Akhenaton - Naguib Mahfuz

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Para unos, un ser repugnante, deforme, medio hombre, medio


mujer, que desatendió las tareas políticas para consagrarse a la
difusión de su nueva religión monoteísta, lo que permitió que los
enemigos de Egipto derrumbaran el imperio. Para otros, un hombre
fascinante que revolucionó no sólo la religión, sino el arte y la
sociedad, y al que las tradiciones y el poder de los sacerdotes de los
viejos dioses acosaron hasta la muerte.
La visión de su esposa Nefertiti, y tanto de los que le quisieron como
de los que renegaron de él, compone el retrato de un faraón que no
anheló territorios, sino sabiduría.
Naguib Mahfuz

Akhenatón
El rey hereje

ePub r1.0
GONZALEZ 28.02.14
Título original: Al-A’ish F’il-Haqiqa
Naguib Mahfuz, 1985
Traducción: Ángel Mestres Valero

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TABLA CRONOLÓGICA

DE LA HISTORIA DE EGIPTO

PREHISTORIA, hasta aproximadamente 2850 a. C.


Se conocen los períodos más remotos casi exclusivamente por las
construcciones de piedra, y los posteriores por los restos de necrópolis.

PERÍODO ARCAICO, 2850-2650


Después de un largo período de luchas, el Bajo y el Alto Egipcio se
reúnen bajo una misma corona. Robustecimiento del poder real. Se
establecen las bases de la administración faraónica y aparecen las formas
sociales y artísticas egipcias propiamente dichas.

(2850-2750)
I DINASTÍA
Narmer Miebis (Anzib)
Aha (Atotis) Semempses (Semerjet)
Kenkenes (Zer) Bieneches (Kaj-a)
Menefes (Zet)
Den

(2750-2650)
II DINASTÍA
Hetepsejemui Ninecher
Nebre Peribsen (Sejemib)
Neterimu-Neterem (Binotris) Jasejem (luego Jasejmui)
Raneb

IMPERIO ANTIGUO, 2650-2134


III DINASTÍA(2650-2600)
Traslado del centro político a la región de Menfis. Introducción del
calendario.
Sanajit Jaba
Netkerije-Djoser Hu (Huni)
Sejemjet

IV DINASTÍA (2600-2480)
Unión de todas las fuerzas del país bajo el poder del Estado gobernado
por el dios-rey. Construcción de las grandes pirámides.
Snofru Kefrén
Keops Micerino
Radyedef Shepseskaf

V DINASTÍA (2480-2350)
El culto a Ra, dios solar de Heliópolis, se convierte en religión del
Estado. Aumenta considerablemente la influencia de los grandes sacerdotes
y de los altos funcionarios.
Userkaf Neuserre
Sahure Menkauhor
Neferkare Isasi
Shepseskare Unas
Raneferef

VI DINASTÍA (2350-2230)
Cada vez adquiere más importancia el poder de los príncipes feudales,
cuyas rivalidades acarrearon la ruina de la dinastía.
Teti (Otoes) Mernerá
Fiops (Pepi) I Fiops (Pepi) II

PRIMER PERÍODO INTERMEDIO, 2230-2052


VII A X DINASTÍAS
Revueltas y levantamientos regionales. En el país se produce una
transformación social radical. Carencia casi absoluta de monumentos
arqueológicos, pero florecimiento local de las artes, sobre todo de la
literatura, en la corte de Heracleópolis.

IMPERIO MEDIO, 2052-1778

XI DINASTÍA (2052-1991)
Preponderancia de los príncipes tebanos en las disputas con la
poderosa casa real de Heracleópolis.
Antefa (Inhotef) I-IV
Mentuhotep Nebhepetre I y II
Mentuhotep III y IV

XII DINASTÍA (1991-1778)


Los reyes suprimen la anarquía que desuela el país, marcando los
límites de cada provincia.
La paz favorece el nuevo florecimiento de la cultura.
Se traslada la corte a Fayum.
Amenemhet I Sesostris III
Sesostris I Amenemhet III
Amenemhet II Amenemhet IV
Sesostris II Sebeknefrure

SEGUNDO PERÍODO INTERMEDIO, 1778-1670

XIII Y XIV DINASTÍAS


Muchos reyes que reinaron poco tiempo. Declina nuevamente el poder
real. Finalmente decadencia del Estado como consecuencia de las intrigas
palaciegas.
Wegef I Hor
Amenemhet V Amenemhet VI
Sobejotep I Sobejotep II-V

DOMINACIÓN DE LOS HICSOS, 1670-1570

XV Y XVI DINASTÍAS (1670-1610)


Invasión de los hicsos procedentes de Asia. Gobiernan el Valle del Nilo
desde el Delta.
Salitis Apofis
Jian

XVII DINASTÍA (1610-1570)


Bajo los últimos soberanos de esta dinastía de Tebas empieza la guerra
de liberación, que se termina con la expulsión de los hicsos.
Intef V Serenen-Ra-Tao
Sobekemsaf Kamosis
Serenen-Ra

IMPERIO NUEVO, 1570-1085

XVIII DINASTÍA (1570-1345)


1.ª FASE (1570-1448)
Dinastía nacional, con ejército permanente. Tebas se convierte en una
gran urbe y en capital del país.
Amosis Hatsepsut
Amenhotep I Thotméis III
Thotmés I y II

2.ª FASE (1448-1377)


La prosperidad que reina en el país influye en el florecimiento y
depuración de las artes, así como las formas externas de vida social.
Grandiosas construcciones y monumentos en las regiones de Tebas y Nubia
Inferior.
Amenhotep II Amenhotep III
Thotméis IV

3.ª FASE (1377-1345)


Aparición de una nueva tendencia espiritual y artística, definida y
fomentada por el rey. Establecimiento del culto al disco solar (Atón). No
pudiendo soportar las pretensiones de los sacerdotes, Akhenatón abandona
Tebas, eligiendo nueva residencia cerca de la actual Amarna. Después de
su fallecimiento, su hermano Tutankhamón vuelve al culto de las antiguas
divinidades egipcias y traslada de nuevo la corte a Tebas.
Amenhotep IV (Akhenatón) Eje
Tutankhamón

XIX DINASTÍA (1345-1200)


Restauración completa de los antiguos cultos y templos. Drásticas
reformas y depuración de la administración. Reconquista parcial de los
territorios perdidos en Asia. Extraordinaria actividad constructora en todo
el país.
Haremheb Ramsés II
Ramsés I Menertah
Setos (Seti) I Setos (Seti) II

XX DINASTÍA (1200-1085)
Ramsés III combate victoriosamente, por mar y por tierra, contra los
ejércitos de los pueblos mediterráneos. Durante el reinado de sus sucesores
va disminuyendo el poder real en manos de los sacerdotes de Amón.
Setnejt
Ramsés III
Ramsés IV-XI

TERCER PERÍODO INTERMEDIO, 1085-712

XXI DINASTÍA (1085-950)


Gobiernan los sacerdotes de Amón:
Hritor Osorkon I
Smendes Siamón
Psusennes I Psusennes II
Painozem I División del país en Tebas y Tanís
Amenemepet

XXII DINASTÍA (950-745)


Ciñen la corona caudillos de ejércitos mercenarios líbicos. Tebas
declina.
Shoshenk (Sesac) I Shoshenk (Sesac) II
Osorkon I y II Takelotis II
Takelotis I Shoshenk (Sesac) III-V

XXIII DINASTÍA (745-720)


Petobastis Asia Anterior: Teglat-Falasar III de Asur (745-727);
Sargón II (721-705);
Osorkon
III
Takelotis
III

(720-715)
XXIV DINASTÍA
Bakenre (Bockoris de Sais) Pianji (Piye)

ÉPOCA TARDÍA, 712-332


Reino independiente en Nubia (Etiopía). Incursión del rey etíope Pianji
contra Egipto hacia el año 725.

XXV DINASTÍA (715-663)


Monarcas etíopes:
Shabaka Tantamani
Shabataka Invasión asiria capitaneada por Asarhadon (680-
669).
Taharka
(Tirhaka)

XXVI DINASTÍA (663-525)


Restablecimiento del antiguo esplendor cultural. Activo comercio con
los pueblos del Mediterráneo, particularmente con los griegos.
Neco I Neco II
Psamético I Psamético II
Apries Psamético III
Amasis

XXVII DINASTÍA (525-332)


Reyes Persas:
Cambises Artajerjes
Darío I Darío II
Jerjes I

GOBIERNOS LOCALES EGIPCIOS

XXVIII DINASTÍA(404-399)
Amirteo de Sais

XXIX DINASTÍA(399-379)
Reyes de Mendes:
Neferites I Neferites II
Psammutis

XXX DINASTÍA (379-332)


A pesar de ser Egipto una provincia persa, consiguen mantenerse
algunos reyes indígenas que representan el patriotismo autóctono.
Florecimiento tardío de las artes. Heródoto visita Egipto y escribe la
relación de su viaje.
Nectanebo I y II Nectanebe

PERÍODO GRECO-ROMANO, 332-395 d. C.

XXXI DINASTÍA
Alejandro Magno Filipo Arrideo
(conquista de Egipto en 332) Alejandro IV

XXXII DINASTÍA
Ptolomeo (Sátrapa de Egipto 322-305, rey 305-284)

ÉPOCA PTOLOMAICA (305-30)


Julio César (ocupa Alejandría en el año 48)
Octavio (Derrota a Marco Antonio y Cleopatra, año 31)

ÉPOCA ROMANA
Emperadores romanos
(desde el año 30 a. C. hasta el 395 d. C.)

DOMINACIÓN BIZANTINA (395-638 d. C.)

DOMINACIÓN ÁRABE (a partir de 638 d. C.)


EL ORIGEN DE LA HISTORIA
Mi curiosidad nació de una emocionante visión, mientras la nave surcaba la
fuerte y tranquila corriente, al final de la estación del desborde del Nilo. El
viaje había empezado en nuestra ciudad, Sais, y discurría hacia el sur, hacia
Panopolis, donde íbamos a visitar a mi hermana, que vivía allí desde su
boda. Un cierto día, al atardecer, pasamos por una ciudad extraña. A través
de sus columnas se entreveía su polvorienta grandeza. La muerte se
arrastraba ávida por sus rincones y por todos sus objetos. Agazapada entre
el Nilo a Poniente y la colina a Oriente, desnuda de árboles, sus calles
vacías, sus puertas y ventanas cerradas como párpados caídos. Ninguna
vida palpitaba en ella, no se percibía ningún movimiento. El silencio y la
tristeza se cernían sobre ella, la muerte aparecía por todas partes. La recorrí
con la mirada y mi pecho se sobrecogió. Corrí hacia el lugar donde mi
padre estaba echado, en un diván, sobre una tarima, y le pregunté, con el
debido respeto por su vejez:
—¿Qué sucedió en esta ciudad, padre?
Y respondió sin titubear:
—La ciudad del Hereje, la ciudad infiel y maldita, Miri-Mon…
Volví mi mirada hacia ella con emoción redoblada mientras mis
recuerdos se agolpaban, y pregunté de nuevo:
—¿No hay nadie vivo en ella?
Y respondió brevemente:
—Seguramente la mujer del Hereje todavía respira en su palacio o en su
prisión, como también es cierto que hay todavía algunos guardianes, sin
duda…
Murmuré recordando:
—¡Nefertiti!
¿Por qué te interesan su soledad y su historia? De golpe recuperé mis
recuerdos de infancia, en el palacio de mi padre en Sais, y las
conversaciones de los mayores sobre el ciclón que se abatió sobre la tierra
de Egipto y el imperio, y lo que acordaron en llamar «guerra de los dioses»,
y el joven faraón que rompió con las tradiciones y desafió a los sacerdotes y
al destino. Sí, recordé esos días olvidados, y los rumores sobre una nueva
religión, y los dilemas de las gentes entre fe y obediencia, y las discusiones
sobre las verdades ocultas, las amargas derrotas, la victoria empañada de
tristeza. He aquí la ciudad de los prodigios, entregada a la muerte. He aquí a
su señora encarcelada, que ha debido probar el amargo trago de la soledad.
He aquí mi joven corazón que palpita violentamente deseando saberlo todo.
Le dije a mi padre:
—No me volverás a acusar de indolencia, padre: un anhelo sagrado por
saber la verdad me asalta como el viento del norte. Debo registrarlo todo,
como hiciste tú en tu juventud, padre…
Me miró con sus ojos cansados y dijo:
—Quiero saberlo todo sobre la ciudad y su constructor, sobre el drama
que desgarró a sus habitantes y destruyó el imperio.
Dijo seriamente:
—Ya lo oíste todo en el templo.
Le repliqué con ardor:
—Dijo el sabio Qaqimna: «No juzgues nada hasta que hayas escuchado
a todas las partes».
—En este caso, la verdad está clara sin escuchar a la otra parte, el
Hereje murió…
Dije con ardor redoblado:
—Muchos de los que vivieron los hechos todavía están vivos, padre, y
muchos de ellos son tus compañeros y amigos. Una recomendación tuya
podría abrirme las puertas de par en par y desvelarme aquellos secretos. Así
podría conocer la verdad antes de que se la lleve el tiempo como se ha
llevado a la ciudad…
Continué argumentando hasta que accedió a mis deseos, quizás incluso
lo deseaba en su interior, debido a su antigua pasión de cronista y a su amor
por la ciencia, que convirtió su palacio en lugar de reunión de hombres de
ciencia y de religión, e hizo de su propietario «Señor del buen país y de la
vasta ciencia». Su palacio era conocido por sus banquetes fastuosos, en los
que se contaban historias y se recitaba poesía.
Me escribió una carta de recomendación para los ancianos
contemporáneos de aquellos hechos, quienes los vivieron, de cerca o de
lejos, quienes conocieron su dulzura y más tarde su amargura, y quienes
vivieron primero la amargura y luego la dulzura. Y me dijo:
—Tú mismo has escogido tu camino, Miri-Mon, ve y que Dios te
guarde: algunos de tus abuelos fueron a la guerra, otros se dedicaron a la
política o al comercio; tú deseas dedicarte a la verdad. Todos han hecho
según su designio. Sin embargo, guárdate de levantar la ira del poderoso o
de insultar a la prostituta, sé como la historia, que escucha a todo el que
habla sin inclinarse ante nadie, para luego entregar la pura verdad a los que
observan.
Me alegré de abandonar la inactividad y adentrarme en el flujo de la
historia, que no conoce principio ni fin, y que añade a su curso todo lo que
merece la pena, en una ola persistente de amor a la verdad eterna…
EL SACERDOTE DE AMÓN
Tebas volvió a su edad dorada, después de haber experimentado la
amargura del éxodo y la decadencia en tiempos del Hereje. Se convirtió de
nuevo en la capital; su nuevo faraón, Tutankhamón, hizo reverdecer el
trono. Los hombres de paz y de guerra regresaron, y los sacerdotes
ocuparon de nuevo sus templos. Los palacios volvieron a ser habitados y
sus jardines reverdecieron. El templo de Amón volvió a erguirse de nuevo
con sus columnas gigantescas y sus jardines en flor. Los mercados bullían
de gentío, vendedores y mercancías. Todo resplandecía con poder y
estabilidad y el tráfico era inacabable. Cuando la visité por primera vez en
mi vida, me deslumbraron su nobleza, sus edificios, sus palacios y sus
gentes sin fronteras. El griterío y el ruido reinante me aturdía, así como sus
carromatos y sus baldaquines. Mi ciudad, Sais, me pareció en comparación
un pueblecito adormecido y mudo. A la hora acordada me dirigí hacia el
templo de Amón, y crucé el patio de las columnas en pos de un sirviente.
Luego giré hacia un corredor lateral que me condujo a la sala en la que me
esperaba el gran sacerdote. Cuando le vi, estaba sentado al fondo, en un
trono de ébano, con dos asideras de oro. Era un viejo decrépito con la
cabeza rapada, vestido con una túnica larga y ancha. Ceñía su cabeza una
cinta blanca. Me dio la impresión de gozar, a pesar de su vejez, de una
vitalidad excelente y de un corazón tranquilo.
Me dio saludos para mi padre y alabó su lealtad:
—En los tiempos difíciles es cuando se conoce a los hombres fieles.
Alabó mi proyecto murmurando:
—Hemos derribado el muro con todas las mentiras que contenía, sin
embargo la verdad debe ser escrita.
Inclinó su cabeza con benevolencia, mientras decía:
—Hoy Amón se sienta en su trono, y se yergue en su nave sagrada en el
sanctasanctórum como señor de los dioses, protegiendo a Egipto,
rechazando a sus enemigos. Sus sacerdotes han recuperado el control total.
Él es quien liberó nuestro valle con mano enérgica, y extendió nuestras
fronteras al norte y al sur, a Oriente y a Occidente, con mano firme, él es el
dios que vence, y humilla a quien le traiciona.
Me incliné en signo de adoración hasta que me dieron permiso para
sentarme en un asiento bajo, delante de él. Recogí mis ropas para
escucharle, cuando empezó a hablar el gran sacerdote:
—Es una triste historia, Miri-Mon, que empezó con lo que parecía un
rumor inocente. La madre del Hereje, la gran reina y mujer del faraón
Amenhotep III era una mujer de origen humilde por cuyas venas no fluía
sangre real. De una familia nubia, era fuerte e inteligente como si tuviera
cuatro ojos que le permitieran ver en todas direcciones al mismo tiempo. Al
principio parecía que deseara complacernos, y nunca olvidaré lo que me
dijo el día de la celebración de la fiesta del Nilo:
—Vosotros sois nuestro bien y nuestra bendición, sacerdotes de Amón.
Solía mirar fijamente a los hombres más enérgicos con sus grandes ojos,
hasta que les obligaba a inclinar la cabeza aturdidos. Nunca temimos nada
de ella, ni nos hizo olvidar el amor de los faraones de la noble familia hacia
los sacerdotes de Amón, hasta que nos dimos cuenta de que la reina se
interesaba por ampliar el lugar de los estudios religiosos para abarcar el
culto de los dioses, y en particular el del dios Atón. El asunto fue más allá
de un mero interés en otras religiones, que nosotros respetamos y
santificamos, y no encontramos forma de oponernos a ello. Nos dolió el
hecho de que otros dioses gozaran en su patria, Tebas, de la misma
consideración que Amón. No mejoró nuestros sentimientos la declaración
de Tiy en el sentido de que Amón continuaría siendo para siempre el señor
de los dioses, ni de que sus sacerdotes continuarían a la cabeza de los
sacerdotes de Egipto sin excepción. Tutu, el sacerdote que se encarga de la
recitación, me dijo:
—Detrás de esta decisión me huelo una nueva política que no tiene nada
que ver con la religión.
Le pedí aclaraciones al respecto, y me dijo:
—La gran reina busca el amor de los sacerdotes de las regiones para
ponerlos a nuestro nivel y así limitar nuestro poder y aumentar el del trono.
Le respondí, no sin desasosiego:
—Somos los siervos de los dioses y del pueblo, somos los maestros, los
médicos, los guías en la religión y el más allá. La gran reina no es más que
la dama reinante, sin duda nos respeta…
Tutu respondió enojado:
—Se trata de la lucha por el poder. La reina es fuerte y ambiciosa, según
mi opinión es más fuerte que el mismo rey.
Dije, como para exorcizar mis propios temores:
—Somos hijos del gran dios, nos ampara una tradición eterna.
»Quizá sea útil ahora que te hable del gran rey Amenhotep III. Su
abuelo Thotmés III afianzó para él un imperio sin precedentes en cuanto a
grandeza y multitud de razas. Él era un rey fuerte, que saltaba a la defensa
de sus posesiones al primer aviso. Obtuvo grandes victorias hasta que todo
el imperio se sometió a su obediencia. Sin embargo, en su largo reinado
predominaron los períodos de paz: recogió el fruto de lo que sembraron sus
antepasados, y abundaron las cosechas, las joyas, las finas vestiduras, las
mujeres. Construyó palacios, templos y estatuas, y se hundió hasta las
orejas en comida, vino y mujeres. La astuta mujer se percató de sus puntos
fuertes y débiles, y se aprovechó de ellos en el mejor modo posible: le
impulsó a la guerra cuando hubo guerra, y condescendió a sus apetitos,
traicionando su instinto de mujer para hacerse acreedora del poder, y para
poner en práctica su ambición sin límites. No niego su entrega, ni su
amplitud de miras, ni su deseo de gloria y grandeza, pero le reprocho su
avidez de poder, esa avidez que la condujo equivocadamente a aprovecharse
de la religión con finura y astucia para influir con energía en el trono
prescindiendo de todos los sacerdotes. Más tarde me pareció claro que otros
pensamientos rondaban por su cabeza, pues un día visitó el templo para
ofrecer los sacrificios, y me acompañó luego a la casa de descanso. Era de
estatura media, de complexión fuerte.
Cuando nos sentamos, me preguntó:
»—¿Qué es lo que te apena?
»Traté de escoger la respuesta adecuada, pero ella se me adelantó:
»—Puedo leer los secretos de los corazones como los sacerdotes: crees
que estoy dando demasiado poder a los otros sacerdotes a expensas de los
sacerdotes de Amón.
»Respondí, entregándome:
»—Los sacerdotes de Amón son los garantes de vuestra noble estirpe…
»Dijo con ojos brillantes:
»—He aquí lo que pienso, gran sacerdote: Amón es el señor de los
dioses de Egipto, y un símbolo del poder, y quizá de la derrota, para los
súbditos del imperio. En cuanto a Atón, es el dios del sol, que brilla en
todas partes y al que se pueden dirigir todas las criaturas sin menoscabo:
»¿Crees que era eso lo que realmente pensaba, o era una nueva treta con
la que disimular su verdadero deseo de quitarnos poder? La idea en sí
misma no me convenció, y dije:
»—Mi señora, vosotros sois crueles. Gobernáis con la fuerza y no con el
amor.
»Respondió sonriente:
»—Y también con el amor. Lo que sirve para tratar a los animales
salvajes no sirve para los animales domésticos…
»Entonces comprendí que era un alma femenina estéril, y que podría dar
frutos malsanos, lo cual se verificaría más tarde en los dolorosos sucesos
que vinieron.
El gran sacerdote enmudeció por un instante, como para contemplar o
recordar. Luego prosiguió:
—Recuerdo muy bien que al inicio de su vida matrimonial tuvo
problemas. Estuvo no poco tiempo sin concebir, enfrentándose al fantasma
de la esterilidad. Su origen humilde aumentaba sus sufrimientos, y gracias a
Amón y sus sacerdotes, y a las oraciones y su magia poderosa quedó
embarazada, pero tuvo una hija. Cada vez que nos cruzábamos en el palacio
o en el templo me miraba llena de malos pensamientos, como si fuera yo el
responsable de su mala suerte. Nunca pensamos en perjudicar al trono, pero
ella era muy desconfiada debido a su mala conciencia.
Calló de nuevo, vacilando, y luego dijo:
—Luego, de modo misterioso, tuvo dos gemelos. El mayor y más válido
murió, y el otro vivió para llevar a cabo sus excentricidades en perjuicio de
Egipto.
El sacerdote adivinó mis ardientes interrogantes:
—Sabemos cómo abrirnos camino hacia la verdad, aunque para la
mayoría está oculta: tenemos el poder de la magia, el poder del mal de
ojo… El Hereje es de padre desconocido. Su hombría es dudosa,
afeminado… Como su padre, se casó con una mujer del pueblo que reunía
en su persona, como su madre, un origen humilde, una ambición
desmesurada y cierto libertinaje. Hermosa, perseverante, provocadora, se
lanzó junto a él en su política destructiva. Tuvo siete hijas de otros
hombres. A pesar de su aparente amor por ella, quizás él no amaba en el
fondo más que a su madre, quien le dio la vida y los pensamientos. Fue
debido a su pasión por ella por lo que sintió la soledad y el dolor hasta el
límite de odiar a su padre incluso después de su muerte, incluso borró su
nombre de los monumentos con la excusa de que se parecía demasiado a la
de Amón. La verdad es que lo aniquiló después de su muerte porque no fue
capaz de matarlo en vida. Su madre lo educó en la religión de Atón, en la
que creía, por motivos políticos, pero él tuvo una fe palpitante y verdadera
en ella, política que no se ajustaba a su naturaleza femenina, y de ahí pasó a
la herejía, lo cual su madre no había podido imaginar. Todavía recuerdo su
figura repugnante… no era ni hombre ni mujer. Era débil hasta el límite de
odiar a los fuertes, fueran hombres, sacerdotes o dioses. Se inventó un dios
a su imagen y semejanza, débil y femenino, padre y madre a la vez, y le
atribuyó una sola función: el amor. Su culto era el baile, el canto y la
bebida. Se hundió en la estupidez, olvidando sus obligaciones reales
mientras los mejores hombres del imperio caían ante el enemigo, pidiendo
ayuda sin recibirla. El imperio se perdió finalmente, Egipto quedó
destruido, con sus templos vacíos y sus gentes hambrientas. Ése fue el
Hereje, el que se hizo llamar Akhenatón.
El gran sacerdote enmudeció bajo el peso de la emoción y la intensidad
de los recuerdos. Luego entrecruzó los dedos de las manos y empezó de
nuevo:
—Desde su primera infancia tuve noticias de él, provenientes de mis
hombres en palacio, consagrados a Amón y a la patria. Por ellos supe que el
heredero se inclinaba ante Atón e ignoraba a Amón. Y que a pesar de su
juventud buscaba refugio en solitario a la orilla del Nilo para saludar el
amanecer con cánticos. Enseguida me di cuenta de que era un joven
extraño, con problemas. Me apresuré a comunicar mis temores al rey y a la
reina. Amenhotep III sonrió y dijo:
»—Todavía es un niño.
»Respondí:
»—Pero el niño está creciendo, y en su interior continúa pensando como
un niño.
»Intervino Tiy:
»—No hace más que cantar a la sabiduría en todas sus formas con
corazón inocente.
»El faraón:
»—Pronto empezará su adiestramiento militar y entonces conocerá sus
verdaderos objetivos.
»Tiy:
»—No necesitamos más territorios, sino más sabiduría para
preservarlos.
»Intervine claramente:
»—No hay otra manera de preservarlos sino la confianza en Amón y
ejercer la fuerza.
»La astuta mujer dijo:
»—No había visto nunca un sabio que despreciara la sabiduría como tú,
sacerdote de Amón.
»Insistí:
»—No desprecio la sabiduría, pero la considero inútil si no se apoya en
la fuerza.
»Dijo Amenhotep:
»—En este palacio nadie se opone a que Amón sea el señor de los
dioses.
»Protesté angustiado:
»—Ha dejado de acudir al templo.
»Dijo el rey:
»—Paciencia, pronto cumplirá con sus obligaciones de heredero.
»El encuentro no sirvió para apaciguar mis ánimos. Es más, quizá
nuestros temores —los de los sacerdotes— se fortalecieron. Tuvimos
noticias de una conversación entre el heredero y sus padres que nos hizo
comprender que aquel cuerpo enfermizo tenía poderosas inclinaciones
secretas y ardientes obsesiones que hacían presagiar las peores
consecuencias. Un buen día se me acercó uno de mis discípulos y me dijo:
»—¡El mismísimo sol ha dejado de ser un dios!
»Le pregunté a qué se refería, y me dijo:
»—Corren rumores sobre un nuevo dios, hasta ahora desconocido, que
se ha aparecido al espíritu del heredero y le ha exigido que le adorara como
al único dios verdadero de la creación, a él y sólo a él, y cualquier otro dios
es falso.
»La noticia me fulminó. Me pareció que la muerte, que nos había
arrebatado al hermano mayor, era preferible a la locura que poseía al
pequeño. La desgracia apareció ante mis ojos con la más horrible de las
apariencias.
»—¿Estás seguro de lo que dices?
»—Te he hecho saber lo que se rumorea en palacio.
»—¿Y cómo se le ha aparecido ese pretendido dios?
»—Sólo oyó su voz…
»—¿Ni sol ni estrella ni estatua?
»—Nada de nada.
»—¿Y cómo se adora lo que no se ve?
»—Cree que es la energía única y eterna.
»—El loco se ha perdido en la nada.
»El sacerdote recitador, Tutu, dijo:
»—Ha enloquecido, y por lo tanto no tiene derecho al trono.
»Dije con esperanza:
»—Cálmate, Tutu, por muchas impiedades que cometan, los dioses
continuarán siendo adorados por muchos.
»Preguntó enérgicamente:
»—Pero ¿cómo va a heredar el trono un infiel, un hereje?
»Dije con tristeza:
»—Esperaremos a que anuncie la verdad, y después plantearemos la
cuestión al rey. Será el primer debate de este tipo en nuestra larga historia…
»Sucedió que el heredero al trono se casó con Nefertiti, la hija del sabio
y piadoso Ay. Ésta era, al igual que la gran reina Tiy, de origen humilde, sin
embargo me hizo concebir una sola y débil esperanza: que el matrimonio le
aportara algo de equilibrio. Mandé llamar a Ay, y le encontré mesurado en
sus palabras, lo cual me hizo comprender lo apurado de la situación. Por mi
parte no mencioné la cuestión de la impiedad del faraón, pero acordamos
que me prepararía un encuentro secreto con su hija. La observé, y las dotes
de fisonomista que Amón me ha otorgado me hicieron percibir la gran
energía de su belleza, solo igualada por la de la gran reina. Deseando que
esa energía estuviera de nuestra parte y no en contra de nosotros, le dije:
»—Recibe mi bendición, hija de Ay, mi amigo.
»Me lo agradeció con dulzura, y luego añadí:
»—Es mi deber recordarte, aunque no haga falta, que el trono se
sustenta en tres personas: Amón, señor de los dioses, el faraón y la reina.
»Respondió:
»—Feliz quien escucha tus palabras.
»Continué:
»—La reina sabia es aquella que ayuda al rey a conservar la patria y el
imperio.
»Dijo con seguridad:
»—Oh, santo sacerdote, mi corazón está lleno de amor y fidelidad.
»Dije claramente:
»—Egipto es un país de tradiciones eternas, y la mujer es el vaso
sagrado en el que se guardan esas tradiciones.
»Intervino con la misma seguridad de antes:
»—Mi corazón también está lleno de sentido del deber.
»Ninguna estatua hubiera podido imitar aquella rigidez, aquella cautela.
Seguí hablando sin poder arrancarle una sola palabra, sin conseguir
descubrir absolutamente nada. Sin embargo, su mismo silencio era muy
revelador, su cautela indicaba que estaba al corriente de todo. Y también
que no estaría de nuestra parte. Digna de hacer perder la cabeza a
cualquiera, había sido elegida para el trono por un golpe de suerte, y sería
su principal cometido durante su vida el de preservarlo, no el de servir a
Amón ni a los dioses. Rezamos, con los sacerdotes, una oración a la tristeza
en el sanctasanctórum. Después les puse al corriente del contenido de mi
conversación con Nefertiti. Tutu comentó:
»—Mañana amanecerá una larga noche.
»Más tarde, en privado, me preguntó:
»—¿No podrías discutir el futuro con el general May?
»Intuí sus intenciones y respondí sin ambages:
»—No podemos desafiar a Amenhotep III y a la gran reina Tiy. Parece
que las cosas no son fáciles en palacio entre el loco y su padre. Por eso ha
habido una orden real que obliga al heredero a emprender un viaje de
estudios por todo el imperio. Sin duda el faraón quiere que su hijo conozca
a sus futuros súbditos y que viva la realidad, tal vez así despierte de sus
sueños. En mi interior alabé su actitud, aunque mi tristeza no se desvaneció
tan fácilmente. Durante aquel viaje sucedieron cosas de extrema
importancia, pues Tiy dio a luz dos gemelos, Samankhra y Tutankhamón, y
después de algún tiempo el viejo rey enfermó y murió. Dos legados salieron
en búsqueda del heredero para comunicarle las noticias y hacerle regresar
para ocupar el trono. Los sacerdotes nos reunimos para discutir el futuro del
país, siendo todos de una misma opinión. Me apresuré a entrevistarme con
la reina Tiy a pesar de los numerosos guardianes y de que estaba ocupada
en la momificación de su marido. La encontré fuerte, firme, consciente de
sus objetivos a pesar de su tristeza. Debía exponerle claramente mis
intenciones a toda costa:
»—He venido, mi señora, para expresar mi punto de vista a la madre
legal del imperio.
»Me escuchó, mientras con su mirada inteligente adivinaba lo que le iba
a comunicar.
»—Mi señora, es sabido que el heredero ha renegado de todos los
dioses.
»Su rostro se obnubiló, y dijo:
»—No debes creer todo lo que se dice.
»Dije con ardor:
»—Estoy pronto a creer todo lo que me digáis, gran reina.
»Replicó enojada:
»—Él es un poeta, gran sacerdote.
»No me convenció, y permanecí en silencio. Añadió firmemente:
»—Aprenderá perfectamente cuáles son sus obligaciones.
»Hice acopio de todo mi coraje y repliqué:
»—Mi señora sabe cuáles son las consecuencias de la impiedad respecto
al trono.
»Dijo angustiada:
»—No hay ningún temor de que adore a otros dioses.
»Dije, en un alarde de coraje:
»—Hay otra solución: que nombremos heredero a uno de los gemelos y
que vos seáis la regente.
»Objetó decidida:
»—Reinará Amenhotep IV, que es el heredero.
»Así fue como venció la reina sabia y amante madre, y como perdí la
oportunidad de salvarnos.
El destino nos asestó un golpe mortal.
»El loco y afeminado heredero regresó. A su debido tiempo, enterró al
rey, su padre. Inmediatamente pedí audiencia oficial. Por primera vez le vi
de cerca y pude observarle con detenimiento. Tenía la tez muy oscura, era
alto y delgado, sus ojos soñadores. Su constitución afeminada era evidente
ante todo el mundo. Sus rasgos, inarmónicos, resultaban repugnantes a
quienquiera que lo viera. Era un ser deforme, despreciable, que no merecía
el trono. Era inimaginable que pudiera amenazar a un mosquito, y pretendía
desafiar a Amón, señor de los dioses. Necesité de toda mi ciencia y
sabiduría para disimular mi repugnancia y mi asco mientras me observaba;
lo hacía sin odio, ni amor, ni desafío. Desconcertado, perdí el uso de la
palabra, así que fue él quien empezó:
»—Me has injuriado a menudo en conversaciones con mi padre.
»Recuperé las fuerzas y respondí:
»—No hay nada más importante en mi vida que Amón, el trono y el
imperio.
»Dijo tranquilamente:
»—Lo que dices es indudablemente cierto.
»Intervine preparándome para la batalla:
»—Me llegaron noticias inquietantes, pero no les di crédito.
»Dijo despreocupadamente:
»—¡Son verdaderas! »
»Me quedé aturdido sin saber qué decir, mientras él continuaba su
explicación:
»—Soy el único creyente en un país de gente extraviada.
»—No puedo creer lo que oigo.
»—Créelo, no hay más dios que el dios único.
»La cólera se apoderó de mí, y mi fe me impulsó a defender a Amón y
al resto de los dioses sin importarme las consecuencias. Dije sin ambages:
»—Amón no perdonará esa blasfemia a ningún ser humano.
»Dijo sonriendo tranquilamente:
»—Sólo el dios único puede perdonar.
»Sentí un estremecimiento:
»—Ese dios no existe.
»Extendió sus brazos compasivamente:
»—Él lo es todo, el creador… la energía… el amor… la paz… la
alegría.
»Su mirada, ardiente en contradicción con su aspecto frágil, me perforó:
»—Te ordeno que creas en él.
»Le advertí enojado:
»—Guardaos de la cólera de Amón, pues él es quien prohíbe y quien
permite, él es quien ayuda o desampara, quien socorre y quien destruye.
Temed por vuestra vida, por vuestro trono y por vuestro imperio.
»Él insistió tranquilamente:
»—Me siento como un niño que gatea en un espacio cerrado en el que,
de pronto, ha brotado una flor: me contento con sus designios, soy su
sirviente, pues él se ha apiadado de mí, manifestándose a mi espíritu. Ha
llenado mi vida de luz y cánticos, y ya no me importa nada más que él.
»Dije enojado:
»—¡El heredero no se convierte en faraón hasta que es coronado por
Amón!
»Replicó con indiferencia:
»—¡El heredero es coronado bajo los rayos del sol, como sirviente del
único creador!…
»Nos separaron en la peor de las situaciones. Yo estaba con Amón y los
creyentes. Él, con el patrimonio de su noble familia, con su imagen sacra
entre sus súbditos, y con su locura indiferente.
»Me preparé para la guerra santa, para dar mi vida por los dioses y por
mi patria. Sin perder un minuto, comuniqué a los sacerdotes:
»—El nuevo faraón es un infiel, es necesario que lo sepáis e informéis a
la gente…
»A pesar de mi arrojo, me vi obligado a poner coto a Tutu, el sacerdote
recitador, y le propuse que fingiéramos apoyar al Hereje para poder
vigilarle de cerca. Por otra parte, el propio monarca se puso inmediatamente
manos a la obra y se hizo coronar en una explanada dedicada al pretendido
dios, empezando enseguida a construirle un templo en Tebas, la ciudad
sagrada de Amón. A continuación, empezó a predicar la nueva religión
entre sus hombres, para elegir a sus colaboradores. La flor y nata de Egipto
profesó la nueva creencia, debido a diversas causas y con un único objetivo:
el de llevar a cabo sus ambiciones personales a cuenta de su fe. Si la gente
se hubiera rebelado, todo habría sido distinto, sin embargo, cayeron como
mujeres disolutas. El sabio Ay se consideraba el valedor de su familia, pero
la fama le embriagó y le cegó. El valeroso general Horemheb nunca había
profesado una fe sincera, y para él se trataba simplemente de un cambio de
nombres. En cuanto al resto, no eran más que una pandilla de hipócritas, sin
otro afán que la fama y el dinero. Si no se hubieran retractado más tarde
cuando tuvieron problemas, habrían merecido la muerte. Sin embargo,
aunque conservaron la vida, no me merecen ningún respeto. En Tebas
aumentó la tensión, y la gente se dividió entre seguidores de Amón y
seguidores del loco vástago de la familia más noble en la gloriosa historia
de Egipto. La reina madre Tiy se angustiaba al contemplar cómo la semilla
que había sembrado se transformaba en una planta venenosa, cómo se
precipitaba en el abismo, arrastrando a su familia hacia la destrucción. Ella
continuó visitando el templo de Amón y ofreciéndole sacrificios, en un
intento por atenuar la violente ola de rebeldes que amenazaba con
arrebatarles el trono. Me decía a menudo:
»—Obedeciendo ganáis, con la rebeldía perderéis…
»Yo le respondía:
»—¡Cómo podéis exigirnos que obedezcamos a un infiel! ¡Ojalá
hubierais seguido mis consejos!
»—¡Debemos alejar la desesperación de nuestro horizonte! »
»Estaba clara su impotencia ante su hijo, el afeminado, el enfermizo. Su
habitual entereza se desmoronó frente al poder de la oculta locura de éste:
no había más remedio que continuar la lucha hasta el fin. Su poder se
debilitó en Tebas, y durante la fiesta de Amón llegaron a sus oídos gritos de
odio. Fue así como su dios le mandó refugiarse en una nueva ciudad
construida a posta para él. Le obligamos a emigrar, acompañado por
ochenta mil herejes que se construyeron una prisión maldita. Finalmente
tuvimos las manos libres para emprender nuestra batalla sagrada, como
ellos tuvieron las manos libres para dedicarse a la infidelidad y al pecado: la
nueva ciudad se convirtió en la capital del juego, la bebida, la pendencia y
el libertinaje, encarnados en un dios cuyos emblemas eran el amor y la
alegría. Cuanto más se percataba el loco de su debilidad natural, más
exageraba en demostraciones de fuerza: mandó cerrar templos, se incautó
de los bienes de los dioses e hizo expulsar a los sacerdotes. Yo hablé con los
de Amón:
»—La vida no tiene ningún valor después del cierre de los templos, es
preferible morir.
»Encontramos refugio en casa de los creyentes y un ejército en sus
corazones. Continuamos luchando con renovado coraje mientras nuestras
esperanzas resurgían día tras día. El Hereje insistía, y un día emprendió un
viaje por todo el territorio para atraer a su pueblo a la impiedad.
Pocas veces el pueblo estaría tan dividido entre seguidores de los dioses
y secuaces del rey, que los desconcertaba con su cuerpo exhausto y
afeminado, su rostro repugnante y su hermosa y libertina mujer.
»Fueron días de pesar y tristeza, de hipocresías y arrepentimientos, de
lágrimas vertidas y de temor a la cólera de los dioses. La misión afeminada
de amor obtuvo sus resultados: los burócratas descuidaron sus obligaciones
y explotaron a la gente tanto como pudieron. La rebelión se extendió por
todo el imperio. Los enemigos ya no respetaron las fronteras: los generales
fieles pidieron ayuda y les enviaron poesías en lugar de ejércitos. Murieron
defendiendo el imperio y maldiciendo al loco y traidor Hereje. El diluvio de
bienes que antes fluía sobre Egipto se truncó, y los mercados se vieron
vacíos, las escasas mercancías no se podían vender, y los esclavos pasaban
hambre. Exclamé con todas mis fuerzas:
»—He aquí la maldición de la cólera de Amón: o terminamos con el
Hereje o habrá una guerra civil.
»No tenía elección, si quería ahorrar al pueblo los dolores de la guerra,
y me entrevisté con la reina madre, Tiy, quien me confesó con afecto:
»—¡Estoy triste, gran sacerdote!
»Respondí amargamente:
»—Ya no soy gran sacerdote, sólo soy un rebelde desterrado…
»Su voz temblaba:
»—Pido a los dioses que se apiaden de nosotros.
»—Debemos actuar, él es vuestro hijo, y vos seréis responsable de lo
que suceda. Aconsejadle antes de que estalle una guerra civil que no deje
piedra sobre piedra…
»Se encolerizó cuando le recordé su responsabilidad en el asunto:
»—He tomado la decisión de visitar la nueva ciudad de Akhetatón…
»No niego que ella hizo lo que pudo por reparar lo que había
estropeado, y no perdí la esperanza, sino que yo mismo me desplacé a
Akhetatón, arriesgando la vida. Reuní un grupo de hombres y les dije:
»—Ahora os hablo desde una posición de fuerza: mis hombres están
esperando una señal para abalanzarse sobre vosotros, pero he preferido
realizar un último intento por salvar lo que se pueda sin derramamiento de
sangre ni destrucción. Os daré tiempo para reflexionar y cumplir con
vuestra obligación…
»Leí en sus rostros que mis palabras les habían convencido y, desviando
su atención de sus verdaderos intereses, hicieron lo que les pedí, se
dirigieron al Hereje y le exigieron urgentemente dos cosas para evitar al
país numerosos males: restablecer la libertad de culto y enviar ejércitos para
defender el imperio. Sin embargo rehusó, evidenciando su demencia total.
Entonces le pidieron que renunciara al trono, permitiéndole conservar su fe,
e incluso dándole la oportunidad de hacer proselitismo. Él rehusó de nuevo,
pero esta vez designó a su hermano Samankhra como correinante. Nosotros
lo ignoramos y elegimos a Tutankhamón para sucederle en el trono. Ante la
obcecación del loco, sus hombres decidieron abandonarle a él y a la ciudad
y hacer pública su lealtad al nuevo faraón: así fue como el Estado cambió
de manos sin guerra ni destrucción. A cambio de eso, no se hizo justicia
sobre el loco y su mujer, ni sobre los que continuaron siéndole fieles. Los
templos reabrieron sus puertas y los fieles acudieron después de un largo
período de prohibición. La pesadilla había terminado y todo volvía a la
normalidad en la medida de lo posible. En cuanto al Hereje, después de
enloquecer completamente, enfermó y no tardó en morir desolado y sin
posibilidad de redención, dejando tras de sí a su perversa mujer, que hubo
de sufrir la soledad, el destierro y los remordimientos.
El hombre permaneció en silencio por unos instantes mientras me
miraba fijamente:
—Todavía estamos curando nuestras heridas, necesitaremos tiempo y
esfuerzos. Las pérdidas dentro y fuera de nuestras fronteras son más de lo
que Egipto puede soportar. ¿Cómo pudo suceder? ¿Cómo se pudo permitir a
un loco que nos hiciera todo eso en presencia de gente inteligente?
Esperó un momento, y luego me dijo:
—Lo que te he contado es la verdad pura, inalterada. Transcríbela con
fidelidad en tu cuaderno. Transmite mis saludos a tu padre.
AY
El sabio, padre de Nefertiti y Mut-Najmat, el consejero real. La vejez cavó
esas fosas en su rostro para anidar en ellas. Me recibió en su palacio con
vistas al Nilo, al sur de Tebas. Hablaba con tranquilidad, en voz baja, sin
que ninguna emoción atravesara su rostro. La larga y densa historia que
guarda en su corazón ha influido en su adustez y en su larga vida. Empezó a
hablar diciendo:
»—Qué extraña es la vida y cuántas contradictorias experiencias nos
trae.
Se quedó pensativo, ahogado en un diluvio de recuerdos.
—Todo empezó un día de verano. Amenhotep III y la gran reina Tiy me
mandaron llamar. Cuando estuve delante de ellos, me dijo la reina:
»—Eres un hombre sabio, Ay, conoces lo mejor del mundo y de la
religión. Hemos decidido encargarte de la educación de nuestros hijos
Thotmés y Amenhotep…
»Incliné mi rapada cabeza y respondí:
»—Feliz el que sirve a sus majestades.
»Thotmés tenía a la sazón siete años, y Amenhotep seis. Eran muy
distintos, prácticamente opuestos. Amenhotep era alto y delgado, de tez
muy oscura y rasgos afeminados. Su mirada, al mismo tiempo delicada y
agresiva, era sobrecogedora. Muy pronto murió el hermoso, y quedó sólo el
débil y extraño. La muerte de su hermano fue un gran golpe para él: lloró
por largo tiempo, y cada vez que lo recordaba las lágrimas volvían a sus
ojos. Me dijo:
»—Visitaba el templo de Amón para someterse a su magia y a sus
amuletos, y sin embargo murió…
»Y también:
»—Tú, que eres el sabio maestro, ¿no puedes devolverle la vida?
»Le respondí:
»—El espíritu le dice a quien llora: «Aleja de ti la tristeza, pues yo soy
eterno».
»Eso nos llevó a hablar de la vida y la muerte, y me sorprendieron su
gran inteligencia y sensibilidad, superiores a lo que se podía esperar de su
edad. Me preguntaba qué clase de niño era ése. ¿Acaso obtendría su
sabiduría de los espíritus? Aprendió a leer y escribir con una facilidad
pasmosa. Le dije a la reina Tiy:
»—Sus avances asustan al maestro.
»Me apresuré a enseñarle todo cuanto pude, imaginándome las
maravillas que podría haber realizado al subir al trono de sus antepasados,
superando incluso la grandeza de sus padres.
»En efecto, Amenhotep III era un gran rey: daba su merecido a los
rebeldes en tiempo de guerra, dedicándose en tiempos de paz a la comida, la
bebida y las mujeres, en época de prosperidad. Eso fue lo que acabó con él,
pues llegado a un cierto punto cayó enfermo. Pasó malos ratos y la bondad
de sus primeros tiempos se echó a perder. En cuanto a Tiy, era de una noble
familia nubia. El tiempo daría a conocer su sabiduría y su energía, que
sobrepasaba a la de la mismísima Hatsepsut. A causa de los amoríos de su
marido, y de la pérdida de su primogénito Thotmés, concibió un amor
extraordinario por su hijo enfermizo, y se convirtió, más que en su madre,
en su compañera y maestra. Era más que amor por la sabiduría, hasta que su
ambición de poder fue causa de su deshonra. Los sacerdotes la acusaron de
ser la primera responsable de la desviación religiosa de su hijo, aunque la
verdad es que ella sólo quería acercar a su hijo a los dioses de su pueblo, y
deseaba que Atón ocupase un lugar al lado de los otros dioses del imperio;
es su calidad de sol la que infunde la vida en todos los rincones y une a sus
siervos en la unidad de una religión al servicio de la política por el bien de
Egipto, pero su hijo creyó en la religión olvidando la política, al contrario
de lo que ella pretendía. Por naturaleza, se negó a poner la religión al
servicio de ninguna otra cosa, ni a ponerlo todo al servicio de la religión. La
madre condujo su política consciente y mesuradamente, sin embargo el hijo
creyó a ciegas, y consagró su vida a la nueva fe, hasta el punto de sacrificar
al pueblo, el imperio y el trono.
Calló un instante para apretarse el cinto azul que llevaba en torno al
pecho. Su rostro parecía pequeño, comprimido entre sus cabellos postizos.
—Fue singular desde su más tierna juventud. Es como si hubiera nacido
con la mente de un sacerdote ya maduro. Era milagroso, hasta el punto de
que más de una vez me encontré discutiendo con él de igual a igual. Sus
razonamientos eran apasionados como si brotaran de un manantial de agua
caliente. En aquel débil armazón destacaba una voluntad de hierro que no
tenía nada que ver con aquella debilidad. Este hecho me convenció de que
el espíritu del hombre es más fuerte que sus músculos aunque éstos se
fortalezcan y ejerciten una y mil veces. Se enamoró hasta un extremo
inimaginable de los estudios religiosos, lo cual le perjudicó cuando
ascendió al trono. No aceptaba una idea sin discutirla en profundidad, y
nunca escondió sus dudas sobre muchas de las verdades y de las enseñanzas
tradicionales. Una vez me dijo:
»—¡Tebas, decís que es una ciudad sagrada! No es más que un nido de
comerciantes ambiciosos, libertinos y prostitutas, y ¿quiénes son esos
grandes sacerdotes, maestro? ¡Acaso no son ellos quienes engañan a los
humildes con supersticiones, quienes piden a los pobres parte de sus
limitados ingresos, quienes seducen a los jóvenes con la excusa de
bendecirlas, quienes han convertido su templo en un centro de corrupción y
pendencia!
»Sus palabras me angustiaron, pues su dedo acusador me señalaba,
llamándome maestro:
»—Ellos constituyen el fundamento sólido del trono.
»Exclamó enojado:
»—Un trono que se sustenta en la mentira y el embuste es indigno.
»Le advertí:
»—Tienen un poder que no se puede despreciar, como el ejército…
»Ironizó:
»—Los salteadores de caminos también tienen un poder que no se
puede despreciar…
»De buen principio se opuso a Amón, el que mora en el
sanctasanctórum, y se volvió hacia Atón cuya luz ilumina los dos mundos.
Solía decir:
»—Amón es el dios de los sacerdotes, Atón es el dios del Cielo y la
Tierra.
»Le respondía con ardor:
»—Tú debes ser fiel a todos los dioses.
»—¿Acaso no tenemos un corazón para distinguir la verdad de la
falsedad?
»Le instigué:
»—Un día serás coronado en el seno de Amón.
»Extendió sus brazos delgados y preguntó:
»—¿Por qué no coronarme bajo los rayos del Sol, al aire libre?
»—Amón es quien guió a tus abuelos a la victoria.
»Se quedó pensativo un instante:
»—No entiendo cómo se puede orar a un dios para que extermine a sus
criaturas.
»—Su sabiduría es ignota a los hombres.
»—El Sol brinda sus rayos a todas sus criaturas por igual.
»Insistí:
»—La vida es una lucha, no lo olvides.
»Me respondió tristemente:
»—Maestro, no me hables de lucha: ¿no has contemplado nunca el sol
al amanecer sobre los campos y el Nilo? ¿Nunca has observado el
crepúsculo? ¿Nunca has escuchado el ruido de los ruiseñores, ni el zureo de
las palomas?… ¿Nunca has perseguido la santa alegría que se esconde en lo
más profundo de nuestras vidas?
»Sentí que el tiempo se escapaba de mis manos, que aquel árbol estaba
creciendo solo, y que yo me veía arrastrado a un atolladero. Comuniqué mi
preocupación a la reina madre Tiy, quien no compartió mi angustia:
»—Todavía es un niño inocente, Ay. Espera a que madure un poco:
pronto empezará su educación militar.
»El joven sacerdote fue llamado a filas junto a los hijos de las familias
dirigentes, como Horemheb, sin embargo, nunca se integró a ellos o bien no
encontró la fuerza necesaria para ello. Odió al ejército: fue un fracaso
indigno de un hijo de reyes. Decía con amargura:
»—No deseo aprender a matar.
»El rey se apenó mucho por aquello, y me dijo:
»—Un rey que no sabe combatir está a merced de sus generales.
»El muchacho me habló de la enemistad que se entabló entre él y su
padre a raíz de aquello. Quizá fue a partir de aquel momento en que empezó
a odiar a su padre, sentimiento que exagerarían más tarde los sacerdotes al
acusarle de matar a su padre después de muerto, borrando su nombre de las
lápidas. La verdad es que borró su nombre por estar asociado al de Amón;
un indicio de eso es que él mismo cambió su propio nombre por el de
«Akhenatón». Llegó al colmo de la excentricidad cuando renunció a todas
sus raíces, en una noche única y extraña. Ello sucedió mientras se
encontraba en el jardín de palacio, en su refugio en el que esperaba la salida
del sol. Supe de qué se trataba cuando lo encontré aquella misma mañana.
Era primavera, un día sin humedad ni viento del desierto.
»Nos miró con su rostro pálido y con ojos hechizados. Me dijo sin
responder a mi saludo:
»—¡La verdad se ha revelado, maestro!
»Me sorprendió su aspecto, y entonces le pregunté a qué se refería:
»—Me encontraba en mi refugio, poco antes del amanecer, cuando la
compañía de la noche me despedía y me bendecía el silencio, y he aquí que
me sentí ligero, pareciéndome que la noche me arrastraba con ella. De la
oscuridad nació un ser vivo que me saludó, y en mi interior sentí brillar una
luz perfumada. Vi a todos los seres en un solo lugar que la vista podía
abarcar, felicitándose en un murmullo, emocionados por la felicidad de la
buena nueva, preparados para recibir la verdad que se aproximaba.
Finalmente, me dije, he triunfado sobre el dolor y la muerte, mientras ríos
de alegría se derramaban sobre mí, y la entera creación se introducía en mi
pecho llenándolo con su dulce néctar. Escuché con toda claridad su voz que
decía:
»—Yo soy el único dios, no hay más dios que yo, yo soy la verdad:
apresúrate a venir a mi seno. Adórame a mí sólo. Entrégame tu ser, pues yo
te he entregado mi amor».
»Nuestras miradas se encontraron durante un buen rato. Permanecí en
silencio, desesperado:
¿Acaso no me crees, maestro?
»Dije sinceramente:
»—Tú no mientes nunca.
»Me respondió embriagado:
»—Entonces debes creerme.
»Le dije con ansia:
»—¿Qué es lo que viste?
»—Escuché la voz, en la fiesta de la aurora…
»Titubeé un instante:
»—Eso significa que no es nada…
»Me dijo con seguridad:
»—¡Es así como aparece el Todo cuando se manifiesta!
»—Quizá fuera Atón.
»—¡No, ni Atón ni el Sol; lo que hay detrás y por encima de todo eso es
el dios único!
»Dije, perplejo:
»—¿Y dónde le adorarás?
»—En todas partes, en todo momento: él me dará fuerza y amor.
Ay enmudeció. Quise preguntarle si era Amón el dios de Akhenatón,
pero recordé el consejo de mi padre y me contuve.
Como otros, tuvo dudas sobre su fe en los momentos difíciles, y quizás
esto permanecerá en secreto por toda la eternidad. Ay prosiguió su historia:
—No tuve más remedio que informar al rey y a la reina de lo que
pasaba. Después de algunos días encontré al príncipe esperándome en su
jardín preferido. Me reprochó sonriendo:
»—¡Me has vuelto a delatar, como de costumbre, maestro!
»Respondí tranquilamente:
»—Era mi deber, príncipe.
»Rió:
»—Mi padre me mandó llamar. Fue un encuentro emocionante. Le
conté mi experiencia y se enojó:
»—Haré que te visite el doctor Bintu.
»Le respondí con educación:
»—Me encuentro perfectamente.
»—No sé de ningún loco que reconozca su locura.
»Luego dijo en tono obstinado:
»—Egipto es el país de los dioses. Quien ostenta el trono debe adorar a
todos los dioses de su pueblo; este dios del cual me hablas no es nada, y no
merece ser añadido a los otros.
»Le repliqué:
»—Él es el dios único, y no hay más dios que él.
»Me gritó:
»—Eres un loco infiel.
»Insistí en mis ideas, y él me dijo, enojado, en un tono que me hacía
presagiar todos los males:
»—Te ordeno que dejes de lado esas ideas y que regreses al patrimonio
de tus antepasados.
»A continuación interrumpió la discusión para dedicarse a sus asuntos.
La reina me habló con cariño:
»—Te está pidiendo que respetes tus deberes sagrados, no importa que
tu corazón siga latiendo por otros dioses. Ya llegará el momento en que
vuelvas al camino recto.
»Abandoné aquel salón triste, maestro, aunque más decidido…
»Le dije sin ambages:
»—Un faraón es una combinación de nuestras sagradas tradiciones, no
lo olvides.
»Mi corazón me decía que Egipto iba a pasar penas inimaginables, y
que aquella familia divina que había liberado la patria y creado un imperio
estaba al borde del abismo. En aquel momento, o quizás antes, aunque no
estoy seguro del orden de los sucesos, me mandó llamar el faraón de Amón.
Me dijo:
»—Tenemos un antiguo pacto, Ay, ¿qué es eso que cuentan?
»Como te he dicho, no recuerdo si ese encuentro tuvo lugar antes o
después de que se difundiera la inclinación del príncipe hacia Atón o a raíz
de su conversión al dios único.
»Le dije:
»—El príncipe está atravesando una edad difícil, es un hombre
excelente, y los hombres de ese tipo a veces se dejan llevar por la
imaginación, aunque luego la madurez los reconduce a la verdad…
»Apesadumbrado, me interrogó:
»—¿Cómo es posible que se haya revelado contra tu autoridad, siendo
tú el mejor maestro?
»Me defendí:
»—Es muy difícil canalizar un río cuando se desborda.
»Su voz resonó:
»—¡Nadie en esta tierra tiene derecho a distraerse ni por un momento
del destino de la fe, la patria y el imperio!
»Recordé mi perplejidad noche y día, a solas y con mi familia, formada
por mi mujer Tiy, y mis hijas Nefertiti y Mut-Najmat. Mientras Tiy y Mut-
Najmat acusaban al príncipe de impiedad, Nefertiti se ponía de su parte con
una espontaneidad sorprendente, y me susurraba al oído:
»—¡Es la verdad, padre!
»Llegados a este punto, hay algo que decir sobre Nefertiti. Tenía casi la
misma edad que Akhenatón, y como él poseía una inteligencia superior a la
normal. Las dos chicas habían recibido una educación general y doméstica
excelente. Sin embargo, la pequeña se conformó con dominar la lectura, la
escritura, la aritmética y algo de teología, además de tejer y bordar, la
cocina, el dibujo, la gimnasia y la danza religiosa. Nefertiti, además de todo
eso, se adentró por propia voluntad en la religión y el pensamiento. Estaba
también su inclinación hacia Atón, y lo más sorprendente es que creyó en el
dios Akhenatón. Una vez se sinceró:
»—Él es el dios que me sacó de mi terrible aturdimiento.
»Con ello alzó las iras de su nodriza, Tiy, así como de su hermana,
aunque de distinta madre, Mut-Najmat, quien la acusó de herejía.
»En aquel tiempo, el rey celebró sus treinta años de reinado, y organizó
una fiesta en palacio.
Por primera vez, llevamos con nosotros a las dos chicas. El destino
quiso que el príncipe se enamorara de Nefertiti. Se casó con Akhenatón
mientras nosotros observábamos perplejos los acontecimientos, sin creer lo
que estaba sucediendo. El sacerdote de Amón me mandó llamar de nuevo, y
me dijo en un tono significativo:
»—¡Te has convertido en un nuevo miembro de la familia real, Ay!
»Sentí que poco faltaba para que me considerara un adversario, y
defendí al príncipe cuanto pude. Le dije:
»—Yo soy un hombre que nunca dejará de cumplir con su deber.
»Me dijo tranquilamente:
»—¡El tiempo nos dirá cómo es cada uno en realidad!
»Me pidió que le arreglara una cita con mi hija Nefertiti, lo cual hice, no
sin amonestarla previamente. Sin embargo, ella no necesitaba ninguna clase
de consejos, y se limitó a decirle palabras vacías sin revelar ningún secreto
ni comprometerse a nada. Creo que la enemistad de los sacerdotes hacia mi
hija empezó entonces.
»Nefertiti me dijo:
»—No fue una entrevista, padre, sino más bien una especie de
competición secreta. El bribón decía defender al imperio, cuando en
realidad defendía la comida, la bebida y la ropa que concernían al templo.
»En el horizonte se arracimaban nubes de tristeza. La lucha entre el rey
y el heredero se hizo más cruenta, hasta que finalmente el rey me mandó
llamar, y me dijo:
»—Quiero que el príncipe emprenda un viaje por todo el imperio para
que conozca por sí mismo la realidad de la vida y de las gentes…
»Dije convencido:
»—¡Buena idea, mi señor!
»En aquel tiempo, el rey atravesaba la que sería una de las mejores
etapas de sus últimos días, con una amante que habría podido ser su nieta,
Tadu-Hepa, hija de Tushrata, rey de Mitanni, ¡aunque ello fuera en
detrimento de su salud! En cuanto a Akhenatón, había abandonado Tebas
acompañado de un grupo de jóvenes pertenecientes a la flor y nata de la
sociedad. Era un grupo sorprendente, lleno de deseos revolucionarios. Se
dirigían a sus propios esclavos, en las plazas o en los campos, con palabras
afables y amistosas que les dejaban perplejos. Sin duda esperaban tener que
rendir cuentas ante un dios poderoso que les miraría de arriba abajo, o quizá
no les miraría en absoluto. Por donde pasaban acusaban a los hombres de
religión, se burlaban de sus prácticas y despreciaban sus rituales, que
incluían sacrificios humanos, y anunciaban al dios único, la energía
existente en lo más íntimo de la creación, la energía creadora de todo por
igual, que no distinguía entre siervos y señores en Egipto. Era una
exhortación al amor, la paz y la alegría, en la que afirmaban que el amor era
ley de vida, que el objetivo era la paz y que la alegría era un signo de
gratitud de las criaturas hacia su creador.
»Por doquier despertaron emoción y perplejidad fervientes. Me
atemoricé hasta el punto de preguntarle:
»—Príncipe, estás arrancando el imperio de cuajo para esparcir sus
restos al viento.
»Me interrogó riendo:
»—¿Cuándo penetrará la fe en tu corazón, maestro?
»Le respondí con amargura:
»—Has atacado a las religiones que respetaron mis antepasados y que
predican la igualdad, el amor y la paz; para los siervos, eso no será más que
una incitación a la rebeldía y la desobediencia.
»Reflexionó un instante y luego preguntó:
»—¿Por qué la gente inteligente cree tan firmemente en el mal?
»Le respondí resignado:
»—Creemos en la realidad.
»Sonrió:
»—Maestro, yo viviré para siempre en la verdad.
»En ese momento un mensajero nos anunció la muerte del gran rey
Amenhotep III.
***

Llegados a este punto me fueron narradas las noticias del retorno, los
funerales, y la investidura en el trono de sus antepasados con el nombre de
Amenhotep IV, cómo su esposa Nefertiti recibió el título de gran reina, y
cómo el nuevo rey les mandó llamar para exponerles su nueva religión, y
cómo ellos proclamaron su nueva fe. Cómo, en consecuencia, May fue
nombrado general del ejército de fronteras, Horemheb jefe de la policía, y
él, Ay, consejero del trono. El rey heredó el harén de su padre, como está
prescrito, ¡pero lo conservó intacto! Disminuyó los impuestos, y utilizó el
amor en lugar del castigo. Cómo empeoró su situación respecto de los
sacerdotes de Amón, hasta que finalmente su dios le ordenó que le
construyera una nueva capital. Ay se detuvo, cuando me hablaba de la
conversión de la gente al nuevo dios, y observó:
—¡Oirás decir muchas cosas, y muy contradictorias, pero en realidad
nadie conoce los secretos del corazón!
Parecía que se sintiera obligado a desvelarme el secreto de su propio
corazón, y me dijo:
—¡Por lo que a mí respecta, creí en el nuevo dios como uno más entre
los dioses, considerando que no era lícito oponerse a la libertad de
conciencia!
Sobre la política del amor, le dijo a su señor:
—Cuando los funcionarios se vean libres de castigo, se corromperán, y
serán un tormento para los pobres.
Sin embargo, el rey le respondió confiado:
—Todavía tienes poca fe: verás con tus propios ojos de lo que es capaz
el amor. Mi dios no me desamparará nunca.

***

Ay continuó su relato:
—Nos trasladamos a Akhetatón, la nueva capital. Nunca hubo ni habrá
ciudad más bella. Realizamos la primera oración en el templo que se erguía
en el centro de la ciudad. Nefertiti, resplandeciente de belleza y juventud,
tomó la cítara para cantar con su dulce voz:

Ven, principio de vida,


la tierra está llena de tu belleza
¡Me has encadenado con tu amor!

Los días que siguieron fueron como un sueño, llenos de felicidad, alegría,
amor y relajamiento. En verdad el corazón de todos se abrió a la nueva fe.
Sin embargo, el rey no olvidó su misión. En nombre del amor, la paz y la
alegría, emprendió la guerra más devastadora en la historia de Egipto. No
tardó en hacer cerrar los templos. Desterró a los dioses e hizo borrar sus
nombres de las lápidas. Incluso cambió su nombre, y emprendió sus
famosos viajes por todo el país para hacer proselitismo a favor de su
religión, la religión del amor, la paz y la alegría. Me sorprendió ver cómo en
todas partes era recibido con entusiasmo y amor. Su imagen, junto a la de
Nefertiti, se imprimió en los corazones como no lo había hecho ningún otro
faraón, pues antes la gente oía hablar de ellos sin verlos.
»Más tarde la tristeza empezó a arrastrarse entre nosotros, despacio al
principio, más tarde como una cascada: alargó sus garras primero hacia su
hija más querida, la segunda, la bella Mikitatón. Su muerte lo apenó
muchísimo. Sus lágrimas fueron incluso más abundantes que cuando murió
su hermano Thotmés durante su infancia. Exclamaba, desde su corazón
herido:
»—Dios mío, por qué…, dios mío, por qué.
»Parecía hallarse incluso al límite de la infelicidad.
Más tarde corrieron las noticias sobre la corrupción de los funcionarios
y, en los mercados, los lamentos de los pobres llegaron a nuestros oídos.
Luego, se supo que los pueblos sometidos se estaban rebelando, y que los
enemigos acechaban en la frontera del imperio, hasta que fue asesinado
nuestro amigo Tushrata, el rey de los Mitanni… el padre de Tadu-Hepa.
»Insistí en mis consejos:
»—Hay que limpiar el interior y enviar el ejército a las fronteras a
defender el imperio…
»Le encontré impertérrito y firme, no quería ceder ni desistir. Me
respondió:
»—Mi arma es el amor, Ay, ten paciencia y espera…
»¿Qué explicación tenía ese fenómeno tan extraño?
»Los sacerdotes lo acusaban de locura, y algunos de sus hombres de
confianza se unieron a esas acusaciones en los últimos momentos de crisis.
Yo no supe qué partido tomar, pero siempre rechacé y sigo rechazando esa
acusación. No estaba loco, aunque no era como el resto de los hombres. Era
algo entre una cosa y la otra, algo que no sé explicar. La reina madre, Tiy,
vino a visitarnos, lo cual causó al rey una alegría inimaginable. Organizó un
recibimiento nunca visto en Akhetatón. Acomodó a la reina en un palacio
construido especialmente para ella al sur de Akhetatón, y que estuvo vacío
hasta que ella llegó. Me mandó llamar, y sentí mucho comprobar cómo su
salud había empeorado, y cómo había envejecido el doble de lo que por
edad le correspondía. Me dijo:
»—He venido para tener una larga conversación con él, pero creo que es
mejor hablar antes con sus hombres.
»—Nunca he dejado de cumplir con mi obligación de fiel consejero.
»—Te creo, Ay. Sin embargo, nuestra tradición no puede echarse a
perder en vano. Quiero que me hables con sinceridad, ¿permanecerás fiel a
mi hijo pase lo que pase?
»—No tengáis ninguna duda.
»—¿Podrías apartarte de él, llegando un momento en el que te
consideraras exento de tu lealtad?
»Dije sinceramente:
»—Soy un miembro de su familia, y no le abandonaré nunca.
»Suspiró:
»—Gracias, Ay. Corren tiempos difíciles. ¿Crees que los otros serán tan
leales?
»Pensé un poco y respondí:
»—Sobre algunos no me cabe ninguna duda.
»Murmuró:
»—Me interesaría conocer tu opinión sobre Horemheb en concreto.
»—Es un fiel general, compañero de infancia del rey…
»Me interrumpió con pesar:
»—Él es quien me preocupa, Ay…
»—Quizá porque es quien tiene más poder; sin embargo, no es menos
fiel al rey que Miri-Ra.
»Llegó el momento de su audiencia con el rey, pero fracasó como todos
nosotros. Regresó a Tebas decepcionada, su salud empeoró en poco tiempo
y murió, dejando tras de ella una historia real terrible.
»Las cosas fueron de mal en peor, hasta que todas las provincias se
rebelaron contra el poder real, y quedamos asediados en una cárcel llamada
Akhetatón, ¡junto a nuestro dios único! Todos presentíamos la inminente
catástrofe menos Akhenatón, que repetía confiado:
»—¡Mi dios no me desamparará!
»El gran sacerdote de Amón atacó la ciudad, amparado en un poder al
que nunca antes nos habíamos enfrentado. Yo fui el primero a quien visitó.
Me sorprendí al verle, disfrazado de comerciante.
»Le dije:
»—¿Por qué te escondes, si sabes que el rey no odia a nadie?
»No hizo caso de mis palabras, y me dijo tajantemente:
»—Organízame un encuentro con los jefes…
»Nos reunimos en el jardín del palacio de la gran reina Tiy, conscientes
de que nos hablaba desde una posición de fuerza, y que nos exigiría que
colaboráramos para evitar el derramamiento de sangre. Nos abandonó
después de haber lanzado su última amenaza como una víbora arrastrándose
bajo nuestros pies. Fui incapaz de explicarme su comportamiento, pues no
conocía bien a aquel hombre. A través de él descubrí una realidad que
desconocía, y es que no estaba seguro de la lealtad de todos los ejércitos de
las provincias y recelaba del resultado de la perniciosa anarquía que podía
terminar con una derrota o con una victoria demasiado cara. Me convencí
de que el peligro que le amenazaba no era menor que el que nos amenazaba
a nosotros, y que en cualquier caso era Egipto el que salía perdiendo. La
sesión no terminó con su partida. Todos sabíamos que teníamos que tomar
una decisión.
Muy a mi pesar, tuve que interrumpirlo por primera vez para
preguntarle:
—¿Quién asistió a esa reunión?
Sus ojos se empequeñecieron, aturdidos:
—Ya no me acuerdo, han pasado muchos años. Pero entre ellos estaba
Horemheb, Nakht, y quizá Tutu, el encargado de las comunicaciones. En
cualquier caso, Horemheb fue el primero en hablar:
»—Yo soy su amigo, y el encargado de su guardia.
»Sus ojos marrones recorrieron todo el grupo, e insistió tranquilamente:
»—No hay más remedio que tomar una decisión, por el bien de la
patria.
»Nadie se atrevió a oponerse. Pedimos una audiencia oficial. Saludamos
a su alteza como era debido. Akhenatón sonreía. En cuanto a Nefertiti,
estaba rígida, sin su habitual esplendor. Akhenatón se dirigió a nosotros:
»—¡No lleváis buenas intenciones!
»Horemheb dijo:
»—Estamos aquí por el bien de Egipto.
»Replicó seguro y tranquilo:
»—Yo trabajo por el bien de Egipto y el de todo el mundo.
»Dijo Horemheb:
»—El país se encuentra al borde de una guerra devastadora. Hay que
tomar una decisión firme para ahorrarle los horrores de la destrucción.
»El rey preguntó:
»—¿Tenéis alguna propuesta?
»—Hay que proclamar la libertad de culto, ordenar al ejército de las
fronteras que defienda al imperio…
»El rey sacudió la cabeza, ceñida con la corona de los dos imperios, y
dijo:
»—Eso significa volver a la impiedad. Yo no tengo derecho a tomar
decisiones, sino a cumplir la voluntad de mi dios, el único creador.
»Horemheb dijo, con valentía:
»—Tienes derecho a conservar tu fe, pero en ese caso deberás renunciar
al trono…
»Sus ojos brillaban como la luz del sol, e insistió:
»—¡Cómo iba a traicionar de ese modo a mi dios adorado, renunciando
al trono!
»Akhenatón volvió sus ojos hacia mí y tuve la sensación de adentrarme
en las profundidades del infierno. De todas maneras, intervine:
»—Es el único modo de defenderte a ti mismo y a tu fe.
»Dijo tristemente:
»—¡Idos en paz!
»Sin embargo, Horemheb dijo:
»—Te dejamos un plazo para reflexionar.
»Abandoné el salón del trono con los otros, apurado por una angustia
que no me ha dejado hasta hoy. En los días siguientes acontecieron sucesos
importantes. Nefertiti huyó del palacio del faraón y se refugió en el suyo, al
norte de Akhetatón.
»Me entrevisté con ella para interrogarla, pero brevemente me dijo:
»—No abandonaré mi palacio hasta que muera.
»Se negó a añadir nada más. En cuanto a Akhenatón, anunció que su
hermano Samankhara ocuparía el trono junto a él. Sin embargo, los
sacerdotes de Tebas juraron fidelidad a Tutankhamón, el segundo hermano,
anunciando con ello su desobediencia a Samankhra y al mismo Akhenatón.
Parecía que no había elección: o aceptar la realidad o la guerra. Horemheb
se entrevistó con el rey, pero éste insistía en su posición. Le dijo:
»—No traicionaré a mi dios, pues él no me ha desamparado.
Permaneceré en mi trono, aunque esté solo…
»—Mi señor, os pedimos permiso para huir de Akhetatón y regresar a
Tebas, así se reunificará el país y conseguiremos alejar el fantasma de la
destrucción. Os aseguro que no permitiré que el odio se apodere de nadie,
vivo o muerto. No nos mueve más que el deseo de salvar el país y de
salvaros a vos.
»Akhenatón dijo, en un arrebato de decisión y coraje:
»—Haced lo que os parezca, no culparé a nadie por su poca fe. No
necesito los cuidados de nadie. Mi dios está conmigo, y no me desamparará.
»Llevamos a cabo nuestra decisión en silencio y con tristeza. La gente
de la ciudad nos imitó en seguida, hasta que no quedó nadie en ella, más
que Akhenatón en su palacio y Nefertiti en el suyo, así como un puñado de
vigilantes y esclavos. La enfermedad no tardó en apoderarse de aquel
cuerpo que no había conocido el descanso desde su juventud, y murió solo,
murmurando mientras agonizaba:

Oh, creador de los óvulos de las mujeres,


Creador del semen de los hombres,
Que das la vida al feto en el vientre de la madre.
Quien te recuerda no conoce la soledad.
Cuando te ausentas de la mente,
La tierra se ensombrece,
Como muerta.

Ay se detuvo, como para volver en sí, perdido como estaba en la corriente


de sus recuerdos. Luego me miró con ternura, diciendo:
—Esta es la historia de Akhenatón, a quien hoy maldicen y llaman el
Hereje. No deseo minimizar los daños que cayeron sobre su pueblo por su
causa, pues perdió su imperio, y las supersticiones lo despedazaron. Sin
embargo, te confieso que no puedo borrar de mi corazón el amor y la
admiración por él. Dejemos la sentencia final para el tribunal de Osiris, juez
del mundo eterno.

***
Abandoné el palacio del sabio Ay, convencido de que la sentencia final en
su caso tampoco se conocería sino cuando su corazón se encontrara sobre el
plato de la balanza, ante el trono de Osiris.
HOREMHEB
De media altura, constitución sólida, su aspecto sugería energía y
determinación. Procedía de una familia media de la casta sacerdotal, rica en
médicos, sacerdotes y generales. Su padre fue el primero en ascender a la
clase dirigente, al adquirir el rango de «jefe de jefes» en la corte de
Amenhotep III. Fue el único hombre de Akhenatón que conservó su empleo
como jefe de la policía en la nueva situación. Fue el encargado de acabar
con la corrupción en el país y devolver la paz a sus provincias, en lo cual
tuvo un éxito notable. El gran sacerdote de Amón testificó a su favor,
apoyado por Ay el sabio, que había sido un héroe en los momentos difíciles,
en el drama de tiempos pasados. Me recibió en la sala de recepción, al lado
del jardín de palacio, y empezó a hablar del Hereje diciendo:
—Fue el compañero de mi infancia, mi amigo, antes de ser mi señor.
Desde que le conocí hasta el instante del último saludo, no tuvo en la
cabeza más que la religión.
Se detuvo un instante para aunar sus recuerdos:
—Le respeté como era debido desde que le conocí. Mi educación me
obliga a santificar el deber, y a poner cada cosa en su lugar sin tener en
cuenta mis sentimientos personales. Él era el heredero y yo uno de sus
súbditos. Le respetaba aunque en mi interior le despreciase, debido a su
debilidad, a lo afeminado de su rostro y de su cuerpo. No puedo
imaginarme siendo su verdadero amigo, aunque en realidad llegué a serlo
en todo el sentido de la palabra. Me pregunto cómo fue posible. Quizá
porque no fui capaz de oponerme a sus sentimientos refinados y educados,
dotados de una magia irresistible. Tenía una capacidad extraordinaria para
cautivar y atar el corazón de la gente: ¿acaso no le respondió el pueblo
cuando le llamó a traicionar al dios de sus padres y abuelos? Ambos
estábamos en extremos opuestos, lo cual no impidió que nuestros
sentimientos tomaran cuerpo en una forma sincera y sólida, resistente para
siempre hasta que topó finalmente con un escollo infranqueable. Todavía
me parece oírle cuando me decía sonriente:
»—Horemheb, animal sediento de sangre, te quiero.
»En vano intenté encontrar algo que tuviéramos en común. A menudo le
invité a ir a cazar, mi deporte favorito, y siempre me contestaba:
»—No mancilles el amor que late en el corazón de la creación.
»No le gustaban las maneras del ejército. Mirando mis pantalones
cortos, mi casquete y mi espada, me decía irónico:
»—¿No es extraño que se entrene al asesinato a la gente educada, y que
luego ésta lo lleve a cabo?
»Una vez le dije:
»—¿Sabes lo que decía tu gran abuelo Thotmés III sobre eso?
»Exclamó:
»—¡Mi gran abuelo! Construyó su grandeza sobre una pirámide hecha
con los cadáveres de los pobres. Mira su imagen esculpida en el templo
mientras ofrece los prisioneros en sacrificio a Amón. Qué gran abuelo y qué
dios sanguinario…
»Me decía a mí mismo que se le podía aceptar como amigo, a pesar de
sus extrañas ideas, pero ¿cómo podía ocupar el trono con ellas? Nunca la
acepté como a uno de los faraones de Egipto, y jamás cambié de opinión, ni
siquiera en los momentos de mayor alegría y felicidad. Es más, quizás era
en esos momentos cuando me parecía más alejado de la reverencia y la
gloria eterna de los faraones. Sucedió que fui llamado a reprimir una
revuelta en un extremo del imperio, en mi primera campaña como general.
Nuestra victoria fue aplastante y regresamos con un gran botín y numerosos
prisioneros. Fui debidamente recompensado por mi señor Amenhotep III. El
príncipe me felicitó por haber regresado sano y salvo, y yo le invité a ver a
los prisioneros. Pasó revista mientras ellos estaban en pie, semidesnudos,
con gruesos grilletes en los tobillos. Los contempló durante un buen rato,
mientras ellos lo miraban implorantes, como si palparan su debilidad de
espíritu en su mirada. Una nube de tristeza cubrió su rostro, y les dijo con
delicadeza:
»—Estad tranquilos, pues no se os hará ningún daño.
»Eso me desorientó, pues había imaginado para ellos toda suerte de
castigos para que se acostumbraran al orden y al trabajo. Cuando
regresamos juntos, me preguntó sonriendo:
»—¿Estás satisfecho con lo que has hecho, Horemheb?
»Le respondí sin ambages:
»—¡Tengo derecho a estarlo, príncipe!
»Murmuró misteriosamente:
»—¡Vaya un problema!
»Enseguida se rió y me dijo bromeando:
»—¡No eres más que un salteador de caminos, Horemheb!
»Ese era el heredero elegido para el trono. Y a pesar de todo, me
arrastró en su amor y su amistad, incitándome a seguir sus ideas, que sin
embargo no me influyeron nunca como aquel que sigue a una voz extraña e
inhumana. Todavía hoy me pregunto perplejo cómo fue posible. Respecto a
esto recuerdo una discusión religiosa que tuvo lugar en su refugio, en el
jardín de palacio. Me preguntó:
»—Horemheb, ¿por qué rezas en el templo de Amón?
»La pregunta me sorprendió, sobre todo porque no tenía una respuesta
satisfactoria ni para él ni para mí. Al comprobar mi silencio, me preguntó:
»—¿Crees realmente en Amón y en lo que de él dicen?
»Pensé un poco y respondí:
»—No como cree la otra gente.
»Dijo seriamente:
»—O se cree o no se cree, no hay término medio.
»Me sinceré:
»—No me interesa la religión sino como una más de las sólidas
tradiciones de Egipto.
»Me dijo con una seguridad sorprendente:
»—Tú te adoras a ti mismo, Horemheb.
»Le desafié:
»—Querréis decir que adoro a Egipto.
»—¿No tienes ninguna curiosidad por conocer los secretos de la
creación?
»Le respondí amargamente:
»—Sé cómo apagar esa curiosidad.
»—Qué lástima, ¿y qué has hecho por tu espíritu?
»Le dije, harto de su acoso:
»—Yo santifico lo que es necesario: ¡ya tengo mi cementerio!
»—Espero que un día experimentes la alegría de la Epifanía.
»Le pregunté sorprendido:
»—¿La Epifanía?
»—La Epifanía del único creador del universo.
»Le pregunté con un cierto desprecio:
»—¿Y por qué iba a ser único?
»Me respondió confiado:
»—Es demasiado fuerte y sublime para tener compañeros.
»Aquel joven demacrado, que huía del palacio para refugiarse en una
tienda en el jardín, apasionado por el canto, las flores y los pájaros como
una muchacha bien educada, ¿por qué no nació hembra? La naturaleza
pensó en ello, pero cambió de opinión en el último momento, para mayor
desgracia de Egipto.
Horemheb permaneció en silencio por un momento y luego prosiguió:
—Su destino se confirmó al casarse con Nefertiti. Ella se presentó por
primera vez en palacio durante la celebración de los treinta años de reinado
del rey. Todo el mundo quedó prendado de su belleza y sensibilidad. Bailó
en compañía de las hijas de los grandes señores, y cantó con voz suave:

Hermano, qué bello ir a la laguna


y bañarme en tu presencia
para que me veas, bella en mis finas ropas de lino,
cuando se mojan y se adhieren a mi cuerpo.
¡Ven y mírame!
»Sin duda, Ay y su mujer Tiy habían presentado a su hija, allanando su
camino hacia el trono. No olvides que Ay era el preceptor y consejero del
príncipe, y sin duda tuvieron ocasión de influir en su carácter débil y
enfermizo para inclinarlo hacia la herejía. En cualquier caso, Nefertiti
consiguió durante aquella fiesta deslumbrar al príncipe y a su madre al
mismo tiempo. Muy pronto se casó con él. Recuerdo que durante la boda el
sacerdote de Amón me dijo:
»—Esperemos que el matrimonio arregle lo que estropeó la temeridad
de la juventud.
»Le respondí fríamente:
»—Como ves, es de familia humilde. ¡No soñaba con el trono, y no se
atreverá nunca a contrariar a su marido el rey!
»¡Me pregunto si Nefertiti lo hubiera aceptado como marido de no
haber sido el heredero al trono! Está claro que no podía ser el príncipe azul
de nadie, ¡ni siquiera de una humilde campesina! Después de la boda, el
príncipe empezó con más energía a desafiar las tradiciones. Supe, a
destiempo, de la pretendida revelación de su dios, así como de las voces que
decía oír, y vi cómo el futuro se hacía más y más oscuro. Al incrementarse
la tensión, el rey se enojó y le mandó a visitar el imperio.

***

Llegados a este punto, me contó con profusión de detalles las discusiones


religiosas, sus contactos con sus súbditos para anunciar la buena nueva de la
igualdad, el amor y la nueva religión, sin añadir nada nuevo a lo que me
había contado el sabio Ay.

***

Comentando los hechos, me dijo:


—Por primera vez, a pesar de mi amistad y fidelidad, deseé matarlo con
mi propia espada antes que permitir que nos arrastrara a la destrucción. Lo
cierto es que lo deseé sin albergar hacia él ningún sentimiento de odio.
Amenhotep III murió y el príncipe fue llamado a ocupar el trono como
Thotmés III. Lo primero que hizo fue llamar a sus hombres uno a uno para
instruirlos en la nueva religión. Cuando llegó mi turno, me dijo:
»—Quien quiera colaborar conmigo deberá profesar la fe en el dios
único, Horemheb.
»Con mi habitual franqueza, le dije:
»—Mi señor, mi opinión sobre el dios único os es bien conocida, de
todos modos declaro mi fe en el dios único en señal de fidelidad al trono y
servicio a la patria…
»Sonrió:
»—Eso me basta por ahora. Mi palacio no puede prescindir de ti,
Horemheb. Algún día recibirás la gracia de la fe.
»Empezó una nueva vida al servicio del nuevo rey y del nuevo dios, con
una fidelidad total y especial, porque se basaba solamente en la fe en el
deber.
Sin embargo, debo admitir que el rey dio muestras de una energía
escondida que no había dado a conocer anteriormente. A pesar de la
debilidad de su cuerpo y de su moral afeminada, poseía una determinación
desafiante como una lengua de fuego, sin que se supiera de dónde la había
sacado. Con ella combatió a los hombres más poderosos, a los sacerdotes.
Con ella derruyó las tradiciones más antiguas y firmes, la magia y la
superstición. Nefertiti demostró poseer una gran capacidad, como si hubiera
nacido para ser una gran reina como Tiy y Hatshepsut. Ella administraba los
asuntos del rey mientras él se ocupaba de su misión. Me pareció siempre, en
conjunto, que tenía una fe sincera en la nueva religión, fe que
desgraciadamente, superó todo lo inimaginable. Es verdad que se ha dicho
sobre esta mujer todo lo que se podía decir, y yo detesto repetir las
habladurías; sin embargo, su fe sigue siendo un enigma sin resolver. Sólo a
veces me asaltan dudas sobre su sinceridad: ¿acaso fingía para conservar su
alta posición? ¿Acaso ella era quien le enardecía para reservarse para ella
misma los asuntos terrenales y los súbditos? ¿Tuvo su padre algún papel en
todo ello, actuando a través de su hija? Los sacerdotes intentaron hacerle
reflexionar sobre las consecuencias, pero fracasaron, y luego volcaron sobre
ella su odio hasta el día de hoy. Creían en la debilidad de Akhenatón, y no
comprendieron su capacidad de desafío, de lucha y de invención. Por eso
acusaron a su madre Tiy de haber creado su pensamiento, como acusaron a
Nefertiti de ser el secreto de su obstinación y dureza. Es una imagen falsa.
Debes registrar todas las partes, pero no dudes de que todos los hilos
salieron de la cabeza del mismo Akhenatón. Al trasladarse a la nueva
capital, Akhetatón, el rey declaró la guerra a todos los reyes. Empezó a
difundir su misión religiosa por todas las regiones. Tuvimos días de
victoria, felicidad y tranquilidad hasta que nos pareció que aquel joven
deprimente estaba destinado a destruir el mundo y a reconstruirlo a su
imagen y semejanza. Seguí sus incursiones en las regiones, y con qué
fascinación le recibían las muchedumbres. Se percibía en el aire una nueva
energía ejercida con una dignidad sorprendente. De todas maneras, nunca
dejé de tener dudas sobre el nuevo mundo que se estaba creando en lo que
bien parecía un saqueo. ¿Resistiría este nuevo orden el paso del tiempo?
¿Acaso el sueño del amor, la paz y la alegría podría ser la balanza del
mundo? ¿Dónde quedarían las verdades y las experiencias de la vida? Un
día me dijo Nefertiti, leyendo mis pensamientos:
»—Él está inspirado, y su dios, el que lo ha colmado de amor, no le
traicionará, venceremos…
»Un día me encontraba a solas con el ministro Nakht, en una reunión de
alegría y bebida, cuando todavía creía en su capacidad para la política. Le
pregunté:
»—¿De veras crees en el dios único, el dios del amor y la paz?
»Me respondió tranquilamente:
»—Sí, pero no estoy de acuerdo en atacar a los otros dioses.
»Le dije satisfecho:
»—Una solución intermedia, ¿no se lo has aconsejado a él?
»—Claro, pero él lo considera infidelidad.
»—¿Y Nefertiti?
»Me respondió contrariado:
»—Ella habla su misma lengua…
***

Pasó a describirme con pelos y señales cómo la situación dio un vuelco


tanto en el interior como en el exterior, sin añadir nada a lo que me habían
contado el gran sacerdote de Amón y el sabio Ay.

***

Luego dijo:
—En aquella ocasión le aconsejé: «Debemos cambiar de política», pero
él, ebrio de entusiasmo, se oponía a cualquier acción que sugiriese retirada.
Me dijo:
»—Es necesario proseguir esta batalla divina hasta el final, pues éste no
puede ser más que la victoria.
»Dándome unas palmaditas en la espalda, continuó:
»—No imites a los miserables en su amor a la miseria.
»Cuando las cosas empeoraron, tuve de nuevo tentaciones de matarle
con mi propia espada para salvar al país de su locura. Deseé matarle en
nombre del amor y de la fidelidad. De pronto vi claramente que lo que yo
había tomado por una gran energía que nacía de las profundidades de un
cuerpo débil no era más que una estúpida locura que era necesario rodear y
atar. En el punto más álgido de la crisis me visitó la reina madre Tiy y me
invitó a visitarla en su palacio situado al sur de Akhetatón. Me dijo:
»—Voy a tener una larga conversación con el rey.
»Le dije con toda franqueza:
»—Quizá consigáis lo que no hemos conseguido nosotros.
»Me miró con la profundidad que le era habitual:
»—¿Acaso los hechos os han obligado a darle nuevos consejos sobre la
situación?
»Me apresuré a responderle porque ya sabía cómo solía interpretar
cualquier titubeo en las respuestas:
»—Mi señora, le sugerí un cambio en la política tanto interior como
exterior.
»Dijo satisfecha:
»—Es lo que se espera de gente honesta como tú.
»—Él es mi señor y mi amigo como sabéis, mi señora.
»Me escrutó de nuevo con su mirada y entonces me preguntó:
»—Horemheb, ¿me prometes que le serás siempre fiel, en cualquier
circunstancia?
»Mi mente trabajaba a toda velocidad:
»—Juro fidelidad a él no importa cuáles sean las circunstancias.
»Sin esconder su satisfacción, me dijo:
»—Exigen su cabeza, y tú eres el hombre fuerte que la protege,
seguramente intentarán captarte, tarde o temprano.
»Reiteré mis promesas de amistad y fidelidad, y siempre las mantuve,
pues me convencí de que la mejor manera de protegerlo era librarse de él.
Tiy fracasó en su misión, a pesar de su reconocida influencia sobre él.
Abandonó Akhetatón para morir en un suspiro eterno. Sobre nosotros, en la
ciudad del nuevo dios, se estrechó el cerco, y se confirmó que el nuevo dios
era incapaz de defenderse a sí mismo, por no decir a su amado y elegido.
»Tuvimos que sufrir privaciones, y la muerte nos acechaba por todos
lados. Sin embargo, ello no debilitó su resistencia, sino que aumentó su
tozudez y su obstinación. Su éxtasis religioso no disminuyó, y repetía a
menudo:
»—¡Mi dios no me desamparará, hombres de poca fe!
»Cada vez que contemplaba su rostro reluciente de éxtasis y confianza
me parecía más clara su locura. No era una batalla religiosa como podía
parecer desde fuera, sino una locura anárquica que hervía en la cabeza de
un hombre nacido con una aureola de excentricidad.
»Después vino la visita del sacerdote de Amón, y su última advertencia.
Cogió mi mano con fuerza y dijo:
»—Tú eres el hombre del deber y la fuerza, Horemheb, salva tu
conciencia y haz lo que debes.
»La verdad es que aprecié mucho que estuviera más allá de las
represalias y de la venganza y que pensara en salvar al país de la
destrucción completa. Pedimos una audiencia. Fue difícil, dolorosa, triste.
Rompimos nuestra fidelidad hacia un hombre que no pensaba más que en el
amor. Su locura le había dibujado un sueño extraordinario que pretendía
que compartiéramos en una felicidad imaginaria. Le propuse que
proclamara la libertad de credo y se ocupara inmediatamente de la defensa
del imperio. Al negarse, le propuse que renunciara al trono y se dedicara a
difundir su religión. Lo dejamos solo para que reflexionara sobre la
cuestión. Samankhra compartía con él el trono, mientras Nefertiti lo había
abandonado. Él, sin embargo, no dio un paso atrás en su determinación.
Decidimos librarnos de él y unirnos al otro bando, para devolver la unidad a
la patria, después de haber acordado que nadie le haría daño, ni a él ni a su
esposa. Juré fidelidad al nuevo rey Tutankhamón, y las tinieblas se
cernieron sobre el mayor drama que escindió el corazón de Egipto. ¡Mira lo
que hizo aquel loco con la gloria de nuestra noble y antigua tierra!
Nos quedamos definitivamente en silencio, mientras recogía mis
papeles para marcharme. Todavía le pregunté:
—¿Cómo explicas que Nefertiti lo abandonase?
Respondió sin titubear:
—¡Sin duda se dio cuenta de que su locura iba más allá de la fe, y
abandonó palacio para salvar su vida!
—¿Y por qué no abandonó la ciudad con vosotros?
Dijo con desprecio:
—¡Estaba segura de que los sacerdotes la consideraban la principal
responsable del gran crimen!
Le pregunté mientras me despedía:
—¿Cómo murió?
—Su debilidad no le permitió superar la derrota. Cuando su dios le
abandonó, sin duda su fe resultó dañada. Enfermó por algunos días y luego
murió.
Vacilé un instante y le pregunté:
—¿Cómo recibisteis la noticia de su muerte, general?
Su rostro se ensombreció:
—¡Ya he hablado lo suficiente!
BEK
El escultor Bek vive en una isla del Nilo dos millas al sur de Tebas, en una
casita elegante en medio de un pequeño campo cultivado. Vive en
semirreclusión, a pesar de su reconocida capacidad artística, porque no se le
ha llamado a la reconstrucción del nuevo Estado, debido a su fidelidad a su
señor precedente o, aún más, por ser acusado de impiedad hacia los
antiguos dioses. Tiene ya unos cuarenta años, es alto y delgado, fuerte y
activo. Su tez es oscura y su cálida mirada está cubierta por un velo de
tristeza. Sonrió mientras leía la carta de mi padre y luego me miró y dijo:
—El espíritu de la belleza se apagó cuando él se fue. La belleza de los
colores y de las melodías desapareció. Lo conocí cuando yo era un
chiquillo, aprendiz de escultor en la escuela de mi padre, Man, el escultor-
jefe del rey Amenhotep III. Un cierto día apareció el chico llevado en un
baldaquín. Mi padre me susurró al oído:
»—¡El heredero!
»Vi al muchacho de mi misma edad, flaco y débil, de mirada penetrante,
sencillo y complaciente, apasionado por el lenguaje milagroso de las
piedras. Venía a ver y aprender, y sus palabras dulces y afectuosas
enseguida te hacían olvidar que estabas hablando con un hijo de los dioses.
»Nos visitó con asiduidad en días determinados y creció entre nosotros
una amistad que mi padre bendijo con orgullo y que me proporcionó la
máxima felicidad. Mi padre me decía:
»—¡Es un hombre maduro de corta edad, Bek!
»En efecto, así era. Incluso el gran sacerdote Amón reconocía su precoz
madurez aunque, a su manera, la atribuyera a una fuerza maligna. No señor.
La fuerza maligna anida en el corazón de los sacerdotes. El corazón de mi
señor y maestro no conocía el mal: quizá fue ese el secreto de su drama.
Cuando creció, discutía con mi padre, que estaba esculpiendo una estatua de
Amenhotep III. Le decía, siguiendo el trabajo de mi padre y sus
colaboradores:
»—Vuestras tradiciones, maestro, ahogan vuestros espíritus…
»Mi padre respondió orgulloso:
»—Con las tradiciones, derrotamos al tiempo, príncipe.
»Mi señor exclamó extasiado:
»—Con cada nuevo sol nace una nueva belleza.
»Se acercó a mí y me susurró:
»—Bek, ésta no será una fiel estatua de mi padre: ¿dónde está la
verdad?
»Se refería a la verdad por la cual vivió y murió. Desde su tierna
infancia se agolparon en su espíritu las voces del más allá, como si en él
encontraran una salida cada vez que se resplandor resultaba incontenible.
Un día me dijo:
»—Te quiero, Bek, insiste en tus estudios para que puedas ser mi
hombre en el terreno creativo.
»Lo cierto es que yo se lo debo todo a mi señor y maestro, le debo la
religión y el arte al mismo tiempo. Encaminó mis sentidos a la religión de
Atón para después abrir mi corazón al único creador, cuya voz le reveló la
fe y el amor:

Iluminas la tierra con tu luz


y las tinieblas desaparecen.
Oh, creador del cielo y de la tierra,
del hombre y de las bestias.

Un día en que estábamos solos entre la cantera y la escuela, le dije lleno de


alegría:
»—Príncipe, quiero dar testimonio de mi fe en vuestro dios…
»Me respondió con alborozo:
»—Eres el segundo creyente, después de Miri-Ra; sin embargo, los
enemigos son innumerables, Bek.
»Poco después supe que Nefertiti se había convertido al mismo tiempo
que nosotros, mientras vivía en el palacio de su padre, Ay. De vez en
cuando me contaba las dificultades que sufría a causa de su misión divina.
Yo, a pesar de mi aislamiento en la cantera, lejos de Tebas, reunía
fragmentos de sucesos. Él me guió hacia el arte verdadero. Aunque mi
padre me enseñara los fundamentos del arte, mi señor me dio el espíritu. Él
mismo se entregó a la verdad, tanto en la vida como en el arte, y por ello se
hizo odioso a los ojos de aquellos que no viven más que para este mundo y
no conocen más que el idioma ordinario de la vida terrenal, avanzando y
retrocediendo con ella, abalanzándose sobre los placeres como halcones o
cuervos. Mi señor no era así, yo le escuchaba mientras hablaba con su dios:
»—¡Oh, creador de vivos e inertes! Déjame ver tu luz, alegra mi pecho,
deja que mi corazón se agite con tu dulce latido cósmico.
»Otras veces me decía:
»—¡Guárdate de aquellos que quieren encarcelar a los muertos en el
arte: que tus piedras sean morada de la verdad!
»Y también:
»—Dios ha creado las cosas: no juegues con ellas, reprodúcelas
fielmente, haz que resalten con fuerza, no dejes que sean dominadas por el
miedo, la avidez o los falsos credos. ¡Refleja todos los defectos de mi cara y
de mi cuerpo para que en la verdad aparezca tu belleza!
»Ese era mi señor y mi maestro, no repetía viejas cantilenas, le
fascinaba lo nuevo, lo vivo. Derrumbaba ídolos, arrancaba de cuajo viejas
supercherías. Nadaba en el mar de lo ignoto, extasiándose en la verdad. El
día en que subió al trono ratifiqué mi fe ante él y ocupé mi cargo de «gran
escultor real», y el día en que su dios le ordenó huir a la nueva ciudad,
marché al frente de ochenta mil trabajadores y artesanos para construir la
ciudad más hermosa de la tierra, la ciudad de la luz y de la fe, Akhetatón.
Con amplias avenidas, altos palacios, verdes jardines, estanques artificiales,
máximo ejemplo del arte y la belleza, cayó destruida por el odio, presa de
los sacerdotes y del tiempo.
Enmudeció un momento, enojado, para contener la tristeza que se abatía
sobre la obra de su vida, que se desmoronaba poco a poco, se deshacía para
perderse entre los escombros. Respeté su silencio hasta que él mismo
decidió romperlo:
—Mi señor era artista, poeta y dibujante. Entrenó sus dedos largos y
delicados para conversar con la piedra. Te diré algo que sólo saben unos
pocos: esculpió un busto de Nefertiti que era un ejemplo de verdad y
belleza. Quizá se encuentre ahora en el palacio abandonado o en el palacio
de Nefertiti, eso si no se ha vengado de él la mano de la devastación.
Cuando de improviso le abandonó la reina dejando en su corazón una
herida imborrable, se borró el ojo izquierdo de la estatua, como expresión
de su desilusión al mismo tiempo que de su amor eterno.
TADU-HEPA
Hija de Tushrata, rey de Mitanni, el mejor aliado del trono de Egipto.
Amenhotep III se casó con ella en sus últimos días, cuando contaba sesenta
años y ella sólo quince. Akhenatón la heredó junto con el harén de su padre
al subir al trono. Hoy vive en un palacio al norte de Tebas con trescientos
esclavos. Me recibió por orden de Horemheb. Con casi cuarenta años, su
belleza es todavía resplandeciente y magnífica. La encontré en una
habitación lujosa, sentada en un trono de ébano con incrustaciones de oro.
Su sonrisa me dio ánimos, y empezó enseguida a contarme su historia:
—Conviví con Amenhotep muy poco tiempo, en un ambiente
enrarecido por los celos y el odio. Me sorprendió que la reina Tiy ocupara
una posición tan elevada, pues en el harén de mi padre, el gran rey Tushrata,
había decenas tan aptas como ella. Todavía me sorprendió más el aspecto
del heredero, a quien veía en el jardín: una criatura fea y débil que inspiraba
más desprecio que cariño. La salud del rey empeoró y los envidiosos me
acusaron de ser la causa de ello. En realidad, leí en su cara arrugada desde
la primera noche que su fin estaba cerca. ¡Me pregunté si acaso me iba a
heredar pronto aquel niño despreciable! Me decía a mí misma que era
preferible vivir con un anciano padre, quien gozaba de una jovialidad y una
vitalidad que se contradecían con su salud y su edad. En el harén, a menudo
se hablaba del heredero, se bromeaba sobre su pasión por las actividades
femeninas, como el dibujo o la música, así como sobre su evidente
inadecuación al trono y su abstención de las mujeres, que levantaba
sospechas.
Nos llegaban noticias acerca de sus locas ideas religiosas y los pesares
que con ellas causaba a sus padres, así como las angustias y temores de los
sacerdotes. Todas estas noticias estaban en el aire sin que les prestáramos
demasiada atención, pues las mujeres se ocupan de los asuntos cotidianos,
lo cual las distrae de las cuestiones de Estado. Sin embargo, la muerte del
rey representó una gran sacudida, y nos impuso nuevos ritos que resultaban
insoportables. Aquella despreciable criatura subió al trono junto a Nefertiti,
con quien se había casado en vida de su padre, heredando el harén de éste.
Nos otorgó su protección como si fuéramos animales domésticos, pero no
se nos acercó, hasta el punto de que no pocas mujeres, procedentes de
distintas naciones, se dieron a la perversión y al vicio. Una de ellas se
preguntaba:
»—Si fuera capaz, no se entretendría con esas charlatanerías…
»A pesar de ello, Nefertiti sintió celos, y decidió visitar el harén para
saludarnos y conocernos. Todas las mujeres se imaginaron que el verdadero
motivo de la visita era el verme de cerca, debido a los rumores sobre mi
juventud y mi belleza que circulaban por el palacio. Era la única que tenía
su misma edad y que competía con ella en belleza, superándola en categoría
social, pues yo soy hija de reyes, mientras que su padre, Ay, es de origen
humilde. Él fue el primero en proclamar su fe en el nuevo dios delante del
rey, y el primero en unirse a sus enemigos cuando su buena estrella empezó
a declinar. La nueva reina se presentó entre dos filas de esclavas, y nos
saludó de una en una por orden de antigüedad en el harén. Cuando llegó mi
turno —era la última— me escrutó con su perforante mirada. Yo la
mantuve, con educación y desafío al mismo tiempo, hasta que su rostro se
tranquilizó. Es por ello por lo que siempre odió a la reina madre Tiy, quien
recordaba a su hijo sus deberes con el harén, y en particular con Tadu-Hepa,
la hija del rey Tushrata. Jamás le perdonó su intromisión, y su cólera estalló
cuando el rey accedió a la voluntad de su amada madre y decidió visitarme.
Como manda la tradición le esperé en mi habitación, en mi lecho incrustado
en oro, completamente desnuda, sin ocultar ninguna de mis bellezas. Él se
presentó semidesnudo, con un vestido corto anudado a la cintura, y se sentó
al borde de la cama, sonriendo tímidamente, aparentando una tranquilidad
antinatural. Me preguntó en un susurro:
»—¿Te gustaría tener un hijo mío?
»Le respondí, controlando mi repugnancia:
»—Es mi deber, mi señor.
»En sus ojos apareció una mirada de desilusión, y murmuró:
»—Yo busco el amor: ése es mi primer y último deber.
»Le pregunté sin miedo:
»—¿Acaso deseáis de mí el amor?
»Me dio unas palmaditas afectuosas en la mano:
»—¡No en contra de tu voluntad!
»Cubrió mi frente con el velo y abandonó la habitación como había
venido. Nunca revelé a nadie el secreto de aquella noche, pero las otras
mujeres creyeron que Nefertiti había perdido como mínimo la mitad del
corazón del rey. Los días pasaron, y los rumores sobre la situación en el
exterior eran preocupantes. Finalmente, se publicó la orden de construir la
nueva ciudad. Después de algunos años nos trasladamos a Akhetatón. Todo
el mundo a nuestro alrededor se alegró: a nosotras nos relegaron a un ala de
palacio, donde llevábamos una vida vil y despreciable que nos abocaba a la
perversión. Cuando se supo que el estúpido rey respondía a los errores con
amor en lugar de castigarlos, la corrupción se apoderó del ejército y de las
mujeres y se perdieron todos los valores. El rey empezó a propagar la nueva
religión por todo el país. Las mujeres aceptamos rezar al nuevo dios único
sin verdadera fe, hasta el punto de que parecía una religión sin creyentes,
una comunidad de hipócritas ávidos de gloria y dinero. ¡Cómo es posible
que este gran mundo tenga un solo dios! Cada ciudad necesita un dios que
se ocupe de sus asuntos, cada actividad humana necesita un patrono. ¿Cómo
puede ser el amor la base de las relaciones entre los hombres? Todo ello
eran disparates de niño mal educado y mimado por su madre. Recitaba a
todo el mundo sus poesías mientras su mujer canturreaba sus himnos. El
reverenciado trono fue ocupado por una fanfarria ambulante de músicos y
poetas y el temor que antaño inspiraban los faraones desapareció.
Forzosamente debía ocurrir lo que ocurrió: la tristeza se abatió sobre
nosotros como una noche interminable, las desgracias se sucedían tanto en
Egipto como en el resto del imperio. Mi fiel y valiente padre fue el único en
resistir: envió cartas pidiendo ayuda hasta que murió dando su sangre en el
campo de batalla defendiendo al estúpido rey. La gente hacía bien en
considerarlo un gran poeta que no debiera haber ocupado el trono. Era en
verdad una extraña criatura, ni hombre ni mujer, y atormentado por
sentimientos de inferioridad y de vileza, en ellos arrastró a sus súbditos.
Bajo el escudo del amor, incitó a las gentes al odio y la corrupción, desgarró
su país y echó a perder el imperio. En esa locura le acompañó su mujer, la
astuta Nefertiti, para aprovecharse del poder y saciar sus indecentes apetitos
en brazos de los hombres. Todos estaban convencidos de que ella y su
marido eran la imagen ideal del amor y la fidelidad: intercambiaban besos
en público por las calles de Akhetatón y durante las ceremonias en
provincias. La verdad, según cuentan todas las mujeres de palacio, es que
no tenían ningún tipo de relación íntima, ni él era capaz de tenerla. Ella
llevaba a cabo sus caprichos amorosos con el escultor Bek, los generales
Horemheb y May y con otros. De ellos tuvo sus seis hijas. ¡Algunas
murmuran que él no tenía relaciones sexuales más que con su madre, la
reina Tiy…!
Permaneció en silencio mientras observaba los signos de sorpresa que
se dibujaban en mi cara. Luego continuó:
—Entre nosotras eso era una verdad incuestionable. También se sabe
que de ella tuvo una hija, y que no podía hacer el amor más que con ella.
Nefertiti lo sabía, y por ello siempre se odiaron a muerte. El caso es que
muchos no se imaginan que el hombre que hizo zozobrar el mundo pudiera
ser un personaje débil, enfermizo, insignificante; sin embargo esa es la
verdad que debe ser conocida y registrada. Si no hubiera sido el heredero de
la familia más grande de la historia, se habría paseado como un desgraciado
por los callejones de Tebas. Los niños se habrían reído de él mientras sus
babas de estúpido caían de su boca. ¡No es extraño que un estúpido, si llega
a ocupar el trono, sea capaz de arruinar un imperio! Si él no hubiera visto
algo especial en Nefertiti, ésta no habría sido sino una más de las putillas de
Tebas.
»Poco antes del final, la reina madre visitó Akhetatón para intentar
salvar el barco del naufragio, pero tuvo una fuerte discusión con Nefertiti,
en la cual ésta no se abstuvo de acusar a la vieja de estar conchabada con
los enemigos del trono. Esa acusación entristeció mucho a Akhenatón,
quien defendió a su madre y amante a capa y espada. Nefertiti se enojó
muchísimo, y se guardó la ofensa para vengarse más tarde, en los
momentos difíciles: le abandonó por sorpresa antes de que sus hombres
decidieran librarse de él. Intentó congraciarse con los sacerdotes de Amón
para procurarse un puesto en el nuevo Estado, quizá deseaba incluso llegar
a ser la mujer de Tutankhamón, pero ellos hicieron desvanecerse todas sus
ambiciones, y de no haber sido por el poder de su antiguo amante
Horemheb, la hubieran hecho pedazos.
Tadu-Hepa enmudeció, mientras sonreía con desprecio, luego concluyó
su relato diciendo:
—¡Ésta es la historia del imbécil y de su necia religión!
TUTU
—Nunca fui infiel a Amón, ni me uní a la recua de hipócritas y
oportunistas, sin embargo serví al Hereje de acuerdo con el gran sacerdote
de Amón para ser su ojo vigilante en palacio y su mano ejecutora cuando
hiciera falta.
Así me habló Tutu, ministro de Mensajes en tiempos de Akhenatón,
defendiéndose de las acusaciones de hipocresía que rondaban sobre los
hombres de Akhenatón. Me recibió en su refugio del templo donde ocupaba
el cargo de sacerdote recitador en época de Tutankhamón como había hecho
en tiempos de Amenhotep III. Era un hombre de religión de rostro
resplandeciente y ojos saltones, nervioso. Sin dudarlo un instante empezó a
darme su visión de la historia. Dijo:
—Esa antigua familia se distinguía por sus magníficos reyes, y sólo
empezó a debilitarse cuando Amenhotep III escogió como compañera en el
trono a una mujer de familia humilde, que le dio aquel heredero fofo y
estúpido. Esos magníficos reyes establecieron con nosotros —los sacerdotes
de Amón— una nueva política. Reconocieron el valor y la preeminencia de
Amón sobre los demás dioses, y le adoraron como a un dios superior a
cualquier otro, mientras reconocían a los sacerdotes de los otros dioses sus
derechos, para asegurarse la fidelidad de todos y establecer un equilibrio
entre nosotros y el resto de sacerdotes que duplicase el poder y la
independencia del trono. Aquella política no nos gustó en absoluto, pero no
llegamos a indisponernos ni a oponernos a ella, pues nuestra posición no
cambió. Cuando el Hereje subió al trono, encontró ante él el camino
despejado para continuar la política de sus padres y abuelos. Sin embargo,
el escarabajo se creyó león, lo cual desencadenó la crisis. No tuvo la energía
y sabiduría de sus antepasados. Él era consciente de su debilidad, de su
fealdad y de su aspecto afeminado, sin embargo, estaba dotado de una
picardía y astucia que no poseen más que aquellos envilecidos por su propia
debilidad y consumidos por el odio. Decidió librarse de todos los sacerdotes
para poseer todo el poder él solo. A continuación se erigió él mismo en dios
reservándose todos los súbditos para sí, sin más compañía que la de un dios
imaginario que inventó para ocultar su ambición. Empezaron a llegarnos
noticias sobre los milagros del chico, cuyas fuerzas eran impropias de su
edad, hasta que tuvimos noticias del nuevo dios que se le había revelado
para ordenarle que abandonara el culto a los otros dioses. A la sazón le dije
al gran sacerdote:
»—Es una conspiración que hay que cortar de cuajo.
»Aparentemente él no creía que fuera una conspiración, e insistí:
»—Yo le echo la culpa a la reina Tiy y al sabio Ay: el muchacho no es
responsable.
»El gran sacerdote me respondió:
»—No perdono a la reina Tiy su parte de responsabilidad, pero su error
fue de valoración. En cuanto a Ay, me aseguró que estaba tan molesto como
nosotros…
»Le di la razón, pues él está exento de error, y le dije:
»—Entonces estamos ante un ser inspirado por los seis dioses del mal:
hay que matarlo de inmediato.
»Dijo el sacerdote:
»—La situación todavía está en manos del rey y la reina…
»Yo estaba convencido de que acabaríamos pagando caro el precio de
nuestra indecisión. Oraba a mi dios repitiendo:

Oh, Amón, dios de los silenciosos,


que respondes a la voz del pobre:
Cuando te llamé en mi aflicción,
viniste a liberarme.
Oh, Amón, señor de Tebas, tú eres
quien redime a los habitantes del mundo inferior.
Cuando alguien te llama,
tú acudes desde lejos.

***

Me narró los hechos históricos que ya conocía, la historia del viaje del
príncipe por el imperio, su retorno y como ocupó el trono.

***

Llegados a este punto, comentó:


—La gente profesó la nueva fe delante de él para conservar su puesto en
el nuevo Estado. Todos cayeron, sin honra, permitiendo al muy astuto que
escupiera su veneno y destruyera la tierra. No hay excusa posible para su
traición: todos son responsables de la desgracia que se abatió sobre
nosotros. Le comenté al gran sacerdote:
»—No hay crimen ni castigo: hay que devastar Akhetatón y matar al
Hereje, a su mujer, a Ay, a Horemheb, a Nakht, a Bek…
»Me respondió:
»—El país no sobreviviría a más destrucción.
»Insistí:
»—Hace falta sangre para satisfacer a Amón.
»—Sé perfectamente lo que satisface a Amón.
»Me callé, pero mi interior hervía de odio, pues estoy convencido de
que un crimen que escapa a su merecido castigo no hace más que cimentar
el pecado, debilitar la fe en la justicia divina y sentar la base de otros
crímenes. ¡Cuánto me duele ver hoy a alguno de ellos a salvo en su retiro o
trabajando entre gente honrada como si fuera uno de ellos! ¡Cómo podemos
dar seguridad a quien ha contribuido a nuestra destrucción!

***
Continuó su narración con la construcción de Akhetatón y el traslado a la
nueva ciudad, y la dedicación del rey a difundir la nueva religión.

***

—Vivía cerca de él, trabajaba en su patio, como los otros en contacto


con sus continuos dislates, y lo conocí tal como era mejor que antes.
Hubiera podido ser un poeta o un músico, pero se sentaba en el trono de los
faraones: ése era el problema. Desde el principio decidió que debía superar
su debilidad con disimulo y astucia para ostentar todo el poder. Quería
poder decir a Thotmés III:
«A pesar de tu habilidad militar, yo soy más fuerte». No era un
inspirado como creían algunos, ni un loco como creían otros, sino que
gozaba de la gran astucia de los débiles y perversos, y supo representar bien
su papel. Se imaginó que podía crear un mundo a su imagen y vivió, en
efecto, en un mundo de su propia creación, sin ningún contacto con el
mundo real: un mundo con sus propias leyes y tradiciones, con sus propias
gentes, en el cual se erigió como único dios apoyándose en la magia que el
trono le confería y en su poder sobre las almas. Por eso mismo, su magia
desapareció al primer choque con la realidad: lo destruyeron la corrupción,
la rebeldía y los enemigos, y los cobardes huyeron de su lado. Se hablaba
mucho de sus horas de iluminación y de los hechos y dichos prodigiosos
que sucedieron. Yo fui testigo de alguno de esos momentos, pues era el
encargado de llevarle la correspondencia a su refugio. Solía fingir que se
encontraba en estado de éxtasis, fuera de los límites de la conciencia, se
sumergía en lo desconocido, intercambiando misteriosas palabras con
fantasmas invisibles. Luego, poco a poco, volvía en sí y nos hablaba de su
dios, que nunca le iba a desamparar. Yo lanzaba miradas furtivas a los
rostros de aquellos astutos, Ay, Horemheb, Nakht, preguntándome si de
verdad se creían la comedia. ¿Se habían tragado de verdad las tretas de
aquel afeminado? Fingían creerlo para alcanzar sus objetivos, y no lo
reconocieron hasta que la muerte los tuvo rodeados por todas partes.
***

Me contó cómo cambió la situación, la corrupción de los funcionarios, la


desgracia de la gente, las revueltas en el imperio, las provocaciones de los
hititas en la frontera de Tushrata.

***

Dijo:
—Me inundaba el miedo por el país, y pensé seriamente en asesinarlo
para salvar al mundo y a la religión de su maldad. No tuve dificultad en
encontrar a un voluntario para matarle en su refugio, al alba: le facilité un
escondrijo en el jardín, y estuvo a punto de tener éxito, si no fuera porque
Mahu, el jefe de guardia, lo descubrió en el último momento y le asestó un
golpe mortal con el que se ganó la maldición eterna de los dioses. A
menudo intenté la magia, pero desgraciadamente para el país nunca surgió
efecto: seguramente el malvado recurría a la magia protectora.

***

Continuó su relato con la difusión de los alborotos en provincias, la visita


de la reina Tiy a Akhetatón, y el encuentro histórico entre el sacerdote de
Amón y los hombres de Akhenatón.
Dijo:
—Cuando el malvado dejó de confiar en sus hombres y supo del plan de
los sacerdotes de elegir a Tutankhamón para ocupar el trono, compartió el
trono con Samankhra, pero yo conseguí asesinar al joven con mis métodos
especiales. Y he aquí que el edificio se resquebrajaba con el abandono de la
misma Nefertiti. El mal murió, pero no sin antes haber inyectado su veneno
a todos sus miembros. Fue nuestra desgracia que su destino le llevara a
escoger como esposa a Nefertiti. Era en verdad una mujer de gran
personalidad, de firme inteligencia, de belleza superior, pero estaba, como
él, enferma de codicia. Aparentemente compartía su fe, pero en realidad
compartía su astucia y su maldad. Está claro que no le amaba ni podía
amarlo: ella estaba enamorada de la fuerza y el poder absoluto. Quizás ella
es otro indicio del papel oculto que desempeñaba el astuto Ay, quien en
ocasiones recibía del rey marmitas llenas de regalos para él y su mujer,
llevadas por los esclavos a su palacio. ¿Cómo es posible que aquella
inteligente mujer no se diera cuenta de las consecuencias de la política de su
marido sobre el país y el imperio? ¿Creía verdaderamente en la misión de
amor y paz? La verdad es que yo no me lo trago, no puedo ni imaginármelo,
pero quizás ella sobrevaloró el encanto del trono de los faraones y se
imaginó que ese encanto que ese encanto estaba más allá del castigo, la
espada y el ejército de defensa. Quizá se percató del error de buen principio
pero temió comunicar sus escrúpulos y perder la confianza de su marido y
se entregó al destino. Cuando el rey se quedó sin su séquito, también ella le
abandonó, intentando desesperadamente conservar a sus amantes. Creo que
Horemheb intentó convencer al gran sacerdote para que la trajera a Tebas,
pero él se negó a ello repetidas veces. El Hereje murió, pero ella continúa
viva en su cárcel, consumiéndose en tristes suspiros.
»Si a Amenhotep III le hubiera sucedido en el trono un enemigo hitita,
no habría podido causarnos más males que el maldito Hereje…
TIY
La mujer del sabio Ay, de unos setenta años de edad, cuerpo pequeño,
excelente salud para su edad, buena presencia. Ay se casó con ella a raíz de
la muerte de su primera mujer la madre de Nefertiti. Tiy la conoció cuando
ésta tenía apenas uno o dos años. Posteriormente tuvo a Mur-Najmat.
Cuando la fortuna llevó a Nefertiti al trono, ésta la eligió de entre su séquito
y le otorgó el rango de nodriza real. No lo hubiera hecho de no haberla
tenido en alta estima, y eso era así porque Tiy siempre le otorgó sus
cuidados y su amor y nunca fue la «esposa del padre» en el sentido habitual
de la expresión.
Le conté los conocimientos que ya había obtenido sobre los hechos
históricos, y le dije:
—No hay necesidad de repetir nada: si es que no tienes nada que añadir
o corregir, no hace falta que perdamos tiempo.
Tiy me respondió:
—No traté mucho al rey a pesar de mi parentesco con su esposa, quizá
no nos hablamos más que unas pocas veces, y sin embargo jamás olvidaré
su dulzura. Supimos mucho sobre él desde lejos, a través de las palabras de
mi marido Ay, quien fue elegido para ser su preceptor. Nos desconcertaron
sus opiniones sobre Amón y su inclinación hacia Atón, y mucho más nos
desconcertaron los rumores sobre la revelación del dios único. La verdad es
que las sorprendidas fuimos yo y mi hija Mut-Najmat; en cuando a mi
querida Nefertiti, tenía otro punto de vista. Sin embargo, en primer lugar
debo hablarte de ella: era una muchacha inteligente, dotada de un espíritu
fuerte, amante de la belleza y enamorada de los secretos de la religión. Su
madurez era muy superior a la que su edad hacía presumir, hasta el punto de
que un día le dije a mi marido Ay:
»—¡Me parece que tu hija va a ser sacerdotisa!
»Entre ella y su hermana Mut-Najmat se producían las discusiones y
disputas habituales entre hermanas, pero la verdad estaba siempre de su
parte, no recuerdo que ella se equivocara una sola vez. Trataba a su
hermana como un adulto trataría a un chico. Sobresalía tanto en sus estudios
que me hacía temer una reacción irreparable por parte de mi hija. Empezó a
recibir las enseñanzas del heredero con admiración, y a inclinarse, junto a
él, hacia Atón. Pronto nos sorprendió anunciando su fe en el dios único.
»Mut-Najmat le dijo:
»—Es un infiel.
»Dijo con seguridad:
»—Ha escuchado la voz de dios.
»Le gritó:
»—¡Tu también eres una infiel!
»Su voz era dulce, a menudo nos alegraba oírla cantar:

Qué le diré a mi madre,


pues cada día regreso con pajaritos,
y hoy no he tendido mis redes
porque tu amor me ha poseído.

»Después de descubrir su nueva fe, solía cantar al dios único sola en el


jardín, pues ninguno de nosotros quería acompañarla. Sin embargo,
recuerdo una mañana en que su voz me asaltó mientras yo me peinaba
asomada a la ventana.

¡Oh, vivo!
¡Oh, hermoso! ¡Oh, magnífico!
Todo en ti es alegría.
El mundo llenas de luz.
»Es así como nuestro palacio fue el primer lugar que escuchó el himno
al nuevo dios. Fuimos invitados a la celebración de los treinta años de
reinado de Amenhotep III. Se nos permitió ir en compañía de nuestras dos
hijas por primera vez a presenciar una fiesta en el palacio de los faraones.
Las dos se adornaron para intentar gustar a la flor y nata de los jóvenes de
buena familia. Las dos llevaban vestidos largos y holgados, con capas
estampadas cortas colgando de los hombros y sandalias de bandas doradas.
Entramos en una sala mayor que todo nuestro palacio, iluminada por
candelabros y rodeada por los asientos de los invitados. Presidía la sala el
trono del faraón, a cuyos lados se alineaban dos filas con los asientos de
príncipes y princesas, entre unos y otros se abría un espacio preparado para
los músicos y las bailarinas desnudas. Los esclavos circulaban entre los
invitados e invitadas llevando bandejas de perfumes, comida y bebida.
Recorrí con mi mirada la flor y nata de los jóvenes, y escogí para mi hija a
Horemheb, el futuro general, y a Bek, el dotado escultor. Me di cuenta de
que todo el mundo —Horemheb, Bek, Nakht, May— miraba a Nefertiti
cuando llegó entre un grupo del séquito, y en especial cuando las hijas de
los nobles tuvieron ocasión de bailar y cantar entre los reyes. Mi querida
bailó con una elegancia cautivadora y cantó con una voz más dulce que la
de los mejores músicos. Quizás aquella noche compartí la silenciosa envidia
de mi hija Mut-Najmat, sólo que yo me consolaba diciéndome: «Cuando se
case Nefertiti, la belleza de Mut-Najmat no tendrá competidor». La
curiosidad hizo que espiara a Nefertiti para descubrir hacia quien dirigía sus
miradas. No fue poca mi sorpresa al comprobar que se sentía
profundamente atraída por su maestro espiritual… ¡el heredero! Dirigí mi
mirada hacia él y me atemoricé al presenciar su extraña figura y su
sorprendente delicadeza casi femenina. Cuando mi mirada se encontró con
la de mi hija, me susurró:
»—¡Creía que era un gigante!
»Su fascinación era más fuerte que su perplejidad, más no se imaginaba
lo que le depararía el destino. Cuando regresamos a nuestro palacio, le dije
a mi marido Ay:
»—El matrimonio llama a nuestra puerta, Ay, organízate…
»Me respondió con su habitual tranquilidad:
»—Los dioses escriben nuestro destino.
»Después de un par de días, Ay me sorprendió anunciándome:
»—La reina Tiy desea recibir a Nefertiti…
»La noticia me desconcertó, y le pregunté:
»—¿Qué significa eso?
»Reflexionó un instante, y luego dijo:
»—¡Quizá la ha elegido para algún cargo en palacio!
»—¡Sin duda sabes algo más que eso!
»Me respondió:
»—Quién puede saber lo que le pasa por la cabeza a la gran reina.
»Empezó a enseñarle los fundamentos del protocolo necesario para
hablar con los reyes.
»Le dije:
»—Que Amón te proteja…
»A lo cual ella respondió con firmeza:
»—Yo pido la protección del dios único…
»Ay la increpó tajantemente:
»—Cuidado con decir tonterías delante de la reina.
»Nefertiti partió. Cuando regresó, emocionada, me rodeó con sus brazos
y empezó a llorar. Ay dijo:
»—¡La reina la ha elegido como esposa del heredero!
»La noticia levantó una tormenta en nuestros corazones. Con ella mi
querida Nefertiti se elevó más allá de la envidia y la competencia. Ella nos
abrió la puerta de la felicidad, que atravesaríamos para unirnos a la familia
reinante. Su buena estrella extendió sus alas sobre nosotros y nos elevó por
encima del resto. Por ello la bendije con todo mi corazón, y lo mismo hizo
Mut-Najmat. Empezó a contarnos lo que sucedía entre ella y la gran reina y
debido a lo impresionada que estaba no le presté atención, de manera que
no conservo muchos recuerdos de aquel período. Además, ¿qué importancia
tiene el hablar de ello, comparado con el resultado final de aquellos hechos?
La ceremonia de la boda fue comparada por los más longevos con la de
Amenhotep III. Todos nosotros pasamos a formar parte de la familia
reinante, y mi querida me eligió como su nodriza privada, ¡que es un cargo
sólo inferior en importancia al de princesa! Al casarse, Nefertiti y el
príncipe se convirtieron en una persona sola e indivisible, cuyas dos
mitades no separó más que la muerte. Ella le acompañó en la alegría y en la
tristeza hasta pocas horas antes del fin. Administró los asuntos del reino con
la habilidad de una mujer nacida para el trono, y le ayudó a difundir su
misión religiosa como si fuera en verdad una sacerdotisa elegida para el
servicio divino. Créeme era una gran reina en el pleno sentido de la palabra.
Por eso me fulminó la noticia de que había abandonado por sorpresa a su
marido en lo más álgido de la crisis. Quizá fue la primera decisión que tomó
sin mi conocimiento. Me apresuré hacia su palacio y me senté a sus pies
abandonándome al llanto. No pareció importarle mi estado, y me dijo
tranquilamente:
»—Vete en paz…
»Le supliqué:
»—Todos huyen para proteger al rey de cualquier mal.
»Replicó fríamente:
»—Vete en paz…
»Le pregunté perpleja:
»—¿Y tú, mi señora?
»Dijo simplemente:
»—No abandonaré este palacio.
»Empecé a decir algo, pero ella me interrumpió en tono imperativo:
»—Vete en paz…
»La abandoné sintiéndome la mujer más desgraciada del mundo. Pensé
mucho en el motivo de su retiro, sin encontrar más que uno: que ella odiaba
el deber presenciar la derrota del rey y de su dios. Tomó la decisión de huir
en un instante de desesperación, pensando en regresar a él cuando se
hubieran ido todos. Sin duda lo intentó y se lo impidieron por la fuerza. No
aceptes ninguna otra explicación sobre su huida de palacio. Oirás noticias
contradictorias, cada uno pretenderá que está diciendo la pura verdad, pero
sólo te contarán lo que desearían que hubiera sucedido. La vida me ha
enseñado a no fiarme de nadie y a no creer a nadie. El tiempo pasa y me
pregunto si mi señor Akhenatón merecía aquel triste fin. Personificaba la
nobleza, la sinceridad, el amor y la misericordia. ¿Por qué la gente no pagó
su nobleza con nobleza, su sinceridad con sinceridad, su amor con amor, su
misericordia con misericordia? ¿Por qué cargaron contra él como bestias
salvajes para desgarrarlo a él y a su reino como si fuera un enemigo
pecador? Durante años lo he visto en sueños tumbado en el suelo, con una
profunda herida en el cuello de la cual brota un chorro de sangre. Estoy
profundamente convencida de que lo mataron y se inventaron que había
muerto de muerte natural.
Calló mientras su triste mirada se fijaba en un punto delante de ella.
Finalmente murmuró:
—Hemos conocido a un hombre irrepetible.
MUT-NAJMAT
Apenas cuarenta años de edad, delgada y hermosa, sus ojos color miel
irradian inteligencia; ante ella sentí que entre nosotros había una distancia
infranqueable. La hija de Ay y Tiy, hermana de Nefertiti, vivía en un ala
privada del palacio de Ay. Un enigma recorre su vida: nunca se casó a pesar
de sus muchos pretendientes. Apenas me senté delante de ella y desplegué
mis papiros, empezó a hablar:
—El destino ha hecho que viviéramos el drama del hereje Akhenatón.
Mi padre, el sabio Ay, fue elegido como preceptor, y nos mantenía
informados de sus ideas. Desde el principio desconfié de él, y más tarde el
tiempo me daría la razón. Nefertiti tenía otro punto de vista que desconcertó
a la familia, no a mí, siempre le gustó llamar la atención con fingidos
desafíos. Le gustaba desatar polémicas a su alrededor. Sí, era inteligente,
pero nunca fue ni sincera ni fiel. Eso fue lo que la llevó a ser infiel a todos
los dioses y creer en aquel dios único del cual nunca habíamos oído hablar.
Una vez oí que le decía a mi padre:
»—Padre, dile al heredero que yo creo en su dios.
»Mi padre frunció el ceño:
»—No seas estúpida, Nefertiti, no te das cuenta de las consecuencias
que eso implica.
»Por culpa de su blasfemia temí que la maldición cayera sobre todos
nosotros. Mi fe en mi dios continuó tan firme como siempre. Claro que, al
pertenecer a la familia real, tuve que declarar mi fe en el nuevo dios para
poder obtener todo lo posible de mi nueva posición y defender a mis dioses
sagrados. Mi fe nunca disminuyó. Vi al Hereje por primera vez durante la
celebración del treinta aniversario del reinado, me sorprendió el
extraordinario paralelismo existente entre sus ideas perversas y su físico
horrible, demacrado y deforme. Por eso, no te tomes en serio lo que cuentan
sobre el noble amor que unía al Hereje y a la gran reina Nefertiti. Yo
conozco la verdad, conozco el ideal que hubiera podido saciar sus apetitos,
y no tenía nada que ver con aquel joven delgado, feo e impotente, creado
mitad hombre mitad mujer. Pretendían vivir en la verdad: en cuanto a él, no
vivía más que en la locura; ella vivía en la mentira y la traición, y no amaba
más que el trono y el poder. Durante la fiesta la traicionó su verdadera
naturaleza, y mostró sus bellezas sin ningún pudor como una pervertida.
Lanzó sus redes sobre Horemheb, pero él no se interesaba en esa clase de
mujeres ordinarias. Cuando llegó el turno de bailar y cantar a las hijas de
los nobles, me levanté con vergüenza. Escogí un himno a Amón:

Tú eres quien sacia nuestra hambre,


Tú cubres nuestra desnudez,
eres como el cielo tranquilo después de la tormenta;
Traes el calor a quien tiene frío.

»Sin embargo, Nefertiti sorprendió a todos con su danza impúdica,


aunque suscitó la admiración de los disolutos, ¡que eran muchos! Luego
escogió una canción libertina, y cantó:

A tu salud
bebo hasta embriagarme
No dejes nunca de alegrarte.
Vine y puse la trampa,
Abrámosla juntos,
Tú y yo a solas.
¡Qué bueno que estés aquí conmigo!

»Mi padre bajó su mirada y mi madre enmudeció. Las libertinas


cantantes murmuraban: «Esta chica sería digna de cantar con nosotras».
Regresamos por la noche a nuestro palacio, y ella estaba deseando que
llamara a su puerta Horemheb; sin embargo, el destino nos iba a deparar
una sorpresa, a nosotros, a Egipto y al imperio. La muy astuta fue invitada a
un encuentro con la gran reina Tiy y regresó como esposa del heredero. Yo
le comenté a mi madre:
»—¿No es cierto que un faraón debería reforzar su legalidad casándose
con una princesa de sangre real?
»Mi madre me respondió:
»—Eso no tiene importancia si el faraón es poderoso, y éste ha decidido
elegir una novia humilde para su hijo como la eligió para sí mismo.
»Me dio un beso susurrándome al oído:
»—Sé inteligente, Mut-Najmat, sin duda eres mejor que ella, pero no
podemos nada contra la fortuna. Resígnate a ser una princesa, y la vida te
dará de todo si eres fiel a tu hermana.
»Le dije clara y sinceramente:
»—Actuaré sabiamente, pero preservando mi honra y mi fidelidad.
»Eso es lo que siempre pretendí, y nunca me separé del buen camino.
Cuando estuve a solas con Nefertiti, le dije:
»—¿De veras te gusta?
»Aunque sabía muy bien a quién me refería, se hizo la estúpida:
»—¿A quién te refieres, Mut-Najmat?
»—¡A tu futuro marido!
»Me respondió enérgicamente:
»—¡El marido y el sacerdote son inseparables!
»Como siempre, leí sus pensamientos. Compartiría con él el trono como
reina y como sacerdotisa. No le iba a ser difícil encontrar quien satisficiera
sus insaciables deseos de amor y de vida. Llevó a cabo ese plan con toda
tranquilidad, justificándose ante sí misma en su impotencia. Apoyándose en
la maldita política de amor y rechazo del castigo no temía la venganza de su
marido, a diferencia del resto de corruptos que la secundaban. Mis
contactos diarios con su harén me revelaron la impotencia y perversión de
él: allí sí que conocían la verdad que se escondía a sus más allegados, allí
contaban cosas extraordinarias de su impotencia, fue allí donde
descubrieron el secreto de sus relaciones pecaminosas con su madre, la
única mujer con quien podía superar su impotencia, la única que le dio una
hija. Esa es una perversión que nunca se había producido en nuestro país a
lo largo de su historia. Eso me hizo ver que nuestro futuro era negro y me
prometí a mí misma que siempre estaría del lado de la verdad. Amenhotep
III murió, y Nefertiti ocupó el trono como gran reina en lugar de Tiy.
Vivimos días tristes en Tebas y luego nos trasladamos a Akhetatón, la
ciudad más hermosa que jamás construyera el hombre, donde vivimos
momentos de alegría, de victorias y abundancia. Los dioses fueron
indulgentes con Akhenatón, le permitieron que negara su existencia y que
confiscara sus bienes, le facilitaron el éxito y las alegrías, hasta que el muy
ignorante creyó que aquellas claras victorias del nuevo dios y de su
imaginaria misión de amor y paz iban a ser permanentes. Un día, a solas
con mi madre, le dije:
»—¿Dónde están los dioses, por qué no se enojan por lo que sucede?
»Mi madre me dijo:
»—¡Eso es una prueba de la existencia del dios único, Mut-Najmat!
»La miré pasmada, me pareció que un mundo se eclipsaba y que sin
duda un nuevo mundo estaba por llegar. Sin embargo, la noche con sus
sueños empezó a desvanecerse y a desaparecer, y una triste tormenta iba a
devastarnos de arriba abajo. A cada embate del destino, le decía a mi padre:
»—Ése es Amón, que muestra sus colmillos.
»Él me respondía:
»—¡No repitas lo que dicen los sacerdotes llenos de odio!
»—Dime, padre, ¿cuál es tu deber en estas circunstancias?
»Me respondía dolido:
»—¡No necesito que nadie me recuerde cuál es mi deber, Mut-Najmat!
»En cierta ocasión, le pregunté a Nefertiti:
»—¿No vas a hacer nada para defender tu trono?
»Me respondió con un entusiasmo que no me satisfizo:
»—Moriremos defendiendo el trono del dios único.
»No era fiel. No conoció la verdadera fidelidad en su vida. Temía que su
marido se percatara del verdadero objetivo de su contumacia, que dejara de
confiar en ella y eligiera a otra mujer como reina y sacerdotisa. Mediante
precavidos tanteos, descubrí que Tutu, el ministro de mensajes, era fiel.
Conversamos a menudo, hasta que nos confiamos completamente.
Posteriormente sería mi contacto con el gran sacerdote de Amón. Fue una
experiencia dolorosa que me ocasionó un gran tormento: debía escoger
entre mi fidelidad a mi nueva familia y mi lealtad a mi país y a los dioses, y
lo hice, no sin pagar el doloroso precio de mi elección. Fue así como me uní
a otro ejército, contraviniendo a mis intereses personales y a mi felicidad
familiar. Un día me dijo Tutu:
»—El gran sacerdote te exige que intentes que la reina se una a
nosotros.
»Le respondí:
»—Lo he intentado muchísimas veces, y creo que ella está más loca que
el Hereje.
»Con el mismo fin, el gran sacerdote envió a la reina Tiy a Akhetatón, y
luego fue él mismo para anunciar su ultimátum. Tutu se opuso
enérgicamente a ello: él proponía saltar sobre ellos sin avisar, ponerlos a
todos entre rejas e incendiar la ciudad del Hereje. Me hubiera gustado que
Horemheb, el jefe de la guardia, se uniera a nosotros, pues era quien
ostentaba verdaderamente el poder en la ciudad y siempre fue un hombre
duro y recto. A raíz de lo que sucedió entre nosotros descubrí que compartía
mi punto de vista, aunque no lo dejara ver por cautela y desconfianza
mutua. Cuando la amenaza de una guerra civil planeó sobre el horizonte, le
dije:
»—Deberíamos revisar nuestras posiciones.
»Me miró interrogándome, y le dije con sinceridad:
»—No podemos dejar que Egipto se queme hasta convertirse en
cenizas.
»Me preguntó con inteligencia:
»—¿No se lo has hecho ver a tu hermana?
»Yo le respondí con una sinceridad que le sorprendió:
»—Ella está tan loca como él.
»Se interesó:
»—¿Qué es lo que propones?
»Le respondí tajantemente:
»—¡Todo está permitido para salvar a la patria!
»Luego vino el fin que ya conoces, un fin más dramático que la
invasión de los hicsos en el pasado. Un drama causado por un loco que se
sentó en el trono y lo usó para llevar a cabo sus dislates. Sin duda, Nefertiti
es más culpable que él, debido a su inteligencia y astucia, pero ella no se
preocupó más que de sí misma y de su ambición. Cuando él perdió su
honor, ella lo abandonó, aparentemente uniéndose a sus enemigos,
presentándose como una reina que apoyaba el nuevo trono. Sin embargo, su
ardid no tuvo éxito y tuvo que enterrarse en vida para tragarse su tormento
y su arrepentimiento.
MIRI-RA
Cuarentón, de tez oscura como el vino, delgado, su mirada es un buen
indicio de su drama. Vive en una casa pequeña sin ningún amigo ni
sirviente. En un tiempo fue el gran sacerdote del dios único en la ciudad de
la luz, Akhetatón. Le visité en su pueblo, Dashasha, dos días al norte de
Tebas. Cuando leyó la carta de mi padre me preguntó sonriendo:
—¿Por qué te tomas todas estas molestias?
Le respondí simplemente:
—Ignoro la verdad.
Sacudió la cabeza tristemente:
—Es bueno que haya al menos una persona que quiera saber la verdad.
Luego empezó a contarme:
—Quizá fue la única persona que fue sacada por la fuerza de Akhetatón
y que se negó a separarse de su señor. La voz divina calló y el templo fue
destruido, pero el destino todavía no ha pronunciado su última palabra.
Fijó en mí sus ojos castaños y prosiguió:
—Tuve la buena suerte de formar parte del séquito del príncipe desde
niño. Como él, sentía inclinación por los asuntos del espíritu. Estudiamos
juntos la religión de Amón y la de Atón. Como tantos otros, me sentí
fascinado por él y por sus mágicas palabras, me maravillaba su madurez
extraordinaria y precoz.
Un día me bendijo con sus palabras, con las que se ganaba el corazón de
sus sirvientes:
»—Yo te amo, Miri-Ra, ¡no me escatimes tu amor!
»Su amor penetró en mi corazón, allí donde nunca antes había
penetrado ningún sentimiento, y me permitió incluso entrar en su refugio a
la orilla del Nilo cuando me apeteciera. Estaba situado en el extremo
occidental del palacio, se asomaba sobre el Nilo y tenía forma de sombrilla
levantada sobre cuatro columnas y rodeada de palmeras y árboles de loto.
El pavimento era de hierba fresca, en cuyo centro se habían dispuesto una
alfombra verde y algunos almohadones. Se despertaba al alba y se dirigía
allí para contemplar la salida del sol y cantarle a su disco resplandeciente
detrás de los campos. Todavía me parece oír en mi pecho su dulce voz y
difundirse en mi interior como sagrado incienso, cuando cantaba:

Difundes la belleza por el celestial monte de luz.


¡Oh, Atón el vivo! ¡Oh quien vivió antes!
Cuando apareces en el monte de luz oriental,
Todos los países se llenan de tu belleza.
Eres hermoso, eres magnífico,
Brillas en lo alto sobre todos los países,
Tus rayos abarcan toda la tierra,
Creador de todo,
Tú estás lejos pero tus rayos están sobre la tierra.

»Se derretía de emoción, mientras su hermoso rostro brillaba con luz


propia. Luego paseábamos por el jardín. Me decía:
»—La alegría pura no existe más que en el culto.
»Y es que su vida no carecía de amarguras. En una ocasión se me quejó:
»—Mi padre insiste en convertirme en un combatiente, Miri-Ra.
»Su fracasada educación militar no pasó sin causarle un dolor lacerante.
Se miraba en su espejo enmarcado en oro puro y se decía sonriente:
»—¡No soy ni fuerte ni bello!
»La muerte de su hermano mayor Thotmés dejó en él una profunda
herida que no cicatrizó sino con la herida aún mayor que le causó la muerte
de su hija Mikitatón. ¡Cuánto lloró la muerte de su hermano, que le enfrentó
cara a cara con la realidad dura y oscura de la muerte! Me preguntó:
»—¿Qué es la muerte, Miri-Ra?
»Preferí el silencio, evitando aquellas respuestas tradicionales que tanto
le angustiaban.
»Insistió:
»—¡Ni siquiera Ay lo sabe; sólo el disco solar vuelve a salir después de
ponerse, pero Thotmés no volverá a esta existencia!
»Fue entonces cuando anunció una guerra eterna contra la debilidad, la
fealdad y la tristeza. Se lanzó como un rayo de sol en el camino de lo
ignoto, renovando cada día sus intenciones, hasta que un buen día lo
encontré en su refugio, pálido y con la mirada fija. Me dijo decidido sin
responder a mi saludo:
»—El sol no es nada, Miri-Ra.
»No entendí a qué se refería hasta que me invitó a sentarme a su lado en
la alfombra y me dijo:
»—Escucha la verdad, Miri-Ra. Ayer por la noche me sentía ebrio de
nostalgia, cuando de pronto las sombras tomaron cuerpo para hacerme
compañía: una imagen espléndida como una novia el día de su boda se
sentó a mi lado y me arrebató en éxtasis hacia el espacio. Mil y un
fantasmas pasaron a mi lado, y la verdad resplandeció en mi corazón con
una fuerza nunca alcanzada por una imagen visual. Una voz más dulce que
el aroma de las flores llegó a mis oídos y me dijo:
»«Deja que mi aliento llene tu espíritu, y aleja de ti todo lo que no soy
yo. Yo soy la energía de la cual brota la existencia, yo soy el manantial de la
vida, yo soy el amor, la paz, la alegría. Deja que llene tu espíritu y lo alegre
con el néctar de los castigados de este mundo».
»Su gran resplandor hizo que apartara la cabeza deslumbrado. Me dijo:
»—¡No temas, Miri-Ra, no huyas de la felicidad!
»Farfullé sin aliento:
»—¡Qué resplandor!
»Me dijo con una clarísima dulzura:
»—Ven a vivir conmigo en la verdad.
»Volví a sentarme correctamente y dije:
»—Siempre estaré contigo.
»Desde aquel feliz momento se convirtió en el primer sacerdote del dios
único, en mi maestro y mentor, el guía de quienes responden a la llamada.
Le dije:
»—Creo en tu dios.
Me respondió con alegría:
»—Haces bien: serás el primer sacerdote de su templo.
»Anunció su fe a sus íntimos, pero no se enfrentó a los otros dioses sino
más tarde. Progresivamente, anunció primero que no creía en los falsos
dioses, más tarde hizo suprimir el culto y distribuir sus riquezas entre los
pobres. Cuando era todavía príncipe, no tenía poder para tomar decisiones.
Su matrimonio con Nefertiti le aportó una gran felicidad, pero su mayor
gozo fue siempre su fe sincera en su dios. En Akhetatón ocupé el cargo de
gran sacerdote del dios único, y cuando mi señor pretendió incautarse de los
bienes de los templos le dije:
»—Estáis desafiando a una fuerza que tiene un poder antiguo sobre las
gentes, desde la Nubia hasta el mar.
»Me dijo con aplomo:
»—Los sacerdotes no son más que charlatanes. Utilizan a los débiles,
difunden supersticiones, saquean las provisiones, sus templos son burdeles,
y sus corazones están llenos de avidez por el mundo.
»Descubrí que se escondía en él una energía real, oculta por su débil
constitución, un coraje mucho mayor que el de Horemheb, el jefe de la
guardia, o el de May, el general de la frontera. Eso era para algunos un
enigma insoluble, sin embargo para mí era algo diáfano como la luz del sol.
Murió por amor de su dios y éste le amó a su vez. Dio su vida por él
ignorando las posibles consecuencias y no se hizo atrás de ninguna decisión
ni opinión. No me sorprendió su comportamiento durante su famoso viaje
por todo el imperio, no me sorprendió su tenacidad en la defensa de su
misión de amor y paz incluso en las más difíciles circunstancias, no me
sorprendió su última postura, cuando le abandonaron sus más allegados. Su
dios le protegía y él ejecutaba sus órdenes. Por ello no le importaba lo que
pudiera suceder, pues ¿cómo va a preocuparse de las tretas de la política y
la astucia de los militares quien vive en la verdad? Le tacharon de
embaucador, soñador y loco, cuando era él quien vivía en la verdad y eran
ellos los embaucadores, los soñadores y los locos, enfangados en la
corrupción de este mundo corrupto. No le importaba el trono como a los
reyes normales, es más, recuerdo que cuando regresó de su viaje para
ocupar el trono tras la muerte de su padre, frunció el ceño y me dijo:
»—¿Crees que todo esto me va a apartar de mi dios?
»Le respondí con sincero entusiasmo:
»—Mi señor, debéis poner el poder del trono al servicio de dios, del
mismo modo que vuestros abuelos lo pusieron al servicio de sus falsos
dioses.
»Se tranquilizó y murmuró:
»—Es cierto lo que dices, Miri-Ra, así como ellos sacrificaron a los
dioses gente desgraciada, yo voy a ofrecer las fuerzas del mal como
sacrificio a los dioses, rompiendo las cadenas que atenazan a los que no
tienen poder.
»Ocupó el trono para entablar la más difícil batalla jamás librada por un
rey en aras de la libertad, el amor, la paz y la felicidad de los hombres, y en
ella demostró ser decenas de veces más fuerte que el mismo Thotmés III.
Sus hombres defendían el trono y Nefertiti se ocupaba de los asuntos
domésticos mientras él no dejaba de pulirlos para hacerlos dignos de la
bondad divina y de la nobleza humana. El encanto era su arma principal
para difundir su misión por todas las regiones. La gente se sentía hechizada
por él, embriagada por su misión, le demostraban su amor con flores y
arrayanes. Miri-Ra se detuvo un momento y respiró profundamente.
Prosiguió:
—Luego nubes de tristeza llegaron una tras de otra traídas por vientos
de odio procedentes de dentro y de fuera del país. Cada uno las recibía de
acuerdo con sus energías y su fe: mi señor ni se inmutó. Repetía
continuamente:
»—Mi dios no me desamparará.
»Un día, en el templo, me dijo:
»—Mis hombres me aconsejan que actúe con justicia mientras mi dios
me dice que actúe con fe, ¿a quien debo escuchar, Miri-Ra?
»Su pregunta irónica no necesitaba respuesta. Cuando la crisis se
acentuó, Horemheb vino a visitarme al templo y me dijo:
»—Gran sacerdote, tú eres quien está más cerca del rey.
»Le respondí sospechando sus intenciones:
»—Eso es un favor que el dios me ha hecho.
»Se sinceró:
»—Las circunstancias exigen un cambio de política.
»Le respondí con firmeza:
»—Sólo escucho la voz de la verdad.
»Frunció el ceño contrariado:
»—Me gustaría escuchar palabras razonables.
»Le interrumpí:
»—Sólo es posible entenderse entre creyentes.
»Cuando supe de su acuerdo para librarse del rey con la excusa de
proteger su vida, le dije a Ay:
»—Por mi parte no pienso caer en la infidelidad.
»Mi señor se negó a dar un solo paso atrás; sin embargo, él también
tenía un plan para evitar la guerra civil. Estaba decidido a dar la cara él solo
ante el pueblo y los ejércitos rebeldes. Tenía plena confianza en su
capacidad para recuperarlos para la fe. Sin embargo, su séquito estaba
convencido de que él sería inevitablemente asesinado y de que ellos
correrían su misma suerte como recompensa a su fidelidad. Se libraron de él
y me obligaron a unirme a su caravana de apóstatas. Obligaron a la guardia
a retenerlo por la fuerza cuando pretendía enfrentarse al pueblo. Le
impidieron realizar sus proyectos, y se encontró solo y encarcelado en su
palacio, e incluso Nefertiti lo abandonó. Entonces la tristeza se apoderó de
su corazón, ante la debilidad de la fe por cuya difusión y divulgación había
dado su vida. Posteriormente nos dijeron que la enfermedad terminó con él.
La verdad es que lo dudo mucho, más bien creo que manos pecadoras se
cernieron sobre él en su soledad y separaron su cuerpo de su espíritu puro y
eterno. Murió sin saber que me obligaron a abandonarle, y estoy seguro de
que ese fue el caso de Nefertiti.
Se calló de nuevo para lanzar un suspiro, luego me miró fijamente y
dijo:
—Pero él no ha muerto ni morirá nunca, él es la verdad eterna y la
esperanza renovada que vencerá tarde o temprano. ¿No le repetía su dios
que no le iba a desamparar?
Se inclinó sobre un cofre y extrajo de él un rollo de papiros. Me lo
entregó diciéndome:
—Contienen su misión y sus himnos. Léelos, muchacho, y tu corazón
amante de la verdad encontrará en ellos muchas respuestas, pues no has
emprendido tu viaje sin motivo…
MAY
Fui a encontrarme con él en Rinu-Culpura, en la frontera, donde vivía en
una tienda rodeado por su ejército. En tiempos de Akhenatón era el general
del ejército de la frontera, y continúa ocupando su puesto con pleno
merecimiento en el nuevo período. Era un hombre maduro, un gigante serio
y orgulloso de sí mismo. Después de entregarle la carta de mi padre, me
dijo interesado, agradeciendo aquella oportunidad de distraerse un poco:
—¡Ése era el Hereje, de padre desconocido, quien con sus rarezas
subyugó a todo el mundo! Los tambores de la guerra enmudecieron, las
gloriosas banderas quedaron a media asta para dejar paso a los cantos y la
música que se elevaban del trono de los faraones, de la garganta de una
mujer fea, disfrazada bajo un pellejo de hombre. Me obligaron (a mí, el
encargado de defender el imperio) a permanecer quieto mientras el imperio
se desgarraba y caía en manos de los rebeldes y de los enemigos y las voces
de nuestros aliados solicitando ayuda se perdían en el aire. Ese loco nos
hizo perder nuestra honra militar y nos convirtió en el hazmerreír de
nuestros enemigos y presa fácil de los salteadores de caminos. Por suerte no
formaba parte del séquito, aunque mis deberes me obligaran a pasar de vez
en cuando por Akhetatón. Cada vez me sentía consternado al comprobar la
participación de hombres como Ay, Horemheb y Nakht en aquel horrible
engaño, y cómo asombrosamente le seguían del palacio al templo. Siempre
he sido y sigo siendo fiel a los dioses, a mi país y las tradiciones que hemos
heredado. Me enojé terriblemente el día que me enteré de su infidelidad, y
decidí firmemente unirme a los creyentes el día en que se libraran de su
yugo. Cuando supe que había ordenado cerrar los templos y echar de ellos a
los sacerdotes, me di cuenta de que una gran maldición se cernía sobre
nosotros, sin distinción de buenos y malos. Una noche vino a visitarme a
Tebas el gran sacerdote de Amón y me preguntó:
»—¿Tienes algún inconveniente a esta visita?
»Le sorprendió mi sinceridad:
»—Es un honor para mí, mi palacio está a su servicio.
»Me lo agradeció diciendo:
»—Perteneces a una generación de hombres piadosos, May. La gente ha
perdido la tranquilidad y la resignación. La gente recurría a los dioses y
ofrecía sacrificios, se congregaban en torno a los sacerdotes, que los
guiaban en la vida y en la muerte. Los pobres se han perdido, como ganado
extraviado…
»Dije, muy enojado:
»—¿De qué sirve quejarse? ¡Nuestro deber es librarnos de él!
»Meditó por un instante y dijo:
»—¡Eso acarrearía una guerra devastadora!
»—¿Existe otra solución?
»Dijo con serenidad:
»—¡Convencer a sus hombres más allegados!
»—¡Ésa es una esperanza muy lejana!
»Dijo con cautela:
»—No recurramos a una vía desesperada hasta que hayamos intentado
todas las posibilidades…
»Me comprometí diciendo:
»—En el momento apropiado, encontraréis al ejército de defensa de
vuestra parte.
»Sin embargo, el éxito de su campaña tardó en llegar todavía mucho
tiempo, tiempo durante el cual el país sufrió una profunda crisis, y no
pudimos salvar más que lo que quedó bajos los escombros. Muchos se han
preguntado por los motivos del drama: yo te digo que el secreto está en la
debilidad del Hereje, en su debilidad física y mental. Su madre le mimó
demasiado y creció hipersensible, enfermizo. Era deprimente compararlo
con sus compañeros Horemheb, Nakht o Bek. Ocultaba un sentimiento de
inferioridad bajo un fino velo de humildad femenina y ternura afeminada,
mientras preparaba su traición hacia todos los fuertes, humanos o divinos,
para quedarse solo, reservando un poder ilimitado para el dios que se
inventó y para él mismo. Por otra parte, su debilidad tenía un atractivo
irresistible para todos los ambiciosos. Sí, la gente acudía a él no por temor
de su fuerza, sino por avidez de su debilidad. Es por ello por lo que las
gentes del imperio anunciaron su fe en su mensaje. Cuando se rebelaron, les
mandó mensajes de amor y paz en lugar del ejército de defensa. Por ello
anunciaron su nueva fe hombres de inteligencia indudable, como Ay,
Horemheb y Nakht y una mujer inteligente como Nefertiti. Su debilidad era
el cebo que atraía a hipócritas, ambiciosos, ladrones y libertinos. Recitaban
sus himnos en el templo para luego apoderarse del dinero y aprovecharse de
los esclavos, hasta que se sintieron amenazados y se libraron de él,
uniéndose a sus enemigos y llevándose el botín. Por eso di mi opinión al
gran sacerdote cuando la crisis llegó al máximo:
»—No vayas a Akhetatón, no les adviertas, deja que avance sobre ellos
y los extermine para restablecer la justicia…
»Tutu me apoyó con entusiasmo, pero el gran sacerdote era partidario
de la benevolencia y de evitar el derramamiento de sangre. Me dijo:
»—Conformémonos con lo que tenemos.
»Comprendí lo que pasaba por su cabeza. Era un hombre inteligente con
visión de futuro y sin duda consideró que si me permitía combatir acabaría
con el Hereje y con sus hombres y me reservaría el derecho a ser el jefe y el
héroe con lo cual habría muchos motivos para que yo ocupara el trono.
Entonces ocuparía el trono un rey fuerte en cuya presencia no podría ir más
allá de sus atribuciones naturales. Por ello se inclinó por el pacto y eligió
para el trono a un muchacho sin experiencia para que creciera según sus
designios. Hoy se agolpan en torno al trono el sacerdote, Ay, Horemheb,
acechando al rey. Así van las cosas en Egipto, tierra de la fidelidad.
»De todas formas, estamos mejor que antes. El Hereje y su debilidad ya
no están, murió de tristeza, y la libertina espera su fin sola entre las ruinas
de la ciudad infiel.
May dio a sus palabras un tono concluyente y se calló. Le pregunté
todavía:
—¿Y Nefertiti, señor general?
Me contestó sin darle importancia:
—Una mujer hermosa: aunque nació para ser prostituta la suerte quiso
que llevara a cabo sus deseos amorosos desde el trono. No te creas lo que
cuentan sobre su validez como gobernante, pues de ser así no hubiera
dejado caer el país en un abismo de corrupción y destrucción. En cuanto
perdió el poder se libró de él, pero sus esperanzas de subirse a la nueva
nave fueron vanas.
MAHU
Lo visité en un pueblo al sur de Tebas, donde vive de la agricultura después
de haber sido jefe de la policía de Akhenatón en Akhetatón. Tiene unos
cuarenta años, de rasgos rudos y bien marcados, corpulento, en sus ojos se
asoma una mirada triste. Cuando leyó mi carta cruzó las manos sobre la
cabeza, recordando con pesar los hechos pasados. Me dijo:
—Con él terminó la alegría, ¡y que los dioses te perdonen, Egipto! Mi
relación con él empezó de un modo irrepetible con el que nunca soñaría
alguien como yo: era un miembro de la guardia del palacio de los faraones
y lo veía desde lejos en el jardín. Cierta mañana le vi avanzar hacia mí
como si me hubiera descubierto por vez primera. Me convertí en una
estatua delante de él. Me miró durante un rato, y sentí que su mirada
recorría mis venas y seguía el ritmo de mi respiración. Me preguntó:
»—¿Cómo te llamas?
»—Mahu.
»—¿De dónde eres?
»—Del pueblo de Fina.
»—¿A qué se dedica tu padre?
»—Es campesino.
»—¿Por qué te eligió Horemheb para la guardia?
»—No lo sé.
»—Él escoge a los valientes.
»Mi corazón se hinchó de alegría, pero no dije nada. Me dijo
convencido:
»—Eres un joven sincero, Mahu.
»Mi alegría se redobló, pero no dije nada. Me preguntó:
»—¿Aceptas mi amistad?
»Perdí la razón. Desconcertado, murmuré:
»—Ese honor es demasiado alto para mi alcance.
»Se fue sonriendo mientras decía:
»—¡Nos encontraremos a menudo, amigo!
»Ése es un hecho real, y así es como elegía a sus hombres. Nos llegaban
noticias sobre su adoración por Atón y la revelación de su nuevo dios.
Recitaba sus himnos a nuestro lado. Mi corazón estaba abierto a todo
cuanto venía de él: me sentía fascinado por él y le amaba profundamente.
Quizá no creía más que un poco de lo que escuchaba, quizá dudé mucho
ante su oscuro dios que no tomaba cuerpo en ninguna estatua y que ofrecía
a la gente amor en lugar de castigo. Quizá no fui infiel a Amón, pero creí
por amor a mi señor, el mejor hombre, el más dulce y compasivo. Vivía en
el amor y para el amor, nunca hizo daño a ningún hombre ni animal, su
mano nunca se manchó de sangre ni castigó a ningún culpable. Cuando
subió al trono me dijo:
»—No te obligaré a hacer nada que tú no desees, Mahu, y de todos
modos tendrás tu paga, ¿quieres declarar tu fe en el dios único?
»Respondí sin dudarlo:
»—Declaro mi fe en el dios único, mi señor, y estoy preparado para
morir por él.
»Me dijo tranquilamente:
»—Serás el jefe de la policía, pero nadie te exigirá que sacrifiques tu
preciada vida por nada…
»Estaba preparado para combatir incluso contra los sacerdotes en el
seno de cuyas palabras crecí y en cuyo amor y santificación me crié. Con
todo, mi mano dio un solo golpe durante el tiempo en que fui jefe de la
policía, un golpe para el que no tenía permiso. El día en que tomé posesión
de mi cargo me dijo:
»—Que tu arma sea a partir de hoy el amor. Enseña a la gente con amor
como yo lo he hecho contigo, y quien no aprenda con amor aprenderá con
más amor…
»Cuando cogíamos a algún ladrón recuperábamos lo que había robado y
les encontrábamos trabajo en los campos, predicándoles el mensaje de amor
y paz. A los asesinos les enviábamos a las minas, dándoles tranquilidad y
un sueldo. En los ratos libres, se les adoctrinaba en la nueva religión. A
menudo encontrábamos ingratitud y traición, pero él nunca cejó en su
empeño, y nos decía:
»—Pronto veréis cómo vuestras esperanzas dan fruto.
»Su fe era fuerte, firme, inquebrantable, incansable. Ese extraño rey que
colmaba de alegría el aire en la ciudad de la luz, henchiendo con sus himnos
los corazones de hombres, mujeres y pájaros. Sus jornadas transcurrían de
manera muy distinta a las de sus padres y abuelos, pues él oraba en su
refugio, predicaba desde el balcón de palacio, recitaba los himnos en el
templo y se paseaba en carroza real por las calles de Akhetatón en
compañía de la reina sin la guardia, hablando con la gente, rompiendo las
tradicionales barreras entre el trono y el pueblo, llamando siempre a la
devoción y al amor, y todos desde los ministros hasta los empleados de la
limpieza cantaban los himnos en honor del dios único.
»Una mañana uno de mis colaboradores me dijo:
»—Entre los jefes circulan rumores de malas noticias.
»Se reveló el contenido de esos secretos: corrupción de funcionarios,
penalidades de los campesinos, desórdenes por todo el imperio. Esas
sabandijas salieron arrastrándose de sus madrigueras y la traición llegó con
las aguas del Nilo. Recelaba del desánimo que podía apoderarse de mi
señor; sin embargo, los hechos no hicieron más que aumentar su dureza, su
fe y su confianza en la victoria. No sólo no dejó de aferrarse al amor, sino
que lo hizo con más fuerza y energía, como si las tinieblas no fueran más
que un preámbulo de la futura luz. En esos días sombríos un asesino
enviado por los sacerdotes se introdujo en su refugio para matarle protegido
por las tinieblas, y lo habría conseguido si yo no me hubiera adelantado
acertándole con una flecha en el pecho. Mi señor se despertó al darse cuenta
de lo que ocurría y se puso a escrutar la cara del asesino mientras éste
exhalaba el último suspiro. Permaneció un rato en silencio y luego me miró
y dijo, más calmado:
»—Has cumplido con tu deber, Mahu.
»Exclamé excitado:
»—¡Daría mi vida por mi señor!
»Me preguntó con el mismo tono pausado:
»—¿No era posible cogerlo vivo?
»Le dije con sinceridad:
»—No, mi señor.
»Me dijo con tristeza:
»—Es una conspiración de los malvados para cometer un crimen odioso
contra aquel que otorga la vida, nosotros nos hemos interpuesto en su
camino y hemos participado en el crimen.
»Intervine con ardor:
»—Algunos males no se atajan más que con la espada.
»Me respondió con ironía:
»—Eso se dice y se repite, sin que las mentiras de las dos partes salgan
a la luz. ¿Y si se está dando la razón al mal?
»Inesperadamente cayó en éxtasis y exclamó:
»—¿Cuándo observarán el amanecer y el ocaso bajo una misma luz?
Las cosas fueron de mal en peor, los hombres resultaron ser fantasmas
vacíos que arrastra el viento del otoño como hojas amarillas y secas sin fe
ni lealtad. Defendieron la mentira hasta el último momento y decidieron
librarse de él pretendiendo salvarle la vida. Sólo sé que Horemheb me dio la
orden de abandonar la ciudad al frente de mi guardia. No podía discutir, y ni
siquiera se me permitió custodiar a mi señor. Me dirigí a Tebas con un
sentimiento de arrepentimiento que no me ha abandonado hasta hoy.
Nos llegaban algunas noticias sobre mi señor prisionero en su palacio,
hasta que se anunció la noticia de su muerte. No me cabe ninguna duda de
que fue asesinado. ¿Cómo se pudo desvanecer aquel bello sueño con tanta
velocidad?
»¿Cómo pudo su dios librarse de él después de susurrarle al oído su voz
santa y prometedora? ¡Cómo y cómo, oh mundo sin sentido!
Enmudeció entristecido y yo respeté su silencio durante un momento,
luego le pregunté:
—¿Cuál es tu opinión general sobre él?
Respondió perplejo:
—Era el espíritu personificado de la dulzura y la pureza, pero no puedo
decir más de lo que dicen los hechos que te he contado…
—¿Y Nefertiti?
—Era la belleza y la majestad.
Titubeé un momento y dije:
—¡Cuántas cosas se dicen de ella!
Me dijo claramente:
—Te digo que como jefe de la policía no registré nunca un mal paso por
su parte. Sin embargo, leí en los ojos de Horemheb, Nakht y May miradas
ávidas, rebosantes de malos apetitos. Hasta donde yo sé, ella nunca dio a
nadie ocasión de rebosar sus límites…
—En tu opinión, ¿por qué se separó de él?
Me respondió perplejo:
—¡Es un enigma para el que no tengo solución!
—Me parece que has dejado de creer en el dios de tu señor.
—¡Ya no creo en ningún dios!
NAKHT
Descendiente de una antigua familia, rechoncho, de cara pálida con
manchas rojizas, más circunspecto que nadie, hacia los cuarenta
aproximadamente fue ministro de Akhenatón y vive hoy en su provincia en
la región de Dakma, en el Delta. No ocupa ningún cargo en el nuevo
Estado, sin embargo, es llamado de vez en cuando para ser consultado en
las ocasiones importantes. Me recibió exaltando la antigua relación entre
nuestras familias y enseguida pasó a darme su opinión, saltando los hechos
que yo ya conocía. Me dijo:
—Déjame que te diga que no soy un hombre feliz. No pude cumplir con
mi deber ni asumir mi responsabilidad como debía. Se me escapó el poder y
el imperio se desgarró ante mis ojos. He abandonado la vida pública, pero
mis cuitas no me han abandonado. Cada vez que se repite mi tormento me
pregunto qué tipo de hombre era mi señor Akhenatón, al que hoy llaman el
Hereje.
»Yo era un amigo de infancia, como Horemheb y Bek, y por mucho que
se diga sobre su debilidad y su aspecto afeminado y extraño, consiguió que
todos le amáramos, nos maravilló a todos con su capacidad y su precoz
madurez. Pero tenía un punto débil que yo fui el primero en descubrir, y es
que los asuntos del mundo real no le interesaban, le aburrían y lo ponían
enfermo. Observaba con ironía la vida cotidiana de su padre, que era el
núcleo sólido en que se centraban las sagradas tradiciones del trono, como
el hecho de levantarse a una cierta hora, el baño, el desayuno, el recibir a
los responsables, la visita al templo. Mascullaba:
»—¡Qué esclavitud!
»Bromeaba con las tradiciones como lo hace un niño mimado que se
divierte desafiando y rompiendo jarrones caros. Por otro lado anhelaba
conocer el secreto de la creación y dominar la vida y la muerte. Su empeño
se duplicó con la muerte de su hermano mayor Thotmés. Su corazón se hizo
añicos ante la muerte, pero juró devolverle el golpe sin indulgencia. Era un
deseo muy vehemente, hasta el punto de que sin saberlo se convirtió en
prisionero de él. Nosotros también teníamos imaginación, pero éramos
conscientes de ella, mientras que en su mente tomaba forma real. Por ese
motivo lo consideraron loco o estúpido. No era ni una cosa ni la otra, pero
tampoco era normal. Ya en su juventud fue una fuente de angustias para sus
padres y para los sacerdotes y de estupor para nosotros, sus amigos íntimos.
Dudaba de Amón, señor de los dioses, adoraba a Atón. Más tarde nos
confiaba su fe en el dios único. No pongo en duda su sinceridad como no
dudo de su error. Era sincero porque él no mintió nunca, pero no oyó la voz
de su dios, sino que era su corazón quien hablaba. No sucede nada si ese
error lo comete un sacerdote, pero si es el heredero al trono la cosa cambia.
Aquella voz oculta no enmudeció, sino que él empezó a inventar ese
mensaje de amor, paz y alegría. La destrucción amenazaba a los dioses, a
los templos y a nuestro imperio. Un poeta llegaba a rey: el sueño ignoraba a
la realidad y ocupaba su lugar, el equilibrio se destruía y el drama
empezaba. ¡Cuando subió al trono, nos mandó llamar para exponernos su
nueva religión! Yo pensaba rehusar, y le dije a Horemheb:
»—Recobrará su lucidez cuando se encuentre solo.
»Me dijo:
»—Encontrará a otros canallas sin experiencia y llevarán el país a la
destrucción.
»Le pregunté:
»—¿No es posible que eso suceda también si el poder está en nuestras
manos?
»Sonrió irónicamente:
»—¡Es demasiado débil como para no tener en cuenta nuestra opinión!
»Y sacudió los hombros murmurando:
»—Él tiene sus discursos y nosotros tenemos la fuerza…
»Es por eso por lo que anuncié mi fe en la nueva religión delante de él.
Me nombró ministro y mis miedos se disiparon. Nos encontrábamos cada
día, tanto en Tebas como en Akhetatón, y yo le exponía los asuntos
concernientes a la administración, la economía, las aguas y la seguridad. Él
permanecía en silencio, dejando que la reina, quien mostró tener méritos
inimaginables, expusiera sus opiniones y sus directrices. Él no hablaba más
que de su dios y de su misión y de las directrices y decisiones relacionadas
con ello. Me enfrenté al primer desafío cuando quiso hacer pública su
opinión sobre los dioses, le advertí sobre las consecuencias y me respondió
insultándome:
»—¡Hombre de poca fe!
»Fuimos juntos al balcón y se asomó sobre la multitud allí congregada.
Él tenía un gran poder de fascinación sobre la gente, anunció su decisión
con una energía espantosa y el griterío de la multitud se elevó hasta el cielo.
Me sentí insignificante, sentí que aquella constitución enfermiza desprendía
una energía ignota y sin precedentes. A pesar de la sabiduría de Nefertiti,
ésta se entregaba a él y a su misión con entusiasmo, haciéndolo suyo. La
verdad es que ello me sorprendió. Un día me dije:
»—Esta mujer o es su compañera espiritual o es la mayor embaucadora
jamás conocida.
»Estoy convencido de que un factor de su éxito es que fui su única
oposición. Horemheb no dijo una palabra hasta que la crisis alcanzó su
apogeo. En cuanto a Ay, su consejero, siempre le animó, fingiendo
entusiasmo, piedad y capacidad de sacrificio por amor al nuevo dios.
Déjame que te diga que acuso a ese hombre de doblez y malas intenciones,
y que concibió un plan para ocupar el trono de Egipto. He aquí lo que
pienso: lo eligieron como preceptor del heredero y pudo darse cuenta de sus
puntos débiles. Él es quien lo dirigió hacia la religión de Atón y quien le
inculcó la idea del dios único y su misión. Él es quien organizó el
matrimonio con su hija, aun sabiendo que era impotente, y quien la
convenció para que aparentara profesar la nueva fe. Así se convirtió en
suegro del rey, conocido en Egipto por el «sabio». Le indujo a incautarse de
los bienes de los dioses para enfrentarlo a los sacerdotes y al pueblo y para
que la guerra acabara con su reclusión o su muerte, si no moría antes de
muerte natural. No se le ocultaban sus propios méritos para ocupar el trono:
el suegro del rey, el sabio. Aunque de avanzada edad, quien codicia el trono
no deja nunca de esperar el momento apropiado para ocuparlo. Quizá llegó
a concebir la idea de casarse con su hija Nefertiti para aumentar sus
derechos y para que ella permaneciera en el trono. No se trata sólo de
imaginaciones mías, sino que tengo fuentes fidedignas. De todas maneras,
su plan fracasó debido, al principio, a la lealtad del pueblo hacia su rey, y
luego a la confianza de los sacerdotes en Tutankhamón en lo más álgido de
la crisis. Estoy convencido de que todavía conserva sus antiguas
ambiciones.
»No podía confesar mis ideas a nadie, pero intenté a menudo aconsejar
al rey, le dije:
»—Sin duda tu dios es el dios verdadero, pero deja que la gente tenga
sus dioses, construye un templo en cada provincia y obtendrás la victoria
final, pero ahórranos la guerra civil.
»Hubiera sido más fácil mover de su sitio una pirámide que conseguir
que Akhenatón diera marcha atrás en sus decisiones. Lo único que hacía era
repetirme:
»—¡Hombre de poca fe!
»También intenté salvar al país de la corrupción, y al imperio de la
perdición, diciéndole:
»—El derecho de defenderse a sí mismo no es incompatible con el amor
y la paz.
»Me dijo con un extraño entusiasmo:
»—Hasta los mismos hititas se someterán al encanto del amor, pues el
amor es más fuerte que la espada y que el orgullo.
»Cuando las tinieblas se abatieron sobre nosotros, me reuní en secreto
con el sacerdote de Amón y con el general de la defensa de May, y les dije:
»—Si no hacemos algo enseguida, perderemos la honra y el mérito.
»Me miraron interrogándome y les dije:
»—Los sacerdotes deben dejar de organizar alborotos en el interior, y el
general May, con el ejército de defensa, debe apresurarse a salvar el país.
»May preguntó:
»—¿Atacar sin órdenes del faraón?
»Le respondí tranquilamente:
»—Sí…
»El sacerdote, que era el más poderoso de los tres, dijo:
»—¿Y después?
»Le respondí:
»—Cuando May obtenga la victoria le exigirá al rey que haga pública la
libertad de religión.
»El sacerdote dijo:
»—El plan no es muy sabio, porque las tropas de May se podrían
rebelar, si les ordena un ataque sin orden del faraón.
»Luego frunció el ceño hasta enrojecer, y me dijo:
»—Tú estás al servicio de tu señor, Nakht, no de nuestra parte. Sin duda
has oído hablar del éxito de nuestra revolución en provincias y has decidido
despojarnos de nuestros fieles ejércitos…
»Encajé el golpe con indignación y abandoné la sala convencido de que
todos se preocupaban de su provecho personal, de que Egipto estaba en
manos de unos estúpidos y de que las consecuencias de su destrucción nos
alcanzarían a todos, leales y rebeldes, y no sólo a Akhenatón, quien era, de
todos los culpables, quizás el de conciencia más pura y el de mejores
intenciones. Los muy astutos jugaron con él y prepararon un plan para
llevar a cabo sus ambiciones y poder luego heredar el trono después de su
caída definitiva.
Él creyó sus mentiras y tuvo fe en ellas, y de su fe brotó una energía
impagable que los invadió durante un cierto tiempo, invadió sus corazones
con su encanto maravilloso hasta que chocó con la roca afilada y dura de la
realidad, dejando en su lugar un drama de destrucción y lágrimas. En el
último momento, los ávidos oportunistas se aferraron al bote de salvamento,
dejando a su maravillosa víctima hundirse en la soledad, incapaz de creer
que su pretendido dios le hubiera abandonado de verdad. Todos se quitaron
las máscaras, encabezados por Ay y Nefertiti. Aunque sus destinos fueron
distintos, ninguno de ellos obtuvo su merecido, excepción hecha del pobre
Hereje y, en cierta medida, Nefertiti, de quien los sacerdotes no aceptaron el
fingido arrepentimiento. En cuanto a Egipto, tuvo que cargar con los errores
de todos mientras su cuerpo se llenaba de heridas…
El ministro permaneció en silencio y luego murmuró profundamente
apenado:
—Es una historia de traiciones, de inocencia, de eterna tristeza…
BINTU
Era el médico particular de Akhenatón, y continuaba ocupando el mismo
cargo en el palacio de Tutankhamón, a sus sesenta años. De aspecto noble,
por sus venas corre sangre nubia. Lo visité en su elegante palacio en el
centro de Tebas. Me pareció ser de talante tranquilo, de voz suave, muy
activo, vestido elegantemente. Empezó a hablarme abandonándose a la
corriente de sus recuerdos:
—Se diga lo que se diga sobre Akhenatón, a quien hoy llaman el
Hereje, su recuerdo llena de cariño nuestro corazón y constituye, con su
magia, un desafío a nuestra memoria: ¿de veras existió un hombre tal entre
nosotros? ¿De veras dedicó su vida al amor? ¿De veras dejó tras de sí aquel
huracán de odio y aversión? Cada vez que lo recuerdo, recuerdo con él la
angustia que suscitó desde su más tierna infancia en quienes lo trataban de
cerca o de lejos. La gran reina Tiy me preguntaba:
»—¿Cuál es el secreto de su debilidad, Bintu?
»¡Cuánto me desconcertó esa pregunta! No estaba enfermo, pero era
pálido y delgado, sin defensas ante las enfermedades o los accidentes. Al
contrario que su hermano Thotmés, fuerte y hermoso, no le gustaban el
deporte ni la buena mesa. Oré a Thot, dios de la ciencia, diciéndole: «Acude
a mí y guíame, pues yo soy tu siervo». No servían ni los zumos de hierbas
bendecidos con la magia de Isis ni los amuletos de Thot, escriba de los
dioses. Mi temor alcanzó el máximo cuando cogió las fiebres del jamsín y
contagió a su hermano Thotmés, quien dormía en su misma habitación.
La reina Tiy me dijo:
»—Tienen estreñimiento, mirá qué amarillos están…
»Los examiné y dije:
»—Tienen el corazón caliente y el vientre hinchado, hay que darles una
purga. Haced una infusión de cerveza dulce y harina seca macerada durante
una noche y que beban de ella durante cuatro días.
»Antes de ese tiempo murió el más fuerte, Thotmés, y se salvó el más
débil. El muchacho rondaba por todo el palacio buscando a su hermano con
el corazón despedazado de tristeza. Cada vez que me veía me lanzaba una
mirada de protesta y decía:
»—Dejaste morir a mi hermano…
»Le decía a su padre protestando:
»—¡Cuando sea faraón mataré a la muerte!
»Un día me preguntó ansioso:
»—¿No es posible que Thotmés vuelva algún día?
»Le respondí:
»—Ora a los dioses que te salvaron, porque no hay retorno de la muerte
y todos debemos morir.
»Me preguntó con violencia:
»—¿Por qué?
»Le respondí cariñosamente:
»—Repite el canto que recitabas con tu hermano, el que se ha ido:

Aquellos cuyas palabras la gente repite:


¿Dónde estáis ahora?
Es como si apenas tienes una alegría,
Tu corazón lo olvida.
Osiris no oye el lamento.
El griterío no salva a nadie del mundo de los muertos…

»Lo acompañó la tristeza durante largo tiempo, e incluso me pareció


que sentía más la muerte de su hermano que su misma madre. En una
ocasión en que lo estaba curando me dijo:
»—¿Para qué todo este esfuerzo si todos vamos a morir?
»Sonreí y continué con mi trabajo. Repitió su pregunta:
»—¿Por qué sonríes como si no fueras a morir?
»Le respondí escabulléndome:
»—Pregúntale a tu maestro Ay.
»Dijo despreciándolo:
»—Él no sabe más de lo que sabes tú.
»Su madurez, a pesar de su juventud y de su endeblez, era
sobrecogedora. Seguí sus aventuras espirituales con interés y admiración
sin límite. Me dije que aquel muchacho poseía ocultas y extraordinarias
dotes que resultaban incompresibles, sobrecogedoras, desafiando la energía
que acechaba en él. ¿Qué le depararían los arcanos el día en que ocupara el
trono de sus abuelos? Su actividad era, a pesar de su debilidad, pasmosa.
Dormía poco, oraba mucho como si fuera un sacerdote, leía mucho como
un sabio, no paraba de preguntar y discutir. Su padre el rey estaba
preocupado por él y dijo con pesar:
»—¡Estoy seguro de que se merece cualquier cosa excepto ocupar el
trono!
»Un día vi que miraba a su padre de un modo que no me gustó, y le
dije:
»—Comprendes muchas cosas, pero todavía no has comprendido la
grandeza de tu padre.
»Me respondió nervioso:
»—¡Me molesta su aspecto mientras traga!
»Se apartaba de la gente dominada por su apetitos. Yo creía que la salud
mental era la base de la salud del espíritu, pero aprendí que lo contrario
también puede ser cierto, y que la fuerza del espíritu puede otorgar a un
cuerpo débil una energía insospechada.
»No olvidaré sus palabras, riñéndome:
»—Tú te interesas por el cuerpo como si lo fuera todo, mientras que la
verdadera fuerza se esconde en el espíritu, que es eterno. ¡El cuerpo es un
edificio gastado y sucio, de malos hábitos, que se derrumba con la picadura
de un bicho cualquiera!
»Exclamó como si hubiera olvidado totalmente mi presencia:
»—No sé lo que quiero, pero un gran anhelo me domina, ¡qué noche
más larga y triste!
»Se agazapaba en las tinieblas esperando el amanecer. Entonces recibía
la luz y resplandecía de alegría, hasta que un día con el torrente de luz le
llegó la voz del dios único, y la tormenta se desencadenó en el corazón
confiado de Tebas.
Me dije:
»—¡Esto no va a ser una brisa de primavera, sino una tormenta
invernal!
»Los reyes me mandaron llamar, y Tiy me dijo:
»—¿Qué significa esta voz, Bintu?
»Dije asombrado:
»—Quizás el sabio Ay sea más apto para dar una respuesta, mi señora.
»El rey intervino hastiado:
»—Te lo pregunta como médico.
»Les dije con sinceridad:
»—No conozco una mente más madura que la suya, mi señor.
»Me preguntó con violencia:
»—¿Acaso juega con nosotros?
»—Es sincero y fiel.
»—Parece que no tienes explicación para ello.
»—Es verdad, mi señor.
»Me preguntó frunciendo el ceño:
»—¿Estás convencido de su cordura?
»—Ciertamente, mi señor.
»—¿No puede ser que le visite una fuerza maligna?
»—La experiencia se adquiere con la práctica.
»Exclamó enfadado:
»—¡La experiencia la adquiriremos con los demonios que nos enviará!
»Llegó el momento de su boda con Nefertiti, anunciando nuevas
esperanzas. Esperanzas de sus padres y esperanzas nuestras de que el
matrimonio le centrara y le aportara algo de equilibrio y visión práctica. Sin
embargo, la esposa era una sacerdotisa y emprendieron su camino hasta el
fin sin que nadie en la tierra pudiera detenerlos. Amenhotep III murió y le
sucedió el mensajero divino. Todos sentían que la batalla se acercaba y los
nervios de todo el mundo estaban muy exaltados. Fui uno de los elegidos
por el rey, que me dio a escoger entre aceptar su religión o ejercer mi
profesión lejos de su palacio. No dudé en elegir y anuncié delante de él mi
fe en la nueva religión: no podía separarme de él ni ignorar la atracción que
ejercía sobre mí. Me gustó su dios y lo consideré en mi fuero interno uno de
los más importantes, aunque continué creyendo en los antiguos dioses, y en
Thot en particular, cuyos amuletos y sortilegios sigo usando para curar. Se
sucedieron los acontecimientos como bien sabes, empezó la construcción de
la ciudad del nuevo dios y nos trasladamos a ella en distinguida comitiva,
repitiendo sus himnos. La alegría dominaba al rey, su rostro rebosaba de
satisfacción.
»—Somos tus huéspedes, mi dios, en tu ciudad pura, jamás mancillada
por el culto a los falsos dioses.
»Entramos en una era deseando la inmortalidad terrenal. Simultaneaba
cada mañana los sermones del templo con los ritos de los antiguos dioses y
las poesías del libro de los muertos, y no me cabía ninguna duda de que un
fermento divino invadía nuestros espíritus como un rayo de luz purísima.
»El primer elemento de tristeza nos llegó con la muerte de su amada
princesa Mikitatón. Me había mandado llamar y me dijo:
»—Bintu, salva a mi querida.
»Cuando la hermosa princesita expiró, rompió a llorar como Nefertiti o
más todavía, y se lo reprochó impacientemente a su dios, hasta que Miri-Ra,
el gran sacerdote, le dijo:
»—¡No enojes a dios con tus lágrimas, mi señor!
»Lanzó un aullido de tristeza o de arrepentimiento o de ambas cosas a la
vez. Nefertiti exclamó:
»—¡No es más que la magia de los sacerdotes de Amón!
»Repetía esa frase cada vez que tenía una hija y se perdía otra vez la
ocasión de tener un heredero. Él compartía su dolor y se entristecía con ella.
En una ocasión me dijo:
»—¿No tienes ningún remedio útil para tener un heredero?
»Le respondí:
»—Hago lo que puedo, mi señor.
»Me preguntó:
»—¿Crees en la magia de los sacerdotes?
»Le respondí disgustado:
»—No se puede menospreciar nada.
»Pensó un poco y luego me dijo en voz baja:
»—El dios único vencerá y llenará el mundo de alegría, pero el género
humano nunca se librará de sus pequeñas tristezas.
»Es por ello por lo que pronto cruzaba el puente de la tristeza para
bañarse en la luz de la verdad.
Cuando las crisis internas y externas se acentuaron, el gran sacerdote de
Amón me envió un mensajero secreto que me recordó mi período de
estudiante en el templo de Amón. Luego me hizo la siguiente pregunta:
»—¿Podemos confiar en ti para salvar la patria del peligro que la
amenaza?
»Enseguida me percaté de que, como médico, me estaba exigiendo que
lo asesinara. Por eso le respondí tajantemente:
»—Mi profesión me prohíbe la traición.
»Me reuní con Mahu y le pedí que vigilara de cerca a los cocineros. Con
todo, las cosas iban de mal en peor.
El médico enmudeció durante un momento, buscando un poco de
descanso en aquel agobiante mar de recuerdos. Recordé los rumores
contradictorios sobre la vida sexual de Akhenatón, y supuse que el hombre
no me iba a hablar de ello, así es que se lo pregunté, empujado por una
curiosidad irresistible. Me respondió:
—Su cuerpo tenía características de los dos sexos, así como su rostro,
pero era un hombre capaz de tener relaciones y de procrear.
Una pregunta ardía en mis labios temblorosos. Tras mucho dudar, hice
acopio de valor y le dije:
—¿Has oído lo que cuentan sobre sus relaciones con su madre?
Su rostro se ensombreció:
—Sé lo mismo que has oído tú, pero lo considero una pura calumnia.
Se detuvo mientras su gesto se torcía aún más:
—La cuestión es que era un hombre por encima de los demás, que
anunciaba un reino divino inaceptable para la naturaleza humana. Hizo que
cada uno sintiera su insignificancia y los desafió con una insistencia sin
precedentes. Se abalanzaron sobre él con una ira terrible y con un odio
animal…
Le pregunté, anhelando su indulgencia:
—¿Cuál es tu opinión sobre Nefertiti?
—Una gran reina, de innumerables méritos.
—¿Cómo explicas que le abandonen?
—Tengo una sola explicación, y es que ella no resistió los ataques y
cayó en una depresión, refugiándose derrotada en la soledad.
Luego continuó su narración diciendo:
—El drama llegó a su negro fin cuando recibimos la orden de
abandonarle. Le pedí permiso a Horemheb para permanecer a su lado en
calidad de médico particular, pero me dijo que los sacerdotes ya habían
decidido mandarle un médico de los suyos. De todas maneras, me
permitieron visitarlo por última vez antes de marcharme. Volé
inmediatamente a su palacio, en el cual no quedaban más que un puñado de
esclavos y un grupo de vigilantes escogido por sus enemigos. Lo encontré
solo en su refugio, rezando, cantando con voz triste:

Eres bello… eres magnífico,


Alegras el corazón de los hombres,
Los árboles y la hierba reverdecen,
Los pájaros aletean,
Los corderos saltan.
Creaste millones de cachorros.
Estás en mi corazón,
y nadie te conoce
más que tu hijo Akhenatón.
»Cuando terminó sus rezos, me miró sonriente. Bajé la mirada con los
ojos en lágrimas. Me preguntó:
»—¿Cómo has conseguido venir hasta aquí?
»Le dije con voz temblorosa:
»—Me permitieron visitarte por última vez antes de partir.
»Dijo tranquilamente:
»—Estoy perfectamente, Bintu.
»Le dije con tristeza:
»—Ninguno de los que te eran fieles se ha marchado por voluntad
propia.
»Sonrió:
»—Sé muy bien quién se ha ido queriendo y quién lo ha hecho a su
pesar.
»Me incliné para besar su mano y le dije:
»—Me duele mucho que te quedes solo.
»Me respondió:
»—No estoy solo, hombre de poca fe.
»Y luego, con energía reconfortante, dijo:
»—Piensan que nos han derrotado, a mí y a mi dios, pero mi dios no
traiciona ni acepta la derrota.
»Lo dejé, con los ojos enrojecidos por el llanto, seguro de que el médico
enviado para ocupar mi lugar lo asesinaría, a él, al más alto espíritu que
jamás habitara carne humana. Me hundí en una soledad de la que no he
salido hasta hoy.
NEFERTITI
Me permitieron la entrada a Akhetatón con un permiso especial del general
Horemheb. Los puntos de vigilancia se sucedían a lo largo de la orilla del
Nilo. Crucé la mitad norte de la ciudad, entre el puerto y el palacio de la
reina prisionera precedido por un soldado del cuerpo de vigilancia. En mi
camino me vi asaltado por una corriente de recuerdos llena de espuma y de
perlas, debatiéndome entre el llanto y la admiración, rodeado por la mortal
soledad. Las gigantescas calles se escondían bajo montañas de escombros,
restos de hojas secas de los árboles y montones de maderos que las
tormentas habían arrancado de las puertas y ventanas. Los grandes portones
se cerraban como cuerpos embalsamados. Las villas estaban abandonadas y
sobre sus paredes derribadas se cernía un pesado silencio hecho de ocultos
lamentos. En medio de un gran montón de escombros se alzaban las
derruidas paredes del templo del dios único, donde antes retumbaban los
más dulces cánticos sacros. Una imagen de odio y venganza atravesaba la
tristeza, la soledad y el olvido, dejando un sello de muerte con sus eternos y
terribles atributos. Hacia el atardecer, nos acercábamos al palacio de la
reina, en el extremo norte de la ciudad. Era alto, de grandes dimensiones,
iluminado por su verde jardín, con sus tristes ventanas cerradas, a excepción
de una, cuya visión hizo palpitar mi corazón. Estábamos a mitad del otoño,
el agua del Nilo todavía acarreaba montañas de despojos y tenía un color
rojizo oscuro que llenaba los estanques artificiales del palacio. Mi corazón
palpitaba mientras mi viaje tocaba a su fin, como si el único objetivo de mi
aventura fuera aquella dama.
Me encontré en un aposento pequeño y elegante cuyas paredes estaban
adornadas con versos sacros. El fondo lo ocupaba un trono de ébano
sustentado por cuatro leones con brazos de oro puro. Afortunadamente,
pronto apareció la extraordinaria dama vestida con una túnica blanca y
holgada. Era delgada, hermosa, magnífica, su espalda no se inclinaba bajo
el peso de cuarenta años de penas y decepciones. Se sentó y me invitó a
sentarme, y me prodigó una mirada tranquila y llena de tristeza. Empezó
alabando a mi padre, y luego me preguntó con amargura:
—¿Qué te ha parecido la ciudad de la luz?
Aparté la mirada, fascinado por su belleza, y permanecí en silencio.
Empezó a hablar:
—Has escuchado muchas cosas sobre nosotros dos, ahora escucharás la
verdad… Crecí llena de amor por la verdad y por el mundo, ayudada por la
sabiduría de mi padre Ay. No sentí la pérdida de mi madre, cuando yo tenía
un año, debido al gran cariño que me prodigó Tiy. Era para mí una
verdadera madre, no tan sólo la mujer de mi padre, y me proporcionó una
infancia muy feliz. Sus sentimientos no cambiaron con el nacimiento de mi
hermana, Mut-Najmat, debido a su sabiduría. Crecimos como dos hermanas
que se amaban, aunque mi superioridad suscitara más tarde envidias y odios
que saldrían a la luz mucho más tarde. El cariño de Tiy nunca hizo
distinciones entre nosotras, al menos en apariencia, lo cual siempre le
agradecí. Más tarde la recompensé nombrándola nodriza real y elevándola
al rango de princesa. Un día mi padre trajo a un santón de esos que leen el
futuro, y al mirar el ascendiente de las dos hermanas dijo:
»—Estas dos hermanas ocuparán el trono de Egipto.
»Mi padre se sorprendió y dijo:
»—¿Las dos?
»Pude oír claramente su respuesta:
»—¡Las dos!
»Nos desconcertó mucho lo extraño de su predicción, pues confiábamos
en aquel hombre. Dije riendo:
»—Quizá lo ocupará una de nosotras y lo heredará la otra.
»Mis palabras intranquilizaron a Tiy, quien dijo:
»—Olvidemos esta predicción y dejemos el futuro para los dioses.
»Intentamos olvidarla, pero reaparecía de vez en cuando en nuestra
imaginación, hasta que los hechos la hicieron eclosionar. Lo primero que oí
sobre Akhenatón fue a través de mi padre, cuando fue elegido como su
preceptor. En nuestras reuniones familiares, se comentaba a menudo su
inteligencia y su precoz madurez. En una ocasión, dijo de él:
»—Tiene una personalidad muy interesante: critica a los dioses y a los
sacerdotes y ya no cree más que en Atón.
»Contrariamente a mis padres, en mi interior estaba de acuerdo con lo
que él decía, porque yo también amaba a Atón, y me maravillaba su
completo dominio de los cielos y de la tierra, mientras los otros dioses se
agazapaban en las tinieblas de los templos. Por eso dije inocentemente:
»—Tiene toda la razón, padre.
»Mis palabras enojaron a mi madre y a mi hermana. En cuanto a mi
padre, respondió sonriente:
»—Te estamos preparando para que seas una buena esposa, no una
buena sacerdotisa.
»Sin embargo, yo nací para ser sacerdotisa, a pesar de mi amor por la
maternidad y la gloria terrenal. Cuando mi padre nos trajo las primeras
noticias sobre el dios nuevo, el único, me invadió una gran zozobra, y se
desató una tempestad en mis sentimientos. El heredero fue sometido a las
más ásperas críticas.
»Mi madre le preguntó:
»—¿Qué piensan el rey y la reina?
»Ay respondió en voz baja:
»—En palacio se está produciendo una crisis sin precedentes.
»Mi madre dijo con temor:
»—Tengo miedo de que te critiquen como maestro.
»Respondió con tristeza:
»—Ellos saben perfectamente que su hijo no se arredra ante nadie por
importante que sea.
»Mut-Najmat dijo:
»—Está loco, perderá el trono. ¿Es que no hay otro posible heredero?
»—No tiene más que una hermana mayor, enferma…
»Durante la conversación me invadió una violenta ola de sentimientos
hasta el punto de que temí desmayarme.
El heredero se me presentaba como una leyenda muy atractiva,
irresistible. Sin embargo, dudé mucho en tomar una decisión, lo cual fue
para mí un tormento. Una tarde oí a mi padre que a escondidas cantaba uno
de los himnos del príncipe:

Eres bello… eres magnífico,


Alegras el corazón de los hombres,
Los árboles y la hierba reverdecen,
Los pájaros aletean,
Los corderos saltan.

»Lo aprendí de memoria, extasiada, y lo repetía mientras mi corazón se


abría a él y se llenaba de néctar. Me atraía como una mariposa se siente
atraída por la luz. El destino decidió que fuera esa mariposa atraída por la
luz que acaba de quemarla. La energía y la bondad de la fe me asaltaron, en
un cortejo de cantos y himnos, regalándome paz y serenidad. Yo
murmuraba:
»—¡Oh, dios único, creeré en ti por toda la eternidad!
»Me confesé a mi padre y le repetí aquel himno. Frunció el ceño y me
dijo:
»—¿Me escuchas a hurtadillas?
»Ignorando sus reproches le pregunté:
»—¿Qué opinas sobre la voz que oyó, padre?
»Me respondió fríamente:
»—No lo sé.
»Me atreví a preguntarle:
»—¿Es posible que esté mintiendo?
»Enmudeció por un instante y luego respondió:
»—Él no miente jamás.
»—En ese caso, ¡la voz era real!
»Dudaba, preocupado, pero dijo:
»—¡Quizá fue un sueño lo que oyó!
»Dije a modo de confesión:
»—¡Padre, yo creo en el dios único!
»Palideció y exclamó:
»—Cuidado, hija, guarda el secreto en tu corazón hasta que yo lo
arranque de ahí.
»Como sabes, fuimos invitados a la celebración de los treinta años de
reinado. Tiy nos dijo:
»—Quiero congregar a la mejor juventud de Egipto, y vosotras sois de
las más bellas.
»Sin embargo, mi único deseo era ver a una sola persona, a aquel que
me había guiado hacia la luz de la verdad. En la enorme sala de recepciones
conocí a algunos jóvenes que podrían haberme hecho disfrutar de la vida,
como Horemheb, Nakht, Bek, May u otros, pero en realidad mi corazón no
latía más que para mi señor. Reconozco que la primera vez que lo vi me
causó una gran impresión. Me lo había imaginado como una estatua de luz,
y lo encontré delgado y endeble, una decepción para mis sueños. Sin
embargo, enseguida superé aquella primera decepción y fui más allá de su
penosa apariencia para encontrar aquel espíritu que en ella se escondía,
aquél que el dios único había elegido para difundir su mensaje de amor. A
él juré fidelidad en mi interior por toda la eternidad. Estaba sentado a la
derecha de su padre y seguía embelesado el canto y la danza. Mis ojos no se
apartaban de él. Muchos se dieron cuenta de ello, y cada uno lo explicó a su
manera para repetirlo más tarde a la luz de los acontecimientos posteriores.
No olvidaré lo que me dijo después Mut-Najmat, presa de los celos:
»—¡Te habías propuesto un objetivo y lo has conseguido!
»Deseé que me mirara y lo hizo. Nos dirigió una mirada penetrante y
nuestros ojos de encontraron por primera vez. Parecía que su mirada
aburrida iba a pasar de largo, pero se detuvo aparentemente sorprendido,
como deslumbrado, preguntándose quién sería aquella muchacha que lo
miraba con avidez. Su mirada se desplazó hacia la reina madre Tiy, quien
descubrí que a su vez me miraba. Mis sueños pendían en un horizonte
lejano, pero ni en sus momentos más osados se acercaban a lo que luego
sería la realidad. Regresamos a nuestro palacio con el corazón repleto de
vagas esperanzas. Mut-Najmat se hundía en la tristeza, y cuando nos
encontramos a solas en nuestro aposento, me dijo:
»—Mis suposiciones se han confirmado.
»Le pedí aclaraciones y exclamó:
»—¡Está loco y enfermo!
»Inmediatamente comprendí a quien se refería:
»—Has visto su aspecto, pero no has comprendido su corazón.
»Al día siguiente, mi padre nos dijo:
»—La reina Tiy quiere ver a Nefertiti.
»La noticia sacudió violentamente a toda la familia. Nuestras miradas se
cruzaban interrogándose. Mi padre dijo:
»—Sin duda el motivo es la satisfacción o la sorpresa.
Tiy dijo complacida:
»—Apuesto a que desea incluirte en su séquito personal.
»Acudí acompañada por mi padre. Nos condujeron al salón de
recepciones de la reina, el que daba al jardín interior del palacio. Me incliné
ante ella, después de lo cual me invitó a sentarme en un diván a su lado. Me
inspeccionó sin que le importaran mis sentimientos. Me preguntó:
»—¿Te llamas Nefertiti?
»Asentí con la cabeza. Prosiguió afectuosamente:
»—Un nombre muy apropiado.
»Sentí que mis mejillas enrojecían de alegría.
»—¿Cuántos años tienes?
»—Dieciséis años.
»—Pareces mayor.
»Pareció bromear:
»—¿Para qué crees que te he mandado llamar?
»Respondí inspirada:
»—Para algo que yo no merezco.
»Sonrió:
»—Buena respuesta. ¿Qué estudios tienes?
»—Sé leer y escribir y conozco la aritmética, la poesía y la religión,
además del cuidado del hogar.
»—¿Qué piensas de Egipto?
»—Es el dueño del mundo. Su rey es rey de reyes.
»Me preguntó con interés:
»—¿Cuál es tu dios predilecto?
»Le respondí obligada a ocultar la verdad:
»—Atón, mi señora.
»—¿Y Amón?
»—Es quien mantiene unido al imperio, pero Atón es el que lo recorre
cada día.
»—Lo que siente el corazón es incontrolable, pero debemos afirmar que
Amón es el mayor de los dioses.
»Consentí:
»—Así es mi señora.
»—Con sinceridad, ¿el amor ha llamado a tu puerta?
»Dije, sin dudarlo:
»—No, mi señora.
»—¿Nadie ha pedido tu mano?
»—Muchos, pero ninguno le ha parecido adecuado a mi padre.
»Me miró fijamente durante un instante y luego me dijo:
»—Sinceramente, ¿qué piensas de que el heredero se haya apartado de
Amón?
»Por primera vez mi lengua se paralizó y quedé sin habla. Insistió en
tono imperioso:
»—¡Respóndeme con sinceridad!
»Mi inteligencia me socorrió y le dije:
»—Sean cuales sean sus sentimientos, hay que preservar las tradiciones
que ligan al trono y a los sacerdotes.
»Sonrió tranquilizada, y me dijo:
»—¡Buena respuesta!
»Se recompuso, adoptando un tono cariñoso, y me preguntó:
»—Háblame del caballero de tus sueños, ¿cómo quieres que sea?
»Vacilé un instante, luego respondí:
»—Quiero que tenga la fuerza del combatiente y el espíritu del
sacerdote.
»Sonrió:
»—Eres muy ambiciosa, ¿y si tuvieras que escoger?
»—Prefiero al espiritual.
»—¿De veras?
»—Sí, mi señora.
»—No eres como las otras muchachas.
»—Para mí la vida terrenal no puede prescindir de la religión.
»—¿Y puede una religión ignorar la vida terrenal?
»Me hice atrás y dije:
»—No hay religión sin vida terrenal.
»Enmudeció largo rato, mientras yo intentaba esconder mi creciente
excitación. Finalmente me preguntó:
»—¿Has visto al heredero?
»—En la ceremonia, mi señora.
»Me preguntó con una voz extraña:
»—¿Qué te pareció?
»—Posee una energía oculta que lo distingue de los otros…
Me sorprendió su pregunta:
»—¿Quieres decir como marido?
»Aterrorizada por la sorpresa, enmudecí. Cuando me repitió la pregunta,
le dije con voz temblorosa:
»—No tengo palabras, mi señora.
»—¿Nunca has soñado en llegar a reina?
»—Mis sueños forman parte de mi humilde conciencia.
»—¿No te atrae el trono?
»—Es algo que no me atrevo ni a soñar.
»Enmudeció un instante, y luego dijo:
»—Te he elegido como esposa de mi hijo, el heredero.
»Cerré los ojos debido a la intensidad de la emoción, y cuando recuperé
mis fuerzas le dije:
»—Pero él no me conoce ni le importo…
»Dijo con energía:
»—Pero me ama y se somete a mi voluntad…
»Después continuó su explicación:
»—En primer lugar, me interesa encontrarle una compañera adecuada.
Apenas te vi intuí que eras la compañera que andaba buscando. Yo tengo
más fe en la intuición que en la razón.
»La intensa emoción me impedía pronunciar una sola palabra. Ella
continuó hablando:
»—Pero una reina debe cumplir con su deber ante todo, ¿cuál es tu
parecer?
»—Espero ser tal como vos deseáis, mi señora.
»Su voz se hizo más penetrante:
»—Prométeme que serás mi incondicional colaboradora.
»Le respondí valorando la responsabilidad de sus palabras:
»—Os lo prometo.
»—Y yo confío en el honor de tu palabra.
»La gracia que me hacía era tan grande que no supe cómo
agradecérsela. Sin embargo, apenas salí de su presencia me di cuenta de que
era su prisionera, de que su poder no se podía menospreciar, y de que me
iba a vigilar en todo momento. Pensé en el heredero y pensé que por mucha
que fuera su magnificencia, no iba a ser fácil tenerlo como marido y que yo
iba a pagar caro el precio de la gloria. Mi familia se quedó estupefacta y
extasiada al saber la noticia. Naturalmente, puedo imaginarme cómo
afectaría al corazón de Mut-Najmat, y cómo Tiy secretamente compartía los
sentimientos de su hija, pero el destino irrumpió como un río desbordado
saltando todas las barreras, y aunque a mí me había prometido el trono, a
ellos los elevaba al rango de familia real. Por eso todos me recibieron con
besos y buenos deseos. Recordé la profecía y cómo milagrosamente se
había hecho realidad. ¿Se cumpliría también para Mut-Najmat? Eso me
angustiaba. Quizá Mut-Najmat también la recordara y era eso lo que la
impulsaba a ser paciente. Decidí apartar de mí los temores. Mi padre me
llamó a su aposento y me dijo con cariño:
»—Tu madre se alegrará hoy en su tumba.
»Le dije con tristeza:
»—Quizá ella sí.
»Me preguntó sonriendo:
»—¿Cómo te sientes?
»Le respondí con sinceridad:
»—La realidad sobrepasa cualquier sueño.
»—La fortuna no te podía otorgar una ocasión mejor para ser feliz.
»Le pregunté:
»—¿De veras crees que tengo la felicidad asegurada?
»—El trono da gloria, pero la felicidad depende de la sabiduría de cada
uno.
»Le dije, muy emocionada:
»—Cuánta razón tienes, padre.
»—Rezaré por tu éxito y tu felicidad.
»Los preparativos para la boda se llevaron a cabo con una rapidez poco
habitual. La celebración tuvo lugar en el palacio, con un fasto digno de la
magnificencia de Amenhotep III y de su amor por la buena vida. Tiy me
llevó a la habitación dorada y me susurró al oído palabras de encomio. Me
hizo sentar al borde de la cama, vestida con unas ropas doradas que dejaban
ver mi cuerpo desnudo. Entonces apareció el heredero. La única
iluminación eran los candelabros que brillaban en los rincones. Se quitó la
túnica, dejando ver un vestido corto transparente y avanzó hacia mí con
presteza, mientras sus ojos relucían de deseo. Me hizo poner en pie sobre la
cama y, abrazando mis piernas, susurró:
»—¡Eres el sol de mi vida!
»Mi espíritu se contentaba con la luz que de él emanaba, pero mi cuerpo
se marchitaba ante su extraño aspecto. Me dijo con sorprendente sinceridad:
»—Te amé desde el momento en que te vi, en la fiesta, y corrí a
comunicar mi deseo de casarme contigo a mi madre.
»Rió alegremente y continuó:
»—Al principio no quería que me casara con alguien que no fuera de
sangre real, y le dije: «Tú tampoco lo eres, madre». Fingió que se enojaba,
pero te mandó llamar y nos casamos…
»Recordé que ella me había dicho que era idea suya y disimulé con una
sonrisa. Era mi turno de hablar, y de decir algo verdadero:
»—Creo en ti y en tu dios antes de conocerte.
»Exclamó con júbilo:
»—Así me lo dijo Ay, tú eres la primera creyente, Nefertiti.
»Le dije, intentando evitar el momento crucial:
»—Seré la primera en cantar los himnos al dios en su templo. Te lo
prometo.
»Mis sentimientos religiosos se disiparon y en su lugar sólo quedó la
vida real y la angustia. Vivimos juntos nuestra vida matrimonial y religiosa.
Mi vida espiritual me proporcionó momentos inolvidables que iluminaron
mi corazón, e incluso llegué a tener esperanzas de que el dios me hablase
como le hablaba a él, siendo nosotros dos mitades de un mismo símbolo. En
cuanto a mi cuerpo, se fue endureciendo en la tristeza y el silencio. Pronto
sufrí el fruto de ello y mi salud empeoró, palidecí. El futuro jugaba conmigo
y con mi cuerpo delicado y hermoso. Mi señor vivía en la verdad y el vicio
que más aborrecía era la mentira y a los mentirosos. Yo me preguntaba
angustiada qué le iba a responder si un día se le ocurriese preguntarme:
«¿Me amas, Nefertiti?». No tendría valor para responderle y, además, era él
quien me había enseñado a amar la verdad y a odiar la mentira por encima
de todo. Tenía preparada una respuesta a su supuesta pregunta:
»—El amor llegará a su debido tiempo; perdóname pero yo odio la
mentira como tú.
»Quizá con esa respuesta se desvanecieran todos mis sueños, a cambio
de la gloria y el esplendor. Sin embargo, nunca me la hizo: él se quedó con
su incertidumbre y yo con mi angustia. Un día la reina Tiy me hizo llamar a
su salón y empezó a inspeccionar mi cuerpo sonriendo. Me dijo:
»—Debes cuidarte, en tu vientre hay una nueva vida que algún día será
parte de la historia de este país.
»En sus palabras percibí una indicación de que debía esperar un
heredero. Le dije:
»—Rezad por mí, mi señora.
»Me dijo confiada:
»—Tienes mucha vida por delante.
»Dije apenada:
»—Yo no puedo hacer nada.
»Me amonestó:
»—No debes tener miedo.
»Me quejé:
»—No pediré lo que no está en poder de los hombres.
»Murmuró:
»—¡Una reina no es como el resto de los mortales!
»Destrozó todas mis defensas. Era una mujer fuerte e inteligente,
magnífica como la describía mi padre. Mi marido la amaba de una manera
extraordinaria, y ella lo consideraba de su propiedad, aun después del
matrimonio. Sentí que todavía me tenía encadenada. Las noticias del nuevo
dios llegaron a los sacerdotes y el aire se enrareció. En aquel período de
nuestras vidas conocí el alcance de la energía de mi marido, oculta hasta
entonces tras su debilidad corporal, percibí la dureza de su espíritu, la
energía de sus designios, la violencia de su valor y su firmeza ante los
desafíos. Una vez me dijo:
»—Ni las montañas de piedra que son las pirámides me apartarán de
mis objetivos.
»Le dije, conmovida por su entusiasmo:
»—Yo estaré contigo en todas las circunstancias.
»Exclamó:
»—¡Nuestro dios no nos desamparará!
»Ni sus padres conseguían hacerle cambiar de opinión.
»Un día, que considera como uno de los más importantes de mi vida,
Tiy me mandó llamar:
»—¿Acaso el estar embarazada te ha hecho sorda a las tristezas de
Tebas?
»Le respondí preparándome para la batalla:
»—Las tristezas de Tebas son las nuestras.
»Me dijo con astucia:
»—¿Acaso tus buenas palabras no pueden influir en él?
»Me atreví a responderle:
»—Las palabras de su dios tienen más poder.
»Dijo preocupada:
»—Sin embargo, no pareces triste ni angustiada.
»Me sacudí mis cadenas y le respondí:
»—Yo creo en lo que dice mi señor.
»Con aquella confesión declaré que mi amor por el dios único era más
fuerte que mi amor por el trono y me liberé.
»Abriendo sus grandes ojos, me preguntó:
»—¿De veras crees en el nuevo dios?
»—Sí, mi señora.
»—Eso significa que reniegas de los dios de Egipto.
»Dije con ardor:
»—Él es único, no hay otro más que él.
»Me preguntó en tono enojado:
»—¿Acaso los otros no tienen derecho a adorar a sus dioses?
»—Él no se opone a lo que hagan los otros.
»—Pero un día será rey, el sirviente de todos los dioses.
»—Nosotros no servimos más que a un dios.
»Exclamó:
»—¿No te das cuenta de las consecuencias de esta rebeldía?
»Le respondí con sincera seguridad:
»—Nuestro dios no nos desamparará nunca.
»—¿No me habías prometido colaborar sin condiciones?
»Le respondí con educación:
»—Vos sois mi señora, pero mi dios está por encima de todo.
»Regresé a mis aposentos con lágrimas en los ojos. Mi futuro era
incierto, pero tenía la conciencia tranquila. Pronto se ordenó al príncipe que
saliera al frente de la expedición que debería recorrer todo el imperio. A la
sazón se dijo que con ello se quería adiestrar al heredero y mostrarle la
realidad del imperio, ¡para ver si así reconocía su error! Sentí que Tiy
empezaba a castigarme privándome de mi marido en el momento en que
estaba a punto de dar a luz. Cuando se marchó, pasé por una experiencia
nueva, que nunca había imaginado. ¿Qué sucedió durante aquellos días?
»La luz del mundo se apagó y me vi envuelta en tinieblas. Me asaltó
una soledad espantosa y asfixiante que no conseguía aliviar la compañía de
mi nodriza Tiy ni los cantos y las danzas de las esclavas. Las alas de la
tristeza me envolvían.
»Añoré a mi señor en cada rincón de la casa y a todas horas del día. No
podía imaginarme que él representara una parte tan importante de mi vida,
descubrí que él era el secreto de mi vida y la llave de mi felicidad, no sólo
como maestro, sino también como marido y amante. Lloré de
arrepentimiento por mi ceguera y mi ignorancia, ansiosa por lanzarme a sus
pies. Sucedió algo en palacio que nos acarrearía muchas preocupaciones.
Me vinieron los dolores del parto casi al mismo tiempo que a la reina Tiy.
Yo tuve a Miritatón, y la reina tuvo dos gemelos, Samankhra y
Tutankhamón. Cuando supe que había tenido una niña me sentí abatida por
la tristeza y la preocupación, sentí que mi posición se debilitaba delante de
la mujer fuerte de palacio. Me llegaron los chismorreos del harén que
decían que la maldición de los sacerdotes había recaído en mí y que en mi
vida podría tener un hijo varón.
»En aquellos días llegó Tadu-Hepa, la hija del rey de Mitanni para
representar su papel en Tebas. El rey Amenhotep III había oído hablar de su
belleza y había pedido su mano, alegando los lazos de la amistad que le
unían a Mitanni. Tiy conocía perfectamente los verdaderos motivos de su
marido, pero su mente de gran reina dominó siempre sus sentimientos, y
supo evitar con una energía extraordinaria la envidia y dedicar su tiempo
única y exclusivamente al gobierno. Tadu-Hepa atravesó las calles de Tebas
con un lujoso séquito de trescientas esclavas. Oír esas noticias me distrajo
de la soledad y la tristeza. Tiy me contó sobre la comitiva de la joven
princesa y sobre su belleza y terminó su relato diciendo:
»—Pero ninguna estrella luce más que la nuestra.
»Por palacio corría la voz de que el rey, viejo y enfermo, se había
enamorado perdidamente de su nueva esposa, que hubiera podido ser su
nieta, y que estaba viviendo una segunda juventud. Sin embargo, su
tranquilidad duró poco porque empezaron a llegar los informes sobre el
viaje del heredero. Los reyes me mandaron llamar y lo primero que me
sorprendió fue el aspecto demacrado del rey, fruto de sus excesos amorosos.
A pesar de ello, fruncía el ceño, enojado, y empezó a gritar:
»—¡Ese muchacho es un estúpido!
»Dijo Tiy:
»—Podemos recuperar nuestro prestigio haciendo desfilar el ejército de
defensa por todos los rincones del imperio.
»Le dijo irónicamente:
»—El muy imbécil ya ha echado a perder todo el buen nombre que
había heredado y no lo recuperará por mucho que hagamos.
»Pregunté después de vacilar un poco:
»—¿No es posible que los atraiga con la bondad de su carácter?
»Me gritó:
»—Tú eres tan imbécil cómo él.
»La astuta mujer me dijo:
»—Tú podrías hacerle entrar en razón.
»Le dije disimulando mi excitación:
»—¡No creo que yo sea capaz de lo que no habéis conseguido vos, mi
señora!
»Persistió en sus amenazas:
»—¡Pero tú lo animas y te quedas tan satisfecha!
»Amenhotep III agitó el puño amenazador y dijo:
»—¡Cuando vuelva le daré a escoger entre la obediencia o el ser
desheredado!
»Me hundí de nuevo en la tristeza, al borde de la desesperación; sin
embargo, Tiy me despertó a la mañana siguiente y me susurró al oído:
»—El rey ha muerto, mi señora.
»Me pregunté si el rey habría cumplido su promesa antes de morir.
¿Podría Tiy sacrificar a su adorado hijo? Cuando estaban llevando el
cadáver a la sala de embalsamamiento, me llamó la reina Tiy y me dijo con
los ojos enrojecidos por el llanto:
»—Debes saber que los sacerdotes me han propuesto proclamar reyes a
Samankhra y a Tutankhamón si yo quiero ocupar la regencia del trono.
»En ese momento no tuve ninguna duda de que estaba descargando
sobre mi su peor castigo, y le dije abandonándome a mi destino:
»—¡Vuestras decisiones siempre son sabias y a ellas me someto!
»Preguntó con crueldad:
»—¿Hablas sinceramente?
»Le respondí con la tranquilidad de la renuncia:
»—¿Y que más me queda?
»Me dijo con energía:
»—El amor ha sido más fuerte que la sabiduría y he rechazado la
propuesta.
»Respiré profundamente, incapaz de hablar. Me preguntó con ironía:
»—¿Contenta?
»—¡Sí, mi señora, odio tener que mentir!
»—¿Me prometes que defenderás la razón y las tradiciones?
»Le respondí destrozada:
»—No puedo, mi señora.
»Jadeó encolerizada y sin aliento me gritó:
»—¡Merecerías la tortura, pero también eres digna de admiración:
enfrentaos a vuestro destino según vuestra sabiduría y que sea lo que los
dioses quieran!
»Se fue con el ceño fruncido y yo regresé a mis aposentos feliz a pesar
del luto. Me abalance sobre la pequeña Miritatón y la llené de besos. Mi
amado no tardó en llegar de su viaje, con su talle alto y delgado y su afecto
que disipó las tinieblas. Corrí hacia él y le abracé con toda la fuerza de mi
amor. Me miró a los ojos por un instante y dijo:
»—¡Al fin llegó el amor, Nefertiti!
»Sus palabras me sorprendieron y me consolaron. Balbuceé:
»—Yo te amé desde antes de verte.
»Me dijo sonriente:
»—Pero no me has amado como marido hasta este momento.
»Me sorprendió su capacidad para leer el pensamiento y no dije nada.
En pie ante el cadáver de su padre, antes del entierro, me dijo con los ojos
rebosantes de lágrimas, como excusándose:
»—La muerte me afecta de verdad. ¡Quizá no le amé como debía!
»Ocupamos el trono en un ambiente lleno de amenazas y desafíos, y
pronto apareció la energía oculta de mi amado en todo su esplendor. Expuso
su religión a sus hombres y todos anunciaron su fe. Yo no dudé de su fe,
teniendo en cuenta que yo misma era muy creyente, pero los
acontecimientos demostraron que la mayoría mentía o que su fe no llegaba
al punto del sacrificio personal, excepción hecha de Miri-Ra, el gran
sacerdote. Tampoco dudo hoy de que su pura intuición nunca lo traicionó, y
de que conocía bien el fondo de sus conciencias. Sin embargo, estaba
convencido de que el amor, llegado el momento, terminaría por guiarlos a
todos y que superarían esa etapa de fe superficial para alcanzar la fe real,
como me sucedió a mí en mi vida matrimonial. Incluso diría más que eso,
los hubo entre ellos que estaban convencidos de su incapacidad para el
trono y soñaban con sucederle cuando llegara la crisis, como Horemheb o
mi propio padre, Ay, y no se trata sólo de una suposición mía, sino que lo
pude comprobar claramente a través de mis conversaciones con ellos en el
momento de la derrota. Por eso me tranquilizó mucho que los sacerdotes
escogieran a Tutankhamón y no a ellos, aunque yo dudaba mucho de que
ellos desistieran de sus sueños de uno u otro modo. En cualquier caso,
nuestro gobierno empezó en aquel ambiente tenso, pero nosotros éramos
felices a pesar de todo. Cuando Miritatón empezaba a gatear, concebí un
nuevo hijo, hijo del pleno amor esta vez. Él no conoció a ninguna otra
mujer a pesar de haber heredado el harén de su padre como manda la
tradición. Allí estaba la bella Tadu-Hepa, de Mitanni.
»Nos visitó la reina madre, Tiy, y me imaginé algún tipo de problemas.
Mis suposiciones fueron ciertas, y le dijo a su hijo de modo que yo lo oyera:
»—Oh, rey, estás descuidando el harén.
»Mi marido me respondió riendo:
»—¡Soy monoteísta en el amor como en la religión!
»Ella le dijo seriamente:
»—Pero debes ser justo. No puedes olvidar a la hija de Tushrata,
nuestro amigo: ella merece unas atenciones, en señal de respeto hacia su
padre…
»Me miró y yo aparté mis ojos. Yo me sentía muy mal. Me dijo con
astucia:
»—Nefertiti dice merecer el trono. Supongo que estará de acuerdo
conmigo…
»Volví a mi silencio y escondí mi rabia mientras ella hablaba de los
deberes de una reina. No pude contener mis deseos de visitar abiertamente
el harén, para conocer con certeza el aspecto de la bella princesa. Era en
verdad hermosa, pero mi confianza en mí misma no se alteró.
Intercambiamos unas palabras de buena educación y nos separamos como
enemigas declaradas. El día siguiente me senté con mi marido en el jardín y
le pregunté:
»—¿Cuál es tu intención respecto al harén?
»Me respondió simplemente:
»—¡No me despierta ningún deseo!
»Protesté:
»—Pero a la reina madre no le importan los deseos.
»Dijo confusamente:
»—Le apasionan las tradiciones.
»Aclaré:
»—Pero tú eres el primer enemigo de las tradiciones.
»Rió alegremente:
»—¡Tienes razón, amor mío!
»Creo que fue entonces cuando tuvo lugar mi encuentro con el gran
sacerdote de Amón, a raíz de su petición y a través de mi padre. Me dijo:
»—Mi señora, tal vez sepáis cuál es el motivo de mi visita.
Dije sin ambages:
»—Os escucho, gran sacerdote.
»Dijo en tono de súplica:
»—El rey puede adorar al dios que le parezca, pero el resto de los dioses
tienen derecho a culto.
»Le dije:
»—Nosotros no tenemos nada en contra de los otros dioses.
»Dijo con delicadeza:
»—Lo que deseo es que la reina nos defienda cuando haga falta.
»Le dije con sinceridad:
»—No puedo prometer nada que no estoy segura de poder cumplir.
»Me dijo con tristeza:
»—Vuestro padre era uno de nosotros y nos unía una amistad
inquebrantable.
»Le dije:
»—Me alegra mucho oírlo.
»El hombre se fue sintiendo hacia mí un odio intenso, no me cabe
ninguna duda. El rey dedicó toda su vida a su misión, predicando el amor
por el amor, rechazando la violencia, la agresión y el castigo y aligerando
los impuestos a los pobres, hasta el punto de que todos creyeron que había
empezado una nueva época de prosperidad en la tierra de Egipto. Me
vinieron los dolores y di a luz a mi segunda hija, Sikitatón. Mi esperanza de
dar a luz al heredero se vieron defraudadas por segunda vez. Se habló
mucho de la magia de los sacerdotes, pero mi marido se enamoró de la
pequeña apenas la vio. Me dijo en secreto:
»—El heredero llegará a su debido momento, no antes.
»Terminada la construcción de un nuevo templo de nuestro único dios
en Tebas, fuimos a inaugurarlo en comitiva. Los sacerdotes se agruparon en
filas y salieron al paso del rey, gritando consignas a favor de Amón. El
palacio se resintió de aquel desafío abierto, y el rey velaba preocupado en el
balcón, contrariamente a su costumbre. Le hablaba a la ciudad de Tebas,
diciendo:
»—¡Tebas, ciudad del mal, morada del falso dios y de sacerdotes
corruptos, desde hoy ya no te quiero!
»El dios le ordenó que construyera una ciudad nueva para él. Así lo hizo
y Bek se dirigió, al frente de ochenta mil escultores y trabajadores, a
construir la ciudad del dios único. En aquel período vivimos tranquilos y
felices, aunque nos acechaba un ambiente hostil y muy tenso. Yo tuve a
Anhusyatón y a Neferatón dejándolo todo en manos de mi dios, creador del
hombre y la mujer. A su debido tiempo, nos trasladamos a la ciudad nueva,
acompañados por Samankhra y por Tutankhamón.
En cuanto a la reina Tiy, insistió en permanecer en Tebas al lado de los
sacerdotes de Amón, para que no se cortara el único contacto con el trono y
los templos.
»Cuando me encontré en la ciudad de la luz, Akhetatón, con su
arquitectura bellísima y armoniosa, no pude contener mi alegría espontánea
y grité extasiada:
»—¡Qué belleza, cuán dulce es el espíritu de mi dios!
»Inauguramos la ciudad con una oración en el templo. Yo recité un
himno con la voz más dulce que jamás se oyera en ningún templo. A
continuación, el rey pronunció su primer sermón y nombró a Miri-Ra gran
sacerdote. El río de la vida nos trajo la bendición de la felicidad y la
victoria, hasta que un buen día regresó de su refugio con rostro serio y
determinado:
»—El dios quiere que le adoren sólo a él en el país.
»Inmediatamente me di cuenta de los peligros que ello implicaba, y le
pregunté:
»—¿Y los otros dioses?
»Contestó firmemente con los ojos relucientes:
»—Publicaré una orden que cierre sus templos y que confisque sus
bienes.
»Permanecí en silencio, hasta que me preguntó:
»—No pareces feliz, Nefertiti.
»Me apresuré a responder:
»—Estás desafiando a todos los sacerdotes del país.
»Dijo con sencillez y seguridad:
»—Tengo capacidad para hacerlo.
»Vacilé un instante:
»—Tú eres un hombre de amor y paz, ¿no te llevará eso a utilizar la
fuerza?
»—Jamás mientras viva recurriré a la fuerza.
»—¿Y si oponen resistencia a tu orden?
»—Distribuiré los bienes de los templos entre los pobres y no haré
ningún daño a los rebeldes, convencido del llamamiento a mi pueblo al
culto del dios único y al abandono de los templos politeístas.
»Mis temores se desvanecieron y le di un beso, diciéndole:
»—Tu dios no te desamparará.
»Y se publicó la orden y sucedió lo inesperado: fue ejecutada en plena
calma, gracias a dios y debido al poder del trono sobre las almas. Nuestra
confianza entonces no conocía fronteras. Por las tardes, salíamos a pasear
en nuestra carroza real sin guardia y atravesábamos las anchas calles de
Akhetatón, rodeados por la muchedumbre entusiasta, las palmeras, los
sauces y las acacias, derrumbando las barreras imaginarias existentes entre
el trono y el pueblo. Casi los conocíamos a todos de vista y a muchos de
ellos por sus nombres, y en verdad el amor ocupó el lugar que antaño
ocupara el temor. Todos entonaban los más dulces himnos sacros. Una vez
mi padre me dijo al oído:
»—Temo que se pierda el temor reverencial al rey.
»Le respondía riendo:
»—Nosotros vivimos en la verdad, padre…
»Recorrimos todo el país en nuestros santos viajes, predicando la fe del
dios único y sorprendimos a amigos y enemigos con nuestros continuos
desplazamientos de victoria en victoria, sin preocuparnos por las noticias
que nos traía Mahu, el jefe de la policía, sobre las actividades secretas de
los sacerdotes y sus intentos de levantar a la gente contra nosotros. La
conducta de mi señor ya no parecía extraña a nadie, por su devoción total a
su mundo sagrado. En cuanto a mí, sorprendí a todo el mundo, hasta el
punto de que muchos me consideraban un enigma indescifrable: ¿cómo
podía amar a alguien como él a pesar de mi sentido práctico y de mi
capacidad administrativa? Quizá no creyeran que mi fe y mi entusiasmo por
la misión eran tan firmes como los suyos. Vivía con él en la verdad y creía
cada palabra que su boca pronunciaba, pues él no mentía nunca. En una
ocasión me dijo, cuando estábamos en el momento álgido de la victoria:
»—¡Cuando las almas se purifiquen de la porquería, la voz de mi dios
llegará a todos los oídos, y todos vivirán en la verdad!
»Ése era su sueño, que todo el mundo viviera en la verdad.
»Regresamos de nuestros viajes y encontramos a Mikitatón echada en la
cama y mirándonos con una cara que nunca habíamos visto y que
desconocíamos. Akhenatón se arrodilló al lado de la cama y se puso a rezar,
mientras yo me quedaba en un extremo de la habitación con el médico
Bintu. Le dije:
»—¿La pequeña morirá, Bintu?
»Me respondió con tristeza:
»—¡He hecho todo lo que he podido!
»Dije con odio y agresividad:
»—Quieren privarme con la magia de todos mis seres queridos…
»Lo oí que hablaba con su dios en un murmullo:
»—No me prives de ella, la amo y no podría vivir sin ella…, es muy
madura para su edad y te dedicará su vida…
»Sin embargo, su espíritu la fue dejando poco a poco y finalmente se
nos escapó de entre las manos, ascendiendo al cielo estrellado. Nos
abalanzamos sobre ella llorando y gritando, hundidos por la tristeza.
Hablaba con su dios diciéndole:
»—¿Por qué, dios mío? ¿Por qué pones a prueba innecesariamente mi
fe? ¿Por qué me demuestras tan duramente que todavía estoy lejos de ti?
¿Por qué me has agredido cuando tú eres la misma misericordia? ¿Por qué
me tratas con desdén tú, mi amado? ¿Por qué te enojas si soy tan obediente?
¿Por qué te muestras tan oscuro tú que eres la luz? ¿Por qué entonces la
vestiste con esa belleza y la dotaste de tanta inteligencia? ¿Por qué dejaste
que la amáramos tanto y que la preparáramos para ser sacerdotisa en tu
templo?
»De ésta pasamos a otras tristezas y desastres, dentro y fuera del país,
como bien sabes. Quizás el más desgraciado de los hombres es aquel que
sale de una tristeza para entrar en una tristeza mayor. El ministro Nakht nos
visitó para exponernos con pelos y señales el estado de las cosas, y no
negaré que la tristeza terminó con mi coraje y que la angustia me invadió.
Mi señor era inamovible como la gran pirámide ante la tempestad.
Con confianza ilimitada, me dijo:
»—Mi dios no me desamparará, y no me apartaré en lo más mínimo del
amor.
»Su energía extraordinaria me invadió y revitalizó mi espíritu,
venciendo toda clase de malos pensamientos y tentaciones. Me arrepentí de
mi pasajera debilidad. Cuando las cosas empeoraron, la reina madre Tiy
vino a visitarnos. Se reunió con nosotros después de haber recibido a
nuestros hombres en su palacio, al sur de Akhetatón. Empezó diciendo:
»—El cielo está cubierto de nubes.
»Nos recorrió con su mirada arrogante:
»—Tus hombres me han jurado que te serán fieles en todas las
circunstancias.
»Le pregunté:
»—¿Tenías alguna duda sobre ellos?
»Me dijo en tono de reproche:
»—En los momentos difíciles hay que estar seguro…
»Akhenatón dijo:
»—A mi dios no le importan las pruebas.
»Dijo ella con violencia:
»—Pronto estallará una guerra civil.
»Le respondió confiado:
»—Mi dios no me desamparará nunca.
»—No tengo derecho a hablar en nombre de los dioses. Soy demasiado
insignificante para ello, pero sé lo que sucede en el mundo de los hombres.
»Dijo él con tristeza:
»—Madre, tú no crees…
»—No hablemos de mis relaciones con el otro mundo, háblame como
rey y te escucharé como reina. Te digo que tienes que hacer algo antes de
que sea demasiado tarde. Tienes al ejército de la frontera, dirigido por May:
ordena que se dejen ver por todo el imperio. Tienes a las fuerzas de
seguridad y a la policía: ordena que castiguen la corrupción y a los
corruptos. Apresúrate antes de que el trono se desmorone…
»Respondió con violencia:
»—Nunca ordenaré que sea derramada una sola gota de sangre.
»Dijo ella con profunda tristeza:
»—No hagas que me arrepienta de haber defendido el trono para ti.
»Exclamó:
»—El trono no me interesa sino como un medio para servir a mi dios.
»Tiy me miró diciendo:
»—Habla, reina, quizás te escogí pensando en este momento…
»Le dije con un entusiasmo igual al de mi señor:
»—¡Nuestro dios no nos desamparará, madre!
»Su rostro se ensombreció y dijo enojada:
»—¡Pide consejo a los locos y vencerás al destino!
»Tiy abandonó Akhenatón triste y enferma, y no vivió más que unos
pocos días hasta que su espíritu destrozado la abandonó. No pasó mucho
tiempo sin que Ay, Nakht y Horemheb pidieran audiencia al rey. Los
recibimos inmediatamente. Apenas Akhenatón vio sus caras, les dijo:
»—No habéis venido para nada bueno.
»Ay anunció:
»—Venimos impulsados por nuestra fidelidad al trono, a la patria y al
imperio.
»Akhenatón preguntó:
»—¿Y qué hay de nuestra fe en el creador de todas las cosas?
»Ay respondió:
»—Todavía somos creyentes, mi señor, pero somos responsables de las
cosas de nuestro mundo…
»Akhenatón dijo:
»—Esa responsabilidad no tiene ningún valor si no emana de la fe…
»Entonces dijo Nakht:
»—El enemigo se ha infiltrado por todo el imperio, los países sometidos
se han rebelado, en realidad estamos rodeados en Akhetatón…
»El rey insistió:
»—¡Mi dios no me desamparará y yo tampoco desampararé su misión!
»Llegados a este punto Horemheb dijo:
»—Nos arrastraréis a la guerra civil.
»Akhenatón replicó:
»—No habrá una guerra civil.
»Horemheb preguntó:
»—¿Debemos rendirnos para que nos degüellen como al ganado?
»Dijo el rey:
»—Yo sólo me enfrentaré al ejército agresor.
»Horemheb dijo tajantemente:
»—Primero os matarán a vos y después a nosotros. Basta con que
renunciéis al trono y os dediquéis a vuestra religión…
»Dijo sin ambages:
»—¡No renunciaré al trono del dios, eso sería traición!
»Y mirándoles a la cara sentenció:
»—Os relevo de serme fieles.
»Le dijo Horemheb:
»—Dejaremos a su alteza tiempo para organizarse.
»Se fueron dejando tras de ellos la advertencia final. Nunca me imaginé
que un faraón pudiera recibir semejante desplante. Me pregunté perpleja
hasta cuándo nuestro dios nos iba a escatimar la victoria. Me sorprendió la
fe inamovible de mi amado y me di cuenta de que todavía no estaba a su
altura como creía.
»Horemheb vino a ver a solas. Me dijo:
»—¡Haced algo, haced lo que podáis, lo matarán inevitablemente si
insiste en su postura, incluso es posible que lo haga uno de sus hombres!
Debéis hacer algo mientras todavía haya tiempo…
»Apareció ante mis ojos el fantasma de la derrota y de la muerte, y mi
voluntad se debilitó. Me asaltaron algunas dudas sobre mi fe, y me planteé
seriamente cómo podría salvar a mi señor. Se me ocurrió que quizá si le
abandonaba su firmeza se debilitaría y aceptaría someterse a la voluntad de
sus hombres y renunciaría al trono. Fue así como abandoné a mi amado y su
palacio y me refugié en mi palacio particular al norte de Akhetatón, con los
ojos en llanto y el corazón desgarrado. Me visitó mi hermana Mut-Najmat
para informarme de que el rey insistía en su obstinación y de que habían
encontrado la solución: abandonarían la ciudad y anunciarían su lealtad al
nuevo faraón, de manera que desaparecerían los motivos de la guerra civil.
Me preguntó con malicia:
»—¿Cuándo partes para Tebas?
»Leí claramente sus pensamientos y le dije con rudeza:
»—Una profecía ya se hizo realidad, y ahora ha llegado el momento de
que se haga realidad la otra. Vete en paz, yo me quedaré al lado de mi
marido y mi dios…
»Los días que siguieron fueron los más desgraciados. Todos los
recuerdos de la felicidad pasada me fueron arrancados. Me sentía como si
nunca hubiera sido feliz. Me abandoné a mis sentimientos de culpabilidad.
Desde mi ventana espiaba la ciudad de la luz mientras sus habitantes la
abandonaban, antes de que la maldición cayera sobre ellos. Escuchaba sus
lamentos y sus llantos, los gritos de los niños y los ladridos de los perros.
Era una corriente interminable que pasaba en filas, llevando con ellos sus
equipajes más ligeros, empujados hacia el Nilo, hacia el norte o hacia el sur.
Las puertas y las ventanas se cerraban mientras mi mirada perpleja les
seguía hasta el final del barrio. Luego la desolación ocupó su lugar en las
casas, los jardines, las calles. Sentí que la muerte acechaba en el aire con su
irónica advertencia, y yo decía para mis adentros:
»—Akhetatón… ciudad de la luz… abanderada de la unidad de dios…
comparte mi suerte y mi destino… ¿dónde están los cantos y la música…?,
¿dónde las caricias de la victoria y del amor…?, ¿dónde estás tú, único dios
mío…?, ¿por qué has abandonado a tus fieles?
»La ciudad quedó vacía y comenzó a expirar un día tras otro. Sus únicos
habitantes eran dos prisioneros, mi amado y yo, y un grupo de guardianes
enemigos. ¿En qué pensaría?, ¿cómo me vería?, ¿qué sería de su fe? Decidí
visitarlo para confesarnos mutuamente y aclarar las cuentas pero me
impidieron abandonar el palacio, ni siquiera me permitieron mantener
correspondencia. Me di cuenta de que no me quedaba más que esperar la
muerte en prisión. Intenté enviar mensajes con exigencias básicas y
legítimas al nuevo rey o a mi padre, Ay, o al general Horemheb, pero el jefe
de la guardia me respondía rudamente:
»—Tenéis prohibido cualquier contacto con el exterior.
»Me resigné a mis días de soledad y tristeza sin esperanza. Ignoré el
paso del tiempo, hundiéndome en tristes consideraciones y oración continua
hasta recuperar la fe en mi dios a pesar de todo. Incluso me convencí de que
la victoria final será suya aunque la espera sea larga. Era incapaz de
imaginar que mi amado, a quien conocí mejor que a ningún hombre,
pudiera haber perdido la esperanza y la seguridad en su dios, que le había
hablado sólo a él y nadie más. Perdió el trono, los siervos y la gloria
terrenal, pero siguió amando la verdad, anhelando la eternidad, feliz ante su
dios sin sentir la soledad, rodeado de amor, cariño y satisfacción.
»Es por ello por lo que, cuando vino el jefe de la guardia y me dijo
secamente:
»—Permitidme que os haga saber que el rey Hereje ha dejado esta vida
después de una larga enfermedad, y de que una delegación real ha
procedido a embalsamarlo y a enterrarlo según los ritos de los faraones.
»No creí ni una palabra de lo que me dijo. Ninguna enfermedad se llevó
a mi amado a la tumba. Quizá lo asesinaron para creerse su falsa victoria.
Abandonó este mundo hereje para vivir eternamente. Algún día me uniré a
él para que compruebe mi inocencia y me perdone y pueda sentarme a su
lado en el trono de la verdad.

***

La dulce voz se desvaneció después de aquel esfuerzo, y mi señora


enmudeció, triste, noble y desafiante. Me despedí con una gran reverencia y
me fui muy a mi pesar, con el corazón lleno del perfume de su fascinante
belleza y de los cautivadores recuerdos.

***
Cuando regresé a Sais, mi padre me recibió con nostalgia y empezó a
preguntarme sobre mi viaje y yo a responderle. Conversamos durante días
enteros, en los cuales le conté casi todo, excepto dos cosas que le escondí:
Mi creciente entusiasmo por los himnos religiosos y mi profundo amor por
aquella bellísima dama.
NAGUIB MAHFUZ nació en 1911 en El Cairo, ciudad donde realizó sus
estudios de Filosofía y ejerció diversos cargos en organismos estatales. El
profundo humanismo que emana de su amplia obra literaria, y su eficacia
como narrador inigualable del alma y la cultura popular egipcia, le hicieron
merecedor del Premio Nobel de Literatura en 1988. Entre sus novelas
históricas sobre el pasado de Egipto destacan Rhadopis y La batalla de
Tebas.

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