Gonzalez 2003 EslabonPerdido

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Cuicuilco

ISSN: 1405-7778
[email protected]
Escuela Nacional de Antropología e Historia
México

González Arratia, Leticia


En busca del eslabón perdido. La motivación tras la exploración de las cuevas mortuorias de
Coahuila durante el siglo XIX
Cuicuilco, vol. 10, núm. 28, enero-abril, 2003, p. 0
Escuela Nacional de Antropología e Historia
Distrito Federal, México

Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=35102804

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En busca del eslabón perdido.
La motivación tras la exploración
de las cuevas mortuorias de
Coahuila durante el siglo XIX
Leticia González Arratia*

R ESUMEN : La única exploración arqueológica ABSTRACT: The only archaeological exploration


realizada en Coahuila en el siglo XIX, teniendo como which took place in Coahuila during the XIX
objetivo declarado la búsqueda de cuevas mortuorias, century, with the declared purpose of searching
fue realizada en 1880 por Edward Palmer y financiada mortuary caves, was undertaken by Edward Palmer
por el Museo Peabody de la Universidad de Harvard. and financed by the Peabody Museum at Harvard
Los documentos no dejan en claro el interés académico University. The intellectual objectives of this
o intelectual por el cual se llevó a cabo, en una región enterprise are not clear mainly because it meant to
incomunicada, distante y peligrosa que no ofrecía travel to an inhospitable region, far, isolated and
atractivos reales para los coleccionistas de objetos dangerous and devoid of “artistic” and commercial
arqueológicos de la época. En el texto se introduce la archaeological objects. This article introduces a
hipótesis que relaciona la búsqueda de cuevas hypothesis that relates the search for mortuary caves
mortuorias en Coahuila con el impacto de la teoría de in Coahuila with the impact that Darwin’s Theory
la evolución de Darwin, particularmente el recién of Evolution, mainly the recently created concept of
creado concepto del “eslabón perdido”, sobre el ámbito “Lost Link” in the American academic milieu.
académico americano.

E xisten tres reportes que mencionan la exploración de cuevas mortuorias durante


el siglo XIX en Coahuila. Dos de ellos fueron realizados por personajes mexica-
nos que visitaron accidentalmente o por curiosidad este tipo de contexto pero sin
intención premeditada [Avila, 1849; Ramírez, 1903]. El tercero tuvo como objetivo
explícito explorar, encontrar y recuperar los bultos mortuorios de una serie de
cuevas que aparecen en documentos publicados en los Estados Unidos, parti-
cularmente en la obra de Hurbert H. Bancroft [1875]. Este proyecto fue formulado
por el Museo Peabody de la Universidad de Harvard en Cambridge, Massachusets,
y para ello se contrató a un explorador profesional, Edward Palmer [Studley,

* Centro INAH Coahuila, Museo Regional de La Laguna.

NUEVA ÉPOCA, volumen 10, número 28, mayo-agosto, 2003, México, ISSN 1405-7778.
2 LETICIA GONZÁLEZ ARRATIA

1884:233], botánico empírico que también hacía de arqueólogo, aunque sin una
formación profesional.
La documentación disponible indica que el promotor de esta aventura fue
Frederic Putnam [1883:118], curador del museo con amplias influencias en el mundo
de la incipiente arqueología de Norteamérica [Fagan, 1977:282].
Es pertinente preguntarse las razones no explícitas que motivaron esta aventura,
si tomamos en cuenta el prolongando tiempo que ocupó (ocho meses), lo penoso
que fue viajar hasta el corazón del Bolsón de Mapimí (un desierto extremadamente
seco, deshabitado e incomunicado) y lo costoso e incluso lo peligroso de esta explo-
ración, pues en esa época los ataques de apaches y comanches todavía eran frecuen-
tes en esa zona del país.
Considerando el valioso material arqueológico que Palmer obtuvo —seis bultos
mortuorios intactos y material externo [1880]—, la fragilidad y la poca susceptibilidad
de la aparición de gran variedad de textiles, plumas, objetos de madera, etcétera, en
contextos arqueológicos —ya que en otro tipo de clima éstos desaparecen con el
paso del tiempo—, es necesario cuestionarse por qué los resultados de esa exploración
no entusiasmaron a nadie.
Para indagar sobre esto analizaremos dos testimonios directos de la época y uno
indirecto que permiten el delicioso ejercicio de elucubrar sobre el tema. Una fuente,
una carta inédita, corresponde a un rico y culto agricultor mexicano, José Ángel
Benavides, que habitaba en la Comarca Lagunera (lugar donde se ubicaban las
principales cuevas mortuorias en esa época) y que conoció a Edward Palmer, pues
en algún momento fue su anfitrión y le proporcionó información sobre la presencia
de diferentes cuevas mortuorias [Benavides, 1918].
Otra fuente es una referencia publicada por Frederic Putnam donde señala
haber consultado una serie de autores que mencionan la presencia de esas cuevas
en el área que se le comisiona explorar a Palmer [Putnam, op. cit.:119]. La última
fuente la constituyen los aspectos biográficos de algunos autores que indican los
intereses académicos de Putnam cuando se realizó la exploración a Coahuila [Fagan,
op. cit.:283].
Iniciaremos con el recuento de una conversación entre Palmer y Benavides que
ocurrió en 1880, en medio del desierto (en el aislado poblado de San Pedro de las
Colonias, Coahuila, 60 km al norte de Torreón), cuando el primero había concluido
la mayor parte de su trabajo de campo y había encontrado varios bultos mortuorios
intactos pero otros abiertos y con los huesos desparramados en el interior de las cue-
vas visitadas, debido al saqueo. Las observaciones de Palmer que 38 años después
aún recuerda Benavides nos trasladan de manera sorprendente al tema de los inicios de
la humanidad.
EN BUSCA DEL ESLABÓN PERDIDO 3

EL ESLABÓN PERDIDO
Esta conversación quedó consignada por Benavides en una carta enviada a Pastor
Rouaix1 en 1918, y recuerda las palabras de Palmer que tanta impresión le causaron:
El Doctor [Palmer] me dijo mire Ud., Señor Benavides, si hubiera encontrado media
docena de estos ejemplares [y le enseñó “un maxilar humano con solo los dientes incisivos,
sin muelas ni señal de los alveolos o el lugar que ocupan”] daría una gran sorpresa a la
ciencia estableciendo con base segura el eslabón que une la raza humana al orangután.
Pero un solo ejemplar puede ser un fenómeno y por lo mismo no me arriesgo a publicarlo
pero Ud. queda para completar el descubrimiento siga Ud. investigando y puede ser
que encontremos el eslabón perdido [Benavides, op. cit.].

Actualmente, parecería fuera de contexto la simple formulación de este tipo de


problema. ¿Encontrar o, incluso, buscar el eslabón perdido en América y, específi-
camente, en la Comarca Lagunera? Actualmente es del conocimiento científico y
popular que los orígenes de la humanidad se localizan en África.
Pero cuando ocurrió esta conversación, en 1880, habían pasado apenas 20 años
desde que Charles Darwin diera a conocer sus teorías sobre la evolución en El Origen
de las Especies (1859). Sus postulados habían causado enorme impacto en el mundo
científico, en la sociedad inglesa en general y posteriormente en el mundo.
A esta obra siguió en 1863 el libro El lugar del hombre en la Naturaleza, de Thomas
Huxley, amigo de Darwin y acendrado defensor de la teoría evolucionista, quien
introdujo la hipótesis de que el hombre había evolucionado a partir de otras especies
de animales. Trabajando esta idea, Huxley concluyó que “[...] de todos los anima-
les de la tierra, los grandes antropoides de África, los chimpancés y los gorilas eran
los que estaban más relacionados con el hombre” [Edey, 1980:11].
De esto se podía deducir que “[...] si se encontraban fósiles prehumanos, condu-
cirían a tipos aún más antiguos, que a su vez resultarían ser antepasados, tanto de
los primates antropoides como de los hombres [...]” [ibid.].
Otro contemporáneo de Darwin y defensor de su teoría, el zoólogo alemán
Ernst Haeckel, reconocía al igual que Huxley el parentesco entre simios y huma-
nos pero argumentaba que debió existir una transición entre uno y otro, un eslabón
intermedio.
Hacia la época en que Palmer viajó a La Laguna (en 1880) el término “eslabón
perdido” era ampliamente popular. Un nombre más específico lo proporcionó
Haeckel: Pithecanthropus u “hombre-mono” [Leakey, 1995:54 y s].
Seguramente, se escuchaban discusiones en torno al eslabón perdido en los
cubículos de los antropólogos y zoólogos de las diferentes instituciones académicas,

1 Pastor Rouaix era secretario de Agricultura en esa época, dependencia que se encargaba de la Dirección
de Arqueología, presidida por el ilustre arqueólogo mexicano Manuel Gamio.
4 LETICIA GONZÁLEZ ARRATIA

como el Museo Peabody o la Smithsonian Institution, con las que Palmer se relacionaba
en los Estados Unidos. Desde ahí empezó a alimentar sus conocimientos al respecto
pero también sus fantasías.
Habría que señalar, sin embargo, que la hipótesis de Huxley ubicaba al progenitor
del hombre (el eslabón perdido) en África, siguiendo los argumentos del mismo
Darwin [ibid.:76] pero sin contar realmente con pruebas empíricas que lo sustentaran.2
Entonces, ¿por qué se le ocurrió a Palmer que el “eslabón perdido” podría localizarse
en la Comarca Lagunera y el Bolsón de Mapimí?
Actualmente, sabemos que la intuición de Darwin y Huxley acerca del lugar
donde podría encontrarse el antecesor más remoto de los humanos era correcta.
Pero la ausencia de fósiles, que marcó la pauta para ubicar geográficamente a los
más antiguos antepasados del hombre moderno, y el poco desarrollo de los estudios
geológicos permitían la introducción de otras hipótesis, como lo indican Leakey y
Lewin cuando se refieren a los inicios del estudio del hombre antiguo en Europa.
Según Haeckel, Pithecanthropus apareció en Lemuria, un continente que [...] se creía entonces,
se había hundido en el océano Índico. Desde Lemuria, los descendientes evolutivos de
este ser habrían migrado hacia el oeste, hasta África, hacia el noreste hasta Europa y Próximo
Oriente, hacia el norte hasta Asia, y cruzando el puente continental hasta América, y hacia
el este vía Java hasta Australasia y la Polinesia. Hoy esta geografía global nos parece extraña,
pero en tiempos de Haeckel no se conocían las bases de la geología continental ni las placas
tectónicas, y la idea de extensos puentes terrestres y de continentes hundidos formaba
parte del pensamiento científico convencional [Leakey et al., 1995:55].

Por tanto, la idea de que el eslabón perdido pudiera estar localizado en América
no estaba tan fuera de lugar en esa época. Cuando Palmer regresó a los Estados
Unidos y llevó el material recolectado en las cuevas mortuorias de La Laguna y
sitios cercanos al Peabody Museum, se abrieron los bultos y se separaron los objetos
de los restos óseos humanos. Cordelia Studley se encargó de estudiarlos y no hizo
ninguna mención respecto a la presencia de algún dato en los maxilares estudiados
que pudiera considerarse una anomalía extraordinaria [Studley, 1884].
Seguramente, Palmer pronto se olvidó de su hipótesis pero no así Benavides,
quien siguió fielmente los consejos del primero, a tal grado que en algún momento
no especificado3 envió al secretario de Agricultura, Pastor Rouaix, unos maxilares

2 Hacia 1880 el único fósil humano conocido en el mundo había sido descubierto en una cantera de
piedra caliza en Neanderthal, Alemania, en 1856, y había sido descrito como” [...] un tipo inferior a
todas las razas humanas que ahora existen” [Dart y Craig, 1962:43]. No obstante, se reconocía que
sus restos “[...] presentaban una forma relativamente moderna de un humano extinguido hace unos
34 000 años” [Leakey, 1995:55]. Respecto a otros hallazgos, hasta 1891 fueron descubiertos los fósi-
les de Java [ibid.:56].
3 Benavides escribió una carta a Rouaix con la siguiente nota: “He recibido su comunicado de esta
misma fecha que contesto con la historia de los objetos a que Ud. se refiere [...]”.
EN BUSCA DEL ESLABÓN PERDIDO 5

encontrados en las cuevas de la Comarca Lagunera de Coahuila, del tipo que le en-
señó Palmer. Posteriormente, le escribió una carta el 25 de abril de 1918 donde le
explicaba la procedencia de estos objetos y le manifestaba su inquietud respecto a su
relación con el eslabón perdido.
Rouaix, a su vez, envió de inmediato los materiales al arqueólogo Manuel Gamio
a la ciudad de México para que fueran estudiados [Rouaix, 1918], y la respuesta no
se hizo esperar. Gamio le contestó, apoyado en el estudio de Alfonso Herrera, que
este tipo de maxilar correspondía a individuos viejos que por su edad perdieron las
muelas y con el tiempo los alvéolos se cubrieron y desaparecieron [Gamio, 1918].
Así se cerró el capítulo del “eslabón perdido” de La Laguna.
El concepto de “eslabón perdido” ha sido afinado a partir de los diferentes
estudios y hallazgos realizados durante un siglo, desde los años ochenta del siglo
XIX hasta el siglo XX , y la imagen popular y romántica que se tenía en el siglo XIX
se ha modificado sustancialmente. Hoy en día, algunos especialistas entienden
como tal:
[...] la primera fase de la evolución del hombre: el periodo crucial, cuando se separó de su
antepasado; crucial, porque fue durante este periodo cuando se desarrollaron las
características más significativas de la anatomía y conducta humana [Varios autores, 1981:7].

Pero no todos los estudios manifiestan las mismas opiniones. Por ejemplo, Clark
Howell considera que la idea del eslabón perdido es un “concepto erróneo”, pues
implica que es posible demostrar la relación entre el hombre y los antropoides a
partir de un solo fósil [Howell, 1969:13] que llenara el vacío empírico entre ambos.
Este fósil, según el mismo autor, no ha sido hallado ni se encontrará jamás debido a
la especificidad empírica que ese concepto aspiraba alcanzar en el pasado. De hecho,
se trata de un proceso que quedará reflejado a lo largo de muchas generaciones e
individuos.
Respecto a la exploración de las cuevas mortuorias de Coahuila, quedan varios
puntos oscuros que sería pertinente retomar:

1. ¿Cómo se organizó desde Cambridge, Massachusets, la exploración de una región


desconocida en aquella época (La Laguna), incluso por los mexicanos, y que no
ofrecía “riquezas” arqueológicas en el sentido comercial y monumental del
término? No se entiende, a menos de que existiera un problema que rebasara la
mera obtención de material arqueológico, es decir, un problema académico y
teórico subyacente.
2. ¿Cuál podría ser éste? Como se mencionó, la exploración de 1880 a Coahuila fue
patrocinada por el Museo Peabody de la Universidad de Harvard con el expreso
propósito de encontrar cuevas con restos humanos. El autor intelectual fue el
6 LETICIA GONZÁLEZ ARRATIA

curador del museo, Frederic Putnam. Se podría pensar que el objetivo inmediato
de la exploración haya sido la adquisición de objetos para el museo, sin embargo,
aquel material abundante e impactante que Palmer llevó al museo, aunque sí
fue exhibido,4 no fue estudiado sistemática ni formalmente a pesar de que en los
Proceedings de la reunión de 1880-1882 de la Boston Society of Natural History se
comprometió a ello, como puede apreciarse en la siguiente cita: “Mr. Putnam
stated that he considered the collection one of great interest and that a detailed account of
it would be given, in which Dr. Palmer’s notes would be incorporated” [Putnam,
1883:119].
Sin embargo, en 1887 Putnam escribió una nota al pie de página en el estudio de
los restos óseos humanos publicado por Studley: “Esta colección se mencionó en el
Informe Catorceavo del Museo, pero los abundantes e interesantes objetos asociados
a los bultos, o sueltos en las cuevas, aún no se han descrito” [en Studley, 1884:233].5
En 1968 Walter W. Taylor, arqueólogo que conocía este material, mencionó que
hasta ese momento aún no había sido estudiado.
Para entender el significado de las exploraciones del Museo Peabody en Coahuila,
se debe explorar la vertiente relacionada con el impacto que ocasionaron en Europa
occidental y en los Estados Unidos los hallazgos de Boucher de Perthes en el valle
del Somme, en Francia, por una parte, y los restos óseos del hombre de Neanderthal,
por otra.
Ambos obtuvieron rápidamente el interés de los dos centros académicos esta-
dounidenses que tenían presencia en el mundo de la arqueología: la Smithsonian
Institution y el Museo Peabody de la Universidad de Harvard. Esta atención se
manifestó particularmente en el curador del museo, Frederick Putnam, quien pronto
incluyó la búsqueda de los orígenes del hombre en Norteamérica como uno de sus
intereses académicos y parte de sus proyectos de campo [Fagan, op. cit.:282].
A la distancia y perspectiva que proporciona el tiempo que nos separa de los
años ochenta del siglo XIX, aparece, aunque diluida, la posible estrategia empleada
para buscar evidencia de la antigüedad del hombre en América. Ésta consistía, por
una parte, en dirigir las excavaciones hacia el mismo tipo de contexto geológico
donde Boucher de Perthes había localizado en Francia artefactos muy antiguos: en
las gravas, en este caso, de Norteamérica. Por otra parte, agotar las referencias
conocidas —bibliográficas y verbales— más prometedoras sobre la presencia de restos
óseos humanos cuyas características apuntarían hacia una gran antigüedad. Tal vez

4 Este material arqueológico se encontraba en exhibición en 1887 en la Galería Mexicana del Museo
Peabody [Studley, 1884:233, n. 1].
5 Traducción libre de la autora. La cita textual en inglés dice: “This collection is mentioned in the Fourteenth
Report of the Museum, but the many interesting objects found in the bundles or loose in the caves have not yet
been described” [ibid.].
EN BUSCA DEL ESLABÓN PERDIDO 7

el dato acerca de la presencia de cuevas con cadáveres en el suroeste de Coahuila


fue tomado de la publicación de Bancroft [1875], lo que sugirió la posibilidad de
llegar a su objeto de investigación.
En resumen, una primera hipótesis del por qué se realizó la expedición en busca
de las cuevas mortuorias de Coahuila sería la intención de encontrar evidencia que
probara la antigüedad del hombre americano y, en un descuido, tal vez el origen del
hombre. Esto es sugerido por el uso del concepto del eslabón perdido hecho por
Palmer.
Los restos óseos humanos obtenidos en la exploración de Edward Palmer en
Coahuila como los únicos materiales arqueológicos analizados en el Museo Peabody
aportarían una evidencia más para apoyar esta hipótesis.
En realidad estos estudios no generaron datos para sustentar una mayor
antigüedad del hombre en la región, lo que podría explicar también por qué el resto
de los artefactos tan variados, abundantes y poco comunes en el registro arqueológico
como los mantos, tocados de plumas y otros objetos de material orgánico que nor-
malmente desaparecen del contexto arqueológico, no se estudiaron en su momento.
Desde otro ángulo, el estudio de los restos óseos humanos —independientemente
de su probable corta antigüedad— constituyó el primer acercamiento y conocimiento
acerca de las características físicas de la población indígena prehispánica del desierto
mexicano [Studley, 1884], datos que aprovecharon los antropólogos físicos mexicanos
como base de comparación cuando estudiaron los restos óseos humanos provenientes
de la exploración de la Cueva de la Candelaria en Coahuila.
Esta cueva albergó un cementerio prehispánico ubicado en la Comarca Lagunera,
que fue explorado en 1953 y 1954 por el antropólogo físico Arturo Romano, los
arqueólogos Francisco González Rul, Luis Aveleyra Arroyo de Anda, Pablo Martínez
del Río y el geólogo Manuel Maldonado Koerdell. A partir de la interesante y
exhaustiva investigación documental realizada por Pablo Martínez del Río para
localizar referencias sobre cuevas con material semejante al localizado en La
Candelaria, se dieron a conocer con más detalle las características del material
arqueológico obtenido por Edward Palmer en Coahuila, así como la publicación de
Cordelia Studley [González Arratia, 2000].6
El material óseo de la primera temporada fue estudiado por la antropóloga física
Johanna Faulhaber [s/f; Martínez del Río, 1953:187] y Arturo Romano presentó el
conjunto de las tres temporadas como tesis de maestría. Ambos hacían referencia al
trabajo de Studley.
Casi 50 años antes, en 1918, otros antropólogos mexicanos como Manuel Gamio
y Alfonso Herrera pusieron a prueba la hipótesis del eslabón perdido a partir del

6 Actualmente está en preparación un libro dedicado a las exploraciones de Edward Palmer en las
cuevas mortuorias de Coahuila donde se describirá con mayor detalle el material arqueológico.
8 LETICIA GONZÁLEZ ARRATIA

análisis directo de maxilares humanos arqueológicos, lo que proporcionó un ejemplo


de utilización del método científico.
Su aplicación inició con la aceptación del material óseo que Pastor Rouaix envió
desde Saltillo y de la hipótesis que le proporcionó José Ángel Benavides; continuó
con el estudio de ese material desde el criterio y la experiencia especializada de
Alfonso Herrera, quien observó las características que presentaba el maxilar y
encontró una explicación diferente a la del “eslabón perdido” gracias al conocimiento
práctico, ubicando así los maxilares en un contexto más acorde con la realidad
arqueológica.
Esta dinámica científica no fue publicada en su época tal vez porque el momento
que atravesaba la arqueología mexicana no lo ameritaba ni existía una discusión
teórica que rebasara la mera comprobación o refutación de la hipótesis. Sobre todo,
por tratarse de modestas “antigüedades” provenientes del norte de México, de socie-
dades que, interpretó Gamio, tendrían mayor relación con los indios de Norteamérica
que de Mesoamérica.
Actualmente, desde el paradigma de la historia de la ciencia, en general, y de la
historia de la arqueología mexicana y regional, en particular, se proyecta como un
hecho curioso, interesante e importante en la medida en que se puede vincular con
otros que maduraron en esa época en Europa y en los Estados Unidos.

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