7 Pasos para Educar Hijos Felices

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Gabriela Ciucurovschi

7 Pasos para educar hijos felices

Principios que acompañarán


a tus hijos para toda la vida
7 Pasos para educar hijos felices - Principios que acompañarán a tus hijos para toda la vida / Edición española
Gabriela Ciucurovschi
ISBN 978-606-93343-0-0

Autora: Gabriela Ciucurovschi


Traductora: Andreea Bouaru
Redactores: Valerio Cruciani y Marian Ariza
Cubra Diseño: Anatoli Ciucurovschi
Ilustración: Shutterstock / Yaviki – Child with roots

No se permite reproducir, almacenar ni transmitir alguna parte de esta publicación, en manera alguna ni por ningún medio, ya sea
electrónico, mecánico, óptico, fotocopia, grabación u otros, sin el permiso previo del editor. El incumplimiento de estos derechos
de propiedad intelectual constituye infracción y es perseguido por los órganos competentes.

Copyright © 2012, Gabriela Ciucurovschi.


Copyright © 2012, BENEFICA INTERNATIONAL
Todos los derechos reservados.
A mi hijo Aleksei,
sin el que jamás hubiera alcanzado
todo este conocimiento,
con agradecimiento y amor.
Ojea este libro y si la información que conlleva
vibra para ti, si sientes que te puede ayudar, ¡léelo!
De no ser así, busca en otra parte porque
lo más probable es que tu alma tenga ahora otras necesidades.

Gabriela Ciucurovschi
Índice
Prólogo
1. ¡Un buen modelo a seguir!
2. Un ser único
3. Las costumbres, nuestra segunda naturaleza
Nuestro alimento de cada día
Los pensamientos, otra clase de alimento
Las elecciones
4. La disciplina
5. Los ingredientes de una vida feliz
El perdón
El amor incondicional
La oración
Los valores
6. “Los pecados” que no perdonan a nadie
El miedo
La ira
La culpa
La envidia y el odio
El orgullo
El juicio crítico
Sobre “pecados” y sus consecuencias
7. Ser padres
Sigue tu intuición
Una experiencia para toda la vida
El sacrificio de los padres
El conflicto entre generaciones
La relación entre generaciones
La herencia que dejas
Agradecimientos
Prólogo
Cada uno lleva su infancia como un cubo volcado en la cabeza. (…) su contenido nos vierte
encima la vida entera, por mucho que cambiemos de ropa…
El camino de Conrad Castiletz
Heimito von Doderer

Cualquier padre quiere lo mejor para su hijo. Empezando por este deseo
y hasta su materialización en la vida del niño tienes que recorrer un largo
camino, en el que tus acciones pueden contribuir en la realización de dicho
deseo o no.
Al comienzo de la relación con tu hijo hay una intención positiva. Las
intenciones positivas son un valor en sí, pero cuando se trata de tu propio
hijo lo que más te interesa es el resultado final. ¿Cuál es ese bien que tú
deseas para tu niño? ¿Tus acciones realmente contribuyen a lograrlo?
¿Cómo se revela para el niño mismo?
Y tienes tantos deseos para tu hijo. Desgraciadamente, no siempre te das
cuenta a tiempo que debajo del alud de cosas que anhelas para él, destaca
una esencial: su felicidad. Por lo general, quieres que esté sano, que tenga
buenas notas, que sea obediente, quieres que llegue a ser alguien, que
tenga un oficio, etc.
Una persona feliz es una persona realizada. Es una persona que goza la
vida tal como es, con todos sus altibajos.
Sin embargo, la llave de la felicidad está en la infancia. Nuestra
capacidad de ser felices y sentirnos satisfechos se halla en las cosas que
acumulamos en dicho período, especialmente en los primeros años de la
vida.
Las cosas asimiladas en aquel entonces representan la base de nuestra
vida. El sello que los padres dejan en sus niños mediante la educación que
les ofrecen, los valores que transmiten o a través de la relación que traban
con ellos, resulta esencial para los adultos venideros.
Cualquier niño aspira a ser amado y quiere recibir la aprobación de sus
padres. Indistintamente de la edad que tenga, sean 20 o 50 años, la relación
con sus padres y todo lo que ellos sembraron en su alma lo va a acompañar
durante toda la vida. Esta relación influye en el nivel más profundo de su
vida interior y dirige, mediante vías ocultas, su ser entero.
Acercándonos a la perspectiva opuesta de la relación padres-hijos, o sea
al papel que el niño desempeña en nuestra experiencia como padres, no
voy a mencionar más que esto: él es el espejo de nuestro devenir. Es la
dicha única, alcanzada mediante la crianza de un alma con nuestro amor y
sabiduría; y para que un niño se convierta en un fruto bello y maduro, las
raíces que echa tienen que ser también bellas y maduras.
Los estudios de psicología, la experiencia de ser madre y la constante
preocupación por la naturaleza humana me hicieron percibir, hace muchos
años, el impacto que la relación con los padres llega a tener en el niño a
nivel consciente y, más notable aún, a nivel inconsciente. Es decir todo
aquello que los padres le transmiten subliminalmente a través de su
actitud, conducta y pensamientos.
El libro te ayuda a tomar conciencia del impacto que tienes como madre
o padre en la evolución de tu hijo y también en su felicidad. Te ayuda a
rasgar capas de condicionamientos y a ver las cosas en su esencia. Y la
mayoría de ellas son cosas que ya conoces o que sientes, pero que se te
olvidan en el transcurso de la vida, cuando uno está propenso a descuidar
sus prioridades.
Es posible que no percibas un gran provecho de este proceso. No
obstante, una vez que tomas conciencia de algo las cosas a tu alrededor
empiezan a mudar. Tus reacciones no seguirán siendo las mismas, porque
ahora ya puedes intuir su efecto, que muy probablemente no deseas.
No pienses ahora que todo el futuro de tu hijo depende únicamente de ti.
Todo lo que le ofreces, en tu calidad de madre o padre, pasa antes por el
filtro de la personalidad del niño. Y dicho filtro ya no depende de ti. De ti
solamente depende la materia prima. Tu deber consiste en que esa materia
prima, elaborada por la personalidad de tu hijo, sea sana y hermosa.
No dejes que te inquiete el pensamiento de que no eres perfecto. Nadie
lo es. Pero siempre hay una manera de hacer las cosas mejor.
Ser padre no es el más simple de los oficios. Por eso mismo muchos
padres querrían saber más cosas al inicio del proceso de crianza y
educación del niño. Sin embargo, este oficio se aprende especialmente
viendo y obrando. Los padres crecen a la vez que su hijo. Padres e hijos
nos desarrollamos juntos. La dirección es la que realmente importa.
Y para que no pierdas la dirección correcta, es imprescindible que veas
las cosas en su conjunto, y comprendas los mecanismos y las leyes
universalmente válidas que dirigen la vida de todos nosotros, sin que
podamos influir en ellas. Una vez consciente de todo ello, podrás ser la
madre o el padre que deseas ser y apoyar a tu hijo a lo largo de su
evolución, para que se convierta en la persona que anhela ser.
La experiencia de cada vida es única. Hay, sin embargo, un denominador
común que nos puede ayudar a descifrar los resortes del alma humana. En
todas partes, las personas acarrean consigo su propia historia: sus penas y
alegrías, sus temores y frustraciones, sus deseos y necesidades. En el
centro de su propia historia gravita la relación con su madre y con su
padre. Y todo arranca aquí.
1.
¡Un buen modelo a seguir!
¡Los padres comen uvas agrias
y a los hijos se les destemplan los dientes!
(Refrán)

Por muchas cosas que le enseñes a tu hijo con la intención de ofrecerle


una buena educación, no hay nada que pese tanto como tu propio
comportamiento.
Todo lo que tú haces en relación con él y con las demás personas, la
actitud que manifiestas, la manera en que actúas en la vida, representan
sus verdaderos puntos de referencia.
En vano le enseñas al niño que nunca es bueno mentir, si él te escucha
diciéndole a tu compañero de oficina que, por estar enferma, no puedes
acudir al trabajo, mientras te estás preparando para ir al campo a
vendimiar.

¡Tú eres el modelo de tu niño!


Tú no lo percibes como una mentira, porque sabes que el propósito es
ayudar a tus padres ya mayores, y todos estos subterfugios tienen el fin de
facilitarles la vida.
Como adulto usas estas pequeñas afirmaciones inexactas, porque hay
muchas situaciones en la vida en las que uno no puede decir la verdad. A
veces tienes que pulirla para no ofender o herir a alguien, otras no puedes
decirla por varios motivos. Para el jefe no tiene importancia alguna el
viñedo de tus padres, y no estaría de acuerdo con que faltes dos días al
trabajo, cuando hay tanto que hacer. ¿Y entonces qué haces? Uno no puede
enfermar de repente. Y además, si realmente te enfermaras, no podrías
trabajar la viña.
Si tu hijo te sorprende un día diciendo una mentira en el trabajo y al día
siguiente te oye diciéndole a la abuela: “Sí, mamá, claro que hoy no le he
dado patatas fritas” cuando se las acaba de comer, al niño empieza a
parecerle más fácil mentir en vez de contar la verdad. ¿Para qué tantas
explicaciones si él puede decirles a los padres justamente lo que ellos
quieren oír y así seguir a lo suyo?

¡Nunca dejes de pensar en


el impacto que tus acciones
tienen en tu hijo!
He conocido a personas a quienes la mentira les resultaba más sencilla
que la verdad. Lo hacían sin pensarlo y sin inmutarse. Mentir se había
convertido en su manera de ser.
Y nunca me ha dejado de fascinar esa capacidad por la ligereza con que lo
hacen. Sin pensar demasiado en las consecuencias o en lo que podría pasar
si la verdad saliera a la luz. Y aunque se dan cuenta de que nadie les cree,
ya no pueden dejar de mentir. Para ellos es mucho más fácil así. Cerrar los
ojos y creer sus propias mentiras.
De cualquier modo, ahora no estamos hablando de mitómanos.
Usar una verdad o una mentira más o menos pulida, representa una de las
facetas fundamentales de nuestra vida social y también interior.
La capacidad de decir la verdad está vinculada tanto a la capacidad de
mostrarse al mundo tal como uno es, como a la medida en que uno se
siente aceptado por los demás. Además, la aceptación es un sentimiento
cuyas bases se asientan en la infancia y que te sigue constantemente en las
relaciones con los demás.
Generalmente la gente miente para salir de situaciones difíciles,
conflictuales o para mejorar su imagen ante los demás. ¿Y para qué
mejorar su imagen? Porque la opinión que tiene uno de sí mismo no
alcanza el nivel que considera idóneo para ser aceptado y valorado por los
demás.
Y así acabamos de tocar un tema importante, ya que en muchas
ocasiones el niño inventa o miente con el fin de ser aceptado por los
adultos. Pero si tú, en calidad de madre o padre, le mostraras que lo
quieres tal y como es, con sus sensibilidades, con sus miedos, con sus
impotencias, él no sentiría la necesidad de mostrarse diferente ante ti.
Hay muchos casos en los que los padres le dicen algo al niño y hacen
justamente lo contrario. Y aunque se esfuerzan en ofrecerle una buena
educación, consideran que de este modo también puede funcionar.

¡No digas algo para luego hacer lo contrario!

La verdadera educación la hacen los hechos. Las palabras tienen valor


siempre y cuando vienen acompañadas por hechos que las fortalezcan.
Cuando no es así, todo lo que dices no tiene ningún valor para el niño, si lo
que haces no confirma lo que le transmites verbalmente.
Es más, el niño llegará a sentirse desubicado y rechazará tus enseñanzas
si tu conducta no las defiende. Y en lugar de obtener el resultado que
deseas, conseguirás la reacción inversa.
Decir algo y luego hacer lo contrario le causa malestar y un conflicto
interior a tu hijo. A raíz de este conflicto él tendrá que hacer una elección.
Y la probabilidad de que elija lo que sostiene tu comportamiento es mayor
que la de que siga fielmente tus palabras.
Si tú eres una persona desordenada pero le impones a tu hijo que recoja
sus juguetes porque “él debe aprender a ser ordenado ya que otras
preocupaciones no tiene”, a la primera oportunidad que tenga para
manifestar su elección interior, renegará el orden porque también funciona
sin él, y, además, implica mucho menos esfuerzo.
Y ni te puedes imaginar hacia dónde va tu niño a través de estas
zozobras interiores. Él puede pensar: “¿Será que mi mamá está
mintiendo?”. Y nunca sabrás su respuesta.
Y si llega a la conclusión de que su mamá realmente está mintiendo, no
puedes imaginar todo el malestar interior que provoca dicha deducción. Y
tampoco las consecuencias de su nueva convicción. Además, es muy
probable que saque la conclusión de que todo lo que le cuentas no es
verosímil. Y es así cómo un hecho tan insignificante puede destruir la
confianza de una relación para toda la vida.

¡Ojo con los conflictos


que siembras
en el alma de tu hijo!
Lo que le inoculas al niño a través de tu personalidad impacta en su
futura personalidad y en su carácter.
Si eres una persona acongojada, actuarás como tal, y crearás las
premisas para que también se manifieste dicho estado en tu hijo.
Si eres una persona reservada y huraña, piensa que estos son los mismos
valores que le transmites a tu hijo. Porque es este su modelo.
Si eres ese tipo de persona que no se impacienta fácilmente y no se
inquieta cuando surge alguna dificultad, si te muestras segura de ti misma
y de tu capacidad de encontrar una solución, el niño notará tu disposición,
la va a interiorizar y así la probabilidad de que en el futuro adopte la
misma actitud ante las dificultades crece considerablemente.

Ahora bien, es verdad que no somos copias fieles de nuestros padres,


pero hay una gran parte de nosotros que se la debemos a ellos o a la
interacción con ellos.
Si tú acostumbras a recurrir a la mentira, no esperes que el niño cuente
la verdad.
Si eres una persona entregada a los vicios, imagínate qué impacto tienen
ellos en tu hijo. Y piensa que más tarde él tendrá las mismas malas
costumbres como tú. ¿Qué sentirás tú como madre o padre al ver que pasa
todas las noches en blanco? ¿Te preocupará la idea de que no descanse lo
suficiente? A ti te parece natural quedarte hasta las tantas de la noche, para
ti siempre encuentras una razón fundada. Siempre y cuando se trate de tus
acciones, hallas miles de justificaciones. Pues bien, no eres la única
persona que actúa de esta manera. Todos lo hacemos así.
En el momento que sientas un precedente ya no puedes controlar lo que
está por venir. Y normalmente lo que está por venir supera al precedente
en amplitud.
Si hoy le das a alguien un dedo, es posible que mañana te tome la mano.
Si te muestras demasiado clemente con los problemas del subalterno y,
aunque él no se presente en el trabajo, no le pones falta, en la mayoría de
los casos la situación volverá a repetirse. Y volverá a repetirse de una
manera que sobrepasa considerablemente la situación inicial. Lo más
probable es que empiece a faltar cada vez más, o que llegue con retraso al
trabajo, pero siempre con la pretensión de que lo comprendas.
Si tu estilo de vida se ha caracterizado por quedarte despierto hasta las
altas horas de la noche y, más aún, si acostumbraste al niño a que se quede
contigo hasta muy tarde, ¿por qué te extraña ahora que, una vez
adolescente, vaya a la cama de madrugada y luego se despierte muy tarde?
Según lo dicho anteriormente, un precedente es una acción que conlleva
otras acciones, imposibles ya de controlar. Esto implica que, para volver a
encaminar las cosas en dirección al rumbo deseado, hay que imponer una
acción radical.
Al tratarse de la educación de los niños las cosas son mucho más
frágiles. Y esto se debe a una sola razón: los términos de la relación con tu
hijo se encuentran bajo una evolución permanente. No se parece a la
relación con el subalterno o con el jefe, que en grandes líneas sigue siendo
la misma, a veces tornándose más cordial o más tensa. El estatuto de tu
hijo está sujeto a un continuo cambio. Ahora es apenas un bebé, luego un
niño, más tarde un adolescente y de repente es ya un adulto. Pasando de
una fase a otra tienes que relacionarte de manera distinta con él, porque
también su estatuto va cambiando.
Un precedente, una vez que ha sido creado, conlleva situaciones que
sobrepasan los confines del precedente anterior.
Si a menudo y sin darle gran importancia le mostraste a tu hijo la total
confianza por una decisión que él mismo tomó, posteriormente será capaz
de extender esta confianza hacia situaciones cada vez más importantes y
se tornará más confiado en su capacidad de tomar decisiones.
Si los padres manifiestan con su conducta falta de respeto para con su
hijo, en el sentido que desoyen los deseos de este y dan prioridad solo a
sus intereses de adultos, pueden llegar a quejarse más tarde porque su
propio hijo no les hace caso. ¡Y eso después de todos sus esfuerzos por
criarlo!
A menudo escuchamos a nuestro alrededor la siguiente expresión:
“¡Criar niños! ¡Para que luego cuando crezcan te falten el respeto!”.
Y es que, tras haberle obligado durante toda su infancia a que hiciera
cosas sin ayudarle a comprender su sentido, solamente diciéndole “hay
que”, imponiendo tu punto de vista de adulto sin escuchar también lo que
él tiene que decir, ¿te extraña ahora que tu proprio hijo te esté faltando el
respeto?
Si quieres tener un hijo respetuoso, muéstrate tú mismo respetuoso con
él aunque sea solo un crío. Hazle entender que lo que él quiere, lo que él
siente, su punto de vista, son muy importantes para ti. Y muéstrale esto
mediante todas tus decisiones y acciones.

Hazle entender a tu hijo que lo que él quiere,


lo que él siente, su punto de vista,
son muy importantes para ti.
¿Quieres tener un hijo que luego pueda valerse por sí mismo? Entonces
muéstrale que tú también puedes salir adelante de las situaciones difíciles.
Muéstrale que eres una persona dueña de sí misma y que no esperas que
venga otro a solucionarte los problemas.
¿Quieres tener un hijo alegre? Entonces enséñale que sabes reír.
Muéstrale que eres capaz de gozar la vida. Y ríe junto a él.
Los modelos que rodean al niño representan un aspecto importante para
su formación. Porque el niño aprende viendo la reacción de los demás en
diversas situaciones y observando qué conductas son las más valoradas.
Hay tres fuentes principales de modelos: la familia, la escuela y el
grupo de amigos. Para conseguir una buena evolución de su personalidad,
el niño precisa de modelos dignos, de personas que puedan inspirarle y
ayudarle a conocerse a sí mismo.

Los niños precisan


de modelos.
Si miramos hacia atrás, cada uno de nosotros puede decir en qué medida
ha sido influido por el profesor X, quien lograba captar la atención de
todos con sus historias entretenidas y su humor, o el profesor Y, que era
muy severo y en cuyas clases nadie se atrevía a hacer novillos.
Si el primero te empujó a valorar a las personas que tienen el don de
narrar, y a pensar mejor cuando tú estás contando algo, el segundo te
infundió miedo y te hizo comprender que hay personas con las que es
mejor no jugar.
Y si vuelves la mirada hacia tu infancia, seguro que también te acuerdas
de ese amigo de tu padre quien hacía reír a carcajadas a todos con sus
bromas. La gente se sentía a gusto con él y por eso recibía muchas
invitaciones. Y tú prestabas ℅ cuando él hablaba, porque te gustaba el
ambiente relajado y la alegría general. Gracias a esto, tú también has
desarrollado tu sentido del humor y te encanta cuando los amigos ríen con
tus chistes.
Pero quisiera hacer un pequeño paréntesis con relación a lo dicho y que
resulte válido para el libro entero: la receta del desarrollo de una
personalidad es muy compleja. Porque la personalidad es el resultado de la
mezcla de varios ingredientes: la estructura interior de la persona, la
sensibilidad, las aficiones, el medio, etc. Al final, la combinación es una
magia, en la que los padres desempeñan un papel esencial en el proceso de
formación de la personalidad del hijo.
La personalidad es el complejo resultado de
la combinación
y la transformación
de varios factores.
A lo largo de la vida uno recibe distintas influencias y añade un poco de
cada persona con la que interacciona.
En el trayecto del devenir de tu hijo lo que él toma de ti constituye la
base fundamental para todas las influencias y transformaciones
posteriores.
El niño es el espejo de sus padres. Él refleja sus estados de ánimo y el
ambiente de la casa.
Si deseas que tu reflejo sea brillante, tienes que cuidarte antes de todo a
ti mismo. A ti mismo en relación con él y con el mundo.
Quieras o no, tú eres el modelo de tu hijo. ¿Pero qué clase de modelo?
Esto solo tú lo puedes decidir.
2.
Un ser único
Conócete a ti mismo.
(inscrito en el frontispicio del templo de Delfos)

Por mucho que se parezca a la madre, al padre o a los abuelos, tu hijo es


único. Es una individualidad distinta a todas las demás.
Por mucho que se parezca a los demás niños de su edad o por muchas
cosas que tuviera en común con ellos, hay diferencias y tú, en calidad de
madre o padre, eres quien mejor percibe esto.
En realidad cada persona es única y aunque por fuera su conducta se
parezca a las demás, por dentro hay diferencias tanto cualitativas como
cuantitativas. Las personalidades pueden asemejarse, pueden tener muchas
cosas en común, pero ello no implica que sean idénticas.

Cada niño es único y hay que tratarlo como


tal.
Esta diferencia e individualidad nuestra representa una verdad
fascinante. Constituye la sal y la pimienta de las relaciones sociales. Si
fuéramos todos iguales, nos aburriríamos pronto los unos de los otros. Y el
conocimiento de otra gente no nos traería ninguna alegría.
Esta diferencia nos ayuda a idear soluciones distintas para el mismo
problema, a desempeñar de manera diferente el mismo papel social, a
pensar y actuar de un modo único. Y también gracias a esta unicidad, la
gente percibe las cosas de forma diferente.
La percepción influye en todas nuestras vivencias. Gracias a ella la
gente puede entender cosas completamente distintas, aún cuando se trate
del mismo evento. Gracias a ella puede ver cosas ahí donde en realidad no
las hay.
Porque cada persona se guía según su propia verdad. Con respecto a una
misma cosa pueden existir varias perspectivas, y es posible que cada una
de ellas resulte verdadera.
¿Y qué significa para ti, en calidad de madre o padre, conocer la
unicidad de tu hijo? Significa el regocijo de conocer realmente a tu niño.
Significa conocerle más allá de todas las convenciones sociales. Y para el
niño representa la posibilidad de expresarse, de compartir lo que él
realmente es. Todos llevamos dentro la necesidad de ser comprendidos y
aceptados. Significa bienestar, porque él no tiene que disimular o intentar
aparentar ser otra persona. Significa la seguridad de ser aceptado y amado
tal como es.
Y resulta fundamental discernir esta unicidad que reside en cada uno de
nosotros. Aunque parezca un hecho sencillo y se de por descontado, la
mayoría de la gente actúa como si en realidad no lo entendiera.
Los padres son propensos a comparar a sus hijos con los otros niños de
su edad, con sus hermanos o hasta con ellos mismos cuando tenían la
misma edad, sin embargo al niño le acompleja el hecho de ser comparado
con otros. Para él significa no ser entendido y ser considerado inferior a
los demás, y de aquí hasta que surja su falta de confianza no hay mucho
trecho.
Si bien es verdad que las comparaciones nos ocupan mucho tiempo,
también es cierto que no conllevan nada más que amargura e inseguridad.
El niño observa a su compañero y así codicia un ordenador mejor, ropa
más cara o la libertad ilimitada de la que su compañero puede gozar y él
no pues las comparaciones nos empujan a mirar el jardín del vecino y a
valorar más lo que este tiene. Y es así que olvidamos apreciar lo que
nosotros tenemos.
La vida social y la educación, impartida especialmente en la escuela y
quizás también en casa, nos enseña que solamente aquellos que entran en
la competición y ganan son personas valiosas. ¡Gran error!
Cada ser humano representa un valor en sí mismo y no tiene que probar
a nadie más dicho valor.

Cada ser humano representa un valor en sí


mismo y no tiene que probar a nadie más
dicho valor.
Este espíritu de competición con el otro ha engendrado una serie de
monstruos. La envidia, el egoísmo, la falta de tolerancia. Cuando, en
verdad, la única competición en la que deberíamos entrar es la
competición con nosotros mismos. Esta tendría que ser la única que nos
llame la atención. No creo que los genios o los que aportaron muchos
beneficios a la humanidad se lanzaran a competir con los demás. ¿Con
quién podrían haber competido ellos si sus ingenios y conocimientos
resultaban obviamente superiores a los de los demás? Ellos solamente
sintieron que podían más.

La única competición en la que deberíamos


entrar es la competición con nosotros
mismos.
Cada uno de nosotros tiene un potencial por realizar y este representa
una meta en sí mismo.
Sin embargo la gente se ha empapado tanto con este espíritu de
competición que muchas veces se encuentra compitiendo incluso en las
relaciones de pareja. Y muy a menudo estas relaciones se tornan una lucha
por el poder. Si regresas a los recuerdos de tu infancia te darás cuenta de
que fuiste arrojado a esta competición cuando aún eras muy pequeño. Y
cuánto arruina esta competición tu relación con la pareja seguramente ya
lo sabes. La relación de pareja, así como las demás relaciones, tiene que
ser una comunidad y jamás una competición.
Imbuidos por modelos y reglas sociales que nos arrojan hacia la
uniformidad, nos arriesgamos a olvidar quiénes somos en realidad. El
camino hacia uno mismo está recubierto de experiencias y elecciones, así
como del crecimiento de la auto conciencia. A veces resulta difícil elegir
ser uno mismo y no uno de los modelos aprendidos. Y algunas personas
necesitan su vida entera para comprenderlo.
Ayuda a tu hijo a que se descubra. No todo el mundo es un Einstein, pero
cada persona conlleva algo valioso. Y solamente le falta descubrirlo.
Este valor no se limita solo a un ingenio o a una propensión hacia la
música, la pintura, las matemáticas, etc. Puede ser también un rasgo de la
personalidad –como la bondad, la sinceridad, la alegría, etc.– que ha
manado de su naturaleza humana. Indistintamente de la naturaleza de este
valor, una vez descubierto a tiempo, puede crecer y alcanzar la madurez a
través de su misma expresión y manifestación.
Conozco una persona ante la cual uno se libera de todas sus penas,
olvida los disgustos y de la nada se siente mejor porque a su alrededor
irradia alegría y bondad. El hecho de embellecer la vida de la gente
próxima, de hacerla más radiante, representa un don muy valioso.
Puedes ser valioso porque siempre sales en auxilio de tu prójimo cuando
éste te necesita; puedes ser valioso por el buen gusto y la manera en que
decoras la casa, por el talento con el que cuentas anécdotas y que hace que
todos acudan a escucharte, por el jardín que estás cuidando y las flores que
cultivas con amor, por la familia armoniosa que tienes –¡ahí también
reside tu mérito!–, por tu serenidad, etc.

Imbuidos por modelos y reglas sociales que


nos arrojan hacia la uniformidad, nos
arriesgamos a olvidar quiénes somos en
realidad.
En tu calidad de madre o padre quieres que tu hijo esté a buen recaudo.
Anhelas que siga cierta trayectoria. Que estudie, que tenga un buen
trabajo, que forme una familia. Sin embargo es posible que todas estas
cosas no lo hagan feliz. Es posible que por dentro viva una constante lucha
entre lo que realmente quiere ser y lo que es. Presta atención a lo que él es.
Porque es único. Solo hay que prestar atención y observar. Anímalo a que
se descubra. Tu hijo necesita tu apoyo a lo largo de este proceso.
Seguramente a ti no te resultará fácil y a veces podrá ser hasta doloroso.
Pero al fin y al cabo el resultado es el que importa, porque la vida nos
gratifica todo lo que hagamos bien.
La formación de una personalidad es un proceso a largo plazo. Debuta
en la infancia, se forma sólidamente durante la adolescencia, pero
continúa desarrollándose en la madurez, etapa en la que soporta hondos
cambios.
La formación de la personalidad es el resultado de las propias
experiencias y elecciones, es la asimilación de los modelos de conducta
social, pero también es el descubrimiento de uno mismo.
Tu papel como madre o padre en este proceso es muy delicado,
importante y nada exento de dificultad. Y la dificultad reside en las dos
facetas de dicho papel: por una parte encaminas a tu hijo hacia la
asimilación de los modelos de conducta necesarios para la convivencia en
la sociedad, y por otra parte le ayudas a que se descubra a sí mismo y que
se manifieste como individuo.
El apoyo que le ofreces al niño en su empresa de explorar su propia
personalidad le evitará más tarde un montón de frustraciones. Los padres
se alegran cuando su hijo se parece a ellos, y eso es natural en la medida
en que todo lo que él tomó de ellos resulta ser un beneficio para su propia
vida. No obstante, es imprescindible que se descubra a sí mismo, hallar
todo aquello que lo define a él y no a sus padres. Este descubrimiento,
discernimiento y la manifestación de sí mismo harán posible que se sienta
a gusto en su pellejo. Él necesita entender quién es, delimitarse a sí mismo
como ser independiente de su madre y su padre. No debe ser la copia de
nadie. Tiene que ser él mismo.
Tú como madre o padre ayúdale a lo largo de este proceso observando
con cariño la manifestación de su propio yo y su integración dentro de las
normas sociales.
Probablemente ahora vas a preguntarte: ¿cómo puedo yo saber cuál es
su propio yo? Pues bien, su proprio yo se expresa a través de todo lo que le
provoca júbilo y le hace estar a gusto. Si prestas atención, seguramente vas
a notarlo. Solo tienes que darle la ocasión de que lo manifieste, en la
medida en que no perjudiquen a los demás.
No sobrecargues a tu hijo con el cumplimiento de tus aspiraciones,
porque él es una persona totalmente distinta, que a su vez tendrá sus
propios ideales.

No sobrecargues a tu hijo con el


cumplimiento de tus aspiraciones porque él es
una persona totalmente distinta, que a su vez
tendrá sus propios ideales.
No dejes caer sobre sus hombros el peso de tus frustraciones y fracasos.
No digas: “Si yo no fui capaz de realizar eso, al menos que lo haga él”,
porque no puedes saber si lo que tú deseaste para ti se ajusta a su persona.
Permítele que descubra lo que él mismo aspira a ser.
Cada personalidad, cada individualidad representa un universo por
explorar por uno mismo y por los demás.
Cuanto más descubrimos la unicidad de nuestro prójimo, su
discernimiento se hace más profundo y nosotros nos aproximamos más a
la esencia de su ser. En realidad, todos queremos saltar la barrera de los
comportamientos aprendidos. Todos necesitamos manifestaciones sinceras
de esas que brotan de lo más profundo del ser.
Los beneficios de la expresión de uno mismo son incontables. Las
relaciones humanas se tornarán más cálidas, más próximas y más
naturales. Y me imagino que es así como quieres que sea la relación con tu
propio hijo.
3.
Las costumbres, nuestra
segunda naturaleza
En todo lo que emprendáis,
tratad de empezar bien,
porque el desarrollo de un proceso
depende de su comienzo.
(Omraam Mikhael Aivanhov)

A lo largo de nuestras vidas de adultos libramos batallas con nuestras


propias costumbres. Siendo niños no nos damos cuenta de su importancia,
pero cuando realizamos cuánto nos afectan, comprendemos también cuán
difíciles de cambiar son.
Dicen que las costumbres son nuestra segunda naturaleza. Y es
realmente así. Si pensamos solo un momento en aquellos hábitos que
manifestamos a lo largo de un solo día, nos damos cuenta de que la mayor
parte de nuestra vida se basa en las costumbres.

Nuestra vida se basa en las costumbres.


La costumbre de tomar el café por la mañana cuando te levantas, la
costumbre de salir tarde de casa o de ser puntual, la costumbre de comer a
cierta hora, la costumbre de llamar a tu madre por la tarde, la costumbre
de hablar sobre esa compañera que no está, la costumbre de tararear una
canción al volante, la costumbre de acostarse tarde, la costumbre de
sonreír, la costumbre de llevar el pelo de cierto modo, de tirar la ropa por
todas partes, etc. Y la lista es muy larga. Verdaderamente larga.
Nuestras acciones diarias van repitiéndose tan a menudo que los días se
asemejan demasiado el uno al otro. Muchas veces la diferencia la hace un
encuentro con los amigos, un espectáculo, una tarde de lectura, un
momento agradable en familia. De no ser así, los días pasarían uno tras
otro basándose casi en las mismas acciones.
No obstante las costumbres tienen su papel.
Nos hacen sentir seguros porque nos ofrecen una experiencia cuyas
consecuencias ya conocemos. Nos ofrecen el placer del ritual, como el de
tomar cada mañana el café con el cónyuge, de saborear el silencio discreto
de la mañana, o de cenar cada noche con la familia.
Siendo niño, por ejemplo, la costumbre de ir a casa después del colegio
y de contar a la familia los acontecimientos del día satisface tu necesidad
de compartir la vida con las personas queridas, la necesidad de ser
comprendido o de ser apoyado y aconsejado cuando no estás seguro del
significado de lo que te acaba de pasar. Una vez adulto, esta costumbre te
puede ayudar a comunicar con tu nueva familia, gozando de su apoyo y
empatía en el desarrollo de los eventos de tu vida, y puede fortalecer tanto
la relación de pareja como la relación con tu propio hijo. Muchos niños
sufren por falta de comunicación con los padres, y eso no se debe a una
carencia de amor por parte de ellos, sino a que los niños mismos no han
aprendido a comunicar.

Las costumbres nos dan seguridad.


Sin emabrgo, tratándose de una manifestación permanente de ciertas
acciones, ello significa que su importancia es considerable y que
repercuten en nosotros para bien o para mal.
Toda esta cuestión abarca dos aspectos importantes: la mayor parte de
estas costumbres las adquirimos en la infancia. Y resultan muy difíciles de
cambiar.

Muchas de las costumbres las adquirimos en


la infancia y son muy difíciles de cambiar.
Y es por ello que los padres deben prestar mucha atención a las
costumbres que el niño está adquiriendo. Más aún, ellos tienen que
contribuir a la adquisición de unas buenas costumbres.
Porque ellas nos mejoran la vida y nos la alumbran, la hacen más fácil y
cómoda, mientras que las malas costumbres nos pueden conducir hacia
verdaderos dramas.

Las costumbres influyen en la calidad de


nuestra vida.
Uno puede enfermar como consecuencia de una alimentación malsana o,
por la misma razón, puede engordar mucho y con ello emerge la
incomodidad, la falta de auto estima, el aislamiento, la desconfianza en
uno mismo. Hay todo un engranaje de mecanismos psicológicos que se
ponen en marcha y que, al final, pueden hacerte sentir extenuado y sin
ganas de vivir. En cambio, si eres una persona que por ejemplo tiene la
costumbre de cenar algo ligero a la misma hora, puedes estar seguro de
que, por el hecho de no ir a la cama con el estómago lleno, descansarás
bien.
Pero veamos otra situación que no depende de la alimentación. ¿Has
escuchado la expresión “enfadado con la vida”?
Hay personas que se han acostumbrado a ver solo las cosas
desagradables de su vida, o solo aquellas cosas que les faltan, que ignoran
totalmente lo que tienen. Y así llegan a vivir cada día enfadadas con la
vida, sin darse cuenta de lo que se están perdiendo y las cosas bellas que
están ignorando. Más aún, con cada sonrisa que no manifiestan, con cada
buena acción hacia los demás que no hacen, con cada pensamiento
positivo que no piensan, pierden la oportunidad de mejorar su vida. Es su
oportunidad y la desperdician ignorándola.
Y estos son apenas algunos ejemplos acerca de qué efectos pueden tener
las malas costumbres en nuestra vida.
Pero veamos también qué puede hacer una buena costumbre.
Imaginémonos cómo tu hijo se ha acostumbrado a ser indulgente. Esto
contará enormemente en su vida, apartando el enojo, la ira y otros estados
de ánimo negativos gracias a que aceptan a los demás tal y como son. Se
reflejará en su bienestar interior, en la paz y la armonía que sentirá. No
siendo ese tipo de persona que critica y juzga a los otros a cada paso, la
gente estará a gusto en su compañía.
¿Cuántas cosas desagradables pueden ocurrir con la ira? Puedes ofender
al ser querido, puedes decir hasta cosas que ni siquiera piensas solo por la
necesidad de desahogarte. Y las palabras duras pueden incrustarse dentro
de nuestro corazón durante mucho tiempo, afectándonos e influyendo en
nuestras acciones.
Ahora bien, la indulgencia tiene sus límites. Cuando uno es demasiado
tolerante, se arriesga a ser fácilmente “usado” por los demás. Por esto
resulta muy importante que ayudes a tu hijo a que comprenda que la
tolerancia tiene también sus límites.
La tolerancia es muy valiosa a la hora de aceptar a los demás tal y como
son, y no juzgarles con respecto a lo que nosotros quisiéramos que fueran.

Las costumbres nos pueden hacer la vida


difícil o nos la pueden mejorar.
Las costumbres nos representan. Nos forman el carácter. Definen
nuestra personalidad. Puedes conocer a una persona según las costumbres
que tiene.
Si damos con una persona que duerme generalmente unas 10-12 horas al
día y luego necesita otras 2 horas para levantarse de la cama, es muy
probable que no sea muy eficiente en lo que hace y que le cueste mucho
hacer lo que tiene que hacer. Cuando el motor está tanto tiempo
adormecido, resulta muy difícil hacerlo trabajar a su capacidad máxima.
Hay personas que debes evitar cuando se despiertan porque están
malhumoradas, se comportan agresivamente con los demás y sólo quieren
que las dejen en paz.
Esta reacción permanente a la hora de despertarse ya se ha convertido en
una costumbre. Y podemos pensar: “¿Por qué estará X siempre tan
enfadado cuando se despierta, sin que tenga una razón real para enojarse?".
Podemos deducir que algo del pasado de dicha persona la encaminó
hacia esta costumbre. Una vez, en cierto momento, hubo un motivo real
para que esa persona se enfadase al despertarse. Con el paso del tiempo,
esta reacción se cristalizó como costumbre sin que hubiera un origen en la
realidad inmediata.
Costumbres, costumbres… Si eres una persona que siempre llega tarde,
se puede decir de ti que no respetas mucho a los demás.
Si eres una persona que se queja constantemente y si transformas cada
encuentro en momentos desagradables, cargándoles tus problemas a los
demás, ellos acabarán evitándote y te convertirás en esa compañía que la
mayoría de la gente no desea. Los amigos pensarán de ti que te resulta más
cómodo quejarte en vez de hacer algo para cambiar tu situación.

Las mayoría de nuestras costumbres proceden


de la infancia y nos afectan toda la vida.
Las costumbres se manifiestan en todos los aspectos de nuestra vida.
Hay, sin embargo, algunas categorías de costumbres más importantes
que nos influyen de forma contundente tanto a corto como a largo plazo.
Nuestro alimento de cada día
Unas de las costumbres más enraizadas que intentamos cambiar son las
alimenticias. Nadie modifica su rutina alimenticia porque haya
descubierto mejores sabores, sino solamente porque trata el tema desde
otra perspectiva.
En un momento dado, llega el día en el que nos damos cuenta de lo
importante que es la salud. En la infancia lo oyes repetidamente, pero no
le haces caso. Apenas eres un niño, tienes la vida entera por delante. ¿Qué
te importa a ti? Y cuando, por fin, comprendes su importancia, te das
cuenta de que tienes que cambiar un montón de costumbres alimenticias.
Empiezas una lucha terrible y haces muchos esfuerzos para cambiar
apenas un detalle como, por ejemplo, dejar de comer después de una cierta
hora, evitar una categoría de alimentos, etc.
Consigues respetar esta nueva costumbre por un tiempo, te sientes muy
orgulloso de ello y luego, casi sin darte cuenta, pasa algo y regresas a las
viejas costumbres.
Después de haberte privado un tiempo de algo que antes te causaba placer,
después de juntar todas tus fuerzas para librar batallas con algo más fuerte
que tú y vencer, más tarde, a pesar de todo el éxito que tuviste, la vieja
costumbre vuelve a surgir. ¿Por qué? ¿Y eso después de tanto esfuerzo?

Allá en las profundidades del ser humano, las costumbres se


transformaron en nuestra segunda naturaleza y la gente se esfuerza para
cambiarlas solo en situaciones límite. Y pocos lo hacen definitiva,
libremente y sin apremios.

Las costumbres son difíciles de cambiar.


Muchos regresan a las viejas costumbres aunque el esfuerzo hecho para
cambiarlas sea enorme. Y entonces crecen la desilusión y la falta de
confianza en uno mismo.
Con respecto a la alimentación hay muchas teorías, a veces tantas y tan
diferentes que ya no sabemos cuál de ellas hay que seguir.
En este alud de información y anuncios que nos rodean, hay que
encontrar la capacidad de ver la sencillez de las cosas. Por muchas
informaciones que nos lleguen, hay unos principios básicos de
alimentación que pueden ser transmitidos también a los niños.
Pero esto implica el ejemplo del padre o la madre y un control
consciente de los alimentos que están en casa al alcance del niño.
El mero hecho de comer es una de las costumbre más habituales en la
vida de cada uno de nosotros. Comemos en casa, en el trabajo, picamos
algo en el camino, y lo cierto es que para muchos de nosotros esta
actividad llega a ocupar bastante tiempo. Sin apenas darnos cuenta,
engullimos impresionantes cantidades de comida.
Porque comer es uno de los grandes placeres del ser humano. Y una de
las grandes adicciones. Dependemos de sabores, aromas, formas y de las
experiencias culinarias que hemos gozado anteriormente.
Y el hecho de que el comer nos ocupe tanto tiempo de nuestra vida
quiere decir que también su efecto es uno considerable. Las consecuencias
son inmensas. Quien ha ayunado por lo menos durante un mes, ha sentido
la fuerte influencia, aunque también sutil, que la comida tiene no
solamente en nuestro físico, sino también en la psique.

Los niños adoptan muchas de las costumbres


alimenticias de los adultos.
La gente consuma muchos alimentos dañinos por ignorancia, por
comodidad o por mala costumbre. Entre todas estas, pienso que las últimas
dos van mano en mano y son las más fuertes. De una manera u otra, cada
uno de nosotros sabe cuándo hace algo errado. Solo que no presta mucha
atención.
Los niños adoptan muchas de las costumbres alimenticias de los
adultos, como la costumbre de desayunar, de beber gaseosas o no, de
comer cosas preparadas en casa o comida rápida, de cenar muy tarde, etc.
Una alimentación sana es la clave de un organismo sano, y nuestra
felicidad está muy ligada al estado de nuestra salud. Aunque parezca raro,
casi paradójico, la mayoría de los adultos valoran la salud, pero actúan
realmente con la intención de cuidarla solo cuando les falta.
Más tarde, cuando sea adulto, tú hijo desperdiciará una significante
cantidad de energía con la intención de deshacerse de las costumbres
malsanas. Porque más tarde o más temprano, quiera o no, deberá
emprender este esfuerzo. Bien quiera adelgazar o mejorar el estado de su
salud, será consciente de que debe establecer nuevas reglas que tendrá que
cumplir.
Las buenas costumbres que inculcas a tu hijo le evitarán todos los
esfuerzos, la lucha por volver a empezar de cero constantemente y le
ayudarán a encauzar su energía hacia otras facetas más constructivas de su
vida.
Los pensamientos, otra clase de alimento
- sacamos la energía de nuestros pensamientos –

Pocas cosas están tan presentes en nuestras vidas como los


pensamientos que tenemos. Comamos o no, durmamos o no, los
pensamientos nos acompañan constantemente. Manan de un arroyo
subterráneo del que extraemos continuamente nuestra energía.
Si tus pensamientos son bellos, optimistas, confiados, tolerantes, entonces
la energía que sientes será benéfica. Y te das cuenta de que es benéfica
gracias al bienestar que te acompaña. Si tus pensamientos conllevan
miedo, envidia, aflicción etc., entonces se esfumará el bienestar. Te
sentirás falto de energía y la energía que te queda arruinará todo lo bueno
de tu vida. La llamamos comunmente energía negativa.
¿Has visto alguna vez una alfombra enrollada? Imagínate que dentro de
ella, en el interior de este rollo, están tus pensamientos. Al extender la
alfombra proyectarás el camino de tu vida. Y cuando tus pensamientos
empiezan a cobrar forma, se crean también las premisas de su
materialización.
Nuestros pensamientos son tan importantes como nuestras acciones.
Hay energía en cada uno de ellos. Y esta energía captará para ti aquellas
cosas en las que estás pensando, independientemente de si las quieres o no.
Piensas en ellas y con esto ya basta.
El pensamiento tiene sus propios mecanismos. La manera en que
pensamos se basa en unos ajustes, unos condicionamientos que brotan de
la infancia. Y ello funciona como un filtro: hasta cierto nivel de nuestra
consciencia, no divisamos la realidad tal como es sino en el modo en que
estamos acostumbrados a verla.
Digamos, por ejemplo, que una persona de tu grupo de amigos hace
cierta afirmación con respecto a ti que te ofende. Sientes que ello te
molesta y, al mismo tiempo, sientes cómo tu ira va creciendo. Al fin y al
cabo, sacas la conclusión de que lo hizo a propósito. Que te hirió adrede
porque tenía algunas cuentas que ajustar, ya que en otra ocasión tú
también dijiste algo que seguramente le molestó. Hasta te acuerdas de lo
ofendido que se sintió por lo que le dijiste. Y sigues urdiendo estos
pensamientos hasta que la conclusión se hace incontestable. No te estás
equivocando. ¡Es realmente esto! Esa persona lo hizo con la intención de
lastimarte, si no, ¿por qué te sentiste tan mal?
Luego, en una nueva conversación que tienes con esa persona te enteras de
que, en realidad, lo que dijo no era por ti sino por una persona distinta. Y
te das cuenta asombrado de que todo el mecanismo del pensamiento ha
sido errado. Te avergüenzas, ruedas mentalmente la película del evento
entero, ruedas también la película de tu mente y te preguntas con estupor:
¿cómo pudo ocurrir esto?
Tienes aquí una interpretación que no es nada nueva. Cuando eras apenas
un niño tu hermana menor no dejaba de ponerte trabas. Y lo hacía porque
se sentía bien con ello, se sentía fuerte e importante. Pero tú creías que lo
estaba haciendo para lastimarte. En realidad, su conducta no tenía que ver
contigo sino con ella misma. ¿Pero tú cómo podías saberlo?
Topándote frecuentemente con esta clase de conducta en la infancia,
llegaste a ser sensible a este tipo de observaciones. Una sensibilidad que te
arroja hacia un cono de sombra. Y te ocurre con frecuencia pensar que la
gente tuvo la intención de ofenderte.
Y así, poco a poco, has extrapolado la experiencia de tu infancia a otras
experiencias vitales, casi sin darte cuenta de ello.
Has creado una ruta en la que tu pensamiento transita sin extraviarse ni
una sola vez.

Nuestro pensamiento trabaja como un caballo enganchado al carro. Él


sabe cómo llegar a casa. Si no lo diriges y no lo guías te llevará siempre
hacia el mismo lugar.
Este lugar es como una meta fija. Es la creencia que adquirimos en la
infancia. Es muy posible que la ruta cambie de vez en cuando, que no sea
un camino de tierra sino uno empedrado o asfaltado, pero al final el lugar
adonde llegamos es el mismo.

Nuestro pensamiento sigue su ruta constantemente. Y el punto de


partida es la fe. Una convicción enraizada hondamente en nuestra infancia
y que muchas veces ni siquiera somos conscientes de ella.

Hay una tendencia natural a demostrarnos las


cosas en las que creemos.
Si yo pienso que la gente tiene la tendencia a burlarse de mí, el
pensamiento seguirá la ruta que me demostrará que la gente realmente lo
hace.
Si yo pienso que soy una persona cuya opinión vale la pena, mi
pensamiento no me frenará a expresar mi opinión sino que, al contrario,
contribuirá en la afirmación de un punto de vista obvio y fuerte.
Si yo pienso que todo lo que adquirí en la vida lo hice a duras penas y
estoy predestinado a emprender las cosas con dificultad, solo después de
muchos esfuerzos, el pensamiento seguirá ese camino que me tapa las
maneras fáciles de obtener las cosas que deseo.
Cada ser humano percibe su vida a través del prisma de su actitud ante
ella, de sus pensamientos, de sus convicciones. Su percepción es la
realidad en la que vive.
Y es muy posible que dos personas que pasaron juntas por la misma
experiencia tengan percepciones completamente distintas con respecto a lo
ocurrido.
A primera vista puedes pensar que uno de ellos está mintiendo. Y sin embargo ninguno lo hace.
La realidad percibida por cada uno varía en función de su realidad interior.
No es la realidad objetiva la que nos afecta, sino el modo subjetivo en el
que nos relacionamos con ella. Y lo que nos influye en la percepción de las
cosas reside en las creencias adquiridas en la infancia, que constituyen la
base de todo el andamiaje del pensamiento futuro.
No es la realidad objetiva la que nos afecta,
sino el modo subjetivo en el que nos
relacionamos con ella.
A menudo observamos con admiración a varias personas que tienen un
enfoque positivo de las cosas. Vemos cómo se confrontan con un problema
y pensamos: “Dios mío, si a mi me hubiera ocurrido esto, me habría
muerto de miedo. No hubiera sido capaz de hacer nada en esta situación.
¿Por qué no puedo reaccionar yo también así? ¿Por qué no puedo
conservar la calma para ver las cosas con claridad?”
Y nos damos cuenta en ese momento de que se trata de una reacción
aprendida, una costumbre adquirida a lo largo de la ruta de nuestra vida.
Por tanto no son los problemas los que importan, sino nuestra reacción
ante ellos. Todo el mundo tiene problemas. Lo que realmente marca la
diferencia es la manera en la que reaccionamos frente a ellos. Y aquí el
papel esencial lo tiene el modo de pensar, el ángulo desde el que
observamos el problema.
Si el mismo problema le puede resultar insuperable a una persona, para
otra es nada más que una situación como otras tantas.
Por muy difíciles que sean las situaciones a las que nos enfrentamos,
podemos encontrarles soluciones. La clave reside en no dejarnos vencer
por el miedo, porque el miedo nos paraliza los pensamientos, las acciones
y la capacidad de ver las cosas claras. Si guardamos la calma y la fe en que
hay una solución, esta no tardará en aparecer.

Cada problema tiene su solución. Esta es la fe


que debes transmitir a tu hijo.
Y es verdad que la solución que encuentras puede ser totalmente distinta
a la que tú imaginabas. Pero justamente en esto reside la verdadera magia
de la resolución de los problemas.
Si nos arraigamos en una cierta solución que deseamos fuertemente y
queremos que las cosas se resuelvan de una sola manera, entonces es obvio
que la probabilidad de resolver dicho problema y encontrar otra solución
disminuye.
En cambio, si nos mostramos flexibles y abiertos para recibir cualquier
solución posible, vamos a descubrir otras formas de salir de esa situación.

Un pensamiento positivo significa estar


abierto a todas las soluciones posibles.
Hace tiempo, tuve un empleado que acudía constantemente a mí y me
decía: “Jefa, tenemos un problema”. Fuera cual fuera la cuestión, él
siempre decía lo mismo. Y me miraba como si todo estuviera perdido.
Después de algunas situaciones semejantes me di cuenta de que se trabada
de un patrón de conducta. Cualquier situación difícil representaba para él
“un problema”.
La primera vez le pregunté: “Vamos a ver, Andrei, ¿qué problema
tenemos?”. Debo reconocer que sentí un escalofrío por la espalda. Él
estaba tan serio y grave que pensé: “Dios mío, ¿qué habrá ocurrido?”.
Con el tiempo me di cuenta de que no se trataba de situaciones graves,
sino de obstáculos más o menos grandes, inherentes al desarrollo de toda
actividad.
Luego empecé a tomar el asunto con tranquilidad, y decía: “Vaya, Andrei,
¿otro problema?”.
Cuando nos damos cuenta del impacto de ciertos aspectos adquiridos en
la infancia, como las costumbres o la actitud ante la vida, tenemos por un
lado la tendencia a sentir pánico, abrumados por la responsabilidad para
con nuestro hijo, y por otro lado la de sentir frustraciones.
Pensamos que si tuviéramos la educación de X, nuestra situación sería
ahora diferente. Si nuestra madre hubiera sabido transmitirnos todas estas
cosas, no nos hubiéramos mortificado tanto. Además, con toda certeza,
hubiéramos sabido darle a nuestro hijo cosas mejores. ¿Qué hacemos?
¿Por dónde empezamos?
El pánico y las frustraciones no resuelven nada.
Jamás es demasiado tarde para hablar abiertamente con tu hijo.
Indistintamente de la edad que tenga, esto conlleva grandes beneficios en
la vida. Una energía inmensa se desencadenará, una energía benéfica que
trabajará para su bien.
Nunca es demasiado tarde para detenerse, mirar a tu hijo a la cara y
escuchar lo que te cuenta. ¿Expresa satisfacción y alegría o al contrario
tensión y terror? ¿Y qué puedes hacer tú si la segunda situación es la que
ves? Puedes descubrir exactamente cuál es su pena, le puedes aconsejar
(pero, cuidado, sólo si él quiere esto, si quiere recibir tu consejo y si
persigues su interés ante de todo y no tu propia paz) y le puedes apoyar
anímicamente.
Siempre hay algo que se puede hacer. Todos anhelamos una vida perfecta,
pero la vida es como es. Con lo bueno y lo malo. ¡Cerremos aquellas
puertas que no llevan a ningún lugar y abramos aquellas que nos
encaminan hacia una vida mejor!
El pensamiento y la actitud, así como los sentimientos que los
acompañan, van de la mano. Y todos arrancan con una pizca de fe. Una
pizca que con el paso del tiempo se torna irreconocible.
Pero a cuyo alrededor hemos tejido durante toda la vida nuestra telaraña.
Abre bien los ojos a lo que siembras en el alma de tu hijo por medio de
las palabras, pero sobre todo, mediante tus acciones. Ellas son la verdadera
medida que transmites a tu hijo.
Las elecciones
Cosechas lo que siembras.
(Refrán rumano)
La ruta que seguimos en la vida está marcada por las elecciones que
hacemos. Cualquier elección nos puede abrir o cerrar un camino, nos
puede ayudar a progresar o nos puede parar.
Las elecciones que hacemos son parte de nosotros y de nuestra rutina
diaria. Son pedazos de nosotros y de nuestra personalidad. Y la manera en
que realizamos una cosa u otra se ha insinuado con el tiempo en nuestras
costumbres.
Todas las elecciones son importantes. Diría incluso que las
aparentemente menores son las más significativas. Porque cuando
debemos tomar una decisión mayor acostumbramos a analizarla más, y
sopesamos todo lo que podría ayudarnos a tomar la decisión que más nos
conviene. Por las elecciones menores pasamos libremente. Y sin embargo
son ellas las que deciden la vida de cada día.
Cada momento de nuestra vida se basa en una elección. Escogemos ver
la tele o leer, dar un paseo o ir en coche, salir con los amigos o quedarnos
en casa, comer en un restaurante de comida rápida o cocinar, hacer un
buen chiste o un comentario malicioso, llegar siempre tarde al trabajo o
llegar a tiempo, buscar trabajo hasta hallarlo o darse por vencido después
de los primeros tres intentos, etc.
Ninguna de estas elecciones es neutra. Cada una de ellas nos marca de
una manera u otra. Lo que más nos ayuda es la consciencia de nuestras
elecciones. Porque cualquier elección tiene una consecuencia, un
resultado. Por más que nos influya la gente a nuestro alrededor, la
sociedad, los problemas que tenemos, ellas son nuestras elecciones, y nos
marcan la vida.

Nuestras elecciones no son neutras.


La manera en que tú, madre o padre, tomas las decisiones supone un
modelo para tu hijo. Y este modelo, este patrón de conducta, puede colarse
insidiosamente en su comportamiento.
Eres un modelo para tu hijo en todo lo que haces y desempeñas un papel
importante en sus decisiones. Tú eres quien le guía, le encamina y le
aconseja en las elecciones que hace.
Mediante las acciones que hacemos podemos crear la oportunidad de
que pasen ciertas cosas o no. Abrimos o cerramos la puerta a los
acontecimientos de nuestra vida.
Digamos que una persona está buscando trabajo. De repente ve un
anuncio en el periódico para un empleo en una compañía famosa. Si es una
persona pesimista y no tiene confianza en lo que le puede traer la vida,
pensará que no tiene ninguna oportunidad para conseguir dicho trabajo
porque es una empresa demasiado grande y piensa que “se necesitan
enchufes para llegar ahí”. Y así él mismo se cierra esta puerta. Si es una
persona positiva, puede considerar que no hay que dejar pasar ninguna
oportunidad y que uno debe probar todo aquello que la vida le ofrece. Les
confieso que este es un ejemplo real y que esa persona no se ha dejado
escapar esa oportunidad. Y también les digo que logró obtener ese empleo.
Y esto solo es un ejemplo. Pero la vida nos lleva constantemente hacia
tales situaciones. Y la mayoría de ellas son situaciones comunes de la
vida.
Nuestras elecciones están sometidas a una ley natural, universalmente
válida: se trata de la ley de causa y efecto y actúa para toda la gente de la
misma manera, se refiere a las consecuencias por cada acción nuestra, por
cada elección, trátese de un comportamiento o de tan solo un
pensamiento.
Esta ley se suele expresar a través del refrán: “Cosechas lo que siembras”.

Cualquier elección, cualquier acción nuestra


tiene una consecuencia.
Se trata de una ley verdaderamente simple, que podemos observar y
sentir constantemente en nuestra propia piel. Pero lo que hay que recordar
en el contexto de nuestro tema es el hecho de que gran parte de estas
semillas se siembran en la infancia. La vida que vivimos es el efecto, la
consecuencia de las acciones y los pensamientos que resultaron de las
creencias, los valores y los patrones de pensamiento adquiridos en la
infancia.
He presenciado situaciones en las que los padres aconsejaron a sus hijos,
mientras ellos aún se estaban formando, que valoraran para su propio
beneficio cierta circunstancia, aunque ello significara la violación de los
derechos e intereses de los demás. Aparentemente está bien. “Lo único que
me importa es mi hijo”, dicen ellos. Y, no obstante, no sabes cuánto daño
le puede causar a tu hijo este principio y el actuar según él. Porque
actuando solo en virtud de su interés, desencadenará la aparición de varias
situaciones que, en realidad, no querrá para su vida. La distancia entre
causa y efecto puede ser tan grande que ya no será capaz de ver dónde
arrancó todo.

Hay que ser consciente del hecho de que lo que haces, lo que piensas y
decides para tu vida, supone una gran responsabilidad sobre los hombros
de cada uno. Resulta mucho más simple echar la culpa al destino en vez de
pensar dónde podrías haber actuado de otra manera para que el resultado
fuera diferente. Está claro que no podemos explicar absolutamente todo lo
que ocurre en nuestras vidas, pero la mayoría de las cosas, si observamos
con atención, se relacionan con lo que hicimos o pensamos en cierto
momento.
Ayuda a tu hijo a que descubra esta responsabilidad y no te arrepentirás.
Así le empujarás a que preste atención y que no le resulten indiferentes las
elecciones que hace. Ayúdalo a descubrir la vida en todo su conjunto.
Ayúdale a ver las cosas a largo plazo. A veces, lo que a corto plazo puede
resultar doloroso, a largo plazo puede traer muchos beneficios.
4.
La disciplina
La suerte solo aparece ahí
donde hay disciplina.
(Refrán irlandés)
Todos nosotros, adultos y niños, amamos la libertad de hacer lo que
queremos. No obstante, sin la existencia de ciertas reglas no podríamos
convivir. Si las entendemos, aceptamos e interiorizamos, las reglas nos
pueden simplificar la vida dentro de la sociedad.
Con respecto al cumplimiento de la vida social y sus reglas tengo una sola
enmienda: cualquier regla hay que pasarla antes por el filtro de tu
pensamiento y sentimiento. Porque además de aquellas reglas destinadas a
facilitarnos la vida, hay también un montón de desvíos. No te agobies ni a
ti ni a tu hijo con esas reglas de sobra que nada bueno conllevan.
Ello significa que si él no quiere, no hay que forzar a tu hijo a que haga
ciertas cosas únicamente porque son del agrado de los adultos. Por
ejemplo, obligarle a que recite el poema aprendido en el colegio ante los
invitados sólo para demostrar su buena educación. Claro que resulta muy
satisfactorio ver que nuestros hijos están acumulando información y
pueden expresarla de una manera personal. Sin embargo, no es beneficioso
para el niño forzarlo a que haga algo sólo para complacer a alguien.

Cualquier regla hay que pasarla antes por el


filtro de tu pensamiento y sentimiento.
La disciplina es la costumbre de respetar determinadas reglas, la
costumbre de tener un horario, de hacer un plan y de actuar de acuerdo con
él para alcanzar las metas propuestas.
Por ejemplo, antes de un examen, sin una planificación del estudio y un
esfuerzo de aprendizaje es poco probable que consigas aprobarlo. Además,
elaborar dicha planificación y actuar según ella supone cierta disciplina y
un esfuerzo de voluntad.
La educación implica disciplina. Desgraciadamente el término disciplina
ha adquirido una connotación negativa. Al hablar de disciplina pensamos
involuntariamente en cosas impuestas.
Es verdad que la sociedad nos impone las reglas según las cuales
convivimos. Entendemos el sentido de algunas de ellas, otras no y
podemos o no estar de acuerdo con ellas.
Sin embargo, cuando se trata de la educación de tu hijo resulta
fundamental que la educación y la disciplina se hagan a través de la
motivación y participación del niño.

La disciplina se hace a través de la


motivación y participación del niño.
Para los niños es imprescindible la disciplina. Pero también necesitan
unos límites fijados por sus padres. Porque los límites les ofrecen
seguridad y les ayudan a integrarse mejor en la sociedad.
Si uno de los padres le permite a su hijo que haga absolutamente todo lo
que quiere, es muy posible que interprete que no le importa a sus padres:
“de no ser así, ¿por qué les trae sin cuidado?”, podría pensar para sí.
Una libertad plena no le aporta ningún beneficio. En cambio, cuando
respeta lo que su madre o padre le piden, y ella o él muestra su aprecio
ante ello, el niño se siente valorado.
Aunque disfruta con tu permisividad, el niño es capaz de intuir lo que es
bueno porque los niños tienen una sensibilidad especial. En general los
niños tienen una gran intuición que aún no ha sido velada por demasiadas
reglas de civilización. Y aunque afirmo que se necesitan reglas también
digo que, en realidad, las reglas destruyen ciertas cualidades con las que
nacemos.
La verdad es que ambas afirmaciones son reales. Dentro de la sociedad no
podemos convivir en paz si no existen reglas que todos debemos respetar.
De no ser por dichas reglas se establecería el caos. Imagínate qué pasaría
si no existieran las reglas de circulación, pues que se crearía
inmediatamente un atasco a consecuencia del cual la gente llegaría a las
manos porque, ¿cómo podrías argumentar que uno debe pasar primero sin
que exista una regla firme?
Por otra parte, las numerosas reglas que debemos cumplir, las muchas
responsabilidades con las que nos colma la vida social, nos pueden borrar
ciertas cualidades con las que nacemos. Y una de esas cualidades es la
intuición.
Si cada vez que estás cerca de un niño prestaras un poco de ℅, te quedarías
asombrado con respecto a cuántas verdades puede decir. Y de una manera
muy simple.
Hace días escuché a un niño de solo 4 años que le preguntó a su madre:
“¿por qué es Radu tan egoísta?”, porque Radu no quiso de ninguna manera
darle un caramelo. Y no preguntó por qué Radu es malo o cualquier otra
cosa, sino por qué es egoísta. Para ese niño de 4 años resultaba muy claro
que el hecho de no compartir con los demás lo que tienes es un acto de
egoísmo. Un concepto que no es nada simple ni siquiera para nosotros los
adultos.
Y he visto tantas veces cómo los adultos se esfuerzan en expresar las cosas
de una manera velada, a veces incluso intentan evitar la verdad, pero el
niño, con su enorme intuición, da directamente en el blanco. Tan simple
como si fuese un juego, escuchas salir de su boca la más pura verdad.
Pero volviendo a la necesidad de disciplina, la existencia de unas reglas
claras le ofrece al niño seguridad y el sentimiento de estar protegido. Pero
vuelvo a repetir: reglas claras, firmes y constantes y en ningún caso
absurdas.

La existencia de unas reglas claras le ofrece al


niño un sentimiento de protección y de
seguridad.
Toda nuestra vida estamos en una continua experimentación. Al
comienzo de la vida, cuando apenas somos niños, esta experimentación es
más acentuada. Porque todo es nuevo y hay que explorarlo. El niño no sabe
qué puede pasar y qué peligros pueden surgir de la nada. Por eso las reglas
le ofrecen seguridad. Él sabe que mientras respete lo que le dicen sus
padres, nada malo le puede ocurrir.
Cuando el niño es pequeño está probando los límites dentro de los que
puede actuar. A menudo ocurre que el niño diga o haga algo y luego
observe con atención la reacción de sus padres. Porque a él también le
parece anormal que sus padres le permitan jugar videojuegos a las 12 de la
noche, pero si ellos están ocupados con los invitados y se muestran más
permisivos por una noche, ¿por qué no?
Los niños se aprovechan de las debilidades de los padres, pero eso no
implica que eso les ofrezca bienestar interior. Ya que se crea ese conflicto
entre lo que saben o sienten que sería bueno hacer y lo que realmente están
haciendo.
Y no solo los niños más pequeños necesitan límites, sino que también los
necesitan los que son más mayores. He conocido a una adolescente que me
contaba que sus padres confían completamente en ella y que le dijeron:
“Dentro de estos límites puedes hacer lo que sea. El resto es asunto tuyo.”
Sin embargo, ella me confiesa con voz desesperada: “Pero yo necesito más
orientación.” Y me daba a entender que estos límites, demasiado amplios
en realidad, no le bastan como puntos de referencia en la vida. Que
necesita una orientación más concreta, que le hacen falta consejos.
Y necesita ayuda para desenvolverse en el laberinto de las situaciones
vitales.
Por supuesto, su situación es una de las más comunes en la sociedad
actual cuando los padres están muy ocupados. A menudo nosotros los
adultos también necesitamos a alguien que nos pueda aconsejar y guiar y
que con su ayuda podríamos aclarar lo que tenemos que hacer. Y los niños
y los adolescentes más aún.
¿Cómo nos ayuda la disciplina en la vida? El cumplimiento de ciertas
reglas y mantener un determinado orden en nuestra vida nos hacen la
existencia más fácil.

Las reglas nos facilitan la vida. Con la


condición de aceptarlas e interiorizarlas.
Pensemos en una persona que se acostumbró a ser ordenada desde la
infancia. Esta persona no perderá el tiempo buscando sus cosas, gozará de
la comodidad de un ambiente placentero y no molestará a los demás
miembros de su familia con su desorden. En el trabajo será valorada por
ser ordenada, porque siempre sabe dónde está una carpeta o un documento,
porque entrega trabajos cuidados, etc.
Una persona desordenada perderá mucho tiempo y energía en encontrar las
cosas que jamás deja en su lugar, y será una verdadera pesadilla para
aquellos con los que convive.
Estos ejemplos se relacionan con la disciplina de ser ordenado. Pero no
quisiera que me malinterpreten. No estoy abogando por un orden perfecto.
Al contrario, considero que dentro de una casa donde hay vida y alegría las
cosas no pueden estar en fila como en el ejercito.
Generalmente cuando hablamos de disciplina pensamos igual en un niño
obediente que en uno revoltoso. Pero la disciplina alude no solamente al
hecho de obedecer a los padres sino, tal y como he dicho anteriormente, al
hecho de adquirir unas costumbres que determinen que hagas las cosas en
cierto modo. Lavarse los dientes por la mañana y por la noche, dejar las
cosas en orden antes de ir a la cama en vez de tirarlas por todas partes
depende de la disciplina. El hecho de destinar un número de horas al día al
estudio, de hablar después de que el otro ha terminado de hacerlo, de estar
acostumbrado a trabajar para obtener algo, etc., todo esto depende de la
disciplina.
En lo que concierne a la disciplina, lo más importante es que el niño la
interiorice, porque si no, difícilmente tendrá valor para él.
Pero cómo se transmite la disciplina resulta esencial. La verdad es que
es un aspecto muy delicado, porque tú también eres un ser humano y
tienes tus límites. Y el niño es un experto en probártelos.
La disciplina se hace con amor y firmeza. Si ya se lo has dicho alguna
vez, cuando estés realmente furioso, haz todo lo posible para aplazar la
conversación y dile algo como: “Hablaremos más tarde acerca de ello.
Antes quiero calmarme.”
Porque la ira indica que tú estás muy afectado. Una parte de ti se siente
ofendida y, sin darte cuenta, tu concentración pasó del problema que tenías
que resolver, la disciplina, al problema de la resolución de tu ego afectado
por la desobediencia de tu hijo.
Y lo único que puede ocurrir bajo el imperio de la ira es ofenderlo y
humillarlo, ¡y adiós lección de disciplina!

La disciplina se hace con amor y firmeza.


Para motivarle y ayudarle a que interiorice las reglas que quieres que
aprenda, tú debes ser ante todo un modelo en dicho sentido. Porque no le
puedes pedir algo que tú estás haciendo completamente al revés. No
puedes pretender que coma sano si tú comes todos los días comida rápida.
Está bien que le digas por qué debe hacer las cosas de una manera u otra,
pero también hay situaciones en las que el niño pequeño interpreta las
explicaciones como una señal de debilidad. En ese momento, tras haberle
aclarado los beneficios que tiene respetar una regla, tienes que mantenerte
firme y cerrar la discusión.
El niño tiende siempre a transformar la relación contigo en una relación
de fuerzas. Y se siente muy satisfecho cuando te domina. No resulta fácil,
pero tú debes invertir esta relación. Pero no usando la fuerza sino con
inteligencia y amor.
Si logras mantener la calma en una circunstancia difícil o consigues
recuperarla fácilmente, notarás que las soluciones para aclarar el conflicto
surgirán con más facilidad que cuando estás dominado por la ira.
Y la disciplina sin corregir el error cometido es casi imposible. Porque los
niños pequeños no saben cuándo frenarse pues están constantemente bajo
el imperio del “quiero”, y justo por eso necesitan la disciplina.
Y lo más importante de un castigo es que sea proporcional al error
cometido por el niño. Si sacó una mala nota y tú le prohíbes que salga a
jugar con sus amigos durante un mes, su frustración será inmensa. Por
dentro sentirá que no es justo lo que estás haciendo y perderá la confianza
en ti. Y en tu capacidad de protegerlo.
No le castigues varias veces por el mismo error. Hay padres que
imponen una larga lista de castigos para un mismo error que ni siquiera es
muy grave: no usarás tus juguetes un mes entero, no puedes salir más, no
puedes ver la tele y tampoco puedes usar el ordenador, etc.
Este tipo de castigos es aberrante y trastorna a tu hijo. En vez de sentirse
protegido se siente amenazado.
El castigo aplicado de forma apropiada tiene un valor positivo pues
atenúa el sentimiento de culpa del niño, porque él sabe siempre cuando
comete errores. Pero necesita oírlo de ti, de un adulto. Porque siendo aún
pequeño, no ha aprendido todavía a dominarse y te necesita a ti para que le
enseñes cómo hacerlo. El castigo desvía el sentimiento de culpa del alma
de tu hijo.
Pero no lo olvides: el castigo tiene que ser proporcional al error cometido,
nunca aplicarlo sintiendo ira y debes mostrarle constantemente tu amor.
Porque tu amor representa para él ese apoyo que le ayuda a superar tanto
los castigos como otros momentos difíciles del proceso educativo.
La disciplina prepara al niño para la vida, para sobrevivir dentro de la
sociedad. Y si no aprendió a respetar las reglas de convivencia, la sociedad
le enseñará su lección inmediatamente o, sencillamente, será rechazado.
El castigo tiene que ser proporcional al error
cometido.
Si pronuncias la palabra “ejército”, lo primero que se te pasa por la
cabeza es la disciplina. Un orden y una disciplina sin los que ninguna
batalla podría ser ganada.
Y este principio es válido también a nivel individual. Sin una fuerte
disciplina no podemos alcanzar ninguna meta. Indistintamente de lo que
queramos realizar en la vida, necesitamos un plan y la fuerza de llevarlo a
cabo. Y esa fuerza resulta de un esfuerzo de voluntad y acción, lo que
significa de nuevo disciplina.
El punto culminante del desarrollo positivo de las reglas impuestas lo
representa la autodisciplina. La autodisciplina es la disciplina
comprendida, interiorizada y asumida. La autodisciplina se basa en un
imperioso deseo de realizar u obtener algo. Se fundamenta en ser
consciente del hecho de que si deseas una cosa, debes hacer un esfuerzo
ininterrumpido y planificado para obtenerla. Un esfuerzo caótico no trae
ningún beneficio, sino más bien prejuicios. Como la desilusión de no
haber obtenido lo que deseabas y, además, un cansancio inmenso sin haber
obtenido ningún resultado.
La autodisciplina es la vía de la realización de tus sueños, de todas
aquellas cosas que deseas en la vida. La autodisciplina significa
rigurosidad, significa ser consciente de lo que deseas, tener un plan y
actuar.
Es la expresión de la madurez de una persona, es el auge del desarrollo
individual y, al mismo tiempo, es un recurso para ello.
La autodisciplina representa un elemento valioso de nuestra vida
interior.
Y la disciplina adquirida mediante la educación es el punto de partida en
dirección a la autodisciplina. Por eso la disciplina debe tener una meta
patente, un sentido, una lógica. No hay que aplicarla solo porque tú eres el
niño y debes hacer lo que yo, el adulto, digo. No tiene que acarrear una
relación de fuerzas. Sino que debe tener una lógica para el niño, porque
únicamente si la entiende la puede asumir y sólo así se puede transformar
en autodisciplina futura.
La disciplina se aprende. La disciplina se forma. No es algo con lo que
nacemos. Tú, en calidad de madre o padre, eres el primero en ayudar a tu
hijo a que recorra el camino desde la disciplina exterior, impuesta, hacia la
disciplina interior, la que le ayudará a realizar todo lo que desea en la vida.

La disciplina se aprende. La disciplina se


forma.
5.
Los ingredientes
de una vida feliz
El perdón
La capacidad de perdonar es nuestro más caudaloso manantial de
quietud interior. El perdón nos colma el alma de paz y de alegría, porque
al poder perdonar las faltas más pequeñas o las más grandes, desaparecen
las zozobras y congojas interiores. Prácticamente desaparece la fuente de
muchas energías negativas. Y nuestras vivencias se serenan y recuperan la
calma.
La capacidad de perdonar a los demás está fuertemente vinculada a la
reconciliación con nosotros mismos. Y de nuestra autoaceptación tal y
como somos. La paz interior y la alegría brotan de esa reconciliación con
uno mismo.

La capacidad de perdonar es nuestro más


caudaloso manantial de quietud interior.
La autoaceptación representa un punto alrededor del cual gravita toda
nuestra vida, y se vincula directamente con la medida en que nos sentimos
aceptados por nuestros padres.
Muchas veces los padres tienen su propia perspectiva sobre la trayectoria
de su hijo. Sueñan con que este llegue a ser médico, economista o gerente,
que gane mucho dinero, que tenga una familia e hijos, y que haga las cosas
en cierto modo, del modo al que ellos le han ido acostumbrando.
Y muy a menudo, cuando le piden al niño que haga algo, pretenden que lo
haga de una cierta manera, sin permitirle descubrir su propio modo de
hacerlo. Y cuando el niño es pequeño le imponen cosas sin intentar
obtener su participación o sin hacerle entender su necesidad, recurren a un
razonamiento del tipo: “es pequeño y tiene que obedecer.”
La mayoría de las veces esto conlleva a que en el alma del niño brote ese
sentimiento de no ser aceptado tal como es, con sus deseos y su
personalidad.
Y es muy posible que dicho sentimiento no sea consciente, pero puede
existir y abrir paso a otros sentimientos: el de no ser amado, que haya
cosas más importantes que él, que sus propios deseos no importan mucho,
que haya algo erróneo en su persona.
Puede experimentar sentimientos de culpa, lo que hará que muchas de sus
acciones de niño o de adulto se encaminen en contra de sí mismo. Si
recapacitamos un momento vamos a descubrir muchos de estos
comportamientos que nos socavan la integridad física y psíquica: trabajar
hasta la extenuación, alimentación malsana –sabemos que no nos hace
bien y sin embargo seguimos comiendo alimentos que nos perjudican–,
reposo insuficiente, la desconfianza de que merezcamos una vida mejor,
etc.
Desagradable o bello, cada sentimiento conlleva otro semejante al que
lo ha originado, pero la mayoría de las veces de mayor amplitud.
Los sentimientos son como un rollo. Brotan en nuestra alma y acarrean
muchas otras vivencias.
Por ejemplo, si se insinúa en el alma del niño la idea de que hay algo
erróneo en él, puede volverse más solitario, acomplejado y con una baja
confianza en sí mismo. Y ello puede desencadenarle el odio y la ira en
contra de los demás. Como adulto aprenderá a maquillar estas cosas, pero
no dejarán de existir detrás de las convenciones sociales.
Y este es un pequeño ejemplo, porque las situaciones pueden ser
innumerables. Lo importante es entender que hay conexiones invisibles
que nos vinculan a la infancia y que las arrastraremos toda la vida.
La capacidad de perdonar mana de una actitud de apertura y amor frente
a los demás, se une a nuestras creencias y vive escondida detrás de muchos
de los sentimientos que experimentamos. Surge de la profundidad de
nuestro ser, pero también está en relación directa con la actitud más o
menos tolerante de los modelos de la familia.
Si animas a tu hijo a que desarrolle su propia personalidad y lo aceptas tal
y como es, aunque no se parezca a ti, hay muchas posibilidades de que se
convierta en una persona confiada, y de ahí brotarán muchas de sus
vivencias: bienestar general, optimismo, tolerancia frente a los demás, la
capacidad de superar los errores y de entender y perdonar a los que los
causan.
Vuelvo a mencionar lo que he dicho al comienzo de este libro: el
devenir de una persona es un proceso complejo. Cada rasgo de su
personalidad resulta de la mezcla de varios ingredientes. Y todos estos
ingredientes pasan por el filtro de la propia personalidad en vías de
desarrollo. El resultado es una combinación que nadie puede controlar.
Todo lo que podemos hacer como padres es asegurarnos que los
ingredientes que aportamos son sanos y buenos.
La actitud indulgente puede convertirse en un hábito. La costumbre de
perdonar y de ser tolerante representa un gran triunfo en la vida de quien
la manifiesta, porque genera sentimientos positivos, son el alimento de
nuestra alma y un bálsamo para los que nos rodean.
Una actitud indulgente te ampara de frustraciones, iras y de todas sus
consecuencias.
La capacidad de perdonar implica un profundo entendimiento de la
naturaleza humana.

Una actitud indulgente te ampara de


frustraciones, iras y de todas sus
consecuencias.
Es posible pensar que si perdonas a todo el mundo entonces todos te
pisotearán. El hecho de perdonar a alguien que comete un error, no
significa tener una actitud pasiva ante dicha persona. Le puedes comunicar
clara y abiertamente lo que piensas, lo que te ha molestado y cuáles son
los límites que ha transgredido. Si la situación es grave, le puedes decir
asimismo qué ocurrirá si vuelve a pasar lo mismo.
La clave reside en hacerlo sin ofender, pero con sinceridad y firmeza. No
confundas el perdón con tus intervenciones para aclarar la situación y para
asegurarte de que no se vuelva a repetir. Antes de nada, el perdón es un
proceso interior profundo, que implica que toda la carga emocional
negativa, vinculada a la persona que se equivocó frente a ti, desaparezca.
Unos padres tiernos no pueden criar a un niño iracundo, porque el niño
observa las manifestaciones de los padres, crece rodeado de ellas y luego
las asimila.
Si el padre o la madre muestra una actitud comprensiva y es indulgente
con alguien que se equivoca, el niño se acostumbrará a esta actitud. La
actitud indulgente no implica la falta de la firmeza, sino todo lo contrario.
Al que perdona le resulta muy claro por qué lo hace y manifestará la
seguridad del que es consciente de sus actos.
Si tú amas a los animales y lo muestras, seguramente tu hijo no estará
entre aquellos que tiran piedras a los perros.
El niño ve que acaricias a los perros cada vez que ves a uno, se da cuenta
que te preocupes por ellos y que les das de comer cuando puedes, aunque
sean perros vagabundos. Él escucha tu tono cuando les hablas y se siente
envuelto en esta ternura que mana de tu alma. Y él a su vez hará las cosas
de la misma manera.
No te asustes si de vez en cuando tu hijo, mientras aún es pequeño, tira del
rabo a algún perro. Es una actitud pasajera. Solo está probando los límites
para ver qué ocurre. Definitorio será el adulto por venir.
Si muestras benevolencia frente a la gente, si no te enfadas cada vez que
alguien hace las cosas distintas de lo que tú quisieras, si no guardas rencor
a alguien que intentó ofenderte, entonces tú hijo manifestará la misma
conducta en la vida.
El perdón nos ayuda a superar los sentimientos de culpa que se muestran
dentro de nuestra alma. El perdón nos alisa el camino que seguimos. Y si
nuestra alma está sosegada, podremos gozar de las cosas bellas de la vida,
podremos ser más eficientes en todo lo que realizamos, porque nuestra
energía no se dejará absorber por las vivencias negativas (aflicción, ira,
etc.) y podremos usarla al máximo en propósitos beneficiosos tanto para
nuestras vidas como para las vidas de los demás.
El perdón es uno de los ingredientes de la felicidad de tu hijo. Su
manifestación permanente lo puede volver en una costumbre que abrigará
el alma de tu hijo. Su ausencia significa la presencia de unas vivencias que
nadie desea, pero no sabe cómo hacer para apartarlas. Careciendo de una
actitud indulgente, tu hijo se dejará colmar por todas aquellas aflicciones y
emociones negativas, generadas por los eventos que podrían ser superados
con amor y comprensión, sin amargarse la vida, aunque se haya roto un
florero, aunque su amigo se haya burlado de él o cuando ha perdido una
suma de dinero importante. Todas estas situaciones pierden su significado
ante las cosas más importantes: la vida misma y la alegría de vivirla.

El perdón es uno de los ingredientes de la


felicidad de tu hijo.
Casi todas nuestras manifestaciones se convierten en costumbres y el
perdón no es una excepción. Depende de nosotros qué costumbres
queremos desarrollar y transmitir.
Cuando son pequeños, los niños actúan como esponjas. Absorben todo
lo que hay a su alrededor. Y cuando están creciendo, intentan cortar estas
conexiones invisibles que los vinculan a la infancia, y más aún cuando
estas uniones no les aportan alegría. Pero jamás lograrán eliminarlas del
todo. Y todo aquello que conseguirán cambiar, lo harán con un desperdicio
de energía. Por algo que desde el principio podía haber sido beneficioso
para su vida.
El amor incondicional
El amor es aquello a lo que todos aspiramos. Una palabra que está en
boca de todos.
El amor, antes que nada, existe como sentimiento para que luego cobre
distintas manifestaciones en nuestra conducta.
Su existencia es como una bola de fuego, como una fuente inmensa de
ardor en la que el alma de tu hijo se calienta. Y esta fuente se conservará
durante toda su vida, incluso cuando tú ya no existas.
Y nada es tan fuerte como este sentimiento en nuestra vida. Todos
nosotros, niños y adultos, necesitamos su calor, sus rayos sutiles. Y el
sentimiento de ser amados por los padres nos asegura el equilibrio
emocional. Es ese punto en donde nuestra vida encuentra su equilibrio.
“Algunas personas son como un cubo agujereado”, afirma un entrenador
de análisis transaccional, por más que reciban lo que quieren, el amor que
andan buscando, ellos están permanentemente frustrados, porque a través
de ese agujero se pierde todo aquello que reciben. Jamás podrán tener el
amor y el cariño que anhelan y que desean ardorosamente.
Y ese agujero del cubo representa la ausencia del sentimiento de ser
querido. Si alguien creció con el sentimiento de que sus padres no lo
quieren, fácilmente puede extrapolar dicho sentimiento a uno que le diga
que no merece ser querido, que no es digno de ello. Y como adulto, el
hecho de querer ser amado entrará en contradicción con el otro de que no
lo merece, el sentimiento cabalmente escondido en el subconsciente, y de
esta manera todo lo que reciba desde el punto de vista afectivo se escurrirá
lejos de él.
La capacidad de discernimiento de un niño pequeño es limitada. El niño
tiene la tendencia a atribuirse las cosas que ocurren a su alrededor. Si los
padres discuten o se divorcian, puede llegar a pensar que ocurre por su
culpa. Si los padres están ocupados (y en la sociedad actual están
verdaderamente ocupados) e inmersos en los quehaceres diarios, él puede
pensar que no merece su cariño. El niño pequeño no puede ver el mundo
en todo su conjunto. Lo relaciona con todo aquello que le está ocurriendo a
él. Por lo tanto, por muy ocupados o muy agobiados que estemos por los
problemas existenciales, es fundamental que le aseguremos al niño el
apoyo afectivo que necesita.
El amor no entra en contradicción con la disciplina. Hasta puedo afirmar
que si van mano a mano, el resultado será destacable. El niño necesita al
mismo tiempo la disciplina y el amor.
La disciplina implica un acondicionamiento: “si acabas los deberes puedes
salir a jugar”, “si te comportas bien durante la visita, te compro un
helado”, o “si sacas buenas notas este curso, te compraremos una
bicicleta”.
Indiferentemente al grado de condicionamiento de su conducta mediante
recompensas o castigos, el niño necesita sentir que lo quieres
incondicionalmente, sea más o menos listo, más revoltoso o tranquilo, más
tímido o más atrevido. Tu amor por él no es negociable. En cada momento
de su vida debe sentir que lo quieres. Ello le ofrece seguridad emocional y
la fuerza de seguir adelante, más allá de los castigos que debe cumplir.

El amor por tu hijo no es negociable.


Y el amor se manifiesta en todo lo que hacemos. Hasta cuando lo
regañamos o cuando estamos enfadados. Se manifiesta a través de nuestro
comportamiento, a través del tono en el que le hablamos, de la expresión
que tenemos, especialmente la de los ojos. Y se puede manifestar incluso
mediante nuestra simple presencia. Tu presencia a su lado cuando está
triste puede ser el apoyo que necesita para superar ese obstáculo.
Hay momentos en los que las palabras no ayudan. Ciertas situaciones
pueden ser tan tensas que la única manera de ayudarle es estar presente,
mostrándole que entiendes su sufrimiento y que estás a su lado. Eso le
bastará. Claro, cuando el momento crítico empieza a disiparse, puedes
tener una charla con él que seguro puede ayudarle.
Hasta el tiempo que pasas a su lado es una prueba de amor. Escucharle y
ofrecerle la posibilidad de expresarse es también una manifestación de
amor.

Las palabras. Son un vehículo importante de nuestros


sentimientos y de la energía asociada a estos. Esto ha sido demostrado por
Masaru Emoto quien, a través de experiencias repetidas, ha demostrado
que el agua cambia su estructura y su calidad a consecuencia de su
exposición a distintas palabras. Cuando se hiela el agua, las palabras
positivas, con carga energética benéfica como “gracias”, “amor”,
“reconocimiento”, forman cristales equilibrados y bien perfilados,
mientras que las palabras de carga negativa, como “idiota” o “no está
bien”, da lugar a cristales deformados y fracturados.
Y puesto que nuestros cuerpos están formados de aproximadamente por un
70% agua, las palabras que estamos usando nos influyen.
Las palabras tienen un efecto enorme en nosotros y en las personas que
nos rodean. Elimina las palabras de carga negativa cuando hablas con tu
hijo, y verás que una voz cálida y las palabras positivas pueden hacer
milagros.
Evita esas frases que contienen negaciones del tipo: “¿no quieres comer?”,
como si lo invitaras a que diga “no”, puedes decirle: “¿quieres comer?” o
“¿qué quieres comer?”.
Debido a una costumbre generalizada recurrimos a menudo a expresiones
del tipo: “¿No quieres salir a jugar?”, “¿No vienen tus compañeros?”, etc.
Sin embargo, formularlas de una manera positiva es beneficioso, por una
parte debido a las palabras usadas y, por otra, porque no inducen una
respuesta y la posibilidad de elegir la respuesta queda libre.

Elimina aquellas palabras de carga negativa


cuando hablas con tu hijo.
Las palabras, junto con nuestra conducta, el tono en que hablamos, la
expresión que tenemos y, sobre todo, nuestros pensamientos, representan
manifestaciones de los sentimientos que vamos experimentando. A través
de todas estas manifestaciones, el niño siente lo que tú le estás
transmitiendo. En vano le dices que le quieres si a veces le llamas idiota,
si le miras con rencor cuando te enfadas, o si no le dejas hablar cuando
tiene algo que decir. Él sentirá el verdadero mensaje más allá de las
palabras.
Ninguna otra cosa de todo aquello que le puedes ofrecer tendrá nunca el
mismo valor que tu amor incondicional. Es una joya que siempre llevará
dentro de su alma.

El amor incondicional que ofreces a tu hijo le


acompañará a lo largo de su vida.
La oración
Puede parecer extraño, pero muchos padres experimentan estados de
cólera en contra de sus hijos. Y hay situaciones en las que incluso llegan a
insultarles. Las razones puedes ser varias: no les obedecen y eso les hace
sentir que están perdiendo el control, temen que su imagen esté
perjudicada ante los conocidos o los amigos, experimentan un sentimiento
de inferioridad en una situación en la que no saben cómo actuar con su
hijo, etc. No voy a ahondar en estas razones, estas causas que tienen que
ver más con las vivencias subjetivas de los padres que con la situación en
sí.
Lo que más importa es que dichas manifestaciones existen y que ellas
pueden perjudicar terriblemente al niño, sea este más mayor o más
pequeño. Entre padres e hijos hay una fuerte conexión emocional, un
fuerte lazo energético. Las palabras, así como los pensamientos de los
padres acerca de los hijos, dejan una sólida huella en ellos. Y dicha huella
se asimila en un nivel muy sutil.
Un enfado constante del padre o de la madre con el propio hijo le puede
herir enormemente. Todos los pensamientos, sean buenos o malos, que
alguien manifiesta en relación con nosotros, nos afectan. Y cuando se trata
de la relación padres-hijos, esa huella es aún más impactante debido a la
fuerte unión que hay entre ellos.
La otra cara de esta moneda la representa el pensamiento positivo, la
oración simple y que sale del corazón de un padre o madre a su hijo. Es la
manera más simple pero más útil, en la que puedes ayudar a tu hijo.
Rezar por él puede ser la base para el comienzo de cada día. No pienses
que estoy sugiriendo que leas libros de rezos. La oración simple, clara y
concisa, tal y como lo sientes dentro de tu corazón por tu hijo, puede tener
un efecto mayor que todas las oraciones aprendidas.
La oración le protege a él y te ayuda a ti a librarte de los sustos y miedos
que todo padre o madre siente. La oración crea energías y puede tejer un
lazo que en el plano real, el de la comunicación verbal, puede ser
interrumpido.
Respecto a las oraciones tengo que decir algunas cosas.
1. Es muy importante cómo rezas.
Si tienes toda una lista de cosas que quieres para tu vida o para la vida
de tu hijo, tienes que elegir. Si tu oración se parece a esa lista interminable
que llevas al mercado, la probabilidad de que se cumplan es muy reducida.
Una larga lista de deseos prueba, por una parte, que no eres capaz de
establecer tus prioridades y te induce un malestar que puede ser o no
consciente, por otra parte, a demasiados deseos se les aplica el refrán “El
que caza dos conejos no caza ninguno”. Debes saber que tu energía es
limitada. Si la inviertes en cuatro deseos, a cada uno le corresponderá una
parte mínima de dicha energía. Pero si eliges lo más importante para ti,
eso se beneficiará de toda tu energía que no necesitará dividirse.
Debes tener muy claro aquello que más deseas, para ti o para tu hijo, y
debes expresarlo lo más sencillamente posible. Lo complicado jamás
ayudó a nadie y solo sirve para aplazar las cosas. En vez de crear toda una
letanía llena de deseos para tu hijo, mejor digas en palabras simples lo que
quieres para él. Y así llegamos a la tercera cualidad de una oración: que
sea concisa.
Si estás acostumbrado a las oraciones de los libros eclesiásticos, intenta
usar una vez una oración sencilla, clara y concisa y sentirás su fuerza.
2. Es muy importante sentir aquello por lo que rezas.
Si tu oración es solo mental, intelectual, no es suficiente. Tienes que
vibrar con tu deseo, debes ser el deseo mismo y sentir su realización. Si
logras esto, sentirás totalmente la bendición de Dios.
3. Tener fe. Esto significa estar convencido de que Dios está a tu lado y
te escucha. Y que hallarás una vía para que te ayude. A lo mejor no va a
ser la vía que tú estabas esperando, pero seguramente será una valiosa. Por
eso, si sientes hasta en tus entrañas esta fe, puedes pronunciar la oración
como a un agradecimiento: “Gracias Dios por cuidar a mi hijo”.
Es importante cómo rezas por tu hijo, lo que
sientes al hacerlo y la fe que tienes.
Claro, muchas cosas se pueden añadir con respecto a la oración. Que no
debes rezar por algo que conlleva perjuicios a otra persona. Que es posible
que la cosa por la que estés rezando no se realice nunca porque te haría
más mal que bien.

La oración es un pensamiento puro. Es amor. Es consuelo. La podemos


usar en caso de necesidad o la podemos integrar dentro de nuestro ser.
Hemos adquirido muchas costumbres que no nos benefician, ¿por qué
rechazar una costumbre que nos puede embellecer la vida? No necesitas
tiempo para rezar, sino solamente encauzar tus pensamientos en una
dirección determinada. Sé que no resulta muy fácil. Con tantos
pensamientos que pululan por nuestras cabezas y nos quitan la energía.
Pero a través de la oración puedes fusionar todos tus pensamientos y gozar
de la paz que acarrean, y puedes crear un círculo de energía benéfica en
cuyo centro estáis tú y tu hijo.

Tienes que vibrar con tu deseo, debes ser el


deseo mismo, sentir su realización.
Los valores
La gente necesita valores, porque sin ellos estaría al mismo nivel que un
animal. Y lo que genera esta necesidad es la conciencia de uno mismo, sin
la cual el hombre no podría distinguir lo bueno de lo malo. Los valores son
los que nos embellecen la vida, los que nos ayudan a definir nuestra
identidad y a cobrar estima de uno mismo.
Cuando somos pequeños tomamos los valores de nuestros padres.
Porque son ellos los que están más cerca de nosotros, su mundo es nuestro
universo, del que absorbemos todo en el intento de definir nuestra
personalidad en relación a él. Cuando eres niño, el universo de los padres
es el punto de referencia moral y estético con el que te vinculas. Y muchos
de los valores que te circundaron durante la infancia se infiltran
hondamente en tu personalidad y determinan la dirección de muchas
acciones durante tu vida.
Los valores que llevamos dentro de nosotros y en los que fundamos
nuestra existencia no nos son indiferentes. Y tampoco son neutros, porque
influyen en todo lo que hacemos, la manera en que pensamos y en nuestros
sentimientos. Podríamos decir que el camino hacia la felicidad está
sembrado de nuestros valores.
Los valores se transmiten de generación en generación, y nos alumbran la
vida independientemente de la edad que tengamos. La ausencia de valores
significa la carencia de un punto de equilibrio y apoyo en la búsqueda de
la identidad, significa una vida de desasosiegos y decepciones. Sin ellos el
ser humano no podría florecer y tampoco sería capaz de alcanzar su
potencial. Son valores sin los cuales el hombre no podría vivir con
dignidad y estima de sí mismo.
Los valores de los que quiero hablar están enfocados desde la perspectiva
del beneficio individual y no del colectivo. El bienestar colectivo viene
solo cuando cada individuo es feliz.

1. La sencillez. Representa un valor que yo, personalmente, valoro


y precio muchísimo. Si la gente se librara de la carga de lo inútil,
empezando por los bienes materiales inservibles, amontonados como
consecuencia de una adicción psicológica y no por su utilidad, y dejara de
preocuparse por las cosas nimias de su propia existencia, vería la vida bajo
otra perspectiva.
Muchas de las cosas ocasionadas por el motor de una sociedad
consumista nos agobian inútilmente. Tanta fachada nos tapa la vista de lo
esencial y nuestra vida se vuelve más difícil cada día, a medida que van
apareciendo nuevos productos en el mercado, cada vez más modernos, que
nos llevan a desearlos y que no siempre necesitamos, pero por los cuales
estamos dispuestos a sacrificar lo más importante que tenemos: el tiempo
de nuestra vida.
Vivimos a todo correr, olvidándonos de gozar de las cosas menudas,
simples, que constituyen, de hecho, la esencia de una vida plena.
Disfruta con tu hijo de un paseo al aire libre, inspira junto con él el aire
de la primavera, admira con él las estrellas del cielo, vive la alegría de
estar con él; estos serán los momentos tiernos que le llenarán el alma, los
que recordará más tarde y que volverá a revivir constantemente.
Y puedes hacer mucho a favor de las alegrías más simples. Puedes
renunciar a comprar una segunda televisión para ir de excursión a la
montaña; puedes renunciar a una cena fastuosa a favor de una sencilla pero
llena de alegría. Si en una mesa que rebosa de delicias, la atención cae
solo en los tipos de comida que se están probando, entonces en una mesa
simple no podemos concentrarnos en la alegría de estar juntos y cenar.
Al hablar de sencillez me refiero a una vida moderada en el marco de
una sociedad predispuesta a un consumo mucho mayor que sus
necesidades y no a la pobreza. Resulta difícil gozar de una cena simple
cuando vives en la pobreza. Yo estoy hablando de la sencillez como estado
de equilibrio, como rechazo a una abundancia excesiva, frente a la
moderación como amor a una vida sana y placentera.
La sencillez nos aproxima a la esencia de la vida y su alegría. Una
comunicación simple y directa alcanza su meta mejor que cualquier otra
manera de expresarse complicada y rimbombante. La verdadera
comunicación implica que tu mensaje llegue y sea comprendido por aquel
que lo recibe.
Hay muchos niños quienes relacionan la Navidad con regalos, o que
asocian esta fiesta a un banquete grandioso. En realidad no solamente los
niños sino también los adultos entienden la Navidad como a una fiesta y
una ocasión de atiborrarse. No rechazo el sabor de la comida preparada en
casa, pero sí que se pierdan los aspectos espirituales esenciales de esta
fiesta: la comunión con los demás, el perdón, porque todos erramos en
algo, y compartir la alegría de estar y hacer cosas conjuntamente. El gran
regocijo viene de la participación e implicación de todos, adultos y niños,
en la preparación de la fiesta. En muchos hogares este evento se ha
convertido en un trabajo forzado para el ama de casa, principalmente
porque ya no nos sentimos “iguales al resto del mundo” si ponemos en la
mesa solamente dos o tres platos. La tendencia es la de colmar la mesa con
“todo”, la ocasión de enorgullecerse por “tener algo que poner en la mesa”
y porque “no nos hace falta nada”. Paulatinamente se pierden las vivencias
espirituales, y los excesos culinarios se pagan con kilos de más, malestar y
hasta con la salud perjudicada.
Si vive contigo las alegrías simples, tu hijo jamás podrá repasarlas sin
sentir de nuevo su escalofrío. No podrá ignorarlas, y de esas vivencias él
sacará la fuerza para seguir adelante.

2. La honestidad. La honestidad empieza contigo mismo. Nadie


puede ser honesto con los demás si antes no es honesto consigo mismo.
Ser honesto significa usar la misma medida al juzgarte a ti mismo como
a los demás. Significa desprenderse del propio interés y ubicarse más allá
de él.
En primer término, la honestidad conlleva bienestar interior, equilibrio
y paz en el alma. En segundo lugar, todos los hombres, indistintamente de
sus peculiaridades, quieren que los demás sean justos con ellos. Desean
relaciones correctas y, sobre todo, una relación de pareja honesta y un hijo
que diga la verdad, pero la pregunta es: ¿es posible que te traten
correctamente si tú mismo no eres una persona justa?
Hace años asistí a una escena en la que una madre joven animaba a su
hija, casi adolescente, a aprovechar económicamente sus relaciones con
los hombres, es decir, que debería salir con ellos para divertirse con su
dinero y luego abandonarles. Entonces me pregunté qué expectativas iba a
tener esa joven de su pareja en el futuro. Probablemente querrá ser tratada
correctamente, mientras que la lista de sus acciones carentes de buenas
intenciones se borrará de su mente gracias a todas las justificaciones que
todos encontramos cuando se trata de nuestra propia conducta.
Entonces cuando pretendas de los demás honestidad, mira bien dentro
de tu alma para ver si tú ofreces aquello que esperas de los demás.
No puedes desear una vida bella y al mismo tiempo fundarla en
mentiras y apariencias. Porque la vida no funciona así. La vida tiene sus
leyes inmutables y, por más que quieras, no eres tú quien las hace. Tú
solamente eres quien soporta su acción.
Los padres tienden a situar el bienestar de su hijo más allá del bienestar
de los demás. Pero el bienestar de tu hijo puede ser separado del de los
demás solo aparentemente. Si tú, con o sin intención, le guías como padre
o madre hacia un beneficio propio pero en detrimento de los demás, le
encaminas hacia una ruta en la que jamás podrá ser verdaderamente feliz.
Porque aquella relación en la que yo gano y tú pierdes no representa más
que una falsa ganancia. Si concretamos el tema para referirnos
estrictamente a la relación de pareja, porque la mayoría de la gente busca
en ella su felicidad, piensa bien si has visto a una persona feliz al lado de
otra infeliz.
La honestidad es la base de la pirámide de valores, y aunque desees los
demás valores, si la base tiene grietas, todo se estremecerá de vez en
cuando y volverá a arreglarse hasta que estés dispuesto a reconocerte a ti
mismo la verdad.
El niño aprende de sus padres a ser correcto y tener buena voluntad.
Porque sus padres son sus primeros modelos. Claro, más tarde vienen los
modelos de la escuela, de la vida, del grupo de amigos. Pero hay una base
sólida en la que se asientan todas estas cosas y esta es la base que tú le
provees.
3. La compasión. Es el sentimiento más bello y complejo que
puede dar calor al alma de una persona. Y la complejidad reside en la
compresión del otro, de la situación en la que este se encuentra y de sus
vivencias, en la sinceridad sin la que no puedes vivir este sentimiento, en
el amor y también en el gesto de ternura propiamente dicho.
Ese gesto puede ser una caricia, una acción caritativa o una palabra
bonita. Cualquier cosa que le muestre al que sufre que no está solo.
La compasión vivida y manifestada sinceramente es como una llama
que calienta el alma, una llama que no arde, sino que te protege de las
cosas negativas de tu vida. Por muy enojado que estés, tener un acto de
compasión te equilibra anímicamente. En el momento que regalas algo
con toda el alma, la frontera entre tú y el otro desaparece, tú sientes el
sufrimiento del otro y, al mismo tiempo, sientes el efecto de tu amor ante
el prójimo en ese bienestar que calienta tu alma.
Hay personas en cuya presencia te sientes genial porque ves en sus ojos
que te comprenden, que entienden tu sufrimiento. Y eso te resulta
suficiente.
La compasión es un sentimiento, pero también un valor en sí que viene
de nuestro interior, pero que necesita ser sembrado y cuidado. La
educación de los padres y la educación recibida en la escuela son
fundamentales para el arraigo de dichos valores.
Cuando estaba en primaria, nuestra maestra inició una acción de apoyo
para una anciana que vivía cerca de la escuela, sola y con escasos recursos.
Cada niño traía de su casa lo que tenía al alcance: azúcar, aceite, harina y
cualquier cosa era bienvenida. Dicha acción se repitió varias veces. Siendo
niña no entendía lo importante que resultaba esta ayuda para la anciana, y
hasta sentía una ligera incomodidad al notar el olor fétido y rancio de su
casa. No obstante esa acción tuvo un eco tan fuerte con el paso de los años
que estoy segura que fue una de aquellas semillas de las que brotó el
sentimiento de la compasión.
Y muchos eventos de mi infancia tuvieron la misma influencia. Si pienso
en mi pasión por la jardinería y todo lo que significa naturaleza, y vuelvo
la mirada años atrás, veo todas esas acciones que me han inspirado: mi tía
ya mayor, con la que vivía en el mismo patio y que cuidaba su jardín desde
la mañana hasta la tarde, y cuyas flores y olores deleitaban mis sentidos
todos los días; el árbol plantado en el patio de la escuela como parte de
una acción de cuidado de la naturaleza; la alegría de mi padre cuando
llegábamos a nuestro jardín, un lugar donde me sentía como en el cielo…
Y en aquel entonces no sospechaba que esa tía, cargada de hombros por el
trabajo, y su jardín iban a influir tanto en mi persona. Pero ahora, si cierro
los ojos, veo el lugar de cada flor de su jardín y eso me hace entender
cuánto significó para mí.

La infancia es como la tierra fértil en primavera. Uno planta y planta y


solo después de cosechar sabe si las semillas eran buenas, si se
armonizaron con la tierra, si han tenido suficiente sol y agua.
El sentimiento de la compasión se cultiva. El niño ve cómo sus padres
cuidan al abuelo anciano y enfermo, cómo cuidan al perro de la calle y lo
llevan al refugio, cómo le tienden la mano al vecino necesitado, o cómo le
dirigen una palabra de consuelo al compañero de trabajo. El niño
interioriza estas conductas y vivencias y, cuando llegue el momento
oportuno, las manifestará.
Claro que para que este sentimiento florezca en el alma del niño es muy
importante que los padres procedan así de manera permanente y no sólo en
ocasiones.
Debido a sus efectos, la compasión es también un valor beneficioso para
la sociedad, pero a nivel individual el beneficio es aún más grande porque
es el individuo quien goza de esta vivencia.
A lo largo del tiempo, he notado reacción de rechazo de este sentimiento
en muchas personas que estaban tristes: “¡no quiero que sientas compasión
por mí!”, y hay algunas cosas que decir con respecto a ello.
Si ayudas a alguien empujado por un sentimiento de arrogancia, y desde
la altura de tu situación te dignas a echar la mirada hacia la persona
necesitada, eso ya deja de ser compasión.
Además, mucha gente rechaza la ayuda por orgullo lo que es una actitud
verdaderamente necia. Necesitar ayuda, poder recibirla pero rechazarla
porque tu ego te lo impide, porque por dentro piensas que si te dejas
ayudar eso significa que eres inferior al otro.
La ayuda es algo normal, tanto al dar como al recibirla. Y el orgullo no
debería tener nada que ver con ello, por no añadir que el orgullo es ilógico
en todos los casos.
Cuando estás en aprietos o tienes una necesidad resulta estupendo ver
que alguien te ayuda sin tener ningún interés, sino que lo hace
simplemente porque entiende tu necesidad.

4. El respeto hacia uno mismo. Con cada cosa que le


impones a tu hijo, solo porque él es el pequeño o porque en ese momento
tú eres el más fuerte, le estás mellando el respeto en sí mismo. Manifiestas
falta de respeto hacia su ser y su capacidad de discernir si le educas a
través de la fuerza y la obligación. En nuestra sociedad este tipo de
educación resulta muy común para los padres.
El niño aprende el respeto por sí mismo a través de la actitud que sus
padres tienen frente a él. Ellos son sus puntos de referencia iniciales.
El respeto hacia uno mismo es una pieza importante en la evolución de
la personalidad del niño. Dependiendo de la dosis de este respeto se
formarán también otros rasgos de personalidad, y el niño, el adulto
venidero, será impulsado para actuar en una dirección u otra. En función
del respeto por sí mismo se desarrollará también la confianza en su
capacidad de realizar las cosas que quiere, de tener el trabajo que le gusta,
tener una relación bella y duradera, etc.
Nuestra vida entera gravita alrededor del respeto a nosotros mismos: la
paz interior, la confianza en que podemos realizar ciertas cosas, la visión
más optimista o más pesimista de la vida.
El respeto a uno mismo es una guía en nuestra ruta espiritual y material.
Es el punto central alrededor del cual tejemos vida. Ahí reside también la
creencia de que merecemos o no ser felices. Claro que sigue
evolucionando a lo largo de nuestra vida en función de nuestras acciones y
sus resultados. Y su punto de partida está en la actitud que los padres
tienen ante nosotros, justo al comienzo de la vida. Es entonces cuando se
forma esta columna vertebral que será capaz de sostener o no la
musculatura del porvenir.
La confianza que los padres muestran en nuestra capacidad de comprender
y hacer las cosas, la forma de corregirnos los errores o de determinarnos
hacer aquellas cosas que ellos consideran buenas, representa el punto de
partida del respeto a nosotros mismos.
La falta de respeto a uno mismo puede llevar a acciones
autodestructivas, complejos de inferioridad, desconfianza en la propia
persona, o a una manera de pensar ancorada en una ruta negativista.
Y resulta muy difícil creer que alguien que no se respeta a sí mismo
podría respetar a otra persona. El respeto por los demás, así como el amor
por ellos, es el espejo del respeto a uno mismo. Cuanto más fuerte y sano
es el respeto a uno mismo, más amplia se torna la capacidad de respetar a
los demás.
Seguramente te sientes tentado a pensar en las situaciones en las cuales
no puedes comunicar con tu hijo pequeño y, en menor o mayor grado,
debes imponerle determinadas cosas como, por ejemplo, la hora de ir a la
cama. Y vuelvo ahora a lo dicho en el capítulo de la disciplina. Puedes
convencer al niño a que haga lo que quieres de distintas maneras. Después
de haberle ampliado una hora el tiempo de jugar, le puedes agarrar de la
mano y empujarlo a la cama entre gritos “basta, no puedo más. Hasta aquí.
Ahora te vas a la cama.” Y toda esta acción se torna un trauma para los
dos. O le puedes decir firmemente, en el momento en el que decides
dejarle jugar una hora más: “te permito que juegues una hora más. Luego
vamos a la cama.”
El simple hecho de mostrar comprensión es muy importante para tu
hijo. Incluso solo cinco minutos más añadidos a su tiempo de juego le
pueden hacer feliz. Y el hecho de que te vas con él a dormir, de que
participas de una cosa impuesta, le ayuda a superar el momento crítico. Si
lo hacemos sin piedad, sin tener en cuenta sus deseos, si nos imponemos
solamente porque somos los adultos, los mayores y él es el niño cuyo
deber reside solo en obedecer, entonces resulta un trauma y disminuye
dramáticamente el respeto a uno mismo.
Este es nada más que un ejemplo. Las situaciones en las cuales los
padres imponen sus puntos de vista son innumerables. Porque somos
propensos a decidir qué es lo bueno para ellos y a imponer nuestro punto
de vista. A veces algunos padres lo siguen haciendo cuando el niño es ya
un adulto. Recorren a un chantaje psicológico y moral clásico: “¡si te casas
con X, cortamos las relaciones!”. Y ninguna barbaridad es más terrible que
la de forzar a tu hijo a que haga semejante elección. La elección entre lo
que te debe a ti por haberle criado, y su felicidad tal y como se le revela a
él en ese momento.

5. La tolerancia. Sobre tolerancia hemos hablado con más detalle


en el capítulo del perdón. No volveré a mencionar lo anteriormente dicho,
pero tampoco quiero pasar por alto este gran valor humano, entre aquellos
valores que hay que cultivar sobre todo para el beneficio individual y
luego, para el social.
La tolerancia es una medida del amor, de la entrega, de la comprensión
de la humanidad que vive dentro de nosotros. La tolerancia muestra
nuestra comprensión de que la gente es diferente; piensa, percibe y actúa
de manera distinta, sin que signifique que lo que nosotros o los demás
están pensando sea erróneo. La tolerancia es una sonrisa grande, interior,
con la que disfrutas de la gente tal y como es, con sus cosas buenas y sus
cosas malas.
Al cultivar este valor en tu hijo, le regalas el goce por la vida, la alegría
de poder probar todo aquello que la vida tiene de bello y se lo puede
ofrecer.

La tolerancia es una sonrisa grande, interior,


con la que disfrutas de la gente tal y como es.

6. El amor. El amor no significa solamente el amor hacia los


padres, hacia el hijo, la pareja o todo aquello que se relaciona
directamente con nosotros. El amor es un estado del alma. Aquel estado en
el que nos sentimos puros, intangibles, iluminados por la gracia divina.
Este estado en el que ya no necesitamos nada más desde fuera, sino
únicamente abrigar esa luz que nos inunda el alma. En este estado de
gracia nos sentimos equilibrados espiritualmente, fuertes gracias a la
fuerza interior y buenos, capaces de ofrecer a los demás nuestra riqueza.
Criar a tu hijo en ese espíritu del amor significa encender la llama que
le iluminará la vida entera. Cualquier gesto de amor y entrega que haga
ante otra persona, tendrá un efecto reduplicado en sí mismo, irradiando en
su alma la armonía y el goce vital.
Si tienes dudas respecto a ello, mira con atención el semblante de las
personas que regalan, independientemente a quien, una sonrisa, un gesto,
un bien material, pero sin ser empujadas por ningún interés personal.
Obsérvalas con detenimiento y verás cómo su semblante parece bañado
por una luz particular y cómo su ser entero es un manantial de alegría y
satisfacción.
Por muy cansados y enojados que estuviéramos, en un gesto de amor
siempre encontramos el equilibrio. Porque es un estado normal de nuestra
alma, al que aspiramos consciente o inconscientemente.
El amor es la mejor cura de nuestra alma. Para cualquier problema
espiritual que tengas, el amor es su remedio completo. Hasta un
sufrimiento físico puede ser superado con más facilidad cuando estás
rodeado de amor.
El amor vive dentro de nosotros como condición de nuestra existencia. Las
experiencias que nos colman y los condicionamientos sociales tienden a
cubrirlo. Tu deber como padre o madre es el de cuidar la semilla de amor
que vive en tu hijo, y ofrecerle aquellas condiciones que le permiten crecer
y florecer. Porque ningún hombre, ningún ser humano, podrá ser completo
sin que dicha semilla brote en él.

El amor es la mayor cura de nuestra alma.


No confundas el éxito que tiene alguien con sentirse completo, pleno.
Eso sí, uno puede estar satisfecho cuando tiene un éxito, pero luego
necesita otro y otro. Aquí se trata de plenitud del alma, no de la del
intelecto o del ego.
El amor se manifiesta a través de cualquier gesto tuyo. Hasta cuando
plantas una flor o cuando esperas pacientemente a que el anciano cruce la
calle sin gritarle que “la muerte le está esperando en casa”. Amor es
también cuando no criticas a tu compañero por hacer las cosas de manera
distinta, o cuando contemplas un paisaje que te llena el corazón.
Puede que haya personas que no comprendan esta vivencia. Simplemente
porque no la han experimentado, porque no la sintieron cerca, no hay culpa
en ello. La experiencia del amor puede empezar con un simple gesto:
regala algo a una persona necesitada, sin que saques algún provecho de
ello; verás cómo la alegría del otro inundará también tu alma; intenta ser
más comprensivo con los demás, sin ser exagerado y observarás que, antes
de todo, eres tú quien se sentirá mejor.
Si crías a tu hijo en la escuela del amor, le evitarás muchos males.
Se sentirá menos tentado a juzgar a los demás y de esta manera
agobiar su mente y el alma, y así tendrá más energía para invertir en
cosas realmente creativas. Tal como lo he dicho, nuestra energía es
limitada. Podemos colmarnos con pensamientos y acciones que nos
carcomen el cuerpo y el alma, o podemos invertir en cosas
positivas, benéficas para nuestra vida y para la de los demás.
Gozará una libertad interior mucho mayor, porque en la
mayoría de las veces esta libertad está cercada por los propios
pensamientos, juicios de valor y creencias. Se ha dicho que
“nadie te puede herir sin tu consentimiento” (Eleanor Roosvelt).
Cuando el ser humano aprende la lección del amor, está por
encima de todo y ya nada lo puede tocar. Cuanto más grande es tu
amor, tanto más tus creencias y juicios que cercan tu libertad
disminuyen y pierden su fuerza. Imagínate a dos luchadores en
un terreno muy bien delimitado. Y ese terreno eres tú, tu mente y
tu alma. Cuando el amor da un paso en adelante, todos los males
retroceden. Si dejas que el fuego del amor se apague, todos los
miedos y los pensamientos feos llenarán y atormentarán tu alma.
La verdadera libertad es la interior y ella se traduce, a fin de
cuentas, a través de bienestar, paz y alegría.
Vivirá y probará todas las cosas maravillosas que se pueden
experimentar en esta vida. Sabrá gozar sus propias creaciones,
pero también las del universo. El mundo y la vida se le revelarán
en todo su esplendor.
6.
“Los pecados” que no
perdonan a nadie
El miedo
Del mal que uno teme, de ese muere
El miedo es uno de los mayores enemigos del ser humano. El miedo,
bajo todas sus formas, ancestral, generalizado, ante el futuro, ante aquello
que le ocurrió a otra gente, ante la pobreza, la muerte y hasta el miedo ante
la vida misma. Recurriendo al miedo han gobernado siempre los líderes
políticos totalitarios o extremistas, sembrando profundamente dentro de
nosotros el miedo a hacer cualquier cosa que pudiese ser reprobada por el
sistema, pero también los mandatarios religiosos, inculcándonos el miedo
a Dios.
La vida vivida bajo el imperio del miedo nos aleja de nosotros mismos y
de la posibilidad de vivir felices. El miedo nos determina a comportarnos
de una manera distinta a la que sentimos, y no nos permite que mostremos
nuestro verdadero ser.
Muchas veces, por el miedo a ser comprendidos de forma equivocada, los
hombres actúan al revés de lo que hubieran deseado. Por ejemplo,
renuncian a echar una mano al anciano que tiene dificultades para cruzar
la calle por el miedo a que dicho acto sea percibido como una debilidad, o
como una cosa pueril o burlesca, porque al fin y al cabo ya nadie hace
tales gestos, por lo que en este contexto incluso la intención puede parecer
necia.
El miedo nos empuja a tomar decisiones equivocadas como, por ejemplo,
casarse con alguien solo por eliminar la inseguridad del futuro y es que los
que actúan así se condenan a una vida de pesadilla.
El miedo, indistintamente de la forma que toma, nos hace incapaces de
gozar de la vida, aun cuando no hay peligros inminentes. Además, el
miedo nos acerca más rápido a las cosas que tememos porque por más que
huyamos de ellas, antes nos pisarán los talones.
Un refrán popular dice que del “mal que uno teme, de ése se muere” y si
reflexionamos, nos daremos cuenta de la realidad de estas palabras.
Además, es algo que todos nosotros hemos experimentado en distintas
circunstancias: cuanto más tememos una cosa, es más posible que se
manifieste en nuestra vida. Y aquí regresamos a aquellos pensamientos
que nos crean la vida.

Si temes mucho a la enfermedad, la probabilidad de atraerla a tu vida es


muy grande. Si temes que tu pareja te engañe, más tarde o más temprano
sucederá. Si piensas que quieres faltar una hora del trabajo para resolver
algunos asuntos personales y temes que el jefe te descubra, aunque
normalmente pasen días enteros sin verlo, es muy probable que ese día te
encuentres con él.
Una vida vivida bajo el imperio del miedo acaba viviéndonos a nosotros.
No somos nosotros quienes nos gestionamos la vida, sino el miedo. En su
nombre tomamos la mayoría de las decisiones, y eso ocurre en detrimento
de la manifestación de la unicidad que reside dentro de nosotros.
Ya no puedes ser espontáneo porque el miedo te paraliza. La dominación
del miedo tiene repercusiones en los más profundos aspectos de tu vida.

Una vida vivida bajo el imperio del miedo


acaba viviéndonos a nosotros.
El miedo puede cobrar muchas formas. Está bien sentir miedo en una
situación en la que realmente corres peligro. Si una noche, al regresar del
trabajo, eres agredido por unos delincuentes en la calle, el miedo te ayuda
a poner en marcha tus recursos y hacer algo para defenderte: pedir auxilio,
correr, luchar, etc.
Y es que si se manifiesta en los límites normales, el miedo tiene sus
beneficios, ya que te pone en guardia en aquellas situaciones
potencialmente peligrosas y pone en marcha tus recursos para ponerte a
salvo.
Pero no es este el miedo que nos asola las vidas. La mayoría de las veces
se trata de un miedo sin objeto, que llamamos ansiedad, o un miedo
desproporcionado ante aquello que lo ha generado.
Nosotros percibimos la realidad circundante a través del prisma de las
emociones que estamos experimentando.
Si vivimos permanentemente en un estado general de miedo, o si
tenemos un carácter optimista, entonces cambiaremos la realidad por el
prisma de nuestras vivencias.
Si, por ejemplo, vas a un examen y piensas que si no lo apruebas te
convertirás en el hazmerreír de tus amigos, o simplemente no confías en
que lo vas a hacer bien, entonces en muy probable que no logres aprobarlo.
Quizás la memoria te jugará una mala faena, quizás no recuerdes las cosas
que hayas estudiado; sea como sea, te sentirás tan distraído por estas
preocupaciones que no lograrás concentrar tu atención en el examen.
Probablemente tú también has conocido a personas que no estudian mucho
pero van al examen “a ver qué pasa”, pensando que lo máximo que les
pasará será suspender y, sorpresa, lo acaban aprobando. Y tú estudiaste a
más no poder y has suspendido dicho examen, mientras el compañero, con
esa impasibilidad que tú jamás podrás experimentar, lo ha aprobado.
La ansiedad es la forma del miedo más común dentro de la sociedad,
que puede ser experimentada con distintas intensidades y puede causar
verdaderos estragos en la vida interior de una persona. Y lo más
sobresaliente es que se relaciona con la esfera social, con las relaciones
sociales, con la imagen de uno mismo y la manera en que los demás nos
perciben.
Más allá de los factores biológicos, el medio en que vive el niño, así como
la actitud y la conducta de sus padres pueden crear una base para que
manifieste la ansiedad en su vida.
Un medio protector, dentro del cual el niño recibe el amor y la protección
necesaria, le ampara de aquellos miedos sin objeto. La seguridad, tanto
emocional como física del niño, le ayuda a enfrentarse a la vida con
confianza y optimismo. Y entonces, cuando confías en la vida, ella te
responde en la misma medida de la confianza que le otorgas.
Cuando confías en la vida, ella te responde en
la misma medida de la confianza que le
otorgas.
Por otra parte, tampoco es muy benéfica demasiada protección. Un
medio hiperprotector le crea al niño desconfianza en sí mismo y en su
capacidad para resolver sus problemas. Si, por ejemplo, un padre temeroso
acompaña a su hijo a la escuela hasta la adolescencia por miedo de que le
pase algo, el niño desarrollará una inseguridad en sí mismo y en su
capacidad de desenvolverse en determinadas situaciones. Asimismo podrá
fomentar una fuerte dependencia del padre, cosa que más tarde podrá
transformarse en una dependencia de otra persona. No protejas a tu hijo
más de lo necesario. Él tiene que sentirse amado, protegido, pero también
debe sentir que puede encarar las diversas situaciones de la vida a medida
que crece.
Por ejemplo, resulta difícil establecer cuál es la edad con la que un niño
debería empezar a ir solo a la escuela. Depende de la personalidad del
niño, de lo lejos que está la escuela, cuántos medios de transporte debe
usar para llegar, lo seguros que sean los barrios por los que debe pasar, etc.
Por eso las decisiones se toman en función del contexto. Si mandas a tu
hijo a la escuela más temprano de lo necesario, o si lo acompañas hasta
que tiene 15 años, entonces seguramente le acomplejarás y él nunca dejará
de depender de ti.
Estas cuestiones son muy delicadas si te excedes, así que recuerda que
puedes pedir el consejo de un profesional. Un psicólogo te puede ayudar a
tomar una decisión, pero también puedes resolverlo tanteando el terreno y
experimentando.
Por ejemplo, puedes comentar al niño la idea y observar su reacción.
Puedes llevarte una sorpresa y enterarte de que estaría encantado de ir solo
o con un compañero hasta la escuela. O quizás en lugar de ir a buscarlo al
colegio, podéis encontrados a mitad de camino. Así tu hijo va a dar su
primer paso, teniendo la seguridad de que estás cerca. Y será toda una
aventura para él.

Muchos padres amenazan a sus hijos con el “coco” o con “el hombre
del saco”, o con otros personajes que le asustan. Y todo eso para
apremiarlo a que haga algo que no desea realizar por las buenas. Muchas
veces los padres fatigados y atormentados recurren a estos trucos para
obtener la obediencia del niño, pero sus efectos resultan asoladores
psicológicamente. Obtener algo de tu hijo a través de la fuerza o el miedo
significa abrir la puerta a sus desasosiegos futuros. Realmente no resulta
fácil obtener lo que quieres de él, sobre todo cuando él se pone más terco
que una mula y tú crees que lo estás haciendo por su bien. Es
imprescindible que reflexiones bien para encontrar una solución. Por
ejemplo, puedes recurrir al método de quitarle un capricho.
Dicen que del miedo nacen monstruos. Estos monstruos se refugian
dentro de nosotros, devorándonos la paz interior y limitándonos para
experimentarnos a nosotros mismos.
No siembres el miedo en el alma de tu hijo solo por el deseo de protegerle
la vida (o de controlársela).
Resulta más sano enseñarle a protegerse de los eventuales peligros que
sembrarle el miedo.
La manera más eficiente de combatir sus miedos y desasosiegos es gozar
de la vida junto a él. La alegría y el goce eliminan los miedos que son
propensos a inmiscuirse dentro del alma de tu hijo.
Ten cuidado con las cosas que dices delante de él, con los cuentos e
historias que escucha y cuyo final dramático le puede despertar la
imaginación pero al mismo tiempo desencadenar el miedo.
No recurras a los miedos de tu hijo para controlarle o para manipular
sus emociones. Las afirmaciones del tipo “¡Si yo me muero, se quedarán
con el agua al cuello!”, hechas solo por el deseo de los padres de ser más
valorados por los demás, no traen ningún beneficio ni siquiera al que lo
dice.
El niño tiene una capacidad mucho más fuerte que el adulto de ver, de
imaginar cosas. Para él la palabra se traduce antes en imagen y su
imaginación puede trabajar sin límites.
Si no estás completamente convencido, haz un inventario con todos tus
miedos y ansiedades. Intenta escribirlo en un papel y luego imagínate
cómo podría ser tu vida sin ellos. ¿Sientes ya su liberación? ¿Sientes lo
bella que es tu vida y todas las cosas que ves, sientes, oyes y pruebas?
La mayoría de los miedos se vinculan a los eventos potenciales, cosas
que tememos que puedan ocurrir en un futuro más próximo o más lejano.
Las cosas que tememos están en el futuro, no podemos saber a ciencia
cierta si van a pasar o no, pero el miedo que experimentamos está en el
presente. Y de hecho nosotros vivimos en el presente a través del miedo
todas esas cosas que aún no han ocurrido. Y de una manera u otra con el
pensamiento o con el hecho, las atraemos a nuestras vidas. Por eso el
dicho “mal que uno teme, de ése se muere”.

No asustes a tu hijo para controlarle o para


manipular sus emociones.
Si hay eventos concretos de los que debes proteger a tu hijo, como por
ejemplo un terremoto, ladrones, agresores, enfermedades, el peligro de
lastimarse al caer de cierta altura, etc., entonces enséñale cómo puede
protegerse de ellos, porque seguramente tú no podrás controlarlos. Y hazlo
de una manera en la que se sienta seguro por saber todas estas cosas y que
no experimente ningún miedo ante aquello que podría ocurrirle.
La ira
Siempre nos podemos encontrar con gente iracunda: en la calle, en el
trabajo, en el grupo de amigos, en la familia y, ¿por qué no reconocerlo?,
cada uno de nosotros ha experimentado dicho sentimiento.
La ira viene con una carga emocional que te quema por dentro, es como un
volcán que, una vez que entra en erupción, ya no puede ser frenado y nadie
sabe cuándo cesará. La ira nubla tu juicio, aniquila cualquier rastro de
razón y tolerancia, determinándote a tomar decisiones erradas y a herir a
los demás sin intención.
La ira es una de las emociones más destructivas para la salud. Lo de
experimentarla frecuentemente está fuertemente vinculado con
determinadas enfermedades, especialmente las de corazón.
Los pilares principales en los que se apoya la ira los representan el ego del
ser humano y su deseo de conservar cierta imagen suya. Ahora bien, es
posible que la ira aparezca también como consecuencia de la violación de
nuestro libre albedrío, de las acciones que nos limitan la manera de ser y
de manifestarnos.
Indistintamente de la causa que la haya generado, la ira tiene
consecuencias físicas. La ira supone un desperdicio intenso de energía, un
fuerte malestar interior y casi siempre conlleva un desequilibrio en la
relación que tienes con los demás.
En la mayoría de las ocasiones esta vivencia está fuertemente vinculada
a la educación que uno recibe dentro de la familia y la manera de
manifestarse de la gente que te rodea. Es muy poco probable encontrar a
una persona iracunda o que no manifiesta comprensión por los demás, que
proviene de una familia tranquila. Por una parte, se trata de la educación
recibida y, por otra parte, de los comportamientos que vemos a nuestro
alrededor y que asumimos.
No me estoy refiriendo a las rabietas del niño pequeño, que no hace más
que probar los límites de sus padres. Me estoy refiriendo a las conductas y
los principios educativos de los padres, que asientan las bases de la
manifestación o la no manifestación de la ira en la vida del futuro adulto.
Las rabietas de un niño son pasajeras y, aunque hay que tratarlas con
indulgencia, no deben generar el resultado esperado por el niño, porque
esto solo le confirmará que así, a través de este comportamiento, puede
obtener lo que quiere de las personas de su alrededor. Así cuando un niño
grita, llora y se tira al suelo porque quiere obtener algo a toda costa, el
mejor método es mirarlo con comprensión y decirle con calma que
hablarás con él e intentarás ayudarle solo después de que se haya calmado.
Debe tenerlo claro que a través de su ira no podrá obtener nada de ti.
Pero vuelvo a decir que aquí el tema principal no es la ira del niño, sino la
educación de los padres que alimentan o, al contrario, cortan las raíces de
la manifestación de la furia en la vida del adulto venidero. Sí, el oficio de
ser padres no es el más fácil del mundo. Y no creo que haya en esta vida
algo que nos pueda influir a tan largo plazo.
Si las manifestaciones iracundas son frecuentes en la conducta de los
padres, entonces es muy alta la probabilidad de que aparezcan en
determinado momento también en la vida del niño cuando sea adulto.
Además, se sobreentiende que no puedes contrarrestar tales
manifestaciones en la vida de tu hijo si tú mismo las estás practicando.
¿Cuáles son los principios de acción para contrarrestar la manifestación
de la ira en la vida de tu hijo?

Tu conducta es lo primero que debes cuidar. Tu modelo de


comportamiento representa un punto de referencia en la vida de tu hijo.

La actitud ante los demás. Enseña a tu hijo a que trate a la gente con
indulgencia, a que comprenda el hecho de que la gente es diferente, y que
cada uno actúa también de manera distinta. Esto no significa que uno actúe
bien y el otro mal, sino solamente que sus acciones son diferentes y,
mientras no perjudiquen a nadie, la gente tiene la libertad de manifestarse
tal como quiere.

La imagen de uno mismo. Ayuda a tu hijo a formarse una buena


imagen de sí mismo y a no depender de los demás. Ayúdalo a que tome
conciencia de sí mismo y que lo convierta en un valor.
Muchas veces la educación recibida de los padres y la impartida por la
escuela y la sociedad hacen que el hombre dependa de las opiniones de los
demás. Por eso el ser humano está en una continua búsqueda del
reconocimiento del otro, viéndose permanentemente expuesto y
desarmado ante las opiniones de los demás. La gente puede decir muchas
cosas y tener su propia opinión acerca de ti. Pero es asunto suyo. Tú sabes
quién eres y eso es lo más importante.
La imagen de uno mismo es uno de los pilares en el que se apoya la ira. Si
la imagen es borrosa y se modifica según una u otra opinión, no será más
que alimento para la manifestación de la ira en tu vida. Si la imagen de
uno mismo es fuerte y sana, y es real y no fingida, entonces la ira liará el
fardo de la vida de tu hijo y abrirá paso a aquellos sentimientos que le
iluminarán la vida.

Muchas veces la educación recibida de los


padres, en la escuela y en la sociedad crea en
tu hijo una dependencia de las valoraciones
de los demás.
Ahora bien, más allá de los confines familiares, el niño puede estar
expuesto a manifestaciones iracundas. Y existe realmente el peligro de que
él las perciba como una prueba de poder y por eso desee manifestarlas
también. Pero esta situación podrás neutralizarla mediante tu educación,
observándolo y explicándole, siempre que se de la ocasión, tales
manifestaciones por el prisma de tu juicio.
Desde que tu hijo nace, tienes a tu disposición 18 años para sentar junto a
él las bases de una vida bella y provechosa.
La culpa
Errar es humano
Hay una práctica, bastante común para los padres, de hacer que sus
niños se sientan culpables. No es un goce sádico del padre, sino una
modalidad a través de la cual intenta determinar al niño a distinguir entre
lo bueno y lo malo, y ofrecerle una educación moral. Algunas veces puede
ser también un intento de manipular los sentimientos del niño con el
propósito de asegurarse su respeto y amor. Pero la culpa no es el camino
idóneo ni para ofrecer una educación moral, ni para ganar el respeto del
niño.
Si quieres ofrecerle a tu hijo una educación moral, muéstrale cuáles son
las consecuencias de los hechos buenos y de los malos, ayúdale a que
comprenda, sé un modelo de humanidad para él. Si cometió un error, cosa
absolutamente normal para un niño, explícale dónde se ha equivocado y
cuáles son las consecuencias de sus hechos. Muéstrale comprensión,
porque cualquiera de nosotros puede errar, y explícale que lo más
importante es aprender de ello y no volver a repetirlo la segunda vez.
Si el error se repite o es verdaderamente grave, puedes encontrar una
sanción a medida del error, pero sé consciente de que el papel del castigo
es doble: concienciar al niño de que cada cosa que emprende acarrea
consecuencias, y desechar terapéuticamente, en términos psicológicos, el
sentimiento de culpa.
La culpa no te ayuda, no te estimula a seguir adelante, a hacer las cosas
mejor o buscar su resolución. Al contrario, te pone trabas y crea bloqueos
mentales. Es como una etiqueta en la que aparece inscrito “incapaz” y que
llevas contigo largo tiempo. Es posible que el evento mismo haya
sucedido hace mucho tiempo ya, pero tú sigues acarreando con toda la
culpa y, a veces, por cosas insignificantes.

La culpa puede frenar la evolución del niño.


La culpa es un gusano que roe el alma sin ayudarla nunca. Ella causa los
desasosiegos, los miedos, las frustraciones de las cosas que ya no pueden
ser cambiadas. Lo que importa no es sentirnos culpables, sino ser
conscientes de que nos hemos equivocado y saber cómo podríamos reparar
el error o no volver a cometerlo. Lo importante es seguir adelante, seguir
el camino de nuestro desarrollo y no volver atrás. La culpa puede poner
trabas en el desarrollo del ser humano, porque lo recluye en la trampa de
los sentimientos inútiles. El sentimiento de culpa va de la mano con una
imagen negativa de uno mismo, lo que provoca al individuo innumerables
prejuicios.
Tal y como he mencionado en el capítulo del perdón, el niño puede
sentirse culpable también por cosas que no tienen que ver con él. Si la
madre y el padre pelean, él puede llegar a pensar que lo hacen por su
culpa. Y muchos niños se sienten culpables cuando sus padres se
divorcian. Él puede pensar esto porque muchos padres discuten a causa de
los hijos, pero esto ocurre porque él es importante para ellos y porque
tienen puntos de vista distintos sobre su educación.
Sembrada inconscientemente por los padres por el deseo de transmitir un
código de conducta moral al niño, la culpa no un el sentimiento que pueda
ayudar a la humanidad. Atormentado por las frustraciones, el ser humano
no puede ofrecerse a sí mismo o regalar a los demás todo lo mejor que
puede dar.
Muéstrale a tu hijo que tú también te equivocas; reconoce tus errores y
enséñale lo que quieres hacer para que no vuelva a pasar. Al reconocer tu
error y aceptarlo lo puedes superar, y así la vida sigue adelante, sin quedar
acantonada por la culpa.
No agobies a tu hijo con sentimientos de culpa, pero ten cuidado y no
dejes que una conducta errada pase inadvertida. Este es ya el otro extremo.
La envidia y el odio
Lo que te pertenece vendrá a ti
La gente no se da cuenta del mal que provocan, sobre todo a sí mismos,
experimentado estos sentimientos. La envidia y el odio son destructivos
también para los demás, pero perjudican aún más a la persona que los
sufre. Cada uno de ellos crean desasosiegos y te apartan de lo bueno que
hay en ti. En vez de dormir contento en tu cama, no dejas de atormentarte
por pensamientos y sentimientos que no te traen ningún beneficio.
El envidioso se centra en lo que tiene el otro en vez de concentrarse en
su persona y ver qué puede hacer con los regalos que tiene. Una persona
movida por el odio perseguirá solo acciones destructivas y acabará
destruyendo también aquellas cosas buenas que sería capaz de emprender.
Resulta imperioso inculcar al niño la confianza en sí mismo y en sus
propias capacidades. Pero dicha confianza no debe surgir de la
comparación con otro, sino solamente de la valoración honesta de sus
cualidades. Comparando a tu hijo con otro, le determinarás a que
permanentemente mire el jardín de ese otro, y que se sienta bien y
apreciado solo si tiene resultados mejores que él. El niño debe ser
consciente de que “lo que te pertenece vendrá a ti”. Hay mucha sabiduría
en este refrán que nos enseña que cada ser es único, que cada persona tiene
su camino por recorrer y que no debe tomar el del otro para tener lo suyo.
Porque la verdadera riqueza es la interior y nadie nos la puede quitar.
Este es el espíritu de una educación que no solo es cívica, pues es una
educación sin la cual tu niño no podrá alcanzar la felicidad.
El orgullo
El orgullo es un pecado que te aleja de la esencia de tu ser y que
deteriora las relaciones entre la gente. Es un sentimiento que te sitúa por
encima de los demás, te hace sentir superior a la persona con la que entras
en conflicto, o tratado injustamente, y en vez de intentar remediar la
situación conflictual, tú interrumpes la relación o bloqueas una vía que de
hecho podría traerte beneficios.
El orgullo implica inflexibilidad, falsa superioridad, autosuficiencia, y
puede determinarte perder oportunidades insospechadas. Puedes rechazar
por orgullo una ayuda ofrecida con toda la sinceridad y, debido a ello,
hundirte aún más en una situación problemática. Por orgullo puedes
rechazar aclarar las cosas con alguien, sea un compañero o tu pareja, y de
esta manera dicho problema puede seguir ahondándose hasta su rotura
definitiva. Por orgullo puedes no reconocer que te has equivocado, por
orgullo puedes rechazar hacer un gesto humanitario.
El orgullo te puede hacer perder mucho humanamente, pero también
puede hacerte perder una serie de oportunidades en la vida. Y en este caso,
como también en los demás, tu patrón de conducta como padre o madre
resulta esencial. La manera en que actúas será una fuente de inspiración
para tu hijo.
El juicio crítico
Para la mayoría de la gente criticar a los demás se ha convertido en una
costumbre. Aunque no se ven afectados por nada, o no tiene nada que ver
con ellos, los seres humanos sienten la necesidad de exponer su juicio
crítico sobre la conducta del otro. Desgraciadamente, en la mayoría de los
casos, la crítica no es justa, sino más bien subjetiva y superficial.
La gente juzga a los demás por sus acciones, pero sin conocer los resortes
previos que provocaron dichas acciones. Cuando actuamos, la gente no
conoce nuestras motivaciones interiores. Ellos se apresuran a juzgar sin
apenas esforzarse en entender todo el contexto. Porque cada hecho tiene su
contexto y no puede ser separado de él. Por ejemplo, una persona puede
hablar muy alto porque tiene una abuela que no oye bien y, viviendo
constantemente a su lado, adquirió esta costumbre. Cuando deja de estar al
lado de la anciana, puede seguir hablando igual de alto sin darse cuenta de
ello, y es muy posible que, al molestar a los demás, sea considerado un
grosero.
O, por ejemplo, está muy bien expresar tu punto de vista, pero si lo
haces transgrediendo el derecho a la réplica de otra persona, o
interrumpiéndola sin dejar que exprese su opinión, no quedará lugar para
nada positivo.
Desde el punto de vista psicológico, al juzgar al otro, el ser humano
intenta posicionarse instantáneamente en un peldaño superior a él. Pero tal
superioridad es falsa y reside sólo en la mente del que juzga. A veces ni
siquiera en su mente, porque hay un sentido que le advierte que no está
realmente bien lo que está haciendo, pero lo ignora ya que el deseo de
dominar a través de la superioridad es más fuerte que el deseo de entender
al otro.
El gran problema del juicio crítico es que perjudica las relaciones
interpersonales y afecta también a la persona que juzga.
Un juicio precipitado nubla al ser y abre la puerta a las vivencias
negativas. Un juicio superficial y atropellado puede ser la chispa que
enciende la ira. La crítica excesiva y subjetiva no hace más que destruir y
oponerse a encontrar una solución. Por eso, cuando percibimos los
defectos de alguien, no hay que decírselos solo para meternos en asuntos
ajenos y mostrar lo inteligentes que somos. Lo mejor sería hacerlo del
modo más natural posible, subrayando antes los aspectos positivos de
dicha persona, y ofreciendo soluciones para aquellas faltas que hemos
notado. A veces está bien solo observar en silencio, porque muchas veces
la persona no está preparada anímicamente para un cambio, y entonces la
crítica no le aporta ningún provecho, sino solamente la hiere.
Seguro que te preguntas: “¿Qué tiene todo esto que ver con mi hijo?”.
Pues bien, su felicidad, el equilibrio y su armonía interior dependen del
juez que vive dentro de él y de su capacidad de entender a los demás.
Cuanto más respete la manera de sentir, pensar y actuar del otro, más será
completo su bienestar.
El que juzga duramente a los de su alrededor nunca estará contento
consigo mismo, porque ese juez interior será implacable no solamente con
los demás, sino también con él mismo.
El ser humano es único. Nos asemejamos tanto y sin embargo somos tan
diferentes. En nuestro interior experimentamos sentimientos y
pensamientos similares, ¡pero su fluir, las conexión que hay entre ellos, la
intensidad y su manifestación en acciones concretas son tan diferentes!
Hacer las cosas de manera distinta no significa ser malo o errar, sino que
se vincula más bien a la capacidad de la persona para expresarse a sí
misma.
La sociedad es propensa a uniformizarnos en detrimento de la expresión
de nuestro propio yo.
Por una parte, tu deber como madre o padre es el de ayudar a tu hijo a
respetar las reglas de la sociedad haciéndole discernir su sentido, pero
también buscar vías para que se exprese ese ser único que vive dentro de
él.
Tu deber es el de ayudarle a que comprenda a los seres humanos como
entidades únicas, diferentes, y desmontar ese mecanismo a través del cual
uno juzga al otro mediante el prisma de su manera de ser. Porque, en
semejante situación, su felicidad se verá mellada y las expectativas de que
la gente actúe igual estarán acompañadas por desengaños.
Sobre “pecados” y sus consecuencias
Todas estas vivencias: el miedo, la culpa, la envidia, etc. son “pecados”
porque impiden al ser humano a llevar una vida armoniosa y llena de
amor. El hombre ya no podrá gozar plenamente de su vida, de la gente que
está a su alrededor, pues estará demasiado ocupado criticando o
sintiéndose insatisfecho con algo.
Cada una de estas vivencias significa una barrera en el camino de la
felicidad de tu hijo y un sufrimiento para los que lo rodean. Ninguna de
ellas le puede ayudar en su evolución espiritual. A través de la educación,
especialmente la recibida en casa, estas vivencias pueden ser pulidas,
ajustadas y hasta vencidas. Estas pertenecen a la naturaleza humana
porque nosotros, por varios motivos, se lo hemos permitido.
Por eso, tu papel de madre o padre supone combatir estos potenciales
“pecados” y de abrir el paso en la vida de tu niño a aquellos ingredientes
que lo pueden guiar hacia una existencia feliz y luminosa.
7.
Ser padres

Sigue tu intuición
Por mucha información que tuvieras acerca de qué es lo mejor para tu
hijo o por mucho que leyeras acerca de ello, lo más adecuado para él sale
de tu alma. Ninguna estadística y ningún estudio, por muy complejos que
sean, podrá revelarte a tu hijo. Solamente tú, con tu corazón de madre o
padre, lo puedes percibir.
Presta atención a aquello que te dice la intuición de madre o padre y no
permitas que la tapen las normas, los dogmas y los principios que pueden
ser versátiles.
El lazo entre tú y tu hijo es muy fuerte, duradero e indestructible que
empezó con tu deseo de tener un hijo y que es imperecedero.

¡Sigue tu intuición!
A lo largo de tu evolución como madre o padre te confrontarás con un
montón de opiniones acerca de cuál es la mejor manera para criar a un
niño. Toparás con incontables técnicas a través de las cuales puedes
obtener lo que tú más quieres para él. Pero no olvides que ningún método,
por muy bueno que sea y por muchos resultados favorables que haya
obtenido con el tiempo, no puede ser aplicado sin más, sino que hay que
adaptarlo tanto a la personalidad del niño como al contexto mismo. Juzga
las cosas con tu corazón.
Una experiencia para toda la vida
Ser padres es una experiencia única. Una experiencia que sobrepasa los
confines estrictos del crecimiento y la educación de un niño. Es un acto de
creación, una vivencia intensa, un proceso del desarrollo en el que tú
evolucionas junto con tu hijo.
Aquello que tú eres se reflejará en tu hijo, y lo que él es se reflejará en
ti. Tu personalidad y conducta le guiarán hacia una dirección u otra. Y sus
acciones tendrán un eco en tu alma. Nada de lo que él hace será neutro
para ti.
Y a pesar de todo, no olvides el hecho de que sois dos vidas distintas. No
te concentres en tu hijo y obstaculices la evolución de tu vida. Tú creces
junto a él como las ramas de un árbol. Y este crecimiento se vincula con
todo aquello que tú deseas hacer en la vida, con tus aspiraciones, pero
sobre todo con tu interior, porque aquí arranca todo. Desde el interior
hacia afuera. Tu evolución representa un acto de vivencia interior, una
guerra ganada contigo mismo.

La evolución del ser humano representa un


acto de vivencia interior.
Y hay algo más. No te sitúes en una posición superior a la de tu hijo,
porque tienes mucho que aprender de él. Un niño tiene menos prejuicios y
está más abierto a ver las cosas claras que cualquier adulto. Y muchas
veces su percepción puede ser más nítida que la tuya, por eso está bien que
no la ignores.
Ser padres representa el mayor milagro de la vida: ¡el nacimiento de
otro ser! ¿Hay algo que pueda ser más extraordinario?
Si observamos el mundo de los animales, nada nos emociona tanto como
una pareja y sus crías.
Y he visto con mucho asombro cómo los gorriones padres se agitaban
encima del matorral en el que se había caído su cría mientras estaba
aprendiendo a volar. Sobrevolaban bulliciosamente por encima del lugar
donde se encontraba el pajarillo, siempre intentando guiarle. Y con su
ayuda, la cría logró echar a volar y aterrizar en la rama de un árbol.
Si observamos con calma la escena del crecimiento de una planta resulta
imposible no sentir el milagro de la vida y no importa lo que dure esa
vida: un día, dos, diez u ochenta años.
¿Cómo no va a conmoverte un perro que prefiere quedarse al lado de sus
cachorros en vez de abandonarlos para ir a comer? ¿Y la manera en la que
los protege, para protegerlos, entonces cuando empiezan a explorar el
mundo?
Sin embargo, el ser humano es el único que traba una relación para toda la
vida con sus progenies. Una relación en la que la vida del hombre se
manifiesta en toda su plenitud.
El sacrificio de los padres
Hay una tendencia, de cierto modo inherente a los padres, de
sacrificarse por su niño. Y nada hay más enaltecedor en esta existencia que
una persona que se sacrifica por otra. Pero dicho sacrificio tiene valor
siempre y cuando los sentimientos que lo originan son limpios y
orientados hacia el bien del otro. Sin embargo, es posible que muchas
veces el sacrificio encubra la incapacidad de la persona para hacer otra
cosa. Consideremos el ejemplo de una madre que toma la decisión de
renunciar definitivamente al trabajo para quedarse en casa y cuidar de sus
niños. No hay absolutamente nada malo en ello, ni si se queda en casa con
el niño ni si va al trabajo. Pero si detrás de esta decisión, más allá del
deseo de ocuparse de su hijo hay también otras circunstancias, como por
ejemplo el miedo al fracaso social, la dificultad para encontrar un empleo
adecuado, la comodidad, entonces todo esto se manifestará antes o después
encarnada en miles de frustraciones que repercutirán en el niño. Todos los
reproches, la irritación y los disgustos se inmiscuirán en la relación entre
madre e hijo.
Y es muy posible que todo ello ocurra en el plano del subconsciente, y
justamente por esto resulta imprescindible tomar consciencia de lo que
estamos sintiendo, necesitamos entender lo que ocurre en nuestra mente y
corazón. A través de falsas motivaciones no hacemos más que engañarnos
a nosotros mismos, y lo que logramos es construir una parte mientras la
otra se derrumba.
El sacrificio de los padres no es una moneda de cambio. Yo me sacrifico
por ti, pero a cambio tú me obedecerás el resto de tu vida. El verdadero
sacrificio no persigue ningún interés personal. El sacrificio, así como la
ayuda a los demás, no debe crear dependencias.
Hay padres que chantajean a sus hijos con todo aquello que hicieron por
ellos. “Yo hice esto y aquello, y tú ni siquiera eres capaz de eso”. El amor,
el respeto y la obediencia del hijo brotan también del amor, del respeto, la
docilidad y comprensión de los padres y de sus hijos.
El conflicto entre generaciones
En nuestra sociedad se habla a menudo sobre el conflicto entre
generaciones. Muchas veces, padres e hijos consideran este conflicto como
un hecho inamovible y hasta natural en su existencia. Pero nada puede ser
natural en un conflicto. Y menos aun entre los padres y sus hijos.
El conflicto entre generaciones, el conflicto entre padres e hijos no emerge
de la nada y tampoco aparece solo en la adolescencia.
Brota una vez con la infancia y se desarrolla sutilmente hasta prorrumpir
cuando el adolescente está en vías de convertirse en un adulto. Y su origen
está en el sentimiento del niño de sentirse incomprendido y restringido en
su intento de manifestarse a sí mismo. Con el paso del tiempo la distancia
psicológica entre padre e hijo se ahonda. Indistintamente del contexto
social de cada generación. Al fin y al cabo es el contexto el que da cierta
orientación a las creencias y los valores de cada generación, la gente se
puede aproximar una a la otra a través de la comprensión de la naturaleza
humana. Si entendemos que los hombres son distintos, si captamos la
esencia de este aspecto, entonces los conflictos se podrán solucionar con
menos dificultad. La gente puede actuar de manera distinta, puede desear
cosas distintas y puede ser diferente de los demás sin que nadie tenga que
sentirse lesionado.
En tu calidad de madre o padre es fundamental que estés cerca del alma
de tu hijo, que comuniques permanentemente con él, que conozcas sus
vivencias y que lo comprendas. Si procedes de esta manera, empezando
cuando él es apenas un niño, el conflicto entre generaciones jamás brotará
o, en el peor de los casos, será mucho más leve. Si dejáramos de aceptar
este conflicto como algo normal, quizá haríamos más cosas para que él no
intervenga.
El primer paso es entenderlo. Y haciendo eso el resto viene por sí solo.

El conflicto entre generaciones, el conflicto


entre padres e hijos no emerge de la nada y
tampoco aparece solo en la adolescencia.
La relación entre generaciones
Cuando entre las generaciones existe una fuerte relación que sienta sus
bases en el amor, el respeto y la confianza recíproca, la alegría encuentra
fácilmente el camino hacia cada miembro de la familia, y también hacia
los que están a su alrededor. Hay familias donde coexisten tres o hasta
cuatro generaciones. Padres, hijos que a su vez son padres y todos sus
hijos juntos, y así, cuando la relación entre las generaciones funciona bien,
es realmente un goce estar cerca.
Hay un refrán que dice: “Si no tienes ancianos, cómpratelos”.
Desgraciadamente, la sabiduría popular que encierra este dicho ha ido
perdiendo su peso hoy en día. Todos nosotros podemos ver a nuestro
alrededor manifestaciones del desprecio y del cinismo de los jóvenes ante
las personas mayores. ¿Cómo es posible esto y cómo es que se manifiesta
de una manera tan generalizada?
Creo que los padres, con la educación que han dado a sus hijos, han
descuidado los valores morales y han hecho hincapié en otros asuntos que
para ellos eran más importantes. Es una pena, ya que en vez de construir la
confianza y el respeto paso a paso, ladrillo a ladrillo, los padres mismos
han erosionado la relación con sus hijos.
Y lo han hecho al imponerle reglas sin que este las pueda comprender, al
imponerle cierta conducta en detrimento de su manera de ser.
Incomprendido por aquel que debería haberle estado lo más cerca
anímicamente, el niño se protege aumentando la distancia psicológica
entre él y su padre.

Los padres pueden pagar muy caro el


descuido de los valores morales.
La distancia psicológica entre padre e hijo crece también a consecuencia
de la privación del niño de aquello que resulta ser lo más importante para
él: el tiempo y el cariño de sus padres. Y demasiadas veces los padres
intentan contrapesar su ausencia con juguetes y regalos, que no son más
que un sustituto desconsolador. Porque nada puede reemplazar la presencia
del padre en la vida de su niño.

La distancia psicológica entre el niño y sus


padres es una ruptura que va creciendo a lo
largo del tiempo.
Las debilidades de los padres, ignoradas hasta por ellos mismos, se
vuelven en su contra ante la falta de respeto mostrada por el niño. Y
resulta sumamente difícil entender aquello que lo ha generado. Porque una
o varias cosas pueden tener la misma consecuencia.
El reproche es otro factor que perjudica la relación con el niño. El
reproche es una forma de acusar sin derecho a la defensa y que acarrea
solo consecuencias negativas: el niño se siente incomprendido, defraudado
y su intento por cambiar algo en dicha situación será uno mínimo. Si
realmente quieres ayudar a tu hijo a que cambie algo, no lo hagas con
reproches porque ahondarás ese estado de las cosas que tanto deseas
cambiar.
Una manera positiva de abordar un error significa hablar acerca de ello sin
imputarlo a nadie. Por ejemplo puedes decir: “Hay mucha basura en el
cuarto”, en vez de “Has amontonado mucha basura en tu cuarto!”, o “el
trabajo tiene diez errores”, en vez de decir “cometiste diez errores”. El
enfoque impersonal no imputa la culpa a alguien antes de poder conocer su
opinión. Claro que el próximo paso es el de ver cuál es la opinión de tu
hijo e intentar obtener su implicación en aquello que hay que hacer para
mejorar las cosas.
Otro elemento en el deterioro de la relación entre padres e hijos es la
hiperprotección del niño. A veces los padres son propensos a cuidarlo de
manera exagerada, cosa que lleva a la total dependencia de sus padres, a la
desconfianza en sus propias fuerzas y, en grandes líneas, al debilitamiento
de su personalidad. El niño siente la falta de confianza de los padres,
aunque no la expresan o no sean plenamente conscientes de ella. Y dicha
desconfianza dejará huellas tanto en su personalidad como en sus futuras
relaciones.
Otro gran error que pueden cometer los padres y que daña el
sentimiento de respeto del niño, es el de auto adjudicarse cualquier
esfuerzo, empujado por el deseo de crear bienestar y comodidad al niño.
Aunque la intención es buena, la de ayudar a su hijo, el resultado es
desastroso porque el niño estará falto de las experiencias personales que le
podrían ayudar a evolucionar y, al mismo tiempo, de la satisfacción del
trabajo hecho. Hacer el trabajo en lugar del niño, puede ser más fácil para
un padre que enseñarle cómo debería hacerlo. Pero esto hace que el niño
necesite siempre un apoyo en lugar de ser capaz de sujetarse y caminar
con sus piernas.
La confianza que tu hijo te tiene, aunque tengas 20, 40 o 70 años, es el
efecto de una relación de reciprocidad. La confianza que le has dado, como
ser capaz de manejar su vida con sus propias manos, volverá tarde o
temprano a ti.
A lo mejor te preguntas qué tiene que ver todo esto con el respeto de los
jóvenes a los ancianos. Pues todo arranca de la relación del niño con sus
padres. Jamás vas a ver a un niño o a un joven que respeta a sus padres
soltando palabrotas o faltándole el respeto a un anciano.
La herencia que dejas
Para poder ser un buen padre, lo que más importa es la educación que tú
mismo has recibido en casa. Nada impacta más en tu hijo que la herencia
recibida de sus padres. De manera directa o indirecta, tus acciones se ven
afectadas por tus propios padres. Y cuando la herencia es sana,
generaciones enteras de padres dejarán su impronta en tu hijo,
iluminándole el camino.
Y si estás en una situación en la que deseas enterrar la herencia recibida,
el simple hecho de que estés leyendo este libro o cualquier otro que se
vincula a la educación de tu niño, muestra que estás en el buen camino,
que quieres hacer un cambio en esta herencia y estás preparado para la
acción. Tú eres quien va a cambiar las cosas para las generaciones futuras
de los niños de tu familia.

Tú eres quien puede cambiar la herencia


recibida para las generaciones venideras.
Cada generación transmite una herencia de creencias y valores,
enriqueciéndola con su propia experiencia. Y en este fluir cada ser humano
tiene un deber que no tiene que olvidar, el deber para consigo mismo. No
hay que desperdiciar ninguna vida. Y cuanto más contento se está con la
relación en sí, mayor es la capacidad de ofrecer y ayudar los que están a su
alrededor, incluso al propio niño.
El ser humano es el único que a través de la conciencia de sí mismo
tiene la responsabilidad de su vida.
En calidad de padre o madre tienes un deber con tu hijo pero también
contigo mismo. Tu propio cuidado y el cuidado de tu hijo en igual medida
es una prueba de aprecio por la vida de cada uno.
La ayuda que ofreces a tu hijo es la mejor herencia para que no le falten
nunca las “armas” necesarias para conquistar la vida. El amor, la
confianza en uno mismo, la compasión y la libertad de expresarse como
uno es son solo algunas de ellas.
Ayuda a tu hijo a que se descubra, a que se forme en el espíritu de una
vida feliz y a que encuentre la tranquilidad en su corazón, porque nuestra
vida interior nos da la fuerza para hacer todo lo que queremos.
Otopeni, 8 de julio de 2012
Agradecimientos
Quisiera dar las gracias a todos aquellos que desempeñaron un papel
importante en mi camino espiritual y que dejaron su huella en mi corazón.
A mis padres les agradezco su amor incondicional que me han ofrecido
y el trabajo de toda una vida.
A mi marido toda mi gratitud por recorrer su camino a mi lado y por las
cosas bellas que compartimos, entre las cuales está este libro, a cuya
publicación aporta una contribución significativa.
Gracias a ti, Simona, porque sin tu presencia en mi vida este libro no
hubiera existido.
Gracias a Ionela y Codrut por ser unos padres tan maravillosos y una
verdadera fuente de inspiración para mí.
Gracias a Rodica Indig por existir en mi vida y por los puntos de
referencia que me ha ofrecido a lo largo del tiempo.
Gracias a mis amigas Octavia y Elisabeta por animarme a escribir este
libro y por todo su amor.
Y no por último, le doy las gracias a mi amiga y redactora Gabriela
Panaite por su apoyo en la creación del libro.
Para la edición al español del presente libro, mis especiales
agradecimientos se dirigen a la traductora Andreea Bouaru y los
redactores Valerio Cruciani y Marian Ariza.

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