ilustrado descarta de antemano el hecho de que pudiese ser un
proyecto moral.

Por su parte, el proyecto explícito e implícito de índole eminentemente liberal


burguesa, tiene cierta validez dialéctica, por lo que a sus elementos críticos toca.
Su criterio axiológico, parece válido si se considera liberado de los límites
impuestos ideológicamente (no en balde fue el proyecto institucionalizado):el
énfasis en los derechos humanos, especialmente la libertad, y en las instituciones
que garantizarían la independencia política, después de siglos de haber sufrido la
dominación colonial, lo constituyen en un proyecto aparentemente moral.

Si del proyecto liberal ilustrado no podríamos rescatar el concepto de educación


que contiene, del criterio axiológico no podemos decir lo mismo. Éste nos parece
singularmente importante para orientar una verdadera praxis educativa, siempre
que sea interpretado –si se quiere incorporar en una filosofía de la praxis- con el
significado conferido por los grupos subalternos a lo largo del proceso
independentista.

A su vez, los principios de uniformidad y obligatoriedad tendrán un carácter


praxeológico si son interpretados a la luz del valor fundamental. Con todo, el
proyecto ilustrado tiene el mérito innegable de haberse organizado en torno a un
criterio cuya potencialidad axiológica es inmensa –siempre que se le interprete en
el sentido revolucionario-, pues sólo bajo el signo de la autonomía, entendida
como emancipación, el proceso educativo puede convertirse en praxis educativa y
alimentar la praxis social.

El proyecto de las clases dominantes giró en torno a una creencia: el ansiado


progreso habría de lograrse si todas las acciones se encaminaban al logro de la
civilización. Ésta se convirtió en el valor rector del proyecto. Los hombres de luces
del siglo XIX se veían a sí mismos frente a una disyuntiva: “civilización o barbarie”.

Acceder a la “civilización” implicaba explotar las riquezas con las que contaban los
pueblos latinoamericanos, en beneficio de quienes apreciaban su valor o –en
término de Zea-, incorporar a un pueblo a la civilización equivalía a incorporarlo al
sistema de explotación capitalista. En esto se resumía, dicho crudamente, el
proyecto civilizatorio fue la teoría liberal. Por eso, cuando dichas fracciones se
opusieron entre sí, en la práctica política, ya con la bandera liberal ya con la
conservadora, ello se tradujo –como dice Villegas- en un enfrentamiento de
“liberalismo contra liberalismo”, en el ámbito teórico.

En síntesis, de acuerdo con el proyecto liberal, la educación habría de contribuir a


elevar al rango de sociedad civilizada al Estado-nación que se había ido
conformando una vez conseguida la independencia política: la consolidación de
las instituciones liberales –económicas, políticas y sociales-, propias de una
nación civilizada, requería la adhesión a los principios y valores liberales y la
asunción de las creencias que los justificaban, por parte de las clases trabajadoras
que constituían la base de la pirámide social. Esto habría de lograrse no sólo por
la trasmisión de ideas, cuya recepción implicaba un proceso cognoscitivo, sino
también por la transformación de las actitudes morales. La Ley Orgánica de
instrucción pública para el D. F. (1867).

De esta manera, la significación del concepto “educar” tuvo una amplia


connotación: significó “ilustrar”, entendiendo por esto “proporcionar al estudiante
los conocimientos científicos actualizados” y “promover hábitos de aprendizaje y
de investigación”; “instruir” o “trasmitir conocimientos”, y “dar formación moral y
cívica”, es decir, “inculcar principios y promover actitudes favorables a los valores
morales y políticos del grupo hegemónico”.

Ahora bien, puesto que el modelo de civilización eran los países europeos y los
Estados Unidos de América, el modelo educativo también provendría de ahí: los
contenidos por enseñar, los principios por inculcar, los métodos pedagógicos por
aplicar y los valores por adoptar serían aquellos que dictaban los países
civilizados. Baranda expresaba esta actitud, indisolublemente ligada al proyecto
liberal, cuando afirmaba que los mexicanos debían ser “discípulos de otras
naciones”, “recoger sus luces” y procurar una “decente emulación” de ellos.

Educar para civilizar, es decir, “formar ciudadanos leales e industriosos”


correspondía, indudablemente, al objetivo planteado por la burguesía principal
beneficiaria del proyecto liberal; pero dicha finalidad distaba mucho de orientar una
praxis educativa: el proyecto civilizatorio (cuya significación liberal burguesa se
fundaba en la conjunción a la que nos hemos referido) no contribuía a satisfacer
las necesidades radicales; antes bien, puesto que el modo de producción que iba
dominando en la formación social mexicana era el capitalista y se desarrollaba el
proceso de proletarización al tiempo que se agudizaban los conflictos entre las
clases, la educación servía de instrumento para mediatizar esos conflictos
mediante la promoción de una “moral”, fiel a los valores burgueses, y de una
formación cívica tendiente a forjar el “espíritu nacional” en el que habrían de
coincidir los intereses de todas las clases.

En otras palabras, el proyecto civilizatorio, por más que fuera impulsado por los
liberales, fue un proyecto conservador, y cuando –por la identificación de
“civilización” y “democracia”- se pretendió darle un sentido emancipador, resultó
contradictorio y perdió validez lógica. En efecto, conferir al valor civilización un
carácter emancipatorio sólo era posible si se le desvinculaba del contexto del
capitalismo dependiente que se iba gestando y, por consiguiente, del proyecto
nacional impulsado por los liberales.

(4) La filosofía de la Educación del primer estado nacional

El triunfo de la República en 1867 significó, a los ojos de los que se llamaban a sí


mismos “liberales”, el triunfo de la “sociedad” sobre los “cuerpos privilegiados” – en
términos de J. M. L. Mora-; sin embargo, se trataba no del triunfo de toda la
sociedad, sino de una clase que –como bien dice Leal- pretendía apoyarse en la
industria aunque su fuerza proviniera de la tierra, el comercio y la especulación.
Se trataba de una burguesía “surgida desde abajo” que impulsó una ideología de
lucha: el liberalismo. Pero una vez en el poder, necesitó afianzarlo, y hubo de
trocar el ideario liberal por el positivismo, es decir, por una ideología que
subordinaba la libertad al orden y concebía a éste como la condición sine qua non
del progreso.
De acuerdo con el esquema comteano aplicado a nuestra historia, para superar el
estadio teológico –en el cual el dominio social estuvo a cargo del clero y la milicia-
y es estadio metafísico –dominado por el desorden resultante de las constantes
luchas entre conservadores y liberales-,306 se requería de una sociedad “práctica”
cuyas acciones debían fundarse ya no en la fe religiosa, sino en el conocimiento
científico. Por esto, la secularización de la sociedad debía consumarse
definitivamente como rasgo del Estado nacional en su etapa “positiva”, y esa
secularización debía abarcar a los aparatos del Estado incluyendo, de manera
especial, el educativo.
Durante las presidencias de Juárez y de Lerdo se afirmó la tendencia a excluir a la
Iglesia del proceso educativo. La Ley Orgánica de Instrucción Pública del 2 de
diciembre de 1867 suprimió la educación religiosa y sentó las bases para una
reforma educativa cuya finalidad consistía en buscar “orden en la conciencia” para
lograr “orden en la sociedad”

Como puede observarse, en todos estos ordenamientos campean dos


preocupaciones fundamentales: la de secularizar el proceso educativo y la de
“propagar la instrucción” y “popularizar la ciencia”. Ambas preocupaciones fueron
ampliamente justificadas por las argumentaciones de los positivistas mexicanos
que pugnaron por organizar la teoría y la práctica educativas en torno al criterio
axiológico dictado por Comte: “orden y progreso”.

Comte consideraba que la estructura de la sociedad es inalterable, especialmente


por lo que toca a ciertos elementos –la religión, la propiedad, la familia y el
lenguaje-. El progreso significaba sólo un mayor orden. Para lograr el progreso no
era menester la anarquía; antes bien, no habría progreso sin orden. Lo que se
requería era sustituir los viejos principios del orden teológico con los principios de
la ciencia. De ahí, que la misión fundamental del positivismo consistiera –según su
fundador- en “generalizar la ciencia real y sistematizar el arte social”.

El desarrollo industrial trajo consigo un proceso de proletarización. A pesar del


auge manufacturero, la desaparición de las pequeñas plantas de producción
provocó desempleo y baja de los salarios. El Estado, obediente al ideario liberal en
las relaciones de trabajo, ejerció su función de gendarme, y con ello favoreció la
creación de condiciones laborales adversas para los obreros. El movimiento
obrero inició su despliegue: surgieron organizaciones obreras, se recurrió a la
huelga y se emprendió una lucha reivindicándola inspirada en teorías
revolucionarias, como las de Marx y Bakunin

La libertad, en sentido liberal, era identificada con la anarquía y, desde esta


perspectiva, considerada indeseable.318 En todo caso, si se defendía la libertad, se
haría sin detrimento del orden. Lo que se requería para lograr el progreso era
orden, y no anarquía. De este modo, así como el valor “libertad” cedió su paso al
valor “orden”, el valor “civilización” fue sustituido por el de “progreso”, concepto
que excluía de su connotación las notas de “sociedad deliberante y soberana”
para conservar sólo aquellas notas que lo identificaban con el “bienestar social”
que prometían los teóricos defensores del capitalismo.

En realidad, el orden y el progreso que deseaba la clase dominante se fincaban en


la acumulación de la riqueza, en la gran propiedad y en la explotación de las
clases trabajadoras. Consecuentemente, la fórmula propuesta por Comte no
traducía las necesidades radicales y, por ende, no constituía un verdadero valor.
Para ser aceptado como tal se le revistió con el ropaje de “la paz” y del “bienestar
social”, y se ostentó como promesa de una ulterior “verdadera libertad”, como
signo de la conciencia social y como barrera defensora de la nación
La Oración cívica pronunciada por Barreda en 1867 nos da la pauta del significado
de los fines educativos en la primera parte del periodo que nos ocupa: la
humanidad debía lograr su propia emancipación –entendiendo por esto entrar a la
etapa positiva-, y para que México constituyese un eslabón en ese proceso, debía
lograr su propia emancipación científica, religiosa y política; la condición que lo
hacía posible era la “emancipación mental” que habría de lograrse gracias a la
“educación positiva”.

El espíritu del constituyente del 57 confirió al principio de libertad de enseñanza un


significado que facilitaba su parcial concertación con el nuevo criterio axiológico.
Según la interpretación de M. Gómez, S. Moreno y J. Zebadúa, la “libertad de
enseñanza “debía entenderse como: a) el derecho de todos los mexicanos a
recibir educación; b) el derecho a concurrir en la función de educar, y c) el derecho
a la libertad ideológica y científica en el terreno de la educación.

A partir del análisis que hemos hecho podemos concluir que, en el orden legal, no
se observa un avance puesto que los principios ya habían sido enunciados con
anterioridad; antes bien, hay un retroceso por cuanto esos principios, en su
conjunto, dejan de tener un sentido crítico y revolucionario, para adquirir un
significado ideológico contrarrevolucionario, salvo por lo que hace a la
consolidación del carácter secular de la educación.

El 15 de agosto de 1908, por iniciativa de Sierra, se publicó la Ley de Educación


Primaria en la que, dadas las disquisiciones en torno al concepto de educación, se
estipulaba en el artículo 1°. que las escuelas oficiales primarias debían ser de
índole eminentemente educativa, y en el artículo 2°., que la educación que en ellas
se impartiese debía ser nacional, en el sentido de inculcar en todos los educandos
el amor a la patria mexicana y a sus instituciones, así como el propósito de
contribuir al progreso del país y al perfeccionamiento de sus habitantes. Y era en
el artículo 4°. donde se definía la educación como el proceso por el que se
realizaría el desenvolvimiento armónico del niño, dando vigor a su personalidad,
creando en él hábitos que lo hiciesen apto para desempeñar sus futuras funciones
sociales, y fomentando su espíritu de iniciativa. En este proceso, la cultura moral
debía alcanzarse mediante la formación del carácter por la disciplina y la
obediencia, por el constante y racional ejercicio de sentimientos, resoluciones y
actos, encaminados a producir el respeto de sí mismo y el amor a la familia, a la
escuela, a la patria y a los demás; la cultura intelectual debía alcanzarse por el
ejercicio gradual y metódico de los sentidos y de la atención, el desarrollo del
lenguaje, la disciplina de la imaginación y la progresiva aproximación a la exactitud
del juicio; la cultura física, por las indispensables medidas profilácticas, los
ejercicios corporales adecuados y la formación de hábitos de higiene; y,
finalmente, la cultura estética, por la iniciación del buen gusto y emociones de arte,
adecuadas a la edad del educando.

De esta manera, en esta Ley quedaban sintetizadas largas discusiones de carga


teórica e ideológica y se definía el significado del concepto educación, en el
proyecto educativo del orden y progreso.

Así, la educación se entendió como desarrollo del individuo, pero esta significación
quedó mediatizada por el criterio axiológico que orientó el proyecto y por el sentido
conservador que adquirieron los principios educacionales. De este modo, fue
desarrollo en y para un orden social inequitativo, y desarrollo para un progreso
material que hizo cada vez mayor la brecha entre explotados y explotadores.

Si era el Estado el encargado de la educación pública, era también el encargado –


por medio de sus agentes- de decidir cuáles eran esas verdades de orden público
que debían contribuir a “unificar criterios”. Pero –como diría Marx-, ¿acaso no es el
Estado el que necesita ser educado por el pueblo?
A los límites que hemos señalado, hemos de agregar los límites prácticos. El
proyecto pretendía una educación para todos, en un momento en que el
presupuesto para educación ascendió apenas al 6.7% del presupuesto total, en
circunstancias verdaderamente difíciles: el número de escuelas y de maestros era
insuficiente para hacer efectiva la “educación orgánica”. De esta manera, la validez
del proyecto educativo del primer Estado nacional no sólo se restringió en el
ámbito teórico –puesto que ni lógica, ni científicamente, se puede sostener el
proyecto en su totalidad- y en el ámbito social, sino que también se vio limitada por
lo que se refiere a su viabilidad.

Por último, cabe preguntarnos por la validez dialéctica del proyecto. Determinar
ésta implica la identificación de los elementos que pudieran integrarse en una
moral universal, lo cual depende, en buena medida, del significado teórico e
ideológico de los principios y los valores contenidos en el proyecto.

Concluyendo, la falta de racionalidad teórica y práctica del proyecto educativo del


primer Estado nacional se explica, fundamentalmente, por las deformaciones y
limitaciones que sufrieron sus tesis y categorías básicas al ser incorporados en un
cuerpo normativo cuya estructura reflejó las relaciones de poder. Fue esa falta de
racionalidad la que lo hizo congruente con un proyecto nacional oligárquico que la
expresión de una sociedad desigual y enajenada.

No obstante, su deficiente racionalidad, quizá porque necesitaba legitimarse, quizá


porque la presencia ideológica de la clase dominante no fue la única en el
proyecto, quizá porque el desarrollo teórico mostraba avances, se incorporaron al
proyecto algunos elementos que bien pueden ser recuperados para formar parte
de una filosofía de la educación capaz de insertarse en una praxis educativa.

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