El Cazador de Estrellas - Ricardo Gomez

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Annotation

Bachir vive en un campamento de refugiados saharauis. Una


dolencia pulmonar le obliga a permanecer inválido en su tienda,
desde donde escucha atentamente los sonidos que llegan hasta él.
A través del oído trata de imaginar lo que sucede a su alrededor.
Una noche conoce a Jamida, un sorprendente anciano, mezcla
de sabio y de guerrero, con quien habla de la historia de su pueblo y
del nombre de las estrellas. Ese encuentro le permitirá ver un
mundo más allá de los opacos límites de su jaima. A partir de 12
años.

Ricardo Gómez

AGEILA
MAGALI
EL DOLOR
ABD'SALAM
VOCES
DAJBA
CAMELLOS
PREGUNTAS
JAMIDA
REGALOS
CONFLICTOS
SOMBRAS
GIGANTES
ESTRELLAS
DESPEDIDAS
EL CAZADOR
Agradecimientos
Fotografías
notes
Ricardo Gómez

EL CAZADOR DE ESTRELLAS
Novela ganadora del
III Premio Alandar de Narrativa Juvenil
El jurado se reunió el 8 de septiembre de
2003.
Estaba compuesto por Andreu Martín,
Pablo Barrena, Blanca Calvo, Prudencio
Herrera
y José Manuel Gómez Luque.

A mi hija Claudia
AGEILA

Por lo que podía adivinar a través de la cortina de gasa, el sol


estaría atravesando la tensa línea del horizonte. Una hora más
tarde, la temperatura sería agradable y comenzarían los amables
ritmos de la noche. Él no participaría en ellos, pero hasta la
habitación llegarían voces, músicas y sonidos que recordarían un
mundo vivo.
Bachir sacudió la cabeza para espantar una mosca de la
comisura de sus labios. Llevaba un rato soportando que sorbiera su
humedad, pero el insecto revoloteó sobre su cabeza y se empeñó
en posarse junto a uno de sus lagrimales. Levantó el brazo para
amagar con un manotazo y la mosca se perdió en el aire. No había
que preocuparse por ella, porque llegarían más.
Por el ventanuco entró el olor a queroseno de un Land Rover
que aparcaba al lado. Era Ahmed con algún recado de su tío. A
pesar de que la madre de Bachir le pedía siempre que parase en
otro sitio o que apagara el motor del vehículo, Ahmed siempre se
excusaba diciendo que era por poco tiempo.
Bachir se llevó el pañuelo húmedo a la boca. Esos gases eran
lo que menos convenía a sus pulmones y el visillo no podía hacer
nada por filtrar ese veneno. Oyó que se repetía la escena habitual.
Ageila pedía a Ahmed que apartase el coche, este se excusaba
—«si es solo un minuto»— y la mujer recibía un recado similar al de
otras veces:
—Abd'salam no vendrá hasta media noche. Tiene mucho
trabajo en el hospital. Te envía esto.
Ageila recibió de Ahmed un paquete y le agradeció la visita.
Como tantas veces, le solicitó que la próxima vez detuviese el coche
en otro lugar. Añadió lo de siempre:
—Ya sabes, los pobres pulmones de Bachir...
Cuando el motor tomó fuerza, otra vaharada de tufo atravesó la
gasa y Bachir apretó los párpados, concentrándose en sofocar la
tos. Esta vez, lo consiguió: otra sacudida de dolor que se había
ahorrado. Ageila levantó el toldo y una luz mortecina pero brillante
invadió la estancia, haciendo refulgir el rojo y el verde de alfombras
y cojines. Saludó a su hijo con una amplia sonrisa:
—Hola, mi niño. ¿Has podido dormir?
—Sí, mamá. Aunque ha hecho mucho calor esta tarde.
—Ay, sí, hijo. Menos mal que no ha habido tormenta, pero ha
hecho mucho calor. ¿Qué tal tu pecho? ¿Te duele?
—Ahora, no.
—Dentro de un rato, tu hermana te traerá la cena. Ya sabes que
tienes que tomártela toda para ponerte bueno. Yo voy a ir un rato a
casa de Sarah para llevarle las vendas que envió tu tío. Curamos a
la niña y vuelvo enseguida, ¿eh?
—Sí, mamá.
—¿Necesitas algo? ¿Quieres agua?
—No, mamá, muchas gracias.
Ageila salió y ajustó la altura del toldo para reducir la entrada de
luz. Bachir escuchó las pisadas de su madre sobre la arena del patio
y, luego, el pestillo del portón exterior. La imaginó bajando hasta la
casa de los Ufkir, y pudo escuchar el intercambio de saludos con las
vecinas:
—Salam alikúm[1].
—Alikúm salam.
La segunda voz era de Fatimetsu, la madre de Dajba. Bachir
estaba tan habituado a escuchar que sabía quién pasaba por el
ritmo de sus pisadas. Reconocía a los dueños de las carretillas por
el chirrido de sus ruedas y a los amos de los camellos por el mugido
de sus animales. Los sonidos eran la parte del mundo que más
conocía. Había tenido muchos meses para escucharlos, muchas
ocasiones de estudiarlos y reconocerlos desde la oscuridad de su
tienda.
Bachir echó un vistazo a su alrededor. Todo resultaba tan
cotidiano que parecía una prolongación de su propio cuerpo: las
alfombras que tapizaban el suelo; los cojines ordenados en un
rincón; la pequeña mesa en la que se servía el té... La entrada, casi
siempre cubierta por un toldo de lona, ofrecía un paisaje repetido: un
recorte del cielo; parte del patio; una porción del techo de la letrina;
un fragmento de la tapia... Solo a través del ventanuco que se abría
cerca de su cabecera, velado por una gasa y protegido por una lona
exterior que se echaba por las noches, podía contemplar un efímero
y dinámico panorama, cuando por el camino de tierra cruzaban
camiones, niños y carros. En realidad, no era necesario ni mirar.
Bastaba con oír.
El zumbido de las moscas también era un ruido familiar.
Cuando estaban tranquilas, apenas molestaban. Se había hecho un
experto en saber en qué parte del cuerpo se posaban y, cuando
tenía ganas y el dolor no era fuerte, se entretenía espantándolas
con un trozo de cordel. Lo malo era cuando estaban nerviosas, lo
que sucedía si presentían una tormenta o el calor era asfixiante.
Entonces, se colaban en la tienda por cualquier resquicio, bullían
ruidosas y si se posaban sobre la piel parecían pesar como
escarabajos. Las fosas nasales, los labios o los oídos no quedaban
libres de su ataque furibundo.
MAGALI

Bachir oyó el portón de la cocina y supo que su hermana le


traía la cena. Quince pasos, y alzaría el toldo de la puerta de la
jaima. Uno, dos, tres... catorce, quince, y la claridad cansada del
atardecer alumbró otra vez la estancia. La silueta de Magali eclipsó
el umbral y la muchacha acercó a su lado una bandeja con comida.
Él se tapó con la sábana para ocultar su cuerpo semidesnudo y
esbozó una sonrisa:
—Hoy estás muy guapa. ¿Va a venir Limam?
—Nooo, esta noche no viene. Y no seas pesado, que a mí ese
Limam no me interesa. Anda, cómetelo todo.
—Me lo como todo si me cuentas lo que te dijo anteayer. No
creas que no os oí charlar junto a la casa de Nanáa.
—Pero, bueno, ¡serás entrometido! No es nada que a ti te
importe.
Bachir se incorporó haciendo fuerza con las piernas y los codos
y apartó la primera oleada de moscas, que había hecho presa en los
pastelillos. Magali le colocó la bandeja en el regazo. El chico tomó el
cuenco de leche y dio un buen trago, pasándose luego la lengua por
los labios. Tenía hambre, porque era la primera comida después del
desayuno. Pero sobre todo tenía ganas de hablar, y para eso Magali
era la hermana más dispuesta. Ella esperaba sentada con paciencia
a que acabase la comida.
—Esta tarde he soñado.
—¿Ah, sí?, ¿y te acuerdas del sueño?
—Un poco.
El chico habló mientras tomaba la espesa sopa de legumbres,
bebiéndola directamente del tazón. De vez en cuando bajaba el
brazo para ahuyentar el nubarrón de insectos que pululaba sobre la
bandeja. Magali escuchaba sentada en el suelo, los codos sobre las
rodillas, las manos rodeando su rostro sonriente. Seguía sus
palabras, intentando imaginar el escenario que describía su
hermano.
—Íbamos hacia uno de los campamentos, creo que el 27. Pero
no en coche, sino a pie, y era tiempo de lluvia. Era una caravana
enorme, con hombres, mujeres y niños. Y muchos camellos. Al
llegar a los terrenos de pasto, los camellos echaron a correr para ser
los primeros en comer la hierba. Todos menos uno, que se quedó a
mi lado. Entonces, yo monté en ese camello joven, que era
totalmente negro, y comencé a galopar, dejando atrás a los demás.
Todos me llamaban y decían que parara, pero yo no dejaba de
azuzar al camello y el animal corría a toda velocidad. Perdí de vista
a la caravana y llegué al erg [2]. Entonces empezó a llover, pero a mi
joven camello no le asustaba la lluvia ni el desierto. Cuanto más
llovía, más corría. Las gotas de agua golpeaban sobre mi cara y
resbalaban sobre el cuello del huar [3]. Pasó mucho tiempo. Fui el
primero en llegar al campamento y dio la casualidad de que había
una fiesta.
El chico se detuvo en seco. Había acabado la sopa y se chupó
los dedos antes de tomar una cucharada de cuscús con briznas de
carne. La sonrisa de su hermana se había quedado congelada y a él
le hizo mucha gracia ese gesto de espera. Ella preguntó:
—¿Y qué más?
—No sé. Ahí se acabó el sueño. Ya te digo que recordaba solo
un poco. He soñado otras cosas, pero ya no me acuerdo.
—Bueno, cuéntame más. ¿Cómo era el camello?
—No sé... Negro, joven, fuerte... ¿Hay alguna fiesta dentro de
poco?
—Creo que pronto. En la daira [4] del norte, me parece. Algo he
oído por ahí.
—¿En el barrio del norte? Ahí es donde viven Fadel y Habub.
¿Tú crees que podré ir? ¿Cuándo es?
—La semana que viene, creo.
—Entonces, no.
Los ojos brillantes del chico adquirieron un aspecto apenado.
Su hermana no necesitaba preguntar qué sentía. Estaba claro que
la semana que viene no podría ir a la fiesta, ni dos semanas
después. Ni aunque la fiesta esperara un mes. A la vista de cómo
iban los acontecimientos, es posible que tuviera que soportar todo el
verano tumbado; con suerte, si las cosas iban bien, podría ir a las
fiestas de otoño... Magali trató de ahuyentar esos oscuros
pensamientos:
—¿A que no sabes qué me dijo Limam?
—Dímelo, sí, dímelo.
Las moscas aprovecharon la pausa de Bachir para robar otra
minúscula ración de dulce. El chico miraba con ojos ansiosos a la
muchacha, que parecía disfrutar con la intriga. Ella hizo algunas
muecas y miró alrededor para comprobar que no hubiera nadie,
como si fuera a confiarle un secreto que no debía ser escuchado por
otros, se inclinó hacia él y le susurró al oído:
—Algo muy importante. Me dijo que nuestras conversaciones
eran secretas y que nadie debía conocerlas. Y mucho menos un
chismoso como Bachir uld Brahim...
Bachir metió los dedos en el vaso de agua y roció a su
hermana, que se cubrió la cara con la melfa [5] para protegerse de la
inocente lluvia. Los dos soltaron ruidosas carcajadas. Cuando el
muchacho quiso repetir la aspersión, un latigazo de dolor le cruzó el
pecho, paralizando su mano a pocos centímetros del vaso. Contuvo
un aullido y su rostro adquirió un aspecto tenso. Magali se incorporó
asustada y se arrodilló a su lado. Sabía que no ocurría nada grave,
pero sentía lástima de ese muchacho tan frágil ante el más mínimo
movimiento.
—Tranquilo. Respira despacio. Ya pasará. Así... Lento, lento...
El rostro de Bachir se fue relajando. Magali le sujetó la bandeja
y ajustó los cojines que tenía a su espalda. Le acarició el hombro y
sopló sobre su frente, que parecía adornada con brillantes gotitas de
sudor. Bachir no se quejó porque sabía que eso no serviría de nada.
Trató de respirar despacio y sin forzar los pulmones. En pocos
minutos, el dolor acabaría por esfumarse.
La hermana intentó distraerle:
—Ya pasa, ya pasa. Luego, si quieres, te leeré un rato, antes de
que empiece a venir la gente.
Y, como vio que su hermano iba recobrando un ritmo
respiratorio normal, bromeó:
—Además, te prometo que no es cierto lo que me dijo Limam.
—No me hagas reír...
—¡Ya me callo!
En silencio, Bachir sonrió a Magali, pensando que su hermana
era bellísima. No resultaba extraño que Limam estuviera loco por
ella. Observó los dibujos de la henna [6] en los dedos que
enmarcaban su rostro y pensó que a él le gustaban más sus manos
cuando no se las teñía, pero no se atrevió a comentárselo hasta que
no desapareciera el dolor. Sabía que, a veces, cualquier músculo
desconocido tiraba de otro, y este a su vez de otro, hasta provocar
la quemazón en el pecho.
Había que esperar. Su hermana le llevó una cucharada a la
boca y él masticó despacio, haciendo ver que no se encontraba tan
mal. Cuando lo tragó, hizo un leve gesto hacia la bandeja que
Magali comprendió y esta acercó el vaso de agua hasta sus labios.
Con razón, era la hermana con la que mejor se entendía. Tal vez por
eso fuera también la más hermosa, la más dulce...
Bachir se dejó atender. Aunque casi no le dolía y podría
haberse llevado los pastelillos a la boca, dejó que ella se los
acercase y los comió a suaves mordiscos. Estaban deliciosos. A la
legua se podía saber que los había hecho la madre de Dajba.
Especiales para él.
Las moscas se quedaron sin los pedazos más grandes, pero
aún tenían jugo suficiente en el plato que Magali retiró con la
bandeja. Al acabar, el chico se relamió, sobre todo para que un rato
más tarde no acudiesen en enjambre hasta su cara. La hermana
humedeció una servilleta en el vaso y la pasó por sus labios y por su
frente.
—Bueno, ya ha pasado. Tranquilo y quédate quieto. Llevo la
bandeja a la cocina, vuelvo y te leo un rato.
Bachir hizo un gesto con la cabeza.
—¿No quieres que te lea? Bueno, pero pasaré dentro de poco...
¿Quieres algo?
El chico dirigió los ojos hacia un montón de ropa. Ella
comprendió y tomó la camisa. Volvió con ella y buscó el hueco de la
cabeza, para ayudarle a ponérsela.
—¿Tienes frío? Si no quieres moverte, te echo una manta, en
lugar de vestirte con la darráa [7].
Bachir dejó que su hermana incorporase su cabeza, metiera la
camisa, buscara los brazos y le ayudara con las mangas.
No tenía frío, pero dentro de un rato vendrían las visitas. Con la
camisa, parecería menos enfermo de lo que estaba. Parecería uno
más de los que se tumbaban en las alfombras.
La muchacha salió de la habitación. Apenas entraba luz por el
hueco de la entrada. Su hermano contó los quince pasos y oyó el
portón de la cocina. Entornó los ojos en la oscuridad.
Buscó entre los cojines un trozo de mussuak [8] y se frotó los
dientes durante un tiempo. Aún tenía en el paladar el delicioso sabor
de los pasteles que Fatimetsu había cocido para él.
Trató de reconocer algunos sonidos que llegaban. En medio del
desierto, las voces y los ruidos apenas encuentran obstáculos y se
propagan limpios, aunque sordos. No hay eco ni reverberación y la
arena absorbe los tonos agudos, eliminando las estridencias.
Las delgadas paredes de la jaima [9] dejaban pasar muchos de
esos sonidos, y por eso Bachir prefería dormir allí a hacerlo en el
beit [10], donde vivía la familia. Estar en la tienda era como andar por
la calle. Además, desde la posición que ocupaba, tumbado, los
mástiles parecían altísimos, dos cucañas desde las que trepar al
cielo. Un cielo cercano, a medida de un inválido. Durante sus
períodos de enfermedad, la tienda era su universo y Bachir era el
gobernante de un territorio mullido y polícromo, con valles
alfombrados, montañas de cojines y cielos de lona.
Pasado un rato, escuchó:
—Salam alikúm.
—Alikúm salam —respondió Bachir.
EL DOLOR

El visitante no hizo intención de quitarse los zapatos, así que


Bachir supuso que no pasaría a la jaima. Al comienzo no le
reconoció a contraluz, pero por su voz supo que era el director de la
escuela a la que acudía su hermana Mantu. Le había visto por la
casa alguna vez. No le caía bien, pero no sabía por qué.
—¿No ha venido Abd'salam?
—Todavía no; avisaron que llegaría más tarde.
—¿Más tarde? Pero ¿a qué hora?
—No sé.
—¿Y Ageila?
—Mi madre se ha ido a casa de los Ufkir. Vendrá pronto.
—Di a tu tío que he venido. ¿De acuerdo?
—Sí.
—Que no se te olvide.
El hombre desapareció y bajó la lona de la puerta. Era un
fastidio, porque ahora precisamente era cuando comenzaban a
formarse corrientes de aire. Otro rato más tendría que cocerse en el
interior de la tienda, hasta que volviesen su madre o alguno de sus
hermanos.
Sabía que el visitante no lo había hecho con mala intención,
pero su inquina creció. Entre otras cosas, porque ni siquiera le había
preguntado por su salud. Todo el mundo sabía que se encontraba
enfermo y era raro que no se interesaran por él. A veces era
fastidioso responder, pero le gustaba que la gente preguntase y le
desease salam [11]. Y ese hombre sabía que estaba malo, claro que
lo sabía. Era también el director de la escuela a la que él iba cuando
era pequeño.
Ese hombre era descortés, se dijo. Además, siempre parecía
tener prisa. Todas las veces que le había visto iba corriendo de un
sitio a otro, como si tuviera muchas cosas importantes que hacer. A
eso se sumaba que su hermana Mantu opinara que el director era
«un bruto». Su hermanita era muy pequeña para explicar qué
significaba exactamente eso, pero ser un bruto no parecía nada
bueno.
Bachir volvió a utilizar su cepillo de dientes. El dolor del pecho
había remitido y se sentía de buen humor. Dentro de poco, vendrían
las visitas y tenía que hacer algunas cosas antes de que llegaran.
Entre otras, pis. Y esa no era una tarea sencilla cuando uno no se
puede levantar. Pero había cosas peores.
No recordaba la primera vez que sufrió el ataque. Tenía tres
años, y le quedaba solo un recuerdo nebuloso de esa época. A
veces, por lo que veía con Mantu cuando sufría algún daño,
imaginaba que se pasó los cuatro meses llorando, día y noche,
manteniendo despierta a su madre y a los ocupantes de las jaimas
vecinas. Sí se acordaba de los episodios segundo y tercero, y sus
chillidos de dolor.
Con doce años, ya no se llora. Además, el pecho no le dolía
todo el tiempo, sino solo a veces. Había aprendido a controlar sus
movimientos para reducir al máximo los momentos de crisis. Por
ejemplo, sabía que no tenía que respirar a fondo. Y que si quería
moverse en el lecho, debía hacerlo utilizando los brazos y los pies.
¡Nunca los músculos del abdomen!
Aunque en los cuatro ataques sintió la quemazón en el pulmón
izquierdo, pronto aprendió que algún nervio extraño debía de
conectar el brazo derecho con las costillas del lado opuesto, porque
cualquier gesto equivocado le producía un calambre que le hería el
pecho de parte a parte. Y lo peor era que entonces no podía respirar
bien.
Bachir reconoció los pasos de Magali en la arena. Al alzar la
puerta, la muchacha esbozó un lamento:
—Oh, se te cayó la lona. Tendrás calor...
—No se cayó. Vino Alí Suleiman y la dejó así.
—¿Para qué ha venido?
—Buscaba al tío.
—Siempre lo mismo... Y tú, ¿qué tal? ¿Estás mejor?
—Mucho mejor. Creo que iré a echar un partido de fútbol.
—¿Ahora? Es de noche. Llévate la linterna.
Magali no solo era guapa y amable; también tenía sentido del
humor. Se parecía a su madre. Pero también sabía ser enérgica y
decidida, como su padre. Y callar cuando debía permanecer en
silencio.
—¿Quieres que te lea?
—Ahora, no. Pero puedes encender la luz.
La chica pulsó un interruptor y se encendió un fluorescente
mortecino, colgado entre los mástiles de la tienda.
—Así está bien. Gracias.
Él tenía su propia bombilla, junto a la cabecera, en un soporte
fabricado por el tío, que en ocasiones encendía para mirar sus libros
de imágenes o jugar con sus cartas, cuando todo el mundo dormía y
él no tenía sueño.
La puerta de la calle sonó y Bachir supo que era su madre. Por
los ruidos que llegaban, trató de imaginar sus movimientos: caminó
hacia un rincón del patio y tomó el balde de cinc. Sacudió contra la
tapia la ceniza del brasero. Tronchó algunas ramas y las colocó en
el brasero, a la entrada de la tienda. Bachir sentía que tenía la
capacidad de ver el mundo a través de sus oídos: un camión pasó
dos casas más allá, a lo lejos sonaron los balidos de unas cabras...
Desde su recaída, las visitas de los amigos se espaciaron poco
a poco. Al comienzo venían todos los días. Luego, un par de veces
a la semana. Ahora hacía al menos quince días que no pasaban a
saludarle. A Bachir casi le daba igual, porque sus compañeros
apenas hablaban con él. Solo Habub y Fadel le contaban cosas
interesantes y escuchaban sus opiniones. Era una lástima que
vivieran tan lejos, porque de ser vecinos pasarían por allí todas las
tardes.
Ageila pasó a la tienda cargada con el brasero. Cantaba una
canción que interrumpió cuando preguntó a su hijo:
—Me ha dicho Magali que te duele el pecho. ¿Es mucho, hijo?
—¡Qué va, mamá! No es nada.
No había ninguna manera de medir el dolor. Sabía que a veces
dolía mucho y que otras veces poco, pero era difícil comparar con lo
que les dolía a otros. Algunas veces Bachir se decía que era un
quejica. Otras veces pensaba que era ya un hombre, porque resistía
sin gimotear. De pequeño, lo que más le asustaba no era el dolor,
sino quedarse sin respiración. A veces pensaba que sus pulmones
se iban a paralizar y que no iba a volver a respirar nunca más.
Ageila siguió canturreando arrodillada. Bachir la vio hacer
pensando que ella siempre estaba contenta, a pesar de que tenía
muchos motivos para estar disgustada. Observó cómo ahuecaba los
cojines, cómo colocaba los bordes de las alfombras, cómo disponía
el brasero y la bandeja con la tetera y los vasos... Preguntó:
—¿Qué tal Sukeina?
—Como siempre, hijo. Está muy decaída. Sarah ya no sabe qué
hacer, pero tampoco ayuda mucho, porque no está pendiente más
que del brazo de la niña. A veces piensa tonterías y, claro, eso lo
nota Sukeina. Piensa que nunca se va a cerrar su herida.
—Pobre chica...
—Es verdad, hijo, aunque así es la vida. Alá nos envía estas
cosas para saber si somos buenos creyentes. Y nosotros tenemos
que dar las gracias por todas las cosas que tenemos, más que
protestar por lo que no tenemos.
Bachir pensó en las palabras de su madre, que calló y volvió a
sus canciones susurradas. Tal vez su madre tuviera razón, pero Alá
sería más justo si repartiese el dolor entre todos los seres humanos,
un poco para cada uno. A él no le importaría sufrir dos o tres horas a
la semana durante toda la vida. Era mucho mejor que estar bien
durante muchos meses y luego estar mal durante muchas semanas.
Mientras Ageila salía, Bachir hizo pis procurando no girar
demasiado el cuerpo. Oyó cómo el líquido caía en el depósito, que
debía de estar medio lleno. Cuando acabó, vio los libros de
imágenes y pensó que no tenía ganas de hojearlos.
Decidió cerrar los ojos, con las manos bajo la nuca, y escuchar
con atención para tratar de adivinar de dónde procedían y de quién
o de qué eran los ruidos que venían de fuera.
ABD'SALAM

Abd'salam era el hermano mayor de su madre, el único de los


seis que había conseguido llegar hasta los campamentos. Los otros
tres varones habían muerto hacía años, en los combates contra el
enemigo. Las dos mujeres lograron salir al extranjero y vivían en
países lejanos y tenían incluso hijos. De vez en cuando llegaban
algunas cartas suyas, con algunos billetes que eran recibidos con la
alegría y la naturalidad con la que se recibe la lluvia.
El tío trabajaba en el hospital de Smara. Formaba parte del
comité de sanidad del campo y, además de ocuparse de papeles,
llevaba camillas, hablaba con las familias de los enfermos, ayudaba
a los médicos y traducía para ellos los pocos libros de medicina que
llegaban, escritos en francés. Ageila contaba que de joven quería
estudiar para ingeniero, pero la guerra llegó cuando había
conseguido una beca para ir a estudiar a España y ya nunca salió
del país.
Mbarca, Magali y Fiuna eran las tres hermanas mayores de
Bachir. La primera tenía casi dieciocho años, ya se había
comprometido y llevaba meses pensando y trabajando en el ajuar
de la boda, así que resultaba difícil verla por la casa. La tercera
tenía quince y decían que era una buena estudiante, aunque, según
su madre, tenía la cabeza llena de moscas. Cuando Fiuna apareció
en la tienda, Bachir se hizo el dormido e hizo como si no oyera su
pregunta:
—¿No ha llegado el tío?
Fiuna se detuvo a los pies de Bachir y le dijo:
—Sé que no estás dormido. ¿A que no sabes a quién me he
encontrado al venir de la escuela?
Bachir no abrió los ojos para responder:
—No. ¿A quién?
—A Dajba.
Nunca se sabía cuándo Fiuna decía la verdad y cuándo
bromeaba. Muchas veces le hablaba de esa chica solo por
sonsacarle y hacerle rabiar. Lo mejor, pensó Bachir, era no
interesarse demasiado.
—Bueno, si no estás interesado, no te contaré nada. Voy a
cenar.
—¿Qué te dijo? ¡Fiuna...!
Su hermana dio la vuelta y se fue sin hacer caso. Ahora, Bachir
tendría que esperar a que regresara y rogar que le contase su
conversación con la chica. Si es que la había visto... Pensó que
hacía mal en intranquilizarse, porque Dajba estaba más lejos de él
que la luna, más lejos incluso que los pastos donde su padre llevaba
a los camellos. Se consoló al oír su propia voz:
—Bah, seguro que no se la ha encontrado.
Bachir sintió enfado. No le gustaban esas bromas de su
hermana, una costumbre que adquirió dos años atrás, cuando fue a
España de vacaciones. No tenía nada que ver el humor de Magali
con las chanzas de Fiuna. Magali jugueteaba con la verdad. Fiuna
se movía en el nebuloso territorio de la mentira.
Al tío tampoco le gustaban esas bromas, y se enfadaba con ese
doble lenguaje. «Un saharaui nunca miente», decía Abd'salam muy
serio cuando regañaba a su sobrina. Y lo explicaba: «La gente del
desierto no puede mentir. Si a alguien se le dice que a dos días de
camino hacia el oeste hay un oasis o una jaima, no se le puede
engañar. De ello depende su vida».
Bachir volvió a cerrar los ojos y tuvo la sensación de que se
durmió un rato. Al poco oyó a su hermano Slama:
—¡Salam, Bachir! ¿Qué tal estás?
—Bien, hermano. ¿Dónde has estado?
—Con los Suéyah. Estuvimos haciendo adobes para la nueva
habitación y luego fuimos a los corrales. Su cabra ha parido dos
chivos. Tienes que verlos. Son blancos como la leche de su madre.
¿Ha venido el tío?
—Todavía no. Dijeron que vendría más tarde.
—Lástima... Hoy no le veré. Estoy cansado y me voy a acostar.
¿Necesitas alguna cosa? ¿Agua? ¿Leche?
—No, gracias, Slama. Estoy bien. ¿Tú no vas a cenar?
—Cené en casa de los Suéyah. Lo que tengo es sueño.
Su hermano era solo dos años mayor que él, pero parecía tener
veinte. Era muy hábil con las manos y conocía todo lo que hay que
saber sobre motores de coches. Ya de pequeño era hábil en arreglar
bicicletas destartaladas. El tío y Ageila estaban empeñados en que
estudiase en la escuela y que luego intentara seguir sus estudios
fuera de los campamentos, pero él quería ser mecánico. Bachir le
comprendía. Lo de estudiar estaba bien cuando se es pequeño,
pero cuando se es mayor nadie vive de estudiar.
De nuevo se quedó solo, pero sabía que sería por poco tiempo.
Dentro de poco llegaría Abd'salam y, con él, otros hombres que
tomarían el té de medianoche y charlarían de sus cosas. Esos eran
los momentos del día que más le gustaban. Aunque él no
participaba en las conversaciones, le agradaba saber qué ocurría en
el campo o en otras wilayas [12]. Qué noticias venían de fuera.
Quiénes eran los extranjeros que pululaban por allí. Qué ayudas
habían traído. Y, en definitiva, cuándo dejarían de ser refugiados y
volverían a su tierra...
Le llegó el canturreo de Ageila acercándose a la tienda. Se
detuvo cuando entró, preguntó a su hijo si necesitaba algo y, sin
esperar respuesta, retiró la sábana, tomó el recipiente de la orina y
se lo llevó. Al comienzo, lo relacionado con sus necesidades
fisiológicas avergonzaba a Bachir, pero ahora lo veía tan natural
como su madre. Si él no podía levantarse, alguien tenía que hacerlo
por él.
Las moscas revolotearon alrededor de la luz produciendo un
zumbido sordo. A Bachir le llegaron el rechinar de ruedas de una
carreta, un llanto de niño, el cacharreo en alguna cocina, el
chancleteo arrastrado de unos pies... Vivía en el interior de una
burbuja de lona, en la que se colaban esos ruidos. Le parecía que la
lona era transparente y que podía ver el mundo a través de la tela.
Un mundo construido a partir de sonidos.
A veces echaba de menos la compañía. Cuando cayó enfermo
por segunda vez, su padre levantó la casa de adobe. Como dormía
durante el día, la jaima quedó para él y la vida familiar se trasladó a
la casa. Bachir disponía de un enorme espacio para él solo, pero le
sobraba casi todo, ya que no podía hacer otra cosa que estar
tumbado. O sentado, como mucho.
Bachir se dejó caer en el sopor de la digestión. Notó que su
madre alzaba la sábana y dejaba a su lado el depósito de la orina, y
sus labios dibujaron una sonrisa de agradecimiento. Le gustaba esa
sensación de somnolencia, en la que se dejaba resbalar a veces,
cuando se aburría, y en la que el tiempo se encogía.
Le despertó el susurro de unos pies caminando por el suelo
alfombrado. Se sorprendió al notar que alguien había apagado la
luz. El interior de la tienda estaba sumido en una oscuridad total.
Pero adivinó quién estaba a su lado:
—¿Tío?
—Hola, Bachir. ¿Qué tal estás?
—Muy bien. ¿Hace mucho que has llegado?
—Un poco.
—Uf... Creo que me he dormido.
—¿Cómo que crees? Roncabas como un camello. Ni
escuchaste mi saludo ni te diste cuenta de que apagué la luz.
Fiuna se burlaba de sus ronquidos y en ocasiones entraba en la
jaima preguntándole dónde escondía las cabras, pero no había mala
intención en la observación de su tío. A Bachir le fastidiaba no
controlar los ruidos de su garganta mientras dormía. Tenía la
sensación de que todos los que pasaban por la calle se burlarían de
ese gruñido y pensarían en Bachir el Roncante, Bachir el Durmiente,
Bachir el Inútil... Pero trató de evitar ese sentimiento humillante y
preguntó a Abd'salam:
—¿No vendrá nadie esta noche?
—Sí, claro. Iré preparando el brasero.
—Enciende la luz.
—No te preocupes, me apaño en la oscuridad.
—Prefiero que des la luz.
El tubo esparció una claridad que poco a poco fue ganando en
intensidad. El chico esbozó una sonrisa al ver cómo su tío se
acercaba y se colocaba en cuclillas a su lado. Durante un rato
charlaron acerca de cómo habían pasado el día y Abd'salam se
interesó con detalle por su estado: si había sentido dolor, si era más
o menos intenso que la víspera, si tenía molestias al respirar
profundo, si había tomado suficiente cantidad de agua...
Y, como todas las noches, ayudó a su sobrino a ponerse de
costado y observó su espalda y sus nalgas enrojecidas, viendo con
satisfacción que no se habían formado llagas.
Ageila, Magali y Abd'salam eran las únicas personas que tenían
permiso para escrutar así su cuerpo. Dejó que su tío le pellizcara en
algunas zonas para comprobar la elasticidad de su piel y escuchó
con atención sus consejos:
—Ya sabes: procura estar de costado tanto tiempo como
puedas, y no te rasques si sientes escozor. Si te molesta mucho,
avisa a tu madre o a tu hermana para que te den unas friegas.
Recuerda que esto es muy importante. Y bebe mucha agua.
Bachir asintió. Hace tiempo había comprendido que uno de los
riesgos de estar tumbado era que la sangre se acumulase en la
parte inferior del cuerpo, con el riesgo de sufrir inflamaciones y
llagas.
Acabada la revisión, Abd'salam se dirigió al otro extremo de la
jaima y se ocupó del brasero. A Bachir le habría gustado prenderlo
él, e incluso preparar el té para los invitados de su tío, pero debía
esperar aún algunas semanas para hacerlo. Ahora tenía que
conformarse con observar. Observar y escuchar. Escuchar incluso el
silencio, solo roto por el crepitar del fuego.
Bachir, que era experto en conocer el mundo a través de los
sonidos, también sabía que el silencio era una forma de
comunicación.
VOCES

Poco a poco llegaron los visitantes. Se descalzaban al entrar,


pronunciaban el saludo ritual y preguntaban a Bachir por su salud,
deseándole salam. Luego, se sentaban en el suelo, alrededor del
fuego y la mesita, formando un círculo que se ensanchaba a medida
que entraban otros hombres. Después de los saludos, ya no volvían
a ocuparse del chico, porque esa charla era solo de adultos.
Bachir se sentía privilegiado por estar allí. Ni las mujeres ni
otros niños participaban en esas conversaciones. En realidad,
tampoco él, porque nunca se habría atrevido a alzar la voz
interrumpiendo una conversación de mayores, pero ya tenía
bastante con escuchar.
Nunca se sabía cuántas personas llegarían cada noche. A
veces era solo una. A veces más de doce, pero nunca se tenía
sensación de agobio. Siempre había lugar para alguien más.
Siguiendo la tradición saharaui, que obligaba a cada familia a
cocinar más raciones que las necesarias por si aparecía un
hambriento, a veces Abd'salam servía una cena a algún invitado,
mientras los otros tomaban el té.
Tumbado donde estaba, Bachir oía las conversaciones, que
casi nunca tenían un propósito determinado. A veces se trataba de
asuntos triviales, de noticias intrascendentes, en las que
participaban todos, y en las que no faltaban el humor y las grandes
risotadas:
—... no cerró la puerta y las cabras se escaparon durante la
noche. A la mañana siguiente, cuando llegó al corral, regresó a casa
desesperado, pensando que nunca más vería a sus animales.
—Es la tercera vez que le ocurre algo así durante este año.
—Seguro que alguna de sus cabras ha aprendido a quitar el
pestillo de la puerta...
—Anduvo persiguiéndolas todo el día, preguntando aquí y allá
si alguien había visto una cabra suelta. Aún le falta una de sus
crías...
—¡Que se habrá caído en alguna cazuela! ¡Ja, ja!
Otras veces, alguien trasladaba algún suceso de importancia,
que afectaba a ese campamento o a wilayas vecinos. El narrador
era escuchado con atención y los demás expresaban su parecer, a
veces dando lugar a intervenciones apasionadas:
—Los alemanes han ofrecido quinientas placas solares, pero
hay que traerlas desde la costa. Podríamos organizar un convoy con
los mejores camiones, pero hay que tener en cuenta el precio del
combustible. No sabemos si habrá dinero suficiente para comprar el
necesario para la ida y la vuelta.
—¿Y no será mejor contratar a los argelinos, para que las
traigan?
—¡Ni hablar! De las quinientas placas es posible que llegaran
menos de doscientas. Y eso, si no se pierde el convoy entero.
—Para eso, más valdría ofrecerles la mitad de la carga.
Doscientas cincuenta placas para ellos, otras tantas para nosotros.
—Pero para nosotros, esas placas son vitales. Ellos tienen gas
y petróleo, pero a nosotros solo nos queda el sol. Sin esas placas no
tendremos electricidad para los hospitales o las escuelas.
—¿Y no se ha pensado en cambiar el transporte por azúcar?
Los cubanos han ofrecido enviarnos varias toneladas el mes
próximo.
—¿Te olvidas de su bloqueo? El año pasado nos llegó menos
de la tercera parte de lo que vino el anterior...
Tampoco faltaban momentos en que alguien relataba algún
episodio de su vida o de la de su familia, que permitían a Bachir
hacerse idea de la historia de su pueblo y de las penalidades que
habían sufrido hasta llegar donde se encontraban:
—Sí, mi padre fue de los primeros. Llegó con su mujer, mi
madre y doce niños entre las dos familias. Después de semanas de
viaje por el desierto le dijeron: «Aquí podéis quedaros. Este será
vuestro hogar». Y les dejaron en medio de la hammada [13], este
desierto de piedras y polvo, sin agua a muchos kilómetros a la
redonda. Menos mal que enseguida comenzó a llegar la ayuda
internacional. A pesar de todo, el primer año murió la tercera parte
de los niños.
Muchas de esas historias se contaban en la escuela, cuando
las maestras trataban de que los niños no perdieran la memoria
colectiva. Para Bachir, cada palabra era una confirmación de que
sus abuelos y sus padres habían sufrido mucho. Más incluso que él
con su enfermedad. No tenía derecho a quejarse porque, después
de todo, él no tenía que preocuparse por el agua o la comida... Ni
siquiera por la falta de electricidad. En medio de aquel desierto, la
placa de su familia permitía mantener en funcionamiento tres
lámparas y una ruidosa nevera.
Abd'salam no permitía fumar en la tienda, para evitar que el
humo dañara los pulmones de su sobrino, así que en ocasiones
Bachir veía a través de la puerta las brasas que iluminaban los
rostros de los hombres, mientras continuaban fuera sus
conversaciones.
Las reuniones nocturnas acababan cuando se iba el último
hombre, pero siempre quedaban agua y té por si alguien llegaba
tarde. A veces salían en grupos, pero en ocasiones se despedían
uno a uno.
Cuando el último visitante se despidió, Abd'salam tomó el
brasero y lo sacó fuera de la tienda. Bachir siguió el sonido de sus
pasos y le imaginó cruzando el patio hacia la letrina. Luego, le oyó
volver y retirar la mesa con los vasos, para extender la alfombra
sobre la que dormiría. Mientras se desvestía, preguntó a su sobrino:
—¿Estás despierto?
—Sí. No tengo sueño.
—Pues debes dormir. El descanso es importante para ti.
—No tengo sueño. Ya dormí por la tarde.
—A ver si te pones bueno pronto y puedes volver a la escuela y
a jugar con tus amigos. ¿Has tenido alguna visita hoy?
—No. Bueno, sí, vino Alí Suleiman, pero quería verte a ti.
—¿Y te dijo qué quería?
—No.
—La próxima vez le dices que si quiere verme que vaya al
hospital. Él sabe dónde encontrarme.
Bachir pensó que tampoco a su tío le gustaba el director de la
escuela, lo que añadió un grano más a su montañita de antipatía.
Antes de apagar la luz, Abd'salam dijo con cierra irritación:
—O mejor no le digas nada. Leila saida, hasta mañana.
Abd'salam solía dormir en la tienda con Bachir. Era de los
pocos hombres saharauis que nunca se habían casado, algo que no
estaba bien visto en una sociedad que sentía tanto aprecio por la
familia. Todo el mundo sabía que su primera novia había muerto
joven, antes de que pudiera celebrarse la boda. Además, Abd'salam
se había ganado durante años el aprecio de todos los habitantes del
barrio y era conocido en los campamentos más distantes. Nadie
había podido criticarle nunca que no le hubiera ayudado en sus
peticiones justas y muchas personas tenían una deuda de gratitud
con él.
—Hasta mañana, tío.
El tío apagó la luz. Bachir tardaría en acomodar sus ojos a la
penumbra. Esa noche no tenía ganas de entretenerse con sus
libros, así que no encendió la bombilla que había junto a su cabeza.
Dirigió su mirada al rectángulo de la puerta y su vista fue captando
el gris plateado con que la luz de luna pintaba el tensor de la tienda,
la valla de adobe, el tejado de uralita de la letrina... Llevaba
semanas contemplando el mundo a través de ese pequeño
recuadro, que conocía con aburrido detalle tanto de día como de
noche.
La respiración de su tío, a pocos metros de él, se acompasó
hasta llegar al sueño. A esas horas, solo se oían murmullos aislados
y lejanos, cuyo origen no podía precisar. Muy de vez en cuando
llegaba el lamento de algún animal en los corrales. Bachir imaginó el
silencio como una suave manta protectora extendida por el
campamento.
Entonces, llegó la Voz. Si no llevaba mal la cuenta, era la cuarta
noche que la escuchaba. Acostumbrado a asignar rostros y formas a
voces y ruidos, la primera vez imaginó a algún enfermo quejándose
con la aflicción de un agonizante. La segunda noche descubrió un
ritmo y supuso que alguien cantaba una triste y monótona canción
de cuna. La tercera había tenido la certeza de que esa voz procedía
de una garganta cascada por la edad y pensó en el llanto de un
anciano. Esta noche, al llegar de nuevo, no sabía qué pensar. Se
entretuvo en aislar ese sonido de otros murmullos y supo que venía
de cerca, quizá solo de tres o cuatro tiendas más lejos.
Escuchó con interés. Ciertos pasajes parecían una canción,
pero otros sonaban como lamentos. En cualquier caso, no podía
identificar una sola palabra, porque el sonido llegaba apagado,
como si tuviera cuidado en no despertar a nadie. Si esa Voz hubiera
sonado durante el día, habría pasado desapercibida entre los ruidos
cotidianos. Bachir se estremeció al pensar que solo él podía
escucharla y sospechó que quizá era un mensaje dirigido a él y a
nadie más.
Sabía por las veces anteriores que ese lamento, o lo que fuera,
duraría aún un buen rato. Y la noche anterior se dio cuenta de que
poco después de que cesara había notado pisadas junto a su
tienda. Por eso, estuvo atento a que acabara y aguzó su oído. La
Voz cesó de repente y el silencio de la noche pareció espesarse.
Luego, de la misma dirección llegaron un leve rumor y a
continuación unos pasos. Unos pasos y algo más. Algo que Bachir
imaginó sonando así: «Ssh, tap, ssh, tap, ssh, tap, ssh, tap...».
El soniquete fue acercándose. Su cerebro se esforzó por
encontrar algo que produjera ese levísimo ruido... ¡Y lo encontró!
Unos pies y dos bastones. Alguien caminando quizá con muletas.
¡Eso era! Un anciano, o tal vez una anciana, arrastrando los pies
mientras se apoyaba en un par de muletas.
Sonrió al pensar que había por fin descubierto el origen de esa
misteriosa Voz. Se sintió tan contento que para sorprender a quien
tanto le había intrigado simuló el balido de una cabra:
—¡Be-e-e-e-e-e!
Los pies y las muletas parecieron detenerse unos segundos.
Bachir no pudo evitar una leve carcajada al pensar que quizá el viejo
caminante se hubiera sentido asustado. Al poco, se reanudó el
sonsonete: «Ssh, tap, ssh, tap, ssh, tap...».
Y la anciana, o el anciano, se alejó bajando la calle, hasta que
se perdió en la oscuridad y el silencio.
DAJBA

Bachir despertó al oír a su tío. Había pasado la noche sin que


su pecho se quejara lo más mínimo y estaba seguro de que en
menos de una semana podría salir fuera, al menos para sentarse, o
incluso para volver a dar los primeros pasos en el patio. El sol
brillaba sobre la tapia y el tejado que podía ver a través del recuadro
de la puerta. Las paredes de la jaima empezaban a pintarse de
anaranjado.
Abd'salam le preguntó qué tal había dormido y si necesitaba
alguna cosa. Le deseó buen día y se despidió de él:
—Hasta la noche, Bachir.
—Adiós, tío.
El muchacho se desperezó estirando los brazos con cuidado.
Se encontraba perfecto. Eran las mejores horas del día y merecía
estar despierto para disfrutarlas. Dentro de un rato, Magali le daría
friegas con aceite en la espalda y las piernas, un buen rato de
masaje en el que encontraba un placer especial. Luego, su madre
traería el desayuno. Pasarían Slama y Mantu a despedirse antes de
ir a la escuela. Quizá apareciera Fiuna para contarle de una vez lo
que había charlado con Dajba, si es que de verdad se había
cruzado con ella...
Hasta las diez, todo era agradable, siempre que sus pulmones
no se quejaran. Ageila ordenaría alfombras y cojines, cantaría
alguna canción, le cambiaría el depósito del pis, le lavaría con un
paño húmedo para refrescarle, alzaría la lona que ocultaba la
ventana de gasa... No había que hacer esfuerzos para sentirse
optimista.
Luego vendrían tres o cuatro horas soportables. El calor aún no
sería asfixiante y se entretendría imaginando lo que ocurría en la
calle, jugando a asociar voces con rostros y sonidos con objetos. O
podría hojear sus libros para imaginar aventuras en tierras lejanas.
Tal vez, con suerte, al final de la mañana, cuando los rayos del sol
comenzaran a castigar sin piedad la lona de la tienda, apareciera
algún amigo...
La vida en el desierto, siempre lo había oído decir, viene
determinada por dos factores: el agua y el calor. Por el agua no
había que preocuparse en exceso, porque se había aprendido a
buscarla y a arrancarla del interior de la tierra, a conducirla por
tuberías, a transportarla en cisternas y a almacenarla en depósitos.
Pero el sol no se podía domesticar. No quedaba más remedio que
resguardarse de él. Cuando llegaran las horas de calor, la actividad
en la calle se paralizaría porque los seres humanos se esconderían
a la sombra de un tejado o de un toldo. Bachir se había
acostumbrado a dormir durante esas horas, de modo que apenas
era consciente del bochorno en el interior de la jaima. Su cuerpo
había aprendido a protegerse del sufrimiento. Se adormilaba casi
desnudo, cubierta la cara por una tela oscura y húmeda que
protegía su boca, su nariz y sus oídos del ataque de las moscas y
sus ojos del fulgor naranja de la lona.
Un día más, el muchacho iniciaba su rutina de convaleciente.
Disfrutaría de la relativa tibieza de la mañana y conseguiría dormir
casi toda la tarde. Permanecería en vela cuando cayera la noche y
la temperatura fuera soportable. Dos o tres horas antes del
amanecer, al llegar el frío, se arrebujaría bajo las colchas y se
adormecería de nuevo.
El reto era superar el aburrimiento. Cuando era pequeño, en el
anterior ataque, los minutos se convertían en horas. Ahora casi le
daba vergüenza reconocerlo: entonces exigía casi a gritos que su
madre o sus hermanas permanecieran a su lado para atender sus
necesidades. Solo Ageila y Magali habían conservado la paciencia.
Mbarca y Fiuna no resistieron la prueba y a partir de cierto momento
buscaron excusas para no estar en casa o fingir otras ocupaciones.
No las culpaba: Bachir reconocía que en muchos momentos se
había comportado como un tirano caprichoso.
Cuando se es mayor, pensaba Bachir, hay que soportar el dolor
como un hombre. Recordaba la última vez que estuvo en el hospital.
Tenía nueve años y en la habitación había otros niños de su edad e
incluso más pequeños, con problemas mucho más serios, que sí
tenían motivos para llorar o gritar. Después de todo, lo suyo no era
demasiado grave. En un mes, o quizá en dos, sus pulmones
volverían a curarse y él podría hacer vida normal. Quizá eso no
volviera a repetirse nunca. Lo habían dicho los médicos: quizá...
La mañana transcurrió sin sobresaltos. Poco antes del
mediodía, reconoció con el pulso alterado las pisadas y la voz de
alguien conocido: Fatimetsu, la vecina, venía a charlar con Ageila.
Pero supo inmediatamente que venía sola, y los latidos de su
corazón recobraron su ritmo. Escuchó cómo en el patio las dos
amigas se saludaban y al poco entró la mujer.
—Salam alikúm, Bachir.
—Alikúm salam.
—¿Cómo has pasado la noche? ¿Cómo estás hoy? ¿Qué tal
están tus pulmones? ¿Has dormido bien? ¿Te encuentras a
gusto?...
Las preguntas de Fatimetsu estaban formuladas siguiendo el
ritual saharaui del saludo tradicional, que les llevaba a interesarse
por todo lo que afectara a la persona: su estado, el de su familia
cercana, el de su salud, el de sus parientes más lejanos... A cada
pregunta, Bachir sonreía y respondía a la mujer:
—Le bes... le bes... le bes... le bes... [14]
Fatimetsu era la madre de Dajba. También era la cocinera que
le llevaba de vez en cuando deliciosos dulces.
—Los pasteles de ayer estaban muy ricos. Sucran [15].
—Ah, ya te traeré algunos más. Precisamente ayer mi hijo
compró en el mercado una calabaza. Hoy la estoy cociendo para
hacer unos dulces deliciosos. En cuanto se enfríe...
Fatimetsu era una de las mujeres más habladoras que Bachir
conocía. Atendió cortés a sus explicaciones culinarias, pero su
interés estaba en otro sitio. Reconocía que sus postres eran
deliciosos, pero lo más interesante de ella era ser la madre de
Dajba. Pensó si sería conveniente pedirle: «¿Y por qué no me los
trae Dajba?». Pero no se atrevió. Mientras tanto, la mujer hablaba, y
hablaba...
Dajba tenía trece años e iba a la misma escuela que Bachir,
aunque estaba en un curso distinto. Bachir se perdió en sus
ensoñaciones. Dajba era una chica... indescriptible... Uno podría
tirarse horas admirando su rostro cobrizo, su cabello oscuro, sus
ojos negros, su nariz respingona, sus dientes blancos, con una de
las palas levemente mellada, sus uñas... Mientras Fatimetsu
describía la diferencia entre la mermelada y la confitura de calabaza,
Bachir recordó que hacía al menos cinco días que la chica no
pasaba a saludarle. Cuando tres años antes estaba en cama, Dajba
iba con frecuencia con otros amigos a jugar al parchís, y tiraba su
dado cuando él no podía hacerlo. Incluso se ponía de su parte, en el
juego. Pero eso era antes. ¡Ahora hacía cinco días que no iba a
visitarle!
La charla de Fatimetsu seguía imparable y Bachir pensó que la
mujer ya habría tenido tiempo suficiente para cocer cuatro docenas
de pasteles de calabaza y otros tantos de fresa. Por eso, en un
respiro de sus explicaciones, el muchacho interrumpió:
—Tengo que devolver uno de estos libros a la biblioteca de la
escuela. ¿Podría decirle a Dajba que venga a recogerlo?
—Claro, hijo, claro, ya se lo llevaré yo. Y le diré que te traiga
otro. Haces muy bien en leer, porque yo siempre digo...
Fatimetsu se acercó para recoger el libro y Bachir sintió como si
le hubiera pisado el pecho. Alargó con disgusto la mano, tomó uno
de los libros y se lo tendió a la mujer. Ella lo recogió sin parar de
hablar. Bachir se subió la sábana hasta la barbilla y cerró los ojos.
La mujer captó el gesto:
—Ah, pobre chico, estás cansado y yo estoy aquí, hablando y
hablando, y tu madre y yo tenemos muchas cosas que hacer.
Bachir pasó el resto del día malhumorado. Mantuvo la
esperanza de que Dajba pasase por allí, pero por supuesto la chica
no apareció. El disgusto se acrecentó con la puesta de sol y dio
paso a una melancolía que transformó en rabia al pensar en la
distancia de sus amigos y en las cosas que perdía con esa estúpida
enfermedad.
Ni siquiera se mostró hablador con su tío, ni tuvo mayor interés
por la charla de los hombres en el té de medianoche.
Cuando Abd'salam se acostó, Bachir alargó la mano y prendió
la bombilla que había a su cabecera. No tenía sueño. Colocó otro
almohadón bajo su cabeza y comenzó a hojear uno de los libros, de
bordes amarillos, en los que aparecía un título que para él no tenía
mucho significado: National Geog...
Abd'salam, poco antes de dormir, hizo un nuevo intento por
conocer las causas del malhumor de su sobrino:
—¿De verdad que esta tarde no te ha dolido el pecho?
—No.
—¿Y has cenado bien?
—Sí.
—Buenas noches, hijo.
—Leila saida.
Bachir hojeó con desgana las páginas del libro. Como no
entendía el texto, escrito en francés, no tenía que esforzarse con las
letras. Observó con atención dibujos y fotografías. Recordaba
lecturas que Magali le había hecho sobre los indios americanos.
Durante un rato contempló hombres semidesnudos montados a
caballo, persiguiendo animales que parecían vacas lanudas,
disparando a veces con flechas y otras con fusiles. Comparó esos
dibujos de hombres ágiles y buenos cazadores con fotos de
hombres tristes y gordos, mal vestidos con trajes y pieles, en las que
aparecían soldados con sombreros y pistolas. Se preguntó si serían
los mismos, porque los rostros eran parecidos, pero había una gran
diferencia entre la dignidad de unos y el aspecto de derrota de los
otros.
Cerró el libro pensando que había una distancia enorme entre
la libertad y la esclavitud. Notó un escalofrío al pensar en su pueblo
y se dejó llevar por una sensación de pesar. El día no había sido
bueno, pese a que sus pulmones se habían comportado bien. Para
probarlos, inspiró en profundidad, pero se detuvo al sentir que el
dolor seguía ahí, acechando, dispuesto a morderle a la menor
distracción.
Le escocían los ojos. Tenía ganas de llorar. A él le habría
gustado montar a caballo por praderas como las que aparecían en
los dibujos. Lugares donde el sol es piadoso y donde mana fácil el
agua que hace crecer la hierba y los árboles. No importaba que las
tiendas en que vivían esas personas parecieran pequeñas y pobres.
Lo fundamental era caminar, cuidar animales, pasear con una
mujer...
Apagó la luz. El silencio se había extendido ya por el
campamento. Esa noche corría una ligera brisa que hacía
estremecer las lonas y los tensores de las jaimas.
Al rato llegó la Voz, pero apenas prestó atención. Le importaba
poco saber si el anciano cantaba, lloraba o se quejaba. A lo mejor le
dolían las piernas y por eso llevaba muletas y se lamentaba. Quizá
esa persona hubiera tenido un accidente y necesitara caminar con
ayuda. Había oído que las minas que se dispersan en las guerras a
veces amputan los pies o las piernas de los soldados. Tal vez ese
hombre no tuviera extremidades. El «tap» parecía ser el ruido de un
bastón o de una muleta. ¿Qué era entonces el «ssh»? ¿Un pie? ¿El
muñón de una pierna? ¿El extremo de una rodilla?
Cuando la Voz se detuvo, Bachir prestó atención a otros
susurros. Pudo imaginar que alguien ataba la puerta de la jaima,
ligeramente sacudida por el viento. Y, luego, como si la brisa llevara
hasta sus oídos, el sonido «Ssh, tap, ssh, tap...».
No eran unos pies desnudos, de eso estaba seguro. Podían ser
unas sandalias, pero también las cubiertas de cuero que había visto
en algunos mutilados. También podían ser prótesis...
Bachir no tuvo piedad de ese hombre. Él también sufría, y no se
quejaba tanto. Cuando las pisadas llegaron a su lado, imitó la voz de
un camello enfadado:
—¡Groororgggrooorg...!
Las pisadas se detuvieron unos instantes. Como si esa persona
repitiera con precisión los gestos de la noche anterior, al poco
reanudó el paso y el susurro («Ssh, tap, ssh, tap...») se perdió en la
negrura de la noche.
CAMELLOS

A mediodía, Fiuna apareció como una exhalación en el umbral.


Sin descalzarse y por tanto, sin intención de entrar, dijo a Bachir:
—Traigo algo para ti.
—¿Qué es?
—Ya lo verás. Te lo dejo al lado.
—¡No lo tires desde ahí!
La chica arrojó desde la puerta un libro, que resbaló sobre el
piso alfombrado y quedó lejos del chico. Puso gesto de fastidio al
quitarse los zapatos, entrar a la jaima, recoger el libro y acercarlo a
las manos de Bachir, que protestó:
—Te dije que no lo tiraras.
—Eres un quejica. Toma.
—¿Qué es?
—Un libro. Ya lo ves.
—¿Es para mí? ¿Quién te lo ha dado?
No hacía falta preguntarlo, pero a Bachir le gustaba que le
hablasen de Dajba. Además, Fiuna le debía una confidencia desde
dos días atrás. Pero él sabía que su hermana jugaría con él como
una araña con una mosca. Decidió no mostrar mucho interés, pero
pronto comprobó que Fiuna era un auténtico demonio:
—Ah, ya sé...
—¡Claro! ¿De quién iba a ser? ¿Qué otra chica se iba a fijar en
ti?
—Eres una estúpida.
—Pues dentro hay una nota que quizá te interese...
—¿Qué dice?
—Si supieras leer, no me lo preguntarías...
Bachir pasó rápido las páginas del libro y un trozo de papel
cayó sobre su pecho. Lo tomó, lo abrió y contempló unos signos que
apenas podía descifrar. Era una nota de varias líneas, escritas por
Dajba en una hoja de cuaderno. El chico intentó descifrar el texto,
pero su prisa era mayor que su paciencia.
Fiuna permaneció a su lado mientras el muchacho hacía
esfuerzos para leer la nota. Bachir notó que un borbotón de sangre
ascendía a su rostro, en una mezcla de vergüenza y de ira. Ordenó
a Fiuna:
—¡Léemelo!
Nada más decirlo supo que esa era la peor manera de
conseguirlo. Como había previsto, la chica sonrió y dijo que
intentara hacerlo él, que así se entretendría, y salió de la jaima sin
despedirse.
Bachir se sintió furioso con la nota entre sus manos. Dedicó
unos minutos al escrito, llegando a descifrar algunas palabras
sueltas, pero pensó que era mejor esperar a que Magali pasara por
allí para leerle la nota. Con cuidado, se puso de costado y hojeó el
libro. Era otro número de National Geographic, de lomo y cubiertas
sobadas, con huellas de grasa en las hojas.
A Bachir le avergonzaba no saber leer, pero solo cuando se
encontraba con amigos de su edad. Justificaba su ignorancia con un
puñado de razones, todas ellas derivadas de su enfermedad, que
siempre le había impedido una asistencia regular a la escuela. En
realidad, como en otros asuntos, aprovechaba sus privilegios de
enfermo para disfrutar de un mundo blando y cómodo, a la medida
de sus necesidades básicas. Curiosamente, a pesar de ello le
complacía rodearse de libros, que sabía que le abrían las puertas de
mundos distintos del suyo.
Le gustaban los libros de imágenes en que aparecían lugares
exóticos, animales maravillosos, rostros y costumbres
extravagantes... Se detuvo ante unas fotografías que llamaron su
atención: un rebaño de llamas conducido por un grupo de hombres
de escasa estatura y rostro chato. No conocía el nombre de esos
animales y jamás los había visto, pero le parecieron camellos a
medio crecer: bajitos, sin joroba, con un cuello corto... A pesar de
ello, los hombres los cargaban y cabalgaban. Pensó que aquellos
seres humanos debían de ser muy desgraciados, con esos animales
tan poco dignos.
Cerró el libro y pensó en su padre, Brahim Mednah, que
andaría en las tierras del sur, muy lejos, con su caravana de
camellos. Le echaba de menos, pero siempre había sido así. Él
debía moverse con sus animales de un sitio a otro, buscando los
mejores pastos y vendiendo el ganado para mantener a su familia.
Los Mednah habían vivido de los camellos durante generaciones. Si
de mayor se curaran sus pulmones, él acompañaría a su padre y
aprendería a atravesar el desierto. También él sería camellero.
Se aburría. La noche anterior había dormido demasiado.
Cambió de posición y se colocó sobre el otro costado. Los mástiles,
el ventanuco, la mesita del té, los cojines... eran tan conocidos que
no podían ofrecerle distracción. Tampoco tenía ganas de ver el libro,
que prefería hojear por la noche. Tomó el cordón y jugó un rato a
espantar o aplastar alguna mosca desprevenida que buscara alguna
migaja de comida sobre las alfombras.
Sus ojos buscaron por el suelo. A la altura de sus rodillas, dos
moscas copulaban, una montando a la otra. Bachir flexionó
despacio el torso, echó el cordón detrás de su cuello, calculó la
distancia y su brazo salió disparado. Tras él, el látigo de algodón...
Sonó un golpe y el chico observó sin piedad cómo los dos
animales quedaban despanzurrados. La satisfacción por su puntería
duró solo una décima de segundo. Como si el Rey de las Moscas
hubiera querido castigarle por su crimen, una corriente de fuego le
taladró desde el hombro izquierdo hasta el esternón, paralizando su
pecho.
No lo esperaba. Su rostro se contrajo, cerró los ojos y apretó los
dientes. El dolor le había sorprendido en una posición inusual, con la
cabeza fuera de las almohadas y el brazo extendido. Durante un
largo rato no pudo respirar ni cambiar de postura, mientras sentía el
fuego quemando su pulmón. Ni siquiera podía gritar.
Pensó que nunca volvería a respirar. De sus ojos brotaron
algunas lágrimas y oyó el zumbido de algunos insectos siempre
dispuestos a robarle su agua. Por fin, sus pulmones lograron
expulsar el aire y Bachir aspiró despacio un par de bocanadas,
conteniendo luego la respiración. Su mano derecha soltó el látigo y
presionó sobre el suelo para recobrar una posición menos forzada.
Después de un rato, su cuerpo se distendió. Seguía con los
ojos cerrados y, aunque el dolor había decrecido, todavía el pecho le
ardía con la sensación de que cientos de hormigas le mordían el
pulmón. Hizo un enorme esfuerzo y logró gritar:
—¡Mamá, mamá...!
Fue Magali quien acudió a la jaima. Se descalzó y acudió en su
ayuda mientras se lamentaba:
—¡Ay, pobrecito! ¿Otra vez te ha venido el dolor? Espera,
espera, déjame que te ayude...
La chica le ayudó a colocarse boca arriba, tomándole por los
hombros y girando su cuerpo. Al tiempo, trataba de consolarle:
—No te preocupes, hermano, ya pasará. Es solo un momento.
Tranquilo, despacio...
La hermana supuso que el ataque era intenso, a juzgar por
cómo le había encontrado, flexionado de una forma tan inusual.
Magali frunció el ceño, compadeciéndose de ese chico tan
desvalido. Una vez estuvo boca arriba, le acarició la frente y el
cabello, acunándole como si estuviera durmiendo a un recién
nacido:
—Ssss, sss...
Bachir fue relajándose. Logró abrir los ojos y envió a su
hermana una sonrisa de gratitud. Inspiraba y espiraba rítmicamente,
tomando pequeñas bocanadas de aire. La quemazón se había
apagado, pero el chico sabía que, en los próximos minutos,
cualquier movimiento brusco avivaría las llamas. Ella tomó un
pañuelo, lo mojó en agua y se lo pasó por la frente, la cara, el
cuello...
La calma se rompió cuando Magali dio un grito:
—¡La comida! ¡La comida está al fuego! —y salió en dirección a
la cocina.
Bachir oyó ruido de cacharros y algunas maldiciones de su
hermana. Fiuna debió de salir del beit, porque las voces de las
chicas se mezclaron en el patio. Discutían. Él se alegró de que
Fiuna llevara la peor parte: su hermana la acusaba de pensar solo
en sus cosas y de no atender ni al hermano ni las tareas de casa.
Pese a que no podía ver la escena, Bachir imaginó a sus
hermanas en el patio de la casa, el espacio de arena que había
entre la jaima en la que él estaba y la casa de adobe que su padre
alzó al fondo. A la derecha, la letrina. A la izquierda, la cocina. Su
discusión saltaría por encima del murete de adobe que rodeaba esa
fracción de desierto domesticado en el que transcurría la vida
familiar. Magali zanjó la discusión ordenando a su hermana que
barriese el suelo del beit y que, en lo sucesivo, atendiera como ella
a las necesidades domésticas.
Bachir, a pesar del dolor, no pudo evitar una sonrisa malvada.
Luego, cayó en la cuenta de que todo aquello había ocurrido por dos
simples moscas. Se juró que nunca, nunca más, volvería a cazarlas.
Al menos, durante el tiempo que estuviera tumbado.
Magali regresó, atendió un rato más a su hermano y cerró la
loneta de la ventana de gasa. Le convenció para que tomase una
aspirina y tratase de dormir. Mientras bajaba la lona de la entrada,
Bachir pareció recordar algo y pidió a Magali:
—¿Me lees una cosa?
—¿Ahora? Tengo muchas cosas que hacer.
—Es muy corta...
Ella accedió. Volvió a su lado y recibió la nota de Dajba. Hizo un
comentario irónico pero no burlón sobre la carta y leyó a Bachir:

Amigo Bachir:
Estos días he estado muy ocupada en la
escuela y en casa y no he podido ir a visitarte. Me
dice mi madre que te encuentras cada vez mejor y
me alegro. A ver si pronto te vemos por aquí. Un
día de estos te llevaré algo que te divertirá.
Saludos,

Dajba

El chico escuchó atento y se sintió frustrado al acabar la lectura.


Dajba prometía venir. Pero ¿cuándo? ¿Y con qué?
Cuando Magali salió, Bachir cerró los ojos y se concentró en
apartar los últimos rastros de dolor. La aspirina le adormiló. Antes de
conciliar el sueño, notó que la brisa había arreciado y movía el techo
de la jaima. Recordó algunas fotografías sobre el mar y pensó que
la lona debía de hacer las mismas ondulaciones que las olas.
Despertó varias horas más tarde. Sentía ganas de hacer pis,
pero le asustaba moverse. Estaba oscuro, aunque aún no era de
noche, a juzgar por la rendija de luz que veía por la puerta. La brisa
se había convertido en un viento suave y podía escuchar las
partículas de arena chocando contra el techo y los laterales. Temió
que el polvo entrara y le hiciera estornudar, pero alguien había
amarrado bien las lonas de la puerta y la ventana. Pensó que Ageila
no le oiría si llamaba, así que se movió con cuidado, tomó el
depósito y orinó durante un buen rato.
Magali apareció con la bandeja, quejándose del polvo. Cerró la
puerta y prendió la luz. Preguntó al convaleciente por su estado y le
ayudó a incorporarse. Le dio la cena y pasó luego una toalla
húmeda por su cuerpo. Se llevó el depósito de la orina, que
despedía un olor ácido. Y, al final, porque el chico se lo pidió, le leyó
un libro de cuentos antiguo que Magali guardaba desde hacía
meses en un ángulo entre el suelo y la pared de la tienda.
Esa noche tuvo la satisfacción de ver a toda la familia reunida:
sus hermanos y hermanas, su madre..., incluso Abd'salam, que
regresó temprano del trabajo. Cenaron en la jaima, charlando bajo el
rumor del viento. Bachir echó de menos a su padre. Tenía ganas de
que volviera, pero aún faltaba mes y medio para que acabara su
viaje. Tal vez, pensaba, para entonces él ya podría estar de pie.
El chico se enteró del motivo de la visita de Alí Suleiman y de la
postura de su tío, que como siempre no le defraudó:
—Esta mañana vino a visitarme. Me pidió unas medicinas
caras, de las que apenas hay en el hospital. Dice que son para su
suegra, pero sospecho que quiere hacer algún negocio sucio. ¡Será
sinvergüenza! No puedo traer medicinas para Bachir, apenas hay
vendas para Sukeina, y él tiene la desfachatez de pedirme eso. Le
he dicho que la próxima vez le denunciaré. Ya van tres veces que
me pide cosas que no puedo darle. Ese hombre es una vergüenza
para nuestro país.
Cuando se fueron todos y quedó a solas con Abd'salam,
tuvieron una larga charla sobre las dificultades de los hospitales. A
Bachir le consolaba conocer que el suyo no era el problema más
acuciante, y el tío sabía que le venía bien saberlo.
El chico se dijo que la noche iba a ser larga. El viento soplaba y,
aunque le habría apetecido ver sus libros de imágenes, temía que
cualquier esfuerzo despertara el dolor oculto. Pensaría en paisajes y
en animales lejanos. Y, además, estaba la Voz. Aunque quizá esta
noche el viejo no fuera por allí. Si no es indispensable, nadie se
atreve a salir de casa, bajo un viento tan molesto.
Pero la Voz llegó, oculta bajo el mugido del aire y la arena. Esa
noche, el canto se prolongó más de lo habitual. Al acabar, Bachir
apenas pudo oír el arrastrar de pies y de bastones, pero ese sonido
llegó con claridad cuando el viejo estaba a pocos metros de su
tienda.
El chico aguzó el oído y escuchó con atención. Le sorprendió
comprobar que el «Ssh, tap...» se detenía al borde de la lona de su
jaima. Bachir pudo imaginar al viejo detenido allí, y su corazón
comenzó a latir con fuerza. ¿Quién era? ¿Y qué esperaba?
El viejo se detuvo, a tres o cuatro palmos de su cabeza. Bachir
no se movió y sintió que su garganta se secaba de miedo. No pudo
evitar un carraspeo. Entonces, sonó la misma voz de la salmodia, en
una garganta cascada que le dijo a poca distancia de su oído:
—Esta noche no oigo a ningún animal. Alá ha dado a los
hombres voz de hombre. Si un hombre emplea la voz de una cabra
o de un camello, acaba convirtiéndose en cabra o en camello.
Por encima del viento sonaron los roces de unas ropas. El chico
pudo imaginar cómo el viejo se levantaba y se alejaba por el
camino, arrastrando sus pies y sus bastones. El ruido del viento
acabó por borrar el eco de sus pisadas.
Bachir no pudo conciliar el sueño en toda la noche.
PREGUNTAS

El día transcurrió con pereza. Para evitar que el polvo se colase


en la jaima, las lonas de la puerta y la ventana estuvieron echadas.
Ageila y Magali entraban y salían de la tienda quejándose de la
arena, y Bachir encontró en la comida algunas partículas que
rechinaron en sus dientes. Incluso el agua tenía un sabor espeso y
bronco.
A lo lejos, los berridos de los camellos y los balidos de las
cabras mostraban también el desagrado por un viento que debía
resecar sus gargantas. El muchacho identificó voces que llegaban
de la calle: Ahmed, Fatimetsu, Limam...
A pesar del aire seco, la temperatura resultaba soportable. Casi
desnudo, Bachir oía las ráfagas de aire y recordaba algunas
leyendas antiguas, de ricas caravanas sepultadas por la poderosa
fuerza del viento y el deslizamiento de las dunas.
Recordaba las palabras del viejo de las muletas y no sabía si
constituían una amenaza o solo un aviso. Se arrepintió de haberse
burlado de él varias noches atrás. En lo sucesivo, ni aplastaría
moscas ni provocaría a ese anciano.
Ahmed, con el motor del Land Rover en marcha a pesar de las
quejas de Ageila, comunicó que Abd'salam no iría a dormir: los
ingresos de niños en el hospital se habían multiplicado debido al
polvo, y casi todos los médicos y el personal auxiliar estarían de
guardia.
A Bachir le apenó la noticia. El día iba a resultar uno de los más
solitarios de esas semanas, pese a que Magali y Ageila
permanecieron a su lado más tiempo que otras veces.
Para entretenerse, Bachir había pedido que le llevaran varios
cordones de plástico con que trenzar llaveros y pulseras, pero al
cabo de unas horas le dolieron los dedos y cesó su actividad. Al
llegar la noche había agotado toda distracción posible. Había hecho
dibujos en el cuaderno. Había visto fotografías. Había escuchado
cuentos viejos narrados por su hermana. Había tarareado alguna
canción con Ageila. Había dormitado un rato...
Pensó que esa noche podría dormir, aunque eso supusiera que
durante el día no conciliara el sueño. Caviló que quizá Alá hubiera
hecho necesario dormir para evitar al hombre el aburrimiento.
La noche cayó, arropada en el silencio. Solo del lado de los
corrales se escuchaban ruidos. A veces, las ráfagas llevaban el
entrechocar de hierros, maderas y cartones. También la Voz del
viejo llegó antes de tiempo. Tanto, que a Bachir le sorprendió
escuchar su canto. Por primera vez pensó que oía las pisadas del
anciano cuando se iba, pero no cuando llegaba. Resultaba
misterioso. ¿Y si vivía en esa jaima y salía solo por la noche? Si era
así, ¿adónde iría a esas horas?
El canto fue más largo de lo habitual, y sonaba más grave y
blando, quizá aplacado por el polvo. Bachir seguía sin saber si esa
Voz cantaba, rezaba o se lamentaba.
Por fin, el canturreo se detuvo. Más atento que nunca, Bachir
aguzó su oído para escuchar sus pasos, aunque tuvo dudas de si el
viento no acallaría sus pisadas. ¡Pero llegaron! Escuchó el arrastrar
de pies y el leve topetazo de los bastones, acercándose. Y el
muchacho se estremeció cuando esas pisadas llegaron al borde de
su jaima, a tres o cuatro palmos de su cabeza, y sonaron los roces
de unas telas. ¡El anciano estaba a poca distancia de él! ¿Qué
ocurriría ahora?
Trató de contener la respiración. El tiempo se dilataba y él
seguía allí. Casi podía escuchar su aliento. Al final, la garganta
ronca del hombre al otro lado preguntó:
—Estás ahí, ¿verdad?
Bachir notó un escalofrío. Dudó si responder. Se sentía
descubierto y lo que era peor, amenazado. Era un lisiado que no
podía huir ni esconderse. Si ese hombre quería hacerle daño,
estaba a su merced en cualquier momento del día. Además, la lona
que les separaba no era sino una ridícula protección. Decidió
responder:
—Sí.
—¿Quién eres?
—Me llamo Bachir. Soy Bachir uld Brahim.
—Eres joven, ¿no es cierto? ¿Cuántos años tienes?
La voz grave del anciano sonaba un poco por encima de su
cabeza. Bachir supuso que estaría agachado y que si la lona fuera
transparente podría ver su rostro sobre su frente. Sentía temor por
su proximidad. Le imaginó alto, robusto y con barba blanca. No
debía de estar tan mal de las piernas si había conseguido
acuclillarse junto a la jaima.
—Tengo doce años.
—¿Y qué haces despierto a estas horas? ¿No puedes dormir?
—No. Duermo por las tardes.
—Qué extraño... ¿Quién está a tu lado?
—Esta noche, nadie. Otros días, mi tío Abd'salam.
—¿Solo él, en un lugar tan grande? ¿Es que no tienes más
familia?
—Sí, pero duermen en el beit.
—¿Y por qué duermes solo con tu tío?
—Estoy enfermo.
—¿Algo contagioso?
—No. Es de los pulmones. No respiro bien.
El viejo hablaba despacio y parecía pensar sus preguntas.
Ahora, hizo una pausa más larga. El chico pensó que se alzaría y se
iría, pero siguió allí. Casi escuchaba su respiración, por encima del
viento. ¿Qué esperaba? ¿Que Bachir pidiese perdón por sus burlas
de las noches anteriores? Por fin, el anciano hizo otra pregunta:
—¿Siempre estás tumbado?
—Sí.
—¿Y no vas a la escuela?
—No. No puedo... hasta que me cure...
Oyó un roce de telas y Bachir supuso que el anciano se había
alzado. En efecto, su voz procedía de un lugar más alto:
—Pido a Alá que te cure pronto. Inchállah [16].
Un golpe y un pie, un golpe y otro pie... El viejo se alejó de la
jaima y Bachir sintió cierto alivio. Le pareció que el viento arreciaba
y se llevaba rápido el sonido de sus pasos.
El chico sintió un enorme cansancio. La conversación con el
anciano le supuso un esfuerzo del que fue consciente cuando se
quedó solo, al notar que su corazón latía con fuerza. Pensó que Alá
tal vez también hubiera creado el sueño para espantar el miedo de
los hombres a la noche.
A la mañana siguiente despertó más tarde de lo acostumbrado,
cuando Ageila entró a saludarle. El sol estaba tan alto que ya no
había sombras en la tapia que veía a través de la puerta.
—¿Has dormido bien, hijito?
—Sí, mamá.
—¿Estás mejor de tu pecho?
—Sí, ya casi no me duele.
—Ahora vendrá tu hermana. Arrópate porque hoy hace fresco.
No se había fijado hasta entonces, pero el viento había
desaparecido y la porción de cielo se veía intensamente azul. La
tormenta se había esfumado, dejando a su paso solo un baño de
polvo.
Magali le dio un buen masaje con aceite. Primero por el pecho,
el vientre y las piernas. Luego, girándole como si fuera una
alfombra, por un costado, la espalda, las nalgas y el otro costado.
Mientras le embadurnaba y ayudaba a que su carne se tonificara,
solía contarle chismes del barrio, o le recordaba algún cuento, o
charlaban de sus sueños. Pero esta vez fue Bachir quien orientó la
conversación:
—¿Has visto estos días a alguien con muletas paseando por
aquí?
—El primo de Limam las lleva, pero no ha estado aquí, que yo
sepa.
—Me refiero a un viejo. Un anciano que camina con muletas.
Alguien con barba blanca y una voz grave.
—¿No será uno de tus sueños?
—Es alguien de verdad, no un sueño. Anoche hablé con él.
—¿Vino a la jaima?
—No. Él estaba en la calle.
—¿Cómo sabes que tiene barba blanca, si no le viste? ¿Te lo
dijo él?
Era cierto, no podía saberlo, aunque apostaría por ello, pensó
Bachir. Tal vez ese viejo solo salía por la noche. Trató de satisfacer
su curiosidad por otro camino:
—¿Quién vive ahora un poco más lejos de los Duchla?
—Los de siempre. No hay vecinos nuevos, ni nadie se ha ido en
las últimas semanas.
—¿Me haces un favor? ¿Puedes enterarte de si hay alguien
nuevo por aquí, un viejo con muletas? Necesito saber quién es.
—Seguro que es alguien con quien has soñado. Si te duermes
pensando en un viejo, soñarás con él.
Tras el almuerzo, Slama pasó con Bachir cerca de una hora. Al
cabo de ese tiempo, Mantu sugirió a Slama que fueran con la vieja
bicicleta hasta la güera [17], donde un grupo de extranjeros cargado
con sus cámaras de vídeo filmaba los corrales. Bachir los vio salir
con envidia. A él también le habría gustado acompañarles: los
extraños constituyen un espectáculo digno de contemplar, pues
llevan consigo noticias y costumbres que rompen la monotonía del
lugar.
Esa tarde no tenía sueño. Tomó la revista y se entretuvo
contemplando imágenes de hombres con luces en la cabeza,
colgados de cuerdas, descendiendo por el interior de cuevas
subterráneas de extraña arquitectura. Intentaba retener en la
memoria cada detalle, tratando de explicar dónde estaban, qué
hacían allí y, en definitiva, cómo era el mundo fuera de la tienda,
más allá de los campamentos, más lejos del desierto que los retenía
prisioneros...
Bachir pensó en la inaccesible Dajba y recordó la nota que le
había escrito. Algún día vendría, pero ¿cuándo? ¿Y cuál era la
sorpresa? Esa chica estaba tan distante como las praderas donde
pastaban los caballos; como las grutas por donde resbalaban
estrechas cascadas; como los desiertos nevados donde habitaban
los osos blancos...
Ageila pasó por allí en un par de ocasiones, canturreando sus
melodías. Se llevó algunas alfombras y cojines para sacudirles el
polvo en el patio; cambió el depósito de la orina y repuso el agua de
las botellas; sustituyó los paños con los que Bachir se refrescaba el
rostro... Y al final se tendió cerca de él, después de pedirle prestada
una de sus revistas, que hojeó rápido, sin fijarse con demasiada
atención en las fotografías. A cada poco, preguntaba a su hijo si se
encontraba bien. Bachir pensó que su madre no era muy habladora,
pero sí cariñosa y atenta. ¿Qué sería de él sin ella y sin Magali?
Abd'salam llegó temprano y cenó en la jaima con un invitado.
La charla de los hombres no interesó a Bachir. Luego, llegaron otros
hombres. Alguien mencionó algo que llamó su atención, sobre la
fiesta en la daira del norte, de la que le había hablado Magali, a la
que él por supuesto no acudiría. Pero el resto del tiempo el chico
estuvo pendiente de sus pensamientos, en los que un viejo y una
niña tenían un protagonismo especial.
Antes de dormir, el tío comunicó a Bachir algo que le
entusiasmó:
—Han llegado noticias de tu padre. Está bien. Volverá dentro de
tres semanas.
El muchacho pensó que eran buenas noticias. Quizá tras ese
viaje su padre consiguiera dinero para comprar un todoterreno
usado, que hiciera más llevadera su travesía del desierto.
Últimamente se quejaba de que ya no tenía las mismas fuerzas que
cuando era joven.
Bachir estaba más inquieto que de costumbre. Aunque no tenía
ganas de leer, prendió la bombilla que había junto a su cabecera. La
luz convertía el interior de la jaima en un espacio que le recordó las
fotografías de las cuevas, donde los mástiles eran poderosas
columnas que conectaban el suelo con el fondo de la Tierra...
Los ojos le hormigueaban, porque no había dormido por la tarde
y sentía sueño. Debía mantenerse despierto para saber si el viejo
volvía esa noche. Tenía tantas cosas que preguntar...
Esa noche, la Voz le pareció distinta. No sonaba como un
cántico, sino como una charla, en la que no encontraba ninguna
cadencia rítmica. Las incógnitas se multiplicaban. ¿Ese hombre
hablaba o cantaba? ¿Lo hacía de memoria o con ayuda de un libro?
¿Estaba de pie o sentado? ¿Solo o en compañía de otros? ¿Vivía
allí o llegaba a ese lugar al caer la noche? ¿Dónde iba después?
Al acabar, las pisadas se dirigieron hacia la jaima. Era
indudable que el viejo vería la luz y se sentiría atraído por ella. Esta
vez, el anciano utilizó el saludo ritual, al que Bachir respondió:
«Alikúm salam». Su voz procedía de un lugar muy por encima de su
cabeza:
—¿Aún no te has dormido?
—No.
—¿Me estabas esperando?
—En parte, sí. Supuse que hoy también pasaría por aquí...
—¿Tienes dolor?
—Ahora, no.
—Si quieres charlar un rato, puedo quedarme. No tengo prisa.
—Bueno.
Las voces sonaban como susurros. Abd'salam, dormido, no
podría escuchar esos cuchicheos a menos que se despertara y
prestara atención. Bachir pudo imaginar cómo el viejo se sentaba en
el suelo. Sus palabras llegaron ahora a poca distancia de su
cabeza...
JAMIDA

De buena gana Bachir habría asaeteado al viejo a preguntas,


pero sus padres le habían inculcado el respeto por la edad: un joven
nunca puede mostrarse insolente o indiscreto al dirigirse a un
anciano. El chico esperó a que él comenzase la conversación:
—¿Cuánto tiempo llevas ahí?
—Un mes y tres semanas.
—¿Y siempre estás tumbado?
—Sí. No me puedo levantar.
—¿Por qué? ¿Tienes algún problema en las piernas?
—No, pero si hago esfuerzos me duele el pecho. Tumbado me
duele menos.
—Te habrán visto los médicos. ¿Qué te han dicho?
—Eso: que tengo mal los pulmones. Bueno, solo uno, el
izquierdo, pero a veces me duele todo el pecho. Tengo que guardar
reposo para que se ponga bien.
—¿Te diste algún golpe? ¿Es la primera vez que te ocurre?
—No, es la cuarta. La primera vez tenía tres años y casi no me
acuerdo de nada. La última vez tenía nueve.
—¿Puedes recordar qué te han dicho los médicos?
Bachir no tenía ganas de hablar de su enfermedad. Le vinieron
a la cabeza los días de hospital, tendido en una cama, rodeado por
niños de edades muy distintas, en ocasiones berreando a la vez.
Evocó el olor a pis, el ajetreo de médicos y enfermeros, los llantos
de las madres, los ojos de angustia de los padres cuando visitaban
a sus hijos... Lo malo, más incluso que el dolor, era el ambiente
triste y opresivo. Él se alegró cuando los médicos le mandaron a
casa. Trató de recordar lo que una doctora había explicado a Ageila:
—El pulmón está dentro de una bolsa, pero se despega.
Entonces, se encoge y no puedo respirar. Hay que esperar a que se
pegue. Mientras el pulmón vuelve a agrandarse, es normal que
duela.
El viejo guardó silencio, esperando que el chico diera más
detalles. Bachir le imaginó sentado, con las muletas al lado,
tenuemente iluminado por la luz que filtraba la lona. ¿Por qué le
preguntaba tanto? ¿Acaso podía hacer algo por él? Abd'salam se
revolvió en su lecho y giró su rostro hacia el muchacho. Temió que
se despertara y el chico preguntó al anciano:
—¿Le importa que apague la luz?
—Yo no la necesito.
La charla sobre su enfermedad no resultaba agradable para
Bachir. Ya la sufría lo bastante como para además hablar de ella. Él
tenía otras expectativas del encuentro, así que dio por agotado el
tema y solicitó permiso para satisfacer sus curiosidades:
—¿Puedo preguntarle algo?
—Claro.
—¿Lleva mucho tiempo en el campamento?
—Solo diez días. Vivo en Ausserd. Hace un mes murió mi mujer
y he venido a visitar a mi hija. Pasaré aquí solo una temporada.
Daba la impresión de que el viejo necesitaba tiempo para
encontrar cada palabra, como si la buscara en un zurrón. Tomaba
despacio las palabras, las engarzaba para construir una frase y
pronunciaba esta a modo de regalo, un collar de perlas en sus
labios. Al acabar, se hizo un silencio. Para Bachir eran demasiadas
confidencias a la vez y no sabía si debía transmitirle algún tipo de
pésame. Prefirió preguntar sobre otros asuntos que le intrigaban:
—¿Qué hace por las noches?
—¿Te refieres a qué hago por aquí cerca? Vengo a rezar a casa
de Abdelhai Fakala y de su mujer. Quizá los conozcas...
Sí, pensó Bachir, conocía al hombre y a su mujer, Kori, dos
ancianos que habitaban una pequeña jaima. El viejo prosiguió:
—Abdelhai Fakala es un gran amigo, casi un hermano. Hicimos
la guerra juntos y yo le atendí cuando le hirieron. Es un héroe de
nuestro pueblo además de un magnífico poeta, aunque pocas
personas lo saben. Su mujer es una excelente persona, por lo que
he podido comprobar. No la he conocido hasta ahora.
Bachir estaba asombrado por la naturalidad con la que ese
anciano hablaba con él, un niño. Otras personas revestían de
pompa esas palabras —hermano, guerra, pueblo, poeta...—, pero él
lo hacía con sencillez, para ponerlas al alcance de cualquiera que
pudiera escucharle. Sentía unas ganas enormes de preguntar por
todo ello, pero en ese primer encuentro se conformaba con saber lo
suficiente para explicar las voces, los paseos, la razón de su
invalidez...
—¿Su hija vive cerca de aquí?
—Junto al mercado.
—¡Eso es muy lejos!
—¿En comparación con qué? Resulta un paseo agradable, y
más si es por la noche, bajo las estrellas. Mis piernas están
acostumbradas a recorrer el desierto, aunque ya sean viejas. Y el
desierto es mucho más grande que esa distancia, puedes creerlo.
—Pero usted necesita muletas...
—¿Quién te ha dicho que las utilizo?
—Las he oído.
—Ah, veo que tienes un oído atento. Supongo que ahí tumbado
te gusta escuchar los sonidos que llegan hasta tu jaima, ¿verdad?
Bachir sonrió al pensar en la perspicacia del viejo y en la suya
propia. Habían intercambiado esos pequeños descubrimientos,
realizados en la oscuridad: el anciano necesitaba muletas y el chico
disfrutaba con los sonidos. Era la primera persona que desvelaba
ese pequeño secreto y él tenía que conocer otro del viejo:
—¿Por qué las necesita?
Pero su pregunta cayó en el vacío. Oyó el roce de telas y, por la
altura de la voz, Bachir supuso que se estaba acuclillando:
—Otro día te lo contaré. Esta noche se ha hecho muy tarde
para los dos y tú debes dormir. Por lo que me has contado, tienes un
neumotórax. No es muy grave si se cuida, pero no es imprescindible
que estés tumbado. Podrías levantarte si quisieras. Tal vez al
principio necesites ayuda, pero tus piernas pueden caminar y a tus
pulmones les vendrá bien el esfuerzo. Así te recuperarías más
rápido.
—¡Pero si no puedo moverme!
La protesta de Bachir saltó como un resorte, pero el viejo trató
de buscar despacio una respuesta:
—Se puede lo que se quiere, si se quiere con el corazón.
Tendrías que preguntarte qué quiere tu corazón.
Bachir no supo qué responder, y se sintió invadido por una rabia
sorda, como si el viejo hubiera puesto en duda su enfermedad. Le
oyó alejarse, un pie y un bastón, un pie y un bastón... Antes de que
sus pisadas se perdieran en la noche, alzó la voz y preguntó:
—¿Cómo se llama?
—Jamida —dijo él.
Y el anciano comenzó lo que Bachir consideraba un largo viaje,
desde allí al mercado y luego algo más lejos, atravesando calles
oscuras y un camino despoblado.
A la mañana siguiente, despertó cuando Abd'salam regresaba
de la letrina. Mientras se calzaba, dijo a su sobrino:
—Anoche soñaste en voz alta. Te oí hablar.
No era del todo cierto. Bachir apenas había dormido y no
recordaba haber soñado. Su pensamiento daba vueltas a la charla
con el viejo, que le había mantenido en vela. ¿Levantarse? ¡Eso era
impensable! Tendría que hacer un enorme esfuerzo, del que sus
pulmones se resentirían... ¿Caminar? ¡Ya le gustaría a él! Pero
seguro que de caer al suelo no podría levantarse...
¡Bobadas!, pensaba Bachir. Él era un inválido. Moriría de no ser
por Ageila y por Magali. Ese viejo debía de saber mucho de rezos,
pero no tenía idea de la gravedad de su estado. Si supiera que tenía
que hacer pis en un pequeño depósito... Y había situaciones aún
más vergonzosas... Reconocía que el viejo había adivinado el
nombre de su enfermedad: neumotórax. Era la palabra que había
utilizado la doctora, algo que sonaba grave y doloroso. El viejo no
sabía lo enfermo que estaba. ¡Andar! ¡Tonterías!...
El día transcurrió con la monotonía de siempre, pero antes de la
cena recibió una visita inesperada.
Fatimetsu franqueó la puerta exterior preguntando por su
madre. Las dos mujeres charlaron en el patio. A Bachir le agradó
saber que la mujer traía una bandeja con algún postre apetitoso.
Pero su corazón se aceleró al oír a Dajba saludar a Ageila, que
alabó su estatura, preguntó por su marcha en la escuela, quiso
saber sobre sus hermanos, interrogó sobre si ayudaba en la casa...
Parecía que esa retahíla no iba a acabar nunca. Los segundos se
hicieron interminables hasta que la chica apareció en el umbral. Él
alzó la colcha hasta sus hombros y lamentó no estar vestido con la
darráa.
—¿Qué tal estás?
—Bien, aunque anteayer tuve otro ataque. Me dolió incluso más
que otras veces...
—Ya me lo dijo Fiuna.
Bachir hizo caso omiso del nombre de su hermana, pero tomó
nota de que las dos hablaban en ocasiones. Prefirió cambiar de
tema:
—Gracias por el libro.
—De nada. ¿Lo has visto?
—Sí, a ratos. Es muy bonito.
—Si quieres te traigo otros.
—Cuando quieras.
—Pero no como estos. Libros con letras, para que puedas
leerlos.
El rubor apareció en las mejillas del chico, que no pudo evitar
un rictus de fastidio. No le gustaba que nadie se refiriese a su
lectura o, mejor, a su falta de habilidad con ella. A sus hermanas se
lo había tenido que repetir muchas veces: no sabía leer porque no
había ido con regularidad a la escuela. ¿También debía explicárselo
a esa chica? La visita comenzaba a ser incómoda, aunque Dajba
sacó del bolsillo un paquete y se lo tendió:
—Toma. Es un regalo. Para ti.
Bachir tomó el paquete con avidez. Retiró la tela que lo rodeaba
y apareció en sus manos una bola de madera. Le sorprendió ver
que su superficie estaba dividida en líneas, y más aún notar cómo
algunas partes de esa esfera parecían moverse bajo la presión de
sus dedos. Si eso era una pelota, pensó, no parecía estar bien
construida. Además, ¿para qué quería una pelota un inválido?
Lanzó a la chica una mirada interrogativa y ella respondió:
—Es un rompecabezas. Lo encontré en un puesto del mercado.
Supongo que será el regalo de algún extranjero. Verás...
Dajba tomó la esfera y buscó una pieza en su superficie. Al
presionarla, se deslizó un prisma de extremos redondeados y dejó
un hueco en esa misteriosa esfera. Luego, apretó otra pieza y la
bola pareció descomponerse un instante, pero recobró su forma,
aunque más ahuecada. Retiró una tercera, y luego una cuarta... Y el
resto de piezas quedaron entre sus manos, deshecho el equilibrio.
La chica parecía entusiasmada con ese misterioso artilugio.
Bachir observó las piezas, vaciadas en lugares inverosímiles.
Parecía mentira que esos pedazos hubieran formado una bola en
alguna ocasión, pero Dajba estaba dispuesta a demostrárselo. Eligió
con cuidado dos de ellas y dijo:
—La clave está en estas dos. Míralas atentamente. Coloco esta
en vertical y esta en horizontal, encajando estas hendiduras. ¿Lo
ves? Luego pongo la tercera mirando hacia mí, así...
Mientras la chica explicaba, fue eligiendo piezas y ajustando
unas con otras. Bachir observó cómo las hendiduras casaban entre
sí a la perfección. A la sexta se adivinaba ya la forma de una bola.
Las tres restantes parecían entrar y resbalar por lugares
misteriosos. La última se deslizó suave por un hueco perfecto,
cerrando la bola...
—Toma. He pensado que este rompecabezas te distraerá.
Primero hay que desmontarlo. Luego, volverlo a montar.
El chico tomó la bola temiendo que las piezas resbalaran entre
sus dedos, pero no fue así. Bachir la sopesó, la giró, la observó...
Tuvo la seguridad de que podría rodar por el suelo sin que se
desarmara. Jugó con ella y encontró la pieza llave, la que abría el
rompecabezas. La chica le animó:
—Venga, desármalo.
Los dedos de Bachir presionaron, empujaron, apretaron...
Comprobó que había un orden preciso, insalvable, que unas piezas
no se aflojaban hasta que se retiraban otras... Después de un rato,
las diez porciones estaban sobre la colcha, encima de su pecho.
Dajba volvió a armar la esfera y Bachir siguió sus dedos con
atención, aunque no podía evitar que de vez en cuando su mirada
se desviara a sus ojos o a sus labios. No parecía muy difícil. Él la
desarmó, esta vez más rápido. Ella la volvió a armar, insistiéndole
en que se fijara en las dos piezas fundamentales. El chico la deshizo
y pensó que sí, que era entretenido, que resultaba un buen regalo
para sus horas de aburrimiento: estaba harto de trenzar llaveros y
de hacer dibujos infantiles. Dajba la armó por última vez y se la
tendió:
—Ten cuidado, porque crea adicción. Desde que la compré
para ti he estado desarmándola y armándola como una boba.
—Gracias, de verdad. Creo que va a ser muy entretenido.
Antes de que Bachir acabara la frase, Dajba insistió:
—Pero, en serio, creo que lo mejor que podrías hacer es
practicar la lectura. Te vendría muy bien. Tengo unos libros que son
ideales. Magali o Fiuna podrían ayudarte...
Esa última recomendación le dejó a Bachir un regusto ácido,
porque de nuevo volvía a presionar en la herida de su vergüenza.
Sintió que la chica lo resolvía a medias mientras decía desde el
umbral:
—Volveré dentro de un par de días. A ver cómo te va con la
bola...
El muchacho oyó el pestillo de la puerta y solo entonces notó
que Ageila y Fatimetsu seguían su incansable charla en el patio.
La noche llegó y a Bachir le invadió una repentina tristeza.
Nadie parecía tener en cuenta su situación, salvo su madre y
Magali. No. También Abd'salam. Y su padre, aunque él estaba
lejos...
No prestó atención a la charla en la jaima, en la que su tío
hablaba con dos interlocutores sobre la ampliación del beit de uno
de ellos y de una venta de cabras del otro.
Cuando solo quedaron los inevitables sonidos de la noche, el
chico oyó cómo el viejo rezaba en la jaima de Abdelhai y de Kori.
Ahora sí le pareció un rezo, con fragmentos cantados y otros
hablados, y trató de imaginar la escena, con el tullido de barba
blanca leyendo ante un libro de oraciones y los otros dos ancianos
atentos a sus plegarias. Actividades de viejos, pensó Bachir.
El chico no podía dormir. Esa noche sentía unas
incomprensibles ganas de llorar, aunque el pecho no le dolía. Oyó el
arrastre de pies y de bastones y cómo Jamida se acercaba a su
tienda. Se detuvo al borde y preguntó:
—Bachir, ¿estás despierto?
—Esta noche tengo mucho sueño.
—Bien. Hasta mañana.
El chico no contestó. El siseo de las pisadas en la arena se
mezcló con sus sollozos, contenidos por no desatar el dolor de sus
pulmones. Esos malditos pulmones que le impedían caminar, jugar,
charlar con amigos, leer... Incluso llorar a gusto.
REGALOS

Después de los masajes, del desayuno y de que Ageila


ordenara el interior de la jaima, Bachir se entretuvo con el látigo,
hostigando con saña a las moscas que se detenían al alcance de su
mano. Les soltó golpes furiosos, certeros, secos. Al final de la
mañana, varios cadáveres de insectos quedaron adheridos a la
alfombra.
La bola, los libros, los cordones de plástico, los lápices y el
cuaderno estaban dispersos a su alrededor. Nada de eso llamaba su
atención. Las voces, las rodadas de bicicletas, las risas o las
conversaciones que llegaban de fuera le llenaban de rabia. Con
cada ruido se preguntaba por qué no podía ser un chico como los
demás. Pensaba que era peor que el viejo tullido. Este, al menos,
tenía sus muletas para pasear. A él no le quedaba ni esa posibilidad.
Mientras los demás almorzaban en el beit, alguien llamó a la
puerta. Las rápidas pisadas de Fiuna cruzaron el patio. Bachir
escuchó una conversación breve y una voz que no reconoció.
La hermana descorrió la puerta, se descalzó y tendió a su
hermano un paquete envuelto en papel:
—Toma. Ha venido Abdelhai Fakala. Dice que te lo envía quien
tú ya sabes...
El chico tomó el paquete con sorpresa. Fiuna permaneció a su
lado, intrigada por ese envío, pero él no estaba dispuesto a
satisfacer su curiosidad a cambio de nada. Aparentó naturalidad al
decir:
—Ya sé lo que es. Lo abriré luego.
Fiuna salió con un bufido. Bachir se sintió complacido al notar la
rabia de su hermana.
Cuando ella se fue, tomó con ansia el regalo. Si venía de
Abdelhai, no podía ser más que del viejo. ¿Qué sería?
Desenvolvió el paquete en la penumbra y antes de descubrirlo
del todo vio una caña. Supuso que era una flauta. Al acabar de
abrirlo se quedó sorprendido: una flauta extraña, sin agujeros.
La observó con cuidado. Un extremo tenía una embocadura
similar a la de una flauta, pero la caña no mostraba ninguna
abertura, si se exceptuaba un diminuto agujero en el otro extremo.
Agitó el cilindro y notó que algo se movía en su interior. Sopló.
Como esperaba, de la caña no escapó ningún sonido. Volvió a mirar
y concluyó que resultaba imposible que nadie extrajese una sola
nota de ese tubo.
La curiosidad pareció disolver su malestar. El viejo se acordaba
de él. Aunque pareciera inútil, quizá fuese un objeto apreciado por el
anciano, tal vez un recuerdo de tierras lejanas o un amuleto con que
le deseara buena suerte. Estaba seguro de que por la noche el viejo
aclararía de qué se trataba. Sintió ganas de que transcurriera el día
como se pasa la página de un libro, y de que llegara la noche.
Durante unos minutos, Bachir viajó por sus libros de imágenes.
Llamó su atención un reportaje sobre unos exploradores caminando
con raquetas en un árido paisaje nevado. Dos de ellos introducían
relucientes cilindros de acero en el suelo helado, con algún
propósito que le intrigó. No sabía bien cómo unir esas fotos con los
dibujos de unos insectos que aparecían en una pared. Por un
instante pensó que le gustaría leer, para conocer los propósitos de
esos hombres y qué relación había entre imágenes tan inconexas.
Se entretuvo luego con la esfera. La presionó con los dedos,
notando que se deformaba. Buscó la pieza llave y vio cómo se
movía. Para extraerla del todo debía desplazar unos milímetros la
pieza contigua. Le resultó curioso ver cómo las dos trabajaban
juntas, una abriendo y otra cerrando: la llave y el seguro. Sin ellas,
la bola se desmoronaría al menor esfuerzo.
Le fascinó el mecanismo y se asombró pensando en la persona
que ideó ese rompecabezas. Trató de retener la forma de la pieza
antes de separarla del todo. Luego, pudo sacar el seguro. Como
suponía, el resto de componentes ganó en libertad y no fue difícil
retirar otra y otra... hasta que las diez piezas quedaron separadas.
Intentó luego montar la bola. Recordaba que Dajba había
comenzado colocando dos piezas largas en cruz, pero no recordaba
con qué orientación. Tomó una tercera, que quedó en precario
equilibrio. Sabía que al comienzo era así, que las cuatro o cinco
primeras quedaban casi en el aire, hasta que a partir de un
momento las restantes comenzaban a sujetarlas. Lo intentó una y
otra vez, pero pronto se dio cuenta de que no lo conseguiría sin
ayuda.
Pasada una hora, abandonó el intento. Le dolían las manos.
Había dormido poco la víspera, así que decidió dejarse llevar por el
sueño y llegar a la noche en un suspiro. Tenía muchas cosas que
hablar con el viejo. Pensó que su relación con él, que nadie más
conocía, le convertía en poseedor de un valioso secreto. Antes de
dormir, se aseguró de que la flauta quedara oculta por los cojines.
Mientras caía en el sueño oyó los canturreos de su madre en el
patio, los golpes de Slama a la puerta de casa, quizá arreglando una
bicicleta, y el entrechocar de las piezas de la esfera, mientras
apartaba la sábana para protegerse del calor que comenzaba a ser
sofocante.
Despertó cuando el sol estaba bajo y la temperatura
comenzaba a ser tolerable. Un griterío de niñas, llamándose unas a
otras, trajo a su memoria el dulce recuerdo de Dajba. Pensó en la
lejana posibilidad de que apareciera y calculó las horas que faltarían
hasta hablar con el viejo. Recordó la caña y la esfera, dos regalos
con los que no sabía jugar. Tendió la mano y se acercó a los labios
el vaso de agua tibia. Cuando lo apuró, sintió ganas de orinar.
El líquido gorgoteaba en el depósito cuando entró Magali,
preguntándole cómo estaba y si había dormido bien. Esperó discreta
a que su hermano acabase y luego se acercó a él, sorprendiéndose
por las piezas de madera que había a su lado, que recogió con
extrañeza:
—¿Qué es esto?
—Un rompecabezas. Ten cuidado, que no se pierdan las
piezas.
—Ah... ¿y quién te lo ha traído?
Bachir dudó, antes de pronunciar el nombre de Dajba. Magali
no hizo ningún comentario y él pensó en la diferencia entre ella y
Fiuna. Esta le habría dedicado alguna burla cruel.
Cenó mientras Magali le contaba noticias, casi siempre triviales.
La charla derivó hacia la boda de Mbarca, que se celebraría
después del verano. Y Bachir volvió a interesarse por Limam,
recibiendo de su hermana una confidencia que le entristeció:
—Limam es buen chico, pero demasiado joven. Además, tengo
mis planes. El año que viene quiero ir al 27 de febrero [18] y estudiar
para maestra o enfermera, aún no lo sé. Después de los estudios
deseo trabajar. No pienso pasarme la vida cocinando, limpiando el
polvo y criando niños... Además, algún día volveremos a nuestro
país y necesitaremos gente que sepa hacer cosas.
Bachir se imaginó sin Magali y se sintió desvalido. No tenía
duda de que Ageila y Abd'salam le cuidarían, pero nada sería lo
mismo sin el maduro cariño de su hermana. Ella pareció adivinarle
el pensamiento cuando le dijo:
—Y tú no vas a estar siempre aquí tumbado. Dentro de nada
volverás a hacer tu vida normal. Y quizá ya no vuelvas a tener otro
ataque como este. No siempre vas a necesitar una madre al lado.
El chico sonrió, pero sabía que las palabras de su hermana no
eran más que un consuelo. Él había escuchado a los médicos, que
no auguraban nada bueno a no ser que operaran sus pulmones,
algo que no se podía hacer en los campamentos.
Bachir pidió a su hermana que le leyera un rato. Mientras
escuchaba, el muchacho contempló su perfil, nítidamente dibujado
contra la luz de la bombilla. No, pensó, no sería lo mismo sin ella.
Las horas transcurrieron despacio. El té de medianoche de
Abd'salam fue concurrido. Se habló con vehemencia sobre la
situación internacional, pero ni siquiera eso interesó a Bachir, que
ansiaba que llegaran la Voz y los pasos del viejo. Respondió sin
demasiado entusiasmo a las preguntas de su tío, que apagó la luz
antes de acostarse, y pasado el tiempo oyó su rítmica respiración.
La noche había desplegado los ruidos cotidianos. Bachir, en la
oscuridad, cerró los ojos, hasta convertir algunos sonidos en
imágenes. Estaba impaciente por escuchar la Voz. El aire parecía
vacío sin ella. Imaginó al viejo caminando hacia la tienda de
Abdelhai, entrando en su jaima, cenando con la familia, abriendo el
libro de oraciones... El tiempo parecía estirarse más que de
costumbre.
Pero la cascada voz del anciano acabó por entonar sus
oraciones y atravesó el espacio entre las tiendas, traspasó la lona y
llegó a los oídos de Bachir. Ahora que sabía que era un rezo, la
letanía le resultó grave y solemne. No tenía que ver con el cántico
del muecín en las mezquitas, ni con la lectura de las escuelas
religiosas. Era un recitado que alternaba el canto y la palabra y que,
en la oscuridad de la noche, parecía proceder de otro mundo.
Cuando el rezo cesó, Bachir estuvo atento a los sonidos de la
noche: un perro ladraba lejos; un trozo de tela golpeaba contra una
jaima; una botella de plástico rodaba por el suelo... Y, por fin, oyó los
pies, ayudados por los bastones, en dirección hacia donde él
estaba. El chico soltó un carraspeo, para indicar que estaba
despierto.
—Ya sé que estás ahí. ¿Cómo te encuentras esta noche?
—Bien, señor. Hoy me encuentro bien. Y no tengo sueño.
El anciano se agachó y Bachir supo por los roces que había
buscado una posición cómoda, quizá sentado en el suelo. Se alegró
de que la charla fuera a ser larga.
—¿En qué pensabas, antes de que viniera?
—En nada.
—¿En nada? Solo las piedras no piensan en nada.
—Escuchaba los ruidos. Pensaba en los ruidos.
Jamida respondía sin prisas. Parecía querer empaparse de
palabras y de recuerdos antes de devolver una respuesta.
—Sí, los ruidos. Las personas que pasan mucho tiempo en la
cama acostumbran a afinar sus oídos, tal vez porque no tienen
mucho que ver. Yo he pasado muchas horas pendiente del más
mínimo sonido. De noche, un oído fino puede salvarte la vida.
—¿También ha estado enfermo, como yo?
—Enfermo... Sí, llámalo así. Herido. Me hirieron en la guerra.
Una granada estalló a dos metros de mí. Pero no son cosas que
puedan contarse a un muchacho.
—¿Por qué? Ya no soy un niño. Tres de mis tíos murieron en la
guerra. Y mi madre me ha contado cómo murieron.
Bachir engañaba a medias. Poco había podido desvelar de la
muerte de los hermanos de su madre, porque esta se resistía a
hablar de ello. Tampoco Abd'salam estaba dispuesto a dar detalles,
aunque le había prometido que cuando cumpliera dieciséis años le
contaría la historia. Intentó conocer más sobre la vida del viejo:
—Por favor, cuéntemelo.
—No hay mucho que contar. Cuando caen las granadas lo
hacen silbando. Pasado el tiempo te acostumbras a saber dónde
van a estallar. Cuando llegó aquella, supe que venía hacia mí,
directa hacia mí, y pensé que no podía hacer nada. Reventó con un
fogonazo y perdí el sentido. Luego, me encontré en un hospital. Eso
es todo.
—Pero me dijo que fue herido. ¿Estuvo grave?
—Sí, bastante. Me salvé por poco. Pero hablábamos de los
ruidos. De noche, cuando hacía guardias con el fusil, tumbado en la
arena, estaba pendiente de cualquier ruido. Luego, en el hospital,
aprendí a reconocer a las enfermeras por el ruido de sus pisadas. Y
oía a los médicos cuchichear en la sala de al lado, cuando
pensaban que no podría oírles. Algo así te pasa a ti, ¿verdad?
—Sí.
—Yo entonces tenía los ojos vendados. Me hirieron en la cara y
tardé cinco meses en recuperar la visión. Durante ese tiempo
aprendí a utilizar mis oídos. Y las yemas de mis dedos.
El muchacho intentó imaginar el aspecto del anciano. Debía de
ser un hombre alto y fuerte, un luchador. Incluso más alto que su tío
Abd'salam. Su voz ronca y profunda procedía de unos pulmones
grandes como tambores. Algún día trataría de que fuera a visitarle a
la tienda. Recordó el regalo de la mañana:
—Abdelhai me trajo su regalo. Muchas gracias.
—¿Lo has utilizado?
—¿Utilizar? No sé... No suena.
—¡Ja, ja! ¿Qué crees que es?
—Una... una flauta. Pero no suena.
—No, no suena porque no es una flauta. Es un aparato que te
ayudará a dar fuerza a tus pulmones. ¿Estás tumbado, verdad?
—Sí.
—Colócate boca arriba, toma el aparato y sopla. Notarás que
hay algo en su interior que sube.
Bachir buscó la caña y siguió las instrucciones del viejo. Ya
había comprobado que dentro de la caña había algo, aunque no
sabía su función. En efecto, al soplar oyó un leve choque contra la
parte superior. ¿Eso era todo? Si era así, poco misterio tenía ese
juguete.
—Eso es sencillo. Ahora, tienes que inspirar, hasta que eso
baje. Te costará más trabajo. Prueba a ver...
El chico inspiró a través de la boquilla. Cuando lo hizo, sus
pulmones se quejaron por el esfuerzo, pero oyó un «plac» junto a
sus labios. No entendía...
—Al soplar e inspirar, tus pulmones se expandirán. No tiene que
dolerte, eh. Si tienes que hacer mucho esfuerzo, lo arreglaré. Te
costará más inspirar que soplar. Si notas dolor, solo sopla, y luego
sacudes la caña para volver la pieza móvil a su sitio. ¿Entiendes?
Bachir siguió con atención las explicaciones del viejo. Lo
entendía, pero ¿eso era todo el misterio? Nada de un objeto valioso,
nada de un recuerdo de tierras lejanas. Solo una triste caña, para
soplar todo el día. Si al menos fuera una flauta y sonara... Trató de
que el viejo no captara su desilusión cuando dijo:
—Sí, entiendo. Gracias.
—Dentro de dos días, si practicas, subir y bajar la médula de la
caña te resultará sencillo. Entonces, lo ajustaré para que resulte
algo más difícil. ¿Comprendes?
Se hizo un silencio. Bachir comprendía, pero no quería que una
respuesta le comprometiera a realizar esos ejercicios estúpidos:
soplar, inspirar, soplar, inspirar... Jamida percibió su duda y utilizó un
argumento de peso para convencer al chico:
—No es un juego. He sido instructor médico. Las balas y la
metralla causan a veces heridas en los pulmones, que se desinflan y
luego tienen que recuperar su tamaño normal. He salvado la vida de
muchos soldados con instrumentos como ese.
El roce de las ropas hizo suponer a Bachir que el viejo se
erguía. Preguntó inquieto:
—¿Se va ya?
—Tengo que irme. Mi camino es largo.
—¿No puede quedarse un rato más?
La voz del chico era suplicante. Ese hombre misterioso,
soldado, médico, era algo que no compartía con nadie, que
constituía todo un tesoro. Le apenaba disfrutar tan poco de ese
regalo. Tendría que esperar un largo día para volver a gozar de esa
charla, de esos pocos minutos de placer secreto. Pero el roce de
ropas se detuvo y a través de la tela de la jaima llegó un rayo de
esperanza:
—Puedo... a cambio de algo.
—¿De qué?
—De que prometas que harás esos ejercicios con la caña.
—Lo prometo.
—Si es así, te aseguro que antes de lo que piensas podrás
charlar conmigo, pero fuera de esa jaima.
Bachir se quedó pasmado con la afirmación del viejo y, sobre
todo, con la rotundidad con que lo aseguraba. No supo qué decir
cuando oyó de nuevo que el viejo se sentaba y le preguntaba:
—Bien. ¿De qué quieres hablar?
CONFLICTOS

La pregunta del viejo tomó a Bachir por sorpresa. Él no quería


hablar de nada. Le bastaba con escuchar lo que contaran otros.
¿Qué podía decir él, que permanecía tumbado todas las horas del
día? A él le gustaban los cuentos de Ageila, las lecturas de Magali,
las historias de Abd'salam... ¿De qué podía hablar él?
Pero se le ocurrió, recordando el libro de imágenes:
—¿Ha visto alguna vez la nieve?
—De lejos. Solo de lejos, en la cumbre de una montaña.
—¿Y cómo es?
—Blanca, brillante.
—¿Y fría?
—No la he tocado, pero supongo que fría como el hielo.
—¿Sabe que en la nieve viven bichos?
—No lo sabía. Pero supongo que sí, que habrá animales en las
cimas de las montañas. Yo he visto pájaros volando más alto que la
nieve.
—No, pájaros no, ni osos, ni lobos. Esos viven encima de la
nieve. Hay animales que viven dentro, y los hombres los sacan con
unos tubos de hierro muy brillantes. Viven dentro, en la nieve.
El viejo calló y Bachir se avergonzó pensando que esa charla
era estúpida. A nadie del desierto le interesan los bichos que viven
dentro de la nieve. Además, no estaba claro que vivieran allí. El
chico buscó rápido algún tema de conversación, pero Jamida se
adelantó:
—¿Tu familia tiene animales en los corrales?
—No, pero mi padre es camellero. Tiene un rebaño de más de
cuarenta animales y ahora está en Mauritania. Pronto volverá a casa
con mucho dinero, cuando venda los camellos jóvenes.
Bachir estaba orgulloso de que su padre fuera un tema de
conversación. Él conocía el mundo de los camellos, porque su padre
le había hablado mucho de él. No solo reconocía por las pisadas la
diferencia entre los huar y los fater [19], sino que también a partir de
la baara [20] podía deducir el tiempo que había transcurrido desde el
paso de una caravana. Si no fuera por la enfermedad de su pecho,
Bachir de mayor sería camellero, como su padre. Pero el viejo no
parecía interesado en hablar de su padre, a juzgar por su siguiente
pregunta:
—¿Tú sabes cómo sabe un cabrero que su cabra está
enferma?
—No.
—El cabrero abre la puerta del corral. Si una cabra se queda
dentro, sabe que su salud no es buena. Supongo que ocurrirá lo
mismo con los camellos, ¿no?
Bachir no supo qué responder. ¿Qué quería decir el viejo? Su
voz llegó más grave:
—Solo las cabras muy enfermas no pueden salir. Pero hay
cabras tristes, que no quieren salir.
Poder, querer... El chico conocía la diferencia entre los dos
términos, pero no sabía adónde quería ir el anciano, que siguió:
—El buen cabrero sabe qué hacer con las cabras tristes:
obligarlas a salir. Sabe que esos animales irán a su lado, dóciles
durante un tiempo. Pero a los pocos días esos animales harán su
vida de cabra y no volverán al redil a menos que su amo las obligue.
¿Entiendes?
El muchacho se removió. Esa conversación resultaba
incómoda. ¿Estaba el viejo comparándole con una cabra? ¿Con una
cabra triste? Protestó con un hilo de voz casi inaudible:
—Estoy enfermo. Lo han dicho los médicos...
—Sí, estás enfermo, no lo dudo. Y creo que tu cuerpo quiere
salir de ahí, pero ¿y tu corazón? ¿Qué te dice tu corazón?
—¡También!
Bachir casi soltó un grito, que hizo remover a su tío en su lecho.
Esa palabra había salido de su boca como un látigo, porque el chico
estaba comenzando a enfadarse. ¿Acaso el viejo suponía que su
enfermedad era inventada? Pero el tono del anciano no varió al
decir:
—Piénsalo. Cuando te cures tendrás que ir al colegio, aprender
como otros chicos de tu edad, ayudar en casa, jugar con tus
amigos... ¿De verdad quieres hacer todo eso?
—¡Sí! ¡Claro que sí!
¡Qué conversación tonta!, pensó Bachir. ¡Por supuesto que
quería curarse! ¿O el viejo pensaba que era agradable estar
tumbado, un día tras otro? Jamida estaba dejando de ser una
compañía y se convertía en una incomodidad. Escuchó de nuevo su
voz pausada:
—La mente puede más que el cuerpo, Bachir. Si quisieras
levantarte, podrías hacerlo. Deberías andar con cuidado, pero
podrías ponerte de pie y caminar. Eso sería lo mejor para
recuperarte. De lo contrario, tus pulmones y tus músculos se harán
perezosos.
—Pero los médicos me han dicho que tengo que guardar
reposo.
—Sí, es cierto. Tienes que guardar reposo un tiempo. Pero dos
meses son mucho tiempo para estar tumbado.
—Pero me dijeron los médicos...
—Los médicos no tienen a veces idea de lo que dicen.
—Pero usted es médico.
—¿Yo? Yo no soy médico.
—Lo dijo el otro día.
—No. Dije que era instructor médico.
Bachir estaba confundido. Preguntó a Jamida y obtuvo una
respuesta que no comprendió del todo:
—Instruyo a los soldados sobre el tratamiento de heridas: cómo
poner vendajes, cómo detener una hemorragia, cómo cambiar
gasas o desinfectar una herida, cómo extraer una bala... Esas
cosas.
—Pero si no es médico...
—Cuando me hirieron estuve varios meses sin ver. Solo había
un médico para atender a doscientos heridos. El cirujano extrajo
casi toda la metralla de mi cuerpo, me vendó y, cuando pudo, me dio
calmantes. Estuve tres meses en la cama. Durante ese tiempo, mis
manos se acostumbraron a palpar mis heridas, a saber cuándo las
cicatrices se inflamaban, a apretar o aflojar mis vendajes. No podía
ver, pero desarrollé el sentido del oído y afiné la precisión de las
yemas de mis dedos. Fue una oportunidad para saber más sobre
curas de lo que saben muchos médicos del mundo, porque todo lo
sentía en mi cuerpo. Luego, otros médicos han aprendido a partir de
mi experiencia. Cuando se presenta algún caso difícil, me preguntan
a mí qué se debe hacer.
El anciano se puso en pie, mientras añadía:
—Ya está bien por esta noche. Tengo que irme.
El chico oyó sus pasos y los golpes de sus bastones, que esta
vez desaparecieron pronto, apagados por el rumor de la brisa.
Durante parte de la noche, en la oscuridad, atento a los vaivenes del
viento, recordó la larga charla con el anciano. Y soñó que se
levantaba, que jugaba con sus amigos, que caminaba al lado de su
padre...
Por la mañana, Bachir despertó al escuchar un movimiento
inusual. La puerta exterior se abrió en varias ocasiones y hasta él
llegaron ayes de mujeres. Luego, se hizo el silencio.
A través de las rendijas de la puerta adivinó que el cielo estaba
cubierto por una nube de polvo. La luz era lechosa y el aire denso
resultaba difícil de inspirar. El muchacho permaneció a la escucha
unos segundos. Pasado un rato, gritó:
—¡Mamá!
Nadie respondió a su llamada. Tras un rato, llamó a su
hermana:
—¡Magali! ¡Magaliii!
Sintió miedo y rabia al pensar que le habían dejado solo. Notó
ganas de hacer pis, pero aún no le habían cambiado el depósito e
ignoraba si la orina rebosaría. Volvió a gritar el nombre de su
hermana:
—¡Magaaliii!
Unos pasos cruzaron el patio. La lona de la entrada se abrió y
su hermana Fiuna apareció a contraluz:
—¿Dónde están mamá y Magali?
—Se han ido.
—¿Y mi desayuno?
Por toda respuesta, Fiuna bajó la lona de la tienda y se fue
resollando. A Bachir no le extrañó la reacción desabrida de su
hermana. Pensó que algo grave debía haber pasado para que Fiuna
no fuera a la escuela y su madre y Magali hubieran tenido que irse
tan deprisa.
Apenas tuvo tiempo de hacer conjeturas. La lona volvió a
abrirse y Fiuna entró cargada con la bandeja. No dijo una sola
palabra cuando la dejó en el suelo y se giró para marcharse. Bachir
preguntó:
—¿Dónde han ido Ageila y Magali?
Fiuna no se volvió para responder:
—A casa de los Ufkir.
—¿Está mal Sukeina?
La muchacha volvió hacia él un rostro enojado:
—¡Sí, está mal! ¡La han llevado al hospital esta mañana!
¡Bachir no es el único que está enfermo!
El chico no entendía la cólera de su hermana. Suponía que le
fastidiaba no ir a la escuela y tener que quedarse allí, cuidándole.
Sabía que Sukeina y ella eran amigas, y dedujo que su hermana
estaría nerviosa y apenada, pero no comprendía por qué pagaba su
ira con él.
Ninguno de los dos acertó a decir una palabra que relajara la
tensión. Cuando la chica se giró para salir, Bachir susurró:
—Necesito algo.
Fiuna se volvió y esperó la súplica de su hermano:
—Necesito que mires cómo está el depósito.
Ella se acercó, levantó la sábana y echó un vistazo al depósito,
colocado a la altura de sus rodillas. Dejó caer la sábana y dijo,
mientras iba hacia la puerta:
—Puedes mear todo lo que te dé la gana.
Bachir se alegró por no tener que pedir a Fiuna que se llevara
su orina. Hizo pis notando con placer cómo se vaciaba su vejiga y
luego se ocupó de su desayuno. Le fastidió que nadie recogiera las
migajas que caían a su alrededor, porque dentro de nada sufriría el
ataque de las moscas. Echó de menos a Magali o a su madre, que
limpiarían con atención esos restos.
Durante la mañana, Bachir se aburrió mientras intentaba buscar
una postura cómoda. Ni le habían masajeado ni refrescado, así que
sentía cierto malestar, agravado por el zumbido de las moscas
alrededor de la bandeja. Notó en los pulmones la falta de corriente y
la pesadez del aire. Deseó que en cualquier momento volvieran su
hermana o su madre, pero Magali no regresó hasta mediodía.
Fiuna se marchó después de hablar con su hermana. Minutos
más tarde, Magali entró, cargando la jofaina y una palangana.
Bachir observó que en su rostro no lucía la sonrisa habitual.
—¿Qué tal Sukeina?
—Mal. Tuvieron que llevarla al hospital.
—¿Por su herida?
—No, no por eso. Sukeina tiene demasiado azúcar en la
sangre, y por eso sus heridas tardan en curar. Esta madrugada se
desmayó y tuvieron que llamar al médico. Sarah es ahora la que
está mal.
—¿Por qué?
—Está muy deprimida. Desde que perdió al niño no levanta
cabeza, y ahora esto de la niña. Pobre mujer.
Bachir se dejó hacer mientras Magali explicaba el drama de los
Ufkir, una familia herida por una cadena de desgracias. Solo cuando
la hermana acabó su relato, el chico dejó caer una frase hiriente:
—Fiuna es una estúpida.
A Magali no le gustaron los sentimientos de su hermano.
—No es cierto. Eres injusto con ella.
—¡No me ha hecho caso! Casi me ha tirado el desayuno en el
suelo.
—No lo creo. No tienes en cuenta que ella está también
preocupada. Sukeina es su amiga y no ha podido acompañarla al
hospital.
—¿Y yo qué culpa tengo? A mí me trata mal. Muy mal.
—Tú tampoco la tratas con cariño.
—Se lo merece. A ver, ¿cuándo me ha dado masajes como tú o
me ha cuidado como mamá? Fiuna no quiere saber nada de mí.
—No vamos a estar todos pendientes de ti. ¿Es que no tienes
bastante con mamá y conmigo?
—Sí, pero ella podía tener algún detalle.
—Y lo tiene, pero tú no aguantas sus bromas. No le aguantas
nada.
—¡Siempre me provoca!
—No. No está de acuerdo con algunas cosas tuyas, pero nada
más...
—¿Y con qué no está de acuerdo?
—Con tus caprichos. Reconoce que eres un poco tirano. Te has
acostumbrado a que todo el mundo te proteja.
Bachir calló unos instantes. Sintió que Magali se ponía del lado
de Fiuna y eso le dolió. Su tono irritado pasó a ser lastimero. Trató
de despertar piedad en su hermana cuando dijo con una voz
apenada:
—Pero yo no quiero estar enfermo.
—Ya supongo, pero cuando estás bien también intentas
mantener tus privilegios de enfermo.
—¿Como cuáles?
—Como que te cuiden... Como no ir a por recados... Como
poner excusas para no ir a la escuela porque un día te duele la
cabeza o te molesta el pecho... Como no estudiar...
El argumento de la pena no había surtido efecto por esta vez.
Bachir recobró su tono enojado:
—¡Yo no quiero estudiar!
—Eso es lo que enfada a Fiuna. No quieres estudiar y no se
sabe qué vas a hacer en la vida.
—¡Quiero ser camellero, como padre!
—Bachir, nuestro padre es el último camellero. Ya nadie quiere
camellos, nadie los necesita. Se venden cada vez más baratos y es
difícil y peligroso llevarlos por ahí. Deja de soñar, porque ya sabes
que a él no le gusta que pienses en ello.
—¡Sí le gusta!
—Le gusta que le acompañes, le gusta estar contigo, pero
jamás permitirá que seas camellero. Hará lo posible para evitarlo.
¿Crees que él no está cansado de andar toda su vida por ahí?
—¿Y qué tiene que ver todo eso con Fiuna? ¡Es idiota!
Magali dejó de masajearle y utilizó una voz severa para
advertirle:
—No es cierto y no voy a permitir que digas eso de tu hermana.
Fiuna es una buena chica, aunque no está de acuerdo con que te
mimemos tanto. Y lo dice por tu bien.
—¡Pues no me miméis! Ya me apañaré yo solo.
—¿Ah, sí? ¿Vas a prepararte la comida, ir a la letrina, lavar tu
ropa y valerte tú solo? Bueno, pues entonces has mejorado mucho.
Bachir calló. Se sintió débil, vulnerable e incomprendido. Se
refugió en el silencio y contestó con monosílabos al resto de
preguntas de su hermana. Aparentó dormir cuando Magali, después
de recoger la tienda, se despidió de él llevándose la bandeja.
La tarde fue pesada. Aunque no hubo tormenta a ras de suelo,
la arena suspendida en el cielo parecía comprimir el aire caliente.
Apenas hubo ruidos en la calle, pero Bachir oyó conversaciones en
las jaimas próximas. Su madre llegó al final de la tarde, lo mismo
que Slama. Pero Bachir no tenía ganas de hablar ni con su madre ni
con su hermano. Pudo contener las lágrimas hasta mucho más
tarde, incluso después de que se acostase Abd'salam.
Por la noche se sintió solo y vergonzosamente inválido. Todo el
mundo se lo decía: Jamida, Fiuna..., incluso Magali. A lo mejor
resultaba cierto que era una cabra triste y cobarde. Si un anciano
con muletas puede atravesar el campo en medio de la noche... Si
Sukeina debía afrontar una enfermedad más seria que la suya... Si
Sarah había tenido que superar un rosario de pequeñas
desgracias... Entonces él no tenía derecho a quejarse.
En un silencio solo roto por la brisa, se dejó llevar por un llanto
sordo y triste. Aunque oyó la Voz, pidió a Alá que el viejo no pasase
esa noche por allí. No tenía ganas de hablar con nadie.
Lloró hasta que cayó rendido por el sueño.
SOMBRAS

Hasta después del desayuno, Bachir no volvió a recordar la


caña del viejo ni la esfera de su amiga.
Al regalo de Dajba no le dedicó más de dos minutos. Ya había
olvidado incluso cuáles eran las primeras piezas que debían
encajarse, así que desistió al ver que no conseguiría montar el
rompecabezas.
A la caña le dedicó un rato, haciendo subir y bajar la médula.
Se preguntaba si sería cierto lo que le había dicho el viejo, acerca
de que ese ejercicio fortalecería sus pulmones. Lo dejó después de
una docena de ensayos, notando un hormigueo en el pecho.
Se entretuvo con los libros, revisando fotografías que había
visto otras veces. Buscó el reportaje sobre la nieve. Los insectos
seguían siendo un misterio. ¿Vivirían esos bichos en el interior del
hielo?
Lo dejó todo y pensó en su situación. ¿Sería cierto que podría
estar de pie? ¿Qué ocurriría si intentara incorporarse? Sonrió al
pensar en la sorpresa que se llevaría su madre si apareciera en la
cocina.
A mediodía, Abd'salam llegó a la jaima. Dijo a su sobrino que
los próximos días debía acudir a una reunión en Rabuni. Metió algo
de ropa en una bolsa y cuando oyó el Land Rover de Ahmed,
siempre con el motor encendido, se despidió de su sobrino con una
broma:
—No te he preguntado. ¿Quieres venir?
Bachir sonrió, pero su sonrisa se fue diluyendo a medida que
oía el ruido del coche que se llevaba a su tío. Esa noche dormiría
solo. Su soledad sería aún mayor que la de otras veces.
Aún no se habían disipado las nubes de polvo. La luz pálida se
filtraba por el ventanuco y las rendijas de la puerta de lona. Antes de
dormir, el chico pensó que ojalá pudiera hacerlo durante mucho
tiempo, semanas o meses, hasta el fin de su convalecencia. Tras
ese largo sueño, sería ya un chico normal.
Magali le despertó cuando el sol se había puesto. Durante la
cena, su hermana dio noticias sobre la familia y los allegados:
Sukeina debía someterse a largos análisis en el hospital. Fiuna
había ido a dormir con Sarah. Slama se había peleado con algunos
compañeros y estaba castigado sin salir dos días. Mbarca estaba
preocupada por irse a vivir a Tinduf con su futuro marido argelino,
pensando que nunca se acostumbraría a vivir en una abigarrada
ciudad.
—¿Y Limam? ¿Le has visto hoy?
—Ya estás con tus bobadas. Sí le he visto, pero ya te digo que
a mí ese chico no me gusta.
—Pues este mediodía os oí y a mí no me parece que no te
guste...
—¡Eres un chismoso! ¡Quién te manda fisgar en las
conversaciones!
—Es que lo oí.
—Pues cuando escuches algo que no te interesa, ¡cierra los
oídos!
—¿Y eso cómo se hace?
Después del descanso, Bachir estaba de mejor humor. Magali
le leyó un buen rato y estuvo con él hasta bien llegada la noche.
Durante la espera, el chico encendió la luz, buscó las piezas de
la esfera y las alineó sobre su pecho. Las observó con cuidado.
Parecía mentira que esos fragmentos pudieran componer una bola.
Apartó algunas moscas, que parecían tener curiosidad por esos
bloques de madera, y los insectos se retiraron, desinteresados.
Esparcida sobre el pecho, esa esfera parecía herida, como él.
También su vida estaba descompuesta. Cada pieza podía
representar un pedazo de su vida: Brahim, Ageila, Fiuna, Magali,
Jamida, Dajba, su enfermedad, la escuela... Si supiera atar esas
piezas, la esfera podría rodar. Si supiera cómo ordenar sus
sentimientos, su vida tendría algún sentido. Pero ¿cómo hacer una
cosa y la otra?
Lo intentó, pero no había manera de casar las piezas sin ayuda.
Pensó que nunca lo conseguiría y tuvo que apartar con aprensión la
idea de que su vida siempre estaría así, deslavazada. Tomó las
piezas y volvió a guardarlas bajo la almohada. Luego, apagó la luz.
Cuando los ruidos nocturnos del campamento se redujeron,
Bachir escuchó los rezos de Jamida. Tuvo la sensación de que esos
sonidos formaban parte de la noche e hizo cuentas de los días que
llevaba escuchándolos. ¿Siete? ¿Nueve? Recordó que el viejo
había dicho que pronto se iría. ¿Sería dentro de una semana? ¿De
un mes?
«Ssh, tap, ssh, tap...»
Bachir saludó cuando los pasos estaban cerca. No quería dejar
pasar la oportunidad de charlar con el anciano, que como otras
veces se sentó por fuera, cerca de su cabeza:
—¿Qué tal pasaste el día?
—Bien. Hoy no me ha dolido el pulmón.
—¿Hiciste los ejercicios con la caña?
—Sí.
—Verás como dentro de nada estás mejor. Practica mañana, y
por la noche ajustamos el aparato para que te sea un poco más
difícil.
—Bueno... ¿Cuántos días estará por aquí?
—No sé. Cuando se es viejo no se hacen planes. ¿Qué ocurrió
ayer?
—¿Ayer? Nada...
—Llorabas, cuando pasé junto a la tienda.
Bachir sonrió al pensar en la finura de oído del anciano y
recordó lo que le había dicho Magali:
—¿Usted tampoco sabe cerrar los oídos?
—No te entiendo...
—Mi hermana dice que cuando escuche algo que no debo oír,
que cierre los oídos. Yo le digo que no sé cómo hacerlo.
—Ya comprendo. Yo tampoco puedo, a pesar de ser tan viejo.
Esta noche hablas más alto que de costumbre. Tu tío se va a
despertar.
—Abd'salam tuvo que ir a Rabuni. Estoy solo.
—Así que esta noche eres el dueño de la jaima, ¿no?
—¡Sí! ¿Quiere pasar?
El chico de repente se dio cuenta de que quizá ese hombre
tendría problemas para sortear con las muletas el pequeño murete
de la puerta de entrada que protegía de la arena, pero no le dio
tiempo a pensar en ese inconveniente porque el viejo respondió:
—Si lo deseas...
—¡Claro!
Su corazón latió con fuerza. Pensó si encender la luz para guiar
al anciano, pero no sabía si le recriminaría por el desorden, así que
decidió no hacerlo.
El chico oyó cómo el viejo abría el portón con cuidado y sus
mullidos pasos sobre la arena del patio. Escuchó cómo tropezaba
con uno de los tensores de la jaima y cómo se acercaba a la puerta.
Vio la claridad de la noche, cuando descorrió la lona, y se
sorprendió al contemplar la silueta de Jamida contra el fondo del
cielo...
Esperaba a alguien más alto que su tío. Quedó confundido al
comprobar la reducida estatura del viejo. Jamida parecía menudo y
escuálido. ¡Y lo más asombroso era que, tras saludar, atravesó el
espacio que había entre la entrada y su lecho sin la ayuda de sus
muletas!
El anciano tendió la mano hacia el chico cuando estuvo a su
lado:
—Por fin saludo personalmente a Bachir uld Brahim...
La mano de Jamida era áspera y huesuda, pero cálida, y poco
más grande que la suya. Le parecía mentira que ese hombre, que
ahora sentado en el suelo parecía algo mayor que un niño, fuera el
terrible guerrero que había sospechado. Por lo que Bachir vio en la
penumbra, ni siquiera llevaba barba. Tan solo su voz grave y
pausada parecía demostrar que era el mismo hombre que imaginó
tras la lona.
El chico quería hacer muchas preguntas, pero temía ofender al
anciano. Por cómo avanzó hacia él y cómo se sentó, su cuerpo
parecía ágil y sus piernas no parecían tener ninguna lesión. ¿Dónde
habían quedado sus muletas? ¿Por qué arrastraba los pies cuando
andaba? El viejo no dio tiempo a hacer conjeturas:
—Así que este es el mundo en que vives...
—Sí.
—¿No te apetece salir? Debe de haber un precioso cielo
estrellado.
—No puedo...
A Bachir le sorprendía la insistencia del anciano. ¡Claro que le
apetecía salir! Pero temía que sus pulmones le dieran un disgusto.
Aun así, pensó que Jamida no entendía del todo su situación:
—¿Ni siquiera si yo te ayudo? Puedo llevarte en brazos afuera
y luego traerte aquí de nuevo.
La propuesta del viejo le pareció ridícula a Bachir. Magali y su
madre le movían con dificultad y ese hombre menudo se ofrecía a
cargarle. Durante un instante pensó que Jamida no era más que un
chalado. Balbuceó una negativa que no pareció convencer al
anciano:
—Está bien. Podemos dejarlo para otra noche. ¿Qué sueles
hacer a estas horas, cuando estás solo?
—A veces enciendo la luz y leo libros.
—¿Quieres leerme alguno?
—Ahora no.
—¿No tienes sueño?
—No.
—A mí me ocurría lo mismo muchas noches. Durante semanas
dormí por el día y caminé cuando caía el sol. De joven atravesé la
región de Tanezrouf, buscando una caravana perdida. Tanezrouf
significa «allí donde no hay nada». No puedes encontrar siquiera
una sombra mayor que una moneda. Durante el día, dormía a la
sombra de mi camello, bajo un pequeño toldo. Por las noches,
caminaba durante horas, a la luz de la luna o de las estrellas. Creo
que desde entonces me gusta más la noche que el día.
—¿Encontró la caravana?
—Lo que quedaba de ella. Tres camellos enloquecidos por la
sed y un rastro de fardos y baúles.
—¿Y los hombres?
—Nunca se supo de ellos, y nadie más irá a buscarlos. No se
puede atravesar esa región sin volverse loco.
—Podrían ir en aviones.
—Supongo que sí, pero el polvo y la arena borran las huellas al
cabo de pocos días. Quizá algún día el viento desentierre sus
esqueletos. Pero ¿quién quiere encontrar unos huesos pelados?
—¿No llevaban ningún tesoro?
—Eso se decía, pero no llevaban el más importante de todos.
—¿Cuál?
—El agua. No llevaban agua suficiente ni a nadie que pudiera
buscarla. Yo sabía que nunca se encontraría con vida a esa
caravana.
—Entonces, ¿por qué fue?
—Yo era joven entonces. Me pagaron por hacer algo que quería
hacer desde niño. Fue una aventura que nunca volví a repetir.
—¿Pasó miedo?
—Cuando pisé el borde de Tanezrouf, sí. Durante dos días
dudé si adentrarme en el desierto o no. Pero cuando tomé la
decisión de entrar, el miedo desapareció.
—¿Y nunca más ha sentido miedo?
—¡Muchas! Pero siempre antes de tomar decisiones. Cuando
se toma la decisión, ya no hay que temer. Hay que seguir adelante,
pase lo que pase. El miedo sirve para decidir; es un arma de los
prudentes. Pero en la acción es un obstáculo para sobrevivir.
¿Entiendes?
—No mucho.
—Trataré de explicártelo mejor. Una vez, mi batallón tenía que
asaltar un fortín enemigo. Uno de los costados estaba minado y los
otros tres bien defendidos por muros y soldados. Cualquier decisión
era suicida. Pensamos en atacar por donde no nos esperaban,
atravesando el campo de minas. Tardamos horas en tomar la
decisión, y todo ese tiempo vi el miedo en los ojos de los
compañeros, y ellos vieron mi miedo en mi rostro. Pero cuando
decidimos hacerlo, el pánico se esfumó.
Bachir observaba con atención al hombre mientras hablaba.
Tenía la sensación de que de esa figura emanaba una energía que
tenía que ver con su voz y sus gestos, lentos y elegantes.
—¿Y qué pasó?
—Atacamos. A las dos de la madrugada subimos a los
todoterrenos. Pusimos el motor a plena revolución y corrimos tan
rápido como pudimos. Algunas minas estallaban detrás de nosotros.
Otras lanzaban al aire a los coches y a sus pasajeros. Yo podía
haber muerto entonces, pero no sentí miedo. Sabíamos que había
que llegar. Y llegamos. Tomamos al enemigo por sorpresa. Quince
minutos más tarde, la guarnición se había rendido.
El chico se contagió de entusiasmo y dijo:
—¡Yo de mayor también seré soldado para defender a nuestro
país!
—Pero en nuestro pueblo no hay soldados. Nunca los ha
habido. Un soldado es un hombre inútil; no crea nada, no produce
nada, no transforma nada. Solo destruye.
A Bachir le confundía ese hombre que decía ser militar, pero no
soldado, instructor médico, pero no doctor... Se atrevió a protestar:
—Pero usted fue soldado...
—Fui guerrero. No me quedó más remedio. Si miras un mapa
verás las barbaridades que han hecho algunos hombres. Las
fronteras de los países vecinos están trazadas con una regla. Cortan
por la mitad oasis y desiertos, pueblos y montañas. Primero, España
trazó nuestros límites y nos consideró una provincia suya.
Aprendimos su lengua y algunas de sus costumbres. Pero este país
nos abandonó y Marruecos quiso anexionarse nuestras tierras. Un
día, decidieron que no podíamos pasar a nuestros huertos ni tomar
agua de nuestros pozos. Decretaron que parte de mi familia era
extranjera para mí y que yo lo era para ellos. Nos dispararon cuando
nuestros camellos buscaban la hierba que habían pastado toda su
vida. Nos expulsaron de nuestras ciudades y nos robaron las casas
y el ganado. ¿Qué íbamos a hacer?
La pregunta quedó suspendida en el aire. El chico conectó esta
historia con otras muchas que había escuchado a los hombres que
charlaban con su tío. Pensó que Jamida podía haber ganado la
batalla del fortín, pero que todo su pueblo había perdido la guerra. El
abatimiento embargó a Bachir cuando dijo:
—Entonces, nos han ganado... Se quedaron con todo.
—Nos robaron, pero no nos han vencido. Cuando nos
empujaron al desierto pensaron que no podríamos sobrevivir.
Dijeron: «En dos meses, volverán y acatarán nuestras leyes». Pero
no fue así. Llevamos casi treinta años sobreviviendo en el desierto.
Cada día que pasa es una victoria. Algún día volveremos. Inchállah.
Jamida se levantó ágil del suelo, empujado como un resorte por
sus piernas. De nuevo, Bachir se preguntó por sus muletas, pero no
tuvo tiempo de formular su duda, porque el viejo se despidió:
—Es tarde para los dos. A mí me queda un largo camino y tú
debes descansar. No olvides los ejercicios con la caña, porque
mañana te lo pondré más difícil.
El anciano tendió la mano al chico, que rozó su palma áspera.
Luego, desapareció camino del umbral y se perdió en la noche. En
la penumbra, volvió a tropezar con uno de los tensores de la jaima.
Luego, Bachir oyó cómo cerraba la puerta exterior y cómo se
alejaba, «Ssh, tap, ssh, tap...».
El chico estaba cada vez más intrigado. Si no eran muletas lo
que ese hombre utilizaba, ¿qué o quién le acompañaba en sus
paseos?
En la oscuridad, Bachir tomó la caña y sopló y aspiró, sopló y
aspiró... hasta que sus pulmones se quejaron por el esfuerzo. No
estaba del todo seguro de que esos ejercicios contribuyeran a
acelerar su recuperación, pero estaba decidido a hacer todo lo
necesario para lograrlo. Aunque fuera creyendo en la magia.
Todo, menos ser considerado una cabra triste.
GIGANTES

Dajba pasó a la hora del almuerzo. Bachir estaba adormilado,


pero despertó de repente cuando la oyó entrar y hablar con Fiuna.
Tuvo apenas tiempo para cubrirse con la sábana y asegurarse de
que el depósito del pis quedaba bien oculto.
—¿Estabas dormido?
—No.
—Te he traído dos revistas nuevas. ¿Viste las anteriores?
—Sí, están por aquí. Son bonitas. Muchas gracias.
—¿Has tenido dolores?
—No. Me encuentro muy bien. Quizá dentro de poco pueda
levantarme. Ya casi no me duele el pecho.
—¡Eso es estupendo!
La chica contó a Bachir algunos chismes de la escuela.
Preguntó por la esfera y, al ver que seguía descompuesta, se
entretuvo en mostrar al chico una vez más cómo se montaba:
—Es fácil, mira. Estas dos largas, en cruz, esta muesca hacia ti
y esta otra mirando al cielo. ¿Lo ves?
A Bachir le costaba concentrarse, porque su mirada oscilaba
entre los dedos y el rostro de la chica, que percibió su distracción:
—¡Estás distraído! Mira aquí. Así... Hazlo tú.
Con la ayuda de la muchacha, Bachir consiguió montar el
rompecabezas en una ocasión. Luego, lo deshizo y se fijó en cómo
ella lo armaba. Pasado un rato, Dajba se excusó:
—Uy, es tarde. En casa me estarán esperando.
A punto de salir, mientras se colocaba las sandalias, Bachir
preguntó y lanzó un anzuelo:
—¿Vendrás pronto? Tengo que contarte algo importante.
—Lo intentaré. Me dejas intrigada. ¿No me adelantas nada?
Bachir negó con una sonrisa y la despidió. Luego, sacó de entre
las sábanas la caña y se entretuvo con ella, veinte espiraciones,
veinte inspiraciones. Los pulmones se resentían, pero costaba cada
vez menos mover el trozo de médula que había en el interior.
Pasó la tarde adormilado, con la esfera entre las manos,
dudando si deshacerla o no. Estaba casi seguro de que podría
armarla, pero temía que dos días más tarde Dajba le avergonzara
por no saber cómo volver a montarla. Por otro lado, la esfera era
más bella compuesta que descompuesta, así que ¿para qué
deshacerla? Las piezas sueltas tenían aristas, bordes cortantes. La
esfera era lisa y suave. Le gustaría que su vida fuera exactamente
así: redonda y apacible.
Al final de la tarde hizo dos nuevas series de veinte ejercicios
con la caña. Tenía ganas de que transcurriera el tiempo. Se mostró
alegre y hambriento a la hora de la cena, atento e interesado en el
rato de lectura que le regaló Magali, preocupado cuando Ageila le
habló de Sukeina, paciente con el enfado de Slama, juguetón con
Mantu... No supo que su hermana Fiuna esa noche comentó al resto
de su familia que veía más animado a su hermano.
Cayó la noche y llegaron los sonidos nocturnos. Bachir seguía
acariciando la esfera, probando a meter y sacar la pieza llave y
jugando con el seguro. Hizo una serie de veinticinco ejercicios
respiratorios con la caña, pero se preocupó cuando el pulmón
izquierdo comenzó a burbujear. Hojeó sin interés una de las revistas
de Dajba y observó las letras de la cubierta: National Geographic
France.
Parecía que la Voz tardaba en llegar. De lejos venía la música
de una fiesta, quizá de una boda, y por un momento temió que ese
rumor le ocultara las palabras y las pisadas del viejo.
Cuando los ruidos de la casa cesaron y la familia se fue a
dormir al beit, Bachir apagó la luz y se entretuvo en ordenar las
preguntas que deseaba hacer al anciano. Entre ellas, la más
importante, el misterio de sus muletas. Si no era tullido, ¿para qué
las utilizaba?
Esa noche no llegó una Voz, sino dos Voces. A Bachir le
sorprendió, porque la segunda parecía un eco, pero pronto
comprobó que eran dos las personas que leían o rezaban. Supuso
que a Jamida le acompañaba ahora Abdelhai Fakala. Temió que esa
novedad rompiera la rutina y que el viejo no pasara esa noche por
allí, o que tomara otro camino. Se mantuvo inquieto, escuchando,
hasta que los rezos cesaron y un rato después sonaron las pisadas
del anciano.
Tras saludarse a través de la lona, Bachir invitó a Jamida a
pasar a la jaima. Como la noche anterior, las muletas dejaron de
sonar al entrar al patio y la figura menuda del viejo, sin apoyos,
apareció en la penumbra. Tras saludar, antes de que el chico
pudiera preguntar nada, el anciano se adelantó y le pidió:
—Si no te importa, quiero auscultarte. ¿Puedes descubrirte?
Bachir subió la darráa hasta su cuello y vio cómo Jamida se
acercaba y se arrodillaba a su lado. El anciano frotó sus manos y
puso la derecha encima de la tetilla izquierda del chico,
ordenándole: «Inspira, espira». Dócil, el muchacho llenaba y vaciaba
sus pulmones mientras la mano áspera tentaba a un lado y a otro, a
veces con la palma de la mano, a veces con la yema de los dedos.
Por ciertos lugares pasaba rápido, pero en otros se detenía durante
largos segundos, como si los pulmones le contaran una interesante
historia.
Acabado el examen, Jamida dijo al muchacho, señalando en su
pecho dos zonas de su pulmón izquierdo:
—Tienes problemas en el ápice y en la base del segundo
lóbulo.
El chico asintió. Esas dos zonas unían una línea imaginaria que
en ocasiones le quemaba el tórax. Bachir precisó sus síntomas:
—Pero a veces me duele a la derecha.
—El pulmón derecho está perfecto. Sientes un dolor reflejo.
Debes de notar una punzada, que casi siempre comienza arriba,
¿no?
—Sí.
—Vamos a ajustar este aparato. Te diré cómo debes inspirar
con él. ¿De acuerdo?
Mientras Bachir observaba cómo el viejo separaba la boquilla,
extraía la médula, se la llevaba a los dientes y probaba a ajustarla
en la caña, pensó que ese anciano era un hombre extraño,
seguramente lleno de misterios. Al acabar con la caña, se la tendió
al chico:
—Pruébala ahora.
El muchacho sopló, pero la médula tardó en golpear en la parte
superior. Ahora, debía hacer mucho más esfuerzo para conseguir lo
que antes lograba con relativa facilidad. Jamida aclaró:
—Sí, necesitas más fuerza, pero procura no hacerte daño.
Mantén dos segundos el aire en tus pulmones. Desde ahora, al
inspirar aprieta con la tripa, con esta zona. ¿Entiendes? Aquí está el
diafragma. Debes ayudar con este músculo, para expandir el
pulmón.
Acabado el examen, Bachir se preparó para otra larga charla,
pero el viejo parecía no rendirse nunca. Preguntó:
—¿Por qué no te levantas ahora? Hace una noche deliciosa y
el aire aquí está muy cargado.
El chico se estremeció al pensar en hacer esfuerzos para
incorporarse. Balbuceó un «No puedo» en un tono lastimero que no
convenció a Jamida, quien propuso una solución:
—Espera. Dime dónde puedo encontrar una manta. Ahora
vengo a por ti.
El chico dijo que en la entrada y Jamida fue hacia allí, se
agachó, tanteó en el suelo y salió al patio. Luego, volvió a su lado,
metió los brazos bajo su espalda y sus muslos y dijo:
—¿Estás preparado? No hagas fuerza y déjate llevar.
Bachir se asustó y estuvo a punto de dar un grito de terror al
sentirse alzado por los brazos del viejo, con una fuerza que le
resultaba increíble para un cuerpo tan pequeño. El anciano le cargó
y se dirigió con él hacia la puerta. El chico temblaba pensando que
en algún momento podría caer al suelo.
Llegados al patio, Jamida dejó al muchacho de pie, sujetándole
por la espalda, colocando su mano en la axila. Las piernas de Bachir
temblaban sobre la manta, colocada en la blanda arena. Pensaba
que de un momento a otro se derrumbaría, pero el viejo le animó:
—No pienses en tus pulmones. No se te van a caer. Tiemblas
porque los músculos de tus piernas están flojos, pero eso lo
arreglaremos pronto. Yo te sujeto.
Bachir respiraba agitado, lleno de terror. Movió primero una
pierna y después otra, hasta dar un par de pasos. Su cuerpo parecía
pesar como una montaña, pero los brazos de hierro del viejo le
sostenían casi en volandas. Recordó lo que el anciano le había
dicho sobre el miedo y trató de controlar su respiración.
El viejo le ayudó a dar algunos pasos. Lo que Bachir temía, que
sus pulmones diesen un latigazo de dolor, no llegó a ocurrir. A
medida que se relajaba, sus piernas parecían ganar en fortaleza.
Pero se sentía muy cansado, y se lo dijo al anciano.
—No te preocupes. Te dejaré aquí tumbado e iré a por algo
para abrigarte. Debe de hacer una noche preciosa.
El muchacho quedó tumbado sobre la manta. Notaba el frescor
de la noche. Al poco, Jamida volvió con un cobertor y lo extendió
sobre su cuerpo. Mientras le tapaba, le preguntó:
—¿Qué ves?
—Nada.
—¡Cómo que nada! ¿No ves estrellas?
—Sí, veo las estrellas. Pero no hay luna.
—Mejor, así se las ve con más nitidez. Calculo que la luna
saldrá dentro de un par de horas.
Bachir sintió que el viejo comenzaba a masajear sus piernas,
comenzando por las pantorrillas. Era un masaje distinto del que le
daba Magali, más intenso, buscando cada músculo. Dolía cuando
pasaba la mano, pero resultaba agradable cuando cesaba la
presión. Contemplando el cielo cuajado de estrellas, el chico
comentó:
—Debe de haber más estrellas que granos de arena en el
desierto.
Sin levantar el rostro, Jamida siguió con sus masajes:
—Dicen que hay muchas más, que no se ven. Pero las que se
ven son menos que los granos de arena que caben en el cuenco de
las dos manos. ¿Quieres intentar contarlas?
A Bachir esa tarea le pareció imposible y prefirió pensar que la
opinión del viejo era errónea. Las vio titilar en la negrura y preguntó:
—¿Qué son las estrellas?
—¿Quieres la leyenda o la verdad?
Bachir dudó ante esa oferta sorprendente y eligió la primera.
—Hace mucho tiempo, en nuestra tierra había unos gigantes,
los Hylali Yin. Eran hombres sabios y valientes. En aquella época, la
noche era oscura y no había luces que señalaran el camino. Entre
todos, tomaron en sus manos las piedras de una montaña e hicieron
una gran bola que lanzaron al cielo. Esa bola es la luna. Pero no
contentos con sus movimientos caprichosos, subieron a la montaña
más alta y con las puntas de sus lanzas hicieron agujeros en el cielo
para guiar a los caminantes. Estos agujeros son las estrellas.
—¿Qué fue de los Hylali Yin? ¿Existieron de verdad?
—Dicen que existieron y que desaparecieron. Sus tumbas de
piedra son enormes, gigantescas. Algún día quizá puedas visitarlas.
En las tumbas de los hombres colocaban una piedra a la altura de la
cabeza y otra a la altura de los pies. En las tumbas de las mujeres
se añadía una tercera piedra, a la altura del vientre...
Bachir escuchó la historia de los gigantes y quedó pensativo,
contemplando las estrellas. Le gustaba pensar que esos gigantes
hubieran hecho esos huecos en el cielo, pero sospechó que no eran
simples agujeros. Preguntó qué eran de verdad las estrellas, y
Jamida respondió:
—La verdad la podrás encontrar en los libros. Aprende a leerlos
y ahora confórmate con lo que ves. Mira el cielo, ahora que puedes
hacerlo. ¿Puedes encontrar la estrella más luminosa?
—Sí, allí.
Bachir señaló con el dedo, pero Jamida siguió con su tarea de
dar vida a unos músculos aletargados. Sin mirar cómo el dedo del
chico señalaba el punto de luz, prosiguió:
—Esa estrella se llama Vega. Si miras las que están próximas,
una de ellas se llama Sheliak y otra Sulafat.
—¿Tortuga?
—Sí. Los antiguos le dieron ese nombre: Sulafat, la tortuga.
—¿Por qué?
—¿Quieres la verdad o lo que yo puedo decirte?
Bachir eligió la segunda opción, esperando otra sorprendente
historia de gigantes:
—Esas estrellas están en una constelación llamada Lira. Se
cuenta que un héroe del cielo se fabricó una lira con el caparazón
de una tortuga. Sheliak y Sulafat significan lo mismo, pero la primera
palabra está en persa.
Las palabras constelación, lira, persa, no tenían para Bachir un
significado preciso. Estuvo a punto de preguntar por ellas, pero se
arrepintió avergonzado por su ignorancia, comparada con la
sabiduría del anciano, que parecía conocer todo lo relativo a los
hombres, a la tierra y a los cielos. Una vez más maldijo la
enfermedad de sus pulmones, que le confinaba en el mundo
pequeño de su jaima. Por un instante deseó que los dedos del viejo
poseyeran la magia suficiente como para arreglar su pecho. Si así
fuera, después de ese masaje se levantaría y le acompañaría de la
mano a donde quisiera ir. Su pregunta brotó como una súplica:
—¿Usted cree que algún día me curaré?
Bachir esperó una respuesta alentadora, un mensaje de ánimo
del tipo «¡Por supuesto que te curarás! ¡Y será muy pronto!». En vez
de eso, Jamida siguió presionando las plantas de sus pies y se tomó
un rato para responder. Al final, engarzó despacio sus frases.
Parecía hablar consigo mismo, la mirada fija en un punto indefinible:
—Muchas personas en el mundo están enfermas. Es el
designio de Alá, cuya razón nunca podremos conocer. Las dolencias
del cuerpo no son las peores. Hay que protegerse más de las
enfermedades del alma, porque hacen sufrir a los demás. La
envidia, el odio, la pereza o la codicia causan en el mundo más
daño que la peor de las pestes. Puede que algún día te cures del
todo. Pero también puede que no. Muchas personas aprenden a
convivir con su enfermedad y son mejores y más sabias que otras
con el cuerpo sano. Tú no puedes conocer tu destino, pero sí
puedes elegir cómo quieres ser.
Jamida prosiguió su masaje un rato y luego dio una palmada en
la pierna del chico, indicando que la sesión estaba acabada. Le tapó
con el cobertor y se tendió a su lado. Bachir contempló las estrellas
y sintió durante unos segundos el vértigo del cielo cayendo sobre su
cabeza. Las lágrimas empañaron sus ojos y no supo determinar si
lloraba de rabia o de placer. Se sentía desdichado pero también
inmensamente feliz. Pensó en su padre, que quizá en ese mismo
instante contemplaba las estrellas en algún lugar remoto, y le envió
un mensaje. Le pareció ver una estrella fugaz y no pudo evitar
compartir con el viejo ese descubrimiento:
—¿La ha visto?
—¿Qué?
—La estrella fugaz. ¿La ha visto?
—No.
—Era enorme.
—¿Pediste un deseo?
—Claro.
Pero Bachir no estaba seguro de si ese fugaz destello tenía que
ver con sus ojos acuosos. El cielo parecía haberse convertido en un
espejo húmedo en el que resbalaban las luces. Alzó una mano para
secar sus lágrimas y estuvo atento unos minutos para confirmar su
deseo con otra estrella errante, que no pudo encontrar.
Un rato después, el viejo se alzó del suelo. Bachir le contempló
tumbado y le pareció enorme, con su silueta recortada sobre la
porción de cielo clareado que anticipaba la salida de la luna. Jamida
se acuclilló a su lado y le dijo:
—Debes entrar. En poco tiempo caerá el frío y no debes
resfriarte. Despídete de las estrellas.
El anciano alzó a Bachir y le depositó con cuidado en su lecho.
Luego, con paso seguro, volvió a salir y metió la manta. Mientras le
arropaba, se despidió de él:
—Serás un hombre sano, si lo deseas. Aunque uno de tus
pulmones se comporte de forma caprichosa, tú podrás ser un
hombre sano.
El chico le oyó salir. Poco después, oyó el susurro misterioso de
sus pies: «Ssh, tap, ssh, tap, ssh, tap...».
Sintió las piernas fatigadas, como si hubieran realizado un largo
paseo. No tardó en dormir, con el cansancio dulce que producen las
emociones intensas.
Soñó que Jamida era uno de los Hylali Yin...
ESTRELLAS

—Magali, ¿tú has oído hablar de los Hylali Yin?


—No.
—Eran gigantes. Hombres muy altos que vivían en el desierto.
—Ah, ¿sí?
—Sí. Eran más altos que el rkisa [21] de una jaima, mucho más
altos, y tenían una fuerza enorme. En un lugar llamado Tassili
edificaron unas construcciones inmensas y tallaron en las rocas
figuras de elefantes, jirafas, hipopótamos y peces, que eran
animales que entonces vivían en el desierto.
—Pero si vivían en el desierto, entonces no era tan desierto...
—Bueno, sí... Entonces, en el desierto el agua corría formando
ríos, y en esos ríos vivían cocodrilos y peces. Es que antes de ser
desierto, el Sahara tenía selvas donde vivían muchos animales.
—Vaya, entonces sería un lugar muy peligroso.
—Para los Hylali Yin no era peligroso, porque ellos eran
fuertes... Ten cuidado, que ahí me duele.
—Ay, perdona. ¿Y en qué libros has visto esas historias? ¿En
los que te trajo Dajba? Yo también quiero leerlas.
—No, no son de ningún libro.
—Y entonces, ¿dónde las has escuchado?
Bachir dudó si revelar su fuente de información. Aunque había
hablado a su hermana del viejo, deseaba preservar algún tiempo
más el tesoro de su secreto. Simplemente dijo «Por ahí» y cambió
de conversación. Magali acabó su masaje y ayudó a su hermano a
tenderse boca arriba. Le dio noticias de que Sukeina estaba mejor, y
que dentro de pocos días volvería a casa.
—¿Y se sabe algo de padre?
—No. Vendrá dentro de diez o quince días. Pero las noticias
que llegan no son buenas. Hace poco regresó Alí Buya y dice que la
sequía es tremenda. Con este ya son tres años seguidos sin agua.
—Y entonces, ¿los camellos?
—Imagínate...
Bachir imaginó el desierto árido, y a su padre desolado como el
año anterior, con el rebaño mermado por la falta de pastos. Le
invadió un sentimiento de tristeza y pensó en la dureza del mundo y
la época en que les había tocado vivir. Recordó las palabras de
Jamida y consideró que quizá también los pueblos podrían
sobrevivir con dignidad, a pesar de las guerras, la falta de lluvia o
las privaciones. Las enfermedades de los pueblos eran como las
enfermedades de los hombres.
Cuando se quedó solo, Bachir hizo varios ejercicios con la
caña, mucho más costosos que los de la víspera. Luego, tomó el
rompecabezas de Dajba y volvió a jugar con las dos primeras
piezas, extrayéndolas y volviéndolas a colocar. Al final, se armó de
valor y deshizo la esfera, extendiendo los pedazos sobre su pecho.
Pensó que el juego estaba en eso: en deshacer y en volver a hacer.
Sintió una extraña sensación de placer al vencer el desafío. De
nuevo, las piezas quedaron esparcidas. La vida era justo así: había
que jugar con los elementos sueltos para luego darles forma, hasta
construir la esfera. Y luego, conocer cada pieza, para saber cómo se
relacionaba con las demás. No había ninguna igual, de la misma
manera que las personas no son iguales. Y todas se relacionaban
entre sí de una manera precisa... Se dijo que tarde o temprano
acabaría por armar la esfera. Y que en caso de no hacerlo, siempre
podría solicitar la ayuda de su amiga.
Por la tarde, hojeó sus libros. Se detuvo ante las fotografías de
un paisaje montañoso, por el que se precipitaba el agua en
estrechas cascadas, en una de ellas formando un arco iris. Se
preguntó por qué el agua, como el dolor, estaba tan mal repartida en
el mundo. Su corazón se estremeció al imaginar el regreso de su
padre, cubierto de polvo, después de buscar los terrenos de pasto
con los camellos sedientos y escuálidos. Él los sacrificaría, antes de
someterlos a la tortura de atravesar el desierto buscando pozos
lejanos.
Las horas transcurrieron despacio, antes de la llegada de
Jamida. Como la víspera, se acercó primero a la jaima para ver si el
chico estaba despierto y luego apareció a pie firme en el umbral. Sin
esperar explicaciones, buscó la manta, la extendió en el patio y llevó
a Bachir afuera, cargándole en brazos.
El muchacho y el anciano apenas habían cruzado una palabra,
más allá del saludo inicial. Bachir notó que esa noche el viejo estaba
especialmente silencioso. Sin decir nada, Jamida le descubrió las
piernas, de rodillas hacia abajo, y comenzó a frotar sus pantorrillas
con manos enérgicas. El chico decidió romper el silencio:
—¿Es verdad que hay sequía en el sur?
—Eso cuentan. Y por lo que se dice, será mayor los próximos
años.
—¿Por qué?
—No lo sé bien. Los desiertos se secan a cada año que pasa.
—Porque no llueve.
—No llueve, pero hay algo más. Cuando yo era joven, las
lluvias tampoco eran abundantes, pero raro era el lugar donde no
crecieran la talja, el atil o el sbat [22]. Ahora, solo crece la ramada [23]
y los camellos se mueren de hambre. También antes era fácil abrir
pozos, pero ahora el agua es como si hubiera desaparecido.
Aunque puede que sea porque ya no hay hombres que sepan
buscarla bien.
—Entonces, nuestro pueblo corre peligro.
—Nuestro pueblo corre peligro, pero no por la falta de lluvia. En
realidad, bastan dos hombres para matarnos de sed. Solo dos
soldados pueden cerrar la llave del grifo que nos abastece, y todos
comenzaríamos a morir. Eso, o que los conductores de los
camiones que traen la ayuda internacional se nieguen a venir. O que
algunos países dejen de ayudarnos con sus alimentos o sus
medicinas.
—¿Y no podemos hacer nada?
—Sí, podemos gritar pidiendo auxilio.
—Y luchar. Mi tío dice que podemos luchar.
—Ya luchamos, cada día que pasa. Sobrevivir es nuestra forma
de lucha. Solo con eso le decimos al mundo que seguimos aquí.
Que se está cometiendo una gran injusticia con el pueblo saharaui.
Bachir permanecía atento a las palabras del viejo, pero miraba
el cielo con atención. Vega, la estrella más luminosa, aparecía casi
en el cénit. Aunque el aire no estaba tan despejado como la víspera,
se distinguía con claridad la banda lechosa de la Vía Láctea.
—¿Y por qué se es tan injusto con nosotros?
—Eso deben de pensar todos los pueblos que sufren. No
olvides, Bachir, que no somos los únicos. También hay otros pueblos
hermanos que padecen destierro y persecución.
—Musulmanes, como nosotros.
—Sí, pero también de otras religiones. La injusticia no distingue
entre religiones o continentes.
El chico recordó algunos encuentros en la jaima con su tío
Abd'salam y, con cierta rabia, reprodujo con vehemencia algunas
opiniones que había escuchado esas noches:
—¡La culpa es de los cristianos, que quieren destruir al pueblo
árabe!
A Jamida le sorprendió la energía del chico. Recordaba a su
vez reuniones con otros hombres, en las que se opinaba de forma
similar. No alzó la voz cuando dio su opinión:
—Algunos pueblos sí tienen culpa, pero no otros. Nuestro país,
por ejemplo, está en guerra con otro país musulmán. A veces, los
cristianos han luchado contra los árabes, pero también contra otros
cristianos. Y lo mismo hemos hecho nosotros. También somos
culpables de la muerte de muchos de nuestros hermanos.
—Pero ¿por qué?
—Ambición, codicia, locura, fanatismo... Las peores
enfermedades de los hombres. ¿Recuerdas?
Bachir calló, pensativo. El viejo dio por terminado el masaje.
Cubrió al chico y se tendió a su lado.
—¿Ves las estrellas? Hace mucho tiempo, en los pueblos
árabes había muchos hombres sabios. Cuando los cristianos vivían
en la barbarie, nuestros antepasados edificaron bibliotecas, palacios
y jardines. Estudiaron matemáticas, medicina y astronomía.
Construyeron observatorios para mirar el cielo. Muchas de las
estrellas que ves tienen nombres árabes, que se han conservado a
lo largo de siglos. Ahora, la antigua sabiduría se ha perdido y el
dinero ha corrompido a muchos hombres.
—Pero usted es un hombre sabio...
—No, Bachir, no soy sabio. Solo soy un hombre que ha logrado
aprender algunas cosas.
La negación de Jamida no convenció al chico, que seguía
contemplando el cielo mientras escuchaba atento la charla del
anciano. Cuando acabó, volvió a interesarse por las luces:
—¿Todas las estrellas tienen nombre?
—Las más importantes, sí.
—¿Y usted cómo las conoce?
—Cuando yo era niño, mi padre me enseñó a orientarme en las
noches sin luna a partir de las estrellas. Él sabía unos pocos
nombres. Muchos años después, mientras hacía guardia en mi
trinchera y compartía el té con mis compañeros, alguien me
descubrió los nombres que se utilizan en la actualidad.
—Dígame algunos nombres. ¿Dónde están esas estrellas?
Jamida alzó una mano y el chico trató de seguir su dedo
mientras el viejo explicaba:
—El cielo parece que gira sobre una estrella, la Polar, que
puedes encontrar aproximadamente allí. La constelación en la que
se encuentra tiene la forma de un carro. En los extremos tienes a
Khochab y a Pherkad, que son «los guardianes del Polo». Al lado se
encuentran Anwar al Farkadain y Alifa al Farkadain. Son buenos
nombres árabes, ¿no crees?
Sin esperar respuesta del chico, Jamida prosiguió:
—Al lado tenemos a Cefeo. Dos de sus estrellas se llaman
Alderamin y Alfirk.
—Pero Cefeo no es un nombre árabe, ¿no?
—No. Antes que nosotros, los antiguos dieron nombres a las
constelaciones, que eran grupos de estrellas. Pensaban que esos
grupos representaban a los dioses. Pero los árabes son los primeros
que observan las estrellas individuales y les dan nombres.
—Entonces, ¿todas tienen nombre árabe?
—No, pero sí muchas. Al lado de Cefeo está la diosa
Cassiopea. La estrella Shedar significa «el pecho». La siguiente
estrella en importancia es Caph, que significa «la mano teñida de
henna». Al lado tenemos «la rodilla» o Ruchbah. Si tomamos otra
constelación encontramos a Algol, «el diablo», o Denebola, «la cola
del león». Están Markhab, «la cabeza del caballo» y Alnals, «la
punta de la flecha». Mizar, o «el cinturón»...
Jamida siguió enumerando estrellas, moviendo el dedo a un
lado y a otro. En ocasiones, Bachir escuchaba una palabra que
reconocía; en otras, el nombre que había sufrido ciertas variaciones.
Pero en todos los casos se trataba de términos usuales, como si el
cielo se hubiera transformado en algo familiar. Lamentó haberse
desorientado hacía mucho tiempo en la miríada de luces y se dijo
que aprendería a nombrar esos puntos con la ayuda del viejo, en
noches sucesivas.
Una ráfaga de viento frío provocó un estremecimiento en el
muchacho, que se tapó hasta el cuello con el cobertor. El anciano
también pareció ajustarse el zam [24] sobre la cabeza, pero al poco
se levantó, diciendo que los dos estarían más protegidos en la
jaima.
Jamida se colocó a su costado, dispuesto a levantarle. Bachir,
pese al frío, deseaba alargar lo más posible su charla con el
anciano. Se sentía perplejo con la sabiduría de Jamida, que hablaba
con soltura de cosas que jamás había oído a su padre o a sus
maestros.
—En la escuela nunca nos hablan del nombre de las estrellas.
—Nuestro pueblo ha olvidado estos conocimientos. Incluso
muchos de los que caminan por el desierto pueden orientarse por
las estrellas, pero no conocen sus nombres, a pesar de que son tan
familiares. Tampoco los recuerdan otros pueblos árabes. Algunos de
los nuestros deberían recordar lo que ha sido nuestra historia y
devolvernos la dignidad que un día tuvimos.
El muchacho se sintió de nuevo en volandas. Cuando Jamida le
dejó en el suelo de la jaima, él conservó una mano del anciano entre
las suyas en un gesto de agradecimiento, y el viejo se sentó a su
lado. Bachir notaba en las piernas un hormigueo cansino, como si
hubiera caminado durante horas. Tras un largo silencio, Jamida dijo:
—Tengo que irme.
Bachir aflojó la presión de sus manos y dijo, comprensivo:
—Sí, es tarde y tiene un largo camino hasta su casa.
—Es cierto. Pero quiero decir que mañana regresaré a mi casa
en Ausserd. Mañana por la noche ya no nos veremos.
El corazón de Bachir latió con fuerza y el chico contuvo la
respiración, temiendo que un latigazo de dolor le atravesara el
pecho. Sin poderlo evitar, sus manos se aferraron de nuevo a las del
viejo y la saliva desapareció de su boca y pareció ascender a sus
ojos, en forma de lágrimas. Musitó:
—Por favor, no se vaya...
—Tengo que seguir mi camino. Esta tarde enviaron a alguien
diciéndome que me necesitaban. Debía haber salido hace unas
horas, pero quise venir a verte. Me iré mañana, antes del almuerzo.
Bachir no encontró palabras para expresar su consternación.
Sabía que el viejo se iría, pero no tan pronto, no tan pronto... Repitió
su súplica:
—Por favor, quédese unos días más...
Jamida acarició su frente con la otra mano, mientras trataba de
consolar su incipiente llanto:
—Un día comprenderás que tenemos que irnos alguna vez, y
antes de lo que pensamos. Yo también siento tener que marcharme,
pero algún día volveremos a encontrarnos. Trataré de venir después
del verano. Nos veremos entonces. Inchalláh.
Por fin, el llanto del chico se desbordó incontenible. Mientras
sujetaba con fuerza la mano de Jamida, lloró sin importarle que en
el beit o en la calle pudieran oír sus hipos. Dejó caer sus lágrimas
notando la mano del viejo en su cabello, tratando de confortarle.
Jamida le dejó llorar. Mantuvo su mano aferrada a la del chico y
le acarició despacio, hasta que oyó su respiración rítmica, hundido
ya en un profundo sueño. Antes de marcharse, le susurró al oído:
—Mañana vendré a visitarte.
DESPEDIDAS

Bachir despertó con los primeros ruidos en el beit. Ageila


cacharreaba en la cocina. Fiuna y Magali charlaban con voz queda
en el patio y la primera azuzaba a Mantu, diciéndole que se vistiera
pronto, para llegar a tiempo a la escuela.
Notaba una profunda sensación de vacío, como si despertara
de una noche larga y sin sueños. Los ojos le escocían y, aunque
sabía que sus pulmones funcionaban todo lo bien que podían,
notaba una opresión en el pecho. Sentía ganas de aullar, de gritar,
de arañar..., pero no le quedaba más remedio que soportar el dolor.
Como había hecho siempre, aunque en ese momento el sufrimiento
parecía proceder de lugares más profundos.
Contempló con indiferencia la luz anaranjada de la jaima, los
mástiles, los cojines, las alfombras... Todo resultaba inútil, como sin
brillo. Solo su vejiga parecía necesitar del mundo que le rodeaba.
Contuvo la orina hasta que le dolió el vientre. Hizo pis sin importarle
que unas gotas resbalaran por su pierna.
Alguien tocó la puerta de la tienda y un rayo de luz tintó de
colores el suelo. Bachir no vio quién era, pero unos segundos más
tarde oyó cómo se desanudaban los cordajes y entraba Magali:
—Qué pronto has despertado hoy.
El chico no respondió. Magali tomó unas ropas de su hermano
de un rincón y aclaró:
—Puedes seguir durmiendo. Estamos de colada. Disculpa si te
he molestado.
Bachir colocó las manos bajo la nuca y fijó una mirada
indiferente en los vértices formados por los mástiles de la jaima.
Consideró que el día iba a ser largo y feo, sin el aliciente de ver al
viejo por la noche. Sintió odio hacia ese anciano que le abandonaba
cuando más necesidad tenía de él y valoró sus charlas como una
mera palabrería. En lo sucesivo, pensó, no volvería a confiar en
nadie. En nadie.
Magali, acostumbrada a sus cambios de humor, no dio
importancia a su silencio durante el desayuno. Ni siquiera Ageila
consiguió arrancarle más de un par de monosílabos cuando entró
canturreando a ordenar y ventilar la jaima.
Poco antes de los masajes, alguien empujó la puerta exterior.
Por los ruidos, Bachir supo que Ageila dejaba la tabla de lavar y se
acercaba a saludar al visitante. El chico apenas pudo reconocer sus
murmullos, pero su corazón dio un vuelco. Unos minutos después,
su madre abría la puerta a Jamida.
—Salam alikúm.
—Alikúm salam.
Durante un rato, el viejo y el muchacho intercambiaron las
frases del saludo ritual saharaui. Jamida se sintió satisfecho porque
en casa de los Mednah se conservase la tradición a la que obligaba
la cortesía. Cuando los saludos acabaron con el Hamduliláh [25], el
viejo atravesó el espacio que le separaba de la cabecera de Bachir.
Era la primera vez que el chico contemplaba el aspecto del
anciano a la luz del día. Vestido a la occidental y cubierto con el
turbante, parecía más menudo aún que las noches anteriores.
Bachir le vio moverse con cierta vacilación, aunque sus piernas eran
tan firmes que se sentó a su lado sin apoyar las manos en el suelo.
Entonces se desanudó el turbante y Bachir pudo observar su
rostro. A medida que se descubría, el chico sintió una profunda
impresión. Una larga cicatriz partía de la frente, atravesaba la mejilla
izquierda y discurría por la comisura de los labios hasta perderse en
la barbilla. La cara parecía salpicada por decenas de hoyuelos
cubiertos por una piel rosada. Y, como si se tratara de un collar, otra
cicatriz parecía rodear su cuello hasta donde se perdía su mirada.
Por un instante, Bachir tuvo la sensación de que a ese hombre
se le había caído la cabeza y se la habían vuelto a coser al cuerpo.
Jamida notó el silencio sorprendido del chico y preguntó:
—¿Te asusto?
—No. Bueno, un poco...
—Como te dije, fui herido. De recuerdo, me dejaron algunos
costurones en el cuerpo.
—¿Le duelen?
—La espalda, a veces. Mantengo una bala alojada cerca de la
columna. Cuando hace frío, el metal parece helado. Es como si
tuviera un termómetro dentro del cuerpo. Y tú, ¿cómo has pasado la
noche?
—Mal. Me desperté temprano.
—Comprendo tu disgusto, pero así son las cosas. Tampoco yo
esperaba marcharme tan pronto, pero al menos me ha dado tiempo
a hacer lo que quería. ¿Quieres que te dé un masaje?
—Bueno.
—Date la vuelta.
Bachir giró el cuerpo con cierto temor. Cuando Magali le daba
masajes, ella le ayudaba a moverse, pero ahora lo hacía solo. Notó
las manos del viejo en la espalda antes de que acabara de tumbarse
boca abajo. Jamida le animó:
—No tengas miedo. Respira tranquilo. Mueve el diafragma con
la tripa para ayudar a tus pulmones.
Jamida comenzó a presionar el cuello y los omóplatos del
muchacho con sus dedos fibrosos. Era un masaje distinto del que
recibía de Magali, en el límite entre el placer y el dolor. Bachir era
consciente de músculos y tendones, como si despertaran de un
letargo.
—Debes fortalecer la espalda. Te cuidan bien, porque no tienes
llagas, pero tendrías que hacer ejercicios. Cuando te levantes, te
sentirás débil, pero eso no tiene que ver con tu pecho. Y es
necesario que continúes tus ejercicios con la caña. Los pulmones
deben expandirse. No tengas miedo si te duelen o te da un ataque.
No corres un peligro grave, porque solo tienes un pulmón dañado.
Al chico, las palabras del anciano le servían de consuelo, pero
tenía otras necesidades inmediatas:
—¿Cuándo volverá?
—He prometido a Abdelhai que acabado el verano pasaré por
su casa un par de semanas. Ya sabes que todo saharaui cumple
sus promesas, así que me verás entonces, si Dios lo quiere. Puede
que antes me acerque algún día, pero no te lo aseguro.
—¿Y no puede quedarse unos días más?
—Imposible. Hay personas que me esperan. Debo volver con
ellas. Aunque no lo creas, me necesitan más que tú.
Las manos de Jamida bajaron hasta los riñones y recorrieron la
espina dorsal.
—Entretanto, puedes escribirme. Siempre se encuentra a
alguien dispuesto a enviar una carta. Yo responderé a todas las
tuyas. ¿Prometes que me escribirás?
Ante el silencio del chico, volvió a preguntar:
—¿Lo prometes?
—Sí.
—Sé que tu familia te cuida bien, pero si algún día necesitas
algo puedes contar con Abdelhai Fakala. Le he hablado de ti. Es un
buen hombre.
Jamida prosiguió sus masajes. Continuó por los glúteos, las
piernas, las pantorrillas y los pies. Volvió a recordar al chico que
podía caminar y remarcó la importancia de los ejercicios con la
caña. Le ordenó luego darse la vuelta. Bachir observó sus manos y
vio cómo el anciano miraba fijamente su torso. Pestañeaba con
frecuencia, como si necesitara limpiar de arena sus ojos. El chico se
atrevió a formular una queja:
—Pensaba que usted me enseñaría a conocer el cielo y me
contaría historias del desierto. Y ahora se va...
—Yo te puedo enseñar pocas cosas del cielo. Ahora está muy
lejos para mí. Y en cuanto a las historias... tu padre o tu tío podrán
contarte muchas. Ellos conocen a muchas personas que pueden
narrar la vida de la badía [26], de las ciudades o de los
campamentos. De las estrellas, podrás encontrar mapas del cielo.
Yo trataré de buscar alguno, si estás interesado en conocerlo, y te lo
enviaré.
—Sí. Sí quiero tenerlo.
—Amigo, es hora de despedirnos. Si tienes por ahí un lápiz y un
papel, puedes anotar mi nombre y dirección. Espero tus cartas.
Bachir se movió. Tanteó por los alrededores hasta encontrar un
bolígrafo y un arrugado cuaderno. Se los tendió al viejo, que no hizo
ningún amago de tomarlos. El chico insistió:
—Tenga. Mejor que lo escriba usted.
El viejo tendió las manos. Abrió el cuaderno por una hoja al
azar y comenzó a escribir sus señas. Al observar cómo titubeaba
ante el papel, los ojos fijos en su pecho, Bachir no pudo evitar un
grito:
—Pero usted... ¡Usted es ciego!
—Sí.
—Entonces... las estrellas... no puede verlas. ¡No puede ver
nada!
—No. Pero las he visto tanto tiempo que puedo imaginarlas.
Llevan en el cielo miles de años, así que no creo que se hayan
apagado de unos meses para acá.
El muchacho se incorporó sobre uno de sus brazos para
contemplar al anciano. Se fijó entonces en sus ojos, de color claro,
que miraban fijos un punto indefinido. El movimiento de sus
párpados era rítmico y extraño. Exceptuando eso, su rostro era
sereno y poseía una dignidad que Bachir no había observado jamás.
Balbuceó:
—¿Es ciego desde la guerra...?
—No. Estuve varios meses sin ver, con el rostro vendado, pero
mis ojos no estaban dañados. Pero hace aproximadamente un año
comencé a perder visión. Mi mácula degeneró hasta hacerse opaca
y poco a poco las luces se han ido apagando.
—¿Y no puede ver nada?
—Ahora, no. Alá fue generoso conmigo y pude adaptarme poco
a poco a la oscuridad. Me ha permitido conservar el oído y el tacto.
Pero no te entristezcas. He visto todo lo que tenía que ver en el
mundo, así que ahora puedo sentarme tranquilamente a escucharlo.
Y tú valoras tan bien como yo la importancia de los sonidos. Has
aprendido mucho en estos meses.
De repente, el chico entendió sus titubeos al arrastrar los pies
por el suelo, la necesidad de los bastones, sus gestos rígidos... Y le
resultó heroico que ese hombre se aventurara a caminar de un lado
a otro del campo, en una oscuridad total. Comparó la incapacidad
del viejo con la suya y se sintió avergonzado. No tenía derecho a
quejarse, ni a intentar retenerle. Pese a sus enormes dificultades,
ese hombre continuaba activo y volvía a realizar su extraño oficio.
Jamida comenzó a alzarse. Cuando estuvo en pie, invitó al
muchacho a levantarse, tendiéndole los brazos.
Bachir dudó un momento, pero la oferta del viejo resultaba
irresistible. Ofreció sus manos y Jamida le tomó por los antebrazos,
mientras le decía:
—Haz fuerza con los pies. Yo te levanto. Tranquilo, que tu
pecho no va a sufrir.
El chico se puso en pie, en un equilibrio precario. Tendía a
apoyarse en el anciano y temía que sus piernas no le sostuvieran.
Dio un paso y comprobó que estaba débil, pero que nada le impedía
andar. Jamida le sostuvo y le preguntó:
—¿Me acompañas a la puerta, como un buen anfitrión?
Recuerda que soy ciego.
Bachir pidió su darráa y el viejo la buscó a los pies del lecho. Se
la puso y los dos caminaron hacia la puerta. Jamida sostenía al
muchacho mientras este le guiaba, los dos unidos en un abrazo,
cruzando uno los brazos sobre la espalda del otro.
—Levante el pie. Ya estamos en la entrada.
Ageila y Magali se percataron de que el viejo y Bachir salían de
la jaima y dieron un grito de sorpresa, las manos sobre la cara.
Observaron los pasos vacilantes del anciano y del muchacho sobre
la arena, en dirección a la puerta de entrada, y las dos mujeres se
tomaron de la mano emocionadas por la sorpresa. Magali corrió a
abrir.
Antes de salir, Jamida pidió al chico:
—Un momento. Quiero conocerte mejor.
Jamida, sin soltar al muchacho, pasó sus dedos por su rostro,
con la intención de fijarlo en su memoria. Bachir se dejó hacer. Las
lágrimas resbalaban por su mejilla y añadían suavidad a esa dulce
exploración. Por fin, los dos se soltaron en la puerta de la calle,
después de estrechar sus manos en un apretón secreto.
Bachir vio entonces un largo y delgado bastón, apoyado en la
entrada. Jamida lo tomó y comenzó a caminar calle abajo, mientras
sus pasos y la contera de su bastón susurraban en el suelo:
«Tap, ssh, tap, ssh, tap...»
EL CAZADOR

Ageila y Magali ayudaron a Bachir a volver a la jaima y a


tenderse en el suelo. La madre y la hermana se sentaron a su lado.
Estaban ansiosas por saber quién era ese hombre, cómo había
aparecido y si su presencia tenía algo que ver con la mejoría del
chico. Tras varias semanas de verle tendido y quejumbroso, les
resultaba increíble y esperanzadora esta brusca recuperación.
El muchacho apenas sabía cómo explicar su aparición, sin
tener que detenerse en el mundo de sus ruidos nocturnos. Apenas
pudo balbucear que era un sabio, mitad guerrero, mitad médico, que
apareció una noche por los alrededores de su tienda. Estaba tan
impresionado con el descubrimiento de su ceguera que su
exposición resultó apenas comprensible para las dos mujeres:
—A pesar de que es ciego, puede recorrer el campamento solo
con su bastón... No tengo idea de cómo se orientará... Además,
enseña a otros médicos, aunque él no es médico... Le basta solo
con su oído y las yemas de sus dedos... Es capaz de conocer y de
señalar las estrellas del cielo, y sabe todos sus nombres, porque los
guarda en su memoria... Ahora tiene que irse, pero volverá. Me ha
prometido que volverá y que me escribirá cartas. No tengo idea de
cómo podrá escribir, siendo ciego... Ha recorrido el desierto y
conoce muchos países vecinos... Sabe mucho, aunque no puede
ver nada...
Magali, sobre todo, le pedía detalles sobre ese hombre: dónde
vivía, qué hacía por aquí, el porqué de sus cicatrices... A todo ello
respondía el chico de forma apresurada, excitado, sintiéndose
poseedor de un valioso tesoro que podía compartir con otros. Tuvo
la sensación de que con su atropellado relato compensaba en parte
los que su hermana le había contado durante las semanas
precedentes.
La madre y la hermana estaban complacidas con la situación
del chico, que parecía haber superado su tristeza habitual.
Convinieron en hablar con Bachir a la noche. Salieron entre
sonrisas. Y las dos cantaron algunas canciones mientras se
ocupaban de la colada.
Bachir estaba agotado. Por primera vez tuvo conciencia de que
la emoción origina un cansancio superior al esfuerzo físico. No
dejaba de pensar en la tenacidad del viejo, en su afán por superar
las dificultades a lo largo de su existencia, en su deseo de vivir...
Cayó en la cuenta de que no había hablado a su madre ni a su
hermana de la caña. La tomó y realizó cinco series de ejercicios,
con lo que sus pulmones quedaron exhaustos. Se propuso realizar
esa tarea tres veces al día. Seis, el próximo. Siete, el siguiente...
Recordó la esfera de Dajba y deseó que la chica pasara pronto
por allí para hacerle partícipe de su descubrimiento. Tomó las piezas
y las esparció ordenadas sobre su pecho. Eligió las dos primeras,
colocándolas como su amiga le había enseñado, y fue ensayando
con las siguientes. Con trabajo, reconstruyó la esfera, probando,
equivocándose y volviendo atrás, hasta que la bola quedó completa.
A la hora del almuerzo, se dejó llevar por el sueño. Antes de
dormir, con la esfera entre sus dedos, tuvo la impresión de que por
fin poseía la clave que le permitía montar el rompecabezas de su
vida.
A media tarde, Fiuna irrumpió en la jaima después de
comprobar que Bachir estaba despierto y se sentó junto a él:
—¡Me han dicho que te has levantado! ¡Eso es estupendo! ¿Te
encuentras mejor?
—Sí, algo mejor.
—¿Ya no te duele el pecho?
—Un poco.
—Un poco, un poco... Parece que siempre te estás quejando.
¿Te duele o tienes miedo de que te duela?
—Ya te he dicho que me duele un poco. Aquí arriba.
—Bueno, si es poco... ¿Quién era esa persona que vino a
verte?
—Un viejo.
—Ya, ya me han dicho que era un anciano ciego. Pero
cuéntame más, hombre. ¿Cómo le conociste?
—Una noche le oí venir...
Con paciencia, asaeteándole a preguntas, Fiuna consiguió que
Bachir le hablase de Jamida. La chica se sentía exultante ante la
posibilidad de que su hermano recobrase la capacidad de realizar
una vida normal, y aquello parecía el mejor de los síntomas. Cuando
él acabó su relato, ella hizo una pregunta inocente:
—¿Y volverá mañana?
—No. No volverá hasta pasado el verano.
—Ah.
Fiuna sintió desilusión. Una ausencia tan prolongada parecía
diluir la posibilidad de una recuperación rápida.
—Pero le escribiré.
—Ah, eso está bien.
—¿Me ayudarás?
—¿Cómo?
—Yo te dictaré la carta y tú la escribes.
La chica tardó unos segundos en responder:
—No.
Bachir apretó con fuerza la esfera. Sentía ira hacia su hermana,
de la que no podía esperar nada. Entre ambos cayó un silencio
espeso, roto pasado un tiempo por las palabras de la chica:
—Quiero ayudarte, pero no así.
—No quiero tu ayuda.
En el interior de la jaima casi se podían oír los latidos de sus
corazones. Los dos pensaron en la profunda barrera que los
separaba desde hacía meses, que ni siquiera Magali había podido
desmoronar. Fiuna se incorporó e hizo ademán de irse, pero antes
de eso intentó de nuevo la comunicación:
—Si no fueras tan cabezota y me hicieras caso una vez te
darías cuenta de que hay soluciones mejores que las tuyas.
Bachir siguió mirando al techo. Su hermana, al comprobar la
tozudez del chico, acabó por levantarse y fue hacia la puerta.
Estaba poniéndose las sandalias cuando escuchó una pregunta:
—¿Qué me propones?
—Enseñarte a leer.
—Sé leer.
—No. Reconoce que no sabes. Deletreas palabras, pero no
sabes leer, ni escribes bien. Y lo que supiste lo has olvidado.
—Tú nunca me has valorado.
—Te valoro, pero no estoy de acuerdo con lo que haces, que es
distinto. Me dirás que estás enfermo, pero ¿y hace seis meses?
Encontrabas cualquier excusa para no ir a la escuela o para no
estudiar por las tardes. Prefieres salir a la calle a perder el tiempo.
¡En eso no estoy de acuerdo!
Nada de lo que decía Fiuna era nuevo. Ese reproche también lo
había escuchado a través de Magali o de Ageila, pero tomaba ahora
otro sentido distinto. Aún con Fiuna en la puerta, Bachir propuso:
—Acepto. Me ayudas a estudiar, pero las primeras cartas las
escribes tú. Si no, tardaré mucho tiempo en hablar con Jamida.
La chica volvió junto a su hermano. Manifestó su acuerdo y los
dos se dieron las manos, sellando un pacto. Ella preguntó:
—¿Cuándo empezamos?
—Mañana.
—¡No! Comenzamos hoy mismo. Y, de hoy en adelante, todas
las tardes una hora, de seis a siete.
—De seis a siete, no. ¡Hace mucho calor!
—Está bien. De ocho a nueve. Pero no quiero oír ni una sola
protesta más. A ver, comenzamos: dime las letras.
—Eh... Alef, ba, ta, tha, yeem... ha, ka, daal...
Fiuna era una profesora exigente. Pese a todo, la sesión de esa
tarde fue más breve de lo convenido. Cuando acabó, Bachir se
sintió satisfecho. Pensaba en la posibilidad de que su vuelta a la
escuela fuera menos vergonzosa de lo que había imaginado. Y
recordaba las palabras de Jamida, cuando hablaba de que su
pueblo debía recobrar el respeto que se adquiere por el
conocimiento.
Esa noche, la familia cenó en la jaima a petición de Bachir, que
estaba de mejor humor y jugó después con Mantu a las adivinanzas.
Ageila cantó con Magali una canción, mientras Fiuna hojeaba las
revistas que Dabja había prestado al chico. Este estuvo a punto de
pedirle que leyera el artículo que trataba sobre la nieve, pero prefirió
dejarlo para mejor ocasión.
Cuando se fueron, Bachir hizo los ejercicios con la caña.
Encendió la luz y desmontó y volvió a montar la esfera. Supuso que
la noche sería larga, y se preparó para pasar en vela varias horas,
antes de que le rindiera el sueño. Trató de pensar cómo sería la
primera carta que enviaría a Jamida.
Después de que cesaran los habituales ruidos nocturnos,
Bachir apagó la luz. La noche era cálida. El techo de la tienda, que
durante tantas noches había acompañado sus horas en vela, se
volvió de repente demasiado opaco. Solo a través de algunas
rendijas de la ventana y de la puerta podía ver algún rastro de la
claridad exterior.
Entonces, se armó de valor. Primero se incorporó colocándose
de costado sobre uno de los brazos. A continuación, dobló las
rodillas y buscó un sólido apoyo para sus pies. Por último,
ayudándose de las piernas y las manos, logró incorporarse a
medias. Estuvo a punto de desistir cuando una línea de dolor
pareció extenderse desde el omóplato a los riñones. Pero encontró
al fin las fuerzas necesarias para sobreponerse al miedo y ponerse
de pie.
Trastabilló a pasos cortos por el interior de la tienda. Se dirigió a
un rincón y se agachó a recoger una manta. Luego, desanudó los
cordajes de la puerta y sintió un aire fresco, vivificador. Sujetándose
al borde de la tienda, con la manta al hombro, anduvo por la arena.
Tendió la manta en el suelo y se dejó caer despacio, ayudándose
con el brazo, hasta colocar los glúteos en el suelo. Se tapó con un
extremo de la manta y se dispuso a contemplar las estrellas.
Vega relucía en el cielo, acompañada por sus tortugas. Otros
dos puntos servían como guardianes de la estrella Polar. En algún
lugar estaban el pecho y la rodilla de una diosa. Otras luces
representaban una flecha, el diablo o la cola de un león... No sabía
reconocerlas, pero pensó que algún día podría orientarse con ellas y
rescataría para él y para los suyos los nombres olvidados.
Hasta allí llegaban los balidos de alguna cabra en los corrales.
La brisa arrastró también unas voces perdidas y la rítmica sacudida
de alguna lona mal atada. Aguzando el oído percibió un aparato de
radio que esparcía una música débil. Llegó el llanto de un niño...
La luna tardaría en salir aquella noche y el aire reseco se había
tragado las nubes altas, de modo que el cielo se ofrecía en todo su
esplendor. Bachir comenzó a escrutar entre las luces como si fuera
un cazador, tratando de descubrir alguna estrella fugaz que le
permitiera solicitar un deseo.
Sobre la manta, notando el frescor de la noche, pensó con
nostalgia en su padre, Brahim Mednah, y en su famélico rebaño de
camellos. Recordó noches de verano, cuando el calor hacía
insoportable el sueño en el beit o en la jaima y todos salían con las
mantas al patio, para disfrutar de la brisa algo más fresca del
anochecer. A veces tenían que cambiar la manta de lugar, porque la
arena recocía los cuerpos. Pero otras, el frescor del amanecer les
permitía recogerse dentro de las casas y disfrutar de un sueño más
amable.
Pasado un rato, Bachir cazó una estrella errante, que atravesó
el cielo y dejó una huella en su retina. Deseó inmediatamente que
su padre volviera pronto y que el año próximo las lluvias fueran más
amables con el ashkef [27] y los camellos.
Con los ojos fijos en el cielo, recorriéndolo por sectores, el chico
pensó en el encabezado de la primera carta al viejo. Diría algo así
como «De Bachir Brahim a Jamida Sueileim. Alá Akhbar [28]. Saludo
al hombre que tuve la suerte de conocer estas noches...».
El muchacho se entusiasmó al considerar que la noche era
generosa, al conseguir cazar una segunda estrella fugaz. Pidió esta
vez para sí, para sobrellevar su dolor sin resultar una carga para
nadie. Recordó las palabras del anciano, cuando dijo que quizá no
se curase nunca. Pensó que si Alá no repartía el dolor ni la lluvia a
partes iguales entre los hombres, estos tenían que hacer lo
necesario para encontrar el consuelo o el agua por sus propios
medios, como siempre habían hecho los moradores del desierto.
Al comienzo le resultó increíble. Tuvo que afinar el oído para
cerciorarse de que lo que venía hasta él era una Voz similar a la de
noches anteriores. No tenía el mismo tono y la melodía parecía más
la de una oración que la de un canto, pero después de un rato se
aseguró de que sí, que de nuevo volvía a sonar la salmodia que le
había acompañado esos días.
Pensó que, en efecto, quizá Jamida hubiera hecho lo que venía
a hacer. Quizá Abdelhai y él eran de los primeros en transmitir algún
mensaje oculto al resto de los habitantes del campo. Tal vez
quisieran comunicar esperanza, o demostrar en voz alta al resto del
mundo que un día más habían conseguido sobrevivir.
Bachir escuchó el rezo con interés. Como otras veces, no pudo
entender su significado porque el aire no llevaba sino fragmentos,
puñados de sílabas esparcidas por el viento. Tuvo la impresión de
que ese canto era más balbuceante que el de Jamida, pero supo
que con el tiempo se perfeccionaría hasta ser tan bello como el del
ciego.
Contemplando el cielo, el chico se preguntó cuántos hombres
sabios lo habrían estudiado noche tras noche, hasta conocer cada
uno de esos puntos de luz. Jamida le había hablado de lugares
míticos: Córdoba, El Cairo, Damasco, Bagdad... Tal vez algún día
tuviera ocasión de cruzar los desiertos y conocer alguno de esos
lugares.
La tercera estrella fugaz se dejó cazar poco antes de que el
rezo terminara. Voló de lado a lado del cielo y Bachir supo que podía
solicitar un deseo a medida de ese recorrido. Pensó en su castigado
pueblo y deseó para él la justicia que algunos hombres le negaban.
Una ráfaga de aire frío le hizo estremecer bajo la manta. Supo
que tenía que entrar antes de que un resfriado entorpeciera su
recuperación, pero se dio unos minutos más, para disfrutar de esos
momentos de soledad. Se fijó con atención en Vega y se dijo que en
lo sucesivo él le daría un nombre árabe más apropiado: el de una
persona que ocupaba un lugar importante en su corazón.
A punto de levantarse, escuchó los débiles balidos de las
cabras y sintió pisadas en la calle. Le pareció que venían en
dirección a su casa. Su corazón latió con fuerza cuando sintió que
los pasos llegaban a la entrada y oyó luego girar el batiente de la
puerta de madera.
De pie, en el umbral, un hombre alto saludó con una voz queda:
—Salam alikúm.
—Alikúm salam.
—¿Bachir uld Brahim, verdad? Mi nombre es Abdelhai Fakala...
Agradecimientos

Magali, Bachir, Ageila, Abd'salam, Dajba, M. Fakala, Jamida,


Slama, Fatimetsu, Sarah, Mantu... son personas que he conocido y
que viven en los campos saharauis de Smara. Les he pedido
prestados no solo sus nombres, sino, en algunas ocasiones, parte
de sus vidas, costumbres y desgarros, que he pretendido dejar aquí
reflejados.
Con estos hombres, mujeres y niños tengo una impagable
deuda de gratitud. Por su hospitalidad, su afecto, su entrega, su
cariño... Como dicen que ocurre con el desierto, he recibido de
todos ellos más de lo que he podido llevar.
Espero que la historia les haga justicia en un día no muy lejano.
Anhelo poco menos que ellos que pronto puedan regresar a las
tierras que les fueron arrebatadas. Que, como otros pueblos
oprimidos, consigan rescatar sus desiertos y sus cielos, sus casas y
sus terrenos de cultivo.
Mi agradecimiento a Gonzalo Moure, que me abrió las puertas
del Sahara. Mi admiración por las familias que participan en el
programa «Vacaciones en paz», que hace posible que los niños
saharauis disfruten de los bosques, del agua y de nuestro idioma,
que también es el suyo.
Y, cómo no, a Soledad, por su atenta, infatigable y precisa
lectura y corrección de mis manuscritos.
Fotografías
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19/06/2010

notes

[1] Fórmula ritual de saludo. Significa «Te saludo» o, en plural,


«Os saludo».
[2] Paisaje desértico producido por la acumulación de arena, a
veces formando dunas.
[3] Camello joven, de aproximadamente dos años.
[4] En los campamentos, barrio.
[5] Túnica de mujer, muy liviana, que se coloca sobre la ropa,
de la cabeza a los pies.
[6] Colorante que se usa para pintar las manos y los pies de las
mujeres.
[7] Túnica azul o blanca, para hombres; tiene bordados en el
cuello y las mangas y posee un bolsillo a la altura del pecho.
[8] Tallo de un arbusto, el atil, que se utiliza como cepillo de
dientes.
[9] Tienda de campaña, generalmente fabricada con lona; antes
se hacían con pelo de camello.
[10] Habitación fabricada con ladrillos de adobe, cubierta por un
techo plano. Progresivamente va sustituyendo a la jaima en los
campamentos saharauis.
[11] La paz.
[12] El significado original es «provincia». En el campo de
refugiados, hace referencia a otros campamentos.
[13] Literalmente significa «¡Cuánto ay!». Hace referencia a la
desolación de un paisaje desértico, en el que solo crecen algunas
briznas de hierba.
[14] Bien... bien... bien... bien...
[15] Gracias.
[16] Dios lo quiera.
[17] Colina de pequeña altura.
[18] El 27 de febrero es un campamento en el que existen las
Escuelas de Mujeres.
[19] El huar es el camello joven; el fater es el camello en su
plenitud vital, alrededor de los ocho o nueve años.
[20] Estiércol de camello.
[21] Mástil de la tienda.
[22] La talja es una acacia espinosa; el atil, un arbusto de hojas
carnosas; el sbat es el esparto, con el que se alimenta el ganado.
[23] Arbusto bajo, no apto para el pasto.
[24] Turbante.
[25] Gracias a Dios.
[26] Terrenos de pasto en el desierto.
[27] Planta rastrera de la que se alimentan fundamentalmente
los camellos.
[28] «Dios es grande»; es el inicio de toda oración musulmana.

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