No Fue La Única Que Lo Pensó
No Fue La Única Que Lo Pensó
No Fue La Única Que Lo Pensó
era un hombre de conocer a primera vista. La noche en que llegó dio a entender en el cine que era
ingeniero de trenes, y habló de la urgencia de construir un ferrocarril hasta el interior para
anticiparnos a las veleidades del río. Bayardo San Román no sólo era capaz de hacer todo, y de
hacerlo muy bien, sino que además disponía de recursos interminables. Mi madre le dio la
bendición final en una carta de octubre.
En ese tiempo no estaba permitido comulgar de pie y sólo se oficiaba en latín, pero mi madre
suele hacer esa clase de precisiones superfluas cuando quiere llegar al fondo de las cosas. Bayardo
San Román, ni siquiera cuando fue demasiado sabido que quería casarse con Ángela Vicario. Sólo
mucho después de la boda desgraciada me confesó que lo había conocido cuando ya era muy
tarde para corregir la carta de octubre, y que sus ojos de oro le habían causado un
estremecimiento de espanto. Pero sobre todo, me pareció un hombre muy triste.
Ya para entonces había formalizado su compromiso de amores con Ángela Vicario. La propietaria
de la pensión de hombres solos donde vivía Bayardo San Román, contaba que éste estaba
haciendo la siesta en un mecedor de la sala, a fines de setiembre, cuando Ángela Vicario y su
madre, atravesaron la plaza con dos canastas de flores artificiales. Bayardo San Román despertó a
medias, vio las dos mujeres vestidas de negro inclemente que parecían los únicos seres vivos en el
marasmo de las dos de la tarde, y preguntó quién era la joven. La propietaria le contestó que era
la hija menor de la mujer que la acompañaba, y que se llamaba Ángela Vicario.
Bayardo San Román las siguió con la mirada hasta el otro extremo de la plaza. Ángela Vicario me
contó que la propietaria de la pensión le había hablado de este episodio desde antes de que
Bayardo San Román la requiriera en amores. Tres personas que estaban en la pensión confirmaron
que el episodio había ocurrido, pero otras cuatro no lo creyeron cierto. Vicario y Bayardo San
Román se habían visto por primera vez en las fiestas patrias de octubre, durante una verbena de
caridad en la que ella estuvo encargada de cantar las rifas.
Bayardo San Román llegó a la verbena y fue derecho al mostrador atendido por la rifera lánguida
cerrada de luto hasta la empuñadura, y le preguntó cuánto costaba la ortofónica con
incrustaciones de nácar que había de ser el atractivo mayor de la feria. Ella me confesó que había
logrado impresionarla, pero por razones contrarias del amor. San Román. Esa noche, cuando
volvió a su casa, Ángela Vicario encontró allí la ortofónica envuelta en papel de regalo y adornada
con un lazo de organza.
San Román para que le mandara semejante regalo, y menos de una manera tan visible que no
pasó inadvertido para nadie. De modo que sus hermanos mayores, Pedro y Pablo, llevaron la
ortofónica al hotel para devolvérsela a su dueño, y lo hicieron con tanto revuelo que no hubo
nadie que la viera venir y no la viera regresar. Con lo único que no contó la familia fue con los
encantos irresistibles de Bayardo San Román. Los gemelos no reaparecieron hasta el amanecer del
día siguiente, turbios de la borrachera, llevando otra vez la ortofónica y llevando además a
Bayardo San Román para seguir la parranda en la casa.
Ángela Vicario era la hija menor de una familia de recursos escasos. Su padre, Poncio Vicario, era
orfebre de pobres, y la vista se le acabó de tanto hacer primores de oro para mantener el honor de
la casa. Carmen, su madre, había sido maestra de escuela hasta que se casó para siempre. Se
consagró con tal espíritu de sacrificio a la atención del esposo y a la crianza de los hijos, que a uno
se le olvidaba a veces que seguía existiendo.
Las dos hijas mayores se habían casado muy tarde. Además de los gemelos, tuvieron una hija
intermedia que había muerto de fiebres crepusculares, y dos años después seguían guardándole
un luto aliviado dentro de la casa, pero riguroso en la calle. Los hermanos fueron criados para ser
hombres. Sabían bordar con bastidor, coser a máquina, tejer encaje de bolillo, lavar y
planchar, hacer flores artificiales y dulces de fantasía, y redactar esquelas de compromiso.
Lo único que mi madre les reprochaba era la costumbre de peinarse antes de dormir. « Cualquier
hombre será feliz con ellas, porque han sido criadas para sufrir». Sin embargo, a los que se casaron
con las dos mayores les fue difícil romper el cerco, porque siempre iban juntas a todas partes, y
organizaban bailes de mujeres solas y estaban predispuestas a encontrar segundas intenciones en
los designios de los hombres. Ángela Vicario era la más bella de las cuatro, y mi madre decía que
había nacido como las grandes reinas de la historia con el cordón umbilical enrollado en el cuello.
Pero tenía un aire desamparado y una pobreza de espíritu que le auguraban un porvenir
incierto. Yo volvía a verla año tras año, durante mis vacaciones de Navidad, y cada vez parecía más
desvalida en la ventana de su casa, donde se sentaba por la tarde a hacer flores de trapo y a cantar
valses de solteras con sus vecinas. De pronto, poco antes del luto de la hermana, la encontré en la
calle por primera vez, vestida de mujer y con el cabello rizado, y apenas si pude creer que fuera la
misma. San Román quería casarse con ella, muchos pensaron que era una perfidia de forastero.
La familia no sólo lo tomó en serió, sino con un grande alborozo. Vicario, quien puso como
condición que Bayardo San Román acreditara su identidad.
Mi madre fue la única que no fue a saludarlo cuando supo quién era. « Pero una cosa era eso, y
otra muy distinta era darle la mano a un hombre que ordenó dispararle por,la espalda a Gerineldo
Márquez». Fue el primero que se bajó del automóvil, cubierto por completo por el polvo ardiente
de nuestros malos caminos, y no tuvo más que aparecer en el pescante para que todo el mundo se
diera cuenta de que Bayardo San Román se iba a casar con quien quisiera. Era Ángela Vicario quien
no quería casarse con él.
«Me parecía demasiado hombre para mí», me dijo. Además, Bayardo San Román no había
intentado siquiera seducirla a ella, sino que hechizó a la familia con sus encantos. Ángela Vicario
no olvidó nunca el horror de la noche en que sus padres y sus hermanas mayores con sus
maridos, reunidos en la sala de la casa, le impusieron la obligación de casarse con un hombre que
apenas había visto. «Nos pareció que eran vainas de mujeres», me dijo Pablo Vicario.
El argumento decisivo de los padres fue que una familia dignifica da por la modestia no tenía
derecho a despreciar aquel premio del destino.
Pero el tiempo alcanzó sin angustias por la manera irresistible con que Bayardo San Román
arreglaba las cosas.
« Y yo le contesté, sin saber para qué era, que la más bonita del pueblo era la quinta del viudo de
Xius». Bayardo San Román fue esa misma noche al Club Social y se sentó a la mesa del viudo de
Xius a jugar una partida de dominó. El viudo de Xius le explicó con una buena educación a la
antigua que los objetos de la casa habían sido comprados por la esposa en toda una vida de
sacrificios, y que para él seguían siendo como parte de ella. También Bayardo San Román
comprendió sus razones.
Pero el viudo se defendió hasta el final de la partida. Al cabo de tres noches, ya mejor
preparado, Bayardo San Román,Volvió a la mesa de dominó. Bayardo San Román no hizo una
pausa para pensar. El viudo lo miró con los ojos llenos de lágrimas.
Al viudo de Xius no le salió la voz, pero negó sin vacilación con la cabeza. Cinco minutos
después, en efecto, volvió al Club Social con las alforjas enchapadas de plata, y puso sobre la mesa
diez gavillas de billetes de a mil todavía con las bandas impresas del Banco del Estado. El viudo de
Xius murió dos años después. Román que le fuera pagando poco a poco porque no le quedaba ni
un baúl de consolación para guardar tanto dinero.
Nadie hubiera pensado, ni lo dijo nadie, que Ángela Vicario no fuera virgen. No se le había
conocido ningún novio anterior y había crecido junto con sus hermanas bajo el rigor de una madre
de hierro. Aun cuando le faltaban menos de dos meses para casarse, Pura Vicario no permitió que
fuera sola con Bayardo San Román a conocer la casa en que iban a vivir, sino que ella y el padre
ciego la acompañaron para custodiarle la honra. «Lo único que creen es lo que vean en la
sábana», le dijeron.
De modo que le enseñaron artimañas de comadronas para fingir sus prendas perdidas, y para que
pudiera exhibir en su primera mañana de recién casada, abierta al sol en el patio de su casa, la
sábana de hilo con la mancha del honor. Bayardo San Román, por su parte, debió casarse con la
ilusión de comprar la felicidad con el peso descomunal de su poder y su fortuna, pues cuanto más
aumentaban los planes de la fiesta, más ideas de delirio se le ocurrían para hacerla más
grande. Trató de retrasar la boda por un día cuando se anunció la visita del obispo, para que éste
los casara, pero Ángela Vicario se opuso. Sin embargo, aun sin la bendición del obispo, la fiesta
adquirió una fuerza propia tan difícil de amaestrar, que al mismo Bayardo San Román se le salió de
las manos y terminó por ser un acontecimiento público.
El general Petronio San Román y su familia vinieron esta vez en el buque de ceremonias del
Congreso Nacional, que permaneció atracado en el muelle hasta el término de la fiesta, y con ellos
vinieron muchas gentes ilustres que sin embargo pasaron inadvertidas en el tumulto de caras
nuevas. Trajeron tantos regalos, que fue preciso restaurar el local olvidado de la primera planta
eléctrica para exhibir los más admirables, y el resto los llevaron de una vez a la antigua casa del
viudo de Mus que ya estaba dispuesta para recibir a los recién casados. Al novio le regalaron un
automóvil convertible con su nombre grabado en letras góticas bajo el escudo de la fábrica. La
familia Vicario vivía en una casa modesta, con paredes de ladrillos y un, techo de palma rematado
por dos buhardas donde se metían a empollar las golondrinas en enero.
Tenía en el frente una terraza ocupada casi por completo con macetas de flores, y un patio grande
con gallinas sueltas y árboles frutales. En el fondo del patio, los gemelos tenían un criadero de
cerdos, con su piedra de sacrificios y su mesa de destazar, que fue una buena fuente de recursos
domésticos desde que a Poncio Vicario se le acabó la vista. El negocio lo había empezado Pedro
Vicario, pero cuando éste se fue al servicio militar, su hermano gemelo aprendió también el oficio
de matarife. Por eso las hermanas mayores trataron de pedir una casa prestada cuando se dieron
cuenta del tamaño de la fiesta.
El único sobresalto imprevisto lo causó el novio en la mañana de la boda, pues llegó a buscar a
Ángela Vicario con dos horas de retraso, y ella se había negado a vestirse de novia mientras no lo
viera en la casa. En cambio, el hecho de que Ángela Vicario se atreviera a ponerse el velo y los
azahares sin ser virgen, había de ser interpretado después como una profanación de los símbolos
de la pureza.