Mi Hermano Hippie Por Papelucho Marcela Paz

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Marcela

Paz

MI HERMANO HIPPIE,
POR PAPELUCHO
Papelucho 10
1

—¡No puedo soportarlo! —clamó el papá tirándose las mechas— ¡Un hijo
mío hippie…! —y dio un puñete en la mesa. Tuvo que chuparse los dedos por el
dolor y también por para enredar los garabatos que le arrancaba ese dolor.
Javier venía llegando de vacaciones con una pinta harto inflamable. Traía el
pelo largo y crespito, un cintillo a lo indio, pantalón verde con lagartijas blancas
y en lugar de camisa, una cadena de lavatorio de la que colgaba una estrella de
mar que se enredaba en unos pelos colorines que le habían salido en el pecho. En
lugar de zapatos sus patas gordas y casposas se agrandaban silencios en el suelo
y cada uña de los dedos del pie tenía pegado un caracol de algún color
cataclíptico.
Al verlo entrar la Domi, quedó putrefacta. La mamá se desmayó y el papá se
puso tan sulfuroso que no acababa nunca de pasearse, aletear y dar puñetes en
los muebles con frases maquiavélicas.
Yo no me convencía bien de que era el mismo Javier —cadete de marina,
hermano mío. Éste me daba etiqueta, aunque a los otros les daba lo contrario.
Porque a la Ji le bajó una risa que no puro parar hasta que el pobre Javier se fue
a encerrar al baño.
Esto pasó el domingo por la tarde.
El lunes nadie vio a Javier ni preguntó tampoco.
El martes ídem.
Y el miércoles se armó la crema…
—Que ¿dónde está este niño?
—Que algo le ha sucedido…
—¡Que dar aviso a la policía!
—¡Que hay que llamar a los amigos, a los tíos, a todo el mundo!
El papá partió a todas las casas conocidas y volvió acezando y con cara de
otro. La mamá llegó a despintar el teléfono de tanto marcar números. A la Domi
le dio por llorar y llorar y amontonar gente en la calle para contarles que Javier
se había hecho humo… Esas cosas de la Domi, que hasta las jaquecas las arregla
con humo.
La puerta de calle no se cerró jamás porque dale y dale con entrar gente y
vecinos a preguntar o contar cosas.
—La cuñada de mi sobrina lo vio en el aeropuerto —decía una.
—Don Tito, de la botillería, dijo estaba haciendo una barricada.
—Mi tía jura que lo vio pasar volando espirituado —dijo otra.
Y las mellizas Achondo, que lo aman e verdad, instaladas aquí todo el día en
la casa, llora y llora y sin poderlas echar…
Yo le hallaba la razón a Javier de irse, con ese recibimiento. Total no había
hecho nada malo. Se había dejado crecer el pelo igual que yo me dejo crecer las
orejas. El pelo de él es suyo y mis orejas son mías. Y cuando uno ha sido cadete
tanto tiempo y obedecer y obedecer, le tienen que bajar ganas de hacer lo que se
le antoja, aunque se le antoje usar caracoles en las uñas.
Pero ¿dónde estaría?
La casa parecía ascensor, llena de gente y sus tremendas ideas.
—Que búscalo en la morgue —decía doña Auristela.
—Que deben hacer secar el canal San Carlos —la tía Lala.
—Hoy día hay que buscar entre las cenizas. Se suicidan a lo bonzo —decía
don Silvio.
Hasta que no aguanté más y me fui a la calle, para poder pensar.
Tenía una pila de ideas, pero igual que los teléfonos cruzados. Eran de que
Javier partía furibundo hasta salirse de este mundo y que a lo peor lo habría
secuestrado una de sus enamoradas…
Por fin, para pensar mejor, miré al cielo y me estrellé contra un tarro
basurero. Fue uno de esos canillazos con calambre que a uno le llega al seso… Y
se aclaró el asunto: perdido o secuestrado, desaparecido o pulverizado, ¡yo era
quien lo iba a encontrar! Estaba decidido.
¿Qué tanto cuesta rastrear el mundo de tierra o el del agua, el subterráneo o
el aéreo? En mis horas libres bien podía olfatear el universo y encontrar huella o
pista.
¡Qué tremenda alegría les iba a dar a las Achondo, a la mamá, al papá, a los
curiosos de mi calle al verlo aparecer! Seguramente me tomarían en andas y
hasta me pasearían por la ciudad… No me caía tan bien el salir en tv y menos
que me pusieran corona y trono o cosas por el estilo. Un buen apretón de manos,
y alguna medalla de oro era bastante… Un almuerzo con empanadas, pavo, pollo
y salchichas, harta mantequilla con pan y Coca-Cola y helados al paladar. Y si
les da por premiarme, una bicicleta con motor sería chora…
Con tal que Javier no apareciera solo antes de que yo lo encontrara…
2
Para saber lo que hacen los desaparecidos es lógico tratar de desaparecer.
Así que apenas me encontré una de esas tapas de cemento que hay en las
calles medio corridas a un lado, tapando algún hoyo misterioso, me metí
paulatinamente en él.
Y a medida que iba desapareciendo de este pícaro mundo, iba viendo más
lindo y más azul el cielo, más transparente el aire, más desconocido y
chirimpoya el oscuro universo bajo tierra… Había un ruido de aguas profundas,
de sapitos solitarios, de ranas hipodérmicas. Ninguna voz mandona o asustada;
ni motores, ni afanes, ni inquietudes.
Mis pies tocaron una agüita helada, pero siguieron bajando hasta que la ídem
me llegó a las rodillas. ¡Lástima no haber tenido equipo de hombre rana! ¡así
quizá habría podido llegar hasta el Japón!
La suave agüita subterránea me traía ideas acuosas y geniales.
Tan geniales que ya ni me acordaba del Javier. Así que seguía caminando en
la dulce compañía de los gorgoritos con eco de ese mundo secreto. Hasta que de
repente, refulgió sobre el agua una estrellita de luz con tiritones. A medida que
avanzaba, más cositas y monos animados brillaban en el agua irrumpiendo
preciosos con mi andar. De ellos salió de pronto un cometa como una flecha
apuntando hacia arriba y una fuerza tremenda me arrolló las rodillas como si
bajo el agua hubiera un gigante haciéndome zancadillas… Creo que me caí. El
salto de agua me arrastraba iracundo llevándome consigo para ir a juntarse con
algo como un río, lleno de luz y sol. El ruido de tanta agua me aturdía, su fuerza
maquiavélica me hacía sentirme un fósforo rodante en esa capa inmensa, espesa,
gorda como una cazuela. Ahí flotaban cáscaras, cajones, raíces palos, zapatos y
demases. También un cajón frutero haciendo olitas y dándome puntazos a cada
rato.
Sin pensar, lo pesqué y me trepé en él, pero me hundí hasta el cogote. Pasó
un tablón amigo y lo abracé. Pero era tan relargo que se atascaba en lso lados
hacíamos de taco a cada rato. Yo lo ayudaba a salir; no quería cortarle su carrera
genial.

El agua se iba poniendo café y cada vez más espesa y con más olas. El
asunto se parecía mucho a un tobogán aunque montado a caballo en un tablón.
Elevarse y… caer cada vez más violentas las olitas.
De pronto me di cuenta de que algo como un culebrón me perseguía. Y
empecé a hacerle el quite. Y otra vez y otra y otra, dale con perseguirme esa
culebra maldita. Así que hundí la cabeza para escapar de ella. Era inútil…
La culebra era flaca, larga, larga, ondulante, como sin fin. Con la mirada la
recorrí todo entera y vine a pillar su fin en las manos de un hombre que la
disparaba como un lazo. Y seguí haciendo el quite. Era un juego y yo tenía que
ganarlo.
Pero resulta que al revés, lo ganaron ellos. El cargante lazo se me metió por
la cabeza y me apretó hasta los brazos. La tabla siguió su carrera, corriendo por
el agua, pero sin mí. Y yo quedé colgado viendo pasar las cáscaras y demases
que sacándome pica me machucaban.
Maniado no me quedaba otra que dejarlos hacer… Me elevaron por la orilla
como si fuera un náufrago o un cordero con dueño…
Y entonces me aturdieron a preguntas, estupefacientes.
Yo los dejé contestarse solos y por fin me sacudí el agua como los perros, los
salpiqué a todos y les dije:
—Yo me voy a mi casa y ustedes a la suya. Si quieren que les dé las gracias
se las doy, pero fregaron mi aventura. ¡Chao! —y partí muy rotundo.
Tal vez serían scouts haciendo su buena acción, pero estropearon todo lo que
yo quería saber: lo que es ser desaparecido. Necesitaba saberlo para estudiar lo
que siente Javier, mi hermano hippie. Otra vez me penaba, repercutivamente.
Tenía que encontrarlo. ¡Pobre gallo!
Seguro que él, como yo, sentía hambre. La cuestión del estómago. Yo creo
que a los hippies les da rabia ser esclavos del hambre. Si Javier se comía dos
chorizos mientras yo apenas mordisqueaba uno, ¿qué haría ahora con sus tripas?
Las mías parecían orquesta de guitarras con arpas y un poquito de
instrumentos de viento. Javier con su hambre de hipopótamo seguro que se
comería el pelo…
Cuando llegué a la casa, ya estaba seca mi ropa y había en la cocina un pan
quemado y algunos chicharrones. Nunca comí una cosa más rica en toda mi
vida.
3
Y esa noche ni pude dormir. Soñaba en teletipo porque Javier se comunicaba
conmigo vía satélite, y se entendía bien claro: estaba secuestrado.
—¿Para qué lo secuestran —decía yo— si nadie va a pagar por él ni cinco
lucas por des-secuestrarlo?
Pero un hermano, por muy secuestrado que sea, es peor que un dolor de
muelas. No hay aspirina que lo libre a uno. Porque si no lo ve encañonado y con
mordaza, lo está viendo colgado de las mechas sobre una parrillada. Y no es fácil
ayudarlo sin saber dónde está. ¡Y esa hambre de Javier que me retuerce las
tripas!
Antes de irme al colegio, me pequé un trote donde el Chorizo Zamora. Y me
costó despertarlo, porque el Chorizo duerme con Nerón, un perrazo del porte de
un caballo que tiene su camita donde apenas hay hueco para el Chorizo. Di tres
golpes y gruñó el Nerón, pero ni se asomó.
Una regia patada hizo temblar la casucha y despertó hasta el Chorizo. Nerón
abrió su hocico inmenso, pero el Chorizo se lo cerró automático.
—Tengo que hablar contigo —resoplé secretoso.
—Yo te tengo advertío que no vengái a mi motel… —empezó rezongando.
El Nerón nos miraba como esperando una orden del Chorizo para darme un
mordisco.
—Oye —le dije— quiero pedirte ayuda para encontrar a Javier.
—¿Y cuándo se perdió ese tarao?
—Hoy hace cuatro días… Yo creo que es un secuestro.
—Yo no trabajo en secuestros —me dijo con desprecio— ¡Na’ que ver con
esa gente!
—Creí que eras mi amigo. Si a ti se te perdiera alguien, te ayudaría a
buscarlo.
—¡Claro! Porque sabís que no tengo nadie…
—Tú siempre estás hablando de la banda. ¿No puedo yo entrar también? Con
una banda tan chora como la tuya, será fácil encontrarlo…
—Habría que hablar con el Soto —y se quedó pensaroso. Luego se volvió
donde el Nerón, le explicó que tenía que salir y cuando él se metió en su
casucha, nos fuimos caminando.
—¿Está cerca el Soto? —pregunté.
—A dos micros lo menos. Tú siempre con tus apuros…
—La custión del colegio —le expliqué.
—Ni pensar que alcancemos en la mañana. Juntémonos a la tarde…
Y al salir del colegio me encontré con el Chorizo en la plazuela.
Una micro, otra micro y después más calles desconocidas hasta llegar a unos
cierros de tierra y una especie de túnel brujuriento.
—Tú me esperái aquí —y partió a buscar al Soto.
Pasó un rato y otro tremendo de largo. Pero al tercer rato me dio la tentación
de entrar al túnel choriflai y caminé a su dentro como si yo fuera una hormiga
tragada pro un culebrón gigante. A medida que andaba se iba oscureciendo y
tropezaba con peñascos y charcos. Quien sabe cuántos entierros de oro iba
pisoteando sin verlos… Había voces susurrosas de animales subterráneos,
goteras infernales muy heladas y silbidos de ultratumba. ¿Dónde estaría el fin?
No divisaba luz… Mis zapatos se iban quedando pegados en el barro, y se
ponían cada vez más pesados. Era muy distinto al agua chora en que anduve ayer
y que me llevó a juntarse con un río o canal. Era un mundo diferente con otro
olor y otro aire, algo nuevo para mí. Yo seguía avanzando apra saber si aquello
tendría o no algún fin.
Pero entonces sonó un chiflido inmenso, largo, duro y con bote que se fue
dando tumbos, como trompeta de juicio final. No me dio susto. Era el chiflido
amigo, muy conocido de mis orejas grandes: el llamado del Chorizo.
Me di vuelta ipso flatus y contesté el silbido con mis dedos metidos entre los
dientes. Mi chiflazo retumbó en todo el túnel y salió con su exo alejándose de
mí. Y yo corrí tras él porque se divisaba claridad. Al fondo había luz, justo
donde él terminaba de sonar. Y bajo un arco redondo se recortaban las piruetas
negras del Chorizo y el Soto y otro amigo.
Me estaban esperando.
Por correr tropecé y me caí en un charco. El barro me rellenó las narices y
también las orejas. Pero el barro no duele, y pude seguir corriendo y goteando
hasta llegar donde ellos.
—Soto dice que la banda quiere ayudarte —me dijo el Chorizo sin criticarme
el barro—. Entremos a la guarida.

Era una cueva, a la entradita del túnel, a la izquierda. Había piedras-asiento


para muchos, todas formando rueda, para las reuniones. Yo me sentí distinto,
más capo, más hombre. Nos sentamos y Soto pasó revista.
—¡Cero! —clamó con voz cadi de insulto.
—¡Uno! —gritó el Chorizo.
—¡Dos! —dijo la voz áspera del Pitico.
—El tres y el cuatro no están. Tienen una peste —dijo el Chorizo.
—¿Crees que se morirán de eso? —preguntó alguien.
—Casi. Tienen harta fiebre. En todo caso ni hablan ya…
—Bien —dijo el Soto—, quedan borrados para siempre de la banda. En vez
de ellos probaremos a… ¿Cómo te llamas, matamosca? —me dijo.
—Papelucho —dije—, y si creís que no sirvo, allá va la prueba… —y le
mandé un moquete que lo tiró sentado. El Soto se levantó despacio y me miró
como si jamás me hubiera visto.
—Bien, te aceptamos Tu nombre ya no importa. Desde ahora eres tres y nada
más. Y lo que pasa aquí o lo que se dice es secreto mortal. ¿Entendiste? Ahora
explica tu caso…
—Yo tenía un hermano… de esos hermanos mayores de uno y que apenas
hablaban con uno y…
—Acorta el cuento. ¿Qué pasó con tu hermano?
—Desapareció.
—¿Tienes alguna pista?
—Si la tuviera ya lo habría encontrado.
—No somos detectives —dijo el Dos.
—Tú te callas —la voz de Soto daba miedo—. Yo hablo.
—Yo no quiero detectives —dije—, quiero una banda que me ayude. ¿Banda
de qué son ustedes?
—Banda de Avance —dijo el Soto.
—¿Avance? —pregunté.
—Ir adelante. Avanzar por el mundo, por el mar, por el aire, por selvas o
desiertos, montañas o ríos, aviones o cápsulas espaciales. Viajar y conocer. Na’
que ver con desaparecidos.
—¿Han avanzado algo?
El Soto no contestó, pero meneó la cabeza. Se veía que el pobre estaba
medio perpetuo.
—Si no tienen otra pega, podríamos encontrar a un desaparecido, mientras
llega el avance…
—Claro. No perdemos nada —dijo el Soto—. ¿Tiene novia tu hermano?
—¡Dos! —dije con orgullo.
—Entonces no sirve que una lo hubiera secuestrado. Lo encontraría la otra.
¿Cuándo lo viste por última vez?
—El domingo, cuando entró al baño y nunca más salió.
—¿Echaron la puerta abajo?
—¿Para qué? La dejó abierta…
—¿Dónde crees tú que podemos buscarlo? ¿Tienes algún plan?
El propio Soto me estaba pidiendo ideas. Todos querían ayudar pero ni se
atrevían con el Soto —Cero—, capitán de la banda.
—No tengo plan —dije, ya que a mí me preguntaba—. Pero podemos
planear juntos. Y formar un equipo con cuestiones como radar, detector, brújula,
etc.
—Mi tío tiene un carretón —dijo el Pitico.
—Mi primo trabaja en una bomba bencinera —dijo el Soto.
—Un amigo mío sabe hacer tinta invisible —dijo el Chorizo.
—Entonces lo único que falta son ideas —dije yo—. ¿Por qué no nos
juntamos aquí mañana y cada uno trae un plan para encontrar a Javier?
—¿Quién es Javier? —preguntó el Pitico.
—¡Mi hermano desaparecido! —dije furiondo.
—¡Se levanta la sesión! —dijo el Soto, y se pararon todos. A la salida me
atajó Cero y me dijo en secreto:
—Esta cuestión de aparecer a tu hermano, voy a dejar que la dirijas tú. Pero
apenitas lo encuentren, ¡yo vuelvo a ser jefe de la banda!
—¡Sí, Cero! —contesté a lo milico juntando los talones, y lo dejé feliz.
4
Cuando llegué a mi casa no había nadie. La radio daba noticias a nadie y las
ollas en la cocina tamborileaban sulfurosas su olor de cochayuyo y coliflor.
Cuando la Domi sale de la casa la deja cuidando con esos olores y radio. Nadie
se atreve a entrar, ni el más ladrón.
¿Dónde se habrían ido todos con su desesperación de no encontrar a Javier?
Paseé por todos los cuartos de la casa y grité en cada uno para ver si había eco.
Pero ni eso. Esta casa, cuando la gente sale, se les queda su espíritu y no se
siente vacía. Es inútil; no tiene independencia. La única parte, es el cuarto de
baño. Empezando porque es para estar solo y segundeando porque mientras uno
está ahí es completamente propio y uno es su único dueño. Ahí escribo yo mi
diario y ni me importa si me interrumpen o golpean apurándome. Por algo Javier
entró al cuarto de baño y no se lo vio en jamás de los jamases…
Entré al inflamable baño sintiéndome Javier.
Quizá encontraría una salida secreta, alguna impresión vegetal, un rastro o
una pista del hippie incomprendido… Me senté en el wáter y barrí con los ojos
murallas, techo y suelo. El califont con sus saltaduras y sus fierros ancianos no
servía tampoco de escapatoria. Las baldosas del piso siempre estuvieron sueltas
y tuve la idea genial de levantarlas: una por una. Aunque no encontrara la salida
secreta, me serviría para entretenerme armándolas otra vez… Hice un cerro,
mejor dicho una torre de esas que se vienen abajo porque los ladrillos tienen
cada uno su cototo, pero al caer, de no sé cuál de ellos se desprendió un papel.
Era un papel de algún cuaderno mío, pero doblado como carta chica y con letra
perfectamente anónima.
Decía: “No me busquen. No me encuentren. Piensen… ¿Por qué tenemos
que vestir, peinarnos y fregarnos haciendo lo mismo que los antepasados? Yo
vivo mi verdad. —Javier”.
Había encontrado la clave. La pista que buscaba. Aunque ni entendiera
mucho lo que él quería decir, ese papel era un mensaje del propio Javier.
Salí corriendo en busca del papá y me acordé que no estaba. Ni la mamá ni la
Ji, ni siquiera la Domi. Era tremendo tener una noticia de último minuto y no
encontrar a quién dársela… Afuera era la noche. Los autos corrían indiferentes y
atrasados mientras el papel me quemaba las manos.
Ahí estaba yo como un autógrafo en la puerta de mi casa mientras el mensaje
caliente se me iba enfriando entre las manos… Me tentaba correr donde los de la
banda y contarles mi descubrimiento, pero ¿de qué servía si yo tenía que dirigir
la pesquisa?
De pronto me acordé que el lujuriento papel estaba ahí desde el domingo, la
tarde en que desapareció Javier y tenía más de tres días de fiambre. Entré en la
casa y me senté a pensar… Y ahí me vino la idea. ¿Y si Javier hubiera vuelto
ayer u hoy para dejar su papel? La casa estaba sola y bien podía entrar él o
cualquiera…
Yo tenía que contestarme todas las preguntas que me venían.
Y hay que ver que es difícil contestarse solo. Uno llega a pensar que es
subdesarrollado, pero se consuela de saber al menos que no es superdotado,
porque eso sí que es verdaderamente cataclíptico.
La cabeza se me enredaba sola. Hasta que decidí irme haciendo las preguntas
y contestarlas por radio. Así que la apagué un momento e hice mi primera
pregunta:
1°. ¿En qué momento dejó Javier su mensaje?
Encendí la radio y contestó perfectamente:
“Las ocho en toda la República”. Y apagué la radio.
2°. ¿Este mensaje era secreto, o para mí o para cualquiera?
Volví a encender la radio y dijo:
“Para usted y los suyos Asociación de Ahorro y Préstamos”. La radio iba
contestando a la perfección. Volví a apagarla.
3°. Eso de que no quiere que lo busquen ¿es en serio? Y la prendí.
“Chubascos y precipitaciones”. Cambié de onda y la radio dijo:
“El seleccionado” y se largó con el fútbol. Todas las ondas iguales. No
servía. Me di cuenta que era malo el sistema. ¿Por qué inventará la gente
aparatos molestosos? Si al menos inventaran una pastillita de sabiduría y así uno
no tuviera que pensar, ni adivinar, ni estudiar… Y justo cuando la iba a inventar
se abrió la puerta y entraron como un asalto los vecinos, la Domi, las mellizas
Achondo, el papá, la mamá y por fin la Ji.
Venían radiantes, alborotados, refulgentes, hablando todos a un tiempo.
Yo guardé mi mensaje. Primero tenía que saber por qué eran felices.
—¡Papelucho! —chilló la mamá—. Gran noticia. No hay que preocuparse
más por la desaparición de Javier. Es típica…
—¿Típica? —repetí sin entender mucho.
—Me lo dijo el psicólogo —explicó con cara cosmonáutica.
—¿Ese señor es adivino? —pregunté.
—Casi, como si lo fuera. Conoce a fondo el problema de Javier.
Así que entonces no nos preocupamos más —y me senté en el sofá. ¡El
sintético mensaje no servía para nada! Me dolían los huesos de quemao.
—¡Anda a hacer tus tareas! —ordenó la mamá con ese modo que tiene
cuando llegan visitas y que hace arder las orejas. Si supiera cómo le quita a uno
las ganas de obedecerla. Por eso se hace uno el sordo. ¿A quién hay que darle
gusto, a ella o a uno? Porque yo tenía cansancio del seso y todo el cuerpo,
después de la reunión con la bando y tanto, tanto pensar… para nada.
La mano del papá me elevó de una oreja y el sofá se llenó de cuerpos
coloniales y voces copuchentas. Ni hablaban de Javier. Puramente tonteras. Las
Achondo le daban bola al papá mordiéndose sus pelos largos feos.
Yo me fui a la cocina.
5
—¿Qué le pasa? —me preguntó la Domi apagándole el gas al cochayuyo.
Yo la miré, paulatinamente, sin hablar.
—Algo le pasa que anda con esa cara… —dijo brujurienta.
—Oye —le dije—, si tú hubieras hecho mil empanadas y otras mil humitas
bien sabrosas, pensando que ibas a hacer feliz a mil personas y resultas que las
personas ni miran las empanadas ni prueban las mil humitas… ¿qué sentirías tú?
—Así que eso es lo que siente —dijo la Domi sacando la coliflor—. Yo le
tengo un remedio… —y abrió el tarro con letrero de porotos, sacó una botella de
pílsener y me obligó a tomar.
—Ligerito se olvida de las mil empanadas —dijo sonriosa—. Lo menos dos
traguitos para olvidar las humas…
Era bastante pésimo el traguito, pero la Domi tiene eso que siempre sabe
mejorarlo a uno y hasta sabe darle otro gusto al cochayuyo y uno lo encuentra
rico.
Después del segundo trago yo le mostré el mensaje a ver qué decía.
Lo leyó a trompezones, como lee ella y pensando en qué sé yo. Lo dobló y se
lo metió al bolsillo.
—Yo se lo guardo —me dijo—. Total, el papel es suyo. Y Javierito no quiere
que lo busquen y así cumple su encargo…
—Yo quería encontrarlo, y este papel es una super-pista, aunque ni se
entienda. Pero, como están todos tan felices con lo que dijo el mago que fueron a
ver…
La Domi se empinó los sobrados de mi pílsener y le brillaron los ojos.
—Ud. y yo sabemos guardar secretos. Pa’ callao le diré que vengo de llevarle
al Javierito un buen plato de chupe y de cazuela que le guardé del almuerzo…
Hambre no pasa —dijo riéndose apasionadamente—. Él quiere que se
preocupen, pero que lo dejen hacer con su pelo lo que se le da la gana. Quiere
que entiendan que su pelito es propio y las uñas de los pies a la ídem.
—“Regio” —pensé—. A lo mejor Javier está durmiendo aquí en el patio y yo
ando haciendo el loco hablándole a la banda que desapareció.
Y junto con pensar esto, se comenzó a dar vueltas la cocina. Corrían los
muebles en redondela y la Domi también, como un trompito a mi redor. Tanto
corría la Domi que me vino revoltura de estómago. Porque se ve que la famosa
pílsener estaba envenenada.
La Domi se había puesto estérica de risa cuando por fin yo me mejoré un
poco, sacó de su bolsillo un montón de papeles.
—Pa’ que vea —me dijo—. Toditos son mensajes del Javierito. Me los trae
secretos, y yo cumplo sus encargos poco a poco —y vamos riéndose.
Total, a cada rato me iba cayendo peor el secuestro de Javier.
Era una gran pitanza, y el más pitado era yo. ¡La media burla que iban a
hacer de mí los de la banda! Sentía que me iban creciendo las orejas de la
tremenda rabia que tenía…
Decidí que desaparecido o no desaparecido el Javier, yo iba a hacer como si
estuviera perdido para los de la banda. Iba a llevar hartas pistas raras y a
buscarlo con ellos hasta en el cementerio…
Lo que pasaba es que yo estaba enrabiado y casi endemoniado. Y tuve la
tentación de robarle a la Domi sus famosos mensajes. Quería romperlos para no
dejar pista.
De un manotón se los saqué del bolsillo. Pero antes de romperlos me dio la
tentación de leerlos un poquito…
Salí al patio y los fui desarrugando uno a uno. ¡Eran puras tareas de la Ji!
Palotes y demases, huevos chuecos y rayas. De Javier, el puro mensaje mío.
Todo lo que me había contado la Domi era un montón de mentiras.
Yo me había salvado. Pero el pobre Javier seguía desaparecido.
6
Hay veces que uno tiene revoltura de estómago, y entonces hay dos
alternativas: o se vomita o se friega. Lo bueno es vomitar y se acabó…
Pero cuando la revoltura es dentro de la cabeza de uno, o sea de lo que
piensa y contra piensa, no es fácil el remedio.
Mi felicidad de que los de la banda no me hicieran burla, se iba destiñendo
mientras se me agrandaba la congoja del hermano perdido. Aunque cuando está
en casa ni lo quiero, ahora que se perdió me doy cuenta de que un hermano es un
poco propio. El cuento de la mamá y su mago típico, ya no me convencía. La
Domi es mentirosa y la mamá es despistada. Un perdido entre mujeres no se
encuentra jamás. Yo, con mi mensaje en mano, tenía la obligación de hallar la
pista para encontrar a Javier. Y los de la banda tendrían que obedecer mis
órdenes. Para eso había que hacer un “plan”…
Busqué mi lápiz y me fui al baño para estar tranquilo. Ahí había bastante
papel. Lo malo fue que me encontré con la torre de ladrillos y comencé a
armarlos en el suelo ante de que llegara alguien a retarme. Era raro. Ningún
ladrillo enchufaba en su propio hoyo. Todos quedaban sueltos y bailones y lo
peor, los quebrados que no se juntaban nunca con sus pedazos.
Me apuraba. Las voces de las visitas empezaban los adioses. Claro que los
adioses son siempre más largos que las visitas mismas, así que corrí donde la
Domi y le pedí que me hiciera una olla inmensa de engrudo.
Al poquito rato estaba lista, con ese olor tan rico que dan ganas de comerlo.
Para no demorarme ordenando de nuevo los ladrillos, eché el engrudo encima y
lo fui peinando con la mano. Se veía el suelo suave y brillante, y de algún modo,
cuando estuviera seco, se afirmarían las horribles baldosas viejas.
El engrudo estaba a punto porque se me pegaron las rodillas y también los
zapatos que costó despegarlos.
Por fin terminé y me instalé a hacer mi plan. El olor del engrudo no me
dejaba tranquilo; el lápiz se me pegaba en los dedos y el papel en las manos.
Pero seguía ensayando. Y cuando por fin había decidido que las cosas perdidas
están siempre a la vista, golpearon a la puerta. Era la Ji.
—Oye —me dijo—. Alguien va a venir al baño. Yo sentí sonar tripas.
De un brinco me paré de mi asiento, pero la tapa vieja se me había pegado al
pantalón. Por arrancármela se le salieron los pelos al género y el asiento quedó
como piel de perro con arestín. No había tiempo para hacerle tratamiento, así
que salí patinando por el pegajoso suelo.
Y me crucé en la puerta con la Rosario Achondo, pálida y congojosa. Yo sé
que es la que ama más a Javier, pero por suerte es de esa gente que no habla, de
miedo a decir leseras. Viera lo que viera en el cuarto de baño, no diría ni pío.
Ya que cuesta tanto pensar en un lugar solitario, a lo mejor cuesta menos en
medio de harta gente. Por eso me fui al living y me senté en el suelo entre la
muchedumbre de piernas. Sabía que ahí me iba a venir la inspiración. Así que
esperé.
Y de repente ¡Tac! sonó algo en mi cabeza y una chispita me cerró los ojos.
¡Javier estaba en órbita! Era lógico: si no estaba en la tierra ni debajo, si no
estaba en el agua, no le quedaba otra parte donde estar: era el espacio.
Iría donde la banda con mi idea y mi plan. Me chirriaba en el seso igual que
una salchicha en la sartén caliente.
De un brinco me fui a acostar para soñar tranquilo el plan busqueoso y
llevarlo temprano donde los de la banda y me dormí pensando que el modo más
seguro de encontrarlo era rastreando satélites.
Me levanté muy temprano esta mañana. Todo el mundo dormía, hasta la
Domi y comí los raspados de las ollas que ella, por suerte, no lava. Y preferí
peinarme de memoria para no entrar al baño con su fatalidad. Total, si uno se
olvida de un desastre, ese desastre no pena. Y lo olvidé en el camino a casa del
Chorizo.
Frente a la regia reja de don Rubén había un autopatrulla y un montón de
curiosos. Me abrí paso y vi que el Nerón estaba solo en su motel y amarrado con
cadena. Del Chorizo ni luces…
—¿Qué pasó? —le pregunté al lechero que sujetaba su torre de botellas.
—Entraron a robar —dijo con voz turbia.
Miré al Nerón y pensé en el Chorizo… Con tal que no le echaran la culpa a
él. Aunque en realidad era el Nerón el encargado de cuidar el palacete. Pero se
hacía el tonto.
—¿Pillaron al ladrón? —pregunté casi en secreto.
—¿Tai loco? Era un camión y partió antes que aclarara.
Menos mal que el robo era grandote y no podían echarle la culpa al Chori…
Corriendo fui a tomar micro para llegar donde el Soto, avisarle que el
Chorizo tuvo que desaparecer y decirle que citara a reunión a la banda para
arreglar el asunto del rastreo de satélites.
El Soto cuida una ramada de sandías y les estaba sacando brillo una por una
sentándose encima restregándose.
—Oye —le dije—, se entraron a robar al motel del Chorizo…
Me pateó en la canilla y miró a todos lados haciéndome callar. Después me
llevó a un rincón donde había un cerro de basuras y papeles. De entre medio
salió la cara del Chori untada de tierra y lágrimas.
—No tenís por qué asustarte —le dije paternalmente—. Nadie sospecha de
ti. Andan buscando un camión con huellas y todo…
—Sí —moqueó nauseabundo—, pero la fatalidad es que se me quedó un
zapato en el motel… En la pelotera de arrancar se me enredó en la cadena del
Nerón. Si largan al Nerón sobre mi pista, me encuentra de todos modos —y
vamos llorando.
—Oye —le dije—, yo puedo ir a rescatar tu zapato…
—Si no lo quiero… Lo que pasa es que voy a tener que pasar la vida
escondido para que el Nerón no me encuentre.
Y tenía razón. Un perro encuentra a su dueño aunque esté muerto y enterrado
bajo una cordillera. ¡Pobre Chorizo!
—Oye —le dije—, podemos cambiar de ropa…
—Igual te pillan a ti con ella por mi olor…
—Te podrías bañar con harto jabón y ponerte ropa mía en mi casa.
Enterramos el otro zapato del Chori en el cerro de basuras y lo tapamos bien
con cebollas podridas. Después nos restregamos cebolla en todo el cuerpo y nos
fuimos caminando por calles desconocidas para enredar la pista y confundir al
Nerón con su genial olfato.
7
Resulta que se me había salido de la cabeza que tenía colegio, igual que
siempre. Con las preocupaciones y problemas que uno tiene, el cerebro hace
cortocircuito y la corriente funciona electrónicamente mal. Y estábamos en lo
mejorcito vistiendo al Chorizo y echándole colonia para que oliera a pije, cuando
me acordé…
—¡A las seis nos juntamos donde el Soto! Tengo colegio… —patiné.
—¿Sabís llegar solo a la cueva? Fijo que no dai nunca. Te espero a la salida
de tu colegio —me gritó el Chorizo, corriendo detrás.
Pero más vale que no me hubiera acordado. La clase acababa de entrar a la
segunda hora y habían pasado lista hace mucho rato…
Creí que andaba con suerte, porque la puerta de atrás de la clase estaba
abierta, y como me siento en el último asiento… Pero no. La señorita Silvia
estaba en esos días vitalicios en que no deja pasar nada: todo lo ve.
—Papelucho, tu justificativo por llegar a la segunda hora…
—No lo tengo, señorita Silvia.
—Tu castigo lo hablaremos antes de que salgas.
Tocaba matemática y aunque mi cortocircuito cerebral no me dejaba hacer
ningún cálculo, me funcionaba perfecto la computadora electrónica del ídem. El
resultado de cada tarea exacto o casi. Yo estaba en esos días en que uno recibe
comunicaciones del exterior.
Al final de la clase, cuando salieron todos, me acerqué para recibir mi
castigo, y dialogar, como dicen ahora.
—¿Por qué llegaste tarde, Papelucho? Siempre llegas a tiempo. ¿Qué pasó?
—Me levanté demasiado temprano a ver a un amigo. Tenía un feroz
problema de esos que borra todo en la vida de uno y usted sabe que el amigo es
lo primero y dar la vida por sus amigos lo dice el Evangelio y este amigo yo
tenía que sacarlo adelante y quedó atrás el colegio por sacar adelante el amigo
porque se me olvidó todo menos el amigo y lo saqué adelante.
—Cinco páginas —dijo alargándome el libro, con la misma cara que si me
diera el vuelto de un helado.
Partí en primera y en la esquina me topé con el Chorizo. Nos fuimos
caminando hasta la micro y conversando y conversando el viaje se hizo corto.
Llegamos donde las sandías del Soto que nos convidó una quebrada, pero
rica.
—Traigo una pista —le dije al Soto, cuando pude respirar del jugo de la
sandía. Me sequé las manos en la polera y leí el mensaje de Javier. Pero no le dio
bola y lo despreció.
—¡Traigo un plan! —dije entonces. El Soto estaba en esos días que nada le
importa nada.
—¿Cuál es tu plan? —me preguntó haciéndome sentir que mi plan era malo
antes de conocerlo. Así que traté de chorificarlo.
—Yo he buscado a Javier en la tierra y el agua… ¡falta el espacio! Hay un
modo de hacerlo: ir al Tololo donde rastrean satélites…
Al Soto se le rió la boca por la esquina, pero una chispita le brilló en sus
ojos.
—Sigue —dijo.
—Si la banda de ustedes es de Avance, aquí podrían partir en el Tololo. Creo
que les conviene, aunque lo de Javier no le interesa a nadie más que a mí…
—Sigue —dijo otra vez el Sotto, pero ahora la boca le sonreía de los dos
lados.
—Para ir al Tololo, le pedirás el carretón a tu tío, llevaríamos bencina del
servicentro y la recetad e la tinta invisible. A estos gallos que cuidan el Tololo
les puede interesar esa receta. La bencina la llevamos para ir vendiéndola a los
autos en panne, que la pagan muy bien…
El Soto quedó pensaroso para siempre.
—Yo te dije que dirigieras tú la custión de encontrar a tu hermano. Ahora
querís que mande yo lo que tú no te atrevís a mandar. El Chaolín eres tú —dijo.
Por el canal I se me subió la pólvora hasta las mismas orejas y se me
empuñetaron los dedos con el insulto. Tuve que hundírmelos hasta adentro en los
bolsillos del pantalón para atajar los moquetes, y ponerme majestuoso.
—¡Vais a ver si soy capo! —clamé a lo Prat—. ¿Quién me sigue?
—¡A la orden! —dijo automático el Chorizo. El Soto refunfuñó lo que ni se
entendía. Yo lo miré perpetuo hasta que juntó sus talones.
—Lo primero es conseguir la carretela del tío del Pitico —le ordené al
Chorizo—. Y tú, Soto, le pides a tu primo dos tarros con bencina y la receta de la
tinta invisible.
—¿Y tú que haces mientras tanto? —preguntó.
No contesté su pregunta envidiosa y seguí dando órdenes.
—Tenemos que encontrarnos aquí apenitas sale el colegio, porque el viaje es
largo…
—¿Conoces el camino? —el Soto quería confundirme y molestarme, pero un
capitán de banda no se rasca cuando le pica una pulga.
—La cosa es llegar al Tololo antes que las estrellas. Después cierran la
puerta —me carrilée.
—¿Y si falla el carretón? —preguntó el Chorizo.
—Podemos hacer dedo —contesté.
—¿Y si no dejan entrar? —siguió fregando el Soto.
—Yo tengo pensadas ocho maneras de entrar —me carrilée de nuevo—, y si
te parecen pocas pienso diez más. De entrar, entramos. De eso me encargo yo.
Por fin quedó callado el Soto. Entonces dije impotente:
—¿Estará listo el carretón a la hora, la bencina, los tarros y receta?
—¡Listos! —dijo el Chorizo y quedó paralelo hasta que le ordené
—¡Descansa!
8
Después que me habían nombrado capitán para encontrar a Javier, me dio
por desvelarme pensando si resultaría o no la custión del rastreo por satélite. La
llegada al Tololo no era ningún problema, pero el asunto cápsulas, hippies
volando, anzuelos para pillarlos y todos los aparatos espaciales que habría que
manejar me confundía un poco. Se me armaba un enredo en la cabeza y aunque
la zambullera en agua, el enredo seguía…
En todo caso el asunto iba a durar toda la noche. No era fácil descubrir un
hippie peludo en medio del espacio que está lleno de gente de ese tipo.
Y entonces me acordé de la mamá. Lo primero que haría, al echarme de
menos, sería registrar mis cosas para averiguar dónde estaba yo. Lo segundo
desesperarse y creerse la madre más desgraciada con dos hijos desaparecidos,
aunque fuera por unas pocas horas. Y entonces empecé por arreglar mis
cuadernos, fierros científicos y demases mientras pensaba en la carta que iba a
dejarle para tranquilizarla. Me acuerdo que era bien chora y mejor que cualquier
pastilla.
Lo malo es que me bajó sueño de un repente, algo como un ataque, y me
quedé dormido debajo del catre con todas las custiones que iba a esconder
porque son mías privadas. Y ni alcancé a escribir la carta…
Fue el Chorizo el que me sacó de un tirón de debajo del catre.
—Oye —me dijo—, por si fallaba lo del carretón anoche hice ensayo con el
dedo, y resultó.
—¿Y dónde te llevaron?
—A la comisaría, porque chocamos…
—¿Y ahí dormiste?
—No, aquí en tu casa. Cuando venía a contarte, me encontré con la Domi
que salía a hacer una diligencia y me prestó su cama. Llegó reciencito…
Sin desayuno y con las manos pegoteadas de aceite, me fui andando al
colegio con el Chorizo. Llegué al pelo cuando tocaban la campana y ahí empezó
el atropello de los atrasados con sus bolsones chorreando libros y sus zancadillas
de siempre. Yo iba quedando el último, pero alcancé a gritarle al Chori: “¡El
carretón a las seis!” y caí rodando por el suelo en esa grada picuda y
maquiavélica.
Entre el cototo palpitante de mi canilla, el miedo a las tallas que me echaría
el Soto si fallaba el rastreo del Javier y las caras lloronas que iba a poner la
mamá porque yo no llegaba, me iba poniendo pesimista.
Y la srta. Silvia me pilló justo cuando más me penaba la mamá.
—¿Qué pasa, Papelucho? ¿Estás llorando o tienes romadizo?
—No es romadizo —dije sorbiendo a chorro—, es congoja de otro.
—¿Algo pasa en tu casa?
—Va a pasar…
—Quizá puedas evitarlo… —me tentó. Pero yo como capitán tenía que
cumplirle a la Banda de Avance y aguantarme la pena de una mamá que no
recibe la carta que el hijo le quería escribir.
Al salir de la clase, se me acercó cariñosa otra vez la srta. Silvia. Me puso la
mano en el hombro y me llevó a un lado.
—No voy a ponerte mala nota porque veo que tienes una preocupación.
—Ya sé que me va a decir que se la cuente y que puede ayudarme —la atajé
y sorbí tan fuerte que me tragué una mosca.
—Exactamente —dijo con ojos de ovnis—. Una preocupación en un niño a
tu edad significa madurez. Tú estás madurando…
—¡Eso jamás! —me defendí—. ¿Qué quiere decir madurez?
—Quiere decir que tú ya tienes alguna experiencia y sabes que si haces una
cosa puede seguramente suceder algo peor, entonces…
—¡Me carga la experiencia! —la interrumpí, y me quité su mano. Me miró
de hipo en hipo. Quiso hablar y se quedó paralela. Yo seguí mi camino, con esa
custión revuelta de querer y no querer la cosa. Igual que cuando era chico y me
ofrecían caramelos y yo decía que no, ni sé por qué. Igual ahora; a uno ni le
gusta que le quiten su problema propio y lo protejan y tampoco le gusta ser
como es. Porque a veces se siente de otra serie, por eso de que la mamá de uno
es de esa serie antigua y violentosa y uno tiene que serle fiel.
Así, y todavía revuelto, llegué donde el Soto y el Chorizo y al divisar la
carretera con su peludo y embarrado caballo, se me alegró la vida. El Chorizo le
estaba dando agua y el Soto sujetaba la rienda. El caballo sorbía con tremenda
potencia, parecía estar en el secreto del largo viaje que haríamos con él. De un ru
le tomé un cariño como si hubiera sido mío desde potrillo. Y me daba un tilimbre
de alegría al encontrarme con él después de tanto tiempo…
Le tiré agua en sus regias pezuñas para darles dureza en el rotundo viaje, le
di azúcar, de ésa que siempre me echa la Domi en el bolsillo y le besé la nariz
para que me conociera para siempre.
Nos trepamos en el carretoncito con el Chorizo y el Soto, que no aflojaba la
rienda aunque era un puro cordel. Atrás había un montón de sandías, dos tarros
con bencina y un farol hecho de vela en un cartucho de plástico, para cuando
llegara la noche.
—Estos gallos de la banda son verdaderos choros —pensé—. Yo ni me había
acordado de la cuestión del hambre en el camino…
Me chorreaban los jugos por probar las sandías, así que apenas me acomodé
en el carretón, propuse:
—Tai loco —dijo el Soto—. Son pa’ venderlas. Si sobra una, comemos.
Y partimos.
El Violeta —así se llamaba el capo caballo—, tenía un trote pesado y
majestuoso que remecía el carretón como un columpio enano, o sea, para
adelante y atrás casi a un tiempo. Por suerte, cada vez que encontrábamos a
alguien en el camino, frenábamos para ofrecerle sandías. Por fin un gallo se
tentó y pidió una.
—¡Tres lucas! —dijo el Soto pasándosela.
—¿Son regadas con petróleo? —preguntó el muy tarado—. ¡Apesta a
bencina! No la quiero… —dijo tirándola al carretón. La pobre se partió en tres…
Para que no se perdiera, la mordimos, cada uno su pedazo. Pero resultó
“Vaivén”, o sea que apenas nos entró en la boca ¡afuera! Y quedamos con flato
de servicentro para toda la vida… El gallo tenía razón. La bencina se había
derramado en las sandías y los tarros rodaban igual que ellas, al compás del trote
del Violeta.
En todo caso nos sirvió para quitar el hambre. Pero el Soto, picado con el
Violeta, comenzó a huasquearlo para alargarle el trote. Yo me enfurié.
—¿Querís saber lo que duele un huascazo? —le pregunté quitándole la
huasca. El Soto se me vino encima a quitármela. Rodamos entre sandías, tarros,
bencina y patadas, hasta que sentimos que el carretón se había puesto suave y
veloz… El Violeta corría sin rienda cerro abajo y los cordeles le pegaban en las
patas dándole latigazos.
De pronto un feroz brinco, un sacudón y yo salté adelante. Fui a caer en el
cogote del Violeta, un poco chueco, sí, pero agarrado a sus crines. Logré
montarme bien. Corríamos y yo me sentía jinete “entrando”, muy feliz. Entonces
se me ocurrió mirar atrás para ver a los otros…
¡Nada de carretón! ¡Nada de la banda!
Allá lejos se divisaba algo raro. Contra una inmensa piedra estaba tumbado
sin rueda el carretón… Las sandías rodaban por el camino y el Soto y el Chorizo
corrían carrera tratando de pillar la rueda que casi volaba cerro abajo detrás del
Violeta.
Por fin la rueda dio un salto al estrellarse a la roca del costado del cerro, y
ahí quedó tirada. El Soto y el Chorizo se sentaron en ella a descansar.
Mientras tanto yo, sin rienda, casi volaba en la feroz carrera.
Entonces me acordé de una aventura del Zuñiga, el de la tía Rosarito y sin
pensar más, le copié la idea. Me saqué la chaqueta y se la tiré encima de la
cabeza al Violeta, para dejarlo ciego. Dio un corcovo y paró en seco, ahí quedó
plantado. Claro que con el corcovo yo fui a dar lejos, pero alcancé a pararme, a
desenredar un pedazo de cordel y tirárselo al cuello… El Violeta se entregó
manso a mi rienda y volvimos tranquilos donde el Soto, la rueda y por fin el
carretón.
Unos camioneros nos ayudaron a poner la rueda y nos prestaron cordeles
para rienda. La rueda iba bien coja, así que mejor nos volvimos. Total, para
buscar a Javier, no valía la pena fregar un carretón.
9
Yo trataba de consolarme consolando al Chorizo:
—Siempre falla al principio lo que va a resultar después —le decía—. Total
una ida al Tololo ¡qué importa! Si vamos a estudiar para astronautas el camino
va a ser como ir al colegio, todos los días…
Y así hablando y hablando llegamos a la casa cuando ya era de noche.
—¡Chao! —me dijo en la puerta y se le alargó la nariz al Chori. Ahí me cayó
la teja…
—¿Dónde vas a dormir? —le pregunté—. No puedes volver al motel del
Nerón por lo del robo.
—Reciencito me empecé a acordar —dijo sorbiendo a todo riñón.
—Te convido a alojar. La mamá es buena gente a veces.
Y entramos. La mamá había salido así que no había problema de lágrimas y
nervios ni de hijos perdidos. La Domi nos recibió con sus manos llenas de
sangre. Le estaba operando la cabeza a un cordero asesinado y picaba los sesos,
los cachetes, narices y lengua para hacer una sopa. Algo completamente atroz,
que revolvía las tripas de uno.
—Al patrón le encanta la sopa de cabeza —dijo saboreándose—, y como
tiene invitado a don Rude esta noche, la encargó muy sabrosa…
—Don Rude puede servirse mi plato —le dije—, pero a nosotros nos das otra
cosita. Tenemos mucho sueño. Dile a la mamá que me acosté por eso.
Y nos comimos las sobras del almuerzo. De ahí nos fuimos a mi cuarto, nos
desvestimos a medias y nos metimos en la cama.
—La custión es que uno duerma con la cabeza tapada hasta que aguante —le
expliqué al Chorizo—, y cuando no aguante más, se tapa el otro y así respira el
uno. Porque si la mamá entra al cuarto y ve dos cabezas, puede parecerle raro.
Y así lo hicimos, un rato respiraba el Chori y me ahogaba yo y viceversa,
pero podíamos seguir conversando el plan de Javier. Y estábamos en lo mejor,
inventando una especie de teletipo que recibe mensajes de ausentes, cuando se
abrió la puerta y apareció la mamá. Y justo le tocaba respirar al Chorizo cuando
ella preguntó:
—¿Tienes pesadilla, Papelucho? Estás hablando dormido…
El Chori se sumergió en la almohada y contesté yo desde el fondo:
—Siete por siete más tres por setenta y dos —modulé enredado y ronqué con
violencia, hasta que la mamá y sus brujurientos zapatos se hundieron en
lontananza. Cuando levanté mi cabeza y respiré, el Chorizo se había dormido,
con su cabeza encima de mi brazo que ídem. Se le caía la baba y pateaba a
control remoto creyéndome el Nerón. Lo pesqué de las mechas y le puse su
cabezota de tractor en la esquina, a ver si me dejaba un hueco en la cama. Total
peleábamos por el huevo hasta dormidos y despertamos en el suelo sin sentir el
costalazo.
Lo raro fue que al ponerme el calcetín, descubrí entre los dedos del pie
derecho mío un papelito. Ni lo había sentido porque tenía helado todo el aparato
de locomoción propia. Lo desenrolle científicamente y vi que estaba escrito. Era
un mensaje y decía:
“Tráeme cinco lucas, pan, jamón, queso y paltas. Déjalo bajo el tarro de
basura esta noche. Y ¡ay de ti! Si no sabes guardarme el secreto”.
No tenía firma, pero ahí comprendí que Javier no había partido en cápsula
todavía. En todo caso ¿cómo se las arregló para dejarme el mensaje?
—¿Qué te pasa? —me preguntó el Chorizo que no daba en bola con los
cordones de los zapatos ex míos.
Cuando no se puede contestar, yo no contesto.
—¿Qué decía el papelito que te sacaste del pie? —preguntó entonces.
—Decía que tú ni sabes abrocharte un zapato… —y se los amarré tan firmes
como para toda la vida. El Chorizo me miró con ojos de cueca. No sé si por los
nudos que le eché a los cordones o porque no quise decirle lo del mensaje. Desde
ese momento se volvió raro. Quería irse, y lo único que quería era irse.
—Espérame que voy a traerte desayuno —le dije y fui a la cocina. Sería muy
temprano porque no había nadie en ninguna parte. Pero en un cartucho encontré
paltas, jamón y queso. Justo lo que necesitaba para el hermano colérico con
hambre.
Eran tres paltas; saqué dos y dejé una. Partí el queso y el jamón y dejé las
mitades chicas. Sólo faltaban el pan y las cinco lucas. De aquí a la noche podría
encontrarlas para cumplir el encargo del mensaje. Lo importante era poder
guardar lo que tenía y dale con pensar que esconderlo aquí o ahí y siempre
viendo las manos intrusas de la Domi hurgueteando… Total que por fin decidí
guardarlo yo. Me eché a los bolsillos todo y con una botella de leche me fui
donde el Chorizo.
Seguía sin hablar y con sus ojos de cueva. Pero se zampó casi toda la botella
y apenas me dejó el concho.
—¿El pan es puramente pa’ ti? —me preguntó mostrando mis bolsillos
gordos.
—No encontré pan —le dije—. Hoy toca comprar fresco, y es temprano.
Los ojos se le pusieron más de cueva, pero cueva con relámpagos.
—¿Qué escondís en tus bolsillos? —preguntó al fin.
—Oye —le contesté—. Si lo escondo es porque es secreto. Y no es pan.
Recogí mi bolsón y saltamos por la ventana para que la copuchenta de la
Domi no nos abriera con su famosa llave. La calle parecía película
subdesarrollada, sin olor ni color ni ruido. A lo peor estaba amaneciendo y lo que
yo quería es que fuera luego la noche para dejarle el paquete al tarao de Javier.
Menos mal que al Chorizo se le había pasado la rabia. Chiflaba mirando a
todos lados con cara de turista, pero cojeaba un poco.
—¡Puchas los zapatos duros! —dijo de repente sentándose en la vereda.
—Ayer no te dolían… —le dije.
—Ayer no me los había amarrado —y empezó a tratar de desenredar los
nudos perpetuos que yo le había hecho. Y cada vez los enredaba más. Hasta que
me senté a su lado y traté de ayudarlo. Igual que todos los inventos: sin querer
había descubierto el nudo fatal, o sea un nudo definitivo.
—La solución es aguantar el dolor o sacarte los zapatos.
El Chorizo los miró desconsoladamente un rato, luego maldijo mudo y
encogió las piernas: “¡Sácamelos!”, clamó.
Y empezó el forcejeo. Le sonaban los huesos al Chorizo y se le soltaron los
tobillos rotundamente. Me dio miedo quedarme con el zapato con pie. ¿Quién le
iba a estancar la sangre después? No forcejeé más. Al Chorizo le corrían las
lágrimas.
—Al menos podrías aguantarlos hasta que abran una zapatería —le dije.
En ese momento pasó un maestro carpintero con su cajita de herramientas
con serrucho y todo, y le aserruchó los cordones de los zapatos.
Los zapatos cayeron al suelo en dos tirones.
Y nos quedamos un buen rato sobándole los ojetillos en los pies al Chorizo y
tratando de armarle la custión, los tobillos que le sonaban como los cambios de
micro Matadero.
Había salido el sol cuando el Chorizo terminó de quejarse y se puso los
zapatos. Al poco rato pudo caminar y le bajó la alegría radiante. Dale con
conversar y hablar leseras, cuando yo tenía que pensar en conseguirme las cinco
lucas para Javier, antes de que fuera de noche. El pan no era problema, y tenía
todo lo demás.
—Oye —me decía—, estos zapatos son choros… De esos que duran toda la
vida ¿no?
—…
—Deben haberle costado recaros a tu mami ¿no?
—…
—Un tipo con este calzado entra a cualquier parte. ¿Podré entrar a tu
colegio?
—…
—Y ni que me los hubieran hecho a molde a mi pie…
—¡Oye! —lo interrumpí por fin—. Tú no tenís problemas, pero yo sí. Tengo
que pensar una custión. ¿Podís quedarte callado un rato?
Y se quedó tan callado que yo tenía que mirar todo el tiempo para ver si
andaba conmigo. Imposible pensar en ganar cinco lucas con un satélite al lado. Y
para colmo llegamos al colegio, la parte donde uno no puede pensar. Más valía
ponerle atención a la señorita Silvia y dejar el negocio para último minuto, que
es cuando el radar hipodérmicamente chisporrotea. Además tenía que defender
las paltas, jamón y queso de los empujones y preguntones…
10
Cuando volví a casa aquella tarde, había un tremendo drama conyugal. En la
cocina la Domi lloraba a chorros y empacaba y desempacaba esa famosa maleta
que cierra con cordeles. Trataba de decir que se iba; la mamá lloraba de rimmel y
de injusticia, la Ji con cara misteriosa se paseaba de la cocina al dormitorio, con
las manos atrás.
Ipso flatus me cayó la teja: era el picnic desaparecido, o sea lo que yo le
guardaba a Javier. Fijo que la mamá le reclamó a la Domi y la ofendió y
entonces la Domi ofendió a la mamá ¡y vamos llorando las dos en vez de
comprar más jamón y paltas y listo! Ese afán de ofenderse que tienen las
mujeres…
Lo mejor era hacerlas olvidar por qué lloraban. Así que me fui donde la
Domi y le dije:
—Oye, esa maleta no cierra. Tengo un amigo que te le puede poner chapa y
bisagras gratis…
Paró de llorar, sacó las cosas y me entregó la maleta.
Fui donde la mamá y le dije:
—Mamá, Ud. no debe llorar por un hijo “típico perdido”. Total tiene tres y le
quedan dos… —Frenó al seco y se limpió sus lágrimas negras. Es claro que a
una mamá le da vergüenza llorar por un jamón perdido cuando tiene un hijo
ídem.
Yo había arreglado el asunto lloriqueo, pero ya estaba oscuro y todavía no
conseguía las cinco lucas para completar el encargo de Javier. La única forma
era hacer un negocio o conseguir un préstamo nocturno, cuando llegara el papá.
Me instalé a hacer tareas en el living y también a escribir mi diario. La Ji se
paseaba mareadoramente tratando de silbar alguna cosa, en mi estilo de
“chiflado de conjuntos”. Ella no sabe que yo soplo por mi diente suelto y cuando
lo levanto con la lengua suena tipo trompeta, cuando lo doblo hace cascabeles y
si lo dejo libre marca un verdadero Jazz.
Con el glucoso chiflido, la esperanza de que llegara el papá, el negocio y las
tareas, no podía pensar.
Por suerte existe Dios y yo creo que Él nos pone desesperados para que nos
acordemos de Él. Así que recé en mi dentro: “Señor, hazme el milagro que
encuentre esas cinco lucas que necesito…”, y justo cuando terminé mi rezo, sonó
la llave de la puerta y entró el papá.
—¡Hola niños! —dijo paternalmente. Yo me levanté por si me quería dar un
beso y como estaba distraído me besó.
—¿Cayó ese diente? —me preguntó con alegría churumbélica.
Dije que “no” con la cabeza y se lo asomé con la lengua para tentarlo.
—Deja sacártelo —suplicó, haciendo alicate con los dedos.
Pero yo cerré la boca con violencia. Vi brillar en sus ojos la avaricia de
sacármelo, y comprendí que Dios me había oído. Entonces me fui alejando poco
a poco.
—Mi diente no me lo saca nadie —dije—. Tendrá que caer solo… —y silbé
por él, asomándolo.
—Papelucho, me enervas. Sé hombre y déjame sacarlo de una vez.
Yo me alejé otro poco, lentamente. No quería alejarme demasiado.
—Hagamos negocio —se acercó él con paso de gato—. ¿Qué tal si te lo
compro?
—Eso depende del precio… como todos los negocios —dije retrocediendo.
Sus dedos se habían vuelto alicates otra vez y su sonrisa era de dentista.
—Media luca lo paga bien —dijo.
—¿Media? —clamé furiondo—. ¿Cree que por media luca me dejo arrancar
un diente? Ni siquiera un pelo…
—Digamos una, entonces.
—Por una, un pelo, sí.
Y así fuimos negociando y negociando hasta que saltaron las lucas del
bolsillo y estaban en mi mano; las cinco. Al papá le brillaban hasta las narices de
vértigo y justo que iba a meter la mano en mi boca, cuando se me cayó el diente
a sus pies.
—¡Gracias! —corrí hacia la puerta y al abrirla, entró el tío Tomás.
Tal vez por eso no empezó a desnegociarme el diente, pero yo aproveché
para dejar mi envoltorio con lucas y todo, bajo el tarro de basura. Me sentía feliz
de lo feliz que iba a estar Javier al encontrar la respuesta a su mensaje, cuando vi
venir al Chorizo a paso lento.
—Iba pasando no más… —me dijo.
—¿Y dónde duermes esta noche?
—Por ahí… No he pensado en eso…
—Yo te abro mi ventana y entras. Te metes tapadito en la cama y te llevo la
comida más rato, callao porque vino el tío Tomás a comer.
Yo comí en la cocina con la Ji. De haber comida, había, pero de la buena,
apenitas para el tío. La mamá y el papá dijeron que estaban enfermos y comieron
papitas con chuchoca, igual que nosotros. El jamón hecho rulito con sus paltas,
pasó directo al tío Tomás… Menos mal que las papas con chuchoca alcanzaron
para el Chorizo, aunque roncaba y no despertó jamás cuando llegué con el plato.
Dejé el plato en el cajón del velador, para relleno de desayuno, me acomodé y
me dormí. Yo sabía que la mamá no vendría esta noche, porque el tío Tomás
cuenta unos cuentos largos y picantes que duran hasta el otro día.
Pero pasó lo insolente.
Desperté a media noche con un ruido contrabandiento. Alguien estaba en el
cuarto revolviendo y botando cosas estrepitosamente. En el living retumbaban
las carcajadas del tío Tomás celebrándose sus chistes. Encendí luz pensando que
iba a pillar a Javier con sus dichosos mensajes. El velador estaba botado, el cajón
afuera, el plato de chuchoca hecho miles de platitos chicos, pero sin chuchoca y
saboreándose con su gran lengua, el Nerón me miraba con ojos de culpable.
Le abrí los brazos para tranquilizarlo y se metió en la cama. Se acomodó en
el hoyo y el Chorizo y yo tuvimos que darle hueco… El Chorizo ni despertó
siquiera. Apagué la luz y entonces me di cuenta que el muy interrumpido del
Chorizo no había cerrado la ventana al meterse.
Igual nos dormimos porque hacía harto calor con el tremendo Nerón ahí en
la cama…
11
Tomamos desayuno los tres con el Nerón. Yo sabía que la Domi no iba a
despertar porque se había acostado tarde. Siempre que viene a comer el tío
Tomás se queda oyendo sus cuentos y le sirve lo menos diez tazas de café,
porque son muy amigos. Y claro, todos duermen al otro día hasta la hora de
almuerzo. Así que paulatinamente eché los pedacitos de plato al tarro de basura,
y pude ver que ya no estaba el paquete de mi hermano hippie. Habría venido a
buscarlo esa misma noche el muy hambreado…
—Oye, me dijo el Chorizo en el camino al colegio—, me lustré los zapatos y
dormí sin polera pa’ no arrugarla. ¿Crees que podré entrar contigo a tu colegio?
—¿Por qué no? Total, entre tantos… —y nos metimos con el pelotón de
cabros que llegaban atrasados. Lo malo fue que el Nerón se coló también, y
aunque al principio nadie se fijó en él, en la clase resultó bastante inflamable.
El Chorizo y yo nos sentamos juntos allá atrás, donde me siento siempre y el
Nerón se echó a mis pies. La señorita Silvia estaba en plena clase de matemática
explicando algo que ni ella entendía. El Nerón aburrido acezaba para no
dormirse. De repente a la profe se le ocurrió llamar al Chorizo.
—Tú, que estás junto a Papelucho —clamó—, acércate. Y el Chorizo se
acercó. Yo sujeté al Nerón por sus mechas.
—Eres el chico que estuvo siempre enfermo ¿no? Primera vez que vienes.
¿Estás bien ya?
—Sí, señorita —dijo el Chorizo muy serio.
—Naturalmente no habrás aprendido mucho en casa. Pero quiero saber si
sabes las cuatro operaciones.
—Las sabía, pero me le olvidaron —dijo muy fresco.
—¿Cuál era tu enfermedad? —preguntó amable la profe.
—Tampoco me acuerdo —dijo el Chorizo.
Yo paré el dedo y dije:
—La custión de la memoria. Tiene magnesia —dije. Y ahí ladró el Nerón. La
señorita alargó el cogote y preguntó:
—¿Quién hizo ese ruido de perro? —y su voz quedó retumbando como un
año, porque nadie contestó.
Ella estaba en esos días en que “todo lo comprende” y sencillamente le dijo
al Chorizo:
—Vaya a su puesto, hijo. Y acércate tú, Papelucho.
Esperé que el Chorizo sujetara al Nerón y me acerqué.
—Este chico enfermo es tu amigo —me dijo sonriosa—. ¿Lo ha autorizado
el médico para venir a clase? No parece estar bien todavía…
—De estar bien, está bien —contesté con sabiduría—. Lo que pasa es que
como si viniera por primera vez al colegio ¿entiende Ud.?
—Comprendo —y comenzó a anotar algo—. Hablaré con sus padres.
—No tiene padres —dije.
—Igual, con su apoderado. Habrá que prepararlo y darle clases particulares.
—Yo puedo hablar con él de parte suya —me ofrecí.
—Puedes decirle que venga a verme aquí cualquier día. Gracias.
Yo me volví a mi asiento y siguió la clase. El Chorizo tomó uno de mis
cuadernos y comenzó a hacer números y custiones copiando los míos. Yo estaba
recontento pensando que si el colegio recibía al Chorizo como alumno ¿por qué
no lo iba a recibir mi mamá como hijo, ahora que había hueco? El Chorizo y yo
seríamos un equipo de hermanos como de cuento y cuando fuéramos grandes a
lo mejor seríamos jefes de estación de satélites o boleteros de carretera
panamericana, que son mis dos vocaciones por ahora. Porque en realidad yo
habría querido ser hijo único de astronauta…
Lo que pasó es que el Nerón comenzó a aburrirse. Ya nadie le tiraba las
mechas ni lo rascaba… Así que se largó a olfatear rodillas casposas y
tamborilear con la cola en otras. Los chiquillos se pusieron movedizos y medio
atacados de risa, menos el idiota del Tupamaro que se largó a chillar con estérico
hasta que dejó poza. Claro que el Nerón le ladró con violencia, para que se
callara… Y ahí se armó la crema.
La señorita Silvia se puso color de sus párpados, se levantó con el palo
apuntador, y como un jefe de tribu avanzó con su lanza, bajó de su tarima y con
voz de cogotero
—¿Quién ha traído ese perro? —blasfemó.
Nerón contestó con ladridos más fuertes que los chillidos del Tupamaro y
que la misma profe.
—¡Es una falta de respeto e indisciplina, y lo sacan inmediatamente!
Se había armado el tremendo desorden. Nadie estaba en su puesto y los que
no se morían de risa se morían de susto, uno ni sabe si del Nerón o de la señorita
Silvia.
Sólo ella no le tenía miedo al Nerón.
Avanzó hasta él y trató de acariciarlo, pero el Nerón no se deja hacer la pata.
La despreció y se volvió donde el Chorizo muy tranquilo.
—Papelucho —dijo la profe con voz de parlante—. ¡Tú trajiste este perro!
—Este perro es de mi compañero. No se separan nunca —dije.
Ella volvió a su asiento, tragó una pastillita, dejó el palo y junto las manos no
sé si para rezar o para sujetarse los puñetes que le temblaban entre las
coyunturas.
—Niños —dijo—. Todos a su asiento. El compañero de ustedes no sabría el
que el perro se deja en casa. Es primera vez que él viene, después e una larga
enfermedad. No volverá a traerlo ahora que puede producir desorden.
Continuemos la clase…
Y todo siguió igual, menos la poza del Tupamaro y la custión de tener que
rascar al Nerón, por turnos, entre el Chorizo y yo. Y el Chorizo en este primer
día alcanzó a aprender el “uno” y la “i” y también la “o”, aunque bastante
chueca, igual que el “cero”. Es inteligente.
12
Cuando llegamos a la casa con el Chorizo, la mamá no estaba y la Domi nos
dio once a los tres. Nos encerramos en mi cuarto a hacer tareas y el Chorizo a
escribir Mejorar – Laca – Desodorante y Odon, que era lo único que se le veía al
tubo enrollado de la pasta de dientes. Mi sistema de profesor de mi hermano era
así: cada día aprende lo que se encuentra escrito en un cuarto, y hoy le tocó al
baño. Mañana será más fácil porque le toca el comedor y no tiene más letras que
la A de la botella de aceite y la V de la id. de vinagre, y la RCA de la radio. Pero
cuando le toque el velador del papá, va a quedar graduado, creo yo.
Por fin llegó la mamá y saludó al Chorizo con cara de trasplante.
Se tiró en el sofá, sacudió su peinado como para espantar malos espíritus y
soltó el llanto como bomba casera. Yo me asusté al principio. Creí que se habría
enterrado algún cuchillo al sentarse en el sofá… Luego pensé que en ese caso
habría gritado… Así que me di cuenta que la custión era que ella le explicara a
alguien su pena, y ese alguien era el puro yo.
—¿Por qué llora? —le pregunté como preguntan todos al llorón.
—No es cosa para explicarle a un niño… —sollozó mirando al techo. Si no
quería mi consuelo, a lo mejor podría servir la Domi. Pero había ido a la
farmacia. Así que el traje un vaso de agua y una aspirina. Ella se la tragó, se secó
las lágrimas y me sonrió cariñosa al devolverme el vaso. Con la emoción, se me
resbaló de las manos… pero no le importó la quebradura, porque el vaso se
partió puramente en dos.
—Papelucho —dijo tragándose el cototo—. Vengo del psicólogo…
—Acuérdese de que la custión de Javier no es importante, según él.
—Eso dijo la primera vez.
—Dijo que era típico. Eso es reencachao… —la animé.
Volvió a sacudir su peinado.
—No. Han pasado ya demasiados días. Puedo haber perdido a mi hijo… —
fueron sus palabras y vuelto al llanto en primera— para siempre… —hipeó.
Se me vino el asunto de los mensajes de Javier, mi contacto con él y la
tentación de decírselo para que no llorara más. Pero si yo no le guardaba el
secreto al hermano que por primera vez confiaba en mí, a lo peor yo también lo
perdía para siempre. Así que frené de aire. Y me vino la otra idea.
—Total —dije desconsoladamente—, si ha perdido un hijo, aquí tiene otro.
Yo le traje el Chori para que la consuele… usted lo adopta de hijo y yo de
hermano ¡y listo!
Sólo entonces pareció fijarse en él. Lo miró de hipo en hipo, le sonrió y lo
tomó de la mano.
—¿Qué dirían sus padres si se lo quito?
—No dirían ni pío. Están fallecidos desde antes que él naciera. Es huérfano
total.
La mamá lo abrazó entonces.
—Un hijo no se reemplaza —dijo con erupción—, ni los padres tampoco.
¿No es cierto, Chori?
—Eso no lo sabe él que nunca los tuvo. Usted es muy anticuada. Si los
maridos se reemplazan, ¿por qué no los hijos?
—El que lo ha educado lo extrañaría mucho —dijo cambiando el tema.
Si supiera que nadie ha educado al Chorizo… Pero no era bueno explicarle
tanta cosa. Aproveché que se había ido de trasplante otra vez y le pregunté con
voz áspera:
—¿Puede dormir aquí unos días mientras aparece Javier? Total estamos en la
misma clase en el colegio…
—Sí, por supuesto —sonrió levantándose y acariciando al Chorizo—. La
casa de Papelucho es tu casa, Chori lindo. —Se ve que ya le había hecho efecto
la aspirina y partió a su cuarto con paso firme.
Pero el Chorizo se había quedado estítico.
—¿Qué te pasa? —le pregunté—. ¿Te cae mal tener casa?
Meneó su chasca y no me contestó. Tenía una custión rara como de que sí y
de que no en la boca. Parecían pucheros, de esos de niño chico. Y algo le picaba
en los ojos. Por fin, pujando para hablar, dijo:
—Es la primera vez que me dicen Chori-lindo… —y tuvo que sonarse a puro
dedo.
—Son frases —le expliqué—. A mí no me dicen nunca, ni falta que me hace.
Tenís que acostumbrarte a esta casa y a esta gente. Hay muchas cosas a la
antigua y sin asunto. La custión de lavarse, de no comer a dedo y tonteras por el
estilo. Total es refácil darles gusto.
Cuesta hacer entender a la gente lo que uno mismo no entiende. Entramos a
mi cuarto. Ahí estaba el Nerón, muy echado en mi cama, esperándonos.
—Oye —le dije al Chori—, dormí remal anoche con el Nerón. La custión de
las pulgas… ¿Te importaría dormir tú solo con él en la cama de Javier? La
comida y el desayuno se lo damos aquí, claro…
—Quiero preguntarte una cosa —me dijo el Chori—. La Domi sabe todo el
asunto de mi ropa y que uso la tuya…
—La Domi también sabe guardar secretos —le dije—. Y yo sé guardar los de
ella.
El Chorizo se puso a silbar y escribió otra página más de “Laca”. Pero cada
vez hacía peor las letras. Por fin le dio por inventar palabras y me hacía
leérselas. Algunas resultaban cochinas, así que le prohibí.
—Si mañana en el colegio escribes esto, te echan para siempre.
—Acuérdate de que soy el niñito enfermo. Tienen que tener paciencia
conmigo —rió.
—Y la señorita Silvia va a querer hablar con tu apoderado… —me acordé.
—¡Puchas! —clamó—, y mi apoderado es tu papi y ni siquiera lo conozco.
—Como no tenías memoria, es pura custión que se te olvide darle el recado
de la señorita Silvia —le dije.
—Pero no, tú te ofreciste para hablarle.
Tenía razón. Otro problema. ¿Cómo puede uno estudiar con tanta pega?
Pero la vida es buena. Cuando lo friega a uno, lo consuela. Al cerrar mi
ventana, encontré de tranca un chicle sin uso envuelto en un papelito que decía:
—¡Gracias hermano choro!
Menos mal que Javier me estaba agradecido. Uno se siente astronáutico de
ver que lo choriflee un hermano mayor que antes lo despreciaba…
13
Resulta que era domingo y ahora un domingo con hermano nuevo, es
tremendo problema.
A la mamá se le ocurrió aparecer en mi cuarto tempranito, y nos pilló
jugando con el Chori y chacoteando al Nerón. Y le cayó remal.
—No me habías dicho nada del perro —creció con cara seria—. Yo
encantada de que tengas amigo, pero este perro inmenso no cabe en esta casa.
—Mamá, lo que pasa es que Ud. no tiene corazón… Este perro no es tan
inmenso y además el Chori es su mami, su papi, toda su familia. No puede
echarlo a la calle a morir de pena y de hambre…
—Habla con tu papá —dijo muy tiesa y salió del cuarto. Yo sabía que ella
iba a convencer al papá y resultaría inútil hablar con él. Lo mejor era llevarse al
Nerón a su motel y convidarlo alguna vez a jugar. Si no, iba a salir el Chori de la
casa con perro y todo.
Así que nos vestimos y lo fuimos a dejar a su palacete donde su dueño lo
estima y lo alimenta.
Poco antes de llegar, nos pusimos sospechosos; no fuera a haber guardianes y
señores de Investigaciones vigilando la zona… Y nos quedamos cateando desde
lejos, esperando que no se divisara nadie en la calle. Dale con pasar autos; dale
con salir cocineras a barrer la vereda o a dejar tarro de basura, dale con salir
niñitos a andar en bicicleta. Hasta que por fin quedó desierta la inmensa y
potente reja con su calle pelada.
Corrimos con el Chorizo y Nerón hasta la puerta. Pero estaba cerrada con
candado. El motel del Nerón había desaparecido… ¿Cómo entrarlo? Dimos la
vuelta por toda la manzana con su gigante reja con espadas doradas. Otras
puertas cerradas como castillo encantado de bruja maquiavélica. Tocar el timbre
habría sido meterse a un horno en llamas… Tampoco íbamos a volvernos
dejándolo abandonado. Y había que pensar rápido antes que comenzar otra vez
la custión peatones.
—¿Si tocáramos el timbre y arrancamos? —propuse.
—El Nerón correría detrás de nosotros —dijo el Chori y se quedó pensaroso.
Y antes de un minuto se le vino la idea:
—Amarrémoslo con el cinturón a la reja y tocamos. Ahí lo recogen.
Es lo bueno del Chori. Es inteligente, mucho más que yo, y un hermano-
amigo-inteligente es lo más choriflai que puede haber.
Mi cinturón apenas le sirvió al Nerón como collar, pero con el del Chori
pasado como correa, quedó amarrado a la reja para siempre.
Me subí al lomo del Chori y toqué el timbre con pertinencia. Y al soltarlo,
arrancamos peor que cápsula…
Por allá en una esquina frenamos acesando y nos quedamos al aguaite de lo
que iba a pasar… Veíamos al Nerón con cara de paciencia, esperando. Miraba
hacia la reja y nos miraba a nosotros. No ladraba ni movía la cola. Quién sabe
qué pensamientos tristes teletipeaba su mente. Y la puerta no se abría… Seguro
que lso porteros esperaban otro nuevo llamado. Han de ser de esos gordotes que
piensan que los que tocan un timbre son chiquillos bromistas. Había que tocar de
nuevo. Pero esperamos un poco más…
Justo cuando íbamos a pegar la carrera para tocar de nuevo, se abrió la
majestuosa. El Nerón pegó un brinco, cortó los cinturones y se sumergió en el
jardín de palacio. Lo último que vimos fue su cola aleteando como bandera al
viento.
Paulatinamente recogimos los cinturones cortados que volvieron a sujetar
nuestros pantalones y pensando en el recibimiento de hijo pródigo que le darían
al Nerón, nos consolamos de no verlo nunca más.
Había empanadas para el almuerzo y el Chori se comió tres, se ve que tiene
un hambre de antepasado, porque no le quedaba huevo para hablar. La mamá y
el papá lo miraban y suspiraban. Creo que pensaban en el hambre de Javier,
porque les brillaban los ojos casi con lágrimas. La Ji se ha puesto chinchosa con
esto del hermano nuevo y voy a tener que educarla porque cada día se pone más
lolita.
Hasta aquí todo iba resultando igual que cualquier domingo y nadie tenía ni
la mayor idea de lo que iba a pasar al poco rato…
Justo cuando íbamos a salir a encumbrar volantines en la esquina, sonó el
timbre y de un solo brinco entró el Nerón en persona con la chancleta vieja del
Chori en su boca. Saltó sobre nosotros y nosotros sobre él y rodamos por el suelo
en un enredo de patas, brazos, cola, orejas y hocico y harta felicidad. Pero como
cuando uno está muy fregado hay siempre una sorpresa rica, así cuando uno es
demasiado feliz resulta vici-versa.
A los dos minutos, se nos había congelado la risa. Las orejas se nos pararon a
los tres, porque en la puerta de calle, quitando el sol, había dos tremendos
cuerpos de detectives.
Ipso flatus, el Chorizo dio un salto del pescado; no sé si por arriba, por abajo
o por entremedio salió disparado y atravesó a los detectives. Y claro, los dos se
descargaron sobre mí. El Nerón comenzó a ladrar furiondo. Eran ladridos de
cueva supersónica y remecían la casa…
Apareció la Domi con cara de estropajo.
Medio dormido de la siesta llegó el papá a pie pelado.
—¿Qué pasa con el maldito perro? ¿No te dije que lo echaras de aquí?
Iba a seguir discurseando, pero se frenó en seco al ver a los detec.
—Señor, vamos a llevarnos al perro y… al niño —dijo uno poniéndole una
especie de jaula en la cabeza al pobre Nerón. El otro me paró el pulso con su
manota de hierra y se me helaron los dedos.
—Más despacio… —dijo el papá—. ¿Con qué derecho entran ustedes en mi
casa? No voy a permitir que secuestren a mi otro hijo…
El papá parecía un Tarzán venido a menos y de la policía lo rastreaban con
sus ojos de la cabeza a los pies. El papá separó las piernas para verse más ancho.
Uno de ellos enseñó una placa y el otro sacó un papel de su bolsillo.
—Tenemos orden de la 9° —dijo—. Se trata del robo de la calle Piña. Este
perro es el guardián de ahí y había desaparecido. Él nos trajo hasta aquí. Es la
única pista que tenemos. Y nuestra obligación es cumplir órdenes superiores.
—No sé nada del perro —dijo el papá—. Amaneció aquí esta mañana y el
niño le dio comida. No es motivo para llevarlo preso.
—Ud. puede venir con nosotros a la comisaría y explicar eso allá.
Era uno de esos gallos secos que manden lo que manden, hasta el papá
obedece.
—Voy con ustedes —trató el papá de imitar el tono—. Pero tendrán que
esperar a que me vista.
Sin soltarme la mano, entraron y llenaron el sofá. El papá fue a vestirse y
entretanto llegó la Domi con dos copitas de tinto y algunos chicharrones. La
conversa con ella hizo alegrarse a los detectives y sus risotadas remecían los
vidrios. El pobre Nerón se saboreaba los chicharrones que se comían ellos. En
eso llegó la Ji y se le sentó en la falda al más gordote. Yo trataba de adivinar si el
Chori seguiría corriendo por la Panamericana o Pudahuel y estaba decidido a ser
mudo para siempre.
—Oye —le dijo la Ji al caballero de la placa—, ¿por qué viniste de visita tan
temprano?
—Mi visita es trabajo y para eso no hay horas —contestó, cerrándole un ojo
a la Domi.
—¿Y te pagan por puro hacer visitas? —la Ji le había tomado su cara gorda
entre sus dos manos y lo obligaba a mirarla. —¿Te gustaría casarte conmigo
cuando yo sea grande? Yo te acompañaría a hacer visitas… —y le sonrió
chinchosa. La Domi fue a buscar un encebollado y empezaron a comerlo entre
todos. Puramente el Nerón y yo, bien callados, nos relamíamos de envidia.
Por fin llegó el papá. Traía una cara rara, y sin decir palabras salimos a la
calle los cinco. Afuera esperaba un furgón blanco y negro. En todas las puertas
de calle habían grupos de mirones copuchando. Y partimos; atrás iba el Nerón
con el más flaco de los amigos de la Domi. La Ji desde la puerta nos tiraba besos
con la mano y se retorcía chinchosa al igual que la Domi…
14
Es la noche y estoy desvelado. ¿Cómo voy a dormir si mi otro hermano, el
nuevo, el inteligente, el Chorizo anda perdido? ¿Cómo voy a dormir si el Nerón
está secuestrado en una comisaría y no le dan de comer para que busque la pista?
¿Cómo puedo apagar la luz si tengo dos hermanos perdidos?
Resulta que en la comisaría habló el puro papá y contestó todas las
preguntas. Como no sabía nada, contestó todo mal. En todo caso nos soltaron,
menos al pobre Nerón que quedó como rehén. Es algo así como echarlo de
prenda. Y lo van a soltar cuando aparezca el ladrón y todas las custiones robadas.
Porque parece que el robo fue algo estilográfico, o sea de millones y millones y
todas esas cosas que le gusta tener a la gente: televisores, máquinas de toso
servicio, monedas de oro, cantimploras, telescopio, teletipo, telemundo y qué se
yo. Cosas de millonario. Y el único rastro que tenían los pobres detectives era el
zapato sin suelo del Chorizo, y la única esperanza era que apareciera el Nerón,
para encontrarlo… Ellos creen que el Chorizo hizo de loro y es compadre con
los asaltantes.
Y por eso yo ni puedo dormir pensando que persiguen a mi hermano nuevo y
quién sabe dónde tendrá que esconderse, porque el Nerón lo va a ubicar donde
sea. Es lo malo del amor. El perro quiere tanto a su amigo que lo va a llevar a la
ruina, o sea a la cárcel…
Yo pienso que el Chorizo se habrá enterrado vivo para despistar. Pienso que
para no morirse de hambre se chupará el dedo día y noche. Pienso que justo
cuando se estaba acostumbrando a tener casa, familia y todo, tiene que arrancar
de ellos e irse solo a la montaña. Pienso que se pondrá viejo en algún monte y le
crecerá barba y pelo hasta en las manos y será una especie de brujo solitario
comiendo puras raíces y jugando con pumas…
Esta mañana desperté sentado mordiendo mi diario y como asiento el lápiz
que es bastante duro.
Era tarde así que salté y me calé la ropa y partí a todo galope al colegio sin
tomar desayuno. Sólo en la esquina del peral me vine a acordar de mi pena y
preocupación del Chori.
Tragué harto aire, frené, puse primera y entré con paso firme a mi clase.
Todavía había bulla y se estaban sentando todos; la señorita Silvia no había
entrado todavía. Me senté… y sólo entonces me di cuenta de que ahí, al lado
mío, estaba el Chori muy tranquilo escribiendo “Laca-Laca” en su cuaderno. Yo
quedé paralelo. ¿Cómo podía ser tan despistado?
—Oye —me dijo como la boca cerrada—, vine a ver qué pasó, y para no
perder clase…
—Es que te andan buscando… Tenís que esconderte o si no te llevan preso.
¡Eres la única pista!
—¡Claro! Del colegio a mi escondite. No me van a buscar aquí… y no
pienso perder una sola clase…
—¡No seas descriteriao! El Nerón llevó a los detectives a mi caso por el puro
olor de tu zapato…
—No le van a dar bola al Nerón si quiere traerlos aquí. No le creen.
En eso entró la señorita Silvia y saludó con especial cariño pituco al Chori.
Lo llamó, le palmoteó la cabeza y le entregó una hoja con tareas también
especiales.
—¿Qué hago con esto? —me preguntó él sin mover los labios.
—Copia —le dije—, total tú no tienes por qué acordarte de nada si no tenís
memoria…
El Chori copió todas las hojas que le dio la señorita Silvia y ni sé cómo, en la
tarde, me leyó lo copiado. Y también en el libro… ¡Es un genio! ¡Aprender a
escribir y a leer en apenitas dos días!
A la salida, en lugar de arrancar a su famoso escondite, se vino conmigo a
casa.
—Si ya fueron a buscarme a tu casa no van a pensar que soy tan imbécil
como para volver a ella…
—Pero al papá le dijeron que tú habías hecho de “loro” y entonces el papá…
—Yo no había pensado volver como “hijo” de tu papá. Como hermano tuyo
secreto, o sea de noche. Y para seguir aprendiendo en el colegio…
—Okey —le dije pensaroso—. No se me va a olvidar dejar la ventana
abierta. ¿Dónde dormiste anoche?
—En la comisaría, con el Nerón. Lo tenían en un rincón, algo como garaje
chico, para perros cogoteros. Si me tenía a su lado, no iba a salir a rastrearme.
Era lo más seguro… —Sacó de su bolsillo un papel grande doblado muchas
veces y me lo dio. Yo lo abrí. Decía: “Gratificación”. “Se gratificará con mil
millones a la persona que informe sobre el robo en la calle Piña”.
—Pienso ganarme esos millones —me dijo—, pero en ese momento divisó a
un señor de uniforme y se perdió corriendo por la esquina…
15
Mientras el Chori se dedica a ubicar los cogoteros del palacio de la calle
Piña, yo me preocupo de que mi hermano hippie coma bien. El pobre gallo vive
de la limosna de su propia familia y del buen corazón de su hermano menor.
Porque todos los días, le armo un paquetito con comida y fruta y lo dejo bajo el
tarro de basura. A veces le pongo una carta diciéndole que vuelva, que la mamá
está neurocirugiática de esperarlo, que el papá ni llega a la casa por no
consolarla, y que yo creo que le están echando la culpa a la pobre Domi de lo
que yo expropio para él. O sea, le toco todas las cuerdas vocales. Pero ni
contesta…
Total, que uno por muy buen hermano que sea, decide que hay un punto
final.
Así que me dediqué a esperarlo anoche, y aguaitar por la ventana a que
apareciera para decirle:
“Tú eres un subconsciente, un subdesarrollado, un subhippie y no tienes
derecho a que se culpe a otros de tu secuestro. Eres mi hermano mayor y me das
remal ejemplo. O vuelves, o te mueres de hambre porque la pobre Domi va a ir a
dar a la cárcel por tu culpa…”.
Tenía muchas cosas más que decirle, pero lo que pasó es que cuando empezó
a aclarar, yo desperté automáticamente en la ventana al oír que rodaba el tarro de
basura, y resulta que era un perro completamente verdejo el que se robaba el
paquete. Y en la esquina lo esperaban tres perros más y él repartía, claro que con
algunos gruñidos y mordiscos de todos los perros, lo que yo había elegido con
tanto cuidado para mi hermano hippie.
La pelea era bien tremenda, pero total los cuatro perros se conseguían algo…
Con razón nadie contestaba mis cartas.
Me metí a la cama reamargado y me dormí otra vez, aunque asomaba el sol
en los tejados.
Al poco rato —eso me pareció a mí—, desperté con un remezón del catre, y
algo que me apretaba la nariz.
Era el Chorizo, que saltó por la ventana, y había venido a verme a la vuelta
del colegio. Ya era casi de noche. Total, me había perdido un día completo, igual
que se pierde a veces cuando uno viaja en avión.
—Vine a ver si estabai muerto —dijo—, y mirándote un buen rato lo creí…
Te remecí el catre como una hora y por fin te apreté la nariz para estar bien
seguro…
—¿Qué hora es? —yo venía llegando de un mundo chirimpoya.
—Casi la noche. ¿Este es tu té? —dijo el Chori mostrando mi taza de
desayuno.
Lo tomamos en medias, frío, con natas y todo. Los dos teníamos hambre. Me
vestí de un run y me asomé al pasillo. No había nadie en casa y me acordé que le
tocaba salid a la Domi. El campo estaba libre y podíamos aprovechar con el
Chori para hacer cualquier cosa.
—¿Cómo te ha ido en lo de los millones? —le pregunté.
—Tengo interesada a la banda. Si ellos descubren quién es el asaltante, yo les
doy la mitad.
—¿Y si ellos llevan los datos sin contarte a ti?
—No los llevan. No van a exponer su pellejo…
—¿Y tú vai a exponer el tuyo?
—Ellos creen que yo hice de “loro” y al loro lo tratarán bien. ¿Y cómo te ha
ido a ti con tu hermano perdido?
Le conté lo de los perros…
—Tengo que pensar cómo buscarlo. Total su mensaje es bastante fiambre y
en tantos días puede estar en algún hospital.
Empezamos a hacernos sandwichs de huevo, de cebolla, de lechuga, etc.
—Yo tengo una idea —le dije al Chori—. Creo que el único modo de hacer
volver al Javier es poner un aviso que se murió la mamá.
—¿Crees que la odia? —preguntó.
—Todo lo contrario. Le daría una pena atroz y volvería.
—¿Y si no lee los diarios?
Me quedé pensaroso. El Chori tenía razón: Javier no lee el diario.
—Podríamos contratar un carro fúnebre. Si lo ve en la puerta, al menos le va
a dar curiosidad quién es el fallecido…
Ipso flatus buscamos en el guía de teléfonos. Y marcamos el número.
—Funeraria Siempreviva, buenas tardes —dijo una voz de ofensores.
—Buenas tardes —contesté apretándome la nariz para parecer llorón.
—Servicio Funeral a sus órdenes —repitió la voz—. ¿Desea Ud. un servicio
hospitalario o a domicilio?
—A domicilio —contesté.
—Tenemos servicios de tres tipos: Extra, dos carros, cuatro automóviles,
velones de plata, cortinajes, seis coronas, marcha fúnebre y seis deudos o
familiares lloros hasta el cementerio. ¿Desea saber el precio?
—No importa el precio…
—Hay también el funeral de 1° con un solo carro, dos coronas y volones de
bronce. Urna metálica. Luego el de 2°, con iguales decorados y urna de madera
seca. Damos facilidades para el pago…
—Quiero el Extra —dije, pensando que al papá no le gusta que lo miren
como agarrado.
—Medidas de la urna, por favor…
—No tengo medidas —dije.
—No, naturalmente… Puede decirnos si se trata de señor o señora, alto más
o menos, digamos ¿es tipo estándar?
—Tipo estándar —repetí.
—Perfecto. Hora en que desea el servicio y dirección…
—A las cinco de la mañana —dije, por si Javier venía a buscar su ración de
nuevo.
—¿A esa hora? —dijo con voz como sorpresosa—. ¿Es un caso ford-tuito?
—Completamente ford-tuito —contesté.
—Habría que agregar un 20% adicional…
—Naturalmente —contesté. Y di la dirección y el teléfono.
Al poco rato sonó el ídem y la misma voz preguntó:
—¿Es ahí donde se ha pedido un servicio fúnebre?
—Sí. Ahí.
—Perfecto. A las cinco de la mañana tendrá usted la atención e Siempreviva.
Buenas tardes. —Y cortó, justo cuando llegaba la mamá con la Ji, el papá, la
Domi y la psicóloga. Porque resulta que el psicólogo era psicóloga.
Es lo bueno de la gente-visita. Los papás se ponen simpáticos y no se fijan en
leseras, así que al Chorizo lo recibieron del uno.
—Tú alojas aquí esta noche, Chorito —le dijo el papá—. Nos habías hecho
falta… —y a mí me cayó regio para la cuestión de la funeraria en la mañana, por
si se confundían un poco a su llegada.
Aunque la Domi se demoró bastante en servir la comida, resultó de esas
compradas pero choras: el pollito frío, la piña de tarro. Se ve que la psicóloga es
importante en esta casa.
Nos acostamos acabandito de comer para despertar a tiempo y recibir los
candelabros, cortinajes, coronas, marcha fúnebre, cuatro automóviles, deudos y
familiares llorosos hasta el cementerio, a las cinco de la mañana.
16
Resulta que se armó la crema.
Estábamos en lo mejor durmiendo, el Chori y yo, cada uno en su cama, con
la ventana abierta para sentir llegar el furgón, autos y demases cuando de repente
sintió el Chori un asalto en su propia cama. Se despertó aturdido, y corrió donde
mí. Creía que estaba en la jungla y lo asaltaba una pantera. Pero era puramente el
Nerón.
Cuando nos dimos cuenta nos bajó verdaderamente tilimbre de ataque de
risa-gusto, hasta que comprendimos que detrás del Nerón venían los detectives.
Y nos pusimos tiesos de raros.
Había que estar listos para la defensa. Había que pensar muchas cosas y tener
decidido lo que íbamos a contestar a las preguntas…
—Tú no te metes —dijo el Chori, que es muy hombre—. Yo contesto que
voy a dar contacto, pero que deben darme tiempo…
Tocó la coincidencia que en el mismo momento de llegar estos caballeros,
llegó también la funeraria, o sea el cortejo y servicio. Eran las cinco en punto de
la mañana.
Me asomé por la ventana y vi un señor con el dedo pegado al timbre.
Nosotros lo habíamos desconectado en la noche para que nadie se confundiera
con la llegada del funeral. Así que aunque el señor tocaba y tocaba, todos
seguían durmiendo. Menos nosotros.
En la puerta misma había un furgón negro con las puertas abiertas y se
asomaban de dentro unas custiones inmensas y de plata pura. Un cajón
macanudo contra incendios y bombas, muy impermeable, de madera de radio-
tocadiscos estaba a medio sacar y venía enredado con unas tremendas coronas
moradas de flores de cardos insecables. Los caballeros que se ocupaban del
asunto tenían una levita negra, sombrero ídem y guantes también ídem. Daban
respeto-cototo y como lágrimas y demases con carne un poco granuja y
custiones tristes…
—Oye —le dije al Chorizo—. Si viene el Javier y ve esto, aquí mismo se
queda… Lo que friega todo eres tú con el Nerón y los detectives…
El Chori se quedó pensaroso. Es de esos tipos que no le gusta ser molesto.
—No hay problema —dijo—. Salto por la ventana con el Nerón, me siguen,
me toman y la cancha despejada…
—Yo te llevo desayuno al colegio —alcancé a gritarle, porque antes de decir
despejada, ya iba llegando a la esquina con el Nerón detrás.
Se oyó la sirena de los patrulleros que engancharon primera para alcanzar al
“loro” y su satélite. Yo quedé paralelo, pensando cómo irían a tratar en la
comisaría a mi hermano genio y sólo me consolé cuando me acordé de que él
estaba trabajando para ganarse millones y tenía sus socios.
Iba a cerrar la ventana cuando volví a ver a los caballeros negros. Todavía
estaba uno con el dedo pegado al timbre y otros dos ya habían sacado el cajón-
urna y esperaban… No iba a dejar que se fueran y perder el anzuelo con que
conseguiría la vuelta a casa de Javier. Tampoco iba a permitir que el papá se
entrometiera en mi negocio.
Así que me puse la polera y fui en puntillas a abrir. Ya me había dado cuenta
que éste era el Primer Cuerpo del Servicio, porque no estaba el carro, ni los taxis
ni los deudos que lloran. Tendría tiempo para cancelarlo en el momento del
entierro.
—Servicio Funeral Siempreviva a sus órdenes. Sentida condolencia —dijo el
gallo del dedo en el timbre.
—Qué agradece —le contesté con cara triste.
—¿Dónde colocamos el féretro? —preguntó mientras otros dos señores
entraban el radio-cajón esperando mis órdenes.
—Pueden dejarlo aquí —dije mostrando el pasillo de entrada. Miraron a su
jefe y obedecieron. El aparato llenó la entrada y había que saltar por encima para
pasar.
—¿Los velones? —preguntaron.
—Encima —contesté. No había más solución. Y colgando de ellos las
coronas. Era un efecto choro, un poco confundido y en caso de incendio, nadie
podría arrancar. Pero así son las cosas.
A todo esto me di cuenta de que el furgón negro iba a partir después de dejar
ahí su mercadería y el anzuelo para Javier iba a resultar inservible. ¿Cómo
sujetar a estos gallos? Me estaban pasando unos papeles para que yo firmara.
Pensé, y les dije:
—Van a tener que esperar que despierte mi papá ¿O les vale mi firma?
—De ningún modo. Esperaremos. No tardará en venir, ¿verdad?
—Ojalá tarde —le contesté desconsoladamente—. Necesita dormir…
¿Qué iba a decir yo si apareciera el papá y se encontraba tapiado por el
Primer Cuerpo del Servicio Funeral? Ni siquiera podría ir a su oficina…
Y mientras tanto el hippie ni aparecía. Por suerte no se podía cerrar la puerta
de calle y estaba de par en par abierta, como esas iglesias de matrimonio. Vi que
pasaba gente por la calle. Todos miraban con harta compasión. Ya debía ser un
poco tarde, porque vino el diarero y me pasó el diario en vez de tirarlo. Y ahí
venía el lechero… Y por la vereda de enfrente ese atleta jubilado que trota
apenas sale el sol…
Empecé a confundirme. ¿Y si no aparecía el Javier? ¿Qué iba a hacer yo con
todos esos aparatos y…? Entonces no más se me ocurrió la lujurienta rosca que
iba a armarse en mi casa.
Sentí que me ponía pálido. Tenía que desmayarme definitivamente o hacer
algo.
—¡Dios mío, ayúdame! —clamé en mi dentror—. ¡Dame una idea y
obedeceré tu orden!
La idea me traspasó el cerebro y volé a cumplirla.
—Domi —le dije en su oído dormido—. Levántate y sálvame.
Su cara colorada asomó entre las ropas y salió de ellas totalmente vestida.
—¿Qué está pasando? —preguntó estirando su pollera— ¿Incendio o asalto?
Le expliqué. Su nariz tembló de suspenso. La Domi sabe que cuando le
piden a ella que resuelva un problema, lo resuelve. Y tiene ideas de todo
servicio.
—Hay que sacar de ahí esa urna —dijo como profeta en el desierto. Hay que
llevar al muerto a velar a una iglesia antes de que despierte el patrón. Hay que
hacer desaparecer el muerto en el camino y también hay que aprovechar que no
se vayan todavía de la puerta de calle… Sírvete desayuno, niño, yo arreglo
esto… —y salió de la cocina.
Se me quebró la taza y se me quemó el pan, pero tomé desayuno y me sentí
mejor.
La Domi no volvía.
El reloj de la cocina movía sus punteros con esos brincos nerviosos de los
relojes cocineros. Y ya marcaba las siete. Su despertador inflamable empezó a
sonar furiondo. Yo le apreté el botón, porque habría despertado a toda la casa.
Abrí la puerta de la cocina y aguaité. No había nada y nadie en el pasillo…
17
Es noche, y sólo ahora tengo tiempo de escribir en mi diario.
Han pasado tantas cosas… que ni sé cómo empezar. Haré como esa radio que
da las cosas por hora:
8:00 de la mañana. Llegué al colegio después de aburrirme de esperar a
Javier o a la Domi que nunca jamás volvieron.
8:05 de la ídem. Entré a mi clase y me encontré con el Chori muy sentado
haciendo sus tareas.
—¿No te pillaron? —le pregunté.
—Sí, y me preguntaron qué pasaba en tu casa. Contesté: hay funeral, y me
dejaron libre hasta después del entierro. Pero se llevaron al Nerón. ¿Qué pasó
con Javier?
8:07 de la ídem. La señorita Silvia nos pasó lista, revisó las tareas y felicitó
al Chori.
8:15 Apareció el Nerón en la clase y se armó la crema porque le dio por oler
a cada uno. Al Florindo le vino un estérico y se trepó en la cabeza de la señorita
Silvia. El Chorizo tuvo que llevarse al Nerón y ninguno volvió.
9 a.m. Se suspende la clase porque la señorita Silvia quedó con la cabeza
torcida por culpa del Florindo.
9:05 Nos dan recreo mientras viene alguien de reemplazo.
9:10 Veo entre los barrotes de la reja la tremenda cabeza peluda de Javier.
Como no tiene cintillo, parece un león del circo.
9:11 Corro a hablar con él. “Hola”, me dice y “hola” le contesto.
—Veo que estás vivo y sin luto. ¿Quién era el muerto? —pregunta. Yo sé que
cuando no conviene contestar, es bueno preguntar:
—¿Te importa saber? —le digo—. ¿Cuándo vuelves a casa? ¿Estás bien?
¿Mandas algún recado?
—Ninguno. Tú no me has visto… Pero cuento contigo y necesito otras cinco
lucas. Las espero mañana aquí mismo —y antes de que yo le contestara se trepó
sobre andando en una micro que pasaba.
9:15 Pienso que no voy a ayudar más a este hermano hippie. Pienso que no
tiene corazón.
9:16 Pienso que si yo no lo ayudo se morirá de hambre.
9:18 Suena el pito llamando otra vez a clase. La señorita Silvia con la cabeza
torcida y mirando para un solo lado, ordena hacer tareas. Tiene hipo y una
bufanda en el cogote.
9:22 Me llaman a la oficina.
9:25 Voy caminando a mi casa con doña Petri, una vecina, y la Jo. El papá
me mandó a buscar con ellas.
En el camino a la casa, la Ji y la señora esa me explican que la Domi está
muerta y encajonada en el living, que la mamá está completamente
desenchufada, que el papá me mandó a buscar para que explique. Yo, me pongo
a rezar para un terremoto, de esos que nadie se acuerda de lo que pasó antes y
tampoco le importa…
10:05 Ahí está el velorio, el cajón, los cortinajes, las coronas. Dentro del
cajón duerme la Domi como una muñeca en su caja. Antes de explicar nada, yo
la despierto y la dejo hablar a ella. El papá se agarra la cabeza y se pasea, la
mamá habla en coro con la Domi. Nadie entiende nada de lo que explica la
muerta que por fin decide llorar y llorar y se va a la cocina clamando que de todo
la culpan a ella.
11:06 El papá y la mamá se vuelven contra mí. Me baja la rabia contra la
injusticia y entonces digo la verdad. Le tendí un anzuelo al hippie. El hippie
respondió apareciendo y pidiéndome 5 lucas. ¡Nadie me cree!
Él: —¿Dónde lo viste?
Yo: —No puedo decirlo. Prometí.
Él: —¿Cómo quieres que te crea, entonces?
Me paseo con las orejas ardiendo. La mamá se acerca amistosa.
Ella: —¿Cómo estaba Javier? ¿Estaba bien?
Yo: —Bien.
Él: —Tú le juraste no decir donde lo viste. Júrame que es verdad.
Yo: —No pienso jurar más.
Él: —Esta bromita del servicio funerario va a costar buenos pesos. Además
he perdido la mañana… y hemos hecho el ridículo.
Yo: —Yo creía que verdaderamente les interesaba que apareciera el hippie.
Ha aparecido y arman todo este boche…
12 a.m. Se llevan el servicio. El papá hace un cheque. La Domi para de
llorar. La mamá me lleva a almorzar a un restaurante, me hace 738 preguntas
gaseosas y me da las 5 lucas para el muy tarao de mi hermano.
18
La mamá me dio tres billetes de 5 para Javier. Yo lo encuentro rotundamente
injusto que le den el triple de lo que pide por fregar como desaparecido, y a mí
que, no doy ni congoja, apenas me pasan una mesadita alguna vez…
Con su famosa cabeza peluda asomada entre las rejas del colegio ya no hay
ninguna esperanza de una aventura para encontrarlo y menos ir al Tololo a
estudiar de astronauta.
Toda la mañana se me anduvieron paseando las otras lucas a mi otro bolsillo
para hacerme justicia. Total él me había pedido 5. ¿Por qué iba a darle más? Y la
custión de que yo tomaría lo ajeno, o sea robo, y la confianza de la mamá en mí
de entregarme quince cuando eran puros cinco los que pedía el hippie. Eso de
que la mamá de uno ni piense en que uno tiene ideas de justicia, de abuso, de
que ella puede ser un poco descriteriá, y dale y dale. Los cinco aquí, los diez otra
vez a juntarse con los otros cinco todo el tiempo en la clase. Dos cosas me
obligaban a juntas los billetes: la custión de ser ladrón y eso que la mamá
confiaba en mí.
Apenas salí a recreo, divisé al Javier caminando frente a la reja con su pinta
de capo churumbélico. Ni miraba al colegio, como si no le importara lo que
estaba esperando… Eso tiene Javier: ¡es sacapica!
Yo me acerqué a la reja y esperé a que él me hablara. Y por fin llegó él con
su famoso “¡hola!”
—Hola —le contesté, haciéndome el tontito de lo que él esperaba.
—¿Me trajiste el encargo?
—¿Qué encargo? Yo encontré un mensaje tuyo que decía: No me busquen.
No me encuentren. Yo vivo mi verdad. ¿Cuál es tu verdad?
—La que estoy viviendo ahora… ¡Libre de amarras!
—Debe ser choriflai… Pero, ¿por qué vienes a verme al colegio?
—Te hice un encargo, Papelucho —se puso serio el Javier.

—Tú estás libre de amarras, no puedes querer nada que te amarre…


—Tengo que comer. Por desgracia el mundo no se arregla todavía sin
chinches, y mientras así sea…
—Entonces no estás libre de amarras como dices.
—A mi manera, sí.
—Tu manera es pidiéndome que te consiga plata. ¿Y si no la consigo?
—Me muero de hambre…
—Pero en libertad —le dije.
—No quiero morirme joven. Tengo una misión en el mundo…
—¿Qué misión?
—Oye, no vine a conversar, ¿trajiste mi encargo sí o no?
Me estaba retumbando dentro la custión de su misión y el arreglo del mundo.
A lo mejor el Javier era un verdadero capo y yo ni lo sabía.
—Lo traje —dije echando la mano al bolsillo. Había un solo billete. ¿En qué
momento pasé los otros al otro bolsillo?
—¿Cómo te los consigues? —preguntó brillando sus ojos turnios.
—Refácil: los pido para ti.
—¡Imbécil! Te dije que me guardaras el secreto jurado.
—Y lo guardo. Nadie sabe dónde nos encontramos… Y aquí van otros de
propina, quienzá son para que no aparezcas —y le entregué los otros con pica,
por sus insultos. Más se le alumbró la cara. Iba a partir cuando yo lo ataqué:
—¿No mandas ningún recado?
—Dile a la mamá que apenas arregle el mundo, volveré ¡y ella va a estar
orgullosa de mí! ¡Chao y gracias!
Javier siempre se pone simpático cuando consigue plata, pero la custión de
que él va a arreglar el mundo está muy equivocado. Porque el que lo va a
arreglar soy yo. Y no dejándome crecer el pelo ni las uñas sino que haciendo
feliz a toda la gente, a los perros, ratones, caballos y demases. Y sé que no es tan
fácil, pero siento que me va a resultar. En todo caso voy a pensarlo mañana,
porque ahora tengo mucho que contar.
El Chorizo me convenció de que teníamos que ir a la reunión con la banda.
Estábamos citados en la cueva a las 6 en punto.
En la cueva nos esperaba el Soto con el Chirigota, el Pitico y el Sietes Patas
que es nuevo y otros cinco que no importaban mucho. Nos sentamos en las
piedras y el Soto clamó con eco:
—¡Se abre la sesión! —y pasó lista. Éramos once contando el Cero, capitán
otra vez.
—El Uno propone un negocio: ganar los millones por ubicar a los del robo
de la calle Piña… —sacó el papel del Chorizo y lo mostró.
—Claro la plata, es plata —dijo el Chirigota—. Pero arriesgamos el pellejo y
la libertad…
—¡Viva la libertad! —gritó el Siete Patas y alguien lo acalló de un puñete.
—¿Por qué arriesgamos el pellejo? —pregunté yo.
—Porque esos gallos se vengarán del que cante…
—¿Por qué la libertad? —pregunté otra vez.
—Porque quedamos fichados como “contacto” y para cada robo tendremos
que ir a declarar.
—Pero si no sabemos los nombres… —alegué.
—¿Crees que por no saberlos van a pagarnos millones? ¡Idiota!
—Total ¿qué cuesta inventar cuatro nombres? —y me llegó un tapaboca.
Volaron y sonaron moquetes y puñetes por un rato y por fin nos volvimos a
sentar en las piedras que ahora eran más duras y picudas. Pero nadie hablaba,
sino que puramente acezaban. El Soto y yo teníamos sangre de narices y nos
mirábamos para ver quién tenía más. El Chorizo pidió la palabra.
—¡Yo propongo que nos repartamos la culpa y las ganancias! O sea que
sortiemos: cinco salen elegidos “culpables” y cinco hacemos “contacto”. Los
culpables se esconden para siempre y los “contacto” cobran y ayudan a
buscarlos…
—¿Y si los encuentran? ¿Y si no aparecen las cosas? —preguntó el
Chirigota.
—Podemos ir donde un adivino para saber dónde están —propuse yo.
—Cuando cobremos la gratificación se reparte por igual entre culpables y
contactos —terminó el Chorizo.
—Hagamos una votación —dijo el Soto y todos votaron que sí. Entonces
dijo:
—¡Sortiemos!
En una hoja de mi cuaderno me hicieron escribir los once nombres, bastante
separados. Soto dobló la hoja y fue cortando con su cuchillo los once papelitos.
Los dobló con cuidado, todos iguales y los echó en un tarro que había en el
suelo.
—El primer nombre que salga será un “culpable” —dijo el Soto—. El
segundo un “contacto”. El tercero un “culpable”, el cuarto “contacto”, y así
todos. ¡Formen fila! —ordenó—. ¡Cada uno saca un papel y muestra el nombre!
Los “contactos” se ponen a mi derecha y los “culpables” a la izquierda.
Soto sacó un papel y lo leyó.
—Siete Patas, ¡culpable! —dijo y el Siete Patas se colocó a su izquierda.
—Soto —leyó el Chirigota—, contacto— y el Soto se colocó a la derecha del
Siete Patas.
—El pitico, culpable —dije yo y el pitico fue a ponerse a la fila.
—Papelucho, contacto —leyó otro. Y así fueron acabándose los papeles y
nombres, pero lo malo es que había una sola fila, entera de contactos y ninguno
culpable. El Soto se ennegreció de rabia y chilló:
—¡Un paso adelante los culpables! —y nadie se movió.
—¡Un paso los “contactos”! —y como un batallón dieron un paso todos.
—¿Qué pasa? —preguntó el Soto—. ¿Nadie tiene palabra? ¿Nadie cumple?
¡No se aceptan cobardes en la Banda de Avance! —y todavía no había dicho lo
que dijo, cuando se le echaron encima todos los “culpables” y unos pocos
“contactos”. Total era un montón de patas y puñetes, manos con mechas
enredadas, zapatos que volaban, tamborileo sin compás y respiraciones
sudorosas con escupos de dientes. ¡La crema!
Hasta que el Chorizo se hizo el aturdido o mejor dicho el muerto y se dejó
que algotros le pasaran por encima. Eso no más sirvió para que se desarmara el
enredo que había en el suelo. Se levantaron y asustados empezaron a echarle aire
al Chori. Yo le oí el corazón, o mejor no lo oí. Estaba paralizado.
—¡Lo mataron! —chilló el Siete Patas que tiene voz de sirena policial y ahí
echaron a correr todos los de la banda, menos el Soto y yo.
—Les falta disciplina —dijo la voz del Chori enderezándose.
—¿No se te había parado el corazón? —le pregunté asustado. El Chorizo
sonrió escupiendo un diente, y se sacó de bajo la polera, un libro mío.
—Siempre defiendo mi corazón —me dijo devolviéndomelo—. ¡Total, no
tengo más que uno! —y se fue con nosotros caminando.
El negocio de la gratificación se había cloteado.
19
Esta mañana amaneció domingo y sin programa. Llovía, y para colmo la
mamá se puso rotundamente antigua y decidió que el Chorizo y yo teníamos que
aburrirnos encerrador por tener romadizo. Pero yo me la tengo jurada de no
aburrirme jamás, ni siquiera cuando otros me aburran, así que ni el Chori me
convencía. Porque a él le gustaba estar enfermo, por ser la primera vez en su
vida, y le gustaba toser y sonarse, pero yo me paseaba pensando en mi hermano
hippie que andaría en la lluvia feliz mojado.
Traté de no tener envidia de él pero dale con llover y llover y la Domi
cantando sus leseras de amor y de protesta, hasta que por suerte empezó a gotear
el techo y la gotita apurándose y apurándose, cada vez más ligero, hasta que
¡cataplún! Se vino abajo un buen pedazo del techo con su tremenda chorrera.
Agua, barro, terrones y entre medio un ratón fallecido…
El Chori fue a buscar una olla para juntar el agua y demases que caían, pero
con la olla llegó la Domi y empezó a gritar:
—¡Esto es el fin del mundo! ¡La casa se viene abajo! ¡Es el diluvio de
Josafat! —chillaba.
—Alguna teja corrida en el tejado —dijo el Chori que es medio adivino—.
¿Hay escala? Yo la arreglo…
La Domi paró su llanto, trajo una escala y los dos con el Chorizo trepamos al
tejado a pata pelada. No se podía ni abrir los ojos con la lluvia. Si al menos las
pestañas se movieran como limpia parabrisas… Así que al puro tanteo fuimos
gateando arriba hasta llegar a la teja que no estaba. Por su hoyito se veía
mojadamente el living con su regio charco y el ratón muerto flotando
majestuoso. La Domi se había puesto un diario en la cabeza y acarraba más ollas
y más ollas que se llenaban de agua.
Aunque hablábamos a grito pelado, el ruido de la lluvia me hizo entenderle
mal al Chorizo, y con mucho cuidado saqué otra teja para tapar el hoyo.
Entonces vino lo insolente.
Al principio creí que era un trueno tempestuoso, luego un rodado maldito…
Una cascada de tejas me bombardeaba apasionadamente como feroz enemigo.
Apenas atiné a montarme en un palo del tejado y ver caer el derrumbe lujuriento
y sonoro… ¡Me había salvado! Si no me enredo en ese palo, me aplasta y me
revienta el iracundo derrumbe.

—¡Imbécil! No te muevas… —me gritó el Chori desde el cogollo del tejado,


y bajó por los palos sin teja hasta llegar donde mí. Era un peladero de puros
palos algo así como una escala para gigantes. Pero logramos aterrizar. Los dos
estábamos hechos la sopa de empapados, pero lo peor era la Domi en el living
creyéndose bombero y acarreando los muebles de un lado a otro para salvarlos
del agua. Porque ahora sí que caía diluvio en todas partes…
El Chori ni se confundió siquiera, sino que paulatinamente fue a sacar la
cortina plástica del baño, trepó otra vez al tejado y la puso de mantel donde
faltaban las tejas.
Al poco rato dejó de gotear el techo y el único fenómeno era que se
transparentaba el cielo por el inmenso hoyo nuevo. Al ratón muerto le dimos
cristiana sepultura en el tarro basurero y con la Domi nos dedicamos a trapear y
disimular el desastre.
Estábamos en lo mejor, cuando sonó el timbre. Nos quedamos paralelos…
No podía ser el papá ni la mamá porque tenían una reunión-almuerzo lejano.
Podría ser Investigaciones con su eterna custión de los asaltantes y con el Nerón
a cuestas. Aguaitamos… No se veía nadie. El timbre volvió a sonar.
—Yo abro —dijo la Domi con voz de capitán. Y se lanzó a la puerta
secándose las manos en su gorda cintura. Los dos con el Chori nos sonamos
rápidamente con los traperos y esperamos.
—¡Bendito sea Dios! —se oyó la voz de la Domi—. ¡El desaparecido! —
chilló en falsete—. No será su ánima que pena…
Los dos con el Chori corrimos. Ahí estaba el hermano hippie en persona,
chorreando agua hasta por las orejas y envuelto en diarios ídem. Su regio pelo
largo parecía un montón de colas de ratón, su barba un enredo de alambres lleno
de gotitas brillantes, su nariz una piedra con su vertiente propia y sus inmensos
pies dos balsas flotando en su propia salsa acuosa.
—Algo me decía que iba a llegar mi rey —trasmitía la Domi—, por algo le
estaba haciendo sopaipillas. A la cama al tirito, y una limonada caliente mientras
le hago ese bistec a lo pobre que le gusta.
Sin dejarnos ni saludarlo, le iba sacando los trapos y papeles mojados,
secándolo con toallas, echándole colonia y estirando la cama para que se
acostara “su rey”.
—Así que tú eres el Javier —dijo el Chori pensaroso—. Menos mal que por
ti vamos a comer sopaipillas.
Lo de las sopaipillas me quitó la vergüenza que le tenía al Javier hippie
venido a menos; esa custión como lástima o pena ajena.
—Menos mal que volviste —le dije—, el Chori y yo empezábamos a
aburrirnos.
—Yo también me aburría —confeso metiéndose en la cama y subiéndose la
ropa hasta la nariz—. Y tampoco vale la pena morir de hambre en este mundo
corrompido.
—Pero tú ibas a arreglarlo —alegué cambiándome la ropa mojada—.
Cuéntanos tus aventuras y eso de vivir tu verdad.
—Eres muy chico para explicarte —dijo desprecioso.
—¿Tu verdad es tu barba y tu pelo largo? Si a lo menos me hubieras dejado
encontrarte yo…
—¿Ves que no entiendes nada? Estaba dando una lección a mis padres
burgueses y atrasados.
—Pero eso no es arreglar el mundo. Es apenitas querer arreglar el tuyo, o sea
que te dejen parecer hippie y te dejen no hacer nada…
—¡Idiota! ¿Qué sabes tú de los problemas del mundo?
—Sé que hay gente con hambre y tengo la solución. Si plantaran hartos
árboles, tantos árboles frutales que todos pudieran comer y comer fruta a toda
hora y alcanzara para todos se acabaría el problema.
En ese momento llegó la Domi con sus violentas sopaipillas calientes.
—¡Si hubiera un árbol que diera sopaipillas! —suspiró el Chorizo
chorreando jugos bucales.
Esa noche, con el hippie ocupando toda su cama, tuve que hacerle huevo otra
vez al Chori que ni deja dormir. Antiguamente no me importaba desvelarme:
tenía en qué pensar. El famoso plan para encontrar al hermano desaparecido.
Ahora él me estropeaba el pensamiento ese… Y entonces me acordé de lo que
clamó el Chorizo: “Si hubiera un árbol que diera sopaipillas”. ¿Por qué no
inventarlo yo, hoy que se inventan tantas cosas?
Y comencé a inventarlo…
20
Justo que me iba a venir la gran idea del injerto para producir sopaipillas
frutales en el álamo que no da ninguna fruta, cuando el Chorizo me botó de la
cama de una feroz patada. Lo miré de hipo en hipo y lo vi levantarse con los ojos
abiertos, sin pestañear, brazos adelante, pasos arrastrados, camino del cuarto de
Javier.
De un salto me levanté del suelo y lo seguí. En su mano brillaba algo…
Abrió la puerta y entró, todo a oscuras. Entonces encendí luz y alcancé a divisar
que llevaba su cuchillo en la mano. Comprendí que era sonámbulo… ¿Iría a
asesinar a Javier? ¡Chitas el problema! Porque si uno despierta a un sonámbulo
quizá lo mata. Y decidí seguirlo secretamente para atajar el crimen, si era esa su
intención.
El Chori se detuvo ante la cama. La luz de mi cuarto iluminaba un poco a
Javier y su inmensa melena negreando entre las sábanas…
El Chorizo se iba acercando poco a poco blandiendo su cuchillo y su otra
mano acariciaba la barba inflamatoria de mi hermano hippie. Me acerqué
paulatino. Los dedos del sonámbulo gozaban enredándose en los pelos
chascones… y el cuchillo brillaba en la semioscuridad.
Ahora el cuchillo se acercaba a la rotunda cabeza del hermano que no supo
arreglar el mundo y pasaba muy cerca de su cogote peludo. ¿Lo iría a cogotear?
Tenía que decidir entre la muerte de uno u otro, era mi problema.
Pero movió tan suavemente la hoja refulgente y antes de que yo estuviera a
su lado levantó triunfante un mechón de barba que derramó sobre la cama como
si fueran flores. Así que seguí observando…
Con una elegancia de bailarín cursi siguió su tarea de ir afeitando la barba
del dormido. Yo empecé a reírme de felicidad de que no lo matara y así dejarlos
vivos a los dos. El Chorizo continuaba su empresa cortando la rotunda melena
del Javier y la cama iba quedando sembrada de pelos duros, chascones y
tremendos de largos. El hippie resoplaba dormido sin sentirlo…
Volvía a ser el Javier de antes, un cualquiera que no producía ni vergüenza ni
una gota de pena. Dormía muy tranquilo y hasta se daba vuelta para facilitarle la
tarea al valiente Chorizo.
Por dormido y sonámbulo que fuera mi hermano nuevo resultaba un Barbero
de Sevilla, o sea una vocación perfecta.
Al terminar su tarea se volvió tan tranquilo hacia mi cuarto y se metió en la
cama, guardando su cuchillo en la cintura como siempre.
Fue tan grande el alivio de saber vivos a mis dos hermanos, que me dormí
feliz y decidí que el mundo siguiera tal cualito: hay tantas manos gordas que
pueden hacer sopaipillas sin obligar a los álamos a producirlas de fruto.
Lo malo fue que Javier tosió toda la noche, ahogado con sus pelos. Eso no
habría importado mucho, pero a cada tosido llegaba la mamá y nos tapaba a los
dos con el Chorizo y nos echaba ropa y más ropa. Por último, cuando se le acabó
el ropero, le dio con los cojines y el Chori y yo no sólo nos asfixiábamos sino
que se nos reventaba el cuerpo con el peso.
Al fin amaneció el día y no podíamos salirnos de la cama para ir al colegio
porque era peor que estar enterrado en el San Cristóbal. La Domi tuvo que hacer
una tremenda fuerza botando cojines, choapinos y demases para librarnos.
Cuando por fin lo logró ya no era hora…
Así que nos levantamos con el Chorizo y fuimos a darle la gran noticia a la
mamá; que el hippie había vuelto. Con eso nos libraríamos de ir a clase. Lógico,
habría celebración.
La mamá saltó sin bata de su sueño, el papá aturdido se puso la chaqueta y
corrimos en fila al cuarto de Javier. Iba a ser tan churumbélica la sorpresa del
hijo pródigo hippie.
Y llegamos a su cuarto, la Domi y la Ji en la fila…
Despacito, sin ruido para no despertarlo, suavemente abrió la mamá la
crujiente puerta y entramos en puntillas. La cama era una especie de potrero de
pasto negro y el bulto inmenso del cuerpo de Javier yacía folklórico como genial
racimo del pasto amontonado.
¿Cómo podía haberle crecido otra vez pelo y barba a Javier en pocas horas
de la noche?
La mamá se acercó radiante de ternura invernal; el papá se empinaba detrás
de ella lleno de comprensión industrial. La Ji y la Domi refulgían de amor
intruso y el Chorizo y yo nos saboreábamos esperando la alegría y la fiesta.
Un gruñido estratosférico detuvo la fila en cola. Luego un brinco de sábanas,
un volar de los pelos, y un gigante violento nos saltó encima. Retrocedimos
todos asustados… ¡El inflamable Javier se había convertido en fiera extraña!
Sólo al sentir en mi cara lengüetazos babosos y calientes comprendí que no era
él sino el Nerón. ¿En qué momento se había ido uno y lo reemplazaba el otro?
La mamá cayó desmayada sobre la cama peluda y el papá se volvió contra
nosotros maldiciosamente desarrollado. Su furia era más grande que el
Aconcagua.

—¡Mentiroso! —rugió—. ¡Hacer burla de lo que siente un padre…!


¡Criminales! Mira a tu madre muerta…
Lo peor es que parecía tener razón que lo habíamos engañado. De Javier no
quedaba más que el pelo y podría haber sido del Nerón o de una almohada de
crin reventada.
El Chori y el Nerón salieron del cuarto y entonces la mamá resucitó y se le
antojó ir al baño, y al abrir la puerta, lanzó el grito feroz.
Todos creímos que esta vez se moría de veras, o al menos habría visto al
diablo en persona, y corrimos…
Ahí estaba la mamá, abrazada al propio Javier que se había afeitado sus
cachetes hundidos y afirmaba su inmensa manzana de Adán en la cabeza de su
madre. El papá se sintió pésimo y como no podía llorar, porque es hombre, se
largó a estornudar y a estornudar hasta que le bajó romadizo. Lo malo es que no
había ensayado antes lo que haría con Javier si algún día apareciera. Así que
puramente le dio la mano, le palmoteó la espalda y no le dijo ni pío.
El desayuno que preparó la Domi era como picnic de millonarios, con
pasteles desconocidos, como ser corbatitas rellenas con mermelada y cabello de
ángel con leche condensada y huevos duros con miel de palma. Yo probé
solamente y preferí comerme las sopaipillas que quedaban. Por suerte llegó el
Nerón y limpió todas las fuentes con su lengua gigante.
El famoso recibimiento del pródigo hippie era hacer como que nunca se
desapareció y hablar de cualquier cosa menos del asunto ese. Hasta la felicidad
de su vuelta no se notaba y a mí me empezó a dar lástima de mí que había
buscado al hippie en todo el mundo.
—¿Qué hacen aquí y no se van al colegio? —preguntó el papá al Chori y a
mí.
—Al menos nos darás vacaciones por hoy… —dije mostrando a Javier.
—No veo la razón —dijo el papá—. Es día de trabajo, como todos.
Ahí metió la pata, el pobre. Si hubiera visto la cara que puso Javier cuando
nombró la palabra trabajo. Voy a tener que ir a hablar con la psicóloga para que
le haga entender que si no quiere ver desaparecer otra vez al hijo hippie, tiene
que suprimir de su idioma algunas palabras como esa.

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