Año de La Fe

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AÑO DE LA FE (2012-2013)

Catequesis del santo padre Benedicto XVI


AUDIENCIA GENERAL
PLAZA DE SAN PEDRO
MIÉRCOLES 17 DE OCTUBRE DE 2012

INTRODUCCION.

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy desearía introducir el nuevo ciclo de catequesis que se desarrolla a lo largo de todo el
Año de la fe recién comenzado y que interrumpe —durante este período— el ciclo dedicado
a la escuela de la oración. Con la carta apostólica Porta Fidei convoqué este Año especial
precisamente para que la Iglesia renueve el entusiasmo de creer en Jesucristo, único
salvador del mundo; reavive la alegría de caminar por el camino que nos ha indicado; y
testimonie de modo concreto la fuerza transformadora de la fe.

La celebración de los cincuenta años de la apertura del concilio Vaticano II es una ocasión
importante para volver a Dios, para profundizar y vivir con mayor valentía la propia fe, para
reforzar la pertenencia a la Iglesia, «maestra de humanidad», que, a través del anuncio de
la Palabra, la celebración de los sacramentos y las obras de caridad, nos guía a encontrar y
conocer a Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Se trata del encuentro no con una
idea o con un proyecto de vida, sino con una Persona viva que nos transforma en
profundidad a nosotros mismos, revelándonos nuestra verdadera identidad de hijos de
Dios. El encuentro con Cristo renueva nuestras relaciones humanas, orientándolas, de día
en día, a mayor solidaridad y fraternidad, en la lógica del amor. Tener fe en el Señor no es
un hecho que interesa sólo a nuestra inteligencia, el área del saber intelectual, sino que es
un cambio que involucra la vida, la totalidad de nosotros mismos: sentimiento, corazón,
inteligencia, voluntad, corporeidad, emociones, relaciones humanas. Con la fe cambia
verdaderamente todo en nosotros y para nosotros, y se revela con claridad nuestro destino
futuro, la verdad de nuestra vocación en la historia, el sentido de la vida, el gusto de ser
peregrinos hacia la Patria celestial.

Pero —nos preguntamos— ¿la fe es verdaderamente la fuerza transformadora en nuestra


vida, en mi vida? ¿O es sólo uno de los elementos que forman parte de la existencia, sin ser
el determinante que la involucra totalmente? Con las catequesis de este Año de la fe
querríamos hacer un camino para reforzar o reencontrar la alegría de la fe, comprendiendo
que ésta no es algo ajeno, separado de la vida concreta, sino que es su alma. La fe en un
Dios que es amor, y que se ha hecho cercano al hombre encarnándose y donándose Él
mismo en la cruz para salvarnos y volver a abrirnos las puertas del Cielo, indica de manera
luminosa que sólo en el amor consiste la plenitud del hombre. Hoy es necesario subrayarlo
con claridad —mientras las transformaciones culturales en curso muestran con frecuencia
tantas formas de barbarie que llegan bajo el signo de «conquistas de civilización»—: la fe
afirma que no existe verdadera humanidad más que en los lugares, gestos, tiempos y formas
donde el hombre está animado por el amor que viene de Dios, se expresa como don, se
manifiesta en relaciones ricas de amor, de compasión, de atención y de servicio
desinteresado hacia el otro. Donde existe dominio, posesión, explotación, mercantilización
del otro para el propio egoísmo, donde existe la arrogancia del yo cerrado en sí mismo, el
hombre resulta empobrecido, degradado, desfigurado. La fe cristiana, operosa en la caridad
y fuerte en la esperanza, no limita, sino que humaniza la vida; más aún, la hace plenamente
humana.

La fe es acoger este mensaje transformador en nuestra vida, es acoger la revelación de Dios,


que nos hace conocer quién es Él, cómo actúa, cuáles son sus proyectos para nosotros.
Cierto: el misterio de Dios sigue siempre más allá de nuestros conceptos y de nuestra razón,
de nuestros ritos y de nuestras oraciones. Con todo, con la revelación es Dios mismo quien
se auto-comunica, se relata, se hace accesible. Y a nosotros se nos hace capaces de escuchar
su Palabra y de recibir su verdad. He aquí entonces la maravilla de la fe: Dios, en su amor,
crea en nosotros —a través de la obra del Espíritu Santo— las condiciones adecuadas para
que podamos reconocer su Palabra. Dios mismo, en su voluntad de manifestarse, de entrar
en contacto con nosotros, de hacerse presente en nuestra historia, nos hace capaces de
escucharle y de acogerle. San Pablo lo expresa con alegría y reconocimiento así: «Damos
gracias a Dios sin cesar, porque, al recibir la Palabra de Dios, que os predicamos, la acogisteis
no como palabra humana, sino, cual es en verdad, como Palabra de Dios que permanece
operante en vosotros los creyentes» (1 Ts 2, 13).
Dios se ha revelado con palabras y obras en toda una larga historia de amistad con el
hombre, que culmina en la encarnación del Hijo de Dios y en su misterio de muerte y
resurrección. Dios no sólo se ha revelado en la historia de un pueblo, no sólo ha hablado
por medio de los profetas, sino que ha traspasado su Cielo para entrar en la tierra de los
hombres como hombre, a fin de que pudiéramos encontrarle y escucharle. Y el anuncio del
Evangelio de la salvación se difundió desde Jerusalén hasta los confines de la tierra. La
Iglesia, nacida del costado de Cristo, se ha hecho portadora de una nueva esperanza sólida:
Jesús de Nazaret, crucificado y resucitado, salvador del mundo, que está sentado a la
derecha del Padre y es el juez de vivos y muertos. Este es el kerigma, el anuncio central y
rompedor de la fe. Pero desde los inicios se planteó el problema de la «regla de la fe», o
sea, de la fidelidad de los creyentes a la verdad del Evangelio, en la que permanecer firmes;
a la verdad salvífica sobre Dios y sobre el hombre que hay que custodiar y transmitir. San
Pablo escribe: «Os está salvando [el Evangelio] si os mantenéis en la palabra que os
anunciamos; de lo contrario, creísteis en vano» (1 Co 15, 1.2).

Pero ¿dónde hallamos la fórmula esencial de la fe? ¿Dónde encontramos las verdades que
nos han sido fielmente transmitidas y que constituyen la luz para nuestra vida cotidiana? La
respuesta es sencilla: en el Credo, en la Profesión de fe o Símbolo de la fe nos enlazamos al
acontecimiento originario de la Persona y de la historia de Jesús de Nazaret; se hace
concreto lo que el Apóstol de los gentiles decía a los cristianos de Corinto: «Os transmití en
primer lugar lo que también yo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las
Escrituras; y que fue sepultado y que resucitó al tercer día» (1 Co 15, 3.4).

También hoy necesitamos que el Credo sea mejor conocido, comprendido y orado. Sobre
todo es importante que el Credo sea, por así decirlo, «reconocido». Conocer, de hecho,
podría ser una operación solamente intelectual, mientras que «reconocer» quiere significar
la necesidad de descubrir el vínculo profundo entre las verdades que profesamos en el
Credo y nuestra existencia cotidiana a fin de que estas verdades sean verdadera y
concretamente —como siempre lo han sido— luz para los pasos de nuestro vivir, agua que
rocía las sequedades de nuestro camino, vida que vence ciertos desiertos de la vida
contemporánea. En el Credo se injerta la vida moral del cristiano, que en él encuentra su
fundamento y su justificación.

No es casualidad que el beato Juan Pablo II quisiera que el Catecismo de la Iglesia católica,
norma segura para la enseñanza de la fe y fuente cierta para una catequesis renovada, se
asentara sobre el Credo. Se trató de confirmar y custodiar este núcleo central de las
verdades de la fe, expresándolo en un lenguaje más inteligible a los hombres de nuestro
tiempo, a nosotros. Es un deber de la Iglesia transmitir la fe, comunicar el Evangelio, para
que las verdades cristianas sean luz en las nuevas transformaciones culturales, y los
cristianos sean capaces de dar razón de la esperanza que tienen (cf. 1 P 3, 15). Vivimos hoy
en una sociedad profundamente cambiada, también respecto a un pasado reciente, y en
continuo movimiento. Los procesos de la secularización y de una difundida mentalidad
nihilista, en la que todo es relativo, han marcado fuertemente la mentalidad común. Así, a
menudo la vida se vive con ligereza, sin ideales claros y esperanzas sólidas, dentro de
vínculos sociales y familiares líquidos, provisionales. Sobre todo no se educa a las nuevas
generaciones en la búsqueda de la verdad y del sentido profundo de la existencia que
supere lo contingente, en la estabilidad de los afectos, en la confianza. Al contrario: el
relativismo lleva a no tener puntos firmes; sospecha y volubilidad provocan rupturas en las
relaciones humanas, mientras que la vida se vive en el marco de experimentos que duran
poco, sin asunción de responsabilidades. Así como el individualismo y el relativismo parecen
dominar el ánimo de muchos contemporáneos, no se puede decir que los creyentes
permanezcan del todo inmunes a estos peligros que afrontamos en la transmisión de la fe.
Algunos de estos ha evidenciado la indagación promovida en todos los continentes para la
celebración del Sínodo de los obispos sobre la nueva evangelización: una fe vivida de modo
pasivo y privado, el rechazo de la educación en la fe, la fractura entre vida y fe.

Frecuentemente el cristiano ni siquiera conoce el núcleo central de la propia fe católica, del


Credo, de forma que deja espacio a un cierto sincretismo y relativismo religioso, sin claridad
sobre las verdades que creer y sobre la singularidad salvífica del cristianismo. Actualmente
no es tan remoto el peligro de construirse, por así decirlo, una religión auto-fabricada. En
cambio debemos volver a Dios, al Dios de Jesucristo; debemos redescubrir el mensaje del
Evangelio, hacerlo entrar de forma más profunda en nuestras conciencias y en la vida
cotidiana.

En las catequesis de este Año de la fe desearía ofrecer una ayuda para realizar este camino,
para retomar y profundizar en las verdades centrales de la fe acerca de Dios, del hombre,
de la Iglesia, de toda la realidad social y cósmica, meditando y reflexionando en las
afirmaciones del Credo. Y desearía que quedara claro que estos contenidos o verdades de
la fe (fides quae) se vinculan directamente a nuestra cotidianeidad; piden una conversión
de la existencia, que da vida a un nuevo modo de creer en Dios (fides qua). Conocer a Dios,
encontrarle, profundizar en los rasgos de su rostro, pone en juego nuestra vida porque Él
entra en los dinamismos profundos del ser humano.

Que el camino que realizaremos este año pueda hacernos crecer a todos en la fe y en el
amor a Cristo a fin de que aprendamos a vivir, en las elecciones y en las acciones cotidianas,
la vida buena y bella del Evangelio. Gracias.

Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos
provenientes de España, México, Panamá, Perú, Argentina y otros países latinoamericanos.
Invito a todos a meditar el Credo para que, al vivir con entusiasmo sus exigencias,
proclaméis que la fe transforma el corazón. Muchas gracias.
BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
PLAZA DE SAN PEDRO
MIÉRCOLES 24 DE OCTUBRE DE 2012
¿Qué es la fe?

Queridos hermanos y hermanas:

El miércoles pasado, con el inicio del Año de la fe, empecé una nueva serie de catequesis
sobre la fe. Y hoy desearía reflexionar con vosotros sobre una cuestión fundamental: ¿qué
es la fe? ¿Tiene aún sentido la fe en un mundo donde ciencia y técnica han abierto
horizontes hasta hace poco impensables? ¿Qué significa creer hoy? De hecho en nuestro
tiempo es necesaria una renovada educación en la fe, que comprenda ciertamente un
conocimiento de sus verdades y de los acontecimientos de la salvación, pero que sobre todo
nazca de un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo, de amarle, de confiar en Él, de
forma que toda la vida esté involucrada en ello.

Hoy, junto a tantos signos de bien, crece a nuestro alrededor también cierto desierto
espiritual. A veces se tiene la sensación, por determinados sucesos de los que tenemos
noticia todos los días, de que el mundo no se encamina hacia la construcción de una
comunidad más fraterna y más pacífica; las ideas mismas de progreso y bienestar muestran
igualmente sus sombras. A pesar de la grandeza de los descubrimientos de la ciencia y de
los éxitos de la técnica, hoy el hombre no parece que sea verdaderamente más libre, más
humano; persisten muchas formas de explotación, manipulación, violencia, vejación,
injusticia... Cierto tipo de cultura, además, ha educado a moverse sólo en el horizonte de
las cosas, de lo factible; a creer sólo en lo que se ve y se toca con las propias manos. Por
otro lado crece también el número de cuantos se sienten desorientados y, buscando ir más
allá de una visión sólo horizontal de la realidad, están disponibles para creer en cualquier
cosa. En este contexto vuelven a emerger algunas preguntas fundamentales, que son
mucho más concretas de lo que parecen a primera vista: ¿qué sentido tiene vivir? ¿Hay un
futuro para el hombre, para nosotros y para las nuevas generaciones? ¿En qué dirección
orientar las elecciones de nuestra libertad para un resultado bueno y feliz de la vida? ¿Qué
nos espera tras el umbral de la muerte?

De estas preguntas insuprimibles surge como el mundo de la planificación, del cálculo


exacto y de la experimentación; en una palabra, el saber de la ciencia, por importante que
sea para la vida del hombre, por sí sólo no basta. El pan material no es lo único que
necesitamos; tenemos necesidad de amor, de significado y de esperanza, de un
fundamento seguro, de un terreno sólido que nos ayude a vivir con un sentido auténtico
también en la crisis, las oscuridades, las dificultades y los problemas cotidianos. La fe nos
dona precisamente esto: es un confiado entregarse a un «Tú» que es Dios, quien me da una
certeza distinta, pero no menos sólida que la que me llega del cálculo exacto o de la ciencia.
La fe no es un simple asentimiento intelectual del hombre a las verdades particulares sobre
Dios; es un acto con el que me confío libremente a un Dios que es Padre y me ama; es
adhesión a un «Tú» que me dona esperanza y confianza. Cierto, esta adhesión a Dios no
carece de contenidos: con ella somos conscientes de que Dios mismo se ha mostrado a
nosotros en Cristo; ha dado a ver su rostro y se ha hecho realmente cercano a cada uno de
nosotros.

Es más, Dios ha revelado que su amor hacia el hombre, hacia cada uno de nosotros, es sin
medida: en la Cruz, Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre, nos muestra en el modo
más luminoso hasta qué punto llega este amor, hasta el don de sí mismo, hasta el sacrificio
total. Con el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, Dios desciende hasta el fondo
de nuestra humanidad para volver a llevarla a Él, para elevarla a su alteza. La fe es creer en
este amor de Dios que no decae frente a la maldad del hombre, frente al mal y la muerte,
sino que es capaz de transformar toda forma de esclavitud, donando la posibilidad de la
salvación. Tener fe, entonces, es encontrar a este «Tú», Dios, que me sostiene y me concede
la promesa de un amor indestructible que no sólo aspira a la eternidad, sino que la dona;
es confiarme a Dios con la actitud del niño, quien sabe bien que todas sus dificultades, todos
sus problemas están asegurados en el «tú» de la madre. Y esta posibilidad de salvación a
través de la fe es un don que Dios ofrece a todos los hombres. Pienso que deberíamos
meditar con mayor frecuencia —en nuestra vida cotidiana, caracterizada por problemas y
situaciones a veces dramáticas— en el hecho de que creer cristianamente significa este
abandonarme con confianza en el sentido profundo que me sostiene a mí y al mundo, ese
sentido que nosotros no tenemos capacidad de darnos, sino sólo de recibir como don, y que
es el fundamento sobre el que podemos vivir sin miedo. Y esta certeza liberadora y
tranquilizadora de la fe debemos ser capaces de anunciarla con la palabra y mostrarla con
nuestra vida de cristianos.

Con todo, a nuestro alrededor vemos cada día que muchos permanecen indiferentes o
rechazan acoger este anuncio. Al final del Evangelio de Marcos, hoy tenemos palabras duras
del Resucitado, que dice: «El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será
condenado» (Mc 16, 16), se pierde él mismo. Desearía invitaros a reflexionar sobre esto. La
confianza en la acción del Espíritu Santo nos debe impulsar siempre a ir y predicar el
Evangelio, al valiente testimonio de la fe; pero, además de la posibilidad de una respuesta
positiva al don de la fe, existe también el riesgo del rechazo del Evangelio, de la no acogida
del encuentro vital con Cristo. Ya san Agustín planteaba este problema en un comentario
suyo a la parábola del sembrador: «Nosotros hablamos —decía—, echamos la semilla,
esparcimos la semilla. Hay quienes desprecian, quienes reprochan, quienes ridiculizan. Si
tememos a estos, ya no tenemos nada que sembrar y el día de la siega nos quedaremos sin
cosecha. Por ello venga la semilla de la tierra buena» (Discursos sobre la disciplina cristiana,
13,14: PL 40, 677-678). El rechazo, por lo tanto, no puede desalentarnos. Como cristianos
somos testigos de este terreno fértil: nuestra fe, aún con nuestras limitaciones, muestra
que existe la tierra buena, donde la semilla de la Palabra de Dios produce frutos abundantes
de justicia, de paz y de amor, de nueva humanidad, de salvación. Y toda la historia de la
Iglesia con todos los problemas demuestra también que existe la tierra buena, existe la
semilla buena, y da fruto.

Pero preguntémonos: ¿de dónde obtiene el hombre esa apertura del corazón y de la mente
para creer en el Dios que se ha hecho visible en Jesucristo muerto y resucitado, para acoger
su salvación, de forma que Él y su Evangelio sean la guía y la luz de la existencia? Respuesta:
nosotros podemos creer en Dios porque Él se acerca a nosotros y nos toca, porque el
Espíritu Santo, don del Resucitado, nos hace capaces de acoger al Dios viviente. Así pues la
fe es ante todo un don sobrenatural, un don de Dios. El concilio Vaticano II afirma: «Para
dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto
con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos
del espíritu y concede “a todos gusto en aceptar y creer la verdad”» (Const. dogm. Dei
Verbum, 5). En la base de nuestro camino de fe está el bautismo, el sacramento que nos
dona el Espíritu Santo, convirtiéndonos en hijos de Dios en Cristo, y marca la entrada en la
comunidad de fe, en la Iglesia: no se cree por uno mismo, sin el prevenir de la gracia del
Espíritu; y no se cree solos, sino junto a los hermanos. Del bautismo en adelante cada
creyente está llamado a revivir y hacer propia esta confesión de fe junto a los hermanos.

La fe es don de Dios, pero es también acto profundamente libre y humano. El Catecismo de


la Iglesia católica lo dice con claridad: «Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios
interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente
humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre» (n. 154). Es más, las
implica y exalta en una apuesta de vida que es como un éxodo, salir de uno mismo, de las
propias seguridades, de los propios esquemas mentales, para confiarse a la acción de Dios
que nos indica su camino para conseguir la verdadera libertad, nuestra identidad humana,
la alegría verdadera del corazón, la paz con todos. Creer es fiarse con toda libertad y con
alegría del proyecto providencial de Dios sobre la historia, como hizo el patriarca Abrahán,
como hizo María de Nazaret. Así pues la fe es un asentimiento con el que nuestra mente y
nuestro corazón dicen su «sí» a Dios, confesando que Jesús es el Señor. Y este «sí»
transforma la vida, le abre el camino hacia una plenitud de significado, la hace nueva, rica
de alegría y de esperanza fiable.

Queridos amigos: nuestro tiempo requiere cristianos que hayan sido aferrados por Cristo,
que crezcan en la fe gracias a la familiaridad con la Sagrada Escritura y los sacramentos.
Personas que sean casi un libro abierto que narra la experiencia de la vida nueva en el
Espíritu, la presencia de ese Dios que nos sostiene en el camino y nos abre hacia la vida que
jamás tendrá fin. Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los queridos hijos
de Panamá, a quienes encomiendo a la amorosa protección de Santa María La Antigua, para
que sean valientes misioneros del Evangelio de su Hijo, de palabra y con el propio ejemplo
de vida. Dirijo también un afectuoso saludo a los grupos provenientes de España, México,
Argentina y otros países latinoamericanos. Invito a todos a pedir que el Espíritu Santo
mueva los corazones y los dirija a Dios, para que juntos podamos con alegría proclamar
nuestra fe. Muchas gracias.
AUDIENCIA GENERAL
PLAZA DE SAN PEDRO
MIÉRCOLES 7 DE NOVIEMBRE DE 2012
EL DESEO DE DIOS.

Queridos hermanos y hermanas:

El camino de reflexión que estamos realizando juntos en este Año de la fe nos conduce a
meditar hoy en un aspecto fascinante de la experiencia humana y cristiana: el hombre lleva
en sí un misterioso deseo de Dios. De modo muy significativo, el Catecismo de la Iglesia
católica se abre precisamente con la siguiente consideración: «El deseo de Dios está inscrito
en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no
cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha
que no cesa de buscar» (n. 27).

Tal afirmación, que también actualmente se puede compartir totalmente en muchos


ambientes culturales, casi obvia, podría en cambio parecer una provocación en el ámbito
de la cultura occidental secularizada. Muchos contemporáneos nuestros podrían objetar
que no advierten en absoluto un deseo tal de Dios. Para amplios sectores de la sociedad Él
ya no es el esperado, el deseado, sino más bien una realidad que deja indiferente, ante la
cual no se debe siquiera hacer el esfuerzo de pronunciarse. En realidad lo que hemos
definido como «deseo de Dios» no ha desaparecido del todo y se asoma también hoy, de
muchas maneras, al corazón del hombre. El deseo humano tiende siempre a determinados
bienes concretos, a menudo de ningún modo espirituales, y sin embargo se encuentra ante
el interrogante sobre qué es de verdad «el» bien, y por lo tanto ante algo que es distinto de
sí mismo, que el hombre no puede construir, pero que está llamado a reconocer. ¿Qué
puede saciar verdaderamente el deseo del hombre?

En mi primera encíclica Deus caritas est he procurado analizar cómo se lleva a cabo ese
dinamismo en la experiencia del amor humano, experiencia que en nuestra época se
percibe más fácilmente como momento de éxtasis, de salir de uno mismo; como lugar
donde el hombre advierte que le traspasa un deseo que le supera. A través del amor, el
hombre y la mujer experimentan de manera nueva, el uno gracias al otro, la grandeza y la
belleza de la vida y de lo real. Si lo que experimento no es una simple ilusión, si de verdad
quiero el bien del otro como camino también hacia mi bien, entonces debo estar dispuesto
a des-centrarme, a ponerme a su servicio, hasta renunciar a mí mismo. La respuesta a la
cuestión sobre el sentido de la experiencia del amor pasa por lo tanto a través de la
purificación y la sanación de lo que quiero, requerida por el bien mismo que se quiere para
el otro. Se debe ejercitar, entrenar, también corregir, para que ese bien verdaderamente se
pueda querer.

El éxtasis inicial se traduce así en peregrinación, «como camino permanente, como un salir
del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este
modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios» (Enc.
Deus caritas est, 6). A través de ese camino podrá profundizarse progresivamente, para el
hombre, el conocimiento de ese amor que había experimentado inicialmente. Y se irá
perfilando cada vez más también el misterio que este representa: ni siquiera la persona
amada, de hecho, es capaz de saciar el deseo que alberga en el corazón humano; es más,
cuanto más auténtico es el amor por el otro, más deja que se entreabra el interrogante
sobre su origen y su destino, sobre la posibilidad que tiene de durar para siempre. Así que
la experiencia humana del amor tiene en sí un dinamismo que remite más allá de uno
mismo; es experiencia de un bien que lleva a salir de sí y a encontrase ante el misterio que
envuelve toda la existencia.

Se podrían hacer consideraciones análogas también a propósito de otras experiencias


humanas, como la amistad, la experiencia de lo bello, el amor por el conocimiento: cada
bien que experimenta el hombre tiende al misterio que envuelve al hombre mismo; cada
deseo que se asoma al corazón humano se hace eco de un deseo fundamental que jamás
se sacia plenamente. Indudablemente desde tal deseo profundo, que esconde también algo
de enigmático, no se puede llegar directamente a la fe. El hombre, en definitiva, conoce
bien lo que no le sacia, pero no puede imaginar o definir qué le haría experimentar esa
felicidad cuya nostalgia lleva en el corazón. No se puede conocer a Dios sólo a partir del
deseo del hombre. Desde este punto de vista el misterio permanece: el hombre es buscador
del Absoluto, un buscador de pasos pequeños e inciertos. Y en cambio ya la experiencia del
deseo, del «corazón inquieto» —como lo llamaba san Agustín—, es muy significativa. Esta
atestigua que el hombre es, en lo profundo, un ser religioso (cf. Catecismo de la Iglesia
católica, 28), un «mendigo de Dios». Podemos decir con las palabras de Pascal: «El hombre
supera infinitamente al hombre» (Pensamientos, ed. Chevalier 438; ed. Brunschvicg 434).
Los ojos reconocen los objetos cuando la luz los ilumina. De aquí el deseo de conocer la luz
misma, que hace brillar las cosas del mundo y con ellas enciende el sentido de la belleza.

Debemos por ello sostener que es posible también en nuestra época, aparentemente tan
refractaria a la dimensión trascendente, abrir un camino hacia el auténtico sentido religioso
de la vida, que muestra cómo el don de la fe no es absurdo, no es irracional. Sería de gran
utilidad, a tal fin, promover una especie de pedagogía del deseo, tanto para el camino de
quien aún no cree como para quien ya ha recibido el don de la fe. Una pedagogía que
comprende al menos dos aspectos. En primer lugar aprender o re-aprender el gusto de las
alegrías auténticas de la vida. No todas las satisfacciones producen en nosotros el mismo
efecto: algunas dejan un rastro positivo, son capaces de pacificar el alma, nos hacen más
activos y generosos. Otras, en cambio, tras la luz inicial, parecen decepcionar las
expectativas que habían suscitado y entonces dejan a su paso amargura, insatisfacción o
una sensación de vacío. Educar desde la tierna edad a saborear las alegrías verdaderas, en
todos los ámbito de la existencia —la familia, la amistad, la solidaridad con quien sufre, la
renuncia al propio yo para servir al otro, el amor por el conocimiento, por el arte, por las
bellezas de la naturaleza—, significa ejercitar el gusto interior y producir anticuerpos
eficaces contra la banalización y el aplanamiento hoy difundidos. Igualmente los adultos
necesitan redescubrir estas alegrías, desear realidades auténticas, purificándose de la
mediocridad en la que pueden verse envueltos. Entonces será más fácil soltar o rechazar
cuanto, aun aparentemente atractivo, se revela en cambio insípido, fuente de
acostumbramiento y no de libertad. Y ello dejará que surja ese deseo de Dios del que
estamos hablando.

Un segundo aspecto, que lleva el mismo paso del precedente, es no conformarse nunca con
lo que se ha alcanzado. Precisamente las alegrías más verdaderas son capaces de liberar en
nosotros la sana inquietud que lleva a ser más exigentes —querer un bien más alto, más
profundo— y a percibir cada vez con mayor claridad que nada finito puede colmar nuestro
corazón. Aprenderemos así a tender, desarmados, hacia ese bien que no podemos construir
o procurarnos con nuestras fuerzas, a no dejarnos desalentar por la fatiga o los obstáculos
que vienen de nuestro pecado.

Al respecto no debemos olvidar que el dinamismo del deseo está siempre abierto a la
redención. También cuando este se adentra por caminos desviados, cuando sigue paraísos
artificiales y parece perder la capacidad de anhelar el verdadero bien. Incluso en el abismo
del pecado no se apaga en el hombre esa chispa que le permite reconocer el verdadero
bien, saborear y emprender así la remontada, a la que Dios, con el don de su gracia, jamás
priva de su ayuda. Por lo demás, todos necesitamos recorrer un camino de purificación y de
sanación del deseo. Somos peregrinos hacia la patria celestial, hacia el bien pleno, eterno,
que nada nos podrá ya arrancar. No se trata de sofocar el deseo que existe en el corazón
del hombre, sino de liberarlo, para que pueda alcanzar su verdadera altura. Cuando en el
deseo se abre la ventana hacia Dios, esto ya es señal de la presencia de la fe en el alma, fe
que es una gracia de Dios. San Agustín también afirmaba: «Con la espera, Dios amplía
nuestro deseo; con el deseo amplía el alma, y dilatándola la hace más capaz» (Comentario
a la Primera carta de Juan, 4, 6: pl 35, 2009).

En esta peregrinación sintámonos hermanos de todos los hombres, compañeros de viaje


también de quienes no creen, de quién está a la búsqueda, de quien se deja interrogar con
sinceridad por el dinamismo del propio deseo de verdad y de bien. Oremos, en este Año de
la fe, para que Dios muestre su rostro a cuantos le buscan con sincero corazón. Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos


provenientes de España, México, Argentina, Chile y otros países latinoamericanos. Pidamos
al Señor que se acreciente nuestra fe en él y que haga ver su rostro a todos los que lo buscan
con sincero corazón. Muchas gracias.

NUEVO LLAMAMIENTO POR LA PAZ EN SIRIA

Sigo con particular atención la trágica situación de violencia en Siria, donde no se detiene
el fragor de las armas y cada día aumenta el número de las víctimas y el terrible sufrimiento
de la población, en particular de cuantos han debido dejar sus casas. Mi deseo era enviar a
Damasco una Delegación de Padres Sinodales para manifestar a la población de Siria mi
solidaridad y la de toda la Iglesia, y mi cercanía espiritual a las comunidades cristianas del
país. Lamentablemente diversas circunstancias y acontecimientos no han hecho posible la
iniciativa en el modo deseado, y por lo tanto he decidido confiar una misión especial al
eminentísimo cardenal Robert Sarah, presidente del Consejo Pontificio Cor Unum. Desde
hoy y hasta el 10 de noviembre próximo estará en el Líbano, para encontrarse con los
pastores y fieles de la Iglesia en Siria; visitará algunos refugiados provenientes de dicho país
y presidirá una reunión de coordinación con las instituciones católicas de caridad, a las que
la Santa Sede les ha pedido un particular compromiso en favor de la población siria, tanto
dentro como fuera del país. Mientras elevo mi oración a Dios, renuevo la invitación a las
partes del conflicto y a cuantos desean el bien de Siria a no ahorrar ningún esfuerzo en la
búsqueda de la paz y a procurar, por medio del diálogo, los caminos que conducen a una
justa convivencia, con el fin de lograr una adecuada solución política del conflicto. Debemos
hacer todo lo posible, ya que un día podría ser demasiado tarde.

AUDIENCIA GENERAL
PLAZA DE SAN PEDRO
MIERCOLES 14 DE NOVIEMBRE DE 2012.
LOS CAMINOS QUE CONDUCEN AL CONOCIMIENTO DE DIOS.

Queridos hermanos y hermanas:


El miércoles pasado hemos reflexionado sobre el deseo de Dios que el ser humano lleva en
lo profundo de sí mismo. Hoy quisiera continuar profundizando en este aspecto meditando
brevemente con vosotros sobre algunos caminos para llegar al conocimiento de Dios.
Quisiera recordar, sin embargo, que la iniciativa de Dios precede siempre a toda iniciativa
del hombre y, también en el camino hacia Él, es Él quien nos ilumina primero, nos orienta y
nos guía, respetando siempre nuestra libertad. Y es siempre Él quien nos hace entrar en su
intimidad, revelándose y donándonos la gracia para poder acoger esta revelación en la fe.
Jamás olvidemos la experiencia de san Agustín: no somos nosotros quienes poseemos la
Verdad después de haberla buscado, sino que es la Verdad quien nos busca y nos posee.

Hay caminos que pueden abrir el corazón del hombre al conocimiento de Dios, hay signos
que conducen hacia Dios. Ciertamente, a menudo corremos el riesgo de ser deslumbrados
por los resplandores de la mundanidad, que nos hacen menos capaces de recorrer tales
caminos o de leer tales signos. Dios, sin embargo, no se cansa de buscarnos, es fiel al
hombre que ha creado y redimido, permanece cercano a nuestra vida, porque nos ama.
Esta es una certeza que nos debe acompañar cada día, incluso si ciertas mentalidades
difundidas hacen más difícil a la Iglesia y al cristiano comunicar la alegría del Evangelio a
toda criatura y conducir a todos al encuentro con Jesús, único Salvador del mundo. Esta, sin
embargo, es nuestra misión, es la misión de la Iglesia y todo creyente debe vivirla con gozo,
sintiéndola como propia, a través de una existencia verdaderamente animada por la fe,
marcada por la caridad, por el servicio a Dios y a los demás, y capaz de irradiar esperanza.
Esta misión resplandece sobre todo en la santidad a la cual todos estamos llamados.

Hoy —lo sabemos— no faltan dificultades y pruebas por la fe, a menudo poco comprendida,
contestada, rechazada. San Pedro decía a sus cristianos: «Estad dispuestos siempre para
dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza, pero con delicadeza
y con respeto» (1 P 3, 15-16). En el pasado, en Occidente, en una sociedad considerada
cristiana, la fe era el ambiente en el que se movía; la referencia y la adhesión a Dios eran,
para la mayoría de la gente, parte de la vida cotidiana. Más bien era quien no creía quien
tenía que justificar la propia incredulidad. En nuestro mundo la situación ha cambiado, y
cada vez más el creyente debe ser capaz de dar razón de su fe. El beato Juan Pablo II, en la
encíclica Fides et ratio, subrayaba cómo la fe se pone a prueba incluso en la época
contemporánea, permeada por formas sutiles y capciosas de ateísmo teórico y práctico (cf.
nn. 46-47). Desde la Ilustración en adelante, la crítica a la religión se ha intensificado; la
historia ha estado marcada también por la presencia de sistemas ateos en los que Dios era
considerado una mera proyección del ánimo humano, un espejismo y el producto de una
sociedad ya adulterada por tantas alienaciones. El siglo pasado además ha conocido un
fuerte proceso de secularismo, caracterizado por la autonomía absoluta del hombre, tenido
como medida y artífice de la realidad, pero empobrecido por ser criatura «a imagen y
semejanza de Dios». En nuestro tiempo se ha verificado un fenómeno particularmente
peligroso para la fe: existe una forma de ateísmo que definimos, precisamente, «práctico»,
en el cual no se niegan las verdades de la fe o los ritos religiosos, sino que simplemente se
consideran irrelevantes para la existencia cotidiana, desgajados de la vida, inútiles. Con
frecuencia, entonces, se cree en Dios de un modo superficial, y se vive «como si Dios no
existiera» (etsi Deus non daretur). Al final, sin embargo, este modo de vivir resulta aún más
destructivo, porque lleva a la indiferencia hacia la fe y hacia la cuestión de Dios.

En realidad, el hombre separado de Dios se reduce a una sola dimensión, la dimensión


horizontal, y precisamente este reduccionismo es una de las causas fundamentales de los
totalitarismos que en el siglo pasado han tenido consecuencias trágicas, así como de la crisis
de valores que vemos en la realidad actual. Ofuscando la referencia a Dios, se ha oscurecido
también el horizonte ético, para dejar espacio al relativismo y a una concepción ambigua
de la libertad que en lugar de ser liberadora acaba vinculando al hombre a ídolos. Las
tentaciones que Jesús afrontó en el desierto antes de su misión pública representan bien a
esos «ídolos» que seducen al hombre cuando no va más allá de sí mismo. Si Dios pierde la
centralidad, el hombre pierde su sitio justo, ya no encuentra su ubicación en la creación, en
las relaciones con los demás. No ha conocido ocaso lo que la sabiduría antigua evoca con el
mito de Prometeo: el hombre piensa que puede llegar a ser él mismo «dios», dueño de la
vida y de la muerte.

Frente a este contexto, la Iglesia, fiel al mandato de Cristo, no cesa nunca de afirmar la
verdad sobre el hombre y su destino. El concilio Vaticano II afirma sintéticamente: «La razón
más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios.
El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque,
creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la
verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador» (const. Gaudium
et spes, 19).

¿Qué respuestas está llamada entonces a dar la fe, con «delicadeza y respeto», al ateísmo,
al escepticismo, a la indiferencia hacia la dimensión vertical, a fin de que el hombre de
nuestro tiempo pueda seguir interrogándose sobre la existencia de Dios y recorriendo los
caminos que conducen a Él? Quisiera aludir a algunos caminos que se derivan tanto de la
reflexión natural como de la fuerza misma de la fe. Los resumiría muy sintéticamente en
tres palabras: el mundo, el hombre, la fe.

La primera: el mundo. San Agustín, que en su vida buscó largamente la Verdad y fue
aferrado por la Verdad, tiene una bellísima y célebre página en la que afirma: «Interroga a
la belleza de la tierra, del mar, del aire amplio y difuso. Interroga a la belleza del cielo...,
interroga todas estas realidades. Todos te responderán: ¡Míranos: somos bellos! Su belleza
es como un himno de alabanza. Estas criaturas tan bellas, si bien son mutables, ¿quién la ha
creado, sino la Belleza Inmutable?» (Sermón 241, 2: PL 38, 1134). Pienso que debemos
recuperar y hacer recuperar al hombre de hoy la capacidad de contemplar la creación, su
belleza, su estructura. El mundo no es un magma informe, sino que cuanto más lo
conocemos, más descubrimos en él sus maravillosos mecanismos, más vemos un designio,
vemos que hay una inteligencia creadora. Albert Einstein dijo que en las leyes de la
naturaleza «se revela una razón tan superior que toda la racionalidad del pensamiento y de
los ordenamientos humanos es, en comparación, un reflejo absolutamente insignificante»
(Il Mondo come lo vedo io, Roma 2005). Un primer camino, por lo tanto, que conduce al
descubrimiento de Dios es contemplar la creación con ojos atentos.

La segunda palabra: el hombre. San Agustín, luego, tiene una célebre frase en la que dice:
Dios es más íntimo a mí mismo de cuanto lo sea yo para mí mismo (cf. Confesiones III, 6,
11). A partir de ello formula la invitación: «No quieras salir fuera de ti; entra dentro de ti
mismo, porque en el hombre interior reside la verdad» (La verdadera religión, 39, 72). Este
es otro aspecto que nosotros corremos el riesgo de perder en el mundo ruidoso y disperso
en el que vivimos: la capacidad de detenernos y mirar en profundidad en nosotros mismos
y leer esa sed de infinito que llevamos dentro, que nos impulsa a ir más allá y remite a
Alguien que la pueda colmar. El Catecismo de la Iglesia católica afirma: «Con su apertura a
la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su
conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, el hombre se interroga sobre la
existencia de Dios» (n. 33).

La tercera palabra: la fe. Sobre todo en la realidad de nuestro tiempo, no debemos olvidar
que un camino que conduce al conocimiento y al encuentro con Dios es el camino de la fe.
Quien cree está unido a Dios, está abierto a su gracia, a la fuerza de la caridad. Así, su
existencia se convierte en testimonio no de sí mismo, sino del Resucitado, y su fe no tiene
temor de mostrarse en la vida cotidiana, está abierta al diálogo que expresa profunda
amistad para el camino de todo hombre, y sabe dar lugar a luces de esperanza ante la
necesidad de rescate, de felicidad, de futuro. La fe, en efecto, es encuentro con Dios que
habla y actúa en la historia, y que convierte nuestra vida cotidiana, transformando en
nosotros mentalidad, juicios de valor, opciones y acciones concretas. No es espejismo, fuga
de la realidad, cómodo refugio, sentimentalismo, sino implicación de toda la vida y anuncio
del Evangelio, Buena Noticia capaz de liberar a todo el hombre. Un cristiano, una comunidad
que sean activos y fieles al proyecto de Dios que nos ha amado primero, constituyen un
camino privilegiado para cuantos viven en la indiferencia o en la duda sobre su existencia y
su acción. Esto, sin embargo, pide a cada uno hacer cada vez más transparente el propio
testimonio de fe, purificando la propia vida para que sea conforme a Cristo. Hoy muchos
tienen una concepción limitada de la fe cristiana, porque la identifican con un mero sistema
de creencias y de valores, y no tanto con la verdad de un Dios que se ha revelado en la
historia, deseoso de comunicarse con el hombre de tú a tú en una relación de amor con Él.
En realidad, como fundamento de toda doctrina o valor está el acontecimiento del
encuentro entre el hombre y Dios en Cristo Jesús. El Cristianismo, antes que una moral o
una ética, es acontecimiento del amor, es acoger a la persona de Jesús. Por ello, el cristiano
y las comunidades cristianas deben ante todo mirar y hacer mirar a Cristo, verdadero
Camino que conduce a Dios.

Saludos
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de la parroquia de san
Francisco Javier, de Formentera, así como a los demás grupos provenientes de España,
México, Venezuela, Chile y otros países latinoamericanos. Que el impulso de la fe os lleve a
mirar y a hacer mirar a Cristo, verdadera vía que conduce a Dios. Muchas gracias.
AUDIENCIA GENERAL
PLAZA DE SAN PEDRO
MIERCOLES 21 DE NOVIEMBRE DE 2012.
LA RAZONABILIDAD DE LA FE EN DIOS.

Queridos hermanos y hermanas:

Avanzamos en este Año de la fe llevando en nuestro corazón la esperanza de redescubrir


cuánta alegría hay en creer y de volver a encontrar el entusiasmo de comunicar a todos las
verdades de la fe. Estas verdades no son un simple mensaje sobre Dios, una información
particular sobre Él. Expresan el acontecimiento del encuentro de Dios con los hombres,
encuentro salvífico y liberador que realiza las aspiraciones más profundas del hombre, sus
anhelos de paz, de fraternidad, de amor. La fe lleva a descubrir que el encuentro con Dios
valora, perfecciona y eleva cuanto hay de verdadero, de bueno y de bello en el hombre. Es
así que, mientras Dios se revela y se deja conocer, el hombre llega a saber quién es Dios, y
conociéndole se descubre a sí mismo, su proprio origen, su destino, la grandeza y la dignidad
de la vida humana.

La fe permite un saber auténtico sobre Dios que involucra toda la persona humana: es un
«saber», esto es, un conocer que da sabor a la vida, un gusto nuevo de existir, un modo
alegre de estar en el mundo. La fe se expresa en el don de sí por los demás, en la fraternidad
que hace solidarios, capaces de amar, venciendo la soledad que entristece. Este
conocimiento de Dios a través de la fe no es por ello sólo intelectual, sino vital. Es el
conocimiento de Dios-Amor, gracias a su mismo amor. El amor de Dios además hace ver,
abre los ojos, permite conocer toda la realidad, mas allá de las estrechas perspectivas del
individualismo y del subjetivismo que desorientan las conciencias. El conocimiento de Dios
es por ello experiencia de fe e implica, al mismo tiempo, un camino intelectual y moral:
alcanzados en lo profundo por la presencia del Espíritu de Jesús en nosotros, superamos los
horizontes de nuestros egoísmos y nos abrimos a los verdaderos valores de la existencia.

En la catequesis de hoy quisiera detenerme en la razonabilidad de la fe en Dios. La tradición


católica, desde el inicio, ha rechazado el llamado fideísmo, que es la voluntad de creer
contra la razón. Credo quia absurdum (creo porque es absurdo) no es fórmula que
interprete la fe católica. Dios, en efecto, no es absurdo, sino que es misterio. El misterio, a
su vez, no es irracional, sino sobreabundancia de sentido, de significado, de verdad. Si,
contemplando el misterio, la razón ve oscuridad, no es porque en el misterio no haya luz,
sino más bien porque hay demasiada. Es como cuando los ojos del hombre se dirigen
directamente al sol para mirarlo: sólo ven tinieblas; pero ¿quién diría que el sol no es
luminoso, es más, la fuente de la luz? La fe permite contemplar el «sol», a Dios, porque es
acogida de su revelación en la historia y, por decirlo así, recibe verdaderamente toda la
luminosidad del misterio de Dios, reconociendo el gran milagro: Dios se ha acercado al
hombre, se ha ofrecido a su conocimiento, condescendiendo con el límite creatural de su
razón (cf. Conc. Ec. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 13). Al mismo tiempo, Dios, con su
gracia, ilumina la razón, le abre horizontes nuevos, inconmensurables e infinitos. Por esto
la fe constituye un estímulo a buscar siempre, a nunca detenerse y a no aquietarse jamás
en el descubrimiento inexhausto de la verdad y de la realidad. Es falso el prejuicio de ciertos
pensadores modernos según los cuales la razón humana estaría como bloqueada por los
dogmas de la fe. Es verdad exactamente lo contrario, como han demostrado los grandes
maestros de la tradición católica. San Agustín, antes de su conversión, busca con gran
inquietud la verdad a través de todas las filosofías disponibles, hallándolas todas
insatisfactorias. Su fatigosa búsqueda racional es para él una pedagogía significativa para el
encuentro con la Verdad de Cristo. Cuando dice: «comprende para creer y cree para
comprender» (Discurso 43, 9: PL 38, 258), es como si relatara su propia experiencia de vida.
Intelecto y fe, ante la divina Revelación, no son extraños o antagonistas, sino que ambos
son condición para comprender su sentido, para recibir su mensaje auténtico, acercándose
al umbral del misterio. San Agustín, junto a muchos otros autores cristianos, es testigo de
una fe que se ejercita con la razón, que piensa e invita a pensar. En esta línea, san Anselmo
dirá en su Proslogion que la fe católica es fides quaerens intellectum, donde buscar la
inteligencia es acto interior al creer. Será sobre todo santo Tomás de Aquino —fuerte en
esta tradición— quien se confronte con la razón de los filósofos, mostrando cuánta nueva
y fecunda vitalidad racional deriva hacia el pensamiento humano desde la unión con los
principios y de las verdades de la fe cristiana.

La fe católica es, por lo tanto, razonable y nutre confianza también en la razón humana. El
concilio Vaticano I, en la constitución dogmática Dei Filius, afirmó que la razón es capaz de
conocer con certeza la existencia de Dios a través de la vía de la creación, mientras que sólo
a la fe pertenece la posibilidad de conocer «fácilmente, con absoluta certeza y sin error»
(ds 3005) las verdades referidas a Dios, a la luz de la gracia. El conocimiento de la fe, además,
no está contra la recta razón. El beato Juan Pablo II, en efecto, en la encíclica Fides et ratio
sintetiza: «La razón del hombre no queda anulada ni se envilece dando su asentimiento a
los contenidos de la fe, que en todo caso se alcanzan mediante una opción libre y
consciente» (n. 43). En el irresistible deseo de verdad, sólo una relación armónica entre fe
y razón es el camino justo que conduce a Dios y al pleno cumplimiento de sí.

Esta doctrina es fácilmente reconocible en todo el Nuevo Testamento. San Pablo,


escribiendo a los cristianos de Corintio, sostiene, como hemos oído: «los judíos exigen
signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado:
escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1 Co 1, 22-23). Y es que Dios salvó el
mundo no con un acto de poder, sino mediante la humillación de su Hijo unigénito: según
los parámetros humanos, la insólita modalidad actuada por Dios choca con las exigencias
de la sabiduría griega. Con todo, la Cruz de Cristo tiene su razón, que san Pablo llama ho
lògos tou staurou, «la palabra de la cruz» (1 Cor 1, 18). Aquí el término lògos indica tanto la
palabra como la razón y, si alude a la palabra, es porque expresa verbalmente lo que la
razón elabora. Así que Pablo ve en la Cruz no un acontecimiento irracional, sino un hecho
salvífico que posee una razonabilidad propia reconocible a la luz de la fe. Al mismo tiempo,
él tiene mucha confianza en la razón humana; hasta el punto de sorprenderse por el hecho
de que muchos, aun viendo las obras realizadas por Dios, se obstinen en no creer en Él. Dice
en la Carta a los Romanos: «Lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son
perceptibles para la inteligencia a partir de la creación del mundo y a través de sus obras»
(1, 20). Así, también san Pedro exhorta a los cristianos de la diáspora a glorificar «a Cristo
el Señor en vuestros corazones, dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os
pida una razón de vuestra esperanza» (1 P 3, 15). En un clima de persecución y de fuerte
exigencia de testimoniar la fe, a los creyentes se les pide que justifiquen con motivaciones
fundadas su adhesión a la palabra del Evangelio, que den razón de nuestra esperanza.

Sobre estas premisas acerca del nexo fecundo entre comprender y creer se funda también
la relación virtuosa entre ciencia y fe. La investigación científica lleva al conocimiento de
verdades siempre nuevas sobre el hombre y sobre el cosmos, como vemos. El verdadero
bien de la humanidad, accesible en la fe, abre el horizonte en el que se debe mover su
camino de descubrimiento. Por lo tanto hay que alentar, por ejemplo, las investigaciones
puestas al servicio de la vida y orientada a vencer las enfermedades. Son importantes
también las indagaciones dirigidas a descubrir los secretos de nuestro planeta y del
universo, sabiendo que el hombre está en el vértice de la creación, no para explotarla
insensatamente, sino para custodiarla y hacerla habitable. De tal forma la fe, vivida
realmente, no entra en conflicto con la ciencia; más bien coopera con ella ofreciendo
criterios de base para que promueva el bien de todos, pidiéndole que renuncie sólo a los
intentos que —oponiéndose al proyecto originario de Dios— pueden producir efectos que
se vuelvan contra el hombre mismo. También por esto es razonable creer: si la ciencia es
una preciosa aliada de la fe para la comprensión del plan de Dios en el universo, la fe
permite al progreso científico que se lleve a cabo siempre por el bien y la verdad del
hombre, permaneciendo fiel a dicho plan.

He aquí por qué es decisivo para el hombre abrirse a la fe y conocer a Dios y su proyecto de
salvación en Jesucristo. En el Evangelio se inaugura un nuevo humanismo, una auténtica
«gramática» del hombre y de toda la realidad. Afirma el Catecismo de la Iglesia católica: «La
verdad de Dios es su sabiduría que rige todo el orden de la creación y del gobierno del
mundo. Dios, único Creador del cielo y de la tierra (cf. Sal 115, 15), es el único que puede
dar el conocimiento verdadero de todas las cosas creadas en su relación con Él» (n. 216).

Confiemos, pues, en que nuestro empeño en la evangelización ayude a devolver nueva


centralidad al Evangelio en la vida de tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo. Y
oremos para que todos vuelvan a encontrar en Cristo el sentido de la existencia y el
fundamento de la verdadera libertad: sin Dios el hombre se extravía. Los testimonios de
cuantos nos han precedido y dedicaron su vida al Evangelio lo confirman para siempre. Es
razonable creer; está en juego nuestra existencia. Vale la pena gastarse por Cristo; sólo Él
satisface los deseos de verdad y de bien enraizados en el alma de cada hombre: ahora, en
el tiempo que pasa y el día sin fin de la Eternidad bienaventurada.

Llamamiento del Santo Padre

Sigo con grave preocupación el agravamiento de la violencia entre israelíes y palestinos de


la franja de Gaza. Junto al recuerdo de oración por las víctimas y por cuantos sufren, siento
el deber de subrayar una vez más que el odio y la violencia no son la solución de los
problemas. Aliento asimismo las iniciativas y los esfuerzos de quienes están buscando
obtener una tregua y promover la negociación. Exhorto también a las autoridades de ambas
partes a adoptar decisiones valientes por la paz y a poner fin a un conflicto con
repercusiones negativas en toda la región de Oriente Medio, atormentada por demasiados
conflictos y necesitada de paz y de reconciliación.

Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de


España, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a descubrir en Cristo el
sentido de la existencia y el fundamento de la verdadera libertad. Muchas gracias.
AUDIENCIA GENERAL
SALA PABLO VI
MIÉRCOLES 28 DE NOVIEMBRE DE 2012.
¿Cómo hablar de Dios?

Queridos hermanos y hermanas:

La cuestión central que nos planteamos hoy es la siguiente: ¿cómo hablar de Dios en
nuestro tiempo? ¿Cómo comunicar el Evangelio para abrir caminos a su verdad salvífica en
los corazones frecuentemente cerrados de nuestros contemporáneos y en sus mentes a
veces distraídas por los muchos resplandores de la sociedad? Jesús mismo, dicen los
evangelistas, al anunciar el Reino de Dios se interrogó sobre ello: «¿Con qué podemos
comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos?» (Mc 4, 30). ¿Cómo hablar de Dios
hoy? La primera respuesta es que nosotros podemos hablar de Dios porque Él ha hablado
con nosotros. La primera condición del hablar con Dios es, por lo tanto, la escucha de cuanto
ha dicho Dios mismo. ¡Dios ha hablado con nosotros! Así que Dios no es una hipótesis lejana
sobre el origen del mundo; no es una inteligencia matemática muy apartada de nosotros.
Dios se interesa por nosotros, nos ama, ha entrado personalmente en la realidad de nuestra
historia, se ha auto-comunicado hasta encarnarse. Dios es una realidad de nuestra vida; es
tan grande que también tiene tiempo para nosotros, se ocupa de nosotros. En Jesús de
Nazaret encontramos el rostro de Dios, que ha bajado de su Cielo para sumergirse en el
mundo de los hombres, en nuestro mundo, y enseñar el «arte de vivir», el camino de la
felicidad; para liberarnos del pecado y hacernos hijos de Dios (cf. Ef 1, 5; Rm 8, 14). Jesús ha
venido para salvarnos y mostrarnos la vida buena del Evangelio.

Hablar de Dios quiere decir, ante todo, tener bien claro lo que debemos llevar a los hombres
y a las mujeres de nuestro tiempo: no un Dios abstracto, una hipótesis, sino un Dios
concreto, un Dios que existe, que ha entrado en la historia y está presente en la historia; el
Dios de Jesucristo como respuesta a la pregunta fundamental del por qué y del cómo vivir.
Por esto, hablar de Dios requiere una familiaridad con Jesús y su Evangelio; supone nuestro
conocimiento personal y real de Dios y una fuerte pasión por su proyecto de salvación, sin
ceder a la tentación del éxito, sino siguiendo el método de Dios mismo. El método de Dios
es el de la humildad —Dios se hace uno de nosotros—, es el método realizado en la
Encarnación en la sencilla casa de Nazaret y en la gruta de Belén, el de la parábola del
granito de mostaza. Es necesario no temer la humildad de los pequeños pasos y confiar en
la levadura que penetra en la masa y lentamente la hace crecer (cf. Mt 13, 33). Al hablar de
Dios, en la obra de evangelización, bajo la guía del Espíritu Santo, es necesario una
recuperación de sencillez, un retorno a lo esencial del anuncio: la Buena Nueva de un Dios
que es real y concreto, un Dios que se interesa por nosotros, un Dios-Amor que se hace
cercano a nosotros en Jesucristo hasta la Cruz y que en la Resurrección nos da la esperanza
y nos abre a una vida que no tiene fin, la vida eterna, la vida verdadera. Ese excepcional
comunicador que fue el apóstol Pablo nos brinda una lección, orientada justo al centro de
la fe, sobre la cuestión de «cómo hablar de Dios» con gran sencillez. En la Primera Carta a
los Corintios escribe: «Cuando vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice
con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa
alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado» (2, 1-2). Por lo tanto, la primera realidad es que
Pablo no habla de una filosofía que él ha desarrollado, no habla de ideas que ha encontrado
o inventado, sino que habla de una realidad de su vida, habla del Dios que ha entrado en su
vida, habla de un Dios real que vive, que ha hablado con él y que hablará con nosotros,
habla del Cristo crucificado y resucitado. La segunda realidad es que Pablo no se busca a sí
mismo, no quiere crearse un grupo de admiradores, no quiere entrar en la historia como
cabeza de una escuela de grandes conocimientos, no se busca a sí mismo, sino que san
Pablo anuncia a Cristo y quiere ganar a las personas para el Dios verdadero y real. Pablo
habla sólo con el deseo de querer predicar aquello que ha entrado en su vida y que es la
verdadera vida, que le ha conquistado en el camino de Damasco. Así que hablar de Dios
quiere decir dar espacio a Aquel que nos lo da a conocer, que nos revela su rostro de amor;
quiere decir expropiar el propio yo ofreciéndolo a Cristo, sabiendo que no somos nosotros
los que podemos ganar a los otros para Dios, sino que debemos esperarlos de Dios mismo,
invocarlos de Él. Hablar de Dios nace, por ello, de la escucha, de nuestro conocimiento de
Dios que se realiza en la familiaridad con Él, en la vida de oración y según los Mandamientos.

Comunicar la fe, para san Pablo, no significa llevarse a sí mismo, sino decir abierta y
públicamente lo que ha visto y oído en el encuentro con Cristo, lo que ha experimentado
en su existencia ya transformada por ese encuentro: es llevar a ese Jesús que siente
presente en sí y se ha convertido en la verdadera orientación de su vida, para que todos
comprendan que Él es necesario para el mundo y decisivo para la libertad de cada hombre.
El Apóstol no se conforma con proclamar palabras, sino que involucra toda su existencia en
la gran obra de la fe. Para hablar de Dios es necesario darle espacio, en la confianza de que
es Él quien actúa en nuestra debilidad: hacerle espacio sin miedo, con sencillez y alegría, en
la convicción profunda de que cuánto más le situemos a Él en el centro, y no a nosotros,
más fructífera será nuestra comunicación. Y esto vale también para las comunidades
cristianas: están llamadas a mostrar la acción transformadora de la gracia de Dios,
superando individualismos, cerrazones, egoísmos, indiferencia, y viviendo el amor de Dios
en las relaciones cotidianas. Preguntémonos si de verdad nuestras comunidades son así.
Debemos ponernos en marcha para llegar a ser siempre y realmente así: anunciadores de
Cristo y no de nosotros mismos.

En este punto debemos preguntarnos cómo comunicaba Jesús mismo. Jesús en su unicidad
habla de su Padre —Abbà— y del Reino de Dios, con la mirada llena de compasión por los
malestares y las dificultades de la existencia humana. Habla con gran realismo, y diría que
lo esencial del anuncio de Jesús es que hace transparente el mundo y que nuestra vida vale
para Dios. Jesús muestra que en el mundo y en la creación se transparenta el rostro de Dios
y nos muestra cómo Dios está presente en las historias cotidianas de nuestra vida. Tanto en
las parábolas de la naturaleza —el grano de mostaza, el campo con distintas semillas— o en
nuestra vida —pensemos en la parábola del hijo pródigo, de Lázaro y otras parábolas de
Jesús—. Por los Evangelios vemos cómo Jesús se interesa en cada situación humana que
encuentra, se sumerge en la realidad de los hombres y de las mujeres de su tiempo con
plena confianza en la ayuda del Padre. Y que realmente en esta historia, escondidamente,
Dios está presente y si estamos atentos podemos encontrarle. Y los discípulos, que viven
con Jesús, las multitudes que le encuentran, ven su reacción ante los problemas más
dispares, ven cómo habla, cómo se comporta; ven en Él la acción del Espíritu Santo, la acción
de Dios. En Él anuncio y vida se entrelazan: Jesús actúa y enseña, partiendo siempre de una
íntima relación con Dios Padre. Este estilo es una indicación esencial para nosotros,
cristianos: nuestro modo de vivir en la fe y en la caridad se convierte en un hablar de Dios
en el hoy, porque muestra, con una existencia vivida en Cristo, la credibilidad, el realismo
de aquello que decimos con las palabras; que no se trata sólo de palabras, sino que
muestran la realidad, la verdadera realidad. Al respecto debemos estar atentos para
percibir los signos de los tiempos en nuestra época, o sea, para identificar las
potencialidades, los deseos, los obstáculos que se encuentran en la cultura actual, en
particular el deseo de autenticidad, el anhelo de trascendencia, la sensibilidad por la
protección de la creación, y comunicar sin temor la respuesta que ofrece la fe en Dios. El
Año de la fe es ocasión para descubrir, con la fantasía animada por el Espíritu Santo, nuevos
itinerarios a nivel personal y comunitario, a fin de que en cada lugar la fuerza del Evangelio
sea sabiduría de vida y orientación de la existencia.

También en nuestro tiempo un lugar privilegiado para hablar de Dios es la familia, la primera
escuela para comunicar la fe a las nuevas generaciones. El Concilio Vaticano II habla de los
padres como los primeros mensajeros de Dios (cf. Lumen gentium, 11; Apostolicam
actuositatem, 11), llamados a redescubrir esta misión suya, asumiendo la responsabilidad
de educar, de abrir las conciencias de los pequeños al amor de Dios como un servicio
fundamental a sus vidas, de ser los primeros catequistas y maestros de la fe para sus hijos.
Y en esta tarea es importante ante todo la vigilancia, que significa saber aprovechar las
ocasiones favorables para introducir en familia el tema de la fe y para hacer madurar una
reflexión crítica respecto a los numerosos condicionamientos a los que están sometidos los
hijos. Esta atención de los padres es también sensibilidad para recibir los posibles
interrogantes religiosos presentes en el ánimo de los hijos, a veces evidentes, otras ocultos.
Además, la alegría: la comunicación de la fe debe tener siempre una tonalidad de alegría.
Es la alegría pascual que no calla o esconde la realidad del dolor, del sufrimiento, de la fatiga,
de la dificultad, de la incomprensión y de la muerte misma, sino que sabe ofrecer los
criterios para interpretar todo en la perspectiva de la esperanza cristiana. La vida buena del
Evangelio es precisamente esta mirada nueva, esta capacidad de ver cada situación con los
ojos mismos de Dios. Es importante ayudar a todos los miembros de la familia a comprender
que la fe no es un peso, sino una fuente de alegría profunda; es percibir la acción de Dios,
reconocer la presencia del bien que no hace ruido; y ofrece orientaciones preciosas para
vivir bien la propia existencia. Finalmente, la capacidad de escucha y de diálogo: la familia
debe ser un ambiente en el que se aprende a estar juntos, a solucionar las diferencias en el
diálogo recíproco hecho de escucha y palabra, a comprenderse y a amarse para ser un signo,
el uno para el otro, del amor misericordioso de Dios.

Hablar de Dios, pues, quiere decir hacer comprender con la palabra y la vida que Dios no es
el rival de nuestra existencia, sino su verdadero garante, el garante de la grandeza de la
persona humana. Y con ello volvemos al inicio: hablar de Dios es comunicar, con fuerza y
sencillez, con la palabra y la vida, lo que es esencial: el Dios de Jesucristo, ese Dios que nos
ha mostrado un amor tan grande como para encarnarse, morir y resucitar por nosotros; ese
Dios que pide seguirle y dejarse transformar por su inmenso amor para renovar nuestra
vida y nuestras relaciones; ese Dios que nos ha dado la Iglesia para caminar juntos y, a través
de la Palabra y los Sacramentos, renovar toda la Ciudad de los hombres a fin de que pueda
transformarse en Ciudad de Dios.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos


provenientes de España, México, Bolivia y otros países latinoamericanos. Invito a todos a
dar testimonio de Dios, que nos ha mostrado en la muerte y resurrección de su Hijo el más
grande amor, y nos pide seguirlo y dejarnos transformar por Él, de modo que en su Iglesia,
a través de la Palabra y los sacramentos, podamos renovar el mundo entero. Muchas
gracias.

***

LLAMAMIENTO

El próximo 1 de diciembre es el Día mundial de lucha contra el sida, iniciativa de las Naciones
Unidas para llamar la atención sobre una enfermedad que ha causado millones de muertos
y trágicos sufrimientos humanos, acentuados en las regiones más pobres del mundo que
con gran dificultad pueden acceder a fármacos eficaces. En particular mi pensamiento se
dirige al gran número de niños que cada año contraen el virus de sus propias madres, a
pesar de que existan terapias para impedirlo. Aliento las numerosas iniciativas que, en el
ámbito de la misión eclesial, se promueven para derrotar este flagelo.
AUDIENCIA GENERAL
Sala Pablo VI
Miércoles 5 de diciembre de 2012
DIOS REVELA SU «DESIGNIO DE BENEVOLENCIA»

Queridos hermanos y hermanas:

La oración de bendición que el apóstol Pablo eleva a Dios Padre, en la carta a los Efesios,
nos introduce a vivir el tiempo de Adviento, en el contexto del Año de la fe. El tema de este
himno de alabanza es el plan de Dios para el hombre, definido con términos de gozo,
asombro y agradecimiento, como un “designio benevolente” de misericordia y amor. El
apóstol eleva esta bendición a Dios porque ve su obrar en la historia de salvación, cuyo
culmen ha sido la encarnación, muerte y resurrección de Jesús, y comprende cómo el Padre
nos ha elegido antes de la creación del mundo para ser sus hijos adoptivos, en su Hijo
Unigénito, Jesucristo. El “plan de amor” es definido como “el misterio” de la voluntad divina,
escondido y manifestado en Cristo. Dicha iniciativa precede toda respuesta humana, es un
don gratuito de su amor que nos acoge y transforma. El acto de fe es la respuesta del
hombre a la Revelación de Dios. Todo esto conduce a una “conversión”, a un cambio de
mentalidad, porque Dios que se ha revelado en Cristo, nos atrae hacia Él, dando pleno
sentido a nuestra existencia, siendo la roca sobre la que se encuentra estabilidad.

***

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de


España, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a ser signo de la acción de
Dios en el mundo por medio de la fe, la esperanza, la caridad. El Señor quiere siempre hacer
resplandecer nuevamente su luz en la noche. Muchas gracias.

AUDIENCIA GENERAL
SALA PABLO VI
MIÉRCOLES 12 DE DICIEMBRE DE 2012.

Las etapas de la Revelación.

Queridos hermanos y hermanas:

En la pasada catequesis hablé de la Revelación de Dios como comunicación que Él hace de


Sí mismo y de su designio de benevolencia y de amor. Esta Revelación de Dios se introduce
en el tiempo y en la historia de los hombres: historia que se convierte en «el lugar donde
podemos constatar la acción de Dios en favor de la humanidad. Él se nos manifiesta en lo
que para nosotros es más familiar y fácil de verificar, porque pertenece a nuestro contexto
cotidiano, sin el cual no llegaríamos a comprendernos» (Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio,
12).

El evangelista san Marcos —como hemos oído— refiere, en términos claros y sintéticos, los
momentos iniciales de la predicación de Jesús: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el
reino de Dios» (Mc 1, 15). Lo que ilumina y da sentido pleno a la historia del mundo y del
hombre empieza a brillar en la gruta de Belén; es el Misterio que contemplaremos dentro
de poco en Navidad: la salvación que se realiza en Jesucristo. En Jesús de Nazaret Dios
manifiesta su rostro y pide la decisión del hombre de reconocerle y seguirle. La revelación
de Dios en la historia, para entrar en relación de diálogo de amor con el hombre, da un
nuevo sentido a todo el camino humano. La historia no es una simple sucesión de siglos,
años, días, sino que es el tiempo de una presencia que le da pleno significado y la abre a
una sólida esperanza.

¿Dónde podemos leer las etapas de esta Revelación de Dios? La Sagrada Escritura es el lugar
privilegiado para descubrir los acontecimientos de este camino, y desearía —una vez más—
invitar a todos, en este Año de la fe, a tomar con más frecuencia la Biblia para leerla y
meditarla, y a prestar mayor atención a las lecturas de la Misa dominical; todo ello
constituye un alimento precioso para nuestra fe.

Leyendo el Antiguo Testamento, podemos ver cómo las intervenciones de Dios en la historia
del pueblo que se ha elegido y con el que hace alianza no son hechos que pasan y caen en
el olvido, sino que se transforman en «memoria», constituyen juntos la «historia de la
salvación», mantenida viva en la conciencia del pueblo de Israel a través de la celebración
de los acontecimientos salvíficos. Así, en el Libro del Éxodo, el Señor indica a Moisés que
celebre el gran momento de la liberación de la esclavitud de Egipto, la Pascua judía, con
estas palabras: «Este será un día memorable para vosotros; en él celebraréis fiesta en honor
del Señor. De generación en generación, como ley perpetua lo festejaréis» (12, 14). Para
todo el pueblo de Israel recordar lo que Dios ha ordenado se convierte en una especie de
imperativo constante para que el transcurso del tiempo se caracterice por la memoria viva
de los acontecimientos pasados, que así, día a día, forman de nuevo la historia y
permanecen presentes. En el Libro del Deuteronomio Moisés se dirige al pueblo diciendo:
«Guárdate bien de olvidar las cosas que han visto tus ojos y que no se aparten de tu corazón
mientras vivas; cuéntaselas a tus hijos y a tus nietos» (4, 9). Y así dice también a nosotros:
«Guárdate bien de olvidar las cosas que Dios ha hecho con nosotros». La fe se alimenta del
descubrimiento y de la memoria del Dios siempre fiel, que guía la historia y constituye el
fundamento seguro y estable sobre el que apoyar la propia vida. Igualmente el canto del
Magníficat, que la Virgen María eleva a Dios, es un ejemplo altísimo de esta historia de la
salvación, de esta memoria que hace presente y tiene presente el obrar de Dios. María
exalta la acción misericordiosa de Dios en el camino concreto de su pueblo, la fidelidad a
las promesas de alianza hechas a Abraham y a su descendencia; y todo esto es memoria
viva de la presencia divina que jamás desaparece (cf. Lc 1, 46-55)
Para Israel el Éxodo es el acontecimiento histórico central en el que Dios revela su acción
poderosa. Dios libera a los israelitas de la esclavitud de Egipto para que puedan volver a la
Tierra Prometida y adorarle como el único y verdadero Señor. Israel no se pone en camino
para ser un pueblo como los demás —para tener también él una independencia nacional—
, sino para servir a Dios en el culto y en la vida, para crear para Dios un lugar donde el
hombre está en obediencia a Él, donde Dios está presente y es adorado en el mundo; y,
naturalmente, no sólo para ellos, sino para testimoniarlo entre los demás pueblos. La
celebración de este acontecimiento es hacerlo presente y actual, pues la obra de Dios no
desfallece. Él es fiel a su proyecto de liberación y continúa persiguiéndolo, a fin de que el
hombre pueda reconocer y servir a su Señor y responder con fe y amor a su acción.

Dios por lo tanto se revela a Sí mismo no sólo en el acto primordial de la creación, sino
entrando en nuestra historia, en la historia de un pequeño pueblo que no era ni el más
numeroso ni el más fuerte. Y esta Revelación de Dios, que prosigue en la historia, culmina
en Jesucristo: Dios, el Logos, la Palabra creadora que está en el origen del mundo, se ha
encarnado en Jesús y ha mostrado el verdadero rostro de Dios. En Jesús se realiza toda
promesa, en Él culmina la historia de Dios con la humanidad. Cuando leemos el relato de
los dos discípulos en camino hacia Emaús, narrado por san Lucas, vemos cómo emerge
claramente que la persona de Cristo ilumina el Antiguo Testamento, toda la historia de la
salvación, y muestra el gran proyecto unitario de los dos Testamentos, muestra su unicidad.
Jesús, de hecho, explica a los dos caminantes perdidos y desilusionados que es el
cumplimiento de toda promesa: «Y comenzando por Moisés y siguiendo por todos los
profetas, les explicó lo que se refería a Él en todas las Escrituras» (24, 27). El evangelista
refiere la exclamación de los dos discípulos tras haber reconocido que aquel compañero de
viaje era el Señor: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos
explicaba las Escrituras?» (v. 32).

El Catecismo de la Iglesia católica resume las etapas de la Revelación divina mostrando


sintéticamente su desarrollo (cf. nn. 54-64): Dios invitó al hombre desde el principio a una
íntima comunión con Él, y aun cuando el hombre, por la propia desobediencia, perdió su
amistad, Dios no le dejó en poder de la muerte, sino que ofreció muchas veces a los
hombres su alianza (cf. Misal Romano, Pleg. Euc. IV). El Catecismo recorre el camino de Dios
con el hombre desde la alianza con Noé tras el diluvio a la llamada de Abraham a salir de su
tierra para hacerle padre de una multitud de pueblos. Dios forma a Israel como su pueblo a
través del acontecimiento del Éxodo, la alianza del Sinaí y el don, por medio de Moisés, de
la Ley para ser reconocido y servido como el único Dios vivo y verdadero. Con los profetas
Dios guía a su pueblo en la esperanza de la salvación. Conocemos —por Isaías— el «segundo
Éxodo», el retorno del exilio de Babilonia a la propia tierra, la refundación del pueblo; al
mismo tiempo, sin embargo, muchos permanecen dispersos y así empieza la universalidad
de esta fe. Al final ya no se espera a un solo rey, David, a un hijo de David, sino a un «Hijo
del hombre», la salvación de todos los pueblos. Se realizan encuentros entre las culturas,
primero con Babilonia y Siria, después también con la multitud griega. Y vemos cómo el
camino de Dios se amplía, se abre cada vez más hacia el Misterio de Cristo, el Rey del
universo. En Cristo se realiza por fin la Revelación en su plenitud, el designio de
benevolencia de Dios: Él mismo se hace uno de nosotros.

Me he detenido haciendo memoria de la acción de Dios en la historia del hombre para


mostrar las etapas de este gran proyecto de amor testimoniado en el Antiguo y en el Nuevo
Testamento: un único proyecto de salvación dirigido a toda la humanidad, progresivamente
revelado y realizado por el poder de Dios, en el que Dios siempre reacciona a las respuestas
del hombre y halla nuevos inicios de alianza cuando el hombre se extravía. Esto es
fundamental en el camino de fe. Estamos en el tiempo litúrgico de Adviento que nos
prepara para la Santa Navidad. Como todos sabemos, el término Adviento significa
«llegada», «presencia», y antiguamente indicaba precisamente la llegada del rey o del
emperador a una determinada provincia. Para nosotros, cristianos, la palabra indica una
realidad maravillosa e impresionante: el propio Dios ha atravesado su Cielo y se ha inclinado
hacia el hombre; ha hecho alianza con él entrando en la historia de un pueblo; Él es el rey
que ha bajado a esta pobre provincia que es la tierra y nos ha donado su visita asumiendo
nuestra carne, haciéndose hombre como nosotros. El Adviento nos invita a recorrer el
camino de esta presencia y nos recuerda siempre de nuevo que Dios no se ha suprimido del
mundo, no está ausente, no nos ha abandonado a nuestra suerte, sino que nos sale al
encuentro en diversos modos que debemos aprender a discernir. Y también nosotros con
nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad, estamos llamados cada día a vislumbrar y
a testimoniar esta presencia en el mundo frecuentemente superficial y distraído, y a hacer
que resplandezca en nuestra vida la luz que iluminó la gruta de Belén. Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los participantes


en el Congreso Internacional promovido por la Pontificia Comisión para América Latina, así
como a las autoridades civiles y eclesiásticas, y a los numerosos fieles del Estado de
Michoacán, México, que desde esa amada tierra han querido ofrecerme este hermoso
Belén artesanal. Que Nuestra Señora de Guadalupe vele por la noble Nación mexicana y le
conceda unidad, justicia, concordia y paz. Dirijo también un afectuoso saludo a los demás
grupos provenientes de España y otros países latinoamericanos. Exhorto a todos, en este
tiempo de Adviento, a dedicarse a la lectura de la Biblia, para recordar la obra de Dios en
medio de su pueblo y testimoniar su presencia viva en el mundo. Muchas gracias.

Queridos jóvenes, aprended en la escuela de María a amar y a esperar; queridos enfermos,


que la Santísima Virgen os sea compañera y consolación en el sufrimiento; y vosotros,
queridos recién casados, encomendad a la Madre de Jesús vuestro camino conyugal.
AUDIENCIA GENERAL
SALA PABLO VI
MIÉRCOLES 19 DE DICIEMBRE DE 2012

La Virgen María: Icono de la fe obediente.

Queridos hermanos:

En el camino de Adviento la Virgen María ocupa un lugar especial como aquella que ha
esperado de modo único la realización de las promesas de Dios, acogiendo en la fe y en la
carne a Jesús, el Hijo de Dios, en plena obediencia a la voluntad divina. Hoy quisiera
reflexionar brevemente con vosotros sobre la fe de María a partir del gran misterio de la
Anunciación.

«Chaîre kecharitomene, ho Kyrios meta sou», «Alégrate, llena de gracia, el Señor está
contigo» (Lc 1, 28). Estas son las palabras —citadas por el evangelista Lucas— con las que
el arcángel Gabriel se dirige a María. A primera vista el término chaîre, «alégrate», parece
un saludo normal, usual en el ámbito griego; pero esta palabra, si se lee sobre el trasfondo
de la tradición bíblica, adquiere un significado mucho más profundo. Este mismo término
está presente cuatro veces en la versión griega del Antiguo Testamento y siempre como
anuncio de alegría por la venida del Mesías (cf. Sof 3, 14; Jl 2, 21; Zac 9, 9; Lam 4, 21). El
saludo del ángel a María es, por lo tanto, una invitación a la alegría, a una alegría profunda,
que anuncia el final de la tristeza que existe en el mundo ante el límite de la vida, el
sufrimiento, la muerte, la maldad, la oscuridad del mal que parece ofuscar la luz de la
bondad divina. Es un saludo que marca el inicio del Evangelio, de la Buena Nueva.
Pero, ¿por qué se invita a María a alegrarse de este modo? La respuesta se encuentra en la
segunda parte del saludo: «El Señor está contigo». También aquí para comprender bien el
sentido de la expresión, debemos recurrir al Antiguo Testamento. En el Libro de Sofonías
encontramos esta expresión «Alégrate, hija de Sión... El Rey de Israel, el Señor, está en
medio de ti... El Señor tu Dios está en medio de ti, valiente y salvador» (3, 14-17). En estas
palabras hay una doble promesa hecha a Israel, a la hija de Sión: Dios vendrá como salvador
y establecerá su morada precisamente en medio de su pueblo, en el seno de la hija de Sión.
En el diálogo entre el ángel y María se realiza exactamente esta promesa: María se identifica
con el pueblo al que Dios tomó como esposa, es realmente la Hija de Sión en persona; en
ella se cumple la espera de la venida definitiva de Dios, en ella establece su morada el Dios
viviente.

En el saludo del ángel, se llama a María «llena de gracia»; en griego el término «gracia»,
charis, tiene la misma raíz lingüística de la palabra «alegría». También en esta expresión se
clarifica ulteriormente la fuente de la alegría de María: la alegría proviene de la gracia; es
decir, proviene de la comunión con Dios, del tener una conexión vital con Él, del ser morada
del Espíritu Santo, totalmente plasmada por la acción de Dios. María es la criatura que de
modo único ha abierto de par en par la puerta a su Creador, se puso en sus manos, sin
límites. Ella vive totalmente de la y en relación con el Señor; está en actitud de escucha,
atenta a captar los signos de Dios en el camino de su pueblo; está inserta en una historia de
fe y de esperanza en las promesas de Dios, que constituye el tejido de su existencia. Y se
somete libremente a la palabra recibida, a la voluntad divina en la obediencia de la fe.

El evangelista Lucas narra la vicisitud de María a través de un fino paralelismo con la vicisitud
de Abrahán. Como el gran Patriarca es el padre de los creyentes, que ha respondido a la
llamada de Dios para que saliera de la tierra donde vivía, de sus seguridades, a fin de
comenzar el camino hacia una tierra desconocida y que poseía sólo en la promesa divina,
igual María se abandona con plena confianza en la palabra que le anuncia el mensajero de
Dios y se convierte en modelo y madre de todos los creyentes.

Quisiera subrayar otro aspecto importante: la apertura del alma a Dios y a su acción en la
fe incluye también el elemento de la oscuridad. La relación del ser humano con Dios no
cancela la distancia entre Creador y criatura, no elimina cuanto afirma el apóstol Pablo ante
las profundidades de la sabiduría de Dios: «¡Qué insondables sus decisiones y qué
irrastreables sus caminos!» (Rm 11, 33). Pero precisamente quien —como María— está
totalmente abierto a Dios, llega a aceptar el querer divino, incluso si es misterioso, también
si a menudo no corresponde al propio querer y es una espada que traspasa el alma, como
dirá proféticamente el anciano Simeón a María, en el momento de la presentación de Jesús
en el Templo (cf. Lc 2, 35). El camino de fe de Abrahán comprende el momento de alegría
por el don del hijo Isaac, pero también el momento de la oscuridad, cuando debe subir al
monte Moria para realizar un gesto paradójico: Dios le pide que sacrifique el hijo que le
había dado. En el monte el ángel le ordenó: «No alargues la mano contra el muchacho ni le
hagas nada. Ahora he comprobado que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo,
a tu único hijo» (Gn 22, 12). La plena confianza de Abrahán en el Dios fiel a las promesas no
disminuye incluso cuando su palabra es misteriosa y difícil, casi imposible, de acoger. Así es
para María; su fe vive la alegría de la Anunciación, pero pasa también a través de la
oscuridad de la crucifixión del Hijo para poder llegar a la luz de la Resurrección.

No es distinto incluso para el camino de fe de cada uno de nosotros: encontramos


momentos de luz, pero hallamos también momentos en los que Dios parece ausente, su
silencio pesa en nuestro corazón y su voluntad no corresponde a la nuestra, a aquello que
nosotros quisiéramos. Pero cuanto más nos abrimos a Dios, acogemos el don de la fe,
ponemos totalmente en Él nuestra confianza —como Abrahán y como María—, tanto más
Él nos hace capaces, con su presencia, de vivir cada situación de la vida en la paz y en la
certeza de su fidelidad y de su amor. Sin embargo, esto implica salir de uno mismo y de los
propios proyectos para que la Palabra de Dios sea la lámpara que guíe nuestros
pensamientos y nuestras acciones.

Quisiera detenerme aún sobre un aspecto que surge en los relatos sobre la Infancia de Jesús
narrados por san Lucas. María y José llevan al hijo a Jerusalén, al Templo, para presentarlo
y consagrarlo al Señor como prescribe la ley de Moisés: «Todo varón primogénito será
consagrado al Señor» (cf. Lc 2, 22-24). Este gesto de la Sagrada Familia adquiere un sentido
aún más profundo si lo leemos a la luz de la ciencia evangélica de Jesús con doce años que,
tras buscarle durante tres días, le encuentran en el Templo mientras discutía entre los
maestros. A las palabras llenas de preocupación de María y José: «Hijo, ¿por qué nos has
tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados», corresponde la misteriosa
respuesta de Jesús: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de
mi Padre?» (Lc 2, 48-49). Es decir, en la propiedad del Padre, en la casa del Padre, como un
hijo. María debe renovar la fe profunda con la que ha dicho «sí» en la Anunciación; debe
aceptar que el verdadero Padre de Jesús tenga la precedencia; debe saber dejar libre a aquel
Hijo que ha engendrado para que siga su misión. Y el «sí» de María a la voluntad de Dios,
en la obediencia de la fe, se repite a lo largo de toda su vida, hasta el momento más difícil,
el de la Cruz.

Ante todo esto, podemos preguntarnos: ¿cómo pudo María vivir este camino junto a su Hijo
con una fe tan firme, incluso en la oscuridad, sin perder la plena confianza en la acción de
Dios? Hay una actitud de fondo que María asume ante lo que sucede en su vida. En la
Anunciación ella queda turbada al escuchar las palabras del ángel —es el temor que el
hombre experimenta cuando lo toca la cercanía de Dios—, pero no es la actitud de quien
tiene miedo ante lo que Dios puede pedir. María reflexiona, se interroga sobre el significado
de ese saludo (cf. Lc 1, 29). La palabra griega usada en el Evangelio para definir
«reflexionar», «dielogizeto», remite a la raíz de la palabra «diálogo». Esto significa que
María entra en íntimo diálogo con la Palabra de Dios que se le ha anunciado; no la considera
superficialmente, sino que se detiene, la deja penetrar en su mente y en su corazón para
comprender lo que el Señor quiere de ella, el sentido del anuncio. Otro signo de la actitud
interior de María ante la acción de Dios lo encontramos, también en el Evangelio de san
Lucas, en el momento del nacimiento de Jesús, después de la adoración de los pastores. Se
afirma que María «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19);
en griego el término es symballon. Podríamos decir que ella «mantenía unidos», «reunía»
en su corazón todos los acontecimientos que le estaban sucediendo; situaba cada
elemento, cada palabra, cada hecho, dentro del todo y lo confrontaba, lo conservaba,
reconociendo que todo proviene de la voluntad de Dios. María no se detiene en una primera
comprensión superficial de lo que acontece en su vida, sino que sabe mirar en profundidad,
se deja interpelar por los acontecimientos, los elabora, los discierne, y adquiere aquella
comprensión que sólo la fe puede garantizar. Es la humildad profunda de la fe obediente
de María, que acoge en sí también aquello que no comprende del obrar de Dios, dejando
que sea Dios quien le abra la mente y el corazón. «Bienaventurada la que ha creído, porque
lo que le ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45), exclama su pariente Isabel. Es
precisamente por su fe que todas las generaciones la llamarán bienaventurada.

Queridos amigos, la solemnidad del Nacimiento del Señor que dentro de poco
celebraremos, nos invita a vivir esta misma humildad y obediencia de fe. La gloria de Dios
no se manifiesta en el triunfo y en el poder de un rey, no resplandece en una ciudad famosa,
en un suntuoso palacio, sino que establece su morada en el seno de una virgen, se revela
en la pobreza de un niño. La omnipotencia de Dios, también en nuestra vida, obra con la
fuerza, a menudo silenciosa, de la verdad y del amor. La fe nos dice, entonces, que el poder
indefenso de aquel Niño al final vence el rumor de los poderes del mundo.

Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los Legionarios de Cristo que
recientemente han sido agregados al Orden Sacerdotal, así como a sus familiares. Saludo a
los grupos venidos de España y de los países latinoamericanos. Que la próxima solemnidad
de la Navidad, en la que contemplamos cómo Dios pone su morada en el seno de la Virgen,
nos haga crecer en el amor al Señor, acogiendo con humildad su Palabra. Muchas gracias y
Feliz Navidad.
AUDIENCIA GENERAL
SALA PABLO VI
MIÉRCOLES 2 DE ENERO DE 2013

Fue concebido por obra del Espíritu Santo.

Queridos hermanos y hermanas:

La Natividad del Señor ilumina una vez más con su luz las tinieblas que con frecuencia
envuelven nuestro mundo y nuestro corazón, y trae esperanza y alegría. ¿De dónde viene
esta luz? De la gruta de Belén, donde los pastores encontraron a «María y a José, y al niño
acostado en el pesebre» (Lc 2, 16). Ante esta Sagrada Familia surge otra pregunta más
profunda: ¿cómo pudo aquel pequeño y débil Niño traer al mundo una novedad tan radical
como para cambiar el curso de la historia? ¿No hay, tal vez, algo de misterioso en su origen
que va más allá de aquella gruta?

Surge siempre de nuevo, de este modo, la pregunta sobre el origen de Jesús, la misma que
plantea el procurador Poncio Pilato durante el proceso: «¿De dónde eres tú?» (Jn 19, 9). Sin
embargo, se trata de un origen bien claro. En el Evangelio de Juan, cuando el Señor afirma:
«Yo soy el pan bajado del cielo», los judíos reaccionan murmurando: «¿No es este Jesús, el
hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del
cielo?» (Jn 6, 41-42). Y, poco más tarde, los habitantes de Jerusalén se opusieron con fuerza
ante la pretensión mesiánica de Jesús, afirmando que se conoce bien «de dónde viene;
mientras que el Mesías, cuando llegue, nadie sabrá de dónde viene» (Jn 7, 27). Jesús mismo
hace notar cuán inadecuada es su pretensión de conocer su origen, y con esto ya ofrece una
orientación para saber de dónde viene: «No vengo por mi cuenta, sino que el Verdadero es
el que me envía; a ese vosotros no lo conocéis» (Jn 7, 28). Cierto, Jesús es originario de
Nazaret, nació en Belén, pero ¿qué se sabe de su verdadero origen?

En los cuatro Evangelios emerge con claridad la respuesta a la pregunta «de dónde» viene
Jesús: su verdadero origen es el Padre, Dios; Él proviene totalmente de Él, pero de un modo
distinto al de todo profeta o enviado por Dios que lo han precedido. Este origen en el
misterio de Dios, «que nadie conoce», ya está contenido en los relatos de la infancia de los
Evangelios de Mateo y de Lucas, que estamos leyendo en este tiempo navideño. El ángel
Gabriel anuncia: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su
sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35). Repetimos
estas palabras cada vez que rezamos el Credo, la profesión de fe: «Et incarnatus est de
Spiritu Sancto, ex Maria Virgine», «por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la
Virgen». En esta frase nos arrodillamos porque el velo que escondía a Dios, por decirlo así,
se abre y su misterio insondable e inaccesible nos toca: Dios se convierte en el Emmanuel,
«Dios con nosotros». Cuando escuchamos las Misas compuestas por los grandes maestros
de música sacra —pienso por ejemplo en la Misa de la Coronación, de Mozart— notamos
inmediatamente cómo se detienen de modo especial en esta frase, casi queriendo expresar
con el lenguaje universal de la música aquello que las palabras no pueden manifestar: el
misterio grande de Dios que se encarna, que se hace hombre.

Si consideramos atentamente la expresión «por obra del Espíritu Santo se encarnó de


María, la Virgen», encontramos que la misma incluye cuatro sujetos que actúan. En modo
explícito se menciona al Espíritu Santo y a María, pero está sobreentendido «Él», es decir el
Hijo, que se hizo carne en el seno de la Virgen. En la Profesión de fe, el Credo, se define a
Jesús con diversos apelativos: «Señor, ... Cristo, unigénito Hijo de Dios... Dios de Dios, Luz
de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero... de la misma sustancia del Padre» (Credo niceno-
constantinopolitano). Vemos entonces que «Él» remite a otra persona, al Padre. El primer
sujeto de esta frase es, por lo tanto, el Padre que, con el Hijo y el Espíritu Santo, es el único
Dios.

Esta afirmación del Credo no se refiere al ser eterno de Dios, sino más bien nos habla de
una acción en la que toman parte las tres Personas divinas y que se realiza «ex Maria
Virgine». Sin ella el ingreso de Dios en la historia de la humanidad no habría llegado a su fin
ni habría tenido lugar aquello que es central en nuestra Profesión de fe: Dios es un Dios con
nosotros. Así, María pertenece en modo irrenunciable a nuestra fe en el Dios que obra, que
entra en la historia. Ella pone a disposición toda su persona, «acepta» convertirse en lugar
en el que habita Dios.

A veces también en el camino y en la vida de fe podemos advertir nuestra pobreza, nuestra


inadecuación ante el testimonio que se ha de ofrecer al mundo. Pero Dios ha elegido
precisamente a una humilde mujer, en una aldea desconocida, en una de las provincias más
lejanas del gran Imperio romano. Siempre, incluso en medio de las dificultades más arduas
de afrontar, debemos tener confianza en Dios, renovando la fe en su presencia y acción en
nuestra historia, como en la de María. ¡Nada es imposible para Dios! Con Él nuestra
existencia camina siempre sobre un terreno seguro y está abierta a un futuro de esperanza
firme.

Profesando en el Credo: «Por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen»,
afirmamos que el Espíritu Santo, como fuerza del Dios Altísimo, ha obrado de modo
misterioso en la Virgen María la concepción del Hijo de Dios. El evangelista Lucas retoma
las palabras del arcángel Gabriel: «El Espíritu vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te
cubrirá con su sombra» (1, 35). Son evidentes dos remisiones: la primera es al momento de
la creación. Al comienzo del Libro del Génesis leemos que «el espíritu de Dios se cernía
sobre la faz de las aguas» (1, 2); es el Espíritu creador que ha dado vida a todas las cosas y
al ser humano. Lo que acontece en María, a través de la acción del mismo Espíritu divino,
es una nueva creación: Dios, que ha llamado al ser de la nada, con la Encarnación da vida a
un nuevo inicio de la humanidad. Los Padres de la Iglesia en más de una ocasión hablan de
Cristo como el nuevo Adán para poner de relieve el inicio de la nueva creación por el
nacimiento del Hijo de Dios en el seno de la Virgen María. Esto nos hace reflexionar sobre
cómo la fe trae también a nosotros una novedad tan fuerte capaz de producir un segundo
nacimiento. En efecto, en el comienzo del ser cristianos está el Bautismo que nos hace
renacer como hijos de Dios, nos hace participar en la relación filial que Jesús tiene con el
Padre. Y quisiera hacer notar cómo el Bautismo se recibe, nosotros «somos bautizados» —
es una voz pasiva— porque nadie es capaz de hacerse hijo de Dios por sí mimo: es un don
que se confiere gratuitamente. San Pablo se refiere a esta filiación adoptiva de los cristianos
en un pasaje central de su Carta a los Romanos, donde escribe: «Cuantos se dejan llevar por
el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud,
para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que
clamamos: “¡Abba, Padre!”. Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que
somos hijos de Dios» (8, 14-16), no siervos. Sólo si nos abrimos a la acción de Dios, como
María, sólo si confiamos nuestra vida al Señor como a un amigo de quien nos fiamos
totalmente, todo cambia, nuestra vida adquiere un sentido nuevo y un rostro nuevo: el de
hijos de un Padre que nos ama y nunca nos abandona.

Hemos hablado de dos elementos: el primer elemento el Espíritu sobre las aguas, el Espíritu
Creador. Hay otro elemento en las palabras de la Anunciación. El ángel dice a María: «La
fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra». Es una referencia a la nube santa que,
durante el camino del éxodo, se detenía sobre la tienda del encuentro, sobre el arca de la
Alianza, que el pueblo de Israel llevaba consigo, y que indicaba la presencia de Dios (cf. Ex
40, 34-38). María, por lo tanto, es la nueva tienda santa, la nueva arca de la alianza: con su
«sí» a las palabras del arcángel, Dios recibe una morada en este mundo, Aquel que el
universo no puede contener establece su morada en el seno de una virgen.

Volvamos, entonces, a la cuestión de la que hemos partido, la cuestión sobre el origen de


Jesús, sintetizada por la pregunta de Pilato: «¿De dónde eres tú?». En nuestras reflexiones
se ve claro, desde el inicio de los Evangelios, cuál es el verdadero origen de Jesús: Él es el
Hijo unigénito del Padre, viene de Dios. Nos encontramos ante el gran e impresionante
misterio que celebramos en este tiempo de Navidad: el Hijo de Dios, por obra del Espíritu
Santo, se ha encarnado en el seno de la Virgen María. Este es un anuncio que resuena
siempre nuevo y que en sí trae esperanza y alegría a nuestro corazón, porque cada vez nos
dona la certeza de que, aunque a menudo nos sintamos débiles, pobres, incapaces ante las
dificultades y el mal del mundo, el poder de Dios actúa siempre y obra maravillas
precisamente en la debilidad. Su gracia es nuestra fuerza (cf. 2 Co 12, 9-10). Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos


provenientes de España, México y los demás países latinoamericanos. Invito a todos a
anunciar la alegría y la esperanza que nos trae la Navidad, la certeza de que la potencia del
Señor se hace presente en nuestra historia. Feliz Año nuevo. Que Dios os bendiga.
AUDIENCIA GENERAL
SALA PABLO VI
MIÉRCOLES 9 DE ENERO DE 2013

Se hizo hombre.

Queridos hermanos y hermanas:

En este tiempo navideño nos detenemos una vez más en el gran misterio de Dios que
descendió de su Cielo para entrar en nuestra carne. En Jesús, Dios se encarnó; se hizo
hombre como nosotros, y así nos abrió el camino hacia su Cielo, hacia la comunión plena
con Él.

En estos días ha resonado repetidas veces en nuestras iglesias el término «Encarnación» de


Dios, para expresar la realidad que celebramos en la Santa Navidad: el Hijo de Dios se hizo
hombre, como recitamos en el Credo. Pero, ¿qué significa esta palabra central para la fe
cristiana? Encarnación deriva del latín «incarnatio». San Ignacio de Antioquía —finales del
siglo I— y, sobre todo, san Ireneo usaron este término reflexionando sobre el Prólogo del
Evangelio de san Juan, en especial sobre la expresión: «El Verbo se hizo carne» (Jn 1, 14).
Aquí, la palabra «carne», según el uso hebreo, indica el hombre en su integridad, todo el
hombre, pero precisamente bajo el aspecto de su caducidad y temporalidad, de su pobreza
y contingencia. Esto para decirnos que la salvación traída por el Dios que se hizo carne en
Jesús de Nazaret toca al hombre en su realidad concreta y en cualquier situación en que se
encuentre. Dios asumió la condición humana para sanarla de todo lo que la separa de Él,
para permitirnos llamarle, en su Hijo unigénito, con el nombre de «Abbá, Padre» y ser
verdaderamente hijos de Dios. San Ireneo afirma: «Este es el motivo por el cual el Verbo se
hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, entrando en comunión
con el Verbo y recibiendo de este modo la filiación divina, llegara a ser hijo de Dios»
(Adversus haereses, 3, 19, 1: PG 7, 939; cf. Catecismo de la Iglesia católica, 460).

«El Verbo se hizo carne» es una de esas verdades a las que estamos tan acostumbrados que
casi ya no nos asombra la grandeza del acontecimiento que expresa. Y efectivamente en
este período navideño, en el que tal expresión se repite a menudo en la liturgia, a veces se
está más atento a los aspectos exteriores, a los «colores» de la fiesta, que al corazón de la
gran novedad cristiana que celebramos: algo absolutamente impensable, que sólo Dios
podía obrar y donde podemos entrar solamente con la fe. El Logos, que está junto a Dios,
el Logos que es Dios, el Creador del mundo (cf. Jn 1, 1), por quien fueron creadas todas las
cosas (cf. 1, 3), que ha acompañado y acompaña a los hombres en la historia con su luz (cf.
1, 4-5; 1, 9), se hace uno entre los demás, establece su morada en medio de nosotros, se
hace uno de nosotros (cf. 1, 14). El Concilio Ecuménico Vaticano II afirma: «El Hijo de Dios...
trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de
hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente
uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado» (const. Gaudium et
spes, 22). Es importante entonces recuperar el asombro ante este misterio, dejarnos
envolver por la grandeza de este acontecimiento: Dios, el verdadero Dios, Creador de todo,
recorrió como hombre nuestros caminos, entrando en el tiempo del hombre, para
comunicarnos su misma vida (cf. 1 Jn 1, 1-4). Y no lo hizo con el esplendor de un soberano,
que somete con su poder el mundo, sino con la humildad de un niño.

Desearía poner de relieve un segundo elemento. En la Santa Navidad, a menudo, se


intercambia algún regalo con las personas más cercanas. Tal vez puede ser un gesto
realizado por costumbre, pero generalmente expresa afecto, es un signo de amor y de
estima. En la oración sobre las ofrendas de la Misa de medianoche de la solemnidad de
Navidad la Iglesia reza así: «Acepta, Señor, nuestras ofrendas en esta noche santa, y por
este intercambio de dones en el que nos muestras tu divina largueza, haznos partícipes de
la divinidad de tu Hijo que, al asumir la naturaleza humana, nos ha unido a la tuya de modo
admirable». El pensamiento de la donación, por lo tanto, está en el centro de la liturgia y
recuerda a nuestra conciencia el don originario de la Navidad: Dios, en aquella noche santa,
haciéndose carne, quiso hacerse don para los hombres, se dio a sí mismo por nosotros; Dios
hizo de su Hijo único un don para nosotros, asumió nuestra humanidad para donarnos su
divinidad. Este es el gran don. También en nuestro donar no es importante que un regalo
sea más o menos costoso; quien no logra donar un poco de sí mismo, dona siempre
demasiado poco. Es más, a veces se busca precisamente sustituir el corazón y el
compromiso de donación de sí mismo con el dinero, con cosas materiales. El misterio de la
Encarnación indica que Dios no ha hecho así: no ha donado algo, sino que se ha donado a
sí mismo en su Hijo unigénito. Encontramos aquí el modelo de nuestro donar, para que
nuestras relaciones, especialmente aquellas más importantes, estén guiadas por la
gratuidad del amor.
Quisiera ofrecer una tercera reflexión: el hecho de la Encarnación, de Dios que se hace
hombre como nosotros, nos muestra el inaudito realismo del amor divino. El obrar de Dios,
en efecto, no se limita a las palabras, es más, podríamos decir que Él no se conforma con
hablar, sino que se sumerge en nuestra historia y asume sobre sí el cansancio y el peso de
la vida humana. El Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, nació de la Virgen María,
en un tiempo y en un lugar determinados, en Belén durante el reinado del emperador
Augusto, bajo el gobernador Quirino (cf. Lc 2, 1-2); creció en una familia, tuvo amigos, formó
un grupo de discípulos, instruyó a los Apóstoles para continuar su misión, y terminó el curso
de su vida terrena en la cruz. Este modo de obrar de Dios es un fuerte estímulo para
interrogarnos sobre el realismo de nuestra fe, que no debe limitarse al ámbito del
sentimiento, de las emociones, sino que debe entrar en lo concreto de nuestra existencia,
debe tocar nuestra vida de cada día y orientarla también de modo práctico. Dios no se
quedó en las palabras, sino que nos indicó cómo vivir, compartiendo nuestra misma
experiencia, menos en el pecado. El Catecismo de san Pío X, que algunos de nosotros
estudiamos cuando éramos jóvenes, con su esencialidad, ante la pregunta: «¿Qué debemos
hacer para vivir según Dios?», da esta respuesta: «Para vivir según Dios debemos creer las
verdades por Él reveladas y observar sus mandamientos con la ayuda de su gracia, que se
obtiene mediante los sacramentos y la oración». La fe tiene un aspecto fundamental que
afecta no sólo la mente y el corazón, sino toda nuestra vida.

Propongo un último elemento para vuestra reflexión. San Juan afirma que el Verbo, el Logos
estaba desde el principio junto a Dios, y que todo ha sido hecho por medio del Verbo y nada
de lo que existe se ha hecho sin Él (cf. Jn 1, 1-3). El evangelista hace una clara alusión al
relato de la creación que se encuentra en los primeros capítulos del libro del Génesis, y lo
relee a la luz de Cristo. Este es un criterio fundamental en la lectura cristiana de la Biblia: el
Antiguo y el Nuevo Testamento se han de leer siempre juntos, y a partir del Nuevo se abre
el sentido más profundo también del Antiguo. Aquel mismo Verbo, que existe desde
siempre junto a Dios, que Él mismo es Dios y por medio del cual y en vista del cual todo ha
sido creado (cf. Col 1, 16-17), se hizo hombre: el Dios eterno e infinito se ha sumergido en
la finitud humana, en su criatura, para reconducir al hombre y a toda la creación hacia Él. El
Catecismo de la Iglesia católica afirma: «La primera creación encuentra su sentido y su
cumbre en la nueva creación en Cristo, cuyo esplendor sobrepasa el de la primera» (n. 349).
Los Padres de la Iglesia han comparado a Jesús con Adán, hasta definirle «segundo Adán»
o el Adán definitivo, la imagen perfecta de Dios. Con la Encarnación del Hijo de Dios tiene
lugar una nueva creación, que dona la respuesta completa a la pregunta: «¿Quién es el
hombre?». Sólo en Jesús se manifiesta completamente el proyecto de Dios sobre el ser
humano: Él es el hombre definitivo según Dios. El Concilio Vaticano II lo reafirma con fuerza:
«Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado...
Cristo, el nuevo Adán, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la
grandeza de su vocación» (const. Gaudium et spes, 22; cf. Catecismo de la Iglesia católica,
359). En aquel niño, el Hijo de Dios que contemplamos en Navidad, podemos reconocer el
rostro auténtico, no sólo de Dios, sino el auténtico rostro del ser humano. Sólo abriéndonos
a la acción de su gracia y buscando seguirle cada día, realizamos el proyecto de Dios sobre
nosotros, sobre cada uno de nosotros.
Queridos amigos, en este período meditemos la grande y maravillosa riqueza del misterio
de la Encarnación, para dejar que el Señor nos ilumine y nos transforme cada vez más a
imagen de su Hijo hecho hombre por nosotros.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos


provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Exhorto a todos a meditar
el misterio de la encarnación para que el Señor os ilumine y os transforme cada vez más en
imagen de su Hijo hecho hombre por nosotros. Que Dios os bendiga.

AUDIENCIA GENERAL
SALA PABLO VI
MIÉRCOLES 16 DE ENERO DE 2013
Jesucristo, "mediador y plenitud de toda la revelación".

Queridos hermanos y hermanas:

El Concilio Vaticano II, en la constitución sobre la divina Revelación Dei Verbum, afirma que
la íntima verdad de toda la Revelación de Dios resplandece para nosotros «en Cristo,
mediador y plenitud de toda la revelación» (n. 2). El Antiguo Testamento nos narra cómo
Dios, después de la creación, a pesar del pecado original, a pesar de la arrogancia del
hombre de querer ocupar el lugar de su Creador, ofrece de nuevo la posibilidad de su
amistad, sobre todo a través de la alianza con Abrahán y el camino de un pequeño pueblo,
el pueblo de Israel, que Él eligió no con criterios de poder terreno, sino sencillamente por
amor. Es una elección que sigue siendo un misterio y revela el estilo de Dios, que llama a
algunos no para excluir a otros, sino para que hagan de puente para conducir a Él: elección
es siempre elección para el otro. En la historia del pueblo de Israel podemos volver a
recorrer las etapas de un largo camino en el que Dios se da a conocer, se revela, entra en la
historia con palabras y con acciones. Para esta obra Él se sirve de mediadores —como
Moisés, los Profetas, los Jueces— que comunican al pueblo su voluntad, recuerdan la
exigencia de fidelidad a la alianza y mantienen viva la esperanza de la realización plena y
definitiva de las promesas divinas.

Y es precisamente la realización de estas promesas lo que hemos contemplado en la Santa


Navidad: la Revelación de Dios alcanza su cumbre, su plenitud. En Jesús de Nazaret, Dios
visita realmente a su pueblo, visita a la humanidad de un modo que va más allá de toda
espera: envía a su Hijo Unigénito; Dios mismo se hace hombre. Jesús no nos dice algo sobre
Dios, no habla simplemente del Padre, sino que es revelación de Dios, porque es Dios, y nos
revela de este modo el rostro de Dios. San Juan, en el Prólogo de su Evangelio, escribe: «A
Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha
revelado» (Jn 1, 18).

Quisiera detenerme en este «revelar el rostro de Dios». Al respecto, san Juan, en su


Evangelio, nos relata un hecho significativo que acabamos de escuchar. Acercándose la
Pasión, Jesús tranquiliza a sus discípulos invitándoles a no temer y a tener fe; luego entabla
un diálogo con ellos, donde habla de Dios Padre (cf. Jn 14, 2-9). En cierto momento, el
apóstol Felipe pide a Jesús: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14, 8). Felipe es
muy práctico y concreto, dice también lo que nosotros queremos decir: «queremos ver,
muéstranos al Padre», pide «ver» al Padre, ver su rostro. La respuesta de Jesús es respuesta
no sólo para Felipe, sino también para nosotros, y nos introduce en el corazón de la fe
cristológica. El Señor afirma: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9). En esta
expresión se encierra sintéticamente la novedad del Nuevo Testamento, la novedad que
apareció en la gruta de Belén: Dios se puede ver, Dios manifestó su rostro, es visible en
Jesucristo.

En todo el Antiguo Testamento está muy presente el tema de la «búsqueda del rostro de
Dios», el deseo de conocer este rostro, el deseo de ver a Dios como es; tanto que el término
hebreo pānîm, que significa «rostro», se encuentra 400 veces, y 100 de ellas se refieren a
Dios: 100 veces existe la referencia a Dios, se quiere ver el rostro de Dios. Sin embargo la
religión judía prohíbe totalmente las imágenes porque a Dios no se le puede representar,
como hacían en cambio los pueblos vecinos con la adoración de los ídolos. Por lo tanto, con
esta prohibición de imágenes, el Antiguo Testamento parece excluir totalmente el «ver» del
culto y de la piedad. ¿Qué significa, entonces, para el israelita piadoso, buscar el rostro de
Dios, sabiendo que no puede existir ninguna imagen? La pregunta es importante: por una
parte se quiere decir que Dios no se puede reducir a un objeto, como una imagen que se
toma en la mano, pero tampoco se puede poner una cosa en el lugar de Dios. Por otra parte,
sin embargo, se afirma que Dios tiene un rostro, es decir, que es un «Tú» que puede entrar
en relación, que no está cerrado en su Cielo mirando desde lo alto a la humanidad. Dios
está, ciertamente, sobre todas las cosas, pero se dirige a nosotros, nos escucha, nos ve,
habla, estipula alianza, es capaz de amar. La historia de la salvación es la historia de Dios
con la humanidad, es la historia de esta relación con Dios que se revela progresivamente al
hombre, que se da conocer a sí mismo, su rostro.

Precisamente al comienzo del año, el 1 de enero, hemos escuchado en la liturgia la bellísima


oración de bendición sobre el pueblo: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro
sobre ti y te conceda su favor. El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Nm 6, 24-
26). El esplendor del rostro divino es la fuente de la vida, es lo que permite ver la realidad;
la luz de su rostro es la guía de la vida. En el Antiguo Testamento hay una figura a la que
está vinculada de modo especial el tema del «rostro de Dios»: se trata de Moisés, a quien
Dios elige para liberar al pueblo de la esclavitud de Egipto, donarle la Ley de la alianza y
guiarle a la Tierra prometida. Pues bien, el capítulo 33 del Libro del Éxodo dice que Moisés
tenía una relación estrecha y confidencial con Dios: «El Señor hablaba con Moisés cara a
cara, como habla un hombre con un amigo» (v. 11). Dada esta confianza, Moisés pide a
Dios: «¡Muéstrame tu gloria!», y la respuesta de Dios es clara: «Yo haré pasar ante ti toda
mi bondad y pronunciaré ante ti el nombre del Señor... Pero mi rostro no lo puedes ver,
porque no puede verlo nadie y quedar con vida... Aquí hay un sitio junto a mí... podrás ver
mi espalda, pero mi rostro no lo verás» (vv. 18-23). Por un lado, entonces, tiene lugar el
diálogo cara a cara como entre amigos, pero por otro lado existe la imposibilidad, en esta
vida, de ver el rostro de Dios, que permanece oculto; la visión es limitada. Los Padres dicen
que estas palabras, «tú puedes ver sólo mi espalda», quieren decir: tú sólo puedes seguir a
Cristo y siguiéndole ves desde la espalda el misterio de Dios. Se puede seguir a Dios viendo
su espalda.

Algo completamente nuevo tiene lugar, sin embargo, con la Encarnación. La búsqueda del
rostro de Dios recibe un viraje inimaginable, porque este rostro ahora se puede ver: es el
rostro de Jesús, del Hijo de Dios que se hace hombre. En Él halla cumplimiento el camino
de revelación de Dios iniciado con la llamada de Abrahán, Él es la plenitud de esta revelación
porque es el Hijo de Dios, es a la vez «mediador y plenitud de toda la Revelación» (const.
dogm. Dei Verbum, 2), en Él el contenido de la Revelación y el Revelador coinciden. Jesús
nos muestra el rostro de Dios y nos da a conocer el nombre de Dios. En la Oración
sacerdotal, en la Última Cena, Él dice al Padre: «He manifestado tu nombre a los hombres...
Les he dado a conocer tu nombre» (cf. Jn 17, 6.26). La expresión «nombre de Dios» significa
Dios como Aquel que está presente entre los hombres. A Moisés, junto a la zarza ardiente,
Dios le había revelado su nombre, es decir, hizo posible que se le invocara, había dado un
signo concreto de su «estar» entre los hombres. Todo esto encuentra en Jesús
cumplimiento y plenitud: Él inaugura de un modo nuevo la presencia de Dios en la historia,
porque quien lo ve a Él ve al Padre, como dice a Felipe (cf. Jn 14, 9). El cristianismo —afirma
san Bernardo— es la «religión de la Palabra de Dios»; no, sin embargo, de «una palabra
escrita y muda, sino del Verbo encarnado y viviente» (Hom. super missus est, IV, 11: pl 183,
86 b). En la tradición patrística y medieval se usa una fórmula especial para expresar esta
realidad: se dice que Jesús es el Verbum abbreviatum (cf. Rm 9, 28, referido a Is 10, 23), el
Verbo abreviado, la Palabra breve, abreviada y sustancial del Padre, que nos ha dicho todo
de Él. En Jesús está presente toda la Palabra.
En Jesús también la mediación entre Dios y el hombre encuentra su plenitud. En el Antiguo
Testamento hay una multitud de figuras que desempeñaron esta función, en especial
Moisés, el liberador, el guía, el «mediador» de la alianza, como lo define también el Nuevo
Testamento (cf. Gal 3, 19; Hch 7, 35; Jn 1, 17). Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre,
no es simplemente uno de los mediadores entre Dios y el hombre, sino que es «el
mediador» de la nueva y eterna alianza (cf. Hb 8, 6; 9, 15; 12, 24); «Dios es uno —dice
Pablo—, y único también el mediador entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús» (1
Tm 2, 5; cf. Gal 3, 19-20). En Él vemos y encontramos al Padre; en Él podemos invocar a Dios
con el nombre de «Abbà, Padre»; en Él se nos dona la salvación.

El deseo de conocer realmente a Dios, es decir, de ver el rostro de Dios es innato en cada
hombre, también en los ateos. Y nosotros tenemos, tal vez inconscientemente, este deseo
de ver sencillamente quién es Él, qué cosa es, quién es para nosotros. Pero este deseo se
realiza siguiendo a Cristo; así vemos su espalda y vemos en definitiva también a Dios como
amigo, su rostro en el rostro de Cristo. Lo importante es que sigamos a Cristo no sólo en el
momento en que tenemos necesidad y cuando encontramos un espacio en nuestras
ocupaciones cotidianas, sino con nuestra vida en cuanto tal. Toda nuestra existencia debe
estar orientada hacia el encuentro con Jesucristo, al amor hacia Él; y, en ella, debe tener
también un lugar central el amor al prójimo, ese amor que, a la luz del Crucificado, nos hace
reconocer el rostro de Jesús en el pobre, en el débil, en el que sufre. Esto sólo es posible si
el rostro auténtico de Jesús ha llegado a ser familiar para nosotros en la escucha de su
Palabra, al dialogar interiormente, al entrar en esta Palabra de tal manera que realmente lo
encontremos, y, naturalmente, en el Misterio de la Eucaristía. En el Evangelio de san Lucas
es significativo el pasaje de los dos discípulos de Emaús, que reconocen a Jesús al partir el
pan, pero preparados por el camino hecho con Él, preparados por la invitación que le
hicieron de permanecer con ellos, preparados por el diálogo que hizo arder su corazón; así,
al final, ven a Jesús. También para nosotros la Eucaristía es la gran escuela en la que
aprendemos a ver el rostro de Dios, entramos en relación íntima con Él; y aprendemos, al
mismo tiempo, a dirigir la mirada hacia el momento final de la historia, cuando Él nos saciará
con la luz de su rostro. Sobre la tierra caminamos hacia esta plenitud, en la espera gozosa
de que se realice realmente el reino de Dios. Gracias.

Saludos

Saludo a los fieles de lengua española provenientes de España y Latinoamérica. Invito a


todos a escuchar la Palabra y a participar en la Eucaristía, en donde se manifiesta
especialmente el rostro de Cristo. Así crecerá nuestro amor y podremos también reconocer
al Señor en el que sufre y en el pobre. Muchas gracias.

LLAMAMIENTO

Pasado mañana, viernes 18 de enero, comienza la Semana de oración por la unidad de los
cristianos, que este año tiene por tema: “¿Qué exige el Señor de nosotros”, inspirado en un
pasaje del profeta Miqueas (cf. Mi 6 6-8). Invito a todos a orar, pidiendo con insistencia a
Dios el gran don de la unidad entre todos los discípulos del Señor. Que la fuerza inagotable
del Espíritu Santo nos estimule a un empeño sincero de búsqueda de la unidad a fin de que
podamos profesar todos juntos que Jesús es el Salvador del mundo.

AUDIENCIA GENERAL
SALA PABLO VI
MIÉRCOLES 23 DE ENERO DE 2013
«Creo en Dios»

Queridos hermanos y hermanas:

En este Año de la fe quisiera comenzar hoy a reflexionar con vosotros sobre el Credo, es
decir, sobre la solemne profesión de fe que acompaña nuestra vida de creyentes. El Credo
comienza así: «Creo en Dios». Es una afirmación fundamental, aparentemente sencilla en
su esencialidad, pero que abre al mundo infinito de la relación con el Señor y con su
misterio. Creer en Dios implica adhesión a Él, acogida de su Palabra y obediencia gozosa a
su revelación. Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, «la fe es un acto personal: la
respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela» (n. 166). Poder decir que
creo en Dios es, por lo tanto, a la vez un don —Dios se revela, viene a nuestro encuentro—
y un compromiso, es gracia divina y responsabilidad humana, en una experiencia de diálogo
con Dios que, por amor, «habla a los hombres como amigos» (Dei Verbum, 2), nos habla a
fin de que, en la fe y con la fe, podamos entrar en comunión con Él.

¿Dónde podemos escuchar a Dios y su Palabra? Es fundamental la Sagrada Escritura, donde


la Palabra de Dios se hace audible para nosotros y alimenta nuestra vida de «amigos» de
Dios. Toda la Biblia relata la revelación de Dios a la humanidad; toda la Biblia habla de fe y
nos enseña la fe narrando una historia en la que Dios conduce su proyecto de redención y
se hace cercano a nosotros, los hombres, a través de numerosas figuras luminosas de
personas que creen en Él y a Él se confían, hasta la plenitud de la revelación en el Señor
Jesús.

Es muy bello, al respecto, el capítulo 11 de la Carta a los Hebreos, que acabamos de


escuchar. Se habla de la fe y se ponen de relieve las grandes figuras bíblicas que la han
vivido, convirtiéndose en modelo para todos los creyentes. En el primer versículo, dice el
texto: «La fe es fundamento de lo que se espera y garantía de lo que no se ve» (11, 1). Los
ojos de la fe son, por lo tanto, capaces de ver lo invisible y el corazón del creyente puede
esperar más allá de toda esperanza, precisamente como Abrahán, de quien Pablo dice en
la Carta a los Romanos que «creyó contra toda esperanza» (4, 18).

Y es precisamente sobre Abrahán en quien quisiera detenerme y detener nuestra atención,


porque él es la primera gran figura de referencia para hablar de fe en Dios: Abrahán el gran
patriarca, modelo ejemplar, padre de todos los creyentes (cf. Rm 4, 11-12). La Carta a los
Hebreos lo presenta así: «Por la fe obedeció Abrahán a la llamada y salió hacia la tierra que
iba a recibir en heredad. Salió sin saber adónde iba. Por fe vivió como extranjero en la tierra
prometida, habitando en tiendas, y lo mismo Isaac y Jacob, herederos de la misma promesa,
mientras esperaba la ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y constructor iba a ser
Dios» (11, 8-10).

El autor de la Carta a los Hebreos hace referencia aquí a la llamada de Abrahán, narrada en
el Libro del Génesis, el primer libro de la Biblia. ¿Qué pide Dios a este patriarca? Le pide que
se ponga en camino abandonando la propia tierra para ir hacia el país que le mostrará: «Sal
de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré» (Gn 12
,1). ¿Cómo habríamos respondido nosotros a una invitación similar? Se trata, en efecto, de
partir en la oscuridad, sin saber adónde le conducirá Dios; es un camino que pide una
obediencia y una confianza radical, a lo cual sólo la fe permite acceder. Pero la oscuridad
de lo desconocido —adonde Abrahán debe ir— se ilumina con la luz de una promesa; Dios
añade al mandato una palabra tranquilizadora que abre ante Abrahán un futuro de vida en
plenitud: «Haré de ti una gran nación, te bendeciré, haré famoso tu nombre... y en ti serán
benditas todas las familias de la tierra» (Gn 12, 2.3).

La bendición, en la Sagrada Escritura, está relacionada principalmente con el don de la vida


que viene de Dios, y se manifiesta ante todo en la fecundidad, en una vida que se multiplica,
pasando de generación en generación. Y con la bendición está relacionada también la
experiencia de la posesión de una tierra, de un lugar estable donde vivir y crecer en libertad
y seguridad, temiendo a Dios y construyendo una sociedad de hombres fieles a la Alianza,
«reino de sacerdotes y nación santa» (cf. Ex 19, 6).

Por ello Abrahán, en el proyecto divino, está destinado a convertirse en «padre de


muchedumbre de pueblos» (Gn 17, 5; cf. Rm 4, 17-18) y a entrar en una tierra nueva donde
habitar. Sin embargo Sara, su esposa, es estéril, no puede tener hijos; y el país hacia el cual
le conduce Dios está lejos de su tierra de origen, ya está habitado por otras poblaciones, y
nunca le pertenecerá verdaderamente. El narrador bíblico lo subraya, si bien con mucha
discreción: cuando Abrahán llega al lugar de la promesa de Dios: «en aquel tiempo
habitaban allí los cananeos» (Gn 12, 6). La tierra que Dios dona a Abrahán no le pertenece,
él es un extranjero y lo será siempre, con todo lo que comporta: no tener miras de posesión,
sentir siempre la propia pobreza, ver todo como don. Ésta es también la condición espiritual
de quien acepta seguir al Señor, de quien decide partir acogiendo su llamada, bajo el signo
de su invisible pero poderosa bendición. Y Abrahán, «padre de los creyentes», acepta esta
llamada en la fe. Escribe san Pablo en la Carta a los Romanos: «Apoyado en la esperanza,
creyó contra toda esperanza que llegaría a ser padre de muchos pueblos, de acuerdo con lo
que se le había dicho: Así será tu descendencia. Y, aunque se daba cuenta de que su cuerpo
estaba ya medio muerto —tenía unos cien años— y de que el seno de Sara era estéril, no
vaciló en su fe. Todo lo contrario, ante la promesa divina no cedió a la incredulidad, sino
que se fortaleció en la fe, dando gloria a Dios, pues estaba persuadido de que Dios es capaz
de hacer lo que promete» (Rm 4, 18-21).

La fe lleva a Abrahán a recorrer un camino paradójico. Él será bendecido, pero sin los signos
visibles de la bendición: recibe la promesa de llegar a ser un gran pueblo, pero con una vida
marcada por la esterilidad de su esposa, Sara; se le conduce a una nueva patria, pero deberá
vivir allí como extranjero; y la única posesión de la tierra que se le consentirá será el de un
trozo de terreno para sepultar allí a Sara (cf. Gn 23, 1-20). Abrahán recibe la bendición
porque, en la fe, sabe discernir la bendición divina yendo más allá de las apariencias,
confiando en la presencia de Dios incluso cuando sus caminos se presentan misteriosos.

¿Qué significa esto para nosotros? Cuando afirmamos: «Creo en Dios», decimos como
Abrahán: «Me fío de Ti; me entrego a Ti, Señor», pero no como a Alguien a quien recurrir
sólo en los momentos de dificultad o a quien dedicar algún momento del día o de la semana.
Decir «creo en Dios» significa fundar mi vida en Él, dejar que su Palabra la oriente cada día
en las opciones concretas, sin miedo de perder algo de mí mismo. Cuando en el Rito del
Bautismo se pregunta tres veces: «¿Creéis?» en Dios, en Jesucristo, en el Espíritu Santo, en
la santa Iglesia católica y las demás verdades de fe, la triple respuesta se da en singular:
«Creo», porque es mi existencia personal la que debe dar un giro con el don de la fe, es mi
existencia la que debe cambiar, convertirse. Cada vez que participamos en un Bautizo
deberíamos preguntarnos cómo vivimos cada día el gran don de la fe.

Abrahán, el creyente, nos enseña la fe; y, como extranjero en la tierra, nos indica la
verdadera patria. La fe nos hace peregrinos, introducidos en el mundo y en la historia, pero
en camino hacia la patria celestial. Creer en Dios nos hace, por lo tanto, portadores de
valores que a menudo no coinciden con la moda y la opinión del momento, nos pide adoptar
criterios y asumir comportamientos que no pertenecen al modo de pensar común. El
cristiano no debe tener miedo a ir «a contracorriente» por vivir la propia fe, resistiendo la
tentación de «uniformarse». En muchas de nuestras sociedades Dios se ha convertido en el
«gran ausente» y en su lugar hay muchos ídolos, ídolos muy diversos, y, sobre todo, la
posesión y el «yo» autónomo. Los notables y positivos progresos de la ciencia y de la técnica
también han inducido al hombre a una ilusión de omnipotencia y de autosuficiencia; y un
creciente egocentrismo ha creado no pocos desequilibrios en el seno de las relaciones
interpersonales y de los comportamientos sociales.

Sin embargo, la sed de Dios (cf. Sal 63, 2) no se ha extinguido y el mensaje evangélico sigue
resonando a través de las palabras y la obras de tantos hombres y mujeres de fe. Abrahán,
el padre de los creyentes, sigue siendo padre de muchos hijos que aceptan caminar tras sus
huellas y se ponen en camino, en obediencia a la vocación divina, confiando en la presencia
benévola del Señor y acogiendo su bendición para convertirse en bendición para todos. Es
el bendito mundo de la fe al que todos estamos llamados, para caminar sin miedo siguiendo
al Señor Jesucristo. Y es un camino algunas veces difícil, que conoce también la prueba y la
muerte, pero que abre a la vida, en una transformación radical de la realidad que sólo los
ojos de la fe son capaces de ver y gustar en plenitud.

Afirmar «creo en Dios» nos impulsa, entonces, a ponernos en camino, a salir continuamente
de nosotros mismos, justamente como Abrahán, para llevar a la realidad cotidiana en la que
vivimos la certeza que nos viene de la fe: es decir, la certeza de la presencia de Dios en la
historia, también hoy; una presencia que trae vida y salvación, y nos abre a un futuro con Él
para una plenitud de vida que jamás conocerá el ocaso.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos


provenientes de España, México y los demás países latinoamericanos. Invito a todos a no
tener miedo de seguir al Señor, olvidándonos de nosotros mismos y confiando en la
bendición de Dios. Muchas gracias.

Llamamiento

Sigo con preocupación las noticias llegadas de Indonesia, donde un gran aluvión ha
devastado la capital, Yakarta, provocando víctimas, miles de desplazados y daños ingentes.
Deseo expresar mi cercanía a las poblaciones golpeadas por esta calamidad natural,
asegurando mi oración y alentando a la solidaridad para que a nadie falte la ayuda
necesaria.
AUDIENCIA GENERAL
SALA PABLO VI
MIÉRCOLES 30 DE ENERO DE 2013
Yo creo en Dios: el Padre todopoderoso.

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis del miércoles pasado nos detuvimos en las palabras iniciales del Credo:
«Creo en Dios». Pero la profesión de fe especifica esta afirmación: Dios es el Padre
todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Así que desearía reflexionar ahora con
vosotros sobre la primera, fundamental, definición de Dios que el Credo nos presenta: Él es
Padre.

No es siempre fácil hablar hoy de paternidad. Sobre todo en el mundo occidental, las
familias disgregadas, los compromisos de trabajo cada vez más absorbentes, las
preocupaciones y a menudo el esfuerzo de hacer cuadrar el balance familiar, la invasión
disuasoria de los mass media en el interior de la vivencia cotidiana: son algunos de los
muchos factores que pueden impedir una serena y constructiva relación entre padres e
hijos. La comunicación es a veces difícil, la confianza disminuye y la relación con la figura
paterna puede volverse problemática; y entonces también se hace problemático imaginar
a Dios como un padre, al no tener modelos adecuados de referencia. Para quien ha tenido
la experiencia de un padre demasiado autoritario e inflexible, o indiferente y poco
afectuoso, o incluso ausente, no es fácil pensar con serenidad en Dios como Padre y
abandonarse a Él con confianza.

Pero la revelación bíblica ayuda a superar estas dificultades hablándonos de un Dios que
nos muestra qué significa verdaderamente ser «padre»; y es sobre todo el Evangelio lo que
nos revela este rostro de Dios como Padre que ama hasta el don del propio Hijo para la
salvación de la humanidad. La referencia a la figura paterna ayuda por lo tanto a
comprender algo del amor de Dios, que sin embargo sigue siendo infinitamente más grande,
más fiel, más total que el de cualquier hombre. «Si a alguno de vosotros le pide su hijo pan,
¿le dará una piedra? —dice Jesús para mostrar a los discípulos el rostro del Padre—; y si le
pide pescado, ¿le dará una serpiente? Pues si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar cosas
buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas
a los que le piden!» (Mt 7, 9-11; cf. Lc 11, 11-13). Dios nos es Padre porque nos ha bendecido
y elegido antes de la creación del mundo (cf. Ef 1, 3-6), nos ha hecho realmente sus hijos en
Jesús (cf. 1 Jn 3, 1). Y, como Padre, Dios acompaña con amor nuestra existencia, dándonos
su Palabra, su enseñanza, su gracia, su Espíritu.

Él —como revela Jesús— es el Padre que alimenta a los pájaros del cielo sin que estos
tengan que sembrar y cosechar, y cubre de colores maravillosos las flores del campo, con
vestidos más bellos que los del rey Salomón (cf. Mt 6, 26-32; Lc 12, 24-28); y nosotros —
añade Jesús— valemos mucho más que las flores y los pájaros del cielo. Y si Él es tan bueno
que hace «salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos» (Mt 5, 45),
podremos siempre, sin miedo y con total confianza, entregarnos a su perdón de Padre
cuando erramos el camino. Dios es un Padre bueno que acoge y abraza al hijo perdido y
arrepentido (cf. Lc 15, 11 ss), da gratuitamente a quienes piden (cf. Mt 18, 19; Mc 11, 24; Jn
16, 23) y ofrece el pan del cielo y el agua viva que hace vivir eternamente (cf. Jn 6, 32.51.58).

Por ello el orante del Salmo 27, rodeado de enemigos, asediado de malvados y
calumniadores, mientras busca ayuda en el Señor y le invoca, puede dar su testimonio lleno
de fe afirmando: «Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá» (v. 10).
Dios es un Padre que no abandona jamás a sus hijos, un Padre amoroso que sostiene, ayuda,
acoge, perdona, salva, con una fidelidad que sobrepasa inmensamente la de los hombres,
para abrirse a dimensiones de eternidad. «Porque su amor es para siempre», como sigue
repitiendo de modo letánico, en cada versículo, el Salmo 136, recorriendo toda la historia
de la salvación. El amor de Dios Padre no desfallece nunca, no se cansa de nosotros; es amor
que da hasta el extremo, hasta el sacrificio del Hijo. La fe nos da esta certeza, que se
convierte en una roca segura en la construcción de nuestra vida: podemos afrontar todos
los momentos de dificultad y de peligro, la experiencia de la oscuridad de la crisis y del
tiempo de dolor, sostenidos por la confianza en que Dios no nos deja solos y está siempre
cerca, para salvarnos y llevarnos a la vida eterna.

Es en el Señor Jesús donde se muestra en plenitud el rostro benévolo del Padre que está en
los cielos. Es conociéndole a Él como podemos conocer también al Padre (cf. Jn 8, 19; 14,
7), y viéndole a Él podemos ver al Padre, porque Él está en el Padre y el Padre en Él (cf. Jn
14, 9.11). Él es «imagen del Dios invisible», como le define el himno de la Carta a los
Colosenses, «primogénito de toda criatura... primogénito de los que resucitan entre los
muertos», por medio del cual «hemos recibido la redención, el perdón de los pecados» y la
reconciliación de todas las cosas, «las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre
de su cruz» (cf. Col 1, 13-20).

La fe en Dios Padre pide creer en el Hijo, bajo la acción del Espíritu, reconociendo en la Cruz
que salva el desvelamiento definitivo del amor divino. Dios nos es Padre dándonos a su Hijo;
Dios nos es Padre perdonando nuestro pecado y llevándonos al gozo de la vida resucitada;
Dios nos es Padre dándonos el Espíritu que nos hace hijos y nos permite llamarle, de verdad,
«Abba, Padre» (cf. Rm 8, 15). Por ello Jesús, enseñándonos a orar, nos invita a decir «Padre
Nuestro» (Mt 6, 9-13; cf. Lc 11, 2-4).

Entonces la paternidad de Dios es amor infinito, ternura que se inclina hacia nosotros, hijos
débiles, necesitados de todo. El Salmo 103, el gran canto de la misericordia divina,
proclama: «Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por los que
lo temen; porque Él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro» (vv. 13-14). Es
precisamente nuestra pequeñez, nuestra débil naturaleza humana, nuestra fragilidad lo que
se convierte en llamamiento a la misericordia del Señor para que manifieste su grandeza y
ternura de Padre ayudándonos, perdonándonos y salvándonos.
Y Dios responde a nuestro llamamiento enviando a su Hijo, que muere y resucita por
nosotros; entra en nuestra fragilidad y obra lo que el hombre, solo, jamás habría podido
hacer: toma sobre Sí el pecado del mundo, como cordero inocente, y vuelve a abrirnos el
camino hacia la comunión con Dios, nos hace verdaderos hijos de Dios. Es ahí, en el Misterio
pascual, donde se revela con toda su luminosidad el rostro definitivo del Padre. Y es ahí, en
la Cruz gloriosa, donde acontece la manifestación plena de la grandeza de Dios como «Padre
todopoderoso».

Pero podríamos preguntarnos: ¿cómo es posible pensar en un Dios omnipotente mirando


hacia la Cruz de Cristo? ¿Hacia este poder del mal que llega hasta el punto de matar al Hijo
de Dios? Nosotros querríamos ciertamente una omnipotencia divina según nuestros
esquemas mentales y nuestros deseos: un Dios «omnipotente» que resuelva los problemas,
que intervenga para evitarnos las dificultades, que venza los poderes adversos, que cambie
el curso de los acontecimientos y anule el dolor. Así, diversos teólogos dicen hoy que Dios
no puede ser omnipotente; de otro modo no habría tanto sufrimiento, tanto mal en el
mundo. En realidad, ante el mal y el sufrimiento, para muchos, para nosotros, se hace
problemático, difícil, creer en un Dios Padre y creerle omnipotente; algunos buscan refugio
en ídolos, cediendo a la tentación de encontrar respuesta en una presunta omnipotencia
«mágica» y en sus ilusorias promesas.

Pero la fe en Dios omnipotente nos impulsa a recorrer senderos bien distintos: aprender a
conocer que el pensamiento de Dios es diferente del nuestro, que los caminos de Dios son
otros respecto a los nuestros (cf. Is 55, 8) y también su omnipotencia es distinta: no se
expresa como fuerza automática o arbitraria, sino que se caracteriza por una libertad
amorosa y paterna. En realidad, Dios, creando criaturas libres, dando libertad, renunció a
una parte de su poder, dejando el poder de nuestra libertad. De esta forma Él ama y respeta
la respuesta libre de amor a su llamada. Como Padre, Dios desea que nos convirtamos en
sus hijos y vivamos como tales en su Hijo, en comunión, en plena familiaridad con Él. Su
omnipotencia no se expresa en la violencia, no se expresa en la destrucción de cada poder
adverso, como nosotros deseamos, sino que se expresa en el amor, en la misericordia, en
el perdón, en la aceptación de nuestra libertad y en el incansable llamamiento a la
conversión del corazón, en una actitud sólo aparentemente débil —Dios parece débil, si
pensamos en Jesucristo que ora, que se deja matar. Una actitud aparentemente débil,
hecha de paciencia, de mansedumbre y de amor, demuestra que éste es el verdadero modo
de ser poderoso. ¡Este es el poder de Dios! ¡Y este poder vencerá! El sabio del Libro de la
Sabiduría se dirige así a Dios: «Te compadeces de todos, porque todo lo puedes y pasas por
alto los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos los seres... Tú eres
indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida» (11, 23-24a.26).

Sólo quien es verdaderamente poderoso puede soportar el mal y mostrarse compasivo; sólo
quien es verdaderamente poderoso puede ejercer plenamente la fuerza del amor. Y Dios, a
quien pertenecen todas las cosas porque todo ha sido hecho por Él, revela su fuerza amando
todo y a todos, en una paciente espera de la conversión de nosotros, los hombres, a quienes
desea tener como hijos. Dios espera nuestra conversión. El amor omnipotente de Dios no
conoce límites; tanto que «no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos
nosotros» (Rm 8, 32). La omnipotencia del amor no es la del poder del mundo, sino la del
don total, y Jesús, el Hijo de Dios, revela al mundo la verdadera omnipotencia del Padre
dando la vida por nosotros, pecadores. He aquí el verdadero, auténtico y perfecto poder
divino: responder al mal no con el mal, sino con el bien; a los insultos con el perdón; al odio
homicida con el amor que hace vivir. Entonces el mal verdaderamente está vencido, porque
lo ha lavado el amor de Dios; entonces la muerte ha sido derrotada definitivamente, porque
se ha transformado en don de la vida. Dios Padre resucita al Hijo: la muerte, la gran enemiga
(cf. 1 Co 15, 26), es engullida y privada de su veneno (cf. 1 Co 15, 54-55), y nosotros,
liberados del pecado, podemos acceder a nuestra realidad de hijos de Dios.

Por lo tanto cuando decimos «Creo en Dios Padre todopoderoso», expresamos nuestra fe
en el poder del amor de Dios que en su Hijo muerto y resucitado derrota el odio, el mal, el
pecado y nos abre a la vida eterna, la de los hijos que desean estar para siempre en la «Casa
del Padre». Decir «Creo en Dios Padre todopoderoso», en su poder, en su modo de ser
Padre, es siempre un acto de fe, de conversión, de transformación de nuestro pensamiento,
de todo nuestro afecto, de todo nuestro modo de vivir.

Queridos hermanos y hermanas, pidamos al Señor que sostenga nuestra fe, que nos ayude
a encontrar verdaderamente la fe y nos dé la fuerza de anunciar a Cristo crucificado y
resucitado, y de testimoniarlo en el amor a Dios y al prójimo. Y que Dios nos conceda acoger
el don de nuestra filiación, para vivir en plenitud las realidades del Credo, en el abandono
confiado al amor del Padre y a su misericordiosa omnipotencia, que es la verdadera
omnipotencia y salva.

Saludos

Saludo a los fieles de lengua española provenientes de España, México, Chile y demás países
latinoamericanos. Invito a todos a ser constantes en la fe, dando testimonio de Cristo, y a
vivir en plenitud el Credo, abandonándonos confiadamente a Dios Padre y a su misericordia
omnipotente, que salva. Muchas gracias.
AUDIENCIA GENERAL
SALA PABLO VI
MIÉRCOLES 6 DE FEBRERO DE 2013
Yo creo en Dios: el Creador del cielo y de la tierra, el Creador del ser humano.

Queridos hermanos y hermanas:

El Credo, que comienza calificando a Dios «Padre omnipotente», como meditamos la


semana pasada, añade luego que Él es el «Creador del cielo y de la tierra», y retoma de este
modo la afirmación con la que comienza la Biblia. En el primer versículo de la Sagrada
Escritura en efecto se lee: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1, 1): es Dios el
origen de todas las cosas y en la belleza de la creación se despliega su omnipotencia de
Padre que ama.

Dios se manifiesta como Padre en la creación, en cuanto origen de la vida, y, al crear,


muestra su omnipotencia. Las imágenes usadas por la Sagrada Escritura al respecto son muy
sugestivas (cf. Is 40, 12; 45, 18; 48, 13; Sal 104, 2.5; 135, 7; Pr 8, 27-29; Jb 38–39). Él, como
un Padre bueno y poderoso, cuida de todo aquello que ha creado con un amor y una
fidelidad que nunca decae, dicen repetidamente los Salmos (cf. Sal 57, 11; 108, 5; 36, 6).
Así, la creación se convierte en espacio donde conocer y reconocer la omnipotencia del
Señor y su bondad, y llega a ser llamamiento a nuestra fe de creyentes para que
proclamemos a Dios como Creador. «Por la fe —escribe el autor de la Carta a los Hebreos—
sabemos que el universo fue configurado por la Palabra de Dios, de manera que lo visible
procede de lo invisible» (11, 3). La fe, por lo tanto, implica saber reconocer lo invisible
distinguiendo sus huellas en el mundo visible. El creyente puede leer el gran libro de la
naturaleza y entender su lenguaje (cf. Sal 19, 2-5); pero es necesaria la Palabra de
revelación, que suscita la fe, para que el hombre pueda llegar a la plena consciencia de la
realidad de Dios como Creador y Padre. En el libro de la Sagrada Escritura la inteligencia
humana puede encontrar, a la luz de la fe, la clave de interpretación para comprender el
mundo. En particular, ocupa un lugar especial el primer capítulo del Génesis, con la solemne
presentación de la obra creadora divina que se despliega a lo largo de siete días: en seis días
Dios realiza la creación y el séptimo día, el sábado, concluye toda actividad y descansa. Día
de la libertad para todos, día de la comunión con Dios. Y así, con esta imagen, el libro del
Génesis nos indica que el primer pensamiento de Dios era encontrar un amor que
respondiera a su amor. El segundo pensamiento es crear un mundo material donde situar
este amor, estas criaturas que le correspondan en libertad. Tal estructura, por lo tanto, hace
que el texto esté caracterizado por algunas repeticiones significativas. Por ejemplo, se
repite seis veces la frase: «Vio Dios que era bueno» (vv. 4.10.12.18.21.25), para concluir, la
séptima vez, después de la creación del hombre: «Vio Dios todo lo que había hecho, y era
muy bueno» (v. 31). Todo lo que Dios crea es bello y bueno, impregnado de sabiduría y de
amor; la acción creadora de Dios trae orden, introduce armonía, dona belleza. En el relato
del Génesis emerge luego que el Señor crea con su Palabra: en el texto se lee diez veces la
expresión «Dijo Dios» (vv. 3.6.9.11.14.20.24.26.28.29). Es la palabra, el Logos de Dios, lo
que está en el origen de la realidad del mundo; y al decir: «Dijo Dios», fue así, subraya el
poder eficaz de la Palabra divina. El Salmista canta de esta forma: «La Palabra del Señor hizo
el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos... porque Él lo dijo, y existió; Él lo mandó y todo
fue creado» (33, 6.9). La vida brota, el mundo existe, porque todo obedece a la Palabra
divina.

Pero hoy nuestra pregunta es: en la época de la ciencia y de la técnica, ¿tiene sentido
todavía hablar de creación? ¿Cómo debemos comprender las narraciones del Génesis? La
Biblia no quiere ser un manual de ciencias naturales; quiere en cambio hacer comprender
la verdad auténtica y profunda de las cosas. La verdad fundamental que nos revelan los
relatos del Génesis es que el mundo no es un conjunto de fuerzas entre sí contrastantes,
sino que tiene su origen y su estabilidad en el Logos, en la Razón eterna de Dios, que sigue
sosteniendo el universo. Hay un designio sobre el mundo que nace de esta Razón, del
Espíritu creador. Creer que en la base de todo exista esto, ilumina cualquier aspecto de la
existencia y da la valentía para afrontar con confianza y esperanza la aventura de la vida.
Por lo tanto, la Escritura nos dice que el origen del ser, del mundo, nuestro origen no es lo
irracional y la necesidad, sino la razón y el amor y la libertad. De ahí la alternativa: o
prioridad de lo irracional, de la necesidad, o prioridad de la razón, de la libertad, del amor.
Nosotros creemos en esta última posición.

Pero quisiera decir una palabra también sobre aquello que es el vértice de toda la creación:
el hombre y la mujer, el ser humano, el único «capaz de conocer y amar a su Creador»
(const. past. Gaudium et spes, 12). El Salmista, mirando a los cielos, se pregunta: «Cuando
contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado. ¿Qué es el
hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para mirar por él?» (8, 4-5). El ser
humano, creado con amor por Dios, es algo muy pequeño ante la inmensidad del universo.
A veces, mirando fascinados las enormes extensiones del firmamento, también nosotros
hemos percibido nuestra limitación. El ser humano está habitado por esta paradoja: nuestra
pequeñez y nuestra caducidad conviven con la grandeza de aquello que el amor eterno de
Dios ha querido para nosotros.

Los relatos de la creación en el Libro del Génesis nos introducen también en este misterioso
ámbito, ayudándonos a conocer el proyecto de Dios sobre el hombre. Antes que nada
afirman que Dios formó al hombre con el polvo de la tierra (cf. Gn 2, 7). Esto significa que
no somos Dios, no nos hemos hecho solos, somos tierra; pero significa también que venimos
de la tierra buena, por obra del Creador bueno. A esto se suma otra realidad fundamental:
todos los seres humanos son polvo, más allá de las distinciones obradas por la cultura y la
historia, más allá de toda diferencia social; somos una única humanidad plasmada con la
única tierra de Dios. Hay, luego, un segundo elemento: el ser humano se origina porque
Dios sopla el aliento de vida en el cuerpo modelado de la tierra (cf. Gn 2, 7). El ser humano
está hecho a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26-27). Todos, entonces, llevamos en
nosotros el aliento vital de Dios, y toda vida humana —nos dice la Biblia— está bajo la
especial protección de Dios. Esta es la razón más profunda de la inviolabilidad de la dignidad
humana contra toda tentación de valorar a la persona según criterios utilitaristas y de
poder. El ser a imagen y semejanza de Dios indica luego que el hombre no está cerrado en
sí mismo, sino que tiene una referencia esencial en Dios.

En los primeros capítulos del Libro del Génesis encontramos dos imágenes significativas: el
jardín con el árbol del conocimiento del bien y del mal y la serpiente (cf. 2, 15-17; 3, 1-5). El
jardín nos dice que la realidad en la que Dios puso al ser humano no es una foresta salvaje,
sino un lugar que protege, nutre y sostiene; y el hombre debe reconocer el mundo no como
propiedad que se puede saquear y explotar, sino como don del Creador, signo de su
voluntad salvífica, don que se ha de cultivar y custodiar, que se debe hacer crecer y
desarrollar en el respeto, en la armonía, siguiendo en él los ritmos y la lógica, según el
designio de Dios (cf. Gn 2, 8-15). La serpiente es una figura que deriva de los cultos
orientales de la fecundidad, que fascinaban a Israel y constituían una constante tentación
de abandonar la misteriosa alianza con Dios. A la luz de esto, la Sagrada Escritura presenta
la tentación que sufrieron Adán y Eva como el núcleo de la tentación y del pecado. ¿Qué
dice, en efecto, la serpiente? No niega a Dios, pero insinúa una pregunta solapada:
«¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?» (Gn 3, 2). De este
modo la serpiente suscita la sospecha de que la alianza con Dios es como una cadena que
ata, que priva de la libertad y de las cosas más bellas y preciosas de la vida. La tentación se
convierte en la de construirse solos el mundo donde se vive, de no aceptar los límites de ser
creatura, los límites del bien y del mal, de la moralidad; la dependencia del amor creador
de Dios se ve como un peso del que hay que liberarse. Este es siempre el núcleo de la
tentación. Pero cuando se desvirtúa la relación con Dios, con una mentira, poniéndose en
su lugar, todas las demás relaciones se ven alteradas. Entonces el otro se convierte en un
rival, en una amenaza: Adán, después de ceder a la tentación, acusa inmediatamente a Eva
(cf. Gn 3, 12); los dos se esconden de la mirada de aquel Dios con quien conversaban en
amistad (cf. 3, 8-10); el mundo ya no es el jardín donde se vive en armonía, sino un lugar
que se ha de explotar y en el cual se encubren insidias (cf. 3, 14-19); la envidia y el odio
hacia el otro entran en el corazón del hombre: ejemplo de ello es Caín que mata al propio
hermano Abel (cf. 4, 3-9). Al ir contra su Creador, en realidad el hombre va contra sí mismo,
reniega de su origen y por lo tanto de su verdad; y el mal entra en el mundo, con su penosa
cadena de dolor y de muerte. Cuanto Dios había creado era bueno, es más, muy bueno;
después de esta libre decisión del hombre a favor de la mentira contra la verdad, el mal
entra en el mundo.

De los relatos de la creación, quisiera poner de relieve una última enseñanza: el pecado
engendra pecado y todos los pecados de la historia están vinculados entre sí. Este aspecto
nos impulsa a hablar del llamado «pecado original». ¿Cuál es el significado de esta realidad,
difícil de comprender? Desearía solamente mencionar algún elemento. Antes que nada
debemos considerar que ningún hombre está cerrado en sí mismo, nadie puede vivir solo
de sí y para sí; nosotros recibimos la vida de otro y no sólo en el momento del nacimiento,
sino cada día. El ser humano es relación: yo soy yo mismo sólo en el tú y a través del tú, en
la relación del amor con el Tú de Dios y el tú de los demás. Pues bien, el pecado consiste en
enturbiar o destruir la relación con Dios, esta es su esencia: destruir la relación con Dios, la
relación fundamental, situarse en el lugar de Dios. El Catecismo de la Iglesia católica afirma
que con el primer pecado el hombre «hizo la elección de sí mismo contra Dios, contra las
exigencias de su estado de creatura y, por tanto, contra su propio bien» (n. 398). Alterada
la relación fundamental, se comprometen o se destruyen también los demás polos de la
relación, el pecado arruina las relaciones, así arruina todo, porque nosotros somos relación.
Ahora, si la estructura relacional de la humanidad está turbada desde el inicio, todo hombre
entra en un mundo marcado por esta alteración de las relaciones, entra en un mundo
turbado por el pecado, del cual es marcado personalmente; el pecado inicial menoscaba e
hiere la naturaleza humana (cf. Catecismo de la Iglesia católica, 404-406). Y el hombre por
sí solo, uno solo, no puede salir de esta situación, no puede redimirse solo; solamente el
Creador mismo puede restaurar las justas relaciones. Sólo si Aquél de quien nos hemos
alejado viene a nosotros y nos tiende la mano con amor, las justas relaciones pueden
reanudarse. Esto acontece en Jesucristo, que realiza exactamente el itinerario inverso del
que hizo Adán, como describe el himno en el segundo capítulo de la Carta de San Pablo a
los Filipenses (2, 5-11): así como Adán no reconoce que es creatura y quiere ponerse en el
lugar de Dios, Jesús, el Hijo de Dios, está en en una relación filial perfecta con el Padre, se
abaja, se convierte en siervo, recorre el camino del amor humillándose hasta la muerte de
cruz, para volver a poner en orden las relaciones con Dios. La Cruz de Cristo se convierte de
este modo en el nuevo árbol de la vida.

Queridos hermanos y hermanas, vivir de fe quiere decir reconocer la grandeza de Dios y


aceptar nuestra pequeñez, nuestra condición de creaturas dejando que el Señor la colme
con su amor y crezca así nuestra verdadera grandeza. El mal, con su carga de dolor y de
sufrimiento, es un misterio que la luz de la fe ilumina, que nos da la certeza de poder ser
liberados de él: la certeza de que es bueno ser hombre.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular al grupo y a la


Delegación de la Guardia Civil, con el Arzobispo castrense, el Señor Ministro del Interior y
el Director General de ese Cuerpo, que ruega a la Virgen del Pilar la fuerza espiritual
necesaria para su importante servicio a la sociedad española. Y saludo igualmente a los
peregrinos venidos de España, Chile, México y otros países latinoamericanos. Que la fe en
Dios, Padre y Creador, sea para todos fuente de serenidad y esperanza.

Muchas gracias.
AUDIENCIA GENERAL
SALA PABLO VI
MIÉRCOLES 13 DE FEBRERO DE 2013
LAS TENTACIONES.

Queridos hermanos y hermanas

Como sabéis —gracias por vuestra simpatía—, he decidido renunciar al ministerio que el
Señor me ha confiado el 19 de abril de 2005. Lo he hecho con plena libertad por el bien de
la Iglesia, tras haber orado durante mucho tiempo y haber examinado mi conciencia ante
Dios, muy consciente de la importancia de este acto, pero consciente al mismo tiempo de
no estar ya en condiciones de desempeñar el ministerio petrino con la fuerza que éste
requiere. Me sostiene y me ilumina la certeza de que la Iglesia es de Cristo, que no dejará
de guiarla y cuidarla. Agradezco a todos el amor y la plegaria con que me habéis
acompañado. Gracias. En estos días nada fáciles para mí, he sentido casi físicamente la
fuerza que me da la oración, el amor de la Iglesia, vuestra oración. Seguid rezando por mí,
por la Iglesia, por el próximo Papa. El Señor nos guiará.

Las tentaciones de Jesús y la conversión por el Reino de los Cielos

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, miércoles de Ceniza, empezamos el tiempo litúrgico de Cuaresma, cuarenta días que
nos preparan a la celebración de la Santa Pascua; es un tiempo de particular empeño en
nuestro camino espiritual. El número cuarenta se repite varias veces en la Sagrada Escritura.
En especial, como sabemos, recuerda los cuarenta años que el pueblo de Israel peregrinó
en el desierto: un largo período de formación para convertirse en el pueblo de Dios, pero
también un largo período en el que la tentación de ser infieles a la alianza con el Señor
estaba siempre presente. Cuarenta fueron también los días de camino del profeta Elías para
llegar al Monte de Dios, el Horeb; así como el periodo que Jesús pasó en el desierto antes
de iniciar su vida pública y donde fue tentado por el diablo. En la catequesis de hoy desearía
detenerme precisamente en este momento de la vida terrena del Señor, que leeremos en
el Evangelio del próximo domingo.

Ante todo el desierto, donde Jesús se retira, es el lugar del silencio, de la pobreza, donde el
hombre está privado de los apoyos materiales y se halla frente a las preguntas
fundamentales de la existencia, es impulsado a ir a lo esencial y precisamente por esto le es
más fácil encontrar a Dios. Pero el desierto es también el lugar de la muerte, porque donde
no hay agua no hay siquiera vida, y es el lugar de la soledad, donde el hombre siente más
intensa la tentación. Jesús va al desierto y allí sufre la tentación de dejar el camino indicado
por el Padre para seguir otros senderos más fáciles y mundanos (cf. Lc 4, 1-13). Así Él carga
nuestras tentaciones, lleva nuestra miseria para vencer al maligno y abrirnos el camino
hacia Dios, el camino de la conversión.

Reflexionar sobre las tentaciones a las que es sometido Jesús en el desierto es una invitación
a cada uno de nosotros para responder a una pregunta fundamental: ¿qué cuenta de verdad
en mi vida? En la primera tentación el diablo propone a Jesús que cambie una piedra en pan
para satisfacer el hambre. Jesús rebate que el hombre vive también de pan, pero no sólo
de pan: sin una respuesta al hambre de verdad, al hambre de Dios, el hombre no se puede
salvar (cf. vv. 3-4). En la segunda tentación, el diablo propone a Jesús el camino del poder:
le conduce a lo alto y le ofrece el dominio del mundo; pero no es éste el camino de Dios:
Jesús tiene bien claro que no es el poder mundano lo que salva al mundo, sino el poder de
la cruz, de la humildad, del amor (cf. vv. 5-8). En la tercera tentación, el diablo propone a
Jesús que se arroje del alero del templo de Jerusalén y que haga que le salve Dios mediante
sus ángeles, o sea, que realice algo sensacional para poner a prueba a Dios mismo; pero la
respuesta es que Dios no es un objeto al que imponer nuestras condiciones: es el Señor de
todo (cf. vv. 9-12). ¿Cuál es el núcleo de las tres tentaciones que sufre Jesús? Es la propuesta
de instrumentalizar a Dios, de utilizarle para los propios intereses, para la propia gloria y el
propio éxito. Y por lo tanto, en sustancia, de ponerse uno mismo en el lugar de Dios,
suprimiéndole de la propia existencia y haciéndole parecer superfluo. Cada uno debería
preguntarse: ¿qué puesto tiene Dios en mi vida? ¿Es Él el Señor o lo soy yo?

Superar la tentación de someter a Dios a uno mismo y a los propios intereses, o de ponerle
en un rincón, y convertirse al orden justo de prioridades, dar a Dios el primer lugar, es un
camino que cada cristiano debe recorrer siempre de nuevo. «Convertirse», una invitación
que escucharemos muchas veces en Cuaresma, significa seguir a Jesús de manera que su
Evangelio sea guía concreta de la vida; significa dejar que Dios nos transforme, dejar de
pensar que somos nosotros los únicos constructores de nuestra existencia; significa
reconocer que somos creaturas, que dependemos de Dios, de su amor, y sólo «perdiendo»
nuestra vida en Él podemos ganarla. Esto exige tomar nuestras decisiones a la luz de la
Palabra de Dios. Actualmente ya no se puede ser cristiano como simple consecuencia del
hecho de vivir en una sociedad que tiene raíces cristianas: también quien nace en una
familia cristiana y es formado religiosamente debe, cada día, renovar la opción de ser
cristiano, dar a Dios el primer lugar, frente a las tentaciones que una cultura secularizada le
propone continuamente, frente al juicio crítico de muchos contemporáneos.

Las pruebas a las que la sociedad actual somete al cristiano, en efecto, son muchas y tocan
la vida personal y social. No es fácil ser fieles al matrimonio cristiano, practicar la
misericordia en la vida cotidiana, dejar espacio a la oración y al silencio interior; no es fácil
oponerse públicamente a opciones que muchos consideran obvias, como el aborto en caso
de embarazo indeseado, la eutanasia en caso de enfermedades graves, o la selección de
embriones para prevenir enfermedades hereditarias. La tentación de dejar de lado la propia
fe está siempre presente y la conversión es una respuesta a Dios que debe ser confirmada
varias veces en la vida.

Sirven de ejemplo y de estímulo las grandes conversiones, como la de san Pablo en el


camino de Damasco, o san Agustín; pero también en nuestra época de eclipse del sentido
de lo sagrado, la gracia de Dios actúa y obra maravillas en la vida de muchas personas. El
Señor no se cansa de llamar a la puerta del hombre en contextos sociales y culturales que
parecen engullidos por la secularización, como ocurrió con el ruso ortodoxo Pavel
Florenskij. Después de una educación completamente agnóstica, hasta el punto de
experimentar auténtica hostilidad hacia las enseñanzas religiosas impartidas en la escuela,
el científico Florenskij llega a exclamar: «¡No, no se puede vivir sin Dios!», y cambió
completamente su vida: tanto que se hace monje.

Pienso también en la figura de Etty Hillesum, una joven holandesa de origen judío que
morirá en Auschwitz. Inicialmente lejos de Dios, le descubre mirando profundamente
dentro de ella misma y escribe: «Un pozo muy profundo hay dentro de mí. Y Dios está en
ese pozo. A veces me sucede alcanzarle, más a menudo piedra y arena le cubren: entonces
Dios está sepultado. Es necesario que lo vuelva a desenterrar» (Diario, 97). En su vida
dispersa e inquieta, encuentra a Dios precisamente en medio de la gran tragedia del siglo
XX, la Shoah. Esta joven frágil e insatisfecha, transfigurada por la fe, se convierte en una
mujer llena de amor y de paz interior, capaz de afirmar: «Vivo constantemente en intimidad
con Dios».

La capacidad de oponerse a las lisonjas ideológicas de su tiempo para elegir la búsqueda de


la verdad y abrirse al descubrimiento de la fe está testimoniada por otra mujer de nuestro
tiempo: la estadounidense Dorothy Day. En su autobiografía, confiesa abiertamente haber
caído en la tentación de resolver todo con la política, adhiriéndose a la propuesta marxista:
«Quería ir con los manifestantes, ir a prisión, escribir, influir en los demás y dejar mi sueño
al mundo. ¡Cuánta ambición y cuánta búsqueda de mí misma había en todo esto!». El
camino hacia la fe en un ambiente tan secularizado era particularmente difícil, pero la
Gracia actúa igual, como ella misma subrayara: «Es cierto que sentí más a menudo la
necesidad de ir a la iglesia, de arrodillarme, de inclinar la cabeza en oración. Un instinto
ciego, se podría decir, porque no era consciente de orar. Pero iba, me introducía en la
atmósfera de oración...». Dios la condujo a una adhesión consciente a la Iglesia, a una vida
dedicada a los desheredados.

En nuestra época no son pocas las conversiones entendidas como el regreso de quien,
después de una educación cristiana, tal vez superficial, se ha alejado durante años de la fe
y después redescubre a Cristo y su Evangelio. En el Libro del Apocalipsis leemos: «Mira,
estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su
casa y cenaré con él y él conmigo» (3, 20). Nuestro hombre interior debe prepararse para
ser visitado por Dios, y precisamente por esto no debe dejarse invadir por los espejismos,
las apariencias, las cosas materiales.

En este tiempo de Cuaresma, en el Año de la fe, renovemos nuestro empeño en el camino


de conversión para superar la tendencia a cerrarnos en nosotros mismos y para, en cambio,
hacer espacio a Dios, mirando con sus ojos la realidad cotidiana. La alternativa entre el
cierre en nuestro egoísmo y la apertura al amor de Dios y de los demás podríamos decir que
se corresponde con la alternativa de las tentaciones de Jesús: o sea, alternativa entre poder
humano y amor a la Cruz, entre una redención vista en el bienestar material sólo y una
redención como obra de Dios, a quien damos la primacía en la existencia. Convertirse
significa no encerrarse en la búsqueda del propio éxito, del propio prestigio, de la propia
posición, sino hacer que cada día, en las pequeñas cosas, la verdad, la fe en Dios y el amor
se transformen en la cosa más importante.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos


provenientes de España, Perú, México y los demás países latinoamericanos. Invito a todos
en este tiempo de Cuaresma a renovar el compromiso de conversión, dejando espacio a
Dios, aprendiendo a mirar con sus ojos la realidad de cada día. Muchas gracias.
AUDIENCIA GENERAL
PLAZA DE SAN PEDRO
MIÉRCOLES 27 DE FEBRERO DE 2013

Venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado,


distinguidas autoridades,
queridos hermanos y hermanas:

Os doy las gracias por haber venido, y tan numerosos, a ésta que es mi última audiencia
general.

Gracias de corazón. Estoy verdaderamente conmovido y veo que la Iglesia está viva. Y
pienso que debemos también dar gracias al Creador por el buen tiempo que nos regala
ahora, todavía en invierno.

Como el apóstol Pablo en el texto bíblico que hemos escuchado, también yo siento en mi
corazón que debo dar gracias sobre todo a Dios, que guía y hace crecer a la Iglesia, que
siembra su Palabra y alimenta así la fe en su Pueblo. En este momento, mi alma se ensancha
y abraza a toda la Iglesia esparcida por el mundo; y doy gracias a Dios por las “noticias” que
en estos años de ministerio petrino he recibido sobre la fe en el Señor Jesucristo, y sobre la
caridad que circula realmente en el Cuerpo de la Iglesia, y que lo hace vivir en el amor, y
sobre la esperanza que nos abre y nos orienta hacia la vida en plenitud, hacia la patria
celestial.

Siento que llevo a todos en la oración, en un presente que es el de Dios, donde recojo cada
encuentro, cada viaje, cada visita pastoral. Recojo todo y a todos en la oración para
encomendarlos al Señor, para que tengamos pleno conocimiento de su voluntad, con toda
sabiduría e inteligencia espiritual, y para que podamos comportarnos de manera digna de
Él, de su amor, fructificando en toda obra buena (cf. Col 1, 9-10).

En este momento, tengo una gran confianza, porque sé, sabemos todos, que la Palabra de
verdad del Evangelio es la fuerza de la Iglesia, es su vida. El Evangelio purifica y renueva, da
fruto, dondequiera que la comunidad de los creyentes lo escucha y acoge la gracia de Dios
en la verdad y en la caridad. Ésta es mi confianza, ésta es mi alegría.

Cuando el 19 de abril de hace casi ocho años acepté asumir el ministerio petrino, tuve esta
firme certeza que siempre me ha acompañado: la certeza de la vida de la Iglesia por la
Palabra de Dios. En aquel momento, como ya he expresado varias veces, las palabras que
resonaron en mi corazón fueron: Señor, ¿por qué me pides esto y qué me pides? Es un peso
grande el que pones en mis hombros, pero si Tú me lo pides, por tu palabra echaré las redes,
seguro de que Tú me guiarás, también con todas mis debilidades. Y ocho años después
puedo decir que el Señor realmente me ha guiado, ha estado cerca de mí, he podido percibir
cotidianamente su presencia. Ha sido un trecho del camino de la Iglesia, que ha tenido
momentos de alegría y de luz, pero también momentos no fáciles; me he sentido como San
Pedro con los apóstoles en la barca en el lago de Galilea: el Señor nos ha dado muchos días
de sol y de brisa suave, días en los que la pesca ha sido abundante; ha habido también
momentos en los que las aguas se agitaban y el viento era contrario, como en toda la
historia de la Iglesia, y el Señor parecía dormir. Pero siempre supe que en esa barca estaba
el Señor y siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es
suya. Y el Señor no deja que se hunda; es Él quien la conduce, ciertamente también a través
de los hombres que ha elegido, pues así lo ha querido. Ésta ha sido y es una certeza que
nada puede empañar. Y por eso hoy mi corazón está lleno de gratitud a Dios, porque jamás
ha dejado que falte a toda la Iglesia y tampoco a mí su consuelo, su luz, su amor.

Estamos en el Año de la fe, que he proclamado para fortalecer precisamente nuestra fe en


Dios en un contexto que parece rebajarlo cada vez más a un segundo plano. Desearía
invitaros a todos a renovar la firme confianza en el Señor, a confiarnos como niños en los
brazos de Dios, seguros de que esos brazos nos sostienen siempre y son los que nos
permiten caminar cada día, también en la dificultad. Me gustaría que cada uno se sintiera
amado por ese Dios que ha dado a su Hijo por nosotros y que nos ha mostrado su amor sin
límites. Quisiera que cada uno de vosotros sintiera la alegría de ser cristiano. En una bella
oración para recitar a diario por la mañana se dice: “Te adoro, Dios mío, y te amo con todo
el corazón. Te doy gracias porque me has creado, hecho cristiano...”. Sí, alegrémonos por el
don de la fe; es el bien más precioso, que nadie nos puede arrebatar. Por ello demos gracias
al Señor cada día, con la oración y con una vida cristiana coherente. Dios nos ama, pero
espera que también nosotros lo amemos.

Pero no es sólo a Dios a quien quiero dar las gracias en este momento. Un Papa no guía él
solo la barca de Pedro, aunque sea ésta su principal responsabilidad. Yo nunca me he
sentido solo al llevar la alegría y el peso del ministerio petrino; el Señor me ha puesto cerca
a muchas personas que, con generosidad y amor a Dios y a la Iglesia, me han ayudado y han
estado cerca de mí. Ante todo vosotros, queridos hermanos cardenales: vuestra sabiduría
y vuestros consejos, vuestra amistad han sido valiosos para mí; mis colaboradores,
empezando por mi Secretario de Estado que me ha acompañado fielmente en estos años;
la Secretaría de Estado y toda la Curia Romana, así como todos aquellos que, en distintos
ámbitos, prestan su servicio a la Santa Sede. Se trata de muchos rostros que no aparecen,
permanecen en la sombra, pero precisamente en el silencio, en la entrega cotidiana, con
espíritu de fe y humildad, han sido para mí un apoyo seguro y fiable. Un recuerdo especial
a la Iglesia de Roma, mi diócesis. No puedo olvidar a los hermanos en el episcopado y en el
presbiterado, a las personas consagradas y a todo el Pueblo de Dios: en las visitas
pastorales, en los encuentros, en las audiencias, en los viajes, siempre he percibido gran
interés y profundo afecto. Pero también yo os he querido a todos y cada uno, sin
distinciones, con esa caridad pastoral que es el corazón de todo Pastor, sobre todo del
Obispo de Roma, del Sucesor del Apóstol Pedro. Cada día he llevado a cada uno de vosotros
en la oración, con el corazón de padre.

Desearía que mi saludo y mi agradecimiento llegara además a todos: el corazón de un Papa


se extiende al mundo entero. Y querría expresar mi gratitud al Cuerpo diplomático ante la
Santa Sede, que hace presente a la gran familia de las Naciones. Aquí pienso también en
cuantos trabajan por una buena comunicación, y a quienes agradezco su importante
servicio.

En este momento, desearía dar las gracias de todo corazón a las numerosas personas de
todo el mundo que en las últimas semanas me han enviado signos conmovedores de
delicadeza, amistad y oración. Sí, el Papa nunca está solo; ahora lo experimento una vez
más de un modo tan grande que toca el corazón. El Papa pertenece a todos y muchísimas
personas se sienten muy cerca de él. Es verdad que recibo cartas de los grandes del mundo
–de los Jefes de Estado, de los líderes religiosos, de los representantes del mundo de la
cultura, etcétera. Pero recibo también muchísimas cartas de personas humildes que me
escriben con sencillez desde lo más profundo de su corazón y me hacen sentir su cariño,
que nace de estar juntos con Cristo Jesús, en la Iglesia. Estas personas no me escriben como
se escribe, por ejemplo, a un príncipe o a un personaje a quien no se conoce. Me escriben
como hermanos y hermanas o como hijos e hijas, sintiendo un vínculo familiar muy
afectuoso. Aquí se puede tocar con la mano qué es la Iglesia –no una organización, una
asociación con fines religiosos o humanitarios, sino un cuerpo vivo, una comunión de
hermanos y hermanas en el Cuerpo de Jesucristo, que nos une a todos. Experimentar la
Iglesia de este modo, y poder casi llegar a tocar con la mano la fuerza de su verdad y de su
amor, es motivo de alegría, en un tiempo en que tantos hablan de su declive. Pero vemos
cómo la Iglesia hoy está viva.

En estos últimos meses, he notado que mis fuerzas han disminuido, y he pedido a Dios con
insistencia, en la oración, que me iluminara con su luz para tomar la decisión más adecuada
no para mi propio bien, sino para el bien de la Iglesia. He dado este paso con plena
conciencia de su importancia y también de su novedad, pero con una profunda serenidad
de ánimo. Amar a la Iglesia significa también tener el valor de tomar decisiones difíciles,
sufridas, teniendo siempre delante el bien de la Iglesia y no el de uno mismo.

Permitidme aquí volver de nuevo al 19 de abril de 2005. La seriedad de la decisión reside


precisamente también en el hecho de que a partir de aquel momento me comprometía
siempre y para siempre con el Señor. Siempre –quien asume el ministerio petrino ya no
tiene ninguna privacidad. Pertenece siempre y totalmente a todos, a toda la Iglesia. Su vida,
por así decirlo, viene despojada de la dimensión privada. He podido experimentar, y lo
experimento precisamente ahora, que uno recibe la vida justamente cuando la da. Antes
he dicho que muchas personas que aman al Señor aman también al Sucesor de San Pedro y
le tienen un gran cariño; que el Papa tiene verdaderamente hermanos y hermanas, hijos e
hijas en todo el mundo, y que se siente seguro en el abrazo de vuestra comunión; porque
ya no se pertenece a sí mismo, pertenece a todos y todos le pertenecen.

El “siempre” es también un “para siempre” –ya no existe una vuelta a lo privado. Mi decisión
de renunciar al ejercicio activo del ministerio no revoca esto. No vuelvo a la vida privada, a
una vida de viajes, encuentros, recepciones, conferencias, etcétera. No abandono la cruz,
sino que permanezco de manera nueva junto al Señor Crucificado. Ya no tengo la potestad
del oficio para el gobierno de la Iglesia, pero en el servicio de la oración permanezco, por
así decirlo, en el recinto de San Pedro. San Benito, cuyo nombre llevo como Papa, me será
de gran ejemplo en esto. Él nos mostró el camino hacia una vida que, activa o pasiva,
pertenece totalmente a la obra de Dios.

Doy las gracias a todos y cada uno también por el respeto y la comprensión con la que habéis
acogido esta decisión tan importante. Continuaré acompañando el camino de la Iglesia con
la oración y la reflexión, con la entrega al Señor y a su Esposa, que he tratado de vivir hasta
ahora cada día y quisiera vivir siempre. Os pido que me recordéis ante Dios, y sobre todo
que recéis por los Cardenales, llamados a una tarea tan relevante, y por el nuevo Sucesor
del Apóstol Pedro: que el Señor le acompañe con la luz y la fuerza de su Espíritu.

Invoquemos la intercesión maternal de la Virgen María, Madre de Dios y de la Iglesia, para


que nos acompañe a cada uno de nosotros y a toda la comunidad eclesial; a Ella nos
encomendamos, con profunda confianza.

Queridos amigos, Dios guía a su Iglesia, la sostiene siempre, también y sobre todo en los
momentos difíciles. No perdamos nunca esta visión de fe, que es la única visión verdadera
del camino de la Iglesia y del mundo. Que en nuestro corazón, en el corazón de cada uno
de vosotros, esté siempre la gozosa certeza de que el Señor está a nuestro lado, no nos
abandona, está cerca de nosotros y nos cubre con su amor. Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos


provenientes de España y de los países latinoamericanos, que hoy han querido
acompañarme. Os suplico que os acordéis de mí en vuestra oración y que sigáis pidiendo
por los Señores Cardenales, llamados a la delicada tarea de elegir a un nuevo Sucesor en la
Cátedra del apóstol Pedro. Imploremos todos la amorosa protección de la Santísima Virgen
María, Madre de la Iglesia. Muchas gracias. Que Dios os bendiga.

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