Female Gaze Bell Hooks
Female Gaze Bell Hooks
Female Gaze Bell Hooks
Gabriela me ha pedido que te escriba una vez más. Como siempre, quiere que te
diga cosas que no quiero pronunciar a ti que no existes para después husmear en
los pormenores de nuestro intercambio. Ella sabe que solo a ti puedo decirte lo
indecible, pues sólo en tu pequeñito pecho confío como guardián de mis secretos y
sólo tu tierna vocecita es capaz de hacerme entrar “en razón”. Te debo tanto que
nunca podría ponerte condiciones.
Tengo que confesarte que me incomoda escribirte en esta terrible condición;
nunca puedo hablarte para sencillamente preguntarte cómo te encuentras y decirte
que te siento más cercana, que te he encontrado de nuevo o que ya sé qué regalo
te hizo falta aquel cumpleaños 17; mas no puedo negar que te he extrañado. Hablar
con Gabriela es de alguna forma una excusa para escribirte a ti. Mientras entro en
calor y me convenzo de que estamos a solas –técnicamente lo estamos, tú y yo,
que somos una misma pero más bien no somos– permíteme darte un poco de
contexto:
Todo comenzó el jueves pasado, dos días después de la sesión en la que
hablamos del deseo como articulador del ser. Volví a soñar que era aquel pajarraco.
Estaba caminando tranquilamente, ocupándome de mis asuntos de ave australiana
y esperando felizmente ser cazada cuando, a lo lejos, veía a un grupo de aves
voladoras que se dirigían a mi nido, dispuestas a encontrar y robar aquel precioso
huevo azul. De repente me llenaba de angustia y corría con mis patas largas de
pajarraco, perseguida por mi amante cazador y con lágrimas en los ojos de pensar
que estaba rompiéndole el corazón una vez más, que estaba mandando las señales
equivocadas y eventualmente desistiría en la persecución. Desperté cubierta en
lágrimas y sintiéndome desahuciada; le marqué a Gabriela (que es mezquina pero
es mi amiga, es mi amiga sin remedio, le pago para que lo sea) y acordamos volver
a reunirnos.
Fue una de las sesiones más difíciles que hemos tenido. Sé perfectamente
que ella sabe cuál es el deseo que articula mi ser y me duele decepcionarla una vez
más al explicitarlo. Hemos pasado no sé cuántas sesiones hablando al respecto y
ella se rehúsa a creerme cuando le digo que mi no-muerte es el deseo de morir de
la forma en la que siempre lo he planeado, ordenada, justa, libre de drama y de
lloriqueos. Quisiera recordarte que no soy una persona violenta ni te guardo ningún
rencor. Quisiera que hubiese una forma de hacerlo sin con ello fallarte a ti –es por
eso que el plan es imperfecto, es por eso que no he podido ni podré ejecutarlo hasta
que ese asunto sea solucionado– pero no puedo pensar en ninguna otra forma de
volverte a ver y eso me llena de ansias.
Desde que te perdí, soy un cuerpo sin perímetro y aunque no temo
desbordarme (sin ti me es imposible) me siento en peligro de disolución. Debí
escucharte cuando me lo pedías de forma pasional y adolescente, debí voltear a
verte y escucharte y entenderlo; sostener todas tus ganas y escribirlas en una lista,
de forma que quizás no las hubiera olvidado. Los poetas dedican su vida a intentar
explicar sentimientos que alguna vez una niñita ya escribió en su diario (para mí, por
evidentes y ridículas razones, esa niñita eres tú) y es por eso –pienso– Gabriela
sabe que debo recurrir a tu consejo y a tu consejo únicamente.
Pues bien, al punto: me han mandado aquí a explicarte qué creo que es para
nosotras ese huevo azul. Nuestra psicoanalista lo versa en términos de cariño al
hogar, de valor último e impoluta razón de existencia. Quizás piensa, María bonita,
que ese huevo eres finalmente tú. ¿Cómo le contamos el secreto del sandwich?
¿Recuerdas tú nuestro secreto del sandwich? Sé que sí, y perdóname por no
dejarte olvidarlo. Tú tenías tan solo 10 años y yo, una zarigüeya de casi 35 no te he
permitido olvidarlo. Ese día le tuvimos miedo a la muerte durante una semana
completa por las razones equivocadas –tú nunca le has temido a la muerte, pero no
le tenías el cariño que yo le profeso ahora. Mamá nos preparó un sandwich por
primera vez en toda la primaria y tú olvidaste comerlo porque algún perverso
amiguillo te regaló una sopa maruchan. Siempre fuiste considerada y la escuela
católica torció aquello a la buena voluntad de la culpa. Guardamos pues ese
sandwich como un tesoro, pues era impensable tirar a la basura la ternura misma de
nuestra preciosa mamá. Los días pasaban y tú te negabas a abrir el cajón de
nuestro escritorio (sabías ya lo que estaba pasando con él, pero siempre hemos
pensado que lo que no vemos es capaz de desafiar las leyes de la inducción, ¿no
es cierto? mi pequeña Schrödinger) pero el tiempo es indesafiable y aquel manjar
comenzó a gritar por su vida hasta que no pudimos hacer más oídos sordos al
asunto. Explotó. Un olor horroroso y una escolta de moscas reclamaron nuestra
atención y tuvimos que hacerle frente a nuestra decisión y sus consecuencias.
Todos los días, durante la semana completa que duró nuestra inmundicia no
salimos a jugar ni quisimos demorarnos en llegar a casa. Queríamos estar ahí,
como si nuestra presencia fuese guardiana y protectora de nuestro secreto, como si
mientras nosotras estuviéramos ahí, junto a nuestro sandwich putrefacto, nadie más
pudiera percatarse de su existencia. Era nuestro secreto y no queríamos ser
reconocidas por siempre por su causa. Realmente nos convencimos de que todo lo
que éramos se resumía a la existencia de aquella materia orgánica. Que si alguien
podía percibirlo, quedaríamos desnudas ante la vida como una enorme farsa y
decepción.
Pues bien, pequeña, mamá dejó de hacernos sándwiches hace mucho
tiempo. No por decepción, pues no recibimos como reacción de su parte cosa
alguna además de comprensión y tierna ayuda, sino porque crecimos y dejamos de
valorarlos y esperarlos. Dejamos incluso de permitir que nos llevara a la escuela, y
eventualmente tomamos la decisión de alejarnos de su cocina, de irnos de su casa.
No te asustes, Carolina sigue siendo la mujer preciosa que siempre ha sido y sigue
siendo –para nuestra inmensa fortuna– nuestra mamá. Ese tipo de catástrofes que
nos sucedían a nosotras le siguen siendo ajenas a ella. Todavía no ha llegado el
fuego que ella no pueda apagar, ni hemos podido encontrarle (ni podremos) ningún
huevo azul escondido en el cajón de su escritorio. Ella, si fuera una pajarraca,
caminaría y comería, correría y sabría regresar a casa a la hora adecuada, a la hora
que ella decidiese. Ella sí que sabría ser una buena pajarraca. No habría razón para
que permitiera la cazacen, sería un desperdicio y una pena.
¿Ya sabes a qué me refiero? No, no me estoy tirando ni mucho menos
espero que me levanten. Si tú siguieras conmigo estoy segura de que querría
intentarlo, pero de todo lo que me significas me queda solo ese huevo azul. Quizás
lo que hice de ti es en sí mismo mi huevo y Gabriela no está tan equivocada.
Quisiera que la culpa no fuera tan apasionante y no fuera capaz de competir con mi
deseo, pues “vivió para evitar ser percibida en su muerte” no es precisamente lo que
quiero grabado en mi epitafio. No quiero un epitafio, porque lo que tú eras ya no soy,
y ahora, María, no soy más que lo que no quiero que sepan de mí. ¿Qué dirían las
monjas de nuestra escuela? ¿Qué pensaría la abuelita Martina? ¿Es por eso que
las pajarracas siempre vuelven a su nido, y es por eso que siempre huyen de los
cazadores? ¿Es que acaso cada tesoro femenino es más bien el secreto de que lo
que somos no existe?
No sé cuál sea el de las demás, pero este es mi secreto, María: Durante años
he temido morir mientras estoy lejos de casa. Salir un día apurada y dejar la cama
destendida, los platos sucios. Que nunca tenga oportunidad de regresar y que la
familia se entere de mis pecados al hacerse cargo de las cosas que dejé atrás. Que
acomoden mis cajones, que desdoblen mi ropa y vean que dejé cosas en los
bolsillos de mis pantalones; que se enteren de la frecuencia inconstante con la que
lavo mi ropa sucia; que entren a mi cocina y sepan al ver la tarja que a veces como
cereal en una taza. Que lean mis diarios y sepan que en algún momento te perdí,
que nunca pude encontrarte, que fingí que creciste y que aún vives como un
contínuum de mi ser.
Justificación
Tomé como inspiración para el presente texto la impresión que dejaron en mí los
apuntes y discusiones respecto a la mirada femenina, en relación a los apuntes y
encuentros que he tenido respecto a mi propia voz femenina. Para ello, recurrí a un
viejo ejercicio con el que mi analista solía desafiarme al pedirme que le escribiera “a
la niña que alguna vez fui”.
Siguiendo este tono psicoanalítico, busqué reflexionar sobre el eje de la
existencia entendida desde esta literatura como una expresión del deseo, que a su
vez se opone a la muerte, de forma que vivir es desear. Es solo bajo esta lectura
que la famosa frase lacaniana “La femme n'existe pas” cobra sentido más allá de su
aparente componente misógino: puesto que la mujer ha sido despojada de su
potencialidad deseante (el deseo de la mujer es satisfacer el deseo del hombre)
esta también se ve excluída del orden simbólico del mundo en cuanto a ser
independiente, borrando así su voz y su existencia.