La Pocita de La Rosa
La Pocita de La Rosa
La Pocita de La Rosa
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José Zahonero
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I
Tan limpio como podéis dejar un espejo
echándole vuestro aliento y pasando luego por
el empañado cristal un lienzo, quedó una
mañana el cielo al soplo de la brisa. El sol
alumbraba con luz intensa, y á ella debían los
erguidos árboles su tono de vivo colorido, y por
ella lucía su hermosura una rosa, Rosa fuego,
colocada en lo más alto de un espléndido rosal.
Que no me vengan á mí con razones que
nieguen cosas, que aunque no las sé me las
sospecho desde hace mucho tiempo. ¡Cómo
que había de estarse aquella rosa sin su
coquetería correspondiente siendo bella á no
pedir más! Y mucho que presumía dejándose
mecer suavemente por la brisa como una linda
criolla en su hamaca, en tanto le hacían el rorro
dos importunos moscardones y andábale á las
vueltas, para plantarle un beso al descuido,
una blanca y aturdida mariposa.
¿Quién sabe lo que la flor soñaría?
Tal vez le pareciera poco elevado el puesto en
que se hallaba, que es propio y natural en los
afortunados no estar jamás satisfechos con la
suerte y aún es más insaciable el deseo de
ostentación en los vanidosos.
Pues ni más ni menos; lo que os digo. Rosa
fuego soñaba para sí en mayor fortuna. «¡No
puede menos, se decía; he de estar yo
destinada á grandes cosas; segura estoy en que
he de coronar la cabeza de alguna dama menos
bella que yo, pero á quien yo haré más bella
que todas las otras damas; tal vez me arrebate
un príncipe para hacer conmigo un delicado
obsequio á alguna reina; tal vez me cante algún
poeta; pero no he de estar mucho tiempo
prendida á este rosal insociable que hiere con
sus espinas á cuantos se acercan á admirar mis
colores y aspirar mi fragancia; no he de vivir yo
como mis hermanas enorgullecidas con lo que
son! Ya me canso de ver siempre lo mismo.
¡Oh, qué desgraciada soy aquí presa; qué feliz
he de ser en un solo día, pasando de mano en
mano haciendo abrirse todos los ojos de
admiración!»
Había al pié uno de esos arroyuelos que, como
no se lo impidan ó una cuestecita ó la azuela
del jardinero, se meten en todo y corren sin
tino, murmurando de todo; éste nacía allí
mismito, al pié del rosal; allí tenía su cuna en
una ancha pocita cubierta por la frondosidad
del arbusto; y como os diera deseo de
inclinaros á beber, y apartando las rosas, os
bajaseis a introducir en la pocita vuestro vaso
de cuero, podíais descubrir, oculta entre las
hojas y cerca del borde de la pocita, la más
linda rosa de aquel rosal, Rosa nieve, y tentado
estoy por decir la más bonita, no ya de aquel
jardín, sino de todos los del país, y, por
consiguiente, del mundo, porque el jardín de
mi cuento estaba en Granada.
II
Un corrito de palomas que andaban
picoteando, no sabemos qué, cerca del
cenador, y que brillaban al sol como si fueran
de plata, se deshizo en un punto al volar estas
por distintos lados, á causa de la aparición de
un hombre que había entrado bruscamente en
el jardín.
Llevaba este hombre una gran caja debajo del
brazo, y dio en mirar de una parte á otra, como
quien busca algún objeto, mas no podía decirse
lo que buscaba: unas veces miraba al suelo:
«¿será á nosotras? —decían las hormigas—
¿querrá en nosotras aprender la ciencia de la
vida?» No era á ellas, porque el hombre miraba
luego á lo elevado de los árboles. «A nosotros
nos busca —decían los pájaros— está visto que
no nos han de dejar en paz.» Y como ellos
tienen necesidad de ser más listos que la
pólvora, volaron en bandada, y en un abrir y
cerrar de ojos desaparecieron.
Mas de pronto el recién llegado percibió á la
bella Rosa fuego que se hallaba en lo alto del
rosal: una satisfacción grande apareció en los
ojos del desconocido, y en un segundo abrió su
silla de campo, sacó lienzo, pinceles y color de
la gran caja, y pintó á maravilla el retrato de la
rosa; luego recogió sus bártulos, arrancó la
rosa, y colocándola en su sombrero, salió
orgulloso; pero no tanto como la flor, que se
sentía más alta y se sentía llevar tal vez á la
realización de sus quiméricos deseos.
III
Suele decirse de una cosa muy bella, que ni
pintada sería mejor, y por cierto, que buena
era la pintura que de rosa fuego hiciera el
pintor; pero no era la rosa pintada tan hermosa
como el original; que dígase lo que se quiera,
siempre hay gran diferencia de lo vivo á lo
pintado.
Colocada en un vaso de agua estaba en el
taller, aún más hueca y presumida que en su
rosal, como si se hallara embelesada
contemplando su retrato, y un si es ó no,
satisfecha de exceder en belleza á la pintura.
Mas por desdicha pasaron dos días, y si
hubierais entrado en el taller, no hubierais
conocido seguramente á nuestra rosa; sus
hojitas tenían grietas color de tabaco, manchas
del mismo color se descubrían en el centro del
cáliz, y de ella se desprendían una á una las
antes rojas y vividas corolas. Ya la del cuadro
excedía en vida y belleza, al original, y si las
flores tienen, como no dudo, inteligencia,
había de atormentar á nuestra rosa aquel
brillante recuerdo de su gloria de un día.
¡Oh! Después, Rosa fuego, triste es decirlo, me
apena confesarlo, fué arrojada al cesto donde
se arrojan los mil pedazos menudos de papeles
rotos.
IV
Mas hé aquí, que en tanto los pájaros
correveidiles del bosque, familia que por lo
alegre y charlatana recuerda á los poetas,
dieron en piar y gorjear desatinadamente,
contando á quien lo quería oir, la historia de
Rosa nieve. No porque yo les entendiera, mas
porque ya la sabía, puedo referirla y contarla á
las niñas mis lectoras.
Como vosotras, guardaditas en casa,
mantúvose Rosa nieve, como vosotras,
mirándoos en vuestras madres que nunca os
engañan, estuvo mirándose en el limpio cristal
de su pocita; ésta prestábale frescura, en tanto
que por entre el ramaje entraba un rayo de sol
á comunicarle el calor y la vida. Había allí, en
aquel rincón, esa paz, y se percibía ese
perfume que se sienten en lo más guardadito
de la casa. Contemplaba á la rosa la tersa
pocita y en ella se veía á sí misma la flor, con
tal verdad, que aquí si que se dudaría cuál era
el original y cuál la copia; y cuando Rosa nieve
envejeció, cuando se marchitó, recogióla en su
seno la fresca, limpia y estrecha pocita.
V
Si queréis ser admiradas, guardáos; no os
faltará, mis queridas niñas, vuestra pocita
escondida, en ella os miraréis y ella os recogerá
sin exponeros á lo que yo me sé, y vosotras
habéis entendido; á dejar huella de vuestra
gloria de un día y morir olvidadas después. En
ese misterioso hogar se esconde la pocita. ¡Oh,
si fuera escritor de inspiración ya os hubiera
hablado mejor de la pocita de la rosa; pero
esto sólo sería propio de poetas como
Anderssen; ese si que era el poeta de los niños,
de los pájaros y de las flores!
FIN
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