La Dama y El Viajero

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La dama y el viajero

Cuando me disponía a venir a Lima conocí a don Guillermo, que muy


amablemente me invitó a subir a su camión, que transportaba
cereales a la capital desde Huancavelica. Recuerdo que subí en La
Oroya. Le dije que tenía el mismo nombre de mi abuelo ya fallecido,
que también se dedicaba en sus años de juventud a viajar
transportando alimentos de Huancayo a Huancavelica y viceversa.
—Te cuento lo que me pasó en el pueblo de Pampas cuando viajaba
para Huancayo trayendo carga —me dijo—. Cuando salía de
Pampas, ya muy de noche y bajo una interminable lluvia, pude avistar a una mujer en el camino. Ella iba caminando
muy lentamente en la carretera.
Debiste verla... con aquel vestido blanco totalmente empapado. Frené suavemente, pues también iba despacio por el
mal estado de la carretera. Le hice una señal para que suba al camión y así pudiera protegerse de la lluvia, ella asintió
y se sentó en el mismo lugar en donde estás tú. Era una mujer muy joven y bella, al verla en esas condiciones le ofrecí
mi casaca para que pudiera abrigarse, me agradeció y en su rostro vi dibujada una sonrisa tierna.
Al acercarnos al poblado La Mejorada, ella me pidió que me detenga para que pudiera bajarse del camión, pues tenía
familia allí. Como aún llovía y eran apenas las dos de la madrugada, le dije que se quede con mi casaca, que en otro
momento iría por ella. Solo le pedí la dirección de su casa.
Pasó una semana y cuando volví a La Mejorada, fui a buscarla hasta su casa. Grande fue mi sorpresa cuando salió su
madre y me dijo que Virginia (así se llamaba la joven) había muerto hace diez años, precisamente en un accidente de
carreteras cuando el bus que la transportaba de Pampas se fue directo al barranco que está cerca del lugar donde la
recogí. Yo no le creí a la señora y pensé que se querían quedar con mi casaca. Para confirmar los hechos, su madre
me llevó hasta el cementerio del pueblo y allí pude corroborar que en verdad la joven y bella Virginia estaba muerta. La
fotografía en el nicho era la de la misma chica que vi hacía como una semana. Pero lo que más me sorprendió fue ver
mi casaca a un costado, cerca del nicho de la joven. Su madre no tenía explicación alguna por lo sucedido, solo me
dijo que era la cuarta vez que pasaba eso; habían preguntado por su hija, que supuestamente había subido al camión
en la carretera a Pampas.
Quizá sea un relato cierto, porque mi abuelo Guillermo me contó lo mismo. Para poder confirmar esta historia
fascinante, viajé hasta el poblado La Mejorada, en Huancavelica. No busqué precisamente el domicilio de la joven
Virginia, sino que fui directamente hasta el cementerio y busqué su nicho toda la mañana de un sábado de junio de
2000. Cuando me sentí desanimado y listo para salir del lugar, vi algo que me llamó la atención. Me acerqué
rápidamente hasta aquel sitio y noté algo al costado de un nicho: era una bolsa. Dentro de ella pude ver una chompa
de alpaca de color marrón y franjas blancas. Era el nicho que estaba en un extremo del cementerio, casi escondido,
casi olvidado. En la lápida semidestruida pude distinguir el nombre de Virginia Matos, fallecida en 1989. Aunque no
pude ver la fotografía.
Dejé las cosas en su lugar y salí del cementerio, ya era de tarde. Sentí el deseo de ir a la casa de Virginia. Al volver a
Huancayo me preguntaba ¿cómo pudo llegar aquella bolsa con una chompa hasta ese lugar?, ¿por qué precisamente
ahora que fui a confirmar la historia?, ¿será que Virginia me tenía algo preparado como bienvenida? Quizá apenas
haya sido una mala pasada de mi imaginación.
Responde las preguntas tomando en cuenta las 3. ¿Por qué el narrador sospechó que la historia podía
orientaciones que se te brinda. ser cierta?
1. Según el texto, Virginia vivió en un pueblo llamado: a. Porque su abuelo también le había contado la
a. Huancavelica. misma historia.
b. La Oroya. b. Porque fue al cementerio a recuperar su casaca.
c. La Mejorada. c. Porque investigó sobre Virginia y cómo murió.
d. Huancayo. d. Porque otros choferes le contaron la misma
historia.
2. ¿Qué le sorprendió a Guillermo en el cementerio?
a. Ver su casaca en un costado del nicho de la joven. 4. Explica el motivo por el cual el narrador fue al
b. Ver su casaca sucia y maltratada después de cementerio de La Mejorada.
mucho tiempo. …………………………………………………………………
c. Encontrar a una mujer joven y bella en la carretera. ………………………..………………………………………
d. Saber que la joven estaba muerta hace muchos ………………………………………………………………
años.
¡QUÉ ABUELITO!
Era un buen hombre llamado Willi, hijo de madre trujillana y padre cusqueño, trabajó desde muy joven y aprendió en la
práctica, como muchos peruanos, diversos oficios que le permitieron llevar una vida honrada y formar una familia.
No era muy alto, pero tampoco bajo: tenía una estatura normal. Cabello lacio y grueso,
canoso por el paso del tiempo. Sus ojos achinados y marrones como los granos de café
bien tostado eran iguales a los de sus antepasados. Su piel trigueña, bronceada por el
sol, reflejaba el trabajo arduo y esforzado de muchos años. Tenía unos labios delgados
que apenas perfilaban una tenue sonrisa, pero eso sí, de amplia y franca carcajada si la
ocasión lo ameritaba, como la celebración de un gol de su equipo blanquiazul (Alianza
Lima de sus amores). Sus manos de generosa palma hacían cosas maravillosas como
ninguna otra persona, recuerdo la ocasión en que preparó como regalo navideño una
linda cabina de teléfono en tono rosado bebé porque ese era el color preferido de sus
queridas nietas. La mayor lo llamaba, con emoción y amor, “Papá Willi”, quizá por tantos
momentos compartidos y por la admiración, guía y protección que pudo proyectar el
abuelito en su primera nieta.
Se mostraba ágil y muy ordenado, tras haber cumplido los setenta años. Pero lamentablemente su gusto por el cigarro
fue minando poco a poco su estado de salud. Dejó el cigarro cuando se dio cuenta del daño que le causaba, pero fue
demasiado tarde, el cáncer lo iría consumiendo silenciosamente.
No vestía con mucho colorido porque no le gustaba llamar la atención, aunque no le quedaba mal, pues era muy
alegre y bromista. En algunas ocasiones solía vestir con pantalones plomos, azules y marrones, pero la mayoría de las
veces los clásicos jeans y los polos sencillos eran sus preferidos. Usaba también camisas a cuadros, más informales y
de colores tenues, y un par de sandalias cómodas, testigos de su arduo caminar y paso por una vida llena de múltiples
peripecias. Con respecto a los complementos de su atuendo, solía llevar gorros de su prestigiosa institución: la Marina
de Guerra del Perú, o una boina de tono oscuro que iba acorde con su personalidad.
Era paciente y muy atento ante algún requerimiento de sus pequeñas, era el abuelito ideal: las escuchaba, aconsejaba
y jugaba con ellas; siempre les dedicaba tiempo. ¡Cuántos paseos, pasacalles y eventos infantiles! Era como un niño
disfrutando de la compañía y gracia que la vida le había regalado. Vivió amando a su familia y tuvo grandes amigos, en
quienes veía solo virtudes. Así conservó la amistad de su compadre, pese a que era del equipo crema (su clásico
oponente deportivo). Eso en vez de separarlos los unió más; lo que le importaba era disfrutar de una sana
competencia en compañía de un buen amigo. Era agradable, bondadoso, generoso, respetuoso y trabajador
incansable. ¡Qué no hizo para sacar adelante a sus seres queridos! Nunca se rendía, perseveraba en su objetivo y
hacía lo humanamente posible para lograrlo; quizá contagiado por el ímpetu y firmeza de su entrañable esposa.
Él decía: “En la vida, hay que ser honestos”, “Lo que dignifica al hombre es su trabajo, por más humilde que sea”, “No
sirve de nada contar con muchos títulos si no eres leal con tus valores y principios”, “Uno siempre debe respetar y ser
responsable”. Muy seguro de sí, firme y constante en su proceder; nos aconsejaba: “No vivas odiando”, “Sé feliz”, “A
los toros se les mira de lejos”, etc. Era muy sensible y fácilmente percibía los sentimientos y pensamientos de aquellos
con quienes conversaba; sus dones para observar y escuchar caracterizaron su ser especial.
Los que tuvimos la suerte de gozar de su amistad lo recordamos como un ser humano confiable, discreto, solícito en
brindar apoyo o alguna ayuda a todo aquel que lo necesitase, si estaba al alcance de sus prodigiosas manos. Fue un
padre ejemplar que buscó en todo momento la unión familiar, mejor esposo, maravilloso suegro y, especialmente, un
gran abuelito. Nos dejó enseñanzas que todos sus amigos, familiares y nietas recordaremos como lecciones de vida
que serán rememoradas por siempre. Responde las preguntas tomando como referencia el texto anterior y las
orientaciones que se te brinda.
1. Identifica la alternativa que presenta solo las b. Destacar las características personales de Willi
características personales del abuelo Willi. a través de su historia de vida.
a. Alegre, ansioso, cariñoso, trabajador. c. Contar la historia de Willi a través de sus
b. Paciente, atento, cariñoso, holgazán. múltiples anécdotas.
c. Atento, cariñoso, confianzudo, observador. d. Narrar la importancia de Willi en la familia.
d. Cariñoso, respetuoso, trabajador, observador.
3. La nieta se expresa con mucho cariño, respeto y
2. Después de haber leído sobre el abuelo Willi, admiración sobre su abuelo, lo presenta como el
marca el enunciado que presenta el tema del texto. abuelo ideal. ¿Crees que existen personas así de
a. Detallar las características físicas y personales ideales? ¿Por qué?
de Willi.
EL ALMOHADÓN DE PLUMAS
Su luna de miel fue un largo escalofrío. rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus
soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando
volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde
hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer. Durante tres meses —se
habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseada menos severidad en
ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la
contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos,
columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo
glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible
frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono
hubiera sensibilizado su resonancia. En ese extraño
nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante,
había concluido por echar un velo sobre sus antiguos
sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer
pensar en nada hasta que llegaba su marido. No es raro
que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que
se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se
reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín
apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y
otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó
la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en
sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró
largamente todo su espanto callado, redoblando el
llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato
escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de
Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absoluto. —No sé —le dijo a Jordán
en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos,
nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida. Al otro día Alicia seguía peor. Hubo
consulta. Constatase una anemia de marcha agudísima,
completamente inexplicable. Alicia no tuvo más
desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo
el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en
pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido.
Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también
con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un
extremo a otro, con incansable obstinación. La
alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el
dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la
cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su
dirección. Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones,
confusas y flotantes al principio, y que descendieron
luego a ras del suelo. La joven, con los ojos
desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la
alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama.
Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios
se perlaron de sudor. —¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror. —¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta
confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que
tenía fijos en ella los ojos. Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se
acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia
yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron
largo rato en silencio y siguieron al comedor. —Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—.
Es un caso serio... poco hay que hacer... —¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó
bruscamente sobre la mesa. Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero
que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana
amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de
sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos
encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No
quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron
en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha. Perdió
luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban
fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el
delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán. Murió, por fin.
La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón. —
¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón
hay manchas que parecen de sangre. Jordán se acercó
rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la
funda, a ambos lados del hueco que había dejado la
cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras. —Parecen
picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de
inmóvil observación.

—Levántelo a la luz —le dijo Jordán. La sirvienta lo


levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó
mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué,
Jordán sintió que los cabellos se le erizaban. —¿Qué
hay? —murmuró con la voz ronca. —Pesa mucho —
articuló la sirvienta, sin dejar de temblar. Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y
sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la
sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos: —
sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso,
una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca. Noche a noche,
desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a
las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del
almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión
fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia. Estos parásitos de las aves,
diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre
humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
Autor: Horacio Quiroga
ACTIVIDADES
1. ¿De qué trata el cuento?
2. ¿Cómo pensaba Alicia que debería ser su matrimonio?
3. ¿Cuál es el mensaje que podemos extraer del cuento?
4. ¿Qué descubrió la sirvienta en el almohadón después de que Alicia se murió?
5. Describe brevemente las características del escenario donde ocurren los hechos del cuento.
6. ¿Cómo hubiesen impedido la muerte de Alicia

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