Vespri Unitacristiani

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La Santa Sede

SOLEMNIDAD DE LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO APÓSTOL

CELEBRACIÓN DE LAS SEGUNDAS VÍSPERAS


LVI SEMANA DE ORACIÓN POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica de San Pablo extramuros


Miércoles, 25 de enero de 2023

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Acabamos de escuchar la Palabra de Dios que ha marcado esta Semana de Oración por la
Unidad de los Cristianos. Son palabras fuertes, tan fuertes que podrían parecer inoportunas
mientras tenemos la alegría de encontrarnos como hermanos y hermanas en Cristo para celebrar
una liturgia solemne de alabanza en su honor. No faltan hoy noticias tristes y preocupantes, por lo
que con gusto prescindiríamos de los "reproches sociales" de la Escritura. Y aún así, si prestamos
atención a las inquietudes del tiempo en que vivimos, con mayor razón hemos de interesarnos en
lo que hace sufrir al Señor, por quien vivimos. Y si nos hemos reunido en su nombre, no podemos
más que poner al centro su Palabra, que es profética. En efecto, Dios, con la voz de Isaías, nos
amonesta y nos invita al cambio. Amonestación y cambio son las dos palabras sobre las que
quisiera proponerles algunas ideas esta tarde.

1. Amonestación. Volvamos a escuchar algunas palabras divinas: «Cuando ustedes vienen a ver
mi rostro, […] no me sigan trayendo vanas ofrendas; […] cuando extienden sus manos, yo cierro
los ojos; por más que multipliquen las plegarias, yo no escucho» (Is 1,12.13.15). ¿Qué es lo que
suscita la indignación del Señor, al punto de reclamarle al pueblo que tanto ama con ese tono tan
furioso? El texto nos revela dos motivos. En primer lugar, Él critica el hecho de que, en su templo,
en su nombre, no se cumple lo que Él quiere. No quiere ni incienso ni ofrendas, sino que el
oprimido sea socorrido, que se haga justicia al huérfano, que se defienda a la viuda (cf. v. 17). En
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la sociedad del tiempo del profeta, se había difundido la tendencia —lamentablemente siempre
actual— de considerar que los bendecidos por Dios eran los ricos y aquellos que hacían muchas
ofrendas, despreciando a los pobres. Pero esto es malinterpretar completamente al Señor. Jesús
llama bienaventurados a los pobres (cf. Lc 6,20), y en la parábola del juicio final se identifica con
los que tienen hambre, los que tienen sed, los que están de paso, los necesitados, los enfermos y
los encarcelados (cf. Mt 25,35-36). Este es el primer motivo de la indignación: Dios sufre cuando
nosotros, que nos decimos ser fieles suyos, anteponemos nuestra visión a la suya; seguimos los
criterios de la tierra antes que los del cielo, conformándonos con la ritualidad exterior y
quedándonos indiferentes delante de aquellos que más le importan a Él. Por tanto, Dios siente
dolor, podríamos decir, por nuestra comprensión errónea e indiferente.

Además de esto, hay un segundo motivo, más grave, que ofende al Altísimo: la violencia
sacrílega. Él dice: «¡No puedo aguantar el delito y la fiesta! […] ¡las manos de ustedes están
llenas de sangre! […] ¡Aparten de mi vista la maldad de sus acciones!» (Is 1,13.15.16). El Señor
está “enfadado” por la violencia cometida contra el templo de Dios que es el hombre, mientras es
honrado en los templos construidos por el hombre. Podemos imaginar con cuánto sufrimiento ha
de presenciar guerras y acciones violentas realizadas por quien se profesa cristiano. Viene a la
mente aquel episodio en el que un santo, con el fin de protestar contra la crueldad del rey, fue a
verlo durante la Cuaresma para ofrecerle carne. Cuando el soberano, en nombre de su
religiosidad, la rechazó indignado, el hombre de Dios le preguntó por qué le daba escrúpulo
comer carne animal, cuando en cambio no titubeaba en entregar a la muerte a hijos de Dios.

Hermanos y hermanas, esta amonestación del Señor nos hace pensar mucho, como cristianos y
como confesiones cristianas. Quisiera reiterar que «hoy, con el desarrollo de la espiritualidad y de
la teología, no tenemos excusas. Sin embargo, todavía hay quienes parecen sentirse alentados o
al menos autorizados por su fe para sostener diversas formas de nacionalismos cerrados y
violentos, actitudes xenófobas, desprecios e incluso maltratos hacia los que son diferentes. La fe,
con el humanismo que encierra, debe mantener vivo un sentido crítico frente a estas tendencias,
y ayudar a reaccionar rápidamente cuando comienzan a insinuarse» (Carta enc. Fratelli tutti, 86).
Si queremos, a ejemplo del apóstol Pablo, que la gracia de Dios en nosotros no sea estéril (cf. 1
Co 15,10), hemos de oponernos a la guerra, a la violencia y a la injusticia en todo lugar donde se
insinúen. El tema de esta semana de oración fue elegido por un grupo de fieles de Minnesota,
conscientes de las injusticias cometidas en el pasado respecto a los pueblos indígenas y contra
los afroamericanos en nuestros días. Frente a las diversas formas de desprecio y racismo; frente
a la comprensión errónea e indiferente y a la violencia sacrílega, la Palabra de Dios nos
amonesta: «¡Aprendan a hacer el bien! ¡Busquen el derecho!» (Is 1,17). En efecto, no es
suficiente denunciar; es necesario también renunciar al mal, pasar del mal al bien. La
amonestación, por tanto, está encaminada a nuestro cambio.

2. Cambio. Habiendo diagnosticado los errores, el Señor pide remediarlos y, por medio del
profeta, dice: «¡Lávense, purifíquense! […] ¡Cesen de hacer el mal!» (v. 16). Y sabiendo que
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estamos oprimidos o como paralizados por tantas culpas, promete que Él lavará nuestros
pecados: «Vengan y discutamos —dice el Señor—: Aunque sus pecados sean como la escarlata,
se volverán blancos como la nieve; aunque sean rojos como la púrpura, serán como la lana» (v.
18). Queridos hermanos y hermanas, por nosotros mismos no somos capaces de liberarnos de
nuestras malas comprensiones de Dios y de la violencia que se incuba en nuestro interior. Sin
Dios, sin su gracia, no nos curamos de nuestro pecado. Su gracia es la fuente de nuestro cambio.
Nos lo recuerda la vida del apóstol Pablo, que hoy recordamos. No podemos lograrlo nosotros
solos, pero con Dios todo es posible; solos no podemos, pero juntos es posible. En efecto, el
Señor pide a los suyos que se conviertan, juntos. La conversión —esta palabra que se repite
tanto, pero que no siempre es fácil de entender— se pide al pueblo; tiene una dinámica
comunitaria, eclesial. Por tanto, creamos que también nuestra conversión ecuménica avanza en
la medida en que nos reconocemos necesitados de gracia; necesitados de la misma misericordia;
sabiendo que todos dependemos en todo de Dios, nos sentiremos y seremos, con su ayuda,
verdaderamente uno (cf. Jn 17,21), hermanos de verdad.

Qué hermoso es que juntos, en el signo de la gracia del Espíritu, nos abramos a este cambio de
perspectiva, redescubriendo que «todos los fieles dispersos por el orbe comunican con los demás
en el Espíritu Santo, y así —como escribió San Juan Crisóstomo—, quien habita en Roma sabe
que los de la India son miembros suyos» (Lumen gentium, 13; In Io. hom. 65,1). En este camino
de comunión, estoy agradecido de que tantos cristianos de varias comunidades y tradiciones
estén acompañando, con participación e interés, el camino sinodal de la Iglesia católica, que
deseo que sea cada vez más ecuménico. Pero no olvidemos que caminar juntos y reconocernos
en comunión los unos con los otros en el Espíritu Santo implica un cambio, un crecimiento que
sólo puede suceder, como escribía Benedicto XVI, «a partir del encuentro íntimo con Dios, un
encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento.
Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde
la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo» (Carta enc. Deus caritas est, 18).

Que el apóstol Pablo nos ayude a cambiar, a convertirnos; que nos dé un poco de su valentía
indómita. Porque, en nuestro camino, es fácil trabajar por el propio grupo más que por el Reino de
Dios, impacientarse, perder la esperanza de que llegue aquel día en que «todos los cristianos se
congreguen en una única celebración de la Eucaristía, en orden a la unidad de la una y única
Iglesia, a la unidad que Cristo dio a su Iglesia desde un principio» (Decr. Unitatis redintegratio, 4).
Pero justamente en vista de ese día, volvamos a poner nuestra confianza en Jesús, nuestra
Pascua y nuestra paz. Mientras le rezamos y lo adoramos, Él obra. Y nos conforta lo que dijo a
Pablo, y que podemos sentir dirigido a cada uno de nosotros: «Te basta mi gracia» (2 Co 12,9).

Queridos hermanos y hermanas, quise compartir, en espíritu fraterno, estos pensamientos que la
Palabra me ha suscitado, para que, amonestados por Dios, por su gracia cambiemos y
crezcamos en la oración, el servicio, el diálogo y el trabajo juntos hacia aquella plena unidad que
Cristo desea. Ahora quisiera agradecerles de corazón, expresando mi reconocimiento a Su
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Eminencia, el Metropolita Policarpo, Representante del Patriarcado Ecuménico; a Su Gracia Ian
Ernest, Representante personal del Arzobispo de Canterbury en Roma; y a los representantes de
las demás comunidades cristianas presentes. Expreso una profunda solidaridad a los miembros
del Consejo Panucraniano de las Iglesias y de las Organizaciones Religiosas. En particular,
saludo a los estudiantes ortodoxos y ortodoxos orientales, a los becarios del Comité de
colaboración cultural con las Iglesias Ortodoxas ante el Dicasterio para la Promoción de la Unidad
de los Cristianos y a los miembros del Instituto Ecuménico de Bossey del Consejo Ecuménico de
las Iglesias. También saludo cordialmente a Frère Alois y a los hermanos de Taizé,
comprometidos en la preparación de la Vigilia ecuménica de oración que precederá la apertura de
la próxima sesión del Sínodo de los obispos. Todos juntos caminemos por el camino que el Señor
nos ha puesto delante, el de la unidad.

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