Segunda Parte

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Segunda parte[editar]

Portada de la primera edición de la Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha,
Madrid, Juan de la Cuesta, 1615.

El título de esta fue El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha y consta de 74 capítulos.
En el prólogo, Cervantes se defiende irónicamente de las acusaciones del lopista Avellaneda y
se lamenta de la dificultad del arte de novelar: la fantasía se vuelve tan insaciable como un
perro hambriento. En la novela se juega con diversos planos de la realidad al incluir, dentro de
ella, la edición de la primera parte del Quijote y, posteriormente, la de la apócrifa Segunda
parte, que los personajes han leído. Cervantes se defiende de las inverosimilitudes que se han
encontrado en la primera parte, como la misteriosa reaparición del rucio de Sancho después
de ser robado por Ginés de Pasamonte y el destino de los dineros encontrados en una maleta
de Sierra Morena, etc.
Así pues, en esta segunda entrega don Quijote y Sancho son conscientes del éxito editorial de
la primera parte de sus aventuras y ya son célebres. De hecho, algunos de los personajes que
aparecerán en lo sucesivo han leído el libro y los reconocen. Es más, en un alarde de
clarividencia, tanto Cervantes como el propio don Quijote manifiestan que la novela pasará a
convertirse en un clásico de la literatura y que la figura del hidalgo se verá a lo largo de los
siglos como símbolo de La Mancha.
La obra empieza con el renovado propósito de don Quijote de volver a las andadas y sus
preparativos para ello, no sin la fiera resistencia de su sobrina y el ama. El cura y el barbero
tienen que confesar la locura de don Quijote y urden, junto al bachiller Sansón Carrasco, un
nuevo plan que les permita recluir a don Quijote por un largo tiempo en su aldea. Por su parte,
don Quijote renueva los ofrecimientos a Sancho prometiéndole la ansiada ínsula a cambio de
su compañía. Sancho reacciona obsesionándose con la idea de ser gobernador y cambiar de
estatus social, lo que provoca la burla de su esposa Teresa Panza. Con conocimiento de sus
convecinos don Quijote y Sancho inician su tercera salida.
Encuentro en El Toboso.

Ambos se dirigen al Toboso con objeto de visitar a Dulcinea, lo que pone en un duro aprieto a
Sancho, temeroso de que su mentira anterior salga a luz. En uno de los episodios más
logrados de la novela Sancho logra engañar a su señor haciéndole creer que Dulcinea ha sido
encantada y hace pasar a una tosca aldeana por la amada de don Quijote, quien la contempla
estupefacto. Nuevamente don Quijote atribuye la transformación a los encantadores que le
persiguen. El encantamiento de Dulcinea y la forma en que don Quijote buscará revertirlo será
uno de los motivos de esta segunda parte. Apesadumbrado, don Quijote continúa su camino;
pronto se topa con unos actores que van en un carro a representar el acto Las Cortes de la
Muerte, quienes les toman el pelo y enfurecen a don Quijote. Una noche se encuentra con un
supuesto caballero andante que se autodenomina el Caballero de los Espejos —quien es ni
más ni menos que el bachiller Sansón Carrasco disfrazado— junto a su escudero, un vecino
llamado Tomé Cecial. El caballero de los Espejos presume de haber derrotado a don Quijote
en una batalla anterior, lo que provoca el desafío de este. El de los Espejos acepta e impone
como condición de que si vence don Quijote se retirará a su aldea. Se disponen a luchar, pero
con tan mala suerte para el bachiller que, en forma sorpresiva, don Quijote lo derrota y lo
obliga a reconocer su error; con tal de salvar la vida el bachiller acepta la condición y se retira
humillado, tramando venganza, venganza que se manifestará casi al final de la novela. Esta
inesperada victoria le sube el ánimo a don Quijote, quien continúa su camino. Pronto
encuentra a otro caballero, el caballero del Verde Gabán, que lo acompañará algunas
jornadas. Viene a continuación una de las más excéntricas aventuras de don Quijote: la
aventura de los leones; don Quijote prueba su valor desafiando a un león macho que es
transportado a la corte del rey por un carretero; por fortuna el león no hace caso de él y don
Quijote se da por satisfecho; inclusive, para celebrar su victoria, cambia su anterior apodo de
"Caballero de la Triste Figura" al del "Caballero de Los Leones". Don Diego de Miranda —el
del Verde Gabán— lo invita a su casa unos días, donde es probado en el grado de su locura
por su hijo, un estudiante y poeta alabado por don Quijote. Don Quijote se despide y
reemprende el camino, encontrando pronto a dos estudiantes que van en dirección a las
bodas de Camacho el Rico y de la hermosa Quiteria. En este episodio don Quijote logra,
atípicamente, resolver un verdadero entuerto, al tomar partido por Basilio (el primer prometido
de Quiteria, con quien se casa por sorpresa) en defensa de su vida amenazada por Camacho
y sus amigos; don Quijote obtiene reconocimiento y gratitud de parte de los noveles esposos.

Descenso a la cueva de Montesinos.


A continuación se suceden una serie de episodios autoconclusivos: el primero es el descenso
a la cueva de Montesinos, donde el caballero se queda dormido y sueña todo tipo de
disparates que no llega a creerse Sancho Panza, pues hacen referencia al supuesto
encantamiento de Dulcinea. Este descenso es una parodia de un episodio de la primera parte
del Espejo de Príncipes y Caballeros y de los descensos a los infiernos de la épica, y que para
Rodríguez Marín se constituye en el episodio central de toda la segunda parte. Luego, llegan a
una venta que don Quijote reconoce por tal y no por castillo, para gusto de Sancho, lo que
evidencia que el protagonista empieza a ver las cosas tal como son y no como en la primera
parte, en que veía las cosas de acuerdo a su imaginación ("Aproximación al Quijote", edit.
Salvat 1970, pág 113, de Martín de Riquer). A la venta llega un tal maese Pedro cuyo oficio es
el de titiritero y tiene un mono adivino; pero no es otro que Ginés de Pasamonte, quien de
inmediato reconoce a don Quijote y accede a dar una función de su retablo de marionetas; en
cierto momento don Quijote, presa de un súbito desvarío, ataca con su espada el retablo
haciéndolo pedazos, pero culpa a los encantadores de haberlo confundido. La cabalgata
continúa y don Quijote y Sancho se ven envueltos en la aventura del rebuzno: intentan llamar
a la concordia a dos pueblos que se pelean a causa de una ancestral burla, pero la
desubicación de Sancho los obliga a huir bajo la amenaza de las ballestas y las armas de
fuego. Pronto llegan a orillas del río Ebro, donde tiene lugar la aventura del barco encantado:
don Quijote y Sancho se embarcan en una pequeña barca creyendo aquel que el viaje está
encantado, pero la navegación termina abruptamente y ambos se zambullen en el río.
Desde el capítulo 30 al 57 don Quijote y Sancho son acogidos en su castillo por unos
acomodados duques que han leído la primera parte de la novela y saben de qué humor cojean
ambos. Por primera vez don Quijote y Sancho entran en contacto con la alta nobleza española
y su séquito cortesano, todo semejante al ambiente de los libros de caballerías. Los duques,
por su parte, se esmeran en presentarles la realidad del mismo modo, orquestando
situaciones caballerescas en que don Quijote pueda actuar como tal; en el fondo don Quijote y
Sancho son considerados como dos bufones cuya estadía en el castillo tiene por objeto
entretener a los duques. En forma sutil, pero despiadadamente, los castellanos organizan una
serie de farsas que ponen en ridículo a los dos protagonistas quienes, pese a todo, confían
hasta el final en sus anfitriones. Solo el capellán del castillo rechaza de plano la opereta e
increpa violentamente a don Quijote su falta de cordura.

Don Quijote y Sancho montados en Clavileño.

Se suceden los siguientes episodios de chanza: la sorpresiva aparición del mago Merlín, que
declara que Dulcinea solo podrá ser desencantada si Sancho se da tres mil azotes en sus
posaderas; esto no le parece nada bien al escudero y de ahí en adelante habrá una
permanente tensión entre amo y mozo por causa de esta penitencia. Enseguida, convencen a
don Quijote de que vaya volando en un caballo de madera llamado Clavileño a rescatar a una
princesa y a su padre del encantamiento que les ha echado un gigante; don Quijote y Sancho
caen con naturalidad en la burla. Una de las farsas más memorables es la obtención y
gobierno por Sancho de la ínsula prometida: en efecto, Sancho se convierte en gobernador de
una "ínsula" llamada Barataria que le otorgan los duques interesados en burlarse del
escudero. Sancho, no obstante, demuestra tanto su inteligencia como su carácter pacífico y
sencillo en el gobierno de la dependencia. Así, pronto renunciará a un puesto en el que se ve
acosado por todo tipo de peligros y por un médico, Pedro Recio de Tirteafuera, que no le deja
probar bocado. Mientras Sancho gobierna su ínsula, don Quijote sigue siendo objeto de burlas
en el castillo: un desenvuelta moza llamada Altisidora finge estar perdidamente enamorada de
él, poniendo en riesgo su casto amor por Dulcinea; cierta noche le descuelgan en su ventana
una bolsa de gatos que le arañan el rostro; en otra ocasión, a requerimientos de una dama
llamada doña Rodríguez —quien cree neciamente que don Quijote es un auténtico caballero
andante—, se ve obligado a participar en un frustrado duelo con el ofensor de su hija.
Finalmente, don Quijote y Sancho se reencuentran (don Quijote encuentra a Sancho en lo
profundo de una sima en que ha caído de regreso de su fracasado gobierno).

Entrada en Barcelona.

Ambos se despiden de los duques y don Quijote se encamina a Zaragoza a participar en unas
justas que allí van a celebrarse. Poco les sucede a continuación; en cierto momento son
embestidos por una manada de toros debido a la temeridad de don Quijote. Y en una venta el
manchego se entera por boca de unos caballeros que ahí alojaban que ha sido publicado
el Quijote de Avellaneda, y cuyos detalles, ambientados en Zaragoza, lo indignan de
sobremanera, pues lo presentan como un loco de atar. Decide cambiar de rumbo y dirigirse
a Barcelona. A partir de este momento, según Martín de Riquer en su obra Aproximación al
Quijote, la trama cambia sustancialmente: empiezan las aventuras de verdad y en la cual el
personaje pierde presencia, lo que anticipa su final. Primero, se encuentran con una cuadrilla
de bandoleros liderada por Roque Guinart, un personaje rigurosamente histórico (Perot
Rocaguinarda), un aventurero de verdad. Si bien el bandolero los trata bien, son testigos de
hechos sangrientos (por ejemplo, Roque asesina a un bandolero a escasos metros de
Sancho). Tras varios días de participar a fondo de la vida clandestina de sus anfitriones,
Roque los deja en la playa de Barcelona. Don Quijote y Sancho entran en una gran y
cosmopolita ciudad y quedan maravillados por la actividad que en ella se desarrolla. Se alojan
en casa de don Antonio Moreno, quien les muestra una supuesta cabeza de bronce
encantada y que da respuestas ingeniosas a las preguntas que se le hacen. Otro día el
caballero y su escudero visitan las galeras ancladas en el puerto y repentinamente se ven
inmersos en un combate naval contra un barco turco —que traía a una dama morisca huida de
Argel—, con amplio despliegue de hombres y artillería, muertos y heridos. Nadie hace caso a
las observaciones y propuestas de don Quijote y su locura ya no divierte. Se llega finalmente,
al momento más dramático de su carrera: su vencimiento por el caballero de la Blanca Luna.
Cierta mañana este aparece en la playa de Barcelona y desafía a don Quijote a un singular
duelo por asuntos de prevalencia de damas; la batalla —en presencia de las autoridades y el
público barcelonés— es rápida y el gran manchego cae en la arena derrotado.
Fue luego sobre él, y poniéndole la lanza sobre la visera, le dijo:
-Vencido sois, caballero, y aún muerto, si no confesáis las condiciones de nuestro desafío.
Don Quijote, molido y aturdido, sin alzarse la visera, como si hablara dentro de una tumba, con voz
debilitada y enferma, dijo:
-Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero de la
tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida,
pues me has quitado la honra (cap 64 de la Segunda Parte)

«Aquí finalmente, cayó mi ventura para jamás levantarse».

El caballero de la Blanca Luna es en realidad el bachiller Sansón Carrasco disfrazado y le ha


hecho prometer que regresará a su pueblo y no volverá a salir de él como caballero
andante en el plazo de un año. Así lo hace don Quijote, tras varios días de permanecer
abatido en cama.
El regreso es triste y melancólico y Sancho trata por varios medios de subirle el ánimo a su
señor. Don Quijote piensa, por un momento, en sustituir su obsesión caballeresca por la de
convertirse en un pastor como los de los libros pastoriles. Durante el regreso amo y criado son
atropellados por una gran piara de cerdos —la «cerdosa aventura»—, y cuando pasan por el
castillo de los duques son objeto de nuevas burlas; más allá don Quijote y Sancho tienen una
fuerte discusión por el asunto de los azotes que debe darse el criado para desencantar a
Dulcinea. En un cierto lugar conocen a Álvaro Tarfe, personaje del Quijote de Avellaneda,
quien declara la falsedad del que conoció en Zaragoza. Llegan finalmente a su aldea. Don
Quijote enferma, pero retorna, al fin, a la cordura y abomina con lúcidas razones de los
disparates de los libros de caballerías, aunque no del ideal caballeresco. Muere de pena entre
la compasión y las lágrimas de todos.
Mientras se narra la historia, se entremezclan otras muchas que sirven para distraer la
atención de la trama principal. Tienen lugar divertidas y amenas conversaciones entre
caballero y escudero, en las que se percibe cómo don Quijote va perdiendo progresivamente
sus ideales, influido por Sancho Panza. Va transformándose también su autodenominación,
pasando de Caballero de la Triste Figura al Caballero de Los Leones. Por el contrario, Sancho
Panza va asimilando los ideales de su señor, lo que se transforman en una idea fija: llegar a
ser gobernador de una ínsula.
El 31 de octubre de 1615, Cervantes dedicó esta parte a Pedro Fernández de Castro y
Andrade, VII conde de Lemos.20

Interpretaciones del Quijote[editar]

Don Quijote según Honoré Daumier (c. 1868).

El Quijote ha sufrido, como cualquier obra clásica, todo tipo de interpretaciones y críticas.
Miguel de Cervantes proporcionó en 1615, por boca de Sancho, el primer informe sobre la
impresión de los lectores, entre los que «hay diferentes opiniones: unos dicen: 'loco, pero
gracioso'; otros, 'valiente, pero desgraciado'; otros, 'cortés, pero impertinente'» (capítulo II de
la segunda parte). Pareceres que ya contienen las dos tendencias interpretativas posteriores:
la cómica y la seria. Sin embargo, la novela fue recibida en su tiempo como un libro, en
palabras del propio Cervantes, "de entretenimiento", como regocijante libro de burlas o como
una divertidísima y fulminante parodia de los libros de caballerías. Intención que, al fin y al
cabo, quiso mostrar el autor en su prólogo y en el párrafo final de la segunda parte, si bien no
se le ocultaba que había tocado en realidad un tema mucho más profundo que se salía de
cualquier proporción.
Toda Europa leyó Don Quijote como una sátira. Los ingleses, desde 1612 en la traducción
de Thomas Shelton. Los franceses, desde 1614 gracias a la versión de César Oudin, aunque
en 1608 ya se había traducido el relato El curioso impertinente. Los italianos desde 1622, los
alemanes desde 1648 y los holandeses desde 1657, en la primera edición ilustrada. La
comicidad de las situaciones prevalecía sobre la sensatez de muchos parlamentos.
La interpretación dominante en el siglo XVIII fue la didáctica: el libro era una sátira de diversos
defectos de la sociedad y, sobre todo, pretendía corregir el gusto estragado por los libros de
caballerías. Junto a estas opiniones, estaban las que veían en la obra un libro cómico de
entretenimiento sin mayor trascendencia. La Ilustración se empeñó en realizar las primeras
ediciones críticas de la obra, la más sobresaliente de las cuales no fue precisamente obra de
españoles, sino de ingleses: la magnífica de John Bowle, que avergonzó a todos los
españoles que presumían de cervantistas, los cuales ningunearon como pudieron esta cima
de la ecdótica cervantina, por más que se aprovecharon de ella a manos llenas.
El idealismo neoclásico hizo a muchos señalar numerosos defectos en la obra, en especial,
atentados contra el buen gusto, como hizo Valentín de Foronda; pero también contra la
ortodoxia del buen estilo. El neoclásico Diego Clemencín destacó de manera muy especial en
esta faceta en el siglo XIX.

Don Quijote y Sancho Panza.

Pronto empezaron a llegar las lecturas profundas, graves y esotéricas. Una de las más
interesantes y aún poco estudiada es la que afirma, por ejemplo, que el Quijote es una parodia
de la Autobiografía escrita por san Ignacio de Loyola, que circulaba manuscrita y que los
jesuitas intentaron ocultar. Ese parecido no se le escapó, entre otros, a Miguel de Unamuno,
quien no trató, sin embargo, de documentarlo. En 1675, el jesuita francés René Rapin
consideró que Don Quijote encerraba una invectiva contra el poderoso duque de Lerma. El
acometimiento contra los molinos y las ovejas por parte del protagonista sería, según esta
lectura, una crítica a la medida del Duque de rebajar, añadiendo cobre, el valor de la moneda
de plata y de oro, que desde entonces se conoció como moneda de molino y de vellón. Por
extensión, sería una sátira de la nación española. Esta lectura que hace de Cervantes desde
un antipatriota hasta un crítico del idealismo, del empeño militar o del mero entusiasmo,
resurgirá a finales del siglo XVIII en los juicios de Voltaire, D'Alembert, Horace Walpole y el
intrépido lord Byron. Para este último, Don Quijote había asestado con una sonrisa un golpe
mortal a la caballería en España. A esas alturas, por suerte, Henry Fielding, el padre de Tom
Jones, ya había convertido a don Quijote en un símbolo de la nobleza y en modelo admirable
de ironía narrativa y censura de costumbres sociales. La mejor interpretación dieciochesca
de Don Quijote la ofrece la narrativa inglesa de aquel siglo, que es, al mismo tiempo, el de la
entronización de la obra como ejemplo de neoclasicismo estético, equilibrado y natural. Algo
tuvo que ver el valenciano Gregorio Mayans y Siscar que en 1738 escribió, a manera de
prólogo a la traducción inglesa de ese año, la primera gran biografía de Cervantes. Las
ráfagas iniciales de lo que sería el huracán romántico anunciaron con toda claridad que se
acercaba una transformación del gusto que iba a divorciar la realidad vulgar de los ideales y
deseos. José Cadalso había escrito en sus Cartas marruecas en 1789 que en Don Quijote «el
sentido literal es uno y el verdadero otro muy diferente».

Heinrich Heine.

El Romanticismo alemán trató de descifrar el significado verdadero de la obra. Friedrich von


Schlegel asignó a Don Quijote el rango de precursora culminación del arte romántico en
su Diálogo sobre la poesía de 1800 (honor compartido con el Hamlet de Shakespeare). Un par
de años después, Friedrich W. J. Schelling, en su Filosofía del arte, estableció los términos de
la más influyente interpretación moderna, basada en la confrontación
entre idealismo y realismo, por la que don Quijote quedaba convertido en un luchador trágico
contra la realidad grosera y hostil en defensa de un ideal que sabía irrealizable. A partir de ese
momento, los románticos alemanes (Schelling, Jean Paul, Ludwig Tieck...) vieron en la obra la
imagen del heroísmo patético. El poeta Heinrich Heine contó en 1837, en el lúcido prólogo a la
traducción alemana de ese año, que había leído Don Quijote con afligida seriedad en un
rincón del jardín Palatino de Dusseldorf, apartado en la avenida de los Suspiros, conmovido y
melancólico. Don Quijote pasó de hacer reír a conmover, de la épica burlesca a la novela más
triste. Los filósofos Hegel y Arthur Schopenhauer proyectaron en los personajes cervantinos
sus preocupaciones metafísicas.
El Romanticismo inició la interpretación figurada o simbólica de la novela, y pasó a un
segundo plano la lectura satírica. «Que muelan a palos al caballero», ya no le hizo gracia al
poeta inglés Samuel Taylor Coleridge. Don Quijote se le antojaba ser «una sustancial alegoría
viviente de la razón y el sentido moral», abocado al fracaso por falta de sentido común. Algo
parecido opinó en 1815 el ensayista William Hazlitt: «El pathos y la dignidad de los
sentimientos se hallan a menudo disfrazados por la jocosidad del tema, y provocan la risa,
cuando en realidad deben provocar las lágrimas». Este don Quijote triste se prolonga hasta
los albores del siglo XX. El poeta Rubén Darío lo invocó en su Letanía de Nuestro Señor don
Quijote con este verso: «Ora por nosotros, señor de los tristes» y lo hace suicidarse en su
cuento DQ, compuesto el mismo año, personificando en él la derrota de 1898. No fue difícil
que la interpretación romántica acabara por identificar al personaje con su creador. Las
desgracias y sinsabores quijotescos se leían como metáforas de la vapuleada vida de
Cervantes y en la máscara de don Quijote se pretendía ver los rasgos de su autor, ambos
viejos y desencantados. El poeta y dramaturgo francés Alfred de Vigny imaginó a un
Cervantes moribundo que declaraba in extremis haber querido pintarse en su Caballero de la
Triste Figura.

Parte de monumento IV centenario de don Quijote de la Mancha en Alcalá de Henares.

Durante el siglo XIX, el personaje cervantino se convirtió en un símbolo de la bondad, del


sacrificio solidario y del entusiasmo. Representa la figura del emprendedor que abre caminos
nuevos. El novelista ruso Iván Turgénev así lo hará en su ensayo Hamlet y don Quijote (1860),
en el que confronta a los dos personajes como arquetipos humanos antagónicos: el
extravertido y arrojado frente al ensimismado y reflexivo. Este don Quijote encarna toda una
moral que, más que altruista, es plenamente cristiana.
Antes de que W. H. Auden escribiera el ensayo "The Ironic Hero", Dostoyevski ya había
comparado a don Quijote con Jesucristo, para afirmar que «de todas las figuras de hombres
buenos en la literatura cristiana, sin duda, la más perfecta es don Quijote». 21 También el
príncipe Mishkin de El idiota está fraguado en el molde
cervantino. Gógol, Pushkin y Tolstói vieron en él un héroe de la bondad extrema y un espejo
de la maldad del mundo.
Homenaje al IV Centenario del Quijote, frente a la casa natal de Miguel de Cervantes en Alcalá de
Henares.

El siglo romántico no solo estableció la interpretación grave de Don Quijote, sino que lo
empujó al ámbito de la ideología política. La idea de Herder de que en el arte se manifiesta el
espíritu de un pueblo (el Volksgeist) se propagó por toda Europa y se encuentra en autores
como Thomas Carlyle e Hippolyte Taine, para quienes Don Quijote reflejaba los rasgos de la
nación en que se engendró, para los románticos conservadores, la renuncia al progreso y la
defensa de un tiempo y unos valores sublimes aunque caducos, los de la caballería medieval
y los de la España imperial de Felipe II. Para los liberales, la lucha contra la intransigencia de
esa España sombría y sin futuro. Estas lecturas políticas siguieron vigentes durante decenios,
hasta que el régimen surgido de la Guerra Civil en España privilegió la primera, imbuyendo la
historia de nacionalismo tradicionalista.
El siglo XX recuperó la interpretación jocosa como la más ajustada a la de los primeros
lectores, pero no dejó de ahondarse en la interpretación simbólica. Crecieron las lecturas
esotéricas y disparatadas y muchos creadores formularon su propio acercamiento,
desde Kafka y Jorge Luis Borges hasta Milan Kundera. Thomas Mann, por ejemplo, inventó en
su Viaje con don Quijote (1934) a un caballero sin ideales, hosco y un tanto siniestro
alimentado por su propia celebridad, y Vladimir Nabokov, con lentes anacrónicos, pretendió
poner los puntos sobre las íes en un célebre y polémico curso.
Quizá, el principal problema consista en que el Quijote no es uno, sino dos libros difíciles de
reducir a una unidad de sentido. El loco de 1605, con su celada de cartón y sus patochadas,
causa más risa que suspiros, pero el sensato anciano de 1615, perplejo ante los engaños que
todos urden en su contra, exige al lector trascender el significado de sus palabras y aventuras
mucho más allá de la comicidad primaria de palos y chocarrerías. Abundan las
interpretaciones panegiristas y filosóficas en el siglo XIX. Las interpretaciones esotéricas se
iniciaron en dicho siglo con las obras de Nicolás Díaz de Benjumea La estafeta de
Urganda (1861), El correo del Alquife (1866) o El mensaje de Merlín (1875). Benjumea
encabeza una larga serie de lecturas impresionistas de Don Quijote enteramente
desenfocadas; identifica al protagonista con el propio Cervantes haciéndole todo un
librepensador republicano. Siguieron a este Benigno Pallol, más conocido
como Polinous, Teodomiro Ibáñez, Feliciano Ortego, Adolfo Saldías y Baldomero Villegas. A
partir de 1925 las tendencias dominantes de la crítica literaria se agrupan en diversas ramas:

1. Perspectivismo (Leo Spitzer, Edward Riley, Mia Gerhard).


2. Crítica existencialista (Américo Castro, Stephen Gilman, Durán, Luis Rosales).
3. Narratología o socio-antropología (Redondo, Joly, Moner, Cesare Segre).
4. Estilística y aproximaciones afines (Helmut Hatzfeld, Leo Spitzer, Casalduero,
Rosenblat).
5. Investigación de las fuentes del pensamiento cervantino, sobre todo en su aspecto
«disidente» (Marcel Bataillon, Vilanova, Márquez Villanueva, Forcione, Maravall, José
Barros Campos).
6. Los contradictores de Américo Castro desde puntos de vista diversos, al impulso
modernizante que manifiesta El pensamiento de Cervantes de Castro (Erich
Auerbach, Alexander A. Parker, Otis H. Green, Martín de Riquer, Russell, Close).
7. Tradiciones críticas antiguas renovadas: la investigación de la actitud de Cervantes
ante la tradición caballeresca (Murillo, Williamson, Daniel Eisenberg); el estudio de los
«errores» del Quijote (Stagg, Flores) o de su lengua (Amado Alonso, Rosenblat); la
biografía de Cervantes (McKendrick, Jean Canavaggio).

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