FIL ADD: Seminario 4. La Relación de Objeto - Lacan
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organizada simbólicamente, forma el contexto subjetivo donde desarrolla el niño su experiencia.
La experiencia del niño está en todo momento atrapada, y es retroactivamente reordenada por la
relación intersubjetiva en la que se compromete mediante una serie de esbozos, que lo serán
porque arrancan.
El don implica todo el ciclo del intercambio en el que se introduce el sujeto tan primitivamente.
Si hay don, es sólo porque hay una inmensa circulación de dones que recubre todo el conjunto
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intersubjetivo. El don surge de un más allá de la relación objetal, pues supone todo el orden del
intercambio en el que ya ha entrado el niño, y únicamente puede surgir de este más allá con el
carácter que lo constituye como propiamente simbólico. No hay don que no esté constituido por
el acto que previamente lo había anulado. Sobre este fondo, como signo de amor, primero
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anulado para reaparecer luego como pura presencia, el don se da o no se da al llamar.
Lacan habla de la llamada porque éste es el primer plano, el primer tiempo, de la palabra. La
llamada es esencial en la palabra. La estructura de palabra implica en el Otro que el sujeto reciba
su propio mensaje en forma invertida. La llamada exige enfrentarse con su opuesto. Si la llamada
es fundadora en el orden simbólico, es en la medida en que lo reclamado puede ser rehusado. La
llamada es ya una introducción a la palabra completamente comprometida en el orden simbólico.
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El don se manifiesta al llamar. La llamada se hace oír cuando el objeto no está. Cuando está, el
objeto se manifiesta esencialmente sólo como signo del don, es decir, como nada a título de
objeto de satisfacción. Esta ahí precisamente para ser rechazado. Este juego simbólico tiene pues
un carácter decepcionante.
Toda satisfacción implicada en la frustración lo está sobre el fondo del carácter
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consume en ese otro total y se presenta a sí mismo, experimenta más bien un sentimiento de
triunfo. Pero conviene no confundir aquí dos cosas.
Por una parte, está la experiencia del dominio, que dará a la relación del niño con su propio yo
(moi) un elemento de splitting esencial, de distinción respecto de sí mismo, que quedará siempre
ahí. Por otra parte, está el encuentro con la realidad del amo. Como la forma del dominio la
obtiene el sujeto bajo la forma de una totalidad alienada de sí mismo, pero vinculada con él y
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dependiente de él, hay júbilo, pero es distinto cuando, una vez recibida ya esta forma, se
encuentra con la realidad del amo. Así, el momento de su triunfo es también el heraldo de su
derrota. Cuando se encuentra en presencia de esa totalidad bajo la forma del cuerpo materno, se
ve obligado a constatar que ella no le obedece. Cuando entra en juego la estructura especular
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refleja del estadio del espejo, la omnipotencia materna sólo se refleja entonces en posición
netamente depresiva, y entonces hay en el niño sentimiento de impotencia.
En la anorexia mental, la resistencia a la omnipotencia se elabora en el plano del objeto, que se
ha revelado bajo el signo de la nada. Con este objeto anulado, en cuanto simbólico, el niño pone
trabas a su dependencia, y alimentándose de nada. Aquí invierte su relación de dependencia,
haciéndose, él, su amo. Así es ella quien depende por su deseo, ella quien está a merced de su
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omnipotencia, la de él.
El orden simbólico es el lecho necesario para que pueda entrar en juego la primera relación
imaginaria sobre la cual se produce el juego de la proyección y de su contrario.
La intencionalidad de amor constituye muy precozmente, antes de cualquier más allá del
objeto, una estructuración fundamentalmente simbólica, imposible de concebir sin plantear que el
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toma el camino de hacerse el mismo objeto falaz. Este deseo que no puede ser saciado, es
cuestión de engañarlo. Porque el niño le muestra a la madre algo que él no es, se construye toda
la progresión en la que el yo (moi) adquiere su estabilidad.
Las etapas más características están siempre marcadas, como Freud lo mostró por la profunda
ambigüedad entre el sujeto y el objeto. El sujeto supone en el otro el deseo. Lo que se trata de
satisfacer es un deseo en segundo grado, y como es un deseo que no puede ser satisfecho, sólo se
le puede engañar.
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Nos encontramos aquí de nuevo con la posibilidad de la regresión Esa madre insaciable,
insatisfecha, es alguien real, ella está ahí, y como todos los seres insaciables, busca qué devorar.
Lo mismo que el propio niño había encontrado en otro momento para aplastar su insatisfacción
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simbólica, vuelve a encontrárselo frente a él.
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Se trata de captar siempre lo que, interviniendo desde fuera en cada etapa, reordena lo que se
había esbozado en la etapa anterior. Esto, por la simple razón de que el niño no está solo. No está
sólo por su entorno biológico y también por un entorno mucho más importante, a saber, el orden
simbólico. Son las particularidades del orden simbólico las que dan el predominio a ese
elemento de lo imaginario llamado el falo.
¿De qué se trata al final de la fase preedípica y en los albores del Edipo? Se trata de que el
niño asuma el falo como significante, y de una forma que haga de él instrumento del orden
simbólico de los intercambios, rector de la constitución de los linajes. Se trata en suma de que se
enfrente al orden que hace de la función del padre la clave del drama. El padre, su existencia en el
plano simbólico con el significante padre ¿cómo ha llegado a estar esta función en el centro de la
organización simbólica? La función paterna tiene tres aspectos: padre simbólico, el padre
imaginario y el padre real.
El niño se encuentra en la posición de señuelo en la que se ejercita respecto de la madre. A
esto se añade lo que surge detrás de la madre. Aquí ya se esboza toda una trinidad, incluso una
cuaternidad intersubjetiva. El Edipo se trata de que el sujeto se encuentre él mismo capturado en
esa trampa de forma que se comprometa en el orden existente, de una dimensión distinta que la
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trampa psicológica que fue su vía de entrada. El Edipo no basta con que conduzca al sujeto a una
elección objetal, sino que además la elección debe ser heterosexual. No basta con que el sujeto
alcance la heterosexualidad tras el Edipo, sino que el sujeto, niño o niña, ha de alcanzarla de
forma que se situé correctamente con respecto a la función del padre. Este es el centro de toda
la problemática del Edipo.
Podemos hablar de una mayor simplicidad de la posición femenina en el desarrollo. La niña
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ha situado el falo, o se ha acercado a él, en el imaginario donde está inmersa, en el más allá de la
madre, mediante el descubrimiento progresivo que hace de la profunda insatisfacción
experimentada por la madre en la relación madre-hijo. La cuestión es entonces en su caso el
deslizamiento de este falo de lo imaginario a lo real. Esto es lo que Freud nos explica cuando
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habla de esa nostalgia del falo originario que empieza a producirse en la pequeña a nivel
imaginario, en la referencia especular al semejante, otra niña u otro niño; el hijo será el sustituto
del falo.
Lacan sitúa lo imaginario, es decir, el deseo del falo en la madre; el niño, punto central, que
deberá descubrir este más allá, la falta en el objeto materno.
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En cuanto la situación bascula a su alrededor, la niña encuentra el pene real ahí donde está,
más allá, en aquel que puede darle un hijo, nos dice Freud, en el padre. Por no tenerlo como
pertenencia, incluso por haber renunciado a él, podrá tenerlo como don del padre. He aquí
porqué, si la niña entra en el Edipo, nos dice Freud, lo hace por su relación con el falo. Luego, el
falo sólo tendrá que deslizarse de lo imaginario a lo real por una especie de equivalencia:
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Penis=Kind. Así la niña ya queda suficientemente introducida en el Edipo. Ya hay fijación al padre
como portador del pene real, como capaz de dar realmente el hijo.
El descubrimiento freudiano nos muestra a la mujer en una posición que es subordinada. El
padre es para ella de entrada objeto de su amor, es decir, objeto del sentimiento dirigido al
elemento de falta en el objeto, porque a través de esta falta es como se ha visto conducida hasta
ese objeto que es el padre. Este objeto de amor se convierte luego en dador del objeto de
satisfacción, el objeto de la relación natural del alumbramiento. Luego, sólo se requiere un poco
de paciencia para que el padre sea sustituido al fin por alguien que desempeñará exactamente
el mismo papel, el papel de un padre, dándole efectivamente un hijo.
En la mujer se da una especie de contrapeso entre la renuncia al falo y el predominio de la
relación narcisista. Una vez efectuada esta renuncia, abjura del falo como pertenencia y este se
convierte en pertenencia de aquel a quien desde entonces se dirige su amor, el padre, de quien
ella espera efectivamente el hijo. Esta espera de lo que en adelante ya no es para ella sino algo
que se le debe dar, la deja en una dependencia muy particular que hace surgir paradójicamente
fijaciones propiamente narcisistas. Por otra parte, la reducción de la situación a la identificación
del objeto de amor y el objeto que proporciona la satisfacción explica el aspecto fijo, precozmente
detenido, del desarrollo de la mujer con respecto al desarrollo normal.
En el caso del chico, la función del Edipo parece mucho más claramente destinada a permitir
la identificación del sujeto con su propio sexo, que se produce, en la relación ideal, imaginaria,
con el padre. Pero no es esta la verdadera meta del Edipo, sino la situación adecuada del sujeto
con respecto a la función del padre, es decir, que él mismo accede un día a esa posición tan
problemática y paradójica de ser un padre.
¿Qué es un padre? Esta pregunta es una forma de abordar el problema del significante del
padre, pero también se trata de que los sujetos acaben convirtiéndose a su vez en padres.
Plantear la pregunta ¿qué es un padre? es todavía algo distinto que ser uno mismo un padre,
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permanente del sujeto con aquel primitivo objeto real que es la madre como frustrante, todo
objeto femenino será para él tan sólo un objeto desvalorizado, un sustituto, una forma quebrada,
refractada, siempre parcial, con respecto al objeto materno primero.
Si el complejo de Edipo puede tener consecuencias duraderas, debidas al mecanismo
imaginario que hace intervenir, es o no es todo. La resolución del Edipo forma parte de su propia
naturaleza. Freud nos dice que sin duda el hecho de que la hostilidad contra el padre pase a un
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segundo plano puede relacionarse con una represión. Pero en la misma frase, subraya que resulta
palpable que la noción de represión se aplica siempre a una articulación de la historia, y no a una
relación permanente. Admite que, por extensión, se aplique aquí el término de represión, pero,
dense cuenta, el declive del complejo de Edipo, su anulación y su destrucción, normalmente entre
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los cinco años y los cinco años y medio, es algo distinto que lo que hemos descrito hasta ahora,
algo distinto que el borramiento o la atenuación imaginaria de una formación perdurable. Hay
crisis, hay resolución. Y este acontecimiento deja un resultado, que es la formación de algo
particular, datado en el inconsciente, a saber, el superyó.
El niño ofrece a la madre el objeto imaginario del falo, para satisfacerla completamente, y a
modo de señuelo. Ahora bien, el exhibicionismo del niño frente a la madre sólo puede tener
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sentido si hacemos intervenir junto a la madre al Otro con mayúscula, el que ve el conjunto de la
situación. Para que exista el Edipo, es en ese Otro donde debe producirse la presencia de un
término que hasta entonces no había intervenido, a saber, alguien que, siempre y en cualquier
circunstancia, está en posición de jugar y ganar.
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Se trata de algo que no interviene en ningún momento de la dialéctica, salvo por mediación del
padre real, el cual en un momento cualquiera vendrá a desempeñar su papel y su función,
permitiendo vivificar la relación imaginaria y dándole su nueva dimensión. Sale del puro juego
especular para dar su encarnación a aquella frase: tú eres el que eres. No es tú eres el que eres,
sino tú eres el que matabas.
El fin del complejo de Edipo es correlativo de la instauración de la ley como reprimida en el
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inconsciente, pero permanente. Sólo así hay algo que responde en lo simbólico. La ley se basa
también en lo real, bajo la forma de ese núcleo que queda tras el complejo de Edipo, núcleo
llamado superyó; bajo esta forma real se inscribe el núcleo de la conciencia moral. Este superyó
tiránico representa por sí solo, incluso en los no neuróticos, el significante que marca, imprime,
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estampa en el hombre el sello de su relación con el significante. Hay en el hombre un significante
que señala su relación con el significante, y eso se llama superyó. Incluso hay muchos más, y eso
se llama los síntomas.
La perspectiva que Lacan aporta permite situar, en el plano correspondiente, el juego
imaginario del ideal del yo con respecto a la intervención sancionadora de la castración, gracias a
la cual los elementos imaginarios adquieren estabilidad en lo simbólico, donde se fija su
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constelación.
Toda conjunción del amor y la ley participa del incesto. Si el ideal de la conjunción conyugal es
monogámico en la mujer, o sea que quiere el falo para ella sola, no ha de sorprendernos que el
esquema de partida de la relación del niño con la madre tienda siempre a reproducirse por parte
del hombre. Y dado que la unión típica, legal, está siempre marcada por la castración, tiende a
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reproducir en él la división, que le hace bígamo. Más allá de lo que el padre real autoriza, a quien
ha entrado en la dialéctica edípica, en lo que se refiere a la fijación de su elección, más allá de esa
elección es donde se encuentra aquello a lo que siempre se aspira en el amor, a saber, no el objeto
legal, ni el objeto de satisfacción, sino el ser, es decir, el objeto aprehendido en lo que le falta.
En ningún caso se puede hablar de la vida amorosa como si correspondiera simplemente al
Lacan hace surgir la castración de debajo de la frustración y el juego fálico imaginario con la
madre. Para que el sujeto alcance la madurez genital, ha de haber sido castrado. ¿Qué significa
esto? La castración es el signo del drama del Edipo, además de su eje implícito.
La afanisis es la desaparición, pero ¿de qué? La afanisis, que sustituye a la castración, es el
temor por parte del sujeto de ver extinguirse en él el deseo.
No es posible articular nada sobre la incidencia de la castración sin aislar la noción de privación
como lo que he llamado un agujero real. La privación, es la privación de la perdiz. Se trata
especialmente del hecho de que la mujer no tiene pene, esta privada de él. La castración toma
como base la aprehensión en lo real de la ausencia de pene en la mujer. Los seres están
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castrados en la subjetividad del sujeto. En lo real, están privados.
La propia noción de privación implica la simbolización del objeto en lo real. Ya que en lo real,
nada está privado de nada. Todo lo que es real se basta a sí mismo. Lo real es pleno. Indicar que
algo no está, es suponer posible su presencia, o sea introducir en lo real, para recubrirlo y para
excavarlo, el simple orden simbólico.
El objeto en cuestión en este caso es el pene. Es un objeto que se presenta en el estado
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simbólico. La castración se refiere a un objeto imaginario. La castración sólo entra en juego
operando en el sujeto bajo la forma de una acción referida al objeto imaginario.
El problema consiste en concebir por qué, por efecto de qué necesidad, se introduce la
castración en el desarrollo típico del sujeto, en el que se trata de su entrada en ese orden
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complejo que constituye la relación del hombre con la mujer. Empezaremos por la relación
originaria del sujeto con la madre, en la etapa preedípica. Empezaremos por aquí para tratar de
captar la necesidad del fenómeno de castración, que se apodera de aquel objeto imaginario como
de su instrumento, simboliza una deuda o un castigo simbólico y se inscribe en la cadena
simbólica.
Se tiene la hipótesis de que detrás de la madre simbólica está el padre simbólico. Por su parte,
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el padre simbólico es una necesidad de la construcción simbólica, que sólo podemos situar en un
más allá, como un término que sólo se alcanza mediante una construcción mítica.
Tenemos en la tabla el padre real y el padre imaginario. Si el padre simbólico es el significante
del que nunca se puede hablar sin tener presente al mismo tiempo su necesidad y su carácter, que
debemos aceptar como un hecho irreductible del mundo del significante, el padre imaginario y el
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padre real son dos términos que nos plantean muchas menos dificultades.
Es con el padre imaginario con quien siempre nos encontramos. A él se refiere muy a menudo
toda la dialéctica, la de la agresividad, la de la identificación, la de la idealización por la que el
sujeto accede a la identificación con el padre. Todo esto se produce al nivel del padre imaginario.
El padre imaginario también es el padre terrorífico que reconocemos en el fondo de tantas
experiencias neuróticas, y no tiene relación alguna con el padre real del niño. El padre real es algo
muy distinto, que el niño muy difícilmente ha captado, debido a la interposición de los fantasmas y
la necesidad de la relación simbólica. Contrariamente a la función normativa o típica que se le
pretende otorgar en el drama del Edipo, es al padre real a quien le conferimos la función
destacada en el complejo de castración. La castración siempre está vinculada con la incidencia, con
la intervención, del padre real. También puede estar profundamente marcada, y desequilibrada,
por la ausencia del padre real.
Lacan explica la situación que prevalece en lo referente al falo en la relación preedípica del niño
con la madre. La madre es aquí objeto de amor, objeto deseado en cuanto a su presencia. La
reacción, la sensibilidad del niño ante la presencia de la madre, se manifiesta muy precozmente en
su comportamiento. Esta presencia se articula en el par presencia-ausencia. Para el niño hay un
objeto primordial que de ningún modo podemos considerar como constituido idealmente. La
madre existe como objeto simbólico y como objeto de amor. La madre es de entrada madre
simbólica y sólo tras la crisis de la frustración empieza a realizarse. La madre objeto de amor
puede ser en cualquier momento la madre real en la medida en que frustra ese amor.
La relación del niño con la madre, que es una relación de amor, abre la puerta a lo que se llama
la relación indiferenciada primordial. ¿Qué ocurre en la primera etapa concreta de la relación de
amor, fondo sobre el cual tiene o no lugar la satisfacción del niño, con la significación que
comporta? Se trata de que el niño se incluya a sí mismo en la relación como objeto de amor de la
madre. Se trata de que se entere de esto, de que aporta placer a la madre. Esta es una de las
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generalización de la relación imaginaria tramposa, mediante la cual el niño le asegura a la madre
que puede colmarla, no sólo como niño, sino también en cuanto al deseo y en cuanto a lo que le
falta.
¿En qué momento algo pone término a la relación que así se sostiene? En cuanto el juego se
convierte en serio, sin dejar de ser un juego tramposo, el niño queda pendiente de las indicaciones
de su partener. Todas las manifestaciones del partener se convierten para él en sanciones de su
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suficiencia o de su insuficiencia. En la medida en que la situación prosigue, es decir que no
interviene, por la Verwerfung (prohibición) que lo deja al margen, el término del padre simbólico,
el niño se encuentra a merced de la mirada del Otro. La salida de esta situación es el complejo de
castración. El complejo de castración traslada al plano puramente imaginario todo lo que está en
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juego en relación con el falo. Por este motivo conviene que el pene real quede al margen. La
intervención del padre introduce aquí el orden simbólico con sus defensas, el reino de la ley, el
asunto ya no está en manos del niño y, se resuelve en otra parte. Con el padre no hay forma de
ganar, salvo que se acepte tal cual es el reparto de papeles. El orden simbólico interviene
precisamente en el plano imaginario. La castración afecta al falo imaginario pero de algún modo
fuera de la pareja real.
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