La Pieza Ausente (Cuento Policial)

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La pieza ausente

Comencé a coleccionar rompecabezas cuando tenía quince años.


Hoy no hay nadie en esta ciudad –dicen- más hábil que yo para armar esos juegos
que exigen paciencia y obsesión.
Cuando leí en el diario que habían asesinado a Nicolás Fabbri, adiviné que pronto
sería llamado a declarar. Fabbri era director del Museo del Rompecabezas. Tuve razón: a
las doce de la noche la llamada de un policía me citó al amanecer a las puertas del
Museo.
Me recibió un detective alto, que me tendió la mano distraídamente mientras decía
su nombre en voz baja –Láinez- como si pronunciara una mala palabra. Le pregunté por
la causa de la muerte. “Veneno”, dijo entre dientes.
Me llevó hasta la sala central del Museo, donde está el rompecabezas que
representa el plano de la ciudad, con dibujos de edificios y monumentos. Mil veces
había visto ese rompecabezas: nunca dejaba de maravillarme. Era tan complicado que
parecía siempre nuevo, como si –a medida que la ciudad cambiaba- manos secretas
alteraran sus innumerables fragmentos. Noté que faltaba una pieza.
Láinez buscó en su bolsillo. Sacó un pañuelo, un cortaplumas, un dado, y al final
apareció la pieza. “Aquí la tiene. Encontramos a Fabbri muerto sobre el rompecabezas.
Antes de morir arrancó esta pieza. Pensamos que quiso dejarnos una señal”.
Miré la pieza. Era un fragmento del edificio de una biblioteca. Se leía, en
letras diminutas, Pasaje La Piedad.
-Sabemos que Fabbri tenía enemigos –dijo Láinez-. Coleccionistas resentidos,
contrabandistas de rompecabezas, hasta un ingeniero loco, con el que se peleó una vez.
También está Montaldo, el vicedirector del Museo, que quería ascender a toda costa.
¿Relaciona a alguno de ellos con esta pieza?
Dije que no.
-¿Ve la B mayúscula, la de Biblioteca? Detuvimos a Benveniste, el anticuario,
pero tenía una buena coartada. Combinamos las letras buscando anagramas. Fue inútil.
Por eso pensé en usted.
Miré al tablero. Muchas veces había sentido vértigo ante lo minucioso de esa
pasión, pero por primera vez sentí el peso de todas las horas inútiles. El gigantesco
rompecabezas era un monstruoso espejo en el que ahora me obligaban a reflejarme. Sólo
los hombres incompletos podíamos entregarnos a aquella locura. Encontré (sin buscarla,
sin interesarme) la solución.
-Llega un momento en que los coleccionistas ya no vemos las piezas. Jugamos en
realidad con huecos, con espacios vacíos. No se preocupe por las inscripciones en la
pieza que Fabbri arrancó: mire mejor la forma del hueco.
Láinez miró el punto vacío en la ciudad parcelada: leyó entonces la forma de una
M.
Montaldo fue arrestado de inmediato. Desde entonces, cada mes me envía por correo
un pequeño rompecabezas que fabrica en la prisión con madera y cartones. Siempre
descubro, al terminar de armarlos, la forma de la pieza ausente, y leo en el hueco la
inicial de mi nombre.

Pablo De Santis

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