Ensayo de Erwin Rommel Ss. Tapiero
Ensayo de Erwin Rommel Ss. Tapiero
Ensayo de Erwin Rommel Ss. Tapiero
Presentado A:
Sv Rodríguez Cabrera Luis Francisco
Profesor Militar
Presentado Por:
Ss. Tapiero Sierra John Fredy
Erwin Rommel nació en Heidenheimen 1881. Era el tercero de los cinco hijos de
una familia suaba de clase media, luterana y sin tradición castrense. Su padre,
Erwin, y su abuelo eran profesores de matemáticas; su madre, Elena, era hija del
presidente regional de Württemberg. El pequeño Rommel se mostró apocado, muy
apegado a su madre. No fue buen estudiante, pero las burlas a las que le sometió
carácter, saco adelante sus estudios y se convirtió en un joven atlético.
Atraído por la naciente aviación y los avances tecnológicos, pensó estudiar
ingeniería, pero su padre se lo impidió. Finalmente ingresó en el Ejército. La
adolescencia le cambió la opción atractiva para los jóvenes de la época. Rommel
se enroló en una unidad local en la que pronto destacó por su liderazgo innato. Tres
meses después ya era cabo, y a los seis, sargento. Ingresó en la Escuela Militar de
Dantzig, en donde brilló más en las actividades físicas que en las teóricas.
Allí conoció a la que sería su esposa, Lucie María Mollin, prima de un compañero
de academia. Tras licenciarse con el grado de subteniente se reincorporó a su
regimiento. A Rommel se le podría definir como un buen chico: no fumaba, no bebía
y nunca se le vio inmerso en la vida nocturna de la que tanto disfrutaban los oficiales.
Era un joven serio, más dado a escuchar que a discutir. Siempre andaba volcado
en su actividad cuartelera, especialmente la instrucción de la tropa, labor en la que
era muy estricto.
Al estallar la Primera Guerra Mundial fue enviado con su regimiento a la zona del
Argonne. Rápidamente destacó por su valor y fue ascendido a teniente. Recibió su
primera herida al quedarse sin munición y atacar en solitario con la bayoneta calada
contra tres soldados franceses. También destacó por su audacia, dando golpes de
mano tras las líneas enemigas. Se ganó un gran respeto entre sus hombres, ya que
siempre iba al frente de los mismos. Galardonado en 1915 con la Cruz de Hierro de
primera clase, fue adiestrado en guerra de montaña y enviado al frente rumano.
Una muestra de su astucia fue el modo en que poco después tomó Longarone con
un puñado de hombres. Hizo disparar desde distintas posiciones, lo que convenció
a la guarnición de que estaba rodeada y la llevó a la rendición. Fue condecorado
con una de las principales distinciones alemanas, Pour le Mérite, hasta entonces
reservada a los generales. El final de la guerra le sorprendió como integrante del
Estado Mayor del 64 Cuerpo de Ejército.
Encajó muy mal la rendición. Tras un período dedicado a labores de orden público
en una Alemania en plena agitación revolucionaria, fue enviado a Stuttgart. En los
nueve años que permaneció en este destino disfrutó de una vida tranquila y
sosegada. Se refugió en su mujer y nació su único hijo, Manfred. En 1932, siendo
instructor de la Escuela Militar de Dresde, fue ascendido a comandante. Un año
después los nazis llegaban al poder.
En 1941, tras ser ascendido a teniente general, Hitler le ordenó que se hiciera cargo
del Afrika Korps. Formado por la 5ª y la 15 divisiones Panzer, debía acudir al norte
de África en ayuda de los aliados italianos, que estaban siendo arrollados por las
tropas de la Commonwealth. Desembarcó en Trípoli y, nada más llegar, puso a
prueba su astucia. Ordenó desfilar a sus tropas haciendo que cada carro diese
varias vueltas para que el contingente pareciese mucho mayor.
Allí se encontró con dos problemas: la superioridad numérica y militar de los aliados
y la desmoralización de los italianos. El primero intentó superarlo estudiando al
enemigo y leyendo el libro de estrategia militar del general británico al mando,
Archibald Wavell. El segundo, actuando por su cuenta en la medida de lo posible,
ignorando siempre que podía al mando italiano, al que detestaba.
Se convirtió en tal obsesión que el general británico Auschinlek firmó una orden en
que manifestaba que Rommel no era un superhombre y que cada vez que los
mandos se refirieran al enemigo no debían utilizar su nombre, sino la expresión “los
alemanes”. Para terminarlo de arreglar, los árabes empezaban a verle como el
“libertador” que les haría escapar del yugo colonial británico. La obsesión
desembocó en una operación de comandos para asesinarle en su cuartel general,
pero fracasó.
Sus éxitos le depararon la Cruz de Hierro con hojas de roble, espadas y diamantes
tras la toma de Bengasi, y el ascenso a mariscal de campo, el más joven de la
historia de Alemania. Espartano hasta la médula, lo celebró, tras la conquista de
Tobruk, tomando con su Estado Mayor una lata de piña y un vaso de whisky de los
británicos.
Al desierto sólo llevaba dos rebanadas de pan y una cantimplora con té frío que
solía regresar llena. Bebía un vaso de vino mientras oía las noticias por radio y todas
las noches escribía una carta a su esposa. Después despachaba los documentos
oficiales y leía la prensa y algún libro de estrategia militar o de historia del norte de
África. Como en Francia, Rommel siempre iba al frente de sus tropas, por entonces
en un Dorchester capturado a los británicos.
A sus hombres les reconfortaba verle a su lado, escrutando el horizonte con los
gemelos que había requisado al capturar al general británico Richard O’Connor.
Rommel era muy estricto con sus oficiales, nunca les admitía que algo fuera
imposible; en cambio era cordial con la tropa, con la que siempre tenía una broma
que gastar. Le gustaba encontrarse con soldados de Suabia para hablar con ellos
en su dialecto.
Tras duros combates en torno a Gazala, Rommel superó las defensas británicas y
prosiguió su avance hasta tomar Tobruk y situarse a las puertas de Egipto, en El
Alamein. Si lograba alcanzar el canal de Suez, cortaría la comunicación de Londres
con sus colonias asiáticas y se le abrirían al Eje las puertas de Oriente Próximo y
sus riquezas petrolíferas. Pero tuvo que frenar su avance por culpa de su talón de
Aquiles: la logística.
Pese a que reciclaba todo vehículo y arma capturados a los británicos, solo le
quedaban 50 carros de combate operativos. Sus tropas estaban exhaustas. No le
llegaban suministros ni gasolina, ya que los británicos controlaban el mar y el aire
desde Malta. Por otro lado, la campaña de Rusia acaparaba todos los esfuerzos
alemanes. Enfermo, regresó a Alemania y aprovechó para entrevistarse con Hitler.
Solo recibió de él vanas esperanzas sobre “nuevas armas” que cambiarían el curso
de la guerra. Se sintió defraudado.
Pero cuatro días después la superioridad militar aliada se impuso. Sin medios para
combatir, decepcionado, entregó el mando al general Von Armin y voló al cuartel
general de Hitler para explicarle la difícil situación de sus hombres. Lo único que
logró fue una condecoración, la Cruz de Caballero con hojas de roble, espadas y
diamantes, después de padecer un ataque de histeria del Führer. Abatido, llega a la
conclusión de que a Hitler no le importa la vida de nadie, sobre todo cuando se
rinden los 200.000 hombres que forman las tropas del Eje en el norte de África.
Había que derrotarlos en el mismo momento del desembarco, en lo que sería “el día
más largo”, expresión que él acuñó. Conocedor de la supremacía aérea aliada,
Rommel necesitaba agrupar en torno a las playas el máximo número de unidades
blindadas, ya que alejarlas del objetivo solo serviría para que fuesen aniquiladas por
la aviación. Pero aquí chocó con Von Rundstedt y con el cuartel general de Hitler.
Algunos militares alemanes, como el general Speidel, contactaron con él con objeto
de establecer un plan para negociar con los aliados y deponer a Hitler. Rommel era
el militar de más prestigio en Alemania y el más respetado por los aliados. Aunque
no se unió directamente a la conjura, tampoco la rechazó. En julio, mientras
inspeccionaba el frente, resultó herido en la cabeza al ser ametrallado su coche por
un caza aliado.
Tres días después se produjo un atentado fallido contra Hitler en su cuartel general
en el este de Prusia, el Wolfschanze. Al comprobar quiénes fueron
detenidos, empezó a temer que se le implicara. Tras ser dado de alta del hospital
en agosto, regresó convaleciente a su casa de Herrlingen. En octubre fue invitado
a acudir a Berlín. Temiendo por su vida, alegó que sus médicos se lo impedían
por motivos de salud.
En las épocas de las que estamos hablando, el gran comandante demostró que
poseía una combinación de cualidades mentales, morales y físicas adecuadas para
la acción y que destacaban hasta el punto de parecer divinas. Su aspecto, su
serenidad, sus ojos penetrantes, sus ademanes, los tonos de su voz, más bien el
latido de su corazón, comunicaban armonía a su alrededor. Cada palabra que
pronunciaba era decisiva. Para Rommel siempre fue más importante su tropa que
sus oficiales.