La Tensión Hacia Cristo en La Poesía de Marechal

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Fiscina, Julián A.

La tensión hacia Cristo como deseo del hombre


en la poesía de Leopoldo Marechal

VI Congreso Internacional de Literatura, Estética y Teología


“El amado en el amante : figuras, textos y estilos del amor hecho historia”
Facultad de Filosofía y Letras y Facultad de Teología – UCA
Asociación Latinoamericana de Literatura y Teología

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Cómo citar el documento:

Fiscina, Julián A.. “La tensión hacia Cristo como deseo del hombre en la poesía de Leopoldo Marechal” [en línea].
Congreso Internacional de Literatura, Estética y Teología “El amado en el amante : figuras, textos y estilos del amor
hecho historia”, VI, 17-19 mayo 2016. Universidad Católica Argentina. Facultad de Filosofía y Letras. Facultad de
Teología ; Asociación Latinoamericana de Literatura y Teología, Buenos Aires. Disponible en:
http://bibliotecadigital.uca.edu.ar/repositorio/ponencias/tension-hacia-cristo-deseo-hombre.pdf [Fecha de consulta: ….]
La tensión hacia Cristo como deseo del hombre en la poesía de Leopoldo Marechal

Prof. Julián A. Fiscina

La auténtica experiencia espiritual de conversión que llevó a Leopoldo Marechal al

cristianismo ha dejado profundas y permanentes huellas en su poética. Sus poemas dan testimonio

de este proceso antes que su Adán Buenosayres (1948), novela que le valió renombre internacional

y donde su cosmovisión cristiana funciona como la crisis que debe afrontar el protagonista en

medio de una revisión de su vida y de su época. La poesía resulta el espacio creativo de

experimentación y crecimiento del autor, como señala Gaspar Pío del Corro: “Hacia fines de la

década del 40 (…) Marechal ha decantado en la poesía su proceso hacia el símbolo, y desde allí

emprende un avance hacia la novela y el teatro” (58). A pesar de esto, la obra lírica de Marechal no

ha sido objeto de la atención crítica que merece.

A continuación analizaremos dos poemas: El Centauro y “El ciervo herido”, este último

incluido en Sonetos a Sophía y otro poemas. Ambos publicados en 1940, los textos evidencian lo

que afirma Miguel Espejo: “la poética que Marechal construye reposa sobre un movimiento en

ascenso que es de permanente búsqueda” (10); las imágenes del ascenso y el descenso en medio de

un camino existencial son caras al autor (recordemos las constantes reescrituras que realizó durante

su vida del ensayo Descenso y ascenso del alma por la belleza), siempre ocupado en conferir

metafóricamente un carácter espacial y trascendente a su producción escrita. Del cruce de estos dos

poemas de 1940 y el rastreo de sus puntos de contacto surge una manera de concebir a la poesía y al

hombre que Marechal ya no abandonará y que configuran el fundamento de sus propuestas artísticas

e intelectuales.

El viaje, la búsqueda y el extravío

En una tradición que no desandaremos pero que podemos remontar a La Odisea de

Homero, el viaje y la búsqueda son dos tópicos clásicos de la literatura occidental. En el caso de la
obra de Marechal se cargan además de la profundidad mística y espiritual de El Cantar de los

Cantares bíblico y del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, por citar otros dos clásicos

occidentales. Los sujetos poéticos de “El ciervo herido” y El Centauro están en medio de un

camino, en una imagen de innegables resonancias dantescas; de esta manera los presenta la primera

estrofa de cada texto. “El ciervo herido” comienza:

¨Por irme tras la huella

del ciervo herido

me sorprendió la noche,

perdí el camino.¨ (127)

Mientras que El Centauro inicia:

“En una tarde antigua

cuyo paso de loba

fue liviano a la tierra

pero no a la memoria,

extraviado el sendero

que ilumina la Rosa,

vi al Centauro dormido

junto al agua sonora.” (99)

Cada sujeto poético emprende el camino con un motivo, con un rumbo, pero el viaje se

transforma en conflicto y los sujetos se pierden. El tiempo, eje del viaje, deja de percibirse como

sucesión y se transforma en algo parecido al tiempo mítico: una “tarde antigua”, confundiéndose

con los elementos espaciales que pasan a ser, como en la poesía mística, imágenes de un estado del

alma. De esta manera, el camino se convierte en un ascenso nocturno (“El ciervo herido”) y en una

incursión a la espesura de la selva (El Centauro), verdaderos cronotopos (Bajtin) en los que las

coordenadas de espacio y tiempo se involucran y confunden dejando al sujeto a la intemperie, en

pleno conflicto. La descripción de un entorno adverso al sujeto que requiere del mismo un esfuerzo
mayor al momento de avanzar es otro motivo propio de la poesía mística: sea por la falta de luz, por

la complejidad del terreno (espesura, montaña) o por la inmensa belleza que cautiva y distrae, el

entorno suele funcionar como un antagonista del sujeto que busca satisfacer su deseo.

Gaspar Pío del Corro, al analizar la obra teatral Antígona Vélez de Marechal afirma que en

el fondo del planteo dramático hay “una asunción de la tragedia a lo cristiano; lo cual convierte las

tragedias puntuales de los personajes en instancias dramáticas de una misma redención posible: la

redención por la Esperanza unitiva” (55, el subrayado es nuestro). La crisis del personaje o del

sujeto poético en el caso de los poemas adquiere en la propuesta de Marechal un alcance global,

profundamente humano, de manera que todo puede leerse simbólicamente a lo cristiano, es decir,

poniéndolo en perspectiva no solo de trascendencia, sino también de redención del hombre.

Como bien lee Miguel Espejo en su estudio, este “poeta desorientado” que vemos en los

poemas es el que a su vez “recoge la parte más auténtica del ser humano” (14), pero no a la manera

de un portavoz, sino más bien de un testigo de su propia experiencia de búsqueda y encuentro.

Veintiséis años más tarde, Marechal dedicará un día de su Heptamerón, poemario considerado

como el compendio de su poética, a “El Cristo”; en él, reeditando en clave cristiana el “mito de las

Edades” (Hesíodo, Ovidio), se dirige a un interlocutor con la fuerza de una advertencia, de un

llamado de atención, de un anuncio amoroso:

Oye lo que te digo, hermano en hierro:

eres tú mismo quien restituye la fruta.

Llevas tú mismo al hombro la cruz, y no lo sabes:

te diriges al centro del árbol y lo ignoras.

En este caminar ignorando puede cifrarse la imagen del hombre que no se ha encontrado

con Cristo, quien resulta ser la fuente de toda plenitud, la satisfacción de todo deseo profundamente

humano. El tono didáctico de toda la obra de Marechal se carga, pues, de un hondo sentido

cristiano: el hombre (homo viator) se pone en camino movido por su deseo y aunque se pierda,
aunque atraviese tiempos y espacios hostiles, el encuentro con Cristo lo libera y plenifica, sin

privarlo nunca de la experiencia de la cruz.

El hallazgo del Cristo simbólico

Llegamos así al punto central de nuestro análisis: la construcción literaria de la figura de

Cristo en los poemas. Como señala Pedro Luis Barcia, Marechal fue “un sabio tendedor de puentes

entre lo clásico y lo contemporáneo, entre el paganismo y el cristianismo, entre lo oral y lo letrado,

entre la cultura popular y la cultura académica” (ctd en Espejo 15). De esta manera, inaugura en sus

textos una compleja trama en la que se armonizan elementos literarios procedentes de diversas

tradiciones. No es difícil reconocer la presencia de una imaginería clásica en estos dos poemas,

particularmente mediadas en este caso por el modernismo dariano, de enorme influencia en la

poesía de Marechal (Maturo, 240): el Centauro y el ciervo están construidos plásticamente, como

una escultura o un friso, plenos de atributos y epítetos. Sin embargo, tanto el ciervo como el

centauro cobran una profundidad particular gracias a la intertextualidad con otras tradiciones

poéticas como la mística española (Lorca mediante) y la gauchesca rioplatense.

Si antes nos referimos al uso que Marechal hace de la tradición, encontramos en el

poemario Sonetos a Sophía un clarísimo ejemplo. Al respecto afirma Graciela Maturo: “en la mejor

escuela de Dante y el Siglo de Oro español (…) en este conjunto poético culmina el decir lírico de

Marechal y su exposición del itinerario del alma en su búsqueda de Dios” (94-95). Podemos discutir

la lectura de este poemario como culminación de la poesía del autor (ya mencionamos por caso su

Heptamerón publicado en 1966), pero no el trasfondo espiritual del mismo. En total consonancia

con los sonetos, el poema “El ciervo herido” plantea una búsqueda similar a la del Cantar de los

Cantares, en la cual el objeto de deseo del sujeto, el ciervo herido (nótese el carácter definido del

artículo el), se va construyendo literariamente como una figura de Cristo sufriente. El sujeto lo

describe en plena persecución: “de su costado abierto / manaba sangre”, “espinas de su frente / le

coronaban”, “¡quedaban a su paso / rojas las breñas!” (127); seis versos suficientes para colmar lo
que podría ser solo una simple escena bucólica con referencias a la Pasión de Cristo. Además de la

elaboración literaria e intertextual, esta figura oficia una transformación en el sujeto en la que

podemos observar simbólicamente el cambio que se genera en el hombre después de su encuentro

con Cristo: al iniciar la búsqueda el sujeto expresa “mi pecho estaba sano / y el ciervo herido”

(127), mientras que al concluir el poema “el ciervo queda en salvo, / mi pecho herido” (128). El

motivo del ciervo herido que sana al cazador es, además, un oxímoron propio de las más altas

expresiones místicas.

En el extenso poema El Centauro la construcción de la figura de Cristo es más compleja e

indirecta, más velada si se quiere. En primer lugar, la criatura mitad hombre mitad caballo toma el

lugar de quien anuncia la llegada de Cristo, es decir, que la figura no es plástica como la del ciervo

herido sino totalmente discursiva. El sujeto poeta interrumpe la inacción del Centauro, lo despierta

de su antiguo sueño y los dos comienzan un diálogo en el que se recupera el ya citado “mito de las

edades”: el Centauro se durmió en la edad bronce (donde fue maestro de los héroes) y despierta en

la edad hierro a causa del llamado del poeta; la criatura mitológica iniciará a partir de ese momento

una conversación con el fin de orientar al hombre hacia su restauración y redención:

“Forastero –me dijo-,

¡bien anuncian tus voces

la congoja del hierro

y el afán de la noche!

Cuando en la plata nueva

lucía el oro joven,

cuando el sol y la luna

se cambiaban amores,

el Centauro afinó

sus orejas, y dócil

al grito de las almas


que perdían el norte,

les enseñó la ciencia

de partir horizontes,

con los rumbos dorados

y las plumas veloces.” (105-106)

Resulta interesante la recurrencia de esta operación de relectura: Marechal se refiere a la

historia de la revelación y la salvación cristiana en clave mítica, resignificando las Edades según su

distancia con un estado perdido de felicidad, pero inaugurando para el hombre angustiado y cansado

un camino de retorno:

“porque, Jasón del aire

y Ulises del abismo,

nos ha llegado el nuevo

Señor de los caminos.” (109)

Y así, colmada de alusiones míticas y metáforas de raíz lorquiana, de expresiones propias

de la poesía gauchesca como “vihuela” y “grupa” y referencias transparentes a pasajes bíblicos, la

presentación de esta figura que restaura y plenifica se transforma en el fin último de los anhelos del

hombre:

“Yo te anuncio al donoso

cazador, al perenne

sagitario que acecha

sin carcaj ni lebreles.

Yo te anuncio al arquero

de la pena, más fuerte

que Nemrod y que Diana,

la señora de nieve.

Porque a la muerte misma


cazó y a la serpiente,

vestido con el traje

severo de la muerte. . . .

Bajada de los cielos

y vestida de carne

la Música en persona

visitó a los mortales,

para entonar el himno

que rompe toda cárcel

y apura los delfines

de Arión el navegante.

. . . ¡no hay tierra que desoiga

ni cielos que no alaben

al Tañedor que pisa

las aguas sin mojarse!” (110-113)

La clara función profética y sacerdotal del Centauro se suma en el poema de Marechal al

carácter tradicionalmente didáctico asociado a estas criaturas (“iniciador antiguo” lo llama el poeta).

En su pedagogía, aprovecha el asombro que manifiesta el sujeto poético ante su despertar de

monstruo como una oportunidad para ofrecerle una novedad aún mayor que lo precede y lo sucede.

Hay algo en la construcción de este Centauro que lo pone en el lugar que el Evangelio de san Juan

le otorga a Juan el Bautista: no es la luz sino el testigo de la Luz. Habla de un encuentro y busca

propiciarlo en el otro, para lo cual despliega una hermosa serie de imágenes que, dentro de la

escritura novelística de Marechal, encontrará su cúspide en el Cristo de la Mano Rota del Adán

Buenosayres.

En esta lectura propuesta se han reiterado intencionalmente algunos términos que resulta

conveniente aquí sistematizar en relación con la experiencia mística: el sujeto poético como testigo,
la poesía como testimonio de un encuentro espiritual, el lenguaje plagado de imágenes plásticas y

oxímoros, el relevo de intertextualidades bíblicas y míticas, la consideración del hombre como

sujeto en búsqueda (herido de amor) y, como culmen, la consideración de figuras de Cristo que

resultan la verdadera meta del deseo del hombre (el Amado). El mismo Marechal da relevancia a

este último concepto cuando prologa el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz en 1944: “Es que

la inteligencia mística, por su modo de conocer y el objeto de su conocimiento, es inefable en el

sentido etimológico de la palabra, y solo consigue expresar aproximaciones de sí misma con

figuras” (182). Como veremos en breve, de esta cita pueden sacarse muchas conclusiones. Por

ahora nos interesa señalar que en el caso de los dos poemas que consideramos, estas figuras

devienen en símbolos a partir del uso de tópicos propios de la tradición literaria occidental, hispana

y rioplatense.

Entendemos la problemática noción de símbolo como la desarrolla Gaspar Pío del Corro:

“estas son las significaciones propias del símbolo: es una cosa, y sin dejar de serlo es

también otra, y potencialmente otras, en la medida en que una polinomia, si carga

sobre sí la polisemia de una auténtica obra de arte, es capaz de abrir y extender el

ángulo semántico y englobar la diversidad –y hasta la adversidad- de lecturas” (56).

El procedimiento formal de mezcla que advertimos hasta el momento genera que lo

universal y lo particular se unan en un plano simbólico, el único que les permite conservar su

identidad y multiplicar sentidos. Sin embargo, como vimos, la propuesta de Marechal culmina con

figuraciones de Cristo que funcionan como el destino de los sujetos extraviados: basten como

ejemplo los dos versos finales de “El ciervo herido” en los que el sujeto poético declara: “¡Por ir de

cacería / gané el camino!” (128). La cuestión de la figura, de lo que se revela y se expresa, cara al

pensamiento estético-teológico de Balthasar, nos lleva a pensar en la poética de Marechal como una

propuesta cercana a la poesía mística de San Juan de la Cruz, no sólo por sus correspondencias

formales y literarias, sino especialmente por la intencionalidad de dejar un testimonio de ese

descenso y ascenso que protagoniza el alma por la belleza. Considerando la relevancia de la mística
en el pensamiento de Balthasar, Cecilia Avenatti de Palumbo señala que “la experiencia estética [se

entiende] como [una] respuesta ante la manifestación objetiva de la figura” (Avenatti de Palumbo

4); esta respuesta supone en el caso de Marechal una concepción del hombre, de la poesía y, claro,

del lenguaje.

El hombre, el poeta y la poesía: la “inteligencia amorosa”

Como toda verdadera propuesta literaria, la obra de Leopoldo Marechal se funda sobre tres

cimientos básicos: una concepción del hombre, una concepción del lenguaje y, por ende, una

manera de entender la poesía. Acerca de su antropología, vale decir que los sujetos están siempre

heridos de amor, necesitados de colmar una existencia llena de anhelos. Desde una concepción

claramente agustiniana, los deseos humanos se convierten en búsquedas existenciales de lo

trascendente y las figuras poéticas de Cristo se transforman en el destino salvífico a veces

insospechado y siempre profundo del camino que emprenden los sujetos hacia el misterio. El

hombre en la poesía de Marechal está signado por una meta que parece ineludible aunque nunca va

en detrimento de la libertad: el encuentro redentor y amoroso con Dios, específicamente, con Cristo.

El hombre que nos acerca Marechal permanece siempre en una tensión vertical, entre la

bestia y el ángel, en una incomodidad existencial que lo conduce a buscar la trascendencia en el

ascenso. Nótese, en este sentido, que el sujeto que se percibe en ascenso está aislado en el momento

del encuentro con Cristo, la percepción trascendente del hombre lo deja cara a cara ante el misterio:

el ciervo herido que lo hiere, el terrible centauro que le señala al que salva. El mismo Marechal ya

lo había advertido al referirse al Cántico espiritual de San Juan de la Cruz: “salvar esa distancia

[entre la experiencia y lo que el lenguaje puede organizar y expresar de ella] es realizar el místico

viaje” (Marechal San Juan 183). Esto supone una concepción profunda del lenguaje, porque no hay

posibilidad para el sujeto de transferir la experiencia unitiva que lo cambia por lo cual, como afirma

Avennati de Palumbo: “A la experiencia mística corresponde un lenguaje que se exprese según la


lógica de la sobreabundancia: éste es, precisamente, el lenguaje de la figura estética, en el que

símbolo y metáfora confluyen” (Avennati de Palumbo 7).

Esta manera de entender el lenguaje supone una idea acerca de la poesía. En la misma línea

de Benjamin, para Marechal la palabra no es capaz de comunicar la experiencia, de transferirla,

pero sí de testimoniarla. De esta manera la poesía se transforma en el instrumento más preciado

para dejar una huella de la experiencia, un vestigio, una hermosa ruina. El quehacer poético, el

trabajo con el lenguaje, es entonces una zona de enfrentamiento agónico entre las palabras y la

experiencia. Lo que permanece de la experiencia en el lenguaje es el símbolo, con todo su potencial

semiótico de ser una cosa y otra simultáneamente, como escribió Alejandra Pizarnik en El infierno

musical: “Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa”. No es extraño que los

símbolos construidos en los dos poemas estudiados, el ciervo herido y el centauro, tengan raigambre

mítica; porque no se trata solamente de usar y mezclar elementos procedentes de diversas

tradiciones, tampoco de sacralizar imágenes profanas, sino más bien de saturar semánticamente y

plenificar: portar más significados hace que un símbolo sea más profundo y, cuanto más profundo

sea, más cerca estará de poder testimoniar la experiencia.

En la propuesta de Marechal, el poeta es un místico, es decir, alguien que busca trasladar

mediante símbolos una experiencia unitiva con lo trascendente. La poesía es, por tanto, una forma

de conocimiento: “si [la poesía] se llama inteligencia”, dice Marechal, “es porque tiende al

conocimiento y conoce; si se le dice de amor, es porque su operación ha de asemejarse a la

operación amorosa” (Marechal San Juan 184). El modo de conocer y el objeto de conocimiento le

exige a la poesía y al poeta trabajar con símbolos para poder expresar de una y múltiples formas las

realidades profundas de la existencia del hombre y de su llamado a ser redimido.

Bibliografía
Avenatti de Palumbo, Cecilia. “La experiencia mística como corazón de la Estética Teológica de

Hans Urs von Balthasar” [en línea]. Jornadas Diálogos: Literatura, Estética y Teología. La

libertad del Espíritu, V, 17-19 septiembre 2013. Universidad Católica Argentina. Facultad de

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http://bibliotecadigital.uca.edu.ar/repositorio/ponencias/experiencia-mistica-como-

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Espejo, Miguel, comp. “El laberinto vertical”. Largo día de cólera: antología poética. Buenos

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Impreso.

Maturo, Graciela. Marechal, el camino de la belleza. Buenos Aires: Biblos, 1999. Impreso.

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