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Historia Mexicana

ISSN: 0185-0172
[email protected]
El Colegio de México, A.C.
México

Cruz, Juan Cristóbal


Estado y nacionalismo tras Gellner, evaluación de su teoría
Historia Mexicana, vol. LIII, núm. 2, octubre - diciembre, 2003, pp. 541-558
El Colegio de México, A.C.
Distrito Federal, México

Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=60053210

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COMENTARIO DE LIBROS

ESTADO Y NACIONALISMO
TRAS GELLNER,
EVALUACIÓN DE SU TEORÍA1

“Nací veneciano y si quiere Dios, moriré italiano”


HIPÓLITO NIEVO

“Ya tenemos Italia: ahora hay que crear italianos”


MASSIMO D'AZEGLIO, 18702

El 5 de noviembre de 1995 murió en Praga el filósofo y antro-


pólogo Ernest Gellner. Este regreso final a la ciudad de su in-
fancia, simboliza bien la compleja relación que mantuvo con
sus orígenes y, en cierta forma, la orientación general de su
obra. Y digo bien orígenes en plural, pues nacido en París,
Gellner vivió siempre transitando Estados y fronteras o, como
él mismo dijera alguna vez, “al filo de muchos nacionalismos”.
Emigrado a Gran Bretaña alrededor de los años treinta, al
igual que otros grandes intelectuales centroeuropeos —co-
mo Friedrich A. Hayek, Karl Popper, Ludwig Wittgenstein,
Eric J. Hobsbawm, entre otros—, Gellner no fue ajeno a las
intensas convulsiones de la historia del siglo XX en la zona que
otrora ocupara el imperio austro-húngaro.3 En su caso, ade-
más de testimoniar el apogeo del nazismo y, luego la división

1 Sobre el libro de John A. HALL: Estado y Nación: Ernest Gellner y la teoría

del nacionalismo. Madrid: Cambridge University Press, 2000, 415 pp. ISBN
84-8323-084-4.
2 Primera sesión del Parlamento del Reino de Italia, E. LATHAM: Fa-

mous Saying and Their Authors. Detroit, 1970. Citado por Eric HOBSBAWM:
Nations et nationalisme, depuis 1780. París: Gallimard, p. 62.
3 Respecto a la particularidad del caso de Wittgenstein véase Juan

Cristóbal CRUZ: La incertidumbre de la modernidad. México: Publicaciones


Cruz O., 2002.

HMex, LIII: 2, 2003 541


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de Europa, también vería la caída del muro de Berlín. De es-


ta forma, para el joven soldado que al final de la segunda gue-
rra mundial entrara con el ejército británico a Praga, Estado
y nacionalismo serían temas recurrentes e ineludibles a lo lar-
go de su vida.
Hoy parece evidente que la historia de los dos últimos si-
glos no se puede entender sin hacer referencia a las nocio-
nes centrales de nación y nacionalismo. Sin embargo, es de
notar, como lo ha subrayado Eric Hobsbawn, que durante ese
mismo periodo se ha escrito relativamente poco sobre ellas.
Esto que en general parece un paradójico olvido, fue un
gesto comprensible en los años inmediatamente posteriores
a “la noche y a las brumas” (Gellner) del nacional-socialis-
mo y de los nacionalismos afines. Pero también se explica,
de manera complementaria, por el discurso que fundaba
la legitimidad de los Estados triunfantes. En efecto, en los
años en que Gellner empezó su vida universitaria, la gran
utopía final que domina el imaginario político de las dos
superpotencias —al menos en sus pretensiones abierta-
mente declaradas— era aquélla de una sociedad mundial por
fin liberada de las divisiones y de las grandes pasiones po-
líticas. Una utopía resultante, como dijera nuestro autor,
de “una mezcla curiosa de anarquismo y comunalismo pan-
humano”.4 Esta convergencia se explica fácilmente, pues al
menos en sus versiones más conocidas, tanto el marxismo
como el liberalismo han mantenido en su horizonte inte-
lectual la idea de una humanidad consumada en su último
estadio, en una gran sociedad de individuos. Desde el teóri-
co de El Capital, Karl Marx, hasta el profesor Francis Fuku-
yama se mantiene constante la creencia de que la Historia
con H mayúscula debe desembocar en el advenimiento de
una sociedad en la que cada uno estará por fin a salvo de las
viejas formas de alineación y violencia del mundo “prehistó-
rico”. El fin de la lucha de clases o, en su caso, el progresivo
e inexorable triunfo de las virtudes temperantes del doux
commerce vendrán a poner un término definitivo al naciona-

4 Ernest GELLNER: Encuentros con el nacionalismo. Madrid: Alianza edi-

torial, 1995, p. 23.


ESTADO Y NACIONALISMO TRAS GELLNER 543

lismo y demás pasiones “violentas e irracionales”. Una vez li-


berado para siempre de los conflictos militares, de la violen-
cia social y de otras aberraciones propiciadas por el “más frío
de los monstruos” (Nietzsche), el Estado; una vez que “el go-
bierno de las personas sea remplazado por la administración
de cosas”; el individuo podrá dedicarse por fin pacíficamen-
te a sus verdaderos intereses y a su Bildung personal.
En las guerras mundiales, luego en las luchas anticolonia-
listas y, paradójicamente, también en las divisiones adminis-
trativas de la burocrática URSS, nación y nacionalismo habían
sido divisas invocadas constantemente, y, en realidad, nadie
las ignoraba. El consenso ideológico explica por qué entre los
pensadores más en boga de la época, parecía que nadie les
predijera en esos días un futuro.5 Dentro de esta atmósfera,
no sólo la concepción de nación, tan “vieja como la histo-
ria”, según la célebre expresión de Walter Bagehot, o eterna
y, en su caso, biológica, sostenida en su tiempo por Maurice
Barre, sino también las ideas mismas de nación y nacionalis-
mo parecían arcaísmos destinados al basurero de la historia.
Sobre todo cuando, como lo afirmara Hans Kohn en 1945, la
identidad de occidente parecía definirse por la fe en la uni-
dad humana y en el valor del individuo, en tanto que el Esta-
do y su corolario el nacionalismo parecían haber revelado su
plena coherencia en el apocalipsis del nazismo y en la nega-
ción de dichas creencias.6
Como todos sabemos, “el pensamiento social liberal de
Occidente y el marxismo tienen al menos el punto de unión
de haber cometido el mismo error: ambos subestimaron el
vigor político del nacionalismo”7 y, podemos añadir, des-
cuidaron el fenómeno de la perseverancia de la figura del
Estado. Ambas interpretaciones no sobrevivieron intactas
las últimas décadas del siglo pasado. El fin del sistema bi-
polar mundial, y los dramáticos conflictos que siguieron
—particularmente en el este de Europa y África— hicieron

5 Isaiah BERLIN: “The Bent Twig: A Note on Nationalism”, en Foreign

Affairs, 51 (oct. 1972).


6 Hans KOHN: The Idea of Nationalism. Nueva York: Macmillan, 1945.
7 Ernest GELLNER: Encuentros con el nacionalismo, 1995, p. 51.
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que el bien o mal llamado “retorno del nacionalismo” se


volviera un tema dominante entre los observadores del es-
pacio internacional. En lo que se refiere al plano ideológico
y a la teoría política, si para algunos la gran transforma-
ción de 1889 había producido un sentimiento de orfandad
y de desamparo intelectual, este vacío fue rápidamente ocu-
pado por el resurgimiento de temas como el republicanis-
mo, el comunitarismo… y, naturalmente, por una animada
discusión en torno al nacionalismo y su relación con la fi-
gura del Estado. En este último caso, el interés se justificaba
por un atractivo suplementario: un conjunto de trabajos
brillantes e innovadores había adelantado, por una vez, el
cambio de atmósfera y había hecho notar la gran importan-
cia del tema.
En el mundo académico, la reaparición de la discusión
sobre el nacionalismo fue casi abrupta. En las primeras dé-
cadas del siglo XX habían salido a la luz los trabajos de Carl-
ton Hayes y Hans Kohn, “los padres fundadores gemelos”
(Aïra Kemiläinen).8 Pero es, efectivamente, a partir de
principios de los años ochenta cuando diversos autores re-
novarían el interés y los estudios en la materia. Es de notar
que un significativo número de ellos eran entonces miem-
bros de los medios académicos radicados en Gran Bretaña.
De hecho, buena parte de la discusión se entabla entre los
miembros de la London School of Economics, al grado de que
se le ha llegado a denominar “el debate LSE”. Gracias a la
fecundidad de dichos trabajos el avance ha sido tal que se
puede afirmar que pocas áreas en el terreno del pensamien-
to político de las últimas décadas, han experimentado un
estudio tan intenso y una evolución comparable. Entre los
autores que más han aportado se puede mencionar a Be-
nedict Anderson, Eric Hobsbwam, Miroslav Hroch, Teren-
ce Ranger, Anthony D. Smith… y, por supuesto, al mismo
Gellner.
8 En nuestros días algunos consideran sus obras como de importan-

cia marginal. Véase, Eric HOBSBAWM: Nations and Nationalism since 1780,
Programme, Myth, Reality. Cambridge: Press Syndicate of the University of
Cambridge, 1990. Se puede añadir, como lo hace Gellner: E. H. CARR:
Nationalism and After. Londres: Macmillan, 1954.
ESTADO Y NACIONALISMO TRAS GELLNER 545

El libro de John A. Hall State of the Nation. Ernest Gellner


and the Theory of Nationalism,9 corrobora la importancia que
el pensamiento de Gellner ha tenido en el desarrollo de las
teorías modernas sobre nación y nacionalismo. El título en
inglés del libro de Hall, en un juego de palabras que inex-
plicablemente perdió la traducción al español, subraya per-
tinentemente que a diez años de Nation and Nationalism,
se antoja aún difícil distinguir la evaluación de la tesis de
Gellner sobre el nacionalismo y su papel en la creación del
Estado moderno, de la evaluación general sobre el tema.
Menos cuando se convoca, como felizmente lo hace Hall,
a algunos de los mejores especialistas e interlocutores del
propio Gellner durante años. Todo esto confiere un gran
atractivo y actualidad al libro de Hall, el cual discute la obra
de Gellner siguiendo cuatro aspectos: la formación de la
teoría, con textos de Roman Szporluk y Brendan O'Leary;
las críticas clásicas, con ensayos de Miroslav Hroch, Tom
Nairn; los aspectos políticos, con debates en los que parti-
cipan Mark Beisinger, Charles Taylor y Alfred Stefan; y las
implicaciones generales con estudios de Chris Hann, Dale
F. Eickelman y Rogers Brubaker.10 Con el fin de dar cuen-
ta del debate, a continuación combinaré este esquema y la
formulación de Gellner. Es decir, para esclarecer mejor
su papel original en la génesis del Estado moderno, valga
comenzar con la definición negativa del nacionalismo pro-
puesta por Gellner.

Lo que no es nacionalismo

Con su característica ironía, nuestro autor afirma que el na-


cionalismo sobre todo no es lo que dicen sus profetas, los
09 John A. HALL: State of the Nation. Ernest Gellner and the Theory of Na-

tionalism. Editado por John A. Hall. Cambridge, Gran Bretaña: Cambrid-


ge University Press, 1999. En adelante me referiré a la edición en español
John A. HALL: Estado y Nación. Madrid: Cambridge University Press, 2000.
10 La primera versión de su teoría apareció en el capítulo 7 de su libro

Thought and Change. Londres: Weidenfeld and Nicolson, 1964; su libro Na-
tion and Nationalism. BLACKWELL, 1983, ofrece una versión más amplia.
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nacionalistas. La nación no es ninguna realidad natural ni


evidente. A este respecto Gellner desarrolla una triple ar-
gumentación. En primer lugar, si se me permite apoyarme
en Nelson Goodman para interpretar a Gellner, una diri-
gida a mostrar que la pregunta adecuada no consiste tanto
en interrogarse qué es, sino cuándo hay nacionalismo. Una
segunda estrategia consiste en demostrar la imposibilidad
fáctica de dar satisfacción a todas las demandas políticas del
conjunto de las naciones viables; con esto se enfatiza tam-
bién el hecho de que la transformación de una población
dada en Estado-nación es, al menos en el aspecto que de-
fienden los nacionalistas, altamente contingente. El tercer
aspecto consiste en mostrar el carácter ideológico, pero no
por ello necesariamente sin importancia, del pensamien-
to nacionalista.
En lo que se refiere al primer aspecto, basta en efecto acu-
dir a la historia para constatar la diversidad de las formas de
la identidad política: desde la acéfala “nación” Neur (descri-
ta por Evans-Pritchard) hasta las federaciones supranaciona-
les, pasando por las ciudades-Estado y las diferentes figuras
de imperio. Todo indica que la creencia en una nación ahis-
tórica es sólo la ilusión de quienes hacen uso de una noción
extremadamente amplia y por lo mismo en exceso vaga. Sólo
bajo un tal uso abusivo del término puede el fantasma de la
nación aparecer así, sin mayor dificultad, en todas partes y en
todas las épocas. Si se evita este error, nada permite pensar
que haya un designio trascendente o universal que lleve a di-
vidir a la humanidad en naciones, ni mucho menos que ellas
sean el único soporte adecuado y legítimo de organización
social. Que no se trata de realidades naturales lo confirma el
hecho de que es difícil constatar en su génesis la existencia
de un vínculo lineal entre su supuesto remoto pasado y su
presente. Así a pesar de lo que pretenden los nacionalistas,
el anecdótico álbum de memorias que muestra el progresivo
paso a la edad adulta en la que por fin la nación adquiere su
investidura estatal, suele no ser muy convincente. En reali-
dad, las naciones no tienen ombligo y, en sentido estricto, no
pueden identificarse a partir de un continuum histórico. Tam-
poco lo requieren. De aquí que, a diferencia de lo que de-
ESTADO Y NACIONALISMO TRAS GELLNER 547

fiende, lo que se conoce como el paradigma “primordialista”


y su teoría de la bella durmiente, el nacionalismo no es el
catalizador del despertar de un organismo dormido duran-
te siglos, el regreso a alguna antigua edad de oro, o, según la
versión de “los dioses oscuros”, la resurrección de fuerzas
atávicas.
El segundo punto de la argumentación de Gellner consis-
te en mostrar que la creencia de que el mundo es un jardín
en que cada nación florecerá, implica ignorar que de entre
lo que se puede considerar como las 8 000 naciones con po-
tencial político, muy pocas alcanzarán la escala de viabilidad
necesaria para convertirse en Estados. La explicación es sim-
ple: dada la relación entre la limitada amplitud física de nues-
tro planeta y la talla necesaria (geográfica, demográfica, etc.)
para su viabilidad, aun tomando como referencia la medida
de Islandia, muchas naciones son las llamadas y pocas serán
las elegidas y coronadas con un techo estatal. Así, la idea del
presidente estadounidense Woodrow Willson, según la cual
los conflictos se terminarán con la simple aplicación del de-
recho a la autodeterminación nacional, se revela por demás
ingenua. A este respecto, vale la pena citar ampliamente a
Roger Brubaker comentando a Gellner:

Contra la ilusión arquitectónica, por tanto, contra la ilusión de


que los conflictos nacionalistas son susceptibles de resolución
esencial a través de la autodeterminación, afirmo que existe
una especie de teorema imposible: que los conflictos nacionales
son, en principio, irresolubles; que la nación a los conceptos
“esencialmente impugnados”; que el debate crónico es, pues,
intrínseco a la política nacionalista, forma parte de su auténtica
naturaleza; y que la búsqueda de una resolución “arquitectóni-
ca” general de los conflictos nacionales resulta desorientadora
en principio y a menudo desastrosa en la práctica.11

Regresando a nuestro autor y en lo concerniente al tercer


aspecto, el de la naturaleza de la creencia nacionalista, la
estrategia de Gellner consiste en contrastar las pretensio-
11 Roger BRUNER: “Mitos y equívocos en el estudio del nacionalismo”,

en HALL, 2000, p. 363.


548 JUAN CRISTÓBAL CRUZ REVUELTAS

nes del nacionalismo con sus efectos. De acuerdo con su


análisis, todo indica que en realidad el nacionalismo no ha-
ce lo que pregona, no actúa en vistas a la actualización de
una antigua edad dorada, sino como un proceso de ruptu-
ra con el pasado. En efecto, el nacionalista hace lo contra-
rio de lo que dice hacer: no revive el pasado ni preserva las
viejas tradiciones y, generalmente, requiere inducir —aun
si no siempre está consciente de ello— una buena dosis de
olvido histórico para conseguir sus propósitos. Si el nacio-
nalista no resucita a las naciones, las inventa. Y, generalmen-
te, lo hace… sobre las ruinas de las identidades tradicionales.
Ahora bien, Gellner interpreta esta contradicción entre el
discurso y los efectos reales de la acción, no necesariamen-
te como el resultado de una manipulación o conspiración
intelectual, sino en muchos casos como la expresión de una
verdadera falsa conciencia.
Ahora bien, más allá del nacionalismo tradicional, algu-
nos teóricos contemporáneos insisten en la visión primor-
dialista haciendo uso de herramientas intelectuales más
sofisticadas. Entre éstos se pueden distinguir al menos dos
versiones. La primera sostiene que el nacionalismo debe
entenderse como expresión de un imperativo biológico,
como lo pretende la sociobiología de Pierre van den Ber-
ghe,12 la segunda consideran que responde a un poderoso
sentimiento o condición antropológica insuperable, como
parece sugerirlo Clifford Geertz.13 Como veremos más ade-
lante, Gellner moviliza una explicación de tipo sociológico
contra esta paradójica convergencia “naturalista” de la so-
ciobiología y la antropología que, a la manera de Hamlet,
lleva a sus defensores a seguir obsesionados por la supues-
ta eterna conspiración del fantasma nacionalista.
En el otro extremo, el hecho de que el nacionalismo no
pueda explicarse a partir de un principio ahistórico ni pa-
rezca hacerlo a partir de un factor objetivo, lleva a algunos
12 Pierre van den BERGHE: The Ethnic Phenomenon. Nueva York: Elsevier,

1979.
13 Clifford GEERTZ: “The Integrative Revolution: Primordial Senti-

ments and Civil Politics”, en Old Societies and New States: The Quest for Mo-
dernity in Asia and Africa. Nueva York: Free Press, 1963.
ESTADO Y NACIONALISMO TRAS GELLNER 549

a afirmar que no se trata sino de una simple (y desafortu-


nada) contingencia histórica. Esto es, en efecto, lo que sos-
tiene Elie Kedourie14 quien insiste en el hecho de que el
pobre sustento del nacionalismo hace que los defensores
de la existencia de las naciones siempre hayan recurrido a
alguna noción vaga. Sea, por ejemplo, a la idea originada
en el romanticismo, de un “espíritu del pueblo”; o a un sub-
jetivismo colectivo, tal y como lo es su identificación con un
“plebiscito cotidiano”, como lo hace Ernest Renan. Esta úl-
tima figura no permite fundar unidades políticas; ni es, se-
gún Kedourie, realizable (ignorando, curiosamente, que
Renan no hace sino evocar “una metáfora… que funcio-
na”). A falta de mecanismos naturales o espontáneos, pasa-
mos en el caso de Kedourie a una explicación voluntarista:
los estados buscan asegurar la adhesión de la población y
su legitimidad cotidiana por medio de una constante tarea
de educación y de adoctrinamiento de la voluntad colecti-
va. Desde la infancia el poder político se emplea para inte-
riorizar en sus miembros la idea de la existencia de una
identidad nacional común. Puesto que, inculcado por el Es-
tado, el sentimiento nacional es, efectivamente, artificial.
Ahora bien, si como afirma Kedourie se trata de un pu-
ro instrumento de legitimación, para dar una cabal cuenta
de la especificidad del nacionalismo se requiere ir un paso
más allá en la explicación. En efecto, el autor se apoya en
la gran importancia que confiere, en una particular forma,
a la historia de las ideas. Kedourie considera que el nacio-
nalismo se caracteriza por ser una doctrina históricamente
novedosa de inicios del siglo XIX. Ahora bien, en nuestros
días es de constatar que ella se encuentra presente y amplia-
mente adoptada en todo el mundo. Todo pareciera indicar
que se está ante un caso de difusión epidémica de una ideo-
logía cuyo primer brote es necesario identificar. Según su
diagnóstico, ella no surge en los debates y tomas de posi-
ción de los actores de la revolución francesa, antes bien la
cepa original se localiza en la filosofía política y, más preci-
samente, en la obra de Kant. Es en efecto en el principio
14 Elie KEDOURIE: Nationalism. Londres: Hutchinson, 1961.
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de autodeterminación o de autonomía elaborado por Kant


que Kedourie identifica el origen infeccioso, el germen de
las doctrinas de Herder, Fichte y demás escritores en el
que la noción de autodeterminación va a la par con la creen-
cia en la diversidad de las naciones. A manera de una desa-
fortunada enfermedad, el nacionalismo es entendido aquí
como la “consecuencia de ideas que nunca requirieron ser
formuladas y aparecieron por un lamentable accidente”.
El primer reproche que Gellner hace a Kedourie es el de
convertir a un filósofo universalista —es decir, de la supe-
ración de los contextos particulares—, como lo es Kant, en
un pensador del arraigamiento nacionalista. En todo caso,
Kedourie habría hecho mejor en evocar a Rousseau y no en
buscar en esa obra antípoda al pensamiento nacionalista
que es la obra de Kant. Gellner insiste en que si el naciona-
lismo requiere ser explicado por su relación con el pensa-
dor de Konigsberg, sería en todo caso como una reacción
a su filosofía. Ahora bien, un punto decisivo que lo hace ale-
jarse de Kedourie y que hace su teoría al mismo tiempo au-
daz y hasta cierto punto débil, es el hecho de que la visión
de la historia de Gellner, como ya se ha adelantado, no da
mucha importancia al papel de las ideas. El nacionalismo
no debe entenderse a partir de lo que dicen sus profetas:

La tajante demarcación del objetivo del sentimiento naciona-


lista no es la obra de ninguna teoría formal, no es producida
por la acumulación histórica de premisas que apuntan en una
dirección determinada sino, al contrario, por situaciones so-
ciales concretas y prácticas.15

Finalmente se debe descartar también la denominada teo-


ría marxista del “error postal”, que supone que el mensaje
que debía despertar a las clases fue entregado equivocada-
mente a las naciones. La crítica a este último enfoque se des-
prende de la síntesis de las respuestas ya adelantas: el hecho
de que nacionalismo no es una necesidad universal no lo
convierte en una simple contingencia histórica (el simple

15 E. GELLNER: Encuentros con el nacionalismo, 1995, p. 83.


ESTADO Y NACIONALISMO TRAS GELLNER 551

resultado de un error postal). Dicho de otra manera, la his-


toria no es la del eterno conflicto entre las naciones, pero
tampoco lo es la lucha de clase. Esta discusión sobre quién es
el verdadero actor de la historia debía surgir inevitablemen-
te y suscita en el libro de Hall la discusión con los autores pro-
venientes del pensamiento marxista, tal y como son Roman
Szporluk y sobre todo Miroslav Hroch, cuya obra “inauguró
la nueva era del análisis de los movimientos de liberación na-
cional”16 (la frase es de Hobsbawm y el subrayado mío). Las
explicaciones de estos autores tienden a coincidir en su afir-
mación de que el énfasis no debe colocarse en las clases ni en
la nación, sino en la industrialización. Es decir, tienden a con-
verger con la teoría de Gellner. Como lo señala Roman
Szporluk, bien puede ser que los conflictos culturales y socia-
les converjan, y combinados tengan una gran significación en
un momento dado. “Me parece, escribe por su parte Hroch,
que nuestras aproximaciones a la cuestión básica son coinci-
dentes: nuestra idea compartida es que la formación de la na-
ción debe entenderse y explicarse en el contexto de la gran
transformación social y cultural que acompañó a la época
moderna.”17 Ahora bien, como lo indica el título de su ensa-
yo, Hroch no deja de deplorar que Gellner considere a la
nación como un mito y, con Szporluk, que nuestro autor des-
deñe la importancia de los movimientos sociales y de las ideas
nacionalistas en la transformación histórica (y, en realidad, po-
demos agregar, de las ideas, tout court). Tienen razón, el fac-
tor determinante de Gellner para explicar el nacionalismo es
ante todo ese momento histórico en el que surgen las exigen-
cias del proceso de industrialización.

LA ERA DE LA ALTA CULTURA GENERALIZADA

La propuesta de Gellner vino entonces a ampliar el debate


al defender que el nacionalismo no es un fósil vivo ni una

16Eric HOBSBAWN: Nations and Nationalism since 1780, 1990, p. 4.


17Mirolslav HROCH: “Real y construida: la naturaleza de la Nación”,
en HALL, 2000, p. 145.
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simple contingencia, antes bien es un fenómeno inheren-


te a la modernidad y, más específicamente, a la industriali-
zación. Pero para entender ahora el aspecto positivo de su
interpretación, se debe subrayar que con el nacionalismo
se está ante un factor medular de la sociedad moderna, ya
que se trata de una respuesta a una exigencia constitutiva.
Valga insistir, su teoría del nacionalismo no se entiende
sino a partir de una teoría del Estado moderno y de la mo-
dernidad en general. En particular del hecho de que a di-
ferencia de las sociedades tradicionales, las industriales
están orientadas de manera constitutiva en vistas al aumen-
to constante de sus capacidades cognoscitivas y tecnoló-
gicas. Ahora bien, la filosofía de Gellner defiende que el
progreso científico, tecnológico e industrial, se apoya en la
difusión generalizada de un idioma estándar que a imagen
del lenguaje matemático es abstracto, formal, lógicamente
unitario, libre de contexto y, por ende, comunicable y eficaz.
La consolidación histórica de una tal comunidad de libre
comunicación cuyos modos de interacción se caracterizan
por lo demás, por ser altamente impersonales, se debe acom-
pañar de una profunda mutación social. Ella no se puede
afirmar sin una población liberada de los roles rígidos de la
sociedad tradicional y del antiguo monopolio de la escritu-
ra y de la administración de los símbolos por parte de una
casta o minoría privilegiada. En lugar de la sociedad tra-
dicional marcada por la división cultural y las barreras de
comunicación, con la industrialización aparecerá así una
población con un alto grado de homogeneidad cuyo deno-
minador común será el dominio de lo que Gellner denomi-
na una alta cultura. Es decir, se conformará una población
caracterizada por la posesión de un alto y generalizado
grado educativo y por ende capaz de satisfacer los requeri-
mientos de comunicación y de intercambio de roles nece-
sarios para la nueva sociedad industrial.
Esta transformación no se hace espontáneamente, ella es
favorecida por la educación difundida y asegurada por el Es-
tado. La instrucción pública desempeña un papel central, ya
que la educación es al mismo tiempo el instrumento que per-
mite al Estado crear la homogeneidad cultural necesaria para
ESTADO Y NACIONALISMO TRAS GELLNER 553

la sociedad moderna, y el medio para los individuos de acce-


so a la ciudadanía. A este respecto, si en la modernidad las
posiciones sociales no están predeterminadas ni son inamo-
vibles, y si tampoco son definidas por la capacidad de esfuer-
zo físico (por ejemplo para cazar o luchar), la posición social
de cada individuo estará directamente relacionada con la
destreza alcanzada por cada individuo en su dominio de
la lengua “oficial”. Esta importancia conferida a la habilidad
lingüística hace que, parafraseando a su no tan querido Wit-
tgenstein (y en realidad al escritor Karl Kraus),18 Gellner afir-
me que para el individuo moderno “los límites de su cultura
son igualmente aquellos de su empleabilidad, de su mundo
y de su ciudadanía moral”.19 Pero esto significa también que
la modernidad genera doble dinámica contrapuesta: la in-
dustrialización y el desarrollo del intercambio mercantil re-
quieren espacios culturalmente homogéneos; al mismo tiem-
po, este proceso de desarrollo industrial y mercantil produce
nueva estratificación social y nueva organización política. Evi-
dentemente, esta diferenciación no puede ser legitimada
bajo las formas tradicionales de organización social. El “sim-
bolismo místico de la religión”20 ya no es un recurso de legi-
timación (al menos de forma explícita) en el mundo del Es-
tado laico. El nacionalismo, con su innovadora exigencia de
hacer coincidir lo cultural y lo político, permite resolver es-
ta contradicción. Gracias a esta nueva ideología y a su enor-
me fuerza unificadora, el Estado obtiene un instrumento que
favorece las condiciones necesarias al crecimiento económico,
a la integración social y a la legitimación del orden político.
Como toda forma de legitimación, el nacionalismo articu-
la los conflictos de una manera particular. En efecto, en el
mundo tradicional la diferenciación cultural es una forma de

18 Véase Juan Cristóbal CRUZ REVUELTAS: La incertidumbre de la moderni-

dad, 2002, p. 60.


19 E. GELLNER: “Le nationalisme et les deux formes de la cohesión”, en

Pierre-André DELANNOI ET TAGUIEFF: Théories du nationalisme. París: Kime,


1991, p. 243.
20 E. GELLNER: “Le nationalisme et les deux formes de la cohesión”, en

Pierre-André DELANNOI ET TAGUIEFF: Théories du nationalisme. París: Kime,


1991, p. 244.
554 JUAN CRISTÓBAL CRUZ REVUELTAS

diferenciación social que no está en disputa. Como lo indica


Tomás Pérez Vejo,21 en el mundo preindustrial de Europa,
las identificaciones colectivas (y por ende los conflictos) eran
religiosas, genealógicas o territoriales. En tanto que en la era
del nacionalismo, la cultura se vuelve, como ya se ha adelan-
tado, el medium de reconocimiento y el objeto del conflicto,
es decir, la sustancia de la identidad colectiva por excelencia.
De aquí que, parafraseando a Max Weber, Gellner defina al
Estado moderno por su capacidad de detentar el “monopolio
de la cultura legítima”. Identificar a la comunidad política
con los límites de una cultura específica es la fuerza y la de-
bilidad de la cohesión favorecida por el nacionalismo.

LAS CRÍTICAS

Más allá de la crítica o la corrección de Nicos Mouzelis,22


quien sugiere que más que una teoría sustancial sería me-
jor considerar la teoría de Gellner como un marco concep-
tual útil, un tipo ideal en el sentido weberiano (reproche
que no deja de ser paradójico para un alumno de Popper
como lo es Gellner), las críticas más significativas de la obra
de Gellner son las siguientes:

a) Ante todo, como se puede constatar en casi la totalidad


de los ensayos del libro, se le achaca a la teoría de Gellner
su funcionalismo. En efecto, se le ha imputado a su teoría
incurrir en los errores propios del funcionalismo y de las
explicaciones holistas en general: el nacionalismo es expli-
cado por sus consecuencias (la causa por sus efectos); los
individuos y los actores sociales realizan fines que no cono-
cen ni menos entienden. Esta crítica atañe en particular,
tanto a lo que se refiere a la explicación de Gellner sobre
el nacionalismo como a la importancia que ella confiere a

21 Tomás PÉREZ VEJO: Nación, identidad nacional y otros mitos nacionales.

Oviedo: Ediciones Nobel, 1999.


22 Nicos MOUZELIS: “La teoría del nacionalismo de Gellner: algunas

cuestiones de definición y de método”, en HALL, 2000.


ESTADO Y NACIONALISMO TRAS GELLNER 555

la educación por parte del Estado; se utilizan entidades ma-


crosociales u holísticas y se les confiere intencionalidad más
allá de los individuos. Su funcionalismo también explica su
desdén de las emociones que acompañan a la noción de
identidad nacional: “teorizó el nacionalismo sin detectar el
encanto” (Perry Anderson citado por Tom Nair);23 Gellner
y B. Anderson “nos ofrecen Hamlet sin el principe”24
(Charles Taylor). Pero ante todo, el funcionalismo parece
impedirle reconocer en las ideas un factor del cambio so-
cial e histórico. De aquí que Mark Beissinger señale que,
como es característico de las interpretaciones genéticas y
evolutivas, Gellner deja dentro de una gran “caja negra” “el
proceso por el que las categorías de lo nacional adoptan
significado para una gran parte de la gente y llegan a ser
poderosos referentes para la acción política”.25
Como lo señala Brenda O'Leary,26 Gellner se defendió
de dicha crítica. No aceptó que su teoría fuera teleológica
(a la manera del célebre espíritu hegeliano de la historia
que cabalga sobre un caballo blanco y no lo sabe), pero sí
aceptó que fuera causal: “la sociedad industrial, su difusión,
sus descontentos e impacto desigual sobre los terrenos ét-
nicos y culturales existentes, causan el nacionalismo”.27 Por
otra parte O'Leary defiende que Gellner terminó por ha-
cer más flexible su teoría: el nacionalismo no sería así sólo
el efecto de una causa (la transformación a una sociedad
industrial), también responde tanto a una expresión de au-
téntica identidad como a un instrumento de dominación
apropiado para las élites.

23 Tom NAIRN: “La maldición del ruralismo: los límites de la teoría de

la modernización”, en HALL, 2000.


24 Charles TAYLOR: “Nacionalismo y modernidad”, en HALL, 2000, p. 281.
25 Mark BEISSINGER: “Nacionalismos que ladran y nacionalismos que

muerden…”, en HALL, 2000, p. 228.


26 Brenda O'LEARY: “El diagnóstico de Gellner sobre el nacionalismo:

una visión crítica, o ¿qué sigue vivo y qué está muerto en la filosofía del
nacionalismo de Gellner?”, en HALL, 2000.
27 Brenda O'LEARY: “El diagnóstico de Gellner sobre el nacionalismo:

una visión crítica, o ¿qué sigue vivo y qué está muerto en la filosofía del
nacionalismo de Gellner?”, en HALL, 2000, p. 120.
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b) Por otra parte, autores como O'Leary y Alfred Stepan28


consideran que Gellner no logra dar cuenta de la interde-
pendencia entre nacionalismo y democratización. Este pun-
to es desarrollado en el libro por Stepan y Charles Taylor.
Ambos aceptan la visión modernista de Gellner, pero la con-
sideran insuficiente. El primero se apoya en Hume, David
Miller, Robert A. Dahl y en el propio Charles Taylor, para re-
tomar la constatación de que hasta ahora el marco probado
de la democracia es el Estado-nación. Es decir, si bien todas
las identidades son variables con el tiempo, la democracia re-
quiere elementos mínimos de identificación colectiva suscep-
tibles de generar un “alto grado de confianza y solidaridad”
(David Miller). Stepan se suma a Charles Taylor para defen-
der que “los individuos no pueden desarrollar y ejercer todos
sus derechos mientras no sean miembros activos de un gru-
po que lucha por algunos beneficios colectivos”.29 El Estado
moderno democrático requiere, insiste Taylor, “un fuerte
sentimiento de identificación”, a saber, el patriotismo. Es
de notar que dentro de su propuesta Stepan acepta como via-
ble un federalismo análogo al ejemplo canadiense propuesto
por Charles Taylor. Federalismo en el que coexisten diferen-
tes unidades culturales bajo un mismo gobierno federal, y
que cumple con la condición de que los ciudadanos recono-
cen claramente dos ámbitos diferenciados de legitimidad.
Pero no cree que este modelo sea aplicable a los países en
transición democrática, objeto de su reflexión.
Es de notar que tanto Stepan como Taylor se interesan por
subrayar la interrelación entre nación y democracia moder-
na. Esto explica que Taylor reitere la conocida distinción en-
tre un “nacionalismo de masas defensivo” y un “nacionalismo
liberal”. Ahora bien, contra la pertinencia de esta tipología,
Roger Brubaker30 sostiene que la distinción entre un nacio-
nalismo cívico o patriotismo y un nacionalismo étnico es
28 Alfred STEPAN: “Las modernas democracias multinacionales: supe-

rando un oxímoron de Gellner”, en HALL, 2000.


29 Alfred STEPAN: “Las modernas democracias multinacionales: su-

perando un oxímoron de Gellner”, en HALL, 2000, p. 312.


30 Rogers BRUBAKER: “Mitos y equívocos en el estudio del nacionallis-

mo”, en HALL, 2000.


ESTADO Y NACIONALISMO TRAS GELLNER 557

débil analíticamente. Suponer que el nacionalismo “malo”


es aquel fundado en una visión biológica y racial, lleva a
concluir que ha habido muy pocos casos de este tipo de
nacionalismo. Y si de forma complementaria identificamos a
cualquier nacionalismo cívico como cultural, entonces la ex-
tensión de la noción hace que pierda capacidad explicativa
como tal. Si en sentido contrario, se identifica el nacionalis-
mo étnico como cultural, entonces será el cívico el que se
vuelve un objeto inexistente. De aquí que la diferenciación
de Taylor sea inoperante, en tanto que su crítica por parte de
Brubaker es congruente con su ya señalado escepticismo
ante la idea de que el principio de autodeterminación sea
una solución al problema de la violencia. Sobre todo cuando
la metáfora Modigliani (propuesta por Gellner), de Estados
culturalmente homogéneos, es contradicha por una reali-
dad mejor representada por un estilo “Kokoschka” de gobier-
nos multiculturales: “hoy se reconoce universalmente que las
formas de gobierno existentes son de algún modo multi-
culturales”.31

c) Más allá de señalar su rechazo de la creencia de Gellner


en que por el estado de sus divisiones nuestro mundo con-
temporáneo se semeja más a un cuadro de Modigliani que
a uno de Kokoschka, el texto de Brubaker ofrece nume-
rosas pistas para prolongar el debate. Es convincente su
defensa de que sería beneficioso pasar de las visiones es-
tructuralistas (y holistas en general, diría yo) para privi-
legiar acercamientos más constructivistas y confrontar el
estudio de los fenómenos de grupo con los instrumentos
brindados por el individualismo metodológico.32 Intentar
armonizar la referencia a las grandes fuerzas sociales y el es-
tudio de los contextos específicos (Charles Tilly), como
también propone Beissinger, permitiría conciliar la gran
narración de Gellner con las motivaciones de los individuos

31 Roger BRUNER: “Mitos y equívocos en el estudio del nacionalismo”,

en HALL, 2000, p. 385.


32 La obra de Hardin RUSELLE: One for all, the Logic of Group Conflict.

Princeton: Princeton University Press, 1995, es un buen ejemplo.


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y equilibrar esa constante ambigüedad de Gellner entre lo


necesario y lo contingente del nacionalismo. Es decir, brin-
daría a la visión de Gellner una teoría de la acción y del
cambio social más convincente.

CONCLUSIÓN

Desde el punto de vista de la comprensión histórica del fe-


nómeno nacionalista y de la formación del Estado moderno,
a pesar de las modas intelectuales, de manera afortunada
entre los especialistas el debate con la posición primordia-
lista parece definitivamente cerrado. Sin embargo, la visión
modernista de Gellner se ha visto desafiada más reciente-
mente por aquellos que como John Armstrong y Anthony
Smith defienden que las naciones sólo pueden entenderse
como fenómenos actuales en relación de continuidad con
etnias premodernas. Pero es de notar que la perspectiva de
longue durée pierde la gran fuerza explicativa de una teoría
como la de Gellner. Por mi parte, me siento más cercano a
Gellner y Brubaker: las identidades políticas no son reali-
dades ontológicas, son más bien la vieja sustancia amorfa y
modificable sobre la que se juega permanentemente la con-
frontación y la negociación política. De aquí que su mejor
léxico de transformación sea el vocabulario de la democra-
cia. Ahora bien, al desdeñar la importancia de las ideas y
debido a la ausencia en su pensamiento de una verdadera
filosofía práctica, la reflexión de Gellner se antoja insufi-
ciente para dar cuenta de la obsesiva persistencia de dos
elementos centrales en la historia de la humanidad: la po-
lítica y el Estado.

Juan Cristóbal CRUZ REVUELTAS


Universidad Autónoma del Estado de Morelos

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