La Cueva de La Mora: Gustavo Adolfo Bécquer (Leyendas)

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LA CUEVA DE LA

MORA

Gustavo Adolfo Bécquer


(leyendas)
I

Persona 1: Frente al establecimiento de baños de Fitero, y sobre


unas rocas cortadas a pico, a cuyos pies corre el río Alhama, se ven
todavía los restos abandonados de un castillo árabe. Célebre en los
fastos gloriosos de la Reconquista, por haber sido teatro de grandes
y memorables hazañas, así por parte de los que le defendieron,
como los que valerosamente clavaron sobre sus huecos el
estandarte de la cruz.

Persona 1:De los muros no quedan más que algunos ruinosos


vestigios; las piedras de la atalaya han caído unas sobre otras al foso
y lo han cegado por completo; en el patio de armas crecen zarzales y
matas de jaramago; por todas partes adonde se vuelven los ojos no
se ven más que arcos rotos, sillares oscuros y carcomidos: aquí un
lienzo de barbacana, entre cuyas hendiduras nace la hiedra; allí un
torreón, que aún se tiene en pie como por milagro; más allá los
postes de argamasa, con las anillas de hierro que sostenían el puente
colgante.

Persona 1: Durante mi estancia en los baños, ya por hacer ejercicio


que, según me decían, era conveniente al estado de mi salud,
siempre arrastrado por la curiosidad, todas las tardes tomaba
aquellos estrechos caminos que conducían a las ruinas de la fortaleza
árabe, y allí me pasaba las horas y las horas escarbando el suelo por
ver si encontraba algunas armas, dando golpes en los muros para
observar si estaban huecos y sorprender el escondrijo de un tesoro, y
metiéndome por todos los rincones con la idea de encontrar la
entrada de algunos de esos subterráneos que es fama existen en
todos los castillos de los Moros.

Persona 1: Sin embargo, una tarde en que, ya desesperanzado de


hallar algo nuevo y curioso en lo alto de la roca sobre que se asienta
el castillo, renuncié a subir a ella y limité mi paseo a las orillas del río
que corre a sus pies, andando, andando a lo largo de la ribera, vi una
especie de boquerón abierto en la peña viva y medio oculto por
frondosos y espesísimos matorrales. No sin mi poquito de temor
separé el ramaje que cubría la entrada de aquello que me pareció
cueva formada por la naturaleza y que después que anduve algunos
pasos vi era un subterráneo abierto a pico.
– ¡Este debía ser un acceso secreto al castillo! - pensé excitado- Tal
vez lo utilizaron como una salida de emergencia, o para recoger agua
cuando estaban sitiados.

Persona 1: No logre meterme hasta el fondo y tan solo me limité a


observar cuidadosamente las particularidades de la bóveda y del piso,
que me pareció que se elevaba formando como unos grandes
peldaños en dirección a la altura en que se halla el castillo; y en cuyas
ruinas recordé entonces haber visto una poterna cegada. Sin duda
había descubierto uno de esos caminos secretos tan comunes en las
obras militares de aquella época, el cual debió de servir para hacer
salidas falsas o coger durante el sitio, el agua del río que corre allí
inmediato.

Persona 1: Para cerciorarme de la verdad que pudiera haber en mis


inducciones, después que salí de la cueva por donde mismo había
entrado, y vi cerca de allí a un hombre que trabajaba en un viñedo,
me acerqué para intentar sacar algo de información sobre esa
misteriosa cueva.

Al principio hablamos del tiempo, de las uvas, de las mujeres de esa


comarca… Y al final pensé en preguntar directamente:

Persona 1: – He estado cerca de aquella abertura que hay en la roca


junto al arroyo… – le dije- Tal vez regrese más tarde para investigar
más a fondo.

Persona 2: – ¿Más tarde? ¿Estás loco? Yo que tú no lo haría-


contestó algo inquieto el lugareño.

Persona 1: – ¿Por qué? ¿Qué sucede?

Persona 2: – ¿Acaso no lo sabes? ¿No conoces la leyenda? Todas las


noches el ánima de una mujer sale de esa cueva en busca de un poco
de agua…

Persona 1: – ¿De una mujer, dices? ¿Y quién es?


Persona 2: -Es el ánima de la hija de un alcalde moro que anda
todavía penando por estos lugares, y se la ve todas las noches salir
vestida de blanco de esa cueva, y llena en el río una vasija de agua.

Persona 1: Por la explicación de aquel buen hombre vine en


conocimiento de que acerca del castillo árabe y del subterráneo que
yo suponía en comunicación con él, había alguna historieta; le
supliqué me la refiriese, lo cual hizo, y es la que cuento a
continuación:

II

Persona 1: Cuando el castillo del que ahora sólo restan algunas


informes ruinas, se tenía aún por los reyes moros, y sus torres, de las
que no ha quedado piedra sobre piedra, dominaban desde lo alto de
la roca en que tienen asiento todo aquel fertilísimo valle que fecunda
el río Alhama, ocurrió junto a la villa de Fitero una reñida batalla, en la
cual cayó herido y prisionero de los árabes un famoso caballero
cristiano, tan digno de renombre por su piedad como por su valentía.

Persona 1: Conducido a la fortaleza y cargado de hierros por sus


enemigos, estuvo algunos días en el fondo de un calabozo luchando
entre la vida y la muerte hasta que, curado casi milagrosamente de
sus heridas, sus deudos le rescataron a fuerza de oro. Él era un
capitán muy querido y valorado, y prepararon un gran recibimiento.

Persona 1: Sus hermanos de armas y sus hombres de guerra se


alborozaron al verle, creyendo la llegada de emprender
nuevos combates; pero el alma del caballero se había llenado de
una profunda melancolía, y ni el cariño paterno ni los esfuerzos de
la amistad eran parte a disipar su extraña melancolía.

Persona 1: La razón era que durante su cautiverio logró ver a la hija


del alcaide moro, de cuya hermosura tenía noticias por la fama antes
de conocerla; pero cuando la hubo conocido la encontró tan superior a
la idea que de ella se había formado, que no pudo resistir a la
seducción de sus encantos, y se enamoró perdidamente de un objeto
para él imposible.
Persona 1: Meses y meses pasó el caballero forjando los proyectos
más atrevidos y absurdos: El imaginaba un medio de romper las
barreras que lo separaban de aquella mujer; hacía los mayores
esfuerzos para olvidarla; ya se decidía por una cosa, ya se mostraba
partidario de otra absolutamente opuesta, hasta que al fin un día
reunió a sus hermanos y compañeros de armas, mandó llamar a sus
hombres de guerra, y después de hacer con el mayor sigilo todos los
aprestos necesarios, cayó de improviso sobre la fortaleza que
guardaba a la hermosura, objeto de su insensato amor.

Persona 1: Al partir a esta expedición, todos creyeron que sólo movía


a su caudillo el afán de vengarse de cuanto le habían hecho sufrir
aherrojándole en el fondo de sus calabozos; pero después de tomada
la fortaleza, no se ocultó a ninguno la verdadera causa de
aquella arrojada empresa, en que tantos buenos cristianos habían
perecido para contribuir al logro de una pasión indigna.

Persona 1: El caballero, embriagado en el amor que al fin logró


encender en el pecho de la hermosísima mora, ni hacía caso de los
consejos de sus amigos, ni paraba mientes en las murmuraciones y
las quejas de sus soldados. Unos y otros clamaban por salir cuanto
antes de aquellos muros, sobre los cuales era natural que habían de
caer nuevamente los árabes, repuestos del pánico de la sorpresa.

Al principio los soldados quedaron turbados por aquel engaño.


Resulta que muchos habían perdido la vida no por un acto de
venganza contra el enemigo, sino por un capricho de amor del
capitán. Sin embargo, su lealtad era tal que decidieron seguir a su
lado.

El alcalde allegó gentes de los lugares comarcanos; y una mañana el


vigía que estaba puesto en la atalaya de la torre bajó a anunciar a los
enamorados amantes que por toda la sierra que desde aquellas rocas
se descubre se veía bajar tal nublado de guerreros, que bien podía
asegurarse que iba a caer sobre el castillo la morisma entera.

La hija del alcalde se quedó al oírlo pálida como la muerte; el


caballero pidió sus armas a grandes voces, y todo se puso
en movimiento en la fortaleza. Los soldados salieron en
muchedumbre de sus cuadras; los jefes comenzaron a dar órdenes;
se bajaron los rastrillos; se levantó el puente colgante, y se coronaron
de ballesteros las almenas.

Algunas horas después comenzó el asalto.

Al castillo con razón podía llamarse inexpugnable. Sólo por sorpresa,


como se apoderaron de él los cristianos, era posible
rendirlo. Resistieron, pues, sus defensores, una, dos y hasta diez
embestidas.

Los moros se limitaron, viendo la inutilidad de sus esfuerzos,


a cercarlo estrechamente para hacer capitular a sus defensores
por hambre.

El hambre comenzó, en efecto, a hacer estragos horrorosos entre


los cristianos; pero sabiendo que, una vez rendido el castillo, el precio
de la vida de sus defensores era la cabeza de su jefe, ninguno quiso
hacerle traición, y los mismos que habían reprobado su
conducta, juraron perecer en su defensa.

Los moros, impacientes: resolvieron dar un nuevo asalto al mediar


la noche. La embestida fue rabiosa, la defensa desesperada y el
choque horrible. Durante la pelea, el alcaide, partida la frente de un
hachazo, cayó al foso desde lo alto del muro, al que había logrado
subir con ayuda de una escalera, al mismo tiempo que el caballero
recibía un golpe mortal en la brecha de la barbacana, en donde unos
y otro combatían cuerpo a cuerpo entre las sombras.

Los cristianos comenzaron a cejar y a replegarse. En este punto la


mora se inclinó sobre su amante que yacía en el suelo moribundo,
y tomándole en sus brazos con unas fuerzas que hacían mayores la
desesperación y la idea del peligro, lo arrastró hasta el patio
de armas. Allí tocó a un resorte, y, por la boca qué dejó ver una piedra
al levantarse como movida de un impulso sobrenatural, desapareció
con su preciosa carga y comenzó a descender hasta llegar al fondo
del subterráneo.
III

Cuando el caballero volvió en sí, tendió a su alrededor una mirada


llena de extravío, y dijo:

Persona 3: – ¡Por favor, agua! ¡Me abraso! ¡Me abraso! ¡Agua!

Mora: -Descuida amado mío, todo estará bien, resiste un poco más.

La mora sabía que aquel subterráneo tenía una salida al valle


por donde corre el río. El valle y todas las alturas que lo coronan
estaban llenos de soldados moros, que una vez rendida la fortaleza
buscaban en vano por todas partes al caballero y a su amada para
saciar en ellos su sed de exterminio: sin embargo, no vaciló un
instante, y tomando el casco del moribundo, se deslizó como una
sombra por entre los matorrales que cubrían la boca de la cueva y
bajó a la orilla del río.

Ya había tomado el agua, ya iba a incorporarse para volver de nuevo


al lado de su amante, cuando silbó una saeta y resonó un grito.

Dos guerreros moros que velaban alrededor de la fortaleza


habían disparado sus arcos en la dirección en que oyeron moverse
las ramas.

La mora, herida de muerte, logró, sin embargo, arrastrarse a


la entrada del subterráneo y penetrar hasta el fondo, donde
se encontraba el caballero. Éste, al verla cubierta de sangre y próxima
a morir, volvió en su corazón; y conociendo la enormidad del pecado
que tan duramente expiaban; volvió los ojos al cielo, tomó el agua
que su amante le ofrecía, y sin acercársela a los labios, preguntó a la
mora:

Personaje 3: – ¿Quieres reunirte conmigo en la otra vida? ¿Quieres


morir en mi religión, y si me salvo ¡salvarte conmigo!

La mora, que había caído al suelo desvanecida con la falta de la


sangre, hizo un movimiento imperceptible con la cabeza, y con voz
muy baja dijo:
Mora: -Te estaré esperando amado mio

sobre la cual derramó el caballero el agua bautismal, invocando


el nombre del Todopoderoso.

Al otro día, el soldado que disparó la saeta vio un rastro de sangre a


la orilla del río, y siguiéndolo, entró en la cueva, donde encontró
los cadáveres del caballero y su amada, que aún vienen por las
noches a vagar por estos contornos.

Integrantes

Alvarado Solis Paulina

Elias Constantino Sedeño

Luis Eduardo Garcia Figueroa

Erick Alejandro Escalante Carranza


Grupo: 464

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