Esis de Aestría: E F L - R

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Facultad de Psicología

Universidad Nacional de Rosario

TESIS DE MAESTRÍA

EL CONCEPTO DE CONTRATRANSFERENCIA EN
LA OBRA DE FREUD Y LACAN.
REFLEXIONES SOBRE SU LUGAR EN LA TEORÍA Y
SU VALOR CLÍNICO EN PSICOANÁLISIS

AUTORA: Mg. CECILIA GRECA

DIRECTOR DE TESIS: Dr. Antonio Gentile


CO-DIRECTOR DE TESIS: Mg. Hugo Basquin

CARRERA: Maestría en Psicoanálisis


DIRECTOR: Dr. Carlos Kuri

Fecha de aprobación: 19/08/17


AGRADECIMIENTOS

Fruto de un trabajo de muchos años, esta tesis es, sin lugar a dudas, una obra colectiva.
Por ello, antes de dar lugar al resultado de este recorrido de investigación, quiero
dedicarle unas líneas a agradecer infinitamente a todos aquellos que han formado parte
de este camino.

En primer lugar, al Dr. Antonio Gentile, referente ineludible en mi historia académica


desde los primeros años de mi tránsito por la Facultad de Psicología. Su
acompañamiento, su confianza, su paciencia y su apoyo han permitido, una vez más, mi
crecimiento y la consecución de un objetivo que por momentos pareció imposible. En
segundo lugar, al Mg. Hugo Basquin, por aceptar con tanto entusiasmo y generosidad la
tarea de leerme y guiarme a lo largo de estos años; su amistad y su genial sentido del
humor fueron un sostén fundamental durante este trayecto. A ellos va mi profundo
agradecimiento por aceptar dirigirme y co-dirigirme en esta Maestría; fue para mí una
experiencia sumamente enriquecedora.

Por otro lado, no quiero dejar de mencionar a mis compañeros de la cátedra


“Psicología”, aquellos con quienes comparto mi labor docente y de investigación desde
hace más de diez años, tarea que me apasiona y me nutre cotidianamente;
particularmente a Soledad Cottone y a Sergio García de la Cruz, quienes se han
convertido, a lo largo de estos años, en una referencia, una guía, un sostén y dos amigos
a quienes agradezco tener en mi vida.

A los colegas con quienes fui compartiendo este recorrido, quienes me aportaron
lecturas y puntos de vista que enriquecieron enormemente mi perspectiva. Sería
imposible nombrarlos a todos, pero a cada uno de ellos les agradezco su entusiasmo y
su ayuda, que en ocasiones llegaron cuando más lo necesitaba. En particular, quiero
referirme aquí a mis docentes y compañeros de la Maestría en Psicoanálisis, con quienes
transité estos 4 años de formación. Además, quiero agradecerle especialmente a Jaime
Fernández Miranda, quien a través de su escucha en el espacio de supervisión fomentó
mi interés por esta temática, al mismo tiempo que me invitó a ampliar mis referentes
teóricos, ayudándome así a profundizar mis reflexiones.

1
A mis compañeros del dispositivo de Centros de Día públicos de la Provincia de Santa
Fe, con quienes comparto el desafío cotidiano del trabajo en territorio con adolescentes
y jóvenes. Este año y medio me ha enriquecido muchísimo como persona y como
profesional, haciéndome, a la vez, más crítica y más sensible frente a la realidad. Por
otro lado, quiero agradecer especialmente a quienes, a partir de la tarea cotidiana, han
llegado a convertirse en queridos amigos con quienes comparto mucho más que el
trabajo: su afecto, buen humor y camaradería han sido un factor decisivo a la hora de
sostener largos meses de intenso trabajo y estudio ininterrumpidos.

A mi familia: mis padres, Alcides y Adriana, y mis hermanas, Verónica y Daniela, por
contenerme y alentarme a continuar en todo momento. Por leer mis producciones, por
estudiar a mi lado, y fundamentalmente por su apoyo y su cariño incondicionales.

Finalmente, deseo agradecer a aquellos amigos cuya participación en este proceso ha


ido mucho más allá del sostén afectivo (que fue enorme). En cada palabra de interés y
aliento a lo largo de estos años, en cada pregunta acerca de mi investigación -incluso
cuando ésta significó incontables ausencias de mi parte-, encontré un incentivo para
persistir, sabiendo que “hay vida después de la tesis”. Entre ellos, por su presencia y
acompañamiento permanentes, quiero mencionar especialmente a mis amigas de la
Facultad de Psicología, con quienes he compartido estos trece años de formación y
apasionante compromiso con la teoría y la práctica del psicoanálisis; a mis amigas de la
escuela, con quienes comparto la vida desde hace más de veinticinco años; y a mis
amigos de AFS Programas Interculturales, que han sabido acompañarme a lo largo de
los diferentes momentos de este proceso, respetando mis tiempos y dándome su amistad
incluso cuando eso significó dejarme dar un paso al costado respecto de nuestra tarea
compartida.

Todas las personas mencionadas han sido, entonces, una parte fundamental de este
proceso. Sin la presencia y el aporte de cada uno esta tesis no hubiera sido posible.
Junto a ellos transité estos años de intenso trabajo y con ellos celebro su culminación. A
todos, GRACIAS.

2
ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

¿Por qué una tesis sobre la contratransferencia? ........................................................... 5


Metodología. Herramientas para la construcción de un camino de investigación ........ 11
Marco teórico. Los referentes que orientan el recorrido ............................................... 14
Estado de la cuestión. La actualidad del debate sobre la contratransferencia.
¿Un término ausente en el psicoanálisis lacaniano? ..................................................... 16

PRIMERA PARTE: LA TRANSFERENCIA ANALÍTICA Y LA

CONTRATRANSFERENCIA EN LA ELABORACIÓN FREUDIANA

CAPÍTULO 1. Origen y desarrollo del concepto de transferencia ...................... 40


La transferencia como poderoso auxiliar del psicoanálisis ........................................... 48
La transferencia como obstáculo o las trampas de la contratransferencia .................... 52
La pregunta que los historiales freudianos nos permiten enunciar ............................... 60

CAPÍTULO 2. Origen y desarrollo del concepto de contratransferencia ........... 62


La contratransferencia en Freud: reconocerla y dominarla ........................................... 63
Fenómenos telepáticos en psicoanálisis o la contratransferencia ................................. 67
Sándor Ferenczi. Tensiones con el maestro: contratransferencia, técnica activa y
análisis mutuo. .............................................................................................................. 75

SEGUNDA PARTE: LA CONTRATRANSFERENCIA EN LOS PSICOANALISTAS


POSFREUDIANOS

CAPÍTULO 3. La ruptura del silencio en torno a la contratransferencia.


Líneas inaugurales .................................................................................................... 86
La multivocidad de un término problemático ............................................................... 86
Donald Winnicott. La contratransferencia o la actitud profesional del analista ........... 90
Paula Heimann: La contratransferencia como “instrumento de investigación” ........... 95
Heinrich Racker. La contratransferencia total, entre obstáculo y valioso
instrumento en la conducción de la cura ....................................................................... 99

3
CAPÍTULO 4. La contratransferencia en el centro del debate ............................ 104
Roger Money-Kyrle. La contratransferencia, clave para la comprensión del
paciente ......................................................................................................................... 104
Margaret Little. ¿Del “analista espejo” a las confesiones del analista? ........................ 107
Lucy Tower. La contratransferencia o “el meollo esencial y vivo” del análisis ........... 115
Hacia la lectura crítica de Lacan sobre la contratransferencia ...................................... 127

TERCERA PARTE. LA TRANSFERENCIA ANALÍTICA Y LA

CONTRATRANSFERENCIA EN LA ELABORACIÓN LACANIANA

CAPÍTULO 5. El retorno a Freud. Reformulación del concepto de transferencia


en Lacan ..................................................................................................................... 129
Entre el retorno a Freud y la transformación del psicoanálisis ..................................... 129
La transferencia en clave lacaniana .............................................................................. 131

CAPÍTULO 6. “Crítica de la contratransferencia”. ¿Término impropio,


concepto caduco? ...................................................................................................... 146
La contratransferencia en Lacan: primeros abordajes ................................................... 147
Lacan polémico: crítica de los analistas posfreudianos, ¿crítica
de la contratransferencia? ............................................................................................. 154
Otra lectura posible de la contratransferencia en Lacan. La posición del analista
en la erótica analítica .................................................................................................... 162

LA CONTRATRANSFERENCIA: ¿ASUNTO SUPERADO O ASUNTO CLAUSURADO?

REFLEXIONES FINALES ................................................................................................... 179

BIBLIOGRAFÍA ................................................................................................................. 191

4
INTRODUCCIÓN

¿POR QUÉ UNA TESIS SOBRE LA CONTRATRANSFERENCIA?

El psicoanálisis nació como teoría y práctica fundadas en lo inconsciente hace


más de cien años, de la mano de una obra con la que Sigmund Freud inauguró, con el
comienzo del siglo XX, una nueva concepción de la subjetividad: “La interpretación de
los sueños” (1900). Más de un siglo de existencia, sin embargo, todavía no lo deja
exento de resistencias y ataques que apuntan a su eficacia y su validez teórica. Como
planteamos en un escrito en coautoría con Soledad Cottone y Antonio Gentile, resulta
interesante reflexionar acerca de que esa nueva representación de la subjetividad
humana, en la cual la escisión es constitutiva, es, al mismo tiempo, uno de los
fundamentos de la vigencia indiscutible del psicoanálisis y, de manera paradójica, uno
de los núcleos principales de las resistencias que todavía se alzan contra él (Cottone,
Greca y Gentile, 2014). Esto es lo que plantea Freud en “Una dificultad del
psicoanálisis” cuando afirma que reconocer la existencia del Inconsciente como ese
“otro lugar” que se sustrae al conocimiento y control del yo, equivale a decir que “el yo
no es el amo en su propia casa” (Freud, 1917 [1916]: 135)1. Por ello, “no cabe
asombrarse (…) de que el yo no otorgue su favor al psicoanálisis y se obstine en
rehusarle su crédito” (p. 135).

Por otro lado, y en articulación con esto, podemos afirmar que los mayores
obstáculos con los que choca el psicoanálisis son inherentes a su práctica. Es así que
podemos decir, siguiendo las palabras introductorias de Liliana Baños e Isabel
Steinberg en su libro Dificultades de la práctica del psicoanálisis, que no se trata de una
práctica con dificultades, sino de una práctica de la dificultad; un quehacer en el que el
obstáculo no es algo a esquivar, sino que es estructural y estructurante. En palabras de
Steinberg, “las dificultades de la práctica (…) no son problemas que demandan
solución, sino más bien razones que conciernen al corazón mismo del quehacer
analítico” (en Baños y Steinberg, 2012: 77).

1
Por razones teóricas y para facilitar la lectura y seguimiento de la argumentación, las citas se realizarán
con el año de publicación original. El lector puede consultar el año de la edición utilizada para la escritura
de esta tesis en la Bibliografía.

5
Varios son los conceptos que atraviesan la reflexión e interrogación acerca de las
dificultades de la práctica del psicoanálisis, pero será la noción de contratransferencia la
que constituirá el núcleo de esta tesis de maestría. De esta forma, nos proponemos
abordar el concepto en la obra de Sigmund Freud y Jacques Lacan, a fin de reflexionar
críticamente acerca de su lugar actual en psicoanálisis.

Desde los inicios de su obra, incluso en la etapa denominada “pre-analítica”,


Freud reconoce el enorme poder de la transferencia en el análisis y le asigna muy pronto
un estatuto conceptual. Habiéndola ubicado, en un principio, como un molesto
obstáculo que difícilmente pueda evitarse, algunos años más tarde, afirma que la
transferencia, destinada a ser la máxima dificultad para el psicoanálisis, se convierte en
su auxiliar más poderoso cuando el analista puede comprenderla e interpretarla. Esto
llevará a Freud a intentar esclarecer los mecanismos de la transferencia y transmitir una
“técnica” psicoanalítica, para lo cual dedica al tema dos de sus escritos técnicos y
numerosas reflexiones a lo largo de toda su obra. Éstas ocupan un lugar privilegiado
incluso hasta en sus últimos trabajos, como por ejemplo “Esquema del psicoanálisis”,
en el que Freud vuelve a poner en primer plano la ambivalencia de la transferencia y su
“insospechada significatividad: por un lado, un recurso auxiliar de valor insustituible;
por el otro, una fuente de serios peligros” (Freud, 1938 [1940]: 175).

Por su parte, Lacan dedica a la transferencia un seminario completo en el año


1960-1961 y tres años más tarde la sitúa como uno de los cuatro conceptos
fundamentales del Psicoanálisis (1964). No obstante, se dedica a este tema desde los
inicios de su enseñanza a principios de la década de 1950 y también podemos rastrear,
al igual que en el caso de Freud, menciones de la cuestión a lo largo de toda su obra.

Así, creemos justo afirmar que ningún psicoanalista desconoce la importancia de


este concepto en la teoría y la presencia ineludible de este fenómeno en la clínica,
reconociendo allí una clave del trabajo analítico.

Ahora bien, junto al concepto de transferencia, Freud introdujo una especie de


“contrapunto” que denominó “contratransferencia”, al cual, no obstante su importancia
como obstáculo en la cura, le dedicó comparativamente mucho menos espacio que a su
correlato.

Fueron los psicoanalistas posfreudianos los que retomaron esta noción y, a partir
de finales de la década de 1940 y principios de 1950, reinstalaron la cuestión en el

6
ámbito psicoanalítico, produciendo posturas diversas –y en ocasiones contrapuestas-
respecto del lugar de la contratransferencia en el análisis. Aparte de la importancia de
estas producciones, que son retomadas en algunas líneas psicoanalíticas hasta el día de
hoy, este momento histórico resulta significativo por coincidir con el momento en que
Lacan propuso su “retorno a Freud” y comenzó su enseñanza en psicoanálisis.

En este marco, Lacan realizó muy tempranamente una relectura del tema de la
contratransferencia que retomó en numerosas oportunidades, y a partir de entonces se le
atribuye el haber desvanecido esta cuestión del corpus teórico y la reflexión clínica en
psicoanálisis. Quizás por esto podemos plantear que la noción se ha visto
significativamente relegada en el trabajo analítico (tanto teórico como clínico) de
orientación lacaniana, mientras que analistas de diversa orientación, como por ejemplo
aquellos miembros de la Asociación Psicoanalítica Internacional (IPA) y su componente
argentino (APA)2, continúan dando al concepto un lugar de importancia.

¿Cómo justificar entonces una investigación que tome como eje un concepto al
que Freud dedicó muy pocas reflexiones y condenó desde el inicio, y al que Lacan
denominó un “término impropio” (Lacan, 1960-1961: 227)?

Como un primer punto importante a destacar, nos parece pertinente justificar la


utilización del vocablo “concepto” para referirnos a la contratransferencia. La razón de
esta decisión reside en que concebimos al concepto como la consecuencia de una
definición, que es, a su vez, un proceso de delimitación que permite establecer las
relaciones del mismo con el resto de los conceptos y nociones del campo teórico en el
cual cobra sentido. Tal como lo vamos a trabajar en el marco de esta tesis de maestría,
nos interesa definir, delimitar, la cuestión de la contratransferencia en psicoanálisis,
entendiendo que no se trata de una definición “esencialista” sino de un recorte de algo
de lo real de la experiencia, de la práctica analítica. Al mismo tiempo, entendemos que
una definición de este tipo está sujeta a los cambios históricos del campo del que se
trata, y que está atravesada también por la cuestión institucional. En este caso particular,
entendemos que cuestión de la contratransferencia define los lazos sociales en el
psicoanálisis y es fundante de cierta estructura institucional, tal como lo explicitan

2
Tomamos el término “componente” y no “filial”, haciendo eco del planteo de Federico Luis Aberastury
(2004: 107) quien sostiene que esta denominación da cuenta de la posición crítica de la APA respecto de
la pretensión de monopolio de la IPA respecto del psicoanálisis. Según el autor, el pluralismo existente
actualmente en la APA es uno de los mayores exponentes del abandono de aquella pretensión por parte de
la Asociación Internacional.

7
Gloria Leff y Alberto Cabral en las referencias realizadas a continuación y otros autores
que revisaremos en el curso de esta investigación3. De esta manera, y porque la
contratransferencia está atravesada por un proceso de delimitación como el descripto, es
que la consideramos un concepto psicoanalítico que vale la pena investigar en sus
movimientos y en sus reformulaciones.

Por otro lado, nos parece interesante retomar, para fundamentar la elección del
tema, los planteos que Beatriz de León y Ricardo Bernardi realizan al respecto al
comenzar su libro titulado Contratransferencia:

“La noción de contratransferencia puede parecer, a primera vista, sencilla y


poco problemática. A nivel descriptivo es, en efecto, un concepto próximo a
la experiencia, cuyo significado deriva de su propio nombre: designa aquello
que ocurre en el analista como respuesta a la transferencia. Sin embargo (…)
un examen más detenido muestra que esta sencillez es sólo aparente y que el
concepto de contratransferencia encierra en sus pliegues buena parte de las
polémicas actuales del psicoanálisis, tanto a nivel teórico como técnico” (De
León y Bernardi, 2000: 7).

Por su parte, Jaime Fernández Miranda sostiene, en su texto “La escucha y la


transmisión. Apuntes para un pensamiento psicoanalítico”, que “en la formación actual
la contratransferencia, así como cualquier noción que balice la complejidad psíquica del
analista, ha desaparecido por completo, y una suerte de neutralidad pura, sin sujeto, se
ha instalado como yo-ideal en la formación de jóvenes analistas” (Fernández Miranda,
2016). Así, el autor va más allá de la idea freudiana de que la contratransferencia es de
una presencia inevitable en las curas conducidas por un analista, y se pregunta si puede
haber, en efecto, escucha analítica sin que éste se encuentre de algún modo afectado por
la palabra del analizante.

Gloria Leff, en su libro Juntos en la chimenea. La contratransferencia, las


“mujeres analistas” y Lacan, va incluso más lejos al remitir a una época –todavía

3
La articulación entre la cuestión de la contratransferencia y la constitución y delimitación de las
instituciones psicoanalíticas resulta un tema muy interesante. Vale mencionar que la necesidad planteada,
desde la introducción misma del término por parte de Freud, de reconocer y controlar la
contratransferencia hizo de ella el principal fundamento del dispositivo de análisis didáctico, que está en
el núcleo de la doctrina de la Asociación Psicoanalítica Internacional (IPA), (ver, por ejemplo: Racker,
H., 1953: 156-157). Si bien realizaremos algunas alusiones a esto a lo largo del escrito, este es un tema
que, por su complejidad y amplitud, no abordaremos directamente en esta tesis. No obstante, esperamos
que este trabajo resulte ser un antecedente interesante para futuras investigaciones sobre la temática.

8
vigente, desde nuestra perspectiva, en algunos sectores del psicoanálisis- en que la
condena de la contratransferencia marcaba la pertenencia a la enseñanza de Lacan (Leff,
2007: 65).

Así, quizás sea éste uno de los conceptos que más controversia ha generado a lo
largo de las generaciones de psicoanalistas, llegando a acuñarse el término “autores
contratransferencialistas” (Cabral, 2009: 10) para designar a aquellos analistas que
reconocen en la contratransferencia un ordenador de su práctica.

De esta forma, ésta ha tenido dos destinos casi opuestos dentro del psicoanálisis.
Dentro de una línea (más ligada a los autores ingleses y filiada en la Asociación
Psicoanalítica Internacional), la contratransferencia sigue considerándose un término
absolutamente legítimo y vigente para pensar la práctica analítica. Por el contrario,
dentro de otra línea (fundamentalmente inscripta en la enseñanza de Lacan), aquella ha
sido sistemáticamente desplazada del debate teórico y clínico, por lo cual sólo
excepcionalmente se la menciona en escritos e investigaciones, y en general se la
considera un término en desuso. ¿Pero se trata realmente de un asunto superado?

Tal como lo vemos, la contratransferencia es uno de esos conceptos que nos


obligan a reconocer en el psicoanálisis un corpus teórico heterogéneo en el que
proliferan las afiliaciones doctrinarias y las instituciones, lo cual da lugar a una
multiplicidad de formas de pensar la clínica. Está en el espíritu de esta tesis no perder de
vista esta multiplicidad a menudo muy compleja y conflictiva, si bien nuestro eje será la
obra de Sigmund Freud y Jacques Lacan. Así, el objetivo general de esta investigación
será profundizar la lectura y análisis, desde un punto de vista crítico que no se reduzca a
los planteos establecidos, de la cuestión de la contratransferencia en la obra de estos dos
autores.

Por otro lado, nos preguntaremos si, gracias a la articulación con reflexiones más
recientes, la contratransferencia puede pensarse como un concepto todavía válido. ¿Se
trata de algo que hay que prevenir, sofrenar y contra lo que hay que luchar, tal como
podemos leerlo en los escritos técnicos de Freud? ¿Se trata de la suma de prejuicios del
analista, tal como en ocasiones la ha definido Lacan, que vendrían a obstaculizar la
escucha? ¿Es acaso un término impropio, como dirá más tarde, dado que se trata de un
“efecto irreductible de la situación de transferencia” (Lacan, 1960-1961: 223), de “la
implicación necesaria del analista en la situación de transferencia” (p. 227)? ¿Debemos
considerar que asistimos a una innecesaria división de los términos que termina
9
ocasionando la evasión del verdadero centro del asunto: la cuestión de la transferencia
en la cura (Lacan, 1964: 239)? ¿Cómo considerarla hoy? Creemos que se trata de un
tema sumamente rico para abordar en una investigación, ya que, como dijimos,
pensamos que no es tratado suficientemente en la actualidad. Para ello, asumiremos una
posición crítica respecto de que una condena de la contratransferencia ha funcionado en
el pasado y lo sigue haciendo como marca de pertenencia al marco teórico lacaniano
(Miller, 2003: 7; Leff, 2007: 65; Cabral, 2009: 25-32), ya que pueden leerse en la obra
del autor algunos matices que no permiten cerrar la cuestión en lecturas dicotómicas.

Así, en este trabajo de investigación partimos de la idea de que en la obra de


Freud la contratransferencia no es una presencia fugaz y esporádica, rápidamente
abandonada, sino que puede encontrarse en la raíz de algunos de sus impasses más
destacados, así como en fenómenos que fueron descriptos dentro de su experiencia
clínica como provenientes de fuerzas ocultas. Por otra parte, consideramos que el
retorno a Freud realizado por Lacan, con el efecto de profunda subversión que tuvo en
los conceptos psicoanalíticos, llevó también a una reconsideración de la
contratransferencia que no puede reducirse a las posturas iniciales de Lacan al respecto.
Finalmente, consideramos que este concepto no puede subsumirse fácilmente en el
concepto de “deseo del analista”, si bien ambos se encuentran evidentemente
entrelazados4. En consecuencia, esta tesis realizará un rastreo del término en cuestión en
la obra de estos autores, intentando problematizar su estatuto y las “lecturas
consagradas” al respecto. Nuestra hipótesis de partida es que la contratransferencia,
precisamente por haber llegado a condensar múltiples sentidos que la hacen una noción
de mucha densidad histórica y evidentemente problemática, permite pensar e interrogar
la complejidad del lugar del analista con una especificidad que no encontramos en
conceptos afines.

Por todo lo dicho, consideramos que abordar la temática desde una lectura de
Freud y de Lacan (sin excluir, por ello, otros autores que pueden aportarnos elementos
para la reflexión crítica) puede significar una ganancia no sólo desde el punto de vista
teórico sino también clínico. Tomando reflexiones de Alberto Cabral respecto de la
práctica analítica, podemos decir que “cuanto más advertido esté el analista –tanto de
sus fundamentos como de los deslizamientos que pueden embotarla- serán mayores sus

4
Debido a su complejidad y a la extensión que un tratamiento en profundidad ameritaría, no realizaremos
en esta tesis un abordaje específico de la cuestión del deseo del analista, dejándolo para futuras
investigaciones.

10
posibilidades de desempeñarse con eficacia. De ahí la importancia que le asignamos al
debate en torno al deseo del analista y la contratransferencia (…)” (Cabral, 2009: 44).
En este sentido, vale también destacar que nos anima, en la elección de este tema, un
interés singular ligado al ejercicio de la clínica: el interés por profundizar y enriquecer
una lectura de la propia práctica gracias a un deslinde más claro de los conceptos.

METODOLOGÍA. HERRAMIENTAS PARA LA CONSTRUCCIÓN DE UN CAMINO


DE INVESTIGACIÓN

La metodología que utilizaremos en esta investigación consiste en un trabajo de


articulación y profundización conceptual a partir de una elaboración expositivo-
argumentativa de la bibliografía específica.

En este sentido, nos parece pertinente retomar la metodología utilizada en los


diversos proyectos de investigación que conforman el Programa de Investigaciones
Psicoanalíticas, radicado en la cátedra “Psicología”, Facultad de Psicología, Universidad
Nacional de Rosario. Se trata de una metodología que ha sido denominada
“metodología de análisis teórico-crítico”, la cual articula dos procedimientos en relativa
simultaneidad: el procedimiento constructivo, que implica un trabajo de desarrollo y
explicación de los conceptos “y cuyo efecto será de acumulación y continuidad de
sentido para conformar la necesaria coherencia de la explicación, por más que se la
considere provisoria” (Gentile, 2009: 4); y el procedimiento deconstructivo, que implica
el trabajo crítico propiamente dicho hacia el interior del tema tratado y también hacia el
exterior, es decir, estableciendo líneas de articulación y tensión con otros conceptos del
corpus teórico del psicoanálisis.

Por otro lado, dadas las características del concepto abordado, nos interesa
retomar dos cuestiones que delinearán el camino recorrido en esta tesis.

En primer lugar, nos parece interesante retomar la impronta que Freud dio, desde
sus inicios, al psicoanálisis como método de investigación. Para esto podemos recuperar
el rastreo etimológico que realiza Pura Cancina (2008: 7-8) sobre el verbo “investigar”.
Se trata de una palabra que deriva de “vestigio”, que antiguamente denotaba a la planta

11
del pie. De allí se llega a la suela del calzado y, por derivación, el término comienza a
significar la huella que deja el pie allí por donde pasa. Esta etimología resulta pertinente
para pensar al psicoanálisis como método de investigación, ya que la atención a los
vestigios, las huellas, los indicios, son centrales en el trabajo de éste. Y en este punto
podemos realizar una articulación con un paradigma descripto por Carlo Ginzburg,
denominado: “paradigma indiciario”. Ginzburg construye este paradigma a partir de las
características del procedimiento utilizado por tres personajes provenientes de diferentes
ámbitos: Giovanni Morelli, Sherlock Holmes (el célebre personaje creado por Conan
Doyle) y Sigmund Freud. Cada uno desde su lugar -la crítica de arte, la investigación
policial y el psicoanálisis, respectivamente- afirmó que no se trata de investigar a partir
de los grandes rasgos o características más salientes de un objeto o una situación, sino
de “examinar los detalles más omitibles” (Ginzburg, 2004: 70), los “indicios que a la
mayoría le resultan imperceptibles” (p. 72), con el fin de llegar a una verdad que hasta
el momento permanecía oculta (la verdadera autoría de una pintura; el verdadero
responsable de un misterioso crimen; o las mociones en conflicto escondidas tras un
síntoma, un sueño, un lapsus, etcétera). Se trata, en este paradigma, de la construcción
del saber denominado “venatorio”, que consiste precisamente en la posibilidad de
aprehender una realidad compleja que es inaccesible a la observación directa, a partir de
datos aislados y aparentemente omitibles o sin importancia. Así, se ponen en primer
plano las huellas, las señales, los detalles, los indicios dejados de lado ordinariamente,
para hacer de ellos la vía de acceso a fenómenos inaccesibles por otros medios.

Dado el carácter elusivo del concepto de contratransferencia, realizar una lectura


inspirada en este paradigma, que retome la tradición misma del análisis como método,
resultará una tarea ineludible. Más allá de las menciones explícitas de la cuestión,
buscaremos indicios que nos permitan ubicar a la contratransferencia en los escritos
freudianos y lacanianos, fundamentalmente, para construir a partir de éstos una
multiplicidad de puntos de vista que nos permitan dar al concepto toda su densidad
teórico-clínica.

En segundo lugar, si seguimos a Freud en su forma de caracterizar al


psicoanálisis como una relación indisociable entre investigación, teoría y clínica,
podemos afirmar que éste se define como radicalmente inacabado. De acuerdo con esto,
y en el marco de la metodología de una tesis que toma como tema central un concepto
psicoanalítico eminentemente problemático, consideramos pertinente dar a esta

12
investigación una inspiración ensayística. Con esto hacemos referencia al recurso al
ensayo como forma, tal como lo ha caracterizado Theodor Adorno (1962). Retomamos
de este autor la idea del ensayo como un medio para dar lugar a la interacción de los
conceptos, sin pretender una definición acabada de los mismos e impugnando así un
abordaje lineal de las cosas. Así, en el trabajo de lectura se irán construyendo
constelaciones conceptuales, ya que un concepto (en este caso, el concepto de
“contratransferencia”) no puede analizarse desde una definición aislada, sino en su
interacción con otros conceptos psicoanalíticos. En esta línea tomamos también los
aportes de Alberto Giordano, quien, haciendo referencia al recurso al ensayo, devuelve
su dignidad al “asombro, el desconcierto y el vértigo de la conjetura que experimentan
los sujetos en trance de saber” (Giordano, 1998: 55). Se trata, así, de restituir el vínculo
entre los conceptos y los problemas e interrogantes que les dieron origen y los siguen
atravesando, a través de una lectura crítica y una escritura problematizante. Asimismo
nos inspiramos en los planteos de Carlos Kuri acerca del ensayo y su estatuto de
“interpelación polémica”, y retomamos la idea de que el ensayo es “el género adecuado
para reflejar la subjetividad, adecuado a la plasticidad de la vida” (Kuri, 2001: 102).
Asimismo, Kuri sostiene que “en sentido estricto el sujeto, marca nominal de la
enunciación, únicamente deberíamos vincularlo al discurso del ensayo” (p. 115).

Entonces, se trata en esta tesis de recurrir al procedimiento y, sobre todo, a la


ética del ensayo. Si, en palabras de Giordano, uno deviene ensayista “cada vez que
escribe no para reproducir lo ya sabido, sino para saber” (Giordano, 2001), una tesis de
inspiración psicoanalítica que se proponga estudiar críticamente la potencialidad teórica
y clínica de un concepto, no puede sino devenir “ensayista”: si su trabajo de lectura
crítica y escritura resulta eficaz, será en la medida en que apueste al surgimiento de
nuevos interrogantes y, en este mismo movimiento, de aspectos inexplorados de la
problemática.

13
MARCO TEÓRICO. LOS REFERENTES QUE ORIENTAN EL RECORRIDO

A fin de abordar la cuestión de la contratransferencia en el marco de la


conceptualización freudiana y de la reformulación realizada por Lacan, consideramos
importante partir, cada vez, de la manera en que fue tematizada la transferencia por cada
uno de estos autores. Vale destacar que para este trabajo se tomará a la transferencia
específicamente como proceso dinámico del tratamiento analítico y no como
característica del funcionamiento psíquico, tal como podemos rastrearla en los planteos
freudianos de “La interpretación de los sueños” (1900). De esta forma quedará
planteada la base conceptual para abordar un estudio pormenorizado de la
contratransferencia.

Así, en la primera parte de la tesis tomaremos como punto de partida la


conceptualización de la transferencia en la obra freudiana, para a partir de allí llevar
adelante un rastreo del concepto de “contratransferencia”. Nos detendremos, en dicho
recorrido, en los diferentes puntos de la obra en que podemos ubicar el concepto tanto
de manera explícita como implícita, interrogándonos acerca de los matices y alcances
del mismo. Asimismo, abordaremos la cuestión no sólo en los textos teóricos del autor,
sino también en una lectura de algunos de sus casos clínicos más importantes.
Finalmente, para poner en perspectiva la concepción freudiana de la contratransferencia,
dedicaremos un apartado a los trabajos de Ferenczi que abordan el tema, dado que se
trató de un importante interlocutor y discípulo de Freud, y ya que es precisamente
respecto de este tema que podemos pensar el alejamiento de ambos.

Con el objetivo de abordar las conceptualizaciones lacanianas en toda su


riqueza, creemos importante realizar un recorrido previo por los postulados de autores
posfreudianos que han hecho valiosos aportes en relación al tema. Dada la diversidad y
multiplicidad de autores posibles, decidimos centrarnos en aquellos con los que
polemiza Lacan en el camino que lo llevó a repensar la cuestión de la
contratransferencia, ubicando como eje los seminarios “La transferencia” (1960-1961) y
“La angustia” (1962-1963), en los que aborda específicamente esta temática. Por otro
lado, creemos importante dar un lugar a los autores que la bibliografía consultada ubica
en el lugar de pioneros respecto de esta temática (Etchegoyen, 1986; de León y
Bernardi, 2000; Miller, 2003; Widlöcher, 2011), ya que si bien no son el eje de los
comentarios de Lacan, se observan marcas de su influencia en la letra de aquellos

14
psicoanalistas que más tarde fueron objeto de los comentarios más célebres del
psicoanalista francés. De esta manera, en un primer capítulo estudiaremos los aportes de
Donald Winnicott y Paula Heimann. Por otro lado, y por su importancia en el contexto
psicoanalítico argentino, haremos un comentario de los aportes de Heinrich Racker,
quien fuera un importante exponente de la formación y la investigación en la APA, ya
que se trata de alguien que representa cómo la cuestión de la contratransferencia se puso
en juego en el contexto institucional de nuestro país. Horacio Etchegoyen (1986: 241 y
sigs.), en el estudio que realiza de los aportes principales que se hicieron desde la época
de Freud a la cuestión de la contratransferencia, ubica a la teoría de Racker a la altura de
los aportes de Heimann, ya que siendo simultáneos y sin embargo autónomos, tienen el
valor de ser pioneros en la elaboración de teorías originales sobre el tema. Con este
recorrido como base, dedicaremos el capítulo posterior a los planteos de Roger Money-
Kyrle, Margaret Little y Lucy Tower.

Luego de esto, en la tercera parte nos centraremos en los aportes que Lacan ha
hecho al respecto, para lo cual haremos un recorrido por los escritos y seminarios
pertinentes, intentando ampliar la lectura que clásicamente se ha hecho de la
conceptualización lacaniana de la contratransferencia. Nos interrogaremos, así, acerca
de si resulta válido, a partir de su teorización, desterrar el concepto de la reflexión
teórico-clínica del psicoanálisis, en beneficio de conceptos tales como “transferencia” y
“deseo del analista”.

Finalmente, la investigación se abrirá a una interrogación por el lugar de este


concepto en la elaboración psicoanalítica actual. Nos preguntaremos si se trata de un
asunto que ha sido superado en el transcurso de la historia del Psicoanálisis, un
concepto que ha sido reemplazado por otros más “pertinentes” y “valiosos” para la
reflexión clínica; o si por el contrario cierto “efecto de escuela” ha significado la
clausura de una interrogación que pone en el centro de la escena al analista y su
implicación y posicionamiento en el análisis. Como resultado de este proceso, que
reconocemos de entrada como parcial e inacabado, nos proponemos lograr una
profundización del estudio del concepto de contratransferencia, tanto en su perspectiva
teórica como clínica.

15
ESTADO DE LA CUESTIÓN. LA ACTUALIDAD DEL DEBATE SOBRE LA

CONTRATRANSFERENCIA. ¿UN TÉRMINO AUSENTE EN EL PSICOANÁLISIS

LACANIANO?

Para poner en perspectiva de manera acabada la cuestión de la


contratransferencia sería necesario hacer un recorrido por la bibliografía de todas las
líneas dentro del psicoanálisis que han abordado esta cuestión: la escuela
norteamericana, la escuela inglesa y la escuela francesa, todas ellas con debates internos
que impiden reducirlas a una lectura única. Por otro lado, es imposible desconocer que
en cada país en que se practica el psicoanálisis estas escuelas han sido leídas,
interpretadas, y se han hecho aportes originales al respecto (este es, sin duda, el caso del
psicoanálisis en Argentina). De esto resulta una tarea que, en sí misma, podría constituir
una tesis y que por lo tanto excede los objetivos de la presente investigación.

Dada, entonces, la necesidad de hacer un recorte de la bibliografía, decidimos


centrar el estado de la cuestión en textos que abordan el tema de la contratransferencia
tomando como referencia –si bien no por eso dejan de lado otros referentes teóricos- los
planteos de Lacan. Esto quizás pueda llamar la atención del lector ya que, como dijimos
anteriormente, Lacan parece impugnar la presencia de este término (al cual por supuesto
no le confiere el estatuto de concepto) en el discurso psicoanalítico, posición que es
llevada al extremo, tal como veremos a continuación, por su discípulo y responsable del
establecimiento del texto de su seminario, Jacques-Alain Miller. En función de esto, los
trabajos contemporáneos acerca de la contratransferencia suelen prescindir de la
referencia a los aportes de Jacques Lacan. En consonancia con esto, vale destacar que al
comenzar este trabajo de investigación partimos de la idea de que la “problematicidad”
de la contratransferencia sólo podía captarse al entrecruzar las diferentes líneas teóricas
del psicoanálisis –en particular la línea lacaniana y las diversas líneas no lacanianas-.
Así, considerábamos que todo psicoanalista que encontrara en la enseñanza de Lacan un
recurso fecundo para pensar la clínica debía necesariamente adherir a la idea de que la
contratransferencia es un concepto caduco y por ello inútil para la reflexión
psicoanalítica.

No obstante esto, hemos podido rastrear algunos trabajos de psicoanalistas


contemporáneos que se proponen abordar el concepto, teniendo en cuenta para ello los
aportes que Lacan ha hecho al respecto a lo largo de su enseñanza y sus escritos. Por
16
otro lado, estos autores tienen afiliaciones institucionales diversas, lo cual no nos
permite reducir la controversia a divisiones esquemáticas entre “escuelas”
psicoanalíticas.

Así, el abordaje de la contratransferencia en el marco de una lectura sistemática


de los aportes de Lacan no permite lecturas lineales ni cerradas. Mientras existen
posiciones que consideran que la cuestión del lugar del analista puede plantearse mejor
prescindiendo de las confusiones a las que lleva apelar a un término tan extensamente
utilizado y reutilizado a lo largo de las décadas, también encontramos valiosos aportes
que se nutren de la teoría lacaniana y que sin embargo hacen del tema un abordaje lleno
de matices y que no se cierra en una lectura hegemónica.

Dejaremos, de esta manera, para una posterior investigación el cruce de estos


planteos con aquellos autores que han realizado su aporte tomando como referentes
teóricos a psicoanalistas de otras líneas dentro del psicoanálisis.

Dando un paso más, y con el objetivo de ordenar este apartado que


consideramos un punto de apertura para el desarrollo de nuestra investigación, nos
parece interesante retomar la discusión que parece haber reactualizado en el medio
psicoanalítico el debate en torno a la contratransferencia5. Se trata de un intercambio
sostenido entre Daniel Widlöcher –en aquel entonces presidente de la Asociación
Psicoanalítica Internacional (IPA)- y Jacques-Alain Miller –fundador y en aquel
momento presidente de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP)-. Como
resonancias de esta discusión, en el seno de instituciones tan diferentes como la Escuela
de Orientación Lacaniana (EOL, adherida a la AMP), la Escuela Lacaniana de
Psicoanálisis (ELP), la Sociedad de Psicoanálisis Freudiano (SPF) y la Asociación
Psicoanalítica Argentina (APA, adherida a la IPA), surgieron artículos, revistas e
incluso libros enteros dedicados a la cuestión.

A este intercambio y a los escritos posteriores que de alguna manera hacen eco
de este debate nos dedicaremos a continuación, con el fin de abrir algunas líneas de
interrogación que serán retomadas todo a lo largo de esta investigación.

5
Alberto Cabral propone dar a dicho intercambio el estatuto de responsable del relanzamiento del debate,
a partir de detallar los efectos del mismo, en términos de publicaciones, en diferentes ámbitos
psicoanalíticos (Cabral, 2009: 11). Consideramos que el libro de Cabral en el que esta idea es propuesta, y
otras publicaciones que éste no tiene en cuenta, también pueden pensarse en esta misma línea de
interpretación.

17
Resulta significativo que, así como Freud introdujo el tema de la
contratransferencia en la conferencia titulada “Las perspectivas futuras de la terapia
psicoanalítica”, el debate mencionado, que vuelve a poner en el centro el tema de la
contratransferencia, se titula “El porvenir del psicoanálisis”. Noventa y dos años
separan los planteos de uno y otro, y nos permiten poner en perspectiva el devenir de la
contratransferencia dentro del psicoanálisis.

En el marco del intercambio entre estos dos analistas, se les pregunta acerca de
la existencia de incompatibilidades o diferencias teóricas entre los miembros de una y
otra asociación: la IPA y la AMP. Al respecto, Widlöcher ubica la centralidad que tiene,
para los analistas de la IPA, la asociación libre y la atención flotante, en el marco de una
relación que tiene dimensiones transferenciales y contratransferenciales. Esto define,
para él, la escucha analítica, y se pregunta por la distancia existente con la “escucha
‘lacaniana’” (Widlöcher, Miller y Granger, 2002: 1056). A partir de esto, Miller intenta
dar cuenta de la especificidad del “ser lacaniano”. Luego de un rodeo en el que afirma
que el colectivo de analistas lacanianos no es homogéneo ni compacto, encuentra en la
contratransferencia la posibilidad de, no obstante lo dicho anteriormente, dar entidad a
la división entre “la práctica que procede de Lacan” y “todas las demás” (p. 1059). Así,
Miller sostiene que a partir de que la contratransferencia volvió al centro del debate
psicoanalítico a partir de la década de 1950, momento en que Lacan comenzaba su
enseñanza, se constituyeron dos vías diferentes: aquella abierta por los escritos de Paula
Heimann (y Heinrich Racker en Argentina), y aquella línea inaugurada por Lacan. A
partir de este momento, Miller afirma que “una práctica del psicoanálisis basada en el
cultivo y en la explotación de la contratransferencia” (p. 1060) llegó a convertirse en el
elemento aglutinador de todo un grupo de analistas que, por lo demás, podían seguir
sosteniendo sustanciales diferencias. Tal como veremos en la segunda parte de esta
tesis, el planteo del autor es por lo menos parcial, ya que incluso dentro de las primeras
generaciones de psicoanalistas posfreudianos no dejaron de existir los enfrentamientos
respecto del estatuto, el uso y el valor de la contratransferencia en los tratamientos
analíticos. Ahora bien, dado el lugar que ocupa Miller dentro de lo que se podría
denominar “psicoanálisis lacaniano” (aunque compartimos la visión de que no se trata
de un colectivo homogéneo), lo que interesa destacar es la afirmación que sigue:

“En cambio, si nos ponemos a averiguar qué separa a los lacanianos de los
demás, encontramos esto: el manejo de la contratransferencia está ausente de

18
la práctica analítica de orientación lacaniana, no está tematizada en ella y
esto es coherente tanto con la práctica lacaniana de la sesión breve como con
la doctrina lacaniana del inconsciente” (Widlöcher, Miller y Granger, 2002:
1060).

Esto está en consonancia con las ideas transmitidas por Miller en el curso
dictado en el marco del Departamento de Psicoanálisis de Paris VIII, durante los
primeros meses del año 2002, es decir, poco antes del debate con Widlöcher. Allí dice a
su auditorio que podemos ver a la enseñanza de Lacan “como un rechazo de la
contratransferencia, modulado incesantemente de formas diversas” (Miller, 2003: 7), y
más adelante sostiene que “concebir a la contratransferencia como un instrumento,
como un medio de la cura, resulta de una posición herética, no freudiana (…). Este es el
criterio que funda la ortodoxia freudiana de la enseñanza de Lacan y de la práctica que
de ella resulta” (p. 8).

Alberto Cabral (2009: 25-32) se posiciona críticamente respecto de estas


declaraciones, y plantea que esto lleva a darle a la noción el estatuto de un “emblema”
que resulta en que se sustrae a la contratransferencia su densidad conceptual y los
matices que conlleva. Así, dice que esta lógica tiene “efectos imaginarizantes, que
impulsan la homogeneización de los grupos que se aglutinan y fortalecen por la vía de
la rivalidad especular” (p. 30), lo cual va a contramano de la lógica inherente al
psicoanálisis: aquella del uno por uno, el caso por caso. Por otro lado, no podemos dejar
de llamar la atención sobre los peligros que conlleva la referencia a la herejía dentro de
la reflexión psicoanalítica, la cual nos acerca indefectiblemente a una posición religiosa
que está más cercana a la fe y a la invocación de la palabra del Padre (lugar que puede
estar ocupado de múltiples maneras), que a la posibilidad de interrogar críticamente la
teoría.

Volviendo a Miller, este denuncia, en los analistas que han dado lugar a la
contratransferencia en sus reflexiones teórico-clínicas, un excesivo interés puesto en los
procesos internos del propio analista, agregando que, sin duda, hay ahí un goce del
propio pensamiento que califica de autoerótico. Agrega que, tal como él lo concibe, lo
que ocurrió a mediados del siglo XX es que “los analistas comenzaron a sufrir de una
falta de objeto, la falta de un acceso directo al objeto de su experiencia, falta que sin
embargo era de estructura puesto que estaba determinada por la definición freudiana de
ese objeto como lo inconsciente” (Widlöcher, Miller y Granger, 2002: 1061). Esta

19
imposibilidad de acceder al Inconsciente, salvo a través de sus efectos, fue para Miller
la causa de que los analistas se volcaran al análisis de aquello a lo que sí podían acceder
directamente: sus propios procesos de pensamiento. Éstos se constituyeron entonces
como la vía de acceso al psiquismo del paciente. Esta es una idea que el autor ya venía
trabajando en el curso dictado por él y ya citado anteriormente:

“Esta orientación transforma de arriba abajo el uso de la experiencia


freudiana, porque el análisis de la contratransferencia es en adelante capaz
de sustituir a la rememoración, la reconstrucción del pasado del paciente. Se
supone que la contratransferencia da un acceso directo –directo porque el
analista lo experimenta- a la historia inconsciente del paciente” (Miller,
2003: 10).

Miller se refiere a lo que denomina “la práctica contratransferencial del


psicoanálisis” (Miller, 2003: 12), a la cual le critica que lo que allí “tiene ocupado al
analista no es la referencia al inconsciente, sino los episodios, los acontecimientos, de
su propia interacción con el paciente” (p. 22). Esto deriva en lo que el autor llama la
“escuela intersubjetiva” dentro del psicoanálisis, en la que “la interacción predomina
sobre el inconsciente” (p. 23). Nuevamente, tal como veremos en el capítulo dedicado a
los autores que inauguraron el debate en aquel momento, esta no fue una postura
homogénea en todos ellos.

Por su parte, Widlöcher sostiene que la atención flotante frente a las


asociaciones del paciente crea en el analista un movimiento asociativo que éste debería
reconocer y evaluar. Habla, así, de una elaboración conjunta y recíproca que se
comunica de uno a otro, aunque aclara que esto no implica efectos terapéuticos para el
analista. No obstante, sí se aprecia la relación simétrica que parece establecerse en la
concepción de Widlöcher entre analista y analizante: asociaciones y comunicaciones
van en uno y otro sentido, donde no se termina de apreciar qué vendría a dar cuenta de
una diferencia de lugares. Miller, por su parte, afirma que, de esta forma, Widlöcher
“coloca la experiencia analítica en el nivel dual propio de lo imaginario. La reciprocidad
que estructura su práctica es la del “estadio del espejo” (…)” (Widlöcher, Miller y
Granger, 2002: 1065), vía que, tal como lo establece el autor, carece de salida desde la
perspectiva lacaniana.

20
Miller vuelve sobre ese punto, afirmando que Lacan centró el análisis en el
discurso del paciente y que lo que caracteriza a la clínica lacaniana es no ser “una
clínica relativista, puesta en concordancia con la singularidad contratransferencial de tal
o cual analista, sino una clínica que, aunque bajo transferencia, apunta a la objetividad”
(Widlöcher, Miller y Granger, 2002: 1063). En este punto, Miller retoma los planteos de
Lacan respecto de la posición del analista, a la cual define a partir de un “no pienso”.

“Rehusarle el pensamiento al analista es separarlo de la vía de la


contratransferencia, donde el analista piensa, piensa en sí mismo, piensa
demasiado, se enreda con su pensamiento (…) Si el analista se deja
manipular por su contratransferencia, por sus fantasmas y sus prejuicios, por
sus pensamientos, si se deja seducir y sugestionar, entonces, en efecto, ya no
está en el lugar donde debe, cae de ese lugar (…). En este sentido, la
contratransferencia figura cabalmente en la técnica lacaniana pero sólo bajo
un aspecto negativo: no es un instrumento de exploración” (Widlöcher,
Miller y Granger, 2002: 1064).

Ahora bien, cabe preguntarse si todos estos planteos están inevitable e


inextricablemente unidos. ¿Es posible pensar en un sujeto (si no rehusamos que quien
está en posición analista es, a fin de cuentas, un sujeto) que pueda despojarse a tal punto
de su condición de tal que lleve adelante una escucha despojada de toda singularidad?
¿Es efectivamente posible escuchar el discurso de un sujeto y realizar intervenciones,
sin que esto implique ningún tipo de actividad de pensamiento? ¿Es esto lo que implica
el “deseo del analista” como condición para ejercer el análisis? En este sentido, nos
interesa destacar que cuando Miller habla de la formación del analista, y se refiere al
análisis personal, sostiene que “es preciso que haya sobrepasado los límites que su
fantasma le imponía, y esto es precisamente lo que le permitirá abrirse a la escucha de
su paciente. El Analista, si existiera, sería un sujeto insugestionable” (Widlöcher, Miller
y Granger, 2002: 1066). Nos resultan interesantes, no sólo la utilización del modo
subjuntivo sino la mayúscula en la palabra “analista”. Leemos aquí que el mismo Miller
da cuenta del desfasaje entre la formalización de la teoría y lo que efectivamente puede
darse en un análisis. Retomando nuestros interrogantes a partir de este debate, nos
preguntamos: ¿la apelación a la contratransferencia como concepto implica
necesariamente la encerrona imaginaria en el análisis? Y en esta línea, ¿el único estatuto

21
posible para la contratransferencia es el de ser objeto de eliminación o de fascinación
del analista?

A lo largo de este intercambio, los autores no dejan de marcar lo significativo


de ese encuentro que reunía a los representantes de dos de las más grandes asociaciones
psicoanalíticas del mundo, siendo una de ellas, nada más y nada menos, que la IPA,
fundada por Sigmund Freud. Era esperable que este debate generara resonancias en
diferentes sectores del psicoanálisis, y fue, entre otros, a través del sesgo de la
contratransferencia que estas resonancias se multiplicaron en los años subsiguientes.

Dentro de la Asociación Psicoanalítica Argentina este debate fue retomado en


numerosos artículos dedicados a comentarlo, en el marco del número siguiente a la
publicación del intercambio en la Revista de Psicoanálisis (2004). Por otro lado, en
2005, la misma revista titula al último número de ese año: “Sobre contratransferencia,
deseo del analista e intersubjetividad”. Resulta interesante destacar que estos artículos
dan cuenta de lo que la APA reivindica como “pluralismo” dentro de la institución
(Peskin, 2004: 147): encontramos autores que se definen como adherentes al
pensamiento lacaniano, mientras que otros lo citan sólo lateralmente.

De los artículos que se dedican a comentar el debate, Federico Luis Aberastury y


Leonardo Peskin son quienes, casi a modo de una toma de posición en sí misma
respecto del tema, comentan que pertenecen al grupo de analistas que, siendo miembros
de la APA, también se consideran tributarios de la enseñanza de Lacan.

Por su parte, Aberastury (2004: 105-111) se dedica con mayor detenimiento a las
problemáticas institucionales suscitadas por el debate, dando un tratamiento muy lateral
al tema que nos ocupa. Respecto de éste, el autor se limita a citar a Éric Laurent
(miembro de la AMP) cuando plantea que la atención del analista a sus contenidos
contratransferenciales sería un modo de no tolerar la transferencia del paciente. Ahora
bien, Aberastury también previene contra la ortodoxia lacaniana cuando sostiene que la
intervención al modo del corte (puesta en primer plano por Miller) también puede
responder a esta dificultad. Fuera de esta mención, el tema de la contratransferencia y su
lugar como divisor de aguas entre lacanianos y no lacanianos pasa absolutamente
inadvertido para este autor.

Es Peskin quien se adentra más profundamente en la discusión respecto de la


contratransferencia y se muestra crítico frente a la posición de Miller. En primer lugar,

22
caracteriza al enfoque de aquel respecto de este tema como radicalizada y dogmática.
Por otro lado, critica la idea de la desubjetivación del analista llevada al extremo, que
“muestra a un Lacan muy drástico y casi deshumanizado en su práctica” (Peskin, 2004:
141). En esta línea, cita el escrito lacaniano “La dirección de la cura y los principios de
su poder”, para subrayar el punto en que Lacan afirma que el analista, involucrado tanto
como el paciente en la situación analítica, debe pagar, entre otras cosas “con su persona,
en cuanto que, diga lo que diga, la presta como soporte a los fenómenos singulares que
el análisis ha descubierto en la transferencia” (Lacan, en Peskin, 2004: 141). De esta
forma el autor, alejándose de Miller, propone “reflexionar sobre la contratransferencia
no sólo como obsesión por la mente del analista” (p. 142). Estableciendo que la
posibilidad de despojarse de su condición de sujeto y poner entre paréntesis todo lo que
tiene que ver con el registro yoico sólo es posible en parte, el autor busca promover una
lectura de la contratransferencia que no caiga en los extremos:

“Si bien algunos usos imaginarios de las ocurrencias y confesiones del


analista son contrarios al análisis, hay muchas derivaciones más sutiles en
juego como para justificar la inclusión del problema como una preocupación
central, aunque sea para resolverlo, pero es ineludible” (Peskin, 2004: 143).

Esta posición nos parece muy valiosa para nuestra investigación, puesto que al
tiempo que previene contra un eclecticismo acrítico, no se cierra a la posibilidad de
interrogar un concepto complejo y que encierra en sí mismo posiciones contradictorias
dentro del psicoanálisis. Lamentablemente, lo acotado de la contribución de Peskin no
va más allá de esta invitación a la pregunta y a la reflexión; no obstante esto, nosotros
tomaremos esta invitación para nutrir los desarrollos de esta tesis.

Algo similar ocurre en la contribución de este autor a la revista de la APA de


finales de 2005. En su artículo titulado “Acerca de la práctica psicoanalítica”, Peskin se
limita a mencionar muy brevemente los puntos que, a su juicio, suscitan la mayor
cantidad de discusiones entre los psicoanalistas lacanianos, entre los cuales se ubica la
cuestión de la transferencia y la contratransferencia. Respecto de esta última, el autor
afirma que en el intento de poner en tela de juicio la participación de la subjetividad del
analista en la cura, se terminó por negar, desde la teoría, el hecho mismo de la
contratransferencia, que califica de inevitable. “La contratransferencia existe, ya que el
analista es un sujeto con su neurosis, su historia y su sexuación, ésa no es la cuestión. El
problema es cómo operar con eso (…)” (Peskin, 2005: 860-861). Esta cita retoma de
23
forma directa los planteos anteriormente comentados respecto de la imposibilidad de
plantear la desubjetivación del analista como un hecho posible efectivamente, si bien no
cae en las posiciones (también extremas) que hicieron de la subjetividad del analista la
clave de la dirección de la cura. La contratransferencia es entendida como una
vacilación de la posición del analista que no puede evitarse, y en esta línea, Peskin
opone la importancia capital del análisis personal y la supervisión (únicos lugares
adecuados para ponerla a trabajar), a la utilización “salvaje y omnipotente” de la
contratransferencia (p. 861), en la que esta se pone en juego de modo directo “como
verdad revelada y continuamente” (p. 866).

Paralelamente a estas publicaciones, también en la Escuela de Orientación


Lacaniana, institución miembro de la AMP, se reactivó el interés por el tema de la
contratransferencia. En la Revista Lacaniana de Psicoanálisis de agosto de 2004 varios
artículos tienen al tema como eje central.

En su escrito titulado “Más allá de la neutralidad analítica, el incidente de la


contratransferencia”, Ernesto Sinatra (2004: 51) sostiene que la idea de que la
contratransferencia puede funcionar, al igual que el sueño, como via regia de acceso al
Inconsciente, omite decir que se trata, no del Inconsciente del paciente, sino del propio
analista. Así, la contratransferencia queda ubicada al nivel de la captura imaginaria,
donde analista y paciente se disputan el estatuto de sujeto en ese análisis.

Néstor Yellati (2004: 81-82), por su parte, comienza ubicando la cuestión de la


neutralidad del analista desde tres aspectos: no ofrecerse como objeto de identificación
del paciente, no intentar adaptar el discurso del paciente a los prejuicios teóricos, y
tomar el modelo del cirujano, tal como lo planteó Freud: dejar de lado los afectos y aún
la compasión. Desde allí, afirma que una práctica que se guíe por los afectos
contratransferenciales imposibilita la posición neutral del analista. De esta forma, el
autor afirma la sustitución de esta noción por la de “deseo del analista” en la obra
lacaniana y dice que

“Contratransferencia es un término caído en total desuso en el campo


lacaniano. Las cuestiones que plantea parecen definitivamente zanjadas para
una concepción del análisis tributaria de la enseñanza de Lacan, y retomarla
como tema parece más propio de un interés histórico que clínico” (Yellati,
2004: 82).

24
Leemos aquí una opinión muy difundida dentro del psicoanálisis lacaniano
actual, y es la pregunta acerca de su pertinencia la que motiva el desarrollo de esta
investigación.

Por otro lado, nos parece interesante ubicar que el autor, coherente con su
definición de la neutralidad analítica, retoma la temprana definición lacaniana de la
contratransferencia como la suma de los prejuicios del analista y recuerda al lector que
“no se trata solamente de aquellos prejuicios que afectan a cualquier ser hablante. Hay
que incluir el prejuicio teórico, que es el que puede pasar más inadvertido para el
analista y afectar más su práctica” (Yellati, 2004: 85). Estos planteos resultan
interesantes ya que nos permiten una articulación con la pregunta acerca de una posible
“clausura” del debate dentro de ciertas líneas lacanianas.

El texto de Martínez de Bocca toma una posición diferente respecto de la


cuestión de la neutralidad: en lugar de oponerla a la contratransferencia, las ubica en el
mismo campo, en oposición al “realismo lacaniano” (Martínez de Bocca, 2004: 91). La
autora se sustenta en dichos de Miller cuando recuerda que si el analista se reserva la
contratransferencia para sí, no resulta algo incompatible con la posición de neutralidad.
En esta línea, y retomando la conceptualización lacaniana de la transferencia en su
vertiente significante (el sujeto supuesto saber) y su vertiente libidinal (el analista en
posición de objeto), Martínez de Bocca realiza una distinción clara. La autora ubica que
tanto contratransferencia como neutralidad provocan un deslizamiento respecto de la
función analista, ya que encontramos

“el sujeto del inconsciente en posición activa en lugar de el objeto activo y el


sujeto subvertido. El objeto a es neutro (…). Es la posición del analista en el
discurso analítico, su inhumanidad: ni ama ni odia ni se compadece de su
paciente, y a la demanda de amor responde con el objeto de la pulsión”
(Martínez de Bocca, 2004: 90).

Para la autora, esta es la posición sostenida en el deseo del analista, que permite
“un más allá de la neutralidad analítica” (Martínez de Bocca, 2004: 91), para lo cual la
mera puesta entre paréntesis de la contratransferencia no resulta suficiente.

Finalmente, nos interesa retomar de la publicación citada la contribución de


Leonardo Gorostiza, quien se dedica a un rastreo histórico de los vaivenes sufridos por
la noción de contratransferencia a lo largo de las décadas. Allí ubica a Ferenczi en un

25
lugar privilegiado de este camino que llevó a la promoción de dicha noción como
instrumento para la cura. Respecto del lugar de Lacan en esta historia, Gorostiza ubica
en primer lugar a Heimann y a Racker como los responsables del cambio de perspectiva
respecto de la contratransferencia a fines de la década de 1940. Luego de esto, el año
1951 se constituye como el momento de origen de tres líneas divergentes respecto de
este tema: es el año de publicación de los escritos de Margaret Little6, de Annie Reich7
y de Jacques Lacan8. Así, dice Gorostiza, queda instalada la controversia. Respecto del
aporte de Lacan a la misma, se destaca el movimiento de su argumentación a partir de
aquel escrito inicial hasta su planteo de que en la posición del analista “(…) se vuelve
decisiva la función que Lacan aisló con el nombre de deseo del psicoanalista y que
constituye su respuesta a la noción de contratransferencia” (Gorostiza, 2004: 46). Así, la
contratransferencia queda ligada a los deslizamientos del analista hacia una posición de
sujeto, lo cual tiene el estatuto de “lapsus del acto analítico” (p. 46) que lleva al analista
a ubicarse en el lugar de analizante. “De este modo, contratransferencia e
intersubjetividad se revelan más bien obstáculos que medios para la posición de un
analista que se quiera orientado por lo real” (p. 47). Respecto de esto último, podemos
plantear dos cuestiones. En primer lugar, la pregunta acerca del lugar adquirido por lo
real en la reflexión clínica lacaniana, que, así como en un momento ocurrió con lo
simbólico, por momentos parece tomar la totalidad de la escena. En este punto
consideramos que la riqueza del planteo de los tres registros –imaginario, simbólico y
real- como ordenadores de la teoría, la práctica y la reflexión clínica, consiste
fundamentalmente en la idea de su anudamiento; de esta manera, evitamos el riesgo de
producir el borramiento de alguna de las dimensiones de la experiencia analítica, cuya
complejidad puede ser leída a partir de estos tres ejes. Por otro lado, respecto de una
exclusión mutua o posible articulación entre la contratransferencia y lo real nos
adentraremos en los postulados de Gloria Leff al respecto, que referenciaremos
brevemente a continuación para retomarlos en el capítulo 6.

6
Se trata de “Contratransferencia y respuesta del paciente”, que comentaremos en profundidad en el
capítulo 4.
7
Nos referimos al texto “Sobre la contratransferencia”, que citamos lateralmente como contrapunto de la
autora antes mencionada. Ver nota 38, pp. 109-110.
8
Hacemos alusión aquí al escrito “Intervención sobre la transferencia”, al cual volveremos en diferentes
momentos de nuestro desarrollo y en particular en el capítulo 6.

26
En 2007, Gloria Leff, miembro de la École Lacanienne de Psychanalyse9 (ELP),
publica su libro Juntos en la chimenea. La contratransferencia, las “mujeres analistas”
y Lacan, en el que se propone retomar el concepto a la luz de los planteos del seminario
“La angustia”. Aquí, según la autora, el supuesto rechazo de Lacan de la cuestión
contratransferencial parece matizarse en beneficio de una argumentación que le permite
pensar el fin de análisis más allá de la angustia de castración, límite que Freud no pudo
franquear. Siguiendo a Lacan, la autora estudia la cuestión en articulación con el hecho
de ser “mujeres analistas” quienes ofrecieron a Lacan el material clínico para este
trabajo de reflexión.

Luego de un extenso trabajo de lectura y análisis, que parte de los “Estudios


sobre la histeria”, recorre importantes escritos de los posfreudianos (en particular los de
Lucy Tower) y culmina en la obra de Lacan, Leff llega a afirmar que podemos situar el
punto de ruptura de Lacan respecto de Freud en su posicionamiento en relación al
manejo de la contratransferencia. Basada en la obra de Lacan, Leff formula así en qué
consiste la posición analítica:

“El analista asume las consecuencias eróticas que suscita, incluso las
fomenta o las apacigua: no se presenta como teniendo lo que no tiene, ni
sabiendo lo que no sabe, pero no obstaculiza que el analizante le suponga un
saber, le imponga lo que no tiene o le adjudique lo que no es. Puede
pretender que carece, incluso, de lo que no carece, como sería la falta del
propio analizante. El analista se deja llevar por el malentendido y, llegado el
momento, simplemente no opone ninguna resistencia a que se revele el
equívoco” (Leff, 2007: 242).

Al hablar de la contratransferencia a la luz de la categoría de objeto a


introducida por Lacan en el seminario “La angustia”, Leff afirma que lo que esta noción
permite poner en juego es “la función analista en una situación inevitablemente erótica”
(Leff, 2007: 53). En este sentido, la autora sostiene que la contratransferencia puede
pensarse más allá de un análisis conducido a partir del fantasma del analista, y en una
relación de articulación –y no de sustitución- con la noción de deseo del analista. Esta
posición es clara cuando la autora manifiesta que “la noción de contratransferencia tiene
un vicio de origen, que sus defensores empantanaron aún más. Y haberla sustituido por
la de “deseo del analista” no zanjó los problemas suscitados en su nombre” (p. 238).

9
Escuela Lacaniana de Psicoanálisis.

27
Consideramos que esta lectura, que no oculta las implicancias de un
psicoanálisis entendido como “erotología”, es decir, una praxis referida al deseo, puede
aportarnos una línea fecunda para pensar el lugar del analista en la cura y la pertinencia
clínica del concepto de contratransferencia. La retomaremos más adelante, cuando nos
aboquemos a los planteos de Lacan respecto de este tema.

Por otro lado, Alberto Cabral, quien se autodefine como formando parte de “la
franja minoritaria de analistas que en A.P.A. seguimos la enseñanza de Lacan” (Cabral,
2009: 26), publica en 2009 un libro titulado Lacan y el debate sobre la
contratransferencia. Allí el autor se propone no sólo pesquisar los sentidos que el
término ha adquirido en algunos psicoanalistas posteriores a Freud (tanto “adherentes”
como “opositores” al concepto), sino también examinar su pertinencia y conveniencia
en comparación con el concepto lacaniano de “deseo del analista”. Si bien no se lee, al
finalizar la lectura, una posición firme tomada respecto de esto por parte de Cabral, sí
consideramos que el recorrido, lleno de matices y comprometido con una actitud de
apertura que da lugar a autores pertenecientes a líneas diversas, resulta una
investigación fecunda para nutrir nuestros puntos de vista. Por ello, retomaremos en
varias oportunidades los aportes de este autor, pero aquí deseamos plasmar algunas de
sus posiciones respecto de esta problemática, que él no cesa de ubicar, tanto en el plano
teórico como institucional.

Como punto de partida, el autor retoma la caracterización de la


contratransferencia que encontramos en Lacan en 1951 y, tal como lo dijimos
anteriormente, destaca el efecto de fascinación que esta referencia produjo en muchos
analistas lacanianos. A partir de allí, el autor establece su hipótesis, en la que afirma que

“es probable (…) que el valor cautivante que retiene esta temprana
caracterización se corresponda con el servicio que la crítica masiva a la
contratransferencia sigue brindando a los intentos de dotar de consistencia
imaginaria (acreditando simultáneamente pertenencias) al lacanismo”
(Cabral, 2009: 10)

No podemos dejar de leer esta reflexión a la luz de los planteos anteriormente


citados de Miller, frente a los cuales, como ya dijimos, Cabral se posiciona críticamente.
Todo a lo largo de su libro, el autor se propone descompletar las posturas totalizantes:
así como se plantea habilitar una lectura matizada de la obra de Lacan, también se

28
propone enfatizar la heterogeneidad de sentidos que se ha ido decantando en torno a la
noción de contratransferencia a lo largo de las décadas, con el fin de mostrar las
diferencias existentes dentro del conjunto de los llamados “autores
contratransferencialistas”.

A su vez, en un intento de acercamiento de posiciones, Cabral lee que muchas de


las problemáticas clínicas que algunos analistas elaboran a partir del concepto de
contratransferencia, son abordadas por los analistas lacanianos haciendo uso de otras
referencias teóricas. Esta explicitación es, para el autor, condición de posibilidad de
todo debate en torno al tema, pero, habiéndolo planteado, no termina de establecer una
posición acabada respecto de la pertinencia o potenciales riesgos del concepto al pensar
la clínica. Así, encontramos referencias en las que los deslizamientos son permanentes.
Por un lado, sostiene que sólo a posteriori de cada análisis es posible vislumbrar si “los
márgenes de implicación subjetiva de los que un analista da cuenta al ofrecer el
testimonio de su contratransferencia” (Cabral, 2009: 74) implican necesariamente su
corrimiento a la posición de sujeto, y, al mismo tiempo, si la manera de hacer uso de
dichos márgenes ha funcionado en dicho análisis “como obstáculo o como instrumento
en la conducción de la cura” (p. 74). Estos planteos están en la misma línea de
afirmaciones posteriores, en las que Cabral sostiene que Lacan no proscribió los
registros del amor, el odio o la angustia del analista respecto del analizante, sino que
encontró en la concepción del deseo del analista aquello “que le permitirá modular,
encauzar e incluso (…) en algunas situaciones utilizar estos registros al servicio de la
conducción de la cura” (p. 84). No obstante esto, el autor parece tomar una posición más
ortodoxa algunas páginas más adelante, cuando retoma la idea lacaniana de un modo de
implicación subjetiva del analista que dé lugar, al mismo tiempo, a una puesta entre
paréntesis de su persona. Acto seguido, afirma que “es la rica paradoja que la noción de
deseo del analista parece sostener con mayor rigor conceptual que la de
contratransferencia” (p. 88).

Es también Cabral quien inaugura el número de la Revista Imago Agenda


titulado “¿Contratransferencia aún?”. Allí, varios autores realizan aportes críticos al
tema y reflexionan en torno a la pertinencia y actualidad de este concepto freudiano.

El texto de Cabral se titula “La contratransferencia y el deseo del analista: dos


respuestas a una misma pregunta” (2010), por lo cual parece continuar la última idea
que citamos de su libro del año anterior. La pregunta en cuestión es retomada del mismo

29
Lacan, quien se interroga acerca de la participación y la implicación subjetiva del
analista en la transferencia. Retomaremos esto en el capítulo dedicado a las
conceptualizaciones lacanianas, pero aquí evocaremos los planteos de Cabral al
respecto. El autor enfatiza que el señalamiento de Lacan respecto de la necesaria
implicación subjetiva del analista en la transferencia no incumbe a su persona sino a su
deseo, camino por el cual llega a la conceptualización del “deseo del analista”. Cabral
destaca que es este deseo, producto del atravesamiento de la experiencia analítica por
parte del analista, el que permite tanto sostener la llamada “neutralidad” como sus
vacilaciones calculadas en algunos momentos cruciales de la cura. De esta manera, el
autor parece abogar por la sustitución del concepto de contratransferencia por el de
deseo del analista.

Héctor Yankelevich también realiza una contribución a la revista mencionada, y


de entrada ubica que Lacan, a lo largo de la década de 1950, demostró que la noción de
contratransferencia no resultaba adecuada para dar cuenta del manejo de la
transferencia. A continuación, rápidamente realiza un deslizamiento hacia la noción de
“deseo del analista” y refiere que éste es condición para la instalación de la transferencia
como suposición de saber del analista. Respecto de la contratransferencia en la obra
lacaniana, comenta que “Lacan reconocía que hay días en que él quería tomar a algún
paciente en sus brazos y otras en que deseaba tirarlo por la ventana. En un seminario tan
esencial –“La Angustia”-, sólo una línea” (Yankelevich, 2010: 20). Si bien el autor
reconoce que Lacan realizó varias menciones del tema en sus escritos –cosa que él no
aborda-, resulta llamativo el desconocimiento de la atención que Lacan dio al tema.
Quizás la equivocación del autor al ubicar su referencia en el seminario “La angustia”
en lugar del seminario “La transferencia” (en el cual, de hecho, encontramos la idea
mencionada por Yankelevich) pueda leerse como la marca del borramiento de la riqueza
de referencias que, como veremos, se encuentran en ambos seminarios.

Respecto del término en sí mismo, Yankelevich afirma que

“Contratransferencia no sólo es un nombre erróneo, que oculta la


problemática de saber soportar un deseo que no es subjetivo, ya que sólo se
es analista en el retorno del acto o de la interpretación como producción de
efecto de sentido. También oculta el carácter positivo de la resistencia. Que
permite la cura siempre y cuando la interpretación le llegue al analista un

30
tiempo antes que al analizante. Interpretación que sólo se logra cambiando
de posición en la transferencia” (Yankelevich, 2010: 24).

Retomando la noción de acto analítico, Yankelevich da cuenta de “Lo que


cambia en la dirección de la cura: no es ya el analista que interpreta al paciente, sino
éste que se ve en la necesidad de encontrar el sentido en el semblant del analista”
(Yankelevich, 2010: 24). Allí se jugaría la ética del analista, lo cual se diferencia de la
contratransferencia ya que ésta supondría que el analista está allí como sujeto.

Finalmente, nos interesa tomar de esta revista algunos puntos del escrito de
Oscar Lamorgia titulado “La contratransferencia: ¿phármakon?”, vocablo que el autor
remite a su etimología, que significa al mismo tiempo veneno y remedio. Si bien la
argumentación no llevará a una caracterización de la contratransferencia que la sitúe en
relación a estos extremos –como peligro o como principal instrumento de la cura-, esta
referencia sí anuncia, de alguna manera, el interés en no quedar fijado en un solo
sentido del término.

Lamorgia comienza el texto diciendo que “Definir a la contratransferencia por


oposición al deseo del analista es un ejercicio habitual que no suele agregar gran cosa a
la dilucidación de los obstáculos que la tarea analítica nos pone delante” (Lamorgia,
2010: 40). Si bien el autor no se aboca a una delimitación de estos conceptos, su postura
resulta interesante para tensionarla con la posición canónica en el lacanismo que aboga
por la sustitución de uno por el otro. En esta misma línea, si bien la contratransferencia
es planteada como desfallecimientos del analista que obstaculizan su tarea (p. 40) –lo
cual la acerca a uno de los extremos citados anteriormente-, también se sostiene que se
trata de un fenómeno inevitable. De esta forma, el autor sugiere una reformulación de la
idea del analista pendiente y alerta respecto de la contratransferencia: al destacarse que
esta postura puede entorpecer la atención flotante, se trataría de promover “ya no, un
analista advertido (léase, precavido), sino una contratransferencia advertida (léase,
detectada a posteriori)” (p. 44). Así, el análisis de los corrimientos del analista respecto
de su función, luego de su surgimiento y en un momento posterior a la sesión,
permitiría, para este autor, sostener, en lo sucesivo, esa misma función.

31
Dentro del psicoanálisis francés creemos también interesante estudiar los
escritos publicados en la obra colectiva Lacan et le contre-transfert10 (2011), en la que
varios psicoanalistas debaten y reflexionan, en cada uno de sus escritos, a partir del
texto de Patrick Guyomard titulado “Lacan et le contre-transfert: le contre-coup du
transfert”. Este título, que podría traducirse: “Lacan y la contratransferencia: el contra
golpe de la transferencia”, es, en sí mismo, la hipótesis de partida que plantea el autor
con el fin de esclarecer los debates que se han desarrollado acerca del tema, y, en el
mismo movimiento, presentar los aspectos de la lectura lacaniana, que él considera
menos “negativa” de lo que se ha dicho en estas últimas décadas. En este punto, vale
destacar que Guyomard es el presidente de la Société de Psychanalyse Freudienne11
[SPF], la cual se inscribe dentro de la línea lacaniana, siendo sus fundadores antiguos
miembros de la École Freudienne de Paris12 (EFP) fundada por Lacan en 1964, y del
Centre de Formation et de Recherches Psychanalytiques13 (CFRP), creado en 1982 por
Guyomard junto a Octave y Maud Mannoni, tomando como principales referencias
teóricas a los aportes de Freud y Lacan14.

Guyomard no desconoce el carácter problemático del término en cuestión. Sin


embargo, se rehúsa a abandonar demasiado pronto la discusión. Así, dice al respecto:

“Contratransferencia: claramente, la palabra es poco feliz, y sin embargo da


en el blanco. Recuerda las circunstancias clínicas e históricas de su
aparición. Se opone a toda concepción demasiado fluida, demasiado
uniforme, demasiado consensual de la transferencia. Esta palabra se resiste a
un pensamiento aconflictual, interpersonal e interrelacional de la cura. Surge
frente a la transferencia, bajo la influencia de la transferencia y como efecto
de la transferencia sobre el analista. Es la contratransferencia de la
transferencia. Contra, ciertamente, pero desde ya con” (Guyomard, 2011:
11).

Guyomard se dedica a un recorrido que busca ubicar el estatuto de la misma en


los diferentes momentos de la teorización de Freud y Lacan, ubicando los matices en el

10
En castellano: “Lacan y la contratransferencia”. Para la traducción de las citas de esta obra hemos
recurrido al diccionario online Larousse (http://www.larousse.fr/dictionnaires/bilingues).
11
Sociedad de Psicoanálisis Freudiano.
12
Escuela Freudiana de París.
13
Centro de Formación y de investigaciones psicoanalíticas.
14
Esta información se encuentra disponible en la página institucional de la SPF:
http://www.spf.asso.fr/presentation/.

32
tratamiento que cada uno de estos autores dio a la cuestión. Así, afirma que reconocer el
valor clínico de la contratransferencia no implica de manera necesaria ubicarla como
aquello que dirige la cura. Respecto de esto, y siguiendo a Lacan, el autor se posiciona
críticamente respecto de las lecturas que constituyeron una “doctrina de la
contratransferencia” (Guyomard, 2011: 63). Ahora bien, Guyomard tampoco sostiene
las posiciones que desvanecen el término de la discusión dentro del psicoanálisis
lacaniano: “La contratransferencia no dirige la cura, no más que los sentimientos del
analista. Pero la neutralidad del analista nunca significó su neutralización” (p. 58).

De esta forma se abre una vía para pensar la relación entre contratransferencia y
deseo del analista. Oponiéndose categóricamente a una sustitución de un término por el
otro, Guyomard introduce la cuestión del deseo del analista al preguntarse qué es lo que
puede permitir a la vez tomar distancia respecto de la contratransferencia pero sin
perder la capacidad de análisis y de su utilización. Así, retomando el comentario de
Lacan respecto de los relatos clínicos de Lucy Tower, Guyomard afirma que el autor
realiza una “reinterpretación” de la contratransferencia, al llevarla más allá de su
estatuto de resistencia al lugar de “confesión de un deseo” (Guyomard, 2011: 69).

Finalmente, el autor no deja de ser crítico respecto de las contradicciones


internas –que juzga necesarias en un pensamiento que progresa y discute con él mismo-
de la concepción lacaniana del tema. Dice al respecto que Lacan

“(…) ha justamente restaurado la dimensión del deseo del lado del analista.
También ha contribuido ampliamente a idealizar al analista. Pero el deseo
del analista devino también una respuesta más que una pregunta. Una
solución más que un enigma. Una prohibición de interrogar la transferencia
(y la contratransferencia) del lado del analista, como si la participación de
éste en la cura se redujera a su deseo” (Guyomard, 2011: 71).

De esta forma, el autor sostiene que lo rechazado por Lacan no es tanto la noción
de contratransferencia como el uso indebido y abusivo que se hizo de ella con el correr
de las décadas. De esta manera, Guyomard lee en Lacan un intento de devolver a la
contratransferencia su correcta ubicación en la teoría y la clínica analítica, corrigiendo
estos excesos y destacando su gran complejidad.

Dentro de los textos que dialogan con las ideas de Guyomard, nos interesa
destacar el aporte de Michel Plon, quien afirma que la contratransferencia “es una

33
especie de encrucijada adonde vienen a chocarse las líneas de fractura del movimiento
psicoanalítico” (Plon, 2011: 113). El autor justifica esto al plantear que sea cual sea la
posición de un analista respecto de este tema, dicha postura lo llevará a inscribirse -o a
ser inscripto, lo quiera él o no- en una trama de orden político. Plon desdobla esta
cuestión para destacar que se trata, por una parte, de “una política del psicoanálisis y de
las corrientes que delinean los reagrupamientos de analistas” (p. 113), así como también
de la inserción del psicoanálisis en el tejido social, “un contexto económico y político
susceptible de tener algunos efectos sobre los analistas y sus vínculos entre ellos” (p.
114). Estas ideas nos parecen interesantes ya que explicitan lo que en otros abordajes
permanece velado, esto es, que la cuestión de la contratransferencia no es solamente un
tema de discusión teórica, sino que tiene implicancias políticas y esto tiene
consecuencias tanto dentro de las instituciones como más allá de éstas.

Siguiendo esta línea de argumentación, el autor es claro al oponerse a la idea de


que el campo psicoanalítico podría dividirse en dos particiones claras: lacanianos versus
no lacanianos, destacando que no hay homogeneidad dentro de ninguno de estos dos
grupos. Así, se plantea sustituir la etiqueta de “lacaniano” por la idea de un analista
posicionado en el marco de la enseñanza de Lacan (p. 119), lo cual no implica la
pertenencia a un bloque compacto ni la adopción de una lectura única. Esto permite,
respecto de la contratransferencia,

“hacer surgir algunas dimensiones constitutivas de la posición lacaniana


sobre el asunto y comenzar así por poner en cuestión algunas ideas recibidas,
algunos atajos tan brutales como falsos, tal como el que consiste en
instalarse, al repetirla hasta la saciedad, en la idea de que Lacan habría
abandonado, incluso desechado, la idea de la contratransferencia para
sustituirla pura y simplemente por la de «deseo del analista»” (Plon, 2011:
119-120).

Para Plon se trata, en Lacan, del abordaje diferenciado de la noción de


contratransferencia -el autor le rehúsa el estatuto de concepto, fundamentando su
postura en las ideas de Georges Canguilhem (p. 115)- y aquello que la misma designa,
esto es, el lugar del analista –y de su psiquismo- en la cura. Respecto de esto, Plon
destaca el giro dado por Lacan a partir de 1960, en el cual pone en primer plano la
importancia del deseo del analista, el cual, sin reemplazar la noción de

34
contratransferencia, permite desplegar este “falso concepto” aunque no por ello deje de
ser una noción hermética en la enseñanza de Lacan (p. 138).

Del texto de Claude Barazer, miembro de la Association psychanalytique de


France15 (APF), destacamos su lectura acerca de que no se trata en Lacan de
desacreditar los modos posibles de afectación del analista sino de poner en cuestión
aquello que se puede hacer con eso: “El riesgo de una promoción incondicional de los
sentimientos contratransferenciales como instrumentos de percepción del inconsciente
del otro, a la manera de Margaret Little, es concebir esos sentimientos como «signos»
sin misterio y directamente descifrables” (Barazer, 2011: 147).

Para concluir la referencia a esta obra colectiva, nos interesa destacar las
afirmaciones de Guyomard en el capítulo final del libro. En clara oposición a Plon, y
reconociendo que Lacan no inventó el término e hizo de él un uso crítico, Guyomard le
da a la contratransferencia el estatuto de “concepto lacaniano” (p. 188); fundamenta este
planteo en la idea de que Lacan lo rearticula a partir de sus tres registros: imaginario,
simbólico y real. Por otro lado, retomando la cuestión de la contratransferencia y el
deseo del analista, el autor reafirma la necesidad de distinguir los términos. Ahora bien,
“Distinguir quiere decir mantener la distancia, la diferencia, y no suprimir uno de los
términos en beneficio del otro” (Guyomard, 2011: 190). En este sentido, el autor
propone ubicar esta diferencia entre la “contingencia de la contratransferencia”, que
refiere siempre a lo particular de cada cura, y la “universalidad del deseo”, siendo que el
deseo del analista tiene una función directriz sin la cual la práctica del psicoanálisis
resulta impensable (p. 192). Por último, el autor es tajante al afirmar que

“es evidente que el rechazo –la negación- de la contratransferencia en


corrientes lacanianas devino en una pura y simple prohibición de pensar la
participación del analista y su implicación inconsciente. (…) Toda reapertura
de la dimensión de la contratransferencia sería evidentemente muy
peligrosa” (Guyomard, 2011: 189).

Está en el espíritu de esta tesis no caer en los dogmatismos que nos llevarían a
una defensa o a un rechazo igualmente acríticos, y asumir el “riesgo” de reabrir la
cuestión de la contratransferencia tomando como eje central la línea conceptual
desarrollada por Lacan.

15
Asociación psicoanalítica de Francia.

35
Finalmente, nos interesan los planteos de Liliana Baños e Isabel Steinberg
(2012) respecto de este tema, los cuales tienen un valor particular ya que dan cuenta de
una línea de pensamiento presente actualmente en nuestra Facultad de Psicología.

Baños, por su parte, sólo realiza menciones aisladas respecto del tema. En un
capítulo titulado “La estructura, entre la ética y la psicopatología” sostiene que

“si la especificidad de la estructura es que está agujereada, siempre habrá un


uno en-más en el lugar de menos. Esto nos autoriza a oponer claramente la
contratransferencia al deseo del analista. La contratransferencia legitima una
relación dual indefectiblemente psicologizante. La función del deseo del
analista refiere, en cambio, a la hiancia donde el analista deberá alojarse (…)
Entonces, el analista ‘analiza con su fantasma’ o analiza con el objeto a” (en
Baños y Steinberg, 2012: 58-9).

De esta forma, ambos términos ubican posiciones opuestas y excluyentes para el


analista: la contratransferencia ligada exclusivamente a lo imaginario, dimensión en la
cual la falta vendría a obturarse, y el deseo del analista como función que sostiene el
vacío de significación y permite el análisis. En este punto podemos hacer referencia a la
noción de abstinencia, tal como la plantea Baños más adelante en el libro: “la
abstinencia encuentra sus raíces en la irreductibilidad del Inconsciente, en la
preservación de la falta, justamente porque, como dice Lacan, estamos hechos de la
misma estofa que el paciente. No confundimos abstinencia con neutralidad (…)” (en
Baños y Steinberg: 2012: 67). Si la abstinencia es necesaria, y si no la reducimos a la
noción de “neutralidad”, es precisamente porque tanto analista como paciente son
sujetos determinados por el significante, sujetos hablados por el Inconsciente y
habitados por una falta irreductible que se obtura permanentemente. Articulando esto
con lo anterior, es el deseo del analista lo que permite al analista no presentificarse allí
como sujeto, no poner en juego su fantasma, y no obturar la falta que allí opera.

Steinberg, por otro lado, dedica un capítulo a la cuestión de la


contratransferencia que, junto con la abstinencia, se plantean como dos aspectos de la
“incomodidad del analista” (en Baños y Steinberg, 2012: 95). En concordancia con los
planteos de Baños, Steinberg ubica a la contratransferencia en el registro de lo
imaginario y en ese punto ubica el valor del deseo del analista:

36
“El deseo del analista interviene en el amor (de transferencia) y es una clave
esencial para el análisis, pero no concierne al analizante como objeto, ya
que no hay transferencia recíproca, sino al deseo del analista y, por lo
tanto, a su abstinencia. El objeto del analista es el deseo mismo, lo que
desanima el falso dilema de tener que elegir entre la obscenidad de la
contratransferencia y una neutralidad aséptica con pretensiones de posición
científica objetivante” (en Baños y Steinberg, 2012: 97)

Siguiendo a la autora, el deseo del analista es la función que le permite a éste


sostener su posición en la cura, no cayendo ni en la tensión propia del registro de lo
imaginario, la captura especular donde el yo y el otro se confunden, ni en una posición
artificial que, bajo la pretensión de objetividad, negaría la implicación necesaria del
analista.

Por otro lado, nos interesa retomar de esta autora su designación de la


contratransferencia como un concepto (en Baños y Steinberg, 2012: 98) y su propuesta
de reconstruirlo a partir de los escritos de Freud sobre los fenómenos telepáticos.
Citaremos sus planteos en relación con esto en el capítulo 2 de la tesis, por lo cual en
este punto simplemente lo mencionamos.

En estas páginas hemos recorrido una serie de trabajos que, en los últimos
quince años, han retomado la cuestión de la contratransferencia abordándola desde la
perspectiva lacaniana. En su selección hemos intentado reflejar la diversidad de
perspectivas y lecturas que coexisten bajo dicha denominación, tomando como
referencia las diversas pertenencias institucionales de los autores (si bien reconocemos
que no se trata de un criterio exhaustivo). Tal como lo afirmamos al iniciar el apartado,
el estado de la cuestión resulta mucho más amplio si prescindimos de este recorte. En
este sentido, nos interesa volver a destacar que, si bien consideramos que dicho recorte
es necesario a los fines de circunscribir nuestro objeto de investigación, muchas líneas
de interrogación y puntos de vista críticos han quedado silenciados. Ahora bien, incluso
teniendo esto en cuenta, resulta llamativa la cantidad de referencias y la diversidad de
puntos de vista encontrados dentro de autores que apelan a la enseñanza de Lacan. Esto
nos aleja, desde el inicio de nuestro recorrido, de una adhesión ciega a las ideas
heredadas que sostienen la anulación, el borramiento y la sustitución de la cuestión de la
contratransferencia bajo la pluma de Lacan. Rescatando este espíritu crítico a cada paso,
nos adentraremos ahora en el recorrido de investigación anunciado, que retomará en

37
diferentes momentos las ideas y reflexiones planteadas por los autores que, por su
diversidad de perspectivas, nos permiten afirmar la actualidad del debate en torno a la
contratransferencia dentro del psicoanálisis lacaniano.

38
PRIMERA PARTE:

LA TRANSFERENCIA ANALÍTICA Y
LA CONTRATRANSFERENCIA EN LA

ELABORACIÓN FREUDIANA

39
CAPÍTULO 1

ORIGEN Y DESARROLLO DEL CONCEPTO DE TRANSFERENCIA 16

El concepto de transferencia fue introducido por Sigmund Freud en los


“Estudios sobre la histeria” (1895), obra escrita en coautoría con el doctor Josef Breuer.
Como dijimos en la Introducción, ya en este período “pre-analítico” Freud vislumbró el
importante papel que este fenómeno tenía en los tratamientos de sus pacientes, y lo
abordó fundamentalmente en su aspecto de resistencia. De hecho, se trató de la razón
que puso fin al tratamiento con el que nació el método catártico, al motivar la huida de
Breuer tanto respecto de su paciente como del tratamiento de la histeria en general.

Resulta interesante ver cómo desde el inicio, en este tratamiento inaugural, la


transferencia nace de la mano de ese fenómeno oscuro al que Freud le daría estatuto
teórico años más tarde: la contratransferencia. Si bien en este capítulo nos dedicaremos
fundamentalmente a la primera, resultará ineludible encontrar entrecruzamientos entre
ambos conceptos.

Si partimos de los “Estudios sobre la histeria”, vemos que incluso cuando los
autores discreparon en cuanto al lugar de dicho fenómeno en el desenlace de los
tratamientos catárticos (Breuer no le da lugar alguno en el relato clínico ni en la parte
teórica de su autoría), encontramos indicios del lazo establecido entre paciente y médico
todo a lo largo de los historiales de dicha obra.

En el único caso publicado por Breuer, el caso de Anna O., en varias


oportunidades se hace referencia al vínculo que Anna había establecido con su médico y
la implicación de éste en el caso, si bien no se le da un lugar en el esclarecimiento del
mismo: “si entraba en la habitación alguien a quien antes habría tenido gusto en ver, lo
reconocía, por breve lapso estaba presente, y enseguida volvía a su ensimismamiento;
esa persona desaparecía así para ella. Sólo a mí me conocía siempre cuando yo entraba;
también permanecía siempre presente y despabilada mientras hablaba con ella (…)” (en
Breuer y Freud, 1895: 51), “ahora se rehusaba por completo a comer; pero permitió que
yo la alimentara (…)” (p. 52), “(…) al sueño le precedía una embriaguez que duraba
16
El presente capítulo retoma las líneas de argumentación principales del trabajo presentado y aprobado
en el seminario “Posibilidad y obstáculos en la cura psicoanalítica”, a cargo del Prof. Dr. Miguel Ferrero,
en el marco de la Maestría en Psicoanálisis.

40
horas; estando yo presente, esa embriaguez era alegre, pero en mi ausencia emergía un
desagradable estado de emoción angustiosa” (p. 55), “(…) cuando (…) ya estaba de mal
humor, rehusaba «conversar» y yo debía arrancarle las palabras esforzándola, y con
ruegos (…)” (p. 55). Vislumbramos así el lazo afectivo que fue construyéndose entre
ambos, sin que Breuer llegara a percatarse de ello a tiempo como para ponerlo a
trabajar. De hecho, relata de la siguiente manera la resolución del caso:

“(…) según ya lo he descrito, cada síntoma desaparecía tras el relato de la


primera ocasión.
De esta manera llegó a su término la histeria íntegra. (…) El último día
reprodujo, con el expediente de disponer la habitación como lo estuvo la de
su padre, la alucinación angustiosa antes referida y que había sido la raíz de
toda su enfermedad: aquella en que sólo pudo pensar y rezar en inglés;
inmediatamente después habló en alemán y quedó libre de las incontables
perturbaciones a que antes estuviera expuesta. Dejó entonces Viena para
efectuar un viaje, pero hizo falta más tiempo todavía para que recuperara por
completo su equilibrio psíquico. A partir de ese momento gozó de una salud
perfecta” (Breuer y Freud, 1895: 64).

No obstante este relato, Strachey nos alerta sobre su inconsistencia. Si nos


remitimos a la biografía de Freud escrita por Ernest Jones, también encontramos una
versión diversa de los hechos relatados por Breuer.

“Parecería ser que Breuer desarrolló lo que hoy llamaríamos una poderosa
contratransferencia frente a su interesante paciente. En todo caso, se dejó
absorber de tal modo que su mujer terminó por sentirse fastidiada de no oírle
hablar de otro tema que éste, y al poco tiempo, además, celosa” (Jones,
1953: 235).

Jones cuenta que a causa de esto Breuer decidió poner fin al tratamiento, lo cual
derivó posteriormente en un estado de gran excitación de Anna O., acompañado de
dolores propios de un parto histérico. Breuer fue llamado nuevamente a la casa de su
paciente, y luego de calmarla por medio de la hipnosis huyó del tratamiento y se
distanció de la terapia de los fenómenos histéricos. Al referirse a este mismo momento
de la historia del psicoanálisis, Ferenczi habla de “el problema de una
contratransferencia que se abrió ante él repentinamente como un abismo” (Ferenczi,
[1932] 1985: 144).

41
Otra será la postura de Freud respecto de este fenómeno, aunque desde el inicio
también se trató de una cuestión que le impuso las más serias dificultades. Es que, desde
sus primeras manifestaciones, la transferencia se mostró a Freud en toda su amplitud y
complejidad. Por ejemplo, en el caso Emmy von N. vemos indicios de lo que
posteriormente Freud denominó “transferencia negativa”: “le pregunto de nuevo de
dónde le viene el tartamudeo. No hay respuesta. «¿No lo sabe usted?». _ «No». _ «¿Y
por qué no?»”. _ « ¿Por qué? ¡Porque no lo tengo permitido!» (lo dice con violencia y
enojo)” (en Breuer y Freud, 1895: 83), “cuando poco después quise dormirla la hipnosis
fracasó por primera vez; y por la furiosa mirada que me arrojó supe que estaba en plena
rebeldía y que la situación era muy seria” (p. 101). También vemos aquí el papel de este
fenómeno en el desenlace del tratamiento:

“Algunos años después, en una reunión científica, me encontré con un


destacado médico compatriota de la señora Emmy y le pregunté si conocía a
esa dama y si sabía algo acerca de su estado. Pues sí; la conocía, y él mismo
le había brindado tratamiento hipnótico, pero ella había escenificado con él –
y aún con muchos otros médicos- el mismo drama que conmigo. Tras llegar
a estados miserables, había premiado con un éxito extraordinario el
tratamiento hipnótico, para después enemistarse de repente con el médico,
abandonarlo y reactivar toda la dimensión de su condición enferma” (en
Breuer y Freud, 1895: 122 n. 51).

Asimismo, la relación personal entre Freud y sus pacientes aparece en diversas


alusiones a lo largo de este y otros historiales, jugando un papel en la posibilidad de
llevar a buen puerto los tratamientos: “(…) su talante es bueno, está alegre y desde ayer
me trata con particular deferencia” (p. 85), “«¿Qué historia es esa de la muchacha? ¿No
quiere contármela usted?». «A un doctor una puede decírselo todo»” (p. 143), etcétera.

Pero es en el apartado titulado “Sobre la psicoterapia de la histeria” que Freud


comenzará a esbozar un estatuto teórico para la transferencia. Resulta interesante lo que
plantea al comenzar a explicitar las dificultades del método catártico:

“El procedimiento es trabajoso e insume al médico mucho tiempo, supone


un gran interés por los hechos psicológicos y, al mismo tiempo, una simpatía
personal hacia los enfermos. No puedo imaginarme que yo lograra
profundizar en el mecanismo psíquico de una histeria en una persona que se
me antojara vulgar o desagradable, que en el trato más asiduo no fuera capaz

42
de despertar una simpatía humana, mientras que sí puedo realizar el
tratamiento de un enfermo de tabes o de reumatismo con independencia de
ese agrado personal” (en Breuer y Freud, 1895: 272).

Así, antes de hablar del lazo que establece el paciente con el médico, Freud
destaca cierta predisposición de éste, cierta disponibilidad para el establecimiento de
dicho vínculo. Quizás un primer indicio de lo que luego será denominado
“contratransferencia” y que estudiaremos en profundidad en el próximo capítulo.

A continuación, Freud destaca la importancia de la confianza y la entrega del


paciente respecto del tratamiento, y afirma que

“difícilmente se pueda evitar que la relación personal con el médico se


adelante hasta el primer plano de manera abusiva, al menos durante algún
tiempo; y aún parece que esa injerencia del médico fuera la condición bajo la
cual, únicamente, se puede solucionar el problema” (en Breuer y Freud,
1895: 273).

Freud va incluso más lejos al afirmar que en la mayoría de los casos, sólo el
“prestigio personal del médico” (p. 289) permite superar las resistencias del paciente y
que el vínculo con el terapeuta funciona, para el paciente, como un “subrogado del
amor” (p. 306). No obstante esto, al finalizar el escrito Freud destina varios párrafos a la
descripción del fenómeno de la transferencia como uno de los motivos que pueden
hacer fracasar el método catártico.

De esta forma, la transferencia hace su primera aparición en los escritos


freudianos aún antes de estar constituido el psicoanálisis como tal. En este momento de
su teorización Freud le da un lugar importante en los casos de fracaso de la cura
catártica, al plantear que el tratamiento puede fracasar, entre otras cosas, porque la
paciente “se espanta por transferir a la persona del médico las representaciones penosas
que afloran desde el contenido del análisis” (p. 306). Este proceso se produce por la vía
de un “enlace falso”: las representaciones penosas, pertenecientes a la historia de la
paciente, se actualizan en la persona del médico, quien oficia como sustituto de aquellas
personas en quienes recayeron dichas mociones penosas en un primer momento. La
tarea del médico consiste entonces en volverle consciente a la paciente ese obstáculo, es
decir, esclarecer el enlace falso y la transferencia hecha sobre su persona. He aquí cómo

43
la transferencia aparece como fenómeno propio del tratamiento, en su faz de resistencia
del paciente.

Pero para llegar a este punto, fue necesario que Freud adoptara una posición
diferente a la de Breuer en este asunto, si bien la cuestión también llegó a avasallarlo en
los comienzos. Pero fue lo que Freud hizo con esto luego, lo que dividió aguas respecto
de su maestro.

Hablando de los límites que imponía la hipnosis y las razones de su abandono,


Freud cita un importante reparo que se erigió contra su empleo:

“hasta los mejores resultados quedaban de pronto como borrados cuando se


enturbiaba la relación personal con el paciente (…). Un buen día hice una
experiencia que me mostró bajo una luz brillante lo que venía conjeturando
desde tiempo atrás. Me encontraba con una de mis pacientes más dóciles, en
quien la hipnosis había posibilitado notabilísimos artilugios; acababa de
liberarla de su padecer reconduciendo un ataque de dolor a su
ocasionamiento, y hete aquí que al despertar me echó los brazos al cuello. El
inesperado ingreso de una persona de servicio nos eximió de una penosa
explicación, pero a partir de entonces, en tácito acuerdo, renunciamos a
proseguir el tratamiento hipnótico. Me mantuve lo bastante sereno como
para no atribuir este accidente a mi irresistible atractivo personal, y creí
haber aprehendido la naturaleza del elemento místico que operaba tras la
hipnosis. Para eliminarlo o, al menos, aislarlo, debía abandonar esta última”
(Freud, 1925 [1924]: 26-27).

Freud realiza aquí un gesto que será fundamental en el manejo de la


transferencia: entiende que no se trata de su persona, que hay allí algo de otro orden, y
decide abordarlo sin máscara, abandonando a partir de entonces el uso de la hipnosis.
Jones lo plantea en estos términos, al historizar este momento de la teorización
freudiana:

“Desde ese momento comprendió que aquella relación especial de tanta


eficacia terapéutica, tenía una base erótica, ya fuera oculta o manifiesta.
Veinte años más tarde hacía la observación de que los fenómenos
transferenciales le habían parecido siempre una prueba irrefutable de la
etiología sexual de las neurosis. A diferencia de Breuer, lleno de susto en
una ocasión similar, Freud consideró el problema como de interés científico

44
general, pero estaba ansioso, más que nunca, por liberarse del antifaz del
hipnotismo. Años más tarde, explicó cómo éste enmascara los importantes
fenómenos de la resistencia y la transferencia, características esenciales de la
práctica y la teoría psicoanalíticas. Éste fue, sin duda, el motivo principal
que le llevó a abandonar el hipnotismo, lo cual puede considerarse como el
momento decisivo en la transición del método catártico de Breuer al
psicoanalítico” (Jones, 1953: 254).

De esta forma, la posición freudiana respecto de la transferencia fue decisiva


para el nacimiento del psicoanálisis como tal. No es sorprendente entonces que el
término aparezca, años más tarde, en la obra con la que nace el psicoanálisis: “La
Interpretación de los Sueños” (1900). No obstante, en este momento inaugural, toma
otro matiz; se la postula como una ley de funcionamiento psíquico que trasciende el
marco de la cura:

“la representación inconsciente es del todo incapaz de ingresar en el


preconsciente, y (…) sólo puede exteriorizar ahí un efecto si entra en
conexión con una representación inofensiva que ya pertenezca al
preconsciente, transfiriéndole su intensidad y dejándose encubrir por ella.
Este es el hecho de la transferencia (…)” (Freud, 1900: 554).

Aunque el concepto no volverá a ser abordado por Freud en este sentido, el


planteo de 1900 marca algo esencial: este fenómeno tan peculiar al que el analista se
enfrenta en todo tratamiento, responde a una modalidad propia del funcionamiento
anímico. Esto está en íntima relación con lo que Freud destaca cuando sostiene que la
cura analítica no crea la transferencia sino que sólo la revela al recaer ésta sobre el
analista.

A partir de entonces, tanto en sus casos clínicos como en sus escritos sobre
técnica psicoanalítica, este concepto fue elaborado y reelaborado, lo cual llevó a Freud a
ampliar su concepción del fenómeno. Así, planteó que la transferencia, destinada a ser
el mayor obstáculo de la cura, es su auxiliar más poderoso cuando se la trabaja y se la
interpreta analíticamente.

En “Fragmento de análisis de un caso de histeria” (1905 [1901]), Freud da a la


transferencia un lugar fundamental en el devenir de todo tratamiento analítico y este
será el sentido específico con el que abordará el fenómeno hasta el final de su obra.

45
En este texto, hablando de la misma en plural, plantea que las transferencias

“son reediciones, recreaciones de las mociones y fantasías que a medida que


el análisis avanza no pueden menos que despertarse y hacerse conscientes;
pero lo característico de todo el género es la sustitución de una persona
anterior por la persona del médico. Para decirlo de otro modo: toda una serie
de vivencias psíquicas anteriores no es revivida como algo pasado, sino
como vínculo actual con la persona del médico” (Freud, 1905 [1901]: 101)17.

En el Epílogo del caso afirma que en el psicoanálisis son despertadas todas las
mociones, aún las hostiles, y al hacerlas conscientes se las puede aprovechar para el
análisis. De esta forma, “la transferencia es aniquilada una y otra vez” (p. 103). Así, tal
como dijimos al inicio, la transferencia puede pasar de ser “la más fuerte resistencia al
tratamiento” (Freud, 1912a: 99), a convertirse en su aliada más poderosa.

Años más tarde, en “Sobre el psicoanálisis «silvestre»” (1910), Freud afirma que
la tarea terapéutica consiste en combatir las resistencias interiores que se oponen al
devenir consciente de las representaciones reprimidas, pero sostiene que la
comunicación del analista respecto de lo reprimido es “sólo uno de los preliminares
necesarios de la terapia” (Freud, 1910b: 225). Más importantes aún son las dos
condiciones requeridas para poder emprender dichas comunicaciones en función de
obtener una ganancia terapéutica. En primer lugar, nos dice Freud, el trabajo analítico
debe haber sido lo suficientemente profundo como para que el paciente ya se encuentre,
por sí mismo, cerca de descubrir ese material de representaciones que se escapa a su
saber. En segundo lugar, es necesario “que su apego al médico (transferencia) haya
llegado al punto en que el vínculo afectivo con él le imposibilite una nueva fuga” (p.
225). Así, el vínculo libidinal con el analista se plantea como la condición necesaria
para poder sostener un tratamiento analítico.

Poco después, entre los años 1911 y 1915, Freud publicará una serie de escritos
reunidos bajo el título “Trabajos sobre técnica psicoanalítica”. En la mayoría de ellos, la
transferencia tiene un lugar central. Fundamentalmente en “Sobre la dinámica de la

17
Si bien Freud no contaba aún con la elaboración metapsicológica del concepto de Inconsciente, ya
venía elaborando la idea de su carácter atemporal, fundamentalmente a partir de la afirmación, en “La
interpretación de los sueños” (1900: 546), de que los deseos provenientes del Inconsciente están siempre
alertas y son inmortales. En la cita que reproducimos en el cuerpo del texto Freud anticipa, respecto de la
transferencia, lo que dirá en 1915 en relación a “las propiedades particulares del sistema Icc”: “Los
procesos del sistema Icc son atemporales, es decir, no están ordenados con arreglo al tiempo, no se
modifican por el transcurso de este ni, en general, tienen relación alguna con él” (Freud, 1915: 184).

46
transferencia” (1912) se propone esclarecer la naturaleza de este fenómeno y su valor
para la cura. Allí, Freud indaga por qué el análisis muchas veces se ve interrumpido y
obstaculizado por el mismo factor que debía servirle de motor. Freud vuelve a destacar
que, en ocasiones, a pesar de que el vínculo afectivo entre analista y analizante está
instalado, la transferencia es un obstáculo que lleva a la interrupción definitiva del
tratamiento. A partir de esto, construye la categoría de “transferencia positiva”, de
índole tierna o erótica, y la categoría de “transferencia negativa”, de naturaleza hostil.
Tanto la corriente erótica como hostil pueden funcionar al modo de resistencias al
análisis, imponiendo al analista la tarea de esclarecer qué “clisés” o “series psíquicas” se
están poniendo en juego en el vínculo terapéutico (Freud, 1912a: 97-98), para así poder
“cancelar” dicha transferencia.

Una concepción similar es sostenida en el “Esquema del psicoanálisis”, obra


publicada póstumamente. Allí, Freud dice que el paciente no sólo ve en el analista a
alguien que está allí para auxiliarlo en su padecer, sino que

“ve en él un retorno –reencarnación- de una persona importante de su


infancia, de su pasado, y por eso transfiere sobre él sentimientos y
reacciones que sin duda se referían a ese arquetipo. Este hecho de la
transferencia pronto demuestra ser un factor de insospechada
significatividad: por un lado, un recurso auxiliar de valor insustituible; por el
otro, una fuente de serios peligros. Esta transferencia es ambivalente, incluye
actitudes positivas, tiernas, así como negativas, hostiles, hacia el analista,
quien por lo general es puesto en el lugar de un miembro de la pareja
parental, el padre o la madre” (Freud, 1940 [1938]:175).

Pero a Freud no le pasó inadvertido el papel del analista al teorizar acerca de los
obstáculos y la resistencia en el curso de un psicoanálisis. Y en este punto hace su
aparición la noción de contratransferencia. Así, transferencia y contratransferencia están
estrechamente ligadas en la obra freudiana, aunque a veces de forma implícita. De la
misma manera vemos aparecer esta temática en los historiales freudianos. Por ello,
resulta interesante abordar la transferencia desde las dos caras que se le presentaron a
Freud: como el auxiliar más poderoso del psicoanálisis, para lo cual tomaremos el “caso
del Hombre de las Ratas”, y como el máximo escollo para la cura, para lo cual nos
remitiremos al “caso Dora” y al caso de “la joven homosexual”. En este mismo camino,

47
intentaremos también interrogar la cuestión de la contratransferencia, que, como “punto
ciego” de Freud, será “leída” y analizada por Lacan18.

En este capítulo de la tesis, articularemos entonces una lectura de los escritos


técnicos de Freud con un abordaje de algunos de sus casos clínicos más importantes, en
los que el manejo de la transferencia tuvo un rol fundamental y a partir de los cuales
podemos establecer una conexión con el asunto de la contratransferencia en
psicoanálisis.

LA TRANSFERENCIA COMO PODEROSO AUXILIAR DEL PSICOANÁLISIS

Freud siempre aceptó que dominar los fenómenos de la transferencia implica


para el analista las mayores dificultades, pero recordaba asimismo que justamente ellos
le brindan la ventaja de que

“el paciente escenifica ante nosotros, con plástica nitidez, un fragmento


importante de su biografía, sobre el cual es probable que en otro caso nos
hubiera dado insuficiente noticia (…) Y si se logra, como las más de las
veces ocurre, adoctrinar al paciente sobre la real y efectiva naturaleza de los
fenómenos transferenciales, se habrá despojado a su resistencia de un arma
poderosa y mudado peligros en ganancias, pues el paciente no olvida más lo
que ha vivenciado dentro de las formas de la transferencia, y tiene para él
una fuerza de convencimiento mayor que todo lo adquirido de otra manera”
(Freud, 1940 [1938], 176-7).

El caso del hombre de las ratas, publicado bajo el título “Análisis de un caso de
neurosis obsesiva” (1909), es un ejemplo de ello.

En la introducción al historial clínico, Freud afirma que este tratamiento, que


abarcó cerca de un año, alcanzó una cura exitosa; veremos que el análisis de la
transferencia tuvo allí un papel fundamental.

18
La concepción lacaniana de la contratransferencia será trabajada en el capítulo 6. En este capítulo, en
particular en el apartado titulado “La transferencia como obstáculo o las trampas de la
contratransferencia” haremos solamente algunas menciones necesarias para interrogar los impasses
freudianos.

48
Freud es consultado por un joven universitario que declara sufrir a causa de
representaciones, temores, impulsos y prohibiciones obsesivas, en los cuales dos
personas amadas por él -su padre, fallecido hace años, y una dama a la que admira
mucho- tienen un lugar fundamental. Asimismo, situaciones acaecidas mientras el
paciente realizaba maniobras militares también tienen un lugar en el entramado de la
sintomatología obsesiva. Respecto de la vivencia que lo lleva a consultar, el paciente
narra que se trató de una situación acontecida durante aquel tiempo, en la cual un
personaje que luego será denominado “capitán cruel” le relató un castigo que solía ser
aplicado en oriente en el que el condenado era atado y se le hacían entrar ratas en el ano.
Acto seguido, el joven afirma que luego de escuchar el relato se le apareció “la
representación de que eso sucede con una persona que me es cara” (Freud, 1909: 133).
Freud confirma luego, superando cierta resistencia del paciente, que se trataba de la
dama a la que el paciente admiraba y de su padre.

Desde el principio podemos leer en el historial indicios de lo que Freud


denominó una “transferencia positiva”; en efecto, el paciente no ha llegado allí por obra
del azar: ha hojeado “Psicopatología de la vida cotidiana” y encontró que su actividad
de pensamiento tenía características similares a los esclarecimientos hechos por Freud
de unos extraños enlaces de palabras. Por lo que ha leído, sabe que la sexualidad
interesa mucho a la doctrina freudiana, y llamativamente comienza sus comunicaciones
con informaciones sobre su vida sexual.

No obstante, vemos aquí lo que Freud comenta en “Sobre la iniciación del


tratamiento” (1913): esta expectativa del paciente respecto del análisis no significa
garantía alguna. “Esta actitud de los pacientes tiene valor harto escaso; su confianza o
desconfianza provisionales apenas cuentan frente a las resistencias internas que
mantienen anclada la neurosis” (Freud, 1913: 128). De esta forma, el joven no opone
escasa resistencia a los esclarecimientos de su análisis, aunque rápidamente entable un
vínculo libidinal con Freud. Aun así, este vínculo, que “enhebra al médico en una de las
imagos de aquellas personas de quienes estuvo acostumbrado a recibir amor” (p. 140),
constituirá la clave del trabajo.

Desde la segunda sesión el paciente ubica a Freud en un lugar muy particular: se


dirige a él varias veces como “señor capitán”, ubicándolo de esta forma en la serie del
“capitán cruel”, personaje que, como dijimos, ha relatado al paciente la historia del
castigo de las ratas que dio lugar al temor obsesivo que lo atormenta. Asimismo, es a

49
través de sueños y fantasías de transferencia que el paciente actualiza su conflicto de
ambivalencia respecto de la mujer amada y, particularmente, de su padre.

Durante varias sesiones el paciente y Freud se han dedicado a esclarecer la


naturaleza de su sentimiento de culpa, sus reproches y temores obsesivos. Superando
una considerable resistencia del paciente, han llegado a considerar la existencia de un
deseo reprimido de aniquilar al padre del paciente, por ser el rival de sus deseos
sensuales hacia su madre. Se vislumbra una lucha intensa entre el amor y el odio,
dirigidos a una misma persona de gran significatividad para el paciente. Esto mismo se
reedita respecto de la mujer amada. No obstante, el paciente muy dificultosamente
accede a aceptar las interpretaciones de Freud, no puede prestarles creencia más allá de
una tímida aceptación consciente. En el transcurso del trabajo, esta ambivalencia
aparece en un sueño: la madre de Freud ha muerto; el paciente quiere prestar sus
condolencias pero teme producir una risa impertinente, por ello escribe una nota. Ahora
bien, al escribir esa nota las letras “p. c.” que son tradicionalmente utilizadas para dar
condolencias, se mudan en las letras “p. f.”, usadas para dar felicitaciones.

Una fantasía de transferencia también acude en auxilio del análisis tiempo


después, cuando Freud quiere esclarecerle al paciente el ocasionamiento de su
enfermedad. Le comunica que el mismo tenía que ver con un conflicto entre respetar la
elección matrimonial que su familia había realizado para él, lo cual lo identificaba con
la posición de su padre, o permanecer fiel a su amor por la dama de sus pensamientos.
El paciente escucha este esclarecimiento sin prestarle mayor creencia.

“Pero en la ulterior trayectoria de la cura se vio forzado, por un curioso


camino, a convencerse de que mi conjetura era correcta. Con ayuda de una
fantasía de transferencia vivenció como nuevo y presente lo que había
olvidado del pasado, o lo que sólo inconscientemente había discurrido en él.
De un período oscuro y difícil en el trabajo de tratamiento resultó,
finalmente, que había designado como mi hija a una muchacha con quien se
topó en la escalera de mi casa. Ella excitó su complacencia, e imaginó que
yo era tan amable con él y le tenía tan inaudita paciencia sólo porque lo
deseaba para yerno, a raíz de lo cual elevó la riqueza y nobleza de mi casa
hasta el nivel que tenía por arquetipo. Pero contra esa tentación bregó en su
interior el no extinguido amor por su dama. Después que hubimos vencido
una serie de las más severas resistencias y los más enojosos insultos, no
pudo sustraerse del efecto convincente que producía la plena analogía entre

50
la transferencia fantaseada y la realidad objetiva de entonces” (Freud, 1909:
157).

De esta forma, Freud viene a representar aquí otro papel: el del primo rico de su
madre que había ofrecido a su hija en matrimonio en cuanto él acabase sus estudios.

Idéntico papel tendrá la transferencia en el curso de la elucidación de las raíces


infantiles de la hostilidad contra su padre. El paciente relata una escena que ha
escuchado de su madre, reconoce su realidad objetiva, y sin embargo dice no recordar
nada de esto. Como consecuencia, el esclarecimiento no tiene mayores efectos.

“Entonces, sólo por el doloroso camino de la transferencia pudo adquirir el


convencimiento de que su relación con el padre exigía real y efectivamente
aquel complemento inconsciente. Pronto le sucedió, en sus sueños, fantasías
diurnas y ocurrencias, insultarme a mí y a los míos de la manera más grosera
y cochina, no obstante que en su conducta deliberada me testimoniaba
siempre el mayor respeto. Durante la comunicación de esos insultos, su
comportamiento era el de un desesperado. «¿Cómo es posible, profesor, que
usted se deje insultar por un tipo puerco, por un perdido como yo? Usted
tiene que echarme fuera; no merezco otra cosa». Y al hablar así solía
levantarse del diván y pasearse por la habitación. Como motivo para esto
adujo al comienzo una fineza: no soportaba decir cosas tan crueles yaciendo
él ahí, cómodamente. Sin embargo, pronto él mismo descubrió la explicación
más certera: se sustraía de mi proximidad por angustia de que yo le pegara.
(…) Recordaba que su padre había sido colérico y en su violencia muchas
veces ya no sabía hasta dónde era lícito llegar. En tal escuela de padecer, mi
paciente adquirió poco a poco el convencimiento que le faltaba (…)” (Freud,
1909: 164).

Así, la transferencia es el terreno en que los esclarecimientos realizados durante


el tratamiento adquieren fuerza probatoria: el paciente dice no recordar nada de las
vivencias relatadas, pero no puede sustraerse del poder que emana de su actualización
en la transferencia. Así, encarnando Freud al capitán cruel y al padre colérico del
paciente, fue posible el esclarecimiento de la sintomatología que lo hacía padecer. La
“inaudita paciencia” con la que Freud se hace depositario de los insultos y la hostilidad
del paciente, el tiempo necesario para poder analizar con éste de dónde provienen, es la
clave para comprender el éxito de este tratamiento.

51
Vemos corroborado de esta forma lo que más tarde dirá Freud en “Sobre la
dinámica de la transferencia” (1912a: 103): la transferencia sobre el analista opera como
resistencia cuando se torna hostil o de carácter erótico, pero cuando el analista “cancela”
la transferencia haciéndola consciente al paciente, sólo hace desasirse de su persona
esos dos componentes. La corriente tierna, por su parte, subsiste y permite el éxito del
análisis.

Freud logra captar, cada vez, que se trata de una transferencia y no de mociones
dirigidas a él mismo. Su persona, su madre, su hija -objetos de las conductas, sueños y
fantasías hostiles del paciente-, están allí como sustitutos, representando un papel que
viene a actualizar y ocultar, en el mismo acto, la historia y conflictos del sujeto.
Interpretando este mecanismo es que Freud logra reconducir al paciente a las raíces de
su neurosis y desmontar la sintomatología. La transferencia es aquí la clave del éxito
terapéutico y la posición que asume Freud en ella es lo que permite ponerla a trabajar.
Otro, no obstante, es el desenlace del caso de Dora y de la joven homosexual: allí, el
manejo de la transferencia será la causa de las dificultades y ulterior interrupción del
tratamiento.

LA TRANSFERENCIA COMO OBSTÁCULO O LAS TRAMPAS DE LA

CONTRATRANSFERENCIA

Freud publica “Fragmento de análisis de un caso de histeria (Dora)” en 1905, si


bien el caso data de cuatro años antes. El autor ubica esta demora entre los recaudos que
ha tomado para preservar la identidad de la paciente, aunque Strachey (en Freud, 1905
[1901]: 5) deja planteada la duda respecto de los motivos por los cuales Freud pospuso
varias veces la publicación.

Por los temas que articula el caso clínico, se ubica como un texto intermedio
entre “La interpretación de los sueños” (1900) y “Tres ensayos de teoría sexual” (1905).
Sin embargo, otro fenómeno psíquico será también central en el curso de la cura y le
dará a este caso un interés particular: se trata de la transferencia analítica, en su faz de
obstáculo para el tratamiento. Dado el lugar que tuvo en esto la posición de Freud,
elegimos trabajarlo como el historial clínico que nos permitirá comenzar el abordaje de

52
los problemas de la contratransferencia. Resulta interesante destacar, en este sentido,
cómo lo ubica Lacan: en su texto titulado “Intervención sobre la transferencia” (1951)
dice que el caso Dora representa “en la experiencia todavía nueva de la transferencia el
primero en que Freud reconoce que el analista tiene en ella su parte” (Lacan, 1951:
211).

Dora, una joven de 18 años, llega a la consulta a través de su padre, respecto del
cual “la hija estaba apegada (…) con particular ternura” (Freud, 1905 [1901]: 18). Freud
comenta además que su propio vínculo con éste databa de varios años atrás, ya que
Freud lo había tratado exitosamente por una enfermedad muy seria. Por su parte, la
paciente llega aquejada por varios síntomas histéricos, entre los que se destacan una
afonía, ataques sucesivos de tos nerviosa, cansancio, dispersión mental y una alteración
del carácter.

Cuatro son las personas principalmente involucradas en el relato de este caso:


Dora, su padre y un matrimonio amigo de la familia: el señor y la señora K. Ésta última
mantenía una relación de íntima amistad con el padre de Dora, y la paciente había sido
su confidente y consejera hasta la ruptura de la relación que está en la base de la
consulta a Freud. Por su parte, el señor K. “siempre se había mostrado muy amable
hacia (…) Dora, salía de paseo con ella (…) le hacía pequeños obsequios” (p. 24). No
obstante, un día, luego de un paseo por un lago, Dora cuenta que éste “había osado
hacerle una propuesta amorosa” (p. 24), a lo cual ella respondió dándole una bofetada y
escapando sola del lugar. Preguntada por las palabras exactas del señor, Dora cuenta
que le había dicho: “Usted sabe, no me importa nada de mi mujer” (p. 87). A partir de
entonces, la paciente pide a su padre que rompa relaciones con el matrimonio y en
particular con la señora K. He ahí la situación que motiva la consulta del padre de Dora,
quien pide a Freud que la ponga “en buen camino” (p. 25).

En el curso del análisis, Freud vislumbra una profunda ambivalencia de Dora


hacia su padre:

“Cuando estaba de mal talante, se le imponía la idea de que había sido


entregada al señor K. como precio por la tolerancia que este mostraba hacia
las relaciones entre su padre y la señora K., y detrás de su ternura hacia el
padre se vislumbraba la furia que le provocaba semejante uso” (Freud, 1905
[1901]: 31).

53
Asimismo, descubre, a partir del análisis de diversas conductas de Dora, un
enamoramiento no confesado hacia el señor K. Este esclarecimiento resulta
particularmente interesante de leer en el curso del caso, dado el insistente interés de
Freud por explicitárselo a la paciente. En este sentido, resulta significativa la siguiente
frase:

“Otra vez, tras varios días en que había mantenido un talante alegre, acudió a
mí del peor humor. No podía explicarlo; se sentía contrariada, declaró; era el
cumpleaños de su tío y no se resolvía a felicitarlo; no sabía por qué. Mi arte
interpretativo estaba embotado ese día; la dejé seguir hablando y de pronto
recordó que hoy era también el cumpleaños del señor K., hecho que yo
aproveché en su contra”19 (Freud, 1905 [1901]: 53).

Freud se muestra más y más involucrado personalmente en el caso, por


momentos incluso en una posición especular respecto de Dora, tal como se puede leer
en la cita previa. A esto se suma su interpretación de su lugar en la transferencia (en la
serie del padre de Dora y del señor K.), que lo pone en la vía de insistir en la
importancia de la corriente de amor heterosexual de Dora, dejando de lado una pieza
importante del análisis que sólo vislumbrará a posteriori.

Hacia el inicio del historial, Freud afirma que

“Justamente la pieza más difícil del trabajo técnico no estuvo en juego con la
enferma; en efecto, el factor de la «transferencia», de que se habla al final
del historial clínico, no fue examinado en el curso del breve tratamiento”
(Freud, 1905 [1901]: 12).

Freud parece aquí haber quedado ubicado en un lugar análogo al de Breuer, al no


dar lugar a tiempo al análisis de la relación transferencial. Asimismo, parece haber
quedado preso de su propia implicación en el caso de la joven. De esta forma, cuando
ella le avisa que dejará el análisis luego de esa sesión, Freud analiza su identificación
con una gobernanta que había sido seducida por el señor K., quedando él ubicado en el
lugar de éste. Dice, a continuación:

“Yo sabía que ella no regresaría. Fue un inequívoco acto de venganza el que
ella, en el momento en que mis expectativas de feliz culminación de la cura

19
Las cursivas son nuestras.

54
habían alcanzado su apogeo, aniquilase de manera tan inopinada esas
esperanzas” (Freud, 1905 [1901]: 96).

En esta línea, resulta interesante la continuación de esta cita:

“Quien, como yo, convoca los más malignos demonios que moran, apenas
contenidos, en un pecho humano, y los combate, tiene que estar preparado
para la eventualidad de no salir indemne de esta lucha. ¿Habría conservado a
la muchacha para el tratamiento si yo mismo hubiera representado un papel,
exagerando el valor que su permanencia tenía para mí y testimoniándole un
cálido interés que, por más que mi posición de médico lo atemperase, no
habría podido menos que resultar un sustituto que ella anhelaba?” (Freud,
1905 [1901]: 96).

Freud se declara en contra de “representar un papel” en el curso de la cura; por


ello, nos dice, no “exageró” la demostración de su interés respecto de la permanencia de
la muchacha en el análisis. Pero también dice no haber salido ileso del mismo…
entonces, quizás algo de este interés escapó a su percepción y produjo efectos en el
tratamiento más allá de su saber consciente. Quizás la dificultad radicó en que él no
pudo prestarse al juego transferencial que proponía Dora sin saberlo, sino que hubo allí
una presencia demasiado masiva, demasiado ubicada en la dimensión del yo de Freud.
En este sentido resulta interesante la lectura de Lacan, quien destaca la identificación de
Dora, tanto con el señor K. como con Freud: “(…) todas sus relaciones con los dos
hombres manifiestan esa agresividad en la que vemos la dimensión propia de la
alienación narcisista” (Lacan, 1951: 215). Freud queda aquí preso de la situación. Él
tenía grandes expectativas respecto del tratamiento de Dora y terminó siendo objeto de
una desilusión y una venganza de su paciente. Él, como el señor K., fue abandonado
luego de un período de preaviso del cual no fue notificado a tiempo.

En este punto puede sernos de utilidad retomar el “Esquema del psicoanálisis”,


en el que Freud ubica el peligro que implica que el paciente no reconozca la verdadera
naturaleza de los fenómenos transferenciales y los considere como vivencias actuales y
objetivas. Entonces, “el analista tiene la tarea de arrancar al paciente en cada caso de esa
peligrosa ilusión, de mostrarle una y otra vez que es un espejismo del pasado lo que él
considera una nueva vida real-objetiva” (Freud, 1940 [1938]: 177). En el caso de Dora,
Freud parece haber sucumbido al mismo engaño que sus pacientes.

55
En el Epílogo del caso, Freud afirma que se ha visto obligado a hablar de la
transferencia porque es el único factor que le permite esclarecer las particularidades de
este análisis. Nos dice así que la transparencia que lo hizo parecer apto para su
publicación está íntimamente ligada con la gran falla que llevó a la interrupción del
tratamiento: Freud confiesa no haber logrado dominar a tiempo la transferencia, a causa
de la facilidad con que Dora ponía a su disposición una parte del material patógeno
(Freud, 1905 [1901]: 103).

En sus reflexiones posteriores al tratamiento (pp. 103-104), Freud afirma que


desde el principio le resultó claro que él ocupaba el lugar del padre de la paciente en la
fantasía de la muchacha, y a partir del análisis de los dos sueños que llevó la paciente al
análisis pudo colegir que también estaba en el lugar del señor K. Ubica esta
transferencia como el origen del designio de Dora de abandonar la cura, y afirma que el
hecho de no haberla interpretado en el curso de trabajo terapéutico fue la causa de su
repentina interrupción. En el análisis del caso, admite no haber tomado las debidas
precauciones diciéndole que ella había hecho una transferencia desde el señor K. hacia
él, e intentando esclarecer su naturaleza. De haberlo hecho, nos dice, la atención de
Dora se habría dirigido a la relación entre ellos o la persona misma de Freud, lo cual le
hubiese permitido profundizar el análisis de su vínculo con el señor K. Freud afirma que
este esclarecimiento de la transferencia hubiese sido la clave para llevar el análisis hacia
un nuevo material de representaciones. “Pero yo omití esta primera advertencia; creí
que había tiempo sobrado (…)” (Freud, 1905 [1901]: 104). Cabe preguntarnos, en este
punto, si esta explicación no tiene el estatuto de los argumentos conscientes que Freud
denunciaba en el trabajo con sus pacientes: ¿por qué omitió realmente el análisis de
estas transferencias que pesquisaba en el material asociativo?

Así, dice Freud,

“fui sorprendido por la transferencia y, a causa de esa x por la cual le


recordaba al señor K., ella se vengó de mí como se vengara de él, y me
abandonó, tal como se había creído engañada y abandonada por él. De tal
modo, actuó un fragmento esencial de sus recuerdos y fantasías, en lugar de
reproducirlo en la cura” (Freud, 1905 [1901]: 104).

Pero, como vimos, Freud no fue sorprendido por la transferencia. Él venía


vislumbrando cómo su persona se enlazaba con el material que iba desplegando Dora.

56
Aquello que quedó en la sombra, que no pudo ser analizado, se ubicaba quizás en otro
plano, tocaba un punto ciego de Freud, y de hecho no fue él quien pudo esclarecerlo. Es
Lacan, en su escrito “Intervención sobre la Transferencia” (1951), quien vendrá a echar
luz acerca de cuál era esa “x” que Freud no pudo colegir. ¿Dónde situamos, siguiendo a
Lacan, la falla de Freud?

Freud mismo agrega en una nota al pie de página que probablemente su error
técnico consistiera en omitir “colegir en el momento oportuno, y comunicárselo a la
enferma, que la moción de amor homosexual (ginecófila) hacia la señora K. era la más
fuerte de las corrientes inconscientes de su vida anímica” (Freud, 1905 [1901]: 105, n.
7). Por el contrario, el analista centra sus interpretaciones en la moción de amor
heterosexual, es decir, en el supuesto amor de Dora por el señor K como sustituto del
padre. Si hubiese podido abordar esta otra pieza del análisis, dice Lacan, esto lo hubiera
llevado a ver “el valor real del objeto que era la señora K para Dora; no un individuo,
sino un misterio, el misterio de su propia femineidad” (Lacan, 1951: 214). Lacan le da
entonces un nuevo estatuto a la señora K: ella es la pregunta de Dora. La joven se
pregunta: “¿Qué es ser una mujer?”, a lo cual Lacan agrega que “el problema de su
condición es en el fondo aceptarse como objeto de deseo del hombre, y éste es para
Dora el misterio que motiva su idolatría por la señora K” (p. 216).

¿Por qué Freud pospuso su interpretación? Lacan responde que Freud tenía hacia
el señor K. una simpatía de larga data, puesto que fue él quien llevó al padre de Dora a
verlo. Freud mismo abona esta lectura, cuando en una nota al pie de página lo describe
como “un hombre todavía joven, de agradable presencia” (Freud, 1905 [1901]: 27, n.
19). Asimismo, Lacan destaca la posición de Freud frente a Dora, quien “lo hace vibrar
con un estremecimiento” (Lacan, 1951: 217). Pues bien, Lacan afirma que “es por
haberse puesto un poco excesivamente en el lugar del señor K… por lo que Freud esta
vez no logró conmover al Aqueronte” (p. 217). Resulta interesante detenernos en esta
referencia mitológica (Caudet Yarza, 1998: 73), puesto que Aqueronte es un río del
Hades, por el cual el anciano barquero Caronte conducía a las almas de los muertos... y
si hay un lugar del que no se vuelve es de la muerte. Es significativo que Lacan utilice
esta metáfora para mostrar que este error de Freud –que Lacan liga, como lo veremos
más adelante, con sus prejuicios- lo llevó a un lugar del que no pudo regresar, lo cual
llevó a la interrupción del tratamiento.

57
Se destaca, en este sentido, la respuesta de Dora luego de que el análisis del
segundo sueño lleva a Freud a la fantasía de desfloración y parto que atribuye al amor
de Dora por el señor K. El analista expresa su satisfacción por lo logrado y Dora le
responde despectivamente: “¿Acaso ha salido mucho?” (Freud, 1905 [1901]: 92). La
siguiente sesión se iniciará con el anuncio de su despedida. En este contexto, podemos
preguntarnos: ¿qué otra cosa podría haber dicho Dora si luego de tanto trabajo de
análisis Freud seguía fijado en aquello que sostenía desde el principio: que ella amaba al
señor K? Ahora podemos volver a la pregunta sobre cuál era esa “x” por la cual Freud le
recordaba al señor K.: es como si a cada instante Freud le hubiese estado diciendo, tal
como lo hizo el señor K. en el paseo por el lago, que “la señora K. no es nada para mí”.
Es en este sentido que Lacan (1951: 218) afirma que Freud desapareció por la misma
trampa en la que cayó el señor K.

Algunas afirmaciones de Freud en el relato del caso pueden darnos más pistas
sobre su implicación en el asunto. Tal como citamos anteriormente, Freud sostiene que
“fue un inequívoco acto de venganza el que ella, en el momento en que mis expectativas
de feliz culminación de la cura habían alcanzado su apogeo, aniquilase de manera tan
inopinada esas esperanzas” (Freud, 1905 [1901]: 96). Y más adelante, cuando comenta
la posterior evolución de la paciente y su visita 15 meses después: “No sé qué clase de
auxilio pretendía de mí, pero le prometí disculparla por haberme privado de la
satisfacción de librarla mucho más radicalmente de su penar” (Freud, 1905 [1901]:
106).

Las frases citadas del historial de Dora recuerdan a la posición de Freud en


“Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina” (1920), que también
culminó en una interrupción prematura.

Freud presenta el historial indicando que se trata de un caso de homosexualidad


de una joven de 18 años, quien provoca la preocupación y disgusto de sus padres por
sus relaciones con una mujer diez años mayor que ella, a quien estos definen como una
“cocotte”, es decir, una mujer promiscua. La consulta se produce seis meses después de
un intento de suicidio de la joven, ocurrido luego de cruzarse un día con su padre
cuando caminaba acompañada por aquella dama. Éste le arrojó una mirada iracunda y
acto seguido ella se arrojó a las vías del ferrocarril. Luego de esto sus padres ya no se
atrevieron a contrariarla, pero la llevaron con Freud pidiendo al médico “la tarea de
volver a su hija a la normalidad” (Freud, 1920: 142).

58
En el curso del análisis, Freud intentó reconstruir la historia libidinal de la joven
para así poder vislumbrar en qué momento se había dado un vuelco hacia la posición
homosexual. Pesquisó que la posición edípica en la infancia había sido la de una
investidura libidinal de objeto hacia el padre, que se refrescó en la pubertad. No
obstante, cuando ella albergaba el deseo inconsciente de recibir un hijo del padre, fue su
madre la que quedó embarazada. “Sublevada y amargada dio la espalda al padre, y aun
al varón en general. Tras este primer gran fracaso, desestimó su feminidad y procuró
otra colocación para su libido” (Freud, 1920: 151). De esta forma, tomó sustitutos de su
madre como objetos de amor. Ahora bien, Freud ubica el afán de venganza respecto del
padre, el desafío y la ofensa hacia él, como factores importantes en el sostenimiento de
esta elección de objeto homosexual en la muchacha. Asimismo, “el factor afectivo de la
venganza contra el padre” (p. 156) resultó decisivo, para Freud, en el desenlace del
análisis: “transfirió a mí esa radical desautorización del varón que la dominaba desde su
desengaño por el padre” (p. 157). Ahora bien, resulta llamativa la vacilación de Freud
respecto de considerar esto en el sentido de la transferencia. Así, deja estas cuestiones
sin analizar y desecha este material psíquico que la paciente actualiza en él.

Recordamos en este punto la idea con la que cierra su escrito “Sobre la dinámica
de la transferencia” (1912):

“Es innegable que domeñar los fenómenos de la transferencia depara al


psicoanalista las mayores dificultades, pero no se debe olvidar que
justamente ellos nos brindan el inapreciable servicio de volver actuales y
manifiestas las mociones de amor escondidas y olvidadas de los pacientes;
pues, en definitiva, nadie puede ser ajusticiado in absentia o in effigie”
(Freud, 1912a: 105),

Al leer sus reflexiones en este historial, se nos plantea la ineludible idea de que
algo en estas dificultades se le hizo a Freud, en este caso particular, inmanejable. Hay
algo en esta posición paterna, en la que estas pacientes lo ubican, que parece haber
despertado en Freud la más fuerte resistencia.

Comentarios posteriores en el caso vienen a abonar esta conclusión: a propósito


de los sueños relatados por la paciente en los que se vislumbraba la “cura” de la
homosexualidad gracias al tratamiento, Freud se manifiesta de esta manera:

59
“Puesto sobre aviso por alguna ligera impresión, le declaré un día que no
daba fe a estos sueños, que eran mendaces e hipócritas y ella tenía el
propósito de engañarme como solía engañar al padre (…) No obstante, creo
que junto al propósito de despistarme había también una pieza de galanteo
en esos sueños; era también un intento por ganar mi interés y mi buena
disposición, quizá para defraudarme más tarde con profundidad tanto
mayor” (Freud, 1920: 158).

Esta intervención, que pudo haberlo puesto sobre la pista de la transferencia y la


interpretación de estos sueños, resultó ser todo lo contrario. Freud decidió poner
término al análisis, y realizó una indicación muy llamativa: “interrumpí, entonces, tan
pronto hube reconocido la actitud de la muchacha hacia su padre, y aconsejé que si se
atribuía valor al ensayo terapéutico, se lo prosiguiese con una médica” (Freud, 1920:
157). Resultan interesantes, en este punto, los aportes Barazer, quien ubica dos
cuestiones llamativas respecto de este caso. En primer lugar, Freud nunca le dio un
nombre a la joven (como sí hizo con Dora), lo cual es leído por el autor como una
“manifestación contratransferencial”; por otro lado, y más significativo aún, el autor
encuentra, en el libro que décadas más tarde se escribió sobre la vida de esta mujer que
hoy conocemos como Sidonie Csillag, el recuerdo de la última frase que Freud le habría
dicho antes de despedirla por última vez: “usted tiene ojos tan astutos, no me gustaría
tenerla en la vida como enemiga” (en Barazer, 2011: 144-145). Podemos encontrar aquí,
una vez más, marcas de hasta qué punto Freud quedó capturado en el lugar que ocupaba
en la transferencia.

LA PREGUNTA QUE LOS HISTORIALES FREUDIANOS NOS PERMITEN

ENUNCIAR

A partir de estas reflexiones basadas en tres de los casos inaugurales del


psicoanálisis, podemos pensar que la diferencia entre uno y otro desenlace no radica
tanto en la naturaleza de las mociones reprimidas de los pacientes ni en la tonalidad de
la transferencia, sino en la aptitud del analista para sostener el juego transferencial.
Freud le dice a su paciente obsesivo, frente a sus resistencias iniciales a comunicar el

60
temor que lo martiriza, que él no tiene inclinación alguna por la crueldad; pero se presta
al juego que lo convierte en el padre colérico del paciente el tiempo necesario para
poder analizar sus complejos en el terreno de la transferencia. Por el contrario, no
representa el papel del hombre abandonado por Dora; Freud es quien termina
defraudado y desilusionado por su paciente. Asimismo, es el hombre, el padre,
desafiado, engañado y defraudado por la joven homosexual: para protegerse de esto,
antes de que el desengaño sea de “una profundidad tanto mayor”, interrumpe el trabajo
con ella.

Entonces, queda planteada la pregunta: ¿podemos extraer de este análisis de los


historiales ideas que nos permitan interrogar la pertinencia del concepto de
“contratransferencia” en la teoría y clínica psicoanalíticas? Serán los planteos de Lacan,
que abordaremos en el capítulo 6, los que nos permitirán volver con nuevas
herramientas sobre este interrogante.

61
CAPÍTULO 2

ORIGEN Y DESARROLLO DEL CONCEPTO DE


CONTRATRANSFERENCIA

Si bien hemos pesquisado indicios del fenómeno en obras tempranas y casos


clínicos de Freud, la contratransferencia hace su primera aparición pública en el año
1910. Se trata del discurso inaugural del segundo Congreso Internacional de
Psicoanálisis, que fue titulado “Las perspectivas futuras de la terapia psicoanalítica”. No
obstante, sabemos que el tema ya era objeto explícito de debate en la correspondencia
de Freud con sus discípulos, y en particular, con Jung a propósito de su relación con
Sabina Spielrein (Leff, 2007: 113, n. 12; Guyomard, 2011: 21-24; Weissmann, 1994:
564-570; Geissmann, 2002: 300). De hecho, la primera mención del término data de
1909 y tiene lugar en una carta dirigida a su discípulo. En este punto, resulta interesante
destacar una apreciación hecha allí por el padre del psicoanálisis, que contrasta de
manera significativa con su posición pública al respecto. Freud le dice a Jung que la
contratransferencia, lejos de provocar un perjuicio, brinda al analista el recurso de
“endurecerle la piel” ya que se trata de una cuestión permanentemente presente que él
debe aprender a manejar. Así, la caracteriza como una “bendición disfrazada” [a
blessing in disguise], ya que enseña mucho al analista (en Weissmann, 1994: 565).
Ahora bien, nunca vacila respecto de la necesidad de controlar estos fenómenos y la
dificultad propia de esta tarea, y esta posición se refuerza en sus textos publicados.

Freud siempre sostuvo la necesidad de sofrenar la contratransferencia, y articuló


esta noción con la idea de la abstinencia. Si bien el término desaparece de la obra escrita
en 1915, los obstáculos del análisis y los “puntos ciegos” del analista siguieron
ocupándolo hasta el final de su obra. En este capítulo realizaremos un rastreo de la
noción de contratransferencia en la obra freudiana, dando cuenta de su tratamiento por
parte del fundador del psicoanálisis.

62
LA CONTRATRANSFERENCIA EN FREUD: RECONOCERLA Y DOMINARLA.

En 1910, Freud se dirige a los asistentes al segundo Congreso Internacional de


Psicoanálisis para referirse al mejoramiento que considera esperable en la terapia
analítica. De esta manera anticipa, entre otros factores, un progreso en el saber de los
analistas y avances en el campo de la técnica. Dentro de este último punto, Freud
sostiene que “nos hemos visto llevados a prestar atención a la ‘contratransferencia’ que
se instala en el médico por el influjo que el paciente ejerce sobre su sentir inconsciente,
y no estamos lejos de exigirle que la discierna dentro de sí y la domine” (Freud, 1910a:
136). Freud articula en este punto la necesidad del análisis personal del psicoanalista, ya
que éste “sólo llega hasta donde se lo permiten sus propios complejos y resistencias
interiores” (p. 136). Si bien la referencia es acotada, Freud le da un estatuto conceptual a
un factor que venía teniendo un papel en su clínica pero por quedar en las sombras
permanecía inanalizado.

Como dijimos, esta conferencia se tituló “Las perspectivas futuras de la terapia


psicoanalítica”. Resulta interesante recordar la lectura que realiza Horacio Etchegoyen
de este hecho: el primer abordaje de la cuestión de la contratransferencia en una obra
publicada con ese título.

“Se ha dicho siempre que Freud consideró la contratransferencia sólo como


un obstáculo; pero si la introdujo pensando en el porvenir era porque suponía
que el conocimiento de la contratransferencia se ligaba al futuro del
psicoanálisis. Se puede sostener, pues, que Freud presumía que la
comprensión de la contratransferencia significaría un gran progreso para la
técnica psicoanalítica” (Etchegoyen, 1986: 237).

Si bien, como veremos, la posición de Freud no varió sustancialmente con el


correr de los años, Etchegoyen lee, en el origen mismo de la elaboración del concepto,
una vía abierta por Freud para futuros estudios. En los próximos capítulos de la tesis
veremos de qué manera las generaciones posteriores de psicoanalistas retomaron esta
cuestión y le dieron una impronta original.

Volviendo a Freud, podemos ver en “Consejos al médico sobre el tratamiento


psicoanalítico” (1912) una vuelta sobre este tema cuando le exige al analista el
someterse a una “purificación psicoanalítica” (1912b: 115), para así estar advertido de

63
los complejos y constelaciones psíquicas que podrían perturbar su escucha. En este
escrito afirma que “cualquier represión no solucionada en el médico corresponde (…) a
un «punto ciego» en su percepción analítica” (Freud, 1912b: 115). Asimismo, se opone
a las técnicas que promovían que el analista revelase sus mociones de sentimiento al
paciente. Para ello, Freud utiliza dos metáforas para dar cuenta de lo que debe ser la
actitud del analista: por un lado, propone a sus colegas que “tomen por modelo al
cirujano que deja de lado todos sus afectos y aun su compasión humana, y concentra sus
fuerzas espirituales en una meta única: realizar una operación lo más acorde posible a
las reglas del arte” (p. 114); por el otro, sostiene que el analista “(…) no debe ser
trasparente para el analizado, sino, como la luna de un espejo, mostrar sólo lo que le es
mostrado” (p. 117).

Retomando la lectura que hacen De León y Bernardi acerca de estos planteos,


podemos destacar lo que queda implícito en la prescripción freudiana:

“Freud compara la posición del analista con la de un espejo o la de un


cirujano (Freud, 1912). Estas metáforas, que sugieren distancia y no
participación emocional, buscan, sin embargo, reconocer la fuerza de los
afectos en juego (…), advirtiéndole sobre la posibilidad de fenómenos que
pueden irrumpir intensa y súbitamente en el transcurso de la terapia
analítica” (De León y Bernardi, 2000: 19).

De esta forma, la fuerza de las mociones que constituyen lo que Freud denominó
“contratransferencia” es puesta en primer plano, en todo su valor de peligro para el
proceso analítico. Tal como lo destaca Plon, “se trata entonces de cerrarse, de
endurecerse, no de abrirse a lo que sobreviene o buscar comprender, analizar el
proceso” (Plon, 2011: 128).

Años más tarde este concepto hará su última aparición en la obra freudiana en el
texto titulado “Puntualizaciones sobre el amor de transferencia” (1915). Allí, Freud se
refiere a la contratransferencia específicamente en los casos en que la paciente confiesa
su amor al analista. La posición respecto de la misma no varía en relación a los escritos
anteriores. Aquí, Freud alerta a los analistas respecto de que “el experimento de dejarse
deslizar por unos sentimientos tiernos hacia la paciente conlleva, asimismo, sus
peligros. Uno no se gobierna tan bien que de pronto no pueda llegar más lejos de lo que
se había propuesto” (Freud, 1915 [1914]: 168). En este sentido, el concepto queda

64
ligado a la noción de “abstinencia”. Freud sostiene que “uno debe guardarse de desviar
la transferencia amorosa, de ahuyentarla o de disgustar de ella a la paciente; y con igual
firmeza uno se abstendrá de corresponderle” (p. 169). La insistencia sobre la dificultad
de la tarea retorna todo a lo largo del escrito, así como también insiste la necesidad de
mantenerse en la posición analítica: “No quiero decir que al médico siempre le resulte
fácil mantenerse dentro de las fronteras que la ética y la técnica le prescriben (…) Y, no
obstante, para el analista queda excluido el ceder” (pp. 172-3). Finalmente, Freud
compara en este escrito al analista con el químico: ambos están expuestos a la
manipulación y los peligros de sustancias explosivas, pero no por ello menos
indispensables para su labor.

Resulta interesante retomar aquí el análisis de Guyomard respecto de las


comparaciones que Freud realizó para dar cuenta de la tarea del analista: por un lado, la
metáfora del cirujano transmite la idea de una insensibilidad, de una indiferencia y de
una distancia que, desde su punto de vista, triunfó en las posturas tempranas respecto
del manejo de la contratransferencia; por el otro, la comparación con el químico “le da
lugar al imprevisto, a la resistencia de la materia, a la participación de cada uno en tanto
que elementos en presencia. Reacciones imprevistas, explosiones, torpezas y errores de
manipulación están contemplados [sont au programme]” (Guyomard, 2011: 25). De
esta forma, se destaca que una parte de los peligros tiene que ver con la materia misma
de la que se trata, y otra remite a su manipulación. Por otro lado, Guyomard lee en esta
última comparación la aceptación de Freud del carácter conflictivo (y por momentos
“explosivo”) del proceso y de la implicación del analista en el mismo, alejándose del
ideal “impasible” del cirujano.

Si bien la contratransferencia no volverá a ser objeto explícito de análisis en la


obra freudiana luego de esta fecha, la posibilidad de que el analista sea la sede de la
resistencia y la necesidad del análisis personal como un aspecto fundamental de su
formación –cuestiones correlativas a la contratransferencia- ocuparán a Freud hasta el
final de su obra. En este sentido, resulta interesante hacer especial referencia al escrito
“Análisis terminable e interminable” (1937), ya que se trata de uno de los últimos textos
freudianos en los que aborda cuestiones relativas a la “técnica” psicoanalítica.

En el texto citado, Freud se pregunta acerca de las posibilidades de éxito en los


tratamientos analíticos, enumera los factores en juego en la cura y aborda los obstáculos
que pueden imposibilitar que se la lleve a buen término. Para ello, determina tres

65
factores decisivos: la influencia de los traumas acaecidos en la historia del paciente, la
intensidad constitucional de las pulsiones y el grado de alteración del yo. Ahora bien, en
el capítulo VII declara: “No sólo la complexión yoica del paciente: también la
peculiaridad del analista demanda su lugar entre los factores que influyen sobre las
perspectivas de la cura analítica y dificultan esta tal como lo hacen las resistencias”
(Freud, 1937: 249).

Freud hace una distinción entre el médico, que no se ve perturbado en su labor


por padecer de una afección orgánica –quizás la misma que su paciente-, y el
psicoanalista, quien sí será estorbado en su capacidad de escucha y en sus posibilidades
de intervención por “sus propios defectos” (p. 249). Por ello, plantea la necesidad del
análisis personal como parte del proceso de formación de un analista. Afirma que esta
función no está exenta de peligros para quien la ocupa, ya que se trata de una labor que
acerca al analista permanentemente a mociones pulsionales reprimidas, lo cual puede
despertar aquellas pulsiones que él mismo ha sofocado. En función de esto, hace
hincapié en la necesidad de un trabajo continuo que le permita no quedar preso de sus
resistencias y mecanismos de defensa puestos en juego en el registro del yo.

Finalmente, se hace necesario dejar formulado, para retomarlo más adelante, que
Freud ubica una cuestión que dificulta la labor del analista con particular frecuencia e
intensidad. Se trata de la posición del sujeto respecto del complejo de castración, que
recibe la denominación de “roca de base” a la cual llega, sin poder franquearla, todo
análisis llevado a los estratos más profundos (Freud, 1937: 253). De hecho, Freud liga
este tema con una cuestión biológica, sobre la cual el psicoanálisis no podría tener
incidencia alguna. Esta formulación freudiana que ubica esta cuestión como un tema
que “da guerra al analista” nos permite dejar planteada la pregunta acerca de una posible
articulación entre el tope que Freud encontró para el psicoanálisis (se incluye aquí,
evidentemente, el análisis personal del analista) y la cuestión de la contratransferencia.
Retomaremos este tema en el capítulo 6, cuando trabajemos la posición de Lacan y la
lectura que realiza Gloria Leff al respecto.

66
FENÓMENOS TELEPÁTICOS EN PSICOANÁLISIS O LA
20
CONTRATRANSFERENCIA

Como dijimos anteriormente, si bien la obra freudiana aborda extensamente la


cuestión de la transferencia y su lugar en la clínica psicoanalítica, no sucede lo mismo
con el concepto de contratransferencia. Hemos visto que Freud realiza muy pocas
menciones del mismo y le dedica escasas reflexiones en comparación con su abordaje
de otros conceptos psicoanalíticos. Por ello, un trabajo de lectura que se interrogue
acerca del tema e intente elucidarlo desde otros textos del autor que no lo mencionan
directamente, constituye una oportunidad de elaboración conceptual fecunda. En este
sentido, nos proponemos retomar la idea propuesta por Isabel Steinberg (en Baños y
Steinberg, 2012: 98-99), quien plantea la posibilidad de reconstruir el concepto de
contratransferencia a partir de los textos en los que Freud aborda los llamados
“fenómenos telepáticos”.
En la 30ª conferencia de las “Nuevas conferencias de introducción al
psicoanálisis”, titulada “Sueño y ocultismo” (1933 [1932]), Freud expone el caso del
“Señor P.” como un aparente fenómeno de transmisión de pensamiento en el marco de
una sesión analítica.

Resulta interesante destacar que Freud comienza el relato hablando de una


circunstancia personal (creemos que esto es significativo en función de la lectura del
caso que haremos en lo que sigue): fue visitado por el doctor Forsyth, un extranjero a
quien él estaba introduciendo en la teoría analítica desde hacía algún tiempo y que
auguraba un mejor futuro para la teoría freudiana luego de los años de guerra y su
consiguiente aislamiento (es el año 1919). Luego de esta visita, P. acude a su sesión.
Luego de una breve descripción de su paciente, Freud plantea que el caso de P. no tenía
perspectivas de éxito terapéutico, por lo cual le había planteado al paciente la
suspensión del tratamiento. Esto se efectivizaría cuando sus pacientes y discípulos
volvieran a la ciudad. Acto seguido, afirma que el paciente le solicitó continuar
“evidentemente porque se sintió cómodo junto a mí dentro de una transferencia paterna
bien acompasada” (Freud, 1933 [1932]): 45). Freud agrega que el dinero no tenía
ningún papel en este tratamiento y que “las sesiones que pasaba con él me procuraban

20
El presente apartado retoma las líneas de argumentación principales del trabajo presentado y aprobado
en el seminario “Neurosis, ética y práctica del Psicoanálisis”, a cargo de la Prof. Lic. Isabel Steinberg y la
Prof. Psta. Liliana Baños, en el marco de la Maestría en Psicoanálisis.

67
también a mí estímulo y consuelo” (p. 45). Asimismo, al relatar el caso, hace referencia
a “ese lenguaje secreto que con tanta facilidad se forja en el trato regular entre dos
personas” (p. 45). La descripción es, sin duda, singular, y Freud no disfraza hasta qué
punto estaba implicado en la relación transferencial.

Lo llamativo de este caso, y por eso Freud lo relata en el marco de la citada


conferencia, es que se trataría de una transmisión de pensamiento proveniente de Freud
y recibida por su paciente, el Señor P.

Tal como lo adelanta al comenzar el relato, en el momento del suceso descripto,


Freud tenía ocupado su pensamiento por el doctor David Forsyth que lo había visitado
hacía un momento. Minutos más tarde, el Señor P., en el marco de su sesión analítica,
cuenta por primera vez que la muchacha con la cual hubiese querido tener una relación
solía llamarlo “Herr von Vorsicht” [“Señor Prudencia”]. Freud queda conmocionado por
esta mención, dado que la pronunciación alemana del apellido del doctor y del apodo de
su paciente eran prácticamente idénticas. Fruto de esta conmoción, Freud le muestra en
ese momento al Señor P. la tarjeta de visita del doctor inglés.

Con el objetivo de esclarecer el hecho, Freud cita luego varias asociaciones que
atribuye a su paciente, cuando en realidad, y en esencia, corresponden a él mismo.
Cuenta que un día de la semana anterior el señor P. había faltado a su sesión, y entonces
Freud había decidido visitar al doctor Anton von Freund. Al llegar a la pensión en la
cual vivía, se dio cuenta de que se trataba también de la residencia de su paciente. Con
motivo de esta coincidencia, Freud le dijo posteriormente a P. “que por así decir le
había hecho una visita en su casa” (Freud, 1933 [1932]: 46), pero no le mencionó el
nombre de von Freund. Ahora bien, en la sesión que es objeto de análisis en la
conferencia, P. le pregunta a Freud si una docente de la Universidad Popular, de
apellido Freud-Ottorego era su hija, y al preguntarlo éste comete un lapsus y pronuncia
“Freund” en lugar de “Freud”. Pero no es P. quien asocia la desfiguración del nombre
con la visita que Freud hiciera a su amigo una semana atrás; es el mismo Freud. Es
también Freud quien, luego de escuchar a su paciente hablar de haberse equivocado al
intentar recordar la palabra inglesa para “pesadilla” (dice “a mare’s nest” en lugar de
“nightmare”), recuerda una visita de Jones a su consultorio, un mes atrás, que derivó en
el encuentro del visitante y su paciente. La concatenación de estas asociaciones llevan a
Freud a interpretar profundos celos en su paciente respecto de estos discípulos y

68
adherentes al psicoanálisis: Forsyth, Jones, von Freund, y la angustia frente a la
terminación del tratamiento.

Las asociaciones de Freud se tejen entre su posición frente al médico inglés


Forsyth, a quien Freud introdujo en el psicoanálisis y que representaba para él la
inauguración de “una época mejor” (Freud, 1933 [1932]): 45) en la que el psicoanálisis
empezaba a interesar al público extranjero; su relación con Jones, uno de sus discípulos
más importantes; su amistad con el doctor von Freund, cuya muerte, junto con la de
“nuestro Karl Abraham unos años después, fueron las más serias desgracias que
afectaron al desarrollo del psicoanálisis” (p. 48); y la mención de la señora Freud-
Ottorego, dictante de cursos de inglés en la Universidad Popular, a quien el paciente
toma como presunta hija de su analista. Todo esto, como dijimos, en el marco de un
análisis que no prometía éxito alguno, pero que se sostenía en una “transferencia paterna
bien acompasada” y le aportaba al analista “estímulo y consuelo”.

¿Se trata aquí de los celos del Señor P. respecto de la relación de Freud con sus
visitantes, tal como este lo hipotetiza en la conferencia, o de algo relativo a lo paterno
que quizás estaba ocupando el lugar de una resistencia de Freud en el análisis de su
paciente?

Freud se pregunta:

“¿Podría P. saber que el doctor Forsyth acababa de hacerme su primera


visita? ¿Podía saber el nombre de la persona a quien yo había visitado en su
casa? ¿Sabía que el doctor Jones había escrito un ensayo sobre la pesadilla?
¿O fue sólo mi saber sobre esas cosas el que se reveló en sus ocurrencias?”
(Freud, 1933 [1932]): 48).

Freud se afana en intentar dar respuesta a estas preguntas, con el fin de hacer un
aporte a favor de la idea de la transferencia de pensamiento. Pero quizás las preguntas
apuntan al lugar equivocado, puesto que no se trata de las ocurrencias de P., sino de él
mismo. En este contexto, Freud conjetura que P. pudo haberse topado con Forsyth
cuando iba a su casa y pudo haber pensado: “«pero si es el doctor Forsyth, con cuya
llegada debe terminar mi análisis (…)»” (p. 50). ¿No resulta lícito atribuir también esta
ocurrencia al mismo Freud, que se resistía a poner término a un análisis que,
simplemente, parecía no haber comenzado nunca? Se trataría, de nuevo, de la posición

69
de Freud frente a P. que, como cuestión no analizada, estaría funcionando como
obstáculo en este tratamiento.

En “Algunas notas adicionales a la interpretación de los sueños en su conjunto”


(1925), se define el fenómeno telepático como “la recepción de un proceso anímico en
una persona por parte de otra siguiendo caminos diversos de la percepción sensorial”
(Freud, 1925: 138). En este escrito, esclarece un anuncio profético hecho a una paciente
suya afirmando que “un intenso deseo de la inquiridora –en realidad, el deseo más
intenso, inconsciente, de su vida afectiva y el motor de su incipiente neurosis- se dio a
conocer por transferencia inmediata al adivino” (pp. 139-140), lo cual permitió entonces
el anuncio del destino que le estaba deparado a la mujer.

Ahora bien, en la conferencia antes citada, Freud define la telepatía como el

“presunto hecho de que un acontecimiento sobrevenido en determinado


momento llega de manera casi simultánea a la conciencia de una persona
distanciada en el espacio, y sin que intervengan los medios de comunicación
consabidos. Una premisa tácita es que ese acontecimiento afecte a una
persona en quien la otra, el receptor del mensaje, tenga un fuerte interés
emocional” (Freud, 1933 [1932]): 34).

Además, aproxima a la telepatía el fenómeno de la transferencia de pensamiento,


al cual describe de esta forma:

“ciertos procesos anímicos que ocurren en una persona –representaciones,


estados de excitación, impulsos de la voluntad- pueden transferirse a otra
persona a través del espacio libre sin el empleo de las consabidas vías de
comunicación por palabras y signos” (Freud, 1933 [1932]): 37).

A través de varios ejemplos, Freud plantea que quien aparece como “decidor de
la suerte”, astrólogo, etcétera, no hace más que “expresar los pensamientos de la
persona que lo consultaba, y muy en particular sus deseos secretos” (Freud, 1933
[1932]): 40).

Pero en el caso del Señor P. no se trata de un “decidor de la suerte”. Se trata de


un fenómeno que se desarrolla entre un analista y su paciente, en el cual la supuesta
transferencia de pensamiento se produce del primero hacia el segundo.

Al trabajar este caso, Steinberg escribe:

70
“La telepatía, ya independizada de los sueños, y emparentada con la
‘transmisión del pensamiento’, crea interrogaciones. ¿Quién transmite a
quién? ¿Qué se transmite? (…) Si en el artículo del 2221 la transmisión es
siempre de alguien unido por fuertes lazos de amor al receptor telepático,
aquí esos lazos tienen un estatuto. Es el instante de fascinación frente al
saber del adivino lo que pone en escena la transmisión de un fuerte deseo
que es recibido, y leído. La profecía es sólo una mascarada, casi una excusa:
se trata de leer un deseo” (Steinberg, 1995: 57-58).

Pero, como hemos dicho, no es Freud aquí el “adivino”, sino lo contrario: es P.


quien “recibe” el pensamiento de su analista; se trataría entonces de un deseo del mismo
Freud. Steinberg retoma esta idea del Señor P. como receptor de lo transferido por el
analista y para ello recurre a los planteos de Lacan en “Función y campo de la palabra y
el lenguaje en psicoanálisis” (1953), cuando define el inconsciente como discurso del
otro en el campo de lo imaginario; así, plantea que “el inconsciente del sujeto como
discurso del otro podría ser uno de los nombres de la contratransferencia, en la que el yo
del analista cobra un lugar protagónico, con los efectos que el desvío intersubjetivo
conlleva de acting como transferencia sin analista” (en Baños y Steinberg, 2012: 100).
Se trataría entonces de un desvío por las coordenadas de lo imaginario y de un
corrimiento del analista respecto de su lugar. Siguiendo la reflexión de la autora
podemos pensar que hay algo que se juega para Freud, en el marco del análisis de P., en
relación a esta “transferencia paterna bien acompasada” que no pudo interrogar en
relación a su propia posición en este tratamiento. Después de todo, Forsyth, Jones, von
Freund y P. arman una serie que instala a Freud en el lugar de padre, pero esto tiene que
ver con el propio Freud, y no, en principio, con su paciente. No obstante, para el analista
esto vuelve en boca de P., como un supuesto fenómeno telepático.

En este punto resulta interesante intercalar las reflexiones de Claude Rabant


respecto de las llamadas “experiencias extrasensoriales” en el análisis. El autor
introduce esta cuestión en el marco de su reflexión en torno a la interpretación analítica,
de la cual plantea varias cuestiones que vale la pena destacar. En primer término, afirma
que “si nos hallamos en un espacio transferencial donde no hay suficiente caída o
suficiente destructibilidad, en un espacio de reversibilidad, de estabilidad demasiado
generales o demasiado fuertes, parece que entonces la interpretación no puede ser

21
Se refiere al escrito de Freud “Sueño y telepatía” (1922).

71
posible” (Rabant, 1992: 17). Por otro lado, sostiene que la interpretación no es lo dicho
por el analista, sino lo que el analizante hace con eso; por decirlo de alguna manera, la
interpretación es, estrictamente, la interpretación que hace el analizante de la
interpretación del analista. En esta misma línea, introduce la palabra francesa “chance”,
en su doble acepción de “posibilidad” y de “fortuna” o “suerte”, para articularla con el
pensamiento inconsciente y, por ello, también con la interpretación:

“Hacer referencia a la chance en la interpretación (…) [e]s recusar, además,


cualquier tentación de dar a lo interpretable una sustancia diferente de la que
le confieren las palabras y la propia interlocución. Permitir, por ejemplo, que
una realidad “exterior” invada el espacio de la interpretación; proponerse
señalar en el interior de la interpretación, en el espacio reservado a las
palabras de la sesión y de la transferencia, una “realidad” que constituiría su
paño, conduce sencillamente a interceptar el vuelo posible de la significación
para el sujeto y hasta introduce en la transferencia elementos delirantes”
(Rabant, 1992: 25).

Es en este punto que el autor retoma un artículo de 1948 publicado en una


revista dedicada al tema de la telepatía (Rabant, 1992: 25), en el cual el autor se refiere
a “experiencias extrasensoriales” en la relación transferencial. Este artículo relata el
caso de una paciente que cuenta un sueño en sesión en el que aparece como tema el
nombre de la calle en la que ella vive. Su analista, que ha pasado el día anterior por esa
calle y ha hecho una reflexión sobre dicho nombre, menciona este hecho, ocurrido en la
realidad material, a continuación del relato de su paciente y las asociaciones de ésta. Le
informa que el día anterior ha tenido idéntico pensamiento que ella respecto del nombre
de la calle. Resulta llamativo cuánto recuerda esto a la intervención de Freud respecto
de la visita del doctor inglés. En su análisis, Rabant hace referencia a “una voluntad de
sentido” del analista, un exceso en el cual queda preso, frente a lo cual recurre a la
experiencia extrasensorial como modo de “nombrar lo que el exceso interpretativo
introdujo en la transferencia” (Rabant, 1992: 25).

“La desventura del analista reside en su creencia de que debe exhibir a su


paciente el referente pretendidamente realista del sueño, y más aún de que
debe señalarle un sustrato que justifique la similitud de sus pensamientos con
respecto a una misma palabra. Dicho de otra manera, hace del azar una
sustancia realista en lugar de aprehenderlo como una chance para el

72
pensamiento inconsciente, imaginando este mismo pensamiento no como
una chance significante para el sujeto sino como un problema de realidad
“extrasensorial” que debería ser aprehendida fuera de la transferencia”
(Rabant, 1992: 26)

Volviendo a Freud, y en el marco de las reflexiones propuestas, lejos de tratarse


de un proceso telepático que acercaría a este análisis a los fenómenos ocultos, pensamos
que lo que Freud llama “fenómenos telepáticos” en los casos clínicos que expone (y en
particular en el de P.) responden mejor a lo que llamaríamos, de acuerdo a la definición
freudiana comentada anteriormente, la contratransferencia del analista. Entonces,
podemos plantearnos como hipótesis que la posición tajante de Freud respecto de ésta,
es decir, que se debe reconocer y dominar a la contratransferencia por tratarse de un
peligro para el análisis, lleva en ocasiones a su pleno desconocimiento y obtura la
posibilidad de leerla. Es lo que Jaime Fernández Miranda (2016) denomina “renegación
freudiana de la contratransferencia”.

Hablamos anteriormente de aquello que Freud denomina “puntos ciegos” del


analista y la necesidad de su análisis. Pero aquí podemos producir un deslizamiento y
abrir la posibilidad de una doble lectura, ya que el adjetivo posesivo “su” nos permite
pensar a la vez en la necesidad del análisis del analista, puesta en primer plano por
Freud en sus trabajos sobre técnica psicoanalítica (su análisis, el del analista), pero
también en la posibilidad de hacer de estos puntos ciegos objeto del análisis (su análisis,
el de los “puntos ciegos”, que por ser tales sólo podría hacerse a posteriori). En este
sentido, ¿podría tener la contratransferencia un lugar diferente al de una resistencia en el
marco del análisis de un paciente? ¿Podríamos hacer de este fenómeno una lectura que
vaya más allá de la posición freudiana al respecto? Estas preguntas son las que estarán
en el corazón de las interrogaciones de los psicoanalistas posfreudianos que retomaron
este tema varias décadas más tarde.

Volvamos al caso del señor P. y aventuremos una hipótesis a partir de lo


expuesto. En este supuesto caso de transferencia de pensamiento, todo lo que Freud
relata tiene que ver fundamentalmente con sus propias asociaciones y sus mociones de
sentimiento respecto de su paciente, sus visitantes y sus discípulos. De una u otra forma,
estas asociaciones remiten a la cuestión de la paternidad, y sabemos también que esto
tenía un papel fundamental en el análisis de P. Pero Freud no interroga a P. respecto de
esto, ni tampoco interroga su posición en la relación transferencial; en la lectura de

73
Freud, él es el padre por quien se despiertan los celos de P. frente a los rivales: Forsyth,
Jones y von Freund. Todas sus asociaciones conducen a confirmar esto. Quizás el
obstáculo de este análisis tenga que ver precisamente con que Freud queda captado en la
relación transferencial: no se hace el padre, sino que es el padre; no interroga a su
paciente respecto de su propia historia, sino que lo remite a la realidad actual y
“objetiva” de la relación con él y sus allegados (los de Freud). Hay aquí algo del exceso
del que habla Rabant. De hecho, Lacan mismo plantea un análisis crítico de estos
impasses freudianos (que también leímos en el caso de Dora y la Joven homosexual), al
decir que

“Sabemos perfectamente que tampoco podemos operar en nuestra posición


de analista como operaba Freud, quien adoptaba en el análisis la posición del
padre. Y esto es lo que nos deja estupefactos de su forma de intervenir. Por
eso no sabemos dónde meternos –porque no hemos aprendido a rearticular a
partir de ahí cuál debe ser nuestra posición, la nuestra” (Lacan, 1960-1961:
332).

De esta forma, se abre la posibilidad de llevar nuestro recorrido más allá de la


afirmación tajante respecto de que a la contratransferencia habría que “reconocerla y
dominarla”, sin más. Para ello, recurriremos a los planteos de los analistas que siguieron
a Freud, aquellos posfreudianos que se dieron un debate sobre el tema, y luego nos
remitiremos a la relectura que Lacan realizó gracias a los conceptos de su propia
elaboración. Pero antes nos detendremos en las consideraciones que al respecto propuso
uno de los discípulos más controvertidos del creador del psicoanálisis: Sándor Ferenczi.
Así, pretendemos replantear la pregunta respecto del lugar de la contratransferencia en
el análisis, interrogándonos acerca de si ésta categoría puede resultar fecunda para
pensar la complejidad de la posición del analista en la cura. En este punto se abre la
pluralidad de reflexiones respecto de esta cuestión, que abordaremos a partir del
siguiente apartado.

74
SÁNDOR FERENCZI. TENSIONES CON EL MAESTRO:

CONTRATRANSFERENCIA, TÉCNICA ACTIVA Y ANÁLISIS MUTUO.

Como afirmamos al iniciar este capítulo, las discusiones sobre la


contratransferencia estuvieron presentes en la relación de Freud con muchos de sus
discípulos. No obstante, fue sin duda Sándor Ferenczi quien pasó a la historia por las
“innovaciones técnicas” que propuso a lo largo de su vida, así como por las
características que se llegaron a conocer de su relación transferencial con Freud, en
tanto analizante y discípulo de éste. Por su parte, Fernández Miranda (2016) sostiene
que es en las tensiones entre ambos que podemos encontrar líneas fecundas para pensar
la formación del analista –cuyo eje es el análisis personal de éste, además de la
formación teórica y la supervisión-, cuestión central y por lo demás íntimamente
vinculada al tema que nos ocupa: la contratransferencia y la posibilidad de pensar su
lugar en la teoría y la clínica psicoanalíticas.

Por todo esto, antes de pasar al abordaje de los autores posfreudianos que
pusieron el tema de la contratransferencia en el centro del debate psicoanalítico,
dedicaremos unas páginas a este autor que poco a poco fue distanciándose de la pluma
de su maestro. En este sentido, resulta muy interesante pesquisar el movimiento
realizado por Ferenczi a lo largo de las décadas dedicadas a la práctica del psicoanálisis.
A fines de la década del 1910 encontramos a un autor relativamente moderado en
relación a sus modificaciones del psicoanálisis “tradicional”, mientras que en la década
de 1930, particularmente en las anotaciones que constituyeron su “diario clínico”,
asistimos a una posición mucho más heterodoxa, e incluso, por momentos, temeraria.

En su presentación ante la Sociedad Psicoanalítica Húngara titulada “Sobre la


técnica del psicoanálisis” (1919), Ferenczi habla de las condiciones necesarias para
poder conducir un psicoanálisis sostenido en la asociación libre del paciente y la
interpretación del analista. A lo largo del texto describe numerosas dificultades
encontradas en su experiencia, detalla las maneras en que les fue dando respuesta y
caracteriza la posición que debe asumir el analista en la cura. En ese contexto, menciona
el caso de una paciente que, en el curso de una sesión, lo atacó repentinamente.
Respecto de esto, el autor afirma que “no es necesario decir que el médico no debe
perder su actitud benevolente aun frente a tales incidentes. Debe señalar una y otra vez
el carácter transferencial de tales acciones, con respecto a las cuales se debe conducir en

75
forma bastante pasiva” (Ferenczi, 1919: 136). A su vez, para situaciones más cotidianas,
como por ejemplo la realización de una pregunta o el pedido de una información
personal del analista, Ferenczi aconseja responder con otra pregunta que apunte a
interrogar las motivaciones del paciente –en última instancia, inconscientes-. Aquí la
“pasividad” se plantea en una relación de oposición con la “terapia activa” propuesta
por este discípulo de Freud, y que describiremos más adelante: se trata, en este punto,
de abstenerse de sugestionar al paciente, aconsejarlo o incluso ordenarle algo.

En esta misma línea, años después, al hablar del manejo de la transferencia,


Ferenczi sostiene la necesidad de que el analista se comporte como el “títere” sobre el
cual el paciente ponga a jugar mociones de sentimiento de todo tipo, absteniéndose de
reaccionar o defenderse de esto (Ferenczi, [1927] 1928: 95). Esto está en consonancia
con sus dichos tempranos acerca de la contratransferencia, ya que sostiene que si el
analista se deja influir por sus afectos esto genera un clima desfavorable para el análisis.

“Sin embargo, puesto que el médico es siempre un ser humano y como tal
propenso a disposiciones de ánimo, simpatías y antipatías así como a
impulsos –sin lo cual no podría tener una comprensión de los conflictos
psíquicos del paciente- tiene que llevar a cabo constantemente una doble
tarea: por un lado debe observar al paciente, escudriñar lo que éste le relata y
hacer una «construcción» de su inconsciente a partir de su conducta y de las
informaciones obtenidas por medio del análisis; por otro lado debe, al mismo
tiempo, controlar constantemente su propia actitud con respecto al paciente y
corregirla cuando sea necesario; esto constituye el dominio de la
contratransferencia (Freud)” (Ferenczi, 1919: 139-140).

Resulta interesante destacar el énfasis puesto por Ferenczi en la comprensión del


analista, un punto que estará muy presente en todos los analistas posfreudianos
dedicados al tema de la contratransferencia. Por otro lado, es interesante que para este
autor las emociones y disposiciones internas del analista sean la condición misma de
esta comprensión: el comprender depende de “sentir con” y “sentir por” el otro. Así, por
ejemplo, Ferenczi plantea que el adormilamiento del analista debe leerse como una
reacción inconsciente ante la vacuidad de las asociaciones del paciente, producto de una
resistencia de éste al análisis (Ferenczi, 1919: 135, n. 2). Heinrich Racker, a cuya
producción teórica nos remitiremos en el próximo capítulo y en quien pueden captarse
algunas resonancias de los postulados de Ferenczi, retoma esto y afina su estatuto al

76
plantear que “Ferenczi se refiere a una respuesta contratransferencial y deduce de ésta
una situación psicológica del analizado” (Racker, 1953: 165).

Pero al mismo tiempo, Ferenczi, todavía cercano a Freud, ordena el dominio de


estas disposiciones, lo cual exige prestarles atención permanentemente, realizar un
“monitoreo” constante. Reconocer la contratransferencia resulta entonces un primer
paso necesario. Ahora bien, el autor también destaca que la resistencia a la
contratransferencia –que genera una rigidez en el analista y amenaza con malograr el
análisis- no equivale a su control. Para lograr esto, y de acuerdo con las prescripciones
de su maestro, Ferenczi sostiene la importancia del análisis personal y de la supervisión,
ésta última dirigida fundamentalmente a analizar y domeñar la contratransferencia.

Respecto de la necesidad del análisis personal, Ferenczi le asigna el lugar de


“regla básica del psicoanálisis”:

“(…) todo el que quiera practicar el análisis debe ser primeramente


analizado él mismo. A partir del establecimiento de dicha regla la
importancia del elemento personal que corresponde al analista ha ido
decayendo cada vez más. Todo aquel que ha sido cabalmente analizado y ha
adquirido un completo conocimiento y control de las inevitables debilidades
y peculiaridades de su propio carácter llegará inevitablemente a las mismas
conclusiones objetivas en la observación y el tratamiento del mismo material
psicológico «crudo» y adoptará, en consecuencia, los mismos métodos
tácticos y técnicos para manejarlo” (Ferenczi, [1927] 1928: 91).

En este contexto, Ferenczi habla del “tacto psicológico” y de la “capacidad de


empatía” (Ferenczi, [1927] 1928: 91), para explicar las evidentes diferencias que sin
embargo existen entre diferentes analistas y en diferentes tratamientos. Ahora bien, no
deja de llamar la atención esta especie de ideal de “depuración” de la subjetividad del
analista planteado como resultado deseable del análisis personal. Consideramos que
estos planteos tan llamativos respecto de la llamada “técnica” no pueden leerse
desarticulados de las circunstancias de quien los sostuvo, esto es, las características de
su experiencia como analizante de Freud.

Ferenczi afirma la necesidad del “control completo en sus actos y en su manera


de hablar, y también en los sentimientos propios que podrían ocasionar complicaciones”
(Ferenczi, 1919: 141), así como la importancia de “una aguda vigilancia de sus

77
reacciones emocionales de toda índole” (Ferenczi, [1927] 1928: 97) pero alerta contra el
riesgo de que, al ir en esa dirección, el analista se termine enajenando de la situación de
análisis. De esta manera, propone para el analista el lugar de “amistoso observador y
consejero” (Ferenczi, 1925: 167), si bien sostiene que no se debe satisfacer el deseo del
paciente de obtener muestras de una contratransferencia positiva. Por otro lado, afirma
que una actitud de maestro o de autoridad resulta muy dañina para el análisis (Ferenczi,
[1927] 1928: 96). No obstante esto, se destaca en sus planteos la permanente
comparación de la relación analista-paciente con la relación padre-hijo22. Frente a estas
aparentes contradicciones, todo parece indicar que Ferenczi quedó capturado en medio
de estas dos concepciones opuestas del lugar del analista. Nuevamente se plantea una
articulación posible entre las propuestas teórico-técnicas de Ferenczi y su posición
como analizante de Freud, lo cual lo fue llevando a las innovaciones que lo alejaron
indefectiblemente de su maestro.

Al abordar el fallido análisis de Ferenczi por parte de Freud, Fernández Miranda


retoma la correspondencia entre éstos, en que Ferenczi reprocha a su analista y maestro
el no haber interpretado su hostilidad transferencial.

“Freud responde con dos argumentos: el primero es que si la hostilidad no


era actualizada no podía ser interpretada, argumento justo pero que niega el
trasfondo de la crítica de Ferenczi, a saber, la excesiva brevedad de su
análisis. El segundo argumento freudiano es que la técnica era aún
demasiado imperfecta en aquel entonces (…) ni siquiera está esbozada la
posibilidad de que algo de la presencia, en sentido fuerte, del analista,
hubiera hecho obstáculo a la escucha” (Fernández Miranda, 2016).

A fin de ponderar esta interpretación, resulta interesante la lectura de un pasaje


de la biografía de Freud escrita por Jones. Luego de unas vacaciones que pasaron juntos
en 1910, Ferenczi escribe a Freud manifestando una acuciante inquietud respecto de los
posibles efectos de su conducta durante el viaje, que le hacían temer un distanciamiento
del maestro. En su respuesta, Freud le dice:

“¿Por qué no lo he reprendido, para abrir el camino a una mutua


comprensión? Es bien cierto que esto fue una debilidad de mi parte. Yo no
soy el superhombre psicoanalítico que usted se ha forjado en su imaginación

22
Ver, por ejemplo: Ferenczi, 1925: 164; [1927] 1928: 100; [1932]1985: 89 y 122.

78
ni he superado la contratransferencia. No he podido tratarlo a usted de tal
modo, como tampoco podría hacerlo con mis tres hijos, porque los quiero
demasiado y me sentiría afligido por ellos” (en Jones, 1955: 94).

Esta posición paterna adoptada por Freud en la transferencia (que Fernández


Miranda articula con una superposición de los lugares del analista y el maestro en el
caso de los análisis de sus discípulos, pero que se vislumbra también en los casos
freudianos que analizamos en el capítulo precedente) dificultó llevar a término la cura
de Ferenczi. Si bien Freud reconoce aquí su contratransferencia respecto de aquel y su
dificultad para no quedar paralizado por ésta, su reconocimiento no fue suficiente para
poder ir más allá de la mera condena de la misma y lograr la superación de este escollo
en dicho análisis.

Por otro lado, es muy interesante leer en esta carta que Freud atribuye su escasa
inclinación a develar sus disposiciones internas a su discípulo a “el hecho traumático”
ligado a su experiencia de (auto)análisis con Fliess (Jones, 1955: 94). Podemos pensar
entonces que allí donde un vínculo transferencial malogrado empujó a Freud a la
reserva y a una posición, en tanto que analista, de “espejo” de los procesos del paciente,
Ferenczi tomó un camino absolutamente opuesto. En este punto, vale citar la reflexión
de Fernández Miranda respecto de la vinculación de la experiencia analítica de Ferenczi
con Freud, con su elaboración teórica:

“¿Cuánto debe la obra de Ferenczi a esta cuestión? Ferenczi devendrá el


principal teórico del analista, haciendo ingresar, por así decir, al analista en
el análisis. Pienso que la contratransferencia –y con ella la complejidad
psíquica del analista- hace su entrada en la teorización psicoanalítica a través
de la elaboración que realiza Ferenczi de la contratransferencia de Freud en
su análisis. La forma en que Ferenczi introduce al analista en la concepción
del análisis está enteramente signada por la difícil confrontación con la
contratransferencia de su analista-maestro” (Fernández Miranda, 2016).

En esta misma línea, Judith Dupont dice, en su Prólogo a la publicación francesa


del diario clínico del autor:

“Ferenczi estima que Freud busca educar a sus pacientes antes de haber
llevado su análisis hasta una profundidad suficiente (…). Cree que Freud es
incapaz de llevar a sus pacientes (y, en primer lugar, a sus discípulos) a

79
independizarse de él; para explicar este hecho, cita la observación de Freud
según la cual, cuando los hijos se hacen adultos, al padre no le resta sino
morir (…) Ferenczi considera que Freud elaboró poco a poco una técnica
demasiado impersonal, pedagógica, que suscitaba una transferencia paterna
demasiado exclusiva” (en Ferenczi, [1932]1985: 28-29).

Toma otro valor, en este contexto, la importancia atribuida por Ferenczi a la


“modestia del analista” (Ferenczi, [1927] 1928: 96), que implica que éste debe
reconocer sus limitaciones y su posibilidad de caer en el error. Afirma que esto, incluso,
debe ser comunicado al paciente en caso de ser necesario: “Todo lo que pide [el
análisis] es confianza en la franqueza y la honestidad del médico, honestidad que no se
ve perjudicada por la franca admisión de posibles errores” (p. 97). Comienza a
vislumbrarse así el papel que este autor dará, en el marco del análisis mutuo, a las
confesiones del analista23.

Ferenczi define entonces la compleja tarea que se impone al analista en la cura:

“Tiene que permitir a las asociaciones libres del paciente que actúen sobre
él; simultáneamente pone en libertad su propia fantasía, para que ésta trabaje
con el material asociado por el paciente; de tanto en tanto compara las
nuevas conexiones que surgen con los resultados anteriores del análisis, y no
debe abandonar, ni por un solo momento, la vigilancia y la crítica necesarias
en relación con sus propios rasgos subjetivos” (Ferenczi, [1927] 1928: 98).

Fernández Miranda ubica aquí la tensión que permite dar su estatuto a la escucha
analítica: “no hay escucha sin la resonancia que la palabra del paciente produce en el
analista pero, al mismo tiempo (…) tampoco hay escucha analítica sin un profundo
reconocimiento de la irreductible e insondable alteridad del analizante” (Fernández
Miranda, 2016). En consonancia con esto, Ferenczi afirma que en su labor en la cura, el
analista “sólo debe guiarse por lo que éste [el paciente] logra con esfuerzo mental”
(Ferenczi, 1919: 141). Esto resulta interesante para poner en tensión con los excesos a
los que llegaron algunos autores posfreudianos que, en la fascinación por sus propios
procesos durante los análisis de sus pacientes, asumieron una posición de simetría e

23
Lacan establece una relación de continuidad entre esta concepción y las ideas de Margaret Little
respecto de la necesidad de trasparencia del analista, que lleva a promover la “confesión” de sus
disposiciones internas al analizante (Lacan, 1962-1963: 156). Abordaremos los planteos de Little en el
capítulo 4 y la crítica de Lacan en el capítulo 6.

80
incluso de confusión de lugares. Pero fundamentalmente nos interesa tensionarlo con las
posiciones posteriores de este mismo autor respecto del “análisis mutuo”.

En 1927, Ferenczi habla del “método de la elasticidad” ([1927] 1928: 102), que
implica “seguir” al paciente, acompañar sus procesos, sin que esto implique la sumisión
del analista a las disposiciones de aquel. En este contexto es que afirma la posibilidad
de apelar a variantes técnicas que faciliten y enriquezcan el trabajo de análisis.

Ahora bien, es por demás de llamativo cómo esta postura de Ferenczi fue
mutando, pasando por la “terapia activa”, hasta lo que él llamó “el análisis mutuo” con
algunos de sus pacientes.

Respecto de la terapéutica activa, también vale decir que Ferenczi ([1920] 1921)
intentó mantenerse cercano a los preceptos freudianos, si bien la técnica en sí misma
consistía en dar órdenes y realizar prohibiciones al paciente para encauzar su conducta,
lo cual está más cercano al período pre-analítico de Freud –en el que no pocas veces
éste recurrió a la sugestión- que al propiamente psicoanalítico. No obstante esto,
Ferenczi no cesó de diferenciar este tipo de sugestión, entendida como un medio para
reactivar el análisis, de la sugestión no psicoanalítica, entendida como fin en sí mismo.
Tal como lo planteaba su creador, esta técnica tenía como meta principal el
cumplimiento de los objetivos del análisis, entendido como exploración de lo
inconsciente, y sólo debía usarse excepcionalmente. De esa manera, la única
circunstancia que justificaba, para Ferenczi, la utilización de la técnica activa, era el
estancamiento del análisis “tradicional”, es decir, el análisis que se sostiene en la
asociación libre y la interpretación. De esta forma, así como Freud utilizaba la metáfora
del cirujano para dar cuenta del quehacer del psicoanalista, Ferenczi utiliza la imagen
del obstetra: aquel que debe acompañar el parto de manera relativamente pasiva, pero
no debe dudar en intervenir activamente, en utilizar los fórceps, si el proceso se ve
perturbado.

Esta postura da un giro en la década de 1930 cuando Ferenczi accede a un


pedido de una de sus pacientes de dejarse analizar por ella como condición de la cura.
En su diario clínico, publicado bajo el título Sin simpatía no hay curación. El diario
clínico de 1932, Ferenczi le da a esto el estatuto de método y da cuenta de su origen, sus
aportes y las dificultades que conlleva: nace así el “análisis mutuo”. Al relatar el caso de
“R.N.”, describe un momento del análisis en que las resistencias de la paciente estaban

81
poniendo seriamente en jaque al tratamiento y sus reiteradas crisis obligaron al analista
a endurecer su posición:

“Me obstiné en afirmar que debía de odiarme por mi maldad hacia ella, lo
que ella negaba decididamente, pero esas negativas muchas veces eran tan
enconadas que dejaban traslucir de todas maneras sentimientos de odio, y
empezó a decir que su análisis nunca progresaría si yo no me decidía a
hacerme analizar por ella mis sentimientos escondidos. Me resistí durante un
año más o menos, pero después me decidí a ese sacrificio” (Ferenczi,
[1932]1985: 149).

Al hablar de esta decisión, Ferenczi reivindica este giro de la técnica,


manifestando que de esta forma el analista podía explicitar cuestiones relativas al
paciente que de otra manera no hubiese podido poner en juego, al mismo tiempo que
colaboraba con aumentar la capacidad de tolerancia del paciente (Ferenczi, [1932]1985:
44-45). La utilización del análisis mutuo viene a llevar al extremo la prescripción de
honestidad y franqueza del analista, así como también viene a aliviar el monto de
tensión que imponía la técnica freudiana, en la concepción de Ferenczi: “Confesión
subjetiva. Esta conversación libre con la paciente procura al analista una suerte de
liberación y redención, comparada con las variedades de actividad adoptadas hasta ese
momento, por así decir exigentes, rígidas” (p. 54).

Es llamativa la decisión de Ferenczi de llevar a la realidad del análisis el pedido


de sus pacientes, ya que por momentos parece comprender la naturaleza transferencial
del mismo: “El querer conocer mis pensamientos más secretos es la repetición del
mismo deseo de la niñez, cuando la paciente se sintió engañada, y aun defraudada por
los adultos” (p. 88). Ferenczi parece olvidar sus planteos de 1919 cuando sostenía la
necesidad de que el analista se abstuviera de responder al paciente en lo real, debiendo
analizar el carácter transferencial de sus planteos y acciones. Lejos de analizar esto,
procede a satisfacer el pedido, desconociendo allí su lugar en la transferencia y la
necesidad de analizarlo en relación a la realidad psíquica del paciente.

Resulta muy interesante la lectura de Judith Dupont respecto de la adopción del


análisis mutuo por parte de Ferenczi, en franca oposición con los consejos de Freud:

“Ferenczi destaca la hipocresía de ciertas actitudes profesionales de los


analistas, su desmentida de los sentimientos contra-transferenciales

82
incómodos o contrarios a su ética, y ve en estas prácticas otros tantos
traumas infligidos a los pacientes, que reavivan aquellos mismos traumas
antiguos que el psicoanálisis debía curar. A esta situación, Ferenczi la vivió
no sólo en su lugar de analista, sino también como analizado y como
miembro del grupo psicoanalítico. Nunca pudo expresar verdaderamente su
hostilidad –directa o transferida- hacia Freud, su analista y maestro
venerado, quien, por lo demás, toleraba muy mal ese género de
manifestaciones por parte de sus adeptos. Por otra parte, le resultaba
imposible aceptar como inmutables las reglas técnicas establecidas
inicialmente, o admitir que se transformara la teoría en dogma” (en Ferenzi,
[1932]1985: 22-23).

Así, continúa la autora más adelante, “en las críticas que sus pacientes le hacen,
reconoce las que él mismo dirige a Freud. Para esos pacientes, se esfuerza en inventar lo
que habría querido que Freud inventara para él” (en Ferenczi, [1932]1985: 31). De esta
forma, podemos pensar que este último enfoque respecto del psicoanálisis fue producto
del intento –desde nuestro punto de vista, fallido- de elaborar los efectos de la posición
de Freud respecto de su contratransferencia: Ferenczi parece haber quedado capturado
en la posición de analizante y desde ahí responde al reclamo de sus pacientes respecto
de dejarse analizar por ellos.

Ferenczi mismo testimonia que Freud, en tanto que maestro, lo alertaba sobre el
hecho de dejarse influir demasiado por sus pacientes (p. 91); pero al mismo tiempo le
recrimina, como analista, el no haber podido llevar a niveles suficientemente profundos
su análisis, dejándolo bajo la necesidad de realizar esto con el “auxilio” de sus pacientes
(p. 109).

Este autor no dejó de percibir las dificultades inherentes al análisis mutuo: de


hecho, terminó afirmando que éste sólo debía ponerse en práctica en casos extremos y
que idealmente el análisis del analista debía llevarse a cabo con un tercero (p. 169).
Aquí se ve claramente como el supuesto valor clínico del análisis mutuo se desdibuja,
dejando paso a su verdadera naturaleza: el lugar de “auxilio” para un analista
insuficientemente analizado. Ferenczi recurrió a esta “técnica”, supuestamente, como un
recurso valioso en el análisis de sus pacientes, pero más esencialmente, se trató de algo
necesario para sí mismo como analista-analizante.

83
La riqueza de la posición de este autor excede los límites de esta tesis. No
obstante, creemos haber podido dar cuenta de su discusión con la postura freudiana
respecto de la contratransferencia, marcando también los matices, los excesos, y aún las
contradicciones internas de su obra –que, por otra parte, tampoco están ausentes en
Freud mismo. Asimismo, encontramos en la idea de la tensión entre la
contratransferencia y el reconocimiento de la alteridad del paciente, que Fernández
Miranda destaca cabalmente en su lectura crítica, una idea fecunda que retomaremos
más adelante, interrogando la posibilidad de resignificarla gracias a un diálogo con las
categorías lacanianas. En este punto, sólo dejamos planteados dos interrogantes: en
primer lugar, ¿reconocer el modo en que la palabra del analizante afecta al analista, dar
un lugar a la contratransferencia en la reflexión clínica, lleva necesariamente a la
simetría, a la confusión de lugares, a una especie de “análisis mutuo” al estilo de
Ferenczi?; y en segundo término, ¿resulta válido limitar la cuestión de la
contratransferencia a la supuesta insuficiencia del análisis personal del analista?

84
SEGUNDA PARTE:

LA CONTRATRANSFERENCIA EN LOS

PSICOANALISTAS POSFREUDIANOS

85
CAPÍTULO 3

LA RUPTURA DEL SILENCIO EN TORNO A LA


CONTRATRANSFERENCIA. LÍNEAS INAUGURALES

LA MULTIVOCIDAD DE UN TÉRMINO PROBLEMÁTICO

En el capítulo anterior hemos visto que Freud, salvo alguna mención aislada en
su correspondencia con sus discípulos, nunca le dio a la contratransferencia otro lugar
que el de un obstáculo que el analista debía discernir y controlar para poder sostener la
escucha del paciente. También hemos visto que no todos sus discípulos concordaban
con esta posición, y esto produjo su alejamiento y malogró el vínculo con el maestro.

Widlöcher comenta, en su historización del devenir de la noción de


contratransferencia luego de la Segunda Guerra Mundial, que esa posición seguía siendo
la mayoritaria a mediados de la década de 1940 y que “el psicoanálisis didáctico era el
medio necesario para evitar este escollo” (Widlöcher, 2011: 94). Vale destacar aquí que
Jacques Lacan, uno de los “maestros” de Widlöcher a la vez que uno de los principales
didactas de aquella época, compartía esta visión (p. 94).

Es hacia fines de esta década y fundamentalmente durante los años ’50 que estas
posiciones fueron sometidas a revisión. Y Widlöcher destaca que “(…) es sobre todo de
Londres que vinieron dos corrientes paralelas que pusieron el acento en el interés de la
implicación afectiva del analista en la comprensión del proceso de la cura y por lo tanto
en el manejo de la escucha interpretativa” (p. 96). Estas dos corrientes fueron las
inauguradas por Donald Winnicott y Paula Heimann. Paralelamente, Heinrich Racker en
Argentina producía un giro similar en la cuestión de la contratransferencia. A partir de
entonces, mucho se ha escrito en la literatura posfreudiana respecto del tema, y cada vez
más comenzaron a aparecer artículos dedicados exclusivamente al desarrollo de este
concepto.

En esta segunda parte de la tesis nos proponemos retomar los aportes de los
psicoanalistas posfreudianos que sirvieron de interlocutores en el marco del abordaje
crítico de Lacan respecto de la contratransferencia. Si bien tienen orígenes diferentes,

86
casi la totalidad de ellos (Donald Winnicott, Paula Heimann, Margaret Little, Roger
Money-Kyrle y Lucy Tower) se caracterizan por haber realizado sus principales
desarrollos en psicoanálisis en el medio analítico anglosajón (en particular en
Inglaterra). La única excepción es Heinrich Racker, quien tras establecerse en la
Argentina en el año 1939 fue un importante exponente de la Asociación Psiconalítica
Argentina. No obstante esto, se observa inequívocamente la influencia de las
teorizaciones de Melanie Klein en su concepción de la transferencia y la
contratransferencia.

Si bien no es objetivo de esta tesis hacer un trabajo pormenorizado sobre los


aportes de estos autores respecto de la cuestión de la contratransferencia (ya que esto
requeriría una investigación del conjunto de la obra de cada uno), consideramos
importante recorrer los planteos centrales de aquellos que fueron retomados por Lacan
en su reconsideración del concepto.

Por otro lado, aunque Melanie Klein no se dedicó a desarrollar esta temática, su
introducción del concepto de “identificación proyectiva”, en el marco de sus
elaboraciones sobre los orígenes y constitución del psiquismo, resulta un eslabón
ineludible para comprender el salto dado por estos autores en la concepción de la
contratransferencia, respecto de la elaboración freudiana24. Claudine Geissmann, en el
marco de su aporte al Diccionario internacional de Psicoanálisis lo plantea de este
modo:

“desde entonces será posible comprender como un paciente puede actuar


sobre el psiquismo del analista proyectando una parte de su propio
psiquismo. La contratransferencia no aparece ya como el conjunto de palos
de ciego del analista, sino como un modo de percepción de aspectos de
comunicación del paciente, sobre todo de la parte más primitiva de la
comunicación, y su elaboración permitirá permanecer en comunicación con
el paciente” (Geissmann, 2002: 301).

24
No abordaremos en el marco de esta tesis los aportes de Melanie Klein realizados al estudio de la
transferencia. Para profundizar en el conocimiento del mecanismo de la identificación proyectiva, el
lector puede remitirse a “Notas sobre algunos mecanismos esquizoides”, en Envidia y gratitud y otros
trabajos. Buenos Aires: Aguilar (2008). Por otro lado, Klein explicita la articulación de sus elaboraciones
sobre el psiquismo infantil con la transferencia analítica en “Los orígenes de la transferencia”, en Revista
uruguaya de Psicoanálisis. Tomo IV, Nº 1, años 1961-62. Montevideo: Asociación psicoanalítica del
Uruguay.

87
Por su parte, Etchegoyen afirma que, para llegar a la posibilidad de elaborar una
teoría de la contratransferencia “era necesario esperar que la técnica progresara lo
suficiente como para que descubriera sus falencias, para que aquella definición
consoladora de que el quehacer psicoanalítico transcurre entre un neurótico y un sano
pudiera ser revisada” (Etchegoyen, 1986: 241). El autor compara el reconocimiento del
papel de la contratransferencia en el análisis con una revolución al interior de la teoría
psicoanalítica que permitió un cambio de paradigma, inspirando su planteo en las ideas
de Kuhn respecto del progreso de la ciencia. En este sentido, afirma que el verdadero
cambio no tuvo que ver con aceptar el carácter ineludible de la contratransferencia en el
análisis, sino en darle el estatuto de un instrumento (importante; necesario;
fundamental; dependiendo del autor de referencia) para la comprensión del paciente.

Por otra parte, en una historización del proceso que llevó al primer plano el
concepto de contratransferencia en los debates psicoanalíticos, Patricia Grieve ubica dos
posibles causas de este interés en el tema:

“aparte del clima de desilusión y cuestionamiento de la autoridad posterior a


la Segunda Guerra Mundial (…), en el interior del movimiento
psicoanalítico conviene destacar la expansión de las fronteras del tratamiento
psicoanalítico para incluir investigaciones acerca del trabajo con pacientes
border-line y psicóticos” (Grieve, 2000: 63).

De esta forma, la autora destaca dos aspectos fundamentales en el avance del concepto
en el seno de la teoría psicoanalítica: la posibilidad de cierto cuestionamiento de la
autoridad, es decir, una posible relectura de Freud respecto de un tema que parecía
aparentemente cerrado (esto se lee muy claramente en la postura de Paula Heimann); y
el avance del psicoanálisis sobre un terreno clínico que no era el de Freud: la psicosis y
los llamados “casos borderline”, que han recibido, con los años, otras múltiples
denominaciones: “estados fronterizos”25, “neurosis que no son de transferencia”26,
“fracasos estables del fantasma”27. Se trata de las presentaciones clínicas que desde hace
varias décadas se describen en la bibliografía psicoanalítica y que ponen en jaque el
25
Denominación utilizada por Jacques André. Ver: André, J. et al. (2000). Los estados fronterizos.
¿Nuevo paradigma para el psicoanálisis? Buenos Aires: Nueva Visión, y André, J. et al. (2002)
Transfert et états limites. Paris: PUF.
26
Denominación planteada por Haydée Heinrich. Ver: Heinrich, H. (1993). Borde<R>s de la neurosis.
Rosario: Homo Sapiens, y Heinrich, H. (1996). Cuando la neurosis no es de transferencia. Rosario:
Homo Sapiens.
27
Denominación acuñada por Silvia Amigo. Ver: Amigo, S. (2005). Clínica de los fracasos del fantasma.
Rosario: Homo Sapiens.

88
dispositivo analítico tradicional: diván – asociación libre – interpretación. Figuras
clínicas que no son perversiones, no pertenecen al campo de las psicosis, pero tampoco
se dejan insertar cómodamente en el campo de las neurosis; pacientes que presentan una
gran fragilidad narcisística y una profunda dependencia respecto de los otros,
sentimientos crónicos de vacío y vínculos sociales marcados por el sufrimiento, entre
otras cuestiones descriptas en la bibliografía de referencia. El impacto de esta
ampliación en la posibilidad de pensar la contratransferencia más allá del planteo
freudiano puede leerse fundamentalmente en la posición de Donald Winnicott y también
de su analizante, la psicoanalista Margaret Little, que abordaremos en el capítulo
siguiente. No trataremos en esta tesis el complejo tema de estos “diagnósticos” y su
articulación con la manera de pensar y articular transferencia y contratransferencia, pero
sí haremos alusiones al mismo al trabajar las propuestas de los dos autores citados.

Ahora bien, esta variedad de autores y referencias ha generado una significativa


extensión del término, llegando a abarcar una multiplicidad de cuestiones diferentes en
lo que respecta a la situación analítica. De esta manera, en esta segunda parte de la tesis
nos proponemos realizar un acercamiento a la letra de los autores seleccionados y a su
manera de conceptualizar la contratransferencia, para luego poder retornar a ellos en el
marco de la relectura lacaniana de la cuestión. Para ello dividiremos este momento en
dos capítulos: este primer capítulo dedicado a aquellos que rompieron el silencio
imperante respecto de la contratransferencia en el medio psicoanalítico, abriendo nuevas
vías de reflexión clínica (Winnicott, Heimann y Racker), y un segundo capítulo
dedicado a los autores que Lacan comenta en sus seminarios sobre “La transferencia”
(en este punto ubicamos a Roger Money-Kyrle) y “La Angustia” (aquí se destacan
Margaret Little y, fundamentalmente, Lucy Tower).

89
DONALD WINNICOTT. LA CONTRATRANSFERENCIA O LA ACTITUD

PROFESIONAL DEL ANALISTA.

Si bien Lacan cita extensamente a Winnicott a lo largo de su enseñanza,


sorprendentemente no hace referencias a sus planteos sobre la contratransferencia
cuando se dedica a comentar críticamente a otros autores dedicados al tema. No
obstante, sí encontramos ecos de los planteos del eminente analista inglés en una autora
extensamente criticada por Lacan: Margaret Little, quien fue su analizante.

En 1960, Donald Winnicott abre su artículo titulado “La contratransferencia”


diciendo: “Creo que a la palabra “contratransferencia” ahora debería restituírsele su uso
original (…) la lectura de los textos técnicos me lleva a pensar que está en peligro de
perder su identidad” (Winnicott, 1960: 207). En este sentido, el autor intenta delimitar
el uso que cree pertinente reservar al concepto en la literatura analítica.

Si bien Winnicott establece diferencias entre los fenómenos


contratransferenciales en el análisis de pacientes neuróticos y en los tratamientos de
pacientes psicóticos o los llamados “casos fronterizos”, consideramos que sus esfuerzos
por devolverle cierta especificidad al término son válidos para nuestra investigación. A
continuación retomaremos los dos artículos del autor que tratan este tema, en los puntos
que significan un aporte a nuestro trabajo.

El artículo titulado “El odio en la contratransferencia” (1947) es la primera


contribución de Winnicott al respecto. Allí, el autor habla principalmente de aquellos
casos complejos (en este artículo se refiere especialmente a la clínica con pacientes
psicóticos) que resultan “molestos” al analista. En este sentido, dice que este tipo de
análisis “se hace imposible a menos que el odio del propio analista sea consciente y bien
delimitado. Esto equivale a decir que el analista debe someterse a análisis él mismo”
(Winnicott, 1947: 263). Winnicott articula aquí la cuestión de la contratransferencia con
el odio y el temor que el analista siente en este tipo de casos, y afirma que “cuanto
mejor sepa esto, menor será la incidencia del odio y el temor en su conducta respecto de
los pacientes” (p. 264).

A continuación establece una clasificación de los fenómenos


contratransferenciales. Dice que nos referimos con este término a:

90
“1. Anormalidad en los sentimientos de contratransferencia, y relaciones e
identificaciones fijas que se hallan bajo represión en el analista.
2. Las identificaciones y tendencias correspondientes a las experiencias
personales del analista y a su desarrollo personal y que aportan el marco
positivo para su labor analítica y que hacen que la índole de su trabajo
difiera del de cualquier otro analista.
3. De estas dos distingo la contratransferencia verdaderamente objetiva o, si
esto resulta difícil, el amor y odio que siente el analista como reacción ante
la personalidad y el comportamiento del paciente, contratransferencia basada
en la observación objetiva” (Winnicott, 1947: 264).

Es decir que para Winnicott hay, en este momento de su teorización, dos tipos de
contratransferencia: una contratransferencia que podríamos llamar “subjetiva”, en la que
resaltan la “anormalidad”, la “fijeza”, el mecanismo de la represión y, por consiguiente,
tiene que ver con el analista como sujeto; y una contratransferencia “objetiva”,
originada y justificada por las características del paciente. Es esta última la que
reivindicará Winnicott como siendo, en ocasiones, importante para un análisis. En este
sentido, establece una diferenciación entre el “odio justificado en el presente” y “el odio
que es solamente justificado en otro marco pero que es incitado por algún acto del
paciente” (Winnicott, 1947: 271), es decir, el odio que se articula con los dos primeros
puntos establecidos por el autor.

Resulta interesante, en este sentido, otra mención al respecto:

“Ante todo, no debe negar un odio que realmente existe en él mismo. El odio
que está justificado en el marco existente debe ser separado y mantenido en
reserva, disponible para una eventual interpretación (…) Una de las
principales tareas de cualquier analista consiste en mantener la objetividad
ante todo lo que le presente el paciente, y un caso especial de esto es la
necesidad del analista de poder odiar objetivamente al paciente” (Winnicott,
1947: 265-6).

Por otro lado, Winnicott enfatiza la importancia de tolerar ese odio sin
expresarlo, sin actuar en consecuencia (esto es un contraste interesante con Little, si
bien ella parece haber vivido, tal como veremos a continuación, otra faceta del trabajo
de su analista).

91
Siguiendo la lectura de Cabral (2009) podemos resaltar esta distinción
establecida por Winnicott: “entre la contratransferencia en sentido estricto (se trata para
él de la contratransferencia neurótica, que opera como obstáculo (…)), y lo que él
denominaba “respuestas del analista”” (Cabral, 2009: 82). El odio justificado y objetivo
del que habla Winnicott entra en esta última categoría, no respondiendo, así, a
identificaciones reprimidas del analista o a su llamada “neurosis residual” (p. 82), sino a
sentimientos motivados por el comportamiento efectivo del paciente.

Finalmente, Winnicott plantea en este escrito que el análisis implica una tensión
para el analista, un grado importante de dificultad, lo cual plantea la necesidad de
abordar esto a fin de “evitar el tipo de terapia que está más adaptado a las necesidades
del terapeuta que a las del paciente” (Winnicott, 1947: 274).

Entonces, hasta este momento, Winnicott reconoce que la contratransferencia


puede o no tener que ver con aspectos neuróticos del analista, y como
contratransferencia objetiva puede resultar útil en la dirección de la cura.

El artículo con el que el autor retoma estas reflexiones, “La contratransferencia”


(1960), establece una nueva diferenciación: distingue el trabajo profesional de la vida
corriente. Así, articula la necesidad del análisis del analista con el reconocimiento de
aquella tensión de la que hablaba en su escrito de 1947: lejos de apuntar a eliminar la
neurosis del analista, su análisis personal apunta a incrementar su capacidad de sostener
esta “relación profesional” (Winnicott, 1960: 210). Esto no significa que el analista se
encuentre en una posición distante, apática, rígida, respecto del paciente; si bien se
habla de una necesaria distancia entre ambos, el autor nos dice que el analista “debe
seguir siendo vulnerable y, sin embargo, no abandonar su rol profesional en sus sesiones
de trabajo reales” (p. 210), se trata de que esté “profesionalmente involucrado” (p. 212).
Así, Winnicott, establece una diferenciación clara entre la persona que es el analista y la
función que cumple, el lugar que ocupa:

“Seguramente lo que el paciente encuentra es la actitud profesional del


analista, y no los hombres y mujeres inconfiables que somos en la vida
privada (…) Deseo dejar establecido que el trabajo del analista es un estado
especial, es decir que su actitud es profesional” (Winnicott, 1960: 211).

De esta forma, la “actitud” del analista designa, en términos de Winnicott, lo que


hace a su función y a cómo debe ejercerla en el marco de la cura. En este nuevo

92
contexto, el autor propone una definición posible de la contratransferencia: esta “puede
designar los rasgos neuróticos que malogran la actitud profesional y perturban el curso
del proceso analítico tal como lo determina el paciente” (Winnicott, 1960: 212). Es
cierto que hay situaciones en las que el vínculo estrictamente profesional es franqueado;
Winnicott las reconoce y habla de las “reacciones” del analista, que muestran al
paciente algo de lo que es como persona. Se trata aquí de rupturas de esa barrera
profesional, incitadas por las características de algunos pacientes (el autor hace
referencia particularmente –aunque no lo plantea como algo excluyente- a los pacientes
psicóticos y los llamados “casos fronterizos”). Winnicott destaca el valor clínico de
estos momentos pero aclara que “una reacción no es contratransferencia” (p. 215).

Uno de estos pacientes fue sin duda la propia Margaret Little, cuyos planteos
respecto de la contratransferencia –claramente influenciados por su experiencia como
analizante- abordaremos en el capítulo siguiente. No obstante esto, aquí resulta
interesante retomar algunos de los pasajes del relato del análisis que realiza Little
respecto de su experiencia con Winnicott, para poder acercarnos, desde su clínica, a
aquello de lo que habla el autor en los artículos que comentamos.

Little afirma que los desarrollos de Winnicott generaron polémica en los medios
psicoanalíticos ya que estos planteos “develan un rostro más humano del psicoanálisis
que aquel que generalmente se muestra”28 (Little, 1985: 106). Al describir los diferentes
períodos del tratamiento, la autora hace referencia al “holding” winnicottiano (la
función de sostén), afirmando que se trataba de un sostén a la vez metafórico –
contención, contacto permanente con los pacientes tanto de manera personal como
telefónica- y literal: su analista le sostenía las manos durante horas, mientras ella se
sentía presa de un estado de terror.

Little comenta que la transferencia con Winnicott fue al principio muy


tormentosa. Relata una sesión en la que, en medio de una crisis, rompió en pedazos un
jarrón de flores, tras lo cual su analista se retiró de la habitación hasta la hora de
finalización. Sólo varios días después volvió a referirse al hecho, explicando a su
paciente que ella había roto un objeto que tenía un valor especial para él. Respecto de
estas manifestaciones, la autora afirma:

28
Para la traducción de las citas de este texto hemos recurrido al diccionario online Larousse
(http://www.larousse.fr/dictionnaires/bilingues).

93
“Él no se defendía de sus propios sentimientos, sino que al contrario
aceptaba su diversidad y a veces los dejaba expresarse. Él era capaz, sin
sensiblería, de sentir sentimientos a propósito de un paciente, con él y por él,
entrando en su experiencia y compartiéndola de tal manera que la emoción
que había sido contenida era liberada” (Little, 1985: 125-126).

Dos ejemplos resultan muy significativos al respecto. El primero remite a una


vez que Little estaba hablando de una pérdida muy significativa para ella cuando era
pequeña, “él derramó unas lágrimas –por mí-, y yo pude llorar como nunca antes y
hacer mi trabajo de duelo” (Little, 1985: 126). En otra sesión, ella hablaba de cómo la
trataban cuando lloraba siendo pequeña: le decían que era molesta, e incluso, en
ocasiones, le aconsejaban que no se preocupara; después de todo, ella moriría pronto.
Frente a estos relatos, la autora manifiesta haber percibido el enojo de Winnicott, a lo
cual siguió la frase: “verdaderamente odio a su madre” (p. 126).

En este caso, vemos a Winnicott franquear esa barrera profesional en momentos


puntuales, particularmente críticos del tratamiento, y utilizar su expresión emocional
como una herramienta más de intervención. La pregunta que surge en este punto es cuán
calculadas eran esas manifestaciones. Respecto de las intervenciones de su analista,
Little agrega:

“No creo que un analista, sea quien sea, pueda siempre ser totalmente
consciente de lo que hace, y por qué lo hace, en ese preciso momento (…), y
no pienso que Winnicott lo haya sido tampoco –él no tenía miedo de
reaccionar o de ser espontáneo pero me explicaba a menudo aquello que
decía o hacía, a veces en ese mismo momento, a veces en una sesión
posterior” (Little, 1985: 150)

Así, pese a traspasar en ciertas circunstancias la barrera profesional por él


prescripta, Winnicott parece intentar circunscribir sus reacciones a los aspectos
manifiestos y actuales de la relación con el paciente, en el afán de que dichas
manifestaciones sólo queden ligadas al analizante y nada tengan que ver con él mismo.

Al finalizar su contribución de 1960, Winnicott se pregunta: “¿No sería mejor en


este punto permitir que el término contratransferencia recobre su significado y designe
lo que esperamos eliminar mediante la selección, el análisis y la formación de los
analistas?” (Winnicott, 1960: 215). Winnicott da lugar así a las reacciones conscientes e

94
inconscientes del analista frente a sus pacientes, y piensa para ellas un empleo posible
en el curso de la cura. No obstante, se mantiene firme en no extender el campo de
significación del concepto de “contratransferencia” hasta abarcar todos los fenómenos
que involucran al analista, advirtiendo que esto sólo generaría confusión.

PAULA HEIMANN: LA CONTRATRANSFERENCIA COMO “INSTRUMENTO DE

INVESTIGACIÓN”

Paula Heimann es considerada una de las pioneras en el movimiento que hizo de


la contratransferencia un concepto central en la teoría y en la reflexión clínica en
psicoanálisis. Al mencionar el aporte de esta autora, Jacques-Alain Miller se refiere a
“ese gesto inaugural de otorgar legitimidad a la contratransferencia, considerando que
no sólo es inevitable sino que además es sumamente útil en la dirección de la cura”
(Miller, 2003: 18). Por otro lado, vale destacar que ella integró, junto con Winnicott,
una mesa redonda sobre el tema organizada por la Sociedad Británica de Psicología, la
cual dio lugar a la publicación del artículo del autor que ya comentamos en el apartado
anterior y uno de los artículos de Heimann que abordaremos en esta sección. De hecho,
los textos de la autora sobre este tema están distanciados por un lapso de 10 años,
siendo el primero una presentación de 1949, publicada un año después, y el segundo, el
artículo contemporáneo al de Winnicott (1959-1960).

En 1949, Paula Heimann presenta una ponencia en la que aborda la cuestión de


la contratransferencia, fundamentando la elección del tema en su preocupación al ver
que muchos analistas consideraban a la contratransferencia eminentemente como una
fuente de dificultades. De esta forma, se plantea realizar una crítica al “ideal del analista
«distanciado»” (Heimann, 1949-1950: 43), el cual atribuye a una interpretación errónea
de los escritos freudianos.

Como punto de partida, la autora plantea una definición propia de la


contratransferencia: nos dice que abarca “todos los sentimientos que «experimenta» el

95
analista hacia su paciente”29 (Heimann, 1949-1950: 44). A su vez, afirma que debe
darse al prefijo “contra” un peso específico, no confundiendo así la contratransferencia
con la transferencia del analista sobre el paciente, que la autora liga a los propios
conflictos del analista, que éste no ha resuelto (Heimann, 1959-1960: 52). En este
punto, Heimann se acerca a concepciones como la de Winnicott, que separaba los
sentimientos “subjetivos” de los “objetivos”, si bien ella ubica a la contratransferencia
en la posición opuesta a su colega, que la circunscribía a las manifestaciones neuróticas
del analista. A partir de esto, sostiene:

“Mi tesis es que la respuesta emocional del analista hacia su paciente dentro
de la situación analítica representa uno de los instrumentos más importantes
para su trabajo. La contratransferencia del analista es un instrumento de
investigación acerca del inconsciente de su paciente” (Heimann, 1949-1950:
44).

Siguiendo con esto, Heimann toma una posición crítica respecto de dos posturas
contrapuestas dentro de la comunidad psicoanalítica de la época: la idea de que el
analista debía comunicar abiertamente al paciente las emociones que experimentaba en
el marco del tratamiento (posición que la autora referencia en las obras de Ferenczi y
Alice Balint, y que encontraremos en Little), y la idea de que el análisis personal del
analista debía servir para eliminar toda emoción en éste en el curso de las curas por él
conducidas (que atribuye a una mala lectura de Freud por parte de sus contemporáneos).
Así, la autora reivindica la importancia del análisis personal pero afirma que éste debe
servir para que el analista pueda sostener (es decir: ni descargar, ni sofocar) los
sentimientos que surjan en él en el marco del trabajo analítico con sus pacientes,
subordinando dichos sentimientos a su labor. Esto es posible porque Heimann considera
que el analista tiene un entendimiento profundo del inconsciente de su paciente a través
de su propio inconsciente, lo cual se manifiesta en forma de sentimientos del analista
hacia el paciente, incluso antes de manifestarse como pensamientos susceptibles de

29
Resultan llamativas las comillas en el término “experimenta”. Indagando otra traducción del artículo
citado (en Revista uruguaya de psicoanálisis, tomo IV, número 1, Montevideo 1961-62, p. 130)
encontramos que se eligió utilizar la palabra “vivencia” para traducir el verbo utilizado en inglés por la
autora: “experience”. No obstante, consideramos que la elección de la palabra “experimentar” para
referirse a los sentimientos resulta más adecuada. Por otro lado, en la versión original Heimann no utiliza
comillas en este verbo. Se puede acceder a una copia parcial del escrito en inglés en:
https://es.scribd.com/doc/60719701/On-Counter-Transference-HEIMANN-Paula.

96
conciencia. Así, la contratransferencia es un instrumento para que el analista pueda
corroborar su comprensión de los procesos psíquicos que tienen lugar en el paciente.

Al mismo tiempo, el análisis personal permite que el analista pueda discernir qué
de lo que siente es “creación del paciente” (Heimann, 1949-1950: 47), es decir,
contratransferencia en el sentido estricto que le atribuye la autora, y qué cuestiones
tienen que ver con su propia neurosis, lo cual conceptualmente estaría ligado, para
Heimann, a la transferencia del analista sobre el paciente. Ahora bien, la “fusión” que se
da entre la transferencia y la contratransferencia en “la experiencia real” (Heimann,
1959-1960: 56) hace que no sea tan fácil discernir una cosa de la otra. Por ello,
Heimann advierte sobre los riesgos a que pueden llevar sus planteos, y exhorta a los
analistas a sostener, más allá del análisis personal, un estado de auto-análisis continuo
(p. 55).

Los sentimientos experimentados por el analista frente a su paciente tienen,


entonces, el estatuto de una fuente de conocimiento para el primero, lo cual no significa,
para la autora, que el paciente deba estar anoticiado de la experiencia emocional de su
analista. Tal como lo retoma Safouan, para esta autora

“(…) el analista, sin dar libre curso a sus sentimientos, tampoco debe
tenerles miedo; por el contrario, debe saber instrumentarlos como una clave
que le permita comprender el inconsciente de su paciente, puesto que son los
signos precursores de su comunicación “profunda” con este” (Safouan,
1988: 113).

A su vez, Heimann también se separa de las posturas que atribuyeron tanta


importancia a los procesos del analista en la dirección de la cura que diluyeron la
centralidad de la escucha del paciente30: la autora ubica a la contratransferencia como
“una fuente más de insight acerca de los conflictos y defensas inconscientes del
paciente” (Heimann, 1949-1950: 48) y no la única ni la más importante.

Así, la autora plantea lo que considera una lectura más fiel de la letra freudiana:

“Bajo mi punto de vista, la exigencia que hace Freud de que el analista


«reconozca y controle» su contratransferencia, no lleva a la conclusión de
que la contratransferencia es un factor molesto, y que el analista debe

30
Cabral (2009: 66 y sigs.) aborda esta cuestión y la trabaja especialmente respecto de la obra de Racker
que comentaremos más adelante.

97
volverse insensible y distante, sino que debe usar su respuesta emocional
como clave al inconsciente del paciente” (Heimann, 1949-1950: 47-8).

Heimann reafirma la actualidad de la prescripción freudiana, pero no queda en la


simple advertencia de reconocer y sofrenar la contratransferencia: si el analista no debe
bajo ningún punto de vista caer en la confesión abierta al paciente, esto no significa que
deba sofocar los sentimientos que experimenta; se trata de darles “un propósito útil”
(Heimann, 1959-1960: 60) como una herramienta válida de orientación y comprensión
respecto de los complejos inconscientes del paciente.

La autora lleva incluso más lejos el valor de la contratransferencia como


“instrumento de investigación” al asignarle un lugar en uno de los gestos inaugurales
del psicoanálisis: el apartamiento del método catártico y la postulación de la represión
como mecanismo psíquico fundamental de la neurosis. Heimann ubica a la
contratransferencia de Freud como la fuente de las intelecciones que lo llevaron a la
elaboración teórica que se constituyó como uno de los pilares fundamentales del
psicoanálisis. Citaremos a la autora in extenso a fin de reflejar su posición en este punto:

“La técnica psicoanalítica nació cuando Freud, al abandonar la hipnosis,


descubrió la resistencia y la represión. Bajo mi punto de vista, la utilización
de la contratransferencia como instrumento de investigación se puede
observar en sus descripciones de su método para llegar a descubrimientos
fundamentales. Cuando intentó aclarar los recuerdos olvidados del paciente
histérico, pensaba que una fuerza del paciente se oponía a sus intentos, y que
tenía que vencer esta resistencia con su propio trabajo psíquico. Llegó a la
conclusión de que esta era la misma fuerza responsable de la represión de los
recuerdos cruciales y de la formación de síntomas histéricos.

El proceso inconsciente en la amnesia histérica puede por tanto definirse por


su doble faceta: una se vuelve hacia fuera y la vive el analista como
resistencia, mientras que la otra trabaja intrapsíquicamente como represión.

Mientras que en el caso de la represión la contratransferencia se caracteriza


por la sensación de una cantidad de energía, una fuerza opuesta, otros
mecanismos de defensa despertarán otras cualidades en la respuesta del
analista” (Heimann, 1949-1950: 48).

Así, para la autora, la cualidad de la contratransferencia permite tener una pauta


acerca de los procesos psíquicos que están en juego en el paciente, incluso permitiendo
98
el discernimiento de los mecanismos de defensa en funcionamiento. De esta manera, en
los planteos de Heimann, la contratransferencia tiene un lugar fundamental en la lectura
misma del caso, en el diagnóstico de los procesos en juego y en la posibilidad del
analista de “conectarse”, más allá de su saber consciente, con lo que le ocurre al
paciente.

HEINRICH RACKER. LA CONTRATRANSFERENCIA TOTAL, ENTRE

OBSTÁCULO Y VALIOSO INSTRUMENTO EN LA CONDUCCIÓN DE LA CURA

Como dijimos anteriormente, el interés de comentar aquí los aportes de Racker


radica en dar lugar a un autor que no sólo fue una referencia para otros psicoanalistas
posfreudianos en la cuestión de la contratransferencia, sino que es un importante
exponente de la teorización argentina al respecto. En el decir de los autores de León y
Bernardi, Racker ocupó un “papel pionero (…) en el giro que se produjo en la mitad del
siglo XX en el concepto de contratransferencia” (de León y Bernardi, 2000: 55).

En 1960, Heinrich Racker publica una compilación de estudios sobre técnica


analítica que tienen como eje el abordaje de la transferencia y, tal como la concibe el
autor, la contraparte y complemento de ésta: la contratransferencia. Asimismo, explicita
su sorpresa frente al hecho de que, mientras la comunidad analítica publicó numerosos y
agudos trabajos sobre la primera, la investigación de la segunda quedó muy relegada
entre la introducción del concepto por parte de Freud y el momento en que él comienza
a estudiar el tema, durante la década del ’40 31.

La posición de Racker y el papel otorgado a la contratransferencia debe


comprenderse, como punto de partida, en el marco de su concepción de la situación
analítica. El autor concibe que el objetivo principal de la técnica analítica es que el
analizante se conozca a sí mismo, lo cual es posible a partir de hacer consciente lo
inconsciente, tarea principal del analista. Por otro lado, enfatiza la igualdad entre

31
No nos detendremos en este capítulo en los conceptos específicos que Racker introdujo respecto de la
contratransferencia (contratransferencia concordante, complementaria, directa, indirecta, entre otras
consideraciones originales respecto del tema). El lector puede remitirse a la bibliografía citada para
profundizar en los aportes de Racker al psicoanálisis. A los fines de esta tesis, el eje estará puesto en las
consideraciones generales del autor respecto del concepto que es objeto de esta investigación.

99
analizante y analista, al oponerse a la idea de que el análisis consiste en una cuestión
que se da entre una persona enferma y una persona sana.

“La realidad es que es un asunto entre dos personalidades cuyo yo está


presionado por el ello, por el super-yo y el mundo externo, cada uno con sus
dependencias internas y externas, angustias y defensas patológicas, cada uno
también un niño con sus padres internos, y respondiendo toda esta
personalidad tanto del analizado como del analista a cada uno de los
acontecimientos de la situación analítica” (Racker, 1953: 159).

De acuerdo a la lectura de Cabral (2009: 68-69), este planteo tiene como


principal objetivo brindar un argumento que valide su crítica a la idea del analista espejo
o analista impersonal, al tiempo que sustente su concepción de que la subjetividad del
analista tiene un lugar ineludible como instrumento en la conducción de la cura.

A lo largo de sus sucesivos artículos, Racker intenta dar una definición de la


contratransferencia, comenzando por una delimitación general: se trata de “la posición
básica del analista frente al analizado” (Racker, 1958: 68). Asimismo, rápidamente
ubica la utilidad de la misma al sostener que la contratransferencia entendida como la
respuesta interna total del analista es una clave esencial para la comprensión de los
procesos psíquicos del paciente. Su valor instrumental llega, en la concepción del autor,
mucho más allá de cuestiones generales: Racker la plantea “como instrumento para la
comprensión de lo que sucede en el analizado, tanto de sus contenidos y mecanismos
específicos como de las intensidades de su situación psicológica, especialmente
transferencial” (Racker, 1953: 156). Al mismo tiempo, la contratransferencia puede dar
también la clave de qué debe ser interpretado y en qué momento del tratamiento. De
esta forma, la contratransferencia incluye no solamente las “posiciones
contratransferenciales” (reacciones, vivencias, sensaciones de cierta intensidad) sino
también las “ocurrencias” respecto del paciente que el analista tiene en el curso del
tratamiento (p. 171). Esto implica, entonces, que el analista debe comenzar a extender el
alcance de su atención, antes exclusivamente dirigida a las asociaciones del analizante,
para alcanzar sus propias vivencias y sensaciones.

No obstante esto, el autor es muy claro respecto de la importancia de no hacer de


la contratransferencia una especie de oráculo. Nos parece interesante articular esta
aclaración con la pregunta de Cabral (2009: 66-67) respecto de cierto “punto de exceso”

100
de Racker en su concepción de la contratransferencia, al oscilar entre considerarla una
guía importante del analista y tomarla como la guía en el trabajo de éste. Este
deslizamiento amenaza con poner al analista (y los procesos acontecidos en éste) en
primer plano, en desmedro de las asociaciones del analizante. Ahora bien, aunque en
varios de los ejemplos clínicos que Racker va presentando para sustentar sus tesis las
asociaciones del analizante parecen venir al lugar de meras confirmaciones de las
hipótesis construidas a partir del análisis de su contratransferencia, no parece poder
imputarse al autor el dejar de lado la importancia del material aportado por el paciente.
Por el contrario, sí puede leerse en él, quizás como consecuencia de este “igualitarismo”
sostenido en la situación analítica, una confusión entre analizante y analista, que hace
perder de vista la especificidad de la función analista y del lugar del analizante. Esto se
lee claramente en la expresión utilizada por Racker para fundamentar la concordancia
entre los contenidos de la transferencia y la contratransferencia: habla de una “simbiosis
psicológica entre las dos personalidades” (Racker, 1953: 170), la del analizante y la del
analista.

En esta misma línea encontramos otros paralelos que Racker plantea entre la
transferencia y la contratransferencia, como contracara y correlato de aquella: por
ejemplo, el autor habla de una “contratransferencia positiva” como base de la
comprensión del analista de la psiquis del analizante, y de una “contratransferencia
negativa o sexual” como un escollo que dificulta esa comprensión y obliga al analista a
hacerla consciente y disolverla32 (Racker, 1958: 72). Racker afirma que no estamos,
respecto de los analistas, frente a personas “sanas” y sostiene, siguiendo a Freud, que el
análisis (incluye aquí el llamado “análisis didáctico”) es una empresa interminable que
no implica la curación total de la neurosis ni la desaparición del Inconsciente: “tampoco
está libre el analista de neurosis” (Racker, 1948: 128). En ese contexto, Racker
introduce la idea de que una “neurosis de contratransferencia”, análoga a la neurosis de
transferencia que se desarrolla en el paciente en el curso del análisis, se despliega en el
analista, si bien esto ocurre con menos intensidad que en el caso del analizante.
Entonces, en paralelo a la transferencia y la neurosis de transferencia, el “conjunto de
imágenes, sentimientos e impulsos del analista hacia el analizado, en cuanto son
determinados por su pasado, es llamado contratransferencia, y su expresión patológica
podría ser denominada neurosis de contratransferencia” (Racker, 1948: 129).
32
Nótese el paralelo con las categorías propuestas por Freud en “Sobre la dinámica de la transferencia”
(1912).

101
Así, el analista no está exento de perder el rumbo y de desarrollar procesos
patológicos en el curso de las curas por él dirigidas, pero Racker sostiene que la
posibilidad de reconocer estos procesos y dominarlos resulta utilizable para reconocer y
analizar la transferencia del paciente.

“Así, pues, como la transferencia negativa y sexual y la neurosis de


transferencia no son sólo “resistencia” sino que traen de vuelta las
situaciones infantiles más importantes, convirtiéndose por lo tanto en el
tópico principal del análisis, así también la contratransferencia negativa y
sexual y la “neurosis de contratransferencia” no son sólo “contrarresistencia”
sino que se convierten –en cuanto son respuesta a los procesos
transferenciales- en un instrumento importante para la comprensión de las
relaciones de objeto básicas del analizado” (Racker, 1958: 73).

Para que este objetivo sea posible, Racker insiste en que el análisis didáctico no
es suficiente, sino que es necesario que el analista conserve, como consecuencia de éste,
la aptitud para observarse y analizarse a sí mismo continuamente. Además, el analista
debe, como producto de esto, llegar a conocer su “‘ecuación personal’, es decir, su
disposición personal a cometer errores específicos, provenientes de su propia neurosis”
(Racker, 1948: 151). Safouan retoma esta cuestión cuando plantea que la especificidad
del analista, en las elaboraciones de Racker, consiste “en una especie de división interna
que permite al analista hacer de sí mismo (de su contratransferencia y de su
subjetividad) el objeto de una observación y de un análisis continuo” (Safouan, 1988:
125). Para Racker, hacer conscientes sus reacciones contratransferenciales le permite al
analista captar e interpretar las situaciones transferenciales del paciente, en lugar de
actuar la contratransferencia y ser dominado por ésta.

En esta línea argumentativa, el autor da su propia definición de la objetividad del


analista. En este punto se opone a ambos extremos: el ideal del analista impasible y el
analista que se hunde en sus propias reacciones y sentimientos. Se plantea así que la
objetividad analítica se refiere a la posición que el analista toma respecto de su
subjetividad: se trata de ese desdoblamiento que describe Safouan y que permite la
observación y análisis continuos que prescribe Racker.

Por otro lado, el autor sostiene que “cualquiera que sea la vivencia del analista,
sus reacciones siempre están en relación con los procesos del analizado” (Racker, 1953:
199-200). Esto significa que, aunque se trate de cuestiones ligadas a la propia neurosis
102
del analista, el hecho de que surjan con ese paciente en particular y en ese momento del
análisis en particular, aporta elementos para comprender e interpretar la situación del
analizante.

Racker es tajante al respecto: la contratransferencia existe en todos los análisis y


se manifiesta siempre. A su vez, sostiene la complementariedad entre la transferencia y
la contratransferencia, lo cual implica que así como el origen y las características de una
impactan en el surgimiento y configuración de la otra, así también el silenciamiento de
la contratransferencia dificulta el pleno despliegue de la transferencia del paciente.

Finalmente, para este autor, sostener la utilidad de la contratransferencia para


comprender los procesos del analizante (cercano en este punto a Heimann), no implica
avalar las comunicaciones del analista respecto de la misma al paciente (alejándose, al
igual que su contemporánea, de posturas como las de Little). Si bien admite que pueden
existir excepciones, se pronuncia en contra de las “confesiones” del analista y las
interpretaciones que dan a ver cuestiones personales de éste. De hecho, cuando el
analista se encuentra desbordado por la contratransferencia, Racker (1958: 76) aconseja
guardar silencio hasta estar en condiciones de analizar lo sucedido y poder elaborar una
interpretación que implique exclusivamente al analizante.

103
CAPÍTULO 4

LA CONTRATRANSFERENCIA EN EL CENTRO DEL DEBATE

A partir de las líneas de argumentación abiertas por los autores trabajados en el


capítulo precedente (Winnicott, Heimann y Racker), la contratransferencia pasó a ser un
concepto central en la reflexión clínica psicoanalítica. Tal como ocurrió con las líneas
inaugurales, las posiciones no fueron homogéneas al respecto, lo cual dio a dicha noción
un alcance y una diversidad de sentidos imposibles de aprehender en una definición.
Reconociendo dicha heterogeneidad, en este capítulo retomaremos sólo aquellos autores
que fueron objeto explícito del comentario crítico de Lacan entre 1960 y 1963: Roger
Money-Kyrle, Margaret Little y Lucy Tower.

ROGER MONEY-KYRLE. LA CONTRATRANSFERENCIA, CLAVE PARA LA

COMPRENSIÓN DEL PACIENTE

Los aportes de Roger Money-Kyrle, son abordados críticamente por Lacan en el


curso de su seminario sobre “La transferencia” (1960-1961). Si bien nos centraremos en
la relectura lacaniana de este autor en la siguiente parte de la tesis, en este punto
realizaremos una reseña del artículo de Money-Kyrle titulado “Contratransferencia
normal y algunas de sus desviaciones” (1956).

En este escrito, el autor se sitúa cercano a la postura de Paula Heimann, quien


encontraba en la contratransferencia un valioso instrumento de investigación. Money-
Kyrle, por su parte, afirma que la contratransferencia puede ser de utilidad en el marco
de una cura analítica porque, al tener sus causas y sus efectos en el paciente, su análisis
sirve para enriquecer el proceso de la cura.

Para comenzar su desarrollo, el autor se refiere a la actitud del analista, tal como
la formuló Freud. Retoma la idea de “actitud benevolente” del analista, y le da su propio
sentido a la expresión freudiana:

“Para mí, presupone que el analista debe ocuparse del bienestar de su


paciente, sin sentirse emocionalmente involucrado en los conflictos que éste

104
plantee. Esto presupone también, según pienso, que el analista, en virtud de
su comprensión del determinismo psíquico, tiene un cierto grado de
tolerancia, que es lo opuesto a una actitud de condenación” (Money-Kyrle,
1956: 151).

En este punto el autor se aleja de la posición de Heimann, quien critica la idea de


que “un buen analista no siente otra cosa que una benevolencia uniforme y vaga hacia
sus pacientes” (Heimann, 1949: 43), y la atribuye a una mala lectura de los escritos
freudianos.

Ahora bien, la potencial utilidad que Money-Kyrle reconoce a la


contratransferencia no implica que no comporte riesgos para el proceso de análisis. En
este sentido, el autor afirma que el “equipo para operar” del analista incluye “el
conocimiento teórico del inconsciente y de las adquisiciones personales, logradas en su
propio análisis” (Money-Kyrle, 1956: 161), que el analista puede aplicar en su trabajo
con el paciente mediante la interpretación, gracias a un proceso de identificación con
éste que, sin enquistarse, permite comprender lo que le ocurre sin dejar de objetivarlo,
de discriminar lo propio del analista de lo propio del analizante.

Siguiendo con esto, el autor habla de “contratransferencia normal” e indica que


ésta puede verse perturbada en circunstancias particulares. Ubica dentro de la
“normalidad” la existencia de “satisfacciones reparatorias” y de cierta “disposición
paternal” del analista (Money-Kyrle, 1956: 151), lo cual permite la “empatía” hacia el
paciente (que tiene como base una identificación parcial con éste) que permite
comprenderlo, más allá del conocimiento teórico de quien dirige la cura. Etchegoyen, al
retomar los planteos del autor, explica la lógica de Money-Kyrle al recordar que “como
la transferencia consiste en reactivar conflictos infantiles, la condición que más
conviene a la contratransferencia es la parental” (Etchegoyen, 1986: 252).

En este punto resulta interesante destacar que el autor ubica en el centro de su


teorización la cuestión de la comprensión de lo que le ocurre al paciente. De esta forma,
cuando el análisis se desarrolla sin tropiezos, el analista comprende a su paciente y logra
formular interpretaciones. De esta forma:

“Mientras el paciente recibe interpretaciones efectivas, éstas le ayudan a


responder con nuevas asociaciones que también serán comprendidas.
Mientras el analista las comprenda, esta relación satisfactoria que yo llamo

105
“normal” persiste. En particular, los sentimientos contratransferenciales del
analista estarán determinados por la empatía con el paciente en la cual se
basa su “insight”.” (Money-Kyrle, 1956: 152).

Por el contrario, cuando el análisis se detiene, cuando la posibilidad de


comprensión se encuentra impedida, se siente una tensión tanto en el analista como en
el analizante. El autor plantea que la comprensión del analista falla cuando el analizante
trae al análisis un material que está cercano a cuestiones que el analista todavía no ha
aprendido a comprender en sí mismo. Sumado a esto, esta falta de comprensión genera
ansiedad, lo cual dificulta aún más la posibilidad de comprender. “Es al surgimiento de
este círculo vicioso al que yo me inclino a atribuir las desviaciones de los sentimientos
contratransferenciales normales” (Money-Kyrle, 1956: 154).

En este marco, resulta interesante destacar, en contraposición con posturas como


las de Little (que veremos a continuación), que el autor hace permanentemente
referencia al manejo “silencioso” o al “silencioso autoanálisis” de las perturbaciones
emocionales que puedan darse en el analista (pp. 154 y 158), como requisito previo para
poder comprender (una vez más, el término es central) qué aportó el paciente para
generar esta situación, qué efectos tiene sobre él y cómo se debe responder frente a esto.

Así, Money-Kyrle aporta una definición del concepto: ve a la


contratransferencia, en un sentido estrecho, como el “exceso de sentimientos positivos o
negativos” del analista (p. 159), y a su vez, la concibe como “el resultado indirecto de
frustraciones originadas por la perturbación no comprendida de un paciente, y por la
imposibilidad de dar interpretaciones efectivas” (p. 159), lo cual está ligado a la
severidad del superyó del analista.

En todos los casos, para el autor resulta fundamental percibirla y, luego de un


proceso de elaboración que pueda discriminar lo que corresponde a los complejos del
propio analista y lo que corresponde al paciente mismo, realizar una interpretación que
permita relanzar la situación de comprensión efectiva del analizante.

Para finalizar, Money-Kyrle afirma que los momentos en que los sentimientos
del analista se encuentran perturbados son ineludibles y “es precisamente en ellos que el
analista, analizando silenciosamente sus propias reacciones, puede aumentar su
“insight”, disminuir sus dificultades, y aprender más acerca de su paciente” (p. 163).
Volvemos así a la idea del autor de que la contratransferencia tiene no sólo efectos, sino

106
también sus causas en el paciente. Esto lleva a la importancia de poder vislumbrar de
qué manera el paciente contribuyó a crear el conflicto presente en el analista, como
requisito para la instrumentación adecuada de los fenómenos contratransferenciales a
los fines de la comprensión del psiquismo del paciente.

MARGARET LITTLE. ¿DEL “ANALISTA ESPEJO” A LAS CONFESIONES DEL

ANALISTA?

En este apartado nos basaremos en dos artículos fundamentales que Margaret


Little dedicó a la cuestión de la contratransferencia: “Contratransferencia y respuesta
del paciente” (1951) y “‘R’ – La respuesta total del analista a las necesidades de su
paciente” (1957).

Little comienza el primero de los artículos con un relato clínico. Se refiere a “el
analista” de manera impersonal, inespecífica, pero tratándose de la contratransferencia
como tema central, somos llevados a pensar que se trata de una cura conducida por la
autora o de un caso que ella ha supervisado.

El relato clínico menciona a un hombre que acaba de perder a su madre y que


tiene que llevar adelante una conferencia en la radio, la cual aborda una temática que al
analista le interesa. Por su estado pesaroso, el paciente no se siente dispuesto a sostener
su compromiso con la radio, pero, dice la autora, no puede cancelarlo. Luego de la
emisión, el paciente acude a la sesión muy angustiado y en un estado de confusión. El
analista interpreta entonces este sufrimiento en el marco de la relación transferencial: lo
lee como expresión del temor a que el analista sienta envidia de su éxito y quiera
arrebatárselo. Frente a esto, el paciente asiente y el malestar cede. Sólo tiempo después
puede el paciente darse cuenta de que aquella angustia se debía a la pérdida de su madre
y al hecho de que ella no había podido ser testigo de su éxito. Little afirma que la razón
del asentimiento del paciente remite a que la interpretación era correcta, pero para el
analista mismo, no para el paciente; y atribuye este error a la contratransferencia. Una
frase de este relato resulta llamativa, por su ambigüedad: “En lugar de procurarse los
medios para poder hacer el duelo por su madre (anulando la emisión), se sintió

107
conducido a negar esta muerte de manera casi “maníaca”” (Little, 1951). No queda
claro por qué el paciente no pospuso la conferencia ni qué factor lo hizo sentir
“conducido” a negar la muerte de su madre. Esto sólo se esclarece cuando podemos
develar de quiénes se trata en este relato clínico.

La misma autora confiesa, más de treinta años después, que se trata de un relato
“disfrazado” de su propio análisis con Ella Freeman Sharpe (Little, 1985: 118). Su
padre acababa de morir, lo cual generó una profunda crisis en su familia, y ella debía
presentar el trabajo que le permitiría convertirse en miembro titular de la Sociedad
Británica de Psicoanálisis (allí se esclarece que no se trataba sólo de un tema que a su
analista le despertaba interés; Ella Freeman Sharpe había incentivado la iniciativa de
Little de devenir analista, y en ese momento se trataba de formalizar su pertenencia a la
institución a la cual su analista también pertenecía). Little cuenta que ella quería
posponer la fecha de la presentación, pero fue su analista quien le insistió para que no lo
hiciera. La autora cuenta que fue incapaz de enfrentarla, si bien sentía que esto interfería
en su trabajo de duelo. Respecto de las sesiones posteriores, Little comenta que Sharpe
manifestó estar contenta por su éxito en la presentación, le presentó sus condolencias
por la muerte de su padre, y nunca volvieron a tocar el tema. “El análisis se continuó
como si nada hubiese pasado por fuera de la lectura de mi conferencia” (Little, 1985:
118). Respecto de esta última, Sharpe interpretó su reticencia a presentarla dentro del
contexto de la transferencia: culpa y envidia de la capacidad de la analista, miedo al
castigo si osaba imponerse o desafiarla, y transferencia de la culpa y envidia que la
paciente sentía por las relaciones sexuales de sus padres y su creatividad. Little
manifiesta haber pensado en aquel momento que, si bien la envidia existía, no le pareció
lo esencial en aquel momento. Además, manifiesta haber sido impedida de elaborar esta
y otras pérdidas de seres queridos, toda vez que, frente a un fallecimiento, su analista
enmarcó todas las interpretaciones en la relación transferencial con ella.

Así, podemos ver que Little vio en la contratransferencia un factor fundamental


que motivó los impasses de su propio análisis con Ella Sharpe, y profundizó su grave
estado psíquico. Esto también explica el lugar que tuvo en su vida y en su teorización la
posición de Winnicott respecto de la transferencia y la contratransferencia. Resulta muy
significativo su relato del análisis que realizó posteriormente con él (que ya
comentamos, en parte, en el apartado dedicado a este autor), y su manera de destacar las
intervenciones de su analista casi al modo de un homenaje. Consideramos que es en la

108
tensión entre estos dos análisis que pueden entenderse las consideraciones de la autora
respecto de este tema: fundamentalmente, su insistencia en la comunicación de la
contratransferencia al paciente y en el derecho de éste de conocer dichos procesos
internos de su analista, y su descripción de “la respuesta total del analista”.

Tal como dijimos anteriormente, Little (1985: 145) destaca el carácter “humano”
del psicoanálisis de Winnicott, e incluso agrega que “ser humano” era lo primordial en
la dirección de esa cura (la suya), lo cual resuena con su afirmación de que ser analista y
ser “persona” no deben ser cosas disyuntas (si bien Winnicott no superponía ambas
cuestiones, como hemos explicitado). La autora también destaca el concepto
winnicottiano de “holding” (ya mencionado en el apartado dedicado a este autor) y
afirma que “el holding, que era siempre tenido en cuenta, significaba asumir toda la
responsabilidad, darle al paciente toda la fuerza del Yo que no podía encontrar en él
mismo, y retirarla a medida que el paciente estaba en condiciones de procurársela”
(Little, 1985: 124). Resulta interesante la resonancia con sus postulados respecto de que
“para la totalidad de las necesidades de su paciente [el analista] tiene una respuesta de
responsabilidad de un cien por ciento” (Little, 1957). Ahora bien, también fue Winnicott
quien introdujo para ella la cuestión de los límites de los que también habla en su
artículo: “a pesar de todo, él me explicaba claramente que no era cuestión de que él se
sacrificara totalmente. Si él no se daba a sí mismo la suficiente importancia, si no
satisfacía sus propias necesidades, corporales y emocionales, no podría ser útil para
nadie, incluido él mismo” (Little, 1985: 146).

Vemos así que las elaboraciones teóricas de la autora sobre la


33
contratransferencia fueron, por decirlo de algún modo, construidas “en transferencia” .
Mientras, por ejemplo, Winnicott y Heimann explicitan que su interés por el tema
surgió de su experiencia como analistas y supervisores, Little abre su primer trabajo con
un relato (aunque disfrazado) de su propio análisis. Quizás por ello la autora lleva las
cosas mucho más lejos que sus contemporáneos en algunos puntos clave de su
articulación conceptual34.

33
Esto recuerda a la lectura de Judith Dupont respecto de la posición de Ferenczi, como analizante de
Freud, al desarrollar la innovación técnica del análisis mutuo. Ver página 83.
34
En esta misma línea de argumentación se encuentra la interpretación de Leff de un lapsus cometido por
Lacan en su seminario “Los escritos técnicos de Freud” (1953-1954). En la lección del 07/01/1954, Lacan
plantea a sus oyentes que discutirá un texto sobre la contratransferencia de autoría de Annie Reich,
cuando en verdad se trata del primer artículo comentado en este apartado, de autoría de Little. Leff
destaca que la concepción de cada una de estas autoras respecto de la contratransferencia es opuesta a la

109
Volviendo al texto de 1951, Little hace referencia a la opinión generalizada de
aquella época respecto de que la contratransferencia era tan importante como
potencialmente peligrosa, lo cual venía de la mano de una fuerte advertencia a los
psicoanalistas sobre la importancia del análisis personal. A su vez, destaca la
multivocidad del término, lo cual la lleva a establecer cuatro puntos que explicitan los
significados que suele darse a esta noción:

“a. La actitud inconsciente del analista hacia su paciente.


b. Los elementos reprimidos no analizados del propio analista que coloca
sobre el paciente de forma idéntica a la forma en que el paciente "transfiere"
sobre su analista los afectos sentidos hacia sus padres o los objetos de su
infancia: el analista considera a su paciente (momentáneamente y de manera
variable) como consideraba a sus propios padres.
c. Cualquier actitud o mecanismo específico mediante el cual el analista
llega a conocer la transferencia de su paciente.
d. La totalidad de las actitudes y comportamientos del analista hacia su
paciente, conllevando esto todas las actitudes conscientes e inconscientes”
(Little, 1951).

de la otra. Reich, contrariamente a Little, afirma que el analista debe sostener una posición neutral, no
responder a la emoción del paciente, para que la transferencia sea posible. La contratransferencia, para
esta autora, está ligada a los sentimientos inconscientes del analista, a la transferencia del analista sobre el
paciente (equivalente a la transferencia del paciente sobre él), y también “abarca los efectos de las propias
necesidades y conflictos inconscientes del analista sobre su comprensión y su técnica” (Reich, 1951). En
esta línea, la autora es categórica respecto del estatuto de la contratransferencia en el análisis: “casi todos
los fenómenos mencionados interferirán en la habilidad del analista para entender, responder, manejar al
paciente, interpretar adecuadamente” (Reich, 1951). Así, la contratransferencia se liga a la neurosis del
analista, y su forma más frecuente está ligada a una identificación del analista con el paciente, la cual
puede responder a múltiples determinantes: un rasgo común entre ambos que el analista no reconoce
conscientemente; o porque el paciente refleja como realizados impulsos profundos del analista, lo cual se
liga a los casos en que existe un deseo del analista de ocupar la posición de paciente. En este punto es que
Leff ancla su interpretación del lapsus de Lacan: sostiene que al confundir los nombres de estas autoras,
Lacan nos convoca a leer el artículo de Little con las claves aportadas por Reich, es decir, que se trata de
destacar que Little está demasiado identificada al lugar del analizante, y desde allí construye su noción de
contratransferencia. Consideramos entonces que la lectura de Leff abona nuestra idea respecto de que las
elucidaciones de Little sobre la contratransferencia fueron elaboradas “en transferencia”, es decir, en
posición de analizante. Leff va incluso más lejos, al afirmar que el primer texto sobre la
contratransferencia de esta autora inaugura el trabajo de duelo de Little por su analista, Ella Sharpe (Leff,
2007: 93).
Por otro lado, a partir de su lectura de los artículos de esta autora, Gabriela Basz sostiene que “en M.
Little hay una resolución sintomática con el psicoanálisis mismo; hace síntoma con el psicoanálisis,
síntoma del cual forma parte el núcleo de goce de la identificación con Winnicott” (Basz, 2004: 88). Su
estatuto de analizante y discípula de Winnicott, que Basz desliza hacia una posición de hija de “una
madre winnicottiana” la lleva a construir su modelo de analista a imagen y semejanza de Winnicott. “Por
eso pienso que ‘R’ es una suplencia, es la respuesta que produce su análisis” (p. 88).

110
Respecto del uso que ella misma hace del concepto, la autora plantea que si bien
en un principio pretendía ceñirse al segundo punto (que hace de la contratransferencia
una fuente de dificultades y la acerca a la postura de Winnicott), ha notado que en sus
reflexiones se desplazaba a través de todas estas definiciones posibles.

Frente a esta pluralidad, Little se pregunta por qué resulta tan difícil encontrar
una concepción unívoca de la contratransferencia. En primer lugar, ubica el carácter
inconsciente de la contratransferencia y el hecho de que “la actitud total del analista”
involucra la totalidad de su aparato psíquico, lo cual hace que la contratransferencia no
pueda ser analizada directamente sino sólo a partir de sus efectos. Por otro lado, observa
que un abordaje específico y diferenciado de la contratransferencia se dificulta, al ser la
transferencia y la contratransferencia dos cuestiones inseparables. Finalmente, Little
critica la actitud fóbica o paranoide de algunos analistas respecto de sus propios
sentimientos e ideas, ya que si bien se reconoce la contratransferencia, se la considera
algo peligroso. “El mito del analista impersonal, casi inhumano, no manifestando
ningún sentimiento, es compatible con esa actitud” (Little, 1951).

Ahora bien, Little establece una posición divergente respecto de esta actitud:
plantea que una utilización apropiada de la contratransferencia puede hacer de ella una
herramienta no sólo valiosa, sino incluso indispensable en el análisis. Por otro lado, y a
diferencia de otros autores (tales como Paula Heimann), establece que la
contratransferencia debe ser comunicada al paciente, ya que esto fortalece la confianza
del paciente en la honestidad del analista. A su vez, esta comunicación muestra al
analista como un ser humano y confirma la universalidad de la transferencia, es decir, su
surgimiento en cualquier relación (en este caso, desde el analista hacia el paciente, de
acuerdo con el punto “b” de la definición de la autora). La autora aclara que esto
requiere prudencia y la capacidad de juzgar cuál es el momento adecuado para realizar
tal comunicación, pero en ambos artículos afirma que en tanto la contratransferencia
afecta el devenir del análisis, el paciente tiene derecho a estar informado de ésta. “En mi
opinión, hay un momento de desarrollo de cada cura en que es esencial para el paciente
reconocer en el analista no solamente la existencia de sentimientos objetivos y fundados
sino también de sentimientos subjetivos” (Little, 1951).

Si bien la autora dice que el analista no tiene por qué revelar a su paciente los
complejos personales que, fruto del análisis personal, puede pesquisar por detrás de
estas manifestaciones, sí debería explicitar al paciente que hay algo que le es propio y

111
que se está poniendo en juego en el curso de la cura. Y esto no sólo debe limitarse a
aquellos sentimientos que surgen como respuesta a actitudes y comportamientos del
paciente (aquello que Winnicott denominaba “sentimientos objetivos”), sino que
también deben comunicarse aquellos sentimientos que responden a constelaciones
psíquicas del propio analista.

En este punto, la autora reafirma que todo análisis personal resulta incompleto y
que esta tendencia a desarrollar “contratransferencias inconscientes infantiles” (o
transferencias sobre el paciente) siempre existirá en los análisis. En ese punto, la
verdadera dificultad y peligro de la contratransferencia no tiene que ver con su
ocurrencia, sino con su negación y su exclusión por parte del analista. Así, “(…) igual
que la transferencia, la contratransferencia no debe ser temida o evitada; de hecho, no
puede ser evitada - sólo puede tenerse en cuenta, controlar su extensión y procurar
servirse de ella” (Little, 1951).

Seis años más tarde, Little vuelve a dedicarle un extenso artículo al tema y crea
un símbolo: “R”, para nombrar lo que en 1951 estableció como la cuarta manera de
entender el término “contratransferencia”, es decir, “la respuesta total del analista a las
necesidades de su paciente, cualesquiera sean sus necesidades y cualquiera sea la
respuesta” (Little, 1957).

Cabe aclarar que la autora llama “respuesta total” a “todo lo que un analista dice,
hace, piensa, imagina o experimenta en el curso de un análisis en relación a su paciente”
(Little, 1957). Desde la manera en que saluda al paciente, el momento y el modo de una
interpretación, sus palabras y sus silencios, sus reacciones o la falta de las mismas, todo
esto expresa, para Little, los sentimientos conscientes e inconscientes del analista. El
término “necesidad”, por su parte, permanece con cierta ambigüedad, planteando la
autora que el analista debe ir descubriendo las necesidades de su paciente sobre la
marcha del análisis, si bien “la última necesidad es la adquisición de un discernimiento
y una evaluación acrecentadas por la realidad” (Little, 1957). En este punto, resulta
interesante la articulación que la autora establece en este punto con la cuestión de la
comunicación de la contratransferencia: “La realidad que está presente, segura, en todo
análisis, es el propio analista, su función, su personalidad” (Little, 1957). De esta
manera, ofrecerle al paciente una comunicación transparente respecto de los procesos
internos del analista vendría al lugar de una respuesta acorde a la necesidad más
imperiosa del paciente en el curso de la cura analítica.

112
A partir de la introducción de “R”, Little afina su propia definición y vuelve a su
posición de partida: establece que la contratransferencia en sentido estricto remite
solamente al punto “b” citado anteriormente, es decir, a las transferencias del analista
sobre el paciente, y esto sería sólo una parte de “R”, la totalidad de las actitudes y
comportamientos del analista hacia el paciente.

Para terminar, Little ofrece en este artículo el relato de un caso que la tuvo como
analista: el caso Frida. Se trata de un análisis que duró diez años y que comportó
marcadas dificultades en el establecimiento de la transferencia. La razón de transmitir
este caso en el artículo citado radica en que, para esta paciente, con la cual el análisis
era muy trabajoso y venía atravesando no pocas dificultades, una comunicación del tipo
descripto por Little le permitió salir de un estado de malestar agudo a partir de la muerte
de un ser querido, una amiga de la familia a la que Frida estaba muy apegada, llamada
Isle. A partir de este fallecimiento, el estado de Frida había empeorado sustancialmente,
poniéndola en riesgo. Muy preocupada por este estado de cosas, un día la analista le
planteó que su situación era muy dolorosa, no sólo para la misma Frida y su familia,
sino también para ella misma. Se mostró, así, muy afectada y apenada por lo que estaba
viviendo su paciente. Además, asoció explícitamente esta situación con otros dos
momentos en que había manifestado sus sentimientos respecto de la paciente. El
primero de ellos ocurrió durante una sesión en la que Frida repetía, de manera
monótona, sus quejas respecto de su madre; aburrida y frustrada por ver que toda
intervención resultaba infructuosa, Little le dijo “que sabía que la esencia de su discurso
tenía poca importancia, que se trataba de una defensa, y añadí que no valía la pena
mantenerme despierta mientras que sus repeticiones fueran tan aburridas” (Little, 1957).
El segundo momento ocurrió luego de que la analista efectuara algunas remodelaciones
en su consultorio, cuando Frida realizó varios comentarios que apuntaban a mostrarle a
su analista cómo hubiese debido hacer las cosas. “(…) yo estaba cansada, he ahí que en
lugar de hacer una interpretación, sin pensar en lo que decía, expresé con humor: ‘me
río totalmente de lo que usted piensa’35” (Little, 1957). En los tres casos, el efecto de la
intervención es prácticamente inmediato.

35
Cabral (2009) trabaja con una traducción alternativa de este episodio, que marca una significativa
diferencia en la posición de Little: “(…) Frida se entrega a un discurso tedioso, repetitivo, pródigo en
buenos consejos de decoración, pero de un carácter obsesivo y controlador que despierta la irritación de
Little. Y entonces, para su sorpresa, se escucha espetándole “crudamente”: “Me importa un bledo lo que
Ud. piense de mi consultorio”” (p. 85)

113
Little comenta que luego de la comunicación de sus sentimientos a raíz de esta
muerte, la paciente le dijo que

“por primera vez desde que había comenzado el análisis, yo había llegado a
ser, para ella, una verdadera persona, completamente diferente de su madre.
(…) Mis sentimientos, visiblemente auténticos, diferían de los sentimientos
hipócritas de sus padres. Ellos no le daban a ella y a sus proyectos valor,
valor que sus cosas jamás habían tenido excepto para Isle. En otros términos,
en el momento en el que expresé mis sentimientos me transformé en Isle. A
partir de ese momento, las interpretaciones de la transferencia comenzaron a
tener sentido para ella” (Little, 1957).

Como consecuencia de esto, cuenta Little, la cura prosiguió, la paciente


modificó su posición y tanto su malestar como sus serias dificultades para sostener sus
vínculos, cedieron en gran medida.

Si tomamos este relato, hemos de aceptar que las intervenciones realizadas


fueron eficaces. En la lectura de la autora, esto fue así porque finalmente logró poner a
un ser humano (ella misma como persona) detrás de las interpretaciones, lo cual condice
con su rechazo de la “falsa dicotomía entre el “analista” en cuanto tal y el resto de su
persona” (Little, 1957). No obstante, existen otras lecturas posibles que permiten
articular conceptualmente este viraje exitoso. Las abordaremos en la próxima parte de la
tesis, cuando introduzcamos los conceptos lacanianos que pueden permitirnos echar
nueva luz sobre esta temática.

114
LUCY TOWER. LA CONTRATRANSFERENCIA O “EL MEOLLO ESENCIAL Y

VIVO” DEL ANÁLISIS

Lucy Tower es la autora más sobresaliente en la lectura crítica que realiza Lacan
en su seminario “La angustia” (1962-1963) respecto de la cuestión de la
contratransferencia. En este capítulo abordaremos el artículo que comenta Lacan en
dicho seminario, titulado “La contratransferencia” (1955). Asimismo, retomaremos la
lectura de algunos autores que nos permitirán, ya en este punto del trabajo, enriquecer
nuestro abordaje y sentar las bases para el retrabajo que realizaremos posteriormente en
el marco de la teoría lacaniana.

Para comenzar, resulta de gran valor el aporte de Leff a la lectura de este


artículo, ya que la autora nos brinda el invaluable recurso de haber accedido a tres
versiones del escrito que comentaremos aquí: un borrador que nunca fue dado a
conocer, la versión de la presentación oral ante la Sociedad Psicoanalítica de Chicago, y
la versión publicada. Lo interesante de la lectura comparativa de las diferentes versiones
es poder reparar en lo que la obra publicada no dio a conocer, esto es, aspectos más bien
personales de la formación y práctica de Tower. En este sentido, vale rescatar un
extracto del primer párrafo del borrador del artículo, que la autora eligió suprimir:

“Mi interés por la contratransferencia empezó durante mi propio análisis


personal, al observar pequeños fenómenos contratransferenciales en mi
propia analista (…) Durante los siguientes años, estas pequeñas respuestas
humanas no reconocidas me impresionaron cada vez más como evidencias
de procesos más profundos que había percibido latentemente, y que habían
despertado en mí algunas de mis respuestas más significativas al análisis.
Finalmente, sentí que eran el meollo esencial y vivo (…) del propio análisis”
(en Leff, 2007: 147).

Así, Tower marca un punto de partida similar en apariencia al de Little, si bien


sus conclusiones teóricas son de naturaleza muy diversa.

En la versión publicada, la autora comienza comentando su visión de la situación


de ese momento sobre la cuestión de la contratransferencia en el contexto
psicoanalítico. Habla de las divergencias en las formas de concebirla y se sorprende
frente a la censura que ha sufrido el debate respecto del tema y las resistencias de los

115
psicoanalistas frente a la misma. Repasando brevemente la bibliografía existente, habla
de ideas contradictorias y ubica que las principales diferencias entre los autores se
centran en qué reacciones o disposiciones del analista pueden considerarse
contratransferenciales; si debe o no comunicarse la contratransferencia al paciente; si la
contratransferencia es un fenómeno normal o anormal; y, fundamentalmente, si el
analista debe funcionar como un espejo o como un ser humano.

Por otro lado, la autora se refiere a planteos “prohibitivos” respecto de la


contratransferencia (Tower, 1955: 117), entre los cuales cita a Ella Freeman Sharpe (con
la idea de que la contratransferencia debe ser “saludable”), Edward Glover (cuando
afirma que cierto “proceso de limpieza” debe ser una rutina de todo psicoanalista), y a
Margaret Little (cuando sostiene que el analista debe admitir su “error
contratransferencial” y manifestar arrepentimiento frente al paciente, permitiendo así
que éste manifieste su enojo). “Todas éstas –y otras actitudes similares- presuponen
que el analista posee la habilidad para controlar, de manera consciente, su propio
inconsciente” (p. 118), a lo cual Tower se opone fuertemente, citando los fundamentos
mismos de la teoría y la clínica fundadas por Freud.

Luego de este recorrido, la autora nos ofrece su propia definición del término:

“Yo emplearía el término de contratransferencia exclusivamente para


aquellos fenómenos transferenciales del analista hacia su paciente. Mi
opinión es que se producen múltiples desarrollos contratransferenciales,
inevitables y muchas veces deseables, en cada análisis (algunos de ellos
evanescentes, otros sostenidos), y que son el equivalente de los fenómenos
de transferencia. Las interacciones (o intercambios) inconscientes entre la
transferencia del paciente y la contratransferencia del analista bien pueden
ser –o quizás siempre son- de vital importancia para el resultado del
tratamiento” (Tower, 1955: 118).

De esta forma, no toda actitud o reacción del analista entra en la esfera de la


contratransferencia. Así, la autora cita otro tipo de respuestas del analista, tales como la
empatía, el llamado “rapport” (término alternativo que da Freud a la “transferencia
operativa”), la intuición, la comprensión intelectual y las respuestas adaptativas del yo
(Tower, 1955: 138).

116
Por otro lado, resulta llamativa su visión crítica frente al llamado análisis
didáctico, que en general se plantea en la bibliografía como la única garantía del analista
frente al asalto de los fenómenos contratransferenciales. La autora afirma que, al ser el
análisis didáctico una obligación del candidato,

“el análisis personal preliminar es percibido por el analista practicante como


alejado en el tiempo, como algo que le ha sido impuesto y que se relaciona
con problemas antiguos sin conexión con operaciones presentes. Por ende,
puede suscitarse, respecto de éstas últimas, un fortalecimiento de las
defensas y las racionalizaciones” (Tower, 1955: 120).

Además, liga esta cuestión con una resistencia enraizada en las instituciones:

“El hecho de que el grupo analítico, pese a su tan cacareado análisis


preliminar personal como medio para eliminar los “puntos ciegos”, todavía
se defienda tan enérgicamente de aplicar, a sus propias operaciones, las
mismas interpretaciones dinámicas que aplica de manera sistemática a las de
sus pacientes constituye un testimonio más de la interminabilidad del
proceso analítico y del poder de las fuerzas represivas del Yo” (Tower, 1955:
125).

Frente a esto, reivindica el espacio de la supervisión como lugar privilegiado


para dar lugar al análisis de lo que acontece en el curso de los tratamientos. Por otro
lado, su insistencia en el carácter inacabado de todo análisis personal pone en primer
plano, en el decir de Leff, “ese lugar inestable, ese lugar de no saber, esa posición de
incauto sin la cual el analista no encontrará la ubicación específica que cada análisis, y
cada momento de ese análisis, requiere” (Leff, 2007: 154).

De esta forma, Tower sostiene que sentimientos y fantasías hacia los pacientes
son algo inevitable y presente en todo tratamiento analítico. El fenómeno
contratransferencial propiamente dicho se ubica en “los sentimientos excesivos o
inapropiados respecto de lo que parece ser el paciente o respecto de lo que dice, en
particular cuando se asocian con angustia” (Tower, 1955: 122). Tower prefiere hablar
de “estructuras contratransferenciales” en lugar de “neurosis de contratransferencia”
(como lo planteó Racker), para dar cuenta de aquellas “desviaciones que se desarrollan
en el analista como respuesta inconsciente a las presiones y motivaciones ocultas de su
paciente” (p. 123). No obstante, ocasionalmente alterna ambas expresiones a lo largo

117
del artículo, y de hecho la autora hace referencia a esta noción en el párrafo inaugural
del borrador que elidió en las versiones siguientes, dándole un valor concreto para el
análisis: “he dicho muy a menudo, medio en broma, que yo creía que había una neurosis
contratransferencial en cada análisis, con una significación específica para el curso del
tratamiento” (en Leff, 2007: 147). Puede leerse así que, aunque enraizada en estructuras
neuróticas del analista, el surgimiento de ciertas manifestaciones en un análisis en
particular puede, para Tower, servir de orientación respecto de ese analizante.

En esta misma línea, afirma que dichas estructuras tienen el papel de un


catalizador en el proceso terapéutico, esto es, su comprensión estimula y acelera el
trabajo del analista en la intelección y resolución de la neurosis del paciente, ya que se
trata de una “comprensión emocional” por parte del analista (Tower, 1955: 122), que no
se confunde con la comprensión intelectual de los procesos psíquicos en juego, sino que
va más allá, siendo condición del “verdadero insight” (p.125). Por otro lado, esta
concepción implica que la contratransferencia “puede ponerse a jugar a la manera de un
artificio” (Leff, 2007: 157), distanciándose de la posibilidad de una respuesta recíproca
del analista frente a las manifestaciones transferenciales del paciente.

La contratransferencia es entonces “transferencia del analista” (Tower, 1955:


125) y no sólo se trata de algo normal sino que está presente en todos los tratamientos.
Aquí, como en otros autores ya trabajados, toma relevancia la idea del analista “como
un ser humano con limitaciones” (p. 138). En este sentido, resulta muy significativa la
siguiente afirmación de Tower: “Simplemente no puedo creer que dos personas,
cualesquiera que sean, sin importar la circunstancia, puedan encerrarse en un cuarto,
días tras día, mes tras mes, año tras año, sin que algo le suceda a cada una de ellas
respecto de la otra”36 (p. 123).

Ahora bien, el valor de orientación para el analista que tienen los fenómenos
contratransferenciales en la concepción de Tower no significa que éstos deban ser
compartidos con el paciente. En este sentido, toma valor una nota al pie que fue omitida
en la versión castellana del artículo de Tower y que nos llega gracias al análisis de Leff.
Allí, en el marco del relato del tercer caso que reseñaremos aquí, la autora dice que no
explicitó en lo más mínimo su respuesta afectiva al paciente, destacando, tal como lo lee
Leff, que no hay necesidad de “confesar” los propios sentimientos al paciente ni existe

36
El subrayado es nuestro.

118
beneficio alguno en discutir las reacciones contratransferenciales con éste (Leff, 2007:
110).

Para dar cuenta de sus postulados, Tower ofrece cuatro relatos clínicos, haciendo
explícito su objetivo al desarrollar tal exposición:

“(…) no pretendo probar que los fenómenos neuróticos


contratransferenciales sean los únicos, ni siquiera los principales, factores
involucrados en el avance terapéutico. Mi intención es tratar de demostrar
que estos fenómenos están mucho más diseminados y son más significativos
de lo que se quiere admitir, ofrecer algunas pruebas de que pueden ser de
vital importancia en ciertas circunstancias (…)” (Tower, 1955: 130).

Vemos que en este punto del texto, la autora habla explícitamente de


“fenómenos neuróticos contratransferenciales”, dejando claro que las raíces de estas
estructuras están en la neurosis del analista y tienen que ver con su propia historia, si
bien son despertadas en esa situación particular, con ese paciente particular, y de ahí su
interés en ese tratamiento.

Ahora nos detendremos en un comentario de cada caso descripto por Tower a fin
de contar con este conocimiento en nuestro recorrido posterior, cuando abordemos la
lectura crítica de Lacan.

El primero de estos ejemplos clínicos relata la situación de una señora que


durante largo tiempo había sometido a Tower y le había manifestado, de forma muy
agresiva, sus frustraciones y su furia, en particular respecto de un terapeuta anterior que
la había derivado. “Semana tras semana y mes tras mes, ella vociferaba furiosamente en
contra mía, pese a que le tuve una paciencia ilimitada. Toleré tal abuso de su parte como
nunca había soportado en paciente alguno” (Tower, 1955: 126). La situación se repetía
inalterada en cada encuentro, hasta que un día Tower dejó su consultorio poco tiempo
antes de la sesión de esta paciente, disfrutó de su almuerzo incluso “más de lo común”
(p. 126) y regresó poco más de una hora después, para enterarse de que su paciente
había estado allí para la cita y ella lo había olvidado. “En forma repentina me di cuenta
de que estaba harta de su abuso hasta el punto de no poder tolerarlo más” (p. 126) y
durante esos días la analista pensó mucho en la situación, tratando de esclarecer su
posición en el asunto. Cuando la paciente volvió a la sesión, Tower no dijo más que una
disculpa por el olvido, dejándola desplegar su furia contra ella. No obstante, al rato la

119
paciente se detuvo, “comenzó a reír y dijo, ‘bueno, en realidad, Dra. Tower, no puedo
decir que la culpo’” (Tower, 1955: 126). La autora ubica ahí un viraje en dicho análisis
y en la posición de la paciente.

Tower lee este episodio como un acting out de su parte que permitió resolver la
cuestión contratransferencial, que consistía en aquella paciencia infinita que le
demostraba a su paciente. De acuerdo con su definición del término, Tower agrega:
“Podía rastrear en detalle esta tendencia mía hasta ciertas influencias de mi temprana
infancia (…) Comprendía esto de manera parcial y, sin embargo, no estaba lo
suficientemente resuelta en mi personalidad” (p. 126-127).

Cabral retoma este relato clínico como una oportunidad para establecer un
contrapunto entre los procederes de Tower y Little (en el caso Frida):

“Ahí donde Tower se ve impedida –por efectos de la represión- de echar


mano a su agresividad para acotar el goce sádico de su paciente, el
sofrenamiento de su contratransferencia le permite a Little –en cambio- un
saber hacer con su cólera que, a-posteriori, demuestra su eficacia” (Cabral,
2009: 110).

En el caso de Tower, Cabral lee “una vacilación no calculada de su


neutralidad”37 (Cabral, 2009: 112), que tuvo su origen en la imposibilidad de la analista
de modular su anhelo de venganza respecto de la paciente, por las agresiones repetidas
hacia ella. En el caso de Little, entendemos que el autor ubica allí una vacilación
“calculada”. Cabral ubica esta dificultad en la posición de Tower: una posición en la
que el anhelo fue más fuerte que el deseo que está en el fundamento de la función
analista (retomaremos estos planteos en la siguiente parte de la tesis, cuando abordemos
el concepto lacaniano de “deseo del analista”). Surge entonces la pregunta acerca de la
eficacia de este olvido. Cabral sostiene que no se trató de la eficacia del olvido en sí
mismo, sino del cambio en la posición subjetiva de Tower. La elaboración de lo
ocurrido durante esos días que median entre el olvido y la sesión siguiente, fue lo que
permitió que la analista se reubicara respecto de los excesos de su paciente y elaborara
el odio que estaba reprimido. Así, Cabral no lee este episodio como un acting out sino
como un olvido, una formación del inconsciente, sostenida por lo tanto en el mecanismo
de la represión. El autor plantea que el olvido de Tower tiene un carácter sintomático “y
37
Esta expresión remite a las palabras de Lacan en el escrito “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo
en el inconsciente freudiano” (1960: 784).

120
no parece en cambio responder a un patrón mostrativo dirigido al Otro (como se
esperaría de un acting)” (Cabral, 2009: 115-116), tal como lo retoma de los planteos de
Lacan en el seminario “La Angustia”. Prueba de esto es que el cambio en la posición
subjetiva de Tower es permitido por una interrogación respecto de este olvido, una
pregunta por su sentido. Siguiendo a Cabral, es este viraje a una posición analizante,
que se pregunta por ese olvido enigmático pero que sin embargo le concierne, lo que
permite a Tower salirse de la posición rígida en la que se encontraba. De esta forma,
destaca el valor de dicho relato clínico y del gesto de la autora: “Es una observación que
parece indicar que no-todo deslizamiento a la posición analizante en el curso de la cura,
constituye en sí mismo un extravío para el analista. En algunos casos, puede brindarle la
posibilidad de recuperar la posición que le es propia” (Cabral, 2009: 117).

Leff, por su parte, no cuestiona la denominación de “acting out” elegida por


Tower, pero también destaca la posición asumida por la analista entre la ocurrencia y la
siguiente sesión con la paciente, lo cual permite que ésta pueda incluirse en lo sucedido
y acusar recibo, con su risa, de que el olvido estaba dirigido a ella, con el consiguiente
cambio de posición descripto por la autora. “Al dejar de ser “paciente”, “demasiado
paciente”, Tower deja libre ese lugar. Con su “Bueno, en realidad, Dra. Tower, no
puedo decir que la culpo”, se define, por fin, quién es la paciente en ese análisis” (Leff,
2007: 173).

Respecto de los dos casos intermedios del artículo, los dejaremos para el final de
este desarrollo, por ser los más extensos y los más significativos para los planteos que
abordaremos en el capítulo 6.

El último de los casos narrados, por cierto muy brevemente, habla de la situación
de un joven con quien la analista terminó el tratamiento de manera prematura, y
enumera las razones que, considera, influyeron en ese desenlace:

“nunca pude decidir si éste era uno de esos raros casos en los que el analista
debe promover, en forma activa, un divorcio (…) mi incomodidad con el
afecto de transferencia-contratransferencia actuó como obstáculo en la
perelaboración total de este problema. En segundo lugar, es muy probable
que me haya sentido intimidada por la presión de un agresivo analista de
mayor edad, que estaba tratando a la esposa [del paciente] y que había hecho
patente su determinación de que este matrimonio funcionara” (Tower, 1955:
137-138).

121
Resulta llamativa la posición de Tower en esta situación, de la cual no brinda
mayor esclarecimiento: la autora se ha corrido radicalmente de su posición de analista al
intentar decidir el destino de la vida de su paciente, y al entrar en un enfrentamiento –
real o fantaseado- con quien conducía la cura de la esposa de quien la había consultado.
Si bien podemos conjeturar que se trató aquí de la interferencia de una transferencia de
Tower sobre el paciente (fundamento para esto es la elección de Tower de este caso, en
articulación con su definición de “contratransferencia” en el sentido descripto aquí),
vemos que la autora se vio impedida de efectuar una lectura y un corrimiento de esta
posición. En este caso nos acercamos significativamente a la primera definición que dio
Lacan de la contratransferencia, en la cual habla de la suma de los prejuicios del
analista, que en este caso malograron toda posibilidad de interrogación de Tower sobre
su posición.

Hasta aquí tenemos entonces dos extremos: un caso en que la contratransferencia


habilitó una vía de apertura y destrabó el curso del análisis, y un caso en que Tower
quedó entrampada sin poder resolver la situación. Ahora bien, nos interesa detenernos
en los dos casos restantes descriptos en el artículo. La razón de esto es que la lectura
crítica de Lacan (y la relectura de Leff) se centra en estos dos relatos clínicos que Tower
presenta en paralelo por tratarse, dice la autora, de dos casos muy similares en su
presentación, si bien tuvieron desenlaces muy distintos porque, nuevamente según la
lectura de Tower, su contratransferencia se jugó de forma diferente en cada uno de ellos.

En este capítulo expondremos las características sobresalientes de cada caso, ya


que nos dedicaremos a su lectura a la luz de la conceptualización lacaniana (y siguiendo
las puntualizaciones hechas por Leff al respecto) en la tercera parte de la tesis.

El primero tiene como protagonista a un hombre de la misma edad que Tower,


inteligente, dedicado exitosamente a los negocios, casado y con hijos. La autora
describe que este paciente mostraba una inhibición importante de su sexualidad
heterosexual, con formaciones homosexuales pasivas que intentó contrarrestar gracias a
su temprano matrimonio. Su esposa era controladora y agresiva, trataba de sabotear el
tratamiento de su marido, y el matrimonio era muy tormentoso. Por su parte, él era muy
sumiso y dedicado a su mujer. El paciente llegó al análisis por una angustia difusa y un
estado depresivo, y mostraba profundas dificultades para la comunicación.

Tower comenta que tomó una posición protectora de este paciente,


fundamentalmente hacia su matrimonio y su mujer, posición que pudo disminuir en el
122
curso de la cura al percibir la sugerencia, en el análisis de la transferencia, de que estaba
siendo demasiado protectora. La autora afirma, a su vez, haber estado alertada desde el
inicio de la posibilidad de que su paciente intentaría enfrentarla con su esposa, opositora
del análisis, y que también trataría de seducirla para obtener de la transferencia una
gratificación sustitutiva.

No obstante, esta precaución consciente no impidió que, en un momento del


tratamiento, ella se deslizara hacia una posición materna que, en el marco de la
transferencia con el paciente, tomaba el sentido de refrendar todos los pensamientos de
éste y acordar en todo con él, viendo en su esposa un problema más grave de lo que
parecía al principio. Tiempo después, la situación dio un vuelco cuando Tower tuvo un
sueño que la perturbó mucho:

“En el sueño, para expresarlo llanamente, estaba de visita en casa de este


paciente. No estaba más que su esposa; parecía contenta de que yo estuviera
ahí y fue muy hospitalaria y amable. El tono general de la visita era muy
similar a una tarde de plática entre esposas amigas, cuyos maridos eran, tal
vez, amigos o colegas” (Tower, 1955: 132).

El análisis de este sueño permitió a Tower advertir la ceguera en la que había


incurrido a causa de su contratransferencia: se percató de que la esposa no era una
interferencia en el tratamiento, que el paciente había mejorado desde el punto de vista
del cuadro general, y que ella se encontraba en una posición muy rígida en cuanto a su
lectura del caso. Por otro lado, pudo visibilizar que su respuesta contratransferencial “se
debía a la reactivación de un conflicto edípico inconsciente bajo la forma de una
decidida competitividad hacia, y un temor frente a, otra mujer en una situación
triangular” (Tower, 1955: 133). A partir de esto, pudo asumir una posición que le
permitió mayor soltura en el tratamiento. Como consecuencia de este giro, el paciente
pudo desplegar sin defensas sus mociones de afecto y las dificultades en la
comunicación cesaron. No obstante, la transferencia se tornó muy ardua. El siguiente
párrafo, extensamente analizado por Leff (2007: 201 y sigs.) en su abordaje del caso,
merece que lo citemos en extensión:

“Durante este período la relación entre nosotros fue extremadamente tensa.


(...) Además, me sometió al escrutinio más persistente, minucioso e
incómodo, como si quisiera despedazarme –célula por célula. Cada
movimiento mío, cada palabra mía, eran observados tan de cerca que

123
literalmente sentía que, de producirse el más insignificante movimiento en
falso de mi parte, todo estaría perdido. La amenaza, sin embargo, no era en
contra mía38. El afecto provocado en mí era más o menos como sigue: si yo
no lograba estar a la altura de esta prueba, él se desbarataría y nunca más
podría confiar en otro ser humano” (Tower, 1955: 133).

Este discernimiento, el de que a pesar de la virulencia de la transferencia se


trataba precisamente de eso: de la transferencia y no de algo dirigido a ella como
persona, permitió a Tower cierto desprendimiento de esta situación que la tenía tan
tomada. Esto se le hace evidente al partir de vacaciones, ya que sale de viaje envuelta en
un estado de preocupación e irritación, para, repentinamente, verse liberada de todo esto
y continuar sus vacaciones sin prácticamente pensar en este paciente.

Esto, a su vez, le permitió “responder frente a este hombre –sin demasiada


angustia y en una pequeña, pero quizás, crucial medida- como una mujer ante un
hombre, al mismo tiempo que mi relación dominante con él era la de doctor y paciente”
(Tower, 1955: 137). Nuevamente, Tower responde “como una mujer”, dando a leer en
esta expresión que había cierta distancia entre el papel que ella jugaba en la
transferencia y ella misma. Así, la analista habla de “mi disposición, al menos en cierta
medida, a dejarme influir y subyugar por él” (p. 135), ella se pliega a la voluntad de su
paciente en la medida necesaria para que él pueda acceder a cuestiones que hasta el
momento permanecían inanalizadas.

En su intento de explicar la culminación positiva de este análisis, Tower


considera que

“Su inconsciente tuvo la percepción correcta de algo que realmente ocurrió


en mí. De hecho, creo posible que cualquier perelaboración definitiva y
exitosa de un análisis profundo y exhaustivo requiere un desarrollo de esta
naturaleza. (…) Dudo que exista una perelaboración exhaustiva de una
neurosis de transferencia profunda, en el sentido estricto de la palabra, que
no involucre alguna sacudida emocional que implique a ambos: paciente y
analista” (Tower, 1955: 135).

La autora sostiene la idea de que el analista no puede ser sólo un espejo frente al
paciente, sino que sufre transformaciones profundas en su encuentro con éste. Por otro

38
El subrayado es nuestro.

124
lado, el encuentro moviliza cuestiones propias de su neurosis que se actualizan, como
reacciones contratransferenciales, obligando al analista a su estudio y elaboración, a fin
de no deslizarse a una posición que obstaculice el curso de la cura.

El segundo de estos casos presentados en paralelo habla de un hombre de


características muy similares al anterior, pero cuyo tratamiento no pudo llegar a una
conclusión exitosa, terminando en una derivación.

No obstante las similitudes, Tower afirma que la posición protectora que asumió
en la transferencia en este caso se dirigía principalmente al paciente mismo, y sostiene
que también pudo aminorarla en el correr del tratamiento al percibir que esto estaba
siendo excesivo para él.

Respecto de la proclividad del caso a provocar en ella respuestas


contratransferenciales, la situación era semejante a la del segundo paciente:

“Yo, sin duda, estaba advertida teóricamente de todo esto desde los primeros
momentos del tratamiento de ambos hombres y estaba consistente y
razonablemente prevenida de vigilar mis propias reacciones, sobre todo
frente al cúmulo de quejas que aparecía en contra de las esposas. También
estaba prevenida de sentirme molesta con las respectivas mujeres por la
conducta subversiva hacia el tratamiento de sus esposos” (Tower, 1955:
130).

No obstante esto, en este caso Tower (1955: 136) tuvo una “percepción
repentina” del hecho que ella no podía analizar a este hombre y que su dificultad
contratransferencial radicaba en el hecho de creer que podría hacerlo. “Lentamente, me
fui percatando de que había un tono denigrante en las actitudes hacia su esposa y
también hacía mí en el análisis” (p. 136). A partir de esto, Tower dice identificarse cada
vez más con la esposa., quien llegó a acudir a ella desesperadamente porque la actitud
de su marido no mejoraba.

Resulta interesante destacar la lectura de Tower de la posición del paciente hacia


ella. En contraposición al paciente anterior, ésta afirma que “este hombre no tenía una
fuerza que al movilizarse fuera capaz de plegarme a su voluntad. Creo que con la
profunda organización anaclítica de su Yo, su máximo potencial habría sido seducirme
para que yo lo plegara hacia mi voluntad” (p. 136). Además, agrega que “he de haber
sentido todo el tiempo que sus declaraciones eran sobrecompensatorias, incontinentes y

125
no verdaderamente transferenciales” (p. 136). En primer lugar, cabe interrogar la idea
de que eran los pacientes los que tenían la fuerza para “plegar a la analista a su
voluntad” o no, o si se trataba del posicionamiento de ella que permitía conducir la cura.
En todo caso, ella no se dejó seducir por este paciente, no se doblegó ante él. Por otro
lado, la aseveración de que no se trataba de declaraciones transferenciales llama mucho
la atención y recuerda a la posición de Freud respecto de la joven homosexual.

En este contexto, un día el paciente llegó al consultorio de Tower muy


angustiado, presa de fantasías suicidas que alternaron con sentimientos homicidas; y
Tower, ubicada en el lugar de la esposa desesperada, se alarmó y lo envió a su casa, a
calmarse con la ayuda de un sedante.

“Después de este episodio, nunca más confíe en mi habilidad para trabajar


psicoanalíticamente con este hombre, ni volví a recibirlo fuera de horas
hábiles. Finalmente terminé su relación conmigo e hice arreglos para que
fuera a tratamiento con otra persona. Sentía que, tal vez, esto se podría
perelaborar con un analista hombre, a quien este paciente pudiera percibir
como una persona capaz de controlarlo” (Tower, 1955: 137).

Así, vemos que la distancia que se jugó en el análisis descripto anteriormente, el


discernimiento de que no era hacia ella a quien estaban dirigidos los impulsos del
paciente, no pudo articularse en este tratamiento. Aquí, Tower fue una mujer (sin el
“como” a modo de mediación), su mujer, y esta falta de distancia no le permitió dirigir
la cura. Quizás, también, eso explique la fantasía de la analista de que sólo un hombre
podría analizar a su paciente.

Retomaremos estos desarrollos en la siguiente parte de la tesis, para articularlos


con el posicionamiento de Lacan respecto de la contratransferencia a partir del
seminario “La Angustia”, y la relectura de Leff al respecto.

126
HACIA LA LECTURA CRÍTICA DE LACAN SOBRE LA

CONTRATRANSFERENCIA

A modo de articulación con los planteos que desarrollaremos a continuación, en


los que se aborda la lectura lacaniana de la transferencia y la contratransferencia, nos
parece interesante retomar la síntesis que realiza Safouan en “Las teorías de la
contratransferencia” (1988):

“Nada más oscilante que la definición de la contratransferencia. Para Freud,


ésta marca la interferencia inconsciente, indebida, del analista en la cura.
Después de él, remitirá a la imposibilidad para el analista de no ser para el
analizante sino un espejo, a causa… de su propia transferencia sobre su
didacta, y luego –como no hay mal que por bien no venga- se desembocará
en el provecho que la cura puede obtener de la presencia reconocida de dos
inconscientes: nueva forma que tendrá el analista de encuadrarse del lado de
la realidad. Y vía abierta a la reducción del análisis al encuentro de dos
yoes” (Safouan, 1988: 111).

Para poder analizar el alcance de esta crítica, deberemos abordar a continuación


los planteos de Lacan respecto del lugar del analista, la diferenciación entre los registros
simbólico e imaginario, y la correlativa distinción entre el yo y el sujeto, el otro y el
Otro. A su vez, podremos vislumbrar el lugar que tiene para Lacan la comprensión en
un análisis, para poder tensionar estas cuestiones con los planteos estudiados en estos
dos capítulos.

127
TERCERA PARTE:

LA TRANSFERENCIA ANALÍTICA Y
LA CONTRATRANSFERENCIA EN LA

ELABORACIÓN LACANIANA

128
CAPÍTULO 5

EL RETORNO A FREUD. REFORMULACIÓN DEL CONCEPTO DE


TRANSFERENCIA EN LACAN

ENTRE EL RETORNO A FREUD Y LA TRANSFORMACIÓN DEL PSICOANÁLISIS

En los inicios de su enseñanza, Lacan plantea la necesidad de un retorno a Freud


que sostendrá, de diferentes maneras, a lo largo de las décadas. Muy tempranamente, en
“Intervención sobre la transferencia” (1951), nos invita a volver a pensar la obra
freudiana, a fin de “volver a encontrar el sentido auténtico de su iniciativa y el medio de
mantener su valor saludable” (Lacan, 1951: 211). Años más tarde, en “La cosa
freudiana, o sentido del retorno a Freud en psicoanálisis” (1955) ubica, como factor
fundamental de este planteo, la “renegación” de la que había sido objeto la doctrina
freudiana en el seno mismo del movimiento psicoanalítico, resaltando su carácter de
antítesis de los planteos freudianos, y afirmando que, en este contexto, “la consigna de
un retorno a Freud significa una inversión” (Lacan, 1955: 380). Por supuesto, se refiere
a una inversión y una subversión de los planteos realizados en la teoría y la técnica
analíticas predominantes en aquel momento, postulados por los llamados
“psicoanalistas posfreudianos”.

Ahora bien, en este retorno a Freud Lacan también opera una transformación en
la doctrina freudiana que resulta innegable. Esto es así porque el retorno al sentido de
Freud lleva a Lacan a articular la teoría freudiana a partir de nuevas claves que permiten
captarla en todo su alcance; una de estas claves es la introducción de sus tres registros -
lo simbólico, lo imaginario y lo real-, que permiten dar cuenta, bajo una nueva luz, de la
originalidad de la experiencia analítica y de los procesos de constitución subjetiva. Esta
distinción lleva a la diferenciación, realizada muy tempranamente, del sujeto y del yo –
correlativa de la distinción, en el plano de la alteridad, entre el Otro y el otro-, lo cual da
un sólido fundamento a la crítica lacaniana del psicoanálisis posfreudiano, sostenido en
un análisis de yo a yo, es decir, en el plano imaginario. Dando las coordenadas de un
psicoanálisis que recupere la letra y el sentido de Freud, Lacan se refiere al analista y
afirma que, para pensar su posición respecto del sujeto que está en análisis,

129
“la condición primordial es que esté compenetrado de la diferencia radical
del Otro al cual debe dirigirse su palabra, y de ese segundo otro que es el que
ve y del cual y por el cual el primero le habla en el discurso que prosigue
ante él. Porque es así como sabrá ser aquel a quien ese discurso se dirige”
(Lacan, 1955: 405).

Sobre la base de este retorno al fundador del psicoanálisis, con las características
particulares que hemos destacado, todos los conceptos freudianos serán rearticulados.
En particular, el concepto de transferencia cobrará nuevos matices que permitirán
pensarla más allá de la mera reactualización y repetición del pasado.

En palabras de Safouan, la transformación, en este nivel, se dio de la siguiente


manera:

“En realidad, la pretensión de definir la experiencia analítica como una


relación entre dos personas (…) no hace más que explicitar el error de
cálculo que, por haber sido explícitamente admitido como obvio, obstruyó
cualquier solución satisfactoria a los problemas de la transferencia. Cierto es
que nada es más natural para el ser humano que identificarse como yo en un
movimiento en que identifica similarmente al otro como otro yo. Sólo que, al
identificarse con esta identificación en cierto modo paritaria, y al creer que
tiene que vérselas con otro yo, sea a título de aliado, de resistencia
organizada, de igual o de desigual, el analista desconoce lo que constituye
sin embargo la evidencia primera de su experiencia: que el yo es una
estructura que cambia constantemente y que se edifica en un trabajo de
discurso. (…) Al recordar que “el psicoanálisis es una experiencia de
discurso”, Lacan emprendió una auténtica renovación tanto de la teoría como
de la práctica analíticas” (Safouan, 1988: 127)

Esta transformación también nos permite pensar el destino de aquella noción


correlativa a la transferencia que Freud trabajó tan sucintamente -la contratransferencia-
pero que en el momento del comienzo de la enseñanza de Lacan ya venía cobrando una
fuerza inédita en los debates psicoanalíticos de uno y otro lado del océano Atlántico.

En este capítulo nos dedicaremos a realizar un rastreo de las transformaciones


que Lacan fue articulando respecto del concepto de transferencia hasta llegar a
postularlo como uno de “Los Cuatro Conceptos Fundamentales del Psicoanálisis” en el
año 1964. Así, retomaremos sus elaboraciones sobre la transferencia en distintos

130
momentos de su enseñanza y su obra escrita, a fin de establecer el piso conceptual sobre
el cual realiza, de manera contemporánea, sus planteos sobre la contratransferencia. A
estos desarrollos nos dedicaremos en el capítulo siguiente.

LA TRANSFERENCIA EN CLAVE LACANIANA 39

Tomaremos como punto de partida el texto “Intervención sobre la transferencia”


(1951), que ya abordamos brevemente en el capítulo 1 a propósito de la lectura crítica
del caso Dora. Allí Lacan formula dos ideas para caracterizar a la transferencia. En
primer lugar, nos dice que

“la transferencia no es nada real en el sujeto, sino la aparición, en un


momento de estancamiento de la dialéctica analítica, de los modos
permanentes según los cuales constituye sus objetos. ¿Qué es entonces
interpretar la transferencia? No otra cosa que llenar con un engaño el vacío
de ese punto muerto. Pero este engaño es útil, pues aunque falaz, vuelve a
lanzar el proceso” (Lacan, 1951: 219).

La transferencia participa así de algo del orden del engaño. Ahora bien,
adelantándonos a lo que abordaremos al hablar de la contratransferencia, podemos decir
que la dificultad consiste en que, allí, el analista no sea el mayor engañado.

Luego, sostiene que

“Creemos (…) que la transferencia tiene siempre el mismo sentido de indicar


los momentos de errancia y también de orientación del analista, el mismo
valor para volvernos a llamar al orden de nuestro papel: un no actuar
positivo con vistas a la ortodramatización de la subjetividad del paciente”
(Lacan, 1951: 220).

Esta concepción, muy cercana a la elaboración freudiana de la transferencia, se


articula con lo que Lacan plantea en su seminario “Los Escritos Técnicos de Freud”
39
El presente apartado retoma las líneas de argumentación principales de los trabajos presentados y
aprobados en los seminarios “El gran Otro tachado como operación de una lógica del No-Todo”, a cargo
de la Dra. Sara Vassallo; y “La identificación. Lo originario y lo primario: asimetría clínica”, a cargo del
Dr. Carlos Kuri, en el marco de la Maestría en Psicoanálisis.

131
(1953-1954) como “transferencia imaginaria”, a la cual diferenciará de la “transferencia
simbólica”.

Lacan ubica la concepción freudiana de la transferencia en tanto repetición del


pasado, “puesta en acto de la reintegración de la historia” (Lacan, 1953-1954: 170),
como transferencia en el registro de lo imaginario. Pero, tal como lo establece el autor,
la experiencia analítica se define en el plano simbólico, no en el plano imaginario. Así,
dice de la transferencia que prefiere “dejar, a la noción de transferencia, su totalidad
empírica, señalando que es plurivalente y que interviene a la vez en varios registros: en
el simbólico, en el imaginario y en el real” (Lacan, 1953-1954: 175). De esta forma,
define la transferencia simbólica en estos términos:

“la transferencia eficaz de la que hablamos es, simplemente, en su esencia, el


acto de la palabra. Cada vez que un hombre habla a otro de modo auténtico y
pleno hay, en el sentido propio del término, transferencia, transferencia
simbólica; algo sucede que cambia la naturaleza de los dos seres que están
presentes” (Lacan, 1953-1954: 170).

Lacan dirá más adelante que en la relación analítica hay “dos sujetos vinculados
por un pacto” (Lacan, 1953-1954: 268), más allá de la relación especular yo-otro.
Entonces se trata, en la transferencia simbólica, del acto de palabra, de un fenómeno de
lenguaje. Lacan retoma en este punto el momento en que Freud introduce el término
“transferencia” en “La interpretación de los sueños“, que ya citamos en el capítulo 1.
Dice al respecto que “en la transferencia se trata fundamentalmente de la toma de
posesión de un discurso aparente por un discurso enmascarado, el discurso del
inconsciente” (p. 357). En este contexto es que Lacan afirma que “en el análisis de la
transferencia, se trata de saber en qué punto de su presencia la palabra es plena” (p.
353). Cabe retomar aquí la diferenciación que realiza el autor entre la palabra plena, “en
tanto realiza la verdad del sujeto” (p. 84), la palabra que hace acto en el sentido de que
su emergencia marca un punto de quiebre y “uno de los sujetos ya no es el que era
antes” (p. 168); y la palabra vacía, “situación en la que el sujeto se extravía en las
maquinaciones del sistema del lenguaje, en el laberinto de los sistemas de referencia que
le ofrece el sistema cultural en el que participa en mayor o menor grado” (p. 85). En
tanto la comunicación y, en general, la cotidianeidad, transcurre en el plano de la
palabra vacía, en el análisis se trata del surgimiento de la palabra plena. De esta manera,
queda establecido que la concepción de la transferencia no puede quedar reducida al

132
plano dual, especular, imaginario, para lo cual Lacan introduce a la palabra como tercer
término necesario para aprehenderla.

Ahora bien, aunque Lacan plantea sus tres registros -lo simbólico, lo imaginario
y lo real-, en el año 1953, introducirá la noción de gran Otro –consustancial al registro
simbólico- en 1955. En el curso de su seminario titulado “El Yo en la teoría de Freud y
en la técnica psicoanalítica” (1954-1955), en la lección del 25/05/1955, distinguirá “por
lo menos, dos otros: uno con A mayúscula, y otro con una a minúscula que es el yo. En
la función de la palabra de quien se trata es del Otro” (Lacan, 1954-1955: 355).
Entonces, más allá del registro imaginario, del plano del espejo, más allá de la relación
del yo con sus semejantes, se trata de una relación de alteridad fundamental. Esto es lo
que Lacan plasma en su esquema L (p. 365):

Se introduce así la noción de una alteridad radical y no de una alteridad


especular, con lo cual se deshace la ilusión de reflexividad, de conocimiento
recíproco40. Ahora bien, el sujeto no se ve allí en donde está sino en el lugar del yo;
cuando el sujeto habla se dirige a los Otros en los que funda su palabra, pero alcanza a
sus semejantes –pequeños otros- en su lugar. “Para todos los sujetos humanos que
existen, la relación entre el A y el S siempre pasará por la intermediación de esos
sustratos imaginarios que son el yo y el otro” (p. 476). Así, Lacan introduce dos niveles
de alteridad, correspondientes con los dos registros de los que está hablando: lo
simbólico y lo imaginario, íntimamente relacionados pero no por eso indiscernibles. La
paradoja consiste en que esa opacidad propia del gran Otro, que lo hace radicalmente
desconocido, es lo que permite que haya una relación entre el yo y el pequeño otro.

“Cuando nos servimos del lenguaje, nuestra relación con el otro juega todo
el tiempo en esa ambigüedad. Dicho en otros términos, el lenguaje sirve
tanto para fundarnos en el Otro como para impedirnos radicalmente

40
Esto tiene profundas incidencias en la forma de pensar la contratransferencia, y es una de las claves
para leer la crítica lacaniana a los autores posfreudianos. Retomaremos esto en el próximo capítulo.

133
comprenderlo. Y de esto precisamente se trata en la experiencia analítica”
(Lacan, 1954-1955: 367).

Contra la idea de un análisis que busque como meta la integración del yo, Lacan
afirma que la formación del analista debe apuntar a que éste sea un sujeto cuyo “yo”
esté ausente.

“El análisis debe apuntar al paso de una verdadera palabra, que reúna al
sujeto con otro sujeto, del otro lado del muro del lenguaje (…) El análisis
consiste en hacerle tomar conciencia de sus relaciones, no con el yo del
analista, sino con todos esos Otros que son sus verdaderos garantes, y que no
ha reconocido. Se trata de que el sujeto descubra de una manera progresiva a
qué Otro se dirige verdaderamente aún sin saberlo, y de que asuma
progresivamente las relaciones de transferencia en el lugar en que está, y
donde en un principio no sabía que estaba” (Lacan, 1954-1955: 369-70).

Así, vemos que Lacan ubica el lugar del Otro como el lugar que el analista debe
ocupar a fin de que progrese el análisis. Y en este punto se delinea la noción de
transferencia analítica:

“El analista participa de la naturaleza radical del Otro, en tanto es lo más


difícilmente accesible que hay. Desde ese momento, y a partir de ese
momento, lo que parte de lo imaginario del yo del sujeto se pone en
concordancia, no con ese otro al que está acostumbrado y que es su pareja,
aquel que está hecho para entrar en su juego, sino justamente con el Otro
radical que está enmascarado. La llamada transferencia acontece muy
exactamente entre A y m [el yo], en la medida en que el a41 representado por
el analista, no está (…) [Esto] significa que el yo se convierte en lo que no
era, significa que llega al punto donde está el sujeto” (Lacan, 1954-1955:
478-479).

Esta concepción es retomada dos años después, en el seminario sobre “La


relación de objeto” (1956-1957), en el que afirma que la transferencia se establece entre
el S [el sujeto] y el A [el gran Otro], siendo lo imaginario un obstáculo para esto, pero
un obstáculo ineludible. Lacan tomará dos casos paradigmáticos de Freud, Dora y la
joven homosexual, para mostrar en qué sentido, frente a la dificultad del analista de

41
Se refiere al otro con minúscula.

134
maniobrar en estas dos dimensiones bien diferenciadas, los análisis se vieron
imposibilitados42.

Años más tarde, Lacan dedicará un seminario completo a “La Transferencia” en


el año lectivo 1960-1961. De hecho, el título completo del seminario, tal como lo
formuló Lacan, fue “la transferencia en su disparidad subjetiva, su presunta situación,
sus excursiones técnicas” (Lacan, 1960-1961: 11), lo cual resulta interesante porque al
hablar de “disparidad subjetiva” nos plantea que se trata de ir más allá de la disimetría
entre los sujetos allí implicados, cuestión que venía enfatizando desde hacía mucho
tiempo. Más adelante agrega incluso que la transferencia aparece justamente a
condición de dejar de lado, aplazar, la intersubjetividad. Empieza así a profundizarse la
alteridad inherente a la relación analítica, que dos años más tarde será llevada a un
nuevo plano con la introducción del objeto a en su estatuto de objeto causa de deseo.

En este seminario, Lacan toma el diálogo “El Banquete” de Platón, un diálogo


que gira en torno al amor, para ubicar el estatuto de la transferencia, a la que define, de
manera preliminar, precisamente como “algo parecido al amor” (p. 80). En el curso de
las lecciones Lacan intentará ubicar las coordenadas del amor y su relación con el
deseo, para poder pensar el lugar del analista y la posición del analizante.

En consonancia con los planteos realizados en los seminarios anteriormente


citados, se trata de que el analista ocupe una posición tal que su yo, o “el otro con
minúscula que hay en él” (p. 216), esté ausente. Correlativamente, sigue sosteniendo
que el analista viene a ocupar, para el sujeto, la posición del Otro. En este momento de
su enseñanza lo define como el lugar de la palabra, “ese lugar tercero que existe siempre
en las relaciones con el otro, a, en cuanto hay articulación significante” (p. 198), Otro
que no es absoluto sino siempre evanescente. Se trata de la posición que es otorgada al
analista en la transferencia, y a partir de la cual éste interviene.

“Todo lo que sabemos del inconsciente desde el principio, a partir del sueño,
nos indica que hay fenómenos psíquicos que se producen, se desarrollan, se
construyen para ser escuchados, por lo tanto, precisamente, por este Otro que
está ahí aunque no se sepa (…) me parece imposible eliminar del fenómeno
de la transferencia el hecho de que se manifiesta en la relación con alguien a
quien se le habla” (Lacan, 1960-1961: 203).

42
Abordaremos los planteos realizados al respecto en el capítulo siguiente, cuando nos dediquemos a la
elaboración lacaniana de la contratransferencia.

135
Ahora bien, tal como dijimos, no se trata de un Otro absoluto. “En cuanto a este
Otro noético, su deseo es un enigma. Y este enigma está anudado con el fundamento
estructural de su castración” (Lacan, 1960-1961: 251). El Otro no puede responder
acerca de cuál es su deseo, lo cual es postulado por Lacan como una falta en el Otro, la
falta de un significante.

Esto es algo que podemos rastrear desde varios años antes, cuando Lacan
empieza a articular lo que se conoce como “el grafo del deseo” y tiene su expresión más
acabada en el escrito “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente
freudiano” (1960). Allí presenta la notación algebraica A [A barrado], para designar al
Otro en tanto está castrado, al Otro barrado. En la respuesta del Otro a la pregunta del
sujeto acerca de sí mismo, queda el enigma; hay en el Otro una falta que no completa el
deseo de saber del sujeto. Es lo que Lacan plantea cuando dice que “no hay Otro del
Otro” (Lacan, 1960: 778), lo cual tiene profundas incidencias en la estructuración
subjetiva. “No hay Otro del Otro”, que en el grafo vemos escrito S(A) [significante de A
barrado], significa que no hay en el Otro ningún significante que pueda oportunamente
responder por lo que soy. Juan Ritvo lo dice en estos términos: “en el Otro algo no
responde, literalmente: no responde. ¿A qué? A la pregunta por el último secreto de mi
nombre en tanto sujeto deseante. Allí, en el Otro no hay ninguna respuesta. En el Otro,
lo único que hay es un vacío, o más precisamente, un agujero” (Ritvo, 1997: 72).

Lacan retoma esto en el seminario sobre la transferencia, afirmando que el falo


simboliza lo que le falta al Otro para ser un Otro absoluto, completo.

“Si phi, el falo como significante, tiene un lugar, éste consiste muy
precisamente en suplir el punto donde, en el Otro, desaparece la significancia
–donde el Otro está constituido por el hecho de que en alguna parte hay un
significante faltante” (Lacan, 1960-1961: 264).

Se trata del significante que designa la falta de significante, [phi


mayúscula],como signo del deseo. En este seminario, el a minúscula –que más tarde
tendrá un lugar central en la teoría- interviene como objeto del deseo, objeto en el
fantasma, como ágalma; y se trata del objeto que el analista tiene en él en la medida en
que no comprenda demasiado, en que no sepa exactamente lo que desea el sujeto. En
este sentido, respecto de la posición del analista en relación al deseo, Lacan dice que se
trata de que éste se ubique en el lugar de deseante puro.

136
Entonces, Lacan ubica desde el inicio al analista en el lugar del Otro, es decir,
más allá del registro yoico. Resulta interesante, en este punto, enfatizar las resonancias
que tiene la expresión “l’Autre” en francés. En primer lugar, “l’Autre” puede significar
“el Otro”, acepción que utilizamos usualmente en español para referirnos a esta noción,
y que Lacan de algún modo promueve al “encarnar” al Otro en personas concretas (la
madre, el analista, etcétera). Asimismo, este término puede traducirse como “lo Otro”,
resonancia que nos permite efectuar una desustantivación del término, ya que “lo Otro”
nos remite a la Otredad, y no a un ser o una entidad (lo cual es vehiculizado por el
artículo “el”). Asimismo podemos pensar la tensión entre “el Otro” y “lo Otro” como
una puesta en juego de la interferencia entre el aspecto simbólico y el aspecto real del
Otro.

Ahora bien, esta última acepción se hace más palpable a partir del seminario “La
Angustia” (1962-1963), en el cual la introducción del objeto a acentúa la alteridad
radical del Otro, su núcleo real. Hasta este momento, Lacan articulaba la cuestión de la
falta a nivel del significante, e instituía al falo, en su dimensión simbólica, como el
significante de la falta (). En ese momento de su enseñanza se trataba del a como
objeto del deseo, es decir, el objeto que estaría “adelante” del deseo, como señuelo, y no
del objeto causa. Retomando estos planteos anteriores, Lacan dice en el seminario “La
Angustia”:

“ya les dije en otro tiempo, en suma, que no hay falta en lo real, que la falta
sólo puede captarse por medio de lo simbólico. Es en el nivel de la biblioteca
donde se puede decir –Aquí, el volumen tal falta en su lugar. Este lugar es un
lugar designado por la introducción previa de lo simbólico en lo real. Por
este motivo, la falta de la que hablo aquí, el símbolo la colma fácilmente,
designa el lugar, designa la ausencia, presentifica lo que no está ahí” (Lacan,
1962-1963: 146).

Entonces, ¿qué viene a aportar de novedoso la angustia y la falta a la que nos


introduce? La novedad que introduce Lacan en este seminario es que habría una falta
irreductible al significante, una falta radical, “radical en la constitución misma de la
subjetividad” (Lacan, 1962-1963: 148).

“La relación con el Otro, donde se sitúa toda posibilidad de simbolización y


de lugar del discurso, va a dar con un vicio de estructura. El paso más que

137
hay que dar es concebir que en este punto tocamos aquello que hace
propiamente posible la relación con el Otro, o sea, con aquello de donde
surge que haya significante. Este punto de donde surge que haya significante
es el que, en cierto sentido, no puede ser significado. Es lo que llamo el
punto falta de significante” (Lacan, 1962-1963: 149).

En este momento podemos remitirnos al esquema de la división que Lacan


introduce en este seminario (p. 36), para ubicar cuál es este punto que resiste cualquier
significantización:

A S

S A

Siguiendo a Lacan, al principio encontramos el A:

“el Otro originario como lugar del significante, y S, el sujeto todavía no


existente, que debe situarse como determinado por el significante. (…) Con
respecto al Otro, el sujeto que depende de él se inscribe como un cociente.
Está marcado por el rasgo unario del significante en el campo del Otro (…)
Hay, en el sentido de la división, un resto, un residuo. Ese resto, ese Otro
último, ese irracional, esa prueba y única garantía de la alteridad del Otro, es
el a” (Lacan, 1962-1963: 35-36).

Este a que Lacan designa con una letra, una notación algebraica que es “como
un hilo destinado a permitirnos reconocer la identidad del objeto en las diversas
incidencias en las que se nos manifiesta” (p. 98), es estructurante. El a se constituye
como resto en la relación del sujeto con el Otro, y en cuanto tal resiste a toda
asimilación a la función del significante. “Pero precisamente este desecho, esta caída,
esto que resiste a la significantización, es lo que acaba constituyendo el fundamento en
cuanto tal del sujeto deseante” (p. 190), ya que “el objeto cae del sujeto en su relación
con el deseo” (p. 191). Es por ese movimiento que el objeto a va a situarse “por detrás”,
como objeto causa de deseo. Así, podemos captar la originalidad de este planteo en el
hecho de que el sujeto se define ahí donde no puede pensarse, a partir de un resto que lo
representa en su real irreductible.

138
Cuando el sujeto busca un punto firme a partir del cual constituirse, no encuentra
respuesta: al “che vuoi?”, “¿qué me quiere?”43, responde una falta en el significante, y
no ya un significante en ausencia. Lacan lo articula cuando dice que

“el Otro está allí como inconciencia constituida en cuanto tal. El Otro
concierne a mi deseo en la medida de lo que le falta. Es en el plano de lo que
le falta sin que él lo sepa donde estoy concernido del modo que más se
impone, porque para mí no hay otra vía para encontrar lo que me falta en
cuanto objeto de mi deseo. Por eso para mí no sólo no hay acceso a mi
deseo, sino tampoco sustentación posible de mi deseo que tenga referencia a
un objeto, cualquiera que sea, salvo acoplándolo, anudándolo con esto, el S,
que expresa la necesaria dependencia del sujeto respecto al Otro en cuanto
tal” (Lacan, 1962-1963: 32).

En la respuesta del Otro a la pregunta del sujeto acerca de sí mismo, queda el


enigma; hay en el Otro una falta que no completa el deseo de saber del sujeto. Éste va a
constituirse entonces como sujeto barrado en la medida en que se hace cargo de esa falta
en el Otro, de manera inconsciente. De esa operación queda un resto, a, objeto causa de
deseo. En otras palabras, podemos ubicar la dimensión de la “otredad” en el hecho de
que el sujeto se constituye como S [S barrado] a partir de algo que le falta al Otro, que
lo descompleta. La determinación significante no es total, una determinación absoluta
sólo existe como ficción teórica.

Habiendo introducido esta dimensión de la falta irreductible al significante,


Lacan retomará su conceptualización de la transferencia.

“Aquí se verá, me parece, mejor que en ninguna otra parte, que la falta de
manejo no es el manejo de la falta. Cada vez que un discurso llega lo
bastante lejos en lo referente a la relación que nosotros tenemos, como Otro,
con quien tenemos en análisis, se plantea la cuestión de lo que debe ser
nuestra relación con este a” (Lacan, 1962-1963: 152).

Lacan afirmará, a partir de esto, que lo que debe estar siempre en juego en un
análisis es la función del corte, es decir, el “límite donde se instaura el lugar de la falta”

43
No sólo ¿qué quiere él de mí?, sino también “una interrogación suspendida que concierne directamente
al yo (…) ¿qué quiere en lo concerniente a este lugar del yo?” (Lacan, 1962-1963: 14)

139
(Lacan, 1962-1963: 159), falta que no es colmable sino que debe ser tenida en cuenta en
cuanto tal.

Es aquí donde Lacan sitúa el impasse freudiano, lo cual constituye un punto


clave para rearticular la noción de contratransferencia44:

“en la medida en que la situación del deseo –virtualmente implicada en


nuestra experiencia, y que, por así decir, la trama por entero- no está sin
embargo verdaderamente articulada en Freud, el fin del análisis da con un
tope, y tropieza con el signo implicado en la relación fálica” (Lacan, 1962-
1963: 259).

Sin duda, Lacan está refiriéndose aquí a los planteos de Freud en “Análisis
terminable e interminable” (1937), que ya mencionamos en el capítulo 2, cuando se
refiere al complejo de castración –en su versión masculina y femenina- como la “roca
de base” con la que viene a chocarse el trabajo terapéutico. Asimilando este tope a una
cuestión biológica, Freud afirma que lo único que puede esperar el analista al final del
análisis es haber ofrecido al paciente los recursos psíquicos suficientes para
reposicionarse frente a este factor que implica la diferencia sexual y vérselas con la
propia castración (Freud, 1937: 251-254). Lo que Lacan indica en su lectura crítica es
que, al no estar articulada en Freud la diferencia entre el objeto causa de deseo y el
objeto parcial como señuelo, la posición del analista queda coagulada en este último
lugar. De esta manera, se bloquea la posibilidad de pensar el fin de análisis a partir de
articular otras maneras posibles de ubicarse en la dirección de la cura.

Luego de haber articulado en el curso de varios años el a como objeto del deseo
en los términos de objeto “señuelo”, Lacan enfatiza en el seminario “La angustia” el
lugar del objeto “causa”. A partir de entonces, la dimensión del deseo no puede pensarse
sin hacer referencia a esta falta, a este agujero, a este resto.

“El deseo es ilusorio (…) porque se dirige siempre a otra parte, a un resto, un
resto constituido por la relación del sujeto con el Otro y que lo sustituirá (…)
Ningún falo permanente, ningún falo todopoderoso, es capaz de cerrar con
nada apaciguador la dialéctica de la relación del sujeto con el Otro, y con lo
real” (Lacan, 1962-1963: 259).

44
Trabajaremos esto en profundidad en el capítulo siguiente.

140
Más adelante, vuelve a enfatizar el vínculo entre el deseo y el objeto, tal como lo
viene elaborando conceptualmente:

“La base de la función del deseo es, en un estilo y una forma que se tienen
que precisar cada vez, este objeto central a, en la medida en que está, no sólo
separado, sino siempre elidido, en otro lugar que allí donde soporta el deseo,
y sin embargo en relación profunda con él” (Lacan, 1962-1963: 273).

Se tratará, en el registro imaginario, de taponar esta falta por medio de la


imagen. “Por la forma i(a), mi imagen, mi presencia en el Otro, carece de resto. No
puedo ver lo que allí pierdo. He aquí el sentido del estadio del espejo” (Lacan, 1962-
1963: 273). Pero en ese punto es que precisamente el análisis no debe limitarse a este
registro, al análisis de yo a yo.

Por otro lado, la puesta a punto del estatuto del objeto a como causa de deseo es
lo que le permitirá a Lacan dar razón de lo que designa bajo el nombre “deseo del
analista”. Así, plantea que el campo del psicoanálisis es el campo del deseo, el cual,
como viene desarrollando en este seminario, se constituye en la relación del sujeto con
el Otro.

Ya en el seminario “La transferencia” se hablaba de la posición del analista y de


qué podía significar hablar del “deseo del analista”. Lacan es muy claro al afirmar que
“la complejidad de la cuestión de la transferencia no se podía en absoluto limitar a lo
que ocurre en el sujeto llamado paciente, en el analizado. En consecuencia, se plantea la
cuestión de articular (…) qué debe ser el deseo del analista” (Lacan, 1960-1961: 124).
Tomando como ejemplo la posición de Sócrates en “El Banquete”, Lacan afirma que se
trata para el analista de ocupar el lugar de “deseante puro” (p. 410) y ubica la tensión
entre el deseo y la demanda, afirmando que “el deseante en cuanto tal no puede decir
nada de sí mismo, salvo aboliéndose como deseante (…) porque no bien dice, el sujeto
ya no es más que un pedigüeño, pasa al registro de la demanda y es otra cosa” (p. 411).
El analista debe ser capaz de sostener el deseo en cuanto tal, sin obturar con postizos el
deseo del sujeto. El lugar del objeto a minúscula (recordemos que aquí todavía se trata
del objeto en el fantasma) “el analista, por su parte, sólo puede pensar que cualquier
objeto puede rellenarlo (…) No hay objeto que valga más que otro – éste es el duelo a
cuyo alrededor se centra el deseo del analista” (p. 440).

141
Ahora bien, tal como afirmamos anteriormente, introducir el objeto a en su
estatuto real por fuerza vendrá a modificar la concepción del objeto en el deseo, y por
consiguiente en el deseo del analista. En la lección del 05/06/63 Lacan está retomando
su concepción del análisis como campo del deseo, y vuelve sobre el hecho de que éste
tiene su origen en la relación del sujeto con el Otro (A mayúscula).

“Esta relación, por fuerza, la reencontramos en nuestra praxis en la medida


en que reproducimos sus términos. Lo que engendra nuestra praxis es este
universo, simbolizado en último término por la famosa división que nos guía
desde hace un tiempo a través de los tres tiempos en los cuales el S, sujeto
todavía desconocido, tiene que constituirse en el Otro, y el a surge como
resto de la operación” (Lacan, 1962-1963: 294).

Lacan agrega que para que haya posibilidad de transferencia es necesario que
este objeto se sitúe en el campo del Otro y allí se aventure el sujeto a buscarlo. En esta
misma línea, afirma que el deseo del analista, como todo deseo, tiene una referencia
interna al objeto a, causa de deseo. Se trata de que quien ocupe el lugar de analista sea
alguien que “por poco que sea, por algún lado, algún borde, haya hecho volver a entrar
su deseo en este a irreductible” (Lacan, 1962-1963: 365). En este sentido podemos
plantear la importancia de que el analista intervenga a partir de su deseo de analista y no
con su fantasma, es decir, que deje lugar a un vacío, a la función de la falta, sin intentar
recubrirla.

Estos planteos son retomados un año más tarde, en el seminario titulado “Los
Cuatro Conceptos Fundamentales del Psicoanálisis” (1964), cuatro conceptos entre los
cuales encontramos a la transferencia. Lacan plantea en este seminario la noción de
“sujeto al que se supone saber”, para designar el lugar que ocupa el analista y para
marcar que de esto depende que se instaure la transferencia. Al mismo tiempo, enfatiza
el hecho de que, aunque el analista se ubique en este lugar, nunca puede pretender
representar un saber completo, absoluto. El Otro que sabe es, entonces, una creación del
sujeto, y este Otro se encarna en una persona real –en este caso, el analista. Lacan
introduce a continuación algo más: “el sujeto entra en juego a partir del siguiente
soporte fundamental –al sujeto se le supone saber, por el mero hecho de ser sujeto del
deseo” (Lacan, 1964: 261). A partir de esto se produce lo que se denomina “efecto de
transferencia”, que no es otra cosa que el amor. Ahora bien, Lacan ubica al amor en el
plano del narcisismo, y por ello se plantea como demanda de ser amado, en un intento

142
de suplir una falta incolmable; se enfatiza entonces la función de engaño del amor, lo
cual le confiere a la transferencia su carácter de resistencia. Además, articula en este
punto el efecto de alienación que esto implica, lo cual remite a la primera operación
articulada por Lacan en la relación del sujeto con el Otro y en su constitución como
sujeto barrado. Ahora bien, luego afirmará que el campo de la transferencia no puede
pensarse sin relación a la segunda operación, que denomina “la separación”. El amor de
transferencia constituye así un intento del sujeto de encubrir el hecho de que su deseo
está sujeto al deseo del analista. “En consecuencia, podemos decir que detrás del amor
llamado de transferencia está la afirmación del vínculo del deseo del analista con el
deseo del paciente” (Lacan, 1964: 262). En la “liquidación” de la transferencia se tratará
entonces de romper con ese engaño por el cual el sujeto se propone como objeto amable
al Otro.

En esta misma línea, Lacan afirma que el discurso del análisis va cobrando
forma como discurso de la demanda; es decir que cuando el sujeto comienza a hablar al
analista, lo hace bajo la forma de una demanda, la cual se articula siempre con
significantes. Lacan ubicará como primer tiempo de la transferencia el punto en que el
sujeto instaura, en el centro de la relación con el analista, el significante Ideal del yo,
lugar “desde donde el Otro me ve tal como me gusta que me vean” (p. 276), lugar desde
el cual el sujeto se siente amado. En este punto se ubica la cuestión de la identificación,
que el análisis debe franquear. Aquí es que se articula la operación de separación: “el
sujeto, por la función del objeto a, se separa, deja de estar ligado a la vacilación del ser,
al sentido que constituye lo esencial de la alienación” (p. 265).

Tras esa demanda, más allá de ella, se sitúa el deseo. En este punto podemos
establecer una articulación con el concepto de “deseo del analista”.

“Si la transferencia es aquello que de la pulsión aparta la demanda, el deseo


del analista es aquello que la vuelve a llevar a la pulsión. Y, por esta vía,
aísla el objeto a, lo sitúa a la mayor distancia posible del I [Ideal del yo], que
el analista es llamado por el sujeto a encarnar” (Lacan, 1964: 281).

El analista, sostenido en su deseo, debe abandonar ese lugar de ideal para servir
de soporte al objeto a, cuya función es la de ser “separador”. Se trata de que el
analizante pueda, más allá del fantasma, experimentar la relación con la pulsión. El
manejo de la transferencia, a partir de la “x” que constituye el deseo del analista,

143
consiste en llevar la experiencia del sujeto a que se presentifique, de la realidad del
inconsciente, la pulsión. En este punto es importante retomar la afirmación de Lacan
respecto de que el objeto a, causa de deseo, es el objeto de la pulsión (Lacan, 1964:
251). El deseo, actuado en la pulsión, le da vueltas al objeto de la pulsión, objeto a.

En este punto volvemos a encontrarnos con la noción de “otredad” como lo que


está más allá de la identificación. El analista, ubicado en el lugar del Otro, es llamado al
lugar de I; a partir de los planteos anteriores, podemos decir que se trata en el análisis de
llevar adelante un proceso de “desidentificación”. De esta forma, el análisis puede ser
llevado más allá de la demanda y de la identificación, al plano del deseo y al encuentro
del sujeto “con la porquería que le sirve de soporte, el objeto a, cuya presencia, puede
decirse legítimamente, es necesaria” (p. 266).

Esto abre también a pensar la cuestión del fin de análisis, que si bien no
abordaremos aquí por exceder los límites de esta tesis, sí mencionamos por considerarlo
vinculado estrechamente a la cuestión de la posición del analista en la relación
transferencial. Por otro lado, en este punto se establece la tensión entre los planteos de
Lacan y “el tope” freudiano. Siguiendo a Kuri, pensar la finalización del análisis
implica que el analista deja de ser el objeto a para el otro, causa de discurso en el otro,
causa de deseo en la transferencia. Esto lleva a plantearnos la siguiente pregunta: si el
analista no es más objeto a “para el otro”, ¿qué estatuto del objeto a puede permitirnos
pensarlo? Los desarrollos de Lacan en el seminario “La Angustia” pueden aportarnos
material al respecto. Se trata del objeto a en su estatuto de desecho, de resto, de caída.
“El objeto a es ese elemento que nos permite pensar la opacidad del analista, el punto en
donde el analista es un desecho” (Kuri, 2010: 119). No se trata del objeto causa, no se
pone en juego en este punto la dimensión de la sustitución.

En el curso de esta argumentación hemos podido vislumbrar cómo la operación


de barradura del gran Otro, tiene una fuerte incidencia no sólo a nivel teórico sino
también a nivel clínico. Al dar un paso más luego de la introducción del S (A)
[significante del A barrado], y plantear, con la introducción del objeto a como resto,
como causa, la idea de una falta irreductible al significante, Lacan debió también volver
sobre la conceptualización de la transferencia. De esta forma, luego de sostener durante
años que el analista debía ocupar el lugar del Otro en la relación analítica, para no caer
en los impasses de un psicoanálisis reducido al registro imaginario, Lacan debió
introducir en la maniobra y la operación de la transferencia la incidencia del objeto a.

144
Así, el analista, gracias a su análisis personal, debe poder servir de soporte al objeto a,
ser un Otro en tanto que no es absoluto, si quiere ir más allá de una identificación
idealizante que obture la falta radical constitutiva del deseo. Se trata de poner en juego
el a en tanto falta irreductible al significante y de que el analista se sitúe como A
barrado para que el análisis no quede detenido en la impotencia, en el -[el impasse
freudiano, tal como lo sitúa Lacan].

En este marco es que se plantea la pregunta acerca de la pertinencia del concepto


de contratransferencia en psicoanálisis, que abordaremos a continuación.

145
CAPÍTULO 6

“CRÍTICA DE LA CONTRATRANSFERENCIA”.
¿TÉRMINO IMPROPIO, CONCEPTO CADUCO?

El hecho de que Lacan ejerció una crítica de la contratransferencia y de muchos


autores que la tomaron como eje de su reflexión clínica, es una cuestión comúnmente
aceptada entre los psicoanalistas. De hecho, “Crítica de la contratransferencia” es el
título que lleva la clase del 08/03/1961 de la edición del seminario “La transferencia”
(1960-1961) que tomamos como referencia, lección a partir de la cual se suele
considerar desaparecida a esta noción del vocabulario lacaniano. ¿Pero es esto
realmente lo que hace Lacan? ¿Adónde dirige el ataque? ¿Se trata de anular un término
ya que sus resonancias y sus incidencias en el recorte de una praxis no resultan válidas
en el marco de un psicoanálisis? ¿Llegamos con Lacan a establecer la caducidad de un
concepto que ya no tiene nada que decir en el conjunto de los conceptos psicoanalíticos,
porque otros –transferencia, deseo del analista- dan cuenta, de manera más eficaz, de
aquello que la contratransferencia venía a delimitar?

En Elementos para una enciclopedia del Psicoanálisis (1996), Érik Porge


sostiene que

“el término «contratransferencia» no conviene (…) para designar la


especificidad de la función del analista; es preferible la expresión propuesta
por Lacan, «deseo del analista». En el uso de ese «contra», además, hay algo
que se basa en la comprensión, y el analista debe permanecer capaz de
despegarse de su comprensión” (Porge, 1996: 108).

Esta afirmación abre dos cuestiones importantes que se han convertido en


lugares comunes y que es importante abordar críticamente: ¿resulta válido superponer
las nociones de “contratransferencia” y “deseo del analista”, al punto de proponer el
reemplazo de una por la otra? Y por otro lado, ¿la capacidad y posibilidad de despegarse
de la comprensión es equivalente a desechar todo orden de comprensión en el curso de
un análisis; en otras palabras: la posibilidad de distanciarse, despegarse de la
comprensión, y la anulación total de este plano, resultan una y la misma cosa?

146
En este capítulo haremos un recorrido por los planteos lacanianos respecto de la
contratransferencia entre los años 1951 y 1964, analizando la posición del autor
respecto de los planteos freudianos y posfreudianos, e interrogando la posibilidad de
encontrar allí un punto de vista original respecto de la misma.

LA CONTRATRANSFERENCIA EN LACAN: PRIMEROS ABORDAJES

Lacan aborda desde sus tempranos escritos la noción freudiana de


contratransferencia. En “Intervención sobre la transferencia” (1951), a partir del análisis
del caso Dora y estudiando los impasses de Freud en la cura de la joven, el autor
construye una definición de contratransferencia que se ha hecho célebre. Resulta
interesante, en este punto, la propuesta de Leonardo Gorostiza consistente en leer este
escrito “como la temprana respuesta a un texto que, según algunos autores, marcó el
inicio de un nuevo paradigma” (Gorostiza, 2004: 36): el artículo ya comentado de Paula
Heimann, presentado dos años antes.

En este momento de su teorización, Lacan afirma que la experiencia analítica se


sostiene en la relación de sujeto a sujeto, concepto que nos aleja de nociones como
“persona” o “individuo”, utilizadas por la psicología. En ese contexto, sostiene que “el
psicoanálisis es una experiencia dialéctica, y esta noción debe prevalecer cuando se
plantea la cuestión de la naturaleza de la transferencia” (Lacan, 1951: 210). Por ello, al
estudiar el caso Dora, Lacan expondrá su estructura en términos de “inversiones
dialécticas”, y ubicará las dificultades de Freud en el punto en donde la posibilidad de
articular estas inversiones dialécticas se detuvo. Tal como ya lo trabajamos en el
apartado dedicado a una relectura de este historial freudiano, el paso que Freud no logró
dar allí tuvo que ver con no poder ubicar el lugar que ocupaba la señora K. para Dora. Y
es en este punto que Lacan introduce su definición de contratransferencia, entendida
como “la suma de los prejuicios, de las pasiones, de las dificultades, incluso de la
insuficiente información del analista en determinado momento del proceso dialéctico”
(p. 219). En otras palabras, es por creer que lo adecuado para la mujer es el hombre, que
Freud volvió constantemente sobre el supuesto amor de Dora por el señor K y pasó por
alto el papel de la señora K en el asunto. Freud no pudo captar aquí lo que años más

147
tarde Lacan denominó “la estructura de las histéricas” (1956-1957: 141), que implica
que “la histérica es alguien cuyo objeto es homosexual –la histérica aborda este objeto
homosexual por identificación con alguien del otro sexo” (p. 141). El señor K. era
entonces una cristalización del yo de Dora, a través de la cual ella podía vincularse con
la señora K., que representaba la pregunta de Dora, la que le permitía interrogar la
función femenina y la posibilidad de ubicarse como objeto de deseo del hombre.

Freud mismo quedó ubicado también en este lugar de sostén yoico de Dora
(Lacan, 1951: 215), pero no pudo captar esto en función de la estructura de su paciente,
sino que leyó nuevamente (como lo hizo en el caso del señor K.) este vínculo libidinal
en el sentido de una elección de objeto heterosexual.

Resulta interesante el planteo de Yellati, quien lee en esta definición de la


contratransferencia la ruptura, por parte de Lacan, de la complementariedad entre la
transferencia y la contratransferencia, base de la afirmación de muchos autores
posfreudianos de que ésta podía servir como guía para conocer e interpretar los procesos
inconscientes del paciente. Desde esta lectura, la contratransferencia

“(…) está constituida previamente. Es interpretar literalmente cómo la


caracteriza Lacan en tanto la suma de los prejuicios del analista. Se trata de
juicios preexistentes, que no se constituyen en el marco del dispositivo
analítico, que no sólo no permiten la interpretación, sino que marcan una
posición equívoca para que se produzca” (Yellati, 2004: 85)

Aunque se trata de un abordaje anterior incluso a su seminario sobre “Los


Escritos Técnicos de Freud” (1953-1954), muchos consideran esta posición respecto de
la contratransferencia como la definitiva en Lacan. No obstante, como veremos, varios
son los giros que fue realizando respecto de esto.

En el seminario mencionado, Lacan retoma esta cuestión desde la apertura


misma del ciclo lectivo. Menciona la importancia que venía adquiriendo en ese último
tiempo la noción de contratransferencia, y afirma que esto “implica el reconocimiento
de que, en el análisis, no sólo está el paciente. Hay dos; y no solamente dos” (Lacan,
1953-1954: 13). En este punto y coma, que oficia de separador, podemos encontrar el
punto de quiebre que marca la crítica de Lacan respecto de los analistas posfredianos.
De hecho, desde la primera lección del seminario se refiere a la idea del análisis como
“relación interhumana” (p. 24), y retoma la noción de una “inter-reacción imaginaria

148
entre analizado y analista” (Lacan, 1953-1954: 25): en el análisis “hay dos”. Pero, al
mismo tiempo, afirma que quedarse en ese punto nos lleva a un callejón sin salida:
debemos hacer intervenir un tercer elemento, la experiencia analítica es una relación de
tres, ya que la palabra se encuentra en un lugar central. “No solamente dos”.

En este punto, Cabral (2009: 76) encuentra una tensión esencial con las
propuestas de Racker –a quien, por otro lado, Lacan no mencionará a lo largo de toda su
enseñanza y su obra escrita. Recordemos que Racker reivindicaba la igualdad entre
analizante y analista, lo cual lleva a una equiparación que borra la asimetría planteada
por Lacan como constituyente de la experiencia analítica. Desde el punto de vista de
Cabral, la crítica permanente de Lacan a quienes reducían el análisis a una relación dual
implica en el mismo movimiento una crítica al “igualitarismo” promovido por Racker.

Ahora bien, la cuestión de la relación de dos nos introduce en el campo de lo


imaginario, del yo, y allí es donde Lacan ubica –al igual que en 1951- la cuestión de la
contratransferencia: “no es sino la función del ego del analista, lo que denominaba la
suma de los prejuicios del analista” (Lacan, 1953-1954: 43). En este sentido, agrega
luego que “Nunca dijimos que el analista jamás debe experimentar sentimientos frente a
su paciente. Pero debe saber, no sólo no ceder a ellos, ponerlos en su lugar, sino usarlos
adecuadamente en su técnica” (p. 57). Esto implica, tal como aclara a continuación,
comprender que la contratransferencia se plantea en el terreno de la relación de yo a yo,
lo cual no implica que sea falsa –Lacan afirma que los sentimientos son siempre
recíprocos, por lo cual el paciente bien puede estar sintiendo lo que siente el analista-
pero sí implica que hacer de ella la guía de la interpretación obtura la posibilidad de un
análisis. En consonancia con sus planteos de 1951, en este mismo seminario retoma el
análisis de Dora para indicar que el error de Freud consistió precisamente en hacer
intervenir su yo, “la concepción que tiene acerca de para qué está hecha una muchacha:
está hecha para amar a los muchachos” (p. 272). De ahí que la dialéctica analítica se
detuviera y el análisis se viera interrumpido.

Cabral (2009: 63) establece en este punto una articulación entre la postura de
Lacan respecto de la contratransferencia y los planteos de Winnicott respecto de la
“actitud profesional del analista”. Dijimos, en el apartado dedicado a este autor, que
Winnicott plantea una distinción clara entre la persona que es el analista y la función
que cumple en las curas de sus pacientes. El sostenimiento de esta diferenciación
significa, para el autor, una tensión sufrida por el analista, y el análisis personal

149
permitiría que esta tensión no sea excesiva ni se malogre su actitud profesional (lo cual
es propuesto como definición posible de la contratransferencia). Ahora bien, Cabral
plantea que podemos leer en Lacan una precisión conceptual respecto de las fuentes de
dicha tensión: se trataría de la dificultad propia del abandono, de la puesta entre
paréntesis, de los intereses y los ideales yoicos. Cabral va más lejos al retomar los
planteos de Lacan del seminario “La Ética” (1959-1960), cuando afirma que el creciente
interés de los psicoanalistas por la contratransferencia y su lugar central en el análisis es
consecuencia del pánico que produce la necesaria “desposesión de la propia persona que
es constitutiva de su función” (Cabral, 2009: 64).

En su escrito “La dirección de la cura y los principios de su poder” (1958),


Lacan vuelve a tomar esta cuestión en relación a la relación dual, imaginaria, y dice
muy claramente respecto de los sentimientos del analista -que constituyen aquello que
se denomina “contratransferencia”- que “lo que es seguro es que (…) sólo tienen un
lugar posible en este juego, el del muerto; y que si se lo reanima, el juego se prosigue
sin que se sepa quién lo conduce” (Lacan, 1958: 563). La utilización de esta metáfora ha
sido algo problemática, quizás por nuestra falta de familiaridad con el juego del bridge
que nos obliga a acceder a un conocimiento indirecto de las reglas del juego para poder
captar mejor a qué se refería verdaderamente Lacan. En general, rápidamente asociamos
la idea del “muerto” con la rigidez, la frialdad y el silencio absoluto (“de ultratumba”).
No obstante, a través de Leff podemos acceder a una interesante explicación de esta
función en el juego, ya que la autora destaca la versatilidad del “muerto” o “dummy” en
el bridge:

“Dummy quiere decir, en efecto, mudo, pero también es ser o hacerse el


tonto; un actor sin un papel específico; un comodín, un maniquí, un
simulador, un muñeco de artificio, un señuelo (…) un objeto que sirve a
propósito del otro. (…) En el bridge, es aquel que abre sus cartas para que
otro juegue con ellas y, de esa manera, ayude a su pareja a deducir las cartas
en juego en la partida. Pero no puede intervenir, es dirigido por su
partenaire” (Leff, 2007: 121, n. 7).

Así, estamos lejos de la “cadaverización” (Cabral, 2010: 18), aunque esta


metáfora no deja de conllevar la negativa a que quien ocupe este lugar intervenga
jugando con sus propias cartas. En esta línea, podemos leer otra alusión a esta figura
años después, cuando se establece que “en el otro con minúscula que hay en él [el

150
analista] tiene que haber algo capaz de jugar al muerto” (Lacan, 1960-1961: 216).
Nuevamente, la expresión “jugar al muerto” nos conduce a la idea de un artificio,
dejando abierta la pregunta acerca de otro destino posible para la contratransferencia,
diferente de su proscripción.

En su seminario “La relación de objeto” (1956-1957), Lacan vuelve sobre la


temática de la contratransferencia y articula sus reflexiones respecto del caso Dora con
su lectura del caso de la joven homosexual, ubicando que la dificultad freudiana se
plantea en el mismo punto.

Como ya vimos en el capítulo sobre la transferencia freudiana, la joven de 18


años a quien sus padres habían llevado a análisis para que Freud curara de su elección
de objeto homosexual, presenta, al tiempo de iniciada la cura, sueños en los que se la
veía curada, añorante de un matrimonio con un hombre y de tener hijos. Freud califica a
estos sueños de mentirosos y afirma que a través de ellos la paciente estaba intentando
engañarlo a él como engañaba a su padre. “Se insinúa aquí la atribución al sujeto de una
intención de cautivarlo a él, a Freud, para que se dé un trastazo, para que caiga de más
alto tras quedarse enredado en la situación” (Lacan, 1956-1957: 109). En el énfasis
puesto por Freud en la intención de la joven de desilusionarlo45, Lacan lee una “acción
contratransferencial”. La posición de Freud en el caso de la joven homosexual le impide
ver que se trata de una verdadera transferencia; en lugar de interpretarla, Freud lee el
deseo de engañar como algo dirigido contra él. Así, Lacan sostiene que “lo que quiere
evitar es sentirse desilusionado. O sea que está dispuesto a hacerse ilusiones. Si se pone
en guardia contra esas ilusiones, ya ha entrado en el juego. Realiza el juego imaginario,
y lo convierte en real, porque él mismo está adentro” (p. 110). De lo que se trata aquí,
según el análisis del autor, es de una cristalización de las posiciones de Freud y de su
paciente, provocada por la manera en la cual Freud lee este caso (p. 136). Esta
cristalización impide que se despliegue el juego transferencial y se continúe el análisis.
En otras palabras, siguiendo el legado de Freud, Lacan ubica en esta época a la
contratransferencia como resistencia del analista. Por otro lado, articula esto con la
dificultad de Freud de “llegar a una formulación depurada de la transferencia” (p. 137);
él no discierne entre la transferencia simbólica e imaginaria y queda capturado en esta
última: interpreta el sueño de la paciente en este sentido, como engaño al analista, y

45
Ya hemos destacado este énfasis en el capítulo 1, al trabajar este caso.

151
pierde de vista que este sueño representa la transferencia en su sentido más propio, en su
sentido simbólico, tal como la hemos formulado más arriba.

En su Diccionario introductorio de psicoanálisis lacaniano, Dylan Evans dice,


respecto de este análisis, que

“al interpretar el sueño de la mujer como expresivo de un deseo de


engañarlo, Freud se estaba centrando en la dimensión imaginaria de la
transferencia, y no en la dimensión simbólica (…). Es decir que Freud
interpretó el sueño como algo dirigido a él personalmente, y no como algo
dirigido al Otro” (Evans, 1996: 58).

No obstante, lo interesante de la lectura realizada en este seminario es la


reflexión que sigue: “su contratransferencia hubiera podido servirle, pero a condición de
no creérsela, de no estar implicado” (Lacan, 1956-1957: 110). Así como en el caso Dora
Freud está demasiado ubicado en el lugar del señor K, en el caso de la joven
homosexual tropezará por estar demasiado ubicado en el lugar del padre. Ahora bien,
Freud no logró leer esto en clave transferencial, no logró poner a trabajar a sus pacientes
respecto de esto, sino que quedó capturado en estos lugares.

Guyomard, al referirse a este punto del análisis de la joven, sostiene que

“Freud privilegia la intención de engañarlo a costa del deseo de engañar y


del “discurso mentiroso” de esos sueños. Mentira que, por el simple hecho
de haber sido soñada en el marco de la transferencia, dirigida a Freud,
deviene una verdad a ser escuchada más que una palabra a rectificar o a
contradecir. Si el inconsciente no miente, hay que escuchar la verdad de una
mentira. Al denunciarla de la manera en que lo hace, Freud le da demasiada
consistencia. Le “da cuerpo” a ese deseo de engañar. Lo objetiva. En suma,
dice: «usted quiere engañarme, yo no le creo», antes que: «¿por qué y por
quién querría usted engañarme?»” (Guyomard, 2011: 54).

Así, podemos decir que Freud no logró domeñar la contratransferencia, pero


fundamentalmente, no logró servirse de ella.

Hay resonancias de este planteo unos años después, en el seminario sobre “La
Transferencia” (1960-1961), que ya hemos comentado a propósito de los cambios
respecto de cómo pensar la misma en el análisis y que retomaremos en el próximo
apartado. Aquí la contratransferencia aparece en principio articulada con el amor, que es

152
una de las claves con las cuales Lacan va a pensarla durante todo ese año lectivo. Allí
retoma el caso de Anna O. y afirma que no fue sólo ella la que estuvo tomada por la
historia de amor con Breuer: el médico también amó a su paciente (Lacan, 1960-1961:
16). Ahora bien, tal como lo abordamos en el primer capítulo, esto mismo estuvo en la
base de la huida de Breuer del caso. En este punto, y frente al carácter ineludible del
amor de transferencia, Lacan se pregunta la razón de que los análisis conducidos por
Freud no llegaran al mismo desenlace: “A diferencia de Breuer, y por la causa que
fuese, la actitud que adopta Freud le convierte en el amo del temible pequeño dios [se
refiere a Eros]. Opta (…) por servirle para servirse de él” (p. 18). Nuevamente, se lee en
Lacan una apertura mucho mayor de la que suelen atribuirle las lecturas más clásicas: el
analista podría servirse de la contratransferencia a modo de un artificio.

En este mismo sentido leemos lo que plantea en “Subversión del sujeto y


dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano” (1960), respecto de que una
“vacilación calculada de la “neutralidad” del analista” (Lacan, 1960: 784) puede tener
eficacia en el curso de un análisis. Ahora bien, como ya hemos visto en los ejemplos
clínicos que abordamos en nuestro recorrido por los autores posfreudianos que han sido
pioneros en el planteamiento de la temática de la contratransferencia, estas vacilaciones
no siempre son calculadas, y no siempre son eficaces. De ahí que Lacan hable también
del riesgo que estas vacilaciones pueden significar en la dirección de la cura. Allí es que
se abre la cuestión del deseo del analista.

Vemos entonces que, ya en sus primeras formulaciones, Lacan no es tan


lapidario como suele leerse en su obra. La cuestión es compleja, está llena de matices, y
abre a una articulación e interrogación respecto de otros conceptos del corpus teórico
lacaniano. En los apartados que siguen nos dedicaremos a recorrer con detenimiento los
dos momentos de su enseñanza en que la cuestión de la contratransferencia tuvo un
lugar central. Así, iremos construyendo diferentes caminos de abordaje para intentar dar
cuenta de qué podría significar este “servirse de ella”, qué relación se trata entre este
concepto y otros conceptos relacionados, y qué estatuto podríamos darle en la clínica.

153
LACAN POLÉMICO: CRÍTICA DE LOS ANALISTAS POSFREUDIANOS,

¿CRÍTICA DE LA CONTRATRANSFERENCIA?

Si dejamos de lado las menciones que Lacan realiza en diversos momentos de su


obra y su enseñanza y que nuestro trabajo de investigación ha ubicado en seminarios y
escritos, podemos establecer que el autor aborda específicamente la cuestión de la
contratransferencia en dos momentos puntuales de su enseñanza: su seminario sobre
“La transferencia” y el seminario “La Angustia”, dos años posterior. En uno y otro caso,
para articular sus propias elaboraciones al respecto, toma textos de reconocidos
psicoanalistas posfreudianos que se dedicaron al tema para someterlos a una lectura
crítica.

En su seminario “La transferencia” (1960-1961), se ve llevado a este tema ya


que al preguntarse de qué manera venía siendo abordada la cuestión de la transferencia
en los círculos analíticos, responde que la cuestión era planteada del lado del analista.
Agrega también que en los trabajos contemporáneos al respecto se venían poniendo en
primer plano los sentimientos experimentados por el analista como medios de
información y de intervención en el análisis. Así, parte de ubicar la concepción más
común acerca de la contratransferencia para luego centrarse en la mención de dos
autores posfreudianos: Paula Heimann y Roger Money-Kyrle. Respecto de la opinión
generalizada al respecto, ubica que

“desde el comienzo de la elaboración de la noción de transferencia, todo lo


que en el analista representa su inconsciente en cuanto, diremos nosotros, no
analizado, ha sido considerado nocivo para su función y su operar como
analista. En la opinión que se suelen forjar, si algo se convierte en la fuente
de respuestas no controladas y, sobre todo, respuestas a ciegas, es porque
algo ha permanecido en la sombra. Por eso se insiste en la necesidad de un
análisis didáctico (…)” (Lacan, 1960-1961: 210).

Luego de retomar la noción de contratransferencia en relación a lo no analizado


en el analista, Lacan afirmará la imposibilidad de que un análisis lleve a una
“elucidación exhaustiva del inconsciente” (Lacan, 1960-61: 211), y sostendrá momentos
después que “en cuanto al reconocimiento del inconsciente, no tenemos forma de
plantear que por sí mismo deje al analista fuera del alcance de las pasiones” (p. 213).

154
Siguiendo a Cabral, podemos decir que para Lacan “(…) el registro de las pasiones
excede el campo de lo imaginario, y que la disposición a experimentarlas constituye, en
su perspectiva, un corolario inevitable de la implicación del analista en la transferencia”
(Cabral, 2009: 8-9). En esta misma lección del seminario, Lacan llevará las cosas más
lejos al afirmar que “cuanto más analizado esté el analista, más posible será que esté
francamente enamorado, o francamente en estado de aversión, o de repulsión, bajo las
modalidades más elementales de la relación de los cuerpos entre ellos, respecto a su
partenaire” (Lacan, 1960-61: 214).

Ahora bien, Lacan no desconoce lo que varios de los analistas posfreudianos que
hemos citado llaman el mito del analista impersonal, analista-espejo, o ideal “estoico”
del análisis. En completa oposición a la postura, por ejemplo, de Little o Racker al
respecto, quienes desechan de plano esta visión y promueven una conceptualización que
ubica la subjetividad del analista en primer plano, Lacan se plantea que la exigencia de
cierta “apatía” por parte del analista como condición de un psicoanálisis no resulta
infundada, si bien no se trata –tal como viene articulando- de una ausencia total de
pasiones. Entonces hay que poder determinar a qué remite esta idea. Y aquí se empieza
a abrir la vía para pensar el lugar del “deseo del analista” que ya abordamos en el
capítulo anterior. Se trata, en el decir de Lacan, de “una mutación en la economía de su
deseo” (p. 215).

“Si el analista realiza algo así como la imagen popular, o también la imagen
deontológica, de la apatía, es en la medida en que está poseído por un deseo
más fuerte que aquellos deseos de los que pudiera tratarse, a saber, el de ir al
grano con su paciente, tomarlo en sus brazos o tirarlo por la ventana. A
veces ocurre. Incluso tendría malos augurios para alguien que nunca lo
hubiera sentido” (Lacan, 1960-1961: 214).

Entonces, si el analista puede mantenerse en un plano distinto al de sus pasiones,


es porque está habitado por este deseo. Pero entonces, ¿qué lugar le queda a la
contratransferencia en el análisis? Lacan continúa su desarrollo conceptual diciendo que

“Aparentemente, la contratransferencia es exactamente de la misma


naturaleza que aquella otra fase de la transferencia (…), o sea, la
transferencia en tanto que la llaman positiva o negativa, y que todo el mundo
entiende como los sentimientos experimentados por el analizado respecto al
analista. Pues bien, la contratransferencia en cuestión –y se admite que
155
debemos tenerla en cuenta, aunque sigue en discusión qué se debe hacer con
ella, y ya verán a qué nivel- está hecha de los sentimientos experimentados
por el analista en el análisis, que están determinados a cada momento por sus
relaciones con el analizado” (Lacan, 1960-1961: 218)46.

El primer término que destaca en esta cita es el que refiere al carácter de


apariencia que Lacan asigna a la complementariedad o equivalencia entre la
transferencia del paciente y la contratransferencia. Dada la rigurosidad con la que el
autor acostumbra establecer sus articulaciones conceptuales, no tenemos más que
plantearnos que dicha equivalencia, dicha situación de espejo, no es tal. Esto, además,
está en consonancia con la situación de disparidad y asimetría en la que Lacan ubica a
analizante y analista. Por otro lado, resulta interesante reparar en que Lacan nos dice
que debemos tener en cuenta a la contratransferencia, aunque no en el sentido en que lo
hicieron los autores posfreudianos.

En este punto es que el autor introduce a Heimann y a Money-Kyrle, como


representantes del psicoanálisis kleiniano. Lacan destaca que la contratransferencia ya
no tiene, para ellos, el estatuto de una imperfección del analista que habría que eliminar,
pero afirma que hay algo en el término “contratransferencia”, en la forma de denominar
aquello de lo que se trata, que sigue remitiendo a esta idea.

Resulta llamativo que Lacan apenas mencione a Paula Heimann en su


comentario, limitándose a describir el ejemplo en el que Heimann afirma que fueron sus
propios sentimientos respecto de un paciente los que la ayudaron a “comprender mejor
y llegar más lejos” (Lacan, 1960-1961: 218). Luego de esto, pasa rápidamente a la
lectura del artículo de Money-Kyrle que nosotros ya hemos reseñado. No obstante, el
énfasis que Lacan lee en Heimann respecto de la comprensión (no es la única aunque sí
resulta ser una pionera en cuanto a pensar la articulación contratransferencia-
comprensión de lo que le ocurre al paciente) nos permite sin lugar a dudas hacer recaer
sobre ella también la crítica que Lacan formulará respecto de su colega kleiniano (y de
los posfreudianos en general).

Respecto de Money-Kyrle, Lacan retoma un ejemplo de un análisis conducido


por el autor en el que relata percibir, durante un fin de semana, que estaba sintiendo
exactamente lo mismo que su paciente le había relatado durante la semana, una semana

46
Las cursivas son nuestras.

156
que había sido particularmente dificultosa y en la que él había tenido inconvenientes
para orientarse en las intervenciones. Se trata, en la concepción de Money-Kyrle, de una
desviación de la contratransferencia. Allí Lacan critica la explicación del fenómeno por
medio del concepto de proyección, así como también la concepción de la
contratransferencia “normal” por un equilibrio entre los procesos de proyección e
introyección que permitirían una completa comprensión de lo que le ocurre al paciente.

“Así, si el analista no entiende, no por ello deja de convertirse, según este


analista experimentado, en el receptáculo de la proyección en cuestión.
Siente en sí mismo esas proyecciones como un objeto extraño, lo cual le deja
en una singular posición de vertedero. Si ocurre así con muchos pacientes,
ya ven ustedes adónde nos puede llevar eso” (Lacan, 1960-1961: 221).

En este punto Lacan retoma la cuestión, central en los debates de los


posfreudianos, de la comunicación de la contratransferencia. Allí parece poner en valor
la postura de Heimann, quien prescribe reserva y plantea que el manejo de la
contratransferencia es algo que concierne solamente al analista; y la diferencia de
Money-Kyrle, quien comunica a su paciente lo que experimentó durante el fin de
semana. Aquí Lacan denuncia un malentendido, que remite a una simetría absoluta, una
situación de especularidad entre el analista y su paciente, en la que ya no se sabe de
quién se está hablando. Por otro lado, Lacan califica de escandaloso el planteo de que
habría dos pulsiones que caracterizarían la posición analítica: la pulsión reparadora y la
pulsión parental. Se trata, como ya dijimos en el apartado dedicado al autor, de dos
pulsiones que constituyen la contratransferencia normal y que están en la base de la
empatía y la posibilidad de comprensión del paciente.

Lacan no avala esta manera de proceder, pero no deja de reconocer cierta


eficacia en los relatos clínicos de los colegas posfreudianos. Entonces, abre la vía para
su análisis: “aun en la medida en que hubiera alguna legitimidad en este modo de
proceder, de todas formas son nuestras categorías las que nos permiten comprenderlo”
(Lacan, 1960-1961: 222)47. Y aquí Lacan plantea que la denominación
“contratransferencia” no tiene razón de ser, ya que “se trata tan sólo de un efecto
irreductible de la situación de transferencia, sencillamente por sí misma” (Lacan, 1960-
1961: 222-223). En otras palabras, y siguiendo en esto a Cabral (2009: 75-76), podemos

47
Las cursivas son nuestras.

157
establecer que Lacan no cuestiona los aspectos de la práctica de estos analistas, pero sí
critica la formalización “contratransferencialista” que dichos autores plantean.

Safouan también es muy crítico del planteo de este analista de la escuela


kleiniana y denuncia los deslizamientos que produce:

“Ante todo es preciso advertir en dónde se ha desembocado: la


contratransferencia, en el sentido freudiano, ha pasado a ser la
contratransferencia anormal, aquella que hace desistir al analista de su
“neutralidad benévola”, y la contratransferencia normal no puede ser sino
esta misma neutralidad benévola. De ahí la cuestión: ¿qué hace que el
analista soporte, o acepte soportar, una tal actitud? En otras palabras, ¿por
qué trabaja el analista como analista?” (Safouan, 1988: 120).

Safouan cita la respuesta del autor que ya fue comentada aquí, esto es, la
presencia concomitante de la pulsión reparadora y la pulsión parental. Pero aporta una
clave diferente para leer este texto: la idea de que, en realidad, se trata de una pregunta
por el deseo del analista, tal como lo formuló Lacan, aunque respondida desde el
registro de lo imaginario. De esta forma, Safouan plantea que Money-Kyrle es el primer
analista, de aquellos que abordan la cuestión de la contratransferencia, en distinguir “el
lugar desde el que él mismo habla”, aunque luego lo formule como un lugar
enteramente fantasmático (Safouan, 1988: 122).

En este seminario, Lacan va a releer los planteos respecto de la


contratransferencia a la luz de la función del a como objeto parcial, como ágalma.

“Por el solo hecho de que hay transferencia, estamos implicados en la


posición de ser aquel que contiene el ágalma, el objeto fundamental que está
en juego en el análisis del sujeto (…) Es un efecto legítimo de la
transferencia. No por ello es preciso hacer intervenir la contratransferencia,
como si se tratara de algo que sería la parte propia y, todavía más, la parte
culpable del analista. Sólo que, para reconocerlo, es preciso que el analista
sepa ciertas cosas. Es preciso que sepa, en particular, que el criterio de su
posición correcta no es que comprenda o no comprenda” (Lacan, 1960-61:
223).

En esta última frase Lacan está discutiendo fuertemente tanto con Heimann
como con Money-Kyrle, ya que la cuestión de la comprensión del paciente es para ellos

158
el eje de la conducción de la cura y la clave de la utilidad de la contratransferencia como
herramienta clínica. Reencontramos aquí la idea de contratransferencia ligada a lo
imaginario, que es, tal como lo dijimos anteriormente, el registro de la reflexividad y el
conocimiento recíproco. Esta crítica no es algo nuevo en Lacan, quien ya había dicho,
dos años antes, que “a menudo vale más no comprender para pensar, y se pueden
galopar leguas y leguas de comprensión sin que resulte de ello el menor pensamiento”
(Lacan, 1958: 586). En el seminario del año lectivo 1960-1961, Lacan afirma que es
preferible que un analista no comprenda a que comprenda demasiado. Y aquí es donde
“nuestras categorías” permiten profundizar la crítica:

“(…) aquello que trata de alcanzar es, precisamente, lo que en principio no


comprende. Ciertamente, sólo en la medida en que sabe qué es el deseo, pero
no sabe lo que desea ese sujeto –con el cual está embarcado en la aventura
analítica- está en posición de tener en él, el objeto de dicho deseo” (Lacan,
1960-1961: 223).

La comprensión se plantea en el plano de la respuesta a la demanda, y hace ya


tiempo que Lacan ha diferenciado el plano de la demanda del plano del deseo, que es
aquello de lo que verdaderamente se trata en un análisis. Por otro lado, plantea que el
plano de la demanda, y en la respuesta a la demanda, es que suele darse la resistencia…
y sabemos, desde los inicios de su enseñanza, que para Lacan la resistencia es
fundamentalmente resistencia del analista. Por otro lado, dos años después establecerá
que la comprensión se articula con el campo del significante y la significación, de
carácter engañoso, y por ello “es preferible advertir a quienquiera que fuese que no debe
creer demasiado en aquello que puede comprender” (Lacan, 1962-1963: 27). De hecho,
en el seminario de 1962-1963 Lacan cita al respecto una particularidad del slang inglés
del siglo XV, en el que el verbo “understand” (comprender) era a veces reemplazado
por el término “understumble”, en el que se condensan el verbo que se traduce como
comprender y el verbo “stumble”, que significa tropezar. De esta forma, establece que la
comprensión siempre conlleva tropiezos y nos adentra inevitablemente en el
malentendido (p. 90).

Volviendo al lugar central del deseo, en “La dirección de la cura y los principios
de su poder”, Lacan (1958: 596) denuncia que, en ese tiempo, muchos de quienes se
llamaban “psicoanalistas” habían renunciado a interrogar el deseo del analizante,
reduciéndolo a la demanda. Por el contrario, sostiene la importancia de preservar el

159
deseo en la dirección de la cura y afirma que “lo más importante de comprender en la
demanda del analizado es lo que está más allá de esta demanda. El margen del deseo es
el de lo incomprensible. En la medida en que todo esto no es percibido, un análisis se
cierra prematuramente y, por decirlo todo, está malogrado” (Lacan, 1960-1961: 239).

Entonces, al abordar la cuestión de la transferencia del lado del analista, Lacan


entenderá por “contratransferencia”, la “implicación necesaria del analista en la
situación de transferencia, y por eso precisamente debemos desconfiar de ese término
impropio” (Lacan, 1960-1961: 227). Resulta interesante en este punto focalizarnos en
dos cuestiones que se dicen en esta suerte de “definición” que al mismo tiempo
cuestiona una denominación establecida. En primer lugar, Lacan habla de la implicación
del analista, y en este punto, Cabral (2009: 70) establece una diferenciación con Racker,
autor que –como vimos- también habla de la implicación subjetiva del analista pero en
un sentido muy diferente. La implicación de la que habla Lacan no remite a la persona
total del analista, sino a su deseo, el deseo del analista tal como está comenzando a
formularlo en este seminario.

Por otro lado, vale la pena detenernos un momento en la idea de la


contratransferencia como “término impropio”, que ya aparece en el escrito “La
dirección de la cura y los principios de su poder” (1958). En este escrito, Lacan habla de
la impropiedad conceptual de los planteos de moda respecto de la contratransferencia y
se refiere a ésta como una “mala palabra” (Lacan, 1958: 559). Acto seguido, denuncia
que cierta desviación del psicoanálisis ha llevado a hacer de éste una práctica de
reeducación emocional y califica a esto de impostura. Ahora bien, resulta interesante el
trabajo que realiza Cabral (2009: 53-56) respecto de estas afirmaciones, ya que destaca
que en el original en francés Lacan no habla de “un gros mot”, que es lo que
traduciríamos como “mala palabra” o una “palabra grosera”, sino de “un vilain mot”,
que remite, más cerca de los planteos del seminario “La Transferencia”, a la idea de
impropiedad, pero también de incomodidad e inadecuación. De esta forma, Cabral
advierte sobre los peligros que conlleva poner en pie de igualdad los enunciados citados
del escrito de 1958, lo cual puede llevarnos a cierta “lógica maniquea” (Cabral, 2009:
55) que dividiría a los conceptos en “buenos” y “malos”, cosa que ha contribuido al
efecto de borramiento que ha sufrido la cuestión de la contratransferencia en el
psicoanálisis lacaniano. Por su parte, propone conservar la idea de impropiedad del
término, lo cual no impugna la práctica de la cual intenta dar cuenta, sino que critica las

160
desviaciones que el mismo ha sufrido en las distintas teorizaciones que lo han retomado
y por ende la incidencia de esto en la reflexión acerca de la práctica. En esta línea,
Lacan dice, respecto de la contratransferencia, que “se ha convertido a esta rúbrica en
un gran cajón de sastre de experiencias, al parecer con casi todo lo que somos capaces
de experimentar en nuestro oficio (…) de tal modo que han convertido verdaderamente
a esta noción en algo inutilizable” (Lacan, 1960-1961: 352). Es en este punto que Cabral
ubica la cuestión de la impropiedad conceptual –“un juicio en relación a la aptitud o no
de un concepto para dar cuenta de una práctica” (Cabral, 2009: 56)-, a la cual distingue
de la impostura, que remite al hecho de presentar algo como una cosa diferente a lo que
en realidad es: en este caso, llamar contratransferencia a lo que en realidad es una
reeducación emocional. No es de esto de lo que se trata en el análisis que hace Lacan de
los escritos de Heimann y Money-Kyrle; Lacan les reconoce cierta eficacia si bien, por
su vaguedad, no es la noción de contratransferencia la que permitirá dar cuenta de dicha
práctica.

Entonces, se trata de la posición que el analista tiene en la relación


transferencial, por tratarse de quien contiene el objeto que está en juego en el análisis
del sujeto, el objeto precioso, el ágalma. Esto constituye algo ineludible en un análisis,
y aunque Lacan parece impugnar el término freudiano, no por eso descarta su
importancia y sus implicancias clínicas. Guyomard dice, en este sentido, que “la
perspectiva de Lacan tiene el mérito de no disociar a la transferencia de una dinámica
inconsciente en la cual nada excluye a priori al analista” (Guyomard, 2011: 12).

Así, podemos preguntarnos si la crítica a los autores posfreudianos conlleva una


crítica de la contratransferencia, incluso más específicamente, si –en caso de responder
por la afirmativa- una crítica de la denominación “contratransferencia” implica la
conclusión de borrarla del marco teórico psicoanalítico. Gloria Leff (2007) retoma esta
cuestión a partir de un estudio pormenorizado de los planteos del seminario “La
Angustia” y nos habilita a plantearnos el siguiente interrogante, que abordaremos a
continuación: ¿es éste un asunto superado, o se trata de una cuestión clausurada por
cierto psicoanálisis que se pretende ajeno a los vaivenes y las consecuencias de una
práctica definida no como una psicología, sino como una “erotología”?

161
OTRA LECTURA POSIBLE DE LA CONTRATRANSFERENCIA EN LACAN. LA
48
POSICIÓN DEL ANALISTA EN LA ERÓTICA ANALÍTICA

La cuestión de la contratransferencia es retomada por Lacan dos años más tarde,


en su seminario “La Angustia” (1962-1963). Para contextualizar esto, vale recordar que
en este punto de su enseñanza nos encontramos con una de las grandes originalidades
teóricas del autor: tal como lo desarrollamos en el capítulo anterior, aquí Lacan va a
distinguir el a como objeto del deseo, objeto que estaría “adelante” del deseo como
señuelo, el objeto en el fantasma, y el objeto a como causa de deseo, resto, residuo,
vacío que ningún significante puede venir a colmar.

A partir de esto, Leff propone la idea de que hay un giro radical en la concepción
lacaniana de la contratransferencia a partir de la introducción del objeto a. Para
comprender este giro “es necesario distinguir entre el rechazo sistemático de Lacan de
la noción de contratransferencia y el señalamiento, también sistemático, de que en esta
referencia es donde mejor aparece articulada la implicación del analista en la
transferencia” (Leff, 2007: 117). Impugnación del término, quizás, pero no de sus
implicancias.

Para la autora, la afirmación de que “existe una forma de colocarse respecto del
objeto a distinta de la de Freud” (Leff, 2007: 127) llevará a Lacan a leer los escritos de
algunas analistas que plantearon la cuestión de la contratransferencia, y en los planteos
de Lucy Tower, encontrará asidero para determinar de qué se trata el “más allá de la
angustia de castración”, punto que Freud había ubicado como infranqueable en el
análisis. En este apartado investigaremos las ideas que sostienen esta lectura con el
objetivo de seguir abriendo líneas de reflexión en relación a la pregunta acerca del lugar
y la pertinencia teórico-clínica del concepto de contratransferencia en psicoanálisis.

Si recordamos la manera en que Freud define al psicoanálisis, podemos ubicar


que se trata de

“(…) el nombre: 1) de un procedimiento que sirve para indagar procesos


anímicos difícilmente accesibles por otras vías; 2) de un método de
tratamiento de perturbaciones neuróticas, fundado en esa indagación, y 3) de

48
El presente apartado retoma las líneas de argumentación principales del trabajo presentado y aprobado
en el seminario “Psiquiatría y Psicoanálisis”, a cargo del Prof. Dr. Pablo Zöpke, en el marco de la
Maestría en Psicoanálisis.

162
una serie de intelecciones psicológicas, ganadas por ese camino, que poco a
poco se han ido coligando en una nueva disciplina científica” (Freud, 1923
[1922]: 231).

En el fundamento de dichas intelecciones psicológicas, Freud ubica al


Inconsciente sexual, infantil y reprimido y al deseo inconsciente como motor de la vida
anímica. No obstante, será Lacan quien lleve a sus últimas consecuencias estos planteos
y tematice el artificio analítico como una erótica, lo cual está en íntima relación con
ubicar que, en la experiencia del análisis, se trata del deseo. Si bien desde Freud se trató
de la transferencia como experiencia ligada al amor (o al odio, cuando tomaba un tinte
“negativo”), Lacan, al plantear en el seminario “La angustia” que el amor es la
sublimación del deseo, afirma que “no podemos en absoluto servirnos del amor como
primer ni como último término, por muy primordial que se presente en nuestra
teorización” (Lacan, 1962-1963: 195). En el amor se trata de una relación entre dos
sujetos, lo cual, a partir de los avances realizados a lo largo de su enseñanza, no tiene
cabida en el artificio analítico. Entonces, en este mismo seminario Lacan ubica desde la
primera lección de qué tipo de experiencia se trata:

“Yo no les desarrollo una psico-logía, un discurso sobre esa realidad irreal
que se llama la psique, sino sobre una praxis que merece un nombre,
erotología. Se trata del deseo. Y el afecto por el que nos vemos llevados,
quizás, a hacer surgir todo lo que este discurso comporta a título de
consecuencia, no general sino universal, sobre la teoría de los afectos, es la
angustia” (Lacan, 1962-1963: 23).

Luego de abordar la transferencia, a lo largo de su enseñanza, en relación a lo


imaginario y a lo simbólico, Lacan se pregunta en este seminario nuevamente por el
lugar del analista.

En el psicoanálisis se trata del deseo, y allí se pone en juego la cuestión del


objeto, tal como se presentifica en la angustia: el objeto a. De esta forma, la angustia
permitirá interrogar la constitución del sujeto en relación al deseo, y en particular
respecto de la práctica analítica, Lacan seguirá desarrollando la cuestión del deseo del
analista.

En consonancia con esto, en su seminario “Los Cuatro Conceptos


Fundamentales del Psicoanálisis” (1964), Lacan retoma el tema ya trabajado de la

163
vinculación y distinción entre la demanda y el deseo, y sostiene que el deseo se sitúa en
una relación de dependencia respecto de la demanda, como un resto metonímico,
residuo último del efecto del significante en el sujeto. Se trata “del sujeto que desea, y
que desea sexualmente” (Lacan, 1964: 161), lo cual implica, en la escena analítica, que
“el peso de la realidad sexual se inscribirá en la transferencia. Desconocida en su mayor
parte y, hasta cierto punto, velada, se desliza bajo lo que ocurre en el discurso analítico,
que resulta ser, efectivamente, al ir cobrando forma, el discurso de la demanda” (pp.
161-162). Se destaca el carácter erótico de la experiencia analítica, que no es más que la
transferencia misma. He aquí una de las claves en las que se apoya Leff para pensar el
giro dado a la noción de contratransferencia a partir de su abordaje en 1963.

Ahora bien, las declaraciones de Lacan en el seminario “La Transferencia”


(1960-1961) y las primeras lecciones del seminario “La Angustia” (1962-1963) -en las
que aborda diversos temas que antes vinculó con la contratransferencia, esta vez sin
hacer alusión a la misma- podrían llevarnos a pensar que esta noción había desaparecido
de su enseñanza. No obstante, a principios de 1963 esto irá cambiando gradualmente,
hasta que la contratransferencia vuelva a estar en el centro del debate. En este punto,
Leff comenta que

“El eje de su reflexión se había modificado de manera sensible y ahora se


centraba en el estudio de cómo operaba el objeto a en el ejercicio analítico.
Parecía, entonces, que cuando Lacan proscribía la intersubjetividad como
soporte teórico de la relación analítica, al mismo tiempo saldaba cuentas con
la contratransferencia. Pero, de ser así, ¿por qué y para qué volver a
abordarla, y de manera tan insistente y novedosa como lo hizo a partir de
cierto momento en ese mismo seminario?” (Leff, 2007: 117).

En la lección del 23/01/1963 Lacan retoma una referencia al Talmud ya


introducida en 195949, para referirse a la erótica analítica y a la implicación tanto del
analizante como del analista50. Refiriéndose a Freud y a sus tempranos análisis con

49
La primera referencia se encuentra en el texto “En memoria de Ernest Jones. Sobre su teoría del
simbolismo”; si bien aquí la utiliza con fines diferentes. Gloria Leff realiza un análisis detallado de esta
primera referencia a la anécdota talmúdica en Leff, 2007: 17-27.
50
La anécdota completa se reproduce en Leff, 2007: 13-15. A los fines de facilitar la lectura, aquí
referiremos simplemente una síntesis: se trata de un rabino que interpela a un doctor en filosofía,
presentándole la siguiente pregunta “de lógica”: “dos hombres bajan por una chimenea. Uno de ellos sale
limpio, el otro sucio. ¿Quién va a lavarse la cara?” (p. 13). La escena relata los intentos infructuosos del
académico por dar la respuesta lógica a esta pregunta, ya que el rabino logra rebatir con argumentos
igualmente lógicos todos y cada uno de sus razonamientos. Finalmente, el rabino le da la respuesta

164
mujeres histéricas, y haciendo una analogía entre la escena analítica y una chimenea,
Lacan dice que “durante cierto tiempo, allí no se aburrieron, lo importante era estar
juntos, en la misma chimenea. Sólo que, al salir de ahí, se plantea una cuestión (…) tras
salir juntos de una chimenea, ¿cuál de los dos se lavará?” (Lacan, 1962-1963: 144). En
el seminario “La Angustia”, Lacan no responde a la pregunta sino que nos conduce a
través de la interrogación acerca de la contratransferencia y cómo debe pensarse la
posición del analista en la cura. Pero el escrito de 1959 en el que menciona esta
anécdota por primera vez, revisado en 1966 (luego de dictar el seminario), sí aventura
una respuesta a esta pregunta. Situados en la escena analítica como quienes están
“juntos en la chimenea”, al salir de allí “los dos tienen la cara sucia” (Lacan, 1959:
682). Dado que hablamos de la experiencia analítica, para Leff esto significa “reconocer
que tanto el analista como el analizante están marcados por sus consecuencias” (Leff,
2007: 20).

Esta anécdota en la que dos hombres bajan juntos por una chimenea, recuerda al
nombre que Anna O. dio al antecedente inmediato del psicoanálisis: el método catártico.
En un momento en que Anna O., como producto de una desorganización del lenguaje,
no conseguía hablar en alemán y sólo podía expresarse en inglés, bautizó al tratamiento
que le impartía Breuer con “el nombre serio y acertado de ‘talking cure’ (‘cura de
conversación’) y el humorístico de ‘chimney-sweeping’ (‘limpieza de chimenea’)”
(Breuer y Freud, 1895: 55). Resulta interesante intercalar la lectura de Leff acerca de
este asunto:

“Estos dos nombres se han tomado, en el mejor de los casos, como


sinónimos; pero, al enfatizar que el psicoanálisis es una cura mediante la
palabra y dejar de lado su carácter erótico, el de talking cure ha venido a
desplazar al de chimney sweeping, que ha quedado más bien en el olvido”
(Leff, 2007: 29).

Como ya lo abordamos en el capítulo 1, este caso representa ni más ni menos


que el primer caso en el que la contratransferencia tuvo un papel en el desenlace de una
cura. En su lectura de estos acontecimientos, Leff (2007: 35) pone de relieve “la
implicación erótica de Breuer en este asunto” y su dificultad para lidiar con ésta, lo cual

correcta a su interlocutor: “¿Comprende ahora las limitaciones de la lógica socrática para resolver los
problemas talmúdicos? La respuesta es que es una pregunta tonta: ¿cómo podrían dos hombres bajar por
la misma chimenea y uno de ellos salir sucio y el otro limpio? (…)” (p. 15).

165
nos permite establecer el contraste con la posición freudiana que, por esta misma
diferencia, dio origen al nacimiento del psicoanálisis.

Por otro lado, resulta interesante la lectura de la autora cuando, contrastando


distintas transcripciones del seminario, cuestiona los cambios que llevan a la puesta en
continuidad de la talking cure y el chimney sweeping, y denuncia, de alguna manera,
cierto sesgo en los responsables del establecimiento del texto: como ya hemos visto, la
autora sostiene que no se trata de dos denominaciones equivalentes y por ello
sustituibles una por la otra. De ahí la importancia de sostener “la relación entre la
erótica analítica y el chimney sweeping” (Leff, 2007: 49).

En esta misma línea, en el seminario titulado “Los cuatro conceptos


fundamentales del psicoanálisis”, Lacan destaca “una afinidad entre los enigmas de la
sexualidad y el juego significante” (Lacan, 1964: 157). Así se acentúa la articulación
entre el significante y la sexualidad, y el carácter erótico del ejercicio del habla que
pone en juego el psicoanálisis. Afirma al respecto que la transferencia fue descubierta a
propósito de Anna O. y condensa ambos nombres: “chimney-cure” para decir luego que
a pesar de que en el tratamiento de la joven no parecía haber nada “embarazoso”, “la
sexualidad entra de todos modos, pero por Breuer” (p. 163).

Volviendo al seminario “La Angustia”, es en la lección del 30/01/1963 que la


contratransferencia volverá a aparecer explícitamente, de la mano del segundo artículo
de Margaret Little que abordamos en el capítulo 4. En este momento de su recorrido
Lacan aborda la cuestión de la falta, diferenciando la falta que puede ser recubierta por
el símbolo de la falta radical, el “vicio de estructura” que afecta la relación con el Otro.
Luego, recuerda su diferenciación de la privación y la castración, en tanto categorías de
la falta, y retoma la pregunta acerca del tope que Freud determinó para todo análisis: la
roca de base de la castración. En relación con esto, en encuentros anteriores, Lacan
había alertado acerca de la importancia de no reducir la transferencia a la idea de
repetición y reproducción del pasado, ya que esto dejaba de lado su dimensión
sincrónica, que tiene que ver con la posición del analista y su relación con el analizante
respecto de la función del objeto parcial. “Y por eso Freud nos designa en la angustia de
castración lo que él llama el límite del análisis. Es que él seguía siendo para su
analizado el lugar de ese objeto parcial” (Lacan, 1962-1963: 106). Lacan nos dice que el
(-, soporte imaginario de la castración,

166
“no es más que una de las traducciones posibles de la falta original, del vicio
de estructura inscrito en el ser en el mundo del sujeto de quien nos
ocupamos. En estas condiciones, ¿no es normal preguntarse por qué la
experiencia analítica podría ser llevada hasta ese punto y no más allá? El
término que Freud nos da como último, el complejo de castración en el
hombre y el Penisneid en la mujer, puede ser cuestionado. No
necesariamente es el último” (Lacan, 1962-1963: 150).

Siguiendo a Leff, la diferencia entre un manejo exitoso de la contratransferencia


y un radical fracaso consiste en cómo el analista se posiciona respecto del objeto a:
puede comportarse como quien contiene realmente el objeto que el paciente busca en él,
o puede “jugar el papel” (Leff, 2007: 222) sin dejar de advertir que se trata de algo más
allá de su persona. Esto permite, a nivel teórico, establecer la diferencia entre operar a
nivel del objeto parcial falicizado () y el objeto a como causa. Se trata de sostener la
mascarada, sin por ello perder de vista que se trata de un engaño.

En este punto vale poner en primer plano la diferencia sustancial entre el deseo
del analista y el deseo de la persona que ocupa ese lugar, sostenido en su fantasma. El
deseo del analista como función es lo que permite que el lugar de la causa no se llene,
que el enigma funcione, que no se caiga en la tentación de llenar el agujero causal con
sentido. Por otro lado, el deseo de la persona del analista se debe guardar entre
paréntesis. Así, el manejo de la transferencia apunta al manejo de la falta, a poder ubicar
la posición del analista respecto del a, en sus dos vertientes: el a como objeto parcial y
el a como objeto causa.

Ahora bien, ¿podemos pensar en una relación posible entre el “deseo del
analista” y la contratransferencia, o acaso en esta articulación aquella queda
necesariamente anulada, tanto en la reflexión teórica como clínica, por aquél?

Al evocar a Margaret Little, Lacan pone el eje en la temática del duelo, que
Little menciona en dos de sus casos clínicos (el suyo propio, que relata de manera
disfrazada en un artículo de 1951, y el de su paciente Frida). Lacan se propone llevar la
conceptualización del duelo más allá de lo que la llevó Freud, despejando de qué falta se
trata aquí, para así poder ubicar el estatuto del duelo y cuál debe ser la posición del
analista al respecto. Para comenzar a transitar este camino, que lo llevará a la
conceptualización del duelo estructural que constituye al sujeto como deseante, va a
tomar el artículo de Little, quien, como ya lo abordamos en el capítulo 4, habla de

167
“respuesta total” y responsabilidad absoluta del analista respecto de las necesidades del
paciente. Lacan hace un relato del caso Frida y se detiene en la intervención en la que
Little ubica un giro en el devenir del caso: cuando ella le habla a Frida de su
preocupación y su angustia por el estado en el que se encuentra a partir de la muerte de
Isle. Lacan lee que “nuestra analista deduce que es lo positivo, lo real, lo vivo de un
sentimiento, lo que ha devuelto al análisis su movimiento” (Lacan, 1962-1963: 157),
pero nuevamente, son “sus categorías”51 las que le permiten dar un paso más:

“Si la interpretación –en caso de que pueda llamarse así lo que se nos
describe en la observación- da en el blanco, no es como sentimiento positivo.
(…) Es porque introduce por una vía involuntaria lo que está en juego, y
debe estarlo siempre en el análisis, sea cual sea el punto en que se encuentre,
aunque sea en su término, a saber, la función del corte” (Lacan, 1962-1963:
157-158).

Así, Lacan ubica que la eficacia de la intervención tiene que ver con ubicar el
límite donde puede instaurarse el lugar de la falta.

Por otro lado, Cabral intenta ubicar las coordenadas de la posición de Little que
le habrían permitido uno de estos movimientos, refiriéndose al episodio en que la
analista responde a las críticas de su paciente respecto de su renovado consultorio. Para
ello establece una diferencia entre el “sofrenamiento” del odio y su represión, afirmando
que Little habría logrado lo primero sin caer en lo segundo. Esto

“le permite transmitir, en un más allá del enunciado, una enunciación del
orden de: “Me importa un bledo, sí, lo que Ud. piense de mi consultorio…
pero porque me interesa en Ud. algo diferente a su parloteo controlador”. La
eficacia de la intervención reside, para Lacan, en que introduce una “función
de corte” en relación al sentido (…), y por esa vía permite enmarcar lo que la
paciente representa en tanto objeto real para el deseo de su analista” (Cabral,
2009: 86-87).

Cabral ubica aquí la eficacia del “deseo más fuerte” del que hablaba Lacan al
conceptualizar el deseo del analista, lo cual le permite a Little modular su agresividad
sin recurrir para ello al mecanismo de la represión. “Es por eso que sin tirar al paciente
(ni al tratamiento) por la ventana, puede sin embargo introducir una vacilación (en este

51
Ver página 157.

168
caso, no calculada) en su neutralidad que adopta la forma de una intervención atípica”
(Cabral, 2009: 111), que logra producir un corte que inaugura un nuevo momento en la
cura.

Esta lectura no parece del todo coherente con la lectura lacaniana del caso, ya
que si bien Lacan sostiene, en consonancia con sus planteos del seminario “La
Transferencia”, la importancia de que el analista esté implicado y comprometido en el
análisis, se muestra crítico respecto de intervenir a través de la confesión de los
sentimientos del analista, probablemente el punto más controvertido de la posición
teórica de la autora. Leff lo dice en estos términos: “ni detención del análisis en la
angustia de castración ni respuesta a la angustia de castración con confesiones y
revelaciones del analista” (Leff, 2007: 110). No obstante, si bien Lacan cuestiona el
estatuto de esta intervención como interpretación, no deja de reconocerle una cierta
eficacia.

Antes de despedirse, Lacan, que está por partir de vacaciones, encarga a sus
oyentes (finalmente serán Wladimir Granoff, François Perrier y Piera Aulagnier quienes
se harán cargo de la tarea) la lectura y comentario de tres textos, que justifica indicando
que va a dedicarse a reflexionar acerca de las diferentes maneras en que ha aparecido en
la clínica la cuestión de la falta. Se trata, además del texto de Little que él ya ha
comentado extensamente, de “Sobre la teoría del tratamiento psicoanalítico”, de
Thomas Szasz y “Las compensaciones psicológicas del analista”, de Barbara Low.
Ahora bien, la sesión en la que se realiza esta tarea no cuenta con la presencia de Lacan,
y es llamativo que a su regreso éste no retoma los textos indicados sino que se centra en
el comentario de un texto que fue introducido espontáneamente por Granoff: “La
contratransferencia”, de Lucy Tower. Será la lectura del artículo de Lucy Tower la que
hará que la cuestión de la contratransferencia tome otra tonalidad en la discusión. Por
otro lado, este giro está íntimamente relacionado con la originalidad teórica de la que
hablamos: el objeto a. Si bien las implicancias clínicas de este movimiento teórico no
han pasado desapercibidas, es Leff quien extrae sus consecuencias en la
conceptualización lacaniana de la contratransferencia.

Al retornar de sus vacaciones, Lacan relaciona tres conceptos clave: nos dice que
trajo a colación la cuestión de la contratransferencia para articular allí la cuestión de la
función de la angustia, y agrega que el discurso sobre la misma debe permitir un
abordaje más preciso del deseo del analista. Refiriéndose a los autores posfreudianos,

169
afirma que “en la dificultad del abordaje de estos autores en lo referente a la
contratransferencia, lo que constituye el obstáculo es el problema del deseo del analista”
(Lacan, 1962-1963: 163). No hay nada en esta frase que pueda llevarnos a pensar en una
sustitución de términos, sino muy por el contrario, nos presenta al deseo del analista
como una función necesaria que estaría en la base de toda posibilidad de posicionarse de
manera correcta respecto de la contratransferencia. En este sentido, podemos establecer
una diferencia de niveles en lo que dice Lacan cuando afirma que “El término
contratransferencia apunta a grandes rasgos a la participación del analista. Pero más
esencial es el compromiso del analista, a propósito del cual ustedes ven producirse en
esos textos las vacilaciones más extremas (…)”52 (p. 163). La cuestión del compromiso
del sujeto nos remite a un desarrollo posterior de la misma lección, en la que Lacan se
pregunta qué viene a indicar la angustia-señal. Responde que la señal tiene la función de
advertir al sujeto de un deseo, deseo que, tal como lo definió anteriormente, es deseo del
Otro. ¿Qué significa este aforismo? Dijimos en el capítulo anterior que el sujeto sólo se
concibe como barrado, en falta, en la medida en que percibe al Otro también en falta, en
la medida en que éste no puede ser su garantía absoluta. Cuando el sujeto busca un
punto firme a partir del cual constituirse, no encuentra respuesta. En esta lección, Lacan
agrega:

“El deseo del Otro no me reconoce (…) Él cuestiona, me interroga en la raíz


misma de mi propio deseo como a, como causa de dicho deseo, y no como
objeto. Y como es a eso a lo que apunta, en una relación temporal de
antecedencia, no puedo hacer nada para romper esa captura, salvo
comprometerme en ella. Esta dimensión temporal es la angustia, esta
dimensión temporal es la del análisis. Si quedo capturado en la eficacia del
análisis, es porque el deseo del analista suscita en mí la dimensión de la
espera” (Lacan, 1962-1963: 167).

Creemos lícito indicar aquí que la función “deseo del analista” es la que designa
el carácter de ese compromiso del analista, lo cual es del todo esencial en su posibilidad
de posicionarse en la relación transferencial, de “participar” en la transferencia (sentido
que le otorga, como ya hemos visto, a la contratransferencia). De ahí que Lacan afirme
que la cuestión de la contratransferencia no es realmente el problema, mientras no esté
resuelta cabalmente la cuestión del deseo del analista. En este mismo sentido, al indicar

52
Las cursivas son nuestras.

170
que lee en Tower que “es contratransferencia todo aquello que el psicoanalista reprime
de lo que recibe en el análisis como significante” (p. 163), nos dice que esta suerte de
definición “hace que lo que está en juego pierda todo su alcance” (p. 163), porque
precisamente, aquello de lo que se trata es de lo que está más allá del plano del
significante.

Ahora bien, al despejar de qué se trata en el deseo, y en el deseo del analista en


particular, y haciendo alusión especialmente a los desarrollos de Lucy Tower, Lacan
pronuncia una afirmación por demás de llamativa: “si hay algunas personas que han
dicho sobre la supuesta contratransferencia algo sensato, son únicamente mujeres”
(Lacan, 1962-1963: 168). ¿Por qué “supuesta contratransferencia”? Nuevamente se nos
plantea la pregunta: ¿acaso quiere decir que Lacan se referirá aquí a lo que, si bien fue
tematizado por los autores posfreudianos como “contratransferencia”, se refiere a algo
más esencial, a la condición del análisis, que él viene a formular como “deseo del
analista” (lo cual no supondría necesariamente una sustitución de los términos)? ¿O
acaso debemos leer que lo “supuesto” es la contratransferencia como tal, es decir que
estaríamos aquí ante la declaración de la caducidad del concepto? Creemos que más
adelante hay un vía para aventurar un inicio de respuesta, cuando se vuelve al tema
diciendo, a propósito de las mujeres y la contratransferencia, que “si se mueven más
cómodamente en sus escritos teóricos, es, presumo, porque tampoco se mueven mal en
la práctica, aunque no vean –o mejor dicho, no articulen (…)- su mecanismo de un
modo del todo claro” (p. 193). Ya que a continuación Lacan afirma que la mujer sabe
muy bien lo que es el deseo del analista, podemos pensar, a partir de estos desarrollos,
que esta sería precisamente la función que permitiría articular el mecanismo de la
contratransferencia.

Para ilustrar la idea de “las facilidades de la posición femenina en cuanto a la


relación con el deseo” (p. 215), en las clases del 20 y el 27 de marzo Lacan retoma el
texto de Tower que había sido introducido por Granoff. No se detiene en las
consideraciones teóricas, sino que se adentra directamente en el relato clínico de los dos
casos centrales que presenta la autora y que comentamos en el capítulo 4, los casos de
los dos hombres que describe en paralelo, considerando que uno fue exitoso y el otro un
fracaso de la cura. Allí analiza la posición de Tower en cada uno, y resulta llamativo
que propone sustituir la noción de contratransferencia por la de “autocrítica interna”,

171
cuando se refiere a lo que permitió a Tower percatarse de en qué punto estaba errando
su lectura de uno de los casos (p. 215).

En su lectura crítica, Leff retoma tres “metidas de pata” [bévues] de Lacan


cuando comenta el “caso exitoso” expuesto por Tower y sigue el camino que inaugura
cada una de ellas con el fin de analizar la cuestión de la contratransferencia o, más
rigurosamente, la cuestión de la posición del analista. Por su parte, Lacan dice que a
partir del movimiento realizado por Tower en su posición, su paciente percibió que

“su deseo, el del paciente, está mucho menos desprovisto de influencia sobre
su analista de lo que él creía, y no está excluido que sea capaz, hasta cierto
punto, de someter a su deseo a esa mujer, su analista –en inglés, to stoop,
doblegarse, She stoops to conquer, título de una comedia de Sheridan”
(Lacan, 1962-1963: 216)53.

La primera equivocación que marca la autora ocurre cuando Lacan introduce el


verbo “to stoop” en lugar del verbo “to bend” usado por Tower. Si bien ambos son
sinónimos y suelen traducirse por “plegar” o “doblar”, en el verbo to stoop se destaca la
acepción de “rebajarse” y en el verbo to bend se destaca la idea de “doblegarse”54. Acto
seguido Lacan comete una segunda equivocación: atribuye a Richard Sheridan una obra
de Oliver Goldsmith: “She stoops to conquer”.

Leff analiza estas equivocaciones otorgándoles el estatuto de una interpretación


de Lacan del caso de Tower: plantea que el movimiento realizado por Tower en la
transferencia puede leerse mejor si se lo aborda desde la perspectiva del verbo “to
stoop”: se somete al contenido de su sueño55, en el cual, a su vez, se rebaja del lugar de

53
Para captar los errores en el comentario de Lacan, Leff nos aporta el párrafo original de Tower con las
palabras exactas en inglés:
“Sin la experiencia, percibida por su inconsciente, de haber sido capaz […] de
plegarme afectivamente a sus necesidades [having been able […] to bend me
affectively to his needs], dudo que este hombre hubiera logrado penetrar con éxito en
las raíces más profundas de su neurosis. El hecho de que fue capaz de plegarme a su
voluntad [that he was able so to bend me to his will] reparó la herida en su Yo
masculino y simultáneamente eliminó su miedo infantil a mi sadismo en la
transferencia materna” (en Leff, 2007: 180).
Para los desarrollos que siguen, hemos complementado las traducciones del inglés ofrecidas por Leff con
los diccionarios online de la Universidad de Oxford (http://www.oxforddictionaries.com/es/espanol/) y la
Universidad de Cambridge (http://dictionary.cambridge.org/es/diccionario/ingles-espanol/). Respecto de
las traducciones del francés, nos hemos remitido al diccionario online Larousse
(http://www.larousse.fr/dictionnaires/bilingues).
54
Leff hace un análisis pormenorizado de la diferencia entre estos dos términos en Leff, 2007: 181-184.
55
Ver página 123.

172
analista al lugar de esposa amiga de la mujer del paciente. Por otro lado, Leff lee que
Lacan introduce la obra de Goldsmith para indicar que Tower se comportó como la
protagonista: una mujer de buena familia decide “rebajarse” a la posición de camarera
para conquistar al protagonista, quien sólo podía entablar relaciones con mujeres de una
clase social inferior a la suya. Es decir que no es el hombre quien tuvo el poder de
“doblegarla”, sino que ella se colocó en este lugar para conseguir algo que se propuso
desde el inicio. He ahí el interés de reemplazar el verbo “to bend” por el verbo “to
stoop”: en este último, “el sujeto del enunciado se acomoda al gusto o voluntad de otro”
(Leff, 2007: 188). Llevando esto al análisis de Tower, podemos afirmar que es la
posición que ella asume la que permite llevar a buen término la cura, y no el poder del
paciente para doblegar a su analista.

Por otro lado, afirma que la sustitución de Goldsmith por Sheridan tampoco es
sin consecuencias: la principal obra de Sheridan, The School for Scandal [La escuela del
escándalo], introduce dos alusiones. En primer lugar, una alusión al carácter
“escandaloso” que tenía hablar de contratransferencia en ese momento de la enseñanza
de Lacan. En segundo lugar, teniendo en cuenta que dos años más tarde Lacan retoma
una escena de esta obra para indicar los efectos de sentido que resultan de la relación
entre sustantivo y adjetivo en una oración, Leff plantea que la presencia de Sheridan en
este párrafo viene a poner el énfasis en la diferencia entre caracterizar a Tower como
una “mujer, su analista” (Lacan, 1962-1963: 216) en lugar de una “analista mujer”. La
autora afirma que “Lacan parece querer enfatizar que Lucía Tower se está comportando
como mujer, no como analista. Es más, que es analista por comportarse como mujer”
(Leff, 2007: 198).

En el mismo párrafo citado anteriormente observamos una tercer “bévue”: Lacan


dice que se trata de someter a la analista al “deseo” del paciente, en lugar de a su
“voluntad” [will], que es la manera en que lo plantea la autora. Volviendo a la idea de
darle un estatuto de interpretación del caso a estas “equivocaciones”, leemos que no se
trata de una cuestión de voluntad, como plantea Tower, sino, precisamente, del deseo.
De esta forma, vuelve a la escena la cuestión del deseo del analista:

“Cuando Tower dice que ese hombre la plegó a su voluntad, está dando
cuenta de su sensación de que no es ella quien lleva las riendas de ese
análisis. Y, por supuesto, tiene razón. Pues, si bien es el agente de la acción,
no es el amo del juego. Sólo que, según su concepción del análisis, o bien

173
ella lleva las riendas, o bien las lleva el paciente. No hay otra alternativa”
(Leff, 2007: 199).

Nuevamente, es gracias a “nuestras categorías” que Lacan puede introducir una


alternativa a esta encerrona especular: el deseo del analista es lo que fundamenta la
posición de Tower, lo que le permite los movimientos que habilitan la culminación del
análisis.

Ahora bien, estas cuestiones articuladas en las equivocaciones de Lacan –el


hincapié en la situación de Tower como mujer analista y el hecho de que aquí se trata
del deseo, y no de la voluntad de una u otra de las personas presentes allí- se ligan a
partir del planteo de que

“la mujer demuestra ser superior en el dominio del goce, porque su vínculo
con el nudo del deseo es mucho más laxo. La falta, el signo menos con el
que está marcada la función fálica para el hombre, y que hace que su vínculo
con el objeto deba pasar por la negativación del falo y el complejo de
castración –el estatuto del (-) en el centro del deseo del hombre-, he aquí
algo que no es para la mujer un nudo necesario” (Lacan, 1962-63: 200).

Lacan estaría interpretando entonces que Tower, por supuesto sin poder pensarlo
en estos términos, se da cuenta de que “lo que es el objeto de la búsqueda para el
hombre, para el deseo macho, sólo le concierne, por así decir, a él” (Lacan, 1962-1963:
217); él busca el (-), pero esta es “una cuestión de macho” (p. 217).

Leff (2007: 201-212) encuentra otro fundamento para esta lectura en la palabra
que Lacan usa en francés para traducir el verbo “to scrutinize” [en inglés:
escrutar/escudriñar] utilizado por Tower cuando describe el efecto en su paciente de su
cambio de posición en la cura. Siguiendo a Leff, en francés la palabra “scrutin” sólo se
utiliza para referirse a operaciones electorales, mientras que para las otras acepciones
del vocablo se usan los términos “examen minutieux” [examen minucioso] e
“investigation” [investigación]. Sin embargo, Lacan dice: “scrutinisée”, palabra que no
existe en francés. Al introducir este neologismo, conserva la raíz de scrutinium, vocablo
del latín que trae consigo la idea de “examinar cuidadosamente, como si se estuviera
buscando entre pedazos rotos” [scrutari] (Leff, 2007: 206). Leff interpreta: se trata de
“buscar incluso hasta en el último pedacito, en el último desecho, en el último resto” (p.
206). La alusión al objeto a es aquí muy clara. “En este contexto, scrutinisée (…)

174
resulta ser la palabra clave para describir el carácter de la búsqueda que el paciente
realiza sobre la analista” (p. 210). Lacan, por su parte, lo dice en estos términos:

“¿Qué significa esto, sino que, habiendo buscado el deseo del hombre, lo que
encuentra en él como respuesta no es la búsqueda de su deseo, el de ella, es
la búsqueda de a, del objeto, el verdadero objeto? Aquello que está en juego
en el deseo, que no es el Otro, sino ese resto, el a” (Lacan, 1962-1963: 216).

Cotejando las tres versiones del escrito de Tower56, Leff encuentra además que
en las dos primeras versiones la autora caracteriza el escrutinio como “discomfiting” [en
inglés: desconcertante, frustrante, que incomoda, que turba], que es sinónimo de
“embarrassing” [en inglés: vergonzoso, embarazoso]. La versión final dirá, por el
contrario: “discomforting” [en inglés: incómodo]. Nos encontramos, en las dos primeras
versiones, en el nivel del “embarras” [en francés: embarazo, aprieto, apuro], una forma
ligera de angustia que Lacan ubica, en el cuadro que introduce en la primera lección del
seminario, en el máximo nivel de la dificultad (Lacan, 1962-63: 22). Ahora bien, Leff
lee en el paso del “discomfit” al “discomfort” de Tower un movimiento en su posición
como analista. Tal como leímos al abordar el caso en el capítulo 4, Tower capta que no
se trataba de ella como persona: “la amenaza, sin embargo, no era en contra mía”
(Tower, 1955: 133). El movimiento en su posición se produce cuando se da cuenta de
que no contiene aquello que el paciente busca; así, su comodidad, que resulta de un
corrimiento de su discomfort, es producto de haber salido en primer lugar del embarras,
es decir, haberse desembarazado de ese objeto que ella creía contener (Leff, 2007: 235).
“Por su parte, ella sabe muy bien (…) que no le falta nada. O mejor dicho, que la forma
en que la falta interviene en el desarrollo femenino no está articulada en el plano donde
la busca el deseo del hombre” (Lacan, 1962-1963: 217). Esto habilita que el paciente
pueda hacer el duelo de querer encontrar en ella, que ocupa la posición de partenaire
femenino, su propia falta bajo la forma del -, la castración, tal como se articula para el
hombre.

Retomando planteos de Allouch, Leff sostiene que

“el psicoanalista ‘embarazado’ [embarrassé] sería aquel que contiene el


objeto a. De ahí proviene el límite impuesto por Freud al análisis: él seguía
siendo para su ‘analizado’ la sede del objeto parcial, de un objeto parcial

56
Ver nuestro comentario acerca de este aporte de Leff en el capítulo 4, página 115.

175
falicizado. Cabe preguntarse, entonces, cómo podría un analista desplazarse
por la contratransferencia habitado por tal objeto” (Leff, 2007: 217).

Para Leff, el juego imaginario se activa cuando el analista queda incautado,


cuando endurece su posición y la erótica analítica queda bloqueada. Esto mismo le
ocurre a Tower en el otro caso que presenta, el de un “análisis fallido”, en que sí siente
que la amenaza se dirige a ella, queda identificada con la esposa desesperada del
paciente, no lee el intento de seducción de su paciente como una cuestión transferencial,
y, al no poder correrse de allí, se constituye como sede del objeto parcial y queda
inmovilizada, presa del embarazo. Aparece allí la angustia de la analista. Así, el
analista, ubicado en este lugar, sería quien contiene el objeto a. Tower lee un intento de
seducción del paciente como un intento de que ella lo plegara a su voluntad. No
obstante lo dicho, no puede poner a jugar esto en el plano de la transferencia, y en lugar
de ello realiza la escena: lo deriva a un colega hombre, aun frente a la inicial negativa de
su paciente. “Así, ella no se hace el amo, sino que, por el contrario, asume una posición
de dominio y muestra que ella es, en esta ocasión, el amo del juego” (Leff, 2007: 230).

En este contexto, podemos volver a la articulación entre la contratransferencia y


el deseo del analista, término en el que muchos han visto la superación de la cuestión
que estamos abordando. En este sentido, Leff afirma que “la noción de
contratransferencia tiene un vicio de origen, que sus defensores empantanaron aún más.
Y haberla sustituido por la de “deseo del analista” no zanjó los problemas suscitados en
su nombre” (Leff, 2007: 238). Como dijimos en el capítulo anterior, el deseo del
analista implica que éste deje lugar a la función de la falta sin intentar recubrirla; que
sirva de soporte al a, pero que no quede incautado, congelado en esta posición. En este
punto, las dos posiciones respecto del deseo desarrolladas en el seminario, la
“masculina” –que pasa por la negativización del falo- y la “femenina” – en la cual “con
lo que se enfrenta es precisamente con el deseo del Otro en cuanto tal, y ello tanto más
cuanto que, en esta confrontación, el objeto fálico sólo interviene para la mujer en
segundo lugar y en la medida en que desempeña un papel en el deseo del Otro” (Lacan,
1962-1963: 200)-, plantean una vía fecunda para pensar el lugar del analista.

Aquí encontramos una disimetría fundamental: mientras la mujer accede al


objeto por la vía del deseo, el hombre accede al deseo por la vía del objeto. El hombre
articula a a -, reduce la falta del Otro a lo que se puede decir de esa falta. Pero esto es
un engaño, hay algo allí de lo no inscribible, de lo no reintegrable por el significante:
176
entre el significante de la falta que delimita un vacío, y la falta radical en tanto que
agujero, no hay proporción. La mujer, por su parte, sabe que a no está articulado
primariamente a -, por lo cual tiene una relación más primaria con la falta radical, el A
barrado.

A modo de mera puntuación, invitando al lector a una lectura más profunda que
no podemos desarrollar aquí, nos interesa recordar que esto será retomado por Lacan en
su seminario titulado “Aún” (1972-1973), y para formalizarlo se hará uso de los
llamados “matemas de la sexuación”. Un estudio de este seminario escapa a los fines de
esta tesis, pero nos interesa retomar lo que esto aporta para pensar la posición del
analista, en relación con los planteos del seminario “La Angustia”. La mujer, tal como
lo plantea Lacan en este momento de su enseñanza, es “no toda fálica”. De esta forma,
dice que “(…) cuando cualquier ser que habla cierra filas con las mujeres se funda por
ello como no-todo, al ubicarse en la función fálica” (Lacan, 1972-1973: 89). Así, la
posición del analista implica algo de lo femenino en el sentido del no-todo; analizar con
la marca del “no-todo” implica sostener que hay algo que va más allá de lo fálico, de lo
medible, de lo calculable, de lo que se puede articular con significantes. Tal como
dijimos en el capítulo anterior, se trata de poner en juego el a en tanto falta irreductible
al significante, de que el analista se sitúe en A barrado para que el análisis no quede
detenido en la impotencia, en el -, sino que en la vuelta a la dimensión del engaño, del
fantasma (en la que vivimos todos los días), se pueda integrar la marca de lo imposible;
se trata de que el sujeto pueda montar otra escena soportando el vacío que denota a, lo
cual no puede sino implicar una mutación subjetiva.

En este contexto, podemos pensar la contratransferencia como referida al


posicionamiento del analista respecto del objeto a, y se abre así la posibilidad de no
quedar coagulado en la posición de ser la sede del objeto parcial y percibir que el
analista no contiene aquello que el paciente busca. Así, Leff (2007: 241) afirma que se
abren dos alternativas y dos destinos posibles para el análisis: o bien el analista se
posiciona como sede del objeto parcial y es inaccesible eróticamente –lo que lleva a un
análisis interminable-, o bien el objeto a yace en el espacio analítico, lo cual permite
que se ponga en juego en el analizante como causa de deseo. En esta segunda posición,
el analista se hace cargo de las consecuencias eróticas que suscita y el análisis puede
llevarse más allá de la angustia de castración. Leff afirma que aquí encontramos la
formulación lacaniana de la contratransferencia a partir de la invención del objeto a: “el

177
analista en posición de partenaire femenino” (p. 241). Como toda posición, no se trata
de una cuestión de género: Tower da prueba de esto al exponer dos análisis conducidos
por ella con finales muy diferentes.

Lacan establecerá entonces una articulación entre la mascarada y la posición


femenina, tomando como referencia un artículo de Joan Rivière que sirve de nexo entre
los planteos de Tower, la lectura de Lacan con sus “metidas de pata” y la interpretación
de Leff. El texto se titula “La femineidad como máscara” y allí la autora habla
precisamente de la posibilidad de asumir la femineidad como máscara para ocultar la
presencia de rasgos masculinos que podrían significar un peligro para el sujeto. Leff
sostiene en la manera de Rivière de describir esta máscara –disfrazarse de “alguien
inocente e inofensivo”, “una mujer más bien sin instrucción, tonta y confusa”, “llevando
la máscara de la sumisión femenina” (Rivière, 1929)- su interpretación de las
equivocaciones de Lacan, referida al hecho de que la posición analítica conlleva la idea
de “abajarse”, de prestarse a cumplir el papel asignado en la transferencia.

Llegados a este punto en la argumentación creemos poder sostener que Lacan se


aleja, con el correr de los años, de la condena de la contratransferencia y de su
asimilación a una “falla” del analista. Si bien no podemos hablar, como sí lo hace
Guyomard (2011: 188), de la contratransferencia como un concepto que Lacan haya
hecho suyo (de hecho nunca le atribuyó este estatuto a dicha noción), tampoco creemos
lícito decir que éste haya quedado subsumido en el concepto de “deseo del analista”.
Aunque Lacan sometió a crítica el término, fundamentalmente por la carga de sentido
que resultaba del tratamiento que había recibido a lo largo de las décadas, éste le
permitió –quizás por esta misma razón- una fecunda interrogación de la clínica y una
problematización de la posición del analista.

178
LA CONTRATRANSFERENCIA: ¿ASUNTO SUPERADO O ASUNTO
CLAUSURADO? REFLEXIONES FINALES

El tema elegido para esta tesis de maestría surgió en primer lugar de una
pregunta acerca de la práctica y del lugar del analista en la cura. En este sentido, una
investigación sobre la contratransferencia, un concepto poco utilizado actualmente en
nuestro medio académico, se planteaba como una oportunidad para abordar la cuestión
desde la teoría, pudiendo así aportar elementos para problematizar la clínica. A su vez,
si bien conocíamos la posición, predominante, respecto de que Lacan había desechado
el término y propuesto su sustitución por el de “deseo del analista”, no podíamos dejar
de preguntarnos por qué un autor tan riguroso había sostenido e interrogado dicha
noción durante tantos años (particularmente entre 1960 y 1963), ya habiendo
introducido desde hacía tiempo la cuestión del deseo del analista. En este punto, la idea
de cerrar el debate aludiendo a una mera sustitución, nos parecía una salida
reduccionista que no respondía a la complejidad y los pliegues de la obra y la enseñanza
lacaniana. Por otro lado, el interés suscitado tomó nuevo cuerpo al encontrar, en la
bibliografía, consideraciones que proponían lecturas alternativas que no cerraban la
cuestión en las respuestas ya conocidas e incesantemente repetidas: “la
contratransferencia es la suma de los prejuicios del analista”, “la contratransferencia es
la marca de un analista insuficientemente analizado y/o que analiza desde su yo”, y por
ello “Lacan la destierra del marco teórico psicoanalítico”, siendo entonces un asunto
supuestamente superado.

En esta misma línea, encontramos en posiciones tan distantes –tanto en lo


teórico como en el tiempo- como las de Racker y Guyomard, por citar sólo dos
ejemplos, percepciones similares de la cuestión. En el prólogo de Racker a su libro
Estudios sobre técnica psicoanalítica, aparece la idea de que la contratransferencia era,
a pesar de su importancia en el proceso analítico, “la Cenicienta de la investigación
psicoanalítica” (Racker, 1959:10), y luego se sostiene que se trata de un tema que
avergonzaba e incluso era visto como un peligro por los analistas de la época (p. 130).
Por su parte, Guyomard dice de la contratransferencia que

“La tendencia a apartarla, a ignorarla, a no interpretarla, a considerarla


peligrosa, el juicio negativo del que es objeto y que conduce a considerarla

179
como el defecto de formación de un analista insuficientemente o mal
analizado, todo eso forma parte de la historia del psicoanálisis, ya sea
freudiano o lacaniano. El superyó de los analistas condujo muy temprano a
considerar a la contratransferencia como algo vergonzoso e indeseable,
como una imperfección” (Guyomard, 2011: 45).

Estas lecturas, que se fueron haciendo más numerosas al recorrer la historia del
surgimiento y desarrollo de la noción de contratransferencia, fueron abriendo
progresivamente nuevas líneas de interrogación y permitieron entonces pensar que se
trataba de un tema válido para una tesis y posible de ser pensado desde las categorías
lacanianas.

Así, nos propusimos abordar la cuestión de la contratransferencia en la obra de


Sigmund Freud y Jacques Lacan y nos planteamos el objetivo de realizar una
investigación que nos permitiera articular algunas reflexiones acerca de su lugar en la
teoría y su valor clínico en psicoanálisis. Como punto de partida, le dimos estatuto de
concepto psicoanalítico con la idea de que esto potenciara la posibilidad de recorrer su
historia, los vaivenes que ha sufrido, los sentidos diversos –y a veces contradictorios-
que ha condensado y las críticas de las que ha sido objeto. En este contexto,
consideramos que un abordaje metodológico inspirado en el ensayo como forma
resultaba no sólo pertinente sino muy necesario, ya que creíamos fundamental hacer
prevalecer el interjuego entre los conceptos psicoanalíticos antes que su aislamiento en
definiciones cerradas y lecturas lineales. Pensamos que sólo así podríamos abrir
interrogantes que nos permitieran un abordaje profundo de la problemática, una
investigación con la plasticidad que requiere un tema que atraviesa a la práctica
analítica, y que por ello precisa que las preguntas abran a nuevas reflexiones y no se
clausuren en respuestas estereotipadas.

Para ello, a lo largo del recorrido hemos ido tomando posiciones respecto de
ciertas cuestiones básicas. En primer lugar, hemos adoptado la postura de Winnicott
cuando afirma que “Será fútil cualquier discusión que se base en las fallas del análisis
del propio analista. En cierto sentido, esto pone fin al debate” (Winnicott, 1960: 207-8).
Creemos que cuando se trabaja sobre un concepto tan polémico y esquivo a las
definiciones y delimitaciones claras, resulta una tentación muy grande cerrar
rápidamente el debate atribuyendo la dificultad a la persona del analista: aquel que no
ha llevado su análisis lo suficientemente lejos. No obstante, el despliegue del tema en

180
profundidad y en toda su complejidad exige sostener las preguntas y tolerar la
incertidumbre que generan los interrogantes abiertos, cuestión, por otro lado, inherente a
la clínica. En segundo lugar, hemos tomado la posición de reconocer la pluralidad de
puntos de vista dentro del psicoanálisis, evitando su compartimentación en “sectores”
pretendidamente homogéneos. Esto ha sido particularmente importante respecto de la
posibilidad de pensarnos orientados por las categorías lacanianas tanto en lo teórico
como en lo clínico, sin que esto implicara la necesaria adhesión a lecturas establecidas,
compactas y cerradas. Finalmente, la apertura a líneas de lectura diversas dentro del
lacanismo y más allá de este también implicó, como contrapartida, la necesidad de
acotar las referencias que serían utilizadas para esta tesis. De esta forma, y al constatar
que no había una postura uniforme entre los analistas lacanianos respecto de la
contratransferencia, optamos por circunscribir nuestra investigación a estas referencias y
dejar, para una instancia posterior, la apertura a otras líneas dentro del psicoanálisis que
no toman la enseñanza de Lacan y que abordan el concepto desde un posicionamiento
teórico-clínico diverso.

Por todo esto, consideramos que esta tesis es, como tal, inacabada. El trabajo de
lectura y el intento sistemático de reflexión crítica que hemos conducido no pretende
cerrarse en unas cuantas “conclusiones” sino, por el contrario, constituirse como una
base fecunda para, a partir de las vías abiertas a lo largo del recorrido, poder pensar los
desafíos que nos presenta la clínica y reeditar, cotidianamente, nuestra posibilidad de
interpelar la teoría psicoanalítica. Las reflexiones que siguen se proponen ir en este
sentido.

El recorrido realizado y los autores que hemos elegido, también han sido
producto de una decisión y han delimitado el marco de nuestra argumentación. En una
primera parte, realizamos un abordaje de la obra de Freud ubicando sus planteos
respecto de la transferencia e intentando pesquisar, en sus casos clínicos más
importantes, los puntos en que esta funcionó como un obstáculo por las dificultades de
Freud para ponerla a trabajar en el análisis. Allí, encontramos un punto de articulación
posible con la pregunta acerca de la contratransferencia, para lo cual dedicamos un
capítulo a leer de qué manera Freud la fue desarrollando en su obra. Ubicamos un
endurecimiento de la postura freudiana respecto del tema en su obra escrita respecto de
sus dichos en la correspondencia a sus discípulos, destacando que, si bien nunca dejó de
considerarla como un fenómeno ineludible, tampoco dejó de recomendar su control y

181
silenciamiento por parte del analista. Por otro lado, encontramos en las diferentes
metáforas utilizadas para dar cuenta de la posición del analista en la cura –el analista
como espejo, como cirujano, como químico- una vía fecunda para poner en primer
plano diferentes aspectos de su consideración del tema, alejándonos de una visión
demasiado homogénea de su postura al respecto. Luego de esto sostuvimos que, más
allá de las referencias explícitas e implícitas al tema en sus casos clínicos y en textos
que abordan la cuestión de la “técnica” analítica, es posible encontrar rastros de la
misma en los desarrollos realizados por el autor respecto de los fenómenos telepáticos, e
interpretamos esto como un “retorno” del silenciamiento freudiano de la
contratransferencia. En esta línea, pensamos que la lectura de ciertos fenómenos como
hechos ligados a la transmisión de pensamiento respondía más a una dificultad en la
elaboración de la contratransferencia freudiana que a la presencia de fenómenos ocultos
en el análisis. Finalmente, consideramos insoslayable la lectura de Sándor Ferenczi, en
quien encontramos un interlocutor que, a partir de su interrogación de la cuestión de la
transferencia y la contratransferencia, desafió los preceptos técnicos de su maestro y
propuso modalidades del análisis que lo llevaron a los excesos propios de una falta de
delimitación de los lugares del analista y el analizante. No obstante esto, también
encontramos en Ferenczi la posibilidad de desplegar la complejidad inherente al lugar
del analista en la cura, cosa que Freud había abordado de manera limitada y con mucha
cautela. En este abordaje, destacamos la importancia atribuida por el autor al hecho de
sostener la tensión entre la afectación del analista a partir del discurso del paciente –que
está en la base de la idea de que los actos psíquicos del analista pueden decir algo del
psiquismo del analizante- y el reconocimiento de la alteridad de este. Aquí, entonces,
nos planteamos la pregunta acerca de si la consideración de la contratransferencia como
apertura a pensar la participación del analista en una cura debía necesariamente
llevarnos a un análisis en que dicha función quedara desdibujada.

La firmeza en los planteos de Freud y la innegable influencia de Ferenczi en


generaciones sucesivas de analistas nos llevaron a una época posterior del psicoanálisis,
en que el silencio acerca de la contratransferencia comenzó a ser cuestionado.
Comenzaron a aparecer críticas al “ideal” del “analista distanciado”, el “analista espejo”
y el “analista impersonal”, reivindicando el lugar de la subjetividad de este como
instrumento esencial en la dirección de la cura. Tomamos así los trabajos de Donald
Winnicott, Paula Heimann y Heinrich Racker, quienes han sido considerados pioneros

182
en el tema, al conseguir restablecer la discusión acerca de la contratransferencia en los
medios psicoanalíticos que hasta el momento permanecían refractarios a la misma.
Luego de esto, retomamos los planteos de Roger Money-Kyrle, Margaret Little y Lucy
Tower quienes, además de ser reconocidos referentes en la temática, fueron la base
sobre la cual Lacan planteó su visión crítica de la contratransferencia tal como venía
siendo abordada por los posfreudianos. Esta lista de autores está lejos de ser exhaustiva
y sólo ha tenido como objetivo permitir una lectura más profunda de los desarrollos
lacanianos; sin lugar a dudas, sería un tema de investigación fecundo retomar a los
diferentes autores que han trabajado la cuestión de la contratransferencia a lo largo de
las décadas y dentro de filiaciones teóricas e institucionales diversas, a fin de recorrer en
toda su amplitud la historia del concepto y sus efectos en su utilización actual.

Con este recorrido pudimos entonces introducirnos en la obra de Lacan,


advertidos acerca de la diversidad de posiciones existentes respecto del tema y de la
complejidad de la problemática. Ahora bien, para llegar a los planteos lacanianos acerca
de la contratransferencia creímos importante ponderar los efectos de su “retorno a
Freud”, lo cual nos llevó a considerar la reformulación de los conceptos psicoanalíticos
a partir de su articulación con las categorías originales introducidas por el autor francés.
De esta forma, y a los fines de tener una base para la lectura de los planteos respecto de
la contratransferencia, dedicamos un capítulo al concepto de transferencia tal como
puede ser pensado a la luz de los tres registros y las consecuencias teórico-clínicas que
suscitan. Así, vimos hasta qué punto la transferencia en Lacan tiene un estatuto original
respecto de los planteos freudianos, lo cual no podía dejar de tener consecuencias en su
consideración de la contratransferencia. Pudimos, entonces, llegar a un recorrido de sus
planteos acerca de la misma, en el cual comprobamos que, si bien la contratransferencia
no tiene en este nuevo contexto teórico un estatuto conceptual delimitado, la posición
del autor es mucho más difícil de ceñir en una lectura única de lo que suele decirse al
evocar su enseñanza. Por otro lado, la lectura de otros autores nos permitió abrir
preguntas en los intersticios de la reflexión lacaniana, lo cual nos llevó a poder pensar
más allá de Lacan gracias a los conceptos de Lacan.

Sin duda, reintroducir la pregunta en torno a la contratransferencia en


psicoanálisis poniendo en el centro de la investigación la referencia a los aportes de
Lacan tiene, de entrada, un tono polémico. En 1964, Lacan vuelve a insistir en el hecho
de que la transferencia incluye tanto al analizante como al analista, y que apelar a una

183
división de los términos –transferencia/contratransferencia- nos lleva a eludir el asunto.
¿Pero acaso no ha ocurrido, en algunos círculos analíticos, exactamente lo opuesto?
Esto es, que el borramiento del término de la teoría ha llevado a dejar de interrogarse
por la implicación del analista en la cura –ese analista en esa cura. Por otro lado, y
retomando una pregunta que nos hemos planteado en el curso de nuestra investigación,
¿resulta posible pensar una articulación posible entre la contratransferencia y el deseo
del analista, que no sea una relación de oposición y exclusión recíproca?

La introducción del “deseo del analista” para dar cuenta del lugar de quien
conduce la cura nos permite repensar la función del análisis personal y el significado de
poner entre paréntesis el yo del analista. A partir de nuestro recorrido, consideramos que
funcionar como soporte del objeto a, tal como lo concibió Lacan, no significa dejar de
ser un sujeto, pero sí permitir que el único sujeto en análisis sea el analizante. De esta
forma, el analista interviene a partir de su deseo de analista y no desde su fantasma, lo
cual le permite abstenerse de obturar con sentido la falta radical que es constitutiva de la
subjetividad. Ahora bien, nuestro trabajo de investigación nos llevó a distinguir entre el
deseo del analista, que se refiere al compromiso de éste, a la función que sostiene su
lugar, y la contratransferencia, término complejo en el que se han condensado
discusiones y posiciones muy diferentes con el correr de las décadas. A partir de
recorrer las diversas caracterizaciones de Lacan, encontramos que podemos entenderla
como la implicación del analista en la transferencia, su participación en ella, y siguiendo
a Leff, planteamos que su manejo depende del posicionamiento del analista respecto del
objeto a, lo cual vuelve a llevarnos al concepto de deseo del analista y lo que este
habilita. Así, acordamos con la idea de que no es en la contratransferencia que
encontraremos la posibilidad de designar la especificidad de la función del analista en la
cura, y que en este sentido el deseo del analista nos aporta más elementos para pensarla.
Ahora bien, esto no significa desconocer el enorme valor que ha tenido la
contratransferencia en la posibilidad de articular una rigurosa interrogación respecto de
la práctica analítica. La lectura de los posfreudianos de la contratransferencia es una
lectura enraizada en lo imaginario, una concepción de la cura basada en la relación de
yo a yo. Hemos destacado, en este sentido, que uno de los grandes aportes de la
construcción conceptual lacaniana fue articular lo imaginario con su determinación en
lo simbólico. Ahora bien, Lacan nunca dejó de destacar el anudamiento de los tres
registros –imaginario, simbólico y real-, y en este sentido consideramos que la

184
contratransferencia tiene la riqueza de permitirnos pensar e interrogar esa articulación, y
cómo se juega en la posición del analista. Consideramos que el recurso a la
contratransferencia como posibilidad de pensar la posición del analista en el registro de
lo imaginario resulta una referencia importante y necesaria, ya que si bien su yo tiene
que “jugar al muerto”, nunca puede ser abolido de manera permanente (sería, en este
sentido, una tendencia más bien asintótica). Lo que introduce en este punto el deseo del
analista es la posibilidad de plantear una función que permite que la contratransferencia,
con sus implicancias en lo imaginario, no sea la que comande la cura.

La “impropiedad” del término, tributaria de sus desviaciones, excesos y


múltiples sentidos, es precisamente lo que permite que, en la reflexión clínica, nuestras
elaboraciones no se cierren en respuestas acabadas y posiciones tan homogéneas como
vacías. En este sentido, la crítica de la contratransferencia implica la posibilidad de
reubicar su lugar en el contexto teórico psicoanalítico y visibilizar las posiciones que, en
su nombre, hicieron del análisis una práctica reducida al registro imaginario; pero
precisamente esa historia y la posibilidad misma de esa crítica hacen a la potencia del
psicoanálisis como práctica de la dificultad.

En este punto nos parece pertinente citar las reflexiones de Ritvo cuando afirma
que “si no tomás distancia sucumbís, pero es imposible no sentir. Salvo que tomés tanta
distancia que finalmente no podés trabajar. El trabajo analítico es muy difícil, porque
siempre está hecho de proximidad y lejanía” (Ritvo, 2012). A continuación, agrega que
si bien no considera posible hablar de “neutralidad del analista”, sí considera que “uno
puede diferenciar su fantasma del fantasma del paciente, para no complicarlo. Por eso el
analista tiene que hacer análisis de control y análisis personal. El tomar distancia no es
ser neutral, es valorar el deseo del paciente” (Ritvo, 2012).

En este mismo sentido podemos leer a Fernández Miranda, quien sostiene,


respecto de la escucha analítica, que

“Por un lado, la escucha supone una afectación del analista por parte del
paciente, una porosidad psíquica que hace que la palabra del otro invoque
fantasmas, invista huellas y recuerdos, convoque jirones de teoría, suscite
imágenes y asociaciones, fenómenos que podríamos agrupar bajo la
denominación de contratransferencia. Ahora bien, la escucha analítica
supone, como contrapartida, un profundo reconocimiento de la radical
extranjeridad del paciente, lo que impide que las derivas del analista

185
devengan construcción alienante, que aquello que es suscitado en el analista
se derrame brutalmente sobre el paciente, que la interpretación sea
seducción, intromisión, proyección, aplastamiento subjetivo del paciente
(…). La escucha analítica supone un profundo reconocimiento de la radical
alteridad del paciente, la exigencia de dejar vacío el lugar de lo alter y no
ceder a la tentación de rellenarlo con los propios fantasmas, teorías, etc”
(Fernández Miranda, 2016).

Creemos que en esta tensión, que Fernández Miranda ubica en primera instancia
en la obra de Ferenczi, podemos ubicar también la tensión que encontramos entre los
conceptos de contratransferencia y deseo del analista, éste último entendido como el que
sostiene la función analista y permite no saturar con sentido esa x que constituye el
deseo del analizante. Dar lugar a la contratransferencia en la reflexión teórico-clínica no
implica perder de vista los peligros y excesos que puede conllevar, en caso de hacer de
ella el eje de la dirección de la cura y perder de vista la singularidad del paciente. De
esta forma, consideramos que una manera fecunda de salir de la encerrona que implica
la aparente oposición y relación de exclusión o sustitución entre la contratransferencia y
el deseo del analista, es apelar a la categoría de “escucha analítica”. Así, Fernández
Miranda sostiene que “el reconocimiento de la irreductible alteridad del paciente,
transforma la contratransferencia en escucha analítica” (Fernández Miranda, 2016).

Aquí también vale recuperar la sugerencia de Lamorgia, que citamos en la


introducción, quien propone una reformulación de la idea del “analista advertido” por la
noción de la “contratransferencia advertida”, posible de ser analizada a posteriori. Así,
también surge una idea respecto de cómo operar con la contratransferencia: el análisis
de los modos de afectación del analista, no en un diálogo ni en una posición de paridad
con el analizante, sino en un momento posterior a la sesión permitiría sostener, en lo
sucesivo, su función (en este punto vuelve a aparecer, como lugar privilegiado, el
espacio de supervisión o “análisis de control”).

Retomando los planteos de Leff, hablar de la implicación del analista en la


transferencia, situación estructuralmente erótica, es discomforting [incómodo] sin

186
dudas, e incluso puede llegar a tornarse discomfiting [desconcertante, frustrante, que
turba]57. La autora dice, al respecto:

“es cierto: la mayoría de los analistas que se ha tomado en serio la tarea de


transmitir su práctica ha calificado al psicoanálisis como una experiencia
erótica. Sin embargo, basta con revisar la literatura sobre la
contratransferencia para corroborar que los analistas no han dejado de buscar
algún artilugio para pretender salir “limpios” de esta operación” (Leff, 2007:
238).

En este sentido, consideramos que abordar la cuestión de la contratransferencia


en toda su amplitud y sin soslayar sus aristas problemáticas (aunque esto también
signifique estar advertidos de lo que Lacan indicó al referirse a la “impropiedad” del
término), nos evita caer en la trampa en la que el rabino atrapa al doctor en filosofía en
la anécdota talmúdica que retoma Lacan58. Una y otra vez el erudito se propone, sin
éxito, responder al interrogante: “dos hombres bajan por una chimenea. Uno de ellos
sale limpio, el otro sucio. ¿Quién va a lavarse la cara?” (en Leff, 2007: 13). El intento es
infructuoso porque la pregunta es un sinsentido: si dos hombres bajan por la misma
chimenea, ambos saldrán manchados. Sin perder de vista las inconsistencias y las
contradicciones que condensa el término, consideramos importante sostener el valor de
la contratransferencia como el nombre de la necesaria implicación del analista en la
transferencia, con los efectos imaginarios que esto puede implicar, entendiendo que su
sustitución por la noción de “deseo del analista” corre el peligro de llevarnos a una
concepción de la posición del analista que funcione como una “lavada de cara”.

Dijimos anteriormente que esta tesis es –y no podría no ser- un producto


inacabado. Guyomard, al finalizar el libro que él encabeza con el artículo retomado a lo
largo de la tesis, afirma que “el balance conclusivo se impone menos que la posibilidad
de otras perspectivas” (Guyomard, 2011: 185). Es una idea que nos parece interesante
retomar en esta instancia de nuestro trabajo. Como dijimos, a lo largo de nuestra
investigación hemos visto abrirse líneas de lectura e interrogantes que inauguran otras
vías de investigación que consideramos podrían aportar a una consideración más
profunda y pormenorizada de este concepto. En este punto nos interesa destacar una

57
Estos términos y el deslizamiento de sentido entre uno y otro remiten a nuestros desarrollos en el
capítulo 6 (ver, en particular, p. 175).
58
Ver páginas 164-165.

187
línea de reflexión que hemos abierto en la introducción y que, si bien hemos tocado
lateralmente, no hemos profundizado en este trabajo. La pregunta por la
contratransferencia, llevada más allá de lo teórico-clínico, nos permite pensar, desde lo
institucional, otro aspecto de la cuestión: su relación con los dispositivos que sostienen
la formación de los analistas y que, en contextos institucionales, son inequívocos
lugares de poder (nos referimos en particular al análisis didáctico y a la supervisión). En
este sentido, podemos preguntarnos acerca de las razones político-institucionales que
pueden estar en la base de la puesta en primer plano de la contratransferencia en la
reflexión clínica, esto es, el lugar de la misma como sostén y justificación de los
dispositivos de formación planteados fundamentalmente por la IPA. Por otro lado, y
como contrapunto de esto, vale preguntarnos por las razones político-institucionales que
pueden estar en la base de su concepción como la divisora de aguas entre “lacanianos” y
“no lacanianos”. Es decir, más allá de una lectura teórico-clínica de la
contratransferencia, proponemos la riqueza de abordar una lectura política de la misma
y su historia. Esperamos que los desarrollos realizados en esta tesis constituyan una
base para la apertura de vías de investigación que puedan apuntar en este sentido59.

59
En la introducción de este trabajo planteamos que un concepto está marcado por la historia de su
constitución y del campo en el que está inserto, así como también por las cuestiones institucionales que se
suscitan en torno al mismo. En este sentido, la contratransferencia está marcada por las circunstancias de
su surgimiento como concepto y por los efectos de esto en la teoría y las instituciones psicoanalíticas (la
IPA, creada por Freud, en primer lugar, en la cual la contratransferencia sigue teniendo una presencia
innegable en las publicaciones y reflexiones de sus referentes). Vimos en el primer capítulo que la
contratransferencia hace sus primeras apariciones en la correspondencia de Freud con sus discípulos, y
también destacamos la firme posición de éste respecto de la necesidad de neutralizarla. También sabemos
(Weismann, 1994), que las llamadas “reacciones contratransferenciales” de los mismos (Jung en
particular, pero no fue el único), se habían transformado en francas relaciones sexuales, de diversos
alcances, con las pacientes. A partir de estos intercambios en la intimidad de la correspondencia, aparecen
en la obra publicada las indicaciones freudianas respecto de tomar al cirujano como modelo, no ser nunca
transparente para el analizado, y fundamentalmente, someterse a un análisis personal. De esta forma,
aparece una vía interesante para pensar el origen del concepto de contratransferencia y el modo en el que
fue abordado por Freud, como posibilitadores del sostenimiento de la relación analítica. Por otro lado, nos
parece interesante el señalamiento de Gorostiza respecto de que “Fue en el mismo congreso internacional
de Nüremberg de 1910, luego de que Freud introdujera el término contratransferencia, cuando Sandor
Ferenczi presentó –por encargo de Freud- una propuesta de fundación de una asociación internacional”
(Gorostiza, 2004: 31). Por su parte, Guyomard (2011: 28) remite el origen del dispositivo del análisis
didáctico a esta necesidad de “reconocer y dominar” la contratransferencia. Es así que la IPA y uno de sus
dispositivos centrales -el análisis didáctico-, surgen con la marca de la denuncia de la contratransferencia.
Por otro lado, la supervisión o análisis de control también surge y se sostiene con la marca de la necesidad
de analizar la contratransferencia del practicante (Laplanche y Pontalis, 1967: 24). A la luz de las lecturas
que sostienen que la teorización de Lacan (con los profundos efectos institucionales que tuvo) fue una
respuesta al creciente auge de dicha noción en los círculos analíticos (Miller, 2003; Gorostiza, 2004;
Yellati, 2004), también resulta interesante interrogar las condiciones para dicho auge y sus implicancias
institucionales dentro del psicoanálisis. A su vez, tal como dijimos, vale preguntarse por la función que
viene a cumplir el borramiento de la contratransferencia del cuerpo teórico psicoanalítico en algunos
ámbitos lacanianos, en términos de “dotar de consistencia imaginaria (…) al lacanismo” (Cabral, 2009:
10).

188
De esta manera, llegamos a lo que consideramos nuestro aporte al conocimiento
a partir de los desarrollos de esta investigación que nos permitió –aunque parcialmente-
dar cuenta del proceso de construcción del concepto de contratransferencia, y de las
diferentes ideas acerca de la constitución subjetiva y las diversas lecturas de la clínica
que condensa. Tal como lo indicamos en la introducción, Guyomard (2011: 11) afirma
que si bien el término “contratransferencia” es “poco feliz”, es sin embargo muy atinado
ya que nos lleva a oponernos a una concepción demasiado uniforme y consensual, a un
pensamiento “aconflictual” respecto de la cura. Por su parte, Peskin sostiene que “es
preferible la Babel, la contratransferencia y cierto margen de malentendido fructífero
que Lacan siempre supo aprovechar para sus desarrollos” (Peskin, 2004: 147). Así, se
destaca que hay algo en la “impropiedad” misma del término, en su carácter
problemático, en sus movimientos y contradicciones internas, que invita a la reflexión y
a la interrogación teórico-clínica –particularmente respecto del lugar del analista- como
no lo hacen otros conceptos psicoanalíticos como el de transferencia y deseo del
analista. En este sentido, volvemos a encontrar el valor de recurrir al ensayo como
forma, ya que, en el decir de Adorno, el ensayo “(…) comprende que la exigencia de
definiciones estrictas contribuye desde hace tiempo a eliminar, mediante fijadoras
manipulaciones de las significaciones conceptuales, el elemento irritante y peligroso de
las cosas que vive en los conceptos” (Adorno, 1962: 252). Hemos decidido en esta tesis
preservar este carácter “irritante y peligroso”, absteniéndonos de conciliar opuestos u
ocultar contradicciones en definiciones tranquilizadoras, y abriendo al análisis de los
diferentes matices y sentidos que se han ido sedimentando en la noción de
contratransferencia, lo cual lo torna un concepto tan rico como problemático.

Está lejos del espíritu de esta tesis establecer respuestas cerradas a la cantidad de
interrogantes que se fueron formulando a lo largo del trabajo. Tomando las palabras de
Freud en la apertura de su conferencia “Psicoanálisis y Psiquiatría” (1917 [1916-17]:
223), nuestro propósito no fue generar convencimientos ni adhesiones, sino estimular la
reflexión crítica y desvanecer algunos prejuicios que, respecto de la cuestión de la
contratransferencia, han dificultado históricamente, a nuestro entender, la posibilidad de
pensar la complejidad de la función del analista. Consideramos que una investigación, y
sobre todo una inspirada en la ética ensayística, debe apuntar fundamentalmente a
enriquecer el proceso de construcción de preguntas que permitan reflexionar y
problematizar nuestra teoría, nuestra práctica, y la compleja relación entre ambas. Si

189
nuestra tesis ha contribuido a posibilitar esto, y fundamentalmente, si resulta un
incentivo para seguir investigando esta temática, su principal objetivo ha sido cumplido.

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