Akhenaton - Naguib Mahfuz
Akhenaton - Naguib Mahfuz
Akhenaton - Naguib Mahfuz
Akhenatón
El rey hereje
ePub r1.0
GONZALEZ 28.02.14
Título original: Al-A’ish F’il-Haqiqa
Naguib Mahfuz, 1985
Traducción: Ángel Mestres Valero
DE LA HISTORIA DE EGIPTO
(2850-2750)
I DINASTÍA
Narmer Miebis (Anzib)
Aha (Atotis) Semempses (Semerjet)
Kenkenes (Zer) Bieneches (Kaj-a)
Menefes (Zet)
Den
(2750-2650)
II DINASTÍA
Hetepsejemui Ninecher
Nebre Peribsen (Sejemib)
Neterimu-Neterem (Binotris) Jasejem (luego Jasejmui)
Raneb
IV DINASTÍA (2600-2480)
Unión de todas las fuerzas del país bajo el poder del Estado gobernado
por el dios-rey. Construcción de las grandes pirámides.
Snofru Kefrén
Keops Micerino
Radyedef Shepseskaf
V DINASTÍA (2480-2350)
El culto a Ra, dios solar de Heliópolis, se convierte en religión del
Estado. Aumenta considerablemente la influencia de los grandes sacerdotes
y de los altos funcionarios.
Userkaf Neuserre
Sahure Menkauhor
Neferkare Isasi
Shepseskare Unas
Raneferef
VI DINASTÍA (2350-2230)
Cada vez adquiere más importancia el poder de los príncipes feudales,
cuyas rivalidades acarrearon la ruina de la dinastía.
Teti (Otoes) Mernerá
Fiops (Pepi) I Fiops (Pepi) II
XI DINASTÍA (2052-1991)
Preponderancia de los príncipes tebanos en las disputas con la
poderosa casa real de Heracleópolis.
Antefa (Inhotef) I-IV
Mentuhotep Nebhepetre I y II
Mentuhotep III y IV
XX DINASTÍA (1200-1085)
Ramsés III combate victoriosamente, por mar y por tierra, contra los
ejércitos de los pueblos mediterráneos. Durante el reinado de sus sucesores
va disminuyendo el poder real en manos de los sacerdotes de Amón.
Setnejt
Ramsés III
Ramsés IV-XI
(720-715)
XXIV DINASTÍA
Bakenre (Bockoris de Sais) Pianji (Piye)
XXVIII DINASTÍA(404-399)
Amirteo de Sais
XXIX DINASTÍA(399-379)
Reyes de Mendes:
Neferites I Neferites II
Psammutis
XXXI DINASTÍA
Alejandro Magno Filipo Arrideo
(conquista de Egipto en 332) Alejandro IV
XXXII DINASTÍA
Ptolomeo (Sátrapa de Egipto 322-305, rey 305-284)
ÉPOCA ROMANA
Emperadores romanos
(desde el año 30 a. C. hasta el 395 d. C.)
Llegados a este punto me fueron narradas las noticias del retorno, los
funerales, y la investidura en el trono de sus antepasados con el nombre de
Amenhotep IV, cómo su esposa Nefertiti recibió el título de gran reina, y
cómo el nuevo rey les mandó llamar para exponerles su nueva religión, y
cómo ellos proclamaron su nueva fe. Cómo, en consecuencia, May fue
nombrado general del ejército de fronteras, Horemheb jefe de la policía, y
él, Ay, consejero del trono. El rey heredó el harén de su padre, como está
prescrito, ¡pero lo conservó intacto! Disminuyó los impuestos, y utilizó el
amor en lugar del castigo. Cómo empeoró su situación respecto de los
sacerdotes de Amón, hasta que finalmente su dios le ordenó que le
construyera una nueva capital. Ay se detuvo, cuando me hablaba de la
conversión de la gente al nuevo dios, y observó:
—¡Oirás decir muchas cosas, y muy contradictorias, pero en realidad
nadie conoce los secretos del corazón!
Parecía que se sintiera obligado a desvelarme el secreto de su propio
corazón, y me dijo:
—¡Por lo que a mí respecta, creí en el nuevo dios como uno más entre
los dioses, considerando que no era lícito oponerse a la libertad de
conciencia!
Sobre la política del amor, le dijo a su señor:
—Cuando los funcionarios se vean libres de castigo, se corromperán, y
serán un tormento para los pobres.
Sin embargo, el rey le respondió confiado:
—Todavía tienes poca fe: verás con tus propios ojos de lo que es capaz
el amor. Mi dios no me desamparará nunca.
***
Ay continuó su relato:
—Nos trasladamos a Akhetatón, la nueva capital. Nunca hubo ni habrá
ciudad más bella. Realizamos la primera oración en el templo que se erguía
en el centro de la ciudad. Nefertiti, resplandeciente de belleza y juventud,
tomó la cítara para cantar con su dulce voz:
Los días que siguieron fueron como un sueño, llenos de felicidad, alegría,
amor y relajamiento. En verdad el corazón de todos se abrió a la nueva fe.
Sin embargo, el rey no olvidó su misión. En nombre del amor, la paz y la
alegría, emprendió la guerra más devastadora en la historia de Egipto. No
tardó en hacer cerrar los templos. Desterró a los dioses e hizo borrar sus
nombres de las lápidas. Incluso cambió su nombre, y emprendió sus
famosos viajes por todo el país para hacer proselitismo a favor de su
religión, la religión del amor, la paz y la alegría. Me sorprendió ver cómo en
todas partes era recibido con entusiasmo y amor. Su imagen, junto a la de
Nefertiti, se imprimió en los corazones como no lo había hecho ningún otro
faraón, pues antes la gente oía hablar de ellos sin verlos.
»Más tarde la tristeza empezó a arrastrarse entre nosotros, despacio al
principio, más tarde como una cascada: alargó sus garras primero hacia su
hija más querida, la segunda, la bella Mikitatón. Su muerte lo apenó
muchísimo. Sus lágrimas fueron incluso más abundantes que cuando murió
su hermano Thotmés durante su infancia. Exclamaba, desde su corazón
herido:
»—Dios mío, por qué…, dios mío, por qué.
»Parecía hallarse incluso al límite de la infelicidad.
Más tarde corrieron las noticias sobre la corrupción de los funcionarios
y, en los mercados, los lamentos de los pobres llegaron a nuestros oídos.
Luego, se supo que los pueblos sometidos se estaban rebelando, y que los
enemigos acechaban en la frontera del imperio, hasta que fue asesinado
nuestro amigo Tushrata, el rey de los Mitanni… el padre de Tadu-Hepa.
»Insistí en mis consejos:
»—Hay que limpiar el interior y enviar el ejército a las fronteras a
defender el imperio…
»Le encontré impertérrito y firme, no quería ceder ni desistir. Me
respondió:
»—Mi arma es el amor, Ay, ten paciencia y espera…
»¿Qué explicación tenía ese fenómeno tan extraño?
»Los sacerdotes lo acusaban de locura, y algunos de sus hombres de
confianza se unieron a esas acusaciones en los últimos momentos de crisis.
Yo no supe qué partido tomar, pero siempre rechacé y sigo rechazando esa
acusación. No estaba loco, aunque no era como el resto de los hombres. Era
algo entre una cosa y la otra, algo que no sé explicar. La reina madre, Tiy,
vino a visitarnos, lo cual causó al rey una alegría inimaginable. Organizó un
recibimiento nunca visto en Akhetatón. Acomodó a la reina en un palacio
construido especialmente para ella al sur de Akhetatón, y que estuvo vacío
hasta que ella llegó. Me mandó llamar, y sentí mucho comprobar cómo su
salud había empeorado, y cómo había envejecido el doble de lo que por
edad le correspondía. Me dijo:
»—He venido para tener una larga conversación con él, pero creo que es
mejor hablar antes con sus hombres.
»—Nunca he dejado de cumplir con mi obligación de fiel consejero.
»—Te creo, Ay. Sin embargo, nuestra tradición no puede echarse a
perder en vano. Quiero que me hables con sinceridad, ¿permanecerás fiel a
mi hijo pase lo que pase?
»—No tengáis ninguna duda.
»—¿Podrías apartarte de él, llegando un momento en el que te
consideraras exento de tu lealtad?
»Dije sinceramente:
»—Soy un miembro de su familia, y no le abandonaré nunca.
»Suspiró:
»—Gracias, Ay. Corren tiempos difíciles. ¿Crees que los otros serán tan
leales?
»Pensé un poco y respondí:
»—Sobre algunos no me cabe ninguna duda.
»Murmuró:
»—Me interesaría conocer tu opinión sobre Horemheb en concreto.
»—Es un fiel general, compañero de infancia del rey…
»Me interrumpió con pesar:
»—Él es quien me preocupa, Ay…
»—Quizá porque es quien tiene más poder; sin embargo, no es menos
fiel al rey que Miri-Ra.
»Llegó el momento de su audiencia con el rey, pero fracasó como todos
nosotros. Regresó a Tebas decepcionada, su salud empeoró en poco tiempo
y murió, dejando tras de ella una historia real terrible.
»Las cosas fueron de mal en peor, hasta que todas las provincias se
rebelaron contra el poder real, y quedamos asediados en una cárcel llamada
Akhetatón, ¡junto a nuestro dios único! Todos presentíamos la inminente
catástrofe menos Akhenatón, que repetía confiado:
»—¡Mi dios no me desamparará!
»El gran sacerdote de Amón atacó la ciudad, amparado en un poder al
que nunca antes nos habíamos enfrentado. Yo fui el primero a quien visitó.
Me sorprendí al verle, disfrazado de comerciante.
»Le dije:
»—¿Por qué te escondes, si sabes que el rey no odia a nadie?
»No hizo caso de mis palabras, y me dijo tajantemente:
»—Organízame un encuentro con los jefes…
»Nos reunimos en el jardín del palacio de la gran reina Tiy, conscientes
de que nos hablaba desde una posición de fuerza, y que nos exigiría que
colaboráramos para evitar el derramamiento de sangre. Nos abandonó
después de haber lanzado su última amenaza como una víbora arrastrándose
bajo nuestros pies. Fui incapaz de explicarme su comportamiento, pues no
conocía bien a aquel hombre. A través de él descubrí una realidad que
desconocía, y es que no estaba seguro de la lealtad de todos los ejércitos de
las provincias y recelaba del resultado de la perniciosa anarquía que podía
terminar con una derrota o con una victoria demasiado cara. Me convencí
de que el peligro que le amenazaba no era menor que el que nos amenazaba
a nosotros, y que en cualquier caso era Egipto el que salía perdiendo. La
sesión no terminó con su partida. Todos sabíamos que teníamos que tomar
una decisión.
Muy a mi pesar, tuve que interrumpirlo por primera vez para
preguntarle:
—¿Quién asistió a esa reunión?
Sus ojos se empequeñecieron, aturdidos:
—Ya no me acuerdo, han pasado muchos años. Pero entre ellos estaba
Horemheb, Nakht, y quizá Tutu, el encargado de las comunicaciones. En
cualquier caso, Horemheb fue el primero en hablar:
»—Yo soy su amigo, y el encargado de su guardia.
»Sus ojos marrones recorrieron todo el grupo, e insistió tranquilamente:
»—No hay más remedio que tomar una decisión, por el bien de la
patria.
»Nadie se atrevió a oponerse. Pedimos una audiencia oficial. Saludamos
a su alteza como era debido. Akhenatón sonreía. En cuanto a Nefertiti,
estaba rígida, sin su habitual esplendor. Akhenatón se dirigió a nosotros:
»—¡No lleváis buenas intenciones!
»Horemheb dijo:
»—Estamos aquí por el bien de Egipto.
»Replicó seguro y tranquilo:
»—Yo trabajo por el bien de Egipto y el de todo el mundo.
»Dijo Horemheb:
»—El país se encuentra al borde de una guerra devastadora. Hay que
tomar una decisión firme para ahorrarle los horrores de la destrucción.
»El rey preguntó:
»—¿Tenéis alguna propuesta?
»—Hay que proclamar la libertad de culto, ordenar al ejército de las
fronteras que defienda al imperio…
»El rey sacudió la cabeza, ceñida con la corona de los dos imperios, y
dijo:
»—Eso significa volver a la impiedad. Yo no tengo derecho a tomar
decisiones, sino a cumplir la voluntad de mi dios, el único creador.
»Horemheb dijo, con valentía:
»—Tienes derecho a conservar tu fe, pero en ese caso deberás renunciar
al trono…
»Sus ojos brillaban como la luz del sol, e insistió:
»—¡Cómo iba a traicionar de ese modo a mi dios adorado, renunciando
al trono!
»Akhenatón volvió sus ojos hacia mí y tuve la sensación de adentrarme
en las profundidades del infierno. De todas maneras, intervine:
»—Es el único modo de defenderte a ti mismo y a tu fe.
»Dijo tristemente:
»—¡Idos en paz!
»Sin embargo, Horemheb dijo:
»—Te dejamos un plazo para reflexionar.
»Abandoné el salón del trono con los otros, apurado por una angustia
que no me ha dejado hasta hoy. En los días siguientes acontecieron sucesos
importantes. Nefertiti huyó del palacio del faraón y se refugió en el suyo, al
norte de Akhetatón.
»Me entrevisté con ella para interrogarla, pero brevemente me dijo:
»—No abandonaré mi palacio hasta que muera.
»Se negó a añadir nada más. En cuanto a Akhenatón, anunció que su
hermano Samankhara ocuparía el trono junto a él. Sin embargo, los
sacerdotes de Tebas juraron fidelidad a Tutankhamón, el segundo hermano,
anunciando con ello su desobediencia a Samankhra y al mismo Akhenatón.
Parecía que no había elección: o aceptar la realidad o la guerra. Horemheb
se entrevistó con el rey, pero éste insistía en su posición. Le dijo:
»—No traicionaré a mi dios, pues él no me ha desamparado.
Permaneceré en mi trono, aunque esté solo…
»—Mi señor, os pedimos permiso para huir de Akhetatón y regresar a
Tebas, así se reunificará el país y conseguiremos alejar el fantasma de la
destrucción. Os aseguro que no permitiré que el odio se apodere de nadie,
vivo o muerto. No nos mueve más que el deseo de salvar el país y de
salvaros a vos.
»Akhenatón dijo, en un arrebato de decisión y coraje:
»—Haced lo que os parezca, no culparé a nadie por su poca fe. No
necesito los cuidados de nadie. Mi dios está conmigo, y no me desamparará.
»Llevamos a cabo nuestra decisión en silencio y con tristeza. La gente
de la ciudad nos imitó en seguida, hasta que no quedó nadie en ella, más
que Akhenatón en su palacio y Nefertiti en el suyo, así como un puñado de
vigilantes y esclavos. La enfermedad no tardó en apoderarse de aquel
cuerpo que no había conocido el descanso desde su juventud, y murió solo,
murmurando mientras agonizaba:
***
Abandoné el palacio del sabio Ay, convencido de que la sentencia final en
su caso tampoco se conocería sino cuando su corazón se encontrara sobre el
plato de la balanza, ante el trono de Osiris.
HOREMHEB
De media altura, constitución sólida, su aspecto sugería energía y
determinación. Procedía de una familia media de la casta sacerdotal, rica en
médicos, sacerdotes y generales. Su padre fue el primero en ascender a la
clase dirigente, al adquirir el rango de «jefe de jefes» en la corte de
Amenhotep III. Fue el único hombre de Akhenatón que conservó su empleo
como jefe de la policía en la nueva situación. Fue el encargado de acabar
con la corrupción en el país y devolver la paz a sus provincias, en lo cual
tuvo un éxito notable. El gran sacerdote de Amón testificó a su favor,
apoyado por Ay el sabio, que había sido un héroe en los momentos difíciles,
en el drama de tiempos pasados. Me recibió en la sala de recepción, al lado
del jardín de palacio, y empezó a hablar del Hereje diciendo:
—Fue el compañero de mi infancia, mi amigo, antes de ser mi señor.
Desde que le conocí hasta el instante del último saludo, no tuvo en la
cabeza más que la religión.
Se detuvo un instante para aunar sus recuerdos:
—Le respeté como era debido desde que le conocí. Mi educación me
obliga a santificar el deber, y a poner cada cosa en su lugar sin tener en
cuenta mis sentimientos personales. Él era el heredero y yo uno de sus
súbditos. Le respetaba aunque en mi interior le despreciase, debido a su
debilidad, a lo afeminado de su rostro y de su cuerpo. No puedo
imaginarme siendo su verdadero amigo, aunque en realidad llegué a serlo
en todo el sentido de la palabra. Me pregunto cómo fue posible. Quizá
porque no fui capaz de oponerme a sus sentimientos refinados y educados,
dotados de una magia irresistible. Tenía una capacidad extraordinaria para
cautivar y atar el corazón de la gente: ¿acaso no le respondió el pueblo
cuando le llamó a traicionar al dios de sus padres y abuelos? Ambos
estábamos en extremos opuestos, lo cual no impidió que nuestros
sentimientos tomaran cuerpo en una forma sincera y sólida, resistente para
siempre hasta que topó finalmente con un escollo infranqueable. Todavía
me parece oírle cuando me decía sonriente:
»—Horemheb, animal sediento de sangre, te quiero.
»En vano intenté encontrar algo que tuviéramos en común. A menudo le
invité a ir a cazar, mi deporte favorito, y siempre me contestaba:
»—No mancilles el amor que late en el corazón de la creación.
»No le gustaban las maneras del ejército. Mirando mis pantalones
cortos, mi casquete y mi espada, me decía irónico:
»—¿No es extraño que se entrene al asesinato a la gente educada, y que
luego ésta lo lleve a cabo?
»Una vez le dije:
»—¿Sabes lo que decía tu gran abuelo Thotmés III sobre eso?
»Exclamó:
»—¡Mi gran abuelo! Construyó su grandeza sobre una pirámide hecha
con los cadáveres de los pobres. Mira su imagen esculpida en el templo
mientras ofrece los prisioneros en sacrificio a Amón. Qué gran abuelo y qué
dios sanguinario…
»Me decía a mí mismo que se le podía aceptar como amigo, a pesar de
sus extrañas ideas, pero ¿cómo podía ocupar el trono con ellas? Nunca la
acepté como a uno de los faraones de Egipto, y jamás cambié de opinión, ni
siquiera en los momentos de mayor alegría y felicidad. Es más, quizás era
en esos momentos cuando me parecía más alejado de la reverencia y la
gloria eterna de los faraones. Sucedió que fui llamado a reprimir una
revuelta en un extremo del imperio, en mi primera campaña como general.
Nuestra victoria fue aplastante y regresamos con un gran botín y numerosos
prisioneros. Fui debidamente recompensado por mi señor Amenhotep III. El
príncipe me felicitó por haber regresado sano y salvo, y yo le invité a ver a
los prisioneros. Pasó revista mientras ellos estaban en pie, semidesnudos,
con gruesos grilletes en los tobillos. Los contempló durante un buen rato,
mientras ellos lo miraban implorantes, como si palparan su debilidad de
espíritu en su mirada. Una nube de tristeza cubrió su rostro, y les dijo con
delicadeza:
»—Estad tranquilos, pues no se os hará ningún daño.
»Eso me desorientó, pues había imaginado para ellos toda suerte de
castigos para que se acostumbraran al orden y al trabajo. Cuando
regresamos juntos, me preguntó sonriendo:
»—¿Estás satisfecho con lo que has hecho, Horemheb?
»Le respondí sin ambages:
»—¡Tengo derecho a estarlo, príncipe!
»Murmuró misteriosamente:
»—¡Vaya un problema!
»Enseguida se rió y me dijo bromeando:
»—¡No eres más que un salteador de caminos, Horemheb!
»Ese era el heredero elegido para el trono. Y a pesar de todo, me
arrastró en su amor y su amistad, incitándome a seguir sus ideas, que sin
embargo no me influyeron nunca como aquel que sigue a una voz extraña e
inhumana. Todavía hoy me pregunto perplejo cómo fue posible. Respecto a
esto recuerdo una discusión religiosa que tuvo lugar en su refugio, en el
jardín de palacio. Me preguntó:
»—Horemheb, ¿por qué rezas en el templo de Amón?
»La pregunta me sorprendió, sobre todo porque no tenía una respuesta
satisfactoria ni para él ni para mí. Al comprobar mi silencio, me preguntó:
»—¿Crees realmente en Amón y en lo que de él dicen?
»Pensé un poco y respondí:
»—No como cree la otra gente.
»Dijo seriamente:
»—O se cree o no se cree, no hay término medio.
»Me sinceré:
»—No me interesa la religión sino como una más de las sólidas
tradiciones de Egipto.
»Me dijo con una seguridad sorprendente:
»—Tú te adoras a ti mismo, Horemheb.
»Le desafié:
»—Querréis decir que adoro a Egipto.
»—¿No tienes ninguna curiosidad por conocer los secretos de la
creación?
»Le respondí amargamente:
»—Sé cómo apagar esa curiosidad.
»—Qué lástima, ¿y qué has hecho por tu espíritu?
»Le dije, harto de su acoso:
»—Yo santifico lo que es necesario: ¡ya tengo mi cementerio!
»—Espero que un día experimentes la alegría de la Epifanía.
»Le pregunté sorprendido:
»—¿La Epifanía?
»—La Epifanía del único creador del universo.
»Le pregunté con un cierto desprecio:
»—¿Y por qué iba a ser único?
»Me respondió confiado:
»—Es demasiado fuerte y sublime para tener compañeros.
»Aquel joven demacrado, que huía del palacio para refugiarse en una
tienda en el jardín, apasionado por el canto, las flores y los pájaros como
una muchacha bien educada, ¿por qué no nació hembra? La naturaleza
pensó en ello, pero cambió de opinión en el último momento, para mayor
desgracia de Egipto.
Horemheb permaneció en silencio por un momento y luego prosiguió:
—Su destino se confirmó al casarse con Nefertiti. Ella se presentó por
primera vez en palacio durante la celebración de los treinta años de reinado
del rey. Todo el mundo quedó prendado de su belleza y sensibilidad. Bailó
en compañía de las hijas de los grandes señores, y cantó con voz suave:
***
***
***
Luego dijo:
—En aquella ocasión le aconsejé: «Debemos cambiar de política», pero
él, ebrio de entusiasmo, se oponía a cualquier acción que sugiriese retirada.
Me dijo:
»—Es necesario proseguir esta batalla divina hasta el final, pues éste no
puede ser más que la victoria.
»Dándome unas palmaditas en la espalda, continuó:
»—No imites a los miserables en su amor a la miseria.
»Cuando las cosas empeoraron, tuve de nuevo tentaciones de matarle
con mi propia espada para salvar al país de su locura. Deseé matarle en
nombre del amor y de la fidelidad. De pronto vi claramente que lo que yo
había tomado por una gran energía que nacía de las profundidades de un
cuerpo débil no era más que una estúpida locura que era necesario rodear y
atar. En el punto más álgido de la crisis me visitó la reina madre Tiy y me
invitó a visitarla en su palacio situado al sur de Akhetatón. Me dijo:
»—Voy a tener una larga conversación con el rey.
»Le dije con toda franqueza:
»—Quizá consigáis lo que no hemos conseguido nosotros.
»Me miró con la profundidad que le era habitual:
»—¿Acaso los hechos os han obligado a darle nuevos consejos sobre la
situación?
»Me apresuré a responderle porque ya sabía cómo solía interpretar
cualquier titubeo en las respuestas:
»—Mi señora, le sugerí un cambio en la política tanto interior como
exterior.
»Dijo satisfecha:
»—Es lo que se espera de gente honesta como tú.
»—Él es mi señor y mi amigo como sabéis, mi señora.
»Me escrutó de nuevo con su mirada y entonces me preguntó:
»—Horemheb, ¿me prometes que le serás siempre fiel, en cualquier
circunstancia?
»Mi mente trabajaba a toda velocidad:
»—Juro fidelidad a él no importa cuáles sean las circunstancias.
»Sin esconder su satisfacción, me dijo:
»—Exigen su cabeza, y tú eres el hombre fuerte que la protege,
seguramente intentarán captarte, tarde o temprano.
»Reiteré mis promesas de amistad y fidelidad, y siempre las mantuve,
pues me convencí de que la mejor manera de protegerlo era librarse de él.
Tiy fracasó en su misión, a pesar de su reconocida influencia sobre él.
Abandonó Akhetatón para morir en un suspiro eterno. Sobre nosotros, en la
ciudad del nuevo dios, se estrechó el cerco, y se confirmó que el nuevo dios
era incapaz de defenderse a sí mismo, por no decir a su amado y elegido.
»Tuvimos que sufrir privaciones, y la muerte nos acechaba por todos
lados. Sin embargo, ello no debilitó su resistencia, sino que aumentó su
tozudez y su obstinación. Su éxtasis religioso no disminuyó, y repetía a
menudo:
»—¡Mi dios no me desamparará, hombres de poca fe!
»Cada vez que contemplaba su rostro reluciente de éxtasis y confianza
me parecía más clara su locura. No era una batalla religiosa como podía
parecer desde fuera, sino una locura anárquica que hervía en la cabeza de
un hombre nacido con una aureola de excentricidad.
»Después vino la visita del sacerdote de Amón, y su última advertencia.
Cogió mi mano con fuerza y dijo:
»—Tú eres el hombre del deber y la fuerza, Horemheb, salva tu
conciencia y haz lo que debes.
»La verdad es que aprecié mucho que estuviera más allá de las
represalias y de la venganza y que pensara en salvar al país de la
destrucción completa. Pedimos una audiencia. Fue difícil, dolorosa, triste.
Rompimos nuestra fidelidad hacia un hombre que no pensaba más que en el
amor. Su locura le había dibujado un sueño extraordinario que pretendía
que compartiéramos en una felicidad imaginaria. Le propuse que
proclamara la libertad de credo y se ocupara inmediatamente de la defensa
del imperio. Al negarse, le propuse que renunciara al trono y se dedicara a
difundir su religión. Lo dejamos solo para que reflexionara sobre la
cuestión. Samankhra compartía con él el trono, mientras Nefertiti lo había
abandonado. Él, sin embargo, no dio un paso atrás en su determinación.
Decidimos librarnos de él y unirnos al otro bando, para devolver la unidad a
la patria, después de haber acordado que nadie le haría daño, ni a él ni a su
esposa. Juré fidelidad al nuevo rey Tutankhamón, y las tinieblas se
cernieron sobre el mayor drama que escindió el corazón de Egipto. ¡Mira lo
que hizo aquel loco con la gloria de nuestra noble y antigua tierra!
Nos quedamos definitivamente en silencio, mientras recogía mis
papeles para marcharme. Todavía le pregunté:
—¿Cómo explicas que Nefertiti lo abandonase?
Respondió sin titubear:
—¡Sin duda se dio cuenta de que su locura iba más allá de la fe, y
abandonó palacio para salvar su vida!
—¿Y por qué no abandonó la ciudad con vosotros?
Dijo con desprecio:
—¡Estaba segura de que los sacerdotes la consideraban la principal
responsable del gran crimen!
Le pregunté mientras me despedía:
—¿Cómo murió?
—Su debilidad no le permitió superar la derrota. Cuando su dios le
abandonó, sin duda su fe resultó dañada. Enfermó por algunos días y luego
murió.
Vacilé un instante y le pregunté:
—¿Cómo recibisteis la noticia de su muerte, general?
Su rostro se ensombreció:
—¡Ya he hablado lo suficiente!
BEK
El escultor Bek vive en una isla del Nilo dos millas al sur de Tebas, en una
casita elegante en medio de un pequeño campo cultivado. Vive en
semirreclusión, a pesar de su reconocida capacidad artística, porque no se le
ha llamado a la reconstrucción del nuevo Estado, debido a su fidelidad a su
señor precedente o, aún más, por ser acusado de impiedad hacia los
antiguos dioses. Tiene ya unos cuarenta años, es alto y delgado, fuerte y
activo. Su tez es oscura y su cálida mirada está cubierta por un velo de
tristeza. Sonrió mientras leía la carta de mi padre y luego me miró y dijo:
—El espíritu de la belleza se apagó cuando él se fue. La belleza de los
colores y de las melodías desapareció. Lo conocí cuando yo era un
chiquillo, aprendiz de escultor en la escuela de mi padre, Man, el escultor-
jefe del rey Amenhotep III. Un cierto día apareció el chico llevado en un
baldaquín. Mi padre me susurró al oído:
»—¡El heredero!
»Vi al muchacho de mi misma edad, flaco y débil, de mirada penetrante,
sencillo y complaciente, apasionado por el lenguaje milagroso de las
piedras. Venía a ver y aprender, y sus palabras dulces y afectuosas
enseguida te hacían olvidar que estabas hablando con un hijo de los dioses.
»Nos visitó con asiduidad en días determinados y creció entre nosotros
una amistad que mi padre bendijo con orgullo y que me proporcionó la
máxima felicidad. Mi padre me decía:
»—¡Es un hombre maduro de corta edad, Bek!
»En efecto, así era. Incluso el gran sacerdote Amón reconocía su precoz
madurez aunque, a su manera, la atribuyera a una fuerza maligna. No señor.
La fuerza maligna anida en el corazón de los sacerdotes. El corazón de mi
señor y maestro no conocía el mal: quizá fue ese el secreto de su drama.
Cuando creció, discutía con mi padre, que estaba esculpiendo una estatua de
Amenhotep III. Le decía, siguiendo el trabajo de mi padre y sus
colaboradores:
»—Vuestras tradiciones, maestro, ahogan vuestros espíritus…
»Mi padre respondió orgulloso:
»—Con las tradiciones, derrotamos al tiempo, príncipe.
»Mi señor exclamó extasiado:
»—Con cada nuevo sol nace una nueva belleza.
»Se acercó a mí y me susurró:
»—Bek, ésta no será una fiel estatua de mi padre: ¿dónde está la
verdad?
»Se refería a la verdad por la cual vivió y murió. Desde su tierna
infancia se agolparon en su espíritu las voces del más allá, como si en él
encontraran una salida cada vez que se resplandor resultaba incontenible.
Un día me dijo:
»—Te quiero, Bek, insiste en tus estudios para que puedas ser mi
hombre en el terreno creativo.
»Lo cierto es que yo se lo debo todo a mi señor y maestro, le debo la
religión y el arte al mismo tiempo. Encaminó mis sentidos a la religión de
Atón para después abrir mi corazón al único creador, cuya voz le reveló la
fe y el amor:
***
Me narró los hechos históricos que ya conocía, la historia del viaje del
príncipe por el imperio, su retorno y como ocupó el trono.
***
***
Continuó su narración con la construcción de Akhetatón y el traslado a la
nueva ciudad, y la dedicación del rey a difundir la nueva religión.
***
***
Dijo:
—Me inundaba el miedo por el país, y pensé seriamente en asesinarlo
para salvar al mundo y a la religión de su maldad. No tuve dificultad en
encontrar a un voluntario para matarle en su refugio, al alba: le facilité un
escondrijo en el jardín, y estuvo a punto de tener éxito, si no fuera porque
Mahu, el jefe de guardia, lo descubrió en el último momento y le asestó un
golpe mortal con el que se ganó la maldición eterna de los dioses. A
menudo intenté la magia, pero desgraciadamente para el país nunca surgió
efecto: seguramente el malvado recurría a la magia protectora.
***
¡Oh, vivo!
¡Oh, hermoso! ¡Oh, magnífico!
Todo en ti es alegría.
El mundo llenas de luz.
»Es así como nuestro palacio fue el primer lugar que escuchó el himno
al nuevo dios. Fuimos invitados a la celebración de los treinta años de
reinado de Amenhotep III. Se nos permitió ir en compañía de nuestras dos
hijas por primera vez a presenciar una fiesta en el palacio de los faraones.
Las dos se adornaron para intentar gustar a la flor y nata de los jóvenes de
buena familia. Las dos llevaban vestidos largos y holgados, con capas
estampadas cortas colgando de los hombros y sandalias de bandas doradas.
Entramos en una sala mayor que todo nuestro palacio, iluminada por
candelabros y rodeada por los asientos de los invitados. Presidía la sala el
trono del faraón, a cuyos lados se alineaban dos filas con los asientos de
príncipes y princesas, entre unos y otros se abría un espacio preparado para
los músicos y las bailarinas desnudas. Los esclavos circulaban entre los
invitados e invitadas llevando bandejas de perfumes, comida y bebida.
Recorrí con mi mirada la flor y nata de los jóvenes, y escogí para mi hija a
Horemheb, el futuro general, y a Bek, el dotado escultor. Me di cuenta de
que todo el mundo —Horemheb, Bek, Nakht, May— miraba a Nefertiti
cuando llegó entre un grupo del séquito, y en especial cuando las hijas de
los nobles tuvieron ocasión de bailar y cantar entre los reyes. Mi querida
bailó con una elegancia cautivadora y cantó con una voz más dulce que la
de los mejores músicos. Quizás aquella noche compartí la silenciosa envidia
de mi hija Mut-Najmat, sólo que yo me consolaba diciéndome: «Cuando se
case Nefertiti, la belleza de Mut-Najmat no tendrá competidor». La
curiosidad hizo que espiara a Nefertiti para descubrir hacia quien dirigía sus
miradas. No fue poca mi sorpresa al comprobar que se sentía
profundamente atraída por su maestro espiritual… ¡el heredero! Dirigí mi
mirada hacia él y me atemoricé al presenciar su extraña figura y su
sorprendente delicadeza casi femenina. Cuando mi mirada se encontró con
la de mi hija, me susurró:
»—¡Creía que era un gigante!
»Su fascinación era más fuerte que su perplejidad, más no se imaginaba
lo que le depararía el destino. Cuando regresamos a nuestro palacio, le dije
a mi marido Ay:
»—El matrimonio llama a nuestra puerta, Ay, organízate…
»Me respondió con su habitual tranquilidad:
»—Los dioses escriben nuestro destino.
»Después de un par de días, Ay me sorprendió anunciándome:
»—La reina Tiy desea recibir a Nefertiti…
»La noticia me desconcertó, y le pregunté:
»—¿Qué significa eso?
»Reflexionó un instante, y luego dijo:
»—¡Quizá la ha elegido para algún cargo en palacio!
»—¡Sin duda sabes algo más que eso!
»Me respondió:
»—Quién puede saber lo que le pasa por la cabeza a la gran reina.
»Empezó a enseñarle los fundamentos del protocolo necesario para
hablar con los reyes.
»Le dije:
»—Que Amón te proteja…
»A lo cual ella respondió con firmeza:
»—Yo pido la protección del dios único…
»Ay la increpó tajantemente:
»—Cuidado con decir tonterías delante de la reina.
»Nefertiti partió. Cuando regresó, emocionada, me rodeó con sus brazos
y empezó a llorar. Ay dijo:
»—¡La reina la ha elegido como esposa del heredero!
»La noticia levantó una tormenta en nuestros corazones. Con ella mi
querida Nefertiti se elevó más allá de la envidia y la competencia. Ella nos
abrió la puerta de la felicidad, que atravesaríamos para unirnos a la familia
reinante. Su buena estrella extendió sus alas sobre nosotros y nos elevó por
encima del resto. Por ello la bendije con todo mi corazón, y lo mismo hizo
Mut-Najmat. Empezó a contarnos lo que sucedía entre ella y la gran reina y
debido a lo impresionada que estaba no le presté atención, de manera que
no conservo muchos recuerdos de aquel período. Además, ¿qué importancia
tiene el hablar de ello, comparado con el resultado final de aquellos hechos?
La ceremonia de la boda fue comparada por los más longevos con la de
Amenhotep III. Todos nosotros pasamos a formar parte de la familia
reinante, y mi querida me eligió como su nodriza privada, ¡que es un cargo
sólo inferior en importancia al de princesa! Al casarse, Nefertiti y el
príncipe se convirtieron en una persona sola e indivisible, cuyas dos
mitades no separó más que la muerte. Ella le acompañó en la alegría y en la
tristeza hasta pocas horas antes del fin. Administró los asuntos del reino con
la habilidad de una mujer nacida para el trono, y le ayudó a difundir su
misión religiosa como si fuera en verdad una sacerdotisa elegida para el
servicio divino. Créeme era una gran reina en el pleno sentido de la palabra.
Por eso me fulminó la noticia de que había abandonado por sorpresa a su
marido en lo más álgido de la crisis. Quizá fue la primera decisión que tomó
sin mi conocimiento. Me apresuré hacia su palacio y me senté a sus pies
abandonándome al llanto. No pareció importarle mi estado, y me dijo
tranquilamente:
»—Vete en paz…
»Le supliqué:
»—Todos huyen para proteger al rey de cualquier mal.
»Replicó fríamente:
»—Vete en paz…
»Le pregunté perpleja:
»—¿Y tú, mi señora?
»Dijo simplemente:
»—No abandonaré este palacio.
»Empecé a decir algo, pero ella me interrumpió en tono imperativo:
»—Vete en paz…
»La abandoné sintiéndome la mujer más desgraciada del mundo. Pensé
mucho en el motivo de su retiro, sin encontrar más que uno: que ella odiaba
el deber presenciar la derrota del rey y de su dios. Tomó la decisión de huir
en un instante de desesperación, pensando en regresar a él cuando se
hubieran ido todos. Sin duda lo intentó y se lo impidieron por la fuerza. No
aceptes ninguna otra explicación sobre su huida de palacio. Oirás noticias
contradictorias, cada uno pretenderá que está diciendo la pura verdad, pero
sólo te contarán lo que desearían que hubiera sucedido. La vida me ha
enseñado a no fiarme de nadie y a no creer a nadie. El tiempo pasa y me
pregunto si mi señor Akhenatón merecía aquel triste fin. Personificaba la
nobleza, la sinceridad, el amor y la misericordia. ¿Por qué la gente no pagó
su nobleza con nobleza, su sinceridad con sinceridad, su amor con amor, su
misericordia con misericordia? ¿Por qué cargaron contra él como bestias
salvajes para desgarrarlo a él y a su reino como si fuera un enemigo
pecador? Durante años lo he visto en sueños tumbado en el suelo, con una
profunda herida en el cuello de la cual brota un chorro de sangre. Estoy
profundamente convencida de que lo mataron y se inventaron que había
muerto de muerte natural.
Calló mientras su triste mirada se fijaba en un punto delante de ella.
Finalmente murmuró:
—Hemos conocido a un hombre irrepetible.
MUT-NAJMAT
Apenas cuarenta años de edad, delgada y hermosa, sus ojos color miel
irradian inteligencia; ante ella sentí que entre nosotros había una distancia
infranqueable. La hija de Ay y Tiy, hermana de Nefertiti, vivía en un ala
privada del palacio de Ay. Un enigma recorre su vida: nunca se casó a pesar
de sus muchos pretendientes. Apenas me senté delante de ella y desplegué
mis papiros, empezó a hablar:
—El destino ha hecho que viviéramos el drama del hereje Akhenatón.
Mi padre, el sabio Ay, fue elegido como preceptor, y nos mantenía
informados de sus ideas. Desde el principio desconfié de él, y más tarde el
tiempo me daría la razón. Nefertiti tenía otro punto de vista que desconcertó
a la familia, no a mí, siempre le gustó llamar la atención con fingidos
desafíos. Le gustaba desatar polémicas a su alrededor. Sí, era inteligente,
pero nunca fue ni sincera ni fiel. Eso fue lo que la llevó a ser infiel a todos
los dioses y creer en aquel dios único del cual nunca habíamos oído hablar.
Una vez oí que le decía a mi padre:
»—Padre, dile al heredero que yo creo en su dios.
»Mi padre frunció el ceño:
»—No seas estúpida, Nefertiti, no te das cuenta de las consecuencias
que eso implica.
»Por culpa de su blasfemia temí que la maldición cayera sobre todos
nosotros. Mi fe en mi dios continuó tan firme como siempre. Claro que, al
pertenecer a la familia real, tuve que declarar mi fe en el nuevo dios para
poder obtener todo lo posible de mi nueva posición y defender a mis dioses
sagrados. Mi fe nunca disminuyó. Vi al Hereje por primera vez durante la
celebración del treinta aniversario del reinado, me sorprendió el
extraordinario paralelismo existente entre sus ideas perversas y su físico
horrible, demacrado y deforme. Por eso, no te tomes en serio lo que cuentan
sobre el noble amor que unía al Hereje y a la gran reina Nefertiti. Yo
conozco la verdad, conozco el ideal que hubiera podido saciar sus apetitos,
y no tenía nada que ver con aquel joven delgado, feo e impotente, creado
mitad hombre mitad mujer. Pretendían vivir en la verdad: en cuanto a él, no
vivía más que en la locura; ella vivía en la mentira y la traición, y no amaba
más que el trono y el poder. Durante la fiesta la traicionó su verdadera
naturaleza, y mostró sus bellezas sin ningún pudor como una pervertida.
Lanzó sus redes sobre Horemheb, pero él no se interesaba en esa clase de
mujeres ordinarias. Cuando llegó el turno de bailar y cantar a las hijas de
los nobles, me levanté con vergüenza. Escogí un himno a Amón:
A tu salud
bebo hasta embriagarme
No dejes nunca de alegrarte.
Vine y puse la trampa,
Abrámosla juntos,
Tú y yo a solas.
¡Qué bueno que estés aquí conmigo!
***
***
Cuando regresé a Sais, mi padre me recibió con nostalgia y empezó a
preguntarme sobre mi viaje y yo a responderle. Conversamos durante días
enteros, en los cuales le conté casi todo, excepto dos cosas que le escondí:
Mi creciente entusiasmo por los himnos religiosos y mi profundo amor por
aquella bellísima dama.
NAGUIB MAHFUZ nació en 1911 en El Cairo, ciudad donde realizó sus
estudios de Filosofía y ejerció diversos cargos en organismos estatales. El
profundo humanismo que emana de su amplia obra literaria, y su eficacia
como narrador inigualable del alma y la cultura popular egipcia, le hicieron
merecedor del Premio Nobel de Literatura en 1988. Entre sus novelas
históricas sobre el pasado de Egipto destacan Rhadopis y La batalla de
Tebas.