Lectura 7 - La Sopa de Piedras

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“LA SOPA DE PIEDRAS”

Autor.

Ventura García Calderón

Lee detenidamente la siguiente lectura:

No, no quería volver al viejo sistema…Verdad es que lo hubiera conseguido todo de estos
indios, pero había que echarles encima el caballo, sujetar las riendas con la mano izquierda y con
la derecha, empuñando el látigo, ensangrentar los hombros morenos, gritando al mismo tiempo las
mejores interjecciones de la lengua española, que tiene tantas. Gracias a lo cual, el mismo indio
que os ha negado en esas soledades toda bebida y comida , encuentra instantáneamente debajo de
tierra una gallina y una linda calabaza espumante sedientos…No; Pedro Leal no acudiría al viejo
sistema.

Allí estaba en la placida de la aldea, atontado, plantado encima de su caballo, mientras su


criado, un mestizo avispado, se impacientaba, aconsejándole en voz baja:

-¡Pégueles no más, patroncito! Le darán todo, se lo juro.

Pero es pernicioso haber estudiado las layes romanas y los códigos franceses en una
Universidad de Lima cuando tiene uno que vérselas con los indios de pura cepa. Pedro Leal
corría grave peligro de quedarse sin comer al filo de mediodía, en esta pascana de los Andes,
donde hacia frío de repente, después de unas horas de cabalgada bajo un sol agobiador por las
morenas montañas peladas.
Un círculo de indios en cuclillas le miraba apenas, solapadamente. Uno de ellos, el más
viejo, cuyos piojos ostentosos danzaban en un pelambre una zarabamba luminosa, había tomado
su flauta de caña y se quedaba uno estupefacto al ver fluir música tan tierna de los labios de
aquel “virtuoso” harapiento. Hermosísima, vestida como la Virgen María de los grabados, una mujer
joven hacia sacado sin miramientos un seno límpido, veteado de un celeste azul peruano, para
responder a las exigencias de una criatura que, colgaba a su espalda, prorrumpía en
reivindicaciones, envuelta en un poncho escarlata. Viendo lo cual. Natalicio, el criado, dijo a su
patrón, con una sonrisa triste que ocultaba sin duda un reproche:

-¡Si al menos nos hiciera mamar un poquito…!

Bien comprendía Pedro Leal que su peón le despreciaba un poco por no haber obtenido
inmediatamente una buena comida, látigo en mano. Gimoteando como de costumbre, los indios
habían repetido hacia un momento su habitual manan taita (no hay nada, padre o señor). Pero “de
seguro que mentían como chinos”. La prueba, ese gran fuego de estiércol de llama, sobre el cual
hervían ya el agua y las hierbas para la sopa. Pedro Leal y su peón Natalicio habían llegado, sin
duda, cuando los indios iban a añadir a ella el buen chuño, la gallina con maíz, un poco de
charqui de llama. Los hermanos vivos de la llama sacrificada se encontraban allí, de rodillas, en la
plaza, mirando a la nieve de las cimas con indolencias.

Súbitamente recordó Pedro Leal que partencia a la raza sutil de la que han salido, para el
mundo asombrado, las más hermosas mentiras. Apeóse pausadamente del caballo, y ordenó a
Natalicio, su peón, que le siguiera; se aproximó al fuego, y añadido a él unas cuantas boñigas de
llama, que estallaron con un hedor nauseabundo. En el centro mismo de la placita se alzaba uno de
esos adoratorios indios testimonio de una antigua batalla o tumba de un jefe de tiempos
pretéritos –al que todos los pastores que pasan echa respetuosamente una piedra para conjurar a
los espíritus. Pedro Leal había tomado en la mano algunas piedras negras, pulidas Dios sabe por
qué río lejano, y las echó en la gran olla de tierra cocida, diciendo sencillamente, pero con voz
fuerte:

-¡Ya verás cómo hacemos con esto una sopa exquisita!

El flautista piojoso había interrumpido, a pesar suyo, su canción de amor y de tedio; la


hermosa india cubrió su vía láctea con su manto violeta, como con una nube crepuscular, y hasta
las bestias parecieron comprender. La cosa empezaba a ser apasionante. Este hombre blanco era,
sin duda, un mágico prodigioso.

Hay que tener paciencia con la raza más paciente del mundo. Pedro Leal la tuvo. A veces,
cuando una llama se arrodilla, es inútil querer levantarla a puntapiés; antes se dejaría matar. Pero
el indio fraternal y sensato se tumba cerca de ella, con un montón de piedras que lanza
blandamente de cuando en cuando, hasta que la bestia, nerviosa, se yergue en vilo. El sistema de
Pedro Leal era, poco más o menos, semejante. Sentado en tierra, disparaba su revólver contra
los cóndores, como si quisiera hacerlos caer en su sancochado. Otras veces, yendo a buscar una
nueva piedra a a apacheta (adoratorio), la echaba al agua hirviente.

En fin: una mujer impaciente, como toda la raza de cabellos largos, una Eva morena y
friolera, no pudo soportar más aquel suplicio silencioso y vino a decir al taita, con una sonrisa
zalamera y en un español deplorable:
-Tú comiendo piedras, pues!.

Con la mayor seriedad, Pedro Leal juntó las yemas de los dedos, se las llevó a los labios y
expresó con un beso de satisfacción la delicia que le esperaba.

Desconfiados aún, pero preparados desde hace siglos para todos los milagros, los indios se
apasionaban por esta historia. ¿Cómo? ¿Había aquí tantas piedras que se podían transformar en
comestibles y nadie había pensado en ello hasta ahora? Cuchichearon algo al oído de la joven
india, que, más simpática que los otros, debía agradar al hombre blanco. Se acercó a él, medio
temerosa, medio burlona:

-No, taita; mejor con una gallina, chuñitos.

Evidentemente, quizá estuviera mejor hacer un caldo con pollo y con papas; pero Pedro Leal
dio a entender, con perfecta indiferencia, que todo ello le traía sin cuidado. Tal como estaba su
sopa seria exquisita dentro de una hora, dos horas a lo sumo, cuando las piedras hubieran tenido
tiempo de derretirse. Por lo demás, como las piedras eran sagradas, podía esperarse cualquier
cosa.

¡Caraspita!, había que mimar bien a aquel brujo blanco para que enseñase a lo pobre
gente de la sierra la manera de servirse de las piedras. Dejando a su crío bregar en el suelo con
una minúscula llama de lana parda, la bella india desapareció un momento en su cabaña y
volvió en seguida con una magnifica gallina cebada, maíz tierno y morado como el que se entierra
con los muertos, y esas patatas heladas, el chuño del país, que hace tan sabrosa la olla de la
sierra. Rápida, antes de que Pedro Leal tuviese tiempo de impedírselo, echo todas aquellas ricas
cosas en la extraña comida del taita, excusándose humilde:

-¡Más mejor, padrecito!

El taita se encogió de hombros para hacer ver cumplidamente que aquello no añadida nada
al saco, y, dos horas, más tarde, se hacia preparar en la choza, por todos los indios entusiasmados.
Sobre su poncho extendido por tierra como un mantel, el mejor almuerzo que había probado desde
hacia mucho tiempo. Allí se saboreó un queso de cabra fresquísimo, guardado por los indios en las
grandes hojas de plátano; una chicha sublime, apenas fermentada; pero él, sobre todo, hizo admirar
a todos su sopa de piedras……
¿Las piedras? No se encontraron en el fondo de la olla. Más tarde, hacia las siete, cuando los
cóndores emprendían ya, sobre las nubes navegables, la ruta de los glaciares rojos, Pedro Leal se
alejó, colmado de dones, con su fiel Natalicio.

Entonces, el mestizo insolente y chancero, orgulloso de su amo, quiso mostrar su estupidez


a aquellos chanchos que se habían dejado engañar “como chinos”. Para abrumarlos, sacó
triunfalmente de su poncho, caliente aún, las piedras que había retirado de la sopa antes de
servirla.

Pero los indios nunca creen en las mejores tretas, y desde ese día, en aquella inocente
aldea de mi tierra, se añaden piedras santas para hacer más sabroso el caldo de gallina.

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