Evaluación de 11°
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EL TEXTO NARRATIVO
La Introducción o planteamiento del texto narrativo sirve para introducir una situación inicial y un conflicto que les
sucede a unos personajes en un tiempo y en un lugar determinado.
1. Teniendo en cuenta la información anterior, se puede decir que un ejemplo de tiempo en un texto narrativo es:
A. A medianoche salieron los soldados
B. Carmen comió demasiado pastel
C. Vamos para el parque
D. Una multitud de personas
2. En esta parte se desarrollan los acontecimientos planteados en la introducción. Los personajes se ven envueltos
en el conflicto y actúan en función del objetivo que persiguen:
A. El inicio
B. El nudo
C. El desenlace
D. El final.
3. Quien cuenta la historia y organiza la trama es:
A. El autor
B. El narrador
C. El personaje
D. El protagonista
4. Los tipos de narradores son:
A. Dialogados-directos —indirectos
B. Inicio-nudo —desenlace
C. Omniscientes —protagonista-testigo
D. El autor-el narrador-los personajes
5. El narrador en primera persona gramatical se caracteriza porque:
A. es un personaje dentro de la historia.
B. tiene opinión sobre los hechos y personajes que aparecen.
C. aporta información basado en su propia visión de los hechos.
D. todas las anteriores.
6. El narrador omnisciente se encuentra en:
A. primera persona gramatical.
B. segunda persona gramatical.
C. tercera persona gramatical.
D. entre primera y segunda persona gramatical.
El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire
se hizo húmedo y no se volvió a sentir la brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la ventanilla del vagón. En el estrecho
camino paralelo a la vía férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, en intempestivos
espacios sin sembrar, había oficinas con ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas
blancas en las terrazas entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la mañana y todavía no había empezado el calor.
—Es mejor que subas el vidrio —dijo la mujer—. El pelo se te va a llenar de carbón.
La niña trató de hacerlo pero la ventana estaba bloqueada por el óxido.
Eran los únicos pasajeros en el escueto vagón de tercera clase. Como el humo de la locomotora siguió entrando por la ventanilla,
la niña abandonó el puesto y puso en su lugar los únicos objetos que llevaban: una bolsa de material plástico con cosas de comer y
un ramo de flores envuelto en papel de periódicos. Se sentó en el asiento opuesto, alejada de la ventanilla, de frente a su madre.
Ambas guardaban un luto riguroso y pobre.
La niña tenía doce años y era la primera vez que viajaba. La mujer parecía demasiado vieja para ser su madre, a causa de las venas
azules en los párpados y del cuerpo pequeño, blando y sin formas, en un traje cortado como una sotana. Viajaba con la columna
vertebral firmemente apoyada contra el espaldar del asiento, sosteniendo en el regazo con ambas manos una cartera de charol
desconchado. Tenía la serenidad escrupulosa de la gente acostumbrada a la pobreza.
A las doce había empezado el calor. El tren se detuvo diez minutos en una estación sin pueblo para abastecerse de agua. Afuera,
en el misterioso silencio de las plantaciones, la sombra tenía un aspecto limpio. Pero el aire estancado dentro del vagón olía a
cuero sin curtir. El tren no volvió a acelerar. Se detuvo en dos pueblos iguales, con casas de madera pintadas de colores vivos. La
mujer inclinó la cabeza y se hundió en el sopor. La niña se quitó los zapatos. Después fue a los servicios sanitarios a poner en
agua el ramo de flores muertas.
Cuando volvió al asiento la madre le esperaba para comer. Le dio un pedazo de queso, medio bollo de maíz y una galleta dulce, y
sacó para ella de la bolsa de material plástico una ración igual. Mientras comían, el tren atravesó muy despacio un puente de
hierro y pasó de largo por un pueblo igual a los anteriores, sólo que en éste había una multitud en la plaza. Una banda de músicos
tocaba una pieza alegre bajo el sol aplastante. Al otro lado del pueblo en una llanura cuarteada por la aridez, terminaban las
plantaciones.
La mujer dejó de comer.
—Ponte los zapatos—dijo.
La niña miró hacia el exterior. No vio nada más que la llanura desierta por donde el tren empezaba a correr de nuevo, pero metió
en la bolsa el último pedazo de galleta y se puso rápidamente los zapatos. La mujer le dio la peineta.
—Péinate —dijo.
El tren empezó a pitar mientras la niña se peinaba. La mujer se secó el sudor del cuello y se limpió la grasa de la cara con los
dedos. Cuando la niña acabó de peinarse el tren pasó frente a las primeras casas de un pueblo más grande pero más triste que los
anteriores.
—Si tienes ganas de hacer algo, hazlo ahora —dijo la mujer—. Después, aunque te estés muriendo de sed no tomes agua en
ninguna parte. Sobre todo, no vayas a llorar.
La niña aprobó con la cabeza. Por la ventanilla entraba un viento ardiente y seco, mezclado con el pito de la locomotora y el
estrépito de los viejos vagones. La mujer enrolló la bolsa con el resto de los alimentos y la metió en la cartera. Por un instante, la
imagen total del pueblo, en el luminosos martes de agosto, resplandeció en la ventanilla. La niña envolvió las flores en los
periódicos empapados, se apartó un poco más de la ventanilla y miró fijamente a su madre. Ella le devolvió una expresión
apacible. El tren acabó de pitar y disminuyó la marcha. Un momento después se detuvo.
No había nadie en la estación. Del otro lado de la calle, en la acera sombreada por los almendros, sólo estaba abierto el salón de
billar. El pueblo flotaba en calor. La mujer y la niña descendieron del tren, atravesaron la estación abandonada cuyas baldosas
empezaban a cuartearse por la presión de la hierba, y cruzaron la calle hasta la acera de sombra.
Eran casi las dos. A esa hora, agobiado por el sopor, el pueblo hacía la siesta. Los almacenes, las oficinas públicas, la escuela
municipal, se cerraban desde las once y no volvían a abrirse hasta un poco antes de las cuatro, cuando pasaba el tren de regreso.
Sólo permanecían abiertos el hotel frente a la estación, su cantina y su salón de billar, y la oficina del telégrafo al lado de la plaza.
Las casas, en su mayoría construidas sobre el modelo de la compañía bananera, tenían las puertas cerradas por dentro y las
persianas bajas. En algunas hacía tanto calor que sus habitantes almorzaban en el patio. Otros recostaban un asiento a la sombra de
los almendros y hacían la siesta sentados en plena calle.
Buscando siempre la protección de los almendros, la mujer y la niña penetraron en el pueblo sin perturbar la siesta. Fueron
directamente a la casa curial. La mujer raspó con la uña la red metálica de la puerta, esperó un instante y volvió a llamar.
—Necesito al padre —dijo.
—Ahora está durmiendo.
—Es urgente —insistió la mujer.
—Sigan —dijo, y acabó de abrir la puerta.
La mujer de la casa las condujo hasta un escaño de madera y les hizo señas de que se sentaran. La puerta del fondo se abrió y esta
vez apareció el sacerdote limpiando los lentes con un pañuelo.
—Que se les ofrece? —preguntó.
—Las llaves del cementerio —dijo la mujer.
—Con este calor —dijo—. Han podido esperar a que bajara el sol —La mujer movió la cabeza en silencio. El sacerdote pasó del
otro lado de la baranda, extrajo del armario un cuaderno forrado de hule, un plumero de palo y un tintero, y se sentó a la mesa. El
pelo que le faltaba en la cabeza le sobraba en las manos.
—¿Qué tumba van a visitar? —preguntó.
—La de Carlos Centeno —dijo la mujer.
—¿Quién?
—Carlos Centeno —repitió la mujer.
El padre siguió sin entender.
—Es el ladrón que mataron aquí la semana pasada —dijo la mujer en el mismo tono—. Yo soy su madre.
—De manera que se llamaba Carlos Centeno —murmuró el padre cuando acabó de escribir.
—Centeno Ayala —dijo la mujer—. Era el único varón.
—Firme aquí.
La mujer garabateó su nombre, sosteniendo la cartera bajo la axila. La niña recogió las flores, se dirigió a la baranda arrastrando
los zapatos y observó atentamente a su madre.
El párroco suspiró.
—¿Nunca trató de hacerlo entrar por el buen camino?
La mujer contestó cuando acabó de firmar.
—Era un hombre muy bueno.
El sacerdote miró alternativamente a la mujer y a la niña y comprobó con una especie de piadoso estupor que no estaban a punto
de llorar.
La mujer continuó inalterable:
—Yo le decía que nunca robara nada que le hiciera falta a alguien para comer, y él me hacía caso. En cambio, antes, cuando
boxeaba, pasaba tres días en la cama postrado por los golpes.
—Se tuvo que sacar todos los dientes —intervino la niña.
—Así es—confirmó la mujer—. Cada bocado que comía en ese tiempo me sabía a los porrazos que le daban a mi hijo los sábados
a la noche.
—La voluntad de Dios es inescrutable —dijo el padre.
Desde antes de abrir la puerta de la calle el padre se dio cuenta de que había alguien mirando hacia adentro, las narices aplastadas
contra la red metálica. Era un grupo de niños. Cuando la puerta se abrió por completo los niños se dispersaron. Suavemente volvió
a cerrar la puerta.
—Esperen un minuto —dijo, sin mirar a la mujer.
Su hermana apareció en la puerta del fondo, con una chaqueta negra sobre la camisa de dormir y el cabello suelto en los hombros.
Miró al padre en silencio.
—¿Qué fue? —preguntó el.
—La gente se ha dado cuenta —murmuró su hermana.
—Es mejor que salgan por la puerta del patio —dijo el padre.
—Es lo mismo —dijo su hermana—. Todo el mundo está en las ventanas.
La mujer parecía no haber comprendido hasta entonces. Trató de ver la calle a través de la red metálica. Luego le quitó el ramo de
flores a la niña y empezó a moverse hacia la puerta. La niña siguió.
—Esperen a que baje el sol —dijo el padre.
—Se van a derretir —dijo su hermana, inmóvil en el fondo de la sala—. Espérense y les presto una sombrilla.
—Gracias —replicó la mujer—. Así vamos bien.
Tomó a la niña de la mano y salió a la calle.
Después de haber leído el cuento: La siesta del Martes de Gabriel García Márquez, responde las siguientes preguntas
12. ¿Qué imagen presenta "La siesta del martes" sobre las clases sociales?
A. Una comunidad solidaria y con posiciones sociales iguales
B. Una situación socio-económica precaria y desestabilizada por la llegada de la compañía bananera
C. Una sociedad próspera con igualdad de derechos económicos
D. Una situación devastada por los problemas religiosos y morales.
13. El narrador de" La siesta del martes" nunca dice lo que piensan o sienten los personajes. ¿Cómo logra comunicar el carácter y
la personalidad de cada uno?
A. A través de la voz del autor que también actúa en la historia
B. A través de sus gestos, acciones y expresiones de los personajes
C. A través del mismo narrador quien es testigo de las acciones
D. A través de lo que dicen la señora y el cura.
14. ¿Por qué crees que Gabriel García Márquez decidió titular su cuento" La siesta del martes"?
A. Porque es precisamente en "la siesta del martes" donde ocurren los acontecimientos. Indicando con ello las costumbres y
el estado devastado del pueblo por la llegada de la compañía Bananera.
B. Porque es el momento en que el calor se apodera del pueblo. Ello evidencia la importancia del clima y el paisaje en el
recorrido del cuento.
C. Porque es el momento en que duerme el pueblo. Es una forma de resaltar sus costumbres matutinas
D. Porque se equivocó y por ello es muy criticado por los estudiosos del tema
15. ¿Por qué el autor describe tan detalladamente el paisaje y el clima?
A. Porque sin ellos no podría desarrollar la trama del cuento
B. Porque con el paisaje y el clima aporta más tendón a la historia
C. Porque el asilar tiene interés demostrar la realidad de Macondo a través del paisaje y el clima
D. Es una forma de acercar al lector al panorama devastado y triste de un pueblo del Caribe colombiano.
16. Une estos refranes con su significado: