M2-MITRY - Estética y Psicología Del Cine
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RITMO Y MONTAJE
En las gotas de agua que caen podemos observar un ritmo porque hay intervalos entre ellas; y no lo observamos en
el río que corre. No hay ritmo en lo que es continuo.
El ritmo, por otra parte, es mucho menos una relación entre cantidades que una relación entre
calidades. Hemos dicho que era esencialmente dinámico. Las relaciones de duraciones o de
intensidades, en efecto, crean por sí mismas un «movimiento» -una idea de movimiento- entre
las partes, los períodos o las proporciones consideradas. A esto se debe que pueda hablarse de
«ritmo espacial», al determinar las formas estáticas, mediante sus relaciones entre sí, una
especie de movimiento en el espíritu de quien las observa.
Por otra parte, el ritmo es una forma en el sentido gestáltico del término; una forma preferencial
debido al notable ordenamiento de sus partes y que, en suma, no es sino la extensión temporal
de las «formas» perceptivas. Lo que no quita que esta forma rítmica sea la expresión de una
volición, de una intencionalidad. Es una mediación en la que la percepción, sorprendida, halla a
pesar de si todo aquello hacia lo cual tiende.
Desde un punto de vista estético más general observamos todavía que:
No puede separarse al film de su forma propia, cosa que es posible hacer en música, por
ejemplo, donde puede afirmarse que una sinfonía es -en cierta medida- un objeto ideal distinto
de las interpretaciones que supone. Y es imposible sobre todo porque el objeto fílmico no existe
sino en una forma dada que es su expresión y su manera de ser. El ser «ideal» del film está en
su realidad percibida.
Como para las palabras, las ideas sugeridas por el film son ajenas a él; no forman parte de su ser
en tanto que film. Pero tampoco constituyen un ser ideal, ya que no se deben sino a esta forma
que es el film. Ajenas a él, están sin embargo presentes en él. No se corporeizan sino en la
medida en que el signo, lejos de ser un sustituto convencional, es un real concreto más o menos
interesado en la marcha de los acontecimientos. El sentido esta «más allá de lo percibido, pero
esto lo contiene y lo da a entender». El espectador accede a ello reconociendo en las cosas
observables un valor transitorio de signo y, por lo tanto, de significación. Así, la imagen fílmica
exige cierta actividad del espíritu, a cuyo término solamente puede convertirse en lo que es
verdaderamente. La idea sugerida está suspendida en una operación de conciencia, en un acto
intelectual que, si bien nunca es una reflexión «pensante», un razonamiento analítico, es una
especie de síntesis que vuelve a hallar, si no conceptos preformados, al menos sentimientos
experimentados, un conocimiento adquirido, y que procede de la misma percepción y de los
actos de memoria, que es una percepción «consumada» a semejanza de las operaciones de
transferencia y de las estructuraciones que a ella se refieren. De ahí un pensamiento llamado
inferior, un pensamiento anterior a las palabras; pero, como dice Raymond Bayer,
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sosteniendo magníficamente con sus acordes el pensamiento más cerebral la secuencia no es [...] una asociación de
ideas objetivada en la pantalla, incluso no es pura asociación de imágenes; tampoco es únicamente continuidad de
imágenes dirigidas en un sentido; nos convierte en adivinos del sentido; es todo el pensamiento y todo el espíritu
en cada imagen [...] Requiere de nosotros la vigilia de nuestras facultades de atención, y nuestro pensamiento
interpretativo se halla en creación continua («Le cinéma et les études humaines»).
No hay, pues, menos actividad creadora por parte del espectador, a partir de las imágenes
percibidas, que la del lector a .partir de las palabras leídas a primera vista. Simplemente, la
creación mental no es imaginativa como en la lectura; no se tienen que «imaginar», hechos que
se imponen a la conciencia: es ideativa y en virtud de ello es más consecuente.
(Casi) podría decirse con Ingarden que
el estrato de la obra formado por las significaciones, sin tener que ser identificado con un contenido psicológico
vivido, no tiene que ser idealmente autónomo, sino que está relacionado con operaciones subjetivas de conciencia
(Des literarische Kunstwerk).
A excepción de que en cine, y puesto que el film se da como un real vivido, el estrato formado
por las significaciones debe relacionarse constantemente con un contenido vivo con el cual, por
cierto, no tiene que identificarse, pero con el cual debe mantener una estrecha ligazón. El film
no puede significar algo ajeno a su dado real, aunque lo extrapole considerablemente. El sentido
fílmico está enraizado en la percepción; es la expresión de lo vivido «intencional», que
constituye la realidad inmediata del film y nos sumerge, mediante los sentimientos que
determina, en el interior de un mundo inmanente a la obra en si.
Como hemos dicho, en cine toda inmanencia remite a una trascendencia, pero a una
trascendencia que sería apresada en esa misma inmanencia, como contenida en ella y
desbordándola, prologándola idealmente.
Por otra parte, el analogon no evoca, como en pintura, sino que da al ser representado. Es la
presencia de lo real considerado sin ser este real en sí. Se desprende de él sin ser distinto de él
de otro modo que como imagen, es decir, que es a la vez lo representado y su representación sin
ser sin embargo nada más que ésta. Todo ocurre como si fuese el «doble» de lo real
considerado.
Además, el hecho de que no haya representado sin cierta forma de representación, nos obliga a
un balance que, sin duda, deberíamos hacer cuanto antes con el fin de evitar las confusiones
siempre posibles. En efecto, hay dos maneras -exactamente opuestas- de entender lo «dado
representado». Por un lado es el sujeto de la representación, es decir lo real considerado que, en
tanto que real, es anterior y ajeno a toda representación. Así hemos distinguido expresamente lo
representado y la representación en nuestras observaciones sobre el cuadro y sus
implicaciones. Por otro lado, este «representado» puede ser comprendido como el resultado de
la representación. Lo entendemos en este sentido, evidentemente, al afirmar que a través de la
representación fílmica lo representado es como el «doble» de lo real considerado como «otra
cosa» distinta a la misma representación (encuadre, composición, etc.).
En el primer caso se considera la creación fílmica. Nosotros nos ponemos «del lado del autor».
En el segundo caso, por el contrario, no se considera sino lo que es visto sobre la pantalla.
Entonces nos situamos «del lado del espectador». Y es indispensable decir en cada oportunidad
cuál es el punto de vista que se adopta, por proceder el acto del creador y el del espectador en
sentido inverso.
A este respecto conviene precisar que, evidentemente, solo para el espectador las
«significaciones» se refieren a operaciones subjetivas de conciencia. Para el autor tienen una
existencia autónoma ideal que es, precisamente, su «intencionalidad».
Debemos volver ahora sobre ciertas observaciones que hemos hecho en el curso de los capítulos
precedentes, precisando algunos puntos que nos permitirán captar mejor las diversas
consecuencias del montaje.
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Hemos dicho que ninguna percepción puede captar la totalidad del objeto ya que nuestra
posición, sea la que fuere, solo nos permite captar uno cualquiera de sus aspectos; de ninguna
manera podemos aprehenderlo de otro modo que «desde el exterior», por ser su naturaleza de
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objeto, precisamente, el se exterior a nosotros.
Ahora bien [como subraya justamente Mikel Dufrenne en su Phé noménologie de I'expérience esthetique], en la
medida en que nosotros nos conformamos con experimentar la presencia del objeto, toda percepción es válida si
basta para atestiguarlo; y por el contrario, en la medida en que queremos conocerlo en su verdad, ninguna
percepción es suficiente para apresarlo en su totalidad y explicarlo uniéndolo, mediante relaciones necesarias, con
su contexto. Hay, pues, dos planos, uno donde la percepción es siempre válida sin que pueda imponérsele una
norma, otro donde es siempre desestimada; no hay grado de adecuación de la percepción, porque la percepción, tan
pronto como nos advierte la presencia del objeto, y a menos que nosotros adoptemos una actitud estética, queda
superada, bien hacia la acción, bien hacia la intelección. Ahora bien, el objeto estético está destinado únicamente a
la percepción y no a la utilización o al conocimiento; es necesario, pues, que haya para él una o varias
percepciones privilegiadas. Pero esto significa que la percepción no entrega solamente su presencia, sino su
verdad, y que esta verdad es la verdad de un objeto percibido. Por lo tanto, ideal [idéal] no implica inmaterial
[idéel]: e1 ser del objeto estético no es el ser de una significación abstracta, sino el ser de una cosa sensible que
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no se realiza sino en la percepción.
Hemos visto que el cine permitía esta o estas percepciones privilegiadas. Una continuidad de
primeros planos que enfoquen un objeto (o un acto) bajo numerosas angulaciones consecutivas
permite aprehenderlo casi simultáneamente bajo sus aspectos más significativos. Nos entregaría
de alguna manera la verdad que el objeto mantiene consigo y lo convertiría, como en una
exploración, en una toma de conciencia si no total, al menos más completa. Finalmente, más
allá de esta verdad inmediata, nos arrastra hacia la verdad «esencial» del objeto que supera y
trasciende lo percibido.
Hacer del objeto estético el limite ideal de la percepción [dice también Mikel Dufrenne], no es excluirlo de lo
percibido, supone solamente afirmar que es una norma para la percepción. Y sin duda no puede serlo sino porque
él tiene un «en sí»; como muy bien dice M. de Schloezer, si la música se reduce a lo percibido, «todas las
ejecuciones son válidas», pero si no se reduce a lo percibido, todavía es en lo percibido donde supera lo
percibido...
Volveremos sobre la percepción, algo capital puesto que la estética no podría estar fundada sino
en ella. Según que uno se incline, en efecto, hacia el realismo o hacia un cierto idealismo, las
conclusiones que de ello se desprendan y que den lugar a ciertas reglas o a ciertos principios
varían al mismo tiempo. Veremos que -al menos en nuestra opinión- el objeto percibido no es
independiente de la percepción, y que su sentido se reduce al que tiene para nosotros; el objeto
en tanto que tal es puramente relativo: correlativo, para decirlo más exactamente. Más que
nunca la estética remite a una metafísica.
Por el momento mantengámonos en el hecho de que, siendo el film una forma invariable, en
oposición al teatro o la música, es evidente que en la percepción de esta forma su realidad
estética supera lo percibido. Pero la finalidad del film no es ser, como la pintura, una obra que
revele su sentido extremo a través de una forma privilegiada que lo agote, donde todo sea
captado bajo su aspecto más significativo y donde lo percibido, no teniendo que convertirse ni
en acción ni en intelección, logre ese éxtasis que es la actitud estética misma. Por el contrario,
la finalidad del film es ser un perpetuo «devenir»; un presente «haciéndose». No se trata, pues,
de captar el objeto bajo un aspecto tal que pueda alcanzar el máximo de significación para él,
sino de comprometerlo en una realidad de acontecimientos a través de la cual adquiera, en
21 E1 término objeto está tomado aquí m su sentido psicológico. Se trata de «lo que es percibido» y que, debido a
ello, tiene naturaleza de «objeto».
22 El subrayado es mío.
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virtud de sus relaciones, un sentido particular que es su verdad momentánea.
Por ser el mundo fílmico una acción representada, y la percepción fílmica una percepción
aumentada no ya con una contemplación sino con una intelección, casi podría afirmarse (de una
manera general en todo caso) que en cine toda percepción es suficiente con tal de que atestigüe
la presencia del objeto. Puesto que éste no halla su sentido verdadero sino en las relaciones que
mantiene con el mundo, la actitud estética no es ya ante él sino ante sus relaciones. La
percepción estética es mucho menos la verdad intrínseca de este objeto que sus definiciones
extrínsecas. Se trata menos de lo que él significa en si que de lo que es significado por él,
menos de lo que es que de lo que deviene, menos de lo que representa que de lo que deja
entender.
Ante el plano que introduce una secuencia [anota Cohen-Séat], el espectador no tiene por qué experimentar un
sentimiento de algo incompleto que le haría desear ver de frente, para comprenderla, una situación que ya le había
dado completamente la espalda. La presentación de la cosa por fragmentos sucesivos no agrega nada a cada dato
inmediato; no le recorta nada; le aporta otra cosa [...]. En cada aspecto presentado, en cada perfil captado, lo que se
nos ofrece no es, como en la percepción real, un aspecto incompleto, uno de los datos de la cosa: es una cosa
completa bajo el punto de vista expresivo de su esencia total (Problémes du cinéma).
El objeto percibido [dice expresamente] es una trascendencia en la inmanencia, no solamente en el sentido de que
la conciencia trasciende hacia él, sino incluso -y quizás Merleau-Ponty no ha insistido bastante en ello- en cuanto
que comporta una verdad que no deja de sustraerse a la percepción aunque siempre la deje presentir: la
comprensión inmediata del objeto requiere siempre una explicación que seria una explicación de su naturaleza
objetiva. Y si el objeto percibido no es solamente real, sino verdadero con una verdad que la percepción anuncia
sin poder captar, remite al concepto.
Así pues, el objeto percibido tiene un estatuto ambiguo: es este objeto que yo percibo porque lo tengo presente,
pero al mismo tiempo es otra cosa; es esta realidad ajena que la percepción no agota, que remite a un saber que
querría no deber nada a la percepción, que en todo caso me obliga a volver a cuestionar la evidencia ingenua, a
descentrar el conocimiento para desubjetivarlo. Es decir, que la percepción entraña una exigencia de verdad y debe
tomar conciencia de sus propios límites. Una teoría de la percepción debe tener en cuenta estos limites y procurar
una vía a la reflexión que busca la verdad del objeto, cuya presencia es probada por la percepción; debe privilegiar
el en-si a costa del para-nosotros, entendiendo el en-sí en un sentido no específicamente kantiano, para impedir que
su esse sea reducido a un percipi, sin empero dejar que escape de las captaciones del conocimiento.
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que lo constituye como objeto. Pero ya volveremos sobre esta cuestión.
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épica, dramática o psicológica, el ritmo que sostiene esta acción puede ser percibido como
ritmo. De otro modo, no es más que una forma vacía que nada justifica y que carece de efecto.
De ahí una sucesión de relaciones que no son significantes por ser proporcionales sino
proporcionales en razón de una significación interna. Las relaciones temporales afirman las
relaciones de sentido o de valor, pero no las determinan.
Y he aquí la diferencia esencial con el ritmo musical, en el que la duración y las relaciones de
duración son contenidos que significan por sí mismos, refiriéndose sólo a la trama sonora que
los produce. Por lo demás, hay analogías que comprobaremos, ésta entre ellas:
Un gran número de impresiones sonoras parece desaparecer con mucha mayor rapidez que dos o tres sonidos de la
misma intensidad y calidad, a velocidad objetivamente igual de sucesión [observa precisamente Meumann]; una
serie sonora que desaparece muy rápidamente parece poseer una intensidad acrecentada; un solo sonido intenso,
cuando se inserta en una serie de impresiones sonoras más débiles, tiene siempre tendencia a producir la apariencia
de un cambio temporal: en general, el tiempo que lo sigue parece alargado. Una distancia temporal colmada por un
número suficiente de impresiones sonoras simples parece mucho más larga que un «vacío» de longitud igual
cuando lo precede, y menos largo cuando lo sigue. Si las impresiones que la colman son de naturaleza tal que
ocupan la atención, parece más corta (Aesthetik des Rhythmus).
Por supuesto que el cine ignora la medida. Los cambios de planos no están regulados por
pulsaciones isócronas, pero la unidad temporal está asegurada por la velocidad constante del
paso a razón de 24 imágenes por segundo. Es una cadencia uniforme que regula a la vez la
continuidad del movimiento y la unidad rítmica del film. Se trata, evidentemente, de una
cadencia mecánica -como la medida- y no del tempo asegurado por la obra misma en el interior
de ese cuadro fijo. Puede, pues, denominarse «metro», en cine, a este valor traducible en
unidades métricas: un segundo = 24 imágenes = 0,45 m. No obstante, es sabido que esta
cadencia no existe sino a partir del cine sonoro. En tiempos del mudo era de 16 imágenes por
segundo. Se la llevó a 24 imágenes por necesidades de registro sonoro, con el fin de asegurar
una longitud de film que permitiese inscribir las vibraciones de alta frecuencia sin que hubiese
superposición o saturación. Tanto es así que un film mudo proyectado hoy en salas equipadas
para el sonoro resulta totalmente desfigurado. Hay distorsión del ritmo y de los movimientos,
como cuando un disco de 45 revoluciones se pasa a 33, o a la inversa. Convendría, pues,
proyectarlo a su cadencia normal. Bastaría para esto con cambiar los piñones de arrastre, algo
que evidentemente repugna a la mayoría de los exhibidores.
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