CARTA APOSTÓLICA Desiderio Desideravi
CARTA APOSTÓLICA Desiderio Desideravi
CARTA APOSTÓLICA Desiderio Desideravi
DESIDERIO DESIDERAVI
DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
A LOS OBISPOS, A LOS PRESBÍTEROS
Y A LOS DIÁCONOS,
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
Y A TODOS LOS FIELES LAICOS
SOBRE LA FORMACIÓN LITÚRGICA
DEL PUEBLO DE DIOS
Desiderio desideravi hoc Pascha manducare vobiscum, antequam patiar (Lc 22, 15)
Con esta carta deseo llegar a todos – después de haber escrito a los obispos tras la
publicación del Motu Proprio Traditionis custodes – para compartir con vosotros
algunas reflexiones sobre la Liturgia, dimensión fundamental para la vida de la Iglesia.
El tema es muy extenso y merece una atenta consideración en todos sus aspectos: sin
embargo, con este escrito no pretendo tratar la cuestión de forma exhaustiva. Quiero
ofrecer simplemente algunos elementos de reflexión para contemplar la belleza y la
verdad de la celebración cristiana.
3. Pedro y Juan habían sido enviados a preparar lo necesario para poder comer la
Pascua, pero, mirándolo bien, toda la creación, toda la historia – que finalmente estaba a
punto de revelarse como historia de salvación – es una gran preparación de aquella
Cena. Pedro y los demás están en esa mesa, inconscientes y, sin embargo, necesarios:
todo don, para ser tal, debe tener alguien dispuesto a recibirlo. En este caso, la
desproporción entre la inmensidad del don y la pequeñez de quien lo recibe es infinita y
no puede dejar de sorprendernos. Sin embargo – por la misericordia del Señor – el don
se confía a los Apóstoles para que sea llevado a todos los hombres.
4. Nadie se ganó el puesto en esa Cena, todos fueron invitados, o, mejor dicho, atraídos
por el deseo ardiente que Jesús tiene de comer esa Pascua con ellos: Él sabe que es el
Cordero de esa Pascua, sabe que es la Pascua. Esta es la novedad absoluta de esa Cena,
la única y verdadera novedad de la historia, que hace que esa Cena sea única y, por eso,
“última”, irrepetible. Sin embargo, su infinito deseo de restablecer esa comunión con
nosotros, que era y sigue siendo su proyecto original, no se podrá saciar hasta que todo
hombre, de toda tribu, lengua, pueblo y nación (Ap 5,9) haya comido su Cuerpo y
bebido su Sangre: por eso, esa misma Cena se hará presente en la celebración de la
Eucaristía hasta su vuelta.
5. El mundo todavía no lo sabe, pero todos están invitados al banquete de bodas del
Cordero (Ap 19,9). Lo único que se necesita para acceder es el vestido nupcial de la fe
que viene por medio de la escucha de su Palabra (cfr. Rom 10,17): la Iglesia lo
confecciona a medida, con la blancura de una vestidura lavada en la Sangre del
Cordero (cfr. Ap 7,14). No debemos tener ni un momento de descanso, sabiendo que no
todos han recibido aún la invitación a la Cena, o que otros la han olvidado o perdido en
los tortuosos caminos de la vida de los hombres. Por eso, he dicho que “sueño con una
opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los
horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la
evangelización del mundo actual más que para la autopreservación” (Evangelii
gaudium, n. 27): para que todos puedan sentarse a la Cena del sacrificio del Cordero y
vivir de Él.
7. El contenido del Pan partido es la cruz de Jesús, su sacrificio en obediencia amorosa
al Padre. Si no hubiéramos tenido la última Cena, es decir, la anticipación ritual de su
muerte, no habríamos podido comprender cómo la ejecución de su sentencia de muerte
pudiera ser el acto de culto perfecto y agradable al Padre, el único y verdadero acto de
culto. Unas horas más tarde, los Apóstoles habrían podido ver en la cruz de Jesús, si
hubieran soportado su peso, lo que significaba “cuerpo entregado”, “sangre derramada”:
y es de lo que hacemos memoria en cada Eucaristía. Cuando regresa, resucitado de entre
los muertos, para partir el pan a los discípulos de Emaús y a los suyos, que habían
vuelto a pescar peces y no hombres, en el lago de Galilea, ese gesto les abre sus ojos,
los cura de la ceguera provocada por el horror de la cruz, haciéndolos capaces de “ver”
al Resucitado, de creer en la Resurrección.
11. La Liturgia nos garantiza la posibilidad de tal encuentro. No nos sirve un vago
recuerdo de la última Cena, necesitamos estar presentes en aquella Cena, poder escuchar
su voz, comer su Cuerpo y beber su Sangre: le necesitamos a Él. En la Eucaristía y en
todos los Sacramentos se nos garantiza la posibilidad de encontrarnos con el Señor
Jesús y de ser alcanzados por el poder de su Pascua. El poder salvífico del sacrificio de
Jesús, de cada una de sus palabras, de cada uno de sus gestos, mirada, sentimiento, nos
alcanza en la celebración de los Sacramentos. Yo soy Nicodemo y la Samaritana, el
endemoniado de Cafarnaúm y el paralítico en casa de Pedro, la pecadora perdonada y la
hemorroisa, la hija de Jairo y el ciego de Jericó, Zaqueo y Lázaro; el ladrón y Pedro,
perdonados. El Señor Jesús que, inmolado, ya no vuelve a morir; y sacrificado, vive
para siempre, [2] continúa perdonándonos, curándonos y salvándonos con el poder de los
Sacramentos. A través de la encarnación, es el modo concreto por el que nos ama; es el
modo con el que sacia esa sed de nosotros que ha declarado en la cruz (Jn 19,28).
17. He advertido en varias ocasiones sobre una tentación peligrosa para la vida de la
Iglesia que es la “mundanidad espiritual”: he hablado de ella ampliamente en la
Exhortación Evangelii gaudium (nn. 93-97), identificando el gnosticismo y el
neopelagianismo como los dos modos vinculados entre sí, que la alimentan.
El segundo anula el valor de la gracia para confiar sólo en las propias fuerzas, dando
lugar a “un elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se
hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se
gastan las energías en controlar” (Evangelii gaudium, n. 94).
Estas formas distorsionadas del cristianismo pueden tener consecuencias desastrosas
para la vida de la Iglesia.
20. Si el neopelagianismo nos intoxica con la presunción de una salvación ganada con
nuestras fuerzas, la celebración litúrgica nos purifica proclamando la gratuidad del don
de la salvación recibida en la fe. Participar en el sacrificio eucarístico no es una
conquista nuestra, como si pudiéramos presumir de ello ante Dios y ante nuestros
hermanos. El inicio de cada celebración me recuerda quién soy, pidiéndome que
confiese mi pecado e invitándome a rogar a la bienaventurada siempre Virgen María, a
los ángeles, a los santos y a todos los hermanos y hermanas, que intercedan por mí ante
el Señor: ciertamente no somos dignos de entrar en su casa, necesitamos una palabra
suya para salvarnos (cfr. Mt 8,8). No tenemos otra gloria que la cruz de nuestro Señor
Jesucristo (cfr. Gál 6,14). La Liturgia no tiene nada que ver con un moralismo ascético:
es el don de la Pascua del Señor que, aceptado con docilidad, hace nueva nuestra vida.
No se entra en el cenáculo sino por la fuerza de atracción de su deseo de comer la
Pascua con nosotros: Desiderio desideravi hoc Pascha manducare vobiscum, antequam
patiar (Lc 22,15).
21. Sin embargo, tenemos que tener cuidado: para que el antídoto de la Liturgia sea
eficaz, se nos pide redescubrir cada día la belleza de la verdad de la celebración
cristiana. Me refiero, una vez más, a su significado teológico, como ha descrito
admirablemente el n. 7 de la Sacrosanctum Concilium: la Liturgia es el sacerdocio de
Cristo revelado y entregado a nosotros en su Pascua, presente y activo hoy a través de
los signos sensibles (agua, aceite, pan, vino, gestos, palabras) para que el Espíritu,
sumergiéndonos en el misterio pascual, transforme toda nuestra vida, conformándonos
cada vez más con Cristo.
23. Seamos claros: hay que cuidar todos los aspectos de la celebración (espacio, tiempo,
gestos, palabras, objetos, vestiduras, cantos, música, ...) y observar todas las rúbricas:
esta atención sería suficiente para no robar a la asamblea lo que le corresponde, es decir,
el misterio pascual celebrado en el modo ritual que la Iglesia establece. Pero, incluso, si
la calidad y la norma de la acción celebrativa estuvieran garantizadas, esto no sería
suficiente para que nuestra participación fuera plena.
24. Si faltara el asombro por el misterio pascual que se hace presente en la concreción
de los signos sacramentales, podríamos correr el riesgo de ser realmente impermeables
al océano de gracia que inunda cada celebración. No bastan los esfuerzos, aunque
loables, para una mejor calidad de la celebración, ni una llamada a la interioridad:
incluso ésta corre el riesgo de quedar reducida a una subjetividad vacía si no acoge la
revelación del misterio cristiano. El encuentro con Dios no es fruto de una individual
búsqueda interior, sino que es un acontecimiento regalado: podemos encontrar a Dios
por el hecho novedoso de la Encarnación que, en la última cena, llega al extremo de
querer ser comido por nosotros. ¿Cómo se nos puede escapar lamentablemente la
fascinación por la belleza de este don?
26. El asombro es parte esencial de la acción litúrgica porque es la actitud de quien sabe
que está ante la peculiaridad de los gestos simbólicos; es la maravilla de quien
experimenta la fuerza del símbolo, que no consiste en referirse a un concepto abstracto,
sino en contener y expresar, en su concreción, lo que significa.
28. La posmodernidad – en la que el hombre se siente aún más perdido, sin referencias
de ningún tipo, desprovisto de valores, porque se han vuelto indiferentes, huérfano de
todo, en una fragmentación en la que parece imposible un horizonte de sentido – sigue
cargando con la pesada herencia que nos dejó la época anterior, hecha de individualismo
y subjetivismo (que recuerdan, una vez más, al pelagianismo y al gnosticismo), así
como por un espiritualismo abstracto que contradice la naturaleza misma del hombre,
espíritu encarnado y, por tanto, en sí mismo capaz de acción y comprensión simbólica.
«Por lo demás, no ha quedado sin fruto la ardua e intrincada discusión, puestos que uno
de los temas, el primero que fue examinado, y en un cierto sentido el primero también
por la excelencia intrínseca y por su importancia para la vida de la Iglesia, el de la
sagrada Liturgia, ha sido terminado y es hoy promulgado por Nos solemnemente.
Nuestro espíritu exulta de gozo ante este resultado. Nos rendimos en esto el homenaje
conforme a la escala de valores y deberes: Dios en el primer puesto; la oración, nuestra
primera obligación; la Liturgia, la primera fuente de la vida divina que se nos comunica,
la primera escuela de nuestra vida espiritual, el primer don que podemos hacer al pueblo
cristiano, que con nosotros que cree y ora, y la primera invitación al mundo para que
desate en oración dichosa y veraz su lengua muda y sienta el inefable poder regenerador
de cantar con nosotros las alabanzas divinas y las esperanzas humanas, por Cristo Señor
en el Espíritu Santo».
31. En esta carta no puedo detenerme en la riqueza de cada una de las expresiones, que
dejo a vuestra meditación. Si la Liturgia es “la cumbre a la cual tiende la acción de la
Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza” (Sacrosanctum
Concilium, n. 10), comprendemos bien lo que está en juego en la cuestión litúrgica.
Sería banal leer las tensiones, desgraciadamente presentes en torno a la celebración,
como una simple divergencia entre diferentes sensibilidades sobre una forma ritual. La
problemática es, ante todo, eclesiológica. No veo cómo se puede decir que se reconoce
la validez del Concilio – aunque me sorprende un poco que un católico pueda presumir
de no hacerlo – y no aceptar la reforma litúrgica nacida de la Sacrosanctum Concilium,
que expresa la realidad de la Liturgia en íntima conexión con la visión de la Iglesia
descrita admirablemente por la Lumen Gentium. Por ello – como expliqué en la carta
enviada a todos los Obispos – me sentí en el deber de afirmar que “los libros litúrgicos
promulgados por los Santos Pontífices Pablo VI y Juan Pablo II, en conformidad con los
decretos del Concilio Vaticano II, como única expresión de la lex orandi del Rito
Romano” (Motu Proprio Traditionis custodes, art. 1).
33. Es la comunidad de Pentecostés la que puede partir el Pan con la certeza de que el
Señor está vivo, resucitado de entre los muertos, presente con su palabra, con sus gestos,
con la ofrenda de su Cuerpo y de su Sangre. Desde aquel momento, la celebración se
convierte en el lugar privilegiado, no el único, del encuentro con Él. Sabemos que, sólo
gracias a este encuentro, el hombre llega a ser plenamente hombre. Sólo la Iglesia de
Pentecostés puede concebir al hombre como persona, abierto a una relación plena con
Dios, con la creación y con los hermanos.
35. Es necesario encontrar cauces para una formación como estudio de la Liturgia: a
partir del movimiento litúrgico, se ha hecho mucho en este sentido, con valiosas
aportaciones de muchos estudiosos e instituciones académicas. Sin embargo, es
necesario difundir este conocimiento fuera del ámbito académico, de forma accesible,
para que todo creyente crezca en el conocimiento del sentido teológico de la Liturgia –
ésta es la cuestión decisiva y fundante de todo conocimiento y de toda práctica litúrgica
–, así como en el desarrollo de la celebración cristiana, adquiriendo la capacidad de
comprender los textos eucológicos, los dinamismos rituales y su valor antropológico.
37. La configuración del estudio de la Liturgia en los seminarios debe tener en cuenta
también la extraordinaria capacidad que la celebración tiene en sí misma para ofrecer
una visión orgánica del conocimiento teológico. Cada disciplina de la teología, desde su
propia perspectiva, debe mostrar su íntima conexión con la Liturgia, en virtud de la cual
se revela y realiza la unidad de la formación sacerdotal (cfr. Sacrosanctum Concilium,
n. 16). Una configuración litúrgico-sapiencial de la formación teológica en los
seminarios tendría ciertamente efectos positivos, también en la acción pastoral. No hay
ningún aspecto de la vida eclesial que no encuentre su culmen y su fuente en ella. La
pastoral de conjunto, orgánica, integrada, más que ser el resultado de la elaboración de
complicados programas, es la consecuencia de situar la celebración eucarística
dominical, fundamento de la comunión, en el centro de la vida de la comunidad. La
comprensión teológica de la Liturgia no permite, de ninguna manera, entender estas
palabras como si todo se redujera al aspecto cultual. Una celebración que no evangeliza,
no es auténtica, como no lo es un anuncio que no lleva al encuentro con el Resucitado
en la celebración: ambos, pues, sin el testimonio de la caridad, son como un metal que
resuena o un címbalo que aturde (cfr. 1Cor 13,1).
38. Para los ministros y para todos los bautizados, la formación litúrgica, en su primera
acepción, no es algo que se pueda conquistar de una vez para siempre: puesto que el don
del misterio celebrado supera nuestra capacidad de conocimiento, este compromiso
deberá ciertamente acompañar la formación permanente de cada uno, con la humildad
de los pequeños, actitud que abre al asombro.
39. Una última observación sobre los seminarios: además del estudio, deben ofrecer
también la oportunidad de experimentar una celebración, no sólo ejemplar desde el
punto de vista ritual, sino auténtica, vital, que permita vivir esa verdadera comunión con
Dios, a la cual debe tender también el conocimiento teológico. Sólo la acción del
Espíritu puede perfeccionar nuestro conocimiento del misterio de Dios, que no es
cuestión de comprensión mental, sino de una relación que toca la vida. Esta experiencia
es fundamental para que, una vez sean ministros ordenados, puedan acompañar a las
comunidades en el mismo camino de conocimiento del misterio de Dios, que es misterio
de amor.
40. Esta última consideración nos lleva a reflexionar sobre el segundo significado con el
que podemos entender la expresión “formación litúrgica”. Me refiero al ser formados,
cada uno según su vocación, por la participación en la celebración litúrgica. Incluso el
conocimiento del estudio que acabo de mencionar, para que no se convierta en
racionalismo, debe estar en función de la puesta en práctica de la acción formativa de la
Liturgia en cada creyente en Cristo.
41. De cuanto hemos dicho sobre la naturaleza de la Liturgia, resulta evidente que el
conocimiento del misterio de Cristo, cuestión decisiva para nuestra vida, no consiste en
una asimilación mental de una idea, sino en una real implicación existencial con su
persona. En este sentido, la Liturgia no tiene que ver con el “conocimiento”, y su
finalidad no es primordialmente pedagógica (aunque tiene un gran valor pedagógico:
cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 33) sino que es la alabanza, la acción de gracias por la
Pascua del Hijo, cuya fuerza salvadora llega a nuestra vida. La celebración tiene que ver
con la realidad de nuestro ser dóciles a la acción del Espíritu, que actúa en ella, hasta
que Cristo se forme en nosotros (cfr. Gál 4,19). La plenitud de nuestra formación es la
conformación con Cristo. Repito: no se trata de un proceso mental y abstracto, sino de
llegar a ser Él. Esta es la finalidad para la cual se ha dado el Espíritu, cuya acción es
siempre y únicamente confeccionar el Cuerpo de Cristo. Es así con el pan eucarístico, es
así para todo bautizado llamado a ser, cada vez más, lo que recibió como don en el
bautismo, es decir, ser miembro del Cuerpo de Cristo. León Magno escribe: «Nuestra
participación en el Cuerpo y la Sangre de Cristo no tiende a otra cosa sino a
convertirnos en lo que comemos». [11]
43. La Liturgia da gloria a Dios no porque podamos añadir algo a la belleza de la luz
inaccesible en la que Él habita (cfr. 1Tim 6,16) o a la perfección del canto angélico, que
resuena eternamente en las moradas celestiales. La Liturgia da gloria a Dios porque nos
permite, aquí en la tierra, ver a Dios en la celebración de los misterios y, al verlo, revivir
por su Pascua: nosotros, que estábamos muertos por los pecados, hemos revivido por la
gracia con Cristo (cfr. Ef 2,5), somos la gloria de Dios. Ireneo, doctor unitatis, nos lo
recuerda: «La gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre consiste en la
visión de Dios: si ya la revelación de Dios a través de la creación da vida a todos los
seres que viven en la tierra, ¡cuánto más la manifestación del Padre a través del Verbo
es causa de vida para los que ven a Dios!».[12]
44. Guardini escribe: «Con esto se delinea la primera tarea del trabajo de la formación
litúrgica: el hombre ha de volver a ser capaz de símbolos». [13] Esta tarea concierne a
todos, ministros ordenados y fieles. La tarea no es fácil, porque el hombre moderno es
analfabeto, ya no sabe leer los símbolos, apenas conoce de su existencia. Esto también
ocurre con el símbolo de nuestro cuerpo. Es un símbolo porque es la unión íntima del
alma y el cuerpo, visibilidad del alma espiritual en el orden de lo corpóreo, y en ello
consiste la unicidad humana, la especificidad de la persona irreductible a cualquier otra
forma de ser vivo. Nuestra apertura a lo trascendente, a Dios, es constitutiva: no
reconocerla nos lleva inevitablemente a un no conocimiento, no sólo de Dios, sino
también de nosotros mismos. No hay más que ver la forma paradójica en que se trata al
cuerpo, o bien tratado casi obsesivamente en pos del mito de la eterna juventud, o bien
reducido a una materialidad a la cual se le niega toda dignidad. El hecho es que no se
puede dar valor al cuerpo sólo desde el cuerpo. Todo símbolo es a la vez poderoso y
frágil: si no se respeta, si no se trata como lo que es, se rompe, pierde su fuerza, se
vuelve insignificante.
Ya no tenemos la mirada de San Francisco, que miraba al sol –al que llamaba hermano
porque así lo sentía –, lo veía bellu e radiante cum grande splendore y, lleno de
asombro, cantaba: de te Altissimu, porta significatione. [14] Haber perdido la capacidad
de comprender el valor simbólico del cuerpo y de toda criatura hace que el lenguaje
simbólico de la Liturgia sea casi inaccesible para el hombre moderno. No se trata, sin
embargo, de renunciar a ese lenguaje: no se puede renunciar a él porque es el que la
Santísima Trinidad ha elegido para llegar a nosotros en la carne del Verbo. Se trata más
bien de recuperar la capacidad de plantear y comprender los símbolos de la Liturgia. No
hay que desesperar, porque en el hombre esta dimensión, como acabo de decir, es
constitutiva y, a pesar de los males del materialismo y del espiritualismo – ambos
negación de la unidad cuerpo y alma –, está siempre dispuesta a reaparecer, como toda
verdad.
45. Entonces, la pregunta que nos hacemos es ¿cómo volver a ser capaces de símbolos?
¿Cómo volver a saber leerlos para vivirlos? Sabemos muy bien que la celebración de los
sacramentos es – por la gracia de Dios – eficaz en sí misma (ex opere operato), pero
esto no garantiza una plena implicación de las personas sin un modo adecuado de
situarse frente al lenguaje de la celebración. La lectura simbólica no es una cuestión de
conocimiento mental, de adquisición de conceptos, sino una experiencia vital.
46. Ante todo, debemos recuperar la confianza en la creación. Con esto quiero decir que
las cosas – con las cuales “se hacen” los sacramentos – vienen de Dios, están orientadas
a Él y han sido asumidas por Él, especialmente con la encarnación, para que pudieran
convertirse en instrumentos de salvación, vehículos del Espíritu, canales de gracia. Aquí
se advierte la distancia, tanto de la visión materialista, como espiritualista. Si las cosas
creadas son parte irrenunciable de la acción sacramental que lleva a cabo nuestra
salvación, debemos situarnos ante ellas con una mirada nueva, no superficial,
respetuosa, agradecida. Desde el principio, contienen la semilla de la gracia santificante
de los sacramentos.
47. Otra cuestión decisiva – reflexionando de nuevo sobre cómo nos forma la Liturgia –
es la educación necesaria para adquirir la actitud interior, que nos permita situar y
comprender los símbolos litúrgicos. Lo expreso de forma sencilla. Pienso en los padres
y, más aún, en los abuelos, pero también en nuestros párrocos y catequistas. Muchos de
nosotros aprendimos de ellos el poder de los gestos litúrgicos, como la señal de la cruz,
el arrodillarse o las fórmulas de nuestra fe. Quizás puede que no tengamos un vivo
recuerdo de ello, pero podemos imaginar fácilmente el gesto de una mano más grande
que toma la pequeña mano de un niño y acompañándola lentamente mientras traza, por
primera vez, la señal de nuestra salvación. El movimiento va acompañado de las
palabras, también lentas, como para apropiarse de cada instante de ese gesto, de todo el
cuerpo: «En el nombre del Padre... y del Hijo... y del Espíritu Santo... Amén». Para
después soltar la mano del niño y, dispuesto a acudir en su ayuda, ver cómo repite él
solo ese gesto ya entregado, como si fuera un hábito que crecerá con él, vistiéndolo de
la manera que sólo el Espíritu conoce. A partir de ese momento, ese gesto, su fuerza
simbólica, nos pertenece o, mejor dicho, pertenecemos a ese gesto, nos da forma, somos
formados por él. No es necesario hablar demasiado, no es necesario haber entendido
todo sobre ese gesto: es necesario ser pequeño, tanto al entregarlo, como al recibirlo. El
resto es obra del Espíritu. Así hemos sido iniciados en el lenguaje simbólico. No
podemos permitir que nos roben esta riqueza. A medida que crecemos, podemos tener
más medios para comprender, pero siempre con la condición de seguir siendo pequeños.
Ars celebrandi
48. Un modo para custodiar y para crecer en la comprensión vital de los símbolos de la
Liturgia es, ciertamente, cuidar el arte de celebrar. Esta expresión también es objeto de
diferentes interpretaciones. Se entiende más claramente teniendo en cuenta el sentido
teológico de la Liturgia descrito en el número 7 de Sacrosanctum Concilium, al cual nos
hemos referido varias veces. El ars celebrandi no puede reducirse a la mera observancia
de un aparato de rúbricas, ni tampoco puede pensarse en una fantasiosa – a veces salvaje
– creatividad sin reglas. El rito es en sí mismo una norma, y la norma nunca es un fin en
sí misma, sino que siempre está al servicio de la realidad superior que quiere custodiar.
Es necesario, pues, conocer cómo actúa el Espíritu Santo en cada celebración: el arte de
celebrar debe estar en sintonía con la acción del Espíritu. Sólo así se librará de los
subjetivismos, que son el resultado de la prevalencia de las sensibilidades individuales,
y de los culturalismos, que son incorporaciones sin criterio de elementos culturales, que
nada tienen que ver con un correcto proceso de inculturación.
51. Al hablar de este tema, podemos pensar que sólo concierne a los ministros
ordenados que ejercen el servicio de la presidencia. En realidad, es una actitud a la que
están llamados a vivir todos los bautizados. Pienso en todos los gestos y palabras que
pertenecen a la asamblea: reunirse, caminar en procesión, sentarse, estar de pie,
arrodillarse, cantar, estar en silencio, aclamar, mirar, escuchar. Son muchas las formas
en que la asamblea, como un solo hombre (Neh 8,1), participa en la celebración.
Realizar todos juntos el mismo gesto, hablar todos a la vez, transmite a los individuos la
fuerza de toda la asamblea. Es una uniformidad que no sólo no mortifica, sino que, por
el contrario, educa a cada fiel a descubrir la auténtica singularidad de su personalidad,
no con actitudes individualistas, sino siendo conscientes de ser un solo cuerpo. No se
trata de tener que seguir un protocolo litúrgico: se trata más bien de una “disciplina” –
en el sentido utilizado por Guardini – que, si se observa con autenticidad, nos forma:
son gestos y palabras que ponen orden en nuestro mundo interior, haciéndonos
experimentar sentimientos, actitudes, comportamientos. No son el enunciado de un ideal
en el que inspirarnos, sino una acción que implica al cuerpo en su totalidad, es decir, ser
unidad de alma y cuerpo.
52. Entre los gestos rituales que pertenecen a toda la asamblea, el silencio ocupa un
lugar de absoluta importancia. Varias veces se prescribe expresamente en las rúbricas:
toda la celebración eucarística está inmersa en el silencio que precede a su inicio y
marca cada momento de su desarrollo ritual. En efecto, está presente en el acto
penitencial; después de la invitación a la oración; en la Liturgia de la Palabra (antes de
las lecturas, entre las lecturas y después de la homilía); en la plegaria eucarística;
después de la comunión. [16] No es un refugio para esconderse en un aislamiento
intimista, padeciendo la ritualidad como si fuera una distracción: tal silencio estaría en
contradicción con la esencia misma de la celebración. El silencio litúrgico es mucho
más: es el símbolo de la presencia y la acción del Espíritu Santo que anima toda la
acción celebrativa, por lo que, a menudo, constituye la culminación de una secuencia
ritual. Precisamente porque es un símbolo del Espíritu, tiene el poder de expresar su
acción multiforme. Así, retomando los momentos que he recordado anteriormente, el
silencio mueve al arrepentimiento y al deseo de conversión; suscita la escucha de la
Palabra y la oración; dispone a la adoración del Cuerpo y la Sangre de Cristo; sugiere a
cada uno, en la intimidad de la comunión, lo que el Espíritu quiere obrar en nuestra vida
para conformarnos con el Pan partido. Por eso, estamos llamados a realizar con extremo
cuidado el gesto simbólico del silencio: en él nos da forma el Espíritu.
53. Cada gesto y cada palabra contienen una acción precisa que es siempre nueva,
porque encuentra un momento siempre nuevo en nuestra vida. Permitidme explicarlo
con un sencillo ejemplo. Nos arrodillamos para pedir perdón; para doblegar nuestro
orgullo; para entregar nuestras lágrimas a Dios; para suplicar su intervención; para
agradecerle un don recibido: es siempre el mismo gesto, que expresa esencialmente
nuestra pequeñez ante Dios. Sin embargo, realizado en diferentes momentos de nuestra
vida, modela nuestra profunda interioridad y posteriormente se manifiesta externamente
en nuestra relación con Dios y con nuestros hermanos. Arrodillarse debe hacerse
también con arte, es decir, con plena conciencia de su significado simbólico y de la
necesidad que tenemos de expresar, mediante este gesto, nuestro modo de estar en
presencia del Señor. Si todo esto es cierto para este simple gesto, ¿cuánto más para la
celebración de la Palabra? ¿Qué arte estamos llamados a aprender al proclamar la
Palabra, al escucharla, al hacerla inspiración de nuestra oración, al hacer que se haga
vida? Todo ello merece el máximo cuidado, no formal, exterior, sino vital, interior,
porque cada gesto y cada palabra de la celebración expresada con “arte” forma la
personalidad cristiana del individuo y de la comunidad.
54. Si bien es cierto que el ars celebrandi concierne a toda la asamblea que celebra, no
es menos cierto que los ministros ordenados deben cuidarlo especialmente. Visitando
comunidades cristianas he comprobado, a menudo, que su forma de vivir la celebración
está condicionada – para bien, y desgraciadamente también para mal – por la forma en
que su párroco preside la asamblea. Podríamos decir que existen diferentes “modelos”
de presidencia. He aquí una posible lista de actitudes que, aunque opuestas, caracterizan
a la presidencia de forma ciertamente inadecuada: rigidez austera o creatividad
exagerada; misticismo espiritualizador o funcionalismo práctico; prisa precipitada o
lentitud acentuada; descuido desaliñado o refinamiento excesivo; afabilidad
sobreabundante o impasibilidad hierática. A pesar de la amplitud de este abanico, creo
que la inadecuación de estos modelos tiene una raíz común: un exagerado personalismo
en el estilo celebrativo que, en ocasiones, expresa una mal disimulada manía de
protagonismo. Esto suele ser más evidente cuando nuestras celebraciones se difunden en
red, cosa que no siempre es oportuno y sobre la que deberíamos reflexionar. Eso sí, no
son estas las actitudes más extendidas, pero las asambleas son objeto de ese “maltrato”
frecuentemente.
56. El presbítero vive su participación propia durante la celebración en virtud del don
recibido en el sacramento del Orden: esta tipología se expresa precisamente en la
presidencia. Como todos los oficios que está llamado a desempeñar, éste no es,
primariamente, una tarea asignada por la comunidad, sino la consecuencia de la efusión
del Espíritu Santo recibida en la ordenación, que le capacita para esta tarea. El
presbítero también es formado al presidir la asamblea que celebra.
57. Para que este servicio se haga bien – con arte – es de fundamental importancia que
el presbítero tenga, ante todo, la viva conciencia de ser, por misericordia, una presencia
particular del Resucitado. El ministro ordenado es en sí mismo uno de los modos de
presencia del Señor que hacen que la asamblea cristiana sea única, diferente de
cualquier otra (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 7). Este hecho da profundidad
“sacramental” – en sentido amplio – a todos los gestos y palabras de quien preside. La
asamblea tiene derecho a poder sentir en esos gestos y palabras el deseo que tiene el
Señor, hoy como en la última cena, de seguir comiendo la Pascua con nosotros. Por
tanto, el Resucitado es el protagonista, y no nuestra inmadurez, que busca asumir un
papel, una actitud y un modo de presentarse, que no le corresponde. El propio presbítero
se ve sobrecogido por este deseo de comunión que el Señor tiene con cada uno: es como
si estuviera colocado entre el corazón ardiente de amor de Jesús y el corazón de cada
creyente, objeto de su amor. Presidir la Eucaristía es sumergirse en el horno del amor de
Dios. Cuando se comprende o, incluso, se intuye esta realidad, ciertamente ya no
necesitamos un directorio que nos dicte el adecuado comportamiento. Si lo
necesitamos, es por la dureza de nuestro corazón. La norma más excelsa y, por tanto,
más exigente, es la realidad de la propia celebración eucarística, que selecciona las
palabras, los gestos, los sentimientos, haciéndonos comprender si son o no adecuados a
la tarea que han de desempeñar. Evidentemente, esto tampoco se puede improvisar: es
un arte, requiere la aplicación del sacerdote, es decir, la frecuencia asidua del fuego del
amor que el Señor vino a traer a la tierra (cfr. Lc 12,49).
No se sienta en un trono [18], porque el Señor reina con la humildad de quien sirve.
***
62. Quisiera que esta carta nos ayudara a reavivar el asombro por la belleza de la verdad
de la celebración cristiana, a recordar la necesidad de una auténtica formación litúrgica
y a reconocer la importancia de un arte de la celebración, que esté al servicio de la
verdad del misterio pascual y de la participación de todos los bautizados, cada uno con
la especificidad de su vocación.
Toda esta riqueza no está lejos de nosotros: está en nuestras iglesias, en nuestras fiestas
cristianas, en la centralidad del domingo, en la fuerza de los sacramentos que
celebramos. La vida cristiana es un continuo camino de crecimiento: estamos llamados
a dejarnos formar con alegría y en comunión.
63. Por eso, me gustaría dejaros una indicación más para proseguir en nuestro camino.
Os invito a redescubrir el sentido del año litúrgico y del día del Señor: también esto es
una consigna del Concilio (cfr. Sacrosanctum Concilium, nn. 102-111).
64. A la luz de lo que hemos recordado anteriormente, entendemos que el año litúrgico
es la posibilidad de crecer en el conocimiento del misterio de Cristo, sumergiendo
nuestra vida en el misterio de su Pascua, mientras esperamos su vuelta. Se trata de una
verdadera formación continua. Nuestra vida no es una sucesión casual y caótica de
acontecimientos, sino un camino que, de Pascua en Pascua, nos conforma a Él mientras
esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo. [24]
65. En el correr del tiempo, renovado por la Pascua, cada ocho días la Iglesia celebra, en
el domingo, el acontecimiento de la salvación. El domingo, antes de ser un precepto, es
un regalo que Dios hace a su pueblo (por eso, la Iglesia lo protege con un precepto). La
celebración dominical ofrece a la comunidad cristiana la posibilidad de formarse por
medio de la Eucaristía. De domingo a domingo, la Palabra del Resucitado ilumina
nuestra existencia queriendo realizar en nosotros aquello para lo que ha sido enviada
(cfr. Is 55,10-11). De domingo a domingo, la comunión en el Cuerpo y la Sangre de
Cristo quiere hacer también de nuestra vida un sacrificio agradable al Padre, en la
comunión fraterna que se transforma en compartir, acoger, servir. De domingo a
domingo, la fuerza del Pan partido nos sostiene en el anuncio del Evangelio en el que se
manifiesta la autenticidad de nuestra celebración.
Abandonemos las polémicas para escuchar juntos lo que el Espíritu dice a la Iglesia,
mantengamos la comunión, sigamos asombrándonos por la belleza de la Liturgia. Se
nos ha dado la Pascua, conservemos el deseo continuo que el Señor sigue teniendo de
poder comerla con nosotros. Bajo la mirada de María, Madre de la Iglesia.
Dado en Roma, en San Juan de Letrán, a 29 de junio, solemnidad de los Santos Pedro y
Pablo, Apóstoles, del año 2022, décimo de mi pontificado.
FRANCISCO
En conclusión:
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1992) p. 43.
quod ages, imitare quod tractabis, et vitam tuam mysterio dominicæ crucis conforma».
[11]
Leo Magnus, Sermo XII: De Passione III, 7.
[12]
Irenæus Lugdunensis, Adversus hæreses IV, 20, 7.
1992) p. 36.
[14]
Cantico delle Creature, Fonti Francescane, n. 263.
R. Guardini, Liturgische Bildung (1923) en Liturgie und liturgische Bildung (Mainz
[15]
1992) p. 99.
Cfr. Institutio Generalis Missalis Romani, nn. 45; 51; 54-56; 66; 71; 78; 84; 88;
[16]
271.
[17]
Ver Exhortación apostólica Evangelii gaudium (24 Noviembre 2013), nn. 135-144.
[18]
Cfr. Institutio Generalis Missalis Romani, n. 310.
[19]
Prex dedicationis en Ordo dedicationis ecclesiæ et altaris (1977) p. 102.
suscipiamur a te, Domine; et sic fiat sacrificium nostrum in conspectu tuo hodie, ut
placeat tibi, Domine Deus».
[22]
Cfr. Institutio Generalis Missalis Romani, nn. 78-79.
(1969) 222.