La Decadencia de Occidente: Oswald Spengler

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OSWALD SPENGLER

LA DECADENCIA
DE OCCIDENTE
(Tomo II)

BOSQUEJO DE UNA MORFOLOGÍA


DE LA HISTORIA UNIVERSAL

TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN POR

MANUEL G. MORENTE

(Transcripción para formato web por David Carpio)

ESPASA – CALPE, S. A.

MADRID

1966
SEGUNDA PARTE
PERSPECTIVAS DE LA HISTORIA
UNIVERSAL

CAPÍTULO I

ORIGEN Y PAISAJE
A)

COSMOS Y MICROCOSMO

1[1]

Contemplad las flores en el atardecer, cuando al sol poniente se van cerrando unas tras
otras. Una desazón, un sentimiento de misteriosa angustia invade el ánimo ante esa
existencia ciega, somnolienta, adherida a la tierra. La selva muda, los prados silenciosos,
aquel matorral y esta rama no pueden erguirse por sí solos. El viento es quien juguetea con
ellos. En cambio la mosca es libre; danza en la luz del ocaso; se mueve y vuela a donde
quiere.

Una planta no es por sí misma nada. Constituye un fragmento del paisaje en donde el acaso
la obligó a arraigar. El crepúsculo, la fresca brisa, la oclusión de las flores, nada de esto es
causa y efecto, ni peligro que se advierte, ni resolución que se toma, sino un proceso
uniforme de la naturaleza, un proceso que se verifica junto a la planta, con la planta y en la
planta. Por si, la planta no es libre de esperar, de querer o de elegir.

En cambio el animal puede elegir. El animal vive desprendido del resto del mundo. Ese
enjambre de mosquitos, que siguen danzando sobre el camino, aquella ave solitaria que
hiende el cielo crepuscular, la zorra que espía un nido—todos estos son pequeños mundos
por sí, inclusos en otro mundo mayor. El infusorio invisible para los ojos humanos, el
infusorio que vive en una gota de agua la breve vida de un segundo, en un minúsculo
pliegue del líquido, el infusorio es libre e independiente frente al conjunto cósmico. El
roble gigantesco, en una de cuyas hojas se estremece esa gota de agua, no lo es.

¡Sujeción y libertad! He aquí los rasgos últimos y más profundos que distinguen la vida
vegetal de la vida animal. Sin embargo, sólo la planta es íntegramente lo que es. En la
esencia del animal hay un elemento dualista. La planta es sólo planta; el animal, empero, es
planta y además otra cosa. Un rebaño que al presentir el peligro se apiña tembloroso, un
niño que se abraza llorando a su madre, un hombre desesperado que busca refugio en el
seno de su Dios—todos estos seres en este instante reniegan de su libertad y aspiran a
revivir aquella existencia sujeta, vegetativa, de donde salieron para ser libres y solitarios.
La semilla de una flor, vista a! microscopio, presenta dos hojas germinativas que forman y
protegen el brote, orientado hacia la luz, con sus órganos de circulación y de reproducción;
y un tercer elemento, el germen de la raíz, que representa el sino irremediable de la planta,
la necesidad de que la planta constituya una parte de un paisaje. En los animales superiores
vemos cómo el germen fructificado, en las primeras horas de la existencia, cuando ésta
comienza a hacerse independiente, forma una membrana germinativa externa que envuelve
las membranas media e interna, bases de los órganos futuros de circulación y reproducción,
esto es, del elemento vegetal en el cuerpo animal y las separa del cuerpo materno y, por
tanto, del mundo restante. Esa membrana externa es el símbolo de la existencia
propiamente anima!; distingue las dos clases de vivientes que han aparecido en la historia
de la tierra.

Hay, para expresar esto, nombres viejos y bellos: la planta es algo cósmico, el animal es
además un microcosmos que está en relación con un macrocosmos. Cuando un ser vivo se
separa del cosmos de tal manera que puede determinar su posición con respecto a él,
entonces ese ser vivo queda convertido en microcosmos. Los planetas mismos giran sujetos
en su curso a los grandes ciclos astronómicos. Pero aquellos pequeños mundos son los
únicos que se mueven libremente con relación al mundo mayor, del que tienen conciencia
como de su mundo circundante. Y sólo cuando asi sucede adquieren las cosas para nosotros
el sentido de cuerpos vivos. Hay en nosotros algo que se resiste a atribuir a las plantas un
cuerpo, en el sentido propio de esta palabra.

Todo lo cósmico lleva impreso el signo de la periodicidad.

Todo lo cósmico tiene un ritmo. En cambio, lo microcósmico tiene polaridad. La palabra


«contra» expresa íntegramente su esencia. Lo microcósmico se manifiesta como oposición.
Hablamos del esfuerzo de la atención, del esfuerzo del pensamiento. Pero todos los estados
de la conciencia vigilante son, por esencia, esfuerzos, oposiciones entre dos polos; los
sentidos y los objetos, el yo y el tu, la causa y el efecto, la cosa y la propiedad, todo es
tensión, dilatación, oposición. Y cuando aparece la relajación, esto es, la que con término
profundamente significativo llamamos también distensión, sobreviene en seguida el
cansancio en la parte microcósmica de la vida y, finalmente, el sueño. El durmiente, el
hombre libre de toda tensión y oposición, vive en realidad una existencia puramente
vegetativa.

El ritmo cósmico es ese elemento que sólo puede describirse por medio de perífrasis, como
dirección, tiempo, compás, sino, anhelo: desde el braceo de un caballo de raza y el galope
tonante de un rebaño enloquecido, hasta la muda comprensión de dos amantes, el
acompasado tono de una sociedad distinguida y la mirada penetrante del conocedor de
hombres, esa mirada que he llamado anteriormente tacto fisiognómico.

Ese ritmo de los ciclos cósmicos vive y vibra siempre en todo movimiento por libre que
sea-que los microcosmos verifican en el espacio. Y a veces diluye la oposición de los seres
despiertos en una harmonía sensitiva, de estilo grandioso.

Contemplad una bandada de pájaros volando en el éter; ved cómo asciende siempre en la
misma forma, cómo torna, cómo planea y baja, cómo va a perderse en la lejanía; y sentiréis
la exactitud vegetativa, el tono objetivo, el carácter colectivo de ese movimiento complejo,
que no necesita el puente de la intelección para unir el yo con el tú. Tal es el sentido de las
danzas guerreras y eróticas en los animales y los hombres; asi se forja la unidad profunda
de un regimiento, cuando se precipita como una tromba contra el fuego del enemigo; así la
muchedumbre, ante un caso que la conmueve, se convierte de súbito en un solo cuerpo, que
bruscamente, ciegamente, misteriosamente piensa y obra, y al cabo de unos instantes puede
tornar de nuevo a descomponerse en mil individuos aislados. Quedan anulados aquí los
limites del microcosmos. Ese cuerpo colectivo es el que ruge y amenaza, el que empuja y
anhela, el que vuela, torna y vibra. Los miembros se entrecruzan, el pie truena, un clamor
sale de todas las bocas, un sino se cierne sobre todas las cabezas. La suma de mil pequeños
mundos se ha convertido de pronto en una totalidad.

Sentir es darse cuenta del ritmo cósmico. Percibir es darse cuenta de las oposiciones
microcósmicas. La doble significación de la palabra sensibilidad ha borrado la clara
distinción entre la parte general vegetativa y la parte animal de la vida.

Si a la primera la llamamos vida sexual y a la segunda vida sensible, estas denominaciones


nos revelan una profunda conexión. La vida sexual tiene siempre el carácter de
periodicidad, de ritmo, en su concordancia con los grandes ciclos astrales, en la relación de
la naturaleza femenina con la Luna, y de la vida en general con la noche, la primavera y el
calor. La vida sensible consiste empero en oposiciones: de la luz a lo iluminado, del
conocer a lo conocido, del dolor al arma que lo produce. Las dos clases de vida, en las
especies más evolucionadas, han llegado a proveerse de órganos especiales; y estos
órganos, cuanto más perfectas son sus formas, tanto más claramente aluden a la
importancia de los dos aspectos vitales.

Poseemos dos órganos cíclicos de la existencia cósmica: la circulación de la sangre y el


órgano sexual. Poseemos igualmente dos órganos diferenciales de la movilidad,
microcósmica: los sentidos y los nervios. Debemos admitir que primitivamente todo el
cuerpo era al mismo tiempo órgano del ciclo cósmico y órgano del tacto.

La sangre es para nosotros el símbolo de la vida. Circula sin cesar por el cuerpo, desde la
concepción hasta la muerte; pasa del cuerpo de la madre al del niño; bate las arterias en la
vigilia como en el sueño; nunca interrumpe su curso. La sangre de los antepasados fluye a
través de las generaciones, uniéndolas en un ingente conjunto, sometido al sino, al ritmo, al
tiempo. Al principio, sucedía esto por divisiones repetidas de los ciclos, hasta que apareció
un órgano propio de la generación sexual, que hizo de un solo instante el símbolo de la
duración. Esa creación y concepción de los seres, esa tendencia del elemento vegetativo a
reproducirse, a perpetuar en otros el eterno ciclo de la vida, esa influencia trascendente de
la magna pulsación única, que se manifiesta a través de las almas lejanas por atracción,
impulso y repulsión, todo eso constituye el más profundo arcano de la vida, el arcano que
los misterios religiosos y los grandes poemas han intentado penetrar, el arcano trágico que
Goethe ha tocado en la poesía «Santo afán» y en las «Afinidades electivas», en donde el
niño tiene que morir, porque ha venido a la existencia por apartados cruces de la sangre y,
por decirlo asi, mediante un pecado cósmico.
Para el microcosmos, que se mueve libremente dentro del macrocosmos, hay que añadir
además el órgano de la diferenciación, el «sentido», que originariamente es tacto y nada
más.

Lo que nosotros, hoy, habiendo llegado a un alto grado de evolución, llamamos en general
tocar—tocar con la vista, con el oído, con el entendimiento—es la denominación más
sencilla que aplicamos a la movilidad ce los seres y, por tanto, a la necesidad de determinar
incesantemente la relación del ser con el ambiente. La palabra determinar significa,
empero, definir el lugar. Por eso, todos los sentidos, por muy desarrollados que estén, por
mucho que se hayan alejado de su origen primario, son propiamente sentidos topográficos:
no hay otros. La percepción, sea cual fuere su índole, distingue lo propio de lo extraño; y
para determinar la posición de lo extraño con respecto a la propio, sirve el olfato del perro
lo mismo que el oído del ciervo y los ojos del águila. El calor, la claridad, el sonido, el olor,
todas las especies posibles de percepción, significan distancia, lejanía, extensión.

Originariamente, la actividad diferenciativa del sentido constituye una unidad, como unidad
es también la circulación cósmica de la sangre. Un sentido activo es siempre al mismo
tiempo un sentido inteligente; dentro de estas relaciones sencillas, buscar y encontrar son
una misma cosa; son eso que llamamos tocar o palpar, empleando un término muy
acertado.

Más tarde, cuando los sentidos ya formados son el objeto de más elevadas exigencias, la
percepción no es al mismo tiempo intelección de lo percibido; poco a poco la inteligencia
va destacándose cada vez más clara sobre la simple percepción. En la membrana
germinativa externa, el órgano crítico se separa del sensible—el cual a su vez se ramifica
pronto en diferentes órganos sensoriales bien distintos—como el órgano sexual se separa de
la circulación de la sangre. Es notorio que toda forma inteligente la concebimos como
derivada de la percepción, y que ambas, en su actividad diferenciativa, actúan todavía en el
hombre por modo homogéneo, como lo prueban las expresiones: inteligencia penetrante y
sutil, compenetración, olfato científico, sentido práctico; y no hablemos de los términos
lógicos como concepto y conclusión, que proceden todos del mundo óptico.

Ved a un perro, cuya atención dormita. De pronto el can entra en tensión, escucha, olfatea;
sobre la simple percepción está buscando la intelección. Mas ese perro puede estar también
reflexionando; y entonces la inteligencia actúa casi por sí sola y juega con percepciones
apagadizas y sin brillo. Los idiomas antiguos expresaban muy claramente esa escala
ascendente, distinguiendo cada nuevo grado, considerándolo como actividad de índole
especial, y designándolo con un nombre adecuado: oír, escuchar, atender, oler, husmear,
olfatear; ver, mirar acechar, observar. En estas series, la intelección es cada vez más
enérgica, con relación a la percepción.

Por último, entre los sentidos hay uno que se desarrolla con supremo carácter. En el
universo hay un elemento incógnito algo que permanecerá por siempre inaccesible a
nuestro afán de comprenderlo todo, algo que se crea su órgano corporal. Surgen los ojos.
En los ojos y con los ojos aparece la luz como el otro polo de la visión. Y por más que el
pensamiento abstracto que medita sobre la luz se empeñe en eliminarla y anularla,
substituyéndola por un cuadro de ondas y rayos, la vida, la realidad de la vida queda desde
ahora circunscrita y envuelta en el mundo lumínico de los ojos. He aquí el milagro bajo el
cual se cobija la humanidad entera. En el mundo espectacular de la luz es donde hay
lejanías, que son colores y claridades; en ese universo es donde existen la noche y el día, las
cosas visibles y los movimientos perceptibles en un amplio espacio luminoso, un mundo de
astros infinitamente lejanos, que giran sobre la Tierra, un horizonte iluminado que envuelve
la vida individual, y que trasciende lejos de las proximidades del cuerpo. En ese universo
luminoso, que la ciencia no consigue reducir a una «teoría» sino valiéndose de
representaciones ópticas mediatas e internas; en ese mundo luminoso existe un pequeño
astro, la Tierra, sobre el cual vagan enjambres humanos que perciben la luz; y en la Tierra,
la vida toda cambia de dirección según que los raudales de la luz meridional bañen la
cultura egipcia y mejicana o las tenuidades de la luz septentrional desenvuelvan sus fríos
resplandores en las comarcas del Norte. Para solaz de sus ojos evoca el hombre los edificios
y transforma en relaciones luminosas la percepción táctil y corpórea de la tectónica.
Religión, arte, pensamiento han nacido para servir a la luminosidad; y las únicas diferencias
consisten en que unas formas se ofrecen a los ojos del cuerpo y otras a los «ojos del
espíritu».

Con esto queda manifiesta y en plena claridad una distinción que suele obscurecerse en
confusiones y obscuridades, por culpa de una palabra equívoca, la palabra conciencia. Yo
distingo por una parte la existencia y por la otra, la vigilia. La existencia posee ritmo y
dirección; la vigilia es oposición y extensión. En la existencia reside un sino; la vigilia
separa les causas y los efectos. A la existencia pertenecen las preguntas primarias de:
¿cuándo?, ¿por qué? A la vigilia, las de: ¿dónde?, ¿cómo?

La planta tiene existencia, pero no vigilia. En el sueño todos los seres son plantas, porque
se ha anulado en ellos la oposición al mundo circundante, aunque el pulso, el ritmo de la
vida sigue latiendo. La planta no conoce más relación que la del cuándo y el porqué. El
empuje de los primeros brotes verdes, que asoman en el manto invernal, la hinchazón de las
yemas, la fuerza toda del florecer, la fragancia, el brillo, la madurez, todo eso no es mas que
el deseo de que se cumpla un destino; todo eso no es mas que una continua y anhelante
pregunta: ¿cuándo?

En cambio, para una existencia puramente vegeta!, el dónde no puede tener ningún sentido.
¿Dónde? Esta es la pregunta que el hombre, al despertar, se hace cada día, cuando piensa en
el mundo que le rodea. Porque la pulsación de la existencia perdura a través de las
generaciones; pero la vigilia siempre comienza de nuevo en cada microcosmos. He aquí la
diferencia entre engendrar y nacer. Engendrar es garantir la duración; pero el nacimiento es
un comienzo. Por eso la planta es engendrada, pero no nace. La planta existe; mas no hay
para ella un despertar, un primer día en que descubre en derredor el mundo sensible.

2
Ahora, frente a nosotros, aparece el hombre. En su vigilia sensible nada hay que perturbe la
pura dominación de su mirada. Las resonancias de la noche, el viento, el aliento de los
anímales, la fragancia de las flores evocan en el mundo luminoso las preguntas: ¿adonde?,
¿de dónde? No tenemos la menor idea de cómo es ese mundo de olores en donde el perro—
el más próximo compañero del hombre- ordena sus impresiones visuales. Nada sabemos
acerca del mundo de las mariposas, cuyos ojos cristalinos no dibujan imágenes de las cosas.
Nada sabemos del mundo que rodea a los animales sin ojos, aunque provistos de otros
órganos sensibles. Para nosotros no hay ya mas que el espacio visual. Y los residuos de
esos otros mundos sensibles, mundos de sonidos, de olores, de calores y fríos, han hallado
acomodo en el espacio visual, como «propiedades» y «efectos» de las cosas iluminadas. El
calor se desprende del fuego «que vemos»; la rosa que contemplamos en el espacio
luminoso despide su fragancia y a nuestros oídos llega el sonido de un violín. Y por lo que
se refiere a los astros, nuestras relaciones con ellos se limitan a verlos. Brillan sobre
nuestras cabezas y recorren sus trayectorias visibles. Los animales, empero, y aun los
hombres primitivos, tienen, sin duda, de los astros otras percepciones claras, percepciones
de muy distinta índole; algunas de ellas podemos concebirlas indirectamente valiéndonos
de representaciones científicas: otras permanecen en absoluto inaccesibles para nosotros.

Pero este empobrecimiento de la percepción sensible significa, por otra parte, que ésta ha
adquirido en nosotros una insondable profundidad. La humana vigilia no es ya la simple
oposición entre el cuerpo y el mundo circundante. Ahora significa la vida en un mundo
el mundo cada luminoso, que se cierra como un ruedo en derredor nuestro. El cuerpo se mueve en el
vez con menos espacio visual. La experiencia íntima de la profundidad es un potente disparo que parte de
colores un centro luminoso y hiende el espacio hacia las lejanías visibles. Ese centro es el punto
que llamamos yo. El «yo» es un concepto visual. Desde este instante, la vida del yo es una
vida al sol. La noche adquiere cierta afinidad con la muerte. Y así se forma un nuevo
sentimiento de terror, que absorbe todos los demás: el terror a lo invisible, a lo que sólo
podemos oír, sentir, adivinar; a las cosas cuya actuación percibimos sin poderlas, empero,
ver. Los anímales conocen otras termas del terror que, para el hombre, permanecen arcanas;
pues ese miedo al silencio-que los niños y los hombres de tipo infantil intentan ahuyentar
hablando alto o haciendo ruido— está ya en trance de desaparecer entre los hombres
superiores.

Pero el miedo a lo invisible caracteriza la índole propia de toda religiosidad humana. Las
deidades son realidades luminosas, que adivinamos, que nos representarnos, que intuimos.
«Dios invisible»; he aquí la expresión suprema de la transcendencia humana. El «más allá»
empieza en el punto en donde terminan los limites del mundo luminoso. La «salvación»
consiste en libertarse del conjuro de la luz y de sus hechos.

En esto justamente reside el indecible encanto que la música produce en los hombres, y la
fuerza realmente redentora que en ese arte se manifiesta. La música, en efecto, es el único
arte cuyos medios se hallan fuera del mundo luminoso, mundo que para nosotros se ha
identificado desde hace mucho tiempo con el mundo en general; de manera que la música
es la única que puede sacarnos, por decirlo asi, del mundo, quebrar el acerado conjuro de la
luminosidad imperante e insinuar en nuestro ánimo la dulce ilusión de estar en contacto con
el postrer secreto del alma, ilusión que proviene de que el hombre despierto vive de
continuo bajo la dominación de uno de sus sentidos, hasta el punto de que con las
impresiones del oído ya no puede construir un mundo auditivo y se ve forzado a integrarlas
en su mundo visual.

Por eso el pensamiento humano es pensamiento de los ojos, y nuestros conceptos son
abstraídos de la visión, y la lógica entera es un mundo imaginario de luz.

El mismo encauzamiento y, por lo tanto, ahondamiento, que consiste en subordinar toda


percepción a la visión, se ha verificado en el lenguaje. Las innúmeras maneras de
comunicación sensible, que el animal conoce y que nosotros comprendemos bajo el nombre
de lenguaje, han sido substituidas todas por un lenguaje único, el lenguaje verbal, que sirve
como de puente sobre el espacio luminoso, para que se entiendan dos hombres que se ven
uno a otro hablando o que se representan uno a otro oyendo ante la visión interior. Las
demás especies del lenguaje—de las cuales se han conservado algunos restos— han sido
incorporadas hace tiempo al lenguaje verbal en forma de gestos, ademanes, acentos. La
diferencia entre el lenguaje general de los animales-que se compone de sonidos -y el
lenguaje puramente humano- que se compone de palabras- consiste en que las palabras y
los enlaces entre palabras forman un mundo de representaciones luminosas internas, que se
ha desarrollado bajo la dominación del sentido visual. Cada significación verbal tiene un
valor lumínico, aun cuando se trate de palabras como melodía, gusto, frío, o de términos
completamente abstractos.

Ya en los animales superiores, a consecuencia de la costumbre de entenderse unos a otros


por un lenguaje de los sentidos, se establece una diferencia clara entre la simple percepción
y la percepción intelectiva. A estas dos clases de actividad microcósmica podemos darles el
nombre de impresión de los sentidos y juicio de los sentidos; por ejemplo, juicio del olfato,
juicio del gusto o juicio del oído. Y entonces observamos que en las hormigas y las abejas,
en las aves de rapiña, en los caballos y en los perros, el centro de gravedad en la vigilia cae
muchas veces, claramente, del lado del juicio. Pero, en el hombre, bajo la acción del
lenguaje verbal, prodúcese en la vigilia activa una oposición abierta entre la percepción y la
intelección, una tirantez que resulta inconcebible en los animales y que aun en el hombre
sólo puede admitirse como una posibilidad que, primitivamente, se realizaba raras veces.
La evolución del lenguaje verbal trae consigo algo decisivo: la intelección se emancipa Se
la percepción.

En lugar de la percepción intelectiva uniforme y completa, aparece muchas veces y cada


vez con más frecuencia una intelección de lo que significan ciertas impresiones sensibles
apenas advertidas. Y estas impresiones quedan al fin anuladas por las significaciones de los
sonidos verbales a que estamos acostumbrados. La palabra, que al principio era el nombre
de una cosa vista, se transforma insensiblemente en el signo de una cosa pensada, del
«concepto». Nunca aprehendemos exactamente, ni mucho menos, el sentido de esos
nombres -esto no ocurre mas que en los nombres totalmente nuevos—, ni usamos nunca
dos veces una misma palabra con la misma significación, ni nadie entiende una palabra
como la entiende otra persona. Y, sin embargo, conseguimos comprendernos unos a otros,
porque los hombres de un mismo idioma se han formado por el uso una común intuición
del mundo, en la que viven tan inmersos,
que bastan los sonidos verbales para evocar en ellos representaciones afines. Existe, pues,
una concepción abs-tracta, abstraída, extraída de la visión por medio de los sonidos
verbales; y esta concepción, aunque primitivamente no aparezca en el hombre con la
independencia y substantividad que luego adquiere, traza, sin embargo, un límite riguroso
entre la vigilia animal y otra manera típica de vigilia, la vigilia puramente humana. De igual
modo, en un grado inferior, la vigilia en general constituye el límite entre la existencia
vegetativa y la existencia puramente animal.

La intelección separada de la percepción se llama pensamiento. El pensamiento ha


introducido para siempre una división en la vigilia humana. Desde muy antiguo ha trazado
una separación entre el entendimiento y la sensibilidad, valorando al primero como facultad
superior y al segundo como facultad inferior. Ha creado la oposición fatal entre el mundo
luminoso de los ojos, caracterizado como mundo de apariencia, engaño de los sentidos, y
otro mundo literalmente re-presentado, en el cual se mueven los conceptos, con su
imborrable estela de tenue luminosidad. Y este segundo mundo es para el hombre -en tanto
que «piensa»—el mundo verdadero, el mundo en sí.

Al principio, el yo era la vigilia en general, el hombre despierto contemplando desde su


centro el mundo de la luminosidad; pero ahora el yo se ha convertido en «espíritu», esto es,
en intelección pura, en intelección que se «conoce» a sí misma como tal y que ve no sólo el
mundo extraño en su derredor, sino muy pronto también los demás elementos de la vida, el
«cuerpo», dándoles una valoración de inferioridad con respecto a sí misma. Un signo que
revela este proceso es no sólo la actitud erguida del hombre, sino también la forma
perespiritualizada de su cabeza, en la cual la mirada, la conformación de la frente y de las
sienes constituyen los elementos preponderantes de la expresión [2].

Se advierte con claridad que el pensamiento, habiéndose hecho independiente, ha


descubierto para sí mismo una nueva actuación. Al pensamiento práctico, enderezado a
conocer la constitución de las cosas luminosas con respecto a tal o cual fin o propósito, se
añade ahora el pensamiento teorético, que quiere perforar las cosas, la meditación, que
aspira a sondear las propiedades de las cosas en si mismas, la «esencia de las cosas». La luz
es separada de los objetos vistos; la experiencia íntima de la profundidad en los órganos
visuales se potencia con gigantesca evolución y se convierte evidentemente en la
experiencia de la profundidad en el reino de las significaciones verbales, nimbadas de luz.
Y creemos que nos va a ser posible, con la mirada interior, penetrar en lo recóndito de las
cosas reales. Formamos representaciones sobre representaciones y llegamos, en fin, a
establecer una arquitectura ideológica de gran estilo, cuyos edificios se ofrecen con plena
claridad en una luz, por decirlo asi, interior.

Con el pensamiento teorético aparece en la vigilia humana una especie de actividad que
hace irremediable, indispensable la lucha entre la existencia y la vigilia. El microcosmos
animal, en el cual la existencia y la vigilia están enlazadas formando la unidad substantiva
de la vida, no conoce más vigilia que la que está al servicio de la existencia. El animal
«vive» simplemente, sin reflexionar sobre la vida. Pero la dominación absoluta del órgano
visual hace que la vida aparezca como vida de un ser visible a la luz; y la inteligencia,
adherida al lenguaje, forma bien pronto un concepto del pensamiento y, como
contraconcepto, otro de la vida, distinguiendo finalmente entre la vida tal como es y la vida
tal como debiera ser. En lugar de la vida despreocupada aparece la oposición entre «pensar
y hacer».

Esta oposición es posible en el hombre—no en el animal—; y no sólo posible, sino que


bien pronto se convierte en un hecho y, por último, en una alternativa para cada hombre.
Esta oposición es la que da forma a toda la historia de la humanidad superior con todas sus
manifestaciones; y cuanto más elevadas son las formas que adopta una cultura, tanto más
absoluto es el dominio de esa oposición sobre los momentos significativos de su vigilia.

El elemento vegetal y cósmico, la existencia sumisa al sino, la sangre, la raza, poseen el


predominio originario y lo conservan. Son la vida. Lo otro está sólo para servir a la vida.
Pero este otro elemento se subleva y se niega a servir. Quiere dominar y cree que domina.
Una de las más decididas pretensiones del espíritu humano es tener al cuerpo, a la
«naturaleza» bajo su mando. La cuestión es, empero, saber si esa creencia no es ella misma
algo que sirve y aprovecha a la vida. ¿Por qué nuestro pensamiento piensa asi? ¿No será
acaso porque asi lo quiere el elemento cósmico, el impersonal «ello»? El pensamiento
demuestra su poderío decretando que el cuerpo es una representación, conociendo su
condición miserable y reduciendo al silencio la voz de la sangre. Pero en realidad es la
sangre la que domina, dando principio o fin, silenciosamente, a la actividad del
pensamiento. He aquí otra diferencia entre hablar y vivir. La existencia puede pasarse sin la
vigilia; la vida puede vivir sin la inteligencia; pero no recíprocamente. A pesar de todo, el
pensamiento domina solamente en el «reino de los pensamientos».

¿Es el pensamiento una creación del hombre o el hombre superior una creación del
pensamiento? Estas dos actitudes difieren sólo en las palabras. Pero el pensamiento mismo, Relación
al determinar su rango dentro de la vida, fallará siempre erróneamente, estimándose en texto Geertz
demasía, porque no advierte o no reconoce junto a sí otros modos de referirse a las cosas, y, con la
mente,
por lo tanto renuncia desde luego a una visión imparcial de la realidad.
cultura y el
ser humano,
De hecho todos los pensadores profesionales-los únicos casi en todas las culturas que en ¿cuál fue
esto llevan la voz cantante-han considerado siempre la reflexión fría, abstracta, como la primero?
única actividad que, evidentemente, conduce al conocimiento de las «cosas últimas». Y
abrigan asimismo la convicción de que la «verdad», que por ese camino llegan a descubrir,
es la misma que, como verdad, aspiraban a conocer, y no acaso una imagen representada,
substituto de los arcanos incomprensibles.

Pero si el hombre es, en efecto, un ente pensante, está en cambio muy lejos de ser un ente
cuya existencia consista en pensar. Esta distinción no la han visto los meditadores. El
término del pensamiento se llama verdad. Las verdades son, empero, determinadas por
nuestra actividad pensante, es decir, abstraídas de la viviente confusión del mundo
luminoso, en forma de conceptos, para ocupar un puesto perdurable en un sistema, en una
especie de espacio espiritual. Las verdades son absolutas y eternas. Esto quiere decir que
las verdades no tienen ya nada que ver con la vida.

Mas para el animal no hay verdades, sino solamente hechos.

Esta es la diferencia entre la intelección práctica y la intelección teorética. Los hechos se


distinguen de las verdades como el tiempo se distingue del espacio y el sino, de la
causalidad.

Un hecho está presente ante la vigilia entera, ante la vigilia al servicio de la existencia y no
interpretación
sólo ante una parte de la vigilia, con exclusión—al parecer—de la existencia. La vida
del hecho verdadera, la historia, sólo conoce hechos. La experiencia de la vida, el conocimiento de los
hombres se refiere a hechos solamente.

El hombre activo, el hombre de acción, de voluntad, de lucha, el hombre que tiene que
afirmarse a diario frente al poder de los hechos y sojuzgarlos o perecer, ese hombre
considera las simples verdades como algo insignificante y las mira como de arriba a abajo.
Para el genuino estadista no hay verdades políticas; solo hay hechos políticos. La famosa
pregunta de Pilatos es la típica de todo hombre de acción.

Uno de los más grandes aciertos de Nietzsche fue poner en tela de juicio el valor de la
verdad, del saber, de la ciencia.

Para todo pensador y sabio nativo, semejante idea es una frívola calumnia, porque todo
espíritu científico cree que poner en duda el valor de la ciencia es poner en duda el sentido
de su propia vida como científico y pensador. Cuando Descartes quería dudar de todo, a
buen seguro que no dudaba del valor de su problema.

Pero una cosa es plantear problemas y otra creer en las soluciones. La planta vive sin saber
que vive. El animal vive y lo sabe. El hombre se admira de vivir y pregunta. Pero el hombre
no puede dar una respuesta a su pregunta; sólo puede creer en la exactitud de su respuesta y
en esto no existe la menor diferencia entre Aristóteles y el más mísero salvaje Y ¿por qué
han de ser descifrados los enigmas, contestadas las preguntas? ¿No alienta en este afán el
terror, ese terror que hace brillar los ojos del niño, ese trágico patrimonio de la humana
vigilia cuya inteligencia, desligada de los sentidos, vive de si misma, aspira a penetrar en
las honduras del mundo circundante y sólo en las respuestas y soluciones encuentra su
descanso, su salvación?. La fe desesperada en el saber, en la ciencia, ¿puede librarnos de la
pesadilla de los grandes problemas?

«Estremecerse es lo más grande que puede hacer la humanidad.» Y aquel a quien el sino le
haya negado este estremecimiento debe intentar descubrir los misterios; debe lanzarse sobre
las cosas que imponen respeto, para despedazarlas, destruirlas y sacar de las ruinas su botín
de ciencia. El afán de sistema es afán de matar lo viviente. En el sistema, las cosas vivas
quedan fijadas, anquilosadas, atadas a la cadena de la lógica.

El espíritu ha vencido cuando ha logrado llevar a buen término su empresa de petrificación.


Con las palabras razón y entendimiento o intelecto suele distinguirse por una parte el sentir,
el vislumbrar vegetativo, para quien el lenguaje de los ojos y de las palabras es sólo un
medio de expresión; y por otra parte, la intelección animal, dirigida por el lenguaje. La
razón evoca ideas; el intelecto encuentra verdades Las verdades son inánimes y pueden
comunicarse las ideas, empero, pertenecen a la personalidad viviente de su creador y sólo
pueden ser sentidas. La esencia del intelecto es la critica; la esencia de la razón es la
creación. La razón crea el objeto de que se trata; el intelecto lo presupone. Tal es el sentido
de las profundas palabras de Bayle, cuando dice que el intelecto sólo consigue descubrir
errores, pero no encontrar verdades. Y en realidad, la critica intelectiva actúa y se desarrolla
primeramente sobre la percepción sensible a que está adherida la intelección. En ella, en el
juicio de los sentidos es donde el niño aprende a concebir y distinguir. Pero cuando la
intelección se ha separado, abstraído, de la percepción; cuando la intelección se ocupa sólo
de si misma, entonces la crítica necesita para ejercitarse algo que substituya a la percepción
sensible que antes le servía de objeto. Y ese algo no puede ser otra cosa que un
pensamiento ya dado, sobre el cual la critica abstracta se ceba ahora. No hay otra manera de
pensar; no existe un pensamiento que se alce libremente, construido sobre la nada.

En efecto, mucho antes de que el hombre primitivo llegase a pensar en abstracto, ya había
creado una imagen religiosa del mundo. Esta es el objeto sobre el cual trabaja el intelecto
critico. Toda ciencia arraiga sobre el suelo de una religión, envuelta en las condiciones
espirituales de una religión; y no significa otra cosa que la corrección abstracta de esa
doctrina religiosa, considerada como falsa, como menos abstracta. Y toda ciencia lleva en si
misma, en su arsenal de conceptos, de problemas, de métodos, el núcleo residual de una
religión.

Toda verdad nueva que el intelecto descubre no es mas que un juicio critico sobre otra
verdad que existía antes. La polaridad entre el saber nuevo y el saber antiguo implica que,
en el mundo del intelecto, la exactitud es relativa; esto es, que no hay en él sino juicios de
mayor o menor fuerza suasoria. El saber critico descansa sobre la creencia de que la
intelección hoy es superior a la intelección de ayer. La vida es la que nos impone esta
creencia.

¿Puede, por tanto, la critica resolver los grandes problemas o tan sólo establecer que son
insolubles? AI comienzo del conocer, creemos lo primero. Pero cuanto más vamos
sabiendo, tanto más propendemos a lo segundo. Y mientras dura la esperanza, llamarnos
problemas a los misterios.

Para el hombre despierto, vigilante, hay, pues, un doble problema; el problema de la vigilia
y el de la existencia, o sea el del espacio y el del tiempo, o el del mundo como naturaleza y
el del mundo como historia, o el de la oposición y el del ritmo: la vigilia intenta
comprenderse a sí misma y además quiere comprender también algo que le es ajeno. Y
aunque una voz interior le diga que en este punto se traspasan todas las posibilidades de
conocimiento, sin embargo, el terror persuade a todos los seres de que deben seguir
buscando y de que es preferible contentarse con una apariencia de solución, a hundir la
mirada en el vacío.
4

La vigilia se compone de percepciones e intelecciones, cuya común esencia consiste en


orientarse de continuo en la relación con el macrocosmos. En este sentido, la vigilia resulta
idéntica a la «determinación», ya se trate del tacto de un infusorio, ya del pensamiento
humano en su grado superior. La vigilia, pues, al palparse a sí misma, llega en primer
término al problema del conocimiento. ¿Qué es conocer? ¿Qué es conocimiento del
conocimiento? ¿Qué relación media entre lo que al principio se entendía por conocimiento
y lo que después ha quedado preso en las mallas verbales del idioma? La vigilia y el sueño
alternan como el día y la noche, a compás del curso estelar.

El conocimiento alterna igualmente con el ensueño. ¿Cómo distinguirlos?

La vigilia—no sólo la vigilia percipiente, sino también la inteligente—es, empero, idéntica


a la polaridad de las oposiciones—como la que existe entre el conocer y lo conocido, entre
la cosa y la propiedad, entre el objeto y el acontecimiento—. ¿En qué consiste la esencia de
estas oposiciones? Aquí aparece, es segundo término el problema de la causalidad. Dos
elementos sensibles son considerados como causa el uno y efecto el otro; dos elementos
espirituales son denominados el uno fundamento y el otro consecuencia; con todo lo cual
queda determinada una relación de potencia y de rango. Si uno de los dos elementos existe,
el otro tiene que existir también. El tiempo permanece ajeno a todo esto. No se trata de
hechos del sino; se trata de verdades causales. No de un: cuando, sino de una dependencia
legal. Esta es, sin duda, la actividad del espíritu que más esperanzas enciende en nosotros.
El hombre debe a tales hallazgos, acaso, sus más felices momentos. Y asi, partiendo de las
oposiciones que se le ofrecen en proximidad y presencia inmediatas, diarias, el hombre
camina en ambas direcciones por encadenamientos infinitos hasta llegar a la primera y
ultima causas en la trama de la naturaleza, esto es, a lo que él llama Dios y sentido del
universo. El hombre colecciona, ordena y contempla su sistema, su dogma de conexiones
legales y halla en éste un refugio frente a lo imprevisto. El que puede demostrar, nada ha de
temer. Mas, ¿en qué consiste la esencia de la causalidad? ¿Reside en el conocer o en lo
conocido, o en la unidad de ambos?

El mundo de las oposiciones debería ser en si mismo un mundo muerto, rígido, mundo de la
«eterna verdad», sito allende todo tiempo; en suma, un estado. El mundo real de la vigilia
es, empero, un mundo lleno de cambios. El animal no se extraña de estos cambios. Pero el
pensamiento del pensador queda, ante ellos, sumido en honda perplejidad. La quietud y el
movimiento, la duración y la mutación, lo producido y el producirse, ¿no designan todas
estas oposiciones algo que no podemos comprender, algo que, por lo tanto, debe ocultar un
absurdo? ¿Son acaso hechos últimos, imposibles de reducir a la forma de verdades y de
abstraer del mundo sensible? Aquí vemos que algo temporal palpita en el mundo
intemporal del conocimiento; las oposiciones; aparecen como ritmo; a la extensión se añade
la dirección. Todo lo que hay de problemático en la vigilia intelectiva se condensa en un
foco último y más colmado que ningún otro de dificultades, en el problema del movimiento
cuya indagación es el fracaso del pensamiento libre. Aquí se ve al fin con toda claridad que
lo microcósmico, hoy y siempre, depende de lo cósmico, como en los orígenes de cada
nuevo ser lo demuestra ya la membrana germinativa externa, que es simple envoltura de un
cuerpo. La vida puede vivir sin pensamiento; pero el pensamiento es sólo un modo de la
vida. Por muy poderosos fines que el pensamiento se proponga a sí mismo, en realidad la
vida se sirve del pensamiento para su fin y propone al pensamiento un fin vital,
completamente independiente de la resolución de los problemas abstractos. Para el
pensamiento las soluciones de los problemas son exactas o falsas; para la vida tienen o no
tienen valor. El afán de conocer fracasa en el problema del movimiento; mas quizás este
fracaso haya realizado justamente el propósito de la vida.

A pesar de eso y por eso precisamente, este problema sigue siendo el centro del
pensamiento superior. Toda mitología y toda física han nacido de la admiración que nos
produce el misterio del movimiento.

El problema del movimiento toca a los arcanos de la existencia, arcanos que son extraños a
la vigilia, aunque ésta no puede substraerse a su imperio. El problema del movimiento
significa el empeño de comprender lo que excede a toda posibilidad de intelección, el
cuándo, el porqué, el sino, la sangre, lo que nosotros sentimos y vislumbramos en lo
profundo, lo que nosotros, nacidos para ver, quisiéramos percibir fuera, ante nuestros ojos,
a plena luz, para concebirlo en el sentido propio etimológico de la palabra, para captarlo y
asegurarnos de ello por el tacto.

He aquí, pues, el hecho decisivo, que el contemplador no acaba de comprender con plena
conciencia: toda investigación se propone no la vida, sino ver la vida, y no la muerte, sino
ver la muerte. Queremos concebir lo cósmico al modo como le aparece al microcosmos en
el macrocosmos; esto es, como vida de un cuerpo en el espacio luminoso, entre el
nacimiento y la muerte entre la gestación y la corrupción, y con esa distinción entre el
cuerpo y el alma que, por interior necesidad, se produce en nosotros cuando percibimos y
experimentamos en algo sensible y extraño las mismas propiedades que sentimos en nuestra
intimidad.

Si nosotros no solamente vivimos, sino que también sabemos de «la vida», es porque
podemos contemplar nuestra substancia corporal en el espacio luminoso. Pero el animal
conoce solamente la vida; no la muerte. SÍ nosotros fuéramos unos seres puramente
vegetales, moriríamos sin advertirlo, porque sentir la muerte y morir seria una misma cosa.
Mas también los animales oyen el aullido de la muerte y perciben el cadáver y olfatean la
corrupción; ven la muerte, pero no la comprenden. Sólo cuando aparece la intelección pura,
separada de la vigilia visual por el lenguaje, sólo entonces se presenta al hombre la muerte
en derredor, en el mundo luminoso; la muerte, el gran enigma.

Y a partir de este instante, ya la vida es el breve espacio de tiempo que media entre el nacer
y el morir. Sólo por su relación con la muerte ofrécese a nosotros la generación como el
otro misterio. El terror cósmico del animal se convierte ahora en el terror humano a la
muerte. Y este terror es el que engendra el amor entre el varón y la hembra, la relación de
la madre con el niño, la serie de los antepasados hasta los nietos y biznietos, y, sobre esta
base, la familia, el pueblo y, por último, la historia humana en general como problemas y
hechos del sino, llenos de insondables profundidades. Con la muerte, que es el destino
común de todos los hombres nacidos a la luz del Sol, con la muerte se relacionan las ideas
de culpa y castigo, de la existencia como penitencia, de una nueva vida allende el mundo
luminoso y de una salvación o redención que pone fin al terror de la muerte. El
conocimiento de la muerte es el origen de eso que los hombres, a diferencia de los
animales, poseemos y llamamos «intuición del universo»

Hay hombres que por nativa disposición propenden a verlo todo bajo la especie del sino;
otros, en cambio, lo consideran todo bajo la especie de la causalidad. El hombre que
propiamente vive: el aldeano y el guerrero, el político, el caudillo, el mundano, el
negociante, el que quiere ser rico, mandar, dominar, luchar, el organizador, el empresario,
el aventurero, el combatiente, el jugador, vive una vida que se halla separada por un abismo
de la vida que vive el hombre «espiritual», el santo, el sacerdote, el científico, el idealista e
ideólogo, ya sea la fuerza del pensamiento o la pobreza de la sangre la que determine en
este último su vocación. La existencia y la vigilia, el ritmo y la oposición, el impulso y el
concepto, los órganos circulatorios y los órganos táctiles, raro es el hombre de valía en
quien uno de esos dos aspectos no supera en importancia al otro. Todo lo que significa
impulsión y dirección, la certera apreciación de los hombres y de las situaciones, la fe en
una estrella—que todo hombre de vocación activa posee y que es cosa completamente
distinta de la convicción que el meditador puede tener de estar situado en el punto de vista
exacto—, la voz de la sangre, que toma decisiones, y la conciencia invariablemente limpia,
que justifica todo propósito y todo medio; estas son cosas que le están vedadas al puro
contemplador. Las pisadas del hombre de acción suenan distintas, más radicales que las del
pensador y soñador, en quien lo puramente microcósmico no llega a poseer una relación
firme y fija con la tierra.

El sino empuja a los individuos hacia uno u otro tipo, los hace meditativos y temerosos de
la acción o activos y despreciadores del pensamiento. Pero el activo es un hombre entero;
en cambio el meditativo podría actuar por uno solo de sus órganos, podría seguir pensando
sin el cuerpo y aun contra el cuerpo. Tanto peor, pues, si aspira a dominar la realidad;
porque entonces construye esos planes de perfeccionamiento ético-político-social, planes
que demuestran todos irrefutablemente corno debe ser la sociedad y cómo debe acometerse
su reforma, teorías que, sin excepción, se basan en la hipótesis de que todos los hombres
son como el autor, esto es, ricos en ocurrencias y pobres en apetencias—suponiendo que el
autor se conozca a si mismo—. Pero ni una de esas teorías, aun las que han aparecido balo
la égida de una religión o de un nombre famoso, ha logrado nunca alterar la vida en lo más
mínimo. Lo único que han hecho ha sido inducirnos a pensar de distinta manera sobre la
vida. Justamente la fatalidad de las culturas posteriores, que leen y escriben mucho, es ésta:
que la oposición entre la vida y el pensamiento se confunde una y otra vez con la oposición
entre el pensamiento sobre la vida y el pensamiento sobre el pensamiento. Todos los que
aspiran a mejorar el mundo, los sacerdotes y los filósofos, convienen en la opinión de que
la vida es tema de la meditación más rigorosa. La vida del mundo, empero, sigue su propio
curso, sin preocuparse de lo que los hombres piensan acerca de ella. Y aun en el caso de
que una comunidad humana llegue a vivir «conforme a la doctrina», ¿qué consigue con
esto? Consigue a lo sumo que, en la historia universal futura, se hable de ello en una nota,
después de haber tratado en el texto los temas verdaderamente importantes de esa
comunidad.

Porque sólo el hombre activo, el hombre del sino vive en última instancia la vida del
mundo real, mundo de las decisiones políticas, militares y económicas, mundo en el cual ni
los conceptos ni los sistemas tienen cabida. En este mundo, un buen porrazo vale más que
un buen razonamiento; y hay un fondo de razón en el desprecio con que el soldado y el
político de todos los tiempos han considerado a los meditativos que emborronan papel y se
extenúan sobre los libros, creyendo que la historia del mundo está al servicio del espíritu,
de la ciencia o aun del arte. Digámoslo sin ambages: la intelección separada de la
percepción es sólo un aspecto—y no el más importante— de la vida. En la historia del
pensamiento occidental puede faltar el nombre de Napoleón; pero en la verdadera historia,
en la historia real, la figura de Arquímedes, con todos sus descubrimientos científicos, ha
sido menos activa e importante que la de aquel soldado que le dio muerte en la toma de
Siracusa.

Los hombres de tipo teorético cometen un grave error al creerse colocados en la cúspide y
no a la retaguardia de los grandes acontecimientos. Esto significa desconocer por completo
el papel que representaron en Atenas los sofistas o en Francia Voltaire y Rousseau. Muchas
veces el hombre de Estado «no sabe» lo que hace; lo cual no impide que haga con
seguridad lo necesario para conseguir el éxito. El doctrinario político sabe siempre lo que
tiene que hacerse; sin embargo, su actividad—cuando no se limita a escribir—es la menos
eficaz y valiosa de todas en la historia. En las épocas de inseguridad, como la de la
ilustración ateniense o la revolución francesa y alemana, se da con harta frecuencia el caso
de que el ideólogo, escritor u orador, pretenda actuar no ya en los sistemas, sino en la
historia real de los pueblos. Pero es porque desconoce su verdadera posición. El ideólogo,
con sus principios y sus programas, pertenece a la historia de la literatura; no a otra. La
historia real pronuncia su juicio; y este juicio no refuta al ideólogo, sino que lo deja
abandonado a sí mismo, con todos sus pensamientos. Ya pueden Platón y Rousseau—para
no citar sino a los grandes espíritus—desenvolver sus teorías abstractas del Estado; éstas no
significan nada para Alejandro, Escipión, César, Napoleón, con sus planes, batallas y
disposiciones. Hablen los teóricos sobre el sino. A los hombres de acción les basta con ser
ellos mismos un sino.

Entre los seres microcósmicos fórmanse una y otra vez unidades de masas, provistas de un
alma, seres de orden superior que lentamente crecen o súbitamente aparecen, con todos los
sentimientos y las pasiones del individuo, misteriosos en su interioridad, inaccesibles al
intelecto, si bien el clarividente conocedor puede penetrar y prever sus alientos. También en
estas formaciones podemos distinguir por una parte unidades animales basadas en un
común sentir, arraigadas en la más profunda dependencia de la existencia y del sino, como
aquel vuelo de pájaros por el aire y aquel ejército atacante; y por otra parte comunidades
puramente humanas, establecidas conforme al intelecto, basadas en opiniones iguales, en
iguales fines e igual ciencia. La unidad del ritmo cósmico se posee sin querer a la unidad de
los motivos nos incorporamos cuando queremos. Una comunidad espiritual puede ser por
nosotros aceptada o abandonada; porque sólo nuestra vigilia toma parte en ella. Pero una
unidad cósmica es algo en que nos encontramos y a que pertenecemos con todo nuestro ser.
Estas multitudes se encienden en entusiasmo tan rápidamente como sucumben al pánico
general. Enloquecidas y arrebatadas en Eleusis y en Lourdes, son presa a veces de un
varonil aliento, como los espartanos en las Termópilas y los últimos godos en el Vesubio.

Fórmanse al conjuro de la música de los corales, de las marchas y las danzas; responden,
como todos los hombres y animales de raza, a los efectos de los colores relucientes, de los
adornos, trajes y uniformes.

Esas multitudes animadas nacen y mueren. Las comunidades espirituales, meras sumas en
sentido matemático, se reúnen, se agrandan o se achican, hasta que, a veces, lo que es
simple coincidencia llega a arraigar en la sangre misma, merced a la fuerza de su impresión
y de súbito la suma se convierte en un verdadero ser. En las épocas de cambios políticos
hay palabras que se transforman en sinos y opiniones públicas que se tornan pasiones. Una
multitud formada al azar re reúne en medio de la calle; tiene una conciencia, un
sentimiento, un lenguaje, hasta que su alma efímera se extingue y cada cual sigue su
camino. En París, a partir de 1789, ocurría esto a diario tan pronto como se oía la voz de:
«al farol».

Estas almas tienen su psicología particular; y hay que entenderla bien para manejarse en la
vida pública. Todas las clases y estados verdaderos tienen un alma: las órdenes de
caballería en las Cruzadas, el Senado romano, el club de los jacobinos, la sociedad
distinguida bajo Luís XIV, la nobleza prusiana, la clase campesina, el proletariado, la plebe
urbana, la población de un valle aislado, los pueblos y tribus de la época de las
migraciones, los sectarios de Mahoma, toda religión o secta recién fundada, los franceses
de la Revolución, los alemanes de la guerra de liberación. Y los seres más poderosos que
conocemos de este tipo son las grandes culturas, que nacen de una profunda conmoción
espiritual y que reúnen en una unidad de existencia milenaria las demás multitudes de
inferior cuantía, naciones, clases, ciudades, generaciones.

Todos los grandes acontecimientos de la historia se producen en esos seres de índole


cósmica: pueblos, partidos, ejércitos, clases. En cambio, la historia del espíritu transcurre
en comunidades y círculos independientes, escuelas, capas de educación, direcciones, y en
suma: ismos. Pero aquí vuelven a plantearse una vez más las cuestiones que se refieren al
sino. Esas masas, en el momento decisivo de su máxima actuación, ¿encuentran un jefe y
director o van empujadas adelante por un impulso ciego? ¿Son los que dirigen el azar
hombres de alto rango o personalidades insignificantes, encumbradas por la marea de los
sucesos, como Pompeyo o Robespierre? El hombre de Estado se caracteriza por la facultad
de percibir con perfecta certidumbre la fuerza y duración, la dirección y fines de todas esas
almas colectivas, que se forman y extinguen en el torrente del tiempo. Sin embargo, es
también cuestión del sino el decidir si el político puede dominarlas o si se deja arrastrar por
ellas.
EL GRUPO DE LAS GRANDES CULTURAS

Pero el hombre, ya tenga la vocación de la vida o la vocación del pensamiento, está siempre
despierto, en vigilia, cuando obra o contempla. Y como despierto, vigilante, encuéntrase
siempre «en la imagen», es decir, acomodado a un sentido que el mundo luminoso
circundante tiene para él, justamente en ese momento. Ya hemos dicho antes que las
innumerables actitudes, que alternan en la vigilia del hombre, se dividen manifiestamente
en dos grupos: mundos del sino y del ritmo, mundos de las causas y oposiciones. ¿Quién no
recuerda la transición casi dolorosa que verificamos cuando hallándonos observando un
experimento físico nos vemos de pronto obligados a meditar sobre un acontecimiento de la
vida corriente?

En los anteriores capítulos designé esas dos imágenes con los nombres de «el mundo como
historia» y «el mundo como naturaleza». En aquella primera, la vida se sirve del intelecto
crítico; tiene la visión a su mandato; el ritmo sensible se transforma en la intuición intima
de una línea ondulada y las conmociones vividas hacen época en el cuadro histórico. En
ésta, en cambio, domina el pensamiento mismo; la crítica causal convierte la vida en
proceso rígido, el contenido vivo de un hecho en verdad abstracta y la oposición en
fórmula.

¿Cómo es esto posible? Ambas imágenes son cuadros ópticos; pero al contemplar el
primero, nos entregamos a los hechos irrevocables, y al estudiar el segundo queremos
ordenar las verdades en un sistema invariable. En la imagen histórica —para la cual el
saber, la ciencia, es un mero puntal—lo cósmico hace uso de lo microcósmico. En eso que
llamamos memoria y recuerdo yacen las cosas como en una luz interior, mecidas por el
ritmo de nuestra existencia. El elemento cronológico, en su más amplio sentido, fechas,
nombres, números, revela que la historia, desde el momento en que es tensada, no puede
sustraerse a las condiciones fundamentales de toda vigilia. En el cuadro de la naturaleza, el
elemento subjetivo—siempre presente—constituye lo extraño y falaz. En el mundo como
historia, el elemento objetivo, el número—inevitable también— es el que nos engaña.

Las actitudes naturalistas deben y pueden, hasta cierto punto, ser impersonales. El que las
adopta sé olvida de sí mismo. Pero la imagen histórica se desarrolla en cada hombre, clase,
nación o familia, con referencia al sujeto que la percibe.

La naturaleza presenta el carácter de la extensión, que envuelve a todos. Pero la historia es


lo que brota del obscuro pasado y viene al encuentro del espectador, con la tendencia a
proseguir tras él, en dirección hacia el futuro. El espectador, como situado en el presente, es
siempre el centro del cuadro histórico y resulta de todo punto imposible concebir la
ordenación sensata de los hechos, sin el elemento de la dirección, que pertenece a la vida,
no al pensamiento. Cada tiempo, cada país, cada muchedumbre viviente tienen su propio
horizonte histórico y el verdadero espíritu histórico se revela y demuestra en el hecho de
dibujar el historiador realmente el cuadro histórico que su tiempo exige.

Por eso la naturaleza y la historia se diferencian una de otra como la crítica verdadera y la
critica aparente—entendiendo la palabra crítica en el sentido de oposición a la experiencia
vital. La física es critica y nada más. Pero, en la historia, la critica no puede hacer otra cosa
que proporcionar el caudal de conocimientos que sirve de base para que la visión histórica
desenvuelva su horizonte propio. La historia es esa visión sea cual fuere el punto a que se
dirige. Quien posea esa visión podrá comprender «históricamente» todos los hechos y todas
las situaciones. La naturaleza, en cambio, es un sistema; y los sistemas se aprenden.

La actitud histórica comienza para todos con las primeras impresiones de la niñez. Los ojos
infantiles ven bien; y los hechos del ambiente inmediato, la vida de la familia, de la casa, de
la calle, son sentidos, adivinados por el niño hasta en los últimos fundamentos, mucho antes
de que en su campo visual penetre la ciudad con sus habitantes y cuando aún las palabras
pueblo, tierra, Estado no poseen contenido tangible.

Asimismo el hombre primitivo es un profundo conocedor de todo cuanto aparece vivo ante
sus ojos, históricamente, en el círculo estrecho en que se mueve. Sobre todo la vida, el
espectáculo del nacer y del morir, de la enfermedad y la vejez; y luego la historia de las
pasiones guerreras y amorosas que él mismo ha sentido o que ha observado en otros, los
destinos de sus allegados, de la tribu, de la aldea, sus actos y sus propósitos recónditos, las
narraciones de largas enemistades, luchas, victorias y venganzas. Dilátanse los horizontes
de la vida; y entonces no una vida, sino la vida nace y muere; ante los ojos aparecen no
aldeas y familias, sino lejanas tribus y pueblos, no años, sino siglos. La historia con la cual
realmente se convive, la historia cuyo ritmo se siente de verdad, no llega nunca más allá de
las generaciones del abuelo; ni para los antiguos germanos o los actuales negros, ni para
Perícles o Wallenstein.

Ahí termina un horizonte de la vida y comienza una nueva capa, cuya imagen se sustenta
por la tradición histórica, la cual incorpora la sensación inmediata a un cuadro histórico
claramente percibido y fijado por un largo ejercicio, cuadro que los hombres de culturas
diferentes desarrollan de muy diferentes modos. Para nosotros comienza con ese cuadro la
historia propiamente dicha, en la cual vivimos sub specie aeternitatis; para los griegos y los
romanos cesa precisamente aquí. Tucídides piensa que los sucesos de las guerras médicas
no tienen ya en su tiempo la menor importancia viva [3] y César cree lo mismo de las
guerras púnicas.

Pero allende ese cuadro fórmanse otras nuevas imágenes históricas particulares, que se
refieren a los sinos del mundo vegetal y animal, del paisaje y de los astros, imágenes que se
confunden con las últimas representaciones de la naturaleza en cuadros míticos del
comienzo y del fin del mundo.

La imagen naturalista que forman el niño y el hombre primitivo se desenvuelve partiendo


de la pequeña técnica diaria.
Esta obliga continuamente al hombre y al niño a apartar la vista de la angustiosa
contemplación de la naturaleza, dilatada en torno, para dirigirla con sentido critico hacia las
realidades de la inmediata proximidad. Como los animales jóvenes, el niño descubre en el
juego sus primeras verdades. Examinar el juguete, romper el muñeco, dar vuelta al espejo
para ver lo que hay detrás, sentir el triunfo de haber determinado la exactitud de algo, que
en adelante ha de permanecer fijo—he aquí el fondo último, nunca superado, de toda
investigación naturalista. El hombre primitivo adquiere esta experiencia critica por medio
de sus armas y herramientas, por los materiales de su vestido, de su alimento, de su
habitación, esto es,

por las cosas, en cuanto que son cosas muertas. Y lo mismo le sucede con los animales;
ahora ya, de súbito, deja de comprenderlos como seres vivos, cuyo movimiento él calcula y
observa al perseguirlos o al huir de ellos; ahora ya le aparecen como un compuesto de carne
y de huesos, que él considera con un sentido puramente mecánico, en relación a un fin
determinado y prescindiendo de las propiedades vitales. No de otro modo un
acontecimiento se le presenta todavía como el acto de un demonio y al punto también como
eslabón en una cadena de causas y efectos. Es la misma transposición que el hombre culto y
ya maduro verifica todos los días y a toda hora. En derredor de ese horizonte natural
acumúlase, empero, otra capa compuesta de las impresiones que proceden de la lluvia, del
rayo y la tormenta del día y la noche, del verano y el invierno, del cambio de las lunas y el
curso de los astros. Los temblores religiosos, llenos de angustias y de respetos, obligan al
hombre a ejercer aquí una critica de muy distinto rango. Así como en aquella imagen
histórica pretendía sondear los últimos hechos de la vida así ahora quiere determinar las
últimas verdades de la naturaleza. Todo cuanto trasciende los límites de la intelección
llámalo divinidad; y lo demás intenta conocerlo interpretándolo en sentido causal, como
efecto, creación, revelación de la divinidad.

Asi, pues, toda colección de determinaciones naturales obedece a una doble tendencia que
desde los más antiguos tiempos ha permanecido inalterada. Por una parte aspira a constituir No estoy de
un sistema de conocimientos técnicos, lo más completo posible, puesto al servicio de fines acuerdo
prácticos, económicos y bélicos; un sistema que muchas especies animales han llegado a
formar con notable perfección y que, partiendo de estos comienzos, llega al conocimiento la parte
del fuego y de los metales, en el hombre primitivo, para progresar en línea recta hasta la cosmológica
técnica de las máquinas en la cultura fáustica de nuestros días.

Por otra parte, cuando el puro pensar humano se separa de la visión, por medio del lenguaje
verbal, brota otra tendencia que aspira igualmente a un conocimiento teorético integral, que
en su forma originaria llamamos religioso y en su forma derivada, propia de las culturas
posteriores, físico. El fuego es para el guerrero un arma, para el artesano una parte de su
herramienta, para el sacerdote un signo de la divinidad, para el Sabio un problema. Pero
todo esto pertenece a la actitud naturalista de la vigilia. En el mundo como historia no se
presenta nunca el fuego en general, sino el incendio de Cartago y Moscú y las lamas de las
hogueras que consumieron los cuerpos de Huss y de Giordano Bruno.

7
Repito: todo ser vive la vida y el sino de los demás seres con referencia a sí mismo. He aquí
una bandada de pájaros que se posa en un campo; el propietario del campo la sigue con
muy distintos ojos que el naturalista desde el camino o que el buitre en el aire. El labrador
contempla en su hijo al descendiente heredero; el vecino ve en él al labrador, el oficial al
soldado, y el extranjero al indígena. Napoleón emperador ha vivido los hombres y las cosas
de muy distinto modo que Napoleón teniente de artillería. Cambióse la posición de un
hombre; conviértase un revolucionario en ministro, un soldado en general y al punto la
historia con sus sujetos se tornará para él algo totalmente distinto. Talleyrand conocía a los
hombres de su tiempo porque era uno de ellos. Pero supongámosle de pronto sumergido en
la sociedad romana; no hubiera comprendido o hubiera comprendido mal a Crasso, a César,
a Catilina, a Cicerón, en todas las medidas y propósitos que estos hombres calcularon, No
hay historia en sí. La historia de una familia es distinta para cada uno de sus miembros, la
historia de un país aparece diferente a cada partido; la historia universal presenta una faz
que varia para cada país. El alemán ve la guerra mundial de distinta manera que el inglés; el
trabajador contempla en la historia de la economía algo distinto de lo que percibe el
empresario; el historiador occidental tiene ante los ojos una historia universal bien diferente
de la de los grandes historiógrafos árabes y chinos. Sólo a muy largas distancias y sin
participación íntima podría exponerse objetivamente la historia de una época; pero los
mejores historiadores de nuestros días demuestran que no pueden juzgar ni narrar siquiera
la guerra del Peloponeso y la batalla de Actium sin referirla a los intereses actuales.

El más profundo conocimiento de los hombres no sólo no excluye, sino que exige que
quien lo tiene lo tiña con los colores de su propia personalidad. Justamente la falta de
conocimiento de los hombres, la falta de experiencia de la vida se revela en esas amplias
generalizaciones que eliminan todo lo significativo, esto es, lo singular de la historia o por
lo menos que la pasan por alto. Y en este sentido es típicamente pésima esa concepción
materialista de la historia que podríamos caracterizar casi perfectamente como la total
carencia de dotes fisiognómicas. Pero, sin embargo, o más bien justamente por eso hay para
cada hombre— puesto que pertenece a una clase, a una época, a una nación, a una
cultura—e igualmente para cada época, clase y cultura en conjunto una imagen típica de la
historia tal como debiera existir con respecto a ellos. El conjunto de cada cultura posee,
como suprema posibilidad, una imagen primaria simbólica de su mundo como historia; y
todas las actitudes particulares de los individuos y de las multitudes, actuando como seres
vivos, son copias o reproducciones de esa imagen simbólica primaria. Cuando un individuo
califica de importante o de mezquina, de original o de trivial, de fallida o de anticuada la
visión histórica de otro, es siempre—aun sin darse cuenta—por comparación con la imagen
histórica que el momento exige como función constante del tiempo y del hombre.

Se comprende bien que cada hombre de la cultura fáustica ha de tener su propia imagen de
la historia; y no una sola, sino innumerables imágenes que, desde su juventud, vacilan y
cambian sin cesar según los acontecimientos del día y de los años.

¡Cuán distinta es también la imagen típica de la historia humana en las diferentes épocas y
situaciones! ¡Cuan distinto el mundo de Otón el Grande del de Gregorio VII, el de un dux
veneciano del de un pobre peregrino! ¡Cuan diferentes los mundos vividos por Lorenzo de
Médicis, Wallenstein, Cromwell, Marat, Bismarck, un hombre del gótico, un sabio de la
época barroca, un oficial de la guerra de los Treinta años, de los Siete años, de la
liberación! ¡Y en nuestros días, cuan distintos los mundos el labrador frisio, que vive
realmente solo con su paisaje y sus vecinos, del comerciante hamburgués y del profesor de
física!.

Y sin embargo, independientemente de la edad, de la posición y época de cada individuo,


hay en todos esos mundos un rasgo fundamental común, que pertenece al conjunto de todas
esas imágenes, a la imagen primaria, y la distingue de las otras imágenes que puedan haber
formado otras culturas.

La imagen histórica que tuvieron los antiguos y los indios se distingue totalmente por la
angostura de sus horizontes de la que tuvieron los chinos y los árabes y aún mas los
occidentales.

Lo que los griegos podían y debían saber de la historia antigua de Egipto no lo incorporaron
nunca a su imagen histórica, que, para la mayoría, terminaba en los acontecimientos
conocidos y referidos aún por los últimos supervivientes. Todavía para los espíritus selectos
la guerra de Troya constituía un límite, allende el cual no debía ya haber vida histórica
ninguna.

La cultura árabe—en la idea que de la historia elaboraron no sólo los judíos, sino también
los persas desde Ciro aproximadamente—fue la primera que se atrevió a realizar la obra
extraordinaria de reunir la leyenda de la creación del mundo con el tiempo presente, por
medio de una cronología auténtica.

Los persas llegaron incluso a fijar cronológicamente la época del juicio final y la aparición
del Mesías. Esa delimitación precisa y harto estrecha de la historia humana—la persa
comprende en conjunto doce milenios y la judía, hasta ahora, unos seis—es una expresión
necesaria del sentimiento cósmico que alienta en la humanidad mágica; por ella la leyenda
Judeo-persa de la creación, en su sentido profundo, se distingue de las representaciones de
la cultura babilónica, a lo cual tomó muchos rasgos exteriores. En cambio, entre los chinos
y los egipcios, animados de muy distintos sentimientos, la idea de la historia se alarga en
una amplia perspectiva sin fin, encadenándose las dinastías por series cronológicas exactas,
que van a perderse, milenio tras milenio, en las obscuras lontananzas del pasado.

La imagen fáustica de la historia universal, preparada por el establecimiento de la era


cristiana [4], empieza con una enorme amplificación y profundización de la imagen mágica,
recibida por la Iglesia occidental. Joaquín de Floris, hacia 1200, la tomó por base de una
honda y significativa interpretación de todos los sinos cósmicos, como secuencia de las tres
edades del Padre el Hijo y el Espíritu Santo. Añádase a esto la creciente ampliación del
horizonte geográfico que ya en la época gótica, por obra de los Wikingos y de los
Cruzados, se extendía desde Islandia hasta las más remotas partes del Asia [5]. Al hombre
del barroco, desde 1500, le aparece por vez primera—a diferencia de todas las demás
culturas—la faz del orbe entero como escenario de la historia humana. Por primera vez la
brújula y el telescopio, entre las manos de los hombres cultos de esta época posterior,
convierten la hipótesis teórica de la redondez terrestre en el sentimiento real de vivir sobre
una esfera, en medio del espacio cósmico. El horizonte de los países retrocede al infinito y
lo mismo le sucede al horizonte del tiempo, por la doble infinitud de la cronología, antes y
después de Jesucristo.

Y la impresión de esta imagen planetaria que, en última instancia, comprende todas las
culturas superiores, anula hoy la división gótica de Antigüedad, Edad media y Edad
moderna, la vieja división que desde hace tiempo nos viene apareciendo ya como harto
mezquina y vacía.

En todas las demás culturas, la historia del mundo coincide con la historia del hombre; el
principio del universo es el principio del hombre, y el fin de la humanidad es igualmente el
fin del mundo. Pero, durante la época del barroco, la tendencia fáustica hacia el infinito
separó por vez primera esos dos conceptos, y aunque la historia del hombre recibió
entonces una amplitud desconocida, hubo de convertirse, sin embargo, en un simple
episodio de la historia del mundo. La tierra, de la cual las demás culturas sólo percibieron
un trozo superficial, que consideraron como «el universo», la tierra quedó reducida a una
pequeña estrella entre millones de sistemas solares.

Esta dilatación de la imagen histórica trae consigo la necesidad—mayor en la cultura actual


que en cualquier otra cultura—de distinguir cuidadosamente entre la actitud habitual del
hombre común y la actitud ejemplar y máxima que sólo los espíritus superiores pueden
adoptar; y aun éstos solamente por breves instantes. La diferencia entre el horizonte
histórico de Temístocles y el de un aldeano ático es quizá de poca monta; pero ya es
enorme la diferencia entre la imagen histórica que percibía el emperador Enrique VI y la de
un hombre cualquiera de su mismo tiempo. El crecimiento de la cultura fáustica ha
amplificado y profundizado tanto las posibles actitudes superiores, que éstas ya no son
accesibles sino a círculos selectos, cada día más reducidos. Fórmase, pues, por decirlo asi,
una pirámide de posibilidades en la cual cada individuo, según sus circunstancias, ocupa un
plano más o menos elevado, definido por la actitud máxima que le es dado alcanzar. Así
resulta que entre los occidentales la mutua comprensión en los temas vitales históricos tiene
un límite, que ninguna otra cultura ha conocido, al menos con tan fatal precisión como
nosotros.

¿Puede hoy un obrero comprender realmente a un aldeano? ¿Entiende el diplomático al


trabajador manual? El horizonte histórico-geográfico, en el cual ambos formulan sus más
importantes problemas, es tan diferente que todo intento de comunicación entre ellos falla y
extravaga. Un verdadero conocedor de hombres comprende todavía la posición de otro
hombre y a ella acomoda sus manifestaciones—como hacemos todos al hablar con los
niños—. Pero el arte de sumergirse en la imagen histórica de una personalidad pretérita,
como Enrique el León o el Dante, para comprender la evidencia de sus ideas, de sus
sentimientos, de sus resoluciones es dificilísimo, dada la enorme distancia que nos separa
de aquellos estados de conciencia vigilante. Tan difícil y raro es ese arte que en 1700
todavía nadie lo sospechaba y sólo desde 1800 aparece como una exigencia, rara vez
cumplida, de la historiografía.

La separación típicamente fáustica entre la historia humana propiamente dicha y la historia


cósmica, mucho más amplia tiene por consecuencia el hecho de que, desde la caida del
barroco nuestra imagen del universo se haya descompuesto en varios horizontes sucesivos,
a modo de distintas capas o telones cuyo estudio ha exigido la formación de varias ciencias
particulares más o menos imbuidas de carácter histórico. La astronomía, la geología, la
biología, la antropología persiguen los destinos del universo estelar, del globo terráqueo, de
los seres vivos del hombre; y con éste comienza la que todavía hoy llamamos «historia
universal» de las grandes culturas, que se ramifica a su vez en la historia de ciertos
elementos culturales, en la historia de las familias, y, por último, en las biografías
personales tan desarrolladas justamente en nuestro mundo occidental.

Cada una de estas capas exige una actitud determinada; mas en el momento mismo en que
tomamos esta actitud, las otras capas cesan al punto de representar un producirse vivo y
quedan reducidas a simples hechos. Al estudiar la batalla de la selva de Teutoburgo
presuponemos todo el proceso de formación de esta selva dentro del mundo vegetal de la
Alemania del Norte. Al inquirir la historia de las selvas germánicas, presuponemos el
proceso de la formación geológica, considerándolo como un hecho que no necesitamos
estudiar en sus destinos particulares. Al indagar el origen de la formación cretácea, es para
nosotros un hecho y no un problema la presencia de la Tierra misma como planeta en el
sistema solar. Considerando esto mismo de otra manera podemos decir: la existencia de una
Tierra en el mundo estelar; la existencia del fenómeno «vida» sobre la Tierra; la existencia
de la forma «hombre» entre los seres vivos; la existencia de la forma orgánica «culturas» en
la historia humana; cada una de esas existencias es siempre un accidente casual en la
imagen de la capa inmediatamente superior. Goethe, en la época que va desde su estancia
en Estrasburgo hasta su primer período de Weimar, sintió una atracción poderosa hacia la
historia universal—como lo demuestran los bosquejos de César, Mahoma, Sócrates, el
Judío errante, Egmont—, pero después de su dolorosa renuncia a la gran actuación
política—renuncia de que nos habla el Tasso, aun en su forma definitiva, cuidadosamente
resignada—hubo de desviar su interés también de la historia universal para reducirlo en
adelante y casi con violencia, por una parte, al cuadro de la historia vegetal, animal y
geológica, su «naturaleza viviente» y, por otra parte, a la biografía.

Todas esas imágenes, si se desarrollan en el mismo hombre, tienen idéntica estructura. La


historia de las plantas y los animales, la historia de la Tierra y de las estrellas es «fable
convenue» y refleja en la realidad externa las tendencias de la vida propia. Contemplar los
animales o las capas geológicas sin que en esa contemplación influyan el punto de vista
subjetivo del contemplador, su tiempo, su pueblo y hasta su posición social, es tan
imposible como considerar la Revolución y la guerra mundial independientemente de
dichas condiciones personales. Las famosas teorías de Kant y Laplace, de Cuvier, de Lyell,
de Lamark, de Darwin tienen un colorido político-económico; y la poderosa impresión que
hubieron de producir, en los circuios más distantes de la ciencia, demuestra que la
concepción de todas esas capas históricas arraiga en un origen común. Hoy, empero, está en
trance de brotar el último retoño que aún puede producir el pensamiento fáustico de la
historia: el enlace orgánico de todas esas capas diferentes y su incorporación a una única y
formidable historia del universo, con uniforme sentido fisiognómico, una historia en la cual
la mirada, partiendo de la vida del individuo humano, llegará sin interrupción a los
primeros y últimos destinos del universo. El siglo XIX ha planteado el problema—en
forma mecánica, esto es, ahistórica—. Al siglo XX le está reservada la solución.
8

La imagen que tenemos de la historia de la Tierra y de los seres vivos hállase todavía
dominada por nociones que el pensamiento inglés civilizado ha desenvuelto, desde la época
de las luces (siglo XVIII), extrayéndolas de las costumbres de la vida inglesa. La teoría
geológica de Lyell sobre la formación de las capas geológicas—teoría «flegmática»—, la
teoría biológica de Darwin sobre el origen de las especies no son sino reproducciones de la
evolución inglesa. En vez de catástrofes y metamorfosis incalculables, como las que
admitían el gran Leopoldo von Buch y Cuvier, establecen una evolución metódica con
larguísimos espacios de tiempo y no reconocen como causas nada mas que las causas
finales científicamente accesibles y de tipo mecanicista.

Esta índole «inglesa» de las causas no es solamente mezquina, sino también harto estrecha.
En primer término, limita las conexiones posibles a procesos que se verifican íntegramente
en la superficie de la Tierra; con lo cual quedan excluidas todas las grandes relaciones
cósmicas entre los fenómenos vitales de la Tierra y los sucesos del sistema solar o del
mundo estelar y asentada la imposible afirmación de que la superficie externa de la Tierra
es un territorio donde los sucesos naturales transcurren en completo aislamiento. En
segundo término se supone que no existen otras conexiones que las accesibles a los medios
de la actual vigilia humana—la percepción y el pensamiento— con los refinamientos
conseguidos en ella por los aparatos y las teorías.

El pensamiento del siglo XX en la historia natural se distinguirá del del siglo XIX por su
aversión a ese sistema de causas superficiales, que tiene sus raíces en el racionalismo de la
época barroquista. En su lugar pondrá un sentido puramente fisiognómico. Somos
escépticos ante todos los modos del pensamiento que pretenden suministrar explicaciones
causales. Dejamos que las cosas hablen y nos contentamos con sentir su sino y escrutar sus
formas; la inteligencia humana no alcanza a más.

El máximo resultado a que podemos llegar es el descubrimiento de las formas sin causa, sin
fin, puramente existentes, que constituyen la base del cuadro cambiante de la naturaleza. El
siglo XIX ha entendido por «evolución» un progreso en el sentido de un creciente finalismo
de la vida. Leibnitz, en su muy significativo trabajo sobre la Tierra primitiva (1691)—que,
basado en estudios sobre las minas de plata del Harz, bosqueja una prehistoria de la Tierra
en el sentido de Goethe—y Goethe mismo entendían por evolución la perfección, en el
sentido de un creciente acopio de formas. El concepto goethiano de la perfección formal y
el concepto darwiniano de la evolución son tan opuestos como los de sino y causalidad; y
también como los del pensamiento alemán y el pensamiento inglés y, en último término,
como los de la historia inglesa y la historia alemana.

No hay refutación más concluyente de Darwin que los resultados de la paleontología. Los
hallazgos fosilizados no son, según la más sencilla probabilidad, sino ejemplos típicos.
Cada ejemplar debería, pues, representar distinta fase de la evolución. No debería haber
mas que «tránsitos»; la ausencia de límites significa ausencia de especies. Pero en vez de
eso, lo que encontramos son formas perfectamente fijas que permanecen inmutables
durante largos períodos, formas que no se han ido haciendo, en el sentido finalista, sino que
de pronto aparecen y al -punto tienen ya su figura definitiva, formas que no van
convirtiéndose en otras mejor acomodadas a ciertos fines, sino que empiezan a escasear y
acaban por desaparecer, mientras surgen otras inéditas. Las que se desenvuelven con
creciente riqueza de formas, son las grandes clases y géneros de los seres vivos, que existen
desde un principio y sin transiciones en la misma agrupación actual. Vemos entre los peces
a los selacios con sus sencillas formas aparecer en numerosos géneros en el primer periodo
de la historia, para ir luego lentamente retrocediendo, mientras que los teleosteos imponen
poco a poco una forma más perfecta del tipo pez. Otro tanto sucede, entre las formas
vegetales, a los helechos y asperillas, que hoy casi desaparecen con sus últimas especies en
el reino plenamente desenvuelto de las plantas. Pero no hay motivo ni ocasión ninguna real
para admitir causas finales y en general causas visibles de ello [6]. Es un sino el que trae al
mundo la vida la creciente oposición entre la planta y el animal, cada tipo particular, cada
género y cada especie. Y con la existencia de estas formas se da al mismo tiempo
determinada energía, que las mantiene en el curso de su perfeccionamiento o que,
tornándose turbia y obscura, las diluye y extingue en mil variedades. Y con dicha energía se
da, por último, también cierta duración vital que, salvo algún accidente que pueda
abreviarla, determina el tiempo de vida y la muerte natural de cada forma.

Por lo que al hombre se refiere, los hallazgos diluviales demuestran con claridad creciente
que todas las formas entonces existentes corresponden a las de hoy. No se advierte el más
mínimo rastro de evolución hacia razas construidas en sentido más finalista. La falta de
descubrimientos de la época terciaria indica también que la forma vital del hombre es
debida, como todas las demás formas, a una conversión subitánea. ¿De dónde? ¿Cómo?
¿Por qué? Este es y seguirá siendo un impenetrable arcano. En realidad, si hubiese una
evolución en el sentido inglés no podrían existir ni capas geológicas distintas, ni clases
anímales, sino una sola masa geológica y un caos de formas vivientes individuales,
resultado de la lucha por la vida. Pero todo cuanto vemos nos fuerza a creer que en la
esencia de la planta y del animal se verifican una y otra vez profundas y subitáneas
mutaciones de índole cósmica, que no se limitan nunca a la superficie de la tierra y que se
sustraen, en sus causas o en su totalidad, a la percepción e intelección del hombre [7].
Igualmente vemos en la historia de las grandes culturas producirse esas rápidas y profundas
transformaciones, sin que podamos en manera alguna hablar de causas, influencias y fines
visibles. El estilo gótico y el estilo de las pirámides se produjeron con la misma
subitaneidad que el del imperialismo chino bajo Chi-vang-ti o el del romano bajo Augusto
y que el helenismo, el budismo, el islamismo. Y otro tanto sucede con los acontecimientos
de las vidas individuales significativas. El que ignora estos cambios bruscos no sabe lo que
son hombres y sobre todo no sabe lo que son niños. Toda existencia, ya sea activa, ya sea
contemplativa, camina por épocas hacia su perfeccionamiento. En la historia del sistema
solar y del mundo estelar debemos admitir la existencia de épocas semejantes. El origen de
la Tierra, el origen de la vida. el origen de la libre movilidad animal son épocas de esas y,
por tanto, misterios que debemos aceptar como tales misterios.
9

Todo lo que sabemos del hombre se agrupa claramente en dos grandes edades. Los límites
entre los cuales vemos encerrada la primera edad son, de una parte, ese gran recodo del sino
planetario, que llamamos hoy principios de la época glacial—y que, en la imagen de la
historia terrestre, nos aparece tan sólo como el hecho de haberse verificado una mutación
cósmica—, y de otra parte, el comienzo de las grandes culturas a orillas del Nilo y del
Eufrates, que señala un cambio súbito de sentido en la existencia humana. Por doquiera
encontramos las fronteras del terciario y del diluvial. Y de aquí en adelante hallamos al
hombre como tipo ya formado, familiarizado con costumbres, mitos, artes, adornos y
provisto de una estructura corporal que, desde entonces, no ha variado sensiblemente.

La primera edad es la de la cultura primitiva. Existe una región tan sólo en donde esta
cultura primitiva se ha conservado viva y bastante intacta, durante toda la segunda edad y
subsiste aún hoy, bien que en una forma ya muy posterior. Dicha región es el noroeste de
África. El gran mérito de L. Frobenius consiste en haber dado a conocer este hecho [8]. La
hipótesis fue que aquí pervivía un mundo entero de vida primitiva y no sólo cierto número
de tribus primitivas, sin haber recibido impresión alguna de las culturas superiores. En
cambio, lo que los etnopsicólogos buscan en las cinco partes del mundo son fragmentos de
pueblos que no tienen de común sino el hecho puramente negativo de vivir en medio de las
grandes culturas sin participar interiormente en ellas. Son, pues, tribus en parte retrasadas,
en parte incapaces, en parte también degeneradas; y sus manifestaciones son además
reunidas sin discernimiento alguno.

La cultura primitiva era, empero, algo fuerte y conjunto, algo lleno de vida y eficacia, pero
tan diferente de las posibilidades psíquicas que atesoramos nosotros, hombres de una
cultura superior, que cabe dudar sea lícito valerse de los pueblos que prolongan la primera
edad en la segunda, para inferir de su actual modo de ser y de pensar conclusiones acerca
de lo que eran aquellas remotas épocas.

La conciencia humana vigilante se halla desde varios milenios bajo la impresión del
contacto continuo entre pueblos y tribus. Considera este contacto como algo evidente y de
todos los días. Pero tratándose de la primera edad debemos tener en cuenta que el hombre
entonces vivía en muy escaso número de pequeños grupos, perdidos completamente en las
interminables extensiones del territorio, dominadas por poderosas masas de grandes
rebaños animales. La rareza de los hallazgos humanos lo demuestra con plena seguridad.
En los tiempos del homo aurignacensis andaban por el suelo de Francia acaso una docena
de hordas, compuestas de unos centenares de cabezas.

Para estos hombres, la presencia de otros hombres semejantes debía de ser un


acontecimiento misterioso, que les produciría una impresión profundísima. Y ¿podemos
siquiera imaginar como fuese la vida en un mundo casi desprovisto de hombres, nosotros,
para quienes hace ya muchísimo tiempo que la naturaleza entera es el fondo sobre que se
destaca la gran masa de la humanidad? ¡Cuan grandes mutaciones debieron verificarse en la
consciencia cósmica de aquellos primitivos cuando en el paisaje, además de selvas y
rebaños, fueron viendo cada día con más frecuencia otros hombres «iguales a ellos»! Por
otra parte, esos «otros hombres» fueron sin duda aumentando en número con gran rapidez,
casi con subitaneidad, de manera que su presencia se transformó en suceso constante,
habitual y vino a substituir la impresión de asombro por sentimientos de alegría u
hostilidad, despertando asi un mundo nuevo de experiencias y relaciones involuntarias e
inevitables. Este hecho es en la historia del alma humana acaso el acontecimiento más
profundo y preñado de consecuencias. Las ajenas formas de vida despertaron la conciencia
de las propias y, al mismo tiempo, sobre la organización interna de la horda vinieron a
superponerse las variadas formas de relación entre las hordas que, desde entonces, dominan
por completo la vida y el pensamiento primitivos. Entonces fue cuando, sobre los primeros
y más sencillos modos de comunicación, aparecieron los gérmenes iniciales del lenguaje
hablado—y al mismo tiempo del pensar abstracto—y entre ellos algunas felices
concepciones de cuya estructura no podemos tener la menor idea, pero que debieron
constituir el punto de partida roas remoto de los posteriores grupos lingüísticos
indogermánico y semítico.

Esta cultura primitiva de una humanidad unida toda por las relaciones de tribu a tribu
constituye el fondo de donde súbitamente, hacia 3000, nacen la cultura egipcia y la
babilónica, no sin que, quizás, durante todo un milenio se hubiese preparado en ambos
territorios algo que por la índole y propósito de la evolución, por la unidad interna de todas
las formas expresivas, por la dirección de la vida entera orientada hacia determinado fin, se
distingue perfectamente de toda cultura primitiva. Es, en mi opinión, muy verosímil que por
aquella época se haya verificado un cambio en la

superficie terrestre en general o, por lo menos, en la esencia intima del hombre.

Y entonces todo lo que posteriormente se conservara de la cultura primitiva, en medio de


las culturas superiores, desapareciendo luego poco a poco, seria algo distinto de la cultura
de la primera edad. Lo que yo llamo precultura, estadio inicial, situado al comienzo de toda
gran cultura, con un transcurso uniforme, es algo distinto de toda especie de cultura
primitiva, algo completamente nuevo.

En toda existencia primitiva actúa lo impersonal, lo cósmico, con tan inmediato poder que
todas las manifestaciones del microcosmos en mitos, costumbres, técnicas y
ornamentaciones obedecen exclusivamente al impulso momentáneo. No podemos descubrir
regla alguna para la duración, el ritmo, el curso de la evolución de esas manifestaciones.
Vemos, por ejemplo, cierto idioma de las formas ornamentales—que no debiera nadie
llamar estilo—dominar en las poblaciones de amplios distritos, extenderse, alterarse y
finalmente extinguirse. A su lado, y acaso propagándose por muy distintos territorios, la
índole y empleo de las armas, la organización de las tribus, los usos religiosos siguen su
propia evolución con épocas independientes y con un comienzo y término no condicionado
por otra forma coetánea. Cuando en una capa prehistórica hemos logrado determinar la
presencia de una especie de cerámica bien conocida, esto no nos autoriza para inferir nada
sobre las costumbres y la religión del pueblo correspondiente. Y si por casualidad
encontramos que cierta forma de matrimonio se practica en el mismo circulo territorial que,
por ejemplo, cierta clase de tatuaje, esta coincidencia no obedece nunca a una idea
fundamental, como la que liga la invención de la pólvora a la perspectiva pictórica. No se
encuentran aquí relaciones necesarias entre el ornamento y la organización por clases y
edades o entre el culto de una deidad y la especie de agricultura. Desarrollanse aquí siempre
aspectos y rasgos aislados de cultura primitiva, pero no esta cultura misma. Esto es lo que
yo he calificado de caótico; la cultura primitiva no es ni un organismo ni una suma de
organismos.

Con el tipo de la gran cultura aparece en lugar de ese elemento impersonal una temiendo,
fuerte y uniforme. En la cultura primitiva no hay más seres animados que los hombres y las
tribus y estirpes. Pero aquí la cultura misma es un ser animado. Lo primitivo es siempre
suma; suma de formas que expresan primitivos ligámenes. La gran cultura, en cambio, es la
conciencia vigilante de un único organismo enorme que convierte las costumbres, los
mitos, la técnica y el arte, y no sólo éstos, sino también los pueblos y las clases sociales en
formas varias de un mismo idioma, con una misma historia. La historia primitiva del
lenguaje pertenece a la cultura primitiva y tiene sus propios destinos anárquicos, que no
pueden derivarse de los de la ornamentación o de la historia del matrimonio, por ejemplo.

En cambio, la historia de la escritura pertenece a la historia de las expresiones en que se


manifiestan las culturas superiores. En el umbral de su desarrollo las culturas egipcia,
china, babilónica y mejicana formaron cada una su propio tipo de escritura; y si la cultura
india y la cultura antigua adoptaron muy tarde las grafías perfectamente desarrolladas de
otras culturas vecinas, y si en la cultura árabe cada nueva religión y secta inventaba en
seguida una escritura propia, estos son hechos que guardan una relación profunda con la
historia y significación íntima de las formas en estas dos culturas.

A esas dos edades se limita nuestro saber acerca del hombre. Ello no es suficiente para
sacar conclusiones sobre otras edades posibles o ciertas y menos aún sobre su época y su
modo, sin contar con que a nuestros cómputos se sustraen por completo las conexiones
cósmicas que dominan el sino de la especie humana.

Mi manera de pensar y de observar se limita a la fisonomía de la realidad. Donde cesa la


experiencia del conocedor de hombres respecto del mundo que le rodea; donde cesa la
experiencia vital de un hombre, acostumbrado a los hechos, ahí encuentra también sus
limites esa visión. La existencia de esas dos edades es un hecho de la experiencia histórica,
y además de este hecho nuestra experiencia de la cultura primitiva consiste en que podemos
contemplar aquí en sus restos algo concluso y cerrado algo cuya profunda significación
puede ser sentida por nosotros, si partimos de cierta interior afinidad. Pero la segunda edad
nos permite una experiencia de muy otra índole.

La aparición súbita del tipo de la gran cultura, dentro de la historia humana, es un accidente
casual, cuyo sentido no podemos comprobar. No sabemos tampoco si en la existencia del
orbe sobrevendrá de pronto un acontecimiento que produzca una forma completamente
nueva. Pero el hecho de que ante nosotros se ofrece el espectáculo de ocho grandes
culturas, todas de igual tipo constructivo y de evolución y duración homogénea, nos
permite hacer un estudio comparativo y nos da un conocimiento que se extiende hacia atrás
sobre épocas desaparecidas y hacia adelante sobre períodos por venir, siempre en la
hipótesis de que un sino de orden superior no venga a substituir este mundo de formas por
otro completamente nuevo. Autorízanos a ello nuestra experiencia general de la existencia
orgánica. En la historia de las aves de rapiña o de las coníferas no podemos prever si
aparecerá y cuándo aparecerá una nueva especie; de igual manera, en la historia de las
culturas es imposible prever la aparición en el futuro de una cultura nueva. Pero desde el
momento en que el seno materno ha recibido los gérmenes de un nuevo ser, desde el
momento en que una semilla ha sido enterrada, ya sabemos cuál ha de ser la forma interna
del nuevo ciclo vital, que podrán perturbar fuerzas exteriores en el curso pacifico de su
desenvolvimiento, pero cuya esencia misma no puede ser alterada.

La experiencia, nos enseña también que la civilización, extendida hoy sobre toda la faz del
orbe, no constituye una tercera edad, sino un período necesario de la cultura occidental
exclusivamente, período que se diferencia del período correspondiente en las demás
culturas sólo por su grandísima extensión. Y aquí termina la experiencia. Cavilar sobre las
formas nuevas en que el hombre futuro ha de vivir; o aun sólo pensar en si han de venir o
no nuevos hombres; bosquejar en el papel majestruosos planes con la fórmula: «Así ha de
ser, así debe ser» todo eso me parece un juego insubstancial, indigno de que en él se
empleen vanamente las energías de una vida, por insignificante que ésta sea.

El grupo de las grandes culturas no constituye una unidad orgánica. Para la mirada del
hombre, la aparición de las culturas en tal número, en tales lugares y en tales épocas es un
azar sin sentido profundo. En cambio, se ofrece tan clara y notoria la articulación orgánica
de cada cultura en particular, que la historiografía china, árabe y occidental y muchas veces
también el sentimiento concordante de las personas educadas ha forjado una serie de
términos inmejorables [9].

El pensamiento histórico se encuentra, pues, ante un doble problema. Primero: estudiar


comparativamente los ciclos vitales, estudio que, aunque claramente exigido, nunca,
empero, ha sido hecho hasta hoy; y segundo: comprobar el sentido que puedan tener las
accidentales e irregulares relaciones entre las culturas. Hasta ahora estos problemas han
sido tratados en forma cómoda y superficial, canalizando la riqueza enorme de los hechos
en el «curso» de una historia universal, con explicaciones causales, mecánicas. Mas este
método anula la difícil pero fecundísima psicología de dichas relaciones, como anula
igualmente la de la vida interior de las culturas. El segundo problema supone el primero
resuelto. Las relaciones son variadísimas, aunque no fuera mas que por las distancias de
espacio y de tiempo. En las Cruzadas se colocan frente a frente un periodo primitivo y una
vieja y ya madura civilización. En el mundo cretense-miceniano del mar Egeo, una
precultura entra en contacto con un floreciente período posterior. Una civilización puede
lanzar desde lejos sus destellos, como la civilización india del Oriente sobre el mundo
árabe, o puede pesar con su ancianidad asfixiante sobre una juventud, como la antigüedad
sobre el Occidente. Pero las relaciones pueden ser también muy varias por su distinta índole
y fuerza: la cultura occidental busca entronques, la egipcia los evita; el Occidente se
entrega una y otra vez a los influjos ajenos, en conmociones trágicas; en cambio la
antigüedad aprovecha lo extraño, sin sufrimiento ni congoja. Mas todo esto obedece
también a las condiciones típicas que se dan en el alma de cada cultura y nos da a conocer
este alma a veces mejor que las manifestaciones directas del peculiar idioma de formas que,
con frecuencia, más sirven para encubrir que para comunicar la verdadera esencia.
10

Paseando la mirada sobre el grupo de las culturas, descúbrense problemas y más problemas.
El siglo XIX, influido en sus investigaciones históricas por el modelo de la física y en su
pensamiento histórico por las ideas del barroco, nos ha conducido a una alta cumbre, desde
la cual a nuestros pies contemplamos el mundo nuevo. ¿Podremos tomar posesión de él?.

La enorme dificultad con que tropieza aún hoy el estudio de esos grandes ciclos vitales
consiste en la falta absoluta de trabajos serios sobre las comarcas remotas. Muéstrase en
esto una vez más la visión dominadora del europeo occidental que sólo quiere posarse sobre
lo que, procedente de una antigüedad cualquiera, viene a su encuentro, pasando por una
Edad media.

Lo demás, todo aquello que camina por vías propias e independientes, no es nunca
estudiado en serio. En la historia de China y de la India hay algunos temas: arte, religión y
filosofía, cuyo estudio acaba de emprenderse. La historia política o no se refiere o se refiere
en estilo de charla amena. A nadie se le ha ocurrido estudiar los grandes problemas de
derecho político que llenan la historia de la China, el sino de Li-Wang (842), que parece un
Hohenstaufen oriental, el primer congreso de los príncipes en 659, la lucha entre los
principios del imperialismo (Lienheng) representado por el Estado Tsin, tan parecido al
romano, y la idea de una liga de los pueblos (Hohtsung) por los años de 500 a 300, el
encumbramiento de Hoang-ti, el Augusto chino (221). Nadie ha pensado en estudiar eso
con el detenimiento y profundidad con que Mommsen ha estudiado el principado de
Augusto. Aunque la historia de los Estados indios ha sido radicalmente olvidada por los
indios mismos, existen, sin embargo, del tiempo de Buda más materiales que los que han
servido para escribir la historia de la Antigüedad en los siglos IX y VIII. Pero todavía hoy
nos figuramos que «el» indio vivía sumergido en su filosofía, como los atenienses que,
según piensan nuestros clasicistas, se pasaban la vida filosofando a orillas del Ilissos, en
pura contemplación de la belleza.

La política egipcia no ha sido apenas estudiada. Bajo el nombre de Hycsos han ocultado los
historiadores egipcios de la época posterior la misma crisis que los chinos llaman «tiempo
de los Estados en lucha». Nadie ha investigado esto todavía.

Y en el mundo árabe, el interés de nuestros historiadores no franquea los límites a que


llegan las lenguas de la antigüedad.

¡Qué no se ha escrito sobre la creación política de Diocleciano! Asombra la cantidad de


materiales que se han reunido, por ejemplo, sobre la indiferente historia de la
administración de las provincias del Asia Menor—solo porque están escritos en griego—.
En cambio, el Estado sassanida, que es el modelo de Diocleciano en todo y por todo, no ha
entrado en el círculo de la consideración sino por cuanto estuvo en guerra con Roma.
Y lo mismo pasa en la historia de la administración y del derecho. Los materiales reunidos
sobre el derecho y la economía en Egipto, India y China no pueden compararse con los
estudios sobre el derecho en la Antigüedad [10].

Después de un largo «período merovingio», que en Egipto es bien visible, comienzan hacia
3000 [11] las dos culturas más viejas en territorios muy reducidos, en el bajo Nilo y en el
Eufrates. Los períodos primitivo y posterior hállanse aquí distinguidos hace mucho tiempo
bajo los nombres de Imperio antiguo e Imperio medio, Sumer y Akad. El final del
feudalismo egipcio, con el nacimiento de una nobleza hereditaria y la consiguiente ruina de
la monarquía primitiva, desde la sexta dinastía ofrece una semejanza tan notable con el
curso de los acontecimientos en el período primitivo de China, desde I-Wang (934-909) y
en el de la cultura occidental, desde el emperador Enrique IV, que debiera alguien atreverse
a hacer una investigación comparativa de estos periodos. A principios del «barroco»
babilónico aparece el gran Sargón (2500) que penetra hasta el Mediterráneo, conquista
Chipre y con el mismo estilo que Justiniano I y Carlos V, se llama a si mismo «Señor de las
cuatro partes del mundo». En el Nilo, hacia 1800 y en «Akad y Sumen» algo antes,
comienzan las primeras civilizaciones, entre las

cuales la asiática muestra una poderosa fuerza expansiva. Las «conquistas de la


civilización babilónica», multitud de conocimientos que se refieren a medidas, cuentas,
cálculos, se propagaron entonces quizá hasta el mar del Norte y al mar Amarillo. Acaso
algunas marcas de fábrica babilónicas, impresas sobre las herramientas, hayan sido
veneradas como signos mágicos por los salvajes germanos y dado origen a una
ornamentación «pregermánica». Mas entre tanto, el mundo babilónico pasaba de una mano
a otra. Cóseos, asirios, caldeos, medas, persas, macedonios, pequeños ejércitos [12]
mandados por enérgicos jefes cayeron sobre la capital, sin que la población opusiera una
seria resistencia. He aquí el primer ejemplo de una «época imperial romana». En Egipto las
cosas no siguieron distinto curso. Bajo los cóseos, los pretorianos ponen y quitan al tirano,
los asirios conservan las viejas formas políticas, como los soldados imperiales desde
Cómodo; el persa Ciro y el ostrogodo Teodorico se sienten administradores del Imperio; los
medas y los lombardos se consideran como pueblos dominadores en país ajeno. Pero estas
diferencias son políticas, no efectivas. Las legiones del africano Séptimo Severo querían
exactamente lo mismo que los visigodos de Alarico, y en la batalla de Andrianópolis casi
era imposible distinguir a los «romanos» de los «bárbaros».

Después de 1500, nacen tres nuevas culturas; primero la india en el Pendjab superior,
luego—hacia 1400—la china, en el Hoangho medio y—hacia 1100—la antigua, en el mar
Egeo.

Sin duda, los historiadores chinos hablan de tres grandes dinastías —Sia, Chang, Chou—
;esto corresponde, poco más o menos, a la opinión de Napoleón cuando se consideraba
fundador de la cuarta dinastía, sucesora de los merovingios, los carolingios y los capetos.
Pero en realidad la tercera dinastía es siempre la que asiste al desenvolvimiento integral de
la cultura. así, cuando en 441 el emperador titular de la dinastía Chou pasa a ser un
pensionista del «duque de Oriente», y cuando en 1792, «Luis Capeto» es ejecutado, en
ambos casos este hecho coincide con el paso de la cultura a civilización. Se han conservado
algunos antiquísimos bronces de la última época de la dinastía Chang; ahora bien, esos
bronces guardan con el arte chino posterior la misma relación que la cerámica de Micenas
con la cerámica antigua primitiva y que el arte carolingio con el románico. El periodo
primitivo védico. homérico y chino, con sus castillos y fortalezas, con sus caballeros y
señores feudales, ofrece la misma imagen que el periodo gótico; y «la época de los grandes
protectores»—Ming-chu, 685-591—corresponde exactamente al tiempo de Cromwell,
Wallenstein, Richelieu y la primera tiranía de los antiguos.

Entre 480 y 230 sitúan los historiadores chinos el «periodo de los Estados en lucha»,
período que desemboca en un siglo completo de guerras, con grandes ejércitos y tremendas
convulsiones sociales, y al fin termina con la fundación del Imperio chino por el Estado
Tsin, la Roma de esta cultura. Estos mismos acontecimientos los presenció Egipto entre
1780 y 1580 —en 1680 comienza la «época de los Hycsos»—, y otro tanto sucedió en la
antigüedad a partir de Queronea y en forma más terrible desde los Gracos hasta Actium
(133-31). Este mismo, en fin, es el sino del mundo europeo americano durante el siglo XIX
y XX.

El centro de gravedad trasladóse mientras tanto. Asi como el Ática pasó al Lacio, asi
también en China pasa del Hoan-gho- hacia el Ho-nan-fu- a Jantse— hoy provincia
Hupei—.

El Sikiang era entonces tan obscuro y remoto para los sabios chinos como el Elba para los
alejandrinos; y estos sabios no tenían la menor sospecha de que existiese la India.

Lo que en la otra parte del orbe representan los emperadores de la casa Julia-Claudia, eso
mismo representa aquí el poderoso Wang-cheng, que en las luchas decisivas asienta el
dominio absoluto de Tsin y en 221 adopta el título de Augusto —que tal es la exacta
significación de Chi—y el nombre cesáreo de Hoang-ti. Es asimismo el fundador de la «paz
china»; realiza en el agotado Imperio su gran reforma social y comienza, con inspiración
netamente romana, la construcción de la gran barrera, la famosa muralla, para la cual
conquista en 214 una parte de la Mongolia. (Entre los romanos empieza a formarse desde la
batalla de Varo la idea de una frontera fortificada contra los bárbaros; las fortificaciones se
estaban formando todavía en el siglo 1.) Es también el primero que somete las tribus
bárbaras al sur del Jangtse por medio de grandes expediciones militares y afirma la
seguridad del Imperio construyendo rutas militares, castillos y guarniciones. La historia de
su familia no es menos romana que la de sus hechos.

Sus descendientes acabaron muy pronto sumiéndose en las abominaciones neronianas, en


las que representaron un papel el canciller Lui-chi, primer marido de la emperatriz madre, y
el gran político Li-Sé, el Agrippa de su tiempo y fundador de la escritura unificada. Siguen
luego las dos dinastías Han —la occidental de 206 antes de Jesucristo a 23 de Jesucristo, y
la oriental de 25 a 220—bajo las cuales las fronteras del Imperio se extendieron
considerablemente, mientras que en la capital los ministros eunucos, los generales y los
soldados ponían y quitaban emperadores a su antojo. En algunos momentos, bajo los
emperadores Wu-ti( 140-86) y Ming-ti (58-76), los poderes chinoconfuciano, indo budista
y antiguo estoico se aproximan tanto al mar Caspio, que fácilmente hubieran podido entrar
en comunicación [13].
Dispuso el acaso que los terribles ataques de los Hunos fracasaran entonces contra la
muralla de China, defendida precisamente en esos momentos por emperadores fuertes y
enérgicos. La derrota decisiva de los Hunos tuvo lugar entre 124 y 119. Los Hunos fueron
vencidos por el Trajano chino Wu-ti que anexionó definitivamente la China del Sur para
abrirse camino hacia la India. Wu-ti construyó una carretera militar enorme, flanqueada de
fortificaciones, hacia el Tarim.

Los Hunos entonces se volvieron hacia el Occidente, y más tarde, precedidos de un


enjambre de tribus germánicas, aparecieron ante la fronteras del Imperio romano. Aquí
consiguieron su objeto. El Imperio romano sucumbió y la consecuencia fue que sólo
subsistan hoy el Imperio chino y el Imperio indio, como objeto predilecto de poderes varios
y cambiantes.

Hoy son sus dueños los «bárbaros occidentales de cabellos rojos» que, a los ojos de los
civilizadísimos bramanes y mandarines, no representan otro papel ni mejor función que los
mongoles y los mandchús, y que, como éstos, habrán de tener sus sucesores. En cambio,
sobre los territorios coloniales del destruido Imperio romano preparábase en el Noroeste la
precultura de Occidente. Entretanto, en Oriente habíase ya desarrollado el periodo primitivo
de la cultura árabe.

Esta cultura árabe es un descubrimiento [14].Su unidad fue vislumbrada por algunos árabes
posteriores; pero tan desconocida por los historiadores occidentales, que ni siquiera se
encuentra una buena denominación que la designe. Siguiendo el idioma dominante, podría
decirse que la precultura y el periodo primitivo son arameos y que el periodo posterior es
árabe. No existe un verdadero nombre. Aquí las culturas hallábanse muy próximas, y por
eso las civilizaciones han ido superponiéndose unas a otras. La época previa, la época de la
precultura árabe, que puede rastrearse entre los persas y los judíos hállase íntegramente en
los dominios del viejo mundo Babilónico; en cambio, el período primitivo, que procede de
occidente, vive bajo el encanto y la influencia de la civilización antigua, que acababa
entonces de madurar. La civilización egipcia y la india dejan sentir también sus efectos.
Pero más tarde el espíritu árabe, encubierto las más veces bajo el manto de la antigüedad
posterior, ha vertido sus encantos sobre la incipiente cultura occidental. La civilización
árabe influyó notablemente sobre el alma del pueblo en el sur de España, en la Provenza, en
Sicilia, y se superpuso a la civilización antigua, no extinguida todavía. La civilización árabe
fue el modelo en cuya contemplación se educó el espíritu gótico. El paisaje correspondiente
a esta cultura arábiga es grandemente extenso y quebrado. Situémonos en Palmira o
Ctésifon, y desde este punto contemplemos el teatro de los hechos. Al Norte, Osrhoene;
Edessa fue la Florencia del período primitivo del mundo árabe.

Al Oeste, Siria y Palestina, donde nacieron el Nuevo Testamento y la Mischna judaica, con
Alejandría como avanzada.

Al Este, el mazdeísmo sufrió una poderosa renovación, correspondiente a la venida del


Mesías en el judaísmo; pero, a juzgar por las ruinas de la literatura del Avesta, sólo
podemos decir de ella que efectivamente hubo de tener lugar. También aquí se produjeron
el Talmud y la religión de Mani. Al Sur, en la cuna futura del Islam, pudo desenvolverse un
periodo caballeresco, como en el imperio sassanida. Todavía hoy hay allí ruinas de
inexploradas fortalezas y castillos, de donde partieron las guerras decisivas entre el Estado
cristiano de Axum, en la costa africana, y el Estado judaico de los Himiaritas en la costa
árabe, guerras atizadas por los diplomáticos desde Roma y Persia. En el extremo norte está
Bizancio, con su extraña mezcla de formas civilizadas decadentes y formas caballerescas
primitivas, contusión que se manifiesta sobre todo en la historia del ejército bizantino. El
Islam fue quien, al fin y harto tarde, despertó la conciencia de la unidad de todo este
mundo. A ello se debe la evidencia de su victoria, que hizo que se le entregaran, casi sin
voluntad, cristianos, judíos y persas. Del Islam salió luego la civilización árabe, que se
hallaba en su máxima perfección espiritual, cuando los bárbaros de Occidente, en efímera
expedición, penetraron hasta

Jerusalem. ¿Qué impresión produciría este espectáculo en él ánimo de los árabes


distinguidos? ¿Acaso una impresión algo bolchevista? La política del mundo árabe
consideraba de arriba a abajo, con cierto desdén, los negocios del «Frankistán».

Cuando, durante la guerra de los treinta años—que vista desde aquí parecía transcurrir allá
en el «remoto Occidente»—, el embajador inglés en Constantinopla intentó soliviantar a la
Turquía contra la Casa de Habsburgo, seguramente pensaban los turcos que todos esos
pequeños Estados, allá en el horizonte del mundo árabe, no tenían importancia alguna para
los grandes problemas políticos que se agitaban en su mundo, desde Marruecos hasta la
India. Incluso cuando Napoleón desembarcó en Egipto debió haber amplios círculos
sociales que no sospecharon siquiera lo que el porvenir les preparaba.

Entretanto, en Méjico había nacido una cultura nueva, tan remota, tan alejada de todas las
demás, que no pudo haber noticia de ella en éstas, ni de éstas en ella. Tanto más admirable
resulta, pues, la semejanza de su evolución con la evolución de la cultura antigua. Se
llenarán de espanto los filógogos cuando ante estas Teokallis piensen en sus templos
dóricos.

Y, sin embargo, precisamente un rasgo antiguo, la falta de voluntad de potencia en la


técnica, es el que determinó aquí la índole del armamento y, por consiguiente, hizo posible
la catástrofe.

Porque esta cultura es el único ejemplo de una muerte violenta. No falleció por
decaimiento, no fue ni estorbada ni reprimida en su desarrollo. Murió asesinada, en la
plenitud de su evolución, destruida como una flor que un transeúnte decapita con su vara
(a). Todos aquellos Estados, entre los cuales había una gran potencia y varias ligas
políticas, cuya grandeza y recursos superaban con mucho los de los Estados grecorromanos
de la época de Aníbal; aquellos pueblos con su política elevada, su hacienda en buen orden
y su legislación altamente progresiva (b), con ideas administrativas y hábitos económicos
que los ministros de Carlos V no hubieran comprendido jamás, con ricas Literaturas en
varios idiomas, con una sociedad perespiritualizada y distinguida en las grandes ciudades,
tal que el Occidente de entonces no hubiera podido igualar (c), todo eso sucumbió y no por
resultas de una guerra desesperada, sino por obra de un puñado de bandidos que en pocos
años aniquilaron todo de tal suerte que los restos de la población muy pronto habían
perdido el recuerdo del pasado. De la gigantesca (d) ciudad de Tenochtitlán no quedó ni
una piedra. En las selvas antiquísimas de Yucatán yacen las grandes urbes del imperio
Maya, comidas por la flora exuberante. No sabemos ni el nombre de una sola. De la
literatura se han conservado tres libros, que nadie puede leer.

Lo más terrible de este espectáculo es que ni siquiera fue tal destrucción una necesidad para
la cultura de Occidente(e).

Realizáronla privadamente unos cuantos aventureros sin que nadie en Alemania, Inglaterra
y Francia sospechase lo que en América sucedía. Esta es la mejor prueba de que la historia
humana carece de sentido. Sólo en los ciclos vitales de las culturas particulares hay una
significación profunda. Pero las relaciones entre unas y otras no tienen significación; son
puramente accidentales. Y en el caso de esta cultura mejicana fue el azar tan cruelmente
trivial, tan ridículo, que no seria admisible ni en la más mezquina farsa. Un par de cañones
malos, unos centenares de arcabuces bastaron para dar remate a la tragedia.

Se hizo imposible para siempre un conocimiento cierto del mundo mejicano, aun en los
más generales rasgos de su historia. Sucesos del tamaño de las Cruzadas y de la Reforma
han caído en el olvido, sin dejar rastro. Hasta estos últimos años, la investigación no ha
logrado definir sino las grandes líneas de la evolución posterior. Basada en esos datos, la
morfología comparativa puede ampliar y ahondar el cuadro, trayendo a relación la historia
de las demás culturas [15]. Según ello las épocas de esta cultura caen unos doscientos años
después de la arábiga y unos setecientos antes de la occidental.

Sin duda existió una precultura que, como en Egipto y China, desenvolvió la escritura y el
calendario; pero es para nosotros enteramente desconocida. La cronología comenzaba por
una fecha inicial, muy anterior al nacimiento de Cristo; pero no puede precisarse su
relación con el principio de nuestra era.

De todas suertes, esto demuestra que el mejicano tenia un sentido histórico


extraordinariamente desarrollado.

La época primitiva de los Estados maya—«helénicos»—- está testimoniada por los pilares
en relieve, fechados, de las viejas ciudades de Copan [16]—al Sur—, Tikal y algo después
Chichen Itza—al Norte—, Naranjo, Seibal—entre 160 y 450—.

Al final de este periodo, Chichen Itza, con sus edificios, es durante siglos el modelo
preferido; hay que citar junto a ella el florecimiento suntuoso de Palenque y Piedras
Negras— al Oeste—- Esto correspondería al gótico posterior y al Renacimiento (450-600,
o en la cultura occidental 1250-1400 (?).

En el período posterior—nuestro barroco—aparece Champutun como centro de la


formación del estilo. Ahora comienza la evolución en los pueblos—«italianos»—de Nahua,
sobre la altiplanicie de Anahuac. Estos pueblos fueron puramente receptivos en lo que al
arte y al espíritu se refiere; pero muy superiores a los maya en instinto político—hacia 600-
960, que en la cultura antigua es 750-400 y en la occidental 1400- 1750(?)—. Principia
entonces el «helenismo» de los maya.
Hacia 960 es fundada Uxmal, que pronto llega a ser una urbe mundial de primer orden,
como Alejandría y Bagdad, fundadas también en los umbrales de la civilización. Hallamos
además una serie de brillantes ciudades como Labna, Mayapan, Chacmultun y de nuevo
Chichen Itza. Estas ciudades señalan a cúspide de una grandiosa arquitectura, que no crea
un estilo nuevo, pero que emplea los viejos motivos con un gusto selecto y en poderosas
masas. La política se halla dominada por la famosa Liga de Mayapan (960-1195), que
comprendía tres Estados directores y que mantuvo su posición algo artificial y
violentamente al parecer, a pesar de grandes guerras y repetidas revoluciones—en la cultura
antigua 350-150, en la occidental 1800-2000—.

El final de este período está caracterizado por una gran revolución, y en relación con ella
las potencias—«romanas»— Nahua entran de lleno en los asuntos de los Maya. Con ayuda
de éstos, provoca Hunac Ceel un trastorno general y destruye Mayapan—hacia 1190, que
en la cultura antigua corresponde a 150. Lo que sigue después es la historia típica de una
civilización ya madura. Los pueblos luchan por el predominio militar. Las grandes ciudades
Maya se sumergen en la ventura contemplativa de la Atenas romana y de Alejandría.
Entretanto, en el horizonte remoto del territorio Nahua, se desarrolla el último de esos
pueblos, los aztecas, con su temple bárbaro y su insaciable voluntad de poderío. En 1325
fundan Tenochtitlán -en la antigüedad corresponde a la época de Augusto—, que pronto se
encumbra a capital del mundo mejicano. Hacia 1400 comienza la expansión militar de gran
estilo. Los territorios conquistados quedan sujetos por colonias militares y una red de rutas
militares. Los Estados tributarios son reducidos a obediencia y separados unos de otros por
la superior diplomacia de los dominadores. La ciudad imperial de Tenochtitlán crece y se
hace gigantesca, con una población internacional entre la cual no faltaba ninguno de los
idiomas hablados en el Imperio. Las provincias Nahua estaban ya aseguradas en sentido
político y militar; rápidamente se dirige la expansión política hacia el Sur y se prepara a
poner mano sobre los Estados Maya. No es posible predecir el curso que hubieran seguido
las cosas en el siglo siguiente, cuando llegó el final.

La cultura occidental se encontraba entonces aproximadamente en el mismo periodo que


los Maya habían ya franqueado en el año 700. Hasta la época de Federico el Grande no se
hubiera podido comprender en Europa la política de la Liga de Mayapan. La organización
de los aztecas en 1500 es, para nosotros todavía un futuro remoto. Pero, en cambio, ya
entonces distinguía el hombre fáustico de cualquier otro tipo cultural por su insaciable afán
de lejanía que, en última instancia, es el que ocasiona la destrucción de la cultura mejicana
y peruana.

Ese afán sin ejemplo en la historia, se manifiesta en todas las esferas. Sin duda, el estilo
jónico era imitado en Cartago y Persépolis, el gusto helénico encontró admiradores en el
arte indio de Gándara, y las futuras investigaciones aquilatarán hasta qué punto la China ha
influido sobre la edificación de madera que se empleaba en el norte germánico. Sin duda,
también el estilo de la mezquita dominó en toda la comarca que va de la India superior
hasta la Rusia del Norte, el África occidental y España. Pero todo esto es nada en
comparación con la fuerza expansiva del alma occidental. Es claro que la historia misma
del estilo se desarrolla y perfecciona en el suelo de la madre patria; pero sus resultados
caminan por doquiera, sin conocer límites ningunos. En el suelo mismo donde estuvo
Tenochtitlán levantaron los españoles una catedral de estilo barroco, con obras maestras de
la pintura y la plástica españolas. Los portugueses trabajaron en la India; los arquitectos
italianos y franceses del barroco posterior llegaron al corazón de Rusia y de Polonia. El
rococó inglés y, sobre todo, el estilo imperio, tuvo una florescencia grande en las ciudades
de los plantadores norteamericanos, cuyos muebles y cuyas decoraciones, preciosísimas,
son en Alemania harto poco conocidas.

El clasicismo dio frutos en el Canadá y en el Cabo. Desde entonces, ya no conoce limites la


expansión occidental. En cualquier aspecto, la relación entre esta joven civilización y las
antiguas civilizaciones existentes aún consiste en verter sobre ellas por una espesa capa de
formas vitales europeo americanas, bajo la cual las formas viejas y propias van poco a poco
desapareciendo. (sobre este capítulo véase las notas (a), (b), (c), (d), (e) al final, N. del
corrector)

11

Esta imagen del mundo humano está destinada a deshacer el esquema: Edad antigua, Edad
media, Edad moderna, esquema que todavía perdura en los mejores espíritus. Y ante ella
resulta posible dar una contestación nueva—y a mi parecer definitiva - a la vieja pregunta:
¿Qué es historia? Ranke - en el prólogo a su Historia Universal—dice: «La historia
comienza allí donde los monumentos comienzan a ser inteligibles, allí donde se nos ofrecen
datos escritos dignos de confianza.» He aquí una respuesta de coleccionador y ordenador de
datos. Se advierte claramente que Ranke confunde lo que ha sucedido en general con lo que
ha sucedido dentro del campo visual de la investigación histórica de su tiempo. Mardonio
fue vencido en Platea. ¿Acaso deja de ser historia este hecho, si dos mil años más tarde
resulta desconocido para un sabio? ¿Es que la vida no es un hecho mas que cuando los
libros hablan de ella?

Eduardo Meyer—el historiador más considerable desde Ranke -dice [17]: «Histórico es
todo aquello que ejerce o ha ejercido influencia... La consideración histórica es la que
convierte un proceso aislado en un acontecimiento histórico, destacándolo sobre la masa
infinita de los demás procesos contemporáneos suyos». Esto está dicho enteramente en el
gusto y espíritu de Hegel. Primeramente: los hechos son los que importan y no nuestro
accidental conocimiento de ellos. Justamente la nueva imagen de la historia nos obliga a
admitir la existencia de hechos muy considerables, en grandes series, aunque no podamos
nunca conocerlos en el sentido científico de esta palabra. Debemos acostumbrarnos a contar
ampliamente con lo desconocido. Segundo; las verdades existen para el espíritu; los hechos
sólo existen con referencia a la vida. La consideración histórica o, según mi terminología,
el ritmo fisiognómico, es decisión de la sangre, conocimiento de los hombres extendido al
pasado y al futuro, percepción nativa de las personas y de las situaciones, estimación de lo
que fue acontecimiento, de lo que fue necesario, de lo que tiene que existir, y no una simple
crítica científica y acopio de datos. La experiencia científica para un verdadero historiador
es cosa adjetiva o secundaria- el historiador emplea los recursos de la intelección y de

Consciencia vigilante= ética


la comunicación para demostrar minuciosamente, una vez más, a la conciencia vigilante
aquello que en un momento de iluminación estaba ya demostrado a la existencia.

La energía de la existencia fáustica actual ha elaborado todo un círculo de experiencias


internas, que ningún otro hombre ni otro tiempo ha podido alcanzar nunca; de manera que
los más remotos acontecimientos van adquiriendo para nosotros cada día un sentido más
hondo y una relación más íntima con nuestro ser, sentido y relación que no podían existir
para los demás hombres, ni siquiera los que vivieron próximos a dichos acontecimientos.
Así resulta que para nosotros hay muchas cosas que se han tornado historia—es decir, vida
armónica con nuestra vida—y que no lo eran hace cien años. Para Tácito la revolución de
Ti. Graco—cuyas fechas «sabia» quizá el historiador romano—no tenía ya verdadera
importancia. Para nosotros la tiene notable. Para los adictos al Islam, la historia de los
monofisitas y sus relaciones con el círculo de Mahoma no significan nada. Nosotros, en
cambio, reconocemos en ella —bajo otras condiciones—la evolución del puritanismo
inglés.

Finalmente, para una civilización cuyo teatro es ya la tierra entera, todo acaba por ser
histórico. El esquema de la Antigüedad, la Edad media y la Edad moderna, tal como el
siglo XIX lo ha comprendido, contenía tan sólo una selección de relaciones palpables. Pero
la acción que ya hoy empiezan a ejercer sobre nosotros las historias primitivas de China y
de Méjico, es una acción de Índole más sutil y espiritual. En esas historias hallamos
experiencias de las últimas necesidades que residen en toda vida. El espectáculo de otros
ciclos vitales nos adoctrina sobre nosotros mismos, nos enseña lo que somos, lo que
tenemos que ser, lo que hemos de ser. Tal es la gran escuela de nuestro futuro. Nosotros,
que aún poseemos historia y hacemos historia, comprendemos lo que es la historia, cuando
llegamos a los extremos limites de la humanidad histórica.

Una batalla entre dos tribus del Sudán, o entre los queruscos y los catos, en tiempos de
César o, lo que en esencia es lo mismo, entre dos ejércitos de hormigas, constituye
simplemente un espectáculo de la naturaleza viviente. Pero una victoria de los queruscos
sobre los romanos en el año 9 ó de los aztecas sobre los tlaskalanos forma parte de la
historia. Aquí tiene importancia el «cuándo»; aquí cada decenio pesa, y aun cada año pesa.
Se trata del progreso de un gran ciclo vital, en donde cada resolución ocupa el rango de una
época. Hay aquí un fin hacia el cual va empujado el acontecer todo; hay aquí una existencia
que quiere cumplir su destino; hay aquí un ritmo, una duración orgánica, y no esa anárquica
fluctuación de escitas, galos, caribes, cuyos incidentes son tan anodinos como puedan serlo
los que acontecen en una colonia de castores o en una estepa llena de gacelas. Este último
acontecer es puramente zoológico, y tiene su lugar en un cuadro muy diferente. No se trata
en él del sino que sufren ciertos pueblos y ciertos rebaños, sino del que sufre el hombre, la
gacela o la hormiga como especie. El hombre primitivo no tiene historia mas que en sentido
biológico. Por descubrirla se afana la investigación prehistórica.

La creciente familiaridad con el fuego, con las herramientas de piedra, con los metales y
con las leyes mecánicas de la acción de las armas, caracteriza solamente la evolución del
tipo y de las posibilidades inclusas en él. En el marco de esta clase de historia resulta
indiferente el propósito que tuvieran las dos tribus al venir a las manos. La edad de piedra y
el barroco son dos estadios que señalan: la primera, un período de desarrollo en la
existencia de una especie, y el segundo, un período de desarrollo en la existencia de una
cultura. La especie y la cultura son, empero, dos organismos que pertenecen a esferas
completamente distintas. Formulo aquí mi protesta contra dos opiniones que continuamente
han menoscabado el pensar histórico: contra la opinión de que hay un fin de la humanidad
en conjunto y contra la negación de todos los fines en general.

La vida tiene un fin, que es el cumplimiento de lo que quedó establecido en el acto de la


generación. Pero el individuo humano pertenece por su nacimiento o bien a una de las
grandes culturas o solamente al tipo humano general. No hay para el hombre una tercera
unidad vital. Por eso el sino del hombre encaja o en la historia zoológica o en la «historia
universal».

El «hombre histórico»—tal como yo lo entiendo y como lo han entendido siempre los


grandes historiadores—es el hombre que pertenece a una cultura en trance de realización y
cumplimiento. El que vive antes, después o fuera de una cultura es hombre inhistórico [18].
Y entonces los destinos del pueblo a que pertenece son tan indiferentes como los destinos
de la tierra cuando no la consideramos en el cuadro de la geología, sino de la astronomía.

De aquí se sigue un hecho decisivo, que por primera vez ahora queda manifiesto: el hombre
no sólo es inhistórico en los tiempos que anteceden a una cultura, sino que se torna también
inhistórico tan pronto como una civilización, llegada a su plena y definitiva forma, pone fin
y remate a la evolución viva de una cultura, agotando las últimas posibilidades de una
existencia significativa. La civilización egipcia, desde Sethi 1 (1300) y las civilizaciones
china, india y árabe actuales nos ofrecen de nuevo el espectáculo de las fluctuaciones
zoológicas en la edad primitiva, aunque se encubran bajo las formas perespiritualizadas de
la religión, de la filosofía y, sobre todo, de la política. Que en Babilonia acampan las
salvajes hordas de soldados cosenos o se establecen los refinados persas; que unos u otros
permanecen allí más o menos tiempo y asientan su dominio con mayor o menor éxito, nada
de esto tiene importancia desde el punto de vista de Babilonia. Sin duda estos
acontecimientos no son indiferentes por lo que se refiere a la bienandanza de la población;
pero ninguno de ellos altera en lo más mínimo el hecho de que el alma de ese mundo
babilónico estaba ya extinguida. Por lo tanto, los acontecimientos carecían de todo sentido
profundo. Una nueva dinastía, nacional o extranjera, en Egipto; una revolución o una
conquista en China, un nuevo pueblo germánico en el imperio romano—estos son hechos
que pertenecen a la historia del paisaje, como, v. gr., un cambio en la fauna o el desfile de
una bandada de pájaros. Pero en la verdadera historia de la humanidad superior hay siempre
algo que constituye la base de todo problema animal de fuerza, y ese algo—aunque los
actores o comparsas de la historia no tengan la más mínima conciencia del simbolismo de
sus actos, de sus fines y destinos—es siempre la realización de cierto elemento anímico, la
traducción de una idea en forma histórica viviente. Y esto vale también para las luchas
entre dos grandes tendencias estilísticas del arte—gótico y Renacimiento—entre
filosofías—estoicos y epicúreos—, entre ideales políticos—la oligarquía y la tiranía—,
entre formas económicas—capitalismo y socialismo.

Ya no se trata de esto. Lo que resta es tan sólo la lucha por la mera potencia, por el
provecho animal en sí. Y si en los periodos anteriores la potencia aparentemente menos
ideal sirve todavía en alguna manera a la idea, en cambio en las civilizaciones postrimeras
hasta la más persuasiva apariencia de idea es una máscara que encubre puras cuestiones
zoológicas de fuerza.

La filosofía india anterior a Buda se diferencia de la posterior en que aquélla es el gran


movimiento hacia un fin del pensamiento indio, fin planteado en el alma india y propuesto
por el alma india; mientras que ésta es la continua remoción de un contenido intelectual que
no por eso cambia en lo más mínimo. Las soluciones están ya dadas y sólo varía el gusto
del aderezo. Otro tanto puede decirse de la pintura china anterior y posterior a la dinastía
Han—conozcámosla o no—y de la arquitectura egipcia anterior y posterior al comienzo del
Imperio nuevo. Y lo mismo sucede con la técnica. Los inventos occidentales, la máquina de
vapor, la electricidad, son recibidos hoy por los chinos del mismo modo—y con igual
veneración religiosa—que hace cuatro mil años el bronce y el arado y mucho antes aún el
fuego. Y unos y otros se distinguen perfectamente de los inventos que descubrieron los
chinos mismos en la época Chu, inventos que hicieron época para su historia interna [19].
Antes y después de la cultura, los siglos ya no desempeñan, ni mucho menos, el papel que
durante la cultura desempeñan los decenios y, muchas veces, incluso los años; porque las
edades de la biología recobran poco a poco su validez. Así adquieren esos estados
posteriores—tan evidentes para los que en ellos viven—ese carácter de duración solemne,
que los hombres verdaderamente cultos perciben con asombro, al compararlos con el ritmo
rápido de su propia evolución. Herodoto en Egipto y los europeos occidentales en China,
desde Marco Polo, percibieron con extrañeza esa duración y lentitud, que no es sino la falta
de historia.

La historia antigua ¿no llega a su término con la batalla de Actium y la pax romana? A
partir de entonces ya no se verifican esos grandes acontecimientos que compendian el
sentido interior de toda una cultura. Comienza el imperio del absurdo, de la zoología.
Resulta ya indiferente—para el mundo, no para los particulares que actúan—el que un
suceso se verifique de un modo o de otro. Todas las grandes cuestiones de la política hallan
la misma solución que encuentran en todas las civilizaciones; solución que consiste en que
nadie ya siente los problemas como tales problemas, en que nadie se plantea problemas. Y
muy pronto llega un momento en que nadie comprende los problemas que propiamente
fueron causa de las anteriores catástrofes. Cuando el hombre no siente su propia vida
tampoco siente la vida ajena. Cuando los egipcios posteriores hablan de la época de los
Hycsos o cuando los chinos posteriores hablan del periodo correspondiente de su historia,
«la época de los Estados de lucha», juzgan la imagen externa del pasado según su propia
vida, vida que desconoce todo enigma, todo problema. Ven allá simples luchas por el
predominio; no ven que esas guerras desesperadas exteriores e interiores, en las cuales se
pedía auxilio a los extranjeros contra los propios conciudadanos, fueron dirigidas por una
idea. Hoy comprendemos bien lo que significaban aquellas terribles excitaciones y
explosiones que acompañaron a los asesinatos de Tiberio Graco y de Clodio. En 1700 no
podíamos aún comprenderlo. En 2200 no podremos ya comprenderlo tampoco. Lo mismo
ocurre con aquel Chian, fenómeno de tipo napoleónico, para el cual los historiadores
egipcios posteriores no encontraron otro calificativo que el de «rey hycso». Si los germanos
no hubieran invadido el Imperio, la historiografía romana, un siglo después, hubiera quizá
hecho de Graco, Mario, Sylla y Cicerón una dinastía, derribada luego por César.
Compárese la muerte de Tiberio Graco con la de Nerón, cuando llegó a Roma la noticia del
levantamiento de Galba, o la victoria de Sylla sobre los Marianos, con la de Séptimo
Severo sobre Pescennio Niger. Si en los casos de Nerón y de Severo hubiese sucedido lo
contrario de lo que sucedió, ¿hubiera variado en algo el curso de la época imperial? Van
demasiado lejos Mommsen y Eduardo Meyer [20] cuando establecen una diferencia
cuidadosa entre la «monarquía» de César y el «principado» de Pompeyo o Augusto. Estas
son ya para nosotros fórmulas de Derecho político que carecen de todo contenido; hace
cincuenta años hubieran significado aún la oposición entre dos ideas. Cuando en el año 68
Vindex y Galba quisieron restaurar «la República», manejaron un concepto en una época en
que ya no existían conceptos de verdadero y auténtico simbolismo. Lo único que entonces
importaba era saber en qué manos vendría a parar el poder. Las luchas por la obtención del
título de César fueron cada vez más tomando el aspecto de peleas entre tribus negras; y
hubieran podido proseguir durante siglos y siglos, en formas cada día más primitivas y, por
tanto, más «eternas».

Estos pueblos ya no tienen alma. No pueden, por lo tanto, tener historia. A lo sumo
consiguen conservar la significación de un objeto, en la historia de una cultura extraña, y
esta vida ajena es la que, exclusivamente, define por si el sentido de esa relación. Sobre el
solar de las civilizaciones viejas ya no representa papel histórico el curso de los
acontecimientos provocados por sus habitantes, sino el de los acontecimientos verificados
por otros hombres de otro paraje. Pero en este punto el complejo de la «historia universal»
reaparece escindido en sus dos elementos: los ciclos vitales de las grandes culturas y las
relaciones entre ellos.

LAS RELACIONES ENTRE LAS CULTURAS

12

Las culturas son lo primero; luego vienen las relaciones.

El pensamiento histórico moderno juzga, empero, lo contrario.

Y por eso, cuanto más desconoce los verdaderos ciclos vitales de que se compone la
aparente unidad del suceder universal, tanto más celo pone en inquirir la vida escudriñando
la red de las relaciones. Pero por lo mismo que busca en primer término las relaciones,
resulta que no alcanza a comprenderlas.
¡Cuánta riqueza atesora la psicología de esas atracciones, repulsiones, preferencias,
transformaciones, seducciones, ingerencias y entregas, que tienen lugar no sólo entre
culturas que se tocan, se admiran o se combaten, sino también a veces entre una cultura
viva y el mundo de formas de una cultura muerta, cuyos restos permanecen aún visibles en
el paisaje!

Y, en cambio, ¡qué estrechez, qué pobreza revelan las representaciones encerradas por los
historiadores en las palabras influencia, prosecución, actuación!

Todo esto es muy siglo XIX. Por doquiera cadenas de causas y efectos. Todo «se sigue de».
Nada es originario, primigenio. Cuando los elementos formales que pertenecen a la costra
superficial de las culturas viejas son de nuevo descubiertos en otras culturas más jóvenes,
dice el historiador que esos elementos «han seguido actuando». Y cuando un historiador
logra reunir una seria de prosecuciones semejantes, descansa, satisfecho de haber realizado
una obra valiosa.

El fundamento sobre que se basa esta manera de ver es aquella imagen de la historia
humana, como unidad significativa, que bosquejaron antaño los grandes góticos. Sobre la
faz de la Tierra veíanse pasar los hombres y los pueblos y permanecer las ideas. La
impresión de esa imagen fue poderosa y todavía no se ha borrado. Significó al principio el
plan trazado por Dios al género humano. Más tarde las cosas pudieron seguir
contemplándose de idéntica manera, merced a la permanencia del esquema: Antigüedad,
Edad media, Edad moderna; y la atención se fijó no en lo que realmente variaba, sino en lo
que aparentemente se conservaba inmutable. Pero ya nuestra visión es otra, más fría, más
lejana. Nuestro saber ha franqueado los límites del esquema rectilíneo; y quien siga hoy
viendo la historia por el ángulo de dicho esquema, está situado en el lado falso. No es el
elemento creado el que «actúa», sino el elemento creador el que «recoge». Se confunde la
existencia con la vigilia, se confunde la vida con los medios por los cuales la vida se
expresa y manifiesta. El pensamiento teórico—que es mera vigilia —encuentra por
doquiera unidades teóricas en movimiento- Esta manera de pensar es típicamente fáustica,
dinámica. En ninguna otra cultura se han representado los hombres así la historia. Un
griego, con su intelección

somática del mundo, no hubiera perseguido nunca en sus «efectos» esas meras unidades de
expresión que llamamos «el drama ático» o «el arte egipcio».

Se empieza por designar con un nombre un sistema de formas expresivas. Asi queda
destacado un complejo de relaciones. En seguida se piensa bajo ese nombre un ente y bajo
la relación una acción. El que habla hoy de la filosofía griega, del budismo, de la
escolástica, entiende por tal una cosa viva, una unidad de fuerza que crece, se hace
poderosa, toma posesión del hombre, se impone a la conciencia y hasta a la existencia del
hombre y le obliga al fin a seguir actuando en la dirección vital de su propio ser. Esta es
una mitología perfecta.

Y lo característico es que sólo los hombres del Occidente—cuyo mito conoce otros
demonios de la misma especie, como «la» electricidad, «la» energía de posición—viven en
esa imagen y con esa imagen.
En realidad, esos sistemas existen sólo en la conciencia del hombre despierto; y viven en
ella como modos de la actividad.

La religión, la ciencia, el arte, son actividades de la conciencia vigilante, sobre la base de


una existencia. Creer, meditar, producir, toda actividad visible exigida por esas otras
invisibles: el sacrificio, la oración, el experimento físico, la labor de escultura, la
condensación de una experiencia en palabras comunicables, son actividades de la
conciencia despierta, y nada más. Los otros hombres ven en ellas lo visible y oyen sólo las
palabras. Al ver y al oír, los hombres viven en sí mismos algo cuya relación con lo vivido
por el creador no pueden explicarse.

Vemos una forma, pero no sabemos qué sea lo que en el alma del otro la ha producido.
Podemos tan sólo tener una creencia acerca de ello, y formamos tal creencia proyectando
nuestra alma en la cosa. Por muy claras que sean las palabras con que una religión se
anuncia, siempre son palabras, y el que las oye

les inyecta su propio sentir. Por muy expresivo que sea un artista en sus sonidos y sus
colores, el espectador se oye y se ve a si mismo en ellos. Y si no, es que la obra, para él,
carece de significación. La facultad—rarísima y muy moderna—de algunos hombres
dotados de extremada sensibilidad histórica, que pueden «sumirse en el otro», está fuera de
cuestión aquí. Un germano, convertido por Bonifacio, no se identifica con el espíritu del
misionero. Aquel estremecimiento primaveral que cundió entonces por el mundo Joven del
Norte no significaba otra cosa sino que cada cual encontró de pronto en la conversión el
idioma adecuado de su propia religiosidad. Los ojos del niño centellean cuando alguien
dice el nombre del objeto que el niño tiene en las manos. Lo mismo sucedió aquí.

No transmigran, pues, las unidades microcósmicas, sino que las unidades cósmicas las
eligen y se las apropian. Si fuera de otro modo, si esos sistemas fueran verdaderos entes
capaces de ejercer una actividad—pues el «influjo» es una actividad orgánica—, el cuadro
de la historia sería perfectamente distinto. Convendría considerar atentamente que todo
hombre vivo y toda cultura viva están continuamente rodeados de innumerables influencias
posibles. Muy pocas de ellas son aceptadas como tales influencias; la mayor parte se
quedan en mera potencia. Ahora bien: ¿quién verifica la selección? ¿Las obras o los
hombres?

El historiador, afanoso de series mecánicas, no cuenta mas que los influjos efectivos. Falta
empero la otra cuenta. A la psicología de las influencias positivas debiera corresponder la
de las «negativas». Este seria precisamente un problema fecundísimo que decidiría toda la
cuestión. Pero nadie se ha atrevido aún a plantearlo. Y si lo soslayamos, entonces resulta la
imagen radicalmente falsa de un acontecer progresivo de la historia universal, en que nada
se pierde. Dos culturas pueden tocarse de hombre a hombre, o el hombre de una cultura
contemplar el mundo de formas muertas de otra, en sus rectos comunicables. En todo caso,
el activo es el hombre solo. El acto ya producido del uno no puede ser vivificado por el
otro, sino infundiéndole éste su propia existencia. De esta suerte conviértese en su
propiedad interior, en su obra, en una parte de sí mismo. «El budismo» no se traslado de
India a China, sino que, del tesoro de representaciones acumulado por los budistas indios,
una parte fue

recogida por los chinos de cierta orientación sentimental, y luego transformada en una
nueva especie de expresión religiosa, que sólo para los budistas chinos significaba algo. No
se trata nunca del sentido que primariamente tuviera tal o cual forma; se trata de la forma
misma, en que la sensibilidad activa y la inteligencia del contemplador descubren la
posibilidad de verter una creación propia. Las significaciones no pueden emigrar. Nada
mitiga la profunda soledad que separa la existencia de dos hombres de diferente tipo. Es
posible que los indios y los chinos se sintiesen entonces budistas en común; no por eso sus
almas se hallaban más próximas. Con las mismas palabras, con idénticos usos, con iguales
signos, dos almas diferentes seguían sus propios caminos.

Investigando todas las culturas se echa de ver por doquiera no esa aparente continuidad de
la creación anterior en las posteriores, sino que siempre el ente más joven fue el que
estableció con el ente más viejo un pequeñísimo número de relaciones, sin tener en cuenta
la significación primaria de los elementos que se apropiaba. ¿Qué es eso de las «eternas
conquistas» en el campo de la filosofía y de la ciencia? Una y otra vez oímos hablar de lo
mucho que sigue viviendo todavía entre nosotros la filosofía griega. Pero esta afirmación
carece de valor, mientras no se haga el inventario exacto de todo lo que el hombre mágico
primero y el hombre fáustico después, con la profunda sapiencia de inflexibles instintos,
han rechazado, o no han percibido, o, conservando las mismas fórmulas, han interpretado
de distinto modo. La ingenua creencia del entusiasmo científico se engaña en esto mucho.
La lista sería muy larga y la otra lista quedaría reducida casi a cero. Solemos esquivar,
calificándolas de errores inesenciales, cosas como la teoría de las figurillas de Demócrito,
el mundo—muy corpóreo—de las ideas platónicas, las cincuenta y dos esferas del mundo
de Aristóteles. Pero esto es querer conocer la opinión de los muertos mejor que ellos
mismos. Esas representaciones son verdades esenciales—aunque no lo sean para
nosotros—.

De la filosofía griega lo que poseemos realmente—aun sólo de lo externo—es poco más


que nada. Seamos leales y aceptemos a los pensadores antiguos en sus propios términos; no
hay una sola frase de Heráclito, de Demócrito, de Platón, que sea para nosotros verdadera,
si nos abstenemos de aderezarla a nuestro modo. ¿Qué hemos acogido nosotros de los
métodos, del concepto, del propósito y de los recursos de la ciencia griega? Y no hablemos
de los términos fundamentales, que son para nosotros absolutamente incomprensibles. El
Renacimiento, ¿ha sentido «la influencia» del arte antiguo? Pues ¿qué sucede con la forma
del templo dórico, con la columna jónica, con la relación de la columna y el entablamento,
con la selección de los colores, con el fondo y perspectiva de las pinturas, los principios de
la agrupación de las figuras, con las figuras de los vasos, con el mosaico, con la tectónica
de la estatua, con las proporciones de Lisipo? ¿Por qué nada de esto ejerció influencia?

Porque de antemano estaba ya decidido lo que se quería expresar. Por lo tanto, en el


surtido de formas muertas que se ofrecían a la vista percibíase realmente solo aquello—
poco— que se deseaba; y se percibía tal y como se deseaba, esto es, en la dirección del
propio fin y no en el sentido de su creador, sentido que ningún arte vivo se ha preocupado
nunca de desentrañar. Cuando se persigue la «influencia» de la plástica egipcia sobre la
griega, rasgo por rasgo, se advierte pronto que no existe en realidad tal influencia, sino que
la voluntad griega de forma tomó de aquellas viejas artes algunos caracteres que, de no
haberlos encontrado allí, hubiera descubierto ella misma de una manera o de otra.
Alrededor del territorio «antiguo» habían trabajado los egipcios, los cretenses, los
babilónicos, los asirios, los hetitas, los persas, los fenicios; y en Grecia sus obras eran
conocidas en gran número: edificios, ornamentos, artes, cultos, formas políticas, escrituras,
ciencias. ¿Qué tomó de todo esto el alma antigua como medio para su propia expresión?
Repito: las únicas relaciones percibidas por el historiador son las que en efecto fueron
aceptadas. Pero ¿y las que no lo fueron? ¿Por qué los antiguos no admitieron, por ejemplo,
las pirámides egipcias, los pílonos, los obeliscos, los jeroglíficos y la escritura cuneiforme?
Piénsese en la cantidad de cosas que el arte gótico, el pensamiento gótico no tomó en
Bizancio, en el Oriente moro, en España, en Sicilia.

Nunca se valorará demasiado alta la sabiduría inconsciente de la selección y de la decidida


transformación. Toda relación admitida constituye no sólo una excepción, sino también un
error de interpretación; y en ninguna parte acaso se revela mas claramente el vigor interno
de una existencia que en ese arte de las equivocaciones metódicas. Cuanto más alto se
encomian los principios de un pensar ajeno, más radicalmente se altera de seguro su
sentido. ¡Sígase la historia de los elogios a Platón en Occidente, desde Bernardo de
Chartres y Marsilio Ficino hasta Goethe y Schelling!. Una religión ajena que es aceptada
humildemente ha adoptado de seguro a la perfección la forma del alma nueva que tan bien
la acoge. Debería escribirse la historia de los «tres Aristóteles»; el griego, el árabe y el
gótico, que no tienen ni un concepto, ni un pensamiento común. O la historia de la
transformación del cristianismo mágico en cristianismo fáustico. Hemos oído, hemos
aprendido que esta religión se ha propagado inmutable en su esencia desde la Iglesia
antigua y ha echado sus raíces en el mundo occidental. En realidad, el hombre mágico
extrajo de las profundidades de su alma dualista un idioma en que expresó su conciencia
religiosa. A ese idioma religioso hemos dado el nombre de «el» cristianismo. La parte
comunicable de esa experiencia íntima, las palabras, las fórmulas, los usos, fueron
aceptados por el hombre de la civilización antigua posterior como un medio para dar salida
a sus necesidades religiosas.

De hombre a hombre, llegó este idioma de formas hasta los germanos de la precultura
occidental, conservándose inalterado en su vocabulario, pero transformándose
continuamente en las significaciones. Nunca se hubiera atrevido nadie a perfeccionar la
significación primaria de las palabras santas. Pero nadie conocía esa primaria significación.
Quien lo dude, considere «la» idea de la gracia, que en San Agustín se refiere en sentido
dualista, a una substancia residente en el hombre, mientras que en Calvino se refiere, en
sentido dinámico, a la voluntad humana. O también la representación mágica del
«consensus» [21], casi ininteligible, que presupone en cada hombre un pneuma como
emanación del pneuma divino, y, por consiguiente, encuentra la verdad divina inmediata en
la opinión coincidente de los llamados. Sobre esa certidumbre se funda la dignidad de los
acuerdos en los concilios cristianos primitivos, como igualmente el método científico
todavía predominante en el mundo del Islam. El hombre occidental, no comprendiendo esa
idea, consideró los concilios de la época gótica posterior como una especie de parlamento,
destinado a refrenar la libertad espiritual de movimientos de que gozaba el papado. Así era
entendida la idea conciliar todavía en el siglo XV—recuérdese Constancia, Basilea,
Savonarola y Lutero—, y hubo al fin de desaparecer como frívola y absurda ante la
concepción de la infalibilidad pontificia. Lo mismo sucede con el pensamiento de la
resurrección de la carne, tan extendido en la cultura arábiga primitiva; este pensamiento
presupone igualmente la representación del pneuma divino y del pneuma humano. El
hombre antiguo pensaba que el alma como forma y sentido del cuerpo, nace con éste, en
alguna manera. La filosofía griega apenas habla de esto. Tal silencio puede obedecer a dos
motivos: o no se conoce dicho pensamiento, o aparece tan evidente que no se presenta ante
la conciencia en forma de problema. Esto último es lo que sucede aquí. Pero, para el
hombre árabe, es igualmente evidente que su pneuma, emanación de la divinidad, elige
domicilio en su cuerpo. De donde se infiere que algo deberá existir cuando, en el día del
Juicio, el espíritu humano tenga que resucitar; y esta es la resurrección ¤k nekrÇn, de los
cadáveres. Mas esta concepción es ininteligible, en su profundidad, para el sentimiento
cósmico de los occidentales. Nunca se puso en duda el tenor literal de la doctrina sagrada;
pero inconscientemente los católicos de alto vuelo intelectual, y notoriamente Lutero,
inyectaron en ella otro sentido que se caracteriza hoy con la palabra inmortalidad, es decir,
perduración del alma, como puro centro de fuerza, para toda la infinidad. Si San Pablo o
San Agustín pudieran conocer y comprender nuestras representaciones del Cristianismo,
rechazarían todos los libros, todos los dogmas, todos los conceptos, por totalmente erróneos
y heréticos.

Como ejemplo máximo de un sistema que en apariencia se ha transmitido inalterado en sus


rasgos fundamentales a través de dos mil años, pero que en realidad ha sufrido tres
transformaciones completas en tres culturas diferentes y cada vez con un sentido nuevo,
seguiré aquí la historia del derecho romano.

13

El derecho antiguo es un derecho creado por los ciudadanos para los ciudadanos.
Presupone como evidente forma política la Polis. Esta forma fundamental de la existencia
pública tiene por consecuencia—evidente también—el concepto de persona en el sentido
del hombre, que en su totalidad se identifica con el cuerpo (sÇma) [22] del Estado. Sobre
este hecho formal del sentimiento cósmico antiguo se desarrolla el derecho antiguo.

La persona es, pues, un concepto típico de la antigüedad, un concepto que sólo en la


cultura antigua tiene sentido y validez.

La persona singular es un cuerpo (sÇma) que pertenece al contenido de la Polis. El derecho


de la Polis se refiere a él sólo. Ese derecho se convierte, hacia abajo, en el derecho de las
cosas—el limite está formado por la relación jurídica del esclavo, que es cuerpo, pero no
persona—, y hacia arriba, en el derecho de los dioses—el límite está formado por el héroe
que, habiéndose tornado de hombre en deidad, posee la pretensión de derecho a un culto,
como en las ciudades griegas Lisandro y Alejandro y más tarde en Roma los emperadores
ascendidos a divi El pensamiento jurídico de los antiguos, desarrollándose en esa dirección
con creciente rigor, explica algunos conceptos, como la capitis diminutio media, que le
resultan muy extraños al hombre occidental. En efecto, nosotros podemos imaginar que una
persona, en nuestro sentido, sea privada de algunos o de todos los derechos; pero el hombre
antiguo, cuando sufre aquella pena, cesa de ser persona, aunque sigue viviendo la vida del
cuerpo. Por oposición a este concepto de la persona, es como hay que concebir el concepto
antiguo de la cosa, res, el objeto de la persona.

La religión antigua es en todo y por todo una religión de Estado. Por eso en la producción
del derecho no hay diferencia alguna: el derecho de las cosas y el derecho divino son por
igual creaciones de los ciudadanos. Las cosas y los dioses se hallan en una relación jurídica
exactamente regulada con las personas. Ahora bien, para el derecho antiguo tiene
importancia decisiva el comprender que el derecho es producido por la experiencia pública
inmediata, no por la experiencia profesional del Juez, sino por la experiencia general
práctica del varón, que en la vida politicoeconómica ocupaba una posición preeminente. El
que en Roma ingresaba en la carrera pública llegaba a ser, por necesidad, jurista, general de
ejército, jefe administrativo, empleado de hacienda. Definía el derecho como pretor,
después de haberse asimilado una dilatada experiencia en otras esferas. La antigüedad
desconoce por completo el juez profesional, educado especialmente, instruido directamente
para esta única actividad. Este profesionalismo es el que ha determinado el espíritu de toda
la posterior ciencia del derecho.

Pero los romanos no eran ni sistemáticos, ni historiadores, ni teóricos del derecho, sino
exclusivamente prácticos, unos excelentes prácticos. Su jurisprudencia es una ciencia
empírica de casos particulares, una técnica perespiritualizada, no un edificio de
abstracciones [23].

Cuando se contraponen el derecho romano y el derecho griego como dos cantidades del
mismo orden, se comete un error que falsea el cuadro de la cultura antigua. El derecho
romano, en todo el curso de su evolución, es el derecho particular de una ciudad entre otras
cien. Y en cuanto al derecho griego, no ha existido nunca como unidad. Que las ciudades
de lengua griega hayan elaborado a veces derechos muy semejantes es cosa que no altera en
lo más mínimo el hecho de que cada ciudad tenía su derecho propio. Nunca surgió la idea
de una legislación general dórica, y menos de una legislación helénica. Semejantes
representaciones son extrañas al pensamiento antiguo. El jus civile de los romanos valía
sólo para los quintes.

Los extranjeros, los esclavos, el mundo entero allende la ciudad no era tenido en cuenta; en
cambio, el código sajón siente ya hondamente la idea de que, en puridad, no hay mas que
un derecho. Hasta la época posterior del Imperio se mantuvo en Roma la rigurosa distinción
entre el jus civile para los ciudadanos y el jus gentium—que es algo enteramente distinto de
nuestro derecho de gentes—para «los demás», para los que vivían en la esfera de los
dominios romanos como objetos de la declaración del derecho. Roma consiguió, como
ciudad particular, el imperio del orbe antiguo—en otra evolución de las cosas, ese imperio
hubiera podido recaer igualmente en Alejandría—; por esta razón el derecho romano
obtuvo la preeminencia. Pero tal preeminencia débela el derecho romano no a su interior
superioridad, sino en primer término a los éxitos políticos, y luego a la posesión
incontestada de una experiencia práctica de gran estilo. La formación de un derecho antiguo
general de estilo helénico—si es lícito dar este nombre a cierta afinidad espiritual entre
muchos derechos particulares— sucede en una época en que Roma era aún una potencia
política de tercer orden. Y cuando el derecho romano comenzó a adoptar formas
grandiosas, ya el espíritu romano había sojuzgado al helenismo. Llegado el momento en
que fue posible constituir el derecho de la antigüedad posterior, el helenismo traspasó a
Roma esta tarea, porque la muchedumbre de las pequeñas Ciudades-Estados sentía muy
bien que ya ninguna tenia fuerza verdadera, y Roma, en cambio, era la única cuya actividad
toda consistía en último término en el ejercicio de la prepotencia. Por eso no se ha
constituido una ciencia del derecho en lengua griega. Cuando la antigüedad alcanzó en su
desarrollo la madurez necesaria para esa ciencia, la última de todas, ya no había en el orbe
antiguo mas que una ciudad capaz de imponer su derecho.

No se advierte, pues, suficientemente que en la relación entre el derecho griego y el


derecho romano no hay contigüidad sino sucesión. El derecho romano es el más joven;
presupone los otros, con sus dilatadas experiencias [24] y fue edificado después, y muy de
prisa, bajo la impresión paradigmática de los derechos anteriores. Es importante observar
que el apogeo de la filosofía estoica—que tanto ha influido en el pensamiento jurídico—
sigue al apogeo del derecho griego, pero precede al romano.

14

El derecho romano fue elaborado en la mentalidad de unos hombres que carecían del
sentido histórico. Por eso el derecho antiguo es un derecho del día y aun del momento. Es
creado, en su idea, para cada caso y en cada caso particular. Resuelto éste, cesa de ser
derecho. Concederle validez para casos ulteriores, hubiera sido contradictorio con el
sentido antiguo del puro presente.

El pretor romano, al comenzar su año de magistratura, publica un edicto en donde


comunica las normas de derecho a que piensa ajustarse. Pero su sucesor no está en modo
alguno obligado por ellas. Y aun esta limitación a un año del derecho vigente no
corresponde a su duración efectiva. El pretor, en cada caso particular, entrega a los jurados
la fórmula concreta de la norma jurídica -expresamente desde la lex Aebutia— según la cual
esta sentencia y sólo ésta ha de ser pronunciada.

Asi crea un derecho sin duración, un «derecho presente», en el sentido estricto de la palabra
[25].

En el derecho inglés existe un rasgo, al parecer semejante, pero de sentido harto diferente y,
por lo mismo, muy propio para patentizar el profundo abismo que separa el derecho antiguo
del derecho occidental. Se trata de un rasgo genial, netamente germánico: la facultad que
tiene el juez de crear el derecho. El juez debe aplicar un derecho que, idealmente, posee una
validez eterna. Por medio de sus «rules» o preceptos de ejecución (que no tienen nada de
común con la citada fórmula escrita del pretor), puede el juez inglés regular a su arbitrio la
aplicación de las leyes vigentes en el procedimiento, en cuya ordenación se manifiesta el
fin propio de tales leyes. Pero si llega a la conclusión de que en algún caso particular hay
materias de hecho para las cuales el derecho vigente no tiene solución, puede llenar ese
vacío inmediatamente, esto es, crear un derecho nuevo en mitad del proceso. Este nuevo
derecho adquiere para en adelante consistencia permanente—suponiendo que sea aprobado
en forma por la corporación de los jueces—.

Pero esto justamente es lo más contrario posible al espíritu del derecho antiguo. Siendo el
curso de la vida pública dentro de una época, en lo esencial invariable, y repitiéndose
iguales una y otra vez las situaciones jurídicas más importantes, fórmase poco a poco un
cuerpo de preceptos que empíricamente—y no porque se les haya conferido poder para el
futuro—son aplicados de nuevo, y en cierto modo creados nuevamente cada vez.

La suma de tales preceptos, no un sistema, sino una colección, forma ahora «el derecho»,
tal como aparece en la posterior legislación edictal de los pretores, legislación cuyos
elementos esenciales cada pretor, por razones de acomodamiento, tomó de sus antecesores.

En el pensar jurídico de los antiguos la palabra experiencia significa, pues, algo distinto que
entre nosotros. No es el dominio de una masa compacta de leyes que prevén todos los casos
posibles, no es el ejercicio continuado de la aplicación de las leyes; es el conocimiento de
que ciertas situaciones jurídicas se repiten una y otra vez, de suerte que no es necesario
volver a formar el derecho de nuevo cada vez para ellas.

La forma típicamente antigua, en que fue juntándose poco a poco la materia jurídica, es,
pues, una adición casi espontánea de nomoi, leges, edicta particulares, como en la época del
derecho pretorio en Roma. Esas que llamamos legislaciones de Solón, de Carondas, de las
XII tablas, no son mas que colecciones ocasionales de semejantes edictos, que habían
patentizado su aplicabilidad. El derecho de Gortyn, próximamente contemporáneo de las
XII, representa un grupo de novelas que se añade a una colección más antigua. Las
ciudades recién fundadas se apropiaban en seguida una de esas colecciones, en las que sin
duda se deslizaba no poco dilettantismo. Asi, Aristófanes en las Aves se burla de los
fabricantes de leyes. De sistema, ni una palabra. Menos aún se le ocurrió a nadie la idea de
fijar el derecho para largo tiempo.

En Occidente, por el contrario, se manifiesta la tendencia a reducir desde luego todo el


material jurídico viviente a una obra de conjunto exhaustiva y sistematizada para siempre, a
una obra definitiva en donde cada caso pensable del futuro queda decidido de antemano. El
derecho occidental se orienta hacia el futuro. El derecho antiguo es forjado para el presente.

15
A esto que llevamos dicho parece oponerse el hecho de que en realidad existieron obras
antiguas de derecho compuestas por profesionales y destinadas a una aplicación perdurable.
Es cierto que del derecho antiguo primitivo (1100-700) no sabemos nada, y es seguro que
los derechos consuetudinarios de los labradores y los habitantes de las ciudades primitivas
no fueron consagrados por escrito, lo que contrasta con las tempranas legislaciones de la
época gótica y prearábiga -Código sajón, Código sirio—. Los monumentos más antiguos
que conocemos son las colecciones que desde el año 700 se atribuyen a personalidades
míticas o semimíticas. Licurgo, Zaleuco, Carondas, Dracon [26] y algunos reyes de Roma
[27].

La forma de la leyenda prueba que tales colecciones existían; pero ni su verdadero autor, ni
los antecedentes reales de la codificación, ni el verdadero contenido eran ya conocidos por
los griegos de las guerras médicas.

Una segunda capa, que corresponde al Código de Justiniano y a la recepción en Alemania


del derecho romano, va unida a los nombres de Solón (600), de Pittacos (550) y otros.

Trátase ya de derechos plenamente formados, con espíritu ciudadano. Llevaban los


nombres de politeia, nomos, frente a las viejas denominaciones de thesmoi o rhetrai [28].
Asi, pues, en realidad, no conocemos mas que la historia del derecho antiguo posterior. ¿A
qué obedecen estas repentinas codificaciones? Una mirada lanzada sobre esos nombres nos
enseña que en tales procesos no se trata, en último término, de un derecho que precisa
establecer como resultado de experiencias puras, sino de decidir cuestiones políticas de
fuerza.

Gran error es el creer que pueda existir un derecho en general, flotando, por decirlo asi,
sobre las cosas, independiente de los intereses político económicos. Cabe representarse un
derecho semejante; y los hombres que toman por actividad política la que consiste en
imaginar posibilidades políticas, se han representado asi siempre el derecho. Pero esto no
altera en nada la realidad; y la realidad es que un derecho semejante, un derecho de origen
abstracto, no se presenta nunca en la realidad histórica. Todo derecho encierra en forma
reducida la imagen de su creador, y toda imagen histórica contiene una tendencia
politicoeconómica, que no depende de tales o cuales ideas teóricas, sino de la voluntad
práctica de la clase que tiene en sus manos el poder efectivo y, por lo tanto, que crea el
derecho. Todo derecho ha sido creado siempre por una sola clase social en nombre de la
generalidad. Anatole France ha dicho una vez que nuestro derecho, con igualitarismo
mayestático, prohíbe a los ricos como a los pobres robar pan y mendigar en la calle. No
cabe duda que esta justicia es la justicia de una sola parte. Las «otras partes», empero,
intentarán siempre imponer un derecho que, desde su perspectiva vital, les aparece como el
único justo. Todas esas legislaciones son, pues, actos políticos; más aún, actos de partido.
Unas, como la legislación democrática de Solón, contienen una constitución— politeia—
unida a un derecho privado— nomoi— de idéntico espíritu.

Otras, como la legislación oligárquica de Dracon y los decemviros [29], presuponen una
politeia que el derecho privado tiende a robustecer. Pero los historiadores occidentales,
habituados al derecho perdurable, han menoscabado esa relación. El hombre antiguo sabía
muy bien lo que en todo esto había. La creación de los decemviros fue en Roma el último
derecho imbuido de puro espíritu patricio. Tácito lo califica de fin del derecho justo— finis
aequi juris, Ann. III, 27—. Pues así como, después de la caída de los decemviros, aparecen
con claro simbolismo los diez tribunos, asi también contra el jus de las XII tablas y la
constitución que éste supone, dirígese la labor lenta, subterránea, de la lex rogata, del
derecho popular, que con tenacidad romana tiende a realizar lo que Solón había realizado
en un solo acto, aboliendo la obra de Dracon: la politeÝa p?triow, el ideal jurídico de la
oligarquía ateniense. En Atenas, desde este momento los nombres de Dracon y Solón
fueron los gritos de guerra típicos en la larga lucha entre la oligarquía y el demos. En
Roma, fueron las instituciones del Senado y del Tribunado. La constitución espartana—
«Licurgo»—no sólo representó, sino que conservó el ideal de Dracon y de las XII tablas.
Los dos reyes—si comparamos con Esparta las instituciones romanas, bastante afines—
pasan poco a poco de la posición que ocupaban los tiranos tarquinos a la que ocupan los
tribunos del tipo de los Gracos: el derrumbamiento de los últimos Tarquinos o la
implantación de los decemviros- que de un modo o de otro fue un golpe de Estado contra el
tribunado y sus tendencias—corresponde poco más o menos a la caída de Cleómenes (488)
y Pausanias (470) y la revolución de Agis III y Cleómenes III—hacia 240— corresponde a
la actividad de C. Flaminio, iniciada algunos años después; pero los reyes espartanos no
consiguieron nunca un éxito definitivo sobre los eforos, que corresponden, en Esparta, al
partido senatorial en Roma.

Entretanto Roma se había hecho una gran ciudad, en el sentido de las postrimerías antiguas.
Los instintos aldeanos fueron poco a poco retrocediendo ante los avances de la inteligencia
urbana [30]. En la creación del derecho aparece, pues, desde 350 aproximadamente, la Iex
data, el derecho pretorio, junto a la lex rogata, el derecho popular. Pasa a segundo término
la lucha entre el espíritu de las XII tablas y la lex rogata.

Y la legislación edictal de los pretores se convierte en la pelota con que juegan los partidos.

Bien pronto el pretor llega a ser el centro absoluto de la vida jurídica, tanto de la legislación
como de la práctica. Y a consecuencia de la expansión política de la potencia romana
resultó que el jus civile del pretor urbano pasó a segundo término, por lo que se refiere a la
amplitud de su esfera de aplicación, y fue superado por el jus gentium del pretor peregrino,
esto es, por el derecho de «los otros». Y cuando al fin todos los habitantes del mundo
antiguo que no poseían la ciudadanía romana pasaron a ser «los otros», el jus peregrinum
de la ciudad de Roma se convirtió efectivamente en un derecho imperial. Las demás
ciudades—y téngase en cuenta que hasta los pueblos alpinos y las tribus de beduinos
nómadas fueron administrativamente organizadas como «ciudades», civitates— no
conservaron su propio derecho, sino en cuanto el derecho romano de los extranjeros no
contenía disposiciones para el caso.

El edictum perpetuum constituye el final de la creación del derecho antiguo. Entre los
preceptos jurídicos publicados anualmente por los pretores, hacia ya tiempo que se había
formado un núcleo permanente. Por iniciativa de Adriano—hacia 130- fueron esos
preceptos reducidos a una forma definitiva y el edicto perpetuo prohibió que se introdujeran
ulteriores modificaciones en ellos. El pretor seguía, como antes, obligado a publicar el
«derecho de su año», porque el derecho regía no como ley del Imperio, sino por la facultad
pretoriana. Pero el pretor tenia que ceñirse al texto fijado [31]. Esta es la famosa
petrificación del «derecho pretorio», símbolo auténtico de una civilización de las
postrimerías [32].

Con el helenismo, la ciencia antigua del derecho comienza a concebir sistemáticamente el


derecho aplicado en la práctica. Como el pensar jurídico presupone la substancia de las
relaciones políticas y económicas—no de otro modo que el pensar matemático supone
conocimientos físicos y técnicos [33]- fue Roma muy pronto la ciudad de la jurisprudencia
antigua.

De igual manera, en el mundo mejicano fueron los victoriosos aztecas los que cultivaron
ante todo el derecho en sus escuelas superiores, como la de Tezcuco. La jurisprudencia
antigua es una ciencia romana, la única ciencia que Roma ha producido. Justamente en el
momento en que, con Arquímedes, llega a su término la creación matemática, comienza la
literatura jurídica con la Tripertita de Aelio [34] (198, comentario a las XII tablas). Hacía el
año 100 escribió M. Scaevola el primer tratado sistemático de derecho privado. Entre 200 y
0 transcurre la época de clasicismo en la ciencia del derecho—aunque hoy se aplica
extrañamente la denominación de clásico a un periodo de la ciencia jurídica que pertenece
al derecho arábigo primitivo —. Por los restos de esa literatura puede medirse la distancia
que separa los pensamientos de dos culturas. Los romanos tratan casos y los clasifican, pero
nunca acometen el análisis de un concepto fundamental, como, por ejemplo, el de error
jurídico. Distinguen cuidadosamente las clases de contratos; pero no conocen el concepto
de contrato, ni tienen una teoría, por ejemplo, sobre la nulidad o impugnabilidad. «Por todo
esto, es bien claro que los romanos no pueden ser, para nosotros, modelos de método
científico» [35].

El final está formado por las escuelas de los sabinianos y Proculeyanos, desde Augusto
hasta el año 100. Son escuelas científicas, como las escuelas filosóficas de Atenas. Es
posible que en ellas se haya presentado por última vez la oposición entre la concepción
senatorial y la concepción tribunicia—cesárea—del derecho. Entre los mejores sabinianos
se cuentan dos descendientes de los asesinos de César. Un proculeyano fue por Trajano
escogido para sucesor. Agotada en lo esencial la metódica del derecho, produjese la mezcla
práctica del viejo jus civile con el jus honorarium pretoriano.

El último monumento, visible para nosotros, del derecho antiguo son las Instituciones de
Gayo—hacia 161—.

El derecho antiguo es un derecho de los cuerpos. En el contenido del mundo distingue el


derecho antiguo entre las personas corpóreas y las cosas corpóreas, y cual matemática
euclidiana de la vida pública, determina las relaciones entre ellas.

El pensar jurídico se revela próximo pariente del pensar matemático. Ambos métodos
aspiran a discernir, en los casos ópticos dados, el elemento sensible-accidental, para definir
el elemento intelectual, el principio, la forma pura del objeto, el tipo puro de la situación, la
relación pura de causa y efecto.

La vida antigua aparece, ante la conciencia critica de los antiguos colmada de rasgos
euclidianos. Nace, pues, en la mente de los pensadores antiguos una imagen compuesta de
cuerpos, de relaciones de posición entre los cuerpos y de mutuas y recíprocas actuaciones
por choque y contrachoque, como en los átomos de Demócrito. La ciencia antigua del
derecho es una estática jurídica[36].

16

La primera creación del derecho árabe fue el concepto de la persona no corpórea.

Para apreciar como es debido esta noción tan significativa del nuevo sentimiento cósmico,
noción que falta en el derecho verdaderamente «antiguo» y que aparece de pronto en los
juristas llamados clásicos—todos eran arameos—es preciso ante todo conocer la verdadera
extensión del derecho árabe.

El paisaje nuevo comprende la Siria y la Mesopotamia septentrional, con la Arabia del Sur
y Bizancio. Aquí por doquiera se revela el advenimiento paulatino de un nuevo derecho,
derecho consuetudinario oral o escrito, derecho de estilo juvenil, como el que nos da a
conocer el Código sajón. Y resulta este caso extraordinario: el derecha particular de las
ciudades-Estados, tal como se desarrollaba con natural evidencia en el solar de la
Antigüedad, se ha convertido silenciosamente en el derecho de las comuniones religiosas.
He aquí un rasgo típico de la cultura mágica. Un pneuma, un mismo espíritu, una sapiencia
e inteligencia idéntica de la verdad única, reúne a los fieles de la misma religión en unidad
de voluntad y de acción, haciendo de ellos una persona jurídica. Una persona jurídica es,
pues, un ser colectivo que, como conjunto total, tiene propósitos, toma resoluciones y
acepta responsabilidades. Si consideramos el cristianismo, puede decirse que este concepto
es ya válido y aplicable a la comunidad primitiva de Jerusalén [37] y se extiende hasta la
trinidad de las personas divinas [38]. Ya el derecho antiguo posterior, el derecho de los
decretos imperiales antes de Constantino (constituciones, placita), aunque conservando
estrictamente la forma romana del derecho urbano, vale en realidad para los fieles de la
«Iglesia sincretística» [39], para esa masa de cultos, penetrados todos de idéntica
religiosidad. En la Roma de entonces una gran parte de la población sentía seguramente el
derecho aún como derecho de una ciudad-Estado. Pero cada paso dado hacia Oriente iba
borrando más y más ese sentimiento. La reunión de los fieles en comunidad jurídica
adquirió plena forma por el culto del emperador, que era enteramente un derecho divino.
Con relación a este culto, puede decirse que los judíos y los cristianos —la iglesia persa
apareció en el solar «antiguo» en la forma «antigua» del culto a Mithra y, por lo tanto,
dentro del marco del sincretismo—viven en un territorio jurídico extranjero, como infieles.
Cuando el arameo Caracalla en 212 dio el derecho de ciudadanía por la constitutio
Antonina [40] a todos los habitantes del Imperio, salvo a los dediticii, fue netamente
antigua la forma de este acto y sin duda hubo muchos hombres que así lo comprendieron.
La ciudad de Roma se «incorporaba» literalmente los ciudadanos de todas las demás. Pero
el emperador lo entendía de otro modo. Pensaba haber transformado a todos los habitantes
en subditos del «dominador de los creyentes» del supremo jefe del culto religioso, honrado
por todos como divus. Constantino llevó a cabo la gran transformación, substituyendo la
comunidad sincretística por la comunidad cristiana como objeto del derecho imperial, del
derecho del Califa. De esta suerte, Constantino constituye la nación cristiana. Las
denominaciones de piadoso e infiel cambian de sitio.

Desde Constantino el derecho romano se convierte insensiblemente en el derecho de los


fieles cristianos, y como tal fue concebido y aceptado por los convertidos asiáticos y
germanos. De esta suerte nace un derecho nuevo en forma vieja. Según el derecho
matrimonial antiguo, era imposible que un ciudadano romano, por ejemplo, contrajera
matrimonio con la hija de un ciudadano de Capua, si entre las dos ciudades no existía
comunidad de derecho, conubium [41]. Ahora la cuestión varía; ahora se trata de saber,
según qué derecho un cristiano o un judío, bien sea por nacimiento romano, bien sirio o
moro, puede casarse con una infiel. Pues en el mundo mágico del derecho no cabe
conubium entre individuos de distinta fe. No hay dificultad alguna para que un iranio
contraiga matrimonio en Bizancio con una negra, si ambos son cristianos. Pero ¿cómo es
posible que en la misma aldea siria un cristiano monofisita se case con una nestoriana?
Acaso los dos procedan de un mismo tronco. Pero pertenecen a dos «naciones» de distinto
derecho.

Este concepto arábigo de la nación es un hecho nuevo y decisivo. El límite entre la patria y
el extranjero separaba en la cultura apolínea dos ciudades. En la cultura mágica separa dos
comunidades religiosas. Para el romano era el peregrinus, el hostis, lo mismo que para el
cristiano es el pagano y para el judío el «amhaarez.» Lo que para los galos o los griegos de
la época de César significaba la adquisición de la ciudadanía romana, eso mismo significa
ahora el bautismo cristiano, que da entrada en la nación directora de la cultura preeminente
[42].

Los persas de la época sassánida—en oposición a los de la época aquemenídica—no


reconocen ya en el pueblo persa una unidad de extracción y lengua, sino la unidad de los
creyentes en Mazda, que se contraponen a los infieles, aunque éstos sean, como la mayor
parte de los nestorianos, de puro origen persa.

De igual modo, los judíos, y más tarde los mandeos y maniqueos, y todavía más tarde las
iglesias cristianas de los nestorianos y monofisitas, se consideraban como naciones, como
comunidades de derecho, como personas jurídicas en el nuevo sentido.

Asi surge un grupo de derechos arábigos primitivos, dividido en religiones, con la misma
precisión con que el grupo de los derechos «antiguos» se dividía en ciudades-Estados. En el
Imperio sassánida se desenvuelven escuelas jurídicas del derecho zoroástrico. Los judíos,
que forman una parte importante de la población, desde Armenia hasta Saba, se crean un
derecho en el Talmud y lo concluyen algunos años antes que el Corpus juris. Cada una de
estas iglesias tiene un propio derecho, independiente de las fronteras políticas, como
todavía sucede hoy en Oriente. Y sólo cuando se plantea un disentimiento entre fieles de
dos religiones distintas interviene el juez perteneciente a la religión dominante en el país.
Nadie en el Imperio romano disputó a los judíos su jurisdicción propia. Pero asimismo los
nestorianos y monofisitas comenzaron a constituir su propio derecho poco después de
haberse separado de los demás cristianos. Y asi fue como, por vía «negativa», es decir, por
separación paulatina de los heterodoxos, acabó el derecho romano imperial por ser el
derecho de los cristianos que se convirtieron a la fe del emperador. Esto es lo que confiere
su sentido típico al Código romano-siriaco conservado en muchos idiomas. Se trata
probablemente [43] de una obra preconstantiniana compuesta en la cancillería del
patriarca de Antioquía es un derecho consuetudinario de carácter netamente prearábigo, en
forma torpemente «antigua». Y las traducciones demuestran que su difusión fue debida a la
oposición contra la iglesia ortodoxa imperial. Este derecho fue sin duda alguna la base del
derecho de los monofisitas y dominó hasta el nacimiento del islamismo en una comarca
mucho más extensa que la que reconocía la validez del Corpus juris.

Y ahora surge un problema nuevo: ¿qué valor práctico poseía realmente en este mundo de
derechos la parte escrita en latín? Con la parcialidad filológica del especialista, los
historiadores del derecho han estudiado hasta ahora solamente esa parte, sin advertir
siquiera el problema que plantea. Los textos latinos han sido para ellos el derecho en
absoluto, el derecho que Roma nos legara. Para ellos se trataba únicamente de estudiar la
historia de esos textos, no la historia de su efectiva significación en la vida de los pueblos
orientales. Mas lo que aquí sucede es que el derecho civilizadísimo de una cultura decrépita
es impuesto a la época primaveral de una cultura joven.

Llegó hasta aquí en forma de literatura erudita, a consecuencia de la evolución política, que
hubiera sido muy diferente si Alejandro o César hubieran vivido más tiempo o si Antonio
hubiese vencido en Actium. La historia del primitivo derecho árabe debe ser considerada
desde Ctesifon y no desde Roma.

El derecho del remoto Occidente, ¿fue allá en Ctesifon algo mas que literatura? ¿Qué
participación tuvo en el verdadero pensar jurídico, en la creación y práctica jurídica de las
comarcas orientales? Y ¿cuántos elementos romanos—y aun en general «antiguos»—se
conservaron en su propio seno? [44].

La historia de este derecho escrito en latín pertenece desde 160 al Oriente árabe. Y es bien
significativo el hecho de que dicha historia corre paralela con la de la literatura judía,
cristiana y persa [45]. Los juristas clásicos (160-220) Papiniano, Ulpiano, Paulo eran
arameos; Ulpiano se nombraba, con orgullo, fenicio de Tiro. Proceden, pues, de las mismas
poblaciones que los Tannaim, que concluyeron la Mischna poco después de 200, y que la
mayor parte de Íos apologistas cristianos—Tertuliano, 160-223—. Al mismo tiempo los
sabios cristianos fijaron el canon y texto del Nuevo Testamento, los judíos el del Antiguo
Testamento hebreo—destruyendo todos los demás manuscritos—y los persas el del Avesta.
Esta es la alta escolástica del período árabe primitivo. Los digestos y comentarios de estos
juristas mantienen con la materia jurídica anquilosada de los antiguos la misma relación
que la Mischna con la Tora de Moisés y mucho más tarde la Hadith con el Corán.

Son «halacha»[46], nuevo derecho consuetudinario, concebido en la forma de una


interpretación de la masa de las leyes, transmitidas por la autoridad tradicional. El método
casuístico es por doquiera el mismo. Los judíos de Babilonia poseían un derecho civil, que
era enseñado en las escuelas superiores de Sura y Pumbadita. Fórmase en todas partes una
clase especial de peritos en Derecho, los prudentes de la nación cristiana, los rabinos de la
judía y más tarde los ulemas—en persa: mollas—de la islámica. Evacuan consultas,
responso; en árabe fetwa. Si el ulema es reconocido por el Estado, se llama entonces
muftí—o en bizantino «ex auctoritate principis»—. Las formas son por doquiera las
mismas.

Hacia 200 los apologistas se convierten en los padres de la Iglesia, los Tannaim en los
amorreos, los grandes casuistas del derecho de los juristas—«jus»—en los explicadores y
coleccionadores del derecho de las constituciones— «lex»—. Las constituciones
imperiales, que desde 200 forman la única fuente del nuevo derecho «romano», son a su
vez una nueva «halacha» de las que estaban estampadas en los escritos de los juristas.
Corresponden, pues, exactamente a la Gemara, que se desarrolla en seguida como
comentario de la Mischna. Y las dos direcciones llegan simultáneamente a su término en el
Corpus Juris y en el Talmud.

La oposición entre jus y lex, en el uso arábigo-latino del idioma se manifiesta muy clara en
la creación de Justiniano. Las Instituciones y Digestos son jus; tienen el significado de
textos canónicos. Las Constituciones y las Novelas son legas, derecho nuevo bajo la forma
de explicaciones. La misma relación guardan los escritos canónicos del Nuevo Testamento
con la tradición de los padres de la Iglesia.

Ya hoy nadie pone en duda el carácter oriental de los millares de constituciones. Es un


derecho consuetudinario del mundo, árabe que hubo de inyectarse en los textos eruditos
bajo la presión de la evolución viva [47]. Idéntico sentido tienen los innumerables edictos
del dominador cristiano en Bizancio, del persa en Ctésifon, del judío, del Resch Galuta en
Babilonia; finalmente, del Califa islámico.

¿Qué sentido, empero, tenia el otro trozo de esta aparente antigüedad, el viejo derecho de
los juristas? No basta explicar textos. Hay que saber la relación en que el texto se hallaba
con el pensar jurídico, con la declaración del derecho. Puede suceder que uno y el mismo
libro, en la conciencia de dos grupos de pueblos, tenga el valor de dos obras radicalmente
diferentes.

Bien pronto se formó la costumbre de no aplicar ya las viejas leyes de Roma al material de
los casos particulares, sino de citar los textos de los juristas como quien cita la Biblia [48]
¿Qué significa esto? Para nuestros romanistas significa la decadencia más profunda. Pero
desde el punto de vista del mundo árabe, significa lo contrario y prueba que por fin han
conseguido estos hombres apropiarse una literatura extraña, impuesta desde fuera, e
incorporársela en la única forma que significaba algo para su sentimiento cósmico. Aquí se
manifiesta la oposición entre el sentimiento cósmico del mundo antiguo y del mundo árabe,

17

El derecho antiguo es una creación de los ciudadanos sobre la base de las experiencias
prácticas. El derecho arábigo procede de Dios, que lo anuncia por el espíritu de los elegidos
e iluminados. La distinción romana entre jus y fas—cuyo contenido además surge siempre
de la reflexión humana—queda, pues, anulada aquí. Todo derecho, sea profano, sea divino,
nace deo auctore, como dicen las primeras palabras del Digesto de Justiniano. El crédito de
que gozaban los derechos antiguos tenia su fundamento en el éxito. El crédito de que goza
el derecho arábigo se fundaba, en cambio, sobre la autoridad del nombre que llevaba [49].
Mas hay una gran diferencia entre el sentimiento de un hombre que acepta una ley como
expresión de la voluntad de otro hombre y el sentimiento del que la acepta como parte del
orden divino. En un caso el hombre percibe lo justo y exacto o se inclina ante la fuerza; en
el otro demuestra su sumisión—«Islam»—. El oriental no pregunta ni por el fin práctico de
la ley que se le aplicó ni por el fundamento lógico del Juicio. Las relaciones entre el cadi y
el pueblo no pueden compararse con las que el pretor mantiene con el pueblo. Este funda
sus resoluciones en un conocimiento amplio, probado en cargos elevados; aquél, en un
espíritu que de un modo o de otro actúa en él y habla por él. De aquí se deduce, empero,
una relación totalmente distinta entre el juez y el derecho escrito -el pretor y su edicto, el
cadi y los textos de los juristas—. El edicto pretorio es la quintaesencia de las experiencias
vividas por el pretor. Los textos de los juristas son como un oráculo misteriosamente
consultado. El cadi no tiene en cuenta la intención práctica, la ocasión originaria del texto.
Examina las palabras y hasta las letras; mas no según su significación usual, sino según la
relación mágica que han de mantener con el caso presente. Esta relación entre el espíritu y
el libro nos es conocida por la gnosis, por la apocalíptica y la mística cristiana, judía, persa;
por la filosofía neopitagórica, por la cábala; y no cabe duda de que los códices latinos eran
usados así en la práctica inferior del derecho arameo. La convicción de que el espíritu de
Dios palpita en el sentido misterioso de las letras halla su expresión simbólica en el hecho
ya referido de que todas las religiones del mundo arábigo inventaron propios caracteres
gráficos para escribir con ellos los libros sagrados. Y es extraordinaria la tenacidad con que
esos caracteres se mantuvieron invariables como signos típicos de las «naciones», aun
cuando éstas cambiaran de idioma.

Pero, ante una pluralidad de textos, la verdad se obtiene también en el derecho por el
consensus de los espiritualmente elegidos, por el idjma [50]. Esta teoría ha sido
desarrollada consecuentemente por la ciencia islámica. Nosotros buscamos la verdad, cada
cual por si mismo, mediante la reflexión propia.

El científico árabe examina y descubre en cada caso la convicción universa! de los


iniciados, convicción que no puede ser falsa, porque el espíritu de Dios y el espíritu de la
comunidad son uno mismo. ¿Consíguese un consensus? Pues entonces la verdad queda
fijada. «Idjma» es el sentido de todos los concilios cristianos primitivos, judíos y persas.
Pero es también el sentido de la famosa ley de citas de Valentiniano III (426), ley que ha
sido objeto del general menosprecio por parte de los investigadores del derecho, porque no
supieron entender sus fundamentos espirituales. La ley limita a cinco el número de los
grandes juristas, cuyos textos podían citarse; con lo cual crea un Canon, en el sentido del
Nuevo y Antiguo Testamento, los cuales igualmente contienen la suma de los textos que
pueden ser citados como canónicos. En caso de opiniones diferentes, decide la mayoría de
opiniones acordes; y sí las opiniones acordes se equilibran en número, decide Papiniano
[51]. Idéntica concepción sirve de base al método de las interpolaciones que Triboniano
aplicó en gran estilo al Digesto de Justiniano.
Todo texto canónico contiene en idea la verdad intemporal.

Por consiguiente, no admite perfeccionamiento. Pero las necesidades efectivas del espíritu
varían. Surge de aquí una técnica de alteraciones ocultas que mantiene hacia afuera la
ficción de la invariabilidad. Esta técnica ha sido empleada profusamente en todos tos
escritos religiosos del mundo árabe, incluso en la Biblia.

Después de Marco Antonio, la personalidad más fatal de la historia árabe ha sido


Justiniano. Como su «correspondiente», el emperador Carlos V, Justiniano, lejos de realizar
aquello a que era llamado, desvió el curso de las cosas. Así como en Occidente el sueño
fáustico de una resurrección del sacro Imperio romano pasó por todo el romanticismo
político y, más allá de Napoleón, más allá todavía de los príncipes locos de 1848,
ensombreció el sentido de los hechos, asi también Justiniano fue presa del quijotismo y
quiso reconquistar la totalidad del Imperio. En vez de dirigir la mirada a su mundo, al
Oriente, puso sus afanes siempre en la lejana Roma. Ya antes de subir al trono negoció con
el Papa romano, quien, en aquella época, no era todavía reconocido por todos ni siquiera
como primus inter pares de los grandes patriarcas cristianos. Por responder a los deseos del
Papa, introdujo el símbolo diofisita de Calcedonia—con lo cual perdió para siempre las
comarcas monofisitas —. La consecuencia de Actium fue que en los dos primeros siglos, en
los siglos decisivos, la formación del Cristianismo quedó trasladada al Occidente, al solar
«antiguo», en donde las capas superiores de la espiritualidad permanecieron ajenas a la idea
cristiana. Mas luego el espíritu cristiano primitivo se restableció entre los monofisitas y
nestorianos. Justiniano, empero, lo rechazó, y asi dio lugar a que naciera el Islam como
religión nueva y no como corriente puritana dentro del cristianismo oriental. Lo mismo
hizo con el derecho. En el momento en que los derechos consuetudinarios de Oriente se
hallaban ya en condiciones de ser codificados, compuso un código latino que de antemano
estaba condenado a ser mera literatura. Oriente lo rechazó por motivo del idioma y
Occidente por razones políticas.

La obra misma, como las «correspondientes» de Dracon y Solón, aparece en el momento en


que se inicia ya la época posterior, y nace con una intención política. En Occidente, donde
la ficción de la permanencia del Imperium romamum ocasionó las campañas absurdas de
Belisario y de Narsés, habían formado hacia el año 500 los Visigodos, los Burgundos y los
Ostrogodos códigos latinos para los «romanos» sometidos.

Pensóse en Bizancio que era necesario oponerles un verdadero código romano. En Oriente
la nación Judía acababa de terminar su código, el Talmud. En el Imperio bizantino había un
enorme número de personas que seguían la nación del emperador y su derecho, el derecho
cristiano. Era, pues, necesario componer para ellas el código adecuado.

Porque, a pesar de todo, el Corpus juris de composición precipitada y técnicamente


defectuosa, es una creación árabe y, por tanto, religiosa. Demuéstranlo la tendencia
cristiana de muchas interpolaciones, [52] las constituciones referentes al derecho de la
Iglesia—que en el código de Teodosio están todavía al final y aquí se encuentran al
principio—y muy insistentemente los prólogos de muchas novelas. Sin embargo, el libro no
constituye un comienzo, sino un final. El latín, ya sin valor, desaparece ahora rápidamente
de la vida jurídica—las novelas están en su mayoría escritas en griego—y con él la obra
tontamente redactada en esa lengua. Pero la historia del derecho sigue el curso que le había
señalado el código romano-siriaco, y produce en el siglo VIII obras por el estilo del derecho
alemán rural del siglo XVIII, obras como las Ekloga del emperador León [53] y el Corpus
del arzobispo persa Jesubocht, un gran jurista [54]. Ya entonces vivía el mejor jurista del
Islam, Abu Hanifa,

18

La historia del derecho en Occidente comienza con entera independencia de la creación de


Justiniano, que por entonces se hallaba completamente anulada. Su total insignificancia
queda demostrada por el hecho de que su parte principal, las Pandectas, se ha conservado
en un manuscrito único, casualmente descubierto—¡por desgracia!—hacia 1050.

La precultura produjo hacía 500 una serie de derechos de los pueblos germánicos—
visigodo, ostrogodo, borgoñón, franco, lombardo—. Estos derechos corresponden a los de
la precultura arábiga, de los cuales sólo los derechos judíos [55] se han conservado hasta
hoy: el Deuteronomio— hacia 621, hoy aproximadamente Moisés V, 12-26—y el código
de los Sacerdotes—hacia 450, hoy aproximadamente Moisés II-IV—, Ambos derechos
tratan de los valores fundamentales de una existencia primitiva: familia y propiedad.
Ambos utilizan con primitivo vigor, pero no sin prudencia, un viejo derecho civilizado—los
Judíos, y de seguro también los persas y otros, se sirven del derecho babilónico posterior
[56]; los germanos utilizan algunos restos de la literatura romana.

La vida política de la época primitiva gótica, con sus derechos aldeanos, feudales, muy
sencillos, conduce muy pronto a una evolución separada en tres grandes esferas jurídicas
que todavía perduran en igual estricta separación. Carecemos aún de una historia
comparada del derecho occidental, de una historia que persiga hasta sus más hondas raíces
el sentido de esta evolución.

El más importante de todos, por sus destinos políticos, fue el derecho normando, tomado
del derecho franco. Después de la conquista de Inglaterra en 1066 el derecho normando
venció al sajón de los indígenas, y desde entonces en Inglaterra «el derecho de los grandes
es el derecho del pueblo entero».

Este derecho ha ido desenvolviendo sin conmociones su puro espíritu germánico, desde una
concepción estrictamente feudal hasta la que hoy rige. Ha llegado a ser el derecho
dominante en el Canadá, en la India, en Australia, en África del Sur y en los Estados
Unidos. Prescindiendo de esta fuerza, es también el derecho más instructivo de la Europa
occidental.

A diferencia de los demás derechos, su desenvolvimiento no ha sido obra de los maestros


teóricos. El estudio del derecho romano en Oxford permanece apartado de la práctica. La
alta nobleza lo rechaza en Merton en 1236. Los jueces mismos van desenvolviendo el viejo
derecho por medio de sentencias creadoras, y estas decisiones prácticas— reporta— son la
fuente de

donde se alimentan los libros de derecho como el de Bracton (1259). Desde entonces, y hoy
todavía, caminan paralelos el derecho estatutario, que se mantiene vivo por los reports, y el
derecho consuetudinario, que se da a conocer continuamente en la práctica de los
Tribunales. No hacen falta actos legislativos singulares de la representación popular.

En el Sur dominaban los códigos germanorrománicos ya citados. En el sur de Francia rige


el visigodo como droit écrit., por oposición al droit coutumier franco, que rige en el norte.

En Italia, hasta muy entrado el Renacimiento está en vigor el más importante de todos esos
derechos; el de los lombardos, puramente germánico. En Pavía formóse una escuela de
derecho germánico, de donde salió hacía 1070 la producción científica más valiosa de esta
época, la Expositio. Poco después fue redactado un código, la Lombarda [57]. La evolución
jurídica del Sur fue interrumpida y substituida por el Code civil de Napoleón. Este libro ha
sido en los países románicos, y aun en otros varios, la base de ulteriores formaciones
jurídicas. Por eso resulta, después del derecho inglés, el más importante de todos.

En Alemania se inicia un movimiento jurídico poderoso con los derechos de los pueblos
góticos—Código sajón de 1230, Código suavo de 1274—. Pero ese movimiento decayó
bien pronto. Formóse una confusa masa de derechos pertenecientes a las múltiples ciudades
y territorios, hasta que el romanticismo político, ayuno de todo sentido de la vida, el
romanticismo de los soñadores entusiastas como el emperador Maximiliano, floreció sobre
la miseria de la realidad e hizo presa también en el derecho. La Dieta de Worms creó en
1495, inspirándose en el modelo italiano, la ordenación del Tribunal cameral del Imperio.
En el Sacro romano Imperio fue introducido el derecho romano imperial como derecho
común alemán. Trocóse el viejo procedimiento alemán por el italiano.

Los jueces tuvieron que estudiar allende los Alpes, y recibieron la experiencia, no de la
vida que les rodeaba, sino de una filología peritísima en el arte de dividir conceptos. Sólo
en este país existen desde entonces ideólogos del derecho romano que defienden el Corpus
juris como un santuario contra los ataques de la realidad.

¿Qué era lo que, bajo ese nombre, pasó a ser propiedad espiritual de un escaso número de
individuos de mente gótica?

Hacia 1100, en Bolonia, un alemán, Irnerio, había hecho del único manuscrito de las
Pandectas el objeto de una verdadera escolástica jurídica. Transportó el método lombardo
al nuevo texto, «en cuya verdad, como ratio scripta, se creía, del mismo modo que se creía
en la Biblia y en Aristóteles» [58]. Pero la inteligencia gótica, adherida al sentido vital del
goticismo, estaba bien lejos de vislumbrar siquiera el espíritu de aquellas proposiciones,
que encerraban en su seno los principios de una vida civilizada, cosmopolita. La escuela de
los glosadores, como toda la escolástica, vivía bajo la influencia del realismo conceptual—
según el cual, lo propiamente real, la substancia del mundo, no son las cosas, sino los
conceptos universales—y consideraba que el derecho verdadero se encuentra en la
aplicación de los conceptos abstractos y no en el uso y la costumbre, como la «mísera y
sucia» Lombarda [59]. Los glosadores sentían por el libro un interés puramente dialéctico
[60] y no pensaban en aplicar su sabiduría a la vida. Hasta después de 1300 no empiezan
sus glosas y sumas a herir los derechos lombardos de las ciudades del Renacimiento, Los
juristas de la época gótica posterior, sobre todo Bartolo, han fundido el derecho canónico y
el derecho germánico en un conjunto definido para la aplicación práctica. Introdujeron
pensamientos reales, los pensamientos de una época que comienza a ser posterior, los
pensamientos que corresponden próximamente a la legislación de Dracon y a los edictos de
los emperadores, desde Diocleciano hasta Teodosio. La creación de Bartolo valió en
España y en Alemania como «derecho romano». En Francia, por el contrario, la
jurisprudencia del barroco, desde Cujacio y Donelo, dejó el texto escolástico por el texto
bizantino.

Pero junto a la obra abstracta de Irnerio tuvo lugar en la misma Bolonia un hecho decisivo.
Hacia 1140 escribió el monje Graciano su famoso decreto. Creó de esta suerte la ciencia
occidental del derecho espiritual, reduciendo [61] el antiguo derecho católico—mágico—
de la Iglesia a un sistema, desde el sacramento primario del bautismo, sacramento que
pertenece a la época primera de la cultura árabe [62]. Ahora bien: el cristianismo católico
moderno-el cristianismo fáustico—había encontrado ya una forma en la que daba expresión
jurídica a su existencia. Partía esta forma del sacramento gótico primario del altar—y su
fundamento, que es la ordenación sacerdotal—. En 1234 está ya compuesta en el Líber
extra la parte esencial del Corpus juris canonici. El Pontificado realizó lo que el Imperio no
había conseguido: la creación de un Corpus juris germanici universal para Occidente,
formado con todos los ricos elementos de los derechos populares. La materia jurídica del
goticismo sacro y profano dio de sí con método germánico un derecho privado completo,
con su derecho penal y su procedimiento. Es el derecho «romano», cuyo espíritu desde
Bartolo había penetrado en el estudio de la obra justinianea. Asi se revela también en el
derecho la gran disensión fáustica que provocó la lucha gigantesca entre el Imperio y el
Pontificado. En el mundo árabe era imposible la contradicción entre jus y fas. En el mundo
occidental es inevitable. Ambos son la expresión de una voluntad de predominio sobre el
infinito. La voluntad jurídica profana arraiga en la costumbre y extiende su mano sobre las
generaciones del futuro. La voluntad jurídica sagrada arraiga en una certidumbre mística y
proclama una ley eternamente intemporal [63]. Esta lucha entre dos adversarios iguales no
ha terminado, y aun hoy la presenciamos en el derecho matrimonial, con la oposición del
matrimonio civil y el matrimonio canónico.

Al despuntar el barroco, la vida que ha adoptado formas urbanas y económicas, impone la


exigencia de un derecho como el que dieron las antiguas ciudades-Estados desde Solón.
Ahora se comprende el fin del derecho vigente; pero nadie pudo modificar la herencia fatal
de la época gótica, según la cual una clase de sabios y eruditos considera como su
privilegio propio el crear «el derecho, nacido con nosotros».

El racionalismo urbano se orienta hacia el derecho natural, como sucedió en la filosofía


sofística y estoica. El derecho natural fue fundado por OIdendorp y Bodino y fue destruido
por Hegel. En Inglaterra, el mejor jurista, Coke, defendió el derecho germánico, continuado
en la práctica, contra el último ensayo que hicieron los Tudores para introducir el derecho
de las Pandectas. En el continente, los sistemas científicos se desenvolvieron en formas
romanas hasta los derechos territoriales alemanes y los bosquejos del ancien régime que
sirvieron de base a Napoleón. Y así resulta que el Comentario de Backstone a las Laws of
England (1765) es el único código puramente germánico en el umbral de la civilización
occidental.

19

Llegados al término de este estudio, conviene que lancemos una mirada en torno. Tres
historias del derecho se aparecen ante nuestros ojos. Estas tres historias están enlazadas
entre si sólo por los elementos de la forma idiomática y sintáctica que una tomó—o tuvo
que tomar—de la otra; pero sin que, al usarlos, vislumbrara siquiera la distinta existencia
que allí se encerraba. Dos de esas historias se hallan conclusas. Vivimos ahora en la tercera,
y nos hallamos en el punto decisivo en que comienza la labor constructiva de gran estilo,
esa labor que, en las otras dos, correspondió exclusivamente a los romanos y al Islam.

¿Qué ha sido para nosotros hasta ahora el derecho romano? ¿Que daños ha causado? ¿Qué
puede ser para nosotros en el futuro?

En la historia de nuestro, derecho constituye el motivo fundamental la lucha entre los libros
y la vida. El libro occidental no es un oráculo, no es un texto arcano con secretos mágicos
sino un pedazo de historia conservada. Es el pasado comprimido que quiere ser futuro; y
quiere serlo por medio de nosotros, los lectores, en quienes revive su contenido. El hombre
fáustico no quiere, como el antiguo, rematar su vida al modo de una figura cerrada y
conclusa; quiere proseguir una vida que se inició mucho antes que él y camina hacia su fin
más allá de él. Para el hombre gótico, entregado a la meditación de si mismo, no era
problema el saber si debía o no injertar su existencia en la historia, sino dónde debía hacer
ese injerto. Necesitaba un pasado para dar al presente sentido y profundidad. Ante la mirada
religiosa aparecía el viejo Israel; ante la mirada profana se alzaba la antigua Roma, cuyas
ruinas eran por doquiera visibles. Aquellos hombres sentían por Roma una respetuosa
admiración, no porque fuese grande, sino porque era vetusta y remota. Si hubieran
conocido Egipto no habrían visto apenas a Roma. Y el idioma de nuestra cultura habría sido
otro.

Era ésta una cultura de libros y de lectores. Por eso dondequiera que quedaron libros
«antiguos» verificóse una especie de recepción y el desarrollo tomó la forma de una
liberación lenta y penosa. La recepción de Aristóteles, de Euclides, del Corpus juris,
significa el descubrimiento harto temprano de un vaso ya preparado—en el Oriente mágico
fue otro su sentido— para contener los pensamientos propios. Mas esto vale tanto como
condenar al hombre de temple histórico a la esclavitud de los conceptos. No porque se
vierta en su pensamiento un sentimiento de la vida extraño a su ser—que tal transfusión no
sucede nunca—, sino porque entorpece la expresión de su propio sentir y le impide
desarrollar un idioma espontáneo y libre de prejuicios.
El pensamiento Jurídico necesita referirse a algo palpable.

Los conceptos jurídicos han de ser abstraídos de algo. Pero la fatalidad fue que en vez de
abstraer los conceptos de las fuertes y precisas costumbres de la existencia social y
económica, aquellos hombres los tomaron de los libros latinos precipitadamente y antes de
tiempo. El jurista occidental se hace filólogo y substituye la experiencia práctica de la vida
por una experiencia erudita, fundada en el puro análisis y enlace de los conceptos jurídicos,
los cuales a su vez descansan sobre si mismos.

Esta ha sido la causa de que hayamos olvidado por completo que el derecho privado debe
representar el espíritu de la existencia, social y económica. Ni el Code civil ni el derecho
territorial prusiano, ni Grocio ni Mommsen se han dado clara cuenta de este hecho. La
formación de nuestros juristas y la literatura jurídica de nuestro tiempo cierran el camino a
todo vislumbre de esa «fuente» del derecho vigente, que es en verdad su origen propio.

Así resulta que nuestro derecho privado se funda sobre una sombra, pues tiene su base en la
economía del mundo «antiguo» posterior. La profunda animosidad con que, al comienzo de
la vida económica civilizada en Occidente, se oponen los términos de capitalismo y
socialismo, obedece en gran parte a que el pensamiento científico del derecho y, bajo la
influencia de éste, el pensamiento de las personas educadas refiere los conceptos esenciales
de persona, cosa y propiedad a las situaciones y divisiones de la vida «antigua». El libro se
interpone entre las cosas y las concepciones de las cosas. El hombre educado —es decir, el
que se ha educado en los libros—valora hoy las cosas en lo esencial según el módulo
«antiguo». El hombre de acción, el que no se ha educado para emitir juicios, se siente
incomprendido. Advierte la contradicción entre la vida del tiempo y la concepción jurídica,
indaga quién sea el causante de esta contradicción y la atribuye al egoísmo.

Reaparece el problema: ¿Quién crea el derecho occidental y para quién? El pretor romano
era propietario rural, oficial, hombre perito en cuestiones de administración y hacienda.

Esto le capacitaba para su actividad de juez y al mismo tiempo de productor del derecho. El
praetor peregrinus desenvolvía el derecho de los extranjeros como un derecho de tráfico
económico en una ciudad mundial de las postrimerías; y lo desarrollaba sin plan ni
tendencia, sólo por los casos realmente Presentes.

Pero la voluntad fáustica de duración pide un libro que valga «de hoy en adelante para
siempre» [64] y quiere un sistema que prevea todos los casos posibles. Un libro semejante
es un trabajo científico, y requiere necesariamente una clase de hombres sabios, creadores
del derecho, administradores del derecho: los doctores de las Facultades, las viejas familias
de juristas en Alemania, la noblesse de robe en Francia. Los judges ingleses, poco más de
un centenar, proceden sin duda de la elevada clase de los defensores -los barristers—, pero
en rango son superiores incluso a los ministros.

Una casta de sabios es por fuerza ajena al mundo. Desprecia la experiencia, que no procede
del pensamiento. Y se produce así una lucha inevitable entre la costumbre fluyente de la
vida práctica y la «casta de los sabios». Aquel manuscrito de las Pandectas ha sido durante
siglos «el mundo» en que vivía el jurista. Incluso en Inglaterra, donde no hay Facultades de
Derecho, la corporación de los juristas se apoderó de la educación de sus sucesores, y de
esta manera interpuso un valladar entre la evolución de los conceptos jurídicos y la
evolución general.

Lo que hasta hoy llamamos ciencia del derecho es, pues, o filología del idioma jurídico o
una escolástica de los conceptos jurídicos. Es la única ciencia que todavía hoy deriva de
conceptos «eternos» fundamentales el sentido de la vida. «La actual ciencia del derecho en
Alemania representa en gran medida una herencia del escolasticismo medieval [65].
Todavía no se ha iniciado una reflexión teórica de carácter jurídico sobre los valores
fundamentales de nuestra vida real. Desconocemos por completo esos valores.»

Este problema queda reservado al futuro pensamiento alemán. Se trata de extraer de la vida
práctica actual los principios más profundos, desenvolverlos y elevarlos a la categoría de
conceptos jurídicos fundamentales. Las artes mayores ya han pasado. La ciencia del
derecho queda por hacer.

Porque la labor del siglo XIX—aunque este siglo se precia de creador—es labor meramente
preparatoria. Nos ha libertado del libro justinianeo, pero no de sus conceptos. Los
ideólogos del derecho romano ya no gozan de consideración entre los sabios, pero la
ciencia y erudición de estilo rancio siguen en pie. Otra especie de ciencia del derecho es
necesaria para libertarnos también del esquema de esos conceptos. La experiencia filológica
debe ser substituida por una experiencia social y económica.

Para descubrir el estado de las cosas basta lanzar una mirada sobre el derecho privado y el
derecho penal en Alemania.

Son sistemas rodeados de una corona de leyes adjetivas cuya materia era imposible
incorporar a la ley principal. Aquí se separan en concepto y sintaxis los elementos que son
reductibles al esquema antiguo y los que no lo son.

¿Por qué hubo de hacerse en 1900 una ley especial castigando el robo de energía eléctrica,
tras una discusión grotesca sobre si tal energía es una cosa o no? ¿Por qué no es posible
elaborar el contenido de la ley de patentes en el derecho real?

¿Por qué el derecho de propiedad intelectual resulta incapaz de distinguir por conceptos la
creación espiritual, cuya forma comunicable es el manuscrito y la obra impresa, la obra
objetiva? ¿Por qué ha habido que diferenciar—en total oposición al derecho real—la
propiedad artística de un cuadro y su propiedad material, distinguiendo entre la adquisición
del original y la adquisición del derecho de reproducción? ¿Por qué permanece impune el
robo de una idea mercantil o de un plan de organización, y en cambio se castiga el robo del
trozo de papel en que se halla estampado el proyecto? Porque estamos todavía hoy
obsesionados por el concepto antiguo de la cosa corpórea [66]. Pero la vida es otra.
Nuestra experiencia instintiva se orienta hacia los conceptos funcionales de fuerza
productiva, de espíritu inventivo, de talento emprendedor, de energía espiritual, corporal,
artística, organizadora. Nuestra física, cuya teoría más adelantada es una reproducción
exacta de nuestra vida actual, no conoce ya el viejo concepto de cuerpo.
Demuéstralo bien claramente la teoría de la energía eléctrica.

¿Por qué es nuestro derecho incapaz de reducir a conceptos los grandes hechos de la
economía actual? Pues porque conoce a la persona sólo como cuerpo.

Cuando el pensamiento jurídico occidental se apropió los términos antiguos, quedaba en


ellos tan sólo la parte más superficial de su significación. El nexo de los textos revela
únicamente el uso lógico de las palabras, pero no la vida que en éstas se desenvolvía. La
metafísica muda contenida en los antiguos conceptos jurídicos no puede ser en modo
alguno resucitada en el pensamiento de otros hombres. No hay en el mundo ningún derecho
que exprese el fondo último, la raíz más profunda, porque este fondo y raíz son evidentes
para los hombres que construyen el derecho. Todo derecho supone tácitamente lo esencial,
sin manifestarlo, porque se dirige a hombres que comprenden íntimamente y saben aplicar
lo inexpresable, implícito en los preceptos literales. Todo derecho es derecho
consuetudinario en una gran parte. Aunque la ley define las palabras, es la vida la que las
interpreta.

Y cuando un idioma jurídico ajeno es recibido y aceptado por los sabios, que con su
esquema conceptual sojuzgan el propio derecho vital, entonces sucede que los conceptos
permanecen vacíos y la vida enmudece. El derecho ya no es un arma, un instrumento, sino
que se convierte en pesada carga; y la realidad prosigue su camino, no con el derecho, sino
junto al derecho.

Por eso la materia jurídica que exigen los hechos de nuestra civilización permanece extraña
al esquema antiguo de los libros jurídicos y a veces se resiste completamente a ser
incorporada en él. Por eso resulta informe y por tanto inexistente para el pensamiento
jurídico y aun para el pensamiento general de los hombres ilustrados.

¿Son realmente las personas y las cosas conceptos jurídicos en el sentido de nuestra
legislación actual? No. Representan tan sólo un límite trivial trazado entre el hombre y lo
demás.

Manifiestan una distinción, por decirlo así, física. Pero en el concepto romano de persona
estaba incluida antaño toda la metafísica de la realidad antigua. La diferencia entre el
hombre y la deidad, la esencia de la polis, del héroe, del esclavo, del cosmos con materia y
forma, el ideal vital de la ataraxia constituyen los supuestos evidentes de aquel concepto,
supuestos que para nosotros no existen ya. La palabra propiedad conserva en nuestro
pensamiento todavía la definición estática antigua, y por eso falsea en todas sus
aplicaciones el carácter dinámico de nuestra vida. Dejemos esas definiciones a los éticos
abstractos, vueltos de espaldas a la vida; a los juristas, a los filósofos, a las disputas
absurdas de los doctrinarios políticos. Y sin embargo, la inteligencia toda de la historia
económica de estos días descansa en la metafísica de ese único concepto.

Por eso hay que decirlo con toda precisión: el derecho antiguo era un derecho de cuerpos;
nuestro derecho es un derecho de funciones. Los romanos crearon una estática jurídica;
nuestro problema de hoy es crear una dinámica jurídica. Para nosotros las personas no son
cuerpos, sino unidades de fuerza y de voluntad; y las cosas no son cuerpos, sino fines,
medios y creaciones de dichas unidades. La relación antigua entre los cuerpos era la
posición. Pero la relación entre fuerzas se llama acción. Para un romano el esclavo era una
cosa que producía otras cosas. Nunca se le ocurrió a un escritor como Cicerón el concepto
de la propiedad intelectual, y no hablemos de la propiedad de una gran idea o de las
posibilidades de un gran talento. Pero para nosotros el organizador, el descubridor y
empresario es una fuerza creadora que actúa sobre otras fuerzas productoras, señalándoles
la dirección, la tarea y los medios para una actividad propia. Ambas fuerzas pertenecen a la
vida económica no como posesoras de cosas, sino como condensadores de energías.

Es necesario que el futuro realice en el pensamiento jurídico una revolución análoga a la


física y matemática superior.

La vida social, económica, técnica, espera ser al fin comprendida en este sentido.
Necesitamos más de un siglo de pensamiento agudo y profundo para alcanzar ese fin. Para
ello hace falta que la educación de los juristas se rija por nuevos módulos. A saber:

1.° Una amplia experiencia práctica inmediata de la vida económica actual.

2.° Un conocimiento exacto de la historia jurídica de Occidente, comparando


continuamente la evolución alemana, la inglesa y la románica.

3. ° El conocimiento del derecho antiguo, pero no como modelo de los conceptos actuales,
sino como brillante ejemplo de cómo un derecho se desenvuelve pura y simplemente al hilo
de la vida practica.

El derecho romano ha dejado de ser para nosotros el origen de los conceptos


fundamentales, de los conceptos eternamente válidos. Pero nos lo hace valioso la relación
entre la existencia romana y los conceptos jurídicos romanos. Por el derecho romano
podemos aprender a producir nosotros nuestro propio derecho, con nuestra propia
experiencia.

Notas:

[1] Lo que indico en las páginas siguientes está tomado de un libro sobre metafísica que me
propongo publicar en breve.

[2] De aquí ese aspecto animal—ya en sentido orgulloso o ya grosero—que hay en el rostro
de los hombres que no tienen la costumbre de pensar.
[3] Hacia ¡400! escribe Tucídides en la página primera de su historia, que ha comprobado
que nada importante ha sucedido antes de su época.

[4] Que se formó en 522 en Roma, en la época del dominio ostrogodo. En tiempos de
Carlomagno se propagó rápidamente por todo el Occidente germánico.

[5] En la conciencia de los hombres del Renacimiento, si piensan como verdaderos


renacentistas, se produce un característico empobrecimiento de la imagen histórica
realmente vivida.

[6] El primero que demostró que las formas fundamentales del mundo vegetal y del mundo
animal no evolucionan sino que existen de pronto fue H. De Vries, desde 1886, en su teoría
de las mutaciones. En el lenguaje de Goethe diríamos: vemos las formas hechas
desenvolverse en los ejemplares particulares. Pero no hacerse para todo el género.

[7] Esto conduce a considerar innecesaria la hipótesis de inmensos períodos de tiempo para
los acontecimientos de la prehistoria humana. Cabe imaginar entre los hombres mas
antiguos conocidos y los comienzos de la cultura egipcia un espacio de tiempo que no sea
tan sumamente grande como para reducir a la insignificación los cinco mil años de cultura
histórica.

[8] Und Afrika Sprach [y África habló], 1912. Paideuma, Umrisse einer Kultur und
Seelenlehre [ Paideuma, Bosquejo de una teoría de la cultura y del alma] 1920. Frobenius
distingue tres edades.

[9] En su pequeño artículo sobre «Épocas del espíritu», Goethe ha dado una característica
de los cuatro períodos de cada cultura—periodo previo, período primitivo, periodo
posterior y civilización—con tal profundidad, que aun hoy no cabe añadirle nada. Véanse
los cuadros sinópticos del tomo. I.

[10] Falta igualmente la historia del paisaje—esto es, del suelo, de la flora, del clima—, en
donde ha transcurrido la historia humana desde hace cinco mil años. Pero la historia del
hombre representa una tan dura pelea con la historia del paisaje, y permanece tan unida a
ésta por mil raíces, que sin la historia del paisaje no se comprenden bien la vida, el alma, el
pensamiento. Por lo que se refiere al territorio del sur de Europa, desde fines de la época
glacial, la marcha del mundo vegetal ha consistido en pasar de una excesiva
superabundancia, poco a poco, a una notoria escasez. En el curso de las culturas egipcia,
antigua, arábiga y occidental, se ha verificado alrededor del Mediterráneo una mutación de
clima que ha cambiado la posición del agricultor; éste antes tenía que actuar contra el
exceso de vegetales y ahora tiene que actuar en pro, favoreciendo su crecimiento; antes se
afirmaba frente a la selva, ahora frente al desierto. El Sahara, en tiempos de Aníbal,
empezaba muy al sur de Cartago; hoy penetra ya en España y en Italia. ¿Cómo era el clima
y la flora egipcia en la época de los constructores de las pirámides, con las escenas de selva
y caza que se ven en sus relieves? Cuando los españoles expulsaron a los moriscos, el
paisaje de bosques y campos sembrados desapareció, porque se había mantenido
artificialmente. Las ciudades se convirtieron en oasis rodeados de desiertos. En la época
romana no hubiera podido ocurrir esto.
[11] El nuevo método de la morfología comparativa permite hacer una estimación segura
de las fechas en que se inician las culturas pretéritas, fechas obtenidas hasta hoy por medios
muy diferentes. Los mismos motivos que nos vedarían colocar el nacimiento de Goethe —
suponiendo perdidos todos los demás datos-—cien años antes del primer Fausto, o suponer
que la carrera de Alejandro Magno es la de un hombre viejo, nos permiten demostrar, por
los rasgos de la vida política, por el espíritu del arte, del pensamiento, de la religión, que la
cultura egipcia se inicia hacia 3000 y la china hacia 1400. Los cómputos de algunos
investigadores franceses, y recientemente los de Borchardt –Die Annalen und die zeitliche
Festlegung des Alten Reiches [Los anales y la cronología del antiguo imperio] —, son
desde luego tan erróneos como los que hacen los historiadores chinos sobre la duración de
las dinastías fabulosas Sia y Chang. También es absolutamente imposible que la
introducción del calendario egipcio date de 4241. Hay que admitir aquí como en toda
cronología, una evolución, con profundas reformas del calendario, por lo cual el concepto
de fecha inicial carece totalmente de sentido.

[12] Ed. Meyer ha calculado—Geschichte des Altertum [Historia de la antigüedad], III,


97—el pueblo persa, acaso exageradamente, en medio millón, frente a los cincuenta
millones del Imperio babilónico.

Una proporción del mismo orden es la que existe entre los pueblos germanos, las legiones
de los soldados imperiales, en el siglo III, y la población romana; e igualmente entre las
tropas de los Ptolomeos, los romanos y la población egipcia.

[13] En esta época la India misma estaba desarrollando tendencias imperialistas en las
dinastías Maurya y Sunga. Pero estas tendencias, en el conjunto del mundo indio, habían de
ser por fuerza confusas e infecundas.

[14] Véase el c. III de esta segunda parte.

(a) Nuevos y pormenorizados estudios han señalado que las culturas precolombinas se
encontraban en un estado de feroz decadencia, ahogadas en enormes ritos sanguinarios que
duraban días enteros con ríos de sangre, con equipos de verdugos que trabajaban día y
noche, además de la práctica generalizada del canibalismo y la guerra tribal sin fin asi como
la hambruna generalizada; evidentemente Spengler se deja llevar por la terrible enfermedad
presente en todo el Occidente, que magnifica e idealiza hasta el colmo cualquier muestra
extraeuropea: el “buensalvajismo”.

Es de resaltar que Spengler basa su conocimiento de las culturas precolombinas en trabajos


no de historiadores, en decir: de hombres que buscan la verdad sino de fantaseadores
profesionales, idealizadores de culturas foráneas que, desde sus mastodónticas
universidades propias de urbes decadentes se ponen a soñar con maravillas que extraen de
su cabeza, un mal endémico de nuestra cultura decadente, que han idealizado, exagerado,
inventado, aquí en extremo la condición de los Aztecas... mucho de aquello que ahora
conocemos como “historia” precolombina no es mas que mera fantasía. Sugerimos
consultar otras fuentes a fin de constatar que las culturas precolombinas se encontraban en
un estado tal de degeneración sin casi parangón en la historia. Las culturas precolombinas
se derrumbaron bajo el peso de su propia debilidad interna, un capítulo que merece la pena
resaltarse es el de que los Españoles cuentan con el apoyo de muchos pueblos sojuzgados, y
asimismo que los indígenas renuncian rápidamente a sus culturas y adoptan rápidamente la
técnica Europea, una de las razones principales es poderse salvar del hambre, y de la
barbarie sanguinaria a que estaban sometidos... nada entonces hubo de ese “paraíso” que
pinta Spengler, una idealización digna de un Rousseau o Montaigne.

En todo caso tales datos no modifican la genialidad y profundidad de las ideas del pensador
Alemán y en su defensa hay que reconocer y resaltar que para la época en que Spengler
redacta su genial obra, los estudios sobre las civilizaciones foráneas se hallan en muchas
veces en sus inicios, en pañales, y por ej. las obras de los cronistas españoles –que son el
principal documento referente a la realidad de los pueblos precolombinos- son casi
totalmente desconocidos en Europa y con lo único que se cuenta es con los panfletos anti
españoles, y con las obras –derivadas del iluminismo buensalvajista- que pintan siempre un
relato idealizado y onírico de las cosas sin preocuparse por averiguar su realidad o mentira,
y es mas: tratando siempre de resaltar el sentido de “culpa”, de “castigo” y de “vergüenza”
en los Europeos frente a los salvajes idealizados.

En cierta forma nuestra época esta igual: la misma cantidad de falsedad, idealización y
mentira respecto de lo foráneo y mucho mas extendido el sentido de culpa y la vergüenza
en los Europoides de todas partes, la única diferencia es que en nuestra época ya contamos
con valiosísimos estudios y obras exhaustivas que refieren la verdadera situación de los
pueblos precolombinos, el problema de hoy es que tales estudios son sistemáticamente
encubiertos por los falseadores. (nota del corrector)

(b) Sobre la real situación de los aztecas nos remitimos al estudio promenorizado de la
revista “Cruz de Hierro” nº 8, del Círculo de estudios Indoeuropeos, en la cual se da una
verdadera relación de la barbarie casi inimaginable en la que se encontraban los aztecas a la
llegada de Cortés, nueva exageración del autor que no puede dejar de ser señalada, aunque
con los atenuantes de la nota (a). (nota del corrector)

(c) Nuevamente Spengler cae en el error -no bien visible desde su época, pero
tremendamente obvio desde la nuestra- de magnificar lo extraño, cosa que por lo demás es
su criterio -sin embargo de lo cual creemos necesario exponer aquí la otra versión del
asunto- minimizando la riquísima Cultura española -y europea- de la época, a favor de una
cultura barbárica y carente de instrumentos, técnicas, y valores básicos.

Un triste defecto de los Europeos es este de querer encontrar en pueblos foráneos muestras
de esplendor que muchas veces no son mas que espejismos, en esto podría jugar mucho el
enorme prejuicio antiespañol presente en la educación alemana, derivado de una base
protestante, que a su vez se deriva de la enorme campaña Hispanófoba lanzada en el siglo
XV y XVI por los protestantes, una de cuyas bases en la acusación terriblemente exagerada
de la crueldad española -minimizando la crueldad de otros pueblos europeos- la llamada
"leyenda negra", y que ha llevado desde siempre a los norte europeos a minimizar el aporte
de los pueblos mediterráneos a la cultura Occidental, prejuicio que se halla presente
también en Hegel y otros pensadores. (nota del corrector)
(d) Exageración del autor acerca de la extensión de las ciudades precolombinas, que
evidentemente obedece a que en su época Spengler no contaba con estudios
pormenorizados del asunto, teniendo que basarse entonces en obras de fantasiosos y en
meras especulaciones.

Pero la ciencia avanza: nuevos estudios mucho mas pormenorizados dan cuenta de la real
situación. A este respecto el escritor Venezolano Carlos Rangel escribe: "Las estimaciones
más verosímiles indican, por ejemplo, que el imperio Azteca no alcanzaba un millón de
súbditos, la capital, Tenochtitlán tenía un área de menos de cinco kilómetros cuadrados, lo
cual es indicio concluyente de una reducida población. (...) En el imperio inca, Cuzco era la
única ciudad de alguna importancia; y cómputos muy cuidadosos, realizados cobre la base
de un uso óptimo de la tierra cultivable con los métodos disponibles antes de la conquista y
colonización españolas, llevan a la conclusión de que el área que ocupa Perú moderno no
puede haber sostenido a mas de un millón de habitantes.(...).

Los más severos jueces de la colonización española imaginan una muy numerosa población
aborigen diezmada casi hasta la extinción (...).

En realidad, es dudoso que la población pre-colombina de Hispanoamérica haya sido


numerosa."

Carlos Rangel cita el demógrafo Bailey W. Diffie:

“Diffie hace la observación elemental de que siendo la extensión máxima de Tenochtitlán


(la ciudad mas grande de América precolombina) de unas tres y media millas cuadradas,
inclusive lagunas y canales, y que teniendo Londres en el siglo XX unos 12.000 habitantes
por milla cuadrada, es altamente improbable que la capital Azteca haya tenido en 1520 una
población numerosa. Encima de esto, el mismo autor hace una pregunta tan sencilla como
demoledora: si suponemos una población superior a unas pocas decenas de miles en
Tenochtitlán ¿cómo imaginar el abastecimiento y la disposición de desperdicios de una
ciudad sin río navegable, sin animales de carga o tiro, y desconocedora de la rueda?.”

[Tomado del libro "del Buen Salvaje al Buen Revolucionario" Carlos Rangel. Pág 211, pág
244; Monte Ávila editores.]

Con lo que creemos dejar desvirtuado el mito sobre el “paraíso precolombino” totalmente
inexistente, pero que se desgraciadamente halla presente con mucha fuerza en el repertorio
de conceptos que los Europeos manejan y que en nuestros días sigue pesando como un
lastre.

La falsificación demográfica sobre la población precolombina americana ha llegado a


afirmar que América contaba con mas de ¡120 millones de habitantes! antes de la conquista
Española, una mentira que ha quedado desvirtuada totalmente.

(En todo caso Spengler corrige un tanto sus aseveraciones en el capítulo 5 del tomo tres.
Ver.) (nota del corrector)
(e) Nueva muestra de prejuicio anti Español, su criterio desde luego, pero no esta por
demás recomendar analizar esta aseveración tan radical a ojos del contexto educacional en
el que el autor escribe y asimismo a ojos de la importancia indudable –mas alla de todo lo
bueno o malo- de la conquista de América por los Españoles para Europa. (nota del
corrector)

[15] El ensayo que sigue se funda en los datos de dos Obras americanas: L. Spence, The
civilization of ancient México, Cambr., 1912, y H. J. Spinden, A. study of Maya art, its
subject, matter and historical divelopment, Cambr., 1913. Estos dos autores,
independientemente uno de otro, intentan la cronología y llagan a cierta coincidencia.

[16] Estos nombres son los de las aldeas actuales más próximas a las ruinas. Los
verdaderos nombres han desaparecido

[17] Zur Theorie und Methodik der Geschichte. Kleine Schriften, 1910 [Sobre la teoría y el
método Se la historia. Breves escritos]. Este artículo es el mejor trozo de filosofía de la
historia que ha escrito un enemigo de toda filosofía.

[18] En otras ocasiones emplea el autor la palabra ahistórico para designar al hombre que
viviendo en la historia, esto es, en una cultura, carece del sentido de la historia. Tal
acontece con el antiguo, que es hombre histórico y, sin embargo, su temple espiritual es
ahistórico; no comprende, no siente la vida mas que en el presente.—N. del T.

[19] El japonés perteneció antes a la civilización china; hoy pertenece todavía a la


civilización occidental. No hay cultura Japonesa, en el sentido propio de la palabra cultura.
El americanismo japonés debe pues, juzgarse de otra manera.

[20] Cäsars Monarchie und das Principal des Pompejus [La monarquía de César y el
principado de Pompeyo], 1918, p. 501 y ss.

[21] En árabe, idjma. Véase c. III, A.

[22] R. Hirzel, Die Person, 1914, p. 17,

[23] L. Wenger, Das Recht der Griechen und Römer [El derecho de los griegos y de los
romanos.]. 1914, p. 170. R. v. Mayr, Römische Rechtsgeschichte [Historia del derecho
romano], II, I, p. 87.

[24] Por casualidad puede aún determinarse la relación de «dependencia» entre el derecho
antiguo y el egipcio: el gran negociante Solón en su relación del derecho ateniense tomó de
la legislación egipcia diferentes preceptos sobre servidumbre de los deudores, derecho de
obligaciones, holgazanería e incapacidad de adquirir. Diodoro I, 77, 79, 94.

[25] Wenger, Recht der Griechen und Römer [Derecho de los griegos y romanos], p. 166 y
s.
[26] Beloch, Griech. Gesch. [Historia de Grecia], I, I, p. 350.

[27] Tras los cuales se halla el derecho etrusco, forma primitiva del viejo derecho romano.
Roma era una ciudad etrusca.

[28] Busolt, Griech. Staastskunde [La ciencia política Se los griegos], P. 528.

[29] En el derecho de las XII tablas, lo que para nosotros tiene importancia histórica no es
el contenido que se le atribuye, contenido el que en época de Cicerón no se conservaba ya
quizá ni un solo precepto auténtico, sino el acto politice de la codificación misma, cuya
tendencia corresponde al derrocamiento de la tiranía tarquiniana por la oligarquía
senatorial, y que, sin duda alguna, estaba destinada a afianzar para el futuro este éxito. El
texto que en la época de César aprendían los niños de memoria había corrido, sin duda, la
misma suerte que la lista de los antiguos cónsules, en la cual fueron introduciéndose los
nombres de las familias encumbradas más tarde al poder y la riqueza. Los que
recientemente niegan toda esa legislación, como Pais y Lambert, tienen, pues, razón por lo
que se refiere al contenido posterior, pero no por lo que se refiere al proceso político hacia
450.

[30] Véase c. II, A.

[31] Sohm, Institutiones. 14, p. 101.

[32] Lenel, Das edictum perpetuum, 1907. L. Wenger, p. 168.

[33] La tabla de multiplicar de los niños supone la familiaridad con los elementos del
mecanismo de los movimientos de contar.

[34] V. Mayr, II, I, p. 85. Sohm, p. 105.

[35] Lenel, en la Enciclopedia de las ciencias del derecho. I, s., 357.

[36] El derecho egipcio de la época de los Hycsos y el derecho chino de «La época de los
estados en lucha» deben haberse fundado—por oposición al derecho antiguo y al indio de
los Darmasutras—en otros conceptos harto distintos del de personas y cosas corpóreas. Si
la investigación alemana lograra definir esos conceptos, conseguiría librarnos del pesa con
que oprimen las «antigüedades» romanas.

[37] Hechos de los Apóstoles, XV. Aquí está la raíz del concepto de un derecho
eclesiástico.

[38] El Islam como persona jurídica: M. Horten, Die religiöse Gedankenwelt des Volkes im
heutigen Islam [El mundo de tos pensamientos religiosos en el Islam actual], 1917, p. 24.
[39] Véase c. III, A. Podemos atrevernos a usar esta expresión, porque los fieles de todos
los cultos antiguos posteriores comulgaban en un mismo sentimiento piadoso, con la misma
unión con que lo hacían las comunidades cristianas.

[40] V, Mayr, III, p. 38. Wenger, p. 1193.

[41] Las XII tablas habían prohibido el conubium incluso entre Patricios y plebeyos.

[42] Véase c. II, C.

[43] Lenel, I, p. 380.

[44] Mitteis, Reichsrecht und Volksrecht [Derecho imperial y derecho popular] p 13, hizo
ya notar en 1891 el carácter oriental de la legislación constantiniana. Collinet, Eludes
historiques sur le droit de Justinien I (1912) Apoyándose principalmente en investigaciones
alemanas, reduce gran parte de este derecho al derecho helenístico. Pero cabe preguntar:
ese derecho helenístico, ¿era realmente griego o solamente estaba escrito en griego? Los
resultados de las investigaciones sobre las interpolaciones concluyen borrando realmente el
espíritu «antiguo» en los Digestos de Justiniano.

[45] Véase c. III, A.

[46] Fromer, Der Talmud, 1930, p. 100.

[47] Mitteis, Röm. Privatrecht bis auf die Zeit Diocletians [Derecho privado romano hasta
Diocleciano], 1908, prólogo, advierte que «bajo las formas tradicionales del antiguo
derecho fue formándose un derecho nuevo»

[48] V. May, IV, p. 45 y ss.

[49] De aquí los nombres ficticios de autor en innumerables libros de todas las literaturas
árabes: Dionisio Areopagita, Pitágoras, Hermes, Hipócrates, Henoch, Baruch, Daniel,
Salomón, los nombres de apóstoles de los múltiples Evangelios y Apocalipsis.

[50] M. Horten, D. rel. Gedankenwelt d. Volkes im heut. Islam. [El mundo de las ideas
religiosas en el Islam actual], p. XVI. Véase c. III, A.

[51] V. Mayr, IV, 45 y s.

[52] Wenger, p. 180.

[53] Krumbacher, Bysantinische Litteratur-Geschichte [Historia de la literatura


Bizantina], p. 606.

[54] Sachau, Syr. Rechtsbücher [Libros de derecho sirios], t. III.


[55] Bertholet, Kulturgeschichte Israels [Historia de la cultura israelita], p. 200 y ss.

[56] Un vislumbre de éste nos proporciona la famosa ley de Hammurabi, aunque no


podemos saber cómo esta obra única se relacionaba por su rango interior con el derecho a
que había llegado el mundo babilónico.

[57] Sohm, Inst., p. 156.

[58] Lenel, I, p. 395.

[59] El juego de palabras entre la faex (hez) lombarda y la lex (ley) romana es de Huguccio
(1200).

[60] W. Goetz, Arch. f. Kulturgesch [Archivos de historia de la cultura»], 10, 28 y ss.

[61] Según el último trabajo de Sohm: Das altkatholische Kirchen- 1-recht und das Dekret
Gratians [El viejo derecho católico de la Iglesia y el decreto de Graciano].

[62] Véase c. III, A.

[63] Véase c. IV, A.

[64] Lo que en Inglaterra vale para siempre es la forma constante de la prosecución del
derecho, que se va formando en la práctica.

[65] Sohm, Inst., p. 170.

[66] Código civil alemán, § 90.

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