Borges Tema Del Traidor
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Ficciones
Jorge Luis Borges
conspirador irlandés inducen a Ryan a suponer una secreta forma del tiempo, un dibujo de
líneas que se repiten. Piensa en la historia decimal que ideó Condorcet; en las morfologías
que propusieron Hegel, Spengler y Vico; en los hombres de Hesíodo, que degeneran
desde el oro hasta el hierro. Piensa en la transmigración de las almas, doctrina que da
horror a las letras célticas y que el propio César atribuyó a los druidas británicos; piensa
que antes de ser Fergus Kilpatrick, Fergus Kilpatrick fue Julio César. De esos laberintos
circulares lo salva una curiosa comprobación, una comprobación que luego lo abisma en
otros laberintos más inextricables y heterogéneos: ciertas palabras de un mendigo que
conversó con Fergus Kilpatrick el día de su muerte, fueron prefiguradas por Shakespeare,
en la tragedia de Macbeth. Que la historia hubiera copiado a la historia ya era
suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible... Ryan
indaga que en 1814, James Alexander Nolan, el más antiguo de los compañeros del
héroe, había traducido al gaélico los principales dramas de Shakespeare; entre ellos, Julio
César. También descubre en los archivos un artículo manuscrito de Nolan sobre los
Festspiele de Suiza: vastas y errantes representaciones teatrales, que requieren miles de
actores y que reiteran episodios históricos en las mismas ciudades y montañas donde
ocurrieron. Otro documento inédito le revela que, pocos días antes del fin, Kilpatrick,
presidiendo el último cónclave, había firmado la sentencia de muerte de un traidor, cuyo
nombre ha sido borrado. Esta sentencia no condice con los piadosos hábitos de Kilpatrick.
Ryan investiga el asunto (esa investigación es uno de los hiatos del argumento) y logra
descifrar el enigma.
Kilpatrick fue ultimado en un teatro, pero de teatro hizo también la entera ciudad, y los
actores fueron legión, y el drama coronado por su muerte abarcó muchos días y muchas
noches. He aquí lo acontecido:
El 2 de agosto de 1824 se reunieron los conspiradores. El país estaba maduro para la
rebelión; algo, sin embargo, fallaba siempre: algún traidor había en el cónclave. Fergus
Kilpatrick había encomendado a James Nolan el descubrimiento de ese traidor. Nolan
ejecutó su tarea: anunció en pleno cónclave que el traidor era el mismo Kilpatrick.
Demostró con pruebas irrefutables la verdad de la acusación; los conjurados condenaron a
muerte a su presidente. Éste firmó su propia sentencia, pero imploró que su castigo no
perjudicara a la patria.
Entonces Nolan concibió un extraño proyecto. Irlanda idolatraba a Kilpatrick; la más
tenue sospecha de su vileza hubiera comprometido la rebelión; Nolan propuso un plan que
hizo de la ejecución del traidor el instrumento para la emancipación de la patria. Sugirió
que el condenado muriera a manos de un asesino desconocido, en circunstancias
deliberadamente dramáticas, que se grabaran en la imaginación popular y que
apresuraran la rebelión. Kilpatrick juró colaborar en este proyecto, que le daba ocasión de
redimirse y que rubricaría su muerte.
Nolan, urgido por el tiempo, no supo íntegramente inventar las circunstancias de la
múltiple ejecución; tuvo que plagiar a otro dramaturgo, al enemigo inglés William
Shakespeare. Repitió escenas de Macbeth, de Julio César. La pública y secreta
representación comprendió varios días. El condenado entró en Dublín, discutió, obró, rezó,
reprobó, pronunció palabras patéticas, y cada uno de esos actos que reflejaría la gloria,
había sido prefijado por Nolan. Centenares de actores colaboraron con el protagonista; el
rol de algunos fue complejo; el de otros, momentáneo. Las cosas que dijeron e hicieron
perduran en los libros históricos, en la memoria apasionada de Irlanda. Kilpatrick,
arrebatado por ese minucioso destino que lo redimía y que lo perdía, más de una vez
enriqueció con actos y palabras improvisadas el texto de su juez. Así fue desplegándose
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