Ángeles de La Muerte 04 - Ultimo Viaje - Guy Haley

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El

sargento Voldo de los Novamarines está muerto. Mientras sus hermanos


lo llevan en su último viaje a través del corazón de su mundo natal para
otorgar reposo a su cuerpo, reflexionan sobre su vida, sus logros y de cómo
lo que se hace en vida tiene eco en la eternidad.

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Guy Haley

Último viaje
Warhammer 40000. Ángeles de la Muerte 4

ePub r1.0
epublector 10.03.14

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Título original: Final Journey
Guy Haley, 2013
Traducción: ICEMANts, 2014

Editor digital: epublector


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—En el nombre del Emperador, de la humanidad y del deber —entonó el Capellán
Odón. Vestido con una armadura recién pulida, llevaba la túnica y los símbolos de su
cargo, encabezaba el cortejo fúnebre. Su voz era metálica, por los altavoces de su casco
con forma de cráneo.
—El Emperador. La humanidad. El deber —corearon los hermanos. Había
veinticinco de ellos. Veinte más retrasados, atrás en dos filas, todos con las manos
vacías, excepto uno, llevaba el casco blanco del veterano sargento en sus manos.
Cuatro portadores del féretro estaban en cabeza. Estos, los miembros de la escuadra
de Voldo, permanecieron en silencio, con la cabeza baja, los músculos tensados por el
esfuerzo, bajo el peso del cadáver blindado del sargento Voldo sobre el féretro. Más de
uno era nuevo en el equipo, eran reemplazos para sustituir los muertos, pero eso no
importaba. Compartían un vínculo con Voldo, ya sea los que lo conocían bien antes y
los que no.
El Sargento Arendo era el vigésimo quinto, caminando entre el féretro y Odón.
Llevaba la cabeza descubierta, de rostro sombrío, con los labios pintados de negro con
ceniza. No serian limpiados con un paño hasta que el Sargento Voldo fuera sepultado
y él pronunciara sus primeras órdenes al Escuadrón Sabiduría de Lucrecio.
—En la causa del Emperador, la defensa de la humanidad, y nuestro juramento —
dijo el Capellán Odón.
—Damos nuestras vidas libremente —corearon.
Con cada respuesta a las palabras cantadas de Odón, los Marines Espaciales
descendieron un solo peldaño, estampando sus botas blindadas con un estruendo que
resonó por la escalera a kilómetros, en la oscuridad, en las raíces de la montaña.
Esperaron a que el sonido muriera, hasta que sólo su respiración, los gemidos débiles
de los huesos y de las azules armaduras, los escupitajos del globo de luz que se cernía
sobre la cabeza de Odón, sólo eso se oía.
Odón rompió el silencio, otra vez, con el timbre de su voz.
—Cada uno de ellos, cada uno con su deber. Cada cual con el juramento de
Corvo.
—Nuestro deber es con nosotros mismos, nuestro deber es el cumplimiento del
Juramento de Corvo —respondieron.
Otro peldaño, otro estruendo.
Se acercaron a la parte inferior. La catacumba del Milenio Rojo estaba frente a
ellos, cavada profundamente en la dura y fría roca de las montañas hacia el cielo, cada
catacumba estaba y estaría mantenida hasta que los Novamarines fueran extinguidos
o su fortaleza en casa estuviera finalmente terminada.
—Gloria a los muertos, la gloria del sacrificio, la gloria de los hijos de los hombres.
—¡Que ellos siempre gobiernen las estrellas! —dijeron.
Otro peldaño bajado, otro estruendo.

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—Traemos nuestro hermano a casa, que descanse en paz hasta que se inicie la
batalla final.
—Que el emperador lo considere digno y lo lleve de nuevo a la guerra —corearon.
Otro estruendo.
Así continuó, hasta que toda la procesión había descendido al nivel del piso de la
catacumba. El pasillo era un rectángulo perfecto, y si la luz del globo de lumen fuera
lo suficientemente poderosa, los Marines Espaciales habría visto como se extendía a lo
lejos, por cada lado, techo y suelo se vieron obligados a juntarse a lo lejos por la
perspectiva.
En algún lugar más adelante, un par de servidores esperó ante una pared de roca
en bruto, hasta que acabara la ceremonia, para poder continuar sus excavaciones. Sólo
cuando el milenio acabara iban a detener la ampliación de la catacumba y
comenzarían otra. Tal vez diez mil camas frías se alineaban en las paredes ya, tal vez
muchas más. Nunca podrían llenarlas todas, pero ese no era el punto.
Odón inclinó la cabeza. Los hermanos siguieron su ejemplo, se movían en
perfecta sincronía. Recordaron al Sargento Voldo en vida, reflexionaron sobre su
muerte, todos menos el del labio negro, el Sargento Arendo. Su tarea era la de mirar
hacia adelante, más allá del débil resplandor del globo de luz, hacia la oscuridad,
pensando en su deber. Y lo hizo sin pestañear.
Dos minutos después. Odón cantaba y echó a andar de nuevo. El pasillo resonó
con el canto fúnebre, a su paso, lentamente, más allá de los restos de cientos de
hermanos caídos. Cuanto más lejos iban, más completos los restos se volvieron: de
solo polvo con fragmentos de hueso, fragmentos de hueso en esqueletos de color
amarillo, esqueletos amarillentos como una momia, carne desecada en el aire seco. De
momia a cadáver y de cadáver a cadáver fresco cuya podredumbre era lenta en la
aséptica tumba. Los cadáveres eran siempre colocados sin orden, cada uno era
simplemente puesto en la siguiente hueco disponible. Llegaron al último y miraron
uno mas allá. Odón se detuvo junto a él, terminando su canción, miró dentro.
—Rango, escuadra y compañía no tienen lugar aquí, en los pasillos de los
muertos.
—En la vida somos hermanos. En la muerte, somos hermanos —corearon los
otros.
Odón encabezó una corta procesión a una cámara auxiliar al lado del corredor.
Aquí, el féretro fue colocado, con gran reverencia. Los hombres del Escuadrón
Sabiduría de Lucrecio fueron desmontando pieza a pieza la armadura de Voldo,
pasando los componentes a la columna humana con sumo cuidado.
Voldo yacía desnudo, su piel oscura casi cubierta con tatuajes de los tobillos hasta
la coronilla de la cabeza. Su bólter fue reemplazado en sus manos.
—Ved las heridas que lo trajeron aquí abajo, recordarlas bien, porque semejantes

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heridas, algún día pueden perforar nuestras carnes —dijo Odón.
—Ninguna cicatriz se forman sobre la carne de los muertos —corearon.
—Ved también sus marcas de orgullo. Las marcas en la carne da muestra de sus
actos. —Señaló Odón—. Por estas sabrá el emperador su valía.
—Y le llamara a la guerra una vez más —dijeron los otros.
Odón comenzó una descripción de los tatuajes de Voldo, la manera en que se
ganaron. Esto tomó su tiempo, Voldo había sido valiente y muy condecorado.
—Al sueño final debe ir —dijo finalmente.
—Hay que esperar la llamada —respondieron los hermanos.
Los miembros del escuadrón lo levantaron, liviano ahora que su armadura había
sido retirada. Volvieron al hueco vacío y pusieron a Voldo suavemente en su lugar,
con la cabeza sobre una plataforma baja en un extremo, con los pies apuntando hacia
atrás al pasillo.
—Piedra para la almohada, piedra para la cama, su comodidad es grande, porque
sus hermanos son sus compañeros.
—En la vida y en la muerte nunca estamos solos —dijeron.
Odón entregó su Crozius y el bólter al sargento Arendo. Con un dedo blindado, se
limpió las cenizas de sus labios. Tomó el casco de Arendo del Marine Espacial que lo
llevaba y lo puso sobre la cabeza del sargento.
—Ya está sargento. Desde ahora puede hablar como tal —dijo Odón.
—¡Compañía! —gritó Arendo, su voz lleno la catacumba con tanta seguridad
como un impacto de bólter—. ¡Media vuelta!
—Nosotros obedecemos —dijeron. Como uno solo, todos giraron sobre sus
talones. Cada uno sostenía una pieza de la armadura de Voldo.
—¡Marchen! —gritó Arendo.
Los Novamarines tronaron por el pasillo, lejos de Odón y la luz. El ruido de sus
pasos resonó mucho después de que se perdieran de vista.
Cuando regresó la tranquilidad, Odón alcanzó el hueco y suavemente tomó el
bólter de Voldo.
—Honra el equipo de batalla de los muertos —dijo y se fue, dejando a Voldo ante
la noche eterna, bajo las montañas.

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