La Prosa de Ideas en El Renacimiento

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LA PROSA DE IDEAS EN EL RENACIMIENTO

TEXTO I: Erasmo de Rotterdam, Elogio de la locura (o a la estulticia –necedad–), 1511

Capítulo XVI
Pero ya es hora de que, a ejemplo de Homero, dejemos el cielo y volvamos a la Tierra para ver en
ella que nada hay alegre ni feliz que no se deba a mi favor. Observar primeramente con cuánta
solicitud ha cuidado la naturaleza, madre y artífice del género humano, de que nunca falte en él el
condimento de la estulticia.
En efecto, según la definición de los estoicos, si la sabiduría no es sino guiarse por la razón y, por el
contrario, la estulticia dejarse llevar por el arbitrio de las pasiones, Júpiter, para que la vida humana
no fuese irremediablemente triste y severa, nos dio más inclinación a las pasiones que a la razón, en
tanta medida como lo que difiere medía onza de una libra. Además relegó a la razón a un angosto
rincón de la cabeza, mientras dejaba el resto del cuerpo al imperio de los desórdenes y de dos
tiranos violentísimos y contrarios: la ira, que domina en el castillo de las entrañas y hasta en el
corazón, fuente de la vida; y la concupiscencia, que ejerce dilatado imperio hasta lo más bajo del
pubis.
La vida que llevan corrientemente los hombres ya evidencia bastante cuánto vale la razón contra
estas dos fuerzas gemelas, pues cuando ella clama hasta enronquecer indicando el único camino
lícito y dictando normas de honestidad, éstas mandan a paseo a su soberana y gritan más fuerte que
ella, hasta que, cansada, cede y se rinde.

TEXTO II: Nicolás Maquiavelo, El príncipe, 1532

Capítulo XXIII
Como huir de los aduladores
No quiero pasar por alto un asunto importante, y es la falta en que con facilidad caen los príncipes si
no son muy prudentes o no saben elegir bien. Me refiero a los aduladores, que abundan en todas las
cortes.
Porque los hombres se complacen tanto en sus propias obras, y de tal modo se engañan, que no
atinan a defenderse de aquella calamidad; y cuando quieren defenderse, se exponen al peligro de
hacerse despreciables. Pues no hay otra manera de evitar la adulación que el hacer comprender a los
hombres que no ofenden al decir la verdad; y resulta que, cuando todos pueden decir la verdad,
faltan al respeto. Por lo tanto, un príncipe prudente debe preferir un tercer modo: rodearse de los
hombres de buen juicio de su Estado, únicos a los que dará libertad para decirle la verdad, aunque
en las cosas sobre las cuales sean interrogados y sólo en ellas.
Pero debe interrogarlos sobre todos los tópicos, escuchar sus opiniones con paciencia y después
resolver por sí y a su albedrío.
Y con estos consejeros comportarse de tal manera que nadie ignore que será tanto más estimado
cuanto más libremente hable. Fuera de ellos, no escuchar a ningún otro poner en seguida en práctica
lo resuelto y ser obstinado en su cumplimiento.
Quien no procede así se pierde por culpa de los aduladores o, si cambia a menudo de parecer, es
tenido en menos.
Quiero a este propósito citar un ejemplo moderno. Fray Lucas [Rinaldi], embajador ante el actual
emperador Maximiliano, decía, hablando de Su Majestad, que no pedía consejos a nadie y que, sin
embargo, nunca hacía lo que quería. Y esto precisamente por proceder en forma contraria a la
aconsejada. Porque el emperador es un hombre reservado que no comunica a nadie pensamientos ni
pide pareceres; pero como, al querer ponerlos en práctica, empiezan a conocerse y descubrirse, y los
que lo rodean opinan en contra, fácilmente desiste de ellos. De donde resulta que lo que hace hoy lo
deshace mañana, que no se entiende nunca lo que desea o intenta hacer y que no se puede confiar en
sus determinaciones.
Por este motivo, un príncipe debe pedir consejo siempre, pero cuando él lo considere conveniente y
no cuando lo consideren conveniente los demás, por lo cual debe evitar que nadie emita pareceres
mientras no sea interrogado. Debe preguntar a menudo, escuchar con paciencia la verdad acerca de
las cosas sobre las cuales ha interrogado y ofenderse cuando se entera de que alguien no se la ha
dicho por temor.
Se engañan los que creen que un príncipe es juzgado sensato gracias a los buenos consejeros que
tiene en derredor y no gracias a sus propias cualidades.
Porque ésta es una regla general que no falla nunca: un príncipe que no es sabio no puede ser bien
aconsejado y, por ende, no puede gobernar, a menos que se ponga bajo la tutela de un hombre muy
prudente que lo guíe en todo. Y aun en este caso, duraría poco en el poder, pues el ministro no
tardaría en despojarlo del Estado. Y si pide consejo a más de uno, los consejos serán siempre
distintos, y un príncipe que no sea sabio no podrá conciliarlos. Cada uno de los consejeros pensará
en lo suyo, y él no podrá saberlo ni corregirlo.
Y es imposible hallar otra clase de consejeros, porque los hombres se comportarán siempre mal
mientras la necesidad no los obligue a lo contrario.
De esto se concluye que es conveniente que los buenos consejos, vengan de quien vinieren, nazcan
de la prudencia del príncipe, y no la prudencia del príncipe de los buenos consejos.

TEXTO III: Tomás Moro, Utopía, 1532


Los oficios
Hay un solo oficio común a todos, hombres y mujeres: la agricultura, de la que nadie está exento.
Todos son instruidos en ella desde la niñez, parte en la escuela mediante instrucciones teóricas,
parte en los campos, a los que se les lleva a modo de pasatiempo, no para mirar tan sólo, sino, como
oportunidad de ejercitar el cuerpo, para practicar incluso.

Además de la agricultura (que es común a todos, como he dicho), cada cual aprende como propio
un oficio determinado, que es por lo común o el lanificio o la elaboración del lino o el oficio de
albañiles o de artesano, bien el de herrero, bien el de carpintero. No hay allí ningún otro empleo que
merezca la pena enumerarse. Porque los vestidos, de los cuales, fuera de que por su porte se
distingue el sexo y el celibato del matrimonio, existe un único modelo por toda la isla y es el mismo
siempre para cualquier edad; no es inelegante a la vista, y es idóneo para los movimientos del
cuerpo y va tanto con el frío como con el calor; los vestidos, digo, se los confecciona cada familia.
Pero de aquellos otros oficios todos aprenden alguno, no sólo los varones, sino también las mujeres.
Estas únicamente, como más débiles, se ocupan de los más ligeros; en concreto trabajan la lana y el
lino. A los varones se les encomiendan los restantes oficios más pesados; en su mayoría cada se
instruye en los oficios del padre, pues a él se inclinan los más por naturaleza. En el caso de que
alguno sienta una afición distinta, se le integra por adopción en otra familia cuyo oficio sea el que le
interesa, tomando cuidado no sólo su padre sino también los magistrados de confiarlo a un grave y
honesto padre de familias. Incluso si alguien ha aprendido un oficio y desea todavía aprender otro,
se le permite hacerlo, siguiendo el mismo trámite. Aprendidos ambos, ejerce el que prefiera, a no
ser que la ciudad precise más de uno de ellos.

La principal tarea y casi única de los sifograntes estriba en procurar y vigilar para que nadie esté
ocioso, sino que todos se apliquen a su oficio asiduamente; ni que, por el contrario, esté agobiado
por un trabajo constante desde muy temprano en la mañana hasta bien entrada la noche, como las
bestias de carga, pues es ésa una penalidad más que esclava. Y ésta es, sin embargo, la vida de los
artesanos casi por todas partes, exceptuando los utopienses. Porque éstos, que dividen el día
(comprendida la noche también) en veinticuatro horas iguales, destinan al trabajo seis horas no más:
tres antes del mediodía, a continuación de las cuales tienen la comida; después de la comida y una
vez que han reposado durante dos horas, dedican de nuevo tres horas al trabajo, concluyen con la
cena. Contando la primera hora a partir del mediodía, van a acostarse a las ocho. Al sueño se
reservan ocho horas.

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