Cómo Deben Participar de La Santa Misa

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AL ASISTIR A LA SANTA MISA

«Si los hombres solamente apreciaran el valor de una santa Misa se


necesitarían policías de tráfico a las puertas de las iglesias cada día para
mantener las multitudes en orden»

«Cuando vayas a Misa concéntrate al máximo en el tremendo misterio


que se está celebrando en tu presencia: la redención de tu alma y la
reconciliación con Dios. Asistan a la Misa como asistieron la Santísima
Virgen, las piadosas mujeres y san Juan»

«¡Pero, hijo mío, esto [distraerse y aburrirse] te ha sucedido porque no


sabes qué es la Misa! La Misa es Cristo en el Calvario, con María y Juan
a los pies de la Cruz, y los ángeles en permanente adoración... ¡Lloremos
de amor y de adoración en esta contemplación!»

San Pío de Pietrelcina

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¿Qué es lo que realmente sucede durante la Santa Misa?

1. Al participar de la Santa Misa, estás ante la Pasión del Señor Jesucristo,


desde su Agonía mortal hasta su crucifixión en el Calvario.

2. El sacerdote en el Altar es Jesucristo. Desde ese momento Jesús, en su


Sacerdote, revive indefinidamente la Pasión. La vestimenta que vemos
que usa el sacerdote (la casulla) lo recubre: significa que el hombre
“desaparece” y es Cristo mismo quien se hace presente.

3. Comienza la Misa: Al hacer la señal de la cruz estás viendo a Cristo


en el Huerto de los Olivos postrándose con el alma mortalmente triste:

Siento una tristeza de muerte; quédense aquí,


y permanezcan despiertos conmigo.
[Mt 26: 38]

Se apartó de ellos como a la distancia


de un tiro de piedra, se arrodilló y oraba
[Lc 22: 41]

Durante los primeros minutos de la Santa Misa, estás viendo a Jesús


padeciendo por nuestros pecados. Él sabe que va a morir, que va a ser
crucificado; pero sabe también que nosotros volveremos a olvidarnos de
Él, volveremos a pecar y a despreciarlo. Sufre, pero su amor por nosotros
es tan grande que está dispuesto a ser torturado por nosotros.

Y, en medio de la angustia, oraba más intensamente.


[Lc 22: 44]

4. «Yo confieso ante Dios Padre Todopoderoso y ante ustedes hermanos,


que he pecado mucho...»

El Señor será abofeteado, insultado y sometido a las cadenas en una


prisión; luego será azotado cruelmente y su frente será atravesada por una
corona de espinas. El Señor ve la Cruz que ya le espera, los clavos y la
lanza. Nuestro Señor, nuestro Padre está angustiado viendo esto, hasta el
punto de sudar sangre.

Le corría el sudor como gotas de sangre cayendo al suelo.


[Lc 22: 44]

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Pero está dispuesto a cargar con nuestros pecados porque sólo así
podremos ser salvados. Al Señor le harán sufrir hasta la muerte los azotes
y los clavos en su carne, pero más le duelen nuestros pecados.

5. Lecturas y Evangelio

Jesús sufre también porque su Palabra es rechazada. Él nos ha explicado


la Ley del Padre y nos ha dado su Evangelio, pero nosotros lo
despreciamos al no escucharlo.

Se levantó de la oración, se acercó a sus discípulos y los encontró


dormidos de tristeza y les dijo:
—¿Por qué están dormidos? Levántense y oren para no sucumbir en la
tentación.
[Lc 22: 45-46]

Cada lectura en la Misa está dirigida a nosotros, y después de cada lectura


debemos alabar y glorificar al Señor. Y esta atención debemos
mantenerla durante la homilía del sacerdote.

6. El ofertorio:

En el momento en que se presentan las ofrendas, el Señor Jesús es


arrestado. Sus discípulos lo han abandonado y es entregado a las manos
de quienes lo han de juzgar y condenar a muerte. «Te ofrecemos, Señor,
este pan y este vino...». Cristo es el Cordero que será entregado por
nosotros: «El Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y
gloria de Su Nombre...»

7. El Prefacio: «—El Señor esté con ustedes. —Y con tu espíritu. —


Levantemos el corazón...». Jesucristo se dirige al Padre y le agradece y lo
alaba. Ha llegado hasta este momento y seguirá adelante, hasta la Cruz, lo
hace por nosotros. Y por eso debemos unirnos a Él en esta oración y
alabanza al Padre que nos ha dado a su Único Hijo. ¡Santo es el Señor
Dios del Universo! ¡Llenos están el cielo y la tierra de Su Gloria!

8. En la Plegaria Eucarística, podemos ver a Jesús en la prisión,


sometido a las cadenas, humillado, en el mismo rincón oscuro donde
arrojaban a los delincuentes y malhechores. Luego es llevado a la
columna donde será amarrado y azotado:

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Maltratado, aguantaba, no abría la boca; como cordero llevado al
matadero, como oveja muda ante el esquilador, no abría la boca.
[Is 53: 7]

Luego, su coronación de espinas:

...trenzaron una corona de espinas y se la colocaron en la cabeza, y


pusieron una caña en su mano derecha.
[Mt 27: 29]

Y la cruz sobre Él:

Se lo llevaron; y Jesús salió cargando él mismo con la cruz, hacia un


lugar llamado La Calavera, en hebreo Gólgota.
[Jn 19: 16-17]

9. «Tomen y coman todos de él, porque este es mi cuerpo que será


entregado por ustedes...»:

En la Consagración vemos a Cristo Salvador dándonos una vez más su


Cuerpo y su Sangre. Es como si el sonido de la campanilla nos estuviera
haciendo ver que la Cruz es levantada ante nuestros ojos.

...los crucificaron a él y a los malhechores: uno a la derecha y otro a la


izquierda.
[Lc 23: 33]

Nos arrodillamos y decimos: «¡Señor mío! ¡Dios mio!». Y no olvidemos


a la Madre dolorosa que, al pie de la Cruz, ve agonizar al hijo de sus
entrañas.

Jesús, viendo a su madre y al lado al discípulo amado, dice a su madre:


—Mujer, ahí tienes a tu hijo.
[Jn 19: 26]

¡Unámonos a nuestro amado Señor! ¡Unámonos a su sacrificio!


«¡Anunciamos tu Muerte, proclamamos tu Resurrección!...»

10. «Por Cristo, con Él y en Él, a Ti, Dios Padre Omnipotente, en la


unidad del Espíritu Santo...».

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En este momento, desde lo alto de la Cruz, Nuestro Señor, próximo a la
muerte, entrega su espíritu:

Jesús gritó con voz fuerte: Padre,


en tus manos encomiendo mi espíritu.
[Lc 23: 46]

El Sacrificio se ha consumado y ha sido aceptado por Dios Padre


Todopoderoso. Las distancias han sido borradas y es este el momento en
que volvemos a unirnos a nuestro Creador, Él es nuestro Padre y juntos
decimos: «Padre nuestro que estás en el cielo...».

11. La fracción del Pan:

Finalmente, el Hijo nos deja su último suspiro. Al ver el Pan que es


partido, estamos viendo al Cordero siendo degollado. Cristo ha dado la
vida, ha muerto por amor a cada uno de nosotros.

12. La intinción:

Un fragmento del Pan es sumergido en el Vino: Al unirse otra vez el


Cuerpo y la Sangre se produce el milagro de la Resurrección. Nos
acercamos al Altar pues Cristo nos espera con los brazos abiertos y
nosotros no podemos despreciarlo y por ello vamos a recibirlo y a unirnos
con Él, para que Cristo y nosotros seamos uno solo.

13. Bendición del Sacerdote:

Somos marcados con la Cruz, somos verdaderos cristianos. Y damos


gracias a Dios y podemos irnos en paz pues la Cruz es también escudo
que nos protegerá de las trampas y astucias del maligno.

Texto basado en la explicación que dio San Pío de Pietrelcina


a su hijo espiritual, el padre Derobert.

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¿Cómo debemos participar de la Santa Misa?

Cuando asistas a la santa misa y a las funciones sagradas,


que sea esmerada tu compostura al levantarte, al arrodillarte, al
sentarte; y realiza con la mayor devoción todas las prácticas
religiosas. Sé modesta en las miradas; no mires a un lado y a otro
para ver quién entra o quién sale; no te rías, por respeto al lugar
santo y también en atención al que está a tu lado; procura no
hablar con nadie a no ser que la caridad o una verdadera
necesidad te lo exijan. Si rezas en común, pronuncia distintamente
las palabras de la oración, haz bien las pausas y no te apresures
nunca.

En resumen, pórtate de modo que los asistentes queden


edificados y, por medio de ti, se vean estimulados a glorificar y a
amar al Padre del cielo.

Al salir de la iglesia, ten una actitud recogida y tranquila.


Saluda primero a Jesús sacramentado, pídele perdón por las faltas
cometidas en su divina presencia, y no te alejes de él sin haberle
pedido antes y haber obtenido su paterna bendición.

(Carta del Padre Pío, del 25 de julio de 1915, a Annita Rodote)

Los siete puntos del Padre Pío

1. Esmero en la participación:

1.1. Esmerada compostura al levantarse, al arrodillarse, al sentarse.


Recordar siempre que estamos ante el Rey del Universo, ante el
mismísimo Señor. No olvidar que debemos hacer una genuflexión cada
vez que pasamos frente al sagrario donde está Cristo en su presencia
física y real.

1.2. Realizar con la mayor devoción todas las prácticas religiosas. ¿Cómo
debemos comportarnos si hemos sido invitados a entrar en la Casa donde

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habita la Divina Majestad? Esa Casa es precisamente el Templo. Y
nosotros no estamos asistiendo ni a un show ni a un evento cultural.

2. Modestia y recogimiento:

2.1. Modestia en las miradas: no mirar a un lado y a otro. De lo contrario


estaremos demostrando que estamos distraídos o aburridos; y esto
significa que no estamos valorando que ante nuestros ojos es el Señor
Jesucristo quien está volviendo a vivir su Agonía, su Pasión y su Muerte
por amor a nosotros.

2.2. No fijarse en quién entra o quién sale. Tampoco dejarse distraer por
las personas que faltan el respeto a Jesús sacramentado, al murmurar o al
hacer ruidos, al contestar teléfonos o a llevar a niños mal educados en la
fe. Aunque estas acciones ofendan al Señor, no somos nosotros quienes
tenemos la autoridad para llamarles la atención. En la Casa del Señor no
podemos ser sino humildes, conscientes de que somos pecadores.

2.3. La modestia consiste también en llevar ropa sobria, no lujosa ni


impúdica o inmoral.

Este es un pasaje del libro Subiendo la montaña con el Padre Pío, de


Laureano Benítez Grande-Caballero:

Como centinela insomne de la pureza, de la austeridad, de la


sencillez y la humildad, el Padre Pío protagonizó una colosal
batalla contra la inmodestia, una lucha sin cuartel contra las modas
de la época que consideraba pecaminosas, mostrando una repulsa
inmisericorde contra cualquier desviación, por mínima que fuera,
del respeto debido a la presencia divina en los templos, pues para él
esas desviaciones provocaban ocasiones de pecado. A la entrada de
la iglesia donde confesaba había un cartel que advertía que no se
admitiría la entrada de mujeres que no llevaran la falda ocho
pulgadas por debajo de la rodilla, y también se prohibía el cambio
de ropa solo para la confesión, y las medias transparentes. Incluso
el Santo despedía a los hombres que iban con manga corta, y a los
niños con pantalón corto: tremenda lección para los tiempos
actuales, donde la casa de Dios es mancillada por modas malsanas
que se exhiben impúdicamente en nuestros templos ante la
indiferencia de fieles y sacerdotes.

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Para mucha gente, estas normas sobre la modestia eran
demasiado rigurosas. Sin embargo, según pasaba el tiempo, el
Padre Pío se hizo todavía más estricto sobre este punto.

Un sacerdote, que estaba al tanto de las rígidas normas del


Santo, le comentó que él no podía imponer un código tan severo de
vestimenta en su parroquia, porque temía que sus feligreses se
enfadaran y se marcharan.

«Una Iglesia vacía es mejor que una Iglesia profanada»,


replicó el Padre Pío.

3. Conciencia de estar en un lugar santo: Seriedad y respeto:

3.1. No te rías, por respeto al lugar santo. Si Jesús está siendo sacrificado
en el altar, ¿qué significa que nosotros nos riamos?

3.2. Imaginar también que vemos en el Santísimo Sacramento a Jesús que


“duerme”, por lo que nuestros movimientos no deben ser ruidosos para no
despertarlo (¡enseñemos esto a los niños!). Evitemos dar la espalda al
Señor.

3.3. Respeto al que está a tu lado. Evitar hacer gestos o movimientos que
distraigan al prójimo.

3.4. Jamás contestar el celular, no importa que se esté esperando una


llamada “urgente” (lo mejor sería no ingresar al Templo si primero no se
ha resuelto esa “urgencia”). Mantener el teléfono apagado.

3.5. Si no hemos tenido los medios para enseñar a nuestros niños a


respetar el recinto sagrado, no debemos llevarles a la misa pues sus
juegos o gritos no harían sino incomodar y faltar el respeto no sólo al
prójimo, sino también a Jesús Sacramentado. Él mismo nos enseñó que la
Casa de su Padre es lugar de oración. Si hago ruidos, si cuchicheo o me
río estoy perturbando la oración de las personas que respetan la Casa del
Señor.

4. Comunicación con el Señor:

4.1. Atención a las oraciones, plegarias y a los momentos del sacrificio


renovado del Señor. Prestar atención a las palabras que pronuncia el
sacerdote. No son fórmulas ni formalismos. Son palabras que están

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dirigidas a mí. Es Cristo quien nos habla y debemos responder con amor
y respeto.

4.2. El silencio debe ser completo en el momento de la consagración del


Pan y el Vino, pues Jesús se ha hecho presente de forma física y tangible.
El Señor está en lo alto de la Cruz y desde ahí nos observa. Por eso
debemos ponernos de rodillas.

4.3. Procurar no hablar con nadie a no ser que la caridad o una verdadera
necesidad lo exijan. Sobre todo en el saludo de paz que le damos al
prójimo. En este momento no se “rompen filas”, no es un receso en el que
volvemos a la mundanidad cotidiana. Nuestro saludo debe ser lo más
respetuoso y silencioso posible; una inclinación o un abrazo no deben ser
motivo de risa o desorden. No moverse del lugar donde nos encontramos
para ir a saludar a quien está lejos. Lo mejor sería inclinar la cabeza
saludando así a quien está más distante.

5. Unidad con la comunidad:

5.1. Pronunciar con distinción las palabras de la oración en el rezo


colectivo. La modestia significa también ir al mismo ritmo de la
comunidad. Sería un error querer “resaltar” y hacer la oración de forma
individual desdeñando el tiempo en el que lo hacen los demás.

5.2. No apresurarse nunca. Todos debemos seguir el ritmo que propone el


sacerdote.

5.3. Hacer bien las pausas.

6. Dar el ejemplo en silencio y con obras:

6.1. Pórtate de modo que los asistentes queden edificados: No querer


llamar la atención, pero sí dar un buen ejemplo con nuestro respeto y
reverencia ante el Señor. No fingir ni exagerar: la modestia y sencillez
son fundamentales.

6.2. Que por medio de ti, las demás personas se vean estimuladas a
glorificar y a amar al Padre del cielo.

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7. Al salir de la iglesia:

7.1. Actitud recogida y tranquila. La misa ha terminado pero seguimos


dentro del Templo, por lo tanto nuestra actitud no debe dejar de ser
respetuosa.

7.2. NO APLAUDIR bajo ninguna circunstancia. Recordemos que ante


Cristo crucificado quienes aplaudían y reían eran los hombres que
despreciaban al Señor, y esto es precisamente lo que enseñaba San Pío de
Pietrelcina..

7.3. Lo primero que se debe hacer: saludar a Jesús sacramentado. Lo


primero no debe ser ir a saludar a los deudos o conversar con los amigos.
El centro de todo es el Señor presente en el Santísimo Sacramento. No
olvidemos arrodillarnos un momento para dar gracias al Señor por
habernos permitido entrar en su Casa y participar de Su banquete.

7.3.1. Pedirle perdón por las faltas cometidas en su divina presencia (y si


es posible, hacer la Corona de reparación).

7.3.2. Pedirle su paternal bendición y no retirarse sin haberla obtenido. Y


en la puerta del Templo, dirigirnos a Jesús sacramentado y postrarnos
antes de salir.

Si cumplimos fielmente estos siete puntos que San Pío de Pietrelcina nos
enseña, veremos cómo nuestra salud espiritual mejora rápidamente.
Recuperaremos el valor de nuestros templos y capillas como espacios
sagrados donde podemos refugiarnos del desorden mundano, la bulla y la
velocidad, todo aquello que nos causa estrés y ansiedad. Cada vez que la
sobreactividad mundana nos esté venciendo, podremos ir a la Casa del
Señor y en ella encontraremos paz, silencio, un universo completamente
diferente al desorden de afuera. En cada templo no sólo debe haber una
atmósfera diferente, sino también un tiempo diferente, un modo de ser
diferente. Sólo eso podrá salvarnos de la ansiedad y la desolación que hoy
se vive de forma cada vez más grave en nuestra sociedad. Si no
enseñamos a nuestros hijos a valorar esto, les estaremos quitando el
último refugio en el que podrían encontrar ellos un alivio a las
perturbaciones de la vida cotidiana.

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¿Qué hacía y qué sentía el Padre Pío luego de la Santa Misa?

San Pío de Pietrelcina escribió esta carta:

Terminada la misa, me entretuve con Jesús dándole gracias. ¡Oh, qué


suave fue el coloquio con el paraíso que tuve en aquella mañana! Fue tal
que, aun intentando decirle todo, no podría conseguirlo; hubo cosas que
no se puede traducir a un lenguaje humano sin que pierdan el sentido
profundo y celeste. El corazón de Jesús y el mío, permítame la expresión,
se fusionaron. No eran ya dos corazones que palpitaban, sino uno solo.
Mi corazón había desaparecido como una gota de agua que se disuelve
en el mar. Jesús era el paraíso, el rey. La alegría en mí era tan intensa y
tan profunda que no me pude contener más; las lágrimas más deliciosas
me llenaron el rostro.

(Carta del 18 de abril de 1912, al padre Agostino da San Marco).

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¿Cómo celebraba el Padre Pío la Santa Misa?

Fray Modestino de Pietrelcina nos cuenta esto, siendo él testigo directo:

Ocupé un buen puesto cerca del altar y, apenas vi al Padre,


tuve la impresión de que delante de mí pasaba otro Cristo cargado
con la cruz, camino al Calvario.

Lo que produjo en mi ánimo una profunda turbación y una


conmoción indescriptible fue ver al Padre Pío llorar y sollozar de
modo convulso. Había oído yo muchas misas, pero nunca me había
sucedido ver llorar a un sacerdote mientras celebraba.

[...]

Siempre he tratado de observar atentamente al Padre Pío


siguiéndole con la mirada desde el momento en que, al alba, salía
de su celda para ir a celebrar. Lo veía en un estado de manifiesta
agitación.

Apenas llegaba a la sacristía para revestirse me daba la


impresión de que no se enteraba de lo que sucedía a su alrededor.
Estaba absorto y profundamente consciente de lo que se preparaba
a vivir. Si alguno se atrevía a dirigirle una pregunta, se sacudía y
respondía con monosílabos.

Su rostro, aparentemente normal por el color, se volvía


medrosamente pálido en el momento en que se ponía el amito.
Desde ese instante no quería saber nada de nadie. Parecía
completamente ausente.

Revestido con los ornamentos sagrados, se dirigía al altar. Si


bien yo iba adelante, notaba que su paso era cada vez más fatigoso,
su rostro más dolorido. Se le veía cada vez más encorvado. Me
daba la sensación de que estuviera aplastado por una enorme e
invisible cruz.

Llegado al altar, lo besaba afectuosamente y su rostro pálido


se encendía. Las mejillas se volvían sonrojadas. La piel parecía
transparente, como para resaltar el flujo de sangre que llegaba a las
mejillas.

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En el confiteor [«Yo confieso ante Dios Todopoderoso...»], como
acusándose de los más graves pecados cometidos por todos los hombres,
se daba fuertes y sordos golpes de pecho. Y sus ojos permanecían
cerrados sin lograr contener gruesas lágrimas que se perdían entre su bien
poblada barba.

En el evangelio, sus labios, mientras proclamaba la palabra de Dios,


parecía que se alimentaran con esta palabra saboreando su infinita dulzura.
Inmediatamente daba comienzo el íntimo coloquio del Padre Pío con el
Eterno. Este coloquio producía al Padre Pío abundantes efluvios de
lágrimas que yo le veía enjugar con un enorme pañuelo.

El Padre Pío, que había recibido del Señor el don de la contemplación, se


introducía en los abismos del misterio de la redención.

Rasgados los velos de aquel misterio con la fuerza de su fe y de su amor,


todas las cosas humanas desaparecían de su vista. ¡Ante su mirada existía
sólo Dios!

La contemplación daba a su alma un bálsamo de dulzura, que alternaba


con el sufrimiento místico, reflejado con toda evidencia también en el
físico. Todos veían al Padre Pío sumergido en el dolor.

Las oraciones litúrgicas las pronunciaba con dificultad y eran


interrumpidas por frecuentes sollozos.

El Padre Pío se sentía profundamente incómodo en presencia y ante las


miradas escrutadoras de los demás. Quizá hubiera querido celebrar en
soledad, para así, poder dejar cauce libre a su dolor, a su indescriptible
amor.

Su alma estática, abrasada por un “fuego devorador”, debía implorar al


cielo benéfica lluvia de gracias. El Padre Pío, en aquellos momentos,
vivía sensiblemente, realmente, la pasión del Señor.

El tiempo discurría veloz, pero, ¡él estaba fuera del tiempo! Por ello su
misa duraba hora y media y hasta más.

En el Sanctus [«Santo, Santo, Santo es el Señor...»] elevaba con gran


fervor el himno de alabanza al Señor, que precedía al divino holocausto.

En la elevación, su dolor llegaba a la cumbre. En sus ojos yo leía la


expresión de una madre que asiste a la agonía de su hijo en el patíbulo,

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que lo ve expirar y que, destrozada por el dolor, muda, recibe el cuerpo
exangüe en sus brazos y que puede apenas prodigarle alguna suave
caricia. Viendo su llanto, sus sollozos, yo temía que el corazón le
estallase, que se desmayara de un momento a otro. El Espíritu de Dios
había invadido ya todos sus miembros. Su alma esta arrebatada en Dios.

El Padre Pío, mediador entre la tierra y el cielo, se ofrecía junto con


Cristo victima por la humanidad, a favor de sus hermanos del destierro.

Cada uno de sus gestos manifestaba su relación con Dios. Su corazón


debía arder como un volcán. Oraba intensamente por sus hijos, por sus
enfermos, por quienes habían dejado ya este mundo. De vez en cuando se
apoyaba con los codos sobre el altar, quizá para aliviar del peso del
cuerpo sus pies llagados.

Con frecuencia le oía repetir entre lágrimas: «¡Dios mío! ¡Dios mío!»

Era un espectáculo de fe, de amor, de dolor, de conmoción, que era un


verdadero drama en el momento en que el Padre elevaba la hostia. Las
mangas del alba, bajándose, dejaban al descubierto sus manos rotas,
sangrantes. ¡Su mirada, en cambio, estaba fija en Dios!

En la comunión parecía calmarse. Transfigurado, en un apasionado,


estático abandono, se alimentaba con la carne y la sangre de Jesús. ¡La
incorporación, la asimilación, la fusión eran totales! ¡Cuánto amor
irradiaba su rostro!

La gente, atónita, no podía hacer otra cosa que doblar las rodillas ante
aquella mística agonía, aquella total aniquilación.

El Padre permanecía arrobado gustando las divinas dulzuras que sólo


Jesús en la eucaristía sabe dar.

Así el sacrificio de la misa se completaba con real participación de amor,


de sufrimiento, de sangre. Y producía abundantes frutos de conversión.

Concluida la misa el Padre Pío ardía con un fuego divino encendido por
Cristo en su alma, por atracción.

Otra ansia lo devoraba: ir al coro para permanecer, recogido, con Jesús en


íntima, silenciosa alabanza de acción de gracias. Se quedaba inmóvil,
como sin vida. Si alguno lo hubiera sacudido, no se habría apercibido: tal
era su participación en el abrazo divino.

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¡La misa del Padre Pío! No hay pluma que pueda describirla. Sólo quien
ha tenido el privilegio de vivirla, puede entender…

Entrevista al Padre Pío de Pietrelcina


Hijo mío, estamos siempre en la cruz
y la Misa es una continua agonía.
San Pío de Pietrelcina

Tomado del libro Cosí parlò Padre Pío.

Entrevistador: Padre, ¿ama el Señor el Sacrificio?


Padre Pío: Sí, porque con él regenera el mundo.

¿Cuánta gloria le da la Misa a Dios?


Una gloria infinita.

¿Qué debemos hacer durante la Santa Misa?


Compadecernos y amar.

Padre, ¿cómo debemos asistir a la Santa Misa?


Como asistieron la Santísima Virgen y las piadosas mujeres. Como
asistió San Juan al Sacrificio Eucarístico y al Sacrificio cruento de la
Cruz.

Padre, ¿qué beneficios recibimos al asistir a la Santa Misa?


No se pueden contar. Los veréis en el Paraíso. Cuando asistas a la Santa
Misa, renueva tu fe y medita en la Víctima que se inmola por ti a la
Divina Justicia, para aplacarla y hacerla propicia. No te alejes del altar sin
derramar lágrimas de dolor y de amor a Jesús, crucificado por tu
salvación. La Virgen Dolorosa te acompañará y será tu dulce inspiración.

Padre, ¿qué es su Misa?


Una unión sagrada con la Pasión de Jesús. Mi responsabilidad es única en
el mundo [decía llorando].

¿Qué tengo que descubrir en su Santa Misa?

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Todo el Calvario.

Padre, dígame todo lo que sufre Ud. durante la Santa Misa.


Sufro todo lo que Jesús sufrió en su Pasión, aunque sin proporción, sólo
en cuanto lo puede hacer una criatura humana. Y esto, a pesar de cada
una de mis faltas y por Su sola bondad.

Padre, durante el Sacrificio Divino, ¿carga Ud. nuestros pecados?


No puedo dejar de hacerlo, puesto que es una parte del Santo Sacrificio.

¿El Señor le considera a Ud. como un pecador?


No lo sé, pero me temo que así es.

Yo lo he visto temblar a Ud. cuando sube las gradas del Altar. ¿Por
qué? ¿Por lo que tiene que sufrir?
No por lo que tengo que sufrir, sino por lo que tengo que ofrecer.

¿En qué momento de la Misa sufre Ud. más?


En la Consagración y en la Comunión.

Padre, esta mañana en la Misa, al leer la historia de Esaú, que vendió


su primogenitura, sus ojos se llenaron de lágrimas.
¡Te parece poco, despreciar los dones de Dios!

¿Por qué, al leer el Evangelio, lloró cuando leyó esas palabras:


«Quien come mi carne y bebe mi sangre...»?
Llora conmigo de ternura.

Padre, ¿por qué llora Ud. casi siempre cuando lee el Evangelio en la
Misa?
Nos parece que no tiene importancia el que un Dios le hable a sus
criaturas y que ellas lo contradigan y que continuamente lo ofendan con
su ingratitud e incredulidad.

Su Misa, Padre, ¿es un sacrificio cruento?


¡Hereje!

Perdón, Padre, quise decir que en la Misa el Sacrificio de Jesús no es


cruento, pero que la participación de Ud. a toda la Pasión si lo es.
¿Me equivoco?
Pues no, en eso no te equivocas. Creo que seguramente tienes razón.

¿Quien le limpia la sangre durante la Santa Misa?

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Nadie.

Padre, ¿por qué llora en el Ofertorio?


¿Quieres saber el secreto? Pues bien: porque es el momento en que el
alma se separa de las cosas profanas.

Durante su Misa, Padre, la gente hace un poco de ruido.


Si estuvieses en el Calvario, ¿no escucharías gritos, blasfemias, ruidos y
amenazas? Había un alboroto enorme.

¿No le distraen los ruidos?


Para nada.

Padre, ¿por qué sufre tanto en la Consagración?


No seas malo... No quiero que me preguntes eso...

Padre, ¡dígamelo! ¿Por qué sufre tanto en la Consagración?


Porque en ese momento se produce realmente una nueva y admirable
destrucción y creación.

Padre, ¿por qué llora en el Altar y qué significan las palabras que
dice Ud. en la Elevación? Se lo pregunto por curiosidad, pero
también porque quiero repetirlas con Ud.
Los secretos de Rey supremo no pueden revelarse sin profanarlos. Me
preguntas por qué lloro, pero yo no quisiera derramar esas pobres
lagrimitas sino torrentes de ellas. ¿No meditas en este grandioso misterio?

Padre, ¿sufre Ud. durante la Misa la amargura de la hiel?


Sí, muy a menudo...

Padre, ¿cómo puede estarse de pie en el Altar?


Como estaba Jesús en la Cruz.

En el Altar, ¿está Ud. clavado en la Cruz como Jesús en el Calvario?


¿Y aún me lo preguntas?

¿Como se halla Ud.?


Como Jesús en el Calvario.

Padre, los verdugos acostaron la Cruz de Jesús para hundirle los


clavos?
Evidentemente.

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¿A Ud. también se los clavan?
¡Y de qué manera!

¿También acuestan la Cruz para Ud.?


Sí, pero no hay que tener miedo.

Padre, durante la Misa, ¿dice Ud. las siete palabras que Jesús dijo en
la Cruz?
Sí, indignamente, pero también yo las digo.

Y ¿a quién le dice: «Mujer, he aquí a tu hijo»?


Se lo digo a Ella: He aquí a los hijos de Tu Hijo.

¿Sufre Ud. la sed y el abandono de Jesús?


Sí.

¿En qué momento?


Después de la Consagración.

¿Hasta qué momento?


Suele ser hasta la Comunión.

Ud. ha dicho que le avergüenza decir: «Busqué quien me consolase y


no lo hallé». ¿Por qué?
Porque nuestro sufrimiento, de verdaderos culpables, no es nada en
comparación del de Jesús.

¿Ante quién siente vergüenza?


Ante Dios y mi conciencia.

Los Angeles del Señor ¿lo reconfortan en el Altar en el que se inmola


Ud.?
Pues... no lo siento.

Si el consuelo no llega hasta su alma durante el Santo Sacrificio y Ud.


sufre, como Jesús, el abandono total, nuestra presencia no sirve de
nada.
La utilidad es para vosotros. ¿Acaso fue inútil la presencia de la Virgen
Dolorosa, de San Juan y de las piadosas mujeres a los pies de Jesús
agonizante?

¿Qué es la sagrada Comunión?

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Es toda una misericordia interior y exterior, todo un abrazo. Pídele a
Jesús que se deje sentir sensiblemente.

Cuando viene Jesús, ¿visita solamente el alma?


El ser entero.

¿Qué hace Jesús en la Comunión?


Se deleita en su criatura.

Cuando se une a Jesús en la Santa Comunión, ¿qué quiere que le


pidamos al Señor por Ud.?
Que sea otro Jesús, todo Jesús y siempre Jesús.

¿Sufre Ud. también en la Comunión?


Es el punto culminante.

Después de la Comunión, ¿continúan sus sufrimientos?


Sí, pero son sufrimientos de amor.

¿A quién se dirigió la última mirada de Jesús agonizante?


A su Madre.

Y Ud., ¿a quién mira?


A mis hermanos de exilio.

¿Muere Ud. en la Santa Misa?


Místicamente, en la Sagrada Comunión.

¿Es por exceso de amor o de dolor?


Por ambas cosas, pero más por amor.

Si Ud. muere en la Comunión ¿ya no está en el Altar? ¿Por qué?


Jesús muerto, seguía estando en el Calvario.

Padre, Ud. a dicho que la víctima muere en la Comunión. ¿Lo ponen


a Ud. en los brazos de Nuestra Señora?
En los de San Francisco.

Padre, ¿Jesús desclava los brazos de la Cruz para descansar en Ud.?


¡Soy yo quien descansa en El!

¿Cuánto ama a Jesús?

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Mi deseo es infinito, pero la verdad es que, por desgracia, tengo que decir
que nada, y me da mucha pena.

Padre, ¿por qué llora Ud. al pronunciar la última frase del Evangelio
de San Juan: «Y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del
Padre, lleno de gracia y de verdad»?
¿Te parece poco? Si los Apóstoles, con sus ojos de carne, han visto esa
gloria, ¿cómo será la que veremos en el Hijo de Dios, en Jesús, cuando se
manifieste en el Cielo?

¿Qué unión tendremos entonces con Jesús?


La Eucaristía nos da una idea.

¿Asiste la Santísima Virgen a su Misa?


¿Crees que la Mamá no se interesa por su hijo?

¿Y los ángeles?
En multitudes.

¿Qué hacen?
Adoran y aman.

Padre, ¿quién está más cerca de su Altar?


Todo el Paraíso.

¿Le gustaría decir más de una Misa cada día?


Si yo pudiese, no querría bajar nunca del Altar.

Me ha dicho que Ud. trae consigo su propio Altar...


Sí, porque se realizan estas palabras del Apóstol: «Llevo en mi cuerpo las
señales del Señor Jesús» (Gal. 6, 17), «estoy crucificado con Cristo» (Gal.
2, 19) y «castigo mi cuerpo y lo esclavizo» (I Cor. 9, 27).

¡En ese caso, no me equivoco cuando digo que estoy viendo a


Jesús Crucificado!
(No contesta).

Padre, ¿se acuerda Ud. de mí durante la Santa Misa?


Durante toda la Misa, desde el principio al fin, me acuerdo de ti.

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