ZANATTA Loris Historia de America Latina-93-112

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5.

El ocaso de la era liberal

La gran transformación que tuvo lugar en América Latina du-


rante la época liberal plantea, a inicios del siglo XX, los clási-
cos problemas de los procesos de modernización. En el plano
político, el crecimiento de la escolarización y la ampliación de
la ciudadanía política sometieron a una dura prueba al elitismo
de los regímenes liberales y se expresaron en el crecimiento
de nuevos movimientos políticos decididos a combatirlos. En
el plano social, volvieron más evidente la urgencia del conflicto
moderno entre el capital y el trabajo, y la importancia del rol del
estado para hacerle frente. En el plano económico, el extraordi-
nario crecimiento de las décadas precedentes hizo emerger su
lado oscuro: la vulnerabilidad y el desequilibrio de un modelo
de desarrollo basado en el comercio exterior. Por último, en el
plano ideológico, el clima comenzó a cambiar en forma rápida;
el mito del progreso tendió a sustentar una vasta reacción na-
cionalista, que contribuyó a alimentar tanto el intervencionismo
militar estadounidense en Centroamérica y el Caribe como la
declinación de la civilización europea en las trincheras de la Pri-
mera Guerra Mundial.

La crisis y sus nudos

Fijarle una cronología a la crisis de la era liberal en América


Latina resulta arbitrario en la medida en que eran diferentes los cami-
nos de los distintos países, algunos de los cuales ya habían vislumbrado
lo que para otros era apenas un tenue resplandor en el horizonte. Los
procesos que habían causado la crisis eran de largo plazo e impregna-
ron la historia de la región durante varias décadas. Por ello, fúarla en
los años comprendidos entre la Gran Guerra y la mañana siguiente a
la caída de la Bolsa de Wall Street es ante todo una convención. Más
94 Historia de América Latina

aún puesto que la Primera Guerra Mundial no tuvo para América


Latina -que no se involucró en ella en forma directa y ni siquiera fue
campo de batalla- el efecto devastador (y periodizante) que tuvo para
la historia europea. Sin embargo, una y otra fecha permiten delimitar
una peculiar fase de la historia latinoamericana.
Basta anticipar, por un lado, que la guerra hizo sonar los primeros
toques de alarma para el sostenimiento tanto de los regímenes oligár-
quicos como del propio modelo económico. Por otro lado, que la Gran
Depresión se inició en América Latina no sólo con el colapso del mo-
delo económico imperante durante varios decenios, sino también con
una imprevista ráfaga de golpes de estado en los principales países, en
los que comenzó entonces una larga era militar. Tanto es así que el año
1930 suele ser señalado como un momento clave de la historia política
de la región.
Pero antes de observar de cerca la causa y modalidad específica de
esta crisis -anunciada en los dilemas creados a los regímenes oligárqui-
cos por los efectos de la modernización-, es preciso establecer algunas
premisas. La primera es que los problemas que América Latina afrontó
no eran, mutatis mutandis, sustancialmente distintos de los que enfren-
taron las naciones europeas; tampoco las reacciones que prevalecieron
fueron tan diferentes de las de los países latinos de Europa, con los cua-
les América Latina comparte la pertenencia a una misma civilización.
Todos -aunque algunos bajo la enorme presión de la guerra y otros no,
algunos más modernos y avanzados, y otros más arcaicos y atrasados-
comenzaron desde entonces a recorrer el pasaje de la sociedad de elite
a la sociedad de masas, del universo religioso al político, del liberalismo
de las elites a la democracia del pueblo, del espejismo del progreso a
la realidad de los conflictos que este suele traer aparejados. En suma,
todos saldaron cuentas con el delicado tránsito a la modernidad, que
tanto en América La~ina como en Europa generó largas y a menudo
trágicas crisis políticas, sociales, espirituales y culturales.
La segunda premisa es que la creciente dificultad de los regímenes
oligárquicos para gobernar la cada vez más compleja sociedad surgida
tras décadas de modernización reveló su incapacidad de ampliar las
bases sociales, es decir, de construir consenso. De este modo, ponía de
manifiesto cuán superficial y ajena a la mayor parte de esa sociedad tan
fragmentada se mantuvo la ideología liberal que había invocado para
legitimarse y cuánto había debido conceder para conciliar con el po-
der de las corporaciones tradicionales. En otros términos, mostró cuán
poco propicia era su aclimatación, ya fuera debido a la estructura social
El ocaso de la era liberal 95

o a la conformación cultural de América Latina. De hecho, el liberalis-


mo -al igual que los regímenes en los cuales había sido parte- produjo
una reacción contraria, que comenzó a cobrar vasta forma, y alzó a me-
nudo las banderas del nacionalismo, detrás de las cuales se asomaban
los rasgos clave del antiguo imaginario organicista, listo para tomarse
revancha -a menudo, aunque no siempre, a manos de quienes fueron
piedra angular: los militares-o

Más singular que raro: el caso de Uruguay


Si hubo un país que desde el comienzo del siglo tomó un camino peculiar
que lo distinguió de la mayoría de los de la región de un modo que le
permitió atravesar en forma tan rápida como indolora la crisis de los años
que van de la Primera Guerra Mundial a la Gran Depresión, ese país fue
Uruguay. Enriquecido por el boom de la exportación de carnes Y granos,
en gran parte urbano y poblado por inmigrantes europeos, pasó de forma
más virtuosa que otros del liberalismo a la democracia, sentando los fun-
damentos de un sólido sistema democrático destinado a perdurar hasta
la violenta crisis de los años setenta, para luego renacer con renovado
vigor. Aquella democracia descansaba en el alto grado de laicismo de la
vida pública y en el buen nivel de vida de la mayor parte de la población,
en la elevada escolarización y en servicios sociales más extendidos y
eficientes que en otros lados, elementos cuyas bases serían establecidas
a comienzos de siglo, justamente cuando los demás países tomaban
el camino que conduciría al colapso liberal y al impetuoso surgimiento
del nacionalismo. Esto sucedía pese a que el Uruguay del siglo XIX no
parecía en absoluto destinado a un futuro distinto del de aquellos países
con los cuales había compartido las frecuentes guerras civiles entre los
caudillos y el bipartidismo elitista. El hombre que encarnó el nacimiento y
la institucionalización de ese sistema fue José Batlle y Ordóñez, la figura
que dominó la historia uruguaya en los primeros veinte años del siglo XX,
ocupando en dos ocasiones la presidencia de la República. De hecho, fue
el primero en su país y en el continente en ampliar la base social de los
dos partidos tradicionales al conceder precozmente el sufragio univer-
sal, luego extendido a las mujeres por sus sucesores en las décadas de
los veinte y treinta, mucho antes de que lo hiciese la mayor parte de los
países occidentales. Sin embargo, para que fueran eficaces sus reformas
políticas y duradero el sistema que creó fueron necesarias numerosas
reformas, comenzando por las sociales, que Batlle fomentó cuando en
96 Historia de América Latina

1905 reconoció el derecho de huelga y sindicalización a los trabajadores


urbanos, que en el continente, en general, aún estaban sujetos a res-
tricciones y violencias. En el decenio siguiente, dichas reformas fueron
seguidas por la reducción a ocho horas de la jornada laboral y por una
moderna legislación social. Batlle no se detuvo ante la resistencia de
los grandes propietarios terratenientes y creó un vasto frente social que
abarcaba desde las clases medias urbanas hasta el más reducido pero
combativo proletariado. La política reformista del gobierno, su firme adhe-
sión a los preceptos constitucionales y el rol de árbitro asignado al estado
en los conflictos sociales condujeron ese frente por una vía moderada y
gradualista más que por el sendero revolucionario que tendía a imponerse
en otros lados. Fue por entonces, en un clima distinto del que en otras
latitudes desembocó en sangrientas guerras civiles, cuando fueron intro-
ducidas en Uruguay importantes leyes laicas, tanto en educación -con la
prohibición de la enseñanza religiosa- como en la legislación civil, de la
que formó parte, entre otras, la ley de divorcio.

Montevideo durante el gobierno de Batlle. l '

Las causas políticas

¿Qué fue lo que causó la crisis de los regímenes oligárquicos de la edad


liberal? Una respuesta unívoca es imposible, ya que no todos cayeron y,
los que lo hicieron, no se derrumbaron al unísono ni de la misma mane-
ra. En tanto que los sistemas de Uruguay y Chile no fueron abatidos por
completo, sino que evolucionaron en un sentido más democrático (aun-
que el primero lo hizo de un modo lineal y el segundo pasó por varias
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convulsiones militares), en México el régimen profundizó la revolución,


que abrió nuevos escenarios; Perú, en cambio, sufrió un golpe militar
que frenó las transformaciones. En Brasil el régimen colapsó por obsole-
to, mientras que en la Argentina agonizó durante toda la década de los
treinta, y así sucesivamente, incluidos los casos de tendencia contraria,
como el de Colombia, donde el dominio clerical de los conservadores fue
puesto en crisis al ser sustituido por cierto retorno al liberalismo. Se po-
dría seguir de este modo con una casuística por demás variada; por tanto,
la pregunta que se impone es si cada caso se desplegó por su cuenta, o
bien si existe un hilo conductor en medio de tanta diferencia...

Como candidato del Partido Constitucional Progresista, Francisco l.


Madero obtuvo la victoria en las elecciones de 1911 y fue proclamado
presidente. Archivo Memoria Política de México.

En términos políticos, suele afirmarse que lo que más erosionó la es-


tabilidad y legitimidad de esos regímenes fue el incremento de la de-
manda de "democracia", pese a que, en realidad, en muchos casos se
aludía a soluciones que poco tenían que ver con ella. En verdad, sería
más correcto decir que se trataba de una demanda de participación, o
de cambio, tout court, lo que agitaba los tiempos. Expresiones de nue-
vas clases, en su mayoría de sectores intermedios, aunque a menudo
también de parte de la elite insatisfecha de la oligarquía imperante,
nacieron o sembraron profundas raíces en los nuevos partidos, como
la Unión Cívica Radical en la Argentina o el APRA en Perú, por men-
cionar dos ejemplos que harían escuela. También el Partido Consti-
tucional Progresista, con el cual Francisco Madero desafió en 1910 a
Porfirio Díaz en México. Se trataba de partidos cuyos programas solían
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presentar, como primer punto, el reclamo de elecciones libres y trans-


parentes, con lo que intentaban arrinconar a la oligarquía, dejando al
descubierto la obvia contradicción al desafiarla a respetar los principios
que proclamaban en las constituciones.
¿Ocurrió entonces que los regímenes oligárquicos entraron en crisis
y luego cayeron para dejar paso al advenimiento de una era democrá-
tica? En absoluto: lo que sucedió antes y después de 1930 en la mayor
parte de los casos fue muy distinto. Allí donde la elite en el poder era
más sólida, o donde más débil eran las nuevas fuerzas porque el país era
más atrasado, se asistía a una reacción autoritaria, con lo cual la demo-
cracia política perdió una preciosa oportunidad. En cambio, allí donde
la modernidad se había impuesto sobre los viejos regímenes que apenas
lograban contener sus efectos, es decir, en los países más modernos y
avanzados, surgieron otros fenómenos típicos del advenimiento de la
sociedad de masas. Se alzaron, de hecho, los populismos, acaso atribui-
bIes también a la tradición de la democracia liberal y representativa,
que en algunos casos perdió por sí sola el tren de la historia. En dichos
países se destapó la caja de Pandora de sociedades en plena transforma-
ción, que los nuevos partidos surgidos en los primeros decenios -liga-
dos a las capas medias y de impronta en general reformista- no podían
representar ni contener. En ambos casos y del mismo modo que acon-
teCÍa entonces en las naciones latinas de la Europa meridional, la decli-
nación de los regímenes liberales no preparó el camino a la democracia
representativa, sino a regímenes de otro tipo.
Emblema de la misma demanda genérica de participación y cambio
fue el movimiento de la Reforma Universitaria, surgido en Córdoba,
Argentina, en 1918, cuyo programa planteaba la democratización del
acceso al gobierno de la universidad. Sus ecos se extendieron por toda
América Latina, confundiéndose con los de la revolución mexicana.
Al erosionar el frágil fundamento de los regímenes oligárquicos, la Re-
forma contribuyó también a la emergencia de otros partidos o movi-
mientos, surgidos en el seno de la moderna cuestión social-el conflicto
entre el capital y el trabajo-, que también comenzaba a imponerse. Par-
tidos o movimientos que en principio eran, en su mayoría, anarquistas
y socialistas, pero que luego de la revolución bolchevique de 1917 y tras
la reunión en 1929 de la primera conferencia de partidos comunistas
de América Latina fueron también comunistas. Se trataba de reagrupa-
mientos políticos y sociales a menudo de dimensiones reducidas, pero
más organizados, motivados y activos que la mayor parte de los otros
actores del sistema político, poco vertebrado en general. Por lo demás,
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a menudo tenían la capacidad de hacer sentir con vigor los efectos de


su lucha, y eran particularmente fuertes en los sectores clave de la eco-
nomía -aquellos vinculados a la exportación, como el transporte, la
minería, la industria frigorífica, etcétera-o Siempre oscilando entre le-
galidad y clandestinidad, entre parlamentos y sindicatos, entre el cami-
no reformista y la vía revolucionaria, tolerados o bien reprimidos con
violencia, no se transformaron en modernos partidos de masas, aunque
cumplieron un importante papel al minar las bases sociales y certezas
ideológicas del régimen liberal-oligárquico.

El APRA Y los partidos radicales


Desde el Partido Radical que en la Argentina alcanzó el poder en 1916
a aquel que en Chile sostuvo en 1920 el gobierno reformista de Arturo
Alessandri; desde los primeros movimientos que en la Venezuela domi-
nada por la férrea dictadura de Juan Vicente Gómez desafiaron al poder,
a aquellos que en Perú hicieron otro tanto contra el régimen autoritario y
modernizante de Augusto Leguía, pasando por los numerosos partidos
que en diversas formas, con mayor o menor fuerza y en variados con-
textos, emergieron de manera profusa en casi toda América Latina, las
nuevas formaciones políticas surgidas por entonces en estas sociedades
cada vez más complejas fueron un rasgo de la época. Tales partidos
encarnaron las vastas expectativas de una incipiente democratización y
del nacimiento de un sistema político nuevo e institucionalizado, capaz de
brindar una representación articulada de la pluralidad social. No obstante,
dichas expectativas se vieron mayormente frustradas cuando la crisis del
sistema liberal barrió en muchos países también a los partidos políticos,
a menudo suplantados por el poderío de viejas o nuevas corporaciones.
Entre ellos se encuentra la Alianza Popular Revolucionaria Americana
(APRA), partido que fundó el joven líder peruano Víctor Raúl Haya de la
Torre en 1924, en México, país donde se hallaba exiliado. Se trataba
de una formación política con ambición supranacional, expresión de las
corrientes que, en diversos puntos de América Latina, buscaban conciliar
democracia, reforma social y nacionalismo, transformada luego en prota-
gonista crucial de la atribulada historia del Perú. Con el tiempo, su influen-
cia política e ideológica se hizo sentir en varios países americanos, en
especial en el área andina y en otras naciones de América Central y el Ca-
ribe. El APRA, cuya base social comprendía principalmente a los sectores
medios, aunque incluía también ciertas franjas del proletariado, incitaba a
100 Historia de América Latina

la lucha contra el imperialismo de los Estados Unidos, lo que comenzaba


a ser común en una época de asiduo intervencionismo norteamericano,
en especial en un país como el Perú, donde los intereses mineros crecían,
y para un joven como Haya de la Torre, exiliado primero en Panamá y
luego en la corte del régimen surgido de la revolución mexicana.
Además, el programa originario del APRA preveía la unión de lo que su lí-
der definía como Indoamérica, aludiendo al rescate de las raíces indígenas
de la región, la nacionalización de las tierras y la minería, y un genérico
frente antiimperialista universal. Si bien muchos de estos puntos lo aproxi-
maban en un primer momento a los movimientos marxistas en gestación,
la ideología del APRA se caracterizó por un acentuado nacionalismo que
conduciría a la teorización de una suerte de tercera vía entre capitalismo
y comunismo (rasgo típico de los populismos latinoamericanos). Dicho
esto, el golpe de estado que tuvo lugar en Perú en 1930 y los sucesivos
encuentros violentos entre el ejército y el movimiento aprista impidieron
a su líder llegar al gobierno, que el APRA alcanzó por primera vez recién
mucho más tarde, en 1985, en un contexto distante años luz de aquel
que le había dado origen.

Mitin del APRA liderado por Víctor Raúl Haya de la Torre. 4IIT

Las causas sociales y económicas

Al tiempo que el mito del progreso se veía afectado por desagradables


efectos secundarios, las certezas de la elite comenzaron a vacilar, dado
que los conflictos que los regímenes habían neutralizado reingresaban
El ocaso de la era liberal 101

en forma de tensión y desorden. Dichos regímenes no se encontraban


preparados para hacer frente a estos fenómenos, que solían adjudicar
a ideologías y agentes extranjeros, a los que acusaban de amenazar la
armonía local. Por ello, buena parte de estas elites, otrora liberales y
cosmopolitas, buscaron tranquilizador reparo en el mito nacionalista
de la sociedad cohesionada y equilibrada, sometida a los ataques del
enemigo externo y de sus aliados internos. En definitiva, los regímenes
oligárquicos no estaban preparados para afrontar los modernos con-
flictos sociales e ideológicos, ni para gobernar el imparable pluralismo
político. Prisioneros de la fe ciega en la ciencia y de una intensa hosti-
lidad hacia la política, esos regímenes, de hecho, habían obstruido, en
general, los canales necesarios para metabolizar los nuevos desafíos y
desactivar el potencial destructivo: los democráticos.
En ese sentido, la Primera Guerra Mundial fue decisiva también en
América Latina. Sus potentes ecos no se desvanecieron en el decenio
siguiente, ya que derrumbó un andami~e ideológico central: el mito de
la Europa feliz, cuna de la cultura francesa, la democracia británica, la
ciencia y los ejércitos alemanes ... ¿Cómo podía ser modelo de civiliza-
ción esta Europa que se desgarraba en las trincheras? ¿Qué quedaba del
dogma positivista de las elites políticas e intelectuales que habían legiti-
mado el poder agitando el espejismo de emular la civilización europea?
No obstante, más allá de esos efectos abstractos aunque portentosos, la
guerra no era algo concreto e inmediato. La gallina de los huevos de
oro de los regímenes oligárquicos -el modelo exportador de materias
primas- sufrió durante la guerra sus primeros cortocircuitos serios, que
comenzaron a resquebr~ar sus bases, algo inevitable, por otra parte,
dado que la banca europea se hallaba inmersa en el esfuerzo bélico.
Esto tuvo consecuencias considerables; algunas, inmediatas, puesto que
muchas economías de la región se encontraron de pronto sin salida
para sus productos ni bienes para importar; otras, más duraderas, pues-
to que la guerra aceleró ciertos fenómenos en curso. En primer lugar,
indujo a los países americanos con capital a sustituir importaciones,
es decir, a crear una red de industrias, cuyo resultado fue impulsar la
modernización social y las demandas políticas que asediaban a los regí-
menes oligárquicos. Facilitó de ese modo la creciente penetración en la
región del capital estadounidense, en lugar de los capitales europeos, y
sumó con ello nuevo combustible a la vivaz llama nacionalista.
No obstante, lo más destacable es que la totalidad de esos fenómenos
lesionó la convicción de que aquel modelo fuese eterno y virtuoso, y
se difundió, en cambio, la certeza de que comportaba serios riesgos,
102 Historia de América Latina

entre los cuales el más evidente era la vulnerabilidad de las economías


latinoamericanas, tanto más cuando aquellas crisis económicas se tra-
dujeron pronto en intensos terremotos sociales. La escasez de bienes, la
inflación que erosionaba los salarios, los grandes bolsones de desocupa-
ción, la ausencia de sistema previsional (al cual sólo en Chile, Uruguay
y la Argentina se comenzó a dar forma entonces), entre muchos otros
problemas, fueron la base de la gran ola de huelgas, a menudo violentas
e incluso con violencia represiva, que atravesó América Latina entre
1919 y 1921, desde la Argentina hasta Perú y de Brasil a Chile -cuando
estaba por demás vivo el eco de la revolución en México, que con tanta
fuerza había resonado en toda la región-o El clima, en definitiva, había
cambiado, y cuando diez años después sobrevinieron los dramáticos
efectos de la crisis económica mundial, el terreno ya se encontraba listo
para las grandes convulsiones.

La revolución mexicana

La revolución mexicana tuvo una fase armada que se extendió desde


1911 hasta 1917. Se trató, de hecho, de una violenta guerra civil, que
costó más de un millón de vidas, cuya estela política y de violencia se
prolongó mucho tiempo después de la finalización de los combates.
En ella coexistieron realidades y fenómenos diversos, los que a su vez
pusieron en evidencia reivindicaciones, grupos sociales y partes del te-
rritorio de enorme heterogeneidad. En verdad, la revolución mexicana
fue varias revoluciones juntas, a partir de las cuales el Porfiriato alcanzó
un final traumático y se echaron las bases de un nuevo orden político
y social.
Nació como revolución política, bajo la presión de las elites liberales
del norte del país que reivindicaban la democratización del régimen.
De esa revolución fue líder Francisco Madero, que desafió a Díaz a elec-
ciones, pero se levantó en armas y llamó a la revuelta junto a toda la
resistencia. Obtenido el exilio del dictador y ya en el poder, Madero
pronto se vio abrumado por el disenso entre los revolucionarios y la
reacción del ejército. De hecho, numerosos revolucionarios, con Emi-
liano Zapata a la cabeza, no estaban dispuestos a entregar las armas
hasta tanto no se hubiera conseguido la reforma agraria por la cual se
habían alzado.
Fue entonces, en el apogeo de la violencia y el caos, que el general
Victoriano Huerta tomó el poder por la fuerza, habida cuenta de que
El ocaso de la era liberal 103

a todo el mundo le parecía inminente la restauración del orden pre-


rrevolucionario. Para contradecir ese desarrollo nació en el norte del
país un ejército constitucionalista, bajo la guía de Venustiano Carranza,
al cual prestó importante sostén Francisco "Pancho" Villa, excéntrico
producto de aquel gran movimiento telúrico que fue la revolución, más
parecido al típico caudillo latinoamericano que al moderno revolucio-
nario. Mientras tanto, en el sur continuaba la lucha campesina contra
Huerta, conducida por Zapata. Esta situación se prolongó hasta que los
Estados Unidos -que en un primer momento había confiado en el re-
torno de la elite depuesta, pero que, con el ascenso a la presidencia de
Woodrow Wilson, impuso un cambio de rumbo- decidieron el envío de
un contingente militar al puerto de Veracruz, con el objetivo de estran-
gular al gobierno de Huerta y obligarlo a abandonar el territorio. Los
Estados Unidos actuaban con la convicción de que México debía avan-
zar pronto hacia un cambio profundo y de que sólo el sostén a los ejér-
citos constitucionales garantizaría un gobierno estable y democrático.

Emiliano Zapata y Pancho Villa.

Huerta cayó bajo la ingente presión de las tenazas que lo sujetaban


desde el norte y el sur. México se halló, en la práctica, sin estado, en
una desgarradora lucha en la cual el límite entre política y criminali-
dad, movimientos sociales y hordas de bandidos, era a menudo lábil o
104 Historia de América Latina

inexistente. Lo que en realidad empezó en ese momento fue el enfren-


tamiento entre fuerzas extrañas entre sí, que entonces habían comba-
tido al enemigo común: los ejércitos constitucionales de Carranza y las
tropas de Zapata y Villa, los cuales terminaron derrotados. Revolución
política, la mexicana fue también una gigantesca explosión social en-
carnada en la poderosa corriente campesina de la cual Emiliano Zapata
fue el líder indiscutido. Hombre del sur, mestizo, indígena, en las an-
típodas -por temperamento y formación- de los ricos y cultos consti-
tucionalistas del norte, su objetivo era obtener la restitución, para la
comunidad campesina, de las tierras perdidas en la época del Porfiriato
bajo el embate creciente del latifundismo.

Tropas villistas y zapatistas.

Fruto de tantas y tan heterogéneas instancias, la revolución no podía


sino concluir con un compromiso entre los vencedores y las reivindica-
ciones de quienes, si bien habían sido derrotados, le habían aportado
una impronta radical a la insurgencia social. Su objetivo era la Cons-
titución de Querétaro de 1917, que por un lado acogió los principios
liberales propugnados por los ejércitos vencedores -como la libertad
individual y el laicismo del estado impuestos con duras medidas contra
la iglesia y su rol social-, y por otro lado introdujo principios sociales
y nacionalistas inéditos en la región, como la propiedad de la nación
sobre los bienes del subsuelo y las bases de una reforma agraria.
El ocaso de la era liberal 105

El nuevo clima ideológico

Como siempre sucede, el nuevo clima político fue anunciado primero


y acompañado luego por el surgimiento de nuevas ideas en los cam-
pos político, social y económico, y antes que en otros, en lo filosófico,
artístico y literario. El positivismo comenzó pronto a sufrir los prime-
ros ataques, en especial a partir de 1900, cuando apareció el Ariel de
José Enrique Rodó, una suerte de manifiesto del nacionalismo y de la
reacción antimaterialista continuada por el movimiento estético deno-
minado Modernismo, cuyo representante más destacado fue el poeta
nicaragüense Rubén Darío.
La ola de ideas -periféricas o bien estructurales a la ideología- que
traspasó la barrera positivista abarcaba una amplia gama de expresio-
nes a menudo diversas e incluso contradictorias entre sí. Lo que aquí
importa es captar algunos elementos esenciales y observar cómo, en-
tre tanta divergencia, las nuevas ideas tendieron a confluir hacia un
paradigma nacionalista genérico. Si durante la edad liberal la tenden-
cia prevaleciente había sido buscar modelos políticos y culturales fue-
ra de la frontera, donde la civilización moderna era más floreciente,
ahora predominaba la tendencia a resguardarse en la búsqueda de la
nacionalidad y sus orígenes, a cuya reconstrucción o invención fueron
dedicados asiduos esfuerzos. Esto fue así porque los viejos modelos se
habían resquebrajado y debido a que, una vez consolidados los estados,
era preciso forjar ciudadanos para hacer la nación, inculcando en la
población un sentido de pertenencia y destino compartido. Esto fue así
a tal punto que, al propiciar la inmigración, la elite positivista intentó
atenuar el componente étnico indígena y afroamericano, incrementan-
do el blanco (europeo), con la convicción de que la heterogeneidad
era un lastre para el desarrollo de la civilización. En ese nuevo clima
maduraron las corrientes indigenistas y la reivindicación de la Améri-
ca mestiza, que ofrecía como peculiar aporte a la civilización su "raza
cósmica", el hombre nuevo creado por su excepcional historia, como
sostenía el mexicano José Vasconcelos.
Al dogma cientificista le sucedió una reacción espiritualista, madura-
da a fines de los años veinte, que dio lugar a un verdadero revival cató-
lico, cuyos protagonistas fueron no pocas veces positivistas conversos, y
que alimentó grupos, partidos, movimientos e ideas políticas donde se
conjugaron catolicidad y nación en una mezcla típica de muchos países
hispánicos. A la fe optimista en el progreso siguió una obsesiva búsque-
da de identidad, dirigida en especial a la identificación de las raíces
106 Historia de América Latina

de una identidad nacional, a menudo mítica. Tanto es así que desde


entonces se ha hablado con frecuencia de brasilianidad, cubanidad,
peruanidad, y así sucesivamente, con el fin de representar la identidad
eterna e incorruptible de una nación.
En lugar de la virtud y de la libertad del individuo, comenzaron a
revalorizarse la esencia y los valores de la comunidad, entendida ya
como un todo orgánico, formada por corporaciones y cimentada en
la unidad religiosa, en el caso de los católicos, o bien como unidad de
clase en el caso de los marxistas, entre los cuales comenzaron a emerger
corrientes que se esforzaban en nacionalizar aquella ideología, de por
sí internacionalista. Ese fue el caso del peruano José Carlos Mariátegui,
cuyos esfuerzos tendieron a reconducirla a una suerte de comunismo
incaico primigenio, anterior a la conquista española, más allá de cuán
verdadero o imaginario fuese.

'A IVIAUTA 10
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SEGU N DO ACTO

.5 U M A R 10

Editorial de la revista Amauta, Lima, 1927.

El cosmopolitismo, tan apreciado como teorizado en una época, em-


pezó por entonces a ser objeto de radicales diatribas: era considerado
un hábito oligárquico, que se reducía a la imitación de las elites extran-
jeras, o una costumbre extraña al pueblo. Sobre dicho pueblo flore-
cieron, además, estudios etnográficos y antropológicos, investigaciones
interesadas en reconstruir las costumbres alimentarias, musicales, reli-
giosas, en búsqueda de su sentido y de su identidad, y con ello, de los
de la nación.
El ocaso de la era liberal 107

Esas fueron, en el plano ideológico, las premisas de la marea nacio-


nalista que comenzó a propagarse en el continente; aunque ello no
ocurrió de manera unívoca: se manifestó también en el plano político,
yen casi todas las áreas, más allá de la que específicamente analizamos.
Lo cierto es que el clima estaba cambiando.

El krausismo
Hoy prácticamente olvidado, y en realidad muy poco conocido fuera del
mundo hispánico y alemán, el krausismo ejerció una amplia influencia en
América Latina. La doctrina procede del filósofo alemán Karl Krause y
consiste en una suerte de liberalismo espiritualista que arribó a América
Latina a través de España, donde tuvo numerosos seguidores y divulga-
dores. El krausismo-influyó no poco en la reflexión política de hombres
como José Martí y José Batlle y Ordóñez, y acompañó la parábola de
muchos de los partidos radicales que llegaron a la madurez en los años
veinte. Lo que probablemente lo volvió tan atractivo en el clima cultural de
América Latina y susceptible de desarrollos distintos de las premisas
liberales de las cuales partió, fue su esfuerzo en conciliar liberalismo y
organicismo . .4IT

los derroteros de la crisis liberal

Los caminos seguidos por las crisis de los regímenes oligárquicos fue-
ron múltiples; lo mismo cabría decir de sus resultados, cualquier cosa
menos uniformes. El caso más notable, violento y de impacto conti-
nental fue el de México, donde el Porfiriato acabó por convertirse en
una peligrosa tapa agujereada sobre una olla en ebullición. Esa olla
era la sociedad mexicana, en la cual diversas voces, durante mucho
tiempo oprimidas, explotaron al unísono y echaron las bases de la
transición, larga y violenta, hacia un nuevo orden político, económico
y social.
En el extremo opuesto, al menos en lo que atañe a los países ma-
yores, se ubicaba en esa época la Argentina, donde la Ley Sáenz Peña
de 1912 abrió las puertas a algo que parecía poder operar la virtuosa
metamorfosis del régimen oligárquico en régimen democrático, me-
diante la elección, con el sufragio universal masculino, del líder radical
Hipólito Yrigoyen en 1916.
108 Historia de América Latina

Hipólito Yrigoyen, en Rosario, durante la campaña electoral de 1926.

En 1922 se ratificó la regular alternancia constitucional, confirma-


da seis años después, cuando Yrigoyen fue nuevamente electo. Sin
embargo, en 1930, un golpe de estado, encabezado por el general
Félix Uriburu, puso fin a aquella incipiente experiencia democrática,
que cayó víctima de diversas causas. La más evvridente fue la reacción
conservadora de vastos sectores -de la elite ;conómica a las cúpu-
las eclesiásticas y militares- contra la democracia política, vinculada
además con el rechazo del creciente conflicto social y la difusión de
ideologías revolucionarias, ya que se imputaba a la democracia no
saber hacerle frente , o se la acusaba de allanarle el camino. En este
contexto, nacieron grupos nacionalistas antidemocráticos, se difun-
dieron corrientes ideológicas autoritarias y se formaron movimientos
contrarrevolucionarios. Además, la joven e imperfecta democracia
argentina sucumbió debido a la tendencia del partido mayoritario,
el radical (o por lo menos de una parte de él), a transformarse en un
movimiento nacional, es decir, a monopolizar el poder pretendien-
do representar la identidad misma de la nación, desnaturalizando
de ese modo el espíritu pluralista de la democracia moderna. So-
bre esta situación ya compleja cayeron como un rayo los tremendos
efectos de la crisis de Wall Street, con lo que el país que se erguía
como un baluarte de la civilización europea en América entró en el
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túnel de una crisis no muy distinta de la que afectaba a tantos vecinos


latinoamericanos.
No obstante, las masas (o los fantasmas que evocaban) no fueron
en todas partes decisivas a la hora de generar la crisis del régimen oli-
gárquico. En principio, en Brasil, donde se sumaron además otros dos
factores -más allá de los efectos del crack económico de 1929- que in-
cidieron en dicha declinación. El primero fue el emerger a la luz de
un nuevo estado, Rio Grande do Sul, que horadó la consuetudinaria
alternancia en el poder entre las elites de San Pablo y Minas Gerais. Del
nuevo estado provenía Getúlio Vargas, el hombre que, derrotado en
las elecciones de 1930, denunció la irregularidad y fue luego llevado al
poder por los militares, para permanecer allí por largo tiempo. Pero el
segundo factor, aún más importante, fueron los militares, especialmen-
te los denominados tenentes,jóvenes oficiales de grado intermedio, que
ya en los aüos veinte habían protagonizado varias revueltas, y que ahora
encarnaban más que otros el nuevo clima nacionalista, imponiendo la
creación de un estado centralizado y decidido a organizar bajo su ala
a la población, mientras que la elite había creado un estado disperso
en numerosas autonomías, privado de ascendencia popular. Ese fue el
sentido del golpe de 1930.
La inestabilidad política sacudió en otras ocasiones los fundamentos
del continente. Desde Perú, donde en 1930 cayó la larga dictadura de
Augusto Leguía, a Chile, donde en el medio de una etapa de conflictos
y convulsiones se impuso la breve dictadura del general Carlos Ibáüez;
desde El Salvador, donde en 1931 un golpe blindó el dominio de la oli-
garquía del café, cuestionada en primer término por los movimientos
campesinos, a Venezuela, donde a fines de los aüos veinte comenzaron
a manifestarse los primeros signos de intolerancia hacia la larga auto-
cracia de Juan Vicente GÓmez. Los casos son numerosos, aunque pe-
culiares; en general los militares fueron los protagonistas, derrocando
o poniendo bajo su tutela las instituciones liberales surgidas durante
los regímenes oligárquicos y todo cuanto parecía demasiado frágil para
soportar el choque de la modernidad, en especial en aquellas socieda-
des atravesadas por la fragmentación social, en las cuales los militares
parecían la expresión política de una elite blanca (y de su cultura). No
obstante, es preciso aclarar que la intervención de los militares no tuvo
siempre un solo sentido, es decir, a favor de una clase social específica,
sino que fue variando en los diversos contextos.
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La edad del intervencionismo norteamericano


y el ascenso del nacionalismo

Las intervenciones militares de los Estados Unidos en el área centroame-


ricana y caribeña tuvieron lugar en los primeros treinta años del siglo
XX. Aunque en algunos casos fueron breves, en otros duraron varios lus-
tros, como por ejemplo en Nicaragua o en Haití, donde tenían el objetivo
de poner fin a las guerras civiles imponiendo un hombre o un partido
fiel a Washington, o de proteger a los ciudadanos y las propiedades es-
tadounidenses amenazadas por el desorden local. Se trataba de grandes
multinacionales que incrementaban desmesuradamente sus intereses en
la extracción minera o en los primeros pasos de la industria petrolífera,
o bien en el campo de la producción de bienes típicos de la agricultura
subtropical, ámbito en el que descolló la United Fruit Company.

Tienda de víveres de la United Fruit Company.

En otros casos, en especial durante la presidencia de Woodrow Wilson,


las intervenciones militares estadounidenses tuvieron mayores ambicio-
nes políticas y expresaron un claro intento paternalista y pedagógico,
con el objetivo de sentar las bases institucionales de estados y adminis-
traciones más sólidas y eficaces. En todos los casos, sin embargo, la polí-
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tica estadounidense en la región fue la puesta en escena de la doctrina


del destino manifiesto y comportó no sólo la intervención militar, sino
también una profunda expansión comercial, el propósito de minar los
intereses europeos en el área, y el esfuerzo por difundir valores de la
civilización norteamericana, en general, sin éxito.
El intervencionismo y el sentimiento de superioridad contribuyeron
desde entonces a alimentar el nacionalismo que ya había comenzado
a crecer en los jóvenes estados de América Latina. El nacionalismo la-
tinoamericano encontró a su enemigo -en contraposición al cual bus-
caba construir su identidad y su misión- en los Estados Unidos, en su
i~erencia política, y en las bases mismas de la civilización que aspiraba
a exportar. Típico en ese sentido -acaso por su aura mítica- fue el caso
del pequeño ejército guiado en Nicaragua contra los marines por Augus-
to César Sandino, una suerte de David nacionalista en lucha contra el
Goliat imperialista, asesinado en 1934 por la Guardia Nacional estable-
cida por los Estados Unidos durante la ocupación. Un Goliat del cual el
nacionalismo latinoamericano llegó a rechazar tanto el expansionismo
como el liberalismo, el capitalismo, la democracia representativa, suma-
dos a tantos otros rasgos de la civilización protestante, individualista y
materialista típica de los países anglosajones, contrapuesta a la católica,
basada en el comunitarismo y la democracia orgánica.

La Guerra del Chaco


A partir de los años veinte, el establecimiento de estados-nación sobre
fronteras a menudo inciertas (lo cual, ya en la segunda mitad del siglo XIX,
había sido causa de guerras entre vecinos) y la fragilidad de algunos
gobiernos dispuestos a usar el argumento nacionalista para sostener su
falta de legitimidad tuvieron un rol clave en las crecientes tensiones entre
Bolivia y Paraguay, únicos dos estados privados de salida al mar,
perdedores, además, de los conflictos bélicos del siglo XIX. Si bien suele
postularse que la guerra tuvo su origen en la competencia entre dos
grandes empresas petroleras extranjeras por un territorio cuestionado en
los límites entre ambos países, lo cierto es que predominaron otros
motivos. En especial, pesó la frustración boliviana por la derrota en la
negociación de su salida al Pacífico, que indujo al gobierno a buscar abrir
una brecha hacia el Atlántico a través del sistema fluvial del débil Para-
guay; a ello coadyuvó el clima nacionalista, que aumentó como nunca en
ese período. La guerra culminó en 1935, con la firma del armisticio en
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Buenos Aires, lo cual le granjeó al ministro de Relaciones Exteriores


argentino el premio Nobel de la Paz, al Paraguay el reconocimiento de la
soberanía sobre el territorio en disputa, ya Bolivia una nueva humillación,
causa de crisis inminentes. Sobre el terreno, entretanto, yacían los
cuerpos de unas cien mil víctimas. AIT

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