Este documento presenta un resumen del libro "Los Dolores del Mundo" de Arthur Schopenhauer. Schopenhauer argumenta que el sufrimiento es una parte inherente e ineludible de la existencia humana y que la felicidad es simplemente la ausencia de dolor. Afirma que, aunque los seres humanos buscan el placer y evitan el dolor, nuestra capacidad para anticipar el futuro y reflexionar sobre el pasado es lo que realmente causa nuestras mayores pasiones y emociones.
Este documento presenta un resumen del libro "Los Dolores del Mundo" de Arthur Schopenhauer. Schopenhauer argumenta que el sufrimiento es una parte inherente e ineludible de la existencia humana y que la felicidad es simplemente la ausencia de dolor. Afirma que, aunque los seres humanos buscan el placer y evitan el dolor, nuestra capacidad para anticipar el futuro y reflexionar sobre el pasado es lo que realmente causa nuestras mayores pasiones y emociones.
Este documento presenta un resumen del libro "Los Dolores del Mundo" de Arthur Schopenhauer. Schopenhauer argumenta que el sufrimiento es una parte inherente e ineludible de la existencia humana y que la felicidad es simplemente la ausencia de dolor. Afirma que, aunque los seres humanos buscan el placer y evitan el dolor, nuestra capacidad para anticipar el futuro y reflexionar sobre el pasado es lo que realmente causa nuestras mayores pasiones y emociones.
Este documento presenta un resumen del libro "Los Dolores del Mundo" de Arthur Schopenhauer. Schopenhauer argumenta que el sufrimiento es una parte inherente e ineludible de la existencia humana y que la felicidad es simplemente la ausencia de dolor. Afirma que, aunque los seres humanos buscan el placer y evitan el dolor, nuestra capacidad para anticipar el futuro y reflexionar sobre el pasado es lo que realmente causa nuestras mayores pasiones y emociones.
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LOS DOLORES DEL MUNDO
ARTHUR SCHOPENHAUER
PUBLICADO: 1850 FUENTE: EN.WIKISOURCE.ORG
TRADUCCIÓN PROPIA DE ELEJANDRÍA A PARTIR DE LA TRADUCCIÓN AL INGLÉS
REALIZADA POR THOMAS BAILEY SAUNDERS LOS DOLORES DEL MUNDO
A menos que el sufrimiento sea el objeto directo e inmediato de la vida,
nuestra existencia fracasará por completo en su objetivo. Es absurdo consi- derar que la enorme cantidad de dolor que abunda por todas partes en el mundo, y que tiene su origen en necesidades y carencias inseparables de la vida misma, no sirve para nada y es el resultado de una mera casualidad. Cada desgracia aislada, tal como se presenta, parece, sin duda, algo excep- cional; pero la desgracia en general es la regla. No conozco mayor absurdo que el que proponen la mayoría de los siste- mas filosóficos al declarar que el mal es negativo en su carácter. El mal es justamente lo positivo; hace sentir su propia existencia. Leibnitz se preocu- pa particularmente de defender este absurdo, y trata de reforzar su posición valiéndose de un sofisma palpable y mezquino[1]: el bien es lo negativo; en otras palabras, la felicidad y la satisfacción implican siempre algún deseo cumplido, algún estado de dolor puesto fin. Esto explica el hecho de que, por lo general, el placer no nos resulte tan agradable como esperábamos, y el dolor mucho más doloroso. El placer en este mundo, se ha dicho, supera al dolor; o, en todo caso, hay un equilibrio entre ambos. Si el lector desea comprobar en breve si esta afir- mación es cierta, que compare los sentimientos respectivos de dos animales, uno de los cuales se dedica a comerse al otro. El mejor consuelo en una desgracia o aflicción de cualquier clase será pensar en otras personas que se encuentran en una situación aún peor que la propia; y ésta es una forma de consuelo al alcance de todos. Pero ¡qué horri- ble destino significa esto para la humanidad en su conjunto! Somos como corderos en el campo, que se divierten bajo la mirada del carnicero, que elige primero a uno y luego a otro como presa. Por eso, en los días buenos, todos somos inconscientes de los males que el Destino pue- de reservarnos en el presente: enfermedad, pobreza, mutilación, pérdida de la vista o de la razón. No poca parte del tormento de la existencia reside en que el tiempo nos apremia continuamente, sin dejarnos respirar, sino persiguiéndonos siem- pre, como un capataz con un látigo. Si en algún momento el Tiempo detiene su mano, es sólo cuando somos entregados a la miseria del aburrimiento. Pero el infortunio tiene su utilidad; porque, así como nuestro cuerpo esta- llaría en pedazos si se le quitara la presión de la atmósfera, así, si las vidas de los hombres fueran liberadas de toda necesidad, penuria y adversidad; si todo lo que tomaran en sus manos tuviera éxito, se hincharían tanto de arro- gancia que, aunque no estallaran, presentarían el espectáculo de una locura desenfrenada; más aún, enloquecerían. Y puedo decir, además, que una cierta cantidad de cuidado o dolor o problema es necesaria para todo hom- bre en todo momento. Un barco sin lastre es inestable y no se enderezará. Es cierto que el trabajo, la preocupación, la labor y los problemas, for- man la suerte de casi todos los hombres durante toda su vida. Pero si todos los deseos se cumplieran tan pronto como surgieran, ¿cómo ocuparían los hombres sus vidas? ¿qué harían con su tiempo? Si el mundo fuera un paraí- so de lujo y facilidad, una tierra que mana leche y miel, donde cada Jack obtuviera su Jill de una vez y sin ninguna dificultad, los hombres morirían de aburrimiento o se ahorcarían; o habría guerras, masacres y asesinatos; de modo que al final la humanidad se infligiría a sí misma más sufrimientos de los que ahora tiene que aceptar a manos de la Naturaleza. En la primera juventud, cuando contemplamos nuestra vida futura, somos como niños en un teatro antes de que se levante el telón, sentados con mu- cho ánimo y esperando ansiosamente que comience la obra. Es una bendi- ción que no sepamos lo que realmente va a ocurrir. Si pudiéramos preverlo, hay momentos en que los niños parecerían prisioneros inocentes, condena- dos, no a muerte, sino a cadena perpetua, y todavía inconscientes de lo que significa su sentencia. Sin embargo, todo hombre desea llegar a la vejez; es decir, a un estado de vida del que pueda decirse: "Hoy es malo, y mañana será peor; y así hasta el peor de todos". Si tratáis de imaginar, en la medida de lo posible, la cantidad de miseria, dolor y sufrimiento de todo tipo que el sol ilumina en su curso, admitiréis que sería mucho mejor si, en la tierra tan poco como en la luna, el sol fuera capaz de provocar los fenómenos de la vida; y si, aquí como allí, la superfi- cie estuviera todavía en un estado cristalino. De nuevo, puedes considerar la vida como un episodio inútil, que pertur- ba la calma bendita de la no existencia. Y, en cualquier caso, aunque las co- sas te hayan ido tolerablemente bien, cuanto más vivas más claramente sen- tirás que, en conjunto, la vida es una decepción, más aún, un engaño. Si dos hombres que fueron amigos en su juventud se encuentran de nue- vo cuando son viejos, después de haber estado separados durante toda una vida, el principal sentimiento que tendrán al verse será de completa decep- ción ante la vida en su conjunto; porque sus pensamientos se trasladarán a aquella época anterior en que la vida parecía tan hermosa cuando se exten- día ante ellos a la luz rosada del amanecer, prometía tanto y luego realizaba tan poco. Este sentimiento predominará tan completamente sobre todos los demás, que ni siquiera considerarán necesario expresarlo con palabras; pero en ambos lados será asumido silenciosamente, y formará la base de todo lo que tengan que hablar. El que vive para ver dos o tres generaciones es como un hombre que se sienta algún tiempo en la caseta del prestidigitador en una feria, y presencia la actuación dos o tres veces seguidas. Los trucos fueron concebidos para ser vistos una sola vez; y cuando ya no son una novedad y dejan de engañar, su efecto desaparece. Aunque no hay nadie a quien envidiar por su suerte, hay innumerables personas cuyo destino es deplorable. La vida es una tarea por hacer. Está bien decir defunctus est; significa que el hombre ha cumplido su tarea. Si se trajeran niños al mundo por un acto de pura razón, ¿seguiría exis- tiendo la raza humana? ¿No preferiría un hombre sentir tanta simpatía por la generación venidera como para evitarle la carga de la existencia? o, en todo caso, ¿no se encargaría él mismo de imponerle esa carga a sangre fría? Se me dirá, supongo, que mi filosofía no tiene consuelo, porque digo la verdad; y la gente prefiere estar segura de que todo lo que el Señor ha hecho es bueno. Vaya, pues, con los curas, y deje en paz a los filósofos. En todo caso, no nos pidáis que acomodemos nuestras doctrinas a las lecciones que os han dado. Eso es lo que harán por vosotros esos bribones de falsos filóso- fos. Pedidles cualquier doctrina que os plazca, y la tendréis. Vuestros profe- sores universitarios están obligados a predicar el optimismo; y es una tarea fácil y agradable trastornar sus teorías. He recordado al lector que todo estado de bienestar, todo sentimiento de satisfacción, es negativo en su carácter; es decir, consiste en liberarse del dolor, que es el elemento positivo de la existencia. De esto se deduce que la felicidad de una vida dada debe medirse, no por sus alegrías y placeres, sino por la medida en que ha estado libre del sufrimiento, del mal positivo. Si éste es el verdadero punto de vista, los animales inferiores parecen disfrutar de un destino más feliz que el hombre. Examinemos la cuestión un poco más de cerca. Por variadas que sean las formas que adopten la felicidad y la miseria hu- manas, que llevan al hombre a buscar la una y a rehuir la otra, la base mate- rial de todo ello es el placer o el dolor corporal. Esta base es muy restringi- da: es simplemente salud, alimento, protección contra la humedad y el frío, la satisfacción del instinto sexual; o bien la ausencia de estas cosas. Por consiguiente, en lo que se refiere al placer físico real, el hombre no está en mejor situación que el bruto, excepto en la medida en que las mayores posi- bilidades de su sistema nervioso le hacen más sensible a todo tipo de placer, pero también, hay que recordarlo, a todo tipo de dolor. Pero entonces, com- parado con el bruto, ¡cuánto más fuertes son las pasiones que se despiertan en él! ¡qué inconmensurable diferencia hay en la profundidad y vehemencia de sus emociones! y, sin embargo, en un caso como en el otro, todo para producir al final el mismo resultado: a saber, salud, alimento, vestido, etcétera. La fuente principal de toda esta pasión es ese pensamiento por lo que está ausente y futuro, que, con el hombre, ejerce una influencia tan poderosa so- bre todo lo que hace. Este es el verdadero origen de sus preocupaciones, sus esperanzas, sus temores, emociones que le afectan mucho más profunda- mente de lo que podría ser el caso con esas alegrías y sufrimientos presentes a los que el bruto está confinado. En sus facultades de reflexión, memoria y previsión, el hombre posee, por así decirlo, una máquina para condensar y almacenar sus placeres y sus penas. Pero el bruto no tiene nada de eso; cada vez que sufre, es como si sufriera por primera vez, aunque antes le hubiera sucedido lo mismo varias veces. No tiene el poder de resumir sus senti- mientos. De ahí su carácter despreocupado y plácido: ¡cuánto hay que envi- diarlo! Pero en el hombre entra la reflexión, con todas las emociones a que da lugar; y tomando los mismos elementos de placer y dolor que son comu- nes a él y al bruto, desarrolla su susceptibilidad a la felicidad y a la miseria hasta tal punto que, en un momento el hombre es llevado en un instante a un estado de deleite que puede incluso resultar fatal, en otro a las profundi- dades de la desesperación y el suicidio. Si llevamos nuestro análisis un paso más allá, encontraremos que, para aumentar sus placeres, el hombre ha añadido intencionadamente al número y presión de sus necesidades, que en su estado original no eran mucho más difíciles de satisfacer que las del bruto. De ahí el lujo en todas sus formas; la comida delicada, el uso del tabaco y el opio, los licores espirituosos, las ropas finas, y las mil y una cosas que considera necesarias para su existencia. Y por encima y más allá de todo esto, hay una fuente separada y peculiar de placer, y por consiguiente de dolor, que el hombre ha establecido para sí mismo, también como resultado del uso de sus poderes de reflexión; y esto le ocupa fuera de toda proporción con su valor, es más, casi más que todos sus otros intereses juntos; me refiero a la ambición y al sentimiento de ho- nor y vergüenza; en palabras llanas, lo que piensa sobre la opinión que otras personas tienen de él. Adoptando mil formas, a menudo muy extrañas, esto se convierte en el objetivo de casi todos los esfuerzos que realiza y que no tienen su origen en el placer o el dolor físico. Es cierto que, además de las fuentes de placer que tiene en común con el bruto, el hombre tiene también los placeres de la mente. Éstos admiten muchas gradaciones, desde la baga- tela más inocente o la más simple charla hasta los logros intelectuales más elevados; pero hay que oponerles el aburrimiento que los acompaña en el lado del sufrimiento. El aburrimiento es una forma de sufrimiento descono- cida para los brutos, al menos en su estado natural; sólo los más inteligentes de ellos muestran leves rastros de él cuando son domesticados; mientras que en el caso del hombre se ha convertido en un flagelo absoluto. La multitud de miserables cuyo único objetivo en la vida es llenar sus bolsillos, pero nunca poner nada en sus cabezas, ofrece un ejemplo singular de este tor- mento del aburrimiento. Su riqueza se convierte en un castigo al entregarlos a la miseria de no tener nada que hacer; pues, para escapar de ella, se preci- pitarán en todas direcciones, viajando aquí, allá y acullá. Apenas llegan a un lugar, están ansiosos por saber qué diversiones ofrece; ¡como si fueran men- digos preguntando dónde pueden recibir una limosna! En verdad, la necesi- dad y el aburrimiento son los dos polos de la vida humana. Por último, pue- do mencionar que, en lo que se refiere a la relación sexual, el hombre está comprometido con una disposición peculiar que le impulsa obstinadamente a elegir a una sola persona. Este sentimiento crece, de vez en cuando, hasta convertirse en un amor más o menos apasionado[2], que es fuente de poco placer y mucho sufrimiento. Es, sin embargo, algo maravilloso que la mera adición del pensamiento sirva para levantar una estructura tan vasta y elevada de felicidad y miseria humanas; descansando, además, sobre la misma base estrecha de alegría y tristeza que el hombre tiene en común con el bruto, y exponiéndole a emo- ciones tan violentas, a tantas tormentas de pasión, a tanta convulsión de sentimientos, que lo que ha sufrido está escrito y puede leerse en las líneas de su rostro. Y, sin embargo, a fin de cuentas, ha estado luchando por las mismas cosas que el bruto ha alcanzado, y con un gasto incomparablemente menor de pasión y dolor. Pero todo esto contribuye a aumentar las medidas de sufrimiento en la vida humana fuera de toda proporción con sus placeres; y los dolores de la vida son mucho peores para el hombre por el hecho de que la muerte es algo muy real para él. El bruto huye de la muerte instintivamente sin saber realmente lo que es, y por lo tanto sin contemplarla nunca de la manera na- tural para un hombre, que tiene esta perspectiva siempre ante sus ojos. De modo que aunque sólo unos pocos brutos mueren de muerte natural, y la mayoría de ellos viven sólo lo suficiente para transmitir su especie, y luego, si no antes, se convierten en la presa de algún otro animal, -mientras que el hombre, por otra parte, se las arregla para hacer de la llamada muerte natu- ral la regla, a la que, sin embargo, hay un buen número de excepciones-, la ventaja está del lado del bruto, por la razón expuesta anteriormente. Pero el hecho es que el hombre alcanza el término natural de los años tan raramente como el bruto; porque la forma antinatural en que vive, y la tensión del tra- bajo y la emoción, conducen a una degeneración de la raza; y así su meta no se alcanza a menudo. El bruto está mucho más contento con la mera existencia que el hombre; la planta lo está totalmente; y el hombre encuentra satisfacción en ella en la misma medida en que es torpe y obtuso. En consecuencia, la vida del bruto lleva consigo menos tristeza, pero también menos alegría, en comparación con la vida del hombre; y si bien esto puede atribuirse, por un lado, a que está libre del tormento de la preocupación y la ansiedad, también se debe al hecho de que la esperanza, en cualquier sentido real, es desconocida para el bruto. De este modo, se ve privado de toda participación en aquello que nos proporciona la mayor parte y lo mejor de nuestras alegrías y placeres, la an- ticipación mental de un futuro feliz y el juego inspirador de la fantasía, am- bos debidos a nuestro poder de imaginación. Si el bruto está libre de preo- cupaciones, también carece, en este sentido, de esperanza; en cualquier caso, porque su conciencia se limita al momento presente, a lo que puede ver realmente ante sí. El bruto es una encarnación de los impulsos presentes y, por consiguiente, los elementos de temor y esperanza que existen en su naturaleza -y no van muy lejos- surgen sólo en relación con los objetos que están ante él y al alcance de esos impulsos; mientras que el campo de visión del hombre abarca toda su vida y se extiende mucho hacia el pasado y el futuro. Siguiendo con esto, hay un aspecto en el que los brutos muestran una verdadera sabiduría en comparación con nosotros: su tranquilo y plácido disfrute del momento presente. La tranquilidad de espíritu que esto parece darles a menudo nos avergüenza por las muchas veces que permitimos que nuestros pensamientos y nuestras preocupaciones nos inquieten y descon- tenten. Y, de hecho, esos placeres de la esperanza y la anticipación que he estado mencionando no se tienen en vano. El placer que un hombre siente al esperar y aguardar una satisfacción especial es una parte del verdadero pla- cer que se disfruta por adelantado. Esto se deduce después, porque cuanto más esperamos algo, menos satisfacción encontramos en ello cuando llega. Pero el goce del bruto no se anticipa y, por lo tanto, no sufre ninguna deduc- ción, de modo que el placer real del momento le llega íntegro e intacto. De la misma manera, también, el mal presiona sobre el bruto sólo con su propio peso intrínseco; mientras que con nosotros el miedo de su venida a menudo hace su carga diez veces más penosa. Es precisamente esta forma característica en la que el bruto se entrega por completo al momento presente lo que contribuye tanto al placer que sentimos por nuestros animales domésticos. Son la personificación del mo- mento presente, y en algunos aspectos nos hacen sentir el valor de cada hora libre de problemas y molestias, que nosotros, con nuestros pensamien- tos y preocupaciones, casi siempre ignoramos. Pero el hombre, esa criatura egoísta y despiadada, abusa de esta cualidad del bruto para contentarse más que nosotros con la mera existencia, y a menudo la trabaja hasta tal punto que no permite al bruto absolutamente nada más que la mera y desnuda vida. El pájaro que fue creado para recorrer la mitad del mundo, es encerra- do en el espacio de un pie cúbico, donde muere lentamente anhelando y cla- mando por la libertad; porque en una jaula no canta por placer. Y cuando veo cómo el hombre abusa del perro, su mejor amigo; cómo ata a este inte- ligente animal con una cadena, siento la más profunda simpatía por el bruto y una ardiente indignación contra su amo. Veremos más adelante que, adoptando un punto de vista muy elevado, es posible justificar los sufrimientos de la humanidad. Pero esta justificación no puede aplicarse a los animales, cuyos sufrimientos, aunque en gran me- dida provocados por los hombres, son a menudo considerables incluso al margen de su acción[3]. Y así nos vemos obligados a preguntar: ¿Por qué y para qué existe todo este tormento y agonía? Aquí no hay nada que haga reflexionar a la voluntad; no es libre de negarse a sí misma y obtener así la redención. Sólo hay una consideración que puede servir para explicar los sufrimientos de los animales. Es ésta: que la voluntad de vivir, que subyace a todo el mundo de los fenómenos, debe, en su caso, satisfacer sus ansias alimentándose de sí misma. Esto lo hace formando una gradación de fenó- menos, cada uno de los cuales existe a expensas de otro. He demostrado, sin embargo, que la capacidad de sufrimiento es menor en los animales que en el hombre. Cualquier otra explicación que pueda darse de su destino será de naturaleza hipotética, si no realmente mítica en su carácter; y puedo dejar al lector que especule sobre el asunto por sí mismo. Se dice que Brahma produjo el mundo por una especie de caída o error; y para expiar su locura, está obligado a permanecer en él hasta que realice su redención. Como relato del origen de las cosas, ¡es admirable! Según las doctrinas del budismo, el mundo surgió como resultado de alguna perturba- ción inexplicable en la calma celestial del Nirvana, ese estado bendito obte- nido por expiación, que había durado tanto tiempo -el cambio tuvo lugar por una especie de fatalidad. Debe entenderse que esta explicación tiene en el fondo algo de moral; aunque está ilustrada por una teoría exactamente paralela en el dominio de la ciencia física, que sitúa el origen del sol en una primitiva veta de niebla, formada no se sabe cómo. Posteriormente, por una serie de errores morales, el mundo fue empeorando paulatinamente -tam- bién en el orden físico- hasta adoptar el aspecto lúgubre que luce hoy en día. ¡Excelente! Los griegos consideraban que el mundo y los dioses eran obra de una necesidad inescrutable. Una explicación pasable: podemos con- tentarnos con ella hasta que consigamos una mejor. De nuevo, Ormuzd y Ahriman son poderes rivales, continuamente en guerra. Eso no es malo. Pero que un Dios como Jehová haya creado este mundo de miseria y desdi- cha, por puro capricho y porque disfrutó haciéndolo, y que luego haya aplaudido en alabanza de su propia obra y declarado que todo está muy bien... ¡eso no sirve en absoluto! En su explicación del origen del mundo, el judaísmo es inferior a cualquier otra forma de doctrina religiosa profesada por una nación civilizada; y está muy en consonancia con esto que es la úni- ca que no presenta rastro alguno de creencia en la inmortalidad del alma[4]. Aunque Leibnitz sostuviera que éste es el mejor de los mundos posibles, eso no justificaría que Dios lo hubiera creado. Porque Él es el Creador no sólo del mundo, sino de la posibilidad misma; y, por lo tanto, debería haber ordenado la posibilidad de tal manera que admitiera algo mejor. Hay dos cosas que hacen imposible creer que este mundo sea la obra exi- tosa de un Ser omnisapiente, todo bueno y, al mismo tiempo, todopoderoso: en primer lugar, la miseria que abunda en él por todas partes; y en segundo lugar, la imperfección obvia de su producto más elevado, el hombre, que es un burlesco de lo que debería ser. Estas cosas no pueden conciliarse con ninguna creencia de este tipo. Por el contrario, son justamente los hechos que apoyan lo que he estado diciendo; son nuestra autoridad para ver el mundo como el resultado de nuestras propias fechorías, y por lo tanto, como algo que mejor no hubiera sido. Mientras que, según la primera hipó- tesis, constituyen una amarga acusación contra el Creador, y proporcionan material para el sarcasmo; según la segunda, forman una acusación contra nuestra propia naturaleza, nuestra propia voluntad, y nos enseñan una lec- ción de humildad. Nos hacen ver que, como los hijos de un libertino, veni- mos al mundo con la carga del pecado sobre nosotros; y que sólo por tener que expiar continuamente este pecado nuestra existencia es tan miserable, y que su fin es la muerte. No hay nada más cierto que la verdad general de que es el grave pecado del mundo lo que ha producido el grave sufrimiento del mundo. No me re- fiero aquí a la conexión física entre estas dos cosas que yacen en el reino de la experiencia; mi significado es metafísico. En consecuencia, lo único que me reconcilia con el Antiguo Testamento es la historia de la Caída. A mis ojos, es la única verdad metafísica de ese libro, aunque aparezca en forma de alegoría. No me parece que haya mejor explicación de nuestra existencia que la de que es el resultado de algún paso en falso, de algún pecado del que estamos pagando la pena. No puedo dejar de recomendar al lector refle- xivo un tratado popular, pero al mismo tiempo profundo, de Claudio[5] so- bre este tema, que exhibe el espíritu esencialmente pesimista del cristianis- mo. Se titula: Maldito sea el suelo por tu causa. Entre la ética de los griegos y la de los hindúes hay un contraste flagran- te. En un caso (con la excepción, hay que confesarlo, de Platón), el objeto de la ética es permitir al hombre llevar una vida feliz; en el otro, es liberarlo y redimirlo de la vida por completo, como se afirma directamente en las pri- meras palabras del Sankhya Karika. A esto se une el contraste entre la idea griega y cristiana de la muerte. Se presenta sorprendentemente de forma visible en un bello sarcófago antiguo en la galería de Florencia, que exhibe, en relieve, toda la serie de ceremo- nias que asistían a una boda en la antigüedad, desde la oferta formal hasta la noche en que la antorcha de Himeneo ilumina el hogar de la feliz pareja. Compárese con el féretro cristiano, envuelto en un negro lúgubre y corona- do por un crucifijo. Cuánto significado tienen estas dos formas de encontrar consuelo en la muerte. Son opuestas entre sí, pero cada una es correcta. La una apunta a la afirmación de la voluntad de vivir, que permanece segura de la vida para siempre, por muy rápidamente que cambien sus formas. La otra, en el símbolo del sufrimiento y de la muerte, apunta a la negación de la voluntad de vivir, a la redención de este mundo, dominio de la muerte y del demonio. Y en la cuestión entre la afirmación y la negación de la volun- tad de vivir, el cristianismo tiene razón en última instancia. El contraste que presenta el Nuevo Testamento al compararlo con el An- tiguo, según la visión eclesiástica del asunto, es justamente el que existe en- tre mi sistema ético y la filosofía moral de Europa. El Antiguo Testamento representa al hombre bajo el dominio de la Ley, en la que, sin embargo, no hay redención. El Nuevo Testamento declara que la Ley ha fracasado, libera al hombre de su dominio[6], y en su lugar predica el reino de la gracia, que debe ganarse por la fe, el amor al prójimo y el sacrificio total de sí mismo. Este es el camino de la redención del mal del mundo. El espíritu del Nuevo Testamento es indudablemente el ascetismo, por mucho que vuestros pro- testantes y racionalistas lo tergiversen para adaptarlo a sus propósitos. El ascetismo es la negación de la voluntad de vivir; y el paso del Antiguo Tes- tamento al Nuevo, del dominio de la Ley al de la Fe, de la justificación por las obras a la redención por el Mediador, del dominio del pecado y de la muerte a la vida eterna en Cristo, significa, tomado en su verdadero sentido, el paso de las virtudes meramente morales a la negación de la voluntad de vivir. Mi filosofía muestra el fundamento físico de la justicia y del amor a los hombres, y señala la meta a la que conducen necesariamente estas virtu- des, si se practican con perfección. Al mismo tiempo, es sincera al confesar que el hombre debe dar la espalda al mundo, y que la negación de la volun- tad de vivir es el camino de la redención. Por lo tanto, está realmente en consonancia con el espíritu del Nuevo Testamento, mientras que todos los demás sistemas están redactados en el espíritu del Antiguo; es decir, tanto teórica como prácticamente, su resultado es el judaísmo, un mero teísmo despótico. En este sentido, pues, mi doctrina podría llamarse la única verda- dera filosofía cristiana, por paradójica que pueda parecer esta afirmación a las personas que adoptan puntos de vista superficiales en lugar de penetrar en el meollo de la cuestión. Si queréis una brújula segura para guiaros por la vida, y desterrar toda duda sobre la manera correcta de mirarla, no podéis hacer nada mejor que acostumbraros a considerar este mundo como una penitenciaría, una especie de colonia penal, o ἐργαστήριον, como la llamó el filósofo más antiguo[7]. Entre los Padres cristianos, Orígenes, con encomiable valentía, adoptó este punto de vista[8], que se justifica además por ciertas teorías objetivas de la vida. Me refiero, no sólo a mi propia filosofía, sino a la sabiduría de todas las épocas, tal como se expresa en el brahmanismo y el budismo, y en los dichos de filósofos griegos como Empédocles y Pitágoras; como también por Cicerón, en su observación de que los sabios de antaño solían enseñar que venimos a este mundo para pagar la pena del crimen cometido en otro estado de existencia, doctrina que formaba parte de la iniciación en los mis- terios[9]. [9] Y Vanini -a quien sus contemporáneos quemaron, encontrando que era una tarea más fácil que rebatirle- expone lo mismo de una manera muy contundente. El hombre, dice, está tan lleno de toda clase de miserias que, si no repugnara a la religión cristiana, me atrevería a afirmar que si los espíritus malignos existen, han tomado forma humana y ahora están expian- do sus crímenes[10] Y el verdadero cristianismo -usando la palabra en su sentido correcto- también considera nuestra existencia como la consecuen- cia del pecado y del error. Si te acostumbras a esta visión de la vida, regularás tus expectativas en consecuencia, y dejarás de considerar todos sus incidentes desagradables, grandes y pequeños, sus sufrimientos, sus preocupaciones, su miseria, como algo inusual o irregular; es más, encontrarás que todo es como debe ser, en un mundo en el que cada uno de nosotros paga la pena de la existencia a su manera peculiar. Entre los males de una colonia penal está la sociedad de los que la forman; y si el lector es digno de mejor compañía, no necesitará palabras mías para recordarle lo que tiene que soportar en la actualidad. Si tiene un alma por encima de lo común, o si es un hombre de genio, de vez en cuando se sentirá como algún noble prisionero de Estado, condenado a trabajar en las galeras con criminales comunes; y seguirá su ejemplo y trata- rá de aislarse. En general, sin embargo, debe decirse que esta visión de la vida nos per- mitirá contemplar las llamadas imperfecciones de la gran mayoría de los hombres, sus deficiencias morales e intelectuales y el vil tipo de semblante resultante, sin ninguna sorpresa, por no decir indignación; porque nunca de- jaremos de reflexionar dónde estamos, y que los hombres que nos rodean son seres concebidos y nacidos en pecado, y que viven para expiarlo. Eso es lo que quiere decir el cristianismo al hablar de la naturaleza pecadora del hombre. Cualquier locura que cometan los hombres, sean cuales sean sus defectos o sus vicios, seamos indulgentes, recordando que cuando estas faltas apare- cen en otros, lo que contemplamos son nuestras locuras y vicios. Son los defectos de la humanidad, a la que pertenecemos; cuyas faltas, todas y cada una, compartimos; sí, incluso esas mismas faltas por las que ahora nos in- dignamos tanto, simplemente porque todavía no han aparecido en nosotros. Son defectos que no están en la superficie. Pero existen allá abajo, en las profundidades de nuestra naturaleza; y si algo los llama, vendrán y se mos- trarán, tal como ahora los vemos en otros. Un hombre, es verdad, puede te- ner defectos que están ausentes en su semejante; y es innegable que la suma total de malas cualidades es en algunos casos muy grande; porque la dife- rencia de individualidad entre hombre y hombre sobrepasa toda medida. De hecho, la convicción de que el mundo y el hombre son algo que mejor no hubiera sido, es del tipo que nos llena de indulgencia hacia los demás. Es más, desde este punto de vista, bien podríamos considerar que la forma ade- cuada de dirigirse a alguien no es Monsieur, Sir, mein Herr, sino mi compa- ñero de fatigas, Socî malorum, compagnon de miseres. Esto puede sonar extraño, pero está en consonancia con los hechos; pone a los demás bajo una luz correcta; y nos recuerda lo que es, después de todo, lo más necesa- rio en la vida: la tolerancia, la paciencia, la consideración y el amor al próji- mo, de los que todo el mundo tiene necesidad y que, por lo tanto, todo hom- bre debe a su prójimo.
1. Nota del Traductor, cf. Thèod, §153.-Leibnitz sostenía que el mal es
una cualidad negativa, es decir, la ausencia de bien; y que su carácter activo y aparentemente positivo es una parte incidental y no esencial de su naturaleza. El frío, dijo, es sólo la ausencia del poder del calor, y el poder activo de expansión en el agua helada es una parte incidental y no esencial de la naturaleza del frío. El hecho es que el poder de ex- pansión en el agua helada es realmente un aumento de la repulsión en- tre sus moléculas; y Schopenhauer tiene mucha razón al llamar a todo el argumento un sofisma. 2. He tratado extensamente este tema en un capítulo especial del segundo volumen de mi obra principal. 3. Cf. Welt als Wille und Vorstellung, vol. ii. p. 404. 4. Véase Parerga, vol. i. pp. 139 y ss. 5. Nota del traductor.-Matthias Claudius (1740-1815), poeta popular, amigo de Klopstock, Herder y Leasing. Editó la Wandsbecker Bote, en cuya cuarta parte apareció el tratado antes mencionado. Generalmente escribía bajo el seudónimo de Asmus, y Schopenhauer a menudo se refiere a él con este nombre. 6. Cf. Romanos vii; Gálatas ii, iii. 7. Cf. Clem. Alex. Strom. L. iii, c, 3, p. 399. 8. Agustín de cìvitate Dei, L. xi. c. 23. 9. Cf. Fragmenta de philosophia. 10. De admirandis naturae arcanis; dial L. p. 35. 11. "Cymbeline, Acto v. Esc. 5. ¡GRACIAS POR LEER ESTE LIBRO DE WWW.ELEJANDRIA.COM!