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ib'jZ, Martín Suárez de Toledo, el gobernante que auspi-
ciara la fundación de Santa Fe, al mismo resonante grito
estremece los espíritus de la embrionaria población, a la
caída y destierro, rumbo a España, de Felipe de Cáceres.
Y un siglo después, en i644, el obispo franciscano Fray
Bernardino de Cárdenas, restableciendo prácticas democrá-
ticas del tiempo que alentara el genio político de Irala,
es electo gobernador, datando de entonces la primera ex-
pulsión de los padres de la compañía por el absolutismo
que habían logrado imponer con detrimento del poder
civil; características de dominación estas, que hemos de
ver reproducidas en los mismos religiosos, durante las
luchas comuneras, las que darán lugar a nuevas expul-
siones por las autoridades y pueblo en salvaguardia de
la propia integridad del conglomerado social de que for-
man parte.
El grito de libertad que tantas veces anunció la
aurora de mejores días, será intrascendente en esa hora
en que la raza vencida aún no se había repuesto del estu-
por en que la postró la conquista, pero, es sin duda la
expresión simbólica de algo que no había de olvidarse
así nomás; exactamente como la práctica del gobierno
popular, que significó una evolución saludable dentro
del régimen político imperante, no obstante considerarlo
un sentimiento inorgánico de afirmación de soberanía y
de democracia. Sin embargo, algún eco de estas fecundas
inquietudes debió correr por el suelo virgen de América,
por que el pueblo de Santa Fe, el de nuestra vieja ciudad
de Cayastá, fundada por Juan de Garay, depuso en dos
oportunidades a las autoridades de la Corona. En la sedi-
ción de 1577, derrocó al desorbitado adelantadlo interino
Diego Ortíz de Zárate y Mendieta; y pocos años des-
pués, la revolución de i58o, conocida en la historia con
el nombre de los Siete Jefes, proclamó virilmente la desobe-
diencia a la monarquía, la que una vez triunfante, se dió
sus nuevas autoridades e impuso en un memorable bando
el destierro de todos los nacidos en España con sus mu-
jeres y sus muebles, porque sólo los hijos de la tierra,
los criollos o los mancebos, como se les llamaba, poseían
el derecho a ella y al gobierno.
(») Recopilación de las leyes de indias, edición de I84I, tomo II, libro
III, título I V , ley IX.
que en el caso necesario de guerra abierta y formada se
dé previamente aviso al Consejo de Indias, expresando
las causas y motivos, con cuyos elementos el rey proveería
lo que mejor creyere. Es decir que el cargo formulado
tenía como base una ley cuya claridad cerraba toda dis-
cusión, sin que ninguna excusación atenuara la culpabili-
dad de quien la violó a su antojo para satisfacer el do-
minio religioso.
La impopularidad cada vez en aumento que rodeaba
a Reyes Balmaceda, tenía que irritarlo y predisponerlo
contra todos los que no estuvieran de su parte. No sólo
persigue a los que valientemente hacen profesión de fe
adversa, sinó también a los amigos de la víspera que al
negarse a colaborar en la ejecución de sus planes son sos-
pechados de enemigos, no obstante mantenerse en una
digna actitud en cuanto a inclinación partidaria se refiere;
o ya también porque se sienta disminuido frente a los
que poseen relevantes antecedentes de cuna o méritos
personales adquiridos en la gestión política y administra-
tiva de la colonia. Como es natural en la época, esos
caracterizados vecinos participan de la condición de en-
comenderos, llegando casi a la prominente situación de
señores feudales a no mediar las ordenanzas de Alfaro en
1611, debiendo celebrarse, no obstante, el raro prestigio de
sus virtudes raciales y el espíritu foral de la tierra vasca
redivivo y lozano en los míseros pueblos de América.
Inmune a toda incitación generosa, persigue a los que
en vano procuró atraerse, cayendo bajo sus iras el regidor
general José de Avalos y Mendoza, José de Urrunaga y
Antonio Ruíz de Arellano. De estos, el primero es enviado
preso al castillo de Aracusaná, próximo a Asunción, el
segundo queda en iguales condiciones en su casa, y el
último logra huir de la gobernación para desgracia de
Reyes Balmaceda. La imprudencia del paso dado va a
ser de importantes consecuencias. Arellano, yerno de Ava-
los, llegó a Charcas y puso en conocimiento de la Au-
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diencia todo lo ocurrido en la gobernación, insistiendo en
la profunda desinteligencia operada entre el mandatario
y los gobernados. La Audiencia, al principio, no dió impor-
tancia a las denuncias y acusaciones formuladas, pero
la insistencia, la seriedad y los fundamentos, forzaron
finalmente al alto tribunal a dictar el auto de enero
de 1720, por el que se encargó al maestre de campo
residente en Asunción, José de García y Miranda, intimara
a Reyes Balmaceda la libertad de Avalos y Urrunaga
con los recaudos de ley, además del desembargo que
pesara sobre los bienes de ambos. A estas acusaciones se
unía la de haber Reyes Balmaceda apostado guardias
en el camino que seguía la correspondencia a Gharcas,
con el objeto de interceptarla, para impedir todo recurso
por parte de las víctimas de su persecución.
La misión de García y Miranda no tuvo éxito. De-
masiado ofuscado Reyes Balmaceda para mostrarse obe-
diente al mandato de Gharcas, sólo respondió con evasivas
y negativas. D i j o haber remitido los actuados a un
abogado de Gharcas, negóse a dar nuevo testimonio y
libertar a Avalos de la cárcel en que padecía.
Es de fundamental importancia la narración de
estos hechos, como igualmente del monopolio de la yerba
mate que nos ocupará enseguida, porque ahí se encuen-
tran las causas determinantes que conturban los ánimos
de la sociedad, la preparan para las graves luchas que
se avecinan, y nos enfrentan finalmente con el extraordi-
nario acontecimiento de la revolución comunera, que por
un instante quiebra la placidez sumisa de la América
hispanoguaraní.
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López — acusaban a éste de estar ligado en las grandes
especulaciones de la yerba mate que los jesuítas expor-
taban a las provincias argentinas, con daño del comercio
común» (»).
Esta importante cuestión parece tener estrechas co-
nexiones con lo dispuesto en la real resolución de agosto
de 1726, por la que se autoriza una especie de monopolio
por el puerto de Santa Fe, al establecer que todo buque
que navegue el río Paraná deberá hacer escala en el
mencionado puerto, con obligación del pago de los dere-
chos establecidos. Resulta entonces que por la aludida dis-
posición, los productos provenientes del Paraguay y Mi-
siones con destino al interior y los que debían seguir
viaje al Perú, tenían forzosamente que ser descargados en
Santa Fe, con el consiguiente beneficio para la economía
local. La importancia de este monopolio y la interven-
ción que hemos mencionado, permiten igualmente vincular
este hecho con la acusación que hacen los encomenderos
a Reyes Balmaceda.
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del Informe del General Mathias de Anglés y Gortari (4) a
la Inquisición de Lima (Mayo 10 de 1781); era el Pro-
curador de Misiones, quien vendía en el Colegio de Santa
Fe la yerba y el lienzo de algodón que enviaban los je-
suítas desde sus posesiones del norte en buques pro-
pios» (*).
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cargos contra Reyes Balmaceda a que hacemos referen-
cia, son: Primero, la injustificada guerra llevada a
cabo contra la parcialidad de los payaguaes que vivían en
paz, y no habían incurrido en nada reprobable que pu-
diera servir de excusa a tal determinación. Segundo:
la persecución a los pueblos de indios reducidos, la que
una vez lograda se continuaba con el sometimiento y
explotación en beneficio personal. Tercero: los negocios
y trabas puestas al comercio, particularmente al de la
yerba mate, con fines de lucro también personal. Cuarto:
una nueva gabela a las embarcaciones que realizan el trá-
fico en los ríos de su jurisdicción. Quinto: haber asumido
la gobernación sin el previo requisito de la dispensa de
naturaleza. Sexto: haber impedido el comercio e inter-
ceptado por medio de guardias convenientemente distri-
buidas, las comunicaciones epistolares, particularmente
aquellas que sus adversarios dirigían a la Audiencia.
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importantes cargos como el de protector de los indios en
la Audiencia de que procedía. Estrada, su admirador, ha
escrito con su nombre una página digna del héroe, y si
en ella se dice «su avaricia — según sus enemigos —
corría pareja con su ambición», en nada disminuye el
temple de su personalidad. Tal defecto, caso de haberlo
tenido, no es después de todo sinó el contraste intrascen-
dente que ayuda a dar firmeza al campo luminoso que
lo rodea. Es el eterno reverso que completa la personali-
dad, al que no escapa el mejor dotado de los humanos.
Charlevoix en cambio, su enemigo, intenta el ataque sepa-
rando lo cognitivo de lo afectivo para decirnos que «el
demasiado cuidado de cultivar la inteligencia, había dejado
inculto y vacío el corazón». Es evidente que en substancia
este juicio peca por lo apasionado antes que por lo impar-
cial. El deán Gregorio Funes, que juzga siempre la con-
ducta de Antequera con encono, no puede menos que re-
conocer que estaba «dotado de un entendimiento claro,
de una memoria prodigiosa y de una imaginación muy
viva; la cultura de las letras desenvolvió muy en breve
el gérmen de estas felices disposiciones, y las ciencias se
le hicieron familiares. Siempre muy prevenido a su fa-
vor, nada era bueno ni acertado, sinó lo que aprobaba su
vanidad» ( l ). Es el religioso que habla a través del espí-
ritu de sus antepasados, procurando atenuar para los suyos
el rigor del juicio histórico.
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i 4 de setiembre de 1721. Conforme a las instrucciones,
la primera medida que adoptó fué la prisión de Reyes
Balmaceda y el embargo de sus bienes. Seguro este último
de no contar su gestión política con el apoyo popular,
como igualmente que de las constancias del proceso iba
a resultar seriamente comprometida su persona, optó por
huir de la prisión en dirección a Buenos Aires, donde
echó mano de todos los recursos, particularmente de la
influencia de los jesuítas, la que había entrado en acción
tan pronto como el juez pesquisidor se hizo presente en
Asunción.
El virrey del Perú mostróse contrario a las resolu-
ciones de la Audiencia y a la continuidad de Antequera
al frente del gobierno del Paraguay. Dos veces envió
despachos al gobernante depuesto ordenándole asumiera la
dirección política de la que había sido desalojado. Tan
pronto como éste tuvo en sus manos la expresión docu-
mentada del representante del absolutismo monárquico,
encaminó sus pasos hacia la gobernación que lo alejaba
de su seno como a un hombre peligroso para las institu-
ciones de la ciudad y la tranquilidad común. No se en-
caminó a Asunción donde la efervescencia popular estaba
tocada de ese sentimiento ciego con que alienta el empuje
de sus empresas y donde la muchedumbre enardecida no
halla vallas que se opongan a su santa indignación; se
dirigió donde él sabía que se le abrirían las puertas de par
en par, a la reducción de la Candelaria, donde jubilosa-
mente se lo recibe y reconoce gobernador del Paraguay.
Los padres de la compañía cooperan en toda forma a su
favor, seguros de que a la larga se impondrían con este
hombre, desde que están de parte de las autoridades fieles
a la Corona y cuentan con fuerzas constantemente reno-
vadas para estrangular el movimiento, condenado más tar-
de o temprano, a morir en medio del aislamiento que le
deparará el extenso territorio de la América española.
El Cabildo de Asunción suplica al virrey deje sin
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efecto la orden de reposición de Reyes Balmaceda, al
mismo tiempo que ratifica el acatamiento a Antequera a
quien designa su gobernador. Funda el Cabildo su actitud
en la ley de Indias que establece: «si fueran cosas que
convenga suplicar, damos licencia para que lo puedan ha-
cer, con calidad de que por esto no se suspenda el cumpli-
miento y ejecución de las cédulas y provisiones, salvo
siendo el negocio de calidad que de su cumplimiento se
seguiría escándalo conocido, o daño irreparable, que en
tal caso permitimos, que habiendo lugar de derecho,
suplicación, e interponiéndose por quien y como deba,
puedan sobreseer en el cumplimiento y no en otra ninguna
forma so la dicha pena» (»). No cabía duda que el asunto
era de los que habían producido escándalo conocido, rea-
firmándose el Cabildo además, en que si era permitido
suplicar al rey por tres veces, con mayor razón lo sería
al virrey, a quien aquel había delegado su autoridad.
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ley se torna en la de un delincuente, de ahí la ajustada^
aplicación de los términos transcriptos a quien, como es
de toda evidencia, se encontraba en la situación de pró-
fugo, huyendo y rebelándose contra las decisiones de la
autoridad competente, la que procede por expresas instruc-
ciones de la Audiencia, el más alto tribunal instituido en
América.
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LOS CABILDOS DE L3 DE DICIEMBRE DE 17^3 Y 24 DE JUMO
DE 1724. DECLARACION DE GUERRA Y
EXPULSION DE LOS JESUITAS
M
en completa libertad de disponer lo que mejor convenga
en tan críticos momentos. «Apareció Antequera con sem-
blante sereno porque no fatigaba su cuidado el recelo de
salir perdidoso, e hizo leer al escribano una copia de la
provisión del virrey; después de leída se ofreció pronto a
dejar el bastón y entregárselo a Reyes, si no es que reco-
nociesen inconveniente, exhortándoles a que cada uno sig-
nificase con toda libertad su parecer, sin dejarse arrastrar
de respetos particulares, sinó atendiendo únicamente al
bien público, como padres de la patria» (i).
Lejos de consentir el Cabildo en su retiro, le ratificó
su confianza. «La asamblea comprendió la solemnidad del
momento, y adoptó una resolución enérgica. Acordó re-
sistir a todo trance y hacer la guerra a García y a los
padres, en quienes veían su instigador y su más fuerte
apoyo» (=).
El alzamiento del Cabildo contra la autoridad real, en-
traña un principio de soberanía que destaca a lo largo de
la colonia con nuevos títulos a la ciudad de Asunción,
que si no son gratos a la corona de España, la señalan por
sus antecedentes a la consideración de los pueblos ameri-
canos que en una hora más propicia, hacen viables la
ejecución del gobierno propio, rompiendo todo vínculo
extraño y proclamando la independencia.
En la nueva sesión del 7 de agosto de 172^, resolvió
la institución dos graves cuestiones: la declaración de gue-
rra a García Ros, que había acampado en Tebicuarí y la
expulsión de los jesuítas. El audaz enfrentamiento al poder
real mueven al virrey y al gobernador de Buenos Aires
que proceden con el concurso de los jesuítas, a ahogar
en sangre tamaña desobediencia.
La expulsión de los jesuítas del territorio de la gober-
nación en el plazo realmente perentorio de tres horas, es
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una medida cuya importancia no puede ser encarecida.
El obispo del Paraguay José de Palos, actúa visiblemente
de parte de los religiosos, lo que viene a exasperar más
aún los ánimos de la población. La antipatía y la pasión
se han desbordado en el odio vengativo que mueve a una
muchedumbre angustiada, resuelta a llevar las cosas hasta
el final, sin meditar, porque el momento es el menos
propicio para la reflexión serena, sobre la suerte defini-
tiva de los que se atreven al absolutismo de afuera y de
adentro. La multitud presa del furor que la atenazaba,
gritó en un instante, al Colegio, y a no mediar la opor-
tuna intervención de Antequera, el incendio y la masacre
hubieran concluido con el edificio y sus habitantes.
Es función de las muchedumbres arrasar violentamente,
sin frenos, como obedeciendo a un sino fatal; no alcan-
zándole ni móviles ocultos ni aspiraciones subalternas, por-
que todo es grande en ella.
La declaración de guerra votada por el Cabildo, va
mucho más lejos que la determinación que nos ocupa.
Constituye la revolución contra el poder real, más aún,
significa quebrar definitivamente en esta parte de América
con el régimen imperante en la colonia. La suerte de las
armas decidirá ahora: de un lado el pueblo paraguayo,
alentado por los fueros del municipio español, vibrando de
sensibilidad americana; del otro lado, todas las fuerzas
fieles a la monarquía: el virrey del Perú, el gobernador
de Buenos Aires, los jesuítas, el ejército real y los indios
de las reducciones, todos coaligados para ahogar en sangre
el gesto viril de un pueblo que al soñar con ideales de
redención elije resueltamente el camino del sacrificio.
El gobernador de Buenos Aires, Bruno Mauricio Za-
bala, auxiliado por los padres de la compañía, envía a
García Ros al frente de 2000 hombres, trabándose en lu-
cha con las fuerzas asunceñas al mando de Antequera en
el paso de Tebicuarí. Merced a la habilidad de este último,
su adversario cayó en el ardid que le había preparado,
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haciéndole creer el 25 de agosto de 1724 que él feste-
jaría ese día el aniversario del natalicio del rey, del que
se ignoraba su muerte, lo que movió al ejército contrario
a paralizar las operaciones entregándose a los festejos re-
cordativos. En tal circunstancia, poco le costó a Antequera
avanzar y batir ampliamente a las fuerzas adversarias,
obligando a García Ros a internarse en la reducción de
San Ignacio. Dueño de la situación, invade las reducciones,
pero cuál no fué su sorpresa al encontrar todo desierto,
poblaciones y talleres; el temor a la represalia impulsó
a la desdichada raza autóctona, con sus hombres y mujeres,
a internarse en los montes, buscando en el rumor miste-
rioso de la naturaleza, la paz que los hombres le negaban
con olvido de primarios sentimientos cristianos y de hu-
manidad. Los infelices guaraníes corren un nuevo peligro:
de la servidumbre en Misiones van a pasar ahora a la
sujeción de las encomiendas, en el ingrato reparto que
hicieron para sí los vencedores con el consentimiento de
Antequera, ya que, como bien lo dice Estrada, fué la
consecuencia de «La avaricia y sed del poder y el menos-
precio por el derecho, que caracterizó a los encomenderos,
disfrazados con la careta de adhesión a la causa personifi-
cada por Antequera». La responsabilidad de los indios no
existía o estaba grandemente atenuada, porque ellos obe-
decían como autómatas a las órdenes superiores, siendo
seguro, que en la hipótesis de que los padres de la com-
pañía hubieran estado de parte de los revolucionarios, aque-
llas habrían seguido sin la menor vacilación. La desmorali-
zación que provocó en los vencedores la huida de los indios,
se compensó poco después, con la cálida acogida popular que
saludó la vuelta de Antequera y los soldados a Asunción.
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de sometimiento, ordena al gobernador de Buenos Aires
una nueva expedición. Al frente de 6000 guaraníes, entre
los que se cuentan fuerzas reales y de Misiones, invade
Asunción en circunstancias en que Antequera se halla ausente
reclutando milicias entre los indios, j se apodera del go-
bierno en abril de 1725, designando a Martín de Barúa
en lugar del gobernador interino Ramón de las Llanas.
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renovado ímpetu estallaría otra vez la revolución, ya
hecha en la auténtica definición comunera.
El nuevo funcionario perteneciente a la revolución
realista triunfante, demostró sus simpatías al movimiento
del pueblo paraguayo, mediante la oposición al resta-
blecimiento de la orden de la compañía, lo que no fué
bien visto por las autoridades imperantes en la colonia.
Llegado a 1780, el virrey de Lima sustituye a Barúa
por su pariente Ignacio Soroeta, produciéndose entonces
el hecho de mayor significación política en el largo y
accidentado proceso en que se lucha por la instauración de
gobiernos populares. Ocurre entonces que pueblo y Cabildo
quieren a Barúa mientras intiman a Soroeta a abandonar
la ciudad; Barúa no acepta esta sugestión que lo honra
y Soroeta se hace eco de la intimación y se ausenta con-
juntamente con los alcaldes y corregidores que le son
adictos y para quienes se hace extensiva igual expulsión.
El relato que nos ocupa, como el que le continúa, prue-
ba la existencia de hondas divergencias entre los que
reclaman el ejercicio de la autonomía local y los que
sostienen la fidelidad a la monarquía; nos interioriza
de los secretos del medio donde se hacen presentes las
reyertas entre los conquistadores, y nos muestra cómo
su ejemplo, de consecuencias que estaban lejos de ima-
ginar, sirve de admirable fermento para fortalecer la
lucha cuya auténtica exteriorización se encuentra en los
ideales sostenidos por los comuneros. Los desaciertos de
Reyes Balmaceda preparan los espíritus para jornadas de
mayores alientos, no debiendo verse en la relación que
se hace en estas páginas ningún afán detallista, ya que
deliberadamente se ha dejado mucho por mencionar y
aclarar a este respecto, con tal de ceñirnos en la exposición
a las líneas medulosas imprescindibles para abarcar el
panorama donde se mueven las más encontradas pasiones
y los más diversos intereses de civiles y religiosos. Los
hombres y episodios aquí mencionados, lejos de ser su-
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perfluos e intrascendentes, son los términos obligados
que contribuyen a caracterizar fuertemente ese inquieto
período de la colonia hispana. De ahí su mención y de
ahí esta insistencia aclaratoria.
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de la que anticipadamente se gozaba su espíritu al c u m -
plirla como un cristiano de los primeros tiempos, para
mayor gloria de un pueblo. Cuando Antequera estaba
encarcelado, a un paso del cadalso y sus ideales a punto
de perecer por tan aciago destino, Mompó, como una reen-
carnación atrevida surge a la acción en el mismo escenario
donde el absolutismo monárquico había sido herido en
el propio corazón.
No se poseen mayores informaciones biográficas so-
bre Mompó. Según Estrada, era abogado de la real Au-
diencia y según el P. Lozano, apasionado y tendencioso
«era un monstruo abortado en el suelo valenciano». La
insuficiencia de datos en este sentido no interesa mayor-
mente, no pueden tampoco modificar el concepto con
que la historia lo ha calificado. Lo que se sabe de firme
es que surgió de improviso y desapareció de igual modo.
Fué el tribuno fogoso que en 1729 apasionó a las mul-
titudes en las calles y cabildos abiertos de Asunción,
hablándoles de los derechos del común, del pueblo, y que
tanto el rey como los poderes de la monarquía le debían
acatamiento. Como sentía los ideales que profesaba, se
palabra dejó honda huella en el espíritu de sus conciu-
dadanos, al elaborar en sus plásticas mentalidades las
directivas de la nueva revolución. Diríase un iluminado
que haóe generoso desprecio de la vida, con tal de servir
la causa que ama.
Antequera fué el héroe y el precursor que se levantó
contra el absolutismo imperante; Mompó es el verdadero
definidor del movimiento como ensayo democrático. Lla-
móse a sí mismo comunero como en el símil ele Castilla,
es decir, proclamó el derecho de imponer la personalidad
política y jurídica, la que deseaba para el común, es
decir, para todos. Estrada ha recogido con fidelidad el
pensamiento tribunicio de Mompó: «La autoridad del
común, no reconoce superior. La voluntad del monarca,
y todos los poderes, que de ella derivan, otras tantas
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fórmulas del mismo principio, todos Ies están subordi-
nados. La autoridad de los comunes es elemental, perma-
nente, inalienable. Preexiste a todas las modificaciones de
la monarquía: y es la forma y como el molde primitivo
del estado. La monarquía, principio extraño a la antigua
constitución de los pueblos latinos, fué introducida en una
crisis turbulenta del mundo romano» (i). La doctrina ex-
puesta es un modelo de sabiduría que cuando se la olvida
según proporciona repetidos ejemplos la historia, los
pueblos se precipitan en el absolutismo o la tiranía, se
conculcan sus libertades más preciadas y una gran miseria
espiritual y material constituye la ruina de todos.
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anticipado a la madurez política del medio, al designar
para la gobernación un presidente con el título de Presi-
dente de la Provincia del Paraguay. El honor de la
elección recayó en José Luis Barreiro.
No se recomendó por su buen acierto esta Primera
Junta. El elegido para presidir los destinos de la provincia,
fué el primero en traicionarla y en malograr las conquis-
tas de los que depositaron en él la seguridad y mejor
ventura, de quienes tenían el derecho de gozar de la paz
y tranquilidad que la suerte les negara durante tantos
años de sacrificios y pobreza sin cuento. Su inconducta
para con los comuneros se manifestó en la persona de su
ardoroso tribuno Mompó, a quien hace víctima de una
celada y apresa, remitiéndolo a Buenos Aires. Desde aquí
se lo envía al Perú, logrando en el camino burlar la vigi-
lancia y huir en direección al Brasil, desde donde no
llegó jamás la menor noticia sobre la vida y muerte de
quien pasó por el cielo de América con la fugaz trayec-
toria de la estrella, de la que recogió la historia la estela
luminosa de su personalidad romántica y heroica.
La decepción sufrida por los revolucionarios no era
de las que se reacciona fácilmente. Tantos y tan cruentos
sacrificios para caer entregados por quien había recibido
de ellos el máximo honor. Ya no resonó más la voz de
su tribuno, pero las multitudes salieron a la calle y echa-
ron al traidor en un gesto que debió ser una mezcla de
indignación y de asco. El obstáculo sufrido es de un va-
lor augural sombrío, la revolución no va a sobrevivir
mucho tiempo.
La traición del presidente surgido de la revolución
agitó de nuevo los espíritus, armando otra vez el brazo
comunero. Dirigen la contrarrevolución Bartolomé Gal-
ván y Miguel Garay; la refriega es intensa; se lucha
cuerpo a cuerpo en las calles. El empuje popular ha
depuesto a Barreiro, quien se oculta primero en el convento
para huir enseguida a Misiones bajo la protección de los
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padres de la compañía. Le sigue en el ejercicio de la pre-
sidencia el revolucionario adicto a la causa popular,
Miguel Garay.
A fines de 1781 ocupa la presidencia el conocido co-
munero Antonio Ruiz de Arellano, registrándose entonces
el envío de diputados a Charcas en procura del reconoci-
miento del gobierno implantado en la gobernación. Des-
graciadamente la reacción va a tomar su desquite, dete-
niéndose los emisarios en Córdoba, pues las noticias in-
faustas que llegan hacen del todo innecesaria la continua-
ción del viaje. Tantos reveses han desalentado a los comu-
neros, porque «El gobierno pasaba de mano en mano
como en la decadencia del imperio romano, cuando los
soldados levantaban en los escudos a razón de un empe-
rador por día».
Los momentos que siguen están preñados de incerti-
dumbre, a la angustia se sucede la desilusión, cuando no
la dolorosa realidad del aislamiento con los demás pueblos
de la colonia, el agotamiento de las mejores energías, la
desaparición de los más calificados tribunos, y la ad-
versa fortuna de tener por enemigos a fuerzas siempre
renovadas y numéricamente superiores. Sólo una que otra
voz dispersa se oye, como la de Fray Juan de Arregui,
que alguna vez ejerció la presidencia del Paraguay y el
obispado de Buenos Aires, pero los fieles que lo escuchan
ya se han tornado escépticos en la continuidad del movi-
miento, porque las víctimas se suceden a las víctimas sin
que ninguna esperanza surja en el horizonte desolador de
esa generosa anticipación de soberanía.
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Súbitamente, como si buscara en el horror del sadismo
la venganza propicia al instinto herido, elige por blanco
de sus represalias al héroe del pueblo paraguayo, a An-
tequera, a quien hemos dejado en páginas anteriores en-
grillado en la cárcel de Lima. Por un instante, nada más,
van a volver a brillar en la historia del desventurado
pueblo hispanoguaraní los comuneros, que tan alto supie-
ron elevar el pendón de una libertad y una soberanía ama-
sada al más duro precio de su desventurado y precario
éxito de horas mejores.
Charlevoix ha extractado en los siguientes términos
la sentencia dictada contra José de Antequera: «Ordenaba
que D. José de Antequera, convicto de sedición y rebelión,
y, por consiguiente, del crimen de lesa majestad, fuera
sacado de la prisión con muceta y capucha, montado en
un caballo enjaezado de negro, precedido de un heraldo
para instruir en alta voz al pueblo de los crímenes, que
motivaban su castigo, y conducido a la plaza pública
para ser decapitado sobre un cadalso; que todos sus
bienes fueran confiscados con aplicación a la Cámara Real,
después de cubiertas las costas del proceso».
Tres días permaneció Antequera en capilla, mientras
el pueblo limeño, que sentía una gran admiración por
este hombre singular, clamaba perdón en las calles y en
asambleas tumultuosas. Una compacta muchedumbre se
alistó en las avenidas el día señalado, para ver de cerca
el paso del cortejo. Pero mientras que el virrey, marqués
de Castelfuerte deseaba para la muchedumbre un espec-
táculo depravado como el del circo romano, la marea
humana rugía con la suprema tonalidad de la angustia.,
sintiendo en su propia carne la afrenta del crimen.
Llegado al cadalso el 5 de julio de 1781, un fraile
franciscano, de digna recordación, interpretando la emo-
ción que embargaba a todos, gritó desde el sangriento en-
tarimado, perdón, y sinnúmero de voces resonaron en el
ámbito azul ordenando perdón. Hubo tumulto, hubo des-
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orden. El pueblo atribulado quiso rescatar al mártir de
las manos del verdugo, pero todo fué en vano; se descar-
garon fusiles contra el mismo pueblo, mientras teme-
rosos los déspotas que su presa cayera en manos de la
muchedumbre, sin pérdida de tiempo lo ultimaron de un
balazo. Pero la afrenta, con ser afrenta, no tuvo límites
para esos bárbaros; ya muerto Antequera, se cumple la
ignominiosa farsa de decapitar el cadáver. He ahí el des-
tino heróico del mártir comunero que los pueblos ameri-
canos deben honrar como a uno de sus fervorosos pre-
cursores.
El crimen referido ha quedado fríamente documen-
tado por los mismos que lo cometieron. Para su propio
escarnio he aquí estas palabras que les pertenecen: «ceta
es la justicia que manda hacer el Rey nuestro Señor, y
en su Real nombre el Exmo. Señor Virrey de este reino,
con el acuerdo de esta Audiencia, en la persona de José
de Antequera, por haber convocado todos los hombres de
tomar armas de la Provincia del Paraguay y diversas
veces con sedición y rebelión» ( 1 ).
i7(»
los padres de la compañía, mas como el furor popular
no tiene límites cuando se desata, masacraron, destruyeron,
y decretaron en el Cabildo de 19 de febrero de 1782,
presidido por Ruíz de Arellano, una nueva expulsión
de los jesuítas, la tercera que se conocía en las luchas
políticas del desventurado pueblo paraguayo.
Antequera había llegado por el afecto a las almas
de sus conciudadanos, llevando al puesto de combatiente
que las circunstancias le depararon, no sólo el calor de sus
entusiasmos y la desobediencia a las autoridades reales
hasta responder con su vida, sinó el concurso de su pre-
clara inteligencia estructurada en la concepción de nuevas
relaciones jurídicas para la felicidad y prosperidad común
de los pueblos americanos, para los que reivindicó con
patriótico empeño el derecho a intervenir democrática-
mente en la dirección del gobierno. He aquí la elevación
doctrinaria que lo movió a la acción: «Los pueblos no
abdican su soberanía, declaraba Antequera. El acto de
delegar sus formas externas y el ejercicio de la facultad
de legislar, residente en él por razón de la naturaleza y
suprema dispensación de Dios, no implica en manera al-
guna que renuncie a ejercerla, cuando los procedimientos
de los gobiernos le hieren, y falseando su deber, lesio-
nan los preceptos eternos de la razón absoluta, que está
sobre todas las leyes, y por consiguiente, es superior a
todas las autoridades. Asombrosa profesión de fe polí-
tica, que levanta a una altura colosal la figura de An-
tequera v (').
Nada da una idea del furor popular ante la trágica
nueva del suceso que nos ocupa, como la participación
que en él tuvieron las mu jeres. De entre ellas se recuerda a
la hija de Juan de Mena, el alguacil mayor en la gober-
nación del Paraguay, que moría en el mismo acto en que
perdía la vida el mártir Antequera. Esta admirable mujer
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vestía de luto por su marido Ramón de las Llanas, a
quien hemos nombrado anteriormente; más llegada la
noticia de la muerte de su padre, se desprendió de su
negro traje y vistiendo de blanco se presentó al pueblo
con el que se sentía identificada, y como una heroína
digna de todos los tiempos, le dijo a la América espa-
ñola de hace dos siglos: «No debe lamentarse una
muerte gloriosamente sufrida en servicio de la patria».
A partir de estos momentos, el pulso de la revolu-
ción cae definitivamente. Llegados al año 1735, el gober-
nador de Buenos Aires, Bruno Mauricio Zavala, al frente
de un ejército de 6000 hombres, obtiene en Tabapy «el
Villalar de las luchas comuneras paraguayas», la victoria
decisiva sobre las fuerzas que acaudillaron Antequera y
Mompó. La revolución tuvo un digno epílogo realista,
el fusilamiento de los revolucionarios y la vuelta de los
padres de la compañía al lugar otrora iluminado por be-
llos ideales de redención humana.
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implantado a sangre y fuego — repitámoslo siempre,
por Garlos de Borgoña — , y el legendario autonomismo
peninsular, ibérico; entre la voluntad omnímoda del Im-
perator Augustus extranjero y la de las véteras institu-
ciones populares hispanas, no resignadas a desaparecer,
y que si en el Nuevo Mundo revivieron mediante la
emancipación, en la madre patria tal vez resurjan cuando
suene la hora» (*).
Este gran movimiento nacido en la zona del Río de
la Plata, evidenció la existencia de gérmenes democráticos
comunes a españoles y criollos, ya hechos notar en el
siglo XVI por el tesorero Hernando de Montalvo. Escri-
biendo sobre los nacidos en la tierra, dijo: «son amigos
de cosas nuevas, vanee cada día más desvergonzando con
sus mayores, tienenlos y an tenido en p o c o . . . porque si
nuestro señor no rremediara lo que sucedió en la ciudad
de Santa Fe víspera de corpus cristi el año de 8o, saltara
alguna centella»; agregando: «tienen por uso y costumbre
estos manzevos nascidos en esta tierra, de que se rrepartan
entrellos los oficios de la rrepublica como ser alcaldes
ordinarios y rregidores y alguacil mayor y menores, y
están tan enpuestos ya en ello, que como son los más
salen con lo que quieren» (2).
Nuestros comuneros del siglo XVIII, además de pa-
recerse racial y espiritualmente a los comuneros de
Castilla, se caracterizan porque democratizaron las cos-
tumbres políticas, en un anticipo auspicioso de la América
independiente que llega un siglo más tarde, y porque sus
cabildos cerrados y abiertos constituyen la expresión au-
ténticamente democrática de la voluntad popular, en fran-
ca e irreducible oposición al régimen político domi-
nante.
(') VIRIATO DÍAZ PEREZ, Revista de las Españas, año IGS'i, números
80-81-82, pág. 187.
(2) HERNANDO DE MONTALVO, carta enviada al rey de España desde
Asunción en i585.
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El movimiento comunero tuvo la virtud de poner en
evidencia en ese entonces el monopolio del más impor-
tante producto de la tierra, la yerba mate. Fueron los
jesuitas los autores de esta guerra económica, cuya vigo-
rosa organización en las célebres reducciones y pueblos
de Misiones, logró en forma amplia el dominio de la
zona del Río de la Plata. He aquí las cifras demostra-
tivas sobre población y valor de la producción, extraídas
por Estrada de documentos jesuíticos y que cita Cerve-
ra( 1 ). A fines del siglo XVII tenían 60000 habitantes;
a principios del XVIII, 108690; en el año 1717, 121668 y
en pleno período comunero, en 1782, diez pueblos sola-
mente suman 141242 habitantes, disminuyendo a partir
de este último año para contar a la fecha de la expulsión
de los padres de la compañía en 1767. con 90181 ha-
bitantes. En cuanto al valor de la producción calculado
por año, oscila entre 100000 y 35oooo pesos, contándose
entre los productos: yerba, tejidos, algodón, azúcar, ta-
baco y miel. Las transacciones comerciales de Misiones
ascendieron a cinco millones anuales, dejando al ser ex-
pulsados, más de un millón de cabezas de ganado y va-
liosos bienes inmuebles. Entre los privilegios de hecho
que gozaron, cabe destacar la falta de cumplimiento al
oontenido de la real cédula de 27 de junio dé i665, que
establecía el pago de 8 reales de tributo por cada indio
activo de Misiones, lo que contribuyó en 110 menor grado
a acrecentar su riqueza.
Todo esto fué posible mediante el absolutismo teocrá-
tico que implantaron, el que excedió al propio de la mo-
narquía, con evidente peligro de las sabias instituciones
que creara el poder civil; de ahí las tres expulsiones de
los padres de la compañía, una en el siglo XVI y dos en el
XVIII durante la revolución comunera. Más tarde la
supervivencia de la misma escuela dominadora que im-
(') MAMI 1:1. M. CKRVEHA. Iliiloria de Sania Fe, lomo I. página »78.
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plantaron desde su aparición como orden religiosa, obli-
gó al rey Garlos III a decretar en 1767 la cuarta expul-
sión, esta vez de todo el mundo hispano.
La revolución comunera paraguaya significó en su
escenario y ambiente, lo que las comunidades de Castilla
en tiempo de Carlos V, y si su anticipado ideal separa-
tista se desvaneció en la ilusión del intento, afirmó en
cambio con la reciedumbre del ejemplo el grito de liber-
tad de Chuquisaca y Buenos Aires en 1809 y 1810.
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