Diez Lecciones Sobre El Martirio - Paul Allard

Está en la página 1de 162

Diez lecciones sobre el martirio

PAUL ALLARD

Introducción
Siglo XX, siglo de mártires

En mayo de 1998, al organizarse el Calendario para el


Jubileo del año 2000, se previó una conmemoración
ecuménica de los «nuevos mártires» del siglo XX, y para
elaborar la lista de ellos se formó una comisión.
Posteriormente, en el Calendario actualizado de noviembre de
1999, después de una reunión de cinco Congregaciones
romanas, se acordó de forma unánime que sería más
conveniente centrar la celebración jubilar prevista para el 7 de
mayo del 2000 en la memoria de «los testigos de la fe» del
siglo XX.
En efecto, el término mártir puede ser entendido con
mayor o menor amplitud, y en los últimos decenios se está
prodigando con una facilidad quizá excesiva. La Iglesia, sin
embargo, tradicionalmente, reserva este altísimo título a
aquellos cristianos declarados mártires solemnemente por el
Papa, después del conveniente estudio y resolución de la
Congregación para las causas de los santos.

En un Symposium celebrado en Roma, días antes de la


jornada jubilar dedicada a los testigos de la fe del siglo
último, se dieron a conocer algunos datos históricos. En los
veinte siglos de la vida de la Iglesia ha habido unos 40
millones de mártires, de los cuales cerca de 27 millones son
mártires del siglo XX. Es verdad que la cifra es difícilmente
verificable y que en ese recuento se emplea el término de
mártir en un sentido muy amplio. Pero, en todo caso, sí
parece un dato cierto que el siglo XX ha sido la época más
duramente martirial de toda la historia de la Iglesia.

Juan Pablo II, en la solemne y ecuménica celebración


jubilar de «los testigos de la fe en el siglo XX» -que así,
precisamente, quiso llamar a esa conmemoración-, dijo:

«La experiencia de los mártires y de los testigos de la fe no


es característica sólo de la Iglesia de los primeros tiempos,
sino que marca también todas las épocas de su historia. En el
siglo XX, tal vez más que en el primer período del
cristianismo, son muchos los que dieron testimonio de la fe
con sufrimientos a menudo heroicos. Cuántos cristianos, en
todos los continentes, a lo largo del siglo XX, pagaron su
amor a Cristo también derramando su sangre. Sufrieron
formas de persecución antiguas y recientes, experimentaron
el odio y la exclusión, la violencia y el asesinato. Muchos
países de antigua tradición cristiana volvieron a ser tierras
donde la fidelidad al Evangelio se pagó con un precio muy
alto...
«¡Y son tantos!... Bajo terribles sistemas opresores, que
desfiguraban al hombre, en los lugares de dolor, entre
durísimas privaciones, a lo largo de marchas insensatas,
expuestos al frío, al hambre, torturados, sufriendo de tantos
modos, ellos manifestaron admirablemente su adhesión a
Cristo muerto y resucitado...

«Que permanezca viva la memoria de estos hermanos y


hermanas nuestros a lo largo del siglo y del milenio recién
comenzados. Más aún ¡que crezca!» (7-V-2000).

El martirio, es cierto, «marca todas las épocas de la


historia cristiana». Y esta dimensión martirial de toda vida
cristiana se acentúa notablemente en nuestro tiempo. Por eso
mismo nos ha parecido muy conveniente volver a publicar la
magnífica obra de Paul Allard, Diez lecciones sobre el
martirio.
Paul Allard

Arqueólogo e historiador, nacido en 1841 en Rouen,


Francia, Paul Allard fue abogado en ejercicio, hasta que su
dedicación progresiva al estudio de la historia de la Iglesia
primitiva le llevó a abandonar su profesión. Escribió con
frecuencia en la «Revue des Questions Historiques», de la que
fue director a partir de 1904. Murió en 1916.

Los textos de Allard muestran siempre no sólo una notable


erudición, sino también un profundo sentido cristiano de la
historia y de las realidades de la fe. Sus páginas, en efecto,
expresan una espiritualidad netamente católica.

Sus obras principales son Rome souterraine (Paris 1874),


Les esclaves Chrétiens depuis les premiers temps de l'Église
jusqu'a la fin de la domination romaine en Occident (Paris
1876), L'art païen sous les empereurs chrétiens (Paris 1879),
Histoire des persécutions pendant les deux premiers siècles
(Paris 18922), Histoire des persécutions pendant la première
moitié du troisième siècle (Paris 1881), La persécution de
Dioclétien et le triomphe de l'Eglise (Paris 1890, I-II vols.), Le
Christianisme et l'empire romain (Paris 1896), Études
d'histoire et d'archéologie (Paris 1898), St. Basile (Paris
1899), Julien l'apostat (Paris 1900, I-II vols.); martyre, en
«Dictionnaire apologétique» (Paris v.III, 1918, 331-392).

En la obra de Paul Allard que ahora presento abrevio


mucho su amplio estudio sobre el martirio. En él se recogen
diez conferencias que el autor pronunció en el Instituto
Católico de París (febrero y abril de 1905). En francés esta
obra alcanzó pronto varias ediciones (Sur le martyre;
conférences, Mame, París 19372), y enseguida fue traducida a
otras lenguas. En italiano, trad. por Enrico Radaeli S.J., Dieci
conferenze sul martirio, Roma, ed. Pustet 1912, 320 págs. En
español, El martirio, Madrid, Fax 19432, 310 págs.

J. M. I.

Lección Primera
Apostolado y martirio

La palabra mártir

El martirio, entendido según su estricta significación


etimológica [testimonio], no se conoció antes del cristianismo.
No hay mártires en la historia de la filosofía: «Nadie -escribe
San Justino- creyó en Sócrates hasta el extremo de dar la vida
por su doctrina» (II Apología 10). Tampoco el paganismo tuvo
mártires. Nunca hubo nadie que, con sufrimientos y muerte
voluntariamente aceptados, diera testimonio de la verdad de las
religiones paganas. Los cultos paganos, a lo más, produjeron
fanáticos, como los galos, que se hacían incisiones en los brazos
y hasta se mutilaban lamentablemente en honor de Cibeles. El
entusiasmo religioso pudo llevar en ocasiones al suicidio, como
entre aquellos de la India que, buscando ser aplastados por su
ídolo, se arrojaban bajo las ruedas de su carro. Pero éstos y
otros arrebatos religiosos salvajes nada tienen que ver con la
afirmación inquebrantable, reflexiva, razonada de un hecho o de
una doctrina.
El martirio, sin duda, quedó ya esbozado en la antigua
Alianza, en figuras admirables, como las de los tres jóvenes
castigados en Babilonia a la hoguera, Daniel en el foso de los
leones, los siete hermanos Macabeos, inmolados con su
madre... Pero el judío se dejaba matar antes que romper su
fidelidad a la religión que era privilegio de su raza, mientras que
el cristiano acepta morir para probar la divinidad de una religión
que debe llegar a ser la de todos los hombres y todos los
pueblos.

Y ése es, precisamente, el significado de la palabra mártir:


testigo, que afirma un testimonio de máxima certeza, dando su
propia vida por aquello que afirma. La palabra misma, con toda
la fuerza de su significación, no se halla antes del cristianismo;
tampoco en el Antiguo Testamento. Es preciso llegar a
Jesucristo para encontrar el pensamiento, la voluntad declarada
de hacer de los hombres testigos y como fiadores de una
religión.

«Vosotros -dijo Jesús- seréis testigos (mártires) de estas


cosas» (Lc 24,48). Más aún: «Vosotros seréis mis testigos en
Jerusalén, Judea y Samaría, hasta los últimos confines de la
tierra» (Hch 1,8). Y los Apóstoles aceptan esta misión con todas
sus consecuencias.

Así San Pedro, para sustituir a Judas, el traidor, declara: «Es


necesario que entre los hombres que nos han acompañado todo
el tiempo que el Señor Jesús vivió con nosotros... haya uno que
con nosotros sea testigo de la resurrección» (Hch 1,22). Y en su
primer discurso después de Pentecostés: «Dios ha resucitado a
Jesucristo, y de ello somos testigos todos nosotros» (2,32). Y
con Juan, ante el Sanedrín: «Nosotros somos testigos de estas
cosas... y con nosotros el Espíritu Santo que Dios ha dado a
todos aquellos que le obedecen» (5,32.41). Otra vez, después
de azotados, salen del Consejo «felices de haber sido hallados
dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús» (5,41). Y al
fin de su vida, escribiendo a las iglesias de Asia, Pedro persiste
en el mismo lenguaje: «Yo exhorto a los ancianos que hay entre
vosotros, yo que también soy anciano y testigo de los
padecimientos de Cristo»... (1Pe 5,1).
Así pues, el significado primero de la palabra mártir es el de
testigos oculares de la vida, de la muerte y de la resurrección de
Cristo, encargados de afirmar ante el mundo estos hechos con
su palabra. Desde el primer día este testimonio se dio en el
sufrimiento y, como hemos visto, en la alegría de padecer por
Cristo. Enseguida, después de estas primeras pruebas, vino el
sacrificio de la misma vida, como testimonio supremo de la
palabra.

Ya Jesucristo lo había predicho a los Apóstoles: «Seréis


entregados a los tribunales, y azotados con varas en las
sinagogas, y compareceréis ante los gobernadores y reyes por
mi causa, y así seréis mis testigos en medio de ellos» (Mc 13,9;
+Mt 10,17-18; Lc 21,12-13).

Al mismo tiempo, les asegura su asistencia: «Cuando os


hagan comparecer ante los jueces, no os preocupéis de lo que
habréis de decir, sino decid lo que en aquel momento os será
dado, porque no sois vosotros los que tenéis que hablar, sino el
Espíritu Santo... El hermano entregará a su hermano a la
muerte, y el padre al hijo; los hijos se levantarán contra sus
padres y los harán morir; y vosotros seréis odiados por todos a
causa de mi nombre. Pero el que persevere hasta el fin se
salvará» (Mc 13,11-13; +Mt 10,19-20; Lc 12,11-12; 16-17).

Cuando los cristianos pudieron comprender por los


acontecimientos la fuerza de estas palabras de su Maestro, se
consideró la muerte gloriosa de sus más antiguos y fieles
discípulos como el coronamiento de su testimonio. Desde
entonces, muerte y testimonio quedaron entre sí
definitivamente asociados.

Antes, pues, de finalizar la edad apostólica, la palabra mártir


adquiere ya su significado preciso y claro, y se aplicará a aquel
que no solo de palabra, sino también con su sangre, ha
confesado a Jesucristo.

Pero ya en ese mismo tiempo se extiende también su


significado a quienes podrían decirse testigos de segundo grado,
a aquellos «bienaventurados que creyeron sin haber visto» (Jn
20,29), y que, habiendo creído así, testificaron su fe con su
sangre.

San Juan, concretamente, a fines del siglo I, emplea la


palabra mártir en dos ocasiones con este sentido. En el mensaje
que dirige a la iglesia de Pérgamo, hablando en el nombre del
Señor, menciona a «Antipas, mi fiel testigo, que ha sido
entregado a la muerte entre vosotros, allí donde Satanás
habita» (Ap 2,13). Alude a un cristiano martirizado por los
paganos en tiempos de Nerón. Y en otro pasaje, cuando se alza
ante el apóstol vidente el quinto sello del libro misterioso,
alcanza a ver «debajo del altar las almas de los que habían sido
muertos por causa de la palabra de Dios y del testimonio que
habían dado» (6,9).

Y no será la primera generación cristiana de creyentes la


única en dar este testimonio. La historia de los mártires no
había hecho entonces sino comenzar.

Relación entre predicación del Evangelio y martirio

Durante tres siglos esta historia continuará en las regiones


sometidas al Imperio Romano. Más aún, cuando a comienzos del
siglo IV un emperador [Constantino] establezca la paz religiosa,
no habrá terminado con eso para el cristianismo la era
sangrienta. Otras regiones, otros pueblos «sentados a la sombra
de la muerte» (Lc 1,79), ofrecerán cada día nuevos campos
para el apostolado y el martirio. Los Anales de la Propagación de
la Fe serán continuación natural de las Actas de los Mártires.

Pero cuando éstas se cierran, en tiempos de Constantino, el


cristianismo ha conquistado ya pacíficamente toda la cuenca del
Mediterráneo gobernada por el espíritu de Grecia y por las leyes
de Roma. Mientras tanto, la sangre de los mártires no habrá
sido derramada ocasionalmente o gota a gota: habrá corrido en
torrentes durante persecuciones numerosas, metódicas,
encarnizadas. El edicto de paz fue, pues, la confesión solemne
de la impotencia de la soberanía pagana contra el cristianismo.
La historia de los mártires, del siglo I al IV, forma, por tanto, un
todo completo y suficiente, fecundo en conclusiones, y que será
el objeto de nuestro estudio. Pero antes de ocuparnos de ella
directamente, haremos una exploración preliminar, que es
necesaria.

En efecto, el martirio siguió naturalmente la ruta del


cristianismo. Sólo hubo mártires allí donde habían llegado los
misioneros. Por eso, antes de presentar a los cristianos que
murieron por su fe, es preciso conocer cuáles eran las regiones
donde había cristianos. Una rápida mirada a la historia de la
Iglesia primitiva nos muestra mártires en casi todas las
regiones. Parece como si el cristianismo se hubiera extendido
por todo el mundo de repente. Y esta impresión es verdadera, al
menos en parte; pero hay que precisarla más.

Para conocer bien la historia de los mártires es preciso, pues,


señalar primero las etapas de las primeras misiones. El mismo
Señor nos sugiere este método, cuando antes de anunciar las
persecuciones, asegura que «es necesario primero que el
Evangelio sea predicado a todas las naciones» (Mc 13,10). Y es
que entre predicación y martirio hay relación de causa y efecto.

Asia Menor, Grecia e Italia

La propagación del cristianismo comienza el día de


Pentecostés. Como embriagados por la efusión del Espíritu, los
apóstoles dan testimonio ante la muchedumbre de peregrinos
que llena esos días Jerusalén.

Hay gentes de todas las regiones. El autor de los Hechos de


los apóstoles menciona a quienes proceden del Oriente, más allá
de las fronteras del Imperio Romano: partos, medas, elamitas,
mesopotamios. A los súbditos asiáticos del Imperio: gentes de
Judea, Capadocia, Ponto, Asia proconsular, Frigia, Panfilia. A los
súbditos africanos de Egipto y de la Cirenaica. Hay también
árabes, insulares del Mediterráneo, gente de Creta, y también
hay peregrinos de Roma (Hch 2,5-11).

De aquellos tres mil hombres convertidos y bautizados, tras


la primera predicación de San Pedro, muchos serían extranjeros
de esas regiones, y al regresar a sus países habrían sido los
primeros misioneros de la nueva fe.

Un segundo enjambre salió de la vieja colmena judía,


después de la muerte del primer mártir, el diácono San Esteban.

«Hubo entonces gran persecución en la Iglesia que estaba en


Jerusalén» (Hch 8,1). Solamente los apóstoles permanecieron
en la ciudad. Los fieles se dispersaron por todos los caminos de
Judea, Galilea y Samaría (8,5-40; 9,32-43). Entonces fue
evangelizado el litoral, el antiguo país de los Filisteos y Fenicia.
Otros llevaron la fe a Damasco y hasta el norte de Siria, a
Antioquía. Y otros se embarcaron hacia la isla de Chipre (11,19).

El Evangelio no buscaba todavía sino a los judíos y a los


prosélitos del judaísmo. Pero de pronto recibe una dirección
nueva, y la semilla va a ser sembrada también entre los
paganos. Pedro, saliendo de Jerusalén, recorre las iglesias
nacientes para visitarlas y confirmarlas (11,31). Y advertido por
una visión, bautiza en este primer viaje apostólico a muchos
gentiles (10,9-29.47-48). También por entonces son
catequizados en Antioquía algunos griegos, es decir, paganos
(11,20). Y pronto el gran converso Pablo, sacado por Bernabé
de su inicial retiro, llega a la metrópoli de Siria. Allí, al parecer
por sugestión suya, se hace patente la escisión entre judaísmo y
nueva fe, cuando los discípulos de ésta comienzan a llamarse
cristianos (11,26).

Hacia el año 44 comienza Pablo sus grandes viajes


apostólicos, durante los cuales, en quince años, recorrerá toda
la parte occidental del Asia Menor: Cilicia, Licaonia, Pisidia,
Isauria, Frigia, Mesia, Asia proconsular, Chipre, Salamina y
Pafos, Macedonia y Acaya, y quizá Iliria (Hch 13-21).

No viaja Pablo a la ventura, sino que elige ciertas ciudades


estratégicas, que habrán de servirle, según dice, como «puertas
abiertas al exterior» (1Cor 16,9).

Son éstas Éfeso, donde está dos años, y desde la que se


extenderá la fe por todo el occidente del Asia romana (Col 1,7-
8; 4,12-13; Filem 1,2; Hch 19,10-26); Antioquía, que pone a la
Iglesia en comunicación con el mar y con el Oriente; Tesalónica,
foco de la fe hacia Macedonia (1Tes 1,7-8); Corinto, centro del
cristianismo en Acaya (2Cor 1,1).

Con todo esto, no había conseguido Pablo extender la fe más


que a la mitad de la península asiática. Quedaba la vertiente
oriental, las extensas provincias entre el Euxino y el Tauro:
Bitinia, Ponto, Galacia -la carta a los Gálatas no llega sino a los
gálatas meridionales de Licaonia, Frigia y Panfilia-.

Quizá San Pedro llegó en su predicación a estas regiones,


pues más tarde del 64 escribe una carta a los cristianos «del
Ponto, Capadocia, Asia y Bitinia» (1Pe 1,1), suponiendo iglesias
de cierta antigüedad, con clero organizado (5,1-3) y que han
padecido persecución o están amenazadas de ella (4,14-16).
Les habla como a amigos suyos personales, conocidos quizá en
su viaje a Occidente, aunque no tenemos datos exactos de su
itinerario.

Conocemos, en cambio, perfectamente el viaje primero de


San Pablo. Encarcelado dos años en Judea, apela al César, y en
el año 61 viaja a Roma con otros prisioneros. Cuando llega al
sur de Italia y desembarca en Puzzoli, encuentra una comunidad
cristiana ya establecida (Hch 28,13-14). Y recuperada su
libertad, después de unos dos años, prosigue sus viajes
misioneros, llega a España (Rm 15,24), viaja a Creta, al Asia
Menor, a Macedonia, al Peloponeso, evangeliza el Epiro.

Compañeros suyos en este viaje al Oriente, continúan su


labor: Crescente en Galacia (2Tim 4,10), Tito en Creta (Tit 1,5)
y también en Dalmacia (2Tim 4,10).

Estamos en el año 64, cuando las autoridades romanas han


conocido ya como tales a los cristianos, cuando Nerón
desencadena contra ellos la primera de las persecuciones, y en
vísperas del martirio de Pedro y Pablo.

Todavía no han sido escritos todos los evangelios, y ya el


Evangelio ha sido predicado en las más diversas partes del
Imperio Romano. Ya, como dice Tácito (54-?), los cristianos son
«una ingente muchedumbre» (Ann. XV,44). Ya la luz de la fe,
según asegura Clemente Romano, ha llegado «hasta los
confines de Occidente» (Corintios 5,7). En treinta años la nueva
fe ha irradiado en todas direcciones, hacia el Asia romana y en
toda la cuenca del Mediterráneo.

Italia, Galia, España, norte de África

Desde el siglo II, Roma se hace centro de la evangelización


de Occidente. Es verdad, sin embargo, que el griego parece
predominar en la primera iglesia de Roma. Buena parte de sus
fieles habla griego, y los Papas del siglo III escriben todavía sus
documentos en esta lengua. Se utiliza el griego porque era
entonces la lengua más universal, mucho más que el latín.

En Italia, a mediados del siglo III, el Papa Cornelio reúne un


concilio de sesenta obispos italianos; lo que hace pensar que ya
entonces habría un centenar de diócesis en Italia.

En la Galia, otra gran región mediterránea, en la provincia de


Narbona, al sur de Lión, entre las cuencas del Ródano y del
Saona, hallamos una primera comunidad de fieles, cuya
procedencia helénica o asiática es indudable. Por la vía entre
Marsella y Lión, de gran flujo comercial, es por donde al parecer
penetró el cristianismo.

La carta de las iglesias de Lión y Viena, en 177, dirigida a las


de Asia y Frigia, revela el parentesco y unidad que entre
aquéllas y estas iglesias había. La mitad de los mártires de Lión,
aludidos en esa carta, tienen nombres griegos; otros son
oriundos del Asia, y muchos responden en griego a los
interrogatorios.

Concretamente, el obispo de Lión, Ireneo, nació en Esmirna,


pero viaja dos veces a Roma, y ya en el concilio que él preside
en 196 se afirma que las iglesias de las Galias, en lo referente a
la fecha de la Pascua, siguen el uso romano y no el asiático. La
evangelización posterior de las Galias será siempre latina, y en
gran parte, al parecer, obra de misioneros de Roma.
En las regiones de tradición celta -Aquitania, provincia
Lugdunense y Bélgica- el cristianismo se extiende con mucha
más lentitud, pues en ellas escasean las ciudades. Sin embargo,
ya Tertuliano asegura que «las diversas naciones de las Galias»
han oído hablar de Cristo (Adv. Judeos 7). En todo caso, en el
concilio de Arlés, del 314, se reúnen solamente dieciséis obispos
franceses, número muy reducido si se compara con el de los
obispados italianos de mediados del siglo anterior.

Sin embargo, conocemos la existencia de mártires en


ciudades en las que, probablemente, no se habían constituido
aún obispados. La difusión de la fe, pues, era más rápida que la
constitución de iglesias locales. Y hay indicios de que, al
terminar la era de las persecuciones, el cristianismo tiene ya en
Francia una difusión considerable. Un hecho, por ejemplo, es el
gran número de cristianos que, a fines del siglo III, había en la
corte de Constantino Cloro.

En cuanto a España, ésta parece depender aún más


directamente de la iglesia de Roma. Visitada por San Pablo,
nada indica que recibiera más tarde influjos del Asia cristiana.
Nunca los cristianos hablaron el griego en esta región, tan
completamente romanizada que en los siglos I y II dio al
Imperio sus más ilustres escritores: Séneca, Marcial,
Quintiliano; y algunos de sus mejores emperadores: Trajano,
Adriano, Marco Aurelio. El cristianismo en España es totalmente
latino.

A mediados del siglo III, las persecuciones de Decio y


Valeriano hicieron estragos en la península Ibérica, causando
mártires y también apóstatas. En el concilio de Elvira, en la
Bética, hacia el año 300, se reúnen representantes de unos
cuarenta obispados. Muchos de ellos son del sur, menos del
centro y del norte; pero no todos los obispados de España
estarían representados en el concilio.

Por otra parte, vemos que la persecución de Diocleciano


[284-305] causa muchas víctimas en todos los lugares de
España, incluso en pequeñas ciudades.
En el Africa romana, al otro lado del Mediterráneo, hallamos
tres zonas desigualmente pobladas: la Proconsular -Túnez-, la
Numidia -Argelia-, y la Mauritania -Marruecos-. Esta región
extensa entra de repente, casi adulta, en la historia cristiana,
dejando adivinar un pasado más largo. No parece, sin embargo,
que éste se remonte al siglo I, pues, según refiere Tertuliano, la
primera persecución en que los cristianos de la provincia
Proconsular y Numidia sufrieron el martirio fue en el año 180
(Ad Scapulam, 3).

Pero ya en esta fecha, la iglesia de Cartago, la mejor


conocida, se muestra completamente organizada, con muchos
fieles, lugares de culto, cementerios y clero. A fin del siglo II se
reúne en ella un concilio de la Proconsular y Numidia, y durante
el siglo III se realizan concilios que, por el número de obispos,
hacen pensar por lo menos en un centenar de diócesis. Los
recientes estudios arqueológicos descubren por todas partes
templos abandonados por ese tiempo de Baal, el Saturno
africano, lo que es señal de conversiones en masa al
cristianismo.

El cristianismo, pues, se nos muestra de pronto en África del


Norte sin que sepamos bien en qué fecha ni por qué misioneros
concretos fue implantado. Quizá vino del oriente, pues Cartago,
hija de los fenicios, siempre mantuvo con ella relaciones
marítimas y comerciales. Pero también es probable su origen
romano, al menos en parte. El griego y el latín están vigentes al
mismo tiempo en la primera literatura cristiana de esa región.

Germania, Bretaña y otras regiones extramediterráneas

Las dos Germanias, las comarcas limítrofes del Rhin, eran el


baluarte militar de la Galia hacia el Este. Y hay allí iglesias desde
fines del siglo II; pero son raras hasta el siglo IV, y muy
alejadas unas de otras.

Algo semejante ha de decirse de la Bretaña, otra provincia


militar, la más septentrional del Imperio. Y también en la
Inglaterra de nuestros días hay ya cristianos a finales del siglo
II, y se citan mártires en la persecución de Diocleciano. Tres
obispos, de Londres, Licoln y York, asisten al concilio de Arlés
(314).

Sin embargo, a mediados del siglo III Orígenes se refiere a


Germanos y Bretones como a pueblos entre los que aún la fe
cristiana está poco extendida todavía. Y lo mismo afirma de los
Godos, los Sármatas y los Escitas, es decir de los pueblos
situados a lo largo del Danubio, en los Balcanes. Quizá haya que
situar a finales del siglo III la evangelización de estas regiones.
Pero ya en el martirologio oriental del siglo IV se mencionan con
frecuencia ciudades y lugares de la cuenca del Danubio.

Penínsulas Balcánicas y Asia menor

Mientras la fe se difunde en Occidente partiendo sobre todo


de Roma, sigue arraigándose y extendiéndose en la parte
oriental del Mediterráneo, allí donde la habían predicado
primeramente los Apóstoles.

A mediados del siglo II son tan numerosos los cristianos en la


península helénica, que el emperador Antonino Pío ha de
intervenir varias veces para frenar los levantamientos de los
paganos contra los fieles.

Existen en ese tiempo comunidades cristianas en Acaya,


Larisia, Tesalia, Tesalónica, Macedonia, Épiro, Tracia... En esta
última región está Bizancio, donde los cristianos son ya a fin del
siglo II muchos y poderosos. Bizancio, donde por primera vez, a
la dura luz de una guerra civil, se hizo patente la fuerza exterior
del cristianismo, es el vínculo de unión entre Europa y las
provincias del Asia menor, donde los cristianos son muy
numerosos. Atravesado el Bósforo, se tiene la impresión de
entrar en país cristiano.

Cuando Plinio el Joven, en 112, llega a Bitinia y al Ponto


como legado imperial, halla un inmenso número de cristianos.
Encuentra también abandonados y casi desiertos los templos
paganos, en los cuales «hacía ya tiempo» se habían
interrumpido los sacrificios (Epist. X,96). La situación venía de
bastante tiempo atrás.
Él mismo da a conocer que la persecución, durante el imperio
de Domiciano, había causado ya víctimas. Y alude a la difusión
del «contagio» de la fe cristiana -superstitionis istius contagio-,
esperando poder frenar decisivamente tal situación.

En Frigia, al sur de Bitinia, por lo menos en su parte


meridional, la evangelización era aún más floreciente. Aunque
ya en tiempos de Marco Aurelio tuvo mártires, apenas se turbó
allí la paz de los fieles hasta las grandes persecuciones del siglo
III. Allí no era preciso disimular la fe. Frecuentemente los
cristianos ocupan cargos municipales. Son al mismo tiempo, y
sin ninguna dificultad, romanos y cristianos.

Frigia era un país esencialmente cristiano. Y venía a ser la


mitad de la provincia imperial de Asia, pues su procónsul tenía
autoridad también sobre Missia, Lidia y Caria.

Estas regiones, bañadas por el mar Egeo, estaban llenas de


antiguos recuerdos cristianos, la predicación de San Pablo, el
gobierno pastoral de San Juan. Allí están todas aquellas
ciudades, de nombres armoniosos, llenas de cristianos: Éfeso,
Esmirna, Sárdica, Pérgamo, Filadelfia, Tiatira, Troas, Magnesia
de Meandro, Trale, Parium... Apenas hay alguna de ellas que no
pueda gloriarse de algún mártir o doctor ilustre.

Desde el siglo II, las diócesis están muy cercanas unas de


otras, lo que indica claramente la densidad de la población
cristiana. Las consideraciones políticas que con los fieles
muestran los magistrados prueban el poder moral de los
miembros de la Iglesia. Son éstos tantos que, en tiempo de
Cómodo, un procónsul, aterrado ante la multitud de los fieles
que espontáneamente comparecen ante su tribunal, renuncia a
juzgarlos (Tertuliano, Ad Scapulam 5).

Menos son las noticias acerca del cristianismo en Capadocia,


inmensa provincia situada entre el Mar Negro y el Tauro, y que
corta en diagonal casi todo el Asia menor. Pero son no pocos los
indicios de que había allí importantes cristiandades.
A mediados del siglo II, en las actas del martirio del martirio
de San Justino, uno de sus compañeros mártires contesta al
magistrado que le interroga declarando: «yo seguía las
lecciones de Justino, pero la religión cristiana la aprendí de mis
padres. -¿Y de dónde son tus padres? -De Capadocia». Así pues,
ya en el siglo II eran varias en Capadocia las generaciones de
cristianos. Y a mediados del siglo III era tal el número de los
fieles que los paganos les culpaban de la disminución cada vez
mayor del culto a sus dioses, y se vengaban incendiando a
veces las iglesias que los cristianos habían osado construir
abiertamente.

Tan inmensa era, en todo caso, la extensión de la Capadocia


que en algunos distritos, como en el Ponto Polemiaco, en las
riberas del Mar Negro, era muy reducida la presencia de
cristianos, hasta la gran evangelización que a mediados del siglo
III hizo allí San Gregorio Taumaturgo.

Otra de sus regiones, en cambio, la Armenia Menor, con su


capital en Melitene, tenía ya desde el siglo II tantos cristianos
que la legión XII Fulminata, reclutada en aquel distrito, se
componía casi totalmente de cristianos.

Siria, Celesiria, Fenicia y Palestina

La vasta provincia de Siria, extendida desde el Mediterráneo


hasta los confines del Asia menor, Arabia y Egipto, era quizá la
más heterogénea de las provincias imperiales. Al norte, la
Celesiria, tenía por capital Antioquía. Al Este, el país
semiindependiente de Palmira. Al Oeste, Fenicia, entre el Líbano
y el mar. Al Sur, Palestina, integrada por Galilea, Judea y el
antiguo litoral de los filisteos.

En Siria se hablaba griego, latín, siríaco, fenicio, hebreo. Se


adoraba al Dios de Israel, a las deidades griegas, a las Astarté y
a los Baales. Sentimientos religiosos exaltados hasta el
fanatismo se mezclaban con un pujante espíritu industrial y
mercantil, que proyectaba naves y factorías por todas partes.
En toda Siria fue predicada la fe por los mismos Apóstoles y
por sus discípulos más tarde. Sin embargo, aquellas regiones
fueron para el Evangelio menos fértiles que las feraces tierras
del Asia Menor. Eran muchas las religiones y civilizaciones que
se disputaban el dominio de los hombres.

Al norte de la provincia, en la Celesiria, es donde más pronto


crecieron en número los cristianos, viniendo a ser casi tantos
como en Bitinia o el Ponto. La fe predicada en su capital,
Antioquía, por San Pablo seguirá floreciendo hasta mediados del
siglo IV, en que la mayoría de la población es cristiana.

A ello colabora decisivamente la altísima calidad espiritual de


sus obispos, de los que se conocen sus nombres desde el siglo I.
El más notable de todos ellos es el obispo mártir San Ignacio de
Antioquía.

Muy diferente es Fenicia, en donde los cristianos abundan


solamente en las ciudades comerciales del litoral, en tanto que
son escasos en el interior del país, donde predominan los
antiguos cultos, llenos de sensualidad y fanatismo.

En el interior de Fenicia los cultos naturalistas se mantienen


con una tenacidad que apenas se halla en ninguna otra región.
Solamente las ciudades de Damasco y Paneas, comerciales,
medio griegas, atravesadas por caravanas, están penetradas del
espíritu cristiano.

Palestina misma es, entre todas las provincias asiáticas del


Imperio, una de las más escasamente cristianas. Las
sangrientas persecuciones sufridas a fines del siglo I y
comienzos del II, arrasaron las huellas tanto del judaísmo como
del cristianismo. La mayor parte de las comunidades cristianas
palestinas del siglo II están integradas por forasteros, y
prosperan sobre todo donde predomina el elemento griego. El
año 136, por primera vez desde Santiago, un obispo cristiano
tiene sede en Jerusalén, entonces Aelia Capitolina, colonia
romana.
Algunas regiones de Palestina permanecen mucho tiempo
cerradas al cristianismo. Casi toda Samaría, hasta fines del siglo
II, rinde culto a Simón Mago. En Galilea, Tiberíades y las
poblaciones cercanas están sujetas a una escuela rabínica y a
una colonia judía que hace insoportable a los cristianos la vida
en aquella región. En Gaza, ciudad totalmente pagana, se
practican con furor los cultos más sensuales del Oriente. El
obispo no se arriesgaba a vivir en la ciudad, y la primera iglesia
se construyó allí en tiempos de Constantino.

Aunque Palestina dio muchos mártires en la última


persecución, ninguna de sus comunidades parece que tuviera
importancia antes de la paz de Constantino, fuera de Cesarea,
que desde Orígenes a Pánfilo fue uno de los focos de ciencia
teológica.

Egipto

Egipto, como las Galias o el África, no entra claramente en la


historia cristiana hasta fines del siglo II. Su origen, sin embargo,
debió ser muy anterior, pues la tradición asegura que fue San
Marcos el fundador de la Iglesia de Alejandría.

En Alejandría, a fines del siglo III, florece luminosa la escuela


de Teología en la que enseñaron Panteno, Clemente, Orígenes.
Hacia el 300 asegura Clemente de Alejandría que la fe cristiana
está difundida «en toda la población, en todos los lugares y en
todas las ciudades» (Strom. VI,18). El gran número de diócesis
es característico del Egipto cristiano de los siglos III y IV. Pero
aún más significativo es el desarrollo del monacato en Tebaida
desde el 250, y la gran aceptación que tuvo en los medios
populares.

Por otra parte, la última persecución en ninguna otra región


causó más víctimas. Egipto, en efecto, con las provincias
romanas de Asia, estaba bajo el gobierno del más encarnizado
perseguidor de los cristianos, Maximino Daia.
Lección Segunda
Difusión del cristianismo fuera del Imperio

Causas de esta propagación

El Imperio Romano se extendía en Europa, África y Asia


sobre pueblos de temperamentos y civilizaciones sumamente
diversos. Junto a la lengua latina oficial, se daba una gran
multiplicidad de lenguas. Todos los paganos daban culto a los
dioses de Roma, que eran los del Imperio, pero también
honraban los dioses propios de su país. En aquella enorme
heterogeneidad solamente se había producido una cierta
homogeneidad moral entre las clases superiores de la sociedad
imperial. Pero el pueblo, salvo en algunas ciudades más
cosmopolitas, seguía siendo pueblo, arraigado en sus hábitos,
tradiciones, idiomas y supersticiones peculiares. Un doctor
alejandrino podía entenderse con un poeta o filósofo de Atenas
o de Roma. Pero un aldeano celta y un montañés de Frigia
apenas hallarían una idea o una palabra en común con que
comunicarse.

La rápida difusión del cristianismo en medios tan diferentes,


y aún hostiles a veces entre sí, adaptándose tanto a las
inteligencias más cultivadas como a las más toscas,
conquistando al mismo tiempo a los griegos de la brillante Jonia
o a los indígenas de la brumosa Bretaña, no habiendo para él
«ni griego ni bárbaro» [Col 3,11] es un hecho histórico para
cuya explicación no bastan las leyes ordinarias, sobre todo si se
tiene en cuenta que este desarrollo se logró en medio de
obstáculos y persecuciones, y que, como dice Tertuliano, cada
nuevo creyente era un candidato al martirio. Y esta historia
prodigiosa, por otra parte, no sería completa si limitáramos
nuestra atención al cuadro único del Imperio Romano.

En efecto, es cosa admirable que Roma, que siempre


procuró impedir la difusión del cristianismo, la favorecía sin
quererlo. Las grandes vías militares que llegaban a lejanísimas
regiones, las calzadas de granito que atravesaban tanto los
arenales de Siria como los bosques de las Galias, servían para el
paso de las legiones, pero también facilitaban el viaje de los
misioneros.

«Gracias a los romanos -escribe San Ireneo- goza de paz el


mundo, y nosotros podemos viajar sin temor por tierra y por
mar, por todos los lugares que queremos» (Adv. Hæres. IV,30).
Y cincuenta años después, Orígenes: «La Providencia ha reunido
todas las naciones en un solo Imperio desde el tiempo de
Augusto para facilitar la predicación del Evangelio por medio de
la paz y la libertad del comercio» (In Jos. hom. III).

Pero los apóstoles de la nueva fe no gozaban de estas


ventajas cuando salían de las regiones tuteladas por Roma para
predicar la fe a naciones independientes, enemigas a veces del
Imperio. Y sin embargo, ya desde mediados del siglo II y sobre
todo en el III, se intentó hacerlo, y de hecho se extendieron
notablemente las fronteras del cristianismo.

Estas misiones exteriores, lógicamente, no partían sino de


regiones en las que estaba la fe muy extendida y la población
cristiana era muy densa. Esto explica que el cristianismo en
Europa apenas traspasase las fronteras del Imperio. Por
ejemplo, en las provincias fronterizas, tanto del Rhin como del
Danubio, es donde más tardaron en establecerse comunidades
cristianas. Y por ser éstas menos numerosas y pujantes,
ocupadas en su propio crecimiento, tuvieron menos
posibilidades de irradiar al exterior. Y de modo semejante, en la
Europa occidental, las fronteras militares limitaron durante largo
tiempo la extensión del cristianismo.

Hay en todo esto otro obstáculo importante para la difusión


de la fe. Una superstición extranjera ha contagiado las regiones
situadas en los límites del Imperio, llevada por funcionarios,
esclavos y soldados. En todos los campamentos fronterizos del
ejército romano, en Germania, a lo largo del Rhin, en Bretaña,
en Panonia y Dacia, en las llanuras regadas por el Danubio, el
culto de Mithra alza sus monumentos, cava sus grutas, como si
hubiera de proteger así al Imperio Romano del empuje de los
bárbaros, y alejar de este modo a los bárbaros de la gracia del
cristianismo. Estas supersticiones procedentes del Oriente son el
culto preferido de las legiones romanas, y vienen a imponerlas a
las poblaciones donde se asientan.

Las iglesias de África hallan para difundir la fe otros


obstáculos. Han tenido fuerza para vencer las supersticiones
autóctonas, pero se ven frenadas por la doble barrera del Atlas
y del desierto. En el siglo II llegan a los gétulos, pueblos del
Sahara y del Oeste del Atlas, casi independientes; pero se les
escapan los pueblos nómadas del Mediodía, movedizos y ligeros
como las arenas llevadas por el viento. Más urgente es para
estas iglesias evangelizar el Oeste, la Mauritania, que pese a sus
campamentos militares y obispados, apenas llegan a ser
romanas y cristianas.

Mayor fuerza difusora de la fe tendrá el cristianismo en


Egipto. Va más allá de los límites del Imperio, hacia Syene, en
la primera catarata del Nilo, desciende a Etiopía, avanza a lo
largo del río y del mar Rojo, hasta el desfiladero de Aden, y
probablemente hasta el Yemen.

Según refiere Eusebio de Cesarea, el primer impulso


misionero partió de Panteno, fundador de la célebre Escuela de
Alejandría. Dejó su cátedra y se fue a llevar la fe a la India
(Hist. Eccl. V,10,3), es decir, en el lenguaje del tiempo, muy
probablemente al sur de Arabia, donde había muchas colonias
judías.

Pero es en el Asia romana donde la fe evangélica halló


durante tres siglos un potente foco de irradiación en todas las
direcciones. Sus misioneros, sus viajeros circunstanciales,
incluso sus cautivos llevaron la fe entre los bárbaros.

A mediados del siglo III los Godos, que viven entre el


Danubio y el Dniester, son evangelizados por prisioneros por
ellos capturados en la invasión de Capadocia. Hay escasas
noticias de que la fe llegó de Bitinia y del Ponto al Quersoneso
Táurico -Crimea-, al norte del Mar Negro. Al Este de Capadocia
se consiguió convertir al cristianismo a la Gran Armenia
independiente, por obra especialmente de Gregorio el
Iluminador. Él convirtió a la fe al rey Mitridates II, y tras él fue
toda la nación. La primera guerra de religión de que nos habla la
historia fue la que en el 313 Maximino Daia declaró contra
Armenia por haber abrazado el cristianismo. La cruz y el
sentimiento nacional dieron la victoria a los armenios.

Aún más poderoso y extenso es el avance del cristianismo


hacia el Asia Central. Sobre todo desde mediados del siglo II, la
fe ya arraigada en las ciudades del Oeste desde el tiempo de los
apóstoles, se difunde con fuerza hacia el Este, por las fronteras
orientales del Imperio. Sigue el camino de las caravanas,
recorriendo el camino inverso al que llevó a los Magos a la cuna
del Redentor.

Desde Antioquía la fe conquista primero el diminuto reino de


Osrhoene, en la orilla izquierda del Éufrates, y especialmente su
capital, Edesa, se llena de cristianos. Ya en el siglo II tiene allí la
Iglesia una versión siríaca del Antiguo y del Nuevo Testamento.
A fines de ese siglo se reúne allí un concilio regional. A pesar de
que Caracalla anexiona el reino al Imperio, Edesa se mantiene
como foco ardiente de evangelización, extendiendo la fe en
Mesopotamia y por todo el Imperio Persa. A mediados del siglo
III había en Mesopotamia iglesias tan florecientes como las del
Asia Menor, y en la última persecución, la de Diocleciano, dieron
un gran número de mártires.

Las autoridades de Persia permiten predicar la fe cristiana,


tanto más cuanto ésta es perseguida en el Imperio romano.
Pero estas buenas disposiciones cesan cuando el Imperio se
convierte al cristianismo. Y Constantino ha de escribir al rey
Sapor, solicitando protección para «las innumerables iglesias de
Dios» y «las miríadas de cristianos» que vivían en aquellos
Estados (Eusebio, De vita Constantini IV,8).

Cuando se reanudan las hostilidades entre Roma y Persia, se


desencadenará en ésta una terrible persecución contra los
cristianos, sospechosos de complicidad con Roma. Esta
persecución duró cuarenta años (339-379), más tiempo que
ninguna de las persecuciones romanas. Pero el cristianismo era
allí tan fuerte que los torrentes de sangre derramada no
bastaron para apagar la antorcha de la fe.
Según Sozomeno el primer golpe de persecución produjo
dieciséis mil mártires, cuyos nombres se consignaron, y otros
muchos más anónimos (Hist. Eccl. II,14). Las Pasiones de
mártires que nos han llegado se refieren a cristianos de
Babilonia, Caldea, Susania, Adiabene.

Otros lamentables acontecimientos frenaron el ímpetu


expansivo del cristianismo en Persia. Pero aquella gran difusión
primera del Evangelio en Persia, en la segunda mitad del mundo
antiguo -«el segundo ojo del universo», como le dijo un
embajador persa al emperador romano-, muestra claramente la
potencia del cristianismo para implantarse en pueblos tan
extraños a las costumbres sociales de Roma o a la cultura de
Grecia.

Las herejías, sin embargo, en el siglo V, extenuaron la Iglesia


en Persia, y las invasiones musulmanas del VII acabaron de
abatirla.

El cristianismo en el campo

Para conocer mejor la sociedad en que vivieron los mártires,


consideremos la situación del cristianismo en el campo.

Cuando Plinio escribe al emperador Trajano acerca de la gran


difusión de la fe cristiana en Bitinia, le informa que no
solamente ha invadido las ciudades, sino también las aldeas y
campos (Epist. X,26). Él sabía que el cristianismo se había
implantado primero sobre todo en las ciudades. En ellas era
donde por el comercio se habían formado colonias judías, que
era el ambiente más favorable para la primera predicación
cristiana. También en ellas se encontraban los paganos más
cultos, los más desengañados a menudo del culto a los dioses.
Por eso, para que el cristianismo hubiera podido extenderse a
los campos, penetrando el alma de gente campesina, era
preciso que hubiera adquirido ya una gran fuerza. Esto es lo que
sorprender y alarma a Plinio, legado imperial en Bitinia.

En varias otras regiones de Occidente, en cambio, la fe tardó


en proyectarse fuera de las ciudades. Especialmente en las
Galias, donde en tiempos de San Martín, en el siglo IV, todavía
la superstición domina las zonas rurales del centro, y donde en
las zonas del norte y del este no se alcanzó a vencer la idolatría
hasta los siglos V, VI y VII.

La misma situación se daba en el norte de Italia, entre los


Alpes y el Po, donde campesinos montañeses todavía causarán
mártires a fines del siglo IV y aún en el V. En ese tiempo se
mantienen, contra las leyes vigentes, las estatuas de los dioses
en la Liguria, donde sacerdotes rurales siguen ofreciendo
sacrificios ante los ídolos y continúan leyendo el porvenir en las
entrañas de sus víctimas.

Otra era la situación en la Italia del centro y del sur, donde


abundan tanto las sedes episcopales que en el siglo III se hallan
obispos que más que obispos parecen aldeanos (Carta de San
Cornelio recogida por Eusebio en Hist. Eccl. VI,43, 8). También
esto ocurre en el África del norte, donde los obispados eran aún
más frecuentes que en Italia. En el siglo IV hay obispados hasta
en algunas heredades (fundi) habitadas por cristianos.

En la crónica de unos mártires conocemos un caso de éstos.


Los aldeanos cristianos de la possessio Cephalitana, de la
Proconsular, son convocados por el procónsul ante el
magistrado. «¿Sois cristianos? -Sí, lo somos. -Los piadosos y
augustos emperadores, les dice el procónsul, se han dignado
darme orden de convocar a todos los cristianos e invitarlos a
ofrecer sacrificios a los dioses; y quienes rehusen y
desobedezcan serán castigados con diversos tormentos». Todos
los aldeanos de la posesión, con sus diáconos y clérigos,
cedieron a esta exigencia por el temor. Solo dos muchachas,
que no habían comparecido y que fueron denunciadas, se
negaron a apostatar de su fe y sufrieron valerosamente el
martirio (Passio SS. Maximilæ, Donatillæ et Secundæ).

En Egipto, las zonas rurales estaban muy pobladas de


cristianos. En pocos países irradió tanto a los campos la fe
desde las ciudades. Incluso los aldeanos paganos eran muy
favorables a los cristianos, y les ayudaban en las persecuciones.
San Dionisio de Alejandría cuenta en una carta su fuga,
prisión y libertad. Al enterarse un cristiano de que el obispo
había sido detenido, huye él también, y en el camino encuentra
un aldeano que se dirige a una boda. Allí dan cuenta de lo que
sucede, y todos se levantan de la mesa, corren a la aldea en
que los soldados tenían preso al obispo y les obligan a liberarlo.
Dionisio se niega a aceptar una libertad obtenida tan
violentamente, pero los aldeanos le sujetan, le suben en un
asno y se lo llevan libre (Eusebio, Hist. Eccl. VI,40).

El cristianismo, efectivamente, se extendió mucho en las


zonas rurales de Egipto. Por eso hubo tantos campesinos
mártires en la persecución de Decio.

Varias regiones del Asia Menor, como ya vimos, estaban


completamente evangelizadas en el tiempo de las
persecuciones. Conocemos el informe de Plinio sobre Bitinia. En
el Ponto, en Frigia, eran muchas las comunidades cristianas
rurales. En la Armenia Menor muchas aldeas tenían presbíteros
y diáconos. En Capadocia, Celesiria, Cilicia, Isauria, Bitinia, en
todo el Oriente, se inicia en el siglo III la institución de los
corepíscopos, obispos rurales encargados de representar y suplir
al obispo cuando su diócesis es tan grande que apenas alcanza a
ejercer normalmente su ministerio fuera de la ciudad.

El cristianismo en las ciudades

Recordemos la situación del cristianismo en las ciudades poco


antes del fin de las persecuciones. Un testimonio precioso lo da
en el año 311 el mártir Luciano, director de la escuela exegética
de Antioquía, en Nicomedia, ante el emperador Maximino,
defendiendo el cristianismo:

«Casi la mitad del mundo, ciudades enteras, urbes integræ,


prestan ya adhesión a la verdad. Y si este testimonio te
pareciera sospechoso, pregunta a la muchedumbre de los
campesinos, que no sabe mentir, y te dará testimonio de esto
que digo» (Rufino, Hist. Eccl. IX,6).
En Edesa, dice Eusebio, no se adoraba más que a Cristo
(Hist. Eccl. II,1,7). Y lo mismo ocurría en Apamea de Frigia. El
filósofo Porfirio, furioso adversario del cristianismo, explica
amargado la epidemia que sufre una ciudad por el abandono de
los dioses antiguos:

«Ahora os extrañáis de que la enfermedad haya invadido la


ciudad desde hace tantos años, cuando ni Esculapio ni ningún
otro dios tienen entrada en ella. Desde que Jesús es honrado,
nadie ha recibido beneficio público de los dioses» (cit.
Teodoreto, Græc. affect. curatio 13).

Al encontrar ciudades enteras convertidas al cristianismo, el


esfuerzo de los perseguidores, una de dos, o retrocedía ante la
resistencia pasiva de la población o acudía no a la aplicación de
las leyes, sino a una operación de guerra abierta contra estas
ciudades rebeldes. Así sucedió, por ejemplo, en una ciudad de
Frigia, de la que no se conoce el nombre:

En febrero del 305, esta ciudad completamente cristiana fue


atacada por un reducido ejército. De nada valió que se
prometiese respetar la vida de quienes voluntariamente la
abandonaran, pues ninguno de los sitiados aceptó el
ofrecimiento, ya que equivaldría a la apostasía. Dejaron que
entraran los soldados dentro de sus muros, pero al ser
intimados a que ofrecieran sacrificios, se negaron todos. Se les
encerró entonces en la iglesia principal -que subsistía, a pesar
de los edictos contrarios-, y los soldados la incendiaron. Toda la
población, incluidos el curator y los magistrados, murieron entre
las llamas invocando a Jesucristo (Eusebio, Hist. Eccl. VIII,11;
Lactancio, Div. Inst. V,11).

En Occidente habrá que esperar más tiempo hasta encontrar


ciudades enteramente cristianas. Prudencio cita a Zaragoza, en
España, cuyos habitantes a fines del siglo IV eran católicos
(Peristephanon IV,65). Pero desde comienzos del siglo III es ya
patente la implantación de los cristianos en las ciudades. No es
fácil dar números, pues apenas se hallan en los escritos
antiguos. Pero algunos testimonios nos indican esta realidad
claramente.
En 197, Tertuliano: «Somos de ayer, y ya lo llenamos todo:
vuestras ciudades, vuestras casas, vuestras fortalezas, vuestros
municipios, los consejos, los campos, las tribus, las decurias, los
palacios, el senado, el foro. Solamente os dejamos vuestros
templos [...] Si nos separásemos de vosotros, quedaríais
aterrados de vuestra soledad, de un silencio que semejaría el
estupor de un mundo muerto» (Apol. 37).

El 212, en carta escrita a Scápula, procónsul de África,


defiende a los cristianos con términos semejantes, hablando de
«la inmensa muchedumbre» de cristianos, exaltando «la divina
paciencia» de aquellos hombres que, «siendo ya la mayor parte
de cada ciudad», viven en la sombra silenciosamente, dándose a
conocer solo por sus virtudes (Ad Scapulam 2). Y sigue
argumentando: «¿Qué harás con tantos millares de hombres y
mujeres de toda edad y condición, que vendrán a ofrecer sus
brazos a tus cadenas? [...] ¡Cuáles serían las angustias de
Cartago si decidieras diezmarla, y cada uno hubiera de
reconocer entre las víctimas a parientes, a vecinos de la misma
casa, quizás a hombres y mujeres de tu categoría, parientes o
amigos de tus amigos!» (ib. 5).

Cartago entonces, con Roma y Alejandría, estaba entre las


primeras capitales del Imperio. Y Roma, hacia el 250, tiene ya
una organización eclesiástica completa. Son veinticinco ya los
tituli o iglesias parroquiales. Las obras de caridad y de asistencia
están ya organizadas. El Papa Ponciano establece siete regiones
eclesiásticas superpuestas a las catorce regiones civiles de
Roma, poniendo al frente de cada una un diácono, para cuidar
de los pobres y de los bienes de la Iglesia.

Uno o varios cementerios están adscritos a cada una de estas


regiones. Y los centenares de kilómetros de galerías excavadas
como catacumbas bajo la Ciudad Eterna, una red inmensa, dan
testimonio patente del número y poder de los cristianos en la
época, ya que necesitaban tan gran espacio para sus
enterramientos, y éstos en ocasiones estaban adornados con
preciosos mármoles, decoraciones y pinturas.
Hacia el 250 había en Roma cuarenta y seis sacerdotes, siete
diáconos, siete subdiáconos y cincuenta y dos entre exorcistas,
lectores y ostiarios. Los fondos de la comunidad asistían a mil
quinientas personas, entre viudas, enfermos y pobres,
matriculados de modo permanente (Eusebio, Hist. Eccl. VI,43).

Siglo y medio más tarde, San Juan Crisóstomo dice que en


Antioquía eran cien mil los cristianos, de los que tres mil eran
pobres (In Math. hom. LXXX; LXVI,3). Si se calcula la misma
proporción, eso significa que en Roma había unos cincuenta mil
fieles, es decir, una vigésima parte aproximadamente de la
población total; proporción sin duda menor a la de los cristianos
en las ciudades africanas o de las provincias asiáticas.

En cincuenta años, sin embargo, el número de cristianos


creció mucho en Roma. Eusebio narra que en 307 Majencio, al
usurpar la púrpura imperial, «fingió que profesaba la fe cristiana
para adular al pueblo de Roma» (Hist. Eccl. VIII,14, 1), lo que
indica que el pueblo cristiano era ya entonces muy numeroso e
importante.

Harnack opina que entre 250 y 307 el número de los fieles en


Roma se ha duplicado, si no cuadruplicado. Habría, pues, unos
cien o doscientos mil.

Eso explica en parte que cinco años más tarde, al entrar


Constantino en Roma con la cruz de Cristo en sus banderas,
colocándola también sobre los edificios públicos, no hubiese
protesta alguna. Los paganos aristócratas eran demasiado
cortesanos para levantar la voz, y el pueblo era favorable al
cristianismo.

Intensa vida cristiana en Roma

Es impresionante el profundo influjo del cristianismo en todas


las grandes ciudades del Imperio Romano, la fuerza espiritual
que muestra para marcar con nuevos rasgos la fisonomía de
cada una de ellas, en todo su conjunto de tradiciones,
instituciones y costumbres.
Alejandría se ve renovada por la floreciente escuela
catequística de figuras como Panteno, Clemente, Orígenes.
Antioquía, ciudad comercial, sensual, frívola, se reviste de una
nueva dignidad con sus grandes y sabios obispos, su escuela
bíblica, sus concilios. Jerusalén, que se había reducido casi a
una nada, se convierte en centro de estudios en el siglo III.
Cesarea de Palestina viene a ser otro foco cultural cristiano, casi
una segunda Alejandría. Cesarea de Capadocia brilla con la luz
de sus grandes doctores teológicos. Cartago, sobre todo desde
San Cipriano, se hace capital del África cristiana e irradia su luz
a todas las iglesias.

En fin, la Roma cristiana, lejos de verse confinada a la


oscuridad de las catacumbas, aplastada por la pesadumbre del
poder político, dirige y anima todo el mundo civilizado y lleva su
influencia hasta el interior del mismo mundo bárbaro.

Las relaciones que en ese tiempo mantiene Roma con las


otras iglesias son muy activas. Sus pastores les escriben cartas
y son frecuentes sus intervenciones en temas dogmáticos o
disciplinares. Desde que nació, la iglesia de Roma se siente
universal.

En el siglo I, Clemente Romano escribe a los cristianos de


Corinto, llamándoles a la paz y la concordia. Intervenciones
semejantes vemos en otros obispos de Roma en los primeros
siglos. San Ignacio de Antioquía escribe a los romanos:
«vosotros tenéis la primacía de la caridad» eclesial (Rom 1). De
Roma parten misioneros celosos del cristianismo, a imitación de
Pedro y Pablo. Y apenas hubo en la Iglesia de entonces persona
célebre que no visitase Roma.

San Policarpo llega a ella de Esmirna; San Ireneo, una vez de


Esmirna y otra de Lión; el historiador Hegesipo vino de
Palestina; el samaritano San Justino estableció en Roma escuela
de catecismo; el frigio Albercius vino de Hierápolis; el apologista
Taciano desde Asiria; Tertuliano vino de Cartago; Orígenes llegó
desde Alejandría, y así tantos otros. También los herejes
acudieron a Roma: Marción, Cerdón, Praxeas, Prepón, Noeto,
Sabelio, Teodoto...
Es indudable que la Roma cristiana, durante los tres primeros
siglos, por su actividad eclesiástica e intelectual, era un centro
apenas inferior a la Roma pagana y civil.

Intensa vida cristiana fuera de Roma

Una actividad epistolar y caritativa semejante se da en aquel


tiempo en otras iglesias.

Camino del martirio, San Ignacio de Antioquía escribe a los


hermanos de Efeso, Magnesia, Tralles, Roma, Filadelfia, Esmirna
y al obispo Policarpo. Éste escribe a la iglesia de Filipos, en
Macedonia. Los de Esmirna envían una carta circular sobre el
martirio de su obispo Policarpo. Las iglesias de Lión y Viena
envían la crónica de sus mártires a las iglesias de Asia y Frigia.
Ireneo escribe al Papa Víctor sobre la fecha de la Pascua.
Orígenes mantiene correspondencia con casi todos los
personajes principales de su tiempo. Las cartas de San Cipriano,
obispo de Cartago, nos muestran la relación de su iglesia con los
Papas Cornelio, Esteban y Sixto, con obispos de las Galias y de
España, y con todas las de África.

Todavía expresa más la profunda relación entre las iglesias


de la época la frecuencia de las asambleas conciliares.

En el siglo II, hay concilios en Asia a causa del montanismo;


en Roma, Palestina, el Ponto, en Galia, Osrhoene, Corinto, sobre
la fecha de la Pascua; setenta obispos se reúnen en Cartago
para dilucidar el tema del bautismo administrado por herejes.
En el siglo III hay dos concilios en Frigia, dos en Alejandría, uno
de noventa obispos en Lambesa, Numidia; en 251, sesenta
obispos se reúnen en concilio en Roma; entre 264 y 269 hay
tres concilios en Antioquía, hacia el 300 uno en Ilíberis, España,
con más de cuarenta obispos... Y cuántos otros concilios
debieron celebrarse, que nos son desconocidos, pues,
concretamente en Oriente y en África, los obispos de cada
provincia solían reunirse anualmente.

Si miramos sólo la provincia proconsular de África,


comprobamos que únicamente durante el episcopado de San
Cipriano se celebró un concilio en primavera del 251, quizá otro
en otoño; en el 252 se reunieron cuarenta y dos obispos,
setenta a fines del 253, treinta y siete en el 255, setenta y uno
en el 256, y ochenta y siete en septiembre del mismo año.

En toda esta vitalidad de la Iglesia de aquellos años hay algo


de extraordinario. Se engaña totalmente quien imagina que, en
aquellos turbulentos siglos, en que la persecución, aunque no
continuamente declarada, era una espada siempre pendiente
sobre la Iglesia, ésta permanecía como soterrada, atenta sobre
todo a esquivar los golpes que le amenazaban. A veces los
paganos calificaban al pueblo cristiano de tenebrosa et lucifuga
natio (Minucio Félix, Octavio 8), pero sólo era así en su
imaginación. En realidad la Iglesia vivía a la luz del sol, y nunca
se configuró como sociedad secreta, como bien lo muestran los
datos que acabamos de recordar.

Aquellas asambleas conciliares tan frecuentes, que exigían


tantos viajes y movimientos de muchas personas, no podían
pasar inadvertidas. Y más si se tiene en cuenta que desde el
establecimiento del Imperio habían cesado casi por completo en
el mundo romano las agitaciones de la vida pública. Solamente
en los concilios cristianos se debatían con ardor cuestiones
doctrinales o disciplinares de alcance a veces universal.

Sin embargo, es cosa digna de notar que, según parece,


nunca estas asambleas conciliares fueron turbadas por la
autoridad romana que, aunque inexorable tantas veces con los
cristianos, guardaba un respeto para sus reuniones, sin duda a
causa de la gran vigencia en el Imperio del derecho de
asociación.

En fin, el cuadro que hasta aquí hemos trazado ha de


ayudarnos a entender que los mártires cristianos no salieron de
un fondo inerte y abatido, de un medio estancado y muerto,
sino de un ambiente exuberante de salud moral e incluso de
energía física, de una vida comunitaria intensa.
Lección Tercera
La legislación persecutoria

Duración de las persecuciones y evolución de la situación


jurídica

Entre el año 64, fecha de la primera matanza de cristianos


ordenada por Nerón, y el 313, cuando se da finalmente el edicto
de paz, los fieles cristianos vivieron en una atmósfera jurídica
hostil tanto a la libertad de sus creencias como a la seguridad
de sus personas y bienes.

No son, pues, como suele decirse, tres siglos de persecución,


sino dos y medio, más exactamente, doscientos cuarenta y
nueve años. En ese largo transcurso de tiempo se sucedieron a
la cabeza del Imperio Romano emperadores de muy diverso
espíritu y condición. No fue un tiempo de ininterrumpida
persecución. Hubo calmas en la tempestad, y horas de tregua
en la guerra.

Tratando de hacer estadística, que no es fácil en esto, parece


que se puede afirmar que la Iglesia sufrió persecución 6 años en
el siglo I, 86 en el II, 24 en el III, y 13 en el siglo IV. Por tanto,
fue perseguida durante 129 años, y gozó de relativa paz durante
120: 28 en el I, 15 en el II, 76 en el III.

Apenas es posible hacer sobre este tema afirmaciones


exactas, pues en un mismo tiempo la situación de la Iglesia
pudo ser muy distinta en unos y otros lugares del Imperio; pero
sí puede decirse en términos generales que desde Nerón a
Constantino pasa la Iglesia tantos años de persecución como de
precaria paz.

En los dos primeros siglos los cristianos, al menos


teóricamente, viven siempre en estado de proscripción continua.
En el siglo III la suerte de los cristianos depende del capricho de
los sucesivos emperadores. Y al comienzo de la cuarta centuria
la persecución es al principio general, y después local, según las
provincias.
Consideraremos, pues, las cambiantes situaciones jurídicas
del cristianismo en tres fases: primera, los 36 últimos años del
siglo I y todo el II; segunda, el siglo III; tercera, los doce
primeros años del siglo IV.

Los 36 últimos años del siglo I y el siglo II

-El «Institutum neronianum». Cuando en el Imperio los


cristianos comienzan a ser diferenciados de los judíos, quedan
fuera de la general tolerancia con la que los romanos
amparaban a todas las religiones. Cae entonces sobre ellos un
absoluto edicto de proscripción: «que no haya cristianos» -
christiani non sint-. Tal edicto se atribuye a Nerón, y Tertuliano
lo llama institutum neronianum (Apol. 5; Ad nat. I,7). La excusa
pudo ser el incendio producido en Roma, que Nerón imputa
calumniosamente a los cristianos. Una terrible carnicería se
produce contra ellos en agosto del año 64 (Tácito, Annal. XV,
44). No conocemos los nombres de los mártires.

-Rescripto de Trajano. Al principio del siglo II la legislación


contraria a los cristianos se concreta más y, en cierto sentido,
se atenúa. Por el año 112, cuando Plinio el Joven llega a Bitinia
como legado imperial, poblada entonces de cristianos, se ve
asediado por las denuncias de los paganos contra ellos, y
consulta con el emperador Trajano. Éste le responde con un
rescripto imperial de suma importancia. Aunque al parecer trata
de resolver un problema concreto, su norma se hizo general y
perdurable a lo largo del siglo II:

-Los cristianos no han de ser buscados ni perseguidos de


oficio (conquirendi non sunt).

-Han de ser condenados aquéllos que, acusados


regularmente, se reconozcan cristianos (si deferentur et
arguantur, puniendi sunt).

-Y han de ser absueltos los que declaren no ser cristianos o


abjuren de su fe, dando pruebas de su apostasía con algún acto
de idolatría (qui negaverit se christianum esse, idque reipsa
manifestum fuerit, id est supplicando diis nostris, quamvis
suspectus in præteritum, veniam ex poenitentiam impetret).

La primera parte de este edicto no hace sino repetir antiguas


reglas jurídicas. Entre los romanos, salvo casos especiales,
nadie era condenado si no había algún acusador que llevase al
reo ante el tribunal competente. De este modo la paz pública,
también en el caso de los cristianos, no se vería perturbada por
denuncias anónimas.

La segunda parte del edicto constituye, en cambio, una


verdadera innovación, pues se subordina la absolución o la
condenación a la respuesta del acusado. Se crea así un derecho
extraordinario, que a un tiempo es adverso o favorable para el
acusado. Según lo que él declare de sí mismo será absuelto o
condenado.

La primera parte de la norma fue reiterada por Adriano (124)


y por Antonino (entre 147 y 161). La segunda fue confirmada
por Marco Aurelio (177). San Justino, a mediados del siglo II,
combate la norma en sus dos Apologías. Tertuliano, hacia 197,
protesta igualmente contra tal disposición jurídica, también
aplicada en África.

Esta ley no sufrió variación de Trajano a Marco Aurelio, y su


relativa moderación cuadra bien con la dinastía antonina, que
dio emperadores humanos por temperamento e inexorables por
política.

Como hemos señalado, tanto Justino como Tertuliano, ponen


de relieve con gran fuerza persuasiva que es absurdo no buscar
a los cristianos, reconociendo así que la autoridad no los
considera peligrosos, y al mismo tiempo castigarlos como
culpables si, habiendo sido denunciados, confiesan su religión;
sin perjuicio, al mismo tiempo, de absolverlos como inocentes si
reniegan de ella.

Queda claro que se perseguía a los cristianos solamente por


causa de su religión, pero no porque la profesión cristiana se
considerase como presunción de crimen alguno de derecho
común. Si fuera por esto último, la negación o abjuración de las
creencias cristianas no hubiera sido bastante para dictar
sentencia absolutoria. Y sin embargo, ésta era la norma del
Imperio: la persistencia en la profesión de la fe traía la
condenación del cristiano; y la apostasía ponía fin absolutorio al
proceso.

Si los cristianos, según esta situación jurídicamente absurda,


podían substraerse al castigo no con probar que no habían
cometido crimen alguno -prueba acerca de un hecho-, sino
simplemente renunciando al cristianismo -renuncia de un orden
espiritual y doctrinal-, es evidente que el solo hecho de ser
cristiano, el nomen christianum, y no delito alguno positivo, era
lo que en ellos se perseguía.

En opinión de algunos autores, los cristianos eran


perseguidos por crimen de lesa majestad. Profesando el
cristianismo, en efecto, los fieles rehusaban honores religiosos
al emperador, considerándolo un acto de idolatría, y de este
modo infringían un derecho común, y se hacían reos de la lex
majestatis.

En todo caso, es evidente que el proceso contra los mártires


será siempre un proceso de religión, una excepción única y
original en la historia de los procedimientos. No se cita a
testigos que aporten pruebas de un hecho concreto. Tampoco el
juez exige al acusado que confiese su crimen. Una sola cosa le
pide: que declare que no es cristiano o que ha dejado de serlo.
Con esa condición quedará absuelto. Y si se niega a hacer tal
declaración, será sometido a tortura, pero no para arrancarle
una confesión, no para conseguir que reconozca su culpabilidad,
sino para forzarle con padecimientos a que declare que no ha
sido o que ya no es cristiano.

Esto, como ya hicieron notar los apologistas, es invertir todo


el procedimiento criminal. Es el juez quien finalmente pronuncia
la sentencia, pero, en último término, es el acusado el que la ha
dictado de antemano, puesto que ha quedado a su libre arbitrio
la absolución o la condenación, según persevere en su fe o
abjure de ella.
Así sucede en todos los procesos que conocemos de mártires
del siglo II -los mártires de Lión o los de Scillium, los casos de
Policarpo, Justino, Ptolomeo, Apolonio-. Conforme al rescripto
de Trajano, la condenación del mártir sólo se pronuncia con su
pleno consentimiento.

Edictos persecutorios del siglo III

Así será siempre, hasta el fin de las persecuciones. Pero en el


siglo III no queda nada de la jurisprudencia asentada en el
rescripto de Trajano. En adelante no se aplica a los cristianos
una ley perdida en la noche del pasado, sino que cada
persecución es promulgada por un edicto especial. No estamos
ante la hostilidad latente de los primeros siglos, sino ante una
guerra abierta, que viene precedida de una declaración de
guerra, sin perjuicio de que más tarde, pasado un tiempo, se
termine por cansancio del perseguidor, por cambio de reinado o
por tregua voluntariamente consentida.

Esta nueva fase de la lucha contra la Iglesia implica una


transformación del procedimiento. Los magistrados, en vez de
esperar, según la norma romana, que un acusador por su
cuenta y riesgo proceda contra un cristiano, como en el régimen
anterior, son obligados ahora a buscar a los fieles para
obligarlos a abjurar.

El antiguo conquirendi non sunt se ve sustituido por un


conquirendi sunt et puniendi: sean buscados y castigados.
Aquellos que se nieguen a abjurar de su fe serán condenados no
por transgredir una ley antigua, sino por desobedecer un edicto
reciente. Y como no se busca castigar a los cristianos, sino
obligarles a que dejen de serlo, solamente incurrirán en castigo
los perseverantes; los renegados, en cambio, conforme a la
antigua legislación -mantenida únicamente en este punto-,
serán absueltos.

Este nuevo régimen se inicia al comenzar el siglo, imperando


Septimio Severo, que después de haber sido propicio a los
cristianos, cambió su favor en hostilidad declarada. Sorprendido
e inquieto por la rápida difusión del Evangelio, prohibe en
adelante toda nueva conversión al cristianismo (Spartianus, Vita
Severi 17). Es decir, ignorando a los antiguos cristianos, o
aplicándoles el derecho antiguo, ordena buscar y castigar a dos
clases de fieles, a los que convierten y a los convertidos.

En Alejandría, por ejemplo, Clemente, el maestro cristiano


más famoso, ha de huir, y muchos de los convertidos por él son
condenados a muerte (Eusebio, Hist. Eccl. VI,1-4). En Cartago
padece martirio, narrado en uno de los más bellos documentos
martiriales, el grupo formado por el catequista Sáturo y sus
discípulos Revocato, Felícitas, Saturnino, Secúndulo y Vibia
Perpetua (Passio Perpetuæ et Felicitatis cum sociis earum).

Después de Septimio Severo y de su hijo Caracalla, en cuyos


años se aplicó la legislación persecutoria, los cristianos tuvieron
momentánea paz bajo los emperadores Heliogábalo y Alejandro
Severo. El sucesor de éste, Maximino, renovó las hostilidades,
ordenando la proscripción de los jefes de los cristianos. En su
tiempo fueron deportados el Papa Ponciano y el doctor Hipólito;
pero pronto la persecución se extendió también a los cristianos
del pueblo. El siguiente emperador, Filipo, fue favorable a los
cristianos, y quizá él mismo lo fuera.

Pero de nuevo, en el año 250, el emperador Decio


desencadena una persecución que por primera vez será
universal.

Decio, conservador fanático, ve a los cristianos como


innovadores que ponen en peligro la civilización antigua y el
orden romano social y religioso. Por eso es preciso acabar con
ellos, por la intimidación, si obedecen, o por el exterminio, si se
resisten a la obediencia.

Por norma imperial, todos los cristianos, hombres, mujeres y


niños, en las ciudades y en los campos, en un día determinado
han de reunirse para ofrecer sacrificios a los dioses, sea
ofreciendo víctimas, haciendo libaciones rituales o comiendo de
la carne sacrificada a los ídolos. Toda la población es convocada,
y más tarde cada uno debe acreditar, por una especie de
certificado, que ha participado en el sacrificio. Los que no
puedan acreditarlo, son tenidos por refractarios y sometidos a
persecución. Si alguno huye o se esconde, sufre la confiscación
de sus bienes. Las penas aplicadas consisten en destierro,
confiscación de bienes o muerte (San Cipriano, De lapsis 2-3, 8-
10, 15, 24; Epist. 13,18; 69).

La persecución de Decio plantea unos procesos de índole


muy particular. En ellos, más aún que en tiempos pasados, se
pretende vencer la voluntad de los cristianos, doblegarlos bajo
el poder romano, obligándoles a la abjuración.

Los procesos son breves a veces, no duran más de una


sesión. Otras veces requieren muchas sesiones, repetidos
interrogatorios, en los que el magistrado agota todos sus
recursos para doblegar al mártir: la persuasión, la amenaza, la
seducción, la tortura. El proceso puede así durar meses,
alternándose comparecencias ante el juez y tiempos de cárcel.
Como escribía entonces San Cipriano, «los que quieren morir,
no consiguen que los maten» (Epist. 53).

El proceso termina cuando el juez pronuncia sentencia,


vencido por la fidelidad del mártir o venciendo sobre éste, al
conseguir que abjure. En la persecución de Decio la pena de
muerte se aplica más que por odio a los cristianos, por razón de
Estado. Decio, al parecer, no era cruel por temperamento; era
un fanático frío, que intentaba abolir del Imperio al cristianismo,
no a los cristianos: él quería, en expresión de San Jerónimo,
«matar las almas, no los cuerpos» (Vita Pauli eremitæ 3). Él
pretendía engrandecer el Estado, arrancando miembros a la
Iglesia.

La persecución de Decio hizo muchos mártires, y quizá aún


más renegados. La mayoría de éstos sucumbían ante la primera
prueba, accediendo a sacrificar a los dioses. Pero muy pocos de
quienes comparecieron ante los jueces renegaron de su fe, pues
por fidelidad a su fe, precisamente, habían llegado ante el
tribunal. Felizmente, la persecución fue breve. Y en la calma que
siguió a la muerte de Decio la Iglesia tuvo no poco que hacer
para restablecer su unidad interior y regularizar la situación de
los renegados arrepentidos.
Siete años después, la persecución imperada por Valeriano
encuentra otra vez a la Iglesia fuerte y unida. Esta vez se va a
procurar acabar con los cristianos no en grandes redadas, sino
procediendo, con nueva táctica, gradualmente, por sectores de
la Iglesia.

El año 257 un primer edicto de Valeriano se dirige contra


obispos y sacerdotes, cabezas de las comunidades cristianas.
Todos ellos han de rendir culto a los dioses, so pena de
destierro. Junto a esto, se prohibe a todos los cristianos, bajo
pena de muerte, frecuentar sus cementerios y congregarse en
reuniones litúrgicas. Conocemos bien los detalles de estas
normas persecutorias (Acta proconsularia S. Cipriani 1-2).

En el 258 un segundo edicto, sometido a la aprobación del


Senado, acentúa la disposición del primero: todo obispo,
sacerdote o diácono que rehuse sacrificar será inmediatamente
ejecutado. Además, se confiscarán los bienes de aquellos
cristianos que sean senadores, nobles o caballeros, y sufrirán lo
mismo sus mujeres. Quedarán de este modo degradados, y
podrán entonces ser juzgados como simples plebeyos: la pena
de los hombres será la muerte, y la de las mujeres el destierro.
Consiguiendo Valeriano el apoyo del Senado, lograba así que la
aristocracia cristiana fuera proscrita por la aristocracia pagana.
Más aún, el edicto se volvía contra un tercer sector, los
cristianos cesarianos, es decir aquellos esclavos o libertos de la
casa imperial. Si se resisten a renegar de su fe, se les
confiscarán los bienes y quedarán reducidos a la condición del
último de los esclavos, como siervos de la gleba (San Cipriano,
Epist. 80).

Este golpe terrible de persecución mata al Papa Sixto II, a


San Cipriano en Cartago, a Fructuoso y a sus diáconos en
Tarragona. Menos información tenemos de los efectos de la
persecución entre los caballeros y los cesarianos.

En el año 260 Valeriano es conducido preso a Persia, donde


acaba su vida en ignominiosa cautividad. Y la persecución
termina antes del fin de su impulsor. La Iglesia, aunque
ensangrentada y doliente, sigue en pie, apenas debilitada. Por
primera vez la autoridad romana había osado combatir su vida
corporativa, prohibiendo sus asambleas y secuestrando sus
bienes. Pero una vez más la pasión de los mártires había
vencido el furor de los perseguidores.

Prisionero Valeriano, su sucesor Galieno devuelve a los


obispos los cementerios y lugares de reunión. Era reconocer a la
Iglesia el derecho a poseer y, por tanto, a vivir. Nunca pareció
más próxima la paz de la Iglesia. Pero, lamentablemente,
Galieno no tenía fuerza para imponerla. El Imperio comenzaba a
disgregarse, cayendo en la anarquía de «la era de los treinta
tiranos». Aquella paz sólo fue una tregua.

De nuevo Aureliano, en el 274, emite un edicto de


persecución, que no causó graves daños, pues sólo vivió el
emperador unos pocos meses.

Persecuciones en el siglo IV

A comienzos del siglo IV la implantación del cristianismo era


ya tan grande en el Imperio que muchos funcionarios y
magistrados lo profesaban públicamente. En Occidente y en
Oriente se construían grandes iglesias. Y el emperador
Diocleciano se mostraba benévolo con los fieles.

Pero de pronto, cambia totalmente el ánimo del emperador


por influjo de Maximiano Galerio, uno de sus césares, y el viento
de la persecución arrecia de nuevo.

El año 303 un nuevo edicto ordena que sean arrasadas las


iglesias, que se quemen las Sagradas Escrituras, que cuantos
cristianos haya constituidos en dignidad pierdan sus honores,
que el pueblo cristiano, si persiste en su fe, sea encarcelado
(Eusebio, Hist. Eccl. III,2). Este edicto se aplicó muy
eficazmente en todo el Imperio. Y aunque no mencionaba la
pena de muerte, de hecho se aplicó a no pocos cristianos, que
se negaban a entregar las Escrituras santas.

Surgen nuevos edictos. En 303 se manda encarcelar a todos


los jefes de las iglesias. Un tercer edicto, en el mismo año,
dispone que sean puestos en libertad los eclesiásticos presos
que consientan en sacrificar a los dioses; y que sean sujetos a
tortura los que no acepten hacerlo. Estos tres edictos, casi
seguidos, muestran hasta qué punto el Imperio temía a la
Iglesia.

Un cuarto edicto es dictado en el año 304, esta vez de


alcance masivo, como el de Decio. En él se dispone que «todos,
en todas las regiones, en todas las ciudades, ofrezcan
públicamente sacrificios y libaciones a los ídolos» (De
martyribus Palestinæ 3).

Ahora, en esta persecución de Diocleciano, la guerra a los


cristianos se hace total. Los procesos no muestran ya la
paciencia persuasiva de los tiempos de Decio. Ésta es una
guerra de exterminio, que en modo alguno pretende ahorrar
sangre cristiana. Se estima que el mejor medio para destruir el
cristianismo es matar a los cristianos.

Y esta novedad en el odio tiene su explicación. A mediados


del siglo III todavía el perseguidor imperial representaba a la
mayoría de los ciudadanos. Pero ahora paganos y cristianos son
más o menos iguales en número, y en varias provincias del Asia
son más los fieles. El paganismo ya no es más que un partido en
el poder. Un partido y un poder que sienten amenazada su
propia pervivencia. Es así como nace un régimen de Terror.

Después de la abdicación de Diocleciano, se reparte el


Imperio, y cesa la persecución en Occidente. Pero en la Europa
oriental, en el Asia romana y en Egipto, donde imperan Galerio
y Maximino Daia, sigue produciendo estragos.

Otra vez, en el 305, un edicto ordena convocar


nominalmente a todos los ciudadanos, para obligarles a
sacrificar a los ídolos, echando mano de suplicios horribles. Otra
vez, como dice Eusebio, se desencadena «una tempestad
indescriptible» (De martyr. Palest. 4,8). Hasta se ordena a los
maestros de escuela distribuir entre sus alumnos libelos
anticristianos (Eusebio, Hist. Eccl. 5,1). Más aún, se emprende
la tarea de renovar el paganismo siguiendo modelos tomados de
la Iglesia, imitando su sacerdocio, su autoridad pastoral, sus
ritos cultuales. El hambre que angustió en el 312 el Imperio y el
fracaso contra el reino cristiano de Armenia debilitaron la fuerza
de esta persecución, que hubiera podido ser aún más horrible de
lo que fue.

Maximino era bárbaro, de origen y de costumbres, pero se


mostró el más astuto y original de los perseguidores. Cincuenta
años más tarde Juliano el Apóstata seguirá su modelo.

La paz de Constantino

Pero mientras Maximino se esforzaba en estos empeños, un


emperador joven y victorioso, Constantino, en 312, firmaba en
Milán una carta de paz religiosa definitiva. Más que una carta
otorgada, de hecho fue un concordato, pues ya por entonces la
Iglesia católica se alzaba fuerte y unida en casi todas partes.
Aquella carta constantiniana era una reparación tardía, pero
absolutamente necesaria, conveniente para el Estado y exigida
por gran parte de los ciudadanos. El edicto de Milán, acatado al
principio sólo en Europa y provincias africanas, pronto se
extendió también como ley en el Oriente.

Se cierra así la era de los mártires, que sólo se reanudará por


unos meses, por orden de Licinio, diez años más tarde, y medio
siglo después durante el efímero reinado de Juliano el Apóstata,
que intenta en vano un ridículo renacimiento del paganismo.

Lección Cuarta

Causas de las persecuciones. Número de los mártires

Quedaría incompleto el cuadro de las persecuciones si no


analizáramos sus causas: el prejuicio popular, el prejuicio de los
políticos y la pasiones personales de los soberanos.

El prejuicio popular

Al principio, se confundía en el Imperio a los cristianos con


los judíos, y compartían aquéllos la impopularidad de éstos. El
pueblo romano acusaba a los judíos de «ateísmo», porque su
culto no admitía imágenes; de exclusivismo, por su aversión a
cualquier culto que no fuera el suyo; de odio al género humano,
porque por sus costumbres se separaban del común de la gente.
Distribuidos, en efecto, por todo el Imperio, formaban siempre
en él un pueblo aparte, y las leyes romanas les concedían una
amplia autonomía.

Mucho tiempo los paganos pensaron que el cristianismo era


una variante del judaísmo. Pero a medida que iba difundiéndose
el Evangelio en toda la sociedad romana, se hizo patente que
judíos y cristianos eran bien distintos, aunque los segundos
procedieran de los primeros. Y una vez diferenciados los
cristianos como tales, también ellos, y aún más, fueron
acusados de ateísmo y de odio al género humano.

El hecho queda ampliamente documentado en los apologistas


cristianos y en los autores paganos (San Justino, 1 Apol. 6; 2
Apol. 3; Atenágoras, Legat. pro christ. 3; Eusebio, Hist. Eccl. IV,
15,18; Luciano, Alex. 25,38; Minucio Félix, Octavius 8-10;
Tertuliano, Apolog. 35,37; Tácito, Annal. 15,44).

Los cristianos parecían, incluso, a los paganos más ateos que


los judíos, pues éstos tenían sacrificios cruentos, y aquéllos no.
Fuera de los romanos, pues, había tres clases de hombres:
griegos o gentiles, judíos en segundo lugar, y cristianos, el
tertium genus (Tertuliano, Ad nat. I, 8,20; Scorpiac. 10).

Toda clase de crímenes abominables se atribuyen a esta


tercera casta, que parece ser inferior a la misma raza humana,
hasta el punto de que Tertuliano cree necesario en su
Apologéticus confirmar que los cristianos tienen la misma
naturaleza que los otros hombres (Apol. 16).

Como puede comprobarse en los autores antes citados, los


cristianos eran acusados de incestos, asesinatos, antropofagia
ritual. Corrían sobre ellos historietas espeluznantes, afirmando
que en las tinieblas encubrían misterios indecibles de crueldad y
depravación.
Por otra parte, eran considerados como gente inepta, incapaz
para los negocios públicos, postrados en una inercia morbosa
(Tácito, Annal. XIII, 30; Hist. III,75; Suetonio, Domit. 15).

Durante el siglo II, no sólo el pueblo ignorante y crédulo,


también no pocos autores latinos, como los citados, y hombres
cultos, creen en esta caricatura de los cristianos, estimando que
todos esos crímenes eran inherentes a la profesión cristiana. Y
de esta opinión general se sirvió Nerón para atribuirles el
incendio de Roma.

Los emperadores ilustrados del siglo II, Trajano, Adriano,


Marco Aurelio, Antonino, estimaron también a los cristianos tan
peligrosos para el orden público que con diversos rescriptos
trataron de canalizar, de alguna manera, el odio popular contra
los cristianos, encauzándolo por el procedimiento judicial.

Denuncias generalizadas contra los cristianos se producen en


Bitinia; tumultos en Asia y Grecia; ultrajes, violaciones de
sepulcros, en Cartago; en Lión, atroces calumnias sobre
crímenes contra natura; en Roma y Alejandría, terrores
supersticiosos hacen culpar a los cristianos de toda catástrofe;
en Esmirna, como en Cartago, se levanta a veces en la multitud
del circo el grito: «¡Abajo los ateos! ¡Los cristianos a los
leones!»

Esta aversión popular supersticiosa, iniciada pronto, y en la


que se apoyó Nerón para lanzar la primera persecución, fue
creciendo en el siglo II. Los emperadores de ese siglo, antes
aludidos, son cultos y honrados; no tienen a los cristianos por
peligrosos ni criminales, pues prohiben a los magistrados
buscarles y perseguirles de oficio. No creen, por lo que se ve,
reales las acusaciones de que generalizadamente eran objeto.
Por eso les otorgan una semiprotección jurídica, procurando
defender el orden público. Pero, sin embargo, ordenan condenar
a aquellos cristianos que, acusados ante los tribunales, no
abjuren de su fe. Consideran, por tanto, la perseverancia en el
cristianismo como un hecho punible, pues era clara
desobediencia a la antigua ley, nunca abrogada, que prohibía la
existencia de los cristianos.
Plinio, siguiendo las instrucciones de Trajano, castiga en los
fieles de Bitinia «la testarudez y la inflexible obstinación» -
pertinaciam certe e inflexibilem obstinationem (Epist. X,96)-.
Marco Aurelio, de modo semejante, reprocha a los cristianos su
«terquedad» y el «fasto trágico» con que van a la muerte
(Pensamientos XI,3).

El prejuicio de los políticos

El prejuicio político contra los cristianos se inicia ante todo


con Septimio Severo, que considera excesivo el número de
conversiones al cristianismo. Ve en ello un peligro. Pero cuando
ese temor se hace más grave es a mediados del siglo III, en
tiempos de Decio y luego de Valeriano.

Si Decio, a quien la historia no acusa de crueldad, pone a los


cristianos en el trance de volver al paganismo o morir; si
Valeriano, tan favorable en un principio a los fieles que su
palacio se asemejaba a una iglesia (San Dionisio de Alejandría,
en Eusebio: Hist. eccl. VI,10,3), se vuelve de pronto contra los
cristianos, sobre todo contra sus jefes, es porque consideran
que la Iglesia se ha hecho ya incompatible con la seguridad y la
vida misma del Imperio.

No es fácil saber por qué razones se llegó a estimar esta


incompatibilidad entre Iglesia e Imperio. Hacia el siglo III,
concretamente, ya los antiguos prejuicios populares, al menos
los más groseros, estaban ampliamente desmentidos por la
realidad. Pero los políticos seguían viendo en los cristianos con
gran reticencia: se les veía alejados de cargos públicos,
apartados de las fiestas cívicas, reacios por completo al culto
nacional y a la adoración idolátrica, más aún, empeñados en
apartar a otros ciudadanos de una religión cuyos principales
pontífices eran el Emperador y las altas autoridades políticas.
Todo esto lo entendían como misantropía, como «odio al género
humano».

Ahora bien, los cristianos eran obedientes a las leyes, a los


magistrados, al Emperador; pero se negaban a adorar a los
falsos dioses del Estado, y por eso mismo se mantenían alejados
en lo posible de las fiestas cívicas, en las que se les daba culto.
Reprobaban también, en efecto, los espectáculos licenciosos, así
como los juegos sangrientos.

Y así es como los cristianos, en medio de la unanimidad


social del Imperio, introducían un elemento nuevo que podía
hacerla estallar. Se alzaban ante el Estado como una nueva
libertad, que los políticos entendían incompatible con aquél. Se
trataba de un delito de opinión, leve, al parecer, pues consistía
más bien en una abstención; pero era castigado con terribles
penas, porque los políticos del siglo III entendían esa abstención
como una deserción cívica.

En el fondo había un malentendido que el Estado romano


tardará aún sesenta años en descubrir. Y cuando lo descubra,
será ya demasiado tarde para su prosperidad y salud. A poco
que se considere, se entenderá fácilmente que el prejuicio
político contra el cristianismo carecía de base real. En el siglo
III, concretamente, muchos eran los que se alejaban de cargos
públicos o del servicio militar, que ya por entonces no era
obligatorio. Los cristianos, por su parte, no tenían nada en
contra del servicio público cívico o militar, y de hecho asumían
tales cargos bajo emperadores tolerantes, como Alejandro
Severo y Filipo, que en ellos no les exigían actos de culto
inadmisibles para sus conciencias.

Es cierto que hubo algunos autores cristianos especialmente


intransigentes en estas cuestiones, como Tertuliano (De corona
militis; De idolatría, 19; De pallio, 9; De resurrectione carnis
16), Orígenes (Contra Celsum VIII,71), Lactancio (Div. instit.
VI,20); pero enseñaban en esto contra la doctrina de la Iglesia.
Ésta nunca impuso a los fieles la obligación de separarse
sistemáticamente de la vida pública. Como el mismo Tertuliano
reconoce, los cristianos no eran brahamanes ni gymnosofistas
de la India, sumidos en contemplación distante, sino buenos
súbditos y aún buenos soldados del Imperio.

El género de la vida cristiana en modo alguno implicaba


amenaza contra la sociedad vigente. No adoraban a los
emperadores, pero oraban por ellos. No soñaban siquiera con un
régimen político nuevo, sino que solo pretendían mejorar el que
ya existía.

Por otra parte, mientras los políticos romanos perseguían al


cristianismo, permitían en todo el Imperio la difusión de cultos
orientales, que adoraban a Mithra, a Cibeles, y que no pocas
veces unían a sus fieles en una especie de francmasonería
extraña y misteriosa. No mostraban temor a que estos cultos
nuevos acabaran con las antiguas divinidades del Imperio.

No alcanzaron a entender que las antiguas costumbres


severas de la cultura romana se veían amenazadas por esos
cultos exóticos, mientras que podían fortalecerse y renovarse
con la difusión del cristianismo, mucho más afín al genio latino.

Quien más groseramente parece haberse equivocado en esto


fue el perseguidor Aureliano. Cuando el Este y el Oeste habían
logrado unirse en un Imperio, él quiso restablecer «la unidad
moral», y para ello dictó un «sangriento» edicto (Lactancio, De
morte persecut. 6). Pero al mismo tiempo que persigue a la
nueva religión, este hijo de una sacerdotisa de Mithra, junto al
culto imperial, instituye un culto al Sol, «señor del Imperio
romano», con un segundo colegio de pontífices.

Nada prueba, en fin, que la libertad de conciencia


proclamada por los cristianos amenazara la vida del Imperio,
sino que muchos indicios demuestran lo contrario. Los muchos
años en que durante el siglo III el Imperio dejó respirar a la
Iglesia, sin padecer por eso daño alguno, prueban claramente
que el Imperio hubiera podido convivir perfectamente con los
cristianos.

Las pasiones personales

Las persecuciones contra la Iglesia procedieron, como hemos


visto, de prejuicios que afectaban al pueblo, y más tarde
especialmente a los políticos. Pero tuvieron también su origen
en mezquinas pasiones personales.
Nerón culpa a los cristianos del incendio de Roma, y da
origen a una horrible legislación persecutoria. Maximino
persigue a los cristianos por odio a su predecesor Alejandro
Severo, que los había favorecido. Decio persigue a los cristianos
dejándose llevar también de su aversión contra Filipo, cuyo
puesto había usurpado, y que había sido tolerante. Valeriano,
persigue a los jefes cristianos porque era ocultista, dado a las
artes mágicas e sujeto al influjo de adivinos. Su persecución
está causada también por la ambición de hacerse con los bienes
de una Iglesia despojada. De modo semejante Diocleciano
comienza la última persecución azuzado por arúspices y
oráculos. Y sobre su ánimo pesaba también mucho el odio
anticristiano de su colegia imperial Galerio, hijo de una aldeana
que había sido sacerdotisa.

Número de los mártires

¿Cuántos fueron los mártires cristianos producidos por la


conjunción de todos estos prejuicios y pasiones mezquinas?

Imposible saberlo. Nos faltan datos estadísticos. Tampoco


sabemos, ni siquiera aproximadamente, las víctimas del Terror
en la Revolución Francesa. Si desconocemos los datos de un
suceso grave, relativamente próximo, nos es aún menos
conocido cuantitativamente lo que sucedió hace tantos siglos.

Sabemos que las iglesias de los siglos II y III conservaban


listas de sus mártires, pero eran muy incompletas. El llamado
Martirologio jeronimiano, vasta compilación del siglo VI, ya es
un ejemplo de que muchos mártires ilustres, de cuya pasión hay
datos ciertos, faltaban en su recuerdo.

Faltan en su lista de mártires el Papa Telesforo, San Justino,


y aristocráticas víctimas como Clemente, Domitila, Acilio
Galabrio... ¡Cuánto más habrían caído en el olvido muchísimos
mártires del pueblo, apenas conocidos!

Un texto de Orígenes, escrito hacia el 249, antes de la


persecución de Decio, haría pensar que los mártires de Cristo
fueron por aquella época un número reducido:
«Los entregados a la muerte por causa de la fe han sido
pocos, y fáciles de contar, pues Dios no quería que fuese
aniquilada toda la familia de los cristianos» (Contra Cels. III,8).

Las mayores persecuciones se produjeron más tarde. Pero


además parece que Orígenes quiere decir que el número de los
mártires fue pequeño en comparación al número total de los
cristianos, lo cual es cierto.

En los doscientos años que van del 64, en la persecución de


Nerón, hasta el 250, tiempo de la persecución de Decio, se
puede afirmar que hubo muchos mártires.

Autores paganos, como Tácito, hablan de «la gran


muchedumbre de cristianos» muertos en Roma por la
persecución neroniana del año 64 (Annales XV,44); y lo mismo
asegura el Papa San Clemente (Corintios 6).

San Juan apóstol escribe su Apocalipsis al final de la


persecución de Domiciano, y refiriéndose concretamente a
iglesias del Asia, parece aludir a la sangre derramada de
muchos fieles:

«He visto debajo del altar las almas de aquellos que han sido
muertos a causa de la palabra de Dios y del testimonio que han
dado. Ellos clamaban con voz fuerte: "¿Hasta cuándo, Señor, tú
que eres santo y verdadero, aplazarás el tiempo de juzgar y
vengar nuestra sangre en los habitantes de la tierra?" Y a cada
uno de ellos se le dio una vestidura blanca, y se les dijo que
aguardasen aún un tiempo, hasta que fuese completo el número
de sus servidores y hermanos que han de ser muertos como
ellos» (6,9-11).

Muchos debieron ser también los mártires del Asia en el


reinado de Adriano, pues refiere Justino que la intrepidez de
aquellos que afrontaban la muerte por Cristo fue lo que a él le
llevó al cristianismo (2 Apol. 12). También hacen pensar en un
gran número de ejecuciones mortales las cartas que «muchos»
gobernadores de provincia dirigieron al mismo emperador,
solicitando instrucciones (Eusebio, Hist. eccl. IV,26,10).
Años más tarde, en tiempos de Antonino Pío, a mediados del
siglo II, escribe San Justino:

«Judíos y paganos nos persiguen en todas partes, nos


despojan de nuestros bienes y sólo nos dejan la vida cuando no
pueden quitárnosla. Nos cortan la cabeza, nos fijan en cruces,
nos exponen a las bestias, nos atormentan con cadenas, con
fuego, con atrocísimos suplicios. Pero cuanto mayores males nos
hacen padecer, tanto más aumenta el número de los fieles»
(Dialogo Tryph. 110).

En ese mismo tiempo, precediendo al martirio del obispo San


Policarpo, en Esmirna, doce fieles son expuestos a las fieras
(Martyrium Policarpi 19). Y el mismo Justino, en su II Apología,
nos muestra la facilidad con la que en tiempos de Marco Aurelio
se condenaba a un cristiano. Mientras era juzgado el catequista
Ptolomeo, uno de los asistentes protesta contra la condenación,
y él mismo es conducido al punto a la muerte (2).

Raro es que se juzgue a un fiel solo. Justino, acusado de


cristiano en Roma por el filósofo rival Crescente, comparece
ante el prefecto con seis compañeros. Celso, enemigo de los
cristianos, en tiempo de Marco Aurelio, presenta a los fieles
como «ocultándose, porque por todas partes se los busca para
conducirlos al suplicio» (Orígenes, Contra Celsum VIII,69).

En Galia, donde no hay todavía muchos cristianos, se ejecuta


en la ciudad de Lión a cuarenta y ocho fieles en las fiestas de
agosto de 177. «Cada día, escribe Clemente de Alejandría en
años de Septimio Severo, vemos con nuestros propios ojos
correr a torrentes la sangre de mártires quemados vivos,
crucificados o decapitados» (Strom. II,125).

Todo esto nos hace pensar que en los dos primeros siglos
hubo muchos mártires, y que de Nerón a Cómodo, los cristianos
vivían con la posibilidad del martirio siempre a la vista. Esto
exigía para hacerse cristiano y para seguir siéndolo un gran
valor moral, o más bien un verdadero heroísmo. Por eso, si
fueron muchos los mártires de sangre, muchísimos más fueron
los mártires de deseo o de resignación, es decir aquellos que de
antemano estaban dispuestos a aceptar la muerte antes que
renunciar a la fe.

Pero si respecto de los dos primeros siglos hay a veces


ciertas dudas respecto al gran número de los mártires, nadie
puede ponerlo en duda en lo que se refiere a la segunda mitad
del siglo III. Es cierto que las persecuciones de entonces no
fueron muy largas -Decio muere al año y medio de
desencadenar una en 250, y Valeriano pierde el trono a los dos
años y medio de haber lanzado la suya en 257-, pero fueron
violentísimas. Abundaron en esos años los cristianos renegados,
pero también fueron muchos los mártires que en todas las
partes del Imperio padecieron o murieron por mantenerse fieles.

San Dionisio de Alejandría, en una carta escrita sobre los


mártires de Decio, escribe sobre Egipto: «Otros, en grandísimo
número, fueron degollados por los paganos en ciudades y
aldeas» (Eusebio, Hist. eccl. VI,42). Y en otra carta: «No os diré
los nombres de los nuestros que han perecido. Sabed solamente
que hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, soldados y
ciudadanos, personas de toda condición y edad, unos por los
azotes, otros por el fuego, aquéllos por el hierro, han vencido en
el combate y ganado la corona del martirio» (ib. VII,11,20).

La crónica de los mártires Santiago y Mariano, en tiempo de


Valeriano, afirma que en la primavera del 250 las ejecuciones
duraron en Cirta varios días. Y como al último día aún quedaran
muchos fieles por ejecutar, fueron arrodillados a la orilla de un
río, por donde habría de correr la sangre, y el verdugo fue
recorriendo la fila y cortando cabezas (Passio 12).

También las cartas de San Cipriano atestiguan y describen


los innumerables martirios producidos en el norte de África con
Decio, Galo y Valeriano. Describe la situación de los cristianos
«despojados de su patrimonio, cargados de cadenas, arrojados
en prisión, muertos por la espada, por el fuego y por las
bestias» (Ad Demetrianum 12). Y en Roma, dice también, los
prefectos en el 258 está ocupados «todos los días en condenar a
fieles y en confiscar sus bienes» (Epist.80).
En esos mismos años, el mártir africano Montano, grita a los
herejes poco antes de morir: «¡Que la multitud de nuestros
mártires os enseñe dónde está la Iglesia verdadera!» (Passio
Montani et Lucii 14).

Llegamos así a la última persecución, que duró, con alguna


intermitencia, del 303 al 313. Eusebio de Cesarea,
contemporáneo, da un testimonio del conjunto de aquellas
persecuciones, aunque su testimonio se refiere solo al Oriente.
Pero en el Occidente también aquellos diez «años terribles»
hicieron semejantes estragos.

Los mártires, afirma, se contaron por millares, y excede la


posibilidad humana dar cuenta de su número inmenso. En el
303, en Nicomedia, se decapita o se quema a una «compacta
muchedumbre». A «otra muchedumbre» se le arroja al mar.
«¿Quién podrá decir cuántos fueron entonces los mártires en
todas las provincias, pero especialmente en Mauritania, en la
Tebaida y en Egipto?». En Egipto, concretamente, la persecución
mató a «diez mil hombres», sin contar mujeres y niños. En la
Tebaida él mismo presenció ejecuciones en masa: de veinte,
treinta, «hasta ciento en un solo día, hombres, mujeres, niños...
Yo mismo vi perecer a muchísimos en un día, los unos por
hierro y los otros por fuego. Las espadas se embotaban, no
cortaban, se quebraban, y los verdugos, cediendo a la fatiga,
tenían que reemplazarse unos a otros» (Hist. eccl. VIII, 4-13).

Lactancio dice que, cuando los condenados al fuego eran


muchos, no se les quemaba uno a uno, sino por grupos (De
mort. persec. 15). En Sebaste fueron martirizados cuarenta
soldados, en tiempo de Licinio. Y a fin del siglo III, debieron ser
varios cientos los soldados sacrificados de la legio Thebæa.
También en Roma hubo mártires ejecutados a cientos, como se
refleja en algunas tumbas de los cementerios subterráneos, en
donde en lugar de nombres aparece un número.

El poeta Prudencio, que visita Roma al fines del siglo IV,


tiempo en que los sepulcros de los mártires se mantenían
intactos, escribe: «He visto en la ciudad de Rómulo
innumerables tumbas de santos. ¿Quieres saber sus nombres?
Me es difícil responderte: ¡tan numerosa fue la muchedumbre de
fieles inmolada por un furor impío cuando Roma adoraba a sus
dioses nacionales! Muchas tumbas nos dicen el nombre del
mártir y hacen su elogio. Pero hay otras muchas silenciosas, en
sus mudos mármoles, solamente señaladas con un número, que
da a conocer el de los cuerpos anónimos allí amontonados. En
una sola piedra vi una vez que estaba indicado el sepulcro de
sesenta mártires, cuyos nombres son conocidos de Cristo, que
los ha unido a todos en su amor» (Peri Stephanon XI,1-16). Lo
mismo se dice en los poemas epigráficos de San Dámaso.
Veinte, cuarenta, trescientos sesenta y dos mártires, más aquí,
aún más allá. Y eso siendo así que no fue Roma la ciudad donde
hubo más ejecuciones masivas. Éstas fueron más comunes en el
Oriente.

Y además de todos estos mártires de sangre aludidos, hemos


de recordar a los martyres sine sanguine, a la multitud de
confesores de la fe, que por ella sufrieron destierro,
deportación, trabajos forzados, aunque no fueron entregados a
la muerte. Eran tantos, concretamente, los cristianos
desterrados en los primeros siglos, los prisioneros y los
forzados, que tanto en Oriente como en Occidente la Iglesia
oraba públicamente por ellos. Resto de aquella tradición litúrgica
es la oración que perdura en la liturgia milanesa, donde se pide
«pro fratribus in carceribus, in vinculis, in metallis, in exilio
constitutis».

No cabe duda. La verdad histórica nos asegura el gran


número de los mártires cristianos en los primeros siglos.

Lección Quinta
Condición social de los mártires

Considerar la variada condición social de los mártires nos


exige estudiar antes la penetración del cristianismo en todas las
clases de la sociedad.

Pareciera que lo normal hubiera sido que el cristianismo,


como otras religiones, se arraigase solamente en su lugar de
nacimiento, y que a lo más, muy poco a poco, se hubiera
difundido a otros pueblos y razas, lenguas y culturas.

Pero no fue así. La historia nos muestra que el cristianismo


se extendió casi al mismo tiempo en las más diversas regiones
del mundo antiguo.

También podía suponerse que, como los partidos políticos, la


nueva fe arraigara sobre todo en medio de ciertas clases
sociales. Y algunos imaginan que, en efecto, así fue, y que sólo
ganó a la plebe. Pero tampoco fue esto así. Apenas nacido, el
cristianismo, en un prodigio sobrehumano de difusión, invade a
todos los pueblos, culturas, lenguas, y también clases sociales.

Parecería natural que, siendo los Apóstoles personas incultas


y tan sencillas, trabajadores manuales en su mayoría, se
dirigieran, aunque sea en pueblos diversos, a los de su propia
condición. Y que en el extranjero buscaran el amparo receptivo
de las comunidades judías de la diáspora.

Pero todas estas claves mentales saltan en pedazos ante la


realidad de una historia distinta. Es cierto que los primeros
misioneros del Evangelio, siendo judíos, se dirigieron primero a
los de su raza. Pero dentro de ésta, hablaban sin ningún
embarazo, siendo iletrados, a hombres de toda condición, sin
limitarse en modo alguno al pueblo más bajo e ignorante. Es
cierto también que los apóstoles, como un San Pablo,
frecuentaban los barrios obreros habitados normalmente en la
diáspora por las colonias judías. Y eso explica que durante
bastante tiempo los paganos del Imperio confundieron a los
cristianos con los judíos, viéndolos como un cisma brotado de
éstos. Pero muy pronto hubieron de advertir que, bajo tales
apariencias, se estaba realizando un profundo trabajo por
difundir la nueva fe más allá de los límites de las dispersas
juderías.

La universalidad del cristianismo se puso de manifiesto con


sorprendente rapidez, ganando a los hombres de condición y
nación más diversas. No hay explicación humana que haga
entender por qué la nueva fe predicada por San Pedro, un
pescador, o por San Pablo, un tejedor, se extiende también
entre las clases más elevadas del mundo antiguo.

El primer converso pagano de San Pedro, Cornelio, era oficial


del ejército romano (Hch 10). Cuando Pablo y Bernabé recorren
Chipre, el procónsul Sergio Paulo «los hace comparecer, pues
desea oír de su boca la palabra de Dios», y en seguida «admira
y cree» (13,7.14). «Muchos mujeres nobles» de Tesalónica se
convierten ante la predicación de Pablo (17,4). En Corinto gana
para Cristo al tesorero de la ciudad (Rm 16,23). Cuando predica
en la colina del Areópago, creen en su palabra algunos
atenienses, entre ellos un miembro de aquel tribunal superior
(Hch 17,34). En Éfeso el Apóstol hace amistad con personas
principales, que eran o habían sido asiarcas, es decir, sumos
sacerdotes de la provincia romana de Asia (17,34).

En una irradiación fulgurante el Evangelio ha ido más allá de


las fronteras judías y ha ido haciendo conquistas en las cimas de
la sociedad pagana. Todos los elementos étnicos, judíos y
gentiles, todos los estamentos sociales, ricos y pobres, están ya
reunidos y fundidos en las primeras iglesias cristianas.

Esclavos mártires

Pauperes evangelizantur (Lc 7,22). Jesucristo afirma que la


evangelización de los pobres es una de las pruebas de la
autenticidad de su misión. Y en el mundo antiguo los pobres
eran los esclavos y la gente humilde de condición libre.

Los esclavos formaban una buena parte de la población,


concretamente en el Imperio. Su número era grandísimo, y se
ocupaban no solo de los servicios domésticos, sino de la
mayoría de los trabajos rurales, artesanales e industriales.

El esclavo era un capital productivo del que se obtenían


rentas por su trabajo. Una sola persona poseía a veces
centenares o millares de esclavos, y éstos eran parte muy
principal de los inventarios de las grandes fortunas.
Los esclavos lo eran a veces por nacimiento, pero mucho
más por importación. Eran gentes de todos los países,
prisioneros de guerra con frecuencia, que se compraban al por
mayor en las zonas de frontera y se vendían al por menor en los
mercados del interior. Formaban un pueblo de desarraigados,
que habían traído los vicios de su tierra de origen, y que, en
cambio, perdían pronto sus buenas costumbres en la
promiscuidad de la servidumbre.

En el mundo pagano nadie se interesaba por estos


miserables. Había dueños humanos y otros muchos que no lo
eran. Algún filósofo hubo que estimó la esclavitud como
contraria al derecho natural, pero sus protestas fueron
sumamente tímidas, y nadie les hizo caso. Los esclavos
hubieran seguido en el más total desamparo de no haber
surgido el cristianismo.

Apenas iniciada la difusión de la fe cristiana, hay ya esclavos


cristianos. Son muchos en las comunidades fundadas por San
Pablo, y en varias de sus cartas les da instrucciones y consejos.
Al Apóstol quiere que los esclavos no se muevan por temor
servil, sino por conciencia del deber; intento completamente
nuevo. Les muestra la nobleza de la obediencia, haciendo de
ella un acto libre de sumisión a la voluntad divina (Ef 6,5-8; Col
3,22; Tit 2,9). Les inculca el sentido del honor cristiano, para
que viendo sus virtudes aprendan los señores a respetar el
nombre y la doctrina del Señor (1Tim 6,1; +1Pe 2,18ss).
Procura, al mismo tiempo, mejorar su condición, mandando que
sean tratados como hermanos (Ef 6,9; Col 4,1). Son realmente
nuestros hermanos, iguales ante Dios, miembros del mismo
cuerpo místico de Cristo (Ef 6,9; Col 4,1; Gál 3,28; Flm 1,8-21).

Todo esto, para aquellos hombres oprimidos y despreciados,


era una revelación. Por eso acudieron en masa al llamado de la
Iglesia, y en ella aprendían, como dice Orígenes, «a tomar un
alma de hombres libres» (Contra Celsum III,24). No pudiendo la
Iglesia por entonces liberar a los esclavos de sus vínculos
civiles, los liberaba internamente, asegurándoles en la
comunidad cristiana una igualdad que la sociedad civil les
negaba, y haciéndoles participantes de todos los beneficios de la
fraternidad evangélica.

Y esta igualdad y fraternidad no eran meras palabras, eran


realidades. Los esclavos cristianos participaban en los mismos
sacramentos de los hombres libres; como éstos, tenían su lugar
en las celebraciones litúrgicas; se casaban legítimamente ante
Dios. Habían sido atraídos a la fe con una profunda suavidad
persuasiva.

Arístides, apologista del siglo II, escribe: «Los fieles


persuaden con el afecto a sus criados a que se hagan cristianos
con sus hijos, y cuando ya lo son, los llaman, sin distinción,
hermanos» (Apol. 15). A veces era preciso que este
enaltecimiento no les hiciera orgullosos. San Pablo les dice:
«Los esclavos que tienen a fieles por dueños, no los desprecien,
porque son hermanos, sino al contrario, sírvanlos mejor, porque
son fieles y amigos, participantes de los mismos beneficios»
(1Tim 6,2). Y San Ignacio a San Policarpo: «No desprecies a los
esclavos, pero tampoco ellos se hinchen de orgullo» (Ad Polyc.
4).

La Iglesia, al mismo tiempo que suavizaba la condición de los


esclavos y preparaba su liberación futura, procedía con
prudencia en la transición. Sin este cuidado, fácilmente el
orgullo y la rebeldía hubieran ocupado el lugar de los otros
vicios de que ella los había curado.

Entre los esclavos hubo cristianos admirables. Muchos de


ellos, en las casas donde servían, desarrollaron un verdadero
apostolado y convirtieron a sus dueños paganos. Hubo esclavos
que en la Iglesia fueron ascendidos al grado más alto de la
jerarquía pastoral.

Si Hermas, autor del libro Pastor, fue esclavo, como dice, su


hermano Pío, que fue Papa a mediados del siglo II, era de
origen servil. Calixto, esclavo de un banquero, fue arcediano de
Roma y más tarde Papa.
Aún es indicio mayor del enaltecimiento inmenso que la
Iglesia produjo en los esclavos el hecho de que muchos de ellos
fueron mártires. Los paganos quedaban asombrados al ver que
estos hombres y mujeres, acostumbrados a acatar toda orden o
capricho de sus amos sin resistencia alguna, se negasen a
abjurar de su fe en Cristo y aceptasen tormentos crudelísimos
antes que renegar de su fe.

En las Actas del martirio de Santa Adriana, mártir de Frigia,


se da este diálogo: «-¿Cuál es tu nombre?, le pregunta el juez. -
¿Qué importa mi nombre? Yo soy cristiana. -¿Es éste tu amo? -
Es solamente dueño de mi cuerpo; pero el señor de mi alma es
Dios. -¿Cómo no adoras a los dioses que tu dueño adora? -Yo
soy cristiana, y no adoro a ídolos mudos, sino al Dios vivo y
verdadero, al Dios eterno»... Estas respuestas desconcertaban
totalmente la mentalidad pagana. Otros esclavos, Blandina en
Lión, Evelpisto en Roma, Potamiena en Alejandría, Felícitas en
Cartago, Sabina en Esmirna, Vital en Bolonia, Porfirio en
Cesarea y tantos otros, responden a los magistrados con ese
mismo sentimiento de libertad plena. «-¿Quién eres tú?,
pregunta el prefecto romano a Evelpisto. -Esclavo del César,
pero cristiano que ha recibido de Cristo la libertad y que, por su
gracia, tiene la misma esperanza que éstos». Está claro que los
esclavos que así hablaban ya en realidad no eran esclavos.

«Esclavo del César»... Los cesarianos, esclavos o libertos del


emperador, formaban una clase aparte en el mundo de la
esclavitud. Los había de muy diversas categorías, servidores
domésticos, ocupados en la industria o el comercio, empleados
en la cancillería imperial, unos eran pobres, otros riquísimos...
Pero ni estos esclavos cesarianos se libraban de su condición
servil de esclavos, y seguían sujetos a los posibles desmanes de
un dueño despótico. Y si eran libertos, dejando de ser esclavos,
aún entonces seguían vinculados a su dueño por lazos de
dependencia.

Pues bien, desde el comienzo del Evangelio hubo cesarianos


cristianos en la casa imperial. San Pablo, en carta escrita hacia
el 62 o 64, saluda «a los santos que están en la casa del César»
(Flp 4,22). Y como la servidumbre del palacio no cambiaba
mucho al cambiar el soberano, de hecho, la llama evangélica,
encendida en el palacio imperial ya en tiempos de Nerón, se
mantuvo siempre encendida de reinado en reinado. A pesar de
que algunos emperadores los persiguieron con gran dureza,
siempre hubo cesarianos cristianos. Siempre fueron numerosos
y gozaron de altos favores.

Hubo cesarianos en el palacio de Marco Aurelio, y más en


tiempos de Cómodo. También con Septimio Severo, cuyo hijo,
Caracalla, tuvo nodriza cristiana -lacte christiana educatus
(Tertuliano, Ad Scapulam 4)-. San Ireneo habla de los cristianos
que viven en la corte del emperador y cuidan sus muebles (Ad
Hæres. IV,30). En el palacio de Alejandro Severo, muy propicio
a los cristianos, eran los fieles muy numerosos, lo mismo que en
el de Filipo. En una carta de San Cipriano condena el abuso
terrible de que algunos obispos son intendentes de posesiones
imperiales (De lapsis 6). San Dionisio de Alejandría dice que el
palacio imperial de Valeriano, antes de que persiguiera a los
cristianos, tenía tantos cristianos que parecía una iglesia
(Eusebio, Hist. eccl. VII,10). Pero cuando fue mayor el número y
el influjo de los cesarianos cristianos fue en los primeros años
del reinado de Diocleciano. Gran parte de ellos fueron
eliminados al comenzar la persecución.

«Humiliores» mártires

La sociedad imperial se componía, de un lado, por la


aristocracia y la alta burquesía, los honestiores, y de otro, no
muy por encima de los esclavos, los más pobres y pequeños, los
humiliores. Con estos términos se distinguía a unos de otros en
el lenguaje jurídico, pues la diferencia tenía no pequeñas
consecuencias en los posibles géneros de penas.

Los oficios manuales apenas permitían vivir a los humiliores,


por la competencia de los esclavos. Y como, por otra parte, eran
admitidos a las distribuciones de víveres que el Estado y los
ricos prodigaban, muchos de ellos vivían ociosos, llenando su
ociosidad con espectáculos gratuitos, que también les eran
suministrados con abundancia.
Aquella gente pobre que, en este orden económico falso y
malo, aun teniendo una cierta felicidad animal, estaban
profundamente a disgusto, entraron también en masa por la
puerta que la Iglesia les abría. En la nueva comunidad sus
almas podían desarrollarse, recuperaban también un ambiente
laborioso, pues la Iglesia rechazaba la ociosidad (1Tes 4,11;
2Tes 3,10-12), al mismo tiempo que les procuraba medios
dignos para ganarse la vida (Didajé 12; Const. apost. IV,9).

El célebre relato que Tácito hace del incendio de Roma, en el


verano del año 64, y de cómo Nerón, atribuyéndolo a los
cristianos, desencadenó una terrible matanza de fieles,
vistiéndoles con pieles de fieras, entregándolos a jaurías de
perros, cubriéndoles de pez, empalados, transformados en
antorchas, es un martirio multitudinario que solamente pudo ser
aplicado a gentes de baja condición social (Annal. XV,38-40.44).
Son suplicios que «unen la burla a la crueldad» -pereuntibus
addita ludibria-, y que en modo alguno se daban a personas de
categoría social.

De modo semejante, refiere el Papa Clemente Romano una


pena impuesta a cristianos de su tiempo, que consistía en
hacerles desempeñar en una parodia mitológica un papel
afrentoso, que terminaba con la degollación real del
protagonista (Corintios 6). Castigos tales no podían ser
aplicados a ciudadanos romanos de categoría, sino solo a gente
insignificante, personas que nullum caput habent.

Todo hace pensar, pues, que los primeros mártires, cuya


sangre consagró la colina Vaticana, esa «inmensa
muchedumbre» de la que habla Tácito, eran cristianos
humiliores, pobre gente sencilla.

Las Actas de los mártires nos dan también frecuentes indicios


de la humilde condición de los primeros testigos de Cristo. En
ellas encontramos al pastor Temístocles, al pastor Namas, al
tabernero Teodoto, al jardinero Sineros, a cuatro picapedreros
de Panonia, al flautista Filemón, al carbonero Alejandro, que,
por cierto, llegó a obispo, y a tantos hombres del pueblo bajo.
Los cementerios primitivos confirman lo ya dicho. En ellos
aparecen, unidos y mezclados unos con otros, nombres de
patricios o de plebeyos, epitafios de alta poesía o con torpes
errores ortográficos, y no es raro que un nombre aristocrático
lleve una simple losa, en tanto que una simple vendedora de
legumbres tenga un arco de cripta decorado con un fresco.
Nunca la igualdad y la fraternidad evangélicas fueron tan
vivientes como en estos asilos de la muerte.

Aristócratas mártires

Las primeras necrópolis cristianas fueron excavadas en


posesiones de familias nobles, que ofrecían a toda clase de
fieles la hospitalidad del sepulcro. Por eso vemos en las
catacumbas tantos nombres de gente humilde junto a muchos
nombres de familias ilustres.

En el siglo I el cementerio cristiano de Domitila, en la vía


Ardeatina, tuvo por fundadora a una dama que pertenecía a la
familia imperial. En efecto, Flavia Domitila era nieta del
emperador Vespasiano y sobrina de Tito y Domiciano. Se había
casado con Flavio Clemente, y ambos eran cristianos. Fueron
también los primeros en sufrir la persecución de Domiciano.
Flavio, que era cónsul, fue decapitado en el año 95, y Domitila
desterrada a una isla (Dion Cassio LXVII,13).

Otros miembros ilustres de la sociedad romana fueron


también mártires cristianos bajo Domiciano, acusados algunos
de ellos de «culpables de novedades» -molitores novarum
rerum- (Suetonio, Domit. 10). Entre ellos destaca Acilio
Galabrio, cónsul del año 91. En la catacumba de Priscila, en la
vía Salaria, del tiempo de los apóstoles, se ha hallado el
sepulcro de los Acilii, donde su estirpe cristiana fue enterrada
desde el siglo I al IV.

Un siglo más tarde, es excavado un cementerio en la


posesión de los Cæcilii, y allí son sepultados los restos de la
mártir Santa Cecilia. Este cementerio, que tomará el nombre del
Papa Calixto, y en el que serán enterrados los Papas del siglo
III, guarda, junto a las reliquias, sumamente veneradas, de esta
joven cristiana, de la familia de los Cæcilii, los restos de otros
cristianos de ilustres estirpes romanas: los Cornelii, los Aemilii,
los Bassii, los Annii, los Jallii, los Pomponii, los Aurelii. Allí,
durante los tres primeros siglos, queda escrito para siempre el
nombre de muchas familias cristianas de la más alta nobleza
romana. Entre ellos el del Papa Cornelio, miembro quizá de la
familia de los Cornelii, y en tal caso descendiente del dictador
Sila.

La historia de los cementerios cristianos de Roma y de todas


las provincias del Imperio nos hace patente que los más de ellos
fueron fundados por cristianos ricos que ofrecieron el sepulcro
de su familia, sus jardines, alguna de sus posesiones, sea para
recibir los restos de algún mártir ilustre o para acoger
indistintamente a los hermanos en la fe. Los nombres antiguos
de estos cementerios indican esta realidad: area Macrobii, area
Vindiciani, hortus Justi, hortus Theonis, hortus Phillippi, etc.

Son, pues, verdaderas las palabras del apologista Arístides:


«Cuando uno de sus pobres sale de este mundo, el cristiano que
de ello se percata provee a sus funerales según sus medios»
(Apol. 15).

Desde el siglo II se habla ya con frecuencia de cristianos ricos o


nobles.

Ya en 112, desde Bitinia, informaba que se iban haciendo


cristianos personas de toda condición, omnis ordinis (Epist.
X,96). A mediados del siglo II, Hermas acusa a ciertos cristianos
de estar «enredados en negocios y riquezas», y de haberse
hecho «célebres ante los paganos por sus bienes de fortuna»
(Pastor, mand. X,1; simil. VIII,9). En el 197 Tertuliano asegura
que «el palacio y el senado» están llenos de cristianos (Apol.
2,37). Es un tiempo en el que Septimio Severo defiende de
ciertos ataques populares a los cristianos, clarissimas feminas et
clarissimos viros, haciendo su elogio (Tertuliano, Ad Scapulam
4).

Y en el curso mismo de las violentas persecuciones del siglo


III el número de cristianos pertenecientes a familias nobles,
ricas, y a veces integradas incluso en el gobierno imperial, va
acrecentándose más y más.

Mártires de la clase media

No es fácil delimitar las fronteras de una clase media. En el


Imperio solamente se alcanza a ver de la clase media su parte
más alta, la formada por hombres dedicados a profesiones
liberales, gran comercio, poseedores de grandes capitales
heredados o adquiridos, miembros de la curia municipal. La
clase media inferior apenas se diferencia de la plebe mínima.

Pues bien, desde el tiempo de los Apóstoles el cristianismo


penetró ampliamente en esa clase media alta de gente
acomodada, activa y de espíritu abierto. Los consejos
apostólicos sobre la limosna (2Cor 9,5-13; 1Tim 6,17-19), sobre
el trato que ha de darse a los esclavos (Ef 6,9; Col 4,1), las
exhortaciones que dirigen a las mujeres cristianas para que
eviten los vanos lujos (1Tim 2,9; 1Pe 3,3), así como otros
muchos indicios -donaciones a la Iglesia, cesión de jardines o
posesiones para cementerios, etc.-, hacen ver que la clase
media alta estaba ampliamente representada en la primera
Iglesia.

Tertuliano, que al parecer fue abogado, afirma,


concretamente, que los cristianos abundaban entre los curiales
y en «el foro», es decir, entre jueces y abogados (Apol 37).

Abogado era el apologista Minucio Félix, africano establecido


en Roma; y también era jurista y retórico en Cartago el que fue
después obispo de esa ciudad, San Cipriano.

En todo caso, el cristianismo no arraigó desde el principio


entre los intelectuales. Los atenienses que escucharon a San
Pablo, epicúreos y estoicos, no le dieron crédito (Hch 17,18). Y
el mismo Apóstol lo declara abiertamente: «entre nosotros no
hay ni muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni
muchos nobles» (1Cor 1,26).
Hasta el siglo II, precisamente en un momento de apogeo
social de filósofos y sofistas, no entran apenas los intelectuales
en la Iglesia. Pero ya a fines del siglo II afirma Clemente de
Alejandría que «muchos de ellos» se han hecho cristianos
(Strom. VI,16). Y al convertirse, no pocos de ellos usan la
pluma para defender la nueva fe, y forman en los siglos II y III
el gran movimiento de apologistas del cristianismo: Tertuliano,
Minucio Félix, Cipriano, Arístides, Justino, Atenágoras, Panteno,
Clemente. Como dice Arnobio, converso y apologista:

«Oradores de gran ingenio, gramáticos, retóricos,


jurisconsultos, médicos y filósofos, han buscado las doctrinas
[del cristianismo] y han dejado con desprecio aquellas otras en
las que antes habían puesto su confianza» (Cf. Adv. gentes
II,55).

Ellos también dieron grandes mártires, como el obispo


Cipriano o el filósofo Justino.

Soldados mártires

Parece a primera vista, y así lo estimaron algunos rigoristas


primeros -Tertuliano, Orígenes o Lactancio-, que el cristianismo
no era compatible con la profesión militar. Pero el espíritu de la
Iglesia era mucho más amplio y recordaba antecedentes
decisivos.

En efecto, el Bautista predicaba a los soldados la bondad y la


justicia (Lc 3,14), Jesús escucha la súplica del centurión de
Cafarnaúm (7,1-10), y Pedro bautiza al centurión de Cesarea
(Hch 10).

En una sociedad como la romana, decadente y disoluta, las


virtudes propias de la vida militar, valentía, abnegación,
disciplina, desprecio de la muerte, eran disposiciones buenas
para las virtudes cristianas. Por eso no pocos maestros antiguos
de la fe, Pablo (2Tim 2,3-5), Clemente Romano (Corintios 37),
Ignacio de Antioquía (Policarpo 6), toman muchas veces
palabras e imágenes de la vida militar para ilustrar lo que ha de
ser la vida cristiana.
San Pablo predicó en Roma en el campamento de los
pretorianos (Flp 1,13), de los cuales en tiempo de Nerón ya
había conversos. El mismo Tertuliano reconoce que a principios
del siglo III los cristianos llenan los campamentos, y hay
regiones del Imperio en las que la mayoría de la tropa es
cristiana.

Pues bien, una buena parte del gran número de los mártires
de los primeros siglos fue integrada por soldados. Muchas veces
las celebraciones de la vida militar implicaban ciertos ritos
religiosos incompatibles con la fe. Y en tiempos de persecución,
muchos soldados pagaron con su vida la desobediencia a
cumplir con esos ritos. Fueron muchos los soldados mártires,
sobre todo, como es lógico, donde acampaban las legiones
romanas, en Italia, en Numidia, en Mauritania, en España, en
Asia, en Egipto, a lo largo del Danubio. Y en todos esos lugares,
con el testimonio de los mártires, se difundía y arraigaba la fe
cristiana.

¿Por qué los cristianos no formaron un partido político?

Cuando comprobamos la formidable difusión del cristianismo


en todas las clases y condiciones sociales, no podemos menos
de preguntarnos: ¿cómo los cristianos, siendo tan numerosos,
se dejaron diezmar hasta el fin sin resistencia? Los mismos
perseguidores, según vemos a veces en Actas de los mártires,
eran conscientes de la fuerza invencible de sus víctimas y de su
propia debilidad.

Había cristianos diestros en ministerios de gobierno, en


oficios artesanales, habituados a padecer como esclavos o a
combatir como soldados. Había entre ellos escritores de ingenio
y de aguda pluma, que hubieran sido perfectamente capaces de
inflamar la indignación del pueblo cristiano y de lanzarlo a una
acción reivindicativa de derechos. Y esto hubiera sido tanto más
viable en momentos de crisis interior del Imperio, debilitado por
guerras y conspiraciones. Perfectamente los cristianos hubieran
podido formar una enorme fuerza política con la que sus
perseguidores tuvieran necesidad de pactar. ¿Por qué no lo
hicieron?
Porque Jesucristo los había enviado entre los hombres «como
ovejas entre lobos» (Mt 10,16; Lc 10,3). Porque quiso que la
conquista del mundo la hiciesen de forma pacífica. Él los había
enviado a enseñar a los hombres lo que éstos no habían
aprendido o habían olvidado: la caridad, la dulzura, la paciencia,
el amor a los enemigos, el perdón de las ofensas. Él los había
enviado a enseñar al mundo el valor de una nueva virtud, la fe,
la convicción en la verdad divina, tan entrañada en los creyentes
que por ella estaban dispuestos a entregar su propia vida, y
estaban prontos a probar la veracidad de la doctrina evangélica
con tres siglos de martirio sangriento, venciendo así a todas las
potencias mundanas.

Y además de estas razones, otras hay que explican porqué a


los cristianos les es negada en aquellas circunstancias la
desobediencia y la rebelión. Los políticos se habían formado la
falsa idea de que cristianismo y civilización romana eran
incompatibles. Contra este absurdo prejuicio, los apologistas
demostraban una y otra vez que los cristianos eran los súbditos
más fieles del Imperio; que cuanto más se empeñaban en
alcanzar la perfección evangélica, mejor obedecían a las leyes y
al emperador; que rogaban siempre por los gobernantes y por el
Imperio. Pero esta convincente demostración de la lealtad de los
cristianos al Imperio se hubiera devaluado completamente con
cualquier rebelión de los perseguidos.

Si los cristianos hubieran procedido como enemigos del


Imperio, no hubiera terminado aquel conflicto de tres siglos con
un emperador que se convirtió al cristianismo. Solamente la
paciencia de los mártires hizo posible el edicto de paz de
Constantino.

Lección Sexta
Padecimientos morales de los mártires

Confiscación de los bienes

Antes de sufrir las pruebas corporales de la tortura, los


mártires han salido victoriosos de pruebas morales que para
muchos fueron verdaderamente terribles. Como hemos visto en
el estudio precedente, el sacrificio que a no pocos se les exigía
era tan grande como los bienes mundanos que habían de perder
si querían guardarse fieles a su fe. Tanto dejaban los mártires
cuanto más habían tenido. Antes del martirio, había, pues, una
prueba previa, que para algunos podía ser durísima, e implicar
terribles desgarramientos morales. A los mártires, como a su
divino Maestro mártir, les era ofrecido el cáliz antes que la cruz.

Orígenes, escribiendo a un amigo cristiano, encarcelado por


serlo, y que antes había tenido grandes riquezas y altos
puestos, le decía: «¡Cómo desearía yo, si hubiera de morir
mártir, tener también que dejar casas y campos, para recibir el
céntuplo que el Señor ha prometido!... Nosotros, los pobres,
debemos eclipsarnos, aun en el martirio, ante vosotros, porque
habéis sabido menospreciar la gloria mentirosa del mundo, de la
que tantos otros se enamoran, y el apego a vuestros grandes
bienes» (Exhort. ad mart. 14,15).

Suele parecer en ocasiones que los hombres están más


apegados a los bienes temporales que a su misma vida. Y esto,
hasta cierto punto, puede tener a veces cierta nobleza. Quien
posee bienes, considerándolos un depósito recibido de sus
antepasados para transmitirlo a sus descendientes, ve esos
bienes con el aura majestuosa de las cosas hereditarias,
integradas en la santidad del hogar doméstico.

Por eso la confiscación de bienes resulta tan odiosa. Y en el


derecho penal romano ocupaba un gran lugar. La confiscación
era el complemento terrible de toda pena que implicase pérdida
de la ciudadanía, condena de muerte, trabajos forzados,
deportación. Solamente una concesión graciosa del emperador
podía reservar para los hijos una parte o la totalidad del
patrimonio confiscado. Pero la ley prohibía expresamente esta
gracia cuando se trataba de crímenes de lesa majestad o de
magia (Código Teodosiano IX, 47,2). Y según parece, profesar el
cristianismo se equiparaba a estos dos delitos.

Así fue al menos desde mediados del siglo III, época en que
el tesoro público estaba muy escaso. En tiempos de Decio,
concretamente, vemos que sin cesar se aplica la pena de
confiscación, sea contra los cristianos condenados a muerte o a
las minas, sea a los castigados con destierro o contra los que
han huído. También Valeriano hizo gran uso de la pena de
confiscación, y el emperador Diocleciano llegó a privar a los
hijos de toda participación en los bienes de los condenados.

Los fondos de la Iglesia habían de subvenir a los cristianos


que habían sufrido el expolio de sus bienes. La confiscación era
la ruina de la familia, rei familiaris damna, según dice San
Cipriano; la caída brusca de la fortuna a la miseria. Y en no
pocos casos llevaba consigo la degradación -dignitate amissa,
según el edicto de Valeriano-, pues al carecer de la hacienda
necesaria, los descendientes de quien había sufrido confiscación
de bienes pasaban necesariamente a la clase de los plebeyos.
Ya no eran nobles empobrecidos, sino pobres a secas. Para un
padre de familia cristiana noble, sufrir un proceso a causa de su
fe significaba una perspectiva de suplicio propio y de ruina
completa de los suyos.

San Basilio narra el caso impresionante de una conciudadana


suya, Julita, viuda cristiana. Acosada por un depredador
malvado de sus bienes, tuvo que reclamar en juicio sus bienes
contra el usurpador. Pero inmediatamente el demandado alegó
una excepción, sacada de un edicto del año 303, en el que se
negaba a los cristianos el derecho a personarse en juicio. Así las
cosas, el magistrado mandó traer un altar ante el tribunal, e
invitó a los contendientes a quemar incienso ante los dioses.
Julita rehusó en absoluto: «Perezca mi vida, perezcan las
riquezas, perezca mi cuerpo, si es necesario, antes que salga de
mi boca una palabra contra mi Dios, mi Creador». Con esto,
inmediatamente, perdió el proceso, quedando completamente
arruinada. Y por si fuera poco, una segunda sentencia la
condenó a ser quemada en la hoguera por ser cristiana (Hom.
V,1-2).

La prueba del mártir había de ser extraordinariamente


amarga cuando se le instaba a renegar su fe para salvar el
interés de su familia; cuando voces amistosas presionaban su
conciencia de padre o de esposo en contra de la fe cristiana.
Unas veces eran amigos paganos: «Si no obedeces al juez,
no solo vas a padecer horribles tormentos, sino que expondrás a
tu familia a una ruina segura. Serán confiscados tus bienes y
desaparecerá tu linaje» (Passio S. Theodoti 8). Otras, el mismo
juez: «Piensa en tu salud, piensa, sobre todo en tus hijos»
(Passio S. Philippi 9). «Eres riquísimo, y tienes bienes como
para alimentar casi a una provincia... Tu pobre mujer te está
mirando» (Acta SS. Philæ et Philoromi 2). Los abogados, los
parientes, todos suplican al mártir que «mire por su esposa, que
cuide de sus hijos» (Eusebio, Hist. eccl. VI,2,6) .

No todos los cristianos tenían el heroísmo del joven Orígenes,


cuando escribía a su cristiano padre, que tenía siete hijos, y
estaba amenazado de suplicio: «mantente firme, no cambies de
conducta por causa de nosotros». Seguramente, muchos
cristianos, combatidos por quienes debían confortarles, cedieron
a estas pruebas, que eran peores que las torturas. Y los que
vencieron, solamente pudieron vencer asistidos por una fuerza
sobrehumana.

Degradación cívica y militar

En el Imperio romano se había establecido una vinculación


muy profunda entre el Estado y la Religión pública, hasta el
punto que casi ninguna solemnidad cívica carecía de carácter
religioso. Los magistrados, concretamente, aunque en su vida
privada fueran librepensadores, casi continuamente habían de
realizar acciones cultuales en honor de los dioses del Estado.

Un gobernador en su provincia no podía evitar ciertos ritos de


adoración en aniversarios imperiales y en fiestas cívicas. Un
senador apenas podía abstenerse de participar en el sacrificio
anual ofrecido en el Capitolio o de quemar un grano de incienso,
al celebrar una sesión, ante el altar de la Victoria. En el
comienzo de sus funciones, era preciso que un cónsul ofreciera
sacrificios y organizara juegos sangrientos e indecentes.
Pretores y cuestores tenían que presidir estos juegos. Ediles,
decenviros, habían de cuidar la conservación de los templos, la
organización de sacrificios y banquetes religiosos, así como
juegos de gladiadores.
El cristiano que por nacimiento y situación era llamado a
funciones semejantes se veía en situaciones de conciencia muy
difíciles. Una actitud de absoluta intransigencia, rehusando
totalmente cualquier honor y cargo, hubiera ido en detrimento
de la Iglesia y del Imperio. Por eso en los tres primeros siglos
hubo en ciertas cuestiones que llegar a un modus vivendi.

Tertuliano, uno de los maestros cristianos menos


conciliadores frente al mundo, admitía en principio la
conveniencia de ciertas concesiones: «Que uno ejerza las
funciones del Estado, pero sin sacrificar, sin favorecer con su
autoridad los sacrificios, sin proveer de víctimas, sin cuidar de la
conservación de los templos, sin asegurarles rentas, sin dar
espectáculos a sus expensas o a las del erario público, ni
presidirlos, yo lo concedo, si es que la cosa es posible» (De
idololatria 17).

Y posible lo era, pues el mismo autor argumenta a veces en


defensa de los cristianos, asegurando sus leales servicios en el
Senado o en los Consejos ciudadanos (Apolog. 37). Era posible,
al menos, en ciertas épocas de emperadores tolerantes, menos
fanáticos o cansados de perseguir.

¿Cómo distinguir en conciencia qué participaciones en lo


mundano son lícitas y cuáles ilícitas? Ningún documento eclesial
de la época lo determina en forma exacta. Ciertas acciones
podían ser consideradas lícitas o reprobables según se realizaran
teniendo en cuenta principalmente su aspecto civil o el religioso.

Esculpir, por ejemplo, figuras de dioses con fin decorativo era


tolerable; pero se hacía inadmisible si el fin del ídolo era recibir
culto en un templo (Traditio apostolica 16; Tertuliano, Adv.
Marcion II,2). Podía un soldado cristiano venerar las águilas
romanas de los símbolos militares, como se reverencia una
bandera; pero no podía adorarlas, como hacían ingenuamente
los paganos.

Algo semejante habría de decirse de la conducta de


magistrados, senadores y demás autoridades, así como de la
actitud cristiana conveniente en medio de las muchas
celebraciones familiares -esponsales, aniversarios, imposición
del nombre al hijo, toma de la toga, etc.- que tenían formas
cultuales. Según Tertuliano,

«si se me invita, con tal de que mis servicios y funciones


nada tengan que ver con este sacrificio, puedo asistir. ¡Dios
quiera que nunca tuviéramos que ver lo que nos está prohibido
hacer! Pero, ya que el espíritu malo ha envuelto al mundo de tal
modo en la idolatría, nos será lícito asistir a algunas ceremonias
si vamos a ellas por el hombre, no por el ídolo». Y añade: en
tales casos «no soy más que un simple espectador del
sacrificio» (De idololatria 16).

La ausencia de los cristianos en ciertas celebraciones cívicas


era disimulada por las autoridades paganas en tiempos de
tolerancia. Y su presencia en ellas era tolerada por la Iglesia,
aunque con sumo cuidado para que no fuera más allá de ciertos
límites (p. ej., Concilio de Elvira, hacia 300: can. 3,4,55,56).

La tolerancia de la autoridad pagana se dio en varios


períodos. En el siglo I, casi toda la época de la dinastía Flaviana.
En el II, durante el reinado de Cómodo. En el III, en los años de
Alejandro Severo y de Filipo, en el comienzo del imperio de
Valeriano, en el de Galieno y en los primeros años de
Diocleciano.

Éste aplicó al principio a los cristianos la tolerancia que sus


predecesores habían concedido a los judíos. En una disposición
del comienzo del siglo III se dice: «El divino Severo y Antonio
Caracalla han permitido a los que siguen la superstición judaica
obtener los honores públicos, eximiéndoles de aquellas
obligaciones que pudieran lesionar su conciencia religiosa»
(Digesto L,II,2, párr.3). Eusebio confirma que ésa fue al
principio la política de Diocleciano: «Tales eran entonces las
consideraciones de los príncipes con los nuestros, que se les
nombraba gobernadores de provincias, dispensándolos de toda
inquietud en cuanto a los sacrificios» (Hist. eccl. VIII,1,2).

Pero esas épocas de tolerancia tácita o expresa en cualquier


momento podían estallar en persecuciones imprevistas,
brutales, repentinas, como rayo que rasga un cielo sereno. Y
ciertamente esta prueba tendría que resultar muy cruel para
aquellos que hasta entonces, con una conciencia segura, habían
ascendido en su carrera cívica, al lado de sus colegas paganos.
De pronto, como escribe Eusebio, se caía en «la agonía de
sacrificar» (ib.), y en caso de negarse a ello, sobrevenía sobre el
mártir cristiano la dimisión forzosa o la destitución, la ruina, la
muerte.

Flavio Clemente, en tiempo de Domiciano, es condenado a


muerte siendo cónsul, y con él un grupo de personas nobles
que, hasta entonces, habían podido conciliar su fe con su
categoría social. En las Actas de San Apolonio se recoge una
frase que el prefecto del pretorio, conmovido por la firmeza del
mártir, al parecer colega suyo, le dirige: «Quédate, vive con
nosotros».

Realmente, en condiciones semejantes, era necesaria una


firmeza sobrehumana para permanecer en la fe y elegir la
muerte. La muerte o algo igualmente terrible, la degradación
social. Los augustos Diocleciano y Maximiano Hércules y el césar
Galerio, concretamente, deciden eliminar a los cristianos del
ejército. Todos los oficiales que se negaran a sacrificar habían
de ser degradados, y algunos, como narra Eusebio, «perdieron
por defender su fe no sólo su cargo, sino su vida»; fueron
muchos los que «prefirieron sin vacilar la confesión de Cristo a
la gloria y a las ventajas del mundo» (Hist. eccl. VIII,4).
Abrazándose a la cruz, hubieron de quebrar su espada.

Poco después Diocleciano impulsa no solo la degradación


militar, sino también la civil. «Los que están elevados en
dignidad pierdan toda dignidad» (Eusebio, ib.). Lactancio precisa
más el alcance de esta decisión imperial: «Privados de todos sus
honores y cargos, quedarán sujetos a tortura, cualquiera que
sea su nobleza y función» (De mort. persec. 13).

Los nobles y, en general, todas las personas honestas, en el


sentido latino del término, gozaban del privilegio de no poder
ser sometidos a tortura, ni condenados a suplicios infamantes.
Pues bien, los cristianos, por el hecho de serlo y fuera cual fuere
su categoría, pierden definitivamente este privilegio. Quedan
civilmente muertos y, como dice Lactancio, pierden hasta el
derecho de intentar acciones ante los tribunales.

En estos inicios del siglo IV, cuando tantos patricios y


magistrados eran ya cristianos, cuál sería su angustia ante esta
trágica elección necesaria entre su fe y la degradación, la
aniquilación jurídica...

Apostasías

En toda la primera época martirial fueron muchos los que


sucumbieron en las pruebas.

El clero romano, escribiendo a la iglesia de Cartago, le


comunica que en la persecución de Decio hubo muchos
apóstatas, y entre ellos cita a «personas de alta categoría»,
insignes personæ. En un escrito falsamente atribuido a
Tertuliano se habla de «un senador, antiguo cónsul, que de la
religión cristiana ha vuelto a la esclavitud de los ídolos», y al
que se le dice: «Después de haber sido introducido en la luz,
después de haber conocido a Dios durante años, ¿cómo
conservas lo que debieras haber dejado y dejas lo que hubieras
debido guardar?». Quizá haya todavía alguna esperanza:
«corregido por la ancianidad, cansado de tus errores, quizá
vuelvas a nosotros. Sigue entonces los consejos de la edad, y
aprende a ser fiel a Dios» (Migne, PL 2,1106).

Los monumentos sepulcrales de la catacumba de Santa


Priscila nos dan a conocer, por ejemplo, hasta la era de
Constantino, la historia religiosa de la familia noble de los Acilio
Glabrio. En esta familia, cuya jefe fue mártir en tiempos de
Domiciano, se entremezclan los fieles cristianos y los
sacerdotes, sacerdotisas y niños de colegios idolátricos. A un
linaje cristiano como éste, que tanto empeño puso en conciliar
su íntima fe con sus ambiciones sociales, podría decírsele
aquella frase de Tertuliano: «Tu nacimiento y tus riquezas te
defienden mal de la idolatría» (De idololatria 18).
No pocos de estos cristianos nobles, que oscilaban entre la fe
y la conciliación con las exigencias idolátricas del mundo,
procuraban luego favorecer a los cristianos fieles: «Hay entre
los poderosos muchos pecadores de esta clase -dice Orígenes-,
que hacen cuanto pueden en favor de los cristianos» (In Math.
com.: ML 13,1772).

Y por otra parte, los nobles que se habían guardado en la fe


eran los primeros en entender las dificultades por las que
pasaban sus amigos menos fieles, y la propia fidelidad
solamente la atribuían a la fuerza de la gracia de Dios. En la
Passio S. Mariani et Jacobi se recoge este diálogo entre el mártir
Emiliano y un pagano, que estaba desconcertado por aquella
extrema fidelidad martirial.

Le decía Emiliano, según él mismo lo refiere: «-"Los soldados


de Cristo tienen en las tinieblas una luz esplendorosa y en el
ayuno un maravilloso alimento, que es la Palabra divina".
Oyéndome hablar así, me dijo: -"¿Y vosotros no sabéis que,
estando encarcelados, si persistís en vuestra obstinación,
padeceréis la pena capital?". Y yo, temeroso de que se burlase
de mí con una mentira, quise que me confirmara el
cumplimiento de mi deseo: -"¿De verdad que todos
padeceremos?". Él lo aseguró de nuevo: -"La espada está sobre
vuestras cabezas y va a correr la sangre. Pero yo quisiera saber
si a todos los que despreciáis esta vida presente os están
reservados iguales premios?". Le respondí: -"Yo no tengo
opinión sobre cuestión tan alta. Pero eleva un instante los ojos
al cielo, y verás una multitud innumerable de astros brillantes:
¿todos tienen una misma luminosidad?". Él vio con esto
acrecentada su curiosidad: -"Si hay alguna diferencia entre unos
y otros, ¿quiénes serán los preferidos por vuestro Dios?"... Yo le
respondí: -"Aquellos para quienes la victoria ha sido más difícil y
trabajosa reciben una corona más gloriosa. De ellos está
escrito: Más fácilmente pasará un camello por el ojo de una
aguja, que entrará un rico en el reino de los cielos"».
Graves obstáculos para la conversión

Los mismos obstáculos que ocasionaron la caída de tantos


cristianos nobles, retenían fuera de la Iglesia a otros muchos
que en tiempos de paz hubieran entrado en ella. Esto explica,
concretamente, que aún a fines del siglo IV, en plena victoria
del cristianismo, todavía muchos nobles, cristianos de corazón,
retardaban hasta la vejez la hora del bautismo, para gozar
mientras tanto más libremente de la vida y del poder.

Las mujeres hallaban menos obstáculos en el camino de su


conversión. No les era difícil conciliar su condición de cristianas
y su posición social. La vida exterior de una dama cristiana
noble no debía diferir necesariamente en mucho de una pagana
honesta de su misma condición. Tampoco era para ellas tan
difícil abstenerse de cultos idolátricos y de espectáculos
indecentes. Algunas, sin embargo, presionadas por las
circunstancias, hacían concesiones injustificables, llevando una
vida medio cristiana y medio pagana.

Una antiguo epitafio describe así a una de estas damas: «Fue


mi hija fiel entre los fieles, y pagana entre los paganos (Filia
mea inter fideles fidelis fuit, inter paganos pagana fuit)» («Bull.
di Arch. crist.» 1877, 118-124).

En todo caso, bajo el imperio pagano, la profesión cristiana


fue mucho más fácil entre los nobles para las mujeres que para
los varones. Y por eso aquéllas, en los primeros siglos, fueron
en la Iglesia bastante más numerosas que éstos.

Por eso entonces fue relativamente frecuente que en un


matrimonio la esposa fuera cristiana y el marido no. Lo que
daba lugar en ocasiones a situaciones sumamente difíciles. En
las Acta SS. Agapes, Chioniæ, Irenes, una mujer de Macedonia
confiesa al juez: «Considerábamos a nuestros maridos como
nuestros peores enemigos, y siempre vivíamos en el temor a
que nos denunciasen». En la última persecución, por ejemplo,
sucedió en Antioquía que el marido pagano de la rica y noble
Damnina condujo a los soldados que la perseguían en su fuga
(Eusebio, De martyr. Palest. VIII,12; S. Juan Crisóstomo, Hom.
51).

Así las cosas, el problema de los matrimonios mixtos era


gravísimo en la Iglesia perseguida. Tertuliano los desaconseja
vivamente, Cipriano los prohibe, y medio siglo después el
Concilio de Elvira, can. 15) castiga con penas canónicas a los
fieles que entreguen sus hijas para que se casen con idólatras.

El mismo Concilio alude a la excusa más frecuente: copiam


puellarum, que las muchachas eran muchas, es decir, que no
había suficiente número de varones cristianos para ser sus
maridos. Lo que nos indica de nuevo que por aquellos años eran
más en la Iglesia las mujeres que los varones.

En el siglo III, algunas cristianas nobles, pertenecientes al


género de las clarissimae, que querían casarse, pero que no
hallaban cristianos de su linaje para ello, se veían forzadas o
bien a permanecer solteras, o bien a casarse con un cristiano sin
nobleza, lo que traía consigo la pérdida de su antigua dignidad
cívica. Pues bien, en el siglo III algunas, para evitar tan grave
inconveniente, acudieron al recurso del matrimonio secreto con
personas cuyo matrimonio no reconocía el derecho civil.
Conservaban así su condición de nobleza, puesto que ante la ley
seguían siendo célibes. El derecho especial de la nobleza no
consideraba válido el matrimonio de una mujer clarísima con un
esclavo o un liberto.

Quedaba por saber si tal solución era lícita ante la Iglesia. El


Papa Calixto, que de joven había sido esclavo, respondió a esta
cuestión afirmativamente (Philosophumena IX,11). Esta decisión
pontificia, a un tiempo misericordiosa y atrevida, le fue
reprochada por algún contemporáneo que, quizá no sin
fundamento, afirmaba que tales matrimonios solían resultar
mal.

De todos modos, hay que recordar que muchas mujeres


cristianas de la aristocracia romana afirmaron más directamente
su fidelidad a la Iglesia. Y de hecho, entre la nobleza, fueron
entonces más las mujeres mártires que los hombres. Por el
contrario, si consideramos el número global de todos los
mártires cristianos de aquellos siglos, hubo más mártires
varones que mujeres. Y se comprende, al vivir éstas más
ocultas a la sombra del hogar doméstico.

Las mujeres ante el martirio

Las mujeres cristianas hubieron de sufrir antes del martirio


pruebas muy especialmente crueles. Cualquiera que fuese su
condición social, tenían escasa protección jurídica ante los
jueces. Los romanos, a pesar de su civilización refinada y
sumamente culta, ignoraban por completo una delicadeza que
hoy nos parece elemental. ¿Quizá la costumbre de tratar con
esclavos les había privado de todo respeto hacia los débiles?
¿Eran los espectáculos sangrientos los que habían hecho
insensibles sus corazones a todo sentimiento de compasión? ¿O
era, simplemente, la inmoralidad pagana la que de tal modo les
había endurecido, haciendo de ellos, como dice San Pablo,
hombres despiadados, sine affectione (Rm 1,31).

Corresponde ciertamente al cristianismo el honor de haber


sembrado en la humanidad esa flor de compasión y de pudor,
que perfuma las civilizaciones nacidas del Evangelio. Y se
comprende bien que las sociedades que se alejan de la fe
marchiten esa flor. La dureza antigua vuelve a surgir en las
costumbres privadas y públicas de aquellos pueblos que ya no
quieren seguir siendo cristianos.

Entre los paganos de Roma la dureza antigua resalta de


modo patente en la falta de compasión e indulgencia con que se
trataba el puer, al niño, y de la que ciertamente no era menos
digna la puella, la niña. El derecho romano consideraba que la
niña a los doce años alcanzaba ya la edad núbil, y los jueces y
verdugos se creían en el deber de tratar a estas niñas o
adolescentes como si fueran jóvenes o adultas. A ningún
magistrado se le ocurre absolver «por falta de discernimiento» a
una niña de doce años que ha insultado a los dioses y que se
presenta como cristiana. Con ellas se mostraban inexorables.
Doce años tiene Inés, la célebre mártir de Roma, cuando
huyendo la vigilancia de sus padres, corre a profesar ante los
jueces su fe cristiana. Doce años tiene la española Eulalia,
cuando hizo lo mismo en Mérida. Es también mártir Segunda, en
Tuburbo, niña de doce años, por querer unirse a dos campesinas
de catorce años que habían sido detenidas. En el epitafio de
estas niñas africanas la devoción popular escribió: «Tres
mártires: Máxima, Donatila y Segunda, la buena niña (bona
puella)».

Un juez romano se atreve a condenar a una niña de doce


años -¡y a tantas otras!- a morir decapitada. Conductas
despiadadas semejantes las vemos con los niños, como Póntico
y Pancracio. En algún caso, como en el de Dióscoro, de quince
años, el juez le absuelve: «Quiero dejar a este joven tiempo de
arrepentirse» (Eusebio, Hist. eccl. V,41,19).

Pero esta prisa de los magistrados en condenar niñas ha de


ser considerada como un gesto de piedad si pensamos en otras
pruebas a las que con frecuencia eran sometidas. Las Pasiones
que nos narran el martirio de las niñas o jóvenes mártires
refieren cómo eran obligadas con frecuencia a elegir entre
abjurar la fe o ser enviadas con prostitutas. Esta tortura moral
indecible se convertía en medio procesal que, para vergüenza de
la civilización pagana, reemplazaba a las bestias o a la hoguera.

Tertuliano refiere el caso de una cristiana que en lugar de ser


expuesta a los leones, fue llevada al lenocinio: «ad lenonem
potius quam ad leonem» (Apolog. 56). Y dice también: «El
mismo siglo rinde testimonio a esa virtud [de la castidad], que
tanto estimamos nosotros, cuando trata de castigar a nuestras
mujeres manchándolas, más bien que atormentándolas, para
arrancarles aquello que prefieren a la misma vida» (De pudicitia
I,2).

Y Eusebio, de modo semejante, en el siglo IV, afirma que en


el Oriente de su tiempo la virtud de las cristianas se había
convertido en juguete de sus perseguidores; que varias habían
sido condenadas a la prostitución, y que algunas se libraron de
ella por el suicidio (Hist. eccl. VIII,12,14). El mismo hecho viene
atestiguado por San Juan Crisóstomo (Hom. 40,51), San
Ambrosio (De virginitate IV,7; Epist. 37) y San Agustín (De
civitate Dei I,26).

En este espectáculo amargo y miserable del mundo luce en


toda la gallardía de su esplendor la virtud de las mártires
cristianas. La misma amenaza impura de sus perseguidores es
ya su primer homenaje, pues ellos no ignoran que las cristianas
dignas prefieren la virtud a todas las cosas, y esperan que a ella
sacrificarán su misma religión. Pero ellas, con heroica firmeza,
vencen la lógica perversa de sus jueces:

«Sea todo lo que Dios quiera», responde la esclava Sabina al


neócoro Polemón (Passio S. Afræ 2). «Pienso -dice Teodora al
prefecto de Egipto- que tú no ignoras que Dios ve nuestros
corazones y considera en nosotros una sola cosa: la firme
voluntad de permanecer castas. Si me obligas, pues, a sufrir un
ultraje, padeceré violencia. Estoy dispuesta a entregar mi
cuerpo, sobre el que tú tienes poder; pero sólo Dios tiene poder
sobre mi alma» (Passio S. Pionii 7).

A veces las mártires, para escapar al ultraje de su pudor,


provocan furiosamente al juez para conseguir la pena de
muerte. Así lo hace, a principios del siglo III, la esclava
Potamiana, cuya historia refiere Eusebio. El prefecto de Egipto,
después de haberla hecho torturar, la amenaza con un destino
ignominioso. Entonces ella se recoge un instante, y enseguida
profiere tal serie de blasfemias contra los dioses que el
magistrado, encolerizado, la condena a ser sumergida en una
caldera de pez hirviente (Hist. eccl. VI,5).

En Gaza, cien años después, una cristiana es condenada a


suerte infame por el prefecto Firmiliano, uno de los agentes más
odiosos de Maximino Daia. Pero mientras está leyendo la
sentencia, la mártir le interrumpe gritando que es un crimen
que un tirano dé poder de juzgar a un magistrado tan indigno.
El juez, ciego de ira, la hace azotar y desgarrar con garfios de
hierro, y finalmente manda que sea quemada viva, acompañada
de otra cristiana que había protestado con vehemencia
(Eusebio, De martyr. Palest. 8).
Antes de dejar atrás este tema tan doloroso, podemos
preguntarnos: ¿en verdad hubo edictos imperiales que
mandasen ejecutar a los jueces tales indignidades? No parece
verosímil, al menos en los tres primeros siglos; pero el poder
discrecional de los magistrados, tanto en los procedimientos,
como en las penas era muy grande. Hay, sin embargo, datos,
como en la Passio de Dídimo y Teodora, que hacen creer que los
edictos de Diocleciano y de sus colegas condenaron a vírgenes
cristianas a la pena afrentosa.

Cabe también preguntarse si una condenación tan


abominable era realmente ejecutada. Varias Pasiones nos
presentan a las mártires preservadas o por el respeto que ellas
mismas infundían o por intervenciones milagrosas. Pero hay
textos históricos que hacen saber que no siempre sucedió así.

La obrita, por ejemplo, De vera virginitate, del s. IV,


falsamente atribuida a S. Basilio (PG 30,670) muestra que las
que padecieron violencia no por eso dejaron de ser amadas por
Aquel a quienes por amor pertenecían.

La tentación de los familiares

No hemos hablado todavía de una de las pruebas morales


más duras que habían de sufrir los mártires, fueran hombres o
mujeres, nobles o plebeyos, ricos o pobres. Es difícil describir
los sufrimientos de aquellos que se veían en la alternativa de
guardarse fieles a Cristo o de ceder a los reclamos de la propia
familia, llenos de amor y de angustia.

Poco después del año 200, Perpetua, la célebre mártir de


Cartago, escribe de su propia mano la primera parte de su
Pasión, relatando las pruebas terribles que por parte de su
padre hubo de pasar antes de morir.

Apenas detenida, es visitada por su padre: «Se esforzaba por


apartarme de mi designio por el amor que me profesaba. -
"Padre, le dije, ¿ves este vaso que hay en el suelo?" -"Sí, lo
veo". -"¿Podrías tu darle otro nombre que el de vaso?" -"No, no
podría". -"Pues de igual modo yo tampoco puedo llamarme otra
cosa que cristiana". Mi padre, irritado por mis palabras, se
arrojó sobre mí para arrancarme los ojos; pero sólo me hizo
algún daño y se fue».

Ella y sus compañeras fueron encerradas en la prisión de


Cartago, donde podían ser visitadas a veces por sus padres.
«Yo, sigue escribiendo Perpetua, daba entonces el pecho a mi
niño, medio muerto de hambre, e inquieta hablaba de él a mi
madre, consolaba a mi hermano y a todos recomendaba a mi
hijo. Estas preocupaciones me duraron algunos días, y al fin
conseguí que se me dejase tener conmigo a mi hijo en la cárcel.
Al punto recobré fuerzas, cesó la inquietud que él me
ocasionaba, y la prisión se me convirtió en lugar de delicias, que
yo prefería a cualquier otro».

Pasaron así algunos días, y «se divulgó el rumor de que


íbamos a ser interrogados. Mi padre llegó de la ciudad,
abrumado de dolor, y subió a donde yo estaba, esperando
persuadirme. "Hija mía, ten compasión de mis cabellos blancos,
ten compasión de tu padre, si es que aún soy digno de este
nombre. Acuérdate de que mis manos te alimentaron, de que
gracias a mis cuidados has llegado a la flor de la juventud, de
que te he preferido a todos tus hermanos, y no me hagas blanco
de las burlas de los hombres. Piensa en tus hermanos, en tu
madre, en tu tía; piensa en tu hijo, que sin ti no podrá vivir.
Desiste de tu determinación, que nos perdería a todos. Ninguno
de nosotros se atreverá a levantar la voz si tú eres condenada al
suplicio".

«Así hablaba mi padre, llevado de su afecto hacia mí. Se


arrojaba a mis pies, derramaba lágrimas y me llamaba no ya
"hija mía", sino "señora mía". Y yo me compadecía de los
cabellos blancos de mi padre, el único de mi familia que no
había de alegrarse de mis dolores. Yo le tranquilicé diciéndole:
"En el camino del tribunal pasará lo que Dios quiera, porque no
nos pertenecemos a nosotros mismos, sino a Dios". Él se alejó
de mí tristísimo».

Llega el día del interrogatorio. «Cuando me llegó el turno de


ser interrogada, apareció de pronto mi padre con mi hijo en los
brazos. Me llamó aparte y me dijo con voz suplicante: "Ten
compasión de tu hijo". Y el procurador Hilariano, que había
recibido el derecho de espada en lugar del difunto procónsul
Minucio Timiniano, me dijo: "Compadécete de los cabellos
blancos de tu padre y de la infancia de tu hijo. Sacrifica por la
salud de los emperadores". Yo le respondí: "No sacrifico".
Hilariano preguntó: "¿Eres cristiana?". Respondí: "Sí, soy
cristiana". Y como mi padre siguiera allí para hacerme caer,
Hilariano mandó que lo echasen, y le golpearon con una vara.
Sentí el golpe como si yo misma lo hubiera recibido: ¡tanta pena
me daba la infeliz ancianidad de mi padre! Entonces el juez
pronunció la sentencia que nos condenaba a todos a las fieras, y
volvimos alegres a la cárcel.

«Como mi hijo estaba acostumbrado a que yo le diese el


pecho y a estar conmigo en la cárcel, inmediatamente envié al
diácono Pomponio a pedírselo a mi padre. Pero mi padre no
quiso dárselo. Tuvo Dios a bien que el niño no volviese a pedir
el pecho y que yo no fuera molestada por mi leche, de suerte
que me quedé sin inquietud y sin dolor».

Aún Perpetua ha de verse probada de nuevo por los suyos.


«Como se acercaba el día del espectáculo, vino a verme mi
padre, consumido de angustia. Se mesaba la barba, se arrojó al
suelo y hundía la frente en el polvo, maldiciendo la edad a que
había llegado y diciendo palabras capaces de conmover a
cualquier persona. Yo estaba tristísima, pensando en tan
desventurada ancianidad».

«Tales son mis sucesos hasta el día antes del combate. Lo


que en el mismo combate suceda, si alguno quiere, que lo
escriba». En efecto, lo escribió Sáturo, y por él sabemos que
una de las últimas palabras de Perpetua fue para su familia.
Estando ya en pie, en el anfiteatro, esperando a la muerte,
llama a su hermano, y cuando éste llega acompañado de otro
cristiano, les dice: «Permaneced firmes en la fe, amaos los unos
a los otros, y no os escandalicéis de mis padecimientos».

Cuántos mártires, como Perpetua, tuvieron en sus familiares


su más atroz tormento. Y también, como dice San Agustín,
«cuántos fieles, a la hora de confesar a Cristo, flaquearon por
causa de los abrazos de sus parientes» (Sermo 284). Por el
contrario, otro ejemplo impresionante de fidelidad nos viene
dada a principios del siglo IV por el mártir San Ireneo, joven
obispo de Sirmio, que a principios del siglo IV sufre pasión bajo
Probo, gobernador de Panonia, en esta región evangelizada
hacía poco.

Comparece Ireneo ante Probo, que para hacerle abjurar le


somete a tortura. «Llegaron sus familiares, y al verlo en el
tormento, le suplicaban, y sus hijos, abrazándole los pies, le
decían: "¡Padre, compadécete de ti y de nosotros!" Su mujer le
conjura, llorando. Todos sus parientes lloraban y se dolían sobre
él, gemían los criados de la casa, gritaban los vecinos y se
lamentaban los amigos y, como formando un coro, le decían:
"Ten compasión de tu juventud".

«Pero él, manteniendo fija su alma en aquella sentencia del


Señor: "Si alguno me negare ante los hombres, yo también le
negaré delante de mi Padre que está en los cielos", los
dominaba a todos y no respondía a ninguno, pues tenía prisa en
que se cumpliese la esperanza de su vocación altísima.

«El prefecto Probo le dice: -"¿Qué dices a todo esto?


Reflexiona. Que las lágrimas de tantos dobleguen tu locura y,
mirando por tu juventud, sacrifica. Ireneo responde: -"Lo que
tengo que hacer para mirar por mi juventud es precisamente no
sacrificar". Queda, pues, en la cárcel, donde por muchos días es
sometido a diversas penas.

«Después de un tiempo, a media noche, sentado en su


tribunal el presidente Probo, hace traer al beatísimo mártir
Ireneo y le dice: -"Sacrifica por fin, Ireneo, y te ahorrarás penas
[...] Ahórrate la muerte. Que te basten ya los tormentos que
has sufrido». Todo es inútil ante la firmeza del mártir, y Probo
intenta hacer vibrar las fibras afectivas más íntimas del mártir:

«-"¿Tienes esposa?". -"No la tengo". -"¿Tienes hijos?" -"No


los tengo". -"¿Tienes parientes?" -"No". -"¿Quiénes eran,
entonces, todos aquellos que lloraban en la sesión anterior?".
Ireneo responde: -"Mi Señor Jesucristo ha dicho: El que ama a
su padre o a su madre o a su esposa o a sus hijos o a sus
hermanos o a sus parientes más que a mí, no es digno de mí". Y
elevando los ojos al cielo, y fija su mente en aquellas promesas,
todo lo despreció, confesando no tener pariente alguno sino a
Él.

«-"Sacrifica siquiera por amor a ellos". Responde Ireneo: -


"Mis hijos tienen el mismo Dios que yo, que puede salvarlos. Tú
haz lo que han mandado hacer"».

Con los ojos obstinadamente fijos en el cielo, citando


palabras de la Escritura, dando respuestas breves y concisas o
callando sin dar respuesta, para escapar así al mismo tiempo a
las trampas de su juez y a los dulces lazos familiares, se ve
claro que el mártir pretende guardarse de su propia flaqueza y,
como dice el cronista, también se nota que tiene prisa en que se
cumpla en él cuanto antes la esperanza de su vocación altísima.

Lección Séptima
Los procesos de los mártires

Evolución del derecho penal romano

Una cierta suavización humanitaria, respecto de la letra dura


y formalista del Derecho romano antiguo, parece darse en la
evolución de las leyes civiles desde el siglo I al III, quizá a causa
del estoicismo que inspiraba a muchos jurisconsultos y a
algunos emperadores. Pero, en extraña anomalía, las leyes
penales no siguieron en absoluto ese mismo camino. Y es que
estas leyes no venían configuradas por las tendencias filosóficas
o jurídicas, sino solamente por la política, que en aquella época
se manifiesta prepotentemente «imperial», es decir, inclinada al
despotismo y hostil a la libertad. Las disposiciones protectoras
del tiempo de la República se ven anuladas en el Imperio por la
arbitrariedad autoritaria.
Este movimiento retrógrado se acentúa en el siglo III,
cuando desaparece el jurado y las causas capitales quedan en
manos del prefecto.

La extensión del derecho de ciudadanía realizada en tiempos


de Caracalla fue engañosa, pues no hizo gozar a los
provincianos de los privilegios de los ciudadanos de Roma, sino
que asimiló a éstos a los provincianos, sujetando a unos y a
otros a la autoridad de los gobernadores, y suprimiendo el
derecho ciudadano del recurso al César, del que en el siglo I usó
San Pablo. En este mismo tiempo la tortura, reservada antes a
los esclavos, se extiende a los plebeyos libres. Suplicios, como
el del fuego, desconocidos antes, quedan inscritos en las leyes.
Hay, pues, en el Derecho penal un claro endurecimiento
regresivo.

Los cristianos, sin duda, fueron los más gravemente


perjudicados por este retroceso del derecho penal. Se reafirmó
contra ellos el delito de religión extranjera, antes caído en
desuso. Y contra ellos, incluso, se acentuaron arbitrariamente
las durezas, ya de suyo graves, del proceso criminal: el arresto,
la cárcel preventiva, los interrogatorios, las torturas, la
sentencia.

El arresto

La captura de los cristianos era realizada por dos clases de


agentes, los del municipio o los del poder central.

En Esmirna es el irenarca -juez de paz, prefecto de la policía


local- quien, acompañado de soldados, prende al obispo
Policarpo. Allí mismo, el mártir Pionio es detenido por el neócoro
Palemón, funcionario religioso y cívico. Los mártires de Lión, del
año 177, son capturados por los magistrados ayudados por
miembros de la cohorte urbana de la guarnición de las Galias.

Según los casos, como se ve, son las autoridades locales,


solas o ayudadas por el poder imperial, quienes detienen a los
cristianos. Pero otras veces la captura es realizada directamente
por agentes del poder central.
Un centurión detiene en Roma al cristiano Tolomeo. En
Egipto, San Dionisio de Alejandría es prendido por un
frumentario, soldado de policía, adscrito al servicio del
gobernador. San Cipriano, en Cartago, es prendido por dos
empleados del procónsul, un strator y un equistrator. Los
mártires de Numidia, según se consigna en las Actas de
Santiago y Mariano, son buscados por legionarios. En España,
San Fructuoso y sus diáconos son capturados por soldados que
estaban a las órdenes de un tribuno militar o de un prefecto.

Una vez detenidos, los cristianos eran a veces interrogados


en el acto, pero más frecuente era que primero fueran
encerrados en la cárcel y que de ella fueran sacados para los
interrogatorios y torturas que precedían a la sentencia.

La cárcel

¿Cómo era la prisión preventiva? Unas veces era suave, en


casos especiales, otras era durísima.

En efecto, a veces los arrestados quedaban en un régimen de


libertad vigilada, sujetos a custodia militaris o custodia libera o
también custodia delicata. Un soldado, un ciudadano o un
funcionario eran encargados de guardarlos bajo penas
severísimas (Digesto XIII, III,12,14).

Así fue custodiado San Pablo. «Cuando llegamos a Roma, se


permitió a Pablo quedar en libertad, bajo la guarda de un
soldado» (Hch 18,16). En los dos años que esperó el resultado
de su apelación al César, predicaba el Evangelio a unos y a
otros. La cadena que le sujetaba, y que el soldado asía cuando
salían, le recordaba su cautiverio. Perpetua escribe al principio:
«cuando estábamos aún con los perseguidores», es decir, in
libera custodia, fuera en la casa de ella o en la de su guardia. Y
añade más tarde: «días después fuimos llevados a la prisión»
(Passio S. Perpetuæ et Felicitatis 3). San Cipriano, antes de ser
llevado al interrogatorio, en custodia delicata, fue guardado una
noche con gran respeto en la casa de uno de sus capturadores,
en la que pudo reunir a sus más íntimos y despedirse de ellos
(Pontius, Vita S. Cipriani 15).
Sin embargo, lo más ordinario era que el acusado fuera
ingresado en la prisión, en régimen de custodia publica. Y
téngase en cuenta que en Roma no había pena de prisión. La
cárcel era siempre preventiva; era, como dice Ulpiano, ad
continendos homines, non ad puniendos (Digesto XLVIII,
XIX,8,9). En los dos primeros siglos, los cristianos normalmente
estaban muy poco tiempo en la cárcel. Pero en las últimas
persecuciones, donde la guerra a la Iglesia era mucho más
consciente e intencionada, para forzar a los cristianos a la
apostasía se procuraba extenuarlos entre cadenas meses y aún
años, de modo que la prisión venía a hacerse para ellos una
pena ilegal y una modalidad de tortura.

Escribe San Cipriano a unos valientes mártires que están en


la cárcel: «Una sola confesión hace un mártir; pero vosotros
confesáis a Cristo siempre que, invitados a salir de vuestra
cárcel, preferís a la libertad el calabozo con todos sus horrores,
el hambre y la sed que allí sufrís» (Epist. 16).

Desde el siglo III, la duración de la prisión está regida por


normas generales del emperador perseguidor o por
disposiciones particulares del magistrado.

Alejandro, obispo de Jerusalén, bajo Septimio Severo, estuvo


nueve años en la cárcel (Eusebio, Hist. eccl. VI,12). En tiempos
de Decio, Moisés, presbítero de Roma, estuvo once meses. En la
época de Diocleciano, era frecuente que la detención en la cárcel
durara hasta que se lograba la apostasía del preso o hasta que
se perdía la esperanza de conseguirla.

«Yo he visto en Bitinia -escribe Lactancio- un gobernador que


se mostraba tan feliz como si hubiese conquistado una nación
bárbara, porque un cristiano, después de dos años de valiente
resistencia, parecía que finalmente había cedido» (Div. Inst.
V,30).
La vida de los mártires en la prisión

Las cárceles de la época eran espantosas. El relato


autobiográfico de Santa Perpetua nos describe el horror de los
calabozos romanos:

«Cuando por fin me metieron en la cárcel sentí pavor, pues


jamás había experimentado unas tinieblas semejantes. ¡Qué día
aquel tan terrible! El calor era sofocante, por el amontonamiento
de tanta gente, y los soldados nos trataban brutalmente»
(Passio SS. Perpetuæ et Felicitatis 3).

También los hombres, como los mártires Lucio, Montano y


otros, dan testimonio de aquel horror:

«Bajamos al abismo mismo de los sufrimientos como si


subiéramos al cielo. Qué días pasamos allí, qué noches
soportamos, no hay palabras que lo puedan explicar. No hay
afirmación que no se quede corta en punto a tormentos de la
cárcel, y no es posible incurrir en exageración cuando se habla
de la atrocidad de aquel lugar. Mas donde la prueba es grande,
allí se muestra mayor todavía Aquel que la vence en nosotros, y
no cabe hablar de combate, sino por la protección del Señor, de
victoria» (Passio SS. Montani et Lucii 4).

Tres eran las más duras torturas de la cárcel: las cadenas, el


nervus y el hambre y la sed.

En muchas Actas se mencionan las cadenas que cargaban los


mártires (ferrum, vincula). Los mártires recién aludidos,
conducidos con sus cadenas ante el juez, cantan la gloria de
esos hierros con poético entusiasmo:

«¡Oh día alegre y gloria de nuestras cadenas! ¡Oh atadura


que nosotros habíamos deseado con toda nuestra alma! ¡Oh
hierro más honroso y más precioso que el oro de mayor calidad!
¡Oh estridencia aquella del hierro, rechinando al ser arrastrado
sobre otros hierros!... Pero todavía no había llegado la hora de
nuestro martirio, y volvimos victoriosos a la cárcel. Vencido,
pues, el diablo en esta batalla, discurrió nuevas astucias,
tratando de tentarnos por el hambre y la sed, y a fe que esta
batalla suya la supo conducir fortísimamente durante muchos
días» (ib. 6).

El hambre y la sed. La crueldad de los carceleros les llevaba


a negar a los prisioneros cristianos un poco de agua (ib.). Varios
de los mártires de Lión murieron en la cárcel por hambre y sed,
y algunos asfixiados por falta de aire (Eusebio, Hist. eccl.
V,1,27). En Cartago, durante la persecución de Decio, trece
mártires murieron de sed. Uno de los sobrevivientes escribe:

«Pronto los seguiremos los demás, porque desde hace ocho


días se nos ha vuelto al calabozo. Antes, cada cinco días se nos
daba un poco de pan y cuanta agua queríamos» (ib. VIII,8).

Otra tortura, el nervus, un cepo de madera, con agujeros, en


los cuales los presos, acostados de espaldas, tenían que meter
los pies. En la prisión de Filipo pasaron por esta tortura San
Pablo y Silas (Hech 16,24-25).

Ante la resistencia de los mártires de Scillium, el procónsul


ordena: «Que se les lleve de nuevo a la prisión y que hasta
mañana se les ponga en el madero (in ligno)» (Acta mart.
Scillit. 2). Ni las mujeres se libraban del cepo. Santa Perpetua
refiere «un día que estábamos en el nervus» (8). El dolor era
terrible cuando las piernas del preso, estiradas por medio de
nervios de buey -de ahí el nombre-, eran metidas en agujeros
muy distantes entre sí. Orígenes, teniendo ya sesenta y ocho
años de edad, permaneció largo tiempo en su calabozo con las
piernas separadas hasta el cuarto agujero (Eusebio, Hist. eccl.
VI,39). Hasta el quinto agujero fueron puestos los mártires de
Lión, en 177, y el mártir Romano, en 303. Era la distancia
máxima, pues pasando de ella sobrevenía la muerte por
desgarramiento del vientre.

Dentro de la prisión romana hay un calabozo, una prisión


inferior, la cárcel baja -interior pars carceris, inferior carcer,
imus carcer-. El poeta Prudencio, antiguo gobernador, habla de
lo que conoce cuando escribe:
«En el piso inferior de la prisión hay un lugar más negro que
las mismas tinieblas, cerrado y estrangulado por las estrechas
piedras de una bóveda rebajada. Aquí se esconde una eterna
noche, jamás visitada por el astro del día. Aquí la horrible
prisión tiene su infierno» (Peri Stephanon V,241-257). A esta
especie de cueva subterránea de la cárcel romana se le daba el
nombre siniestro de la fuerza, pues los cautivos eran arrojados
o descolgados en ella, a veces encerrados en jaulas con sólidos
barrotes de encina (robur).

Los cristianos fueron encerrados con frecuencia en estos


calabozos, cuando la crueldad del juez o del carcelero quería
infligirles sufrimientos aún mayores que los de la cárcel
ordinaria.

Allí fueron metidos los mártires de Lión. También sufrió en


Esmirna el horror de ese lugar el mártir Pionio. En Cesarea,
pasó Orígenes varios meses encerrado en tales «profundidades»
(Eusebio, Hist. eccl. V,39). Andrónico estuvo preso «en lo más
profundo de la prisión -in imo carceris- para que nadie le viese»
(Acta SS. Tarachi, probi et Andronici 8). En la cárcel de
Valencia, también Vicente fue encarcelado en la fuerza y se le
puso en el nervus (Passio S. Vicentii 8).

Todos estos horrores de las cárceles romanas no


desaparecen hasta que llegan los emperadores cristianos.
Constantino, en un edicto del año 320 dispone que se instruyan
los procesos sin demoras, para abreviar la prisión preventiva;
prohibe que los acusados lleven cadenas apretadas o esposas,
que haya calabozos oscuros y mal ventilados, y manda que se
dé a los presos alimentos, agua y buen trato. En el año 340
prosigue Constancio en este empeño de humanizar las cárceles,
prohibiendo la prisión conjunta de hombres y mujeres. Otros
ordenamientos jurídicos del 380 y del 409 completan las
reformas indicadas.

En las Actas de los mártires se refieren muchas gracias


extraordinarias por las que Dios confortaba a los valientes
confesores de la fe. En no pocos casos una luz sobrenatural
ilumina las tinieblas de la prisión, y los que están privados de
todo auxilio de familiares y amigos reciben visitas celestiales.

Los más de los confesores, en todo caso, no eran


incomunicados en aquellas terribles cárceles inferiores, sino en
la prisión pública, en la que era relativamente fácil recibir visitas
del mundo exterior, sobre todo si se daban propinas a los
carceleros. De este modo visitar a los presos es en aquella
época una de las principales obras de misericordia; llevarles
compañía, confortación, alimentos, medicinas, vestidos.

Así lo vemos en el encarcelamiento de Santa Perpetua y sus


compañeros, o en la prisión del obispo Cipriano, que ha de
avisar a sus fieles que tengan prudencia y que no le visiten en
grandes grupos (Epist. 3,4).

Los confesores encarcelados no recibían solamente el auxilio


de particulares, sino que la misma Iglesia les asistía con sus
bienes. A este respecto escribe Tertuliano, haciendo referencia a
los consules designati de entonces:

«Dichosos vosotros, mártires designados, pues la Iglesia,


nuestra madre y señora, os alimenta con la leche de su caridad,
mientras que el afecto de vuestros hermanos os lleva a la cárcel
ayudas para sostener la vida de vuestros cuerpos» (Ad Martyres
1). «Fue costumbre de nuestros predecesores -escribe San
Cipriano, obispo de Cartago- enviar diáconos a las cárceles, para
aliviar las necesidades de los mártires y leerles las Sagradas
Escrituras» (Epist.15). Presbíteros y diáconos asisten
periódicamente a los fieles cautivos, para celebrar con ellos los
sagrados misterios y alimentarles con el pan celestial (Id., Epist.
4). El sacerdote Luciano envía al subdiácono Hereniano y al
catequista Genero para que lleven a los confesores presos la
eucaristía, «el alimento que nunca se acaba (alimentum
indeficientem)» (Passio SS. Montani et Lucii 4,8,9).

Los mártires cristianos, por otra parte, no solamente reciben


ayudas caritativas, sino que, a pesar de sus cadenas, también
hacen lo posible para ayudarse unos a otros. Los cristianos de
Lión detenidos en tiempo de Marco Aurelio practican entre sí la
corrección fraterna para evitar, por ejemplo, ciertos excesos
penitenciales de algunos de ellos (Eusebio, Hist. eccl. V,3). Los
confesores se juntan con frecuencia para orar por los fieles
renegados, encerrados a veces con ellos mismos, para
conseguirles la gracia del arrepentimiento y la asistencia divina
que les permita confesar a Cristo cuando de nuevo hayan de
comparecer ante el juez (ib. V,1,45).

Más aún, los confesores cautivos siguen con solicitud las


vicisitudes de la Iglesia, se inquietan por el montanismo
creciente, escriben cartas en favor de la fe verdadera (ib. V,3).
Otros, como Perpetua, como Luciano y otros, escriben el diario
de la cautividad suya y la de sus compañeros, para edificar así a
la Iglesia y glorificar al Señor que les fortalece con su gracia.
Predican la fe a los paganos compañeros de prisión e incluso a
los carceleros, obteniendo no pocas conversiones. Ya Pablo y
Silas, en la prisión de Filipo, llegan a bautizar a su guardián y a
toda su familia (Hch 16,33).

Junto a estos ejemplos impresionantes de fidelidad y caridad,


también las Actas de los mártires refieren a veces casos
lamentables.

Se dieron casos de miserables que, fingiéndose cristianos, se


hacían encerrar para aprovecharse de la caridad de la Iglesia
(Luciano, De morte Peregrini 12,13). A algunos fieles vacilantes
en su confesión, martyres incerti, según refiere Tertuliano, en
alguna ocasión se les dió a beber ciertos brebajes que les
produjeran una embriaguez confortadora (De jejunio 12). No
faltaron mártires que, en el orgullo de su heroico testimonio, se
consideraron superiores al clero y osaron reconciliar apóstatas al
margen de los pastores sagrados, dándoles cartas de
absolución. San Cipriano hubo de prohibir este abuso (Epist.
5,6,9,10,11,14, 16,19,22,25,31,40).

Estas sombras apenas logran oscurecer la luminosidad


resplandeciente del testimonio de los verdaderos prisioneros de
Cristo. A éstos les escribe Tertuliano: «habitáis una morada
tenebrosa, pero vosotros mismos sois una luz. Aunque estáis
encadenados, sois libres para Dios. Respirando un aire infecto,
sois perfume delicioso. Esperáis la sentencia de un juez, pero
vosotros mismos juzgaréis a los jueces de la tierra» (Ad
Martyres 2).

La instrucción del proceso

Más o menos pronto llegaba a los mártires encarcelados la


hora de ser juzgados por los jueces de la tierra, o como más
bien decía el apologista, el momento en que los mártires habían
de juzgar a los jueces. Pero antes de comparecer ante el
magistrado del emperador, solían ser interrogados en primera
instancia por los magistrados municipales, autores muchas
veces de la detención. Éstos no tenían derecho a dictar
sentencia, pero sí podían someter a tortura. Terminada esta
información, comunicaban al gobernador de la provincia una
relación escrita, elogium, que sería base para la instrucción
definitiva del proceso judicial.

Los mártires de Lión son interrogados así en primera


instancia por los decenviros. Pionio es interrogado por el
neócoro Polemón. Los magistrados de Cirta hacen esta primera
instrucción con Mariano y Santiago, que luego son enviados con
el elogium al legado imperial de Lambesa. En Antioquía de
Pisidia el magistrado municipal interroga a dos confesores,
Trófimo muere en la tortura y Sabacio es enviado al prefecto.

Un ejemplo muy detallado de este procedimiento lo hallamos


en las Actas de San Néstor, obispo de Magidos, en Panfilia (Acta
SS, febrero, t.III, p.628). Publicada la orden persecutoria de
Decio, aconsejo a sus fieles que huyesen, pero él permaneció
en su lugar. Finalmente es citado con todo respeto al ágora por
el irenarca y su Consejo. Acude Néstor, todos se levantan, le
saludan amigablemente y le hacen sentar en un sillón de honor.
El irenarca, con la cortesía propia de los asiáticos y después de
circunloquios, va llevando la conversación hacia su centro, la
orden del emperador de apostatar y sacrificar.

-«Yo acato, responde Néstor, las órdenes del Rey de los


cielos y a ellas me someto». El irenarca, olvidando entonces la
cortesía y recuperando su fanatismo pagano, se encoleriza: -
«Tú estás poseído del demonio. Responde Néstor: -Es cosa muy
cierta, y reconocida tantas veces por los exorcistas, que sois
vosotros los que adoráis a los demonios. -Yo te haré confesar
entre tormentos y ante el gobernador que son dioses y no
demonios. -¿A qué conduce amenazarme con tormentos? Yo
solo temo los castigos de Dios, pero no los tuyos ni los de tu
juez. En los tormentos seguiré confesando siempre a Cristo, hijo
de Dios vivo».

El irenarca y el obispo cautivo viajan a Pergo, ante el legado


imperial. Se da lectura allí al elogium, un acta de acusación
cuidadosamente redactada por el irenarca en nombre del
Consejo de Magydos. Dice así: «Eupator, Sócrates y todo el
consejo, al excelentísimo presidente, salud. Cuando tu grandeza
recibió las divinas cartas de nuestro emperador y señor, por las
que ordenaba que todos los cristianos sacrificasen y que se les
hiciese abjurar de sus ideas, tu humanidad quiso ejecutar estas
órdenes sin violencia, sin dureza, con mansedumbre. Pero de
nada ha servido esta suavidad. Estos hombres se obstinan en
despreciar el edicto imperial. Invitado Néstor por nosotros y por
todo el Consejo, no solo no ha aceptado rendirse a nuestro
juicio, sino que cuantos están bajo su dirección, siguiendo su
ejemplo, han rehusado igualmente. Cumpliendo las órdenes del
muy victorioso emperador, hemos insistido para que viniese al
templo de Júpiter; pero él ha respondido llenando de ultrajes a
los dioses inmortales. Ni siquiera ha perdonado en esto al
emperador, y a ti mismo te ha tratado con desconsideración.
Por eso el Consejo ha creído oportuno traerlo ante tu
grandeza».

Los rescriptos imperiales prohibían al gobernador juzgar


apoyado solamente en la lectura de este informe previo; tenía
que iniciar la instrucción desde el principio e interrogar
personalmente al acusado. Muchas Passiones de autenticidad
indudable transcriben interrogatorios precisos tomados de las
actas judiciales.
El interrogatorio

Los interrogatorios se celebraban a veces en la misma


secretaría -secretarium- del magistrado, dejando las puertas
abiertas (Acta S. Cipriani 1). Pero generalmente se interrogaba
a los mártires en presencia del pueblo, en un lugar público, que
podía ser la sala de audiencias del pretorio o, si era preciso, en
lugares como el circo, el estadio, los baños, capaces de recibir
un gran número de espectadores.

El juez, para mejor hacerse oir, empleaba un heraldo -


praeco- que transmitía las preguntas del juez y repetía las
respuestas del acusado. No era raro que, después de un primer
interrogatorio, el mártir fuera encerrado de nuevo en prisión,
hasta una próxima sesión; y que esta alternancia se repitiera
muchas veces. Se daban casos incluso en que los confesores,
siguiendo al gobernador, que se hallaba en viaje, habían de
prestar su testimonio en diversos lugares.

El marco exterior de la audiencia podía, por supuesto, variar


mucho. En todo caso, puede darnos una idea general la
descripción que hace Asterio, obispo de Amasea, escritor del
siglo IV, partiendo de unas pinturas que conoció del martirio de
Santa Eufemia, en Calcedonia:

«El juez está sentido sobre una silla elevada; su rostro es


amenazador; mira a la virgen con ojos ceñudos. Cerca de él
están sus asesores, satélites y muchos soldados, y los
escribanos, con sus tablas y estilos. Uno está representado con
la mano levantada por encima de su tablilla, y contemplando
con gran atención a la virgen, que está de pie delante del juez;
su mirada está fija sobre ella, como si la mandase hablar más
alto, temeroso de no poder transcribir exactamente sus
respuestas. Ella aparece vestida con un hábito oscuro y lleva el
manto de los filósofos; la gracia de su rostro revela la grandeza
de su alma. Varios soldados la conducen ante el presidente: uno
parece que la arrastra y otro como que la empuja. La virgen
muestra en todo su continente modestia y constancia. Baja los
ojos como si temiese encontrar las miradas de los hombres;
pero se mantiene recta, sin señal alguna de terror» (Enarratio in
martyrium præclarissimæ martyris Euphemiæ 3).

Según la decisión arbitraria del juez, el interrogatorio se hace


o no con tortura. Este medio repugnante se emplea raras veces
antes del final del siglo II con cristianos de condición libre. No se
habla de tortura en los martirios de Policarpo, Justino, Apolonio,
mártires de Scillium, etc. Como ejemplo de un interrogatorio sin
tortura, podemos fijarnos en algunos extractos del Acta de
comparecencia en el año 180 de seis cristianos de Scillium:
Speratus, Nartallus, Cittinus, Donata, Secunda y Vestia, ante
Saturnino, procónsul de Africa:

«Procónsul: -Podéis alcanzar gracia del emperador si sois


prudentes y sacrificáis a los dioses omnipotentes.

Speratus: -Nosotros no hemos hecho ni dicho cosa mala, sino


que damos gracias por el mal que se nos hace, y respetamos,
adoramos y tememos a Nuestro Señor, a quien diariamente
ofrecemos un sacrificio de alabanza.

Procónsul: -También nosotros somos religiosos y nuestra


religión es sencilla. Juramos por la felicidad de nuestro señor el
emperador y rogamos por su salud. Otro tanto debéis hacer
vosotros.

Speratus: -Si me quieres oír tranquilamente, yo te explicaré


el misterio de la verdadera sencillez.

Procónsul: -No escucharé las injurias que piensas dirigir a


nuestra religión. Jurad por el genio del emperador.

Speratus: -Yo no reconozco la realeza del siglo presente;


alabo y adoro a mi Dios, a quien nadie ha visto, a quien no
pueden ver ojos mortales, pero cuya verdadera luz se
manifiesta al corazón creyente. No he cometido robos. Si hago
algún tráfico, pago el impuesto, porque reconozco a nuestro
Señor, Rey de los reyes y Señor de todas las naciones.

Procónsul: -Renuncia a esa vana creencia.


Speratus: -No hay creencia más peligrosa que la que permite
el homicidio y el falso testimonio.

Procónsul, dirigiéndose a los otros acusados: -Dejad de ser o


de parecer cómplices de esa locura.

Cittinus: -Nosotros no tenemos ni tememos más que a un


solo Señor, al que está en los cielos. Él es a quien procuramos
honrar con todo nuestro corazón y con toda nuestra alma.

Donata: -Nosotros damos al César el honor debido al César;


pero sólo a Dios tememos.

Procónsul, a una acusada: -Y tú, Vestia, ¿qué dices?

Vestia: -Yo soy cristiana y no quiero ser otra cosa.

Procónsul, a otra: -¿Qué dices tú, Secunda?

Secunda: -Soy cristiana y quiero seguir siéndolo.

Procónsul, a Speratus: -¿Tú sigues también siendo cristiano?

Speratos, con todos los acusados: -Yo soy cristiano.

Procónsul: -¿Necesitáis quizá un plazo para deliberar?

Speratus: -El asunto es tan evidente que ya todo está


examinado y decidido.

Procónsul: -¿Qué libros guardáis en vuestros armarios?

Speratus: -Nuestros Evangelios y también las Epístolas de


Pablo, apóstol, hombre justo.

Procónsul: -Aceptad un plazo de treinta días para deliberar.

Speratus: -Yo soy cristiano, y adoraré siempre al Señor mi


Dios, que ha hecho el cielo, la tierra, el mar y todo lo que
contienen.
Todos repitieron las mismas palabras.

Entonces el procónsul tomó sus tablillas y leyó esta


sentencia:

Considerando que Speratus, Natallus, Cittinus, Donata,


Vestia y Secunda han declarado que viven a la manera de los
cristianos, y que, no obstante haberles ofrecido un plazo de
treinta días para volver a la manera de vivir de los romanos,
han persistido en su obstinación, los condenamos a morir por la
espada».

La tortura

En el ejemplo aducido, del año 180, se ve que todavía el


proceso judicial conserva algo de la gravedad romana. No se
observa en el magistrado odio o crueldad, ni tampoco una
obstinada decisión de doblegar la voluntad de los acusados.

Pero ya desde fines del siglo II vemos un juez menos


impasible, que emplea habitualmente la tortura en los procesos
contra los cristianos. Alguna vez recuerda la norma jurídica que
exime de la tortura a senadores, decuriones y aún soldados;
pero otras veces trata a todos como a gentes vulgares.

Los textos del siglo III y IV describen el uso habitual de


cuatro modos de tortura: la flagelación, la tensión del cuerpo
sobre un caballete, la laceración de los miembros con garfios y
la aplicación del hierro candente o de antorchas encendidas. Ya
en 197 Tertuliano protesta:

«Ponéis a los demás en tormento para hacerles confesar


cuando niegan, y solamente a los cristianos para hacerlos
negar... Yo confieso, y comenzáis la tortura. Se nos tortura
cuando confesamos» (Apolog. 2). El argumento es irrefutable.
Los magistrados no debieran someter a tortura a los cristianos
que confesaban claramente aquello de lo que se les acusaba. La
tortura en tales casos no solamente era inútil, era ciertamente
ilegal. Y este grave abuso, como tantos otros absurdos
antijurídicos, no suscitaban protesta alguna en la conciencia de
los romanos cuando el abuso era contra cristianos.

Bien claramente había establecido Antonino Pío: «será libre


de tortura quien confiese claramente» (Digesto XLVIII,
XVIII,16). Era justamente el caso de los cristianos. Pero
estamos ya en el régimen de las persecuciones sistemáticas,
cuando los magistrados buscan no tanto la condenación, sino la
abjuración de los acusados cristianos. Emplean entonces contra
ellos la tortura, para arrancarles por la fuerza brutal de los
padecimientos no una confesión que lleve al castigo, sino una
retracción que permita absolverlos. Ésta era la cruel compasión
-misericordia crudelior- que usaban con ellos, según expresión
de un escritor del siglo III (Passio SS. Montani et Lucii 20).

Puede a veces excusarse esta crueldad alegando que el


magistrado, con la tortura, buscaba absolver al acusado. Pero
cuántas veces las Actas muestran al juez humillado y
encolerizado al no conseguir doblegar la voluntad del confesor,
que unas veces calla o que se limita a exclamar: «¡Cristo,
ayúdame! ¡Señor, ven en mi ayuda! ¡Dame fuerzas para sufrir!»
(Acta SS. Saturnini et Dativi).

Estamos ante un duelo desigual, en el que la autoridad


pública, antes de verse humillada y vencida por la resistencia
del confesor, utiliza toda clase de tormentos para doblegar su
voluntad o para vengar su victoria.

Phileas, obispo de Themnis, que murió también mártir,


describe las torturas sufridas por los cristianos de Alejandría,
cuya cautividad él mismo compartió en el año 306:

«Los bienaventurados mártires que vivieron con nosotros


sufrieron por Cristo todos los padecimientos, todos los
tormentos que se pueden inventar; y algunos no una sola vez,
sino varias. Se les golpeaba con varas, con látigos, con correas,
con cuerdas. A algunos, atadas las manos a la espalda, se les
extendía sobre el caballete, mientras que con una máquina se
les estiraban las piernas. Después, por orden del juez, los
verdugos desgarraban con garfios de hierro no solo los
costados, como se hace con los homicidas, sino también el
vientre, las piernas y hasta el rostro. A otros se les suspendía de
un pórtico por una sola mano, de suerte que la tensión de las
articulaciones era el más cruel de todos los suplicios. Muchos
eran atados a columnas, unos frente a otros, sin que sus pies
tocasen la tierra, con el fin de que el peso de sus cuerpos
apretase cada vez más las ataduras. Y soportaban esta tortura
no solo mientras les hablaba y les interrogaba el juez, sino
durante casi toda una jornada. Cuando pasaba a preguntar a
otros, dejaba a gentes de su séquito para que observasen a los
primeros y viesen si el exceso de dolores doblegaba su
voluntad. Ordenaba apretar sin piedad las ataduras, y los que
morían eran arrastrados vergonzosamente. Porque decía que no
merecíamos miramiento alguno y que todos debían mirarnos y
tratarnos como si ya no fuésemos hombres» (Eusebio, Hist.
eccl. VIII,10,2-7).

Efectivamente, algunos cristianos morían en la tortura. Casos


semejantes son también atestiguados por San Cipriano (Epist.
8), y no causaban escándalo. Los juristas romanos hablan de
estos sucesos como de cosa frecuente y de poca importancia:
«plerique, dum torquentur, deficere solent» (Ulpiano, Digesto
XLVIII, XIX,8, párrf.3).

A estos horrores parece que las mujeres estaban más


expuestas que los varones. El pudor ultrajado les hacía más
cruel la tortura. Para atormentarlas por el látigo, el hierro o el
fuego, se comenzaba por desnudarlas.

Una murió de pronto cuando el juez mandó azotarla (Acta


SS. Claudii, Asterii et aliorum 4). La mártir Theonila, desnudada
ante el público y los verdugos, le dice al magistrado: «¿No te da
vergüenza tratar así a una mujer de libre nacimiento, a una
extranjera? Dios ve lo que haces. No soy yo sola, sino es
también tu madre y tu esposa a quienes avergüenzas en mi
persona» (ib.).

La niña española Eulalia muere también en la tortura,


mientras se aplicaba una antorcha encendida a su pecho,
costados, rostro y cabellos (Prudencio, Peri Stephanon III,145-
160). El horror antijurídico es aquí doble, pues aunque la ley no
prohibía torturar mujeres, un rescripto de Antonino Pío prohibía
torturar a las jovencitas de menos de catorce años (Digesto
XLVIII, XVIII,10). ¡Y Eulalia tenía doce!

La sentencia

En los relatos de las Passiones de los mártires, como se


habrá notado, no aparecen ni testigos, ni abogados.

Los testigos hubieran sido útiles en el proceso si a los


cristianos se les persiguiera por algún crimen de derecho
común. Pero eran superfluos cuando solamente eran
perseguidos por su religión: bastaba que abjurasen de ella para
su absolución, y era suficiente que perseveraran en su fe para
condenarlos. Por eso en los interrogatorios de las Actas de los
mártires se interroga solo a los confesores, y nunca a
eventuales testigos.

Más chocante es la ausencia de abogados. Nunca en las


crónicas se refieren alegatos favorables de algún jurista. Por eso
decía Tertuliano:

«Los otros pagan el servicio de los abogados para demostrar


su inocencia, y no está permitido condenar a acusados a
quienes no se haya defendido ni escuchado. Solamente a los
cristianos se les niega el derecho de justificarse» (Apolog. 2).

Por otra parte, la tarea de un abogado que compartiera la fe


de los acusados hubiera sido harto peligrosa para él.

«Un joven cristiano de familia ilustre, Vettius Epagathus, que


asiste al interrogatorio de los mártires de Lión, indignado ante
las torturas que se infligen a los acusados, se adelanta ante el
tribunal y dice: "Solicito que se me permita defender la causa de
mis hermanos. Yo demostraré claramente que no somos ni
ateos ni impíos". Se produjo entonces un gran rumor, pues
Vettius Epagathus era conocido de todos. Sin embargo, aunque
su petición era justa y legal, el legado no accedió a ella, sino
que le preguntó si era cristiano. "Sí", respondió Vettius con voz
fuerte. Y fue añadido al número de los mártires. "¡He aquí,
exclamó el juez burlonamente, el abogado de los cristianos!"
(Eusebio, Hist. eccl. V,1,10).

Normalmente, antes de la sentencia, el escribano leía las


actas del proceso con el interrogatorio. Después, el magistrado
leía la sentencia, previamente escrita en sus tablillas. Ésta solía
ser muy breve, pues eran superfluos los considerandos, ya que
el mismo cristiano había confesado el hecho sobre el que era
acusado.

El juez recordaba la negativa del cristiano a apostatar,


condenaba «su obstinación y su desobediencia a las leyes», y en
una parte final dispositiva indicaba la pena a la que era
condenado, por ejemplo, gladio animadverti placet; ad bestias
dari placet. Y en ocasiones un heraldo repetía la sentencia en
voz alta para que todos los espectadores la escuchasen.

La aceptación, más aún, la alegría de los mártires

¿Se dio algún caso en el que se apelara contra estas


sentencias? Jamás. Y este es otro dato muy notable en la
historia de los mártires cristianos. El edicto de Caracalla, ya
citado, había suprimido el recurso de apelación al César, es
decir, el derecho de los ciudadanos a recusar la competencia de
los gobernadores de provincia; pero no había suprimido la
facultad de apelar contra las sentencias que ellos dictasen. Esta
facultad siempre fue reconocida por el derecho (Digesto XLIX,
tit. I: de appellationibus et relationibus).

Toda persona condenada a pena capital no sólo podía apelar


contra la sentencia, sino que estaba prohibido que se le opusiera
dilación alguna. Aún en el camino del suplicio podía el
condenado apelar válidamente, y eso era bastante para que se
demorara la ejecución de la pena. Más aún, cualquier persona,
aunque no tuviese mandato especial para ello, podía apelar en
su lugar (Ulpiano, Digesto XLIX, I,6).

Sabemos, como ya dijimos, que, sometidos a juicio, hubo


cristianos apóstatas, a veces numerosos. Pero no conocemos,
sin embargo, ningún caso en que los cristianos confesores de la
fe y condenados por ello hicieran uso de su derecho de
apelación. La conformidad, más aún, el gozo con que los
mártires acogen la sentencia de muerte, pudiendo evitarla en
cualquier momento del proceso por la abjuración, es realmente
impresionante.

La alegría de los mártires, consignada tantas veces en las


Actas, es un dato verdaderamente formidable.

Perpetua y sus compañeros son consolados en la cárcel por


Cristo poco antes de morir: «besamos al Señor y Él nos acarició
la cara». Y confiesa: «Te doy gracias, oh Dios, pues fui alegre
en la carne y aquí soy más alegre todavía» (12). El público
queda asombrado al ver que Carpos sonríe en el interrogatorio y
durante la tortura. También Teodosio mantiene la sonrisa. El
decurión Hermes bromea al ir al suplicio (Acta S. Philippi 13).
Las crónicas refieren muchas veces la actitud serena y alegre de
los mártires (Passio S. Pionii 21; Passio S. Saturnini et Dativi 4).

«Con alegría confesamos a Cristo y con alegría vamos a la


muerte», escribe San Justino, que morirá mártir (1 Apología
39). Cuando en el curso del proceso se ofrece a los cristianos un
plazo para reflexionar, lo rehusan siempre. Así consta, por
ejemplo, en las Actas de Apolonio, de los mártires Scillitanos, de
Pionio, de Dídimo y Teodora, y de tantos otros (Eusebio, De
martyr. Palest. 8). No resisten la sentencia condenatoria, sino
que la reciben con inmenso gozo:

«Condenados a las fieras, volvimos gozosos a la prisión»,


escribe Perpetua (6). «No tenemos palabras suficientes para dar
gracias a Dios», exclama uno de los mártires de Scillium; y otro
añade: «Hoy hemos merecido entrar en el número de los
mártires en el cielo. ¡Damos gracias a Dios!». Apolonio contesta
la sentencia del prefecto: «Bendito sea Dios por tu sentencia». Y
el centurión Marcelo dice a su juez: «¡Que Dios te bendiga!».
«¡Gracias a Dios!», exclama San Cipriano, y lo mismo dicen
Masima, Donatila y Segunda, las tres campesinas de África.
¿Cómo iban a apelar en contra de la sentencia condenatoria
quienes con tanto gozo la recibían? Ya conocemos al obispo
Phileas, cuya descripción sobre las torturas de los mártires
hemos recordado hace poco. Pues bien, cuando este obispo fue
retirado del tribunal, ya condenado a muerte, un hermano suyo,
pagano todavía y abogado, gritó: «Phileas pide que sea
reformada la sentencia».

El prefecto manda que traigan de nuevo a la audiencia el


condenado. «-¿Has apelado tú? -No, yo no he apelado. No
escuches a ese infeliz. Al contrario, doy gracias a los
emperadores y a mi juez, que me dan parte en la herencia de
Jesucristo» (Acta SS. Phileæ et Philoromi. 3).

En estricto derecho, el juez hubiera debido admitir la


apelación. Enseña el máximo jurista Ulpiano: «¿qué sucederá si
el condenado desaprueba la apelación y, no ratificándola, se
dispone a morir? Creo que, a pesar de todo, debe diferirse el
suplicio» (Digesto XLIX, I,6).

Pero tratándose de un cristiano, el juez ignora, como era


costumbre de los magistrados romanos, la equidad y el derecho,
y envía al santo mártir a la muerte.

Lección Octava
Los suplicios de los mártires

Destierro, deportación, trabajos forzados

El Derecho romano desconocía la pena de cárcel. Por eso el


mártir que recibía sentencia condenatoria podía ser destinado a
destierro, deportación, trabajos forzados o pena de muerte.

El destierro era la pena más suave en que podía incurrir el


cristiano. No se consideraba pena capital, porque, al menos en
principio, no implicaba la pérdida de los derechos civiles ni, por
tanto, la confiscación de bienes. Muchos cristianos sufrieron
destierro entre los siglos I y IV.
El apóstol San Juan es desterrado a la isla de Patmos, las dos
Flavias Domitilas son relegadas a las islas de Pandataria y de
Pontia; el Papa San Cornelio muere desterrado en Civitá
Vecchia. También son desterrados San Cipriano, San Dionisio de
Alejandría y tantos otros mártires sufren la misma pena.

A veces los desterrados son tratados con relativa suavidad,


como los dos últimos citados. Parece, sin embargo, que el
destierro de los cristianos fue más duro que el de los paganos,
pues, al menos en la persecución de Decio, contra el derecho
común, sufrían confiscación de bienes.

La deportación era pena más grave que el destierro. Era


pena capital, que implicaba una muerte civil. Los deportados
eran tratados como forzados, y se les enviaba a los lugares más
inhóspitos. Un jurista, Modestino, decía que «la vida del
deportado debe ser tan penosa que casi equivalga al último
suplicio» (Huschke, Jurispru. antejustin. 644; Tácito, Annales
II,45). A veces el látigo y el palo de los guardianes apresuraban
el fin del deportado. Así murió deportado en Cerdeña en el año
235 el Papa Ponciano.

La condenación a trabajos forzados era la segunda pena


capital, que se cumplía en las canteras y en las minas que el
Estado explotaba en diversos lugares del imperio. Muchos
cristianos de los primeros siglos sufrieron esta terrible pena.

La matriculación de los condenados, al llegar a la cantera o la


mina, comenzaba por los azotes (San Cipriano, Epist. 67), para
dejar claro desde un principio que habían venido a ser «esclavos
de la pena». En seguida eran marcados en la frente, pena
infamante que duró hasta Constantino, emperador cristiano que
la abolió «por respeto a la belleza de Dios, cuya imagen
resplandece en el rostro del hombre» (Código Teodosiano IX,
XL,2). Además de esa marca, se les rasuraba a los condenados
la mitad de la cabeza, para ser reconocidos más fácilmente en
caso de fuga. Alternativa ésta muy improbable, pues un herrero
les remachaba a los tobillos dos argollas de hierro, unidas por
una corta cadena, que les obligaba a caminar con pasos cortos y
les impedía, por supuesto, correr.
Cristianos condenados a las minas los hubo en las diversas
épocas que estudiamos. Y de mediados del siglo III tenemos un
precioso documento que nos describe su situación, las cartas del
obispo San Cipriano a los mártires condenados a las minas de
Sigus, en Numidia.

Entre ellos había obispos, sacerdotes y diáconos, laicos


varones y mujeres, y también niños y niñas. Estos últimos, no
teniendo fuerza para excavar con las herramientas de los
mineros, se encargaban de transportar en cestos el material;
eran condenados in opus metallorum, única modalidad de esta
condena posible para las mujeres (Ulpiano, Digesto XLVIII,
XIX,8, párrf.8).

Estos forzados cristianos, según describe San Cipriano, vivían


dentro de la mina, en las tinieblas que se veían acrecentadas
por el humo pestilente de las antorchas. Mal alimentados y
apenas vestidos, temblaban de frío en los subterráneos. Sin
cama ni jergón alguno, dormían en el suelo. Se les prohibían los
baños, y a los sacerdotes se les negaba permiso para celebrar el
santo sacrificio. A estos confesores condenados por el odio de
los paganos a la suciedad y las tinieblas, San Cipriano les
exhorta a perseverar en la virtud, esperando los esplendores de
la vida futura (Epist. 77).

Aún más terribles fueron los padecimientos de los cristianos


condenados a las minas en el Oriente, al fin de la última
persecución, bajo Maximino Daia. El gobernador de Palestina, en
el 307, mandó que con hierro candente se quemasen los nervios
de uno de los jarretes. Y se llegó a una mayor crueldad cuando
en los años 308 y 309, a los cristianos, hombres, mujeres y
niños, que de las minas de Egipto eran enviados a las de
Palestina, no sólo se les dejó cojos al pasar por Cesarea, sino
también tuertos: se les sacó el ojo derecho, cauterizando luego
con hierro candente las órbitas ensangrentadas (Eusebio, De
Martyr. Palest. 7,3,4; 8,1-3,13; 10,1).

Sufriendo tan terribles calamidades en las minas, todavía los


cristianos en algunas de ellas construían iglesias, como en
Phaenos, en el 309. Allí dispusieron oratorios improvisados junto
a los pozos. Algunos obispos presos celebraban el santo
sacrificio y distribuían la eucaristía. Un forzado, ciego de
nacimiento, al que también se le había sacado un ojo, recitaba
de memoria en estas celebraciones partes de la Sagrada
Escritura.

No faltaron delatores de estos cultos. Los mártires de


Phaenos fueron dispersados en Chipre y en el Líbano; los viejos,
ya inútiles, fueron decapitados; dos obispos, un sacerdote y un
laico, que se habían distinguido más en su fe, fueron arrojados
al fuego. Así desapareció la diminuta iglesia de una mina (ib.
11,20-23; 13,1-3,4,9,10).

La pena capital

Nos queda por contemplar el acto, perfectamente consciente


y libre, por el que los mártires, a través de terribles suplicios,
llegaban a realizar la ofrenda suprema de su vida, aceptando
una muerte que en cualquier momento podía ser evitada por la
apostasía.

Ateniéndonos a las Actas más ciertamente auténticas,


describiremos sobriamente esta città dolente en la que durante
tres siglos numerosos cristianos hubieron de sufrir la muerte.

En primer lugar hemos de considerar la situación jurídica de


los cristianos respecto a los suplicios. A diferencia de las
legislaciones modernas, la pena de muerte era infligida entre los
antiguos en modos diversos de suplicio. Los juristas clasificaban
estos modos estimando como el más cruel e ignominioso la
crucifixión; después venían la pena del fuego, la exposición a las
fieras y, por último, la decapitación (Calistrato, Digesto
XLVIII,XIX,28; Cayo, ib.29; Modestino, ib.31).

El fuego y las bestias eran penas introducidas solamente en


el derecho penal del Imperio. En tiempos anteriores no existían
más penas capitales que la cruz, para esclavos y gente vil, y la
espada para los demás. En el Imperio la cruz siguió siendo el
suplicio de los más miserables; la espada se reservó a los
ciudadanos; el fuego y las bestias para los criminales sin
derecho de ciudadanía.

Todas estas distinciones se fueron borrando muy pronto en lo


que se refería al castigo de los cristianos.

Por primera vez, en el año 177, vemos deliberadamente


marginadas estas normas en un caso de los mártires de Lión.
Los que eran ciudadanos romanos, fueron condenados a
decapitación, y el resto a las fieras. Pero Attalo, ciudadano
romano, fue expuesto a las bestias por exigencias del pueblo
(Eusebio, Hist. eccl. V,1,50). La arbitrariedad de los magistrados
y el odio del pueblo desbordaban las leyes romanas.

Los apologistas cristianos del siglo II y principios del III


parecen reflejar una situación en la que las normas penales
romanas ya no se respetaban en el caso de los cristianos
condenados.

San Justino dice: «se nos corta la cabeza, se nos pone en la


cruz, se nos expone a las fieras, se nos atormenta con cadenas,
con el fuego, con los suplicios más horribles» (Dial. cum Tryph.
110). Y Tertuliano: «Pendemos en la cruz, somos lamidos por
las llamas, la espada abre nuestras gargantas y las bestias
feroces se lanzan contra nosotros» (Apolog. 31; cf. 12,50).
«Cada día, escribe Clemente de Alejandría, vemos con nuestros
ojos correr a torrentes la sangre de mártires quemados vivos,
crucificados o decapitados» (Strom. II).

Como hemos visto, la extensión del derecho de ciudadanía a


todos los habitantes del Imperio no comunicó a los provincianos
los privilegios de los ciudadanos romanos, sino que despojó a
éstos de ciertos derechos suyos peculiares; desde entonces
todas las penas podían ser aplicadas a todos. Sólo quedó el
privilegio de los honestiores, es decir, de los nobles, desde
senadores a decuriones, y sus hijos, todos los cuales estaban
exentos de suplicios infamantes y, en muchos casos, también de
la pena de muerte.
Pero todo hace pensar que este privilegio tampoco se
conservó en lo referente a los cristianos. Como varios edictos los
condenaban, si persistían en su fe, a la degradación cívica,
perdían así su condición de honestiores, y al quedar rebajados a
simples plebeyos, podían ser castigados con cualquier pena.

En suma, a partir del siglo II, las penas que sufrían los
mártires cristianos podían ser cualquiera que viniera dispuesta
por el arbitrio de sus jueces.

La decapitación

En Roma, donde la muerte de los condenados tantas veces


es para el pueblo un espectáculo placentero -como dice
Prudencio, «el dolor de uno es el placer de todos» (Contra
Symmac. II,1126)-, la decapitación es prácticamente la única
pena que, aunque efectuada en público, se realiza sin
solemnidad ni patíbulo aparatoso.

El condenado espera el golpe mortal de rodillas o de pie,


junto a un poste, como, por ejemplo, el mártir Aquileo.
Solamente un arma honrosa, la espada, debe cortar su cabeza.
La ley dispone que no puede ser sustituida por el hacha u otra
arma (Ulpiano, Digesto XLVIII,XIX,8). Era una muerte penal
reservada a personas de elevada condición.

«El mártir -narra el cronista de la muerte de San Cipriano-


fue llevado al campo de Sextus, donde se quitó el manto, se
puso de rodillas y se prosternó en oración ante Dios. Después se
quitó también la dalmática, la entregó a sus diáconos y,
revestido de una túnica de lino, esperó al verdugo. Llegado éste,
Cipriano ordenó a los suyos que le dieran veinticinco monedas
de oro. Luego los hermanos extendieron ante él telas y
servilletas. Después, el mismo bienaventurado Cipriano se
vendó los ojos. Pero como no podía atarse las manos, un
sacerdote y un subdiácono le hicieron este servicio. Y así fue
ejecutado el bienaventurado Cipriano» (Acta proconsularia S.
Cypriani 5). En la muerte de Santo Tomás Moro, recordando a
San Cipriano, también él dio al verdugo treinta monedas de oro
y se vendó los ojos.
Decapitados murieron numerosos mártires de los dos
primeros siglos: San Pablo, Flavio Clemente y otros nobles,
Justino y sus discípulos, varios de los mártires de Lión, los de
Scillium, el senador Apolonio. Alguno, como el esclavo Evelpisto,
murió por la espada al estar su causa en conexión con un mártir
de elevada categoría. En el siglo III mueren decapitados, por
ejemplo, el soldado Besa; Ammonaria, Mercuria y Dionisia, en
Alejandría; el obispo Cipriano; Montano, Lucio y Flaviano;
Santiago, Mariano y muchos otros de Lambesa.

Pero posteriormente, cuando se producen ejecuciones


apresuradas y en masa, no se guardan ya las formas antiguas.

El Papa Sixto, por ejemplo, ni siquiera es juzgado; cuando es


sorprendido enseñando a los fieles en la cripta del cementerio
de Pretextato, se le decapita allí mismo, sentado en su sede; y
cuatro diáconos son también decapitados en el mismo
subterráneo (San Cipriano, Epist. 80). En Lambesa, después de
varios días de ejecuciones, se hace arrodillar en filas a los
mártires que aún quedaban vivos, y pasa el verdugo haciendo
rodar sus cabezas.

En la última de las persecuciones, es tal la prisa por


exterminar a todos los cristianos, que se acude frecuentemente
a la decapitación, se trate de obispos o soldados, magistrados o
mujeres, nobles o plebeyos.

«El gobernador Firmiliano, no pudiendo contener su cólera y


no queriendo tampoco retardar la muerte de los mártires con
largos suplicios, mandó que al punto se les cortase la cabeza»
(Eusebio, De Martyr. Palest. 9).

La hoguera

En los dos primeros siglos parece que fueron pocos los


mártires ejecutados por el fuego.

La espantosa invención de Nerón, que hace quemar a


muchos cristianos convirtiéndolos en antorchas vivientes, fue un
capricho. Y la jaula de hierro candente, en que se obliga a
sentarse en el anfiteatro a los mártires de Lión en 177, es más
una tortura que un modo de ejecución.

La pena regular del fuego tarda en establecerse en el


derecho romano, y la vemos aplicada por primera vez en el 155
contra el obispo mártir Policarpo en Esmirna. Pero en el siglo II
se hace más frecuente.

Se emplea muchas veces el fuego para matar en Alejandría,


durante la persecución de Decio (Eusebio, Hist. eccl.
VI,41,15,17). Quemado muere San Pionio en Esmirna; Luciano
y Marciano en Nicomedia; Carpos, Papylos y Agathonice en
Pérgamo. Bajo Valeriano, muere en la hoguera el obispo de
Tarragona Fructuoso y los diáconos Augurio y Eulogio; y en
Roma el diácono San Lorenzo.

En la última persecución el suplicio mortal del fuego es el


más frecuentemente empleado contra los mártires, sobre todo
en el Oriente. Un contemporáneo, Eusebio, muchas veces
testigo presencial de estas muertes, da cuenta de los nombres
de muchos mártires que así murieron (Hist. eccl.
VIII,6,8,9,11,12,14; De Martyr. Palest. 2-4,8,10,12,13).

La muerte en la hoguera, pena normalmente reservada a


gente de condición inferior, suele realizarse en forma de
espectáculo para el pueblo. Se enciende la hoguera en el circo,
el estadio o el anfiteatro. El mártir es despojado de sus
vestidos, que pasan a ser posesión de sus verdugos (rescripto
de Adriano: Digesto XLVIII, XX,6; cf. Mt 18,35; Mc 15,24; Lc
23,34; Jn 19,23-24). Una vez desvestido, es atado a un poste,
normalmente clavando sus manos a él, como en los casos de
Carpos, Papylos y Agathonice. En otros casos, como en el de
Policarpo, las manos son atadas solamente, y quedan libres al
quemarse las cuerdas. Así sucedió también en Tarragona, donde
los mártires Fructuoso, Augurio y Eulogio, una vez quemadas
sus ligaduras, oraron de rodillas con los brazos en cruz en medio
de las llamas.

La muerte solía ser rápida, y en algún caso, como en el de


Policarpo, se abreviaba mediante un «golpe de gracia».
A fines del siglo III, sin embargo, la pena del fuego se hace
mucho más cruel todavía. Tertuliano dice, «se nos llama
sarmentiti o semaxi, porque, atados a un poste, perecemos
rodeados de un semicírculo de sarmientos encendidos» (Apol.
50). Los mártires son dejados no en una pira, sino en el suelo, y
con frecuencia, para que las llamas y el humo les envuelvan
mejor, se les entierra hasta las rodillas (Passio S. Philippi 13).
Con esto se suprime prácticamente el espectáculo, del que, por
lo demás, la plebe estaba ya hastiada, y se busca la rápida
eficacia.

Así muere en Heraclea el obispo Filipo y el sacerdote Hermes


(ib.); en Cesarea, el esclavo filósofo Porfirio (Eusebio, De
Martyr. Palest. 11,19); y otros innumerables mártires sobre
todo en el Oriente, donde la ejecución se reduce a empujar a las
víctimas dentro de ese círculo de fuego, donde, como dice
Lactancio, mueren en tropel (De mort. persecut. 15).

El vivicomburium era, pues, una forma ordinaria de ejecutar


por el fuego. Pero los magistrados introducen arbitrariamente no
pocas variantes horribles. Se inventa entonces la caldera de
aceite hirviendo, en donde, en circunstancias apenas conocidas,
es sumergido el apóstol San Juan (Tertuliano, De præscr. 36);
la caldera de betún encendido, en la que muere Santa
Potamiana (Eusebio, Hist. eccl. VI,5); la cal viva, en la que
mueren Epímaco y Alejandro, en tiempo de Decio (ib. VI,41,17);
la jaula o lecho de hierro candente, que a mediados del siglo III,
y sobre todo en el IV, pasa de ser forma de tortura a modo de
ejecución.

Así muere el diácono San Lorenzo (Prudencio, Peri Stephan.


II). Pedro, chambelán de Diocleciano, es también asado vivo en
parrillas, y para prolongar sus padecimientos, sus miembros van
siendo presentados uno a uno, poco a poco, a las llamas
(Eusebio, Hist. eccl. VIII,6). De este modo son también asados
varios mártires de Antioquía (ib. VIII,12). Timoteo es asado en
Gaza «a fuego lento» (Id. De Martyr. Palest. 3). El emperador
Galerio, en el 309, inventa una manera más dolorosa de quemar
a los cristianos, rociándoles con agua y dándoles a beberla, con
lo que a veces el suplicio dura todo el día (Lactancio, De Mart.
pers. 21).

Es una época en la que la lucha contra los cristianos alcanza


su mayor fuerza y crueldad: se trata de matar pronto a cuantos
más se pueda, y haciéndoles sufrir todo lo posible.

Las fieras

El suplicio más dramático de los infligidos a los mártires


cristianos es la exposición a las fieras ante la muchedumbre
pagana. Este codiciado espectáculo solía reservarse,
normalmente, para algún día de fiesta u otra ocasión especial.

San Ignacio es arrojado a las fieras el 20 de diciembre del


año 107, es decir, en las venationes de las saturnales. En unos
juegos ofrecidos por el asiarca en Esmirna, fueron expuestos a
las fieras Germánico y otros diez cristianos de Filadelfia (Martyr.
Polyc. 2,3,12). Los mártires de Lión son expuestos en el
anfiteatro en la gran feria del mes de agosto. Perpetua, Felícitas
y sus compañeros, en las fiestas quinquenales del César Geta.

Son muchos los casos como éstos. Probablemente la


proximidad de alguna celebración importante induce al juez a
condenar a los cristianos a las fieras. O a veces es el mismo
pueblo, como ya vimos, quien lo exige: «¡Los cristianos a los
leones!». Otras veces es la notoriedad del mártir o su especial
fuerza física la que motiva al juez a dictar esta sentencia para
agradar al pueblo. En ocasiones, para halagar al emperador o a
otros altos poderes públicos, un gobernador de provincia les
envía unos condenados a las fieras (Modestino, Digesto XLVIII,
XIX,31).

Éste fue, quizá, el motivo por el que Ignacio es enviado


desde Antioquía a Roma para morir bajo las fieras, pues ese
año, el 107, se celebró la victoria de Trajano sobre los dacios
con ciento veintitrés días de festejos, en los que fueron muertas
once mil bestias feroces, que antes habían matado a muchos
hombres.
La exposición a las fieras se organizaba de modo muy
espectacular. Así como antes de las carreras de carros había
una cabalgata en la que, con pompa circensis, desfilaban ante el
público aurigas y escuderos; o así como en las luchas de
gladiadores desfilaban éstos primero, y los morituri saludaban al
emperador y al pueblo; así también los condenados a las fieras
era previamente presentados al público, en medio de ultrajes y
crueldades.

A veces los mártires, como en Lión, antes de ser expuestos a


las fieras, eran torturados con látigo o jaula de hierro candente.
Más ordinario era que hubieran de ir en procesión miserable en
torno a la arena bajo el látigo de los bestiarios. En ocasiones,
para unir a la crueldad la burla pintoresca, se disfrazaba a los
mártires como una mascarada.

Las cristianas expuestas a las fieras en el circo de Nerón


fueron disfrazadas de hijas de Danaos o de la bacante Circe
(Clemente, Corintios 6,2). Perpetua y sus compañeros se
negaron a disfrazarse de sacerdotes de Saturno, los hombres, o
de sacerdotisas de Ceres, las mujeres; y el oficial romano
aceptó la negativa.

Como los condenados al fuego, los destinados a las fieras


eran expuestos en un lugar elevado de la arena, como un
estrado, en el que se alzaba un poste. Por unas rampas las
fieras subían a esa altura, donde el mártir estaba atado por las
manos al poste, sin defensa posible. Se conservan lámparas y
medallones de barro cocido representando la escena. Las
bestias entonces desgarraban su víctima sobre el estrado, o la
arrancaban del poste y la arrastraban.

Algunas veces, ahítas ya las fieras de carne humana, se


mostraban remisas para atacar y habían de ser lanzadas varias
sucesivamente, sin causar graves daños a sus víctimas. Esto le
sucedió, por ejemplo, al mártir Saturo que, puesto en el
pulpitum con Saturnino, fue atacado sucesivamente por un
leopardo, un oso, un jabalí, que lo arrastró, y un leopardo, que
lo mató (Passio S. Perpetuæ 21). Un joven mártir, Germánico,
azuzó en Esmirna a las fieras, para que le devorasen (Martyr.
Polic. 3). San Ignacio de Antioquía, camino del martirio, donde
iba a ser arrojado a las fieras, escribe en una carta a los
romanos: «Yo espero hallarlas bien dispuestas. Las azuzaré para
que en seguida me devoren, y no hagan como con otros, a
quienes tienen miedo a tocar. Y si se muestran remisas, las
forzaré» (Romanos 5,2).

Cuando las fieras herían a los mártires, pero no los mataban,


se les remataba. Ésa fue la suerte de Perpetua, Felícitas y
Saturo. En Cesarea, Adriano, Eubulo y Agapito, después de
pasar por los ataques de las fieras, fueron degollados los dos
primeros, y arrojado al mar el tercero, según refiere Eusebio
(De Martyr. Palest. 11).

El mismo Eusebio, testigo presencial de hechos semejantes,


reconoce que a veces las fieras, siendo irracionales, parecían
respetar a los testigos de Cristo, dando así una señal del poder
divino que guardaba a éstos. En el anfiteatro de Tiro,
concretamente, presenció la siguiente escena:

«Yo estuve presente en este espectáculo, y sentí visible y


manifiesta la asistencia del Señor Jesús, de quien los mártires
daban testimonio. Animales voraces pasaban largo tiempo sin
osar tocar los cuerpos de los santos, ni acercarse a ellos.
Volvían, por el contrario, toda su rabia contra los paganos que
se empeñaban en azuzarlos, y permanecían alejados de los
atletas de Cristo, que desnudos e indefensos, los provocaban
con gestos, según la orden que habían recibido. Se lanzaban a
veces contra ellos, pero inmediatamente retrocedían, como
rechazados por una fuerza divina. Esto duró largo tiempo, bajo
el asombro de los espectadores, que una, otra y otra vez veían
fieras inútilmente lanzadas contra el mismo mártir. La firmeza e
intrepidez de los mártires y la fuerza espiritual que irradiaban
sus debilitados cuerpos causaban admiración.

«Hubierais visto allí a un joven de apenas veinte años que,


libre de ataduras, con los brazos en cruz, oraba con paz
inalterable, sin retroceder, sin moverse, aguardando al oso y al
leopardo que, al principio, parecían respirar fiereza, pero que
luego se retiraban, como si una fuerza misteriosa les desviara.
Así pasó todo aquello, como lo estoy contando. Hubierais visto a
otros, pues eran cinco, expuestos a un toro bravo. Había
lanzado ya al aire a varios paganos, retirados exánimes; pero
cuando iba a lanzarse contra los mártires, no podía dar un paso,
ni siquiera excitado con un hierro candente: hería la tierra con
sus pezuñas, sacudía los cuerpo, pero se apartaba de los
mártires como empujado por mano divina. Y después de estas
bestias, se lanzaron otras. Al fin los mártires, incólumes de unas
y otras, fueron decapitados y arrojados al mar» (Hist. eccl. VIII,
7,4-6).

Cuando se celebraban venationes, el toro solía desempeñar


un papel especial. Antes de ser atacado por los bestiarios, para
enfurecerlo, se le azuzaba contra unos maniquíes rellenos de
paja y sujetos al suelo. Pero no era infrecuente que la crueldad
romana sustituyera a veces estos muñecos por personas vivas.

Eso sucedió en Tiro, y también en Lión, el año 177, cuando


Santa Blandina fue atacada por un toro, que la lanzó varias
veces al aire (Eusebio, Hist. eccl. V,1,56). Y la misma suerte
terrible sufrieron Perpetua y Felícitas, atacadas por una vaca
brava. En tales casos, para evitar que las víctimas esquivasen
las embestidas feroces, se les sujetaba envolviéndoles desnudos
con una red. Así se hizo con Santa Blandina.

Y así se intentó hacer con Perpetua y Felícitas. Éstas, sin


embargo, por exigencia del público conmovido, fueron vestidas.
Perpetua, lanzada al aire en una acometida de la vaca, cayó de
espaldas, quedando sus piernas al descubierto. Y «olvidándose
al momento del dolor, para no acordarse sino del pudor», se
cubrió inmediatamente con sus ropas desgarradas. Se acercó
después a la esclava Felícitas, que yacía en tierra quebrantada,
y le ayudó a levantarse. Así, las dos juntas, esperaron el golpe
mortal (Passio S. Perpetuæ 20).

Nunca los mártires lucharon con las fieras. No se conoce


ningún caso. Se dejaban herir y matar sin defenderse.
La crucifixión

El suplicio de la cruz, considerado por los romanos como


infamante y santificado por Nuestro Señor, fue aplicado con
gran frecuencia a los cristianos. Después de la crucifixión del
Salvador, la más famosa es la del apóstol San Pedro.

En los siglos I y II, Clemente Romano (Corintios 5,6) y


Dionisio Alejandrino (Eusebio, Hist. eccl. II,25) hablan del
martirio del apóstol en Roma, pero no indican cómo murió.
Tertuliano dice que San Pedro «sufrió una pasión semejante a la
del Salvador», pues «fue crucificado» (De præscr. 36; Scorpiac.
15). Orígenes precisa que fue crucificado «con la cabeza hacia
abajo», porque el mismo «Pedro pidió por humildad que se le
pusiera así en la cruz» (Eusebio, Hist. eccl. III,1), crueldad que
no era extraña en tiempos de Nerón, según escribe Séneca: «Yo
veo cruces de diversos modos; a algunos se les suspende en
ellas con la cabeza hacia abajo» (Consol. ad Marciam 20).

En el siglo I otros mártires fueron también crucificados.


Muchos cristianos murieron así en los jardines de Nerón, según
refiere Tácito (Annal. XV, 44). En la cruz murió San Simeón,
obispo de Jerusalén, en tiempos de Trajano (Eusebio, Hist. eccl.
III,32). Cien años más tarde, un pagano le dice con aire de
triunfo al apologista cristiano Minucio Félix: «no es ahora tiempo
de adorar la cruz, sino de padecerla -jam non sunt adorandæ
cruces, sed subeundæ-» (Octavius 12).

San Justino, Tertuliano, Clemente de Alejandría, hablan de


cristianos crucificados, y conocemos los nombres: Claudio,
Asterio y Neón; Calíope; Teódulo; Agrícola; Timoteo y Maura.
Eusebio habla de muchos cristianos anónimos que murieron en
Egipto crucificados: «fueron crucificados como suele hacerse con
los malhechores; pero hubo algunos a quienes, con particular
crueldad, se los clavó en la cruz cabeza abajo». Y añade: «así
permanecieron vivos hasta que murieron de hambre en sus
patíbulos» (Hist. eccl. VIII, 8).

Lo ordinario era que los romanos no rematasen a los


crucificados. El crurifragium, como el de Jesús, era
completamente excepcional (Jn 19,31-33; Cicerón, Philipp.
XIII,12). En una Pasión se nos dice de dos esposos cristianos
que permanecieron crucificados frente a frente, y que vivieron
nueve días, padeciendo al mismo tiempo el tormento de una sed
ardentísima (Passio Timothei et Maurae). Este suplicio penal
espantoso no fue abolido hasta que Constantino llegó a imperar.

La sumersión

Otro modo de ejecutar a los mártires fué con frecuencia


durante la última persecución el ahogamiento por sumersión.

Eusebio narra que en el 303, al publicarse el primer edicto de


Diocleciano, «innumerables cristianos» fueron conducidos en
barcas, atados, al alta mar y allí arrojados entre las olas (Hist.
eccl. VIII,6). Otros en Egipto son arrojados al mar (ib. VIII,8).
En el 304, en Roma, dos mártires son arrojados desde un
puente al Tíber (Acta SS. Beatricis, Simplicii et Faustini, en Acta
SS julio, VII,47). En Cesarea fue ahogada una joven de
dieciocho años (Eusebio, De Martyr. Palest. 7). En Panonia,
Quirino, obispo de Siscia, es arrojado al Save con una piedra de
molino al cuello (Passio S. Quirini 5). En Palestina, arrojan al
mar a Ulpiano, metido en una piel de buey junto a un perro y un
áspid; y lo mismo se hace en Cilicia con Juliano, tras encerrarlo
en un saco lleno de tierra y de animales ponzoñosos (Eusebio,
De Martyr. Palest. 5; S. Juan Crisóstomo, Homil. de Mart. S.
Juliani).

El ahogamiento era una pena legal. Se sumergía a los


parricidas encerrados en un saco en compañía de animales
dañinos (Digesto XLVIII,IX,9). Pero en tiempos del Imperio era
una pena, incluso para los parricidas, caída en desuso (Pablo,
Senten. V, XXV). Y ninguna ley o edicto había establecido esta
pena para los cristianos. Aplicársela era, pues, una evidente
ilegalidad. ¿Pero qué quedaba en el Imperio de legalidad cuando
el emperador Galerio, según dice Lactancio (De mort. persec.
23), había suprimido en sus Estados la mendicidad haciendo
ahogar a los mendigos?
Otros suplicios

Son innumerables los modos de ejecución que hubieron de


sufrir los mártires cristianos bajo el odio de los paganos, a
veces, simplemente, en el furor de una revuelta imprevista.

En Cartago, la muchedumbre ataca a Numídico, a su mujer y


a un grupo de fieles, quema a unos y deja a otros aplastados
debajo de piedras (San Cipriano, Epist. 35). En Alejandría, el
pueblo enfurecido apedrea a las santas mártires Meta y Quinta,
y arroja de lo alto de una casa al mártir Serapión (Eusebio, Hist.
eccl. VI,41). En Roma son emparedados en una cripta de las
catacumbas cristianos que asistían a los Sagrados Misterios
(Passio SS. Chrisanti et Dariæ, en Acta SS. X,483).

Estas formas brutales de la muchedumbre enfurecida se ve,


sin embargo, superada por la fría crueldad de ciertos
magistrados. San Cipriano escribe a un magistrado africano: «tu
ferocidad e inhumanidad no se contenta con los tormentos
usuales; tu maldad es ingeniosa e inventas nuevas penas» (Ad
Demetrianum 12). Y Eusebio atestigua lo mismo, hablando del
Oriente en el siglo IV, refiriéndose a los magistrados que,
inventando tormentos desconocidos, parecen rivalizar entre
ellos en la crueldad.

En Antioquía le cortan la lengua al diácono Romano, «suplicio


nuevo», según Eusebio, y después se le estrangula (De Martyr.
Palest. II,4). Dorotea, Gorgonio y otros mueren estrangulados
en Nicomedia (Id., Hist. eccl. VIII, 6,5).

El estrangulamiento era una de las más antiguas penas


romanas (Salustio, Catil. 55; Valerio Máximo V,4; VI,3), pero
había caído en desuso. Era suplicio practicado también en otros
pueblos y épocas; lo sufrieron, por ejemplo, los Macabeos en la
Antioquía de los sirios (2Macabeos 7,4ss).

Eusebio narra que en Arabia matan a varios fieles a hachazos


(Hist. eccl. VIII,6,5), suplicio prohibido por la ley. Informa que
en Capadocia son matados otros quebrándoles las piernas; en
Mesopotamia se les cuelga cabeza abajo sobre un fuego lento;
en Alejandría se les cortan narices, orejas y manos; en el Ponto
se les clavan espinas bajo las uñas, se les derrama en la espalda
plomo derretido, se les desgarran las entrañas (Hist. eccl.
VIII,12). La amputación de manos no era ilegal, pues era pena
aplicada a los desertores en el siglo I (Valerio Máximo II,
VII,II); y la vemos reaparecer en el siglo V, pues una Novella de
Maggioriano (IV,6) castiga así a un funcionario que había
destruído ciertos monumentos antiguos.

En la Tebaida se despelleja a los mártires con cascos


(Eusebio, Hist. eccl. VIII,8); mujeres desnudadas, son volteadas
cabeza abajo en el aire por una máquina; y algunos hombres
son atados por las piernas a ramas de distintos árboles que, al
separarse de repente, les divide en dos partes (VIII,9). En la
Armenia romana, cuarenta soldados romanos son puestos en un
estanque helado durante una noche de invierno, y después son
arrojados al fuego (S. Gregorio Niseno, Orat. II in XL martyres).
En esos mismos años, reinando Licinio, al fin de las
persecuciones, hacia el 320, algunos cristianos son
descuartizados a golpes de espada y luego arrojados los
pedazos a los peces (Eusebio, Hist. eccl. X, 8,17; De vita Const.
II,2).

No hay invención maligna, por cruel que sea, que no fuera


imaginada por magistrados y verdugos, exasperados por la
paciencia de los mártires. Y en cierto sentido le ley les daba
licencia para aplicar tales penas atroces, pues, según un jurista
del siglo III, la pena capital «consiste en ser uno arrojado a las
fieras, en padecer otras penas semejantes o en ser decapitado»
(Marciano, Digesto XLVIII, XIX,11, párr.3). ¡Otras penas
semejantes!... En el caso de los cristianos, esa fórmula
significaba que cualquier atrocidad, inspirada por el infierno,
podía serles aplicada.

Los magistrados romanos podían siempre sentirse absueltos


de crueldad cuando jurisconsultos prestigiosos, como Claudio
Saturnino, establecían como doctrina: «a veces sucede que se
exacerban las penas aplicadas a ciertos malhechores, cuando
esto es necesario para el escarmiento de otros muchos»
(Digesto XLVIII, XIX, 16, párr.9).
Asistencia divina

El hecho comprobado de que tormentos tan variados y


horribles, sufridos no en un corto período, en el que pudiera
producirse un heroísmo contagioso, sino a lo largo de tres
siglos, y por millares de hombres, mujeres y niños,
pertenecientes a regiones muy diversas, cuando, de hecho,
bastaba una palabra, un leve signo de su voluntad, para alejar
por completo todos esos padecimientos, que, sin embargo,
fueron aceptados libremente y con plena libertad ¿puede
explicarse por los comunes recursos de las fuerzas humanas o
hace necesario acudir a una asistencia sobrenatural?

Nosotros podríamos intentar dar a esta pregunta una u otra


respuesta. Pero ya los mismos mártires la dieron con frecuencia,
atribuyendo a Dios, sin duda alguna, sus victorias.

Los cristianos de Esmirna nos muestran a varios fieles en el


anfiteatro de esa ciudad, «de tal manera desgarrados por los
azotes, que sus venas, sus arterias, todo el interior de su
cuerpo, estaba al descubierto, y con todo eso, se les veía tan
firmes que los asistentes se conmovían y lloraban, mientras que
ellos no exhalaban ni un suspiro ni una queja». Y los mismos
cronistas dan la explicación: «Presente con ellos el Señor,
aceptando tan fiel ofrenda de sus siervos, no solo los encendía
en el amor de la vida eterna, sino que templaba la violencia de
aquellos tormentos, de manera que el sufrimiento del cuerpo no
quebrantara la resistencia del alma. El Señor conversaba con
ellos y Él era espectador y fortalecedor de sus ánimos, y con su
presencia moderaba los sufrimientos, y les prometía, si
perseveraban hasta el final, los imperios de la corona celestial»
(Martyr. Polic. 2).

Cuando la mártir Felícitas, joven esclava, estando en la


prisión, se ve acometida por los dolores del parto, sin poder
contener los gemidos, no falta quien se burla de ella, poniendo
en duda que sea capaz de sufrir los ataques de las fieras. A lo
que ella contesta:
«Ahora soy yo quien padece. Pero entonces habrá en mí Otro
que padecerá por mí, porque yo estaré padeciendo por Él»
(Passio SS. Perpetuæ et Felicitatis 15).

Es necesario reconocerlo. Los prolongados, terribles y


voluntarios sufrimientos de los mártires cristianos son un caso
extraordinario, único y sin semejantes en los anales de ningún
pueblo y de ninguna religión. Ésta es la conclusión que sacamos
de los datos hasta aquí expuestos.

Lección Novena
El testimonio de los mártires

Naturaleza y valor del testimonio de los mártires

Hemos contemplado las atroces circunstancias en las que, en


todas las regiones del mundo antiguo, dieron testimonio de su
fe mártires de toda edad, sexo y condición. ¿Cuál es el valor
objetivo de este testimonio?

Hay autores, que de ordinario son imparciales, aunque no


militen en nuestro mismo campo, como M. Boissier, que
devalúan el valor demostrativo del testimonio de los mártires:

«Este asunto, propiamente hablando, no es una cuestión


religiosa. Lo sería si pudiese afirmarse que la verdad de una
doctrina se mide por la firmeza de sus defensores. Apologistas
hay del cristianismo que así lo han pretendido, queriendo
obtener de la muerte de los mártires una prueba indiscutible de
la veracidad de las opiniones por las que se sacrificaban: "No se
deja nadie matar por una religión falsa". Pero este razonamiento
no es convincente, y la misma Iglesia lo ha desvirtuado tratando
a sus adversarios como sus propios hijos habían sido tratados.
Ante la muerte valerosa de valdenses, husitas y protestantes
que ella ha quemado o ahorcado, sin lograr con ello arrancarles
ninguna retractación de sus creencias, es necesario que
renuncie a sostener que nadie da la vida por afirmar una
doctrina que no sea verdadera» (La fin du paganisme I,400).
Estas palabras exigen varias correcciones. En primer lugar,
nunca la Iglesia ha sostenido que "nadie da la vida sino por una
doctrina verdadera". Las ejecuciones de herejes aludidas
muestran claramente que es posible dar la vida con valor y
buena fe por una doctrina falsa.

Pero, a nuestro juicio, la cuestión ha de plantearse de modo


muy diferente. A pesar de ciertas extensiones frecuentes del
término mártir, no todo el que da la vida por una doctrina puede
ser llamado propiamente mártir. El significado etimológico de
mártir es testigo. Pero nadie es testigo de sus propias ideas. El
testigo da testimonio de hechos. Y es en este sentido en el que
Jesucristo dice a sus discípulos: «vosotros seréis mis testigos»
(Hch 1,8). Y ése el sentido de la afirmación de San Pedro y San
Juan ante los judíos que les querían imponer silencio: «nosotros
no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (4,20).

Los mártires son testigos no de una opinión, sino de un


hecho: el hecho cristiano. Algunos, según expresión de San
Juan, lo han visto nacer, han conocido a su autor, «han tocado
con sus manos al Verbo de la vida» (1Jn 1,1). Otros han
conocido ese hecho por una tradición viva, a través de una
cadena de la que pueden ser comprobados cada uno de sus
eslabones. Entre el testimonio que los mártires dan de esta
tradición y la muerte de los herejes, que rehusan abandonar
una opinión nueva, casi siempre extraña a la tradición y
destructora del hecho cristiano, no hay una medida común.
Aunque en ambos casos fueran iguales la sinceridad y la
valentía, el valor del testimonio es desigual, o por decirlo mejor,
solamente los primeros tienen derecho al título de testigos.

Consideremos más detenidamente la calidad de estos


testimonios martiriales.

Examen crítico del testimonio de los mártires

Algunos mártires son de la primera hora. Han asistido a la


vida, muerte y resurrección de Jesucristo. Son sus Apóstoles,
sus discípulos inmediatos, que estuvieron con Él desde el inicio
de su predicación en Galilea y que le contemplaron glorioso ya
resucitado de entre los muertos. Cuando estos hombres,
dejándolo todo y a través de enormes dificultades, privaciones y
sufrimientos, se dedican a dar testimonio de lo que han visto y
oído, hasta dar su vida y morir, afirmando su fe en Cristo, no
puede dudarse de ese testimonio sellado con su sangre. Así
entendió la antigüedad cristiana el valor del testimonio de los
apóstoles.

El mártir Ignacio escribe a los de cristianos de Esmirna: «Yo


sé y creo que [el Señor] vivió en la carne aun después de la
resurrección. Y que cuando vino a Pedro y a sus compañeros,
les dijo: "Tocad y ved, que no soy un espíritu sin cuerpo" (Lc
24,39). Y ellos al punto le tocaron y creyeron, quedando
compenetrados con su carne y su espíritu. Por esto es por lo
que despreciaron la muerte, o mejor, fueron superiores a la
muerte» (Esmirna 3,1-2). Es decir, dieron su vida por atestiguar
un hecho visto y comprobado por ellos.

En segundo lugar hallamos los innumerables testigos que


creyeron lo que esos primeros compañeros de Cristo afirmaban,
sellando con sangre su testimonio. Unos conocieron los
prodigios de Pentecostés y la primera predicación de San Pedro.
Otros recibieron la fe de los Apóstoles y de los discípulos de
ellos, que, ya en treinta años, difundieron esa fe por toda la
cuenca del Mediterráneo. El martirio de estos discípulos de los
Apóstoles merece también, sin duda, el nombre de testimonio.

Algunos de los cristianos más autorizados de la antigüedad


nos dan la seguridad de que la antorcha de la tradición pasó de
mano en mano, afirmando con absoluta certeza los hechos de la
fe. Podemos comprobarlo con algunos ejemplos.

En el siglo I, San Ignacio, segundo obispo de Antioquía, fue


oyente de los Apóstoles, o como se decía entonces, fue «un
hombre apostólico». Martirizado en días de Trajano, hacia el
107, conoció probablemente en su juventud a San Pedro y a
San Pablo, fundadores de la iglesia de Antioquía, y en su edad
madura pudo también conocer personalmente a San Juan. El
acento de sus palabras asegura la veracidad de esas
circunstancias.
«Sed sordos a quien quiera que os diga de Jesucristo algo
diferente a esto: que era de la estirpe de David, que era hijo de
María, que nació verdaderamente, que comió y bebió, que fue
verdaderamente perseguido bajo el poder de Poncio Pilato, que
fue verdaderamente crucificado y que murió a la vista de los
que estaban en el cielo, en la tierra y bajo la tierra; que además
fue verdaderamente resucitado por su Padre de entre los
muertos» (Trallanos 9,1-2). Así hablaba Ignacio, ansioso por
unirse mediante el martirio a «su amor crucificado».

En el siglo II, conocemos mejor la vida de otro discípulo de


los Apóstoles, San Policarpo, obispo de Esmirna, martirizado
bajo Antonino Pío. Su testimonio prolonga el testimonio
apostólico hasta mediados del siglo II, pues fue dado en el año
155.

Cuando en Esmirna el procónsul le insta a la apostasía: «jura


por la fortuna del César, desprecia a Cristo, y te enviaré libre»,
Policarpo le responde: «Hace ochenta y seis años que le sirvo, y
nunca me ha hecho mal alguno, sino que siempre me salvó.
¿Cómo podría yo odiar a quien he dado culto, a quien tuve por
bueno, a quien siempre deseé me favoreciera, a mi Rey, al
Salvador de salud y gloria?» (Martyr. Polic. 9).

Parece probable que Policarpo naciera de padres cristianos


hacia el año 60. El Asia proconsular era entonces uno de los
centros principales del cristianismo. Allí vivió el apóstol San
Juan, que murió hacia el año 100, como sobreviviente único de
los Apóstoles, haciendo de Éfeso su cuartel general, y visitando
desde allí las regiones cercanas. El mayor gozo y gloria de
Policarpo era recordar a sus discípulos sus conversaciones con
San Juan.

San Ireneo, que tuvo por maestro a Policarpo, habla de éste


«no sólo como de quien ha sido instruído por los Apóstoles y ha
vivido familiarmente con muchos de los que habían visto a
Cristo», sino también como de quien «había sido ordenado en
Asia obispo de Esmirna por los Apóstoles» (Adv. Hæres. III,3,4).
A la muerte de San Juan, tendría Policarpo unos treinta años. Y
sin duda él, que cincuenta años después acepta morir por
Cristo, ha de ser tenido por testigo suyo.

A principios del siglo III muere San Ireneo, que procedente


del Asia, había venido a Lión. En esta ciudad asistió al martirio
de los cristianos inmolados en tiempo de Marco Aurelio, y
sucedió al anciano obispo Potino, que en esa persecución murió
en la cárcel. Ireneo conservaba con toda viveza las lecciones
recibidas en Esmirna de labios de Policarpo:

«Estas lecciones se han avivado a medida que se


desarrollaba mi vida y se han identificado con ella. Yo podría
indicar el lugar donde se sentaba el bienaventurado Policarpo
cuando nos enseñaba, describir sus idas y venidas, su manera
de vivir y su figura corporal, repetir los discursos que hacía al
pueblo y cómo él nos contaba sus relaciones con San Juan y con
los demás que habían visto al Salvador, y cómo repetía sus
palabras. Y cuanto de ellos había aprendido acerca del Señor y
de sus milagros y enseñanzas, Policarpo, como quien lo ha
recibido de testigos oculares del Verbo de la vida, lo refería en
consonancia con las Escrituras. Yo tenía costumbre de escuchar
con toda atención, por la gracia de Dios, las cosas que me eran
así expuestas, y las escribía no en papel, sino en mi corazón. Y
siempre, por la gracia de Dios, las recuerdo fielmente en mi
interior» (cta. a Florino, en Eusebio, Hist. eccl. V,20).

Con San Ireneo el eco de la Palabra divina pronunciada en


Galilea, pasando por la enseñanza de Policarpo en las playas de
Esmirna, llega ahora a las orillas del Ródano. Esto nos autoriza a
considerar como verdaderos testigos no solo a los mártires del
siglo I, muertos bajo Nerón y Domiciano, sino también a los del
II, que confesaron su fe bajo Trajano, Adriano, Antonino y
Marco Aurelio.

A principios del siglo II hay todavía no pocos cristianos que


conocieron al Señor, como Simeón, obispo de Jerusalén y primo
de Jesús, torturado y crucificado en los primeros años de
Trajano. Estos confesores han conocido personalmente o han
recibido en transmisión directa de testigos oculares todo un
conjunto de datos sobre hechos, palabras, lugares, referentes a
Cristo y a sus historia salvadora. Ellos, por tanto, impregnan
todo el siglo II de un ambiente saturado del perfume del
Evangelio, en el que sigue vibrando la Palabra apostólica. Es un
tiempo en el que los eslabones de la cadena apostólica son
conocidos en todos sus detalles. En cada iglesia local es posible
seguir los pasos de los evangelizadores primeros y, como dice
San Ignacio, poner el pie en la misma huella dejada por ellos
(Efesios 12).

Los mártires del siglo II, cristianos convertidos muchas veces


en edad madura, conocen perfectamente la tradición apostólica
que ha hecho llegar a ellos la fe en Cristo. Son testigos que se
dejan matar no tanto por «una doctrina», sino por dar
testimonio de «una historia». Precisamente, esa conexión
profunda entre el hecho histórico y la doctrina es una de las
notas más originales del cristianismo.

En efecto, el cristianismo siempre se apoya en unos hechos,


en unos acontecimientos históricos de salvación. Por eso
siempre y en todas las épocas puede tener testigos, mártires.

En el siglo III los cristianos se van alejando de los orígenes


de su fe, pero tienen todavía frente a ellos monumentos bien
elocuentes que se los recuerdan. Cayo, por ejemplo, a
comienzos de ese siglo, muestra en Roma «los trofeos», es
decir, las tumbas de los apóstoles (Eusebio, Hist. eccl. II,25,7).
Esta Iglesia, fiel a la misión originaria del Salvador, está viva,
vive entre los hombres, y es para los fieles y para los paganos el
hecho cristiano. Los cristianos son también ahora testigos
heroicos de la doctrina derivada de este hecho y de la vida
sobrenatural que ha infundido en sus almas. La fe por la que
mueren es a un tiempo personal y tradicional, y estos dos
aspectos de su fe constituyen una sola realidad. De esta fe
darán su testimonio sangriento bajo Decio, Valeriano,
Diocleciano, hasta que finalmente caiga la espada de las manos
de sus perseguidores vencidos por su martirio.

De esta misma fe siguen dando testimonio los mártires


cristianos hasta nuestros días en Oriente y Occidente, pues las
venas de la Iglesia están llenas de sangre generosa que está
pidiendo ser derramada por amor a Cristo y a los hombres.

Católicos y herejes ante el martirio en los primeros siglos

El martirio tiene diferencias muy notables entre los católicos


y los herejes de los primeros siglos. Las posiciones doctrinales y
prácticas frente al martirio difieren no poco entre unos y otros.

En el siglo I rechazaban el martirio una parte de los


gnósticos, los basilidianos y los valentinianos. Ante el docetismo
de estos herejes, todo eran apariencias, también la realidad
humana de Cristo y la veracidad, por tanto, de su pasión. Según
esto, ¿para qué padecer por Cristo?

El martirio no tenía sentido para estos superhombres, que se


estimaban por encima de los mismos preceptos morales: «el oro
-decían- puede arrastrarse por tierra sin mancharse» (San
Ireneo, Adv. hæres. I,6,2). Para ellos «el verdadero testimonio
que hay que dar de Dios es conocerlo tal cual es», y en cambio
«confesar a Dios con la muerte es un suicidio» (Clemente de
Alejandría, Strom. IV,4; S. Ireneo, Adv. hæres. III,18,5;
IV,33,9).

Algunos herejes afirmaban que la apostasía es cosa


indiferente, y que es lícito renegar con la boca, siempre que el
corazón permanezca fiel (Orígenes, en Eusebio, Hist. eccl.
VIII,32). Los valentinianos decían que el martirio no puede
agradar a Dios, ya que su bondad le impide alegrarse en la
muerte del justo (Tertuliano, Scorpiac. I). Los basilidianos
pensaban que los tormentos sufridos por los mártires no eran
muchas veces sino el justo castigo por pecados cometidos en
una vida anterior.

Por el contrario, otros herejes exaltaban a los mártires y se


gloriaban de tener muchos de entre los suyos. Así los gnósticos
seguidores de Marción (Eusebio, Hist. eccl. III,12; IV,15; V,16;
De Martyr. Palest. 10; Tertuliano, Adv. Marc. I,27). Este fervor
por el martirio sedujo también a los montanistas, herejía que de
Frigia pasó al Occidente y sedujo al mismo Tertuliano. El
montanismo, exaltado y sombrío, exigía el deber de buscar el
martirio.

Cualquier esfuerzo por librarse de la persecución había de


considerarse desconfianza ante la ayuda del Espíritu Santo. Huir
era para los montanistas casi tan culpable como apostatar
(Tertuliano, De fuga in persecutione). Este error llegó al
extremo entre los circunceliones del siglo IV, [herejes africanos
de una secta donatista], hasta el punto de que éstos no se
limitaban a procurar el martirio, sino que buscaban la misma
muerte, pidiendo a cualquiera que los matara, para llegar así
antes al Paraíso (S. Agustín, Epist. 185; Contra Cresconium
III,6; Teodoreto, Hæreticorum fabulæ IV,6).

El horror al martirio o la búsqueda excesiva del mismo se dan


entre los primeros herejes, de una u otra forma, en contraste
con la autoridad doctrinal y la prudencia disciplinar de la Iglesia.
En ésta, tanto en Oriente como en Occidente, todo es verdad y
armonía, y también ante el martirio todo es fidelidad y
discreción.

Nunca hubo vacilaciones o contradicciones en la doctrina de


la Iglesia sobre el martirio: nada puede justificar que un
cristiano reniegue de Cristo ante los poderes del Estado. A los
renegados se les separa, o más bien ellos mismos se separan,
de la comunión de la Iglesia, que los considera muertos, hasta
que por un arrepentimiento firme y sincero vuelvan a la vida
(Cta. de los cristianos de Lión y Viena, en Eusebio, Hist. eccl.
V,1,45). Ahora bien, si la Iglesia exige valiente fidelidad, no pide
actitudes temerarias, sino que aconseja la prudencia en tiempos
de persecución.

Y esto por varios motivos. La humildad ha de recordar


siempre al cristiano que «el espíritu está pronto, pero la carne
es flaca» (Mt 26,41). Los que más se fían de sí mismos suelen
ser después los más cobardes, y muchos de los apóstatas por
los que hubo de llorar la Iglesia fueron de los que se habían
presentado espontáneamente a los jueces paganos (Martyr.
Polic. 4). Y con la humildad, la caridad: si es pecado inducir a
alguien al mal, tampoco es bueno azuzar voluntaria e
innecesariamente a los magistrados para que persigan
(Orígenes, Comm. in Ioann. XI,54).

La doctrina era clara. No doblegarse jamás ante los


perseguidores, pero desconfiar de las propias fuerzas, y no
provocar o desafiar a los enemigos. Ésa fue la norma de la
Iglesia durante los primeros siglos de persecuciones. Sin
embargo, hubo sin duda excepciones a este planteamiento
general. En una ciudad de Asia, por ejemplo, una muchedumbre
de cristianos se presenta ante el tribunal del procónsul, que
asustado por el número, rehusa juzgarlos (Tertuliano, Ad
Scapulam 5).

Otras veces es la inexperiencia o el ardor de la juventud o de


la infancia la que explica estas actitudes atrevidas. Es el caso de
las dos vírgenes tan niñas de España e Italia, Eulalia e Inés, que
huyen de la casa paterna para dar testimonio de su fe ante los
perseguidores (Prudencio, Peri Stephan. III,36-65). En otros
casos, el impulso procede de un corazón aguerrido de viejo
soldado: así el centurión Gordius, retirado en las montañas de
Capadocia haciendo vida eremítica, al suscitarse el clamor de la
persecución, se presenta en Cesarea, corre al circo, confiesa a
Cristo, increpa al gobernador y camina al suplicio diciendo al
pueblo: «¿Pensabais que un centurión no puede ser piadoso y
que un militar no tiene derecho a la salvación?» (S. Basilio,
Hom. XVIII).

La excepción sublime salta a veces por encima de los


preceptos. Pero éstos permanecen estables. La Iglesia prohibe
terminantemente que los cristianos se denuncien a sí mismos.
«Nosotros no aprobamos a los que espontáneamente van a
presentarse: el Evangelio no enseña nada semejante» (Martyr.
Polic. 4).

Escribe San Cipriano: «cada uno debe estar pronto a


confesar su fe, pero nadie debe buscar el martirio» (Epist. 81).
En el siglo IV los cánones disciplinares promulgados por San
Pedro de Alejandría reprendían a los laicos y castigaban a los
clérigos que se ofrecían espontáneamente a los jueces (PG
XVIII,488).
Otra norma importante de la Iglesia: no irritar a los paganos
ultrajando su culto. «No está permitido -dice Orígenes- insultar,
abofetear las estatuas de los dioses» (Contra Celsum VIII,38).
Con más razón se prohibe, salvo en circunstancias
excepcionales, romperlas.

La mártir Valentina, llevada por la fuerza para que sacrifique


ante un altar, le da un puntapié y derriba el altar y las ofrendas
preparadas (Eusebio, De Martyr. Palest. 8,7). Pero, como norma
general, por ejemplo, un canon del Concilio de Elvira, hacia el
300, declara que «si un cristiano rompe un ídolo y es muerto
por ello, no ha de ser contado en el número de los mártires». Y
añade: «tal acto no se recomienda en el Evangelio, y no
creemos que se haya dado en el tiempo de los Apóstoles»
(can.60).

Menos aún estaba permitido atentar contra los templos


paganos de los ídolos, como hace notar el obispo Teodoreto, del
siglo V, reprobando la acción de un obispo persa que había
destruido en su país un templo:

«Cuando San Pablo estuvo en Atenas y vio en esta ciudad


tantos altares en honor de falsos dioses, no destruyó ninguno de
aquellos altares, sino que habló de éstos, y con su discurso
iluminó sus tinieblas y les enseñó la verdad» (Hist. eccl. V,19).

Siempre la prudencia caracteriza la actitud de la Iglesia.


Cuando algunos, por ejemplo, compran con dinero la tolerancia
de los perseguidores, Tertuliano se indigna (De fuga persecut.
12,13), pero San Pedro de Alejandría lo aprueba, pues estima
que quienes así proceden muestran tener más apego a Cristo
que a su dinero, ya que gastaban éste para escapar del peligro
de la apostasía (can.12).

En tiempo de persecución, la Iglesia aprobaba y aún


aconsejaba la fuga, contrastando en esta doctrina abiertamente
con la temeridad de los montanistas. Entre ellos, Tertuliano
decía: «un soldado mortalmente herido en el campo de batalla
es más bello que otro que se salva con la fuga» (De fuga
persecut. 10). Pero la Iglesia seguía la doctrina de Cristo, que
había enseñado lo contrario: «cuando se os persiga en una
ciudad, huid a otra» (Mt 10,23). Es la conducta que siguieron
muchos de los hombres principales de la Iglesia antigua.

San Policarpo obispo huye al campo, y confiesa alegremente


su fe cuando en Esmirna es quemado vivo. En el siglo III,
especialmente, muchos guías insignes, como Clemente de
Alejandría, Orígenes, Dionisio Alejandrino, Cipriano, Gregorio
Taumaturgo, Pedro de Alejandría, aconsejan a los fieles
perseguidos la fuga, para evitar tanto el peligro corporal como
el peligro espiritual; y ellos mismos siguen esta humilde actitud.

Ahora bien, cuando estos mismos grandes cristianos han de


confesar valientemente a Cristo, no vacilan en absoluto.
Aguantan, por ejemplo, como Orígenes, graves tormentos en un
largo tiempo de prisión. O aceptan la muerte, como Cipriano o
Pedro de Alejandría.

El exilio voluntario, en fuga de la persecución, con la


motivación de no apostatar, implicaba normalmente la
confiscación de bienes y la ruina, y según expresión de San
Cipriano, venía a ser un martirio de segundo grado (De lapsis
3).

Como se ve en todo esto, los mártires de la Iglesia están


lejos del fanatismo exaltado de algunos sectarios o de la locura
de aquellos gimnosofistas de la India, que se arrojaban al fuego
voluntariamente (Clemente de Alejandría, Stromat. IV,4). Los
mártires, procediendo con humildad y prudencia, obedecen a la
Iglesia, y llegado el caso, dan de su fe un testimonio firme y
perfectamente libre. En estos términos describe San Justino la
confesión de Ptolomeo:

«Siempre sincero, enemigo de astucias y mentiras, confesó


que era cristiano, por lo que el centurión mandó encadenarlo y
lo mantuvo largo tiempo en la cárcel. Llevado, por fin, ante el
prefecto Urbico, como la primera vez, sólo se le preguntó si era
cristiano. Y él, conociendo todos los bienes que debía a la
doctrina de Cristo, confesó de nuevo su fidelidad a la escuela de
la moral divina» (2 Apolog. 2).
El mismo Justino afirma la alegría con que los mártires
confesaban la fe cristiana: «para no mentir ni engañar a los
jueces, nosotros confesamos a Cristo alegremente y morimos»
(1 Apolog. 40).

Efecto en los paganos de la firmeza de los mártires

San Justino, habiendo conocido personalmente varios


procesos de mártires, superó todos los prejuicios que le
mantenían distante de la fe cristiana, y se hizo cristiano. Cuando
él, a su vez, hubo de comparecer ante el prefecto de Roma,
sabiendo éste que se trataba de un hombre muy culto, le
pregunta:

«-¿En qué ciencias y en qué estudios te ocupas tú? -Yo me


he dedicado a estudiar una tras otra todas las ciencias y de
ponerlas todas a prueba, y he venido a quedarme en la doctrina
de los cristianos, aunque ella desagrade a aquellos que se dejan
arrastrar del error pensando falsamente» (Acta S. Justini 1).

En efecto, Justino había buscado la verdad en Aristóteles, en


Pitágoras, en Platón, según él mismo refiere (Dialog. cum Tryph.
18). Pero halló la verdad gracias al testimonio de los mártires:

«Cuando yo era discípulo de Platón, al oír las acusaciones


contra los cristianos, viéndolos yo tan valientes ante la muerte y
ante todo aquello que a los demás aterra, me decía que era
imposible que vivieran en el mal y en la orgía. ¿Qué hombre
impuro y pervertido, que gusta saciarse de carne humana,
puede recibir con alegría la muerte que le priva de todos los
bienes? ¿No preferirá más bien gozar de la vida presente? ¿No
se ocultará de los magistrados antes que exponerse a la muerte
voluntariamente?» (2 Apolog. 12).

La suprema valentía de los mártires le demostró la inocencia


de los cristianos, ajenos a las calumnias que sobre ellos se
difundían, y le convenció de la veracidad de su doctrina, más
que los estudios que él había hecho para compararla con otras.
Y esta misma experiencia se produjo en muchos otros
hombres sinceros de la época. Como consigna Tertuliano,

«muchos hombres, maravillados de nuestra valerosa


constancia, han buscado las causas de tan extraña paciencia, y
cuando han conocido la verdad, se han pasado a los nuestros y
han caminado con nosotros» (Ad Scapulam. 5). «Esta
obstinación de la que nos acusáis es una enseñanza para
vosotros. ¿Quién puede verla sin conmoverse y sin tratar de
hallar su causa? ¿Y quién, habiéndola conocido, no se vendrá
con nosotros?» (Apolog. al final).

Las ejecuciones eran en la época una gran fiesta, que atraía


multitud de espectadores. Todos ellos eran conscientes de que
bastaba una palabra del mártir cristiano, abjurando de Cristo,
aunque fuera dicha en el último momento, para que quedara
libre. Por eso mismo el interés de los espectadores iba creciendo
hasta el instante final.

Participaba así el público, como el coro de una tragedia


griega, en el suceso profundo e intenso que estaban viendo.
Expresaban a veces los asistentes sus sentimientos con
comentarios, gritos, exhortaciones. Mientras el mártir era
torturado, unos pedían más suplicios, otros se compadecían,
algunos lloraban (Martyr. Polic. 4). Otros había que, como en el
caso de los mártires de Lión y Viena, quedaban perplejos,
asombrados ante la firmeza de las víctimas (Eusebio, Hist. eccl.
V, I,56). Se preguntaban confundidos: ¿como es posible
padecer tanto con plena libertad para evitarlo?

Un autor anónimo, en los años de Decio, en el libro De laude


martyrum, describe los sentimientos de quienes veían
atormentar a un mártir en el caballete. «Mientras manos crueles
desgarraban el cuerpo del cristiano, y el verdugo trazaba surcos
sangrientos en sus lacerados miembros, yo oía las
conversaciones de los asistentes. Unos decían: "Hay algo, no sé
qué, de grande en esa resistencia al dolor, en esa capacidad
para soportar tales angustias". Otros añadían: "Estoy pensando
en que tiene hijos y una esposa está sentada en el hogar. Y con
todo, ni el amor paterno ni el amor conyugal pueden quebrantar
su voluntad. Hay aquí algo que estudiar, una valentía que es
preciso examinar a fondo. Es para meditar en aquella creencia
que permite a un hombre padecer tanto y consentir en morir"»
(5).

Muchos de estos espectadores reaccionaron ante el


testimonio impresionante de los mártires como el centurión en
el Calvario y cómo aquellos que volvieron a Jerusalén
golpeándose el pecho y confesando la fe en Jesucristo (Lc
23,47-48). O al menos, como refiere la iglesia de Esmirna en su
carta sobre la muerte de Policarpo, «todo el pueblo comprobaba
maravillado la diferencia que hay entre los infieles y los
cristianos, y qué era lo mejor» (13). Esto explica que cuanto
más se multiplicaban los martirios de cristianos más eran los
paganos que venían a la fe. En efecto, la muerte de los
mártires, según aquella frase célebre de Tertuliano, era semilla
de nuevos cristianos -plures efficimur quoties metimur a vobis;
semen est sanguis christianorum- (Apolog. 50).

Ciertamente que no todos los paganos reaccionaban con


nobleza ante los mártires. No pocos de ellos se burlaban de ellos
como los judíos se burlaban del Crucificado, y decían, por
ejemplo, ante los mártires de Lión y Viena: «¿dónde está su
Dios? ¿De qué les sirve esa religión a la que han sacrificado sus
vidas?» (Eusebio, Hist. eccl. V,1,60). También entre los más
intelectuales se daban reacciones muy diversas. Unos, como
Justino en el siglo II o como Arnobio en el IV, se convirtieron
ante la confesión de los mártires. Otros no llegaban a tanto,
pero al menos, como Séneca, se conmovían de admiración:

«¿Qué es la enfermedad comparada con las llamas, el


caballete, las chapas ardientes o los hierros aplicados a las
heridas no cicatrizadas, para renovarlas y ahondarlas más? En
medio de estos dolores ha habido quien ni siquiera ha gemido;
menos aún, ni siquiera ha suplicado; menos, no ha respondido;
menos todavía, ha sonreído, ha sonreído de buen grado» (Epist.
78).

En el siglo II, Celso, uno de los peores adversarios del


cristianismo, en su Discurso verdadero, reconoce la valentía de
los mártires: «mantienen indomable firmeza para guardar su
doctrina, y no seré yo quien les acuse por esa obstinación. Bien
vale la verdad que uno sufra por ella, y yo me guardaré de decir
que se haya de abjurar de la fe abrazada, o fingir negarla, para
escapar de los peligros que ella pueda traer entre los hombres»
(Orígenes, Contra Celsum 1,6).

Otros intelectuales, sin embargo, duros y despectivos ante


los mártires cristianos, se cerraban a toda compasión o
admiración, rehusando toda virtud verdadera al cristiano que
moría por su fe. Marco Aurelio censuraba lo que él estimaba
terquedad y fasto trágico de los mártires (Pensamientos XI,3).
Epícteto, el estoico, no veía en el martirio cristiano sino una
obstinación fanática (Arriano, Dissert. IV,7). Y en términos
semejantes se expresan el retórico Elio Arístides (Oratio XLVI) o
el satírico Luciano, que se divierte haciendo la caricatura de un
mártir (De morte peregrini).

Eran generalmente los hombres sencillos del pueblo los que


entendían la lección heroica de los mártires. Hay de ello muchas
huellas documentales.

A principios del siglo III, por el edicto de Septimio Severo, el


prefecto de Egipto condena a muerte a la cristiana Potamiana y
a su madre Marcela. Aquella joven cristiana, habiendo vencido
toda clase de lazos tendidos contra su fe y su virtud, es
conducida al suplicio por el soldado Basílides, que está
conmovido por su valentía y que la defiende de los gestos y
gritos obscenos de algunos espectadores. Llegados al lugar del
suplicio, Potamiana le da las gracias por su compasión y le
promete interceder por él ante Dios. Nunca olvidó el soldado lo
que entonces oyó y vio. La joven fue sumergida lentamente en
una caldera de betún inflamado, y murió cuando fue introducida
hasta el cuello. Una noche se le apareció Potamiana, la cual le
puso una corona en la cabeza y le aseguró que le había sido
concedida la gracia divina. Algún tiempo después aquel soldado
se declaraba cristiano, y conducido ante el prefecto, persistió en
la confesión de la fe. Encarcelado, él mismo contó a los
cristianos que le visitaban esta historia, y poco después fue
decapitado. El martirio de una virgen transformó a un soldado
en un mártir (Eusebio, Hist. eccl. VI,5).

Aún se dieron casos más espectaculares en los mismos que


juzgaban o guardaban en prisión a los mártires cristianos,
maravillados por la diferencia que había entre éstos y los presos
ordinarios. Un actuario, antes que escribir la condenación de un
mártir, arrojó sus tablillas y estilete y se confesó él también
cristiano (Passio S. Cassiani). Carceleros hubo que, conmovidos
por la bondad de los mártires, fueron convertidos y aún
bautizados por ellos. Los soldados, concretamente, hombres del
pueblo, muchas veces se conmovían ante el testimonio de los
mártires.

Así lo vemos, por ejemplo, en la prisión militar de Cartago,


en el martirio de Perpetua, Felícitas y compañeros. El suboficial
Pudente, encargado de su guardia, escribe Perpetua, «comenzó
a tenernos en mucho, entendiendo que había en nosotros gran
virtud de Dios» (9). Y añade el narrador que sigue su crónica:
pronto «creyó enteramente» (16). Éste fue precisamente el
encargado de llevarlos al anfiteatro. Sáturo, después de ser
acometido por varias fieras que apenas le tocaron, le dice a
Pudente: «Fíjate cómo, según te lo había predicho, no he
sentido aún las mordeduras de ninguna fiera. Ahora, pues, no
demores más el creer de todo corazón, porque yo me voy ya, y
la dentellada de un leopardo me matará». Así fue, y el mártir,
antes de morir, le añade: «Adiós, acuérdate de mi fe. Que este
espectáculo no te escandalice, sino que te confirme». Y pidiendo
al soldado su anillo, lo mojó en la sangre de sus heridas, y se lo
devolvió (21). Sangre fecunda de los mártires: el nombre de
Pudente quedó pronto agregado al martirologio de Cartago.

La fecundidad inmensa de la sangre de los mártires sigue


engendrando cristianos al paso de los siglos. En 1888, pasada la
terrible persecución de Conchinchina, escribía un misionero en
los Anales de la propagación de la fe (enero 1889,33) que, en lo
más duro de la persecución, se le presentó un pagano para
pedirle el bautismo. «-¿Y cómo ha sido tu conversión? -Porque
he visto morir a cristianos, y quiero morir como ellos mueren.
He visto echarlos a los ríos y pozos, quemarlos vivos y
atravesarlos con lanzas. Y todos morían con una alegría que me
dejaba asombrado, rezando y animándose unos a otros.
Solamente los cristianos mueren así, y por eso me he
convertido».

Lección Décima
Honores rendidos a los mártires

La sepultura concedida

Ha terminado el drama trágico del martirio, y la


muchedumbre se aleja embargada de sentimientos muy
diversos: unos contentos y satisfechos, otros tristes y
preocupados, algunos conmovidos...

Pero junto a los restos del mártir queda un grupo de


familiares, amigos o hermanos en la fe. La ley disponía que
aquellos restos lastimosos fueran entregados a quien los
reclamara.

«Los cuerpos de los ajusticiados se deben entregar a quien


los pida para enterrarlos» (Pablo, Digesto XLVIII, XXIV,3). «Los
cadáveres de los decapitados no se deben negar a los parientes.
Las cenizas y huesos de los ejecutados por el fuego se pueden
recoger y depositar en un sepulcro» (Ulpiano, ib. 1).

A ejemplo de José de Arimatea, que pide a Pilato el cuerpo


del Salvador (Mt 27, 57-58), los fieles cristianos piden a los
magistrados los cuerpos de sus hermanos martirizados. Y aún
durante las mismas persecuciones, se hacen a los mártires
solemnes exequias.

Cuando en Cartago fue decapitado el obispo San Cipriano, los


fieles lo sepultaron de modo provisional cerca del lugar de su
ejecución. Pero por la tarde, fueron a buscarlo clero y fieles, y
en procesión solemne, con cirios y antorchas, cantando himnos
de victoria -cum cereis et scolacibus, cum voto et triumpho- , lo
trasladaron a una posesión del procurador Macrobio Condidiano,
junto a un camino que llamaban «la vía de los sepulcros», y allí
recibió sepultura definitiva.

La sepultura denegada

Ésta era la costumbre normalmente seguida, según suelen


referir las Passiones de los mártires. Pero en ocasiones la ley
permitía que los magistrados negaran la concesión de sepultura:
nonnumquam non permittitur (Ulpiano, Digesto XLVIII,
XXIV,1). Varios ejemplos de esto se dieron en tiempo de Marco
Aurelio.

Los restos de los mártires de Lión, tanto de aquellos que


murieron en la cárcel como de los decapitados o arrojados a las
fieras, fueron echados a los perros. Y a los seis días, lo que
quedaba, fue quemado y arrojado al Ródano: «Los paganos -
escriben los hermanos de Lión- creían que de este modo habían
vencido la voluntad del Altísimo, privando a los mártires de la
resurrección. Así, se decían, se quitará toda esperanza de
renacimiento a estos hombres animados por esta esperanza,
que desprecian las torturas y que corren alegremente a la
muerte, introduciendo en el Imperio una religión extraña.
Veamos ahora si resucitan y si su Dios le ayuda y consigue
arrancarlos de nuestras manos» (Eusebio, Hist. eccl. V,1,57-
63).

Este tosco prejuicio, que también es consignado en otros


documentos, fue uno de los motivos que a veces indujo a los
paganos a matar a los cristianos de modos que aniquilasen lo
más posible sus cuerpos -como por el fuego-, y a negar
sepultura digna a sus restos. Pensaban que así hacían imposible
su resurrección, y que de este modo perseguían a sus víctimas
no solo en este mundo, sino también en el otro. Vano intento.

«Cuando mi cuerpo haya sido destruido -escribe San Ignacio


a los romanos (4)- seré verdaderamente discípulo de
Jesucristo». Pionio declara en la pira que va a reducirle a
cenizas: «Aquello que sobre todo me mueve a buscar la muerte,
lo que me da fuerza para aceptarla, es el deseo de convencer a
todo el pueblo de que hay una resurrección» (Passio S. Pionii
21).

Ese odio supersticioso de los paganos explica que en la época


de Diocleciano muchos mártires, después de ser decapitados,
sofocados por el fuego o muertos por las fieras, fueran
arrojados al río o al mar, o quedaran abandonados en el suelo
prolongadamente. Eusebio narra uno de estos actos de barbarie,
que fue seguido de un suceso impresionante:

«El gobernador de Cesarea llegó en su furor contra los


siervos de Dios hasta pisar las leyes de la naturaleza,
prohibiendo dar sepultura a los restos de los santos. Por orden
suya, eran custodiados al aire libre día y noche, para que las
fieras pudieran devorarlos. Cada día se podía ver a una
muchedumbre que velaba para que esta orden se ejecutara
exactamente. Los soldados impedían que se recogieran los
cadáveres, como si en esto les fuera mucho, y los perros, las
fieras, las aves carnívoras destrozaban y dispersaban los
miembros humanos, dejando restos de huesos y vísceras por
cualquier lugar de la ciudad. Algunos dicen haber visto restos de
cadáveres en las calles. Pues bien, al cabo de varios días
sucedió un prodigio. Estando el cielo limpio y sereno, por las
columnas que sostienen los pórticos comenzaron a correr gotas
de agua, que mojaban el suelo de las plazas, aunque ni había
llovido ni caído rocío. El mismo pueblo reconoció que la tierra,
no pudiendo soportar las impiedades que se cometían sobre
ella, había derramado lágrimas, y que las piedras, seres
privados de razón, habían llorado para conmover a los bárbaros
corazones de los hombres». Eusebio apela al testimonio de
cuantos vieron con sus propios ojos estas lágrimas de las cosas,
lacrymæ rerum (De Martyr. Palest. 9,12-13).

Junto a este odio supersticioso a los restos de los mártires ha


de tenerse también en cuenta que a los magistrados les irritaba
profundamente los honores solemnes que eran tributados a
quienes ellos habían infamado y condenado, viendo además en
tales honores un estímulo para que se afirmara aún más la
superstición cristiana.
Ya en siglo II, los familiares del irenarca de Esmirna piden al
procónsul de Asia que no ceda a los cristianos el cadáver de San
Policarpo, «no sea que dejen ahora al Crucificado para adorar a
éste» (Martyrium Polic. 17). Los fieles, sin embargo, logran
recoger los huesos del mártir perdonados por las llamas, «más
preciosos para nosotros que el oro y las piedras preciosas» (ib.
18).

Al principio de la persecución de Diocleciano, los servidores


cristianos de palacio que fueron martirizados recibían sepultura.
Pero luego se mandó desenterrarlos y arrojar los restos al mar,
temiendo que «si permanecían en sus tumbas comenzarían a
adorarlos como a dioses» (Eusebio, Hist. eccl. VIII,6). El
gobernador Daciano, mandar arrojar al mar los restos del
diácono San Vicente, martirizado en Valencia, «temeroso de que
si los cristianos guardaban sus reliquias, lo honrasen como a
mártir» (Passio S. Vincentii 10).

La denegación de sepultura se hizo frecuente al comienzo del


siglo IV, cuando la guerra contra los cristianos se hizo más
violenta y sistemática. Pero en términos generales puede
decirse que, salvo alguna excepción, en los tres primeros siglos
no hubo obstáculos para la libre inhumación de los mártires, que
a veces era muy solemne. Santa Cecilia y San Jacinto, por
ejemplo, fueron depositados en sus tumbas con mortajas tejidas
con hilos de oro.

Rescate de las reliquias de los mártires

La Iglesia, desde su inicio, tributa un honor inmenso a sus


miembros inmolados a causa de la fe (Libanio, Epitaphios
Juliani; S. Gregorio Nacianceno, Oratio IV,58; VII,11; S. Juan
Crisóstomo, In Juventinum et Maximinum 2). La devoción de los
fieles hacia los restos de los mártires es tan grande que no
dudan en exponer sus vidas para recuperarlos. Se atreven a
infringir las graves disposiciones de los magistrados, y emplean
su dinero y su astucia para recoger las reliquias de los mártires
y llevárselas en secreto.
Bajo Marco Aurelio, son «robados» los restos de San Justino
y compañeros en Roma (Acta S. Justini 5), y en Lión las
reliquias de los santos Epípodo y Alejandro (Passio SS. Epipodii
et Alexandri 12). Bajo Decio, los fieles «hurtan para colocarlos
en lugar seguro» los restos de Carpos, Papylos y Agathonice
(Martyrium Carpi, Papyli et Agathonicae in fine). Bajo Valeriano,
en Tarragona, los fieles van de noche al anfiteatro y apagando
la hoguera, que todavía ardía, rescatan de los rescoldos los
restos de Fructuoso y de sus diáconos (Acta Fructuosi, Augurii et
Eulogii 6). Bajo Diocleciano, en años en que la prohibición de
sepultura era más frecuente, se producen muchos de estos
rescates devocionales. En Macedonia, unos cristianos que se
disfrazan de marineros van en barcas para recoger con redes los
cuerpos de Filipo y Hermes, arrojados al Hebro (Passio S.
Philippi 15). En Roma, en la pequeña catacumba de Generosa,
con cascotes de otras tumbas, se construye a toda prisa una
tumba para guardar los cuerpos de los mártires Faustino y
Simplicio, pescados en el Tíber (Acta SS. Beatricis, Simpliciis et
Faustini, en Acta SS. julio, VII,47).

¡Qué devoción inmensa la de los cristianos hacia los mártires,


queriendo guardar fielmente no solo la memoria de su triunfo,
sino hasta las menores partículas de sus restos corporales!

Los cristianos de Cartago, cuando su obispo San Cipriano


está de rodillas para ser decapitado, extienden delante de él
paños y lienzos, para que no se pierda ni una gota de su sangre
(Acta proconsularia S. Cypriani 5). Cuando fue abierta la tumba
de Santa Cecilia, al lado de la mártir, se hallaron lienzos
manchados de sangre, que habían sido enterrados con ella. El
poeta Prudencio vio en la catacumba de San Hipólito una pintura
que representaba a los fieles recogiendo con esponjas la sangre
de este mártir (Peri Stephan. XI, 141-144).

En la última persecución, cuando era negada la sepultura a


los mártires, a falta de su cuerpo, los fieles inhumaban con toda
solemnidad su sangre. Una inscripción de Numidia recuerda esta
piadosa ceremonia, en honor de unos mártires que se negaron a
ofrecer incienso a los ídolos: «Inhumación de la sangre de los
santos mártires que sufrieron en la ciudad de Milevi, siendo
presidente Floro, en los días de la prueba del incienso» (Bullet.
di Arch. Crist. 1876, lam. III, nº 2).

Los sepulcros de los mártires

La ley romana prohibía toda profanación de las sepulturas.


Un rescripto de Marco Aurelio, que se aplicaba en todos los
casos, disponía que «los cadáveres que han recibido justa
sepultura no sean turbados jamás en su reposo» (Marciano,
Digesto XI, VII,39). Por tanto, los restos de los mártires, una
vez sepultados, quedaban seguros, si no de toda violencia
popular, sí al menos de toda profanación legal.

Era muy importante fijar bien los límites de una sepultura,


pues la ley daba a ésta una condición «religiosa», haciéndola
inalienable, fuera del comercio. Por eso en muchos epitafios
antiguos se da la medida exacta del terreno funerario -in fronte
pedes... in agro pedes...-. Había campos funerarios de gran
extensión, como verdaderos parques, y los había muy
reducidos, como las tumbas modernas. No pocos cementerios
cristianos se formaron en torno al sepulcro extenso de un mártir
famoso.

Cuando bajo Caracalla fue martirizado Alejandro, obispo de


Baccano, en la Toscana, se consiguió para su sepulcro un
terreno de trescientos pies cuadrados (Passio S. Alexandri, en
Acta SS. sept. VI,235). La mayor parte de las catacumbas
medianas o pequeñas de Roma, situadas a veces en fincas de
cristianos ricos y generosos, se formaron de este modo,
añadiendo tumbas en torno al sepulcro de un mártir ilustre.

Las antiguas tumbas de los mártires no estaban ocultas. Los


mártires y confesores del linaje de los Flavianos, por ejemplo,
ya en el siglo I, tienen su sepulcro junto a Roma, en la vía
Ardeatina, y en él se entra por un acceso monumental, que aún
se conserva (Bullet. di Arch. Crist. 1865, 335 y 96). Y a
principios del siglo II, el sacerdote romano Cayo escribe: «Yo
puedo mostrar los trofeos de los Apóstoles. Si vais al Vaticano o
a la vía Ostiense, allí encontraréis los trofeos de quienes
fundaron la iglesia de Roma» (Eusebio, Hist. eccl. II,25,7). Las
tumbas de San Pedro y de San Pablo, siglo y medio después de
su martirio, eran todavía reconocibles por algún mausoleo.

En tiempos ordinarios, por tanto, no hallaban los cristianos


obstáculos para sepultar dignamente a sus mártires, y para
visitar por devoción sus sepulcros. Incluso la ley permitía, con
licencia del emperador, trasladar los restos de los mártires que
habían muerto en el destierro (Marciano, Digesto XLVIII,
XXIV,2; Tácito, Annales XIV,12).

Así fueron trasladados desde la isla de Cerdeña los restos del


Papa Ponciano, cuyo epitafio se halla en el cementerio de San
Calixto. Su sucesor, Flaviano, con los permisos necesarios, fletó
un navío, y acompañado de numeroso clero, rescató de su
destierro las reliquias de aquel confesor de Cristo (Liber
Pontificalis, Pontianus; edit. Duchesne, I,145).

El título de mártir en la disciplina de la Iglesia

¿Cómo se distinguían las tumbas de los mártires de las de los


simples fieles? La señal más obvia y visible era la inscripción del
título de mártir en la lápida sepulcral. Esta tumbas eran en
seguida objeto de devoción y culto entre los cristianos. Y esto
despertaba el recelo o el odio de los perseguidores.

Prudencio expresa el odio de los perseguidores a las tumbas


de los mártires, poniendo en labios de uno de aquéllos estos
versos: «voy a destruir hasta sus huesos, para que no se les
erijan tumbas -visitadas luego por la muchedumbre- ni se les
hagan inscripciones con el título de mártir» (Peri Stephanon
V,389-392).

A pesar de los destrozos de los siglos, quedan aún muchos


de estos tituli primitivos, en los que la palabra martyr, entera o
abreviada -a veces con la letra M-, fue escrita en el mismo
tiempo del martirio.

En el cementerio de San Hermes, por ejemplo, se conserva


íntegra en una lápida elevada la inscripción: «Depositado el 3 de
los idus de septiembre, Jacinto, mártir - DP. III IDUS SEPTEMBR
YACINTHUS MARTYR». Y en la cripta de Lucina, el epitafio del
Papa Cornelio, obispo, epíscopo: «CORNELIUS MARTYR EP».

Los minuciosos procesos modernos para la canonización de


los santos eran, evidentemente, desconocidos en la antigüedad.
Los siervos heroicos de Cristo eran canonizados por el pueblo
sin más. Sin embargo, la autoridad eclesial vigilaba para que no
se diese el título de mártir a quien no lo hubiese merecido
realmente. Por eso desde muy antiguo se llevaba en las iglesias
listas de los cristianos que habían muerto por Cristo, y se
celebraba su aniversario en el calendario litúrgico.

San Cipriano, por ejemplo, nombra a varios mártires


anteriores a la mitad del siglo III, que eran públicamente
conmemorados en Cartago el día aniversario de su martirio
(Epist. 64).

En cada iglesia, probablemente, se mantenía al día, en lo


posible, el catálogo de los mártires. Lo que requería una cierta
indagación para no inscribir en él a ninguno sin fundamento
seguro.

Porque también había tumbas de mártires imaginarios, cuyo


culto reprobaba la Iglesia. El reconocimiento oficial del título de
mártir se llamaba vindicatio.

San Optato reprende a una matrona, en tiempos de


Diocleciano, por haber besado, antes de comulgar, las reliquias
de un supuesto mártir, no reconocido por la Iglesia como tal -
necdum vindicati- (De schism. donatist. I,16).

Eso explica que en algunos epitafios el título de mártir,


entero o abreviado, aparezca añadido posteriormente, una vez
realizada por la Iglesia la vindicatio. Hay huellas, pues, de que
en este punto la Iglesia guardaba una cuidadosa disciplina ya
desde antiguo; severidad tanto más necesaria cuanto mayor era
la devoción de los fieles a los cristianos muertos por confesar la
fe en Cristo.
La devoción a los mártires

Una muestra principal de la devoción de los fieles a los


mártires es el empeño que ponían en ser enterrados junto a sus
sepulcros, como si eso les ayudara a entrar con ellos al cielo.

En las catacumbas de Domitila un expresivo fresco nos


muestra a una santa de venerable aspecto que acoge en el cielo
a una joven inhumada junto a ella. Algunos epitafios indican que
el difunto reposa «junto a los santos», ad sanctos, ad martyres,
inter limina martyrum, inter sanctos, etc. Y este afán devoto no
era solo del pueblo, pues también hombres como San Gregorio
Nacianceno, San Ambrosio o San Paulino hacen enterrar a sus
parientes junto a los mártires (Bullet. di Arch. crist. 1875,22-
23).

No había, en efecto, nada supersticioso en esta devoción. La


devoción a las reliquias de los mártires es en aquellos siglos
profundamente espiritual, aunque no todos lo estimaran así.

En el epitafio de un arcediano de Roma, enterrado junto al


mártir San Lorenzo se lee: «No es útil, sino más bien peligroso,
descansar muy cerca del sepulcro de los santos. Una santa vida
es el mejor medio para merecer su intercesión. No hemos de
unirnos a ellos por el contacto corporal, sino con el alma» (ib.
1864,33). Y San Agustín, con menos dureza, pero con el mismo
espíritu, responde a una pregunta de San Paulino de Nola: «La
ventaja que puede haber en ser enterrados junto a las tumbas
de los santos es que quien viene a orar por el difunto,
conmovido por la vecindad de los mártires y lleno de fe en su
intercesión, ore con redoblado fervor» (De cura pro mortuis
gerenda, in fine).

La intercesión de los mártires

El mayor honor que los cristianos rinden a sus hermanos


mártires es solicitar asiduamente su intercesión poderosa junto
a Dios. Y cuando aún vivían en la tierra, los mismos mártires
tuvieron clara conciencia de este poder suyo de intercesión ante
el Señor, por quien ofrecían su vida.
En efecto, muchos mártires en el momento del suplicio, se
sienten movidos a pedir por sus hermanos y por toda la
«fraternidad» cristiana. San Policarpo, antes de ser detenido,
ora día y noche por la iglesia que le ha sido confiada; y ya
detenido, solicita una hora para orar por su pueblo, de modo
que sus perseguidores quedan conmovidos; y todavía atado al
poste, donde será quemado, alza a Dios una oración
verdaderamente grandiosa (Martyr. Polic. 7,14).

Mientras llevan al obispo Fructuoso al anfiteatro de


Tarragona para ser quemado, un cristiano pide su oración, y él
le contesta: «Yo tengo que acordarme de la Iglesia católica,
extendida de Oriente a Occidente» (Acta SS. Fructuosi, Augurii
et Eulogii 3).

San Ireneo, obispo de Sirmium, bajo la espada ya del


verdugo, ora así: «¡Señor Jesucristo, que te dignaste padecer
por la salvación del mundo! ¡Quieran los cielos abrirse y los
ángeles recibir al alma de tu siervo Ireneo, que padece hoy por
tu nombre y por el pueblo de Sirmium! Suplico tu misericordia
para que te dignes acogerme a mí y confirmar a éstos en la fe»
(Passio S. Irenæi 5).

Un mártir de Palestina, antes de ser ejecutado, alza su


corazón a Dios en unas oraciones grandiosas, que son un eco de
la liturgia siríaca del siglo IV: pide la paz para el pueblo, pide
para que los judíos lleguen a la fe en Cristo, y también,
«siguiendo el orden», como dice Eusebio, pide por los
samaritanos, por los paganos, por la muchedumbre que le rodea
deshecha en lágrimas, por el juez que le ha condenado, por los
emperadores, por el verdugo que va a ejecutarle, solicitando de
la bondad de Dios que a nadie se impute su muerte (Eusebio,
De Martyr. Palest. 8,9-12).

Muchas Actas nos muestran a los mártires cumpliendo con


toda su alma este ministerio grandioso de intercesión por todos.
Y los cristianos, con fe cierta, les suplican que en el cielo sigan
intercediendo por ellos.
Sobre el sepulcro de los mártires flota, pues, como nube de
incienso, una plegaria continua. Es la impresión que se siente al
recorrer las interminables galerías de las catacumbas de Roma.
Aquí y allá, incluso, se leen todavía invocaciones llenas de fe
ingenua y cierta.

«¡Que las almas de todos los Santos te reciban!», escriben


unos padres en la lápida de su niño de tres años (Bullet. di Arch.
crist. 1875,19). Una madre afligida ora a una mártir: «Basila, te
encomiendo la inocencia de Gemelo» (Museo Letrán VIII,16). Y
unos padres: «Basila, te recomendamos a Crescentino y a
Micina, nuestra hija» (ib. 17). Los epitafios, junto al nombre del
difunto, incluyen con frecuencia súplicas semejantes: «San
Lorenzo, recibe su alma», «Que el señor Hipólito te alcance el
refrigerio», «Que los mártires Genaro, Agatopo y Felicísimo te
refrigeren», etc.

Estas inscripciones son una confesión conmovedora acerca


del valor de intercesión de los mártires y de la existencia del
purgatorio. Junto a ellas se encuentran numerosas inscripciones
grabadas con estilete o con carbón por peregrinos devotos en
las paredes, junto a las tumbas de los mártires. En el
cementerio de San Calixto, por ejemplo, la pared de la capilla
funeraria de los Papas está completamente cubierta de estos
letreros. Son graffiti que reflejan con gran elocuencia la fe y
espiritualidad del pueblo cristiano primero.

La piedad popular, en efecto, se muestra conmovedoramente


elocuente: «Ésta es la verdadera Jerusalén, adornada con los
mártires del Señor». «Vive en Cristo», «vive en Dios», «vive en
el Eterno», «descansa en paz». «Acuérdate de nosotros en tus
oraciones» (De Rossi, Roma sotterranea II,13-20).

En la catacumba de San Calixto, donde reposa Santa Cecilia,


junto a tantos Papas mártires, un piadoso visitante va grabando
en los muros una súplica in crescendo:

Antes de entrar en el vestíbulo, escribe: «Sofronia, vive con


los tuyos - Sofronia, vivas cum tuis». En la puerta de una
capilla, expresa ya un deseo más piadoso: «Sofronia, ojalá vivas
en el Señor - Sofronia, [vivas] in Domino». Por fin, más adentro
todavía, en el arcosolio de otra capilla, y con letras más grandes
y cuidadas: «Dulce Sofronia, vivirás siempre en Dios - Sofronia
dulcis, semper vives in Deo». Su visita a la tumba de los
mártires había confortado más y más su fe y su esperanza (De
Rossi, I,213).

La apoteosis de los mártires

Obtenida ya la paz de la Iglesia, una corriente siempre


creciente de devoción, a lo largo del siglo IV, va discurriendo
hacia las tumbas de los mártires antiguos y recientes. Los fieles
visitan los sepulcros siempre conocidos y venerados, y también
los restos de aquellos confesores que, habiendo sido escondidos
en la persecución, descubren ahora para la piedad de los fieles
santos obispos, como Ambrosio en Milán (Epist. 22; De
exhortatione virginitatis I,2) o Dámaso en Roma: «se venera
aquí lo que, habiendo sido buscado, se encontró -quæritur,
inventus colitur», dice el elogio de este Papa a San Eutiquio
(Inscr. christ. urbis Romæ II,66, 105,141).

Las criptas sepulcrales se agrandan y embellecen, se decoran


con mármoles y pinturas, mosaicos y metales preciosos, y se
ensanchan las galerías y las escaleras internas. Se inscriben
epitafios, a veces en verso, para guardar memoria perpetua de
lo que nunca debe ser olvidado. Tumbas, transformadas en
altares, sostienen lámparas llenas de óleo perfumado. Por las
oscuras galerías, que ahora resuenan con cantos de victoria,
otras luces conducen a los fieles hasta los restos gloriosos de los
mártires.

Pero las cámaras sepulcrales eran muy estrechas para


contener a tantos cristianos, que quieren arrodillarse ante una
tumba, besar los mármoles, recoger un poco de tierra o unas
gotas del óleo de una lámpara; las únicas reliquias entonces
permitidas, pues se prohibía dividir las reliquias de los mártires
(S. Gregorio Magno, Epist. III,30).

Por eso, junto a las tumbas de los más célebres testigos de


Cristo, o encima de ellas, van alzándose basílicas grandiosas,
capaces de contener, bajo sus artesonados resplandecientes de
oro, la multitud de los fieles (Prudencio, Peri Stephan. XI, 213-
216; III,191-200). Cesadas las persecuciones, las iglesias
establecen sus calendarios litúrgicos, reservando fiestas de
aniversario para sus mártires más ilustres, y constituyéndolos
patronos de ciudades y pueblos.

Celebrando estas fiestas de los mártires, son predicados


muchos sermones y homilías, en el Oriente por Basilio, Gregorio
Nacianceno, Gregorio Niseno, Juan Crisóstomo, en África por
San Agustín, en Milán por Ambrosio, en Roma por Gregorio
Magno. En el nicho del ábside de la basílica semisubterránea de
los santos mártires Nereo y Aquileo, puede aún verse el lugar
donde estaba la cátedra desde la que predicó San Gregorio
Magno: «los santos ante cuyas tumbas estamos reunidos,
despreciaron el mundo - sancti, isti, ad quorum tumbam
consistimus, spreverunt mundum» (Hom. SVIII in Evang: PL
76,1210).

Cuando así habla el Papa Gregorio, a quien sus


contemporáneos llaman «el cónsul de Dios» (Inscr. christ. urb.
Romæ II,52), los mártires de Roma permanecen todavía en sus
sepulcros inviolados. Desde principios del siglo V, cuando cesan
los enterramientos en las catacumbas, hasta principos del siglo
IX, los cementerios subterráneos que rodean a Roma siguen
siendo lugar de peregrinación. En ese tiempo los Papas acaban
de hacer los traslados a las iglesias de los restos de los
mártires, queriendo evitar así el peligro de profanaciones a
causa de las invasiones lombardas y a causa también del triste
abandono de la zona rural romana.

Italianos y extranjeros procedentes a veces de países muy


lejanos acudían siempre en esa época a venerar las tumbas de
los mártires en las catacumbas. Tal era la muchedumbre de
peregrinos que para ellos se componen entre los siglos VI y VIII
verdaderas Guías de la Roma Cristiana, en las que, por el orden
de las vías romanas, se va indicando cada cementerio, y en
éstos las tumbas de los mártires. Estas Guías, que sirvieron
hace tantos siglos para orientar la devoción de los fieles, fueron
en buena medida las que en el siglo XIX guiaron a De Rossi en
su descubrimiento progresivo de las catacumbas.

En síntesis

Las persecuciones contra los cristianos forman parte


importante de la política interior y de la legislación del Imperio
romano. Sin embargo, en este marco absolutamente adverso,
en el que a lo más se alterna algún período de relativa
tolerancia, el cristianismo, apenas nacido, se extiende por el
Imperio de Roma con extraordinaria rapidez, e incluso se
proyecta más allá de él, avanzando siempre unidos el
apostolado y el martirio. El cristianismo conquista países enteros
antes del fin de las persecuciones.

La fe en Cristo penetra al mismo tiempo el mundo de los


civilizados y de los bárbaros, de los letrados y de los ignorantes,
de los esclavos, de la aristocracia y de la burguesía,
introduciéndose en las condiciones de vida más diversas.

Este hecho impresionante es tanto más admirable siendo así


que los convertidos, al hacerse cristianos, sabían perfectamente
a lo que se comprometían, pues ninguno ignoraba que desde el
momento de su conversión quedaban expuestos a ser
perseguidos como enemigos del Estado y de los dioses, y a ser
abrumados por toda suerte de calumnias y de marginaciones.
Muy grande ha de ser el atractivo de la fe cristiana para atraer
tanto a tantas personas de diferentes razas, lenguas y pueblos,
que al hacerse cristianos ponen sus cabezas bajo una espada
que en cualquier momento puede matarles.

Porque el martirio, en efecto, no fue un hecho restringido a


unas pocas víctimas. El gran número de mártires, no ya en los
siglos III y IV -época en que este gran número es reconocido
por todos los autores competentes-, sino también en el II y aun
en el I, está demostrado por documentos ciertos, aunque
ninguno de ellos ofrezca estadísticas concretas.

Este gran número de mártires asombra tanto más cuando se


piensa que todos ellos aceptaron su muerte con absoluta
libertad. Los mártires no son simples condenados por infringir
ciertas leyes o por abandonar el culto oficial: son condenados
voluntarios, puesto que una sola palabra hubiera sido bastante
para obtener la libertad, deteniendo el suplicio o la ejecución.
Pero ellos no pronunciaron esta palabra, porque prefirieron
permanecer fieles a Jesucristo. Su muerte, de este modo, se
convierte en un triunfo absoluto de la libertad moral, una
victoria particular del cristianismo, que por sí sola bastaría para
establecer su transcendencia, ya que ninguna otra religión ni
escuela filosófica ha tenido mártires propiamente dichos.

Para contemplar la grandeza de este triunfo recordemos que


el sacrificio de los mártires fue precedido y acompañado de
terribles pruebas morales -renuncia a ambiciones legítimas,
ruina completa de la familia, quebrantamiento de los más dulces
lazos- y de espantosos padecimientos físicos -previstos unos por
las leyes, o inventados, aún más atroces, por una crueldad a la
que la ley no ponía freno-. ¿Puede explicarse por las solas
fuerzas humanas la constancia de tantos millares de personas,
de todo sexo y de toda edad, que voluntariamente soportaron
tales dolores a lo largo de tres siglos?

Al concluir nuestro estudio, no podemos, en fin, sino saludar


a los mártires como a los héroes más puros de la historia. Eso
explica que ellos hayan recibido honores que ninguna otra clase
de héroes ha recibido jamás. Millones de hombres, a través de
la oración y de la liturgia de la Iglesia, permanecen en constante
comunión con ellos, como con seres siempre dispuestos a
escuchar súplicas y dejar sentir su intercesión poderosa. Ya sus
contemporáneos les invocaron, con súplicas conmovedoras que
permanecen grabadas en los muros de las catacumbas. Y
también nosotros seguimos invocándolos con una confianza que
los siglos no disminuye. También nosotros, como sus
contemporáneos, veneramos sus reliquias, asistimos al santo
sacrificio ofrecido sobre sus tumbas, transformadas ahora en
altares de Cristo.

Al honrarlos, al hablar de ellos, al estudiar los documentos


que a ellos nos acercan, sabemos que no nos acercamos
solamente a un polvo muerto. Sabemos que en ese sudario de
color púrpura, cuyos pliegues apartan con respeto nuestras
manos, hallamos seres vivientes, inmortales, que descansan
guardados por la viviente e inmortal Iglesia, fundada sobre su
sangre.

Final
El maravilloso testimonio de los mártires

Las diez lecciones de Paul Allard sobre el martirio en los


primeros siglos de la Iglesia resultan sumamente iluminadoras.
Muestran la espiritualidad pascual (pasión-resurrección) de los
primeros cristianos con una claridad que puede resultar
cegadora para no pocos cristianos actuales.

Aquellos cristianos primeros, como Cristo, aceptaban perder


su vida por el Reino de Dios en este mundo; entendían con
facilidad que no era posible ser discípulo de Jesús sin tomar
cada día su cruz; no pensaban, ni de lejos, evaluar el
cristianismo considerando su eventual éxito o fracaso en este
mundo; tampoco se les pasaba por la mente despreciar a la
Iglesia al verla rechazada y perseguida por los paganos; no
soñaban siquiera que pudiera ser lícito omitir o negar aquellas
doctrinas o conductas que vinieran exigidas por el Evangelio,
aunque trajeran marginación, penalidades y muerte; estaban
dispuestos a perder prestigio, familia, situación cívica y
económica o la misma vida con tal de seguir unidos a Cristo, el
Salvador del mundo.

Apostasía y rechazo del martirio


Esas primitivas actitudes martiriales han de ser recuperadas
con urgencia por el pueblo cristiano actual, empezando, claro
está, por sus guías, pastores y teólogos. Es verdad que en
nuestro tiempo ha habido muchos, muchísimos mártires, como
recordábamos en la Introducción. Pero al mismo tiempo es
también verdad que en la historia de la Iglesia no se halla un
siglo en el que la apostasía haya sido tan amplia como en
nuestro tiempo. Han sido y están siendo incontables los
cristianos que han apostatado de la fe, han despreciado los
mandamientos de Jesús, se han alejado masivamente de la
Eucaristía, es decir, se han marginado del memorial de la Pasión
y Resurrección del Señor, y han abandonado la Iglesia.

Y al menos en muchos países de antigua filiación cristiana,


estos innumerables cristianos lapsi (caídos) se han alejado de
Cristo no tanto perseguidos por el mundo, sino más bien
seducidos por él, es decir, engañados por el Padre de la Mentira.

He tratado de este tema con cierta amplitud en De Cristo o


del mundo (Fundación GRATIS DATE, Pamplona 1997).

En efecto, hoy, como siempre, no es posible a los cristianos


ser fieles a Cristo y a su Iglesia sin ser mártires. Y muchos,
sobre todo en los países más ricos, antes que ser mártires, han
preferido ser apóstatas, han rechazado la cruz de Cristo.

Juan Pablo II trata con cierta amplitud del martirio en la


encíclica Veritatis splendor (1993: 90-94), y afirma una vez
más que todo cristiano está gravemente obligado a guardar
fidelidad a Cristo, cuando se ve en la prueba extrema del
martirio. No se refiere el Papa solo al martirio de muerte, sino
también a la fidelidad heroica que tantas veces es necesaria en
este mundo actual para «permanecer» en Cristo y en su Iglesia.

«Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad


moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no
obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos
deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de
sufrimientos y de grandes sacrificios. En efecto, ante las
múltiples dificultades que, incluso en las circunstancias
ordinarias puede exigir la fidelidad en el orden moral, el
cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios, está
llamado a una entrega a veces heroica» (93).

Pues bien, especialmente en los países más ricos,


muchísimos cristianos, antes que ser mártires, han preferido ser
apóstatas. Han cedido, no se han enfrentado con el mundo, han
sacrificado a los ídolos, han dado culto especialmente a los
ídolos de la Riqueza y del Sexo, tan venerados por el mundo
actual.

Por otra parte, muchos de los apóstatas actuales o del


pasado reciente han ido perdiendo su fe sin renegar de ella
conscientemente. La han perdido, en la mayoría de los casos,
poco a poco, sin darse siquiera cuenta de ello. Simplemente,
con una suave gradualidad, se han mundanizando de tal modo
en sus pensamientos y costumbres que, sin apenas notarlo, han
dejado la fe, los sacramentos, los mandamientos, y han
abandonado la Iglesia de Cristo. Rechazando ser mártires, han
venido irremediablemente a ser apóstatas.

Ya dice el Apóstol que es preciso «sostener el buen combate


con fe y buena conciencia; y algunos que perdieron ésta,
naufragaron en la fe». Son cristianos que no supieron «guardar
el misterio de la fe en una conciencia pura» (1Tim 1,19; 3,9).

Causas hoy principales del rechazo del martirio


El rechazo del martirio, que ha producido en nuestro tiempo
una gran apostasía, tiene sin duda muchas causas, pero
señalaré aquí las principales brevemente.

1. El horror a la cruz

Los primeros cristianos, al aceptar la fe y bautizarse, ya


sabían que si Cristo fue perseguido, ellos también iban a serlo
(Jn 15,18-21). La persecución y la muerte les hacía sufrir, pero
no les causaba perplejidad alguna: ya sabían lo que hacían al
hacerse discípulos del Crucificado, Salvador del mundo.

En cambio, muchos cristianos modernos no quieren saber


nada de la cruz de Jesús; piensan que ellos tienen derecho a
evitarla como sea; quieren realizarse plenamente en este
mundo, sin ningún obstáculo, y estiman que aceptando ciertas
cruces echan a perder sus vidas; les parece, en efecto, una
locura eso de «perder la propia vida», «tomar la cruz y seguir»
a Jesús; de ningún modo están dispuestos, si llega el caso, a
«arrancarse» un ojo, una mano, un pie; no están, en fin,
dispuestos en absoluto a sufrir por Cristo y por su propia
salvación, ni siquiera un poquito.

Y lo peor del caso es que quienes así piensan tienen no pocos


maestros espirituales que justifican su actitud. Un cristianismo
signado por la cruz y el martirio es considerado por ellos un
cristianismo fanático e inviable.

Estos maestros del error «no sirven a nuestro Señor Cristo,


sino a su vientre, y con discursos suaves y engañosos seducen
los corazones de los incautos» (Rm 16,18). «Son enemigos de la
cruz de Cristo. El término de éstos será la perdición, su Dios es
el vientre, y la confusión será la gloria de los que tienen el
corazón puesto en las cosas terrenas» (Flp 3,18-19).

2. La seducción de un mundo lleno de riqueza

Nunca el mundo había conocido una época de riqueza


económica tan grande y tan generalizada entre los ciudadanos
como la que en nuestro tiempo se ha dado en un tercio o un
cuarto de la humanidad.

Pues bien, precisamente en esos países ricos de nuestro


tiempo es donde más cuantiosa ha sido la apostasía. Muchos
cristianos en esos pueblos, habiendo de elegir necesariamente
entre dar culto a Dios o dar culto a las Riquezas, han elegido a
éstas. No están, pues, dispuestos a «dejarlo todo» para seguirle
(Lc 14,26-27.33; 18,28-29), y menos aún a «perder la propia
vida» por amor a Cristo ( 9,24).

A muchos cristianos de nuestro tiempo les ha pasado lo que


aquel joven rico, que no quiso seguir a Cristo: «se fue triste,
porque tenía muchos bienes» (Mt 19,22).

3. El pelagianismo y el semipelagianismo

Éste es otro gran condicionante del rechazo actual del


martirio. Los cristianos verdaderos, como humildes discípulos de
Jesús, saben que todo el bien es causado por la gracia de Dios,
y que el hombre colabora en la producción de ese bien
dejándose mover libremente por la moción de la gracia. Por eso,
al combatir el mal y promover el bien bajo la acción de la gracia,
se dejan mover por ésta, sin temor a verse marginados,
encarcelados o muertos. Llegada la persecución, que en uno u
otro modo es continua en el mundo, ni se les pasa por la mente
pensar que su disminución social o la pérdida de sus vidas va a
frenar la causa del Reino en este mundo. Están, pues, prontos
para el martirio.

Esta mentalidad aparece clarísima en todos los Padres, por


ejemplo, en San León Magno: «Las persecuciones no van en
detrimento, sino en provecho de la Iglesia, y el campo del Señor
se viste siempre con una cosecha más rica al nacer
multiplicados los granos que caen uno a uno» (Sermón 82,
natal. Pedro y Pablo 6).

Muy de otro modo ve las cosas en los últimos siglos aquel


cristianismo antropocéntrico que va generalizando entre los
fieles el voluntarismo pelagiano o semipelagiano. En esta
manera de pensar, los cristianos entienden que la obra buena
procede en parte de Dios y en parte del hombre, como si se
tratara de dos fuerzas que se coordinan para producir el bien.

Lógicamente, en esta visión voluntarista, los cristianos,


tratando de proteger la parte humana, no quieren en modo
alguno sufrir disminución, marginación social o detrimento
alguno, y menos aún ser encarcelados o muertos; más aún, ni
siquiera estiman posible que Dios pueda querer salvar al mundo
permitiendo tales sufrimientos en sus fieles.

Rehuyen, en consecuencia, el martirio en cualquiera de las


formas en que se presente. Y lo hacen con buena conciencia,
tratando por todos los medios de mantenerse en buena salud y
bien situados y considerados en el mundo, para mejor servir así
a Cristo entre los hombres -y, de paso, evitar la Cruz-.

En el libro que antes he citado describo este lamentable


proceso:
La Iglesia voluntarista, puesta en el mundo en el trance del
Bautista, «se dice a sí misma: "no le diré la verdad al rey, pues
si lo hago, me cortará la cabeza, y no podré seguir
evangelizando". Por el contrario, sabiendo que la salvación del
mundo la obra Dios, la Iglesia [verdadera de Cristo] dice y hace
la verdad, sin miedo a verse pobre y marginada. Y entonces es
cuando, sufriendo persecución, evangeliza al mundo».

«El cristianismo semipelagiano [y más aún el pelagiano]


entiende que la introducción del Reino en el mundo se hace en
parte por la fuerza de Dios y en parte por la fuerza del hombre.
Y así estima que los cristianos, lógicamente, habrán de evitar
por todos los medios aquellas actitudes ante el mundo que
pudieran debilitar o suprimir su parte humana -marginación o
desprestigio social, cárcel o muerte-.

«Y por este camino tan razonable se va llegando poco a


poco, casi insensiblemente, a silencios y complicidades con el
mundo cada vez mayores, de tal modo que cesa por completo la
evangelización de las personas y de los pueblos, de las
instituciones y de la cultura. ¡Y así actúan quienes decían estar
empeñados en impregnar de Evangelio todas las realidades
temporales!.

«No será raro así que al abuelo, piadoso semipelagiano


conservador, le haya salido un hijo pelagiano progresista; y es
incluso probable que el nieto baje otro peldaño, llegando a la
apostasía» (De Cristo o del mundo, 137).

Está claro: los mártires pueden florecer en tierra católica,


pero no en campo pelagiano o semipelagiano.

4. El liberalismo

Cuando el pensamiento filosófico y religioso del liberalismo se


difunde ampliamente en el pueblo en los últimos siglos, el
martirio va siendo eliminado de la vida del pueblo cristiano
mundanizado porque se han generalizado en él unos marcos
mentales que lo hacen prácticamente imposible. Éstos son los
principales.
1. La aversión al heroe y la veneración consecuente del
hombre estadísticamente normal. Este culto, en sus formas más
radicales, llega incluso a promover la admiración del antiheroe.
En esta perspectiva el mártir, que no se doblega a la ortodoxia
vigente del mundo, es un fanático, un raro, un inadaptado.

2. El relativismo doctrinal y moral. Ya se comprende que si


nadie tiene la verdad, si existen en la mentalidad liberal muchas
«verdades» contradictorias entre sí, igualmente válidas, queda
eliminada la posibilidad del martirio. En efecto, el mártir,
entregando su vida para afirmar la verdad universal de una
doctrina y la unicidad de un Salvador, no es más que un pobre
iluso, un fanático. ¿Qué se ha creído, para dar su vida por la
verdad? ¿Acaso estima, pobre ignorante, que tiene el monopolio
de ella frente a todos?

3. La estimación mercantil de la persona humana. Erich


Fromm analizaba cómo con frecuencia el hombre moderno se
estima y se aprecia a sí mismo «como una mercancía, y al
propio valor como un valor de cambio» (Ética y psicoanálisis,
México 1969,82).

En esta actitud, el cristiano se prohibe en absoluto hacer todo


aquello que el mundo persigue y condena. Pero adviértase bien
que eso no lo hace necesariamente por cobardía o por
oportunismo, no -aunque a veces también pueda hacerlo por
eso-. Hay más. Es que, experimentándose a sí mismo «como
vendedor y, al mismo tiempo, como mercancía, su
autoestimación depende de condiciones fuera de su control. Si
tiene éxito, es valioso, si no lo tiene, carece de valor» (ib. 86).
Es decir, si sus pensamientos y caminos difieren de los de la
inmensa mayoría y son, pues, ampliamente rechazados, deja de
creer en ellos, o al menos vacila mucho en su convicción, y
desde luego no está dispuesto a sacrificar su vida por esas
verdades.

Según esta visión, el obispo, el rector de una escuela o de


una universidad católica, el político cristiano, el párroco en su
comunidad, el teólogo moralista en sus escritos, el padre de
familia, es un cristiano impresentable, que no está a la altura de
su misión, si por lo que dice o lo que hace ocasiona grandes
persecuciones del mundo. Con sus palabras y obras, está visto,
desprestigia a la Iglesia, le ocasiona odios y desprecios del
mundo, dificulta las conversiones, y es causa de divisiones en la
comunidad eclesial. Debe, por tanto, ser silenciado, marginado o
retirado por la misma Iglesia. Aunque lo que diga sea la pura
verdad del Evangelio y aunque lo que haga sea el bien más
necesario al mundo.

Si el martirio es un fracaso total, si es un rechazo absoluto


del mundo, está claro que el martirio es algo sumamente malo,
algo que debe evitarse por todos los medios posibles.

El martirio de Cristo y de los cristianos

Los cristianos verdaderos saben que con bastante frecuencia


-hoy, como en otros siglos- van a verse ante esta sencilla
alternativa: o dan testimonio de Cristo con sus palabras y sus
obras, como mártires suyos ante los hombres, o desfallecen en
la prueba y, renegando del Salvador, vienen a ser lapsi, caídos,
vencidos, cristianos infieles.

De esta visión de fe firme y verdadera es de donde viene a


los mártires de cualquier condición -soldados, nobles, obispos,
madres de familia, niños- el valor para enfrentarse con los
tribunales, afirmando sin vacilar unas palabras de vida que les
van a ocasionar la muerte.

Pero ese valor martirial no puede proceder en modo alguno


de una fe falsificada, según la cual tantos cristianos de hoy
estiman que un deber absoluto de los discípulos de Jesús en
este mundo es «conservar la propia vida» -la personal y la
comunitaria de la Iglesia-, evitando como sea marginaciones,
desprecios y persecuciones del mundo.

Cuando se parte de esta convicción, los padres de familia


permiten a sus hijos y se autorizan a sí mismos cualquier cosa
que venga exigida por el mundo bajo pena de «excomunión»
social; los catequistas y los teólogos no se atreven a transmitir a
los hombres -¡ni siquiera a los cristianos!- aquellas verdades
que más chocan con la mentalidad del mundo actual -necesidad
de los sacramentos, posibilidad real de cielo o infierno, castidad
juvenil y conyugal, etc.-; y los obispos estiman prudente no
eliminar eficazmente de su Iglesia local ciertas herejías y
sacrilegios, con tal de evitar graves persecuciones de aquellos
grupos o medios de comunicación más agresivos del mundo -o
de la misma Iglesia-.

Hemos leído en este libro los testimonios impresionantes de


los mártires antiguos. ¿Significa eso que aquellos cristianos
heroicos -un soldado analfabeto, una niña de doce años, un
obispo viejo y enfermo, etc.- tenían ante la persecución una
voluntad más fuerte que la que hoy muestran tantos padres de
familia, teólogos o pastores? Sí, tenían, sin duda, una voluntad
más firme; pero antes y sobre todo tenían un entendimiento
muy diverso al hoy generalizado en muchos ambientes de la
Iglesia.

Simplemente, estaban convencidos de que no es posible


seguir a Cristo en este mundo si no se acepta tomar la cruz un
día y otro, hasta la muerte. Ésta era entre ellos una verdad de
fe que bien podía ser considerada como de «cultura general».
Hoy son demasiados los bautizados en Cristo que la ignoran o
que la niegan.

La Iglesia martirial, centrada en la Cruz, «confiesa a Cristo»


en el mundo, y por eso es fuerte y alegre, clara y firme, unida y
fecunda, altamente apostólica y expansiva.

La Iglesia no-martirial, que se avergüenza de la Cruz, que


trata de evitarla como sea, es débil y triste, oscura y ambigua,
dividida, estéril y en disminución continua. «No confiesa a
Cristo» ante los hombres, a no ser en aquellas verdades que no
susciten persecución.

Volvamos a recordar el ejemplo de los mártires. San Esteban


fue apedreado, fue mártir, porque predicó el Evangelio a los
judíos. No podrá negarse que ésa es una misión ciertamente
querida por Dios, entonces y ahora; pero tampoco se podrá
ignorar que cumplirla resulta, entonces y ahora,
extremadamente peligroso. No hubiera muerto mártir Esteban
si, discretamente, se hubiera limitado como diácono a practicar
sus ministerios litúrgicos y a ejercitar la caridad eclesial con los
pobres.

Otro ejemplo, aunque éste no sea un mártir en el estricto


sentido del término. San Atanasio, en el tiempo en que fue
obispo de Alejandría (328-373), fue expulsado de su diócesis
cinco veces, en destierros que duraron unos diez años; diez
años de exilio, de marginación, de menosprecios y sufrimientos
dentro de la misma Iglesia. Pues bien, la causa de las
persecuciones que sufrió fue, evidentemente, haberse atrevido a
dar testimonio de la verdad católica en medio de un mundo
católico grandemente infectado de arrianismo.

Está claro. Sólo abrazada a la Cruz de Cristo puede «la


Iglesia del Dios vivo» ser en el mundo «columna y fundamento
de la verdad» (1Tim 3,15).

En fin, de las maravillas espirituales del martirio y del horror


de su rechazo espero tratar, si Dios me lo concede, en una
próxima obra sobre el martirio de Cristo y de los cristianos.

Pero ya ahora mismo, estas diez lecciones de Paul Allard


sobre el martirio nos han ofrecido cientos de enseñanzas
preciosas sobre la verdadera condición pascual y martirial de la
vida cristiana.

J. M. I.

También podría gustarte