04 Mar de Luz Plateada
04 Mar de Luz Plateada
04 Mar de Luz Plateada
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Tad Williams
ePub r1.1
Titivillus 21.06.2021
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Título original: Sea of silver light
Tad Williams, 2001
Traducción: Concha Cardeñoso
Ilustración de portada: Xabier Martínez
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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A decir verdad, mi padre todavía no ha echado un vistazo a un solo
libro, así es que no, todavía no lo sabe. Me parece que no me va a
quedar más remedio que decírselo. Tendría que insinuárselo con
delicadeza:
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AGRADECIMIENTOS
Las personas que nombro a continuación me han salvado la vida. Sin su ayuda no
habría terminado nunca estos libros. Podéis aplicar sanciones a discreción.
Son las siguientes, hasta el momento:
Barbara Cannon, Aaron Castro, Nick Des Barres, Debra Euler, Arthur Ross
Evans, Amy Fodera, Sean Fodera, Jo-Ann Goodwind, Deborah Grabien, Nic
Gabrien, Jed Hartmann, Tim Holman, Nick Itsou, John Jarrold, Katharine Kerr,
Ulrike Killer, M. J. Kramer, Jo y Phil Knowles, Mark Kreighbaum, LES…, Bruce
Lieberman, Mark McCrum, Joshua Milligan, Hans-Ulrich Möhring, Eric Neuman,
Peter Stampfel, Mitch Wagner y Michael Whelan.
A estos debo añadir el siguiente grupo de buenos y valientes:
Melissa Brammer, Dena Chávez, Rick Cuevas, Marcia de Lima y Jim Foster.
Como siempre, gracias a gritos a todos los amigos de la lista de correo Tad
Williams y a los tablones de anuncios de TW Fan Page y Guthwulf.com de MST
Interactive Thesis.
Y, por descontado, el agradecimiento no sería asaz agradecido si no nombrase a
mi maravillosa esposa, Deborah Beale, a mi adorable y dotadísimo agente Matt
Bialer y a mis pacienzudas y perspicaces editoras, Betsy Wollheim y Sheila Gilbert.
Mis hijos, Connor y Devon, no contribuyeron mucho pero, desde luego, hacen la vida
mucho más interesante (y agudizan la necesidad de terminar los libros y venderlos);
Connor puso unas cuantas consonantes al azar en el manuscrito y las dejó a mi
disposición, así que, supongo que aquí es donde deben quedarse.
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Prólogo
El ascensor subía tan rápida y suavemente que, a veces, casi se le olvidaba que
vivía en el interior de una gran aguja, que su viaje diario hasta la cumbre lo elevaba
casi trescientos metros por encima del delta del Misisipi. Nunca le habían interesado
mucho los edificios altos: otro detalle que le hacía sentir un poco ajeno a su propio
siglo. La casa de Canonbury debía su encanto, entre otras cosas, a sus anticuadas
proporciones: tres pisos, unos pocos tramos de escalera. En caso de incendio, podría
huir fácilmente (o así prefería creerlo). Cuando abría las ventanas de su piso y miraba
a la calle, oía hablar a la gente e incluso distinguía lo que llevaban en la cesta de la
compra. Ahora, de no ser por los vientos del golfo en época de huracanes, cuyo aullar
se oía a pesar de la gruesa fibrámica, vientos tan fuertes que hacían mecerse
levemente la enorme torre, era como si viviera en una especie de nave intergaláctica.
Al menos hasta que llegaba a la parte del edificio donde impartía las clases a diario.
La puerta del ascensor se abrió sin hacer ruido a otro zaguán. Paul Jonas marcó su
código, puso la palma de la mano en el lector biométrico y esperó varios segundos a
que el lector y otros dispositivos de seguridad menos visibles hicieran su trabajo.
Cuando la puerta se deslizó a un lado con un ruido de aspiración, entró y abrió la
segunda puerta, montada en goznes metálicos, de estilo indiscutiblemente anticuado.
Lo envolvió el olor de la casa de Ava, una mezcla de aromas tan evocadores de otra
época que casi resultaba claustrofóbica: espliego, limpiametales y sábanas guardadas
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en cómodas de cedro. Al entrar en el vestíbulo, el espacio funcional, liso y romo del
presente se transformó, en unos pocos pasos, en un ámbito que, de no ser por la
vibrante mujer jovencísima que vivía en su interior, habría podido ser un museo e
incluso una tumba.
No lo esperaba en el salón. La inusitada ausencia lo sobresaltó y le hizo sentir de
pronto que el extraño ritual era una locura tan grande como le había parecido en las
primeras semanas de trabajo. Comprobó la hora en el reloj de cristal y bronce dorado
de la repisa de la chimenea. Las nueve y un minuto, pero Ava no llegaba. Se preguntó
si estaría enferma y le sorprendió sentirse preocupado por ella.
Una doncella del piso inferior, con cofia y delantal blancos, pasó ante la puerta
del salón cargada de manteles doblados, silenciosa como un fantasma.
—Disculpe —la llamó—, ¿la señorita Malabar sigue en la cama? Va a llegar tarde
a clase.
La doncella lo miró desconcertada, como si por el mero hecho de hablar hubiera
roto una antigua tradición, hizo un gesto negativo con la cabeza y desapareció.
Después de medio año, Paul seguía sin saber si los empleados de la casa eran
actores profesionales o, sencillamente, gente muy rara.
Llamó a la puerta de Ava; insistió con más fuerza y, como no contestaba nadie,
abrió con cautela. La estancia, mitad tocador, mitad cuarto de los niños, estaba vacía.
Una fila de muñecas de porcelana lo miraba ciegamente desde la repisa de la
chimenea con sus grandes ojos de cristal y sus largas pestañas.
Al volver al salón, se vio de reojo en el espejo enmarcado de la repisa: un hombre
normal, vestido a la moda de hacía más de un siglo, en medio de un recargado salón
que podía haber salido directamente de una ilustración de Tenniel. Una sensación
levemente distinta a un escalofrío le hizo estremecer. Por un momento, tuvo la
impresión, muy inquietante, de hallarse atrapado en el sueño de otra persona.
Era muy raro, sin duda, e incluso asustaba un poco, pero aun así, no dejaba de
asombrarle la cantidad de ingenio empleada en conseguirlo. Desde la entrada
principal de la casa, la vista del simétrico jardín con sus senderos laberínticos, los
setos y el bosque adyacente respondían a la perfección a su idea de los alrededores de
una casa de campo francesa de familia razonablemente acomodada de finales del
siglo XIX. El hecho de que el cielo no fuera real, de que las lluvias y la neblina
matutina fueran producto de un sofisticado sistema de riego, y la luz del día diera
paso a la noche y el vagabundeo de las nubes, que se asomaban a curiosear y
desaparecían, se debiera a un efecto holográfico y luminotécnico casi confería mayor
encanto al conjunto. Sin embargo, la idea de que la mansión y sus alrededores se
hubieran construido en el piso más alto de un rascacielos prácticamente para una sola
persona, una especie de burbuja en el tiempo que simulaba el pasado, si es que no lo
revivía de verdad, era mucho más perturbadora.
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«Parece sacado de un cuento —pensó, aunque no por primera vez, ni mucho
menos—. La tienen encerrada aquí arriba, como a la mujer del gigante del cuento de
las habichuelas mágicas, o… ¿cómo se llamaba la princesa del pelo tan largo?
¿Rapunzel?».
Contempló el jardín, de arcaizante diseño simétrico al estilo francés, pero
suavizado por algo semejante a una influencia inglesa más selvática y exuberante,
casi rayana en el descuido. En varios rincones, los altos setos ocultaban bancos, y
Ava le había dicho que le gustaba bajar allí de vez en cuando a hacer labores de
costura mientras oía cantar a los pájaros.
«Al menos, los pájaros son de verdad», pensó, mirando a unos que saltaban en lo
alto de rama en rama.
No había nadie en ninguno de los sinuosos senderos. Paul empezaba a dejarse
ganar por un miedo creciente, en contra de toda lógica. Era imposible imaginarse
mayor protección contra posibles peligros que la que rodeaba a Avialle Malabar: el
sistema de vigilancia más sofisticado que existía estaba pendiente de ella, y además la
custodiaba el ejército privado de su padre. Sin embargo, nunca había faltado a las
clases de la mañana sin justificación. El rato que pasaba con Paul parecía el momento
cumbre de su jornada, aunque él no se complacía en pensar que se debiera a alguna
cualidad irresistible de su persona. La pobre niña tenía muy pocas posibilidades de
encontrarse con otro ser humano.
Salió de los senderos de gravilla y entró en un camino que llevaba al descuidado
huerto que Ava llamaba «el bosque». Allí, el terreno era tan irregular como en un
huerto de verdad, y los ciruelos y los manzanos silvestres que lo rodeaban daban paso
a grupos de plateados abedules y una maraña tan densa de robles y alisos que
ocultaban la casa si se miraba atrás y creaban una ilusión de intimidad, aunque
Finney le había advertido en una de sus mordaces conferencias que la vigilancia se
extendía a todos los rincones. A pesar de todo, no podía evitar la sensación de haber
cruzado una línea invisible: a esa distancia de la casa, los árboles cerraban filas y el
falso cielo solo se entreveía por los huequecillos del follaje, que todo lo cubría. Hasta
los pájaros se mantenían en las ramas más altas. Se sentía allí una curiosa sensación
de aislamiento. Paul no conseguía quitarse de la cabeza la impresión de cuento
tradicional que le había causado desde buen principio.
La encontró sentada en la hierba, a la orilla del arroyo. Ella lo miró con su
enigmática sonrisa, pero no dijo nada.
—Ava, ¿se encuentra bien?
—Sí. Acérquese, quiero enseñarle una cosa.
—Es hora de empezar las clases. Me inquietó no encontrarla esperándome en
casa.
—Es usted muy amable, señor Jonas. Por favor, venga aquí.
Dio unas palmadas en la hierba, a su lado. Se hallaba en el centro de un amplio
corro de setas, corros de brujas, los llamaba su abuela Jonas; y volvió a experimentar
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la sensación de encontrarse en el inicio de una especie de cuento. Ava tenía los ojos
muy abiertos y cargados de no sabía qué, emoción, quizá, o presentimiento.
—Sentada en la hierba, se le humedecerá el vestido —le dijo al tiempo que se
acercaba con indecisión.
—Los árboles no dejan que la lluvia llegue hasta aquí. Está bastante seco.
Se recogió el orillo del vestido debajo de la pierna para hacer sitio a Paul y, sin
querer —¿o no?—, enseñó la punta de la enagua y el tobillo, blanco y luminoso, que
sobresalía del zapato. Paul se obligó a contenerse. Desde el primer día de clases se
había dado cuenta de que Ava era muy coqueta, aunque resultaba difícil distinguir el
verdadero coqueteo de la compostura anacrónica, que dictaba un decoro en apariencia
intachable al tiempo que cargaba de intencionalidad hasta el último detalle. Una
amiga que tenía en Londres se había pasado una noche de borrachera contándole por
qué las novelas de la época de la Regencia eran mucho más eróticas que todo lo
escrito en el estilo más desinhibido de siglos posteriores: «Consiste en atender a la
sutileza», le repitió mil veces. Y ahora, empezaba a estar de acuerdo con ella.
Al ver su turbación, Ava sonrió abiertamente con una expresión de regocijo tan
desmesurada que Paul recordó que no era más que una niña, lo cual, paradójicamente,
lo azoró aún más.
—Tendríamos que volver, de verdad —dijo Paul—. Si hubiera sabido que hoy
quería dar la clase aquí fuera, habría preparado…
—No pasa nada —replicó ella dándole un golpecito en la rodilla—. Era una
sorpresa.
Paul supuso que Ava había planeado algo, pero se enfadó consigo mismo por
perder el control de la situación. Ser profesor particular de una jovencita atractiva y
solitaria era comprometido de por sí, pero las extrañas circunstancias que rodeaban la
fortaleza de Malabar agravaban la tensión general.
—Esto no está bien, Ava; cualquiera que nos viera…
—No nos va a ver nadie. Nadie.
—Eso no es cierto. —Paul ignoraba cuánto sabía Ava de los sistemas de
vigilancia—. En cualquier caso, tenemos mucho que hacer hoy…
—No nos va a ver nadie —repitió con una firmeza sorprendente; se llevó el dedo
a los labios, sonrió y después se tocó la oreja—, ni nadie nos va a oír. Verá, señor
Jonas, tengo… un amigo.
—Ava, confío en que seamos amigos, pero eso no…
Ava soltó una risita. Las ondas de su cabello negro, que hoy se sujetaba con
horquillas y un sombrero de paja, enmarcaban su risueña expresión.
—Queridísimo señor Jonas… no me refería a usted.
Paul, confuso y más preocupado todavía, se puso en pie y le tendió la mano.
—Venga conmigo. Después hablaremos de eso, pero ahora tenemos que volver a
casa.
Ava no aceptó la mano y Paul dio media vuelta para marcharse.
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—¡No! —exclamó ella—. ¡No salga del círculo!
—¿A qué se refiere?
—El círculo… el corro. No salga, mi amigo no podría protegernos.
—¿Cómo? ¿A qué se refiere, Ava? ¿Está hablando de seres de fantasía? ¿Cómo
nos protegen?
Ava hizo un mohín, un gesto reflejo, porque a Paul le pareció ver verdadera
preocupación… temor, casi.
—Siéntese, señor Jonas. Se lo explicaré todo, pero por favor, no salga del corro.
Mientras se quede aquí conmigo, los dos estaremos a salvo de ojos y oídos
indiscretos.
A pesar de sentirse abrumado y de tener la clara impresión de que las cosas
habían dado un giro muy feo, Paul volvió a sentarse y Ava respiró de alivio sin
disimulo.
—Bien. Gracias.
—Cuénteme qué es lo que pasa.
—Sé que mi padre me vigila —dijo tocando un diente de león— y que me ve sin
que yo lo sepa —miró a Paul—, así ha sido toda mi vida. Y, en cuanto al mundo que
leo en los libros… sé que jamás lo veré si él se sale con la suya.
Paul se estremeció. Hacía poco que empezaba a comprender que él mismo se
asemejaba más a un carcelero que a un tutor.
—Incluso en los harenes de Oriente Próximo, las mujeres se hacen compañía unas
a otras —prosiguió—, pero yo, ¿a quién tengo? Tengo un tutor… aunque lo aprecio
mucho, señor Jonas, y aunque han sido muy buenos conmigo todos los tutores y
niñeras anteriores. Y un médico, un anciano caballero sumamente seco y
desagradable, por no hablar de las dos doncellas, tan asustadizas que ni siquiera se
atreven a hablar conmigo. Y a esos hombres aborrecibles que mi padre ha contratado.
Paul estaba cada vez más molesto. ¿Qué pensarían de él Finney y el bestia de
Mudd si lo vieran sentado ahí, escuchando las cosas que decía la hija de Malabar?
—La cuestión es —le dijo con toda la calma posible— que hay personas que la
vigilan, Ava, que oyen cuanto dice. Y en estos momentos también…
—No, no es cierto —sonrió retadoramente—, en estos momentos no. Porque por
fin he encontrado un amigo… un amigo que sabe hacer cosas.
—¿A qué se refiere?
—Pensará que estoy loca, pero es cierto —dijo ella—. ¡Todo es cierto!
—¿De qué se trata?
—Mi amigo… —Enmudeció de pronto, sin atreverse a mirarlo a los ojos durante
unos instantes. Cuando por fin lo miró, un fuego sin llama ardía en su mirada—. Mi
amigo es un fantasma.
—¿Un qué? Ava, eso es imposible.
—Creía que… —Rompió a llorar— usted, entre todos, me escucharía.
Volvió la cara.
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—Lo siento, Ava —dijo, y le tocó el hombro a escasos milímetros del liso y suave
cuello y de los oscuros bucles que se habían soltado de las horquillas. El gorgoteo del
arroyo sonaba fuerte. Paul retiró la mano súbitamente—. Veamos, cuéntemelo todo,
por favor. No puedo prometerle que pueda empezar a creer en fantasmas, pero al
menos cuéntemelo, ¿de acuerdo?
—Yo tampoco lo creía al principio —comenzó sin volverse hacia él, en tono
grave—. Creía que era un truco de Nickelplate.
—¿Nickelplate?
—Sí, Finney; así es como llamo a Finney, por las gafotas que lleva, que brillan
como el níquel, y por… ¿no se ha fijado en el ruido que hace al andar? Lleva los
bolsillos llenos de algo metálico. Tintinea. —Frunció el ceño—. Al gordo lo llamo
Butterball, bola de sebo. Los dos son monstruosos, los detesto.
Paul cerró los ojos. Si Ava se equivocaba, y seguro que sí, puesto que creía que
un fantasma podía protegerla, estarían oyéndolos y él no tardaría en volver a escuchar
la conversación reproducida: en su entrevista de despedida, sin duda.
«¿Me indemnizarán por el despido…?».
—La voz me susurró al oído —decía Ava— por la noche, cuando estaba en la
cama. Como ya le he dicho, creí que era un truco de esos monstruos y, al principio,
no contesté.
—¿Oyó una voz en sueños…?
—No era un sueño, señor Jonas, querido Paul —añadió con una sonrisa tímida—.
No soy tan necia. Me hablaba muy bajito, pero estaba totalmente despierta. ¡Hasta me
pellizqué para asegurarme! —Levantó un blanco brazo para enseñarle el pellizco—.
Creía que era un truco. Los empleados de mi padre siempre me dicen cosas
desagradables. Si mi padre lo supiera, los despediría, ¿verdad que sí? —dijo, casi
como un ruego—. Pero no se lo cuento porque temo que no me crea… pensaría que
son tonterías de niña pequeña. Y entonces, ellos se portarían todavía peor conmigo, a
lo mejor lo despedirían a usted y me pondrían una tutora vieja y horrenda o un tutor
viejo y cruel, ¿quién sabe? —Frunció el ceño—. El seboso, Mudd, un día me dijo que
le encantaría llevarme a la Sala Amarilla —dijo con un estremecimiento—. Ni
siquiera sé lo que es, pero suena horrible. ¿Usted lo sabe?
—No, la verdad —dijo Paul con desasosiego—, pero ¿qué trata de contarme?
¿Dice que oía una voz? ¿Y le contó que aquí podíamos hablar sin que nos oyeran?
—Se trata de un fantasma solitario, o eso creo… un niño, extranjero, quizá,
porque habla de una forma… muy seria y muy rara. Me dijo que me había visto, que
lamentaba que estuviera tan sola y que quería ser amigo mío. —Movió la cabeza en
un lento gesto de asombro—. ¡Fue todo tan raro! Era algo más que una voz… como
si estuviera conmigo. Pero aunque estaba oscuro, había suficiente luz para poder ver
que allí no había nadie.
Paul estaba más convencido que nunca de que sucedía algo muy grave, pero no
tenía la menor idea de qué hacer al respecto.
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—Sé que no cree que fuera un sueño, Ava, pero… pero seguro que debió soñarlo.
Yo no creo en fantasmas.
—Me escondió. Me dijo que saliera a pasear al caer la tarde y que me demostraría
que podía resguardarme para que no me encontraran. ¡Y así fue! Salí a pasear por
aquí, por el bosque, y, al momento, todas las doncellas empezaron a buscarme por el
jardín y entre los árboles. Hasta Finney salió a buscarme también… estaba muy
enfadado; cuando por fin me encontraron yo estaba sentada en una piedra, con la
labor en las manos. Y le expliqué: «Suelo salir a pasear por la tarde, señor Finney.
¿Por qué se preocupa tanto?». Naturalmente, no quería reconocer que sus métodos de
vigilancia habían fallado a pesar de todo, y buscó una excusa; dijo que tenía que
hablar conmigo urgentemente de un asunto, aunque era mentira, desde luego.
—¿Y le parece prueba suficiente…? —empezó a decir Paul.
—Y anoche, mi amigo me enseñó las habitaciones donde usted vive —añadió,
apurada—. Sé que es una intromisión imperdonable en su intimidad. Lo lamento
mucho. Tengo que admitir que su aposento no es tan distinguido como me lo había
imaginado. Sus muebles son muy lisos y sencillos… no se parecen nada a los de mi
casa.
—¿Cómo pudo enseñarle mis habitaciones?
—A través del espejo por el que me habla mi padre, cuando se toma la molestia:
nunca ha servido para otra cosa, pero anoche mi amigo lo utilizó para enseñarme
dónde vive usted, querido señor Jonas. —Le dedicó una breve sonrisa pícara e
infantil de dientes blancos—. Por mi pudor y el suyo, me alegré de que estuviera
completamente vestido.
—¿Me vio? ¿A mí? —preguntó perplejo.
Ava había encontrado por casualidad la forma de utilizar la pantalla
unidireccional de su estudio para conectarse con el sistema general de vigilancia de la
casa.
—Miraba algo en la pared… una imagen suya que se movía, en la que también
había animales. Llevaba una bata gris y estaba bebiendo algo, vino, quizá.
Paul tenía un vago recuerdo de haber visto a medias una especie de documental
de la naturaleza. Los otros detalles eran correctos. La preocupación inicial empezaba
a transformarse en un sentimiento mucho mayor y más temible. ¿Habría pirateado
alguien el sistema de la casa? ¿Sería la señal de un complicado intento de rapto?
—Ese… ese amigo suyo… ¿le ha dicho cómo se llama? ¿Le ha dicho… qué
quiere?
—No me ha dado ningún nombre. Creo que no se acuerda de cómo se llama, si es
que se llama de alguna manera —dijo con expresión solemne—. Está muy solo, Paul,
¡completamente solo!
Se dio cuenta de que había empezado a llamarlo por su nombre de pila, de que
habían traspasado una barrera crucial entre ellos, pero en ese momento le parecía la
menor de sus preocupaciones.
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—No me gusta, Ava. —De pronto, se le ocurrió otra cosa—. ¿Habla usted con su
padre a través del espejo?
Ava asintió con lentitud, con la mirada fija en las ramas superiores, que se mecían
con suavidad.
—Tiene mucho que hacer. Siempre dice que le gustaría venir a verme, pero que le
falta tiempo —intentó sonreír—, aunque habla conmigo a menudo. Estoy segura de
que si supiera cómo me tratan sus empleados, se enfadaría de verdad.
Paul se echó hacia atrás y pensó en el significado de todo aquello. Él solo se había
entrevistado una vez cara a cara con el señor Malabar —cara a pantalla, para ser
exactos—, y estaba seguro de que el pulcro caballero de unos sesenta años que le
había interrogado con agudeza sobre los hábitos y el comportamiento de su hija no
era una imagen real: no había en el mundo tecnología antienvejecimiento capaz de
arreglar de esa forma una cara de más de un siglo y medio. De todos modos, parecía
lógico que el hombre quisiera presentar una fachada ante sus empleados, pero ¿ante
su propia hija?
—¿Ha venido a verla alguna vez en persona?
Ava negó con la cabeza mientras miraba la luz que se destilaba entre las hojas.
«¡Qué raro es todo esto! Fantasmas, un padre que solo aparece a través de un
espejo… ¿qué demonios estoy haciendo en una casa de locos como esta?».
—Tenemos que volver —dijo Paul en voz alta—. No me importa que nos vean o
no… hace rato que teníamos que haber vuelto a casa.
—Nos espíen con lo que nos espíen —dijo ella alegremente—, lo único que
pueden ver es que estamos en clase, aquí fuera, mientras usted lee y yo tomo apuntes.
—Sonrió—. Mi amigo me lo prometió.
—Aun así —dijo Paul, y se puso en pie—. Todo esto me resulta un poco extraño,
Ava.
—Pero quiero hablar con usted —dijo, con los ojos muy abiertos y de nuevo muy
ansiosa—. Hablar de verdad. ¡No se vaya, Paul! Yo…, yo también estoy muy sola.
De pronto, Paul se dio cuenta de que Ava lo agarraba de la mano con fuerza. Sin
poder evitarlo, se dejó arrastrar de nuevo hasta el suelo y se sentó.
—¿De qué quiere hablar, Ava? Sé que está sola…, sé que, en algunos aspectos, es
una vida terrible para usted, pero no puedo hacer nada. No soy más que un empleado
cualquiera y su padre es un hombre muy poderoso.
Se preguntó si sería cierto. ¿Es que no había ninguna ley para eso? Los hijos de
los poderosos también tenían derechos… ¿no existía la responsabilidad paterna de
permitir a los hijos vivir en el siglo en el que habían nacido? Se le hacía difícil
pensar: el insistente murmullo del arroyo, la luz difusa y rara bajo los árboles…,
como hechizado por una suerte de fascinación sobrenatural.
«¿Qué tengo que hacer? ¿Despedirme y denunciar el caso? ¿Llevarlo a la
comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas? ¿No era a esto a lo que se
referían las advertencias de Finney, cuando me contrató? —Un pensamiento
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repentino le cayó encima como un jarro de agua helada—. ¿Qué le pasó en realidad a
la tutora anterior? Me dijeron que estaban muy descontentos con ella. Muy
descontentos».
Los blancos dedos de Avialle Malabar seguían sujetándolo con la misma fuerza.
Cuando su mirada se encontró con la de ella, vio por primera vez verdadera
desesperación, rayana en la locura, oculta tras su frivolidad infantil.
—Lo necesito, Paul. No tengo a nadie… a nadie de verdad.
—Ava, yo…
—Lo amo, Paul. Lo amo desde el día en que llegó a mi casa. Ahora estamos solos
y puedo hablar libremente. ¿No puede amarme?
—Dios mío. —Se separó, aturdido y casi enfermo de tristeza. Ava lloraba, pero
en su rostro, además de sufrimiento, había algo duro y afilado, algo ardiente como la
cólera—. Ava, no sea tonta. No puedo… no podemos. Usted es mi alumna. ¡Todavía
es una niña!
Dio media vuelta dispuesto a marcharse. A pesar del aturdimiento, salió del corro
de setas blancas y carnosas vigilando dónde ponía los pies.
—¡Una niña! —exclamó ella—. Una niña no sufriría como sufro yo… por usted.
Paul vaciló, se debatía entre la compasión y un terror silencioso.
—No sabe lo que dice, Ava. Usted apenas conoce a nadie. No ha leído más que
libros antiguos. Es comprensible que…, pero no puede ser.
—No se vaya —dijo con un grito desgarrado—. ¡Tiene que quedarse aquí! —Paul
se sentía como un traidor, pero le dio la espalda y se alejó—. ¡No soy una niña! —
gritó Ava desde el corro mágico—. ¿Cómo voy a ser una niña, si ya he tenido un
hijo…?
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No había un árbol gigantesco solamente, como en la primera alucinación del
campo de batalla, un solo pilar mágico que llegaba hasta las nubes, sino que había
centenares a su alrededor. Parpadeó, se puso en pie y resbaló ligeramente en la tierra
suelta.
«Es real —pensó—. Todo es real… o al menos, ahora no estoy soñando».
Lentamente, se dio la vuelta fijándose en los detalles que no había podido asimilar al
abrir los ojos. No solo los árboles eran titánicos; desde donde estaba, en lo alto de una
montaña de hojarasca y tierra suelta, vio que todo lo que le rodeaba era inmenso:
hasta las hojas de hierba que se hinchaban al viento como velas verdes medían diez
metros. Más allá, tras un macizo de flores que se mecían, del tamaño de rosetones de
catedral, se extendía una superficie de agua verde —de donde provenía el penetrante
sonido del agua corriente— de la anchura de un océano, pero que se arremolinaba en
torno a palos enormes y piedras como solo sucede en los ríos.
«He mermado. ¿Qué está pasando aquí, por todos los demonios?». Se detuvo un
momento e intentó recuperar la perspectiva perdida con el brote de recuerdos
recuperados. «¿Dónde estaba yo antes de recordar lo que pasó aquel día en el corro
de brujas? En la cima de una montaña, con Renie, Orlando y los demás. Y con Dios,
o el Otro o lo que fuera. Entonces llegó el ángel… llegó la otra Ava y… ¿y qué? —
Sacudió la cabeza—. ¿Quién me está haciendo todo esto? ¿Qué he hecho para
merecer esto?».
Siguió mirando, buscando a sus compañeros mientras se preguntaba si alguno de
ellos habría ido a parar allí con él, pero nada se movía, salvo el río inmenso y lo que
el viento mecía. Estaba solo entre piedras y árboles de proporciones desmesuradas.
«Debo de estar en el mundo de los insectos del que me hablaron Renie y los
demás». De pronto, le llamó la atención una piedra redondeada que había a pocos
pasos, un guijarro prácticamente esférico del mismo tamaño que él, medio enterrado
en la ladera musgosa. Lo había mirado por encima, en la primera inspección… pero
ahora empezaba a desenroscarse.
Desconcertado, trepó un trecho por la resbaladiza montaña y volvió junto al
tronco del árbol gigante, pero al reconocer la forma que se desenroscaba, un
caparazón pardo de segmentos perfectamente articulados, se sintió un poco mejor.
«No es más que una cochinilla». Un insecto bola, como lo llamaban también,
inocuo, inofensivo. A pesar del alivio, le inquietó ver allí, aumentado hasta sus
mismas proporciones, a un ser del tamaño de un guisante, que normalmente se
encontraba debajo de las macetas, hecho un ovillo. Al instante, cuando la cochinilla
logró darse media vuelta y estirar sus múltiples patas en el suelo irregular, vio que
cada pata era de un tamaño distinto y que muchas terminaban en una especie de mano
deforme, con unos muñones que casi parecían dedos humanos.
El bicho se irguió y Paul sintió un escalofrío. La cabeza de la cosa era aún peor
que las manos con dedos: una parodia indefinida de rostro humano, como si varias
partes destinadas a otro fin hubieran sido incrustadas todas juntas en una máscara: un
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arco ciliar sobre una parte oscura y lisa, sin ojo, a cada lado de una insinuación de
nariz, una boca abierta e irregular encajada en unas mandíbulas diminutas, atrofiadas.
Retrocedió a trompicones cuando el ser se lanzó tendiendo los brazos.hacia él
como un mendigo tullido. Su cara deforme y patética y su paso incierto suplicaban
con tal intensidad que, cuando gimió «¡Comidaaa!» con una voz no creada para el
lenguaje humano, Paul levantó las manos en la misma actitud de indefensión que,
culpablemente, había adoptado ante los itinerantes de Upper Street, en Londres.
Entonces, seis criaturas más surgieron del musgo entre crujidos, subieron a la
superficie y siguieron a la primera gritando: «¡Comidaaa! ¡Comiiidaaa!». Paul Jonas
comprendió que el primer mutante no pedía comida, sino que llamaba a la familia a la
mesa.
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PRIMERA PARTEViaje al centro
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1. Extraños compañeros de cama
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Liberan a los rehenes de la Liga Infantil:
muere un padre encolerizado.
(Imagen: cadáver de Wilkes junto a autocaravana). Voz en off: Gerald Ray
Wilkes, como muchos otros padres y madres de la Liga Infantil, creía que su hijo era
víctima de una decisión arbitral equivocada. Sin embargo, Wilkes fue el único que
decidió actuar drásticamente. Dejó inconsciente al árbitro, que actuaba
gratuitamente, y obligó a los componentes del equipo contrario, niños de once y doce
años, a entrar en su furgoneta a punta de pistola. Perseguido por las autoridades de
dos estados, finalmente fue detenido en un control de carretera a las afueras de
Tompkinsville (Kentucky), donde murió de un disparo tras negarse a entregarse…
Renie se zafó del primer ataque de Sam y esquivó el segundo casi con la misma
facilidad después de agacharse, pero el tercero la castigó con fuerza en un lado de la
cabeza y se apartó maldiciendo. Sam gemía y se balanceaba ciegamente, pero Renie
no quería arriesgarse: si el simuloide de Sam Fredericks se trataba de una
representación fiel de su verdadero yo, era una chica fuerte y atlética. La agarró por la
cintura, la arrojó al extraño suelo jabonoso y, forcejeando, la inmovilizó con un
abrazo; pero falló y recibió otro cachete en un lado de la cabeza. Empezaba a costarle
trabajo no enfadarse.
—¡Estate quieta, Sam, maldita sea! ¡Basta ya!
Por fin logró agarrarle un brazo y, usándolo como palanca, la obligó a mantener la
cabeza contra el suelo; después se subió encima y le puso el otro brazo a la espalda.
Sam se revolvió un momento tratando de soltarse, pero enseguida dejó de luchar y
empezó a gemir con fuerza y de forma conmovedora.
Renie se quedó sentada encima de ella casi un minuto, hasta que amainó el llanto
convulsivo de la muchacha. Con la esperanza de que lo peor hubiera pasado, se
arriesgó a soltarle un brazo y se restregó allí donde le había golpeado. Le crujió la
mandíbula al frotársela.
—¡Jesús bendito, chiquilla! Me parece que me has partido la cara.
—¡Ay, Dios! —exclamó Sam; volvió la cabeza y miró a Renie con los ojos como
platos—. ¡Lo siento mucho! —exclamó, y rompió a llorar de nuevo.
Renie se levantó. Casi había perdido en la pelea los pocos jirones de vestido que
le quedaban, y también Sam, y las dos se habían manchado de falso lodo. «Hay quien
pagaría mucho por ver esta escena —pensó con amargura—. En el Mister J’s, un
espectáculo así sería un exitazo: mujeres semidesnudas luchando en el barro».
—Levántate, anda —le dijo—. Estamos buscando piedras, ¿recuerdas?
Sam rodó sobre la espalda; con la cara llena de lágrimas y la desolación dibujada
en los ojos, miró al extraño cielo gris.
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—No puedo, Renie. ¡No puedo… aunque me rompas los dos brazos! Es un
asesino. ¡Mató a Orlando!
Renie contó hasta diez mentalmente antes de contestar.
—Mira, Sam, te he dejado que me gritaras… incluso que me pegaras sin
devolverte los golpes, por más que lo deseara. ¿Crees que no me has hecho daño? —
dijo, tocándose la dolorida mandíbula—. Ha sido muy mal trago para todos nosotros,
pero vamos a ir junto a ese viejo cruel porque no tenemos más remedio… y no pienso
dejarte aquí. Fin de la discusión. Bien, ¿me vas a obligar a atarte y llevarte a cuestas
todo el camino, por esta montaña abajo, con lo cansada que estoy? —De pronto se
dio cuenta de que realmente estaba agotada, y se dejó caer en el suelo al lado de Sam
—. ¿De verdad vas a hacerme esa faena?
Sam la miró con solemnidad, esforzándose por dominarse. Respiraba
entrecortadamente y esperó hasta sentirse con fuerzas para hablar.
—Lo siento, Renie, pero ¿cómo vamos a ir a ningún sitio con… con…?
—Ya lo sé. Odio a ese cerdo… me gustaría tirarlo montaña abajo con mis propias
manos. Pero vamos a tener que vivir con Félix Malabar hasta que averigüemos qué es
lo que pasa aquí. ¿No sabes el viejo dicho sobre tener cerca a los amigos y más cerca
a los enemigos? —Le apretó el brazo—. Esto es la guerra, Sam, no una batalla
aislada. Soportar a ese hombre despreciable… en fin, es como espiar desde las líneas
enemigas, o algo así. Tenemos que hacerlo por un fin superior.
Sam era incapaz de sostenerle la mirada.
—Guay —dijo tras una larga pausa, sin vida—. Lo intentaré. Pero no pienso
hablar con él.
—De acuerdo. —Renie se puso de pie—. Vamos. No te he traído aquí fuera solo
para hablar contigo. Todavía tenemos que…
Se interrumpió al percibir una sombra que se movía lentamente alrededor de una
punta de piedra rota, lo que constituía los elementos primarios del desolado paisaje.
El apuesto joven permanecía en silencio, mirándolas sin más, con la misma expresión
en los ojos que un pez en su pecera.
—¿Qué demonios quieres? —le preguntó Renie.
El muchacho tardó en contestar.
—Soy… Ricardo Klement —dijo al fin.
—Ya lo sabemos. —No le inspiraba la menor compasión, aunque hubiera sufrido
un daño cerebral casi irreparable. Antes de que la Ceremonia fracasara, no era más
que otro asesino del Grial, como Malabar—. Lárgate. Déjanos en paz.
Klement parpadeó despacio.
—Me alegro… de estar vivo.
Hizo otra larga pausa, dio media vuelta y desapareció entre las rocas.
—Esto es absolutamente espantoso… —dijo Sam débilmente—. No, no quiero
estar aquí, Renie.
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—Ni yo —respondió, y le dio unas palmaditas en el hombro—, por eso tenemos
que seguir adelante y encontrar la forma de volver a casa, por más que nos tiente
rendirnos. —La agarró por el brazo y se lo apretó otra vez para que la escuchara, para
obligarla a entender—. Por más que nos tiente. Vamos, anda, ponte de pie…
Busquemos más piedras.
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La espada rota era la única arma que quedaba entre los supervivientes de la cima
de la montaña, la única arma, quizá, en toda esa simulación y, por descontado, una
herramienta muy valiosa que no podían dejar atrás. Renie habría preferido llevarla
ella, confiando en que su propia cautela evitaría que cayera en manos de Malabar,
pero la patética alegría de Sam por conservar un recuerdo de Orlando era tan grande
que no tuvo valor para discutírselo; ahora, Sam la llevaba sujeta en la cintura,
encajada en el taparrabos. No era gran cosa, apenas un palmo de hoja, pero a Renie le
había hecho un buen arañazo en la pierna mientras peleaba con Sam. De todos
modos, tenía que reconocer que, en las austeras circunstancias en que se encontraban,
la hoja destrozada había adquirido dimensiones de objeto legendario.
Renie sacudió la cabeza, irritada consigo misma por ponerse tan mística. Tanto si
el cuerpo se deterioraba como si no, Orlando estaba muerto. Aunque la espada
hubiera sido alguna vez el azote de un mundo imaginario de juegos, ahora serviría
para cavar o cortar leña… si es que la encontraban. En cuanto a la tela milagrosa, se
había convertido en un par de bikinis primitivos, propios de una mala película de
cavernícolas. !Xabbu no quiso aceptar ningún trozo de tela para cubrir su desnudez y,
cuando Renie se la ofreció a Malabar, más por proteger la sensibilidad de Sam y la
suya propia que por amabilidad, Malabar respondió con una carcajada.
«Bien —pensó—, ahora empezarán a descender por aquí tres hombres desnudos y
dos mujeres que parecen un anuncio de ropa interior de la época de Neandertal. Y,
que sepamos, somos los únicos seres vivos de todo este universo virtual…, a
excepción de Miedo. ¡Ah, sí! ¡Una situación inmejorable…!».
!Xabbu empezó a disponer las piedras que acababan de recoger, pero parecía
distraído. Antes de preguntarle por qué, Renie se aseguró de que Malabar no la oía.
El señor de la Hermandad del Grial se había alejado un poco y contemplaba el
extraño cielo sin profundidad desde el borde del risco. Renie no pudo evitar pensar
otra vez en lo mucho que le gustaría empujarlo al precipicio.
—¿Estás preocupado? —preguntó a !Xabbu, que seguía colocando piedras en el
muro que rodeaba a Orlando—. Por cierto, ¿cómo vamos a cubrir esto?
—Estoy preocupado porque no nos va a dar tiempo. Creo que debemos dejar la
tumba de Orlando como está y reemprender el viaje enseguida. Lo siento… me
habría gustado hacerlo mejor.
—¿A qué te refieres?
—Todos hemos visto lo que le ha pasado a este sitio desde que llegamos hasta
ahora: todas las cosas pierden los contornos y el color. Cuando andaba por ahí en
busca de piedras, vi algo que me inquietó. El camino también empieza a perder
realidad.
—¿Qué quieres decir? —preguntó sin comprender.
—A lo mejor me he equivocado de palabra. Me refiero al camino por el que
subimos hasta aquí, con Martine, Paul Jonas y los demás, antes de que todo se hiciera
tan extraño: el camino que subía por la montaña. Se está transformando al mismo
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tiempo que cambia todo lo demás, Renie, pero no tenía mucho… ¿cómo decirlo? No
era muy de verdad, muy… real. Y ahora parece más gastado y borroso.
A pesar de que la temperatura ambiente era invariable, Renie sintió un escalofrío.
Si el camino desaparecía, se quedarían atrapados en la cima de una montaña de
kilómetros de altura que iba perdiendo cohesión con rapidez. ¿Y si la gravedad era lo
último en desaparecer?
—Tienes razón. Tenemos que marcharnos enseguida. —Se volvió a Sam, que
velaba el simuloide vacío de Orlando—. ¿Lo has oído? Se nos acaba el tiempo.
La chica tenía los ojos secos, pero no parecía dueña de sí misma.
A Renie todavía se le hacía muy raro verla con su verdadero rostro, y más raro
aún que su padre fuera negro y que ella tuviera rasgos tan marcadamente
negroafricanos, a pesar de su cabello rubio oscuro. Hablaba de una forma tan típica
de los adolescentes estadounidenses de clase media que, inconscientemente, Renie se
había hecho la idea de que era blanca (incluso cuando todos creían que era un chico).
—Todavía está tan perfecto… —dijo Sam en voz baja—. ¿Qué le ocurrirá si este
sitio desaparece?
—No lo sé —contestó Renie—. Pero no olvides que no es él, Sam. Ese cuerpo ni
siquiera es suyo. Esté donde esté, seguro que se encuentra en un lugar mejor.
—Tenemos que descansar un poco antes de emprender la marcha a donde sea —
afirmó !Xabbu—. No hemos dormido desde la noche anterior a la destrucción de
Troya, y parece como si eso hubiera sucedido hace mucho tiempo. No nos servirá de
nada echar a correr montaña abajo si no tomamos las decisiones correctas, si, por
culpa del cansancio, tropezamos y nos caemos.
Renie iba a protestar pero, naturalmente, !Xabbu tenía razón: estaban exhaustos;
en realidad, era !Xabbu quien siempre dormía menos e insistía en asumir las tareas
más arduas. Aunque solo fuera un simuloide y el cuerpo no fuera suyo, los estragos
del cansancio eran visibles. Hasta la inestabilidad emocional de Sam, comprensible
después de todo lo que habían pasado, se suavizaría con un descanso reparador.
—De acuerdo —dijo—. Dormiremos unas horas, pero solo si empiezas tú.
—Estoy acostumbrado a no dormir, Renie…
—No me importa. Te toca descansar. Yo haré la primera guardia, después
despertaré a Sam para que haga la segunda. Haz el favor de acostarte, ¿de acuerdo?
—Si tú lo dices, mi amada Puercoespín… —respondió !Xabbu con una sonrisa.
—¡Basta! —Renie miró a su alrededor—. Estaría bien que, de vez en cuando,
oscureciera aquí. —De pronto se acordó de lo horrible que era la súbita caída de la
noche en el primer mundo inacabado—. Bueno, en realidad, es mejor así. Da lo
mismo, cierra los ojos y duérmete.
—Tú también podrías dormir, Renie.
—¿Sin que nadie vigile a Malabar? ¡Lo tienes claro!, como dicen los jóvenes de
hoy.
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!Xabbu se ovilló en el suelo. Acostumbrado a aprovechar la oportunidad siempre
que se presentaba, según las costumbres de su pueblo nómada, al cabo de unos
momentos su respiración se hizo más lenta y se relajó por completo.
Renie le pasó la mano por el pelo una sola vez, asombrada todavía de haber
recuperado al !Xabbu de siempre, aunque fuera una versión virtual. Miró a Félix
Malabar, que seguía contemplando el cielo como un capitán de barco observa el
tiempo, y después a Sam, acurrucada en silencio junto al túmulo de Orlando. Aunque
le tocaba una pierna con la rodilla, la chica parecía estar mucho más lejos que
Malabar.
—Duerme un poco, tú también —le dijo—. Sam, ¿me oyes?
—Tú no eres mi madre, ¿vale? —replicó mirándola con saña.
—No, claro —contestó Renie con un suspiro—, pero soy una mujer adulta y solo
quiero ayudarte. Si quieres volver a ver a tu madre alguna vez, tienes que estar
despierta y sentirte fuerte.
—Perdona —le dijo, apaciguada—. Lo siento, me estoy portando como una
imbécil, pero es que… quiero que todo esto termine. Quiero volver a casa.
—Todos hacemos cuanto podemos. Échate un rato, aunque no te duermas.
—Guay.
Se tumbó al lado del cadáver de Orlando tocando el bajo muro con una mano y
cerró los ojos. Renie sintió un escalofrío supersticioso al verlo.
«Ni siquiera recuerdo cómo era todo en la vida normal», pensó.
Al cabo de una hora, tanto !Xabbu como Sam seguían durmiendo profundamente,
como su hermano Stephen después de un largo día de hiperactividad infantil. Sam
roncaba suavemente y Renie no quería despertarla. En ese momento le habría gustado
fumarse un cigarrillo y, sorprendida, se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que no
pensaba en ello.
«¡Estoy tan ocupada procurando que no me maten, maldita sea…! —se dijo—.
Un método efectivo, pero seguro que hay formas más fáciles de dejarlo».
Malabar estaba a unos diez metros, apoyado contra una roca, y también parecía
dormir, o al menos tenía la cabeza hundida en el pecho y los ojos cerrados. Le
recordó a un buitre esperando la muerte de algún ser con la paciencia de millones de
años de ciega evolución. Ricardo Klement, el quinto componente de la involuntaria
compañía, no había vuelto a aparecer y, aunque a Renie le inquietaba que anduviera
vagabundeando por la cima —Dios sabría qué pensamientos pasarían por su dañado
cerebro—, era preferible a tener que mirarlo.
Entonces, la montaña le llamó la atención. A pesar de todo lo que había sucedido
allí, a pesar de la preocupación de !Xabbu y de ella por la progresiva disolución del
entorno, en realidad no se había fijado bien en el lugar. Insomne en la eterna luz sin
dirección, dejó vagar la mirada por el terreno, erizado de pinchos.
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No solo todo perdía definición, también el color desaparecía… o, puesto que al
principio todo era uniformemente negro y lustroso, sería más preciso decir que iba
adquiriendo colores. El revoltijo cromático, oscuro y opaco que conformaba el suelo
no había cambiado mucho, pero el negro de los irregulares picos y pilares de piedra
había perdido intensidad, como al mojar un dibujo a tinta antes de que se haya secado
del todo. Algunos pinchos de roca solo habían adquirido un tono gris más claro, pero
otros empezaban a teñirse de diferentes tonos morados y azules nocturnos, e incluso
alguna pincelada de marrón oscuro, como sangre seca.
«Pero en realidad no tiene sentido —se dijo—. La decadencia de los paisajes
virtuales no funciona así. Cuando no pierden la funcionalidad sin más, puede que
algunos componentes sigan activos más tiempo que otros y, cuando la definición
desaparece, lo que queda es un efecto raro, una especie de esquema o armazón de
alambre, pero no desaparece el color. Las cosas no parecen borrosas. Esto es una
locura».
Pero ahí estaban y, además, todo había sido una locura desde el momento en que
entraron con Singh, el viejo pirata, en ese universo virtual de manicomio. Aquí nada
se comportaba como se comportaba el código de forma habitual.
Entrecerró los ojos. La cima de la montaña parecía muy real —más que cuando
llegaron allí, en algunos aspectos—, pero el entorno perdía cohesión, sin duda.
Algunos pinchos de roca ya no eran más que grumos y, en otras partes, los cañones
que cortaban los límites del valle habían empezado a combarse por los bordes como
flanes.
«Lo cierto es que no se trata de un paisaje real…, no lo ha sido nunca». Cuanto
más miraba aquella verticalidad aislada y el borroso cielo gris, inerte como un mal
decorado de teatro, más le parecía producto de la imaginación. Una pintura
expresionista, quizá, un cómic, un sueño.
«Sí, eso es lo que parece, en realidad —pensó—, y lo que parecía el otro mundo
inacabado, también. No son como sitios de verdad, sino paisajes que produce el
cerebro como telón de fondo de un sueño».
De pronto se le ocurrió una idea, una idea singular y crispante como la
electricidad estática, y se enderezó con un respingo. Detrás de la primera idea se
agolparon otras como atraídas por un imán, hasta que sintió la necesidad irreprimible
de contárselas a alguien. Despertó a !Xabbu sacudiéndolo suavemente y !Xabbu abrió
los ojos al momento.
—Renie, ¿empiezo mi turno ya? ¿Todo está…?
—Estoy bien, es que… se me ha ocurrido una idea. Siempre dices que somos el
sueño de un sueño, ¿verdad?
—¿A qué te refieres?
Se incorporó para verle la cara de cerca.
—Has dicho muchas veces que un sueño nos está soñando, ¿no? Y siempre me
pareció una idea…, no sé…, filosófica.
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—¿Eso es malo, Renie? —preguntó !Xabbu mientras se reía quedamente.
—No te burles de mí, por favor. Estoy reconociendo mis fallos. Soy ingeniero,
maldita sea… o al menos es para lo que he estudiado. En general, considero que las
cosas como la filosofía son el paso siguiente una vez terminado el trabajo de verdad.
—Y ¿entonces? —dijo !Xabbu con una sonrisa bailándole alrededor de los ojos.
—Pensaba en este lugar, en lo mucho que se parece a un sueño; nada es del todo
normal, pero eso en los sueños no importa, porque se espera que suceda algo
importante. Y de repente pensé qué pasaría si este sitio fuera un sueño.
—¿A qué te refieres? —preguntó !Xabbu ladeando la cabeza.
—Bueno, no quiero decir que sea un sueño de verdad, sino que es extraño e irreal
por el mismo motivo que lo son los sueños. ¿Por qué en los sueños pasan cosas tan
raras y todo es raro en general? ¿Por qué las cosas nunca están… completas? Porque,
en realidad, el subconsciente no sabe recrear a la perfección las cosas que la mente
consciente ve, o bien, no le importa. —Sam se agitó en su sueño, alertada por el tono
apremiante de Renie, y esta bajó la voz—. Creo que este lugar lo construyó el Otro.
Creo que quería que viniéramos aquí y por eso se lo inventó, como un sueño. ¿Cómo
lo llamó Jonas?… Metáfora.
Dicho en voz alta, no parecía tan acertado. Era difícil concebir que su existencia
tuviera relevancia alguna para aquella inmensa figura doliente.
—¿Se inventó este mundo? Pero si el Otro hace funcionar todo el sistema, tiene
acceso a todo… a todos esos mundos, todos perfectos… —!Xabbu frunció el ceño,
pensando—, es muy raro que quisiera construir un mundo tan irreal.
—Exactamente —replicó Renie, emocionada—. Él no construyó los otros
mundos, los construyeron personas: programadores, ingenieros, personas de verdad
que saben cómo tiene que ser un mundo de verdad y cómo hacer realista un mundo
imaginario. Pero ¿qué sabe el Otro? No es más que una inteligencia artificial, ¿no? Ve
pautas, pero no es humano. No sabe qué es lo que nos parece real y qué no, solo
conoce la forma general de las cosas. Sería como dar un libro a un niño muy
inteligente que no sabe leer y decirle: «Ahora, haz tú solo un libro como este».
Aunque el niño tuviera todas las letras necesarias para hacerlo, no conseguiría formar
un cuento con ellas. Y lo que haría sería una cosa rara que solo parecería un libro.
¿Lo entiendes?
—Pero ¿por qué? —replicó !Xabbu al cabo de un momento—. ¿Por qué iba a
crear el Otro un mundo nuevo?
—No lo sé. Quizá para nosotros, precisamente. Martine decía que ya se lo había
encontrado una vez, ¿te acuerdas? Que tomó parte en un experimento con él cuando
era pequeña. Imagínate que esa cosa la reconociera. O que, por algún motivo, quisiera
ver lo que éramos. Estamos hablando de una inteligencia ajena a nosotros, de modo
que ¿quién sabe? Aunque sea artificial, parece mucho más compleja que una red
neuronal común.
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Renie notó algo a la altura del hombro y se volvió. Era Félix Malabar, con el ceño
severamente fruncido.
—Ya hemos esperado bastante. Es hora de iniciar el descenso. Despertad a la
chica.
—Solo estamos…
—Despertadla. Nos vamos ahora mismo.
Normalmente, enfrentada a un hombre maduro desnudo, Renie habría procurado
mirarlo solo a la cara, pero le resultaba difícil sostener la fría mirada de Malabar.
Ahora que el ardor de la cólera contra él empezaba a disiparse, descubrió un hecho
incómodo: le inspiraba un miedo cerval. Poseía una fuerza profunda y pétrea
esencialmente inflexible que no servía sino a su propia voluntad. En sus ojos oscuros
no había el menor atisbo de humanidad, aunque tampoco resultaban bestiales…; por
el contrario, parecía que su dueño hubiera trascendido la simple condición humana.
Había oído hablar de políticos y titanes de las finanzas implacables, auténticas
fuerzas de la naturaleza, pero siempre le habían parecido halagadoras descripciones
metafóricas. Ahora, enfrentada al señor del Grial en persona, empezaba a pensar que
ese carisma siniestro no tenía nada que ver con la estilización artística.
Miró breve y rápidamente a !Xabbu, pero no adivinó sus pensamientos: cuando él
así lo quería, su expresión era tan inescrutable como la del simuloide de babuino.
Malabar les dio la espalda y se alejó unos pasos, era la viva imagen de la
impaciencia controlada. Renie se acercó a Sam Fredericks y la despertó.
—Tenemos que marcharnos, Sam.
La chica se despertó poco a poco. Se acuclilló un momento y miró el cuerpo de
Orlando, que yacía en su estrecho ataúd de piedras.
—!Xabbu —murmuró Renie—, vete a distraer un poco a Malabar, para que Sam
pueda despedirse de su amigo. Pregúntale cualquier cosa a ese mal nacido…, no es
que vaya a darte ninguna respuesta, pero al menos lo distraerás.
!Xabbu asintió, se acercó a Malabar, le dijo algo y señaló con un amplio
movimiento de brazos el cielo grisáceo y sin horizontes, exactamente como si hablara
del tiempo o del paisaje. Renie se dirigió a Sam.
—Tenemos que dejarlo aquí.
—Lo sé —asintió la chica en voz baja, mirando a Orlando—. Era tan bueno… No
solo agradable…, a veces se pasaba de cabezota, y de sarcástico. Pero de verdad
quería… que… quería ser bu… bueno.
Renie la abrazó. En realidad, ya nada podía hacerse.
—Adiós, Orlando —dijo Renie en voz baja—, estés donde estés. —Mientras se
llevaba a Sam de allí, le arregló el pelo y el primitivo vestido para distraerla—. Vete a
buscar a tu amigo el descerebrado —dijo a Malabar—, que anda vagando por ahí.
Nos vamos ya.
—¿Crees que tengo que ir a buscar a Klement como si fuera un viejo amigo mío?
—preguntó, con una expresión más sombría y fría de lo habitual—. ¡Qué necia eres!
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Os necesito a vosotros tres, por eso vamos a ir juntos, pero él no me hace ninguna
falta, de modo que no voy a detenerlo… a menos que haga algo que ponga en peligro
mi seguridad; pero si se queda aquí mientras este lugar vuelve a reducirse a un mero
código, a mí me importa muy poco.
Dio media vuelta y se encaminó hacia el sendero desempeñando el papel de guía
por defecto.
—Qué agradable compañía —musitó Renie—. En fin, ya es hora. En marcha.
El inmenso cuenco del valle donde antes yacía la gigantesca forma del Otro
estaba vacío, derrumbado por un lado sobre un precipicio irregular como si lo
hubieran arrancado de un mordisco. Malabar abría la marcha, tieso como una vara,
con una actitud y un paso más juveniles que el hombre maduro que parecía ser. Renie
se preguntó si ese rostro de rasgos severos sería el verdadero de Malabar hacía cien
años o más. De ser así, se confirmaba uno de los mayores misterios: ¿por qué habían
despertado allí con simuloides tan semejantes a su verdadero cuerpo?
«No tiene sentido. Cuando entramos en la red, yo llevaba el simuloide que había
escogido, como T4b y Sweet William, pero Martine solo tenía uno genérico de la
simulación de Atasco, y !Xabbu era un babuino. ¿Por qué? Y Orlando y Sam tenían
los que habían escogido de sus juegos de rol…, pero ¿no me dijo Sam que el de
Orlando no era exactamente igual que el que usaba siempre, sino mayor, o más joven,
o algo?».
Con todo, el hecho de que el cuerpo que tenían ahora se pareciera tanto al
verdadero de cada cual era tan extraordinario como que los primeros no respondieran
a una misma regla. «¿Será posible que estos sean nuestros verdaderos cuerpos?»,
pensó sin dar crédito. Sin embargo, recordaba perfectamente el momento en que se
había despertado en el tanque en su yo físico, y había una diferencia, por sutil que
fuese. Aunque ahora se hallara en una forma tan semejante a la suya propia hasta el
último detalle, con sus cicatrices y su nudillo protuberante a causa de una fractura en
la infancia, no era su auténtico cuerpo.
«Entonces, ¿qué está pasando? Si somos el sueño del Otro, ¿por qué tenemos este
cuerpo? Parece magia». Renie resopló con rabia. Por muy anormal que pareciera
todo, tenía que haber unas reglas, aunque todavía no había descubierto ninguna.
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todavía se veía firme, el límite del borde exterior se había borrado, como si la piedra
fuera un helado de regaliz olvidado fuera de la nevera más tiempo de la cuenta.
—Sigo sin comprender los motivos del Otro para mandarnos a un sitio como este
—comentó a !Xabbu en voz baja al iniciar el descenso detrás de Malabar—, e incluso
al otro mundo inacabado.
Inevitablemente, se acordó de aquel otro mundo, cuando la tierra desapareció
atrapando a Martine y cercenando la mano a T4b. ¿Y si allí volvía a suceder algo
parecido? Prefirió no perder el tiempo pensando en cosas que no podría evitar.
Sin embargo, lo de la mano de T4b había sido una anomalía muy interesante. En
su lugar, le había aparecido otra, brillante y poderosa, con la que logró hacer mucho
daño a uno de los socios del Grial que parecía invencible. ¿Sería posible que esa
mano fuera un trocito del Otro o, al menos, de su habilidad para conformar la red, una
especie de comodín del sistema operativo añadido a su brazo virtual? Se lo comentó a
!Xabbu.
—Pero aunque los dos lugares los construyera el Otro, los esculpiera en la
materia bruta de la red, por decirlo de alguna manera, eso no nos aclara nada. Miedo
lo ha capturado, o se ha apoderado de él o lo que sea, y quizá por eso esta
construcción está perdiendo resolución; sin embargo, eso no justifica que el otro
mundo inacabado se desmoronara bajo nuestros pies.
—Fíjate —la interrumpió !Xabbu—. No recuerdo que el camino fuera así antes.
—De repente, el sendero que se abría ante ellos solo dejaba espacio para pasar de uno
en uno—. No podemos seguir hablando ni pensando hasta que encontremos un
terreno más ancho o nos detengamos a pasar la noche.
—No vamos a dormir en esta montaña, ¿verdad? —protestó Sam—. ¡Solo
tardamos un par de horas en subirla!
—Sí —contestó !Xabbu—, pero creo que ya estábamos en un punto muy alto de
la ladera. El trayecto hasta abajo del todo puede ser mucho más largo.
—Si conseguimos llegar enteros —apostilló Renie salvando el angosto paso y la
vista vertiginosa de la negra pared vertical que se abría a sus pies—, no me
importaría tardar una semana.
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detrás del otro. Klement, que a veces se quedaba muy rezagado, iba tan cerca que
habría podido tocar a Sam con solo estirar el brazo, y eso fue lo que hizo.
Sam, sobresaltada y asustada por el roce de la mano de Klement en el pelo, se
precipitó hacia delante e intentó adelantar a Renie por la parte interior. Se enredaron
las dos un instante y Renie quiso cederle el paso, pero colocó un pie tan cerca del
borde que este se deshizo como una miga de pan rancio. Lo único que pudo hacer fue
agitar los brazos en el aire, un acto reflejo que solo sirvió para aumentar la
posibilidad de arrastrar a Sam consigo por el precipicio. Dio un grito y tropezó,
consciente de que el corazón se le detenía y, al mismo tiempo, de que la imagen de
!Xabbu volviendo la cabeza por encima del hombro —demasiado lejos para poder
ayudarla— sería lo último que vería en su vida. Entonces notó que algo se le cerraba
en la muñeca como unas esposas, se golpeó contra el camino, se quedó con las
piernas colgando en la nada y soltó bruscamente todo el aire que tenía en los
pulmones.
Entre los gritos y la agitación de sus compañeros, que se esforzaban por auparla
hasta el sendero, Renie no entendió, hasta que se encontró a salvo, que había sido la
mano de Félix Malabar la que la había agarrado y aguantado con su cuerpo enjuto y
fuerte, evitando que se despeñara, hasta que !Xabbu y Sam consiguieron izarla.
Tumbada boca abajo, con la sangre hirviéndole en la cabeza como una corriente
eléctrica, se esforzó por llenarse los pulmones de aire otra vez. Malabar la miraba
desde lo alto como un científico observaría la agonía de una rata de laboratorio.
—No creo que lo hubiera hecho por ninguno de tus compañeros —dijo.
Dio media vuelta y reanudó el camino.
A pesar del susto y las náuseas, Renie dedicó un rato a pensar en el significado de
esas palabras.
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oportunidad de tumbarse a descansar sin peligro le pareció tan excelente como la
mejor comida. Desde que estuvo a punto de caerse, tenía tanto miedo que no se
separaba de la pared más de un brazo de distancia y, en la última parte del trayecto,
había avanzado sin dejar de tocar la negra piedra con la mano, raspándose la piel,
para asegurarse de que estaba en el lado interior del camino.
Renie consiguió que Fredericks se acurrucara en el fondo de la grieta, de modo
que ella pudo interponerse entre Malabar y la espada rota que llevaba la chica, con la
cabeza apoyada en el hombro de !Xabbu. Malabar se hizo un sitio a cierta distancia
del fondo, se sentó contra la pared y no tardó en dormirse con la barbilla apoyada en
el pecho. Klement se acuclilló a la entrada mirando al cielo gris con una expresión
impenetrable. Apenas tardó unos segundos en dormirse.
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A pesar de todo, se acercó más al mechero con la mano preparada.
—¿Qué te pasa? ¡Son nuestros amigos!
—¡Martine!¿Eres…, encanto? —dijo otra voz horriblemente conocida, la señal
era más fuerte que la de Martine, pero también había algunas intermitencias—. Te he
echado de… ¿… alguno de mis viejos… contigo? —Renie retiró la mano como si el
encendedor ardiera—. Tengo cosas que hacer… querida amiga, pero voy a… unos
amigos a buscarte. ¡No te muevas! Estarán… cuestión de minutos. En realidad,
vete… moverte si quieres… servirá de nada.
La risa zumbona de Miedo resonó en la reducida cavidad.
—¡Los está persiguiendo! —dijo Renie casi aullando—. ¡Tenemos que ayudarlos!
—No —contestó Malabar apretando el puño.
Pasaron diez segundos de tenso silencio. Renie tendió la mano de nuevo hacia el
encendedor y lo cogió. Ahora estaba frío e inerte, un objeto muerto.
—Esas personas son amigas nuestras —dijo con furia.
Malabar se alejaba de nuevo hacia la entrada. !Xabbu y Sam lo miraban como si
le hubieran crecido cuernos y rabo. Klement era el único que no se había movido de
su sitio; permanecía sentado contra la pared.
—Esas personas acaban de descubrirse a través de una banda abierta de
comunicación —explicó Malabar—, acaban de anunciar que están indefensas, por no
insistir en que han revelado su paradero, en el canal del Grial. Pero no son los únicos
que tienen acceso a ese canal, como has podido comprobar. Si hubieras intentado
darle mi posición, te habría matado sin dudarlo un instante.
—¿Y a nosotros qué nos importa? —replicó mirándolo con odio, pero temerosa al
mismo tiempo de su cruel certidumbre—. Es a ti a quien busca.
—Razón de más para que no me delates.
—¿De verdad? —replicó, rabiosa por su propia cobardía—. Vaya, hablas mucho,
pero nosotros somos tres y tú estás solo, a menos que esperes ayuda de tu amigo el
idiota. En cuanto a Miedo, para nosotros es tan peligroso como tú…, o menos, porque
no es más que un vulgar psicópata.
—¿Un vulgar psicópata? —replicó Malabar levantando una ceja—. No tienes ni
idea. John Miedo, sin más armas que sus manos desnudas, sería una las personas más
peligrosas del mundo, y ahora tiene el poder de todo mi sistema a su disposición.
—De acuerdo, es peligroso. Ahora es el reyezuelo de hojalata de la red del Grial
¿Y qué? —Renie lo señaló con un dedo tembloroso—. Tú y tus amigotes sois una
pandilla de egoístas que utilizan a los niños para poder vivir eternamente, para
construirse el juguete más caro de la historia del mundo. Espero que tu amigo Miedo
haga que todo esto acabe siendo pasto de las llamas, aunque me destruya a mí
también. Valdría la pena solo por verte morir.
Malabar la miró de hito en hito, y después a !Xabbu y a Sam. La chica maldijo en
voz baja y se alejó, pero !Xabbu le sostuvo la mirada imperturbable, hasta que el
viejo se dirigió de nuevo a Renie.
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—Cállate y escucha lo que te voy a decir —le advirtió—. Construí un lugar para
mí. Qué clase de lugar, no viene al caso, la cuestión es que lo creé para mí, separado
del sistema del Grial. Era el lugar donde me refugiaba cuando el agobio y las
preocupaciones por este sistema me sobrepasaban. Era independiente de la matriz del
Grial: un sistema de uso exclusivo, para ser exactos, si sabes lo que eso significa.
—Sé lo que significa —dijo Renie desdeñosamente—. ¿Adónde quieres llegar?
—Pues que nadie más que yo tenía acceso a ese entorno virtual. Y de pronto, un
día, no hace mucho, descubrí que alguien había entrado, lo había corrompido, había
destruido cuanto yo había construido aquí. Solo después de reflexionar
profundamente comprendí que el Otro había penetrado en ese sistema exclusivo: algo
que no habría tenido que suceder.
Hizo una pausa.
—¿Y qué? —preguntó Renie, que no encontraba sentido a todo aquello.
Malabar hizo un gesto de falso pesar, los ojos le brillaban. Renie se dio cuenta de
que, en realidad, el monstruo disfrutaba con esa situación, a su manera.
—Ya veo que he vuelto a sobrevalorarte. Muy bien, te lo explicaré. La única
forma en que el Otro pudo haber llegado a ese entorno es a través de mi propio
sistema: robándome los procedimientos de seguridad o renombrándolos. Los de mi
sistema personal, no el del Grial. Y ahora, el Otro está bajo control de John Miedo.
—Entonces —dijo Renie con un escalofrío—, lo que… lo que quieres decir es
que el Otro… ya no está aislado en el sistema del Grial.
—Correcto —dijo Malabar con una sonrisa que no pasó de los labios—. Por
tanto, mientras piensas en a quién debes tu lealtad, ten en cuenta estos consejos:
Miedo, ese psicópata extraordinario, no solo controla el sistema operativo más
complejo y potente jamás creado, sino que el propio sistema ha logrado salir ya de su
botella del Proyecto Grial y ha entrado en mi red personal. Lo cual significa que el
Otro, bajo control de Miedo, puede llegar a cualquier parte de la red mundial.
Salió de la hendidura al camino, hizo ademán de reiniciar el descenso y se detuvo.
—El mal que Miedo puede hacer aquí no es nada comparado con el que hará
cuando descubra el alcance de su poder. —Malabar abrió las manos—. Imagínatelo.
Tendrá el mundo entero en sus manos: el tráfico aéreo, las industrias cruciales, las
reservas de armas biológicas, las instalaciones nucleares…, y, como ya sabes, Johnny
Miedo es un joven muy, muy iracundo.
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2. Planta de ejecución
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Secta se opone a que su Mesías reciba gen
diferencial.
(Imagen: sede de la secta Starry Wisdom, Quito, Ecuador). Voz en off: La secta
religiosa Starry Wisdom ha presentado ante los tribunales una solicitud de exención
de la normativa de la OTAN sobre los genes diferenciales en clones humanos. El
mencionado grupo religioso tiene intención de crear un clon de su difunto líder
Leonardo Rivas Maldonado, pero sostiene que los genes diferenciales obligatorios
según la normativa de la OTAN para distinguir a los clones de los originales pondría
en un compromiso sus derechos religiosos.
(Imagen: María Rocafuerte, portavoz de Starry Wisdom). ROCAFUERTE: ¿Cómo
vamos a recrear a nuestro amado maestro en un cuerpo mancillado por un gen
imperfecto? Queremos reencarnar al receptor de la Sabiduría Viva para que nos guíe
en estos últimos días, pero el gobierno quiere que cambiemos ese receptáculo en
cumplimiento de unas normas obstruccionistas y antirreligiosas.
«Esto es malo, muy malo», era lo único que Christabel podía pensar.
La furgoneta se subió al bordillo y redujo la marcha ante una gran caja metálica
que había a la entrada, y así, el soldado que la conducía pudo operar en la caja sin
tener que apearse. Una mujer en traje de baño y albornoz, que empujaba una sillita
por la acera, se asomó al interior de la furgoneta por la ventanilla, pero no vio a
Christabel. Unos segundos después la mujer se alejó y la camioneta descendió por
una rampa hacia la oscuridad. Christabel sabía que debía de haber hecho ruido,
porque su padre se le acercó y le dijo:
—Estamos en un garaje, cielo. No tengas miedo. No es más que el garaje de un
hotel.
El trayecto desde la ciudad hasta un lugar donde había más montañas que casas se
le había hecho muy largo; pero como había pocas casas, habían visto el hotel desde
lejos: un gran edificio blanco que destacaba en el aire, con banderas ondeando en la
entrada. Parecía un sitio bonito, pero a Christabel no le gustaba.
El soldado más joven estaba sentado frente a ellos, la miró y la niña creyó por un
momento que iba a decirle algo, quizá una palabra amable, pero se limitó a cerrar la
boca y desviar la mirada. El capitán Ron, que también estaba sentado enfrente,
parecía descontento, como si le doliera el estómago.
«¿Dónde está mamá? —se preguntó—. ¿Por qué se ha marchado en nuestra
furgoneta? ¿Por qué no nos ha esperado? ¡Ah, para que el señor Sellars siga siendo
un secreto!», comprendió de pronto. Solo porque mamá y papá, y ese señor nuevo, el
señor Ramsey, supieran lo del señor Sellars, no tenía por qué saberlo todo el mundo.
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Cuando la furgoneta se detuvo, se le ocurrió de pronto algo en lo que no había
pensado. «Eso significa que el capitán Ron tampoco sabe nada del señor Sellars ni
por qué ha venido con nosotros en el coche; y tampoco sabe lo de ese niño terrible.
Por eso papá nos decía que no habláramos con nadie».
Tuvo que contener la respiración porque, de repente, tener miedo le parecía
insoportable. No lo había entendido al principio. Creía que su padre estaba enfadado
con el capitán Ron, que se habían enfadado porque Ron no quería que faltase al
trabajo. Pero ahora sabía que no estaba enfadado, sino que tenía un secreto. Un
secreto que ella habría contado a cualquier soldado que le hubiera preguntado.
—¿Estás bien, cariño? —le preguntó su padre. Las puertas de la furgoneta se
abrieron con un silbido y un soldado se apeó—. Dale la mano al bajar.
—Bajo justo detrás de ti, Christabel —le susurró el señor Ramsey al oído—. Tu
papá y yo vamos a asegurarnos de que todo salga bien.
Pero Christabel acababa de descubrir una cosa sobre los mayores que la asustaba.
A veces decían que las cosas iban a salir bien, cuando en realidad no lo sabían. Solo
lo decían. Podían pasar cosas malas, incluso a los niños.
Sobre todo a los niños.
—Impecable —dijo el capitán Ron cuando se abrió la puerta en la pared del
garaje, pero no había alegría en su voz—, nuestro ascensor particular a la planta
ejecutiva.
¿Qué clase de planta? Christabel empezó a llorar. «Ejecutiva». Esa palabra la
había oído antes. No se acordaba exactamente de lo que quería decir, pero estaba
segura de que tenía algo que ver con «ejecución». Sabía lo que era una ejecución:
veía muchas más cosas en internet de lo que sus padres pensaban. «Planta de
ejecución», eso era lo que quería decir el capitán Ron. Se preguntó si sería una flor
venenosa o algo así, que tenían solo para los niños malos… o una manzana
envenenada como en Blancanieves.
—No llores, cariño —la consoló su padre acariciándole la cabeza—. Todo va a
salir bien. Ron, ¿también tiene que venir ella? ¿No podemos esperar hasta que
localicemos a su madre o a cualquier otra persona que pueda quedarse con ella?
Christabel apretó la mano a su padre. El capitán Ron se encogió de hombros con
un movimiento amplio y pesado.
—Tengo órdenes, Mike.
Hacía mucho calor en el ascensor, apenas si cabían todos: el señor Ramsey, el
capitán Ron, su padre y ella, y también los otros dos soldados; pero ella no quería que
el ascensor se parase, no quería saber cómo era una planta de ejecutar. Cuando las
puertas se abrieron, empezó a llorar otra vez.
Lo que vio no era como esperaba, no se parecía a las horribles cárceles grises que
había visto en los programas de la red, como Odio mi vida, en el capítulo en el que
salían Zelmo y Nedra. El capitán Ron seguía diciendo que era un hotel, y eso era lo
que parecía, una habitación de hotel enorme, tan grande como el césped de casa y con
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una moqueta azul claro, con tres sofás, mesas, una pantalla que ocupaba una enorme
pared entera y una cocina al fondo, y puertas en las demás paredes. Lo único que le
parecía tan horrible como había imaginado era un señor muy alto y fornido, con gafas
oscuras, que los esperaba en el umbral. Había otro individuo muy parecido que se
levantó del sofá donde estaba sentado. Los dos llevaban un traje negro muy raro,
ceñido, que brillaba levemente, y unos correajes en el pecho y en las caderas que
parecían pistolas o algo peor, más complicado y temible.
—Identificación —dijo el hombre que esperaba en la puerta, con una voz grave y
pausada.
—¿Y quién demonios es usted? —preguntó el capitán Ron.
Por primera vez su falta de alegría parecía como si estuviera enfadado o incluso
asustado.
—Identificación —repitió el hombretón de las gafas envolventes en el mismo
tono de antes, como los anuncios del escaparate del centro comercial Seawall.
Los soldados se movieron a la par que el capitán Ron. Christabel vio que uno de
ellos dejaba caer la mano a un lado, hacia la pistola, y el corazón empezó a latirle
muy, muy deprisa.
—Un momento —dijo su padre—, a ver si entre todos…
En ese preciso instante se abrió una puerta que había al fondo de la habitación y
entró un hombre con bigote y el pelo corto y gris. Detrás de él, Christabel vio otra
habitación muy grande, una cama, un escritorio y una gran ventana con las cortinas
corridas. Llevaba un albornoz y un pijama de rayas, y fumaba un puro. Christabel
creyó por un momento que lo había visto en la red, porque, a pesar de la ropa, le
resultaba conocido.
—No se preocupe, Doyle —afirmó el hombre del bigote—. Conozco al capitán
Parkins, y también al mayor Sorensen…, sin duda.
El hombretón de negro cruzó la habitación hasta el sofá más cercano. Él y el otro
hombre del traje brillante se sentaron juntos sin decir nada, pero su actitud le hizo
pensar a Christabel en un perro fingiendo dormir atado a su correa, a la espera de que
un niño se acercara lo suficiente para saltarle encima.
—Y de ti también me acuerdo, bonita. —El hombre del bigote sonrió y acarició la
cabeza a Christabel. Entonces se acordó de quién era: el hombre bronceado que había
visto en el despacho de su padre—. ¿Qué haces tú aquí, pequeña?
Su padre le apretó la mano y ella no se apartó de su lado, pero tampoco dijo nada.
El hombre se irguió sin dejar de sonreír, pero cuando volvió a hablar, su voz era fría,
como si acabaran de abrir la puerta de la nevera y el aire helado hubiera azotado a
Christabel en la cara.
—¿Qué hace aquí la niña, Parkins?
—Lo… lo siento, general. —El capitán Ron tenía manchas de sudor debajo de los
brazos que se habían extendido al salir del ascensor—. Ha sido una situación
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difícil…, la madre de la niña había salido a comprar y no hemos podido localizarla, y
como usted dijo que iba a ser un encuentro informal…
—¡Ah, sí! —replicó el general con una risotada—. ¡Informal! Pero no dije que
fuéramos a ir de merienda al campo, ¿verdad? Vamos a organizar una carrera de
sacos entre padres e hijas, ¿eh? Capitán Parkins, ¿pensaba organizar una merienda
campestre?
—No, señor.
—General… —El señor Ramsey carraspeó—. Yacoubian.
—Le advierto —dijo el general clavándole la mirada— que no sé quién es usted,
ciudadano —declaró en voz baja—, de modo que vuelva al ascensor y salga de mis
habitaciones de una puñetera vez.
—Soy abogado, general. El mayor Sorensen es cliente mío.
—¿De verdad? Es la primera vez en mi vida que veo a un oficial militar
acompañado de representación legal acudir a una reunión informal con su superior.
—General —replicó Ramsey con una leve sonrisa—, verdaderamente tiene usted
un concepto muy amplio de la palabra «informal».
—Soy general de brigada, hijo. Creo que enseguida comprenderá que las cosas
son como yo digo. —Se dirigió a Parkins—. Muy bien, capitán, ha hecho lo que le
correspondía. Llévese a sus hombres y vuelva a su puesto de una puñetera vez. Esto
es cosa mía.
—Señor —dijo el capitán Parkins, confuso—, pero mis hombres, señor… Me dijo
que viniese con un par de policías militares…
—¿No le parece que Doyle y Pilger podrán afrontar cualquier contratiempo que
surja? Estos muchachos van mejor armados que un helicóptero de combate.
—¿También ellos pertenecen al ejército de Estados Unidos, general? —preguntó
Ramsey en voz alta—. Solo para que conste.
La mano del padre de Christabel temblaba sobre el hombro de la niña, lo cual le
daba a ella más miedo que cuanto había sucedido ese día.
—General —dijo el mayor—, en realidad no es necesario mezclar en esto a mi
hija ni al señor Ramsey…
—Mike —dijo Ramsey—, no renuncie a sus derechos…
—… Por eso le pido que los deje marchar —prosiguió su padre sin prestarle
atención—. Que se vayan con el capitán Parkins, si no le importa.
El general hizo un gesto negativo con la cabeza. Aunque tenía el rostro muy
bronceado y un bigote pequeño y bien recortado, las arrugas de alrededor de los ojos
le recordaban a Christabel a las imágenes que había visto de Papá Noel. Sin embargo,
le parecía un Papá Noel al revés que, en vez de hacer regalos, bajaría por la chimenea
y se llevaría a los niños y a las niñas en un saco.
—Ah, no, creo que no —dijo—. Me interesa mucho oír lo que cada uno tenga que
decir: incluso la niña. De modo que, capitán Parkins, haga el favor de largarse con
sus hombres. Los demás tenemos que hablar de ciertos asuntos.
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Pasó de largo ante ellos y pulsó el botón dorado del ascensor, enmarcado en el
papel de la pared.
—Si no le importa, señor —dijo el capitán Ron bruscamente—, yo me quedo.
Así, si necesita que me lleve al mayor Sorensen o a su hija a alguna parte, podré
encargarme de ellos. Mike es amigo mío, señor. —Rápidamente se dirigió a los dos
soldados, que lo miraban con los ojos muy abiertos, aunque no habían dicho una
palabra—. Gentry y usted espérenme abajo en la furgoneta. En caso de que no los
necesitase, les comunicaré que vuelvan a la base.
La puerta se abrió con un siseo. Por un momento, se miraron unos a otros: los
soldados, los hombres de negro, el capitán Ron y Ramsey y también su padre y el
general. Después el general volvió a sonreír.
—Bien. Ya han oído el capitán, muchachos.
A una seña suya, los soldados entraron en el ascensor. Cuando la puerta se cerró,
ellos siguieron mirando hacia la habitación.
Al ver marcharse a los soldados jóvenes con sus cascos brillantes, Christabel se
sintió como la primera vez que su madre la dejó sola en el jardín de infancia, aunque
no sabía por qué. Volvió a dar la mano a su padre y se le apretó con fuerza.
—Considérense en su casa —dijo el general alegremente—; tengo que terminar
una conferencia muy importante, pero solo me llevará media hora; después
charlaremos largo y tendido. —Se dirigió a los dos hombres de negro—. Procuren
que nuestros invitados estén cómodos. Y sobre todo, procuren que sigan siendo
nuestros invitados hasta que termine. Pero con suavidad, ¿de acuerdo?, con suavidad.
Dio media vuelta y se dirigió a la habitación del fondo.
—General Yacoubian, señor —dijo el padre de Christabel—, insisto en que
permita marcharse a mi hija y al señor Ramsey. Sería mucho más fácil para todos…
El general dio media vuelta y a Christabel le pareció que tenía los ojos brillantes y
extraños como los de un pájaro.
—¿Más fácil? No soy yo quien tiene que hacer las cosas fáciles, Sorensen. No
soy yo quien tiene que contestar ninguna pregunta. —Reanudó el camino hacia la
habitación, pero se detuvo de nuevo y dio media vuelta—. Verá, un tal Duncan, de su
oficina, me cursó una copia de una petición de laboratorio: copia que yo tendría que
haber recibido automáticamente, pero que por algún motivo usted no le dio curso.
Una lectura muy interesante, tengo que reconocer, sobre un análisis científico que
usted había hecho sobre unas gafas de sol. Unas gafas de sol muy interesantes, por
cierto. ¿Le suena de algo?
El capitán Ron no entendía nada, pero el padre de Christabel palideció como si se
le escapara algo del cuerpo.
—De modo que quédense ahí sentaditos, sin abrir la boca, hasta que venga a por
ustedes. —El general volvió a sonreír—. También pueden rezar un poco, si es que
saben.
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Dio media vuelta, entró en el dormitorio y cerró la puerta. Se hizo el silencio en la
habitación.
—Si la niña tiene hambre —dijo Pilger al cabo de un rato—, hay cacahuetes y
chocolate en el minibar.
Después volvió a mirar la pantalla de la pared.
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fotografías de la mesa del despacho del jefe eran, en realidad, los recortes de
sonrientes modelos con que se vendían los marcos en las tiendas. No, hacer
particiones en el disco duro no era nada raro. Lo interesante de esa partición es que
era invisible, o al menos pretendía serlo. Comprobó los directorios pero no encontró
referencias a la amplia zona asegurada, descubierta por casualidad.
«Una trampilla secreta —pensó—. Así pues, señor Miedo, tú también tienes cosas
que prefieres guardar para ti».
En realidad, era un detalle casi tierno, infantil, como una casa secreta en un árbol
donde las niñas no podían entrar. Pero desde luego, Miedo era un principiante en ese
terreno y ella, en cambio, una niña muy, muy difícil de engañar.
Dudó unos momentos —no mucho, la verdad— pensando que eso no estaba bien,
que su jefe no solo tenía derecho a la intimidad sino que, además, hacía cosas muy
peligrosas para otras personas que se tomaban la seguridad muy en serio. Sin
embargo, a Dulcie (que casi siempre perdía esa clase de discusiones consigo) ese
argumento le parecía más estimulante que desalentador. Al fin y al cabo, ¿no
trabajaba también ella con gente muy peligrosa? ¿No hacía solo unas pocas semanas
que había matado a alguien? Aunque últimamente todas las noches tuviera pesadillas
sobre el tiroteo y deseara haber encontrado cualquier excusa para no hacerlo —arma
defectuosa, puerta atascada, ataque epiléptico—, no significaba que de pronto no
sirviera para trabajar con los grandes.
«Por otra parte —pensó—, sería interesante hurgar un poco en su mente, ver qué
piensa en realidad. Claro que es fácil que solo se trate de sus libros de contabilidad.
Un tío tan raro como este puede tomarse muy en serio lo de esconder su doble
economía».
Se permitió curiosear y fisgar un poco, pero no encontró ningún ojo de cerradura
ni menos aún una llave con qué abrirla. Si había algo interesante al otro lado de la
puerta, no iba a encontrarlo tan fácilmente. Borró el rastro de su investigación con la
vaga sensación de vergüenza que solía sentir cuando, de niña, revolvía los cajones del
escritorio de su madre, y salió decepcionada del sistema.
Media hora más tarde, contemplando a su jefe dormido, arropado como una joya
oscura entre el relleno blanco de la cama de comatosos, seguía pensando en el rincón
secreto del sistema.
«Es cierto…, en realidad no sé nada de él —se dijo mirando los pesados párpados
de Miedo y observando los minúsculos movimientos del iris y las negras pestañas—.
Bien, sé que no es la persona más estable del mundo. —No era fácil olvidar sus
ataques de ira—. Pero tiene algo más…, una especie de serenidad, de sabiduría.
Como un gato muy grande o un lobo». La analogía con animales parecía inevitable:
la sólida elegancia de Miedo tenía un matiz indómito, no del todo civilizado.
Estaba observando el efecto de la luz perpendicular de hospital sobre su piel color
cacao, como si la absorbiera y la suavizara, cuando Miedo abrió los ojos.
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—Hola, encanto —dijo sonriendo—. Pareces un poco sobresaltada, ¿no?
—¡Dios mío…! —Tuvo que hacer un esfuerzo para recobrar el aliento—. Podías
haberme avisado. Llevas casi veinticuatro horas incomunicado.
—He tenido mucho que hacer —explicó—. Las cosas van dando saltos —su
sonrisa se amplió—, pero ahora voy a enseñarte una cosita. Ven aquí conmigo.
Dulcie tardó unos segundos en entender que no la invitaba a meterse con él en la
cama de comatosos: una idea desagradable incluso si sus sentimientos por ese
hombre hubieran sido menos ambivalentes; el murmullo grave de los motores y el
movimiento lento y constante de la superficie de la cama le recordaban a un ser
marino, una ostra sin concha.
—¿Te refieres… a la red?
—Sí, a la red. Te encuentro un poco lenta hoy, Anwin.
—No; es que tengo mil cosas que hacer y he dormido dos horas —dijo,
intentando hablar con naturalidad, pero el tono de jocosidad adolescente que habían
adoptado empezaba a ponerla en tensión—. ¿Qué hago…?
—Accede como hice yo y asegúrate de que estás en realidad envolvente total… te
va a hacer falta. Cuando llegues a la primera barrera de seguridad, la palabra clave es
«Nuba»: ene, u, be, a. Eso es todo.
—¿Qué significa?
—Es una palabra aborigen, encanto —dijo, sonriendo de nuevo—, de la isla de
Melville, en la parte del norte.
—¿Es un insulto o algo parecido?
—No, no. —Cerró los ojos un momento como si volviera a dormirse—. Significa
«soltera», y tú lo eres, ¿no? —Soltó una risita, como si saborease algo—. Nos vemos
allí.
Se relajó visiblemente y volvió a sumergirse en el sistema como un nadador en el
agua.
Dulcie tardó unos instantes en darse cuenta de que todavía temblaba un poco,
sobresaltada por su repentina aparición. «Como si me estuviera vigilando —pensó—.
Como si estuviera justo detrás de mí, observándome, esperando el momento para
darme un susto. ¡Qué cerdo!». Se sirvió un vaso de vino y lo bebió en dos tragos
antes de tumbarse en el sofá y ponerse el conector de fibra.
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redondeadas y muy juntas, como un campo de megalitos semienterrados—, no pudo
evitar la sensación de haber caído en un sueño. Le bastó mirarse las piernas
musculosas y los pies descalzos, llenos de juanetes de años de clases de danza, para
saber que no era un sueño, porque ¿quién se veía los pies en un sueño? También se
reconoció las manos, las pecas de los largos dedos, visibles incluso en la penumbra.
«Es un simuloide de mí misma», comprendió en el momento en que entraba en la
gran cámara.
Un murmullo de voces creció a su alrededor. Había un millar de personas, más
quizá, arrodilladas en el suelo de la inmensa estancia; su canto rítmico y susurrante se
elevaba hasta el alto techo. A lo largo de las paredes se abrían hornacinas con
lámparas de aceite que hacían temblar todo lo visible, como las grabaciones de
imagen de los primeros tiempos de la tecnología. Entre los arrodillados se abría un
pasillo de mármol claro, pero nadie levantó la mirada, ni siquiera cuando Dulcie
avanzó por allí.
Al fondo de la estancia se destacaba una figura silenciosa e inmóvil, entronizada
sobre una tarima como una estatua en un templo pagano, con una larga vara de plata
en una mano. La criatura era de mayor tamaño que un hombre y, aunque tenía forma
de ser humano, su piel era completamente negra y lustrosa, como de laca china. La
cabeza, provista de hocico y con orejas puntiagudas, recordaba a un perro
monstruoso.
A medida que Dulcie se acercaba, el murmullo de las voces se apagó. La cabeza
lobuna del ser miraba hacia abajo, no se le veían los ojos, como si durmiera, y tenía el
hocico hundido en el enorme pecho; Dulcie creía que era, en efecto, una estatua, pero
dos grandes ojos amarillos se abrieron repentinamente.
En ese preciso instante, todos los arrodillados cantaron al unísono: «¡Salud,
Dulcie!». Su grito de sorpresa quedó ahogado en el eco atronador de la cámara.
«¡Pero qué guapa estás hoy, maldición!», añadieron con la potencia de un fuego de
artillería y la tonalidad de una prensa de troquelar.
Todo volvió a quedar en silencio cuando, titubeando, Dulcie dio un paso adelante
para no caerse. El ser del estrado se levantó; medía unos tres metros y sonrió con una
mueca de largos dientes.
—¿Te gusta? Es mi forma de darte la bienvenida.
«¿Es posible mearse encima en la realidad virtual?», pensó Dulcie.
—Exquisita. Me ha quitado unos cuantos años de vida.
—¿Qué deseas del Señor de la Vida y de la Muerte? ¿Flores, cantos y danzas?
Bien, eso se puede arreglar. —Levantó la vara de plata y una suave lluvia de pétalos
de rosa empezó a caer desde el techo. Todos los sacerdotes, con la cabeza afeitada, se
levantaron entre ruidos y murmullos y comenzaron a bailar torpemente—. ¿Alguna
preferencia musical?
—No quiero nada. —Dulcie miró hacia arriba, a la lluvia de pétalos, procurando
no prestar atención al inquietante espectáculo que ofrecían los mil sacerdotes de
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mirada vacía ejecutando unos pasos espásticos con los pies, calzados con sandalias—.
¿Dónde diablos estamos?
—Es la casa del viejo cuando se va de casa. —Hizo un gesto con la mano y los
sacerdotes se arrodillaron de nuevo en el suelo. Todavía flotaban en el aire los
últimos pétalos de rosa—. La antigua Abydos, creo que se llama, su simulación
predilecta. El Antiguo Egipto.
Era inquietante mantener una conversación con un hombre que tenía cabeza de
chacal y casi la doblaba en altura, como si fuera un juego o teatro interactivo.
—El viejo… es decir, tu jefe, ¿no? ¿Y quién se supone que eres tú? ¿Sparky, el
perro maravilloso?
—Este es el simuloide que siempre llevo aquí —dijo enseñándole los dientes otra
vez—. Claro que…, antes recibía órdenes, pero ahora soy yo quien las da. —Levantó
la voz—. ¡Rodad por el suelo! ¡Haced el muerto! —Los sacerdotes se tumbaron boca
abajo, rodaron sobre sí mismos y se quedaron inmóviles boca arriba—. En cierto
modo, es divertido, sobre todo si pienso en lo mucho que le fastidiaría al gilipollas
del viejo. —Señaló a uno de los sacerdotes más cercanos, que se puso de pie de un
salto y subió al estrado arrastrándose. Dulcie se quedó mirando el simuloide con
curiosidad. Sin duda, parecía una persona de verdad, incluso le brillaba el sudor en la
cabeza—. Te presento a Dulcie —dijo Miedo al sacerdote—. La amas. Es tu diosa.
—La amo —repitió el sacerdote, sin mirar a su nuevo objeto de afecto—. Es mi
diosa.
—¿Harías cualquier cosa por ella?
—Sí, Señor.
—Entonces, demuéstrale lo mucho que la amas. Adelante.
El sacerdote se levantó con torpeza —era un ejemplar de la variedad gordito
maduro y ligeramente asmático— y, caminando como un pato, se acercó a una
hornacina de la pared. Ante la mirada horrorizada de Dulcie, el sacerdote tomó la
lámpara de aceite y se vertió el contenido por la cabeza; transcurridos unos segundos
las llamas empezaron a envolverlo. El fuego prendió en la túnica blanca y la
consumió. La redonda cabeza parecía flotar en un halo de fuego.
—Os amo, mi diosa —dijo con voz ronca, a pesar de que el rostro comenzaba a
carbonizársele.
—¡Oh, Dios mío! ¡Páralo! ¡Apágalo! ¡Basta! —gritó Dulcie.
Miedo, sorprendido, movió su largo hocico hacia ella y levantó la vara. El
hombre en llamas desapareció. Los demás sacerdotes seguían tumbados boca arriba
como langostas muertas en el campo.
—¡Dios, chiquilla! Solo son códigos.
—No me importa —dijo ella—, no me gusta ver esas cosas.
El chacal desapareció y en su lugar apareció el verdadero Miedo, con su estatura
normal y vestido de negro, en el último peldaño del trono.
—No pretendía asustarte, encanto —afirmó, más molesto que contrito.
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—Solo me… De todos modos, ¿qué está pasando aquí? Me dijiste que este lugar
era… del viejo. ¿Dónde está el viejo? ¿Qué has hecho desde que entraste en el
sistema?
—Oh, nada, tonterías. —Su sonrisa humana era poco menos feroz que la animal
—. Ya te explicaré más cosas más adelante, pero ahora quiero llevarte a dar un paseo.
Por diversión.
—No quiero ver más sacerdotes ardiendo, gracias.
—Hay un montón de cosas mucho más interesantes. —Levantó una mano en el
aire y la vara de plata mermó bruscamente hasta convertirse en un pequeño cilindro
—. Vamos.
—¡Es el encendedor! —exclamó Dulcie—. ¿Qué…?
Pero la alta estancia de la antigua Abydos y sus mil sacerdotes sumisos ya habían
desaparecido.
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todo…?
No lejos de donde estaban, un fragmento de hielo del tamaño de un campo de
fútbol crujió y empezó a moverse dejando un borde irregular en el permafrost e
inclinando hacia un lado la placa en la que Dulcie y Miedo se encontraban. Dulcie
soltó un gruñido de temor, trastabilló y buscó apoyo en el brazo de Miedo.
—No te preocupes —dijo él abriendo los ojos, aunque verla tan inquieta le hacía
gracia—. Si te mueres aquí, sencillamente te desconectas. Somos las únicas personas
que pueden acceder a esta red o salir a voluntad.
—¿Y los propietarios? ¿Cómo se llaman…, la Hermandad del Grial?
—Las cosas han cambiado un poco —replicó con un encogimiento de hombros.
—¿Y tú controlas el sistema? ¿Puedes hacer que ocurran cosas?
—Sí —asintió, complacido como un niño, y Dulcie se dio cuenta de que estaba
deseoso de alardear, exactamente igual que un niño—. ¿Qué te gustaría ver?
—Entonces, ¿has expulsado del sistema a los otros?
—¿Los otros…?
—Sí, los que viajaban con… Martine, T4b, Sweet William. Si controlas el acceso
a la red, podrías liberarlos…
Acababa de darse cuenta de que los echaba de menos. Después de haber vivido
con ellos un día sí y otro no durante semanas, los conocía mejor que a muchas
personas de la vida real. Sufrían tanto, estaban tan asustados y atrapados… La mirada
inexpresiva de Miedo era ahora mucho más profunda y distante. Dulcie le tironeó de
la manga.
—Vas a devolverles la libertad, ¿verdad?
Como no respondía, volvió tirarle de la manga. Miedo la apartó con un
movimiento violento y brusco que casi la levanta en vilo.
—Cállate —le espetó—. Alguien está utilizando el canal principal de emisión.
En ese mundo blanco y silencioso, donde solo se oía el profundo movimiento del
hielo, Miedo movía los labios de forma imperceptible, subvocalizando palabras
dirigidas a alguien que ella no veía. Una sonrisa apareció lentamente en su rostro.
Dijo algo más y pasó los dedos un momento por el encendedor. Poco a poco, se
volvió hacia Dulcie con los ojos brillantes.
—Perdona, es un asunto que tengo que aplazar para más tarde. ¿Qué decías?
—Hablaba de los otros… de los que el Grial ha atrapado en las simulaciones.
—¡Ah, sí! Casualmente, ahora mismo me estaba ocupando de Martine y los
demás. Pero voy a ir por ellos directamente. Tienes razón… tengo que solucionar su
caso. —Cerró los ojos un momento. Cuando volvió a abrirlos, su curiosa euforia se
había intensificado como las brasas de una hoguera—. Ven conmigo… todavía
tenemos que ver algo más.
Sin tiempo para abrir la boca siquiera, Dulcie vio disolverse las cimas nevadas y
se quedaron los dos flotando en el aire por encima de un océano inmenso y
homogéneo. El sol se hundía en el horizonte y festoneaba de bronce la cresta de las
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olas, pero no había nada más que ver en kilómetros a la redonda, ni siquiera aves
marinas.
—¿Qué es…? —empezó a preguntar, pero Miedo le pidió silencio con un gesto.
Estuvieron mucho tiempo flotando sobre la inmensidad verde; de pronto Dulcie
advirtió que el dibujo de las aguas empezaba a cambiar, el regular entrecruzarse de
las olas empezaba a convertirse en un remolino caótico. Siguió mirando boquiabierta,
hasta que el remolino se convirtió en un hervidero, las olas se deshacían en penachos
de hasta cien metros de altura que llenaban el aire de gotas de espuma. Súbitamente,
la cúpula de una torre agujereó la superficie del furibundo océano como el hocico
cónico de un misil lanzado desde un submarino inconcebiblemente enorme.
Duró más de una hora. Durante la mayor parte de ese tiempo, Dulcie no vio nada
más que el espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos. Una ciudad surgió de las
aguas con un estruendo atronador, como si la tierra misma estuviera dando a luz
dolorosamente: en primer lugar, las cúpulas de los edificios más altos cubiertas de
gruesas y enmarañadas ristras de algas; a continuación, las murallas de la ciudadela
acorazadas de percebes que brillaban con la humedad al salir al sol. Cuando la ciudad
coronó chorreando agua por los tejados y paredes, que se precipitaba en el océano y
teñía las aguas de espuma blanca hasta donde la vista alcanzaba, surgió la montaña
con el resto de la ciudad colgada de sus laderas, con las calles ahogadas brillando al
volver a la luz.
Al finalizar el parto, el monstruoso casco vacío de la isla de Atlantis había
regresado de las profundidades. Miedo pasó un brazo por los hombros temblorosos
de Dulcie y le acercó la boca a la oreja.
—Juega bien tus cartas, encanto —le murmuró—, y algún día todo esto será tuyo.
—Le dio una palmada en las nalgas—. Incluso puedo secarla para ti. Ahora, si me
disculpas, tengo que atar algunos cabos sueltos. Procura no meterte en líos y
asegúrate de que mi casa no se incendia ni nada por el estilo, ¿de acuerdo? Salud.
Un instante después, Dulcie estaba tumbada en el sofá del almacén reconvertido
de Redfern, con los músculos entumecidos y la cabeza como un bombo. En el otro
extremo de la habitación, el cuerpo inmóvil de Miedo yacía como un cadáver
preparado para la capilla ardiente.
No se dio cuenta de que acababa de volver de la cita más extraña que había tenido
en su vida hasta que se duchó y empezó a beber a pequeños sorbos el segundo vaso
de vino de la tarde.
—Ven, cielo —dijo Catur Ramsey a la niñita—. Ven aquí a ver las jirafas.
La niña lo miró con recelo y después dirigió la vista hacia su padre, que se
encontraba en el extremo opuesto de la estancia. Sorensen asintió, y la niña se acercó
y se acurrucó en el sofá al lado de Ramsey. El abogado cogió la guía del hotel y tocó
la imagen de Tanzania; al instante, la imagen cobró vida. Ramsey apagó el sonido.
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—¿Has visto lo altas que son? —le preguntó—. Se comen las hojas más altas de
los árboles.
Christabel frunció el ceño, las pestañas de sus grandes y serios ojos castaños
parecían más espesas. Ramsey vio que estaba nerviosa, aunque hacía todo lo posible
por controlarse. Una vez más, le impresionó que una niña tan pequeña supiera
guardar la compostura.
—¿Les duele el cuello de tanto estirarlo? —le preguntó.
—No, no. No les duele, como tampoco te duele a ti estirar el brazo para coger
algo de una estantería. Han nacido así para ser así.
Christabel se mordió el labio mientras el folleto pasaba a una alegre imagen de
una familia joven y acomodada que comía en una galería, desde la que se veía un
abrevadero frecuentado por impalas y cebras que se movían con elegancia entre los
rincones soleados de la estepa africana.
Ramsey no estaba de mejor humor que la niña. Echaba ojeadas a su agenda
deseando conectarse con el exterior, pero el más bajo de los dos hombres de negro,
Pilger —más bajo, pero aun así pasaba del metro ochenta y era musculoso como un
luchador profesional—, lo miraba con una engañosa expresión de indiferencia en su
ancho rostro. Ramsey estaba furioso consigo mismo por no haber llevado el conectar.
El mayor Sorensen, el padre de Christabel, se hallaba en la zona de cocina y
manipulaba los controles digitales del fogón. El hombre alto, llamado Doyle, el otro
guardaespaldas del general, o lo que fueran ambos, dejó de mirar un momento el
partido de fútbol europeo que estaba viendo en la pantalla.
—¿Qué hace usted? —preguntó.
—Solo estoy preparando una taza de cacao a mi hija —contestó Sorensen
burlonamente, aunque Ramsey captó una anomalía en su lenguaje no verbal.
No tenía idea de lo que el mayor estaba haciendo, pero deseó que los hombres de
negro no le prestaran mucha atención. Por otra parte, prefería pensar que no planeaba
una acción heroica; Doyle y Pilger iban armados hasta los dientes, y también el
amigo de Sorensen, el capitán Parkins, que se mantenía muy tieso en una silla, de
uniforme, mirando al suelo con el ceño fruncido. A fin de cuentas, era Parkins quien
los había arrestado, y ahora esperaban impacientes al general Yacoubian. En total,
tres hombres de gran envergadura, y armados, contra Sorensen y él, ambos
desarmados, más una niña pequeña que probablemente todavía llevaba ruedecitas de
seguridad en la bicicleta.
—Papá —dijo Christabel de repente, incapaz de fingir interés en la leona que
cazaba un ñu por quinta vez—, ¿cuándo podremos volver a casa? Quiero ver a mamá.
—Enseguida, cariño.
Sorensen seguía de espaldas a los hombres, esperando que el agua hirviera, y
Ramsey se estremeció, incómodo. Aunque pareciera que Doyle y Pilger no hacían
más que cumplir con su deber profesional, no era la primera vez que el abogado se
encontraba con hombres como ellos; los había visto tanto en su juventud, en las bases
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militares, como en la madurez, en los bares de policías que a veces frecuentaba por
motivos profesionales. Por no hablar de que un físico como el suyo probablemente
debía mucho al refuerzo artificial del metabolismo. Doyle tenía el blanco de los ojos
muy amarillento, lo cual podría significar muchas cosas desagradables. Si se había
sometido a algún programa militar de biomodificación, significaría que, aunque
Sorensen le echara por encima una cazuela de agua hirviendo, el guardaespaldas no
perdería la capacidad de partir unos cuantos cuellos, a pesar del dolor y de las
quemaduras de tercer grado.
«¡Ay, Dios! —rogó Ramsey en silencio—. Mayor, por favor, no haga ninguna
estupidez».
Empezaba a preguntarse en qué demonios se había metido. Estaba claro que
Yacoubian sabía algo que asustaba a Sorensen mortalmente —se había quedado sin
sangre en las venas cuando el general empezó a hablar de unas gafas de sol— y,
desde luego, nadie iba a ir a ningún sitio sin el permiso del general. Le irritaba no
haber tenido tiempo de hablar con Sorensen ni de conocer siquiera al extraño Sellars
antes de que empezara el baile; era como asistir sin preparación a un juicio por delito
capital de asesinato y descubrir que el acusado es uno mismo.
Sus inquietantes pensamientos fueron interrumpidos por el paso de Christabel,
que se dirigía hacia su padre. Sorensen se dio media vuelta e indicó a la niña que se
alejara.
—Está muy caliente, Christabel —le dijo bruscamente—. Te lo llevaré en cuanto
esté listo.
La niña hizo un mohín y los ojos se le llenaron de lágrimas. Ramsey miró con
impotencia al capitán Parkins, que seguía con la mirada fija en la moqueta azul como
si estuviera ofendido; después se acercó a la niña y se la llevó de nuevo al sofá.
—No te preocupes, bonita. Siéntate aquí conmigo. Cuéntame cosas del colegio.
¿Cómo se llama tu maestra?
Se oyó un golpe seco en la otra habitación. Por un momento, Ramsey pensó que
había oído levantar la voz al general furiosamente. Los guardaespaldas se miraron el
uno al otro un momento y volvieron a concentrarse en el juego de la pantalla. Ramsey
se preguntó con quién estaría hablando y por qué sería más importante que interrogar
a Sorensen. Estaba claro que el general se había tomado muchas molestias para
investigar a fondo al padre de la niña: era raro que pospusiera el asunto media hora e
incluso más. Ramsey miró a la pantalla. Casi una hora. ¿Qué estaba pasando?
Un objeto contundente chocó contra la puerta de comunicación, como si la
hubieran golpeado con una almádena. Ramsey apenas tuvo un momento para pensar
por qué serían tan finas las puertas de una planta tan importante, que temblaban con
un simple puñetazo de alguien que discutía por teléfono, cuando Doyle se puso en pie
de un brinco. Cruzó la habitación en apenas dos zancadas, con una rapidez
impresionante; tal como Ramsey temía, se plantó en la puerta de la habitación del
general y escuchó. Llamó dos veces con fuerza.
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—¿General? ¿Se encuentra bien? —Echó una rápida mirada por encima del
hombro a Pilger, que también se había levantado, y volvió a llamar a la puerta—.
¡General Yacoubian! ¿Necesita ayuda, señor? —Pegó la oreja a la puerta a la espera
de una respuesta. Al cabo de un momento, volvió a llamar con la mano plana—.
¡General! ¡Abra, señor!
—¿Qué están haciendo? —preguntó Christabel, que empezaba a llorar otra vez—.
¿Por qué gritan…?
Doyle retrocedió un paso, se apoyó en el hombro de Pilger para no caerse y,
tomando impulso, descargó una patada contra la puerta con la gruesa bota militar.
—Ha echado el pestillo —gruñó.
Se prepararon para volver a intentarlo aunando esfuerzos. La puerta crujió y se
cayó hacia dentro. Pilger la desencajó de los goznes rotos mientras Doyle sacaba la
enorme metralleta de la funda del hombro, entraba en la habitación apuntando con el
arma y desaparecía de la vista de Ramsey.
—¡Mierda! —se le oyó exclamar en el interior de la habitación.
Pilger entró detrás de él con el arma dispuesta. Ramsey esperó un momento. Al
no oír tiroteo alguno, se acercó cautelosamente a mirar. El capitán Parkins seguía la
acción boquiabierto desde su asiento.
—¡Christabel! —gritó Sorensen desde atrás—. ¡No te levantes! ¡Quédate en el
sofá, maldita sea!
Doyle se había agachado junto al cuerpo del general Yacoubian, que yacía en el
suelo entre la puerta y la gran cama del dormitorio, con el albornoz arrugado
alrededor de las piernas y abierto por la parte del peludo pecho. Curiosamente, la piel
bronceada del general se había tornado gris y la lengua le colgaba de la boca como un
trapo. Doyle le estaba practicando la reanimación cardiopulmonar; Ramsey se
preguntó, en un instante surrealista, cómo habría podido el guardaespaldas hacer un
moratón tan grande al general en el pecho en tan solo unos segundos.
—Una ambulancia al garaje —dijo Doyle entre dientes—. Es un infarto masivo.
Y trae el botiquín.
Pilger volvió apresuradamente a la habitación principal aplicándose el conector
del cuello con un dedo. Escupió una secuencia de código al aire y, de pronto, dio
media vuelta y apuntó a la habitación con el arma.
—Todos al suelo, ahora mismo.
Sin esperar a ver si cumplían su orden, se arrodilló, sacó un maletín negro de
debajo del sofá y volvió de nuevo al dormitorio. Abrió los cierres y se lo pasó a
Doyle, que seguía trabajando con el general; Yacoubian rebotaba en la moqueta con
cada nuevo golpe. Pilger sacó una jeringuilla de los compartimientos interiores del
maletín. Al comprobar la etiqueta, vio a Ramsey en el umbral de la puerta y levantó
el arma con la otra mano.
—¡He dicho que se tumben todos en el suelo, maldita sea!
—¡Papá! —Christabel lloraba en la sala—. ¡Papá!
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En el momento en que Catur Ramsey retrocedía, mirando con impotencia el
temible agujero negro de la boca del arma de Pilger, captó algo por el rabillo del ojo.
Se encogió, pero no oyó ninguna detonación. Miró a la derecha sin entender lo que
miraba: el mayor Michael Sorensen estaba en la cocina subido a una silla, agarrando
con las pinzas para el hielo una servilleta ardiendo. La alzaba hacia el techo: parecía
una parodia extravagante de la estatua de la Libertad.
—¡Les he dicho que se tumben en el suelo! —gritó Pilger, que no alcanzaba a
entender la inexplicable conducta de Sorensen.
En el momento en que Doyle clavó la aguja hipodérmica en el centro del oscuro
moratón del pecho de Yacoubian, el arma de Pilger paseó de un lado a otro de la
puerta, luego apuntó a las rodillas de Ramsey. Se oyó un estrépito y, a continuación,
un siseo.
De repente empezó a caer una nieve morada.
Los azulejos del techo se habían recogido como persianas. Docenas de
pulverizadores se asomaron escupiendo nubes de polvo malva claro ignirretardante.
Las luces de la habitación empezaron a parpadear y un zumbido hiriente llenó el aire.
Sorensen saltó por encima de Ramsey y levantó a su hija del suelo; acto seguido, fue
de una carrera hasta la puerta del ascensor, donde apretó el botón con insistencia.
Doyle aplicaba el Segundo parche desfibrilador al pecho, todavía inmóvil, del
general, pero Pilger salió del dormitorio apuntando con el arma, gesticulando con el
brazo entre la asfixiante nube de color malva. Clavó la punta del arma al mayor
Sorensen en la nuca, a pocos centímetros del aterrorizado rostro de Christabel.
—No querrá bajar así —se burló—, con los sesos desparramados por encima de
su hija, ¿verdad? Retírese un paso de la puerta y túmbese en el suelo.
—No. Nadie va a bajar de esa manera. —El capitán Ron Parkins había sacado su
arma automática de reglamento y apuntaba a Pilger a la cabeza. Estaba congestionado
por el miedo y la furia—. No vais a hacernos desaparecer, cabrones, seáis quienes
seáis. Estas personas están bajo mi autoridad, no bajo la vuestra. Vete a atender al
general. Nosotros nos vamos de aquí.
En los momentos siguientes, solo se oyó el zumbido grave de la alarma y el
silbido de las puertas del ascensor al abrirse. Ramsey, separado de la libertad solo por
Pilger y el capitán Parkins, se esforzaba por controlar los latidos del corazón. Ya era
difícil respirar y, aunque casi todo el polvo malva se había aposentado en el suelo, en
el aire quedaba el suficiente para provocarle una larga serie de estornudos. «Solo me
faltaría eso —pensó—, empezar a estornudar y provocar un tiroteo».
—Vámonos —dijo Sorensen en voz baja, con el arma de Pilger todavía apoyada
en la nunca—, el general ha muerto. Llamen a sus compañeros y que les ayuden a
limpiar este desastre, pero ahora la alarma de incendio se ha disparado y habrá mucha
gente en movimiento, gente que no es de los suyos. Mire, dese la vuelta, está muerto.
Ya no vale la pena.
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Pilger le clavó la mirada brevemente y después miró de soslayo el cañón plateado
del arma del capitán Parkins. Torció los labios. Bajó la pistola y, tras darse media
vuelta, volvió al dormitorio sin mirarlos ni una vez. El cuerpo del general se retorcía
en el suelo a medida que Doyle giraba el disco del desfibrilador. Ramsey tuvo que
contener un impulso imparable de desaparecer del mundo.
—Apeaos aquí —gruñó el capitán Parkins. Estaban a unos ocho kilómetros del
hotel y la furgoneta se había detenido ante una estación de ferrocarril iluminada—.
Tomad un taxi desde aquí o un tren, lo que prefiráis, pero largaos.
—Ron… gracias, muchas gracias, de verdad.
Sorensen ayudó a su hija a bajar de la furgoneta. Los dos soldados jóvenes, que
habían procurado disimular el asombro cuando los tres hombres y la niña salieron del
ascensor cubiertos de polvo malva de la cabeza a los pies, irguieron la espalda.
—No quiero saber nada —dijo Parkins con rabia—. Pero aunque esto me cueste
las condecoraciones, no podía… no habría podido…
—No creo que vuelvas a oír una palabra de todo esto, Ron. Al menos no por los
canales oficiales. —El padre de Christabel quitó a la niña un poco de polvo del pelo;
ella lo miró inmediatamente, como para asegurarse de que era la mano de su padre,
no la de un desconocido—. Confía en mí…, de todos modos, es mejor que no sepas
nada más de lo que ya sabes respecto a este asunto.
—Sí, será lo mejor.
Ramsey bajó y se puso a su lado, asombrado todavía de estar vivo y bajo un cielo
despejado.
—Gracias, capitán. Nos ha salvado la vida.
—¡Dios mío! —exclamó Parkins llevándose las manos a la cabeza—. Pero…
Mike… —dijo, mirando a Sorensen—, cuida muy bien a tu mujer y a tu hijita. Quizá
otro día te pida explicaciones sobre todo esto. ¿Qué te parece?
—En cuanto me aclare, serás el primero en saberlo —asintió el mayor Sorensen.
Christabel temblaba a pesar del cálido sol que bañaba la estación de ferrocarril.
Cuando la furgoneta militar se hubo alejado, Ramsey se quitó la cazadora, se sacudió
la nube de polvo que la cubría y se la puso por encima de los hombros. No se percató
de que temblaba tanto como la niña hasta que la siguió, a ella y a su padre, hacia la
fila de taxis.
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3. Nativos inquietos
PROGRAMACIÓN DE LA RED/INTERACTIVOS: IEN, 4 horas (Eu, NAm): «¡Puñalada por la
espalda!».
(Imagen: Yohira recibiendo implante). Voz en off: Shi Na (Wendy Yohira) está
prisionera en la sede de la secta del perverso doctor Matusalén (Moishe Reiner), en
Nueva Guinea. ¿Stabbak (Carolus Kennedy) podrá salvarla antes de que participe en
el suicidio masivo de la secta? Reparto, 28 miembros de la secta, 5 personas de la
tribu, 2 «pelotilleros especiales» del doctor Matusalén. Dirigirse a: IEN.BKSTB. CAST
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monstruosidades homicidas de voz ronca como esas por compañía, hasta que llegara
el fin inevitable.
El gemido de las perseguidoras se convirtió en un siseo feroz, un cambio de tono
tan súbito y radical que Paul se detuvo sorprendido. Las cochinillas se alzaban sobre
los segmentos posteriores de su cuerpo agitando las manitas deformes frenéticamente
hacia él. O hacia algo que había detrás de él.
Dio media vuelta. Había un hombre al pie del árbol vestido con una tela parda
que casi se camuflaba en la inmensa corteza gris, de tal modo que al principio creyó
que era una aparición, un efecto de la luz que creaba la ilusión de un rostro entre los
pliegues de la rugosa corteza. No era más alto que Paul pero parecía curiosamente
indiferente a las cochinillas, que se acercaban a medida que descendía por el chepudo
dorso de la raíz del árbol.
—¡Haaambre! —cantaban, como niños terribles.
A medida que se acercaba, Paul pudo ver mejor su compacta constitución y sus
inconfundibles rasgos asiáticos, y supuso que debía de tratarse del hombre que Renie
y los demás le habían descrito: Kunohara, el creador del mundo de los insectos.
El hombre de cabello negro le dedicó una breve mirada tan desprovista de interés
como de irritación; se detuvo exactamente donde la raíz se doblaba con brusquedad
hacia abajo y se hundía en el limo, y se quedó ante el rebaño de criaturas como
Moisés predicando desde el monte. Si ese era el pueblo de Kunohara, no parecía muy
dispuesto a obedecerlo.
—¡Tú, comiiida! —gritaban arrastrándose cuesta arriba.
Kunohara sacudió la cabeza con indignación y levantó la mano. Una fuerte
corriente de aire cayó de pronto desde el cielo, barrió el suelo y pasó de largo rozando
el pie del árbol: un viento tan fuerte y ululante que se llevó en un segundo casi todas
las hojas caídas y el resto de detritus. Entre aflautados gritos de rabia y terror,
también las cochinillas fueron levantadas en el aire y desaparecieron en la nada;
algunas consiguieron sujetarse unos momentos a objetos de mayor tamaño, pero
finalmente también se las llevó el viento. Después, el vendaval cesó.
Paul observaba atónito. A pesar de que la criatura que más se le había acercado
había pasado a muy poca distancia, arrastrada a un lado como una bala disparada por
una pistola, él no había notado el viento en absoluto.
De las numerosas cochinillas, solo quedó una, retorciéndose con impotencia en el
suelo, a los pies de Kunohara.
—Incluso hablan… —musitó el hombre en voz baja, casi asustado.
Kunohara introdujo los dedos, como si fueran serpientes, entre las placas de
detrás de la cabeza de la criatura. Se oyó un crujido y el ser quedó tumbado, inerte.
—Me ha salvado la vida —dijo Paul—. Esos bichos habrían acabado conmigo…
El hombre lo miró de hito en hito y levantó el cadáver enrollado de la cochinilla,
de tamaño humano. Dio la espalda a Paul y agachó la cabeza. Paul tuvo la impresión
de que su salvador estaba a punto de desaparecer.
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—¡Espere! ¡No puede dejarme aquí!
—Yo no lo he traído aquí —dijo el hombrecito deteniéndose; se expresaba con
absoluta precisión—. Lo cierto es que usted ha entrado en una propiedad particular.
No tenía ninguna necesidad de salvarlo, pero esos… monstruos me ofenden. Puede
usted marcharse por el camino que vino.
—Pero ni siquiera sé cómo he llegado hasta aquí.
—A mí eso no me interesa. —Se encogió de hombros y levantó el cadáver del
insecto—. Ya es bastante desgracia encontrar a mis inocentes isópodos tan
corrompidos. No voy a permitir que además me conviertan en el guardabosques de
mi propia casa.
—¿Corrompidos? ¿A qué se refiere?
Por encima de todo, Paul quería evitar que el hombre se marchara. Le parecía que
su rescatador no bromeaba, sino que tenía intención de dejarlo solo en la selva. Las
cochinillas habían desaparecido, pero la sola idea de los horrores que podían estar al
acecho lo impulsaba a arrojarse sobre él e impedir que lo abandonara agarrándose a
sus piernas como un niño asustado.
—Usted es Kunohara, ¿verdad? Y este es su mundo simulado, ¿no es así? —No le
respondió, pero la expresión de extrema cautela que le cruzó el rostro un momento
fue contestación suficiente—. Al menos dígame si sabe dónde están mis amigos. Ya
los conoce… los conoció aquí y también en el mundo de la casa.
Kunohara soltó un bufido, que tanto podía ser de risa como de fastidio.
—De modo que es usted uno de los huérfanos de Atasco —dijo—. Ahora casi
lamento haberlos salvado. Usted y sus amigos me han traído la ruina. —Nuevamente
le dio la espalda y agitó la mano como despidiéndolo—. Vaya a buscar usted solo su
camino al infierno.
—¿A qué se refiere? Al menos dígame si los ha visto. ¿Están aquí, en alguna
parte?
Kunohara dio media vuelta, su expresión de enfado cambió sutilmente, aunque no
llegó a ser cordial.
—No estaba usted con esos locos, cuando me los encontré…, además, me parece
que es la primera vez que viene a mi mundo. De modo que, ¿quién es usted?
Paul se sintió de nuevo como en un cruce de caminos. Estaba claro que Kunohara
no era amigo de Renie y los demás, pero él tenía buenas razones para ocultar su
identidad. Sin embargo, sabía que el hombre estaba a punto de marcharse. Se iría y lo
dejaría solo en un lugar donde no era más grande que una hormiga.
—Sí, es la primera vez que estoy aquí —dijo—. Me llamo Paul Jonas.
—Así pues, usted es el hombre por el que Malabar revolvió el sistema de arriba
abajo —concluyó Kunohara levantando las cejas—. ¿Por qué lo busca? No parece
usted gran cosa. —Levantó las manos en un gesto de irritación o resignación—.
Venga.
—Que vaya…, ¿adónde?
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—A mi casa junto al río. —Kunohara sonrió por primera vez, aunque su sonrisa
se asemejaba a una mueca—. No importa, le haré unas cuantas preguntas antes de
entregarle a los crustáceos locales.
Asintió con la cabeza una vez y el entorno se borró tan rápida e inesperadamente
que, por un momento, Paul creyó que le habían arrancado el suelo de los pies. Al
momento siguiente, todo volvió a quedar en su sitio y Paul tragó saliva ante un
mundo que de pronto tenía forma de pera.
El cielo se curvaba sobre ellos como un extraño cuenco brillante y los altísimos
árboles, que antes se alzaban hacia arriba como columnas sujetando el cielo, se
doblaban ahora sobre él como transeúntes mirando a la víctima de un accidente. Notó
que pisaba suelo sólido y, al darse la vuelta lentamente, descubrió una habitación
detrás de sí, con muchos niveles, poco amueblada pero acogedora, con biombos y
muebles bajos. Más allá del mobiliario, las escaleras y los distintos niveles, el mundo
parecía distorsionarse otra vez, pero en vez de árboles y cielo, la otra mitad del
amplio espacio parecía encogerse bajo una pared cóncava de agua espumosa.
El efecto era tan extraño que tardó unos segundos en darse cuenta de que la
curvatura del cielo, los árboles y el agua se debía a que la habitación era…
—¿… Una… burbuja grande?
—En realidad no es tan grande —dijo Kunohara, casi riéndose—, sino que usted
y yo somos muy pequeños. Estamos en una burbuja que flota en un remolino del río,
entre dos cataratas —prosiguió, señalando la pared de agua que parecía colgada sobre
la parte de atrás de la casa burbuja—. Mire allí, ¿ve cómo cae el río? Es muy
agradable observar su movimiento… paradójicamente, la turbulencia tes
tranquilizante, mientras que la regularidad puede llevar a la locura.
—No lo entiendo.
Paul giró sobre sus talones hacia lo que pensaba que debía de ser la «fachada» de
la casa, con sus árboles inclinados y su amplia panorámica del río, si bien
distorsionada, que se abría a los pies de la catarata, y después volvió a mirar la
cortina de agua espumosa que caía por detrás. Notaba la fuerza del agua que mantenía
la burbuja en alto, aunque el movimiento que imprimía a la casa era
sorprendentemente suave, como el vaivén de un barco de vela anclado.
—Si esto no es más que una burbuja y el agua sigue cayendo detrás de nosotros,
¿cómo es que no nos precipitamos por la catarata?
—Porque este es mi mundo. —Parecía que Kunohara empezaba a irritarse otra
vez—. No es difícil mantener la burbuja flotando en un lugar, equilibrada en el
remolino, dando vueltas con suavidad a un lado de la corriente principal.
Paul pensó que sería mucho más fácil hacer la casa de un material más firme y
fijarla al suelo, o recurrir a algún código mágico de programador para asegurarse de
que la burbuja permanecía estática en un lugar pasara lo que pasase, pero
evidentemente a Kunohara le gustaban el sonido y la sensación del agua en
movimiento, la delicadeza con que la burbuja oscilaba y giraba. Se alegró de no ser
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propenso al mareo. Dejó la vista general y empezó a fijarse en los diversos niveles de
la habitación, en el suelo cubierto de alfombras y suaves esterillas, en las mesas bajas,
de estilo japonés antiguo.
—¿Le interesan las ciencias naturales? —le preguntó Kunohara de repente.
—Sin duda —contestó Paul con rapidez, deseoso de complacer a su anfitrión. La
charla cortés podía conjurar la posibilidad de ser arrojado de nuevo a los voraces
seudobichos en cualquier momento—, aunque, desde luego, no soy un experto…
—Acérquese a esas escaleras. Mueva la mano sobre el escalón más alto, así, y
después baje.
Paul se detuvo en el último escalón y miró al piso inferior de la casa, que no
parecía muy diferente de cualquier otra, salvo que el suelo era de una materia oscura,
como de cristal. Movió la mano y las luces de la estancia inferior se apagaron;
entonces se dio cuenta de que lo que veía no era el suelo oscuro, sino el fondo de la
burbuja; se veía el río a través de la pompa transparente.
Sin los reflejos que confundían la vista, percibió el fondo de roca de la poza del
río que había debajo de él, y que parecía tan escarpada y lejana como una cadena de
montañas vista desde el asiento del copiloto de un avión. De vez en cuando, unas
sombras enormes se deslizaban sobre las piedras del fondo del río, seres que le
inspiraban un miedo atávico, aunque estaba seguro de que debían de ser peces muy
pequeños, según las proporciones normales. También había algunos animales
semitransparentes que parecían langostas atenuadas con patas de araña, e incluso
formas más inusuales. Descendió hasta el último escalón y allí se quedó, sin deseos
de continuar hasta el material vidrioso, aunque había un sofá acogedor y otros
muebles en el piso, lo cual indicaba que el suelo podía soportar peso. Una de las
langostas subió flotando y chocó contra la burbuja, sus ojillos, negros como cuentas,
giraban en las antenas, y las patitas, finas como látigos, arañaban la superficie curva
preguntándose, quizá, por qué no podían alcanzar lo que veían.
—Penaeus vannemei, fase poslarval —dijo Kunohara—. Crías de gamba. He
cambiado la refracción de la burbuja aquí, en el fondo, de modo que todo se ve un
poco ampliado. En realidad son mucho más pequeñas que nosotros, con el tamaño
que tenemos ahora.
—Tiene usted… es impresionante. —Paul no lo dijo en voz alta, pero la casa
burbuja, aunque era muy sorprendente, le parecía curiosamente modesta para ser de
un dios del universo virtual—. Su casa es muy bonita.
Paul movió la mano sobre el escalón superior; cuando las luces volvieron a
encenderse se vio reflejado en la concavidad de la pared como en un espejo de feria.
El reflejo que lo miraba a su vez, aunque iba vestido con un mono que no conocía,
era indudablemente él mismo: Paul Jonas, tal como lo recordaba, pero con una barba
de muchos días que le hacía parecer un náufrago superviviente.
«Pero ¿por qué parezco siempre el mismo? —se preguntó—. Los demás siempre
cambian. Oí decir a alguien que !Xabbu había sido un mono durante una temporada».
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Confuso, subió las escaleras y descubrió la cochinilla muerta, que Kunohara había
dejado flotando en el centro de la habitación, en un hexaedro de luz blanca, como
fosilizada en ámbar. El anfitrión dio una vuelta alrededor observándola; a un gesto
suyo, el insecto giró sobre sí mismo. Una talla de marfil con escritura kanji pasó por
la superficie del contenedor transparente.
—¿Es algo que… no había visto antes?
—Peor aún. Es algo que no tendría que existir —gruñó Kunohara—. ¿Puede
beber?
—¿Que si puedo qué?
—Que si tiene receptores. ¿Qué le apetece? Es usted mi invitado. La hospitalidad
exige que le ofrezca algo, aunque usted y sus amigos me hayan arruinado la vida.
Era la segunda vez que Kunohara acusaba a Paul y a sus compañeros de haberlo
perjudicado, pero todavía no estaba preparado para ahondar en el tema.
—Sí, puedo beber. No sé si puedo emborracharme, pero supongo que no importa.
—Súbitamente, tuvo una idea—. No tendrá té, por casualidad, ¿verdad?
—Cuarenta o cincuenta variedades. —La sonrisa de Kunohara ahora era cordial
de verdad—. Tés verdes, mis predilectos, pero también tengo té negro: pekoe naranja,
congou, souchong… También tengo oolong. ¿Cuál prefiere?
—Me muero por un té inglés.
—Estrictamente hablando, el té «inglés» no existe —contestó Kunohara con el
ceño fruncido—, a menos que hayan empezado a cultivarlo en los altos montes
tropicales de las onduladas regiones costeras cuando yo no miraba. Sin embargo,
tengo darjeeling e incluso Earl Grey.
—Un darjeeling sería maravilloso.
Paul estaba seguro de que Kunohara habría podido hacer aparecer el té por arte de
magia de la misma forma que los había trasladado a la burbuja pero, evidentemente,
su anfitrión era un hombre muy celoso de sus propias costumbres: tanto él como su
entorno eran una extraña combinación de naturalismo y absurdo. En una depresión
del suelo, llena de arena, ardía un brasero antiguo, pero aunque no veía por ninguna
parte la salida de humos o el sistema de ventilación de la burbuja, el ambiente de la
habitación era limpio. Mientras Kunohara colgaba el hervidor sobre las suaves
llamas, Paul se sentó en una esterilla al lado del fuego a esperar; en ese momento, lo
sobrecogió otra absurda yuxtaposición: hacía un momento, iban a devorarlo unos
mutantes, ahora, cinco minutos después, esperaba a que hirviera el agua para el té.
—¿Qué son esas… cosas? —preguntó, refiriéndose a la cochinilla flotante.
—Son perversiones —dijo Kunohara con amargura—. Una nueva y terrible
interferencia con mi mundo. Otro motivo más para despreciar a sus compañeros.
—¿Renie y los demás han tenido algo que ver con esos monstruos?
—Hace algún tiempo que encuentro anomalías muy extrañas en mi mundo, como
mutaciones que no tienen sentido y que no pueden haber sido generadas por el
funcionamiento normal de la simulación. Pero esto es otra cosa. ¡Mírelo! Una
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horrible parodia de humanidad. Se trata de una creación intencionada. Alguien con
poder… alguien de la Hermandad del Grial, sin duda, ha decidido castigarme.
—¿Castigarle a usted? ¿Mutaciones? —Paul se echó hacia atrás en el asiento,
confuso. Empezaba a darse cuenta de que, aunque el té le causara el mismo efecto
que en la vida real, no sería suficiente para aclararle un poco la cabeza. Estaba
agotado—. No entiendo nada.
Kunohara miraba a la cochinilla en un silencio hosco. Una nube de vapor salió del
hervidor de agua, se extendió alegremente y desapareció como sobrecogida por la fría
bienvenida del anfitrión de la casa. Paul aceptó la taza que Kunohara sacó de la nada
y se quedó mirando cómo vertía el agua hirviendo en la tetera. El vaho que
desprendía el té al empaparse fue la primera experiencia, en más tiempo del que
podía recordar, que le permitió creer que el mundo quizá tuviera sentido.
—Lo siento —dijo—. Creo que estoy un poco aturdido, pero sobre todo estoy
cansadísimo. Ha sido el último largo día de muchos días muy largos. —Se rio con
una risa levemente histérica. Se acercó a la taza y aspiró el vapor—. ¿Podría decirme
qué fue eso tan terrible que le hicieron mis amigos?
—Exactamente lo que esperaba que hicieran —le espetó Kunohara—. En realidad
estoy tan enfadado conmigo mismo como con ellos. Se enfrentaron a un poder muy
superior y perdieron, y ahora los demás tenemos que pagar los platos rotos.
—¿Perdieron? —preguntó, y tomó el primer sorbo—. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué
maravilla! —Sopló el té y tomó otro sorbo mientras intentaba entender a Kunohara
—. Pero… pero nadie ha perdido nada todavía, que yo sepa. A excepción de la
Hermandad. Creo que la mayoría de los socios han muerto.
Hizo una pausa, de pronto temió haber hablado más de lo debido a causa del
cansancio. ¿Kunohara sería uno más de la Hermandad, o solo un individuo que les
alquilaba un espacio?
—¡Qué tonterías dice! —exclamó el anfitrión negando con la cabeza.
Paul lo miró fijamente. Desde luego, ni en el mundo real había forma de saber lo
que pensaba en verdad una persona solo mirándola a la cara, ni mucho menos en el
virtual. Pero se dijo que quizá no hiciera ni una hora que Renie, los otros y él mismo
habían pasado por… lo que fuera. El día estaba muy avanzado y él se encontraba
demasiado indefenso para permitirse ofender a un potencial aliado.
—¿Me está diciendo que no sabe lo que nos ocurrió? ¿Que presenciamos la
ceremonia de la Hermandad del Grial, que conocimos al Otro? ¿No sabe nada de todo
eso?
Paul tuvo el considerable placer de ver el severo rostro de Kunohara deshacerse
en una expresión de asombro.
—¿Usted ha visto… el sistema operativo y no ha muerto?
—Eso parece.
Paul pensó que no era un comentario tan sarcástico como podría parecer.
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—Por lo visto —Kunohara levantó la tapa de la tetera; era admirable que la mano
no le temblara—, sabe cosas que yo ignoro, señor Jonas.
—Según lo que me han contado mis amigos, antes era al contrario. Quizá ahora
sea usted un poco más generoso con su propia formación.
—Responderé a sus preguntas —dijo Kunohara visiblemente conmocionado—,
se lo prometo. Cuénteme lo que les ha pasado.
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una carga muy pesada—. Usted los ha visto —dijo por fin Kunohara—. Esos
isópodos mutantes no son una corrupción casual del programa. ¡Incluso saben hablar!
Sospecho que esa criatura que se llama a sí misma Miedo ha doblegado el sistema a
su voluntad y está empezando a jugar con su nuevo juguete. —La idea de que la
monstruosa personalidad que Renie le había descrito pudiera ejercer tanto poder
sobre la red hizo sentir a Paul un escalofrío por todo el cuerpo—. Y lo que me cuenta
ahora es igualmente extraño —añadió Kunohara bruscamente—. Entonces, ¿era
empleado de Félix Malabar?
—Eso es lo que recuerdo, pero más allá de ese momento, todavía tengo una
especie de bloqueo. Lo demás está todo en blanco, salvo el ángel… salvo Ava.
—La hija de Malabar —dijo Kunohara con el ceño fruncido—. Pero ¿cómo puede
ser? Ese hombre está a punto de cumplir los doscientos años de vida. Por lo que yo
sé, hace muchas décadas que su cuerpo está prácticamente inutilizado, flotando en un
tanque, mantenido con vida gracias a la asistencia de máquinas… desde hace muchos
más años que lo que puede tener esa niña de la que, al parecer, usted ha sido tutor.
¿Por qué había de querer una hija?
—Ni siquiera había pensado en eso —suspiró Paul—. No entiendo nada en
absoluto. Al menos de momento.
—Mañana habrá mucho en que pensar y que discutir —dijo Kunohara al tiempo
que se golpeaba las piernas con las manos y se levantaba—, pero veo que lo vence el
sueño. Búsquese un sitio donde acostarse. Si necesita algo, no tiene más que
pedírselo a la casa, pero creo que las camas le parecerán cómodas. Voy a oscurecer la
pared del rincón que usted escoja para que el sol de la mañana no lo despierte muy
temprano.
—Gracias. —Paul se levantó con esfuerzo—. Ya se lo he dicho antes, pero se lo
repito: me ha salvado la vida.
—Como quizá salve usted la mía —replicó Kunohara—. La información es el
capital más valioso en esta red. Siempre he tenido mis propias fuentes, naturalmente,
por pura necesidad. Compartir esta red con Malabar y sus asociados es como vivir en
la Florencia de los Médicis. Pero tengo que confesar que, en estos tiempos, mis
conocimientos son insuficientes.
Paul se arrastró por la habitación en dirección a la alcoba donde había una cama
que era poco más que una colchoneta en el suelo.
—Una pregunta más —dijo al dejarse caer en ella—, ¿por qué estaba tan seguro
de que habíamos perdido, de que la Hermandad había ganado?
—Porque —dijo Kunohara a la entrada de la alcoba; su cara era otra vez una
máscara de estoicismo— las cosas han cambiado.
—¿Lo dice por los imitantes?
—No, no sabía nada de ellos hasta que lo vi a usted tan preocupado. Pero poco
antes de eso, descubrí que me pasaba lo mismo que a ustedes, a pesar de ser uno de
los fundadores de este universo virtual —dijo con una sonrisa casi burlona—. Ya no
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puedo salir de la red. Es decir, que también puedo morir aquí, al parecer. —Le hizo
una leve inclinación de cabeza—. Que descanse.
Paul se despertó en medio de la noche, desorientado, de otro sueño más de
persecución entre las nubes, con un gigante cuyos pasos hacían temblar el universo.
Se sentó en la colchoneta con el corazón desbocado y se dio cuenta de que seguía
rebotando, aunque con menos violencia que en la horrible pesadilla persecutoria; al
ver las siluetas tranquilas y relajantes de la casa de Kunohara a su alrededor, se
tranquilizó. Fuera caían gotas gigantescas, según su perspectiva. Golpeaban las
paredes de la burbuja y movían las aguas del remolino pero, al parecer, Kunohara
había amortiguado la fuerza, por eso Paul solo notaba un suave traqueteo.
Acababa de tumbarse otra vez intentando poner la mente en blanco, con la
esperanza de encontrar un sueño más suave esta vez, cuando una voz potente y
extrañamente conocida llenó la habitación.
—¿Estás ahí? ¿Me oyes? ¡Renie!
Se puso de pie de inmediato. La habitación estaba vacía: la voz provenía del aire.
Dio unos pasos y se golpeó la espinilla contra una mesa baja.
—¡Renie!¿Nos oyes?¡Estamos en un aprieto…!
Era la mujer ciega, Martine, y parecía muy asustada. Aún se tocaba la cabeza,
confuso y rabioso por la voz que salía de la nada.
—¡Kunohara! —gritó—. ¿Qué pasa?
La estancia empezó a iluminarse con un resplandor suave que no provenía de
ninguna parte. Kunohara apareció vestido con una bata oscura. También parecía
desorientado.
—Creo que… están utilizando la banda abierta de comunicación —dijo—. ¡Qué
locos! ¡No saben lo que hacen!
—¿A qué banda de comunicación se refiere? —preguntó Paul, mientras Kunohara
hacía aspavientos—. ¡Son mis amigos! ¿Qué sucede?
Un grupo de ventanas se abrió de pronto en el aire, llenas de fugaces chispas de
luz que podían ser números, letras o cualquier cosa desconocida, pero al parecer
Kunohara las entendía y frunció el ceño.
—¡Por los siete infiernos! ¡Están aquí… en mi mundo!
—¿Qué ocurre?
Paul miraba a Kunohara, que abría una ventana de mayor tamaño. Se llenó de
formas oscuras; Paul tardó solo un momento en darse cuenta de que lo que veía era
una parte de la macroselva iluminada por la luna. Las gotas de lluvia parecían
descargas de artillería. Paul distinguió varias siluetas oscuras acurrucadas debajo de
una hoja sobresaliente.
—¿Son ellos? ¿Cómo pueden hablar con nosotros?
—Por favor, Renie, contéstanos —gemía la voz de Martine— Estamos aquí
atrapados sin…
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La voz murió bruscamente. Antes de que Paul pudiera abrir la boca para
preguntar, otra voz sin cuerpo irrumpió en la habitación, más profunda y fuerte que la
primera; con horror creciente, también reconoció esa nueva voz, pero solo la había
escuchado una vez: desde el cielo en la montaña de cristal negro…
—¡Martine! ¿Eres tú, encanto? —Seguro que el lobo malo no habría hablado con
mayor deleite al descubrir que los cerditos ya no encontraban más ladrillos—. ¡Te he
echado de menos! ¿Alguno de mis viejos compañeros está contigo?
Martine guardó silencio, sin duda aterrorizada, pero a la voz satisfecha no parecía
importarle.
—Tengo cosas que hacer ahora, querida amiga, pero voy a mandarte a unos
amigos a buscarte. ¡No te muevas! Estarán contigo en cuestión de minutos. En
realidad, vete donde quieras, puedes moverte si lo deseas… no te servirá de nada.
Miedo se rio con una risa jubilosa, plena y entusiasta. Las siluetas que Paul veía
en la ventana abierta se agazaparon entre las sombras de la hoja.
—¡Tenemos que ayudarlos! —dijo a Kunohara agarrándolo por el brazo.
—No podemos hacer nada. —El perfil de Kunohara parecía cincelado en piedra
inamovible, a la escasa luz—. Se lo han buscado ellos solos.
—¡Pero a mí me salvó!
—Usted no se delató ante los que me pueden destruir. En cualquier caso, creo que
es muy tarde para ellos, sea cual sea el plan de ese tal Miedo. Un enemigo más
cercano los ha encontrado.
—¿A qué se refiere?
Kunohara señaló la ventana. La hoja bajo la que se cobijaban Martine y los demás
seguía doblándose bajo las gruesas gotas de lluvia, pero una sombra inmensa cruzó
por el campo de visión de Paul, una masa acorazada imponente, con patas articuladas,
que parecía tragarse la imagen proyectada como un eclipse.
—Es un escorpión látigo —explicó Kunohara—. Al menos no sufrirán mucho.
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4. En sueños plateados
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: ¿Libertad de expresión para muñecos que hablan?
(Imagen: Maxie Bocalarga, el muñeco que insulta, demostración del fabricante).
Voz en off: En Suiza, los padres de un niño de nueve años han denunciado a las
autoridades escolares locales porque, según ellos, su hijo ha sido castigado por
utilizar un lenguaje insubordinado, cuando el verdadero culpable es un muñeco
parlante llamado Maxie Bocalarga, fabricado por la compañía FunSmart.
(Imagen: Dilip Rangel, vicepresidente de relaciones públicas de FunSmart).
RANGEL: Maxie Bocalarga es un muñeco interactivo de registro completo. Lo único
que hace es hablar. A veces dice cosas desagradables. Pero por muy desagradables
que hayan sido sus comentarios, el propietario no tiene la culpa, porque es un niño
menor de edad. Una cosa es confiscar el juguete —eso lo hemos visto muchas veces
— y otra muy distinta hacer a un niño responsable de lo que un muñeco llame a la
maestra, que por cierto resulta ser una vieja bruja represora…
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que haría si el señor del Grial tropezase de nuevo y ella fuera la única que pudiera
salvarlo.
Después del incidente de Malabar, empezaron a rotar las posiciones entre los
cuatro regularmente en los tramos anchos, que empezaban a escasear, que se
presentaban a lo largo del sendero, de modo que cada vez abría la marcha uno de
ellos, el que estuviera más despierto. El único que no participaba en la rotación era
Ricardo Klement, que siempre iba en la retaguardia, y así sus repentinas paradas y
arrancadas de sonámbulo no ponían en peligro a nadie más que a sí mismo.
El viaje se hacía indescriptiblemente pesado. No había nada que mirar sino las
esporádicas formas raras de la piedra negra, sus protuberancias y sus formaciones
como gotas de cera, pero no había plantas ni variaciones en el tiempo que pudieran
distraerlos. El cielo amenazador que los rodeaba tan de cerca ofrecía menos atractivo
que una pared de cemento. Incluso la belleza del lejano banco de nubes plateadas que
se veía abajo, con su temblor inestable y sus brillos luminosos de arco iris, perdió
interés enseguida, aunque, de todos modos, era muy peligroso mirar al precipicio más
de unos cuantos segundos. Los cansados pies tropezaban con frecuencia: el sendero, a
pesar de ser monótono, no era uniforme.
Después de la tercera y mísera noche de descanso en una de las estrechas grietas
de la ladera —la «noche» era el único momento en que dejaban de andar, porque en
la negra montaña el crepúsculo era eterno—, la furia violenta del primer campamento
se había disipado. Félix Malabar apenas conseguía reunir energía suficiente para la
comunicación imprescindible, e incluso evitaba las actitudes despectivas para ahorrar
recursos. El temor y el desagrado que le producía a Renie no habían desaparecido,
pero el esfuerzo sordo que exigía la rutina y el susto de los esporádicos incidentes los
relegaban al fondo de sus pensamientos en forma de pequeño objeto frío en
hibernación. También Sam, a pesar del odio que sentía por Malabar, empezó a bajar
la guardia. Seguía negándose a hablar con él, pero cuando tropezaba y era él quien
iba delante de ella, no dudaba en apoyar la mano en su espalda desnuda para no caer.
La primera vez que así sucedió tuvo un estremecimiento de asco, pero ahora, como
casi todo lo demás, solo formaba parte de la aplastante rutina diaria.
—Acabo de darme cuenta de una cosa —dijo Renie en voz baja a !Xabbu.
No habían encontrado un espacio suficientemente amplio para sentarse, de modo
que descansaban de pie, con la espalda apoyada en la pared de la montaña. Sin sol
que la calentara ni noche que la enfriara, la temperatura de la piedra era idéntica a la
de la piel.
—Teníamos que escalar esta montaña.
—¿Qué quieres decir?
Levantó un pie con mucho cuidado y se dio un masaje en la planta.
Renie miró discretamente a Malabar, que se encontraba unos metros más allá,
sendero abajo, con la columna y la cabeza apretadas contra la suave superficie de la
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roca.
—El ángel de Paul —musitó—, Ava. Dijo algo sobre que teníamos que llegar a la
cima de la montaña nosotros solos, pero que no había tiempo. Después abrió aquella
puerta y nos puso directamente en el sendero. ¿Lo ves? Querían que subiéramos toda
esta montaña. ¡Imagínatelo! Tener que subir incluso más arriba de lo que ya hemos
bajado. ¡Esos malditos! Habríamos muerto más de la mitad de nosotros.
—Pero ¿quiénes querían que lo hiciéramos? —preguntó !Xabbu, confuso—. ¿A
quiénes te refieres?
—El ángel y el Otro, supongo. ¿Quién sabe?
!Xabbu frunció los labios y se pasó la mano por los ojos. A Renie le pareció que
estaba completamente exhausto, más cansado que nunca.
—Es como los viajes por el desierto que tenía que hacer nuestro pueblo, que a
veces duraban meses; pero aquellos debían realizarse en aras de la supervivencia.
—Y nosotros también, supongo. De todos modos, me enfurece que alguien nos
prepare una carrera de obstáculos como esta. «Ah, y, de paso, que suban una montaña
de mil kilómetros, eso los mantendrá ocupados un tiempo». ¡Cerdos!
—Una misión —dijo Sam sin inflexión en la voz.
—¿A qué te refieres, Sam? —le preguntó Renie, sorprendida.
Por la postura encorvada, había pensado que Sam estaba demasiado cansada para
conversar.
—Una misión, ¿sabes? Como en el País Medio. Cuando se quiere algo, hay que
emprender un viaje increíblemente largo y ganar puntos y matar monstruos. —
Suspiró—. Si alguna vez salgo de aquí, nunca más volveré a ese agujero chocho del
País Medio.
—Pero ¿por qué nos iban a mandar a una misión? Es decir, ya estamos
cumpliendo una misión, en cierto sentido —dijo Renie frunciendo el ceño,
esforzándose en pensar, mientras su agotado cerebro solo deseaba adormecerse en su
baño de nutrientes craneal—. Sellars nos trajo aquí para que descubriéramos lo que
pasaba. Pero las misiones de esos juegos siempre tienen un propósito, una
explicación: «Si consigues tal cosa, ganas el juego». Nosotros no sabíamos lo que
teníamos que buscar…, y seguimos sin saberlo. —Miró a Malabar de soslayo, que
seguía pegado a la roca como una lagartija, sin moverse. Algo le cosquilleó en la
memoria—. A Paul, Ava siempre lo mandaba de un lado para otro, ¿no es así? Y lo
hacía por ti y por Orlando, ¿no es eso?
—Sí, la del congelador era ella. —Sam cambió de postura—. Y también la de
Egipto, eso creo.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Renie—. Acabo de darme cuenta de una cosa. —
Bajó la voz hasta convertirla en un susurro apenas audible—. Si Paul Jonas tenía
razón, entonces Ava es… ¡la hija de Malabar!
—Pero eso ya lo sabíamos —dijo !Xabbu enarcando una ceja.
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—Ya lo sé, pero aún no lo había asimilado. Eso significa que la respuesta a la
mayoría de nuestras preguntas puede estar ahí, en la cabeza de ese hombre horrible.
—Vamos a abrírsela con una piedra afilada y a descubrirlo —contestó Sam.
Malabar abrió los ojos y se volvió a mirarlos. Renie se preguntó si la cara de su
simuloide reflejaría cierto rubor de culpabilidad.
—Si tenéis energía para chismorrear como niños de escuela —dijo Malabar—,
seguro que tenéis fuerzas para reemprender la marcha.
Se irguió y empezó a andar por el camino, cojeando.
—Estás muy alterada, Renie —afirmó !Xabbu en voz baja cuando se pusieron en
marcha detrás de Malabar.
—Bueno, ¿y si fuera cierto? ¿Si él sabe la respuesta a todas las cosas: los niños,
por qué estamos aquí atrapados, qué es lo que va a pasar… todas esas cosas que nos
hemos esforzado tanto por averiguar?
—No creo que vaya a ayudarnos, Renie. A lo mejor negocia con nosotros a
cambio de información, pero solo en caso de que le sirva de algo, y no tenemos ni
idea de qué es lo que necesita.
—Sigo pensando en lo que acaba de decir Sam —dijo Renie, que no podía
quitarse de encima cierta sensación de mareo—. No en abrirle la cabeza, sino en
utilizar la fuerza. Si él está atrapado en un cuerpo virtual como nosotros, entonces es
vulnerable… y nosotros tenemos la ventaja del número. ¿No se lo debemos a todos
esos niños, a nuestros amigos, averiguar lo que él sabe? ¿Aunque tengamos que…
que torturarlo para sacárselo?
—No me gusta ese pensamiento, Renie —dijo !Xabbu inquieto.
—Ni a mí, pero si en realidad lo qué nos jugamos es el destino del mundo, ¿qué?
—Sam se había rezagado un par de pasos y Renie bajó la voz y acercó la boca al oído
de !Xabbu, lo cual hacía mucho más peligroso andar en fila de a uno—. Parece muy
melodramático, pero podría ser cierto. ¿Y si fuera la única manera? ¿No crees que al
menos debemos pensarlo?
!Xabbu no contestó. En todo caso, parecía más agotado, si cabía, que antes de
haberse detenido a descansar.
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consiguieran dominar al señor del Grial y amenazarlo con torturas o incluso con la
muerte, ¿qué? En realidad, no sabía a ciencia cierta si Malabar sería tan vulnerable a
la ejecución virtual como sus compañeros y ella; quizá solo estuviera fingiendo por
algún motivo, si moría en ese lugar, quizá reapareciera en otro simuloide o en su
antiguo cuerpo físico. En ese caso, habrían perdido toda oportunidad de informarse,
por no hablar de que entonces serían los asesinos, en grado de tentativa frustrada, del
hombre más poderoso del mundo. Una categoría que garantizaba muy poca seguridad
a largo plazo.
No estaba dispuesta a descartar la posibilidad de utilizar la fuerza contra él, ni se
hallaba en condiciones de hacerlo, mientras la vida de Stephen y tantos otros
estuviera en juego, pero en general le parecía una apuesta que solo podía aceptarse en
última instancia, cuando todo lo demás hubiera fallado.
Entonces, ¿qué? Si Malabar fuera un hombre normal, podrían llegar a un acuerdo,
darle algo que él quisiera a cambio de información. Pero lo único que necesitaba, que
ella supiera, era una forma de huir de ese lugar y vengarse de Miedo, su siervo
rebelde. Pero Renie no podía ofrecerle lo uno ni lo otro.
«Entonces, ¿qué se le da a un hombre que lo tiene todo?», pensó con amarga
ironía. ¿Habría algo que Malabar también necesitara saber? ¿Algo que Renie y sus
compañeros pudieran darle? ¿Qué podía interesarle?
«¿Y su hija? —pensó de pronto—. ¿Cómo encaja en todo esto? —En ese
momento, Renie supo por qué ese detalle no cesaba de darle vueltas en la cabeza—.
No sé qué se propone, pero sea lo que sea, no pa rece que lo haga por ayudar a su
padre. Parece lo contrario, en todo caso. ¿No decía Paul que los matones de Malabar
le perseguían constantemente? Sin embargo, ella intenta proteger a Paul de los
gemelos, cuando, sin duda, habría podido entregárselo sin más, si hubiera querido. En
realidad, dijo que la niña les tenía miedo». Entonces, ¿qué relación tenía la niña con
Malabar? Ciertamente, no parecía ser la típica relación «papaíto-hijita».
Sin duda, algo pasaba. Renie sintió una gratificante recarga energética. Tenía algo
en lo que pensar, una tarea útil para el cerebro.
«En realidad no sabemos nada sobre Ava. ¿Por qué demonios era también Emily,
un simuloide secundario en una simulación de Oz? ¿Por qué ayudó a Orlando y a
Fredericks en la cocina y en Egipto, pero jamás hizo nada por !Xabbu y por mí? ¿Y
por qué se ha nombrado a sí misma el ángel custodio de Paul, cuando su propio padre
está poniendo la red patas arriba por encontrarlo?».
Siguió descendiendo por el sendero como un zombi, poniendo un pie delante de
otro lentamente, pero sintiéndose viva por dentro por primera vez en muchos días.
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Renie fue la primera en despertar. Se cambió de lado y vio que Sam dormía
inquieta. La muchacha aguantaba lo mejor que podía, pero a Renie le preocupaba que
la contención de la adolescente se debiera al cansancio. Dejándose llevar por un
impulso, le quitó la destrozada espada de la cintura con suavidad, después volvió a
sentarse y esperó a que Malabar despertara.
!Xabbu y el hombre del rostro impenetrable empezaron a dar señales de despertar
al mismo tiempo. Parecía que Félix Malabar tenía una pesadilla, cerraba y abría los
puños y movía los labios como si quisiera hablar. Renie se alegró al pensar que el
monstruo tenía remordimientos de conciencia.
—No, el vaso… —murmuró Malabar al tiempo que se sentaba sobresaltado.
Soñoliento, miró alrededor y posó la mirada en Ricardo Klement, que seguía
tumbado a un metro de él, con los ojos abiertos pero inerte. Malabar se estremeció y
se frotó la cara.
—Bien —dijo Renie de pronto, en voz alta—, vamos a ver, ¿qué es lo que te pasa
con Paul Jonas?
Malabar se quedó helado como un animal asustado y, después, su rostro se
transformó en la máscara inexpresiva que había utilizado con el señor del Antiguo
Egipto.
—¿Qué has dicho?
—He dicho que qué problema tienes con Paul Jonas —repitió con voz natural y
agresiva, aunque el corazón le latía muy deprisa.
—¿Qué sabes tú de él? —preguntó Malabar poniéndose de pie inmediatamente.
Se acercó a ella con gesto agresivo.
Renie estaba preparada. La espada rota destelló a pocos centímetros de la cara de
Malabar, que se detuvo en seco, mirándola con la boca retorcida y enseñando los
dientes.
—No creo que te convenga dar un paso más —le dijo—. Pero ¿tú qué eres,
francés? Todavía se te nota el acento. Quizá estés acostumbrado a las mujeres
norteafricanas, las que se dejan mandar por su marido. Bien, yo no soy de esas,
anciano. Vuelve a tu sitio y siéntate.
—¿Acento? —repitió, sin acercarse más pero sin retirarse—. ¡Qué burla tan
inoportuna, viniendo de ti, que disimulas con gramática escolar tu patois de ciudad de
provincias! —Tenía las manos nudosas, con unos nudillos semejantes a pequeños
huevos blancos, y Renie se dio cuenta de que el autócrata solo esperaba un mal
movimiento para echársele encima, con espada o sin ella—. ¿Qué sabes de Jonas? —
le preguntó otra vez.
—Así no es como vamos a jugar este juego. —Vio que !Xabbu se sentaba y
observaba atentamente, en silencio—. Antes dijiste que no ibas a darnos ninguna
clase de información gratis. De acuerdo, supongo que es justo. Sabemos muchas
cosas sobre Paul Jonas. Tú sabes mucho sobre la red. Negociemos.
—Te crees muy lista, mujer.
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Había dominado la rabia, aunque los músculos del cuello y los brazos todavía se
veían tensos.
—No. Sé mis limitaciones: por eso no estoy a gusto con el trato que tenemos.
Necesitas nuestra ayuda para salir de esta maldita montaña, pero ¿qué nos das tú a
cambio? Si llegamos abajo y desapareces, nosotros solo ganaremos otro enemigo
suelto por ahí.
—Te he salvado la vida —dijo Malabar entrecerrando los ojos.
—¡Ja! Eso significaría algo más si no supiera que lo mismo te da empujarme que
salvarme. Y además, desde entonces nosotros te la hemos salvado a ti. Pero esto no
tiene nada que ver con el asunto que quiero aclarar. Hagamos un trueque, ¿de
acuerdo?
También Sam se había sentado, acostumbrada a despertarse en situaciones
extrañas, a pesar de su tierna edad. Sin embargo, observaba el desarrollo de los
acontecimientos con un interés curioso y ferviente. !Xabbu se acercó a ella, quizá
para evitar que interviniera en la delicada situación diplomática. Su confianza
fortaleció a Renie.
—¿Qué quieres saber? —preguntó Malabar—. ¿Y qué me ofreces a cambio?
—Ya sabes lo que te ofrezco a cambio. Paul Jonas. Lo conocemos… lo
conocemos bien. La verdad es que hemos viajado con él —dijo observándolo
atentamente, y tuvo la gratificación de ver un destello en el fondo de los ojos de
Malabar—. ¿Por qué no nos hablas tú del Otro?
—¡Ah! Veo que has descubierto algunas cosas.
—No las suficientes. ¿Qué es? ¿Cómo funciona? —le preguntó.
Malabar soltó una risotada áspera.
—Debes de ser más necia de lo que pensaba. He gastado tanto dinero en
desarrollar este sistema que el producto nacional de tu mísero país no es nada en
comparación; he invertido en ello años enteros de mi vida y he matado a docenas de
personas por proteger mi inversión. ¿Crees que voy a dártelo todo a cambio de nada?
—¿Nada? ¿De verdad que Paul Jonas no es nada? —Renie frunció el ceño…, la
expresión de Malabar se había enfriado de nuevo—. Estuvo con nosotros, ¿sabes? Lo
tenías a pocos metros de ti en la cima de la montaña, cuando todo empezó a
desmoronarse. —Vio su expresión de incredulidad y soltó una carcajada ronca—.
¡Estaba allí! Allí mismo, y tú no te diste cuenta.
Malabar forcejeaba con la idea. Renie vio por primera vez una grieta en su
máscara de poder, una sombra de infelicidad.
—No importa —dijo al fin—. Ahora no está aquí. Quiero a Jonas en persona, no
noticias pasadas. ¿Puedes traérmelo?
—Es posible —respondió Renie tras un momento de vacilación, sin saber muy
bien cómo enfocarlo.
—Mientes —respondió Malabar con una sonrisa lenta y desprovista de humor—.
Esta conversación ha terminado.
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—¿De verdad? —replicó Renie, molesta, apretando la empuñadura de la espada
—. ¿Sin haber hablado siquiera de tu hija Ava?
Para su gran asombro, Malabar dio un paso atrás tambaleándose, se quedó sin
sangre en la cara y sus ojos oscuros parecían a punto de salírsele de las órbitas.
—Si vuelves a pronunciar su nombre, te mato, con espada o sin ella —dijo en un
susurro que ponía los pelos de punta. Hacía un gran esfuerzo por dominarse, pero
apenas lo conseguía y fue lo más espantoso que Renie había visto hasta el momento
—. No sabes nada de nada de lo que pasa muy por encima de ti. ¡No… no quiero oír
una palabra más! ¿Lo entiendes? —Dio media vuelta y reanudó la marcha. Un
momento antes de perderse de vista, se volvió y la amenazó con un dedo tembloroso
—. ¡Ni una palabra más!
Cuando hubo desaparecido, se hizo el silencio en el pequeño recoveco. Sam
miraba a Renie con los ojos muy abiertos.
—De acuerdo —dijo Renie, temblando súbitamente—. Si él lo quiere así, de
acuerdo. De todos modos, es un maldito asesino y no íbamos a hacernos amigos de
ninguna manera. —Dudó un momento y después devolvió la espada rota a Sam—.
Toma, por si se enfada tanto que me da un empujón y me tira por el precipicio.
Guárdala bien.
—Guay —dijo Sam con voz apagada.
Malabar se mantuvo muy por delante de ellos durante horas, aunque casi siempre
lo veían a lo lejos, con los hombros rígidos y mirando resueltamente hacia delante.
Por una parte, Renie deseaba burlarse de su conducta: el hombre más poderoso del
mundo, que había pasado por encima de un sinnúmero de cadáveres para llegar a la
cima, se había alejado de ellos como un niño enfurruñado cuando el juego no le
favorecía. Pero reconoció que la sarcástica voz interior provenía del miedo que le
inspiraba ese hombre y de la necesidad desesperada de reforzar su propio valor. Una
parte más sensata de sí misma se daba cuenta de que había puesto el dedo en una
llaga profunda y catastróficamente peligrosa de Malabar. Ya le había visto
encolerizarse otras veces, y daba miedo, pero ahora era diferente, le había causado
una furia helada que quizá no llegara a disiparse.
Al parecer, había provocado a un hombre malo y lo había convertido en un
enemigo personal.
La situación con Malabar habría podido empeorar si la montaña no les hubiera
exigido toda su atención. El camino empeoraba, iba perdiendo entidad lenta pero
claramente, y el desaliento era general. Tenían que avanzar muy poco a poco
prácticamente la mitad del tiempo, con la espalda pegada a la piedra, obligados a
mirar al horrible abismo que terminaba en la extraña niebla plateada. Incluso Malabar
decidió adoptar una postura más práctica y, al cabo de un rato, ya estaba al alcance de
!Xabbu, pero tardaron muchas horas en encontrar un lugar suficientemente espacioso
para cambiar el puesto de cabeza.
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Cuando por fin lo encontraron, !Xabbu se puso en primer lugar y aminoró la
velocidad para que Renie y los demás no se quedaran atrás, incluso él flaqueaba. La
fatiga provocó varios incidentes menores, aunque lo más deprimente era que el
camino estaba perdiendo utilidad. Renie estaba segura de que, a esa velocidad, un día
más en ese lugar sin horas significaría tener que avanzar de puntillas, con la cara
pegada a la pared.
Se equivocó. No hizo falta que transcurriera un día.
Llegaron a otro tramo suficientemente espacioso para descansar de pie y cambiar
el orden de la fila. Renie pasó al frente y !Xabbu esperó a que los demás lo
adelantaran, excepto Ricardo Klement, y así quedó detrás de Malabar, que avanzaba
tras Sam. Renie casi notaba la oscura mirada del señor del Grial clavada en la nuca,
pero no podía permitirse gastar energía en semejantes bobadas: el sendero, ya casi
inexistente, apenas dejaba espacio para poner los dos pies uno junto al otro, y tenía
que inclinarse constantemente hacia dentro para no caer.
Pasaron más horas. Renie estaba exhausta, la forzada inclinación de la espalda le
había agarrotado los músculos y tenía los ojos y los pies tan doloridos que la idea de
dar un paso en falso y caer al vacío casi la tentaba. Era enloquecedor que el mar de
niebla brillante no pareciera estar más cerca, pero Renie no podía soportar pensar en
ello: la realidad inmediata era mucho más preocupante. Ya había tropezado varias
veces y había trastabillado peligrosamente; una de esas veces, solo la rápida
intervención de Sam, que la agarró por la ropa, le permitió recobrar el equilibrio y no
rodar camino abajo hacia un desastre seguro. Pero aunque hubieran encontrado un
sitio donde hacer un cambio de turno, Sam no podía estar menos exhausta que ella.
!Xabbu asumiría el primer lugar sin dudarlo un instante si se lo pidieran —estaba tan
segura de eso como de que el pulgar y el índice se unirían si ella lo deseaba—, pero
tampoco quería que él se arriesgara. La cuestión era que ninguno estaba en
condiciones de ir en primer lugar. Necesitaban con desesperación un lugar donde
detenerse a reposar. Hacer otro cambio de puestos en la fila les permitiría descansar,
pero lo que precisaban no era solo descanso: necesitaban dormir. Intentar dormir de
pie, apoyados en la tibia piedra, sería llamar al desastre.
Comprendió que de nada serviría discutir todo eso. Aminoró el paso y se agachó
con mucho cuidado para palparse la pantorrilla; tenía un calambre. Era como si le
hubiesen clavado una navaja en el músculo. Tenía ganas de gritar, pero sabía que le
quedaba muy poca cordura y dominio de sí misma para permitírselo. Ahora, todo
pendía de hilos muy finos.
—Tenemos que hacer un alto —anunció—. Tengo un calambre en la pierna, será
solo un momento.
—Si nos paramos ahora, nos darán calambres a todos —replicó Malabar
secamente desde detrás de Sam—, y entonces nos caeremos por el precipicio.
Tenemos que seguir adelante o morir. Si te caes, peor para ti.
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Renie reprimió una réplica airada. Malabar tenía razón. Si se detenía aunque fuera
un momento, no podría volver a ponerse en marcha. Estremecida, volvió a cargar el
peso de su cuerpo en la tensa pantorrilla dolorida y dio un paso con cuidado. Lo
soportó, aunque la tenía tan tirante que parecía que las fibras del músculo se le fueran
a romper.
—Renie, ten cuidado —dijo !Xabbu.
Renie levantó la mano del lado exterior en el aire e hizo un gesto que pretendía
ser alegre para comunicarle que no se preocupase, pero lo único que consiguió fue
mover la mano desmayadamente.
«Paso. Cojera. Paso». Renie tuvo que parpadear para que las lágrimas no la
cegaran. «Cojera. Paso». Iban a morir… uno detrás de otro, y seguramente ella sería
la primera. Quienquiera que fuese el autor de ese lugar, era un sádico monstruoso que
debía de tener fuego en todas las terminaciones nerviosas. «Paso. Cojera. Paso».
Poco después, el camino se estrechó aún más y se quedó reducido a una franja no
mayor que la longitud del pie de Renie. El único detalle favorable en todo ese
miserable universo era que la cara de la montaña se inclinaba hacia dentro, y así la
obligaba a girar el cuerpo de lado, y aunque tenía que cargar el peso del cuerpo en la
pantorrilla dolorida, podía inclinarse hacia delante ligeramente, alejándose del borde
de la estrechísima cornisa y de la caída al vacío.
Nadie hablaba. No había nada que decir ni quedaban fuerzas para decir nada.
Avanzaron como cangrejos un interminable cuarto de hora, Renie miró a un lado
y maldijo con amargura. Los ojos se le volvieron a llenar de lágrimas y lo único que
pudo hacer fue agarrarse a la pared de la montaña y esperar a que se le pasara, sin
prestar atención al dolor lacerante de la pierna. Un poco más adelante, la montaña
presentaba una protuberancia y el sendero se agarraba a la lisa pared de piedra de
forma que, lejos de permitir inclinarse hacia el lado opuesto al abismo, obligaba a
asomarse un poco hacia fuera, más allá de la vertical. Intentó reunir fuerzas para
acercarse y verlo mejor, pero las piernas le temblaban horriblemente y solo podía
limitarse a obligarse a no caer.
—¡Renie! —exclamó !Xabbu sobreponiendo la preocupación al agotamiento—.
¡Renie!
—Es imposible —gimió—. La pared sale hacia fuera… sale hacia fuera, allí, la
pared sale hacia fuera. Estamos atrapados.
—¿Todavía se ve el camino? —preguntó—. Habla, Renie, dinos algo.
—A lo mejor podemos retroceder… —dijo Sam sin convicción.
Renie solo pudo negar con la cabeza, los dedos también empezaban a
agarrotársele de tanto agarrarse a la pared de la montaña.
—Es inútil… —musitó con tristeza.
—No te muevas —dijo !Xabbu—. Voy hacia allí.
Renie, que creía que no podía haber en el universo nada peor, fue presa del
pánico.
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—¿Qué dices?
—No te muevas —repitió !Xabbu—. Por favor no te muevas. Voy a pasar entre
las pisadas de tus pies.
Renie estaba a punto de desfallecer; impotente, clavaba la mirada en la piedra
negra y lisa que tenía delante. «Dios mío —pensó—, pero si va el último. Él iba en
cabeza antes que yo».
—No lo hagas, !Xabbu —le dijo.
No obstante, antes de terminar de hablar empezó a percibir gruñidos y
movimientos a su derecha, donde los demás aguantaban como podían, aferrados a la
pared desnuda. Cerró los ojos. Le oyó acercarse, pero no podía pensar en lo que
estaría haciendo, pasando por detrás de Malabar y Sam, pegándose a ellos para no
perder el contacto con la pared, manteniéndose en el estrechísimo paso gracias a su
equilibrio sobrehumano.
—Con cuidado, Renie, mi querida y valiente Renie —le decía—. Estoy justo a tu
lado. Voy a poner un pie entre los tuyos. No te muevas. Sujétate bien.
Aterrorizada, abrió los ojos, miró abajo y vio la pierna oscura de !Xabbu
colocarse entre las suyas, agarrándose al borde con los dedos de los pies. Detrás de
ellos, la nada, el vacío plateado. !Xabbu flexionó los dedos, palpó y los extendió
como patas de araña al lado de su mano agarrotada; entonces, el segundo pie se situó
al lado del primero y !Xabbu se quedó colgado del borde del estrecho sendero de
piedra entre los talones de Renie. Por un instante, cuando !Xabbu llevó la otra mano a
la pared y se acercó más a ella rozándole apenas la piel de la espalda, manteniéndose
en precario equilibrio, como sobre una tela de araña, Renie pensó que si se echaba
hacia atrás, se caerían los dos y se perderían en la niebla clara como ángeles;
entonces, el sufrimiento habría terminado.
—Contén la respiración, mi querida Puercoespín —le musitó, rozándole la oreja
con sus cálidos labios—. Será solo un momento, por favor, por favor.
Renie volvió a cerrar los ojos y aguantó, rogándole a todo y a nada, con la cara y
el cuello inundados de lágrimas. !Xabbu movió un pie…, una mano…, la otra
mano…, el otro pie… y dejó de rozarla.
«Pero si vamos a morir —pensó en silencio, con dolor, enloquecidamente—, ojalá
hubiera sido así, ahora, juntos, juntos…».
Lo oía avanzar lentamente por la cornisa, separándose de ella.
—Tienes que moverte —le dijo en voz baja—. Que todo el mundo siga en
movimiento. No servirá de nada que consiga pasar este obstáculo si vosotros os
quedáis aquí. Seguidme.
Renie sacudió la cabeza: ¿es que !Xabbu no lo sabía? Tenía los brazos y las
piernas agarrotados y le temblaban descontroladamente. Era como un insecto muerto,
con el cascarón rígido y las entrañas deshechas.
—Vamos, Renie, tienes que hacerlo —dijo—. Los demás no pueden moverse si tú
no te mueves.
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Lloró durante unos instantes y después trató de abrir la mano. Se asemejaba a una
garra, dura y rígida. La deslizó unos pocos centímetros hacia un lado y se esforzó por
asirse otra vez. Al cabo de un momento, mordiéndose el labio hasta que brotó sangre
para no pensar en el dolor de los brazos y las piernas, deslizó un pie unos cuantos
centímetros por la cornisa. La pierna le ardía como el fuego y la rodilla empezó a
doblársele.
—Vamos, sigue —le dijo !Xabbu desde alguna parte, un poco más adelante.
Renie miraba fijamente la roca negra. «Stephen —se dijo—. No tiene a nadie
más. Hay que ayudarlo».
Movió el otro pie. El dolor, aunque era terrible, no empeoró. Respiró por la nariz,
acercó la otra mano poco a poco y reanudó el espantoso proceso otra vez.
Se arriesgó a mirar a un lado e inmediatamente se arrepintió. !Xabbu había
llegado al punto en el que la montaña sobresalía y estaba llevando a cabo una
intrincada serie de maniobras aterradoras: se agazapó para pasar la cabeza al otro lado
de la parte más sobresaliente, después avanzó de lado a paso de caracol flexionado
por la cintura, agarrándose al camino solo con las puntas de los pies, apoyando
someramente las manos en la piedra y manteniendo la mayor parte del peso del
cuerpo hacia delante. Se desplazaba centímetro a centímetro y reajustaba el equilibrio
sobre la marcha, inclinando la cabeza y los hombros a un lado y al otro, bordeando la
protuberancia con lentitud. A Renie se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas y se
los frotó contra el brazo que tenía levantado.
!Xabbu desapareció al otro lado de la protuberancia. Renie avanzó un poco más y
llegó al punto donde comenzaba el afloramiento rocoso. Se inmovilizó sabiendo que
todo era inútil, esperando con un horror sordo el grito que significaría que !Xabbu se
había despeñado.
—Aquí hay un sitio —le oyó decir.
—¿Qué? —contestó, después de calmar el gemido que estaba a punto de estallar.
—Un sitio. Un sitio llano. Solo hace falta que salves este abultamiento. ¡Hay sitio
para tumbarnos, Renie! ¡Aguanta un poco más! ¡Díselo a los otros!
—Mentiroso —dijo Renie apretando los dientes. Sabía que aquello no podía ser
cierto: ella habría hecho lo mismo, decir cualquier cosa para que los demás
encontraran la fuerza necesaria y superasen el horrible obstáculo—. Después de esto
solo hay más de lo mismo.
—Es la verdad, Renie —replicó !Xabbu con voz ronca—. Por el corazón del
abuelo Mantis. Es la verdad.
—¡No puedo! —gimió.
—Sí puedes. Acércate a mí lo máximo posible. Mantén el equilibrio inclinándote
hacia un lado, no hacia atrás. Intenta pasar la mano hasta aquí, donde estoy yo.
Cuando me toques, no te asustes. Te sujetaré la mano con fuerza y te ayudaré a pasar.
—Dice que, al otro lado, hay un sitio donde podemos descansar —dijo Renie a
los demás, procurando ser convincente. Nadie contestó, pero vio a Sam Fredericks
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por el rabillo del ojo y supo lo extenuada y atemorizada que estaba—. Un lugar
seguro. Solo un poquito más allá.
Transmitió a continuación las instrucciones de !Xabbu para que cada cual supiera
qué hacer al llegar a ese punto, aunque no creía que fuera a funcionar; después se
aproximó un poco más al afloramiento rocoso, se inclinó como había indicado
!Xabbu y acercó el pie dolorido un poco más al saliente. Por un momento creyó que
se había inclinado demasiado y solo la rigidez de los brazos y las piernas evitó que se
agarrara mal al buscar un apoyo mejor. Se abrazó a la piedra negra, alargó el brazo
izquierdo cuanto pudo por el otro lado de la curva de la roca, hasta donde no podía
ver…
… Y algo la rozó. Aunque !Xabbu se lo había dicho, la sorpresa fue tan grande
que casi volvió a perder el apoyo, pero unos dedos fuertes y seguros la agarraban.
Avanzó un poco más de lado, inclinándose ahora levemente hacia atrás al pasar por
debajo de la parte más sobresaliente de la roca y, de repente, notó que se precipitaba
hacia la nada. Solo tuvo un instante para tomar aire y lanzar el inútil y definitivo grito
reflejo, pero entonces notó un fuerte tirón del brazo y se dio contra la piedra. El pie
derecho se le resbaló de la cornisa, pero el resto del cuerpo golpeó dos veces
pivotando en el otro pie, aunque allí estaba !Xabbu, aguantando con una fuerza
maravillosa, maravillosa, y echándose enérgicamente hacia atrás, hacia una amplia
hendidura de la montaña, hasta que los dos rodaron por el suelo. Rápidamente, él
salió arrastrándose de debajo de Renie y, un momento después, lo oyó acercarse al
borde de la hendidura y llamar a Sam, pero ella solo podía seguir tumbada boca abajo
en el suelo, agarrándose con la misma fuerza con que antes se agarraba a la pared de
la montaña, restregándose la cara contra la salvadora piedra horizontal.
Vagamente se dio cuenta de que !Xabbu ayudaba a los demás a superar el
obstáculo. Sam cayó jadeando a su lado, gimiendo de dolor por el agarrotamiento de
las manos y los pies. Malabar, imperturbable, la siguió y se dejó caer al suelo en
silencio. A medida que la adrenalina disminuía y el corazón se le tranquilizaba, Renie
se dio cuenta de pronto de que !Xabbu había vuelto al borde de la grieta arriesgando
la vida para ayudar al descerebrado Ricardo Klement. Con gran esfuerzo se puso de
rodillas, todos los músculos se resintieron, y se arrastró hasta el borde. Se le subió el
corazón a la boca otra vez al ver a !Xabbu asomado al precipicio, hablando en voz
baja y suave con alguien a quien no veía, con el brazo estirado hacia el otro lado de la
protuberancia, donde no veía nada.
—Estoy detrás de ti, !Xabbu —dijo con voz seca y ronca—. ¿Quieres que te
agarre la mano?
—No, Renie —contestó, con la voz ahogada contra la roca—. No puedo moverla
de donde está para no perder el equilibrio. Pero si me sujetas la pierna, te lo
agradecería mucho. Suéltamela enseguida si te lo pido.
Cuando Renie lo agarró por el tobillo, él se asomó aún más. Renie tuvo que cerrar
los ojos inmediatamente. La extraña falta de profundidad del cielo no evitaba la
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sensación de vértigo.
«Me alegro de que T4b no esté aquí», pensó, distrayéndose un momento para
mantener a raya el pavor inmenso que sentía.
Al notar en la mano que !Xabbu se tensaba más, que se exponía aún más apoyado
con las puntas de los dedos, creyó que el corazón le estallaría en el pecho. Entonces
el cuerpo desnudo de Klement apareció dando tumbos desde el otro lado de la roca;
!Xabbu se acuclilló y tiró hacia atrás cayéndose encima de Renie al tiempo que
arrastraba a Klement a terreno seguro.
Todos se quedaron tumbados un rato, recuperando el aliento, hasta que Renie
reunió fuerzas para ayudar a !Xabbu a alejarse del borde de la hendidura y adentrarse
en el hueco de la montaña. Apenas los separaban tres metros del sitio donde Sam
descansaba, prácticamente empotrado contra la pared del fondo, pero en comparación
con la estrechez del camino, aquel espacio le parecía un palacio.
Renie se quedó dormida, una breve zambullida bajo las aguas de la conciencia.
Cuando se despertó, se arrastró hacia !Xabbu, que reposaba sentado, con la espalda
apoyada en la piedra negra; recostó la cabeza contra su pecho y la movió con
suavidad hasta encontrar el cómodo hueco de debajo de la barbilla. El latido del
corazón la tranquilizaba y, en ese momento, se dio cuenta de que nunca querría
perderlo de vista.
—Estamos en un gran aprieto —musitó. !Xabbu no respondió, pero Renie sabía
que estaba atento—. No podemos continuar por el sendero. Se ha borrado por
completo.
Le pareció que tomaba aire para responder, pero notó que hacía un gesto de
asentimiento con la cabeza, lentamente, envolviéndole el cráneo con la curva de la
garganta y la mandíbula como si fuera una mano.
—Creo que tienes razón.
—Entonces, ¿qué nos queda? ¿Esperar aquí hasta que esto se nos disuelva bajo
los pies? —Miró a Sam, que a su vez se observaba las manos con rigidez catatónica.
También Malabar parecía perdido en su mundo interior; ambos vagaban ahora por
esferas lejanas, como Ricardo Klement—. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
—Esperar y mantener viva la esperanza. —!Xabbu le pasó el brazo por los
hombros y la estrechó contra él. Apoyó los dedos levemente sobre el corazón de
Renie, en la parte superior del comienzo del pecho—. Seguiremos juntos, pase lo que
pase.
Renie se pegó más a él y comprendió que no solo quería que la abrazase; también
deseaba besarlo, llorar abrazada a él, hacer el amor con él. Pero no allí, oyendo la
lenta respiración de Malabar y ante la mirada acuática de Ricardo Klement.
«Y si aquí no, ¿dónde? —pensó con tristeza—. Si ahora no, ¿cuándo?». Pues
parecía indiscutible que todo había terminado. Además, el profundo cansancio y la
presencia de los odiosos desconocidos hacían grotesca la idea. Tendría que
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conformarse con placeres infantiles, con ser abrazada y quedarse dormida con lo que,
por el momento, era la mayor sensación de seguridad que podía imaginarse.
—Cuéntanos un cuento —murmuró—. Nos hace falta un cuento, !Xabbu.
—No, no puedo pensar en ningún cuento, Renie. Estoy tan cansado que se me
han olvidado los cuentos.
Le pareció lo más triste que había oído en su vida. Sin mirarlo, le tocó la cara y el
sueño volvió a vencerla.
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El vacío duró una eternidad. Hasta la imaginación murió. Una eternidad.
Finalmente, sintió algo: un aleteo en el vacío, ¡ay, Dios!, era real. Era real. Era
una cosa lejana, separada de sí misma. No, eran muchas cosas pequeñas y vivas,
cositas diminutas, maravillosas y cálidas, donde antes no había nada más que frío.
Alargó la mano con avidez, pero las cosas aleteantes se alejaron con rapidez,
temerosas de ella. Volvió a intentarlo y las presencias se apartaron aún más. La pena
se hizo tan enorme y dolorosa que estaba segura de que todo lo que mantenía su ser
unido estallaría, y que ella reventaría en la oscuridad, se dispersaría, se derrumbaría.
Se quedó desolada y triste.
Las cosas volvieron.
Con mayor cuidado que antes, con todo el cuidado posible, alargó la mano otra
vez hacia ellas lenta y suavemente, percibiendo su increíble fragilidad. Al cabo de un
rato, se acercaron a ella por sí solas. Las tocó con una precaución casi infinita, recibió
a cada una con tanta delicadeza como pudo, dejando pasar un siglo entre pensamiento
y pensamiento, un milenio entre cada movimiento desesperadamente contenido y el
siguiente. Aun así, algunas eran tan quebradizas que dejaron de existir con un gritito,
estallando en su mano como burbujas al entregar su esencia. Le desgarraron el
corazón.
Las demás se alejaron alarmadas, y ella se quedó aterrorizada, convencida de que
no regresarían jamás. Las llamó. Algunas volvieron. Pero ¡ay, qué delicadas eran!
Pero ¡ay, qué bonitas eran!
Lloró y el universo se estremeció lentamente.
El sueño fue tan profundo, extraño y poderoso que tardó mucho tiempo en darse
cuenta de que había vuelto a la vigilia. Su mente parecía vagar todavía en la
oscuridad, solitaria: tras recordar su propio nombre, aún tardó un minuto en abrir los
ojos. Por fin algunas sensaciones recobradas en la piel y en los músculos la ayudaron
a abrir los párpados, a mirar; entonces gritó.
Gris, gris plateado, arremolinado. Destellos de luz, tizne de espectros de color
rotos, un fino polvo luminiscente… y nada más. La reluciente materia nebulosa que
circundaba la montaña la envolvía a ella, aunque notaba que estaba sobre una
superficie dura y horizontal. No era incorpórea: esta vez no era un sueño. Se palpó el
cuerpo y tocó el suelo a ambos lados, un suelo que ni siquiera veía. Estaba perdida en
una niebla densa y brillante; todo lo demás, todos los demás, habían desaparecido.
—¡!Xabbu! ¡Sam! —Se arrastró por la invisibilidad dura pero curiosamente lisa
en la que se apoyaba, y entonces se acordó del borde del abismo y se detuvo
horrorizada—. ¡!Xabbu! ¿Dónde estás?
El eco era una de las pocas características de la vida real que la montaña negra
había retenido en su proceso de degeneración, pero ahora no había eco.
Avanzó un poco más palpando nerviosamente con las manos, pero después de
arrastrarse al menos doce metros, no había encontrado ni la cara de la montaña ni el
vacío del borde del precipicio. Era como si la montaña se hubiera deshecho a su
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alrededor y la hubiera dejado inexplicablemente encima de una mesa, en medio de la
niebla brillante.
Se arrastró unos doce metros más allá. El suelo que no veía era liso como un
objeto vidriado al horno pero tenía suficiente entidad para lastimarle las rodillas.
Llamó a sus compañeros una y otra vez en el silencio absoluto. Finalmente,
desesperada, se puso de pie.
—¡!Xabbu! —gritó hasta quedarse ronca—. ¡!Xabbu! ¿Me oyes?
Nada.
Dio unos pasos con cautela, tanteando con el pie antes de posarlo. El terreno era
llano. No había nada más: ni precipicio, ni pared vertical de montaña, ni sonido ni
más luz que el ubicuo destello perlado de la bruma. Ni siquiera la niebla tenía
sustancia: relucía como la humedad, pero no había humedad. No había nada. Estaban
Renie y la nada. Todo había desaparecido.
Se sentó y se agarró la cabeza. «Estoy muerta —pensó; pero fuera del sueño, la
idea de la muerte no la consolaba—. Y no hay nada más que esto. Todo el mundo
miente —se rio, pero algo en su interior no funcionaba bien—. Mienten hasta los
ateos».
—¡Mierda! —exclamó en voz alta. Le pareció percibir el parpadeo de una
sombra: algo que se movía entre la bruma—. ¿!Xabbu? —Se arrepintió de haber
hablado en voz alta en el mismo momento en que lo hizo. Acorralados…, ahora
estaban todos acorralados. De todas formas, no pudo suprimir el reflejo por completo
—. ¿Sam? —musitó.
La sombra se acercó desde la nada y se resolvió como una aparición mágica.
Estaba preparada para cualquier cosa tan extraña como el propio entorno, pero tardó
un momento en reconocer qué era lo que compartía el vacío de plata con ella.
—Soy… Ricardo —dijo el hombre de ojos vacíos—. Klement —añadió poco
después.
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5. El pez que come el último
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: La Iglesia se niega a usar exorcismos contra «el
Coco».
(Imagen: niño en una cama del hospital La Paloma). Voz en off: La archidiócesis
de Los Ángeles ha rechazado la petición de un grupo de más de una treintena de
padres y madres mexicanoestadounidenses; se trataba de una petición de exorcismo
para sus hijos, que afirman haber sufrido idénticas pesadillas sobre un espíritu
misterioso al que llaman «el Cucuy»: el Coco. Tres de los niños afectados se han
suicidado y varios se encuentran en tratamiento por depresión clínica. Algunos
asistentes sociales dicen que el mal no procede de un demonio, sino que es el
resultado patológico del exceso de tiempo en la red.
(Imagen: Cassie Montgomery, servicios humanos del condado de Los Ángeles).
MONTGOMERY: Todavía no hemos dado con la causa, pero difícilmente será pura
coincidencia que casi todos estos niños tan pequeños sean asiduos de la red y pasen
gran parte del tiempo solos. Parece evidente que esas pesadillas se las provoca algo
que han visto o experimentado en la red. Todo lo demás me parece histeria de
guardería.
—Y lo que es más importante —dijo la guía con una sonrisa profesional y unas
gruesas gafas de sol—, ahora tenemos una población numerosa y floreciente de
muchas clases de aves amenazadas, como la polla de agua, la espátula rosada, la
garza de Luisiana y la bellísima garceta nival, por nombrar solo unas pocas. Ahora,
Charleroi nos conducirá a las profundidades de la marisma. Quizá sorprendamos a un
ciervo e incluso ¡a un lince!
Hacía bien su trabajo: había demostrado que podía manifestar la misma energía
en el desarrollo de ese tema en cada viaje, un día sí y otro también.
Sin contar a la guía y al joven que oficialmente pilotaba el barco, un muchacho de
brazos bronceados, cubiertos de serpentinos tatuajes subcutáneos no iluminados y con
una expresión que parecía falta también de alguna luz no encendida debajo de la piel,
había solamente seis pasajeros, esa lenta tarde de día laborable: una pareja británica
de rostro rojizo con su latoso hijito, que intentaba cortar lentejas de agua con una
varita luminosa de recuerdo, un joven matrimonio de profesionales del centro del país
y Olga Pirofsky.
—Por favor, no toquen el agua con las manos —dijo la guía manteniendo la
sonrisa y endureciendo el tono de voz—. No olviden que no estamos en un parque de
atracciones: nuestros cocodrilos no son mecánicos.
Diligentemente, todos se rieron excepto Olga, pero el niño no dejó de tocar el
agua hasta que su padre le dijo:
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—Saca eso del agua, Gareth.
Le propinó un cachete en la cabeza.
«¡Qué raro! —pensó Olga—. Se me hace tan raro haber terminado aquí después
de tantos años y tantos kilómetros de vida… —Un grupo de cipreses asomó a lo
lejos, entre la niebla matutina que se iba disipando, como una reunión de fantasmas
—. Estar ya en el final…».
Hacía tres días que había llegado al final del viaje, o que el viaje la había
abandonado a ella, quizá. Todo era mero estancamiento, pura inutilidad, como el
silencioso barquito guía que seguía su ruta programada por la marisma recuperada.
Incapaz de dormir en las largas noches, hasta que, al rayar el alba en las persianas de
la ventana de su motel, caía en un estado de inconsciencia, Olga no lograba reunir la
energía necesaria para comer y beber, mucho menos para hacer cualquier otra cosa
que exigiera mayor esfuerzo. Ni siquiera sabía qué le había impulsado a comprar el
billete para ese paseo y, hasta el momento, nada había compensado la pérdida de las
pocas horas de sueño que podría haber disfrutado, en vez del viaje. El objeto de su
empeño se avistaba casi desde cualquier lugar en la zona; al fin y al cabo, la torre
negra dominaba los alrededores por completo, como una catedral medieval sobre el
pueblo y los campos de alrededor.
Habían pasado tres días sin las voces, sin los niños. No se había sentido tan
despojada desde los lejanos y terribles días de la muerte de Aleksandr y el bebé.
«Y ahora, ni siquiera recuerdo lo que sentía —se dijo—. Lo único que me queda
es un vacío enorme. Como un agujero y, desde entonces, mi vida no ha sido más que
pequeñas cosas que arrojo a ese agujero para llenarlo. Pero no lo consigo».
En ese momento se dio cuenta de que nunca lo había sentido, no en su totalidad,
no en toda su dimensión. Y ahora seguía siendo un vacío negro fuera de su alcance,
en el otro lado de una especie de membrana de ignorancia deliberada, un fino tabique
que la separaba de un horror absoluto como el espacio vacío.
«Si alguna vez lo hubiera dejado pasar —pensó— estaría muerta. Me creía fuerte,
pero nadie es tan fuerte. Solo lo he mantenido alejado de mí».
—Desde que se terminó de construir la barrera intracostera —decía la guía—, han
recobrado su estado de pureza miles y miles de acres de aguas navegables que se
estaban perdiendo por la erosión y el aumento de la salinidad, y se han preservado
para disfrute de generaciones venideras.
Asintió como si hubiera sido ella en persona quien se hubiera levantado de la
cama todas las mañanas, se hubiera puesto su filtro solar y sus botas de agua de caña
alta y hubiera salido a construir la barrera con las manos.
«Pero es maravilloso —pensó Olga—, aunque todo sea una ilusión». La pequeña
nave pasaba murmurando por un tramo de jacintos de agua de un vibrante color
malva. Pequeñas aves acuáticas se apartaban sin prisa de la ruta, estaban muy
familiarizadas con lo que ahora debía de ser para ellas una rutina de generaciones de
antigüedad. Ya se hallaban más cerca de los cipreses. El sol se había elevado un
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palmo entero por el este sobre el estrecho del Misisipi y el golfo que se abría más
allá, pero la luz no penetraba en exceso entre la alfombra de bruma de medio metro
de altura que se levantaba del suelo. La oscuridad reinante entre los árboles parecía
descansar, como adormecida.
—Sí —dijo de repente el hombre de la pareja de profesionales—, pero en la
construcción de esa barrera como se llame, ¿no se destrozaron los pantanos que había
antes aquí? —Se volvió a su mujer, o su novia, que puso cara de interés—. Es que la
corporación propietaria de todo esto dragó por completo el lago Borgne, que estaba
en aquella parte. No tenía una gran profundidad y lo abrieron hasta el mar, y entonces
hundieron los pilotes para construir esa isla e instalar en ella la sede de la
corporación, ni más ni menos. —Miró a la guía con una actitud desafiante en su
rostro delgado. Olga pensó que sería un ingeniero, una persona que solía considerar a
los directivos el enemigo—. Así es que, sí, se comprometieron a arreglar el resto de
la zona como parte del trato, a convertirla en un pequeño parque natural. Pero
prácticamente acabaron con toda la pesca de los alrededores.
—¿Es usted ecologista o algo así? —preguntó secamente el hombre británico.
—No —contestó, a la defensiva—, solo me… mantengo informado, nada más.
—La corporación M no contrajo obligación de hacer nada —dijo la guía de forma
remilgada—. Tenían permiso para construir en el lago Borgne. Fue todo legal. Ellos
solo… —Se estaba desviando incómodamente de su discurso habitual—, la
corporación solo pretendía dar algo a cambio. A la comunidad, se entiende.
Se volvió a mirar al joven piloto, que puso los ojos en blanco y aumentó la
velocidad. Empezaban a quedar atrás los primeros tocones de ciprés, islas
puntiagudas que rompían el agua oscura como versiones en miniatura de la montaña
que llenaba los sueños de Olga.
«No hay dónde ir —pensó—. He llegado a la torre, pero todo es propiedad
privada. Incluso he oído decir que la corporación mantiene un ejército completo en el
interior. No se permiten visitas turísticas ni paseos, no hay forma de entrar». Suspiró;
los cipreses pasaban por su lado, surgiendo entre la niebla que envolvía la pequeña
embarcación en una bruma y una luz sesgada.
Ciertamente, era tal como se describía en los folletos de promoción, una especie
de catedral acuática, una construcción de pilares verticales y colgaduras, con los
cipreses envueltos en musgo como imágenes congeladas de corriente líquida, y el
agua, quieta como un parche de tambor, a excepción de la estela que dejaba el barco.
Casi podía imaginarse que habían pasado de largo no solo ante el sol sino también
ante toda supervisión directa del tiempo, que habían retrocedido milenios hasta una
época en que el ser humano ni siquiera había tocado el vasto continente de las
Américas.
—Miren —dijo la guía con su animada y precisa dicción, tan opuesta al estado de
ánimo que inspiraba el ambiente—, una barca abandonada. Es una piragua, una
embarcación plana que utilizaban los tramperos y pescadores del pantano.
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Olga se giró con resignación a mirar el cascarón de una pequeña barca, con el
costillar colonizado por jacintos que parecían letras mayúsculas de un breviario
iluminado. Era una imagen bonita y pintoresca. Demasiado pintoresca.
—Puro decorado —susurró el joven profesional a su compañera—. Aquí ni
siquiera había marismas hace diez años… la construyeron después de terminar el
proyecto del lago Borgne.
—La vida era muy dura para los habitantes de las marismas —prosiguió la guía,
haciendo caso omiso del comentario del hombre—. A pesar de los esporádicos
florecimientos económicos de la zona, basados en la explotación de las pieles y la
madera de ciprés, en general, las épocas de depresión eran más largas. Era una forma
de vida en vías de extinción, antes de que la corporación M crease la reserva del
pantano de Luisiana.
—No parece que queden muchos habitantes aquí —comentó el británico, y se rio.
—Gareth, deja en paz a esa tortuga —dijo su mujer.
—Sin embargo, sí que quedan personas que viven aquí al estilo antiguo —replicó
la guía alegremente, satisfecha de que se lo sirvieran en bandeja—. Lo veremos en la
última parada del trayecto, cuando lleguemos al mercado del pantano. Las antiguas
artes y oficios no se han olvidado, se han conservado.
—Como un cerdo muerto en una cuba de alcohol —afirmó el ingeniero en voz
baja, haciendo gala de unas dotes inesperadas para la comparación, pensó Olga.
—Ya que hablamos de ello —dijo la guía en un tono defensivo que no se molestó
en ocultar—, la familia de Charleroi es originaria de esta zona, ¿no es así? —Se
dirigió al joven piloto, que la miró a su vez con hartura infinita—. ¿Tu familia no es
originaria de esta zona?
—Sí —asintió, y escupió por la borda—. Y mira cómo he terminado.
—Pilotando una embarcación por el pantano —dijo la guía como si se hubiera
llevado el gato al agua.
Mientras la guía desgranaba detalladamente la lista de halcones de hombros rojos,
ibis, anhingas y demás aves y especies que frecuentaban el pantano recobrado, Olga
dejó vagar la mente con la misma laxitud que el día anterior durante el trayecto entre
lentejas de agua flotantes, trayecto que hoy seguían con las menores variaciones
posibles. Un ave, que la guía identificó como un avetoro común, emitió un sonido
como el de un martillo golpeando madera. Los cipreses empezaban a escasear, la
bruma se disipaba.
Al salir de la arboleda, encontraron el severo dedo negro de Dios enhiesto ante
ellos, dominando el horizonte desde el confín de la alfombra vegetal del pantano.
—¡Señor! —exclamó la mujer inglesa—. Gareth, hijo, mira eso.
—Otra vez el mismo edificio —dijo el niño, hurgando en la bolsa de la merienda
en busca de algo que comer—. Ya lo vimos antes.
—Sí, es la torre de la corporación M —dijo la guía, tan orgullosa de la lejana
construcción como de la barrera intracostera—. En la isla del lago Borgne hay una
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ciudad completa, aunque desde aquí no se ve, con aeropuerto propio y cuerpo de
policía.
—En realidad, tienen su propia ley —dijo el profesional a su compañera, que se
enjugaba la frente con un pañuelo, sin molestarse en bajar la voz—. Malabar, el
dueño de todo eso, es uno de los tipos más ricos del mundo, en serio. Incluso dicen
que es el dueño del gobierno.
—Eso no es exacto, señor… —repuso la guía ruborizándose.
—¿Está de broma? —replicó el hombre, y se volvió hacia la familia británica—.
Dicen que el único motivo por el que Malabar no reconoce ser el propietario del
gobierno es porque tendría que pagar los impuestos correspondientes.
—¿No es el hombre que dicen que tiene doscientos años? —preguntó la mujer
británica mientras su marido se reía de la idea de poseer un gobierno—. Leí algo
sobre él en los titulares de las noticias: es una especie de máquina o algo así. —Se
volvió hacia su marido—. Lo leí. Me quedé completamente helada pensando en ello.
—Se cuentan muchas exageraciones respecto al señor Malabar —dijo la guía
agitando las manos—, y muy crueles. Es un anciano y está muy enfermo, eso es
cierto —explicó con cara de lo que Olga llamaba locutora de noticias tristes, la que
solían presentar los profesionales de la red cuando anunciaban colisiones de
autobuses escolares u homicidios sin sentido—. Lógicamente, es una persona
influyente: la corporación M es la que más empleo crea en la zona de Nueva Orleans
y tiene intereses en todo el mundo. Son accionistas mayoritarios en muchas
compañías y firmas comerciales: Banco del Comercio, Clinsor Pharmaceutical,
Dartheon. Y, por cierto, la compañía de interactivos infantiles Espectáculos Obolos.
¿Cómo te llamas? —preguntó de pronto al niño—. Gareth, ¿no es eso? Seguro que
conoces al Tío Jingle, ¿verdad que sí, Gareth?
—Sííí. «¡Sinjusto!» —soltó una carcajada y golpeó a su madre en la espinilla con
la varita luminosa.
—¿Lo ve? La corporación M participa en muchas cosas, invierte en compañías
sanas y protectoras del consumidor en todo el mundo. Nos gusta decir que somos una
empresa «de personas»…
Olga dejó de prestar atención; en realidad había dejado de hacerlo cuando la
mujer pronunció la palabra «Obolos». A lo largo de los años que había trabajado en la
compañía, nunca había oído decir nada sobre la corporación M, claro que tampoco se
había preocupado de ello. En un mundo de corporaciones en el que los peces se
comían unos a otros, quién podía saber qué pez había comido el último.
«Tenía que haber registrado la torre, tenía que haber…».
Pero lo suyo había sido una experiencia religiosa, una revelación, no un trabajo
escolar. Las voces de los niños le exigían que acudiera y ella había dejado todos los
bienes terrenales y había acudido.
«Tío Jingle… el Tío Jingle viene de la torre negra».
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Olga Pirofsky pasó casi dos horas más en la pequeña embarcación rodeada de
rostros que movían la boca, aunque ya no soportaba seguir oyéndolos, como un
viajero interestelar entre alienígenas que chapurrean una lengua desconocida.
«El Tío Jingle asesina niños. Y yo le ayudé a hacerlo».
—No entiendo lo que está pasando —dijo Long Joseph—. ¿Dónde está ese tal
Sellars? Usted dijo que estaba al teléfono… que estaba llamando sin parar por
teléfono. Pero ahora ya no llama nunca.
—Dijo que volvería a llamar. —Jeremiah abrió las manos con expresión de
impotencia—. Dijo que estaban sucediendo cosas…, no somos los únicos que
tenemos problemas.
—Sí, pero estoy seguro de que somos los únicos que están encerrados en una
montaña, asediados por un puñado de bóers asesinos que quieren matarnos como sea.
—Cálmate, ¿quieres? Me estás provocando un terrible dolor de cabeza. —Del
Ray Chiume había terminado de hacer una breve inspección—. No le haga mucho
caso —le dijo a Jeremiah—. Acabo de leer las notas que ha tomado… me parece que
no tenemos tiempo que perder en discusiones.
A Long Joseph Sulaweyo no le gustaba nada el giro que estaban tomando las
cosas. Ya era bastante grave estar atrapado en las profundidades de una base
subterránea, en medio de la nada, con solo tres botellas de bebida decentes que
tendrían que durar Dios sabía cuánto tiempo, rodeados de gente que quería matarlos,
como para que ahora Del Ray, a quien él mismo había llevado hasta allí, hiciera causa
común con Jeremiah Dako y se unieran los dos contra él.
Joseph no lo entendía, a menos que Del Ray también fuera un afeminado en
secreto y el profundo vínculo fraternal fuera más fuerte que cualquier otro. «A lo
mejor por eso rompió con mi Renie».
—Entonces, ¿tengo que confiar mi vida a este kak? —preguntó de malos modos.
—No la tome conmigo, Joseph Sulaweyo —dijo Jeremiah—, y menos aún
después de haber desaparecido varios días sin una explicación y haberme dejado solo
al cargo de todo.
—Tenía que ir a ver a mi hijo —explicó, aunque no pudo evitar una sombra de
culpabilidad. A él no le habría gustado nada quedarse atrapado en ese lugar. Seguro
que para Jeremiah tampoco había sido fácil—. De acuerdo, pero ¿quién es ese tal
Sellars? ¿Qué tiene que ver con nosotros, por qué nos tiene que llamar desde no se
sabe dónde y decirnos lo que tenemos que hacer?
—Pretende salvarnos la vida, nada más —contestó Jeremiah de mal humor—. Y
si no hubiera llegado usted, solo él habría podido evitar que me asesinaran los
hombres de ahí fuera.
—Sí, él y un muro de varios metros de grosor de placas de acero acorazado —
dijo Del Ray en un tono que quería ser alegre, aunque no lo consiguió—. Hay sitios
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peores donde quedar atrapado que un búnker militar tan protegido como este.
—No, si no ponemos orden en las cosas —puntualizó Jeremiah remilgadamente
—. Bien, ¿ahora piensa escucharme?
—Pero si ese hombre está en Estados Unidos como usted dice —objetó Joseph,
que no estaba convencido del todo—, ¿cómo encontró este lugar? ¿No se supone que
es un secreto muy bien guardado?
—No estoy completamente seguro. Sabe muchas cosas sobre Renie, !Xabbu y la
mujer francesa… incluso sabía algo sobre aquel anciano, Singh. Sellars dice que ha
muerto.
—¿Y por qué dice una cosa así? —preguntó Joseph con un estremecimiento de
temor supersticioso. Le había resultado tan extraño quedarse escuchando la línea
vacía, esperando que llegara una voz de no se sabía dónde: la voz que nunca llegó—.
¿De verdad Sellars le ha dicho que ha muerto?
—Me ha dicho que Singh ha muerto —replicó Jeremiah con un gruñido de
exasperación—. Singh, el viejo que ayudó a Renie y a los demás. Bien, y ahora, ¿va a
hacer el favor de callarse la boca y escuchar lo que he escrito aquí? Unos hombres
intentan entrar, pero no creo que atascar el ascensor con una cama plegable sea una
solución definitiva.
Joseph hizo un gesto condescendiente con la mano, pensando que los
homosexuales teman una particularidad: al igual que las mujeres, se ponían muy
nerviosos con las cosas.
—Hable, hable; lo escucho.
Jeremiah soltó un bufido y miró las notas que había escrito a lápiz, al estilo
antiguo, en la columna de cemento.
—Sellars dice que no es suficiente con bloquear el ascensor…, que podrían bajar
por el hueco. Tenemos que cerrar toda esta zona de la base. Dice que por los planos
se sabe cómo puede hacerse. Y que nos preparemos para un largo asedio, es decir,
que traigamos aquí abajo cuanto necesitemos. Joseph, eso significa que tenemos que
transportar aquí toda la comida y el agua que podamos desde la cocina. No sabemos
cuánto tardarán en cruzar las puertas de fuera, pero tenemos que estar listos para
cerrar esto lo más rápidamente posible. Cuanto antes lo dispongamos todo, más
tiempo tendremos para traer agua y comida.
—¿Cómo? ¿Está diciendo que tengo que cargar con esos envases de plástico
llenos de agua como un jornalero cualquiera? ¿Quién va a buscar armas? ¿Del Ray?
Tendría que verlo con una pistola en la mano. Es más peligroso para nosotros que
para esos malhechores.
Joseph cerró los ojos un momento. Del Ray masculló unas feas palabras entre
dientes.
—No puedo creer que haya echado de menos su compañía en algún momento —
comentó Jeremiah—. En primer lugar, aquí no hay armas, como tampoco material de
oficina. Cuando cerraron esta base, se llevaron prácticamente todo lo transportable.
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Solo dejaron comida y agua porque pensaban que quizá la utilizarían algún día como
refugio aéreo o algo parecido. En segundo lugar, aunque tuviéramos armas, no
podríamos detener a esa gente. Usted mismo ha dicho que iban armados como una
brigada de operaciones especiales. Sellars dice que lo mejor que podemos hacer es
encerrarnos aquí y esperar a que se vayan.
Long Joseph no sabía si alegrarse o lamentar el hecho de que no tuvieran que
enfrentarse a los bóers a tiro limpio.
—Entonces, ¿él qué va a hacer? —preguntó señalando a Del Ray con el pulgar.
—Depende. Señor Chiume, ¿sabe algo de sistemas informáticos, de electrónica?
—Me licencié en ciencias políticas —replicó Del Ray—. Sé utilizar la
multiagenda, pero ahí terminan mis conocimientos.
—Me lo temía —suspiró Jeremiah—. Sellars dice que es necesario hacer muchos
ajustes para podernos ayudar. Supongo que tendré que arreglármelas yo solo, si
consigo interpretar bien sus instrucciones. En fin, espero que vuelva a llamar
enseguida.
—¿Ajustes?
—Este sistema es muy antiguo, tendrá veinte o treinta años por lo menos. No sé
qué es lo que piensa hacer con exactitud, pero dijo que era importante —intentó
sonreír. Estaba pálido y demacrado—. Bien, señor Chiume, creo que le corresponde
ocuparse del generador.
—Llámeme Del Ray, por favor. ¿Qué es lo que tengo que hacer?
—Si tenemos que encerrarnos aquí abajo, en el laboratorio, necesitamos el
generador; seguro que esos hombres de ahí fuera estarán intentando cortar la energía.
Pero la necesitamos para renovar el aire de aquí dentro, por no hablar de la que
necesitan los tanques para seguir funcionando —añadió, señalando hacia los grandes
contenedores del piso inferior, envueltos en cables como piedras cubiertas de plantas
trepadoras—. Sellars dice que es una gran suerte que pusieran ahí abajo un generador
de hidrógeno, en vez de un reactor, porque los militares se habrían llevado todo el
material comprometedor de un reactor, y ahora no tendríamos nada más que el
generador principal de energía.
—Sigo sin entender —gruñó Long Joseph, que solo podía pensar en la
desagradable idea de transportar docenas de pesados garrafones de agua y latas de
comida desde el piso superior—. ¿Qué sabe él de mi Renie? ¿Por qué iba a conocer
ella a una persona de Estados Unidos que se ha metido en un lío como este?
—¿Y qué hacemos nosotros en este sitio tan raro? —respondió Del Ray con un
encogimiento de hombros, en lugar de Jeremiah—. ¿Por qué vinieron a mi casa un
puñado de matones a amenazarme con la excusa de que mi exnovia hablaba con una
investigadora francesa? Vivimos en un mundo muy raro, cada vez más raro.
—Es la primera cosa sensata que he oído en todo el día —declaró Joseph.
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Joseph estaba sudoroso e irritable, pero lo que más le inquietaba era que se le
enfriase el sudor de la piel en aquellas salas vacías y resonantes de la base del Nido
de Avispas. No le gustaba identificarse con los que tiemblan de miedo, aunque le
había sucedido más de una vez en la vida, pero tampoco podía fingir que todo iba
bien.
«De esta no vas a salir tan fácilmente, chaval», se dijo al tiempo que empujaba la
carretilla hacia el ascensor. Antes de apretar el botón de bajada, se quedó escuchando,
preguntándose si oirían a los matones cuando por fin dieran con el código que abría la
colosal puerta de la entrada, o si conseguirían abrirla en silencio y entrarían como
gatos por una ventana en plena noche. En ese momento, todo estaba en silencio; ni
siquiera oía el ruido que hacían Jeremiah y Del Ray dos pisos más abajo. Su
esforzada respiración era la única señal de vida en aquel lugar, lo único que lo
convertía en algo más que un nicho en las entrañas de una montaña, deshabitado y
vacío como una concha marina.
La puerta del ascensor se abrió con un ruido metálico. Gruñendo discretamente,
Joseph colocó la carretilla en posición y empezó a arrastrar las reservas de agua por el
pasillo. Veía los pies de Jeremiah, que asomaban por debajo de la consola, rodeados
de componentes y cables, y le recordó al laboratorio de científico loco, en versión
cubo de almacenaje, de Elephant. El gordo había dicho que la base militar ya no era
un secreto, y tenía razón, pero nada más lejos de su intención que ir a felicitarlo
personalmente por su exactitud.
—¡Aquí está toda el agua! —gritó hacia los pies de Jeremiah—. Ahora voy a traer
toda la comida. No sé por qué…, al fin y al cabo, se trata de porquería empaquetada.
Nos moriremos a los pocos días de comer esa mierda.
Jeremiah salió de debajo de la consola con el ceño tan fruncido que Joseph habría
podido abrir en él una botella de cerveza, de haber tenido una a mano.
—Sí, es una lástima. Por eso estoy seguro de que cuando salió a darse un paseo
por Sudáfrica y me dejó aquí encerrado, al cuidado de su hija indefensa, compraría
alguna golosina para mí, ¿verdad? Unos caramelos muy caros quizá, o una docena de
koeksisters de la panadería. Algo para compensarme por haberme dejado aquí solo,
sin más comida que esa que tan atinadamente ha llamado basura.
Gracias a su larga experiencia con su hija y otras personas, Joseph reconoció una
discusión que no iba a ganar, de modo que siguió empujando la carretilla rápidamente
hasta el lugar donde había empezado a formar una pirámide de garrafas. Al volver,
Jeremiah ya estaba otra vez debajo de la consola y no se veía a Del Ray por ninguna
parte; Joseph se quedó mirando el laboratorio. La vista de los silenciosos tanques
virtuales, como los objetos muertos y polvorientos de una estantería de museo, le
arrancó bruscamente unas lágrimas. Sorprendido, se las secó.
«Pero te aseguro —dijo en silencio al tanque más cercano—, te aseguro que no te
tocarán un pelo si no es pasando por encima de mi cadáver. No sé cómo, pero
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conseguiré sacarte al sol otra vez».
Le sorprendió hacer mentalmente semejante discurso, pero lo que más le
sorprendió fue que era cierto.
—¿Me has oído, muchacha? —musitó—. Tendrán que pasar por encima de mi
cadáver.
Temía que Del Ray o Jeremiah lo vieran y, de todos modos, aquel sitio era frío y
triste como una tumba. Se dirigió rápidamente hacia el ascensor.
Calliope Skouros posó la taza de café con mala cara, no porque supiera mal,
aunque el brebaje del envase autocalentable sabía a rayos, sino porque la víspera
había tomado tanto café que, a pesar de las cinco horas de sueño no reparador, su
sistema nervioso todavía acusaba los efectos de la cafeína; se sentía como una de esas
insoportables personas animosas que viven para organizar las fiestas del barrio.
A pesar de todo, estaba de buen humor. Aunque en el frente de la camarera la
victoria no había sido abrumadora, al menos se había producido un progreso.
Elisabetta (la portadora de tatuajes y café) le había dicho su nombre, y de vez en
cuando se dejaba caer por su mesa para charlar un poco, incluso cuando un error
fortuito en la política de siéntese usted mismo llevó a la detective a la sección de otra
camarera. Para mayor sorpresa y alegría de Calliope, resultó que la joven no era una
simple belleza de estilo rudo. Era estudiante de bellas artes, naturalmente, pero
parecía tener en la cabeza algo más que serrín e incluso estaba dispuesta a escuchar
durante unos minutos, cuando se conseguía distraerla de las eternas quejas de las
camareras sobre jefes piojosos, pies doloridos y problemas con la renta y el
transporte.
Resultaba curioso que, después del equivalente a varias noches de fugaces
conversaciones, no hubiera surgido el otro componente principal de las típicas
miserias de camarera: hasta el momento no habían salido a colación los novios vagos,
ignorantes o violentos. En realidad no se había llegado a hablar de novios (ni de
novias).
«Habrá que convertir esto cuanto antes —se dijo Calliope, pensando en la
perspectiva de meses de merodeo por aquel ambiente hortera de fiesta playera del
Bondi Baby—. Si no, la cafeína acabará conmigo».
—Un penique por tus pensamientos, compañera mía… —Stan Chan se coló en el
estrecho espacio de la sala de vídeo, al que los policías llamaban la «habitación
verde», y tiró el abrigo en el respaldo de una silla; como de costumbre, el reducido
cubículo parecía una sauna—, aunque estoy seguro de que me quedo corto. Hoy te
veo muy profunda. ¿Cuánto valen hoy tus pensamientos? ¿En créditos suizos? ¿En
bienes inmuebles? —Miró a la pantalla, donde se veía a un hombre de piel oscura,
delgado y lleno de cicatrices. En la habitación que ocupaba el prisionero no había
más que una mesa vieja y varias sillas, las paredes, de un odioso color naranja
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chillón, eran de horribles baldosas de fibrámica que repelían las pintadas y la sangre,
o eso se decía—. Hablando de valores, ¿es nuestro amigo 3Big?
Algunas veces, Stan era insufrible por las mañanas, incluso cuando a Calliope no
le chisporroteaba la cabeza como un cortocircuito.
—¿No puedes hablar un poco más bajo? Sí, es él. Ha estado encerrado toda la
noche y ahora vamos a hablar con él.
—Maravilloso. —Verdaderamente, su compañero estaba de un humor tan
excelente que daba miedo. Calliope se preguntó si habría vuelto a ligar o algo
parecido—. ¿Puedo ser el malo? ¿Me toca a mí?
—Sí, te toca a ti.
—Eres toda una compañera. —Hizo una pausa, frunció el ceño y le tocó las
costillas—. No llevas el antibalas, Skouros.
—¿En esta época?
No soportaba el chaleco relleno de gel, una prenda que los de la oficina solían
denominar «camiseta interior antibalas».
—Lo manda el reglamento. Ten en cuenta que después de pasarse toda la noche
en la celda, nuestro amigo puede haberse fabricado una pistola con jabón y pelusa del
suelo.
—Sí, tienes razón. No me extraña que a ti te guste tanto llevarlo puesto… te hace
muy musculoso. Pero a mí me hace gorda.
—A mí me pareces el fornido ángel justiciero, pero —se puso serio un instante—
tienes que ponértelo, Skouros, en serio.
—De acuerdo, me lo pondré. Y ahora, vamos a trabajar un poco, señor Poli Malo.
Con un chasquido de dedos, Stan apagó las luces de la habitación verde, de modo
que solo se veía oscuridad en el umbral, detrás de ellos, cuando salieron al resplandor
de las baldosas anaranjadas. El prisionero los miró sin más expresión que una dejadez
despectiva en el gesto de los labios. A Calliope le gustó: disfrutaba más cuando los
prisioneros se hacían los duros.
—Buenos días, Edward —dijo ella animadamente mientras ambos tomaban
asiento enfrente del prisionero—. Soy la agente Skouros, y este es el agente Chan. —
El hombre no contestó, solo se pasó un dedo por las largas cicatrices de la mejilla—.
Usted es Edward Pike —dijo Calliope fingiendo desconcierto—, ¿no es así? Seguro
que no nos hemos confundido de sala de interrogatorio. —Se dirigió a Stan—.
Supongo que este hombre tendrá que volver a la jaula mientras aclaramos el error.
—Solo mi madre me llama Edward, y murió hace dos años —dijo el hombre con
resentimiento—. 3Big, así es como me llaman. 3Big.
—Sí, es él, no temas —dijo Stan—, una mala pieza callejera; lo acaban de pillar
con seis docenas de cartuchos de carga sensorial indonesia en un cinturón antibalas
personalizado: te van a caer diez años por eso, chaval, y no te mandarán a ningún
sitio bonito.
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—Era para consumo personal, ¿vale? —dijo, solo por seguir las formalidades,
porque todo el mundo sabía que aquello no era más que un toma y daca, un combate
de esgrima hasta que llegara el abogado de oficio—. Necesito rehabilitación. Soy
drogadicto.
—Sí, eso funcionará —dijo Stan como si escupiera—. Con una sola mirada, la
jueza se dará cuenta de que estabas en un radio de un kilómetro de la escuela más
próxima y nos recomendará que te metamos en una barcaza de desechos y te
hundamos en el océano sin pérdida de tiempo.
Calliope observó sentada en silencio unos minutos, mientras su compañero
ejecutaba formalmente los agresivos pasos de baile de rigor. Edward Pike, alias 3Big,
era un habitual, de modo que conocía el procedimiento tan bien como Stan. No era el
peor elemento con el que habían lidiado: un montón de avisos por tenencia y
manipulación y una temporada decente en Silverwater por venta, pero hasta el
momento no había matado a nadie que no hubiera intentado matarlo a él primero, lo
cual lo convertía, según los parámetros de Darlinghurst Road, en una especie de
Robin Hood. Tenía fama de ser un poco más listo que los maleantes típicos de King’s
Cross, lo demostraba el hecho de que solo hubiera ido a la cárcel una vez por venta
ilegal. Calliope se preguntó si se sentiría orgulloso de ello, porque de ser así sería un
punto donde apretarle un poco las clavijas. Stan ya lo tenía enseñando los dientes y a
la defensiva, lo cual significaba que había llegado el momento de intervenir.
—Agente Chan —dijo en un tono brusco—, me parece que esa no es forma de
llevar la situación. ¿Por qué no va a buscar un vaso de agua?
—No, no creo. —Stan miró al prisionero con desprecio—. Pero si cree que puede
controlar a este animal, adelante, el gusto es mío.
—Mire, señor Pike —empezó Calliope—, técnicamente usted debería estar en
Delitos en Vía Pública, es decir que, formalmente, no tenemos jurisdicción sobre
usted. Pero si nos proporciona un poco de información y si la información es buena,
es posible que podamos dejarlo en simple posesión. Con sus antecedentes, aún le
caerá una temporada, aunque no mucho.
La oferta le interesaba pero no quería darlo a entender; los ojos le chispeaban bajo
los pesados párpados; tenía unas pestañas negras sorprendentemente largas.
—¿Qué es lo que quieren? No pienso delatar a nadie. Salir pronto de la jaula no
me servirá de nada si me trincan en cuanto ponga el pie en el Darling.
—Solo queremos cierta información sobre un viejo conocido suyo, un tipo con el
que pasó algún tiempo en Minda Juvenile. Johnny Wulgaru…
—No lo conozco —dijo sin expresión.
—También llamado Johnny Oscuro…, Johnny Dread, Johnny Miedo.
Algo cambió en el rostro pétreo del prisionero, algo rápido como mercurio
rodando en una cazuela.
—¿Se refiere a John More Dread, Johnny Más Miedo? ¿Está hablando de Miedo?
—Una complicada serie de emociones pasó por su rostro y concluyó con un
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fruncimiento nervioso de ceño—. ¿Por qué lo buscan? Pero ese ya la palmó, ¿no?
¿Miedo?
—Se supone. ¿Ha oído usted otra cosa? —Calliope lo miró, pero el prisionero
había vuelto a ocultarse detrás de su máscara callejera—. Solo queremos aclarar un
antiguo homicidio. El de una niña llamada Polly Merapanui.
—No la conozco —dijo, pisando terreno seguro otra vez—. Ni siquiera había
oído ese nombre. —Parpadeó y pensó un momento—. ¿Es la niña a la que le sacaron
los ojos?
—¿Sabe algo de ese caso? —preguntó Calliope con naturalidad, inclinándose
hacia delante.
—Lo leí en las noticias de la red —replicó encogiéndose de hombros.
—Díganos solo si usted sabe algo sobre Johnny Miedo en relación con ese
crimen. Cualquier detalle será útil.
—No pienso delatar a nadie.
—¿Cómo se delata a uno que ya está muerto? —terció Stan Chan—. Piensa un
poco, basura.
—¿Este perro es suyo? —dijo 3Big ofendido, mirando a Calliope—. Porque si no
deja de tocarme las pelotas, ya puede llevarme de vuelta a la jaula.
Calliope hizo una señal a Stan para que volviera sentarse.
—Dígame lo que recuerda de John Miedo.
—Nada —contestó el prisionero con una sonrisa de satisfacción—. Se me ha
olvidado todo. Y si a partir de hoy me entero de algo más, también se me olvidará.
Era un cabrón sayee-lo. No hablaría con esa bestia ni por un montón de pasta.
Calliope siguió haciendo preguntas estimulada por las insinuaciones de Stan, que
a veces eran verdaderamente surrealistas, sobre la herencia y la vida social de 3Big.
Si eso era un encuentro de esgrima, el prisionero no se había propuesto ganar, sino
simplemente que no lo tocaran, una experiencia poco satisfactoria y tan prolongada
que a Calliope le desapareció hasta el último rastro de cafeína y empezó a sentirse
cansada e irritable.
—Es decir, que está muerto y hace años que usted no lo ha vuelto a ver. Es eso lo
que trata de decirme, ¿verdad?
—Se lo aseguro —asintió.
—Entonces, ¿por qué tengo la sensación de que me oculta algo? Le espera una
larga condena, señor Pike, Eddie, Tres Bis o como quiera que se haga usted llamar. Si
yo estuviera en su lugar, en estos momentos me pondría a trepar a esta mesa e
intentaría besarme este gordo culo griego que tengo, porque nadie le va a hacer
ninguna oferta hasta dentro de mucho tiempo, como no sea en las duchas, cuando
vuelva a Silverwater, y le ofrezcan una chocolatina para que se agache. —Al
prisionero le sorprendió el brusco cambio de actitud de Calliope cuando dejó de fingir
que pretendía ayudarlo, pero mantuvo la sonrisa irónica—. De modo que, ¿por qué no
habla?
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—Estoy hablando.
—Me refiero a cosas importantes. Podríamos ahorrarle de tres a cinco años de
sentencia, si nos contara algo útil sobre John Miedo.
Se quedó mirándola un tiempo inusualmente largo. Stan Chan se dispuso a decir
algo, pero Calliope le tocó la rodilla por debajo de la mesa pidiéndole paciencia. 3Big
volvió a toquetearse las cicatrices, suspiró y, finalmente, dejó caer las manos sobre la
mesa.
—Mire usted —dijo con lentitud—, le voy a decir una cosa gratis. No sé nada
sobre Miedo. Pero aunque supiese algo, no le diría una puta palabra. Ni por reducción
de la pena por buena conducta, ni por reducción a palo seco ni por nada.
—Pero ¡si está muerto…!
El prisionero hizo un gesto negativo con la cabeza y desvió la mirada
escondiendo los ojos tras sus largas pestañas como una pantera en un cañaveral.
—No importa. Usted no conoce a Miedo, no se lo ha encontrado nunca. Cuando
se enfada, vuelve de debajo de la tierra y te mata tres veces de tres formas distintas.
Si existiera el mopaditi que volviera a la tierra solo para asesinar en la oscuridad,
sería Miedo.
—Mopaditi. ¿Qué significa eso?
—Fantasma —explicó distanciándose, como si los observara desde las
profundidades de una cueva—, el muerto que no se marcha. Prefiero volver a la jaula.
—En fin, no ha servido de nada —dijo Stan Chan, que esperaba con expectación.
—Un momento. —Calliope se quitó el auricular y lo guardó en su hueco
acolchado de la multiagenda. Una vez más se planteó la conveniencia de invertir en
una cánula. Era una pesadez tener que cargar constantemente con la multiagenda,
incluso con la nueva Krittapong, fina como una oblea, que se había regalado en su
último cumpleaños—. La doctora Jigalong no se encuentra en la ciudad. Le he dejado
mensajes en el trabajo y en casa.
—¿Sobre «mopaditi»?
—Sí. Nunca he oído esa palabra en la jerga de la calle, ¿y tú?
—No. —Puso los pies encima de la mesa—. ¿A cuántos hemos interrogado? ¿A
ocho, a nueve? ¿Y qué hemos conseguido?
—Creo que eso puede darnos una pista.
—¿Porque es una palabra aborigen? —le preguntó arqueando una ceja—. Por si
no te has dado cuenta, Skouros, ese hombre tiene una marcada herencia aborigen.
¿Acaso no dices tú misma de vez en cuando ¡hopa!, retsina e incluso acrópolis? Yo
también utilizo expresiones étnicas algunas veces; el otro día, sin ir más lejos, te
llamé «culo blanco», me parece recordar…
—Reaccionó cuando le pregunté sobre Johnny Miedo. Le sorprendió.
Había otra cosa más que la inquietaba, un detalle que se le escapaba y que la
sacaba de quicio.
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—Bien, en realidad, el hombre está oficialmente muerto. Es motivo suficiente
para sorprenderse, que le pregunten a uno por una persona a la que se tiene por
muerta.
—Es posible. Pero noté algo raro en su reacción. A lo mejor ha oído algo en la
calle.
—El «es posible» no nos sacará del atolladero, Skouros. Y ahora ¿qué hacemos?
Por encantador que sea el tema, nos estamos quedando sin cultura callejera que
investigar.
Calliope sacudió la cabeza, perpleja y preocupada y, sin el menor rastro de
cafeína en el cuerpo y sin haberlo reemplazado con otra cosa, su estado general era
pésimo.
Se asomó otra vez al balcón. La torre la atraía como si ella fuera una polilla y la
inmensa mole negra, una especie de luz invertida. También ahora, sin oír las voces y,
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paradójicamente, más lejos de la torre que cuando estaba en la bahía de Juniper, no
podía olvidarla.
Un círculo de señales luminosas rojas rodeaba la parte superior como una corona
de ascuas; en los pisos más altos se veía luz en algunas ventanas, aisladas o en
pequeños grupos. Por lo demás, solo se destacaba sobre el cielo nocturno cuando la
iluminaban los faros que recorrían el aparcamiento vacío, cuyos haces rebotaban en la
irregular fachada al recorrer las filas de emplazamientos pintados.
Ya no oía las voces. Los niños se habían ido. ¿Sería uno solo y siempre el mismo?
Llevaba tanto tiempo inmersa en la irrealidad onírica de su viaje al sur que apenas lo
recordaba. Además estaba agotada. Las noches en que los niños tiraban de ella y la
llamaban con apremio musitándole su vida al oído mientras dormía, le habían
proporcionado mayor descanso que las negras horas muertas que había
experimentado desde el momento en que dejaron de hablarle. Ahora, se despertaba
cada día vacía y perezosa, como un globo de helio que empezara a deshincharse y
solo pudiera rodar por la moqueta, desinflado e inútil.
«Y ahora, ¿qué? —se preguntó, incapaz de apartar la mirada de la torre, el centro
de un reino oscuro—. ¿Me vuelvo a casa? ¿Me suicido?».
Casa ya no tenía. Misha ya no estaba y la bahía de Juniper parecía otro planeta:
como el circo, como los queridos y dulces días asesinados, cuando todavía estaba con
Aleksandr. Y se había alejado de los que podían ayudarla: Roland McDaniel y unos
cuantos amigos más del trabajo, y el agradable abogado, el señor Ramsey. Ya no le
quedaba sino el silencio.
Antes de abandonarla, las voces la habían llevado prácticamente hasta el pie de
esa sobrecogedora mole negra. Por algún motivo, allí estaba todo reunido de forma
inextricable: los niños, la torre y la cadavérica cara sonriente y blanca del Tío Jingle,
la máscara que ella misma había llevado tanto tiempo que quizá le hubiera
transformado su verdadero rostro.
Abrió la multiagenda y se sentó ante el pequeño tablero del escritorio del motel.
La mirada se le iba constantemente hacia la ventana, hasta que, al final, dio una
palmada y las cortinas se cerraron; de otro modo no hubiera podido pensar, distraída
por la imagen del enorme y severo dedo oscuro.
Cansada, pero satisfecha de haber tomado una decisión, Olga Pirofsky empezó a
escribir una carta de suicidio dirigida al juez.
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6. Hablar con máquinas
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Un nuevo accidente mortal de cohetepatín reaviva
la preocupación.
(Imagen: niños practicando en las instalaciones de Skate Sphere de Clissold
Park, en Londres). Voz en off: La última tragedia de la larga serie sucedida con
cohetepatines ha provocado en el Parlamento británico el planteamiento de una
prohibición sobre lo que un diputado llamó «un vehículo ridículamente peligroso».
Sin embargo, la mayoría de los usuarios del patín no lo consideran un problema.
(Imagen: Aloysius Kenneally, de dieciséis años, ante los escaparates de Bored!,
en Stoke Newington). KENNEALLY: Es una auténtica ful. Casi todos los que la diñan
son colgaos cuarentones, ¿vale? Salen un fin de semana, se machacan, se cargan a
cualquier vejestorio que ande por ahí de compras, se enganchan al ventilador del
autobús aéreo. No hay derecho de que pringuemos los demás por culpa de unos
cuarentones que no tendrían que montar ni en bici…
Era como una película de terror, pero mucho peor, porque era real.
Unas formas humanas diminutas temblaban ante un monstruo inmenso…
escorpión látigo, lo había llamado Kunohara. Paul veía a Martine y a sus compañeros
en miniatura, acurrucados al fondo de los pliegues del envés de una gran hoja, que
temblaba sobre sus cabezas bajo unas gotas de lluvia que parecían bombas. Alargó la
mano, pero solo se trataba de una ventana de muestra: no podía ayudarlos de ninguna
manera. El escorpión látigo se acercó un poco más, desgarbado sobre sus imponentes
patas articuladas. Lentamente, casi con ternura, alargó hacia ellos una fina antena que
parecía una fusta rígida.
—Si destruyó a los mutantes —gritó Paul—, ¿por qué no salva a mis amigos?
—Esos mutantes no pertenecían a este medio. Sin embargo, el escorpión no tiene
nada de malo —replicó Hideki Kunohara, casi ofendido—. Solo sigue el impulso de
su propia naturaleza.
—Si usted no quiere ayudarlos, mándeme a mí. Déjeme al menos ir con ellos.
—Morirá en el intento —contestó Kunohara mirándolo de soslayo
desaprobadoramente.
—Tengo que intentarlo.
—Apenas conoce a esas personas: me lo dijo usted mismo.
A Paul se le llenaron los ojos de lágrimas. La furia lo invadía como vapor de agua
a punto de reventar por la coronilla. Oía los gritos apagados, finos como hilos, de
Martine y los demás, mientras el escorpión monstruoso se acercaba.
—No ha entendido nada. He estado perdido durante meses, años quizá,
¡completamente solo! Creía que me había vuelto loco. ¡No tengo a nadie más en el
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mundo!
Kunohara se encogió de hombros y levantó una mano. Un instante después, la
burbuja, la ventana y el rostro imperturbable de Kunohara desaparecieron y fueron
reemplazados por un entorno espantosamente raro.
Se encontraba en una parte del bosque, rodeado de colosales troncos de árboles
que ascendían hacia el cielo nocturno, tan enormes que casi se hacían invisibles. La
lluvia silbaba y repiqueteaba por todas partes, las gotas eran grandes como cubos de
basura, algunas alcanzaban el tamaño de un coche pequeño y se estrellaban contra el
musgo del suelo haciendo temblar el mundo.
Paul se acordó de repente de las pavorosas trincheras de Amiens, cuando se
encogía de miedo ante la destrucción impersonal de la pesada maquinaria alemana; el
deslumbrante resplandor fosforoso de los relámpagos daba mayor verosimilitud a la
ilusión. Percibió un movimiento a la derecha, acompañado de un fuerte crujido
correoso que se sobrepuso al aporreo de la lluvia; el suelo se movió. Paul dio media
vuelta y creyó que el corazón se le salía del pecho.
El escorpión látigo se acercó un paso más a la base de la hoja y se quedó inmóvil,
palpando con las inquisitivas antenas. En relación con Paul, era del tamaño de un
camión de bomberos, pero mucho más alto: un cuerpo grueso y ancho colgado de un
caballete de patas articuladas. No se le veía la cola, pero las pinzas que se plegaban
como parachoques debajo de la cabeza estaban provistas de ganchos espinosos
capaces de sujetar una presa con la perfección de las mandíbulas de cocodrilo. Dos
brillantes puntos rojos situados en la parte inferior de la cabeza, que un relámpago
iluminó, parecían ojos malévolos, los de un ser conjurado de su sueño en las
profundidades del infierno, furioso por haber sido despertado.
Un reguero de agua cayó sobre el escorpión desde una de las hojas altas. El
insecto se aplastó contra el suelo al recibir el torrente, esperando con fría paciencia a
que la inundación terminara. Paul vio durante unos instantes lo que había más allá, en
el hueco que formaba una hoja del tamaño de un chalet alpino al doblarse hacia el
suelo: pálidas caras humanas que brillaban tenuemente como perlas a la débil luz de
la luna. Hacia allí se adelantó en el instante en que el escorpión volvía a erguirse en
toda su estatura.
—¡Martine!
El bombardeo de la lluvia apagó la voz. Paul cogió un fibroso trozo de madera,
largo como su brazo, una aguja de árbol o una espina, y se la arrojó al escorpión. El
proyectil dio en vano contra una de las patas del monstruo, pero el movimiento atrajo
su atención. El escorpión se detuvo y agitó una antena como un látigo en dirección a
Paul. Este, al darse cuenta de lo que había hecho, se quedó rígido. La antena, que
parecía un cuerno de veinte metros de longitud, aunque no excedía en anchura a la
pierna de Paul, pasó a tan solo un brazo de distancia de él; el corazón le latía al triple
de la velocidad normal.
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«¿Qué he hecho? —El pensamiento voló por su cabeza, desquiciado y veloz
como el corazón—. Me he suicidado. No puedo hacer nada por ayudarlos, y ahora me
he suicidado».
El escorpión se arrastró un paso hacia él. El látigo rozó el pecho a Paul y estuvo a
punto de tirarlo al suelo. La sombra se cernió sobre él, las patas giraron y se situaron
a los lados en perfecta formación, como un bosque de árboles inclinados. Las
impresionantes pinzas se abrieron y se flexionaron lentamente, y al momento se
cerraron de golpe.
Antes de que Paul cerrase los ojos ante el horrible final que se aproximaba, el
escorpión viró con brusquedad hacia un lado. Una diminuta figura humana había
surgido de debajo de la hoja y corría a trompicones por el terreno irregular. El
escorpión látigo salió en su persecución a una velocidad de vértigo.
El pequeño ser humano gritó y tropezó cuando la oscuridad de sus muchas patas
lo cubrid. El escorpión agachó la cabeza y atrapó con las pinzas a la presa, que
pataleaba, la pellizcó y la machacó dándole formas imposibles antes de llevársela a la
furiosa maquinaria de las mandíbulas.
Paul solo podía mirar estupefacto. La persecución y la matanza habían concluido
en unos segundos. Uno de sus amigos había muerto y ahora el inmenso monstruo se
volvía de nuevo, una pata después de otra, hacia él.
Otra sombra salió arrastrándose de los árboles, una columna nebulosa y blanca
que aplastó a la criatura contra el suelo. El caparazón del monstruo se cubrió de hielo
y las articulaciones de las patas se cristalizaron.
—¡Por los siete infiernos, nada funciona! —La voz de Kunohara atronó a Paul y,
de pronto, Kunohara en persona apareció a su lado. Sin prestar atención al elefantino
escorpión rígido, Kunohara agarró a Paul por el hombro e hizo señas de acercarse a
los que todavía se escondían debajo de la hoja—. ¡Salgan de ahí! —gritó—. Vengan y
dense la mano: no sé hasta dónde puede llegar mi campo protector personal.
Paul, medio mareado todavía del susto, vio tres pálidas siluetas salir a campo
abierto. Alguien lo tomó de la mano y, en ese momento, les cayó encima otra
avalancha de lluvia y fragmentos de vegetación que revoloteaban en el aire.
Súbitamente, todo desapareció.
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simuloide de pelo negro, una forma muy distinta a la del guerrero troyano a quien
había conocido.
—Javier, eres tú, ¿verdad? ¿Quién más está contigo? ¿Dónde está Martine?
—Aquí mismo —respondió T4b, agachándose junto a la tercera persona—. No
tiene muy buena pinta.
—Sobre… —Martine Desroubins intentó hablar, tosió y por fin lo consiguió—.
Sobreviviré. La transición… ha podido conmigo. Paul Jonas, ¿de verdad eres tú?
¿Dónde estamos? No lo entiendo.
—Sí, soy yo. —Paul había contado las cabezas, pero no encontraba más de tres.
Le aterrorizaba hacer la siguiente pregunta, pero tenía que saberlo—. ¿Dónde están
los demás? Ese monstruo horrible…, el escorpión, ¿acabó con ellos?
Florimel se sentó, llevaba un simuloide genérico de mujer madura, pero la
reconoció por la herida en el ojo y por la oreja que le faltaba.
—No hemos visto a Renie, !Xabbu, Orlando y Fredericks desde…, desde lo que
pasó en la montaña negra.
—Pero ¿quién…? —Paul pensaba frenéticamente a cuál de los compañeros había
olvidado—. Vi al monstruo atrapar a alguien…
—Era uno de la Hermandad del Grial… —dijo Florimel—, un hombre llamado
Jiun. Debió de pensar que podría escapar mientras el monstruo se distraía contigo.
Pero se equivocó. —Miró alrededor—. ¿Dónde estamos? ¿Cómo hemos llegado hasta
aquí?
—¿Jiun Bhao? —preguntó Kunohara desde atrás. Todos se volvieron
sorprendidos, excepto Paul—. Jiun Bhao, el azote de Asia, ¿se lo ha comido un
escorpión látigo en mi jardín?
Echó la cabeza hacia atrás y estalló en una carcajada.
—¡Qué sentido del humor tan retorcido! —comentó T4b, impresionado, a su
pesar, por la hilaridad de Kunohara, que en esos momentos se doblaba por la cintura,
desternillándose de risa.
—De modo que es a usted a quien debemos agradecérselo, ¿no es así? —preguntó
Martine al anfitrión.
—A decir verdad, tardó bastante tiempo en decidirse a ayudar, Kunohara —le
reprochó Paul con irritación.
—¡Ay, lo siento! —se disculpó Kunohara limpiándose los ojos—. Pero
comprendan que me alegro mucho. ¿Saben cuántas pequeñas empresas engulló Jiun?
¿Cuántas vidas aplastó con sus propias manos? ¡Jiun Bhao devorado por un escorpión
en plena lluvia! —Sacudió la cabeza—. Pero no sea injusto conmigo, Jonas. No
habría permitido que usted muriese. Pensé que podía traerlos a todos aquí pero hay
problemas graves en los niveles altos del sistema, efectos sin duda de una catástrofe
mayor, y no podía moverle a usted ni a sus compañeros por control remoto. Habría
destruido al escorpión desde lejos si hubiera podido, aunque la criatura en sí es
inocente, pero en estos momentos son pocos los comandos de mi sistema que todavía
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funcionan. Por eso tuve que ir en persona, para que ustedes estuvieran en contacto
físico conmigo cuando me transportase aquí otra vez.
—Entonces, ahora somos sus invitados —dijo Florimel lentamente—. ¿O somos
sus prisioneros?
—Tan prisioneros como yo —dijo Kunohara con una leve inclinación—. Sin
embargo, eso no significa que ninguno de nosotros tenga toda la libertad que desea.
—Hay una cosa que no entiendo —dijo Paul—. Martine, oí tu voz. ¿Cómo
podías… emitir de esa forma? —La mujer ciega levantó la mano, temblorosa y
fatigada, en la que sujetaba un pequeño objeto brillante de plata—. ¡El mechero! —
exclamó Paul—. Creía que se lo había quedado Renie.
—No es el mismo —replicó Martine con cansancio—. Te lo explicaré más tarde,
si no te importa.
—Ya ha hecho mucho daño —dijo Kunohara mirando el objeto con el ceño
fruncido— revelando su ubicación con ese dispositivo. —Observó de cerca el
estilizado monograma—. Yacoubian, el idiota de Yacoubian. Con sus puros y su
déficit de atención. Tenía que haberlo adivinado.
—Ahora no le serviría de nada, aunque lo tuviera —dijo Florimel con cierta
satisfacción—, a menos que en el infierno se fumen puros.
—No le voy a pedir que me lo entregue —dijo Kunohara con el ceño fruncido—,
una alianza delicada puede hundirse por esa clase de cosas. Pero si se atreve a
utilizarlo otra vez y a correr el riesgo de atraer a su enemigo a mi casa, la expulsaré
de esta casa y la enviaré de nuevo con el escorpión. A estas horas estará
perfectamente descongelado.
—No queremos usarlo —intervino Martine arrastrando las palabras cansinamente
—. De todos modos, ha perdido el resto de funciones, por lo que yo sé. Solo sirve
para comunicarse. —Bostezó—. Solamente queremos dormir.
—Me parece muy bien —replicó Kunohara, y agitó la mano—. Duerman. Usted
también, Jonas, puesto que lo despertó la llamada de sus amigos. No estoy nada
satisfecho con las locuras que ustedes han hecho, pero ahora el paso está dado.
Descubriré cuanto pueda y los despertaré con tiempo suficiente.
Desapareció y los dejó solos allí, en una espaciosa habitación redonda, con los
sonidos y el movimiento distorsionado del río. T4b observó con ojo crítico los
modestos muebles y el cadáver de la cochinilla mutante, que todavía flotaba en el aire
desde su cajita de luz, en el extremo opuesto de la habitación.
—Quizá sea mejor que esconderse debajo de una hoja —comentó, y se tumbó en
las esterillas.
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mundo virtual se hubiera salido de su órbita normal. Pero tengo que esforzarme por
hacer bien las cosas, a pesar de la sensación de que el tiempo se agota. Quizá así es
como se siente Renie, que siempre quiere seguir adelante…
»Creo que, cuando nos interrumpió el escorpión, ya había grabado casi todo lo
sucedido en Troya y en la cima de la montaña negra. Ahora intentaré contar con el
mayor sentido posible cómo salimos de la montaña y lo que ha sucedido desde
entonces. Hay muy pocas posibilidades de recuperar en algún momento estas
subvocalizaciones que lanzo al éter del espacio virtual, pero siempre he ordenado mi
vida de esta forma, aunque en las páginas de un diario más convencional, y es una
muleta de la que prefiero no prescindir.
»A eso podríamos llamarlo pensamiento, ¿no es así? A lo largo de toda mi vida,
hablar con máquinas, y conmigo misma a través de ellas, me ha proporcionado solaz
y estabilidad mental. Es psicológicamente transparente, supongo, y ciertamente
penoso.
»Basta.
»En los últimos momentos en la cima de la montaña negra, cuando la realidad que
percibíamos se fracturaba alrededor, de pronto me consumieron las imágenes y los
sentimientos: sensaciones poderosas tan sobrecogedoras como la posesión
demoníaca. Ahora, después de hablar con Florimel y los demás, sospecho que, por
algún motivo, mis sentidos alterados captaron el ataque de Miedo al Otro: para mí fue
como una visión fantasmagórica de aves y sombras, de voces de niños que gritaban,
de ataques de dolor y de horror para los que no tengo palabras. Tanto si el Otro es el
ente solitario que conocí en la oscuridad controlada del Instituto Pestalozzi cuando
era una niña como si no, y a pesar de cuanto haya podido hacerle a Singh, el viejo
pirata, o a cualquier otro, sentí piedad por él: sí, piedad, aunque solo sea una especie
de máquina muy evolucionada. No se me ocurre nada más patético que oírle cantar su
canción de cuna, un fragmento de un antiguo cuento fantástico. Sea bueno, malo o
cualquier cosa menos definible, su atormentado sufrimiento estuvo a punto de
matarme.
»Mientras el Otro luchaba y se protegía del ataque de Miedo, sucedieron cosas
que solo he podido reconstruir gracias a lo que me han contado los demás. El triunfo
de T$b al atacar a uno de los miembros de la Hermandad del Grial —un general
estadounidense, al parecer, llamado Yacoubian, el auténtico propietario de nuestro
dispositivo de acceso— es una cuestión que habrá que considerar despacio, puesto
que, por algún motivo, la extraña transformación que se operó en la mano de nuestro
joven compañero cuando nos encontrábamos en el mundo apedazado antes de la casa,
le permitió… no sé…, ¿interrumpir el control de Yacoubian sobre el entorno virtual?
¿Destruir los algoritmos que protegían a la Hermandad entera hasta ese momento?
»Sea como fuere, poco después, la gigantesca mano del Otro cayó sobre nosotros
y, al parecer, destruyó a Renie, !Xabbu, Orlando y Sam, y quizá también a Malabar,
el señor del Grial, que llevaba un simuloide de Osiris. Sin embargo, no sé si creerlo;
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tampoco Florimel está segura. Parece raro pensar que una manifestación del sistema
operativo pudiera hacer una cosa tan cruda como aplastar a nuestros compañeros
como moscas.
»Sea como fuere, Florimel y yo, arrastrada por ella, corrimos a ayudar a T4b; el
monstruo lo había derrumbado y yacía inconsciente a pocos metros de la mano
titánica. Esa mano desapareció bruscamente —al mismo tiempo, un súbito vacío en la
cabeza que no puedo ni empezar a describir me hizo comprender que el Otro se había
evaporado— sin dejar rastro de nuestros compañeros; solo el cadáver de Yacoubian,
con su cabeza de halcón. Florimel, mucho más serena que yo, vio un objeto entre los
enormes dedos de Yacoubian. Era otro encendedor, idéntico al que Renie se llevó a la
muerte o donde sea: por lo visto, Yacoubian se había hecho con un duplicado cuando
perdió el original. En el momento en que Florimel se agachó a recogerlo, el mundo se
desintegró otra vez.
»El Otro había desaparecido. Supe que el ángel de Paul, Ava, estallaba en
fragmentos alrededor de nosotros, y cada fragmento sufría un terrible coro de dolor
casi tan devastador como el del Otro. La realidad de la red se derrumbaba de una
forma que todavía no logro definir, se deshacía en pedazos, literalmente. Quise
agarrarme a cualquier cosa que pudiera salvarme como lo haría una mujer que se
ahoga y tiende la mano con desesperación hacia un trozo de madera, aunque sea tan
pequeño que no le sirva para mantenerse a flote.
»Pero lo que encontré fue suficiente para salvarnos de perecer en el caos que
sobrevino. ¿Cómo podría explicarlo? Si tuviera la esperanza de que alguien llegara a
oír estos pensamientos algún día, quizá lo intentaría con más empeño, pero no
consigo creérmelo.
»Fue un…, algo. Poco importan las palabras, porque no se puede describir con
palabras: fue un rayo de luz, un hilo de plata, una serie de energías cohesionadas. Una
especie de conexión entre el lugar donde estábamos y… otro lugar, eso es lo único
que supe con certeza. Lo más parecido que había experimentado en mi vida fue el
momento terrorífico en el lugar de los perdidos, cuando encontré a !Xabbu en el otro
extremo de la nada. Sin embargo, esta vez no parecía que hubiera nadie al otro lado
del filamento brillante. A medida que todo se deshacía a mi alrededor en información
sin sentido, solo ese hilo luminoso permanecía constante, aunque también empezaba
a perder cohesión. Lo agarré —nuevamente, no existen palabras apropiadas— como
había hecho la otra vez con la extensión de la personalidad de !Xabbu, y no lo solté.
Intenté pensar en todos mis compañeros, Renie, Florimel, Paul, todos ellos, intenté
centrarme en el esquema de cada uno en la tormenta de información para llevarlos
mejor conmigo en el fino hilo de vida. Pero las habilidades que tengo aquí no son
científicas, parecen arte, y, una vez más, me faltan palabras. Si supiera hacer siempre
las cosas que a veces hago, también yo sería una diosa de este lugar. En cualquier
caso, solo pude salvar a unos pocos.
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»No sé cómo, cruzamos y nos encontramos sin previo aviso en una noche lluviosa
en el mundo de Kunohara, con nuestros antiguos simuloides, los que llevábamos al
principio, cuando entramos en el sistema, pero vestidos todos, con un parche que
rezaba «La Colmena», en el pecho. Por lo visto, es una especie de atuendo que se
adjudica por defecto aquí, en el mundo de Kunohara. Es una lástima que solo nos
proporcionara la ropa, y no cobijo. Habría estado bien disponer de un techo y
paredes. Sin embargo, nos tuvimos que guarecer de la lluvia bajo las hojas, expuestos
a cualquier monstruo que, enfrentándose al mal tiempo, saliera de caza. Y,
ciertamente, a punto estuvimos de ser devorados por una bestia, hasta que Paul Jonas
y Kunohara intervinieron. Me alegro de no haber podido ver nada. Tuve suficiente
con percibir el tamaño y el poder del animal.
»Y ahora estamos aquí, en casa de Kunohara, donde, después de un breve sueño,
estuvimos horas hablando. Estoy cansada otra vez, pero tengo que continuar con esto
un poco más, mientras mis compañeros descansan, porque quién sabe cuándo volveré
a tener ocasión de repasar estas experiencias. Esta red rebate toda noción de inercia
natural: si algo puede suceder aquí, sin duda sucederá.
»Cuando nos despertamos, relativamente seguros, en esta curiosa burbuja,
contamos a Paul todo lo sucedido desde que fuimos separados en la cima de la
montaña. Supongo que, de alguna forma, conseguí arrastrarlo con nosotros por aquel
sendero brillante. Kunohara no quiere hablar conmigo de qué es lo que nos trajo aquí,
pero yo tengo mis…, no, prefiero mantener el orden de las cosas.
»Sea como fuere, nuestro anfitrión es un hombre singular. Se pasó la tarde
bebiendo un licor virtual que nos ofreció con un encogimiento de hombros. Solo lo
aceptó T4b, pero tampoco terminó el vaso. Kunohara parece fatalista y vidente; creo
que le afecta mucho saber que está atrapado aquí, expuesto a los mismos miedos y
peligros mortales que los demás vivimos desde hace semanas.
»Cuando explicábamos a Paul cómo Florimel, T4b y yo volvimos al micromundo
de Kunohara, descubrimos que no habíamos regresado solos. Dos componentes de la
Hermandad del Grial habían cruzado con nosotros, pero ya no estaban disfrazados de
dioses egipcios, sino que llevaban una especie de simuloide adjudicado por defecto:
Florimel me dice que ambos eran genéricos, una especie de amalgama, más que
personas de verdad. Fue ella quien supuso que tenían que ser los del Grial y, gracias a
la extraña mano de T4b —al fin y al cabo, habían visto lo que le había hecho a su
compañero Yacoubian—, los convenció de que cooperasen. Los antiguos señores de
la red descubrieron que ya no tenía ningún control sobre su propio sistema, y creo
que estaban bastante asustados y desorientados.
»El menos confuso de los dos era Robert Wells. Fue increíble permanecer
escondidos en el suelo, debajo de una hoja monstruosa, con uno de los hombres más
poderosos del mundo, e igualmente sorprendente descubrir que su compañero era un
personaje tan imponente como él: el financiero chino Jiun Bhao. Jiun no terminaba de
entender lo que había sucedido y parecía pensar que Florimel, T4b y yo estábamos
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allí para ayudarle a desconectarse o, en todo caso, a volver a uno de sus mundos
simulados. Lo sacamos del error rápidamente y apenas habló en todo el tiempo que
estuvimos juntos; se enfurruñó con nosotros como un niño.
»Wells me pareció un personaje más incisivo, e inmediatamente nos dio a
entender que disponía de información a cambio de ayuda. No especificó qué clase de
información, y ahora lamento no haberle hecho caso, pero un ciempiés que andaba a
la caza nos descubrió y Florimel y yo estábamos más preocupadas por encontrar
resguardo que por averiguar lo que Wells pudiera saber.
»¡Ah! Demasiadas palabras, Martine. Estoy relatando esto ahora con más
detenimiento que cuando se lo contamos a Paul y a Kunohara. El escorpión nos
encontró enseguida. Desesperada, intenté utilizar el encendedor y oí la voz de ese
monstruo, Miedo, que nos decía que llegaría… ¿cómo lo dijo? Que mandaría a unos
amigos a buscarnos. Gracias a Dios ya no estamos atrapados en el sitio en el que usé
el comunicador. No quisiera ver en mi vida a ese… ese…
»Me es difícil hablar cuando pienso en él, me acuerdo de cuando fui su
prisionera, de las cosas horribles que me decía su voz alegremente. Basta, Martine.
Ordena lo que tienes, lo que sabes y lo que recuerdas.
»No sé qué asustaba más a Robert Wells, si Miedo o el escorpión, pero el caso es
que echó a correr y desapareció entre la espesa vegetación. Jiun tardó un poco más en
abandonarnos, pero huyó en la dirección equivocada. No puedo decir que vaya a
perder el sueño por la muerte de un viejo cruel y egoísta como Jiun, pero me gustaría
saber qué ha sido de Wells. Se necesita sangre fría para decirlo, pero me alegraría
tener la certeza que ha encontrado el mismo destino fatídico que Jiun Bhao. A pesar
de las pocas horas que estuvimos juntos, no tengo la menor duda de que la
inteligencia de Wells es de temer.
»A Kunohara le hizo mucha gracia lo sucedido a Jiun; sin embargo, no parecía
preocuparle mucho que Wells anduviera suelto por su mundo simulado. En realidad,
es muy difícil saber lo que piensa Kunohara. Según Paul, nuestro anfitrión está
dispuesto a compartir lo que sabe, pero a mí me ha dado pocas muestras de ello y, a
medida que transcurre el día, adopta una actitud más silenciosa y extraña. A pesar de
lo prometido, nos ha dicho poca cosa que no sepamos. ¿Qué clase de aliado es? Solo
un poco mejor que los enemigos que ya tenemos. Después de haber perdido a tantos
amigos, es difícil no abrigar resentimiento contra él y su autocompasión.
»A veces, Kunohara me recuerda a un chico que conocí en la universidad, un
chico que tenía mucho éxito entre la gente y que se arriesgaba mucho: era capaz de
hacer cualquier cosa por un aplauso. Pero siempre noté en su voz un matiz tenebroso.
Murió escalando un muro de una residencia de diez pisos; todo el mundo dijo que
había sido un accidente terrible y triste, pero cuando me enteré, pensé que eso era lo
que buscaba, un accidente, y finalmente lo encontró.
»Kunohara, sobre todo en ese estado de borrachera silenciosa, me recuerda
mucho al que el chico…
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»Parece que los demás empiezan a despertarse; tenemos mucho de que hablar,
continuaré con estos pensamientos más tarde.
»Código Delphi. Fin».
Paul estaba asombrado de sentirse tan bien por el simple hecho de tener a Martine
y a los demás a su lado. «Kunohara tiene razón: apenas conozco a estas personas. Sin
embargo me parecen muy cercanas».
—Bien, señor Kunohara —dijo Martine con cierto retintín—, quizá sea un buen
momento para que nos proporciones información. Al fin y al cabo, ahora la situación
es tan peligrosa para usted como para nosotros.
—Nunca les he hecho daño —replicó Kunohara con una sonrisa—. Como he
dicho a sus amigos, el simple hecho de hablar con ustedes era muy arriesgado. Tienen
unos enemigos que cualquiera como yo intentaría evitar.
—Ya no puede evitarlos —dijo Florimel secamente—, de modo que hable con
nosotros. ¿Qué sabe usted de todo esto?
Kunohara suspiró y se sentó con las piernas dobladas. Fuera de la burbuja, la
primera claridad del alba teñía de violeta el cielo negro. La bruma tapaba
prácticamente la vista del río: era como si flotasen en un globo entre nubes.
—Les contaré lo que pueda, pero no es mucho. Si todavía no saben quién soy y
cómo he llegado aquí, no vale la pena que se lo explique. Construí este lugar porque
podía y he vivido en una tregua incómoda con la Hermandad del Grial durante mucho
tiempo. No niego que supiera desde el principio lo que se proponían y los crímenes
que cometían, pero no he hecho nada malo. No tengo la obligación de salvar el
mundo.
Florimel emitió un ruido grave que podía interpretarse como un gruñido de
cólera, pero Kunohara no le prestó atención.
—Lo único que quería, y sigo queriendo, es que me dejen en paz. No soy muy
sociable. Me resulta chocante ver mi propia casa, siempre tranquila, convertida en
una especie de barracón militar, pero no puedo remediarlo. Es difícil pasar por alto a
una persona que constantemente aparece en el propio jardín, aunque se desee más que
nada.
—Dice que sabía lo que estaba haciendo la Hermandad del Grial —resumió
Martine—. Cuéntenoslo; lo que nosotros sabemos son meras conjeturas.
—Creo que a estas alturas ya sabrán ustedes tanto como yo. La Hermandad ha
construido una máquina de la inmortalidad para su uso exclusivo, y ha matado a
muchas personas para mantenerlo en secreto, aunque hasta el momento le ha servido
de poco. A pesar de toda la planificación, no tuvieron en cuenta a ese empleado
maníaco de Félix Malabar que, por lo que me han contado ustedes, ha secuestrado el
sistema operativo.
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—Pero ¿qué es el sistema? —preguntó Florimel—. Tiene un nombre propio. Lo
llaman el Otro. ¿Qué es?
—Creo que ustedes han descubierto más cosas sobre él que yo mismo —replicó
Kunohara con una leve sonrisa—. Malabar ocultaba el secreto incluso a sus
compañeros de la Hermandad. Nadie sabía cómo se había construido ni cuál es su
principio operativo; eso solo lo sabe Malabar. Es como si hubiera salido de la nada.
—Pero no salió de la nada —dijo Martine de repente—. Yo lo conocí
personalmente hace veintiocho años.
Paul, que ya le había oído decir algo al respecto en la cima de la montaña, fue el
único que no la miró sorprendido. Martine contó su historia brevemente. A pesar del
tono sereno y seco, todavía se percibía en sus palabras el eco de un terror infantil.
—Es decir —concluyó Kunohara, que la había escuchado con perplejidad—,
aunque no se sepa quién lo construyó, hace unos treinta años que Malabar lo
programa de un modo u otro, como si le enseñara a ser humano. —Se quedó
pensando con el ceño fruncido; parecía que su extraño estado de ánimo hubiera
cambiado, al menos de momento—. Algo ha tenido que ganar combinando la
imitación y el uso de la conciencia humana como base del sistema.
—¡Exacto! —exclamó Paul intempestivamente—. ¡Dios, casi se me había
olvidado! Aquel hombre, Azador, Renie y !Xabbu también lo conocieron, me contó
que el sistema utilizaba cerebros infantiles, de niños gitanos, y también… ¿cómo
dijo? ¿De nonatos? —El recuerdo era impreciso, distorsionado por las experiencias
oníricas en la isla de Lotos—. ¿Por qué le sorprende tanto? —preguntó a Kunohara,
que lo miraba de una forma muy extraña—. Sabíamos que utilizaban a los niños para
algo…, por eso precisamente vinieron aquí casi todas estas personas.
—Así pues —dijo Kunohara, quien empezó a revolver el fuego al darse cuenta de
que miraba a Paul fijamente—, ¿eso es lo que han construido, una especie de red de
cerebros humanos interconectados?
—Pero ¿qué clase de nonatos? —preguntó Florimel esforzándose por controlar la
ira—. ¿Niños que nacen muertos? ¿Abortos provocados?
—Solo sabemos lo que dijo… lo que dijo la persona que ha nombrado Jonas —
contestó Kunohara—. Pero no me extrañaría que la matriz más básica de nodulos
neuronales consistiera en cerebros vírgenes de esa clase, sí —concluyó con un
evasivo encogimiento de hombros—. Klement, el suramericano, hizo su fortuna en el
mercado negro de órganos humanos.
—En tal caso, guay que esas momias ladronas la hayan palmado —dijo T4b con
total desprecio—. Ojalá que los otros mandamases del Grial lo estén pasando más
chungo todavía.
—Es una idea espantosa —dijo Florimel frunciendo el ceño—, horrorosa. Pero
¿para qué iban a necesitar niños vivos también? ¿Para qué necesitarán a niños como
el hermano de Renie o… mi querida Eirene?
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—Y Matti también —añadió T4b—. No es más que un microbio…, no ha hecho
nada a nadie.
—Es difícil saberlo —dijo Kunohara—. Quizá extraigan algún valor diferente de
un cerebro más desarrollado.
—De todos modos, ¿cómo lo hacen? —preguntó Florimel imperiosamente—. No
es posible sorber el cerebro a la gente como un vampiro chupasangre. Este sitio es
pura locura y más locura, pero aun así tiene sus reglas. Existe dentro del universo
físico real…
—Quisiera hacer otra pregunta al señor Kunohara —dijo Martine en voz baja
pero firme, cortando a Florimel como quien cierra un grifo—. Ha dicho que sabemos
sobre usted todo lo que necesitamos, pero yo no estoy tan segura. Por lo menos,
quedan todavía las adivinanzas que nos propuso. ¿Por qué? ¿Y qué significaban?
Kunohara la miró fríamente. A Paul le pareció interesante y decepcionante a la
vez la rapidez con que el dueño de ese mundo particular había juzgado a Martine su
más formidable interlocutora, relegándolo a él y a los demás al papel de meros
espectadores.
—Intenté ayudarles, a mi manera. Soy un entrometido, supongo, y por tanto, no
soy el perfecto ermitaño, a pesar de todo. Cayeron ustedes en mi mundo súbitamente,
inocentes como ovejas, y pensé que podría ayudarles a pensar un poco sobre lo que
estaba sucediendo. Pero como dije antes, no podía permitirme ayudarlos
abiertamente. He estado protegido tanto aquí como en el mundo real gracias, en gran
parte, a la indiferencia de Malabar y su camarilla.
—Por eso se burló de nosotros con las adivinanzas. —Martine echó la espalda
hacia atrás con una expresión anodina—. La ley de Dollo… ¿y cuál era la otra? Era
una palabra japonesa, Kishimo… y algo más.
—Kishimo-jin —confirmó Kunohara.
—¡Ah! Me acordé de lo que es la ley de Dollo —dijo de repente Florimel—.
Tardé en recordarlo, pero ahora sé que lo vi en la facultad de biología. Algo respecto
de que la evolución no retrocede…; sin embargo, sigo sin comprender por qué nos lo
dijo usted.
—La vida no involuciona —afirmó Kunohara, y cerró los ojos mientras tomaba
un sorbo de su bebida—. La evolución no da marcha atrás. Desde el momento en que
se alcanza cierto grado de complejidad, ya no la pierde. El paralelismo consiste en
que tiende a complicarse más: la vida, o cualquier otro modelo capaz de replicarse a
sí mismo, seguirá aumentando en complejidad.
—¿La escuela? —farfulló T4b—. ¿Estamos en la escuela? Que me muera ahora
mismo, prefiero ahorrarme el coñazo.
—Entonces, ¿qué quiere usted decir? —preguntó Martine sin prestarle atención.
—Que la complejidad del sistema siguió aumentando, mucho más incluso de lo
que la Hermandad deseaba. Tenía la sospecha de que el sistema operativo estaba
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evolucionando, desarrollando incluso una especie de conciencia —tomó otro sorbo
—, pero al parecer, tardé varias décadas en darme cuenta.
—¿Y la otra… adivinanza? —preguntó Martine en un tono que a Paul le pareció
singularmente brusco. Aunque Kunohara no fuera el hombre más encantador del
mundo, los había rescatado y les había dado cobijo.
—Kishimo-jin. Es un monstruo, un ogro: un ser fantástico de cuentos budistas.
En realidad era una mujer demoníaca que devoraba niños, hasta que Buda la
convirtió. Entonces se hizo protectora de la infancia.
—A pesar de la explicación —dijo Martine secamente—, seguimos sin entender.
Ese monstruo que devora niños ¿era una alusión al Otro? ¿Qué quiso decirnos con
eso?
Kunohara sonrió levemente, parecía que le gustaba el intercambio de preguntas y
respuestas. Paul pensó que el hombre, aunque no era muy sociable, parecía disfrutar
de la discusión y el debate.
—Consideremos lo que me han contado. Sí, podría decirse que este sistema se
alimenta de niños. Pero ¿no se han dado cuenta de lo obsesionado que está con los
niños y la infancia en todas sus manifestaciones? ¿No se han encontrado, como me he
encontrado yo en mis viajes por otras simulaciones, a personajes infantiles que
parecen fuera de lugar en los mundos en los que se encuentran?
—¡Los huérfanos! —gritó Paul. Cuando se dio cuenta de que todos lo miraban,
carraspeó—. Lo siento. Así llamaba yo a los niños como el pequeño Gally, con el que
me encontré en dos simulaciones diferentes. No son personas normales como
nosotros: no saben quiénes son fuera de la simulación. Cuando estaba con Orlando y
Fredericks, pensábamos que quizá tuvieran alguna relación con los niños que se
encuentran en estado de coma.
—Los perdidos —dijo Martine en voz baja— eran como almas sin hogar. Javier
oyó una voz conocida.
—T4b —la corrigió, pero sin ningún entusiasmo—. Oí a Matti, menudo palo.
—De todas formas, el sistema operativo, el Otro, parece estar obsesionado con
esas cosas, ¿no os parece? —Kunohara miraba a Martine—. Niños y cosas de la
infancia…
—Por ejemplo, cuentos infantiles. —Martine no podía devolverle la mirada, pero
reconocía claramente la atención que le prestaba—. Usted habló con los demás sobre
esto. Dijo que era como si… una fuerza narrativa lo moviera y diera forma a todo.
—Usted dijo un «meme» —intervino Florimel—. He oído esa palabra, pero no la
conozco.
—Es posible que estemos ante un meme ahora mismo —dijo el anfitrión—. Es
posible que yo mismo lo haya invitado a mi casa.
—Oiga, no juegue con nosotros —respondió Paul dolido, al ver que Martine
palidecía de repente—. ¿Qué quiere decir?
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—Un meme —dijo Martine sin fuerzas—. Esa palabra significa una especie de…
gen de una idea. Es una teoría del siglo pasado que ha surgido y se ha discutido
muchas veces. Algunos dicen que el comunismo fue un meme. Una idea que se
reproducía a sí misma constantemente en la conciencia humana, como un rasgo
biológico. La vida eterna sería otro: un meme que, de forma admirable, se ha
mantenido vivo a lo largo de cientos de generaciones…, como lo demuestra la
obsesión de la Hermandad del Grial.
—¡Alucino! —exclamó T4b de mal humor—. ¿Este colgao de los bichos dice que
somos comunistas? Creía que eran unos dinosaurios que se habían extinguido.
—El señor Kunohara quiere decir que yo, junto con todos los demás que
participamos en el experimento del Instituto Pestalozzi hace mucho tiempo, quizá
infectáramos el sistema operativo de la Hermandad con la idea de los cuentos: que
dimos a esa máquina de evolución rápida una idea de azar basada en cosas como los
cuentos de los hermanos Grimm y los relatos fantásticos de Perrault. —Martine se
llevó los dedos a las sienes—. Sí…, es posible, admito que es posible. Pero ¿qué
significa para nosotros?
Hasta el momento, la bebida parecía sentar bien a Kunohara: tenía muy buen
aspecto, parecía satisfecho.
—Es difícil de decir, pero creo que las pruebas están por todas partes.
Observemos las cosas que resurgen una y otra vez de nuestra experiencia, por
ejemplo, la forma en que esa aparición que ustedes dicen que es la hija de Malabar les
ha ayudado y estimulado. Sea lo que sea, su vinculación con el Otro es evidente, y a
ustedes se les aparece continuamente, como una…, ¿cómo se llama en sus cuentos
franceses, señora Desroubins? Como un hada madrina. O un ángel, como dice Jonas.
—Pero aunque fuera así —terció Florimel—, aunque el sistema operativo intente
convertirlo todo en un cuento, ¡ya no es él quien manda! Ha perdido la poca
independencia que tuviera cuando estaba al servicio de la gente del Grial: Miedo, ese
cerdo asesino, lo ha trastornado. —Se llevó la mano la cara—. ¡Fijaos! He perdido
una oreja y un ojo…, aunque sobreviva hasta volver al mundo real, es posible que sea
tuerta y medio sorda. Y lo que es peor, ese asesino puede haberse asegurado de que
no exista cura posible para mi hija. Por eso me parece absurdo estar aquí sentados
hablando de cuentos. ¿Dónde está Miedo? ¿Cómo podemos dar con él? ¿Dónde
estábamos, en aquel sitio donde el Otro se manifestó? Kunohara, usted es el señor de
este universo virtual. Seguro que puede averiguar cosas, viajar, comunicarse. —Hizo
una pausa y respiró hondo, con esfuerzo. Cuando volvió hablar, lo hizo en tono más
tranquilo, pero igualmente conmovido—. Ya le hemos preguntado antes si tenía
intención de ayudarnos, y dijo que temía a la Hermandad, que no quería ponerse en
peligro. Pues bien, ahora también usted corre peligro. ¿Va a ayudarnos?
Se hizo un silencio que a Paul le pareció muy largo. Entre las nieblas del exterior
había empezado a encenderse un débil resplandor: el sol salía sobre el mundo
imaginario de Kunohara, aunque todavía lo ocultaba la bruma.
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—Me sobrevalora usted —dijo por fin Kunohara—. En estos momentos tengo
muy poco control sobre mi propio sistema: hace un día que perdí todas las
posibilidades que tenía de manipular la infraestructura del sistema superior del Grial,
seguramente al mismo tiempo que el Otro cayó en poder de nuestro enemigo común.
Todavía no sé qué capacidad de maniobra me queda en mi mundo, pero lo cierto es
que ya no tengo la misma capacidad de supervisión. Tampoco puedo insertar ni
borrar cosas con tanta facilidad del sistema. —Se dirigió a Paul—. Por eso no pude
eliminar a los mutantes del sistema ni trasladar al escorpión látigo a otro lugar,
siquiera. Me vi obligado a recurrir al control del tiempo climático, una herramienta
poco eficaz, en cualquier caso.
—Entonces, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Florimel, más serena—. ¿Darnos
por vencidos, sin más? ¿Quedarnos aquí sentados tomando té y esperando la muerte?
—Necesitamos entender el sistema. Si no lo entendemos, estamos condenados de
verdad. El Otro ha creado toda la estructura de la red o, al menos, ha sabido influir en
ella y, aunque Miedo haya tomado el control, no sé cómo, seguro que las pautas
siguen siendo las mismas.
—¿Y qué pautas son esas? —preguntó Martine.
Hacía un rato que no hablaba. Parecía distraída y ladeaba la cabeza como si
estuviera escuchando algo que los demás no oían.
—Cuentos —dijo Kunohara apurando su bebida; después se levantó—, una
especie de misión que cumplir. Y otras cosas, además: niños, infancia, muerte y
resurrección.
—Y laberintos —añadió Paul, recordando—. Eso se me ocurrió en Ítaca. Casi
todos los puntos de control, salidas y demás vías de escape tienen que ver con
laberintos o lugares relacionados con la muerte. Aunque entonces me pareció que
solo se debía al sentido del humor de la Hermandad.
—Es posible, al menos en parte —dijo Kunohara—, aunque puede que exista una
razón más práctica. Son lugares que la gente suele evitar, porque es fácil perderse en
ellos, lo cual proporciona a los usuarios del Grial una mayor intimidad. Pero he
recorrido muchos otros mundos virtuales y creo que la repetición excesiva de temas
también puede significar que el sistema operativo ha inclinado las cosas en esa
dirección, es decir, que todo eso son señales de un orden emergente, por decirlo de
alguna manera. —Ahora estaba totalmente inmerso, emocionado, casi febril—. En el
mundo de la casa, por ejemplo, donde volví a encontrarlos a ustedes. Conocía a sus
constructores, y casi toda la creación artística era suya, pero ¿la Virgen de las
Ventanas? Que, por cierto, Jonas, parece otra manifestación de su ángel guardián. No
creo que fuera construida en el mundo original. No, al contrario, creo que surgió, que
fue creada por pautas del sistema superior. Y piense en la salida que encontró en
Troya, una muy importante, por cierto: el templo de Deméter. En la casa de la madre
de la novia del dios muerto, en el centro del laberinto. Los dos tropos que Jonas
describió, en uno solo.
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Paul creyó oír en ese momento lo que había llamado la atención de Martine, un
zumbido grave como un latido que apenas se distinguía del murmullo del río. Sin
embargo, la mujer parecía ahora pendiente de otra cosa. Se enderezó en su asiento.
—Exactamente —dijo ella—. Usted sabía que nos habían llevado allí, ¿no es
cierto? Cuando se encontraron con usted en la casa, Florimel dijo que no había
laberinto en Troya, pero usted sabía que sí.
—Como ya he dicho —asintió Kunohara desviando la mirada—, fue una de las
primeras simulaciones que construyó la Hermandad. Pero ¿cómo sabe lo que
dijimos? —inquirió frunciendo el ceño—. Usted estaba prisionera, no se encontraba
allí.
—Exactamente —replicó Martine con severidad—. Siempre sorprende que
alguien esté al corriente de cosas que no ha presenciado. Y usted sabe mucho del
tiempo que pasamos en Troya. Paul, ¿has contado al señor Kunohara que estuvimos
en el templo de Deméter?
La evidente animosidad de Martine hacia el anfitrión le incomodaba desde el
principio, y estaba a punto de decir algo para conducir la conversación al buen
camino, cuando se dio cuenta de lo que Martine quería explicar.
—No…, específicamente, no. Me salté muchos detalles… porque tenía prisa por
contarle lo que le había sucedido a la Hermandad del Grial. —De pronto, se sintió
como si lo hubieran dejado a la deriva y su destino estuviera en manos ajenas. Se
dirigió a Kunohara—. ¿Cómo lo sabía?
Resultaba difícil interpretar con exactitud la exasperación de Kunohara, era casi
imposible saber lo que pensaba incluso en las condiciones más favorables.
—¿En qué otro lugar podría haber sucedido? ¡Prácticamente fui yo quien los
envió allí!
—¿Ese es de la cuerda del Grial? —saltó T4b apretando los puños—. O sea que,
al final, ¿también es un trolero?
—Es posible que nos esté diciendo la verdad —replicó Martine a la par que
levantaba una mano para tranquilizar a T4b—. Pero me pregunto si nos estará
contando usted toda la verdad, señor Kunohara. —Parpadeó como distraída, pero
hizo un esfuerzo por terminar el pensamiento—. Nos ha dicho que sabía adonde
íbamos. Sospecho que también tenía un informador en Troya, algo más que un mero
informador, y entre los nuestros quizá, por desagradable que sea la idea; fue ese lazo
de comunicación entre usted y el informador lo que pude seguir y lo que nos trajo
aquí cuando todo se deshizo en la cima de la montaña.
Los instantes de tensión entre los dos, que elevaron la temperatura de la
habitación y redujeron el espacio, no duraron. En el momento en que parecía que
Kunohara admitiría su culpabilidad o rebatiría a Martine furiosamente, esta echó la
cabeza atrás con brusquedad y miró ciegamente el arco del techo y la cortina de
niebla gris que todo lo oscurecía. El zumbido era ahora tan fuerte que no podía
pasarse por alto.
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—Hay muchas formas ahí fuera, encima de nosotros —dijo sobrecogida—,
muchas…
Algo chocó con fuerza con la parte más elevada de la curva de la burbuja, un
manchón oscuro que arremolinó las brumas exteriores. Unas patas articuladas
bailotearon y arañaron la superficie transparente como si quisieran traspasarla. Se
oyeron más impactos, al principio unos pocos, después por docenas, en rápida
sucesión. Paul intentó ponerse de pie, pero era imposible obedecer el impulso de
huida: las formas se retorcían con lentitud por toda la superficie exterior de la burbuja
y continuamente llegaban más. Kunohara dio una palmada y las luces del interior se
intensificaron; entonces vieron por primera vez qué era lo que se aplastaba contra el
techo esférico.
Por la forma del cuerpo, el abdomen alargado y acorazado y el aleteo constante
justo por encima del brillante tórax, podían ser avispas, en cuyo caso se había
producido algún error descomunal. Igual que en el caso de las cochinillas, parecía que
el número de patas por individuo no tuviera límite, y cada uno las tenía ordenadas de
una manera. A medida que su número aumentaba alrededor de la burbuja, sus caras
semihumanas se aplastaban contra la superficie y sus rasgos distorsionados se
dilataban y comprimían de forma cada vez más alarmante, intentando abrirse camino
a través de la barrera.
T4b se levantó como movido por un resorte, buscando dónde esconderse, pero las
avispas tapaban prácticamente hasta el último centímetro de las paredes
transparentes, y el cielo brumoso era ahora un firmamento de patas blindadas y
mandíbulas babeantes.
—Es Miedo —dijo Martine en un murmullo sin esperanza—. Eso lo ha enviado
Miedo. Sabe que estamos aquí.
El peso de las avispas era tan enorme que Paul pensó que la burbuja estallaría en
cualquier momento: había tantas que se subían unas encima de otras formando
enredados montículos. Algunas de las que estaban abajo del todo, al ser aplastadas
hasta morir, clavaban repetidamente en la sustancia de la burbuja un aguijón erizado
de púas que les salía del abdomen, y la burbuja se abombaba hacia dentro, cedía pero
no estallaba.
—¡Échelas de ahí! —ordenó Paul a Kunohara agarrándolo por el brazo—. ¡Por el
amor de Dios, congélelas o lo que sea! Van a reventar las paredes en cualquier
momento.
—Si las bombardeo con viento o hielo —respondió el anfitrión con los ojos muy
abiertos, aunque intentando mantener la calma—, desestabilizaré la casa y la
destrozaré, o se soltará y caerá dando vueltas por el río. Moriríamos todos.
—¡Usted y su maldito realismo! —gritó Florimel—. ¡Malditos ricos imbéciles y
sus juguetes!
Kunohara no le prestó atención, pero empezó a hacer una serie de gestos que Paul
no entendía, como si practicara taichí tranquilamente en un parque. Creyó que el
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hombre se había vuelto loco de remate, pero enseguida se dio cuenta de que, al ver su
dominio en un compromiso, estaba realizando un inventario completo de comandos,
en busca de algo que funcionase.
—Nada —gruñó Kunohara, y se dirigió con fría cólera a Martine—. Usted y sus
acusaciones. Creía que se había condenado usted sola al utilizar ese dispositivo, pero
los ha atraído hasta aquí, a mi casa, y me ha condenado a mí también.
Hizo otro gesto y se abrió una ventana en medio de la habitación.
Paul supo interpretar al principio la masa grumosa e hirviente que apareció en la
ventana, hasta que comprendió que era la casa burbuja vista desde el aire, tan rodeada
de avispas que ya no se adivinaba su verdadera forma.
—Mire —dijo Kunohara con amargura—, están construyendo un puente hacia
aquí desde tierra.
En efecto. El enorme enjambre de avispas iba alargándose sobre la superficie del
río, como un escuadrón suicida de ingenieros dispuestos a dar la vida por conectar la
burbuja que flotaba libremente con la orilla del río. Las avispas de la base del
seudópodo debían de estar ahogándose por millares, pensó Paul, pero no cesaban de
llegar más por el aire, y el puente seguía creciendo.
Pero ¿hacia dónde lo dirigían? Paul se esforzó por ver la orilla del río a través de
la niebla, donde la hierba crecía y se agitaba. Kunohara tuvo el mismo pensamiento,
porque hizo otro gesto y en la ventana apareció una imagen cercana de la orilla
arenosa del río. No había hierba; era una línea sólida de algo que parecían
escarabajos, tan horriblemente distorsionados como las avispas, un ejército de
millares y millares de formas que se arrastraban esperando a que el puente de avispas
lo alcanzara. En esos momentos, cientos de escarabajos de primera fila empezaban a
formar una cadena subiéndose unos encima de otros, agarrándose con fuerza aunque
se ahogaran, esforzándose por salir al encuentro de las avispas.
Pero ese horror no fue lo peor. A la orilla del río, sobre un montículo musgoso
formado sobre una piedra, se distinguían dos siluetas contrapuestas, como generales
supervisando el avance de una campaña. Kunohara les tomó un primer plano. A pesar
de la inminencia del peligro de las avispas, que formaban una sólida pared de
caparazones y arañaban la casa burbuja por todas partes, Paul no podía dejar de mirar
las dos siluetas.
Una era una oruga inmensa y abotargada, con los almohadillados segmentos del
color de la carne de cadáver y un rostro más inquietantemente humano aún que el del
ejército de imitantes, con ojillos diminutos y porcinos y la boca llena de dientes
irregulares. A su lado titubeaba un grillo blanco como el papel, que se frotaba las
patas al son de una música inaudible. Tenía la cara alargada y humanizada de una
forma extraña, como la oruga, salvo una zona vacía, que correspondía al lugar de los
ojos.
—Los gemelos —dijo Paul—. ¡Oh, Dios! Ha mandado a los gemelos a
buscarnos.
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—Hay otro más —dijo Florimel—. Mira, a lomos de aquel escarabajo.
—¿Quién es? —preguntó Paul mirando la pálida forma humana que botaba
encima del brillante caparazón.
—Sospecho que es Robert Wells —dijo Kunohara frunciendo el ceño—. ¡Qué
lástima que el escorpión no acabara también con él!
La diminuta silueta agitó el brazo y otro escuadrón de escarabajos se dirigió hacia
la orilla del río a dar la vida por construir la cadena.
—Ese malnacido se está divirtiendo —comentó Kunohara.
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7. El hombre de Marte
PROGRAMACIÓN DE LA RED/DRAMA EN DIRECTO: Escuela Guerrero de Sprootie.
(Imagen: sala de prácticas de Wengweng Cho). CHO: Chen Shuo, ¡ha llegado el
momento de la acción! La perversa escuela Fauces del Lobo ha secuestrado a mi
hija Zia y pretenden practicar con ella su arte marcial, espiritualmente incorrecto y
mortal.
(Entra sonido: ruidos guturales de susto). SHUO: ¡Por el Sprootie sagrado! ¡No
podemos permitir que suceda semejante barbaridad! CHO: Eres un hombre valiente y
un auténtico guerrero. Ahora, démonos prisa, toma mis preciadas estrellas
arrojadizas y corre a salvar a mi hija. SHUO: Volveré aquí con la cabeza del maestro
de la escuela Fauces del Lobo y con tu hija Zia sana y salva.
(Entra sonido: aplausos y vítores). SHUO (para sí mismo): Pero tengo que rezar
para que mi devoción por el sagrado Sprootie me dé fuerzas, y así poder cumplir esta
misión, porque los secuaces de Fauces del Lobo son muchos y traidores. De todos
modos… ¡donde va Sprootie, va el valor!
(Entra sonido: aplausos más fuertes).
La señora Sorensen —le había dicho que se llamaba Kaylene— volvió de acostar
a los niños en la habitación contigua, lo cual dio un respiro a todo el mundo. Catur
Ramsey, en particular, agradeció el descanso. Nunca había vivido un día tan extraño
en toda su vida, incluido su coqueteo universitario con sustancias psicodélicas.
—Parece que Christabel está bien —informó—. Se ha dormido. El niño se ha
tumbado en el suelo. He vuelto a bañarlo, pero no he conseguido que se acostara en la
otra cama.
—Ha sido muy duro para ella —dijo Michael Sorensen—. Si me hubiera
imaginado… ¡Dios todopoderoso! ¿En qué lío nos hemos metido?
—Lamento sinceramente haber implicado a su familia, señora Sorensen —se
excusó el extraño y marchito personaje de la silla de ruedas de alquiler—. La
desesperación nos obliga a hacer cosas vergonzantes.
La mujer se opuso a su evidente impulso de responder con amabilidad, y lo
consiguió. Decididamente, todavía no se había recuperado de la impresión que le
había causado la versión suavizada que el mayor Sorensen le había contado sobre los
horrores sucedidos en las habitaciones de Yacoubian. Mientras Ramsey procuraba
distraer a Christabel, traumatizada por el tiroteo, y al huraño niño hispano, ella se
había llevado a su marido a la habitación de al lado y, como dijo Sorensen después:
«me comunicó que no estaba muy satisfecha de la marcha de las cosas».
Ramsey, agotado, no soportaba fácilmente la tensión y el descontento del
ambiente, por no hablar de la insólita historia que Sellars acababa de contar, fundada
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en teorías de conspiración que habrían suscitado burlas hasta en los chats más
desaforados. Necesitaba unos instantes para despejar las ideas.
—Salgo a buscar un refresco —dijo—. ¿Alguien quiere algo? —Kaylene
Sorensen, cansada, dijo que no, pero Ramsey percibió un destello de recelo en los
ojos del mayor—. ¡Por el amor de Dios, Sorensen! —exclamó, dolido—. Si tuviera
intención de venderlo, traicionarlo o cualquier otra cosa, ¿no cree que me sería más
fácil hacerlo cuando volviera a mi motel?
Le alivió que Sorensen lo mirase avergonzado.
—No pretendía mirarle así. Pero es que estoy…, hoy ha sido un día muy difícil.
—Lo sé —respondió Ramsey con una sonrisa forzada—. Enseguida vuelvo.
Se detuvo cuando iba a pasar la tarjeta por el lector del dispensador de bebidas.
«La paranoia de Sorensen demuestra más sentido común del que tú tienes —se
dijo—. Era un auténtico general de brigada el que nos raptó en un restaurante
público. No sé lo que sucede, pero desde luego, no es producto de la imaginación
calenturienta de nadie». Sacó unas monedas sueltas y, por un momento, pensó en
borrar las huellas dactilares antes de introducirlas por la ranura.
Saltaba a la vista que la historia de Sellars era imposible, tanto si los Sorensen la
creían como si no. A pesar de las dudas, Ramsey había intentado no rechazar de plano
la idea de que el síndrome de Tandagore pudiera ser una creación humana
intencionada. Incluso había llegado a sospechar que había cierta relación entre el
estado de Orlando Gardiner y los informes del programa asistente del niño sobre la
existencia de una red en la que Orlando estaba consciente pero atrapado. En resumen,
estaba dispuesto a creer en un extraño conjunto de circunstancias, incluso en la
connivencia de un puñado de personas poderosas. ¿Pero esto? Esto parecía un delirio
febril: ¿una conspiración de los hombres y mujeres más ricos de la Tierra para
convertirse en dioses? Era increíble que pudiera existir semejante cosa, y menos aún
que se hubiera mantenido en silencio durante años, sobre todo porque el mecanismo
parecía depender de la destrucción de niños inocentes. Parecía una novela típica de
éxitos de ventas, un drama de la red horriblemente pretencioso. Sencillamente, no
podía ser.
Si hubiera sido la primera vez que se lo insinuaban, Catur Ramsey habría dado las
gracias con amabilidad a todo el mundo por su tiempo al cabo de diez minutos y se
habría ido a casa sin expresar su opinión sobre la salud mental de esas personas. Pero
hacía semanas que vivía con el desconcertante mundo virtual de Orlando Gardiner y
había empezado a considerar informador de confianza a su asistente informático con
forma de insecto de cómic. Además, había escuchado a una mujer que había pasado
una temporada por voluntad propia en una institución mental y que, antes de cerrar su
casa, le contó que una de las compañías de espectáculos infantiles más famosas del
mundo formaba parte de un horrible experimento con los niños participantes, y había
empezado a preguntarse si la mujer no estaría en lo cierto. Y no es que rechazara la
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idea de plano: ¿acaso no había conocido a Sellars en los últimos callejones de un
mundo de juego, en la realidad virtual, que él, Catur Ramsey, respetable abogado,
había recorrido disfrazado de espadachín bárbaro? Tenía que reconocer que Sellars le
había contado cosas sobre Orlando Gardiner y Salomé Fredericks que ni él mismo,
que tenía acceso total a ambas familias, había descubierto todavía.
Tomó un sorbo de refresco y observó el tráfico que pasaba. El panfleto más
absurdo sobre masones y rosacruces habría parecido modesto en comparación con lo
que Sellars le pedía que creyera. Y para rematar, ¿qué había dicho el mayor Sorensen
sobre Sellars? ¿Que ni siquiera era humano?
Se planteó seriamente subirse al coche y marcharse a casa, comunicar a Jaleel y
Enrica Fredericks que no había averiguado nada que justificara el estado de coma de
su hija, borrar el nombre de Olga Pirofsky de su agenda, dejar todo el asunto en el
cajón de «¿quién sabe de qué demonios va esto?» y volver a su vida mediocre con sus
antiguos clientes.
Pero no podía olvidar el rostro de la madre de Orlando Gardiner, con los ojos
brillantes de lágrimas, ni su voz, cuando le dijo que siempre habían creído que
tendrían la oportunidad de despedirse de su hijo. Hacía solo dos horas que había oído
esa misma voz, quebrada y ronca, susurrante como la hierba seca, que le había dejado
un mensaje en su sistema con la fecha del funeral de Orlando. Les había prometido
que averiguaría cuanto pudiese. Se lo había prometido.
Tras unos segundos de vacilación, arrugó el envase desechable y lo tiró al cubo de
la basura que había detrás de la máquina expendedora.
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—¿Le dijo el apodo que tenía en la base? «El hombre de Marte». En realidad, me
llamaban así desde mucho antes de que el mayor Sorensen naciera. —Sonrió
levemente—. Como usted comprenderá, no es cierto: nunca he estado en Marte.
De repente, Ramsey sintió debilidad en las rodillas. Buscó apoyo, encontró el
brazo de un sillón y se sentó.
—¿Me está diciendo… que es usted una especie de alienígena? ¿Del espacio
exterior?
De pronto, como si hubieran cambiado una lente, se imaginó que la inquietante
textura de la piel de Sellars era, en realidad, algo más inesperado que una cicatriz: el
pellejo sonrosado y moteado de un animal desconocido. El descarnado anciano de
cabeza deforme y ojos amarillos habría sido una ilustración grotesca maravillosa en
un cuento infantil, pero en ese momento era difícil saber qué clase de ser sobrenatural
había sido, si bueno o malo. Cuando se abrió la puerta de la habitación dé al lado,
Ramsey se sobresaltó.
—Kaylene acaba de preparar unos bocadillos —dijo Michael Sorensen—.
Ramsey, tendría usted que comer algo: tiene mala cara.
Detrás de él entró su mujer con una bandeja, parecía la imagen perfecta de la
mujer tradicional del siglo anterior. Ramsey no podía tranquilizarse; todo le parecía
siniestro.
—Estaba a punto de contarle mi historia al señor Ramsey —dijo Sellars—. No,
gracias, señora Sorensen, como muy poco. ¿Su marido ya le ha hablado de mí, señora
Sorensen? Estará usted intrigada, sin duda.
—Mike ha… Mike me ha contado algo. —Estaba claro que Sellars todavía la
inquietaba—. ¿Seguro que no puedo ofrecerle nada de comer?
—¡Oh, vamos! —Ramsey ya no podía más—. Estoy aquí esperando a que este
hombre me cuente que es un ser del espacio exterior y de pronto todo el mundo
empieza hablar de bocadillos. ¡Bocadillos, por el amor de Dios!
—Señor Ramsey, por favor —dijo Kaylene Sorensen frunciendo el ceño y
llevándose un dedo a los labios—, hay dos niños durmiendo ahí al lado.
—Lo siento, lo siento —se disculpó, y volvió a arrellanarse en silencio en el
sillón.
—¿He dicho que soy un alienígena, señor Ramsey? —dijo Sellars riéndose—.
No, he dicho que me llamaban el hombre de Marte —añadió, y se llevó el paño a la
boca, inhaló, volvió a empaparlo en el líquido que tenía en una taza y se lo llevó de
nuevo a la boca—. Es una historia interesante y es posible que les ayude a entender
un poco mejor las cosas tan raras que ya les he contado hoy.
—Aunque me diga que es usted el gran duque de Alfa Centauro —dijo Ramsey
con honda emoción—, no creo que las cosas puedan llegar a ser más raras de lo que
ya son.
Sellars le sonrió amablemente, y sonrió también a Kaylene Sorensen, que se había
sentado al lado de su marido en el sofá.
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—Todos ustedes han pasado momentos muy malos. Espero que entiendan la
importancia de… —Ramsey carraspeó—. Sí, lo siento. No he tenido mucha vida
social últimamente, salvo Cho-Cho, pero con él no he podido practicar mucho la
conversación entre adultos. —Estiró los nudosos dedos—. En primer lugar, quiero
asegurar al señor Ramsey que, aunque me hayan pasado muchas cosas, cuando
empecé era tan humano como cualquiera. «Alienígena» tiene muchos significados,
pero le aseguro que no provengo del espacio exterior.
»En realidad, durante los primeros treinta o cuarenta años de mi vida, lo único
interesante que puede decirse de mí es que era piloto: piloto de guerra. Fui con el
ejército de Estados Unidos a Oriente Próximo y más tarde a Taiwán; después, en
tiempos de paz, entrenaba pilotos. No me casé, ni siquiera tuve amigos íntimos entre
mis camaradas, aunque en combate les confiaba mi vida a diario, como ellos a mí la
suya. Era aviador naval. Esa era mi vida y, más o menos, me satisfacía.
»Todo esto sucedió antes de que naciera cualquiera de ustedes y es posible que no
recuerden los últimos días de lo que se llamó programa espacial tripulado: el
consorcio privado que lo financiaba en su mayor parte decidió que los satélites y la
minería a distancia daban mucho más dinero que meter a un ser humano en una nave
espacial y enviarla a cualquier lugar. Por otra parte, la población mundial no tenía
gran interés en el asunto; creo que la raza humana empezaba a volver la mirada hacia
dentro. Pero la idea de la exploración y la colonización no murió del todo; un
proyecto muy discreto siguió adelante después de que las operaciones más conocidas
llegaran a su fin. Fue necesario recurrir a la financiación privada, naturalmente, pero
aun así seguía llevándose a cabo bajo el control del gobierno de Estados Unidos, en la
época en que Naciones Unidas ni siquiera tenía programa espacial.
»Se corrió la voz de que se buscaban pilotos militares sin vínculos familiares,
dispuestos a emprender misiones peligrosas, para un programa llamado PEREGRINE.
Ya estaba harto de enseñar a pilotar y, visto en retrospectiva, aburrido con mi vida
general, de modo que, aunque sospechaba que sobrepasaba con mucho la edad
requerida (según había oído, el proceso de selección se basaba principalmente en
pruebas físicas, es decir, en los reflejos), pensé que nada perdía si me presentaba
voluntariamente. —Sellars volvió a sonreír como burlándose de sí mismo—. Cuando
descubrí que había quedado entre los treinta primeros, me enorgullecí de mí mismo.
»Me tienta contárselo con todo lujo de detalles, porque es interesante en sí mismo
y, en realidad, solo yo sé la verdad. No existen libros, documentos virtuales ni
registros propiamente dichos. Pero todos estamos cansados, así que procuraré
resumirlo. PEREGRINE era una forma nueva de exploración espacial por parte del ser
humano, un programa que permitiría a la tripulación no solo viajar largas distancias
(en estado de congelación en los trayectos pero conectados a la nave), sino también
explorar planetas accesibles de forma más escrupulosa que los antiguos astronautas.
Querían llegar a varios planetas aunque ahora solo me acuerdo de uno: 70 Virginis.
Desde entonces, se ha sabido que muchas señales son erróneas y, al parecer, la
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humanidad ha perdido interés en la exploración, lo cual es una gran pérdida en mi
opinión, pero en aquella época era emocionante. Sea como fuere, por aquel entonces
existía un instrumental mucho más avanzado para la observación de planetas que lo
que el hombre era capaz de hacer, pero los directores del programa pensaban que
encontrarían mucha más financiación y apoyo público para la exploración si enviaban
seres humanos verdaderos y vivos en beneficio de la raza humana. Es fácil imaginar
lo que se decía en los discursos, ¿no les parece?
»Bien, continuamos con PEREGRINE. Nos presentamos en Sand Creek, una base
secreta en Dakota del Sur…
—He oído ese nombre —dijo Ramsey lentamente—. Sand Creek…
—Seguro que sí, se habló mucho hace tiempo. No sé lo que habrá oído usted,
pero casi seguro que no es cierto. —Sellars cerró los ojos—. ¿Dónde estaba? Ah, sí.
Empezamos a someternos a un proceso muy complicado que nos capacitaría para
soportar toda clase de rigores y, lo que es más importante, nos permitiría conectarnos
cerebralmente con el sistema de computadoras de la nave. Hoy día, ya casi no se oye
la palabra «computadora», ¿no es cierto? Ahora forman parte de todo. Antes, eran
una especie de cajas con un teclado, ¿saben? —Sacudió la cabeza; parecía un girasol
marchito bamboleándose en el tallo—. La tecnología no era muy sofisticada: a fin de
cuentas, les estoy hablando de hace medio siglo. La mayor parte del proceso a que
nos sometieron fue de carácter quirúrgico: me abrieron y me aplicaron microcircuitos
directamente al esqueleto, me implantaron varios dispositivos, imagínenselo. Hoy día
se da por sentado que podemos conectarnos a la red con un implante neurocanular,
pero en aquella época, la idea de que un ser humano pudiera canalizar información
virtual a su cerebro se consideraba ciencia ficción. Excepto en Sand Creek, donde se
llevaba a cabo.
»Y me… construyeron, por decirlo de alguna manera. Ciertamente, me
reconstruyeron, me reforzaron los huesos y me protegieron la piel y varios órganos
para resistir mejor los efectos de la gravedad y de la radiación, me implantaron
mecanismos de bombeo diminutos que segregarían calcio sintético y otros
suplementos importantes para mi organismo, si tenía que permanecer mucho tiempo
en gravedad cero…, toda clase de cosas. Pero lo más concienzudo de todo fue el
cableado que tendieron por todo mi cuerpo, de la cabeza a los pies, como un árbol de
Navidad. Utilizaron las aleaciones y los polímeros más modernos, aunque, con los
cambios que se han producido gracias a la ingeniería molecular desde entonces, el
material que me pusieron me parecería ahora muy antiguo. Pero en aquel momento,
los voluntarios de PEREGRINE éramos auténticas obras de arte. Fue entonces cuando
descubrí a Yeats: los versos sobre los pájaros de oro del emperador en Travesía a
Bizancio me cautivaron:
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sino forma de obra de orfebre griego
forjada en oro o en oro esmaltada […]
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obtener beneficios en un futuro previsible. El proyecto PEREGRINE estuvo a punto de
ser suspendido varias veces.
»Y después, muchas noches, años enteros de noches, no dejé de desear con toda
mi alma que aquello hubiera sido posible.
»La solución no fue sorprendente, sobre todo teniendo en cuenta la implicación
de las grandes corporaciones de defensa. Se decidió racionalizar la operación para
“sacar más por el mismo precio”, como se decía entonces, si mal no recuerdo. Habría
sido muy difícil reducir la escala del proyecto en la fase tan avanzada en la que se
encontraba, de modo que lo fundieron con una cosa llamada SC/RH: sistemas de
combate de robótica humana. Creo que ese proyecto tenía también un nombre
codificado: Gran Guerrero o Gran Lanza o algo parecido, pero los ingenieros
empezaron a llamarlo CAJÓN DE SASTRE, y con ese nombre se quedó. Era militar,
probablemente, uno de los primeros intentos de crear soldados modificados
biológicamente: seres humanos a los que se podía conectar armas de combate muy
sofisticadas, capaces de utilizar esos sistemas como extensiones de su propio cuerpo
y de entrar en lugares inaccesibles para un soldado armado de forma convencional.
Lo entienden, ¿verdad? Parecía inspirado de un cómic antiguo. Los militares estaban
mucho más condicionados por los plazos, de modo que los recursos compartidos,
sobre todo ingenieros, personal médico y tiempo en las supercomputadoras,
empezaron a decantarse hacia ellos. El avance del PEREGRINE sufrió un grave recorte.
»Pero todo eso no habría significado mucho si el enfoque de CAJÓN DE SASTRE no
hubiera sido tan diferente, sobre todo en lo relacionado con el reclutamiento. Su
proceso se parecía mucho más al que yo había pensado que se seguiría en PEREGRINE,
es decir, los reflejos y cosas más esotéricas, como las variaciones sinápticas, ciertos
tipos de receptividad del sistema inmunológico, etc., también el perfil psicológico
que buscaban era diferente. Nosotros éramos pilotos, habíamos sido escogidos por
ese motivo en primer lugar: algunos colegas del PEREGRINE nunca habían volado en
misión de combate, pero de todos modos eran aviadores, muy parecidos a los
antiguos cuerpos de astronautas. CAJÓN DE SASTRE necesitaba soldados, asesinos, en
última instancia. Intentaron discriminar un poco más, pero ese matiz infinitesimal se
lo tragó todo desde el principio, creo.
»A pesar de todo, si los problemas de Barrett Keener hubieran tenido una base
física, por ejemplo un tumor o un desequilibrio de serotonina, lo habrían detectado de
inmediato. Tanto los seleccionados por PEREGRINE como por CAJÓN DE SASTRE
teníamos que superar revisiones médicas de rutina, y para ello pasábamos mucho
tiempo enchufados a máquinas de análisis. Pero en aquella época, la esquizofrenia
seguía siendo un misterio, y Keener era un paranoico desequilibrado en parte por el
afán de ocultar su enfermedad creciente. Aunque miiy pocos de sus compañeros
habrían podido afirmar sinceramente que lo apreciaban, ningún psicólogo ni médico
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de Sand Creek ni ninguno de sus colegas de CAJÓN DE SASTRE sospechó nunca
que estaba cayendo poco a poco en la locura. Hasta que fue demasiado tarde.
»No ponga esa cara, señor Ramsey. Usted nunca ha oído hablar de Keener, pero
enseguida sabrá por qué.
»Puedo contárselo en dos palabras, y así voy a hacerlo. Perdí a muchos amigos el
día en que Keener se desmandó. El sistema estaba muy protegido, pero a pesar de que
los militares y sus contratistas habían previsto la posibilidad de sabotajes e incluso
habían tenido en cuenta la terrible posibilidad de que uno de los participantes en
CAJÓN DE SASTRE sufriera una crisis, nadie se había planteado que pudieran ocurrir las
dos cosas a la vez. Keener, atrapado en un delirio psicótico cada vez más intenso,
llevaba semanas preparándose. Las instalaciones de CAJÓN DE SASTRE en Sand Creek
eran un arsenal: ya solo los trajes cibernéticos de campaña tenían la misma capacidad
de ataque que un tanque Powel, y además había una reserva de otra dase de artillería
para las pruebas de combate. Pero aunque los trajes de campaña eran mortíferos en sí
mismos, en manos de una persona como Barrett Keener, experto artillero, podían
resultar aún más destructivos. Estuvo varias semanas haciendo preparativos en
secreto con la determinación de vengarse de algún insulto incomprensible o de dar un
golpe inimaginable por una falsa libertad, y cada vez se hundía más en una espiral
negra de odio.
»He recompuesto todo lo sucedido basándome en informes secretos. Todo
empezó de noche, casi todo el personal de la base estaba durmiendo. Por casualidad,
yo estaba despierto, nunca he necesitado dormir mucho; estaba trabajando con los
técnicos del turno de noche en el área de construcción. En primer lugar oímos las
explosiones. Apenas tuvimos tiempo de preguntarnos qué sucedía, cuando Keener en
persona, con el traje de campaña en plena función termodispersora, atravesó las
paredes del hangar de construcción. No iba a por nosotros, sencillamente tropezó con
nosotros en su camino de destrucción, de un extremo al otro de la base. Aunque las
primeras bombas que hizo estallar fueron una sorpresa para todos, había encontrado
cierta resistencia antes de llegar a donde estábamos nosotros. Keener había
sobrevivido a una ráfaga directa de lanzagranadas, de la que había salido chamuscado
y con una pequeña raja en una costura del traje, por donde goteaba freón. Entre el
brillo de las unidades de dispersión del calor y la nube de vapor goteante, parecía un
dios colérico. No pudimos hacer nada. Cuando entró atravesando la pared, abrió
fuego con un railgun de mano y el hangar se desplomó literalmente a nuestro
alrededor.
»Fue horrible. No puedo soportar pensar en ello. Al principio, me imaginaba las
cosas que podía haber hecho de otra manera, la forma en que habría podido salvar a
mis compañeros: me torturaba con mil posibilidades distintas. Ahora sé que sobreviví
de milagro. Estaba cerca de una de las naves en construcción y pude esconderme en
el interior cuando Keener lanzó la primera descarga. Solo tuve tiempo de verlo cruzar
por encima de los cascotes del área de construcción, con la armadura brillante como
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el sol, en pleno esfuerzo por procesar el exceso de calor; de inmediato, el resto de las
granadas térmicas que iba sembrando empezó a explotar y todo desapareció.
Sellars se llevó un nudillo lentamente a la comisura de sus ojos secos. Ramsey se
preguntó si no sería un gesto automatizado que repetía en vano o si el anciano sentiría
el picor de unas lágrimas que no podía derramar. Se preguntó cuál de las dos
posibilidades sería peor.
—En toda el área, solo nos salvamos los que alcanzamos el interior de la nave, los
dos técnicos y yo, pero los técnicos murieron antes de un mes a causa de las graves
quemaduras. Todos sufrimos quemaduras graves, nos asamos como carne al horno,
pero yo tenía los órganos protegidos y la piel modificada; los ingenieros no. Tuve la
suerte o la desgracia de sobrevivir. Por muy poco.
»Keener logró escapar de Sand Creek dejando un rastro de destrucción por toda la
base. Quiso el azar que las ráfagas de metralleta de un centinela dañaran los
propulsores incorporados del traje y los incapacitara, de modo que tuvo que huir a
pie. Se dirigía a la población más cercana, un lugar llamado Buffalo, creo, y Dios
sabe lo que habría hecho si hubiera llegado allí, pero ante la emergencia, desplegaron
reactores desde la base aérea más cercana y lo interceptaron a unos dos kilómetros de
Sand Creek, en campo abierto. Perdieron un avión, pero Barrett Keener fue alcanzado
por unos misiles aire tierra. Para ser más exacto, aunque no recibió ningún impacto
directamente, las explosiones consiguieron llevar al límite la función termodispersora
del traje, que reventó como un dispositivo termonuclear de pequeño calibre. Supe que
tuvieron que pasar muchos años hasta que la hierba volvió a crecer en aquel terreno.
La tierra quedó convertida en cristal.
»Es decir…, un loco escogió una forma de suicidio singularmente cara, y los
demás nos quedamos para pagar las consecuencias. Fui el único superviviente del
proyecto PEREGRINE. Pero Keener fue aún más concienzudo con sus compañeros de
CAJÓN DE SASTRE: colocó cargas en los barracones y todos murieron en la cama,
absolutamente todos, cuando el edificio voló por los aires. La base que Sand Creek
quedó reducida a ruinas: ciento ochenta y seis muertos y el triple de heridos. Las
naves fueron destruidas: billones de dólares en trabajo e investigación reducidos a
cenizas; los asociados militares cortaron por lo sano y pusieron fin al programa.
CAJÓN DE SASTRE también fue enterrado, o al menos eso se dijo oficialmente. Keener
había logrado causar un daño terrible con un solo traje, y los trajes de combate que
los soldados llevan hoy en día, menos ambiciosos que los de entonces, se parecen
mucho a los de CAJÓN DE SASTRE, de modo que es posible que, sencillamente,
cambiaran el nombre al programa y empezaran de nuevo en otra parte.
—¡Qué…, qué horror! —exclamó Kaylene Sorensen en voz muy baja.
—Nunca he visto nada relacionado con esa historia —dijo Ramsey procurando no
parecer incrédulo, aunque solo fuera por respeto hacia el terrible sufrimiento que
reflejaba el rostro marchito de Sellars—. Ni el menor rumor.
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—Enterraron el asunto a conciencia. Naturalmente, se sabía de la existencia de la
base de Sand Creek, pero no lo que se hacía ni lo que, en última instancia, salió mal.
Oficialmente se dijo que la habían cerrado a causa de un incendio de grandes
proporciones y que la contaminación por radiación residual había obligado a sellarla.
Algunas víctimas, como los voluntarios de PEREGRINE, cuyo destino se había
mantenido en secreto desde el principio, fueron desviadas a otras operaciones, y
desde allí se informó de su muerte. Fue un fracaso rotundo y total, por no hablar de la
enorme cantidad de billones que habrían tenido que pagar en juicios si la verdad
hubiera salido a la luz. Por eso echaron toneladas de tierra al asunto. No podían
hacerlo desaparecer por completo, claro está, todavía corren algunos rumores sobre lo
que sucedió allí.
—¿Y a usted también lo enterraron?
—Lo mejor que pudieron. Yo no tenía familiares. En realidad, durante las
primeras doce horas me dieron por muerto porque… porque el espectáculo de la zona
era dantesco. Pero sobreviví y, después, fue más fácil perderme de vista.
—¡Lo encarcelaron! —exclamó Ramsey encolerizándose sin remedio.
—Al principio no. Porque habían invertido mucho tiempo y mucho esfuerzo en
mí y querían darme otro uso. Pero mi proyecto había desaparecido, yo era una
quemadura viviente, estaba lisiado, mis circuitos estaban muy dañados.
Funcionalmente no servía para nada, pero al contrario que los demás supervivientes,
era un testigo vivo e incontrovertible de lo que había sucedido; si un soldado común
violaba el acuerdo de confidencialidad, se le podía desacreditar por excéntrico, pero
¿qué había que hacer con un hombre dotado de los mejores implantes cibernéticos del
momento, valorados en millones de dólares? Sí, al final me encarcelaron, pero lo
agradezco, señor Ramsey. En otro país o en otra época, habrían preferido cortar por lo
sano liquidándome sin más.
Ramsey no sabía qué decir. En pleno silencio, el mayor Sorensen se despertó con
un resoplido e irguió la espalda mirando a su alrededor. No sabía que llevaba diez
minutos dormido y fingió lo mejor que supo que solo había cerrado los ojos un
momento para concentrarse mejor. Sellars lo miró casi con ternura y reanudó el
relato.
—Ha pasado mucho tiempo. Lo que ocurrió entonces solo tiene importancia para
mí. Pero lo que sí importa es lo que sucedió más adelante. Después de tenerme varios
años dando vueltas por hospitales y centros de investigación, decidieron que ya no les
servía para nada y me trasladaron a la base en la que usted me cuidaba, mayor
Sorensen, aunque llegué allí mucho tiempo antes de que usted entrara a su servicio.
En realidad, una de las pequeñas ironías de todo este lío tremendo fue que, aunque yo
pertenecía a la marina, terminé encerrado por cuenta del caso CAJÓN DE SASTRE, es
decir, terminé en una base del ejército de tierra.
»Lo único que los gerifaltes querían era que guardase silencio, y así pasé muchos
años viviendo en unas condiciones que podían haber sido de hace siglos: sin teléfono,
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sin televisión, sin conexión electrónica al mundo exterior. Pero diez años después de
mi llegada a la base, la paciencia que había demostrado los adormeció. Me
permitieron disponer de una pantalla, puesto que una conexión a los medios
unidireccionales y de muy baja velocidad no podría causar muchos problemas si el
receptor no tenía dispositivos de entrada de información.
»Por supuesto, llevaba años esperándolo. En aquella época, estaba tan aburrido y
furioso por lo que me habían hecho que solo pensaba en la libertad, como un galeote
encadenado a los remos. Solo podía hacer ejercicio mental, ya ven cómo me
quedaron las piernas y los brazos tras los incendios de Keener; pero seguía siendo
piloto, ¡qué caramba! Lo había perdido todo en pocos minutos: la nave, la salud, la
libertad. Pero conservaba todavía el impulso, la necesidad. Si me negaban el cielo,
podía volar por el espacio de la información, como habíamos descubierto mis
compañeros de PEREGRINE y yo. No sería lo mismo que recorrer las calles como
cualquier ciudadano, pero sería una evasión auténtica.
»Es cierto que no disponía de medios para acceder a la red, medios visibles, al
menos, pero en aquella época, los que me vigilaban sabían muy poco sobre el alcance
de mis capacidades… y, lo que es más importante, de mi obsesión por huir. Fue muy
fácil robar unos metros de cable de conexión a los técnicos que me instalaron la
pantalla. Cuando se marcharon, también me resultó muy fácil hacer una chapucilla
con una lupa, una espátula de untar mantequilla que había afilado hasta convertirla en
una cuchilla de afeitar, y algunas herramientas más, como un soldador antiguo. A
cualquiera le habría parecido horrible, excepto a mí, pero me conecté los cables a una
incisión larga y sangrienta que me hice en el brazo; llegué al punto de control de
entrada de datos que tenía de la época de PEREGRINE y empecé a poner en
funcionamiento parte de los sistemas implantados para establecer una conexión en el
lenguaje de la máquina e invirtiéndolo a través del enlace descendente de la pantalla.
»No quiero abrumarlos con los detalles. Al cabo de un tiempo, los vigilantes se
dieron cuenta de lo que hacía. Estaba tan enfrascado en la libertad reencontrada que
no tomé las precauciones que debería haber tomado. Mandaron a cuatro policías
militares a detenerme. ¡A mí, apenas ciento diez marchitas libras de las de antes del
sistema métrico! Y me desmontaron la pantalla. Unos médicos volvieron a coserme,
miren aquí está la cicatriz. Me marcaron el historial con una gran señal intermitente
que prohibía proporcionarme cualquier clase de conexión y, a partir de entonces,
empezaron a hacerme registros sorpresa.
»Pero lo que no sabían es que ya era tarde. En las primeras horas de mi
reencontrada libertad, localicé y descargué en mi sistema interno gran cantidad de
programas y herramientas, entre otras cosas, un ingenioso numerito de mercado negro
que me permitía establecer conexión remota con las redes más cercanas, utilizando
como antena mis propios huesos metalizados. Mucho antes de que la toma telemática
se convirtiera en un accesorio de moda entre los nuevos ricos, yo ya tenía una toma
invisible escondida en mi interior.
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»Desde entonces, no he dejado de ampliarme a espaldas de mis carceleros. Solo
con los programas no se podía hacer cuanto uno quisiera, pero para una persona con
posibilidades de acceder a cualquier parte y hablar con cualquiera, pocas cosas
quedaban fuera de su alcance. Los militares me habían mantenido la pensión en un
arrebato de honradez y reflexión, por si aparecía algún heredero. Yo la hice
desaparecer con un simple truco de números, la trasladé a otras zonas y empecé a
mejorarla, legítimamente, siempre legítimamente. No sé por qué es importante, pero
el caso es que lo es. Jamás he robado nada a nadie, excepto información, claro está.
No soy el hombre más rico del mundo ni mucho menos, pero ahora dispongo de una
suma considerable y, durante una época, invertí únicamente en mejorarme.
¿Ampliaciones? —Sellars soltó una carcajada de repente, un auténtico ladrido de
alegría—. ¡Soy el hombre ampliado! ¿Se acuerda de mi juego de ajedrez por correo,
mayor Sorensen?
—Lo examinamos de arriba abajo —respondió el mayor entrecerrando los ojos—.
No encontramos códigos, trucos de escritura ni nada de nada.
—¡Ah! Es que era un juego perfectamente legal…, de eso nos aseguramos. Pero
en el período después de la palabra «jaque» se puede colocar gran cantidad de
nanomaquinaria cara procedente del mercado negro, que fue la manera en que uno de
mis contactos pudo enviarme las últimas cosas que necesitaba para poder renovar mi
sistema y sobrevivir sin hidratación constante. Rasgaba un trocito de papel, me lo
comía y las maquinitas empezaban a trabajar. No habría durado un solo día en aquel
túnel subterráneo de la base sin esa mejora.
—¡Qué cabronazo! —exclamó Sorensen con admiración—. No sabíamos lo que
iba a hacer cuando se escapó. Teníamos en estado de alerta a todos los proveedores
de medicinas de tres estados.
—Pero ¿por qué? —preguntó Ramsey—. ¿Por qué esperó tanto para escaparse?
Porque llevaba usted allí unos treinta años, más o menos, ¿no?
—En efecto. Esperé tanto porque, una vez conseguido el acceso a la red a tiempo
completo, leídos todos los archivos y explorados todos los registros, se me pasó la
cólera. Me había pasado algo horrible, una injusticia, pero ¿qué significaba en
realidad? Cuando empecé a disponer de cierta libertad, ¿qué más podía querer?
Míreme, señor Ramsey. Sabía perfectamente que nunca podría volver a llevar una
vida normal. Tenía un hondo resentimiento, pero por otra parte, empecé a dedicar mi
tiempo libre infinito a otras cosas, como la exploración de esa esfera mundial de
datos que se desarrollaba rápidamente: la red. Allí encontré diversión de muchas
clases, experimentos… y fue en uno de esos experimentos cuando di con el primer
rastro de la Hermandad del Grial…
—Un momento —dijo Ramsey—, ¿qué clase de experimentos?
Sellars vaciló un momento y, después, su rostro de cera pareció endurecerse.
—No quiero hablar de eso. ¿Prefiere que continúe o ya tiene suficiente por hoy?
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—No, continúe, por favor. No tenía intención de ofenderlo —dijo Catur Ramsey,
aunque su radar seguía dando señales de alarma. Parecía que el anciano quisiera que
le preguntara otra vez, pero Ramsey no tenía experiencia en interpretar el extraño
rostro del hombre. «Sin embargo, hay algo ahí —pensó—. Algo importante, al menos
para él. ¿Será importante para nosotros también?». Imposible saberlo. Lo archivó
para más adelante—. Continúe, por favor.
—Ya les he explicado muchas cosas de lo que descubrí entonces: lo que parecía
que estaba haciendo la Hermandad, las armas de que disponía…, era terrible. Pero
ahora, en estas últimas cuarenta y ocho horas, todo se ha descarrilado. Me está
costando un esfuerzo tremendo entender lo que ocurre, y en mi jardín hay un jaleo
imposible.
—¿Su jardín? —dijo Kaylene Sorensen antes que los demás—. ¿Qué jardín?
—Perdón, es la forma en que ordeno mi información, una especie de metáfora en
cierto sentido, aunque para mí es muy real. Si lo desea, un día puedo enseñárselo.
Hace algún tiempo… era muy bonito, de verdad. —Hizo un lento movimiento de
cabeza—. Ahora está arrasado, sin orden. En la red del Grial ha sucedido algo
drástico e incluso en la propia Hermandad. Según las noticias de la red, en estos
últimos días han muerto varias personas que creo que formaban parte de la cúpula de
la Hermandad, sus respectivos imperios se han hundido en el caos. No sé si todo eso
es parte de algún movimiento hacia la inmortalidad, para transportarse al universo
virtual para siempre, como sospecho que planeaban. Si ese es el caso, no entiendo
que hayan dejado tanto desbarajuste tras de sí, porque sin duda seguirán necesitando
grandes recursos económicos para mantener una red tan enorme y cara.
—Eso es solo una suposición —dijo Michael Sorensen—. Supone usted muchas
cosas.
—Lo supongo casi todo —dijo Sellars, entre fastidiado y divertido y, en ese
momento, por fin se ganó la confianza de Catur Ramsey—. Pero los factores de
probabilidad son tan altos que no se pueden dejar de lado, y lo han sido desde el
primer momento en que descubrí el funesto complot. Me aterroriza lo que pueda
esconderse detrás de la gruesa cortina negra que ando tanteando, pero estoy
convencido de que sea lo que sea, es malo y empeora. Por desgracia, esta es la
suposición de la que más seguro estoy. ¿Cree que habría involucrado a una niña como
su hija si por un instante pudiera creer que me equivocaba? ¿Yo, que me destrocé la
vida por confiar en quienes tenían que haber sabido planear las cosas mejor? Mayor
Sorensen, señora Sorensen, jamás mereceré su perdón por haber puesto a su hija en
peligro, por eso no lo he pedido. Pero les prometo que solo lo hice porque tenía la
impresión de que las posibilidades eran tan altas que daba miedo… —Dejó de hablar
un momento—. No, eso no cambia las cosas, al fin y al cabo, la niña es su hija.
—Y no permitiremos que le suceda nada —replicó la madre de Christabel con
fiereza—. Es el único riesgo que no estoy dispuesta a correr. —Se quedó mirando a
su esposo fijamente; no era una mirada amable—. Nunca más.
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—Creo que entendemos lo fundamental de la situación. —Ramsey no podía creer
que siguiera sentado allí, y aún le asombró más descubrir que estaba a punto de
asumir el protagonismo en una cuestión que, racionalmente, debería considerar un
delirio masivo—. La cuestión es… ¿qué podemos hacer?
—Permítame que le ponga al día sobre las pobres y seguramente inútiles medidas
que he puesto en marcha —dijo Sellars—. Mi reducido grupo de exploradores.
Todavía tengo esperanza para ellos y, mientras no se demuestre lo contrario, supongo
que siguen vivos y en activo.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Ramsey de repente—. Sam Fredericks, Orlando
Gardiner… son suyos. Casi se me había olvidado, cuando usted y yo hablamos por
primera vez, me dijo que sabía algo de ellos. ¿Se refiere a eso? ¿Usted los mandó a
esa red?
—Bueno, en cierto modo. Sí, forman parte de ese pequeño grupo de personas a
las que reuní, y espero que sigan siéndolo.
—Entonces no lo sabe… —Ramsey vaciló un instante—. Orlando murió hace dos
días.
—No —contestó Sellars al cabo de unos segundos—, no lo… sabía —dijo con
una voz como un arrullo de paloma—. He estado… —Se calló de nuevo y guardó
silencio un largo rato—. Temía que… que fuera excesivo para él. Un muchacho tan
valiente… —El anciano cerró los ojos con fuerza—. Si me disculpan; tengo que ir un
momento al baño.
La silla de ruedas maniobró y cruzó la estancia silenciosamente por la moqueta.
La puerta del cuarto de baño se cerró y Ramsey se quedó mirando a los Sorensen, que
lo miraban a su vez.
Christabel tenía una pesadilla, huía de unos hombres vestidos de negro que la
perseguían por una escalera interminable. Llevaban una manguera larga que se
arrastraba detrás de ellos como una serpiente, y la niña sabía que querían alcanzarla y
aplicarle la boca metálica para ahogarla con humo morado. Quería gritar, llamar a su
madre y a su padre, pero le faltaba aire, y cuando miraba hacia atrás, a los dos
hombres pálidos, siempre los veía más cerca, más cerca…
Se despertó peleándose con las almohadas y la sábana, y a punto estuvo de gritar
otra vez. Se deshizo del lío, asustada, en una habitación que no conocía, con unos
cuadros en la pared y gruesas cortinas que solo dejaban pasar un rayo de luz amarilla
en la que bailaban motas de polvo. Abrió la boca para llamar a su madre y un rostro
asomó por encima del borde de la cama.
Era peor que la pesadilla y se dejó caer hacia atrás con la sensación de que una
mano fría la agarraba por dentro y, exactamente igual que en el sueño, no fue capaz
de emitir sonido alguno.
—Tranquila, niñita —dijo el rostro—, ¿qué te pasa? ¡Qué no me dejas dormir!
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Christabel respiraba entrecortadamente, se imaginaba que se le movían las
costillas muy deprisa, como a un conejito; pero reconoció la cara, el diente roto, el
pelo negro y revuelto. Se le pasó el miedo.
—No me sucede nada —replicó enfadada, aunque el tono de voz no era firme.
—Si yo tuviera una cama grandota y cómoda como esa —dijo el niño con una
sonrisa furiosa—, claro, no tendría pesadillas ni me pondría a llorar ni nada de eso.
A ella le parecía que hablaba de comida. No lo entendía. No quería entenderlo. Se
levantó, fue rápidamente a la puerta que comunicaba con la otra habitación y la abrió.
Su madre, su padre y el otro adulto, el señor Ramsey, hablaban con el señor Sellars.
Todos parecían cansados y algo más, como aquella vez, cuando los padres de Ophelia
Weiner y los suyos creían que iba a estallar otra vez la guerra en Antiártica, un
nombre que a Christabel le parecía muy tonto para un lugar, pero que no se merecía
que hubiera guerra, y todos los adultos estuvieron toda la comida con esa misma cara.
—Un programa militar surafricano —estaba diciendo el señor Sellars— que llegó
a dar empleo a algunos diseñadores del proyecto PEREGRINE, trabajaban en aviación
por control remoto, los pilotos controlaban el avión desde módulos virtuales. Pero el
proyecto se quedó sin fondos hace muchos años. Lo descubrí estudiando los registros
de PEREGRINE, y nos vino muy bien. Conseguí convencerlos de que fueran allí, en
parte porque la base era secreta y estarían a salvo, pero de alguna manera el Grial los
localizó y ahora están rodeados. —Por fin se dio cuenta de que la niña estaba en el
umbral de la puerta y sonrió dulcemente—. Ah, Christabel, me alegro de verte. ¿Has
dormido bien?
—Cielo, ¿te encuentras bien? —preguntó su madre al tiempo que se levantaba—.
Estamos aquí, hablando. ¿Por qué no vas a ver si hay algo en la red?
La enormidad y la rotundidad de que sus padres y el señor Sellars estuvieran allí
hablando de cosas de mayores, y de que todos se hallaran lejos de casa, en un sitio
desconocido, en un motel, se le hizo patente de pronto y sintió ganas de llorar. Pero
no quería llorar, de modo que dijo:
—Tengo hambre.
—No te comiste el bocadillo…, apenas le diste un mordisco. Ven, toma un poco
de zumo…
Su madre la acompañó otra vez a la habitación en la que se había despertado y,
por un momento, todo le pareció mejor. La madre de Christabel le dio un plato de
papel con el bocadillo y unas uvas pasas; después sacó un paquete de galletas del
bolso y dio dos a la niña y dos al niño, que las agarró rápidamente, como si su madre
pensara quitárselas otra vez.
—Los mayores tenemos que hablar un poco más —dijo—. Quiero que os quedéis
aquí viendo un programa de la red, ¿de acuerdo?
El niño la miraba como un gato, pero Christabel la siguió hasta la puerta.
—Mamá, quiero ir a casa.
—Enseguida iremos, cariño.
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Al abrir la puerta, se oyó la voz del padre de Christabel.
—Pero eso no tiene sentido —decía—. Si la red hace daño a los niños y produce
ese síndrome de Tandagore, ¿cómo es posible que el chico pueda entrar y salir de la
conexión sin… sin hacerse ningún daño?
—En parte, porque me he enfrentado a los sistemas de seguridad con mis propios
medios para hacerlo posible —dijo el señor Sellars—. Pero hay otro elemento más.
Parece que el sistema tiene una especie de… de afinidad, esa es la palabra. Una
afinidad con los niños.
La madre de Christabel, que se había quedado escuchando, la miró de repente y
vio que seguía allí, a su lado, en el umbral. La mujer se asustó y puso la cara de «¡Oh,
Dios mío!» que hacía tiempo que no ponía; la última vez fue cuando Christabel había
recogido con mucho cuidado los trozos de cristal de un vaso de vino que se había
caído en la cocina y los llevó en las dos manos para enseñárselos a sus padres.
—Vamos, cielo —dijo su madre, y casi le empujó para que entrara otra vez en la
habitación con el niño terrible—. Dentro de un ratito volveré a ver qué tal estáis.
Cómete el bocadillo y buscad algo que ver en la red.
Cerró la puerta y a Christabel le entraron ganas de llorar otra vez. Normalmente, a
su madre no le gustaba que viera los programas de la red, excepto los que escogían
papá y ella porque eran educativos.
—Niñita, si tú no lo quieres, me lo como yo —dijo el niño desde atrás.
Ella dio media vuelta y vio que el niño tenía el bocadillo en la mano. Después de
los baños que su madre le había obligado a darse, hasta tenía las uñas limpias, pero
ella sabía que por más que se bañara, el niño seguía cubierto de gérmenes invisibles.
Le sería imposible comerse el bocadillo.
—Cómetelo tú —le dijo, y se dirigió sin prisas a sentarse en el borde de la cama.
La pantalla no era muy grande y lo único que había en KidLink era un estúpido
juego chino en el que la gente corría y todos hablaban, pero las palabras no
coincidían con el movimiento de los labios. Se quedó mirando con una sensación de
vacío, soledad y tristeza.
El chico se terminó el bocadillo y, sin pedir permiso, se comió también las uvas
pasas y las galletas. Christabel ni siquiera se enfadó: le parecía muy raro que una
persona comiera así, como si no hubiera comido en su vida y no supiera cuándo iba a
comer otra vez. Se preguntó por qué tendría tanta hambre. Sabía que el señor Sellars
guardaba muchos paquetes de comida en el túnel, y que era un hombre bueno. Seguro
que no le había prohibido al niño comer lo que quisiera, no tenía sentido.
—¿Qué miras tanto, muchachita? —dijo, con la boca llena de galletas.
—Nada.
Volvió a fijar la mirada en la pantalla. Los chinos hacían una torre humana para
alcanzar una cosa que colgaba en el aire. La torre se vino abajo y tuvieron que
llevarse de allí a algunas personas, mientras el público los vitoreaba. Christabel
deseaba que sus padres entraran y le dijeran que ya era hora de irse a casa. Ya no le
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gustaba lo que estaba pasando. Miró al niño disimuladamente, que lamía el plato de
los bocadillos. Eso era una auténtica grosería, pero no la molestó solo por eso.
—A lo mejor… —dijo al niño de pronto—, a lo mejor, cuando volvamos a casa,
mi madre te da algo de comer. Bueno, para que te lo lleves, claro.
El niño la miró y movió la cabeza como si Christabel hubiera dicho una tontería.
—Nadie va a volver a casa, chica. Huimos. Ya no volveremos a casa de papá y
mamá, ni tú ni yo, nunca, ¿entiendes?
Christabel sabía que era mentira, que se lo decía solo para fastidiarla, pero de
todos modos se echó a llorar sin poder remediarlo. Lo peor fue que cuando su madre
entró a preguntarle qué le ocurría y ella se lo contó, su madre no dijo que fuera
mentira, ni que fueran a volver a casa inmediatamente y que no se preocupara, ni
siquiera riñó al niño malo. No dijo nada de nada, solo la abrazó allí, sentada en la
cama. Tendría que haberse puesto más contenta, pero no lo hizo, no lo hizo, no lo
hizo.
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8. Escuchar la nada
PROGRAMACIÓN DE LA RED/ESTILO DE VIDA: Conmemoraciones virtuales: Visita a los
muertos.
(Imagen: familia y muerto riéndose en el velatorio). Voz en off: Funebripro, una
compañía de Nápoles (Italia) ha anunciado la mayor novedad en tecnología
funeraria: una ceremonia virtual en la que los deudos pueden hablar con el ser
querido que acaban de perder. La compañía afirma que puede hacer una serie de lo
que denomina «copias de la vida» y combinarlas, creando así una simulación
convincente del fallecido o fallecida en vida.
(Imagen: Tintorino di Pozzouli, fundador de la compañía). DI POZZOULI: Verá, la
iniciativa está muy bien, porque cuando se pierde a un ser querido, como nosotros
perdimos a nuestro estimado abuelo, podemos conservar una parte de él. Podemos
ira visitarlo incluso cuando ya no está, seguir en contacto con él, podríamos decir.
Es como tener un telescopio dirigido al cielo, ¿comprende?
Haber estado a punto de morir en la montaña había sido horrible. Pero ahora, Sam
Fredericks, exhausta, dormía un sueño invadido por la pesadilla más extraña y vivida
que había tenido en su vida.
Y parecía que nunca fuera a terminar; era una corriente de terror, soledad y
confusión tan larga y real que al final, paradójicamente, hasta el horror se hizo tan
aburrido como un viaje de cien años en el asiento trasero del coche de sus padres.
Solo aliviaban la insistente monotonía del miedo y la soledad unos pequeños
fantasmas, veloces y cautos como pájaros, que por fin se le aparecieron en la larga
oscuridad, como si hubiera superado una prueba terrible e inútil y ahora recibiera la
recompensa. No los veía, pero sentía su presencia alrededor, discretos e insustanciales
como una respiración superficial. Habrían podido ser hadas, tenues fragmentos de
belleza procedentes de una película de la infancia. Espíritus, quizá. Fueran lo que
fuesen, a ella la aliviaron y la tranquilizaron. Quería abrazarlos, tenerlos más cerca,
pero todos eran frágiles como alas de mariposa, como la tenue borla algodonosa del
diente de león: atraparlos con la mano significaría destruirlos.
Cuando por fin emergió del sueño inacabable, el primer pensamiento consciente
que tuvo, como siempre, fue que Orlando había muerto. No estaba agonizando (un
pensamiento conocido que había aprendido a hacer invisible), sino muerto. Ya no
estaba. No volvería jamás. No habría más aventuras ni recuerdos. Ni más Orlando.
Pero esta vez, la tremenda tristeza solo duró hasta que abrió los ojos y vio la nada
infinita y plateada que la rodeaba. La sorpresa se convirtió en algo peor cuando
!Xabbu, con una expresión de devastación en el rostro, le comunicó con delicadeza
que Renie había desaparecido.
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—Pero ¿qué ha ocurrido? Es infecto, absolutamente, totalmente
insoportablemente infecto. —Había transcurrido al menos una hora y todo seguía
igual. Sam no había estado presente en la estasis aclimática que Renie había llamado
mundo apedazado; para ella, lo más asombroso del vacío plateado que los envolvía
era el hecho de que fuera tan persistente, ilimitado e inmutable—. ¿Renie se ha
quedado en la montaña? Y ¿dónde está la montaña?
—No tengo respuestas, Fredericks —dijo !Xabbu.
—Sam, llámame Sam… por favor.
Se había quedado sin fuerzas para planear, para actuar. Orlando había muerto.
Durante el tiempo que había estado atrapada en la red, Sam Fredericks nunca se había
permitido pensar en serio en la posibilidad de tener que continuar sin él. ¿Cómo iba a
suceder una cosa así? Pero ahí estaba, en un mundo tan extraño e incomprensible
como cuando Orlando todavía estaba vivo, pero ahora no estaba Orlando para
empujarla, para enfadarse con ella, que le hiciera bromas tontas porque sabía que
enfadarse por bromas tontas era una forma tan buena de seguir adelante como reírse
con bromas divertidas, y mucho más fácil para el que hacía las bromas.
Se sentía congestionada por dentro, con el corazón hinchado y dolorido. Nunca
más podría decirle cosas evidentes de esa forma que le sacaba de quicio, porque la
evidencia era tan perfecta que Orlando nunca sabía si se lo decía en broma o en serio.
El nudo que tenía por dentro parecía una cosa que tuviera que salir pero que se negara
a hacerlo. Le asombró descubrir lo mucho que podía echar de menos a una persona
cuyo verdadero rostro nunca había visto.
«¿Qué diría él ahora?», se preguntó, cuando todo desaparecía. Renie se había
perdido y ella estaba atrapada en medio de la nada, literalmente.
«Hundidos hasta el cuello y esperando que suba la marea», le había dicho una vez
en el País Medio, cuando acababan de llenarse los bolsillos de tesoros y descubrieron
que una serpiente de veinte metros de largo se abría camino por la única salida de la
cámara subterránea.
«Así estoy yo ahora, Gardino —pensó—, pero ahora es de verdad. Esperando que
suba la marea…».
!Xabbu, al verla llorar, se acuclilló a su lado y la envolvió en sus largos y fuertes
brazos. En el momento en que parecía que el llanto iba a desbordarla, una silueta alta
apareció entre la bruma.
—Sabía que ella era la persona en quien más se podía confiar de todos vosotros
—dijo Malabar con desprecio—, pero no pensaba que su ausencia pudiera hundiros
tan rápidamente a los dos. ¿Es que no tenéis agallas? Hay que seguir adelante.
El hombre de la cara huesuda era tan horrible que Sam no podía mirarlo siquiera,
pero !Xabbu se puso en tensión.
—Es una tontería seguir adelante cuando no sabemos adonde vamos —dijo el
pequeño bosquimano—. ¿Ha tenido más suerte que yo en la búsqueda?
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—No —dijo Malabar, y siseó como si tuviera una pequeña fuga—. No hay nada.
Si no hubiera ido con tanto cuidado y hubiera vuelto por el mismo sitio, quizá me
hubiera perdido para siempre.
—Habría sido una lástima.
—Seguro que eso es lo que le ha pasado a vuestra compañera —replicó Malabar
pasando por alto el comentario de Sam—. Saldría a mirar los alrededores cuando
hicimos la transición aquí y se perdió.
—Renie no cometería semejante imprudencia —replicó !Xabbu firmemente—, es
mucho más sensata.
—Sea por lo que fuere —contestó Malabar con un gesto despectivo de la mano
—, el caso es que se ha perdido. Y también Klement —añadió con una sonrisa gélida
—. Es de suponer que no habrán huido juntos.
!Xabbu se levantó. Malabar le sacaba una cabeza, pero la actitud del bosquimano
le hizo retroceder.
—Deje de hablar de ella, si no tiene algo útil que decir. Inmediatamente.
—Contrólate —dijo Malabar mirándolo, molesto pero sorprendido—. No era más
que un simple comentario…
—Se acabaron los comentarios —respondió !Xabbu mirando a Malabar fijamente
mientras Sam los observaba a ambos; de pronto, con inquietud, se dio cuenta de que
sin !Xabbu estaría sola con ese viejo monstruo. Malabar le sostenía la mirada.
Finalmente, !Xabbu bajó la mano y le tocó el brazo a Sam—. Tiene razón en una sola
cosa, Sam. Podemos esperar a Renie un poco más, pero aunque esté por aquí cerca
puede que no la encontremos. El sonido no se transmite fácilmente en este sitio.
Podría pasar a cien metros de nosotros y no nos daríamos cuenta. En algún momento
tendremos que reemprender la marcha con la esperanza de encontrarla en el camino.
—No podemos… ¡no podemos marcharnos sin ella!
—Si… —!Xabbu perdió la presencia de ánimo durante unos instantes y Sam
adivinó el sufrimiento que escondía—, si le ha sucedido algo… —se interrumpió y
lanzó una rápida mirada a Malabar, no quería demostrar nada en presencia de ese
hombre—. Si no la encontramos, continuaremos de todos modos, por ella. No olvides
que el amor por su hermano es lo que la trajo a este lugar. Querría que intentáramos
ayudarlo incluso sin ella.
Habló en su habitual tono sereno, pero sus palabras tenían un matiz de desolación
tan sobrecogedor que Sam tuvo la sensación de que su propio río de sufrimiento
acababa de encontrarse con otro de las mismas dimensiones, por lo menos. Si ambos
no tenían mucho cuidado, el encuentro de las aguas podía desbordar los márgenes e
inundar el mundo.
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como su padre en los momentos de mayor furia y rigidez, pero sin la compensación y
el sentido del humor que ella siempre conseguía sacarle a flote. No pudo evitar
preguntarse cómo una persona tan rica y poderosa como Malabar podía convertirse
en un objeto, podía doblegar tantas vidas con su crueldad… y ¿para qué? ¿Solo por
seguir con vida? ¿Por disfrutar de unos siglos más de poder frío y desdichado? Sam
no lograba entender por qué los viejos querrían seguir viviendo incluso mucho
después de ser capaces de hacer cualquier cosa que, según su opinión, valiera la pena;
una persona como Malabar, que prácticamente había vivido el tiempo de tres vidas
humanas, escapaba a su comprensión.
También Orlando tenía miedo de morir, la idea lo aterrorizaba; eso lo entendía, y
todas las simulaciones de la muerte por las que habían pasado no eran más que una
forma de insensibilizarse a lo que injustamente tenía que sucederle. Pero aunque
hubiera tenido la oportunidad de escapar a la muerte, ¿habría hecho lo que hacía ese
hombre? ¿Robar vidas inocentes para mantener la propia? No podía creerlo. No lo
creía. No, su Orlando, no; Orlando creía en la misión del portador del anillo de la
misma manera que la gente del Círculo creía en Dios. Orlando Gardiner no; Orlando
le había dicho que ser un verdadero héroe era lo más importante, aunque nadie lo
supiera jamás. Él creía desde el principio que lo demás no importaba, ni la opinión de
los otros, solo importaba lo que uno supiera de sí mismo.
Hasta su padre le había dicho en una ocasión, cuando su madre y ella discutían
por su nombre: «Si quieres ser Sam, sé Sam, pero sé la mejor Sam que puedas». De
pronto, su expresión seria se convirtió en una carcajada. «Alguien tendría que
escribirlo en un libro infantil».
La ausencia de su padre y su madre, con los ojos muy abiertos de inquietud y
cariño, se convirtió de pronto en un dolor tan grande como la pérdida de Orlando y,
por un momento, una sombra amenazó con engullirla por completo. Miró entonces a
Malabar, sentado a unos pocos metros, sin saber si lo veía borroso por la niebla o
porque tenía los ojos empañados, pero consciente de que, pasara lo que pasara, jamás
querría ser como él, una persona colérica, congelada, sola…
Un movimiento la sacó súbitamente de sus pensamientos. !Xabbu apareció de
entre la bruma gris y se sentó, inquieto, a su lado, como si le doliera algo.
—¿Y bien? —inquirió Malabar con brusquedad.
!Xabbu no le hizo el menor caso. Tomó la mano a Sam; ella todavía no se había
acostumbrado a ese contacto frecuente y cariñoso, pero la aliviaba. Le preguntó cómo
se encontraba.
—Mejor, creo —sonrió Sam al darse cuenta de que era cierto—. ¿Ha funcionado?
—Como suelo decir a Renie —contestó él devolviéndole la sonrisa—, lo que sé
hacer no es simplemente encender y apagar. Pero creo que empiezo a entender las
cosas, sí, un poco quizá.
—Cualquiera de mi generación —intervino Malabar con un sonido sibilante—
encontraría cómico verme en manos de dos africanos y, a menos que me equivoque
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con esta niña, una criolla… y ya hemos perdido a uno de los africanos —puso los
ojos en blanco—. Pero nunca he sido intolerante. Si gracias a tu instinto logramos
salir de aquí, dínoslo ahora mismo, maldita sea.
!Xabbu le clavó una mirada de auténtica repugnancia: una reacción de las más
fuertes que Sam había visto en él.
—No es instinto, al menos no en el sentido que usted piensa. Todo lo que sé sobre
encontrar el camino lo he aprendido, me lo enseñó la familia de mi padre. Y me
enseñaron otras cosas que usted parece ignorar, como la bondad y la sensatez. —Dio
la espalda a Malabar, que parecía debatirse entre la indignación y la risa amarga—.
Siento haberte dejado con este hombre, Sam, pero tuve que alejarme lo suficiente
para no veros ni oír vuestra respiración. En esta red todo es muy distinto a la vida
real; hasta en las mejores circunstancias es difícil entender las cosas aquí. Todo es
realmente difícil; hasta hace un momento, estaba seguro de que no había nada en este
lugar que tuviera sentido, salvo nosotros. Es posible que siga siendo así, pero como el
hombre hambriento que espera oler una presa, creo que me he convencido de lo
contrario.
—¿Crees que… que has olido algo?
—No exactamente, Sam. Como te acabo de decir, he pasado un buen rato
intentando no oír los sonidos ni captar el olor que provenían de ti y de… y de ese
hombre. Tenía la esperanza de escuchar la voz de Renie llamando desde lejos. —
Sacudió la cabeza con tristeza—. Pero al cabo de un rato renuncié y… me abrí. No es
una cuestión mística —añadió apresuradamente, mirando a Malabar por encima del
hombro—. Quiero decir que me esforcé por escuchar de verdad, por oler y ver de
verdad… cosas que la gente de la ciudad casi nunca hace, porque todo lo que
necesitan llega a ellos, va hacia ellos rápidamente como si fuera disparado con un
rifle. —Buscó las palabras adecuadas con expresión solemne—. Más tarde empecé a
sentir algo. Quizá es así como Martine percibe las cosas, aunque se tarda un poco en
entender las pautas que rigen este mundo. Pero creo que, sencillamente, conseguí el
silencio por fin y… ¿cómo se dice?, ¿la soledad? necesarios para escuchar. —Apretó
la mano a Sam y se levantó—. Por allí —dijo señalando a una parte del vacío perlado
igúal a todo lo demás—. Es posible que me lo imaginara, pero creo que allí hay algo,
en aquella dirección.
—¿Algo? —inquirió Malabar controlando la voz.
No obstante, Sam intuyó la cólera que intentaba ocultar y tuvo una visión
instantánea de lo mucho que podía roer por dentro a un hombre como él tener que
confiar en terceras personas, sobre todo tratándose de aquellas a la que debía de
considerar poco más que salvajes.
«Pero ¿cuántos años tendrá? —se preguntó con un estremecimiento—.
¿Doscientos quizá? ¿Todavía existiría la esclavitud cuando él era pequeño?».
—Lo que percibo es… algo —dijo !Xabbu—. No tengo otra palabra. No hablo así
por molestar. Noto un espesamiento por allí, podría decir, o como si hubiera más
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movimiento o cambios a lo lejos, cuando aquí todo está más ordenado, o… algo.
Como fantasmas en un sendero de harina, cuando todo lo demás ha sido barrido por
el viento. Quizá sea solo una sombra. Pero yo pienso ir allí, y creo que Sam vendrá
conmigo.
—Absolutamente, sí.
Por otra parte, ¿qué alternativa tenía? ¿Quedarse entre la niebla esperando
eternamente que sucediera algo bueno? Ni Orlando ni Renie se habrían quedado allí.
Malabar miró con atención a !Xabbu, pero Sam no necesitó de la intuición para
saber lo que estaba pensando. El hombre pretendía dilucidar si !Xabbu mentía, si
estaba loco o si se equivocaba, nada más. Sam jamás se apiadaría de una persona
como ese horrible Malabar, pero se hacía cargo de lo que debía de ser sospechar de
todo y de todos. Era un pensamiento feo y deprimente.
—Entonces, guíanos. —Malabar transmitía, incluso desnudo, la impresión de un
rey que hace un favor a un campesino—. Cualquier cosa será mejor que esto.
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—¿Qué soy? —Era difícil hablar; estaba ronca de tanto gritar llamando a sus
compañeros perdidos—. ¿Qué quieres decir? Soy una mujer, una mujer africana. Soy
una persona a la que tu grupo de amigos ricos y tú… habéis hecho daño.
Le faltaban palabras para expresar lo que sentía por Stephen, y la impotencia de
las últimas horas había agravado ese sentimiento.
Klement la miraba fijamente. Algo se movía en el fondo de sus ojos, pero muy,
muy en el fondo.
—Eso es… un nombre largo —dijo por fin—. Parece… largo.
—¿Nombre? —«¡Dios mío! Esa ceremonia le ha abrasado el cerebro por
completo», pensó—. Lo que te he dicho no es mi nombre, es lo que… —dejó de
hablar y tomó aire—. ¿Mi nombre…?
No estaba segura de la conveniencia de decírselo, aunque hacía mucho tiempo
que había renunciado al anonimato. Era mortificante que ese ser, por más que su
mente hubiera sufrido, hiciera gala de una especie de inocencia infantil. ¿Es que a
fuerza de convivir empezaba a resurgir el antiguo Ricardo Klement, o es que la nueva
versión dañada empezaba a encontrarse más a gusto con sus facultades?
—Me llamo Renie —dijo por fin.
Klement no respondió, pero tampoco dejó de mirarla, como si estuviera
formándose una complicada imagen visual a la que unir el nombre recién archivado.
Renie suspiró. Ese hombre cerebralmente disminuido era el menor de sus
problemas. Pasó lo que le pareció mediodía en aquel vacío, pero nada cambió. Gritó
hasta quedarse sin voz, recorrió muchos pequeños circuitos sin resultado alguno. No
había nada que pudiera llamarse tierra, y menos aún, puntos de referencia. La luz no
tenía dirección, no se oía nada más que el ruido que hacía ella. «Pero si me quedo
aquí, me moriré. O quizá a Stephen se le pare el corazón y muera en la cama del
hospital, con lo cual ya no tendré motivos para quedarme aquí». Rodeada de bruma
vaporosa por todas partes, era difícil no ver la cara de su querido Stephen, pero lo que
le acudió a la mente fue algo malo: un rostro inerte de ojos sin vida y piel cenicienta,
con la mandíbula laxa apoyada en el respirador. «Secándose, encogiéndose. Como un
pez fuera del agua, tirado en el suelo. Dios mío, por favor, que no sea así como vea a
Stephen por última vez».
Pero si no sacaba nada en limpio, ¿de qué servía ella? No era fácil entender que
una persona perdida en la nada, sin nada sobre lo que actuar, existiera siquiera. De
todos modos, ¿qué posibilidades quedaban? No tenía herramientas, solo el mechero y,
aunque había intentado abrir una puerta varias veces, el dispositivo seguía tan inerte
como antes.
—¿Dónde…, qué es… este sitio? —preguntó Klement.
Renie maldijo en silencio, pero pensó que al menos se merecía ese pequeño
placer y maldijo también en voz alta. Por lo visto, tenía que estar preparada para oír
esos comentarios sorprendentes de vez en cuando.
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—No lo sé. No sé nada. Malabar dijo que ya no estábamos en la red, y esto es…
aún menos que la red, supongo. —Miró a Klement—. No entiendes nada de nada,
¿verdad?
—Ese nombre también es muy largo. Los nombres de lugares… decirlos…
normalmente no son tan largos.
Renie suspiró y sacudió la cabeza. Empezaba pensar que le gustaba más cuando
solo era capaz de decir «soy Ricardo Klement».
Renie volvió a sumirse en el acuciante problema de no estar en ningún sitio, y en
el siguiente cuarto de hora repasó todo lo sucedido desde la última vez que había
estado con !Xabbu y los demás, pero no encontró nada que le sirviera para formar
una teoría de cómo se habían separado. La bruma gris y resbaladiza en la que se
encontraban se parecía mucho al banco de nubes plateadas que circundaba la
montaña, pero eso no explicaba la desaparición de la montaña ni daba pistas sobre el
paradero de sus compañeros. Sencillamente, se había echado a dormir y despertado
en una circunstancia diferente. ¿El extraño sueño tendría algo que ver? Intentó
recordar los detalles, el caos que se precipitaba, la oscuridad sin fin, la esperanzadora
aparición, finalmente, de aquellas presencias efímeras, pero ahora todo le parecía
vago y distante. En cualquier caso, tampoco explicaba nada.
Era una verdadera adivinanza. Una especie de acertijo de habitación cerrada pero
al revés, si hubiera sido un cuento de misterio. En vez de entrar en una habitación
cerrada, se trataba de salir de la nada total y entrar en otra cosa… en otra nada.
Las únicas posesiones que tenía eran los jirones del traje de Orlando con los que
se había vestido y el mechero. Pero el mechero ya no abría puertas, que era su
principal función. ¿Serviría para alguna otra cosa?
«Si tuviera un cigarrillo, podría encenderlo», pensó de mal humor. De pronto se le
ocurrió una idea. El vacío claro que la rodeaba, antinatural y aparentemente infinito,
¿no sería el océano Blanco del que habían hablado Paul Jonas y los demás? Los niños
de la red hablaban de él como un espacio mítico, algo que tenían que cruzar para
llegar a una especie de tierra prometida. ¿Querría decir que había algo al otro lado del
vacío? La idea era esperanzadora, pero aunque fuera cierta, no se le ocurría cómo
llegar allí.
Sacó el encendedor de entre los pechos y lo levantó. Todo el estudio que !Xabbu,
Martine y ella le habían dedicado mientras se preparaban para marchar de la casa les
había iluminado muy poco respecto a sus verdaderas posibilidades, como si un grupo
de alienígenas hubieran descubierto un coche y, después de practicar numerosos
ejercicios de ensayo y error, hubieran aprendido a encender los faros. Si pudiera
experimentar más, quizá descubriera más cosas, quizá incluso pudiera encontrar una
solución al dilema del momento, pero ¿podía arriesgarse? Se había burlado de la
preocupación de Malabar, pero solo por el odio que le tenía. Oír la voz de Miedo en
el encendedor, susurrando desde un objeto que había tenido presionado sobre la piel
un momento antes, le había dado la misma sensación que si se le hubiera llenado el
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cuerpo de insectos. En realidad, ¿podía arriesgarse a anunciarle su presencia
intentando activar el dispositivo de comunicación? Aparte de Miedo, la única persona
que sabía que intentaba acceder a la banda de comunicación era Martine, pero cuando
la oyó, no le pareció que estuviera en situación de ayudar a nadie.
«Y si logro ponerme en contacto con ella, ¿qué? ¿Qué le diría? ¿“Martine, ven a
buscarme, estoy en medio de un puñado de cosa gris”?».
Levantó de nuevo el encendedor y le dio la vuelta como si quisiera captar la luz
sin reflexión de ese lugar. Se fijó en la inicial de adorno, una Y. La letra estaba
rodeada de hojas y zarcillos como una estatua en un jardín olvidado. ¿Cómo había
dicho Malabar que se llamaba el cerdo ese? Yacoubian. El que estuvo a punto de
matar a Orlando. Se le revolvieron las tripas. «Espero que T4b le haya hecho más
daño que un pecado. Espero que no vuelva a tener un momento de paz en su vida».
Se preguntó si también Yacoubian estaría atento a las señales de la banda de
comunicación, esperando que ella revelase su ubicación. Era un pensamiento
inquietante, pero la idea de que Miedo estuviera apostado en algún sitio, aguardando
como un gato a que el ratón asomara los bigotes, era todavía peor.
«Escuchando el aire inerte, sonriendo…».
Un instante después se le presentó la idea. Se levantó de un brinco, empezó a
poner distancia entre Klement y ella, de pronto se paró y, obedeciendo a un
inexplicable sentimiento de lealtad, le dijo:
—Voy a alejarme un poco. Necesito silencio. No digas nada, nada en absoluto.
Vuelvo dentro de un momento.
Se quedó mirándola, indiferente como una vaca rumiando hierba.
Cuando se hubo alejado lo suficiente, pero sin dejar de ver su silueta, y logró
tener cierta sensación de intimidad, volvió a levantar el encendedor. Cuando estaban
en la casa, habían descubierto la forma de acceder a la banda de comunicación, pero
no sabía si se acordaría de la secuencia completa. Se quedó mirándolo con temor,
pero hizo la combinación de toques que recordaba. Pero no sucedió nada malo, ni
bueno tampoco. El encendedor seguía igual de silencioso. El entorno tampoco parecía
haber cambiado.
Con cautela, conteniendo el aliento, se lo acercó al oído, lo levantó ante sí y
describió con él un arco lentamente. No oía nada más que silencio. Soltó el aire que
había contenido y se quedó escuchando otra vez… Confirmado el resultado, se giró
unos pocos grados hacia la derecha y comenzó el proceso de nuevo.
«Adormecedor —pensó, entre divertida y asqueada—. Si alguna vez tengo que
explicar esto a alguien, más vale que invente algo que parezca más profesional».
Pero la motivación de la búsqueda no era solo superstición o desesperación, y
cuando casi había llegado a la mitad del proceso de rotación, oyó algo. Era tan débil
que le pareció simplemente un silencio un poco más ruidoso en la banda de
comunicación, pero se oía un siseo diminuto sin lugar a dudas, un ruido que, por
pequeño que fuera, no se percibía antes.
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Movió el mechero alargando la trayectoria del arco un poco más, hasta que el
sonido desapareció otra vez, después siguió dando la vuelta para asegurarse. Cuando
volvió a la dirección en que había apuntado antes, recuperó el sonido.
Si iba a arriesgar la vida por algo, quería estar tan segura como fuera posible.
Miró atrás y comprobó que Klement no se había movido de donde lo había dejado,
era como un bulto de sombra prácticamente invisible, a unos quince metros de
distancia; entonces se quitó la parte de arriba del atuendo y la tiró ante sí, a un metro,
en la dirección de donde provenía el sonido. Cerró los ojos, dio varias vueltas sobre sí
misma para desorientarse y empezó a describir un círculo otra vez, poco a poco, con
el mechero como una aguja de brújula. Cuando se aseguró de que oía de nuevo el
suave murmullo, abrió los ojos. Estaba exactamente ante la prenda de ropa.
—¡Bien! —exclamó satisfecha de sí misma, pero más satisfecha por tener algo
que hacer.
Volvió a ponerse el harapo, y estaba a punto de alejarse cuando se giró para mirar
a Klement. No se había movido. Estaba tan quieto que parecía que nunca pudiera
volver a moverse otra vez.
«Tendría que dejar a este asesino aquí —pensó—. Seguro que después me
maldigo si me lo llevo». Sin embargo, la idea de abandonar a esa especie de niño en
medio de la nada mortal le pareció terrible, aunque no sabía por qué.
—Me voy en esta dirección —le dijo a voces—. No voy a volver. Si quieres venir
conmigo, ven.
Convencida de que había cometido un grave error, pero íntimamente más
satisfecha de lo que se había sentido en horas, partió en busca de un susurro.
A Sam le parecía que andar por la inacabable bruma gris plateada era, en cierto
modo, peor que quedarse sentada. Caminar con tanta lentitud era un asco; le gustaba
el deporte porque tenía un objetivo, pero nunca le habían gustado la carrera ni la
marcha, pues consideraba que se trataba de mover las piernas por moverlas, nada
más. Pero esa falta de puntos de referencia y cambios atmosféricos, el hecho de que
la luz siempre fuera igual, parecía un tormento pensado exclusivamente para
desquiciarla. Por primera vez desde que accedió a la red echó de menos la comida, no
por comer en sí sino por señalar el transcurso del tiempo.
«Ni agua, ni comida ni paradas». Después de unas dos horas, esas palabras se
convirtieron en una especie de lema perpetuo en su cabeza, como el eslogan
publicitario de una oferta de vacaciones particularmente mala. Además, estaba
exagerando un poco, porque sí que se detenían de vez en cuando a descansar, en parte
para que !Xabbu pudiera escuchar lo que le guiaba hacia delante, por vago que fuese,
aunque las pausas no mejoraban la caminata. Cada vez que se detenían, tenía que
quedarse a solas con Malabar, en silencio, que era como si la dejaran en una
habitación con un perro antipático: aunque no hubiera una amenaza directa, la
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insinuación siempre estaba presente. Abandonada a sus propios recursos, comprobó
que no podía dejar de pensar en Orlando y en sus padres, tan lejos de su alcance que
casi no podía creer que su padre ni su madre, al contrario que Orlando, continuaran
con vida y que quizá llegara a verlos otra vez algún día.
Félix Malabar avanzaba rígida y resueltamente, como un peregrino religioso. Sam
era joven y fuerte, estaba segura de que el hombre hacía un esfuerzo por mantener el
mismo ritmo que ella, pero no quería demostrarlo; al contrario, presumía de
impaciencia cuando se detenían para que !Xabbu oliera metafóricamente la brisa. Ese
estoicismo habría sido admirable en un hombre menos desagradable, pero a ojos de
Sam solo lo hacía más frío y distante del resto de la humanidad. Tuvo que guardarse
para sí las quejas sobre el cansancio para no mostrar su debilidad ante él.
Por más que Félix Malabar se esforzara en mantenerse a la altura de Sam, era
evidente que !Xabbu tenía que frenar la marcha para no dejarlos atrás a los dos.
Lo había conocido con el simuloide de babuino, y hasta ahora no se había
acostumbrado al cambio. En cierto sentido, parecía más exótico en su cuerpo real que
en el cuerpo de un mono. Parecía incansable a pesar de su pequeña estatura, era más
bajo y delgado que Sam, delgada y de talla normal para su edad, y se movía con una
elegancia y una economía de esfuerzos que a veces daba la impresión de que podría
andar dormido si fuera necesario.
—¿De dónde son los bosquimanos? —preguntó Sam de pronto. !Xabbu no
contestó inmediatamente y la chica lamentó haber preguntado—. ¡Ay! ¿Es una
pregunta grosera?
El bosquimano había entrecerrado sus rasgados ojos, apenas se le veía el iris
castaño hasta que algo, sorprendente o divertido, le obligó a abrirlos. Sam no estaba
segura de la reacción que le había provocado su segunda pregunta.
—No, no es grosera, Sam, es que estoy pensando la respuesta. —Se tocó el pecho
—. En mi caso, se trata de un país pequeño llamado Botsuana, pero los de mi sangre
están repartidos por todo el sur de África. ¿O preguntabas por el origen?
—Sí, sí, claro.
Se acercó a él e igualó el paso con el suyo. No quería que Malabar participase en
la conversación.
—Nadie lo sabe con seguridad. Cuando iba al colegio, nos contaban que
habíamos emigrado hasta allí desde el norte del continente, hace mucho tiempo…
cien mil años, quizá. Pero existen otras teorías.
—¿Por eso puedes andar tanto? ¿Porque eres bosquimano?
—Supongo que sí. —Sonrió—. Me educaron según dos tradiciones y las dos son
de una vida dura; pero el pueblo de mi padre, de tradición más antigua, la de los
cazadores nómadas, a veces pasaba días enteros andando o corriendo en pos de la
caza. Yo no soy tan fuerte, me parece, pero tuve que hacerme fuerte cuando viví con
ellos.
—¿Dónde? ¿Quieres decir que ya no existen?
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Una especie de sombra oscureció la tez morena de !Xabbu, en ese lugar donde no
había sombras.
—Cuando volví a buscarlos, hace unos años, no los encontré. De todos modos,
quedaban muy pocos, y el Kalahari es cruel. Es posible que ya nadie viva al estilo
antiguo.
—¡Alucino! Entonces eres… eres el último bosquimano.
Apenas había terminado de decirlo cuando se dio cuenta de lo terrible que sería.
—No es eso lo que pienso de mí mismo, Sam —replicó !Xabbu haciendo todo lo
posible por sonreír otra vez—. En primer lugar, solo conocí esa forma original de
vida como quien va de visita. Pasé únicamente unos cuantos años con ellos. Pero lo
que sí es cierto es que quizá nadie más aprenda ya esa forma de vivir. —Pareció
perderse un momento. En el silencio, Sam oía la respiración cruda y regular de
Malabar a su espalda—. No es extraño que valore esa forma de vivir, pero no creo
que muchos estuvieran de acuerdo conmigo. Si tú fueras de esa tribu, Sam, te
parecería muy duro.
Lo dijo de una forma que a Sam le llegó al corazón: le pareció que estaba
necesitado, cosa que jamás había sospechado de él. Quizá se debiera a la desaparición
de Renie.
—Cuéntame más —le dijo—. ¿Tendría que cazar leones con una lanza o algo así?
—No —replicó riéndose—. En el delta, donde vive el pueblo de mi madre, a
veces pescan con lanza, pero en el desierto, la caza de animales grandes se hace con
arco y flechas. No sé de nadie que haya matado a un león, pocos lo han visto
siquiera… los leones también están desapareciendo. No, nosotros usamos flechas
envenenadas y luego seguimos al animal hasta que el veneno lo mata.
—¿Y las chicas también cazan? —preguntó; la idea no le gustaba mucho, pero no
quería decírselo.
—No, al menos las del pueblo de mi padre. De todos modos, los hombres salen a
cazar animales grandes muy de vez en cuando. Por lo general, ponen trampas para
animales más pequeños. Las mujeres tienen otras obligaciones. Si tú fueras de mi
tribu, una niña soltera como tú tendría que ayudar cuidando a los más pequeños:
vigilarlos, jugar con ellos…
—No suena mal. ¿Y cómo me vestiría? —Se miró el improvisado bikini, el
último y triste recordatorio de Orlando—. ¿Algo parecido a esto?
—No, no, Sam. El sol te quemaría en un solo día. Te pondrías un kaross, una
especie de vestido de antílope con cola y todo. Y además de cuidar a los pequeños,
tendrías que ayudar a las mujeres a cavar para buscar melones, raíces y larvas…,
cosas que no creo que te apeteciera mucho comer. Pero en el Kalahari nada se
desecha. Con el arco hacemos música, además de disparar flechas. Y nuestro piano de
dedo pulgar… —Hizo el gesto de tocar a dos manos un instrumento pequeño— nos
sirve también como banco de trabajo para trenzar. A todo se le da todos los usos
posibles. Nada se desecha.
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—Me parece —replicó Sam tras pensarlo un momento—, me parece que esa parte
me gustaría, pero las larvas… no sé.
—¿Y los huevos de hormiga? —le preguntó solemnemente—. También los
comemos.
—¡Puaj! ¡Eso te lo estás inventando!
—Te juro que no —dijo, pero sonreía otra vez—, Sam, temo por ese estilo de
vida, y echaría de menos los huevos de hormiga si no pudiera volver a comerlos
nunca, pero sé que a mucha gente no le gustaría vivir así.
—Parece duro de verdad.
—Lo es. —De pronto hizo un gesto de asentimiento, alejándose, entristecido—.
Lo es.
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Se puso de pie con esfuerzo, apretando los puños, pálido. Sam se acordó de
pronto de lo raro que era que todos llevaran un simuloide tan parecido a la realidad,
que todo fuera tan semejante al mundo real y, en cambio, todo siguiera siendo tan
irreal.
—Pues guárdeselo —contestó !Xabbu con desprecio—. Guárdese sus secretos.
—Un hombre sin secretos no es un hombre —replicó Malabar con rabia
contenida.
—Tchi seen —exclamó Sam—. Está superchocho. Olvídalo, !Xabbu.
Reanudemos la marcha. —Sin embargo, le asombraba el cambio de actitud de
Malabar, por lo general bastante gélida. Casi había llegado a parecerle un hombre
acosado por demonios. Pero la idea de los sueños compartidos seguía inquietándola
—. ¿Cómo es posible? —le preguntó mientras caminaban—. Es decir, una cosa es
que veamos lo mismo, porque el sistema nos lo mete en la cabeza, y otra muy distinta
que nos pueda, introducir pensamientos, sueños y otras chocheces por el estilo. —
Frunció el ceño—. Porque eso no es posible, ¿verdad?
—Desde que entramos en esta red —replicó !Xabbu encogiéndose de hombros—,
todo son preguntas. —Se dirigió a Malabar—. Puesto que no quiere hablar de sueños,
díganos cómo es posible que sigamos en la red contra nuestra voluntad. Usted se
llama a sí mismo amo, Dios incluso, pero ahora tampoco puede salir. ¿Cómo es
posible? Con el equipo tan caro de que disponen, son poco más que una mente en el
cableado, quizá… pero ¿yo? Yo ni siquiera tengo neurocánula, si es que se llama así.
Mi cerebro no está conectado directamente al sistema.
—El contacto directo entre el exterior y el cerebro es permanente —respondió
Malabar con amargura—. Permanente. Tú, que tanto hablas de las formas de vida
antiguas y tribales, cercanas a la naturaleza, tendías que saber que eso es así desde el
principio de los tiempos. No vemos si la luz no nos transmite mensajes al cerebro, ni
oímos si el sonido no le enseña sus pautas. —Sonrió burlonamente—. Sucede
siempre, a lo largo de toda la vida. Lo que quieres decir es que entre tu cerebro y esta
red no hay contacto electrónico directo: no hay cables. Pero dada la situación, eso
carece de sentido.
—No lo entiendo —replicó !Xabbu con paciencia. Sam creía que su amigo
pretendía mofarse del viejo por rabia, pero ahora le pareció que su intención era otra
—. ¿Qué quiere decir… quiere decir que existe otra forma de introducir pensamientos
en la mente?
—¡Bah! —se mofó Malabar poniendo los ojos en blanco—. Si crees que voy a
revelarte los secretos de mi costoso sistema operativo como parte de este catecismo
infantil, te equivocas. ¡Cualquier niño, hasta los de los suburbios africanos más
pobres, adivinaría qué es lo que nos mantiene conectados! ¿Tú te has desconectado?
—Yo sí —dijo Sam, muy seria.
El recuerdo era horrible.
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—¿Y qué sucedió? —preguntó, mirando con ferocidad, fijamente, como un
abuelo infernal—. Vamos, cuéntamelo. ¿Qué sucedió?
—Me… me hacía daño. Que fue superchunguísimo, vaya.
—He tenido que soportar diez generaciones de jerga adolescente —dijo Malabar
poniendo los ojos en blanco—. Eso bastaría para desanimar a cualquiera más débil
que yo desear una vida tan larga como la que he tenido. Sí, hace daño. Pero
¿conseguiste desconectarte tú sola?
—No —respondió Sam a regañadientes—. Me desconectaron desde el mundo
real.
—Sí, desde «el mundo real». Muy propio. —Malabar enseñó los dientes: una
sonrisa breve y heladora—. Porque no podías hacerlo tú sola, de la misma forma que
yo tampoco puedo ahora. Y ¿te parece que es porque hemos sido trasladados al
paraíso, como creen que sucederá un día esos necios religiosos del Círculo, y que nos
hemos convertido en seres incorruptibles e inocentes, completamente ajenos a objetos
como las neurocánulas? ¿Lo crees?
—No —replicó Sam frunciendo el ceño—, de eso nada.
—Entonces, ¿cómo es que no te encuentras una cosa que sabes perfectamente que
llevas puesta? ¡Piensa, niña! —Se dirigió a !Xabbu—. ¿Te has perdido? ¿Es que no lo
adivinas?
—Si lo supiéramos —contestó el bosquimano mirando a Malabar con frialdad—,
ya lo habríamos solucionado sin su lección magistral, que no explica nada.
—Entonces —Malabar alzó las manos en un falso gesto de fastidio—, ya no os
aburro más. Resuelve el enigma tú solo.
Aminoró el paso hasta quedarse a cierta distancia detrás de ellos otra vez.
—¡Lo odio! —susurró Sam, furibunda.
—No malgastes las fuerzas y, sobre todo, no permitas que la cólera te ciegue y no
te deje verlo. Es muy inteligente… y yo, un necio por creer que podría sonsacarle
algo con facilidad. Tiene sus propios planes, estoy seguro, y no soltará prenda de algo
que pueda ayudar a los demás.
—De todos modos —dijo Sam acariciando la espada rota que llevaba sujeta entre
los harapos—, espero que me dé una excusa para clavársela.
—No hagas ninguna tontería, Sam —le dijo !Xabbu apretándole el brazo con
fuerza—. Te lo digo como amigo. Renie te diría lo mismo si estuviera aquí. Es un
hombre peligroso.
—Yo también soy peligrosa —contestó Sam, pero en voz tan baja que ni siquiera
!Xabbu la oyó.
Se habían detenido tres veces a dormir cuando por fin !Xabbu hizo un
descubrimiento. Sam y él tenían sueños parecidos, aunque nunca exactamente
iguales. Malabar seguía durmiendo con inquietud, haciendo ruidos, pero no les
contaba nada cuando se despertaba.
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El vagabundeo por aquella especie de nubarrón monótono y sin fin se había
convertido en una especie de pesadilla espantosa; la nada infinita había llegado a
provocar a Sam algunas alucinaciones. Vio la entrada principal de su colegio en
Virginia Occidental con la misma claridad que si estuviera al pie de la escalinata.
Incluso levantó las manos para abrir las puertas y, cuando ya esperaba oír el eco de
los pasillos, se dio cuenta de que tendía las manos hacia la nada y de que !Xabbu la
miraba con preocupación. También vio a Orlando y a sus padres varias veces, a lo
lejos pero inconfundibles. E incluso vio a su abuelo podando un seto.
Asimismo, !Xabbu parecía afectado por la monotonía, la horrible claridad opaca y
nebulosa que nunca terminaba del ahora eterno e inútil; también él se sumía en
silencios cada vez más largos y retraídos. Y así, cuando se detuvo brusca y
torpemente en medio de una de sus investigaciones e interrumpió lo que ya se había
convertido en una especie de baile aburrido y conocido de girar la cabeza y escuchar,
girarla y escuchar, Sam pensó que a lo mejor también él tenía una alucinación, una
visión de Renie, quizá, o un espejismo del desierto de su pueblo.
—¡No me lo puedo creer! —exclamó con un entusiasmo sorprendente que hacía
tiempo que los demás no oían—. A lo mejor me estoy volviendo loco. —Se echó a
reír—. Ven, por aquí.
Malabar, que iba tan animado como un sonámbulo, los siguió mansamente,
poniendo un pie detrás del otro como si acatara las instrucciones de un manual. Sam
dio alcance a !Xabbu enseguida.
—¿Qué es? —preguntó—. ¿Has oído algo?
—Necesito silencio, Sam.
—Perdón.
Se retiró un poco. «Por favor, que no se equivoque», rogó para sí, mirando la
actitud flexible y tensa de la espalda desnuda de !Xabbu. «Por favor, que encuentre
algo, odio este gris. ¡Cuánto lo odio…!».
!Xabbu se detuvo con brusquedad y se acuclilló. El vacío plateado lo rodeaba sin
ninguna transformación aparente, como si nunca fuera a cambiar. El bosquimano
abrió los ojos de par en par mientras movía los dedos tocando algo invisible;
describió pequeños círculos a nivel del suelo hasta que Sam, aterrorizada, sospechó
de repente que se había trastocado.
—¿Qué haces? —le preguntó casi a gritos.
—¡Toca, toca, Sam! —La arrastró a su lado y le llevó la mano a un espacio de la
nada vacío e idéntico al siguiente metro cúbico de la nada que se extendía en todas
direcciones—. Ahí. ¿No lo notas?
Sam negó con un gesto de la cabeza, temerosa. Malabar llegó a su lado y se
detuvo mirándolos como si fueran mendigos a los que había sorprendido en su
rosaleda.
—No noto nada —gimió Sam.
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—Lo siento. Siento haberte hablado así… aquí no hay nada que ver. Pero quizá
notes u oigas algo… —Le tomó las manos y, con suavidad, se las movió hacia
delante y hacia atrás muy cerca del suelo—. ¿No notas nada? —Sam negó
nuevamente y !Xabbu le soltó las manos—. Inténtalo otra vez. Concéntrate.
Tardó un rato, pero por fin lo notó: una fuerza muy débil, insignificante, una
corriente casi imperceptible de aire a temperatura corporal, quizá, o una vibración tan
amortiguada que apenas la distinguía del temblor de su propio pulso en los dedos.
—¿Qué… qué es?
—Un río —dijo !Xabbu victoriosamente—. Estoy seguro de que es un río. O al
menos, lo será.
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9. El regreso de Aníbal
PROGRAMACIÓN DE LA RED/INTERACTIVOS: HN, 6,5 horas (Eu, NAm): ¡Panda de
adolescentes!
(Imagen: Mako y Crank Monkey buscan a Klorine en un callejón). Voz en off: La
suicida Klorine (Bibi Tanzy) acaba de descubrir que no es la hija natural de sus
padres. Toma una sobredosis de pastillas, pero nadie de la panda sabe dónde está.
Crank Monkey y Mako, sus amigos, solo disponen de dos horas para encontrarla
antes de que sea tarde. Producción anuncia: «¡Sorpresa de fin de año!». Reparto:
doce empleados del Madness Malí, farmacéutico. Contacto: HN. TNMB. CAST
—Teníamos que haberlo sabido —dijo Florimel con amargura, mirando a través
de la ventana la silueta que cabalgaba en un escarabajo—. Una persona como Robert
Wells siempre sabe ponerse del lado de los ganadores.
Todos miraban petrificados, impotentes. Incluso Kunohara dejó de intentar poner
en marcha su destrozado sistema. El amontonamiento de avispas imitantes que
invadía el exterior de la casa burbuja produjo a Paul un terror claustrofóbico, porque
los incisivos aguijones con púas que rodeaban las paredes transparentes por el
exterior lograrían entrar en cualquier momento, todo quedaría hecho trizas y la masa
hirviente de insectos caería sobre ellos en picado. ¿Qué podían hacer? Estaban
rodeados, pero aunque lograran salir, los gemelos aguardaban fuera, y tan pronto
como los vieran en campo abierto, empezarían a perseguirlos sin compasión…
—Todavía no me ha respondido, Kunohara —dijo Martine con voz ronca. Paul
notó que se esforzaba por hablar en tono normal—. Si no confiamos los unos en los
otros, no tendremos nada. ¿Infiltró usted un informador entre nosotros?
—¡No tiene derecho a interrogarme! —replicó Kunohara volviéndose hacia ella
con furia—. ¡Su descuido es lo que nos ha echado este peligro encima! —La fulminó
con la mirada y volvió a centrarse en la ventana—. Voy a salir. Al menos con Wells
puedo hablar, aunque no creo que sea de fiar.
—Nos va a vender, ¿vale? —protestó T4b, aunque la bravata no logró disimular
el miedo que tenía—. ¡No se lo permitáis!
—Entonces lo acompaño —dijo Paul sorprendiéndose a sí mismo.
—¿Por qué? —inquirió Kunohara con una mirada de fría cólera, pero también
sorprendido—. ¿Cree que si la acusación de traición de este muchacho fuera cierta
podría impedírmelo?
—No, no se trata de eso. Esos dos… los gemelos. No han dejado de perseguirme.
Si es a mí a quien buscan, es posible que… los demás se salven.
Dicho en voz alta parecía una locura mayor, pero no podía quedarse allí
esperando a que todo se viniese abajo.
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—Creo que no lo entiendo —dijo Kunohara—. Mientras esté conmigo, no corre
mayor peligro ahí fuera que aquí.
—¿No podría, simplemente…, sacarnos de aquí a todos? —Paul empezaba a
arrepentirse de haberse ofrecido voluntario—. Sería mejor llevarnos a todos a otro
sitio, de la misma forma que nos trajo aquí desde el lugar del escorpión.
—¿Y dejar mi casa en sus manos? —le cuestionó Kunohara mirándolo
burlonamente—. Esto es lo único que me queda para mantenerme con vida. Es mi
interfaz local, la sede de mi poder, al menos de lo poco que me queda. Si huyo y
destruyen este lugar, no duraríamos ni media hora ahí fuera —añadió con una
expresión desolada—. ¿Insiste en salir conmigo a parlamentar?
—Eso creo, sí —dijo Paul tras tomar aliento.
La casa desapareció, se encontraban en la orilla del río, hacía frío y viento. El
montículo rocoso en el que aparecieron estaba rodeado de escarabajos y avispas
deformes, el zumbido era tan fuerte que Paul creyó que se iba a marear. La burbuja de
la que acababan de salir no se veía, oculta bajo la palpitante masa de insectos.
—¡Wells! —gritó Kunohara a la figura humana que observaba la acción desde
otra roca—. ¡Robert Wells!
El hombre, que cabalgaba sobre un escarabajo proporcionalmente tan grande
como un elefante, se volvió al oír la llamada. Clavó los talones en el caparazón del
insecto y este empezó a girar despacio hacia ellos, de forma mecánica, casi con
dignidad. El jinete humano se echó hacia delante entrecerrando los ojos.
—¡Ah! —exclamó risueño—. Doctor Kunohara, supongo.
Paul entendió lo que Martine quería decir: el simuloide de Wells era menos
realista. El pelo claro y la forma general de la cara se parecían a las imágenes del
tecnócrata que había visto en la red, pero estaba sin terminar, parecía la cara de un
muñeco.
—Sí, soy yo —contestó Kunohara apretando los labios—. Pero no recuerdo
haberle invitado a venir aquí, Wells. Veo que lleva un traje de los que usan mis
científicos. ¿Qué hay del acuerdo que hice con la Hermandad?
Wells miró a Paul un momento sin curiosidad y volvió a dirigirse a Kunohara.
—Ah, la Hermandad. Bien, ese buque ha chocado contra un iceberg, ¿no ha
tenido noticias? —Soltó una carcajada. Paul no lo conocía, pero le parecía un poco
raro, un poco loco—. Sí, sí, el viejo se lo cargó todo de arriba abajo. Luego, un
empleado suyo se lo cargó a él, nada menos. Supongo que podríamos llamarlo juego
de poder en la corporación, aunque todo pasó en el momento más inoportuno. —La
sonrisa de su cara semihumana no desapareció—. La verdad es que todo se ha ido al
carajo. Pero no está tan mal. Solo tenemos que procurar no caernos de la silla de
montar hasta que todo se tranquilice otra vez.
—No deja de bromear, Wells —replicó Kunohara con la misma expresión de
antes— y, sin embargo, está intentando destruir mi casa, todo lo que he construido
aquí.
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—¡Yo no! —replicó Wells balanceándose ligeramente cuando el escarabajo
cambió de posición—. Solo he salido a cabalgar un rato. Con quien tiene que
parlamentar es con mis nuevos amigos.
Se llevó dos dedos a la boca y silbó. A Paul se le aceleró el corazón al ver
aparecer las dos siluetas desiguales en la cima de la roca. Tuvo que hacer un gran
esfuerzo para no echar a correr y seguir confiando en las dudosas habilidades de
Kunohara.
—No le buscan a usted, Kunohara, sino a sus invitados —dijo Wells. Volvió a
mirar a Paul con una sonrisa perezosa y un poco inconexa—. Por lo visto, con el
cambio de dirección en este sistema, se han equivocado de bando. Si se los entrega a
los chicos —dijo, refiriéndose a la pareja que se acercaba—, seguro que estaremos
encantados de recibirlo en nuestro bando. —Se echó hacia delante y guiñó un ojo—.
Ya ve, ha llegado la hora de tomar partido. Por el momento, la decisión es fácil.
Paul apenas asimiló las palabras de Wells. Estaba hipnotizado por los dos seres
que avanzaban hacia ellos, la carnosa y fofa oruga y el grillo albino: Mullet y
Finch… no, ese era el nombre que tenían en las trincheras. Mudd y Finney.
El destello de un recuerdo. Mudd y Finney… una habitación oscura, dos siluetas
desiguales…
El recuerdo desapareció y Paul se estremeció. Eran tan horribles como lo habían
sido siempre, en cualquiera de sus encarnaciones, y todos los instintos sensibles de su
ser se revelaron y le instaron a huir tan deprisa y tan lejos como pudiera… Sin
embargo, esta vez había una diferencia sutil, que Paul no empezó a comprender hasta
que la pareja llegó a la altura de Wells; se colocaron uno a cada lado del escarabajo.
—¿Qué quieres? —preguntó el grillo Finney con voz rasposa y malhumorada—.
El nuevo amo dice que nos demos prisa. Está impaciente por que le llevemos a esas
criaturas.
—Si le ayudamos —rugió la oruga Mudd— nos dará a la niña reina.
—Sí, la niña reina. —El grillo sin ojos se frotó las patas delanteras de gusto,
pensando en el codiciado premio—. Hace tanto tiempo que vamos tras ella… —
Volvió la lisa cabeza hacia Kunohara y Paul—. Y estas cosas, ¿qué son?
¿Prisioneros?
—¿Nos los comemos? —preguntó la oruga, y levantó en el aire la mitad delantera
de su enorme y pesado cuerpo cerniéndose sobre Kunohara y Paul.
Paul retrocedió alarmado, pero también sintió una punzada de júbilo. «Es cierto
—pensó—. Ya no tengo el miedo paralizador que tenía en el pasado. ¡Y los estoy
mirando! Ni siquiera me reconocen».
—No —dijo Wells, tras sopesar la pregunta de la oruga unos instantes—, creo
que no. Al menos Kunohara puede ser un buen conversador en este lugar maldito. —
Sonrió y asintió—. Pero más vale que les entregue a los demás, doctor K. Esta pareja
es muy empecinada…
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—Tenemos que llevar al amo a los que hablaron por el aire —dijo roncamente el
grillo ciego—, y entonces nos entregará a la niña reina. Nuestra adorable larva viva.
—La echo de menos —comentó la oruga con una especie de sonrisa tierna en su
boca colmilluda—. ¡Tan blanca, tan gordita…! Cuando la encontremos, le
mordisquearé todos los deditos.
En ese momento, Paul tuvo la certeza de que esa versión de los gemelos no eran
los seres despiadados que lo habían acosado en tantos mundos, sino que se parecían
al matrimonio Pankie, que no lo perseguía a él, consumidos como estaban en su
propia búsqueda. Recordó entonces a Undine Pankie, con su rostro pastoso
transfigurado por un instinto grotesco, igual que el de la oruga al babear las palabras
«mi querida Viola…».
Viola. Ese nombre le recordó a algo. Viola. Vaala. Avialle.
Ava.
—… Insisto en que se los lleve de aquí, Wells —decía Kunohara—. Esta es mi
casa, mi dominio, y por más que hayan cambiado las cosas, insisto en que se respeten
mis derechos. Ninguno de mis invitados será obligado a abandonar mi techo.
—Oh, naturalmente, lo comprendo —asintió Wells en un alarde de comprensión
—. Pero ¿cómo era aquel viejo dicho? ¿Tirar piedras sobre el propio tejado? No creo
que quiera enfrentarse al nuevo amo, Kunohara. En lo que a mí respecta, no tengo
ninguna obligación con él… al menos de momento. No es nada personal,
sencillamente no puedo ayudarle.
Con un chapoteo, como un colchón de agua gigante, la oruga se acercó. Una
especie de onda le recorrió las patas cuando tendió las primeras hacia Paul apretando
las puntas.
—¿Son ellos los que nos separan de nuestra niña reina…?
—Basta —dijo Kunohara al tiempo que hacía un gesto.
Al momento siguiente, la roca había desaparecido y Paul, tomado por sorpresa,
tropezó y apareció sentado en medio de la casa burbuja de Kunohara.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Florimel—. No oíamos nada…
—¿Por qué no los ha abrasado… —preguntó Paul a Kunohara—, o congelado, o
arrastrado con el viento o cualquier cosa, cualquiera de sus buenos trucos? Estábamos
suficientemente lejos de la casa…
—Había algo que me bloqueaba en su presencia —dijo Kunohara visiblemente
afectado—. Debe de ser su nuevo amo, ese tal Miedo, que los protege. Está
interfiriendo en mi mundo. —Frunció el ceño—. Pero no me destruirán así como así.
No en mi propia casa.
Las avispas de la parte superior de la burbuja estaban más inquietas, el tapiz de
insectos que se movía lentamente cobró velocidad, parecía un borrón líquido, y el
zumbido era tan intenso que hacía vibrar el aire de la casa transparente.
—¡Ojo ahí! —gritó T4b y, al retroceder apresuradamente, empujó a Paul. El peso
de las avispas empezaba a abombar la cúpula por encima de sus cabezas—. ¡Si no
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nos piramos ya, nos trincan!
Un aguijón traspasó la materia de la cúpula y la rasgadura empezó a ensancharse
por el peso que soportaba. Incluso el propio Kunohara se quedó mirando aterrorizado
al primer ser deforme que se coló por el agujero de la membrana. Se quedó
suspendido sobre ellos un momento, agitando en el aire sus enormes patas negras
como un caballo colgado de una araña de luces.
—¡Abajo! —gritó Kunohara.
Agarró a Paul del brazo y lo empujó por las escaleras hacia la cámara inferior.
Los demás lo siguieron cuando la primera avispa caía en el suelo del piso superior.
Allí se quedó, con su cara de caricatura humana, mirando sin ver, hasta que varias
más cayeron encima de ella y redujeron a astillas los muebles de Kunohara al intentar
desenredarse ciegamente unas de otras.
Cuando todos los seres humanos hubieron llegado a la habitación inferior,
Kunohara chascó los dedos en dirección a la puerta de las escaleras para cerrarla tras
ellos, pero la puerta no respondió y se dirigió a cerrarla manualmente, tirando de ella.
T4b y Florimel corrieron a ayudarlo, pero una pata temblorosa se interpuso antes de
que lo consiguieran. Con un grito que apenas reconoció como propio, Paul agarró lo
primero que encontró, una mesa pequeña, y empezó a golpear la pata hasta que la
partió.
Sobrecogido, se quedó mirando la pata cortada, que había caído al suelo
transparente, retorciéndose. Por debajo, atraídos quizá por la agitación de la
superficie, los delgados camarones en estado poslarvario se acercaban en manada al
fondo transparente de la burbuja moviendo los ojillos de las antenas, palpando con las
patas. El zumbido rugiente del piso superior se incrementó. La puerta trampilla
empezó a combarse hacia dentro bajo el peso de los insectos, que seguían cayendo
por el tejado abierto.
—Nos trincan —jadeó T4b—, pero antes voy a llevarme por delante unos
cuantos.
—No. —Kunohara señaló un punto en el suelo—. Pónganse ahí.
—¿Qué va a hacer? —preguntó Martine, que se tapaba los oídos, desbordada por
el zumbido.
—Lo único que puedo hacer —dijo Kunohara levantando la voz por encima del
estruendo—. El campo defensivo que los rodea afecta también a la casa… ¡ni
siquiera puede transportarme a mí mismo! Pero sin ustedes, quizá todavía logre
rescatar algo.
Tomó el brazo a Martine y la orientó con brusquedad hacia el punto que había
indicado.
—¡Cómo! ¿Ahora nos entrega a los bichos? —gritó T4b—. ¡De eso nada…!
—¿No me han causado ya bastante desgracia? —farfulló Kunohara entre dientes,
furioso y desesperado—. ¿Y encima me insulta? ¡Ponte ahí, maldita sea!
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Paul agarró a T4b y lo empujó hacia el lugar donde Martine y Florimel los
esperaban. El suelo se hundió de repente formando una concavidad. T4b resbaló y
arrastró consigo a Martine y a Florimel hasta el fondo.
—¡Nos quiere ahogar! —gritó T4b.
Paul miró a Kunohara, que lo miraba a su vez inexpresivamente, pero se dejó
arrastrar por la confianza y resbaló hasta el fondo de la ampolla en formación. A
medida que el material de la burbuja se abombaba, el agua la iba rodeando y la
congregación de camarones apareció a pocos centímetros de ellos.
—¿Y usted, qué va a hacer? —gritó Paul a Kunohara.
—Tengo que hacer otra cosa; si no, les darán alcance sin ningún problema.
Agárrense fuerte.
Dio la espalda a Paul y empezó otra complicada serie de movimientos.
Rugió un trueno en el exterior que silenció por un momento el furioso murmullo
de las avispas. Cayó un relámpago, un destello turbio que se reflejó en el agua, que ya
los rodeaba casi por completo. La ampolla se había convertido en una pequeña
burbuja, conectada a la casa por un orificio que iba mermando. Paul estaba aplastado
entre Florimel y T4b, apenas podía moverse. Kunohara dejó caer las manos como un
director de orquesta al final de una sinfonía y el orificio por el que Paul le veía se
encogió bruscamente y desapareció. Con un rebote tan brusco que a Paul se le
revolvió el estómago, la burbuja se soltó de la casa que le había dado el ser y subió
con rapidez a la superficie del río.
La presión era tan fuerte que la esfera salió disparada fuera del agua antes de
volver a caer y hacer chocar a sus ocupantes unos con otros, codos contra cabezas,
rodillas contra codos, golpes por todas partes. La sensación de libertad duró muy
poco. Reaparecieron a muy poca distancia de la casa y la gruesa capa de insectos que
la rodeaba. Llovía con fuerza por todas partes com enormes goterones que
acribillaban la superficie del río formando espuma y zarandeaban la pequeña y
esférica balsa salvavidas como una pelota.
Paul se desenredó de sus compañeros y apretó la cara contra la pared de la
burbuja. Ni la fuerza de la lluvia había logrado detener el asalto de los gemelos. El
puente desde tierra ya estaba terminado, cien mil avispas y escarabajos se
amontonaban sobre las aguas agitadas. A la luz de un relámpago, distinguió al grillo y
a la oruga un momento, abriéndose camino lentamente roca abajo y dirigiéndose
hacia el extremo de tierra de la cadena de insectos, como conquistadores sobre el
puente levadizo de un castillo. Paul creyó ver también a Wells hincando los pies a su
escarabajo en pos de ellos.
—¡Nos han visto! —gritó Florimel.
Por un momento, Paul no supo a qué se refería, pues los gemelos y Wells estaban
sin duda demasiado lejos para saber lo que era la burbuja, rodeada como estaba por
las que la lluvia formaba naturalmente al caer con fuerza en el río.
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Entonces vio que un grupo de avispas imitantes nadaba hacia ellos tratando de
mantenerse a flote con movimientos intencionados, aunque la inexpresividad de sus
caras era la misma. Las aguas turbulentas ya habían arrastrado a algunas, pero eran
muchas más las que continuaban remando, resueltas como perros peligrosos.
Una impresionante gota de lluvia se estrelló contra el arca esférica y resbaló por
un lado haciéndola cabecear y girar. Paul tuvo que agarrarse a la curvatura para no
caerse. Cuando volvió a mirar al exterior, otro relámpago le permitió ver a los
gemelos, que habían ganado ya la parte superior de la destrozada parábola en que se
había convertido la burbuja de Kunohara. El manto de avispas se retorció con
violencia, intentando quizá abrir un pasillo a sus comandantes. Un palo que había
caído al río, casi tan grande como media casa, chocó al pasar empujado por la
corriente y se llevó por delante a unos cuantos centenares de avispas que se aferraban
a la casa. La superficie del río estaba llena de hojas y fragmentos de madera y hierba.
Paul miró hacia la catarata que había detrás de la casa y vio una acumulación de
desechos, empezaba a formarse un dique que oscilaba con la fuerza del agua al pasar
por encima y por los intersticios.
«La lluvia —pensó distraído—, cuánta lluvia. Debe de haber mucha agua y otras
cosas detrás de esos desechos. ¿Qué dijo Kunohara? “Tengo que hacer otra cosa…”».
—¡Oh, Dios mío! —gritó Paul—. ¡Agarraos… agarraos fuerte!
—No podemos hacer nada más que procurar no caernos… —empezó a decir
Florimel, pero Paul le puso un pie en la cadera y la empujó otra vez contra la curva de
la burbuja—. Agárrate fuerte y no digas nada. Va a ser…
Cayó otro relámpago y vio el gran muro de desechos crecer de pronto y cambiar
de forma por encima del borde de la catarata. La catarata quedó casi atascada un
momento: un cambio tan espectacular que hasta la deforme pareja apostada en el
tejado de la casa de Kunohara se volvió a mirar atrás. Cuando el efecto del
estrangulamiento de la corriente alcanzó a Paul y a los demás, las aguas parecieron
tranquilizarse un momento y la burbuja se hundió un poco más en el agua. Entonces
el dique se rompió y el río saltó por encima como un puño de agua verde y espuma
blanca; se precipitó sobre la casa de Kunohara y los insectos y lo arrastró todo al
fondo con una explosión de gotas atomizadas.
El muro de agua llegó en tromba por la superficie del estanque en dirección a
Paul y sus compañeros, los atrapó y los arrastró hacia la cascada inferior; volaron
libremente unos instantes por el aire, sobre el río turbulento y agitado por la lluvia,
como una estrella que se precipitase desde los cielos.
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los habían tomado por sorpresa, ya que el ataque masivo había salido de la nada, y
casi con trescientos años de retraso.
Antes de que amaneciera el día, Tigellinus era el emperador desde hacía dos años.
El que fuera tratante de caballos conservaba la popularidad, no por sus propios actos,
aunque había sido un administrador cuidadoso, sino por el odio que Nerón, su
predecesor, el último emperador de los Julio Claudio, había despertado en el pueblo
de Roma en los días anteriores a su asesinato. El mérito, pues, no era simplemente de
Tigellinus, comentaban muchos ciudadanos, pues cualquiera de sus caballos habría
sido preferible a Nerón.
En realidad aquel día, como los anteriores, todo parecía mejor que bien en la
madre de todas las ciudades. La tramontana de marzo había limpiado los cielos y la
primavera había brotado casi inmediatamente, cuando el viento cesó surgieron yemas
en las ramas de los castaños y las colinas se cubrieron de verde. Era extraño que ni
siquiera el Cuerpo de Augures hubiera detectado la menor señal. Los últimos
sacrificios se habían desarrollado con toda normalidad y los símbolos parecían
indicar un año bienaventurado para el emperador y su pueblo. Incluso el imperio
estaba seguro. Todavía surgían algunas escaramuzas en las fronteras del mundo
romano, pero la idea de la guerra era, en general, poco más que el trasfondo de los
cuentos que contaban los soldados viejos en las tabernas, los que habían luchado en
Bretaña o los bosques de la Galia. Nadie esperaba un ataque, menos aún el de un
enemigo muerto hacía mucho tiempo, sobre todo porque la ciudad de dicho enemigo
había sido reducida a polvo casi al mismo tiempo que él.
Al final de esa mañana de mayo, el ejército de Aníbal apareció sin más como
depositado allí por la mano de un dios. Hacía cientos de años, los cartagineses habían
cruzado los Alpes y habían caído sobre los romanos por sorpresa. Esta vez, Aníbal
Barca y sus ejércitos se trasladaban en un medio de transporte más sorprendente aún.
Lo primero que se supo de su presencia fue un humo negro que se arrastraba por el
cielo al norte de la ciudad, y la consiguiente llegada de los primeros refugiados
aterrorizados que empezaron a entrar en Roma por las vías principales. Al cabo de
unas horas, se declararon incendios en numerosos lugares del interior de la ciudad, y
en el Campo de Marte empezaron a corromperse los cadáveres de muchos
ciudadanos.
La ciudad estaba prácticamente indefensa. El Senado había huido hacia el sur por
la Vía Apia tras recibir los primeros informes de la invasión; algunos senadores se
destacaron por aplastar a otros refugiados con sus carros en su prisa por huir. Los
hombres más respetables del momento se encontraban fuera de Roma, debido a que
Tigellinus así lo prefería: había dispersado a todos los defensores y generales. Y,
naturalmente, hacía siglos que Escipión y Marcelo, antiguos enemigos de Aníbal,
habían muerto.
La guardia pretoria luchó con nobleza, pero poco pudieron hacer los soldados
contra diez mil cartagineses aulladores; Aníbal y su ejército se abrieron camino por la
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Vía Triumphalis como un cuchillo en un trozo de sebo caliente. El emperador
Tigellinus fue sacado de la Casa Dorada a rastras, con los brazos atados a la espalda.
Aníbal en persona se apeó de su caballo negro y golpeó al emperador con un palo
hasta darle muerte: una señal de respeto, a su manera.
Lo más extraño de la que sería una semana completa de horrores
incomprensiblemente desproporcionados no fue que el monstruoso Aníbal de Cartago
se levantara de la tumba, sino que cayera sobre Roma con un ejército de hombres que
parecían réplicas de sí mismo. Algunos supervivientes juraron que todos los soldados
eran idénticos. Lo cierto, al menos, fue que, en lugar de la banda de mercenarios
ligures y galos, españoles y griegos con que había invadido Italia en la época anterior
a la República, esta vez sus tropas presentaban una extraña uniformidad. Todos y
cada uno de los soldados eran de baja estatura, pero fornidos, de piel oscura, cabello
largo y oscuro y un peculiar cariz asiático en los ojos. Quemaban, saqueaban y
asesinaban por doquier con una crueldad tan salvaje y arbitraria que, desde los
primeros momentos del asalto, algunos romanos juraban que se habían abierto los
abismos de la tierra y habían vomitado ese ejército de demonios. Al final del primer
día habría sido difícil encontrar quien dijera lo contrario.
Los pocos que lo vieron y sobrevivieron para contarlo dijeron que Aníbal tenía la
misma piel oscura y los mismos peculiares ojos orientales que sus soldados. Según
decían los horrorizados rumores, aparte del caballo con herraduras de oro y el
estandarte, Aníbal solo se distinguía de sus servidores por el báculo de plata que
llevaba en todo momento y por el hecho de que solo él, de todo su implacable
ejército, parecía divertirse con la cruenta masacre. Se reía cuando llevaban a su
presencia a jóvenes de familias ecuestres para ser ejecutados, se reía con la misma
fuerza cuando hermanas y madres le suplicaban clemencia, como si la horrenda
carnicería fuera una especie de festival en su beneficio.
—No es humano, es un dios maligno —murmuraban los supervivientes entre sí,
acurrucados en alcantarillas y sótanos—. Aunque se haga llamar Aníbal, ni la escoria
de los cananeos fue jamás tan cruel.
Cuando el sol se puso el primer día de la conquista, el maligno acudió al centro de
la ciudad, al foro romano, y allí se construyó un palacio. Millones de moscas
revoloteaban por todas partes y oscurecían el cielo rojo como nubes de tormenta. El
demonio levantó su casa con cadáveres y semicadáveres, apilándolos, empalándolos
boca arriba en largas estacas de madera con las que levantó las paredes, y así, lo
último que veía cada hombre agonizante era cómo ensartaban a un semejante y lo
colocaban encima de él.
Aníbal, el archimonstruo, mandó erigir en el centro un trono de cráneos de todos
los tamaños, cráneos que hacía tan solo unas horas contenían pensamientos diversos
de personas vivas; terminada la construcción, se sentó allí rodeado por los altos
muros de su nuevo palacio, muros que gritaban, sangraban y suplicaban, e hizo
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comparecer a los prisioneros de Roma uno a uno, después en grupos, a medida que
avanzaba la noche, y cada uno recibió una orden terrible.
Séneca, el viejo estoico que había sido consejero de tres emperadores y que era el
primero en reconocer que muchos lo consideraban la conciencia de Roma,
compareció con valentía, si bien deshecho en llanto, ante el trono del enemigo y citó
a Eurípides ante la cara sonriente de Aníbal: «Maldita sea la noche en que mi madre
me alumbró, envidio a todos muertos».
El demonio soltó una sonora carcajada y mandó que cortaran al anciano las
piernas y los brazos cuidadosamente, para que no pudiera quitarse la vida; después lo
dejó al pie del trono como un perro y le obligó a presenciar todo lo que sucedió a
continuación.
Y ciertamente, al final, cada uno de los vivos sentía envidia de los que ya habían
muerto…
Miedo empezó a darse cuenta de que ser Dios era un trabajo duro. Estaba ante la
sala del trono, en el foro, a la pálida luz del sol, y aspiró el aire del amanecer; con su
agudo sentido del olfato examinó con atención el olor de humo, sangre y putrefacción
en busca de algo más sutil, aunque no sabía exactamente qué. Sus soldados, mil
espejos de sí mismo, estaban arrodillados en la Vía Sacra, aguardando sus órdenes en
silencio. Volvió a olfatear mientras pensaba qué era lo que echaba de menos, qué era
lo que perseguía en la brisa de esa maravillosa mañana de primavera, atenuada por el
hedor de los miles de cadáveres sin enterrar. Quizá buscaba un rastro débil de
voluntad, un reto.
La destrucción por sí misma empezaba a perder interés, pensó mientras
supervisaba los tejados carbonizados de Roma. Ya había arrasado seis simulaciones
predilectas del viejo, por no hablar de unas pocas y selectas más que pertenecían a
otros señores de la red, pero esa clase de ejercicio empezaba a aburrirle. Al principio
era muy emocionante. Pasó varios días maquinando la destrucción de la tierra de los
juguetes y poniendo a prueba su cruel imaginación hasta tal extremo que, casi al
final, cuando se hallaba en medio de la masacre como un león junto a su presa, a
punto estuvo de tener un momento de duda de sí mismo sin precedentes, pues se
preguntó si las complicadas torturas a que había sometido a Mary Quite Contrary, la
pequeña Bo Peep y el hijo de Tom el Gaitero, así como la tremenda devastación que
había sembrado en el país mágico serían síntomas de pederastía latente. La idea lo
inquietó, porque consideraba a los pedófilos una pandilla patética y, cuando se
encontraba en el siguiente objetivo, destrozando una deliciosa simulación de cómic
londinense de la década de 1920, tuvo mucho cuidado en limitar sus objetivos más
personales y misteriosos a los propios de los adultos. Sin embargo, ahora, varios
mundos simulados después, tras perseguir la flor de la feminidad romana por los
campos, incendiar villas en este último mundo hasta que la valentía y la rendición
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deshecha en lágrimas perdieron interés, y concluido un programa de terror que
empezaba a resultar mecánico, Miedo se aburría sin remedio.
Escogió al azar a un soldado, réplica de sí mismo, y le dio una copia desactivada
del báculo de plata.
—Ahora, tú eres Aníbal, compañero —le dijo al clon—. Tu primer trabajo será
liberar a los gladiadores y entregarles todos los cuchillos, espadas y lanzas. —Frunció
el ceño. Era difícil empeñarse más, imposible olvidar que hablaba con una débil copia
de sí mismo—. ¡Ah! Y destruye todas las reservas de comida. Cuando hayas
terminado, tú y los demás soldados os retiraréis, rodearéis la ciudad y veremos qué
son capaces de hacer los supervivientes.
No esperó respuesta, ¿qué importancia tenía? Y se retiró al centro del sistema.
El problema era que aquí resultaba muy fácil destruir, pero muy difícil mantener
el interés. Al principio, la mera idea de causar semejante destrucción en las
simulaciones del viejo, inimaginablemente costosas, le había proporcionado
suficiente placer, casi como dar una paliza al viejo cerdo en persona, y, además, el
poder infinito de causar terror a semejante escala también tenía su intriga y su
atractivo. Pero ahora notaba las primeras limitaciones de ese ejercicio. En breve, la
libertad total para recorrer los mundos de la red y hacer con ellos lo que se le antojara
perdería toda la gracia. En cualquier caso, no era una destrucción real. A menos que
congelara las simulaciones en un estado de devastación eterna, que también sería
aburrida, o destruyera el código que los animaba (una venganza muy distinta y
mucho menos satisfactoria visceralmente), con el tiempo cerrarían el ciclo y
volverían a empezar; no quedaría el menor rastro de toda la destrucción perpetrada
por él y sería como si nunca hubiera sucedido nada.
Miedo flotaba en el aire, en el inmenso y anodino complejo que había montado
para sí, una estructura prácticamente diáfana, construida de piedra virtual lisa y
blanca. Las ventanas se asomaban a un cielo sin nubes y a un despoblado infinito de
monte bajo que había visto en algún programa de la red en su infancia, pero que
nunca había visitado: el vacío que llenaba el centro de su país natal.
Empezaba a pensar que no bastaba con poseer la energía bruta de toda la red. Con
el látigo del dolor o su análogo, puesto que el verdadero dolor no existía para una
inteligencia artificial, por muy semejante a la vida que fuese, había exigido al sistema
operativo que le diera un control ilimitado, y lo había conseguido abrasándolo
repetidamente hasta lograr que abandonara todas las protecciones contra él. Pero a
pesar de poseer el control, había limitaciones y le fastidiaba tener el mismo poder que
Malabar sobre el sistema, pero no poder superarlo. Por ejemplo, no podía localizar a
un usuario individual. El sistema era demasiado complicado, demasiado ramificado, y
no lo permitía. Si Martine, la mujer ciega, no hubiera anunciado su presencia por un
canal de comunicación abierto, nunca habría sabido que estaba viva, y menos aún
habría podido localizarla. Lamentó haber estado ocupado con Dulcie en aquel
momento. Tras una rápida supervisión del mundo simulado de Kunohara, descubrió
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que sus antiguos compañeros estaban otra vez en paradero desconocido. No tenía que
haberlo dejado en manos de nadie, ni siquiera de los agentes de Malabar. Sobre todo
no en manos de los agentes de Malabar. Miedo empezaba a comprender mejor la
irritación del viejo ante los subordinados incompetentes.
«Seguro, chulo, vago, muerto», se recordó.
El viejo se creía el amo incontestable de la red y había vivido para lamentarlo.
Miedo se propuso prestar más atención y no cometer errores semejantes. Pero ¿quién
lo amenazaba a él?
Pensó que no todo era malo. Al menos se le presentaba un reto como hacía días
que no se le presentaba: localizar a Martine y a sus antiguos compañeros. Al parecer,
Malabar había abandonado el sistema, como si se hubiera desconectado de su propio
puerto de entrada en la red. ¿Estaría muerto o solo desconectado, a la espera de un
momento más propicio? Miedo sabía que su victoria no sería completa hasta que su
antiguo jefe se arrastrase ante él. El día en que eso ocurriera sería magnífico. La
devastación del mundo de los juguetes, de Atlanta y de Roma parecería una merienda
campestre en comparación con lo que tenía pensado para Félix Malabar.
«¡Ah! Y la zorra de Sulaweyo». La Renie virtual estaba en algún punto de la red
del Grial, pero además, Klekker y sus muchachos estarían a punto de caer sobre su
cuerpo real. Tomó nota mentalmente de comprobar el progreso de la operación
Drakensberg. «Va a ser muy interesante tenerla en mis manos dentro de la conexión y
fuera de la conexión, en cuerpo y mente. Va a ser verdaderamente… extraordinario».
Miedo llenó de música las estancias de su frío palacio blanco, una coral infantil
escogida al azar por el propio sistema. Las voces, inocentes como abejas haciendo
miel, le recordaron las últimas horas en el país de los juguetes, un pensamiento que,
en ese momento, le pareció estéticamente desagradable. Bajó el tono y por fin se
relajó.
Dios, o su equivalente de manos manchadas de sangre en la red del Grial,
descansó un rato de sus pesadas tareas.
«La cuestión es —pensó al cabo de un rato— que todavía no puedo prescindir de
la pequeña Dulcie Anwin. No sé hacer cosas nuevas, no sé introducir grandes
modificaciones. El sistema operativo es como una puerta. Si la empujo, se abre o se
cierra, pero las opciones son muy limitadas».
Había intentado darle órdenes en lenguaje natural, pero o bien el sistema no
estaba preparado para eso, o bien fingía no entender. Por más dolor que le hubiera
infligido, no había logrado que se comunicara con él, por eso solo era capaz de
remodelar lo que ya existía, introducir diferentes grados de mutación o algoritmos de
cambio de simuloide. Esas limitaciones le irritaban, le ofendía la necesidad de
trabajar con los caprichos de una red que tenía que haber sido suya como una puta
barata.
Una cosa estaba clara: si quería encontrar a Renie Sulaweyo, Martine Desroubins
y los demás, tenía que estar en condiciones de utilizar el sistema de una forma más
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sofisticada. Los agentes de Malabar eran un puro error, a juzgar por los resultados en
el mundo de los insectos. Empezaba a pensar que ese mundo virtual nunca le
proporcionaría nada tan interesante como poner las manos encima a las personas
reales que lo habían desafiado. ¡Su venganza sería soberbia cuando los atrapara!
Tenía que ser algo fabuloso e imaginativo y dolorosamente lento. Seguro que una
mente que había imaginado despellejar en vivo a los principales ciudadanos de Roma,
convertir después la piel en globos de aire caliente y soltarlos a la atmósfera con las
familias colgadas de las cestas sin fondo, seguro que una mente tan artística sabría
qué hacer con los pocos enemigos que le quedaban, sabría intentar algo formidable e
incluso… bello.
Se hundió en un duermevela, flotando en su palacio blanco, persiguiendo ideales
de dolor y poder que nadie más podía imaginar.
Parecía que el ascensor tardaba mucho en bajar diez pisos. La ira le llenaba de
tensión, calor y presión. Cuando por fin la puerta se abrió, Paul pensó que iba a
salir en tromba a la zona de recepción como sangre hirviendo de una arteria.
No había nadie en la mesa de recepción, tanto mejor… la mujer blanca y
huesuda que solía estar allí sentada no era nada agradable, y tampoco quería que lo
viera gritando como un maníaco. Dio la vuelta por la habitación redonda con la
suficiente compostura para no tropezar con ninguno de los caros y modernos
muebles de estilo Rostov moderno y puso la mano en el panel de la puerta.
El primer pensamiento que tuvo al verlos tan juntos en la mesa de escritorio, la
cabeza pequeña y bien formada tocando casi la otra, calva y brillante, lo sorprendió.
«Saben todos los secretos. Todos los secretos malos».
Se quedó en el umbral al darse cuenta repentinamente de que la indiscreción la
había cometido él, de que no tenía ningún poder, y la furia y la indignación se le
enfriaron. Pero el malestar tenía otro aspecto, esa parte tonta y cohibida de sí mismo
que creía en los ideales infantiles, los que había arrastrado a lo largo de toda la
escolarización como un abrigó harapiento, a pesar de las pruebas fehacientes de que
así perdería más amigos de los que ganaría. Seguía creyendo que espiar y chivarse
eran cosas feas. Seguía creyendo en el deber y el juego limpio, en todas esas
tonterías de escuela pública inglesa con grandes ideales, ideales que despreciaban,
cuando todavía llevaban pantalones cortos, los niños que tenían acceso a ella desde
el nacimiento, pero que para un becario como él eran exóticos y muy valiosos.
Los miró, seguían en silencio y no se habían dado cuenta de la presencia del
intruso, sin duda se comunicaban por conexión sin hilos. Él ni siquiera tenía
implantada una neurocánula, otra prueba más de su desfase irremediable. Y, sin
poder evitarlo, volvió a sentirse como un niño de escuela. Había ido a recriminar a
esos niños, mayores que él, por no jugar limpio, pero ahora que se encontraba a
solas con ellos, sabía que lo único que iba a conseguir era una paliza tremenda.
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«No seas idiota —se dijo—. Además, ni siquiera se han dado cuenta de que estoy
aquí. Puedo dar media vuelta y volver después…».
El más bajo levantó la cabeza y sus ojos destellaron desde detrás de las gafas
desmintiendo el pensamiento de Paul.
—Jonas —Finney lo miró como si se hubiera presentado desnudo— ha entrado
en mi despacho. La puerta estaba cerrada.
Mudd, su compañero, seguía mirando a la nada, sin percatarse, con una
inquietante sonrisa de placer.
—Solo quería… —Paul se dio cuenta de que le faltaba el aliento y el corazón le
latía muy deprisa, pero no de rabia sino de algo semejante al miedo—. Bueno… ya sé
que tenía que haber telefoneado antes…
Finney lo miraba con tanta desaprobación que Paul empezó a enfadarse otra vez.
Ya no estaban en el colegio. Nadie iba a humillar a nadie. Pero él tenía una cuenta
que ajustar con el hombrecillo de rostro astuto.
Mudd resurgió de pronto, se llevó la mano al cuello y luego clavó en Paul sus
ojillos de cerdo.
—¡Jonas! ¿Qué demonios hace aquí abajo?
—Acabo de hablar con un amigo mío. —Paul se tomó un momento para respirar
y se dio cuenta de que dar pasos grandes le infundía cierta seguridad, mientras el
valor aguantase—. Y tengo que decir que estoy muy preocupado. Sí, muy
preocupado. No tenían derecho.
Finney ladeó la cabeza como si Paul, además de desnudo, echara espuma por la
boca. Al cambiar de postura, las luces del techo, prácticamente invisibles,
convirtieron los cristales de las gafas en dos barras blancas y ciegas.
—¿Qué tonterías está diciendo?
—Mi amigo Niles Peneddyn, el que me recomendó el trabajo. —Paul volvió a
tomar aire—. Dice que se puso usted en contacto con él.
—¿Él le recomendó el trabajo? —replicó Finney enarcando una ceja, fina como
una pata de mosca—. Qué gracioso, Jonas. Fue él quien le recomendó a nosotros… y
me alegro, porque el señor Peneddyn, al contrario que usted, pertenece a una buena
familia y tiene contactos excelentes.
—Sí. —Conocía bien ese tipo de insultos y no estaba dispuesto a dejarse
amilanar—. Sí, el mismo. Me dijo que se habían puesto en contacto con él.
—¿Y?
Mudd apoyó su enorme cadera contra el escritorio como un elefante rascándose
el pellejo contra un tronco.
—¿Qué problema tiene exactamente, Jonas?
—Acabo de hablar con él. Estaba muy preocupado. Dice que ustedes le
informaron de que había un problema en mi relación con mi alumna.
—Él lo recomendó. Queríamos estar seguros de que no cometíamos un error… de
que el señor Peneddyn no pretendía devolver un favor a una persona a la que en
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realidad no conocía.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Paul esforzándose por no gritar—. ¿Cómo
se atreven a hacer eso? ¿Cómo se atreven a llamar a mi amigo e insinuarle que hay
algo… irregular en mi conducta?
Si el asunto no hubiera sido de tanta gravedad, Paul habría creído que Finney
reprimía una carcajada.
—¡Ah! ¿Y eso es lo que le preocupa?
—¡Efectivamente, me preocupa y mucho!
Pasaron unos instantes en silencio, el recuerdo de Paul de su propia voz se hacía
cada vez mayor, hasta que empezó a sospechar que, en realidad, había gritado a la
mano derecha del multimillonario que lo había contratado.
—Escuche, Jonas —dijo Finney por fin sin rastro de humor—, nosotros
cumplimos con nuestras responsabilidades… el señor Malabar se enfada
terriblemente cuando algo le disgusta. Y resulta que nosotros creemos que hay…
ciertas tendencias en su relación con su alumna que no nos gustan.
—¿A qué tendencias se refiere? ¿Yen qué se basa?
—Al parecer, entre la señorita Malabar y usted está germinando un vínculo
emocional demasiado estrecho —respondió Finney pasando por alto la segunda
pregunta de Paul—. No nos parece bien y puede estar seguro de que su padre
tampoco lo aprobaría.
—No… no sé a qué se refiere.
El valor empezaba a flaquearle. Debían de saber algo sobre las reuniones
secretas, estaba seguro… tenía que haber sabido evitar semejante situación. Maldita
fuera su tendencia a dejar que le sucedieran cosas; pero si de verdad tuvieran la
menor sospecha de lo que estaba pasando, ¿no habrían reaccionado de una forma
mucho más drástica que, simplemente, llamar a Niles…? Hizo un esfuerzo por
recuperar la indignación. Porque en realidad no había hecho nada malo, ¿verdad?
—Es… es mi trabajo, maldita sea. ¡Yella no es más que una niña!
—Tiene quince años, Jonas —replicó Finney con una amarga sonrisa—. Ya no es
una niña en casi ningún sentido de la palabra.
—Es una niña legalmente, profesionalmente. Y también en lo que a mí concierne,
Dios mío. Para mí es una niña.
—A nosotros no nos hable de niños, Jonas —terció Mudd como si la conversación
le divirtiera mucho—. Lo sabemos todos sobre los niños.
—¿Y en qué se basan? —preguntó Paul—. ¿Ava ha dicho algo? Es una niña y
vive encerrada como una princesa de cuento de hadas. Es…, bien, es un poco
excéntrica, quizá, o imaginativa. Pero yo jamás haría…
—No, usted jamás haría nada —lo cortó Finney—. Jamás, se lo aseguro, porque
nosotros lo sabríamos y usted pasaría el resto de su vida lamentándolo. —Se inclinó
hacia delante e incluso puso una mano en el brazo de Paul, como si fuera a contarle
un secreto práctico—. El resto de su brevísima vida.
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—¡Breve pero alegre! —añadió Mudd, y soltó una carcajada.
Curiosamente, cuando Paul salió del despacho y cerró la puerta, oyó a Finney
reírse. Era un sonido extraño y horrible.
Al abrirse la puerta del piso superior, un aroma intenso de gardenias inundó el
ascensor. Poco después, cuando solo había avanzado unos pasos por el vestíbulo,
Ava se arrojó a sus brazos y lo estrechó con tanta fuerza que tardó unos segundos en
deshacerse de ella.
—¡Ah, querido! —le dijo, con los ojos muy brillantes, como si estuviera
conteniendo las lágrimas—. ¿Ya saben lo nuestro?
—Por Dios, Ava. —Paul se la llevó rápidamente al jardín—. ¿Se ha vuelto loca?
—musitó—. Estese quieta.
La expresión melodramática de sufrimiento de la niña se convirtió en algo más
sutil, más doloroso. Se adelantó rápidamente y desapareció entre los árboles que
ocupaban la mayor parte de la inmensa azotea de la torre. La súbita carrera de Ava
levantó una bandada de pájaros amarillos y blancos, que saltaron espantados al
cielo como fuegos artificiales…
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En realidad, la travesía era bastante cómoda, la burbuja se asimilaba al río de tal
modo que apenas se zarandeaba. Alguna vez le habían contado que volar en un
dirigible era algo así, porque la cesta se movía con las corrientes de aire, no las
atravesaba.
—¿Controlarlo? —replicó Florimel con desprecio—. Echa un vistazo. ¿Ves un
timón o un volante por alguna parte?
—Entonces ¿qué hacemos?
Se sentó y apoyó la espalda en la curvada pared; moviéndose con cuidado, se
separó de Florimel. Sentados todos en el fondo de la burbuja, se miraban entre sí y
los pies se tocaban; el río fluía por debajo \ como si estuvieran suspendidos en un
espacio abierto.
—¿Esperar a encallar en un banco de arena o algo así?
—O hasta que lleguemos al final del río y encontremos una salida —dijo Martine
—. Orlando nos contó que la mayoría de las salidas ya no funcionaban. Esperemos
que, si el siguiente mundo simulado está cerrado, encontremos otro. Uno que sea
seguro.
—¿Y eso es todo lo que vamos a hacer? ¿Esperar a ver qué pasa?
—También podríamos preocuparnos por la cantidad de aire que tenemos aquí —
comentó Florimel—, aunque tampoco serviría de nada.
—Preferiría hablar de Kunohara —dijo Martine—. Si hubiera negado que tenía
un informador entre nosotros en Troya y me hubiera parecido remotamente posible
que dijera la verdad, ahí habría terminado todo. Pero ya lo oísteis: no tenía respuesta.
—Nos estaban atacando las avispas gigantes —puntualizó Paul, obligado a
defender al anciano sin saber por qué—. Nos ha salvado la vida.
—La cuestión no es esa —replicó Martine con firmeza. Paul se alarmó un poco.
¿Qué había pasado con la voz serena, la presencia casi etérea?—. Si estaba haciendo
un doble juego, podría ser importante para nosotros… y si uno de nosotros lo ha
mantenido en secreto…
No terminó la frase, pero no era necesario. Paul sabía, sin que se lo dijeran, lo que
había supuesto para esas personas descubrir que un asesino viajaba con ellos en el
cuerpo de Quan Li, un asesino al que habían tratado como un amigo de confianza.
—Es posible —dijo Florimel—. Pero la sospecha también puede ser devastadora.
Y ahora ya solo somos la mitad de los que éramos en Troya.
—Dime solo una cosa —dijo Martine—. Dime que no has tenido una relación
secreta con Kunohara. Te creeré.
—Martine —replicó Florimel, poco satisfecha—, tú no eres como nosotros. No
finjas que no nos miras con tus rayos detectores de mentiras.
—No tengo rayos detectores de mentiras —replicó en tono severo, con una
sonrisa amarga—. Dímelo, Florimel.
—No he tenido con Kunohara ningún trato del que no hayáis formado parte los
demás —dijo enfadada, y Paul percibió un dolor profundo.
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Esa red, con tantas máscaras y laberintos, no favorecía la amistad.
—¿Y tú, Paul? —preguntó Martine.
—Lo mismo. Es la primera vez que lo veo. No lo conocí en Troya.
—¿Javier? —inquirió Martine. T4b guardaba un silencio insólito. Martine esperó
un momento y después volvió a preguntarle. T4b parecía un muelle muy tenso—. Di
solo la verdad, Javier.
—Por mi jeta —dijo con mala cara. Paul notó un tono defensivo en su voz—. No
tengo nada que ver con ese Kuno lo que sea. Igual que Florimel, lo habéis visto todos.
—Se sintió atacado por la mirada insistente de Martine y giró la cabeza con furia—.
¡No me mires! ¡No miento, ya te lo he dicho! Por mi jeta.
Martine parecía preocupada, pero antes de hablar, se oyó otra voz.
—¡Martine! Antes te oí… ¿me oyes tú ahora?
La impresión de que la voz conocida hablaba justo desde detrás de él fue tan
fuerte que Paul se preguntó absurdamente cómo podía haber alguien en la burbuja a
quien no veía. Entonces Martine sacó el encendedor y lo encendió.
—¿Eres tú, Renie? —Florimel le hizo un gesto colérico de silencio, pero la mujer
ciega lo pasó por alto—. Miedo sabe dónde estamos —dijo Martine en voz baja—. Y
lo sabrá mientras sigamos en este mundo, de modo que no importa. —Entonces
levantó la voz—. ¡Renie! Te oímos. Háblanos.
Cuando volvieron a oírla, parecía hablar más bajo, sin distorsiones pero más lejos,
con limpios espacios vacíos en medio de la frase.
—No llegamos a salir… montaña —dijo— Estamos en… debe de ser… océano.
Pero he perdido a !Xabbu y…
—No te entendemos muy bien. ¿Dónde estás exactamente?
—… Creo que estoy… como el centro del sistema. —Por primera vez, Paul
percibió en la voz el terror contenido que empezaba a descontrolarse—. Pero estoy…
apuro. ¡Un buen apuro…!
Y después, nada más, por mucho que Martine le rogase que siguiera hablando.
Finalmente, guardó el encendedor y se quedaron todos en silencio. El río los llevaba
como espuma, con rapidez, hacia el final de un mundo entre tantos.
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10. Tierra de aire y cristal
PROGRAMACIÓN DE LA RED/FINANZAS: La muerte de Figueira deja empresa de astilleros
en dique seco.
(Imagen: Figueira rompiendo una botella contra la proa de un buque). Voz en
off: La súbita muerte de Maximiliao Figueira, director y presidente de Marítima
Figueira S. A, la mayor constructora naval de Portugal, deja a la compañía
tambaleándose.
(Imagen: Heitor do Castelo, portavoz de la compañía). DO CASTELO: Estamos
conmocionados. Disfrutaba de una salud excelente para su edad, pero lo más
asombroso es que no ha dejado apenas disposiciones en caso de defunción. No solía
delegar responsabilidades, por eso confiábamos en que hubiera tomado las medidas
pertinentes para un caso así. Perseveraremos y mantendremos nuestro liderazgo en
la industria, pero debo admitir que nos está costando un esfuerzo desenmarañar
algunos contratos muy confusos…
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—Es como bucear bajo el agua. Ho dzang! ¡Es como volver a respirar!
A !Xabbu le hizo gracia la extraña combinación de imágenes y sonrió.
—Creo que ahora el río también tiene sonido —dijo. Alzó la mano, Sam se paró y
hasta Malabar se detuvo—. ¿Lo oís?
—Hummm. —Sam aguzó el oído y captó un débil murmullo de agua corriente—.
¿Qué significa todo esto? —preguntó.
—Creo que significa que vamos a llegar a un lugar más acogedor que todo este
vacío. —!Xabbu probó a meter la mano en la confluencia de sombra emergente que
sugería la existencia de un río, pero salió seca. Se encogió de hombros—. Aunque
parece que todavía nos queda un trecho por andar.
—No, quiero decir… ¿qué sucede en este sitio? Es tan raro; primero, nada y, de
pronto, hay algo. Como si estuviera naciendo.
—No estoy seguro, Sam —dijo—. Pero me parece que no es que esté naciendo,
sino que nos acercamos al lugar donde está más concentrado, si es que eso tiene
sentido. —Miró a Malabar medio en broma—. ¿Sabría explicárnoslo?
Parecía que el hombre de facciones angulosas fuera a responder con un desprecio,
pero al cabo de un momento, respondió en un tono sorprendentemente tranquilo.
—No lo sé. Todo esto es un misterio. Ni la Hermandad ni nadie ha construido
algo semejante en la red.
—Entonces debemos continuar —repuso !Xabbu—. Si nos falta inteligencia para
entender el misterio, quizá baste con tener fuerzas para llegar a su centro.
Malabar lo miró un momento y luego asintió con lentitud. Esperó a que !Xabbu
reanudara la marcha por la translúcida ribera y lo siguió cansinamente a paso regular.
A Sam se le hacía raro que todo un mundo cobrara forma tan discretamente. Era
como la música que escuchaban sus padres, con violines y otros instrumentos
antiguos, que empezaba casi en silencio y luego crecía, sin que uno se diera cuenta,
hasta alcanzar un volumen ensordecedor.
Ahora, algunos colores salpicaban el espectral paisaje plateado, aunque solo
aparecían unos breves instantes, se desgranaban y se desvanecían a medida que ella
se movía y, a veces, surgían otros en su lugar igualmente inesperados. En el lejano
horizonte resplandecían unas montañas lisas y fantasmagóricas, de color morado
oscuro, e iban adquiriendo solidez y sustancia, hasta que le pareció que las distinguía
con todo detalle; después, tras unos veinte pasos más, el color morado se reabsorbió y
solo quedó un boceto de las cimas, incoloras como una muda de serpiente. Más tarde,
cuando las sombras casi habían desaparecido en el uniforme cielo, claro e indefinido,
se encendió un destello diamantino de color marrón oscuro, casi naranja, y en ese
breve instante volvió a haber colinas y el mundo adquirió una configuración
semejante a la normal.
Hasta donde Sam podía entender, se dirigían hacia las montañas por las suaves
laderas de un valle largo y sinuoso, siguiendo la corriente río arriba. Cuando el propio
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río tomó color, vio que discurría por un surco profundo horadado en la tierra y
serpenteaba entre piedras que, en su estado fantasmal, parecían bloques de hielo
enormes e irregulares. Había algunas muy grandes en el curso del río que parecían
ladrillos de cristal, donde el agua espumaba y salpicaba por todos lados hasta retomar
su rumbo. Unos cuantos árboles fantasmales se agrupaban en ambas orillas y en los
montículos más elevados; pero en general, el territorio evocaba praderas de hierba.
Salvo su propia respiración y algún juramento que Malabar farfullaba cuando
tropezaba con algo en el suelo, cada vez más sólido, solo oía el murmullo del río. Ni
zumbido de insectos ni cantos de pájaros.
—Es como si alguien se lo estuviera inventando —dijo Sam cuando se detuvieron
a descansar.
Estaba sentada en una piedra plana, a un metro del río, que corría y susurraba.
!Xabbu ya no necesitaba aspirar el aire y escuchar; se sentó amigablemente a su lado,
balanceando los pies. Sam había tocado el agua, pero todavía no parecía agua de
verdad: le daba sensación de frío, pero era seca, como el roce de una tela de seda
helada.
—Es como un libro infantil para colorear —continuó—, en el que han empezado
a probar colores.
—Creo que es al contrario —replicó !Xabbu con seriedad—. Me parece que este
lugar estuvo alguna vez lleno de colores y formas. ¿Te acuerdas de la montaña negra?
Al principio era sólida y real, pero luego empezó a desvanecerse. Creo que es lo que
ha pasado aquí.
Sam sintió auténtico miedo por primera vez en muchas horas. Si !Xabbu tenía
razón, estaban adentrándose en la realidad más rápido de lo que esta tardaba en
disolverse, pero ¿duraría para siempre? ¿O a la larga sucedería lo mismo que en la
montaña, que toda la creación volvía a desaparecer? ¿Tendrían que seguir recorriendo
mundos malogrados que se configuraban y luego se deterioraban a su alrededor, sin
encontrar nunca un sitio estable donde poder detenerse y vivir como personas?
Malabar se había parado unos pasos por delante, en la orilla. En ese momento se
volvió y se acercó a ellos lentamente, con expresión distante.
—Me recuerda al norte de África —dijo—. Cuando era joven pasé un año allí, en
Agadir. No me refiero al paisaje que crece a nuestro alrededor, que parece casi
europeo, o lo sería si estuviera completo, sino a la luz, que me recuerda las
poblaciones vacías al amanecer, las dunas plateadas, la luz blanca delineando las
casas, todo tan limpio y claro como la ropa blanca. —Dejó de mirar las colinas y se
volvió a Sam y !Xabbu, que lo miraban fijamente. Su boca se torció con un rictus de
amargura—. ¿Creíais que nunca había sido joven? ¿Que nunca había visto nada más
que el interior de una máquina biomédica de mantenimiento vital?
—No —dijo Sam enderezando la espalda—. Pensábamos que solo te importaban
tus posesiones, todo aquello que te han construido por encargo.
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Pareció a punto de sonreír, pero todavía dominaba su hierático rostro virtual con
la misma maestría que la máscara egipcia.
—Tocado, lo confieso. Pero si pretendías herirme, te has equivocado de
estrategia. ¿Soy frío, duro, monstruoso? Por supuesto. ¿He cometido actos terribles
para despojar a los oprimidos o, simplemente, para aumentar mis riquezas, como un
dragón sentado encima de su tesoro? No. He hecho lo que he hecho porque amo la
vida.
—¿Qué? —exclamó Sam, contenta de poder expresar su repulsión—. Chocheas
que te caes…
—No, niña, no es eso. —Le dio la espalda y contempló las límpidas montañas de
la lejanía—. No he dicho que amara cualquier clase de vida. No soy un hipócrita. La
mayoría de los billones de personas que se arrastran por la Tierra significan tan poco
para mí como para vosotros los insectos y criaturas minúsculas que aplastáis en la
hierba con los pies porque no son de vuestro agrado. Es mi vida lo que amo, y eso
incluye la belleza que he visto y sentido. Son mis recuerdos, mis experiencias, lo que
quiero preservar de la muerte. La felicidad de otros seres humanos me trae sin
cuidado, es cierto, pero aún me importaría menos si estuviera muerto. —Se volvió
despacio. Su mirada penetrante inquietó a Sam. El odio que le inspiraba ese hombre
le había impedido ver cómo era en realidad, pero en ese momento percibió la fuerza
que poseía, una fuerza que había abatido gobiernos como bolos en la bolera—. ¿Y tú,
niña? ¿Crees que vivirás siempre? ¿No te gustaría?
—No, si tuviera que hacer daño a otras personas para conseguirlo. —De repente,
estaba al borde de las lágrimas—. ¡No, si tuviera que hacer daño a niños…!
—Ah, es posible. Pero si no se te presenta la ocasión, nunca lo sabrás con certeza,
¿verdad? Sobre todo, si no se te presenta cuando sabes que la muerte te pisa los
talones…
De pronto, !Xabbu, que escuchaba la conversación, no quiso oír más. Se levantó y
se quedó quieto mirando hacia la orilla, más allá de Malabar.
—¿Qué pasa? —preguntó ella—. ¿Qué pasa, !Xabbu?
En vez de contestar, echó a correr hacia la orilla ágilmente, saltando como un
gamo por encima de las piedras casi invisibles. En un momento llegó a un grupo de
arbolillos incoloros que se erguían en la ribera como humo de fogatas, y arrancó una
rama. Se quedó mirando lo que tenía en la mano y luego volvió a toda prisa junto a
Sam.
—¡Mira! —le gritó a Sam, dejando atrás a Malabar—. ¡Mira esto!
Sam vio lo que llevaba en la palma de su mano: un trocito minúsculo de tela
blanca atado con un nudo. Tardó un momento en comprender.
—¡Guay! ¿Esto es…?
!Xabbu lo acercó a la tira de tela que Sam llevaba atada a la cadera.
—Es la misma tela —dijo, y se rio de una forma salvaje, como nunca se había
reído—. ¡Es de Renie! ¡Ha estado aquí! —Empezó a bailotear apretando el retal
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contra el pecho—. Lo dejó como señal. Sabía que seguiríamos el río. —Se volvió a
Malabar de tan buen humor que, por el tono de voz, parecía estar bromeando con un
amigo—. Le dije que era inteligente. ¡Se lo dije! —Se volvió hacia Sam—. Ahora
tenemos que seguir andando cuanto podamos; es posible que se haya detenido más
adelante.
Naturalmente, Sam estaba de acuerdo, pero no pudo evitar un suspiro de
cansancio al bajarse de la piedra. !Xabbu caminaba de nuevo río arriba con energía.
Sam lo siguió. Malabar meneó la cabeza, pero echó a andar.
Al principio, la alegría contagiosa del bosquimano animó a Sam más que nunca,
desde la muerte de Orlando, pero después empezó a preocuparse por un motivo que
no podía confesar a !Xabbu, aunque le preocupaba cada vez más.
«En los centros de scouts siempre dicen que si te pierdes te quedes en el mismo
sitio —se dijo. Sam no había sido una gran scout, pero había aprendido lo principal,
sobre todo lo que parecía útil y de sentido común—. ¿Habrá scouts en África, de
donde es Renie? —No estaba segura, pero !Xabbu tenía razón: Renie era lista y
seguro que conocía la norma de quedarse en el mismo sitio. Es decir que, si no se
había quedado allí, a la orilla del río, era por algún motivo—. Quizá se marchara
porque la perseguían».
Cuando la luz cambió del gris plano a una especie de luminosidad resbaladiza y
brillante como el mercurio, mientras salía de la nada avanzando tenazmente hacia
algo, Renie se dio cuenta de que no se sentía tan emocionada como debiera. Tendría
que estar dando brincos de alegría, exultante, aliviada. Había encontrado lo que la
había animado a seguir, deteniéndose a intervalos y tanteando con el encendedor
como si fuera una vara de zahorí. El encuentro con esta realidad creciente era todo un
triunfo y, sin embargo, cada vez se movía más despacio, como encorvada por el peso
de un gran fardo.
Lo había encontrado, pero el lugar todavía no tenía sentido.
«Y no me entiendo bien con lo absurdo». Miró atrás: Ricardo Klement pisaba con
cuidado el suelo irregular, si podía llamarse así, poniendo un pie después de otro
como un autómata agotado que seguiría avanzando hasta caerse por un borde
cualquiera y desaparecer sin dejar de mover las piernas.
«Como mi padre». Era absurdo autodestruirse como él, hundiéndose en el alcohol
y el abatimiento. Sí, su mujer había muerto. Sí, era horrible. Pero su mujer también
era la madre de Renie y, aun así, ella se las había arreglado para levantarse cada día
después de lo sucedido y encargarse de lo que había que hacer. Eso tenía sentido.
Claudicar, caer en la decadencia, eso no. La muerte llega de todas formas y ¿quién
sabe lo que pasará entonces? Mejor seguir luchando.
Pero al parecer algunas personas no podían.
«A mi padre le gustaría esto —pensó—. No tendría que intentar nada, ni fingirlo
siquiera. Solo tendría que tumbarse en el suelo y esperar a que el mundo cambiara».
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La idea le desagradó tan pronto como la pensó y su propia acritud la disgustó.
Mientras descansaba por primera vez en una hora, Klement la alcanzó y se
detuvo, tan semejante a la máquina que ella se había imaginado que al principio ni
siquiera lo miró, no más que a un horno que se apaga al final del ciclo.
—Dime —preguntó Klement con su forma de hablar lastimosa e inexpresiva—,
¿por qué… es importante arriba y abajo?
—¿Qué?
Klement hizo un gesto rígido que tanto podía referirse a sí mismo como al
espacio que se extendía entre el suelo y el cielo plateado.
—¿Es por… esto? ¿Arriba y abajo?
—No sé de qué estás hablando —replicó ella.
Se dio cuenta de que no podía mirar aquello que se agitaba en el fondo de los ojos
de Klement, como atrapado o perdido.
Dio media vuelta y reanudó la marcha. Klement parecía estar clavado en el sitio.
Un momento después, cuando iba a detenerse de nuevo, Klement se puso en
movimiento trastabillando por donde ella había pasado, como si quisiera pisar las
mismas huellas. Renie pensó que, aunque las lesiones fueran tan graves que no
hubieran dejado nada de su antiguo yo, seguía siendo un compañero desagradable.
Entonces, ¿dónde se encontraba? Malabar había dicho que ese lugar no formaba
parte de la red, pero ¿cómo era posible? No era magia. Tenía que haber una
explicación.
Oyó un murmullo y un chapaleo cerca de allí. Se subió a una elevación
translúcida y advirtió con interés lo mucho que cambiaban las cosas con solo poder
salirse de lo estrictamente horizontal; vio una línea trémula, menos corpórea que el
espacio que la flanqueaba.
«Un río —pensó, y luego se preguntó—: ¿Será el río?».
Se aseguró de que Klement la veía y descendió por la ribera. Ahora tenía una
dirección: río arriba, fuera como fuera, y estaba decidida a seguirlo. Sabía que
!Xabbu haría lo mismo si estaba más adelante, lo cual significaba que las
probabilidades de encontrarse se incrementarían sustancialmente. El pensamiento le
aligeró el corazón.
«Cuando nada tiene sentido —pensó—, al menos hay personas a quienes quieres
y necesitas».
Pero si este mundo absurdo lo había inventado el Otro, ¿qué podía deducir? ¿Una
construcción dentro de la red, pero que no formaba parte de la red? ¿Y por qué
imitaba la realidad? ¿Por qué había montañas y cielo, como en el mundo apedazado,
e incluso un río? ¿El sistema operativo trabajaría sobre una vaga noción de que los
humanos necesitaban un lugar humano para existir? Pero ¿por qué diablos necesitaba
seres humanos el sistema operativo?
El valle del río empezaba a parecer un valle del mundo real, a pesar de la
imprecisa definición, con hierba, piedras e incluso arboledas. Hasta el cielo, que
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durante tantos días había sido tan neutro como un nivel subdesarrollado del sistema
virtual, adquirió profundidad, aunque todavía era lóbrego y con una luz difusa, como
si todo ese mundo fantasmal estuviera construido dentro de una perla gigante.
«¿Y si !Xabbu está más atrás? —pensó de pronto—. ¿Y si está perdido en lo gris?
Ni Sam ni él llevan mechero. Tendría que detenerme, esperar un poco. Pero ¿y si ya
han pasado por aquí?». Pensó en hacer una señal con palos o con cañas, transparentes
como cristal, que crecían en la orilla del río, pero comprendió que si veían detrás de
ella, aunque solo fuera un trecho corto, cualquier señal hecha con materiales del
entorno podría pasarles desapercibida; sería como intentar ver cómo se disuelve un
cubito de hielo en un vaso de agua. Esperaría a que las cosas cobrasen consistencia. Y
entonces haría una señal con palos o escribiría lo que quisiera, por ejemplo:
«¡Socorro! ¡Soy prisionera de mi propia frustración!». O incluso: «Se busca más
realidad».
Se sentó en lo que había sido, o llegaría a ser, un tronco y esperó a Klement. Un
viento inexistente agitó el bosquecillo de árboles fantasmagóricos que la rodeaba,
pero no se oyó nada, ni siquiera el más leve susurro de hojas rozándose.
Un cuarto de hora más tarde, o eso le pareció, Klement no había llegado todavía.
De mala gana, subió a lo alto de la orilla y miró el terreno ondulante que acababa
de cruzar, pero no vio rastro de él y no había donde esconderse en la extensión
monocroma. Maldijo con amargura; no porque temiera por él o echara de menos su
compañía, sino porque, en cierto modo, se había hecho responsable de él y después se
había despreocupado otra vez. Esperó otro buen rato en lo alto de la orilla y volvió a
bajar a la arboleda con desgana.
«Tengo que dejar una señal aquí —decidió—. Aunque no vaya a buscarlo, al
menos tengo que indicar a !Xabbu y los otros que he pasado por aquí». Pero todavía
no sabía qué clase de señal dejar. Mientras pensaba, tironeó distraídamente de las
frágiles prendas que se había confeccionado. Cuanto más real era el paisaje, más
expuesta y desnuda se sentía. Y de pronto se dio cuenta de lo que usaría para dejar
constancia de su paso por allí.
Estaba atando una tira del claro retal en una rama delgada que sobresalía mucho
más que sus irreales compañeras y pensando que, si tuviera que dejar muchas señales,
volvería a estar desnuda en breve, cuando algo se movió entre las ramas al lado de su
cabeza. Dio un brinco, sorprendida.
Era un pájaro… o al menos lo parecía, más pequeño que su puño, solo un poco
más real que el paisaje, con una forma tenue y unos colores tan evanescentes como
cristal roto y desparramado. Se quedó mirándolo bajar de la rama y acercarse a ella;
el pajarillo ladeó la cabeza y enseñó un esbozo de ojo, la sugerencia borrosa de un
pico. Por un momento, la familiaridad de sus movimientos le hizo creer que las cosas
volvían a tener sentido; entonces, el pájaro hundió la cabeza y dijo:
—No creía.
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Renie se quedó boquiabierta y retrocedió. Era de locos, se dijo. Todo era posible;
por tanto, nada debía sorprenderla.
—¿Has dicho algo? —preguntó.
El pájaro volvió a cambiar de sitio.
—No creía que pudiera —gorjeó y, al instante, saltó hacia el cielo como una
minúscula explosión de colores iridiscentes y desapareció por el río.
Renie tenía que decidir en un momento. Miró el nudo de tela blanca que se
balanceaba en la rama, luego miró atrás, hacia el valle, un mundo de cristal congelado
en eterna penumbra, y echó a correr tras el pájaro, que ya no era más que una mota
contra el cielo inconstante.
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El pájaro observaba el dificultoso avance de Renie con la cabeza inclinada. Ahora
tenía color y forma, un manojo de plumas castaño rojizas y un ojo negro y brillante,
pero todavía era algo anómalo, como inacabado.
—No creía que pudiera llegar aquí —dijo el pájaro de pronto.
—¿Llegar? ¿Adónde? —preguntó Renie—. ¿Quién eres? ¿Qué es este sitio?
—Anduvimos mucho tiempo —trinó el pájaro tristemente—. No creía que
pudiera… —De repente se irguió y batió las alas como si fuera a levantar el vuelo. A
Renie le dio un vuelco el corazón, pero el pájaro se limitó a instalarse de nuevo en la
rama—. No creía que pudiera llegar aquí —repitió—. Mamá dijo que el camino era
largo. Anduvimos mucho tiempo.
—¿Por dónde anduvisteis? ¿Quieres hablar conmigo? ¿Hola? —Renie se adelantó
un paso lentamente y bajó la voz—. No quiero hacerte daño. Por favor, háblame.
El pájaro volvió a mirarla, pero de repente saltó de la rama y voló como un dardo
ladera abajo.
—No creía que… —graznó en tono agudo, y desapareció entre la niebla.
—¡Dios mío!
Renie se desplomó en el suelo pedregoso con unas incontenibles ganas de llorar.
Se había alejado del río fantasmal por nada, salvo una carrera agotadora y una ladera
fría y brumosa; necesitaría un largo descanso antes de afrontar el ascenso.
—Dios mío.
No se dio cuenta de que se había quedado dormida hasta que la barbilla se le cayó
sobre el pecho. Levantó la cabeza con una fuerte sacudida. No sabía si había dormido
segundos o minutos, pero indudablemente el paisaje brumoso se había oscurecido, las
sombras de los repliegues de la ladera eran más profundas y el cielo había cambiado
del gris perla a un gris de tormenta. Se levantó con dificultad, consciente del viento
frío que barría la pendiente y de su escasa vestimenta. Se estremeció y maldijo en
silencio ante la desconsoladora perspectiva de pasar la noche al raso. El ambiente
siempre templado de la tierra inacabada la había malacostumbrado, a ella y a sus
compañeros.
Trepó a gatas un corto trecho colina arriba y se detuvo a echar un vistazo
alrededor antes de que la luz disminuyera. La niebla que se adhería al suelo había
ascendido. Sus amigos habrían podido pasar a un tiro de piedra mientras dormía sin
advertir su presencia.
Al volver la cabeza, le pareció oír el río no lejos de aüí, fluyendo invisible por
algún repliegue de la colina. Siguió avanzando de través por la ladera, en la dirección
de donde provenía el sonido, inclinándose contra el desnivel mientras buscaba tierra
sólida con los pies. Al menos, agradecía que el terreno fuera de materia blanda, no de
piedras puntiagudas, porque iba descalza.
El río jugaba al escondite con ella. En realidad, lo que veía no se parecía en nada
al paisaje ondulado que había abandonado un rato antes.
«Me he perdido. Y oscurece deprisa».
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Se detuvo a recuperar el aliento en una cornisa de piedra y, de pronto, oyó un
sonido extraño. El viento había cesado, pero todavía se notaba un débil ronquido en
lo alto de la colina, una especie de silbido burbujeante y sostenido. Se le erizó el vello
de la nuca. Entonces, otro sonido ululante surgió más allá de donde se encontraba,
ladera abajo, y la inquietud se convirtió en miedo. El primer sonido, como si hubiera
oído el segundo, respondió con un glugluteo agudo, como una especie de hiena bajo
el agua, y a Renie se le salió el corazón del pecho.
No había tiempo para analizar la situación. Solo sabía que no quería verse
atrapada entre esos dos… lo que fueran. Dio media vuelta y retrocedió con dificultad
por la ladera, sin ver dónde pisaba porque la luz era cada vez más escasa, de manera
que estuvo a punto de sufrir dos veces una caída larga y quizá mortal.
«Sigue adelante, no te pares…». Inexplicablemente, tenía la extraña certidumbre
de que esas entidades que gemían tras ella por la ladera, fueran lo que fuesen, no
gemían porque sí, sino que iban a la caza de… algo. De ella, seguramente, si tan mala
era su suerte, o de cualquier cosa caliente que se moviera, lo cual no mejoraba mucho
la situación.
El viento, helado y salvaje, le entumecía la piel y le permitía pasar por alto los
incontables arañazos y golpes que iba dándose en la carrera, pero el frío sí se dejaba
sentir, le restaba fuerzas y sabía que no podría mantener la velocidad mucho tiempo.
La voz de la cosa de la cima parecía haber quedado atrás, pero la que respondía se oía
con la misma intensidad que antes, si no más; se arriesgó a mirar atrás y se arrepintió
al momento. Algo claro se movía por la ladera como siguiendo su rastro.
Apenas se veía en la oscuridad, pero se agitaba y ondeaba como un hombre
cubierto con una sábana, aunque parecía de mayor tamaño y muchísimo más
aterrorizador e insólito. Sobre su superficie espectral se agitaban unas sombras
inestables que recordaban a una cara horrible que se enfocara y se desenfocara. Se
quedó paralizada mirándolo y, entonces, un agujero negro e irregular se abrió en
medio de las formas que veía y emitió el mismo glugluteo quejumbroso. Cuando el
ser de la cima respondió, desde más lejos, pero no tanto como para decidirse a huir
ladera arriba, Renie dio media vuelta y echó a correr sin pensar en la precaución. Las
voces de los perseguidores le provocaban un miedo cerval. Cualquier cosa sería
preferible a ser atrapada por esos amorfos monstruos blancos, cualquier cosa, incluso
matarse de una caída.
Su deseo casi se hace realidad al meter un pie en una maraña de ramas caídas que
le había parecido terreno firme. Perdió el equilibrio, agitó los brazos y rodó por el
suelo. Se salvó milagrosamente: un árbol, casi doblado en dos por años de viento,
retorcido como las manos de un anciano, se interpuso en su trayectoria. Mientras se
liberaba de las ramas que la habían detenido arañándola por todo el cuerpo, otro grito
desgarrador llegó flotando por el aire, aunque este sonó más lejos.
El instante de alegría feroz al pensar que se había caído muy abajo y velozmente
murió tan pronto como se dio cuenta de que el grito venía de abajo: el tercer cazador.
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Como para confirmarlo, dos aullidos más se dejaron oír atrás, colina arriba; dos
llamadas agudas que parecían percibir el final de la carrera y de las fuerzas de su
presa.
Renie se acuclilló jadeando, con la cabeza llena de pensamientos inútiles y
aterrorizados. La habían rodeado, por pura casualidad o porque lo tuvieran planeado
así desde el principio. Ahora estaba atrapada entre tres, e incluso creyó ver al primero
de ellos, una silueta desvaída y sepulcral poco más espesa que la bruma, que se
acercaba bamboleándose, arrastrándose lenta pero inexorablemente hacia donde ella
estaba. El corazón le latía al ritmo de una pista de gran velocidad.
Se dio cuenta de que agarraba el encendedor y se lo sacó de la fina tela. No le
serviría de nada, pero aun así, estaba desesperada por oír una voz, cualquier voz. De
pronto no se acordaba de cuál era el peligro tan enorme en el que había pensado para
no haberlo utilizado antes.
—Hola. Ma… Martine… ¿ha… hay alguien? —El miedo le cortaba la
respiración, apenas podía hablar—. ¿Alguien me oye? Contesta, por favor. —
Silencio… hasta los cazadores espectrales guardaban silencio. Mientras repetía la
secuencia de comandos, lo único que veía era remolinos de bruma y sombras grises
de árboles—. ¡Martine! Antes te oí… ¿me oyes tú ahora?
La voz que respondió se oía poco, pero con una claridad sorprendente, tanto, que
reavivó inútilmente sus esperanzas, como si su amiga estuviera a unos pocos metros
de distancia y pudiera acudir en su rescate corriendo entre la niebla.
—¡Renie! ¿Eres tú, Renie? Te oímos. Háblanos.
—¡Dios misericordioso! —dijo Renie en voz baja—. ¡Eres tú, Martine! —Hizo
un gran esfuerzo por recomponerse… casi seguro que sus amigos no podrían hacer
nada por ayudarla en ese momento. Tenía que decirles lo que pudiera, lo que había
visto, lo que había pasado—. No llegamos a salir de la montaña —comenzó a
explicar—. Cuando nos despertamos, habíais desaparecido. Estamos en un sitio que
debe de ser el océano Blanco del que nos hablaron. Pero he perdido a !Xabbu y a
Sam, y ahora me he perdido también yo.
—No te entendemos muy bien —contestó Martine—. ¿Dónde estás exactamente?
No estaba en ningún sitio. Estaba en el reino del terror. Tuvo que hacer un gran
esfuerzo para acordarse de lo que había pensado hacía mucho.
—Creo… ¡ay, Dios! Creo que estamos en el centro del sistema. —De nuevo se le
escaparon las lágrimas—. Pero estoy en un aprieto… ¡Un buen aprieto…!
Se oyó un crujido en las ramas de atrás; Renie dio un brinco, sobresaltada y
aterrorizada, y el encendedor se le cayó al suelo.
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SEGUNDA PARTECanciones fantasmales
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11. Sinceramente suya…
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Los patrocinadores de un club contratan a Mamá
Oca.
(Imagen: anuncio del Limousine). Voz en off: El público del club virtual
Limousine, solo para adultos, recibió una sorpresa cuando el servicio fue
interrumpido al menos una hora por una voz artificial o falseada, en opinión de
algunos clientes, que recitaba cancioncillas de jardín de infancia.
(Imagen: cliente anónimo del Limousine). CLIENTE: Sí, puede parecer divertido,
pero en realidad fue bastante horripilante. Me refiero a que no sonaba… normal. Voz
en off: Happy Juggler, la corporación propietaria de Limousine y otros clubes
conectados a la red, lo define como «la última bromita de una serie de gamberradas
irritantes».
(Imagen: Jean-Pierre Michaux, portavoz de la corporación JHJN). MICHAUX: Nos
impidió dar servicio en nuestra franja horaria más productiva, y también, todo hay
que decirlo, la mitad de nuestros usuarios son padres, incluso algunas madres que
por fin han llevado a sus hijos a la cama y esperan un poco de diversión y relax.
Nadie en una situación semejante quiere sentarse a escuchar otra vez esas malditas
cancioncillas.
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Recorrió la pasarela circular que conducía a los paneles de control, donde Del
Ray fruncía el ceño ante la pantalla como un crítico literario obligado a examinar
novelas baratas de ficción. Detrás de él, malhumorado, acechaba Long Joseph con
dos botellas desechables de vino encima de la mesa. Por un instante, Jeremiah sintió
verdadera lástima del hombre. Si a él lo deprimía racionarse el café de varias
semanas, ¿cómo le sentaría a Joseph tener que estirar la ración de un día de su veneno
habitual Dios sabría por cuánto tiempo?
—¿Cómo va todo? —preguntó.
—No consigo poner en marcha los monitores de seguridad —dijo Del Ray
encogiéndose de hombros—. Tendrían que estar funcionando ya, pero no hay manera.
Ya le advertí que no soy experto en la materia. ¿Y lo suyo?
—No puede ir mejor. —Jeremiah sacó una silla giratoria y se sentó—. Ojalá el
viejo Singh hubiera puesto esas cámaras a funcionar a todo gas cuando todavía podía.
¿Quién iba a imaginar que las fuéramos a necesitar?
—A lo mejor su amigo Sellars vuelve a llamar —dijo Del Ray con escaso
convencimiento. Apretó un botón del panel y después sacudió un manotazo de rabia
—. A lo mejor sabe remediar este desastre.
—Si mi Renie estuviera aquí, tendría eso conectado en un santiamén —dijo Long
Joseph de repente—. Entiende mucho de esos rollos. Tiene un título universitario y
todo eso.
Del Ray frunció el ceño, pero su gesto se transformó en una tímida sonrisa como
por arte de magia.
—Seguro —replicó—. Y disfrutaría mucho arreglando el lío que he organizado
yo y explicándomelo todo con pelos y señales.
—Seguro. Es una chica muy inteligente —prosiguió Long Joseph—. Tiene que
serlo, con la cantidad de dinero que se ha invertido en sus estudios.
Del Ray sonrió al encontrarse con la mirada de Jeremiah.
«Estudios que se costeó ella personalmente, si mal no recuerdo», pensó Jeremiah
acordándose de los comentarios de Renie a propósito de sus años de esclavitud en el
comedor de la universidad.
—Espere un momento —dijo mientras se volvía hacia Joseph—. ¿He oído bien?
¿Se está vanagloriando de Renie?
—¿Qué es eso de vanagloriarse? —preguntó Joseph con suspicacia.
—Me refiero a si de verdad está tan orgulloso de ella.
—¿Orgulloso de ella? —repitió el viejo frunciendo el ceño—. ¡Naturalmente! Es
una chica muy lista, como lo fue su madre.
Jeremiah tuvo que reprimir un gesto de asombro. Se preguntó si el hombre habría
dicho alguna vez algo semejante en presencia de Renie, cuando podía oírlo, y no solo
ahora, que estaba recubierta de gel plasmódico en las profundidades de un cofre de
fibrámica. De cualquier modo, lo dudaba.
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—¡Maldita sea! —Del Ray empujó la silla hacia atrás y se retiró del panel—. Me
doy por vencido. No puedo arreglarlo. Esta espera me está volviendo loco. Tenía la
esperanza de poder ver lo que están haciendo ahí arriba, en vez de quedarnos aquí
sentados sin más…
—¡Maldita la falta que nos hacen esas cámaras! —refunfuñó Joseph—. No
servirán de nada contra esos malditos. Ya dije que lo que teníamos que buscar son
pistolas para liquidar a esos cerdos.
—¡No hay pistolas! —Gruñó Jeremiah, exasperado—, lo sabe de sobra. A nadie
se le ocurre desmantelar una base militar y dejar las armas tiradas por ahí.
Joseph apuntó con el pulgar a Del Ray, que estaba abatido en la silla, mirando el
vasto techo de la sala subterránea como si pudiera hacer personalmente el trabajo de
los inactivos monitores.
—¡Él tiene un arma! Le dije que me la diera a mí. Usted no vio cómo la agitaba
en el aire, muerto de miedo, con la mano tan empapada de sudor que pensé que me
iba a volar los sesos sin querer.
—¡Otra vez no! —se quejó Jeremiah.
—¡Yo me limito a avisar! ¡No creo que este niño de mamá haya disparado una
pistola en su vida! Yo estuve en el cuerpo de las Fuerzas de Defensa ¡para que lo
sepa!
—¡Ah, sí! —dijo Del Ray con los ojos cerrados todavía—. Seguro que te cargaste
a un montón de pollos ajenos después de tomar unas copas con tus amigotes. —Se
frotó la cara—. Aunque no estuviera codificada para mi mano, tú serías la última
persona a la que…
De pronto se hizo un silencio inusitado. Jeremiah estaba a punto de preguntarle a
Del Ray si se encontraba bien cuando, de repente, el joven se enderezó en la silla con
los ojos desmesuradamente abiertos.
—¡Ay, Dios mío! —dijo—. ¡Ay, Dios mío!
—¿Qué pasa? —preguntó Jeremiah.
—¡La pistola! —Del Ray se tiró del pelo como si quisiera arrancarse el cuero
cabelludo de cuajo—. ¡La pistola! ¡Está en el bolsillo de mi chaqueta!
—¿Y?
—¡La dejé arriba! Ayer, cuando estaba apilando el agua, tenía calor. Me quité la
maldita chaqueta y después, cuando bajé, me preguntó usted por las cámaras y…
¡Mierda!
Se levantó con la mano todavía en la cabeza como si temiese que, de no hacerlo,
se le fuera a caer el pelo.
—¿Lo ve…? —empezó a decir Joseph, incapaz de disimular la satisfacción que
sentía.
—¡No diga nada! —lo atajó Jeremiah, y se dirigió a Del Ray—. ¿Dónde la dejó?
¿En la cocina? —Del Ray asintió abatido—. ¿La necesitamos realmente? —inquirió
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Jeremiah mirando alrededor—. Quiero decir, cuando lleguen aquí abajo, ¿nos va a
servir de algo?
—¿Qué si nos va a servir de algo? —preguntó Del Ray mirándolo fijamente—.
¿Y si entran aquí? ¿Es que les vamos a lanzar sacos de harina? Necesitamos todo lo
que tengamos al alcance. Es necesario recuperarla.
—No es posible. Clausuramos el ascensor, cerramos las puertas blindadas de
seguridad como Sellars nos dijo que hiciésemos. No hay forma de subir. Y no vamos
a arriesgarnos a abrirlas otra vez.
Del Ray se quedó absorto un momento mirando al suelo. Después se enderezó y
no parecía tener ya tanto miedo.
—Un momento. Me parece que no la dejé en la cocina, si mal no recuerdo. Creo
que la dejé justo en la puerta del ascensor del último piso de nuestra zona de la base.
Almacené casi toda el agua y el generador allí arriba, y creo que es ahí donde me
quité la chaqueta.
—Yo voy por ella —dijo Joseph alegremente.
—Cierra el pico.
—Sí, cierre el pico, Joseph.
—Es una lástima que hayamos tenido que bloquear todo el trayecto del ascensor
—dijo Del Ray poniéndose en marcha hacia las escaleras—. Habría sido mejor
mantenerlo en uso solo aquí, para transportar el material de arriba abajo.
—Hace mucho ruido —le gritó Jeremiah—. Con un poco de suerte, no llegarán a
saber que hay más pisos aquí abajo.
De pronto se dio cuenta de que había hablado a voces. «¡Vaya, te preocupas del
ruido pero tú gritas como un vendedor ambulante! ¿Y si están ahí arriba escuchando
por el suelo con estetoscopios o algo así, buscándonos…? —Jeremiah era el único de
los tres que todavía no los había visto, y la idea de los mercenarios sin rostro reptando
por el suelo, golpeteando el hormigón como pájaros carpinteros, le inquietó
profundamente—. Ni siquiera sabemos si están dentro —se dijo—. A lo mejor no
logran cruzar la enorme puerta principal, como en las cámaras acorazadas de los
bancos. A Renie y a sus amigos los piratas informáticos les llevó mucho tiempo
abrirla».
Aun así, la imagen no se iba. Miró a Joseph, que tomaba una dosis de Mountain
Rose con una viva expresión de dignidad herida, y pensó que más le valía buscarse
algo que hacer.
Del Ray había abierto el panel de la matriz de los monitores de seguridad
haciendo palanca y dejado al descubierto un entresijo de cables que recordaba a una
antigua centralita telefónica. Jeremiah ocupó la silla que el joven había dejado libre y,
concentrado, empezó a pulsar interruptores. El panel recibía energía, en todos los
monitores se encendieron lucecitas rojas en la parte inferior, pero las pantallas
seguían negras, vacías.
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«Joseph tiene razón. Si Renie estuviera aquí conseguiría que esto funcionase en
unos minutos».
Tiró del manojo de cables. Estaban todos conectados, excepto unos pocos. Cogió
uno cualquiera e intentó enchufarlo en alguna ranura, pero nada cambió. Probó con
otro y obtuvo el mismo resultado, pero cuando tiró del tercero, apareció otro
enredado en él y, en el momento en que rozó con algo en el tablero, las pantallas
parpadearon un momento y volvieron a apagarse.
Emocionado, Jeremiah soltó el extremo del cable de un tirón y empezó a
enchufarlo sucesivamente en las diferentes tomas libres. De repente, los monitores
cobraron vida. Jeremiah lo acopló a fondo, rojo de orgullo. Ahora podrían ver lo que
sucedía fuera del búnker. Ya no estarían obligados a esperar a ciegas.
Antes de poder contar a Long Joseph su hazaña, algo le llamó la atención. En uno
de los monitores se veía un rectángulo enmarcado en negro con árboles y maleza.
Desconcertado, se quedó mirándolo un buen rato hasta que se dio cuenta de lo que
estaba viendo. Era la enorme puerta delantera vista desde una cámara situada en el
mismo umbral. La puerta estaba abierta.
De pronto, tres fuertes estallidos sonaron arriba, en alguna parte. Long Joseph dio
un respingo y empezó a soltar juramentos, tan asustado que dejó caer la botella
desechable de vino al suelo. A Jeremiah se le heló la sangre en las venas.
—¡Del Ray! —gritó—. Del Ray, ¿es usted?
Por una vez, Joseph mantuvo la boca cerrada mientras ambos escuchaban. No les
llegó ningún sonido a excepción del eco de la propia voz de Jeremiah.
—¿Es él quien dispara? —preguntó Joseph con un susurro ronco y nervioso—.
¿O le están disparando a él?
Jeremiah tuvo la sensación de que había gastado todo el aire del pecho al gritar.
Solo fue capaz de negar con un gesto de la cabeza. Se quedó confuso un instante,
atemorizado, decidiendo si debían apagar todas las luces y esconderse. Se volvió
hacia el panel e intentó encontrar significado a las imágenes casi monocromas, a lo
que imaginaba que eran destellos de movimiento aquí y allá, pero no sacó nada en
limpio.
«¿En qué pantalla se ve lo que sucede arriba, donde está Del Ray?».
Por fin reconoció el rellano del ascensor, no por el aparato en sí, que no era más
que una sombra oscura incrustada en la pared, sino por el viejo letrero clavado a un
lado, un aviso escueto sobre el peso que podía cargar, que había visto y leído tantas
veces entre dientes.
Solo le dio tiempo a pensar por primera vez en las largas semanas de encierro
subterráneo en la base: «Es curioso que no haya montacargas en un lugar como este,
en el que se necesita tanto equipamiento», y después vio el contorno borroso de unas
piernas estiradas en el suelo, cuya continuación quedaba fuera de la pantalla. Estaba
muy oscuro para saberlo con certeza, pero comprendió horrorizado de quién eran esas
piernas y esos pies inmóviles/tendidos junto a la negrura de la puerta del ascensor.
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Querido señor Ramsey:
La primera vez que vino a mi casa, me dio la impresión de que era un hombre
encantador. Comprendo que es posible que a usted no se lo pareciera, que pensara
que estaba algo recelosa, pero el hecho de que me escuchara con atención, sin acusar
sus propios pensamientos, fue muy amable por su parte, porque estoy segura de que
pensó que soy una vieja loca.
Se convencerá de que lo soy tan pronto como lea lo que tengo que contarle, pero
no me importa. Cuando empecé a envejecer, me sentía mal porque los hombres ya no
me miraban de la misma forma, ya no era joven. Nunca fui guapa, pero la juventud
siempre llama la atención a los hombres, y cuando eso cambió, aunque no me
gustaba, pensé que al menos, a partir de ese momento, me tomarían en serio. Después
empezaron a sucederme todas esas cosas que ya sabe, los dolores de cabeza, los
problemas y mis ideas sobre la enfermedad de Tandagore, y la gente dejó de
considerarme incluso un ser pensante más. Pero usted me trató como se trata a las
personas. Es un hombre bueno, en eso no me equivoqué.
Me he propuesto llevar a cabo una cosa difícil de explicar, y si me equivoco, iré a
parar a la cárcel. Pero si tengo razón, probablemente muera en el intento. Seguro que
está pensando que el riesgo es excesivo, solo para demostrar una teoría.
Pero le escribo esta carta para decirle que si estoy loca, a mí no me lo parece, y
que estoy haciendo esto a sabiendas de que aparentemente no tiene sentido. Si usted
oyera las voces que yo escucho en mi cabeza o, mejor dicho, que escuchaba, también
lo haría. Sé que lo haría porque sé cómo es usted.
Antes de hablarle de los otros asuntos, esto me trae a la memoria algo que quería
decirle. Ahora me siento muy aliviada, como si me hubiera quitado un abrigo muy
pesado y anduviera por la nieve. Quizá después me quede helada, pero ahora mismo
estoy encantada de haberme descargado de un gran peso. El peso es fingir,
¿comprende?, y le voy a contar la verdad. En fin, voy a decirle una cosa que, en otras
circunstancias, no le habría dicho nunca. Tiene que casarse. Usted es un hombre
bueno que trabaja mucho, siempre está en la oficina, nunca en casa. Se preguntará de
qué está hablando esta vieja loca, medio rusa y medio polaca, pero usted necesita
encontrar a alguien con quien compartir la vida. Ni siquiera sé si le gustan los
hombres o las mujeres, y le aseguro que no me importa. Pero encuentre a alguien con
quien vivir, por quien desee llegar a casa. Si puede, tenga hijos, porque de alguna
forma los niños dan sentido a la vida.
Ahora le contaré el resto, lo referente a las voces, a Obolos Corporation y a Félix
Malabar. Después, aunque siga pensando que estoy loca, entenderá por qué hago lo
que estoy haciendo. Se lo cuento solo para que alguien lo sepa.
¿Sabe que si mi hijo viviese tendría ahora más o menos su edad? Pienso
demasiado en esas cuestiones.
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Y cuando haya terminado mi explicación, solo habrá una cosa más que quiero que
haga. Creo que existe algo llamado poder notarial y, como usted es abogado,
entenderá de estos temas. Si desaparezco, ¿me hará el favor de vender mis bienes? La
mayoría son insignificancias y no valen la pena, pero las acciones de Obolos y la casa
sí. No tengo parientes vivos y ahora esas acciones me parecen sucias, treyf como diría
mi madre. ¿Le importaría venderlas, por favor, y la casa, y donar el dinero al hospital
infantil de Toronto?
Estoy sentada aquí, en esta mesa, mirando la pantalla y me cuesta mucho
encontrar el punto de partida para explicárselo todo. Las voces no habían aparecido
cuando usted y yo nos vimos por primera vez. Si solo son producto de mi mente o
tienen que ver con los dolores de cabeza, entonces habré quedado en ridículo. Pero
¿sabe?, no me importa. Hay niños sufriendo, tanto los que están sumidos en el coma
como los otros que creo que hay, los de las voces que me hablan. Tengo que
arriesgarme por ellos. Si estoy equivocada, no seré más que una vieja cualquiera entre
rejas. Si tengo razón, nadie me va a creer, ni siquiera usted, pero al menos habré
intentado hacer algo.
Las voces, y ahora también la torre negra. Es como el castillo de un cuento que
me contaba mi madre. Me da pánico pero iré allí, entraré e intentaré averiguar la
verdad…
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la clase de hombres de los que se rodeaba el general Yacoubian. ¿Qué sabe ella de
usted, Ramsey, de… todo esto?
A Catur Ramsey se le aceleró el corazón súbitamente. Dio un paso atrás y se
hundió en una de las relucientes sillas de metal. Los servomotores baratos intentaron
regular el asiento para ajustarlo a su cuerpo pero desistieron casi a la mitad del
proceso.
—¡Dios! —exclamó.
—Sin embargo, lo que no entiendo —continuó Sorensen— es esa tontería de las
«voces». ¿Es como cuando usted se comunicaba con mi hija, o conmigo, Sellars?
¿Están gastándole una broma o simplemente… bueno, ya sabe… está chiflada?
—No lo sé —dijo el anciano. Parecía tan perturbado como Ramsey—. Pero
sospecho que se trata de algo más insólito y complicado.
—¡Dios mío, tenemos que detenerla! —Ramsey se impulsó hasta el borde de la
silla y el mecanismo interno gimió de indignación—. No podemos permitir que se
meta allí, tanto si es peligroso para mí como si no. No tuve tiempo de explicarle la
mitad de las cosas que había averiguado. Tampoco sé nada sobre las voces a las que
alude, pero sea como fuere, esa mujer ha llegado al asunto por un camino totalmente
diferente al suyo, Sellars, ella sola, y todavía cree que puede ser producto de su
imaginación. —Se quedó pensando un momento y se desplomó en la silla—. ¡Dios
mío, pobre mujer!
—¿Respondió usted al mensaje? —preguntó el mayor Sorensen.
—¡Por supuesto! Le mandé otro diciendo que me llamara de inmediato, que no
diera ningún paso sin hablar conmigo antes. —Entonces el militar lo miró de una
forma que le provocó una desagradable acidez de estómago. Tardó un par de
segundos en entender por qué—. ¡Mierda! Le di el número de este motel.
Dicho sea en su descargo, Sorensen solo hizo un movimiento de cabeza para
expresar su irritación antes de ponerse de pie.
—Bien. En primer lugar, nos trasladamos. Kaylene, haz el favor de ir a buscar a
los niños mientras guardo las cosas en el coche. Sellars, tenemos que devolver la silla
y quizá no podamos alquilar otra. Me temo que va a tener que volver al
compartimiento de la rueda de repuesto para ponernos en marcha. Aunque el ejército
no haya empezado a buscarnos todavía, sobre todo si de verdad éramos un asunto
privado de Yacoubian, usted sigue siendo muy fácil de reconocer y recordar.
—¿Dónde vamos, Mike? —preguntó Kaylene Sorensen, veterana esposa de
militar, empezando a guardar cosas en bolsas—. ¿No podríamos volver a casa?
Seguro que encontramos un buen escondite para el señor Sellars, ¿no? Tal vez pueda
quedarse una temporada con el señor Ramsey. Christabel tiene que volver al colegio.
—No creo que volvamos a casa de momento, cariño —respondió el mayor
conteniendo con esfuerzo la expresión de un sufrimiento que Catur Ramsey, no
obstante, adivinó en sus ojos—. Y ahora mismo no sé siquiera adonde iremos, solo sé
que tenemos que alejarnos de aquí.
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—Es preciso que llame a Olga antes de marchar —dijo Ramsey—. Si hay alguna
posibilidad de evitar que entre en ese lugar, se la debo.
—Al contrario —dijo Sellars bruscamente. Hacía un rato que guardaba silencio,
con los ojos casi cerrados, como un lagarto tomando el sol en una piedra. Pero
entonces levantó la cabeza y miró con sus extraños ojos amarillos—. Al contrario, no
debemos detenerla. Y también sé dónde tenemos que ir, al menos algunos de los
presentes.
—¿A qué se refiere? —inquirió Sorensen.
—Ya les he dicho que han sucedido muchas cosas extrañas en la Hermandad del
Grial en estos últimos días. No he dejado de seguir los acontecimientos atentamente
con la intención de entender cosas que para mí son inaccesibles dentro de la red, y he
percibido síntomas de inseguridad en los diversos grupos de empresas y dominios
privados de la Hermandad. El pequeño reino de Malabar no es diferente. Hay indicios
evidentes de conmoción en las rutinas, de confusión en las altas esferas.
—¿Y? —preguntó Ramsey con impaciencia.
—Pues que creo que, en vez de evitar que la señora Pirofsky se aleje de la
corporación M, deberíamos ayudarla a entrar, señor Ramsey. Muchas veces me he
visto obligado a utilizar a gente inocente en esta lamentable tarea, los Sorensen
pueden dar fe. Y Olga Pirofsky, al menos, ha tomado la decisión de asumir el riesgo
por sí misma. Veremos qué podemos hacer para ayudarla, para protegerla cuando esté
dentro.
—Eso… eso es una locura. —Ramsey se levantó tan precipitadamente que casi
tira la bandeja del café—. No se merece esto…, ¡no sabe dónde se está metiendo!
Un destello del depredador aéreo que Sellars había sido en otro tiempo chispeó un
instante en sus ojos pajizos.
—Nadie se lo merece, señor Ramsey. Pero las cartas han sido repartidas y no
tenemos más opción que jugar la partida. —Se volvió hacia los Sorensfen, que habían
dejado su actividad y observaban, el mayor con cierto interés profesional y
desganado, y su esposa, con creciente incomodidad—. A ustedes dos no puedo
obligarlos, pero sé adonde tengo que ir yo; y sospecho que el señor Ramsey también,
cuando lo piense un poco mejor.
—¿Y a qué lugar se refiere?
—Mike, no se lo preguntes siquiera —dijo Kaylene Sorensen—. No quiero oír
más. ¡Es una locura!
—A Nueva Orleans, por supuesto —dijo Sellars—, a la mismísima guarida de la
bestia. Nuestra situación es tan crítica que, pensándolo bien, me parece el
movimiento definitivo que teníamos que haber realizado desde el principio. Ojalá lo
hubiera pensado antes.
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Se trasladaban otra vez. Christabel no sabía exactamente por qué, pero eso no
importaba cuando pasaban cosas así. Se preguntaba si, cuando fuese mayor, la gente
le contaría cosas, se las explicaría, o las entendería solo por ser mayor.
Lo que más le entristecía, más incluso que dejar el nuevo motel, cuando por fin
había averiguado dónde estaba la máquina de golosinas, era que el señor Sellars
tendría que volver al hueco de la parte de atrás de la furgoneta donde su padre
guardaba la rueda de repuesto. Le parecía un agujero horrible, pequeñísimo.
El anciano estaba sentado a la puerta de la furgoneta, esperando que el padre de
Christabel acabara de hacer otras cosas para ayudarlo a entrar, cuando la niña lo vio.
—No pasa nada, pequeña —la consoló, cuando le hubo contado sus
preocupaciones—. No me importa, de verdad. Además, últimamente no utilizo
mucho el cuerpo. Mientras mi mente esté libre… ¿cómo decía Hamlet? «Aunque me
encerrasen en una cáscara de nuez, seguiría considerándome rey del espacio
infinito…», más o menos.
Se entristeció profundamente un momento y Christabel pensó que si pretendía
animarla, no lo estaba haciendo muy bien.
—Mamá dice que tienes cables por dentro —dijo al fin—. ¿Es verdad?
—Supongo que sí, amiguita mía —contestó riéndose discretamente.
—¿Te hacen daño?
—No. Tengo dolores, pero son por las quemaduras y por… otras heridas antiguas.
Y la mayoría de los cables ya no lo son. Me han ayudado a cambiarme cosas por
dentro. Hay muchos fabricantes de aparatos ansiosos por hacer cosas difíciles, y
muchísimos nanoingenieros en el paro que necesitan ingresos extra.
Christabel no estaba segura de entender lo que decía. «Nanoingeniero» le
recordaba al vestido Nanoo de Ophelia Weiner. La imagen de muchos conductores de
tren con trajes de fiesta que cambiaban de forma y color no le aclaraba nada, así que
lo dejó pasar, una de tantas cosas que los niños pasan por alto.
—¿Quieres decir que antes tenías cables pero ya no los tienes?
—Los cables están algo anticuados, sobre todo ahora, que la información se
transmite de tantas otras formas. Pero te estoy liando, ¿no es así? Bien, ¿te acuerdas
de cuando te pedía que me trajeras jabón para comer? —La niña asintió, encantada de
volver a pisar terreno conocido—. A veces tengo que comer cosas así de raras porque
mi cuerpo me está fabricando algo nuevo o reparando algo que no funciona bien.
También como trocitos pequeños de polímeros, lo que tú llamas plástico, y a veces
tengo que suministrarme metal. Hay algunas pastillas que me sirven, pero no tienen
suficiente de lo que yo necesito. Antes me tomaba un par de peniques de cobre a la
semana, pero eso ya pertenece al pasado. —Le hizo un gesto de asentimiento y sonrió
—. No importa, Christabel. Tengo cosas raras dentro pero sigo siendo yo. A mí no me
preocupa lo que tú tienes dentro. ¿Quieres seguir siendo amiga mía?
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La niña asintió inmediatamente. No tenía intención de decirle nada malo, y menos
todavía que no quería ser amiga suya, pero se había pasado el día preocupada por el
comentario de su madre. La idea de que el señor Sellars tuviera cables puntiagudos
que le pinchaban por dentro casi le hacía llorar.
—¡Ah, un momento, Christabel! —exclamó Sellars, y acto seguido llamó al señor
Ramsey con un gesto.
A Christabel le pareció que el hombre de piel oscura no estaba contento, porque
no le sonrió y, aunque acababa de conocerlo, estaba segura de que era un señor que
siempre sonreía a los niños.
—¡Cuánto lo siento! —dijo el señor Ramsey a Sellars—. He sido un necio sin
remedio. ¡Es tan difícil tomarse en serio todo este asunto! Tener que preocuparme por
si me siguen la pista… ¡es peor que las películas malas de la red!
—Nadie le culpa —le dijo Sellars con delicadeza—, pero quisiera hacerle una
pregunta antes de descender a mi sanctasanctórum y emprender el viaje. ¿Ha vuelto a
tener noticias de Olga Pirofsky, desde que hablamos esta mañana?
—No, ninguna.
—Permítame que le diga lo siguiente. Si estuviera usted en su lugar y estuviera
haciendo una cosa tan peligrosa y cuestionable como ella, y su abogado le enviase un
mensaje diciendo «No haga nada sin hablar antes conmigo», ¿qué conclusión sacaría?
Christabel vio cómo cavilaba Ramsey con todas sus fuerzas, igual que ella cuando
dejaba de atender en clase y, justo en ese momento, la maestra le hacía una pregunta.
—No sé. Pensaría que mi abogado intentaría hacerme desistir de semejante
tontería, supongo.
—Exacto. Y si fuera ella, ¿se tomaría la molestia de contestarle?
Ahora, aunque el señor Sellars hablaba con su silbidito de siempre, en tono
tranquilo, el señor Ramsey parecía Christabel cuando la maestra la reñía.
—No, creo que no. Sobre todo si ya hubiera tomado una decisión.
—Y seguramente, ese es el caso. Permítame también darle un consejo. Mándele
otro mensaje. Dígale, por ejemplo, que sabe lo que va a hacer, que de verdad le
parece correcto, que quiere ayudarla a entrar de la forma más segura posible y que se
ponga en contacto con usted.
—Bien, bien.
Ramsey dio media vuelta y volvió a toda prisa a la habitación del motel.
—Bueno, pequeña Christabel —dijo el señor Sellars—, veo que tu padre viene
hacia aquí para ponerme el cinturón de seguridad en mi asiento de piloto. Los
mejores capitanes siempre dirigen desde atrás, ¿sabes?, e incluso desde abajo. —Se
rio, pero Christabel tuvo la sensación de que nunca le había visto tan triste—. Estaré
fuera otra vez antes de que te des cuenta. Que tengas un buen viaje y hasta dentro de
un ratito.
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El niño ya esperaba en el coche, pero Christabel estaba tan preocupada y confusa
que no le prestó atención.
—¿Qué te pasa, muchachita? —le preguntó, pero Christabel no le hizo el menor
caso; intentaba entender por qué el señor Sellars parecía tan diferente de lo normal,
tan sombrío a pesar de la sonrisa, tan callado y cansado—. ¡Eh! ¡Te hablo a ti,
chiquita!
—Ya lo sé —dijo ella—. Estoy pensando. Habla tú solo, si quieres.
Empezó a insultarla pero ella no le hizo caso. Sabía que si su madre no estuviera
saliendo y entrando del coche, metiendo bolsas y cajas, el chico la habría pinchado y
pellizcado. Pero tampoco le habría importado. El señor Sellars estaba muy triste.
Seguro que le pasaba algo malo, algo peor que las cosas tan horribles que le
preocupaban antes, cuando sus padres no sabían nada.
—Vale, vale. Dime en qué estás pensando, ¿vale?
Levantó la vista sorprendida por el tono de voz del chico. No parecía enfadado,
sino otra cosa.
—En el señor Sellars. Estoy pensando en el señor Sellars —dijo.
—Un viejo muy raro.
—Está asustado.
—Sí. Yo también.
Christabel no podía dar crédito a lo que acababa de oír. Tuvo que levantar la vista
para convencerse de que era el mismo niño con cara de malo al que le faltaba un
diente.
—¿Tú, asustado?
—No soy idiota —dijo, y la miró fijamente como si esperase que la niña se
burlara de él—. He oído lo que decían antes, de los soldados que quieren matarlos y
todo eso. Están metidos en un buen lío, ¿sabes? Los azules, la policía y todos esos
nunca persiguen a gente como tu padre y tu madre, van a por chicos como yo, a por
ladrones importantes y tal. O sea que, cuando tu padre saca al viejo de una base
militar a escondidas y se lleva a toda la familia, hasta a una gatita como tú…, bueno,
eso quiere decir que el asunto es gordo. —Miró por la ventanilla del coche—. Creo
que voy a largarme de aquí pronto —dijo volviéndose de repente hacia ella—. Como
se lo digas a alguien, te mato. No la fastidies.
Unos días antes, se habría puesto a bailar al pensar en que el niño podría
escaparse; sin embargo, ahora le hizo sentir más miedo y soledad que nunca. Algo iba
muy, muy mal, pero no tenía idea de lo que era.
Long Joseph llevaba una enorme hacha roja contra incendios y avanzaba
furtivamente por el pasillo pensando que sus antepasados zulúes hacían así la guerra.
Jeremiah Dako no había encontrado nada mejor que una pata de mesa, con la que casi
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rompe la crisma a Joseph y a Del Ray cuando entraron de forma inesperada, pero de
todos modos no se imaginaba que la situación fuera a permitirles atácar a alguien en
ningún momento.
Jeremiah hubiera preferido que Joseph no lo acompañase, pero habría sido
imposible convencerlo de que se quedara vigilando el equipo y a los dos durmientes
que tenían al cargo, Renie y !Xabbu. Además, como no le sería fácil volver solo con
Del Ray a cuestas, se limitó a discutirlo simbólicamente. A decir verdad, y por una
vez, Joseph Sulaweyo iba en silencio.
En ese momento, Joseph se detuvo en la intersección de los pasillos y se llevó un
dedo a los labios con un gran gesto teatral, al tiempo que apuntaba con la otra mano
hacia el pasillo de la derecha. Esa estupidez, puesto que Jeremiah sabía dónde se
encontraban y dónde yacía Del Ray inmóvil, le hizo recordar que corrían un grave
peligro.
«Ahí fuera hay unos hombres que quieren matarnos, llevan pistolas y Dios sabe
qué más. Quizá sean los mismos que mataron a Susan de una paliza».
Si seguía pensándolo un instante más, las piernas le flaquearían y se desplomaría,
pero la imagen también le encendió la llama de la ira. Detuvo a Joseph poniéndole
una mano en el pecho, le devolvió la mirada de profunda indignación que le echó con
la expresión de determinación más convincente de que fue capaz y lo adelantó para
avanzar hasta el recodo del pasillo. Gateando por el suelo, se detuvo tan pronto como
vio los pies de Del Ray, uno de ellos solo con el calcetín; vio también el zapato a
medio metro de distancia y la visión le produjo náuseas.
«Adelante, muchacho. No puedes hacer otra cosa. Continúa».
Convencido de que en cualquier momento iba a salir alguien de repente de las
sombras, «lo cual —pensó sin poder evitarlo— sería peor que si me matasen de un
tiro y se acabó», se acercó sigilosamente a Del Ray…, o a sus piernas, al menos.
«¡Ay, Dios mío! ¿Y si lo han abierto por la mitad con una ametralladora?».
Se deslizó unos cuantos metros más por la moqueta barata, tan vieja y
deshilacliada que notaba en el abdomen las frías pellas de cemento que quedaban al
descubierto, hasta que, por fin, se acercó lo suficiente para tocar el pie descalzo de
Del Ray alargando el brazo. Lo notó caliente y vivo, pero eso no significaba nada
puesto que todo había sucedido hacía pocos minutos. Con los ojos cerrados, más
aterrado incluso que antes, empezó a deslizar la mano hacia arriba por la parte
exterior de la pierna de Del Ray hasta que, para gran alivio suyo, palpó las arrugas de
la camisa y después el brazo, el hombro e incluso la base del mentón. Por lo menos
estaba de una pieza.
Jeremiah acababa de levantar la mano para indicar a Joseph que avanzara, cuando
le sisearon al oído:
—¿Dónde le han dado? ¿En el vientre? ¿En la frente?
Cuando a Jeremiah se le bajó por fin el corazón de la boca a su lugar
correspondiente, se volvió y fulminó a Joseph con la mirada.
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—¡Cállese! Tenemos que sacarlo de aquí.
—Hay un problema —susurró Joseph—. Tiene el brazo debajo de un tubo
enorme.
Ahora que había pasado un minuto al descubierto y nadie le había incrustado una
bala en la columna vertebral, Jeremiah se sentía más valiente; se irguió hasta quedar
de rodillas junto a Del Ray y le tocó el pecho; le pareció que se movía. Después
comprobó si tenía pulso entre la oreja y la mandíbula. Pero la esperanza se
transformó en amargura al retirar la mano y verla manchada de una sustancia oscura
y pegajosa.
—¡Ay, Dios! Sangra por la cabeza.
—Entonces está muerto —dijo Joseph sin crueldad—. No hay quien vaya a
trabajar el lunes con un tiro en la cabeza.
—Cállese de una vez y ayúdeme a moverlo. Tenemos que llevarlo a un lugar
donde pueda examinarlo en condiciones.
Joseph había acertado. Del Ray tenía un brazo atrapado debajo de un segmento de
tubería largo y pesado, del grosor de una botella de vino. Lo apartaron, no
sin.esfuerzo, y rebotó en el cemento con un estrépito metálico que hizo estremecerse
a Jeremiah; sin embargo, su esperanza renació. Quizá no le hubieran disparado. A lo
mejor se le había caído la tubería encima en la oscuridad y lo había tirado al suelo.
Miró hacia arriba y el corazón estuvo a punto de parársele de nuevo. Un puñado
de pesados tubos de hierro colgaba del techo como un manojo de pajitas para
gigantes, doblados de una forma extraña, y la mayoría acoplados solamente por un
extremo, como si una mano enorme hubiera tirado de ellos hasta arrancarlos de su
anclaje. El tinglado de metal podía venirse abajo en cualquier momento y Jeremiah
hizo un gesto de apremio a Joseph; entre los dos, empezaron a arrastrar a Del Ray
hacia el pasillo.
En el último momento, Jeremiah se acordó de la pistola. No sabía qué hacer,
temía pasar un segundo más al descubierto y además no quería retrasar el examen de
las heridas de Del Ray. ¿De qué les servirían una pistola y unas cuantas balas? Joseph
se impacientaba. Tras un instante de indecisión, Jeremiah dio media vuelta y se
arrastró sigilosamente pasando por debajo de la espada de Damocles que era el haz de
tubos rotos. La chaqueta de Del Ray estaba en el suelo, apenas se veía entre las
sombras. Tiró de ella y palpó los bolsillos hasta dar con el tacto liso y pesado del duro
metal; entonces se alejó a toda prisa del traicionero lugar.
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Ray estaba húmeda y oscura en el cuello y los hombros. Quizá se debiera
sencillamente a que el joven se había quedado tumbado sobre su propia sangre, pero
no podía estar completamente seguro.
«Quizá le dispararon y entonces, al caer al suelo, se agarró a una tubería suelta».
Satisfecho de que Del Ray al menos respirase, comenzó a cortarle la camisa con
la navaja para separarla del cuerpo. Long Joseph entró de la sala principal y se quedó
mirando con una expresión difícil de descifrar, pero se acercó tan pronto como
Jeremiah le pidió ayuda para dar la vuelta al enjuto cuerpo de Del Ray y examinarle
la espalda.
Jeremiah empapó un jirón de la camisa en agua de un envase desechable y
procedió a limpiar la sangre, agradecido por disponer todavía de los fluorescentes del
techo. Le estremecía la idea de tener que hacerlo a la luz de una linterna y que alguna
herida vital le pasase inadvertida. Se alegró de no encontrar indicios de más heridas.
Sacó una botella pequeña del botiquín de primeros auxilios, empapó con ella otro
trozo relativamente limpio de la camisa de Del Ray y empezó a quitar la suciedad de
la herida de la cabeza.
—¿Qué es ese potingue que le echa? —preguntó Joseph.
—Alcohol, pero no del que bebe usted.
—Eso ya lo sé —replicó Joseph con fastidio.
«Probablemente por experiencia», pensó Jeremiah, pero se reservó el comentario.
La brecha de la cabeza no era un corte limpio, pero hurgando suavemente con los
dedos, comprobó que era superficial, nada que hiciera presagiar una herida interna.
Más animado que en la hora anterior, preparó un apósito con varios trozos de camisa
empapados en alcohol y, con una manga de la camisa, lo ató a la herida. Después, con
ayuda de Joseph, dio la vuelta a Del Ray y lo dejó boca arriba.
Del Ray soltó entonces un gemido tan lastimero que Jeremiah se quedó un
instante petrificado de horror, convencido de que había cometido algún fallo horrible.
Entonces el joven movió los párpados y, finalmente, abrió los ojos. Las pupilas
vagaron un momento sin fijarse en un punto, desorientadas por el brillo de la hilera
de fluorescentes.
—¿Eres… eres tú? —preguntó al fin Del Ray.
Se podía haber referido a cualquiera de los dos, pero Jeremiah no quería buscar
tres pies al gato.
—Somos nosotros. Lo hemos rescatado sano y salvo. Parece que tiene una herida
en la cabeza. ¿Qué le pasó?
—No… —Gruñó nuevamente, pero no de dolor, sino de rabia—, no estoy seguro.
Al volver del ascensor, oí un estrépito en el techo, «¡bumba!». —Entrecerró los ojos e
intentó mover la cabeza para evitar el deslumbramiento, pero el apósito se lo impidió.
Jeremiah se inclinó hacia delante y le hizo sombra sobre los ojos—. Creo… creo que
están intentando perforar el suelo con explosivos allí arriba para entrar en nuestra
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parte de la base. —Hizo un gesto de dolor y, lentamente, se llevó una mano a la
cabeza; abrió los ojos al notar el vendaje al tacto—. ¿Qué…? ¿Es grave?
—No, no es grave —dijo Jeremiah—. Se le cayó encima una tubería, creo. Si han
habido explosiones ahí arriba, eso lo explica todo. Oímos ruidos fuertes, tres, creo,
¡bang, bang, bang!
—Entonces, ¿qué? ¿Piensan sacarnos de aquí a bombazos? —preguntó Joseph—.
Tonterías. No me van a sacar de aquí tan fácilmente. ¿Qué hacen un agujero? Pues
salgo por él y le rompo la crisma a unos cuantos.
Jeremiah puso los ojos en blanco.
—En una cosa tiene razón —le dijo a Del Ray—. No creo que puedan atravesar el
cemento ni franquear la maciza puerta del ascensor, al menos de momento, quiero
decir.
Del Ray murmuró unas palabras e intentó sentarse. Jeremiah se inclinó hacia él
para impedírselo, pero el joven no se lo permitió. Estaba pálido y temblaba, pero por
lo demás parecía estar bien.
—La cuestión es —dijo al fin Del Ray— cuánto tiempo tenemos que resistir.
¿Una semana? A lo mejor lo conseguimos. ¿Siempre? Esto no va a funcionar.
—No, desde luego, sobre todo si te empeñas en quedarte inconsciente
estrellándote contra las tuberías —replicó Joseph—. Te dije que me dejaras ir a mí.
—¿Sabe una cosa, Del Ray? —empezó a decir Jeremiah, cansado e irritado, sin
poderse resistir—. Ha sido un verdadero placer verle sin camisa. Joseph tenía razón,
es usted un joven muy atractivo.
—¿Qué? —Long Joseph Sulaweyo se levantó de un salto escupiendo de
indignación—. ¿De qué está hablando? ¡Yo no he dicho nada de eso! ¿De qué está
hablando?
Jeremiah se reía tanto que no pudo seguir la broma. El propio Del Ray esbozó una
sonrisa mezclada con dolor cuando el viejo se marchó a la otra habitación pisando
fuerte, presumiblemente para ahogar el insulto a su virilidad con unos cuantos tragos
de su precioso vino.
—No tenía que haberlo dicho —comentó Jeremiah cuando Joseph hubo
desaparecido, pero no pudo reprimir una última risita silenciosa—. No es tan mala
persona y, además, tenemos que mantenernos unidos, ayudarnos mutuamente.
—Usted sí que me ha ayudado —afirmó Del Ray—. Gracias.
—No hay de qué —dijo Jeremiah reforzando sus palabras con un gesto de la
mano—. Pero tuve miedo. Pensé que habían entrado por la fuerza y habían empezado
a disparar. En fin, ellos todavía están ahí fuera y nosotros aquí dentro, a salvo, de
momento, claro. ¡Ah! —Se acordó de pronto y se agachó a recoger del suelo la
chaqueta de Del Ray—. Y además tenemos la pistola.
Del Ray sacó la pesada pistola del bolsillo de la chaqueta y le dio la vuelta,
observándola como si fuera un objeto nuevo para él.
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—Sí —dijo—. Una pistola, pero solo dos balas. —Se limpió un hilillo de sangre
que le manaba de la oreja y le dedicó a Jeremiah una mirada de profunda tristeza—.
Cuando consigan entrar, no vamos a tener ni una para cada uno.
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12. El niño que se cayó a un pozo
PROGRAMACIÓN DE LA RED/MÚSICA: Christ no quiere ser ningún «Superstar».
(Imagen: Christ con Blond Bitch en escena). Voz en off: La historia del cantante
Johann Sebastian Christ, que ha tenido que superar una grave adicción
adrenocrómica y la pérdida de su grupo en un accidente insólito en el escenario, va a
convertirse en una obra dramática de la red parcialmente novelada… si el proyecto
salva un inconveniente crucial.
(Imagen: PatsyLou Corry, periodista del corazón). CORRY: Al parecer, los
publicitarios de Cinturón Bíblico presionan con insistencia ante la red para que no
se permita que el nombre de Cristo sea el de un personaje que usa una máscara de
perro y actúa desnudo de cintura para abajo, por citar dos de sus costumbres menos
escandalosas. La red ha sugerido llamar al personaje Johann Sebastian Superstar.
Christ quiere cancelar el proyecto pero se niega a devolver el dinero. La cuestión se
resolverá ante los tribunales.
(Imagen: Christ en conferencia de prensa). CHRIST: ¿Un juicio? ¿Sabe lo que le
digo? Que International Entertainment ya puede ponerse de rodillas y empezar a
contar las baldosas del baño…
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Sin más ocupación que descansar y charlar, se habían pasado las horas cavilando
y discutiendo, pero a Paul no le parecía que se hubieran acercado ni un paso a la
solución de ninguno de los enigmas que les preocupaban. Relató a sus compañeros
todos los recuerdos recuperados hasta el momento de su vida en la torre de Malabar
pero, aunque a los otros les había parecido fascinante, no pudieron aportar nada que
le ayudase a entender lo que significaban esos fragmentos.
—Y ahora ¿qué? —dijo T4b rompiendo un largo silencio—. ¿Vamos a seguir así
con este rataplán toda la vida?
Paul sonrió con tristeza. A él le había venido a la memoria una canción infantil, la
de tres personajes que navegaban en un zueco de madera, una idea muy parecida.
—Pasaremos a la siguiente simulación —informó Florimel con hastío—. Cuando
lleguemos a la salida, Martine intentará manipularla para que nos mande otra vez a
Troya, y quizá podamos cruzar por ahí hasta donde se encuentran Renie y los demás.
Ya hemos hablado antes de todo eso.
Paul miró a Martine, que, de momento, no parecía capaz de manipular nada más
complicado que una toalla de baño o una cuchara. La mujer ciega estaba hundida,
daba la impresión de haber perdido su habitual aplomo o que se le hubiera agotado
provisionalmente. Movía los labios como si hablara consigo misma. O rezara.
«Espero que no se dé por vencida —pensó Paul, temeroso de repente—. Sin la
ayuda de Renie, solo contamos con ella para salir de aquí. Florimel es inteligente y
valiente, pero no sabe planear las cosas como ellas, enseguida se desanima y se
enfada. T4b, bueno, es un adolescente y además pierde la paciencia en un segundo.
¿Y yo? —La simple idea de tener que responsabilizarse de la vida de sus compañeros
le mareaba—. Sí, pero eso es una sandez, tío, y tú lo sabes. En las últimas semanas
has pasado por circunstancias que nadie, ¡nadie! en el mundo real ha experimentado,
y mucho menos ha vivido para contarlo. Te han perseguido monstruos, has luchado
en la maldita guerra de Troya… ¿por qué no ibas a hacerte cargo de las riendas, si
fuera necesario? Porque ya te parece bastante difícil ser Paul Jonas —se contestó a sí
mismo—. Porque es muy difícil defenderse cuando se tiene la sensación de que a uno
le falta una etapa larga de vida… porque estoy tan cansado que no puedo. Punto». De
todas formas, esas excusas no le convencían.
—Estoy preocupada —dijo Martine moviéndose en el sitio y sentándose con la
espalda erguida—. Hay muchas cosas que me preocupan.
—¿Y a quién no? —resopló Florimel.
—¿Sigues pensando que puede haber un espía de Kunohara entre nosotros? —le
preguntó Paul.
—No podemos hacer nada al respecto, si es verdad, y no voy a desconfiar de
vosotros cuando decís que no sabéis nada. —Pero su mirada de ciega pareció
detenerse por un momento en T4b, que se sintió incómodo y cambió de postura—.
Estoy dándole vueltas a la canción que cantaba el… el sistema operativo; creo que es
así como debo llamarlo. Creo que se la enseñé yo.
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—Puedes llamarlo el Otro —dijó Florimel—, como lo llama mucha gente, y es
más fácil de decir.
—Eso no tiene importancia. —Martine agitó la mano con un gesto de impaciencia
—. El hecho es que estoy preocupada porque quizá ahí se encuentre la respuesta a
algunas de nuestras preguntas, pero recuerdo muy poco de aquella época, de lo que
pasó entonces.
—Nosotros solo sabemos lo que tú nos has contado —dijo Paul encogiéndose de
hombros.
—Y no quiero contar nada más. Me… me sometieron a experimentos. Me
comunicaba a distancia con lo que yo pensaba que era otro niño, un niño muy raro,
casi aterrador, pero me inspiraba lástima por algún motivo. Jugábamos en la red, y
supongo que también los demás niños del instituto. Le enseñé cuentos y canciones.
Creo que yo le enseñé la canción que estaba cantando… —se interrumpió, mirando al
vacío.
—Y ahora piensas que ese compañero tuyo de juegos era una inteligencia
artificial, ¿no? —concluyó Paul por ella—, que estaban… adiestrando al sistema
operativo para que funcionara como un ser humano, con algún fin.
—Mortaliferante —dijo T4b agitando la cabeza—. Esos carrozones colgaos del
Grial son una buena panda de virus infectos, ¿eh?
—Los cuentos —dijo Martine con calma—. Sí, había un cuento que acompañaba
a la canción. ¿Cuál era? ¡Dios, hace tanto tiempo!
—Yo no me acuerdo de la canción —dijo Florimel—, ni de muchas cosas que
ocurrieron en la cumbre de la montaña… Fue todo muy confuso. Terrorífico.
Martine alzó las manos para no caerse. Los otros enmudecieron. Cuando empezó
a hablar, Paul esperaba una especie de revelación pero no fue así.
—Casi hemos llegado —se limitó a decir.
—¿Qué? ¿Adónde?
—Al final de esta simulación. Percibo el… la caída. El final. —Volvió la cabeza
—. Necesito mantener la calma. Lo mejor sería desembarcar y cruzar poco a poco,
pero no podemos controlar nuestros movimientos, así que tengo que tomármelo como
venga. Si puedo hacer que nos traslademos a Troya lo haré, pero si no, no hay forma
de saber dónde iremos a parar.
Se quedaron un rato en silencio; la burbuja seguía meciéndose con el movimiento
del río.
—¿Habrá una barca al otro lado? —preguntó Florimel con la voz quebrada.
Irritada, Martine movió la cabeza sin escuchar apenas. Parecía concentrada en
algo que los demás no percibían.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Paul.
—Esto no es una embarcación normal —dijo Florimel—. La primera vez que
estuvimos aquí, salimos de la simulación andando. Renie y !Xabbu utilizaron un
avión del instituto entomológico, que se transformó en otra cosa al cambiar de
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mundo. Pero ¿esto qué es? —preguntó, abarcando la esfera con un gesto de los
brazos—. Es una burbuja, algo que no existía hasta que Kunohara lo creó. ¿Habrá
algo al otro lado o… la burbuja desaparecerá simplemente?
—¡Dios! —Paul sujetó a Martine de la mano—. Agarraos todos, al menos
entraremos juntos en el agua. —La mujer ciega parecía no darse cuenta. Florimel
tomó a Martine de la otra mano y Paul y ella dieron la mano a T4b, que se había
puesto pálido y estaba tan callado como Martine. El agua parecía moverse más rápido
y la burbuja iba dando tumbos entre rachas de espuma blanca—. Creo que nos
dirigimos a otra cascada —dijo Paul haciendo un esfuerzo por mantener la calma.
—Se está poniendo todo azul, ¿vale? —Gruñó T4b haciendo tanto esfuerzo como
Paul—. Flipante.
—Agarraos fuerte —dijo Florimel, y cerró los ojos—. Si nos vamos al agua,
haced una inspiración profunda. No os resistáis, no nadéis hasta saber qué hay encima
o debajo.
—Si es que distinguimos algo —apostilló Paul en un susurro.
A su lado, Martine se había quedado rígida, pendiente de alguna señal
incomprensible.
En efecto, la corriente era ahora más rápida. La burbuja botaba vertiginosamente
de remolino en remolino, rozando apenas la superficie del agua. Una sacudida los
volteó de lado y, por un instante, Florimel y T4b se alzaron por encima de la cabeza
de Paul; después se le cayeron encima en un revoltijo de magulladuras y codazos.
Pero nadie se había soltado de las manos de los demás. Un momento después, la
burbuja se enderezó y aparecieron tumbados boca arriba, jadeantes y silenciosos.
Empezaron a alzarse por todas partes cascadas brillantes de fuego azul. La
burbuja se elevó, cayó, patinó y rotó sobre sí misma.
«¿Adónde iremos a parar ahora? —pensó Paul espantado, mientras la burbuja se
zarandeaba y los tiraba otra vez de cabeza—. Dios mío, ¿adónde iremos a parar?».
Una niebla de chispas azules los rodeó por completo. Martine gimió de dolor y se
desplomó sobre el regazo Paul en el mismo instante en que la burbuja se evaporaba y
el agua negra lo inundaba todo.
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El río era negro. La tierra, o lo que de ella pudieron divisar entre la bruma, era
blanca. Estaban rodeados de nieve.
—¿Cómo está Martine? —preguntó Florimel.
—Tiritando —contestó Paul al tiempo que se la acercaba hasta recostarla contra sí
—. Pero creo que está bien. Martine, ¿me oyes?
—A mí esto no me parece esa tal Troya —dijo T4b, que miraba el paisaje polar
con los ojos entrecerrados.
—No lo es —dijo Martine con un discreto gemido—. No he localizado la
simulación de Troya en la información de la entrada. —Se abrazó a sí misma con
fuerza, tiritando todavía—. ¡Tuve que hacerlo tan rápido…! La mayoría de las
entradas están cerradas; el sistema de información parecía un edificio con casi todas
las luces apagadas.
—Entonces, ¿dónde demonios estamos? —preguntó Florimel—. Y si no podemos
llegar a Troya, ¿qué vamos a hacer?
—Congelarnos, si no encendemos una hoguera —dijo Paul castañeteando de frío.
Ahora era él quien tiritaba—. Ya habrá tiempo de preocuparnos por otras cosas si
logramos sobrevivir. Hay que desembarcar.
Intentaba mostrarse confiado, seguro de sí mismo, y deseaba que los demás así lo
interpretasen. La simulación que se extendía a lo largo de ambas orillas del río le
recordaba a la Edad de Hielo, aunque confiaba en que no fuera así. No había podido
olvidar a las hienas gigantes que lo habían perseguido por un río helado parecido a
ese. No quería tropezar con ningún otro ejemplar de megafauna primitiva.
—No hay ningún sitio por aquí para hacer fuego ni nada con que hacerlo. —
Florimel señaló los montículos de nieve que se extendían por todo el terreno, desde
las orillas del río hasta las montañas borrosas envueltas en niebla—. ¿Veis árboles o
leña?
—En esas colinas de allí, a lo lejos —dijo Paul—, donde el río describe una
curva. ¿Quién sabe lo que habrá detrás o debajo de ellas? Podría ser una simulación
futurista con viviendas subterráneas y calderas atómicas, o algo así. No podemos
darnos por vencidos. Nos congelaremos.
—No necesariamente —replicó Florimel con brusquedad—. Ninguno de nosotros
tiene su cuerpo real flotando en un líquido, como Renie y !Xabbu. Nuestros cuerpos
descansan a temperatura ambiente en alguna parte. ¿Cómo vamos a congelarnos? Es
posible engañar a las neuronas y tener sensación de frío, pero no es lo mismo que
tener frío de verdad. —A pesar de sus palabras, a ella también le empezaban a atacar
ahora los temblores—. Psicosomáticamente hablando sería posible irradiar más calor
por sugestión, como si tuviésemos fiebre, pero es imposible que nos convenzan de
congelarnos a nosotros mismos.
—Por esa lógica —manifestó Martine castañeteando los dientes—, un escorpión
gigante nunca nos podría partir por la mitad de un mordisco, solo sería una ilusión
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táctil. Pero ninguno de nosotros tiene muchas ganas de comprobar esta hipótesis,
¿verdad?
Florimel abrió la boca para replicar pero la cerró de inmediato.
—No importa, la cuestión es que tenemos que encontrar algo con que remar —
dijo Paul—. A este paso, tardaremos días en surcar el río.
—Lo único que sé es que aquí todo se convierte en hielo —refunfuñó T4b—.
Seguid largando o lo que sea si queréis, pero yo lo que quiero es entrar en calor.
—Tenemos que acercarnos mucho unos a otros —dijo Martine—. Sea cual sea la
realidad somática, noto que el calor que desprenden vuestros cuerpos virtuales se va
enseguida.
Se apiñaron en el centro de la embarcación. Por una vez, ni siquiera T4b, que no
era el más sociable de todos, puso objeciones. La barca se movía pero la corriente
discurría mansamente; el río negro estaba plano como el cristal.
—Que alguien diga algo —propuso Paul al cabo de un rato—. Tenemos que
procurar no pensar en esto. Martine, dijiste que recordabas un cuento que
acompañaba a esa canción que cantaba el… el Otro.
—Precisamente, ese es el pro… problema. —Tiritaba tanto que apenas podía
hablar—. No la… la recuerdo. Ha pasado mucho tiempo. Era solo un antiguo cuento
de hadas sobre un ni… niño, un niño pequeño que se caía en un agujero.
—Canta la canción. —Preocupado por ella, Paul empezó a frotarle los brazos y la
espalda para que entrase en calor—. A lo mejor nos inspira algo.
Martine sacudió la cabeza pero empezó a cantar con voz suave y temblorosa.
—Un… un ángel me tocó… —Frunció el ceño, pensativa—. Un río…, no. Ahora
estoy limpia, el río me lavó.
Paul recordó entonces con claridad el canto sobrecogedor que resonaba como un
eco por toda la cumbre de la montaña.
—¿Y crees que eso puede ser significativo…?
—Ya sé de qué cuento es —dijo Florimel de repente—. Era uno de los que más le
gustaban a Eirene, de la colección Gurnemanz.
—¿Lo leiste en un libro alemán? —preguntó Martine sorprendida—. Pero si es un
antiguo cuento de hadas francés.
—¿Qué es eso? —preguntó T4b.
—¿Un cu… cuento de hadas? —Martine se quedó estupefacta a pesar de lo mal
que lo estaba pasando—. ¿No… no sabes lo que es un cuento de hadas? Dios mío,
¿qué hemos hecho con los niños?
—No —replicó T4b, contrariado—, digo eso de ahí.
Señalaba un montículo de nieve a unos mil metros de distancia, una estribación
de las montañas nevadas que Paul había visto antes.
—Es un montón de nieve —dijo Paul en un tono seco, porque quería oír lo que
Florimel tenía que decir sobre el cuento. Pero inmediatamente se avergonzó, al
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distinguir un sorprendente destello que no era de nieve ni de hielo—. ¡Dios mío,
tienes razón, es una torre! ¡Una torre!
—¿Te has creído que estoy ciego? —Gruñó T4b. Frunció el entrecejo y se volvió
hacia Martine—. ¡No era por fastidiar!
—Entendido. —Frunció el ceño escudriñando a lo lejos—. No per… percibo
ninguna señal de vida. Apenas no… noto si hay algo más que nieve y hielo ahí. ¿Qué
ves tú?
—Es una cúpula…, de una torre —dijo Paul con los ojos entrecerrados—. Es
muy… muy estrecha, como un minarete. Está decorada pero no veo nada de lo que
hay en la parte de abajo. ¡Maldición, qué lenta es esta corriente!
—Sí, es un minarete —corroboró Florimel.
—Podría ser Marte, donde ya estuve una vez —dijo Paul emocionado—. Era un
mundo de aventuras de la época victoriana tardía. Había mucha arquitectura de estilo
morisco. —Siguió recorriendo con la mirada los incontables kilómetros de sedante
manto blanco que lo cubría todo a ambas orillas del río—. Pero ¿qué habrá podido
pasar?
—Miedo —respondió Martine en voz baja—. Ese hombre llamado Miedo ha
estado por aquí, juraría.
Todos forzaban la vistan intentando distinguir algo más, excepto Martine, cuya
temblorosa barbilla chocaba contra el pecho. Más cerca del gran montículo de nieve
del que sobresalía una única aguja, Paul distinguió en la orilla una forma mucho
menor semicubierta de nieve.
—¿Qué demonios es eso?
En ese momento, T4b se asomaba tanto por un costado de la barca que escoraba
la pequeña embarcación hacia ese lado.
—Es un bicho de esos de Tu Tut y la esfinge, ¿vale?… Bueno, como ese programa
de la red para microbios. Ese animal con joroba en el que se montan.
—¿Es una esfinge? —preguntó Paul con un gesto de extrañeza.
Sus nociones de cultura popular habían mermado sensiblemente desde que dejó el
internado.
—Quiere decir un camello —puntualizó Florimel. Si no hubiera tenido que
apretar los dientes para evitar el castañeteo, se habría reído con ganas—. Es un
camello congelado. ¿Había camellos en Marte?
—No. —Ahora que estaban más cerca, pudo comprobar que el chico tenía razón
otra vez. En la orilla del río había un camello muerto, arrodillado, con una espantosa
sonrisa que dejaba a la vista toda su dentadura, y con la piel del cuello y la cabeza tan
tirante que parecía momificado. Pero era un camello, sin lugar a dudas—. Debemos
de estar en el Egipto de Orlando o algo parecido.
—El hombre a… aquel, Nandi —dijo Martine moviéndose un poco—. Si estamos
en Egipto, quizá podamos encontrarlo. Orlando y Fredericks dijeron que era el mejor
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experto del Círculo en el paso de una simulación a otra. A lo mejor nos ayuda a
encontrar a Renie y a los otros.
—Si está aquí, estará ya como un polo de palo —comentó T4b.
—¿Minaretes en el Antiguo Egipto? —preguntó Florimel con acritud—. En
cualquier caso, he cambiado de opinión respecto a superar este frío. O vamos a esa
torre o todas estas especulaciones no nos servirán de nada, porque acabaremos
convertidos en… polos de palo, también.
—Tenemos que remar con los brazos —dijo Paul—. Debemos llegar allí
enseguida o nos congelaremos.
—Rememos por turnos para poder calentarnos las manos —sugirió Martine—.
Dos reman mientras los otros dos entran en calor. Empecemos.
Cuando Paul sumergió los dedos en el oscuro río, durante unos instantes no sintió
nada más que un frescor sano, como el que produce el alcohol al frotar la piel antes
de poner una inyección. Después, las manos empezaron a quemarle como el fuego.
No había hielo. Solo tuvieron que abrirse paso entre la nieve para llegar a una
puerta rematada en un arco que se abría en el edificio que sustentaba la torre, la cual
se elevaba imponente, envuelta en blanco. Fue un golpe de buena suerte que Paul
agradeció. Minutos más tarde, se encontraban en una antecámara decorada hasta el
techo con un bello e intrincado calado de formas que se repetían en rojo escarlata,
negro y oro. No se detuvieron a contemplarla, sino que siguieron adelante,
apretándose las congeladas manos contra el estómago.
Cruzaron otras tres puertas y tres cámaras decoradas y llegaron a una estancia
más pequeña que tenía las paredes forradas de estanterías repletas de libros
encuadernados en piel y, lo más maravilloso de todo, un fantástico foso de baldosas
para hacer fuego y un montón de leña.
—Está húmeda —dijo Paul, que empezó a apilar troncos en el foso torpemente; le
escocían las manos de frío—. Necesitamos algo con que prender la leña, por no
hablar de cerillas.
—¿Prender la leña?
Florimel sacó un libro de una estantería y empezó a arrancar páginas. A Paul le
pareció una especie de sacrilegio, pero lo pensó dos veces y resolvió que no se iba a
morir por eso. Miró una página y vio que estaba en inglés, pero un inglés escrito con
una letra de trazos finos semejantes a la escritura árabe. Mientras hacía una pelota
con cada hoja y las colocaba alrededor de la leña, vio una preciosa caja lacada en una
hornacina empotrada en las baldosas, fuera del foso. La abrió y la levantó en el aire.
—Yesca y pedernal, creo, y doy gracias a Dios por ello. Ojalá estuviera !Xabbu
aquí. ¿Alguien sabe usar esto para hacer fuego?
—En el Campamento de la Armonía no hubo electricidad hasta que cumplí diez
años —dijo Florimel—. Dámelo a mí.
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Un cuarto de hora después, más o menos, a medida que el castañetear de dientes
se iba calmando, Paul se dispuso a separar las manos del maravilloso calor que
desprendía el fuego. Recorrió algunas estancias y llegó a un almacén repleto de
suaves alfombras, con las que todos se abrigaron como si fueran capas. Una vez hubo
entrado en calor y después de sentirse casi humano, cogió uno libro que no habían
utilizado.
—Pues sí, diría que es árabe. El libro está dedicado a su majestad el califa Harun
al-Rashid. Hummm, debe de ser una aventura de Simbad el Marino. —Levantó la
vista hacia las estanterías—. Creo que es una biblioteca de Las mil y una noches.
—No pienso pasar mil noches aquí, en este agujero de polo, tiesos de frío —dijo
T4b—. Quítalo de ahí. Quítalo que no lo vea.
—Solo es el título de un libro —le dijo Paul—. Una colección famosísima de
cuentos antiguos. —Se volvió a Florimel y Martine—. Lo cual me recuerda…
—Ya te dije que no me acordaba del cuento —empezó a protestar Martine.
—Pero yo sí.
Florimel se separó un poco del fuego. Embutida en la rígida alfombra y con el
improvisado vendaje que le cubría un ojo y gran parte de un lado de la cabeza,
parecía más que nunca una bruja del bosque de la época medieval.
«Lo que tiene su gracia —pensó Paul—, porque la bruja del grupo es Martine».
Una idea curiosa, pero no menos cierta por ello.
—Os lo voy a contar tal como lo recuerdo. —La alemana frunció el ceño, lo que
intensificó su aspecto, temible de por sí—. Me lo sé de memoria porque mi hija
siempre me pedía que se lo contara, ese y alguno más de la colección Gurnemanz, así
que no me interrumpáis o perderé el hilo y se me olvidará algún fragmento. Martine,
estoy segura de que no será la misma versión que conoces tú pero me lo comentas al
final, ¿de acuerdo?
—Está bien, Florimel —le dijo con un amago de sonrisa, un leve aleteo de la
boca.
—Bien. —Se arregló la ropa, todavía húmeda, y se sentó encima. Abrió la boca
y… volvió a cerrarla. Lanzó una mirada fulminante a T4b—. Te explicaré lo que no
entiendas cuando haya terminado, ¿entendido, Javier? No me interrumpas o te echo a
la nieve.
Paul esperaba una respuesta colérica, o al menos una señal de indignación del
adolescente, pero el chico parecía contento.
—Guay. Vamos, dispara; estoy a la escucha.
—De acuerdo. Muy bien. Pues así es como la aprendí.
—Había una vez un niño que era el ojito derecho de sus padres. Lo querían tanto
que tenían miedo de que le pasara algo malo, así que le regalaron un perro para que le
acompañara siempre. Era un perro fiero y leal y le pusieron de nombre Vigilante.
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»Pero ni el cariño de los padres ni la gracia de Dios pueden evitar que ocurran
accidentes. Un día, mientras el padre estaba fuera, trabajando en el campo, y la madre
se afanaba en preparar la cena, el niño echó a andar alejándose de casa. Vigilante
intentó detenerlo, pero el niño le dio un cachete y le ordenó que se marchara. El perro
volvió corriendo a casa a avisar a la madre, pero antes de que ella pudiera alcanzarlo,
el niño se cayó a un pozo abandonado.
»Estuvo rodando y dando vueltas muchísimo tiempo y, cuando por fin llegó al
fondo del pozo, se dio cuenta de que se encontraba en una cueva en las entrañas de la
tierra, y que por allí pasaba un río subterráneo. Cuando la madre descubrió lo que
había ocurrido, corrió a buscar a su marido, pero ninguna de las cuerdas que tenían en
casa llegaba al fondo del pozo. Después llamaron a todos los vecinos del pueblo y
ataron todas las cuerdas para hacer una muy larga, pero tampoco así llegaba al fondo,
donde estaba el niño atrapado.
»Los padres gritaban desde el brocal y le decían que fuera valiente, que
encontrarían la forma de sacarlo de aquel pozo tan profundo, como fuera. El niño los
oyó y se animó un poco. Más tarde, le tiraron algo de comer envuelto en hojas, para
amortiguar el golpe, y el niño dio buena cuenta de la merienda.
»De noche, ya muy tarde, cuando sus padres y todos los vecinos se habían ido a
dormir y el chico creía que estaba solo en el fondo del pozo, empezó a llorar y a rezar
a Dios. Solo lo oyó el fiel Vigilante y, tan pronto como se dio cuenta de que su amo se
echaba a llorar, salió corriendo a recorrer el ancho mundo en busca de ayuda.
»Los padres del chico le mandaban comida todos los días y, para beber, tenía el
río subterráneo, pero estaba triste y solo, y cada noche, cuando pensaba que nadie le
oía, se ponía a llorar. Como Vigilante, el perro, había ido en busca de ayuda, al
principio no había nadie que pudiera oírlo, excepto el demonio que, como todos
sabemos, vive en las profundidades de la tierra. El demonio, no podía cruzar
corrientes de agua, así que no pudo llegar a donde estaba el chico para llevárselo al
infierno, pero se quedó entre las sombras de la otra orilla y, desde allí, lo torturó con
mentiras, diciéndole que sus padres lo habían olvidado y que hacía mucho tiempo
que, en el exterior, todos habían renunciado a rescatarlo. El niño lloró más y más,
hasta que un ángel lo oyó y se le apareció en la oscuridad con la apariencia de una
mujer rubia y blanca.
»—Dios te protegerá —le dijo, y le besó en la mejilla—. Entra en el río y todo
saldrá bien.
»Así lo hizo. Entró y volvió a salir tiritando, empapado, y se puso a cantar esta
canción: “Un ángel me tocó, un ángel me tocó; ahora estoy limpio, el río me lavó”.
»La segunda noche, el demonio mandó subir de las profundas tinieblas a una
serpiente para que atacara al niño, pero Vigilante había encontrado a un cazador, un
hombre valiente con una escopeta, y lo había llevado a la boca del pozo. Aunque el
cazador no pudo sacar al niño del agujero, como tenía muy buena vista, vio acercarse
a la serpiente y la mató de un disparo. Y así el niño se volvió a salvar. Después rezó
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sus oraciones, se metió en el río, volvió a salir y cantó: “Un ángel me tocó, un ángel
me tocó; ahora estoy limpio, el río me lavó”.
»La noche siguiente, el demonio envió a un espíritu para que atacara al niño, pero
Vigilante había llevado a un sacerdote a la boca del pozo y, aunque no pudo sacar al
pequeño del agujero, el sacerdote vio al espíritu que se acercaba y le lanzó el rosario,
y el espíritu tuvo que volverse al infierno. El niño rezó una oración de acción de
gracias, se metió en el río y salió cantando: “Un ángel me tocó, un ángel me tocó;
ahora estoy limpio, el río me lavó”.
»A la noche siguiente, el demonio mandó a todas las huestes del infierno a atrapar
al niño, pero Vigilante había traído a una pequeña campesina a la boca del pozo.
Parecía que nada podía hacer para salvarlo de las huestes del infierno, aunque en
realidad no era una campesina, sino el ángel que lo había ayudado al principio. Bajó
volando al fondo del pozo con una espada temible y las huestes del infierno
retrocedieron atemorizadas. “Dios te protegerá —dijo el ángel, y besó al niño en la
mejilla—. Entra en el río y todo saldrá bien”.
»El niño se metió en el río, pero cuando iba a salir, el ángel alzó la mano y
sacudió la cabeza. “Dios te protegerá —le dijo—. Todo saldrá bien”.
»En ese momento, el niño comprendió lo que el ángel quería que hiciese y, en vez
de salir del agua, se dejó llevar por la corriente. Fue un largo trecho entre tinieblas,
pero lo acompañaba el beso del ángel, que le daba calor y seguridad, y cuando por fin
salió de nuevo a la luz, se encontró con que era ni más ni menos que la luz del paraíso
que irradia el rostro de Dios. Y muy poco después, su perro, Vigilante, y sus cariñosos
padres se reunieron allí con él y, a menos que me equivoque, allí estarán todos en este
momento.
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La mujer ciega sacudió la cabeza como si acabase de despertar de una
ensoñación.
—Ah, sí, perdón, es muy parecido, creo. Hace tanto tiempo… Quizá haya algunas
diferencias. El perro de mi versión infantil se llamaba Alerta, y me parece que no
había un cazador, sino un caballero… —Su voz se fue apagando, como si estuviera
absorta en una especie de conversación interior—. Lo siento —dijo después de un
momento— pero… pero al oírlo ahora, al oír la canción y el cuento, me vienen
recuerdos de lo que para mí fue una mala época. —Movió las manos anticipándose a
las expresiones de compasión—. Además, me ha hecho pensar.
—¿En lo que dice la canción? —preguntó Paul.
—En todo. En lo que dijo Kunohara, que la razón por la que el sistema…, el Otro
actúa de esa forma tan extraña podría tener relación con el cuento que le expliqué.
Pero me parece muy simple. Supongo que la mayoría de los chicos del instituto le
contaban cuentos… yo misma le conté muchos, creo. Una de las cosas que los
médicos nos mandaban hacer era explicar cuentos, quizá para medirnos la memoria y
la salud mental en general. Si el sistema operativo y su inteligencia creciente se han
corrompido por ese cuento popular en particular, no creo que fuese el único, ni la
única canción que había oído en su vida.
A Paul se le cerraban los ojos. Un cansancio plúmbeo lo dominaba. Después de
los peligros del mundo de los insectos de Kunohara y la huida por el río, empezaba a
sentirse agotado.
—Lo siento. No entiendo nada.
—Creo que ese cuento le ha llegado al corazón, si me permitís lo inadecuado de
la metáfora, porque es más significativo que cualquier otro. —Martine también
parecía cansada—. Para el Otro, ese era el que reflejaba su propia situación con más
fidelidad.
—¿Estás diciendo que cree que es un niño pequeño? —preguntó Florimel con un
deje divertido y malhumorado a la vez—. ¿Un niño pequeño con un perro? ¿En un
pozo?
—Quizá, aunque sería mucho simplificar. —Martine agachó la cabeza un
momento—. Por favor, Florimel, déjame pensar en voz alta. No me quedan fuerzas
para razonar.
—Continúa —le respondió Florimel sonrojada.
—No creo que piense que es un niño, un niño humano, pero si de verdad es una
inteligencia artificial, algo que se ha convertido casi en humano, imaginaos cómo se
tiene que sentir. ¿Qué dijo Miedo aquella vez que apareció en la montaña en forma de
gigante? Dijo que el sistema todavía se le resistía, pero que sabía cómo hacerle daño,
creo recordar. ¿Una metáfora… o no? Quizá al aumentar la autonomía del sistema,
empezó a hacer cosas por su cuenta que la Hermandad no quería que hiciese, y
entonces tuvieron que detenerlo con algo que él percibiera como dolor.
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A Paul le vino de repente un recuerdo de pesadilla en el que el Otro luchaba por
liberarse de las cadenas como un Prometeo desesperado.
—Se considera prisionero.
—Prisionero en la oscuridad. Sí, quizá. —Martine tomó aliento—. Un ente
castigado sin razón, atormentado, como el demonio atormenta a las personas por el
puro placer de verlas sufrir. Y así ha estado en la oscuridad muchos años, al menos
treinta, quizá más, con la esperanza de que lo redimieran de su sufrimiento, cantando
la canción que cantaba un niño en el fondo de un pozo profundo y negro. —De
repente, su expresión se contrajo de ira y dolor—. Es terrible pensar en ello, ¿no?
—¿Crees que hizo cosas… contra su voluntad? —preguntó Florimel—. ¿Qué lo
obligaron a hacer lo que le hizo a mi Eirene y a los otros niños, a tu amigo Singh…
qué lo obligaron a hacer todas esas cosas horribles como si fuera un esclavo? ¿Cómo
un recluta? —Parecía conmocionada—. Es difícil de creer.
—¡Oh, Dios! ¡El ángel! —Paul apenas podía respirar—. El ángel del cuento. ¿Por
eso Ava aparece bajo esa forma? ¿Porque el Otro cree que es un ángel?
—Quizá —dijo Martine encogiéndose de hombros—. O porque es la única forma
en la que puede imaginarse a una mujer que no forma parte de las legiones de
torturadores. Y pensemos también en la imagen del río, tan conocida ya para
nosotros, por fuerza.
—Pero aunque tengas razón, ¿qué nos aporta todo esto? —preguntó Florimel
rompiendo un largo silencio—. El Otro está derrotado, al menos su parte pensante.
Miedo se ha puesto al frente del sistema. Mirad este lugar, el Bagdad de Harun al-
Rashid ha desaparecido bajo un glaciar. Miedo no es un monstruo inconsciente. Ha
puesto patas arriba este universo imaginario solo por diversión.
—Sí, y puesto que la Hermandad está acabada o sumida en el caos, ahora él es
nuestro verdadero enemigo. —Martine se recostó contra la pared—. Me temo que
tienes razón, Florimel, esta hipótesis nos va a servir de poco. Si nada de lo que
hicimos antes afectó al Otro, no sé qué vamos a hacer para fastidiar a Miedo.
—Creo que se te olvida un detalle —dijo Paul enderezándose—, el simple hecho
de que tenemos amigos perdidos por ahí. Aunque no podamos hacer nada para
derrotar al sistema ni tocar a ese asesino convertido en dios virtual, del que tanto he
oído hablar, seguro que sí podemos intentar encontrar a Renie y a los otros, maldita
sea.
—No se me olvida nada, Paul —replicó ella con severidad. A Paul le pareció que
la mujer ciega empezaba a perder los estribos porque el color se le subió a las
mejillas del simuloide—. Esa es mi maldición, que apenas sé olvidar.
—No lo decía en ese sentido. Si no podemos hacer nada para detener a Miedo,
intentemos al menos salir de esta red. La Hermandad del Grial está más acabada que
mi bisabuela. ¿Contra qué luchamos entonces? Puede que vosotros hayáis entrado
aquí de forma voluntaria, por decirlo de algún modo, pero yo no, por mi fe que no. —
La ira lo ahogaba inútilmente y procuró calmarse—. Bien, entonces, ¿cuál es el
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siguiente paso? Si la simulación troyana está fuera de servicio, ¿cómo podemos
encontrar a Renie y a los demás?
—Pero no sabemos si el mismo truco funcionará dos veces —señaló Florimel—.
Me dio la impresión de que el Otro quería que llegáramos a él, estoy segura de que
creó una entrada especial para nosotros. Pero si la inteligencia artificial está
dominada o derrotada, dudo que…
Dejó de hablar porque Martine levantó una mano con los dedos estirados, como el
centinela de un campamento que oye pasos furtivos en el exterior.
—Creo que tienes razón —dijo Martine lentamente—. Creo, igual que el ángel de
Paul, que el Otro pone los medios para que nos acerquemos a él. Quiere algo de
nosotros.
—Pero no tenemos ni idea de lo que puede ser —dijo Paul.
—Un momento. —La irritación volvió a sonrojar a la mujer ciega—. ¡Dios mío,
permíteme pensar! Él…, el Otro… nos necesita por una razón. ¿Para que le
ayudemos a liberarse? ¿Cómo en el cuento?
—¿Él… se ha tomado el cuento al pie de la letra? —preguntó Paul con el ceño
fruncido, intentando entender adonde conducían los razonamientos de Martine—.
¿Quiere que lo saquemos de su pozo?
—Que lo saquemos de su prisión. Sí, podría ser.
—¿Cuál de nosotros es el perro? —dijo Florimel con sarcasmo—. Espero que a
nadie se le ocurra pedir voluntarios.
—¡El perro, claro! —Martine asintió enérgicamente con la cabeza—. ¿Será eso?
A lo mejor estoy en lo cierto. Dejadme decir una cosa, por estúpida que os parezca.
—Se puso las manos en la cabeza y cerró los ojos con fuerza—. Renie me contó una
vez que todos los simuloides que me han ido adjudicando en esta red eran…
impersonales. ¿Será cierto? Prácticamente, simuloides genéricos.
—Sí, supongo —dijo Florimel—. ¿Y qué?
—Y me dijo que solo parecía una persona concreta en Troya, porque en Troya me
asignaron un personaje específico creado para la simulación: Casandra, la hija del
rey. En todo§ los otros mundos he tenido la versión correspondiente a este simuloide
de campesina de Temilún, un simuloide neutro, sin características especiales, como el
tuyo, Florimel, y como la falsa Quan Li.
—De acuerdo, pero ¿qué significa todo eso?
—Todos nosotros interactuamos con el sistema en calidad de información pura,
¿no es cierto? Sea cual fuere la realidad de nuestro cuerpo físico, en el sistema solo
existimos como mentes, como memoria sensitiva y pensamiento consciente,
¿correcto? Y el sistema nos devuelve la información a través de los mismos canales
neuronales.
Paul miró de reojo a T4b pensando que estaría harto de la larga y complicada
discusión, pero el adolescente había vuelto la cabeza y contemplaba el fuego. Por un
instante, Paul envidió su capacidad de distanciamiento.
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—Pero esa es la formulación básica en esta clase de entornos virtuales, ¿no? —
preguntó Paul—. Proporciona datos a nivel sensorial y desvía la información de lo
que, en condiciones normales, sería el mundo real.
—¡Ah! —Martine se irguió aún más—. Pero lo que llamas «esta clase de
entornos virtuales» no existe, como hemos visto. ¡Se trata de una entidad única!
Única porque no encontramos la forma de desconectarnos, única porque no
localizamos nuestra propia neurocánula, ni siquiera los primitivos dispositivos de
entrada y salida de información con que Renie y !Xabbu entraron en la red, y sin
embargo, ¡sabemos que están ahí, que los llevamos puestos! Y cuando Fredericks
intentó desconectarse, él… no, ella, ¡casi lo olvido!, experimentó un dolor atroz.
—Pero no estás explicando… —empezó a protestar Florimel.
—Quizá la red, o concretamente el sistema operativo, el Otro, no solo interactúa
con nuestros pensamientos conscientes, sino también con nuestro subconsciente.
—¿Cómo? ¿Quieres decir que nos lee la mente?
—No sé con exactitud cómo funciona ni cuáles son sus límites, pero ¡piénsalo! Si
es capaz de llegar a nuestro subconsciente, puede inculcarnos la convicción de que no
podemos desconectarnos. Parecido a la hipnosis. Es capaz de persuadirnos, a un nivel
no consciente, de que salir de la red nos va a producir un gran sufrimiento.
—¡Dios! —Paul comprendió de pronto que todo empezaba a tomar forma—. Pero
eso significaría… que quiere que os quedéis en la red. ¿Y tu amigo Singh? Lo mató
él.
—No sé. Quizá la parte del Otro correspondiente al sistema de seguridad, la que
vigilaba la entrada a la red, estaba bajo control directo de la Hermandad del Grial. Es
posible que el Otro no nos viera ni pudiera ponerse en contacto con nosotros hasta
que entramos en el sistema. —Martine parecía cada vez más excitada—. Si intentaba
hacer realidad un cuento, el del niño del pozo, puede haber decidido que nosotros
éramos los aliados que buscaba.
—Puede ser —dijo lentamente Florimel—, aunque necesito aclarar muchas cosas
antes de aceptar esa versión. Por ejemplo, todavía no has aclarado lo del perro.
Comenté algo sobre el perro del cuento que te llevó a hablarnos de los simuloides, de
que tus simuloides eran…
—Sí. ¿Sabes cómo es tu cara?
—¿Te refieres a las heridas? —preguntó Florimel turbada.
—No, me refiero a la vida diaria. ¿Sabes cómo es tu cara? Por supuesto que sí.
Tienes espejos y fotos de ti misma. Cualquier persona sabe cómo es. Paul, ¿has visto
tus simuloides? ¿Se parecen a ti?
—La mayoría sí, excepto cuando era un personaje concreto, como decías antes,
Odiseo, por ejemplo. —La miró desconcertado pero enseguida lo entendió—. Tú no
sabes cómo eres, ¿verdad?
—Claro que no —contestó Martine—. Soy ciega desde niña. Sé que ya no soy
como entonces, pero no tengo ni idea de lo que los años han hecho conmigo, solo me
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guío por el tacto.
—¿Insinúas que el Otro… te leyó el pensamiento? —preguntó Florimel
mirándola fijamente.
—Es posible, en cierto sentido. Debía de querer formarse una opinión de cada
uno de nosotros, quiénes éramos, cómo éramos y qué nos gustaría ser. ¿No dijo
Orlando que parecía una versión antigua de su propio personaje? ¿De dónde pudo
salir eso, sino de la mente de Orlando?
—Le di muchas vueltas cuando me lo contó —dijo Paul, que seguía terriblemente
cansado pero no podía dejar de lado las perspectivas que abría esa nueva vía de
razonamiento—. He dado vueltas a muchas cosas, pero la cosecha de preguntas sin
respuesta siempre es abundante.
—Por supuesto —afirmó Martine—. Hemos tenido que defendernos a muerte
todos y cada uno de los días en circunstancias que nadie en el mundo ha tenido que
soportar. He tardado en caer en la cuenta o, como decís los ingleses, el penique ha
tardado mucho en caer.
—Entonces —dijo Paul con una sonrisa lánguida—, ¿qué hacemos con todo lo
que sabemos, si es que es cierto?
—Todavía no he acabado. —Se volvió hacia Florimel—. Me preguntaste por el
perro. Orlando no fue el único del grupo que se sorprendió al ver su simuloide de
Otherland. ¿Recuerdas lo que nos dijo !Xabbu?
—Que… que había pensado en los babuinos… —empezó a decir Florimel, y se
detuvo con una auténtica expresión de estupefacción—. Que había pensado en los
babuinos por una leyenda de su tribu o algo así… pero que él no había pensado ser un
babuino.
—Exactamente. Pero alguien… algo… le adjudicó ese simuloide. ¿Sabes cómo se
les llamaba en la antigüedad a los babuinos?
—Sí —asintió Paul, impresionado—, los marinos europeos solían llamarlos
«simios cara de perro», ¿no?
—En efecto. Entonces, imaginemos al Otro encerrado en la oscuridad, rezando y
cantando en un rinconcito de su inteligencia donde pudiera esconderse de sus crueles
amos. Se acuerda de un cuento, una de las cosas más vividas que conoce, algo que
lleva dentro desde la época en que quizá estuvo más unido a la infancia que nunca.
Una historia sobre un niño en la oscuridad, torturado y amedrentado. Cuando
examina a fondo los pensamientos del último grupo de intrusos, mientras su
programa de seguridad se ocupa del grueso de los datos físicos de la intrusión,
percibe que uno de ellos tiene una imagen firmemente instalada en la mente, puede
que una especie de autoimagen de un ser de cuatro patas con la cabeza semejante a la
de un perro. Y si hurgando en el subconsciente de los conectados puede percibir parte
de su verdadera naturaleza, es posible que captara incluso la lealtad y la bondad de
!Xabbu.
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»Quizá ya hubiera trazado sus planes antes de todo eso o quizá !Xabbu o algo
relacionado con nosotros le dio la idea. Y desde ese momento, el Otro abandonó la
idea de destruirnos, al menos su parte “infantil”, la parte pensante, la parte del
sentimiento. Nos buscaba, quería atraernos hacia él, rezaba para que lo rescatásemos.
—¡Dios! —Paul tenía la ligera sensación de que ya había dicho esa palabra unas
cuantas veces pero no podía evitarlo—. ¡Dios! Entonces, ¿la montaña…?
—Un terreno neutral, quizá —apuntó Florimel.
—Quizá. O bien un lugar cercano, si podemos usar términos físicos hablando de
la red, a su escondite, el centro de su «yo». Si hubiéramos podido quedarnos allí, si
Miedo no hubiera interferido, habría hablado con nosotros.
—Entonces —dijo Paul poniéndose tenso—, Renie tenía razón. ¿Estarán ella y
los otros realmente en el centro del sistema?
—No lo sé —contestó Martine tras desplomarse en el asiento otra vez—. Pero si
queremos llegar allí, tendremos que encontrar otro camino, porque parece que Troya
nos ha sido prohibida.
—Algo se nos ocurrirá —aseguró Florimel—. Buen Dios, no me imaginaba que
pudiera sentir lo que siento por el que maltrató a mi Eirene y me la robó, pero si lo
que intuyes es verdad, Martine… ¡Ay, qué idea tan horrenda!
—Pero antes —dijo Martine con un profundo suspiro— necesitamos dormir.
Estoy exhausta, carezco de reservas de energía.
—Espera un momento —pidió Paul tocándole el brazo con la mano—. Lo siento
—añadió al notar cómo temblaba de cansancio—, solo una cosa más. Antes
nombraste a Nandi.
—El que Orlando conoció.
—Ya lo sé. Yo también lo conocí, estoy seguro de que ya te lo había dicho. Creo
que tenías razón. Es el único que podría ayudarnos a resolver el problema de las
salidas.
—Pero no sabemos dónde está —dijo Florimel—. Orlando y Fredericks lo vieron
por última vez en Egipto.
—Entonces, es allí donde debemos ir. ¡Al menos tenemos un objetivo concreto!
—Apretó suavemente el brazo a Martine—. ¿Averiguaste si era uno de los… destinos
disponibles cuando buscabas Troya?
—Tuve muy poco tiempo —dijo negando con la cabeza tristemente—. Por eso
acepté este lugar cuando no localicé Troya. Era la opción por defecto. —Le dio unas
palmaditas en la mano. Después se dio la vuelta y buscó a tientas un espacio libre
donde tumbarse a dormir—. Pero ya lo veremos en la siguiente salida. —Bostezó—.
Y tienes razón, Paul, al menos ahora sabemos qué hacer.
Mientras Florimel y ella se arrebujaban y se tapaban con sus respectivas mantas,
Paul se dirigió a T4b.
—Javier, no has hablado mucho.
El chico no tenía gran cosa que decir: hacía rato que se había quedado dormido.
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13. El rey Johnny
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Jiun no quería un funeral de Estado, manifiestan
los herederos.
(Imagen: Jiun en una ceremonia en la zona Asia Próspera). Voz en off: Los
herederos de Jiun Bhao, el magnate más influyente de Asia, dicen que el funeral de
Estado programado para el empresario es inapropiado.
(Imagen: Jiun Tung, su sobrino, en una conferencia de prensa). JIUN TUNG: Era un
hombre muy modesto, encarnaba los valores de Confucio. Él habría dispuesto lo que
se merece una persona de su posición, nada más.
(Imagen: Jiun visitando a un grupo de granjeros). Voz en off: Algunos
observadores indican que las manifestaciones de modestia de la familia, superiores
incluso a las de su último patriarca, se deben en realidad a que no desean cumplir la
expectativa estatal de que los Jiun cubran una parte de la costosa ceremonia…
Calliope tamborileó con los dedos en la encimera. Iba a dejar definitivamente, de-
fi-ni-ti-va-men-te la cafeína e iba a optar por alguna variedad sin octanos. Mañana. O
pasado.
Cada ruido procedente de la otra habitación le sonaba más fuerte de lo que era en
realidad. Se le hacía muy extraño oír a otra persona en el apartamento. A su madre no
le gustaba nada salir de su casita porque las multitudes y los lugares desconocidos la
asustaban, y hacía meses que Stan no iba a verla, sobre todo porque ya se veían hasta
la saciedad en el trabajo. Ni los compañeros mejor avenidos quieren pasar más
tiempo juntos del estrictamente necesario.
Acababa de pensar en tomarse algo que contrarrestase los efectos del café, aunque
estaba tan alterada en ese momento que probablemente necesitaría un derivado de la
morfina para relajarse, cuando la puerta del dormitorio se abrió de golpe. Elisabetta,
la camarera musa, se apoyó en el quicio; una simple toalla amarilla cubría la totalidad
de su esplendoroso tatuaje. En una mano llevaba otra toalla, y se la enseñó a Calliope
agitándola.
—La he cogido para el pelo, ¿de acuerdo?
La sargento Calliope Skouros solo pudo asentir con la cabeza. La aparición de la
toalla quedó oculta por el vapor que llenaba el dormitorio. Dios, la chica era preciosa.
Aunque no fuera la típica belleza de modelo de pasarela, rebosaba fuerza, vibraba de
vida y juventud.
«¿Fui yo así alguna vez? ¿Poseía ese encanto solo por la edad que tenía? O mejor,
¿por la edad que no tenía? Déjalo, Calliope. No eres tan mayor, qué puñetas,
simplemente trabajas mucho. Y comes muchas porquerías. Cambia de vida, como
dice Stan. Vete al gimnasio. Tienes una buena osamenta».
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Mientras meditaba sobre el discutible valor de la calidad de los huesos, cosa que
su madre siempre le había asegurado que tenía cuando, de joven, se sentía más fea
que de costumbre, Elisabetta salió otra vez del dormitorio con una toalla en la cabeza.
Se había puesto una camiseta negra de punto y unos chutes negros con parches
blancos brillantes.
—Son tan… —dijo, refiriéndose a los sedosos pantalones—. Bueno, ya sé que
son absolutamente fuertes, pero son mucho más cómodos que esa mierda de látex.
—¿Fuertes…? —preguntó Calliope, y en ese mismo momento se dio cuenta de
que acababa de confirmar su condición de mujer madura.
—Pasados —dijo Elisabetta sonriendo—, pasados de moda, quiero decir. Es
como lo dice una amiga mía.
Se frotó el pelo una vez más con la toalla y la colocó ceremoniosamente en el
picaporte de la puerta, lo cual, pensó Calliope, debía de ser un auténtico síntoma de
«no dejarlo todo por ahí tirado», para una persona de apenas veinte años.
—Te agradezco mucho que me hayas dejado usar el cuarto de baño. Mi casa está
tan lejos y hay tanto tráfico… —Se agachó para recoger el bolso y se levantó—. Ah,
y gracias por la bebida.
—No te preocupes, yo también me lo he pasado bien.
Calliope sopesó la conveniencia de añadir otro comentario, pero no encontró nada
que no sonara idiota, al ensayarlo mentalmente, como «Me encanta estar contigo y
tengo inquietantes fantasías en las que apareces constantemente», o «Me gustaría ser
reconstruida genéticamente para tener hijos contigo», o «Tomo doce litros de café al
día solo por verte andar entre las mesas sirviendo ensaladas, así que ha sido un placer
verte desnuda en mi casa, aunque solo fuera en la habitación de al lado».
—Me apetece mucho ir a esa fiesta. Mi amiga está al cuidado de una vivienda y
los dueños le dijeron que podía darla. Es una casa increíble, con murallas como las de
los castillos. Y se pueden ver fuegos artificiales todas las noches. No son de verdad,
claro, se trata de holográmas o algo así, pero mi amiga dice que son maravillosos. —
Se apartó el pelo húmedo de los ojos y miró a Calliope—. Oye, a lo mejor te gustaría
venir. ¿Te apetece?
—Me encantaría —dijo con el corazón oprimido—, me encantaría, sí —algo más
se le oprimió. ¿La conciencia?—, pero no puedo. Esta noche no. He quedado.
—«¿Estoy cerrando una puerta?», se preguntó, nerviosa—. Con mi colega, mi
compañero de trabajo. Asuntos laborales.
Elisabetta la observó con solemnidad un momento y después siguió rebuscando
en el bolso. Pero cuando levantó la vista, llevaba dibujada una sonrisa divertida y
tímida.
—Oye, ¿te gusto?
Calliope se recostó muy despacio en la silla solo para no seguir tamborileando
nerviosamente con los dedos en la mesa.
—Sí, Elisabetta, por supuesto que sí.
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—No; quiero decir si te gusto de verdad. —La sonrisa todavía denotaba timidez,
pero también desafío. Calliope no estaba segura de que no le estuviera tomando el
pelo o burlándose de ella—. Quiero decir que si…, que si te intereso.
No iba a dar resultado crear más confusión, aunque fuera tentador. Se dio cuenta
de que, tras quince años de trabajo en la policía, en las salas de interrogatorio,
enfrentándose a violadores, ladrones y asesinos psicópatas, no se le ocurría nada que
decir. Al cabo de media hora, o eso le pareció, aunque probablemente fueron tres
segundos, se aclaró la garganta.
—Sí —y no supo decir más.
—Hummm. —Elisabetta asintió y se colgó el bolso del hombro. Parecía
regodearse en una especie de ironía particular—. Tengo que pensar en ello. —Cuando
llegó a la puerta, se dio la vuelta con una ancha sonrisa—. Me voy volando. ¡Hasta
luego!
Calliope se quedó inmóvil en la silla un minuto eterno, después de que la puerta
se cerrara con un silbido, tan aturdida como si la hubiera embestido un coche. El
corazón se le salía del pecho, aunque en realidad nada había cambiado.
«¿Qué demonios hago ahora?».
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—Refiriéndose al caso del Auténtico Asesino.
—Sí.
—¿Les preguntaste por el asunto Sang Real del que habíamos hablado? ¿Toda
aquella teoría sobre el rey Arturo y el Grial?
—Sí, y me informaron de que ellos habían tenido la misma idea hace mucho
tiempo y que le sacaron todo el jugo posible. Hablaron con expertos del ciclo
artúrico, revisaron las listas de los foros sobre Parsifal, en caso de que el tipo fuera un
fanático anónimo de Wagner, en fin, que tocaron todas las teclas que se les
ocurrieron. Reconozco que me dio la impresión de que habían sido muy
concienzudos.
—Así pues, la respuesta fue, en síntesis, «a la mierda».
—Eso lo resume bastante bien, Skouros. Ya decidieron en su día que Merapanui
no tenía nada que ver con el asesino en serie. Y la capitana estaba allí también, ¿te lo
había dicho? Opina que Buncie, ese granuja de poca monta, es mucho más probable
que se confundiera con las fechas en que vio a Johnny Miedo vivo después de que le
extendieran el certificado de salida. También empieza a preguntarse por qué estamos
empleando tanto tiempo en este caso, si han pasado cinco años y estaba ya «tan
acabado como los buenos modales», palabras textuales, cuando nos lo asignaron.
Se encogió de hombros.
—La capitana… —Calliope se inclinó hacia delante mientras la imagen de las
gotas de agua brillando en los hombros de Elisabetta se esfumaba rápidamente, a
medida que comprendía lo que Stan trataba de decirle—. ¡Dios! ¿Eso significa…?
—Eso me temo —asintió Stan—. En esencia, dijo que teníamos que acabar de
una vez y meterlo todo en el cajón. Me preguntó si teníamos alguna prueba de que
nuestro Johnny estuviera todavía entre los vivos, y tuve que reconocer que no.
—Pero… ¡Maldita sea!
Calliope se desplomó. No tenían nada, por supuesto, ninguna pruebá fehaciente
que se pudiera presentar ante el fiscal. Fue como si la golpeasen en el estómago con
una porra. Todo el asunto era una estructura construida sobre conjeturas, la clase de
fantasía paranoide que hace proliferar nodulos muy activos en la red. Pero ella sabía
que no era pura fantasía, que los presentimientos se basaban en algo. Y Stan también
lo sabía.
—¿No se lo argumentaste?
—Por supuesto que sí. —Una chispa de auténtico sentimiento herido afloró
durante un instante—. ¿Por quién me tomas, Skouros? Pero ella alegó que, mientras
dedicamos todos nuestros esfuerzos a este caso, que ya tiene cinco años, aparecen
constantemente asesinatos en los que se han empleado procedimientos nuevos y
originales, y el departamento anda escaso de personal. No fue fácil discutir con ella.
—Sí, lo siento, Stan. Te tocó a ti aguantar el chaparrón. —Frunció el ceño. Sacó
un cubito de hielo de su bebida y empezó a restregarlo por encima de la mesa dejando
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un rastro de humedad—. Menos mal que no fui yo, Seguro que le hubiera dado unas
buenas voces.
—Y bien, ¿has empleado la tarde en alguna otra cosa útil, aparte de invitar a la
gente a ducharse en tu casa?
Se estremeció, le había puesto el dedo en la llaga. A pesar de que últimamente
había trabajado muchas horas extraordinarias no remuneradas, siempre estaba ansiosa
por salir media hora antes, a tiempo para el final del turno de Elisabetta en el Bondi
Baby.
—No me he pasado todo el día persiguiendo un polvo, Chan, de verdad. Pero si
van a quitarnos el asunto Merapanui, ¿para qué seguir hablando de lo que he
averiguado, que no es mucho?
—No nos lo van a quitar, no; nos lo han quitado ya.
—¿Quieres decir que… que ya no lo tenemos?
—Nos han reasignado a las mil ochocientas horas desde hoy. —Stan no solía
manifestar sus verdaderos sentimientos pero sus facciones cambiantes expresaron
tristeza—. Se acabó, Calliope. Lo siento, pero la capitana lo dejó muy claro.
Merapanui vuelve al archivo de «no resucitables», y nosotros, el lunes por la mañana,
volvemos a las peleas entre bestias callejeras y navajeros de tres al cuarto. —Sonrió
desolado—. Lo habríamos resuelto, compañera. Nos ha faltado tiempo.
—¡Mierda! —Calliope no iba a llorar, y menos delante de Stan, pero la
frustración y la rabia que la ahogaban le irritaron los ojos al momento. Aplastó el
cubito de hielo contra la mesa de un manotazo y el cubito salió disparado, rebotó
contra un servilletero y cayó al suelo—. ¡Mierda!
No había mucho más que decir.
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de imitación de la vida real, pero si ella quisiera, con unos cuantos ajustes, quedaría
todo desplegado ante sus narices como un juego de niños: las representaciones
virtuales de las entradas y puertas de acceso a las cámaras de seguridad, los guardias
de seguridad de ojos de acero y toda esa clase de cosas. ¿No sería simplemente que,
después de vivir cincuenta años seguidos conectado siempre a la red, Félix Malabar
había tenido tiempo para dar a todo su entorno un aspecto acogedor? ¿O sería algo
más complicado?
«A lo mejor es como Miedo —pensó—, un poco analfabeto en lo que a tecnología
se refiere, pero que quiere tener acceso a todo porque en realidad no confía en nadie
más que en sí mismo». Una suposición plausible, si era cierta la leyenda de su edad
incalculable, puesto que Malabar debía de ser ya mayor cuando empezó la era de la
información.
Archivó las preguntas sobre Malabar por si le podían ser de utilidad más adelante,
pero la idea le había encendido en la mente unas cuantas lucecitas interesantes.
¿Podría ser algo así la clave para descerrajar la información oculta que Miedo
almacenaba? ¿Una cosa tan evidente que a una tecnófila como ella le pasara por alto?
¿Una cosa que nunca se le fuera a ocurrir? Hacía ya unos días que había encontrado
por casualidad el escondite de su jefe, pero todavía le daba vueltas al asunto.
«Ahora no —se dijo—. Hay mucho que hacer con los archivos de Malabar. Y lo
que no quiero de ninguna manera es que Miedo se me eche encima».
Y no solo eso; se dio cuenta de que lo que quería en realidad era impresionarlo.
La autoestima y la implicación personal de Miedo le provocaban una necesidad
paralela, la necesidad de ponerse a prueba.
«Bien, aunque sea el hijo de puta más frío y despiadado del mundo, él solo no
podría entrar en los archivos de la corporación M. Pero yo sí. Y lo haré».
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realidad que presentaba el sistema de la corporación M era más desalentadora que el
sueño del hospital. Al menos allí buscaba algo concreto, aunque fuera difícil de
encontrar; sin embargo ahora, una vez que había logrado entrar, se vio obligada a
afrontar una tarea ridícula y muy compleja.
Miedo, con la despreocupación del que no sabe lo que pide, le dijo que quería
cualquier cosa de interés sobre la red del Grial, sobre todo lo relacionado con el
sistema operativo de Otherland. Al mismo tiempo, puntualizó que no quería que
examinara los datos en profundidad, restricción que la hizo resoplar cuando oyó el
mensaje por primera vez.
«Claro —pensó entonces—, como que me voy a encontrar con todo el material de
los archivos etiquetado precisamente para facilitar el saqueo industrial… “No hace
falta que lea este archivo. Contiene información importante. Confíe en nosotros”».
Pasada ya la euforia de haber logrado entrar en el sistema, se sentía deprimida por
la magnitud de la tarea que se le presentaba. No tenía ni idea de cómo encontrar lo
que Miedo quería. La cantidad de información que tenía ante sí era sobrecogedora;
contenía toda la información institucional que había acumulado una de las mayores
multinacionales del mundo. Y seguramente, la información sobre la red del Grial no
estaría incluida, porque, al fin y al cabo, era un secreto importante, ¿no? Con toda
certeza, no se la iba a encontrar explícitamente etiquetada.
Después de dos horas de paseo por los índices del sistema, sus temores se
confirmaron. Suspiró, se desconectó y se levantó a abrir otro paquete de café. Tenía
que haber una forma de seleccionar la información.
Se le ocurrió la idea mientras el café todavía burbujeaba en la taza. Lo que
necesitaba en realidad no era la corporación M, sino el sistema personal de Malabar.
Los empleados de la corporación M no debían de tener acceso a ningún dato sobre
Otherland, o a muy pocos, porque era Telemorphix, la empresa de Robert Wells, la
que se encargaba del grueso de la administración de la red y, aunque Malabar fuera el
propietario de la corporación M, no dejaba de ser una entidad semipública y, por
tanto, susceptible de auditorías gubernamentales. Malabar no podía haber sobornado
a todo el mundo, ¿no? Tenía que haber muchas probabilidades de que alguien que ha
vivido casi toda su existencia conectado tuviera su propio sistema independiente con
la información más importante, y ciertamente no había nada de importancia más vital
para él que los secretos de la red del Grial. La cuestión era cómo encontrar el sistema
personal de Malabar.
Dar con la solución fue un halago para su fino humor irónico, además de
confirmar la sospecha anterior: las excentricidades de Malabar le iban a proporcionar
las herramientas de asalto a su sistema de seguridad.
El uso tan peculiar que Malabar hacía de la interfaz de la realidad virtual ralentizó
los primeros intentos, pero puesto que iban a ser la clave de su éxito, no sintió
necesidad de quejarse. Puso a trabajar su mejor programa de análisis en los lugares
donde el uso de la lenta y humanizadora interfaz era menos intuitiva, deduciendo que
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era donde más probabilidades tenía de encontrar las conexiones de Malabar con el
sistema de la corporación M. El programa hizo su trabajo. Al cabo de una hora
empezaron a aparecer los enlaces: canales de desviación sistemática de información
del sistema de la corporación, canales de datos personalizados al estilo particular de
Malabar. Dulcie se sintió orgullosa de sí misma. Aunque Miedo supiera pequeños
trucos raros que no compartía con nadie, porque era evidente que utilizaba algo fuera
de lo normal para saltarse con tanta facilidad la seguridad de Otherland, también ella
tenía sus propios recursos.
«Soy buena, maldita sea. Qué bien lo hago. Soy una de las mejores».
A medida que el programa rastreaba desde los enlaces más pequeños, los
capilares, hasta los más grandes siguiendo su laberíntico curso a través de
redireccionadores y cortafuegos, la euforia de Dulcie iba en aumento. Eso era lo
emocionante. Era mejor que cualquier otra cosa, mejor que el dinero y que el sexo.
Cuando los mayores enlaces convergieron en una única conexión de banda ancha, se
puso tan nerviosa que tuvo que levantarse a dar otro paseo para liberar la tensión
acumulada en el organismo, o acabaría por explotar. Caminando por las calles
relucientes y resbaladizas por donde acababa de pasar un camión de la limpieza sin
conductor, el corazón le latía tan deprisa como si acabase de correr una maratón. Ella
sola, sin ninguna ayuda, estaba haciendo una incursión de un billón de créditos. Si el
plan hubiera sido idea suya, sería lo que algunos de sus colegas llamaban el golpe de
la jubilación… no habría tenido que trabajar nunca más.
Volvió al apartamento y comprobó que el programa de rastreo había localizado su
presa y terminado su trabajo: estaba pinchada al sistema personal de Malabar.
Todavía había trabajo que hacer, por supuesto. En frío, a palo seco; Dulcie habría
necesitado semanas solo para introducirse en los niveles más simples y menos
importantes, pero así, con las claves y otros detalles que Miedo había recogido, podía
empezar a mordisquear como un ratón en el cable de una pared. Aún no había
acabado. Los dispositivos de seguridad que protegían el patio de juego virtual del
viejo magnate eran resistentes, ingeniosos y versátiles, pero con la información de
Miedo, que era como tener a la quinta columna dentro del sistema invadido, la parte
más complicada había terminado.
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«Miedo dice que Malabar está ilocalizable, pero tiene que haber alguien al cargo.
Una empresa multitrillonaria no se deja sola así como así, como si fuera una
lavandería automática, mientras uno se va una temporadita fuera. Dios mío, si la
corporación M pierde las nóminas, el estado de Luisiana se viene abajo».
Mientras la inmensa corporación se desplegaba ante sus ojos, la idea de los
archivos ocultos de Miedo la rondaba como la mano tendida de un mendigo. «A fin
de cuentas ¿cuánta información me está ocultando? ¿Hasta qué punto puedo confiar
en él? Me juego la vida en esto. ¿Y si se ha equivocado? ¿Y si su jefe ya lo ha
descubierto?».
Al ojear el imperio de Malabar, comprobó que Miedo no mentía al menos en una
cosa: Malabar y sus socios podían hacer desaparecer a Dulcinea Anwin tan rápida y
meticulosamente como si no hubiera existido nunca.
«Solo mamá se daría cuenta. Y lo superaría».
Se dio cuenta enseguida de que, en cierto modo, Miedo tenía razón y ella se había
equivocado. Era posible copiar la información sin revisarla primero. La verdad es que
no podía ser de otro modo. Había tantos miles de archivos que podían responder a la
genérica orden de Miedo que tuvo que seleccionar bloques enteros de datos, copiarlos
y enviarlos a través de los enlaces de alta velocidad al espacio libre de memoria que
Miedo le había asignado, y que él mismo había fragmentado de la red del Grial para
que ella lo utilizara, porque en ninguno de los lugares a los que ambos tenían acceso
quedaba espacio suficiente para tanta información.
Dulcie se imaginó en un concurso de la red. ¿Cómo se llamaba… El Botín? Se
imaginó metiendo cosas en bolsas lo más rápido posible, tropezando con los objetos
por avaricia, porque había muchísimos y ella solo tenía dos manos.
Trabajó toda la noche sin darse cuenta de la cantidad de café que tomaba hasta
que detuvo el flujo de datos y se derrumbó en la cama. Parecía que todo su sistema
nervioso estuviera formado por cables eléctricos que echaban chispas y sufrían
cortocircuitos. Pasó tres horas tumbada boca arriba rechinando los dientes, hasta que
por fin se durmió.
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neurocánula y entró en los archivos descargados de Malabar. Sintió un deseo perverso
de despertar a Miedo, sacarlo de la máquina y enseñarle lo que había conseguido.
«¿Qué estás pensando? ¿Te crees que es tu papá? —Se indignó consigo misma—.
“Mira qué buena he sido, ¿ves lo que he hecho por ti?”».
Llevaba una hora de investigación preliminar y había encontrado varios códigos
que se asignaban a archivos relacionados con el Grial, lo que le permitió sacar
directamente gran parte de ellos e introducirlos en el grupo de los pertinentes sin
tener que examinarlos, cuando se topó con un objeto anómalo. Era un archivo de
realidad virtual, o al menos tenía un código de realidad virtual asignado, pero también
tenía incrustado un curioso enlace encriptado. Estaba con un grupo de archivos
mucho más sencillos, relacionados con lo que ella llamaba, en términos generales,
patrimonio personal de Malabar: poderes de abogados, enlaces con varias firmas
legales y operaciones financieras e instrucciones a la dirección de la corporación
M. Había dedicado tiempo a los datos de la propiedad con la esperanza de encontrar
información sobre el mantenimiento de la red del Grial en caso de emergencia,
basándose en que una persona tan vieja como Malabar querría asegurarse de que su
motivo de orgullo y satisfacción siguiera funcionando correctamente en caso de
incapacidad temporal. No había encontrado nada: todo parecía normal, la clase de
disposiciones que cualquier persona rica y poderosa prevería para facilitar la
transición en caso de enfermedad o de muerte, de modo que el singular archivo la
sorprendió más todavía.
Se llamaba Ushebti, una palabra o nombre que Dulcie no reconoció pero que
supuso, por lo que Miedo le había contado sobre las obsesiones del viejo, que sería
egipcio. La fecha de creación era de hacía tres años, y no parecía que lo hubieran
ampliado ni modificado. Inició una búsqueda rápida en su sistema y descubrió que
«ushebti» era, en efecto, una antigua palabra egipcia que aludía a determinado tipo de
estatua funeraria. Había más detalles, pero no detectó nada importante tras una rápida
ojeada. Frunció el ceño y abrió el archivo.
Un hombre de ojos oscuros apareció ante ella tan de repente que dio un respingo.
Tendría unos sesenta años, sonreía levemente y su pelo blanco era impecable. La
imagen retrocedió y lo vio sentado a una mesa de escritorio en un despacho antiguo,
una especie de embajada del siglo XIX, con muebles de madera de teca y gruesos
cortinajes en las ventanas.
«Dios mío —pensó—. Es Malabar. Pero este archivo solo tiene tres años y él no
sería así ni hace un siglo».
Claro que, en la realidad virtual, eso no significaba nada. «Qué más da cuándo se
hiciera…, si es de un tipo que aparece casi siempre en forma de dios egipcio…».
El anciano hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y empezó a hablar con
acento de escuela pública inglesa y un leve deje extranjero.
—Por fin nos encontramos, hijo mío. Cosa que no pudimos hacer cuando estaba
vivo. Estoy ansioso por contártelo todo, entonces comprenderás por qué tu vida se ha
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ordenado de esta forma. Pero primero, dime tu nombre. Tu verdadero nombre, el que
te ha sido dado, y después procederemos a verificar la identidad de forma más
prosaica.
«¿Hijo mío?». A Dulcie no se le ocurrió nada que decir. Era evidente que había
puesto en marcha la primera mitad de una codificación dual, y ahora Malabar, o su
simuloide grabado, o su fantasma, o lo que puñetas fuera, esperaba la otra mitad de la
clave.
—Estoy esperando tu verdadero nombre —dijo el anciano con un tono algo más
nervioso.
Tenía una mirada hipnotizante, pensó Dulcie mientras esperaba impotente,
«imperiosa», se diría en una novela romántica, aunque ese viejo monarca pétreo no
tenía nada de romántico. Si esa imagen se parecía en algo al verdadero Malabar, era
fácil entender que hubiera levantado él solo un imperio.
—Tu verdadero nombre —dijo el falso Malabar por tercera vez.
Después desapareció. El archivo se cerró solo.
Dulcie se pasó la mano por la frente y notó una película de sudor. Salió del
sistema. Definitivamente había llegado el momento de descansar.
Una hora más tarde, volvió a mirar el archivo Ushebti. No quería volver a abrirlo
ni examinarlo detenidamente, porque esa clase de archivos solía admitir solo un
número determinado de intentos y después se autodestruían.
La búsqueda en la información disponible sobre Malabar no había aportado nada
a la solución del misterio. No solo hacía cien años que habían muerto sus verdaderos
hijos sino que, de acuerdo con las fuentes más fiables que encontró, no quedaban
restos de línea de sucesión directa. Todos sus familiares vivos, el mayor, generaciones
más joven que el propio Malabar, eran descendientes de sus primos. No constaba que
se relacionara con ninguno, ni ninguno tenía un cargo en la corporación M.
Con el mismo cuidado que un especialista manipula una bomba para que no
explote, Dulcie extrajo el archivo Ushebti de la información del patrimonio de
Malabar y lo introdujo en su sistema privado. Después siguió con la clasificación de
los archivos.
¿Miedo le ocultaba cosas? ¿Tenía secretos que no quería darle a conocer? Bien,
también ella sabía guardar secretos.
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—¿Y a qué te dedicas? —Miedo se volvió a la mujer que estaba a su lado—.
Divertido, ¿no? Como los concursos.
—Soy… soy comerciante, oh gran señor.
Estaba tan aterrorizado que apenas podía hablar.
—Dime… hummm, ¿qué desayunaste esta mañana?
—Yo… —El hombre vaciló, temeroso de dar una respuesta inadecuada—, no he
tomado nada, señor. Hace dos días que no como.
—Entonces —replicó Miedo levantando una enorme mano negra—, ¿qué
desayunaste la última vez, amigo?
—Pan, señor. Y un poco de cerveza. —El hombre arrugó la frente pensando—. ¡Y
un huevo de pato! Sí, un huevo de pato.
—¿Ves? —Miedo sonrió a su invitada con su lengua roja de chacal colgando.
Esas cosas eran mucho más entretenidas si se hacían ante un público humano real—.
Todos son diferentes. —Señaló al sacerdote al que había interrogado antes que al
mercader—. ¿Y qué opinas de ese tipo, eh? ¿Es un buen hombre?
—Es un sacerdote de Osiris, señor —dijo Seneb mirando al encogido sacerdote,
inseguro otra vez de la respuesta que se esperaba de él—. Todos los sacerdotes de
Osiris son hombres buenos…, ¿no?
—Bien, puesto que Osiris ha tenido que salir un momento… —Miedo dejó
escapar una risita—, supongo que tendremos que aplazar la respuesta. ¿Qué te parece
si te pido que luches con él? Que lo mates si puedes.
Seneb temblaba, aunque era un hombre fornido, quizá porque el dios con cabeza
de chacal que estaba en el trono tenía una estatura que doblaba a cualquier ser
humano normal.
—Si el gran señor lo quiere —dijo al fin—, entonces debo hacerlo.
—¿Ves? —dijo riéndose—. Hay quien se muere de ganas de lanzarse sobre un
sacerdote y hay quien lo considera un sacrilegio y no lo haría ni por salvar la vida. Es
asquerosamente maravilloso. —Su invitada lo miró sin entender nada—. ¿No ves? —
preguntó Miedo—. ¡Aquí nada es predecible! Dios, no quería hacer un chiste, pero la
situación es impresionante. Son impresionantes todos estos. —Se volvió hacia Seneb
—. Si lo matas, te dejo vivir.
Seneb miró avergonzado al sacerdote, indeciso.
—¿A qué esperas?
—¿Y… y mi familia?
—¿Quieres matar también a tu familia? —Miedo dejó escapar una sonora
carcajada—. Ah, ya veo, quieres saber si perdonaré a tu familia. Adelante, ¿por qué
no?
El mercader alzó los brazos y avanzó hacia el sacerdote, un hombre mayor que él
y más débil que gemía de miedo. El chacal meneaba la cabeza, asombrado. Era
impresionante. Se acordó de los comentarios de esa mujer, Renie, y sus compañeros,
pero ahora que disfrutaba de libre acceso, de una libertad sin límites para doblegar a
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los humanos simulados de la red con cualquier configuración que el dolor y el poder
fueran capaces de lograr, lo veía incluso más claro: la individualidad de las
creaciones no tenía precedentes, cada ser tenía su propio universo interno de
esperanzas, prejuicios y recuerdos.
Casi entendía por qué una persona como Malabar afirmaba que podía pasar una
eternidad en ese lugar. Aunque él no lo quería para sí, al menos en un futuro
inmediato. Había agotado casi todas las formas habituales de diversión y, aunque
desde luego planeaba aprovecharse de las opciones de inmortalidad de la red del
Grial, todavía no estaba preparado para abandonar los placeres del mundo real y
quedarse solo con los de la carne virtual. Todavía no. De todos modos, podía
divertirse un poco más.
—Vamos, reconócelo, tienes predilección por uno de ellos.
La mujer que estaba a su lado apretó la boca hasta que sus labios se convirtieron
en una línea. Miedo sonrió. Esto era mucho más divertido que cualquier cosa que
pudiera hacer con Dulcie, a quien estaba obligado a tratar con amabilidad. Después
de todo, todavía la necesitaba para muchas cosas. Él tenía mucho que aprender sobre
la red del Grial, pero ahora que se había confirmado que el viejo continuaba ausente
—la línea privada de Malabar seguía fuera de servicio y, si todavía se encontraba en
algún lugar del sistema del Grial, estaría tan aislado como sus antiguos compañeros—
la necesitaba para encontrar una forma de entrar en los archivos personales del viejo.
Necesitaba urgentemente información sobre el sistema operativo y sobre cosas
importantes de fuera del pequeño y hermético mundo de Otherland.
«Con el dinero y el poder del viejo —pensó complacido— también puedo ser un
dios en el mundo real. Puedo gastar este tipo de bromas a las personas de verdad.
Accidentes industriales. Escapes bioquímicos. Unas cuantas guerras cuando esté de
mal humor. Y entonces tendré la red del Grial para seguir vivo».
Se abrían ante él unas perspectivas asombrosas. El control del sistema de
Otherland, que una vez pareció el principio y el fin de todo, sería solo el principio.
«John Wulgaru —se dijo a sí mismo—. Pequeño Johnny Miedo. El rey del
mundo».
Seneb, el mercader, peleó torpemente, pero el anciano sacerdote no era rival para
él. Con la desdentada boca abierta, se dejó agarrar por el mercader, que le golpeó la
cabeza una y otra vez contra la pulida piedra del suelo del templo.
La invitada de Miedo cerró los ojos. Él sonreía. Si pensaba que así solucionaría el
problema, quizá le interesaría saber con qué facilidad le podría arrancar los párpados.
Se volvió hacia su otro invitado, que gemía y empezaba a recobrar el sentido.
—¿Te aburres? —Miedo agitó el bastón de plata y el mercader y el sacerdote se
derritieron, gritando, y dejaron un charco en el mármol. La multitud de espectadores
también gritaba. Miedo estaba intrigado; se había imaginado que todos estarían
paralizados ante el dolor y la muerte—. Bien, quizá va siendo hora de seguir con
nuestros asuntos.
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—Puedes torturarme todo lo que quieras —dijo la mujer—. Aunque de verdad
fueras el diablo, solo te ofrecería el dorso de la mano.
—Oh, ven aquí.
Miedo se inclinó hacia ella hasta que le tocó la mejilla con su enorme hocico; la
húmeda nariz le presionó la oreja, le lamió un lado de la cara y se preguntó con
indolencia qué pasaría si le arrancara la cabeza de un mordisco. ¿Sería diferente,
sabiendo que se trataba de una persona real? Había probado muchas veces con los
habitantes virtuales de la simulación.
—Vamos a jugar a una cosa… ¿cómo te llamabas? Ah, sí, Bonnie Mae. Vamos a
jugar, Bonnie Mae. Cada vez que me digas algo interesante sobre el Círculo o sobre
algunos amigos míos que sé que conoces, te ganarás una hora sin sufrimiento. Juega
bien tus cartas, puedes obtener un par de hermosos días de vacaciones aquí, en el
soleado Egipto.
—No te voy a decir nada. Aléjate de mí, Satanás.
—Sí, bueno, estoy seguro de que no abrirás la boca, como una buena mártir, te
haga lo que te haga, Caperucita Roja. Al menos al principio. Pero no perdamos más
tiempo. —Se volvió y alargó su enorme mano hacia el otro prisionero. Las puntas de
los dedos negros de Miedo empezaron a brillar con un color rojo incandescente—.
Pero ¿cuánto tiempo vas a estar callada si el que recibe el castigo es tu pequeño
amigo indio? —Miró a su prisionero con lascivia—. Ojalá hubieras salido de esta
simulación antes de que yo me apoderase de ella, ¿verdad?
Apretó la pierna al hombre con sus largos dedos. La carne chisporroteó y empezó
a humear. Los chillidos del prisionero arrancaron gemidos entre la multitud
paralizada y algunos se cayeron al suelo.
—¡No! —gritó la mujer—. ¡Detente, diablo! ¡Detente!
—He ahí la cuestión, encanto. —Miedo alzó los dedos humeantes con un gesto de
falsa impotencia—. No soy yo quien tiene que detenerlo, eres tú.
—¡No… no le diga nada, señora Simpkins! —Nandi Paradivash temblaba de
dolor pero luchaba por mantenerse erguido—. Soy tan prisionero como usted. Mi
vida no importa. Mi sufrimiento no importa.
—Oh, al contrario —dijo Miedo—. Es importante. Y si ella no habla para salvarte
la vida, creo que tú sí lo harás cuando empiece con ella. —Sonrió y enseñó una hilera
de dientes como un juego de ajedrez de marfil—. Porque con las mujeres lo hago
mucho mejor.
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14. La niña de piedra
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: La red tiene su propio folclore.
(Imagen: interpretación artística del nodo de Tree-House). Voz en off: El
historiador de la red, Gwenafra Glass dice que, como todos los países nuevos, la red
tiene sus propias leyendas populares, animales míticos y espíritus. GLASS: Si nos
remontamos a los primeros días, se oían cosas como cablepulgas. Tree-House es otro
ejemplo. Es un nodo real, pero con el paso de los años ha ido embelleciéndose hasta
convertirse en una especie de fantasía. Y, más recientemente, tenemos al Llorón, que
es un extraño sollozo que, según dicen, se oye a veces en nodos de chat vacíos o de
realidad virtual en obras. Y la vieja historia popular del siglo XX, los gremlins, que
inmovilizaban aviones de guerra, se ha materializado en luciérnagas y serpientes de
luz que, según afirman, aparecen en entornos virtuales, aunque nadie ha encontrado
el código…
Renie miró desesperada a ambos lados pero no vio ningún indicio de lo que había
producido el sonido. La más próxima de las figuras fantasmagóricas que la
perseguían era una mancha más clara dentro de la oscuridad del crepúsculo y estaba
aterradoramente cerca, aunque todavía a unos cuantos metros de distancia. Dio un
paso para calmarse, cuando notó con horror que algo la agarraba por el tobillo. Se
alejó de un salto emitiendo un chillido ahogado.
—Baja aquí —dijo una vocecita—. ¡Puedes esconderte!
—No… —empezó a decir, y oyó un crujido cerca de los pies—, no te veo. —El
viento se llevó pendiente abajo el gemido acuoso del ser que la perseguía—. ¿Dónde
estás?
—Abajo. ¡Baja!
Se agachó a cuatro patas entre la maleza y las sombras la desorientaron. Una
mancha oscura se ensanchó un poco y apareció una mano pequeña, que la asió por la
muñeca y tiró de ella. Renie avanzó gateando y se encontró en un hoyo donde apenas
cabía encogida, un recoveco con el suelo de ramas caídas cubiertas con hojas y tierra.
Se metió de cabeza pero no veía al otro ocupante del hueco, tan solo percibía el
contacto de un cuerpecillo infantil pegado a su lado.
—¿Quién eres? —preguntó en voz baja.
—Chisss —dijo el bulto que estaba a su lado, y se encogió más—. Está cerca.
—Pero —repuso Renie con el corazón desbocado—, ¿no nos descubrirá por el
olfato? —susurró.
—No huele las cosas, las oye.
Renie cerró la boca. Se acurrucó, con el olor de la tierra húmeda pegado a las
fosas nasales, y procuró no pensar en que podía acabar enterrada viva.
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Una sensación creciente de pánico que le tensó toda la piel y le aceleró el corazón
le anunció la cercanía del depredador antes de oírlo. ¿Sería así el horror paralizante
ante la indefensión que Paul Jonas sentía cada vez que se acercaban los gemelos?
Jonas subió un punto más en la escala del respeto que le inspiraba Jonas y Renie
ahogó un grito de miedo.
El ser aterrador se encontraba encima de ellos; lo sabía con la misma certidumbre
que cuando una nube de pronto tapa el sol. Se le cerró la gárganta hasta que el
impulso de gritar remitió: no habría podido emitir sonido alguno.
El ser, por el contrario, no enmudeció. Gimió de nuevo con una voz tan
estremecedora y cercana que Renie creyó que los huesos se le volvían arena. Tras el
horrible sonido, oyó un murmullo de suspiros, como si el fantasma murmurara para sí
con sonidos silbantes sin sentido, sin llegar a las palabras. El entrecortado galimatías
era tan insoportable como el gemido. Era el sonido de una inteligencia moribunda,
muerta quizá, una locura vacía. Aunque estaba en plena oscuridad, Renie cerró los
ojos con tanta fuerza que le dolió la cara. Apretó los dientes y rezó pidiendo fuerza a
quienquiera que pudiera otorgársela.
Los sonidos se fueron debilitando paulatinamente. La percepción de un hambre
malévola y sin cerebro también disminuyó. Renie soltó aire con cautela. El bulto que
estaba a su lado le tocó el brazo con sus fríos dedos, como si quisiera avisarla de que
no expresase prematuramente su alegría, aunque Renie no tenía intención de moverse
ni emitir sonido alguno. Pasaron varios minutos en silencio.
—Creo que ya se han ido —dijo entonces la vocecita.
Renie no perdió un segundo en salir de la diminuta cueva llena de ramas y restos
de hojas. La tarde, o su equivalente en aquel lugar sin sol, estaba a punto de expirar.
El mundo era gris, pero parecía que todavía había mucha luminosidad para ese
esbozo de crepúsculo, como si las piedras y hasta los árboles emitieran una tenue luz
propia.
El follaje del suelo crujió. Una pequeña figura moteada de gris y marrón salió
gateando. Tenía forma humana, aunque no exactamente, como si la hubieran
recortado del suelo con un cortagalletas. Renie dio un paso atrás.
—¿Quién eres? —preguntó.
El pequeño ser la miró con una evidente expresión de sorpresa. Su rostro se
definía principalmente por la disposición de manchas claras y oscuras, protuberancias
y huecos que salpicaban la superficie de color pardo.
—¿No me conoces? —Su voz era suave y clara—. Soy la niña de piedra. Pensé
que todo el mundo me conocía. Pero tampoco sabías dónde esconderte, así que todo
concuerda.
—Lo siento. Gracias por ayudarme. —Se quedó mirando la ladera desierta—.
¿Qué… qué eran esas cosas?
—¿Esas? —La niña de piedra la miró un poco asombrada—. Solo son geñeros.
Salen por la noche. No tenía que haberme quedado aquí hasta tan tarde pero…
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La expresión de la niña, dentro de la simpleza de sus gestos, se volvió taciturna de
repente. Se encorvó y se sacudió la hojarasca que se le había quedado pegada con una
destreza notable, teniendo en cuenta el grosor de sus extremidades y la tosca forma
roma de los dedos.
—Y tú ¿quién eres? —preguntó la pequeña, una vez se hubo enderezado—. ¿Por
qué no sabes nada de los geñeros?
—Soy forastera —contestó Renie—, viajera, supongo. —Aunque la niña parecía
moldeada a toda prisa con un puñado de tierra sin cocer, se movía de una forma
singular, como si le faltase flexibilidad en las articulaciones—. ¿Vives aquí? —le
preguntó—. ¿Puedes contarme algo de este lugar? —De pronto se le ocurrió una idea
—. Estoy buscando a unos amigos. Uno es un hombre pequeño, de piel casi tan
oscura como la mía. La otra es una mujer con el pelo rizado y la piel más clara. ¿Los
has visto?
—¡Ah! —exclamó la niña abriendo mucho las hendiduras que hacían las veces de
ojos—. Preguntas mucho.
—Lo siento. Es que… me he perdido. ¿Los has visto?
—No —dijo, y ladeó la cabeza lentamente de un lado a otro—. ¿Estabas ahí
fuera, en el final?
—Si te refieres a aquel sitio de allí, donde las cosas son… raras, difíciles de
ver…, sí, creo que sí. —Renie se dio cuenta de repente de lo cansada que estaba—.
De verdad, necesito encontrar a mis amigos.
—Tienes que irte de aquí, eso seguro. Yo también. No tendría que estar fuera
hasta tan tarde, pero quería llegar al árbol de los deshechos y preguntar por el final.
—La niña de piedra concluyó la explicación, que nada aclaraba a Renie, con un
momento de silencio reflexivo—. Mejor será que vengas conmigo a ver a la
madrastra —dijo al fin.
—¿La madrastra? ¿Quién es?
—¿Tú no tienes madrastra? ¿No tienes familia?
—Es igual —dijo Renie con un suspiro. Aquello no era más que otra
conversación incomprensible de Otherland—. De acuerdo, llévame a ver a la
madrastra. ¿Está lejos?
—En Los Zapatos, abajo al final de Los Pantalones —dijo la niña, tan críptica
como antes.
Y, andando como un pato, pasó delante de Renie e inició el descenso de la ladera
a cuatro patas.
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ciertas. A lo lejos, las formas de las montañas imitaban figuras humanas, aunque eran
montañas de verdad. Al menos estaban cubiertas de tierra y vegetación, como si la
naturaleza hubiera tapado los restos de unos titanes. Pero al contrario que el gigante
de la cumbre de la montaña negra, tan singular e incuestionablemente vivo, esas
formas más pequeñas y numerosas, hundidas en la tierra, parecían vestigios de una
época anterior imposible.
—¿Dónde estamos? —preguntó a su guía cuando la alcanzó de nuevo.
—¿No habías estado aquí? —preguntó la niña de piedra volviendo la cabeza con
dificultad, pues no tenía cuello—. Estamos en Donde Las Habichuelas Hablan. Ahí
tienes a todos los gigantes que se cayeron. Son grandes —añadió innecesariamente.
—¿Gigantes de verdad? —preguntó Renie.
Se sintió estúpida. Como si tal pregunta significara algo en esos mundos. Sin
embargo, la niña se lo tomó en serio.
—Sí, pero se cayeron. No me acuerdo por qué. A lo mejor puedes preguntárselo a
la madrastra.
Mientras seguían descendiendo por el curso de las cataratas, Renie empezó a
entender la incomprensible descripción que la niña le había hecho del lugar. El
insólito paisaje, tal como lo había visto antes entre la neblina, le había parecido
formado por bosquejos de montañas estrafalarias y bosquecillos de árboles
desdibujados, pero ahora que lo veía mejor, le pareció descubrir un orden peculiar.
Un enorme pliegue de la ladera, una cresta rematada a lo largo por una hilera de
árboles oscuros, le parecieron de pronto una enorme…
—¿… Manga? —preguntó Renie—. ¿Es una manga? ¿Quieres decir que estamos
bajando por una… camisa?
—No —dijo la niña de piedra—. Chaqueta. Ahora estamos en Las Chaquetas. Las
Camisas están por allí —dijo señalando con su dedo achaparrado—. ¿Quieres ir a Las
Camisas?
—No —contestó Renie negando con la cabeza—. No. Solo me… sorprende. ¿Por
qué este país…, por qué todo son prendas de vestir?
—¿Por qué? —La niña se detuvo y dio media vuelta, cansada de hablar por
encima del hombro sin ayuda de una anatomía adecuada. Miró a Renie como si
sospechara que se burlaba de ella—. Es la ropa que se les cayó a los gigantes cuando
se desplomaron, ¿no?
—¡Ah! —dijo Renie, y no se le ocurrió nada más que añadir—. Claro.
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—El que yo digo siempre repite lo mismo una y otra vez, aunque le pregunte otra
cosa.
—Es que no se puede hablar con los que están dormidos —le explicó la niña.
—¿Qué significa eso? Ese pájaro estaba volando, no estaba dormido.
—No, cuando llegan aquí, están así, dormidos, vuelen o no. Cuando llegaban,
mejor dicho, porque ya no vienen muchos por aquí. Pero los nuevos, al principio no
entienden nada. Solo repiten lo mismo una y otra vez. Yo también quería hablar con
ellos cuando era pequeña. —Lanzó una rápida ojeada a Renie como lo habría hecho
cualquier niña de verdad, para comprobar si se había dado cuenta de que era muy
mayor, no una chiquilla—. La madrastra dice que no es asunto nuestro, que los
dejemos dormir y soñar.
—Entonces —dijo Renie, después de pensar en lo que decía la niña con emoción
creciente—, los pájaros… ¿están durmiendo? ¿Soñando?
—Sí —afirmó la niña, y bajó resbalando hasta un tramo inferior del sendero,
donde esperó a Renie—. Ten cuidado, esta zona es muy resbaladiza.
—Pero… —prosiguió Renie dejándose caer por el terreno resbaladizo— en
definitiva, ¿cómo se llama este sitio? No me refiero concretamente a esto, a las… Las
Chaquetas, sino a todo esto. —Abarcó el paisaje con las dos manos—. Todo.
Antes de que la niña pudiera contestar, el eco de un sollozo terrible entró como
una cuña por los surcos de la ladera. Renie se estremeció de tal forma que estuvo a
punto de caerse.
—¡Oh, Dios mío, otra vez esas cosas!
La guía estaba más tranquila y levantó la mano de romos dedos para indicarle que
no hablara. Por un momento, mientras estaban de pie en medio de la neblina, Renie
no oyó nada más que el suave transcurrir y chapotear del río cercano. Después, otro
grito desgarrador se alzó desde el valle.
—Ahora está más lejos —sentenció la niña de piedra—. Se va en otra dirección.
Sigamos.
Renie la siguió presurosa y un poco más aliviada. El camino era más fácil a
medida que se acercaban al fondo del valle, pero también la niebla era más densa, y
el lento atardecer se había convertido en noche cerrada. Las curiosas formaciones que
parecían prendas de vestir, las montañosas camisas y pantalones, cubiertos en parte
por una capa de tierra y vegetación, resultaban más inquietantes en la oscuridad
creciente. De vez en cuando, Renie creía ver siluetas más pequeñas moviéndose entre
la niebla, como si las observaran, pero sin dejarse ver. Renie se alegró de tener una
guía. La idea de hacer sola el camino a tientas, y más con esas cosas que gritaban por
ahí sueltas, no era muy agradable.
Las hogueras que vio parpadear entre la niebla le indicaron que mucha gente, o lo
que fuera, tenía su hogar entre los pliegues de Los Pantalones y Las Camisas. Al
pasar por la costura de un pequeño cañón, entre unas hileras de lumbres de cocinar
que brillaban en lo alto, las saludaron varias voces. La guía respondió alzando el
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brazo achaparrado y Renie se tranquilizó y deseó que !Xabbu y Sam hubieran podido
compartir esa experiencia con ella. Entrar de noche en un asentamiento iluminado le
dio una sensación gratificante, profundamente primitiva, sobre todo después de haber
pasado por lugares inhóspitos, y ella había pasado días vagando sola por un paisaje
mucho más desolado que un lugar inhóspito.
—Casi hemos llegado —anunció la niña al salir de Los Pantalones y dirigirse
hacia otro pliegue entre montañas oscuras—. A lo mejor la madrastra puede decirte
dónde están tus amigos. Yo tengo que contarle lo del árbol de los deshechos y decirle
que el final se ha acercado mucho más.
Rodearon una protuberancia de piedra y llegaron a otro valle alegremente
iluminado. Las construcciones estaban destartaladas pero las formas eran
inconfundibles. Aunque algunas se identificaban tanto con el paisaje que no se
diferenciaban de la fisonomía del entorno, otras sobresalían mucho del terreno y se
veía brillar la luz de las hogueras por los ojetes de los cordones y los agujeros de las
suelas. Había docenas, quizá cientos, una ciudad entera.
—¡Son zapatos! ¡Zapatos enormes!
—Ya te lo había dicho, ¿no?
Cuando se acostumbró a la luz, Renie comprobó que los espacios entre los
zapatos también estaban ocupados por mucha gente apiñada en torno a las hogueras,
figuras imprecisas que las observaban al pasar casi en silencio. Pero no era un
silencio amenazador. Esos ojos que miraban fijamente y esas voces que susurraban
parecían abatidas por el cansancio y la desesperación. «Es como un poblado de
chabolas», pensó.
—Antes no vivía nadie aquí fuera —explicó la niña—. Pero es que han perdido su
casa cuando llegó el final. Ahora son muchos, y están asustados y hambrientos…
La interrumpió el griterío de una docena de criaturas que salieron corriendo a su
encuentro de entre las sombras de un montón de calzado gigante. Renie tuvo miedo
un instante, pero enseguida se dio cuenta de que solo eran niños, casi todos de menor
estatura que la niña de piedra, pero su energía era inconfundible.
—¿Dónde has estado? —gritó uno de los que más se acercaron—. La madrastra
está muy nerviosa.
—Me encontré con ella —contestó la niña señalando a Renie—. Hemos tardado
en volver.
Los niños las rodearon parloteando y empujándose unos a otros. Suponía que eran
los hermanos de la niña de piedra, pero a la luz que salía de la boca del zapato más
cercano, comprobó que ninguno se le parecía. Casi todos eran más humanos, aunque
no logró identificar el estilo de la ropa (los que iban vestidos). Sin embargo, entre el
enjambre de caritas sonrientes distinguió algunas formas distorsionadas e increíbles,
más extrañas incluso que su guía. Había una criatura redondita y peluda, con pelusa
negra y amarilla como un abejorro; otra tenía los pies como los patos. Renie se
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sobresaltó al ver a un ser con un enorme agujero en la mitad del cuerpo, de tal manera
que parecía que no tenía torso.
—¿Son… tus hermanos y hermanas? —preguntó.
—Más o menos —contestó la niña encogiéndose de hombros—. Somos muchos.
Tantos que a veces creo que la madrastra no sabe qué hacer.
Un gran zapato se lazó de pronto ante ellas y Renie se paró en seco.
—¡Jesús misericordioso! —exclamó—. Ahora lo entiendo.
—Vamos —dijo la niña, y dio la mano a Renie por primera vez.
Tenía los dedos ásperos y frescos de la humedad del humus del bosque.
Un pequeño con cabeza de ciervo alzó la vista hacia Renie y enseñó unos ojos
tímidos y cristalinos; quería darle la mano, pero Renie estaba ocupada dándole
vueltas a su nuevo hallazgo. «¡Claro! Es esa maldita cancioncilla infantil, La viejecita
que vivía en un zapato». Había algo más que no conseguía concretar, un recuerdo
lejano, pero ya tenía bastante con saber que de pronto estaba en un cuento de Mamá
Oca.
—Aquí, todos vivimos en zapatos —dijo su guía llevándola por la puerta trasera
de una vieja bota cubierta de musgo—. Aquí, todo el mundo…
Era una bota muy, muy vieja. Renie notó con alivio que no quedaba el menor
rastro odorífero de su dueño anterior, el gigante. La cantidad de niños que esperaban
a la luz de la hoguera doblaba o triplicaba la de los que habían salido a recibirlas,
pero eran también raros y variados. Los que tenían ojos, miraban fascinados a Renie
mientras la niña la guiaba por la gran bota en dirección al dedo gordo. Aunque eran
demasiados para hacer las presentaciones, la niña llamó a unos cuantos por su
nombre, casi siempre para pedirles que les abriesen paso. Dijo nombres como Polly,
Semillita, Hans y Orejotas. Renie tuvo que pasar por encima de muchos, y pisó a
alguno que otro sin querer, pero nadie se quejó. Intuyó que debían de estar
acostumbrados a vivir tan hacinados.
«¿Serán los niños que están en coma? —se preguntó—. ¿Este lugar será para
ellos una especie de campo de concentración, donde los deja el Otro después de
llevárselos?». Si así fuera, las perspectivas de encontrar a Stephen eran
desmoralizantes. Solo en Los Zapatos había miles de criaturas, y Dios sabría cuántas
más entre las prendas repartidas por todas las montañas.
—¿Eres tú, niña de piedra? —llamó una voz cuyo eco resonó ligeramente bajo la
cúpula del zapato—. Vuelves muy tarde y me has tenido preocupada. Corren malos
tiempos, no se puede consentir.
Una forma oscura se acunaba en una mecedora junto al fuego. Una chimenea de
ladrillo horadaba la piel del zapato, pero de poco servía. En realidad, al principio
Renie creyó que lo que le impedía ver bien a la ocupante de la mecedora era la espesa
humareda, pero después se dio cuenta de que la forma humanoide era en sí misma
borrosa como la niebla: un indicio de hombros y cabeza sin forma, como una nube
gris, en lo alto de un cuerpo, y dos trémulos reflejos de fuego en el lugar de los ojos;
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pero por lo demás, no tenía rostro. La voz, aunque suave y débil, no era femenina ni
cariñosa. No se parecía a la viejecita que vivía en un zapato que Renie esperaba
encontrar.
—Yo… yo fui en busca del árbol de los deshechos, madrastra —dijo la niña—
porque todo va mal y quería preguntarle…
—¡No! Has vuelto tarde. No está permitido. Y has traído a alguien que no
pertenece a este lugar. Las calles están llenas de los que se han quedado sin casa.
¿Para qué queremos más? No tenemos nada que compartir.
—Pero se había perdido. Un geñero quería…
El humo que conformaba a la madrastra se solidificó un momento y sus ojos
lanzaron destellos.
—Te has portado mal. Tengo que castigarte.
La niña se tiró al suelo de repente y empezó a revolcarse y a llorar. Los otros
miraban en silencio con los ojos muy abiertos.
—¡Déjela en paz!
Renie dio un paso hacia la niña, pero una especie de descarga eléctrica la sacudió,
un latigazo que la arrojó al suelo a cuatro patas, al lado de la niña.
—Esa no es de aquí —dijo la madrastra con satisfacción—. Es muy grande, muy
rara. Tiene que marcharse.
Renie alzó la cabeza. Se le tensaron los músculos de la mandíbula pero no
consiguió emitir ningún sonido. Gateó un poco hacia delante esforzándose por
controlar el temblor de los brazos y piernas. La madrastra la miró fijamente; otro
doloroso trallazo le atravesó la columna vertebral y le estalló como tinta negra en el
cerebro.
Notó que la levantaban muchas manitas. Cuando la volvieron a posar, se sintió
tan aliviada de que cesara el movimiento que quiso decirlo, pero solo fue capaz de
exhalar un resuello. La tierra que tocaba con la cara era fría y húmeda, muy parecida
a la mano de la niña de piedra, y el contacto le resultaba gratificante mientras los
últimos espasmos de dolor en las piernas y los brazos remitían.
Cuando se pudo sentar, se encontró en medio de una calle oscura rodeada de un
calzado enorme, como si la hubieran arrojado al fondo de un armario gigantesco.
Había luz en algunas viviendas, pero todas estaban cerradas a cal y canto. Incluso
parecía que habían apagado las hogueras de las chabolas a toda prisa, pero sintió que
los que habían perdido su hogar la observaban en silencio, con temor y desconfianza.
«De acuerdo —pensó llorosa—, no hace falta que me peguéis en la cabeza. Sé
perfectamente cuándo no me quieren en un sitio».
Un suave lamento llegó hasta el fondo del valle. Renie se estremeció al pensar en
lo que haría, perdida y sola. Se tambaleaba por la sinuosa calle cuando una figura
salió de las sombras.
—Me voy de casa —dijo la niña de piedra con un hilo de voz.
—¿Te… te has escapado? —preguntó Renie con incertidumbre.
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En realidad, no estaba segura de nada, pero le parecía que había pasado algo
importante.
—La madrastra nos trata cada vez peor. Y no me quiere hacer caso cuando le
hablo del final —se lamentó la niña con una especie de hipo lodoso. Renie se dio
cuenta de que estaba llorando—. Y no tenía que haberte castigado a ti. —Súbitamente
le ofreció una manta raída pero suave—. Te he traído esto para que no pases tanto
frío. Me voy contigo.
A Renie le llegó al corazón, pero se sintió abrumada. Mientras se envolvía en la
manta, se preguntó si le habían otorgado un gran favor o le habían traspasado una
gran responsabilidad.
—¿Vienes conmigo? ¿Adónde?
—Voy a llevarte al árbol de los deshechos. Pídele ayuda. Allí es donde quería
llegar hoy, pero el final ha destruido el camino que utilizaba antes, y habrá que cruzar
el bosque.
—¿Ahora mismo?
—Es la mejor hora para encontrarlo —asintió la pequeña—. Pero hay que tener
mucho cuidado, hay geñeros y teincos al acecho por todas partes. —Miró hacia arriba
y vaciló de repente—. Si es que quieres venir conmigo, claro.
—Sí —dijo Renie, y respiró hondo—; está decidido, si prometes que me vas a
explicar unas cuantas cosas por el camino.
—De acuerdo. —La sonrisa de la niña de piedra, una mera línea oscura, era
estrafalaria pero genuina—. Te gusta hacer preguntas, ¿verdad?
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—¿No habló Renie de eso mismo? Dijo que la montaña podía haber sido creada
por… el Otro, esa cosa que es el sistema. Así que posiblemente todo esto también
haya sido creado por él.
—Parece probable. La verdad es que no es una copia perfecta de un paraje real.
—Se sacudió unas cuantas hojas plateadas y sonrió—. Fíjate, ¡hay demasiado fulgor,
demasiado color! Por eso parece obra de un niño.
—¿Todavía estáis perdiendo el tiempo vosotros dos? —inquirió Malabar, que se
acercó de nuevo a ellos con una expresión adusta en su pétreo rostro.
—Puede ser —dijo !Xabbu encogiéndose de hombros—. No conocemos las
reglas de este lugar.
—¿Quieres que te devoren, entonces, por no conocer las reglas?
El pequeño bosquimano hizo una pausa tratando de dominar el mal genio. Hasta
ahora, Sam siempre había pensado que su buen carácter no tenía límites, pero pasar
tanto tiempo con Malabar ponía a prueba hasta las enormes reservas de cortesía y
equidad de !Xabbu.
—Probablemente sea una buena idea acampar, sí —dijo con mesura—. ¿Es eso lo
que quiere decir?
—No vamos a encontrar a esa… a tu amiga. No antes de que oscurezca, en
cualquier caso. —No quedaba rastro de la actitud retraída y silenciosa que Malabar
había mantenido hasta el momento. Miró a Sam y a !Xabbu como dispuesto a
apalearlos a los dos de buena gana, aunque también mantuvo un tono de voz casi
amable—. Esto no es como en la montaña, aquí puede haber alimañas que no nos
gustaría encontrar.
—Muy bien —dijo !Xabbu—. Esto es tan apropiado para hacer un alto como
cualquier otro sitio, y además el terreno es llano. —Se volvió hacia Sam—. Este
hombre tiene razón en una cosa, no sabemos lo que nos puede presentar este mundo
desconocido.
—Si quieres, voy a recoger leña o lo que sea y tú puedes ir a echar una última
ojeada por los alrededores en busca de Renie. Llámala.
—Gracias, Sam —aceptó, agradecido—. Creo que podré hacer una hoguera. En
aquel lugar inacabado en el que estuvimos lo conseguí. A ver qué encuentras por el
suelo.
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Una brisa procedente de las herbosas montañas agitó las ramas de los árboles y
refrescó el campamento. Mirando el baile de las llamas, Sam se dio cuenta de que los
fenómenos meteorológicos habían vuelto a aparecer al llegar a esta zona más
corpórea.
«¿Seguirá haciéndose todo más real?», se preguntó. Solo advirtió que lo había
dicho en voz alta cuando !Xabbu la miró sorprendido. Se sintió idiota, pero la idea no
desapareció.
—Quiero decir, si seguimos andando, ¿este mundo se irá haciendo más real?
—Verás, pequeña, si crees que vamos a desandar el camino y volver a la red —
respondió Malabar sin dar tiempo a !Xabbu—, te vas a llevar un disgusto tremendo.
Esto no forma parte de lo que yo construí, nada de todo esto es obra mía. Estamos
estancados en un rincón construido por el sistema operativo, un rincón apartado del
resto, muy apartado.
—Bien, ¿y para qué, entonces? —Malabar se limitó a fruncir el ceño y se quedó
mirando el fuego fijamente—. ¡Ah! Él tampoco lo sabe —dijo Sam a !Xabbu—. Nos
quiere tomar el pelo, hacernos creer que lo sabe todo, pero tiene tanto miedo como
nosotros.
—Yo no tengo el mismo miedo que vosotros, pequeña —refunfuñó Malabar—.
En todo acaso, tengo más que temer porque tengo más que perder. Pero no quiero
gastar energía en una cháchara inútil.
—Tiene razón otra vez —dijo !Xabbu dando una palmadita a Sam en la mano—,
aunque solo en una cosa. Ahora debemos descansar porque quién sabe lo que nos
vamos a encontrar mañana.
—Espero que una de las cosas que encontremos sea ropa con que taparnos —dijo
Sam abrazándose—. Ahora hace más frío. —Miró a !Xabbu, que parecía tan cómodo
desnudo como vestido—. ¿No tienes frío?
—Quizá lo tenga más tarde —contestó con una sonrisa—. Mañana nos
dedicaremos un rato a buscar entre las plantas, a ver si hay alguna que se pueda tejer
para hacer ropa o mantas.
La idea de un proyecto, aunque fuera pequeño, animó a Sam. Nada tenía mucho
sentido desde la muerte de Orlando, y tampoco parecía que hubieran descubierto
muchas cosas de las que necesitaban saber… pero sería muy agradable entrar en
calor. Sintió que la vencía el sueño y se acurrucó cerca del fuego.
Cuando los largos dedos de !Xabbu le tocaron la cara, Sam pensó que solo había
dormido un segundo.
—Silencio —le susurró—. Algo merodea por aquí cerca.
Se revolvió para incorporarse pero !Xabbu la retuvo. Malabar también estaba
despierto y observaba unas sombras que se movían entre la hierba, fuera de la luz de
la hoguera. Al darse cuenta de que le costaba trabajo respirar, Sam recordó las
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aterradoras aventuras que Orlando y ella habían vivido juntos y cómo había
aprendido a controlar los nervios para hacer frente a lo que fuera necesario.
«Sí, pero esto es real».
No lo era, por supuesto. Solo hacía falta echar una ojeada a los extraños árboles
para saberlo, pero el peligro sí era real. Un siseo quedo que podía proceder del viento
o de voces que susurraban pasó flotando por el aire. Rápidamente, Sam buscó la
empuñadura de la espada de Orlando y la blandió con ambas manos; temblaba tanto
que no podía manejarla firmemente con una sola.
Una sombra pequeña se deslizó hacia el círculo de luz que desprendía el fuego. Se
agachó, pegada al suelo, y los miró fijamente con unos ojos enormes y redondos que
expresaban nerviosismo. Era uno de los animales más raros que había visto en su
vida, un híbrido insólito de mono y algo semejante a un canguro. Tenía las patas
largas y muy delgadas, cubiertas de pelo largo, y una cabeza diminuta que reposaba
pegada al cuerpo.
Malabar se adelantó bruscamente y cogió del fuego una rama a medio quemar.
Cuando se incorporó, la criatura había desaparecido entre la hierba.
—Quieto —dijo !Xabbu—. No nos ha amenazado.
—Y sin duda —replicó Malabar con cara de pocos amigos—, la primera piraña
que se acerca a un bañista también tiene buenos modales. Pero hay muchos más ahí
fuera. Los he oído.
Antes de que Sam o !Xabbu pudieran contestar, la cara de los ojos enormes
apareció en el borde del círculo iluminado. A pesar de su desafortunado aspecto, la
valentía que demostraba conmovió a Sam. Era la mitad que ella, en estatura, y sin
duda estaba medio muerta de miedo. Sin embargo, se sobresaltó cuando empezó a
hablar.
—¿Sabéis… sabéis hablar?
Pronunciaba mal y mascullaba las palabras, pero aun así se le entendía.
—Sí, sí —replicó !Xabbu—. ¿Quién eres tú? ¿Quieres acercarte y sentarte junto
al fuego?
—¡Sentarse junto al fuego…! —explotó Malabar.
La escuálida criatura se asustó, pero se mantuvo firme.
—Sí. De donde vengo, no se niega un sitio junto a la hoguera a nadie que venga
en son de paz. —!Xabbu se volvió hacia su pequeño y peludo visitante—. Ven,
siéntate. ¿Cómo te llamas?
—Somos más —dijo la criatura dubitativamente, balanceándose sobre las largas
patas de atrás y frotándose las delanteras—. Tienen frío y miedo. ¿Pueden venir al
fuego?
!Xabbu aplacó a Malabar con una mirada que impresionó a Sam, aunque en su
fuero interno estaba más a favor de la opinión de Malabar que de la de su amigo.
—Sí —dijo !Xabbu al ser desconocido—, si no tenéis malas intenciones.
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—Muy amable —respondió la criatura con nerviosismo—. Las cosas no…, no
van bien. Todos tenemos miedo. —Se giró sobre sus largas patas pero
inmediatamente dio media vuelta—. Jecky Nibble, me llamo Jecky Nibble. Sois
buena gente.
Se volvió hacia el bosque y llamó a sus compañeros con un sonido aflautado.
Al principio, a Sam le pareció como si hubieran abierto de repente las puertas de
una tienda de animales y hubieran dejado escapar toda la mercancía. Diez o doce
pequeñas criaturas salieron sigilosamente de la maleza y se acercaron a la luz tenue
de la hoguera. Habrían podido pasar por ratas, perros o gatos, pero a la luz de la
hoguera, quedaron de manifiesto varias características irregulares. A Sam le
angustiaba y le fascinaba al mismo tiempo la cantidad de detalles que no encajaban
en el ser que cada uno parecía. De pronto oyó un aleteo en el aire y, al levantar la
vista, vio otros veinte visitantes, unas criaturas aladas con forma de pájaro posadas en
las ramas por todo el claro del bosque.
—¡Vaya! ¿Ha habido fuga general en el Arca de Noé? —Gruñó Malabar.
—¡Toma! Ha hecho un chiste o algo así —exclamó Sam procurando mantener un
tono alegre, pero sin perder de vista al escuadrón de pequeños seres que ahora
compartía la hoguera con ellos—. Debe de estar pasándolas canutas.
—Avivaré el fuego —dijo !Xabbu a la criatura que llegó primero—. No tenemos
comida que ofreceros, pero disfrutad del calor de la hoguera.
—Encantados —dijo Jecky Nibble con una graciosa reverencia—, sinceramente.
Emitió el sonido aflautado otra vez y los pequeños animales se acercaron
presurosos al claro e hicieron un círculo alrededor del fuego.
—¿Quiénes son tus compañeros? —preguntó !Xabbu mientras echaba un
pintoresco tronco al fuego—. ¿O son tus hijos?
A Sam le pareció una pregunta inusitada. ¿Cómo podía ser un canguro-simio el
padre de unos pájaros y unos conejos con tres orejas? Pero a Jecky Nibble no le
pareció nada raro.
—No, no son míos. Llevo… —Hizo una pausa en la que los grandes ojos
redondos se entrecerraron para pensar—. Hago… ¿Cuido? ¿Los cuido? Cuido a los
nuevos, les busco sitio, familia. Pero ya no hay familias. Fuera de los lugares de
reunión, está todo muy mal. —Agitó su redonda cabecita—. Estamos buscando un
puente. ¡El mundo se está haciendo muy pequeño! ¡Creo que el Uno está enfadado
con nosotros!
—¿Quién… quién es el Uno? —preguntó Sam—. ¿Y qué significa buscarles
familia?
—¿No lo conocéis? —preguntó Jecky Nibble con un destello de temor, muy
visible a pesar de la tenue luz—. ¿No conocéis al Uno?
—Venimos de muy lejos —terció !Xabbu rápidamente—. Quizá lo llamemos de
otra forma. Te refieres… ¿te refieres al Uno que creó todo esto?
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—¡Sí, eso! —asintió aliviado—. El Uno que nos creó a todos. Nos trajo por el
océano Blanco. Nos alimenta. Nos da familia.
Las criaturas más pequeñas, que habían estado murmurando y gorjeando en voz
baja, se sumieron en un respetuoso silencio. Algunas movían la cabecita de arriba
abajo y sonreían, perdidas en el recuerdo de una comunidad que les procuraba
alimento.
Pero Félix Malabar no sonreía. Sam se dio cuenta de que, en realidad, estaba tan
enfadado que podría morder a cualquiera. Al parecer, los invitados también lo habían
notado y, aunque ocupaban gran parte del círculo, se mantenían a una distancia
prudencial de él.
Sam llevaba tanto tiempo sentada en el mismo sitio que empezó a notar dolor en
las articulaciones. Se levantó y el movimiento provocó una explosión de temor entre
los pequeños invitados. Varios pájaros salieron aleteando por el aire y no volvieron a
posarse hasta que Sam dejó de moverse. Le hacía tanta gracia el curioso público de
criaturas diminutas que estaba pendiente de sus movimientos que tuvo que reprimir
una risita.
—Es como…, ¿cómo se llamaba ese espectáculo infecto para niños? ¿Los
conejitos burbuja en el planeta de la tortura? En cualquier momento se van a poner a
cantar «Orejas de conejito, patitas de conejito, una fresa en el hociquito…».
—Cállate, niña —le espetó Malabar—. ¡No se puede pensar con tanta cháchara!
—No hable así a Sam —dijo !Xabbu.
—No pasa nada, no le hago caso…
Sam se vio interrumpida por una criatura que recordaba a una ardilla; la criatura
se acercó a ella súbitamente y se quedó mirándola erguida sobre las patas traseras.
—Siempre me dice que paso demasiado tiempo en la red —proclamó con una voz
muy fina—, solo porque le parece que los conejitos burbuja es un programa insulso
que no tiene valores mortales.
La miró expectante cuando terminó de hablar, como si esperase una respuesta de
orden superior. Después agachó la diminuta cabeza y volvió sigilosamente junto a sus
compañeros.
—¿Quién se lo dice siempre? —Sam no encontraba sentido a las palabras—.
Quiero decir, ¿lo has oído? ¡Ha hablado, por todos los virus! ¡Ha hablado de los
conejitos burbuja! —Se volvió hacia !Xabbu procurando no reírse, aunque estaba
también muy asustada—. ¿Qué significa todo eso?
—Es… la vida fantasma —dijo Jecky Nibble, preocupado otra vez—. ¿No la
traíais cuando llegasteis aquí? El Uno se la da a todos. Pero a lo mejor os olvidasteis
de la vuestra al encontrar vuestro sitio. A veces sucede.
Antes de que ella o !Xabbu pudieran contestar, Malabar se inclinó de repente
sobre la criatura simiesca.
—¿El… Uno, dices? ¿Él te creó? —Se acercó más—. ¿Creó todo esto?
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—¡Por supuesto! —gritó Jecky Nibble protegiéndose la cabeza con los largos
brazos. ¡Uno lo creó todo! ¡Y también a ti!
—Ah, ¿de verdad? —Malabar bajó la voz, pero habló en un tono desagradable,
como un quemador cuando se reduce de repente a una furiosa llama azul.
—Bien. Llévame a donde está ese Uno. —Alargó la mano a una velocidad
vertiginosa y agarró con fuerza la muñeca peluda y delgada—. Después, maldita sea,
averiguaremos la verdad.
Jecky Nibble emitió un grito agudo como si le hubieran quemado. Sus protegidos
huyeron del claro con un recrujir de alas y patas sobre la hierba. Un momento
después, solo quedaba allí el prisionero, que intentaba liberarse desesperadamente de
las garras de Malabar. Su expresión de terror ponía enferma a Sam.
—¡Déjalo en paz! —gritó—. ¡Pedazo de mamón!
!Xabbu dio un salto, agarró a Malabar por el brazo libre y tiró con fuerza. Jecky
Nibble se liberó de repente y abandonó el claro con gran revuelo de extremidades,
levantando grumos de tierra del suelo. Malabar, con los ojos agrandados por la furia,
levantó una mano para golpear a !Xabbu. Sam avanzó con rapidez blandiendo la
espada rota de Orlando.
—¡Si le haces daño te… te corto las pelotas, viejo cabrón!
Malabar la miró con una ferocidad espantosa, como si se hubiera convertido en
un animal; Sam creyó que se había vuelto loco y que tendría que luchar a muerte con
ese monstruo cruel. Separó los pies para mantener la maltrecha hoja en alto y rezó
por que las piernas no le fallasen.
—¡Lo digo en serio!
Malabar abrió los ojos desmesuradamente. Poco a poco, dejó de mirar a Sam y
miró a !Xabbu preguntándose cómo era posible que un habitante de una zona tan
remota como el delta del Okavango se hubiera atrevido a sujetarlo por el brazo. Se
deshizo de él de una sacudida, les dio la espalda a los dos y se alejó del claro con
paso airado.
Sam se sentó, convencida de que si no lo hacía, se desmayaría. !Xabbu se acercó
a ella de inmediato.
—¿Estás herida?
—¿Yo? —dijo riéndose—. Era a ti a quien iba a machacar. Ni siquiera me
acerqué a él. —Una sensación desconocida empezó a apoderarse de ella. ¿Qué hacía
Fredericks en un lugar como ese, dispuesta a pelearse a navajazos con el hombre más
mezquino y rico del mundo? Tendría que estar estudiando en casa, escuchando
música o charlando con sus amigos en la red—. ¡Dios mío! —exclamó—. ¡Todo esto
es mortal! ¡Es mortal lo mire como lo mire!
—Has sido muy valiente —dijo !Xabbu dándole palmaditas en el hombro—.
Aunque no estaba dispuesto a ser una víctima tan fácil como él pensaba.
—No me des jabón, ¿vale? —Sam intentó sonreír—. No es lo tuyo, por eso Renie
te quiere tanto.
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!Xabbu la miró fijamente un momento y después parpadeó.
—¿Qué vamos a hacer ahora?
—No lo sé. No creo que pueda soportar a ese tío más tiempo. ¿Tú lo viste? Es…,
no sé. Me da pavor.
—Sí, es horrible que atacase a un invitado —dijo !Xabbu—, pero además
podríamos haber conseguido mucha información de esos niños.
—¿Niños?
—Estoy convencido. ¿Te acuerdas de lo que nos dijo Paul Jonas sobre aquel
chico, Gally, y sus compañeros? Tenían la esperanza de cruzar el océano Blanco.
—Sí —asintió Sam lentamente—. Y esa pequeña ardilla listada o lo que fuese…
¡hablaba de los conejitos burbuja! Es un programa de la red para micros, en el mundo
real. —Miró rápidamente a !Xabbu—. Micros son los niños, los pequeños.
—Me lo imaginaba —dijo sonriendo. La animación se desinfló—. Como te iba
diciendo, nos habrían dado mucha información…
—Bien —dijo Sam, y ahora fue ella quien acarició el brazo al pequeño
bosquimano con comprensión—. Averiguaremos de qué va todo esto. Y también
encontraremos a Renie.
—Voy a recoger más leña —dijo !Xabbu—. Tú, acuéstate y procura dormir. Yo
me quedo al cuidado. Creo que me he desvelado.
A pesar de los consejos de !Xabbu, Sam pasó una hora tumbada sin dormir ni
descansar; de pronto, un movimiento entre el follaje la obligó a incorporarse. Agarró
firmemente la empuñadura de la espada y la apretó con fuerza al ver aparecer la cara
de halcón de Malabar.
—¿Qué quieres? ¿Crees que bromeaba cuando te dije…?
Malabar frunció el ceño, pero había algo extraño en su expresión. Las manos le
temblaban.
—He vuelto… —Vaciló un momento y volvió la cabeza, de modo que Sam tardó
un poco en entender lo que había dicho—. He vuelto a deciros que me he equivocado.
—¿Qué? —dijo Sam mirando a !Xabbu, y después volvió a mirar a Malabar con
incredulidad.
—Me has oído perfectamente, pequeña. ¿Pretendes que me arrastre? Me he
equivocado, me he dejado llevar por el temperamento y he echado a perder la
oportunidad de averiguar algo, algo importante, quizá. —Habría matado con la
mirada, pero no miraba a nadie en concreto, al menos a nadie que estuviera a la vista
—. He sido un necio.
—¿Está pidiéndonos perdón? —preguntó !Xabbu ladeando la cabeza.
—No estoy pidiendo perdón —replicó, y Sam vio el temblor que le recorría el
torso desnudo—. Jamás lo he pedido. ¡A nadie! Pero eso no significa que no
reconozca un error. Me equivoqué. —Retrocedió como si la luz del fuego le
incomodara y se sumió de nuevo en las sombras—. Fue… fue al oír lo que dijeron, la
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forma en que hablaban de mi creación. ¡El Uno! ¡Hablaban de mi sistema operativo
como si fuera un dios! ¡Él… eso, como quiera que lo llame cada uno, el Otro ha
hecho cosas sin mi permiso y se ha tomado demasiadas libertades! ¡Por eso el sistema
iba tan lento, por eso había problemas en la red que retrasaban tanto la ceremonia del
Grial! Porque el maldito sistema operativo estaba robando potencia para crear este
proyecto para él solo, un paraíso chapucero y ridículo. ¡Dios mío! ¡Me han
traicionado por todas partes!
—Sí —dijo !Xabbu, transcurridos unos instantes—. No ha tenido suerte con sus
servidores, ¿verdad?
—Me recuerdas que, a fin de cuentas, no eres un salvaje —dijo Malabar con su
sonrisa depredadora—. Tienes una mordacidad muy desagradable, cuando quieres
hacer daño, como las flechas envenenadas de tu pueblo, ¿no? —Sacudió la cabeza y
se dejó caer en el suelo. Sam comprendió que el hombre temblaba pero no de ira, sino
de cansancio y de algo más, quizá. Por primera vez supo cómo era en realidad, bajo la
máscara; un hombre viejo, muy, muy viejo—. Me lo merezco. He cometido dos
errores de cálculo flagrantes y ahora me toca pagarlos. Eso os dará cierta satisfacción
a los dos.
—No encontramos ninguna satisfacción en eso —lo atajó !Xabbu en voz baja,
tocándole el brazo, antes de que pudiera decir nada más—. Solo queremos seguir
vivos. Su sistema operativo y su… ¿cómo se dice? empleado, su empleado, son un
problema tan grande para usted como para nosotros.
—El joven Miedo es tremendamente inteligente —asintió—; se puso ese nombre
para mofarse de mí. Se llamaba a sí mismo Más Miedo, More Dread. ¿Entiendes la
referencia? Pero yo no comprendí su verdadero significado.
—No sé lo que significa eso —dijo Sam frunciendo el ceño; sabía que !Xabbu
quería hacerle hablar, de modo que una pregunta no sería inoportuna, ¿verdad?—, lo
de More Dread.
—Se refiere a la leyenda del Grial. Mordred, hijo bastardo del rey Arturo, el que
traicionó a la Mesa Redonda. Lo mismo que Miedo me ha traicionado a mí y es
posible que haya destruido mi Grial. —Malabar se miró las manos como si también
ellas fueran traidoras—. Tiene talento, sí, mi pequeño Johnny Miedo sabe hacer
muchas cosas. ¿Sabías que es un auténtico taumaturgo?
—¿Taumaturgo? —preguntó !Xabbu acomodándose en el suelo con la silenciosa
discreción del cazador que no quiere asustar a su presa.
—Telequinesia. Tiene el don de la telequinesia. Un capricho de los genes, un
poder que la raza humana posee desde hace un millón de años, pero que apenas ha
llamado la atención. Es capaz de alterar las corrientes electromagnéticas. Es una
cantidad de fuerza tan imperceptible que no se tuvo en cuenta hasta que el género
humano desarrolló una sociedad dependiente de esas corrientes. No puede levantar ni
un vaso de papel con la mente, pero puede alterar los circuitos informáticos. No hay
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duda de que encontró la forma de usar ese don para desvalijarme el sistema, perro
miserable. ¡Pero la verdadera ironía es que yo le enseñé a controlar ese don!
El fuego se extinguía, pero ni Sam ni !Xabbu hicieron movimiento alguno para
reavivarlo. Los árboles, singularmente geométricos, iban encogiéndose a medida que
las llamas titubeaban y mermaban.
—¿Sabes? Siempre me han interesado esos… dones. Tengo ojos y oídos en
muchos lugares y, cuando me enteré del contenido del historial de un muchacho
llamado Johnny Wulgaru, procuré por todos los medios que fuera destinado a uno de
mis institutos en calidad de protegido. Poseía un talento sin pulir, pero todo él estaba
sin pulir, en aquella época. Ya había cometido algunos asesinatos, cuando lo conocí.
Ha cometido muchos más desde entonces, aunque debo añadir que, en mi nombre,
solo unos pocos. Pero tenía que haberme dado cuenta de que una persona que se
permite tantos excesos nunca iba a ser un buen instrumento.
—¿Lo… entrenó usted?
—Lo puse en manos de mis investigadores, sí, a él y a su don sin pulir. Le
ayudamos a utilizar esa capacidad singular. Le enseñamos autodominio, selectividad
y estrategia. Y muchas cosas más, la verdad sea dicha: transformamos a un animal
callejero en un ser humano, o al menos, en una imitación convincente. —La risa de
Malabar sonó hiriente—. Como ya he comentado, lo subestimé, pero el trabajo lo
hicimos bien.
—¿Y utilizó ese… don… en su nombre?
—Alguna vez. Pero solo hacía pequeños milagros incluso después de aprender a
concentrarlo en un objetivo y aprovechar al máximo su potencial. Solo aprendió a
hacer cosas que, en muchos casos, podían hacerse también con métodos más
rutinarios. Él solo ha conseguido utilizar el don para subvertir los dispositivos de
vigilancia en su provecho. Pero también descubrí que tenía otras habilidades más
prácticas. Es despiadado e inteligente. Fue un instrumento muy útil, hasta hace poco.
—Y… —!Xabbu esperó un momento antes de hablar—. ¿Y… el sistema
operativo? ¿Lo que algunos llaman el Otro?
—No tiene mucha importancia —contestó Malabar entrecerrando los ojos—.
Miedo lo controla, y así controla la red.
—Pero él no controla esta parte de la red, o lo que sea. —!Xabbu gesticuló en
dirección al indefinido bosque surrealista—. De lo contrario, ya nos habría localizado
aquí, ¿no es eso?
—Quizá —dijo el hombre encogiéndose de hombros—. Todavía ño sé qué es
«aquí». Pero nuestro verdadero enemigo es John Miedo.
—Creo que si ese tal Miedo controla la red a través del sistema operativo —dijo
!Xabbu frunciendo el ceño—, es importante saber más cosas del sistema: cómo
funciona y cómo lo somete Miedo.
—En cualquier caso, yo ya he dicho todo lo que tenía que decir.
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—Si Renie estuviera aquí, sabría hacerle las preguntas precisas —dijo !Xabbu
endureciendo la mirada—. Pero no está. —Dejó vagar la mirada un instante—. No
está.
—Entonces, estamos enquistados, ¿no es eso? —preguntó Sam intentando
contener su mal genio, aunque no lo consiguió del todo. El recuerdo de Orlando, sin
fuerzas y encaminándose valeroso hacia sus horas finales, mientras ese monstruo
intratable se quedaba sentado en su dorada casa planificando la forma de vivir
eternamente, la quemaba por dentro—. ¿Todo este asunto es infernal y no vamos a
hacer nada? ¿Y qué es eso de que «nuestro enemigo es Miedo»? ¿Nuestro enemigo?
Hasta donde me alcanza la razón, tú eres tan enemigo nuestro como él.
—Sí —corroboró !Xabbu mirándola un instante con seriedad, como distante—.
Ha hecho huir a esos inocentes que podían habernos ayudado —le dijo a Malabar—.
Usted y sus ayudantes han intentado matarnos muchas veces. Ella tiene razón. ¿Por
qué tenemos que seguir tratando con usted?
—He reconocido mi equivocación —dijo y, por un momento, pareció que fuera a
perder los estribos otra vez. Las líneas del contorno de su boca se tensaron—.
¿Queréis que me arrastre por el suelo? No lo haré. Nunca haré semejante cosa.
—Nunca —dijo !Xabbu con un suspiro—, nunca desde la primera vez que salí
del delta he comprendido con tanta claridad que hablar el mismo idioma no significa
entenderse. No nos interesan sus disculpas. Todo lo que nos ha hecho a nosotros y a
las personas que nos importan no se arregla con unas simples disculpas. Vamos a ser
tan… pragmáticos… como usted. ¿Qué tiene que ofrecernos? ¿Por qué tenemos que
confiar en usted?
Malabar guardó silencio largo rato.
—Te he subestimado otra vez —dijo al fin—. Se me había olvidado, de mi época
en África, que entre la gente de piel oscura abundan los negociadores duros de pelar.
Muy bien. —Les enseñó las manos para mostrar lo inofensivo y desarmado que se
encontraba—. Juro que os ayudaré a salir de este lugar y que no os haré daño aunque
se me presente la oportunidad. ¿Qué más voy a tener que ofreceros a cambio?
Aunque no estoy dispuesto a daros toda la información que poseo, sé muchas más
cosas que vosotros desconocéis. Me necesitáis. Si me quedo solo, correré peligro, de
modo que también yo os necesito. ¿Qué decís?
—!Xabbu, no —dijo Sam—. Es un mentiroso. No confíes en él.
—Si no llegamos a un acuerdo ¿qué vais a hacer? —insistió Malabar—.
¿Matarme? No creo. Seguiré sacando provecho de la seguridad de vuestra presencia
mientras vosotros no ganaréis nada con la mía.
—Renie prefería que aunásemos fuerzas —dijo !Xabbu mirando a Sam con
preocupación.
—Pero Renie no está aquí. ¿Es que mi opinión no vale?
—Por supuesto.
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—En cualquier caso —afirmó Sam irritada, volviéndose hacia Malabar—,
¿adónde nos dirigimos? ¿Cómo vas a ayudarnos? Di, ¿cómo? ¿Estrangulando a todos
los animalitos del bosque hasta que nos digan lo que queremos saber?
—En eso me equivoqué —contestó frunciendo el ceño—. Ya te lo he dicho.
—Si viene con nosotros, haremos turnos para dormir —dijo Sam—, como si
estuviéramos en territorio enemigo, porque no me fío de él. A lo mejor nos mata
mientras dormimos.
—No ha contestado la otra pregunta —señaló !Xabbu—. ¿Adónde vamos?
—Al interior. Al centro de este lugar, supongo. A buscar… ¿cómo lo llamaron
esas patéticas criaturas? A buscar al Uno.
—Pero antes dijo que lo que sabemos del sistema operativo no serviría dé nada.
—Dije que os había contado todo lo que quería contar. Y en realidad no podemos
hacer mucho más mientras Miedo lo controle. Pero si el sistema operativo construyó
este mundo, tiene que haber una conexión directa para volver a él en alguna parte. —
Se quedó meditando en silencio hasta que se dio cuenta de que no había terminado—.
Si encontramos esa conexión, a través de ella también llegaremos hasta Miedo.
—¿Y después qué? —dijo !Xabbu. Se asentía agotado de repente—. ¿Después
qué?
—No lo sé. —Malabar también se había quedado sin fuerzas—. Pero si no lo
hacemos así, deambularemos como fantasmas hasta que nuestro cuerpo muera en la
realidad.
—Yo solo quiero irme a casa —dijo Sam en voz baja.
—Nos queda mucho que andar. —Por un momento Malabar casi pareció humano
—. Mucho que andar.
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15. Confesión
PROGRAMACIÓN DE LA RED/MODA: ¿Una nueva dirección para Mbinda?
(Imagen: modelos exhibiendo la conflictiva línea Chutes del diseñador). Voz en
off: Después de un año desastroso, muchos diseñadores se replantean sus ideas sobre
la moda. Hussein Mbinda va más allá. Ayer anunció que está pensando dar un
enfoque más radical a su profesión.
(Imagen: Mbinda entre bastidores en un desfile en Milán). MBINDA: Tuve un sueño
en el que todo el mundo iba desnudo. Estaba en un lugar donde la ropa no importaba
porque todos eran siempre jóvenes y guapos. Comprendí que debía de tratarse del
cielo y que lo que veía era el alma de la gente. Dios me envió esa visión,
¿comprende? Y ahora quiero encontrar la forma de mostrar a todo el mundo que la
moda, el dinero y todo eso, no importa… Voz en off: La visión espiritual ha inspirado
a Mbinda una nueva orientación: atomizadores de látex, pero no en los tonos que
suelen estar de moda. Cada nuevo spray de Mbinda es un tono distinto de piel
humana que permite al usuario estar desnudo sin dejar de estar vestido. A pesar de
la inspiración religiosa, parece que van a ser bastante caros…
Llevaba mucho tiempo mirando la multiagenda. Había hecho todas las tareas
pendientes que recordaba e improvisó unas cuantas más. Ya no quedaban excusas
aceptables para demorar más la llamada. Pronunció la frase codificada que Sellars le
había dado, la que, a decir del singular personaje, le permitiría conectarse sin ser
rastreado, y esperó.
En los últimos días, Catur Ramsey había llegado al convencimiento de que
estaban sucediendo varias cosas imposibles: una conspiración mundial sacrificaba
niños en aras de la inmortalidad de un puñado de individuos increíblemente ricos; se
había creado todo un universo virtual sin apenas notificación pública; y para rematar,
la minúscula esperanza de que fracasara reposaba en las manos de un tullido que
había pasado décadas recluido en un túnel abandonado, en el subsuelo de una base
militar. Por otra parte, había sido testigo de cómo el estamento militar de Estados
Unidos sacaba a la fuerza a un padre y a su hija de un restaurante público, e incluso él
mismo había sido amenazado por un general corrupto, al que hubo de ver morir
súbitamente poco después. Y al parecer, ahora estaba, junto con otros pocos fugitivos,
en una situación muy peligrosa por el simple hecho de haber topado por casualidad
con ese gran proyecto perverso. Los hijos de dos clientes suyos habían caído en un
misterioso estado de coma presuntamente provocado por la conspiración. Otra cliente
se creía inducida por voces sobrenaturales. En resumen, había tenido que pasar
momentos muy difíciles. Sin embargo, la tarea que se le planteaba ahora parecía la
más ardua de todas.
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El servicio contestador se activó al décimo timbrazo. Molesto por la sensación de
alivio que sintió, empezó a grabar el mensaje. Entonces, la madre de Orlando
respondió a la llamada.
—Ramsey —dijo, asintiendo de una forma deliberadamente extraña—. Señor
Ramsey. Por supuesto. ¿Qué tal está?
Todos los pensamientos abstractos sobre los peligros y adversidades se esfumaron
en un instante, arrasados por la realidad de Vivien Fennis Gardiner. El efecto
surrealista que provocaba el combustible de aviación en el aspecto exterior de Sellars
era comparable a la alquimia que el dolor había desatado en el interior de la madre de
Orlando; más allá de la mirada vacía y el maquillaje chapucero (no recordaba haberla
visto maquillada en encuentros anteriores) se escondía algo terrible. Se esforzó por
encontrar las palabras adecuadas.
—Señora Fennis, lo siento mucho, muchísimo.
—Recibimos su mensaje. Gracias por sus oraciones y por sus amables palabras —
dijo como una sonámbula.
—Llamaba… llamaba para disculparme por no haber asistido al funeral de
Orlando.
—Lo entendemos, señor Ramsey. Sabemos que es usted un hombre muy
ocupado.
—¡No! —replicó, pero ni el inadecuado arrebato hizo reaccionar a la mujer—.
No; quiero decir que no es por eso por lo que no asistí. De verdad.
Se quedó sin palabras, no sabía cómo salir del paso. ¿Qué podía decirle, incluso
aunque la conexión fuera segura? ¿Qué no había acudido por miedo a que los
siguieran agentes de una conspiración secreta y que descubrieran a Sellars y a los
demás? Ya le había ocultado información crucial alguna vez por no agravar su dolor.
¿Qué podía decirle ahora que tuviera sentido, si es que algo lo tenía después de haber
sucedido lo peor?
«Al menos una parte de la verdad, maldita sea. Se lo debes».
Ella esperaba en silencio, como una muñeca que se deja recostada y no hace nada
hasta que alguien vuelve otra vez a darle vida.
—He estado… he estado profundizando en la investigación de la que le hablé.
Y… y ahora sé con certeza que está sucediendo algo. Algo gordo. Y por eso… por
eso…
El miedo se le puso de pronto en la base del cuello como un gran peso. Sin duda,
si los agentes del Grial no habían vacilado en sacar al mayor Sorensen de un lugar
público ilegalmente, no iban a arredrarse a la hora de pinchar la línea particular de la
familia de Orlando. ¿Qué podía decirle? Aunque todo lo que decía Sellars fuera
verdad, los conspiradores del Grial no tenían por qué saber lo que había llegado a
descubrir él por su cuenta, cuánto había ahondado en el asunto hasta el momento.
—Orlando… esas actividades suyas en la red…
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—Ah —dijo de repente Vivien y, por primera vez, su máscara de actor de kabuki
se animó un poco—. ¿Esos hombres venían de su parte?
—¿Cómo?
—Los que me pidieron permiso para revisar los archivos de Orlando. Creo que
dijeron que eran investigadores del gobierno, algo relacionado con el síndrome
Tandagore. Es lo que dicen que tenía Orlando, ¿sabe?, al final. —Asintió despacio,
muy despacio—. Pero fue el día en que Orlando… Conrad había vuelto al hospital…
y yo no les presté atención… —Volvió a hundirse—. Pero no hemos encontrado al
bicho ese de Orlando, ese… agente. Es posible que se lo llevaran. Eso espero, porque
no soporto a ese bichito espeluznante.
—Un momento, Vivien, escúcheme —dijo Ramsey, y le pareció que de pronto
sostenía el peso de una tonelada en el cuello—. ¿Alguien ha ido a su casa a revisar
los archivos de Orlando?
—Me dejaron una tarjeta, creo… —Parpadeó y empezó a mirar alrededor—.
Estará por aquí, en alguna parte… espere.
Mientras ella estaba fuera del alcance de la pantalla, Ramsey intentó controlar un
súbito acceso de pánico. «No —se advirtió—, no te dejes llevar, no te conviertas en
un paranoico profesional. Pueden haber sido investigadores de verdad, del hospital tal
vez, o encargados de una misión del gobierno. Tandagore ha saltado a la prensa
últimamente, y es posible que algún estamento oficial esté investigando. —Pero no se
lo creía—. Además, ¿qué importa, si son del Grial? ¿Eh, qué importa? Tranquilízate,
hombre. Nunca hablaste de esto con Orlando Gardiner, no llegaste a conocer al chico
siquiera, solo viste un cuerpo caliente en coma en una cama. Pero el bicho ese… el
bicho Beezle. Si alguna vez encuentran ese dispositivo, el Programa Beezle, ¿qué
tendrá en la memoria?».
Cuando Vivien regresó, Ramsey casi había conseguido tranquilizarse.
—No lo encuentro —dijo—. No había más que un nombre y un número, creo. Si
lo encuentro, ¿quiere que le envíe la información?
—Sí, por favor.
Vivien guardó silencio.
—Fue un funeral muy bonito —dijo al fin—. Pusimos las canciones que más le
gustaban y acudió mucha gente del juego al que él jugaba. Los compañeros del País
Medio enviaron una especie de homenaje, que se reprodujo en la pantalla de la
capilla, con muchos monstruos y castillos y cosas así. —Se rio con una risita triste,
pero fue como si se le resquebrajara la máscara: le tembló la mandíbula y la voz se le
desgarró—. ¡Eran… niños! Como Orlando. Yo los odiaba, ¿sabe? Supongo que los
culpaba.
—Mire, Vivien, yo no soy su representante legal, al menos de forma oficial, pero
si alguien más reclama los archivos de Orlando, le aconsejo encarecidamente que no
se lo permita. A menos que se trate de la policía y esté segura de que son quienes
dicen ser. ¿Me comprende?
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—¿Qué pasa, señor Ramsey? —preguntó enarcando una ceja.
—No… no puedo hablar. Le prometo que cuando pueda le contaré algo. —
Intentó pensar. ¿Estarían en peligro Vivien y Conrad? No se le ocurría qué peligro
podría ser. Lo último que querrían esos tipos del Grial sería que saliera a la luz una
noticia aún mayor sobre otra tragedia relacionada con Tandagore—. Solo… solo
quería decirle que… —suspiró—, no sé, que se cuiden el uno al otro. Sé que ahora
mismo esto no significa nada, pero hay una posibilidad de que su sufrimiento no haya
sido inútil. Eso no mejora las cosas y solo le doy vueltas a lo terrible que es para
ustedes, pero…
Ya no había nada más que decir ni que pensar.
—No entiendo muy bien a qué se refiere, señor Ramsey —dijo retrayéndose un
poco, por desconfianza automática hacia todo lo que la obligase a ahondar más en el
horror, o porque, sencillamente, el esfuerzo de mantener una conversación humana la
había agotado.
—No importa, señora Fennis. Vivien. Hablaremos de nuevo.
Dejó que ella finalizase la conversación y desconectara. En esos momentos, era lo
único que podía hacer por ella.
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—Sí —resopló Ramsey—, e incluso los he visto mucho peores. En fin…, es que
estoy de un humor raro, después de la llamada a los padres de Orlando…
—¿Lo ha pasado mal?
—Muy mal. —Alzó la vista de repente—. Alguien ha ido a su casa a revisar los
archivos de Orlando.
Se extendió en los detalles. Mientras Ramsey hablaba, Sellars lo escuchaba
relajado y pensativo, pero con una mirada casi vacía, como si el arrugado anciano
estuviera haciendo averiguaciones, investigando, recorriendo su invisible telaraña de
conexiones.
—Tengo que estudiarlo a fondo —fue todo lo que dijo cuando Ramsey hubo
concluido. A continuación suspiró—. Estoy muy cansado.
—¿Quiere dormir un rato? Me encantaría salir a estirar las piernas.
—No quería decir eso, pero gracias. ¿Sabe algo más de Olga Pirofsky?
—Aún no. —Ramsey todavía estaba enfadado consigo mismo—. No tenía que
haber mandado ese mensaje, usted tenía razón. Debió de pensar que la regañaría, que
le diría que lo dejara todo y volviera inmediatamente. —Miró a Sellars—. Aunque
confieso que todavía no sé muy bien por qué no habría de decírselo.
Sellars le devolvió una mirada penetrante e inescrutable.
—¡Maldición! —exclamó con suavidad—. Se me había olvidado qué ya no tengo
silla de ruedas. —Con gran esfuerzo, se recolocó para poder mirar a Ramsey de
frente—. Como le dije, señor Ramsey, estoy muy cansado. No me queda mucho
tiempo y todos mis planes y mis necesidades no van a significar nada cuando el
tiempo se acabe. Según dijo la señora Dickinson una vez: «Como no me paré a
esperar la muerte, ella, gentilmente, se paró a esperar por mí» —citó, y meció la
cabeza sobre el delgado cuello.
—¿Está… enfermo?
—Por Dios, señor Ramsey, míreme —respondió riéndose con un sonido seco
como el viento en un canalón—. Hace cincuenta años que no estoy bien, aunque he
estado mejor que ahora en otros momentos, eso sí. Sí, estoy enfermo. Me estoy
muriendo. Ahí tiene lo irónico de todo este asunto: hago lo mismo que la Hermandad
del Grial, intento ganar la carrera a un caparazón físico que falla. Pero ellos quieren
conservar lo que arde en él, mientras que yo aceptaría apagarme gustosamente con tal
de que mi trabajo quedara concluido.
—¿Cuánto tiempo le queda? —preguntó Ramsey, que no acababa de entender a
ese hombre singular.
—Bueno —replicó Sellars, y dejó caer las manos en el regazo como ramitas
cruzadas—, unos meses, quizá, si no fuerzo mucho la máquina. Pero ¿qué
posibilidades tengo de no forzarla? —Enseñó los dientes con una sonrisa sin labios
—. He llegado tan lejos que podría trabajar veinticuatro horas al día sin moverme de
la silla, y ahora tengo el placer añadido de viajar en el compartimiento de la rueda de
la furgoneta del mayor Sorensen. —Levantó una mano—. No, por favor, no es
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lástima lo que pido; sin embargo, sí que podría hacerme usted un favor, señor
Ramsey.
—¿Cuál?
Sellars guardó silencio medio minuto, o eso le pareció a Ramsey.
—Creo —dijo al fin— que es mejor que le explique algunas cosas antes. No le he
contado a usted ni a los Sorensen todo lo que hay que saber sobre mí. ¿Le sorprende?
—No.
—Lo suponía. Permítame contarle una de las cosas menos interesantes, pero
quizá no del todo irrelevante, que ustedes no saben. Bien, es probable que el mayor
Sorensen lo sepa, puesto que tiene mi historial con todo lujo de detalles. No soy
estadounidense. No de nacimiento. Nací en Irlanda, bueno, en Irlanda del Norte, que
es como era conocida por entonces esa parte. Mi lengua materna es el gaélico.
—No tiene acento irlandés.
—Vine a vivir aquí con mis tíos cuando era muy pequeño. Mis padres pertenecían
a una secta católica poco conocida en el Ulster. Los dos murieron tempranamente,
pero eso es otra historia, y me mandaron a Estados Unidos. Antes, sin embargo, me
educaron para ser un soldado de la fe, y lo habría sido si ellos hubieran sobrevivido.
—¿Se refiere a… al IRA, el Ejército Republicano Irlandés?
—No, se trataba de un grupo mucho menor y menos responsable, una facción
disidente que se formó en los días en los que el proceso de paz había empezado en
serio, y que nunca se reconcilió. Pero eso no viene al caso.
—Lo siento.
—No, no. —Sellars asintió amablemente—. Con la locura de historias
enmarañadas que estamos viviendo, es difícil saber qué es relevante y qué no. Pero el
hecho es que fui criado en una familia muy católica. Y ahora que mi trabajo está a
punto de concluir, señor Ramsey, declaro que quiero tener la oportunidad de
confesarme.
—¿Usted…? —Ramsey tardó unos segundos en entender—. ¿Quiere
confesarse… conmigo?
—En cierto modo. —Sellars se rio con su risa de bocina otra vez—. Aquí no hay
sacerdotes, ¿no es usted el siguiente en el escalafón, como abogado que es?
—No lo entiendo, de verdad.
—No es cuestión de religiosidad, señor Ramsey. Es que estoy muy cansado y
muy solo. Necesito ayuda, y la mejor manera de ayudar es escuchar. He luchado solo
en esta guerra mucho tiempo. Estamos en una situación desesperada y ya no confío
en mí mismo tanto como para tomar solo todas las decisiones. Pero tiene que
entender la historia completa.
Ramsey le pidió que le disculpara un momento y fue al cuarto de baño a beber un
poco de agua y a refrescarse la cara.
—Lo dice como si hubiera detalles muy importantes sin revelar todavía —le
comentó, cuando hubo regresado—. ¿Qué es exactamente lo que quiere de mí?
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—Usted es abogado, ¿no? Limítese a escucharme, por favor, y después podrá
juzgar por sí mismo.
—¿Y por qué no el mayor? O Kaylene Sorensen. Es una mujer inteligente,
aunque esté un poco anticuada.
—Porque ya he puesto en peligro a su hija varias veces y ahora Christabel está
con ellos. No pueden ser objetivos.
—De acuerdo —dijo Ramsey tamborileando con los dedos en el brazo del sofá—.
Hablemos.
—Bien.
Sellars se reclinó sobre los cojines muy despacio, con sumo cuidado, y Ramsey se
imaginó a unos operarios de museo moviendo una obra maestra muy frágil.
«Supongo que eso es lo que es —pensó—, si todo lo que ha contado de sí mismo
es cierto».
—En primer lugar —anunció Sellars— no tropecé con el proyecto de la
Hermandad, la red del Grial, por casualidad. —Frunció el ceño—. Reservo esa parte
de la historia para más adelante, mejor, pero sepa, de momento, que a medida que me
daba cuenta de lo que había encontrado, seguía su progreso con creciente inquietud.
Y no solo por altruismo, señor Ramsey, sino que la Hermandad me parecía una
amenaza para el más importante de mis proyectos, y me desesperaba.
—¿Qué proyecto?
—Morir. No es que fuera difícil para mí, señor Ramsey. Al contrario, con la
nanomaquinaria que he adquirido y mi sistema original de circuitos, tengo un control
tan completo sobre mi cuerpo que podría cortar el flujo de la sangre al cerebro con un
solo pensamiento.
—Pero entonces ¿por qué estaba vivo todavía, antes de descubrir lo del Proyecto
Grial?
—Porque llevaba mucho tiempo sopesando los pros y los contras, señor Ramsey.
Por un lado, las ganas de vivir que todo el mundo tiene, mis placeres y mis intereses,
por solitarios y limitados que sean. Por el otro, el dolor. Las numerosas
intervenciones quirúrgicas, todo lo que ha crecido dentro de mis huesos y mis
órganos, la sobrecarga de mi sistema glandular… ser yo es doloroso, señor Ramsey.
Mi vida es un sufrimiento.
—Pero si tiene tanto control sobre su cuerpo, podrá suprimir el dolor, ¿no es así?
—Cuando descubrí la Hermandad, no tenía tanto control como ahora; pero sí,
incluso entonces, es posible que hubiera podido paliar la sensibilidad de las manos y
la piel, aislar el cerebro del resto del cuerpo. Pero entonces, ¿para qué seguir vivo?
Mi yo físico está muy reducido. He vivido mucho tiempo encerrado en mi mente casi
a todas horas, como suelen hacer los prisioneros. ¿Quería renunciar a sentir la brisa
en la cara? ¿Al sabor de las pocas comidas que puedo comer?
—Creo… creo que lo entiendo.
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—Y en realidad, la compensación no iba a merecer la pena porque el tiempo ya se
me echaba encima. Entonces, la red del Grial levantó la cabeza, un problema que yo
no podía pasar por alto sin más. Sin embargo, no pensaba que mi intervención fuera a
ser necesaria, una vez superadas las primeras fases: fue como plantar semillas, por así
decirlo. Quería encontrar un grupo de gente de confianza, enseñarles lo que sabía;
después, sería libre para hacer lo que deseaba. Incluso les di mi verdadero nombre,
así que, como puede imaginar, no pensaba quedarme mucho tiempo. Pero las cosas se
torcieron desde el comienzo: la invasión de la isla de Atasco, el extraño
comportamiento del sistema operativo, que impedía desconectarse a los que yo
llamaba, con ciertas dudas, mis voluntarios… Y aquí me tiene ahora, cuando más me
necesitan.
—¿Y qué puedo hacer, además de escuchar?
—Escuchar es muy útil, no lo dude. Poder hablar abiertamente es un placer
indescriptible en sí mismo. Pero además tengo otras necesidades muy concretas.
Estoy luchando en muchos frentes al mismo tiempo, señor Ramsey…
—Llámeme Catur, por favor. O Decatur si le parece menos informal.
—Decatur. Un bonito nombre. —El anciano parpadeó lentamente reorganizando
las ideas—. Muchos frentes. Primero, ese grupo de aliados nuestros que está sitiado
en Sudáfrica. La Hermandad también ha puesto en marcha varios planes que hay que
seguir muy de cerca, a los que hay que oponer resistencia encubiertamente. Y lo más
importante, la lucha constante por localizar y ayudar a las personas que he
introducido en la red del Grial. Y aquí es donde usted… y la señora Pirofsky… entran
en escena.
—No entiendo.
—¡Fiuuu! —suspiró Sellars como una flauta—, quizá cuando oiga lo que le voy a
contar entienda el porqué de mi frustración y mi hastío. He intentado localizar a mis
voluntarios y ponerme en contacto con ellos en el sistema desde que me vi obligado a
abandonarlos por primera vez en la simulación de Atasco, pero desde el momento en
que la red del Grial empezó a ser operativa, me ha sido imposible superar el sistema
de seguridad de la red. Ya le había contado algo sobre el sistema operativo, ¿verdad?,
sobre su extraña afinidad con los niños. He comprobado que si intento conectar al
pequeño Cho-Cho, en un determinado punto del proceso, en un nivel suficientemente
alto, el sistema operativo le deja pasar. A mí no, por más trucos que use para
disimular la intrusión, el sistema operativo siempre me bloquea, y a veces de una
forma muy dolorosa; pero al niño de verdad siempre lo admite.
—Pero eso es bueno, ¿no?
—No ha captado la totalidad del problema, señor Ramsey. Decatur, perdone.
Imagine que tiene una caja cerrada llena de cuentas pequeñas y una sola aguja para
atravesar la pared de la caja y tocar una cuenta en particular que puede estar en
cualquier parte. ¿Cómo lo haría?
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—Yo… —Ramsey frunció el ceño—. No podría, supongo. ¿Es una pregunta con
trampa?
—Ojalá. Pues ese es el problema, seguir la pista a mis voluntarios.
Afortunadamente, eso significa que la Hermandad tampoco ha podido seguirles la
pista. Paul Jonas, el hombre que ayudé a escapar, parece que los ha burlado durante
bastante tiempo.
—Pero usted entró en contacto con ellos en un par de ocasiones, ¿no? Lo dijo
usted mismo.
—Sí. Yo hice que Cho-Cho llegara al lugar adecuado. Eso fue un pequeño éxito
del que me sentí muy orgulloso. ¿Sabe cómo lo llevé a cabo? El sistema operativo,
esa red neuronal casi humana o lo que quiera que sea, parecía fascinado con mis
voluntarios. Les prestaba una atención particular y pude seguir más o menos la pista
de sus respectivos paraderos observando con atención la forma de actuar del sistema.
Permítame que le enseñe una cosa. —Sellars hizo, un gesto y el partido de jai alai que
se retransmitía desde Suramérica en la pantalla desapareció. En su lugar apareció una
vista inusitada en gran angular de una maraña verde en pleno desarrollo—. Este es mi
jardín, mi lugar de reflexión —dijo Sellars—. O mi téarmunn, como se diría en mi
lengua materna. Cada fuente de conocimiento que tengo está ahí representada en
forma de árbol, musgo, flor u otras plantas. Así pues, lo que está viendo ahora mismo
no es en absoluto un jardín, sino la representación total y actualizada de toda la
información que poseo. O mejor dicho, lo que está viendo es el aspecto que tenía
hace una semana. ¿Ve usted esos rastros oscuros en forma de hongo que brotan del
suelo? ¿Allí y allí? ¿Y eso grande de ahí, bajo la superficie? Eso era el sistema
operativo. Un nodo de actividad como ese me reveló que gran parte del potencial del
sistema se estaba empleando ahí. Muchas veces, aunque no siempre, eso significaba
que el sistema estaba controlando parte de la tarea de mis voluntarios. Como puede
comprobar, se han dividido en varios grupos.
—Entonces usted puede utilizar a un niño como Cho-Cho para entrar en el
sistema. Puede hacerse una idea aproximada de dónde está su gente por la forma del
sistema operativo. —Ramsey entrecerró los ojos mirando las complejas formas
verdes que aparecían en la pantalla—. ¿Cuál es el problema?
—Así estaban las cosas hace una semana. Ahora están así.
La diferencia sorprendió incluso a Ramsey. El jardín de Sellars parecía haber
sufrido una helada asesina. Estructuras completas habían desaparecido, otras estaban
ennegrecidas o marchitas. No sabía lo que significaba todo eso, pero sin duda había
ocurrido algo devastador.
—El sistema operativo. No… está.
—Sí, está en parte, pero se ha reducido drásticamente, o quizá se ha retirado. —
Sellars destacó brevemente unos cuantos puntos en el árido jardín—. Ahora está
actuando como una simple máquina, como si sus funciones avanzadas hubieran sido
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destruidas. No lo entiendo. Y lo que es peor, ya no hay ninguna conexión que pueda
usar para localizar a mi gente dentro del sistema. Los he perdido.
—Comprendo su preocupación…
—Y hay más. ¿Ha notado lo callado y huraño que ha estado hoy Cho-Cho?
Anoche tuvimos una experiencia muy mala. Como no podía localizar a ninguno de
mis voluntarios, intenté conectar al chico, aunque solo fuera para saber algo sobre el
estado actual de la red. Casi nos matan a los dos.
—¿Cómo?
—El sistema operativo ya no actúa como antes, al menos en cuanto a permitir
intrusiones en la red. No hay más excepciones con los niños ni con nada. La
vigilancia de la red del Grial, mortalmente peligrosa todavía por razones que nunca
he sido capaz de comprender, ahora no deja ni el menor resquicio. Nada entra y nada
sale.
Ramsey tuvo que sentarse a pensar en todo eso un momento.
—Entonces, ¿las personas que introdujo en el sistema están… perdidas?
—En este momento sí. Completamente. Es una sensación de impotencia muy
grande, Decatur. Y aquí es donde entra usted en escena.
—¿Yo? Sea lo que sea, no creo que un pleito vaya a mejorar mucho las cosas.
—Estamos mucho más allá de esa fase —dijo Sellars con una sonrisa poco
animosa—. Sé que no puede entender del todo mi jardín pero, créame, no hay tiempo.
Las cosas están cambiando muy deprisa. Todo el sistema del Grial es sumamente
inestable y está en peligro de venirse abajo.
—Pero eso es bueno, ¿no?
—No. No mientras la salud de los niños esté todavía en manos de la red. No
mientras las personas a las que metí en esta guerra estén todavía atrapadas en ella.
Usted ya ha visto morir a un niño mientras todos esperábamos impotentes. ¿Quiere
hacer la misma llamada a los padres de Salome Fredericks?
—No, Dios, por supuesto que no. Pero ¿qué puedo hacer yo?
—Cuanto más lo pienso más me reafirmo en que Olga Pirofsky puede ser nuestra
única esperanza. He intentado penetrar en el sistema de todas las formas posibles. He
intentado pinchar la conexión de mis voluntarios desde el exterior, pero aunque pueda
acceder a la conexión, todavía hay algo que me impide seguir el enlace más allá del
sistema de seguridad y entrar en la red.
—Pero ¿qué demonios va a hacer Olga Pirofsky? No es más que una mujer
bondadosa que oye voces.
—Mucho, seguramente, si cumple su objetivo con éxito. Ella podría facilitarnos
lo que necesitamos en este momento, el acceso al sistema personal de Félix Malabar.
—Félix Malabar… —repitió Ramsey parpadeando.
—Si alguien es capaz de eludir la vigilancia de la red, es el hombre que la creó. Si
hay alguna forma de ponernos en contacto con la red del Grial y, por consiguiente,
con las personas que corren peligro de muerte, es a través del sistema de Malabar.
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—Pero ¿Olga…? Lo que usted necesita no es una mujer entrañable de mediana
edad, sino una especie de Jesucristo, no sé, ¡una unidad táctica! ¡Comandos! Es un
trabajo para el mayor Sorensen, no para una presentadora de espectáculos infantiles.
—No; es precisamente un trabajo para una persona como Olga. El mayor
Sorensen va a ser muy útil, se lo puedo asegurar, necesitaremos toda su experiencia
en sistemas de seguridad. Pero nadie puede ir nadando de noche a la isla de Malabar,
eludir las atenciones de su ejército privado y escalar por el exterior de la torre como
una especie de espía heroico. La única forma de que alguien entre en la fortaleza del
enemigo es si él… o ella… es invitada a entrar.
—¿Invitada a entrar? Dejó el empleo, Sellars. Ni siquiera trabaja ya en esa
compañía. ¿Cree que van a decir: «Ah, qué gracioso, una exempleada descontenta
que oye voces y está de baja médica. ¡Vamos a llevarla a ver al jefe!»? Es una locura.
—No, Decatur, no creo que vaya a ser así. Ni nos convendría. Entran y salen
personas de esos edificios con frecuencia, y nadie se da cuenta. El personal de
limpieza, los hay a cientos, la mayoría mujeres pobres de otros países. Es más
probable que Olga Pirofsky consiga entrar empujando una aspiradora que el mayor
Sorensen conduciendo un tanque.
Página 258
—Por supuesto, adelante.
Se sobresaltó cuando Sellars dejó de controlar la pantalla y, al desaparecer el
jardín, apareció una especie de carrera de coches por lo que parecía un recorrido
minado. Ramsey bajó el súbito volumen rechinante. La repetición a cámara lenta de
las imágenes de un vehículo blindado dando vueltas en el aire, después del destello de
una gran explosión, le hizo pensar en las horribles quemaduras de Sellars.
—Un momento —dijo volviéndose a él.
El anciano había cerrado los ojos y Ramsey sintió gran lástima por él. ¿Por qué
no dejaba en paz a ese pobre tullido del demonio? Aunque solo fuera verdad la mitad
de lo que le había contado, el viejo piloto merecía descansar cuanto pudiera… Pero
Catur Ramsey había pasado sus primeros años trabajando en la oficina de un fiscal y
nunca había abandonado del todo las viejas costumbres.
—Espere un momento. Una cosa más antes de que se duerma.
—¿Sí? —Los ojos amarillos parpadearon y se abrieron, atentos y serios como los
de un búho—. ¿Sí?
—Dijo que iba a contarme la verdad sobre cómo descubrió lo de la red del Grial.
—Decatur, estoy agotado…
—Lo sé. Y lo siento. Pero si Olga vuelve a llamar, tengo que pensar en lo que voy
a decirle. No me gustan los finales abiertos. ¿Se acuerda de lo que me dijo sobre
confesarse?
—Esperaba que lo hubiera olvidado —dijo Sellars roncamente. Se irguió un poco
con gran esfuerzo, y cada pinchazo de dolor que acusaba era un reproche para su
interlocutor. Ramsey hizo lo que pudo para no dejarse ablandar—. Muy bien —dijo,
cuando acabó de acomodarse—. Le revelaré el último fragmento de la historia. Y
cuando termine de contarle todo lo que he hecho, espero que tenga en cuenta que una
confesión no está completa sin la posibilidad de recibir la absolución. Y la necesito,
después de tanto tiempo.
Y así, en una habitación iluminada solo por el resplandor de la pantalla, por
imágenes mudas de destrucción y triunfo en alguna parte del mundo, Sellars empezó
a hablar. Y a medida que escuchaba las serenas palabras del anciano, la confusión y la
sorpresa de Catur Ramsey se transformaban en otra cosa totalmente distinta.
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16. Tierras yermas
PROGRAMACIÓN DE LA RED/ENTRETENIMIENTO: Contrato roto por agallas.
(Imagen: Orchid y el abogado). Voz en off: Homeground Netproduct ha excluido
al actor Monty Orchid de su próxima serie Muérdeme el Beethoven a causa de su
reciente operación de cirugía estética. Orchid, más conocido por su papel de hijo
separado del doctor en la serie Sol de Hormigón, tenía que hacer el personaje de un
estudiante de conservatorio de música que a la vez es mercenario del gobierno, pero
Homeground alega que el cambio quirúrgico supone una violación de contrato.
Orchid ha presentado demanda.
(Imagen: Orchid en conferencia de prensa). ORCHID: Podían haber trabajado
conmigo… Podíamos haber convertido al personaje en una especie de mutante
acuático, o sea, músico durante el día y hombre rana saboteador por la noche. Pero
no tienen imaginación.
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—Igual que los demás —le aseguró Martine—. Algunos puede que incluso peor,
si cabe.
Apareció tan lentamente debido, quizá, a que la espesa niebla o la oscura agua
fría amortiguaban su vibración normal, que Paul y los demás ya estaban encima
cuando se dieron cuenta.
—¡Controla eso! —dijo T4b—. ¡Allí, en el agua, alrededor de la barca, esa luz
azul!
—¡Madre de Dios! —exclamó Martine jadeando—. No podemos seguir por el
río. ¡A tierra!
Empezaron a luchar contra la mansa corriente con las bellas molduras talladas de
armarios y cómodas que habían sustraído de los palacios. Cuando la proa de la
pequeña embarcación encalló en el fondo, saltaron al agua helada y se dirigieron con
dificultad a tierra firme, perdiendo varias de las preciadas alfombras por el camino.
—No quiero presionarte, Martine —dijo Paul, que empezaba a tiritar de frío
porque tenía los pies mojados—, pero vamos a congelarnos si esto dura lo suficiente.
—Estamos en el final de la simulación —replicó ella asintiendo distraída—.
Busco la información de la entrada.
El río y sus orillas casi se desvanecían en la niebla unos cientos de metros más
adelante, pero algún ardid de la programación de la simulación daba visiones fugaces
de mayores distancias, y parecía que había más río y más terreno a lo lejos. Paul se
preguntó cómo habría sido todo aquello antes de que Miedo lo destruyera con ese
hielo mortífero, ¿una ilusión de un desierto interminable?
—Creo que lo tengo —anunció finalmente Martine—. Remolquemos el bote con
nosotros para no perderlo. Hay que continuar adelante.
Siguieron a la pequeña figura envuelta en alfombras por los montículos de nieve
como un grupo de montañeros perdidos que procura no alejarse del sherpa. T4b era el
más lento. Caminaba por la orilla del río con la cuerda del bote en la mano, tirando de
la pequeña embarcación contracorriente. Apenas había hablado durante el viaje,
incluso había dejado de lado su letanía habitual de quejas; tanto era así que Paul se
preguntó si no estaría pasando por una especie de cambio de personalidad.
Paul no pudo evitar acordarse de un joven soldado de su escuadrón, un muchacho
de Cheshire, de cara afilada y afeminada, que tenía la costumbre de hablar de la
familia que había dejado en su tierra como si todo el mundo en las trincheras la
conociera y quisiera saber lo que decía y lo que pensaba cada miembro. El primer
bombardeo fuerte lo sumió prácticamente en el silencio. Tras comprobar la realidad
de lo que los alemanes querían hacer con ellos, se hizo tan parco en palabras como el
más reconocido misántropo de las trincheras. Seis semanas después, un proyectil de
artillería acabó con él en Savy Wood. Paul no recordaba haberle oído hablar en
muchos días, antes de su muerte.
Página 261
Se detuvo sobresaltado. Martine se había parado delante de él y examinaba con
sus ojos de ciega la niebla que se arremolinaba como si leyera instrucciones en un
indicador urbano.
«¿Pero a qué le das tantas vueltas? ¿A lo que le pasó al desgraciado de Savy
Wood? ¡No era real! O tus recuerdos no lo son. Fue todo fantasía».
Pero parecía de verdad. Los detalles que recordaba de la simulación de la Primera
Guerra Mundial no se diferenciaban mucho de los recuerdos de su vida real, ni del
trabajo rutinario y mohoso de la Tate ni de la desquiciante temporada que pasó en la
torre fortificada de Malabar.
«Entonces, ¿cómo sabes si alguno de esos recuerdos es auténtico? —Era una
cuestión que no quería afrontar, y menos en esos momentos, entre la niebla helada
que posiblemente ocultara el final de la simulación, los acantilados del limbo—.
¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes siquiera que tu verdadero nombre es Paul Jonas, que
lo que tú crees que sucedió, realmente sucedió?».
—Acercaos. —La voz ronca de Martine espantó a los fantasmas—. Tenemos que
pasar agarrados de la mano, para estar seguros.
—¿Has encontrado Egipto?
Paul alargó el brazo y cogió la mano callosa de Florimel en el mismo momento en
que ella se agarraba a la mano libre de T4b.
—Si… simplemente seguid hacia delante co… conmigo. Ya os lo explicaré
cuando hayamos pa… pasado. ¡Rápido! ¡Me estoy muriendo de frío!
Avanzaron por una maraña de inestable luz azul que se les enredaba entre los
pies; las chispas vibraban en el aire como luciérnagas borrachas. Paul sintió que la
electricidad estática le ponía los pelos de punta.
«Hasta el último detalle —se maravilló—. Han pensado hasta en el último…».
Veinte pasos después, entró en una atmósfera ardiente, con un sol que le cayó
encima como un martillazo.
El río seguía fluyendo, pero ahora, a cientos de metros de distancia por debajo de
ellos, resplandeciente bajo un sol de castigo, por el fondo de un cañón escabroso de
barro rojizo. La polvorienta carretera en la que se encontraban no llegaba a los diez
metros de anchura. Era como si estuvieran otra vez en la pista de la montaña de
cristal negro que conducía a la cumbre.
—Es… El directorio decía que esto es… —Martine parecía un poco aturdida—.
Dodge City. ¿Eso no está en el viejo Oeste americano?
El silbido de sorpresa de Paul fue interrumpido por un espantoso chillido de T4b.
Se volvieron y vieron que el adolescente tropezaba al alejarse de lo que antes era el
bote, que se había transformado en un carromato grande con ruedas radiadas. Aunque
la transformación era sorprendente, el sobresalto no se debía al carromato, sino a la
bestia uncida a él.
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—Te… tenía agarrada la cuerda de la barca, la cuerda… —balbuceó T4b
deteniéndose al lado de Paul— y…, y al llegar aquí, ¡estaba tirando de eso!
El animal negro y lanudo que tiraba del carro recordaba por su forma a un
caballo, pero tenía las patas traseras demasiado largas, y las delanteras terminaban en
una especie de manos nudosas como de simio grande. La cara era alargada, pero no
tanto como la de un caballo, y a los lados de la abultada frente se abrían unas orejas
minúsculas.
—¿Qué es? —preguntó Paul. El animal pastaba la hierba fresca del margen de la
estrecha y polvorienta carretera inclinando la testuz—. ¿Una especie extinguida?
—Nunca lo había visto —dijo Florimel—, jamás había visto un animal así, con
dedos. Creo que es inventado.
—No esperaba nada de esto. —Martine giró su mirada de invidente hacia el
cañón. Al otro lado, a lo largo del perfil de la cordillera, se divisaban unas figuras
retorcidas que Paul tomó en principio por ojeadores humanos, pero después vio que
eran cactus—. No… pensé que hubiera montañas tan grandes en Kansas, ni siquiera
en el siglo XIX.
—¿Por qué estamos aquí?
Paul agradeció el calor del sol, incluso estaba empezando a sudar un poco. Tiró al
polvo de la carretera las alfombras, que habían cambiado de dibujo, pero en esencia
eran iguales.
—Como decía un chiste antiguo —dijo Martine—, tengo una noticia buena y otra
mala. La buena es que la simulación de Egipto todavía existe, o al menos todavía se
encuentra en el directorio. La mala es que no hemos podido acceder a ella desde el
mundo de las mil y una noches.
—¿Podemos llegar desde aquí?
—No si cruzamos hasta la otra punta —dijo—. La entrada del río que hay al final
de esta simulación conduce a un lugar llamado país de las sombras, o así era antes.
Pero parece que hay una entrada secundaria, de las que pueden estar en cualquier
parte, que podemos utilizar.
—¿Y esa nos llevará a Egipto?
—Sí, eso creo. No puedo asegurároslo porque algunos códigos que indicaban la
situación eran indescifrables para mí. Pero creo que las perspectivas son buenas.
—¡Eh! —gritó T4b—. ¡Controla eso! —Había retrocedido unos cuantos metros
carretera arriba y miraba con detenimiento entre la hierba seca—. Un agujero, pero
con una especie de marco alrededor, una cueva del tesoro o así.
—Ven aquí, Javier —le dijo Florimel—; por lo que dices, puede ser la boca de
una mina. Es un sitio peligroso.
—Entonces, ¿qué? —preguntó Paul—. ¿Dónde crees que puede estar esa otra
entrada?
—Si esta simulación se llama Dodge City —contestó Martine encogiéndose de
hombros—, yo diría que la ciudad es un buen lugar para empezar a buscar. —Señaló
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al fondo del cañón—. Si estamos en un extremo de la simulación, será por ahí. ¿Se ve
algo?
—Desde aquí no. —Se volvió hacia Florimel—. ¿Sabes algo de caballos, si es lo
que representa ese bicho?
—He tratado a unos cuantos —contestó dedicándole una adusta sonrisa—. Otra
de las ventajas de haberme criado en una comuna rural. ¿Por qué no echas las mantas
en la carreta y nos sentamos encima? —Se volvió a llamar a gritos a T4b, que estaba
en la carretera, más atrás; solo se le veía un copete de pelo negro por encima de los
hierbajos y un brazo que se movía de arriba abajo como si hiciera señas—. Maldito
seas, Javier, si te caes ahí dentro y te rompes las piernas, no seré yo quien te saque.
¡Ven a ayudarnos!
—Es superhondo —dijo T4b cuando se reunió con ellos de nuevo, segundos más
tarde—. Tiré una piedra y tardó como un minuto en llegar abajo.
—¡Dios! —exclamó Paul perdiendo la paciencia—. ¿Nos ponemos en marcha o
no?
Se amontonaron en el carromato. Florimel se las había arreglado muy bien para
amansar al equinoide aunque, mientras ella se encaramaba al pescante y tomaba las
riendas, a Paul le pareció que el animal miraba a los demás con desconfianza. Cuando
toda la comitiva se hubo sentado en las duras tablas, Florimel chasqueó la lengua
suavemente y el animal empezó a bajar la pendiente. La carretera era estrecha y el
cañón se abría en picado a la izquierda, una caída de varios segundos, si alguno
tuviera la mala suerte de intentarlo, por lo que Paul agradeció el paso lento de la
bestia.
—Es muy extraño —dijo Florimel—. Es el valle de un río pero parece tan… en
bruto —y, ciertamente, las paredes del cañón tenían un colorido a vetas rojas,
marrones y naranjas que brillaban como la carne fresca—, como nuevo…
—Nunca había estado aquí —dijo Paul—, me refiero al mundo real, pero estoy de
acuerdo con Martine. No creo que haya muchas cordilleras en Kansas. T4b, ¿sabes
algo al respecto?
El joven estaba mirando fijamente por la parte de atrás del carromato.
—¿Sobre qué?
—Sobre Kansas.
—Es una ciudad o algo así, ¿correcto?
Paul suspiró.
—Todo esto es nuevo —dijo Martine—. Al menos, lo que percibo de la
información geológica, por llamarlo de alguna manera, indica que ha sufrido muchos
cambios y que todavía está cambiando. —Frunció el ceño—. ¿Qué es ese «clan clan»
que se oye?
—La suspensión del carromato, quizá, es rudimentaria —dijo Florimel con
acritud—. A propósito, si os fijáis, esta cosa que tira de nosotros no es lo que yo diría
un animal autóctono de Estados Unidos. La verdad es que me recuerda…
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—¡Toma! —gritó T4b de repente—. ¡Controla eso! ¡Mira!
Paul se giró y vio una silueta brillante que salía deslizándose del pozo de la mina.
Al principio solo se veían múltiples estallidos de luz, hasta que una cabeza enorme se
inclinó a mirarlos. Una vez desaparecidos los reflejos de luz, Paul lo vio de repente
con claridad.
—¡Dios del cielo! —exclamó—. ¡Es una especie de serpiente!
Pero no era una simple serpiente, sino otra cosa, como el caballo, un animal
conocido y desconocido a la vez. Cuando la monstruosa criatura hubo sacado la
mayor parte de su cuerpo fuera del pozo, vieron que lo tenía tachonado de fragmentos
de cobre y plata, como si tuviera huesos de metal y le sobresalieran entre el dibujo de
la correosa piel. En vez de tener una forma tubular uniforme, estaba articulada como
algunos juguetes infantiles, pero lo más extraño de todo eran las ruedas que tenía
debajo de cada segmento, que parecían grandes botones de hueso.
—¡Es…! —Incoherentemente, con el corazón palpitando de miedo, se esforzó
por dar con el término apropiado—. ¡Es el tren de la mina… vagones cargados de
mineral!
La cosa se retorció chirriando y crujiendo en dirección a la carretera. Intentó
describir un círculo, pero no había suficiente espacio para sus grandes anillos en el
terreno llano que discurría por el borde del precipicio. Tambaleándose, alzó las dos
secciones delanteras amenazadoramente a varios metros de altura. Por un momento,
pareció que sus enormes ojos de color rosa cuarzo se fijaban en el carromato, parado
y desamparado, y Florimel tuvo que tranquilizar a la aterrorizada criatura equina. Una
lengua como un río sólido de mercurio fustigó el aire dos veces, y después, a una
velocidad de vértigo, la serpiente agachó la cabeza y empezó a deslizarse carretera
abajo hacia ellos.
—¡Todos abajo! —gritó Paul—. ¡Viene hacia aquí! ¡Tenemos que echar a correr!
—¡De eso nada! —T4b se bajó del carromato, corrió hasta el pescante y le quitó
las riendas a Florimel—. Esto ya lo he hecho yo una vez, como en ¡Baja Hades!
Fustigó al animal en el costado con las riendas hasta que le arrancó un silbido
agudo de dolor y sorpresa; a continuación, el equinoide empezó a brincar carretera
abajo tan súbitamente que casi vuelca el carromato. Lo único que pudo hacer Paul fue
agarrarse a los laterales. En cuanto recobró el equilibrio, el carromato tomó una curva
y Paul salió impulsado hasta el otro lado, donde chocó contra Martine y a punto
estuvo de tirarla por la barandilla. La especie de serpiente quedó atrás y dejaron de
verla.
—¡A volar! —dijo T4b con un alarido—. ¡Te lo dije, ya lo había hecho antes!
—¡No estamos jugando! —le gritó Paul—. ¡Esto es real, maldita sea!
Florimel aprovechó un tramo en línea recta para lanzarse a la parte de atrás del
carromato con los demás. Se agarró con fuerza a la barandilla, al lado de Paul.
—Si salimos de esta —jadeó—, lo mato.
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Las posibilidades de que eso sucediera mermaron rápidamente. Cuando el
carromato, que ya iba escorado, se embaló por una pendiente cada vez más
pronunciada, la enorme cabeza de la serpiente apareció por detrás, en una curva,
arrastrando el cuerpo a sacudidas. Además de una gran potencia muscular, tenía
ruedas, y les estaba dando alcance.
Rodaron con gran estruendo por las piedras de la carretera. Paul se elevó,
ingrávido, y después, por la propia gravedad, volvió a caer de golpe encima de las
tablas. Un cuerpo, el de Florimel o el de Martine, cayó de repente encima de él y le
cortó la respiración de forma que, durante un instante, no vio más que estrellitas en el
aire.
Un segundo después, el carromato basculó de forma alarmante sobre dos ruedas
cuando el caballo, aterrorizado, tomaba otra curva. Desde su posición, a Paul le
pareció que se habían salido de la carretera y estaban suspendidos en el vacío.
Cuando las cuatro ruedas tocaron el suelo de nuevo, Paul se apoyó en las manos y
en las rodillas para incorporarse, con la idea de llevar a cabo inmediatamente el plan
de Florimel de matar a T4b, por si no salían de aquella. En cambio, al levantar la
vista del fondo del carromato, vio la horrible cara de su perseguidor a pocos metros
de distancia. La criatura también lo vio. Abrió la boca, enorme, llena de mugrientos
colmillos de hierro, y dejó al descubierto una profundidad negra tan impenetrable
como el foso del que había salido arrastrándose. Paul decidió no estrangular al
adolescente todavía.
—¡Qué nos alcanza! —gritó.
T4b se agazapó más en el banco chasqueando las riendas contra el lomo del
equino, pero el animal ya no daba más de sí. Rebotaron otra vez y Paul se vio de
nuevo en al aire un momento, con el corazón paralizado, y tuvo la certeza de que iba
a salir lanzado por la parte de atrás del carromato, directo a las fauces que le
esperaban. Sin embargo, chocó contra Florimel y los dos resbalaron hasta estrellarse
contra la barandilla de la parte de atrás.
—¡Agárrala! —gritó Florimel mientras él intentaba recobrarse.
En ese momento Paul no entendió a qué se refería la mujer, pero enseguida vio
que Martine se había empotrado también contra la parte de atrás, pero en tal postura
que casi había salido volando. Se aferraba con una pierna y un brazo, y la pierna
izquierda se le balanceaba a unos centímetros del polvo; estaba tan aturdida que ni
siquiera podía gritar.
Paul se arrastró como pudo a lo largo de la barandilla, pero tenía que forcejear
contra el incesante rebotar del carromato y no conseguía agarrar a Martine por
ninguna parte. Florimel lo sujetó y le ayudó a anclarse mientras él intentaba asir
mejor a Martine. T4b miró atrás alarmado y el equinoide aminoró un poco el paso
como si notase que no le prestaban atención. La serpiente emitió un silbido chirriante
y se alzó detrás de ellos cerniéndose imponente sobre el carromato como un
terrorífico mascarón de proa de una nave vikinga.
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El carromato se ladeó repentinamente a la derecha cuando el tiro tomó otra curva
cerrada. Paul, Florimel y Martine fueron lanzados hacia el lado que se abocaba al
precipicio. Por un instante, Martine voló por encima, suspendida en el aire, sin otra
cosa bajo los pies que los estratos coloreados del cañón. Paul notó que la manga de la
mujer empezaba a rasgarse entre sus dedos y que la tela se separaba de las costuras, al
mismo tiempo que la cabeza de dragón descendía hacia ellos como una flecha y las
enormes mandíbulas de piedra tableteaban a un palmo de su cabeza.
Tiró de Martine hacia el carro y la mujer aterrizó golpeándose el cráneo contra la
barandilla. La serpiente se alzó otra vez, después se detuvo, de repente rodó hacia un
lado con un chirriante silbido de alarma y la cabeza se precipitó por el barranco.
Paul se puso a mirar de rodillas. La cola de la serpiente no había podido tomar la
última curva cerrada en el momento en que la cabeza se había lanzado sobre la presa.
La mayor parte de la serpiente se había deslizado pendiente abajo levantando polvo.
La enorme cabeza se sacudía de acá para allá intentando llegar a las secciones de la
cola que todavía estaban en la carretera, pero los últimos segmentos seguían
resbalando por el precipicio. Con un chirrido como de frenazo fallido, la cabeza
intentó alcanzarlos una vez más y el sol se reflejó en los tachones de cobre; después,
desapareció por la ladera como arrastrada con una cuerda.
Momentos más tarde, oyeron el eco de un golpe seco, el sonido de un tren que se
estrellaba de cabeza contra el suelo.
Paul se desplomó en el fondo del carromato. Martine y Florimel se tumbaron a su
lado jadeando rápida y superficialmente. El carromato todavía bajaba traqueteando a
bastante velocidad por la sinuosa carretera, escorándose de forma peligrosa en cada
revuelta.
—¡Se ha ido! —gritó—. ¡Javier, la serpiente ya se ha ido! ¡Frena!
—¡Este chisme se ha atascado! ¡No puedo frenar!
Exhausto, Paul se incorporó. El chico tiraba de las riendas con todas sus fuerzas
pero, aunque el caballo había ralentizado un poco el paso, todavía bajaba por la
carretera de montaña casi al galope.
—El animal no puede aflojar la marcha —gruñó Florimel, que estaba tumbada a
su lado—. El carromato se le caería encima. ¡Busca el freno!
—¿Freno? ¿En un carromato?
—¡Dios bendito, por supuesto!
Pasó gateando al lado de Paul y se echó sobre el regazo de T4b. Agarró algo y
tiró hacia arriba. Se oyó un sonido semejante a un gemido y las ruedas se clavaron
durante unos instantes; después siguieron rodando más despacio que antes.
—¡Maldita sea! —exclamó Paul—. No te imaginas lo mucho que me alegra que
supieras hacer eso.
Todavía bajaban por la cuesta a una velocidad considerable, pero con las cuatro
ruedas en contacto con el suelo. Paul, Martine y Florimel volvieron arrastrándose al
centro del carromato mientras la montaña rocosa pasaba a toda velocidad.
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—¿Estáis todos bien? —preguntó Paul.
—Me he desollado las manos —se quejó Martine—. Por lo demás, creo que
sobreviviré.
—¡Oye! —gritó T4b—. ¿No hay carga para el conductor?
—¿Qué? —Florimel se frotó las rodillas magulladas—. ¿Está pidiendo droga?
—¡Carga! —dijo T4b, y se echó a reír—. ¡Un bonus, ya sabes!
Paul, que estaba al menos remotamente familiarizado con la jerga de la calle, fue
el primero en entenderlo.
—Las gracias. Quiere que le demos las gracias.
—¿Darle las gracias? —Gruñó Florimel—. Le daría una paliza soberana si no
tuviera miedo de caerme por la pendiente.
—A que no te comió la serpiente, ¿eh? —replicó T4b con cara de pocos amigos
—. ¡No sé de qué te quejas!
—Has hecho un buen trabajo, Javier —dijo Martine—. Ahora, por favor, no dejes
de mirar al camino.
Paul estiró las piernas en busca de una postura firme, se recostó contra la parte
delantera del carromato y se quedó mirando las curvas de la carretera por donde
acababan de pasar. El sol deslumbraba, casi había llegado al mediodía. Había
destellos de metal por todas partes, en todo el accidentado paisaje.
—Dudo que la serpiente y el caballo que tira de nosotros formaran parte de la
dotación original de este lugar —dijo—. ¿No os recuerda a nada eso de ahí?
Le sorprendió la aparición de una línea negra en el borde del precipicio y tardó un
momento en darse cuenta de que era una especie de cable. Se apoyó en los codos y se
volvió a mirar hacia delante. El cable iba paralelo a la carretera, tendido sobre troncos
de árboles que parecían centinelas.
«¿Teléfono? No, en Dodge City no puede ser. Debe de ser el telégrafo». Se volvió
a tranquilizar y observó la carretera y la línea negra, que quedaban atrás.
—Es como el mundo de Kunohara —dijo Florimel—. Dijo que allí acababan de
empezar aquellas mutaciones. Quizá Miedo haya hecho algo parecido aquí también.
—Podría ser una forma rápida y divertida de estropear las cosas —comentó
Martine. Hablaba despacio, estaba muy cansada y magullada—. ¡Y tiene tantos
mundos que estropear! Quizá le baste con introducir unos cuantos factores al azar y
sentarse a esperar que degenere la simulación que alguien construyó con esmero.
Otra línea de telégrafo colgaba ahora debajo de la primera, de forma que dos
rayas negras gemelas discurrían a lo largo del lado izquierdo de lo que Paul miraba.
El carromato bajaba traqueteando y dando sacudidas por la pedregosa carretera. Paul
se quejó. Era difícil imaginarse una forma más incómoda de viajar. Estaba
sorprendido de no haberse roto ningún diente con la cantidad de brincos
rompemandíbulas que habían soportado.
—¿No podemos ir más despacio?
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—No, si quieres que don caballo vaya el primero en este viaje —replicó T4b
enfadado.
Ahora también había líneas de telégrafo en el otro margen de la carretera, de tal
forma que el carromato rodaba entre dos altas vallas de cables negros no muy densos.
Paul se preguntó si no sería otra deformación de la simulación original y, si era así,
qué clase de comunicación deforme correría por estos cables. ¿O solo serían copias
desactivadas?
—Creo que veo una ciudad —dijo Florimel—. Mirad ahí abajo, al fondo del
cañón.
Paul se encaramó al borde del carromato y miró a lo lejos. El resplandor del
reflejo del sol en las paredes del cañón era atroz y el río que corría al fondo se veía
como una línea serpenteante de fuego plateado, pero era cierto que había algo en la
orilla del río, justo antes de que el cañón describiera un meandro y cerrase el
panorama del valle, algo que parecía demasiado regular para ser la piedra del lecho
del cañón.
—Martine, ¿puedes averiguar si efectivamente es una ciudad, Dodge City o
cualquier otra? No distingo muy bien.
—Llegaremos allí enseguida. —Alzó las manos y se frotó las sienes
lánguidamente—. Perdonadme.
—¿Qué demonios pasa? —preguntó Florimel.
Paul pensó que se refería a la poca disposición de Martine para comprobar lo que
era aquello, pero entonces vio que, más adelante, otra media docena de cables entraba
desde la ladera, describía un ángulo alrededor de un poste y continuaba por encima de
la carretera como un pentagrama sin notas. Un segundo después botaban bajo el toldo
de líneas negras y Paul cayó en la cuenta de que estaba rodeados de cables por todas
partes. Colgaban un poco, no muy tensos, con una separación de uno o dos metros
entre cable y cable; no estaban encerrados del todo, pero la sensación era inquietante.
—No sé —contestó Paul por fin—, pero no me gusta nada…
Miró hacia arriba por encima de T4b en el momento en que el carromato tomaba
una curva, todavía dentro del túnel de cables de telégrafo. El adolescente soltó un
juramento y tiró con fuerza de las riendas. El caballo intentaba detenerse, pero el peso
del carromato que arrastraba era demasiado y los pies nudosos dejaban surcos en la
carretera.
Unos metros más adelante, los cables se unían y formaban un nudo negro, como
un mandala retorcido, en medio de la carretera. Parecía…
—¡Dios! —gritó Florimel al caerse; el caballo se había enredado en los correajes
y el carromato se bandeó de forma alarmante—. ¿Qué…?
Parecía una telaraña gigante.
—¡Abajo! —gritó Paul.
El caballo se cerró hacia la parte interior de la carretera al tomar una curva y el
carromato no pudo girar detrás de él. Las ruedas se clavaron y patinaron. Todo el
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carromato empezó a inclinarse al tiempo que se precipitaba hacia la red elástica de
cables, que ahora estaba solo a un tiro de piedra.
—¡Saltad! ¡Ya!
Martine lo abrazó por las piernas. El carromato se inclinaba abocándolos
inexorablemente hacia el lado del cañón. Paul se agachó y agarró a la mujer ciega;
después hizo cuanto pudo por trepar hacia el lado más elevado del carromato, con la
esperanza de saltar a la falda de la montaña, pero Martine pesaba demasiado para él.
Una de las ruedas del carromato se partió con un crujido como un disparo. Un
trozo de radio pasó como una flecha por delante de su cara y el carromato chirrió
como un animal herido al vencerse a un lado.
Paul no tuvo oportunidad de escoger dónde caer. Agarró a Martine y se tiró.
Quedó atrapado en algo pegajoso que se encorvó bajo su peso y tuvo una visión
fugaz y alarmante de aire bajo los pies y la vertiginosa caída por las disparatadas
vetas de la pared del cañón. Siguió resbalando y cayendo por la hilera de cables hasta
quedar sentado en la carretera, retorcido, en una postura dolorosa, y pegado al punto
de unión de dos bandas negras, con Martine inconsciente en el regazo.
Antes de que Paul pudiera mirar dónde estaban los demás, el carromato y el
caballo, con las patas enredadas, rodaron por la telaraña de cables y bloquearon la
carretera levantando una densa nube de polvo. Como era de esperar, el caballo se
rompió una pata. Indefenso, se retorcía de dolor entre los restos del carromato y
pataleaba hecho un embrollo de pelo negro entre trozos de madera que colgaban de la
pegajosa telaraña.
Entonces aparecieron las tejedoras de la tela, unas formas cubiertas de pelo gris y
marrón que trepaban por el cañón o bajaban por la ladera correteando sobre las
hebras como las arañas.
Habría sido suficiente con que fueran arañas. Esas cosas tenían cara de bisonte
muerto, con la lengua colgando y los ojos bamboleándose en lo alto del cuerpo
deformado, y varias patas. Pero lo peor de todo, sin lugar a dudas, es que resultaban
más humanas que los monstruosos insectos del mundo de Kunohara. Bajaban por los
cables bamboleantes silbando vorazmente de placer. Las primeras en llegar al centro
de la tela empezaron a tirar del caballo y a discutir con una voz aguda y pastosa por
las mejores tajadas, pero enseguida se lanzaron al festín sin prestar atención a los
chillidos agónicos del animal.
Paul intentaba ponerse de pie, pero los pegajosos cables lo sujetaban como una
mano firme.
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»Esto está muy oscuro, por lo que me dicen los demás; es una especie de
madriguera bajo tierra que huele que apesta y es desagradable al oído. Desearía poder
limitarme a esos dos sentidos pero, a mi manera, veo incluso cómo se mueven, comen
y copulan esas cosas. Son horribles. Se me está acabando la esperanza. Fuerzas ya no
me quedan.
»Supongo que estamos vivos únicamente porque primero dieron cuenta del
caballo. ¡Cómo gritaba al morir…! No. ¿Para qué? ¿Podemos hacer algo por
remediar esto? No se me ocurre nada. Hay decenas de monstruos. Teníamos que
haber intentado escapar al principio, cuando nos cogieron. Ahora estamos en su
madriguera. Perdimos toda esperanza de que solo comieran animales cuando
encontramos huesos de seres humanos amontonados por todas partes. Los que yo
toqué estaban limpios de carne y rotos para sacar la médula.
»Qué seres tan horribles. T4b, que ha pasado la mayor parte del tiempo rezando,
los llamó arañivacas chungas. Yo no las percibo con suficiente claridad, pero sé que
son multitud, percibo sus extremidades, sus voces casi humanas pero ¡Dios mío, ese
“casi”…!
»Detente, Martine. Hemos afrontado situaciones tan malas como esta y hemos
sobrevivido. ¿Por qué entonces estoy tan débil, tan cansada, tan deprimida? ¿Por qué
el trabajo que he tenido que hacer estos días me ha parecido tan duro?
»Es… Dios, una de esas cosas viene a olernos. Florimel la ahuyenta dándole
patadas pero no parece que tenga miedo. Huelen a carroña y algo más, un olor raro
que no puedo definir, algo sin vida. Este lugar, esta simulación, parece en pleno
paroxismo de cambio. Los demás solo ven el ahora, pero yo capto los cambios que se
han producido y los que están a punto de producirse. Miedo ha cogido este lugar y lo
ha exprimido a conciencia. Este sitio no ha podido resistirse mejor que un pedazo de
mantequilla. Solo el cielo sabe lo que eran antes estas criaturas. Personas quizá.
Personas normales con vida normal. Ahora viven en agujeros en la tierra y chillan
como ratas y comen otros seres que todavía gritan.
»¿Dónde está Paul? No lo siento cerca de mí. Pero con el ruido, el calor y la
confusión es difícil…
»Florimel dice que está unos metros más allá, a cuatro patas. Pobre hombre.
Haber pasado por tantas cosas solo para acabar aquí.
»No puedo aguantarlo más… nada de todo esto. Desde la simulación de Troya
estoy aturdida como si me hubieran aplicado electroshock. Entre los horrores y
alguna pequeña distracción, he intentado encontrarme a mí misma, a la Martine que
conozco, pero es como si me hubieran vaciado por dentro. El recuerdo de las últimas
horas en Troya me persigue. ¿Cómo pude hacer semejante cosa? Aunque fuera por
salvar a unos amigos, ¿cómo pude matar a tantas personas? Violación, tortura y
destrucción. Y después de haber comprobado la ínfima calidad humana de Héctor y
su familia.
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»Me digo a mí misma una y otra vez que solo eran simuloides, que no eran reales,
solo partes de un programa. A veces me lo creo horas enteras. Puede que sea así
realmente, pero no dejo de ver la lanza clavándose en el estómago de aquel soldado
troyano, su mueca de horror. ¿Cómo sé yo que no era una persona igual que nosotros,
atrapada en el sistema, obligada a representar su parte en una guerra legendaria? No
es probable, pero aun así… aun así…
»Anoche soñé que la gran explosión de luz abrasadora que me cegó salía a
raudales por la herida. Soñé que caía en una oscuridad aún mayor que la que vivo.
»No soporto este lugar. No puedo vivir con una locura así. Hace años que hui de
todo esto. No sirvo para ocuparme de estas cosas. No quiero estar aterrorizada nunca
más ni ver a mis amigos amenazados, perseguidos y asesinados. No quiero ver a
Miedo otra vez.
»Eso es. Quizá sea ese mi gran temor. ¡Lo reconozco! Aunque ocurriera algo
improbable, aunque pudiéramos salir arrastrándonos de este agujero hediondo,
escapar de estos monstruos caníbales, no hace falta ser adivino para saber que
cualquier forma de volver al mundo real tiene que pasar por él. Me manipuló como a
una niña, me hizo llorar. Me hizo suplicarle que parase… y sin necesidad de
causarme ningún dolor físico. Ahora tiene el poder de un dios y está furioso.
»¡Dios misericordioso, no lo soporto más!
»Todo esto me sobrepasa. Si pudiera eliminar estas sensaciones… Quiero
enterrarlo todo de una vez, enterrarme en la oscuridad ¡pero no en esta oscuridad!
¡Huir… no lo soporto más!
»Vienen hacia nosotros, es un grupo grande. ¿Están… cantando? Paul no está, eso
dice Florimel. ¿Ya lo han cogido?
»¡T4b! ¡Ya vienen! ¡Vuelve aquí con Florimel y conmigo!
»Ojalá T4b tuviera la armadura todavía. Tendría que… si esto es el fin… yo
tendría que… pero…
»¡Oh, Dios, esto no…!».
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17. Dificultades respiratorias
PROGRAMACIÓN DE LA RED/INTERACTIVOS: GCN, 5.5 horas (Eu, NAm). CÓMO MATAR AL
MAESTRO
(Imagen: Looshus y Kantee leen el manuscrito de la realidad). Voz en off:
Looshus (Ufor Hallaran) y Kantee (Brandywine García) han descubierto que el
superintendente Skullflesh (Richard Raymond Baltasar) es el profeta reencarnado del
culto del Conocimiento Estelar y está preparando el sacrificio cruento de la totalidad
de la población escolar para provocar el fin del mundo. Reparto: 4 monitores de
pasillos y 7 miembros del culto.
Dirigirse a: GCN.HOW2KL.CAST
Cuando lo miró, le pareció muy poca cosa. Era todo lo que había comprado, todas
las cosas que llevaría consigo a ese país, el último y más extraño de una vida que
había visto muchos países y muchas cosas extrañas.
El nuevo conector telemático era pequeño, por supuesto, no mayor que el
estándar, a pesar de su mayor alcance. Le había costado una parte considerable de su
saldo bancario, pero el vendedor le había jurado que la mantendría en contacto con su
sofisticada multiagenda Dao-Ming, aunque estuviera a varios kilómetros de distancia,
«incluso en zonas de tráfico telemático denso, en medio de una tormenta con aparato
eléctrico», le prometió jovialmente. Olga no entendía de tormentas, aunque ya
llevaba suficientes días cerca del golfo de México para saber que, incluso en un día
claro, siempre caían relámpagos a un palmo de distancia, o eso parecía, pero suponía
que una isla con su propio ejército y sus propias fuerzas aéreas podría calificarse de
«zona de tráfico telemático denso».
Junto al conector reposaba una linterna LED pequeña pero muy potente, una pieza
más de la parafernalia de alta tecnología que solían comprar los hombres de negocios
muy ricos. Aunque tenía un nombre comercial muy sensacionalista (espía de luz o luz
espacial, algo así), le parecía que apenas se usaba para cosas más sensacionalistas que
buscar las llaves cuando se caen en el aparcamiento. También había comprado en el
mismo almacén un utensilio llamado omniherramienta, pero después lo cambió por
una navaja del ejército suizo, más tradicional. Siempre había tenido la intención de
comprarla porque había pensado muchas veces que podía ser un objeto útil para una
mujer que vive sola, pero por un motivo u otro nunca lo había hecho. Finalmente la
compró, un modelo de gama alta con toda clase de aplicaciones y microcircuitos
hábilmente camuflados, lo cual marcó por sí mismo un hito memorable. Las cosas
habían cambiado. Ya no era la misma Olga Pirofsky.
¿Qué había que llevar para infiltrarse en una de las corporaciones mayores y
mejor protegidas del mundo? Podía haber comprado muchas más cosas, como
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pistolas, linternas-cuchillo o dispositivos de vigilancia, pero todo olía demasiado a
juego infantil de guerra. Además, casi estaba convencida de que en algún momento la
detendrían, y no sería fácil poner la excusa de que se había despistado de un grupo de
turistas, si le encontraban en los bolsillos un arsenal de explosivos plásticos o pitones
de escalada.
Así pues, su pequeño bagaje de herramientas para traspasar las líneas enemigas
constaba de un conector nuevo, una navaja, una linterna y el único objeto sentimental
que no había sido capaz de dejar en la bahía de Juniper con el resto de su vida
anterior.
La tira de plástico blanco no iba a despertar sospechas. El apellido completo y la
inicial de su nombre, tal y como fueron escritos hacía años por una enfermera, que
podía haber muerto ya, casi se habían borrado. Ella misma había cortado el nombre
de la pulsera, pero no llegó a tirarlo, todavía conservaba la curva de su muñeca,
después de tantos años en el primer cajón. Había estado a punto de tirarla a la basura
muchas veces, pero la O. Pirofsky que había llevado esa pulsera en el hospital era una
persona diferente, y la pequeña serpiente de plástico era la única conexión tangible
con ella, con aquella joven que tenía toda la vida por delante, una mujer con un
marido llamado Aleksandr que todavía estaba vivo, una mujer joven a punto de dar a
luz…
Una llamada perentoria e imperiosa a la puerta de la habitación del hotel la
sobresaltó, y la pulsera se le cayó sobre el pequeño montón de objetos colocados en
medio de la cama. Tras un momento de incertidumbre, se acercó a la puerta y miró
por la mirilla de ojo de pez. Una mujer negra y un hombre blanco, ambos con traje
oscuro, esperaban al otro lado.
Casi sin respiración y con el corazón desbocado, aunque todavía no se explicaba
el motivo, se apoyó un momento en la puerta. Serían misioneros. Toda la región
estaba plagada de misioneros que no tenían nada mejor que hacer que andar por ahí
en traje formal el día más abrasador, intentando convencer a los demás de que había
otro lugar más abrasador aún a donde irían a parar quienes no abrazasen la fe del que
estaba en el umbral.
Volvieron a llamar, y con tal contundencia que se le pasaron las ganas de no
atender la llamada. Tapó los objetos de la cama con el albornoz del hotel porque, a
pesar del temor, le fastidiaba que pudieran pensar que era de las que siempre lo dejan
todo desparramado por la habitación.
Cuando abrió la puerta, fue la mujer quien tomó la iniciativa. Sonrió a Olga,
aunque con una sonrisa mecánica, y sacó un billetero largo y plano del bolsillo de la
chaqueta.
—Usted es la señora Pirofsky, ¿verdad?
—¿De qué me conoce?
—El gerente nos ha facilitado su nombre. No es nada importante, señora, solo
queremos charlar un momento con usted. —La mujer abrió el billetero y Olga tuvo la
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visión fugaz de algo que parecía el holograma de una placa de la policía—. Soy la
agente Upshaw y este es mi compañero, el agente Casaro. Nos gustaría hacerle un par
de preguntas.
—¿Son ustedes… policías?
—No, señora, somos agentes de seguridad de la corporación M.
—Pero yo…
Entre el miedo y la confusión, estuvo a punto de decir que ya no trabajaba en la
corporación M. Se las arregló para mantener la boca cerrada, aunque fuese a costa de
parecer una mujer mayor estúpida y lenta. Al fin y al cabo, había cosas peores que
parecer.
El hombre, Casaro, solo mantuvo un breve contacto visual con ella y, a diferencia
de su compañera, no hizo ningún esfuerzo por sonreír. Los dos puntos negros del
centro de sus ojos claros miraban más allá, hacia la habitación, como si formaran
parte de una especie de máquina que graba todo lo que ve para estudiarlo más tarde.
Olga se acordó de repente de su abuela, cuando describía a la vieja policía secreta
polaca. «No te miran a ti, miran a través de ti, incluso cuando están hablando contigo.
Como los rayos X.».
—¿Qué… qué desean preguntar a una persona como yo?
—Solo hacemos nuestro trabajo, señora —replicó la agente Upshaw sonriendo
otra vez de mala gana—. Sabemos que ha estado haciendo preguntas sobre el campus
de la corporación M en algunos lugares.
—¿El campus?
No pudo sacudirse la sensación de que la habían estado siguiendo desde que salió
por la puerta de Espectáculos Obolos, que esto solo había sido una pantomima cruel y
que en cualquier momento la iban a tirar al suelo y a ponerle las esposas.
—Los edificios, las instalaciones, así es como lo llamamos, señora. Algunos
comerciantes de la zona, bueno, cuando alguien hace preguntas nos lo comunican. —
Se encogió de hombros y por primera vez Olga se dio cuenta de lo joven que era la
mujer. Quizá no hacía mucho que había terminado los estudios y se apreciaba cierta
inseguridad en su forma comedida de hablar—. ¿Ahora podría decirnos, por favor,
qué le trae a esta zona y cuáles pueden ser sus intereses en la corporación M?
El oficial Casaro terminó por fin la exhaustiva inspección de cuanto había detrás
de Olga. La miró a los ojos y así se quedó. A Olga le temblaban las piernas.
—Por supuesto —consiguió decir después de un momento—. Pasen ustedes. Si
no, el aire acondicionado no servirá de nada.
Hubo un intercambio imperceptible de miradas entre ambas.
—Muy amable, señora. Gracias.
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sospechoso, puesto que quien los había adquirido era una persona que había dedicado
su vida a programas infantiles de la red, pero no estaba dispuesta a que el hecho de
poseer un conector telemático, que costaba casi tanto como un coche pequeño, llegara
a ser tema de conversación.
Atenuado el miedo inicial, empezó a creer que posiblemente las cosas no iban a ir
peor de lo que aparentaban. Había estado haciendo preguntas en una ciudad que, a fin
de cuentas, pertenecía a la compañía, y la propia compañía era famosa por su
hermetismo. Por otra parte, si habían encontrado su nombre en el registro del hotel,
no podía fingir que era otra persona, ¿no? En alguna parte de la isla, quizá en la
misma torre negra, estaría el historial de Pirofsky, O., empleada.
—Verán —les dijo—, he trabajado muchos años en una filial de la corporación
M. Conocen al Tío Jingle, ¿verdad? Yo trabajaba en el espectáculo. —Upshaw asintió
y sonrió educadamente. Casaro ni se molestó—. Y como estaba por la zona, porque
estoy haciendo un recorrido por América en coche ahora que me he jubilado, se me
ocurrió acercarme a ver la sede de la corporación. ¡Después de todo, me han estado
pagando el sueldo durante muchos años!
Contestó a unas cuantas preguntas más, todas de la oficial Upshaw, e hizo todo
cuanto pudo por aparentar que les agradecía que la hubieran sacado de la rutina y que
le había impresionado mucho recibir la importante visita de unos agentes de
seguridad. Se esforzó por mostrar la serenidad de contribuyente inocente que siempre
había sido capaz de fingir en sus encuentros con la policía de la bahía de Juniper.
«Eres actriz, ¿no? Pues ¡actúa!».
Parecía que funcionaba. El interrogatorio se hizo más rutinario e incluso Casaro
suavizó el examen quirúrgico al que la sometía hasta convertirlo en una tarea sin
interés. Como Olga no tenía el menor deseo de reavivarlo, empezó a contar una
anécdota verdadera pero nada reveladora, dadas las circunstancias, sobre su perro
Misha, que finalmente surtió el efecto deseado.
—Sintiéndolo mucho, señora Pirofsky, tenemos que despedirnos ya —dijo
Upshaw, y se puso de pie—. Lamentamos haberla molestado.
—Quizá ustedes podrían indicarme —dijo Olga, tan satisfecha de sí misma que se
arriesgó a solicitar la mínima devolución del favor—, ya que no he conseguido
enterarme a ciencia cierta, si hay visitas guiadas por el… el campus, como ustedes lo
llaman. Sería una lástima haber hecho todo el trayecto hasta aquí y no poder ver las
instalaciones más que de lejos.
Casaro soltó un bufido y se marchó a esperar a su compañera en el aparcamiento
del hotel, bajo el calor del cielo gris. Upshaw movió la cabeza negativamente pero
sonrió. Por primera vez, su sonrisa parecía sincera, una sonrisa alegre.
—No, señora. Me temo que no. Mire, en realidad esta corporación es de otro
estilo.
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Jeremiah estaba arriba, en la zona destinada a los dormitorios, cambiando el
vendaje a Del Ray, así que Joseph se quedó como vigilante oficial de las pantallas de
los monitores. Todos los hombres que estaban arriba aparecían en una sola pantalla,
seguían en el mismo lugar, junto a las puertas del ascensor. En ese momento estaban
reposando y fumando, pero había montones de cascotes de cemento llenos de polvo
por todas partes. El que descansaba en el agujero, apoyado en el mango de una
piqueta, estaba medio metro por debajo de sus compañeros.
Joseph pensó que por lo menos tenían que dar gracias por estar tan lejos, en
medio de ninguna parte; de otro modo, los hombres de arriba ya habrían ido a buscar
martillos de aire comprimido y un compresor.
—¡Malditos cobardes! —dijo entre dientes.
No pudo definir en qué consistía la cobardía, pero la espera era difícil, sobre todo
si lo esperado era, probablemente, la muerte.
Miró el suelo del laboratorio donde reposaban en silencio los tanques de
inmersión virtual. Qué sensación tan rara, pensar que Renie estaba tan cerca. Y
también su amigo, los dos sellados en la oscuridad como los pescadiUos esos de las
latas de aceite. La echó de menos.
La sensación fue tan sorprendente que tuvo que recapacitar sobre la magnitud de
sus sentimientos. Sí, la echaba de menos de verdad. No solo temía por ella, no solo
quería protegerla, cumplir con su deber de padre y mantenerla a salvo de los hombres
malos; deseaba sobre todo tenerla allí y poder hablar con ella.
Nunca había pensado mucho en eso y le era difícil relacionarlo todo y
considerarlo. Todo se le mezclaba con la madre de Renie, pero no con la horrible
impotencia de verla morir, como le pasaba con su actitud protectora. Echaba de
menos la presencia cercana de alguien que se preocupara por él. Echaba de menos la
compañía de alguien que entendiera sus pequeñas bromas. A Renie no le gustaban
mucho, la verdad, a veces fingía que no eran bromas, sino que él se ponía tonto o
inoportuno, pero en muchas ocasiones se había reído tanto con él como su madre.
Ahora que lo pensaba, sin embargo, hacía mucho tiempo ya, años, que no
compartían bromas, al menos de las que hacen reír.
Ella también era divertida cuando quería, pero tenía la impresión de que hacía
mucho tiempo que no lo demostraba. No sabía por qué se había vuelto tan seria,
irascible incluso. ¿Porque su madre había muerto? ¿Porque su padre no podía trabajar
por culpa de la espalda? Eso no era motivo para perder el sentido del humor. En esos
momentos es cuando más se necesita, Long Joseph lo sabía bien. Si no hubiera
podido salir a tomar una copa de vez en cuando con Walter y Dog y echar unas risas
con ellos, ya se habría pegado un tiro.
«Cuando era pequeña hablábamos más. Me hacía preguntas y si yo no sabía la
respuesta, inventaba alguna tontería solo para verla reír». Hacía mucho tiempo que no
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oía esa risa, esa risa de asombro que le iluminaba el rostro. Era una niña tan seria que,
de vez en cuando, su madre y él no podían evitar tomarle el pelo.
«Vuelve, mi niña pequeña». Se quedó mirando el silencioso tanque y después
volvió al monitor. El descanso se había terminado: tres hombres cavaban en esos
momentos en el agujero y una nube de polvo flotaba a su alrededor; parecían
demonios entre el humo del infierno. Joseph tuvo una sensación muy extraña, como
si fuera a echarse a llorar. Alargó el brazo y tomó un trago de lo poco que le quedaba
de la última botella de vino. «Vuelve enseguida a reírte conmigo…».
El timbre del teléfono lo sobresaltó de tal manera que casi se le cae la preciada
botella desechable, que estaba abierta. Miró fijamente el aparato un buen rato, como
si fuera una mamba negra. Jeremiah estaba arriba pero seguro que habría oído el
timbrazo, puesto que los pisos estaban abiertos al techo central y el complejo del
laboratorio subterráneo era como la sala de espera de una gran estación de ferrocarril.
«Será mejor que lo deje sonar hasta que baje Jeremiah», pensó, pero la idea de
que un teléfono antiguo le amedrentase era superior a sus fuerzas. Cuando volvió a
sonar, se levantó y lo arrancó de la abollada horquilla metálica.
—¿Quién es?
Silencio al otro lado. Finalmente llegó una voz espectral y distorsionada.
—¿Es usted Joseph?
—Dígame primero quién llama —dijo, acordándose al fin, después de que un
escalofrío supersticioso le erizase el vello de todo el cuerpo; pero quería estar seguro.
—Soy Sellars. El señor Dako le habrá hablado de mí, sin duda.
—¿Qué quiere?
Joseph no quería hablar de Jeremiah. Era él quien había contestado el teléfono; él
era quien estaba al cargo de la emergencia.
—Ayudar, espero. Supongo que esos hombres todavía no han conseguido entrar.
—Lo están intentando. Lo están intentando en serio.
En el silencio que siguió, Joseph se preguntó con repentina preocupación si se
había equivocado y habría ahuyentado a su benefactor.
—No tengo mucho tiempo —dijo Sellars finalmente—, ni muchas ideas tampoco,
lo confieso. ¿Consiguieron cerrar las puertas blindadas del ascensor?
—Sí, pero ahora están cavando para atravesar el suelo. Empezaron con una
granada, creo, y ahora están empleando pico y pala. Piensan llegar aquí abajo
atravesando el cemento.
—Eso no es nada bueno. ¿Los monitores funcionan?
—Estoy viendo a esos tíos en estos momentos. Cavan como perros buscando
huesos.
Apareció Jeremiah con una expresión preocupada. Joseph le hizo un gesto con la
mano para que se retirase: él se ocuparía de todo.
—¿Cree que podría ayudarme a conectarme a su sistema de vigilancia? —
preguntó Sellars después de exhalar un suspiro—. Me haría una idea más precisa de
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la situación.
—¿Se refiere a las cámaras y todo lo demás? —Joseph sintió que su capacidad
quedaba de repente por los suelos—. ¿Pincharle? ¿A esos trastos?
—Podemos hacerlo, incluso con el material anticuado que tienen ahí. —Se oyó
una risa extraña, como si le faltase aliento—. Yo mismo soy un material bastante
antiguo, al fin y al cabo. Sí, creo que puedo darle instrucciones.
Joseph se angustió. Cada célula de su cuerpo le decía que se hiciera cargo, que
intentara conseguir algo, pero sabía que Jeremiah había dedicado mucho más tiempo
a esos aparatos que él. En verdad, era consciente de que nunca se había molestado en
aprender nada en absoluto sobre monitores.
—Le paso a Jeremiah —dijo por fin, lamentándolo enormemente. Pero no se
pudo resistir a dejar constancia de su protagonismo—. Es ese hombre, Sellars —
susurró al pasarle el receptor—. Quiere que le pinchemos las imágenes.
Jeremiah lo miró con sorna. Después se estiró hacia delante para tocar un botón
del panel de control.
—Lo he conectado al altavoz, señor Sellars —dijo en voz alta y colgó el receptor
—. Así le oiremos los dos.
A Joseph lo pilló desprevenido. Ese gesto condescendiente de Jeremiah…, ¿lo
estaba tratando como a un niño o como a un igual? Le habría gustado enfadarse, pero
no pudo evitar una leve sensación de satisfacción.
—Bien. —La voz de Sellars sonaba más extraña aún, como si rascara en el
pequeño altavoz—. Estoy pensando qué se puede hacer, pero antes, ¿podría
conectarme a los monitores?
Le dio a Jeremiah una serie de instrucciones que Joseph apenas fue capaz de
seguir, lo cual le fastidió aún más. ¿Quién era el que entendía de mecánica en el
grupo, después de todo? Jeremiah, una especie de doncella de una anciana adinerada
con pretensiones, no, desde luego. Del Ray, un niño grande que usaba trajes y se
sentaba ante una mesa de despacho, tampoco.
Cuando Joseph hubo reflexionado y recobrado por fin la calma necesaria para
pasar por alto el supuesto insulto, Jeremiah ya había hecho todo lo que Sellars quería.
—Veo a tres hombres trabajando y uno más vigilando, con pistola —dijo la débil
voz—. ¿No hay más?
—No estoy seguro —dijo Jeremiah.
Joseph frunció el ceño, pensativo. Cuando entraron, Del Ray y él, habían visto…
¿cuántos?
—Cinco —dijo de repente—. Son cinco en total.
—Entonces, uno anda por ahí, en otra parte —dijo Sellars—. No debemos
olvidarlo. Pero primero tenemos que encargarnos de la excavación. ¿Tienen alguna
idea del grosor de los suelos? Un momento, creo que tengo acceso a los planos.
El altavoz enmudeció largos segundos. Joseph pensaba con tristeza en la pequeña
cantidad de vino que le quedaba cuando la voz habló de nuevo.
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—La zona de carga del ascensor en el que están trabajando tiene unos dos metros
de grosor. Es decir, han cavado aproximadamente la cuarta parte. —Hizo un sonido
extraño, quizá un siseo de frustración—. Es un hormigón resistente, pero conseguirán
atravesarlo en un día como mucho.
—Solo tenemos una pistola, señor Sellars —dijo Jeremiah—, y dos balas. No
podremos enfrentarnos a ellos cuando consigan entrar.
—Entonces hay que pensar en algo que los retenga fuera —replicó Sellars—.
Lástima que esas instalaciones no sean un poco más antiguas, porque habría podido
encontrar la forma de destruir el sistema de calefacción y llenar el piso superior de
monóxido de carbono.
Joseph recordaba lo suficiente de la temporada que trabajó en el sector de la
construcción para no haber olvidado lo que era ese «mono lo que fuera».
—¡Sí, acabe con esos malditos! Envenénelos. Sería lo mejor.
—¿Matarlos a sangre fría?
Jeremiah se estremeció.
—No podemos —dijo Sellars—, o al menos no veo ahora mismo cómo
podríamos hacerlo, de modo que no merece la pena discutir la moralidad del hecho.
Pero tiene que entender que no son hombres normales, señor Dako. Son asesinos,
quizá los mismos que atacaron a su amiga la doctora.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó inquieto Jeremiah—. ¿Se lo contó Renie?
—También sé que han matado a otra persona, un conocido de Joseph —dijo
Sellars sin contestar la pregunta—. El joven técnico que usted visitó en Durban.
—¿El chico gordo? —preguntó Joseph después de pensar un momento—.
¿Elefante?
—¡Dios, no será verdad! —intervino Del Ray.
—Sí. Lo mataron de un tiro en la cabeza e incendiaron el edificio. —Sellars
hablaba ahora con más energía, como si un temporizador interno se le hubiera
acelerado—. Y si les cuadra, que sospecho que sí, los matarán a ustedes también tan
despreocupadamente como se mata una mosca.
Joseph se imaginó el atiborrado almacén de Elefante en llamas. El estado de
alucinación horrorizada en que le había sumido la noticia empezó a transformarse en
otra cosa a medida que recordaba el buen humor de Elefante, lo orgulloso que se
sentía de su material de primera.
«No es justo. Eso no es justo. Solo nos ayudó porque se lo pidió Del Ray».
—¿Qué vamos a hacer entonces? —preguntó Jeremiah—. ¿Esperar a que entren
aquí y nos maten a todos?
—Él habló de la policía. —La ira de Joseph aumentaba, pero era de otra clase—.
¿Por qué no llamamos a alguien? Al ejército. Les decimos que unos hombres intentan
matarnos en su base.
—Porque a ustedes también los busca la policía. —La voz de Sellars sonaba
desanimada a causa de la distorsión—. La Hermandad se ha encargado de ello. ¿No
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recuerdan lo que pasó cuando el señor Dako intentó usar una tarjeta?
—¿Cómo se ha enterado de todo eso? —replicó Jeremiah—. Yo no le conté nada
cuando hablamos en ocasiones anteriores.
—No importa. —El compañero invisible parecía irritado—. Como ya les he
dicho, me queda poco tiempo y mucho que hacer en otras partes. Si llaman a las
autoridades, cualquier fuerza disponible tardaría horas en reaccionar. Están ustedes en
las montañas, a mucha distancia de todo. Y aunque consiguieran ahuyentar a Klekker
y a sus matones o capturarlos, ¿qué pasaría con ustedes? Y lo más importante, ¿qué
sucedería con Renie y !Xabbu? Si los arrestan, quedarán abandonados a su suerte, sin
nadie que los pueda ayudar, en un lugar vacío y quizá sin electricidad, si la cortan. Y
si informan a las autoridades, los desconectarán y se los llevarán de allí en estado de
coma aparente. Moverlos de esa forma podría ser fatal.
La idea de que cortaran la electricidad y Renie se despertase en la oscuridad del
tanque envuelta en esa extraña gelatina y empezase a forcejear para salir era peor
incluso que imaginársela en un hospital, tan insensible como su hermano.
—Eso no sucederá —dijo, dando un manotazo en la mesa—. No voy a abandonar
a mi niña aquí.
—Entonces tenemos que pensar en otra solución —afirmó Sellars—. Y rápido.
Ahora mismo estoy desbordado intentando apagar fuegos, y por cada uno que logro
controlar surgen otros dos. —Hubo un momento de silencio que se llenó con el
zumbido producido por el aparato que distorsionaba la voz del hombre—. Un
momento. Podría ser así.
—¿Qué? ¿Que podría ser cómo? —preguntó Jeremiah.
—Un momento, estoy consultando los planos —dijo Sellars—. Si estoy en lo
cierto, tendremos que trabajar deprisa porque van a tener mucho que hacer. Y es
peligroso.
—Para empezar, hagan solo un pequeño montón —les dijo Sellars—, solo con
cosas que sepan que puedan arder, como papel o trapos.
Joseph miró la enorme cantidad de basura que habían reunido en la última hora y
media siguiendo las instrucciones de Sellars. Podía entender lo del papel, los trapos
de cocina y las polvorientas sábanas reglamentarias del ejército, que habían bajado
del almacén de suministro los primeros días que ocuparon la base, pero ¿qué
demonios iban a hacer con las ruedas que habían quitado a las sillas deioficina?
¿Felpudos de plástico? ¿Alfombras?
—Déjenme probarlo una vez más antes de comprometernos —dijo Sellars—. A
diferencia de sus enemigos, ustedes no tienen acceso al aire libre. —Como si un
fantasma hubiera pulsado un interruptor, un sonido vibrante brotó del respiradero de
la pared. Fue aumentando de intensidad hasta que se convirtió en un rugido
considerable y después disminuyó—. Bien. Que alguien encienda el fuego, por favor.
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Del Ray, que aunque todavía estaba convaleciente se había levantado de la cama
para ayudar, miró primero a Jeremiah y después a Joseph.
—¿Encenderlo? ¿Cómo?
—¿No hay nada por ahí que puedan utilizar? —preguntó Sellars con voz cansada
—. La base es antigua. Seguro que alguien se dejaría un encendedor o algo parecido.
Joseph y los demás miraron alrededor como si el objeto deseado fuera a aparecer
por arte de magia.
—Hay un poco de gasolina en el motor de emergencia del generador —dijo
Jeremiah—. Solo necesitamos una chispa. Podemos provocar una chispa, ¿no?
—Supongo que pueden cortar los cables de la consola de monitores —afirmó
Sellars—. Son los únicos que tienen ustedes a mano…
—¡Un momento! —Joseph se levantó de repente—. Ya lo tengo. Long Joseph
solucionará el problema.
Dio la vuelta y avanzó deprisa hacia la habitación donde este dormía.
Había colocado la ropa de Renie en una caja pues sabía que la necesitaría cuando
saliera del tanque. Palpó los bolsillos y, para su gran satisfacción, encontró los
cigarrillos pero, por mucho que buscó, no encontró ni rastro del encendedor. Su
momento de gloria se transformó en amargura.
—¡Mierda! —exclamó dejando caer la ropa en la caja otra vez.
Miró fijamente los cigarrillos preguntándose abatido cómo se las arreglaría Renie
sin ellos. ¿Se podría fumar en el lugar en el que estaba?
«Se volverá loca si no puede fumar —pensó—. Claro que yo, que estoy en el
mundo real, tampoco puedo conseguir vino, así que ¿quién lo tiene peor?».
—¡Bien pensado! —dijo alguien desde la puerta.
—Ni encendedor ni cerillas —respondió Joseph mirando a Del Ray.
—No son necesarios —respondió el joven tras un momento de confusión—, los
cigarrillos se encienden solos.
Joseph miró fijamente el paquete con una sensación de alivio matizada de enfado,
porque le incomodaba que alguien de la edad de su hija tuviera que informarle de
algo importante. Respiró hondo y se tragó lo que había estado a punto de decir. Lanzó
los cigarrillos a Del Ray y lo siguió hasta la improvisada fogata.
Tiró de la lengüeta y la punta del cigarrillo se encendió. Del Ray lo dejó caer
sobre el montón de papeles y trapos que le llegaba a la altura de las rodillas. Pequeñas
lenguas de fuego amarillo festonearon el montón. Medio minuto después, ardía
perfectamente. Cuando Joseph y los demás amontonaron más objetos inflamables, el
humo empezó a subir y se formó una nube considerable. El rugido de la entrada de
aire se intensificó y el humo fue aspirado por la rejilla de la pared.
—Despacio. —El fragor del fuego impedía entender lo que Sellars decía—. La
temperatura tiene que subir más antes de colocar encima los objetos de plástico y de
goma.
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Joseph deambulaba entre los monitores. Los hombres que estaban arriba, en el
agujero, junto al rellano del ascensor, trabajaban a la misma velocidad que antes, y
ahora solo se les veía ya de cintura para arriba. El hombre blanco que supervisaba la
obra sostenía un puro en la comisura de los labios.
—Tendréis el humo que os merecéis, miserables —dijo Joseph, y se volvió a
ayudar a los demás.
Transcurridos veinte minutos, las llamas eran tan altas como Long Joseph y
abarcaban varios metros de ancho. Solo gracias a la toma de aire, que ahora rugía
como una avioneta a punto de despegar, pudieron librarse de morir asfixiados por la
nube gris.
—Introduzcan las cazuelas de aceite —dijo Sellars—. Y empiecen a echar las
alfombrillas de goma.
Jeremiah y Joseph, armados de sendos palos de escoba, arrimaron las cazuelas de
cocina llenas de aceite industrial hasta el centro de la hoguera. Del Ray arrojó a lo
alto del montón gran parte del material que habían acumulado. El humo y las llamas
cambiaron de color: la columna que ahora ascendía atraída por el respiradero era
negra como un nubarrón de tormenta y, aunque se había tapado la nariz y la boca con
un trapo húmedo, Joseph empezaba a marearse con el olor, que traspasaba la
improvisada mascarilla. También le ardían los ojos: las gafas de seguridad que habían
encontrado en un armario eran antiguas y no encajaban bien. Se alejó y se quedó
mirando a Jeremiah y a Del Ray, que arrojaban las últimas cajas con plástico y goma
a la hoguera. Las llamas se extinguieron con tanta fuerza que los tres se vieron
obligados a retroceder a la zona despejada sin parar de toser.
«Si no fuera porque eso lo succiona —pensó Joseph mientras la nube de tinta
desparecía por el respiradero, tan espesa que, más que discurrir, concurría—,
estaríamos todos muertos». De repente se dio cuenta de lo que había querido decir
Sellars con «peligroso». Si la electricidad fallaba, si la nube llegara a obstruir el
sistema de ventilación, esa masa negra retrocedería hacia ellos. Entonces su única
opción sería apagar la hoguera o abrir las puertas blindadas del ascensor para salir
como pudieran, con lo que quedarían expuestos a los matones.
La capa de humo negro empezaba a superar la capacidad de la toma de aire y
retrocedía en espirales, ensanchándose como un amenazador cumulonimbo. Joseph se
aterrorizó.
—¿Dónde está ese maldito? —preguntó.
Jeremiah y Del Ray no paraban de toser y no contestaron. Joseph, en un momento
de inusual clarividencia, se volvió con intención de memorizar la ubicación de los
tanques de inmersión, para encontrarlos fácilmente y liberar a sus ocupantes en caso
de que fallase la electricidad. Sus pensamientos, sumidos en las proporciones del
incendio, se deshilachaban y se teñían de pánico.
—¡Sellars! O como demonios se llame. ¿Qué está haciendo, hombre? ¡Vamos a
morir asfixiados!
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—Lo siento —zumbó la voz—. Estaba inutilizando las alarmas de incendio. Ya
estoy listo.
«¡Qué fácil desde ahí! ¿No? —pensó Joseph—. Usted sigue respirando tan
tranquilo».
Se reunieron los tres resollando en torno al monitor. La toma de aire seguía
rugiendo a pleno pulmón pero se oyó una sucesión de sonidos metálicos como si
alguien estuviera golpeando una tubería de metal con un martillo. Instantes después,
Joseph notó que la presión de la estancia había cambiado, no tanto como para que le
estallasen los tímpanos, pero se había transformado perceptiblemente. La nube de
humo negro tembló y después giró de forma espontánea hacia el respiradero. El humo
que se había escapado de la toma de aire empezó a retroceder hacia el respiradero
como si la misma montaña la inhalara.
—Observen —dijo Sellars.
La escena del monitor seguía igual, los picos subiendo y bajando y el hombre del
puro (Klekker lo había llamado Sellars, Joseph no quería olvidar el nombre de ese
cerdo bóer), agachado diciéndoles algo. De pronto, Klekker levantó la cabeza como
un animal cuando oye un disparo a lo lejos. Un segundo después, la escena se
oscureció; Joseph llegó a pensar que el monitor estaba fallando.
Sin sonido, todo se veía ajeno y lejano en la pequeña pantalla. De repente, en la
oscuridad nocturna de la pantalla, irrumpieron los hombres, que salían del agujero
dando manotazos. Uno cayó de rodillas, medio asfixiado, vomitando, pero antes de
que Joseph pudiera ver lo que le pasaba, la pantalla del monitor se ennegreció.
Todas las pantallas de esa planta empezaron a verse borrosas a medida que las
espirales de humo salían por el respiradero situado junto al hueco del ascensor.
Joseph solo entreveía a los hombres, que se acercaban a la salida dando tumbos,
tropezando, cayéndose, arrastrándose.
—¡Morid, malditos! —gritó—. ¿No quemasteis mi casa? ¿No matasteis de un tiro
a un chaval experto en ordenadores que ni siquiera conocíais? ¡Morid asfixiados de
una vez!
Pero no murieron todos, al menos por lo que fue capaz de ver. Los monitores
grabaron la huida al piso superior y los intentos frenéticos de sellar la puerta tras
ellos, pero Sellars, por lo visto, logró hacer que los gases y el humo también subieran
a ese piso, de tal forma que los mercenarios se vieron obligados a seguir huyendo.
Cuatro escaparon por la enorme puerta principal de la base. La cámara de la
puerta blindada registró las pequeñas siluetas silenciosas que salían atropelladamente,
en busca de aire, y caían al suelo como los supervivientes de un naufragio que llegan
a tierra contra todo pronóstico.
—Cuatro —contó Del Ray—. Entonces, uno no ha salido. Menos da una piedra.
—Los demás tardarán mucho en poder volver a entrar en el piso en el que estaban
cavando —dijo Sellars. No parecía complacido, pero se apreciaba cierto matiz de
satisfacción en su voz—. Habían bloqueado las puertas para que quedaran abiertas,
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probablemente para asegurarse de que no los pudiéramos atrapar, pero he inutilizado
los respiraderos de ese piso y el humo tardará en dispersarse.
—Ojalá se hubieran muerto todos asfixiados —dijo Joseph.
—Una muerte horrible —afirmó Jeremiah meneando la cabeza, y se dio media
vuelta.
—¿Qué cree que pensaban hacernos a nosotros? —Joseph estaba irritado—.
¿Ofrecernos un braai, una buena barbacoa y unas cervezas?
—Ahora tengo que dejarlos, señores —anunció Sellars—. Pero volveré a
ponerme en contacto con ustedes. Creo que hemos conseguido unos cuantos días de
respiro.
Cuando el altavoz se quedó en silencio, Joseph se quitó el trapo húmedo de la
boca, pero tuvo que volver a ponérselo.
—Más le vale que el aire de aquí dentro mejore —dijo ásperamente.
—El respiradero todavía funciona —afirmó Del Ray—. Creo que mejorará. Pero
tenemos que apagar el fuego.
Cogió uno de los extintores que habían preparado. Joseph se apresuró a unirse a
él.
—¿Cómo están Renie y el hombrecito? —preguntó a Jeremiah.
Jeremiah Dako se levantó las gafas un momento para echar un vistazo a los datos
de la consola.
—Todo normal. El aire que respiran es mejor que este.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Joseph levantando un extintor grande del
suelo.
El humo se le enredaba alrededor de los zapatos, pero el respiradero se llevaba la
mayor parte de la nube, de forma que en la rejilla y en la pared de alrededor se había
formado una mancha negra mugrienta y brillante.
—Lo mismo que hasta ahora —contestó Jeremiah—, esperar.
—Maldición —dijo Joseph. Lanzó una nube de espuma sobre la fogata—. Ya
estoy harto de esperar. ¿Por qué ese Sellars puede poner la montaña patas arriba pero
es incapaz de mandarme una miserable botella de vino?
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No podía o no quería decirle lo que se le había olvidado. Llevada a una especie de
desesperación a causa de la indecisión, había revuelto todos los cajones y armarios
buscando aquello tan importante que le estaba retrasando lo que tuviera que hacer,
pero no encontró nada que encajara en los sitios que buscó.
Se despertó. La pantalla mural daba voces y, a través de los resquicios de las
cortinas, vio que ya había oscurecido. Se había quedado dormida sentada en la cama
a media tarde, y ahora la única luz que había era la de la pantalla. No había tomado la
precaución de cerrar las cortinas del todo, de modo que cualquiera podía haber estado
observándola por la ventana.
Pero ¿a quién le iba a importar? Se levantó a cerrarlas y volvió al cálido hueco
que había dejado en la cama. Se sentó y procuró reconciliarse con el hecho de estar
despierta; tuvo la sensación de que echaba algo de menos, pero tardó un rato en darse
cuenta de que se trataba de Misha, quien, de haber estado en casa, se habría
acurrucado confiadamente a su lado o, mejor dicho, en su regazo.
«Nunca más». Se le llenaron los ojos de lágrimas.
Se oía todavía un parloteo de noticias de fondo: comentarios sobre la
inestabilidad repentina de los mercados financieros, rumores extraños y misteriosos
silencios atribuidos a ciertos promotores y miembros importantes de una
organización. Le resultaba muy difícil interesarse por todo eso. En realidad, le
resultaba difícil prestar atención porque le dolía en exceso. Antes, se sentaba todas las
noches a ver las noticias, pero siempre era lo mismo, y terminó por convencerse de
que ella y el resto de la civilización estaban en precario equilibrio en la cresta de una
enorme ola que, en cualquier momento, se derrumbaría con una fuerza aplastante.
Apagó la pantalla. Era hora de partir. Los agentes de seguridad, policías o lo que
fueran, le habían hecho pasar un mal trago, pero sin duda estaban investigando todas
las posibilidades. La gente se había dado cuenta de que hacía preguntas.
«Después de todo, por lo que sabían, podía ser una terrorista —pensé. La idea le
hizo gracia, y la gracia que le hizo le permitió descubrir la mayor ironía—. Es que
¡soy una terrorista!».
Le parecieron malsanas esas ganas de reír, ahora que estaba sola en la silenciosa
habitación. En realidad, le aterrorizaba pensar en lo que se le avecinaba. Olga no solía
mentir a nadie, y mucho menos a sí misma.
Había mentido a los de seguridad, era cierto, pero solo por omisión. Y de alguna
forma había mentido al señor Ramsey, no por nada que le hubiera dicho, sino en un
mensaje que le escribió a sabiendas de que él no podía contestar, de que ella no
tendría que defenderse. Y tal como se temía, el hombre se había apresurado a enviarle
un mensaje de voz con una serie de manifestaciones de protesta que se negó a
escuchar.
Era la hora de partir. Dormiría unas horas en el coche alquilado en el lugar
apartado que había encontrado en lo más profundo de la zona del pantano y, después,
cuando a media noche sonase el despertador, cubriría el trayecto por el pantano en la
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balsa que había comprado y buscaría un sitio donde desembarcar en el parque situado
en la orilla de la isla artificial. Era poco probable que no hubiera guardias, pero
seguramente habría menos en las orillas del impenetrable pantano, ¿no?
Casi no se le podía llamar plan, lo sabía, pero era lo mejor que se le había
ocurrido.
La multiagenda quedaría escondida en la habitación, claro; con dos semanas de
estancia pagadas, pasaría desapercibida más tiempo allí que en el coche, donde
podrían encontrarla en un par de días. Y así podría seguir enviando entradas para
redefinir rutas hasta… hasta que pasase lo que tuviera que pasar. Al menos el señor
Ramsey sabría lo que le había sucedido. Quizá le sirviera para lo que estaba haciendo
en favor de esos pobres niños.
Sabía que debía echar un último vistazo a la habitación, pero el recuerdo de Catur
Ramsey no la abandonaba. Abrió la agenda y miró sus tres últimos mensajes, todos
ellos con el icono parpadeante de urgente, gritando, prácticamente, para llamarle la
atención. Sabía que si los abría se sentiría peor, que todos sus argumentos serían
lógicos, pero eso no cambiaría nada. Era muy mala argumentando. Aleksandr
siempre le tomaba el pelo con eso y le hacía reconocer cosas ridículas para, después
reírse de ella, sin intención de aprovecharse. «Eres como el agua, Olga —decía—.
Siempre caes».
¿Y si Ramsey quería comunicarle otra cosa? ¿Y si necesitaba otro tipo de permiso
para vender la casa? ¿Y si los que habían adoptado a Misha se habían olvidado del
nombre del veterinario y no podían darle la medicina?
Sabía que estaba dando vueltas a las cosas porque temía el viaje que le esperaba,
pero la preocupación no desaparecía. ¿Sería ese el significado del sueño en el que su
querido Aleksandr estaba tan inquieto en la puerta, deseando marcharse pero incapaz
de hacerlo?
Revisó la habitación por última vez y cogió la agenda. Había decidido dejarla en
la parte inferior del armario, al fondo, debajo de la ropa de cama. Como no habría
nadie en la habitación, no cambarían las sábanas, y era poco probáble que el
explotado personal de limpieza se buscase trabajo de más.
Depositó la multiagenda en el fondo del armario y volvió al escritorio a redactar
una nota en el pintoresco y anticuado papel del hotel, que era lo único que lo
diferenciaba del puñado de hoteles en que se había alojado durante el viaje. Bajo el
membrete Bayou Suite escribió lo siguiente: «Volveré a buscar esta agenda. Si ha de
sacarse de la habitación, déjenla, por favor, en la oficina del hotel o pónganse en
contacto con C. Ramsey, abogado». A continuación, escribió la dirección de Ramsey
y firmó.
Ya había vuelto al armario cuando la asaltó de nuevo el recuerdo del pequeño
Misha. ¿Y si le había pasado algo? Si no tomaba la medicina empezaría a tener de
nuevo esos ataques terribles. Se lo había repetido una y otra vez a sus nuevos
propietarios, pero quién sabía cuánta atención estaría dispuesta a prestarle esa gente.
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«¡Pobre cosita! Se la regalé a unos extraños. La abandoné».
Se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas. Maldijo sin palabras, se sentó en la
cama con la agenda en el regazo y empezó a abrir los mensajes.
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18. Formular un deshecho
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: El misterio rodea todavía la muerte del general.
(Imagen: Yacoubian reunido con el presidente Anford). Voz en off: La muerte del
general brigadier Daniel Yacoubian en un hotel de Virginia ha producido una serie
de rumores sorprendentemente virulentos, el más extraño de ellos es lo que declara
uno de los guardaespaldas del general, Edward Pilger, que cree que Yacoubian
estaba implicado en una especie de golpe de Estado contra el gobierno
estadounidense. La periodista Ekaterina Slocomb, que realizó un documental sobre
el general para Beltway, un nodo muy importante, dice que esa teoría es difícil de
creer.
(Imagen: Ekaterina Slocomb en el estudio). SLOCOMB: Es absurdo. Yacoubian
tenía amistad con muchas personas poderosas. ¿Por qué iba a querer él, ni
cualquiera de ellos, derrocar a un gobierno que más o menos ya está en sus manos?
Yacoubian no era un ideólogo, en todo caso, una especie de pragmático extremista…
«Un día de estos —pensó Renie—, algo de lo que suceda en esta red tendrá
sentido». Pero estaba claro que todavía no había llegado el momento. Una pequeña
criatura hecha de barro que se hacía llamar niña de piedra iba furiosa a su lado,
pisando fuerte. Los zapatos gigantes que flanqueaban la calle oscura y vacía y
albergaban a los habitantes del lugar estaban cerrados a cal y canto contra la noche y
sus peligros. Y todo ese mundo había surgido de la nada plateada ante sus ojos.
—Todavía no entiendo por qué vienes conmigo —le dijo a la niña—. ¿No
tendrías que estar en casa a estas horas? Ya has tenido problemas antes por mi culpa.
—Porque… porque… —dijo la niña, tan sombría como la calle—. No lo sé.
Porque las cosas van mal y nadie me hace caso. La madrastra nunca escucha. —Se
frotó las manchas oscuras que le servían de ojos con un gesto altivo y Renie no pudo
evitar preguntarse cómo podía llorar una niña de tierra y piedras—. El final se está
acercando y el árbol de los deshechos ya no está.
—Un momento. Creí que me habías dicho que íbamos al árbol de los deshechos.
—Así es. Pero tenemos que averiguar dónde está ahora.
Renie iba dando vueltas a cuanto decía la niña, mientras caminaban por las
afueras del pueblo de los zapatos. Era conmovedor y desconcertante a la vez. La
actitud de la niña de piedra enfrentándose al orden normal de su vida le recordó al
hermano Factum Quintus del mundo de la casa. Era difícil imaginar que se pudiera
programar una individualidad tan flexible dentro de un simple simuloide, pero había
podido comprobarlo muchas veces. Sin embargo, había algo diferente en esta última
simulación, algo más que el hecho de que pareciera haber sido creada por el Otro. El
fragmento de un recuerdo le rondaba por la cabeza desde que viera por primera vez el
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zapato donde vivían la niña de piedra y su variopinto surtido de hermanos, pero no
lograba que aflorase en la memoria.
«Entonces, ¿qué es lo que sé? Que este lugar está creado a partir de una especie
de cancioncilla infantil, o de un repertorio entero, tal vez. No recuerdo que hubiera
una niña de piedra en el cuento de la vieja y el zapato. Martine dijo que le había
enseñado una canción al Otro, la que cantaba cuando lo vimos por primera vez en la
cumbre de la montaña, y que parecía que hablaba de un ángel. A lo mejor le enseñó
también algunos cuentos».
Pero ni así consiguió sacar el recuerdo de las profundidades de la memoria.
Llegaron a las afueras del oscuro poblado. No había luna, solo una especie de
latencia opaca de luz en el cielo que lo teñía de un color morado, casi negro, y daba
contornos tenues a ese mundo oscuro. Renie apenas distinguía a la personita que
caminaba a su lado. Empezaba a preguntarse qué sucedería si perdiera a la pequeña
guía, cuando una aparición como una nube luminosa surgió gimiendo ante ellas.
Atemorizada, se agarró a la niña de piedra, pero su acompañante se sacudió la mano.
—Es Wiwiki —dijo.
—¡Alto! —La cosa levantó una mano. Una bola brillaba suspendida sobre la
mano como una llama que no surgía de ninguna parte—. ¿Quién va?
—Soy yo, la niña de piedra.
Cuando se acercaron, la extraña aparición que les bloqueaba el camino pareció
menos fantasmagórica: era una especie de roedor del tamaño de un ser humano, con
un vestido claro y vaporoso como un traje de novia con capucha. Movió la pata y la
bola que flotaba en el aire siguió el movimiento de la mano, una exhibición
impresionante que quedó un tanto deslucida por causa de las rechonchas mejillas y
los ojos desorbitados del ser, que parecían cuentas negras.
—Tendrías que estar en la cama —declaró con voz de niño acusica la marmota
gigante o lo que fuese—, ya son las ocho.
—¿Cómo lo sabe? —Era la primera vez en mucho tiempo que Renie oía hablar de
una hora exacta—. ¿Cómo sabe que son las ocho?
—Solo quiere decir que ya es de noche —le explicó la niña.
—Todos los niños tienen que estar en la cama —dijo Wiwiki.
—No voy a ir a la cama, voy a buscar el árbol de los deshechos y ella viene
conmigo. Para que te enteres.
—Pero… pero… pero no puedes. —Empezaba a perder por momentos su
autoridad; en realidad, estaba a punto de ponerse a gritar—. Todo el mundo tiene que
estar en la cama. Tengo que llamar a todas las ventanas.
—La madrastra nos echó a las dos —afirmó la niña de piedra, cosa que no era
cierta, aunque se aproximaba bastante a la realidad—. No podemos volver.
—Pero puedes entrar en cualquier otro sitio, ¿no? —insistió Wiwiki al borde del
pánico—. Vete… vete a la cama. Tiene que haber otras camas aunque haya mucha
gente durmiendo en la calle.
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—Para nosotras no —dijo la pequeña con firmeza—. Vamos a ir al bosque.
—¡No podéis! —exclamó con los ojos desorbitados de terror—. ¡Son las ocho!
—Buenas noches, Wiwiki.
La niña tomó a Renie del brazo y pasaron por delante de la marmota, cuyos
bigotes empezaron a ponerse mustios, lo mismo que la bola de fuego.
Renie se volvió a mirarlo. El roedor seguía en la misma posición, como
congelado, mirándolas fijamente, sufriendo en cada línea de su ser. Hasta el vaporoso
traje perdió gracia.
—Ah —dijo Renie, y de repente tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse—. Ah.
Es Wee Willie Winkie. En camisón.
Le vino todo de repente a la memoria como un recuerdo evocado por un aroma: el
libro de papel de Mamá Oca que le regaló su abuela cuando cumplió cinco años, con
unas ilustraciones de colores tan llamativos como envoltorios de caramelos. La
decepcionó un poco porque esperaba que las imágenes se movieran, como en los
cuentos infantiles de la pequeña pantalla de su casa, protagonizados por juguetes muy
atractivos que su familia apenas podía permitirse. Su madre le dio un empujoncito en
la espalda y ella dio atentamente las gracias a Uma’ Bongela. Después dejó el libro al
lado de la cama.
Finalmente, meses más tarde, lo abrió un día que volvió a casa enferma de la
escuela y su madre estaba fuera y su padre trabajando. No entendió muy bien algunas
palabras pero el libro la atrapó como una ventana que se abría de repente a lugares
que nunca había podido imaginar…
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Renie le contestó que no. Lo mejor era no decir nada. Era un mundo soñado,
probablemente el sueño de algo que no era ni siquiera humano, y era inútil luchar a
brazo partido para aclarar los detalles.
La niña de piedra la condujo por el valle, y el pueblo quedó atrás. Renie vio más
siluetas oscuras adosadas a los lados de las laderas de las montañas, casas de otro
poblado, perfectamente cerradas, en las que la luz se filtraba por las cortinas o
chisporroteaba en las chimeneas, pero no pudo distinguir si eran zapatos u otras
prendas de vestir.
—¿Y dónde está ese árbol? —preguntó después de haber caminado un cuarto de
hora más o menos bajo la entrometida pero curiosamente benévola luna.
—En el bosque.
—¿No dijiste antes que habías ido a buscarlo y que no estaba allí?
—Y no estaba. El bosque se había ido.
—¿Se había ido? —Renie se detuvo—. Espera un momento, ¿adónde vamos
entonces? No quiero andar toda la noche. ¡Quiero encontrar a mis amigos!
La idea de aumentar la distancia entre !Xabbu y ella, o peor, de que estuviera
cerca de allí, bajo ese mismo cielo coronado por la luna, le produjo de repente un
dolor muy intenso. Había intentado no pensar en él, pero de una forma muy precaria,
frágil como una burbuja.
La niña se dio media vuelta y la miró con los brazos en jarras, las achaparradas
manos en las caderas.
—Si quieres respuestas tienes que venir a formular un deshecho. Si quieres
encontrar el árbol de los deshechos tienes que encontrar el bosque.
—¿Se… se mueve?
—No te entiendo. Estoy intentando ayudarte. ¿Quieres venir conmigo o no?
Había un deje de súplica en la pregunta.
—¿Podrías dibujar un mapa? —preguntó Renie de pronto—. A lo mejor me
ayuda a entender. —Se agachó para coger un palo y, a continuación, dibujó una línea
muy definida en el terreno para que se viera bien a la luz de la luna—. Bien, este es el
camino que acabamos de recorrer. Mira, voy a dibujar unos zapatos, que son las
casas. Estas son las montañas. Y nosotras estamos aquí. A ver, ¿puedes dibujar ahora
el sitio donde vamos a ir?
La niña observó el terreno un buen rato y después miró a Renie entrecerrando los
ojos, que parecían agujeritos, como si le molestara una luz muy fuerte.
—¿Antes de conocernos… —empezó a preguntar con cierta delicadeza— te
caíste… o te diste un golpe fuerte? ¿Te hiciste daño en la cabeza?
Cuando llegaron a las laderas cubiertas de maleza que, según la niña de piedra,
marcaban los lindes del bosque, Renie había empezado a darse cuenta de lo imposible
que era todo. No iba a haber ningún mapa, ni para ese viaje ni para ningún otro que
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ella quisiera emprender. Aparentemente no existían mapas en ese lugar, y por un buen
motivo.
«Es como si no existiera la noción normal de distancia entre un punto y otro —
concluyó—. Tendría que haberme dado cuenta. Las simulaciones creadas por los
humanos están hechas para que los seres humanos naveguen a semejanza del mundo
real. Pero una inteligencia artificial ¿por qué iba a intentar copiar algo como la
proximidad física o la continuidad geográfica, si son conceptos que no ha utilizado ni
experimentado jamás?».
Por lo que podía deducir, algunas cosas, como los pueblos, respondían
implícitamente a la idea de mapa, o al menos a una organización tridimensional
estable que permitía a los habitantes moverse en su terreno, pero cuando se salía de lo
conocido, en ese mundo no parecía haber memoria de rutas establecidas hacia otros
lugares dentro del mismo mundo, aunque los habitantes los hubieran visitado alguna
vez.
En verdad, la niña de piedra afrontaba con valor el bombardeo de preguntas que,
por lo tanto, debían de parecerle muy estrambóticas y fundamentalmente erróneas.
—Solo hay que… encontrar el bosque —explicó de nuevo—. Siempre está
delante, hasta que se ha andado el tiempo suficiente, y entonces se buscan las cosas.
—¿Cosas como… qué? ¿Perfiles? ¿Árboles que has visto antes?
—Pues… —empezó a decir encogiéndose de hombros— cosas que indican que el
bosque está cerca, en algún sitio. Como eso.
Señaló una piedra vertical hincada en la maleza e iluminada por la enorme luna.
—¿Esa roca? —La aguja de piedra clara era del tamaño de un camión, un punto
de referencia irrefutable—. ¿La habías visto antes?
—No —dijo con fastidio—. No, hay muchas piedras como esa. Pero esta noche
es una piedra que indica que estamos cerca del bosque.
Ahora fue Renie la fastidiada. Estaba claro que su acompañante poseía unos
conocimientos que ella no tenía, o quizá le daba pistas que no era capaz de entender,
incluso podía ser información precodificada que se traducía en reconocimiento
espontáneo. Fuera lo que fuese, no lo entendía. Y si se trataba de una información
precodificada, nunca lo entendería.
Mientras la niña la guiaba ladera arriba entre los matorrales, Renie se ciñó la
manta al cuerpo para protegerse de los arañazos y trató de imaginarse cómo se
sentiría si viviese en un mundo así. «Pero ¿cómo puedo pensar que llegaré a
entenderlo? Ni siquiera me imagino cómo se puede uno criar como !Xabbu,
completamente ajeno a la vida urbana, y él es un ser vivo que respira como yo, no
una réplica artificial».
Volvió a sentir el dolor punzante de la separación, pero con una impotencia que
no había sentido antes. «Pero ¿tiene algún sentido? —se preguntó—. Él es tan
importante para mí… Me da tanto miedo no salir juntos de esto… pero y luego ¿qué?
Aunque sobrevivamos, ¿cómo vamos a poder vivir juntos? Somos tan diferentes…
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No sé nada de su pasado, de la vida de su gente, solo las pocas cosas que me ha
contado. ¿Qué pensaría de mí su familia?».
Renie aminoraba el paso al mismo tiempo que decaía su ánimo. Entonces se
obligó a pensar en otras cosas.
«Todavía no sé si los habitantes de este lugar, la niña de piedra o Wiwiki, son
realmente los niños desaparecidos. Pero parece muy posible. Quizá el Otro los trajera
aquí a todos, la conciencia, la mente o lo que sea. —Se estremeció, pero no por el aire
fresco de la noche—. El alma de los niños. Y si Stephen está aquí en este mundo,
¿cómo voy a reconocerlo? Es más, ¿me conocería él a mí?».
—El bosque empieza aquí. —Su acompañante bajó por la ladera unos cuantos
metros—. No es buen sitio para detenerse, suele haber geñeros, y puede que también
algunos teincos. Les gusta estar por aquí, en los alrededores.
—¿Recuerdas…? —Renie no sabía cómo formular la pregunta, apenas sabía lo
que quería preguntar—. ¿Recuerdas haber sido… haber vivido otra vida antes de
esta?
—¿Antes de qué?
—Antes de vivir en el zapato con la madrastra. ¿Recuerdas algo más? ¿Cruzaste
un océano blanco? ¿Tenías madre o padre?
—Me acuerdo de muchas cosas de antes de vivir en el zapato —contestó, confusa
y un poco preocupada—. Por supuesto que crucé el océano Blanco. ¿Y quién no? —
Frunció el ceño—. Pero ¿madre? No. La gente habla de madres pero nadie tiene
madre. —De repente se puso muy solemne. Los agujeritos oscuros que eran sus ojos
se ensancharon mucho—. De donde tú vienes… ¿la gente tiene madre?
—Algunos sí. —Pensó en la suya y en el tiempo que hacía que la había perdido
—. Algunas personas con suerte sí.
—¿Cómo son? ¿Son más altas que la madrastra o más bajas? —Renie por fin
había dado con un tema interesante para su acompañante—. Un niño que vivía en el
zapato y que después se marchó, decía que recordaba a su madre de verdad, una que
solo era suya. —Resopló con indignación y poco convencimiento—. Lo llamábamos
Fanfarrón.
Renie cerró un momento los ojos e hizo un esfuerzo por articular en lo posible la
escasa información con que contaba.
—¿Habéis llegado todos aquí como pájaros? ¿Todos erais pájaros al principio?
—¿Todos? —repitió la niña con una sonora carcajada, un sonido sorprendente en
la oscuridad de la noche—. ¿Te refieres a todos, a la gente de Los Zapatos y de Los
Abrigos, a los de Cruz de Bámberi y Puente de Dondes? ¿Cómo iba a haber tantos
pájaros? —Se inclinó y le dio un golpecito a Renie en el brazo—. Vámonos, ya te he
dicho que casi siempre hay geñeros por aquí.
Renie comprendió que de poco le iba a servir entender ese mundo si esas
horribles criaturas las sorprendían al descubierto.
—De acuerdo, sigamos andando.
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Como todo lo que había visto desde la montaña negra, el bosque era a la vez más
y menos real. A pocos pasos del lindero, la vegetación se cerraba mucho, parecía que
los árboles tuvieran ramas comunes, como si las copas se entretejieran en una sola
alfombra intrincada de vegetación que se extendía muchos kilómetros. Algunos no
eran muy altos, pero las ramas se bifurcaban y abarcaban un espacio que ningún árbol
real podría abarcar, como enormes setas verdes que cubrían cientos de metros.
Muchos arbustos aislados tenían formas definidas, redondeadas, tan regulares como
las picas, tréboles y diamantes de la baraja, como si el enmarañado bosque fuera el
coto de un cuerpo de jardineros fanáticos de la escultura de setos.
Aunque la maraña de ramas tapaba gran parte del enorme disco blanco azulado
del cielo, se encendieron unas lucecitas cálidas a lo alto como para sustituir la luz
ausente de la luna. Esas débiles luces individuales fueron multiplicándose hasta que
el bosque quedó más iluminado que la ladera por la que habían subido, un enramado
interminable que centelleaba como una gigantesca decoración navideña.
—¿Qué son esas cosas que brillan?
—Bichos —le dijo la niña—. Los llamamos velas de bosque. Son como la vela
que tiene Wiwiki pero más pequeños.
«Deberían llamarlos fuegos fatuos —pensó Renie—, los que atraían a los viajeros
y los desviaban del camino. Son tan bonitos que uno podría seguirlos toda la vida».
—Ya estamos cerca del árbol de los deshechos —dijo la niña en voz baja, como si
el árbol fuera a levantar el vuelo si lo asustaban.
«Y a lo mejor lo levanta —pensó Renie—. ¿Quién entiende lo que pasa aquí?».
—Ese árbol de los deshechos —dijo, empezando a hacer conjeturas sobre lo que
sería en realidad—, ¿qué vamos a hacer cuando lo encontremos?
—Vamos a formular un deshecho, está claro.
—Ah.
La curiosa conversión de Wee Willie Winkie en Wiwiki no le había pasado
desapercibida. El Otro parecía entender la lengua oral de una forma muy peculiar,
casi infantil, por la clase de confusiones que reproducía. Seguro que se dirigían a un
árbol de los deseos.
—Le dices lo que deseas, ¿no es así?
—Supongo —contestó la niña después de pensarlo un momento.
Ya estaban en lo profundo del bosque y el remolino de pequeñas luces iluminaba
no ya el arabesco de ramas que formaban el dosel vegetal, sino también los espacios
abiertos en la espesura, lo que creaba una perspectiva de largos túneles iluminados y
caminos que se curvaban hasta perderse de vista. Una neblina que subía del suelo
matizaba los puntos de luz y creaba un ambiente que parecía salido de una
sentimental estampa invernal, de una postal de vacaciones. El recuerdo que le había
estado rondando tantas horas salió por fin a la superficie.
«Esto es como lo que había debajo de aquel club espantoso, el Mister J’s, donde
aquellos seres tan raros, niños o lo que fueran, cogieron a !Xabbu». Volvió a pensar
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en el techo de raíces de cuento de los hermanos Grimm, en las lucecitas, en la
sensación de estar confinada a pesar de la amplitud del espacio. Todo ese país
inventado transmitía una sensación nostálgica de claustrofobia como la que podía
inspirar una ligera embarcación de vela dentro de una botella.
De pronto tuvo la certeza de que el Otro había construido también aquel lugar
debajo del club, aunque perteneciera a la red mundial, y no en la del Grial. «Una
especie de pequeño… ¿qué? ¿Escondite? ¿Guarida? Un refugio creado para sí mismo
en aquel lugar horrendo. Entonces, los niños que había allí, Corduroy, Wicket… ya
no me acuerdo de todos los nombres, ¿eran como los de aquí? ¿Eran niños
secuestrados?».
De pronto vio claramente que, al comparar los dos lugares, podía deducirse una
clave en la personalidad del Otro, si «personalidad» era la palabra correcta, un tema
recurrente en lo que él creaba para sí, algo de lo que ella podría sacar provecho
aplicando sus propios conocimientos de ingeniería. «Si consigo seguir el
razonamiento sin interrupciones…».
—Ahí está —anunció la niña—, el árbol de los deshechos.
Lo primero que pensó Renie fue que había tropezado con otro caso de
comunicación fallida, porque lo que había ante ella, donde el bosque se abría, no era
en absoluto un árbol sino una gran extensión de agua oscura, un lago o un estanque
grande. Además, tardó un rato en estar segura porque, aunque la luna seguía siendo
grande y brillante en el cielo como una nave nodriza dispuesta a aterrizar, no se
reflejaba en el agua. De no ser por una multitud de luces más pequeñas que brillaban
bajo la superficie, el lago podría haber sido un enorme agujero negro en el suelo del
bosque.
Avanzó con los ojos entrecerrados, como si se mirase en un espejo polvoriento.
Las luces del agua no eran puntos como las velas del bosque sino más bien ondas con
mucha actividad, brillos tenues de color morado y plateado que, o bien se movían
rápidamente, o se apagaban y encendían siguiendo una secuencia. Se puso en
cuclillas y se quedó mirando el hipnótico movimiento de las luces en la negrura.
Después extendió una mano hacia el agua.
—¡No! —dijo la niña de piedra—. No tenemos que entrar. Tenemos que dar la
vuelta alrededor.
—¿Por qué? ¿Qué son esas luces?
—Solo son… —La niña vaciló tomando el brazo a Renie con sus fríos y
pequeños dedos—, son parte de este sitio. ¿No querías ir al árbol?
Renie se dejó levantar.
—Creía que habías dicho que estaba aquí.
—No, tonta. Está allí. ¿No lo ves?
Renie miró hacia donde señalaba la niña. Rodeando el lago, a mitad de camino,
algo bastante más grande que la vegetación circundante surgía grandioso en la orilla,
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medio hundido en el agua, como un gigante refrescándose los pies. Era difícil
distinguirlo con claridad. Los otros árboles lucían su mágica corona brillante y el
agua hervía de tenues destellos de color, pero lo que señalaba la niña era algo oscuro.
Mientras recorrían la esponjosa orilla del lago, Renie tenía la sensación de que las
luces del agua las seguían como peces curiosos, aunque quizá se debiera a su propio
cambio paulatino de posición. Se agachó y agitó una mano bruscamente sobre el
agua, casi esperando que las luces retrocedieran asustadas, pero los brillos, si es que
eran alguna clase de criatura, no se inmutaron.
De todas las inverosímiles imitaciones de seres vivos que había visto desde que
entró en la simulación, el árbol de los deshechos le parecía la copia más pobre de un
objeto real. Apenas era un árbol. Solo la parte más o menos vertical del centro, que
podía equivaler al tronco, y la forma en que se ensanchaba por la base y en lo alto
concordaban con la idea. Tenía la corteza lisa y brillante excepto en los lugares donde
los ángulos de las ramas y de las raíces formaban arrugas, se parecía más a la piel de
un delfín negro que a la corteza de árbol. Al final de las subdivisiones ahorquilladas,
las ramas desaparecían entre las de los otros árboles más normales, y las negras
raíces, que parecían de goma, colgaban dentro del agua turbia como tentáculos de un
pulpo que hubiera sacado medio cuerpo a tierra. En general, daba la sensación de no
pertenecer del todo a ese ambiente, de ser un vestigio de vida extraterrestre que
hubiera llegado hasta allí.
«Teniendo en cuenta lo extraño que es todo por aquí, eso es mucho decir».
—¿Estás segura de que es… un árbol?
—Es el árbol de los deshechos —dijo la niña frunciendo el ceño—. ¿Son
diferentes en el lugar de donde vienes?
—¿Qué hacemos? —dijo Renie, falta de respuesta adecuada.
—Para formular un deshecho, hacemos una pregunta. —Miró a Renie con
expectación—. ¿Quieres hacerlo tú primero?
—No tengo ni idea de cómo es. —Algo en ese extraño y solitario lugar le hizo
tomar conciencia de repente de lo cansada y agotada que estaba—. Prefiero ver cómo
lo haces tú.
La niña asintió. Se remangó el amorfo vestido y se acomodó en el suelo. Después,
con una voz seca y conmovedoramente desafinada, empezó a cantar una melodía
conocida pero con la letra cambiada.
Duérmete, niño,
en tu verde cuna.
El rey es tu padre,
la reina, tu madre,
tu hermana, la dama
del anillo de luna.
Y tu hermano ¿qué es?
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Tamborilero del rey.
En el momento de silencio que siguió, Renie creyó notar que los brillos del agua se
atenuaban y se ralentizaban, pero el árbol, como si absorbiera la luz, empezó a brillar
suavemente desprendiendo un levísimo resplandor morado intenso, como la piel de la
uva, bajo la lisa corteza negra. Crujió y se estremeció. Durante un pavoroso instante,
Renie pensó que el árbol iba a ponerse de pie sobre las raíces como una visión de
pesadilla, pero eran las ramas, que se doblaban con lentitud. Algo que estaba oculto
en el follaje de los árboles cercanos bajó susurrando de lo alto, una fruta que colgaba
de una rama larga y negra, resplandeciente como un farol, con un intenso brillo rojo y
carnoso.
La niña alzó las manitas y se le posó en las palmas. Entonces la giró breve y
secamente y, cuando la ramita sé partió y soltó la fruta, la rama negra volvió hacia
arriba. La niña miró sonriente a Renie con la cara bañada en luz color fresa y los ojos
huecos muy redondos. Aunque la pequeña sabía lo que iba a ocurrir, y su expresión lo
manifestaba con claridad, sin duda se trataba de algo maravilloso.
El destello de los árboles de alrededor se atenuó tanto que la fruta, un ovoide de
forma y tamaño semejantes a una berenjena, era ahora la luz más brillante.
Hipnotizada, Renie se inclinó a mirar mientras la niña sujetaba el objeto con fuerza y
lo partía por la mitad.
Una figura minúscula yacía en el centro de la fruta, un bebé o algo con forma de
bebé, un cuerpo encogido visiblemente femenino, con los ojos cerrados como si
estuviera dormido. Las manos reposaban sobre el estómago y tenía los deditos
transparentes como hilos de cristal.
—¡He formulado un deshecho! —susurró la niña, emocionada y un poco
asustada.
El pequeño ser se agitó en su cama brillante al oír la voz.
—Un… deshecho…
Renie se debatía contra la ilógica fantasiosa de la escena. Había pensado que
«deshecho» era un error de dicción pero, evidentemente, se trataba de otra cosa.
La niña alzó el homúnculo y empezó a acunarlo junto al pecho de tal forma que
casi lo rozaba con los labios al hacerle preguntas.
—¿Se acerca el final?
La cosita se agitó de nuevo. Cuando habló, con los ojos cerrados, su voz no
concordaba con su aspecto de bebé. Era un gemido extraviado, como un eco que
venía de muy lejos.
—… El final… no ha hecho más que empezar…
—Pero ¿qué pasará con nosotros cuando el mundo entero se vaya al final?
¿Dónde viviremos?
La pequeña boca se curvó como si sonriera a medias y el deshecho empezó a
cantar: «Niños y niñas salid a jugar, la luna brilla como el sol de día…».
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Renie contuvo un estremecimiento supersticioso. A pesar de la vocecita fantasmal
y el escenario fantástico, eso existía por una razón, o al menos su creador lo había
ejecutado con una dirección y una intención determinadas. Por raro y alarmante que
fuera prestar atención a las revelaciones que murmuraba lo que, en esencia, era una
máquina, ella se jugaba demasiado para dejarse engañar. Por debajo de esas brujerías
aparentes corría la sangre binaria de un sistema comprensible y no iba a dejarse
confundir por un juego que había degenerado.
El deshecho empezó a marchitarse en la mano de la niña y a secarse, formando
una masa arrugada como un hueso de melocotón. Seguía hablando y cantando
grotescamente, pero la voz se oía ya tan débil que, aunque la niña escuchaba con
atención, Renie no entendió una palabra más. Un momento después, tampoco la niña
oía nada; miró la fruta con tristeza un instante y la dejó caer sin ninguna ceremonia
en el agua opaca.
—¿Funcionará el árbol conmigo?
—Supongo que sí —respondió la niña, afectada, pero no por la pregunta.
Renie se sentó en la tierra a su lado, pero no se acordaba de las palabras que la
niña había cantado.
—¿Me ayudas a cantar?
Su pequeña acompañante le apuntó la extraña letra sobre reyes y reinas y Renie la
siguió, intentando compensar la vacilación entre verso y verso pronunciando alto y
claro. Cuando terminó, se hizo un profundo silencio. Un poco de viento, u otra cosa,
movió las ramas de los árboles y las luces parpadearon. Poco después, las ramas del
árbol empezaron a moverse de nuevo. Otra fruta brillante con forma de globo
descendió hacia ella desde los espacios ocultos de arriba.
Al acunar la fruta suave y cálida en las manos, tirar de ella y verla abrirse como la
ilustración de un libro de biología, dejando al descubierto la pequeña criatura que
llevaba dentro, la asaltó un recuerdo breve e intenso como un fogonazo deslumbrante.
La solemnidad infantil de la experiencia, las crudas imágenes de la vida y la muerte,
la devolvieron a los juegos con su amiga Nomsa: funerales egipcios de mentira con
las muñecas, lúgubres ceremonias que celebraban entre la maleza detrás del bloque
de viviendas, a escondidas de las madres porque sabían que las regañarían. Esto era
muy parecido, un coqueteo infantil con lo prohibido, como sus juegos. El minúsculo
ser abrió los ojos y la devolvió al presente.
—Ya es tarde… —dijo con una voz etérea y lejana—. Ya es tarde… los niños se
están muriendo… los de antes y los de ahora…
Renie empezó a enfurecerse y no se dio cuenta de que el bebé que le había tocado
era masculino.
—¿Cómo que ya es tarde? No me digas eso después de todo lo que hemos
pasado, ¡mierda! —Miró a la niña de piedra—. ¿No tengo que hacerle una pregunta?
Su compañera miraba los ojos del bebé, que llenaban los párpados como perlas
sin iris ni pupilas. Parecía atemorizada por algo y no contestó, de modo que Renie se
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dirigió otra vez a la prodigiosa fruta.
—Mira, creo que sé lo que eres y que entiendo lo que está pasando —le dijo,
aunque no sabía a ciencia cierta si hablaba con el homúnculo, con el árbol o con el
aire. «Es como hablar con Dios —se dijo—. Aunque este se elimina cada vez que se
comunica, o algo así.»—. Solo dime qué quieres de nosotros. ¿Tenemos que ir en tu
busca? ¿Por eso fuimos a parar a la montaña negra?
—Quería… —Las pequeñas extremidades se agitaban lentamente— los niños… a
salvo… —Se revolvió de nuevo como si se estuviera ahogando en las profundidades
de un mal sueño—. Los niños nuevos… ningún sitio donde estar… Y el frío…
—¿Qué pasa con los niños? ¿Por qué no los dejas marchar?
—Me duele. Voy a caerme. Después, calor… un ratito…
La boquita perfecta se abrió aterradoramente y su respiración rítmica y silbante
llenó el aire. Renie no supo si se reía o era un grito ahogado de sufrimiento; fuera lo
que fuese, el sonido era horrible.
—¡Solo dinos lo que quieres! ¿Por qué cogiste a los niños, a mi hermano Stephen,
a todos los demás? ¿Cómo podemos recuperarlos?
El ruido cesó. Los diminutos brazos se movían más despacio. El homúnculo
empezó a perder vitalidad, a ablandarse, a derrumbarse sobre sí mismo en un proceso
de putrefacción espantosamente rápido.
—… Liberar… —La voz era un susurro que apenas oía—. Libe… rar…
—¡Maldito seas! —gritó Renie—. ¡Vuelve, habla conmigo!
Pero la voz no dijo más. Renie quería repetir la canción que la había conjurado,
pero las palabras eran un revoltijo que avivaba el caos de su cólera creciente. Era
como tratar con Stephen en pleno ataque de rebeldía, cuando no obedecía por sistema
y casi la obligaba a recurrir a la fuerza. Desistió de recordar la letra desconocida y
empezó a cantar roncamente la canción tal como la sabía, dispuesta a sacar a rastras
aquella cosa de su escondite, a obligarla a hablar con ella.
Mécete, mi niño,
en la alta rama.
La fruta se licuó y se le escurrió entre los dedos. La tiró al suelo con un gruñido de
asco y se limpió las manos en la tierra sin dejar de cantar.
Mécete, mi niño,
en la alta rama.
Cuando sopla el viento
acuna tu cama.
Se rompió la rama,
la cuna cayó.
La cuna y el niño:
¡se caen los dos!
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—¿Me oyes? —gritó—. ¡Se caen los dos, maldita sea!
Hubo un largo silencio. Después, un susurro débil como un estertor de muerte se
elevó alrededor.
—¿Por qué… haces daño?… Te llamé… pero ahora… es tarde…
—¿Me llamaste…? ¡Maldito, tú no llamaste a nadie, tú te llevaste a mi hermano!
—La ira le salía a borbotones, después de tan larga reclusión en un espacio muy
angosto—. ¿Dónde está? ¡Maldito seas, o me dices dónde está Stephen Sulaweyo o
iré a buscarte y te desmontaré pieza a pieza…!
No hubo respuesta. Furiosa, abrió la boca para empezar a cantar de nuevo y sacar
a la cosa a rastras por la oreja, pero el árbol se estremeció súbitamente, el tronco liso
y negro se convulsionó de arriba abajo, un espasmo peristáltico agitó las ramas como
látigos y las partió quebrando y golpeando hojas y ramas de otros árboles, mientras
las raíces removían el lago levantando espuma.
Entonces, con la inmediatez de un ser marino que se repliega atemorizado en su
concha, el árbol se vino abajo parodiando en un instante la desintegración de los
bebés deshecho, pero a diferencia de ellos, el árbol no solo se marchitó, sino que se
redujo literalmente a la nada: tan pronto se erguía ante ellas como desaparecía. Solo
la tierra desgarrada y lodosa y la agitación del agua daban fe de que había existido
alguna vez. La niña de piedra se volvió a Renie con los ojos y la boca muy abiertos.
—Lo… lo has matado —dijo—. ¡Has matado al árbol de los deshechos!
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19. El hombre más valiente del mundo
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: ANVAC detiene a su propio cliente por
incumplimiento.
(Imagen: casa de Vildbjerg, el acusado, en Odense, Dinamarca). Voz en off: Nalli
Vildbjerg, productor musical danés, fue brevemente encarcelado y ha sido
denunciado por la corporación de seguridad ANVAC por violación de contrato, al no
notificar un delito que sucedió en un establecimiento que ellos protegen. VILDBJERG:
¡Esa gente está loca! Estaba celebrando una fiesta y alguien se llevó un abrigo que
no le pertenecía, pero por casualidad, estoy seguro. Esos locos de ANVAC lo vieron en
los monitores de vigilancia y no solo arrestaron a esta persona —¡un invitado mío!
—, sino que ahora ¡me han denunciado a mí también!
(Imagen: abogado anónimo de Thum, Taxis y Posthorn la empresa internacional
de ANVAC). ABOGADO: Nuestros contratos especifican con toda claridad, en la página
ciento diecisiete, la obligación de denunciar inmediatamente y de forma precisa a la
compañía todo delito que suceda in situ. El señor Vildbjerg no puede pasar por alto
el delito, no puede erigirse en juez y jurado de un asunto que compete a la ley danesa
y a Naciones Unidas.
«Solo un momento para recordar a Orlando —se dijo Sam por vigésima vez en
las últimas horas— y después ya podré seguir». Iba dando tumbos de cansancio,
deprimida y preocupada porque echaba tanto de menos a sus padres y su casa que
tenía ganas de gritar, pero eso no era nada comparado con lo que había tenido que
soportar Orlando todos y cada uno de los días. «Y acabó con él —recordó
irremediablemente—. Entonces, ¿de qué le sirvió ser valiente, tan valiente…?».
—Creo que ya es hora de descansar —dijo !Xabbu—. Hemos andado mucho.
—Y nada cambia —replicó ella con amargura—. ¿Es que va a ser así
eternamente? Podría ser, ¿no? ¿Eh? Me refiero a seguir y seguir siempre. Porque no
estamos en un sitio real.
—Puede ser. —!Xabbu se puso ágilmente en cuclillas sin síntomas aparentes de
fatiga, tras la larga caminata de todo el día, que a Sam le había dejado las piernas
riladas—. Pero no parece… ¿cuál es la palabra? Probable. Lógico.
—Lógico —repitió con un respingo—, como diría Renie.
—Sí, es lo que ella diría —contestó !Xabbu—. La echo de menos. Siempre
piensa, se pregunta el porqué, intenta encajar todos los detalles.
Levantó la cabeza al percibir un movimiento cercano, algo que en ese momento
coronó el terraplén que acababan de descender. Era Malabar, que avanzaba tras ellos
con la adusta tenacidad que Sam encontraba casi admirable. Tenía un cuerpo
relativamente joven y saludable, de un hombre de mediana edad bien conservado,
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pero estaba claro que hacía tiempo que no lo ejercitaba y acusaba los estragos de la
interminable caminata más que Sam.
—Todavía lo odio —dijo Sam en voz baja—. Lo odio a muerte. Pero no es fácil
mantener el odio cuando se ve a la persona constantemente, ¿verdad?
!Xabbu no contestó. Ni él ni Malabar iban desnudos, porque el bosquimano,
aprovechando los descansos, había tejido una especie de falda para cada uno con
plantas que crecían a la orilla del río, y Sam tuvo que reconocer que se sentía un poco
más cómoda. Se tenía por una persona moderna que no se escandaliza de nada, pero
le resultaba tan chocante ver a !Xabbu desnudo, y a sí misma medio desnuda, que
tener que afrontar la cruda realidad del físico de Félix Malabar un día tras otro había
llegado a producirle una sensación de suciedad.
—Aunque, en realidad, aquí no hay días —dijo en voz alta—, días de verdad, no.
—!Xabbu la miró con curiosidad—. Lo siento. Estaba pensando en voz alta —se
disculpó con el ceño fruncido—. Pero es verdad. Aquí no oscurece ni se hace de día
como en un lugar normal. No hay sol. Es como si alguien se levantase por la mañana
y encendiera una gran luz y luego volviera a apagarla por la noche.
—Sí, es raro. Pero ¿por qué iba a ser de otra manera? Al fin y al cabo, esto no es
la realidad.
—Es lo suficientemente real para matarnos —terció Malabar deteniéndose a su
lado.
—Gracias, Aardlar, el bárbaro alegre.
En cuanto pronunció estas palabras, Sam se dio cuenta de que había repetido una
broma de Orlando.
!Xabbu se alejó por la orilla del río. Mientras Malabar recobraba el aliento, Sam
miraba a su pequeño y delgado amigo, que se movía entre los juncos. «La echa tanto
de menos…, pero no habla de ello. Solo quiere andar y andar, seguir buscándola».
Intentó imaginarse el estado de ánimo de !Xabbu, y lo que ella sentiría si Orlando
todavía estuviera vivo y se hubiera perdido en ese paisaje desconocido, pero se puso
muy triste. «Al menos él tiene posibilidades de encontrarla».
—Deberíamos seguir —dijo !Xabbu desde lejos—. Es difícil saber cuántas horas
de luz nos quedan.
Malabar se levantó sin una queja y echó a andar lentamente. Sam se dio prisa para
alcanzar a !Xabbu.
—Todo esto es siempre igual —dijo—, aunque a veces se pone… no sé… como
transparente otra vez, como al principio, cuando llegamos. —Señaló una línea de
montañas a lo lejos—. ¿Ves? Antes eran bastante normales, pero ahora no parecen
muy reales.
—Yo lo entiendo tan poco como tú —asintió !Xabbu cansinamente.
—¿Y en la otra orilla del río? —preguntó, con intención de distraerlo un poco-A
lo mejor Renie está allí.
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—Ya ves, igual que yo, que el terreno es aún más llano que aquí —contestó
!Xabbu—. En este lado hay algunos árboles y arbustos en la orilla que podrían
impedirnos verla hasta llegar justo a su lado.
Su expresión se apagó todavía más. Sam no necesitó que le aclarase que eso sería
más probable aún si Renie se hallaba tendida en el suelo, inconsciente o muerta.
Un escalofrío le recorrió la espalda de arriba abajo. Lamentó no recordar las
oraciones que le habían enseñado en la escuela dominical, pero el joven pastor tenía
más interés en que cantaran a coro que en los aspectos prácticos de lo que se debe
hacer cuando uno se queda aislado con sus amigos en un universo imaginario.
Se acordó entonces del grupo de jóvenes, en especial, de un chico llamado Holger
que llevaba un aparato en los dientes y que, en contra de su voluntad, había intentado
besarla una noche, en el fuego del campamento; de pronto se dio cuenta de que
!Xabbu se había detenido. Dio media vuelta y la mirada ausente del hombre le hizo
pensar por un momento que había ocurrido lo peor, que había visto las piernas de
Renie sobresaliendo por debajo de un arbusto o su cuerpo flotando boca abajo en el
río. Siguió la dirección de su mirada y, con gran alivio, solo vio un pequeño grupo de
árboles en un solitario montículo de hierba al lado del agua.
—¿!Xabbu…?
Pasó delante de ella a toda prisa en dirección a los árboles y Sam se apresuró a
seguirlo.
—!Xabbu, ¿qué pasa? —Tocaba una rama, pasando los dedos suavemente por la
corteza, tan desolado y silencioso que Sam estaba a punto de echarse a llorar—.
!Xabbu, ¿pasa algo malo?
La miró a la cara y después bajó la vista. Sam hizo un movimiento para acercarse,
pero él la sujetó por el brazo con una fuerza que no se esperaba.
—No te muevas, Sam.
—¿Qué? ¡Me estás asustando!
—Este árbol. Es al que Renie ató el trozo de tela.
Agitó la tira deshilacliada de tela blanca que llevaba en la mano como una
reliquia sagrada desde que la habían encontrado.
—¿Qué dices? ¡Lo dejamos atrás hace dos días!
—Mira esto, Sam —dijo señalando el terreno—. ¿Qué ves?
—Huellas de pisadas. ¿Entonces qué…?
De repente lo entendió todo.
Un rastro de sus propias pisadas llegaba al lugar donde había cruzado el suelo
polvoriento. Pero había muchas más por allí cerca, mezcladas con otras, como las
pequeñas huellas que tenían que ser de !Xabbu y que llegaban incluso más lejos que
las suyas, demasiado lejos para ser recientes. Puso el pie en una de las más antiguas y
encajaba perfectamente.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Qué infecto…!
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—No sé cómo —dijo !Xabbu, más triste que nunca—, pero hemos vuelto al sitio
de donde partimos.
Aunque todavía faltaba una hora más o menos para que se produjera el cambio
repentino a noche cerrada, !Xabbu hizo una hoguera. Ni él ni Sam tenían interés en ir
más lejos. Las llamas finas y plateadas, que siempre creaban un ambiente hogareño
en las acampadas, parecían ajenas.
—No tiene ningún sentido —dijo Sam otra vez—. Nunca nos hemos alejado
mucho del río, así que no hemos podido perdernos tanto, aunque no haya sol… ¿no?
—Aunque no estuvieran ahí nuestras propias huellas, no hubiera olvidado este
sitio, no podría confundirlo con otro —aseguró !Xabbu desesperado—. No podría
olvidar el árbol en el que encontramos la señal de que Renie estaba viva,
buscándonos. Donde me crie, conocemos a los árboles igual que a las personas, mejor
incluso, porque los árboles están siempre en el mismo sitio y las personas se mueren
y el viento se lleva sus huellas. —Movió la cabeza, abatido—. Hacía rato que me
parecía que el paisaje era siempre el mismo, pero me empeñaba en convencerme de
que estaba equivocado.
—¡Pero eso no explica cómo hemos podido llegar a perdernos! —dijo Sam—. Y
menos tú… es que, no lo entiendo.
—Porque todavía piensas que estás en un mundo real —añadió Malabar con
acritud.
Hacía una hora que no decía nada, y sus repentinas palabras los sobresaltaron.
—¿Y eso qué quiere decir? —replicó Sam imperiosamente—. Todavía hay arriba
y abajo, ¿no? Y derecha e izquierda. Seguimos el río por toda esa enquistada red
tuya…
—No, esta red no es mía —la interrumpió Malabar—. La mía estaba planificada
por técnicos, ingenieros y diseñadores, concebida por seres humanos para uso de
seres humanos. Izquierda, derecha, arriba, abajo: muy útil si eres un ser humano, pero
para el Otro, no significa nada.
!Xabbu lo miró hoscamente pero no replicó.
—Es decir que ¿aquí todo cambia… simplemente? —preguntó Sam~. ¿No hay
reglas?
Malabar cogió un palo del suelo. A pesar de los cambios ocasionales de la
refracción del paisaje, a Sam la enfurecía que todo pareciera tan normal, tan
corriente, en un sitio que podía jugarles una pasada tan mala.
—Puede que encontremos un lugar donde las reglas, como tú las llamas,
prácticamente no existan —dijo el viejo jugueteando con un palito entre los dedos—,
pero sospecho que aquí también hay reglas estables, aunque no las que nos gustaría.
Se inclinó hacia delante y limpió un espacio en la tierra con el antebrazo. Después
dibujó con el palo una serie de pequeños círculos, uno al lado del otro, como una
sarta de perlas.
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—La red del Grial está montada más o menos así —dijo—. Cada círculo es un
mundo. —Dibujó un trazo único que discurría de un extremo a otro de la serie, una
especie de línea que enhebraba las perlas—. El gran río va por aquí, conectando cada
mundo con el siguiente en sus extremos. Si no abandonas el río y utilizas solo las
entradas que están al final de cada simulación, pasarías por cada mundo y volverías al
principio para comenzar de nuevo.
Sam estudió el dibujo.
—¿Entonces? ¿Por qué no funciona aquí? ¿Cómo hemos perdido el río?
—No creo que lo hayamos perdido.
—¿Y cómo puede ser eso?
—Porque este mundo no tiene por qué ser lineal como la red del Grial. Nosotros
asumimos que un río tiene nacimiento y desembocadura pero, por ejemplo, el río que
conecta mi red no empieza ni termina realmente en ningún sitio. —Malabar borró la
cadena de perlas y después hizo un nuevo círculo, más grande, con otro dentro peor
trazado—. Este lugar tiene todavía menos razones para seguir el modelo del mundo
real. Me temo que lo que hemos estado haciendo es seguir el río desde aquí —tocó el
círculo mal hecho con el extremo del palo— hasta aquí.
Siguió el garabato alrededor hasta llegar al punto donde había empezado.
—¿Y… eso es todo lo que hay? —preguntó Sam mirando con atención. A su
lado, !Xabbu escuchaba atentamente—. ¿Hemos visto todo el lugar? ¿Hemos dado la
vuelta a la rosquilla y ya está? —Sacudió la cabeza casi enfadada—. Es una
estupidez, no puede ser verdad. Sobre todo por una razón: si hemos dado una vuelta
completa alrededor de este mundo, ¿dónde está Renie? ¿Y ese amigo tuyo, Klement?
No pueden haber desaparecido por las buenas.
«O puede que sí —se contradijo inmediatamente—. Puede que Renie se haya
caído en un agujero, o al río, o que se haya perdido… como Orlando…».
—Es posible que el modelo sea más raro incluso —dijo Malabar.
En ese momento le pareció casi normal, como un profesor cualquiera. No era el
compañero que elegiría para viajar, pero tampoco el peor malvado del mundo. Y al
igual que sus mejores profesores, parecía que le interesaba lo que estaba diciendo.
Sam recordó que, a pesar de sus métodos, se había propuesto resolver el problema de
la mortalidad humana.
«Como aquel griego de la mitología que robó el secreto de la vida a los dioses.
Orlando se acordaría del nombre».
Malabar borró los dibujos y trazó un círculo mucho mayor, en cuyo interior había
media docena de círculos concéntricos y ondulados, de forma que el resultado final
parecía una diana líquida.
—Ahora, pensad en esto —dijo—. Quizá haya más mundos ocultos dentro de
este, muchos más, como las muñecas rusas. Pero el río, en vez de ser el hilo
conductor entre ellos, es una barrera. Así que en lugar de seguir el río —resiguió uno
de los círculos que representaban el río hasta el principio—, que solo nos devuelve al
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punto de inicio, tenemos que cruzarlo para ir al siguiente mundo. —Dibujó una línea
partiendo de un anillo, que atravesaba la línea ondulada del río y penetraba en el
anillo siguiente—. No es necesario imitar la geometría del mundo real. Después de
todo, el autoproclamado dios de este lugar no conoce mucho el mundo real.
—Un momento —exclamó Sam después de fijarse bien en el dibujo—, esto sí
que es infecto. ¡Mirad allí! ¡Mirad! —Señaló la otra orilla del río. Las pequeñas
montañas y las praderas brillaban todavía bajo la luz sin trayectoria—. Como dijo
!Xabbu, si Renie estuviera allí, la habríamos visto. ¡Y además, si es otro mundo, tu
sistema operativo no tiene mucha imaginación, porque es igual que este!
—Solo porque lo veas —dijo Malabar dejando escapar una risita de
autocomplacencia que enervó a Sam— no significa que esté allí, niña.
—¿Qué? —exclamó Sam, con ganas de propinarle un puñetazo.
—Hay muchos sitios en la red del Grial donde solo se construyó una orilla del río.
Los que intentan llegar a la otra descubren que nunca pueden acceder a ella, aunque
la vean, pero la ilusión de las dos orillas se mantiene. Si finalmente consiguiéramos
cruzar el río, quién sabe dónde apareceríamos o lo que veríamos si mirásemos hacia
esta parte.
El crepúsculo estaba ya encima y era difícil distinguir la otra orilla. Sam estaba
demasiado cansada y deprimida para seguir discutiendo otros enigmas. Aunque
Malabar tuviera razón, aunque descubrieran una lógica y encontraran a Renie, incluso
al propio Otro, seguirían estando exactamente en ninguna parte. Se acordó del Otro,
de su fría presencia, de la forma en que hizo que el frigorífico de dibujos animados
fuera un agujero hacia la nada más absoluta…
«Me pregunto qué estarán haciendo ahora papá y mamá —pensó de repente—.
No pueden estar todo el tiempo en el hospital, mirándome. —Algo parecido a los
celos sustituyó a la soledad—. Quizá estén cenando en casa, viendo algún programa.
Mamá llamará a abuela Catherine…».
—Allí hay alguien —dijo !Xabbu, mirando al río.
Parecía muy tranquilo, pero Sam sabía cómo se sentía. Había llegado a conocerlo
bien en los días que habían estado juntos.
—Alguien ¿dónde? —Se incorporó y escrutó la orilla, que ahora estaba medio en
penumbra—. No veo a nadie.
—En los juncos, junto al río. —Se puso de pie—. Es la silueta de un ser humano.
Sam solo distinguía el movimiento suave de los tallos, una pared gris que
ondeaba.
—Es… ¿Ves qué es? —dijo, procurando no delatar la emoción que sentía, porque
comprendió que tanto podía ser Renie como el zombi de Klement.
Incluso podía ser Jecky Nibble o cualquier otra de las extrañas criaturas con
quienes se habían encontrado dos noches antes.
Pero sí, algo salía dificultosamente de entre los juncos, algo que tenía apariencia y
movimientos muy humanos.
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La esperanza solo duró hasta que las palabras salieron de la boca de !Xabbu, en
un tono tan apagado que Sam percibió la pena que tenía por dentro.
—Es un hombre.
Estaba preparado, con los músculos tan tensos como la cuerda de un arco,
dispuesto a echarse a correr pendiente abajo. Y de pronto se hundió, porque el posible
peligro era menos importante para él que el hecho de la pérdida.
—¡No huyáis! —gritó el extraño agitando los brazos en el aire—. ¡No soportaría
otra noche con este frío!
Cojeaba. Los pantalones negros y la amplia camisa blanca que llevaba estaban
completamente desgarrados y con manchas rosadas de sangre diluida por el agua. Si
fingía para que no se pusieran nerviosos, no lo hacía mal del todo, pensó Sam. Se
tambaleaba como un corredor en los últimos metros de un maratón extenuante y
chorreaba agua. !Xabbu observaba el avance con una expresión singular en la cara,
pero no parecía atemorizado.
El extraño era de complexión media. Por su físico, dedujo que era mayor que ella,
pero más joven que Malabar y muy atlético. A Sam le pareció bastante atractivo,
además, a pesar del bigote negro desaliñado y el pelo mojado, al estilo de los actores
de culebrón de la red, tan bronceados, y parecía rebosante de vida y salud.
—Oh, dejadme compartir la hoguera, por favor —les pidió al acercarse
trastabillando. Como nadie dijo nada, se desplomó junto a las llamas tiritando—.
Gracias a Dios. No hay nada que sirva para hacer una balsa por aquí… construí una,
pero se hundía. He pasado toda la noche mojado y muerto de frío. Vi vuestra hoguera
pero no pude alcanzaros. Os he estado siguiendo. Ay, Dios, qué sitio tan deprimente y
vacío…
A Sam le extrañó que !Xabbu no diera la bienvenida al recién llegado y lo miró
para descubrir sus intenciones, pero curiosamente, el pequeño bosquimano parecía
distraído.
—No tenemos mucho que ofrecerte —le dijo Sam—, ni siquiera una manta. Pero
por supuesto, puedes calentarte en nuestra hoguera.
—Gracias, pequeña dama. Eres muy amable —respondió el hombre intentado
sonreír, pero le castañeteaban los dientes con tal intensidad que apenas pudo
mantener la sonrisa un instante—. Me has hecho un favor y Azador no olvida los
favores.
—Tenemos que ir a buscar más leña —dijo !Xabbu de repente tocando el brazo a
Sam—. Ven conmigo, entre los dos recogeremos suficiente para toda la noche.
!Xabbu iba pegado a ella camino de un bosquecillo que había un poco más allá de
la pradera donde había recogido la primera carga de broza seca.
—No mires atrás —le susurró—. ¿No te suena el nombre de Azador?
—Me… me suena, sí, ahora que lo dices.
—Viajó con Paul Jonas durante un tiempo, y antes, con Renie y conmigo. El
encendedor, el dispositivo de acceso, lo tenía él.
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—¡Ay, Dios mío! Me estás tomando el pelo ¿no? —Hizo un gran esfuerzo por no
mirar atrás—. ¿Y qué hace aquí?
—¿Quién sabe? Pero lo importante es que no se ha dado cuenta de que lo hemos
reconocido. A mí me conoció con el simuloide de babuino.
—¿No quieres que sepa quién eres?
—Nos enteraremos de más cosas si cree que somos desconocidos o, al menos,
será fácil saber si miente. —!Xabbu frunció el ceño—. Pero ahora que lo pienso, hay
un problema difícil de resolver. Por lo que Paul Jonas dijo, este hombre asegura que
es víctima de la Hermandad del Grial. Si averigua quién es Malabar… —Meneó la
cabeza—. Y como Renie y yo utilizamos nuestros verdaderos nombres delante de él,
no me puedes llamar por mi nombre. Pero si me llamas de otra forma, Malabar lo
notará.
—Qué dolor de cabeza me da todo esto —dijo Sam, cuando ya llegaban a los
árboles—. Liquidémoslo y ya está. —!Xabbu se volvió hacia ella con los ojos muy
abiertos—. ¡Es broma, hombre!
—No me gustan esas bromas, Sam.
!Xabbu se agachó y empezó a recoger ramas del suelo.
—Mira —dijo mientras cargaba maleza seca—, ha sido una broma poco
oportuna, ¿de acuerdo? Vale. Pero si no podemos decir el nombre de Renie delante de
él, ni llamarte por tu nombre ni hablar de nada de lo que realmente está pasando, nos
retrasaremos más todavía. ¿Qué es más importante, engañar a ese hombre o encontrar
a Renie?
—Tienes razón, Sam —dijo !Xabbu asintiendo lentamente con la cabeza—.
Vamos a ver qué nos cuenta Azador esta noche. Le parecerá normal que le
preguntemos lo que le trae a nuestro campamento, y después, veremos qué podemos
deducir.
—Es lógico que queráis conocer mi historia —dijo Azador, muy comunicativo. El
fuego le había hecho entrar en calor. A no ser por la hinchazón del tobillo y la pinta
de perro mojado que le daba el labio superior, parecía totalmente repuesto—. Es una
aventura, emocionante y llena de peripecias, heroica incluso, aunque no esté bien que
lo diga yo. Pero lo que de verdad queréis saber es cómo ha llegado Azador hasta
vosotros en este lugar tan dejado de la mano de Dios, ¿no?
—Sí —dijo Sam procurando no poner los ojos en blanco.
—Entonces os contaré un secreto. —El atractivo recién llegado se inclinó hacia
delante, levantó la vista y miró de un lado a otro como un niño que exagera
teatralmente una actitud de confidencialidad—. Hace mucho tiempo que Azador os
sigue.
—¿De verdad?
Sam reprimió la necesidad de mirar a !Xabbu.
—Desde… Troya.
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Se incorporó y cruzó los brazos sobre el pecho como si acabara de hacer un truco
de magia.
—¿De qué… de qué estás hablando?
—No trates de engañarme, hermosa dama —respondió con una sonrisa
encantadora—. Lo he recorrido todo. He visto más de la red que cualquier persona.
En este sitio estáis vosotros solos, no hay nadie más. Os vi en la cumbre de la
montaña. ¡Seguro que os acordáis! Lo veo en vuestras caras. Sé que sois los mismos
que he venido siguiendo desde Troya.
Sam quería entender las consecuencias de todo eso. ¿Había problemas a la vista?
¿Ya no servían para nada las precauciones de !Xabbu? Miró el rostro absorto del
bosquimano y después a Malabar, cuya expresión era totalmente indescifrable.
—Pero… ¿por qué nos seguías? Si fuéramos quienes crees que somos, claro está.
—Porque estabais con ese hombre, Jonas. Sabía que era más importante de lo que
me confesó y, cuando lo vi conduciros a vosotros y a los demás al interior de un
templo en medio de una ciudad en llamas, supe que estaba buscando una entrada. ¡No
lo olvidéis, Azador se ha recorrido toda la red! ¡La Hermandad del Grial me ha
perseguido por todas partes! Algunos dicen que soy el hombre más valiente de todos
estos mundos. —Extendió las manos en un gesto de humildad—. Yo nunca haría una
afirmación semejante.
Tanta necedad empezaba a apaciguar los temores de Sam, pero se preguntó con
recelo si no sería eso precisamente lo que el hombre quería. «Dios, esto se pone cada
vez más infecto. Es como jugar a juegos de Halloween en una habitación a oscuras
durante meses y meses y, si pierdes, te matan».
—¿Por qué seguías a ese… Jonas? —preguntó !Xabbu.
—Porque era amigo mío. Sabía que en Troya se buscaría problemas. Él no había
hecho las cosas que hice yo ni había visto tanto como yo. Quería ayudarlo…
protegerlo.
—Entonces —dijo Sam tras aclararse la garganta; !Xabbu, entre tanto, intentaba
disimular sus dudas por todos los medios—, ¿seguiste… a esas personas… al interior
de un templo?
—¡Vaya! —replicó Azador riéndose—. De modo que prefieres seguir fingiendo,
¿eh, damisela? Muy bien, no tengo nada que esconder. Sí, seguí a Jonas y… a sus
amigos al templo. Los oía delante de mí por todo el laberinto. Después se detuvieron
a discutir, y yo también, pero sin ser visto, en los pasillos que había detrás de ellos.
La discusión fue larga, pero yo pensé que la entrada no funcionaba y que tendrían que
volver. Entonces, estaría obligado a seguirlos de nuevo por una ciudad donde se
mataba a la gente como si fueran animales. Pero no, la puerta se abrió y todos
entraron discutiendo y gritando. Esperé cuanto pude, pero tenía miedo de que la
puerta se cerrase otra vez, así que entré.
—Pero si Jonas era amigo tuyo, ¿por qué no querías que te viera?
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—Porque no conocía a la gente con la que estaba —replicó Azador con un
destello de irritación—. Tengo muchos enemigos.
—De acuerdo —dijo Sam—. Así que entraste, ¿y…?
—Y me encontré en un lugar muy raro, el más raro que he visto hasta ahora. Oí
voces en la montaña que había allí, así que esperé a que empezaran a moverse y los
seguí. Despacio, despacio y en silencio. Vosotros… ¿o debería decir los amigos de
Jonas…? —Sonrió de una forma irresistible, o eso pensó Sam que se creía él—. En
fin, los que iban delante de mí avanzaban muy despacio. Pero los seguí
pacientemente. Cuando llegamos a la cima les había dejado mucha ventaja. Entonces
vi al gigante. —Sacudió la cabeza aparentando consternación—. ¡Qué cosa! No había
visto nada igual en ningún mundo. Y a Jonas y a los otros se le habían acercado
mucho. Pero cuando me disponía a seguirlos, algo… pasó algo. —Cerró los ojos para
pensar—. Todo se hizo pedazos, como cuando se rompe una ventana y salen los
trozos volando por todas partes.
Sam notó un movimiento repentino a su lado y se dio cuenta de que era Malabar,
que había erguido la espalda. Por el rabillo del ojo captó la tensión que se dibujaba en
las líneas del cuerpo del viejo. ¿Qué le habría llamado tanto la atención, entre tantas
novedades?
—Todo se hizo pedazos —repitió Sam para que él continuara.
—Y no recuerdo mucho más —dijo Azador—. Me parece que me di un golpe en
la cabeza. —Levantó el brazo y se masajeó la base del cráneo—. Cuando me
desperté, la montaña había desaparecido y me encontré en medio de la nada, todo gris
como con niebla, pero no había arriba ni abajo. He estado buscando desde entonces y
cuando encontré un mundo en el que estar, no había nadie allí. Azador estaba solo,
solo entre criaturas cazadoras. Hasta que vi la luz de vuestra hoguera.
—¿Criaturas cazadoras? —!Xabbu avivó el fuego—. ¿Qué son?
—¿No las habéis visto? Tenéis suerte. —Se dio unas palmadas en el pecho—.
Hielan la sangre, son monstruos, fantasmas, ¿quién sabe? Pero persiguen a los
hombres. Me persiguieron a mí. Solo estaba a salvo en el río, por eso construí una
balsa.
Satisfecho con la espectacularidad de su relato, el recién llegado se recostó y se
puso a mirar fijamente el movimiento de las llamas.
—Hemos dejado que te calentaras en nuestra hoguera —dijo Sam—. ¿Quieres
algo más?
—Viajar con vosotros —afirmó rápidamente—. A mayor número, mayor
seguridad, y sacaréis un gran provecho teniendo a Azador de compañero de viaje. Sé
poner trampas para cazar animales, sé pescar…
—Nosotros no comemos —puntualizó Sam.
—¡Y sé construir una balsa con mis propias manos!
—Que se hunde sin remedio, según dijiste.
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Sam miró a !Xabbu entre divertida y enfadada. ¿Era solo la casualidad la que
seguía haciéndoles cargar con horribles compañeros de viaje?
—Entre nosotros no hay ningún Jonas —dijo !Xabbu—. Te puedo asegurar que
nunca he conocido a tal persona en este mundo.
—Ya, a pesar de que os ha cambiado la cara, sé que no está con vosotros —dijo
Azador con regocijo—. Jonas era valiente, al fin y al cabo, a su manera, claro, porque
es inglés. Él no se habría quedado en silencio ante su amigo Azador fingiendo ser
otra persona. Pero si está perdido en alguna parte de este mundo, lo encontraré.
Sam miró a !Xabbu, que observaba a Malabar, pero el rostro del viejo era una
máscara impenetrable. Cuando !Xabbu se volvió finalmente hacia ella, notó que, a
pesar de su compostura, la única persona en la que confiaba estaba tan preocupada y
confusa como ella.
—¿Qué vamos a hacer entonces? —preguntó, reprimiendo a tiempo el nombre
!Xabbu.
—No lo sé —contestó el bosquimano mirando a Azador, que sonreía
despreocupadamente—. Supongo que puedes viajar con nosotros, Azador. Al menos
por un tiempo.
El recién llegado sonrió y se pasó el dedo por la base del bigote.
—No os arrepentiréis. Lo juro.
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20. La pistola de Thompson
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Un experto censura los temas apocalípticos.
(Imagen: extracto de Cómo matar al maestro). Voz en off: Sian Kelly, defensor de
los comportamientos éticos en la red, opina que la programación infantil está yendo
demasiado lejos hoy en día, hasta el fin del mundo. KELLY: Es una moda y no es nada
buena. Son muchos los interactivos infantiles como Mafia adolescente, Blodger Park,
Puñalada por la espalda o esa historia de Matar al maestro. Son programas actuales
con temas apocalípticos. Los niños son muy sugestionables y el énfasis que ponen en
el culto al suicidio y al fin del mundo es irresponsable y aterrador. Voz en off: Las
redes niegan unánimemente la existencia de cualquier confabulación entre escritores
y creadores de los citados programas.
(Imagen: Ruy Contreras-Simons, de la GCN). CONTRERAS-SIMONS: Es una moda,
por supuesto, pero nadie se ha propuesto dictarla. Pienso que, sencillamente, está en
el ambiente…
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Tampoco hacían falta más precauciones, puesto que por cada uno de ellos, había por
lo menos diez arañas, y eran casi tan fuertes como las personas.
No servía de nada dilucidar lo que eran en realidad esas cosas con intención de
descubrir algún punto débil. Sencillamente, eran una especie de mutación bestial de
la simulación, puede que intencionada. Aunque también podía ser una broma cruel,
por el parecido con los bisontes del Oeste americano, que habían sido aniquilados
hasta la extinción en poco tiempo solo por la piel, masacrados a millares, desollados
y abandonados después a la putrefacción en las grandes llanuras. En cualquier caso,
esos bisontes mutantes eran grandes y rápidos, sin conciencia, al parecer, y
obviamente tenían debilidad por la carne humana. Los huesos humanos que cubrían
el suelo de los túneles crujían al pásar por encima; allí, en el agujero, abundaban más,
y aún más en la pendiente que descendía hacia las entrañas negras de la madriguera.
Paul posó la mano en el suelo y, como para corroborar lo que veía, se clavó algo
punzante. Palpó el terreno pensando que encontraría otra mandíbula pero, en cambio,
descubrió algo pequeño, cuadrado y duro, que levantó para verlo a la débil luz. Era
una hebilla de cinturón oxidada, doblada como si hubiera sido arrancada a alguien
que la llevaba puesta. Se le revolvió el estómago. No era difícil imaginarse a esas
feroces criaturas peludas arrancándolo en su premura por darse un atracón con la
carne fresca que la llevaba puesta.
La desesperación lo invadió como una lluvia fría. ¿Qué podían hacer? ¿Luchar
contra los monstruos con las manos desnudas y una hebilla? ¿Coger huesos de
mandíbula, como Sansón, y empezar a repartir golpes?
«Pero yo no soy ese maldito Sansón, ¿no?».
—¿Paul? —Era Florimel que estaba a poca distancia—. ¿Estás ahí? Has gritado.
¿Estás herido?
—Solo me he pinchado con algo. —Se quedó mirando hacia arriba, a las
grotescas figuras que se movían a media luz, poniendo la mesa, seguramente, o su
mutación equivalente, y trató de que no se le notara la desesperación—. ¿Alguna
idea? —preguntó sin verla, aunque percibió el abatimiento de su voz.
—Ninguna. Apenas puedo arrastrarme. Caí muy mal cuando nos tiramos del
carromato.
—¿Cómo están los demás?
—Martine está viva, pero creo que también está herida. Se ha quedado ahí muy
quieta, hablando consigo misma. T4b está… está rezando.
—¿Rezando? —preguntó sorprendido, aunque a él no se le había ocurrido todavía
nada mejor.
—Hay tantos monstruos y estamos todos tan cansados… Tengo miedo, Paul.
—Yo también.
Florimel se sumió en un desolado silencio. Paul no encontró ninguna razón para
hacerla hablar. La habría si tuvieran algún plan, pero la situación era demasiado
angustiosa para ponerse a charlar alegremente.
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«Entonces, ¿tengo que ser yo? ¿Me toca a mí proponer algo? Para empezar, yo no
vine voluntariamente a esta maldita red». Al menos así lo creía; todavía no lo
recordaba, pero era difícil de imaginar: «Ah, señor Malabar, si puede dedicarme unos
momentos, me encantaría que me encerrase en una simulación de la Primera Guerra
Mundial y me torturase un poco, ¿le parece bien?». Pero entonces, ¿por qué? Él era
un don nadie, un empleado de un museo, un licenciado con menos influencias que un
maestro de escuela o un dependiente de comercio. Si pensaban que había interferido
en la educación de la hija de Malabar, ¿por qué no lo habían despedido sin más? Si
había descubierto algo sobre el Proyecto Grial, como parecía probable, ¿por qué no lo
habían matado y ya está? Quizá querían evitarse la molestia de planificar un
accidente o un suicidio, pero no parecía muy lógico que personas como Malabar y sus
socios dedicasen tanta atención a un cero a la izquierda.
Aunque la simulación de la Primera Guerra Mundial estuviera hecha de
antemano, Finch y Mullet, conocidos también como Finney y Mudd, le habían
dedicado una gran cantidad de tiempo y le habían seguido la pista como perros por
toda la red del Grial. ¿Por qué?
Lo asaltaron escalofriantes recuerdos de la huida de las trincheras, agravados por
la similitud con la situación actual. El barro, los cuerpos, los restos de hombres y
ametralladoras por el suelo…
De pronto se le ocurrió una idea. Estaba en cuclillas, se puso a cuatro patas
súbitamente y empezó a gatear pendiente abajo palpando el suelo. Era un trabajo
asqueroso. No solo había muchos más despojos de personas y animales a medida que
descendía, sino que la mayoría no estaban limpios de carne. Quizá fueran restos dé
grandes banquetes, festines en los que las arañas habían comido hasta hartarse y
dejaron las sobras. Lo desolador del hallazgo le hizo caer en la cuenta de que,
seguramente, sus amigos y él servirían para un festín similar, y que hasta ahora no les
habían hecho daño solo porque iban a ser el plato fuerte de un banquete horripilante.
El fondo del agujero hedía horriblemente. Tanto el suelo como los desperdicios
hervían de pequeñas criaturas activas que se aprovechaban de la generosidad de las
tejedoras. Lo peor de todo era que, cuanto más avanzaba, menos luz había, y se veía
obligado a palpar los montones de restos en busca de algo que le sirviera para salvar
la vida, la suya y la de sus compañeros.
Gateando por la putrefacción y la mugre, no era fácil dejar de pensar en las
últimas horas pasadas en la simulación de la Primera Guerra Mundial. Ava, Avialle,
también se le había aparecido allí, tendida en un ataúd como una princesa vampira.
«Ven con nosotros», le decía. ¿Estaba hablando por boca del Otro, como pensaba
Martine, intentando que se reuniera con los demás para llevar a cabo una especie de
misión de rescate, como en los cuentos fantásticos? Pero ¿por qué? ¿Y cuál era la
misión de Ava? ¿Por qué escogió esa forma tan extraña de ponerse en contacto con
él?
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Palpó el objeto unos cuantos segundos antes de darse cuenta de lo que era. Al
principio, lo había desechado inconscientemente. Si una hebilla no servía para nada,
¿qué provecho iba a sacar de un cinturón mugriento? Pero cuando lo siguió con los
dedos para averiguar la longitud y llegó por fin a una especie de bolsa grande y
triangular, el corazón se le aceleró de tal modo que pensó que se le pararía.
Tenía esperanzas de encontrar un bastón, un cuchillo todo lo más, cualquier cosa
que las criaturas hubieran desechado y que les pudiera ser de utilidad. Ahora, al sacar
la pistola de la funda, apenas se atrevía a respirar. Parecía un revólver de película
antigua del Oeste americano. Le sorprendió lo mucho que pesaba, pero fue lo único
que pudo apreciar al tacto. No era un experto en armas y nunca pensó que necesitaría
saber nada sobre pistolas, antiguas o modernas. «Pero claro, ni el más paranoico de
todos los fanáticos de las pistolas se habría imaginado nunca una situación
semejante».
Con lentitud pero con una palpitante sensación de apremio, manipuló el tambor
cilíndrico tirando hacia los lados con cuidado, hasta que lo hizo girar y salir del
cañón. Por más que forzara la vista, no veía nada. Metió el dedo cuidadosamente en
un agujero y notó que estaba obstruido. Hizo lo mismo con las cinco recámaras
restantes y comprobó que todas estaban igual. ¿Balas… o barro? No había forma de
saberlo, no había luz ni tiempo y, de todas maneras, no serían suficientes, fueran lo
que fuesen. Aunque fueran balas, había muchas probabilidades de que la humedad y
el polvo las hubieran echado a perder.
Vaciló. Por una parte quería continuar bajando por la pendiente como el jugador
que arriesga a lo loco impulsado por el éxito. A lo mejor encontraba revólveres
suficientes para armar a todos sus compañeros. Después de todo, estaban en Dodge
City y muchos de los cautivos tenían que haber llevado armas. Puede que encontrase
todavía algo mejor. No sería fácil dar con un arma Gatling tirada en el limo de las
profundidades, pero quizá encontrara una escopeta. Sabía disparar con escopeta,
porque había tenido que soportar muchos fines de semana de caza en Staffordshire
con Niles y su familia, antes de armarse de valor para reconocer ante sí mismo y ante
Niles que no quería volver a estar nunca más en un páramo frío con un grupo de
personas cuya idea de la diversión consistía en emborracharse y acribillar animalillos
a balazos.
Por el contrario, a esas alimañas que correteaban por allí arriba no le importaría
en absoluto reducirlas a pedacitos. Disponer de una escopeta sería muy provechoso y
facilitaría mucho las cosas; además, no iba a depositar todas sus esperanzas en una
pistola que podía llevar años, según sus deducciones, o su equivalente en la
simulación, tirada en la oscuridad.
Era tentador pero no podía correr ese riesgo. Estaba por lo menos a cincuenta
metros de sus compañeros. ¿Y si las criaturas se los llevaban ahora? Tenía que estar
bastante cerca para que el disparo fuera algo más que una lotería a ciegas en ese lugar
en penumbra.
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Dio la vuelta y empezó a subir la pendiente con esfuerzo, maldiciendo al resbalar
en los huesos y la materia en descomposición que con tanto afán había rebuscado al
bajar. Sus peores temores parecieron confirmarse: indudablemente, había más
actividad en la boca del agujero. Las arañas se estaban reuniendo, gorgoteaban y
silbaban de emoción, todas a la vez. De pronto oyó chillar de pánico a Martine.
Tropezó y se cayó. Se quedó tan aturdido y atemorizado que no pudo ni maldecir su
suerte. Trepó como pudo, a gatas, como un animal, pugnando por mantener la pistola
lejos de la porquería.
—¡Ya voy! —gritó—. ¡Preparaos para correr!
Cuando llegó a lo alto del agujero, vio que un grupo de criaturas peludas sacaba a
rastras a una de las dos mujeres, la falta de luz no le permitió saber cuál, mientras los
otros dos tiraban desesperadamente de sus brazos intentando retenerla valientemente,
pero en vano. Paul se lanzó hacia allí y se detuvo a un metro de una araña, la cual
volvió su cara aplastada y miró extraviadamente a la inesperada aparición. Dejó a sus
compañeras el trabajo de arrastrar a Florimel a la mesa del banquete y fue a atrapar a
Paul extendiendo los horribles y largos brazos. Paul levantó la pistola y apretó el
gatillo. El percutor golpeó pero no pasó nada.
La criatura le golpeó la cabeza con su garra acorazada y lo tumbó de espaldas. La
pistola salió por el aire volando y regresó a la oscuridad y al polvo. Paul intentó
ponerse de rodillas, pero la débil luz y las sombras chispeaban como si las viera a
través del agua. La criatura que había arremetido contra él vaciló un instante, indecisa
entre seguir atacando o volver a ayudar a sus compañeros y asegurarse el plato
elegido. En el espacio de tiempo que el corazón tarda en latir seis veces, Paul
consiguió recobrarse lo suficiente para arrastrarse en busca de la pistola. La alzó de
nuevo, seguro de que estaría inservible del todo, la sujetó con firmeza y apretó el
gatillo una vez más.
La detonación fue como un bombazo. Salió fuego de la boca del arma y,
simultáneamente, la cabeza deforme de la criatura desapareció. Las demás
retrocedieron de un salto, chillando como gaviotas asustadas, aunque él apenas las oía
porque le zumbaban los oídos.
—¡Corred! —Incluso gritando, su propia voz le sonaba lejana, como flotando
entre algodón—. ¡Vamos!
Agarró la mano más cercana y tiró de su dueño, que resultó ser Martine,
pendiente arriba. Las criaturas habían soltado a Florimel y ahora una de ellas se
tambaleaba ante él. Paul le clavó la pistola en la sección central, la araña se dobló por
la mitad y salió disparada hacia atrás cuando volvió a apretar el gatillo. Los
monstruos saltaban alrededor del tenebroso nido cada vez más confundidos, pero
Paul solo podía concentrarse en lo que tenía delante de los ojos.
Confiando en que los otros dos lo siguieran, arrastró a Martine hacia el túnel de
donde provenía la escasa luz, rezando por que fuera el sol. Tuvo que agachar la
cabeza para entrar en el pasadizo, pero inesperadamente una araña le sacudió un
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bofetón que casi le quita la cara. Aterrorizado, apretó el gatillo sin preocuparse de
apuntar. Pensó que no había dado en el blanco, pero el fogonazo y la explosión de
pólvora arrojaron a la criatura chirriando por un túnel lateral.
Doce pasos más allá, el corazón le dio un vuelco. No había sol. El túnel
serpenteaba y terminaba en un amplio espacio con un gran foso para hacer fuego en
el centro, las llamas estaban rodeadas por un tétrico círculo de cráneos ennegrecidos
de animales y seres humanos y un alero de huesos astillados y quemados. Varios
monstruos retrocedieron y se aplastaron contra la pared, sobresaltados por la súbita
presencia de los prisioneros que escapaban, pero parecía que hacían acopio de valor
para atacar.
«No es el sol. Vamos a seguir dando tumbos por estos túneles hasta que nos
rodeen o nos quedemos sin balas…». La descarga de adrenalina que lo había dejado
insensible se disipó en parte. Notó que le faltaba el aliento y que le dolía la muñeca
del retroceso del arma. Detrás de él, Martine le tiraba desesperadamente del brazo.
—Mal sitio —le dijo—. Hemos llegado a su… cocina. No era el sol.
—¡Sigue adelante! —Martine trataba de dominar la voz—. ¡Vas en la dirección
correcta, sigue!
Solo pidió que supiera lo que decía. La reducida compañía avanzó entre la luz
amarilla de las llamas. Paul agitaba la pistola en el aire y varias arañas se apartaron
del camino. Una no se dejó amedrentar, de modo que Paul disparó de nuevo. La cosa
cayó al suelo retorciéndose y chillando, y tuvieron que rodearla y avanzar con la
espalda pegada a la húmeda pared de barro del túnel. Al bicho se le habían
desparramado las tripas por el suelo y el hedor se les clavó en las fosas nasales.
«¿Cuántas balas he gastado? ¿Quedará alguna?».
Se hacía difícil calcular el tiempo a medida que se internaban en la madriguera.
En cada ramal, los túneles se hacían cada vez más angostos. Con horror, Paul empezó
a pensar que Martine había cometido un error de cálculo y que, después de uno o dos
recodos más, llegarían a un tubo por el que tendrían que arrastrarse, al final del cual
encontrarían una pared de tierra y quedarían atrapados.
«No, eso fue en la guerra —se dijo a sí mismo—. Los chillidos de las enfurecidas
arañas bisonte se oían por todas partes. —Se le fragmentaba el pensamiento—.
Concéntrate en lo que tienes delante de ti… delante de ti…».
—¡A la derecha! —gritó Martine—. ¡A la derecha!
Vaciló porque, en ese momento, no podía pensar qué dirección era cuál. Martine
lo empujaba desde atrás y se dejó guiar para salir del túnel; llegaron a un pasadizo
que se desviaba bruscamente hacia arriba, un sendero serpenteante de piedras caídas
y resquebrajadas.
—¡Veo luz! —anunció exaltado.
Un círculo de débil azul crepuscular se abría a unos cien metros, pero esta vez no
era un engaño, no era la claridad del fuego de los monstruos: estrellas de verdad
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lucían tenuemente, honorables estrellas, tan bien recibidas como caras de viejos
amigos.
—¡Hurra!
Dio media vuelta para ayudar a Martine a pasar por encima de una piedra que
sobresalía en el pasadizo como un diente torcido y el pánico se apoderó de él al no
ver a nadie detrás. Entonces aparecieron T4b y Florimel, avanzando torpemente en su
prisa por salir del pasadizo.
—¡Vienen hacia aquí! —gritó Florimel arrancando con las manos piedras y barro
y tirándolos tras de sí para entorpecer a las perseguidoras—. ¡Son muchísimas!
Paul no podía subir por el empinado túnel con una sola mano libre; guardó la
pistola en el bolsillo del sucio y rasgado mono y empezó a trepar deteniéndose cada
pocos metros a dar la mano a Martine. El ruido de la persecución se oía cada vez más
cerca. Cuando Paul recibió en la cara la primera bocanada de aire fresco que bajaba
por el túnel, oyó gritar a Florimel que las criaturas se estaban abriendo paso abajo, en
el pasadizo.
Paul llegó a lo alto del agujero y salió arrastrándose, inspirando profundamente el
primer aire limpio de los últimos días. Solo se tomó un instante para mirar alrededor
mientras ayudaba a salir a Martine y a los demás, pero lo que vio no lo animó mucho.
Estaban en una ladera pedregosa y prácticamente desprovista de vegetación, a unos
cien metros por encima de un valle sumergido en las tinieblas nocturnas. La cima
estaba mucho más cerca, pero solo se podía acceder tras una escalada terrible por
rocas puntiagudas y piedras sueltas.
—Tenemos que bajar —dijo jadeando, mientras Martine y él ayudaban a Florimel
a salir por la boca del agujero.
Detrás de ella venía T4b farfullando entre dientes, aterrorizado y consternado, y
en su prisa por salir del túnel, casi empuja a la mujer mayor por la empinada
pendiente hacia una muerte segura.
—Las tenía ya encima —jadeó—, agarrándome por las piernas.
—Vamos —dijo Paul—. Es posible que no nos sigan a campo abierto.
Ni él mismo se lo creía y la esperanza se disipó unos diez metros más abajo. Una
horda de arañas bisonte salió en avalancha del agujero hacia la ladera. Cotorreaban y
gorgoteaban excitadamente, miraban alrededor aguzando la vista como si fueran
miopes, hasta que una los divisó y, entonces, la peluda multitud empezó a bajar la
pendiente como un hervidero de termitas saliendo de un tronco partido.
Paul sacó la pistola y apuntó. El retroceso de la detonación le hizo perder el
equilibrio, chocó con T4b y casi se caen los dos rodando por la pendiente. Sin
embargo, aunque las criaturas que más se habían acercado retrocedieron ante el
disparo y el grupo perseguidor se detuvo arremolinándose en un momento de
confusión, no murió ninguna.
Paul dio la vuelta y se apresuró a seguir a sus compañeros. Estaba casi seguro de
que no le quedaban balas y era arriesgado cargar con la pistola, porque podía perder
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el equilibrio, pero solo el pensamiento de tener que enfrentarse a esas cosas peludas
con las manos vacías le hacía temblar. Si no tenía balas la usaría a modo de martillo.
«Antes de que me atrapen, machaco el cráneo a unas cuantas de esas caras feas y
las tiro rodando por la pendiente». El pensamiento le pareció una bravuconada
patética e inútil.
Martine iba delante y Paul, que cerraba el grupo, apenas tuvo tiempo de
preguntarse si sería inteligente dejar que la mujer ciega los guiara. El terreno era
peligroso, repleto de tierra y piedras sueltas. Solo pudo rezar para que los singulares
dones de Martine sirvieran para guiarlos mejor que nada en esa pendiente traicionera.
En semejantes condiciones, cada paso apresurado podía provocar una avalancha.
Unas veces, Paul se aferraba a los hombros de T4b para no caerse, y otras, sujetaba al
adolescente cuando las piedras sueltas se convertían en pequeñas pistas de patinaje
bajo sus pies. Florimel se había hecho daño y no podía avanzar deprisa, pero en el
descenso se adaptaban mejor a su paso que si la huida hubiera sido por terreno llano.
Aun así, Martine tenía que detenerse cada poco para ayudarla a llegar al siguiente
punto más o menos estable.
Paul no se atrevió a apartar la vista de la pendiente que descendía ante él hasta
que un repentino chillido de las perseguidoras, un coro estridente que parecía un grito
de pánico, le hizo girar la cabeza. Unos cuantos monstruos que corrían demasiado
aprisa por una zona pedregosa, con las piedras ya muy sueltas tras el paso de Paul y
sus compañeros, habían provocado un desprendimiento. El terreno se desmoronó bajo
su peso y rodaban por la montaña silbando y chirriando, acribilladas por una
granizada de piedras y tierra. Un atisbo de esperanza lo animó un momento, pero solo
unas pocas se habían precipitado ladera abajo y, aunque el resto tuvo que detenerse,
trepar por la montaña y rodear la zona inutilizada, el retraso fue leve.
El sol ya había desaparecido entre las protuberancias de la inhóspita cadena de
montañas del otro lado del río. Una fría niebla empezó a surgir del cañón. A Paul se
le congelaba el corazón en el pecho.
«No lo conseguiremos. Moriremos en este mundo absurdo y atrasado…».
Un ladrido horrísono y acuoso resonó muy cerca y lo obligó a detenerse sobre sus
pasos. Dio media vuelta y vio a dos arañas bisonte en un promontorio, justo encima
de ellos, con la boca abierta retorcida, babeando de excitación. Habían encontrado un
atajo y les habían salido al paso desde arriba. La más cercana se asomó por el borde
de la plataforma con sus largas patas despuntando por encima de la cabeza, como una
especie de grillo peludo a media noche. Paul solo pudo emitir un pequeño grito de
sorpresa y consternación antes de que la cosa se desplegara en un potente salto.
Para su total asombro, la bestia lo evitó, incluso pareció cambiar de dirección
haciendo un quiebro en el aire. Aterrizó a plomo a sus pies como un saco de harina y
derrapó unos cuantos metros pendiente abajo, hasta que se quedó inmóvil, tumbada
delante de él. El segundo monstruo saltó en el momento en que el chasquido del
disparo que había matado al primero llegaba a los oídos de Paul.
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La araña bisonte saltó un pequeño trecho por la pendiente y aterrizó justo por
encima de él. Tuvo tiempo de empinarse sobre las patas e intentar agarrarlo antes de
que silbara un trallazo como un látigo y le agujerease el pecho peludo; Paul quedó
empapado en una explosión de sangre.
Quienquiera que estuviese disparando, desplazó el objetivo hacia la multitud de
arañas bisonte que estaban arriba, más lejos. Algunas balas producían un sonido
metálico al impactar contra las piedras y levantaban una lluvia de tierra, pero por lo
menos un número igual consiguió alcanzar el objetivo. En unos segundos, media
docena de criaturas se precipitaba montaña abajo dando tumbos mientras el resto
gorgoteaba y chillaba de angustia haciendo girar los ojos de terror.
—¡Al suelo!
Paul se precipitó hacia delante arrastrando consigo a T4b y los dos se aplastaron
boca abajo contra la tierra, mientras los disparos ahuyentaban a las perseguidoras.
Pudo volver la cabeza lo suficiente para ver la espalda de Florimel, tumbada no muy
lejos, y rogó que no estuviera malherida y que Martine se encontrara a salvo al otro
lado.
La cacería y el cobro casi seguro de presas para la cena se convirtió en la peor
pesadilla de las arañas bisonte. Las que quedaban retrocedieron a trompicones
pendiente arriba, huyendo a la desbandada, dejando a los muertos y heridos
desparramados por la ladera, mientras algunos cadáveres rebotaban todavía por el
impacto de alguna bala perdida. Si Paul no hubiera estado tan cansado y aterrorizado
que apenas recordaba su propio nombre, habría gritado victoria.
Unos cuantos disparos más persiguieron a las supervivientes hasta que finalmente
desaparecieron a lo lejos, entre las sombras de las rocas, y después, la montaña quedó
en silencio.
—¿Qué…? —preguntó Florimel con la voz ronca—. ¿Quién…?
Paul esperó pero no oyó ningún grito de aviso o acogida. Se incorporó y miró
alrededor cautelosamente tratando de adivinar de dónde habían venido los disparos,
pero no vio nada más que la montaña, cada vez más oscura.
—No lo sé. Solo espero que estén de nuestra parte…
—Allí —dijo Martine señalando algo.
Una luz se movía a unos doscientos metros por debajo de ellos, cerca de un
montón de piedras que no parecían muy bien asentadas. Alguien agitaba una linterna
de lado a lado haciéndoles señales. Era una lucecita, un resplandor ondulante casi
imperceptible bajo los últimos rayos de sol, pero en ese momento a Paul le pareció un
destello celestial.
La persona que sostenía la linterna era de baja estatura, tenía el rostro casi oculto
por un pañuelo y un sombrero calado hasta los ojos. El abrigo largo que ondeaba a su
alrededor era también muy grande para su menuda constitución, pero Paul se
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sorprendió aún más cuando el desconocido habló con una voz de mujer
inconfundible.
—No se mueva de ahí —dijo con acento de vaquero—. Lo están apuntando unas
cuantas pistolas, así que, a menos que sepa evitar las balas mejor que esas cosas que
los perseguían, le aconsejo que nos diga qué los trae por aquí.
—¿Que qué nos trae por aquí? —preguntó Florimel con una voz tan ronca como
el malhumor que le producía el cansancio—. ¿Que qué nos trae por aquí? ¡La carrera
que nos hemos dado para librarnos de morir a manos de esos monstruos! ¡Iban a
comernos!
—Es verdad —dijo Paul—. Y les agradecemos mucho que los hayan ahuyentado.
—Intentó pensar en algo más que decir, pero estaba tan agotado que pensó que se
caería redondo en cualquier momento—. No disparen. ¿Quieren mandarnos al cielo?
Era casi lo único que recordaba de las películas del Oeste de la red.
La mujer se acercó unos pasos sujetando la linterna, que ahora era casi la única
fuente de luz en la ladera.
—Guarde sus razonamientos para otro momento mientras echo un vistazo. —
Examinó a Paul y a sus compañeros y después se dio la vuelta para hablar por encima
del hombro—. Parece que son amigos. Más o menos.
Detrás del montón de piedras, se oyó una voz que Paul no pudo descifrar, pero
parecía estar de acuerdo. La mujer de la linterna les indicó que se acercaran.
—No hagan ningún movimiento rápido o extraño —les advirtió, mientras Paul y
los demás descendían como podían—. Los muchachos han tenido un día muy largo
pero no les importaría matar a unos forasteros más, si fuera necesario.
—Esa perra habla de forma chocha —murmuró T4b con acritud—. No me gusta,
¿vale?
—Lo he oído —replicó la mujer fríamente. Sacó de la voluminosa manga una
mano blanca que empuñaba una pequeña pistola y apuntó a T4b—. No necesito a
Billy ni a Titus para encargarme de ti, chico. Te bajo los humos yo misma ya.
—¡Por Dios! —exclamó Paul—. ¡No quiso decir eso! Solo es un muchacho
necio. Discúlpate, Javier.
—Sayee-lo! ¿Que qué…?
—¡Qué pidas disculpas, idiota! —dijo Martine tirándole del brazo.
T4b se quedó mirando Un momento la boca del ancho y corto cañón y después
bajó la mirada.
—Lo siento, estoy hecho polvo. Esos asquerosos bichos querían matarnos, ¿vale?
—Ten cuidado con lo que dices —bufó la mujer—. Puede que yo no sea una
dama, pero allí hay unas cuantas que sí lo son, por no hablar de algunas más jóvenes.
—Lo sentimos —le dijo Paul—. Creíamos que íbamos a morir todos allí abajo, en
la madriguera.
—¿Han escapado de una madriguera? —preguntó alzando las cejas—. Bien, ya es
algo. A mi hombre le interesará mucho lo que tengan que contar, si eso es cierto.
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—Sí —dijo Paul mirando con contundencia a T4b, que acababa de tomar aire—,
es cierto. Pero no habríamos podido escapar sin su ayuda.
—Eso dígaselo a Billy y a Titus cuando entre —replicó señalando hacia un
espacio entre dos grandes rocas—. La mayoría de los disparos eran suyos.
Paul agachó la cabeza y entró en un lugar oscuro donde refulgían las llamas. Le
recordó tanto al nido de arañas que, inevitablemente, temió que fuera una emboscada.
—Annie también tiene muy buena mano para disparar con rifle de bisontes —dijo
otra voz a su lado. Paul se volvió sobresaltado—. De todas formas, dispara mejor que
baña. No le crea si le dice lo contrario.
El hombre que había hablado tenía el pelo largo y rubio y la cara salpicada de
barro, aunque Paul comprobó después que era pólvora. Había unas cuantas personas
más detrás de él, entre las sombras donde no llegaba del todo la luz de la hoguera.
—Ese es Billy Dixon —dijo la mujer, mientras ella y el resto de los compañeros
de Paul entraban en fila.
La cueva se adentraba en la montaña, pero la entrada quedaba disimulada tras un
antiguo desprendimiento. Paul vio que los supervivientes habían escogido bien su
fortín: solo unas cuantas grietas que había entre las enormes piedras dejaban ver el
cielo de la noche.
—Billy es el mejor de entre los vivos con las pistolas Sharp, mis hombres pueden
dar fe de ello.
Dixon sonrió pero no dijo nada. Tenía un largo bigote rubio y desgreñado y la
cara ancha, cubierta por una incipiente barba recia.
—Y yo me llamo Annie Laude —dijo mientras se quitaba el pañuelo. Era
atractiva, o lo había sido; tenía el mentón afilado y los ojos grandes, con los párpados
muy acentuados, pero una dentadura pésima, además de una gran cicatriz horizontal
en la mejilla—. Si son buenos chicos, nos entenderemos. ¡Titus! —gritó por encima
del hombro—. ¿Qué pasa ahí fuera?
—Nada —dijo una voz profunda—. No hay señal de esos demonios, solo los que
están muertos.
Un hombre negro y alto con un rifle muy largo se descolgó entre las rocas desde
un punto más elevado, una especie de puesto de vigilancia, pensó Paul. Aterrizó junto
a ellos con un golpe seco.
—Y este es Titus, el que agujereó a esa especie de chacal que saltó sobre usted
para hacerle un corte de pelo y un afeitado que jamás olvidaría, señor —dijo Annie.
—Gracias —dijo Paul ofreciéndole la mano—. Gracias, muchas gracias a todos.
—Usted también lo habría hecho por mí, ¿no? —respondió Titus aceptando el
apretón tras un momento de duda—. No hay color de piel que valga, cuando una cosa
como esa intenta atrapar a alguien.
Tiras un momento de confusión, Paul se dio cuenta de que, si estaba en el
siglo XIX, las diferencias raciales todavía eran muy marcadas en América.
—Por supuesto —dijo—. Pero no quiero volver a disparar nunca más.
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A Billy Dixon le hizo gracia y soltó una especie de risa; luego se alejó a las
profundidades de la cueva. Los otros habitantes se fueron aproximando. Como había
dicho Annie Laude, la mayoría eran mujeres y niños. En realidad, salvo un par de
tipos ya mayores que se acercaron cojeando a ver a los recién llegados y a felicitar a
los tiradores, Billy y Titus eran, al parecer, los únicos hombres jóvenes en la cueva.
—Me alegro de que haya disfrutado del espectáculo, Henry —dijo Annie a uno
de los viejos, que, al parecer, se distinguía por la total y absoluta carencia de dientes
—, porque ya puedes ir a coger el Springfield y empezar el primer turno de
vigilancia. Yo me voy a descansar, y procura no golpear el cañón contra las rocas. —
Se volvió hacia Paul y los demás—. Así, al menos, tenemos la posibilidad de que
haga algo de provecho, antes de empezar a beber.
El viejo se rio y se fue a buscar el arma. Parecía que Annie era uno de los líderes,
si no la única líder. A Paul le intrigaba, pero no tanto como para vencer el cansancio.
La adrenalina se había agotado y la fuerza se le escapaba como el aire de un
neumático pinchado.
—¿Quieren algo de comer, amigos? —preguntó Annie—. No puedo ofrecerles
mucho, pero hay judías y galletas, que es mejor que nada.
—Creo que solo queremos sentarnos en alguna parte —dijo Paul.
—Tumbarnos —lo corrigió suavemente Martine—. Necesito dormir.
—Entonces, mejor vengan por aquí y acuéstense en lo que llamamos el
disparadero —les dijo su anfitriona—. Así podremos mantener alejados a los
pequeños. Si se acuestan donde están los demás, esos ratoncillos se les echarán
encima.
Los condujo por un estrecho senderó improvisado entre las piedras caídas que
tapaban la entrada de la cueva, hasta que llegaron a la parte superior de una roca
plana de varios metros de ancho. Había unas cuantas pieles de animales, que a Paul le
parecieron de bisonte, colocadas por doquier, lo que le daba cierto aspecto acogedor.
El viejo que Annie había llamado Henry estaba sentado en un extremo, vigilando por
una grieta entre dos grandes piedras, con el rifle apoyado a su lado.
—Esta gente necesita descansar —le dijo ella—, es decir, que si te oigo
molestarlos tendrás que vértelas conmigo. Así que mantén bien cerrada esa boca
desdentada.
—Seré tan silencioso como una tumba —replicó abriendo mucho los ojos,
fingiendo estar asustado.
—Que es donde vas a terminar si me cabreas —dijo Annie mientras se alejaba.
—Acuéstense —les dijo Henry—. Yo vigilo, y veo mucho mejor que mastico —
se rio jovialmente.
—Dios mío —exclamó Florimel desplomándose penosamente en la piel de
bisonte más cercana—. Un maldito chistoso.
A Paul ya no le importaba eso ni ninguna otra cosa. Aún no se había tumbado y
ya el sueño lo arrastraba, se lo tragaba, como si la piedra que tenía debajo se hubiera
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licuado y se hundiera hacia abajo, hacia abajo, en las profundidades.
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—Ha oído hablar de mí, ¿verdad? Así aprenderé a no perder el tiempo con los
periodistas.
—Casi todo lo que se ha escrito sobre él es mentira —terció Annie Laude
poniéndose a su lado. Paul había vuelto a confundirla con un hombre. La mujer dio a
su amado un cariñoso azote en el trasero—. Pero a decir verdad, solo la mitad de las
mentiras las ha contado Bat.
—Siéntate a trabajar, mujer —dijo él—. Tenemos medio centenar de bocas que
alimentar, así que mejor será que cortemos la carne lo más cerca posible del hueso.
—Dirigió otra vez su atención a Paul y a los demás; los miró de arriba abajo, porque,
evidentemente, los monos que llevaban desde el mundo de los bichos de Kunohara le
habían picado la curiosidad—. Y ¿qué son ustedes, amigos? ¿Artistas de circo?
¿Actores ambulantes? Aquí encontrarán un público entregado. Los pequeños
empiezan a inquietarse, después de tantos días encerrados.
—No, no somos… actores. —Paul tuvo que contener una sonrisa de desconcierto.
Si fuera una película de la red, probablemente tendrían que fingir que lo eran. ¿Qué
clase de número estrafalario podrían preparar entre ellos? «¡Vean al asombroso
Hombre Perdido! ¡Maravíllense con el Adolescente más Huraño del Mundo!»—.
Somos gente corriente, aunque venimos de muy lejos. Estábamos de paso y nos
hemos perdido. Entonces esas… cosas nos atacaron.
Una vez más, la capacidad del sistema para absorber las anomalías los salvó
limpiamente de otro impedimento: no se volvió a hablar del extraño atuendo.
—Algo me han contado al respecto —dijo Bat—. También me han dicho que
consiguieron huir del agujero, lo cual es impresionante ¡puñeta!, si las damas me
disculpan la expresión. ¿Cómo se las arreglaron?
—Yo… encontré una pistola —dijo Paul sacándola con cuidado del bolsillo—.
Tenía bastantes cartuchos y pude disparar mientras huíamos, aunque no habrían sido
suficientes. Nos habrían matado si su gente no hubiera estado allí.
—Tenemos muchos problemas con ese nido tan cerca —dijo Bat
despreocupadamente, sin apartar la mirada de la pistola—. Pero este es el mejor lugar
en muchas millas para defendernos, así que escogimos el mal menor.
—¿Cómo han llegado a esta situación…? —empezó a decir Paul.
—Siento interrumpirle —dijo Bat— y puede que se lo tome a mal, aunque espero
que no. ¿Tendría la gentileza de dejarme echar un vistazo a esa arma?
Paul se contuvo un momento, confuso por la extraña tensión del tono de
Masterson.
—No —dijo T4b con un susurro demasiado alto, y después gruñó cuando
Florimel le dio un fuerte pisotón.
—Desde luego —dijo Paul ofreciéndosela por la culata.
Masterson no la cogió hasta que sacó un pañuelo del bolsillo de su chaleco para
agarrarla sin mancharla de sangre. La levantó hacia la luz que dejaba pasar una larga
grieta de la pared de la cueva.
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—¿Dice que la encontró en el nido?
Su voz parecía despreocupada, pero había algo en ella que a Paul le puso
nervioso.
—Lo juro. Entre la mugre, abajo, con todos los huesos de animales y… y
personas. Estaba en una funda.
—Casi preferiría que mintiera —dijo con un suspiro—. Es la pistola de Ben
Thompson, y no es posible nombrar a un hombre mejor ni a un tirador más diestro.
No lo he visto desde que se desató el infierno aquí, pero tenía la esperanza de que
estuviera vivo en alguna parte, por ahí, en uno de los campamentos allá arriba, en la
cima, quizá. Pero si la encontró usted al fondo de ese nido dejado de la mano de
Dios… —Movió la cabeza con abatimiento—. Solo la muerte podría conseguir que
alguien le quitase la pistola a Ben. —Se la devolvió a Paul—. Es suya por derecho de
botín.
—A decir verdad —dijo Paul—, prácticamente no había disparado con pistola en
mi vida y preferiría no volver a hacerlo. Si era de un amigo suyo, quédesela.
—Me gustaría pensar que su pacífico deseo se va a cumplir, señor —replicó Bat
Masterson levantando una negra ceja—, pero no me parece probable. Nos
quedaremos sin munición mucho antes de que se acaben los problemas.
—¿A qué problemas se refiere? —preguntó Florimel bruscamente. Había estado
mucho tiempo callada, comiéndose los nervios—. ¿Por qué hay montañas aquí?
Nunca habíamos oído nada semejante. ¿Y qué son esos monstruos?
—Y lo más importante —dijo Martine—. ¿Cómo podemos entrar en Dodge City?
¿Podemos llegar desde aquí?
A Paul le sorprendió la pregunta hasta que recordó lo que ella había dicho sobre la
entrada que les podía llevar a Egipto.
Masterson, Annie y Titus estaban todavía más sorprendidos que Paul y la miraban
estupefactos, aunque Bat, cuando habló, lo hizo de forma muy cortés.
—Mi querida señora, no se ofenda, pero ¿de qué parte de la creación sale usted,
bisoña? ¿Entrar en Dodge City? ¡Por qué no pide entrada en la mismísima cantina del
infierno! Sería menos peligroso que irrumpiera desnuda, con perdón por la crudeza de
la expresión, en el campamento comanche más cercano gritando: «¡Todos los indios
son mentirosos y están locos!».
—¡Qué buena ha sido esa! —le cortó Titus.
—Ellos no saben nada, Bat —terció Annie, más seria—. Son de otra parte, nada
más. De todos modos, tendríamos que indagar un poco, porque a lo mejor hay sitios
mejores que este donde estar.
—Esta dama tiene más sentido común que yo —dijo Bat sonriendo— y mejores
modales. Quizá debamos intercambiar información…
—El prisionero se está poniendo muy agresivo —anunció el melenudo Billy
Dixon sin dejarle terminar la frase.
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—¡Maldición! Mira a ver si puedes echar aquí una mano, Billy, me he distraído
un poco.
Bat le ofreció el cuchillo, pero Dixon sacó uno de una funda que llevaba en la
pierna, y tan rápidamente como si le hubiera caído en la mano de la nada.
—Prefiero el mío.
—Si hacen el favor de venir a ver al pequeño encanto que trajimos con nosotros
—dijo Bat haciendo una señal a Paul y a los demás—, me ahorrarían unas cuantas
explicaciones.
Los llevó al fondo de la cueva, lejos del fuego. Unos cuantos hombres de aspecto
duro levantaron la vista y los miraron cuando se acercaron. Paul supuso que serían los
que habían acompañado a Masterson en su batida de caza.
—Estos tipos aparecieron aquí al día siguiente de que la tierra empezara a
moverse —dijo Bat—. Había tanto polvo en el aire que no los vimos hasta que casi
los teníamos encima. Después llegó un jinete al galope desde Rama Larga gritando
que los cheyenes estaban reuniéndose rápidamente para ir a la guerra. Llevamos a
todas las mujeres, niños y viejos a la iglesia, y el resto ensillamos los caballos y nos
armamos. No nos sirvió de mucho. La cosa es que estos no son los cheyenes que yo
había visto siempre… —Se detuvo—. Me han dicho que se está poniendo nervioso,
Dave —dijo cuando uno de los hombres se levantó.
El hombre, enjuto y con un bigote enorme que le tapaba gran parte de la mitad
inferior de la cara, se encogió de hombros.
—Hay que ventilarlo. No le vamos a sacar más que su nombre, o al menos creo
que es su nombre lo que dice. Repite «soy Miedo», una y otra vez…
—¡Oh, Dios mío! —dijo Florimel retrocediendo—. ¿Cómo es posible?
—¡Ese hijo de puta, me pegó un tiro! —Gruñó T4b.
—Sí, es Miedo —susurró Martine. Se había puesto tan pálida que parecía un
cadáver—. Sé que no me equivoco, aunque ya no está en el cuerpo de Quan Li.
Paul miró a sus compañeros y después al hombre esbelto, casi desnudo, con solo
un taparrabos, que yacía en el suelo ante ellos, bien atado de pies y manos y Heno de
moratones y sangre seca. El prisionero levantó la vista hacia ellos sin dar señales de
reconocimiento. Enseñaba los dientes sonriendo forzadamente y forcejeaba con las
ataduras retorciéndose como una serpiente. Su piel oscura y sus ojos asiáticos le
daban un ligero aspecto de indio americano, pero Paul no dudó de las sensaciones de
Martine. Nunca había visto al tan temido Miedo, pero había oído más que suficiente.
A pesar de la obvia desesperación del prisionero, también dio un paso atrás.
—¡Ja! —se rio el prisionero ante la retirada de Paul—. Os mataré a todos.
—Bien —dijo Bat Masterson cruzándose de brazos—, si tanto les disgusta este,
quizá tengan que replantearse el viaje, porque deben saber que este tipo tiene unos
mil primos idénticos, y ahora mismo están celebrando un gran jolgorio en Front
Street, abajo, en Dodge.
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21. Manipuladores de serpientes
PROGRAMACIÓN DE LA RED/ARTE: ¿Muerte genial o solo muerte?
(Imagen: Coxwell Avenue, Toronto, escenario de la muerte). Voz en off: El mundo
del arte habla de la muerte del artista de la participación obligada Bigger X, víctima
de una colisionen carretera en la que los autores se dieron a la fuga, en Toronto
(Canadá). Se han formado ya varios bandos de opinión. Muchos creen que ha sido la
respuesta de X a un «reto de suicidio» lanzado por otro artista, conocido como
Número 1, y pudo haber preparado el «accidente» mortal, en primer lugar como
aceptación al reto de Número 1, y también como homenaje a su artista favorito, TT
Jensen. Otros apuntan que el mismo TT Jensen puede haber planeado la muerte, bien
por hastío ante las referencias constantes de Bigger X a su persona, bien (una
alternativa más extraña, si cabe) en señal de gratitud por los elogios de este. Una
tercera hipótesis señala que Número 1 puede haber maquinado la muerte por la
frustración que le causó el hecho de que Bigger X no respondiera públicamente a su
reto de suicidio. Existe además un grupo de valientes, según el cual, la muerte de X
no es ni más ni menos que lo que parece: lo que le puede ocurrir a cualquiera que va
por una calle atestada sin mirar…
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había creado una zona de descanso y cafetería con una silla y las reservas de envases
desechables, edulcorantes y demás consumibles. Cuando la discusión del callejón
subió de tono, cayó en la cuenta de que no tema ni idea de qué medidas de seguridad
había dispuesto Miedo en ese lugar. Suponía que no se expondría a posibles robos o
asaltos, sobre todo en un barrio tan conflictivo como ese, pero también sabía que era
muy improbable que hubiera instalado un sistema de disuasión más corriente, como
una alarma conectada a la línea de suscripción individual de la policía. Estaba claro
que no era de los que acuden a la autoridad competente para resolver una situación.
Tampoco se lo imaginaba poniéndose en manos de una empresa privada de seguridad
que acudiera a salvarlo, ni siquiera en un grupo de hombres que hubiera reunido
personalmente, como los de la invasión de la isla de Santuario. En realidad, no podía
imaginárselo dependiendo de nadie. A Miedo le gustaba encargarse de todo en
persona.
«Sí, y maldita la gracia que me hará si, mientras él anda perdido por ahí en el país
de Nunca Jamás, entra una panda de tíos duros por la ventana».
Se estremeció al oír otro grito y una maldición escupida justo debajo de la
ventana. «Cuando consigas despertarlo, ya te habrán clavado un cuchillo, Anwin».
Posó el café y se dirigió a la habitación que Miedo le había asignado. Allí, se
arrodilló en el suelo y sacó una maleta y un maletín de debajo de la cama.
Mientras buscaba las diversas piezas de plástico, algunas moldeadas para encajar
en las esquinas y en las ruedas de la maleta y otras disfrazadas de objetos de equipaje
de ejecutivo (un juego de bolígrafos, un despertador para ciertos locales exóticos
donde ocasionalmente se prohibía el acceso a la red o un rizador de pelo de bolsillo),
sopesaba la extraña e inestable relación que mantenía con su jefe. Ya le había dejado
claro que ella le interesaba físicamente, y ella, por su parte, tenía que reconocer que
él también le resultaba atractivo. La última vez, se había levantado de la sesión en la
red burbujeante como el champán, y ella, sin resistirse al contagio, se apresuró a
contarle lo que había conseguido con los archivos personales de Malabar. Miedo la
elogió, se rio de su exaltación, vibraba con el extraño regocijo hiperactivo que a
veces le embargaba, y por un momento ella habría querido hacerlo allí mismo,
deprisa y mal, como en los libracos de papel que su madre dejaba por la casa como al
descuido, en vez de hablar de los tediosos detalles del sexo y el amor con su única
hija.
Pero aunque no dejaron de moverse por la enorme habitación como en una
especie de baile hipercinético, en el que Miedo le preguntaba cosas a voces mientras
se preparaba café y entraba y salía de la ducha dando portazos, no fue una buena
oportunidad: en ese momento, él parecía desinteresado, al menos en lo sexual, solo
compartían la alegría por el éxito de ella y su propio buen humor, pero como socios.
Sin embargo, estaba contento y eso ya era algo. Era la primera vez desde que
llegó a Sidney que Dulcie demostraba su valía. Miedo, recién salido de la ducha, con
el pelo negro, liso y brillante, enseñando los apretados músculos del estómago entre
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el albornoz, descuidadamente abierto, le había dicho que su trabajo le iba a
proporcionar las últimas herramientas que necesitaba para llevar a cabo el gran golpe.
Se quedó mirando, ausente, la dispersión de piezas de plástico tiradas en la
alfombra de baratillo, al lado de la cama. ¿Cuál era ese gran golpe, por cierto?
Parecía que había conseguido dominar la red virtual de su jefe, lo que sin duda era
impresionante y, con toda probabilidad, suficiente por sí mismo para hacerse rico,
aunque era difícil imaginar cómo iba a funcionar todo eso. ¿Continuaría el Proyecto
Grial y vendería la perspectiva de la inmortalidad a gente rica, pero cobrando él los
peajes, en lugar de Malabar? O lo que era más probable, ¿pensaba vender los secretos
de su jefe al mejor postor? Y a todo esto, ¿dónde estaba Malabar? ¿Miedo habría
acabado con él igual que con Bolívar Atasco? Entonces, ¿cómo es que no se sabía
nada sobre ello? Sin la menor duda, si uno de los hombres más ricos e influyentes del
mundo hubiera muerto, ya habría trascendido al menos algún rumor en las noticias de
la red.
Cogió el tubo de las tenacillas de rizar y lo enroscó en el estuche del reloj de viaje
con cuidado, porque no conocía bien el mecanismo. No había decidido llevar pistola
hasta el último momento porque los sueños sobre lo ocurrido en Cartagena seguían
obsesionándola, pero como profesional que era, le resultaba difícil sacudirse los
hábitos arraigados, máxime en esa profesión suya tan particular. La pistola que había
utilizado para matar al programador en Colombia no había salido del país, por
supuesto. Miedo se ofreció a deshacerse de ella, pero Dulcie había leído y visto
muchas historias de suspense y no iba a dejar a disposición de nadie ninguna prueba
que la pudiera incriminar. La había desmontado y limpiado con quitaesmalte de uñas
casi con la precisión de un forense. Después, tiró las piezas en varios cubos de basura
diferentes repartidos por el centro de Cartagena.
«¿Así que no confías en que no te chantajee con el arma homicida, y sin embargo
te acostarías con él? Un proceso selectivo interesante, Anwin».
No entendía bien sus propios sentimientos. Miedo era voluble, eso estaba claro,
cambiaba de un momento a otro, pero ¿no era eso lo que ella quería? Hacía mucho
tiempo que se había dado cuenta de que ni los publicistas de Long Island ni los
corredores de bolsa, eufóricos con su primer Benz blindado recién estrenado,
conseguían tocarle la fibra sensible.
«Reconócelo, Anwin. Te gustan los chicos malos».
Y lo que es más, le gustaba saber que ella misma era casi tan malvada como él,
aunque más discreta. Pero en cuanto uno se asomaba a los aledaños del sexo, no era
solo el decorado lo que cambiaba. La selección era… en fin, más extraña.
«Dios, Dulcie, supon que echas una cana al aire con él y no funciona. Entonces
vuelves a Nueva York y te pasas un par de días bebiendo, viendo culebrones en la red
y compadeciéndote de ti misma, aunque peores cosas podrían suceder. Además, ¿de
verdad piensas que puede ser material duradero?».
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Tuvo que admitir que no se imaginaba viviendo con ese tipo en la misma ciudad,
ni mucho tiempo ni poco, y no digamos escogiendo juntos las cortinas. Pero ¿tan
malo era eso? Él la excitaba. Pensaba en él todo el tiempo y sus sentimientos
alternaban entre la fascinación y, de vez en cuando, algo más fuerte y peligroso que la
ira o la aversión, más parecido al odio y al miedo.
«¿Y qué? Es lo que tú querías, un malo. Sencillamente es más perverso que la
mayoría, y eso te asusta. Pero no se puede andar por la cuerda floja con red, el riesgo
no tendría mérito, ¿no? Y sus aptitudes sociales son un poco extrañas. Es un
delincuente internacional. Por lo menos, no es aburrido».
Seguía moviendo las manos automáticamente, pero no tenía mucha importancia: a
pesar de las diferencias entre los diversos modelos, cuando se habían montado unas
cuantas pistolas de plástico de camuflaje, se podía hacer con los ojos cerrados. Se
levantó y se sentó en la cama. Comenzó a sacar balas de porcelana de un frasco de
vitaminas y a encajarlas. «Clic, clic, clic…», era como colocar pequeños bebés
octillizos en la misma cuna. Bebés, pistolas, mundos virtuales, viejos que se disfrazan
de dioses egipcios… se le estaba reblandeciendo el cerebro, definitivamente,
reflexionó.
«Necesitas unas vacaciones, Anwin, muy largas».
Lo meditó un momento y después volvió a la estancia principal del apartamento.
La discusión acalorada de fuera había terminado. Miró a hurtadillas por la ventana;
en el callejón no había nadie. Colocó la pistola en la estantería del centro del armario
del café, debajo de las servilletas.
«O a lo mejor necesito que pase algo emocionante. Algo grande».
Christabel tenía un vaso en una mano y la otra sobre el grifo, pero no se atrevía a
abrirlo, aunque tenía tanta sed que estaba a punto de llorar. Estaba enfadada consigo
misma por tener sed, enfadada por haberse levantado de la cama a beber agua. Ahora
tenía que estar a oscuras en el baño como un ratón asustado, oyendo discutir a su
padre y a su madre en la habitación de al lado.
—… Esto ha ido demasiado lejos, Mike. No puedo obligarte a volver conmigo,
pero de ninguna manera voy a quedarme aquí con Christabel y a ponerla en peligro
mientras dure todo esto. Estaremos a salvo en casa de mi madre.
—¡Jesús bendito, Kay! —La voz de papá sonaba tan fuerte y tan apenada que
Christabel casi deja caer el vaso al suelo—. ¿No sabes ya lo que está pasando aquí?
—Claro que sí. Y cualquiera con una pizca de sentido común sabría que este no
es lugar para una niña. ¡Dejaste que la apuntasen con una pistola, Mike! ¡A nuestra
hija!
Nadie dijo nada durante un buen rato. Christabel, que había estado a punto de
posar el vaso para que dejara de dolerle el brazo, se quedó donde estaba, como si
aquello fuera el juego de las estatuas.
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Cuando su padre habló de nuevo, hablaba tan bajo que se asustó más. Nunca le
había oído hablar así, tan enfadado. Le habría gustado salir corriendo.
—Creo que es lo peor que me has dicho en la vida, ¿sabes? ¿Crees que no sueño
todas las noches con lo que pasó? Yo no la llevé a conocer a Ramsey. Fuiste tú quien
la dejó salir sola a buscar un cuarto de baño. ¿Qué querías que hiciera yo?
—Lo siento. He sido muy injusta. —Su madre todavía estaba furiosa—. Pero
tengo mucho miedo, Mike. Estoy… ni siquiera hay una palabra que exprese cómo me
siento. Solo quiero coger a mi niña y salir de aquí, y voy a hacerlo. Voy a llevarme al
chico también. Aunque sea pobre, no es más que un niño y necesita que lo protejan.
—Kaylene, ¿quieres escucharme? Si pensara que existe un lugar más seguro que
este, sería el primero en mandaros a las dos allí. ¡Por el amor de Dios, tienes que
creerme! En estos momentos estoy aquí solo porque Yacoubian creyó que podría
salirse con la suya a costa del personal regular de la base. Si Ron no hubiera ido a
buscarme, no habrías vuelto a saber de mí. No me cabe la menor duda.
—¿Crees que eso mejora las cosas?
—¡No! Pero independientemente de que la historia de Sellars sea verdadera en
parte o en su totalidad, te voy a decir una cosa. La forma en que me detuvieron, el
asunto que el general estaba tramando, apestaba. Todo era irregular, fue un secuestro.
Ron y Ramsey me salvaron la vida solo por estar allí.
—¿Y?
—¿Y qué pasaría si esa gente viene a buscarme otra vez, sin molestarse siquiera
en salvar las apariencias de la ley militar, de noche, quizá, haciéndose pasar por
ladrones? ¿No crees que uno de los primeros sitios donde irían a buscarme es a casa
de tu madre? Y si no me encuentran allí, ¿no pensarán que Christabel y tú seríais
unos rehenes muy útiles? ¡No son boy scouts! ¿Qué haría entonces tu madre, echarles
el gato? ¿Acudir a ese maldito comité ambulante del barrio al que siempre está
llamando para denunciar a los chicos de los patines?
—De acuerdo, Mike. No tiene ninguna gracia.
—No, no la tiene. Tú tenías razón hace un momento, Kay, es aterrador. Si por lo
menos os tengo a las dos a mi lado, podré protegeros. Podemos ir trasladándonos y
Sellars sabe arreglar las cosas para pasar desapercibidos. Si te marcharas a otro sitio,
aunque no fuera tan obvio como la casa de tu madre, estaríamos siempre preocupados
por ti.
—Hablas como si creyeras en esa… conspiración, en esa locura monumental.
—¿Y tú no? ¿Cómo te explicas lo de Sellars, entonces? ¿Cómo te explicas lo de
Yacoubian, sus habitaciones del hotel y sus guardaespaldas nazis que parecían
levantadores de pesas?
Christabel llevaba tanto tiempo paralizada en la misma posición que tenía miedo
de ponerse a gritar si no posaba el vaso. Movió el brazo muy despacio hacia el borde
del lavabo buscando un sitio plano.
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—No puedo explicármelo, Mike, y no quiero intentarlo. Solo quiero que mi niña
esté a salvo y lejos de toda esta… locura.
—Es lo que yo quiero también, y cuanto antes. Pero solo veo una forma…
El vaso se tambaleó y se ladeó. Christabel consiguió agarrarlo pero se le escurrió
entre los dedos y se estrelló contra el suelo con un estrépito parecido a una explosión
en la red. Un instante después, la luz del baño se encendió y apareció su padre en la
puerta, tan grande y tan enfadado que Christabel dio un mal paso hacia atrás y
empezó a caerse. Su padre saltó hacia ella y la agarró por el brazo con tanta fuerza
que la hizo gritar, pero no llegó al suelo.
—Pero ¡bueno! ¿Qué estás haciendo? ¡Ay, Dios! ¡Está todo lleno de cristales!
—Mike, ¿qué pasa?
—Es Christabel, que ha roto un vaso. Me he clavado un cristal del tamaño de un
cuchillo chuletero en el pie. ¡Jesús!
—Cariño, ¿qué ha pasado? —Su madre la cogió en brazos y se la llevó al cuarto
donde habían estado discutiendo—. ¿Has tenido una pesadilla?
—Voy a recoger los cristales —dijo su padre desde el cuarto de baño— y después
me amputo el pie, a ver si salvo la pierna. No os preocupéis por mí.
Estaba enfadado, pero Christabel se tranquilizó un poco. No era un enfado de los
que acaban en divorcio, como el de antes.
—Es que… tenía sed. Entonces os oí… —No quería decirlo pero estaba casi
segura de que si se lo contaba a su madre, sucedería algo que arreglaría un poco las
cosas—. Os oí discutir y me asusté.
—Claro, cariño. —Su madre la estrechó contra el pecho y le dio un beso en la
cabeza—. Claro, pero no pasa nada. Papá y yo solo estamos decidiendo lo que vamos
a hacer. A veces los adultos discuten.
—Y después se divorcian.
—¿Es eso lo que te preocupa? Cielo, no te lo tomes tan en serio. Solo es una
discusión.
Pero la voz de su madre sonaba rara y fría, y no dijo «papá y yo nunca nos vamos
a divorciar». Christabel se acurrucó contra ella y esperó. ¡Ojalá nunca hubiera tenido
sed!
Todavía seguían hablando en la otra habitación, pero en voz mucho más baja.
Christabel estaba echada en la cama, separada de Cho-Cho solo por un pequeño valle;
el niño tenía la ropa de la cama enrollada alrededor del cuerpo como una momia
egipcia. Christabel intentaba respirar despacio, como le había dicho su madre, pero
seguía teniendo ganas de llorar y respiraba entrecortadamente.
—Cállate ya, muchachita. —La voz de Cho-Cho sonó ahogada por la almohada
con que se tapaba la cara—. Hay quien quiere dormir.
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Ella no le hizo caso. ¿Qué sabía él? No tenía una madre y un padre que discutían
y se iban a divorciar. Él no tenía la culpa de que todos estuvieran enfadados, pero ella
sí. Aunque estaba tan triste que le hacía daño, también se sentía valiente.
—Esto no hay quien lo aguante —dijo Cho-Cho. Rodó sobre sí para levantarse de
la cama y arrastró las sábanas consigo, de modo que solo quedó el colchón blanco,
como un helado de corte sin la oblea de arriba—. Nadie puede dormir con esa mierda.
Se deshizo de las sábanas y, dejando ver su cuerpo delgado, en camiseta y
calzoncillos, se dirigió al cuarto de baño.
—¿Adónde vas? No puedes entrar ahí.
No se molestó en mirarla ni en cerrar la puerta. Christabel escondió la cabeza bajo
las mantas cuando el niño empezó a hacer pis. Tras el ruidoso sonido de la cisterna,
todo quedó en silencio un buen rato. Cuando finalmente asomó la cabeza por encima
de la ropa, el niño estaba sentado en la cama mirándola con sus grandes ojos negros.
—¿Tienes miedo de que venga un monstruo y te lleve?
Christabel había conocido a un monstruo de verdad en la habitación de un hotel,
un hombre sonriente, con unos ojos que parecían clavos pequeños. No tenía por qué
contestar a ese chico malo.
—Venga, duérmete —dijo después de un rato—. No tienes que preocuparte por
nada.
—¡No tienes ni idea de nada! —replicó sin poder contenerse más ante tanta
injusticia.
—Sé que a las chicas ricas como tú nunca les pasa nada. —Se quedó mirándola
con una sonrisita maliciosa, pero no parecía contento—. ¿Qué crees que va a pasar?
¿Sabes lo que me va a pasar a mí, quieres saberlo? Cuando todo esto se acabe, tú vas
a volver a tu casa con tu mamá y tu papá, y el pequeño Cho-Cho se va a ir a un
campamento de trabajo. Mira, tu padre es de los buenos, pero los otros, a lo mejor me
sacan ahí fuera y me pegan un tiro.
—¿Qué clase de campo?
No parecía tan malo.
Ophelia, la amiga de Christabel, había estado en el campamento El Pájaro Azul y
hacían trabajos manuales y comían nubes con pan.
—Cross City —dijo Cho-Cho agitando una mano—; allí fue donde metieron a mi
tío. A cavar y cosas así. Daban pan con lo que fuera, relleno de bichas.
—Has dicho una palabrota —dijo Christabel tapándose la boca con la mano.
—¿Qué? —Se quedó pensativo un segundo y después se echó a reír mostrando su
boca desdentada—. ¿Bichas? Solo quiere decir gusanos y cosas así. —Se rio de
nuevo—. Creíste que había dicho «pichas», ¿no?
—¡Lo has dicho! —exclamó la niña escandalizada.
El chico se dejó caer en la cama y se puso a mirar al techo. Lo único que
Christabel le veía era la punta de la nariz encima de la almohada.
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—¿Sabes qué te digo? Que no me voy a quedar esperando. En cuanto pueda,
Cho-Cho se irá muy lejos.
—¿Vas a… vas a escaparte? Pero… ¡el señor Sellars te necesita!
No entendía nada. Le parecía una cosa muy mala, de las que hablaban a veces en
la iglesia. No en la escuela dominical sino en la sala grande con bancos y la cristalera
que representaba a Jesús. ¿Escapar de ese pobre hombre?
Y su madre también se pondría muy triste, comprendió de pronto. Mamá se
quejaba mucho, pero en realidad parecía que le gustaba hacer que Cho-Cho se bañara
y se pusiera ropa limpia, y le daba comida de más. El chico hizo un ruido que casi no
oyó. A lo mejor se estaba riendo otra vez.
—Creí que era cuestión de efectivo, dinero, pero son un puñado de locos que se
han metido en una mierda de película de espías. El pequeño Cho-Cho, va a… largarse
enseguida… lejos.
No dijo nada más. Christabel se quedó echada en su cama, al lado de la del chico,
esforzándose por oír los cuchicheos de sus padres y preguntándose por qué se había
vuelto el mundo tan extraño.
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Siders, solo recordaba apenas que les gustaban los alucinógenos naturales, la música
lenta muy alta y blanquearse la piel artificialmente.
«Todo parece tan importante cuando eres joven —pensó—. No quieres pasar
inadvertido, quieres que todo el mundo sepa quién eres. En la vida real, tendrían que
llevar tarjetas de identidad completas, como los simuloides en la realidad virtual. Así,
en vez de complicarse la vida introduciéndose implantes en la piel y marcándose la
cara, solo tendrían que enseñar un mensaje corto, como “Me gustan los gatos y el
sado con ataduras, no escucho música que tenga más de seis meses de antigüedad y
abuso de los subcutáneos por castigar a mi padre”. O, en mi caso, “castigo a mi
madre haciendo cosas con mi vida que, si las supiera, seguramente no le importaría”.
Eso lo dice todo, ¿no?».
Se dio cuenta de que estaba deprimida. La ocasión que había perdido con Miedo,
por lo inoportuno del momento o lo que fuera, había convertido la posibilidad de que
surgiera algo espontáneo e inquietante en otro cotejo de pesadilla entre lo que debía
hacer y lo que no. Aunque en realidad le encantaba cómo jugaba con ella,
zarandeándola emocionalmente, amedrentándola primero y acariciándola después. La
verdad es que el cortejo, si se podía llamar así, se estaba alargando más de la cuenta y
empezaba a perder interés. La sensación de que en realidad no le gustaba mucho
pesaba más de lo debido.
«La verdad es que no me ha dicho nada. Me ha introducido casi a la fuerza en una
especie de espionaje industrial de altos vuelos a cambio de unas promesas poco
firmes, me paga unos honorarios por hora decentes, pero no espectaculares, y lo
único que sé es que tal vez haya encontrado la forma de convertir el plomo en oro.
No tengo ninguna garantía. ¿Qué pasa si se tuercen las cosas? Si no le confié mi
pistola, ¿por qué tengo que permitirle que me tenga aquí escondida, en un país que no
es el mío? Ni siquiera sé lo que dictan las leyes australianas sobre estos asuntos. Y
¿qué más me dijo, como si fuera el premio gordo? “¿Quieres ser una diosa, Dulcie?”.
¿A qué se refería? ¿A la inmortalidad en la red del Grial? Bueno, ¿quién sabe? Pero
no me ha hecho ninguna oferta. No me ha ofrecido nada excepto a sí mismo, y
aunque no está mal del todo, no es suficiente. No para esta mujer».
La multitud se dispersó rápidamente, unos hacia las paradas de autobús y otros en
taxi. «De vuelta a casa tras la fiesta de la Yihad», pensó irónicamente, al ver entrar a
un grupo de jóvenes con turbante negro en un taxi. Entonces se dio cuenta de que la
calle, ancha pero oscura, llena de gente y bullicio un momento antes, se había
quedado prácticamente vacía.
«¿Dónde estoy? Sería fantástico perderme aquí afuera, en plena noche».
Las señales de la calle no eran muy ilustrativas y se había dejado el conectar en el
apartamento, así que ni siquiera tenía acceso a un mapa. Enfurecida, aunque no muy
preocupada porque todavía quedaban algunas parejas por la calle, empezó a desandar
el camino intentando recordar lo mejor posible por cuántas esquinas había doblado
cuando seguía a los jóvenes. La hilera de casas blancas y antiguas, con sus oxidados
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balcones de hierro forjado, parecía que la vigilaban con cara de desaprobación. Palpó
el bolsillo del impermeable para asegurarse. Por lo menos iba armada.
Tres hombres de piel oscura la miraban acercarse apostados en una esquina y,
aunque ninguno se movió ni dijo nada, el más joven incluso sonrió muy amablemente
cuando pasó ante ellos, Dulcie apretó el paso y desapareció enseguida por una
bocacalle.
«Es como si de una forma u otra siempre estuviéramos a su sombra —pensó—.
Los hombres están siempre ahí, tapando la luz, y no podemos hacer nada por
remediarlo. ¿Es solo porque la sociedad se ha configurado así con el paso del tiempo,
o se debe a algo más prehistórico? ¿Porque eran más fuertes al principio de los
tiempos, quizá?».
El recuerdo de Félix Malabar, un ejemplo excelente de viejo depredador, la asaltó
de súbito. El misterioso archivo Ushebti era, al parecer, una declaración de última
voluntad o testamento, una especie de legado póstumo muy teatral cuidadosamente
preparado para un heredero que, por lo visto, no existía. ¿Qué pensarían los
verdaderos sucesores cuando por fin dejara de agarrarse a la vida como una lapa?
¿Los sorprendería tanto como a ella?
Los hombres y sus secretos. Formaban parte de su poder, ¿no? Les costaba mucho
hablar en serio, como si fueran a robarles el alma. Miedo era otro ejemplo, y muy
pertinente, ahora que caía en la cuenta. ¿Qué sabía de él, además? Lógicamente,
teniendo en cuenta su profesión, Dulcie no esperaba encontrar nada útil cuando
empezó a husmear buscando su historial, pero le había impresionado la eficacia con
que había borrado todo rastro, como si nunca hubiera existido. No había siquiera un
espacio en blanco donde pudiera encajar el perfil de Miedo en ningún archivo
internacional, ni en los bancos de historiales delictivos ni en ninguna parte. Era
australiano y, por su aspecto, se diría que descendiente de una mezcla de razas,
descripción que serviría para millones de personas. ¿De dónde provenía? ¿Cuál era su
historia? Seguro que era muy interesante. Malabar tenía secretos. Todos los hombres
poderosos tenían secretos. ¿Cuál era el que escondía John Más Miedo?
Oyó el ruido antes de ver las sombras en la acera, media manzana más adelante,
un sonido leve parecido a una arcada, como el que hace un gato cuando vomita una
bola de pelo. Aminoró el paso para descifrar lo que eran las sombras, que, unos lentos
pasos más adelante, se resolvieron en un hombre inclinado sobre una mujer que
estaba de rodillas. Al principio, Dulcie pensó que estaría sujetándole la cabeza,
ayudándola a vomitar los excesos de una noche de bares y clubes, pero al bajarse de
la acera para rodearlos, vio que en realidad el hombre la estaba empujando,
aplastándola contra el suelo.
El hombre, de pelo claro, levantó la vista, evaluó a Dulcie y la descartó en menos
de un suspiro, de una forma que la enfureció a pesar del miedo que sentía. El hombre
volvió sobre la mujer y le dijo algo en voz alta, en un idioma que le sonó a eslavo, y
la mujer, ahogándose, respondió en el mismo idioma. Miedo le había contado alguna
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vez que había emigrantes ucranianos en Redfern, que habían llegado a raíz de los
desastres en la región productora de cereales. Se lo comentó casi con irritación, como
si tuviera prejuicios raciales con los blancos. Más tarde se dio cuenta de que el
exótico señor Miedo acusaba, simplemente, un sentimiento muy común, el malestar
por lo mucho que estaba cambiando su antiguo vecindario.
La mujer sangraba por un corte en el labio y quería ponerse de pie a toda costa. El
hombre, en cuya ancha mandíbula se dibujaba la furia, le empujaba la cabeza hacia
abajo como un matón de patio de colegio. La situación le puso los nervios de punta,
entumecidos por la larga estancia en Manhattan, de modo que se detuvo a unos
metros de la pelea que se desarrollaba a cámara lenta y dijo en voz alta:
—Déjala en paz.
El hombre la miró con cara de pocos amigos y volvió a aplastar a la mujer con
más fuerza; ella renunció a resistirse y se desplomó sobre las manos y las rodillas.
—Te he dicho que la dejes en paz.
—¿Quieres recibir tú también?
Tenía un acento muy marcado, pero lo entendió perfectamente.
—Deja que se levante. Si es tu novia, esa no es forma de tratarla. Si no es tu
novia, haré que la poli se te eche encima en veinte segundos.
—No —dijo la mujer, casi con desesperación.
La manaza del hombre reposaba abierta sobre su cabeza. Ella miraba a través de
los huecos que quedaban entre los dedos como un perro apaleado.
—No es nada, no pasa nada. No me está haciendo daño.
—No digas sandeces, estás sangrando.
La expresión del hombre, que al principio parecía reírse, empezó a transformarse.
El enfado cuajó en un semblante aterrador. Empujó otra vez a la mujer tan
bruscamente que la tiró contra el sumidero de la calle, y después se volvió hacia
Dulcie.
—¿Quieres recibir? Ven aquí, anda.
Algo que la había estado requemando por dentro empezó a arder con fuerza. Sacó
la pistola del bolsillo de la chaqueta y la levantó hacia el hombre, sujetándose la
muñeca a la manera de los mejores tiradores.
—No, tú eres el que va a venir aquí, gilipollas. —Era extraña la sensación de
poder que le recorría el brazo, como un rayo divino que acababa en las puntas de los
dedos—. ¿Por qué no te arrodillas?
Al hombre se le abrió la boca de asombro y a Dulcie le subió la fiebre del
momento. Así debían de sentirse los baptistas manipuladores de serpientes, con la
muerte retorciéndose, viva, entre sus manos.
—¡Tú… tú estás loca!
El hombre empezó a dar marcha atrás intentando mantener la expresión de dureza
sin conseguirlo. La mujer lloraba en el sumidero, tapándose la cabeza.
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Tuvo la tentación de dejar escapar un disparo solo para que el maldito chulo
notara el paso de la bala cerca de la cara, pero no había hecho ningún disparo de
prueba y no sabía cómo sería el gatillo de rígido.
«¿Y si fallo y le vuelo la oreja? —pensó—. O le doy, entonces ¿qué?».
De repente, la cara de Celestino, el programador colombiano, emergió de la turbia
oscuridad de sus pensamientos, con sus grandes ojos castaños desbordados de miedo
como un perro herido, aunque en realidad no vio el miedo en su cara puesto que,
cuando le, disparó, estaba fibroconectado y lo que veía no era él.
El joven ruso giró sobre sus talones y empezó a alejarse apresuradamente calle
arriba, conteniendo a duras penas las ganas de correr. Antes de que Dulcie pudiera
dar una paso para ayudarla, la mujer, que había sido tratada de forma tan brutal, se
incorporó tambaleándose y, después de mirarla un momento con cara de conejo
asustado, echó a correr detrás él. En la acera quedaron sus zapatos de tacón alto.
Dulcie todavía respiraba muy deprisa, presa de una emoción vibrante que
empezaba a volverse un poco amarga, cuando encontró el camino de regreso a la
calle del apartamento.
«Es el poder, ¿verdad? —pensó—. Les das todo el poder, les dejas guardar todos
los secretos y ellos te pueden machacar. El juego no es justo sin un mecanismo que
equipare las partes.
»Y ¿qué esconde Miedo? ¿Solo sus cuentas en un banco suizo? ¿Pormenores de
chantaje a algún miembro del Grial?».
Pensó en el pequeño compartimiento invisible del sistema de su jefe, la caja de
cartón de los secretos sucios que los chicos esconden debajo de la cama, fuera del
alcance de la madre o la hermana.
«Puedo averiguarlo, ¿no? Si soy capaz de piratear todo el sistema de la
corporación M, seguro que puedo entrar en una memoria de datos escondida en el
sistema de Miedo, como que existe el infierno. Puedo entrar y salir sin que él lo
sospeche siquiera. Después conseguiré algo a cambio. Me gustaría saber cómo se lo
tomaría».
Tenía la impresión de que no le gustaría nada, pero ahora que el peligro, la furia y
el triunfo cantaban a coro por su sangre, no le importaba.
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22. Corro la Enredadera
PROGRAMACIÓN DE LA RED/SOCIEDAD: Un alcalde declara ilegal la muerte.
(Imagen: High Street, Ladley Burn). Voz en off: El alcalde de Ladley Burn, un
pueblecito encantador de Cheshire, Inglaterra, ha resuelto que es ilegal morir dentro
de los límites de la población. Lo que parece un intento quijotesco de retrasar la
muerte es en realidad un movimiento pragmático para salvar el cementerio local del
siglo XIII, que está prácticamente completo, motivo por el que las pocas parcelas
libres que quedan son objeto de fuertes disputas entre los residentes.
(Imagen: el alcalde Beekin a la entrada de la iglesia). BEEKIN: Es muy sencillo. Si
alguien muere en Ladley Burn, quebranta la ley, y la pena consiste en ser enterrado
en otro lugar. ¿Dónde? No es asunto nuestro, me temo.
Abatida y perpleja, Renie se dejó caer al suelo, a la orilla de las aguas negras que
todavía ondeaban tras la desaparición del árbol de los deshechos. La niña de piedra se
había alejado un poco, atemorizada por el enfado de Renie.
—Vuelve —le dijo Renie—. Lo siento. No tenía que haberte gritado. Vuelve, por
favor.
—Has hecho desaparecer el árbol de los deshechos —respondió la niñita de barro
—. Eso no había pasado nunca.
—¿Qué te dijo? —inquirió Renie tras un suspiro—. ¿Puedo preguntártelo? Oí
algo sobre el final y una especie de cancioncilla sobre niños y niñas…
—¿Dijiste que el árbol te había quitado a tu hermano? —inquirió la niña
mirándola con curiosidad.
—Es… es difícil de explicar. Pero no, el árbol no. —De repente se le ocurrió una
idea. Aunque no fuera muy probable, merecía la pena intentarlo—. ¿Conoces a un
niño que se llama Stephen? ¿Un niño pequeño…?
—¿Stephen? —Dejó escapar una risita—. ¡Qué nombre más raro!
—Me lo tomo como un no —dijo Renie—. Dios del cielo, ¿qué he hecho yo?
¿Qué locura de sitio es este? —Encogió los hombros, consciente de pronto de que
empezaba a hacer frío en el bosque—. ¿Qué más te dijo el árbol de los deshechos?
—Que las cosas van mal —contestó la niña entristeciéndose otra vez—, que el
final se acerca a pasos agigantados, hasta que no quede ningún sitio donde ir, y que
tengo que llegar al pozo como todos los demás porque será el último lugar que quede.
—¿El pozo? ¿Qué es eso?
—Es un sitio como este —respondió la niña frunciendo sus cejas de barro—,
aunque más grande, y hay que cruzar el río, cruzarlo otra vez y cruzarlo otra vez. A
veces la señora va allí y habla con la gente.
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—¿La señora? —Renie notó un hormigueo por el cuello. Sabía quién podía ser
esa señora—. Llega al pozo y… ¿qué hace?
—Le dice a la gente lo que piensa el Uno. Pero desde que el final empezó a
acercarse, no ha vuelto a ir. —Se levantó—. Tengo que marcharme. El árbol de los
deshechos dijo que tenía que ir al pozo, así que voy a empezar a andar. —Dudó un
momento—. ¿Quieres venir conmigo?
—No puedo. Tengo que esperar a mis amigos. —Renie tuvo la sensación de que
los acontecimientos se le escapaban de las manos—. Pero ni siquiera sé dónde estoy.
¿Cómo puedo volver al lugar en el que estaba cuando me encontraste?
—¿De dónde venías? —preguntó la niña ladeando la cabeza.
Renie hizo lo que pudo por describir las praderas onduladas y las translúcidas
montañas lejanas. Al recordarlo, le pareció un sueño remoto.
—Eso será Montañas Seladas, que está en Lejos —concluyó la niña—. Pero es
probable que todo haya desaparecido. El final ya estaba allí cuando empecé a buscar
el árbol de los deshechos. Por eso tenía partes vacías, como has dicho.
¡Y ella que había estado tan segura de haber encontrado un lugar que se hacía
cada vez más real! De pronto temió por !Xabbu y Fredericks. ¿Y si no hubieran
tenido la suerte de tropezar con un cruce, como ella? Tenía que ir a buscarlos.
«Sí, pero ¿cómo? ¿Vagando sola por estos parajes inverosímiles mientras todo se
evapora alrededor? ¿Qué vas a conseguir con eso?».
¿Y cuál era la alternativa? ¿Seguir a una criatura de cuento infantil, como la niña
de piedra, y adentrarse más en la locura?
«Tenía que haber mantenido la calma. ¿Por qué no cerraría la boca solo por una
vez? Quizá hubiera conseguido información importante de esa cosa, si hubiera sido
más amable». Si se hubiera acordado de lo que pasaba con Stephen…, con gritos y
reprimendas solo conseguiría que se obcecara más. El sistema operativo era bastante
parecido a un niño, y ¿qué había hecho ella? Tratarlo como si fuera una madre
enfadada. Enfadada y no muy inteligente.
—¿Qué has dicho que… te contó el árbol? ¿Qué tenías que ir a ese pozo y que
todos los demás iban allí también?
La niña de piedra asintió, todavía en el límite del claro del bosque. «¿Y si
realmente Stephen está allí? —pensó Renie—. ¿Y si es uno de los que se dirigen al
pozo o son enviados allí? ¿Y si por fin lo encuentro, llego a su lado…, lo toco?».
Ese era el dilema. Estaba exhausta pero no podía posponer la decisión. La niña se
marcharía con ella o sin ella. ¿Abandonaba a !Xabbu y a los demás o abandonaba la
oportunidad de encontrar a Stephen?
«Años de universidad y ¿para qué? ¿Cómo se puede tomar una decisión como
esta sin hechos, sin un poco de lógica, sin información real…?». Pensar en !Xabbu
era angustioso, la estaría buscando con tanto afán como lo buscaba ella. No era
menos angustioso pensar en Stephen, su magnífico hombrecito, tan unido a ella que
era casi su hijo. Ahora estaba encogido en la cama de un hospital, hecho un saco de
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huesos y piel, como una cometa rota y abandonada. Le dolía por dentro, se sentía
indefensa, deprimida.
«Fíjate, aquí, en la red, no eres más que un cerebro vivo. Un cerebro dentro de un
contenedor defectuoso que sufre del corazón…».
La niña de piedra arañó el suelo con el pie meciéndose con suavidad. Estaba claro
que para ella era difícil esperar, ahora que el árbol le había dicho lo que tenía que
hacer.
—De verdad, tengo que…
—Lo sé —dijo Renie. Respiró profundamente—. Voy. Voy contigo.
«No puedo hacer otra cosa —siguió diciéndose, pero le sonó a traición—. Es
posible que !Xabbu y los demás no hayan podido salir de aquello gris… lo que fuera.
O que hayan sido arrojados a otra parte de la red, o incluso puede que hayan… —Eso
no podía ni pensarlo—. Buscarlos sería eterno, y quizá sea esta mi última oportunidad
de ayudar a Stephen, suponiendo, claro está, que consiga hacer algo por él si es que lo
encuentro —pensó tristemente—. Teniendo en cuenta que no puedo ni
desconectarme, es mucho suponer».
—¿Estás enfadada conmigo? —preguntó la niña de piedra.
—¿Qué?
Renie se dio cuenta de que llevaban mucho tiempo andando sin hablar. Le vino a
la cabeza de repente lo que suponía estar con un adulto enfadado pensando que es por
tu culpa, y se avergonzó. Los días anteriores a la muerte de su madre, su padre solía
estar malhumorado y en silencio.
—¡No! No, solo estaba pensando. —Miró los árboles centelleantes que todavía
las rodeaban, una serie interminable de túneles de follaje que surcaban el bosque—.
¿Y dónde estamos? Quiero decir, ¿tiene nombre este lugar? ¿Se llama árbol de los
deshechos o algo así?
—El árbol de los deshechos no es un lugar, es un árbol. —La niña de piedra se
sintió aliviada. La ignorancia recalcitrante de Renie ya no le provocaba la misma
expresión de incredulidad de antes—. Puede estar en muchos lugares, por eso
tuvimos que buscarlo.
—Y lo encontramos… ¿dónde?
—Aquí. Ya te lo dije, está siempre en el bosque.
—¿Y adónde vamos?
—No lo sé exactamente —dijo la niña tras pensarlo un momento—. Pero creo
que tendremos que cruzar por Corro la Enredadera, y también por Puente de Dondes.
Es muy difícil cruzar por allí.
—¿Cruzar…?
—El río, tonta. —La compañera de Renie frunció el ceño—. Espero que no
tengamos que ir por la Casita de Malapán. Pasaríamos mucho miedo.
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Corro la Enredadera y la Casita de Malapán. Eso debía ser… el corro de la
morera y la casita de mazapán, imaginó Renie. Estaba empezando a entenderlo.
—¿Por qué pasaríamos miedo?
—No quiero hablar de ello —dijo la niña, y se tapó la boca—. No nos interesa ir
allí. Hay muchos teincos y geñeros, muchísimos.
Teincos y geñeros. Por alguna razón, las palabras se le clavaron en la mente, pero
a diferencia de los nombres de los lugares, que parecían deformaciones infantiles de
títulos de canciones, como El puente de Londres, no fue capaz de encontrar úna
explicación coherente para esos otros dos. Sin embargo, puesto que había visto cómo
eran esos monstruos, también ella prefería evitar los lugares donde abundaban.
—¿Qué son los teincos? ¿Son tan malos como los geñeros?
—¡Peores! —La niña se estremeció teatralmente—. Siempre miran y miran,
tienen muchos ojos.
—¡Uf! Me has convencido. Entonces, si nos espera un viaje tan largo, ¿no
podríamos parar a dormir un rato? Estoy cansada y tú, si me permites que te lo diga,
hace mucho que tendrías que estar en la cama.
—¿Dormir en el bosque? —replicó la pequeña guía mirándola con indignación—.
Es la mayor tontería que he oído en mi vida.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Renie—. Tú mandas. Pero ¿cuánto vamos a
tener que andar antes de dormir un poco?
—Hasta que encontremos un puente, tonta.
Perfectamente amonestada, Renie desistió. La luna, que parecía un platillo
volante, seguía suspendida en lo alto y no daba señales de moverse hacia ninguna
parte del horizonte. Siguieron adentrándose en el bosque. Renie era consciente de ello
porque los árboles eran cada vez más altos. Hacía ya un buen rato que habían dejado
atrás el lago negro y el árbol animado, pero se sentía observada, aunque no estaba
segura de si serían los pequeños y silenciosos ojos de los invisibles moradores del
bosque o una entidad más grande, más semejante a un dios. Esa sensación era más
fuerte en los claros, donde las ramas formaban arcos tan altos como los de una
catedral y las luces de cuento destellaban como brillantes estrellas en el cielo. Sin
embargo, la extraña belleza de dibujos animados del entorno no podía con la
sensación cada vez más inquietante de estar viajando por territorio enemigo.
«Bien, ¿y por qué no iba a ser así? —pensó—. Si no me equivoco, ya no estoy en
la red, sino dentro del propio sistema operativo, en las tripas de la bestia».
Mientras se apretaba la manta alrededor del cuerpo para protegerse de la brisa del
bosque, tocó sin querer el bulto del encendedor que llevaba debajo de la ropa y lo
apretó contra el pecho.
—¡Oh, no! Llamé a Martine… —Con todas las cosas extrañas sucedidas desde
entonces, se había olvidado de la llamada de angustia que había hecho desde la
montaña, cuando los geñeros bajaban hacia ella dé todas partes—. Debe de creer
que…
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La niña de piedra se detuvo y alzó con gran asombro las marcas que tenía por
cejas cuando la vio sacarse de entre la ropa el pequeño objeto brillante y se ponía a
hablar con él.
—Martine, ¿me oyes? Martine, soy Renie, ¿me recibes?
No hubo respuesta. Agitó el encendedor como si fuera un reloj que se hubiera
parado, con plena conciencia de la inutilidad del gesto, propio de la vida real. No
sirvió de nada, en efecto: el encendedor se quedó tan mudo como una piedra.
Siguieron adelante y Renie añadió a la lista de pecados el pánico que habría
causado a Martine y a los que estuvieran con ella.
«Va a ser una lista muy larga —pensó—. He fracasado en la búsqueda de mi
hermano, no he hecho nada útil para desbaratar los planes de la Hermandad, he
abandonado a !Xabbu y a Sam y ahora he llamado a los otros y les habré hecho creer
que estaba a punto de morir. Sí, pero es verdad que estuviste a punto de morir.
Tranquila, chica».
A medida que avanzaban entre árboles brillantes y hondonadas tapizadas de
hierba oscura, que se mecía sin viento, y salpicadas de corros de setas de color claro
que relucían tenuemente, Renie empezó a notar un cambio en la animación del
bosque. Se oía crujir el follaje y creyó ver en dos ocasiones unas sombras que
desaparecían por la curva de un largo sendero que se abría ante ellas. Se lo dijo a la
niña de piedra y la niña asintió, sabiendo a lo que se refería.
—Es gente que va al pozo —dijo—. El final se acerca rápidamente, supongo.
—Entonces no son… geñeros ni teincos.
—Lo habríamos notado —replicó la niña con una sonrisita.
La enorme luna todavía no se había movido de forma apreciable hacia el otro lado
del cielo, aunque Renie concluyó que quizá se había deslizado un poco hacia abajo,
cuando, a través de los árboles, vieron a lo lejos una hoguera en un pequeño
montículo. La niña de piedra dudó un momento al divisar el reflejo de las llamas,
pero enseguida se llevó un rechoncho dedo a la boca pidiendo silencio y siguió
adelante. Unas sombras extrañas se apiñaban alrededor del fuego. La niña de piedra
aminoró el paso un poco más y se inclinó hacia delante entrecerrando los ojos.
Después se enderezó.
—Solo son enanos —dijo alegremente, y tomó a Renie de la mano.
Una silueta, que debía de ser un centinela y que estaba al borde del montículo,
levantó un palo.
—¿Quién va? —preguntó en voz alta y quejumbrosa.
«Dios mío —pensó Renie—. Más niños. ¿Es que no hay más que niños en este
lugar?».
—Somos amigos —anunció la niña de piedra—. No os haremos daño.
Los seres reunidos junto al fuego las observaron con cautela. Al principio, Renie
se sintió encantada de ver que el número de enanos era exactamente siete, pero
después su apariencia le produjo cierta inquietud. Debían de ser la idea que alguien
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tenía de los enanos, pero al igual que todo lo que había visto últimamente, era una
idea muy particular.
Los hombrecitos tenían, en efecto, la altura de un enano. El que estaba más cerca,
con el palo en la mano, le llegaba a Renie a las caderas, pero aunque el Otro, si en
realidad era él el creador, entendía que enano significaba pequeño, no lo había
plasmado miniaturizando a una persona normal, sino eliminando partes del cuerpo o
cambiándolas de sitio. La cara les salía del tórax y, después de estudiar la difícil
forma de andar del centinela, que caminaba a su lado, se dio cuenta de que las piernas
terminaban en las rodillas: no tenía articulaciones, con lo cual andaba como un
pingüino. Sin embargo, los brazos tenían una longitud normal y se ayudaba de ellos
como un chimpancé.
Renie consiguió mantener la calma, aunque se acordó con desagrado de las
grotescas criaturas apedazadas de la simulación de Kansas. Al parecer, no solo la
crueldad creaba monstruos. Cuando Renie y su amiga llegaron a la fogata, los enanos
se levantaron a saludarlas y, con dificultad, les hicieron una reverencia. El más alto,
cuyos hombros llegaban a Renie a la cintura, preguntó:
—¿Estáis buscando algo?
—No —respondió la niña de piedra—, estamos paseando. ¿Os dirigís al pozo?
—Pronto. Pero antes tenemos que encontrar lo que hemos perdido. Y lo hemos
perdido todo, ¡hasta la casa!
—Di Dives —dijo otro enano mirando a Renie con melancolía.
—Hummm… dives —respondió ella tras un instante, preguntándose si sería una
especie de ritual de presentación o una de prueba.
—No, quiere decir que su casa estaba en Di Dives —le susurró la niña de piedra.
—¡Di Dives ha desaparecido! —se lamentó el jefe mirándola con la boca abierta,
una boca que iba de una costilla flotante a la opuesta—. ¡Las praderas, las montañas,
nuestras hermosas cuevas! ¡Todo se ha desvanecido!
—El final se lo ha llevado to… to… todo —dijo el que estaba al lado de Renie
ahogando un sollozo—. Cuando volví a casa del trabajo, no había nada. ¡Ninguna de
mis esposas! Ni los gatos, ni los sacos. ¡Todo se lo llevó!
Los otros enanos se hicieron eco de su tristeza y se pusieron a gemir a coro.
—La madrastra vino y nos dijo que teníamos que huir —continuó el líder—. La
gente que conocemos aquí, en el bosque, dice que tenemos que ir al pozo. ¡Pero no
podemos irnos sin nuestras esposas, nuestros gatos y nuestros sacos! ¡A lo mejor han
podido escapar!
—Un hombre sin esposas, sin herramientas y sin gatos no es un hombre —
declaró otro con fuerza.
La concurrencia guardó un trágico y profundo silencio.
—Entonces…, entonces ¿vosotros también tenéis madrastra? —preguntó Renie
sentándose en un tronco cerca del fuego.
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Intentó por todos los medios no quedarse mirando lo que para ella eran
deformidades espantosas. Los enanos le hicieron sitio. Tuvo que recordarse que, por
muy estrafalario que le pareciera lo que estaba pasando, era tan terrible para ellos
como para cualquier refugiado en el mundo real.
El hombrecito de ojos tímidos que estaba a su lado, con la cara tan pegada al
estómago que parecía que el cinturón lo estrangulara, le ofreció una taza humeante.
—Sopa de piedras —dijo en voz baja—. Está buena.
—¿Coméis… piedras? —preguntó la compañera de Renie mirando el contenido
de la taza con preocupación.
—Nunca te haríamos daño, amiga —dijo el jefe—. Solo comemos minerales
inertes. Además, si me perdonas, parece que tú eres básicamente sedimento. No te
ofendas, pero no es de nuestro agrado.
—No es ninguna ofensa —dijo aliviada la niña.
—Los que viven en… en estos parajes… ¿tienen todos madrastra? —preguntó
Renie.
Los enanos no podían ladear la cabeza puesto que no tenían cuello, pero se
doblaron en extrañas posturas que expresaban asombro.
—Por supuesto —dijo el jefe—. ¿Cómo íbamos a saber, si no, cuándo se acerca
un peligro? ¿Quién nos iba a cuidar cuando estamos durmiendo? —El labio inferior
se le cayó hasta el punto donde se bifurcaban las piernas—. Pero no pueden detener
el final.
«Entonces las madrastras son parte del sistema operativo —concluyó Renie—.
Una especie de subrutina controlada, puede que muy severa, como las madrastras
malvadas de los cuentos. Pero ¿dónde encajan los otros monstruos, esos teincos y
geñeros?». Intentó recordar alguna cancioncilla infantil que tuviera alguna palabra
parecida, pero la única que se le ocurrió fue Tengo, tengo, tengo, tú no tienes nada, y
no parecía guardar relación.
—¿De dónde sois? —preguntó uno de los enanos a Renie.
Ella miró a la niña de piedra sin saber qué decir.
—De Donde Hablan las Habichuelas —contestó la niña—. Pero fuimos al árbol
de los deshechos y nos dijo que era hora de ir al pozo.
«A mí no me lo dijo —pensó Renie malhumorada—. No me ha contado nada».
—¿Alguno de vosotros ha visto a otros como yo? —preguntó, inspirada de pronto
—. ¿Un hombre de piel oscura y una chica con la piel más clara?
—El bosque está lleno de viajeros —dijo un enano mientras los demás se
encogían de hombros—. A lo mejor tu familia está entre ellos.
A Renie le impactó tanto la idea que guardó silencio: !Xabbu y Sam Fredericks,
su familia. Sin embargo, así era, en cierto modo, y no solo por el hecho de compartir
el color de la piel. Pocas personas habrían pasado tantas penurias con sus auténticas
familias, y seguro que nadie había soportado una situación tan estrambótica.
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La conversación decayó enseguida. Los enanos habían hecho un esfuerzo heroico
por ser buenos anfitriones, pero en realidad su corazón no estaba allí, y Renie y la
niña de piedra estaban exhaustas. Se acurrucaron en el suelo a descansar mientras los
enanos seguían hablando entre sí en voz baja, confusos y perdidos. Aunque la niña de
piedra había demostrado que soportaba el frío mucho mejor que Renie, se apretujó
contra ella y enseguida se durmió tan profundamente que Renie ni siquiera la oía
respirar. Rodeó con los brazos la pequeña figura compacta y se quedó mirando la luz
del fuego que se reflejaba en las copas de los árboles por encima de su cabeza.
Deambulaba por un mundo onírico infantil disparatado, un mundo onírico en estado
de sitio. Lo había perdido todo y a todos. Solo quedaba ella de cuantos habían
acudido a la llamada de Sellars. Incluso el sistema operativo, el dios de este pequeño
mundo, había reconocido la derrota. ¿Qué quedaba por hacer?
«Puedo abrazar a esta niña —pensó—. Aunque solo sea por una noche, puedo
darle un poco de consuelo, una sensación de seguridad, aunque sea una ilusión».
Y eso fue lo que hizo mientras el enorme disco de la luna bajaba hacia el
horizonte y ella se sumía en un sueño que necesitaba desesperadamente.
Cuando se despertó, un resplandor difuso iluminaba el mundo, una triste luz gris
que poco ayudaba a pensar que las cosas mejorarían. Los enanos se habían ido, solo
quedaban las brasas de la hoguera. La niña de piedra ya se había despertado y estaba
agachada junto a los restos del fuego, removiendo las cenizas con un palo.
Renie bostezó y se desperezó. Incluso en ese amanecer mortecino era agradable
tener una manta con la que envolverse y alguien con quien hablar.
—Me parece haber dormido una eternidad. ¿Por qué aquí no hay sol, si hay lima?
—preguntó sonriendo a la niña.
—¿Sol? —repitió la pequeña con una mirada burlona.
—No importa. Veo que nuestros amigos se han ido.
—Hace ya mucho rato.
—¿Por qué no esperaron a la salida del sol… es decir, a la mañana?
—Esperaron, sí. El día está así desde antes de que marcharan. —Renie notó por
primera vez que su acompañante estaba asustada—. No creo que vaya a haber más
luz que esta.
—Ah. —Renie echó un vistazo alrededor. Estaba oscuro, el cielo tenía un color
gris lúgubre y sombrío—. Ya. ¿Ocurre… muy a menudo?
—¿Qué no se haga de día? No —contestó la niña meneando la cabeza—, nunca.
«Jesús misericordioso —pensó Renie—. ¿Será que el sistema se está cerrando en
estos momentos? ¿Formará parte de ese final que todos temen tanto?». Si el sistema
operativo fuera un ser humano, como poco le habría diagnosticado una depresión
profunda.
—Entonces, ¿este trasto maldito va a plantarnos? —preguntó en voz alta.
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«¿Y qué pasará si es así? Si estamos dentro, ¿también desapareceremos?». Era
difícil de creer que ella y sus amigos fueran a sobrevivir a un colapso total de la red,
encerrados como estaban en el sistema, expuestos al dolor y a la muerte como en la
vida real. «Y Stephen y todos los demás niños de aquí, atrapados, indefensos…».
—Hay que seguir adelante —dijo Renie levantándose con esfuerzo—, en
dirección al pozo, supongo. Pero tendrás que hacer de guía.
La niña se balanceó a uno y otro lado mirando atentamente el bosque que las
rodeaba.
—Tenemos que buscar un puente —dijo con apatía— para llegar a Corro la
Enredadera. O quizá a la Casa de Cambio. Allí hay un rey —añadió.
Renie no estaba segura de si quería conocer esa extraña versión fantástica de la
realeza: por lo visto hasta el momento, ese rey podría haberse decantado por el
modelo «que le corten la cabeza» de Alicia en el país de las maravillas.
—Así es que tenemos que buscar un puente. —Dudó un momento—. ¿Eso
significa que tenemos que buscar antes el río?
—Por supuesto —resopló la niña de piedra.
—No te enfades —dijo Renie, alegrándose de que su compañera respondiera con
normalidad—, estoy empezando a entender todo esto.
Los misteriosos y estrellados senderos de cuento de la noche habían perdido
encanto, ahora parecían caminos serpenteantes en un bosque húmedo y oscuro, pero
no menos enmarañado. A pesar de la melancólica media luz, Renie vio a otros
viajeros caminando por el bosque, aunque muy pocos les prestaron atención y mucho
menos se pararon a conversar. La mayoría disponía de carretas o carromatos tirados
por extrañas bestias de carga poco convincentes: caballos, cabras y bueyes que
parecían maquetas tridimensionales de dibujos infantiles. Renie reconoció a unos
cuantos refugiados por los libros de su niñez, como un trío de cerdos y un lobo de
mirada nerviosa que viajaban juntos y que, por lo visto, habían hecho causa común;
pero no pudo identificar a otros muchos, algunos tan estrafalarios que los enanos, en
comparación, parecían modelos de un programa de la red. Pero todos los que viajaban
por los oscuros senderos del bosque, despacio o a toda prisa, tenían una cosa en
común: una expresión de preocupación en la cara, al menos los que tenían cara.
Algunos lloraban abiertamente, otros estaban pálidos y caminaban tambaleándose
como si hubieran sufrido una conmoción.
La niña de piedra se detuvo en un claro para hablar con los jefes de un grupo
grande, compuesto por unas tres docenas de refugiados. Mientras ella intercambiaba
noticias con un ciervo y un hombre abejorro de pequeño tamaño que estaba sentado
entre sus astas, Renie miraba con atención las caras de los que componían el grupo
buscando a Stephen.
«Pero no será como siempre —se dijo—, lo cual significa que puede ser
cualquiera de estos. ¡Puede haber sido cualquiera de los que he visto hoy!». Sin
embargo, se acercó a mirarlos de cerca.
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—¿Alguno de vosotros ha visto a alguien que se parezca a mí, con la piel como la
mía? —preguntó. Varios rostros humanos y animales se volvieron a mirarla con
desánimo y desesperanza—. ¿Un niño, o un hombre y una chica joven? Serían recién
llegados, gente que no habíais visto antes.
—El bosque está lleno de desconocidos —dijo una mujer que llevaba un erizo
envuelto en una manta de bebé.
Habló como si cada palabra fuera una enorme piedra que tuviera que levantar.
—Pero me refiero a recién llegados de verdad. De fuera de aquí. —Procuró
acordarse de cómo lo decían los demás—. Del otro lado del océano Blanco.
Los refugiados se sobresaltaron. El ciervo y el hombre abeja se volvieron a
mirarla y siguieron hablando con la niña de piedra.
—Hace mucho que nadie cruza el océano Blanco —dijo el erizo madre—, desde
antes de que empezara el final.
—¿Y eso qué más da? —terció un hombre con cara de pez—. ¿A quién le
interesa?
—A mí me interesa… —empezó a decir Renie, pero fue interrumpida por un niño
con la nariz tan larga como un dedo.
—Sí, ha habido recién llegados —dijo con voz aguda—. La madrastra me lo dijo.
—¿Qué clase de recién llegados? —preguntó Renie—. ¿Cómo eran?
—No sé. —Se metió un largo dedo en la nariz, más larga todavía, y empezó a
hurgarse pensativamente—. Solo dijo que eran desconocidos y peligrosos, y que por
eso el final iba a quitarnos nuestra casa.
—¿Dónde fue eso? ¿Aquí, en el bosque?
—En Banco de Zapatero —contestó negando con la cabeza—, donde está nuestra
casa. —Dejó de hurgarse y se entristeció al recordar la enorme pérdida—. Estaba.
—¿Y dónde es eso? ¿Están allí todavía?
—¡De ninguna manera! —Irrumpió burlonamente otro niño con rojizas orejas de
zorro—. ¡Las madrastras los persiguieron hasta que los echaron de la ciudad!
—Las ayudó la comadreja —asintió el del dedo en la nariz—, porque el mono
está enfermo.
—¡Renie! —La niña de piedra le hizo señas—. Tenemos que irnos.
Al dejar atrás a los refugiados de Banco de Zapatero, Renie procuró mantener el
optimismo. De modo que había recién llegados, los habían visto. Tenían que ser
!Xabbu y Sam. O si no, Martine y los demás… Renie había llegado a esa conclusión
porque no estaban en la cima de la montaña negra cuando el polvo se asentó, y Paul,
Martine y el resto de sus compañeros fueron enviados a otro sitio, pero en realidad
¿quién podía asegurar que no hubieran sido enviados a ese mismo mundo de canción
infantil? Y si todos los habitantes se dirigían al pozo, seguramente acabarían
encontrándose.
Cuando el día gris mudó a lo que Renie dedujo que sería la tarde, encontraron por
fin el río y siguieron andando por el terreno pantanoso de la orilla. El arrullador
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gorgoteo de agua oscura la ayudó a adormecerse en la rutina de poner un pie detrás
del otro. Curiosamente, aunque habían visto a muchos viajeros por el bosque,
encontraron muy pocos a lo largo de la orilla del río, e incluso algunos viajaban a
toda prisa en sentido contrario. Todos parecían desesperados. Ninguno se paró a
hablar.
También le intrigaba la conducta de su compañera, pues la niña de piedra, que
antes avanzaba a paso tan ligero que la obligaba a esforzarse para mantenerse a su
altura, parecía cada vez más cansada y confusa y se detenía con frecuencia a mirar
hacia la otra orilla como si buscara algo, aunque Renie solo veía un bosque vacío.
Al fin, cuando la luz crepuscular de todo el día empezó a hacerse más oscura y
profunda, la niña de piedra se desplomó sobre un árbol caído, con los hombros
hundidos y la carita de barro apesadumbrada.
—No encuentro los puentes —dijo—, tendríamos que haber encontrado alguno
ya.
—¿Qué puentes?
—Los sitios por donde se cruza el río. Es la única forma de salir del bosque, a no
ser que volvamos por el bosque otra vez hasta el otro río. —Sorbió suavemente por la
nariz—. Desde allí podríamos volver a Donde Hablan las Habichuelas, si todavía
existe.
—¿El otro río? ¿Hay otro río?
—Siempre hay otro río —dijo la niña de piedra con pesar—. Al menos así era
antes. Puede que también se hayan terminado.
Tras un cuidadoso interrogatorio, Renie empezó a captar que cada uno de esos
territorios (el bosque, el lugar donde se encontró con la niña de piedra, incluso
aquellos que no conocía pero de los que había oído hablar, como Corro la Enredadera
y Di Dives) estaban conectados por un río en cada extremo. Había que cruzar un río
para entrar en el siguiente lugar. Todo eso le recordó un poco al mundo de tablero de
ajedrez de Lewis Carroll, donde Alicia se encontraba con una aventura diferente en
cada casilla.
«Si, pero “más y más curiosísima” no da la talla aquí —pensó—. Sería más
apropiado “más y más peorísima”».
—Entonces, si no encontramos un puente, ¿nos quedamos aquí atrapadas?
—No lo sé —contestó la niña encogiéndose de hombros, desconsolada—. ¿Por
qué el árbol de los deshechos iba a decirnos que fuéramos al pozo si no pudiéramos
llegar?
«Porque el árbol de los deshechos, o lo que haya tras él, se está consumiendo —
pensó Renie—. O dándose por vencido».
De pronto se dio cuenta de que era Miedo. En la cumbre de la montaña había
dicho algo sobre hacer sufrir al sistema operativo. Podía haber sido una metáfora,
pero parecía bastante evidente que había un fondo de verdad. Intencionadamente o
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no, Miedo estaba matando poco a poco lo que daba cohesión a la red de Otherland, y
más concretamente esa parte en la que se encontraban.
—Aquí sentadas no hacemos nada. ¡Vamos! Sigamos buscando.
—Pero… pero ¡toda mi familia…! —La niña de piedra miró implorando a Renie.
Dos hilillos de agua le caían por las mejillas de tierra—. ¡Están allí, y el final…!
Las lágrimas hicieron añicos la impaciencia de Renie. Se puso de rodillas junto a
la niña de barro y piedras y la abrazó.
—Lo sé, lo sé —dijo sin saber qué otra cosa hacer. ¿Qué le iba a decir? ¿Qué le
decía siempre a Stephen cuando estaba asustado o disgustado por una decepción,
salvo lo que todos los adultos le dicen a los niños?—. Todo va a salir bien.
—¡No es verdad! —lloriqueó enfadada la niña de piedra—. ¡No tenía que
haberme marchado! Polly, Semillita y Tip, todos los bebés tendrán miedo. ¿Y si no
logran escapar? ¡Vendrá el final y se los llevará!
—Chisss. —Renie le dio unas palmaditas en la espalda—. La madrastra los
salvará. ¿No es eso lo que hacen las madrastras? Todo saldrá bien.
Era difícil no renegar de sí misma por hacer afirmaciones sobre lo que ignoraba,
pero no veía ningún beneficio para ninguna de las dos en el hecho de volver
caminando por el bosque al territorio de los zapatos y las chaquetas gigantes.
—De acuerdo. —El consuelo pareció surtir efecto en la niña, que se levantó
sorbiendo todavía ruidosamente por la nariz—. Buscaremos el puente un poco más.
—Así me gusta.
La luz disminuía sin remedio, aunque había muy poca desde el principio.
Impaciente por no pasar otra noche a ese lado del río, Renie apuró el paso y se
mantuvo al lado de su guía, e incluso le tomó la delantera en algunos tramos donde
los juncos y la vegetación de la orilla impedían ver el camino a la niña.
Acababa de ceder la dirección de nuevo a la niña al subir una cuesta entre dos
curvas del río, cuando su acompañante se paró y gritó:
—¡Mira! ¡Un puente!
Renie trepó detrás de ella tan deprisa que resbaló y tuvo que amortiguar la caída
con las manos. Sacudiéndose de la manta la tierra y la hierba, húmeda y demasiado
clara, le dio alcance. Desde allí se veía un recodo completo del valle. Una gran
multitud se había reunido en ese lado del río junto a la primera piedra de uno de los
puentes más insólitos que Renie hubiera visto. Consistía únicamente en pilares de
piedra rectangulares que cruzaban torcidos el río como un Stonehenge lineal. Aunque
tenían alturas ligeramente distintas, ninguno estaba a más de un metro del siguiente.
Renie vio que se podría cruzar gateando de uno a otro, pero la visión de esa especie
de dentadura de dientes irregulares le produjo una desazón repentina.
«Es como la boca de la fachada de Mister J’s —pensó—. Todo este lugar es como
un espejo de la risa, ¿no? Una atracción de feria que refleja aquí todo lo que el Otro
se ha visto obligado a hacer».
—¿Por qué nadie lo cruza? —preguntó.
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La niña de piedra se encogió de hombros y trotó rígidamente pendiente abajo. Al
acercarse, Renie vio que el bosque continuaba en la otra orilla, pero la mitad del
puente estaba envuelta en niebla y no pudo localizar con exactitud el punto opuesto
donde terminaba. Sin embargo, eso no explicaba por qué tantos viajeros, un surtido
variopinto de extravagantes personajes de cuento que sumaban casi un centenar,
estaban congregados en la ribera mirando anhelantes a la otra orilla pero sin decidirse
a pasar el puente.
—¿Está… roto?
Cuando llegaron a la apesadumbrada multitud, la niña preguntó qué sucedía a una
mujer que llevaba un vestido medieval de un colorido casi caprichoso. La mujer las
miró de arriba abajo un momento antes de contestar, prestando especial atención a
Renie.
—Son los teincos, querida. Los hay por docenas.
—¿Teincos? —Los ojos de la niña de piedra se abrieron mucho—. ¿Dónde?
—En la otra orilla —contestó la mujer con un aire adusto de satisfacción—.
Algunos amigos ya han intentado cruzar. Es por el final, ¿sabes? Dijeron que a ellos
no les asustaban unos cuantos teincos. Pero no son unos cuantos, ¿verdad? Uno o dos
de los que pasaron regresaron para dar la noticia, pero a los demás se los comieron.
La niña de piedra se dobló hasta caer de rodillas como si lo que le animaba el
corazón de tierra hubiera dejado de funcionar de repente.
—Teincos —dijo con voz ronca—. ¡Son tan malos…!
—¿Son peores que los geñeros? —preguntó Renie, con un miedo helado.
—Son malos —repitió la niña escuetamente.
—Y algunos dicen que esos teincos tienen todavía atrapados allí a unos
desconocidos —continuó la mujer del vestido vistoso—. Unos extranjeros que no
sonde ningún lugar de los alrededores.
—¿Qué? —Renie apenas pudo resistir el impulso de coger a la mujer por el
canesú y acercársela de un tirón—. ¿Qué clase de extranjeros?
—Exactamente no lo sé, querida —contestó, diciéndole con la mirada que
acababa de catalogarla como extraña—. Se lo oí decir a un conejo, eso es, pero los
conejos siempre tienen prisa. ¿O fue a una ardilla…?
—¿En la otra orilla, dices? —Renie se volvió hacia la niña de piedra—. Deben de
ser mis amigos. Tengo que ir a ayudarlos.
La niña la miró; los hoyitos de sus ojos eran dos focos de sombra en un rostro
apagado por la apatía y la impotencia ante el terror.
—Mierda. Quédate aquí.
Renie empezó a abrirse paso a codazos entre la muchedumbre congregada en la
orilla; aquello parecía una audición para modelos de un cuadro surrealista. Casi todos
estaban como atenazados por el mismo miedo que inmovilizaba a la niña de piedra.
Solo unos pocos murmuraron algo cuando Renie se abrió paso por la fuerza.
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La primera piedra del puente sobresalía del bajío tanto como la altura de Renie.
Encontró un lugar donde agarrarse y se impulsó hacia arriba, no sin esfuerzo. Estaba
cansada después de la larga caminata del día y, cuando consiguió arrastrar el vientre
sobre la superficie áspera de la piedra horizontal, tuvo que quedarse tumbada allí un
momento a recuperar el aliento. Y tumbada, tan vulnerable, no pudo evitar acordarse
de la impresión de dentadura trituradora que le había dado el puente.
—Ayúdame a subir —dijo una voz.
Renie se asomó al borde de la piedra y se encontró con la cara oscura de la niña
de piedra mirando hacia arriba.
—¿Qué haces?
—No voy a quedarme aquí. Tú eres mi amiga. Y además no sabes nada.
Aterrorizada por la idea de que !Xabbu y los otros pudieran estar en peligro, solo
se tomó un instante para reflexionar. La niña tenía razón respecto a una cosa, conocía
el lugar mucho mejor que ella. Y puesto que el sistema operativo estaba disolviendo
la simulación en la que se encontraban, ¿estaría más segura allí?
«Justificaciones de mierda, Sulaweyo», pero ¿qué otra cosa podía hacer?
—Agárrate de mi mano —le dijo.
Cuando la niña llegó arriba, hizo un gesto a Renie pidiéndole silencio y entonó
solemnemente:
—Hay que decirlo siempre, ante de cruzar —le contó. El miedo la hacía temblar—.
¿No lo sabías? Es muy importante.
Fueron avanzando rápidamente de diente en diente hasta que se perdieron las
voces de aviso de los que todavía esperaban en la orilla. En la mitad del río, la
corriente parecía más rápida, se arremolinaba, negra, entre las piedras, separadas por
poca distancia, y salpicaba en gotas frías y duras como granizo. La niebla que Renie
había visto desde la orilla las rodeaba ahora por completo, les dificultaba la visión y
hacía las piedras resbaladizas. Se obligó a dar cada paso con lentitud y precaución.
Estaban ya a pocas piedras de lo que suponía que era el centro del río, cuando las
cortinas de humedad se disiparon. Renie, que estaba muy estirada salvando la
distancia entre un diente y el siguiente, se sorprendió tanto que casi perdió el
equilibrio, y tuvo que ayudarse de las manos para pasar el peso del cuerpo adelante y
saltar a la otra piedra.
La orilla hacia la que se dirigían cambió completamente. Donde antes solo veía
bosque primordial que se perdía en la distancia en ambas orillas, descubrió un paisaje
muy diferente. Primero le pareció una especie de jardín formal, con setos y estatuas
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vegetales, pero después, el tamaño del lugar la sorprendió y comprendió que se
trataba de una población, una ciudad construida sobre zarzas, enredaderas y tallos
rastreros que se entretejían, una auténtica escultura verde y viva en forma de casas,
calles y torres de iglesias.
—¿Eso es… Corro la Enredadera…?
La niña de piedra se limitó a gemir. Prácticamente, lo único que contrastaba con
los miles de tonos verdes eran unas formas claras muy abundantes que se movían
entre los arbustos y sobre ellos como gusanos por un cadáver en putrefacción. Al
igual que los geñeros, eran de un color blanco enfermizo, salvo que los geñeros eran
casi amorfos, mientras que estos otros guardaban cierta semejanza con alguna clase
de organismo vivo. Eran alargados, arrastraban el cuerpo a ras de tierra y tenían una
especie de ondas a los lados que parecían patas de parodia, aunque, de todos modos,
se movían con una rapidez espantosa, como si corrieran y se arrastraran al mismo
tiempo. En cuanto al tamaño, abultaban casi tanto como Renie, y había centenares de
ejemplares. Se congregaban en mayor número alrededor de la base de una torre
ahogada en enredaderas que se levantaba en medio de la población, y formaban un
collar blanco que se retorcía, fácil de ver incluso a la poca luz que quedaba,
enardecidos como hormigas que descubren una tarta de boda sin vigilancia.
—¡Dios misericordioso! —exclamó Renie con un miedo agudo y frío, friísimo—.
¿Y esos… son los teincos?
La voz de la niña de piedra apenas se oía por encima del ruido del río. Estaba
llorando otra vez y las palabras le salían entrecortadamente.
—¡Qui… qui… quiero a mi… mi… mi ma… ma… ma… madrastra!
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TERCERA PARTELa agonía
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23. Orientación
PROGRAMACIÓN DE LA RED/DEPORTES: Denunciante del «fascismo del cuerpo»
muerto en entrenamiento.
(Imagen: Note a la salida de los juzgados después de la victoria). Voz en off:
Edward Note, que ganó un caso judicial en el que logró demostrar que un equipo
local de fútbol, que rechazó su solicitud de prueba, lo discriminaba por motivos de
tipo físico, ha muerto el segundo día de entrenamiento en equipo. Miembros del
equipo Pensacola Fishery Barons BMFFL, responsables del cumplimiento de las leyes
antidiscriminación de Naciones Unidas porque su estadio fue construido a cuenta de
los ingresos públicos locales, han lamentado el hecho oficialmente, pero algunos
jugadores del equipo opinan que Note «ha recibido su merecido». JUGADOR DEL
EQUIPO (identidad oculta): ¿Cuánto pesaba ese chico? ¿Ciento veinte libras, según el
sistema de medidas de la vieja escuela? ¿Y andaba corriendo por ahí con chavales
que hacían cuatro de él? ¡Qué irresponsabilidad! No me extraña que lo reventaran.
Lo lamento por sus hijos. Voz en off: Al parecer, Note, de treinta y ocho años, que
tachaba el deporte contemporáneo de bastión del «fascismo del cuerpo», quedó
atrapado en una melé durante el entrenamiento y murió asfixiado. Su familia solicita
la investigación de la muerte.
—Un momento, Olga. —La mujer, desconocida, aunque se comportaba como una
amiga de toda la vida, le ofreció una taza de café humeante—. Dicen que ahora
trabajas en la corporación M. Tiene que ser fascinante, hablan tanto de esa
corporación en las noticias… ¿Cómo es?
—Nos prohíben hablar de nuestro puesto de trabajo —dijo.
—¡Ah, sí, claro! —replicó la mujer, sonriente—. Ya, ya lo sabía. Pero no te estoy
pidiendo que me reveles grandes secretos. Solo me gustaría saber… cómo es el sitio.
¿De verdad es una isla?
—Lo siento. —Eso lo sabía todo el mundo, sin duda, pero Olga no cedió—. Es
que no podemos hablar del sitio en el que trabajamos.
—¡Hija, qué gruñona y qué tonta te pones con eso! Seguro que no duermes bien.
¿Trabajas de noche?
—Lo siento mucho, de verdad, pero es que está prohibido hablar de nuestro
trabajo.
La mujer agitó la mano despectivamente. Un momento después, la habitación
tembló y cambió con tanta rapidez que Olga se mareó.
«Qué mal hechas están estas transiciones —pensó—. Si alguna vez les dieran
trabajo en la red de verdad, en Obolos o algo parecido, se los cargarían por fallos de
esta clase».
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Escuchó pacientemente a una persona que, por lo visto, representaba a un pariente
suyo y le pedía material de oficina para niños, objetos sin importancia, unos cuantos
adhesivos y grapas para que sus pobres niños desfavorecidos hicieran trabajos
artísticos en la escuela. Olga suspiró y se negó una vez tras otra esperando con la
mayor calma posible a que la sarta de recriminaciones terminase.
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abajo, en el paseo marítimo. Vaya a verla ahora. ¿Está preparada para empezar esta
noche?
—Sí, señor. Muchas gracias, señor.
El empleado empezaba a desinteresarse y se volvió hacia la pantalla mural
cuando le llamó la atención el parchecito blanco que Olga llevaba en la parte superior
del cuello.
—Quería preguntarle una cosa… —dijo con un falso tono trivial que no la engañó
ni por un instante— a propósito de esa tirita que lleva en el cuello. No tendrá usted
ningún problema de salud que nos haya ocultado, ¿verdad, señora Chotilo?
No se esperaba oír el apellido de Aleksandr después de tantos años, a pesar de
que lo había escogido ella como alias fácil de recordar, y tardó un momento en
reorientarse.
—¡Ah! ¿Se refiere a esto? —dijo, tocándose la tira adhesiva que tapaba la
conexión neurocanular—. Me operé un lunar. No tiene importancia. No era
cancerígeno, pero… bueno, no me gustaba.
—¡Ah! —El empleado se rio y agitó la mano—. Era solo por asegurarme de que
nadie entra a trabajar con nosotros solo por el seguro médico. —Su expresión volvió
a cambiar ligeramente y recuperó el destello ominoso—. Verá, es que no nos gusta
que nos engañen, Olga. La corporación M es una gran familia, pero la familia tiene
que protegerse. El mundo de fuera puede ser muy desagradable.
—Sí, sí, comprendo, señor Landreaux. —«El mundo “de fuera” empieza a los
cinco kilómetros de la torre negra, claro», se dijo—. Hay mucha mala gente por ahí.
—Usted lo ha dicho —replicó el hombre, ausente ya, pensando en la jornada que
le esperaba, en las trampas y trucos, en los pequeños tropiezos de la gerencia de nivel
intermedio.
Olga se levantó y, cuando salió, el hombre la daba la espalda.
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interior del hangar era un complejo de almacenes de existencias y vestuarios, donde
en ese momento resonaba la cháchara de cientos de voces, puesto que un turno de
seguridad acababa de volver de la isla.
María era una mujer inmensa y no especialmente paciente, con el pelo teñido de
plata policromada, un peinado pasado de moda, y las raíces negras pedían un retoque
a gritos.
—¡Ay, señor, otra nueva! —exclamó al ver aparecer a Olga—. ¿Es que esos
fulanos de Orientación no se enteran de que no puedo enseñar a nadie más esta
semana? —Miró a Olga como diciendo que lo mejor que podían hacer las nuevas era
tirarse de cabeza al lago Borgne—. ¡Esther! ¿Dónde demonios te has metido? Llévate
a la nueva, dale un uniforme y dile lo que tiene que hacer. Mira a ver si hay una
tarjeta para ella en el invento ese. Y si se mete en problemas o hace una tontería, te la
cargas tú, ¿vale?
Esther era una hispana delgada, de la edad de Olga más o menos; parecía un tanto
infantil y cansada y sonreía amable y tímidamente. Ayudó a Olga a buscar un
uniforme gris de dos piezas en un ropero de la envergadura de una nave Skywalker,
luego la acompañó ante una serie de funcionarios anodinos hasta que por fin le
entregaron su tarjeta de identificación y le asignaron un vestuario y un armario.
Aquello parecía un internado de estudiantes aquejadas de reumatismo y dolor de pies;
había centenares de mujeres negras y mulatas, más unas cuantas europeas como Olga,
la mayoría de las cuales hablaban inglés como segunda lengua.
Mientras se cambiaba y oía los chistes que se contaban a voces, de un lado a otro
del húmedo vestuario, casi llegó a creerse que eso era su verdadera vida, que los años
en la red no habían existido.
—Dese prisa —le dijo Esther—, el barco zarpa dentro de cinco minutos.
Olga miró su rostro inexpresivo en la holografía de la tarjeta y la inclinó un poco
para verse el perfil. «Parezco una mujer mayor —se dijo—. ¡Dios! Soy una mujer
mayor. ¿Qué hago en medio de todo esto? —Recogió su mochila, cerró la consigna y
pensó que, seguramente, no volvería a ver esa ropa nunca más—. Tenía que haber
cortado las etiquetas, como en aquella película de misterio que vi». Claro que, si se
hubiera preparado a fondo para ser una mujer sin pasado, no tendría que infiltrarse en
una compañía que ya tenía su cara y su nombre criando polvo en alguna parte del
vasto complejo de archivos personales.
Se puso la mochila bajo el brazo y se unió a la riada de mujeres vestidas de gris
que se dirigían al embarcadero.
En ese mes tan excepcional de su vida, la entrevista con Catur Ramsey ocupaba el
primer lugar de la lista. El simple hecho de salirse de lá carretera cerca de Slidell,
detenerse en una zona de descanso y ver, sentado en un banco, al mismo joven que
había llamado a su puerta por primera vez hacía solo unos días, a miles de kilómetros
en otro país, fue extraordinario en sí mismo. La abrazó, otro giro inesperado, porque
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¿desde cuándo abrazaban los abogados a sus clientes, ni siquiera los encantadores,
como Ramsey?
Después sufrió unos instantes de miedo y ansiedad, o algo peor, al ver salir de una
furgoneta aparcada a un hombre alto y rubio. Parecía un agente de policía, y mientras
daba los diez pasos que lo separaban de su mesa, tuvo la certeza de que Ramsey la
había vendido, por su bien, naturalmente, alegaría él, pero no dejaba de ser una
traición. Sin embargo, el hombre se limitó a tenderle la mano al tiempo que se
presentaba como mayor Michael Sorensen y, después, volvió a la furgoneta.
—Pues espere y verá… —le dijo Ramsey como leyéndole el pensamiento—, esto
es solo el principio.
Y cuando vio a la persona que Sorensen sacaba en brazos de la furgoneta, Olga
tuvo que reconocer que Ramsey tenía razón.
Pasaron una hora hablando arrullados por el tráfico que rugía al otro lado de los
árboles, aunque ahora Olga se acordaba de pocos detalles. Sellars, un anciano
marchito, hablaba en voz tan baja y lenta que, al principio, Olga se ofendió un poco
pensando que la trataba como a una loca patética. Sin embargo, al cabo de un rato
comprendió que era así como hablaba siempre, que ese hombre achacoso y de piel
arrugada no podía tomar de una vez el aire suficiente pára levantar la voz aunque
quisiera. Y cuando oyó lo que en verdad tenía que decirle, a Olga se le iluminó una
especie de chispa de alivio y regocijo en el corazón. Hasta ese momento no se había
dado cuenta de que se había convertido en una mujer muy solitaria.
—Todavía no sé a ciencia cierta por qué ha experimentado usted todo eso, señora
Pirofsky —le dijo—, pero sea por lo que fuere, la cuestión es que es de verdad.
Aunque tuviera todo el día por delante, no acabaría de contarle las cosas tan raras con
las que me he encontrado desde que empecé a estudiar estos asuntos. No conozco el
origen de las voces que oye, pero no puede ser mera coincidencia que la hayan
atraído a la torre de Malabar. Solo deseamos unir fuerzas con usted, facilitarle las
cosas al máximo a la hora de buscar las respuestas con el menor riesgo, respuestas
que quizá también necesitemos nosotros para poner fin a una conspiración criminal
de enormes proporciones.
La conspiración en sí, al menos según la apresurada versión de Sellars, la dejó
pasmada. En cuanto al mayor Sorensen, no llegó a entender cuál era su función en el
minúsculo movimiento de resistencia, aparte de ser un militar especialista en
seguridad…, incluso llegó a decir algo sobre su esposa y los niños, que le esperaban
en el hotel. Tampoco estaba muy segura del grado de implicación de Ramsey, si ya
estaba al corriente la primera vez que se entrevistaron o no, pero el simple hecho de
haber encontrado respuestas por fin, y no miradas de condescendencia, la había
compensado por todas las dudas posibles.
Sorensen revisó el pequeño arsenal que Olga pensaba llevarse a la isla de una
forma brusca pero minuciosa que le recordó a su padre, muerto hacía mucho tiempo,
y le añadió un objeto más: un pequeño anillo de plata con una solitaria piedra blanca.
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La piedra brillante no era una gema, le explicó, sino una lente con un transponedor
diminuto escondido debajo. Una cámara filmadora en un anillo.
—Así veremos todo lo que usted vea, señora Pirofsky-le dijo Sellars.
Olga se habría quedado de muy buen grado un poco más con Ramsey y sus
acompañantes, que le habían devuelto la sensación de compañerismo humano,
después de las semanas de ensimismamiento y exilio voluntario, una soledad que aún
se había recrudecido más cuando las voces infantiles enmudecieron. Pero Sellars le
dijo que le quedaba muy poco tiempo. En su estilo delicado, la instó a que empezara
la incursión tan pronto como fuera posible y, como le había prometido que
encontraría la forma de abrirle las puertas, que utilizaría sus propios recursos, que no
especificó, para hacerla entrar legalmente en la isla, ella no vio necesidad de discutir.
Y Sellars cumplió su palabra fielmente.
Una vez a bordo del aerodeslizador, mezclada con la gente, con la brisa caliente y
húmeda del estrecho en el rostro, Olga no pudo dejar de mirar fijamente la torre
negra. Desde la otra orilla parecía una especie de catedral medieval, una aguja
enhiesta que se alzaba amenazadora sobre las viviendas de tamaño más humano, pero
a medida que aumentaba ante ella sobre el cielo del atardecer, más se parecía a la
montaña de sus pesadillas, un monolito estrambótico de piedra negra con algunas
partes retorcidas y tortuosas al estilo modernista y una intrincada tracería de surcos
como el peculiar rostro de Sellars.
«Parece que lleve mucho tiempo esperándome… toda la vida. Pero eso no puede
ser, porque oí las voces por primera vez hace tan solo unas semanas». Sin embargo,
no lograba sacudirse la sensación de estar a punto de descubrir una revelación largo
tiempo esperada.
«Es como me lo figuraba, como abrazar de pronto una religión. Las cosas se
saben, sin más, uno está seguro de ellas, no importa cómo ni por qué, ni importa lo
que digan los demás».
Con todo, las religiones prometían la salvación, pero ella no esperaba nada tan
positivo de la aguja negra.
Atracaron junto a otro edificio enorme de almacenes, tan cerca de la torre que la
mitad del cielo parecía negro. No es que fuera tan inmensamente alta, aunque le
calculó no menos de trescientos metros, sino que el tamaño y la solidez eran
sobrecogedores. Haberla visto desde lejos o entre la bruma de las marismas no la
había preparado para tan desconcertante realidad.
«No es un edificio de oficinas, es una fortaleza —comprendió—. Quienquiera que
la mandara construir estaba en guerra, o tenía intenciones de declararla. No contra un
ejército, quizá, sino contra algo parecido».
Se acordó de las ruinas arquitectónicas que, en sus recorridos por Europa con el
circo, servían de inspiración a las lecciones que su padre le daba: los restos de uno u
otro régimen triunfalista, comunista o fascista, capitalista sin límites o
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desvergonzadamente imperialista. También aquellos monumentos hablaban a gritos
de su importancia, pero todos ellos tenían algo distinto, una especie de vocación
pública de la que la torre de la corporación M carecía por completo. A pesar de la
diferencia de tamaño, la única comparación posible que se le ocurría era con algunas
casas fortificadas del Renacimiento italiano, verdaderas islas amuralladas en medio
de la ciudad, construidas para la defensa, no por la belleza.
«Jamás había visto un edificio de oficinas multibillonario que dijera tan
explícitamente: “Lárgate” —pensó—. Y yo estoy haciendo caso omiso del aviso,
como si pasara silbando ante un cartel que dijera: “Abandona toda esperanza si entras
aquí”. ¿Qué es lo que estás haciendo, Olga?».
Pero ya sabía la respuesta.
Esther la encontró sentada en silencio en un rincón, reuniendo el valor necesario
para seguir a las demás empleadas, que llegaban charlando al formidable edificio
exterior que alojaba las entradas a los pasillos y ascensores de servicio.
—Vamos, bonita —le dijo a la par que le propinaba unas palmaditas en el brazo
que la sobresaltaron—, la cuenta atrás empezó en el momento en que pasaste la
tarjeta por esa puerta de ahí, al salir del barco. Si tardamos más de diez minutos en
llegar a nuestro puesto, nos quitan media hora de paga.
Olga se disculpó y echó a andar detrás de Esther. Notaba una fuerte resistencia a
entrar en el enorme edificio negro de superficies pulidas que brillaban al sol.
—¡Ah, no! ¿Por qué has traído esa mochila?
—¿Qué pasa? —preguntó Olga aparentando sorpresa.
—No podemos entrar con bolsos —dijo Esther—, supongo que creen que vamos
a robar o algo así. —Hizo un gracioso gesto de desprecio—. Pero de verdad, son muy
estrictos en esas cosas. ¡Ay, bonita! Tenías que haberme preguntado, te habría dicho
que lo dejaras en tu consigna, en el paseo marítimo.
—No lo sabía. Solo llevo el almuerzo y una medicina.
—Tienen unas fiambreras reglamentarias para traer el almuerzo, las pasan todas
por una máquina de rayos X o algo parecido, cuando el barco atraca —explicó Esther
frunciendo el ceño—. Bueno, ya encontraremos dónde dejarla. Es mejor no llamar la
atención el primer día.
Olga estaba de acuerdo, no quería llamar la atención el primer día, pero tampoco
había calculado que tendría que separarse de la mochila. A primera vista, el contenido
parecía inocente, pero si lo registraban a fondo, llamaría la atención mucho más de lo
debido.
Dejó la mochila bien guardada en las casillas destinadas a los impermeables del
servicio de seguridad y demás artilugios innecesarios para moverse por las oficinas y,
a continuación, empezó lo que sería su primer día de trabajo (y el último, esperaba
fervientemente) en el servicio de limpieza de la corporación M. La supervisora de
planta destinó a Esther, Olga y seis mujeres más al nivel B, dos pisos por debajo del
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nivel de la calle. Era un poco inquietante pensar que trabajarían en el interior de un
gran tubo por debajo de la superficie del lago, pero no pudo seguir pensando en eso ni
en los detalles del plan, mucho más peligrosos a corto plazo, al enfrentarse al
volumen de la tarea que tendría que hacer. Saltaron con cuidado por encima de los
robots aspiradores, del tamaño de tapacubos, y fueron pasando de oficina en oficina
vaciando papeleras, limpiando superficies y ordenando salas comunes. Los cuartos de
baño necesitaban atención especial, había que fregar todas las instalaciones. Y como
Olga era la nueva de turno, fue distinguida con la más desagradable de las tareas, que
naturalmente consistía en limpiar los retretes y urinarios con una escobilla y un
atomizador de enzimas limpiadoras, cuyo exagerado perfume floral no lograba
disimular el inquietante olor químico que desprendía. Esther le dijo con severidad que
no derramase ni una gota. A Olga le pareció un aviso de cariz económico, pero
cuando se salpicó el dorso de la mano y la piel empezó a quemarse, entendió el
mensaje.
El nivel B era más espacioso que los pisos superiores, y había cientos de
despachos. A medida que transcurría la noche entre vapores, el canturreo desentonado
de un par de limpiadoras y el constante absorber y triturar de los robots aspiradores,
Olga se dio cuenta de la suerte que había tenido al no hacerse realidad su pequeña
fantasía de ganarse el sustento trabajando de limpiadora.
«¿Cómo pueden soportarlo? —se preguntó—. Con los supervisores vigilando de
cerca como profesoras estrictas, y algunas, ni siquiera les permiten hablar, salvo en
susurros. Siempre había pensado que, en un trabajo así, al menos se podía charlar y
reír con las compañeras, pero eso se acabó en cuanto desembarcamos. ¿De verdad
puede ser tan tacaña la compañía como para temer que estas mujeres pierdan unos
minutos del horario?».
La respuesta llegó en cuanto se detuvo un momento y se apoyó en una mesa,
cerca de unos lavabos, y la pantalla mural que había al lado se encendió de pronto,
activada por el roce. Solo se veía una imagen de los hijos de algún empleado en un
barco de vela, una foto personal convertida en fondo de pantalla, pero al cabo de un
momento, un supervisor de planta, un hombre obeso llamado Leo que resollaba de
una forma muy desagradable, se presentó a su lado.
—¿Qué hace usted?
—Nada. Solo… solo me he apoyado en la mesa. No quería…
—Pues no lo haga. ¿Su tarjeta de identificación?
Se la enseñó. El hombre la miró entrecerrando los ojos, con el ceño fruncido,
como contrariado por verse obligado a cumplir con lo que seguramente sería su
obligación.
—Es el primer día, ¿no? —le dijo. No parecía haberse ablandado—. Pues aprenda
una lección, y no la olvide. No se toca nada más que lo que se limpia. Si quiere
conservar este trabajo, tenga cuidado. El mundo está lleno de mujeres que se
alegrarían mucho de poder ganar un buen dinero. No toque nada. A ver, repita.
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—No se toca nada —dijo Olga, enfurecida y dolida por la mezquindad y la
grosería de ese hombre, aunque logró fingir una actitud de sumisión y temor.
—Pues ya lo sabe, maldita sea.
Dio media vuelta y se alejó anadeando, ¡el gran protector gordinflón de las leyes
de la propiedad privada y la inviolabilidad de las sociedades anónimas!
Olga no tuvo ocasión de quedarse a solas casi hasta el final del turno, cuando las
empleadas más afortunadas de los pisos superiores estarían empezando a ver la luz de
la aurora por los resquicios de las cortinas ciegas. Con permiso de Esther, fue a uno
de los lavabos que todavía no habían limpiado y se sentó en el último retrete.
Convencida de que había ojos e incluso oídos que seguían todos sus movimientos, se
bajó los pantalones y las bragas antes de sentarse para salvar las apariencias y rezó en
silencio dando gracias por no tener que hablar en voz alta. Subvocalizó la palabra
clave que le había dado Ramsey y, un momento después, oyó su voz en el oído.
—¿Se encuentra bien? Estábamos preocupados por usted.
Intentó no reírse. «Pues ya ve, trabajando, como tiene que hacer casi todo el
mundo», pensó.
—Sí, me encuentro bien, pero no he tenido ocasión de llamar hasta ahora.
—Estoy permanentemente conectado a este nodo, de manera que no dude en
llamar si surge cualquier imprevisto. En serio, Olga, en cualquier momento que me
necesite.
Su tono de voz tenía un matiz suplicante de culpabilidad que nunca le había oído,
como si se sintiera responsable de haberla empujado al peligro, cuando en realidad
era ella la que había abrazado el riesgo voluntariamente.
—¿Por qué? —le preguntó medio en broma. Le pareció que hablar así,
subvocalizando, era fácil, en cuanto se le agarraba el tranquillo, siempre y cuando no
se sobresaltara y empezase a hablar en voz alta—. Si me pasa algo grave, ¿van a
venir corriendo a salvarme?
—Sellars está esperando para hablar con usted —dijo Ramsey, tras un penoso
silencio—, pero cuando termine no cuelgue; quiero decirle una cosa.
La voz entrecortada del anciano le resultó curiosamente tranquilizadora. Fuera
quien fuese, desde luego no era ajeno a las situaciones inusuales.
—Hola, señora Pirofsky —la saludó—. Todos nos alegramos mucho de oírla.
—Creo que sería más adecuado que me llamase Olga. «Señora Pirofsky» me
suena muy formal, teniendo en cuenta que estoy aquí sentada con los pantalones por
los tobillos, fingiendo hacer mis necesidades.
—Muy bien, Olga —dijo él, y Olga percibió una sonrisa en su voz—. Es un
placer hablar de nuevo con usted, a pesar de las circunstancias. ¿Tuvo algún
contratiempo en la entrevista?
—Creo que no. Fue como la seda. ¿Cómo pudo arreglarlo todo?
—Vamos a ahorrarnos los detalles. ¿Ha podido entrar con la mochila?
—Sí. No la tengo conmigo en estos momentos, pero la recuperaré, estoy segura.
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—Llámeme cuando haya terminado el turno y la haya recuperado. No conviene
que la retengamos aquí mucho tiempo, de modo que ya le diré después cuanto tengo
que decirle. ¡Ah! Excepto una cosa muy importante. ¿Puede acercarse la tarjeta de
identificación a la conexión del cuello? Destápesela un momento y, si cree que la
vigilan, procure hacerlo como si se estuviera limpiando la parte tapada. Creo que
podré leer el código. —Una vez hecho a plena satisfacción de Sellars, este añadió—:
Bien. Gracias. El señor Ramsey quiere decirle unas palabras.
—¿Olga? —dijo la voz de Ramsey en su oído poco después—. Solo quería
pedirle que tenga mucho cuidado, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, hijo mío —replicó ella sin poder contener una alegre carcajada—,
y tú, abrígate bien y cómete toda la verdura.
—Lo siento…, Olga, ¿qué quiere decir…?
No le dejó terminar la frase y colgó, todavía sonriendo.
Hacía meses que no se encontraba tan cansada físicamente, cuando por fin
terminó el turno; se tambaleaba, después de diez largas horas de pie. La noche del
viernes había dado paso a la mañana del sábado, aunque solo los cronómetros de la
pared daban fe de ello, allá abajo, en las entrañas sin sol del edificio. Casi oía la
inmensa montaña de acerplástico y fibrámica que se levantaba por encima de ella y la
separaba de la luz del día, como si estuviera perdida en una caverna subterránea o en
un calabozo.
«Y ahora es cuando tengo que empezar a trabajar de verdad —pensó—. ¡Dios…,
si lo único que quiero es dormir!».
Habló sin ánimo con Esther y las demás mientras guardaban los productos de
limpieza y se puso en camino hacia el muelle. De pronto, el corazón se le aceleró y se
paró en seco, asustada y con una exaltación rara e inesperada.
—¡Oh, no!
Esther la miró. Tenía grandes ojeras y Olga se preguntó por primera vez qué le
esperaría en casa a esa mujer. ¿Una familia entrañable y un marido? ¿O, al menos,
unas horas más halagüeñas que el extenuante trabajo en las minas del faraón? Eso le
deseaba.
—¿Qué le pasa, bonita? Parece que haya visto un fantasma.
—¡La mochila! ¡No he recogido la mochila!
—Ya le dije que no tenía que haberla traído —replicó Esther—. Bueno, no pasa
nada, ya la recuperará el lunes, cuando volvamos.
—No puedo. Tengo allí mi medicina, tengo que tomarla. —Retrocedió un paso
con la mano levantada para detener a Esther y rogó que la fatiga impidiera que se
ofreciera voluntariamente a acompañarla—. Voy a buscarla. Vuelvo enseguida. Vaya
usted delante.
—El barco zarpa dentro de cinco minutos…
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—Correré. Si no nos vemos a bordo, que pase un buen fin de semana. —Y con
una sinceridad que a ella misma le sorprendió, añadió—: ¡Gracias por su ayuda!
Dio media vuelta y se enfrentó al río de trabajadoras vestidas de gris, hasta que
perdió de vista a Esther y dejó de oír sus preocupadas exhortaciones.
«Ahora, esperemos que no me busque en ese barco lleno de gente, ni después, al
desembarcar; o al menos, que no se esfuerce mucho». Ya se había ocupado de dejar
las cosas claras antes contándole que su hija iría a recogerla desde el trabajo porque
tema hora en el médico. «Y si Sellars hace lo prometido con la información de la
tarjeta, parecerá que subo al barco y me bajo en la otra orilla. Lo cual me deja…
¿hasta el lunes por la noche, con un poco de suerte?».
Dos días y medio para llegar al corazón de la bestia. ¡Cuánto tiempo! ¡Qué poco
tiempo!
En la gran habitación de las taquillas no había más que un celador armado de
mopa y cubo limpiando el suelo. Lo saludó, recogió la mochila y dio media vuelta en
dirección al muelle, pero después se desvió por unas escaleras y volvió al nivel B,
que ya era terreno conocido. Sabía que el mayor Sorensen y Sellars habían
manipulado de alguna manera las cámaras de seguridad, pero también sabía que nada
podrían hacer si topaba con personas de carne y hueso, de modo que se dirigió
rápidamente al destino previsto, un lavadero apartado de un pasillo de servicio. En
primer lugar, se aseguró de que podía abrir la puerta desde el interior, y después la
cerró tras de sí y se dejó caer al suelo a oscuras. Tenía el corazón desbocado y
temblaba.
Cuando se hubo recobrado un poco, volvió a pronunciar la palabra clave y
enseguida oyó a Ramsey, una voz conocida entre tantas cosas desconocidas.
—Olga, ¿qué tal va todo?
—Bastante bien, si la supervisora no me busca con mucho empeño en el barco.
Aunque la pobre mujer parecía a punto de deshacerse. Este trabajo es durísimo,
¿sabe? Me duelen todas las articulaciones y las manos se me van a romper… ¡en un
solo día!
—Este año daré a mi señora de la limpieza una paga extraordinaria mucho mayor,
lo prometo —dijo Ramsey, aunque no logró evitar la intención irónica.
«¡Qué serio es! —pensó Olga—. Aunque el mundo se hunda a su alrededor, él
sigue tan serio».
—Usted tenía que ser judío, como yo —le dijo—. Se aprende a manejar estas
cosas.
—¿Eh? —dijo, tras un silencio ensordecedor—. No sé de qué me habla, Olga. Me
ha dejado usted perplejo, pero me alegro mucho de que esté a salvo. Y me siento muy
orgulloso. Sellars quiere hablar con usted.
—Hola, Olga —dijo el anciano—. Me sumo a los sentimientos de Ramsey. Es
posible que no tengamos mucho tiempo para hablar, de modo que voy a darle tanta
información como sea posible ahora mismo. No escriba nada, por si la encuentran.
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—No se preocupe —respondió, sentada en la oscuridad, hablando en silencio con
personas como si estuvieran en otro planeta—. Ahora mismo, ni siquiera tengo
fuerzas para sujetar un lapicero.
—Necesitará la suficiente al menos para sostener lo que hay en esa mochila
negra. ¿Puede sacarlo?
—¿El paquete?
—Sí.
Revolvió en la mochila y sacó la linterna; después amontonó con cuidado las
raciones militares que le había preparado Ramsey, o Sorensen: raciones alimenticias
para varios días que ocupaban menos espacio que una fiambrera. Había también una
botella de agua, lo cual parecía un poco redundante, en un edificio que contaba con
mil fuentes de agua potable. Al fondo del paquete encontró una caja envuelta con una
etiqueta de una medicina tiroidea corriente y una nota de puño y letra de Olga que
decía: «Dos después de cada comida».
—Lo tengo.
—Ábralo, por favor. Tengo que hacer una prueba.
Desenvolvió la caja con cuidado, para poder devolverle su apariencia inocente, y
sacó un fino rectángulo gris del tamaño de la palma de la mano. Pesaba mucho,
curiosamente, y lo miró con recelo.
—Ya está.
—Dígame qué ve —dijo Sellars en voz baja.
Un momento después, se encendió una lucecita roja en un lado.
—Se ha encendido una luz roja.
—Bien. Solo quería asegurarme. Envuélvalo otra vez y guárdelo, Olga.
No se le pasó la inquietud después de devolver el envoltorio al fondo de la
mochila, junto con las raciones, y taparlo todo con el jersey.
—¿Es una… es una bomba? —preguntó por fin.
—¿Una bomba? ¡No, por Dios! —exclamó Sellars, asombrado—. No, no
queremos destruir el sistema de nadie… nuestros amigos están ahí dentro. Sería como
poner explosivos en una casa donde hay una persona secuestrada. No, Olga, es lo que
llamaban un micrófono vampiro, una especie de derivación especial de información
que me ha proporcionado el mayor. Si encontramos lo que estamos buscando,
sospecho que tendré que enviar y recibir información a mucha más velocidad que la
que utilizamos ahora, si es que quiero conseguir algo.
—Qué alivio.
—Ahora bien, la botella de agua: eso sí que es una bomba —soltó una risita como
un pitido—, pero muy pequeña, solo para hacer humo, para distraer, nada más. Casi
se me olvidaba decírselo.
«He salido de la realidad —pensó Olga—. ¿Y creía que los niños de los sueños
estaban locos? ¡Esto sí que es una locura!».
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—De acuerdo —dijo Sellars—, escúcheme con atención y le explicaré lo que
tiene que hacer a continuación. Apenas tenemos tres días, antes de que empiecen a
darse cuenta de que pasa algo raro. Es decir, si todo sale a la perfección. Todavía hay
gente en el edificio, pero no tiene que verla nadie a partir de este momento. Yo haré
cuanto esté en mi mano respecto al equipo de vigilancia, pero aun así esto va a ser
más difícil de lo que se imagina y, para ser sincero, inútil. Pero no tenemos elección.
—Bien —dijo Olga tras un momento de reflexión—, diría que es usted judío,
señor Sellars.
—Me temo que no la sigo.
—No importa. —Suspiró y estiró las cansadas piernas hasta donde le permitía el
reducido cubículo—. Adelante, le escucho.
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24. Huida de Dodge
PROGRAMACIÓN DE LA RED/FINANZAS: Mal año para los financieros.
(Imagen: exequias de Dedoblanco, Bangkok, Tailandia). Voz en off: La muerte de
Ymona Dedoblanco, de Krittapong Electronics, pone de manifiesto una vez más que
el presente año ha sido funesto entre los grandes financieros, A lo largo de estos
últimos meses han muerto varios magnates, entre ellos el que fuera posiblemente el
más rico y sin duda el más famoso, el financiero chino Jiun Bhao. Poco se sabe
también de varios más, entre ellos Félix Malabar, el legendario empresario
francoestadounidense que apenas sale de su plaza fuerte de Luisiana.
(Imagen: She-Ra Mottram, periodista de finanzas). MOTTRAM: En efecto, se han
producido varias bajas significativas en el mundo de las grandes finanzas, y los
mercados lo han acusado ligeramente. Claro está que casi todas esas personalidades
eran de edad avanzada. Por eso resulta irónico que dos de los más ancianos,
Malabar y Robert Wells, sigan vivitos y coleando. Para ellos será un placer,
relativamente, ver cómo sus rivales más jóvenes se quedan por el camino…
Paul no podía apartar la vista del ágil hombre de piel oscura maniatado en el suelo
de la cueva. El prisionero le sostenía la mirada entrecerrando los ojos
maliciosamente, como un perro dispuesto a morder; a Paul no le cupo la menor duda
de que saltaría con gusto sobre la garganta de cualquiera a la menor oportunidad.
—¿Mil como este? ¿Qué quiere decir?
—Lo que he dicho, amigo. —Bat Masterson dio un puntapié al prisionero y se
ganó una mirada más torva y asesina todavía—. Cuando cayeron sobre nosotros,
pensábamos que era una partida normal de comanches o cheyenes. Pero no hubo
tiempo para presentaciones, teníamos mucho que hacer dejándonos matar, así que
tardamos un rato en darnos cuenta de que eran todos iguales. Un misterio peliagudo,
sin duda. Apuesto a que es una tribu endogámica desde hace mucho tiempo —añadió,
aunque sin mucha convicción.
—Son demonios —dijo el hombre bigotudo que hacía guardia junto al prisionero
—, ni más ni menos. La tierra se abrió y el infierno salió a la luz del sol.
—¡No fastidies, Dave! ¿Por qué iba a estar el infierno lleno de ochavones? —
Masterson se tiraba del bigote—. ¡Oh, perdonen el vocabulario, señoras! —se
disculpó, aunque Martine no era la única que no lo estaba escuchando.
—Es Miedo —murmuró la mujer como en un sueño—, pero menos que Miedo.
Ahora me he dado cuenta. No sé cómo, pero se ha copiado a sí mismo… basándose
en una especie de marco, una tribu india, quizá, y después ha hecho réplicas de sí
mismo.
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—Señora —dijo Masterson—, tengo que decirle que no sé de qué rayos está
hablando usted. ¿Es que ya conocía a estos tipos?
—En realidad no —contestó Paul pensando en qué decir—. Es difícil de explicar.
—Sí, lo conocemos —dijo T4b— y lo acribillamos —añadió inútilmente.
Masterson empezó a rascarse la cabeza por debajo del sombrero, a la altura de la
cánula, y Paul tocó a Martine en el hombro. Tenían que hacer algo, estaba claro, pero
era inútil tratar de explicar el traspaso de poderes de la red a los simuloides que
vivían allí.
—¿Y ahora qué?
—Aunque hubiera un millón como él esperándonos —dijo en voz baja—,
tendríamos que pasar entre ellos. No hay otra forma de salir de aquí. —Se dirigió a
Masterson—. ¿Puede llevarnos hasta Dodge City, o, al menos, decirnos qué nos
vamos a encontrar? No es que queramos ir allí, pero no tenemos más remedio.
—Si quieren morir —dijo el hombre llamado Dave—, no tienen más que bajar la
colina siguiente. Será más rápido y mucho más limpio.
—Dave es misterioso, no habla mucho —añadió Masterson con una sonrisa
amarga—, pero cuando lo hace, sabe por qué. Tiene razón. Si bajan hasta allá,
morirán todos, sin la menor duda. No, quédense aquí con nosotros y conserven la
vida… nos vendrían bien unas cuantas manos más.
—No podemos —dijo Paul, deseando fervientemente que no fuera así. Lo que
había oído decir de Miedo lo aterrorizaba, era un monstruo tan malo como Finney y
Mudd, pero con cerebro. La idea de que hubiera miles como él esperándolos…—. No
podemos. Dios, ojalá pudiéramos quedarnos aquí. Pero tenemos que marcharnos.
—Pero ¿por qué? ¡Maldita sea! —inquirió Masterson casi gritando—. ¿De dónde
salen ustedes? Y lo que es más importante, ¿es que sus madres no tuvieron ningún
hijo con dos dedos de frente?
—Es… es una cuestión religiosa, podríamos decir —dijo Paul con desesperación
—. Hemos hecho un juramento.
Masterson se quedó en silencio un momento, mirándolos a todos.
—Tenía que haberlo sabido, supongo, al ver esos trajes tan raros que llevan. Pero
si se van, nadie saldrá ganando. Nosotros perdemos su ayuda y ustedes pierden la
vida.
Escupió con indignación, y por poco le cae a Miedo en la cara.
—¿Podría indicarnos el mejor camino para llegar allí? —preguntó Martine—. No
conocemos estas montañas y no queremos encontrarnos con más monstruos como los
que nos atraparon antes.
—Ya se darán cuenta de que los primos de este tipo son peores que los chacales
—gruñó Masterson—. En cuanto al mejor camino para llegar a aquel infierno…
—Yo los acompañaré hasta el río —dijo una voz.
—Muchas gracias —respondió Paul dándose la vuelta hacia el hombre negro
llamado Titus, que estaba apoyado en la pared de la cueva escuchando—. Es usted
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muy amable.
—Ya veremos si sigue opinando igual cuando le corten la cabellera —respondió
Titus—. Ustedes están locos, pero todavía tengo que hacer una larga patrulla, así es
que bien puedo librarlos de otros peligros hasta que estén más cerca. Pero hay que
esperar a que oscurezca.
—Y llévese esto —dijo Masterson acercándose a Paul con la pistola que le había
dado—. La hemos vuelto a cargar. Me parece peor que un pecado echarla a perder y
desperdiciar las balas, pero es mi deber cristiano, supongo.
—Como le dije antes —replicó Paul mirando la culata de marfil y el cañón negro
como si fuera una serpiente—, no quiero volver a usarla nunca más. Por otra parte, si
son tantos, ¿de qué me servirían seis balas?
—Verá —Masterson le puso el arma en las manos y le habló al oído— creía que
al menos usted tenía un poco de sentido común, amigo. ¿Cree que voy a permitirle
que se lleve allí a esas mujeres sin un arma con la que poder cumplir un acto
honorable? ¿Cree que cuando los atrapen solo los van a matar?
Paul se limitó a tragar una especie de hueso que se le había atascado en la
garganta y aceptó el arma.
Unos pocos salieron a despedirlos. Los demás debieron de pensar que no merecía
la pena perder el tiempo con un grupo de fanáticos condenados. De los seis o siete
que se quedaron en la entrada de la cueva, únicamente Annie Ladue parecía
verdaderamente conmovida.
—No puedo creer que quieran marcharse… que se marchen ya sin sentarse a la
mesa con nosotros una vez siquiera.
Paul frunció el ceño. ¿Cómo explicarle que no necesitaban comer ni podían
permitirse perder el tiempo comiendo? ¡Cuánta prevaricación, por no poder
explicarles la verdad de su propia existencia…! Como si fueran dioses entre mortales,
aunque dudaba que los dioses se hubieran sentido tan desdichados alguna vez.
—Son exigencias de nuestra religión —dijo, a modo de justificación.
—Bien —contestó Annie—, no soy la mujer más cristiana de la tierra, supongo,
pero que Dios los acompañe a todos.
Dio media vuelta bruscamente y entró en la cueva.
—No le ofrezco la mano —dijo Masterson—. No puedo aceptar una locura como
esta. Pero me sumo a las palabras de Annie y añado «buena suerte». Aunque no sé
quién podría encontrar tanta buena suerte junta. Titus, al menos tú, procura volver
sano y salvo.
—¿Qué… qué van a hacer con el prisionero? —preguntó Paul.
—En consideración a la sensibilidad de algunas personas —replicó Masterson—,
digamos que no vamos a homenajearlo con un banquete. Pero todo será mucho más
rápido que lo que les espera a ustedes en Dodge, si esos demonios los atrapan.
Se despidió de Paul con un movimiento de cabeza, se tocó el ala del sombrero
mirando a Martine y Florimel y se llevó al comité de despedida de vuelta a la cueva.
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—Bien —dijo Titus—, y con esta alegre canción, nos ponemos en marcha,
amigos. Síganme de cerca y en silencio. Si levanto la mano así, deténganse
inmediatamente pero no digan una palabra, solo deténganse. ¿Entendido?
Cuando emprendieron el camino, el río ya estaba envuelto en sombras en el fondo
del valle, y la oscuridad de la noche teñía de morado las montañas lejanas. Paul, que
cerraba la marcha, apenas distinguía a sus compañeros, aunque el más próximo
estaba a solo unos metros por delante de él.
«¿Cuántos mundos? —se preguntó—. ¿Cuántos universos se están hundiendo en
la sombra en estos momentos?».
Pero no pudo pararse a pensar largo y tendido en esa pregunta mientras bajaba los
trescientos metros o más de empinada ladera hasta el valle del río.
A pesar de contar con la ayuda segura de Titus, la marcha no fue rápida. La pierna
malherida de Florimel los frenaba y, al parecer, a T4b no le gustaban mucho las
alturas si no se imaginaba que estaba jugando a algún juego que él conociera.
Transcurrió por lo menos la mitad de la noche hasta que empezaron a notar la
humedad del río en el aire, atraque hacía ya un buen rato que lo oían murmurar.
Titus era parco en palabras, pero durante los altos que hicieron para descansar, les
contó algunas anécdotas de su vida, de su infancia en Maryland como hijo de un
liberto, y de su huida hacia el oeste. Había sido rastreador casi toda su vida de adulto.
Paul no tenía idea de que hubiera vaqueros negros, pero Titus le dijo que había miles
como él por todo el suroeste. La noche en que la tierra empezó a abrirse, él estaba
gastándose la paga en Dodge City, después de haber conducido un cargamento de
reses cuernicortas procedente de Texas hasta la terminal de la ciudad.
—Fue lo más horrible que he visto en mi vida. —Apenas lo distinguían ya a la luz
de la lima, pero al llevarse un poco de tabaco a la boca, enseñó un momento los
dientes, blancos y torcidos—. Peor aún que esos centenares de indios idénticos
montados a caballo que vinieron después aullando y gritando. Todo se movía, y de
pronto, la tierra se arrugó. Al principio creí que nos hundíamos, pero entonces
empezaron a brotar montañas del suelo por todas partes como si fueran juncos. Pensé
que era el día del juicio final, como me había enseñado mi madre. Y a lo mejor lo era.
Quizá estemos viviendo los últimos días. Somos muchos los que lo creemos.
«Y para ellos, lo es —pensó Paul—. Y cuando estén todos muertos, ¿resucitarán
de nuevo y volverán a empezar, como los del espejo? ¿O Miedo habrá congelado esta
simulación en decadencia permanente?».
Titus tenía razón. Las montañas habían brotado del suelo como malas hierbas. Al
acercarse al fondo del valle, comprobó que no tenían pie ni las laderas se suavizaban,
no había más que pedregales alrededor de cada una. Fue la parte más difícil del viaje,
hasta el momento, podían provocar un desprendimiento del terreno a cada paso; por
eso, aunque hacía rato que percibía un resplandor, no vio los incendios de Dodge City
hasta que llegaron a la orilla lodosa y llana del río.
—¡Dios mío! —exclamó Florimel en voz baja—. ¿Qué han hecho?
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—Lo mismo que les harán a ustedes —musitó Titus—. Y a mí, así es que
cállense.
Los condujo hasta un hueco formado por grandes rocas desprendidas de la
montaña que se amontonaban unas encima de otras como un cartel gigante de casa de
préstamos. Desde el patético escondite observaron la orilla opuesta del río y el
estrecho valle, hasta una inmensa hoguera que ardía en la calle principal, que
emborronaba las estrellas con su impresionante columna de humo, así como
innumerables incendios menores en los tejados de la ciudad, que formaban una
especie de guirnalda navideña. Se veían sombras saltando y corriendo por las
lóbregas calles iluminadas por el fuego, incluso se oían los gritos desde la otra orilla
del río.
—La han arrasado completamente —musitó Paul.
—No. Está así desde que esos demonios la tomaron —dijo Titus—. Arde y arde,
pero nunca se consume. Es el fin de los tiempos.
—Entonces, ¿hacia dónde tenemos que dirigirnos, exactamente? —preguntó Paul
en voz baja a Martine.
Notaba los latidos de su propio corazón y vio que Florimel y T4b estaban tan
preocupados como él pensando en que tenían que entrar en aquel infierno.
—No lo sé. Déjame pensar un momento en silencio.
Se levantó, se alejó unos metros y fue a sentarse detrás de una de las grandes
rocas, separada de sus compañeros.
—Siento mucho dejarlos —dijo Titus—, pero ya es hora de que este hijo de su
madre se largue.
—Espere un momento, por favor —le rogó Paul—. Es posible que tengamos que
hacerle alguna pregunta…
El momento se alargó un poco más de lo esperado; Paul y sus compañeros
contemplaron con sus propios ojos la prueba de las palabras de Titus: a menos de
medio kilómetro, las llamas ardían sin cesar en los tejados y en las altas fachadas
falsas sin llegar a consumirse, a pesar de la aparente fragilidad de los edificios.
—No sirve de nada —dijo Martine acercándose con sigilo—. No entiendo nada…
hay muchas interferencias, muchas alteraciones. Si Miedo se hubiera propuesto
dificultarme las cosas, no lo habría hecho mejor.
—Entonces, ¿hacia dónde? —preguntó Florimel—. ¿Entrar ahí andando, sin más?
Sería una locura.
—Por el río, ¿no? —propuso T4b—. Podemos hacer una balsa y largarnos
navegando de este sitio infecto.
—¿Es que no escuchas? —Aunque habló en voz baja, la voz de Martine sonó más
furiosa que lo que Paul había oído hasta el momento—. No hay otra forma de llegar a
donde queremos. Aunque sigamos el río hasta la salida del otro lado y no nos mate
nada por el camino, hay muy pocas posibilidades de que esté abierta y ninguna
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garantía de que no nos arroje a otro sitio peor. Si queremos llegar a Egipto tenemos
que encontrar la salida más cercana.
—Aquí nos trincan seguro —musitó T4b, y no dijo más.
—¿En qué clase de sitios hemos encontrado salidas hasta ahora? —preguntó a
Paul y a Florimel—. En laberintos, en catacumbas.
—¿Las minas? —dijo Florimel—. He visto minas en la ladera de la montaña. —
Soltó un gruñido—. Dios mío, no creo que pueda volver allí arriba.
—Y en cementerios —añadió Paul—. En recintos dedicados a los muertos. Otra
bromita de la Hermandad. —Se permitió una amarga sonrisa—. Pero les salió el tiro
por la culata, ¿verdad? —Se dirigió a Titus, que los escuchaba fascinado sin entender
nada—. ¿Hay cementerio en la ciudad?
—Sí, en el noroeste, por allá. —Señaló al otro lado del río, hacia las sombras de
la izquierda de la ciudad incendiada—. Tiene un nombre ridículo, Boot Hill o algo
así.
—Sí, Boot Hill —murmuró Paul—, me suena ese nombre. ¿No podemos cruzar el
río e ir andando hasta allí? —Miró a sus compañeros—. No hará falta que entremos
en la ciudad.
—No tengo ni idea de qué clase de estupidez pretenden hacer, pero les aseguro
que no van a llegar a Monte de la Bota si rodean la ciudad en esa dirección. Cuando
se levantaron las montañas, la orilla del río se rompió por aquel lado. Ahora es un
pantano infestado de serpientes tan gordas como almohadas y tan largas como una
reata de veinte mulas, por no hablar de los mosquitos, que parecen halcones. —Se
encogió de hombros—. Ya sé que no hay quien lo entienda, serpientes y chacales y
vaya usted a saber qué saliendo de la tierra así, como si nada. ¿Por qué no los había
habido nunca hasta ahora? Comprenderán por qué creo que ha llegado el juicio final.
—Ya sabemos cómo son aquí las serpientes —dijo Paul—. Nos encontramos con
una. ¿Y por el otro lado, por el este de la ciudad?
—No es buena idea. El Arkansas se despeña justo después de la ciudad por ese
lado formando una catarata, y el cañón es tan hondo que el fondo se ve negro incluso
en pleno día. Además, el cañón continúa muchos kilómetros en esa dirección. ¿Por
qué creen que vivimos en esa montaña, en vez de largarnos de aquí como alma que
lleva el diablo? —Se levantó—. Tenían que haber hecho caso a Masterson cuando les
dijo que se quedaran con nosotros. Es un buen hombre y tiene más sentido común
que la mayoría. Bueno, yo me largo, no me gusta estar tan cerca de Dodge.
—Pero espere —dijo Florimel aterrorizada—. ¿Pasamos… por el puente, sin
más?
—Si tanta prisa les corre perder la cabellera, sí, adelante. Hay un puñado de
demonios de esos ahí apostados día y noche. Pero si prefieren que la cosa dure un
poco más, les aconsejaría vadear el río por alguna parte, a unos cuantos pies del
puente, por este lado. En esta época, el Arkansas baja bien, con poca agua, a pesar de
todo el revuelo.
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Se despidió con un saludo burlón y desapareció en la oscuridad, silencioso como
el vuelo de un pájaro.
—Todos están convencidos de que nos van a matar —comentó Paul en voz baja.
—Seguramente tienen razón —gruñó Florimel.
Las aguas del Arkansas no les llegaban más allá de la cintura, pero daban una
sensación siniestra, cálida y grasienta. Sin embargo, la perezosa corriente tenía un
curioso efecto de resaca que oponía cierta resistencia a los viajeros, como un golfillo
de la calle que no quiere soltar su presa.
Paul no quería pensar mucho en el agua, no solo por lo desagradable que le
resultaba, sino porque no quería imaginarse la cantidad de cosas distintas que podían
llegar nadando hasta ellos desde el pantano del que les había hablado Titus.
A la derecha, en la orilla opuesta y a cierta distancia, iluminado por otro grupo de
hogueras enormes, se alzaba un impresionante recinto vallado; Paul supuso que sería
una especie de plaza del ganado. A pesar de lo tardío de la hora, parecía que todavía
estaban marcando, pero no reses precisamente, a juzgar por los gritos inarticulados
que se oían.
Sin embargo, no todas las voces eran de dolor. En el momento en que estalló un
coro de gritos y carcajadas en la plaza, Martine perdió pie y a punto estuvo de irse al
agua, pero Paul la sujetó por el brazo.
—¡Tener que oír esa voz de nuevo! —musitó, con los ojos fuertemente cerrados,
como si aumentando la ceguera pudiera alcanzar también la sordera—. ¡Y
multiplicada, repetida una y otra vez, por todas partes…!
—No es más que un truco. Como dijiste, son solo copias bastas, en realidad él no
está ahí.
Pero se preguntó si sería cierto o una simple falacia ilusoria. Quizá hubiera un
nuevo sheriff en Dodge City.
A unos doce metros de la orilla, Martine se sujetó otra vez al brazo de Paul, y él
creyó que la mujer se rendía a la situación; sin embargo, aunque Martine estaba muy
tensa, continuaba atenta, escuchando, sondeándolo todo.
—Titus tenía razón —dijo en un susurro—. Hay hombres en el puente.
—Por eso nos hemos desviado hasta aquí-contestó Paul, e hizo una seña a T4b y a
Florimel para que se detuvieran.
—Y en la orilla también —insistió Martine—, aunque no los oigamos todavía,
percibo su presencia. Si salimos del río, caeremos en sus manos.
—Entonces, ¿qué hacemos? —Paul se esforzaba por dominar la desesperación
que lo consumía. Se oían gritos de terror y sufrimiento por todo el valle, que
rebotaban débilmente en las montañas—. ¡No podemos volver!
—Desviémonos hacia el oeste —dijo Martine resueltamente—, sin salir del río.
Iremos por debajo del puente, estaremos más cerca de la parte de la ciudad adonde
queremos ir… y no tendremos que avanzar al descubierto tanto tramo.
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—¡Pero has dicho que hay hombres en el puente! —musitó Florimel, acercándose
—. ¿Y si nos oyen?
—Es la única solución —replicó Martine, pero nadie se movió.
Paul notó el compás de espera y se sorprendió al comprender que todos
aguardaban su decisión. Dio media vuelta y empezó a avanzar hacia el puente.
A medida que se acercaban, empezaron a distinguir siluetas humanas en el
puente, destacadas contra numerosas hogueras, pero para alivio de Paul, se
concentraban en la punta del lado de la ciudad. Siguió hacia el centro de la corriente,
hasta un punto más hondo en el que el agua grasienta le llegaba al pecho, y a las
mujeres, un poco más arriba. El puente de madera era ancho y bajo, pero había
espacio más que suficiente para pasar por debajo. Cuando llegaron allí, la oscuridad
los envolvió por completo como un puño.
Antes de llegar al centro, oyeron fuertes pisadas arriba. Paul se quedó clavado en
el sitio con la esperanza de que los demás hicieran lo mismo, aunque no lo veían.
Llegaron más hombres y el puente crujió. Paul maldijo para sí: las pisadas sonaban
por encima de ellos. ¿Los habrían descubierto? Quizá las réplicas de Miedo
estuvieran esperando a que salieran de las sombras para matarlos a tiros como peces
en un estanque poco profundo.
Inmóvil, con el pulso martilleándole las sienes insistentemente, oyó un chapoteo
ahogado a unos metros de ellos, y después un impulso de la corriente. Algo invisible
había caído al agua con ellos, ¿se habrían tirado al río en su busca? Sacó el revólver
del bolsillo interior del mono y lo levantó por encima del nivel del agua, sin atreverse
a disparar pero aterrorizado ante la idea de tener que luchar a brazo partido con un
contrincante tan nervudo y fuerte como el prisionero que habían visto en la cueva.
—¿Qué…? —murmuró Florimel, pero no terminó la pregunta.
Arriba se oyó un golpe atronador, una explosión tan repentina y fuerte que Paul
creyó que había apretado el gatillo sin querer. La detonación le resonaba todavía en
los oídos cuando un bulto grande y sólido chocó contra él. Se cayó hacia un lado; si
no hubiera topado con uno de sus compañeros, se habría ido al fondo del río, con
revólver y todo. Los hombres del puente gritaban y se reían y, por fortuna, ahogaron
las voces de terror de los amigos de Paul al ver lo que era el bulto enorme que
forcejeaba violentamente en el agua, a su lado.
—¡Una serpiente! —murmuró Martine aterrorizada, con un siseo serpentino.
T4b soltó un chillido amortiguado cuando un fuerte coletazo lo tiró al agua. Paul
manoteó por la superficie hasta dar con el joven y lo agarró por el brazo. Florimel
también lo agarró y, entre los dos, lo sacaron a la superficie, atragantado y lloroso.
—¡No os mováis! —susurró Martine—. ¡Silencio!
Quizá T4b se lo hubiera discutido, pero en ese momento estaba ocupado
escupiendo agua del río. Florimel no lo soltó. La serpiente seguía debatiéndose cerca
de ellos, pero empezaba a alejarse como si hubiera caído sobre ellos huyendo
precipitadamente, y no a propósito. Cuando logró salir a la luz del lado oriental del
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puente, a Paul se le pusieron los pelos de punta. La cosa que lo había rozado era casi
tan enorme como el monstruoso tren de la mina que los había perseguido por la
montaña.
Varios disparos más agitaron el agua, que silbó alrededor del inmenso tubo que
era la serpiente. Los guerreros del puente aullaban, violentos y exaltados.
—¡Por el amor de Dios! —dijo Martine—. ¡Ahora, ahora!
Mientras ella se ponía en marcha, Paul agarró a T4b por el brazo y ayudó a
Florimel a arrastrarlo hacia el lado oeste del puente. Atrás quedaba la serpiente
herida, que se debatía en el agua levantando espuma. Los hombres saltaban en el
puente como si bailaran, disparando continuamente al reptil moribundo del río.
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—De acuerdo —volvió a decir Paul cerrando los ojos un momento y respirando
hondo—. Allá vamos.
Retrocedieron sobre sus pasos con mucho cuidado hasta el lugar en el que habían
salido del río. Front Street se abría ante ellos otra vez, con sus edificios ardiendo.
Unos trescientos metros más allá, al este de una hoguera inmensa que ardía en medio
de la calle, entre la línea principal del ferrocarril y las vías muertas, innumerables
siluetas oscuras se tambaleaban y daban vueltas alrededor del fuego celebrando un
festival de destrucción que, al parecer, llevaba varios días en pleno apogeo. Sin
embargo, aunque parecía que la mayoría de los destructores se habían congregado
allí, muchos más deambulaban por el extremo de la calle que estaba más cerca de las
sombras en las que Paul y sus compañeros se agazapaban, esperando con
desesperación que un milagro les permitiera cruzar la ancha calle sin llamar la
atención.
Aunque todos los edificios incendiados de Front Street permanecían en pie,
algunas fachadas se habían derrumbado y se veían las escenas del interior. Parecía un
museo de dioramas, de horrores. En el saloon, mujeres con los ojos en blanco y las
piernas quemadas bailaban sobre el escenario en llamas esquivando con cansancio las
botellas y objetos punzantes que les arrojaba el público, compuesto por réplicas de
Miedo. Había hombres degollados colgados de las arañas de luces, empapados de
sangre, como venados dispuestos para la fábrica de ahumados. Los cadáveres se
amontonaban en las calles, aunque algunos yacían apoyados contra los edificios o en
bancos formando estampas horribles. Los guerreros de Miedo se tambaleaban por
doquier, bebían whisky barato de las jarras, y los que más borrachos estaban se
arrastraban por los desagües ladrando como perros o bailaban con la boca y el pecho
salpicados de vómito.
«No es real —se repetía Paul—, es como un espectáculo de la red… Ni siquiera,
porque estos no son actores, sino muñecos». Pero era difícil convencerse, entre olores
y sonidos tan espantosamente reales y, sobre todo, sabiendo que todo aquello podía
hacerle daño e incluso matarlo.
Calle arriba, un doble de Miedo llevó rodando un barril hasta la enorme hoguera y
se quedó boquiabierto cuando la munición que contenía empezó a estallar. En pocos
segundos, el plomo que volaba por los aires dejó al instigador hecho un colador
sangrante, pero enseguida acudieron otros corriendo hacia allí, atraídos por el ruido.
Cayeron algunos bajo la caprichosa granizada de balas, pero el espectáculo parecía
gustar mucho a los demás y formaron un círculo de juerguistas alrededor de la
hoguera.
Aprovechando la distracción, Paul hizo una seña a sus compañeros y se pusieron
en marcha hacia la calle. A grandes y sigilosas zancadas, llegaron a las vías del
ferrocarril, que cruzaban por el centro de Front Street, procurando no fijarse en los
cadáveres, de mujeres en su mayoría, atados a los raíles. De todos modos, no quedaba
gran cosa que ver, porque se habían dedicado a pasar por encima de los cuerpos con
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la locomotora muchas veces, hasta que se hartaron del juego y lo terminaron
incendiando la máquina del tren. Y allí habían dejado los restos que seguían, en la
vía, como un esqueleto ennegrecido de monstruo marino; y allí fue donde se
refugiaron ellos de posibles miradas fortuitas, aunque el hedor de los cadáveres
mutilados los obligó a seguir sin tardanza.
Ya casi habían alcanzado las sombras protectoras, fuera de la calle principal,
cuando Martine aflojó el paso de repente y apretó el brazo a Paul. Aunque casi todos
los guerreros daban saltos alrededor de la hoguera, en el extremo opuesto de la calle,
los fugitivos no estaban a cubierto, seguían expuestos, cualquiera podría verlos por
casualidad; Paul tenía los nervios de punta, pero Martine lo empujaba con insistencia.
—No podemos ir por ahí —le dijo sin resuello—, dirígete a la calle que cruza.
Paul había aprendido la lección; sin discutir y a pesar de que la orden contradecía
su instinto, dio media vuelta y retrocedió un trecho por Front Street a la carrera, hacia
el centro de la ciudad; después se desvió al norte por una calle lateral, ante un edificio
de dos pisos en cuya fachada incendiada todavía se leía un orgulloso cartel: «Wright,
Beverly and Co.». Acababan de dejar atrás la calle principal cuando un grupo de
jinetes irrumpió en tromba doblando la esquina en cuya dirección iban ellos un
momento antes, una tropilla de dobles de Miedo borrachos, a lomos de caballos
mutantes, que pasaron aullando por la bocacalle en sombras en la que Paul y los
demás se aplastaban contra el edificio.
En la calle lateral, la música se oía más cercana, como si estuvieran al lado de
unos altavoces en un horripilante parque de atracciones, pero sonaba como si se
tambaleara, de una forma tan inquietante que Paul habría preferido dar media vuelta y
enfrentarse a la calle principal otra vez. Sin embargo, se sobrepuso al ilógico
impulso, hizo una seña al grupo para que lo siguiera y continuaron alejándose de
Front Street mientras la música de piano subía y bajaba.
—Mozart —dijo Martine entre dientes—. Me dijo que le gustaba Mozart.
Paul no tuvo necesidad de preguntarle a quién se refería.
Siguieron corriendo por la calle lateral amparándose en las sombras hasta que
Paul vio al pianista. Se encontraba en una habitación que habría podido ser la sala del
fondo de un saloon cuya entrada principal daba a Front Street, un rincón apartado
donde los vaqueros y los jugadores con dinero en el bolsillo pasarían ratos de
intimidad con las profesionales de la ciudad, pero una explosión había volado gran
parte de la pared y la sensación de intimidad había desaparecido. El pianista era un
anciano negro, aunque tenía un color más ceniciento que otra cosa. Estaba rodeado de
dobles de Miedo que se tambaleaban, unos tan borrachos que apenas podían moverse
y otros escuchando su temblorosa interpretación de Mozart. Paul entendió el porqué
de los defectos de la música con toda claridad cuando vio que el pianista tenía las
piernas atadas al taburete con alambre de espino y estaba sentado como un barco
encalmado en medio de un charco de su propia sangre.
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Tuvo arcadas, tropezó y sus amigos tuvieron que ayudarlo. Pasaron varios
minutos avanzando de edificio en edificio, con picores en la piel a causa de las
hogueras y atronados por los gritos agonizantes o que suplicaban la muerte: un largo
y atroz paseo turístico por el infierno. Paul tenía que hacer grandes esfuerzos para
continuar. Cada vez que encontraban unas sombras donde esconderse, era como un
oasis de paz. Cada tramo al descubierto era como si mil ojos lo vigilaran.
«Gracias a Dios que hemos venido ahora, que ya llevan unos días aquí —pensó;
respiraba con dificultad en el interior de unas caballerizas llenas de humo y brasas—.
Gracias a Dios, esos clones de Miedo llevan tanto tiempo revolcándose en este
infierno que tienen los sentidos embotados». No podía permitirse pensar en la
desgracia y el sufrimiento de los centenares de habitantes de la ciudad a quienes
debían esa ventaja.
Acababan de cruzar la segunda calle y se apiñaban temblorosos en un portal,
enfrente de las ruinas del edificio de un periódico. En la polvorienta calle había un
montón de algo que parecía pieles de animales. Paul acababa de identificar lo que era
—restos de ciudadanos que habían sido pasados por la prensa del periódico hasta
quedar aplastados como si no tuvieran huesos, e incluso una desafortunada víctima
tenía impreso un titular en el cuerpo, completamente agrandado y alisado: «Dodge
City da la bienvenida a los viajeros»—, cuando Martine pidió silencio con un gesto,
aunque era innecesario porque nadie tenía aliento para hablar.
—Por allí —indicó finalmente—. Ha sido solo un momento, pero lo… lo noté.
—¿Qué notaste? —preguntó Florimel con brusquedad, debido al sobresalto y la
fatiga.
—Una salida, creo.
—Cualquier sitio será mejor —dijo T4b, levemente animado.
La siguieron entre los destrozados edificios y después entraron en Walnut Street.
Atrás quedaba Mozart, cada vez más lento, como un gramófono sin apenas cuerda. Al
salir a las sombras del oeste de la ciudad, Paul vio que la luna empezaba a salir por
encima de las cimas de las montañas, confundida ante la proporción de los cambios
en las conocidas llanuras.
—Por aquí —dijo Martine sin resuello.
Paul se alegró tanto de dejar atrás las paredes en llamas que la oscuridad casi le
parecía un paño húmedo y fresco que lo envolvía. Continuaron hacia el noroeste por
el lado del pantano pisando barro, resbalando en el terreno pegajoso, pero era mil
veces preferible a lo que acababan de pasar. Incluso cuando un bicho zumbón del
tamaño de una rata aterrizó en el hombro de Martine y le arrancó un chillido que la
hizo caer al suelo, Paul siguió pensando que el cambio valía la pena. Se lo quitó del
hombro con la despreocupación que le daban el agotamiento y el abatimiento
absolutos, y lo aplastó entre las manos hasta que crujió, derramó líquidos y murió.
—Allí —dijo Florimel sin resuello, mientras Paul ayudaba a Martine a ponerse de
pie—. ¡Me parece que es allí!
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Señalaba un altozano blanco que se elevaba a unos cuatrocientos metros, bruñido
por la luz de la luna de modo que parecía la coronilla de un gigante enterrado. A
pesar de la fatiga que los rendía, echaron a correr por la llanura resbaladiza y
traicionera.
—¡Flipo! —gritó T4b con desesperación. Paul creyó que el joven se había caído,
pero al volverse se lo encontró mirando atrás, a una nube de pequeñas llamas que se
habían separado de la hoguera inmensa que era Dodge City—. ¡Antorchas! —gimió
T4b—. Nos siguen, ¿vale?
Paul tiró del chico hasta que logró hacerlo correr otra vez.
—¡Rápido! —gritó a los otros—. ¡Nos han visto!
El terreno de los alrededores de Boot Hill era más duro, estaba más seco y,
cuando llegaron allí, echaron a correr. Paul tropezó y le pareció que la tierra se
levantaba hacia él y le propinaba un bofetón como si fuera una manó; entonces T4b
se agachó y lo ayudó a levantarse otra vez.
El cementerio de la cima era sorprendentemente pequeño, no había más que unas
veinte o treinta cruces de madera y algunas lápidas modestas de piedra esparcidas
entre las irregularidades del terreno. Había más piedras que tumbas. Lo único de
mayor altura que Paul que sobresalía entre la hierba búfalo de la cima era un fresno
con una soga colgando de una rama: un árbol deí ahorcado.
—¿Dónde está? —preguntó Florimel—. La salida, ¿dónde está?
Martine empezó a girar sobre sí misma lentamente, barriendo el espacio como un
radar.
—No… no la encuentro. No obedece mis órdenes, y no parece que haya nada
aquí suficientemente grande. ¿Una tumba, quizá…?
—Si quieres que cave, dilo —se ofreció T4b, y se agachó dispuesto a arañar el
túmulo más cercano como un perro enloquecido—. ¡Tengo que salir como sea… en
serio!
Las antorchas se acercaban a una velocidad aterradora, Paul distinguía ya a los
portadores, eran por lo menos seis réplicas, a lomos de los extraños caballos negros
con manos. A medida que los jinetes emprendían la subida, sin aminorar la velocidad
a pesar del estrambótico trote de los cuadrúpedos, Paul se iba hundiendo en la apatía.
Sacó la pistola de Ben Thompson del bolsillo; le pesaba como un ancla grande.
—¡Javier, no hagas ruido! —gritó Martine desde atrás—. ¡Déjame pensar!
Paul hincó una rodilla en tierra para sujetar el arma con más firmeza. El primer
doble de Miedo había llegado al pie de la cuesta. Paul apuntó lo mejor que pudo y,
por primera vez en su vida, deseó haber tenido afición a las armas de pequeño.
Esperó cuanto se atrevió, y sudaba tan copiosamente que apenas podía mantener el
dedo en el gatillo; entonces, cuando el jinete estaba a menos de veinte metros,
disparó.
Fuera por un golpe de suerte, fuera por un vestigio de la simulación original que
favoreciese a los humanos, el disparo dio de lleno al caballo antropoide y lo hizo
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rodar por el suelo. Y debió de caer sobre el jinete, porque no lo vio levantarse,
cuando el caballo dejó de rodar y resbalar y por fin se detuvo. El resto de los
guerreros viró hacia un lado dando un rodeo por la base del altozano; chillaban de
rabia, o quizá fueran gritos de placer por la diversión. Muchos iban armados con
rifles y pistolas; se oía el estampido de los disparos y las balas pasaban silbando por
la cima. Paul se tiró al suelo. Florimel y T4b hicieron lo mismo, pero Martine no.
—¿Qué haces? —le gritó Paul—. ¡Martine, al suelo!
—¡Naturalmente! —dijo al tiempo que las balas silbaban entre la hierba, cerca de
sus pies—. Tenía que haberlo visto antes. —Echó a correr hacia el árbol—. ¡En un
camposanto no hay horcas! —gritó.
Temiendo por ella, Paul se levantó y empezó a disparar sin ton ni son, con la
única esperanza de desviar de un blanco tan fácil la atención de los atacantes que los
rodeaban, pero su suerte había cambiado: aunque le pareció que un portador de
antorcha se caía hacia atrás en la silla, ninguna bala más pareció dar en ningún
blanco. Por encima del hombro, miró a Martine; la mujer agarró la soga y tiró de ella
como si preparase el nudo para un cuello muy grande. Entonces la cuerda empezó a
desprender una luz dorada y, al cabo de unos momentos, se abrió una salida de mayor
tamaño que ella, desde el nudo de la parte superior de la soga hasta el suelo. T4b y
Florimel echaron a correr por la cima gritando como perros cazadores tras una presa.
Paul disparó la última bala, tiró el revólver hacia las antorchas y emprendió la carrera
en dirección al resplandor.
Martine lo esperaba allí mismo. Lo agarró por el brazo y juntos se zambulleron en
el brillo dorado que no quemaba.
Paul creyó, al caer sobre piedra dura, que los perseguidores habían saltado detrás
de ellos: veía la luz inquieta de las antorchas por todas partes.
Animado por el silencio, se sentó. Las antorchas estaban dispuestas en tederos de
pared, a lo largo de una inmensa fachada de piedra, y brillaban más que las estrellas
en el cielo negro. El muro tenía pinturas de hierático estilo egipcio, retratos coloristas
de personas y dioses con cabeza de animal.
Se puso de pie y se palpó en busca de huesos rotos, pero no se encontró nada más
que unos arañazos en las rodillas y unas rasgaduras en el mono. A su lado, Martine,
Florimel y T4b también se ponían de pie. Solo la respiración de sus compañeros
rompía el silencio, casi tangible, en esa galería de inmensas paredes de piedra.
—Lo hemos conseguido —musitó Paul—. Insuperable, Martine.
Antes de que Martine contestara, una silueta apareció por una esquina del
edificio, una forma monstruosamente grande pero silenciosa como un gato. De un
salto, se colocó, imponente, ante ellos: un león gigante con cabeza humana. La
esfinge, que presentaba toscas puntadas en muchas partes como una muñeca vieja,
sangraba arena por varias costuras abiertas. Tenía los ojos cerrados, con los párpados
cosidos.
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—Habéis profanado un recinto sagrado —anunció con una voz tan grave y
potente que pareció que movía las piedras—. Estáis en el templo de Anubis, Señor de
la Vida y de la Muerte. Lo habéis profanado.
Paul se esforzaba con toda su voluntad en obligar a las palabras a salir de la
garganta, pero el tamaño inconmensurable de la esfinge lo aterrorizaba.
—No… no… no que… queríamos…
—Lo habéis profanado.
—¡Corred! —gritó Paul al tiempo que daba media vuelta.
No había avanzado tres pasos cuando algo parecido a un tren de carga
aterciopelado lo golpeó y lo sumió en la oscuridad.
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25. El puente oculto
PROGRAMACIÓN DE LA RED/INTERACTIVOS: GNC, 7 horas (Eu, NAm). ¡Huida!
(Imagen: Zelmo en una cornisa). Voz en off: Nedra (Kamchatka T) y Zelmo (Coid
Wells Carlson) huyen de la academia Isla de Hierro, pero los agentes de lord Lubar
(Ignatz Reiner) disparan a Zelmo un rayo de la desesperación y ahora Zelmo está
desesperado por quitarse la vida. Último episodio antes de que ¡Huida! se funda en
el argumento de Odio mi vida. Se necesitan cinco secundarios y veinticinco extras,
rodaje en exteriores, tiempo frío. Dirigirse a: GCN.IHMLIFE. CAST
Por tercera vez impulsaron la balsa hacia la perezosa corriente rumbo a la otra
orilla, que parecía a un tiro de piedra. Sin embargo, después de los grandes esfuerzos
de Sam y Azador, el recién llegado, por un lado, y !Xabbu y Malabar por el otro,
apenas se habían acercado.
Finalmente recogieron las pértigas y descansaron un poco. La balsa, a merced de
la corriente, empezó a descender a la deriva. Los campos de la orilla opuesta, tan
comunes y aparentemente idénticos a los de la orilla de la que habían partido,
empezaban a parecerles un continente mítico del pasado.
—Alguien tiene que echarse a nadar —dijo Malabar—. Quizá una persona pueda
pasar por donde no puede una embarcación.
Sam se vio atrapada. Aunque el viejo tuviera razón en su conjetura de que la
clave para salir de ese mundo no era seguir el río, sino cruzarlo, su imperioso tono de
voz seguía sin gustarle.
—No somos tus esclavos —replicó rechinando los dientes.
Entonces, un golpe en las nalgas la hizo volverse, dispuesta a dar un grito a
Malabar, pero era !Xabbu quien le había dado un codazo. La miró elocuentemente y
ella apenas tardó un instante en entender.
Se acordó de que habían quedado en no aludir a quién era Malabar y se
avergonzó. Tantos años haciendo de ladrón, entrando sigilosamente en las casas de
los ricos y poderosos en el País Medio —ricos y poderosos imaginarios, claro—, y
ahora, que tanta importancia tenía de verdad, se dedicaba a revelar secretos sin
motivo alguno. Bajó la mirada.
—Tiene razón —dijo Azador—. No podemos saberlo con certeza hasta que uno
de nosotros lo intente. Lo haría yo, pero con esta pierna… —dijo, como si lo
lamentara, con un tono de heroísmo pospuesto.
Sam esperaba que !Xabbu se ofreciera voluntario, y le sorprendió que no lo
hiciera. Generalmente, el pequeño bosquimano insistía en correr los posibles riesgos
que se presentaban y no permitía que nadie, sobre todo Sam, se expusiera al peligro.
—Entonces, creo que me toca a mí —dijo.
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Las prácticas matutinas diarias de natación tendrían por fin una aplicación útil.
Esperaba poder contárselo a su madre algún día. La idea de una cosa tan
maravillosamente trivial como reírse con su madre de los odiosos largos diarios en la
piscina le avivaron la llama dé la añoranza.
—Un momento, no sé si… —empezó !Xabbu.
—No te preocupes, soy buena nadadora —lo atajó.
Sin darse tiempo a mayor preocupación, levantó los brazos y saltó desde el borde
de la balsa. Cuando volvió a sacar la cabeza del agua, oyó las maldiciones de Azador
y Malabar por el fuerte bamboleo que había producido al zambullirse.
El agua la sorprendió, estaba más fría de lo que esperaba y, aunque la corriente
era lenta, la arrastraba tenazmente, de modo que nadar requería un esfuerzo mucho
mayor que en la piscina de casa; de todos modos, tras unas patadas mal atinadas, el
cuerpo respondió y empezó a trazar una trayectoria oblicua en el río, en dirección a la
suave pendiente verde de la orilla opuesta.
«Será un par de minutos», se dijo, calculando la distancia. Al cabo de unas cien
brazadas, comprobó que o bien la fuerza de la corriente era engañosa, o bien le estaba
pasando lo mismo que a la balsa. Levantó la cabeza por encima del agua y empezó a
nadar a braza para ver mejor lo que sucedía. Siguió horadando el agua, luchando
contra la resistencia de la corriente, avanzando…, pero la tierra no se acercaba.
Irritada, se zambulló bajo la superficie y descendió hasta que tocó con las manos las
gruesas algas que ondeaban en el fondo del río. Movía las piernas con toda la fuerza
posible y se retorcía como un pez. Orgullosa de su fuerza, no estaba dispuesta a
renunciar hasta haberse medido con la simulación.
Cuando no podía resistir más sin respirar, dio dos patadas que la llevaron de
nuevo a la superficie. La orilla seguía tan lejos como antes. Asqueada, se volvió hacia
el centro del río en busca de la balsa y, de repente, un dolor paralizador le atenazó una
pierna.
«¡Algo me ha agarrado…!», fue lo único que pudo pensar antes de hundirse.
Volvió a subir con gran esfuerzo, con una pierna inutilizada por el dolor, y se dio
cuenta de que no había sido atacada por ningún habitante carnívoro de las aguas, sino
por un calambre muscular. Poco importaba. Se puso boca arriba e intentó hacer el
muerto. Las palabras «los muertos flotan» se le presentaron nítidamente en el
pensamiento, aunque no le parecieron seguras. Sin embargo, el dolor era desquiciante
y el agua le cubría la cara.
Acababa de hundirse por segunda vez cuando notó un impacto en el hombro. Se
agarró a la pértiga de la balsa como si fuera el báculo pastoril de su ángel de la
guarda. Y en cierto modo, lo era.
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hombre del bigote—. Deseaba con todas mis fuerzas que la balsa llegara a donde
estabas tú —prosiguió el bosquimano—. ¡Qué miedo tenía!
—Estoy bien —respondió Sam, afectada por el sentimiento de !Xabbu. Parecía
muy asustada—. No pasa nada. Me has salvado la vida.
!Xabbu se limitó a bajar la cabeza con abatimiento.
—Entonces, no hay nada que hacer —concluyó Malabar—. No podemos cruzar el
río, ni en embarcación ni a nado.
—Pero tiene que haber un puente —dijo Sam haciendo un esfuerzo por controlar
el castañeteo de los dientes—. Los animalillos de antes, los conejitos burbuja o lo que
fueran, dijeron que iban a un puente, aunque no pudimos averiguar a qué se referían
—añadió.
No pudo evitar clavar la mirada en Malabar, porque los nativos habían huido
despavoridos a causa de su genio terrible. Le pareció ver una sombra de culpabilidad
en su rostro.
«A lo mejor tiene algo de ser humano —pensó—. Aunque sea un poco». Claro
que también podía ser que lo lamentara por haber echado a perder sus propias
posibilidades.
—Pero no hay puente —declaró Azador—. He dado la vuelta a este río maldito
tres veces, y vosotros, una. ¿Visteis algún puente?
—No es tan sencillo —insistió Sam con terquedad—. Podemos verla otra orilla,
pero eso no significa que podamos llegar allí. Es decir, que si vemos las cosas pero no
podemos llegar a ellas, ¿por qué no iba a haber cosas que no vemos pero a las que sí
podemos llegar?
Tuvo que parar un momento y repetirlo todo mentalmente para ver si tenía
sentido, y le pareció que sí, más o menos.
—Por hoy, no podemos hacer nada más. —!Xabbu seguía afligido, pero ahora
estaba como distante—. Por la mañana volveremos a pensar en todo esto. —Tocó a
Sam en el brazo—. Me alegro de que no te hayas hecho daño, Sam.
—Me he lastimado la pierna, pero ya casi no me duele —contestó con una
sonrisa.
Intentaba animarlo un poco, aunque le pareció poco convincente, porque todavía
temblaba de frío.
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Procuró recobrar la calma imaginándose qué harían Renie u Orlando en su caso.
Si !Xabbu no estaba, tenía que ir a buscarlo, así de fácil. Pensó en despertar a los
otros dos, pero desechó la idea. Si no encontraba rastro de su amigo en cien metros a
la redonda, volvería a planteárselo.
Al sacar una astilla encendida de la hoguera para utilizarla de antorcha, se dio
cuenta de que alguien ya había tenido la misma idea: a unos cien metros del
campamento divisó una luz anaranjada que destacaba contra el terciopelo negro de
las montañas, y hacia allí se dirigió rápidamente.
!Xabbu había clavado su antorcha en la blanda marga de la ladera y estaba
sentado al lado de la luz. Sam se asustó al ver que no levantaba la cabeza cuando ella
llegó, aunque, poco después, !Xabbu salió de su ensoñación con una leve sacudida y
la miró.
—¿Todo bien, Sam?
—Sí, guay. Es que me desperté y… como no te vi, me asusté.
—Lo siento. Me pareció que dormías profundamente y que no te darías cuenta. —
Miró el cielo negro—. Aquí, las estrellas son muy raras. Tienen un orden, pero no
puedo retenerlo.
Sam se sentó a su lado. La hierba estaba húmeda, pero después del accidente en el
río, apenas lo notó.
—¿No tendrás frío? —le preguntó !Xabbu.
—Estoy bien.
Se quedaron un rato en silencio, aunque Sam tuvo que reprimir las ganas de
espantar el miedo charlando amigablemente. Por fin, su amigo carraspeó, pero de una
forma tan inusual e incierta que a Sam se le puso la carne de gallina.
—Hoy…, hoy me he portado muy mal contigo —dijo.
—Me has salvado.
—Permití que te metieras en el río. Tenía que haberme metido yo, pero me dio
miedo.
—¿Por qué tú? Eres tan tonto como Renie… creéis que tenéis que hacer las cosas
más peligrosas antes que nadie.
—La verdad es que el agua me da miedo. Cuando era pequeño estuve a punto de
morir en el río, en mi pueblo, por culpa de un cocodrilo.
—¡Qué horror!
—Pero eso no justifica nada —dijo encogiéndose de hombros.
—No tienes obligación de hacerlo todo tú —replicó Sam, exasperada—. Es una
chorrada como un castillo.
—Pero…
—Mira —se inclinó hacia él y lo obligó a mirarla—, hasta el momento, me has
salvado la vida más de diez veces. ¿Te acuerdas de la montaña? ¿Te acuerdas de
cómo nos guiaste a todos por el camino que desaparecía? Has hecho más de lo que te
corresponde, pero eso no quiere decir que los demás no tengamos que hacer lo que
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nos toque, ¿vale? —Levantó la mano para que no la interrumpiera—. Orlando murió
por ayudarnos…, por salvarme a mí. ¿Cómo podría soportarme a mí misma si no
asumiera riesgos, si me quedara sentada como… como una princesita de cuento,
esperando a que todo el mundo viniera a rescatarme? No sé cómo funcionan las cosas
en el delta del Okeydongo o como se llame, pero en mi país, esa actitud es un virus
infecto desde hace la tira de tiempo.
—Renie dice que es «pura mierda pasada de moda» —replicó !Xabbu con una
sonrisa.
—Y te lo volverá a decir en cuanto la encontremos, si no te enmiendas —lo
regañó con una sonrisa.
Rogó que sus palabras se hicieran realidad, contra todo pronóstico. Renie y
!Xabbu estaban hechos el uno para el otro. Se amaban y eran muy cabezotas. Deseó
que tuvieran toda la vida para pelearse por ver cuál de ellos tenía que hacer la tarea
más pesada.
—¿Por eso has venido aquí solo? ¿Porque no podías soportar no haberte metido
en el río y que me metiera yo y que me diera un calambre?
—No solo por eso. Hay algo más que me inquieta, pero no sé qué es. A veces
necesito pensar en silencio. —Sonrió de nuevo—. Y a veces necesito más que pensar.
Creo que voy a bailar.
—¿A bailar?
No le habría sorprendido más si le hubiera dicho que pensaba construir un cohete
espacial.
—Para mí es como… como rezar, a veces. —Chasqueó los dedos, insatisfecho
por la poca precisión de las palabras—. Pero no estoy preparado, todavía no siento la
danza.
—Ah —dijo Sam, sin saber qué decir. Al cabo de un momento se levantó—.
¿Quieres estar solo? ¿Prefieres que vuelva al campamento?
—Y aún hay otra cosa —dijo !Xabbu. Arrancó la antorcha del suelo y se puso de
pie ágilmente—. No se trata solamente de que tengamos que ocultar la verdadera
identidad de Malabar ante Azador.
—Lo siento… —se disculpó Sam, ruborizada de vergüenza—, fui una estúpida.
—Es difícil… antinatural estar todo el tiempo pensando en esas cosas, pero creo
que tenemos que decir a Malabar que Azador odia a la Hermandad del Grial. Creo
que así se comportará de otra forma, aunque solo sea por protegerse.
—¡Qué raro es todo! —comentó Sam mientras volvían hacia la mortecina
hoguera—. Aquí, nada es real, no se puede confiar en nada. Bueno, en casi nada —
matizó, y dio un golpecito suave de camaradería a !Xabbu—. Es como si todo… no
sé, como un carnaval, como una mascarada.
—Pero terrible —añadió !Xabbu—, terrible y peligrosa.
Llegaron a la hoguera, donde los otros dos compañeros seguían durmiendo, sin
decir nada más.
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Pasaron el día siguiente buscando inútilmente una forma de cruzar el río.
Rebuscaron entre los lechos de juncias de la orilla con la esperanza de encontrar una
pista de cómo habían cruzado otros, como huellas o restos de un puente o muelle,
pero fue en vano. Sam se deprimió y !Xabbu estuvo reservado y pensativo. Malabar,
como de costumbre, habló poco, perdido en sus propios pensamientos. El único que
mantuvo la cabeza erguida fue Azador. La verdad es que no paró de hablar
constantemente sobre sus aventuras en la red, sus descubrimientos, el funcionamiento
de las cosas, los atajos secretos dentro de cada mundo y las salidas disimuladas para
pasar de una simulación a otra. A veces no hacía más que fanfarronear, pero de todos
modos, a Sam le impresionó la profundidad de sus conocimientos. ¿Cuánto tiempo
haría que vagaba por la red del Grial?
—¿De dónde eres? —le preguntó mientras chapoteaban en una charca poco
profunda. Un prometedor amontonamiento de piedras que habían descubierto resultó
ser lo que quedaba de una repisa de piedra más grande—. Quiero decir, antes de venir
aquí.
—No…, prefiero no hablar de eso —dijo y, con el ceño fruncido, siguió hurgando
entre el limo con una espadaña larga—. Pero el tiempo que he pasado aquí lo he
aprovechado mejor que nadie. He aprendido cosas que los constructores de estos
mundos creían que nadie podría descubrir…
—Ya —lo interrumpió Sam, que no tenía ganas de volver a oír la retahila de
hazañas—, pero no sabes encontrar la forma de cruzar este río, así es que, de
momento, todo lo demás no vale mucho.
Azador se ofendió; Sam lo lamentó; al contrario que Malabar, él no había hecho
ningún daño a sus amigos ni a ella.
—De todos modos, hiciste un buen trabajo con la balsa —dijo, cambiando de
tema. En realidad, la balsa había podido flotar en el agua gracias a los diestros
arreglos de !Xabbu; ella lo sabía, pero no dijo nada—. Tú no tienes la culpa de que
este sistema no nos permita cruzar así. —Azador pareció aplacarse—. ¿Eres gitano,
de verdad? —le preguntó.
—¿Quién te ha dicho esa tontería? —replicó agresivamente.
—Nadie… —vaciló Sam acordándose de no mirar a !Xabbu, que conversaba en
voz baja con Malabar a unos treinta pasos, más allá de la charca—, me pareció que…
que lo habías dicho tú —remató, furiosa consigo—. Bueno, a lo mejor lo pensé
porque… bueno, por el bigote.
—Los gitanos —contestó Azador tocándose el mentado bigote como si fuera un
animal ofendido al que tenía que tranquilizar—, los gitanos son serpientes y ladrones.
Azador es explorador. No tergiverses mis aventuras. Estoy prisionero y tengo derecho
a descubrir cuanto pueda y a privar a mis carceleros de todo lo que pueda.
—Lo siento, lo entendí mal.
—Tienes que tener más cuidado —dijo mirándola severamente—, aquí hay que
tener mucho cuidado con lo que se dice a los desconocidos.
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Sam le dio la razón en silencio.
Una hora de búsqueda infructuosa más tarde, Sam encontró por fin el momento
de hablar con !Xabbu sin que los otros dos los oyeran. Había ido a ayudarla a
rebuscar en el último macizo de espadañas. Azador y Malabar ya habían abandonado
y descansaban en un montículo de la pradera, observándolos.
—Soy peor que el virus más infecto —dijo, después de explicarle lo sucedido—.
No tendría que abrir la boca.
—A lo mejor te culpas demasiado —le dijo !Xabbu con inquietud—, como yo
anoche. A lo mejor hemos aprendido algo, aunque no sé qué es. Por ejemplo, es muy
raro que ahora diga esas cosas. Antes, prácticamente lo único que decía es que era
gitano, romaní, decía él, y parecía muy orgulloso de serlo. —El bosquimano apartó
una cortina de espadañas que se mecían y descubrió que, lo que desde lejos le había
parecido una estructura de madera, no era más que una maraña de troncos
desenraizados y amontonados por la tormenta—. Quizá no sea el único que ha
decidido mantener su pasado en secreto.
—No lo sé. No se puso nervioso ni se asustó, como me habría pasado a mí si
alguien supiera un secreto mío. Solo… se enfureció. —Miró hacia la ladera. Malabar
y Azador estaban hablando, o eso parecía, y se sintió inquieta—. Mira a ese viejo
monstruo ahí sentado tan tranquilo. ¡Él tiene la culpa de que no encontremos a nadie
a quien preguntar cómo se cruza el río!
Tanto si era culpa de Malabar como si no, lo cierto es que no habían vuelto a ver a
ningún habitante de esa simulación desde que él espantara a Jecky Nibble y a sus
pupilos en la hoguera.
—Es posible. Pero quizá es que todos han cruzado ya a otro lugar más seguro.
—Es posible —dijo Sam con el ceño fruncido—. ¿Qué se estarán contando esos
dos?
—No sé —dijo !Xabbu mirándolos—. Dije al anciano que Azador podía ponerse
violento si descubría quién era él en realidad, de modo que no creo que le esté
contando nada de eso.
Cuando salieron del barro y emprendieron la subida por la verde ladera, Azador
se había puesto en pie y se había alejado de Malabar. Estaba en la cima, dándoles la
espalda a todos, pero cuando Sam y !Xabbu se acercaron, se volvió de repente y
gritó.
—¡Venid, venid aquí! ¡Mirad eso! —Sam y !Xabbu corrieron los últimos metros
hasta la cima—. ¡Mirad! ¿Lo veis?
—¡Oh, no! —Sam sintió un escalofrío—. ¡Se están diluyendo!
Las montañas del fondo no eran más que un esbozo fantasmal, trazos de reflejos
de sol, restos lechosos y brumosos, donde antes había montañas sólidas. También
algunas zonas de la pradera se habían vuelto transparentes como el cristal. Sam miró
aterrorizada a todas partes, pero el río y sus orillas seguían existiendo, y el montículo
que pisaban también.
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—Están desapareciendo —dijo Azador. Por primera vez, Sam oyó algo parecido
al miedo en su voz—. ¿Qué significa eso?
—Significa que se nos acaba el tiempo —contestó Malabar, que subió detrás de
ellos. No tenía expresión en la cara, pero su voz temblaba levemente—. La
simulación se muere.
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empezaron a dispersársele otra vez. La precisión de los movimientos de la danza le
recordó a un juego que jugaba tiempo atrás, un pasatiempo de la red que la tuvo
fascinada unas dos semanas, en el que unas piezas de juego de construcción de
formas extrañas flotaban lentamente por el espacio y, al unirse, formaban estructuras
geométricas de mayor tamaño. Las piezas, igual que los pasos de !Xabbu, se movían
como si fueran pesadas e ingrávidas a un tiempo. Las caras, intricadas y variadas, se
besaban y se pegaban con la misma mezcla de delicadeza y permanencia con que el
bosquimano levantaba y posaba un pie cada vez, como si lo que lo ataba a la tierra no
fuera la gravedad ciega y cruda sino un acto de voluntad cuidadosamente decidido.
«No sé si Orlando jugaría alguna vez a ese juego —pensó, soñolienta—. ¿Qué
habría hecho él? Cosas distintas, eso seguro, cosas graciosas y tristes. ¿Y !Xabbu?
¿Qué haría él…?».
Y, lentamente, ella también se dejó llevar a otro lugar soñando con altas montañas
negras y gritos de pájaros solitarios.
—Despierta, Sam.
La voz le pareció rara y, confusa todavía por los sueños, creyó que era Orlando
quien le hablaba.
—Déjame dormir, maldito maestro de virus.
—Vuelve la luz, hoy no podremos dormir mucho.
Abrió los ojos y se encontró la cara de !Xabbu cerca de la suya, brillante de
sudor; el hombrecillo expandía y contraía el pecho como si acabase de correr un
maratón. Sin embargo, rebosaba energía por todos los poros.
—¡Ay, Dios! Perdona, creí que eras… —Se frotó los ojos—. ¿Te encuentras bien?
—Sí, Sam, me encuentro bien. He pensado mucho. Ha sido estupendo bailar,
volver a… a ser yo.
La ayudó a levantarse. Sam tenía los pies fríos y le pinchaban; tuvo que dar unas
patadas contra el suelo para que se le despertaran.
—¿Te ha servido para pensar algo concreto?
—Eres igual que Renie también en ese aspecto —replicó con una sonrisa—. Mi
forma de bailar no es como… ¿cómo se dice? Una máquina expendedora, que se
introduce la tarjeta y sale la respuesta. Pero he entendido por qué estaba tan
desasosegado, y eso quizá nos sirva de algo. —Se rio, estaba más animado de lo que
había estado en muchos días, casi optimista—. Ya lo veremos, Sam. Ahora, vamos.
—¿A qué te referías? —le preguntó, de camino al campamento.
La sensación de pisar hierba húmeda era tan real que no podía imaginarse que
fuera a desaparecer enseguida tragada por la nada gris, pero las montañas del fondo
se veían tan débilmente que daba miedo, parecía un paisaje grabado en cristal. Sin
darse cuenta, apuró el paso.
—¿Qué quiere decir que era estupendo volver a ser tú?
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—Siempre me esfuerzo en entender este lugar, en pensar como los que lo
construyeron, en pensar como Renie, tú y los demás. Pero en realidad, no es así como
mejor pienso. Es una forma de pensar ajena a mí, como ponerse un traje que no sienta
bien. No puedo cambiar una vida entera en unas semanas. A veces necesito… volver.
Volver a mi estilo de siempre.
—Me parece que te entiendo —dijo Sam asintiendo lentamente—; a veces me
parece que no sé quién soy… quién soy de verdad. —Animada por la mirada
socarrona de !Xabbu, continuó—. Es decir, desde que he vuelto a ser una chica, con
este cuerpo que llevo ahora, no hablo igual, ni siquiera pienso igual, por decirlo de
alguna manera. Empiezo a actuar como… ¡cómo una chica!
—¿Y eso es malo? —replicó sonriendo con amabilidad.
—No siempre, no. Pero cuando solo era Fredericks, la sombra de Orlando, un
chico más…, no sé. Era más fácil, no sé por qué. Me atrevía más, hablaba de otra
manera… —Se echó a reír—, decía más palabrotas.
—¡Ah! Acabas de poner el dedo en la llaga, Sam. Esa era una de las cosas que me
preocupaba.
—¿Eh? —Sorprendida, tropezó en un montoncillo de tierra y tardó un momento
en recuperarse—. ¿Te preocupaba que no dijese palabrotas?
—No. Pero espera… ya casi hemos llegado. Enseguida verás lo que he pensado.
Malabar y Azador estaban sentados junto a la hoguera, uno frente a otro, huraños
y con ojos de sueño. El viejo los miró fríamente al verlos llegar.
—Tanto hablar de necesidad y peligro, pero encontráis tiempo para paseos
románticos, ¿eh? ¡Qué tierno!
A Sam le ardieron las mejillas y habría contestado de la forma más dañina, pero
!Xabbu le tocó el brazo.
—Hay muchas formas de resolver los problemas —dijo el bosquimano sin
inmutarse—, pero necesitamos una forma nueva si no queremos estar aquí todavía
cuando este mundo que nos rodea se deshaga.
—Entonces, ¿ha sido una expedición de exploradores? —inquirió Malabar con
desprecio.
—Más o menos —!Xabbu se volvió a Azador, que los miraba como atontado,
quizá echara de menos el café en ese prado de más allá del mundo—. Tengo que
hablar con usted, señor Azador, tengo que hacerle preguntas importantes.
—Pregunta —respondió con un gesto displicente, pero una chispa le brillaba en
los ojos.
—Cuénteme otra vez cómo llegó aquí, cómo llegó a la montaña negra y cómo
encontró después este lugar.
Sam miraba a su amigo sin comprender, aunque intentaba disimularlo, mientras
Azador repetía de mala gana la aventura de su llegada, después de seguirlos al
laberinto del templo de Deméter y recorrer la nada blanca cuando la montaña
desapareció.
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—Pero he estado pensando —dijo !Xabbu bruscamente, cuando Azador estaba a
punto de terminar— que nosotros estuvimos mucho tiempo en la ladera de la
montaña negra discutiendo, hablando, después de Troya. Que la puerta había
desaparecido cuando empezamos a subir por el sendero. Entonces, ¿cómo pasó usted
por la puerta sin que lo viéramos?
—¿Me estás llamando mentiroso? —saltó Azador, a punto de levantarse.
Pero volvió a sentarse al ver que !Xabbu levantaba la mano en señal de calma,
como si el brusco movimiento no hubiera sido más que una bravuconada.
—Quizá, pero quizá no —dijo !Xabbu. Se acercó unos pasos y se sentó al lado de
los restos humeantes de la fogata. Azador se retiró un poco. Sam miraba fascinada.
¿Qué sabía !Xabbu? O al menos ¿qué suponía? Azador estaba asustado de verdad—.
Creo que entró detrás de nosotros, sí —prosiguió—, y seguramente nos ha contado lo
que recuerda… pero yo no creo que sucediera así.
—¿Por qué estamos perdiendo el tiempo con estas trivialidades? —protestó
Malabar.
—Si quiere cruzar el río antes de que este mundo desaparezca —contestó !Xabbu
con frialdad—, le aconsejo que cierre la boca.
Azador, que tenía la boca abierta, la cerró inmediatamente como si el comentario
hubiera sido para él.
—¿Qué insinúas? —preguntó al cabo de un rato—. ¿Que estoy loco? ¿Que no sé
cuál es la verdad? ¿O simplemente me tomas por mentiroso, a pesar de todo?
—¿Cómo pudo cruzar una puerta que estaba cerrada, a menos que se volviese a
abrir para que pasara? ¿Cómo pudo salir de la montaña entre toda aquella nada gris…
para la que necesité recurrir a toda la sabiduría rastreadora que mi pueblo cazador
aprendió a lo largo de miles de generaciones? ¿Cómo pudo impulsar la balsa a
contracorriente para darnos alcance? Y lo más curioso de todo, ¿por qué usted está
vestido y los demás llegamos aquí desnudos? ¿Cuál es la respuesta a esas preguntas,
si no había estado usted aquí nunca? —!Xabbu hizo una pausa—. Que se acuerde o
no de haber estado aquí antes es otra cuestión.
—¡Claro! —exclamó Sam, que empezaba a comprender—. ¡Virus infectos! Ni
siquiera se me había ocurrido pensarlo. ¡Está vestido!
—¡Eso es ridículo! —se defendió Azador, pero una chispa de miedo volvió a
brillar en sus ojos—. Más vale llamarme mentiroso.
—Si lo prefiere… —dijo !Xabbu con sencillez—. Pero hay más preguntas.
Hábleme de los romaníes, señor Azador. Cuéntenos que nunca confía secretos a los
gorgios, como me contó a mí una vez, cuéntenos que sus amigos gitanos y usted se
reúnen en la feria romaní a intercambiar historias e información.
—¿Qué quieres decir? —Azador estaba perplejo y miraba a !Xabbu como si
hablara en lenguas desconocidas—. Nunca te he contado esas cosas… ha sido la
chica la que ha empezado con esa tontería de los gitanos.
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Sam observaba con el corazón dolorido por la fuerza de los latidos. También
Malabar miraba la escena mudo de asombro.
—No, Azador, lo empezó usted en una celda de una prisión, donde lo conocí.
Después, en una barca en un río de Kansas, ¿no se acuerda? Me llamó hombre mono
porque mi simuloide era un babuino…
—¡Tú! —Azador se puso en pie de un brinco y las brasas de la hoguera salieron
disparadas en todas direcciones—. Tú y la zorra de tu amiga… ¡me robasteis el oro!
Se abalanzó sobre !Xabbu, pero el bosquimano retrocedió.
—¡Alto! —gritó Sam, y lamentó, aunque no mucho, que el pánico le alterase la
voz. Se sacó de la cintura la espada rota de Orlando—. ¡Tócalo y te saco las tripas!
—Te voy a romper el pescuezo, niña —replicó Azador enseñando los dientes,
pero no insistió.
Malabar también se había puesto de pie y los cuatro se quedaron un instante
paralizados: la imagen viva de la desconfianza en cuatro lados.
—Antes que nada —dijo !Xabbu—, dígame qué le robamos.
—¡Mi oro! —gritó Azador, pero tenía una expresión azorada, casi de miedo—.
Mi… oro.
—No recuerda lo que era, ¿verdad?
—Sé que me lo robasteis.
—No —dijo !Xabbu—, no se lo robamos. Nos separamos a causa de un fallo del
sistema —dijo con serenidad, como si Azador no lo mirara con ojos de asesino, como
si Sam no apuntara al hombre en el vientre con la espada rota—. Creo que no es la
primera vez que está aquí, dentro de esto que llaman el océano Blanco. ¿No puede
pensarlo un momento? Todos corremos un gran peligro.
—¡Tú! —exclamó Azador retrocediendo como si le hubieran golpeado, con los
ojos desorbitados, moviendo los brazos y señalando a !Xabbu—. ¡Tú eres el que está
loco! Azador no está loco. —Miró a Sam y a la espada, y después a Malabar con
fuego en los ojos—. ¡Estáis todos locos! —Un gemido lo ahogó—. ¡Azador no!
Se dio media vuelta y, cojeando, se alejó del campamento; echó a correr por el
prado y empezó a subir una colina hasta que se dejó caer en la hierba, donde se quedó
tendido como si le hubieran pegado un tiro.
—¿Qué has hecho? —preguntó Malabar, aunque no en su habitual tono
imperioso.
—Salvarnos a todos, quizá. Vaya con él… no creo que quiera vernos a Sam ni a
mí cerca de él, pero lo necesitamos.
—¿Que vaya…? —Malabar miraba a !Xabbu con la boca abierta, como si el
hombrecito también hubiera empezado a balbucear echándose las manos a la cabeza
—. ¿Que vaya a buscarlo…?
—¡Vete, maldita sea! —gritó Sam agitando la espada—. Hace dos días
pensábamos dejarte atrás. ¡Haz algo, para variar!
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Malabar sopesó varias respuestas, pero finalmente se limitó a darles la espalda y
echó a andar hacia la silueta yaciente de Azador.
—¡Qué bien me ha sentado eso! —exclamó Sam.
El corazón todavía le latía muy deprisa.
—Pero Malabar es un enemigo con el que hay que tener mucho cuidado —le dijo
!Xabbu—, es como manipular una serpiente venenosa: no tentemos a la mala suerte.
—¿Cómo lo averiguaste? Lo de Azador, digo. Y entonces, ¿quién es? ¿Qué es?
—Pues —dijo !Xabbu, desinflado, una vez superada la confrontación—, no sé lo
que es con certeza… al menos, en un sitio tan confuso como esta red. Pero quizá sea
como Ava, esa mujer a la que todos hemos visto, o como el niño al que conoció
Jonas, alguien que vaga por la red de mundo en mundo sin saber su identidad. Lo
cierto es que se comporta de forma muy distinta a cuando lo conocimos; también
entonces era muy engreído, pero mucho más frío y superior. Y Jonas nos habló de un
Azador que apenas hablaba.
—¿Es decir, que son personas diferentes?
—No, no creo. Pero como ya he dicho, en este sitio, ¿quién sabe? —!Xabbu se
sentó al lado de los restos de la fogata—. De todos modos, lo importante ahora no es
quién sea, sino dónde ha estado.
—No lo entiendo.
—Espera y verás —dijo !Xabbu sonriendo con cansancio—. Si he acertado otra
vez, creerás que soy muy inteligente, pero si me equivoco, será menos vergonzoso si
no presumo de lo que sé hacer. El paso siguiente será difícil.
—Tú también pareces distinto —dijo Sam de pronto—. No quiero decir otra
persona distinta, pero… no sé, más seguro de ti mismo.
—He tenido tiempo de escuchar al sol —dijo—, aunque aquí no lo haya. He
podido hablar con las estrellas de los antepasados.
—No sé a qué te refieres —dijo Sam encogiéndose de hombros.
—No importa, Sam Fredericks —contestó !Xabbu dándole una palmadita en el
brazo—. Ahora, vamos a ver si hacemos un poco de magia con Azador.
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—Es posible —contestó !Xabbu—, pero le prometo que no le haremos ningún
daño. —Levantó una mano—. Deme la camisa.
Azador frunció el ceño, pero se la quitó. !Xabbu la tomó, se situó detrás de él y se
la ató a los ojos como una venda.
—¿Ve algo?
—No, maldita sea, ¿qué quieres que vea?
—Es muy importante, de modo que no mienta.
—No veo nada —dijo Azador moviendo la cabeza en todas direcciones—. Si me
rompo una pierna, lo pagarás con una pierna tuya, aunque me saques las tripas.
—No le va a pasar nada —dijo !Xabbu, descontento—. Mire, yo iré a su lado y
Sam al otro lado. Vamos, señor Azador, nos ha contado muchas veces lo valiente que
es y lo mucho que sabe. ¿Por qué le da miedo andar con los ojos tapados?
—No me da miedo, pero todo esto me parece una estupidez.
—Es posible. Ahora, vamos a callarnos todos. Iremos andando por la orilla del
río. Usted siga adelante, por favor, hasta que perciba un buen sitio para cruzarlo.
Sam no entendía nada, pero no lo manifestó. El propio Malabar parecía interesado
en el experimento. Llevaron a Azador al terreno firme más próximo a la orilla del río
y lo pusieron en dirección opuesta a la corriente.
Anduvieron mucho tiempo sin hablar, solo se oían de vez en cuando los rabiosos
juramentos de Azador, cada vez que tropezaba con un obstáculo que no veía. En
algunas zonas, los cañaverales eran tan densos que casi entraban en el río sin darse
cuenta; en otras partes, los prados se extendían ante ellos ilimitadamente, tanto que
Sam llegó a perder confianza en las corazonadas de !Xabbu. El río y la hierba
continuaban hasta perderse de vista. ¿De qué servía un guía con una venda en los
ojos?
Al cabo de un rato, Azador dejó de gruñir y protestar. Avanzaba como un
sonámbulo, impasible, siempre hacia delante; descansaba cuando descansaban los
demás y ni siquiera se quejaba cuando pisaba barro. Sam lo oía murmurar, pero no
entendía lo que decía.
Al comienzo de la segunda hora de caminata, también empezó a cambiar la forma
en que prestaba atención, como si la calma hubiera descendido sobre él, y de vez en
cuando se detenía y ladeaba la cabeza escuchando algo que los demás no oían.
Pero cuando la luz empezó a cambiar y se apreció un leve oscurecimiento en
cuanto pasó el mediodía, todavía no habían encontrado nada.
«¡Hay que ver!», pensaba Sam.
Le dolían los pies, tenía mucho calor y estaba sudorosa. Deseaba tumbarse y dejar
que sucediera lo que tuviera que suceder; en la última media hora, había seguido
andando solo por fidelidad a !Xabbu.
«Azador tiene razón… esto es una estupidez. Cuatro personas arrastrándose por la
orilla del río, buscando una cosa que saben que no está».
En el momento en que salían de otro rumoroso cañaveral, avistaron el puente.
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—Pero… —dijo Sam sin aliento— ¿cómo…? ¡Ya habíamos pasado por aquí! Y
no había… no vimos… ¡Dzang!
Era estrecho, poco más que un paso de piedras amontonadas con huecos en forma
de arco por donde transcurría el río, pero de la anchura suficiente para pasar los
cuatro a la vez. Y lo más importante de todo, llegaba hasta la otra orilla del río, o eso
parecía; en cualquier caso, la otra orilla estaba envuelta en bruma.
—Ya puede quitarse la venda —dijo !Xabbu a Azador.
Azador fue el único que no se sorprendió, como si ya hubiera visto el puente. Sin
embargo, su mirada traslucía temor y, poco después, dio media vuelta.
—No… no quiero ir allí.
—No tenemos elección —dijo !Xabbu con firmeza—. Vamos. Guíenos hasta el
otro lado.
Azador se negaba, pero después, a regañadientes, empezó a acercarse al comienzo
del puente. Antes de pisarlo, vaciló. Después, lo siguieron !Xabbu, Sam y Malabar,
por ese orden. A Sam le asombró la solidez de la construcción: sabía que habían
pasado por allí hacía un día o dos, pero entonces no había puente.
—No —dijo Azador con voz lejana, deteniéndose después de los primeros pasos
—, antes tenemos que… decir unas palabras.
Aguardaron todos con expectación, hasta que Azador murmuró, con una voz
cargada de una emoción que Sam no supo interpretar:
Instantes después, los miró y echó a andar por el sendero de piedra que cruzaba las
lentas aguas brillantes. A Sam le inquietó ver los ojos del hombre, tapados durante
tanto tiempo, llenos de lágrimas.
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26. Moscas y arañas
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: El olfato: la última frontera. (Imagen: laboratorio
de pruebas de olfato WeeWin).
Voz en off: La compañía juguetera asiática WeeWin ha anunciado el denominado
«primer sistema auténtico de producción de sensaciones olfativas» para cibernautas
sin dispositivos neurocanulares. WeeWin afirma que el sistema U-L U-L (léase
«huele, huele») está dotado de una gama aromática de estímulos olfativos básicos
capaces de crear millones de olores diferentes.
(Imagen: Dougal Craigie, vicepresidente de RRPP de WeeWin). CRAIGIE: Son
muchas las personas que no utilizan implantes neurocanulares, no solo porque su
economía no se lo permita, sino también por motivos religiosos o de salud. Por eso
nos emociona y nos enorgullece anunciar que ya no es necesario disponer de un
enchufe en el cerebro para disfrutar de la gran variedad de olorés de la red. No es un
sistema barato de pastiche de chocolate y queso: el resultado de las tomas nasales
U-L U-L no se diferencia del de la estimulación neurocanular.
Dulcie echó otro vistazo a su silencioso jefe, convencida, contra toda lógica, de
que percibía su sentimiento de culpabilidad incluso dormido como un muerto, pero
aunque fuera cierto, su cuerpo inmóvil no daba la menor señal. Se volvió a la
pequeña pantalla de su multiagenda; prefería trabajar así porque era más discreto que
en la gran pantalla mural.
La parte de memoria oculta de Miedo se resistía tenazmente. Ninguno de sus
programas de desencriptado y descerrajamiento de sistemas de seguridad había
logrado abrirla; descubrió que lo único que lo protegía era una simple contraseña, ni
criptografía cuántica ni nada especial, pero sus programas habían probado incontables
combinaciones de números y letras sin ningún éxito.
«¡Por todos los diablos! ¡No es más que una maldita contraseña! ¿Por qué no la
encuentro?». Claro que, tratándose de contraseñas, saber algo de la persona cuya
cuenta se quería abrir siempre era útil.
De mala gana, renunció a introducirse en los misterios de su jefe, cerró el acceso
al sistema de Miedo y pasó unos programas limpiadores. Era poco probable que
Miedo o su programa de seguridad fueran tan sofisticados para detectar el intento de
intrusión, pero no había que arriesgarse.
Irritada consigo misma, mientras el momento de euforia y envalentonamiento se
convertía en preocupación e inseguridad, abrió los archivos de Malabar, su trabajo
legal (si es que podía llamarse así al robo de datos con el agravante de felonía), y
reemprendió la tarea. Cuando los indicadores llenaron la pequeña pantalla, maldijo y
transfirió las operaciones a la pantalla mural; entender tantos datos en dos
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dimensiones ya era difícil de por sí, pero verlos en una pantalla que se medía en
centímetros era el colmo. Y así continuó porque, por alguna razón, no quería
sumergirse en un entorno en tres dimensiones, aunque pudiera hacer el trabajo con
mayor eficiencia envuelta en la realidad virtual.
«No quiero sentirme indefensa en un entorno virtual estando en la misma
habitación que Miedo —comprendió—. No es por los matones de la calle, ni porque
puedan entrar a robar, es que me asusta… él. Genial, Anwin: dos semanas de trabajo
con él es mucho tardar en darse cuenta».
Miró la línea oscura del marcado perfil de Miedo, que se movía ahora con
suavidad por efecto del masaje de la cama y, de pronto, una imagen de sus lecturas
infantiles la tomó por sorpresa. Fue tan impactante que casi se le cae el café.
«¡Dios, soy Renfield, el que comía moscas y arañas, y mi trabajo es cuidar del
conde Drácula!».
Una ducha rápida le sentó bien, aunque decidió poner una moratoria en el café
para el resto del día.
«¿Drácula? No nos pongamos morbosas, Anwin», se dijo, y se sentó a estudiar
los archivos de Malabar. De todos modos, si el jefe se levantara del féretro arrullador
en ese preciso momento, deshecho en buenas palabras e interés sexual mal
disimulado, como había ocurrido alguna vez, ella no estaría muy receptiva, desde
luego.
Hizo cuanto pudo por concentrarse en repasar toda la información de Malabar que
no había pasado el primer filtro, pero que, no obstante, podía contener datos útiles
sobre la red del Grial. Al cabo de una hora ya se encontraba mejor, e incluso se tomó
unos minutos para intentar abrir otra vez el curioso archivo Ushebti, pero como ya
había tropezado una vez cuando le pidió el código o contraseña, el archivo se había
quedado mudo y misterioso como una ostra.
«Son exactamente iguales, maldita sea, los dos. No me extraña que Malabar lo
contratara… —Se detuvo en seco, asombrada de su propia estupidez por no haber
pensado antes en ello—. Dios mío, naturalmente. ¡Su jefe! ¡Quién, sino su jefe,
tendría información sobre nuestro querido Miedo!».
En unos momentos, se llevó los archivos de Malabar otra vez a la multiagenda y
reemprendió la búsqueda. La palabra «Miedo» no le dio ningún resultado útil, cosa
que no le extrañó, y tampoco «Sidney», «Cartagena», «isla de Santuario» ni ninguna
otra de las que se le ocurrieron. ¿Cómo podía buscarse información sobre una
persona de quien apenas se tenían datos por donde empezar?
Dulcie, con las mandíbulas tan apretadas de pura concentración que después
tendría dolor de cabeza, descargó el inmenso banco de archivos de contabilidad de la
corporación M y puso a trabajar programas de búsqueda de anomalías en esos
archivos y en los personales de Malabar al mismo tiempo. «Tendrá que pagar al chico
sus honorarios —pensó—, eso seguro, con el nombre que sea, pero tiene que haber
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una conexión». Se descargó también el sistema de Miedo, aunque ya lo había
explorado todo a excepción de la parte oculta, «la habitación cerrada», como había
empezado a llamarla, una expresión que le sonaba de algo, pero como estaba tan
ocupada, no le había prestado atención. Toda la información era aburrida, pero lo que
buscaba ahí no era un secreto ni volver a ver datos que ya había examinado. Buscaba
una coincidencia, por retorcida que fuese, un lugar en el que un cabo suelto de los
archivos de Malabar se relacionara con algo parecido en los de Miedo.
Tardó casi dos horas, pero por fin lo encontró. Una breve serie de números en un
único desembolso del ingente presupuesto operativo de la corporación —desviado a
través de varias compañías menores sin conexión evidente a la corporación, una en el
norte de África, las otras en el Caribe— coincidía con otra serie de números de una
cuenta que, aunque pertenecía a una compañía aparentemente inexistente, se
encontraba también en las listas de sistema de Miedo. Basándose en las fechas, le
pareció que lo que tenía delante era parte de los gastos de la preparación del asalto en
Colombia. Parecía ser una reposición urgente de fondos que se habían perdido, único
motivo por el que había logrado localizar la conexión.
«Los pequeños detalles son los que siempre nos matan», pensó maliciosamente.
Empezó a seguir ese hilo solitario a lo largo de la cadena de autoridad; a veces los
pasos eran fáciles, pero en ocasiones tenía que dar saltos que solo la intuición
ejercitada por la práctica le permitía dar, hasta que por fin se encontró avanzando
lentamente por la conexión que había descubierto entre la corporación M y el sistema
personal de Malabar. Le sudaban las manos y el corazón le latía muy deprisa.
Las pistas la llevaron hasta un conjunto de archivos del sistema de Malabar
etiquetados con la palabra «residuos», que al principio le pareció una broma del viejo,
pero cuando empezó a examinarlos, descubrió que eran contratos de verdad, informes
y datos sobre los complicadísimos sistemas de eliminación de residuos de la isla
artificial, miles y miles de archivos subdivididos, todos absolutamente anodinos,
aburridísimos. Se apoyó en el respaldo de la silla, atónita y defraudada. ¿Cómo podía
haberse equivocado tanto? ¿Había pasado por alto alguna puntada al principio del
proceso y después había seguido otro hilo por todo el tapiz? Tardaría por lo menos
dos horas en deshacer lo andado hasta encontrar el error.
Estaba a punto de cerrar aquel desastre con irritación cuando, de pronto, se
preguntó por qué le interesaría tanto a Malabar la infraestructura de eliminación de
residuos de la propiedad de la empresa, hasta el punto de tenerla en su sistema
personal. Bien es verdad que la isla era su primera residencia, pero de todos modos le
parecía extraño. Comprobó que todos esos archivos se encontraban también en el
sistema de la corporación, pero eso no demostraba nada: quizá, sencillamente, le
gustara conservar copia de todo, o quizá estuviera estudiando alguna discrepancia que
hubiera detectado en la contabilidad. No obstante, a juzgar por lo que Miedo contaba
de su jefe, no parecía que estuviese muy pendiente de la marcha de los asuntos
cotidianos relacionados con el mantenimiento de la sede de la corporación.
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Ejecutó un estudio comparativo de los dos archivos y no dejó de tamborilear
impacientemente con los dedos hasta que el marcador del proceso dejó de parpadear.
«Dos archivos con el mismo nombre —se dijo, y empezó a emocionarse otra vez
—. Y la versión de la corporación M es más reducida que la de Malabar. ¡Bingo!».
Los bombos digitales giraron un momento y el archivo mayor se abrió. Dulcie
dejó de tamborilear con los dedos en el borde de la multiagenda y los encogió como
garras de ave de presa dispuesta a lanzarse en picado. La ampliación de información
estaba codificada en un nivel inferior, una especie de fondo falso de la caja de un
camión. Lo abrió conteniendo la respiración.
Oyó un zumbido semejante a la fresa de un dentista.
La pantalla empezó a llenarse de archivos e indicadores que desaparecían al
momento. Destellaban señales de mensaje como pequeñas explosiones. Las defensas
de su sistema aullaban, la aguda alarma era tan penetrante que Dulcie tardó un poco
en entender lo que sucedía.
«¡Mierda… un fago! Pero ¿por qué no lo detiene mi antivirus?».
Al abrir el archivo sin la licencia necesaria, había activado un datófago que, al
parecer, su sistema no podía neutralizar. En un momento destruiría todo el material
del archivo, no solo borraría los indicadores sino que machacaría los datos de la
memoria. Solo Dios sabía qué más destruiría en el proceso: quizá se apoderase de
todo su sistema.
Una vez, cuando era adolescente y cuidaba a una niña en casa de los padres de
esta, vació un cenicero en la papelera, y la papelera se incendió sin que ella se diera
cuenta. Cuando volvió a la habitación, las largas cortinas de la enorme ventana
estaban en llamas. La sensación de terror y transgresión que tuvo entonces fue igual
que la que tenía ahora. Se contuvo las ganas de saltar sobre la multiagenda y
estrellarla contra el suelo como si pudiera matar al horrible virus que había activado.
Consciente de que cada segundo era vital, puso la multiagenda en el modo de voz
y empezó a activar las medidas de emergencia, el equivalente, en su sistema, del
departamento de bomberos voluntarios, porque la fulminante puesta en marcha del
datófago había desbordado los controles integrados. Al cabo de unos momentos
consiguió aislar el datófago cancerígeno del resto de sus datos, pero no logró evitar la
destrucción del archivo de residuos que había copiado del sistema de Malabar. Y, a
pesar de la rápida actuación para aislar la destrucción, parecía que el datófago había
afectado el sistema de una forma extraña: los indicadores de comunicaciones
parpadeaban como si ella misma hubiera solicitado comunicación con el exterior.
Tras un minuto más de esfuerzos frenéticos, encontró otro programa de
emergencia del que casi se había olvidado y por fin logró atrapar el grupo aislado de
datos y congelarlo, pero la destrucción era inmensa, si no total. No creía que hubiera
quedado gran cosa del grupo original de archivos.
«Pero no es más que una copia —se recordó—. La versión original está todavía
en el sistema de Malabar. Volveré a abrirla y a copiarla, y la próxima vez tendré más
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cuidado…».
Hasta ese momento no había entendido por qué parpadeaba el marcador de
comunicaciones. Horrorizada por el descubrimiento, lo desconectó, pero ya era tarde.
El datófago implantado era una medida extrema programada no solo para destruir el
archivo pirateado, sino para provocar también la destrucción del original,
seguramente después de enviar un aviso de alerta roja al dueño del archivo para que
tuviera la oportunidad de anular la orden.
«Pero si Malabar no está aquí, toda la información habrá desaparecido. Para
siempre. Y si está por aquí, acabo de decirle que alguien ha entrado en uno de sus
archivos más confidenciales».
Una rápida comprobación le confirmó las peores sospechas. El archivo original
en cuestión ya no existía oficialmente.
—Mierda —dijo en voz alta—. Mierda, mierda. ¡Mierda!
—¿Qué pasa, encanto?
Dulcie soltó un grito, la multiagenda se le resbaló de las rodillas y cayó en la
moqueta. Miedo llevaba un rato a su lado, musculoso y moreno, desnudo, cubierto
solamente con una toalla alrededor de la cintura; parecía una estatua que hubiera
bajado del pedestal. Ni siquiera le había oído acercarse.
—¡Dios, qué susto… me has dado! —exclamó, pero el vuelco que le dio el
corazón no se debía solo a la repentina aparición de su jefe.
La multiagenda había caído boca arriba en el suelo, con todos los datos
incriminatorios a la vista. Se arrodilló a recogerla sin dejar de balbucear para
disimular el verdadero terror que sentía.
—No sa… sabía, creía que… esto está tan silencioso, pero… no te oí…
Mientras Miedo la miraba sonriendo, ella apagó la pantalla.
—No pretendía provocarte un ataque cardíaco —le dijo—. ¿Qué pasa? —Miró la
multiagenda con los ojos entrecerrados—. ¿Por qué no utilizas la pantalla mural?
—Los ojos…, me da… me da dolor de cabeza, a veces.
—Ya. Y ¿qué es lo que te ha fastidiado tanto?
—¿Cómo? —Con desesperación, intentaba recordar lo que había quedado abierto
en la multiagenda. ¿Y si él quería entrar en su sistema ahora?—. Nada, era solo… un
problema con la seguridad en unos archivos de Malabar, archivos de contabilidad.
Por lo que había visto, los datos contables de Miedo seguían vivos y abiertos en el
sistema de ella, con los programas de búsqueda esperando nuevas órdenes. Se
maldijo por no haber actuado con prudencia, por no haber copiado en su propio
sistema los archivos que estaba estudiando. Tenía una sensación pegajosa y
desesperada de que si él descubría algo, el resultado no sería un simple despido al
uso. Intentó tranquilizarse y hablar con normalidad.
—Llevo horas trabajando y estoy rendida. ¿Vas a estar despierto mucho más?
—¿Por qué? —le preguntó ladeando la cabeza.
—No sé. Podríamos salir a cenar, por dejar esto un par de horas.
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Algo se movía en los ojos oscuros de Miedo; Dulcie rogó por no despertar sus
sospechas.
—De acuerdo —dijo Miedo al cabo de un momento—. ¿Por qué no? ¿Invitas tú?
—Claro —dijo obligándose a reír—. Déjame terminar un par de cosas…
Mientras Miedo cogía la ropa para vestirse, Dulcie lo cerró y lo escondió todo y
después pasó un programa limpiador. Temblaba tanto que tuvo que poner la
multiagenda en la mesa para que no se le volviera a caer.
«¿Cómo puede moverse tan sigilosamente? Salid de esa cama y se acercó
andando por toda la habitación hasta llegar a donde estaba yo, y no oí nada. A lo
mejor es un vampiro de verdad». En esos momentos no era una broma muy adecuada.
Terminó lo que estaba haciendo y cerró la multiagenda; después se limpió la cara con
la manga. Aunque la habitación estaba fresca, ella estaba sudando.
«A lo mejor Renfield tiene que plantearse cambiar de trabajo…».
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—¿Bailamos, encanto? Tengo música dentro de mí, ya sabes. Si quieres, también
tú puedes oírla.
El contacto la puso en tensión y con ello echó a perder toda posibilidad de salir
airosa de la situación. De repente, la idea de acostarse con ese hombre le parecía
mucho más inquietante de lo que jamás se había imaginado, no por los
remordimientos que pudiera tener a la mañana siguiente, sino porque le daba
auténtico terror. Una vocecita le gritaba en el cerebro, una vocecita infantil, la que le
recordaba cuentos: «¡Quiere robarte el alma…!». Intentó tranquilizarse, aunque
estaba convencida de que olería el miedo que tenía con sus agudos sentidos de
animal.
—No…, no me encuentro muy bien. Tengo calambres. Pero… la cena ha sido
muy agradable.
Lentamente, con dulzura, Miedo le mordisqueó el lóbulo de la oreja. El diminuto
dolor le provocó un rayo de electricidad negra por la columna vertebral.
—¡Ah, Dulcie, encanto! Tú nunca te burlarías de un hombre, ¿verdad?
—No. —El corazón le latía con tanta fuerza que le hacía daño. «Qué sola
estoy»—. No, no soy así… no haría algo así.
Le tomó la barbilla con el índice y el pulgar, le volvió la cara y la miró
atentamente; su sonrisa no tenía relación alguna con los dos huecos oscuros de sus
ojos, que era lo único que veía, como los agujeros negros de una máscara. Tuvo un
deseo desgarrador de gritar, pero en ese breve instante, como zambullida en una
pesadilla, no podía emitir sonido alguno. Cuando la soltó, estuvo a punto de caerse.
—Bien —dijo Miedo con naturalidad—, en tal caso, me vuelvo al trabajo. La
verdad es que ser dios da mucho que hacer. —Se besó la punta del dedo y tocó
levemente los secos labios de Dulcie—. No me gustaría que opinases que no sé
controlarme.
Se rio y, con una despreocupación desconcertante, empezó a desnudarse para
volver a la cama de comatosos. Dulcie salió disparada hacia el cuarto de baño.
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nervioso que sentía se congeló súbitamente y se convirtió en otra cosa más espesa,
más fría—. Si ha matado a su jefe, no va a dejarme marchar con tanta facilidad. Y
menos aún si me voy precipitadamente… eso es justo lo que pone en marcha a un
depredador tras su presa».
«¿Te has, oído, Anwin? “Un depredador”. No te dejes llevar. ¿Qué ha hecho? Te
ha contratado. Te paga. Pero tú consideras que el tipo no te convence…».
Se sentó en la cama con la cabeza como un bombo. Rebuscó en el bolso pero no
encontró lo que buscaba; de pronto se acordó de que había dejado el arma en el cajón
de al lado de las cosas del café.
«¿Me estoy comportando ridículamente? Por otra parte, es tan rápido… Si la
próxima vez no acepta el no por respuesta, ¿tendría posibilidades de usarlo, siquiera?
—Dejó caer el bolso al suelo—. Es demasiado. Esto es demasiado… necesito
dormir».
Media hora más tarde, aunque los analgésicos empezaban a surtir efecto, el sueño
estaba aún muy lejos. Se levantó y recorrió silenciosamente el corto pasillo hasta la
zona principal del apartamento.
Miedo seguía acostado en la cama especial, sereno como un buda. Una vocecita
un poco menos adulta susurró: «Típico de los hombres. A mí me duele la cabeza,
pienso en pegarle un tiro, y él, durmiendo sin enterarse de nada».
Pero no estaba durmiendo, claro. Había vuelo a la red y estaría haciendo lo que
fuera. Hacía semanas que ella no entraba en la red, y sintió una extraña nostalgia.
«¿Qué demonios estará tramando?».
Enfurecida por el temor que sentía, y aunque no lo había superado en absoluto,
recogió la multiagenda de la mesa y se retiró a su habitación; cerró la puerta con
sigilo y echó el seguro. Unos momentos después, comprobaba la destrucción total
que el datófago había causado en los archivos de residuos. Activó un programa de
recuperación de datos y se sentó a esperar pensando en que le gustaría tener una
afición menos complicada en que emplear el tiempo, como fumar, abusar de la bebida
o jugar a la ruleta rusa.
«¿No es hora de una reunión de Estado del yo, Dulcie?», pensó, pero rechazó la
idea. Las circunstancias eran excepcionales, y cuando se estaba deprimida y agotada
no era el mejor momento para tomar decisiones.
Antes de que el programa terminara el trabajo, tuvo tiempo de dar tres vueltas por
el apartamento y contestar mensajes de algunas personas de Estados Unidos, entre
ellos, uno muy malhumorado y lioso de su vecina Charlie, en el que le contaba que,
por equivocación, había dado comida de perro a Jones, la gata de Dulcie, pero
tampoco logró aclararlo en una videollamada. Con muy pocas esperanzas, abrió los
archivos saqueados y encontró lo que se temía: fragmentos. Había algunos segmentos
incomprensibles de texto desordenado, partes de posibles archivos de contabilidad e
incluso mensajes personales, pero en realidad, ahora, era como si estuvieran escritos
en una lengua muerta. Encontró algunos párrafos reconocibles, que no eran más que
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el resultado predecible de la recuperación al azar de un cincuenta por ciento de la
inmensa y variada memoria de datos, restos de informes que no significaban nada y
que, fuera de contexto, resultaban absurdos. Lo único intrigante era que algunos
fragmentos parecían escritos en lenguaje médico, como si fueran partes de un
historial clínico. Se hablaba de cambiar la medicación y había una lista de lecturas
sobre química cerebral, pero curiosamente sofisticada, no lo típico de un historial de
empleado, aunque fuera tan excepcional e importante como Miedo.
En realidad, basándose en los desperdicios que habían quedado después del
banquete del datófago, no podía estar segura de que esos fragmentos se refiriesen a
Miedo. Era la deducción lógica, pero completamente indemostrable. Sin embargo, lo
peor fue que entre los trozos inconexos no encontró nada de lo que quería,
información sobre su jefe a través de su relación con su propio jefe, Félix Malabar.
El único trozo de datos coherente y de tamaño aceptable que quedó era un archivo
grande de imagen, uno entre cientos, al parecer, según el indicador, pero el único que
había sobrevivido a la destrucción. Consiguió abrirlo y ponerlo en marcha, pero la
imagen pequeña y granulosa la desconcertó; parecía una grabación hecha en una
habitación muy mal iluminada, y quizá con una cámara enchufada a una corriente
insegura. Después de un destello blanco se veía una imagen oscura de algo que
parecía una persona pequeña, de pelo oscuro, sentada a una mesa en una habitación
blanca. Una voz en off decía el número de la prueba y, entonces, la cámara se
acercaba a las manos del sujeto; las tenía encima de la mesa y manipulaba un objeto
pequeño. En los siguientes veinte segundos no pasaba nada más y, después, la cámara
retrocedía de nuevo, otra voz daba unos números y ahí terminaba la secuencia.
Dulcie se sentó confundida. Normalmente habría abandonado el asunto por
imposible, pero seguía tensa y nerviosa y tardaría horas en poderse dormir. Además,
no estaba dispuesta a aceptar la derrota por evidente que pareciese. Buscó en su
sistema un programa de tratamiento de imagen. Tiempo atrás, había hecho un favor a
un medio amigo que también hacía trabajos clandestinos en el campo de la
transferencia de información, y se lo había devuelto regalándole un programa que,
según él, era lo último en tratamiento de imágenes conseguido por el ejército.
Empezó a experimentar con el programa por ver si conseguía algo con aquel breve
fragmento de vídeo.
En primer lugar se dedicó a mejorar en lo posible la cara del sujeto. No consiguió
gran cosa, pero la imagen se aclaró lo suficiente para distinguir sin lugar a dudas que
era un chico de pelo negro y piel bastante oscura. Se quedó mirándolo embobada un
momento, sin atreverse a creer lo que parecía evidente.
«¿Puede ser Miedo? Aunque parece que tenga trece años. ¿Por qué habría de
tener Malabar imágenes de él a los trece años?».
Retomó la tarea con ganas y siguió peleándose con el programa, que apenas
conocía, buscando mejorar la resolución y lamentando no tener más experiencia en
esa clase de trabajo. Logró cambiar el contraste lo suficiente para que el pómulo y la
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mandíbula se perfilaran a pesar del mechón de pelo negro y liso que caía por encima,
y el pulso se le aceleró: ciertamente la cara tenía algo en común con la de Miedo.
Pero por más qüe lo intentó, no pudo mejorarla más; detalle curioso, porque, por otra
parte, llegó a ver con toda claridad cosas como la esquina de la mesa o las manos del
sujeto.
Frustrada, pero convencida de que era él, prosiguió el trabajo con el objeto que
tenía entre las manos, encima de la mesa, una especie de rombo oscuro de unos diez
centímetros por cinco. Cuando comprendió que no era un objeto conocido y dejó de
intentar reconocerlo, consiguió enfocarlo mejor. Era una especie de contador con
pantalla digital, como un reloj alargado sin pulsera. Al rebobinar las imágenes y
volverlas a pasar empezó a reconocer los números, aunque se equivocó varias veces
antes de darse cuenta de que, a mitad del experimento o prueba, los números del
contador empezaban a correr hacia atrás.
Sacudió la cabeza sin comprender: ¿Miedo de adolescente, con un contador que
contaba hacia delante como todos los contadores, pero después empezaba a contar
hacia atrás? ¿Qué clase de experimento era ese? ¿Y por qué Malabar lo había
escondido en ese archivo personal tan secreto?
Volvió a pasar las imágenes muchas veces y, aunque estaba tan segura de que el
adolescente era Miedo que ya no podía imaginarse otra cosa, no logró llegar a
ninguna conclusión. Hasta que rebobinó la cinta para verla por última vez, no se dio
cuenta de que había prestado muy poca atención al destello blanco del comienzo
porque lo había interpretado como fallo de grabación. Al parar la cinta y pasarla muy
despacio comprobó que, en realidad, era una cosa blanca que pasaba ante la cámara.
Empezó a jugar con la imagen, aunque estaba segura de que sería la bata de un
empleado del laboratorio, o quizá la mano del cámara al ajustar la lente, aunque muy
distorsionada.
Descubrió por fin que se trataba de una tarjeta, después de manipular varios
minutos la resolución de la imagen, o quizá de una tablilla con el número del
experimento. El comienzo de la grabación se había perdido, de modo que la tarjeta
solo aparecía un instante y desaparecía, pero llegó a distinguir unas marcas grises
borrosas que, sin duda, serían letras. Volvió a empezar el proceso de definición de
imagen otra vez, dispuesta a hacer legibles los garabatos.
Media hora más tarde, el programa le enseñaba la quinta versión mejorada. La
tarjeta recibía toda la luz de un fluorescente del techo, un resplandor que
prácticamente anulaba la capacidad de la cámara para ver lo que allí ponía, pero un
programa diseñado para reconocer rasgos faciales mal definidos convirtió finalmente
los garabatos en palabras legibles:
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acercado a ella sigilosamente otra vez, pero el dormitorio estaba vacío y la puerta,
bien cerrada por dentro. Cerró la multiagenda y salió al pasillo sin hacer ruido, para
comprobar si Miedo seguía prisionero en su sarcófago susurrante.
«John Wulgaru —pensó mientras volvía. Le temblaban las manos—. Entonces,
¿ese es su verdadero nombre? ¿Soy la única persona que lo sabe? ¿La única persona
viva?».
Desechó esos interrogantes melodramáticos porque consideró que eran producto
del nerviosismo. Lo importante era que lo había descubierto. «¿Quién más habría
logrado piratear eso? Muy pocos, maldita sea».
La montaña rusa volvía a subir. Dulcie tenía necesidad de hacer algo, cualquier
cosa, con el dato precioso que tanto esfuerzo le había costado. Sacó la carpeta secreta
de Miedo, pero el contenido oculto no respondió al nombre ni a ninguna combinación
de las letras que lo formaban. Levemente decepcionada, cerró la conexión. Aunque el
verdadero nombre de Miedo fuera prácticamente desconocido, él no lo utilizaría
como contraseña, menos aún para un archivo que podía contener pruebas
incriminatorias de su vida profesional. Pero era un primer paso: conocer el sistema
del propietario era la mejor forma de piratearlo, y ahora sabía una cosa muy
importante sobre Miedo.
Se detuvo un momento a pensar en los motivos de Malabar para esconder esa
información sobre Miedo con tanta eficacia, cuando había dejado el archivo Ushabti,
relacionado al parecer con algo mucho mayor y más importante, la transferencia de
sus propiedades, sin una protección similar. Supuso que quizá fuera porque el viejo
sabía que no había motivos paira pensar que cualquiera que no fuera él se interesaría
por la información sobre Miedo, mientras que el otro archivo podía terminar pasando
por manos de abogados, empleados de la compañía y otras terceras partes interesadas.
Empezó a tamborilear con los dedos otra vez, ansiosa por hacer algo. Como
mínimo, averiguaría si podía piratear algún informe en el que saliera el nombre recién
descubierto de su jefe. No creía que fuera a rescatar mucha información interesante,
pero como veterana de las guerras de la información, sabía que era muy difícil
erradicar por completo cualquier cosa de la inmensa matriz mundial.
Puso en marcha un programa de búsqueda protegida con la palabra «Wulgaru» y
se tumbó en la cama, mirando el techo, rechinando los dientes.
Tal como suponía, la búsqueda no le proporcionó más que algunos datos sueltos
relacionados con un mito aborigen. La versión más larga y completa, de dos personas
llamadas Kuertner y Jigalong, aparecía en una revista académica de folclore. Era una
inquietante historia sin final. Aunque no le proporcionó ningún dato útil sobre su jefe,
en las horas que pasó después esperando que llegara el sueño, inflamada todavía por
todo lo que había descubierto y arriesgado ese día, la desasosegaba la imagen de un
hombre despiadado de madera con ojos de piedra.
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Miedo subió el volumen de la música cuando el coro recorría gimiendo los tonos
de la escala dodecafónica y después se fragmentaba en agudos gritos separados como
una lluvia de gotas dolientes. Estaba en su propia simulación, flotando en su etérea
Casa Blanca, rodeado de la clara luz del despoblado.
Abrió una ventana para comprobar de nuevo lo que hacía su empleada, pero la
encontró durmiendo. Había pasado gran parte de las últimas horas viéndola trabajar
afanosamente, inquieta y nerviosa, y pensando en cómo resolver el problema
«Dulcie». Miedo, que estudiaba a la humanidad con vivo interés, de la misma forma
que un exterminador hace su trabajo para entender la clase Insectos, se había dado
cuenta del cambio de actitud de Dulcie hacia él. Cuando estaba ocupado con sus
diversos experimentos en la red, el pez se había soltado del anzuelo. Por lo tanto, ya
no podía confiar en ella.
«Así pues, es posible que la señorita Anwin ya no nos sirva para nada»,
reflexionaba bañándose en música, en aire, en la luz brillante y clara del desierto.
Bien sabía Dios que Miedo se merecía un buen descanso. A lo mejor le daba uno o
dos días más para terminar el trabajo con los archivos de Malabar y después
resolvería el asunto.
Pero ¿podía permitirse prescindir de ella? Todavía tenía muchos interrogantes por
resolver. Aunque empezaba a perder interés por la red del Grial, le resultaría muy
difícil llevar a cabo sus planes con respecto al mundo real él solo, sin la capacidad del
sistema operativo, y ahí comenzaban los problemas de verdad. Había logrado un
control casi completo de las funciones básicas de la red, pero la parte aparentemente
sensible del sistema operativo ya no respondía de forma tan drástica a los estímulos
dolorosos, como si hubiera aprendido a bloquear el dolor… o quizá estuviera
muriéndose.
Por otra parte, un sistema destrozado no le serviría de nada. Necesitaba saber
hasta dónde podía llegar, y si había alguna alternativa prevista, en caso de que forzara
demasiado el sistema operativo y se viniera todo abajo. Aunque se hubiera cansado
de la destrucción de los mundos virtuales, la red del Grial seguía siendo el último país
sin extradición. En caso de que todos los planes se torcieran, siempre podría
desaparecer en los mundos del Grial, pasar allí el resto de la eternidad, tal como
habían planeado Malabar y sus amigotes. Al menos esa posibilidad existía, si el
programa de inmortalidad de Malabar funcionaba de verdad. Él mismo había
interferido en los primeros momentos de su funcionamiento atacando al sistema
operativo, pero sería aleccionador encontrar y examinar a Ricardo Klement, el único
miembro de la Hermandad que, al parecer, había sobrevivido al proceso.
Así pues, el universo virtual conservaba cierto atractivo, considerando entre otras
cosas que sus antiguos compañeros, la pequeña ciega Martine, la mujer Sulaweyo y
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los demás todavía se escondían allí de él, esperando ser capturados y
convenientemente castigados.
Pero el poder que le daba la corporación mundial de compañías de Malabar y la
capacidad prácticamente ilimitada del sistema operativo del Grial para manipular la
información le abrían ahora una gama de oportunidades mucho mayor. ¿Cómo se
sentiría iniciando una guerra solo por divertirse, provocando la evacuación de una
gran ciudad por invasión con armas biológicas o bombardeando los grandes
monumentos del mundo?
Y en cuanto a sus impulsos particulares, ¿por qué no darles rienda suelta? En
África y Asia había muchos Estados nacionales pequeños donde, con el poder y el
dinero de Malabar, podría comprarse cientos de miles de acres y rodearse de la más
completa intimidad. Podría hacer que le llevaran tantas mujeres como deseara: solo
los mercados de novias del subcontinente indio cubrirían sus necesidades al
completo, salvo la variedad.
La idea era tan agradable que se estremeció de gusto en su pequeña columna de
aire semisólido. «Podría vallar todo el perímetro y luego soltarlas allí. Un coto de
caza para mí solo».
Unas pequeñas puñaladas de sufrimiento musical lo invadieron. Había recuperado
la sensación de ser un dios; en una mentalidad y un espíritu más débiles, habría
podido parecer locura, pero Miedo sabía exactamente lo que era. No había nadie
como él. Nadie.
Y, como dios que era, no se le olvidaban los pequeños detalles ni cuando flotaba
en el cénit de su gloria.
«Dulcie. Entonces, cuando termine la investigación del sistema operativo, ¿me la
llevo unos días a acampar en el monte? —Lo pensó un momento, con displicencia,
hasta que brotó una chispa de irritación—. Pero no lo había planeado, y permití que
viniera en taxi. El trayecto habrá quedado registrado en algún sitio. Si parece un
asesinato, habrá interrogatorios, y por muchas capas que haya interpuesto entre el
alquiler de este lugar y mi persona, no me hace ninguna falta meterme en esa clase de
líos, ¿no es así? Ahora no. Es decir, tendrá que parecer un accidente. Pero eso no
significa que antes no pueda divertirme un poco con ella».
Decidió dar a su empleada cuarenta y ocho horas para terminar el trabajo.
Después, dejándose llevar por un impulso magnánimo, aumentó el plazo a setenta y
dos.
«Tres días. Después, a la pobre turista neoyorquina le sucederá algo terrible».
Sería divertido planearlo todo, en cuanto se deshiciera del apremiante asunto de
los prisioneros del Círculo y de otros pocos proyectos dentro de la red. Aunque parte
de ello lo dejaría para el momento final, naturalmente: que fuera espontáneo. Porque
si no, ¿dónde estaba lo artístico?
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27. El campanario verde
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Otro asesinato rompe la paz en Utah.
(Imagen: restos del coche de Eltrim, en Salt Lake City, Utah). Voz en off: El
bombardeo que terminó con la vida de Joachim Eltrim, un abogado del alcalde de
Salt Lake City, pone en peligro la inestable tregua de paz establecida entre el estado
de Utah y el grupo mormón radical y separatista llamado Pacto de Deseret. La
alcaldía y la policía de Salt Lake City dicen que las sospechas apuntan directamente
a los separatistas, los cuales niegan toda responsabilidad.
(Imagen: Edgar Riley, portavoz de Deseret). RILEY: No niego que muchos de los
nuestros no deseen la muerte a Eltrim y otros abogados traidores y entrometidos,
solo afirmo que nosotros no hemos tenido nada que ver con…
Una multitud de formas claras rebullía arrastrándose por las calles de Corro la
Enredadera, atestadas de arbustos espinosos. Cuando las avistó desde la mitad del
puente de piedra, Renie sintió tal terror y aversión que se mareó y estuvo a punto de
caerse en la rápida corriente del río.
—Tengo… tengo que ir allí —dijo Renie, aunque todo su ser le gritaba que
huyera—. Los extranjeros que están ahí atrapados pueden ser mis amigos.
La niña de piedra gemía y escondía la cara entre las achaparradas manitas.
Aquello era como encontrarse otra vez en la ladera, con los geñeros…, o peor,
porque había muchísimos. Solo la mantenía en pie la idea de que !Xabbu y los demás
pudieran estar en aquella torre, sitiados por una multitud de bichos horribles que
parecían termitas gigantes. Y también la niñita que estaba arrodillada a su lado y que
tenía mucho más miedo que ella.
—No puedo dejarte aquí —le dijo Renie—. Tampoco puedo marcharme y
abandonar a mis amigos. ¿Puedes volver tú sola por el puente? —El llanto agitaba los
hombros de la niña. Renie se agachó hacia ella y le puso una mano en la espalda—.
Te prometo que esperaré aquí hasta que llegues a la orilla.
—¡No puedo! —gimió la niña—. Dije las palabras de la hija del rey. ¡No puedo
volver!
¡Cuántas reglas incomprensibles! Después de todo lo visto, era evidente que
enseñar cuentos fantásticos a una inteligencia artificial no era la forma más edificante
de programarla.
—Entonces, si no podemos retroceder, tenemos que continuar —dijo Renie con
toda la calma de que fue capaz, escondiendo su propio horror por el bien de la niña
—. No nos queda otro remedio.
La niña de piedra no podía dejar de llorar. Renie contempló el cielo oscuro.
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—Vamos —le dijo tirándole del brazo, intentando acordarse desesperadamente de
lo que hacía cuando Stephen se negaba a moverse—. Ahora… haz exactamente lo
que yo haga. Voy a cantar una canción. Tú solo tienes que hacer lo que yo haga cada
vez que cante un verso, ¿de acuerdo? Mírame y pisa donde yo pise, ¿de acuerdo?
«Bien sabe Dios que tendría que ser una canción infantil», se dijo, pero por más
que se esforzó no consiguió acordarse de nada que resultara apropiado. Desesperada,
se agarró a la primera melodía que le vino la cabeza, el tema de un concurso asiático
que a su madre le gustaba ver, y cantó.
—Sí, puedes hacerlo —la animó—. ¿Lo ves? Solo tienes que moverte así. —Cantó
despacio, enfatizando los golpes—. «Si eres un sabelotodo…».
Por fin, la niña la miró con una expresión de sufrimiento… y algo más. Rogaba a
Renie en silencio, como lo hacen los niños, que no se equivocara. Que hiciera
realidad lo imposible. Que convirtiera en verdad todas las pequeñas mentiras. Renie
tragó saliva y empezó otra vez.
Si eres un sabelotodo,
a casa de Sprootie ven tú solo.
¿Sabrás salir de la Sala del Saber?
¡Te harás Sprootie-rico sin querer!
Poco a poco, como si caminase por una atmósfera tan viscosa como caramelo líquido,
la niña de piedra acompasó los pasos a la canción casi recitada de Renie.
Si lo tuyo es la pasta,
con una vez que lo intentes basta.
Si tienes el cerebro extradotado,
¡te harás Sprootie-adinerado!
¡Eduformativo!
¡Infotacular!
¡Sprootie el listo es cerebromanía-cular…!
Lo cantó seis veces hasta terminar de cruzar el puente, cada vez en voz más baja, a
medida que se acercaban al último pilar de piedra, aunque el ser blanco más cercano
estaba a unos cien metros y no había dado señales de alarma. Renie bajó a la hierba
de la orilla y ayudó a la niña de piedra a bajar agarrándola de las manos, pero no se
dio cuenta de que tenía los ojos fuertemente cerrados de miedo hasta que la vio a su
lado.
—Ya está —musitó Renie.
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—¿Quién…? —preguntó la niña mirando alrededor y procurando no empezar a
llorar otra vez—. ¿Quién es Sprootie?
—Una tontería de… no importa. Tenemos que estar calladas para que no nos
oigan.
—Los teincos no oyen. Solo vigilan.
—Ah —dijo Renie aliviada, pero el alivio duró poco—. ¿Podemos hacer algo
para evitar que nos vean?
—No movernos.
—No podemos quedarnos aquí. —Renie percibía con más fuerza el horror de
aquellas cosas blancas que se arrastraban, ahora que el río había quedado atrás y
retroceder era imposible—. ¿Podemos hacer alguna otra cosa, aparte de no
movernos?
—Movernos muy, muy despacio.
Renie miró hacia las sombras de la ciudad para hacerse una idea de la disposición
del terreno entre ellas y la torre, que parecía ser el centro de atención de los teincos.
Las calles y los edificios eran uniformemente verdes, como si los hubieran levantado
a modo de celosías para un experimento disparatado de jardinería, pero en todo caso,
hacía mucho tiempo que nadie los podaba: las esquinas y los bordes de los edificios
se doblaban bajo el peso del follaje. Las plantas trepadoras habían echado ramas entre
las partes más altas y colgaban entre las torres y los aleros como grandes telarañas
bamboleantes.
—Se está haciendo de noche —dijo Renie en voz baja—. Tenemos que empezar a
andar.
La niña de piedra no contestó, pero empezó a avanzar con toda precaución sin
separarse de Renie. Siguiendo la orilla del río, llegaron a un muro bajo del comienzo
de la ciudad sin llamar la atención. Se escondieron detrás, pero Renie echaba de
menos desesperadamente un arma. Solo llevaba el encendedor, y la idea de intentar
prender fuego a uno de aquellos seres fofos que parecían sepias de dos metros con un
minisolar tenía una gracia que en ese momento no fue capaz de apreciar. Con una
antorcha, quizá, pero los árboles más cercanos todavía estaban a cierta distancia.
—¿Hay algo que asuste a los teincos? —preguntó.
La mirada de incredulidad de la niña de piedra fue respuesta suficiente, pero
Renie palpó entre la vegetación que cubría el muro pensando que, con una piedra de
buen tamaño en la mano, se sentiría un poco mejor. Buscando una piedra suelta,
empezó a cavar con la mano entre la espinosa maleza hasta mucho más allá de donde
le habría parecido necesario, y de pronto le sorprendió que la mano pasara al otro
lado del muro. Era todo maraña.
—¿Dónde está el muro? ¿No hay un muro aquí debajo?
—Esto es el muro —contestó la niña mirando a Renie con nerviosismo.
Su habitual color de arcilla había palidecido.
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—Pero… ¿no hay… cosas debajo de todas estas hojas? —De pronto se le ocurrió
una idea desconcertante—. ¿Las casas y todo lo demás están hechas solo con
vegetación?
—Estamos en Corro la Enredadera —le explicó la niña.
—Mierda.
¡Tanto hablar de palos y piedras como armas improvisadas! Eso significaba que si
sus amigos estaban rodeados en aquella torre del centro de la ciudad, no tendrían
auténticas paredes que impidiesen la invasión de las criaturas.
En realidad, ¿qué les impedía invadir la torre? Volvió a respirar hondo, cada vez
le costaba más seguir adelante. Una especie de nube de terror parecía envolver toda la
ciudad: no solo el miedo evidente y justificado que los extraños teincos le inspiraban,
sino algo más profundo y menos explicable. Se acordó del momento de pánico que
había sufrido cuando la perseguían los geñeros.
«Estamos dentro del sistema operativo. ¿Percibimos su miedo? Pero ¿de qué
puede tener miedo una inteligencia artificial?».
Llevó a la niña de piedra hasta un lugar en el que el muro era más bajo y podían
pasar al otro lado fácilmente, pero aun así, Renie se ganó unos cuantos arañazos más.
Se detuvieron al otro lado. Un teinco se dirigía hacia ellas ondulando el cuerpo sobre
la vegetación como un animal que nadara por el suelo del océano. Aunque la niña de
piedra dijera que no oían, a Renie se le cerró la garganta.
El teinco se detuvo a unos doce metros de ellas. No tenía patas, pero las ondas
que remataban su cuerpo por ambos lados terminaban en una especie dé seudópodo;
los seudópodos se ondulaban suavemente, uno tras otro, incluso cuando el bicho se
quedaba quieto. Debajo de la piel translúcida se veían unos puntos oscuros como si
estuviera relleno de bolas de billar y gelatina. Cuando vio que los puntos oscuros se
acercaban más en la piel y después retrocedían, uno después de otro, se acordó de lo
que le había dicho la niña de piedra: «los teincos tienen muchos ojos».
—¡Dios mío! —exclamó entrecortadamente.
Fuera porque de verdad no las veía si no se movían, fuera porque estaba tan lejos
que no le importaba, la cuestión es que el teinco dio media vuelta y se alejó por la
calle principal. Varios congéneres suyos chocaron con él al pasar, algunos incluso
pasaron por encima de él. Renie no sabía si era su forma de comunicarse o,
sencillamente, eran tontos de remate.
—No quiero estar aquí —dijo la niña.
—Ni yo, pero estamos. Dame la mano y sigamos. ¿Quieres que vuelva a cantar la
canción de Sprootie sabio?
La niña dijo que no. Lentamente, se adentraron en la ciudad inmovilizándose cada
vez que un teinco se acércaba y procurando avanzar a cubierto lo máximo posible.
Renie agradeció que el atardecer avanzara deprisa: si esos seres dependían de la vista,
la noche sería su aliada. De todos modos, quería haber dejado atrás a esas cosas que
se arrastraban antes de que se hiciera de noche, si podía.
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Llegaron a la primera casa, una cabaña de hojas verdes y ramas serpenteantes.
Renie se asomó a echar un vistazo al interior; hasta los muebles estaban hechos de
plantas. No pudo evitar preguntarse en un susurro:
—¿Quién vivía en esta ciudad?
—Principalmente osos —dijo la niña de piedra en voz muy baja—. Y algunos
conejos. Y una familia muy numerosa de erizos que se llamaban Tinkle o Wrinkle o
algo así, me… me… me parece…
Los agujeritos de los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Chisss. No pasa nada. Vamos a…
Tres teincos doblaron la esquina de la casa siguiente y avanzaron arrastrándose
por la calle llena de maleza en dirección a ellas. La niña dejó escapar un grito de
horror y se dobló, sin fuerzas. Renie la sujetó y la ayudó a mantenerse en pie y tan
inmóvil como pudo, aunque también ella temblaba inconteniblemente.
Los teincos se detuvieron y se quedaron palpitando con suavidad encima de la
alfombra vegetal, a unos diez metros de Renie y la niña de piedra. Se sabía que tenían
un principio y un final solo por su forma alargada, pero aunque ambos extremos eran
idénticos, Renie no tenía ninguna duda de que las estaban mirando, a juzgar por la
actitud. Habían percibido algo y ahora esperaban.
Uno de ellos se arrastró hacia delante, en dirección a la casa. Después, otro pasó
por encima del primero, luego se separaron de nuevo y se quedaron en paralelo. Unas
ondas claras y oscuras les recorrían el cuerpo. Los puntos que tenían por ojos se
abultaban en el extremo que debía de ser la cabeza, tres o cuatro círculos oscuros
visibles en cada uno de ellos, presionando contra la piel membranosa.
A la niña de piedra se le escapó un gemido diminuto de pánico y Renie notó que
tensaba los brazos. En cualquier momento, no podría soportar el miedo y echaría a
correr, de modo que se sujetó tan fuerte como pudo, aunque el terror también
empezaba a hacer mella en ella.
De repente, con un cascabeleo fuerte y silbante que casi le para el corazón a
Renie, algo saltó de pronto y cayó delante de los teincos, en una alfombra vegetal,
una especie de borrón salvaje de pelo gris y ojos brillantes; después se escapó de otro
salto por la puerta del patio en dirección a la calle. Los teincos lo siguieron a una
velocidad increíble, se movían tan velozmente que apenas tocaban las ramas. El
conejo, del tamaño de un niño y con un pequeño abrigo azul, alcanzó la calle, pero
tuvo que esquivar a otro teinco que se alzó ante él con la boca abierta, una raja
desigual situada debajo de la cabeza. El súbito cambio de dirección puso al
aterrorizado fugitivo en brazos de sus perseguidores. El conejo soltó un solo grito de
horror muy humano y los teincos cayeron sobre él como una masa carnosa que se
retorcía.
Renie se llevó a la niña de piedra a la otra esquina de la casa, desde donde no
veían la calle ni oían el ruido acuoso del banquete de los teincos. Tuvieron suerte; no
había más esperándolas allí. La niña de piedra no dejaba de tropezar, y Renie la hizo
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pasar delante; así cruzaron la calle llena de vegetación alta y llegaron al abrigo de la
casa siguiente.
En el interior, entraba suficiente luz por la ventana para distinguir diversos
objetos domésticos, todos hechos de hojas y ramas: sillas, una mesa, tazones e
incluso una palmatoria; por lo demás, en la cabaña no había nadie. Renie apretó los
puños de miedo y rabia. Veía la torre de la iglesia por la ventana, enmarcada en la
vegetación como una enramada de novios, pero aunque estaba solo a unos doce
metros, le pareció tan lejos como si fueran mil.
—Algo se me ocurrirá —dijo Renie—. No te rindas. Saldremos de aquí, ya verás.
—¿De… de… de verdad? —preguntó la niña entre sollozos—. ¿Vamos a salir de
aquí?
—Te lo prometo —contestó Renie con firmeza, procurando contener su propio
temblor.
¿Qué otra cosa podía decirle?
En el suelo había tres envases desechables vacíos de Mountain Rose que parecía
huesos blanqueados. Long Joseph los miraba con un sentimiento muy parecido a la
desesperación.
«Sabía que iba a pasar —se reprendió—. Aunque me lo bebiera muy poco a poco,
un día se acabaría…».
Y lo peor de todo era que no podía hacer absolutamente nada por remediarlo. En
el momento en que más necesitaba reservas del cálido líquido curativo, cuando unos
hombres que querían matarlo, y también a su hija, estaban a dos pasos, después de
tanto tiempo encerrado en una tumba de cemento bajo una montaña, sin más
compañía que el aburrido y censurador Jeremiah Dako, con el ingrediente añadido de
Del Ray Chiume, para terminarlo de adobar, precisamente ahora no tenía nada que
beber.
Se pasó la manga por la boca con rudeza. Sabía que no era un borracho. Conocía
a los borrachos, los veía constantemente, no podían tenerse en pie, se plantaban
tambaleándose a la puerta de los bares ilegales con los pantalones llenos de manchas
secas de orina y un aliento que olía a aguarrás, y tenían ojos de fantasma. Él no era
así. Pero también sabía que un poco de consuelo le vendría muy, muy bien. No era
exactamente que quisiera un trago, degustarlo o sentir la chispita de satisfacción
cuando los primeros sorbos llegaban al estómago; era que notaba todo el cuerpo
suelto, mal encajado, como si el esqueleto no se le asentara bien entre los músculos y
la piel fuera de otra talla.
Soltó un gruñido y se puso de pie. ¿Y para qué, vamos a ver? Aunque Renie
volviera, saliera de la bañera eléctrica con ese… como se llamara, ese Lázaro de la
Biblia, aunque la recuperase sana y salva, orgullosa de su papá, ni aun así iban a salir
vivos de la montaña. No mientras ahí fuera estuvieran esos cuatro matones, hombres
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crueles y duros, decididos a desenterrarlos como un oso hormiguero desentierra un
termitero.
Dio rígidamente unos pasos hacia los monitores. Los hombres de fuera no habían
terminado de ventilar todo el humo, pero la atmósfera estaba mucho más limpia allí
arriba. No tardarían en volver al trabajo, a escarbar en el suelo de cemento hasta el
final. Y entonces, ¿qué? ¿Granadas? ¿Gasolina ardiendo para que se achicharrasen
como ratas? Contó las siluetas de la oscuridad. Sí, cuatro; es que, al menos, habían
matado a uno con la hoguera de Sellars. Pero eso solo quería decir que sería peor
cuando por fin los encontraran.
«¿Peor? ¡Estás de broma, hombre!». Eso no iba a ser como los simples rifirrafes
de Pinetown después de muchas cervezas, con puñetazos, estacazos y a veces alguna
navaja, justo antes de que todo el mundo huyera a la desbandada, ni siquiera como las
peores broncas de jóvenes armados, con ese ruido horrible que hacían, como si
arrastraran un palo por una valla, cuando la gente se paraba en seco, pálida de miedo,
porque todos sabían que acababa de pasar algo gordo… No, esto iba a ser muchísimo
peor.
El picor era inaguantable, necesitaba moverse, salir, echar a correr a toda
velocidad bajo el cielo. Quizá encontraran otra salida, un conducto de calefacción
como el de la otra vez. Tendrían que llevarse a Renie y al hombrecito en sus
respectivas bañeras, esa especie de ataúdes con cables, pero seguro que, fuera lo que
fuese lo que hacían allí, no sería más importante que su propia vida.
«Y después, ¿qué? Echar a correr por las montañas perseguidos por esos hombres,
que tienen un camión y van armados hasta los dientes».
Dio un manotazo a la consola y se volvió de espaldas. Lo único que quería era
echarse algo gaznate abajo. ¿Era mucho pedir para un condenado a muerte? Hasta en
la cárcel de Westville concedían al pobre desgraciado su última cena la víspera de la
ejecución, una cervecita, un poco de vino…
Joseph doblaba y estiraba los dedos. Seguro que en ese sitio tan grande tenía que
haber habido alguien a quien le gustara la bebida, que hubiera escondido una botella
para tomar durante las guardias… una sola botella que se hubiera quedado olvidada
cuando evacuaron la base. Miró hacia el nicho donde Jeremiah hablaba de
provisiones con Del Ray, el reflejo de la luz se derramaba por el suelo de cemento
alrededor de la gran nave. Joseph no les hacía falta. No les gustaba Joseph, un
hombre que vivía del trabajo de sus manos, que no se las daba de nada y podía
ponerse al servicio de los bóers ricos. Si no fuera por su hija, les soltaría cuatro
frescas y se largaría por un conducto de ventilación.
Volvió a pasarse la mano por la boca y, sin pensarlo (porque si lo pensara sabría
que era una tontería inútil, porque había registrado todos los rincones de arriba abajo
por lo menos seis veces), se fue a buscar esa botella de cerveza que algún técnico o
soldado anónimo hubiera escondido para las largas horas de guardia.
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«No…, vino —pensó. Puestos a soñar despiertos, ¿por qué no soñar a lo grande?
—. Una botella entera de algo bueno, algo fuerte. Enterita. La escondió allí, entonces
llegaron las órdenes y tuvieron que marcharse todos. —Saludó al benefactor
desconocido—. No lo sabes, pero la escondiste para Joseph Sulaweyo, para sus
momentos de necesidad, como se suele decir».
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Joseph se dobló por la cintura jadeando, salpicando el suelo de sudor. El cuarto
era pequeño, estaba mal iluminado y hacía calor. Lá necesidad refleja de actuar a
escondidas pugnaba con el malestar que sentía. Perdió la necesidad de actuar a
escondidas. Abrió la puerta, que daba al espacio principal, para que entrara aire
fresco, antes de proceder a la apertura del primer cajón.
No estaba cerrado con llave, pero ahí terminó su suerte.
«¿Quién malgastó este armario llenándolo de papeles?». Una rabia sorda e inútil
lo envolvió como un moratón. El archivador pesaba porque estaba lleno de papeles,
papeles absurdos, historiales personales, tonterías así, todos los cajones, uno tras otro,
llenos a rebosar de carpetas anticuadas.
Joseph solo pudo saborear su honda desgracia un momento, porque
inmediatamente recibió un golpe desde arriba.
Por un instante, pensó con desesperación que el techo se había venido abajo,
como le había pasado a Del Ray, que el bóer malnacido y sus secuaces habían
agujereado el suelo encima de su cabeza. Pero entonces, cuando el inesperado peso
muerto lo tumbó y le clavó las uñas en la cara, pensó que era Jeremiah, que había
entrado allí y, por algún motivo, lo había atacado y quería hacerle daño.
«Solo estaba buscando algo de beber», quería decir, pero las manos le agarraron
la garganta, se la apretaron y le hicieron callar. Presa del pánico, rodó sobre sí mismo
violentamente y se golpeó contra el archivador, pero logró deshacerse de las manos
que lo ahogaban. Retrocedió como pudo, temblando, tosiendo, y logró murmurar una
palabra:
—¿Qué…?, —antes de que el atacante se le echara encima otra vez.
Quienquiera que fuese, parecía más un pulpo que una persona, era todo brazos y
piernas que lo agarraban, que querían inmovilizarlo contra el suelo, que lo
estrangulaban. Se debatió y quiso gritar, pero un brazo entero le apretaba haciendo
tanta presión que creyó que se le iba a partir el cuello y que la cabeza se le separaría
del cuerpo. Empezó a dar patadas como un loco y se hizo daño con el archivador;
notó que el archivador se desequilibraba y caía hacia la pared de atrás, rozaba el
cemento y se desplomaba en el suelo con gran estrépito. Logró poner una mano
debajo del brazo que le impedía respirar y, haciendo palanca con todas sus fuerzas,
respiró, pero seguía viendo chiribitas en el aire. Algo se le puso encima y se le acercó
a la cara, una máscara demoníaca, negra y roja, con dientes blancos y brillantes muy
apretados. Volvió a dar patadas pero no tocó nada con los pies; no podía soportar el
peso que tenía en el cuello. La cara demoníaca empezó a retroceder por un túnel
negro, pero la presión que sujetaba a Joseph aumentó. Todavía no sabía qué había
ocurrido, quién lo estaba matando.
Y en el momento en que la negrura manchada de luz ya era casi completa, la
presión disminuyó y desapareció… o casi, porque todavía notaba la garganta cerrada.
Se puso boca abajo resollando, ahogándose, y creyó que la tráquea no se le volvería a
abrir jamás.
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Oyó gritos y golpes, como si arrastraran un cuerpo pesado escaleras abajo. Notó
el frío cemento en la cara, notó el aire, más frío aún, que le pasaba por la dolorida
garganta, y le supo mejor que el mejor vino del mundo. Fue arrastrándose hacia la
pared del cuarto de servicio, dio media vuelta y, temblando, levantó las manos en
actitud defensiva.
Era Jeremiah, en efecto, con una expresión en la cara como no le había visto
jamás, una expresión de cólera y terror. Pero ¿qué hacía? ¿Qué golpeaba con el palo
ese, con la pata de una silla metálica, esa especie de garrote que se había agenciado
desde que él había vuelto? ¿Y por qué lloraba?
Jeremiah debió de notar la mirada fija de Long Joseph, porque lo miró con ojos
acuosos y luego volvió a mirar el bulto oscuro que había en el suelo. El bulto era un
hombre: un hombre blanco, aunque eso solo lo delataba, en la cara negra de humo y
llena de sangre, la curva sonrosada de una oreja. Tenía la nuca destrozada, se veían
trocitos de hueso entre la humedad roja. La pata de la silla de Jeremiah goteaba.
Jeremiah miró otra vez a Long Joseph y después a la pared, al agujero negro que
antes tapaba la rejilla. Entonces apareció Del Ray en la puerta del cuartito.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Qué ha pasado? —preguntó con los ojos
desorbitados—. ¿Quién es ese?
Jeremiah Dako levantó la pata de la silla, llena de sangre, y la miró como si no
supiera lo que era. Una sonrisa horrible le curvó las comisuras de la boca… lo más
horrible, quizá, que Joseph había visto hasta el momento.
—Al menos… al menos todavía nos quedan… nos quedan las dos balas —dijo
Jeremiah.
Rompió a reír. Acto seguido, empezó a llorar otra vez.
—Es el quinto —dijo Del Ray—. Sigo viendo cuatro en el monitor. Es el que
pensábamos que había muerto con el humo.
—¿Y eso qué importa? —preguntó Jeremiah con apatía—. Solo quiere decir que
ahí arriba sigue habiendo tantos como esta mañana.
Joseph solo era capaz de escuchar. Estaba como si le hubieran arrancado la
cabeza y se la hubieran vuelto a poner a toda prisa.
—Quiere decir que, seguramente, no saben nada del conducto de ventilación —
dijo Del Ray—. Es posible que este se metiera ahí huyendo del humo… el humo le
cortaría le paso, pensaría que era un incendio y se quedaría atrapado al otro lado del
edificio, aislado de sus compañeros. Luego seguiría hasta llegar a este tubo, en
nuestra parte del edificio, donde se podía respirar. Quizá se quedara ahí atascado. —
Miró el cadáver, al que habían arrastrado fuera, a la luz, para verlo mejor—. Así que
supongo que los otros cuatro no aparecerán por ahí y caerán sobre nosotros mientras
dormimos.
—No sabemos nada —dijo Jeremiah.
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Había dejado de llorar, pero todavía estaba muy afectado y tenía la voz tan ronca
como Joseph.
—¿A qué se refiere?
—Mírelo —dijo, señalando el cadáver con un dedo pero sin mirarlo—. Está
cubierto de sangre. Quemaduras, arañazos y cortes. Es fácil que se los hiciera cuando
entró en el conducto, arrastrándose a toda prisa por huir del humo. Seguro que ha
dejado señales en el lugar por el que entró, la misma rejilla, por ejemplo, tirada en el
suelo. Cuando se aclare el humo ahí arriba, encontrarán el rastro e irán en su busca.
—Pues… no sé. Soldemos la rejilla de ese cuarto de servicio.
Jeremiah y Del Ray ya habían intentado clavarla en su sitio, con resultado poco
satisfactorio.
—Pueden envenenarnos… con gas venenoso, ahogarnos, si lo echan por ahí —
dijo Jeremiah mirando la boca del tubo.
—Entonces, ¿por qué no lo han hecho ya? —replicó Del Ray—. Seguro que
pueden localizar nuestra entrada de aire, si se lo proponen. Si solo quisieran
matarnos, ya nos habrían envenenado.
—Ya es tarde —repuso Jeremiah con abatimiento.
A Joseph le inquietó ver al hombre tan hundido. ¿Sería porque había matado a un
ser humano? ¿Cómo podía arrepentirse, por muy sensible que fuera, de haber matado
a un hombre que pretendía matarlo a él?
—Jeremiah —le dijo con suavidad—. Jeremiah, escuche. —El hombre lo miró
con los ojos enrojecidos—. Me ha salvado la vida. Usted y yo hemos discutido en
alguna ocasión, pero esto no lo olvidaré nunca. —Quería decirle algo más, algo que
lo aclarase todo—. Gracias, se lo digo con toda sinceridad.
Jeremiah asintió, pero su expresión seguía siendo deprimente.
—Un aplazamiento —dijo—. Eso es todo. —Sorbió por la nariz casi con furia—.
Pero se lo agradezco, Joseph, y también se lo digo con toda sinceridad.
Se hizo un largo silencio.
—Se me acaba de ocurrir una cosa —afirmó Del Ray al cabo—. ¿Qué vamos a
hacer con un cadáver aquí?
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—Ven, sujeta esto con fuerza —le dijo a la niña, mientras se subía con cuidado a
una mesa hecha de plantas vivas entrelazadas, como todo ese extraño submundo.
La mesa se pandeó, pero resistió; por lo visto, el mobiliario tenía una función
práctica, aunque no precisamente la que Renie pensaba darle en ese momento. La
niña se acercó e hizo lo que pudo por sujetar la mesa.
Renie se estiró hasta las ramas que formaban el techo, se agarró y empezó a
hurgar entre la maleza separando lo que no podía romper, hasta que hizo un agujero
por el que veía el cielo aterciopelado y las primeras y débiles estrellas. Con más
seguridad, ensanchó el hueco hasta la medida de sus hombros. Se aupó con esfuerzo
y echó un vistazo alrededor del tejado. Satisfecha de que no hubiera bichos esperando
allí, volvió a bajar.
—Vamos —le dijo a su compañera—, voy a subirte ahí. —Tuvo que convencerla,
pero se dejó aupar por el agujero—. Ya está —dijo Renie al salir al tejado—. ¿Ves
allí, al otro lado? Esas lianas nos van a llevar hasta la casa que está más cerca de la
iglesia, y desde allí subiremos a la torre.
La niña de piedra miró hacia abajo, a los teincos que se movían por el suelo como
un hormiguero, y luego echó un vistazo de desconfianza a las flexibles ramas.
—¿Qué quieres decir?
—Que podemos trepar por las ramas poniendo un pie en las más bajas y
agarrándonos de las más altas con las manos. Así son los puentes en la selva.
No estaba tan segura como quería aparentar; en realidad, nunca había cruzado un
puente en esas condiciones, ni en la selva ni en ninguna parte, pero sin duda era
mejor que quedarse allí esperando a que los teincos las vieran.
La niña de piedra se limitó a asentir, desbordada por una especie de fatalismo
ineludible.
«Confía en mí porque soy adulta, como en la madrastra». La carga no era
agradable, pero no había con quién compartirla. Suspiró y se asomó por el borde del
tejado. Indicó a la niña que se acercara y la levantó hasta la gruesa enredadera que
subía inclinada, y no la soltó hasta que estuvo segura de que aguantaría el peso de la
pequeña.
—Espera ahí —le dijo—, ahora voy yo.
Tomó impulso y se agarró de la enredadera, pero tuvo que quedarse unos
momentos colgada de allí con manos y piernas, hasta que se colocó en buena posición
y, asiéndose a una rama más alta, se puso de pie. La liana en la que se apoyaba se
combó alarmantemente bajo los pies descalzos, hasta que Renie recuperó el
equilibrio.
—Adelante —le dijo a la niña mientras la ayudaba a mantenerse en pie
sujetándose en una liana más alta—. Avanza despacio; descansaremos cuando
lleguemos a ese tejado de allí, el de la casa alta de al lado de la torre.
Avanzaban poco a poco; andar entre la maraña de ramas y hojas sin caerse de la
resbaladiza liana era bastante difícil. Aunque no parecía que los teincos se hubieran
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dado cuenta de su presencia, Renie se preguntaba si sus sentidos serían tan limitados
como decía la niña: los que merodeaban justo por debajo de ellas parecían cada vez
más inquietos. No pudo evitar pensar en la reacción que tendrían si su compañera y
ella se cayeran de pronto en las zarzas, en medio de todos ellos. Más valía dejar de
mirar abajo.
Ya era prácticamente de noche. Cuando llegaron al tejado de la casa grande, a
medio camino del campanario, Renie empezó a pensar que descansar no era buena
idea, que era mejor aprovechar la última claridad para completar la difícil escalada.
La niña de piedra se detuvo a unos cuantos pasos del tejado.
—¿Qué te pasa?
—No pu… puedo seguir.
—Vamos, hay que llegar hasta el tejado —dijo Renie maldiciendo para sí—, allí
descansaremos. Ya casi hemos llegado.
—¡No! ¡No puedo seguir! ¡Está muy arriba!
Renie miró abajo sin comprender. Solo estaban a cinco metros del suelo. Pero
claro, ella no era más que una niña pequeña, tenía que tenerlo en cuenta, pero aun
así…
—¿No puedes avanzar un poquito más? Cuando lleguemos al techo, ya no verás
el suelo.
—¡No, tonta! —exclamó, llena de rabia y frustración, al borde de las lágrimas—.
¡La liana está muy arriba!
Parecía que los teincos se iban congregando debajo. Renie se distrajo con el
revuelo y tardó un poco en entender que la niña tenía razón. La liana más alta, que
hacía las veces de pasamanos del puente, ascendía de pronto más que la de los pies.
La niña de piedra avanzaba con los brazos completamente estirados; en dos o tres
pasos más, no podría seguir agarrándose.
—¡Dios mío! ¡Lo siento! ¡Qué tonta soy, tienes toda la razón! —Justo debajo de
ellas, los teincos empezaban a trepar unos encima de otros como gusanos en un cubo.
Renie tuvo que sobreponerse al pánico—. Voy a acercarme para ayudarte. —Empezó
a moverse centímetro a centímetro hasta que pudo soltar una mano y, agarrar a la niña
—. Agárrate a mi pierna. O mejor, ponte encima de mi pie.
La niña, que llevaba un buen rato preocupada, sin decir nada, empezó a llorar.
Con ayuda, consiguió abrazarse al muslo de Renie y enlazarla por el tobillo con las
piernas: una postura difícil y poco digna, pero si avanzaba despacio, lo conseguirían.
De todos modos, debieron de tardar otros quince minutos en llegar al mullido tejado,
y ya no quedaba nada de luz.
—¿Dónde está la luna? —preguntó Renie cuando hubo recobrado el aliento.
—Me parece —dijo la niña moviendo la cabeza con pesar—, me parece que ya no
hay luna en Corro la Enredadera.
—Entonces, tendremos que arreglarnos con la luz de las estrellas.
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«Parece el título de una canción», pensó Renie, un poco mareada del esfuerzo y la
fugaz tregua en el paseo por encima de los teincos. Se sentó; había la mínima luz,
pero era suficiente para distinguir el contorno de la torre, e incluso un resplandor que
salía del campanario. Le saltó el corazón a la boca. ¿Sería !Xabbu? Sintió un deseo
incontenible de llamarlo a gritos, pero ya no estaba tan segura de que los teincos
fueran sordos.
—Tenemos que seguir —dijo—. Si me quedo quieta un rato más, los músculos se
me van a entumecer. Vamos.
—¡Pero yo no llego!
La niña estaba otra vez a punto de romper a llorar.
Un breve instante de irritación pasó enseguida. «¡Dios mío! ¡En qué situación he
puesto a esta niña! Pobrecita».
—Ven, te llevo a la espalda. Eres pequeña.
—Soy la mayor de mi casa —replicó con cierto orgullo herido.
—Sí, y además eres muy valiente. —Renie se agachó—. Sube.
La niña se subió como pudo a la espalda de Renie y, con ayuda, trepó hasta los
hombros; allí se sentó y pasó una maciza pierna de piedra por cada lado del cuello.
Renie se tambaleó un poco al levantarse, pero el peso de la pequeña le pareció
soportable.
—Y ahora, la última etapa —dijo—. Agárrate fuerte. Contaré a mis amigos lo
mucho que me has ayudado.
—Es verdad —contestó la niña en voz baja, mientras salían de nuevo hacia las
lianas. Por un capricho de la suerte, la liana de los pies se combaba un poco por
debajo del nivel del alero, de forma que Renie tuvo que bajar en vez de trepar con la
niña colgada a la espalda—. Sí que te ayudé. ¿Te acuerdas del geñero? Te ayudé a
esconderte, ¿a que sí?
—Sí, sí, desde luego.
La última parte fue la más difícil, y no solo por la torpeza que le daba el peso
añadido. Renie había hecho mucho esfuerzo muscular sostenido durante mucho
tiempo, con pocos momentos de descanso, y tenía los tendones tirantes como cuerdas
de piano. De no haber sido porque la corroía el miedo de que el tiempo se acabara, de
que en cualquier instante el Otro pudiera dejar de luchar y el mundo desapareciera
bajo sus pies, habría vuelto al tejado a dormir aunque sus amigos estuvieran a un tiro
de piedra.
Cada paso era una agonía, la distancia entre las lianas era más acusada a medida
que se acercaban al campanario, pero hizo lo que pudo por distraerse.
«Teincos y geñeros ¿qué son? ¿Por qué una máquina tiene miedo de unos bichos?
Teincos y geñeros».
«Y geñeros». Las palabras se le quedaron atascadas en la mente como un grumo
intragable. «¡Y geñeros…!». Se sorprendió tanto que a punto estuvo de soltarse. La
niña de piedra dio un grito de alarma y Renie apretó la dolorida mano en torno a la
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liana. Los teincos se agitaron en el suelo. «Y geñeros: ¡ingenieros! ¿Quién trabaja en
las máquinas? Los ingenieros y los… y los técnicos. Geñeros y teincos».
Soltó una risita histérica. «Eso significa que yo también soy un geñero… tengo el
título y todo lo demás. ¿Por qué el Otro no me convirtió en una medusa
fantasmagórica y asesina?».
—¿De qué te ríes? —preguntó la niña con voz temblorosa—. ¡Me asustas!
—Perdona, es que se me acaba de ocurrir una cosa. No me hagas caso.
«Pero Dios mío, ¿qué le hicieron los ingenieros y los técnicos a esa inteligencia
artificial o lo que sea, para que los vea así…?».
La solidez vegetal de la pared de la torre estaba ya increíblemente cerca. Veía la
ventana abierta a solo dos o tres metros por encima, brillando contra el cielo oscuro,
pero las lianas, que colgaban de los salientes del tejado, no la acercarían lo suficiente
para salvar la distancia.
—Tenemos que dejar las lianas y trepar por la pared —dijo con toda la
naturalidad y serenidad que pudo—. Voy a acercarme lo máximo posible, al final
tendré que saltar. ¿Te agarrarás muy fuerte?
—¿A saltar…?
—Es la única forma de llegar. Estoy segura de que la maleza nos aguantará —
dijo, aunque no estaba muy segura. Se agarró con fuerza a la liana de arriba, se paró
y, con suavidad pero con firmeza, soltó los dedos de la niña, que había decidido
agarrarse también de la liana—. No, no hagas eso. Si estás agarrada cuando yo
salte…, bueno, será un lío muy grande.
—De acuerdo —le dijo la vocecita al oído.
«Confía en mí. Casi preferiría que no confiase…».
Renie se preparó y comenzó a tomar impulso columpiándose en la liana,
calculando que unos centímetros más serían de gran ayuda. Al cuarto impulso, saltó
hacia la pared en sombra.
Al principio, cuando las hojas secas se le rompieron en las manos y resbalaron
hacia abajo, estaba segura de que se habían matado. Entonces, tocó algo más rígido y
sólido y se agarró con todas sus fuerzas, hincando también los pies, insensible a lo
que hacía con ellos. Cuando dejaron de resbalar, se quedó un momento colgada,
jadeando.
«No puedo esperar, no puedo quedarme aquí colgada, no tengo fuerzas».
Se obligó a subir con toda la dificultad y todo el esfuerzo que cada avance le
exigía. Los dos o tres metros que había calculado desde las lianas le parecían cien.
Todos los músculos le ardían de una forma insoportable.
El resplandor de la ventana era tan brillante que parecía una alucinación. Se aupó
al alféizar de vegetación y resbaló sin resuello hasta el suelo vegetal, gimiendo
mientras los músculos se le agarrotaban y una negrura estrellada le nublaba la vista.
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Lo primero que advirtió cuando pudo ver bien otra vez fue el origen de la luz de
la habitación de la torre: una enorme flor que se mecía en el vértice del techo
abovedado, que desprendía un resplandor amarillento desde el centro de los pétalos.
Oyó moverse a la niña de piedra a su lado y se sentó. En el extremo opuesto de la
pequeña estancia había alguien sentado en una silla, medio escondido entre las hojas
y las sombras. No era !Xabbu. Era Ricardo Klement, el único triunfo del Proyecto
Grial, tal como era: guapo, joven y con lesiones cerebrales.
—¿Ese es tu amigo? —preguntó la niña en voz baja.
—¡Ja! —se rio Renie ásperamente—. ¿Dónde están los demás? —Apenas tenía
fuerza para hablar—. ¿Mis amigos están aquí?
—¿Demás? —Klement la miraba sin curiosidad. Sostenía un bulto pequeño en los
brazos, pero Renie no veía lo que era—. No hay más. Solo yo… nosotros.
—¿Quién? —preguntó; aquello le daba muy mala espina—. ¿Quién es nosotros?
Klement levantó poco a poco lo que tenía en brazos. Era algo pequeño y
desagradable de ver, una especie de grumo azul grisáceo, sin ojos, con brazos, piernas
y cabeza rudimentarios y una raja abierta por boca.
—¡Dios del cielo! —exclamó Renie asqueada y atribulada—. ¿Qué demonios es
eso?
—Es… —balbució Klement, indeciso, sin expresión, buscando palabras—. Es
yo…, no…, es mío…
¡Después de todo lo pasado, encontrarse solamente a Klement, ese monstruo
inexplicable! Le dolía hasta la última célula de su ser, pero la decepción era mucho
peor, un bofetón aplastante, una herida de bala en el pecho.
—¿Qué haces aquí?
—Espero a… algo —respondió Klement sin inflexiones en la voz—. A ti no.
—Yo opino exactamente lo mismo. —Sin poderlo evitar, empezó a llorar—.
Maldito sea todo esto.
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28. Dueño de su silencio
PROGRAMACIÓN DE LA RED/CONTACTOS: Cuánta tristeza, cuánta soledad…
(Imagen: imagen de anunciante, M.M. [cara oculta]). M.M.: Ya nada me importa.
Aquí no hay nadie, ni tal solo quiero intentarlo. Esto… esto está muy solitario.
Oscuridad. Quería que alguien me llamara por la soledad y la tristeza que sufro.
Pero no ha llamado nadie…, nadie. Será que no hay nadie ahí que me oiga, después
de todo…
Salir de Dodge City y caer en Egipto fue duro, pero la segunda transición fue aún
peor, más dolorosa. Cuando Paul recuperó los pensamientos, parecía que flotasen en
aguas oscuras y sanguinolentas, como los peces primigenios.
Abrió los ojos y se encontró con una cara amarilla que lo miraba sonriendo. Paul
gruñó.
—¡Ah, por fin! —dijo la máscara de payaso de color amarillo limón que coronaba
un cuerpo envuelto en inmaculadas vendas de momia—. Se ha despertado. Temía que
la esfinge le hubiera hecho daño… pero es un animal muy amable, a su manera.
Martine respiraba con dificultad a su lado, como si la hubieran llevado con la
misma rudeza al espacio de piedra gris sin ventanas donde se encontraban. T4b y
Florimel ya estaban despiertos y miraban a su captor con mala cara.
—¿Qué quiere de nosotros? —preguntó Paul en un tono patético e impotente que
no pudo evitar.
Tenía las manos fuertemente atadas a la espalda, y los tobillos también. Los
cuatro prisioneros habían sido colocados en el suelo, con la espalda apoyada en la
pared, como fardos sobrantes.
—La verdad es que todavía no lo he pensado —dijo el hombre de la cara amarilla
—. Supongo que Ptah el Artífice sabría esas cosas, pero lo cierto es que hace muy
poco que he empezado en serio con este asunto de los dioses. —Soltó una risita—.
Pero ahora me pregunto dónde lo he visto antes. A mis antiguos compañeros de viaje
los reconocería, sin duda, aunque no llevaran la misma ropa de siempre: ¡hola! Pero
usted… —Ladeó la brillante cabeza mirando a Paul—. Yo lo he visto antes, ¿verdad?
¡Ah, ya! Es amigo de Kunohara.
—¿Wells? —dijo Paul atónito; acababa de reconocer el singular parecido
soterrado—. ¿Es usted Robert Wells?
—¡Oh, sí! —respondió riéndose alegremente—. Aunque ahora ha saltado a
primer plano mi personalidad egipcia. El señor Anubis ha tenido la gentileza de
perdonar mis malas compañías anteriores.
—¿Anubis? —preguntó Martine con voz hueca—. Se refiere a Miedo, ¿verdad?
Es decir, al perrito asesino de Malabar.
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—Sí, supongo que se llama así. Me habría resultado más fácil unir todas las
piezas desde el exterior, pero he tenido que apañármelas.
—Eso es un eufemismo —dijo Paul—. Qué bajo ha caído, Wells; lo ha apostado
todo por un psicópata carnicero.
—No pierdas el tiempo, Paul —dijo Florimel con la voz rota y un forzado tono de
desafío—. Este no es mejor que Miedo.
—Cualquiera que sepa algo de negocios sabe muy bien que, a veces, hay que
tragar con ciertas debilidades del comandante de a bordo, si se quiere tener
participación —replicó animadamente—, y el hecho es que, ahora, el señor Miedo es
el dueño de todas las acciones. Lo cual significa que me siento orgulloso de estar en
su bando.
—Entonces…, ¿se quedará ahí mirando sin intervenir, mientras él hace lo que se
le antoje? —preguntó Paul—. ¿Mientras destruye la red, viola, asesina y Dios sabe
qué más…?
—En una palabra, sí —dijo Wells—, pero no va a destruir la red. Quiere vivir
eternamente, como cualquiera. Como yo. —Dio media vuelta y llamó a la puerta—.
Pero su graciosa majestad Anubis volverá enseguida, seguro que estará encantado de
explicárselo todo personalmente.
La maciza puerta se abrió; al otro lado, tres hombres de cabeza rapada,
musculosos y brillantes de aceite, hacían guardia. Wells salió, la puerta se cerró tras
él con estrépito y la tranca se colocó en su sitio.
—¡Miedo nos ha atrapado! —exclamó Martine, como si hablara desde una costa
remota de la desesperación—. ¡Ay, Dios! ¡Nos ha atrapado ese monstruo!
Agotados y abatidos, estrujados y entumecidos por las apretadas ligaduras, ni
Paul ni sus compañeros tenían muchas ganas de hablar. Pasó al menos una hora hasta
que la tranca crujió de nuevo y la puerta se abrió para dar paso a Robert Wells.
—Espero que se estén divirtiendo —dijo—. ¿Han cantado canciones de
campamento o algo? ¿Michael llevó el bote a tierra…? —Sonreía como un loco, o
mejor dicho, pensó Paul, parecía loco de atar—. Les traigo a unos amiguitos.
Dos guardianes se abrieron paso, cada uno cargado con una persona que se
derrumbaba. Cuando los soltaron, los prisioneros trastabillaron y se cayeron al suelo.
Paul no conocía a la mujer rellena y de baja estatura, con un harapiento traje egipcio,
pero al cabo de un momento reconoció la cara del hombre, a pesar de la sangre y de
los moratones.
—¿Nandi…?
—Lo siento… —dijo el prisionero volviendo hacia Paul unos ojos enrojecidos de
párpados hinchados—, no pensaba que…
—¡Ah, sí! —dijo Wells—. Este hombre no pensaba que estuviera aquí, en
realidad; de lo contrario, no nos habría dicho una palabra de cuando se conocieron.
—La máscara amarilla hizo un gesto de asentimiento—. Tardé un poco en atar cabos.
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Pero luego comprendí que sería mucha coincidencia que usted fuera un Paul distinto
del que este hombre nos ha estado hablando con tanto entusiasmo.
—¡Monstruo!
Nandi Paradivash forcejó por acercarse a Wells, pero el guardián más próximo lo
volvió a tirar al suelo de una patada brutal, y allí se quedó gimiendo y jadeando.
—Paul Jonas. —Wells lo escrutó con un brillo en los ojos—. O «X», como lo
llamé yo mucho tiempo: el experimento secreto de Malabar. Primero pude ponerle
nombre al secreto, y ahora, le he puesto cara. —Cruzó los brazos vendados sobre el
pecho—. Pronto tendré mucho más. Usted me lo explicará todo. No es que sea muy
importante, estando Malabar muerto o fuera de servicio, pero aun así… me intriga.
—Aunque supiera algo… —dijo Paul, que solo podía mirarlo retadoramente—,
no le diría una palabra. Pero no sé nada, me borraron la memoria.
—En tal caso, quizá me lo agradezca —sonrió Wells—, porque pienso ayudarle a
recobrarla.
A un gesto suyo, los guardianes se apresuraron a agarrar a Paul como si fuera una
alfombra enrollada. No tuvo tiempo de gritar unas palabras valientes a sus
compañeros, ni de despedirse siquiera, antes de que se lo llevaran a la carrera por el
pasadizo iluminado con antorchas.
—Enseguida voy, muchachos —oyó decir a Wells como un eco—. Procurad que
no se desate. ¡Ah!, y afilad todos los instrumentos, por favor.
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seguimos siendo, prisioneros de Miedo, caí en una gran desesperación. En el pozo, un
pozo oscuro sin fondo. No podía hablar, no podía pensar siquiera, salvo en imágenes
de pesadilla, en aquella habitación de la simulación de la casa donde Miedo me
atormentaba. Si en esos momentos me hubieran ofrecido un disparo en la cabeza, lo
habría aceptado con agradecimiento.
»Después, todo cambió otra vez… para peor, si tal cosa era posible. Robert Wells,
el que nos había capturado y que, al parecer, se ha convertido en el lugarteniente de
Miedo, nos trajo a dos prisioneros más y se llevó a Paul Jonas para someterlo a un
interrogatorio. Me hundí tanto que no podía ni moverme. Temo por Paul. ¡Dios,
cuánto temo por él! ¡Ha sufrido tanto ya…! Me avergüenzo de que mi propio
sufrimiento me haya absorbido tanto. No me imagino siquiera cómo se habrá sentido,
perdido en esta red, sin apenas memoria de su verdadero yo y sin saber lo que le
estaba pasando. Me asombra que no haya perdido el juicio, que sea tan valiente y
bondadoso… me asombra. Y también me asombra no haberme dado cuenta de lo
mucho que lo admiro hasta que se lo llevaron.
»Podría haber muerto ya, en estos momentos, o quizá esté sufriendo lo indecible.
¿Qué será peor?
»Esta es la maldición que había intuido, la carga que he evitado toda mi vida.
Querer a las personas… amarlas, es convertirse en rehén de la suerte.
»Y así empecé a resbalar hacia el abismo. Desde que se lo llevaron, estuve mucho
tiempo, horas, quizá, sin poder hablar, sin poder pensar. El miedo me embargaba el
corazón y el pensamiento, me paralizaba por completo. No podía ir a ningún sitio,
aunque hubiera habido un sitio adonde ir.
»Ahora me doy cuenta de que esto es una versión más directa de lo que he hecho
toda mi vida, en el mundo real. El temor me ha ido encerrando poco a poco en las
entrañas pétreas de las montañas, en un santuario que comparto solo con máquinas.
Sin darme cuenta, he contribuido activamente en mi propia degradación como ser
humano.
»Sin embargo, ni en medio del terror lo veía; solo lo veo ahora, cuando ya ha
pasado. Es posible que jamás hubiera salido de ese pánico negro si mis amigos,
Florimel y T4b, no me hubieran puesto las manos encima pensando que me había
dado un ataque cardíaco. Los percibía y los oía como desde muy lejos, pero no
deseaba que me devolvieran a mis nervios y a mis sentidos. Prefería seguir escondida
en el pozo oscuro, protegida por el miedo insuperable, como el hielo protege al
cazador del Antártico ofreciéndole refugio.
»Entonces, muy lejos todavía de mí misma, noté otras manos que me tocaban,
torpes e indecisas, y oí otra voz. La nueva prisionera se había acercado a mí a rastras,
sin hacer caso del dolor de sus propias heridas. Me avergoncé en las profundidades de
mi aislamiento. Ahí tenía a una persona que había sufrido lo que yo solo temía, y sin
embargo encontraba la fuerza necesaria para preocuparse de mí: ¡una desconocida!
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»Creía que no recuperaría jamás la cordura, que seguiría cayendo sin más por las
tinieblas a cámara lenta para siempre. En cierto modo, era mucho peor volver y
comprender que mis amigos, agotados como estaban, y también la recién llegada, que
todavía temblaba de los tormentos a que la habían sometido, seguían cuidándome
como si fuera una niña inquieta que reclama la atención de los adultos.
»En algunos momentos, la bondad es el filo que más hiere. Pero hasta la
vergüenza se me pasó. Supe entonces que conocía a los dos prisioneros nuevos,
aunque solo fuera de nombre: Bonnie Mae Simpkins y Nandi Paradivash, la primera
persona que había explicado a Paul que estaba atrapado en la red de simulaciones de
Malabar. Nandi estaba pasando por un momento semejante al mío, desgarrado por un
sentimiento de culpa por lo que le había pasado a Paul, y además, estaba claro que le
habían aplicado torturas de agonía, pero la señora Simpkins habló por los dos. Nos
contó que, al abrir una salida para Orlando y Fredericks, los demás componentes del
Círculo esperaron demasiado tiempo y no pudieron escapar antes del gran
derrumbamiento del templo de Ra que siguió a la aparición de Malabar disfrazado de
Osiris, el señor de esa simulación. Malabar no se quedó mucho tiempo y los
supervivientes se escondieron entre las ruinas con la esperanza de encontrar otra
salida, pero a los pocos días, Anubis suplantó a Osiris y las cosas, que ya estaban
muy mal, empeoraron rápidamente.
»Bonnie Mae Simpkins dijo que la destrucción que siguió a la toma de control de
la simulación por parte de Miedo fue una orgía de asesinato y tortura tan atroz, al
menos, como lo que habíamos visto nosotros en Dodge City. Aunque me creía curada
de espanto en lo tocante a atrocidades, me estremeció su descripción de las quemas
públicas, de las sinfonías de asesinatos orquestadas por Miedo, de los chacales
devorando cadáveres de niños y padres obligados a verlo. Me estremeció porque
comprendí que ni siquiera en esta red, donde se pueden hacer realidad todos los
caprichos, la locura homicida de ese hombre tiene límite.
»El poder de Miedo crece, y con él, su ambición, pero ¿hasta cuándo bastarán las
meras simulaciones para saciar semejante apetito? Si se ha hecho con todo el poder
de Malabar dentro y fuera de la red, y si Malabar ha muerto, ¿qué lo detendrá?
Controlará todas las operaciones mundiales y, entonces, las posibilidades alcanzarán
proporciones terroríficas.
»Mientras Bonnie Mae hablaba, se me ocurrió de pronto una idea y le pregunté:
“¿Y qué hay de los otros niños? Los pequeños voladores de los que hablaba
Orlando”. No me acordaba del nombre que se habían puesto ellos mismos: Panda
Guay, Club de los Chulis o alguna tontería por el estilo.
»La pregunta la entristeció aún más. Nos contó que los niños monos querían irse
con Orlando y Fredericks, pero el caos en el templo de Ra los distrajo y la puerta se
cerró antes de que ellos llegaran.
»Bonnie Mae Simpkins dijo que estaba intentado esconderlos cuando los
soldados la encontraron, a ella y a Nandi, y los trajeron aquí, pero los niños huyeron
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volando, perseguidos por guardianes del templo. Estaba segura de que los habrían
atrapado y, seguramente, los habrían matado, puesto que Miedo pensaría que unos
niños que ni siquiera habían llegado a la edad escolar tendrían muy poca información
que ofrecerle.
»Después se refirió someramente a los horrores por los que habían pasado, sobre
todo porque Miedo sabía que habían sido vistos en compañía de Orlando y
Fredericks. Otro relato estremecedor. Era horrible saber que pronto nos entregarían a
Miedo, pero peor aún enterarnos de que nos había estado buscando activamente. Su
venganza no sería improvisada.
»Con todo, la idea de los monitos voladores amigos de Orlando no se me iba de la
cabeza.
»Y es que era como si hubiera dado la vuelta a una esquina. Me resigné a morir
de una muerte desagradable, y sigo resignada, pero no soporto esperarla pasivamente.
Dentro de un momento contaré adónde me ha llevado esa idea. El caso es que cada
vez prestaba menos atención al horrendo relato de Bonnie Mae porque… porque
necesitaba pensar en otra cosa. Ahora comprendo la necesidad crónica y tenaz de
Renie de seguir siempre adelante, la necesidad de hacer algo cuando no hay nada que
hacer.
»Todos vamos a morir. Eso es lo que da forma e incluso belleza a la vida, el
hecho de la brevedad. Así pues, ante esa verdad incontestable, ¿por qué molestarse en
hacer otra cosa que no sea gratificarse a uno mismo? Y sabiendo que puede
sucedemos en cualquier momento, literalmente, como sabemos nosotros, ¿por qué no
rendirse, sin más?
»No lo sé, pero sí sé que no puedo rendirme.
»Dije a la pareja del Círculo que no creía que hubieran atrapado a los niños
voladores, que Miedo solo pretendía quebrantarles el ánimo porque eso le gustaba
más que infligir dolor, y que también quería que le contasen cuanto supieran sobre
Renie y todos nosotros. Por lo tanto, si los guardianes hubieran atrapado a los niños,
seguro que los habrían utilizado para obligarles a ellos dos a hablar, y eso también le
habría gustado mucho.
»Bonnie Mae dijo que, en tal caso, quizá los niños se hubieran salvado. “Que el
Señor los proteja… deseo con todas mis fuerzas que se hayan salvado, pobrecitos”,
dijo, y me pareció percibir que todavía supo encontrar un asomo de optimismo, y
volví a avergonzarme de mi conducta anterior.
»Florimel se acordaba de lo que habían dicho Orlando y Fredericks sobre la
habilidad de Nandi con las salidas, de modo que le pregunté si sería posible abrir una
allí, en la celda donde nos tienen prisioneros. Lentamente, con grandes dolores —
creo que tiene varias costillas rotas, aunque se me hace raro, puesto que todos
estamos en un cuerpo virtual—, me dijo que solo podía abrir puertas en lugares
designados, y que, por descontado, allí, en las celdas de la cárcel, no había ninguno.
Mientras él hablaba, empecé a pensar en serio en lo que era posible y en lo que no, y
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a recordar que, por más.que lo pareciera, en realidad no estábamos encerrados en un
templo de piedra, sino en la idea de un templo.
»Empezaron a llegar otras ideas poco a poco. Nada espectacular, claro, nada que
nos abriera las puertas o matara a los guardianes, pero lo suficiente para mantenerme
ocupada, lo cual agradecí. Cuando Nandi terminó su explicación, pedí a todos un
poco de silencio. Ni siquiera protestó T4b, que, por cierto, ha estado tan callado como
yo desde que trajeron aquí con nosotros a Nandi y a Bonnie Mae Simpkins.
»Este universo virtual está construido sobre cuentos, por lo visto, y sospecho que
ahí tengo parte de culpa porqué creo que contribuí a proporcionar al sistema los
primeros cuentos sobre los que el sistema se ha creado y definido a sí mismo, y en
particular, el cuento que parece definir sus esperanzas, si es que se puede hablar así
de una inteligencia artificial. Cada uno a su manera, hemos sido definidos como
personajes: Renie, la heroína osada y a veces excesivamente tenaz, !Xabbu, el
compañero sabio, Paul, el juguete del destino, un misterio para todos, incluso para sí
mismo. Hacía tiempo que creía que mi papel estaba claro. Yo era la visionaria ciega,
incluso me he permitido la broma de convertirlo en el indicador de las entradas de
este diario, destinadas a ser rescatadas en el futuro. Pero con la ayuda de !Xabbu he
hecho mucho más que eso, he abierto una puerta donde nadie habría podido abrirla.
En realidad, los sentidos extraordinarios que me da este lugar me han permitido
muchas veces hacer lo que mis amigos no podían.
»Al parecer, soy la hechicera: la bruja. Una bruja buena, espero.
»Aquí, en este mundo inventado, tengo poderes. Y, mientras pensaba en los
esfuerzos de Nandi por hacer funcionar el sistema, comprendí que no he descubierto
la totalidad de esos poderes. Y no habrá mejor momento que este para hacerlo,
cuando Miedo está a punto de llegar.
»Pedí silencio a mis amigos y me apliqué con todas mis fuerzas a entender lo que
había más allá de las paredes de nuestro pequeño encierro. Siempre que he intentado
entender el entorno de esa forma, en el mundo de la casa o en el lugar de los
perdidos, ha sido al aire libre, donde podía leer información en las corrientes de aire y
en el eco, aunque no siempre he sabido interpretarla. Considero mis habilidades una
extensión de mis sentidos naturales, por eso siempre creí que teman las mismas
limitaciones, pero acabo de darme cuenta de que no sabía que en realidad fuera así.
Entonces, mientras mis amigos esperaban en silencio, confusos y temerosos, me abrí
a lo que había fuera e intenté ver, oír, sentir… en realidad, no hay palabras para
decirlo.
»Cuando exploraba el funcionamiento del sistema con !Xabbu, noté una distancia
fundamental entre su forma de percibirlo y la mía, distancia que la simbología del
juego de las cunas y la idea matemática en que se basa ayudaron a salvar en parte,
pero no llegaron a eliminar. Entonces empecé a pensar en el significado de esa
distancia: porque, después de todo, un joven con tan poca experiencia en el mundo de
la informática captaba cosas que yo, con años de estudio a la espalda y la percepción
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extraordinaria que el sistema me concedía, apenas lograba entender. Creo que la
razón de todo esto es que yo estoy limitada por mis propias expectativas. !Xabbu
aprendió de su pueblo a absorber todo cuanto el mundo le da, y después, tamizados
los detalles más importantes, a actuar sobre ellos. Pero además es inteligente y
sumamente flexible. Enfrentado a un mundo nuevo, no intenta doblegarlo para que
responda a sus expectativas, sino que reinicia desde el principio el proceso de
aprender las reglas que lo rigen, sin prejuicios sobre la fuente de la información.
»Sin embargo yo, como todos los demás, supongo, nos hemos dejado engañar por
la forma en que la red imita la realidad, y nos hemos empeñado en interpretar estos
mundos como si fueran la vida real. E incluso recurriendo a los asombrosos poderes
que tengo aquí, solo me he permitido oír lo que se podía oír, tocar lo que se podía
tocar, y después canalizar los datos hacia un terreno seguro, el de la semejanza con el
modelo del mundo real. Me sorprende la ironía de todo esto: que una ciega se
esfuerce tan desesperadamente por convertir un lugar en el que es superior a sus
compañeros en algo más parecido al mundo real en el que es inferior a ellos.
»¿Qué haría !Xabbu, incluso en pleno horror, en plena desesperación? La idea me
hizo sonreír. ¿Qué haría !Xabbu? Se abriría. Dejaría que lo que le rodea le hablara y
escucharía sin prejuicios, en vez de intentar manipular la información forzadamente
para encajarla en un esquema y un orden preconcebidos.
»Intenté hacer eso mismo.
»Lo primero que descubrí es que seguía aterrorizada, a pesar de mi aparente
serenidad. Tenía el corazón acelerado, y el sonido sobresaltado de la bocanada de aire
que tomó Paul Jonas cuando los guardianes se lo llevaron todavía estaba fresco en mi
pensamiento, como si su eco se hubiera inmortalizado en nuestra celda. Ese
pensamiento me suscitó otra idea, que de momento dejé de lado para concentrarme en
tranquilizarme y aclararme la cabeza. Hice todo lo que pude, pero estoy débil y no
puedo aprender esa serenidad en unos minutos.
»Era difícil perder la idea de solidez de los muros de la celda, bueno, de todo el
templo. Supongo que los místicos y los científicos tienen que hacer un esfuerzo de
voluntad similar para percibir el mundo físico únicamente como una correlación de
energía. Llegué a captar insinuaciones de lo que había más allá de nuestra prisión,
como información sonora y olores, que para mí ya significaba más de lo que habría
significado para mis compañeros, pero necesitaba más. Tenía que conseguir percibir
esas insinuaciones con el mismo peso que todo cuanto sucedía dentro de la celda,
hasta que las paredes perdieran consistencia y desaparecieran, hasta que la firma de
los obstáculos simulados no fuera más que otro dato. Tenía que aprender a mirar a
través de las paredes, no a las paredes, por decirlo en el lenguaje de los que no son
ciegos.
»Tardé mucho tiempo, pero súbitamente lo conseguí: un simple giro en la
percepción y empecé a percibir la información alineada ante mí, estrato sobre estrato,
la información de los guardianes del pasillo, tan evidente como la de mis
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compañeros, dentro de la celda. Uno se estaba rascando la cabeza y me reí. Era como
si hubiera descubierto un truco, como aquel lejano día de la infancia en que aprendí a
montar en bicicleta de dos ruedas. Empecé a inspeccionar el entorno cautelosamente,
siguiendo la expresión entretejida de la información del muro en el extremo opuesto
del pasillo, y pasando de largo, por así decirlo, para ir a ver los otros pasillos y
habitaciones.
»Esta facultad no es ilimitada en absoluto. Cuanto más alejo la percepción de mí
misma y más barreras traspaso, menos fiable es la información. A cien metros de la
celda, la firma de una persona, es decir, de un simuloide de persona, no era más que
una forma humanoide, identificable principalmente por el movimiento. A doscientos
metros, solo percibía el movimiento. A medida que centraba la atención, encontré
varios agrupamientos de formas y movimiento humanos, cualquiera podía ser Paul y
sus guardianes, pero estaban lejos para poder identificarlos. Seguí alejándome,
buscando la sombra de energía de una salida, lo que queda, incluso, cuando la salida
ya se ha cerrado. Por fin encontré una que parece esta al final del templo, o justo a la
salida, pero empezó a dolerme la cabeza horriblemente. Emergí y volví a la celda con
mis compañeros, y les conté lo que había descubierto. Hice unas preguntas a Nandi y
sus respuestas confirmaron lo que Orlando había dicho de él, que era experto en
mecanismos internos de desplazamiento en la red. Armada con la ampliación recién
adquirida en mi propia investigación del funcionamiento de las salidas, fui de nuevo
en su busca.
»La segunda vez fue más difícil. Estaba cansada y me dolía la cabeza, pero tenía
que acercarme más a la salida y comprobar si funcionaba. Curiosamente, aunque
parecía abierta y en funcionamiento, no pude acceder a la información normal de las
salidas. Pero al menos parecía que podría llevarnos a otro lugar, e inmediatamente, lo
que era nuestra necesidad más perentoria.
»Apenas tuve tiempo de explicarles todo esto antes de quedarme dormida como
una muerta. Cuando me desperté, una hora más tarde, quizá, la chispita de alegría que
mis novedades habían dado a mis compañeros se había convertido en un silencio
desolado, puesto que, mientras siguiéramos encerrados allí, una salida cercana nos
serviría de tanto como si estuviera en la luna.
»Aunque tenía la cabeza como si fuera de cristal viejo y rasposo, me propuse otra
cosa distinta. El tiempo se estaba acabando…, el tiempo se está acabando ahora. No
podía permitirme esperar a encontrarme mejor porque Miedo podía aparecer en
cualquier momento, pero tampoco quería despertar esperanzas.
»La verdad es que, aunque en ese último intento tuve éxito, la esperanza es muy
pequeña.
»Volví a abrirme. Por un momento, temí haber perdido el truco y que las paredes
se quedaran tan sólidas e impenetrables como de costumbre, pero pensé en !Xabbu y
me tranquilicé, y por fin llegó el cambio. Salí, no en una dirección concreta, sino en
general, dejando que la atención fluyera hacia fuera difusamente entre los esquemas
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de información. Buscaba algo menos concreto que la firma de una salida y, cuanto
más me alejaba de la celda, más difícil me resultaba seleccionar la información.
»Casi me había rendido cuando encontré algo que ofrecía una posibilidad. Era
una especie de nudo confuso de firmas, de movimientos pequeños en el otro lado del
templo. Por lo que pude distinguir, se localizaba en una especie de hueco, un nicho
tapado por una cortina de tela, lo cual me pareció preocupante. La segunda parte de
mi plan, menos definida, iba a ser muy difícil de llevar a cabo.
»Fijé el lugar en la memoria y volví otra vez a la celda. La cabeza me dolía aún
más, pero solo tuve que pensar en lo que habían soportado Nandi y Bonnie Mae
Simpkins y en lo que todavía podía esperarnos a todos, para levantarme del suelo y
acercarme a la puerta dé la celda, donde me tumbé con la cara contra la rendija
abierta por abajo.
»—¿Qué es lo que haces? —preguntó Florimel preocupada—. ¿No respiras bien?
»—Ahora necesito más silencio que nunca —le dije—. Por favor, sed pacientes
conmigo. Procurad no moveros, si podéis evitarlo.
»Apliqué el oído a la rendija entre la puerta y el suelo y escuché. Escuché como
antes había dejado libres los sentidos, pero en una dirección, con un objetivo. Lo
único que quería percibir ahora era sonido, en Cualquier forma. Me imaginé el
templo como un laberinto en dos dimensiones e hice todo lo posible por localizar y
ubicar el movimiento de las corrientes de aire, siguiendo el camino por el que había
navegado antes, hasta que detecté el suave crujir y murmurar del nicho. Al
describirlo, lo hago más fácil de lo que fue, no por falsa modestia (fue
aplastantemente difícil), sino porque se me termina el tiempo y quiero describir lo
que pasó.
»En cuanto oí los sonidos desesperantemente débiles que buscaba, empezó la
parte más difícil. Volví la cara y pronuncié una palabra en voz baja, casi en silencio,
por la rendija, y luego la seguí. La cohesión de la onda sonora se disolvió enseguida y
se fundió en el silencio al final del pasillo.
»Alguien se movió detrás de mí, creo que fue T4b, y para mis sentidos, forzados
con fiereza, fue como el rugido del océano. Me contuve y no grité a mis compañeros.
Y volví a intentarlo.
»Me llevó casi dos horas, y me habría llevado una eternidad si no hubiera tenido
la inmensa suerte de que los pasillos por los que circulaba estaban prácticamente
vacíos. Era como planear la jugada de billar más complicada del universo, intentar
llevar una breve secuencia de sonido de un extremo a otro del templo…, rebotando en
las paredes, girando al doblar esquinas, y todo dependiendo de diferencias
microscópicas en la dirección inicial y de un cálculo excelente de las corrientes de
aire. De todos modos, a pesar del inmenso cuidado que puse, lo conseguí sobre todo
gracias a la suerte.
»Oír la respuesta era más fácil, aunque tardaba un poco en volver. Solo yo podía
oírlo… la verdad es que la onda era tan pequeña que no la oía, sino que la leía.
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»—¿Quién es? —dijo la vocecita—. ¿Cómo sabes nombre de Zunni? ¿Cómo
conoces Tribu Genial?
»Era difícil mantener una conversación, habría necesitado horas de aciertos y
desaciertos y, según lo que me habían contado, los niños de la tribu genial no eran
muy pacientes, de modo que concentré todo lo que tenía que decir en un solo
mensaje.
»—Somos amigos de Orlando Gardiner. Estamos encerrados en una celda del
templo. Van a hacernos daño. Necesitamos ayuda inmediatamente.
»No oí respuesta. Un guardián había empezado a hablar en el corredor, al otro
lado de la puerta, y el sutil hilo de espacio y movimiento estalló en una confusión de
ondas.
»Y ahí terminó todo. Es ridículamente improbable que oyeran siquiera el mensaje
completo, o que puedan hacer algo, pero fue lo único que se me ocurrió. Al menos
había acertado al suponer que los niños monos seguían escondidos en el templo. Y,
contra todo pronóstico, he podido decir a alguien que estamos aquí y que necesitamos
ayuda. El hecho de que nuestra salvación dependa ahora de un grupo de preescolares
no empeora las cosas, aunque no las mejore mucho.
»De todos modos, Bonnie Mae Simpkins se alegró de saber que los niños habían
sobrevivido, pero creo que el resto de mis compañeros se deprimió cuando les conté
lo del delicado hilo que tanto tiempo y energía me había costado construir, y del que
ahora pendían nuestras esperanzas.
»Sin embargo, estaba tan cansada y me encontraba tan mal en ese momento que
ni siquiera temía a Miedo: no me habría importado que Satanás en persona hubiera
llamado a la puerta de la celda. Me quedé dormida casi al momento, a pesar del dolor
de cabeza. Ahora estoy despierta otra vez, pero nada ha cambiado. El dolor de cabeza
continúa, es un martilleo constante que mucho me temo que se quedará conmigo para
siempre. Pobre Paul Jonas, solo Dios sabe qué clase de castigos estará sufriendo. Los
demás seguimos esperando la muerte… o algo peor. Esperamos a Miedo. Y quizá yo
no haya logrado nada, quizá sea una bruja fracasada. Pero al menos he hecho… algo.
»Si voy a morir pronto, quizá eso sea un pequeño consuelo. Muy pequeño.
»Código Delphi. Fin».
Estaba atado y no podía hacer nada, tendido boca arriba, con la espalda forzada,
sobre una mesa curva de piedra, y le parecía que el menor roce le abriría el vientre.
En la estancia, débilmente iluminada por antorchas, la cara amarilla de Ptah flotaba
como un sol enfermizo.
—¿Está cómodo?
—¿Por qué hace esto, Wells? —preguntó Paul forcejeando con las ligaduras que
le despellejaban los tobillos y las muñecas.
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—Porque quiero saber. —Se levantó y se dirigió al guardián que había atado a
Paul—. Vete a buscar a Userhotep.
—¡Pero si no sé nada de mí! No se puede torturar a una persona para que diga lo
que no sabe.
—¡Ah! —exclamó Robert Wells con un gesto falso de lástima—. No estamos en
el mundo real, Jonas. Esto es mucho más complicado… y más interesante.
—Tan interesante como para que su nuevo amo lo mate si no le gusta lo que me
está haciendo.
—No se preocupe —replicó el captor riéndose—, le dejaré más que suficiente con
que jugar. Pero antes vamos a probar uno trucos nosotros solos. —Al oír ruido de
pasos, levantó la cabeza—. Aquí tenemos al maestro de los trucos en persona.
—Vivo para servirte, oh, Señor de los Muros Blancos.
El hombre que habló tanto podía ser joven como viejo, no se apreciaba bien en la
sombría estancia, y la carnosa suavidad de sus facciones lo hacía más difícil aún. No
estaba gordo, en sus brazos se apreciaban trazas de una musculatura impresionante, a
pesar de la singular blancura de la piel, pero era redondeado, casi curvilíneo, con el
aspecto general asexuado de un eunuco.
—Userhotep es una persona singular —dijo Wells solemnemente—, un…
¡Mierda! ¿Cómo se dice? Una serpiente pequeña me habla al oído, pero casi nunca se
calla y me canso de escuchar. ¡Ah, sí! Un jeri-heb, un sacerdote de una casta especial.
—Es un torturador —soltó Paul—, y usted es un asesino arrogante, Wells. ¿Su
programa serpiente puede traducir eso al egipcio?
—Ya conoce la palabra. La palabra es… dios —dijo Wells con una sonrisa—.
Pero Userhotep es mucho más hábil que un simple torturador. Es un sacerdote,
profesor de universidad, es decir, un mago. Y le va a ayudar a contarme todo lo que
sabe, y lo que no sabe también.
Userhotep se acercó y levantó las manos sobre el vientre desprotegido de Paul.
Paul se encogió y el sacerdote frunció el ceño levemente, pero sus ojos siguieron tan
vacíos y vidriosos como los de un pez.
«No, como los de un tiburón —pensó Paul con desconsuelo—, un ser que usa los
dientes solo porque los tiene».
—No hace falta que se retuerza —dijo Wells—, el dolor es solo una parte muy
pequeña de la operación… lo he dicho solo por dar algo en que pensar a sus
compañeros de celda. No, Userhotep, aquí presente, va a hacerle un encantamiento, y
entonces cantará como un canario.
—Me parece que ha pasado aquí más tiempo del debido, si cree que un antiguo
galimatías egipcio de los de Malabar va a conseguir que lo cuente todo. —Tensando
las ataduras, levantó la cabeza hasta que pudo ver la cara epicena de Userhotep—. No
eres más que código, ¿lo sabías? Ni siquiera existes. Eres imaginario… ¡un puñado
de números de una máquina grande!
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—Jonas, el mago no oye nada que no encaje en la simulación —dijo Wells con
una risita—, pero es usted quien no entiende nada si cree que ese… ese galimatías no
va a afectarle.
Userhotep se dobló por la cintura. Cuando volvió a erguirse, tenía en la mano una
larga hoja de bronce, más parecida a una navaja de afeitar recta que a una daga. Antes
de que Paul pudiera reaccionar, el sacerdote le pasó la cuchilla por el pecho. Todavía
no había notado el dolor quemante del primer corte cuando ya le había hecho tres.
—¡Cabrón!
Sin prestar atención al forcejeo de Paul, Userhotep levantó un frasco del suelo,
mojó los dedos en la sustancia negra y viscosa que contenía y le untó las tres
incisiones. Cuando la sustancia le quemó la carne viva, lo único que Paul pudo hacer
fue no gritar.
—Creo que eso es pasta de semillas de amapola —comentó Wells—. Una especie
de opio primitivo para ayudar a soñar. Como puede ver, aquí se tratan las cosas
multidisciplinarmente: un poco de ciencia, un poco de magia, un poco de dolor…
El sacerdote empezó a recitar:
Mientras recitaba el ensalmo, Userhotep cortaba la piel a Paul una y otra vez y ungía
cada herida con la sustancia salina y negra. Su voz aflautada sonaba lejana, distraída,
como si estuviera leyendo el acta de una reunión olvidada y sin importancia; sin
embargo, en sus fríos ojos planos se apreciaba una curiosa animación: a medida que
el dolor aumentaba, parecía que esos ojos brillaban más, hasta que la cara llenó por
completo el campo de visión de Paul y el resto de la habitación se sumió en la
oscuridad.
—Verá, no importa que lo crea o no —dijo Wells desde alguna parte detrás de él;
la cara redonda del sacerdote eclipsaba la máscara amarilla de Ptah como la luna al
sol—. Es una de las cosas mejor hechas de esta red, la verdad es que hay que
reconocer el mérito de Malabar, roza la genialidad.
—¡Pero es que no sé nada! —protestó Paul debatiéndose inútilmente contra las
ataduras y la quemazón de la piel.
—Sí, sí que sabe, y si hacemos funcionar bien el sistema y pronunciamos los
encantamientos necesarios, hablará lo quiera o no, tanto si cree que recuerda como si
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no. A estas alturas, ya se habrá dado cuenta de que el sistema funciona por debajo del
nivel de conciencia, lo hace todo más real. Oculta cosas que uno sabe que tienen que
estar ahí, e incluso mata convenciendo a las personas de que están muertas. Si
hubiera sabido cómo lo hacía Malabar, lo habría echado hace mucho tiempo.
La risita maliciosa de Wells caló muy despacio: Paul no podía entender, tenía la
mente plagada de tormentas de agonía y confusión.
—Naturalmente, sería por eso por lo que jamás nos dijo cómo funcionaba. —La voz
de Wells sonaba ya muy lejana, audible apenas entre el cántico del sacerdote. Paul
tenía calambres ardientes en las articulaciones, como si se fuera a descoyuntar—.
¿Cómo lo llamaba jocosamente? Mecanismo reforzador del efecto de realidad. ¡Ah!
Sí, REM, lo llamaba REM, como cuando soñamos, ¿lo entiende? Pero maldita sea,
funciona muy bien. ¿Lo nota ya?
Paul no podía respirar. Una fiebre negra estaba apoderándose de él, caliente y
espesa como la sustancia de amapola que le habían aplicado, oscura como las
cavernas del encantamiento del sacerdote, cavernas que casi veía, increíblemente
profundas, llenas de ojos vigilantes…
—Bien, Jonas, creo que ha llegado la hora de que me cuente todo lo que sabe. —
La cara amarilla del dios apareció flotando entre las sombras ondulantes de la visión
de Paul—. Cuénteme qué pasó…
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¡Habla ahora!
¡Habla ahora!
¡Habla ahora!
¡Los dioses te lo ordenan…!
—No… no sé… —La voz del sacerdote le resonaba en los oídos como un trueno, un
estruendo tan grande que apenas podía pensar. Pasaban imágenes rápidamente, de su
vida en la torre, de los tristes ojos oscuros de Ava, un olor a follaje húmedo. Sus
propias palabras le resonaban a la vez dentro y fuera de la cabeza—. Soy… soy…
Se veía a sí mismo, lo veía todo, y el pasado se abrió desgarrándose como carne,
con dolor, un dolor chillón, a medida que los recuerdos se agolpaban.
La oscuridad desapareció y lo dejó caer en algo más profundo. Se oía hablar a sí
mismo como desde muy lejos.
—Soy… huérfano…
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29. Barreras de piedra
PROGRAMACIÓN DE LA RED/MÚSICA: ¿Vuelven a unirse Animales Horribles?
(Imagen: los Benchlow entrando en el hospital para someterse al preoperatorio).
Voz en off: Saskiay Martinus Benchlow, gemelos antiguamente unidos y miembros
fundadores de Mi Familia y otros Animales Horribles, Horribles, Horribles, que se
habían separado quirúrgicamente hace unos meses para facilitar la ruptura de su
sociedad musical, están pensando en volver a unirse. Hasta sus más leales
seguidores reconocen que eso se está convirtiendo en una saga extravagante. S.
BENCHLOW: Incluso después de separarnos, siempre que nos encontrábamos, nos
pasábamos el tiempo discutiendo. Mi nuevo representante dijo: «¿Qué pasa con
vosotros?, es como si estuvierais unidos por la cadera», y eso nos dio qué pensar…
M. BENCHLOW: La separación ha sido una cosa rarísima. No me imaginaba que me
sentiría tan solo cada vez que iba al cuarto de baño.
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—Sí, supongo que sí —dijo con pesadumbre—. Tengo que llamar y hacer los
preparativos…
—Ya me he ocupado de eso, amigo. En realidad, estaba todo en sus documentos.
¿Quieres que te mande las cenizas allí?
—Pues… —La idea se le hizo tan extraña y repelente que lo tuvo que pensar un
momento—. No. Creo que no. No creo que le gustara Luisiana. Supongo que
preferiría estar con papá en aquel sitio.
Por nada del mundo habría podido acordarse en ese momento del nombre de lo
que llamaban el parque del recuerdo, nunca había ido al lugar donde reposaban los
restos de su padre, si es que un nicho con una puerta practicado en una pared de
fibrámica que imitaba al mármol podía dignificarse tanto.
—Me encargaré de los detalles y te llamo mañana.
—De acuerdo. Estamos en Oaks.
Una forma muy despreocupada de decir que su familia se había ido a uno de sus
semivivacs anuales en su casa de campo de Staffordshire.
—Gracias, Niles. Eres un buen amigo.
—No te preocupes. Pero ¿qué tal va todo por ahí? Hace poco, recibí una llamada
un tanto rara de esos estadounidenses con los que estás.
—Lo sé.
No sabía si contarle toda la historia o no, pero ya estaba en deuda con su amigo.
¿Cuánto se debe, en realidad, a quien se encarga de todo lo necesario para la
incineración de la madre de uno? No quería rebajarse más reteniéndolo al teléfono
con sus quejas, sospechas y simples estupideces.
—Bien, bien. Todo va bien por aquí. Tengo muchas cosas que contarte, cuando
vuelva. Un poco raro, pero en general, todo va bien.
—De acuerdo. —Niles lo miró socarronamente, pero enseguida transformó la
expresión en una sonrisa con su habilidad de costumbre—. Procura no meterte en
líos, amigo mío. Y siento lo de tu madre.
—Te llamo mañana. Gracias de nuevo.
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no se acordarían de él. “Nos conocíamos desde Cranleigh, y también fuimos juntos a
la universidad. Trabajaba en al Tate. Pobre amigo mío…”».
Su alumna lo recibió en el estudio de estilo antiguo, con una expresión tan rígida
en sus delicados rasgos que parecía una máscara, y lo saludó con una leve sonrisa de
cortesía.
—Pase, señor Jonas. Estaba deseando empezar la clase.
Paul se detuvo en el umbral, desconcertado por el brillo de sus ojos, una chispa de
emoción, incluso de miedo.
—Señorita Malabar, yo…
—¡Por favor! —Soltó una risita demasiado aguda—. ¡No perdamos más tiempo!
Ya se ha retrasado un poquito, querido señor Jonas, aunque no se lo digo como
reproche. Comprenda que el tiempo se me hace eterno, entre actividad y actividad.
Se dejó arrastrar al interior y soltó la mano justo a tiempo de evitar que la puerta
del ascensor se la atrapase. Sin darle tiempo a respirar siquiera, Ava le echó los
brazos al cuello y empezó a cubrirle la cara de besos.
—¡Señorita Malabar! —Intentó separarse, pero ella se aferraba a él como un ser
de charcas marinas a la roca—. ¡Ava! ¿Ha perdido el juicio?
Logró colocar un brazo contra el firme estómago encorsetado y la empujó un
poco hacia atrás, hasta que pudo agarrarla por los hombros y mantenerla a cierta
distancia. Le impresionó ver que a Ava se le llenaban los ojos de lágrimas.
—¡Aquí no nos ven! —exclamó ella—. ¡Nos protege nuestro amigo!
—Aun así —dijo; solo percibió a medias que el amigo fantasma de Ava se había
convertido en suyo, también—. Ava… ¡ya le he dicho que es una idea muy peligrosa!
¡No puede ser, sencillamente!
—¡Ay, Paul, Paul!
Sorprendentemente, inclinó la cabeza y le besó la mano con que le agarraba el
brazo. A pesar del monstruoso malestar, de la locura de todo aquello, su cuerpo
respondió con un latigazo en la ingle y un estremecimiento de la serpiente dormida de
su columna vertebral.
—Ava, deténgase. ¡Pare, por favor!
—¡Pero Paul! —Lo miró con sus enormes ojos, trágicos y húmedos—. Acabo de
enterarme de una cosa espantosa. Creo que mi padre… ¡creo que quiere asesinarle!
—¿Cómo?
Aquello traspasaba los límites. Por un momento la odió, despreció su impotencia
y su desequilibrio mental. ¿Cómo podía encontrarse en una situación tan terrible y
ridícula? A Niles Peneddyn jamás le sucedería una cosa así.
—¿Y por qué iba a querer matarme?
—Vamos fuera —le dijo—. Vamos al bosque, allí podemos hablar.
—¿No había dicho que podíamos hablar aquí? ¿Que su… su fantasma o lo que
sea nos protegía?
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—¡Sí, nos protege! Pero no soporto estar en esta casa un minuto más, encerrada
como una fiera. ¡El tiempo… el tiempo pesa mucho aquí!
Se echó en sus brazos otra vez y, aunque Paul rechazó sus besos volviendo la
cara, la necesidad acuciada por el pánico que acusaba la tensión del cuerpo de Ava
operó una curiosa inversión y la envolvió en los brazos tratando de calmarla como si
fuera una niña aterrorizada.
«Y eso es lo que es —pensó, temeroso y confuso, pero conmovido también por la
lástima—. Le han hecho una cosa horrible. No sé qué es, pero es un delito».
—Vamos fuera —dijo Ava, cuando su pecho conmocionado se hubo calmado un
poco—. Por favor, Paul.
Se dejó llevar hasta la puerta del estudio y se separó en el último momento para
salir de la sala, la supuesta zona de seguridad, con un poco más de decoro.
«Ha conseguido que me lo crea —se dijo—, que me crea lo de ese amigo secreto,
el fantasma. O han pirateado el sistema de verdad o Finney y Mudd han bajado la
guardia. No creo que esta conducta les pareciera aceptable».
La casa estaba en silencio, las criadas se habían retirado a donde se retirasen
cuando… ¿terminaban de trabajar? ¿A cotillear sobre la hija loca de su jefe en un
espacio moderno de descanso, en los pisos inferiores? ¿O estarían colgadas en un
armario como marionetas, esperando a que el manipulador volviera a darles vida?
«Tienen que ser personas de verdad», se dijo. El ambiente gótico empezaba a
hacer que hasta lo más inverosímil casi pareciera posible. «Tropecé con una, pero no
se puede tropezar con holografías y no se fabrican robots tan realistas». Esperaba
sobrevivir para volver a Inglaterra, aunque solo se lo pudiera contar a Niles y a sus
amigos algún día, preferiblemente con una bebida en la mano. Estaba seguro de que
no habría quien superase esa historia.
El desayuno de Ava estaba intacto en la mesa del porche, al sol. Paul lo miró con
deseo y lamentó no haber tomado más que un café. En cuanto llegaron al jardín, su
alumna echó a correr. Tuvo el impulso de secundarla, pero se acordó de que
seguramente había ojos vigilándolos y la siguió andando por el sendero con la mayor
calma de que fue capaz.
Lo esperaba en el corro de brujas, con los ojos brillantes, pero ya no lloraba.
—¡Ay, Paul! —exclamó cuando él entró en el corro—. ¡Si al menos pudiéramos
estar siempre así, juntos, y pudiéramos decimos lo que quisiéramos sin temor!
—No entiendo qué está pasando, Ava. —Se sentó a su lado, pero a una distancia
prudencial. Ella lo miraba con reproche, pero él hizo caso omiso—. La última vez
que estuvimos aquí me dijo que… que tenía un hijo. Ahora dice que su padre va a
matarme, por no hablar de su amigo del mundo de los espíritus. ¿Cómo voy a creer
todo eso?
—Pero es cierto que tuve un hijo —replicó indignada—. No mentiría sobre una
cosa así.
—¿Quién…? ¿Quién era el padre?
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—No lo sé. No fue un hombre, si se refiere a eso. —Hizo una pausa—. Quizá
fuera un dios —añadió sin rastro de burla.
Finalmente, Paul se convenció sin sombra de duda de que estaba loca. El control
obsesivo de su padre, su vida de prisionera en ese lugar estrambótico —un zoo para
un solo ejemplar, en realidad— le habían trastornado la mente por completo. Sabía
que debía levantarse, volver a la casa, ir en el ascensor hasta el despacho de Finney y
dimitir, porque de esa situación no podía salir nada bueno. Sabía que era lo que tenía
que hacer, pero por algún motivo, el sufrimiento, quizá, que se ocultaba tras su linda
cara, no lo hizo.
—¿Y dónde está el niño? —preguntó.
—No lo sé. Me lo quitaron… ni siquiera lo vi.
—¿Y cómo sabe que era niño, y no niña? ¿Quién se lo llevó?
—Los médicos. Sí, sé que era un niño, lo supe incluso antes de saber que iba a
concebirlo. Tenía sueños… Fue muy raro.
—Me temo que no lo entiendo muy bien —dijo Paul con perplejidad—. Usted…
usted tuvo un niño, pero no lo llegó a ver porque se lo llevaron los médicos.
—Sí, se lo llevaron.
—Bien. ¿Y cuándo pasó todo eso?
—Cuando empezó a ser mi tutor, hace seis meses. ¿Se acuerda? Yo estaba
enferma y perdí algunas clases.
—¿Cuando empecé…? Pero no parecía que estuviera embarazada.
—Estaba de muy poco.
—Y nunca ha… —vaciló. No sabía qué decir, había caído en la curiosa trampa de
hablar con ella como si fuese una muchacha de hacía dos siglos—. ¿Y nunca había…
estado con un hombre?
—¿Qué hombre podría ser, queridísimo Paul? —dijo, y se rio inesperadamente,
con fuerza. Le había hecho gracia de verdad—. ¿El pobre doctor Landreux, que debe
de tener cien años? ¿O uno de esos dos empleados horribles de mi padre? —Se
estremeció y se acercó a él un poco—. No he estado nunca con nadie. Para mí, no hay
más hombre que usted, mi amado Paul. Ningún otro.
—Pero… —Estaba perdiendo fuerza, casi no podía oponerse a sus expresiones de
cariño— pero ¿se llevaron al niño?
—En aquel momento no lo sabía. Hacía semanas que estaba enferma, sobre todo
por las mañanas. Fui a ver a los médicos y me hicieron un reconocimiento… o eso
creo. Me enteré más tarde de que me habían quitado a mi hijo antes de que pudiera
crecer. No sé cómo, pero lo supe, Paul… ¡lo supe! Aunque no podía estar segura
hasta que me lo confirmó la señorita Kenley.
—¿La señorita Kenley…? —Tuvo la sensación de haber entrado en un teatro
durante el descanso sin saber lo que había sucedido en la primera parte—. ¿Quién…?
—Era una enfermera que venía con el doctor Landreux. Pero Finney la vio
hablando en voz baja conmigo y ya no ha vuelto más. La señorita Kenley era
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encantadora… era curandera, ¿sabe? No le gustaba trabajar aquí. Tenía prohibido
hablar conmigo, pero le pareció tan horrible lo que me habían hecho los médicos que
le dijo al doctor que quería comprobar si me encontraba mejor; entonces me llevó a
dar un paseo por el jardín y me contó que me habían quitado a mi hijo. —Una
lágrima le rodó por la mejilla—. ¡Y ni siquiera había crecido!
—Es decir, solo sabe que iba a tener un hijo porque se lo dijo la enfermera.
—Yo lo sabía, Paul. En sueños sabía que iba a tener un hijo. Pero cuando ella me
contó eso tan horrible que me habían hecho, lo entendí todo.
—Pues es mucho más de lo que yo puedo decir.
Los pájaros trinaban insistentemente entre los árboles. Paul se preguntó por qué el
sonido entraría con tanta facilidad en el corro, mientras que la conversación de ellos
dos se mantenía en secreto.
«Pero aquí pasa algo por fuerza —se dijo—. No nos permitirían estar aquí
hablando de estas cosas así como así, ¿no es verdad? —A menos, naturalmente, que
ya supieran que la niña estaba loca y sintieran curiosidad por la posible reacción de
Paul. ¿Sería una especie de prueba de fidelidad?—. Si es eso, no tengo tanta
necesidad de aguantar en este trabajo. La verdad es que este maldito trabajo no me
hace falta para nada».
Con todo, la historia de Ava tenía algo que no se podía desechar tan fácilmente.
No significaba que fuera verdad, podía ser todo una fantasía histérica que esa señorita
Kenley había endosado a la desgraciada, recluida y crédula Ava; pero también podía
significar que la niña no estaba completamente trastornada. Y, por encima de todo,
era una víctima.
—Cambiemos de tema un momento —le dijo, y advirtió que se le había acercado
un poco más y el muslo, cubierto por el vestido y las rizadas enaguas, se pegaba al
suyo—. ¿Por qué cree que su padre quiere matarme?
—¡Ah! —Abrió los ojos desmesuradamente, como si hubiera olvidado por
completo el peligro que media hora antes la había hecho llorar de horror—. ¡Ay, Paul!
No soportaría perderle, pero tengo mucho miedo.
—Solo dígame por qué cree que estoy en peligro.
—Me lo dijo mi amigo. Mi amigo, ya sabe.
—Sí, ya sé —dijo Paul con una mueca—, el fantasma. ¿Qué le dijo exactamente?
—En realidad, no me lo dijo… me lo enseñó. Me lo enseñó de la misma forma
que me mostró a usted sentado en su habitación. —Frunció el ceño de una forma
graciosa, le pareció, como en los libros antiguos. ¿Sería un producto automático de la
educación al estilo de los libros antiguos?—. Paul, ¿qué es un Grial?
—¿Un Grial? —No se esperaba esa pregunta—. Un Grial es… bien, es… un
objeto mítico. —A pesar de los cursos de literatura en la universidad y de unas doce
lecturas sobre los prerrafaelitas, tenía un recuerdo muy vago, y se avergonzó—. El
santo Grial. Creo que se refiere a la copa de la que bebió Jesucristo en la Última
Cena. Algo así. Se encuentra en muchas leyendas medievales, en todas las del ciclo
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artúrico, por ejemplo. —Le pareció que hablaba como algunos estadounidenses
incultos que no leían y de los que siempre se burlaban sus amigos y él—. Y tiene más
significados, creo; también es una especie de calderón en la mitología irlandesa, pero
no lo recuerdo bien. ¿Por qué?
—Es de lo que hablaba mi padre con esos dos empleados suyos tan crueles,
Finney y Mudd.
—Me he perdido otra vez, Ava.
—Mi amigo… me los enseñó en el espejo, y estaban hablando con mi padre, que
también estaba en un espejo tan grande como la pared. Se les apareció en el espejo
como se me aparece a mí.
«Finney y Mudd hablando por la pantalla con su jefe», pensó. Por lo tanto, el
fantasma de Ava no solo sabía engañar a quienes los espiaban sino que además podía
espiar a los espías.
—¿Y?
—Mi padre les dijo que el Grial estaba al alcance y que quizá fuera el momento
de deshacerse de usted; le llamó «ese personaje, Jonas».
Paul buscaba cabos sueltos con sentido desesperadamente en el enorme y
deshilachado tapiz de tanta locura incomprensible.
—A veces se usa la palabra «Grial» para referirse a algo importante, Ava, como
un proyecto o un fin. Sin embargo, no sé qué puede tener que ver con despedirme a
mí, ni por qué su padre habría de preocuparse de un detalle tan nimio.
Sonrió con resignación ante su propia insignificancia relativa, pero a Ava no le
hizo gracia ni la consoló.
—No estaba hablando de despido simplemente, Paul —dijo con seriedad, como si
él fuera el alumno guasón y ella la maestra—. Nickelplate, es decir, Finney, dijo que
estaban preparados para hacerlo cuando mi padre diera la orden, y Mudd dijo: «De
todos modos, a nadie le va a importar mucho. Solo tiene a su madre, una vieja que no
durará mucho, y no está en condiciones de armar ningún revuelo». Eso fue
exactamente lo que dijo.
Una especie de mano fría le agarró las entrañas por sorpresa y le provocó un
momento de mareo y pánico. Nadie hablaba en esos términos de despedir a un
empleado. Parecía más bien un drama de asesinos. Seguro que había una explicación
inocente, tenía que haberla.
—Ya se ha ido —dijo—; mi madre, quiero decir. Acaba de morir.
—Lo siento, Paul. Debe de ser muy doloroso para usted. —Ava entornó los ojos
dejando a la vista unas largas pestañas—. No conocí a mi madre. Murió al nacer yo.
La miró detenidamente. El rubor le teñía la blanca piel que asomaba por el cuello
alto del vestido.
—No… no se lo ha inventado, ¿verdad? Por favor, Ava, dígame la verdad. No me
enfadaré, pero tengo que saberlo.
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—¿Inventarlo? —dijo, ofendida como una niña—. Pero Paul, jamás le mentiría.
Yo… le amo.
—Ava, no puede ser. Ya se lo he dicho.
—¿No puede ser? —Soltó una risa aguda, que dolía—. «Porque el amor no
conoce barreras de piedra», decía su William Shakespeare, ¿no es así? Lo recuerdo de
Romeo y Julieta.
«Una obra que yo no habría enseñado a una jovencita solitaria e impresionable —
pensó—. Los tutores anteriores tendrían que responder de unas cuantas cosas».
—Tengo que pensar, Ava. Esa… esa noticia es importante. —La respuesta era tan
inadecuada que hacía reír—. Necesito un poco de tiempo para ordenar las cosas en la
cabeza.
—¿Es que no le importo, Paul? ¿Ni un poco, siquiera?
—Claro que me importa, Ava. Pero usted está hablando de una cosa mucho más
importante y muchísimo más complicada, maldita sea. —Ava se ruborizó y se llevó
una mano a la boca, y Paul se avergonzó. Según el rasero de Ava, él había utilizado
un lenguaje grosero—. Mire, Ava, la verdad es que no sé qué pensar de todo lo que
me ha contado.
—Cree… —le dijo tocándole la mano; los dedos fríos y secos le sorprendieron en
la piel— cree que he malinterpretado las cosas. O peor, cree que puedo estar…
¿cómo se dice? ¿Histérica? ¿Loca?
—Creo que es usted una persona buena y sincera. —No podía decir nada más. Le
apretó la mano y, suavemente, se la apartó para levantarse, pero de pronto se le
ocurrió una idea—. ¿Su… su amigo… hablaría conmigo? ¿Qué le parece?
—No lo sé. —Mantenía débilmente la compostura, una frágil fachada que
ocultaba algo semejante a la devastación. Paul se alegró de no tener que verla en toda
su crudeza—. Se lo preguntaré.
Lo despertó el parpadeo de la luz. Tras una noche larga y agónica, por fin se había
quedado dormido con la ayuda de más vino de lo normal, o precisamente por eso. Su
primer pensamiento inconexo fue que las persianas se habían estropeado y
bailoteaban dejando pasar intermitentemente la inoportuna luz de la mañana. No se
dio cuenta de que la arrítmica intermitencia luminosa no provenía de la ventana, sino
de la pantalla mural, hasta que logró sentarse.
«¿Una llamada…? —pensó mareado—. ¿Por qué no ha sonado? —De pronto lo
atenazó el miedo—. Un desastre. El sistema de alarma. La torre se ha incendiado».
Salió de la cama y subió las persianas. Todavía era noche cerrada, la ciudad en
miniatura que se veía abajo estaba todavía a oscuras, solo la luz anaranjada de las
perforadoras de petróleo rivalizaba con las estrellas. No había llamas lamiendo la
lustrosa fachada negra de la torre en dirección a su habitación ni ninguna otra señal
de desastre. Sería un fallo de funcionamiento sin importancia.
—Paul Jonas.
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Dio media vuelta, pero no había nadie en la habitación.
—Paul Jonas.
La voz no venía de ninguna parte en concreto, sonaba sigilosa e intrusa como el
zumbido de una mosca atrapada en el alféizar de una ventana.
—¿Quién… quién eres? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta.
Desaparecieron los últimos velos de la resaca—. ¿Eres… el amigo de Ava?
—Avialle —murmuró la voz—. Ángel…
La pantalla parpadeó otra vez y después se llenó de color. Apareció una imagen
de Ava, pero no tal como era en esos momentos, sino a plena luz del sol artificial,
agachada bajo un árbol y repartiendo migas de pan entre los pájaros que la rodeaban
como una corte de admiradores liliputienses.
—¿Quién eres? —preguntó Paul—. ¿Por qué hablas con Ava… con Avialle?
¿Qué quieres de ella?
—Quiero… quiero… salvar. Salvar a Avialle.
Hablaba de una forma afásica y mal articulada. Paul habría sentido piedad, pero la
voz se arrastraba de un modo inhumano que lo asustaba mortalmente.
—¿Y quién eres?
—Perdido —gimió modulando una especie de aullido estático—. Niño perdido.
—Perdido… ¿dónde? ¿Dónde estás?
Hubo un largo silencio mientras la imagen de Ava temblaba y desaparecía
dejando en su lugar un parpadeo irregular de barras de luz.
—Pozo —contestó por fin—, en el fondo negro, en lo negro, negro, negro. —
Gimió de nuevo con un tartamudeo de voz ronca—. En el fondo negro del pozo.
A Paul se le pusieron todos los pelos de punta. Sabía que estaba despierto, se lo
decía la crispación de todos sus nervios, pero la conversación le daba la misma
sensación terrible de caída que las pesadillas. Buscó desesperadamente algo a que
agarrarse y continuar.
—Quieres salvar a Ava… salvar a Avialle, ¿verdad? ¿Salvarla de qué?
—Malabar.
—¡Pero si es su padre! ¿Qué crees que le va a hacer…?
—¡Padre no! —Gruñó la voz—. ¡Padre no!
—¿Qué dices?
El parecido entre padre e hija era evidente, aunque lo que Malabar tenía de halcón
y cruel, según las fotos que había visto, en su hija era suavidad y dulzura.
—No lo entiendo…
—Come niños —gimió la voz—. Malabar, Grial. Ayúdalos. Sufren mucho. Y…
—Las barras de luz empezaron a parpadear con mayor rapidez hasta convertirse casi
en un destello luminoso sólido. Paul miraba fijamente sin saber qué hacer—. Todos
los niños…
La luz giraba a mucha velocidad, era un haz blanco tan brillante que, al mirarlo,
desaparecían hasta las paredes de la habitación. De repente, sin saber cómo, se cayó
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hacia la luz, hacia el brillo que no tenía fin, y la voz misteriosa lo rodeaba por todas
partes, poderosa y perdida.
—El Grial. Come niños. ¡Muchos niños…! ¡Les hace daño!
Le ardían los sentidos, saturados de sensaciones, pero no podía hacer nada. No
podía hacer nada y la luz seguía derramándose sobre él, atravesándolo, le quemaba
los ojos y le convertía el cerebro en un nudo de cristal transparente. Empezó a ver
caras, caras de niños, pero no era un simple fluir de imágenes: conocía a esos niños,
sentía su vida, su historia, aunque pasaban de largo, volando como una bandada de
gorriones atrapada en un huracán. Los pequeños espíritus lo atravesaban por
centenares, después por millares; cada uno, un nódulo de dolor y tiniebla en el mar de
luz brillante, cada uno de valor incalculable, todos condenados. Entonces, en el
torbellino de oscuridad, otra cosa empezó a tomar forma: un gran cilindro plateado
que flotaba en una bóveda de vacío negro.
—El Grial —dijo la voz otra vez, implorante, doliente—. Para Malabar. Los
come. Ad aeternum. Para siempre.
Paul tenía voz, pero le faltaban pulmones para conducir el aire y garganta donde
articular el grito.
—¡Basta! ¡No quiero ver nada más!
Pero la vorágine no se detuvo. Paul se perdió en una tormenta de sufrimiento.
Se despertó en la alfombra, la verdadera luz de la mañana entraba por la ventana.
Tema la cabeza como podrida y mal asentada en el cuello. Ni la taza de café muy
fuerte ni el puñado de analgésicos le ayudaron a sentirse más persona. Estaba
hundido.
Y aterrorizado.
Lo que había experimentado no tenía explicación. No se insultó fingiendo que
había sido una pesadilla: los detalles eran muy vividos, la posición en que se había
despertado, en el suelo, frente a la pantalla, era muy reveladora. Pero no se entendía
fácilmente. La voz que se había puesto en contacto con él no era la de un pirata
informático normal, eso estaba tan claro que daba risa. No creía en fantasmas, y
menos si aparecían en la pantalla. ¿Qué posibilidades quedaban?
Se sentó al lado de la ventana, las manos le temblaban. Abajo, vio llegar un
aerodeslizador de la compañía al paseo marítimo que rodeaba la torre, la alegre
combinación de blanco y azul del aparato contrastaba con su actual punto de vista: el
transbordador le parecía una versión grande de la barca de Caronte, cargada de pasaje
con destino a un Hades del que él era residente.
Se enardeció de pronto. La vista le había despertado un deseo irreprimible de
estar en otra parte, en cualquier otra parte. No podía pasar ni un solo día más en las
entrañas del edificio negro. Necesitaba moverse, salir. Quizá desde fuera pudiese
pensar mejor.
Mientras se vestía, se acordó de Ava con preocupación y pesar. Si desaparecía sin
más, aunque solo fuera una mañana, se asustaría. No le atraía la idea de subir a su
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casa, le asustaba no ser capaz de separarse de ella, de modo que llamó y dejó un
mensaje a uno de los numerosos ayudantes de Finney.
«El señor Jonas tiene que hacer unas gestiones a raíz de la muerte de su madre en
Inglaterra. Pasará el día fuera. Por favor, diga a la señorita Malabar que estudie la
lección de geometría y lea dos capítulos más de Emma. Las clases se reanudarán
mañana, como de costumbre».
Al colgar, sintió la misma culpabilidad que cuando, de niño, hacía novillos.
«Tengo que salir —se dijo—. Aunque solo sea un rato».
Al cruzar el enorme vestíbulo desde los ascensores hacia la puerta principal, no
pudo evitar mirar alrededor para ver si lo seguían.
«Pero ¿no es precisamente lo que no hay que hacer cuando se sale del Hades?».
¿De dónde era eso? ¿De la leyenda de Orfeo? ¿Que no se podía mirar atrás?
Fuera lo que fuese, no lo seguían ni fantasmas gimientes ni personal de seguridad
de traje oscuro, aunque el inmenso vestíbulo estaba tan lleno de gente que no se podía
saber con seguridad. El flujo de voces entremezcladas que resonaban entre las
paredes de mármol y bajaban del piramidal techo cristalino parecía el rugir del
océano, el torrente de caras infantiles que había invadido sus sueños se había
convertido en sonido.
Se detuvo un momento en la plaza, antes de llegar a las puertas, y levantó la
mirada hacia la torre: un dedo de la altura de una montaña envuelto en cristal negro,
un millón de oscuras placas translúcidas, apuntaladas y lustrosas. Si de verdad eran
las puertas del submundo, ¿cómo podía plantearse volver? Había pensado dedicar el
día a investigar porque no quería acceder a la red general desde el interior de la
matriz de la corporación, pero ¿qué motivos encontraría para volver? ¿Una muchacha
condenada? Haría falta alguien que tuviera mucho más poder que él para liberarla de
la jaula. ¿Una cosa llamada Grial que amenazaba a la infancia mundial? Seguro que
desde fuera podría hacer muchas más cosas que desde dentro, donde la vigilancia era
constante; por ejemplo, informar anónimamente a algunos de los periodistas de
investigación más comprometidos.
«¿Levanto el vuelo, sin más? ¿Me voy, y ya está? Por todos los santos, ¿qué
trabajo se merece esta locura, esta especie de paranoia?».
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—Tiene usted que retirarse, señor. Hay una restricción de seguridad en su tarjeta.
Hable con mi superior.
Antes de que unas palabras hirientes le salieran de la boca, los guardias de
seguridad, exactamente como los que esperaba que lo siguieran en el vestíbulo de la
torre, se lo habían llevado a un despacho tranquilo, según ellos, para mantener una
charla amigable.
Al menos lo consoló que, después, le permitieran volver a la zona de salida y a la
torre sin escolta. Los de seguridad no tenían órdenes de hacerle nada, ni siquiera
detenerlo, siempre y cuando no saliera de la isla. Al menos era algo, aunque fuera tan
poco.
Sabía que apestaba a sudor bajo el abrigo y la camisa, a pesar de que la mañana
era fresca, y se quedó en un ascensor del vestíbulo, aterrorizado e indeciso. ¿Eso
significaba que, a fin de cuentas, le habían oído hablar con la hija del dueño en lo
que, para la corporación M, serían términos de traición? ¿O sería pura casualidad?
Tenía que ir a ver a Finney. De lo contrario, si se dejaba llevar y hacía lo que
quería hacer desesperadamente —volver a su habitación y emborracharse a
conciencia—, sería como reconocer que se merecía ese trato. Tenía que actuar con
inocencia.
El ayudante de Finney lo tuvo veinticinco minutos esperando. De poco le sirvió la
espectacular vista de la ciudad, una ciudad que ahora le quedaba desoladoramente
fuera del alcance, aunque pareciera tan cercana como si pudiera tocar con el dedo la
aguja del paseo del río.
Cuando por fin le dieron permiso para entrar, Finney concluía una llamada. Miró
a Paul y, como siempre, apenas se le veían los ojos detrás de las gafas.
—¿Qué hay, Jonas?
—No… no me han dejado salir de la isla. Cuestión de seguridad, parece.
—¿Por qué? —preguntó Finney mirándolo con calma.
—No lo sé. Por lo visto, mi tarjeta de identificación es defectuosa. Me dijeron que
tenía una restricción de seguridad, o algo así.
—Entréguesela a mi ayudante. Aclararemos el asunto.
—Entonces —dijo Paul muy aliviado—, ¿me darán otra, entre tanto? Tengo que
hacer unas gestiones en Nueva Orleans. —El silencio que siguió le impulsó a cargar
un poco más las tintas—. Mi madre ha muerto y tengo trámites que arreglar.
—Lo siento —dijo Finney distraídamente, mirando a su mesa, aunque no parecía
que hubiese nada encima—. Ya nos encargaremos nosotros de todo.
—Prefiero hacerlo personalmente.
—De acuerdo —dijo Finney, mirándolo por fin—. Como le he dicho, entregue la
tarjeta a mi ayudante.
—¡Pero tengo que irme! ¡Tengo que salir de la isla y arreglar unos asuntos! Es
que… no pueden retenerme aquí. No pueden… retenerme sin más.
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—Pero mi querido Jonas, ¿a qué viene tanta prisa? Sin duda podrá arreglar todos
los trámites por internet, y con mayor eficacia. Aunque los protocolos de seguridad le
parezcan estúpidos, le aseguro que son mortalmente serios. Mortalmente serios.
Imagínese que alguien quisiera entrar en la isla, o salir de ella, que es lo mismo, sin
una tarjeta válida, no quiero ni pensar en las cosas horribles que podrían suceder. —
Finney sonrió lentamente—. De modo que espere tranquilo, haga el favor. Sea buen
chico y entretenga a la señorita Malabar. Nosotros lo arreglaremos todo… con
tiempo.
De nuevo en el ascensor, Paul apenas soportaba su propio peso. Entró tropezando
en su habitación, apagó las luces, apagó la pantalla con cuidado y para siempre y se
sentó en la oscuridad, rota por la luz que entraba por el resquicio que había entre la
ventana y la persiana, y empezó a beber para olvidar.
Vio su propio dedo en el botón del ascensor y desaparecer la luz del amanecer que
inundaba el pasillo al cerrarse las puertas, la veía pero no la notaba. Aún estaba
borracho, como desconectado de una forma retorcida y febril. No sabía qué hora era,
solo sabía que era por la mañana y que no soportaría otra noche de sueños
monstruosos.
El ascensor se abrió con un zumbido ante la puerta interior. Se apoyó en ella y
recostó la cabeza en el fresco marco mientras introducía el código con torpeza;
después colocó la mano en el lector. Mareado, se quedó así unos momentos,
estupefacto, después de que sonara el clic de la cerradura.
Cuando entró, una doncella lo miró sorprendida. La expresión de ojos muy
abiertos le pareció una fábrica de engaño.
—Eres real —dijo—, es decir, mientes.
—¿Adónde va, señor? —le preguntó retrocediendo un paso cautelosamente, como
si se preparase para dar media vuelta y echar a correr.
—Cuestiones de importancia. La señorita Malabar. Vamos a salir. —Por fin
comprendió el espectáculo que debía de estar dando y procuró adoptar una actitud
más digna—. Lo siento, no me encuentro bien, pero tengo que impartir la clase a la
señorita Malabar… tengo que darle el horario de hoy. No tardaré más que unos
minutos en marcharme.
Siguió avanzando por el pasillo procurando no perder la línea recta.
«No estoy borracho —pensó—. Solo me estoy derrumbando».
Llamó a la puerta, esperó y volvió a llamar.
—¿Quién es?
—Yo —dijo, y se acordó de los oídos que, sin duda, escuchaban—, el señor
Jonas. Tengo que decirle el horario de hoy.
La puerta se abrió de par en par. Ella llevaba un camisón blanco, suave pero
opaco, y se había puesto encima una bata sin abrochar. El pelo oscuro, suelto y
sorprendentemente largo, le llegaba más abajo de los hombros.
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«Ángel —pensó al recordar las palabras de la cosa fantasma—. Eres preciosa», le
habría gustado decir, pero todavía le quedaba suficiente sentido común para llevarse
la mano a la frente, empapada de sudor, y echarse el flequillo hacia atrás.
—Tengo que hablar con usted un momento, señorita Malabar.
—¡Paul! ¿Qué le ha ocurrido?
—Estoy enfermo, señorita Malabar. —Se llevó el dedo a los labios con torpeza,
pidiéndole silencio—. Creo que me vendría bien un poco de aire. ¿Le importaría
acompañarme fuera a hablar del trabajo de hoy?
—Permítame…, tengo que vestirme.
—No hay tiempo —replicó él roncamente—. La verdad es que… no me
encuentro nada bien. ¿Puede salir conmigo?
—Al menos déjenle calzarme —contestó ella asustada, aunqúe intentaba
disimularlo.
Tuvo que hacer un gran esfuerzo por no agarrarla del brazo y arrastrarla por el
pasillo. Había un par de doncellas en el umbral del porche que, de momento, no
fingían trabajar; se apartaron al acercarse Paul y Ava y bajaron los ojos.
—Insisto, señor Jonas —dijo Ava animadamente, para disimular—, tiene muy
mala cara. Un paseo por el jardín mientras hablamos le sentará de maravilla.
Paul se dio cuenta de lo mucho que se habían escandalizado las doncellas, y se
avergonzó por su alumna. Su propia confusión, desafortunada y caótica, era tal que
no se acordó, hasta llegar al sendero del jardín, de que, fueran lo que fuesen las
criadas de Malabar, no eran muchachas de hacía dos siglos.
Ava no fue corriendo hacia el bosque, como de costumbre, sino que avanzaba con
cautela, preguntando solícitamente a Paul por su estado; le recomendó que, tan pronto
como la dejara, tomara una taza de infusión de manzanilla y se fuera a la cama sin
demora. Ava no se volvió hasta que llegaron al ostentoso refugio del corro de setas, y
se abalanzó sobre él abrazándolo con tanta fuerza que estuvo a punto de tirarlo al
suelo.
—¡Ay, Paul, querido Paul! ¿Dónde estaba? Ayer, al ver que no venía, me asusté
mucho.
Paul no tenía fuerza para apartarla, ni para apartarla ni para hacer nada, en
realidad. No tenía planes ni soluciones. No estaba seguro de no estar volviéndose
loco.
—Su amigo el fantasma vino a verme. Me enseñó… a los niños.
—Entonces, ¿me cree? —Se separó un poco y lo miró a la cara como si no fuera a
verlo nunca más—. ¿De verdad?
—Todavía no sé qué creer, Ava. Pero sé que tengo que sacarla de aquí de alguna
manera. —Un peso se le asentó en el corazón—. Pero no puedo sacarme ni a mí
mismo. Ayer quise salir de la isla, pero no me lo permitieron.
—¿Una isla? —preguntó ella—. ¡Qué raro! ¿Estamos en una isla?
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La inutilidad de todo se le cayó encima con todo su peso. ¿Qué creía que iba a
hacer? ¿Raptar y esconder a una niña que nunca había salido del edificio, la hija del
hombre más rico del mundo, un hombre que tenía ejército propio con tanques y
helicópteros, y con la mitad de los líderes mundiales en el bolsillo? Se le debilitaron
las piernas y se dejó caer al suelo. Ava lo acompañó, abrazada a él todavía y, por un
momento, se enredaron el uno en el otro, la niña encima de él, presionándolo con su
cuerpo delgado y desencorsetado.
—No sé qué hacer, Ava.
Tenía la cabeza como ida. Ava acercó la cara y su pelo los rodeó a ambos como
un dosel y, por un momento, les tapó los ojos.
—Ámeme —dijo ella— y todo se arreglará.
—No puedo… no debo. —La agarraba por la cintura, aunque solo fuera en
defensa propia, para que dejara de contorsionarse encima de él—. No es más que una
niña.
—Barreras de piedra —le recordó, y se rio tan inesperadamente que casi sonrió él
también.
«Y yo soy el pelele de la fortuna». La cita surgió como los pececillos en el
arroyuelo bien cuidado que gorgoteaba a pocos metros de ellos. «El pelele de la
fortuna». Levantó la cabeza y la besó. Ella respondió con todo el entusiasmo natural
de su edad, respirando rápida y entrecortadamente y, al cabo de un momento, Paul
tuvo que levantarla de encima de sí para poder sentarse. La hierba volvió a erguirse
donde él se había echado.
—Mi amor verdadero —murmuró ella con lágrimas en los ojos.
A Paul no se le ocurría nada que decir. «Romeo y Julieta —pensó—. ¡Dios mío,
todo acabó en tragedia!».
—Tengo una cosa para ti —dijo ella de pronto.
Rebuscó en el cuello del camisón y sacó una bolsita con una borla que llevaba
colgada alrededor del cuello. Sacó un objeto pequeño y brillante y se lo enseñó. Era
un anillo de plata con una piedra verdiazul trabajada en forma de pluma.
—Me lo regaló mi padre —dijo—. Creo que era de mi madre. Se lo trajo él del
norte de África. —Sostuvo el anillo hasta que la pluma atrapó la luz y brilló, clara
como el mar tropical, y entonces se lo entregó—. Dijo que la piedra se llama
turmalina.
Paul la miró fijamente. La pluma cincelada era sorprendente: una cosa tan leve
como el aire hecha en piedra, la solidez de la tierra convertida en un soplo de aire.
—Póntela. —Paul se la puso en un dedo, como en trance—. Ahora ya no puede
dejarme. —Su voz suplicaba y algo más: tenía la fuerza de una orden o un
encantamiento—. A partir de ahora, nunca jamás podrás dejarme.
Un instante después, se sentó en su regazo, le echó los brazos al cuello y apretó
los labios contra los de él. Paul se resistió un momento, pero después se rindió a la
oleada completa y poderosa de locura.
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—¡Oh, no! —se oyó decir.
Ava gritó y se tiró hacia atrás, deshaciéndose de los brazos de Paul. Este se volvió
y vio la cara deforme de Mudd, que sonreía espiando desde los árboles.
—Niño malo —dijo el hombre gordo.
De repente todo se oscureció, todo fue absorbido como si desapareciera por una
larga tubería. La luz, el aire, el llanto de Ava, el gorjeo de los pájaros y el murmullo
de las hojas, todo se desvaneció. No quedó nada más que oscuridad y vacío
silencioso.
Hacía tanto tiempo que estaba a oscuras que casi había olvidado que había otras
cosas. Entonces, algo frío le cayó encima y se despertó gritando.
Paul Jonas se esforzó por salir del vacío, tenía la piel en carne viva, aturdida, y la
cabeza hinchada, ardiendo, como si hubiera estado muchas horas al sol del desierto.
Tenía los ojos pegados, pero lo que encontró cuando pudo abrirlos no fue sol ni arena,
sino la semioscuridad parpadeante de una celda.
El sacerdote Userhotep lo miraba impávidamente; todavía sostenía en la mano la
vasija de arcilla cuyo contenido de agua había vaciado sobre el cuerpo atado de Paul.
Con el ceño fruncido como si mirase una pieza defectuosa de un mecanismo, el
sacerdote escrutó a Paul, le tomó el pulso y le levantó los párpados con un dedo
mugriento antes de separarse de él.
—¡Dios mío! —exclamó Robert Wells con una sonrisa de payaso en su cara
amarilla y pelona—. Cuando empieza a hablar no hay quien lo pare, ¿eh?
Paul quiso decir algo pero solo logró gemir. Las arterias que riegan el cerebro
parecían bombear algo mucho más espeso y cáustico que la sangre.
—Pero todavía no nos ha contado suficiente —se quejó Wells—. De modo que
descubrió algo sobre el Grial… ¡caramba! Eso ya me lo suponía, pero no justifica que
el viejo no lo matara directamente. Y, por lo que nos ha contado, está claro que su
sistema operativo era menos fiable de lo que pensábamos… y que había alcanzado
cierto grado de conciencia. Pero nos hemos quedado a las puertas de lo más
interesante —añadió—. Esa última parte del bloqueo es muy resistente, lo cual parece
indicar que era lo que, en principio, Malabar quería borrar por completo. Y, por
descontado, eso es lo que voy a descubrir.
Paul tenía la garganta áspera como la piel de un tiburón, pero por fin encontró
saliva suficiente para hablar.
—¿Y qué más le da? Ahora todo ha terminado. Malabar ha muerto, mis amigos y
yo somos prisioneros y Miedo es el jefe de todo. ¿Qué más da? —En realidad, lo que
no quería era recordar más. Una inquietud perturbadora dominaba todo lo que había
recuperado, una sensación de peligro que acecha al volver la esquina—. Vamos,
máteme de una vez, si de verdad no es mejor que su nuevo jefe.
Al menos, sería el final del dolor. Sería el final de algo.
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—Qué egoísta, señor Jonas —dijo Wells apuntándolo con un dedo alimonado—,
qué egoísta. Si el viejo ha muerto, razón de más para descubrir cuanto sea posible.
Aunque usted no esté en la lista de invitados, los demás tenemos intención de
convertir esto en nuestro hogar para mucho, mucho tiempo. Si es necesario cambiar
las cañerías, necesitamos saber primero el alcance del problema. —Se inclinó y le
acercó mucho la cara—. Además, reconozco que me despierta la curiosidad. ¿Quién
es? ¿Por qué lo escogió Malabar para un tratamiento tan singular, en vez de,
sencillamente, tirar su cadáver a su pantano particular? Nos tuvo muy ocupados en
Telemorphix, prodigándole los mejores cuidados. De verdad nos gustaría saber quién
es.
—Lo demás no lo averiguará —dijo Paul roncamente—. El lavado cerebral, el
bloqueo hipnótico o lo que quiera que sea es demasiado resistente.
—Hummm. Creo que todavía podemos avanzar mucho en la demostración de esa
teoría sin matarte. —Ptah el Artífice se retiró y el sacerdote profesor universitario
Userhotep se adelantó de nuevo—. Me equivoqué, creía que lo conseguiríamos con
los mínimos daños. Pero habrá que abrir el sobre un poco más… a ver cuánto resiste.
El cerebro es capaz de hacer cosas increíbles para soportar el dolor extremo, ¿sabe? Y
eso produce algunos efectos neurológicos igual de extremos. No me sorprendería que
empezase a cantar como un pájaro antes de que terminemos de, por ejemplo,
levantarle las capas externas de la piel.
Robert Wells cruzó los brazos vendados sobre el pecho, miró a Paul fijamente un
momento y asintió con alegría en dirección al sacerdote.
—Bien, Userhotep, creo que ya puedes empezar.
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30. El ascenso de la montaña
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Denuncian a un médico por mantener a un
paciente con vida.
(Imagen: la doctora Sheila Loughlin y los padres de Bellings en rueda de
prensa). Voz en off: Un ejemplo de lo que la Asociación Internacional de Médicos ha
dado en llamar «el nivel temiblemente bajo de compasión en las compañías» es la
demanda que una aseguradora ha interpuesto contra una doctora por mantener a un
paciente con vida más allá de lo que la aseguradora Trans-European Health
considera «ética y económicamente soportable». El paciente, un niño de diez años
llamado Eamon Bellings, de Killarney (Irlanda), lleva casi un año en coma por el
síndrome de Tandagore, pero tanto sus padres como su médico se niegan a retirarle
la asistencia vital a pesar de las exigencias de la compañía aseguradora…
—Lo siento —le dijo Sellars—, pero tiene que extenderse hasta el fondo. Así será
mucho más difícil localizar el foco… y eso puede valerle media hora más de tiempo
para salir.
Olga se secó el sudor de los ojos y se apoyó en el conducto encajando los
hombros para tener las manos libres. No parecía que hiciese tanto calor en el sótano
cuando empezó, media hora antes, pero ahora parecía que trabajara en una sauna.
Enfocó la cámara del anillo hacia la esquina iluminada por la luz blanca de la
linterna.
—¿Hasta allí?
—Sí, creo que con eso bastará. Pero intente encajarla detrás de los cables para
que no se vea tanto.
Olga tardó un momento en secarse el resbaladizo sudor de las manos en el mono
y luego sacó la botella de la mochila.
—Primero tiene que dejarlo preparado —dijo Sellars casi como si pidiera
disculpas—. Gire el tapón hasta que haga clic.
Así lo hizo, y con cierto temor de que, contra lo que Sellars y el mayor Sorensen
dijeran, el dispositivo le explotase en las manos. Solo oyó el ruidito que esperaba; un
momento después, la introdujo en el espacio que había hecho apartando un haz doble
de cables recubiertos de polímero. Se sentó y se frotó las manos una y otra vez.
—Ya está. ¿Quiere verlo?
—No es necesario… —dijo Sellars.
De pronto, alguien agarró a Olga por la muñeca desde atrás.
—¡Te pillé!
Olga lanzó un grito al caerse de espaldas por el borde del conducto; aterrizó sobre
el hombro en el suelo de cemento y se hizo daño. Presa del pánico, se puso en
cuclillas rápidamente pensando que no tenía más arma que la linterna, y que si Sellars
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ponía en marcha la bomba de humo, se asfixiaría antes de poder escapar. Oía su voz
sobresaltada en el interior de su cabeza.
—¡Olga! ¿Qué ha pasado?
Olga se llevó la mano al conectar y lo presionó para amortiguar la entrada de
sonido. El hombre que había de pie a su lado parecía tan asustado como ella. Llevaba
un uniforme de la corporación igual que el suyo y tenía muchas canas, pero su actitud
era la de un niño cuando se le regaña, con los brazos en alto y las manos colgando.
—¡No eres Lena! —Retrocedió un paso—. ¿Quién es usted?
A Olga se le salía el corazón del pecho como si estuviera al borde de una
plataforma, a punto de saltar hacia un trapecio lejano.
—No —dijo, pensando en si podría aprovechar la evidente sorpresa del hombre,
apartarlo de un empujón y llegar hasta la puerta—, desde luego que no.
El hombre se inclinó un poco, escrutándola con la mirada. Tenía los ojos
empañados y algo raro en la forma de los huesos de la cara, como si se le hubieran
roto y se los hubieran pegado apresuradamente.
—Usted no es Lena —repitió—, creía que era Lena.
—Soy… —dijo, tomando aire temblorosamente—, soy nueva.
—Creí que era ella —dijo el hombre asintiendo solemnemente, como si le hubiera
respondido una pregunta que le preocupaba, pero seguía intranquilo—. Estaba… solo
estaba bromeando. No quería hacerle nada. Lena y yo jugamos así, en broma. —Se
llevó un dedo a la boca y se lo mordió ligeramente—. ¿Quién es usted? No se ha
enfadado conmigo, ¿verdad?
—No, no me he enfadado.
El pulso se le calmó un poco. Había visto unos ojos entelados como los de ese
hombre en una persona que había sufrido un accidente y se había sometido a una
operación para salvar la vista. Fuera cual fuese la situación, ese hombre no parecía un
agente de seguridad que acabara de sorprender a un intruso. Por fin, Olga reparó en el
objeto que había detrás de él, que había visto ya varias veces mientras reconocía el
terreno buscando la forma de huir: un cubo de plástico con ruedas y una mopa de
mango largo. Era un celador o algo parecido.
—Menos mal. Solo era una broma, porque creía que era Lena. —Sonrió
tímidamente—. Así que es nueva, ¿eh? ¿Cómo se llama? Yo me llamo Jerome.
Pensó en mentirle, pero en realidad no serviría de nada: tanto si informaba de la
presencia de una persona sin autorización como si no, el nombre que diera no
cambiaría las cosas si empezaban a buscarla en serio.
—Me llamo Olga, Jerome. Me alegro de conocerlo.
El hombre asintió con la cabeza. Bien.
—¿Y qué hace? —preguntó al cabo de un momento, mirándola fijamente—. ¿Se
le ha perdido algo?
El corazón se le aceleró otra vez. La puerta del conducto colgaba, abierta, detrás
de ella. Se volvió con tanta naturalidad como pudo y la cerró pensando
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desesperadamente en algo que decir.
—Ratones —dijo por fin—, me pareció oír ratones.
—¿Aquí abajo? —preguntó Jerome abriendo mucho los ojos—. Nunca he visto
ratones aquí abajo. —Frunció el ceño—. ¿Pongo algunas trampas? Tuvimos que
hacerlo con las cucarachas. No me gustan las cucarachas.
—Parece una buena idea, Jerome. —Se levantó y se sacudió los pantalones; tenía
que hablar despacio y con serenidad—. Tengo que volver arriba, a trabajar.
—Entonces, ¿Lena no viene este fin de semana?
—No lo sé. —Olga no tenía idea de quién era Lena, y lamentó haber dicho su
nombre, pues aunque Jerome no fuera muy curioso, la tal Lena sí podía serlo—. Si la
veo, le diré que la está buscando. Pero ahora tengo que volver al trabajo.
—De acuerdo. —Frunció el ceño otra vez, pensando. Olga aprovechó el momento
para pasar de largo en dirección a las escaleras—. ¡Ol… ga!
—¿Sí? —dijo soltando un suspiro.
—Si ve a Lena, es mejor que no le diga nada. Verá, es que yo no tenía que estar
aquí abajo todavía. Porque primero tengo que hacer el otro piso. Pero es que la oí
aquí… no, fue a usted a quien oí, ¿verdad? Y por eso bajé a gastarle una broma. Pero
el señor Kingery se enfadaría mucho si supiera que he bajado hasta aquí para gastar
una broma a Lena.
—No se lo diré a nadie, Jerome. Ha sido un placer conocerlo.
—Sí, ha sido un placer conocerla. Baje alguna vez, a la hora del descanso. Yo
como aquí…, bueno, desayuno, creo, porque es por la mañana…
—De acuerdo, Jerome, será estupendo.
Se despidió agitando la mano y subió rápidamente las escaleras; en cuanto llegó
al siguiente nivel, subió el volumen del conector.
—… Olga, ¿me oye? ¿Me oye?
Se apoyó contra la pared, cerró los ojos y respiró por primera vez en los últimos
minutos.
—Sí, sí, le oigo; todo está bien. Me sorprendió un celador. Creo que era… ¿cómo
se dice? Un poco lento.
—¿Está sola?
—Sí, pero tengo que pararme a descansar un momento. Casi me da un infarto
cuando me agarró.
—¿La agarró?
—No se preocupe. Espere un momento que recupere el aliento, luego se lo
explico.
—Siento que tenga que subir tantas escaleras —le dijo Sellars—. Pero si
interferimos con las cámaras de vigilancia de los ascensores muchas veces, el servicio
de seguridad del edificio podría preguntarse por qué hay tantos ascensores que suben
y bajan vacíos.
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—Lo comprendo —dijo, aunque eso no disminuía la posibilidad de desmayarse
de cansancio.
—Recupere el aliento. Según los planos que tengo, la sala de conexiones está en
este piso.
Se asomó al pasillo a tiempo de ver un borrón de color al fondo, alguien que
acababa de entrar en un ascensor. Se inmovilizó y esperó, pero no salió nadie: tanto
mejor. Sellars podía ocultar sus movimientos haciendo un bucle en las imágenes de
las cámaras de seguridad, pero solo si antes no había nadie en el pasillo. De nada
serviría que las personas desaparecieran de pronto al entrar por un lado y
reaparecieran otra vez al llegar al otro.
La puerta del ascensor se cerró con un murmullo. El pasillo quedó en silencio otra
vez y el largo tramo de oscuro suelo enmoquetado, vacío como una carretera rural por
la noche.
La forma en que Sellars había manipulado la tarjeta de identificación funcionó
con la puerta de la sala de conexiones tan bien como con el acceso al sótano. Antes
de que Olga entrara, Sellars ya había puesto en marcha un bucle de imágenes en las
señales de vigilancia y, en cuanto la puerta se abrió, se coló rápidamente y la cerró
otra vez. Hacía un frío sorprendente en la habitación, un pasillo de cien metros de
largo con estantes llenos de máquinas a ambos lados como monumentos de reyes
muertos.
—No la voy a entretener aquí más tiempo del estrictamente necesario —dijo
Sellars—, así que manos a la obra.
Olga localizó la máquina que Sellars le indicó al cabo de unos minutos de
búsqueda, y se la enseñó a través del anillo para que él lo comprobara. Después sacó
de la mochila un rectángulo gris.
—¿Lo enchufo en uno dé estos agujeros?
—No, solo sitúelo contra esas cositas que sobresalen y luego ajústelo ahí. ¿Me
deja verlo? ¡Excelente! Ahora, sujételo bien plano. —Se oyó un clic; la caja gris
vibró un momento en la mano de Olga—. Ahora ya puede soltarlo. —Lo soltó. La
caja se quedó en su sitio—. Si quiere, vaya a sentarse un rato fuera de la vista de la
puerta, para estar a cubierto. Esto me va a llevar un ratito.
Olga encontró una vieja silla giratoria en un hueco, detrás de unos equipos, y se
dejó caer agradecida. No había nada más que hacer que mirar las filas y más filas de
máquinas anodinas. Debió de quedarse dormida y, cuando se despertó, temblaba de
frío y Sellars le estaba hablando otra vez.
—Algo falla.
—¿Viene alguien? —preguntó, alerta de pronto y con el corazón acelerado.
—No. Es que… la habitación no es esta. El equipo no es el que tendría que ser.
Por lo que veo, ninguna de estas máquinas está conectada a la red del Grial. No es
más que la infraestructura normal de telecomunicaciones de la corporación. Tiene que
haber otra habitación… una muy grande.
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—Entonces, ¿qué hacemos?
Estaba cansada y no pudo evitar cierto resentimiento. Una cosa era confiar el
propio destino a manos de unos desconocidos misteriosos y otra muy distinta, que
esos desconocidos lo mandaran a uno de la Ceca a la Meca.
—No lo sé, la verdad, Olga. Tengo que dedicar un poco más de tiempo al
problema. Volveré a ponerme en contacto con usted dentro de una hora. Entre tanto,
quite el ladrón de esa máquina, y supongo que lo mejor será que vaya al almacén del
que habíamos hablado y espere. La tarjeta de identificación le abrirá también esa
puerta. Si va ahora, estará allí dentro de cinco minutos. Maquillaré las cámaras de la
escalera.
—Más escaleras.
—Eso me temo.
El almacén ocupaba gran parte de un piso. Era un laberinto enorme lleno de pilas
de cajas de embalaje cerradas y muebles fuera de uso. En cuanto Sellars hubo
manipulado la señal de vigilancia, Olga se dirigió a un rincón lejano y se instaló
detrás de un montón de biombos, en la silla de oficina más cómoda que encontró.
Volvió a quedarse dormida y se despertó pensando lo raro que era encontrarse
allí, en el mismísimo centro de la torre negra, la que había visto en tantos sueños, y
que, sin embargo, los niños que la habían llevado hasta allí hubieran desaparecido
como sombras ante el sol. Casi le dolía el silencio que había en su cabeza.
Pero percibía además otra clase de silencio. Comprobó su pantalla interna. Habían
pasado casi dos horas. Sellars o Catur Ramsey tenían que haberla llamado ya. Se
puso de pie y se estiró para calentar un poco las articulaciones; después buscó los
servicios del almacén. Cuando hubo terminado, llamó a Sellars. No hubo respuesta.
Llamó a Ramsey, pero tampoco contestó, y le dejó un mensaje.
«El problema debe de ser gordo», supuso, y se quedó esperando un rato más.
Las dos horas iniciales se convirtieron en tres. Un frío desagradable se posó sobre
ella como la bruma. No iban a llamarla. Algo había fallado. Algo crucial había
fallado.
Se cumplieron las cuatro horas de espera, y las cinco y las seis. Las débiles luces
de seguridad del techo se mantenían en un crepúsculo permanente. Las pilas de cajas
se perdían a lo lejos como monolitos de Stonehenge de cartón, plantados y olvidados
por unos druidas muy atareados. Los de Olga, sin duda, se habían petrificado y
convertido en una cosa helada e inerte.
Estaba sola en medio de la torre negra. Primero la habían abandonado los niños y,
ahora, Ramsey y Sellars. Abandonada otra vez.
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Ramsey procuraba aparentar atención y buena disposición, pero hacía rato que sé
había perdido en las explicaciones de Sellars.
—Bien, tendrá que haber más equipos instalados en alguna parte del edificio.
—No —dijo el anciano—, no es tan fácil. Todos los cables de datos del edificio
salen de esa sala y pasan a los proveedores de telecomunicaciones. Y todo lo que hay
en el edificio, incluso las oficinas particulares de Malabar y la residencia del último
piso, sale por esos cables. No se me puede pasar por alto una cosa de tanto peso como
la capacidad de procesamiento que se necesita para gestionar la red del Grial. Sería
como ocultar los datos de la NASA
—¿Nassau? —Ramsey frunció el ceño—. ¿Las Bahamas?
—No importa. Son cosas de otros tiempos.
Sellars se tomó un momento para inhalar el trapo que apretaba en la mano
nudosa, impregnado de algo químico, un trapo que empezaba a parecer parte de él
como el pañolito de un cortesano de Versalles. Ramsey tenía la impresión de que el
anciano respiraba peor desde hacía dos días, y se preguntó cuánto tiempo resistiría
tanta tensión un ser tan frágil.
—Pero tengo que encontrar la solución —prosiguió Sellars—. Su señora Pirofsky
está esperando pacientemente una llamada.
—No lo entiendo. Usted ya ha entrado otras veces en el sistema de Otherland, ¿no
es así? ¿Cómo es que ahora no lo encuentra?
—Porque nunca he podido acceder desde la conexión de Félix Malabar. —
Suspiró y bajó el trapo—. Por eso pensaba que la… incursión de Olga, por decirlo de
la mejor manera, podía sernos de ayuda. Nunca he podido tocar el sistema operativo,
por más que lo he intentado. Entré en la red desde la conexión de Telemorphix, donde
se lleva a cabo el grueso de las tareas de mantenimiento del sistema. Hace años que
entro y salgo de Telemorphix con toda libertad. Incluso puede que tenga nómina —
dijo con una sonrisa superficial.
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Ramsey encogiéndose de hombros.
—No lo sé. Pero… —Se quebró físicamente un momento y luego se llevó una
mano temblorosa a la cara, como sorprendido de tener allí la cabeza, sujeta todavía
—. El tiempo apremia y hay muchas cosas que requieren mi atención. Cualquiera de
ellas puede ser crucial.
—¿Puedo ayudarle en algo?
—Seguramente. Solo el hecho de tenerle ahí escuchando… me obliga… me
obliga a poner un poco de orden en el caos. A veces creemos que sabemos las cosas
muy bien, pero cuando intentamos explicarlas… —Se enderezó—. Mire, le voy a
enseñar uno de los asuntos que más me preocupan ahora mismo.
La pantalla revivió de pronto con un destello de luz pura. Ramsey se sobresaltó.
Un momento después, la imagen se resolvió en la extraña maraña de follaje que
Sellars llamaba su jardín.
—Eso ya me lo había enseñado —dijo Ramsey con delicadeza.
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—No, lo que le voy a enseñar ahora no. —Sellars hizo un gesto y una parte de la
imagen se situó en primer plano, amplificada. Un grupo de hongos grises y de mal
aspecto, pero aun así con el brillo de lo nuevo, había emergido del suelo en torno a la
base de una de las plantas más complicadas—. Ha ocurrido hoy, mientras trabajaba
con Olga. Tenía un montón de mensajes de alarma esperándome cuando corté la
comunicación con ella.
—¿Qué es?
—El sistema operativo —dijo Sellars—, el sistema operativo de la red del Grial.
O mejor dicho, es una pauta que se parece a lo que hace el sistema operativo cuando
destaca algo, dentro de la red para que lo veamos… una especie de locus de interés.
—No sé lo que significa todo eso —dijo Ramsey—, pero creo que estoy
aprendiendo a encontrarme cómodo en la ignorancia crónica y total. Y reconozco que
estoy impresionado: es usted la primera persona a la que oigo utilizar la palabra
«locus» en una conversación.
Ramsey se granjeó otra sonrisa del anciano.
—Significa que es la primera vez, desde que el sistema se ha vuelto loco, por
decirlo de algún modo, que encuentro síntomas de él dentro de la red. Bien, el
sistema operativo se extiende por toda la red, claro, pero la parte que parece
inteligente, que parece actuar con voluntad propia, estaba ausente desde que empezó
el desmoronamiento. Es decir, ha vuelto.
—¿Y eso quiere decir…?
—Como ya le conté, es el método que utilizaba para localizar a mis voluntarios
en la red. De modo que, quizá, esa concentración de atención representa la ubicación
de esas pobres personas a las que he puesto en peligro, y que llevaban tantos días
ilocalizables para mí. —Cerró los ojos y pensó—. Una de las razones por las que
quería acceder desde el servidor de Malabar era para superar la ferocísima seguridad
de la red y tener la oportunidad de buscarlos personalmente. Y ahí están ahora…
quizá. Solo Dios sabe cuánto durará esta oportunidad.
—Parece que necesita volver a ponerse en contacto con ellos.
—En efecto… si es que puedo entrar. Como creo haberle dicho ya, el sistema no
me ha permitido colar a Cho-Cho en la red las últimas veces que lo hemos intentado.
—Se detuvo un momento a consultar sus propias fuentes de información—. Me
queda media hora hasta el momento de volver a ponerme en contacto con la señora
Pirofsky. Supongo que es suficiente para volver a intentarlo, incluso si tengo la suerte
de que esta vez me deje, porque nunca he podido contener los sistemas de seguridad
más de unos minutos. —Señaló con un gesto la puerta que separaba su habitación de
la de los Sorensen—. Necesito que me ayude. Es posible que funcione de otra
manera, con el niño despierto.
—¿El niño?
—Claro, el niño. Dudo que las cosas hayan cambiado tanto en el sistema como
para permitirme entrar a mí solo. —Inhaló del trapo una vez más—. Pero como ya le
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he dicho, es posible que ahora funcione de otra manera: nunca lo he intentado con el
niño despierto. Usted puede vigilar, por si se cae del sofá.
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«Si el interior de las personas fuera el exterior —pensó Ramsey—, sería este
niño, y no Sellars, quien estaría cubierto de heridas de la cabeza a los pies».
Sellars se inclinó hacia el niño hasta que pudo tocarle el cuello con la temblorosa
mano. Cho-Cho se la sacudió bruscamente y se sentó.
—¿Qué hace, loco? ¿Va a empezar a tocarme y toda esa mierda?
—Señor Izábal —dijo el anciano con un suspiro—, te ruego encarecidamente que
te tumbes y cierres la boca. Solo estoy entrando en contacto con esa cosa que llevas
en el cuello, el implante neurocanular. —Se dirigió a Ramsey—. En realidad, podría
conectarme a su dispositivo sin más, pero es un modelo bastante malo de fabricación
casera, y se producen menos interferencias si establezco contacto directo.
—¡Eh! ¡Que yo pagué un montón de efectivo por él, viejo!
—Te robaron, hijito —se rio Sellars débilmente—. No, no te enfades, es broma.
La verdad es que cumple muy bien su cometido.
—Pues déjese de bromas —replicó Cho-Cho, y se tumbó.
—Cierra los ojos, por favor —dijo Sellars, después de hacer contacto otra vez. El
niño los cerró y él también; levantó el rostro hacia el techo—. ¿Ves la luz, amiguito
mío?
—Más o menos. Todo está gris, ¿vale?
—Bien. Ahora, espera. Si todo sale bien, dentro de unos minutos te encontrarás
dentro de la red, como las otras veces… en ese sitio que tanto admiras. Oirás mi voz
dentro de la cabeza, pero no hagas nada hasta que yo te lo diga.
A Cho-Cho se le abrió la boca, y las manos, que hacía un instante apretaba con
fuerza, también se abrieron sin tensión alguna.
—Ahora… —dijo Sellars, y enmudeció.
Permanecía inmóvil, parecía de piedra, pero al contrario que Cho-Cho, no estaba
inconsciente, sino absorto, distante, como un santón en plena meditación.
Ramsey miraba con una sensación de inutilidad como en su vida había sentido. El
silencio se alargó tanto que empezó a preguntarse si encender la pantalla mural y ver
las noticias interferiría con lo que Sellars estuviera haciendo; sin embargo, de pronto,
el anciano dio un respingo en la silla y su mano se soltó de golpe del cuello del niño
como si se hubiera quemado.
—¿Qué pasa? —preguntó Ramsey acudiendo presuroso a su lado.
Pero el anciano no hablaba, se estremeció violentamente, se le abrieron los ojos
de par en par un momento y se le volvieron a cerrar con fuerza. Poco después se cayó
hacia delante. Si Ramsey no hubiera sujetado con los brazos el delgado cuerpo, ligero
como un puñado de astillas, Sellars se habría derrumbado en el suelo. Ramsey lo
irguió en la silla, pero el anciano se quedó como colgado, flácido, en silencio. El niño
seguía tumbado en el sofá, flácido e inmóvil también. Ramsey quiso despertar a
Sellars sacudiéndolo, después fue corriendo hacia el niño, más desesperado a cada
segundo que pasaba. La cabeza del niño rebotó sobre la almohada cuando Ramsey
quiso despertarlo, pero no volvió a moverse cuando dejó de zarandearlo.
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—Los dos respiran todavía —dijo Sorensen soltando la muñeca de Sellars—. El
pulso es normal.
—Si es el síndrome de Tandagore, eso no significa nada —comentó Ramsey con
amargura—. Mis clientes… su hija lleva meses con el pulso y la respiración normales
el tiempo que ha estado en coma. Y también su amigo… aunque ha muerto.
—Dios. —Sorensen se metió las manos en los bolsillos: para no demostrar tan
claramente lo impotente que se sentía, pensó Ramsey—. ¡Diosss! Y ahora ¿en qué
situación estamos? Maldita sea.
—En la misma que antes, aunque peor. —Ramsey se sentía tan pesado que no
sabía cómo volvería a levantarse—. ¿Los llevamos al hospital?
—No sé. ¡Mierda! —Sorensen cruzó la habitación y se sentó en la otra silla.
Habría cabido en el sofá, porque el niño, inconsciente, no lo ocupaba todo, pero a
Ramsey no le sorprendió la opción—. ¿Es que, por estar hospitalizados, esos niños
con síndrome de Tangadore pueden llegar a mejorar?
—Tandagore. No. Bueno, supongo que les evita las llagas por permanecer en
cama. —Un pensamiento le pasó por la cabeza—. Y los alimentan con un gotero. Y
los sondan, supongo.
—¿Los sondan…? ¡Dios! —El mayor Sorensen parecía más hundido que
asustado. A Catur Ramsey le habría gustado decir lo mismo de él—. Es mejor que
vaya a contar a Kay lo que ha pasado. —Frunció el ceño—. No sé cómo vamos a
llevarlos al hospital. El niño, todavía, pero el señor Sellars…, mandamos una circular
sobre Sellars desde la base a todos los centros de urgencias de la costa este, porque
creíamos que tarde o temprano tendría una crisis respiratoria. Mierda. Me parece que
la respiración es lo único que no le da problemas en estos momentos.
—No me mire a mí, mayor. Sellars era quien llevaba este asunto. Yo solo lo
acompañaba a dar un paseo.
—Sí —dijo Sorensen mirándolo con algo semejante a la comprensión—, conque
un paseo, ¿eh, Ramsey?
—Sí, menudo paseo.
Cuando Sorensen hubo salido por la puerta de comunicación, Ramsey fue a
buscar la multiagenda con la esperanza de encontrar información de primeros auxilios
en casos de síndrome de Tandagore entre las búsquedas que había hecho para los
Fredericks. Al cogerla, el aparatito vibraba.
«¡Ay, Dios! —pensó—. Seguro que es Olga. Lleva al menos una hora
esperando… estará asustadísima. Pero ¿qué le digo? —Abrió el aparato para escuchar
la llamada—. Tengo solo una idea muy vaga de lo que Sellars quería hacer, y ninguna
clave respecto a cómo pensaba hacerlo».
—¿Olga? —dijo.
—No. —La voz sonaba débil y espectral, sembrada de lagunas—. No, Ramsey,
soy yo.
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—¡Sellars! —Reconoció la voz y se le erizó la columna vertebral. Miró el cuerpo
desarticulado y sin huesos de la silla de ruedas—. ¿Cómo…?
—No estoy muerto, señor Ramsey. Solo estoy… muy ocupado.
—¿Qué ha ocurrido? Su… su cuerpo está aquí. El niño y usted están…
—Lo sé. Y tengo muy poco tiempo para hablar. El sistema está derrumbándose,
agonizando, creo. No sé si podré conseguir que suelte al niño… y a mí, de paso… —
La transmisión cesó un momento, sin más, una cuchillada de vacío y, después, la voz
susurrante de Sellars volvió—… de importancia vital. Tenemos que encontrar la ruta
de datos del sistema operativo e intervenirla. Todo depende de eso. Tiene usted que
ayudar a Olga Pirofsky…
La señal desapareció y todo quedó en silencio, tanto rato que Ramsey estaba
seguro de haberla perdido. El cuerpo vivo de Sellars se burlaba de él con su silencio.
—… Y no haga nada drástico con nosotros. Reabriré la conexión cada hora, si
puedo…
La voz de Sellars se perdió de nuevo y ya no volvió.
Ramsey miraba la multiagenda, muda como el anciano y el niño dormido.
—¡No! —exclamó, sin darse cuenta siquiera de que hablaba en voz alta—. No, no
puede hacerme esto… ¡No sé qué hacer! ¡Vuelva, maldita sea! ¡Vuelva!
Christabel sabía, por la forma en que su padre hablaba en susurros con su madre,
que algo iba mal. Estaba tan concentrada mirándolos hablar con las cabezas juntas
que se olvidó del helado hasta que un gran grumo frío se le cayó al pie.
De un puntapié, arrojó el helado a los arbustos que rodeaban la piscina del hotel y
luego se lavó el pie con el agua de la piscina, porque el sol le había calentado los
dedos y empezado a solidificarse los restos del helado que le quedaban en las manos.
Fueron solo unos segundos, pero cuando volvió a levantar la cabeza, su padre se
había ido y su madre la miraba de una forma tan rara que le puso el estómago al
revés. Echó a correr hacia ella.
—Christabel, no corras por el borde de la piscina —le ordenó su madre.
Pero como esta miraba hacia el hotel, Christabel supo que su madre estaba
pensando en otra cosa.
—¿Qué pasa?
Su madre empezó a guardar las cosas en la gran cesta de paja que había bajado de
la habitación. Tardó un poco en hablar.
—No estoy segura —dijo por fin—. Papá dice que el señor Sellars y Cho-Cho…
—Se llevó las manos a los ojos, como cuando le dolía mucho la cabeza—. No se
encuentran bien. Voy a ver si puedo ayudar en algo. Puedes ir a ver algún programa…
¿Christabel?
No esperó a que su madre terminara. Sabía desde el principio del día que iba a
pasar algo malo. Aunque no corría, subía las escaleras de la piscina tan rápido como
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podía, pensando en el pobre señor Sellars, con su vocecita aflautada y lo cansado que
parecía…
—¡Christabel! —La llamó su madre, enfadada y asustada—. ¡Christabel! ¡Vuelve
aquí ahora mismo!
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la cánula, la llamaba él, cuando presumía de ella, y la piel irritada de alrededor aún no
se había curado.
—¿Se van a morir? —preguntó. Los adultos no respondieron tampoco esta vez y
ella notó un calor muy grande por dentro, calor y furia que querían salir fuera—. ¡He
preguntado que si se van a morir! —gritó.
Su madre, su padre y el señor Ramsey se volvieron hacia ella sorprendidos. Ella
también se sorprendió, pero no solo por haber gritado, sino porque estaba llorando
otra vez. Le parecía que se había vuelto del revés.
—¡Christabel! —exclamó su madre—. Cariño, ¿qué…?
—¿Van a…? —Arrugó el labio superior procurando que no se le salieran todas las
lágrimas—. ¿Van a morirse los dos?
—Chisss, mi niña. —Su madre se acercó y, con mucho cuidado, levantó el
cuerpecito del niño del sofá y se sentó con él en el regazo—. Ven, cariño —le dijo a
ella, y se la acercó también.
A Christabel no le gustaba cómo estaba el niño, no parecía dormido, estaba
blando, y tampoco quería tocarlo, pero se acurrucó al lado de su madre y le dejó que
la rodeara con el brazo.
—Muy bien —dijo la madre en voz baja—. Todo va a salir bien.
Acariciaba el pelo a Christabel, pero cuando la niña la miró, su madre no la
miraba a ella, sino a Cho-Cho, y le pareció que también tenía ganas de llorar.
—Todo va a salir bien.
—No, Christabel —dijo el señor Ramsey, contestando por fin a su pregunta—, no
creo que vayan a morir. En realidad, no están enfermos… es más bien como… si se
hubieran quedado dormidos.
—¡Despiértelos!
—No podemos despertarlos ahora mismo —dijo el señor Ramsey arrodillándose
junto al sofá—. Lo tiene que hacer el señor Sellars, pero ahora mismo no puede
porque está muy ocupado. Tenemos que esperar, nada más.
—¿Y él también se despertará? ¿Cho-Cho también?
No sabía por qué, pero esperaba que así fuera. Se alegraría mucho cuando el niño
se marchara a otra parte del mundo, pero no quería que se quedara así, tan blando,
para siempre, aunque ella no estuviera para verlo.
—¡Tiene que salvarlo! ¡Está muy asustado!
—¿Te lo dijo él? —preguntó su madre.
—Sí. No. Pero lo sé. Nunca había visto a nadie tan asustado en toda mi vida.
Los adultos volvieron a hablar entre ellos. Al cabo de un rato, Christabel se
desasió del brazo de su madre y fue a buscar algo de abrigo. No tenía fuerza
suficiente para quitar los edredones de las camas, de modo que cogió dos toallas
grandes del cuarto de baño; echó una al señor Sellars por sus estrechos hombros y,
con la otra, tapó al niño como con una manta, hasta la barbilla, así que parecía dormir
la siesta en el regazo de su madre.
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—No tengas miedo —le susurró al oído. Le acarició el brazo y volvió a acercarse
al oído—. Estoy aquí —le dijo, en voz tan baja que no lo oyó ni su madre—. Así que,
por favor, no tengas miedo.
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Después de la vista del atrio, la cámara mostraba una gran perspectiva del lago,
con las aguas teñidas de color naranja tostado a la hora del crepúsculo, con la aguja
negra de la torre sobresaliendo por encima: una perspectiva muy parecida a las
visiones que Olga había tenido. Cerró el archivo y la emisión de imágenes, y el
almacén volvió a aparecer de repente a su alrededor. Había dejado abierta la línea de
entrada de llamadas, pero Sellars y Ramsey no habían intentado hablar con ella.
Se puso de pie, molesta por el entumecimiento de las articulaciones. «Eres vieja.
¿Qué esperabas?».
Pero no era solo eso. Ya era suficientemente penoso tener que reconocer que
estaba sola, que lo que hubiera que hacer tendría que hacerlo sola. Pero el
agotamiento físico y el dolor de los músculos, sobrecargados tras una jornada
completa de limpieza, más las incontables escaleras que había subido siguiendo las
instrucciones de Sellars, lo hacían parecer todo más imposible todavía. Además, ¿qué
esperaba conseguir?
«Los animales, cuando están atrapados y no pueden hacer nada, terminan por
echarse a dormir». Lo había leído en alguna parte. Era lo mejor que podía hacer,
parecía lo más atinado: quedarse ahí, esperar, dormitar. Esperar. ¿Esperar a qué?
«Lo que sea, porque no puedo hacer nada yo sola». A pesar de las cosas tan
sensatas que le decía la cabeza, eso la encolerizaba. ¿Es que había recorrido casi todo
el continente para quedarse acurrucada como una rata en un agujero, solo porque ese
tal Sellars se hubiera distraído? Ni siquiera había oído hablar de él cuando tomó la
decisión de ir allí: lo había planeado sola desde el principio.
Pero ¿qué había planeado, exactamente? Tenía que reconocer que el problema de
entrar en la sede de la corporación, tan bien protegida como estaba, le preocupaba
tanto que prácticamente no había pensado qué haría después. En ese aspecto, la
intervención de Sellars había sido providencial. ¿Dónde se buscaban voces que se
echaban de menos, niños fantasmas?
«Arriba del todo —pensó de pronto—. Ese hombre construyó este edificio. Es el
propietario de Tío Jingle. Él es quien envenena la mente de los niños, no sé cómo, y
los enferma. Si está ahí arriba, al menos le haré saber que estoy al corriente de lo que
se trae entre manos. Si consigo llegar ahí arriba, si los vigilantes no me matan, se lo
diré a la cara, y luego, que pase lo que tenga que pasar.
»¿Qué otra cosa puedo hacer?».
Olga empezó a recoger sus escasas posesiones dispuesta a emprender el viaje
hasta la cima de la montaña.
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31. Feria romaní
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Un multimillonario hace una oferta de compra
del Proyecto Marte.
(Imagen: Krellor en conferencia de prensa en Montecarlo). Voz en off: Aunque
hace unos meses que se declaró en bancarrota, Uberto Krellor, el exbarón de la
nanotecnología, ha hecho una asombrosa oferta de compra del malogrado proyecto
de construcción de una base en Marte, incluida toda su dotación de maquinaria y
minorrobots, con la condición de que Naciones Unidas le conceda derechos de larga
duración sobre el planeta rojo, entre otros, los de concesiones mineras y propiedades
inmuebles de los entornos creados. Se rumorea que Krellor es el testaferro de un
misterioso grupo de financieros que se quedó al margen del Proyecto Marte por la
decisión de Naciones Unidas de evitar la privatización total de las operaciones
marcianas. KRELLOR: A nadie le gusta que los gobiernos sigan tirando el dinero del
contribuyente por la ventana por cuestiones como esa. Que se dé paso a un hombre
de negocios, que se demuestre lo que es capaz de hacer una persona acostumbrada a
asumir riesgos. Si triunfo, será un triunfo para toda la humanidad…
Sam Fredericks había visto unas cuantas cosas desde que entrara en la red.
Después de la orgía de sangre de la guerra de Troya, la batalla entre dioses egipcios y
esfinges y el ataque de los cubiertos de ensalada carnívoros, tendría que estar ya harta
de milagros; sin embargo, todavía le impresionó un poco que, al pasar el puente,
empezaran cruzando un río y terminaran en otro tan distinto.
Bien, no era exactamente que el río en sí mismo cambiara mucho, ni el agua
como tinta bajo el cielo oscuro y los rizos blancos allá donde se arremolinaba en
torno a una piedra. En mejores circunstancias, el suave murmullo habría resultado
encantador, y el puente de piedra, pintoresco. Pero de pronto, cuando la niebla se
disipó a medio camino, vio que el prado que habían divisado desde la otra orilla se
había convertido en el lindero de un bosque brumoso con unas montañas negras y
escarpadas al fondo, y tuvo que reconocer que el truco era estupendo. Pero estaba
harta de trucos.
—¿Cómo puede ser? —murmuró a !Xabbu al oído. Azador iba delante de ellos
como un sonámbulo, más que como un viajero—. ¿Cómo encontró el puente? ¿Y
cómo sabías que podía encontrarlo? ¡Ya habíamos pasado por aquí y no había ningún
puente!
—Porque sospecho que no habíamos pasado por aquí. —Su amigo observaba
ávidamente la orilla de árboles añosos con la esperanza, quizá, de descubrir otra señal
de Renie colgada de una rama—. No en el aquí en el que está el puente, quiero decir.
—Sonrió al ver la cara que ponía Sam—. Yo tampoco lo entiendo muy bien, Sam,
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pero creo que Azador es de este… país del Otro; para empezar, este lugar construido
por el sistema operativo, y por eso a él le suceden cosas que a nosotros no nos pueden
pasar. Es una suposición.
—Hasta ahora, tu suposición es muy acertada —reconoció Sam.
Azador ya había cruzado el puente y empezaba a subir por la tierra negra de la
orilla en dirección a los árboles.
—¡Tendríamos que detenernos! —le gritó !Xabbu—. ¡Se va a hacer de noche! —
Azador no se detuvo ni se volvió siquiera—. Apretemos el paso, si no queremos
perderlo de vista —le dijo a Sam—; si lo perdemos en el bosque, quizá no volvamos
a encontrarlo.
El puente desembocaba en un sendero tan invadido por la maleza que desde el río
no se veía. No obstante, tenía abundantes marcas de roderas, algunas parecían
recientes, y describía una curva en dirección al bosque. Sam miró atrás. Malabar
avanzaba detrás de ellos a lentas zancadas, como quien se acerca a un lugar oscuro y
siniestro. Alcanzaron a Azador cuando cruzaba el lindero.
—Creo que es hora de hacer un alto —le dijo !Xabbu—, empieza a oscurecer y
estamos cansados.
—Es ahí mismo, un poco más adelante —informó Azador mirándolo de una
forma extraña, casi tierna.
—¿Qué es lo que está ahí mismo?
—Habrá hogueras… muchas hogueras. Los caballos estarán cepillados y
brillantes. Toda la banda llevará vestidos bonitos. ¡Y cantarán canciones! —dijo,
como si hablara con otra persona, mirando de nuevo al camino serpenteante—.
¡Shun! ¡Escuchad! ¡Ya casi los oigo!
Sam cerró la boca y no hizo la pregunta que quería hacer. No oía nada más que la
aterciopelada caricia del viento en las incontables ramas. La actitud de Azador
denotaba que también él estaba atento a los sonidos; al cabo de un momento, su
mirada se entristeció.
—No, no los oigo. Quizá no estemos tan cerca.
A Sam le dolían los pies, estaba exhausta. La jornada había sido agotadora, no
habían parado de andar buscando el puente, y ahora que habían cruzado el río por fin,
no quería pasarse la noche siguiendo a Azador por el bosque, mientras él buscaba
elfos mágicos, músicos o lo que fuera. Y así iba a decírselo, pero la mirada de
angustia y esperanza, diferente de lo habitual en él, la contuvo.
El bosque era más real que cualquier otro lugar, desde la montaña negra; los
árboles eran casi perfectos, aunque lo que alcanzaba a ver de las ramas superiores a la
luz menguante no eran hojas individuales y definidas, sino una especie de manchón
borroso. No obstante, la hierba que pisaban era reconocible, aunque más tupida y
semejante al césped de lo que Sam suponía que sería en un bosque de verdad, y
también había musgo en las piedras y los troncos. El único fallo claramente
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perceptible era la falta de sonidos de viento, aves y grillos. El bosque estaba
silencioso como una iglesia vacía.
Azador siguió adelante; levantaba las manos ante sí maravillado, como si tocara
cosas que veía, perdido en un sueño, aunque despierto. Incluso Malabar, que cerraba
la pequeña procesión en silencio, parecía afectado por la singular travesía del bosque.
—¿Dónde estamos? —susurró Sam.
!Xabbu se había detenido con los ojos muy abiertos. Un jirón de tela clara
colgaba a la vera del camino, ondeando en la suave brisa.
—¡Guay! ¿Es de Renie?
—No —dijo !Xabbu decepcionado—. El color no es el mismo, es más amarillo
que el que lleváis Renie y tú, y el trozo es muy grande.
Pero la tira de tela sí significaba algo para Azador, que la tocó con cuidado y
después salió del ancho sendero y se internó entre los árboles. Apretó el paso, y Sam
y !Xabbu tuvieron que acelerar para mantenerse a su altura.
Un jirón de tela roja pendía de un arbusto; Azador viró a la izquierda. Cien pasos
más adelante, dos tiras blancas y juntas señalaban un lado de un claro. Azador les dio
la espalda y siguió andando en sentido contrario. Salieron de la cortina de árboles a
una ladera y encontraron otra vez el sendero del bosque, u otro muy parecido al
anterior, con muchas marcas de roderas.
Lo siguieron hasta otro agrupamiento de árboles elevados que tenían el tronco
gris y retorcido. Sam olió humo en el aire. Dentro del bosquecillo, ocultos a la vista,
se encontraban los carromatos.
Al principio, Sam creyó que era una especie de circo. Los carromatos eran
asombrosos, incluso a la escasa luz; había veinticinco o más, pintados de muchos
colores en combinaciones increíbles, con rayas, ondas y cuadros, festoneados con
plumas y borlas y con apliques de latón en las puertas y ruedas. La vista era tan
espléndida que tardó unos momentos en darse cuenta de que algo no encajaba.
—Pero… ¿dónde está la gente?
Cuando entraron en el claro, Azador miró desesperado alrededor, gruñendo, como
si la gente y los caballos que habían llevado los carromatos hasta allí pudieran estar
escondidos detrás de un árbol. Sam y !Xabbu lo siguieron. Azador se detuvo en
tensión y después salió disparado, corriendo por el claro. Una ondulante columnita de
humo ascendía por el cielo desde detrás de uno de los carromatos más lejanos, un
vehículo sombrío, en comparación con los demás, pintando de azul medianoche y
salpicado de estrellas.
Una pequeña fogata ardía en un círculo de piedras en el suelo, al lado del
carromato. Entre las altas ruedas de madera había unos peldaños. En el inferior,
fumando en pipa y con una gorra en la cabeza, estaba sentada una anciana, o eso le
pareció a Sam, aunque al acercarse comprobó que su contorno era ligeramente
transparente. Azador se detuvo ante la anciana y se acuclilló junto a ella.
—¿Adónde han ido?
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La mujer lo miró. Sam sintió un escalofrío. Lo que veía del rostro de la mujer era
tan difuso como las nubecillas de humo gris que desprendía la hoguera, y sus ojos,
dos puntos de luz pequeños y brillantes como brasas saltando de un brasero.
—Has vuelto, Azador —dijo con una voz resonante y mucho más sustancial que
toda ella—. Tarde ya, mi chabo, el que nació bajo un mal signo. Llevas el nombre
adecuado. Se han ido todos.
—¿Se han ido? —preguntó, abatido—. ¿Todos?
—Todos. Los morts y sus mards, todos los niños. Se han ido huyendo del final.
Como ves, algunos tenían tanto miedo que hasta dejaron aquí los vardoni. —Miró los
carromatos con desaprobación. Azador estaba atónito. Marcharse sin esos vehículos
brillantes y preciados era muy mala señal—. Y por fin, aquí estás tú. En mala hora
partiste y en mala hora vuelves.
—¿Adónde… adónde se han ido, madrastra?
—El final se acerca. Todos los romaníes se han ido al pozo. Así lo ha mandado el
Uno. Esperan que, al llegar allí, la señora negra les hable y les indique el camino de
la salvación.
—Pero ¿por qué te has quedado, madrastra?
—No podía descansar hasta que todos mis chabos lo supieran. Era lo que tenía
que hacer. Ahora que has vuelto, después de tantos años, he cumplido mi cometido.
—Se levantó y avanzó lentamente hacia la puerta del carromato—. Ahora ya puedo
marcharme.
—Pero ¿cómo se va al pozo? —Azador estaba a punto de llorar—. No me
acuerdo de casi nada. ¿Puedes llevarme contigo?
—No —dijo, y la luz de sus ojos se empañó—. No voy allí. Ya he hecho lo que
tenía que hacer. —Empezó a darse la vuelta, pero se detuvo—. Siempre supe que te
aguardaba un destino extraño, un destino desgraciado, mi chabo perdido. El día en
que naciste, leí las hojas… ¡oh, qué tristeza! «Morirá por su propia mano, pero sin
pretenderlo», así me lo dijeron las hojas. Pero quizá pueda ser distinto. Ahora que
todo está terminando, ahora que el Uno agoniza, ¿quién sabe lo que podrá ocurrir?
—¿Cómo se va al pozo? —preguntó Azador otra vez—. No me acuerdo.
Tú, de entre todos los romaníes, que abandonaste el mundo de tus antepasados
para ir no se sabe dónde, encontrarás el camino. No recorriendo el mundo, sino
atravesándolo. Hacia dentro. En el lugar donde tocas al Uno, como hacemos todos. —
Era imposible reconocer la expresión del rostro nebuloso, pero a Sam le pareció que
las siguientes palabras las pronunciaba con una sonrisa—. Es posible que llegues al
sitio antes que los demás. Sería muy propio del desafortunado, ¿no es así? Marcharse
después que los demás pero llegar antes al final.
Asintió para sí y desapareció en el interior oscuro del carromato. Azador se
levantó como pudo, tendiendo una mano hacia la puerta donde la cosa a la que
llamaba madrastra estaba un instante antes, pero la luz de la hoguera tembló y el
carromato empezó a desvairse hasta que solo quedaron las blancas estrellas pintadas
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que decoraban el lateral, flotando en el aire como las últimas imágenes de un
espectáculo de pirotecnia. Después, también las estrellas se apagaron.
Azador se derrumbó en el suelo y lloró. Sam le dio la mano a !Xabbu y no se la
soltó. No entendía lo que había pasado, pero sabía lo que se sentía cuando a uno se le
partía el corazón.
Azador no serviría de nada durante un buen rato. Sam ayudó a !Xabbu a recoger
leña; al menos, la fogata de la madrastra no había desaparecido. Y de pronto se dio
cuenta de que Malabar no estaba.
—¡Impactante! —exclamó—. Ha aprovechado que estábamos distraídos para
plantarnos.
—Puede —dijo !Xabbu sin convencimiento—. Vamos a mirar un poco.
Lo encontraron sentado con la espalda apoyada en un árbol, al borde del claro,
frío y sereno como una estatua. Estaba tan inmóvil que, hasta que los miró un
momento sin expresión, Sam creyó que le había dado un infarto. Le decepcionó
comprobar que no era así y pensó que se había comportado de una forma muy extraña
todo el día.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó con brusquedad—. Al menos podrías
ayudarnos a montar el campamento.
—Nadie me lo ha pedido. —Malabar se levantó rígidamente y echó a andar hacia
los árboles donde danzaba la luz de la hoguera—. ¿Esa cosa ya se ha ido?
—¿Lo que Azador llamaba madrastra? Sí, se ha ido —respondió !Xabbu—.
¿Sabe qué era?
—No, pero me lo imagino. Una función de instrucción y ayuda del sistema
operativo. Una versión chiflada de las ayudas que diseñamos en nuestros mundos
simulados.
—Como la tortuga troyana de Orlando —dijo Sam, acordándose de pronto.
Empezó a explicárselo a !Xabbu, pero inmediatamente cayó en la cuenta de que
no quería hablar de su difunto amigo delante del viejo.
«No tengo por qué contárselo a ese viejo asesino, solo porque Azador me dé
pena».
—Entonces, ¿cree que la anciana habló con la voz del Uno? —preguntó !Xabbu,
pero al ver la expresión amarga de Malabar, se corrigió—. Con la voz del sistema
operativo, quiero decir.
—Es posible.
A pesar del ceño fruncido, el viejo no parecía tan fiero como de costumbre, en
realidad parecía desazonado. ¿La desgracia de Azador le habría tocado alguna fibra
sensible del corazón? Aunque Sam se lo imaginaba tan pequeño, negro y duro como
una piedra de carbón, así era difícil de creer.
Azador no los miró cuando se reunieron con él en la hoguera, ni quiso responder
las preguntas de Sam y !Xabbu. Había salido la luna y aparecía enmarcada entre las
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manos negras de los árboles, con las estrellas pequeñas y brillantes al fondo.
Sam daba cabezadas a causa de la fatiga, y se preguntaba si sería terrorífico
dormir en un carromato vacío, cuando Azador empezó a hablar de pronto.
—No me… no me acuerdo de todo —dijo lentamente—. Pero cuando encontré el
puente, empecé a recordar muchas cosas, como si hubiera visto la tapa de un libro
que hubiera leído de pequeño y se me hubiera olvidado. Recuerdo que nací aquí, en
este bosque. Pero también recorrí todos los países con mi familia. Cruzábamos ríos,
íbamos con nuestros carromatos a pueblos y ciudades en busca de trabajo. Hacíamos
lo que había que hacer. Teníamos suficiente para vivir. Y cuando nos reuníamos aquí,
en la feria romaní, todo era música y risas: todos los romaníes juntos. —Se le iluminó
la cara un momento, al recordar tiempos mejores, pero luego su rostro se
ensombreció—. Sin embargo, nunca tuve la sensación de ser uno más, no aceptaba
que mi vida fuera esa, solo eso y nada más. No estaba satisfecho ni cuando era feliz.
Todos me llamaban Azador. Procede de una antigua palabra gitana española, me
parece. Significa dar mala suerte, atraer la desgracia. Sin embargo, me trataban
bien…, mi familia, mi pueblo. Sabían que era cosa del destino, que el destino me
había hecho así, no yo por voluntad propia.
—¿Cuál es su verdadero nombre? —preguntó !Xabbu con suavidad.
—No… no lo sé. No me acuerdo.
Hasta Malabar escuchaba atentamente, con una expresión ávida en su cara de
halcón. Azador irguió la espalda de pronto y se enfadó.
—Eso es todo lo que os puedo contar. ¿Por qué me habéis hecho esto? Yo no
quería volver aquí. Ahora he perdido una vez más todo lo que había perdido antes.
—Ella dijo que podías seguirlos —le recordó Sam—, te lo dijo tu madrastra. Dijo
que podías seguirlos al… ¿qué era? ¿Un pozo?
—Han ido en peregrinación a Kali la Negra —dijo Azador con una carcajada de
burla—, pero es como si hubieran volado hacia las estrellas. Yo no sé ir allí, si no es
andando. Estamos lejos del centro, donde se encuentra el pozo… tendríamos que
cruzar muchos ríos. El mundo desaparecería antes de que llegáramos a mitad del
camino.
—¿Y no recuerda nada más? —preguntó !Xabbu inclinándose hacia delante—.
Yo lo conocí muy lejos, en otra parte de la red. Seguro que ha cruzado grandes
distancias para llegar allí. ¿Cómo lo hizo?
—No lo sé. No me acuerdo de nada. Yo vivía aquí, después me marché a vagar
por otros mundos. Ahora he vuelto… y mi pueblo no está. —Se levantó tan
bruscamente que tiró unas hojas al fuego y las llamas saltaron y crepitaron—. Me voy
a dormir. Si el Uno es misericordioso, no volveré a despertarme.
Se alejó. Oyeron crujir los resortes de cuero, cuando subió a un carromato.
—¿No dijo… no dijo su madrastra que se iba a matar a sí mismo? —preguntó
Sam con preocupación—. Quiero decir, ¿está bien que lo dejemos solo?
—Azador no se suicidará —sentenció Malabar—, sé cómo es.
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También él se levantó y se alejó entre los carromatos. Sam y !Xabbu se miraron
desde lados opuestos de la hoguera.
—¿Es mi imaginación? —preguntó Sam—. ¿O es el factor virus, que se dispara
cada minuto?
—No te entiendo, Sam.
—Quiero decir, aquí pasan cosas cada vez más increíbles, ¿no te parece?
—No, no creo que sea tu imaginación —dijo !Xabbu—. Yo también estoy
confundido y preocupado, pero tengo esperanza. Si todos van hacia un lugar llamado
el pozo, quizá Renie se dirija allí también.
—Pero no sabemos ir, y Azador ha dicho que el mundo se acabaría antes de que
llegáramos allí.
!Xabbu asintió con tristeza.
—Pero todavía no ha ocurrido, Sam Fredericks —replicó, componiendo una
sonrisa tanto más admirable cuanto que requería un gran esfuerzo—, es decir, hay
esperanza. —Le dio unas palmaditas—. Ahora, vete a dormir… si te vas a ese
carromato, lo veré desde la hoguera. Quiero pensar.
—Pero…
—Ahora, vete a dormir. Siempre hay esperanza.
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!Xabbu parecía cansado y Sam se preguntó si habría dormido algo, pero cuando
iba a preguntarle, una figura alta, adusta y semidesnuda salió de la bruma oscura del
lindero del bosque.
—No podemos demorarnos aquí más tiempo —anunció Malabar antes de llegar a
su lado—. Saldremos inmediatamente.
«En el mundo real —pensó Sam con amargura—, se desayuna. En este mundo,
viene un asesino de masas de más de doscientos años y te escupe órdenes sin darte
tiempo a abrir los ojos».
—¿Sí? ¿Y cómo lo vamos a hacer?
—Azador puede conducirnos al sistema operativo —dijo Malabar a !Xabbu, sin
mirar apenas a Sam—. Eso dijiste antes.
—Yo no —respondió !Xabbu—, la… la madrastra, se lo dijo la madrastra. Pero él
no lo creyó.
—Haremos que lo crea.
—¿Es que vas a torturarlo o algo así? —replicó Sam—. ¿Vas a engañarlo?
—Creo que puedo ayudarle a encontrar el camino —dijo Malabar fríamente—.
La tortura no es necesaria.
—¡Ah! ¡Vas a enseñarle a recordar!
—¡Sam! —le dijo !Xabbu en voz baja.
—Tienes unos modales típicos de tu generación, es decir, no tienes modales. —
Malabar miró a Azador, que estaba sentado a unos metros de ellos, con la mirada
perdida en dirección al bosque. Bajó la voz—. Sí, voy a enseñarle. Fui yo quien
construyó este sistema, y he aprendido unas cuantas cosas sobre esta parte retirada.
—Se dirigió a !Xabbu—. Azador es un constructo, un cachorrillo del sistema
operativo, como todo este mundo. Eso lo demostraste tú, mérito tuyo. —Intentó
sonreír, pero solo logró una mueca inquietante que a Sam le hizo pensar en cocodrilos
—. Tiene en su interior una conexión directa, aunque no lo sepa. «El lugar donde
tocas al Uno, como hacemos todos», fue lo que dijo la función madrastra. ¿No es así?
—Entonces —dijo !Xabbu con un encogimiento de hombros, después de mirarlo
detenidamente un momento—, ¿cómo vamos a hacerlo?
—Tenemos que encontrar el siguiente río. Son los puntos de cruce, las
conexiones, como las salidas que construimos en el sistema del Grial. Lo demás,
dejadlo en mis manos.
—De todos modos, ¿cómo sabes lo que dijo la madrastra? —preguntó Sam de
pronto—. No estabas escuchándola, te largaste. —Malabar no se inmutó—. Ya has
hablado con Azador, ¿verdad? —dijo, respondiendo a su propia pregunta—.
Soplándole al oído.
—No confía en vosotros —respondió Malabar con calma—; está triste y cree que
lo obligasteis a venir aquí.
—¡Ah! Y ahora su amigo eres tú, ¿eh? Quiere matar a todos los del Grial. ¿Te has
acordado de decirle que tienes algo que ver con todo eso?
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—Baja la voz, Sam, por favor —dijo !Xabbu tocándole el brazo.
Azador los miraba desde el otro lado de la brumosa extensión verde.
Malabar estuvo a punto de responder con idéntica furia, pero la tormenta que
empezaba a rebullirle por dentro pasó, o fue reprimida.
—¿Qué importancia tiene, en realidad, lo que piense de mí? Lo necesitamos a él.
Esta parte de la red, o quizá toda ella, está agonizando. Tú misma me llamaste inútil,
niña. Quizá haya sido cierto hasta ahora, aunque creo que tu amiga, la ausente, se
acordará de que le salvé la vida en la montaña. ¿Es que no puedo contribuir un poco
ahora? —Le clavó una mirada fría y clara—. ¿Hiero a alguien más que a tu propio
orgullo, si lo intento?
Sam no podía evitar sostenerle la mirada. La actitud rígida de Malabar tenía algo
raro, como desbaratado y fuera de lugar. «Ha estado muy raro desde que seguimos a
Azador hasta aquí —pensó—. ¿Será posible que se esté volviendo un poco humano,
como si dijéramos?».
Lo dudaba, pero a pesar del desagrado y la desconfianza que le inspiraba
Malabar, la verdad era que no podía contradecir su razonamiento.
—Supongo que sí, que tenemos que hacer… algo —miró a !Xabbu, pero el
hombrecito se limitó a asentir con una breve cabezada.
—Bien. —Malabar dio una palmada que levantó ecos por todo el sombrío claro
—. Entonces, es hora de partir.
—Un momento —dijo Sam—. En el carromato donde he dormido había algo de
ropa. Si esto va a estar siempre tan oscuro, tendré frío, así que voy a buscar algo que
ponerme.
—Es una buena idea —asintió Malabar sin sonreír esta vez, cosa que Sam
agradeció—, siempre y cuando lo hagamos con rapidez. —Se miró un momento el
faldamento de hojas y ramas que llevaba—. La novedad de no tener nada más que el
cuerpo se ha agotado. Me he cansado de arañarme con las ramas y los pinchos. Yo
también voy a buscar ropa.
Aunque las prendas que había en el carromato en el que entró Sam eran de
colores muy alegres e incluso chillonas, Félix Malabar dio con una especie de traje
negro, viejo y gastado, y una camisa blanca sin cuello en otro carromato. A Sam le
recordó a un predicador o un sepulturero de película.
Cediendo a la tendencia general, !Xabbu se deshizo de su pequeña falda de hojas
y se puso unos pantalones de raso un poco más oscuros que su propia piel dorada, y
nada más.
Sam pasó revista a los pantalones azules y la camisa de frunces que había
seleccionado, lo mejor que encontró, aunque en casa no se lo habría puesto ni loca.
«Parecemos el último mono del desfile más infecto y triste del mundo, ni más ni
menos».
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Por lo visto, una conversación en voz baja con Malabar logró reconciliar a
Azador con los planes que el viejo le proponía. Por muchas emociones que el lugar le
hubiera despertado, no miró atrás ni una vez cuando salieron del claro y dejaron atrás
el círculo de carretas alegremente decoradas. Sam, por el contrario, no pudo evitar
volver la vista con añoranza hacia los fantasmagóricos vehículos, que parecían flotar
sobre la hierba envuelta en bruma. Había sido estupendo dormir en una cama, por
pequeña y estrecha que fuese. Se preguntó si volvería a tener la oportunidad alguna
vez.
Azador los llevó por el bosque siguiendo un sendero largo y sinuoso, un trayecto
que habría durado hasta mucho después del mediodía si hubiera habido algo parecido
al mediodía. La luz seguía siendo escasa y difusa, el bosque era un crepúsculo
neblinoso continuo. Algunas lucecillas débiles como luciérnagas agonizantes
brillaban en las copas de los árboles, pero no conseguían animar el mundo frío y gris.
Sam estaba tan cansada de andar a trompicones por el bosque húmedo y oscuro
que estaba a punto de gritar, aunque solo fuera por oír otra cosa que no fuera un goteo
constante o el arrastrar de pies, cuando Azador se detuvo.
—Ahí está el río —dijo sin entusiasmo, señalando ladera abajo por entre los
árboles. El agua gris no brillaba, parecía una pincelada gruesa, más que los alegres
arroyuelos que habían visto en otras partes—. Pero aunque encuentre el puente, solo
conseguiremos llegar al país vecino, lejos del centro donde está el pozo.
—Sospecho que estábamos muy lejos de la feria romaní cuando encontraste el
último puente —dijo Malabar—, y no en el país vecino. ¿Me equivoco?
—Supongo —dijo Azador, cansado y confuso—. No lo sé.
—Encontraste la feria romaní porque era allí adonde querías ir. De la misma
forma que antes sabías entrar y salir de estos mundos. ¿Me equivoco?
—Es difícil… —Azador se balanceó y se tapó la cara con las manos—, es difícil
recordar. Lo he perdido todo.
—Voy a hablar con él a solas —dijo Malabar tomándolo del brazo.
Se lo llevó colina abajo, donde no pudieran oírlos, y luego acercó la cara a la de
Azador como, si obligara a un niño reacio a escuchar; Sam pensó que Malabar iba a
agarrarlo de la barbilla para qué no mirase a otra parte.
—¿Por qué no habla delante de nosotros? No confío en él, ¿y tú?
—No, desde luego, no confío —dijo !Xabbu—, pero ha cambiado un poco. ¿Te
has fijado?
Sam reconoció que sí. Se quedaron mirando a Malabar hasta que terminó de
arengar a Azador y volvieron los dos.
—Ahora, vamos a buscar el puente —dijo Malabar secamente.
Azador parecía aturdido y agotado, como quien renuncia a discutir porque sabe
que ha perdido. Miró a Sam y a !Xabbu como si no los hubiera visto nunca y,
después, dio media vuelta y empezó a bajar la empinada y boscosa ladera.
—¿Qué le has explicado? —preguntó Sam entre jadeo y jadeo.
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—Una forma de pensar —dijo Malabar sin añadir más.
Salieron del bosque a una loma que dominaba el río. Azador se quedó quieto
mirando el puente, con los brazos colgando a los lados.
—¡Que me muera de lado! —exclamó Sam sin aire—. ¡Lo ha conseguido!
Era un puente cubierto de madera, bastante desvencijado; parecía una casita
absurdamente alargada que cruzaba el oscuro río plano. Distinguía el punto en que
tocaba la otra orilla a través de la niebla que flotaba sobre el río, pero ahora ya sabía
que no irían a parar a los bosques de montaña que se veían, porque no eran más que
un espejo de la orilla en la que se encontraban. Cuando alcanzaron a Azador,
descubrieron que tenía los ojos cerrados.
—No quiero cruzar —dijo en voz baja.
—Tonterías —le contestó Malabar—. Quieres encontrar a tu pueblo, ¿no es así?
Tienes que hacer lo que te ha ordenado el Uno.
—Allí está mi fin —dijo Azador, hundido—, tal como fue predicho. Lo percibo.
—Percibes tu propio miedo —respondió Malabar—. Nada se consigue si no se
supera el miedo. —Vaciló, pero después apoyó una mano en el brazo de Azador… un
gesto más o menos humano que sorprendió a Sam casi tanto como sobresaltó al
gitano—. Vamos, todos te necesitamos; estoy convencido de que tu pueblo también te
necesita.
—Pero…
—Se puede burlar hasta a la muerte —dijo Malabar—, ¿no te lo he dicho ya?
Azador se tambaleaba. Sam casi lo veía debilitarse por momentos. Tardó un buen
rato en saber si prefería que cediera o no.
—Muy bien —dijo con pesadumbre—, cruzaré.
—Bien hecho.
Malabar le apretó el brazo. El viejo parecía emocionado, ansioso incluso, aunque
Sam no podía imaginarse por qué. La desconfianza asomó otra vez, pero Malabar ya
conducía a Azador hacia el puente.
Sam y !Xabbu los siguieron a poca distancia. Al cabo de unos momentos, se
encontraban ya bajo el techo del puente. El interior estaba tan oscuro que, en
comparación, la crepuscular luz gris que habían dejado fuera parecía una tarde
luminosa. Sam avanzaba mirando fijamente el único punto de luz gris que flotaba
ante ellos, a lo lejos, y que debía de ser la salida del puente. Los pasos resonaban en
el estrecho recinto y el puente crujía al pisar.
—Un momento —dijo—. Si aquello es la luz del otro lado del puente, ¿cómo es
que no vemos a Malabar y Azador delante de nosotros…? ¡!Xabbu! —Se detuvo—.
¡!Xabbu!
El punto luminoso tembló como si la niebla del río hubiera subido y empezara a
ocupar el puente. A Sam se le aceleró el corazón. Dio media vuelta pero tampoco
había luz atrás.
—¡!Xabbu! ¿Dónde estás?
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No oía nada más que su propio corazón sobresaltado y el suave crujir de madera
bajo los pies. La oscuridad era tan completa, tan imponente, que la notaba alrededor
del cuerpo como si tuviera vida propia. Estiró las manos buscando las paredes del
puente, pero solo tocó aire frío. Presa del pánico, empezó a andar lentamente hacia
delante, o lo que le parecía que era adelante, pero enseguida, sus cautos movimientos
se transformaron en un trote ligero y, luego, en una carrera vertiginosa.
De cabeza a la garra de algo intenso como el dolor, frío como el arrepentimiento.
Un miedo vivo la atrapó como un enorme puño negro. En una fracción de
segundo, un frío mortal anidó en ella y le anuló el cuerpo entumeciéndoselo, hasta
que no quedó de su ser nada más que una chispa diminuta: un pensamiento, un hálito
que forcejeaba con la nada que todo lo conquistaba.
«Esto ya lo he sentido otra vez… en el templo del desierto. Pero no me acordaba
de lo… lo horrible…».
No estaba sola. No sabía cómo, pero percibía a !Xabbu e incluso a Malabar como
si estuvieran conectados con ella en la oscuridad a través de un circuito que
chisporroteaba y desaparecía: !Xabbu se ahogaba en el vacío, Malabar se encogía en
las sombras y agarraba la negrura a puñados como si quisiera darle una forma más
coherente a tirones…, pero no fue más que un reflejo, un momento. Después,
desaparecieron y se quedó sola como una chispa que se apaga.
«Suéltame», pensó, pero no había nada que pudiera ni quisiera oírla.
Lo que la constreñía apretó más fuerte, el vacío la envolvió y la arrastró hacia
abajo…
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—De donde estás. No te quiere a ti, Sam. No te entiende, creo que ha dejado de
intentarlo.
El suelo se estremeció un poco, pero Sam lo notó en las caderas, como si
hubieran descargado un golpe tremendo en la tierra muy lejos de donde estaban.
—Tengo miedo —dijo.
—Es lógico. —Sonrió, y sonreía torciendo la boca exactamente como ella se lo
había imaginado siempre—. Yo también tendría miedo, si todavía estuviera vivo.
—Entonces, ¿sabes que…? —Pero Orlando la interrumpió al levantar la hierba y
soltarla de un soplido.
—No estoy aquí en realidad, Sam. Si lo estuviera, te llamaría «Fredericks», ¿no?
—se rio. Sam se fijó en que llevaba la camisa mal abotonada y sintió compasión y
cariño—. En realidad, estás hablando contigo misma.
—Pero ¿cómo es que sé lo que… lo que piensa?
—Porque estás dentro de él, virus infecto. Estás en sú mente, podríamos decir,
supongo, muy adentro. En sus sueños, pero no es buen sitio donde estar en estos
momentos.
La tierra tembló otra vez, pero con una ondulación mejor definida, como si algo
en el subsuelo acabara de descubrir que estaba encerrado y luchase contra sus
ataduras. Los aros de la estructura de barras se balanceaban lentamente.
—¡Pero no sé salir! —dijo—. ¡No puedo hacer nada!
—Siempre se puede hacer algo —sonreía con tristeza—, aunque no sea suficiente.
—Se levantó y se sacudió el polvo de las rodillas y los pantalones—. Ahora tengo que
irme.
—Pero ¡dime lo que tengo que hacer!
—Yo no sé nada que tú no sepas primero —le dijo.
Se dio media vuelta y se alejó andando por el césped, un campo verde mucho más
extenso de lo que lo recordaba. Al cabo de unos momentos, la extraña figura había
disminuido tanto que le pareció que podría cogerla con la mano con solo estirarla.
—¡Pero yo no sé nada! —gritó.
Orlando se dio media vuelta otra vez. El día ya estaba oscuro, las nubes
ocultaban el sol y Sam casi no veía a Orlando.
—Tiene miedo. No lo olvides.
Sam quiso ir tras él, pero la tierra empezó a inclinarse y perdió apoyo. Por un
momento, creyó que se había recuperado, que podría darle alcance antes de que
desapareciera —siempre había sido veloz en la carrera, y Orlando estaba tullido,
¿no?—, pero entonces surgió una cosa de debajo de la superficie del mundo
abriendo una brecha en la tierra, que se deshacía como una ballena que emerge
desde las negras entrañas del mar, y Sam se precipitó de cabeza en las profundidades
que se abrían y se desmoronaban.
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Por fin se dio cuenta de que el ronquido rápido que oía era el ruido de su propia
respiración, que entraba y salía aterrorizada. Tocaba tierra con las manos y la notaba
también en la cara. No quería abrir los ojos, temía encontrarse con la mirada de algún
ser, si los abría, algún ser tan grande como la creación. Lo que le dio valor para
abrirlos por fin fue el sonido de otra respiración entrecortada a su lado.
Estaba tumbada boca arriba bajo un cielo morado grisáceo como un cardenal, más
siniestro que el que se veía en el bosque. La tierra parecía dura y real. Estaban en una
ladera, rodeados de picos como los de la corona de la montaña negra, un paisaje
desolado y yermo.
Se sentó. !Xabbu estaba a su lado, a cuatro patas, apretando la cara contra el suelo
e hinchando y deshinchando el pecho como si tuviera un ataque de corazón, con la
garganta atascada de gemidos. Se le acercó arrastrándose y lo abrazó.
—¡!Xabbu, soy yo! ¡Soy Sam! ¡Dime algo!
Los sonidos se suavizaron un poco. Notaba el cuerpo compacto de !Xabbu
temblando contra el suyo. Finalmente, se calmó. Se volvió hacia ella con la cara llena
de lágrimas, pero tardó un momento en reconocerla.
—Lo siento —dijo—. Te he fallado. No soy nada.
—Pero ¿qué dices? ¡Estamos vivos!
—¿Sam? —preguntó; sacudió la cabeza y la miró fijamente.
—Sí, Sam. ¡Estamos vivos!
—¡Oh, Dios! Creía que no… No sabía…, pero sí lo sabía, aunque se me había
olvidado porque me hacía mucho daño. Cuando estaba en el templo del desierto con
Orlando, fue igual… —Se dio cuenta de que !Xabbu la miraba sin entender, y de que
ella balbuceaba incoherentemente—. ¡Es igual! ¡Cuánto me alegro de que estés aquí!
—Lo abrazó con fuerza y después se sentó. Todavía llevaba las galas gitanas, y él
también—. Pero ¿dónde estamos?
Antes de poder contestar, oyeron un grito que provenía de más abajo, en la misma
ladera. Se pusieron de pie y, bajando por el oscuro suelo de piedras sueltas,
encontraron a Félix Malabar al otro lado de una pequeña loma. Estaba tumbado de
costado, con los ojos fuertemente cerrados, retorciéndose como una babosa salada.
—¡No! —exclamó el viejo casi sin aire—. ¡No puedes…! ¡Los pájaros… los
pájaros sí…!
!Xabbu estiró el brazo con cautela y, cuando tocó a Malabar, este abrió los ojos
súbitamente.
—¡Es mía! —gritó manoteando—. Es… —Se detuvo en seco y arrugó la cara.
Por un momento, se quedó mirando a !Xabbu y a Sam indefenso, con una mirada
semejante a la de un animal acosado, desesperado. Después, la máscara volvió a
ocupar su lugar—. ¡No me toques! —le espetó—. ¡No me toques jamás…!
—¡Lo he encontrado! —gritó Azador. Se volvieron. Subía por la ladera hacia
ellos, inclinándose para compensar la subida. Cuando levantó la cabeza, tenía una
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expresión luminosa y risueña—. ¡Venid aquí! ¡Venid a ver!
Sam miró a !Xabbu, que se encogió de hombros y asintió. Mientras Malabar se
levantaba con una resolución gélida pero inestable, ellos siguieron a Azador colina
abajo.
Al cabo de unos minutos llegaron a un lugar desde donde se veía, por encima de
la última de las pequeñas montañas, el valle en forma de cuenco. Igual que la corona
de picos, guardaba un parecido más que pasable con la cima de la montaña negra,
pero lo que dominaba el valle no era una figura inmensa e inmovilizada, sino un
cráter monstruoso lleno de agua negra y unas extrañas luces mortecinas. Un gran
gentío, lejano todavía para distinguirlo con precisión, se apiñaba alrededor del borde.
—¿Qué… qué es eso? —preguntó Sam por fin.
—Es el pozo —dijo Azador, victorioso. Se volvió y dio una palmada a Malabar
en el hombro, tan fuerte que casi lo tira al suelo—. ¡Tenías razón! Eres un hombre
muy sabio, muy sabio. —Se volvió de nuevo y señaló con el dedo—. ¿Los veis a
todos allí abajo? Todos los hijos del Uno se han reunido, los romaníes también
estarán ahí. ¡Mi pueblo!
Como si hubiera agotado la paciencia por esperar a enseñárselo, Azador empezó a
bajar la ladera resbalando hacia la llanura, y dejó a Sam y a los demás mirándolo,
atónitos.
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32. Casita de Malapán
PROGRAMACIÓN DE LA RED/INFANTILES: ¿Jingle tiene mal de ojo?
(Imagen: escenas del especial «Día Feliz»). Voz en off: Los creadores y actores
del popular programa infantil interactivo Tío Jingle se preguntan qué está pasando.
Una serie de sucesos anormales que han afectado al programa han llevado a algunas
personas de Espectáculos Obolos, la productora, a pensar en un sabotaje, del que
sepia sospechosa WeeWin, una marca de juguetes infantiles que tiene sus oficinas en
Escocia, aunque es propiedad de una subsidiaria de Krittapong Electronics. En estas
últimas semanas, algunos personajes del programa Tío Jingle han desaparecido en
pleno espectáculo, han aparecido objetos que no formaban parte del entorno previsto
y algunas interacciones de los personajes han sido interrumpidas por ruidos
inesperados que un participante definió como «gemidos, aullidos e incluso llanto».
(Imagen: Sigurd Fallinger, portavoz de la compañía). FALLINGER: ¿Será pura
coincidencia que los ataques hayan empezado justo después de que presentáramos
una demanda importante y plenamente justificada por infracción de nuestra
propiedad intelectual? Nosotros creemos que no, dejémoslo así. Tenemos grandes y
fundadas reservas respecto a esa teoría.
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—Sí, yo también. Saldremos de aquí y todo irá mejor. —«Si al menos encontrara
una metralleta o un lanzallamas que alguien hubiera fabricado oportunamente con
hojas y ramas y lo hubiera dejado por aquí para mí…». La idea del lanzallamas caló
—. Me pregunto cómo ven —pensó en voz alta—, quiero decir, si ven el mismo
espectro de color que nosotras o si ven la gama infrarroja también.
—¿Imfer roja? —preguntó la niña de piedra mirándose con tristeza los dedos
romos—. ¿Qué es eso?
—Es difícil de explicar en este momento. —Renie rebuscó en el improvisado
sujetador y sacó el encendedor minisolar—. Pero no sé si esta hojarasca verde
prendería —pensó en voz alta.
—¿Vas a encender fuego? —preguntó la niña con los ojos abiertos de espanto—.
¡Es muy peligroso!
—¡Dios mío, pequeña! —exclamó Renie riéndose, a pesar de todo, con una
carcajada como un ladrido de dolor—. ¡Estamos rodeadas de esos bichos asquerosos
que se arrastran, esperando a que llegue el fin del mundo, y tú te preocupas porque
voy a hacer una cosa peligrosa! —Impulsivamente, se acercó a la niña de piedra y le
dio un beso en la redonda y fría cabeza—. Santa inocencia. Ven, ayúdame a buscar
hojas y ramas secas, o al menos un poco secas.
Mientras animaba insistentemente a la niña, más por mantenerla ocupada que por
otra cosa, porque sin duda habría podido trabajar más deprisa sola, no podía dejar de
pensar en Stephen. Había librado muchos combates a lo largo de los años por enseñar
al niño a hacer las labores más elementales del hogar, a pesar de lo poco dispuesto
que estaba, doblando e incluso triplicando el tiempo que habría empleado de hacerlo
sola, pero decidida a que, al menos su hermano, no se convirtiera en un hombre que
diera por sentado que alguna mujer entraría en su vida y se encargaría de las tareas
pesadas.
«Como mi padre, por ejemplo —pensó, aunque inmediatamente se acordó de
cuando era niña y Joseph Sulaweyo volvía a casa sudoroso, cansado y dolorido del
trabajo—. Sí que trabajó duro alguna vez —reconoció—, antes de rendirse».
—¿Esto es seco, Renie? —le preguntó la niña de piedra.
—Bueno, al menos está marrón, me parece —dijo fijándose bien. La luminosidad
de la flor oscilante del techo era más débil que la de una luz de gas—. Arráncalo y
ponlo en el montón.
La profusa vitalidad de Corro la Enredadera costó a Renie y a su pequeña
ayudante más de una hora de búsqueda, hasta que reunieron suficientes hojas secas
para hacer un montón que les llegaba a la rodilla y, aun así, la mayor parte de lo que
encontraron estaba más verde que marrón. Ricardo Klement las miraba de cuando en
cuando, sin curiosidad, como un fardo de ropa para lavar. No se ofreció a ayudarlas.
—Si esto funciona —puntualizó Renie con cierto resentimiento—, no podrás
quedarte ahí sentado… a menos que quieras asarte como una patata.
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Klement miraba de nuevo a otra parte. El bebé azul volvió su rostro ciego hacia
Renie durante unos segundos, como si quisiera compensar la falta de interés de su
cuidador.
—Dame esa hoja grande —dijo Renie a la niña de piedra—. No importa que esté
verde… sí, esa. Mejor, dame dos, haremos la hoguera sobre una y la otra nos servirá
de abanico. —Se acuclilló ante el montón de hojas rasgadas y arrugadas—. Ahora,
deséame suerte.
—Suerte —dijo la niña, muy seria.
Renie encendió el mechero y lo aplicó a la hoja más seca del montón. Se alegró al
ver que el borde se ennegrecía y que soltaba un poco de humo. La protegió con la
mano de la corriente que llegaba por la ventana hasta que por fin prendió una llamita;
entonces, empezó a recoger las hojas más secas del montón y a acercarlas al
minúsculo fuego. Al cabo de un rato, tenía mucho calor. La hoja sobre la que había
montado la hoguera, una hoja enorme de enredadera casi tan grande y correosa como
una oreja de elefante, empezaba a arrugarse y a ennegrecerse.
—Dentro de unos minutos tendremos que echar una carrera hasta el próximo
puente —dijo a la niña de piedra.
—¡Nos atraparán los teincos!
—No, si esto los confunde lo suficiente…, al menos contaremos con ventaja. Pero
tendremos que ir corriendo hasta el puente. Dijiste que no estaba lejos.
—No podemos pasar ese puente.
—¿Cómo? ¿Qué dices? Cuando te lo pregunté, me dijiste que sí… que podríamos
cruzar el río.
El fuego, aunque contenido todavía, empezaba a extenderse hacia el bajo techo.
La luz colgante, que parecía una orquídea, comenzaba a volverse marrón y a
encogerse por los bordes.
—No creo que podamos apagar esto. ¿Por qué dices que no podemos pasar el
puente?
—Lleva a la Casita de Malapán.
—No me importa. Seguro que es horrible, pero si nos quedamos aquí, esas cosas
nos atraparán y nos matarán.
—No quiero ir a la Casita de Malapán.
—No hay discusión. No puedo dejarte aquí. —Se levantó y recogió una rama
larga y fibrosa que había dejado aparte—. Ahora, acércate a la ventana por la que
entramos. —Se volvió a buscar a Klement—. Y tú también, ya es hora de salir de
aquí.
Klement la miró unos segundos y al final se levantó. Renie volvió a atender la
hoguera. Con el tallo, empujó la hoja que se iba ennegreciendo hacia la pared opuesta
a la ventana. Algunos fragmentos de vegetación encendida se cayeron por el camino
y se apagaron allí mismo, sin fuerza para prender en el follaje oscuro y húmedo, pero
las hojas de la pared empezaron a volverse negras y a arrugarse.
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—Solo nos quedan unos minutos, después hará tanto calor que no se podrá estar
—dijo Renie dándose la vuelta, pero se detuvo en seco mirando con asombro. En el
campanario, solo estaba la niña de piedra—. ¿Dónde está Klement?
—Ha bajado por ahí —afirmó, señalando la apertura al piso inferior.
—¡Dios! ¡Dios! ¡Se lo van a comer esas cosas!
Renie dio un paso hacia las escaleras de follaje, pero una hoja en llamas se soltó
de la pared y ardió encima de su manta. Le costó unos segundos apagarla. La pared
ya ardía animadamente y la temperatura era tan alta que hasta las plantas vivas se
consumían como paja. Renie vaciló. La niña de piedra la miraba con los ojos abiertos
de miedo. ¿Quién era Klement, a fin de cuentas? Un asesino, un monstruo. Aunque
en su nueva versión pareciera más aceptable, Renie no se creía con derecho a
arriesgar la vida de la niña para salvarlo de su propia locura. Una línea de fuego
crujió por todo el suelo y zanjó la deliberación.
—¡A las lianas! —gritó a la niña de piedra—. ¡Ya!
Renie se aupó a la ventana. Cuando hubo encontrado un apoyo seguro en la
maraña vegetal de la pared, ayudó a la niña a salir y a subirse a sus hombros.
—Tengo que bajar un poco —le dijo—. Agárrate fuerte.
Cuando ya tenía la cabeza por debajo del alféizar de la ventana, la habitación del
campanario ardía intensamente a su espalda; las llamas crujían en el techo y habían
abierto varios agujeros en la pared. Tocó con el pie la primera liana y tanteó hasta
encontrar otra un poco más baja, para poder utilizar la primera como asidero para las
manos. Una vez aposentados los pies con firmeza, bajó a la niña, la posó a su lado y
ambas se quedaron columpiándose por encima de la oscuridad y de los teincos.
—Dentro de un minuto, la torre entera estará en llamas —susurró—, así que más
vale que nos pongamos en marcha. Si tenemos suerte, la torre se desmoronará con el
incendio sobre esas cosas y las confundirá… y matará a unas cuantas.
Habían recorrido unos veinte metros desde la torre, el tejado de la estructura ardía
ya como una antorcha y escupía gruesos fragmentos, que se esparcían con la brisa,
cuando la niña tironeó a Renie de la manta.
—¿Qué… qué va a pasar cuando se derrumbe? —le preguntó.
—Silencio.
Renie intentó detener la alarmante oscilación que había provocado el tirón de la
niña. Una luz roja y vacilante iluminaba el centro de la población vegetal, y a ellas
también y, a pesar de la distracción del fuego, temía que las descubrieran en cualquier
momento.
—Ya te lo he dicho, se caerá con las llamas y mucho humo, y así distraerá a esos
monstruos y podremos huir.
—Pero ¿las lianas no se caerán también?
—¡Mierda! —exclamó Renie, balanceándose todavía.
—¡Has dicho una palabra fea!
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—Y voy a decir muchas más, me temo. ¡Maldición! ¿Cómo puedo ser tan
imbécil?
Empezó a deslizarse por las lianas a mayor velocidad. Se dio cuenta de que, hasta
el momento, se habían salvado porque el fuego se había extendido mucho más hacia
arriba que hacia abajo, que era donde enraizaban las lianas en la torre.
Miró abajo, entre los pies, preguntándose dónde caerían cuando las lianas se
rompieran, y se arrepintió de haber mirado. Debajo de ellas se habían congregado
más bichos blancos, que iban y venían por encima de la maraña vegetal como
delfines jugando con la estela de un barco.
—Date prisa —le dijo a la niña—. Si no puedes, yo te llevo.
Era una carrera contra el fuego que ella misma había iniciado, y pensó que ojalá
hubiera escogido las lianas con más cuidado antes de comprometerse con esas dos en
particular. La distancia entre ambas era razonable, pero no siempre estaban una por
debajo de la otra: doce metros más allá, la que usaban para agarrarse con las manos se
había combado tanto que casi estaba a la misma altura que la de los pies. Tuvo que
cargarse a la niña de piedra a la espalda otra vez, porque casi avanzaba en horizontal
y no podía sujetarse bien a su pierna cuando la distancia entre las lianas aumentaba.
Se oyó un silbido y un crujido en el extremo de la torre y la liana inferior se
combó alarmantemente; resistió y Renie pudo ponerse casi de pie otra vez, pero había
quedado muy suelta. Miró atrás y vio que la parte superior de la torre vomitaba
llamas de muchos metros, que se alzaban en el aire; entonces, un gran trozo que ardía
fieramente se tambaleó y se separó. Alguien o algo debía de haber oído su plegaria,
porque cayó lejos de las ramas que las sostenían, pero al precipitarse hizo temblar la
estructura elástica. Las lianas saltaron como cuerdas de un instrumento al tocarlas y
Renie tuvo que agarrarse con ambos brazos a la superior y quedarse quieta para no
caerse, mientras la niña se tambaleaba en su espalda a punto de caerse.
Les quedaban unos segundos, si tenían suerte, y Renie maldijo la decisión
anterior de escoger las lianas más largas. Pretendía alejarse de la torre lo máximo
posible, antes de tener que bajar a tierra otra vez, pero ahora deseaba con
desesperación que hubiera un tejado cerca al que poder saltar. Bajó la cabeza para
mirar por dónde pisaba, tratando de calcular el siguiente paso a la luz inconstante y
cegadora sin dejar de avanzar de lado. La niña de piedra se agarraba a ella y lloraba
suavemente.
Solo tuvo un aviso instantáneo: la liana se le tensó en las manos como si hubieran
tirado de ella con mucha fuerza. Tomó velozmente una decisión: soltarla y agarrarse
con ambas manos a la inferior.
—¡Agárrate fuerte! —gritó al tiempo que aferraba la liana con brazos y piernas.
El peso de la niña la arrastró hasta dejarla boca arriba, pero no se soltó, tampoco
la pequeña. Mientras se mecían boca arriba, la liana superior se separó al tiempo que
se oía un crujido a lo lejos y, un segundo después, el extremo roto pasó a su lado
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como la tralla de un látigo, encendido, alejándose por el aire de la torre que se
derrumbaba. Renie notó que la correosa fibra le quemaba los dedos al pasar volando.
«Casi me corta la cabeza —se dijo, un fragmento de pensamiento vertiginoso y
horrorizado. La liana rota silbó al pasar, parecía una tonelada de cable fibroso
lanzado a la velocidad de una bala—. Tenemos que soltarnos —comprendió con
temor— antes de que la siguiente…».
Esta vez no pudo avisar a la niña. Se soltó en el mismo instante en que la segunda
liana se rompía con un restallido de látigo. Cayeron las dos a la oscuridad en el
momento en que pasaba silbando por el lugar en el que estaban antes.
Aterrizaron en algo que parecía zarzas muy densas, pero aun así, Renie notó que
el aire se le escapaba del cuerpo como si la hubiera abofeteado una mano gigante.
Pasó un largo momento sin poder respirar, aguantando, tumbada boca abajo sobre la
maleza de pinchos.
Cuando fue capaz de ponerse de pie, vio que la torre incendiada se había
derrumbado y formaba una hoguera enorme de unos cincuenta metros de ancho, que
empezaba a propagarse hacia la vegetación más cercana. Algunos teincos habían
quedado atrapados bajo los escombros; veía retorcerse formas blancas entre las
llamas. Sin embargo, eran mucho más numerosos los que se amontonaban, presos de
agitación, alrededor del perímetro del incendio.
—¿Estás bien? —preguntó Renie en un susurro al oír quejarse a la niña—. ¿Te
has roto algo? —Parecía que la niña podía moverse, pero no se levantó. Renie se
agachó y la cogió en brazos—. ¿Por dónde tenemos que ir?
La niña gimió y señaló en una dirección. Renie echó a correr.
El terreno era muy malo en la oscuridad, había tanta vegetación que
prácticamente no existía tierra firme, las zarzas, los tallos largos y las raíces aéreas la
azotaban y la hacían tropezar como dedos maliciosos. Tras una carrera de cien
metros, no podía respirar y empezaba a notar las magulladuras de la caída. Se detuvo
y dejó a la niña sobre unas hojas elásticas antes de mirar atrás. Le alivió comprobar
que los teincos seguían retorciéndose, confusos, alrededor del incendio, y que no se
veían más en las cercanías.
—¿Puedes andar? No sé si podré llevarte a cuestas mucho tiempo.
—Pue… puede que sí —dijo la niña intentando levantarse—. Me parece que me
he hecho daño en las piernas.
—Inténtalo. Si no puedes, volveré a llevarte a cuestas, pero démonos prisa. No
sabemos cuánto tiempo el incendio los va a distraer.
Sin pérdida de tiempo, se alejaron de los alrededores de la hoguera. Renie tenía
los pies muy doloridos y las piernas tan llenas de arañazos y cortes que ya no le
importaba, pero no había nada que hacer. «Correr o morir —pensó—, no hemos
hecho otra cosa desde que entramos en esta maldita red».
—¿Estamos cerca ya? —preguntó a la niña—. ¿Sabes si seguimos en la buena
dirección?
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La niña de piedra se limitó a avanzar lenta y pesadamente, y Renie tuvo que
rendirse y confiar.
Echó una rápida mirada atrás y el terror se apoderó de ella: las seguían unas
cuantas siluetas claras. No sabía si los teincos serían capaces de seguir huellas ni si
los que iban detrás serían los mismos que antes rodeaban la torre, pero lo mismo
daría si se acercaban lo suficiente para verlas. No se hacía ilusiones de ganarlos en
una carrera de más de unos pocos pasos: había visto lo terriblemente veloces que
eran.
Una forma surgió ante ellas de entre los oscuros matorrales. A Renie, alarmada,
se le cortó la respiración y tropezó; se cayó sobre una rodilla y arrastró a la niña de
cara al suelo. Empezó a buscar con desesperación algo que le sirviera de arma, un
arma que sería inútil, lo sabía de antemano; sin embargo, el ataque que esperaba no
llegó a producirse. La cosa que se alzaba ante ella tenía cara.
—¡Klement! ¿Cómo has…? ¡No te han…! —El señor del Grial seguía con la
criatura azul en brazos, aunque apenas se distinguía en la oscuridad de la noche—.
¡Vienen detrás de nosotros! Acabo de verlos. Más vale que eches a correr tú también.
—Estoy… esperando.
—¿Esperando, a qué? ¿A que te coman?
—No. No sé si este es… el sitio… adecuado. No siento… no sentimos…
Renie se puso de pie y levantó también a la niña de piedra, que lloraba en
silencio.
—No hay tiempo para eso. Haz lo que te dé la gana.
Tomó a la niña en brazos y, por un instante, se vio como un curioso reflejo de
Klement y su deforme carga. Echó a correr hacia delante sin pérdida de tiempo.
Miró una vez hacia atrás y creyó ver formas blancas de gusano persiguiéndolas;
volvió a mirar más adelante y no vio más que vegetación sin fin. Ya no confiaba eh
sus ojos. Los pulmones le ardían. Casi no podía creer que hubiera hecho alguna otra
cosa en su vida más que correr por ese enmarañado mundo interminable de pesadilla.
Subía a tropezones y a gatas por una larga loma, el incendio del pueblo no era ya
más que una pequeña moneda de llamas en la negrura que quedaba atrás, cuando la
niña de piedra le ciñó los brazos al cuello.
—Lo noto —dijo—, ya casi hemos llegado.
Un muro alto recorría la cima de la loma, tan recubierto de vegetación como todo
Corro la Enredadera. Renie se detuvo a descansar apoyada en el muro, ventilando los
pulmones desesperadamente antes de iniciar la escalada. Miró atrás y vio a Klement,
que seguía subiendo imperturbablemente a unos doscientos metros de ellas. Detrás de
él, pero cada vez más cerca, seis teincos se deslizaban por la vegetación del suelo
como tiburones. Desde donde ella lo veía, no cabía ninguna duda. Se movían con
rapidez y al unísono. Estaban siguiendo un rastro a propósito, el de Klement o el de
ellas.
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Maldijo con amargura. Aupó a la niña, que parecía pesar tres veces más, a lo alto
del muro y la dejó allí bien sujeta mientras ella se preparaba para trepar. Auparse en
vertical casi la vence, pero sacó fuerzas de alguna parte.
Desde arriba, vio el providencial río a muy poca distancia, loma abajo; las aguas
eran una cinta negra sinuosa que cruzaba la inacabable maraña. Se volvió una vez
más y vio que los teincos habían salido de los zarzales más densos del pie de la loma
y casi habían alcanzado a Ricardo Klement. Avanzaban ansiosos como perros
perdigueros, llegaron a la altura de Klement, lo rodearon como si fuera un árbol en
medio del camino y lo dejaron atrás incólume, como si no lo hubieran visto. Sin un
momento de duda, siguieron subiendo hacia el lugar donde se hallaba Renie,
estupefacta.
Solo tuvo tiempo de lanzar un juramento de asombro y horror, agarró a la niña y
la bajó cuanto pudo para dejarla caer al otro lado sin que se hiciera daño; después
pasó las piernas al otro lado y bajó resbalando por las espinosas ramas.
—¿Dónde está el puente? —preguntó gritando a la niña—. ¡Los tenemos encima!
La niña la tomó de la mano y empezaron a bajar la loma en diagonal. Los teincos
se arrastraban por el muro como nubes por la ladera de una montaña. Renie se cargó a
la niña y echó a correr a toda velocidad.
Cuando llegaron a los tupidos matorrales que bordeaban el río, oyeron deslizarse
a sus perseguidores.
—¡Allí! —chilló la niña.
El puente casi no se veía. Como todo en Corro la Enredadera, era de ramas y
hojas vivas y formaba un arco que salía del centro de los matorrales y se extendía
sobre el agua. Renie corrió el último tramo y saltó al puente con la niña en brazos.
Cuando vio agua debajo, se atrevió a mirar atrás.
Los teincos se habían detenido en la orilla del río, pero sabían muy bien que ella
estaba allí. Hicieron algunos movimientos de tanteo para acercarse al puente, pero
parecía que algo los retenía.
—Creo que estamos a salvo —dijo jadeando—. ¿No tenemos que… que decir
algo ahora…, antes de cruzar? ¿Algo de… de un ganso gris?
—No quiero cruzar.
—Tenemos que cruzar. No podemos volver…, ¡míralos, nos están esperando!
—«¿Pero por qué no han hecho nada a Klement?»—. Crucemos —dijo a la niña—.
No nos pasará nada.
—Sí, sí nos pasará —murmuró la niña, pero recitó la cancioncilla infantil en un
tono de total resignación—. Es la Casita de Malapán —dijo, cuando hubo terminado
—. Este puente va a la Casita de Malapán.
—No puede ser peor que lo otro —dijo Renie, y se volvió hacia el centro del río.
—Sí, puede ser peor —dijo la niña—, de verdad.
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Estaba preparada para la niebla que se levantó al acercarse al centro del puente,
para la desaparición del río que corría por debajo, cuando su murmullo se apagó tanto
que apenas era una inhalación de aire constante, pero la oscuridad súbita la
sorprendió. Las pocas estrellas lejanas de Corro la Enredadera se apagaron de pronto
y el cielo negro cayó y lo cubrió todo como una rezumante pintura negra. Y cuando
los primeros contornos de lo que la niña había llamado la Casita de Malapán
aparecieron en la oscuridad, Renie se dio cuenta de que no estaba preparada para eso
en absoluto.
Esperaba, más o menos, algo relacionado con las canciones infantiles, una
pintoresca cabaña de mazapán, de grandes dimensiones; quizá, incluso un edificio
enorme como el mundo de la casa, acres y más acres de tarta almenada con ribetes de
mazapán; pero no una cosa tan absolutamente sorprendente como aquella.
No tenía forma, solo percibía extraños brillos plateados, como si las curvas y las
esquinas reflejaran una luz proveniente de una fuente invisible: finas franjas y
superficies planas que iban y venían, como si aquella cosa girase sin parar. Pero
también parecía… como vuelta del revés, como si la ilusión fugaz de una forma
exterior fuera sustituida inmediatamente por inversiones casi incomprensibles, o
ambas cosas a la vez, como si todas las paredes se abrieran desde dentro a un espacio
imaginario. Los brillos daban incluso una sensación de redondez, de forma elusiva,
algo paradójicamente sellado y secreto.
Dejó de ver el puente que pisaba; sin duda, no pisaba la irregular construcción
vegetal del principio. Ahora solo percibía la sensación del puente, la idea de espacio
entre ella y… el lugar al que iba. La Casita de Malapán. Y la niebla empezaba a
disiparse.
Se percató de que no notaba la mano de la niña de piedra en la suya.
—¿Dónde estás? —preguntó, y volvió a llamarla con más fuerza—. ¡Niña de
piedra!
No hubo respuesta. Se detuvo, retrocedió un poco, tanteando con las manos de un
lado a otro, pero no encontró nada. Se detuvo con el corazón desbocado y, aunque oía
un sonido suave como el llanto de un niño en una habitación lejana, parecía venir de
más adelante, no de detrás de ella.
El horror y la vergüenza le impedían pensar. Había llevado a la niña hasta allí
contra todos sus deseos, y ahora la había perdido. No podía volver atrás, por más que
los instintos se lo ordenaran.
Avanzó en la oscuridad. La Casita de Malapán se abrió para ella y después se
cerró con ella dentro. Renie se unió a la casa.
Eso también lo había experimentado antes, pero era una cosa para la que jamás
podría estar preparada, un vacío atenazador tan terrorífico que, en los primeros
momentos, casi le obligó a rendirse sin condiciones. Pensó que tenía que haber sido
esa tenaza heladora e implacable que se aferraba al raciocinio lo que matara al viejo
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Singh. Aunque ya lo había sentido otra vez, y había sobrevivido, parecía hallarse a
una respiración de extinguirla por completo.
«Ahora estoy dentro —comprendió—, dentro del sistema operativo. No en el
interior de una cosa construida por él… ¡Estoy dentro del sistema!».
Ese destello de percepción vino acompañado de otra cosa: un pensamiento tan
tremendo que casi le arranca el débil anclaje de la cordura. «¿Así es como se siente
siempre? ¿El Otro… siempre siente esto?».
Como si el descubrimiento hubiera fracturado un cristal negro, la oscuridad
estalló y voló en pedazos. Destellos de imágenes la atravesaron a toda velocidad;
algunos, tan rápidos como rayos láser, le cruzaban el cerebro como una comente
continua, otros tenían suficiente peso para fijarse, pero muy brevemente, como si se
precipitara por un universo de espejos rotos, captando reflejos de mil escenas
dispares.
Se oían voces en cientos de lenguas distintas, voces infantiles de miedo y
sufrimiento, voces de adultos que aullaban de terror y furia, caras retorcidas de dolor,
súbitas ondas lacerantes de frío y calor intensos. Después, la oscilación aminoró y se
hizo más regular hasta resolverse en algo semejante a la proporción normal de
espacio y tiempo. Era una habitación blanca, con luces blancas muy intensas. Unas
voces graves e ininteligibles como el fragor de un gran río rugieron con fuerza, se vio
rodeada de caras gigantes y distorsionadas que la apremiaban. Entonces se produjo
una gran convulsión, como si todo el universo se ahogara y vomitara; una explosión
se llevó las caras, que sangraban y aullaban.
Las voces chillaban. Blanco y rojo. Paredes blancas salpicadas de sangre roja. Las
profundas voces adultas se retorcieron, se hicieron más agudas. La sangre se
convirtió en una fina bruma que flotaba en el aire. Caían formas oscuras al suelo y
una vez allí se retorcían.
Renie estaba en el interior del horror, ahogándose en el horror, pero no iba
dirigido contra ella. Sencillamente, estaba allí, y ella estaba dentro como un nadador
que pierde las fuerzas en el mar.
«Agárrate a algo —pensó—. Busca un asidero. Un palo, cualquier cosa. Me
ahogo.
»Stephen».
En un momento vertiginoso, olvidó quién era Stephen, lo que significaba para
ella. ¿Sería uno de los rostros que le gritaban? ¿Era ella?
«Mi hermano. Mi hermano menor».
Se agarró a ese pensamiento, se echó encima con todo su peso, impulsada por el
miedo, mientras la oscuridad y la inmensa locura se multiplicaban y giraban en ella.
Se esforzó por construir algo: Stephen, con sus ojos brillantes y el pelo muy corto, las
orejas que sobresalían un poco más de lo debido y su andar arrastrado, con los
hombros caídos, imitando a los adolescentes, cosa que le hacía parecer aún más
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infantil. Lo había perdido. Esa cosa, esa tormenta helada de horror se lo había
quitado. Eso no lo olvidaría. Eso no podía olvidarlo.
«Quiero que me lo devuelvas —habría gritado si hubiera tenido boca—. No voy a
dejar de buscarlo. Tendrás que matarme como mataste a los demás».
La negrura se desmoronó sobre ella como una avalancha de hielo, las imágenes
desaparecieron, los pinchos de locura se petrificaron y se convirtieron en otra cosa
mucho más mortífera y más implacable.
«Stephen —pensó—. He venido a buscarlo. No es tuyo. No me importa quién
seas ni lo que te hayan hecho, ni cómo te construyeron ni para qué te utilizan.
Stephen no es tuyo. Ningún niño es tuyo».
La negrura la aplastó, quería silenciarla. Renie percibió que se disipaba, que una
desesperación fría la absorbía, una desesperación sin final como un viaje por el
universo.
«No voy a dejarlo». Fue lo último que pensó: una mentira, un alarde patético
porque todo lo que era ella… dejaba de ser…
Entonces, la negrura se transformó.
Le parecía que quedaba tan poco de sí misma que solo pudo quedarse tumbada
con los ojos cerrados, estirada boca arriba cuan larga era, intentando recordar no
quién era ni dónde estaba sino por qué habrían de importarle esas preguntas.
Únicamente un llanto lejano logró obligarla a vivir.
Abrió los ojos y se encontró en un mundo gris. Al principio, lo único que
entendía era una sombra vertical, más oscura en un lado que en el otro. Solo después
de indagar, confusa, durante unos momentos, empezó a entender.
Estaba tumbada en un camino, una cinta de piedra áspera que corría por el borde
de una pared de piedra, parecida al sendero de caracol por donde habían subido y
bajado de la montaña negra. Pero como prueba de que toda versión de la realidad
tenía allí su inverso, ese camino parecía rodear el borde interior de un gran agujero
circular: una negrura enorme y vacía acompañaba la senda, pero le pareció ver una
pared enfrente, más allá de la oscuridad.
«Una fosa —pensó—. Estoy atrapada en el camino que baja por la pared de una
fosa muy grande».
«El pozo —recordó un momento después—. La niña de piedra dijo que íbamos al
pozo».
¿De dónde venía la luz? Levantó la mirada y vio algo que parecían estrellas en la
oscuridad, muy lejos, muy arriba, un campo circular que sería la boca del agujero,
pensó. Era un círculo muy grande, enorme, pero la breve esperanza de que eso
significara que estaba cerca de la boca desapareció tan pronto como palpó la pared
opuesta en sentido ascendente. Tardaría horas en subir hasta allí, aunque ese inmenso
agujero se pareciera más a la escala del mundo real que a la altura imposible de la
montaña negra.
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«Eso es… esta cosa es como la montaña pero a la inversa… al revés…», era el
principio de una idea; de repente, un gemido infantil ahogado le llamó la atención.
«La niña de piedra. Está ahí abajo, en alguna parte».
Intentó levantarse, soltó un gruñido y volvió a intentarlo. Tenía el cuerpo como
una saca humedecida que pudiera deshacerse al menor maltrato. La cabeza le pesaba
muchísimo, más de lo que el cuello podía aguantar.
Al tercer intento logró ponerse de pie. El camino era irregular pero ancho y las
curiosas estrellas brumosas daban luz suficiente para llegar sana y salva si procedía
con cautela.
Volvió a oír el llanto intermitentemente. Siguió bajando a trompicones y, cuando
los minutos se alargaron casi una hora, empezó a temer que un efecto acústico la
estuviera llevando lejos del origen del llanto, que en realidad estuviera por encima de
ella. Solo la salvó de renunciar el hecho de que el pozo, si es que era un pozo, se
estrechaba a medida que descendía y la pared opuesta se veía más cerca a cada vuelta
que completaba.
Por fin, cuando el agotamiento físico y mental estaban a punto de vencerla, llegó
al fondo del pozo. Pero el fondo no estaba a su alcance.
El camino se estrechó hasta desaparecer dejándola colgada a unos diez o quince
metros de la base del pozo, por donde discurría un hilo de agua oscura con apagados
destellos azules. Una silueta pequeña y encogida se acurrucaba a la orilla del modesto
reguero.
—¿Eres tú? —preguntó Renie. La silueta no levantó la cabeza. Un suave gemido
conmovedor y fantasmagórico llegó a los oídos de Renie—. ¡Niña de piedra!
La silueta permanecía en silencio. Renie temió que fuera una ilusión, que la
hubiera engañado una roca del fondo en ese lugar inútil del más inútil de los
universos para un niño, que el llanto que oía procediera de la nada o de todas partes,
que era mejor quedarse tumbada, morir y solucionar de esa forma sus problemas, de
una vez por todas. Entonces, el niño miró hacia arriba.
Era Stephen.
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CUARTA PARTELos hijos de la pena
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33. Horas de fin de semana
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Sea Squirt Squad: ¿Un fiasco?
(Imagen: activistas del S3 con máscaras de pez y faldas escocesas). Voz en off: El
Sea Squirt Squad, brazo militante de un grupo antirred llamado Dada Retrieval
Collective, ha fallado un nuevo intento de «acabar con la red», según sus propias
palabras. Es la quinta vez, desde que hicieran públicas sus intenciones, que una
acción del Sea Squirt fracasa estrepitosamente. En esta ocasión, como resultado de
su intento de destruir los récords de ventas de uno de los principales minoristas de
venta por internet, que teóricamente habría significado la pérdida de billones de
recaudación, los consumidores recibieron felicitaciones navideñas electrónicas con
varios meses de antelación.
(Imagen: miembros del colectivo con máscaras, de Sepp Oswalt). DRC: Ustedes
no se dan cuenta del impacto que causó entre los consumidores judíos e islámicos
recibir las felicitaciones de Navidad. Hemos sufrido algunos contratiempos, pero
estamos bien encaminados hacia la consecución de nuestros objetivos. ¡Ya verán
cuando pirateemos las elecciones nacionales!
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conllevaban el desgaste de suela, como entrevistas con testigos de agresiones, mal
dispuestos o intencionadamente idiotas, y sondeos entre el vecindario en busca de los
últimos detalles de peleas domésticas que habían terminado mal. ¿Por qué la
fascinaba tanto el caso Merapanui? ¿Por el tufillo de azufre que acompañaba todas las
reminiscencias de John Miedo? ¿O por la desesperanza de Polly Merapanui, pasada
por alto así en la muerte como en la vida, que aguardaba con la paciencia de los que
siempre son relegados a que alguien diera algún sentido a su atroz asesinato?
«Ya está, Skouros —se dijo—. Has hecho cuanto has podido. No ha servido de
nada. Ahora te toca colada. Así es la vida».
Se apretó el cinturón del albornoz, puesto al descuido, y empezó a recoger tazas y
cucharas.
Le habían dejado el mensaje en la cuenta del trabajo a última hora de la tarde del
viernes. Era de Kell Herlihy, la de Archivo Central, y el parpadeo importuno le
recordó lo cansada que estaba el día anterior al final de la jornada, tanto, que abrir el
correo le había parecido de pronto una imposición cruel y se había permitido el
pequeño placer de no abrirlo.
«Que espere —se dijo—, será el material sobre el fulano ese, como se llame, el
incendiario del club Maxie». Pero ¿había alguna otra cosa que le llamara más la
atención, aparte del último gofre belga?
Quince segundos después de abrir el mensaje, ya estaba en el banco central de
datos buscando el número particular de Kell Herlihy.
Cuando por fin hizo la llamada, la pantalla apareció negra. Al fondo se oía a un
par de niños discutiendo a gritos, más una voz fuerte que parecía estar
retransmitiendo jugadas de fútbol australiano.
—¿Diga? —contestó una mujer.
—¿Kell? Soy Calliope Skouros. Perdona que te moleste, es que acabo de leer tu
mensaje.
Un momento después, se encendió la imagen. Herlihy, del Archivo Central,
disfrutaba de una mañana de sábado igual que ella, pero en versión «casada y con
hijos», aunque la versión con hijos, advirtió con cierto remordimiento, al menos había
conseguido vestirse.
—¿Sí?
Herlihy parecía un poco mareada. Calliope, al ver a tres niñas en el fondo que,
por lo visto, querían vestir a un gato con ropa de bebé, matizó su idea de las ventajas
de vivir en compañía.
—Lo siento muchísimo, Kell, pero no he tenido más remedio que localizarte. ¿Me
decías que habías encontrado algo sobre John Wulgaru?
—¡Vamos, Skouros, que es fin de semana! ¿Es que nunca haces nada más que
trabajar? Además, el caso Merapanui está cerrado, ¿no es así?
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—No porque yo haya querido. Solo dime lo que encontraste.
—¡Uf! —exclamó Kell Herlihy—. ¡Qué dolor de cabeza, Dios! ¿Qué era? De
todos modos, no era John Wulgaru, solo Wulgaru. Una búsqueda. Puse en marcha el
chisme de rastreo automático. —Frunció el ceño, dio media vuelta un momento y
rescató al gato; luego mandó a las niñas salir de la habitación, y las niñas salieron
protestando a tres voces—. Si alguna vez echas de menos las alegrías de ser madre, te
invito a sustituirme un rato cuando quieras.
—¡Qué tentador! —dijo Calliope con una risa forzada—. Oye, ¿cómo que «era
solo Wulgaru», qué quieres decir?
—Pues eso. Era una búsqueda de palabra. Alguien que quería saber lo que
significaba. Pensé que querrías saberlo, porque fue el único resultado activo que
obtuve desde que puse en marcha el rastreo.
—¿Una búsqueda de palabra? —La expectación de Calliope se enfrió un poco—.
¿De dónde era?
—De una universidad, de un sitio raro. Helsinki, me parece. Eso está en
Finlandia, ¿verdad?
—Sí. —La tormenta de expectación se evaporó tan rápido como había estallado
—. ¿Solo una búsqueda de una universidad de Finlandia? ¡Mierda!
—No me pareció gran cosa, pero si quieres hacerle un seguimiento, la
información de la ruta está adjunta al mensaje original.
—No, gracias, Kell. Tal como has dicho, el caso está cerrado. No vale la pena
molestar a un estudiante universitario de Finlandia —afirmó mientras se disponía a
cortar la conexión.
—Ya, seguramente no valga la pena, si la consulta era desde allí.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Calliope deteniéndose en seco.
—Pues que no valdrá la pena si de verdad la consulta se hizo desde esa
universidad.
Herlihy miró a otra parte, distraída por un ruido atroz en la habitación vecina que
Calliope no oía.
—Pero ¿no has dicho que era de una universidad finlandesa? —inquirió Calliope.
Herlihy se quedó mirándola un momento, impresionada por tanta ingenuidad.
—Bueno, se supone que la consulta se hizo desde allí. Pero es muy normal
utilizar las universidades para ocultar datos. Son redes fáciles de piratear, tienen
muchos nodos que confunden y son lentas porque las usan muchos estudiantes a la
vez… ya sabes.
—No, no lo sabía. ¿Eso quiere decir que la búsqueda podría… podría haberse
hecho desde otro lugar distinto?
—Sí. ¡Dios! Si el lunes o el martes tengo un poco de tiempo… —Parecía indecisa
—, lo intentaré, Calliope. Pero ahora mismo tengo mucho que hacer.
—¿Y este fin de semana? —preguntó.
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—¿Qué? —dijo, como si le hiciera gracia, pero enseguida se enfadó de verdad—.
¿Estás de broma? Sí, desde luego, ¿verdad? Dime que es una broma. Tengo a tres
niñas aquí armando un jaleo del demonio, el zoquete de mi marido necesita el día
entero solo para lavar el coche ¡y tú pretendes que lo deje todo y me ponga a buscar
una…!
—Está bien, está bien. Mala idea. Perdona, Kell.
—¡Es que, hay que ver, vamos! Solo porque estés soltera y no tengas nada que
hacer los fines de semana…
—Lo siento —dio las gracias a la empleada del Archivo Central varias veces, con
mucha prisa por colgar—. Soy idiota, tienes razón.
Terminada la llamada, se quedó mirando la pantalla. En las noticias había un
reportaje en profundidad sobre un imperio asiático de componentes que se
tambaleaba y sobre la enfermedad mortal de su megarriquísima propietaria. La cara
de la mujer, tan abundante en rasgos duros y planos quirúrgicamente lisos como una
estatua de la isla de Pascua, parecía superficial y vacía, incluso en esas imágenes de
archivo seleccionadas para halagarla.
«Eso les pasa a las personas que no viven —pensó Calliope—. Se mueren por
dentro, pero los demás tardan mucho en darse cuenta». El extraño pensamiento se
quedó flotando en su cabeza, confundiéndola. «Pero no puedo dejar pasar esta
oportunidad. Tengo que comprobar ese último cabo, sea lo que sea. Lo más fácil es
que no sea nada… Pero ¿y si no fuera así? ¿Cómo saberlo, si no lo intento?».
Stan estaba sentado en un sofá, entre sus dos sobrinos, de los que Calliope veía
solamente una pierna larga y delgada de cada uno, con su respectivo pie descalzo. Por
lo que oía, estaba compartiendo la pantalla con el mismo encuentro deportivo que el
zoquete del marido de Kell Herlihy.
—La verdad es que te sobra mucho tiempo, Skouros —dijo Stan—. Es sábado.
—¿Por qué todo el mundo se siente con derecho a meterse con mi vida personal?
—¡Ja! —exclamó Chan enarcando una ceja—. ¿Quién se pasó casi toda la
semana anterior más o menos informándome puntualmente de cuanto sucedía en el
salvaje y maravilloso mundo de las camareras? Y sin mediar provocación, añado.
—De acuerdo. Estoy un poco sensible. Demándame. —Se alegró de haber
cambiado el albornoz por ropa de persona—. O mejor todavía, ¿por qué no me mimas
un poco? Seguro que sabes de alguien que pueda ayudarme.
—¿En fin de semana? Es un caso cerrado, Skouros. Finito. Kaput. Si piensas
machacarte con un caso perdido, ¿por qué no lo dejas descansar en paz hasta el lunes,
al menos?
—Porque necesito saber. El lunes, todo volverá a empezar de nuevo, la misma
mierda de siempre, y la pobrecita Polly Merapanui se quedará cada vez más atrás. —
Probó por otro lado—. Por no decir que el lunes dedicaré horas de oficina a lo que tan
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atinadamente calificas de caso cerrado. Pero en estos momentos, solo estoy perdiendo
el tiempo.
—Y yo —replicó Stan pensativo—. De verdad, no se me ocurre nadie a quien
pueda localizar en fin de semana. —Uno de los sobrinos dijo algo que Calliope no
oyó—. Estás de broma, ¿no? —dijo Stan.
—¡No! —replicó ella, ofendida.
—No, hablaba con Kendrick. Dice que un amigo suyo podría ayudarte.
—Un amigo…, es decir, ¿de su edad?
—Sí. No estás en condiciones de poner peros, Skouros —dijo Stan con una
sonrisa—. Y menos tratándose de buscar a quien esté dispuesto a trabajar en fin de
semana.
—Mierda —dijo ella hundiéndose en el asiento—. De acuerdo, ponme con
Kendrick.
Pasaron diez minutos desde el momento en que la hermana mayor salió a buscarlo
y el instante en que el amigo de Kendrick apareció en la pantalla de Calliope. El niño,
apenas un adolescente, compensaba su pequeña constitución de cara redonda y oscura
con una cabeza inmensa de pelo rizado y negro, escarchado de blanco artificialmente,
de forma que parecía una especie de diente de león mutante.
—¿Es la señora policía? —Al parecer, Kendrick lo había llamado y le había
contado algo.
—Sí. Soy la agente Skouros. Y tú eres Gerry Hierro Dos, ¿no es eso?
—Vale.
Calliope hizo una pausa para recordar cómo había que tratar a un adolescente que
no estaba acusado de nada. Era un terreno en el que no tenía mucha experiencia.
—Pues… oye, Hierro Dos es un nombre muy poco común. ¿A qué tribu
pertenece?
—Golf —dijo; le hizo gracia la pregunta.
—¿Cómo dices?
—Mi padre es instructor del club Trial Bay, en el norte. Todo el mundo lo llama
así, por eso en el colegio me llamaban así a mí también. Nuestro verdadero apellido
es Baker.
—¡Ah! —«¿Qué dijiste antes de ti misma, Skouros? ¿Te llamaste “idiota”?»—.
Esto, ¿Kendrick te dijo lo que necesito?
—Sí. Quiere averiguar desde dónde se hizo una búsqueda… si es auténtica o si es
un timo.
—Exacto. Te mando la información que tengo: la persona que me la proporcionó
dice que lleva incluida la ruta completa.
—Tranqui —dijo Gerry escudriñando la parte inferior de la pantalla— parece
fácil.
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—¿Seguro que… seguro que esto está bien? ¿A tus padres no les importa?
¿Quieren hablar conmigo?
—¡Qué va! Mi madre se ha ido a Penrith con su novio a pasar el fin de semana.
Anoche acabé los deberes, así que solo iría a No Face Five o al País Medio esta tarde.
Hace un día que mata y… tengo asma, ¿vale? Si lo averiguo, ¿seré auxiliar oficial de
policía o algo así?
—Pues… no sé. Ya veremos.
—¡Guay! La llamo en cuanto lo tenga. Me piro.
La imagen desapareció y Calliope se quedó con la sensación de haber sido
procesada por una máquina diseñada para hacerla sentirse vieja y lenta.
Ni siquiera los ascensores de servicio subían más allá del cuadragésimo quinto
piso.
«No se puede llegar allí desde aquí —pensó Olga—. Pero ¿de qué me suena eso?
Era una especie de broma, el título de un espectáculo de hace años o algo así. Sí, una
broma. De los tiempos en que las cosas tenían gracia». Respiró hondo para calmar su
acelerado corazón y pulsó el botón del piso al que se dirigía.
Cuando el ascensor se detuvo y se abrió a lo que, según el indicador, era «45,
seguridad del edificio», Olga Pirofsky casi esperaba verse arrojada a una especie de
cámara estanca, deslumbrada por haces de luz blanca como en los interrogatorios
policiales de las películas antiguas. No estaba preparada para la pequeña gruta que
vio al salir del ascensor, suavemente iluminada por zonas de luz en las paredes
oscuras, una fuente silenciosa y una mesa de despacho desocupada con un jarrón de
gardenias.
Se paró un momento a examinar la mesa; la superficie negra y brillante
presentaba en ese momento paisajes naturales seleccionados al azar. ¿Sería eso lo que
Sellars quería que buscara? ¿Una terminal con pantalla en el nivel de seguridad?
Claro que ya poco importaba: Sellars no había vuelto a ponerse en contacto y, aunque
esa mesa fuera el portal de entrada a los secretos de la corporación M, no tenía la
menor idea de qué hacer para descubrirlos.
De pronto, al acordarse de que habría cámaras de vigilancia por todas partes y que
ya no contaba con un aliado secreto que la ocultara, sacó un trapo de la bata de
trabajo y pasó el polvo rápidamente a la mesa: luego siguió con una puerta que había
en la pared, a un lado de la zona de trabajo. Estaba segura de que habría otro ascensor
en ese nivel, en alguna parte, que la llevaría hasta el ático particular de Malabar;
según la información que había visto, debía de haber espacio suficiente para seis
pisos más por encima del nivel de seguridad. Colocó la tarjeta en el lector
conteniendo el aliento, casi esperando que algún dispositivo de alarma la tirase al
suelo. Sin embargo, la puerta se abrió a otra estancia. Cuando vio lo que era, se
mareó.
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Era una habitación grande, de unos cincuenta metros de lado. Lo único que había
en todo el perímetro era la moqueta. En el centro, ocupando casi tres cuartas partes
del espacio, se levantaba un enorme cubo de plexiglás que iba del suelo al techo, tan
grueso que no le cupo duda de que sería antibombas y antibalas. Dentro de esa jaula
de plástico había una oficina completa, pero no un entorno espectacular como el
jardín del área de recepción, sino un espacio de trabajo con mesas y maquinaria,
además de una larga hilera de monitores murales. La luz no era intensa y la
información pasaba directa y continuamente sobre las paredes de plexiglás, lo cual
hacía un poco más difícil distinguir lo que había dentro. Sobre dos mesas giraban
sendas holografías, maquetas de la estructura del edificio. Por el momento no se
percibía ningún movimiento más, salvo los reflejos de neón que parpadeaban a lo
largo de las paredes transparentes. Después, cuando sus ojos se acostumbraron, vio a
media docena de hombres musculosos en mangas de camisa repartidos por la oficina
de seguridad como animales de zoo, y todos la miraban.
«No puedo respirar —se dijo. Solo quería echar a correr otra vez hacia la zona de
recepción y entrar en el ascensor—. ¡Me han pillado!».
Un hombre se levantó y le indicó que se acercara, pero ella no podía mover las
piernas. El hombre frunció el ceño, irritado, y de pronto su voz amplificada llenó todo
el espacio.
—Venga aquí.
Arrastrando los pies, se obligó a dirigirse hacia la gruesa puerta de plexiglás
empotrada en la pared transparente. Detrás de los agentes de seguridad, casi al fondo
del tanque de plástico, un ancho haz rectangular de una sola pieza de pulida fibrámica
negra se elevaba hasta el techo. Al lado, había una puerta completamente lisa. «El
ascensor de los últimos pisos», se dijo, pero sin alegría ni interés, siquiera. Como si
hubiera estado en otro país.
—Deme su tarjeta —dijo el hombre. Debía de tener la mitad de años que Olga y
llevaba la cabeza rapada, con solo dos tiras de pelo por encima de las orejas. Hablaba
con cortesía, pero en sus ojos brillaba una luz terriblemente fría, y no pudo evitar
fijarse en la larga arma que escondía en una funda debajo del brazo—. La tarjeta —
repitió con un poco más de rudeza.
—Perdón, perdón.
Se la quitó de la bata y la depositó en una ventanilla que se abrió en la puerta. Le
temblaban tanto las manos que le pareció que la ejecutarían solo por eso.
—¿Qué hace aquí? —El hombre sujetaba la tarjeta junto a una pequeña caja—.
No tiene acceso a este piso.
Olga percibía cómo la sospecha ahondaba en el ánimo del hombre a medida que
transcurrían los segundos. Sus compañeros hablaban entre sí, uno incluso se reía y
hacía gestos, quizá estuviera contando un chiste; pero todos estaban alerta, a pesar de
la aparente falta de atención.
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—Busco… a… —exageró el acento con la esperanza de parecer menos peligrosa,
aunque en realidad no importaba.
Se le había congelado el cerebro. No se acordaba del nombre. Hacía menos de
una hora que se había soltado de la correa de Sellars y ya lo había echado todo a
perder.
«No quiero morir. No, así no, por un error tan idiota. No quiero que estos
hombres me maten y me arrojen en cualquier parte, en la reserva natural, y que me
nazcan encima flores de agua, como en aquellas barcas abandonadas…».
—¡Jerome! —dijo, y se preguntó si serviría de algo—. Busco a Jerome.
—¿Jerome? ¿Quién diablos es Jerome?
—Un celador. —Hacía cuanto podía por parecer una campesina zafia e inútil, que
no tendría el menor interés para un cosaco que se preciase—. Es… ¿amigo de mí?
El agente miró a uno de sus compañeros, que le estaba diciendo algo que ella no
oía.
—¡Ah! ¡Ese es Jerome! —exclamó el agente, y se rio—. El hombre ese, ¿eh? —
Volvió a dirigirse a Olga—. ¿Y por qué creía que lo encontraría aquí arriba, señora
Cho… —Miró fijamente el monitor—, señora Chotilo? ¿Por qué lo busca aquí?
Trabaja en los pisos inferiores.
—¡Ah, no lo encuentro allí! —dijo, con la esperanza de que el miedo que sentía
encajara bien en su personaje y en la situación—. Pienso que quizá ustedes lo ven en
sus cámaras y me lo dicen.
—Conque eso piensa, ¿eh? —contestó el oficial de seguridad mirándola
duramente un largo segundo, pero después su expresión se relajó un poco—. Bien —
y añadió algo por encima del hombro, dirigido a sus colegas, que les hizo reír, aunque
habló tan rápido que Olga no lo entendió—. Bien, ahora lo miro. ¿Jerome es su
novio?
—Es… —contestó, fingiendo vergüenza—, es solo un amigo. Comemos juntos,
¿sí? ¿Algunas veces?
El hombre se acercó a un monitor y volvió.
—Acabo de verlo en un baño del nivel A. Si se va en el ascensor ahora mismo
hasta abajo, seguro que lo encuentra. —Su sonrisa se volvió fría—. Una cosa más.
Tenga mucho cuidado con andar merodeando por este edificio. Los jefes se
impacientan cuando la gente no está donde tiene que estar. ¿Entendido?
—Sí —asintió Olga retirándose hacia la oficina exterior—. Gracias.
La gratitud no tuvo que fingirla.
En el ascensor, se puso las manos bajo las axilas para que dejaran de temblar.
Estaba enfadada consigo misma. ¿Qué se había pensado? ¿Que sería fácil? Tenía
muchísima suerte de no estar encerrada en una celda en ese mismo instante.
«¿Y qué más da? No hay forma de salvar ese obstáculo. He fracasado. He perdido
a los niños para siempre».
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Le habría gustado que el ascensor siguiera bajando hasta el fondo del edificio y
más allá, hasta la tierra y el lodo del delta, y la enterrara allí, en el silencio oscuro.
«El tiempo —pensó Ramsey—. Se nos acaba el tiempo. ¿Qué nos queda? Menos
de cuarenta y ocho horas para que se termine el fin de semana y descubran que Olga
no entra con su turno cuando vuelvan a…, por no hablar de que el edificio se llenará
de empleados otra vez…».
—¡Maldita sea!
Se sentó y se quedó mirando la multiagenda con sensación de impotencia. Sellars
y Cho-Cho seguían inconscientes, puede que muriéndose, en la habitación contigua, y
Catur Ramsey había heredado en exclusiva la responsabilidad de la seguridad de
Olga Pirofsky… pero no encontraba su número de teléfono.
—No es posible que estemos… ¡incomunicados! —Se dirigió implorante a
Sorensen—. Es preciso volver a conectar con ella.
—¿Sellars no le dijo lo que tenía que hacer?
El mayor miraba la pantalla de la agenda de Ramsey con la expresión de un
mecánico chapucero a punto de reconocer que ni siquiera sabía lo que era una válvula
de anillo.
—Apenas me dio instrucciones. Dijo, no sé, que el sistema se estaba viniendo
abajo o algo así, y que me volvería a llamar enseguida. Pero no me ha vuelto a llamar.
—Ramsey se llevó las manos a la cabeza. Lo más agotador que había hecho en las
últimas cuatro horas había sido ayudar a transportar el comatoso cuerpecillo de pájaro
de Sellars, pero en su vida había estado tan exhausto—. Ha establecido la conexión
con Olga a través de una especie de tiovivo de repetidores, por seguridad, según me
dijo. ¡Pero no la encuentro! Y es que no sé nada de todo esto. Seguro que en la base
militar tiene usted algún conocido que nos pueda echar una mano, Sorensen.
—¿Es que no se ha enterado? —replicó Sorensen, que no parecía estar pasando el
día mucho mejor que Ramsey—. En estos momentos somos unos pobres fugitivos,
maldita sea, o como si lo fuéramos, porque no podemos arriesgarnos a hacer otra
cosa. Tampoco sabemos hasta dónde llegaría la pequeña red particular de Yacoubian
dentro de la base. Para empezar, sé al menos de un muchacho de mi propia oficina en
quien no se puede confiar. ¿Y pretende que llame y pida ayuda para restablecer la
comunicación con nuestra espía de la torre de la corporación de Malabar?
—¿Y el hombre que nos ayudó antes? ¿Su amigo Parkins?
—¡Ja! —Sorensen se rio con amargura—. Ron sabe de cuestiones técnicas de
comunicación tanto como yo de ballet clásico. Por no recordar que ya dijo que no
quería verse involucrado en esto.
—¡Dios, todos estamos involucrados!
Ramsey dejó la multiagenda y se dirigió hacia el fregadero para lavarse la cara,
procurando no mirar a Sellars y al niño, que yacían uno al lado del otro en una cama,
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como las víctimas de un desastre pendientes de ser identificadas. Notaba el paso del
tiempo físicamente; le picaba en los dedos. La voz de Sellars a través de la línea,
cuando le hizo el apocalíptico aviso de la muerte del sistema, se le había incrustado
en el cuerpo como un virus.
—Mire, en estos momentos, ni usted ni yo estamos haciendo nada útil —dijo
Sorensen cuando Ramsey volvió a la sala con la cara empapada—. Mi mujer está
muy angustiada y mi hijita apenas puede soportarlo más. Temo que, en cualquier
momento, Kaylene salga de aquí en dirección a la comisaría más cercana. Me voy a
la habitación de al lado para estar un rato con ellas. Si se le ocurre algo, llámeme.
—Sí, sí, adelante —dijo Ramsey agitando la mano—. Dígales… dígales que lo
siento mucho.
—Usted no tiene la culpa —dijo, y sonrió levemente, con fatiga—, ni yo
tampoco, aunque no creo que pueda convencer a Kay.
Cuando el mayor hubo cerrado la puerta, Catur Ramsey fue al minibar y encontró
un miniwhisky en una minibotella. Se la llevó al cuarto de baño y, al pasar por la
puerta del dormitorio, cerró los ojos; en el baño vació el contenido en un vaso y
terminó de llenarlo con agua. Volvió a la sala y se sentó en un sillón. Estaba tan
cansado que creyó que se dormiría sentado allí, y sabía que el alcohol no era buena
idea; no obstante, a veces a uno solo le quedaban ideas que no eran buenas.
«Ayudamos a esa pobre mujer a entrar en ese edificio, cuando seguramente ella
no habría podido hacerlo sola y, para más inri, le pusimos en el dedo un anillo que
puede ser una prueba incriminatoria. Ahora, la hemos abandonado. —Para eso servía
el whisky, para matar el dolor de la traición, del fracaso—. Es como defender a
alguien por imprudencia al cruzar la calle y hacer que termine condenado a la
inyección letal. ¿Quiere mi mejor consejo, Olga? ¡Cambie de abogado!».
Era ridículo quedarse atascado con un problema así: una mera cuestión de sortear
un galimatías de telecomunicación y restablecer la conexión. Seguro que había mil
escolares en los alrededores capaces de hacerlo. Seguro que el niño Orlando Gardiner
lo habría solucionado en unos minutos. Pero ese no era su mundo, y la necesidad de
clandestinidad dificultaba mucho la tarea de encontrar a alguien que lo sacara del
aprieto, máxime en el poco tiempo que quedaba antes de que las cosas se pusieran
francamente mal.
«De modo que esta es la alternativa —se dijo mirando la bebida, que todavía no
había probado—, la gran solución: rescatar a Orlando Gardiner de entre los muertos».
Ramsey inclinó el vaso y tomó un trago mesurado pensando en la oscuridad y la
muerte, pensando en cables vacíos. Antes de que el whisky terminara de quemarle el
estómago, se acordó de alguien a quien podía llamar.
Al parecer, hacía mucho tiempo que no usaba ese número. Cuando sonó la
duodécima señal y nadie respondió, se confirmaron sus peores sospechas. Entonces,
cuando se disponía a colgar, contestaron.
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—¿Diga? ¿Quién es?
La pantalla seguía en blanco, pero el tono de voz era inolvidable.
—Soy Catur Ramsey. Te acuerdas de mí, ¿verdad?
—No reconozco el número desde el que me llama. —Hizo una pausa—. A decir
verdad, es una conexión muy rara.
—Soy yo, lo juro —dijo.
Comprendió que se debía a las defensas de Sellars. Las llamadas salientes desde
el hotel tenían que desviarse por todo el infierno y Kansas, como solía decir su padre.
—¿No puedes… no puedes hacer un reconocimiento de voz o algo parecido?
—Sí. —Parecía que hablaba más despacio de lo que recordaba—. Pero tengo que
hacerlo a través de ese sistema policial que… que me arregló un amigo mío, y tardaré
un poco.
—No tengo tiempo que perder. Mira, ¿todavía tienes mi antiguo número?
Llámame ahí. Diré «soy yo», luego cuelgas y te vuelvo a llamar. ¿De acuerdo?
Seguro que así, aunque la línea normal estuviera intervenida, no habría tiempo de
que nadie detectara más que un curioso cambio sin importancia.
Dos minutos después, completado con éxito el pas de deux electrónico, Ramsey
volvió a llamar desde la línea protegida.
—¿Satisfecho?
—Supongo —gruñó el otro—. Pero de todos modos, es posible que le haga pasar
por el programa de reconocimiento de voz.
Ramsey no pudo evitar una sonrisa cansada. Así es que, hasta ahí habíamos
llegado, ¿no? A tener que demostrar la propia identidad ante máquinas desconfiadas.
—¿Qué tal estás Beezle?
—Bien, supongo. Hace mucho que no sé nada de Orlando.
Ni a solas en una habitación, hablando con un presumido juguete infantil, pudo
evitar un estremecimiento de culpa y pesar. ¿Beezle no lo sabía?
«Pero ¿cómo iba a saberlo? Está claro que nadie se va a acordar de ponerse en
contacto con el dispositivo de Orlando para hacerle saber que su amo ha muerto.
Además, sus padres lo han buscado para apagarlo. No me extraña que no sepa nada».
—Necesito que me ayudes —dijo, soslayando la cuestión sin más, aunque se
preguntó si sería inmoral mentir a una máquina, aunque menos grave si era por
omisión—. Todavía estoy buscando respuestas a las cosas en las que estuvimos
trabajando a medias, pero tengo un problema.
—No sé. —La voz de taxista parecía un poco ralentizada todavía, como si Beezle
se hubiera tomado el equivalente electrónico de unas cuantas cervezas sabatinas y le
costara reaccionar con rapidez—. Tengo que tener las líneas libres por si Orlando
intenta ponerse en contacto conmigo.
Ramsey cerró los ojos. Estaba tan cansado que apenas podía pensar, tan
preocupado por Olga Pirofsky que se le revolvía el estómago. Solo sus diez años de
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experiencia en salas de tribunales le ayudaron a mantenerse a raya, sin decir tonterías
ni nada irremediable, pero por poco.
—Estoy seguro de que si intenta ponerse en contacto contigo tendrás alguna
forma de saberlo. Por favor, Beezle, es muy importante. Si… si todo por lo que ha
pasado Orlando significa algo para ti, esto es exactamente lo mismo.
Se hizo otro silencio mientras Beezle analizaba la retorcida sintaxis de Ramsey,
pero parecía que también estuviera sopesando el dolor que transmitía su voz.
—Dígame qué hay que hacer, jefe —declaró el agente por fin—, veré si puedo
hacer algo.
—Gracias a Dios —respiró Ramsey, aliviado—. Y muchas gracias, Beezle.
Se preparó para enviar todo lo que tenía en la multiagenda relacionado con
Sellars, incluido el registro de la última llamada. Se preguntó qué habría estado
haciendo Beezle en los días de inactividad, desde la última vez que habló con él.
—De todos modos, ¿dónde estás?
—En ninguna parte, en realidad —dijo la voz ronca—. En…
La voz enmudeció y Ramsey se maldijo por haber hecho una pregunta tan torpe:
al fin y al cabo, pensó, aturdido otra vez por el universo desquiciado en el que
habitaba últimamente, no era solo una pregunta inoportuna, era casi cruel, como
preguntar a un huérfano dónde están sus padres.
Y, ciertamente, cuando Beezle volvió a hablar, su voz tenía un matiz de
incomprensión que Ramsey no había notado antes.
—¿Dónde estoy? Pues… esperando. Ya sabe. Esperando.
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una retrospectiva de un museo o un ballet sobre el genocidio de los aborígenes de
Tasmania, por ejemplo.
Media hora más tarde, había perdido completamente el hilo de la trama, o lo que
pasaba por trama. En vez de quedarse sentada pensando que era una lástima no
conocer a ningún artista figurativo belga para estrangularlo, apagó la película y puso
en marcha la copia del historial de Merapanui. Las imágenes fantasmagóricas de John
Miedo se burlaban de ella. «¿Crees que vas a encontrarme? —Parecían decir—. Soy
polvo. Estoy en el viento. Soy la oscuridad de tu propia sombra».
Volvió a repasar las notas en busca de algo que se le hubiera pasado por alto,
cualquier cosa, mientras el sol se hundía en el puerto. Si John Miedo estaba vivo, tal
como intuía, ¿cómo es que nadie lo sabía? ¿O sí lo sabían y les aterrorizaba decirlo?
Se acordó de la singular expresión que adquirió un instante la mirada de 3Big Pike.
«Si se le hace enfadar, vuelve de debajo de la tierra y te mata tres veces de tres
formas distintas».
¿Dónde podía estar, por todo lo sagrado? ¿En Europa, en un tren? ¿En un centro
comercial de Estados Unidos evaluando a su próxima víctima? ¿O más cerca, quizá?
¿Pasando desapercibido en un criadero de ganado de algún despoblado, esperando el
momento de volver a sus cacerías con una nueva identidad? Esperando como un
espíritu perverso…
El pitido de la multiagenda la sobresaltó horriblemente.
—¿Sí?
Era Gerry Hierro Dos.
—He estado trabajando en lo suyo, ¿vale?
—¿Y qué has encontrado…? —preguntó con el corazón en un puño.
—Es más chungo de lo que parecía, sí —dijo, un poco avergonzado—. Aquí hay
una historia rarísima, una chorrada bastante flipante.
—Gerry —dijo, orgullosa de su autocontrol—, no entiendo nada de lo que me
estás diciendo. Por favor, habla en lenguaje normal.
—Es que es, como si dijéramos, es un follón, ¿sí? —dijo poniendo los ojos en
blanco—. Complicado de rastrear, va por todas partes, rebota un montón de veces,
pasa por repetidores ciegos, y así todo el rato.
—Es decir, ¿no es de la Universidad de Helsinki?
—Es de la Universidad del Virus Mayor. Es muy retorcido, retorcido de verdad,
lo ha elaborado alguien que sabe borrar pistas.
—Es decir, que no era una simple búsqueda —concluyó Calliope recostándose en
el respaldo.
—No lo sé… —dijo Gerry Hierro Dos con un encogimiento de hombros; el pelo
escarchado se le movió suavemente—, a lo mejor es de alguien absolutamente
particular, ¿vale? De alguien que no quiere que nadie más sepa de sus cosas.
Calliope hacía esfuerzos por contener la euforia. ¿Qué tenía, en realidad? Tal
como decía el chico, podía ser una consulta normal de una persona que, por los
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motivos que fuera, tenía un sistema de protección muy bueno. Pero no podía evitar
mirar el rostro inmovilizado y borroso de John Wulgaru en la pantalla. «Voy a
pillarte, maldito. No sé cómo, pero un día te pillaré».
—¿Cuándo podrás averiguar con seguridad de dónde proviene?
—No sé. —Arrugó el labio inferior, pensando—. Ahora mismo estoy adobao.
Mañana sigo, aunque puede que me lleve más días.
—¿No puedes seguir con ello hasta mañana?
Gerry Hierro Dos le echó la mirada que todos los adolescentes del universo
reservaban para los adultos locos.
—Ni siquiera me he parado a comer —dijo con una sonrisa de fastidio—. Hasta
la poli deja comer a la gente, ¿no?
—De acuerdo, tienes razón. Te agradezco de verdad lo que estás haciendo…
siento ser tan pesada.
Colgó y se dejó caer sobre el respaldo otra vez, irritada consigo misma. La verdad
es que no tenía ninguna prisa, ¿no? Hacia cinco años que Polly Merapanui estaba
muerta y enterrada. A John Wulgaru, alias Johnny Miedo, se le había dado por
muerto unos meses antes. ¿A qué venía tanta prisa?
A pesar de todo, sentada en el piso cada vez más oscuro, bajo la única luz que
proyectaban las imágenes borrosas y los archivos seleccionados de la pantalla, tuvo la
clara sensación de que no era solo un fin de semana lo que se le escapaba entre las
manos.
Cuando por fin se levantó de la cama, había pasado gran parte de la mañana. Le
había costado cuatro cervezas después de cenar relajarse lo suficiente para poder
dormir, y ahora le pesaba cada una de ellas. Se sentó en el salón meciendo un café
entre las manos con las persianas bajadas hasta abajo, y se preguntó si Dios habría
hecho la luz de los domingos tan desagradable a propósito, para obligar a los
pecadores a refugiarse en la penumbra de las iglesias.
Estaba terminando el segundo café y pensando que quizá pudiera comer algo,
cuando por fin se dio cuenta de que lo que había desechado como síntoma de un
incipiente dolor de cabeza era en realidad la alerta de un mensaje recibido que
parpadeaba en un lado de la pantalla mural. Por lo visto, no había oído la llamada
mientras dormía.
«¿Elisabetta o el amigo de Kendrick?». ¿De verdad el día terminaría siendo
decente, al menos? Con el estómago lleno de ácido y la boca seca y arenosa, casi no
podía creérselo, pero abrió el mensaje.
Era de Gerry Hierro Dos. Se había quedado hasta tarde trabajando, decía, y tenía
algo que contarle, ese «algo» que quería saber, informaba la imagen grabada con
mucha complicidad. A pesar de la impaciencia y del dolor de cabeza, tuvo que
sonreír. «Este chico ve demasiadas películas de espías». Respondió a la llamada.
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Cuando terminaron de hablar, le dio las gracias por su ayuda y le prometió que
estaría pendiente de la posibilidad de que se convirtiera en auxiliar de policía (aunque
no sabía qué quería decir). Después se quedó mirando la taza de café, que se había
enfriado. Los frutos de la investigación de Gerry podían ser de utilidad, pero también
podían quedarse en lo que la búsqueda parecía desde el principio: el interés de una
persona por un dato de folclore aborigen. Pero el origen estaba en un router de
telecomunicaciones de Sidney, de modo que si conseguía que el proveedor le revelara
la dirección postal…
Suspiró. ¿Qué forma era esa de pasar un domingo? Si el operador de
telecomunicaciones no colaboraba espontáneamente, necesitaría una orden judicial
para conseguir cualquier cosa. ¿Cómo conseguirlo sin exponerse a una bronca
imponente del capitán, e incluso a una investigación en toda regla?
Intentaría persuadir al proveedor y a ver qué pasaba. Otro día de fin de semana
perdido. Bueno, era mejor que limpiar.
¿Y si de verdad conseguía la dirección postal? ¿Esperaría hasta el lunes?
El número de Stan sonó muchas veces. Cuando por fin respondió, la recibió el
rostro de un monstruo azul claro con ojos de insecto y largas antenas.
—¡Dios! —exclamó sobresaltada.
—Stanley Chan no está —dijo la cosa como si dictara sentencia—. Ha
desaparecido del planeta.
—¡Lo han raptado! —exclamó otra máscara de ojos saltones entrando en la
cámara de un empujón—. ¡Lo han raptado los alienígenas!
Lo vio sentado en el sofá, fingiendo que estaba atado, mientras sus sobrinos
grababan el mensaje. La saludó moviendo las manos, atadas con algo que parecía un
cinturón de albornoz.
—¡Lo siento, amigos! Me llevan a otro planeta —dijo—. O al zoo, o a alguna
parte.
—Al espacio sideral, donde serás torturado —dijo el primer monstruo frotándose
las manos de gusto.
—Mensaje —siseó el segundo.
—¡Ah, sí! Si quieres dejar un mensaje, adelante. Pero al señor Chan no le servirá
de nada, porque estará en nuestro planeta, donde será torturado hasta la muerte,
¿vale?
Calliope dejó un mensaje pidiendo al prisionero que la llamara cuando volviera a
casa. Aunque su compañero no estuviera ya en la galaxia y ella fuera a perder todo el
domingo intentando rastrear un detalle insignificante de un caso cerrado, no quería
perder el contacto con él por completo.
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34. La sonrisa del desierto
PROGRAMACIÓN DE LA RED/DOC/CONCURSO: IEN, 17 horas (Eu, NAm). «Tictac».
(Imagen: concursante en llamas). Voz en off: Presentación del último episodio de
la temporada del popular concurso, en el que doce participantes reciben una
inyección misteriosa y tienen que esperar una semana para ver los resultados. Diez
son inocuas, y los concursantes solo ganan la versión doméstica del juego. Una
inyección crea el famoso logo «Wild Credits» en la piel del concursante, lo cual
significa que ha ganado un millón de créditos suizos. El duodécimo concursante,
designación que la dirección del concurso ha popularizado, arde espontáneamente.
Lo divertido es ver lo que hacen los participantes en la cuenta atrás de los siete días,
mientras esperan que llegue el momento de la verdad sobre la suerte que les ha
tocado, y que se retransmite en directo por televisión al final de la semana. Este
último programa de la temporada pone fin al concurso iniciado la semana pasada y
ofrece un resumen de los momentos más conmovedores y de los más escandalosos de
programas anteriores…
El sacerdote de los ojos opacos posó una caja de marfil en la piedra, al lado de
Paul. Al abrirla, a Paul se le clavó una esquina en la piel; después, el sacerdote
empezó a sacar ceremoniosamente una colección de cuchillas y otros objetos menos
identificabas, y recitó:
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se escapó de sus entrañas como un animal que huye de la madriguera.
—Cuanto antes se relaje y deje de luchar, antes lograremos abrir el bloqueo
hipnótico. —La voz de Wells le llegó flotando desde muy lejos—. Y antes se acabará
el dolor.
—Canalla —gimió Paul.
Parecía que las sombras de la estancia cobraran vida. Algo se movía detrás de
Wells, un espacio negro que aumentaba de tamaño.
El sacerdote jeri-heb dejó caer el cuchillo de pronto; antes de que tocara el suelo,
el torturador empezó a retroceder de la mesa de carnicero tropezando y gesticulando
con las manos. Algo que Paul no podía ver bien le estaba atacando, una especie de
nube móvil formada por sombras claras.
—¡Amo! —chilló el sacerdote—. ¡Sálvame!
También Wells había caído prisionero de algo. Paul solo lo veía por el rabillo del
ojo, una figura alta y vendada que luchaba con algo pequeño y peludo que le mordía
la pierna como un perro. Wells maldecía de sorpresa y dolor y daba manotazos al
atacante. Entonces entraron otras siluetas en la habitación. Se oían gritos. Las
antorchas se agitaban y las sombras, tan inmóviles hasta el momento, empezaron a
saltar por las paredes. Todo parecía expandirse y tambalearse.
Wells luchaba contra una figura de pelo oscuro casi de su misma altura. Rodaron
los dos por el suelo y un destello de luz eléctrica volvió el mundo azul un doloroso
instante. Paul estiraba la cabeza cuanto podía desde la piedra y parpadeaba para
suavizar los efectos del deslumbramiento explosivo.
«¿Qué está pasando…?», fue lo único que pudo pensar antes de que Userhotep se
alzara a su lado aullando todavía, con otro cuchillo en la mano y retorciendo la cara
horriblemente, y se derrumbara sobre el altar, sobre la cabeza de Paul, aplastándosela
contra la piedra.
Ya no estaba atado, pero los brazos y las piernas le ardían y el corazón le latía
como un motor alimentado con combustible de mala calidad. Lo peor era la cabeza.
Iba colgado de los hombros de dos personas, una a cada lado.
—¡Dios mío! Está empapado… ¡está sangrando…!
Paul reconoció la voz de Martine con gratitud. Intentó abrir los ojos, pero los
tenía llenos de algo salado que quemaba.
—Superficiales… —dijo casi sin voz e intentando, en vano, sostenerse sobre las
piernas; recuperar la circulación en esa parte del cuerpo era como tener un
hormiguero de hormigas asesinas picándole todas a la vez—, son solo cortes
superficiales. Acababan… de empezar…
—¡No hables! —le ordenó Florimel desde el otro lado—. Ahorra energía. Te
estamos ayudando, pero no podemos detenernos.
—Nunca creí que fuera a ver al de la cara amarilla en esas condiciones. —Paul no
reconoció esa voz, profunda y ronca; había hablado desde abajo, cerca del suelo,
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como si su dueño estuviera arrodillado—. Se retuerce como un gusano en una piedra
caliente. —Se rio con alegría—. Tienes un encantamiento muy poderoso en esa
mano, muchacho.
—Lo único que quiero es salir —oyó Paul decir a T4b, jadeando como si acabara
de correr un maratón—, antes de que ese colgao asesino venga a buscarnos.
—¿Acabamos con él? —preguntó Florimel.
Paul creyó, en su dolor y su agotamiento, que sus amigos pensaban poner fin a
sus miserias.
—¡Mira! ¡Mira! —gritó una vocecita aguda casi dentro de su oído—. ¡Cuánta
sangre! ¿Se ha caído, señor? ¡Huy, qué megaarañazo tan hipergrande! ¿Vale?
—¿Qué está pasando? ¡Maldición! —gimió Paul—. ¿Qué ha pasado?
—Qué fácil es decir acabamos con él, tratándose de Ptah —comentó la voz ronca
como si Paul no hubiera hablado—, pero has de saber que matar a un dios cambia la
forma del cielo… sobre todo tratándose de uno tan importante como el Señor de los
Muros Blancos.
—Nuestro enemigo no es Wells —dijo Martine—. El verdadero monstruo va a
venir… puede llegar en cualquier momento.
—Si vuestro enemigo es el amo y señor Anubis —se mofó la voz ronca—, no os
hacen faltan más enemigos. Si nos atrapa, nos aplastará…, a mí también, como si
fuéramos polvo bajo sus negros talones.
Paul consiguió por fin aclararse la vista a fuerza de parpadear. La figura que se
hallaba delante de él no estaba arrodillada. Era un enano con una barba muy poblada
y sorprendentemente feo, que le sonrió al ver que lo estaba mirando.
—Vuestro amigo ya ve —dijo, e hizo una inclinación de cabeza—. No es
necesario que des las gracias a Bes por haberte salvado a ti y a tus compañeros. Un
dios del hogar tiene poco que hacer en una tierra en que todos los hogares han sido
reducidos a escombros. —Se rio. Al parecer, se reía con frecuencia, aunque Paul se
dio cuenta de que no parecía contento—. De todos modos, supongo que mi trabajo
siempre es poco quehacer.
Paul sacudió la cabeza, aturdido. Un mono amarillo del tamaño de un dedo
flotaba justo ante él. Un momento después, media docena más se le unieron en
formación.
—Nadie nos dice dónde está Landogarner —se quejó el minúsculo mono—. ¿Tú
lo sabes? ¿Fredericks?
Robert Wells se retorcía en el suelo de piedra, a unos cuantos centímetros de
distancia, como en pleno ataque de epilepsia, y se aferraba la cabeza vendada con
ambas manos. El sacerdote Userhotep estaba acurrucado contra la pared de enfrente,
en medio de un charco oscuro que reflejaba la luz de las antorchas.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Paul otra vez inútilmente.
—Ya te lo contaremos más tarde —dijo Martine dándole una palmadita en la cara
pero sin soltarlo. Dejó la mano allí un momento, fría y calmante—. Ahora estás a
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salvo.
—Tan a salvo como los demás, por lo menos —apostilló Florimel siniestramente
—. Toma, tu ropa.
—Dejemos a Wells —dijo Martine—, tenemos que marcharnos. No sé con
exactitud a qué distancia está la salida.
—¿La salida?
Paul sentía la cabeza como llena de pintura negra y pringosa, o de aceite sucio, de
una sustancia pegajosa que le dificultaba las conexiones. Vio que había dos personas
más allí, los dos prisioneros que habían dejado la celda antes de llevárselo a él.
Cuando Nandi Paradivash vio que Paul lo miraba, se acercó cojeando.
—Me alegro de que esté vivo, Paul Jonas. —Nandi tenía partes de la cara y los
brazos en carne viva, y unas quemaduras horripilantes en forma de mano en las
piernas. Estaba consumido, era una sombra del hombre valiente e ingenioso que
había conocido—. Jamás me perdonaré por haberle traicionado. —Paul se encogió de
hombros sin saber qué decir. Parecía necesitado de una especie de absolución, pero en
ese momento Paul no conseguía entender una idea tan abstracta—. La señora
Simpkins y yo… —Nandi señaló torpemente hacia la mujer— caímos prisioneros de
un hombre llamado Miedo, que nos retuvo muchos días.
—Ya hablaremos después de todo eso —dijo la mujer llamada Simpkins.
Esta parecía más racional y serena, aunque sus ojos, ocultos en la sombra, no se
encontraron con la mirada de Paul, y las manos le colgaban como si no tuviera
huesos.
—¿Puedes andar si te ayudo, Paul? —preguntó Martine—. Tenemos que darnos
prisa, y llevándote así será difícil. Hemos distraído a los guardianes, pero volverán.
Bes soltó una risita, se acercó corriendo a la puerta y la abrió. Paul oyó gritos a lo
lejos, en el corredor.
—Es impresionante, la enorme distracción que se puede provocar si se le da una
antorcha a un tropel de monos voladores.
Una nube amarilla de simios estalló en el aire y salió al corredor.
—¡Arde! ¡Arde! ¡Arde! —chillaban girando en remolino—. ¡Qué bonito! ¡Cómo
arde!
—¡Fuego grande!
—¡La tribu que manda!
T4b se abalanzó tras ellos. Llevaba una mano en alto como si le doliera y Paul vio
que la mano brillaba. Salió de la celda ayudado por Martine y Florimel, pero tuvo que
pasar por encima de una pierna de Wells, que se sacudía y se estremecía como si
estuviera electrificada.
Fuera, el sol era un enorme disco blanco, y el aire de la antigua Abydos, tan seco
y caliente que Paul casi notaba cómo le chupaba la humedad de los pulmones. Había
edificios ruinosos y ennegrecidos por el fuego a ambos lados del gran templo,
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algunos todavía sangraban humo negro al aire. Por lo visto, Miedo había lanzado allí
un ejército muy semejante al de Dodge City.
Paul seguía apoyándose en Florimel, pero se había recuperado lo suficiente para
poder soltarse de Martine. La mujer ciega avanzó por un espigón de piedra que, desde
la parte de atrás del templo, se adentraba en las tranquilas aguas marrones de un
ancho canal. Los monos se quedaron en suspenso a su alrededor un momento y, al
instante, volaron disparados a inspeccionar la inmensa embarcación dorada que
aguardaba al final del espigón como un hotel flotante. Martine se detuvo a medio
camino y se orientó lentamente primero a un lado y después al otro.
—No está aquí —dijo, con una voz tensa de pánico creciente—. La salida… la
percibo, pero no está aquí.
—¿Qué significa eso? —preguntó Florimel—. ¿Es invisible?
—No, sencillamente, no está aquí. Desde dentro, la percibí aquí fuera, y la sigo
percibiendo con mucha intensidad, pero… —Volvió a girar hasta ponerse mirando al
templo, hacia el sur del valle del río—. ¡Dios mío! —dijo despacio—. Está… está
lejos. ¡Pero es muy fuerte! Por eso pensé que estaba aquí mismo, al final del templo.
—Se dirigió a Bes, que la observaba con la serenidad de quien veía milagros e
incluso los hacía todos los días—. ¿Qué hay allá lejos?
—Arena —gruñó—, escorpiones y más arena. Sería más acertado hablar de lo
que no hay más allá: ni agua, ni sombra ni cosas así. —Se mesó la rizada barba—.
Por allí se extiende el desierto rojo.
—Pero ¿qué es lo que hay? ¿Qué es lo que percibo? Es algo grande y poderoso…
una apertura. —Frunció el ceño; Paul supuso que estaba buscando la forma de
explicarlo para que el enano lo entendiera—. Una… magia muy poderosa y negra.
—Allí no tienes que ir, mujer —dijo Bes sacudiendo la cabeza.
—¡Maldición! ¡Tenemos que ir! —Martine salió del espigón y se acercó al dios
del hogar—. Dínoslo y no te preocupes de más. Esa decisión la tomaremos nosotros.
El dios de la barba la miró fijamente un momento y volvió a negar con la cabeza.
—Cuando los monitos vinieron a buscarme, acudí en vuestra ayuda porque estaba
muy arrepentido de haber abandonado a estos dos —señaló a Nandi y a la señora
Simpkins— en un momento muy malo, en el templo de Ra. ¿Y ahora queréis ir a un
sitio peor aún? No soy el más noble de los dioses, mujer, pero tampoco deseo mandar
a la buena gente a su perdición.
—¡Dime solamente qué hay allá lejos! —le espetó Martine.
—Necesitamos saberlo, Bes —dijo la señora Simpkins adelantándose; las inútiles
manos descoyuntadas le colgaban de una forma que recordaba a un perro pidiendo—.
Lo que hagamos después es cosa nuestra, no tuya.
—¡El templo de Set! —dijo mirándola con furia—. La Casa del Perdido. Eso es
lo que percibes allá lejos, en medio del desierto. Es un agujero que se abre al mundo
inferior, un lugar en el que entró el mismísimo Osiris como hombre mortal, arrastrado
en vida a su propia tumba. Si vais allá, os perderéis para siempre.
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Martine lo miraba fijamente con una expresión ilegible en su ciego rostro. Nandi
y T4b volvieron cojeando del final del espigón, después de examinar la gran
embarcación.
—Está lleno de tíos con remos, ¿vale? —informó T4b. Todavía se protegía la
mano brillante con cuidado, como si le doliera—. Están ahí sentados y ya está,
mirando a la nada. No hay quien lo entienda. ¡Qué virus infecto!
—Id, pues —dijo Bes a Martine—. No tenéis más que subir a la embarcación y
decir adonde queréis ir. La embarcación os llevará, llegaréis antes de lo que os
gustaría.
—Tenemos que hacerlo —respondió Martine en voz baja.
—Pues marchaos sin Bes. —El diosecillo dio media vuelta muy enfadado y echó
a andar hacia el templo—. Que las siete Hathor os concedan una muerte
misericordiosa.
—Gracias por tu ayuda, Bes. Que Dios te bendiga —dijo la señora Simpkins.
Bes respondió con un gesto a medio camino entre la despedida y el desprecio. Los
monos revolotearon alrededor de su cabeza un momento y luego volvieron
rápidamente con Paul y los demás.
—¿Soy yo, o es que no dejan de decirnos que el sitio al que vamos es peor? —
preguntó Florimel con seriedad.
—Vaya —respondió Paul, tiritando a pesar del ardiente aire egipcio—, creo que
tienen razón.
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cierto optimismo, a pesar de que es una locura. Seguimos vivos, cuando en rigor
tendríamos que haber muerto. Y nos hemos escapado casi ante las narices de Miedo,
al menos de momento. Algo dentro de mí baila como un niño al que le dejan salir al
jardín después de un aburrido día en casa. ¡Estoy viva! No hay nada más importante.
Es lo único que tengo y, de momento, me sirve.
»Mientras Paul descansa cerca de mí, tan tembloroso y profundamente dormido
de agotamiento que parece Robert Wells cuando Javier le arañó la nuca con esa mano
luminosa tan rara que tiene, capaz de derrumbar a un dios poderoso de esta
simulación de Egipto como si fuera un buey en el matadero, me pregunto qué
significa todo esto. ¿Nos han rescatado una vez más por chiripa? Estamos dentro de
un sistema operativo educado en la idea de los cuentos, es decir, que quizá el
encadenamiento de coincidencias y casualidades remotas no sea imposible. Quizá
tenga sentido pensar que lo que le pasó a T4b haya servido para salvarnos, quizá
formara parte del cuento de la red. Aunque eso tampoco justifica todos los golpes de
buena suerte que hemos tenido. Entré en esta red por voluntad propia, por ayudar a
Renie Sulaweyo a buscar a su hermano, sin tener la menor idea de que eso podría
tener cierta relación con aquel día tan lejano en que perdí la vista. ¿Cómo es posible
una coincidencia tan extrema?
»A menos que esa idea de cuento vaya más allá de nuestro entendimiento.
»Al fin y al cabo, ¿no es así como los humanos damos forma al universo y al
tiempo? ¿No tomamos la materia bruta del caos y le imponemos principio, medio y
final, como los cuentos populares más profundos y sencillos, para reflejar la forma de
nuestra insignificante vida? Y si los físicos tienen razón cuando dicen que el mundo
físico cambia incluso mientras lo observamos, ¿no estamos doblegando el caótico
universo, el eterno y siempre activo “ahora”, para que encaje en una forma conocida?
»En tal caso, solo nosotros, los humanos, pobres antropoides desnudos,
acurrucados a la débil luz de una estrella, abandonados al borde de una galaxia
menor, podemos determinar si habrá o no habrá un “y fueron felices para siempre”.
»Pensarlo me da dolor de cabeza. Es una posibilidad demasiado grande y
estrambótica para contenerla mucho tiempo, sobre todo cuando todavía estamos en
grave peligro.
»La embarcación de Osiris remonta la lenta corriente y se mece bajo mi cuerpo,
las vigas crujen, los remos siguen un ritmo inhumanamente regular. Vamos por el
Nilo hacia el lugar más siniestro de este mundo, de todos estos mundos, quizá. Estoy
muy cansada. Voy a intentar dormir un poco.
»Código Delphi. Fin».
Miedo flotaba en los espacios blancos de su ingrávido castillo del despoblado. Por
el arco llegaba el aullido de un dingo, que ponía un contrapunto extravagante pero
irresistible a la melodía de piano que flotaba en el aire. Bajó la intensidad de la luz y
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dejó el árido paisaje sumido en el crepúsculo para ver mejor el resumen que Dulcie
Anwin le había preparado.
Frunció el ceño, le irritaba tener que prestar atención cuando lo único que quería
era flotar y soñar despierto. El resumen consistía en un cofre del tesoro expandido
lleno de gráficos tridimensionales y listas de activos, una limpia recapitulación de la
inmensidad de holdings que controlaba Félix Malabar. De cada punto salía un bosque
de marcadores con información sobre acceso y conexiones, y Miedo se entretuvo un
rato contemplando el potencial dañino de cada subcorporación, compañía y activo.
Escuchó con placer los bandazos átonos y solitarios del piano. «Con todo eso
puedo componer una auténtica sinfonía —pensó—. Una bancarrota por aquí, una
epidemia por allí, que hasta los más ricos se enteren de lo que es bueno. Guerra,
hambre: los cuatro crueles jinetes del Apocalipsis, uno detrás de otro. Como en la
Tercera Guerra Mundial pero a cámara lenta, que será más fácil de disfrutar.
»Claro que tengo que hacerlo con cuidado, asegurándome de que no se me escapa
de las manos. A fin de cuentas, no quiero que a mí me pase nada, ¿verdad?».
Pero antes de empezar la verdadera diversión, era necesario terminar de atar
algunos cabos sueltos. Una cosa era tener abierto el acceso a la información más
importante de Félix Malabar y otra muy distinta implementar los feroces proyectos
artísticos con que soñaba. Sin duda, en algún momento, la ausencia de Malabar se
convertiría en la defunción oficial de Malabar, y los diversos equipos directivos y
sucesores designados entrarían en acción y mandarían por delante ejércitos de
contables y analistas de datos. Antes de que ocurriera, él tendría que asegurarse el
control, transferir a sus manos los haberes y conexiones necesarios.
¿Necesitaba a Dulcie para eso? No. La mujer ya había sobrevivido a su utilidad.
Ciertamente, sabía demasiado. Uno o dos días más, hasta que terminaran de preparar
las diversas transferencias de poder, y su viaje a Australia terminaría. Había pensado
que, al fin y al cabo, podía combinar la necesidad de una solución discreta con un
poco de placer. ¿A quién le sorprendería que una turista estadounidense fuera asaltada
y asesinada en uno de los barrios más sórdidos de Sidney?
Al sonido del piano se sumó no la voz de un perro salvaje, sino el suave pitido de
un mensaje urgente. Pensó en no atender la llamada, pero sabía que podía ser de
Dulcie. Como les quedaba muy poco tiempo juntos, prefería mantenerla ocupada. Un
buen gerente no perdía un haber.
Sorprendentemente, la llamada se realizaba a través de una línea que todavía no
había usado. La cabeza que llenaba la pantalla estaba afeitada, y las vestiduras,
cenicientas y mugrientas de hollín.
—¡Oh, Señor de Todo! —dijo el sacerdote, tartamudeando de pánico y apremio
—. La aflicción ha caído sobre nosotros, oh, Gran Casa. Tus servidores son presa de
la desesperación: ¡La tierra negra se ha sumido en el terror!
Miedo frunció el ceño. Era un sacerdote del viejo. La llamada le llegaba
directamente a través de la red del Grial, como si el servidor llamara desde el mundo
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real, no desde un Egipto imaginario.
—¿Qué quieres?
—¡Oh, bienaventurado Anubis, Señor del Último Viaje! ¡La gran Abydos es pasto
de las llamas! ¡Han muerto muchos sacerdotes y muchos más agonizan entre las
llamas!
Bien, era gracioso que lo llamaran para decirle eso, pensó, porque no hacía ni
veinticuatro horas que él mismo había estado en el complejo del templo de la antigua
Abydos torturando y asesinando sacerdotes.
—¿Y?
—Y… —La cara cenicienta palideció aún más. El hombre movió la boca un
momento sin pronunciar ninguna palabra— los prisioneros del gran dios han huido.
—¿Qué? —Entornó los ojos—. ¿Habéis dejado escapar a esos dos idiotas del
Círculo? ¿A los dos?
—Oh. —El sacerdote tragó saliva y, cuando siguió hablando, prácticamente
susurraba—. Todos. Han huido todos los prisioneros del gran dios.
—¿De qué hablas? —preguntó con un aullido furioso, como si de verdad fuera el
dios que el sacerdote debía de estar viendo—. ¡No te muevas!
Con un chasquido del pensamiento, entró en Egipto.
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pero nunca supimos por qué lo buscaba… no sabíamos ni cómo se llamaba. Jonas
tiene una especie de bloqueo hipnótico en la memoria, así que pensé que una sesión
con los sacerdotes jeri-heb quizá le ayudara a…
—¡Cállate! —aulló Miedo—. Ese Jonas me importa un bledo. ¿Quién más estaba
aquí? ¿Quiénes eran los prisioneros? ¿Quién se escapó?
—Ya te lo he dicho —contestó Wells parpadeando, encogido de nuevo—, los…
los que estaban en el mundo de Kunohara. Te acuerdas, ¿verdad? Les echaste encima
un ejército de insectos mutantes. El chico de la mano rara, la mujer con la venda en la
cabeza, la ciega…
—¿Tú… tenías aquí a Martine…? —Casi no le salían las palabras—. ¿Tenías
aquí a Martine Desroubins y a sus amigos y no me lo habías dicho?
—Iba… —Wells retrocedió y procuró erguirse un poco más— iba a decírtelo.
¡Iba a decírtelo! Pero puedo tomar decisiones por mi cuenta, ¿te enteras? Yo dirigía
una de las mayores compañías del mundo… ¡y ahora también soy un dios!
Miedo se le echó encima con tanta rapidez que Robert Wells no tuvo tiempo ni de
gritar. La manaza inmensa del chacal divino se cerró en torno a su garganta y el brazo
lo levantó en el aire hasta dejarlo pataleando inútilmente a un metro del suelo.
—¿Por dónde se fueron? —Wells sacudió la cabeza con violencia, los ojos a
punto de salírsele de las órbitas—. Bien, lo averiguaré yo mismo. —Se acercó más a
Wells a la cara, hasta la altura de las fauces, de modo que habría podido cascarle la
cabeza calva como si fuera una nuez—. ¡Malditos yanquis, os creéis que lo sabéis
todo! Bien, ahí va esa información para ti, compañero. Aunque ahora seas un dios…
aquí yo soy Dios Todopoderoso.
El cautivo forcejeó aterrorizado, pero solo un momento. Miedo lanzó la mano,
rápida como una cobra, y se la hundió en la boca abierta; entonces volvió los dedos
hacia arriba y se los clavó en el cráneo, agarrándolo como si fuera una cáscara de
huevo. Ahora que el dios menor no podía hacer nada, le soltó la garganta y tiró de los
labios amarillos agrandándolos horriblemente, retirándoselos hacia atrás como una
máscara de goma, hasta que la cara desapareció. Entonces, con un giro terrible del
brazo, sacó el esqueleto del cuerpo y lo arrojó al suelo. Un muñeco de hueso y
tendones se retorció como un pez fuera del agua junto a los pliegues vacíos y blandos
de su propia carne. Los ojos, atrapados todavía en las órbitas del cráneo descarnado,
giraban sin control al tiempo que la luz de la inteligencia se apagaba.
—Así que eres un dios, ¿eh? —Escupió Miedo a los huesos mondos y lirondos—.
Pues cúrate eso.
Ligeramente satisfecho, Anubis salió en busca de los prisioneros.
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conscientemente en no pensar. El recuerdo de su impotencia lo avergonzaba y lo
aterrorizaba.
Al despertarse, se arrastró hasta la sombra del toldo de la dorada embarcación.
Por lo visto, se habían desviado del canal y navegaban ahora por el Nilo: a ambos
lados del ancho río marrón se extendían kilómetros y kilómetros de arena. Las
escarpadas montañas gris y ocre, borrosas en la lejanía, solo hacían parecer más llano
y monótono el desierto.
Lo quisiera o no, tenía la cabeza llena de fragmentos de recuerdos: Ava, el gorjeo
de los pájaros, el gesto triunfante e infrahumano de Mudd cuando los sorprendió
abrazados…
«La besé. ¿La amaba? ¿Por qué no lo sé? Nadie se olvida de que ama a alguien».
Pero todo era muy tenebroso, muy cargado de tristeza y dolor. No quería saber
más… seguro que uno de los dos había traicionado al otro de alguna manera. No
encontraba otra explicación para el rechazo que le producía la idea de desvelar más
recuerdos.
Agradeció que Nandi Paradivash lo distrajera; se le acercó y se agachó a su lado
con mucho cuidado.
—Veo que se ha despertado.
Hablaba mucho más despacio que como Paul lo recordaba, la última vez que se
vieron. La verdad es que parecía muy distinto del tipo mercurial con el que había
navegado por Xanadú; ahora estaba enjuto y seco como si hubiera sufrido un proceso
de petrificación.
—Me alegro mucho de volver a verle, Paul Jonas.
—Y yo me alegro de verlo a usted. No tuve ocasión de darle las gracias por
haberme salvado.
—¿De los hombres del Khan? —Nandi le dedicó la sombra de una sonrisa—.
Terminaron atrapándome a mí, pero me escapé. Esta vida es como un juego de
aventuras, ¿verdad? Pero muy peligroso, tanto para el cuerpo como para el espíritu.
—«Nada de lo que te rodea es verdad, aunque las cosas que ves pueden hacerte
daño o matarte» —citó Paul—, eso decía el mensaje que recibí… creo que ya se lo
expliqué. Y usted me salvó, sin duda, en lo más importante. Usted me contó lo que en
realidad me pasaba, y pude dejar de temer por mi salud mental.
Nandi se acomodó en la postura del loto colocando las piernas, llenas de
quemaduras, con mucho cuidado. Al ver las cicatrices, Paul se acordó con tanta
viveza de las últimas horas en el templo que creyó que iba a vomitar. Pero Nandi no
pareció darse cuenta, tenía los ojos fijos en la orilla del río.
—Dios nos protegerá de los hombres malos. Vivirán para ver el fin de sus obras.
—Se dirigió a Paul—. Porque sus obras han empezado a decaer, ¿no es así? Me han
contado lo que sucedió en la ceremonia de inmortalidad de la Hermandad del Grial.
—Sí, pero de todos modos, no tengo la sensación de estar ganándoles la partida.
¿Sabe una cosa? —dijo Paul de pronto, tras un largo silencio—. Tenía razón respecto
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a los Pankie.
—¿Quiénes? —preguntó Nandi frunciendo el ceño.
—Aquel matrimonio inglés. El hombre y la mujer que estaban conmigo cuando
nos conocimos. Usted me dijo que no eran lo que parecían. —Le contó los extraños
acontecimientos de las catacumbas del subsuelo de Venecia, cuando, en un momento,
los gemelos y los Pankie se habían encontrado como si se mirasen en un espejo, y que
Sefton y Undine Pankie habían dado media vuelta y habían desaparecido—. De todos
modos, eso no explica su función.
—Quizá fueran una versión anterior de lo mismo —apuntó Nandi—, una
producción sustituida por otra posterior y mejorada, pero se les olvidó suprimir la
primera.
—Me he encontrado con otras parejas —dijo Paul acordándose de la del mundo
de Kunohara—; eran insectos, pero no me prestaron mucha atención. Estaban
obsesionados con algo que llamaban la niña reina… —Un recuerdo lo asaltó de
pronto—. Y los Pankie buscaban a su hija imaginaria.
—Un tema común de ambas versiones, sin duda —dijo Nandi—. Martine me ha
dicho que conoce usted a los de verdad.
A Paul le desconcertó que la gente se dedicara a hablar de sus secretos más feos,
de su vida, que recordaba imperfectamente… al fin y al cabo, era su vida, ¿no?
«Pero el misterio es común a todos —se recordó—. Aquí, todos estamos en
peligro».
—Sí, eso creo, pero sigo sin acordarme de todo. —Ahí estaba otra vez, una
sombra asomaba a sus pensamientos, una percepción débil de algo que no quería
conocer mejor—. Pero ¿por qué hay diferentes versiones haciendo cosas diferentes?
¿Por qué unos me persiguen y a otros no les importo?
Las catacumbas venecianas se alzaron otra vez en su memoria, las dos parejas
enfrentadas, mientras el pobre Gally, la mujer llamada Eleanora y él miraban.
—Quizá estén programados de formas distintas, nada más.
Nandi no parecía muy interesado en la especulación, pero Paul quería recordar
otra cosa, algo que Eleanora le había dicho, o le había enseñado…
—¡Dios mío! —exclamó de pronto—. ¡Solo son copias! —Se sentó bruscamente
enderezando la espalda, sin prestar atención al punzante dolor de las costillas—.
Eleanora… era una mujer de verdad que vivía en una Venecia simulada…, me enseñó
a su novio, un tipo de la mafia que había construido ese mundo para ella. El tipo
había muerto, pero los del Grial habían hecho una copia de él cuando estaba vivo.
Quizá fuera una primera versión del proceso del Grial. El hombre era de verdad,
contestaba preguntas, pero también era una especie de bucle de información, olvidaba
lo que le habían preguntado, decía las mismas cosas una y otra vez… ¿Y si los Pankie
y las demás versiones de los gemelos son lo mismo?
—Está sangrando —dijo Nandi en voz baja.
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Paul se miró. El movimiento brusco le había abierto otra vez los cortes
superficiales del pecho; la sangre manaba y le empapaba el sucio mono.
—Jonas, ¿qué haces? —lo increpó Florimel acercándose a grandes pasos—.
Martine, está sangrando otra vez.
—No la oye —dijo Nandi—. Está en proa.
—Ayúdeme a limpiarlo.
—Estoy bien, de verdad —contestó Paul.
Pero no se resistió a que Florimel le abriera la pechera del mono y empezara a
maldecir y a hurgar en las empapadas tiras de tela que Martine le había puesto.
—¡T4b! —exclamó—. ¿Dónde estás? Tráeme algo que me sirva para vendar.
¡T4b! —No hubo respuesta—. Maldita sea, ¡Javier! ¿Dónde estás?
—¿Javier? —preguntó Nandi mientras ayudaba a Florimel a quitar el mono a
Paul hasta la cintura.
Paul se enfadó: no eran heridas mortales, pero la idea que le ardía en la cabeza le
parecía importante. Muchas copias, unas más perfectas que otras…
«Soy un espejo roto —le había dicho—. Un espejo roto…».
—Te lo tomas con calma, Javier —dijo Florimel cuando el chico apareció por fin
—. ¿Has encontrado algún trozo de tela?
—No.
Echó una mirada a Nandi como si le temiera más que a Florimel.
—Javier… ¿Javier Rogers? —preguntó Nandi.
—¡No! —replicó T4b ásperamente, luego se puso rígido y se miró a los pies—…
Sí.
—¿Os conocéis, Javier?
Florimel los miraba sin dar crédito.
—Deberíamos conocernos —dijo Nandi—. El Círculo mandó a Javier aquí.
—¿Es cierto? —preguntó Florimel al joven.
—¡Ah, chorradas! —contestó abatido.
Por la forma en que se apiñaron todos alrededor del chico, era difícil no pensar en
la Inquisición, pensó Paul. Aunque T4b, con la cara empapada de sudor y cohibido
como el adolescente que era, no resultaba un mártir muy convincente.
—¿Qué más mentiras nos has contado? —le preguntó Florimel.
—Yo no he dicho ni una —replicó, ofendido—, no os he engañado. Solo me lo
callé, ¿vale?
—No es necesario que justifiques tu fe, cariño —lo consoló Bonnie Mae.
—No les ha ocultado nada peligroso —intercedió Nandi—. Reclutamos a muchos
jóvenes como él, muchachos y muchachas prometedores y con creencias. Les damos
información, algunos estudios y un equipo completo. Al fin y al cabo, estamos
librando una guerra, como saben ustedes mejor que nadie. ¿Acaso ustedes no fueron
reclutados por personas con motivos mucho menos claros que los nuestros?
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—¿Y también trabajas para Kunohara? —Florimel volvió a la carga y a Paul le
pareció que estaba particularmente preocupada—. ¿Martine tenía razón también en
eso?
—¡No! ¡No tengo nada que ver con ese Kuno lo que sea! —Parecía al borde de
las lágrimas—. Y a vosotros tampoco os he hecho nada malo. Solo que no os dije…
lo del Círculo.
Paul miró a Martine; parecía distraída.
—¿Qué quiso decir con eso de «muchachos y muchachas con creencias»? —
preguntó a Nandi.
—Lo que une a nuestro grupo es nuestra creencia común en un poder superior al
de la mera humanidad —dijo Nandi—. No se lo oculté, cuando nos conocimos.
—Pero Javier…
—Volví a nacer —dijo el muchacho, resentido al ver que todos lo miraban otra
vez—. Jesús me salvó.
—¡Ahí estamos! —dijo Bonnie Mae—. No te avergüences del camino que has
escogido. «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos
serán saciados». Tener hambre de justicia no es nada malo. —Se dirigió a los demás
—. Este muchacho ha encontrado su camino a través de Jesucristo. ¿Eso la ofende?
Entonces, ¿yo también la ofendo? ¿Qué tiene de malo amar a Dios?
—Jesús me ayudó a dejar la sobrecarga —declaró T4b con orgullo—, yo estaba
perdido, ¿vale? Pero Él me salvó, ¿vale?
—¿Llegó a tu casa y te enseñó un par de trucos? —dijo Florimel riéndose
amargamente—. Lo siento, pero me educaron en ese sinsentido, que envenenó a mi
madre y me envenenó a mí. Disculpen mi reacción, pero me siento traicionada al
saber que lleva todo el tiempo sirviendo a otro señor.
—¿Sirviendo a otro señor? —Nandi se enfadó—. ¿Cómo? No hemos hablado con
Javier desde que entramos en la red. ¿Es que su objetivo no es el mismo que el
nuestro: salvar a los niños y destruir este infernal sistema operativo, esta horrible
máquina de la inmortalidad que funciona con sangre y almas?
«Estaba pensando en algo importante cuando empezó todo esto», recordó Paul,
pero no pudo aislarse de las miradas furiosas y confusas de sus compañeros. Solo
Martine Desroubins parecía estar en otra parte, escuchando sonidos que solo ella oía.
—¡Martine! —La llamó.
—Está cerca —dijo—, lo percibo. Nunca había experimentado nada igual aquí…
se parece a la caverna de los perdidos, pero más o menos vivo al mismo tiempo. Y es
muy poderoso —se estremeció—. Estamos cerca, muy cerca.
Paul levantó la mirada. La embarcación, movida por la infatigable tripulación de
galeotes robóticos, terminaba de describir un meandro del ancho y perezoso río. Paul
lo vio al inclinarse la nave cuando sobrepasaba unas rocas, acurrucado y solo en un
ancho valle de arena roja.
—¡Oh, Dios! —exclamó en voz baja.
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—Está vacío —dijo Martine, con el ceño fruncido y la cara contraída de dolor—
y no lo está. Dentro, en lo más profundo, hay algo ardiente y activo. Es como un
horno cerrado.
La Tribu Genial, que había presenciado la discusión desde el aire, como
pensamientos anárquicos dibujados sobre la cabeza de unos personajes de cómic,
descendió enseguida con un revuelo amarillo y se agrupó sobre Paul.
—Sitio malo —dijo uno de ellos.
—Lo conozco —dijo otro—. No quiero ir otra vez. ¡Vámonos!
—¡Es hora de marchar! ¡Vamos a un sitio divertido! ¡Ya!
Unos cuantos levantaron el vuelo tirando del pelo a Paul.
La discusión sobre T4b terminó a medida que, uno a uno, los contendientes
empezaron a divisar la débil forma marrón del templo a lo lejos, las columnas de
arenisca de la impresionante fachada, que montaban guardia entre rectángulos de
sombra negra como la pez.
—Parece… parece una sonrisa —dijo Florimel.
—La sonrisa de un muerto —aseguró Nandi lentamente—. La sonrisa de una
calavera.
El templo parecía abandonado, medio tapado por las dunas amontonadas, como si
hiciera mucho tiempo que nadie lo visitara ni se acordara de su existencia. Nubes de
brillante arena gris, arremolinadas por una brisa que ninguno de ellos notaba,
contribuían a ocultar la estructura e impedían ver su verdadera envergadura y
dimensiones.
El suave chapoteo de los remos alineados enmudeció. Mientras la embarcación se
detenía deslizándose lentamente junto al amarradero, Paul y sus compañeros
admiraban el imponente monumento, la fachada, castigada por el viento, de la altura
de un edificio de oficinas y de la anchura de varios bloques urbanos. No se oía ruido
alguno en la orilla.
—No quiero entrar ahí —dijo T4b.
—Es necesario —replicó Martine con amabilidad; si había oído la discusión sobre
la afiliación secreta del joven, su opinión sobre él no parecía haber cambiado—.
Miedo va a venir a buscarnos… en cualquier momento. No podremos engañarlo ni
derrotarlo como a Wells, y estará muy enfadado.
T4b no dijo nada más, pero cuando todos empezaron a bajar la pasarela, él fue
con ellos como un prisionero hacia el cadalso. La Tribu Genial se repartió entre Paul,
Florimel y el joven; parecían una bandada de murciélagos, pegados a la ropa de los
tres, tan asustados que hasta se portaron bien.
—No es tan malo ahora —dijo uno de ellos a Paul al oído, aunque la infantil
vocecita no parecía muy convencida—, está dormido. A lo mejor no sabe que
estamos aquí.
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A pesar de las advertencias de Martine, Paul no podía andar más deprisa, solo
arrastrar los pies trastabillando sobre la arena abrasada por el sol. Los granitos
suspendidos en el aire le picaban en la cara. La imponente alineación de columnas
parecía dispuesta a tragárselo. La atmósfera era densa, como si anduvieran por un
ambiente sólido y pegajoso. Florimel, que iba detrás de él, suspiró ahogadamente al
obligar a pasar el aire por la garganta, atascada por el miedo.
El calor abrasador no disminuyó cuando pasaron entre las ciclópeas columnas y
alcanzaron la sombra. En la larga pared que se extendía ante ellos todavía se
apreciaban los intrincados grabados que la adornaban en otro tiempo, pero tan
erosionados que no parecían más que garabatos absurdos que nada significaban ni
nada aseguraban. La única puerta de acceso era un simple cuadrado negro en medio
del impresionante muro principal, un agujero que se abría a recintos más oscuros.
Martine fue la primera en entrar; se tapó los oídos con las manos, a pesar del
plúmbeo silencio expectante que allí reinaba, como si le estuvieran chillando al lado,
pensó Paul mientras la seguía al interior con los demás.
Cuando sus grises ojos se adaptaron a la oscuridad del interior, iluminada solo por
la luz de la puerta, Paul vio cadáveres vestidos de blanco por todas partes, una docena
de ellos, quizá. Ninguno se movía, pero parecía que todos habían sufrido mucho antes
de morir. Desalentado, se alejó del más cercano, que tenía los dedos rojos de arañar el
intraspasable suelo de piedra y los ojos en blanco como si esperase una salvación que
nunca llegaría.
—No son muñecos —dijo Nandi en voz baja. Paul lo miró sorprendido—, son
simuloides vacíos —añadió—. Mire, el proceso de putrefacción ni siquiera ha
empezado, no han cambiado nada, solo están rígidos. Las personas que los llevaban
murieron o se desconectaron y dejaron aquí el simuloide.
Martine se detuvo ante una puerta enorme que llegaba hasta el techo y se abría en
la pared interior; las dos hojas estaban chapadas en bronce batido, pero el tamaño de
los batientes imprimió un giro espeluznante al miedo que Paul sentía. «No quiero ver
lo que hay al otro lado…», pensó. En ese momento, le tocaron el brazo y se
sobresaltó.
—Yo no he mentido a nadie —dijo T4b en voz baja.
A Paul le asombró que, en medio de aquel ambiente tan funesto, el chico siguiera
preocupándose de lo que los demás pensaran de él.
—Te creo, Javier.
—Lo siento, lo siento… quise acabar contigo —hablaba en voz tan baja que Paul
no lo entendió inmediatamente—. En la montaña, ¿vale?
—¡Ah! ¡Ah, sí! No pasa nada, de verdad.
—Es que aquella chica, Emily, era guay. Me enrollaba. —Quería
desesperadamente que Paul lo comprendiese—. Luego, cuando estalló la chorrada
aquella…
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La conversación no podía ser más surrealista. «Primero Nandi, y ahora este chico.
¿Desde cuándo soy el padre confesor? ¿O es que los dos creen que no vamos a vivir
mucho más… y que ya será tarde para pedir disculpas…?».
—¿Es que pensáis seguir todos de paseo hasta que llegue alguien y nos mate? —
dijo Martine, ronca de dolor o temor, o de ambas cosas, y Paul y T4b se sobresaltaron
—. ¡Venid a ayudarme a abrir la puerta!
Cruzaron la resonante estancia rápidamente y se reunieron todos al lado de la
puerta hablando en susurros. A Paul le entraron ganas de reír, pero el dolor que le
causaba el miedo era muy grande. ¿Por qué molestarse en no hacer ruido? ¿De verdad
creían que lo que hubiera al otro lado estaba dormido, que no los oiría? Se acordó de
la presencia monstruosa que había conjurado en Ítaca, la cosa que había sobrevenido
a Orlando y Fredericks en el congelador. ¿Todavía no entendían lo que era ese lugar?
El Otro siempre dormía… pero también escuchaba.
Aplastado por los funestos presentimientos que le impedían pensar e incluso
moverse, se dejó llevar entre T4b y Nandi y empezó a empujar la enorme puerta de
doble hoja. Al principio no pasó nada, pero después, los grandes paneles forrados de
bronce cedieron hacia dentro con un chirrido de bestia primordial furiosa. Los
monitos de la Tribu Genial se retiraron como dardos, como si la caverna que se estaba
abriendo estuviera llena de gas venenoso o de aire ardiente; Paul se acordó de lo que
había dicho Martine a propósito de un horno.
—¡Ahí no entramos! —gritó un monito—. ¡Esperamos aquí fuera!
La bandada entera se refugió de un vuelo en las partes más altas de la antecámara,
donde se quedaron en suspenso cerca de la entrada, balbuciendo de miedo y emoción.
Martine dio los primeros pasos hacia el interior como si se protegiera de un viento
muy fuerte. Paul la siguió pensando que sentiría algo parecido, pero la sensación
opresiva de amenaza no era mayor dentro que fuera.
Era una cámara de piedra áspera y oscura, como si la hubieran arrancado a toda
prisa de una montaña viva. En el centro, contrastaban los perfiles exquisitamente
cincelados y pulidos de un sarcófago gigante de piedra negra.
Paul notó la presión de los demás, que se agolpaban detrás de él, pero no quería
avanzar más. Martine volvió a taparse los oídos con las manos y se balanceaba como
si estuviera mareada. Paul temía que se cayera al suelo, pero ni así podía acercarse un
paso más al silencioso monumento negro.
—Me… me percibe… —dijo Martine en un susurro estrangulado que resonó en
las paredes y rebotó en pedazos: «me percibe… percibe…».
Una luz deslumbradora y lacerante estalló a un lado de la caverna, a unos veinte
metros del sarcófago. Paul no podía moverse, como en las pesadillas, pero el corazón
le dio un vuelco.
La luz flotó en el aire un momento goteando chispas como magnesio ardiendo, y
después se resolvió en una silueta blanca humana sin cuerpo. Paul creyó reconocerlo
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de una forma poco precisa y decepcionante. De todos modos, ni él ni sus compañeros
se esperaban la aguda voz que resonó en la cámara.
—¡Tío! ¿En qué clase de mierda me ha metido ahora el viejo?
El insólito espectáculo de la silueta sin cuerpo que se crispaba nerviosamente y
maldecía en español fue interrumpido por la explosiva irrupción en la cámara
mortuoria de una nube de monos amarillos del tamaño de un dedo.
—¡Viene alguien! —chillaron—. ¡Cuidado! ¡Le chien grande!
—¡Niños! —exclamó Bonita Mae, pues chillaban con tanta intensidad que apenas
se entendía lo que decían—. ¿Qué es lo que os hace chillar así? —les preguntó—.
Zunni, dímelo inmediatamente… y los demás, ¡silencio!
—No me extraña que sean todos amigos de Sellars —declaró la forma luminosa,
entre divertida y despectiva—. Están todos locos.
—¿Sellars? —repitió Florimel, sobresaltada.
—¡Que viene! —exclamó la monita llamada Zunni.
—¿Qué?
—¡El perro negro grande! —chilló—. ¡Ya viene por el desierto!
—Grande, grande, el perro grande —gorjeó otro monito—. Grande como una
montaña. ¡Viene corriendo!
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35. La sandalia de Arco Iris
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Sobrecargadependientes se ponen «en forma».
(Imagen: pacientes externos de ENV esperando ajuste modular). Voz en off: La
estimulación del nervio vago o ENV, un proceso de alteración artificial del humor que
algunos médicos prescriben como remedio para la adicción a la sobrecarga
sensorial, puede crear dependencia a su vez.
(Imagen: doctora Karina Kawande, en recuadro). KAWANDE: En realidad, era
inevitable. La estimulación del nervio vago para aliviar el estrés es un sucedáneo
aceptable de programas callejeros peligrosos solo cuando se puede controlar la
dosis. Pero todo dispositivo en código puede ser pirateado, y hay pacientes que
mantienen el ENV en funcionamiento veinticuatro horas al día…
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Era curioso lo mucho que !Xabbu y Orlando tenían en común, pensó, ninguno de
los dos era capaz de hacer una cosa por sí mismo, pero ambos estaban dispuestos a
tirarse desde un rascacielos por un amigo.
«Orlando incluso murió por mí…». Ese pensamiento tampoco era bueno y lo
apartó de la mente.
Les pareció que tardaban horas en volver abriéndose camino entre la multitud que
deambulaba inquieta. A algunos refugiados también les había costado mucho
localizar a los suyos, unos amables personajes les habían encaminado hacia
comunidades minúsculas en el exilio provenientes de lugares con nombres como
Donde las Habichuelas Hablan y Banco de Zapatero. Pero eran más los que
simplemente se habían acercado al pozo tanto como habían podido, y allí se habían
detenido.
El pueblo gitano de Azador había sido de los primeros en llegar, o bien, se habían
instalado con mayor agresividad que la mayoría, porque su campamento estaba muy
cerca del borde del pozo, con los carromatos apiñados al fondo de un risco, como un
grupo de excursionistas que se hubiera detenido allí a merendar, a la orilla de un
inmenso cráter causado por una bomba, aunque aquello no parecía un cráter en
absoluto. Cuando Sam lo avistó por primera vez, le pareció que las aguas negras
reflejaban el inmutable cielo nocturno y su puñado de débiles estrellas. Cuando se
acercaron, silenciosos y retraídos excepto Azador, desazonados tras la experiencia de
cruzar el puente cubierto, vio que el pozo reflejaba otra cosa distinta. Las estrellas, o
lo que fueran los inestables puntos luminosos que se agitaban en sus negras
profundidades, no eran estáticas como las del cielo, sino que brillaban y se apagaban
como fuegos fatuos. De vez en cuando, una luz de mayor tamaño estallaba en las
profundidades y, por un momento, el pozo se iluminaba de rojo como si hubiera
nacido una supernova en sus entrañas. Otras veces, los puntos de luz se atenuaban y
desparecían y el pozo se quedaba unos momentos negro, como un agujero apagado,
abierto en la tierra desolada.
—Es la montaña puesta del revés —dijo !Xabbu al verlo de cerca, mientras
Azador se adelantaba como quien corre al encuentro de su amante tras una larga
separación.
Sam no lo entendió del todo, pero ahora le parecía que lo entendía mejor. Allí, en
la más extraña de todas las tierras de Otherland, todo parecía ser otra cosa vuelta del
revés.
Le alivió avistar las hogueras del campamento gitano. Cuanto más miraba el
pozo, sobre todo cuando se quedaba negro, más le parecía una caverna, una
madriguera. Era fácil imaginarse que algo tan grande como el gigante de la cima de la
montaña, pero mucho más inquietante, fuera a surgir de las profundidades. Pero no
parecía que a los gitanos y a los habitantes de cuento de aquel sitio les asustara el
pozo. Para ellos, había llegado el fin del mundo, un motivo para reunirse e incluso
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celebrarlo. Al llegar de nuevo a la base del risco y descender hacia el campamento,
Sam y !Xabbu oyeron música y voces.
Félix Malabar no los había ayudado a buscar. Sam lo agradeció, aunque se le
hacía raro que un hombre frío y avinagrado prefiriera quedarse en el campamento
gitano, rodeado de estereotipos vivientes de la diversión y la despreocupación. Ahora,
al cruzar los alrededores del campamento, lo vio sentado a solas en los peldaños de
un carromato, mirando a tres mujeres con largos chales que bailaban al son del violín.
Se llevó a !Xabbu en otra dirección, le pareció que, de momento, ambos estaban tan
apesadumbrados que era mejor no tener que hablar con ese hombre terrible.
Azador los vio llegar y salió a su encuentro. Había cambiado su estropeada ropa
de viaje por un traje nuevo, un chaleco muy vistoso y una camisa blanca de mangas
anchas. Las botas negras brillaban, e incluso se había peinado con gomina y el pelo le
brillaba casi tanto como las botas. Con su espléndida sonrisa y su barbilla cincelada,
parecía un personaje de película poco convincente.
—¡Ahí estáis! —les dijo—. ¡Venid! Hay música y conversación entretenida.
Estamos esperando la llegada de la señora, que vendrá a salvarnos.
Mientras Azador los guiaba por el campamento, compuesto por muchos grupos
familiares, Sam pensó en lo rápidamente que la ira se había transformado en un apego
casi religioso. Fijándose bien en los romaníes allí reunidos, que de cuando en cuando
también la miraban a ella fijamente, tuvo la sensación de que todos se parecían
mucho a Azador en… lo extremadamente agitanados que eran, a falta de un término
más adecuado… hasta el punto de que parecía una broma. Había hombres de enormes
bigotes curvos que golpeaban herraduras con un martillo en yunques pequeños,
algunas ancianas vestidas de negro cotilleaban como cuervos posados en un cable.
Hacia el final del campamento, unos cuantos habían empezado a jugar juegos de azar
y pretendían desplumar con rápidos trucos de trilero a los interesados que se
acercaban por allí.
«Supongo que esto es lo que sale cuando se fabrican gitanos según viejos cuentos
de hadas», pensó.
Azador los llevó hasta la orilla del pozo, donde su extensa familia había montado
el campamento. Les presentó a sus parientes por segunda vez, un desfile romaní de
chais, chais y chabos, de deslumbrantes ojos negros y deslumbrantes dientes blancos,
pero Sam tenía la impresión de que se iba a quedar dormida de pie. !Xabbu lo vio, la
tomó del brazo y preguntó a Azador si habría un sitio donde poder dormir. Una
abuela gitana que parecía una gallina clueca se la llevó a una cama pequeña, poco
mayor que un estante de libros. Sam quería decir que era !Xabbu quien más
necesitaba dormir, pero sin saber cómo, terminó acostada y, al cabo de unos
segundos, ya era tarde para protestar.
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gitanos durmiendo por todas partes, como si la fiesta hubiera durado tanto que se
hubieran quedado dormidos en el sitio, aunque el cielo seguía igual, gris, sucio y
amoratado.
«Echo de menos el tiempo —pensó con tristeza—. Echo de menos las mañanas,
el sol… todo».
Se oía cantar, un tarareo grave y suave en clave menor. Dio la vuelta al carromato
y encontró a !Xabbu acuclillado al lado de una fogata moribunda, dibujando en las
grises cenizas con una astilla ennegrecida y cantando. Levantó la cabeza y la saludó
con una débil sonrisa, una sonrisa casi fantasmal.
—Buenos días, Sam. ¿O es «buenas noches»?
—No se sabe, ¿verdad? A veces pienso que eso es lo más infecto de todo este
mundo. —Se agachó a su lado—. ¿Qué dibujas?
—¿Dibujar? —Miró al suelo—. Nada, solo dejaba que el brazo se moviera solo
mientras pensaba. Es más o menos como la danza, para mí, pero menos cansado.
Ni la broma le permitió sonreír otra vez.
—¿En qué piensas?
Estaba segura de que conocía la respuesta, pero la sorprendió.
—En Malabar. —Echó una ojeada alrededor—. Pero vámonos a hablar a un sitio
más… —Buscó la palabra adecuada.
—¿Íntimo?
—Exacto. Un sitio que domine el panorama.
Se levantó y se alejaron entre los carromatos dejando atrás más fogatas
moribundas y gitanos durmientes, en dirección al risco que se alzaba sobre el
campamento. Subieron hasta una punta que remataba una larga cuesta y allí se
sentaron, a cien metros por encima de los carromatos. Había gente en los alrededores
e incluso algunos campamentos en la cuesta, no de gitanos sino de personajes de
cuento, como los consideraba Sam: gatos parlantes y niños de pan de jengibre que no
prestaron la menor atención a los recién llegados.
—¿Qué pensabas de Malabar? —le preguntó Sam.
—Que hay un misterio entre Azador y él que no entiendo —dijo, frunciendo el
ceño—. Primero, la forma en que lo ayudó a traernos hasta aquí, y segundo, lo mucho
que le interesa el campamento gitano, a él, que no siente más que desprecio por las
personas y las criaturas que ha conocido aquí.
—Lo sé —dijo Sam con un encogimiento de hombros—, pero quizá todo tenga
una explicación sencilla. Fue él quien construyó la red, por lo tanto, sabrá cosas que
nosotros ignoramos, y no querrá decírnoslas. No se puede decir que sea don
generoso, precisamente.
—Cierto, pero de todos modos, hay algo que me confunde.
Se quedaron contemplando el movimiento del campamento gitano, que empezaba
a despertarse, así como la multitud de personas y semipersonas que rodeaba el pozo,
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una ciudad de tiendas de campaña y seres no del todo humanos. El extraño paisaje
lunar avivó en Sam la llama de la añoranza.
—Entonces, ¿estamos aquí esperando el fin del mundo, de verdad? —preguntó.
—No lo sé, Sam. Pero siempre hay esperanza. ¿Te he contado la historia de cómo
el devorador absoluto llegó al kraal del abuelo Mantis? Es una historia de esperanza,
se la conté a Renie porque ella es la amada Puercoespín.
—¿Cómo?
A pesar del abatimiento, Sam soltó una alegre carcajada.
—Sí —dijo !Xabbu—, eso mismo hizo Renie cuando se lo dije. Puercoespín es la
nuera del abuelo Mantis, su predilecta entre todo el primer pueblo. Y es que era la
más valiente de todos, incluso cuando el abuelo Mantis cedió al miedo, ella no perdió
la cabeza e hizo lo que había que hacer. ¿No crees que Renie también es así?
—Estás enamorado de ella de verdad, ¿no es cierto? —dijo Sam, mirándolo con
ternura.
¡!Xabbu no respondió, pero su expresión reflejó una complicada serie de
sentimientos.
—Mi pueblo no tiene una palabra que encierre tantos significados como «amar»,
Sam. Renie me importa mucho, la echo de menos terriblemente, tengo mucho,
muchísimo miedo de no volver a verla. Si no la vuelvo a ver, mi vida será más
mezquina y triste para siempre.
—Eso me parece amor, !Xabbu. ¿Quieres casarte con ella?
—Quisiera… quisiera vivir la vida con ella, los dos juntos, me parece. Sí.
—Aunque seas de otro país —dijo Sam riéndose—, me parece que estás muy
apegado a la idea de ser un solterón empedernido. ¿Es que no eres capaz de decirlo?
La amas y quieres casarte con ella.
—Hum —protestó él en broma—. Muy bien, Sam, será lo que tú dices.
—La encontraremos, !Xabbu —replicó; sabía que su desenfado era superficial—.
Está aquí, en alguna parte.
—Tengo que creerlo —suspiró—. Iba a contarte la historia del devorador
absoluto. Da un poco de miedo pero, como te he dicho, es de esperanza.
—Adelante —dijo Sam poniéndose cómoda.
!Xabbu era un buen narrador que contaba las cosas activa y vividamente.
Cambiaba la voz según los personajes y enriquecía el relato con pasos de danza o
grandes gestos, como ponerse a cuatro patas para imitar el viaje de Puercoespín a
casa de su padre o llevarse las manos ávidamente a la boca imitando al devorador
absoluto, que se comía cuanto le salía al paso. Cuando se acuclilló y dijo con voz
apagada y temerosa, evocando el momento en que Mantis espera al monstruo: «Hija,
¿por qué está todo tan oscuro, si no hay nubes en el cielo?», Sam sintió de verdad el
horror al escuchar las consecuencias de las propias faltas.
Cuando !Xabbu hubo terminado, Sam vio que algunos personajes de cuento de
los campamentos del alrededor se habían acercado a escuchar.
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—Es muy bonito, !Xabbu, pero también da miedo —le dijo.
No era el clásico cuento popular que esperaba, sino que los motivos y las
imágenes, desconocidas para ella, tenían una fuerza oculta que lamentó no
comprender mejor.
—Pero la historia dice que detrás de la mayor oscuridad hay luz. El abuelo Mantis
y su pueblo sobrevivieron y progresaron. —Se quedó hundido—. Yo creía que tenía
que conservar y mantener vivas esas historias, y con ellas, la historia de mi pueblo.
Pensaba que era mi misión en la vida, pero no he hecho nada por cumplirla.
—Lo harás —replicó Sam.
El gesto de asentimiento de !Xabbu fue meramente superficial. Quería verlo
animado otra vez, pensando en otra cosa que no fuera en Renie y la terrible situación
en la que se encontraban todos. Al fin y al cabo, ahora ya no tenían prisa, no había
ningún sitio más al que ir.
—¿Me cuentas otra? ¿No te importa?
—De acuerdo —dijo enarcando una ceja; comprendía por qué se lo pedía, pero
aceptó—, pero después, me gustaría ir a buscar a Renie una vez más, por si ha
llegado gente nueva mientras dormíamos. —Miró hacia el pozo—. A decir verdad,
este lugar me recuerda a otra historia… uno de los grandes relatos de mi pueblo.
—Guay —dijo Sam—. ¿De qué trata?
—Es sobre el abuelo Mantis y cómo la luna llegó al cielo… y algunas cosas más.
Comprenderás por qué no dejo de pensar en esa historia, en este lugar, junto a ese
agujero del suelo, lleno de estrellas que nadan en las aguas de la creación.
—Las aguas de… ¿De verdad te parece que el pozo es eso?
—No lo sé, pero a mí me recuerda a los dibujos que había en mi escuela de la
ciudad; eran fotos tomadas con telescopios que llegan muy lejos en el espacio… y en
el pasado también, según me explicaron, puesto que la luz, cuando llegaba a nosotros,
ya era vieja. A mí, este pozo me parece un nido donde nacen universos.
Sam se estremeció ligeramente. Sin poder evitarlo, se preguntó qué pasaría si se
hundiera en ese pozo profundo, si exhalaría su último suspiro entre galaxias que
giraban alrededor.
—Infecto —dijo en voz baja.
—Pero los relatos de mi pueblo no suelen ser sobre grandes cosas —dijo !Xabbu
sonriendo—, sobre guerras, las estrellas o la creación de universos, y cuando lo son,
se cuentan de una forma intrascendente. Porque somos un pueblo intrascendente y
pequeño, ¿comprendes? Pisamos levemente y, cuando morimos, el viento borra
nuestras huellas enseguida. Hasta el abuelo Mantis, que una vez robó el fuego de
debajo del ala de Avestruz para dárselo a su pueblo y que no tuviera miedo de la
oscuridad; sí, hasta el gran Mantis, el más grande de todos nosotros, no es más que un
insecto minúsculo. Pero también es una persona. En los primeros tiempos, todas las
cosas eran personas. —Movió la cabeza con los ojos cerrados mientras ordenaba los
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pensamientos—. Esta historia empieza con una cosa pequeña de verdad, como verás:
un trozo de cuero.
»Un día, el abuelo Mantis salió a pasear y encontró un trozo de cuero junto al
camino. Era un trocito del calzado… sandalia, creo que lo llamaríais vosotros, de
Arco Iris, su propio hijo. Se le había soltado y allí se había quedado. Pero aquella
cosita olvidada y pequeña le llamó la atención, la recogió y se la llevó.
Mientras ¡!Xabbu hablaba, la preocupación y la tristeza desaparecieron. Hablaba
alto, gesticulaba con las manos, que parecían pájaros sobresaltados en el aire, y Sam
vio que se acercaba a ellos más gente, atraída por la animación en medio de tanto
pesar.
—Mantis llegó a un estanque de agua —prosiguió !Xabbu—, un sitio rodeado de
juncos, un lugar oculto y fértil, y metió el trocito de sandalia en el agua… casi como
si se lo ordenara un sueño, pero no estaba dormido ni soñaba despierto.
»Después se marchó, pero no podía olvidar lo que había hecho y, por fin, volvió
al estanque y dijo: “¡Trozo de sandalia de Arco Iris! ¡Trozo de sandalia de Arco Iris!
¿Dónde estás?”.
»Pero el trozo de sandalia se había convertido en el agua en un antílope azul muy
pequeñito. Bien, por si no lo sabes, el antílope azul es, para mi pueblo, el mejor de los
antílopes. Mi padre cazó uno después de mucha desesperación y muchos días de
perseguirlo, tantos que salió del desierto, que era el único mundo que conocía, y
apareció en el delta del río del pueblo de mi madre. Y se dice que el abuelo Mantis,
cuando quería viajar con gran dignidad y poder, cabalgaba entre los cuernos de un
gran antílope azul.
!Xabbu dio unos pasos de danza imitando el orgullo del antílope, con la cabeza
muy alta, y Sam casi le veía llevar la cornamenta como una corona. La multitud de
refugiados aumentaba a su alrededor, había alcanzado ya varias filas de grosor en la
punta del risco. La gente lo miraba con los ojos muy abiertos, ávidos, pero !Xabbu no
parecía percatarse de la cantidad de público que tenía.
—Pero el antílope azul del estanque no era grande y poderoso. Era pequeño y
estaba mojado, y temblaba; era tan nuevo que, al verlo, el abuelo Mantis lloró.
Entonces entonó un cántico de alabanza y gratitud, pero no tocó al antílope porque
era muy pequeño y débil. Se marchó otra vez y, cuando volvió, descubrió pequeñas
huellas de cascos en la tierra, cerca del estanque, y se alegró tanto que bailó. El
antílope azul lo vio y se acercó a él como si fuera su padre. Entonces Mantis le llevó
miel oscura, dulce y sagrada, y le frotó el costillar con la miel para que se hiciera
fuerte.
»Volvía todas las noches al estanque a ver a su antílope, y cada noche le cantaba,
le bailaba y lo untaba de dulce miel. Por fin, un día supo que tenía que marcharse y
esperar a ver si el antílope crecía. Estuvo tres días sin ir al estanque, y también tres
noches, aunque le dolía el corazón. Cuando volvió la mañana después del tercer día,
el antílope salió del agua a la luz del sol haciendo ruido con las pezuñas. Había
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crecido muchísimo, tenía una alzada magnífica, y el abuelo Mantis se puso tan
contento que gritó: “¡Mira! ¡Llega una persona! ¡Ja! ¡Llega el trocito de sandalia de
Arco Iris!”, pues sentía que había creado un ser vivo con la tira de cuero perdida.
»Pero Arco Iris y sus hijos, Mangosta y Arco Iris Menor, no se alegraron al saber
lo que había hecho el abuelo Mantis. “Se cree que nos engaña con sus cuentos —se
dijeron entre ellos—, pero se guarda la carne para él solo. Todo el mundo sabe que el
viejo Mantis es un tramposo”. Y así, fueron al estanque a buscar al joven antílope,
que pastaba en la orilla. Lo rodearon y lo mataron con sus lanzas. Estaban jubilosos,
porque era un buen ejemplar joven, y empezaron a descuartizarlo entre risas y
canciones.
»Cuando el abuelo Mantis se acercaba al estanque, oyó las voces, se escondió
entre la maleza a observar y enseguida comprendió lo que había sucedido. Se enfadó
y se entristeció muchísimo, no solo porque habían matado al antílope, sino porque no
lo compartían con él y lo habían hecho sin ceremonia, sin ejecutar siquiera una danza
de agradecimiento. Sin embargo, los temía, porque ellos eran tres y él, uno solo, de
modo que esperó entre los juncos hasta que se fueron, riendo, cantando y llevándose
la carne de la presa envuelta en la piel del antílope.
»Entonces Mantis salió de entre la vegetación y se acercó al sitio donde había
muerto el antílope. Arco Iris y los dos nietos del abuelo Mantis solo habían dejado
allí una cosa, un órgano del estómago del antílope, el que contiene la negra y amarga
hiel, el que ni siquiera quiere mi pueblo, enseñado por la necesidad a comer casi
cualquier cosa que pueda tragarse. Dejaron la hiel colgada de un arbusto. Mantis
estaba tan triste y enfadado que la golpeó con su lanza. Entonces la hiel habló desde
dentro de su bolsa y le dijo: “No me hagas daño”.
»Mantis se enfadó más, y le dijo: “Te haré todo el daño que quiera. Te tiraré al
suelo y te pisotearé y te clavaré la lanza cien veces”. Pero la hiel volvió a decirle: “Si
lo haces, saldré y te envolveré en mi negrura”.
»Pero el abuelo Mantis estaba tan furioso que no quiso escuchar. Entonces
levantó la lanza y se la clavó. La hiel salió, tal como había dicho, amarga y negra
como una noche sin estrellas, y envolvió a Mantis e incluso le entró en los ojos y lo
dejó ciego.
»Mantis se arrojó al suelo de bruces, gritando: “¡Socorro! ¡No veo! La hiel negra
me ha tapado los ojos y me he perdido!”. Pero nadie le oía en aquel rincón tan
apartado del estanque y nadie acudió en su auxilio. Lo único que pudo hacer fue
arrastrarse por la tierra y buscar el camino a tientas, ciego e indefenso. “Así, me
encontrará la hiena —pensó— o cualquier otra criatura hambrienta, me matará y el
abuelo Mantis morirá, ¡qué triste caso!”.
»Y nadie acudió en su auxilio y tuvo que seguir arrastrándose en la oscuridad. Por
fin, cuando estaba tan cansado y temeroso que no podía avanzar más, tocó algo con la
mano. Era una pluma de avestruz, blanca como el humo y brillante como la llama, y
su corazón se llenó de esperanza. Con la pluma, se limpió la negra hiel de los ojos.
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Cuando volvió a ver la belleza del mundo, se pasó la pluma por todo el cuerpo y la
hiel desapareció, aunque la pluma seguía intacta y limpia. Maravillado ante semejante
prodigio y contento de haberse librado del hechizo, el abuelo Mantis lanzó la pluma
al cielo y allí se quedó, en forma de curva blanca sobre la negra oscuridad de la hiel.
Y Mantis cantó y danzó. “Ahora estás en el cielo —le dijo a la pluma—, y desde
ahora serás la luna y brillarás por la noche para dar luz al pueblo cuando todo sea
oscuridad. Eres la luna, vivirás y desaparecerás y volverás a vivir y darás luz a todo el
pueblo”. Y así fue, y así sigue siendo.
!Xabbu se quedó en silencio y bajó la cabeza como diciendo «amén» al final de
una oración. A la sempiterna luz crepuscular, Sam vio la gran cantidad de rostros que
los rodeaban: rostros infantiles y expectantes. La multitud había aumentado y se
apiñaba en el pequeño promontorio como las víctimas de un desastre solicitando
información.
Pensó que tenía que darle las gracias por el relato, aunque en realidad tampoco lo
había entendido por completo: ¿qué significaba todo eso de la sustancia pegajosa que
envolvía al insecto? ¿Y cómo podía un insecto ser el padre del arco iris? Tampoco
comprendía cómo un relato sobre convertir una tira de sandalia en un antílope
derivaba en otro distinto, se saltaba el sentido de la evolución del relato. Pero sí
comprendía que, por algún motivo, esas cosas eran importantes para !Xabbu, una
especie de religión, y no quería ofender a quien tanto apreciaba.
—¡Cuenta otra! —pidió una voz aguda entre el público.
!Xabbu levantó la cabeza sobresaltado, pero antes de que Sam o él tuvieran
tiempo de localizar a quien había hablado, se alzaron más voces como un coro.
—¡Otro cuento!
—¡Cuenta otro cuento!
—¡Por favor!
—Quieren oír más historias —comentó !Xabbu asombrado.
—Están asustados —dijo Sam—. El mundo se acaba y son niños, ¿verdad?
Miró al gentío suplicante y aterrorizado y tuvo que contener las lágrimas. Si
hubiera tenido a Malabar a mano, le habría partido la cara, habría intentado tirarlo al
suelo y hacerle pagar por lo que había hecho a tantos inocentes por puro egoísmo.
—Tienen que ser ellos —dijo, tanto para sí misma como para !Xabbu—. Seguro
que son los niños secuestrados.
Una cara conocida entre la multitud le llamó la atención, aunque tardó un
momento en recordar dónde había visto a ese hombre atractivo y moreno. Estaba
unas filas por detrás de la primera, en el corro que los rodeaba, con algo en los brazos
que Sam no distinguía bien, mirando a !Xabbu sin pestañear, con la mirada vacía.
Ninguno de los niños de cuento estaba cerca de él, como si hubieran notado que
desprendía algo malo. Sam tiró a !Xabbu del brazo.
—¡Mira! Es aquel tipo del Grial… el que desapareció al tiempo que Renie.
—¿Ricardo Klement? ¿Dónde?
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—Por allí —dijo Sam, pero ya no había nadie en el lugar que ocupaba antes—.
¡Estaba ahí hace un segundo! ¡No te engaño!
Mientras escrutaban la muchedumbre buscando a Klement, Sam se dio cuenta de
que había alguien muy cerca de ella, una niña pequeña que parecía hecha de barro.
Intentó pasar de largo el pequeño obstáculo, pero la niña se movió con ella, tendió
una manita achaparrada y le tironeó de la ropa gitana que llevaba.
—Ya no está aquí —dijo !Xabbu—. Es más alto que casi todos estos… lo
veríamos bien, creo…
—No puede haberse alejado mucho en tan poco tiempo —dijo Sam, furiosa. Más
allá de la multitud que pedía otro cuento, no se veía a nadie en muchos metros, en la
loma gris—. Lo tendríamos que ver. —La niña de barro seguía llamándole la atención
—. Deja de tirarme de la ropa, por favor —le espetó Sam.
La niña la soltó y dio un paso atrás. Era difícil interpretar lo que pensaba en su
extraña cara, hecha de poco más que hendiduras y muescas, pero cuadró los hombros
de una forma que indicaba su resolución de ser atendida.
—Tengo que hablar contigo —le dijo con voz infantil.
—¿Qué quieres? —preguntó Sam con un suspiro.
—¿Sois… sois los amigos de Renie?
Sam pensaba que quería pedir otro cuento a !Xabbu y se quedó sin palabras,
mirándola fijamente.
—¿Renie…?
—¿Quién eres? —preguntó !Xabbu, que no tardó ni un segundo en arrodillarse
junto a la pequeña—. ¿Conoces a Renie? ¿Sabes dónde está? Sí, nosotros somos sus
amigos.
—Soy… —balbució la niña mirándolo un momento— soy la niña de piedra. —
Hizo un puchero con la boca, que no era más que un trazo marcado en la arcilla con
un dedo, y empezó a llorar—. ¿Vosotros tampoco sabéis dónde está?
Sam comprendió el dolor y la decepción de !Xabbu al ver cómo cerraba los ojos y
profería un gemido.
—Es mejor que nos lo cuentes todo —le pidió a la compungida niña de piedra.
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el pozo. Pero Renie no —bizqueó un momento, conteniendo las lágrimas—. ¿Creéis
que le habrá pasado algo?
—Esperemos que no —dijo Sam, y se volvió hacia !Xabbu—. Pero ¿dónde está?
—Me parece —dijo el pequeño bosquimano con una expresión de inquietud—
que todos hemos llegado de una forma parecida. Nos acercamos al Otro, nos sopesó,
quizá nos juzgara, y luego nos mandó a otra parte. Los que pertenecen a este mundo,
como Azador y esta niña, no lo vivieron así siquiera, sino que fueron enviados aquí
directamente.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Quizá me equivoque —contestó acariciando a la niña en la cabeza con aire
ausente, pero más abatido de lo que lo había visto hasta el momento—, pero creo que
a Renie le franqueó el paso.
—¿Que le franqueó el paso?
Sam no lo entendía.
—El paso al pozo —dijo !Xabbu mirando el cráter con su mar de luces inquietas
—. Creo que está en el mismísimo corazón del Otro.
—¡Oh, no! —exclamó Sam—. ¡Dios! ¿De verdad?
—Sí —dijo con una sonrisa, la primera, que Sam recordara, tan desagradable—.
Dios, de verdad. El dios de este sitio, aunque solo sea eso. El dios loco que se está
muriendo.
—¡!Xabbu! —exclamó Sam; el pulso se le había acelerado y se olvidó por
completo de la niña de piedra, que seguía allí, entre ellos, con la ruda carita llena de
confusión y tristeza—. ¿Qué vamos a hacer?
—Lo que yo voy a hacer es ir a buscarla. —Miraba el pozo como si fuera la
primera vez que lo veía. Sam se acordó del miedo cerval que le daba zambullirse en
un río tranquilo—. Voy a… voy a bajar.
—No, sin mí no te vas. —En ese momento, el miedo a quedarse sola fue más
fuerte que el terror que le inspiraba ese pozo antinatural—. Ya sabes lo que pienso de
todo ese rollo de hacerse el héroe en solitario.
—No lo entiendes, Sam —replicó !Xabbu—. Creo que el Otro ya me ha
rechazado una vez, y a ti también, a todos nosotros —hablaba en voz sumamente baja
—. No creo que encuentre a Renie, pero tengo que intentarlo. —Se volvió hacia ella
casi implorando—. No puedo llevarte conmigo, Sam, sabiendo que no hay esperanza.
Estaba a punto de replicarle con toda su rabia, cuando finalmente se dio cuenta de
que un ruido molesto que oía de fondo desde hacía unos segundos era Félix Malabar,
que hablaba a gritos, enfadado. Se volvió y vio al viejo en un terreno despejado, a
medio camino entre ellos y el campamento gitano.
—… Ya no lo creo. Creo que tu silencio es pura insolencia… o algo peor —
gritaba a Ricardo Klement.
!Xabbu empezó a bajar el risco a toda prisa. Sam dio unos pasos y, de pronto, se
volvió sobresaltada por un llanto desolado. Se había olvidado de la niña de piedra.
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—Ven —le dijo—. ¿Quieres que te lleve en brazos?
La niña negó con un rígido gesto de cabeza, pero le tendió la mano y Sam se la
tomó; era una manita sorprendentemente firme.
Cuando llegaron a donde estaban los demás, !Xabbu intentaba formular una
pregunta a Klement, pero Félix Malabar, enfurecido, no permitía que lo
interrumpiera. Sam vio por fin lo que Klement llevaba en los brazos, y le dio mucho
asco. La forma infantil y los rasgos rudimentarios combinaban mal con el sucio color
azul grisáceo.
—Es decir que ni siquiera te dignas contestarme —decía Malabar a Klement—.
Vamos, creía que eras aliado mío, Klement… he hecho muchos sacrificios por ti. Sin
embargo, desapareces cuando la necesidad nos acucia a todos y ahora ni siquiera me
cuentas dónde has estado. Y supongo que tampoco querrás hablar de ese… recuerdo
turístico que llevas en brazos, ¿verdad?
—Es… —respondió Klement, apretando a la criatura con fuerza, el primer gesto
humano que Sam le había visto hacer—, es mío.
—Pero cuéntame qué has hecho —insistió Malabar.
—Esperar —dijo Klement tras una larga pausa.
—Esperar, ¿qué?
—Algo…, algo. —Klement se giró lentamente hacia el pozo y luego volvió a
mirar a Malabar, a !Xabbu y a Sam—. Y ahora… lo he encontrado.
Un instante después, Ricardo Klement ya no estaba.
Sam se quedó mirando el espacio vacío sin saber qué hacer, y luego se dirigió a
!Xabbu pensando que debía de haber visto mal. Su amigo estaba tan perplejo como
ella, pero su perplejidad no era nada comparada con la de Malabar, que parecía que
acabara de ver todos sus muebles levantándose en armas contra él.
—¿Qué…? —balbució con la boca abierta de asombro—. ¿Cómo…?
En ese mismo instante, el universo se agitó y la realidad se detuvo a trompicones.
Hacía muchos días que Sam no tenía esa sensación, y casi había olvidado el terror
que le inspiraban esos tirones en el tiempo y el espacio. El color y el sonido se
confundieron en un revoltijo de información sensorial. Sam estaba segura de que
había llegado el final, el derrumbamiento del sistema, e incluso se preparó para el
dolor odioso y triturador que había experimentado la vez que fue expulsada de la red
del Grial. Sin embargo, el absurdo caos de imagen y sonido se reordenó bruscamente,
como si hubieran dado cuerda a un mecanismo y lo hubieran puesto en marcha de
nuevo hacia delante. La realidad volvió a su lugar. O al menos, en su mayor parte.
La niña de piedra tironeaba a Sam del brazo, pero Sam apenas la veía, ni a ella ni
a nada más, porque cuando la luz se asentó, era mucho más débil, como si todo el
universo virtual tuviera que conformarse con un solo generador viejo y achacoso. Los
que la rodeaban no eran más que sombras, pero oía un murmullo de terror cada vez
más fuerte entre los refugiados que circundaban el pozo, un sonido semejante al
viento entre los árboles.
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—Mira las estrellas —dijo la niña de piedra en un susurro entrecortado, tirándole
otra vez del brazo.
Sam levantó la mirada. El cielo seguía oscureciéndose, pasando del prolongado
crepúsculo a la noche cerrada, pero las estrellas no brillaban; al contrario, su luz se
debilitaba por momentos. El cielo se ennegrecía y las estrellas agonizaban sumiendo
la tierra alrededor del pozo en la más honda negrura.
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36. Sin red
PROGRAMACIÓN DE LA RED/ANUNCIO: ANVAC significa «confianza».
(Imagen: escenas de perros, niños, casas residenciales y parques). Voz en off: Se
dicen muchas tonterías por ahí, pero es exagerado tildar a nuestra compañía de
hermética, arrogante o vengativa. Nosotros nos ocupamos de proteger a personas
como ustedes, personas de bien, personas que saben que la seguridad es la madre de
la felicidad, y ANVAC es seguridad.
»Muchas personas preguntan qué significa nuestro nombre, qué quieren decir
esas siglas. Pero la verdad es que eso a nadie le importa. Somos una corporación
privada y tenemos derecho a la intimidad, de la misma forma que a nadie le gusta
que cualquiera entre en su casa y lea su correo. Basta saber que nosotros
defendemos el derecho de nuestros clientes a la seguridad y que el significado de las
letras A-N-V-A-C es “confianza”…
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La cabezada que había dado sin querer no le sentó muy bien. Todavía recordaba
la caída al vacío al resbalar del trapecio, una sensación de terror que nunca llegó a
superar, a pesar de los años de práctica con red, en compañía de su padre y sus
funambulistas.
«No sería circo si no hubiera posibilidades de que alguien se matara».
Curiosamente, la idea no la consoló. Nada podía darse por sentado en esa vida ni
en esta, ni siquiera la red de seguridad era garantía perfecta. Jansci, el equilibrista
húngaro, se había caído a la red durante un ensayo, se le quedó atrapado un pie al
rebotar y, sin saber cómo, se había caído también de la red. Fue solo una caída de
quince metros, pero se quedó paralítico.
«No hay garantía ni con red».
Bebió un poco más de agua y volvió a intentar localizar a Catur Ramsey, pero la
magia que la había mantenido en contacto con el mundo de fuera de esa montaña
negra artificial, a través de su conexión telemática, había desaparecido. La carroza era
otra vez una calabaza y los lacayos, ratones. Tendría que hacerlo sola.
Recogió sus escasas posesiones y se dirigió al ascensor de servicio.
Casi un día entero viviendo como una rata en las paredes de la casa de Félix
Malabar le había enseñado a tener precaución. Cuando el ascensor se detuvo y abrió
sus puertas en el entresuelo, se asomó a mirar antes de salir y volvió a esconderse
hasta que un joven que se encontraba al final del pasillo dobló por una esquina y
desapareció. Llevaba una camisa sin cuello y pantalones de trabajo, pero le pareció
un empleado en traje informal, no un celador: un gerente joven, tal vez con
aspiraciones, ansioso por impresionar a sus superiores a fuerza de horas extra no
remuneradas.
«Ni los siervos del infierno tienen que vestirse adecuadamente los fines de
semana —pensó—. No recuerdo que el señor Dante hablara de ello».
Mientras mantenía la puerta abierta y esperaba unos minutos por seguridad, pensó
en la cantidad de empleados comunes y corrientes que había visto alrededor del
edificio, todos haciendo cosas comunes y corrientes. En realidad, no había visto nada
que justificara que sus motivos para estar allí fueran algo más que un delirio. La sede
de la corporación M, una vez traspasada la imponente fachada negra, no se
diferenciaba nada de cualquier rascacielos del centro de la ciudad. Ni siquiera la
oficina blindada del escuadrón de seguridad era un exceso, teniendo en cuenta que el
edificio albergaba además la residencia de uno de los hombres más ricos del mundo.
Cualquier persona razonable tendría que reconocer que las fantasías de los niños
perdidos y la conspiración mundial parecían cada vez más peregrinas… y ella misma
era una persona razonable.
«¿Se puede ser razonable y estar loca al mismo tiempo? —se preguntó—. Creo
que sería forzar las cosas un poco».
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Se aseguró de que no había nadie en el pasillo y empezó a bajar por las escaleras
desde el entresuelo al inmenso vestíbulo con forma de pirámide. Aunque había visto
a varias personas cruzar de los ascensores de un lado a los del otro, en ese momento
no había nadie, cosa casi tan sorprendente como solo podría serlo en el caso de un
edificio público cerrado. Se dirigió rápidamente a la mesa principal de recepción y le
pareció que el eco de sus pasos sobre el mármol negro era tan audible como disparos.
Al llegar a la mesa, fingió ante las cámaras ocultas que tocaba por casualidad el
jarrón de flores cuadrado, y el agua y los lirios marchitos del viernes por la mañana se
derramaron por la mesa y el suelo. Hizo como si no se hubiera dado cuenta y volvió
con rapidez a la seguridad relativa del entresuelo.
Escondida detrás de unos árboles de adorno en macetas, esperó a que cesara el
desesperante y lento goteo de empleados de la corporación, que fichaban en la puerta
de seguridad para ir a terminar alguna tarea durante el fin de semana, quizá, o que
simplemente iban de un lado a otro del edificio cruzando por el vestíbulo. Unos
cuantos parecieron advertir el charco de agua y las flores caídas al pie de la mesa,
pero si alguno pensó en notificarlo, lo haría mediante la conexión telemática, de
modo que Olga no podía saberlo con seguridad.
Pasó una hora. Unos veinte o treinta empleados habían cruzado el vestíbulo, pero
el jarrón seguía allí sin que nadie acudiera a recogerlo. El enorme reloj de la pared,
un rectángulo dorado del tamaño de una furgoneta, con motivos y caracteres egipcios
incrustados, decía que eran las ocho y unos minutos. Sábado por la noche, casi se le
había ido la mitad del tiempo y todavía no había conseguido nada. Siempre había sido
una mujer paciente, pero estaba tensa como una cuerda a punto de romperse, el
menor soplo de aire la hacía vibrar. Pensaba en arriesgarse a registrar los pisos
inferiores cuando una silueta desgarbada salió arrastrando los pies del ascensor de
servicio y cruzó el vestíbulo mientras empujaba un cubo con ruedas, con una mopa al
hombro, como un centinela con su riñe.
Aliviada, soltó un suspiro contenido hacía rato. Se quedó mirando al celador, que
recogía los lirios caídos con movimientos lentos y cuidadosos, y luego secó el agua
con la mopa. Cuando estuvo segura de que no se equivocaba (quién sabía cuántos
celadores trabajarían allí los fines de semana), se dirigió rápidamente al ascensor y
entró. Un minuto después, lo llamaron desde el vestíbulo. Fingió como mejor supo
que se sorprendía al verlo entrar.
—Vaya, hola Jerome —dijo cuando el hombre interpuso el cubo entre el carril y
la puerta—. ¿Qué hace usted por aquí?
—No sé nada de eso, Ol-ga —hablaba con amabilidad, pero estaba claramente
preocupado—. Todos esos pisos están cerrados. Solo subo cuando me llaman los de
seguridad para que los ayude a mover algo.
Se quedó pensando con la boca abierta y los ojos lechosos casi cerrados, con
medio bocadillo en la mano, suspendido en su camino hacia la boca.
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Olga se obligó a dar un mordisco al bocadillo de embutido de hígado que Jerome
había insistido en compartir con ella. Como había rechazado acompañarlo a comer a
su lugar de costumbre, y sin embargo lo había convencido de que la acompañara a
ella al almacén (había pasado tanto tiempo allí que casi lo consideraba su casa), no le
pareció correcto rechazar la mitad del bocadillo, a pesar de los sentimientos
encontrados que le producía el embutido de hígado.
—Entonces, ¿ha… ha ido más veces a esos pisos?
—Sí, claro, muchas. Pero solo hasta el nivel de la oficina de seguridad. —Volvió
a fruncir el ceño—. Y una vez, hasta una sala donde tienen un montón de máquinas,
porque uno de los jefes se enfadó mucho porque encontró allí una caca de ratón y
quería enseñármela. Pero le dije que no era yo quien limpiaba allí, así que no tenía
forma de saber si había ratones o no. —Se rio y, avergonzado de pronto, se limpió un
trocito de embutido de la barbilla—. ¡Lena dijo que los ratones subían en el ascensor!
Fue muy gracioso.
Olga procuró reprimir el interés casi aterrador que le despertó esa segunda sala
llena de máquinas. Pero de todos modos, ¿de qué le serviría a ella? No tenía ni idea
de cómo conectar el dispositivo de Sellars, ni dónde tenía que conectarlo y, además,
tampoco estaba Sellars para beneficiarse de ello. Pero estaba en la parte de la torre en
la que quería entrar.
—Entonces, ¿podría llevarme allí arriba?
—No tenemos permiso —dijo el hombre—, nos daría problemas.
—Pero ya se lo he dicho, si no subo allí, sí que tendré problemas.
—No lo entiendo —dijo él masticando otra vez vigorosamente.
—Ya le he dicho que mi amiga del otro turno me llevó allí el viernes, solo para
enseñármelo. Pero se me cayó la cartera allí, ¿sabe? fue sin querer, pero si la
encuentran, entonces tendré problemas. Además, allí están mis tarjetas para la
compra y esas cosas.
—Conque tendrá problemas, ¿eh?
—Sí. Seguro que me despiden, y no podré ayudar a mi hija y a mi nietecita.
Olga se debatía entre el desprecio a sí misma y la desesperación creciente. Nadie,
sino un hombre con verdaderos problemas mentales, se tragaría semejante historieta.
Se estaba aprovechando de Jerome porque era crédulo y deseaba complacerla,
seguramente tendría alguna clase de lesión cerebral; se sentía como la escoria más
despreciable. Lo único que suavizaba la mala conciencia de lo que estaba haciendo
era pensar en los niños de los sueños como si ese recuerdo fuera un mantra, pensar en
que habían acudido a ella como pajarillos asustados en busca de refugio, con sus
voces implorantes y desesperadas.
—¿Por qué… por qué no se lo dice a uno de los muchachos de seguridad? —le
preguntó Jerome al fin—. Son bastante simpáticos, de verdad. Seguro que la
encuentran y se la devuelven.
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—¡No! —Suavizó el tono y volvió a empezar—. No, porque tendría que escribir
un informe, o si no, serían ellos quienes tendrían problemas, ¿sabe? Y entonces, la
amiga que me llevó allí también tendría problemas, pero yo no quiero que echen a
otra persona por un error mío.
—Es usted buena persona, Ol-ga.
Olga se estremeció.
—¿Puede ayudarme, Jerome?
—Podría intentarlo —era evidente que le inquietaba mucho la idea de saltarse las
reglas, pero siguió pensando lentamente—, aunque no sé si el ascensor se abrirá. ¿En
qué piso perdió la cartera?
—En el de las máquinas.
Probablemente, sería donde hubiera menos personal, y quizá encontrara la forma
de acercarse a los otros pisos: ¿acaso hasta los edificios mejor guardados y más
siniestros no tenían obligación legal de contar con escaleras y salidas de emergencia?
En cuanto a deshacerse de Jerome para poder investigar con tranquilidad, tendría que
improvisar algo sobre la marcha.
«Una vez que estés allí, lo dejas inconsciente de un porrazo y ya está, ¿eh, Olga?
—pensó con amargura—. Y así completas la faena».
Jerome guardó el resto del bocadillo en la bolsa hermética y la cerró con cuidado.
Por lo visto, había perdido el apetito.
—Podemos subir a ver, Ol-ga. Pero si no sale bien, no se enfade conmigo, ¿de
acuerdo?
—Se lo prometo.
«Y que Dios me perdone», pensó.
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Era evidente que un pantano del cretense, donde una madre hadrosaurio hacía
huir a un delgado dromesaurio que había hecho un par de intentos poco arrojados de
robarle los huevos, despertara el interés de cualquier chico; sin embargo, lo que se
veía en la otra pared, un paisaje muy extenso de polvo rojo desprovisto de vida, no se
entendía tan bien.
En resumen, era la habitación de un niño en un lugar sin límites, y todo aquello,
las posesiones que exhibía con orgullo un niño que no volvería a buscarlas. Ramsey
se acordó del rey niño Tutankamon en su tumba, rodeado de sus objetos personales,
cuando se abrió y quedó expuesta a la vista, miles de años después de su muerte. ¿La
habitación de Orlando quedaría también en la red? Supuso que los Gardiner tendrían
que seguir pagando por ella. Pero ¿y si lo hacían? ¿Llegaría allí por casualidad alguna
persona, generaciones más tarde, e intentaría entender la mentalidad y el mundo de
un niño olvidado del siglo XXI? Fue un pensamiento extraño y lamentable, toda la
complejidad de una vida reducida a unos pocos juguetes y recuerdos.
«Bueno, no tan pocos…».
Se abrió un hueco en el suelo y dio paso a una cosa que parecía la cabeza de un
plumero del polvo negro y estropeado, acompañado por una nube de polvo de cómic.
—Gracias por venir a verme —dijo Beezle.
—No pasa nada. ¿Esto es…?
Quería preguntar si ese lugar significaba algo especial para el agente, pero no
supo cómo. Beezle no era siquiera una personalidad artificial de verdad; era,
fundamentalmente, un juguete infantil.
—¿Vienes mucho por aquí?
—Pues… —Beezle puso en blanco sus ojos saltones y después los dejó en su
lugar. Su respuesta fue un poco vacilante—. Sé dónde está todo, por eso es un buen
lugar, para hacer cosas.
—Bien.
Ramsey buscó con la mirada un sitio donde sentarse. Lo único que se veía por allí
que sirviera para la comodidad de un ser humano era una hamaca colgada en un
rincón.
—¿Quiere una silla?
Beezle buscó en el hueco del suelo y, después de emitir una serie de ruidos
extraños, sacó una silla que lo doblaba o lo triplicaba en tamaño.
—Siéntese. Le contaré lo que he averiguado.
Mientras Ramsey se acomodaba, Beezle creó un pequeño cubo negro y, con un
golpecito, lo abrió y quedó convertido en una forma brumosa y tridimensional,
flotando en medio de la habitación. Un momento después, la bruma del interior se
disipó y dejó a la vista un objeto negro alargado.
—Es el edificio de la corporación M.
—Afirmativo.
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Beezle tocó el cubo transparente y el edificio se abrió como un libro dejando el
interior a la vista.
—Esto lo he sacado de las notas de este tipo, Sellars.
—¡Las encontraste!
—Afirmativo. Pero ¿qué es ese tipo, un robot o algo así? Sus notas están escritas
en lenguaje de máquinas.
—No es un robot, que yo sepa, pero la historia es larga y tengo prisa. ¿Puedes
volver a ponerme en contacto con Olga Pirofsky?
—¿Quiere ver dónde está? —Beezle movió uno de sus deformes pies y un
pequeño punto rojo cobró vida a la altura del primer tercio del edificio—. Sellars le
ha puesto un localizador… lleva una tarjeta de identificación o algo así, ¿no?, que se
puede seguir por los lectores que hay en todos los pisos. La señal es débil, pero es
suficiente para triangularla.
Mientras miraba, el punto rojo empezó a moverse hacia un lado. «Está viva, al
menos —pensó—, o alguien la lleva en brazos».
—¿En las notas de Sellars has encontrado alguna pista de lo que quería hacer? Se
trababa de intervenir el flujo de datos del edificio, pero no sé nada más.
—Más o menos —dijo Beezle con su voz de taxista, distraído de pronto—. Su
amiga… se está moviendo.
—Vi que… —empezó a decir Ramsey, y entonces se dio cuenta de que el punto
rojo había dejado de moverse horizontalmente y ahora ascendía—. ¡Ay, Dios mío!
¿Qué pasa ahora? ¿Qué hace?
—Sube en el ascensor de servicio.
—Pero… ¡es la parte superior del edificio…! ¡Donde dijo Sellars que estaban la
residencia particular y el cuerpo de seguridad! ¡Tengo que detenerla! —De pronto se
le ocurrió una idea—. ¿Podrá entrar allí con esa tarjeta?
—No —dijo Beezle encogiéndose de hombros como lo haría un ser sin hombros
pero con muchas patas—, a menos que la haya cambiado. Voy a comprobarlo. —Tras
un momento de silencio, dijo—: Negativo. Podría pararse en el piso de seguridad,
pero si intenta salir en cualquier otro por encima del cuadragésimo quinto, seguro que
se disparan las alarmas.
—¡Dios! ¿Puedes ponerme en contacto con ella?
—Todavía no he terminado de revisar este material, pero lo voy a intentar. —Se
abrió otro hueco en el suelo, al lado de Beezle. El agente hizo un movimiento hacia el
agujero pero se detuvo—. ¿Sabe que tienen un ejército residente completo en esa
isla? ¿Por qué diablos quiere meterse en un lío en un sitio así?
—¡Tú pínchame, anda! —le gritó Ramsey.
Beezle dio unos pasos arrastrando las patas y se dejó caer en el hueco. Unos
momentos después, un estrépito de martillazos y un ñiiic, ñiiic ensordecedor de una
sierra de madera resonaron por la cabaña electrónica.
—¡Por Dios! ¿Qué estás haciendo?
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—Lo que me ha pedido, jefe. —La voz de Beezle resonó al salir del hueco del
suelo—. ¿Quiere dejarme trabajar?
La luz roja ascendía por la torre sin detenerse. Ramsey no lo podía soportar. Se
volvió hacia el desierto herrumbrado que cubría una pared entera. Entonces se fijó en
una especie de pequeños escarabajos semienterrados en la arena como fósiles de
piedra. Recordó vagamente haber leído algo en la red a propósito del proyecto MBC en
Marte, algo sobre los robots que habían dejado de funcionar.
«Así aprenderán a confiar en las máquinas», pensó con rabia, y se estremeció
cuando la sierra empezó a funcionar otra vez, acompañada por algo que parecía un
martillo neumático y que hacía temblar las paredes de la cabaña de tal modo que
parecía a punto de derrumbarse. Una nube de polvo salió del agujero del suelo, una
cabeza de dragón vibró, se cayó de la estantería y se rompió, y un fragmento de la
mandíbula fue a parar a los pies de Ramsey.
Y en medio del fragor, el punto rojo seguía subiendo serenamente.
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Tema la espalda recta como un palo, era esbelta y se conservó musculosa hasta bien
cumplidos los setenta años, antes de caer enferma.
—Mi princesa polaca —la llamaba el padre de Olga—. Mírala —decía siempre,
entre orgulloso y bromista—. Aunque no tenga sangre real, es como si la tuviera.
Nada por detrás, caderas de niño.
Después de decir eso siempre daba a su madre un cachete juguetón en las nalgas y
ella le bufaba como un gato cuando lo molesta un niño. Y su padre se reía y guiñaba
el ojo a Olga y al mundo entero. Eso significaba: «Mira qué guapa es mi mujer. Y
mira qué temperamento tiene».
Ahora, hacía ya mucho tiempo que los dos habían muerto, su madre de cáncer y
su padre poco después, tal como esperaban todos. Lo había dicho él mismo: «No
quiero vivir más que ella, Olga. Que Dios os conceda larga vida a tu hermano y a ti.
No os ofendáis si no me quedo aquí para conocer a mis nietos».
Pero no hubo nietos, desde luego. Beniamin, el hermano de Olga, murió poco
después que sus padres por mala suerte, en unas condiciones muy raras, a causa de
una apendicitis que le sobrevino estando de vacaciones en la montaña con sus amigos
de la universidad. Y mucho antes de eso, ella ya había perdido a su bebé y a su
marido la misma semana, la clave de la única felicidad que conocería en la vida, o así
le pareció entonces y le seguía pareciendo ahora.
«Así es que soy la última —pensó—. Nuestra rama de la familia de papá y mamá
y sus padres y abuelos termina conmigo… quizá termine hoy, aquí mismo, en este
edificio». Hacía unos días que no se sentía tan desbordada. «Qué triste, qué…
definitivo. Tantos planes como harían mis antepasados, tanto tejer ropita de bebé,
tanto ahorrar dinero… para que todo termine en una mujer mayor que seguramente
está malgastando su vida por una entelequia».
Tenía la sensación de que el ascensor subía muy lentamente, como, la marea,
mientras los botones del panel de cristal negro se encendían uno detrás de otro. «¡Qué
triste!».
—¿Tiene familia cerca? —preguntó a Jerome, solo por oír una voz humana.
—Mi madre —dijo, mirando las luces parpadeantes del panel con los ojos
entrecerrados, como hipnotizado. Se preguntó si vería bien. Pasaron el piso trigésimo
quinto, sexto y séptimo. Olga pensó que, para ser un ascensor moderno, era
cruelmente lento—. Vive en Garyville —añadió—, y mi hermano, en Houston,
Texas.
—Olga, ¿me oye?
La súbita aparición de la voz la sobresaltó y dejó escapar un ruido ahogado.
—¿Qué le pasa, Ol-ga? —preguntó Jerome.
—Nada, me duele la cabeza. —Se llevó la mano a la sien—. ¿Quién es? —
subvocalizó—. Señor Ramsey, ¿es usted?
—Dios mío, creí que no podría volver a ponerme en contacto con usted. Tiene
que salir del ascensor.
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—¿Qué quiere decir? —Olga miró el cuadro indicador. 40,41—. ¿Cómo puede
saber que…?
—Ol-ga, tiene muy mala cara, de verdad —dijo Jerome, alarmado, pero ella le
hizo un gesto con la mano indicándole que no quería hablar.
—Salga del ascensor cuanto antes. —A pesar de lo confusa que estaba, percibió el
pánico de Ramsey—. ¡Cuanto antes! Si esa puerta se abre por encima del
cuadragésimo quinto piso, se disparará el sistema de alarmas de todo el edificio y
tendrá a seguridad encima en un abrir y cerrar de ojos.
—Pare la cabina —dijo a Jerome. El fingido dolor de cabeza empezaba a hacerse
realidad—. ¿En qué piso estamos ahora? —Según el panel, estaban en el piso
cuadragésimo tercero—. Jerome, necesito ir al baño, si no le importa.
—Claro.
No obstante, mientras vacilaba entre apretar el botón o no, el ascensor llegó al
piso siguiente. Olga contuvo el aliento. La cabina se detuvo con suavidad y la puerta
se abrió con un siseo a un pasillo enmoquetado y festivamente iluminado. Tardó unos
momentos en darse cuenta de que en las paredes había brillantes obras de arte
realizadas en neón. Jerome se plantó en la puerta abierta y Olga no se dio cuenta de
que se suponía que sabía dónde estaban los servicios. Al fin y al cabo, era empleada
de la casa.
—Nunca he estado en este piso —le dijo.
Jerome le indicó el camino y ella le pidió que la esperase en el vestíbulo del
ascensor, porque temía que alguien se diera cuenta de que el ascensor estaba parado
demasiado tiempo en un piso.
En los lavabos no había nadie. Se sentó en el retrete del fondo y levantó los pies.
—Dígame qué pasa —dijo a Ramsey—. ¿Dónde han estado tanto tiempo? Llevo
todo el día tratando de hablar con ustedes.
Las explicaciones no la consolaron en absoluto; al contrario, no se le ocurría nada
que pudiera minar más eficazmente la poca confianza que le quedaba.
—¡Ay, Dios nos asista! ¿Sellars se… se ha ido? ¿Y quién es ese tal Beezle que le
está ayudando? ¿Un especialista del ejército o algo así?
—Es una larga historia —respondió Ramsey, poco dispuesto a contársela—.
Ahora, lo más urgente es saber qué vamos a hacer. ¿Está en un sitio seguro?
—Estoy en territorio enemigo, señor Ramsey —dijo ella riéndose sin remedio—,
estoy tan segura como una cucaracha plantada en medio de la bañera cuando la luz se
enciende de pronto. Si no me matan de un zapatillazo, podríamos decir que sí, que
estoy bien.
—Hago cuanto puedo, Olga, se lo aseguro. No se imagina cuánto me he
esforzado por recuperar el contacto con usted desde que Sellars… desde que le pasó
lo que le haya pasado. —Respiró hondo—. Le pongo con Beezle. Es… es un poco
excéntrico, pero no se preocupe…, hace muy bien su trabajo.
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—Usted es Olga, ¿verdad? —dijo una voz parecida a la de un comediante de la
era de la televisión—. Encantado de conocerla.
—Lo mismo digo.
Sacudió la cabeza al pensar que estaba sentada en un retrete vestida, hablando con
un fugitivo del circuito de Catskills, probablemente a unos seis metros por debajo de
unos hombres armados que la matarían con mucho gusto, o al menos la dejarían sin
sentido a golpes, si supieran sus intenciones.
«Tiene que haber alguna forma más fácil y sensata de suicidarse», se dijo.
—Mire, si hay un montón de maquinaria ahí arriba, podría ser lo que Sellars
buscaba —le dijo Beezle después de que ella le contara lo que había dicho Jerome—.
No lo sabremos hasta que lo veamos, pero es posible que ni así avancemos nada,
porque, según Ramsey, el tal Sellars es, en estos momentos, un socio durmiente. —El
tono de impaciencia e indignación era evidente, e incluso resultaba gracioso—. Pero
si intenta entrar ahí sin autorización, considérese fiambre, ¿vale?
—Supongo que sí.
Le parecía muy mayor para expresarse de esa forma, pero ella misma se había
pasado la vida entre gentes del espectáculo dadas a adoptar aires bohemios.
—En tal caso, tendremos que manipular la tarjeta. No sé qué planes tenía Sellars,
no he encontrado notas sobre eso, pero sigo buscando. Es posible que tuviera un
código legal para enchufarse, pero no lo he encontrado. A lo mejor usted conoce a
alguien que tenga el acceso abierto, y entonces podría, ya sabe, falsificar una
autorización.
—Conozco a un celador que me está ayudando —dijo ella con vacilación—. Ha
entrado en esos pisos una o dos veces al menos.
—¿Cómo? —Ramsey estaba escuchando—. ¡Olga, no podemos contárselo a
nadie…!
—No le he contado nada —replicó enfadada—. Confíe un poco en mí, hombre.
Le he dicho una mentira muy tonta, pero creo que tiene alguna disfunción cerebral, o
quizá sea un poco retrasado, de modo que hágase cargo de cómo me siento en estos
momentos, utilizándolo vilmente. —Estaba a punto de echarse a llorar otra vez—.
¿Su tarjeta de identificación serviría?
—Afirmativo. —Hubo unos momentos de silencio, mientras el desconocido
llamado Beezle pensaba—. Podríamos fingir que el celador se bajó en ese piso por
equivocación, o algo así… ya sabe, como si anduviera haciendo el tonto por ahí…
—¡Si hace cualquier cosa que pueda comprometerlo, lo mato!
—¿A mí? —Una carcajada rasposa le resonó en el oído—. Señora, los padres del
chico estuvieron semanas intentando desconectarme y no consiguieron nada, así que
no sé cómo iba a conseguirlo usted.
Olga se quedó tan estupefacta antes semejante non sequitur que no se le ocurrió
nada que decir.
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—Mire, usted consiga la información de esa tarjeta —dijo Ramsey al cabo de un
momento—. Todavía tiene el anillo, ¿verdad?
—Me será mucho más fácil a través de la conexión canular —dijo Beezle.
—Bien, hágalo Olga, por favor. Después decidiremos el siguiente paso.
Con la sensación de ser un personaje de farsa antigua, Olga salió rápidamente de
los lavabos y recorrió el pasillo a paso vivo. Jerome la esperaba inmóvil en el área del
ascensor, mirándose los zapatos. Las luces del techo brillaban en sus prominentes
huesos faciales de tal forma que parecía una máquina averiada que se hubiera parado.
El celador levantó la cabeza al oírla. Una sonrisa convirtió su cara deforme en
algo adorable, una especie de muñeco viejo, un juguete roto pero entrañable.
—Solo quería decirle que ya casi he terminado —le dijo—. ¡Ay, el zapato!
¿Puedo apoyarme en su hombro?
Mientras fingía arreglarse el zapato, se apoyó en él procurando acercar la
conexión telemática a la tarjeta, y luego volvió rápidamente a los lavabos. Ramsey y
su nuevo amigo ya estaban analizando los resultados.
—Puedo ayudarla a colarse —dijo Beezle por fin—, pero no engañaremos a
nadie, si lo comprueban, y seguramente se darán cuenta de que entra. Según los
esquemas, hay cámaras de seguridad en ese piso y algunos indicios de posibles
camaracópteros.
—No funcionará —dijo Ramsey desanimado—. Aunque le diera tiempo a colocar
el paquete de Sellars y encontráramos el sitio adecuado a la primera, seguro que
harían comprobaciones en todas partes, si la sorprendieran allí con un permiso
falsificado. Seguro que tienen ingenieros de guardia.
—Entonces… —El alivio que sintió ante la idea de no poder acceder de ningún
modo al piso superior le demostró por primera vez lo asustada que estaba—. ¿Todo es
inútil?
—Señora, no puedo hacer milagros —dijo Beezle en un tono crispante—. Mi
dueño, Orlando, siempre decía que…
—¡Un momento! —dijo Ramsey interrumpiendo otro comentario inexplicable—.
Llevaba usted más de un paquete. Podemos poner en marcha el dispositivo de humo.
—¿Y de qué servirá?
En cierto modo, Olga ya se estaba acostumbrando al fracaso. El temor creciente le
había embotado todos los estímulos para seguir adelante, ni siquiera el recuerdo de
los niños le servía. Tenía una necesidad desesperada de volver a ver el cielo, de notar
el viento de verdad en la cara, incluso el agua caliente de baño que llamaban aire en
esa parte de Estados Unidos.
—No sirve para volar las puertas ni nada de eso, y lo dejé muy abajo, para poder
ocultarme sin asfixiarme en caso de necesidad.
—Pero si tienen que evacuar el edificio, no prestarán mucha atención a quién
entra y quién sale del piso cuadragésimo sexto o del que sea.
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—Ha dicho que hay cámaras. Aunque no me vean en el momento, pueden mirar
las grabaciones cuando descubran que era una falsa alarma.
—Si la suerte se pone de nuestro lado… de su lado, mejor dicho, porque soy
consciente de que quien asume todo el riesgo es usted, cuando eso ocurra, ya habrá
terminado e incluso puede que haya salido del edificio, y ya nada importará. Así que
lo del pinchazo tiene que ser rápido, hay que plantar el dispositivo y salir.
—Lo… —dijo, mareada— lo intentaré. ¿Va a poner en marcha la bomba de humo
ahora?
—Todavía no —dijo Ramsey—; antes, Beezle tiene que falsificar el permiso.
Fingir un incendio en el edificio no nos servirá de nada si todavía está usted
encerrada en ese piso. Y me gustaría repasar con atención las notas de Sellars. La he
llamado tan precipitadamente que no he tenido tiempo de pensar. —Parecía
apesadumbrado otra vez—. La verdad es que no estoy preparado para estas cosas.
—Entonces, ¿quién lo está? ¿Yo?
Olga bajó los pies de la puerta.
—¿Puede esconderse en algún sitio seguro otra vez? La llamaremos a media
noche.
—De acuerdo.
Cortó la conexión con la sensación de ver zarpar el barco que la había dejado en
un islote deshabitado y solitario.
La puerta de los lavabos se cerró tras ella con un silbido; Olga se dirigió a donde
la esperaba Jerome, tenía que decirle que había cambiado de opinión. Era un pequeño
consuelo no tener que arrastrarlo al peligro. Pensó en los niños perdidos. Parecía
destinada a ser su paladina y protectora, tuviera sentido o no, lo quisiera o no.
Esperaba que supieran apreciarlo. ¿Qué era lo que solía decir su madre a propósito de
la gratitud?
«Tendrías que estarme agradecida ahora que estoy viva. Ahorrarás en sellos».
«Pero no me importaría pagar el franqueo, mamá —pensó—, si tuviera tu
dirección».
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mamá ni la besaba en la nuca. A ella sí que la aupaba y le daba abrazos, pero no
estaba contento, y mamá tampoco y, desde que al señor Sellars y al niño les había
pasado eso tan malo, casi siempre que hablaban, discutían.
—¿Seguro que no quieres venir conmigo, cielo? —insistió su madre—. Si
quieres, puedes escoger unos cereales.
—Estoy cansada —dijo Christabel.
Su madre cerró la puerta, se acercó y le puso una mano en la frente.
—No tienes fiebre —dijo con un suspiro—, pero no te encuentras bien, ¿verdad
que no?
—No.
—Enseguida nos marcharemos de aquí —dijo su madre—, sea como sea. Te
traeré algo que te guste.
—Kay, llama dentro de media hora si no te da tiempo a volver antes —dijo su
padre.
—¿Media hora? Tardaré media hora solo en ir y volver —dijo, pero por un
momento la expresión de enfado que tenía casi siempre esos días desapareció y miró
a su padre como antes—. Llamaré si no puedo volver antes de una hora, te lo
prometo.
Cuando su madre se hubo ido, su padre se dirigió a la habitación de al lado para
hablar con el señor Ramsey. Christabel se fue a ver un programa en la pantalla mural,
pero no había nada interesante. Incluso Tío Jingle le parecía tonto y triste, con esa
historia del príncipe Popo, el nuevo bebé de la reina Rosa Roja, que se perdía en el
circo. Hasta lo más gracioso de todo el cuento, cuando a Tío Jingle le pisa el pie un
elefante y empieza a darle vueltas y más vueltas, solo le provocó una sonrisa.
Aburrida y con ganas de llorar, abrió la puerta de comunicación y entró en la
habitación de al lado. Su padre estaba hablando con el señor Ramsey y los dos
miraban la multiagenda del señor Ramsey, de modo que no la vieron entrar. Se fue
por el pasillo hasta la habitación donde el señor Sellars y Cho-Cho seguían tumbados
uno al lado del otro en una cama, completamente quietos, sin moverse. Había ido a
verlos muchas veces, siempre con la esperanza de ver abrir los ojos al señor Sellars y
poder ir corriendo a decir a sus padres y al señor Ramsey que estaba despierto. La
felicitarían por haberse dado cuenta y el señor Sellars se sentaría y la llamaría
«pequeña Christabel», y le daría las gracias por haberlo cuidado. A lo mejor Cho-Cho
también se despertaba y la trataba mejor.
Pero el señor Sellars no abría los ojos, ni siquiera se le movía el pecho. Le tocó la
mano. La tenía templada. Eso significaba que no estaba muerto, ¿verdad? ¿O había
que tocar el cuello? En la red, siempre lo hacían, pero no se acordaba bien de cómo
era.
Cho-Cho parecía muy pequeño y también tenía los ojos cerrados, pero se le había
abierto la boca y se le caía un hilo de saliva en la almohada. A Christabel le dio asco,
pero pensó que él no tenía la culpa. Se acercó un poco más.
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—Despierte, señor Sellars —le susurró, bastante alto para que la oyera, si podía
oír, pero no tanto como para que la escuchara su padre desde la otra habitación—.
Ahora ya se puede despertar.
Pero no se despertó. Tenía mal aspecto, como si lo hubieran atropellado y lo
hubieran dejado tirado en la cuneta. Otra vez tenía ganas de llorar.
Tío Jingle seguía igual de aburrido. Buscó otros programas, incluso el de Panda
de adolescentes, que sus padres no le dejaban ver porque decían que era «vulgar», o
sea, que era malo o que daba miedo, no estaba segura. Quizá las dos cosas. Entonces,
entró su padre y tuvo que cambiar rápidamente de canal.
—¿Qué demonios haces tú viendo lacrosse, Christabel? —le preguntó.
—No sé —dijo; suponía que sería el nombre del juego. Los participantes se
agitaban palos los unos a los otros—. Es interesante.
—Bien, me voy a acostar un rato. Tu madre llamará dentro de un cuarto de hora,
pero si no llama, me despiertas, ¿de acuerdo? —Señaló el reloj de la pantalla—.
Cuando ponga «17.50», ¿de acuerdo?
—Sí, papá.
Le vio entrar en el dormitorio y volvió a poner Panda de adolescentes. Parecía
que los personajes hablaban constantemente de quién bailaba con quién unos bailes
de los que nunca había oído hablar, como «boxeopié» y «dar el salto». Uno dijo:
«Klorine es capaz de jugar a los coches de choque con cualquier clase de aerosol»,
pero Christabel no estaba segura de si se refería a otro baile y a coches de choque de
verdad, aunque no se había visto ninguno en el episodio, porque otro dijo: «Sí, y por
eso siempre se hace daño», lo que parecía referirse más a coches que a bailar. Apagó
la pantalla.
No era justo. El señor Sellars estaba enfermo, quizá estuviera muriéndose, y ni
siquiera llamaban al médico. ¿Y si necesitaba una medicina para ponerse bien? Mamá
se había ido a la tienda a comprar, pero Christabel sabía que las medicinas de verdad
no se compraban en la tienda, solo pastillas de sabores para la tos y cosas así. Cuando
se estaba enfermo de verdad, como la abuelita Sorensen, había que ir a la farmacia a
buscar medicinas, o incluso al hospital.
Se paseó por la habitación preguntándose si podría ir a hablar con el señor
Ramsey. Su madre todavía tardaría diez minutos en llamar y le pareció que iban a ser
los diez minutos más largos de su vida. Y además tenía hambre, y estaba más
aburrida que triste. Pensó que tenía que haber ido de compras con su madre.
Metió la mano en el abrigo de su padre buscando las galletitas saladas que le
había quitado por la mañana, porque no estaba bien desayunar galletitas saladas; en
su lugar encontró la gafas de cuentos.
Le sorprendió un poco, porque creía que su padre las había dejado en casa.
Entonces se acordó del día en que se marcharon y sintió verdadera nostalgia. Quería
volver a ver a sus amigas, incluso a Ofelia Weiner, que no siempre era engreída. Y
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volver a dormir en su habitación con su cartel de Zoomer Zizz, sus muñecas y sus
animales.
Se fue al sofá con las gafas de cuentos, se las puso y se quedó viéndolo todo
negro un momento, porque era más interesante que cualquier otra cosa de todo el
estúpido y triste hotel. Después, las encendió y, aunque las gafas siguieron negras,
oyó la voz del señor Sellars en los oídos. Al principio pensó que sería un mensaje
antiguo, pero no lo era.
—Si eres tú, pequeña Christabel, podrías decirme tu palabra clave. ¿Te acuerdas?
—Rumplestiltskin —musitó tras pensarlo un momento.
—Bien. Quiero decirte una cosa…
—¿Dónde está? ¿Se encuentra bien? ¿Ya se ha despertado?
Ya estaba de camino hacia la puerta de comunicación para ir a verlo, pero cuando
terminó de hacer la pregunta, él seguía hablando. Ni siquiera la había oído.
—… Y no te lo puedo explicar, de verdad, pero tengo muchísimo que hacer. Ya sé
que parece que estoy enfermo, pero no lo estoy… es solo que no puedo estar en mi
cuerpo ahora… espero que no te preocupes mucho.
—¿Se va a poner mejor? —preguntó.
El señor Sellars había empezado a hablar otra vez y por fin entendió que solo era
una grabación, que el señor Sellars no la había llamado para decirle que estaba
despierto. Ni siquiera la había telefoneado. No era más que un mensaje.
—Tienes que escucharme con mucha atención, pequeña Christabel. No quiero
que te asustes. Solo dispongo de irnos momentos, después tengo que seguir con mi
trabajo, pero quiero dejarte este mensaje. Creo que Cho-Cho está en la misma
situación que yo: parece que esté enfermo o dormido. No te preocupes mucho, está
aquí conmigo.
Christabel quería saber dónde era «aquí», pero sabía que preguntar no serviría de
nada.
—Dejo este mensaje por otras dos razones —prosiguió la voz del señor Sellars—.
Una es que, por más que digamos los mayores, no siempre conseguimos que todo
salga bien. Espero volver a verte y hablar contigo, y que sigamos siendo amigos
mucho tiempo. Pero si me sucede algo, recuerda lo viejísimo que soy, quiero que
nunca olvides que me pareces la niña más valiente y más buena que he conocido en
mi vida, y te aseguro que he vivido mucho tiempo, así que la alabanza es grande.
»Lo otro que quiero decirte es que si consigo seguir… seguir bien una temporada
más y si algunas de las cosas que estoy haciendo salen bien, quizá necesite que me
ayudes de nuevo. No estoy muy seguro de entenderlo ni yo, pero tampoco tengo
tiempo de explicártelo ahora, porque tengo tanto que hacer como la noche en que
incendiamos mi casa y tuve que irme a los túneles, ¿te acuerdas? Pero ahora,
escúchame y piensa en lo que te digo.
»Cuando conociste a Cho-Cho, sé que te asustó mucho. Pero creo que has llegado
a descubrir que no es tan malo; quizá comprendas que ha tenido una vida difícil y que
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no confía en las personas, y piensa que solo le pueden pasar cosas malas. La vida lo
ha hecho diferente a ti, pero tiene muchas cosas buenas por dentro.
»Quiero que no se te olvide, pequeña Christabel, porque a lo mejor necesito que
me ayudes. Si es así, te pediré que… que conozcas a una persona. Es la única forma
que se me ocurre de decírtelo. Y esa persona puede parecerte más distinta y temible
que Cho-Cho. Tendrás que ser más valiente que nunca, Christabel, y ya has sido muy
valiente…
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37. La habitación cerrada
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Denuncian a padres bienhechores por hacer
demasiado bien.
(Imagen: herederos de Wahlstrom entrando en los juzgados). Voz en off: Los
cuatro hijos de los finados Gunnar y Ki Wahlstrom denuncian la herencia de sus
padres y exigen que sus cuantiosos donativos a organizaciones medioambientales les
sean devueltas.
(Imagen: Per Wahlstrom). WAHLSTROM: Todo el mundo opina que lo que estamos
haciendo está muy mal. Pero fuimos nosotros quienes tuvimos que vivir con unos
padres que prestaban atención a todo excepto a sus propios hijos. A ninguno de
nosotros le importan un bledo las ballenas ni la selva. Y nosotros, ¿qué? ¿Acaso no
merecemos algo por haber soportado a unos padres ausentes durante tantos años?
Les importaban mucho más los caracoles que sus propios hijos.
Paul echó a correr hacia la entrada del templo deseando que la Tribu Genial
hubiera exagerado. Al salir resbalando por la puerta, el calor y la luz lo golpearon
como una pequeña explosión y se quedó un momento sin poder hacer nada más que
parpadear.
Cuando los ojos se le aclimataron, le pareció ver una sombra sin dueño: algo
negro que se deslizaba con rapidez por las arenas del desierto. Aunque estaba
preparado, avisado por los niños, solo cuando lo vio subir una de las lomas cercanas
en pocos pasos, levantando una polvareda tremenda detrás de sí, se dio cuenta de lo
terriblemente grande que era.
Se detuvo en la cima como un coloso redivivo, aulló levantando el hocico perruno
y, segundos después, el aire se hinchó y se quebró en kilómetros alrededor del
templo. Después bajó la cabeza y echó a correr otra vez.
Paul volvió trastabillando al interior, tenía las piernas como cerillas consumidas.
—¡Viene! ¡Miedo viene hacia aquí! —Entró en la cámara y se detuvo con una
sacudida. Florimel, T4b y los demás lo miraron, tenía los ojos desmesuradamente
abiertos y la cara flácida de terror infinito—. ¡Tienen razón… es enorme!
La única que no se volvió a mirarlo fue Martine. Estaba mirando a la silueta
humana pura y blanca que se les había aparecido unos momentos antes, y que en ese
instante flotaba a poca altura del suelo como una marioneta.
—Dime —le preguntó—, ¿puedes hablar con Sellars?
—¿El viejo? —La sombra blanca se retorció y sus contornos se diluyeron—. A
veces lo oigo, pero ahora mismo está muy ocupado. Dijo que me quedara con
vosotros.
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—Entonces, ha dictado otra sentencia de muerte —dijo Florimel con la voz
rasgada por la desesperación.
Un sonido lejano como de un tambor monstruoso empezó a convertirse en un
potente bummm, bummm, bummm, las enormes losas del suelo transmitían la
vibración.
—¡Nos va a aplastar! —gritó T4b.
—Silencio, por favor —dijo Martine sin darse la vuelta, en dirección al gran
sarcófago negro que reposaba en el centro del cámara—. Permanezcamos juntos —
dijo—. Que alguien se encargue de los monitos.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Nandi Paradivash al tiempo que apremiaba
con gestos a la Tribu Genial para que bajara de las alturas.
Unos cuantos monitos se posaron sobre Paul y se agarraron a la ropa y al pelo.
—Silencio, por favor —repitió Martine con los ojos cerrados y la cabeza
agachada—. Tengo muy poco tiempo.
El suelo temblaba notablemente, como si estallaran bombas en las entrañas del
templo. Cada paso de titán era más contundente que el anterior.
—¡Escúchame! —gritó Martine—. Set, Otro o como te llames: ¿te acuerdas de
mí? Creo que ya nos conocemos.
El sarcófago guardaba su secreto como un huevo sin cascar. El temblor de la
tierra hizo tambalearse a Paul, que tuvo que dar unos pasos para no caerse.
—¿Qué sitio de psicóticos es este? —preguntó la silueta blanca con temor.
—Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre… —Rezaba
Bonita Mae Simpkins.
—¡Escúchame! Soy Martine Desroubins —dijo al sarcófago negro—. Te enseñé
el cuento del niño que se cayó al pozo. ¿Me oyes? Estoy atrapada en esta simulación,
como tantos otros a quienes has llevado a tu simulación. Algunos son niños. Si no
nos ayudas, moriremos. —Siguió un largo silencio. Oían el fragoroso aliento del
monstruo que se acercaba silbando como una tormenta de arena—. No me escucha —
dijo Martine finalmente con la voz rota de desesperación—. No consigo que me
escuche.
El suelo tembló con tanta fuerza que todo el templo se conmovió alrededor. De
las paredes cayeron unos hilos de polvo de piedra. Bonnie Mae y T4b se cayeron al
suelo. Entonces, los pasos cesaron, cesó incluso el monstruoso sonido de la
respiración.
—Inténtalo… —dijo Paul, y se chupó los labios resecos porque casi no podía
hablar—. Inténtalo otra vez, Martine.
—¡Ayúdanos! —gritó Martine con los ojos cerrados y las manos en la cabeza—.
Quienquiera que seas, ayúdanos. ¡Maldita sea, sé que me estás oyendo! ¡Lo noto! Sé
que sufres, pero estos niños morirán. ¡Ayúdanos!
Una explosión como una bomba estalló por encima de sus cabezas. Luego se
produjo otra conmoción atronadora, y otra, y aun otra más. Paul se cayó al suelo de
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espaldas y se quedó mirando hacia arriba, horrorizado al ver unos dedos enormes que
atravesaban las paredes de piedra del gran templo por la parte superior. Un momento
después, con un continuo golpeteo de lluvia de piedras, el techo de la cavernosa
cámara se desprendió y se alzó en el aire. Una roca del tamaño de un coche pequeño
pasó rodando inestablemente al lado de Paul y se estrelló contra la pared de enfrente,
pero él no pudo mover un dedo. La luz del sol era cegadora. El ilimitado cielo del
desierto se extendía de nuevo sobre ellos.
La bestia monstruosa de cabeza de chacal se llevó el tejado a un lado y lo dejó
caer. Se levantó una enorme nube de polvo en forma de seta y el gigante se asomó a
la herida abierta que había sido la techumbre del templo. Sonrió con la lengua fuera
de unas fauces que habría podido tragarse un tiranosaurio como si fuera un pollo
hervido.
—NO ESTOY SATISFECHO DE VOSOTROS, MUCHACHOS —tronó Anubis. Una nube de
polvo se levantó de las paredes derruidas—. OS MARCHASTEIS ANTES DE QUE EMPEZARA
LA FIESTA, Y ESO ES UNA GROSERÍA.
Solo Martine estaba de pie, balanceándose al lado del sarcófago. Paul se arrastró
hacia ella con intención de hacerla agacharse antes de que el monstruo la decapitara
de un soplido, como si fuera la borla de semillas de un diente de león.
—¡Ayúdanos! —se oyó suplicar otra vez, apenas un susurro.
—BIEN, BIEN. ¿QUÉ ES ESO QUE SE RETUERCE EN EL SUELO? —exclamó el monstruo
regodeándose.
El sarcófago empezó a abrirse. Los bordes y los ángulos comenzaron a agrietarse
y a sangrar luz roja; un momento después, el interior se movió hacia fuera como si,
en vez del cadáver de un dios, contuviera nuevas dimensiones espaciotemporales,
desdoblándose, expandiéndose como una detonación a cámara lenta, hasta que Paul
no vio más que negro puro y rojo brillante y resplandeciente.
—¡Está gritando…! —chilló Martine con una voz rota de tormento que se
desvanecía como una señal que se apaga—. Los niños están…
Paul tenía la impresión de que la cabeza se le llenaba de niebla… de frío, de
vacío, de muerte.
—PERO ¿QUÉ MALDITO…? —Fueron las últimas palabras que llegaron a los oídos de
Paul.
Un grito atronador desde arriba, pero curiosamente ahogado, y después, el ruido
que estremecía las piedras disminuyó y a Paul se lo tragaron el silencio y la nada.
Aullando, sin palabras, escupiendo saliva que caía como lluvia en el suelo
polvoriento, Miedo arañó la tierra como un niño que acaba de descubrir que no hay
nada en la caja de regalo más que papel de seda. Se habían ido.
El aullido se convirtió en un alarido asfixiado de rabia. Veía estallar puntos
negros como estrellas en negativo. Dio una patada a una pared del templo, otra la
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derrumbó de un puñetazo, luego se agachó entre los remolinos de polvo y levantó un
obelisco de piedra. Lo arrancó de la base y lo arrojó con todas sus fuerzas. A lo lejos,
una polvareda de arena del desierto señaló el lugar donde fue a parar.
Tras reducir a fragmentos de arenisca el complejo del templo, se irguió en medio
de la destrucción. La cólera aún estaba presente, oprimiéndole la parte frontal del
cerebro como si fuera a arderle de forma espontánea. Echó atrás la cabeza y aulló,
pero eso tampoco lo alivió. Cuando el eco murió en las montañas lejanas, el desierto
volvió al silencio, vacío como siempre, salvo por su presencia. Cerró los ojos y gritó:
—¡Anwin!
La ayudante tardó unos segundos en responder, y cada uno de esos segundos fue
marcado por un latido en el cráneo como un martillazo. Cuando la ventana se abrió
flotando en el aire sobre el fondo del cielo del desierto, la mujer tenía los ojos
desorbitados a causa del susto y la sorpresa. Miedo no supo si lo estaba viendo a él o
al inmenso cuerpo de Anubis, dios de la muerte. Pero en ese momento no le
importaba.
—¿Qué? ¿Qué ocurre?
Estaba sentada en una silla y, por la postura, podría verlo en la pantalla de su
multiagenda, no en la pantalla mural. Parecía más culpable que sobresaltada y, por un
brevísimo instante, su cólera se enfrió lo suficiente para permitirle pensar por qué.
Pero entonces se acordó de Martine y sus compañeros, que se le habían escapado de
las manos en un abrir y cerrar de ojos, y la ira furibunda se reavivó de nuevo.
—Estoy en la red —dijo con voz ronca, tratando de dominar la furia para poder
comunicarse, cuando lo que quería en realidad era desgarrar el universo y pisotearlo
—. Acaba de… abrirse una conexión. Tengo que seguirla… ir detrás. Tiene que ver
con el sistema operativo.
El sistema operativo le había desafiado… eso era lo más mortificante. Tan pronto
como se había dado cuenta de lo que ocurría, había mandado al Otro una descarga de
dolor que tendría que haberle paralizado todas las funciones. Incluso pensó
vagamente en destruirla máquina de una vez por todas, pero estaba tan enfadado que
lo dejó pasar. El sistema, por su parte, había absorbido el castigo y había entrado en
acción a pesar de todo.
Le había robado a sus prisioneros y ahora se había escondido en alguna parte. ¡Lo
había desafiado! Y los otros también. Todos lo pagarían caro.
—A ver… a ver qué puedo hacer —balbució Dulcie—. Quizá tarde un momento.
—¡Ahora! —gritó Miedo—. Antes de que se cierre por completo, o desaparezca o
lo que sea. ¡Ahora!
Con los ojos desmesuradamente abiertos, con una expresión más animal que de
simple culpabilidad y más eléctrica que de sorpresa, empezó a manipular datos desde
su máquina.
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—Todavía está ahí —dijo—. Tienes razón. Pero no es más que una puerta trasera
de la programación.
—¿Y eso qué demonios significa?
—Es una salida y una entrada a la red, aunque parece que solo se abre hacia
dentro. No lo puedo explicar mejor porque en realidad no lo entiendo.
La concentración había suavizado el terror, aunque Miedo vio que todavía le
temblaban los dedos sobre la pantalla. A pesar de la blanca rabia ígnea, todavía podía
admirar su capacidad de absorción por encima de todo, su entrega absoluta a lo que
hacía.
«En cierto modo, somos almas gemelas —pensó—, pero con suficientes
diferencias para que la mía tenga que comerse a la tuya». Se ocuparía de ella cuando
terminara de destruir a Martine y compañía. ¿La bruja de la Sulaweyo estaba con
ella? No le había dado tiempo a fijarse. Lo haría en cuanto redujera a la imbecilidad
absoluta hasta la última gota de volición del sistema operativo.
—Te he pinchado lo mejor que he podido —le dijo por fin—. Se parece a las
salidas de otras partes de la…
—Ahora, vete —le dijo, y cortó la conexión.
Se concentró hasta casi ver el punto de tránsito en disminución que parecía un
fuego fatuo volando todavía sobre el destrozado sarcófago. Notó su don, fuerte dentro
de sí mismo, brillando como un cable al rojo en el prosencéfalo, excitado sin
necesidad de intención siquiera, como le sucedía algunas veces cuando iba de caza.
«Bien, esto es una verdadera cacería —pensó—, sin la menor duda. —Esos
energúmenos se habían burlado de él y creerían que se habían salvado—. Voy a dar
con ellos y luego los haré trizas, hasta que no quede de ellos nada más que gritos».
Pasó el umbral como un dios con corazón de fuego negro. Un dios loco.
Paul yacía impotente en el polvo tratando de recordar dónde estaba, quién era…
por qué era.
Fue como viajar por el centro de una estrella moribunda. Todo parecía venirse
abajo, convertirse en una densidad infinita; no podía medir, pensó que estaba muerto,
que no era más que partículas de conciencia que se dispersaban en el vacío, que se
alejaban más y más unas de otras como barcos perdidos de un convoy, hasta que la
comunicación se perdía y cada una era una mota solitaria.
Todavía no estaba seguro de seguir vivo. Se sentó en el suelo, seco y polvoriento
como los patios del templo de Set, pero había una mejora sustancial respecto a
Egipto: el cielo era gris, salpicado de estrellas lejanas, y había refrescado. Se
encontraba al pie de una loma, en medio de una llanura con muchas lomas más. El
paisaje le resultaba curiosamente conocido. Bonita Mae Simpkins estaba sentada a su
lado y se frotaba la cabeza.
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—Me ha dolido —dijo con voz átona.
—Y a mí. ¿Dónde están los demás? ¿Dónde estamos, por cierto?
—Dentro, me parece —respondió otra persona.
Paul se volvió y vio a Martine, que bajaba por una empinada cuesta resbalando
por el terreno suelto. La seguían Nandi, T4b, Florimel y un niño al que no reconoció:
un niño pequeño, sucio y de pelo negro mal cortado. La Tribu Genial, de otro color
ahora, a la luz crepuscular, describía círculos alrededor de ellos como una bandada de
murciélagos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó—. ¿Y quién es ese niño?
—Es Cho-Cho —dijo Martine—, el amigo de Sellars. Ya lo habías visto antes…,
aunque tenía otro aspecto. Hemos hablado un rato y ahora va a viajar con nosotros.
—Ni hablar, señora —replicó el niño hoscamente—. Estáis todos locos.
Llegaron al fondo en el momento en que Paul y Bonnie Mae se ponían de pie por
fin. Paul estaba tan cansado y magullado que inmediatamente quiso volver a
tumbarse. Tenía muchas preguntas que hacer, pero le faltaba fuerza para hacerlas.
—Y en cuanto a dónde estamos —dijo Martine—, creo que hemos llegado al
interior del sistema operativo.
—Pero creía que ya estábamos más o menos dentro.
—No —dijo sacudiendo la cabeza—. Estábamos dentro de la red del Grial, donde
el sistema operativo se extiende por todas partes como un sistema nervioso invisible.
Pero creo que ahora estamos dentro del propio sistema, o al menos, en una especie de
reserva suya personal, a salvo de su amo, Félix Malabar, y de la Hermandad del
Grial, y ahora, también de Miedo.
—Renie dijo… que también se encontraba dentro del sistema —recordó Paul.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Nandi secamente—. Tiene sentido, pero solo
puede ser una suposición.
—Porque toqué al Otro antes de que nos trasladara —dijo—. No me habló con
palabras, pero eso lo entendí. Y también porque ya hemos estado en un sitio como
este dos veces, aunque la primera versión del mundo apedazado estaba incompleta.
Aquella vez no entendí la similitud, pero ahora es la tercera vez que veo las mismas
pautas.
—¿Ya habíamos estado aquí?
Paul miraba el terreno, que le resultaba inquietantemente conocido.
—Aquí no, pero en un sitio muy parecido… un sitio construido para encontrarnos
con nuestro anfitrión en terreno neutral. La primera vez no estabas con nosotros, Paul
Jonas, pero de la segunda te tienes que acordar.
—La montaña.
—Exactamente. —Martine le dedicó una sonrisa desvaída—. Y espero que nos
encontremos de nuevo al Otro aquí, aguardándonos. Quizá esta vez sepamos cómo
hablarle.
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—Entonces, ¿adónde vamos? —preguntó Florimel—. Las montañas parecen un
poco más bajas en esa dirección…
—Y lo son —replicó Martine brevemente—. Pero no necesitamos las montañas,
ni la ladera ni el suelo para saberlo. Percibo una gran concentración de información
esperándonos ahí mismo, algo vivo, activo, sin parangón, igual que lo que percibía en
la cima de la montaña. —Parecía agotada y muy asustada—. Pero no es exactamente
igual. Ahora parece distinto… más pequeño, más débil. Creo que… creo que el Otro
se está muriendo.
—¿Cómo puede ser? —preguntó Florimel—. No es más que un sistema
operativo… ¡es un código!
—Pero si pringa, ¿vale?, ¿qué pasará con nosotros? —preguntó T4b.
—No lo sé —dijo Martine—, pero la respuesta puede ser terrible.
Los llevó por un valle poco profundo y después subieron la pendiente de la
montaña más cercana. Solo habían avanzado unos cientos de metros cuando Paul
sintió un escalofrío en la nuca, como si algo los siguiera. Se giró pero no vio nada
detrás de las montañas sin color. De todos modos, el aire estaba alterado, se percibía
una tensión, una presión mayor que le quitó las ganas de mirar atrás otra vez.
También Martine se volvió lentamente, escrutando el aire. Ladeó la cabeza en una
dirección determinada y se quedó escuchando un momento.
—Corred —dijo.
—¿Qué es lo que…? —empezó a preguntar Florimel, pero el cielo se abrió de par
en par.
Unos vientos enfurecidos salidos de la nada se desataron sobre ellos. Todo
temblaba, el aire y la tierra vibraban espasmódica y sincronizadamente; de pronto,
una forma descomunal apareció en la cima de la montaña de la que acababan de
marcharse, una forma imprecisa, oscura y bestial. Alrededor de su cabeza deforme
caían rayos. La forma estaba de rodillas, aullando de rabia y algo parecido al dolor,
un rugido ronco que a Paul le rompía los tímpanos. Más vientos barrieron la montaña
aullando y levantando nubes horizontales de polvo, de modo que tuvo que taparse los
ojos con las manos y mirar por las rendijas de los dedos.
—¡Os he dicho que corráis! —gritó Martine—. ¡Es Miedo! ¡Nos ha seguido!
La inmensa forma de la montaña se retorcía de dolor y profería agudos aullidos.
—¡Está luchando contra algo! —gritó Paul—. ¡El sistema se resiste!
—El sistema va a perder la batalla.
Martine lo agarró por el brazo y tiró de él obligándolo a bajar unos cuantos pasos
inseguros por la ladera. La Tribu Genial pasó delante volando como dardos, chillando
de miedo en plena galerna. Paul se volvió a agarrar a Bonnie Mae, que se había
caído; cuando se atrevió a mirar atrás, vio la inmensa figura oscura tratando de
levantarse del suelo, gritando más fuerte que los vientos de tormenta, con luces
chispeando alrededor de su deforme cabeza.
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Paul dejó de mirar y echó a correr. A su espalda, el aullido de la bestia era cada
vez más fuerte, hasta que el mundo entero parecía vibrar con un solo aullido animal
de rabia.
El cielo se oscureció. Arriba, las estrellas empezaron a morir.
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había fallado. Y ahora que había encontrado otra herramienta desencriptadora de tres
al cuarto para descubrir la forma de la clave de nueve caracteres, todavía le irritaba
más no poder resolverlo.
La verdad es que parecía imposible. ¡Nueve caracteres! La herramienta tardó muy
poco en probar todas las combinaciones posibles de letras, números y signos de
puntuación, pero tampoco encontró nada que abriera la puerta de la metafórica
habitación cerrada de Miedo.
Se acordó de la cinta de laboratorio y del extraño experimento con las imágenes
filmadas; también había probado todas las variaciones posibles con las letras de lo
que estaba segura de que era su nombre, John Wulgaru. La herramienta habría
generado las mismas combinaciones al azar como parte de su algoritmo, pero estaba
convencida de que lo que guardaba tan escrupulosamente, como su nombre y su
historial, tendría relación con otras cosas que quería mantener ocultas al mundo, por
ejemplo, ese almacén misterioso. Pero el nombre tampoco le dio la clave y, antes de
que Miedo la hubiera interrumpido de una forma tan alarmante e inesperada, había
estado probando nombres de la mitología aborigen, aunque también esos habrían sido
creados por la casi infinita paciencia de la herramienta de desencriptación.
Siguió mirando la multiagenda y volvió a mirar el cuerpo de Miedo, tendido boca
arriba, y su oscura cara de buda. No lo entendía. Nueve caracteres, pero llevaba horas
trabajando en ellos sin resultados. Había algo que se le escapaba… ¿qué era?
Por una corazonada, empezó a buscar en su caja de herramientas una que apenas
usaba, una pequeña maraña de código más esotérica que la que había averiguado el
número de caracteres de la clave. Un pirata malayo, con quien trabajaba a veces, se lo
había cambiado por un paquete de archivos personales asiáticos de banca que ella se
había descargado mientras ayudaba en una operación de toma de poder y que había
fracasado. Los piratas aspirantes al poder terminaron en la cárcel, e incluso uno fue
condenado a muerte. Dulcie se había asegurado de que no la relacionaran con el caso
jamás, pero tampoco le habían pagado lo prometido, de modo que se conformó con
descargar los archivos anónimamente y sacarles algún provecho.
La herramienta que había recibido a cambio, a la que su amigo malayo había
llamado «estetoscopio», no era lo más útil que había tenido en su vida, pero aun así,
cumplía algunas funciones Su especialidad era localizar cambios extremadamente
pequeños en la velocidad de proceso, detalles que jamás asomarían al nivel de
interfaz del sistema, pero que podían servir para descubrir gusanos potenciales antes
de que se convirtieran en problemas mayores. Como su campo de acción no era la
creación de programas, nunca lo había utilizado para nada concreto, pero alguna vez
le había servido para localizar fallos en los sistemas de seguridad que quería atacar.
Antes del viaje a Australia, hacía casi un año que no lo usaba, pero en la incursión de
Miedo en el sistema del Grial le había resultado muy útil. Y ahora la intuición de
pirata o algo parecido le decía que quizá volviera a serle útil.
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«Porque tiene que haber algo más ahí codificado», se dijo mientras inicializaba el
estetoscopio.
Empezó por la función generadora de claves al azar, una vez más, para que el
programa tuviera algo que analizar, y se sentó otra vez con el té. Casi se le había
olvidado el susto inmenso que le había dado la súbita aparición de Miedo gritando en
la pantalla. Casi.
Tres minutos después, el ciclo de generación de caracteres terminó su tarea con
tan poco éxito como las veinte veces anteriores. Abrió el informe del estetoscopio y
el corazón se le aceleró. Había una anomalía, o al menos eso parecía: una pequeña
vacilación, un tropiezo minúsculo, como si el sistema de seguridad de Miedo se
hubiera detenido un momento. Lo cual significaba, supuso, que el programa de
seguridad había reconocido parte de lo que necesitaba, había dado una confirmación,
después no había encontrado otro requisito para abrir el acceso y finalmente había
rechazado el intento.
Dulcie se mordió el labio pensando. Tenía que ser una especie de contraseña
doble: primero X, después Y. Pero si el generador le había dado los nueve caracteres
que requería en primer lugar, ¿cómo es que no le había pedido después la segunda
clave? ¿Por qué el sistema no se había detenido a esperar? No había ser humano
capaz de introducir otra contraseña tan rápidamente en ese microsegundo de
vacilación, aunque fuera de voz, y no escrita.
«De voz». Se le erizó el vello de la nuca. Comprobó el sistema de Miedo y se
cubrió de gloria al confirmar su sospecha: la entrada de audio estaba apagada. Ya lo
tenía. La segunda clave era de voz, y se pronunciaba después de aceptada la primera.
El sistema había entendido la primera, había comprobado el sistema de audio y, al
encontrarlo apagado, había cerrado el proceso por considerarlo un error, todo ello en
un lapso de tiempo imperceptible para los sentidos humanos.
Encendió el sistema de audio y se recordó que tenía que apagarlo otra vez en
cuanto terminara, de lo contrario, sería como dejar una nota a Miedo diciéndole que
había pirateado su sistema; luego empezó a introducir algunas modificaciones para
pinchar el generador de claves al estetoscopio. Esta vez, cuando apareciera la
vacilación, el generador se detendría y podría leerlo, con lo cual tendría al menos la
primera clave.
Tomó otro sorbo de té sin saborearlo apenas y puso el generador en marcha;
mentalmente, lo veía como una ruleta que daba vueltas a toda velocidad hasta hacerse
casi invisible. No tardó ni un minuto en detenerse con la combinación de letras
DREAMTIME parpadeando en la casilla de identificación. Reconoció la palabra, la había
visto cuando repasaba la mitología aborigen, y se le encendió una luz de victoria.
Ahora, con el sistema de audio encendido, el sistema había reconocido la primera
clave y esperaba la segunda.
«Pero no va a esperar mucho —comprendió de repente, y la luz de la victoria se
apagó—. Me dará diez segundos, o veinte a lo sumo, y después se cerrará si no
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pronuncio la palabra clave. Y si lo intento otra vez u otras dos o tres, y no acierto, se
cerrará para siempre, me negará el acceso e incluso quizá ponga en marcha una
alarma. Lo que es seguro es que dejará una señal inconfundible de que han intentado
entrar».
No daría con la clave improvisadamente, no se le ocurría nada más que
«Wulgaru», pero eso era demasiado obvio. Y no podía generar claves de voz a la
misma velocidad que las que se escribían sobre el sistema, ni aunque modificara el
generador, lo cual, de todos modos, le llevaría días de trabajo, semanas incluso, en un
campo del que apenas sabía nada.
Pasaron diez segundos. DREAMTIME seguía parpadeando en la pantalla, riéndose
de ella, pero la ventana se cerraría en cualquier momento. ¡Le había costado tanto
resolver la primera parte del enigma! Y, a pesar de todo, ahí se había quedado
estancada, burlada, frustrada.
—¡Hijo de puta! —exclamó con verdadero sentimiento.
Con la última palabra, la pantalla se quedó en blanco. Un momento después, las
palabras ACCESO ABIERTO aparecieron y la puerta de la habitación secreta de Miedo se
abrió.
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Lo que sucedía después era más difícil de ver, y más difícil aún de entender qué
necesidad habría de grabar unas imágenes como esas. La calidad era desesperante,
como si hubieran redireccionado la grabación desde una cámara de seguridad con un
chip de corrección de mala calidad. ¿Por qué? ¿Qué significaba todo aquello?
La silueta mayor se inclinó sobre la menor, algo destelló débilmente un instante al
atrapar la luz de la farola: ¿una botella, un cuchillo, un papel doblado? La silueta
menor parecía discutir o implorar, movía mucho las manos, pero la mala impresión
que Dulcie tenía de toda la escena se atemperó un poco al ver que la silueta menor no
intentaba escapar.
La silueta mayor se arrodilló al lado de la otra, tan cerca que nuevamente parecía
que hacían el amor, o al menos, que se preparaban para hacerlo. Ambas siluetas se
unieron un largo rato, serían dos minutos de grabación, pero le pareció mucho más.
De vez en cuando aparecía una mano que se movía lentamente como si saludara a la
cámara o se despidiera de un tren que partía. Una vez, la mano se estiró cuando pudo,
o eso parecía. Luego, los dedos tensos se cerraron lentamente como una flor al llegar
la noche, un movimiento casi bello en su sencillez.
Por fin, minutos después, la silueta mayor se levantó. La menor se quedó sentada
contra la columna, pero la grabación terminó y Dulcie no vio nada más.
Se quedó mirando la pantalla con un sabor amargo en la boca. Era imposible
saber con exactitud qué había visto, y mejorar las imágenes le llevaría horas, antes de
aclarar algo. Pero hiciera lo que hiciese, tendría que dedicarle su tiempo y hacerlo en
su sistema. Era una locura seguir sentada allí, con los secretos de Miedo a plena luz:
mejor copiarlo todo y tratarlo después como mejor le pareciese.
Pero no pudo resistir la tentación de abrir algunos archivos más, solo por saber si
todo lo que Miedo archivaba con tanto celo era tan ambiguo como lo que acababa de
ver. Seleccionó unos pocos archivos más y empezó por uno que se llamaba «Nuba 8».
Las imágenes de Nuba 8 eran mucho más claras, aunque también parecían
descargadas desde una cámara de seguridad que, en este caso, estaba situada en unas
escaleras de una especie de edificio grande de oficinas o apartamentos, y también de
noche. La escena estaba iluminada con focos; la figura de una mujer, que salió de
unas puertas de cristal con un bolso bajo el brazo y la agenda en la mano, se veía
perfectamente. Era joven, de la edad de Dulcie, quizá, esbelta y de pelo oscuro. Se
detuvo al comienzo de las escaleras y buscó en el bolso, de donde sacó un tubo que
parecía un arma química defensiva, pero en ese mismo instante, sobresaltada, levantó
la mirada. Apareció una sombra ante ella, rápida como un murciélago; un momento
después, no había nadie en las escaleras. La imagen saltó y cambió, las imágenes
siguientes estaban grabadas desde otra cámara, en un aparcamiento subterráneo, pero
la mujer que reculaba hacia el interior del aparcamiento, empujada por una figura
borrosa vestida de negro, era la misma, aunque tenía la cara desfigurada por el
espanto.
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A pesar de la inquietud que le produjo esa breve escena de película de terror —
¿ese era el secreto de Miedo, una colección de imágenes de pornografía y asesinato?
—. Dulcie estaba más indignada consigo misma que asqueada por lo que estaba
viendo.
«¡Hay que ver! —pensó—. Es el primer tío que me interesa desde hace meses, y
resulta que le gusta esta mierda asquerosa. Gracias a Dios que no le permití…».
La mujer se cayó al suelo de un empujón. El archivo no tenía sonido, pero Dulcie
no necesitaba oír para saber que la mujer chillaba. El hombre que la había tirado al
suelo de cemento miró a la cámara sabiendo que estaba allí desde el principio y
sonrió como si mandara una foto a la familia.
Dulcie no lo descubriría hasta más tarde, pero eso era exactamente lo que estaba
haciendo.
Se quedó con la boca abierta de horror e incredulidad al ver a John Wulgaru,
también conocido como Johnny Oscuro, atar minuciosamente las muñecas a la mujer,
amordazarla con cinta adhesiva para tuberías y sacar después un cuchillo enorme. Lo
hacía todo de forma que la cámara de seguridad captase las mejores imágenes
posibles. Dulcie miraba como paralizada, no podía dejar de mirar, como si también
ella estuviera atada sin nada bajo su control más que los ojos, que miraban
aterrorizados.
Empezó a sonar una suave melodía sentimental de piano, acompañada por unos
compases de cuerda y un coro sintético. Entendió que había sido sobrepuesta a la
grabación y, en ese mismo momento, algo estalló dentro de ella. Se levantó
tropezando, gimiendo, y se cayó al suelo dos veces antes de llegar al baño y vomitar.
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38. Un niño en la oscuridad
PROGRAMACIÓN DE LA RED/ANUNCIO: Sonríe: diversión para mayores.
(Imagen: local de apuestas Sonrisa, espectáculo). Voz en off: Has estado
trabajando mucho, ¿verdad? ¿No te apetece una velada con la mejor diversión para
adultos, sin tener que salir de la comodidad de tu propia casa? Sonrisa, el club de
caballeros número uno de toda la red, te ofrece la mejor diversión de tacto total e
intimidad completa con todo en por qué no se para esto me duele qué oscuro está y
qué frío para no… no… no me hagas daño…
—¡Stephen!
Renie gateó por el reborde buscando desesperadamente la forma de bajar hasta el
niño, pero el camino terminaba a unos pocos metros, convertido en la propia pared
del pozo como cristal fundido.
—¡Stephen! ¡Soy yo, Renie!
Levantó la cabeza de lado con parsimonia, los ojos, todavía en la sombra,
captaron un lento destello de estrellas pero no dieron señal de reconocerla. ¿Se habría
equivocado? El pozo estaba muy oscuro, a pesar de la luminosidad distorsionada y
singularmente intensa de las estrellas, negro como la noche, y el niño estaba a unos
cuantos metros de distancia.
—Stephen, háblame. ¿Estás bien?
Renie gateaba al final del camino como un leopardo acorralado en una rama.
El niño dejó de llorar. Cuando el eco de su propia voz murió, lo oyó suspirar, una
respiración temblorosa que se le clavó en el corazón. ¡Qué pequeño era! Se le había
olvidado lo pequeño que era, tan vulnerable al mundo y su crueldad.
—Mira —dijo, procurando que no se le notara el temor de la voz—, no sé cómo
bajar hasta ahí. ¿Puedes buscar tú, Stephen, por favor?
—No se puede subir —dijo el niño suspirando de nuevo, con la cabeza abatida.
Renie sentía una fuerza muy grande, como un golpetazo en el pecho. Era la voz
de Stephen, su voz, inconfundible.
—Maldita sea. Stephen Sulaweyo, no me digas eso sin intentarlo siquiera —
replicó con ira, una ira nacida del agotamiento y el terror, y trató de calmarse—. No
sabes el tiempo que llevo buscándote. No me he dado por vencida, no te des por
vencido tú tampoco.
—Nadie ha venido a buscarme —dijo sin entusiasmo—, no ha venido nadie.
—¡Eso no es verdad! ¡Yo lo he intentado! ¡No he dejado de intentarlo!
Se le llenaron los ojos de lágrimas, y lo que veía, extraño de por sí, se hizo
completamente absurdo.
—Tú no eres mi madre.
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Renie se quedó helada, asomada al profundo precipicio al fondo del cual corría el
riachuelo. Se limpió las lágrimas de la cara. ¿Tendría una lesión cerebral? ¿Pensaba
que su madre seguía viva?
—No, no soy tu madre. Soy tu hermana Renie. Te acuerdas de mí, ¿verdad?
—Me acuerdo de ti —replicó tras permanecer unos segundos en silencio—. No
eres mi madre.
¿De qué se acordaba y de qué no? Quizá se hubiera inventado una fantasía
protectora sobre su madre en la que todavía estaba viva. Si lo contradecía, ¿lo
asustaría y sufriría un ataque de catatonía? ¿Valía la pena arriesgarse?
—No, no soy tu madre. Mamá no está aquí, pero yo sí. Hace… mucho tiempo
que te busco. Stephen, tenemos que salir de aquí. ¿Hay algún sitio por el que puedas
escalar?
—No —dijo con amargura—, no hay nada. No puedo trepar. Me hace daño.
«Calma —dijo a su corazón desbocado—. Calma; si te dejas llevar por el pánico,
no podrás ayudarlo».
—¿Qué es lo que te hace daño, Stephen? Cuéntamelo.
—Todo. Quiero ir a casa. Quiero a mi madre.
—Lo estoy intentando por todos los medios…
—¡Ahora! —gritó. Empezó a agitar los brazos, se golpeaba a sí mismo en la
cabeza—. ¡Ahora mismo!
—¡Para, Stephen! —gritó ella—. Está bien, está bien. Ahora ya estoy aquí, ya no
estás solo.
—Siempre solo —replicó amargamente—. Solo oigo voces, trucos, mentiras.
—¡Dios misericordioso! —Renie tenía la impresión de que el corazón, cada vez
más hinchado y dolorido, iba a ahogarla—. ¡Ah, Stephen! Yo no soy un truco, soy yo,
Renie.
El niño guardó silencio largo rato, parecía un grumo de piedra más, allá, en el
fondo del pozo. El río murmuraba.
—Me llevaste al mar —dijo por fin, más tranquilo—. Había pájaros. Yo tiraba…
tiraba algo, y los pájaros lo atrapaban en el aire —relató en un tono casi maravillado,
como si hubiera recuperado algo.
—Pan, les tirabas migas de pan. Las gaviotas se peleaban por los trozos, ¿te
acuerdas? Y tú sonreías. —Se acordó, fue en Margate. ¿Cuántos años tenía Stephen?
Seis o siete—. ¿Te acuerdas de aquel músico que tenía un perro, y que el perro
bailaba?
—Gracioso —dijo como si no lo sintiera del todo—, un perrito gracioso que iba
vestido. Tú te reías.
—Y tú también. ¡Ah, Stephen! ¿Te acuerdas de más cosas? ¿De tu habitación?
¿De nuestro piso? ¿De papá?
El niño se puso tenso y Renie se maldijo en silencio.
—¡Gritos! ¡Siempre gritos! Voces fuertes.
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—Está bien, Stephen, papá…
—¡Gritos! ¡Siempre está enfadado!
El cielo se onduló como si una sombra tapara la estrellas y, por un momento, la
gran caverna se quedó a oscuras y a Renie se le aceleró el corazón otra vez. No
volvió a respirar hasta que vio a Stephen acurrucado en el fondo otra vez.
—A veces grita —dijo con precaución—, pero te quiere, Stephen.
—No.
—Sí, te quiere. Y yo también. Lo sabes, ¿verdad? Sabes que te quiero mucho,
¿verdad?
Se le quebró la voz. Era horrible estar tan cerca y, al mismo tiempo, tan lejos. Lo
único que deseaba era tocarlo, abrazarlo, besarle la cara, estrecharlo y tocarle los
rizos del pelo, oler su olor infantil… ¿Sentía más una madre de verdad? El recuerdo
del padre parecía haber vuelto a sumir al niño en un silencio hosco.
—Stephen, dime algo. —Solo respondió el murmullo del río—. ¡No me hagas
esto! Tenemos que encontrar la forma de salir, tenemos que sacarte de aquí. Pero no
puedo hacer nada yo sola, si no me hablas.
—No se puede salir —dijo, tan bajo que casi no lo oyó—. Es un truco, me hace
daño.
—¿Quién te hace daño, Stephen?
—Todos. No ha venido nadie.
—Ahora he venido yo, llevaba mucho tiempo buscándote. ¿No quieres mirar a
ver si hay una forma de subir hasta aquí, donde estoy yo? —Reculó un poco por el
sendero en busca de un lugar desde donde bajar por la pared vertical del pozo—.
Cuéntame más cosas que recuerdes —le dijo—. ¿Y tus amigos? ¿Te acuerdas de tus
amigos? ¿Eddie y Soki?
—Soki… —dijo, y levantó la cabeza— sé hizo daño en la cabeza.
Renie sintió un escalofrío por la espalda. ¿Se refería a los ataques de Soki, a las
convulsiones que pareció que le provocaba ella cuando lo interrogaba? ¿Qué sabía
Stephen de eso? ¿Tendría recuerdos de la primera vez que ese niño estuvo en aquel
club horrible, el Mister J’s?
—Sí, Soki se hizo daño en la cabeza —dijo con cautela, esperando a ver la
reacción.
—Estaba muy asustado —dijo Stephen en voz baja—. Se… se arrancó, y se hizo
daño en la cabeza —dijo en un tono muy extraño—. Estoy… estoy muy solo.
Renie cerró los ojos un momento luchando contra las lágrimas, pero le
aterrorizaba que Stephen pudiera desaparecer si dejaba de mirarlo.
—¿No te acuerdas de nada agradable? ¿De cuando Eddie, Soki y tú… jugabais
juntos a soldados? ¿Y a detectives surfinautas?
—Sí… jugábamos…
Stephen parecía agotado, como si la breve conversación lo hubiera debilitado
peligrosamente. Dijo algo más, un murmullo ininteligible, y después enmudeció.
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Renie volvió a sentir el pánico en el vientre.
—De verdad, tienes que hacer una cosa —dijo—, ¿de acuerdo? Stephen,
escúchame. Tienes que levantarte, ponte de pie. ¿Puedes ponerte de pie?
Se quedó sentado con la cabeza hundida en el pecho.
—¡Stephen! —gritó aterrorizada, sin poder evitarlo—. Stephen, sigue hablando.
Maldita sea, Stephen, que no se te ocurra dejar de hablarme. —Volvió al punto más
bajo posible del camino y se asomó cuanto pudo procurando no caerse—. ¡Stephen!
Te estoy hablando. Quiero que te pongas de pie. ¿Me oyes? —Hacía ya medio minuto
que no se movía—. ¡Stephen Sulaweyo! ¡Presta atención! ¡Me estoy enfadando de
verdad!
—¡No grites! —dijo de pronto, con un chillido como un trueno que rebotó en las
paredes de la prisión levantando eco: grites… grites… ites… tes…
—¡Qué mala baba! —dijo Scoop.
A Renie le dio un vuelco el corazón, se le subió a la garganta. Eso era de un
episodio de Detectives surfinautas que le había leído en el hospital… pero no fue eso
lo que le cortó la respiración.
Dejó la multiagenda holográmica flotando en el aire y se volvió a su enervado
amigo.
—O sea que debe de haber ultraproblemas… ¡resopla!…
La oscuridad la acorraló estrechando el círculo. Se mareaba, tenía náuseas.
Stephen hablaba con su propia voz.
—¿Qué… qué estás haciendo…?
—¡Basta, niño! —Ahora era el tono bronco de Long Joseph, perfecto en todo,
como si lo hubiera grabado y lo estuviera oyendo otra vez—. Ya me he hartado de
tantas tonterías. ¡O lo haces o te despellejo la espalda a cintarazos! ¡Maldita sea!
Como tenga que levantarme otra vez cuando estoy descansando, te parto la cara…!
Y lo peor de todo era que Stephen se reía con su voz mientras hablaba con la de
su padre.
—¡No hagas eso! —gritó Renie—. ¡Basta! ¡Sé Stephen nada más!
—¿Pero para qué, en el nombre de Dios, querría nadie un sistema de seguridad de
ese calibre? —De pronto, increíblemente, era la voz de Susan van Bleeck la que subía
desde el fondo del pozo, mordaz y astuta, pero Stephen seguía riéndose con unas
carcajadas rotas que casi parecían sollozos—. ¿Qué pretenden proteger, por todos los
diablos? —La doctora Susan, una persona a la que Stephen no había visto ni una sola
vez, a la que ella conoció cuando él ya estaba en coma. Susan van Bleeck, fallecida
—. ¿Te has liado con criminales, Irene?
Creyó que no podría soportarlo más, que el horror traspasaba todos los límites.
Pero súbitamente lo entendió. El miedo disminuyó un poco, ya solo temía por sí
misma, aunque al mismo tiempo sintió una desolación tan inmensa que era casi
incomprensible.
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—Tú no… tú no eres Stephen, ¿verdad? —Las voces cesaron de repente—. No
has sido Stephen en ningún momento. —La cosa que se parecía a su hermano seguía
sentada junto al arroyo, encogida, agazapada en la sombra—. ¿Qué le has hecho?
No hubo respuesta; a medida que transcurría el tiempo su figura se diluía, como si
poco a poco se fundiera con la piedra del gran pozo. Un silencio expectante se
impuso en el aire, una tensión eléctrica semejante a la que tenía lugar antes de una
tormenta. A Renie se le puso la piel de gallina. Parecía como si le faltase el oxígeno
en los pulmones.
Empezó a enfadarse otra vez, una rabia sorda, porque esa cosa rara, ese
conglomerado de código, se hubiera hecho pasar por su hermano, la misma cosa
inhumana que se lo había llevado. Se controló y se concentró en respirar. Estaba en el
epicentro, aunque no sabía cómo. Todo lo que la rodeaba era parte del Otro, de su
mente, de su imaginación…
¿De su sueño?
No conseguiría nada enfadándose. Era como un niño, como Stephen en sus peores
momentos, cuando tenía dos años y solo sabía chillar con resentimiento, incapaz
todavía de hablar o razonar. ¿Cómo lo trataba entonces?
«No muy bien —recordó—. Paciencia… nunca fui tan paciente como era
preciso».
—¿Qué… qué eres, exactamente? —Esperó, pero el silencio no fue turbado—.
¿Tienes… tienes nombre?
La cosa se movió un poco. Las sombras se alargaron. Arriba, las estrellas se
debilitaron, se alejaron, como si de pronto el universo apresurase su expansión.
«Pero ese universo no es real —se dijo—. Es el universo que está dentro de…
dentro de esta cosa».
—¿Tienes nombre? —insistió.
—Niño —dijo con la voz de Stephen, pero con una extraña cadencia entrecortada
—, niño perdido.
—¿Así es… así es como quieres que te llame?
—Niño. —Pasó lentamente toda una eternidad—. No tengo… nombre.
—Dios del cielo. —Algo en la forma de hablar apeló a su propia amargura, a su
terror, incluso a su cólera por el secuestro de su hermano. Nuevamente se le llenaron
los ojos de lágrimas—. ¿Qué te han hecho?
La cosa del fondo del pozo se hacía cada vez más invisible. La corriente del
arroyo aumentó y también su murmullo continuo; Renie creyó oír voces
entremezcladas con el sonido de la corriente.
—¿Dónde estamos ahora? —le preguntó—. ¿Qué haces aquí?
—Me escondo.
—¿De quién te escondes?
—Del demonio —dijo, tras pensarlo un rato.
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Renie creyó sentir lo mismo que sentía él, aunque no sabía exactamente qué
significaba: un miedo incomprensible y sin esperanza, una resignación maltratada,
devastadora.
«¿Por qué yo? —se preguntó Renie—. ¿Por qué me ha dejado entrar a mí en
este… lo que sea? ¿Por mis sentimientos hacia Stephen?».
Y mientras formulaba esos pensamientos, tan finos como una membrana de
racionalidad sobre el terror cada vez más profundo, comprendió algo de la cosa con la
que hablaba, lo comprendió de una forma honda, casi instintiva.
«Se está muriendo». Su luz, la llama de su existencia, parpadeaba. No solo las
palabras que decía, sino todo lo que la rodeaba, la luz moribunda y la sutileza del aire
lo proclamaban. Un agotamiento como el suyo no podía preceder sino a la extinción.
«Es posible que haya utilizado a Stephen para hablar conmigo —pensó—, que se
lo ponga como una máscara. Pero no es solo una máscara. La reacción que tuvo
cuando le hablé de papá…, no sé cómo, pero sabe lo que sabe Stephen, e incluso lo
que sé yo. Siente lo que sentiría él».
—Creo que puedes liberarte.
Aunque no estaba plenamente convencida de ello, no podía quedarse ahí
esperando sin más a que todo acabara, abandonarse a sí misma, abandonar a sus
amigos y a todos los niños que esa cosa había devorado, a la destrucción que sabía
con certeza que ocurriría si el sistema operativo dejaba de funcionar y ellos seguían
encerrados allí.
—Creo que podremos escapar. Es posible que mis amigos puedan ayudarte, si les
dejas, si nos dejas.
—¿Angel…? —preguntó lastimeramente, moviéndose un poco, con una voz que
ya no era tan parecida a la de Stephen—. ¿Nunca duerme…?
—Eso es.
No tenía ni idea de a qué se refería, pero no permitiría que eso la detuviera. Se
acordó de cómo había conseguido que la niña de piedra siguiera adelante cuando el
miedo la paralizaba casi por completo. La paciencia era lo único que había
funcionado. La paciencia y la falacia de que un adulto lo resolvería todo.
—Si puedes venir conmigo…
—No —negó de forma cansada y ruda.
—Creo que puedo ayudarte.
—¡Nooo!
Las paredes del pozo parecieron estrecharse, las sombras se hicieron más densas
y, por un momento, la oscuridad fue tan grande que no cabía en el espacio del pozo.
El eco duró muchísimo y terminó mezclándose con el sonido del arroyo; entonces, las
lenguas del riachuelo se oyeron con claridad, voces de dolor, miedo y soledad, mil
voces diferentes… voces infantiles.
—Quiero ayudarte —dijo Renie en voz alta, hablando con toda la calma posible,
cuando lo que deseaba era gritar y seguir gritando hasta que el aire se terminara.
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Tenía los nervios de punta… volvió a sentir el contacto del puño frío otra vez, el
centro exprimidor de la nada. «Paciencia, Renie —se dijo—. Por Dios, no lo
fuerces». Pero no podía contenerse. El tiempo se les acababa, los gritos de los niños
eran desesperantes, inútiles. Todo se le escapaba de las manos.
—Quiero ayudarte —repitió—. Si puedes acercarte un poco…
—¡No se puede salir! —gritó la cosa. Renie cayó de rodillas tapándose los oídos
con las manos, pero la voz exasperante estaba dentro de ella, en sus huesos,
haciéndola trizas—. ¡No se puede! ¡Hacen daño! ¡Daño y daño! —La cosa se estaba
encolerizando terriblemente, una cólera que podría partir el mundo en dos—. ¡Muy
enfadado!
La voz, completamente distinta a la de Stephen, retumbaba en sus oídos.
—¡Enfadado! ¡Enfadado! ¡ENFADADO!
La oscuridad cayó sobre ella como un latigazo arrasador.
Jeremiah miró el reloj de la consola más grande frotándose los ojos, cargados de
sueño. Las siete y cuarenta y dos minutos de la mañana. Pero ¿la mañana de qué día?
Era casi imposible llevar el cómputo del tiempo en las entrañas de la montaña, a
cientos de metros de la luz del sol. Hacía semanas que procuraba mantener las cosas
en orden, como si todavía estuviera sobre el nivel del suelo viviendo una vida con
sentido, pero los acontecimientos de los últimos días habían dado al traste con sus
minuciosas disposiciones.
«Domingo por la mañana —calculó por fin—, tiene que ser domingo por la
mañana».
Tan solo unos meses atrás, habría estado preparando el desayuno en su limpia y
bien provista cocina. Después, habría lavado el coche para llevar a la doctora Van
Bleeck a la iglesia. Una tontería, quizá, porque Susan apenas salía y, por lo tanto, el
coche no necesitaba tanto lavado, pero era parte de la rutina. En aquellos tiempos,
algunas veces la rutina lo asfixiaba, pero ahora le parecía la isla más maravillosa que
un náufrago podría imaginarse.
Long Joseph Sulaweyo tendría que estar ante los monitores cumpliendo su turno
de vigilancia. Sin embargo, estaba sentado en el borde de la pasarela con los pies
colgando, mirando a la nada. Parecía perdido y abatido, y no solo porque no tuviera
vino para beber. Jeremiah y Del Ray habían decidido finalmente que lo único sensato
que podían hacer con el cadáver del mercenario que Jeremiah había matado era
meterlo en uno de los tanques virtuales desconectados que no se estaban utilizando.
Lo hicieron entre los tres, después de envolverlo en una sábana, pero en cuanto el
tanque quedó herméticamente cerrado otra vez, Joseph se apartó a rumiar su tristeza a
solas.
Curiosamente y por una vez, Jeremiah se compadeció de él. Convertir el tanque
virtual en algo tan semejante a un ataúd seguro que le había recordado a su hija
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Renie, confinada al lado en otro féretro casi idéntico. Aunque ella y su amigo el
bosquimano todavía estuvieran vivos, a esas alturas, la diferencia entre ellos y el
mercenario muerto parecía puramente académica.
«Y nosotros tres estamos en idéntica situación —pensó Jeremiah con desánimo
—. ¿Qué diferencia hay entre nuestra situación y la de la hija de Joseph, salvo de que
nuestro féretro es de mayor tamaño?». Pero el pensamiento estalló y desapareció
bruscamente como una pompa de jabón en cuanto miró el monitor.
—Joseph, ¿qué demonios es eso? Tenía que estar vigilando aquí, ¿no es así?
Long Joseph lo miró frunciendo el ceño y volvió a su contemplación del suelo del
laboratorio y los silenciosos tanques.
—¡Del Ray! ¡Venga, rápido!
El hombre joven, que rebuscaba algo que desayunar entre los víveres, pues
Jeremiah estaba tan cansado y deprimido que no se había molestado en preparar una
de las rudimentarias comidas que solía cocinar para todos, subió rápidamente desde el
piso inferior.
—¿Qué hay?
—¡Mire! —Jeremiah señaló el monitor que mostraba las imágenes de la cámara
de la puerta principal—. ¡La furgoneta ya no está! —Se volvió hacia Joseph—.
¿Cuándo se marchó?
—¿Cuándo se marchó? —Joseph se levantó y se acercó en actitud defensiva—.
¿A qué viene tanto alboroto?
—¡La maldita furgoneta no está! ¡No está! —Un soplo de esperanza estimulante,
casi vertiginoso, alivió en parte su enfado—. ¡La furgoneta de los mercenarios no
está!
—Pero ellos sí —dijo Del Ray con pesadumbre—. Mire.
Señaló otro monitor, el que retransmitía la zona del ascensor de arriba, donde los
hombres habían estado cavando. Junto al agujero, vallado con sillas colocadas de
lado, dormía un grupo de hombres.
—Entonces, ¿dónde está la furgoneta?
—No lo sé. —Del Ray miraba la pantalla fijamente—. Cuento tres, es decir, que
el cuarto se ha ido a alguna parte en la furgoneta, a buscar víveres, quizá.
—O quizá —dijo Joseph con cierta lúgubre satisfacción— a buscar refuerzos.
—Maldita sea, Joseph Sulaweyo, cierre la boca. —Jeremiah apenas podía
contener las ganas de cruzarle la cara de un bofetón. «¿En qué me estoy
convirtiendo?»—. Teníamos que haberlo sabido hace horas. Seguramente se marchó
por la noche, ¡pero usted no estaba en su puesto!
—¿Qué puesto? —Tampoco Joseph parecía el mismo de siempre, la ocasión de
discutir no le suscitó el menor interés—. ¿Y qué importa? ¿Es que habría salido
corriendo detrás de él para impedírselo? «Por favor, señor asesino, no vaya a buscar
más hombres armados^» ¿De qué se queja?
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—¡Cállese la boca! —replicó Jeremiah, y se sentó violentamente en la silla, ante
los monitores.
—¿Quiere que me pase la noche mirando esas pantallas? —insistió Joseph con la
calma racional de un esquizofrénico que refiere una conspiración mundial—. Pues
entonces, más vale que aprenda a tratarme con cortesía.
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y cargarme de paso al de atrás. Dos balas, cuatro perros.
—No lo dice en serio —comentó Long Joseph mirándolo con muy mala cara,
pero tenía los ojos desorbitados de espanto y la voz ronca— es solo una broma,
¿verdad?
—Pues claro que es una broma de mierda, idiota. —Del Ray se desplomó en la
otra silla que había al lado de las consolas y se tapó la cara con las manos—. Con
esos bichos cazaban leones… antes incluso de que empezasen a manipularlos
genéticamente. Nos localizarán aunque sea en la oscuridad y nos harán trizas.
Jeremiah no prestó mucha atención a las palabras. Los perros y el mercenario
estaban cruzando el nivel del garaje de la base, pero tampoco era a eso a lo que
prestaba atención. Estaba fijándose en un pequeño mensaje que aparecía en la parte
inferior de una de las pantallas.
—Sellars no contesta —dijo con pesimismo—. No hay ningún mensaje, no hay
nada.
—Justo lo que yo había pensado —estalló Long Joseph—. ¡Venga a decirnos lo
que tenemos que hacer, venga a dar instrucciones y, cuando más lo necesitamos, no
está!
—La idea del humo que nos dio nos salvó la vida —replicó Del Ray con rabia—,
de lo contrario, habrían entrado aquí hace días.
—¡Nos salvó para que nos comieran unos perros monstruosos! —Se dirigió a
Jeremiah—. Pero los perros también tienen que respirar, ¿no?
Jeremiah seguía mirando los monitores. Los mercenarios que dormitaban al lado
del ascensor se habían despertado y se reunieron alrededor de su compañero. Los
perros estaban sentados, parecían una fila de máquinas musculosas con colmillos de
marfil a la espera de ser activadas y puestas en funcionamiento. Jeremiah supuso que
los mercenarios habrían terminado de abrirse paso en el suelo y tenían la intención de
recurrir a los perros mutantes como medida de seguridad ante otra posible incidencia
con humo tóxico o con armas.
«Si supieran… —pensó—. Con lo que tenemos, no podríamos espantar ni a un
grupo de escolares decididos».
—No podemos volver a hacerlo sin Sellars —dijo en voz alta—. No sabemos
manipularlos conductos de aire. No creo que podamos acceder a ellos desde aquí,
siquiera. —Frunció el ceño, no quería que el miedo y el desorden le hiciesen perder
una idea que empezaba a tomar forma en su pensamiento—. Además, no nos queda
nada que quemar que produzca la misma clase de humo…
—Entonces, ¿vamos a esperar cruzados de brazos? —Joseph también miraba la
pantalla sin saber qué hacer—. ¿Esperar a… esos monstruos?
—No. —Jeremiah se levantó y cruzó el laboratorio en dirección a las escaleras—.
Yo al menos no pienso quedarme esperando.
—¿Adónde va? —gritó Del Ray.
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—A buscar lo que sea para hacer otro fuego —le contestó—. No podemos
echarlos con humo, pero hasta los perros como casas temen el fuego.
—¡Pero si ya lo quemamos todo!
—No; queda mucho papel. Hay un archivador lleno de papeles ahí fuera… donde
el mercenario atacó a Joseph. ¡Y tenemos que hacer antorchas!
En cuanto empezó a correr, oyó que Joseph y Del Ray lo seguían.
Por un instante, gracias a Dios solo fue un instante, Renie volvió a ser prisionera
de la mano implacable del vacío. Esta vez fue sin ninguna contención, pura cólera
irracional, explosiva y todopoderosa. Después, regresó al pozo. Estaba a cuatro patas
en la cornisa del interior, tenía arcadas pero no vomitaba nada más que aire. Las
voces del arroyo iban en aumento, lloraban como un coro de mendigos.
«¡Ya viene!».
Era un grito de puro terror infantil que vibraba dentro de su cabeza como un
timbre de alarma; un torrente de imágenes la zarandeó, formas enormes, perros
ladrando, una habitación llena de sangre y formas blancas que chillaban. El dolor la
atenazó como un calambre eléctrico. Gritó, se retorció, añadió su propia voz a los
gemidos infantiles del río mientras la voz de dentro de su cabeza chillaba otra vez:
«¡Ya viene!».
El pozo se expandió hacia abajo, hacia una oscuridad mayor, las paredes sé
retiraban con tanta rapidez que parecía que estuvieran derrumbándose en el espacio
vacío. El río y el bulto minúsculo agazapado en la orilla también retrocedían como si
se hundieran en un túnel vertical sin fin, cayendo a plomo en un pozo sin fondo.
—¿Quién? —Logró articular—. ¿Quién viene?
—El demonio —respondió la voz de dentro de su cabeza débilmente, en un
susurro.
Entonces las estrellas del cielo se vinieron abajo y el distorsionado cielo nocturno
la envolvió, se derramó sobre ella como un mar boca abajo. Se deslizaba como una
burbuja atrapada entre una nada heladora y negra y el brillo blanco de las estrellas
que la rodeaban. Fue batida, rodada y aplastada por presiones monstruosas.
«Me estoy ahogando —pensó en un desconcertante instante de conciencia,
perdida en el rugido silencioso de las grandes luces—. Me estoy ahogando en el
universo».
Página 590
39. El ángel roto
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Viuda denuncia a una empresa de
nanotecnología por holocausto nupcial.
(Imagen: Sabine Wendel en el funeral de su marido). Voz en off: Sabine Wendel,
de Bonn (Alemania), remata una tragedia que ya es pasto de comedias en todo el
mundo. Ha denunciado a los distribuidores de Masterman, un producto basado en la
nanotecnología que supuestamente combate la disfunción eréctil. Aunque Borchardt
y Schliemer, los fabricantes, sostienen que su producto solo debe usarse por
prescripción facultativa, muchos distribuidores lo venden sin receta y, al parecer, así
adquirió Jorg Wendel el activador microscópico Masterman causante del fatal
accidente conocido como «la sexplosión» en muchos programas de la red…
Página 591
enseguida comprobó que nadie atacaba a Florimel ni a Martine, ni a aquel tan alto,
T4b, sino que los rodeaban. La verdad es que se habían acercado a ellos más como
los niños mendigos que había visto en Roma y Madrid que en actitud amenazadora.
—Esa gente es… es… —Nandi también miraba—. ¡No sé qué son!
Paul tampoco. Cuando se acercaron más, le asombró la caprichosa e inútil
diversidad de aquellos cuerpos: animales y seres bípedos con cara humana y cuerpo
de animal, y otros hechos de partes que jamás habrían podido conformar un ser vivo.
La variedad era asombrosa, pero lo más inverosímil era lo fantásticos que resultaban.
Formaban un ejército de seres inventados, un ejército que salía a recibirlos, una
población inspirada en cuentos infantiles.
Los que más se habían acercado, un muestrario de osos y cabras antropomórficos
y peces con piernas —e incluso una pareja de gordo y flaco que Paul supuso que
serían Jack Sprat, el de la canción infantil, y su enorme esposa, aunque le produjeron
un escalofrío de inquietud—, corrieron hacia él y sus compañeros con el miedo
retratado inconfundiblemente en el rostro, incluso en los menos humanos, y gritando
como niños.
—¿Qué pasa? —gritó el larguirucho Jack Sprat—. ¿Quiénes sois? ¿Os manda el
Uno?
—¿Quién se ha llevado las estrellas? —gritó su esposa, que se movía como un
flan.
—¿Habéis visto a la señora?
—¿Por qué no ha aparecido la señora en el pozo? ¿Por qué no nos dice lo que
tenemos que hacer?
Atrapado en el caos de criaturas suplicantes, Paul fue arrastrado hacia la orilla del
palpitante mar como una hoja en los rápidos.
—¡Martine! —gritó agarrando con fuerza a Bonnie Mae y Nandi para que la
confusión de manos peludas y aletas prensiles no los separase—. ¡Florimel! ¿Dónde
estás?
Bonnie Mae recibió un tirón tan fuerte que Paul, intentando mantenerla en pie, se
soltó de ella y se cayó al suelo. Por un momento, creyó que moriría pisoteado.
«Después de todo esto, me matan unos dibujos infantiles —pensó, ahogándose en el
polvo—. ¡Qué ironía!».
De pronto, la gente que los rodeaba estalló en voces de alarma y la variada
colección de piernas y brazos que lo atenazaba empezó a retroceder. Paul se levantó y
vio a Nandi y a la señora Simpkins a pocos metros de él mirando fijamente. Se volvió
a ver qué miraban.
No fue lo más sorprendente de la jornada, pero aun así, le sorprendió.
Avanzando hacia ellos entre la multitud, lentamente, para dar tiempo a los seres
de fantasía a que se apartaran, pero haciendo restallar una fusta de cuando en cuando
para que se apartaran más deprisa, apareció Azador con una sonrisa inmensa.
Conducía un carromato pintado de vivos colores y tirado por dos caballos blancos.
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—¡Ionas, amigo mío! —gritó enseñando una dentadura deslumbrante bajo el
abundante bigote—. ¡Has llegado por fin! Ven, ven con tus amigos… subid aquí o
estos idiotas os pisarán los pies.
Paul se quedó mirando embobado, y no únicamente por el inesperado rescate. En
todo el tiempo que había viajado con Azador, incluso en los duros trabajos de sueño
de las flores de loto, jamás había visto a ese hombre tan alegre. Levantó la vista hacia
el cielo, que ya casi estaba negro como la pez, con estrellas reducidas a puntitos.
«¿Cómo se puede estar de buen humor en semejante situación? A menos que se sea
tonto de remate».
De todos modos, era mejor que ser pisoteado por los ositos de peluche. Paul se
subió al pescante del carromato y ayudó a subir a Nandi y a la señora Simpkins;
después, Azador chasqueó la lengua a los caballos, hizo restallar la fusta y dio media
vuelta en dirección al mar de luces parpadeantes.
—¡Hay gente esperándote, amigo mío! —dijo Azador—. Verás cuánto te alegras.
¡Cantaremos, bailaremos y lo celebraremos!
«Pues no solo es tonto de remate —pensó Paul—, además está loco de atar».
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Al contrario que él, no parecía tener dificultades en ver lo que había más allá de las
caras y las formas desconocidas—. ¡Fredericks…, !Xabbu!
Bajó y se abrió camino como pudo entre los refugiados hasta poder abrazarlos.
Poco después, Florimel se unió al grupo riéndose y abrazó a !Xabbu con tanta
fuerza que Paul temió que le fuera a romper las costillas. El bosquimano se mostraba
extrañamente reservado, pero Paul pensó que quizá se debiera a que no estaba
acostumbrado a su verdadero rostro humano. Hasta T4b se dejó abrazar en la alegría
del reencuentro y la algarabía de preguntas y respuestas formuladas a medias.
—Basta —dijo Martine bruscamente, pero reteniendo todavía con firmeza la
mano de Sam Fredericks con la suya—. No se acercan buenos tiempos, por más que
nos alegremos de veros. Miedo nos pisa los talones.
—¿Miedo? —preguntó Sam Fredericks con una mueca de incomprensión.
—Tú solo lo has visto una vez, me parece, en la cima de la montaña negra,
cuando tenía el tamaño de un dios: un dios colérico y perverso.
—¡Infecto, sí! ¡Me acuerdo!
—Pues bien, ese es el que se acerca ahora… no, el que ya está aquí. El sistema
operativo está luchando contra él. Allí.
Solo unos destellos vacilantes de relámpagos parpadeaban a lo lejos, en las
montañas, como arañazos luminosos en el cielo nocturno, débiles como rastros de
luciérnagas.
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había levantado hacía unos minutos y se había apartado para hacer otra cosa, de
forma que Sam tuvo que volver a dirigirse a Paul—. Renie dijo… dijo que podía
sernos útil, que sus conocimientos podían servirnos de algo.
—Me extraña —respondió Paul conteniendo la rabia. Tragó saliva—. Quiero
decir, me extraña que no lo tiraseis montaña abajo de una vez, o que no le partieseis
el cráneo de una pedrada.
Irguió la espalda e intentó calmarse… había mucha información crucial que
compartir.
—¿Y adónde ha ido por fin? ¿Qué ha sido de él?
—¿Qué…? —preguntó Sam al cabo de un momento—. ¿Qué quieres decir?
—¿Cuándo os separasteis de él…? ¿O es que se lo comió algún monstruo? Eso
espero.
Sam no podía ocultar la edad que tenía. De pronto, era una adolescente nerviosa
que se enfrentaba a un adulto enfadado.
—Pues…, está aquí. —Miró a Paul y a sus compañeros como si ya tuvieran que
saberlo—. Allí mismo —dijo, señalando a un punto.
Paul notó una especie de tirantez alrededor de las sienes, una cinta de dolor. A
unos pocos metros, Azador y un hombre calvo vestido de oscuro los observaban con
los ojos entrecerrados.
—¿Es… es ese? —preguntó, con una sensación en el pecho como si alguien se le
hubiera sentado encima—. ¿Ese es Félix Malabar?
—Sí, pero… —Antes de que Fredericks pudiera decir otra palabra, Paul se
levantó y echó a correr.
—¡Ionas, amigo mío! —exclamó Azador alzando la vista y con los brazos
abiertos.
Sin embargo, Paul pasó de largo. Se abalanzó sobre el hombre calvo con todo su
peso y lo arrastró al suelo. Malabar lo había visto venir, pero Paul estaba tan furioso
que no había forma de detenerlo. Lo agarró por la cabeza con las dos manos y
empezó a golpeársela contra el suelo una y otra vez, después se le puso encima y la
emprendió a bofetones. El hombre se defendía levantando los brazos para parar los
golpes, retorciéndose para quitárselo de encima. Paul tuvo la satisfacción de encajar
algunos puñetazos en la dura cabeza de Malabar, aunque tenía la impresión de que la
colisión tenía lugar a una distancia superior a la medida de su brazo. Oía gritos en la
cabeza y le pareció que su furia desatada descoyuntaba el tiempo a fuerza de golpes.
«¡Me robaste la vida! ¡Querías matarme! —Golpeaba sin parar—. ¡Maldito!
¡Asesino!».
Se le escapaban algunas palabras en voz alta. Y se oían otras voces; además, oía
vagamente que lo llamaban, que le tiraban de los brazos, pero Malabar guardaba un
frío silencio. El viejo aguantó el chaparrón de golpes, pero finalmente levantó una
mano, agarró a Paul por la barbilla y le empujó la cabeza hacia atrás hasta casi
separarle las vértebras.
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—¡Te mato! —gritaba Paul.
No obstante, Malabar se le escapaba como si él estuviera en una orilla de un río y
su enemigo en una barca en la corriente. Entre la bruma de la ira y la adrenalina, se
dio cuenta de que lo retenían varios brazos y de que lo levantaban del suelo
separándolo de su presa. Al menos dos de los que lo sujetaban eran gitanos
musculosos que olían a humo de hoguera.
—¡Soltadme! —gritó inútilmente.
Lo tenían firmemente agarrado.
—¡Basta! —le susurró Florimel al oído—. Esto no sirve de nada, Paul.
—¿Por qué haces eso? —le preguntó Azador, que había alejado a Malabar del
alcance de Paul—. Eres mi buen amigo Ionas, pero este hombre también es amigo
mío. ¿Por qué tienen que pelearse los amigos?
Paul oyó las palabras de Azador, pero no las entendió. Miraba a Malabar con odio
e indefensión. El viejo le sostenía la mirada con una expresión que era una máscara
de desprecio sereno; un hilillo de sangre que le salía de la nariz era la única señal de
lo que acababa de ocurrir.
—¡Martine! —exclamó otra voz. Hasta ese momento, Paul no se había dado
cuenta de que la mujer ciega era una de las que lo retenían—. ¡Martine!
—¿Qué pasa, Sam?
—No lo encuentro, Martine —dijo Sam, pálida incluso a la singular luz metálica
del gran pozo—. Se ha ido, pero no sé adónde… ¡se ha ido!
—¿A quién te refieres? —preguntó Martine. Algunos de los que sujetaban a Paul
lo soltaron, aunque los dos gitanos todavía lo retenían fuertemente—. ¿Quién se ha
ido?
—!Xabbu —contestó Sam, abatida—. Se marchó cuando estábamos en la
hoguera y aún no ha vuelto; no lo encuentro en ninguna parte.
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—Sí, soy Sam.
No tuvo más remedio que hacerle caso, por más que no lo quisiera en ese
momento.
—Tu amigo quería que te dijera una cosa.
—¿Mi amigo? —Se acuclilló a su lado, toda oídos de repente—. ¿Qué amigo?
—El hombre de pelo rizado y sin camisa —contestó la niña, preocupada—. ¿No
es amigo tuyo?
—¿Qué te dijo? ¡Habla!
—Tengo que acordarme. —La niñita arrugó la margosa frente. Los agujeritos que
tenía por ojos se entrecerraron de concentración—. Dijo… dijo…
—¡Vamos!
—¡Estoy pensando! —replicó la niña mirándola ofendida—. Dijo… que ahora
estabas con amigos y que podía marcharse porque sabía que estabas bien. —La
expresión de concentración se convirtió en una sonrisa satisfecha—. ¡Eso es lo que
dijo! ¡Me he acordado!
—¿Marcharse? ¿Qué iba a hacer? —Sam agarró a la niña por el brazo—. ¿Te lo
dijo? ¿Viste en qué dirección se iba?
—No. Señaló hacia donde estabas tú y me dijo que me diera prisa en venir. —La
niña de piedra se volvió y señaló un punto a lo lejos, cerca de la orilla del gran pozo
—. Estábamos por allí.
—¡Qué chorrada! —exclamó Sam acordándose de repente—. Cree que Renie está
allí dentro… ¡y dijo que iría a buscarla!
La niña de piedra la miraba con curiosidad, pero Sam no podía perder el tiempo
hablando. Echó a correr por la larga pendiente de la ladera del campamento gitano, en
dirección contraria a la barrera de carromatos y hogueras, hacia la irregular orilla.
«Tendría que avisar a los demás —pensó—, a Paul y a Martine… no podré
detenerlo yo sola…». Enseguida distinguió una silueta delgada recortada contra el
borde palpitante del pozo, y la reconoció a pesar de que los contornos se veían
borrosos. Sabía que no tendría tiempo de avisar y volver.
—¡!Xabbu! —gritó—. ¡Espera!
Si la oyó, no dio señal de respuesta. Se quedó un momento más en el borde del
océano reluciente de brumosa luz azul, amarillo claro y plateado, a continuación dio
unos pasos hacia delante y saltó al pozo. No fue una zambullida, sino un vacilante
salto suicida, el único movimiento torpe que Sam le había visto hacer.
—¡No! ¡Nooo!
En unos segundos llegó al lugar desde el que se había tirado. No vio rastro de él,
solo el extraño fermento de la luz en movimiento.
«Me dijo que el agua le daba mucho miedo. Pero ha saltado ahí… a ese… —Se
quedó helada de los pies a la cabeza—. ¡Qué miedo habrá pasado…!».
Sabía que si pensaba un poco más, la sensatez vencería: daría media vuelta y
volvería al campamento gitano con un gran vacío en el estómago. «Orlando, perdido
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—pensó, desesperada—. Y Renie. !Xabbu también. ¡Nooo!». Se tambaleó
brevemente en el borde y se tiró detrás de él.
No era agua lo que se alzó para engullirla, sino otra cosa mucho más inesperada:
un barrido eléctrico vibrante, efervescente, que parecía fluir a través de su cuerpo.
Abrió los ojos de golpe, como si hubieran tirado de un hilo, pero no había
profundidad ni amplitud, nada que ver en absoluto, solo una simultaneidad imposible
de negrura y luz cegadora.
«¿Cómo voy a buscarlo…? —se preguntó, pero fue solo un segundo. El océano
burbujeante se contrajo a su alrededor, la estrujó y la expulsó como una pastilla de
jabón entre las manos—. Orlando dijo… que a mí no me quería…». Al instante
siguiente, se encontró tumbada y temblando en la orilla, incapaz de hacer nada, más
que mirar fijamente al pozo y a las perezosas pompas de luz que se formaban y
estallaban bajo la superficie. Las miraba con un desapego curioso, preguntándose si
eso se parecería a morir. Unas voces se acercaban, Florimel, Martine y los demás,
gritando una palabra que debía de ser su nombre, pero ella no sentía nada más que
una singular sensación de haber sido probada y escupida.
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gemelos, pero peor aún, en cierto modo: mientras que esa pareja era cruel y
destructiva, ese otro espectro ingrávido parecía hecho de maldad pura e intencionada.
—Se ha desprendido de lo innecesario —dijo Martine—. Se ha endurecido a
fuego y martillo como un diamante negro. Pero es él. —Hablaba con la apatía del
horror—. El Otro no ha podido expulsarlo.
Sus compañeros también lo habían visto y miraban con la boca abierta,
hipnotizados por la silueta que avanzaba. Alrededor se alzaron voces, gritos de
desesperación que demostraban que los refugiados también percibían lo que se
aproximaba. Cuando la nube invisible de temor cubrió a los personajes de cuento de
las afueras del campamento, todos dieron media vuelta y huyeron del desconocido,
que se acercaba desde lejos, para dirigirse atropelladamente hacia el pozo. El revuelo
provocó un ataque de pánico colectivo; se les unieron centenares de personajes más
que bajaban gritando por la ladera hacia la orilla del gran pozo como una manada de
ciervos que huye de un incendio en el bosque. Paul y los demás tuvieron que formar
un cerco alrededor de Sam Fredericks, agarrándose por los brazos unos a otros para
no ser arrastrados por el tumulto de refugiados enloquecidos.
—¿Dónde está Nandi? —gritó Martine—. ¿Y la señora Simpkins y el niño?
—¡Entre la gente!
Paul se agarró del brazo de T4b como si le fuera la vida en ello cuando tres chivos
gimientes chocaron contra ellos. A pesar del puñetazo que Paul le dio a uno de ellos,
los chivos hicieron caso omiso y siguieron balando lastimeramente «¡el trasgo, el
trasgo, el trasgo!», mirando horrorizados la sombra que se acercaba.
«Espero que al menos mate a ese maldito Malabar», fue el único pensamiento
coherente de Paul.
La masa de criaturas aterrorizadas empujaba tenazmente y los arrastraba hacia
atrás a pesar de sus esfuerzos, hasta que Paul vio el pozo detrás de ellos. El ímpetu
del empuje precipitó a algunos refugiados por el borde del pozo y cayeron gritando;
desaparecieron en el silencioso baño luminoso y no reaparecieron. T4b y Paul
seguían agarrados por los codos; el joven musitaba unas palabras que parecían una
oración. Florimel les decía a todos a gritos que se acercaran más para evitar que
pisaran a Fredericks. Paul notó que otro brazo se agarraba al suyo y un cuerpo se le
arrimaba. Era Martine, que tenía una expresión de miedo infantil en estado puro. Paul
le asió el brazo con más fuerza.
Miedo llegó a la entrada del campamento. Se detuvo en un terreno destrozado y
pulverizado por la huida de los refugiados, y levantó las manos como si fuera a
encerrar a toda la multitud entre los brazos. Su cara era un caos de sombras, las
facciones humanas se percibían, pero eran inconstantes, los ojos eran dos medias
lunas blancas. Solo los dientes se veían con claridad: una sonrisa enorme y ávida. La
silueta irradiaba un poderío invencible, implacable y teñido de sangre, tan fuerte que
los refugiados que se encontraban más cerca cayeron al suelo retorciéndose y
gritando, aunque no los había tocado.
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—Así… —gemía Martine, que ni siquiera miraba, con la cara escondida en el
brazo de Paul—, así debe de ser el terror que siente el Otro.
A Paul le pareció inútil analizar nada en esos momentos. En realidad, aquello era
el fin de todo.
—¡Ah, qué listos sois! —se reía la voz de Miedo en los oídos de todos—. Pero sé
que estáis aquí, escondidos.
La mirada de los ojos blancos, sin vida, barría la multitud, que gemía sin cesar.
«Nos está buscando —pensó Paul; el corazón se le salía del pecho a trompicones
—. Sabe que estamos aquí, pero no sabe dónde».
El hombre de sombra y cuanto lo rodeaba se oscurecieron de pronto.
«Y yo me estoy quedando ciego como Martine… ¿Ciego?».
El aire se espesaba, se llenaba de bruma. Paul quiso apartarla parpadeando, pero
la bruma no estaba en sus ojos, sino ante él, una densidad pegajosa que iba
formándose por encima del brillo del pozo y alrededor de todos ellos. Al principio le
pareció que era cosa de Miedo, que absorbía el aire metafórico del mundo entero,
pero la oscura forma parecía tan desconcertada como los demás, se llevaba las manos
a la cara y arañaba con los dedos como si apartase una cortina.
—¡Pero si te he aplastado! —aulló Miedo con una mueca horrible—. ¡Ahora no
puedes detenerme!
Paul vio asombrado que, efectivamente, había una cortina: un muro de niebla que
se espesaba rápidamente entre Miedo y sus víctimas. La translúcida barrera, fina
como la gasa, se solidificó de inmediato, se coaguló por encima del pozo en forma de
nube semiesférica, lo bastante transparente para distinguir la figura de Miedo, negra
como el carbón, al otro lado, y lo bastante densa para reflejar el brillo apagado del
pozo. El hombre de sombra se lanzó hacia delante arañando la niebla casi sólida, y
los jirones de nube se estiraron de tal manera que parecía que iban a rasgarse… pero
no se rasgaron.
El grito de rabia de Miedo atronó el cráneo de Paul, lo obligó a encogerse
temblando en el suelo. A su alrededor, los refugiados se volvían locos, tropezaban
unos con otros y caían al suelo intentado huir de algo que se hallaba en el interior de
sus cabezas. El grito aumentó tanto que Paul pensó que le iban a hervir los sesos, que
sangraba por la nariz y los oídos y, entonces, dejó de oírse poco a poco como los
vientos de tormenta al pasar.
Hubo unos momentos de silencio. En el interior de la cúpula que formaba la nube,
el silencio no era solo de dolor, sino también de perplejidad, del indulto en el último
momento, cuando toda esperanza ha muerto.
—Noto… —dijo Martine débilmente, agónica y atónita—. ¡Ay, Dios mío! El Otro
ha levantado la última defensa, pero le… le queda muy poca fuerza.
La figura del otro lado de la nube se había quedado muy quieta. «Esto no puede
durar. —Las heladas palabras rascaban a Paul en los oídos. Oía el llanto de niños por
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todas partes, niños que no podían librarse de la voz del coco—. Es solo cuestión de
tiempo».
La sombra negra extendió los brazos otra vez y presionó contra la barrera. Los
refugiados que más cerca estaban lloraban e intentaban alejarse, pero Miedo no
pretendía romper la nube.
—Sé que estáis ahí… todos. —Hizo una pausa—. Tú, Martine. Hemos tenido
algunas cosas en común, ¿verdad, encanto? Ya sabes a qué me refiero.
Martine estaba en el suelo, boca abajo. Paul le puso la mano en la espalda y notó
que se estremecía convulsivamente.
—Será terrible si me hacéis esperar —murmuró Miedo—. Dolor, y no solo para
ti, pequeña Martine. Gritos… ¡ah, habrá gritos sin fin! ¿Por qué no vienes a mí ahora,
sencillamente, y salvas a los inocentes?
—¡No! —dijo ella, un susurro hueco que Paul apenas oyó.
—Sal de ahí —dijo la forma oscura—. Volveré a enseñarte esos lugares secretos,
esos sitios en los que tú y yo pensábamos que nadie podría encontrarnos. Sabes que
va a ser así. ¿Por qué esperar? Solo conseguirás aumentar el horror. —La voz se hizo
más profunda, se tornó horriblemente seductora—. Vamos, ven a mí ahora, dulce
Martine. Te liberaré y no tendrás que temer nunca más.
Ante el espanto de Paul, Martine empezó a arrastrarse boca abajo hacia la barrera.
La agarró por la cintura para detenerla, pero lo que tiraba de ella era fuerte,
horriblemente fuerte. Manoteando, gimiendo, forcejeó con Paul hasta que este tuvo
que agarrarla por los brazos y las piernas. T4b se abrió paso a codazos entre el enredo
de cuerpos y la agarró por los hombros, hasta que por fin dejó de rebelarse. Siguió
llorando con más intensidad, temblaba convulsamente de pies a cabeza. Paul le tocó
la cara con la suya y la abrazó estrechamente murmurándole al oído vacías palabras
de consuelo.
—Bien —dijo Miedo—, en tal caso, habrá que jugar de otra manera. —Se
desplazó lateralmente por el exterior de la barrera, rápido como una araña en su tela,
y de pronto se detuvo—. Que esté aquí fuera no significa que no pueda tocaros. No
significa que no pueda darle mayor… interés. Esta pequeña muralla que ha levantado
el sistema operativo puede detenerme unos minutos… pero al mismo tiempo os
retiene junto a vuestros viejos amigos. —Presionó la barrera con los dedos y la red de
bruma se hundió hacia dentro—. Están en todas partes, ¿verdad? Toda la red está
podrida de ellos. —Se rio—. Hasta que yo los despierte.
Durante el confuso silencio que siguió, Paul sentó a Martine en el suelo sin dejar
de abrazarla. Un débil grito surgió de otra parte de la orilla, y después otro y otro
más, hasta que un coro completo llenó el aire. La multitud que se encontraba en esa
zona empezó empujar hacia fuera en todas direcciones, como la huida de un grupo de
ratas enloquecidas de un barco en llamas. Algo crecía en el centro del disturbio, una
forma extravagante y complicada se hinchaba como si se desplegara en el polvo seco.
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«No. —Paul lo vio y se le revolvieron las tripas—. Son dos». Oía la risa de
Miedo dentro de la cabeza y T4b maldecía de impotencia detrás de él. Martine yacía
entre sus brazos como un saco vacío.
Jack Sprat y su mujer surgieron como una explosión expansiva de carne hasta
alzarse por encima de los refugiados. Los dedos huesudos de Sprat se retorcían y se
estiraban como ramas en rápido crecimiento. Se le alargaron las piernas, se le
encorvaron los dedos de los pies como garras e incluso la cara se le agrandó y se le
distorsionó hasta que alcanzó la altura de un árbol añoso de ramas nudosas. Alargó
las manos esqueléticas y agarró a un personaje cubierto de pelo que llevaba una cinta
rosa; el personaje gritaba, pero Sprat lo hizo añicos y dejó caer los trozos como lluvia
sobre los refugiados que luchaban por huir.
La mujer de Sprat se expandió como un globo de feria; los brazos y las piernas
parecían los de un muñeco y el enorme corpachón se hinchaba y aplastaba a las
indefensas criaturas que no podían apartarse. La cabeza empezó a desaparecer con el
aumento de tamaño de los hombros, hasta que lo único que se veía de ella fue una
enorme boca de hipopótamo llena de dientes torcidos, abierta en medio del abultado
pecho. Se agachó doblándose como un flan enorme y se irguió de nuevo con unos
doce personajes de cuento entre los dientes. Se los tragó poco a poco. La garganta se
distendía al paso de las pequeñas formas que todavía se movían en su interior.
—¿Dónde está la princesa?
Jack Sprat no tenía ojos, solo una arruga sobre la parte más estrecha de la cabeza.
—¡La princesa! —Eructó su mujer. Un ser pequeño y sucio intentó escaparse de
la boca, pero fue absorbido de nuevo y masticado vigorosamente—. ¡Nuestra bonita y
sabrosa princesa!
Empezaron a desplazarse entre la multitud. Jack Sprat, todo dedos enredados
como maleza y con cinco metros de altura, y su mujer botando a su lado como una
medusa gigante, matando a medida que avanzaban. Los refugiados, atrapados entre el
muro de niebla y el pozo, sin espacio por el que desperdigarse, chocaban unos con
otros, presos de ciego terror. El aire se llenó de cuerpos y trozos de cuerpos, los gritos
formaban un coro ininterrumpido de agonía.
Obligado a retroceder por el empuje, Paul solo podía sujetar a Martine y procurar
que se mantuviera de pie. Detrás de ellos, la luz del pozo se descomponía y destellaba
como si se estuviera preparando una gran conflagración, pero Paul estaba ahora tan
comprimido entre la gente que no podía mirar atrás, apenas podía respirar.
—¡Dadnos a la princesa! —Jack Sprat tenía entre los dedos algo que podía haber
sido un ser vivo. Lo utilizaba a modo de cachiporra—. ¡Traédnosla!
Estaban a pocos metros de Paul y los demás. La luz saltaba y ardía detrás de ellos
y les hacía parecer más grotescos.
—¡Basta! —exclamó una voz fina, cortando el caos como una cuchilla—. ¡Basta!
—gritó de nuevo—. Les estáis haciendo daño… ¡los estáis matando!
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Las enormes y deformes figuras se detuvieron, ciegas y absortas, mirando hacia el
pozo.
—Nuestra princesa —gimió la mujer de Jack Sprat, disponiéndose a dar cuenta
del último banquete con un hambre devoradora—. ¡Princesa!
Los gritos de los heridos y moribundos todavía flotaban en el aire, pero hasta los
refugiados se detuvieron poco a poco como si obedecieran una orden, dejaron de
mirar a los asesinos y volvieron la vista hacia el pozo.
Flotaba sobre el agitado mar de luz con los brazos estirados a los lados, como
clavada en una cruz invisible de sufrimiento, encendiéndose y apagándose como una
imagen de película antigua de celuloide. Hacía tanto tiempo que Paul no la veía que
se le había olvidado la belleza de su presencia, la intensa luz que podía brillar a través
de ella, incluso en esa encarnación corrupta.
—Ava. —Se le quebró la voz, apenas era un murmullo—. Avialle.
Ella no lo vio, o no le importaba que estuviera allí. En el súbito silencio, tembló y
se hizo aún más incorpórea, y su cara espectral se llenó de horror y dolor.
—Déjalos… en paz. —Empezaba a deshacerse en gotas como la suciedad en una
ventana salpicada por la lluvia—. Nos… haces… daño…
—¡Te vamos a comer, princesa! —aulló la monstruosa esposa de Jack Sprat—.
¡Ven a casa!
Los gemelos empezaron a avanzar hacia el borde del pozo barriendo los cuerpos a
su paso o matándolos a pisotones contra la yerma tierra gris.
Gimió, y su gemido resonó en toda la orilla; después unió los brazos llevándose
las manos a la cara en un gesto de resignación desvalida.
—¡Avialle! ¡Avialle!
Pero no era Paul quien la llamaba. Un hombre se abría paso entre la multitud de
refugiados, en dirección a la aparición flotante. Era Félix Malabar.
—¡Avialle! —gritó el hombre calvo.
Paul escuchó el sonido de la furia y la desesperación. Malabar, pálido y con una
vehemencia demencial, parecía brillar de tal forma que Paul no veía nada más, ni
siquiera la débil forma del ángel que durante tanto tiempo lo había obsesionado.
—¡Ven, Avialle!
Las palabras resonaron en la cabeza de Paul, más intensas cada vez, en vez de
perderse, hasta que lo único que oía era su nombre, repetido una y otra vez,
atravesándole el cerebro como una bala, partiéndole la mente en añicos; entonces, la
negrura que había debajo surgió y se lo tragó.
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A pesar del tono burlón, Mudd parecía inseguro, como si a él también lo
hubieran pillado por sorpresa.
—¡Déjenos en paz! —gritó Ava.
—Ah, no; no creo. —Mudd sacudía la cabezota—. Creo que el señor Jonas se ha
sobrepasado en el uso de sus privilegios. —Miró a Paul con malicia y regodeo—.
Creo que se merece un castigo. —Se dirigió entonces a Ava con su horrible mueca—.
Los dos se merecen un castigo, quizá.
—¡No!
Ava se puso de pie de un brinco, pero se enredó en el largo camisón y se cayó.
Mudd alargó su pesada mano para agarrarla, o quizá solo para evitar que llegara al
suelo. Pero al ver la enorme garra que se dirigía a ella, Paul cogió el primer objeto
contundente que encontró, una piedra del tamaño de un puño, y se la arrojó a Mudd
a la cara. El hombretón aulló de dolor y se cayó de espaldas. Cuando se apartó las
manos de la frente, las tenía manchadas de sangre.
—¡Te mataré, mierda insignificante! —dijo roncamente—. ¡Te sacaré los huesos!
—Paul levantó a Ava de un tirón y los dos echaron a correr. Atrás, Mudd hablaba
con alguien, hablaba con el aire—. ¡Atención! ¡Seguridad al nivel del invernadero!
¡Ya!
Las ramas le daban en la cara mientras ayudaba a Ava a avanzar delante de él,
corriendo ciegamente entre la maraña de árboles. ¿Adónde podían ir? Ese bosque no
era de verdad, era parte de la azotea de un rascacielos. Los de seguridad llegarían
en ascensor. No había forma de bajar.
—Es inútil, Ava —dijo, reduciendo el paso—. No podemos escaparnos, y usted
podría hacerse daño. —«Y a mí me lo harán pase lo que pase», pensó para sí mismo
—. ¿Tiene alguna forma de ponerse en contacto con su padre?
—¡No lo sé! Solo hablo con él cuando… cuando me llama. —Tenía los ojos muy
abiertos, febriles, como si fuera ella quien había bebido en exceso. Paul empezó a
sentirse distante, frío, como si todo lo que sucedía estuviera a una gran distancia—.
No puedo consentir que te hagan daño —dijo ella, con los ojos llenos de lágrimas—.
Te amo, Paul.
—Es una locura —dijo él—. No teníamos que haber permitido que sucediera. Voy
a entregarme.
—¡No!
—Sí. —Lo tenían, y podían hacer con él lo que quisieran. De pronto se le ocurrió
un pensamiento, un destello improbable de esperanza—. ¿Puede hablar con su
ayudante… al que llama fantasma? ¿Puede ponerse en contacto con él ahora?
Quizá fuera lo único que pudiera hacer para evitar que lo aplastaran y lo tirasen
a la basura como un insecto molesto. Si el intruso era capaz de entrar en los canales
de comunicación, quizá pudiera ponerse en contacto con su amigo Niles Peneddyn.
Al menos, podría mandarle un mensaje, contarle algo de lo que estaba pasando. De
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esa forma, los hombres de Malabar no lo tendrían tan fácil para hacerlo
desaparecer… quizá incluso pudiera utilizarlo para hacer un trato.
—¿Puede ponerse en contacto con él? —volvió a preguntar a Ava.
—No…, no lo sé. —Se detuvo y cerró los ojos—. ¡Ayúdame! ¡Amigo mío!
¡Necesito que me ayudes ahora!
Se hizo el silencio, y Paul oyó entonces ruidos de persecución, pero no solo la voz
de Mudd sino otras más, que se gritaban unas a otras entre los árboles, además de
los gorjeos y silbidos de alarma de los pájaros. Seguro que había llegado el primer
equipo de seguridad, y en esos momentos, los hombres estarían desplegándose por el
bosque artificial.
—No me… no me contesta —dijo Ava apesadumbrada—. A veces tarda un poco
en venir…
«Ahora entiendo por qué querían contratar a una persona como yo, sin conexión
implantada —pensó Paul con amargura—. Creía que era porque lo consideraban
moderno, pero en realidad lo hicieron así porque no querían a alguien que pudiera
comunicarse con el exterior libremente».
—¿Dónde está?
La voz aguda y cortante que resonaba entre los árboles era la de Finney. Los
perros de Malabar estaban tras la pista, desatados. Paul pensó en la posibilidad de
sentarse a esperar lo inevitable.
—¡Ayúdame! —gritaba Ava al aire.
—Déjalo. —Sentía poco más que furia: furia contra sí mismo, contra esa niña
alocada y engañada, incluso contra Niles y sus contactos de clase alta—. Todo ha
terminado.
—No. —Ava se soltó de Paul y echó a correr hacia los árboles—. Iremos al otro
lado del bosque… ¡tiene que haber una salida!
—¡No hay salida! —gritó Paul.
Ava se alejaba entre la espesa vegetación. Paul, con las piernas pesadas como en
un mal sueño, fue tras ella.
Los cazadores los rodeaban, iban estrechando el círculo, acorralándolos. Ava
corría como si el bosque tuviera fin de verdad, como si fueran a salir de allí y
encontrarse con montañas y prados, con la libertad tendida ante ellos.
—¡Vuelve! —gritó, pero Ava no lo escuchaba.
El camisón, que flotaba tras ella, se enganchaba en las ramas bajas, pero aun
así, la niña corría mucho más que él, como un fantasma escurridizo. Se esforzó en
seguirla procurando acordarse de lo que había más allá. ¿Otro ascensor? No, en ese
lado no. Pero ¿no había una salida de emergencia? ¿Mudd y Finney no le habían
dicho algo al respecto el primer día?
«Sí: “Más vale que no tenga que usarlo nunca, Jonas —le había advertido Mudd
sonriendo—, porque la ventana está sellada. Al señor Malabar no le gusta que el
gobierno le diga cómo tiene que organizar su casa”. Sellada, pero ¿cómo?».
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Apenas podía pensar entre el azote de las ramas y los tropezones con cada
irregularidad del suelo del bosque artificial. Ava estaba a unos doce metros por
delante de él y le decía que se apresurase. También oía claramente las voces de los
perseguidores, voces entrecortadas que se pasaban información entre sí, eficientes
como robots.
—¡No sea idiota, Jonas! —Parecía que Finney estaba a pocos pasos de él—.
Deténgase ahora, antes de que le ocurra algo.
«Vete al infierno, compañero», pensó.
—¡Paul, veo el final del bosque…! —anunció Ava, esperanzada.
Después gritó: un aullido animal de dolor y pesadumbre. A Paul le dio un vuelco
el corazón. Se abrió paso entre las últimas ramas y encontró a Ava inmóvil,
estupefacta, al final de la tierra natural, mirando una pared blanca, vacía. La pared,
sin una juntura, sin aberturas ni señal alguna, ascendía unos diez metros hasta
curvarse finalmente formando un techo en el suelo donde se veía el cielo artificial. El
espacio entre el bosque y la pared también se curvaba en ambos sentidos, y quedaba
oculto por los árboles a unos pocos pasos.
—Es… es…
Ava no salía de su asombro.
—Ya lo sé.
Le latía el corazón tan aprisa que empezaba a marearse. La suave curva de la
pared exterior no proporcionaba ninguna pista sobre qué hacer. Los perseguidores se
acercaban con estrépito, estaban a tan solo unos metros. Tenía que escoger una
dirección. No tenía idea de hacia dónde estaría la salida de emergencia. Enfrente del
ascensor, pero ¿dónde? Habían cruzado el bosque en zigzag y quizá estuvieran a más
de cien metros de la salida.
«A la izquierda —decidió, y los pensamientos vibraron como peces inquietos—. A
cara o cruz. Cincuenta por ciento de probabilidades, y seguramente dará igual, de
todos modos». Agarró a Ava, que era ligera como un niño pequeño, casi de huesos
huecos, y desaparecieron por la curva de la pared.
Algunas ramas sobresalían de los límites del bosque artificial y arañaban a Paul
en la cara al avanzar tirando de la niña; tuvo que ponerse una mano delante de los
ojos. Apenas veía y, al principio, no se dio cuenta de que ya no chocaba con las
ramas. Notó una presión de algo frío y liso en el otro brazo, algo más resbaladizo
que la pared.
Se detuvo y apartó el brazo de los ojos. La isla se desplegaba en toda su
extensión abajo, hacia un lado, aunque la vista parecía distorsionada, con los
colores borrosos, divididos en prismas. Era un ventanal que le llegaba hasta la
rodilla y se abría hacia arriba y a los lados unos cinco metros por cinco en total. Lo
que pisaban era parquet liso: el bosque artificial se alejaba de la pared y la ventana
empotrada describía una curva y el pasadizo se ampliaba dejando un espacio entre
el cristal y el bosque, lo suficiente para aparcar un par de camiones.
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Mudd gritaba entre los árboles, resoplaba como un toro a medida que se
acercaba. Parecía avanzar derribando árboles con las manos.
—¡Está aquí! —exclamó Ava con la voz estrangulada.
—Lo sé.
Paul echó de menos otra piedra: sería un placer partirle los horribles dientes a
ese tipo gordo, o sacarle un ojo a esa serpiente de Finney.
—No, quiero decir mi amigo… ¡está aquí!
Paul miró alrededor casi esperando encontrarse con una imagen espectral, pero
no había nada. Se volvió de nuevo hacia la deformada panorámica de la ventana; los
edificios que se veían abajo, a lo lejos, se alzaban cimbreándose demencialmente
hacia él, como reflejos de la parte cóncava de una cuchara.
«No sé cómo, pero el cristal está activado —pensó—, debe de estar electrificado,
me parece…, será de hipercristal o algo así, pensado para evitar la entrada de
misiles que puedan hacer saltar por los aires a Malabar y toda esta casa de locos
que tiene…».
—¡Dile que desactive la ventana! —dijo Paul—. La energía, la energía eléctrica,
hay que desactivarla, si no, no llegaremos a las escaleras de la salida de emergencia.
—No entiendo —dijo Ava; aunque por lo visto, alguien sí lo había entendido.
La ventana cambió y la panorámica se presentó de pronto clara y diáfana: el
cielo gris, el aire lleno de gotas de humedad, los edificios de la isla, limpiamente
definidos como una escultura expresionista.
A ambos lados de la ventana, la pared empezó a temblar. Paul creyó
insensatamente, durante una fracción de segundo, que la pared también se disolvería
en pura ilusión y se quedarían los dos desnudos ante los elementos. Sin embargo, fue
la cara iracunda de halcón de Félix Malabar lo que apareció ocupando diez metros
de altura en la pared, primero por duplicado, a cada lado del ventanal, después
multiplicado por toda la superficie de la pared curva.
—¿QUIÉN HA ACTIVADO LAS ALARMAS?
Era el rostro de un dios enfurecido, una voz como una explosión controlada. Paul
se encogió y procuró dominar el instinto de dejarse caer de rodillas.
—AVIALLE, ¿QUÉ ESTÁS HACIENDO?
—¡Padre! —gritó ella—. ¡Quieren matarnos!
Un grupo de agentes de seguridad salió disparado de entre los árboles al
pasadizo y se agazapó apuntando con una fea colección de armas que Paul jamás
habría soñado que existieran fuera de los dramas de la red. El efecto de eficiencia
imponente y mortífera quedó atenuado cuando los agentes vieron la enorme cara de
Félix Malabar; uno de ellos incluso soltó un grito de sorpresa. Todos se quedaron
mirando con la boca abierta. Finney salió de entre los árboles a unos metros de
Paul, con varios desgarrones en su caro traje y cubierto de hojas y tierra.
—¿QUÉ ESTÁ PASANDO AQUÍ? —aulló Malabar.
—¡Amo a este hombre! —exclamó Ava, llorando, apoyándose en Paul.
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—Todo está bajo control, señor —declaró Finney, aunque parecía nervioso.
A unos veinte metros de la curva de la pared, en el lado opuesto de donde estaban
Ava y Paul, Mudd salió en tromba del bosque como un rinoceronte enfurecido,
seguido por otra media docena de agentes.
—¡Ahí estás, inglesito de mierda! —Gruñó Mudd. Había intentado limpiarse la
cara de sangre, pero solo había conseguido esparcírsela como si fuera pintura de
guerra—. ¡Que alguien dispare!
—¡Cállate! —lo cortó Finney.
—¡No! —Ava se puso delante de Paul—. No le hagas daño… padre, ¡no se lo
permitas!
La pesadilla se le había escapado de las manos. Por más que la niña lo deseara,
Paul no creyó ni por un segundo que Malabar fuera a perdonarlo… únicamente
preferiría no hacerlo delante de ella. Echó rápidamente un vistazo por encima del
hombro, se lanzó hacia atrás y dio media vuelta arrastrándose en dirección a la
palanca del marco de la ventana. La tuvo en la mano un instante, incluso llegó a ver
el negro pasamanos metálico de las escaleras de emergencia, pero entonces un
agente disparó una ráfaga. Los proyectiles pasaron rozándolo e hicieron volar de la
pared trozos de espuma de construcción del tamaño de un puño y dibujaron una
telaraña en el grueso cristal que se alzaba sobre su cabeza.
—¿ESTÁS LOCO? —aulló la cara de Malabar, repetida en la pared como la
máscara de un dios furibundo. Los pájaros de colores, asustados por los disparos,
habían salido de entre los árboles y llenaron el espacio de aleteos y gorjeos—
¡PODÍAS HABER HERIDO A MI HIJA!
—¡Alto el fuego, idiotas! —gritó Finney.
Paul yacía en el suelo, debajo del alféizar, sin fuerzas, paralizado. Había
perdido. La ventana seguía cerrada. Una mano enorme lo agarró por las solapas y lo
levantó.
—Mierda insignificante —dijo Mudd acercándose a él—, no tienes la menor idea
del lío en que te has metido.
Finney agarró a Ava y se la llevó hacia el bosque.
—¡Padre! —gritó debatiéndose con furia—. ¡Padre, haz algo!
—SEDADLA —dijo Malabar—. ESTO HA SIDO UN ERROR Y ALGUIEN PAGARÁ POR ELLO.
—Pero señor… —dijo Finney, deteniéndose.
—Y ESCONDED AL TUTOR EN ALGUNA PARTE. YA VEREMOS LO QUE HACEMOS CON ÉL.
Mudd empujó a Paul hacia los agentes. Uno de ellos avanzó para sujetarlo; sin
embargo, levantó el puño y se lo descargó en la cabeza, a un lado. Paul cayó
redondo al suelo con la cabeza hirviendo de fuegos artificiales y pájaros que
aleteaban.
—¡No! —gritó Ava.
Se zafó de Finney y echó a correr hacia Paul.
—¡DETENEDLA, MALDITA SEA! —tronó Malabar.
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Finney la agarró por el camisón, que aguantó un momento y después se rasgó.
Otro agente se le tiró a los pies y la hizo tropezar. Ava cayó hacia atrás,
trastabillando hacia la ventana. Unos pajarillos que se habían posado en el alféizar
levantaron el vuelo, presas del pánico; quiso agarrarse a ellos frenéticamente, con
desesperación, al chocar contra el cristal.
La ventana, resquebrajada por el impacto del proyectil, estalló en mil grietas
aserradas y, por un solo instante cuántico, Ava quedó allí en suspenso, flotando
contra el vacío, como congelada en pleno vuelo, rodeada de rayos como un ángel de
vidriera. Después, la ventana se desplomó hacia fuera con un chisporroteo de
fragmentos de cristal y Ava desapareció en el aire gris.
Se oyó el estrépito metálico del pasamanos de la salida de emergencia al recibir
el impacto del cuerpo. Un segundo interminable después, Paul oyó el comienzo del
grito y, una eternidad más tarde, el grito se debilitó y desapareció. Podía haber sido
un aullido de terror sin palabras. O podía haber sido su nombre.
Todo quedó en silencio: Finney, Mudd, los guardias de seguridad, incluso la
gigantesca máscara de perplejidad de Félix Malabar multiplicada, una sala curva de
imágenes petrificadas. Súbitamente, una nube de colores, de chispazos, de algo que
Paul no entendió, salió en tromba de entre los árboles y se lanzó por la ventana rota.
Los pájaros.
Batiendo las alas, zumbando, con un murmullo de llamadas interrogantes que,
finalmente, se convirtió en un gorjeo múltiple de victoria, los pájaros huyeron de su
larga prisión, alcanzaron el cielo húmedo y se esparcieron con sus brillantes plumas
como fragmentos de arco iris.
En el silencio que siguió, un solitario destello verde azulado descendió flotando
entre los árboles y la ventana, espantosamente vacía, cabalgando en el aire en
anchas odas, hasta posarse en el suelo, entre las manos de Paul.
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40. La tercera cabeza de Cancerbero
PROGRAMACIÓN DE LA RED/INTERACTIVOS INFANTILES: HN, 2 horas (Eu, NAm): El
parche de patata de Pippa.
(Imagen: Pippa y Purdy buscan a Craky Hoe). Voz en off: Pippa quiere plantar
flores, pero el conejo Granuja tiene otras ideas y le esconde las herramientas.
Además, otro corto episodio de La caja mágica de contar y el viento sopló y la cuna
meció si la rama se rompe se cae la cuna se cae mi niño se cae mi niño se cae mi
niño se cae mi niño…
—Quédese ahí —le dijo Catur Ramsey—. No creo que haya tanto humo como
para que llegue al almacén donde se encuentra usted, pero tenga a mano un paño
mojado para ponérselo en la boca, por si acaso.
—Según estos cálculos, llenará el sótano sin problema —dijo Beezle—, a rebosar.
—Sellars quería humo suficiente para que nadie pudiera entrar allí
inmediatamente a comprobar la envergadura del incendio… sobre todo porque no
encontrarían fuego.
—¿Está seguro de que no me asfixiaré aquí arriba? —preguntó Olga mirando los
conductos de ventilación, situados en alto, en la pared del almacén—. ¿O en los
ascensores?
—Confíe en mí, señora —gruñó Beezle.
—¿Que confíe en usted?
Olga estaba cansada y nerviosa. Había subido y bajado en los ascensores tantas
veces en cuarenta y ocho horas, que cada vez que entraba por una puerta empezaba a
buscar números. La idea de quedarse atrapada en un ascensor mientras el humo salía
por los conductos de ventilación le aterrorizaba.
—¿Por qué tendría que confiar en usted? ¿De dónde ha salido… y, sobre todo,
quién es usted?
—Es un amigo —terció Ramsey rápidamente—. Está…
—Soy un agente, señora. ¿No lo sabía?
—¿Qué? ¿Un agente teatral? ¿Un agente secreto? ¿Qué clase de agente?
—Un agente de software, señora —dijo, con una especie de silbido de desprecio,
vivido como un pedo de cómic—, soy un programa, un asistente virtual, un infosecto
fabricado por Funsmart Entertainment. Guay, Ramsey, ¿no se lo había dicho?
—Pues… no…, con las prisas…
—Un momento, por favor. ¿Ha… ha puesto todo esto en manos de una persona
imaginaria? —Le vino algo a la memoria—. ¿De un infosecto? ¡Eso es un juguete
infantil! ¡Los vendíamos en Tío Jingle hace años!
—¡Eh, señora! Aunque no sea el último programa del mercado, sigo siendo el
mejor.
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—Señor Ramsey, no me puedo creer que me haya hecho una cosa así. —Le
parecía una traición. Por primera vez, después de tantos días de tensión y peligro, se
le salieron las lágrimas—. Mi seguridad… ¡un juguete!
—Señora Pirofsky…, Olga. —Ramsey parecía un niño al que sorprenden
robando, la mala conciencia casi le hacía tartamudear—. Lo siento, créame, de
verdad. Tiene usted razón, tenía que habérselo dicho. Y se lo habría dicho, pero va
todo tan deprisa… Beezle no es un simple juguete infantil… está muy actualizado y
ampliado. Hace ya unas horas que trabajo con él y…
—¡No es más que un juguete, señor Ramsey! Los vendíamos en mi programa.
¡Dios mío! Venía en una caja con la imagen de un niño que decía: «¡¡¡Uaaau, mi
mejor amigo nuevo!!!». Si tuviera usted a un cliente pendiente de ser condenado a la
pena de muerte, ¿llevaría a cabo la investigación con un juego de jueces Tío Jingle?
No creo, la verdad. Sin embargo, ¿me pide que ponga mi vida en manos de ese… de
esa caja de sorpresas?
—Sí, yo también me alegro de conocerla, señora.
—Mire, Olga, no es eso, de verdad.
Ramsey parecía aterrorizado, y eso suavizó un poco la furia de Olga. El hombre
lo intentaba con todas sus fuerzas. Un joven insensato, quizá, pero buena persona, eso
era todo; la edad todavía le permitía creer que, con palabras, se podía encarrilar a la
vida por el buen camino.
«Pero la vida no responde a las palabras —se dijo—, simplemente, pasa por
encima de cada cual como las olas, llevándose un poco cada vez».
—¿A quién quiero engañar? —dijo en voz alta, y casi se echó a reír—. Estoy aquí
porque oía voces en la cabeza, espectros de niños que me hablaban. Me cuelo como
una espía. Vamos a incendiar el edificio del hombre más rico del mundo…, aunque
sea sin querer. ¿Por qué no iba a dirigir la operación un juguete infantil? Vamos,
adelante con ello.
—Ya se lo he dicho Olga, lo siento mucho. —Ramsey malinterpretó el cambio de
actitud de Olga, confundió el humor resignado por sarcasmo—. Puedo ayudarla, pero
solo con la colaboración de Beezle, a…
—Acabo de decir que adelante, señor Ramsey. ¿Por qué no? —Y se rio con
ganas; casi le hacía gracia de verdad—. Como decía mi padre/más vale arriesgarse a
romperse el cuello que no mirar nunca al cielo.
Hubo un momento de silencio.
—¿Sabe una cosa, señora? —dijo Beezle con admiración—. Estilo no le falta.
—Me parece que en estos momentos es lo único que tengo. Pero gracias.
—Entonces…, ¿estamos de acuerdo en seguir adelante? —Ramsey parecía
haberse quedado atrás unas cuantas calles—. ¿Ponemos en marcha el… dispositivo
de humo?
—La bomba. Sí, ¿por qué no?
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—Lo haremos con sumo cuidado, Olga. Tenemos aquí los diagramas del sistema
de ventilación… estaremos atentos a todo…
—Por favor, señor Ramsey. Catur, hágalo antes de que me derrumbe.
—De acuerdo, de acuerdo. —Tomó aire—. Ponlo en marcha, Beezle.
—Bien, allá va. Tres, dos, uno… ¡bingo!
Se calló como si estuviera mirando algo. Olga se preguntó qué vería un programa
ayudante, ¿formas, colores? ¿O simplemente leería los datos, dejando que el flujo lo
atravesara como una anémona en medio de las corrientes marinas?
—Sí. ¡Ignición en marcha! —dijo el agente con alegría.
Olga cerró los ojos y esperó.
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los rincones de la isla.
—Ya se mueve —dijo Ramsey, aliviado, al ver que el ascensor subía.
—Ya lo sé.
—Claro, claro: perdón. Es que estoy viéndola desde aquí. Arriba, arriba, arriba —
dijo; parecía mareado.
Olga tenía la sensación de haberse dejado el estómago abajo.
—¿Todavía hay gente en seguridad?
—Parece que no —dijo Ramsey—. Seguramente estarán organizando la
evacuación del edificio.
—Mucha actividad abajo, nada de actividad en los monitores del piso de
seguridad —dijo Beezle—. Pero cuando se abra la puerta, no entre enseguida,
¿entendido?
—Entendido.
«Acato órdenes de un juguete», pensó Olga.
En el piso cuadragésimo quinto esperó en el ascensor con la sensación de tener a
Ramsey y a Beezle uno a cada lado, como ángeles de la guarda invisibles. La alarma
aullaba absurdamente. «No hace falta dar la alarma en tierra firme —pensó—. Seguro
que esto se oye en toda Luisiana».
—Sigue sin haber movimiento —dijo Beezle.
La puerta se abrió con un silbido. En la zona de recepción, iluminada con buen
gusto, no había nadie, pero la anulación automática de funciones había afectado a la
pantalla incorporada en el tablero de la mesa, y lo que mostraba ahora no eran
imágenes de un bosque sino el plano del piso con las salidas parpadeando en rojo.
Allí, la alarma se oía más lejana, como si la parte superior del edificio fuera de un
material más pesado, más aislante, pero una alarma secundaria murmuraba en el aire
con una voz femenina tranquila e irritante que daba instrucciones a quien la oyera de
«dirigirse inmediatamente a la salida designada».
«Algunos no tenemos salida designada, querida». La puerta del fondo leyó la
tarjeta modificada y se abrió con un clic. A pesar del informe de Beezle, cruzó el
umbral como un domador que entra en la jaula de un animal impredecible.
En efecto, no había nadie en la zona de seguridad. Los jeroglíficos informáticos
de neón de las paredes de plexiglás parecían pinturas rupestres de una raza
extinguida. La serena voz de mujer seguía instándola una y otra vez a que se dirigiera
a la salida, pero ahora, a Olga no le costaba tanto desoírla.
Presentó la tarjeta al lector empotrado en el grueso metacrilato. La puerta se abrió
inmediatamente, satisfecha de recibir visitas. Olga cruzó con rapidez la zona aislada
hasta el cilindro negro de fibrámica que había visto la primera vez. Tal como se
esperaba, había una puerta de ascensor empotrada con una placa lectora negra al lado.
Conteniendo el aliento, levantó la tarjeta de identificación. Un instante después, la
puerta se corrió a un lado y dejó a la vista un interior recubierto de una especie de
piel cara.
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—¡Ha funcionado!
Parecía como si Ramsey también hubiera estado conteniendo el aliento.
—¿Cómo lo sabe? No ha hecho ruido.
—El anillo. Tengo encendida la cámara del anillo porque nos va a hacer falta. He
visto abrirse la puerta.
Pero la puerta en cuestión había vuelto a cerrarse, con Olga dentro, y el ascensor
subía sin esfuerzo. Tres segundos, cinco, diez…
—Si solo hay un piso más —dijo Olga—, ¿por qué tarda tanto?
—Porque el suelo es muy grueso —dijo Beezle—. Creo que se alegrará de saber
que están evacuando a un montón de gente por la puerta principal. Todavía no han
venido los bomberos ni nada que se le parezca. Creo que Sellars había dejado
preparada alguna cosa más para asegurarse de que no quedara nadie.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Ramsey.
—Se lo diré cuando lo sepa.
El ascensor se detuvo. La puerta se abrió a una cámara estanca. Brevemente, los
mensajes grabados sobre seguridad y estado de las habitaciones compitieron con el
anuncio de la alarma de incendios, pero cesaron en cuanto el lector de la puerta de la
cámara respondió a la tarjeta de identificación y la puerta interior se abrió con
suavidad a un lado. Olga entró.
Lo primero que pensó fue que estaba viendo una película de ficción épica en
realidad envolvente. Era más fácil que convencerse de que era real. Todo el piso era
una sola habitación con algunas columnas esculturales que rompían un espacio de
miles de metros cuadrados, ocupado en su mayor parte por máquinas. Aquella
especie de granero de máquinas no tenía ventanas, solo una pantalla blanca continua
que se curvaba, en la que en ese momento se veían los planos de ruta de las salidas de
emergencia, que habían ocupado el lugar de la programación regular del edificio. La
sala era inmensa y, a excepción de la suave voz de robot, silenciosa como un museo
en horas de cierre. Parecía irreal.
Sin embargo, era real.
—… Inmediatamente a la salida designada. Repetimos, no es un simulacro…
—¡Ay, Dios! —exclamó Olga en voz baja—. ¡Es enorme!
—Levante el anillo —le dijo Ramsey con voz aguda debido a la ansiedad—. No
vemos nada más que el suelo.
Estiró el brazo con el puño cerrado y apuntó sin propósito hacia las filas de
máquinas silenciosas. La colección de maquinaria del piso de abajo le había parecido
imponente, pero en realidad era como comparar una tostadora con la sala de
máquinas de un transatlántico.
—¿Qué… qué tengo que hacer?
—No lo sé. ¿Beezle?
—Leer imágenes no se me da tan bien —contestó secamente el agente—.
Interfieren muchos efectos de interpretación, en ambos sentidos. Pero lo haré lo
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mejor que pueda. Empiece a andar. Deme una imagen panorámica, ¿estamos?
Como guiada por su propia mano, Olga empezó a desfilar entre lo que debían ser
billones de créditos en maquinaria reluciente. Transcurrieron cinco minutos, diez, el
brazo empezó a cansársele y a entumecérsele. Sin poder evitarlo, se preguntó si los
bomberos habrían llegado ya al edificio y cuánto tardarían los de seguridad en volver
a sus pantallas. Tropezó dos veces con objetos que indicaban que allí había habido
empleados hasta hacía poco y que se habían marchado apresuradamente, como una
pequeñísima multiagenda que parecía muy cara abandonada en medio de una fila,
conectada todavía a un puerto y, veinte metros más allá, una taza de café rota y un
charquito de líquido humeante.
Acababa de encontrar el tercer objeto abandonado, una pieza amorfa de tela
sintética que, supuso, sería un gorro del equipo de limpieza, cuando Beezle dijo:
—Creo que es eso, jefe.
Olga levantó la vista hacia donde apuntaba el anillo y vio una torre de
componentes que poco se diferenciaba de tantas otras, salvo que tenía muchísimos
más haces gruesos de cables de fibra que desaparecían en los conductos del suelo.
—¿Esto?
—Vale la pena probar —dijo Ramsey—. ¿Pasará algo malo si te equivocas,
Beezle?
—Puede que el edificio vuele por los aires. Es broma.
—Muy gracioso —replicó Olga sordamente.
El suspense empezaba a hacer mella en su ánimo, por no hablar de la idiota voz
de alarma que seguía zumbando.
—Perdón. A Orlando le gustan estas cosas.
Dicha esa no justificación, Beezle empezó a darle instrucciones sobre dónde
colocar la misteriosa caja de Sellars. Igual que la vez anterior, Olga cambió
mínimamente la posición del artefacto varias veces hasta que su instructor —Sellars
la otra vez, Beezle ahora, y si Beezle era un programa, ¿qué demonios sería Sellars?,
se preguntó— se dio por satisfecho; la caja hizo clic, vibró levemente y se quedó
adherida. Tras un largo momento de silencio, Olga empezó a sentir pánico.
—¿Sigue ahí? ¿Catur?
—Aquí estoy, Olga. Beezle, ¿es la máquina que buscábamos? ¿Qué has
encontrado?
Silencio otra vez, pero más largo, mucho más largo. Ramsey tuvo que llamar a
Beezle varias veces, con ansiedad creciente. Beezle no respondió hasta pasado casi
minuto.
—¡Fuá! —dijo con una voz más que distorsionada—. Ojalá pudiera jurar, pero
como ha dicho la señora, soy un juguete infantil. Esto es in-creibi-lísimo.
—¿Qué? —preguntó Ramsey con impaciencia.
—Por aquí circula el flujo de datos de una gran ciudad, no es broma.
—¿Qué ciudad?
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—No es una ciudad de verdad —gruñó Beezle—, no sea tan literal, me refiero a
la cantidad de información que hay. ¡Asombroso! Hay toda una granja de luz en el
tejado del edificio: una colección de dispositivos de láser como no ha visto usted en
su vida, bombeando información, leyéndola y devolviéndola. Curiosamente, también
hay otros láseres propulsados con cesio, según los esquemas. ¿Quiere que investigue
un poco?
—Ahora no —dijo Ramsey.
—¿Qué es? —preguntó Olga—. Toda esa información, ¿es la red del Grial de la
que me han hablado?
—No tengo ni idea —dijo Beezle, casi ofendido—. Me quedo corto ante todo
esto. Usted no comprende la cantidad de información que corre por aquí.
—Pero Sellars ¿no hizo ningún preparativo…?
—Mire, señora, no sé lo que Sellars planeaba. Le aseguro que no ha dejado notas
sobre lo que quería hacer con esto, si conseguía pinchar la conexión. Y, a pesar de
todas las actualizaciones y los aumentos de capacidad procesadora que Orlando me
ha instalado, no puedo ni empezar a entenderlo… ¡es como si quisiera pasar toda la
información de telecomunicaciones de Naciones Unidas por un ábaco!
«Para ser un juguete —pensó Olga—, su desbordamiento resultaba muy
convincente. Y además tenía una facilidad admirable para las metáforas».
—Bien, entonces, ¿qué hacemos, señor Ramsey?
—Pues… supongo que hemos hecho cuanto podíamos hacer —dijo el abogado—.
Buen trabajo, Olga. Esperemos que sirva de algo…, que Sellars vuelva a ponerse en
contacto con nosotros y tenga alguna idea sobre lo que hay que hacer con todo esto
—dijo Catur, poco convencido—. Así es que, lo mejor será sacarla a usted de ahí…
—Todavía no —dijo ella mirando alrededor.
Ramsey tardó unos momentos en oír lo que había dicho.
—Olga, ese lugar se llenará de bomberos y policía dentro de nada, por no hablar
del cuerpo de seguridad de la corporación M. ¡Empiece a moverse!
—No estoy preparada. —Una serenidad que hacía horas que no sentía, días quizá,
descendió sobre ella—. Yo no he venido aquí solo para poner una especie de vampiro
o como Sellars lo llame. He venido porque así me lo pidieron las voces, y quiero
saber por qué.
—¿Qué dice, Olga? —La irritación de Catur se convirtió en pánico y estaba a
punto de degenerar a algo más extremo aún—. ¿De qué demonios está hablando, por
favor?
—Voy a ir al último piso. —Las alarmas seguían sonando, tanto el latido lejano y
sin palabras de las sirenas como la hueca voz femenina—. Voy adonde vive ese
hombre terrible. Supongo que podríamos llamarlo la casa de Tío Jingle, o la
madriguera de Tío Jingle.
—¡Fiu! —Silbó Beezle—. Está loca de verdad, señora.
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—Es posible —dijo ella, hablando con el programa ya sin la menor reticencia—.
Cuando era joven, pasé una larga temporada en un manicomio. Y últimamente… en
fin, todos sabemos lo que quiere decir oír voces dentro de uno.
—Las está oyendo ahora, en este mismo momento —puntualizó Beezle.
—Sí, así es. Ya estoy acostumbrada a oírlas.
Dio media vuelta y empezó a cruzar la habitación, descomunalmente grande, en
dirección al ascensor.
—¡Olga, no! —exclamó Ramsey con desesperación—. ¡Tenemos que sacarla de
ahí!
—Y tampoco se me da mal desoírlas —añadió Olga.
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seguridad no pudiera matarlo, pero tampoco podía deshacerse de él sin perder
contacto con Cho-Cho, y no podía permitir que un inocente más desapareciera en la
oscuridad del centro del sistema… ya tenía demasiados cargos de conciencia. Y
aunque el sistema operativo se debilitaba por momentos, se venía abajo
irremediablemente, no podía cifrar sus esperanzas en esa clase de liberación, porque
el colapso definitivo del sistema probablemente condenaría también a todos los que
todavía estuvieran conectados. Sellars y el sistema seguían encerrados juntos, sin
poder soltarse el uno al otro, como enemigos debilitados, atrapados en una danza de
muerte.
La última andanada de ataques terminó a trompicones. Sellars flotaba en la
oscuridad pensando desesperadamente en la forma de romper la situación. ¡Si al
menos entendiera con qué luchaba…! Por misterioso y furibundo que le pareciera el
sistema operativo —había procurado no atribuirle características antropomórficas de
ninguna clase durante mucho tiempo, hasta que comprendió que era una forma de
subestimar la sutileza de las impredecibles reacciones de su enemigo—, esa cosa era
mucho más.
La parte más inmediata, la programación de seguridad que intentaba matarlo por
todos los medios, no era más que una cabeza de ese Cancerbero. Otra cabeza lo
observaba y lo sopesaba durante el desarrollo de la batalla…, incluso le parecía que,
paradójicamente, de una forma difícil de definir y explicar, no le deseaba mal alguno.
Inevitablemente, dudaba que el sistema operativo en conjunto controlase por
completo las respuestas del sistema de seguridad, de la misma forma que un ser
humano normal no controla conscientemente su sistema inmunológico. Suponía que
esa segunda cabeza era la parte del sistema operativo que había alcanzado algo
semejante a la verdadera inteligencia. Además, tenía que ser también la parte que
permitía entrar en la red a niños como Cho-Cho sin agredirlos, porque, ¿cómo podría
saber un sistema de seguridad estándar si un usuario humano era un niño o no? Y la
misma que seguía ávidamente los pasos de sus voluntarios por la red.
Sellars percibía la existencia de una tercera cabeza silenciosa que no lo miraba,
cuyos pensamientos o sueños solo podía suponer. En ciertos aspectos, la tercera
cabeza era la que más lo asustaba.
Un nuevo bombardeo defensivo comenzó sin previo aviso, un violento estallido
total que lo barrió como un huracán y arrinconó durante un buen rato toda
consideración y todo pensamiento que no fuera la supervivencia. Volvió a notar cómo
le hurgaba la mente. Fue una intentona fallida, pero Sellars sabía que si ese punto
muerto del juego se alargaba lo suficiente, esa máquina, condenadamente
extravagante e inteligente, terminaría por encontrar la forma de subvertir sus
defensas. Empezó a preguntarse cuánto tiempo llevaba ya en ese lugar sin existencia
peleando con Cancerbero.
Una vez capeado el temporal y ganados unos preciosos segundos de descanso,
accedió a su sistema el tiempo suficiente para descubrir que había pasado casi un día
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entero desde que Cho-Cho y él entraran juntos en el sistema. ¡Un día entero
defendiéndose de la muerte! No era de extrañar que estuviera exhausto.
En el mundo real ya era domingo por la tarde. El tiempo se acababa. Si el sistema
lo mataba o si él mataba al sistema, fracasaría. Tenía que encontrar otra solución. Su
única esperanza era que Olga Pirofsky y Catur Ramsey pudieran colocar el ladrón de
datos y que la información de la red del Grial le proporcionase respuestas.
«No —se dijo—, no solo respuestas, sino la solución de este problema
imposible».
Pero no podría permitirse comprobar siquiera qué progresos habían hecho hasta
zafarse de al menos otra ronda de ataques del sistema de seguridad. En los primeros
descansos, había robado algunos momentos para hacer unas llamadas urgentes,
localizar y activar programas vitales de defensa, pero necesitaba mucho más tiempo
para estudiar el ladrón de datos.
El asalto siguiente no tardó en llegar y Sellars se alegró de haber esperado. Fue
tan virulento como los anteriores, pero mientras rechazaba el intento múltiple, creyó
percibir algo diferente, una leve relajación de lo que solo podía ser la resuelta
voluntad que se ocultaba tras el ataque. Una vez suprimidas las rutinas de seguridad
más básicas, las que podía confiar a sus propias defensas incorporadas, se preparó
para concentrarse en lo que estaba sucediendo en la torre de la corporación M. Pero
en el momento en que iba a acceder a su sistema y a su conexión con el mundo real,
se detuvo, indeciso, en la oscuridad, preocupado por algo que no podía nombrar.
La vacilación lo salvó. El ataque que siguió instantes después de la derrota del
anterior fue el más brutal hasta el momento, no solo un asalto redoblado a su
conexión sino un intento concentrado y en muchos frentes a la vez de romper su
resistencia a la retroalimentación física más sutil y devastadora. Durante unos largos
momentos, notó cómo la cosa iba en su busca a través de la conexión, notó un
monstruo al otro lado de una puerta delgadísima que se astillaba, y entonces conoció
el auténtico terror. La oscuridad de la falta de información visual se convirtió en otra
clase de oscuridad: un vacío infinito en el que estaba perdido, aislado y perseguido.
De alguna manera, aguantó y, cuando la cosa que palpaba y buscaba lo tocó por
fin, pudo oponer resistencia incluso con un retroceso repentino por el canal
parcialmente abierto. Estaba seguro de haber percibido que la presencia no física se
agitaba de dolor y sorpresa, y el ataque cesó de inmediato.
La bestia se había retirado cojeando a su guarida.
Con el corazón y la respiración desbocados hasta un punto casi crítico y la mente
disparada por lo que acababa de sentir, pero desesperado por aprovechar el tiempo
que hubiera podido ganarse, dejó los sistemas automáticos preparados para que lo
avisaran de un nuevo ataque y entró en su sistema personal.
El jardín poético, su querida interfaz, la que con tanto mimo criaba y en la que
tanto tiempo había pasado atendiéndola, plantando, podando y, sencillamente,
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existiendo, ya no estaba. En su lugar, encontró una maraña de actividad mutante, un
caos desparramado de raíces de datos y tallos trepadores virtuales en el que solo él
podría descubrir un mínimo atisbo de orden.
Se tomó un momento para enviar unos mensajes cruciales y poner en marcha
algunas tareas y volvió a concentrarse en el delgado vástago negro que sobresalía del
mar de vegetación. Tres tallos crecían abrazados hasta una altura sorprendente. Sabía
lo que representaban dos de ellos, pero el tercero, de un color más lívido y antinatural
y una textura más parecida a las cañerías de plástico que a la fibra vegetal…, del
tercero no estaba seguro. ¿Sorensen? Le parecía raro que el jardín lo representara de
esa forma. Con un mal presentimiento, Sellars hizo una conexión.
Como un fantasma, escuchó la conversación entre Catur Ramsey y Olga y,
aunque estaba de acuerdo con la preocupación de Ramsey sobre la seguridad de Olga,
e incluso se planteó intervenir para apoyarlo, la cuestión del ladrón de datos, más
urgente y de mayor envergadura, se lo impidió. Sin embargo, sí que se permitió un
breve momento de diversión al comprobar la identidad del tercer tallo trepador. ¡El
agente informático de Orlando Gardiner! ¡Qué idea! ¡Pero qué buena! Entre todos
habían conseguido colocar el ladrón, y su admiración y afecto por Ramsey se vio
incrementada y también los que sentía por Olga. Lamentó no tener más tiempo para
conocerlos mejor a los dos. Era una lástima que, seguramente, no sobreviviera el
tiempo necesario para intimar con ellos.
Rápidamente volvió la atención al ladrón de datos; accedió a las imágenes
capturadas por Beezle para examinar detalladamente la serie de máquinas de
conocimiento interconectadas que parecían alimentar la red del Grial. Incluso sin
saber con exactitud su naturaleza y localización, sospechaba que el agente
informático contaba ya con la confirmación y el acuerdo de la gente de TreeHouse,
entre otras fuentes, para el suministro de potencia procesadora, con el fin de poder
asimilar el flujo de datos. Comprobó dos veces sus complicados cálculos. Musitó la
oración que lo había acompañado en todos sus despegues y accionó el ladrón.
El jardín explotó.
Era demasiada información… mucha más de lo imaginable. Los límites de su
jardín estallaron y se disolvieron, los modelos no podían con semejante flujo. En un
abrir y cerrar de ojos, todo su sistema se bamboleó al borde del colapso. Sabía que
cuando eso sucediera, todo estaría perdido. Él se quedaría atrapado en la oscuridad
del coma de Tandagore, en la red, o indefenso ante el siguiente ciclo defensivo del
sistema operativo. Todo fracasaría. Todo.
Se rebeló, pero el jardín agonizaba a su alrededor, se caía, quedaba reducido en
microsegundos a bits aleatorios no representativos. Ante sus ojos interiores, la
intrincada matriz de vegetales evolucionaba hacia pautas abstractas de luz y
oscuridad con destellos aleatorios, alabeándose y borboteando como un nido de
estrellas.
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Entonces, cuando parecía que no podía suceder nada peor, empezaron las señales
de alarma. El sistema operativo había lanzado otro ataque y estaba intentando cortarle
la conexión con la red del Grial.
«No —comprendió—, viene a buscarme. A buscarme a mí». Notó que el
tentáculo del sistema arrasaba las débiles defensas y le llegaba a la mente. Se quedó
indefenso ante él.
Gritó de espanto y dolor cuando el sistema lo tocó, pero en ese espació vacío de
flujo infinito de datos no había sonido, ni esperanza ni ayuda… solo el latido sordo
de un universo naciente.
O de un universo moribundo.
No sabía cómo ni por qué había vuelto a la silla, pero se encontró mirando la
multiagenda fijamente otra vez. Habían transcurrido solo unos minutos desde que
consiguiera abrir la memoria cerrada de su jefe, aunque para ella habían pasado con
la lentitud de eones geológicos. Estaba rodeada por un túnel de oscuridad que
constreñía la visión hasta dejarla reducida a la pantalla, la terrible pantalla. En ella se
desarrollaba el contenido de un archivo llamado Nuba 27. Miedo hacía cosas
innombrables a una mujer en una estancia que parecía una habitación de hotel, por las
ventanas entraba la luz del sol y lo iluminaba todo con una claridad cruda y horrenda.
«Levántate —pensó Dulcie—. Levántate». Pero el túnel que la rodeaba lo
ocultaba todo excepto la pantalla. Lo único que veía era la horrorosa luz del hotel.
«Levántate». Ni siquiera estaba segura de si hablaba con la mujer envuelta en plástico
y atada a la cama o consigo misma.
Un ruido sordo y resonante interrumpió sus pensamientos, más sordos todavía. Se
dio cuenta de que había quitado el sonido del archivo, un favor minúsculo en una
eternidad de horror, porque no era capaz de seguir escuchando esa banda sonora de
fondo, mucho peor que los gritos. Pero entonces, si había quitado el sonido, ¿qué era
ese ruido?
En una esquina de la pantalla se abrió una ventana. Se veía a una persona con
abrigo en la puerta. Por un momento, creyó que era un truco del archivo de los
horrores, la segunda víctima, quizá; tal vez su jefe hubiera preparado un dueto
horrísono de gritos y gruñidos; pero poco a poco, entendió que la puerta que se veía
en la ventana de la pantalla era la del apartamento, filmada por la cámara exterior de
seguridad. Todavía tardó un buen rato en comprender que los timbrazos eran de
verdad, que estaban llamando a la puerta en ese momento.
«Cierra los ojos —le instó una voz—. Que todo pase. No vuelvas a abrirlos nunca
más. Es una pesadilla».
Pero no era una pesadilla. Lo sabía, aunque en esos momentos, poca cosa más
sabía. Con una mano agarraba la taza de café con tanta fuerza que los dedos se le
quedaron rígidos, aunque no se acordaba de cuándo la había cogido. Desvió la mirada
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del túnel de oscuridad a un lado y vio a Miedo tendido en la cama de comatosos, a un
millón de kilómetros de distancia.
«La luz de las estrellas —pensó descoyuntadamente— tarda años en llegar, y
parece muy fría cuando llega aquí. Pero si estuviéramos más cerca, nos abrasaría sin
más…».
Volvió a sonar el timbre.
«Va a matarme —pensó—, aunque me escape, vaya donde vaya, haga lo que
haga… ¡Levántate, idiota!». Esa última voz era muy débil, pero tan apremiante que
logró abrirse camino entre la neblina de su cabeza, esa oscuridad disociada que era su
única protección contra el puro terror desgarrador más primitivo. Se levantó como
pudo y a punto estuvo de caerse, pero se agarró al respaldo de la silla hasta que las
piernas dejaron de temblarle tanto. La silla crujió. Dulcie, presa del pánico, levantó la
cabeza y miró a Miedo, pero seguía tumbado e inmóvil como la efigie de un dios
cincelada en madera oscura. Fue trastabillando hasta las escaleras y bajó como una
tullida. El timbre volvió a sonar, pero el altavoz estaba arriba; en el descansillo de
abajo se oía solo un timbrazo lejano, como un sonido que se hunde en el mar.
«Si me tumbo aquí —pensó—, al cabo de un rato ni siquiera lo oiré».
Sin embargo, por un impulso, alargó la mano, descorrió el cierre de seguridad y
abrió la puerta. Vista de cerca, la persona que aguardaba era de menor estatura que
ella, pero más fornida. Tenía el pelo rizado y oscuro y entrecerraba los ojos con
recelo o fastidio. Era una mujer.
«Una mujer… —pensó—. Si es una mujer, tengo que decirle algo… avisarla…».
Pero no podía pensar. No recordaba. La oscuridad era muy espesa.
—Discúlpeme —dijo la desconocida al cabo de un momento con voz profunda y
firme—, siento molestarla en domingo. Estoy buscando a una persona llamada
Cazador.
—No… aquí no… —Dulcie buscó apoyo en la jamba de la puerta—. Aquí no
vive nadie con ese nombre.
Por una parte, se alegró. Ahora ya podría cerrar la puerta y volver arriba y taparse
con la oscuridad como si fuera una manta. Pero… ¿Cazador? ¿Por qué le sonaba ese
nombre? En realidad, ¿por qué le sonaba algo del mundo?
—¿Está segura? Lo siento, ¿la he despertado? —La mujer la miraba atentamente,
con una expresión preocupada y algo más—. ¿Se encuentra bien?
De repente le vino a la cabeza un recuerdo de otro país, incluso de otra vida.
Cazador: era el nombre que figuraba en todos los documentos del apartamento. Lo
había visto en el sistema de Miedo, creyó que era un seudónimo cualquiera, pero
ahora…
—¡Ay, Dios! —exclamó.
—¿Le importa que hablemos? —La mujer avanzó y la agarró por el brazo, con
suavidad, pero de una forma que sugería que podía apretarla mucho más, si quisiera
—. Me llamo Skouros… soy investigadora de la policía y tengo algunas preguntas
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que hacerle. —Escrutaba el espacio oscuro que había detrás de Dulcie—. ¿Puede
apartarse un poco?
—No… no puedo… —Se sentía atrapada, paralizada, como poseída por una
epilepsia—. Él…
—¿Hay alguien más en la casa?
Era una pregunta curiosa, porque, a fin de cuentas, ¿dónde estaba ese lugar? «Lo
llamaban Otherland. Otro país. ¿En algún sitio? ¿En ningún sitio?». Por eso Dulcie se
rio. Pero al oírse a sí misma, la risa no le gustó.
—No. Ha… salido…
—En tal caso, subamos. ¿Le parece bien?
Solo pudo asentir con un gesto. «Soy un fantasma —pensó intentando acordarse
de cómo era en el otro lado de la oscuridad—. No importa… si me llaman, si me
echan. No puedo remediarlo».
Mientras subían las escaleras, la mujer del abrigo sacó algo del bolsillo. Al
principio, Dulcie creyó que era un arma, aunque no era más que una pequeña
multiagenda negra. La mujer se la acercó a la boca como para hablar, pero Dulcie se
acordó de pronto de los archivos abiertos en la pantalla de su multiagenda, abiertos y
en marcha, a la vista de cualquiera. «Nuba 27. Los dedos que se retuercen como una
cosa que se pierde y se hunde en el fondo del mar…». A pesar del frío, sintió el calor
del rubor repentino, como si las escenas de horror fueran algo suyo, algo vergonzante
y, cuando llegaron al último descansillo, agarró a la mujer por la mano.
—No son mías —le dijo—. Yo no lo sabía. Yo…, él…
Y al volverse, apretando todavía la mano a la mujer, vio que la cama de
comatosos estaba vacía.
—Dígame… —empezó a decir la mujer, pero no terminó la frase.
El aire se le escapó del cuerpo con una exhalación como al descorchar una
botella, y avanzó unos pasos dando traspiés, cuatro o cinco, hacia el interior del
apartamento, hasta caer de bruces al suelo. Un cuchillo enorme le sobresalía en la
espalda como si hubiera aparecido ahí sin más; se veían unos pocos milímetros de
hoja entre el mango y la sangre, que empezaba a empapar el abrigo alrededor del
lugar donde se había clavado. Dulcie se quedó mirándola sin comprender: hacía un
instante estaba hablando y ahora no hablaba ni se movía. La oscuridad volvía, se
cerraba rápidamente como niebla congregada por el viento.
—¡Ah, encanto! ¿Qué has estado haciendo mientras papá no estaba?
Miedo salió de la sombra de detrás de la puerta del apartamento. Llevaba el
albornoz blanco, atado de cualquier manera. Pasó de largo ante ella descalzo,
silencioso como un gato, y se detuvo a mirar a la mujer policía. Dulcie vio que tenía
los ojos abiertos y una burbuja de saliva roja temblaba en la comisura de los labios.
Miedo se agachó y se le acercó a pocos centímetros de la cara.
—Me gustaría tener tiempo para encargarme de ti como es debido —le dijo—.
Tienes que haber trabajado mucho para llamar a mi puerta. Pero las cosas suceden
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deprisa y no tengo tiempo para jugar. —Se levantó sonriendo, rebosante de una
energía frenética que lo encendía como un árbol de Navidad—. Y en cuanto a ti,
Dulcie, cachorrita mía, ¿qué has estado haciendo? —Miró hacia la multiagenda, que
seguía en la silla reflejando movimientos violentos, y abrió los ojos un poco más: ya
los tenía muy abiertos, como si estuviera en plena bajada de una montaña rusa—.
Vaya, vaya, te has portado como una zorrita entrometida, ¿eh?
Sin darse cuenta, Dulcie había ido retrocediendo hacia la reducida zona de la
cocina donde había puesto los utensilios para hacer café.
—Yo no he… no he… ¿por qué…?
—¿Por qué? Bien, he ahí la gran pregunta, ¿verdad, encanto? ¿Por qué? Porque
me gusta. Porque puedo.
Dulcie se detuvo con la espalda contra el cajón, palpando en busca del tirador. Se
había acordado de lo que había dentro. Por fin, algo la había devuelto bruscamente a
la vida, una salpicadura fría en los pensamientos como agua de hielo, y por primera
vez en una hora fue capaz de pensar. «Es un monstruo, pero le gusta hablar».
—Pero ¿por qué? No… no es necesario.
—¿Porque puedo acostarme con quien quiera legítimamente? —La sonrisa se
alargó. Estaba colocado, colocado de algo, volando por el cielo—. No se trata de eso.
Y el sexo… no es nada. En comparación, no es nada.
Dulcie abría el cajón poco a poco, sigilosamente, temiendo que el pulso
descontrolado y el temblor de las manos la hicieran resbalar, se saliera y se cayera al
suelo con un estrépito.
—¿Qué… qué vas a hacer conmigo?
—Voy a deshacerme de ti. Sabes que no me queda otro remedio, cielo. Pero como
has hecho un buen trabajo, seré rápido contigo. Las ejecuciones deben ser rápidas,
humanitarias, ¿verdad? ¿No es eso lo que dicen los manuales del negocio? Además,
en estos momentos estoy ocupadísimo… pero creo en las relaciones activas con mis
empleados.
El cajón ya estaba abierto. Dulcie soltó un pequeño y aterrorizado suspiro para
ocultar el ruido de las uñas al rebuscar. No tuvo que fingir el terror que sentía. Él la
miraba con una concentración hipnotizante, tenía las pupilas enormes y negras como
el cañón de una…
«La pistola. ¿Dónde está la pistola?».
Dio media vuelta tan rápidamente como pudo, arriesgándolo todo, y tiró del cajón
hasta el final. Estaba vacío.
—¿Buscas esto? —le preguntó.
Se volvió de nuevo hacia él en el momento en que sacaba el arma del bolsillo del
albornoz. El cañón en espiral apareció y la apuntó directamente al entrecejo.
—No soy idiota, encanto —dijo Miedo sacudiendo la cabeza con fingida
decepción—. Ah, y respecto a lo que dije de la rapidez, ¿sabes…?
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Bajó el cañón de la frente al centro del cuerpo de Dulcie. La mujer sintió un
puñetazo en el vientre y se desplomó de espaldas en el momento en que oía el fuerte
y explosivo ¡pum! Después, se encontró de lado, intentado comprender cómo podían
dejar de funcionar tantas cosas a la vez. Quería hacer ruido, pedir socorro a gritos,
pero no podía: algo le exprimía el aire del cuerpo, un puño enorme que le comprimía
el pecho. Se había llevado las manos instintivamente al estómago. Se las miró y vio
que se iba acumulando sangre entre los dedos. Al levantarlas, la sangre empezó a caer
al suelo formando un charco cada vez más extenso.
—Pues he cambiado de opinión —le dijo Miedo.
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41. El caballero entra en juego
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Un tribunal declara que el «autoacoso» no es
ilegal.
(Imagen: el «vengador sonriente», encarnación de Ducan, el acusado). Voz en
off: Un tribunal regional de Naciones Unidas ha dictaminado que no hay indicios de
ilegalidad inherente en que un programa persiga a un usuario por las simulaciones
virtuales y haga daño al simuloide de dicho usuario, salvo si violara las leyes del
nodo. Amanda Hoek, estudiante sudafricana de diecisiete años, ha sufrido la
persecución virtual de un programa creado por un exnovio suyo y, según dice su
abogado, «ha sido acosada sistemáticamente y asaltada en numerosas ocasiones».
(Imagen: Jens Verwoerd, abogado de Hoek). VERWOERD: Esa pobre muchacha no
puede conectarse a la red, actividad vital para su trabajo escolar y su vida social, sin
que su personaje virtual sea perseguido de nodo en nodo por la encarnación del
acusado, un programa diseñado específicamente para hostigarla. Ha tenido que
soportar insultos, ataques y asaltos sexuales muchas veces, tanto verbalmente como
a través de los sensores de los nodos de realidad virtual y, sin embargo, este tribunal
parece pensar que no es más que un jugueteo de adolescentes en la red…
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No volver a ver a Stephen, ni a Martine y los demás, Fredericks… y !Xabbu…
Hablaba de eso en su poema, ¿no? Hablaba de la muerte… ¿o era solo de una cuerda?
Casi lo oía recitándolo con voz suave, con sus inflexiones ligeramente desconocidas
que apresuraban las palabras en momentos sorprendentes o las ralentizaban hasta
pronunciar una sola sílaba como si fuera música. !Xabbu.
Se me ha roto la cuerda
y por eso
no siento este lugar
como lo sentía,
porque la cuerda se ha roto.
¿Qué era la cuerda antes de romperse? ¿Una vida? ¿Un sueño? ¿La cuerda que
mantenía unido el universo? ¿Todo a la vez? Oía las palabras como si !Xabbu
estuviera a su lado, como lo había estado en tantos momentos de angustia, como una
llama incondicional en la oscuridad.
«Este lugar no es grato —repitió Renie para sí— porque la cuerda se ha roto. Porque
estoy sola. Este lugar parece que se abra ante mí», le dijo a la oscuridad, flotando a la
deriva, desintegrándose, como un simple desecho abandonado tras la huida de algo
infantil aterrorizado.
—Vacío —susurró una voz que llegó por el destellante entorno deshabitado—
porque la cuerda se ha roto.
Se quedó un momento en suspenso, aturdida, intentando recordar qué era lo que
le había llamado la atención, más y más fragmentada. Una voz. ¿Una voz?
«El sistema operativo —pensó—. Ha vuelto a buscarme a mí, aunque no sé qué
es “volver”, ni sé qué es “mí”…». Pensar era cada vez más difícil.
—Porque la cuerda se ha roto.
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El cántico le llegaba flotando por el vacío, pero no era sonido, era más y menos al
mismo tiempo. Era una salpicadura de luz como una explosión lejana en un espacio
vacío, un latido de calor en el fondo de un mar helado y perezoso. Era un susurro de
un sueño en el umbral del despertar, una idea, un olor, un latido amortiguado. Era…
—¿!Xabbu?
Y, desde el otro lado del universo, silencioso, pequeño:
—¿Renie…?
Imposible. ¡Imposible!
—¡!Xabbu! ¡Alabado sea Dios! ¿Eres tú?
Y de pronto, disminuir dejó de ser un alivio y se convirtió en un horror. De pronto
quería recuperar todo lo que había perdido, aun sabiendo que ya era tarde. Casi había
desaparecido, casi se había reducido a esencias, esparcida entre la impermanencia
nebulosa del mar de estrellas.
«No —pensó—. Está ahí fuera, no sé cómo. ¡Está ahí mismo!».
Se rebeló, pero apenas se sentía real… no tenía donde apoyarse, ni nada contra lo
que empujar.
—¡!Xabbu! ¡Me estoy ahogando!
—Renie —la voz era muy débil, apenas era voz—, acércate a mí.
—¿Dónde estás?
—A tu lado, siempre a tu lado.
Y Renie se abrió y lo percibió allí, tal como le decía, una presencia vaga y
dispersa como ella misma, pero a su lado, como dos galaxias que cabalgan sobre las
olas de la larga noche del universo hasta encontrarse y traspasarse la una a la otra
como fantasmas.
—Sé que estás aquí —dijo ella—, quédate cerca de mí.
«Quédate cerca de mí», quizá repitiera él, o «Cree en mí».
Y Renie creyó. Se acercó y deseó que la cuerda no se rompiera.
—Toca —dijo ella—, estoy tocando.
—Lo noto.
Y se encontraron y se abrazaron, a años luz, pero próximos como el flujo y el
reflujo de un solo latido de corazón, dos matrices de pensamiento desnudo atraídas la
una hacia la otra en la oscuridad, estrechamente unidas por la compresión infinita del
amor.
Recuperó el cuerpo, lo supo incluso con los ojos cerrados, porque lo abrazaba a él
más estrechamente que a nadie en el mundo.
—¿Dónde estamos? —preguntó por fin.
Oía los latidos de él, rápidos y fuertes, oía su respiración. Todo lo demás era
silencio, pero no necesitaba nada más.
—No importa —dijo él—. Estamos juntos.
—¿Hemos… hecho el amor?
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—No importa —dijo él con un suspiro, y después se rio—. No lo sé. Creo que…
estábamos hechos de amor.
Renie entendió que le daba miedo abrir los ojos, de modo que lo abrazó con más
fuerza, aunque le parecía imposible abrazarlo más.
—No importa, tienes razón. Creía que no volvería a encontrarte nunca…
Él le pasó los dedos por la cara… frescos, verdaderos. Ella se sobresaltó tanto que
abrió los ojos, aunque no quería. Sí, era él, su querido rostro la miraba a la fresca luz
de la noche. Lloraba.
—No puedo… no podría creerlo… no me habría permitido… —Agachó la frente
hasta tocar la de ella—. He estado nadando tanto tiempo… en esa luz. Ahogándome,
llamándote, dividiéndome…
—Tenemos cuerpo —dijo ella, llorando—. Podemos llorar. ¿Hemos… hemos
vuelto al mundo real?
—No.
Renie se sentó, preocupada por el extraño tono de voz, pero sin dejar de
abrazarlo, no confiaba en que él o ella misma siguieran siendo sólidos. No reconoció
el paisaje, aunque le resultaba curiosamente familiar, gris, a la luz mortecina. Por un
momento creyó que habían vuelto a la cima de la montaña negra, pero una silueta de
árbol sin hojas y el contorno borroso y rizado de un arbusto la confundieron.
—Al principio creí que estábamos en el sitio en el que me zambullí buscándote
—dijo !Xabbu hablando lentamente.
—¿Te zambulliste? ¿Dónde…?
—Me tiré al pozo. Pero me equivocaba. —Señaló al cielo—. Mira.
Ella miró hacia arriba. Las estrellas brillaban. La luna era redonda y amarilla,
flotaba, gorda, sobre el horizonte como fruta madura.
—Es la luna africana —dijo él—, la luna del desierto del Kalahari.
—Pero… pero creí que habías dicho que habíamos… vuelto…
Se separó un poco, de él para verlo. Llevaba un taparrabos de piel. A su lado, en
el suelo, había un arco y una ruda aljaba con flechas. Y ella también se cubría con
pieles.
—Es tu mundo —le dijo quedamente—, la simulación bosquimana a la que me
llevaste… ¡Dios, parece que fue hace un siglo! Allí bailamos.
—No —dijo él. Se había secado las lágrimas de la cara y los ojos—. No, Renie,
es otra cosa… es algo… más.
Se levantó y le tendió la mano para ayudarla. Las grandes semillas que llevaba
alrededor de los tobillos cascabelearon con sus movimientos.
—Pero si este mundo no es el tuyo…
—Hay una hoguera encendida —dijo, señalando hacia un destello luminoso que
ponía una nota roja y anaranjada en las arenas del desierto—, allí, detrás de esa
elevación.
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Recorrieron la seca hoya levantando polvo, que les ocultaba los pies, y así parecía
que caminaran sobre nubes. La luna teñía de plata las dunas, las piedras y los espinos.
La hoguera era pequeña, formada solo por unas pocas astillas cruzadas. Aparte
del fuego, no había rastro de vida humana en la inmensa noche del desierto.
Antes de que Renie pudiera hacer otra pregunta, !Xabbu señaló hacia un barranco
que surcaba la tierra resquebrajada, al lado de la hoguera, el cauce reseco de un
arroyo muerto hacía mucho tiempo.
—Allí abajo —dijo—, lo veo. No, lo siento.
Renie no veía nada más que el baile de las sombras en torno al fuego, pero el tono
de !Xabbu la obligó a mirarlo a la cara. Tenía una expresión solemne y algo más, una
especie de ardor exaltado en los ojos que, en cualquier otra persona, le habría hecho
temer un ataque de histeria.
—¿Qué es? —preguntó, y le tomó la mano, asustada de pronto.
Sin soltarle la mano, la condujo más allá, hasta la hoguera, donde se detuvieron.
Renie observó que sus huellas eran las únicas que hollaban la tierra. Se asomaron al
barranco y vieron que el arroyo que lo había labrado no estaba completamente seco:
un reguerillo de agua corría todavía por el fondo, tan estrecho, que si bajara hasta allí,
podría remansado solo con un pie. Algo se movía al lado del reguero… algo muy
pequeño.
!Xabbu se sentó en el suelo al lado del surco superficial. Los cascabeles sonaron
levemente.
—Abuelo —dijo.
La mantis lo miró ladeando su cabeza triangular, con las patas aserradas en alto.
—Ratón de rayas. Puercoespín. —La voz, serena y mansa, provenía de todas
partes y de ninguna—. Habéis venido de lejos para ver el final.
—¿Podemos sentarnos junto a tu fuego?
—Podéis.
—!Xabbu —musitó Renie, que empezaba a comprender—, ese no es el abuelo
Mantis, es el Otro. Lo ha sacado de tus pensamientos, no sé cómo. A mí se me
presentó en forma de Stephen… haciéndose pasar por mi hermano.
—Aquí es Mantis —dijo !Xabbu sonriendo y apretándole la mano—. Al fin y al
cabo, lo llames como lo llames, por fin hemos encontrado el sueño que nos soñaba.
Renie se sentó a su lado con una sensación de laxitud y agotamiento emocional.
Lo único que quería era estar con !Xabbu. «Y a lo mejor tiene razón —pensó—. ¿Por
qué oponerse? La lógica ya no existe. Sin duda, estamos en el sueño de otro». Si esa
era la forma de comunicación que el Otro prefería, y quizá la única posible para él,
¿por qué no aceptarla? Se había empeñado en obligar a la cosa con forma de Stephen
a que viera la realidad igual que ella, y solo había conseguido disgustarla e irritarla
tanto que casi la había matado.
La mantis agachó su brillante cabeza y volvió a levantarla; los miraba con unos
ojitos minúsculos y protuberantes.
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—El devorador absoluto llegará enseguida —dijo—, y vendrá también a mi
hoguera.
—Todavía se puede hacer algo, abuelo —dijo !Xabbu.
—Un momento —susurró Renie—, creía que el devorador absoluto de esta
historia era él, es decir, el Otro.
—Estamos en el final de todas las cosas —dijo el insecto como si la hubiera oído
—. Mi lucha ha terminado. Una gran sombra, una sombra hambrienta se tragará
cuanto he hecho.
—No tiene por qué ser así, abuelo —dijo !Xabbu—. Hay algunas personas que
pueden ayudarte… nuestros amigos y aliados. ¡Y fíjate! Ha venido tu querida
Puercoespín, la de las ideas claras y el corazón valiente.
«Lo de la valentía puede ser —pensó Renie—, pero lo de las ideas claras…, ni
remotamente. Al menos, no aquí, en medio de este cuento fantástico resquebrajado».
—Queremos ayudar —dijo en voz alta—. No queremos salvarnos solo nosotros,
sino también a los niños, a todos los niños.
—Es tarde ya para los primeros niños —dijo la mantis con una levísima
crispación de la cabeza—. El devorador absoluto ya ha empezado a comérselos.
—¡Pero no puedes…, no podemos rendirnos! —Renie levantó la voz a pesar de
sus buenas intenciones—. Por desesperado que parezca, tenemos que seguir
luchando. ¡Hay que intentarlo!
—No —musitó Mantis, más encogido aún, retraído, recogido en sí mismo hasta
no ser más que un punto de sombra—. No, ya es tarde —añadió con una voz tan rota
y desolada como la de un niño.
!Xabbu le apretó la mano y ella se echó hacia atrás. Aunque la irritase, tenía que
comprender que a esa… cosa, fuera lo que fuese lo que le daba el ser, lo que le
conformaba los pensamientos y los sueños, no la podía convencer de que hiciera lo
que era necesario. Transcurrió un largo silencio.
—¿No piensas en otro mundo, más allá de este? ¿Un mundo en el que las cosas
buenas pueden salvarse y crecer otra vez?
—Tiene la boca llena de fuego —musitó Mantis—. Corre como el viento. Se está
tragando cuanto he hecho. No hay nada más allá. —Guardó silencio un momento,
acuclillado, frotándose suavemente las patas delanteras—. Pero creemos que es mejor
no estar solo. Es mejor estar donde todavía arde la hoguera, al menos un poco más.
Es mejor oír voces.
Renie cerró los ojos. Entonces, todo se quedaba en eso: estaban atrapados en la
imaginación de una máquina demente, esperando el final en un mundo construido con
pensamientos y recuerdos del propio !Xabbu. Una forma interesante de morir, lástima
que jamás podría contárselo a nadie.
—Vamos, esto está muy silencioso —dijo Mantis. Su voz era muy débil, como el
menor roce del viento entre los espinos—. Puercoespín, mi querida hija, estás triste.
Ratón de rayas, vuelve a contar la historia de la pluma que se convirtió en la luna.
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—¿Sabes esa historia? —preguntó !Xabbu, asombrado.
—Ahora sé todas las historias. Cuéntala, por favor.
Y así, en un momento de calma, bajo las relumbrantes estrellas de la noche
africana, un momento que habría podido alargarse eternamente, aunque Renie sabía
que no era posible, !Xabbu empezó a recitar cómo Mantis había creado vida de una
tira de cuero olvidada. La mantis moribunda seguía agachada al lado del reguerillo de
agua, escuchando atentamente el relato de su propio ingenio, y parecía que lo
encontraba muy interesante.
No solo prepararon una fogata, sino todo un muro de fuego: un arco de papeles,
cajas, sacos vacíos de cereales y otros objetos combustibles, que apilaron en un
rincón de la sala. Detrás de la impresionante barrera habían colocado hasta el último
mueble que no estuviera atornillado al suelo: mesas y sillas, e incluso las tapas de los
tanques de inmersión virtual que no estaban en funcionamiento. Y rellenaron los
espacios que quedaban entre los diversos objetos con finas colchonetas militares.
«Pero todo esto no detendrá las balas —pensó Joseph con tristeza—, ni a los
perros».
—Se están moviendo —dijo, al llamarle la atención un destello del monitor—.
Enciendan la hoguera.
—Es ten… tentador —dijo Del Ray sin disimular muy bien el pánico— pero voy
a esperar a que llegue usted aquí con nosotros. Díganos qué está pasando ahí arriba.
Joseph se sentía cada vez más expuesto mirando a los cuatro mercenarios que se
asomaban al agujero y gesticulaban. Ya se habían puesto el equipo de combate:
cazadora hinchada, capucha y gafas protectoras. Le daba rabia que le hubieran
encomendado la vigilancia de las pantallas solo porque, supuestamente, antes había
metido la pata. «Vaya, como si hubiéramos podido impedir que la furgoneta se
marchase. Pues no sé cómo. ¿Cómo íbamos a impedir que fueran a buscar a esos
perrazos monstruosos?». Sin embargo, el resentimiento no era nada comparado con la
certeza estremecedora y horrible de lo que iba a suceder.
—Ya están preparados —dijo en voz alta—. No hace falta que me quede aquí más
tiempo.
—Díganos qué están haciendo —insistió Jeremiah.
—Vistiendo a los perros —dijo Joseph.
—¿Cómo?
—No —contestó, mirando el monitor fijamente—, me parece que primero han
puesto a los perros unas mantas, pero están haciendo otra cosa. —La mera visión de
los preparativos le derretía las tripas. Los grandes canes temblaban de excitación y
movían rígidamente la recortada cola—. Están… están haciendo algo con las mantas.
Creo que piensan llevárselas.
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Siguió mirando con desolación a los hombres que se acercaban al agujero que
habían cavado en el suelo y, amarrada con cuerdas, empezaron a bajar una manta con
el primer ridgeback mutante sentado en el centro como un personaje de la realeza.
—¡Ay, ay! ¡Están usando las mantas para bajar a los perros por el agujero!
—¡Mierda! —exclamó Del Ray con abatimiento—. Es el momento de prender
fuego. ¡Vamos!
Joseph no necesitó que le dieran prisa. Echó a correr por el laboratorio mal
iluminado y saltó por encima de la barrera de papel de archivos, luego trepó por la
barricada de muebles y casi tira a Del Ray al suelo al bajar al otro lado.
—¡Adelante! ¡Prendan fuego!
—¡Lo estoy intentando! —se lamentó Jeremiah—. No había gasolina suficiente
para empaparlo todo.
Encendió otro cigarrillo de Renie con dedos temblorosos. Los papeles se
encendieron con un bufido de ignición. Joseph tuvo un breve cosquilleo de esperanza
al ver las llamas azules extendiéndose por la barrera.
—¿Por qué hemos apagado la luz? —musitó—. Si no vemos, no podremos
apuntar bien.
—Porque nosotros solo tenemos dos balas y ellos deben de tener miles —dijo Del
Ray—. Deja de discutir, Joseph, por favor.
—La oscuridad no va a engañar a los perros —puntualizó Joseph, pero en voz
más baja.
—Lo siento de verdad, Joseph —dijo Del Ray con una voz muy rara—, no
quisiera que mis últimas palabras fueran «¡cállese!», pero… ¡cállese!
Long Joseph notaba que el corazón se le agrandaba en el pecho, se le agrandaba
pero se le debilitaba al mismo tiempo, intentando latir muy deprisa a pesar de que
algo lo oprimía con fuerza.
—Siento que estemos todos aquí.
—Yo también —dijo Del Ray—, bien sabe Dios que yo también.
—Algo se acerca —dijo Jeremiah entrecortadamente.
Todos miraron al otro lado de las llamas, intentando distinguir algún movimiento
entre las sombras del extremo opuesto del laboratorio.
A Joseph se le comprimía el pecho más y más. Intentó imaginarse a sus
antecesores zulúes, de los que tanto presumía en ocasiones, mirando desde su
hoguera hacia la negrura africana, intentó imaginarse su valentía al oír el rugido del
león, pero no pudo. Agarraba sin fuerza, con la mano sudorosa, su única arma, una
barra de hierro de una mesa de conferencias.
«Señor, por favor —pensó—, no permitas que hagan daño a Renie. Y que sea
rápido».
Percibió movimiento en el otro lado del laboratorio: una sombra baja y sigilosa.
Después vio otra. La primera levantó la cabeza y la movió de un lado a otro. Dos
siniestros puntos amarillos brillaron cuando la luz de la hoguera le dio en los ojos.
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Un golpe fuerte lo sobresaltó. Algo chocó con la barrera de fuego esparciendo
chispas y cayó en dirección a su escondite. Un momento después, una nube de humo
lo envolvió y le llenó los ojos y los pulmones. Agitó las manos, oyó a Jeremiah
ahogándose, gritando, pero antes de poder hacer cualquier cosa, una enorme silueta
oscura saltó por encima de las llamas y aterrizó encima de él gruñendo.
Joseph se derrumbó en el suelo bajo el peso de la bestia y notó que algo le
rasgaba el brazo… una cuchillada de dolor más deslumbrante que cualquier fuego. Se
defendió, pero algo más pesado que él lo presionaba contra el suelo, algo que quería
clavarle los colmillos en el vientre. Oyó el estampido de una andanada de explosiones
por encima, pero parecían lejanas. La bestia lo tenía, la bestia lo tenía. Oyó gritar de
miedo y rabia a uno de sus compañeros, después oyó el disparo de la pistola de Del
Ray, que escupió fuego y le pasó cerca de la cabeza, y el peso tremendo que lo
comprimía resbaló a un lado.
Joseph se levantó como pudo, medio asfixiado. Un tableteo de metralleta
¡ratatatatá! estalló con un estrépito de petardos. Más animales se abrían camino entre
los restos esparcidos del fuego; oyó gritos humanos y más disparos. Varios hombres
entraban por la puerta de la habitación, llena de humo. Joseph, que los veía
borrosamente, creyó que había más de cuatro.
«¡No es justo!», quiso gritar, pero la boca le ardía y tenía la garganta agarrotada.
Del Ray estaba acuclillado a su lado, temblando, con la pistola y su única bala
restante en la mano, con el brazo estirado. Joseph no oyó el disparo por el ruido de las
otras armas, ni siquiera vio la detonación en la boca del cañón, pero dos perros
cayeron al suelo.
«Dos de un tiro —se maravilló, semiahogado por el humo que tenía en los
pulmones y en la cabeza—. Tal como dije. ¿Cómo has podido hacerlo, Del Ray?».
Pero antes de entenderlo, otra silueta mutante salió del humo y bajó por el
parapeto de mesas y colchones; se lanzó sobre Joseph como un rayo y lo tiró al suelo.
Una cabeza que gruñía se le acercó a la cara, le hundió el hocico húmedo y caliente
en la garganta y le quitó el aire que respiraba.
Paul Jonas yacía a los pies de Sam, estremeciéndose y gimiendo como si hubiera
sufrido una fuerte descarga eléctrica. Apenas hacía un momento que ella se había
recuperado del brusco rechazo del pozo y tuvo que hacer un esfuerzo por comprender
lo que estaba pasando. El ángel que lloraba había destellado un momento y había
desaparecido en el aire del pozo. Los gemelos en forma de Jack Sprat y su mujer
gritaban furiosamente, sin palabras, por su desaparición; agarraban refugiados a
puñados y los arrojaban al pozo reluciente como si así pudieran hacerlos volver. Pero
ninguna de las desventuradas criaturas que caían resurgía de nuevo, ni el ángel
volvía.
—¡Sam Fredericks! —La llamó Martine.
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Sam no la veía en la estampida de seres aterrorizados. Agarró a Paul por un brazo
con la intención de llevárselo a un lugar más seguro, pero estaba resbaladizo de sudor
y se retorcía como entre las garras de una pesadilla. Alguien se abrió paso hasta ella
para ayudarla y, entre los dos, consiguieron sacarlo de donde más intenso era el caos
y arrastrarlo hasta un lugar a la orilla del pozo. Después de los lunáticos sucesos de
los últimos momentos, a Sam no le sorprendió mucho que quien la ayudaba fuera
Félix Malabar.
—Tenemos que salir de aquí —dijo Malabar secamente—. Esta versión de Finney
y Mudd no la controlo. ¿Dónde están tus amigos?
Sam sacudió la cabeza. Parecía imposible localizar a cualquiera en aquella
confusión; lo único que podía hacer era mantenerse en su lugar y proteger a Paul de
pisotones de lecheras enloquecidas y enanos presas del pánico.
—¡Fredericks! —gritó Martine de nuevo.
Por fin Sam la localizó a unos doce metros de ella, en la orilla, hacinada con otros
cuantos más en una hondonada del borde que parecía estar a solo un palmo de la
superficie del pozo. Se agachó para agarrar a Paul por las axilas y tiró con todas sus
fuerzas para levantarle el tronco del suelo. La cabeza le colgaba sin fuerza, pero tenía
los ojos abiertos y miraba el cielo fijamente. Malabar lo agarró por los pies y, entre
ambos, se lo llevaron, medio a rastras, medio en el aire, hacia el lugar donde se
acurrucaban Martine y los demás, apartados del caos, de momento.
Paul Jonas volvió la cabeza hacia ella y pareció que enfocaba la vista un instante.
—Dile que desconecte la ventana… —dijo con voz apremiante, como si fuera una
cosa sensata y útil.
Después, puso los ojos en blanco y sus palabras se perdieron otra vez en un
murmullo sin sentido.
Avanzaron unos doce pasos con dificultad y, de pronto, a Sam la agarraron por el
tobillo y la tiraron al suelo.
—¡Devuélvenos a la princesa! —siseó una voz desde atrás.
Sam intentó arrastrarse hacia delante, pero estaba sujeta por el tobillo con tanta
fuerza que le dolía; además, la golpeaban en la espalda como si fuera un trapo.
—¡Queremos a la princesa! —gritó Jack Sprat.
Este sacudió algo ante ella: otra víctima, un hombrecito de ojos saltones, vestido
de verde, que colgaba de la otra mano del monstruo.
Jack Sprat se le acercó más, tenía la cara tan llena de granos como la madera
blanca vieja. Sam, tan asustada que no podía tomar aire suficiente para gritar, soltó
una patada, pero no consiguió que los dedos que la aprisionaban la soltaran. El
monstruo, tan alto como un árbol, la levantó en el aire por los pies; después, se fijó en
el hombrecillo verde, que forcejeaba en su otra mano. Le apretó el cuello con
suavidad, casi como si experimentara, y observó con interés cómo el hombrecillo
aceleraba su inútil pataleo y después lo hacía más lentamente.
—¡La espada! —gritó Félix Malabar—. ¡Dame la espada!
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Sam solo fue capaz de preguntarse por qué el viejo se había acordado del arma
rota y ella no. La sacó del cinturón y la dejó caer al suelo. Malabar la cogió con tal
expresión de triunfo que, por un momento, Sam se maldijo por ser tan tonta.
«Será la última vez que lo vea…», pensó; la cabeza le daba vueltas, le dolía,
colgada por los pies como un péndulo a dos metros del suelo. Pero Malabar la
sorprendió saltando hacia delante y atacando con fuerza la mano sarmentosa que la
sujetaba por el tobillo. Jack Sprat, fascinado todavía por los estertores de muerte de
su otro prisionero, no pareció darse cuenta de lo que Malabar acababa de hacer, pero
los dedos se dispararon y soltaron la presa; Sam se cayó al suelo con tanta fuerza que
tardó un momento en distinguir arriba de abajo.
—¡Rápido! —gritó Malabar—. ¡Ayúdame con Jonas!
Mareada, Sam se puso de pie. Levantaron a Paul y se acercaron a trompicones al
borde del pozo abriéndose paso entre refugiados que gritaban y lloraban. Unas manos
se tendieron hacia ellos desde la hondonada de la orilla y ayudaron a Paul a bajar;
después también ayudaron a Sam a salvar la distancia hasta la estrecha repisa, de
apenas tres pasos de anchura y unos doce de longitud, que se encontraba por debajo
del borde del foso, a pocos metros, y aún más cerca de la brillante superficie líquida.
Martine, Florimel, T4b e incluso la señora Simpkins y Nandi se apretujaban en el
estrecho espacio, con los monitos de la Tribu Genial posados en algunos de ellos.
Cho-Cho, el niño desconocido, estaba acurrucado al lado de Martine, con la espalda
contra la tierra gris y los ojos muy abiertos de pánico.
—¿Vamos a quedarnos esperando aquí a que nos encuentre? —preguntó Bonnie
Mae Simpkins en un susurro ahogado.
—¿Qué son esas cosas? —preguntó Florimel—. ¿De dónde han salido esos
monstruos?
—Son copias de los gemelos de verdad —dijo Nandi Paradivash mirando a Paul,
que yacía a los pies de Sam, prisionero todavía de un desdichado sueño—, los
hombres que han seguido a Jonas por toda la red. Parece ser que hay muchas
versiones duplicadas, obsesionadas con la hija de Malabar, pero suelen ser
inofensivas. Miedo controla ahora el sistema, aunque de momento el Otro lo
mantiene a raya. Por lo visto, ha encontrado la forma de mutar esas copias.
—Pero ¿por qué? —preguntó Florimel. Se sobresaltó al oír un grito ahogado que
se sobrepuso a la horrible barahúnda de arriba; se quitó a un monito muy inquieto y
nervioso de la frente y se lo posó en el hombro—. ¡Así no acabará con el sistema
operativo… lo único que está haciendo es matar niños! ¿Es que se ha vuelto loco?
—Quiere que nos rindamos —dijo Martine lentamente, con voz muerta—. Quiere
que nos entreguemos a cambio de salvar a los niños.
—Pero aunque los salváramos ahora, no sobrevivirían. —Sam movió las manos
para llamar la atención de los demás—. ¡Está matando al como se llame, al sistema
operativo! ¡Morirán todos!
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—Es posible que… es posible que Miedo sea más inteligente de lo que pensamos.
—La voz de Martine sonaba horriblemente hueca, como si ya nada le importara, lo
que asustó mucho a Sam—. Es evidente que le sorprendió descubrir que el Otro
todavía resistía, y se enfadó mucho, pero si lo destruye por completo, perderá el
control de la red. Quizá lo que pretende no es obligamos a salir, sino volver loco al
sistema operativo haciendo sufrir a los niños que él protege.
—Pero ¿es que a nadie le importa? —La angustiada pregunta de Florimel cortó el
aire como un cuchillo, a pesar del alboroto general—. ¡Esos niños de ahí son los
nuestros! ¡Son nuestros niños! ¡Y esos monstruos los están matando! Mi hija
Eirene… ¡la siento a mi lado en estos momentos, noto su cuerpo de verdad junto al
mío, lo juro! ¡Debe de estar aterrorizada, el corazón le late muy deprisa! No sé qué le
robó el Otro, pero seguro que está ahí fuera… ¡y esos monstruos la matarán!
«¿Y quién más está ahí con ella? —se preguntó Sam con abatimiento—. ¿A quién
más están triturando y comiendo ante nuestras propias narices? ¿Al hermano de
Renie? ¿Al amigo de T4b? ¿A aquel pobre chico que se hacía llamar Senbar Flay en
el País Medio?». Una impotencia enorme y fría la embargó. Ahora ya todo era inútil.
Habían compartido un fin, salvar a los niños y salir vivos de la red. Iban a fracasar en
las dos cosas.
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Bonnie Mae con voz rota y apremiante
—. ¿Dejar que sigan sacrificando inocentes?
—¡Princesa! —aulló la mujer de Jack Sprat zangoloteando en el borde del foso, a
doce metros de ellos.
Sam y sus amigos se encogieron en la hondonada, pero la cara amorfa miraba
hacia las aguas, que latían, y no los vio. La voz que aullaba y eructaba ya no era
humana.
—Vuelve con nosotros, princesa… ¡queremos comerte!
Su sarmentoso y repugnante marido la siguió hasta el borde del cráter y empezó a
avanzar de lado por el brocal, agarrando y estrangulando cuanto se le ponía a mano.
Se dirigía al escondite de Sam y los demás. Aunque no supiera que estaban allí,
caería sobre ellos en cualquier momento.
—Matar hasta que nos des de comer —rechinó—. ¡Danos de comer!
Bonnie Mae rezaba de nuevo. Sam, casi paralizada de terror, miró un momento la
amenazadora silueta de los gemelos y después volvió la cabeza a otro lado. Ella
también quería cerrar los ojos… no para rezar, sino para no tener que ver a los
monstruos que iban a acabar con ella. Sin embargo, se quedó mirando una sombra
que se extendía en el pozo, una oscuridad nebulosa que surgía rizándose de un punto
cercano a la orilla, apagando la gran extensión de luces palpitantes a medida que
crecía.
«Se está muriendo —pensó—, ¡vamos a morir todos en la oscuridad…!». En ese
momento, algo le llamó la atención. Un estremecimiento de luces más pequeñas
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ascendió en la oscuridad, como minúsculas burbujas incandescentes que se
multiplicaban a cada segundo.
—¡Mirad! —dijo en voz baja, pero enseguida comprendió que nadie podía oírla
—. ¡Mirad!
Algo se elevaba de las aguas inquietas. «¿Será el ángel, otra vez? —se preguntó
Sam—. ¿Será el Otro? ¿Por fin va a venir el Otro?». Le pareció que no, no notaba esa
presencia inmensa que la había poseído en el congelador. Se trataba de algo más
pequeño y más humano…, incluso empezaba a distinguir una forma, una silueta
oscura que subía nadando entre las luces parpadeantes.
Lo que rompió la superficie del pozo y subió al brocal tenía el tamaño y la forma
de un hombre, con brillantes rastros de fosforescencia en el cuerpo, esbelto y
musculoso. Las luces del pozo se hicieron opacas e incluso los enormes gemelos
parecían meras sombras oscuras. Escarchado de haces de luz, el recién llegado era lo
más brillante del paisaje y todas las miradas se volvieron hacia él. Tras un instante de
decepción, Sam pensó que era Ricardo Klement; entonces, la figura se volvió, levantó
la espada y alzó el rostro, de modo que le vio el perfil y una larga melena de pelo
negro. El corazón le estalló de alegría y estupefacción.
—¡Landogarner! ¡Landogarner! —chilló la Tribu Genial levantando el vuelo
desde los hombros de Nandi.
—¡Orlando! —gritó Sam—. ¡Oh, Dios mío, es Orlando!
El alboroto de los asesinos y las víctimas cesó, pero si el recién llegado oyó la voz
de Sam, no dio señales. Se volvió hacia los gemelos y apuntó con la espada hacia
ellos en un gesto entre el saludo y la amenaza. Jack Sprat soltó una especie de
gemido, que Sam reconoció un momento después como una carcajada exaltada, y se
lanzó hacia él. Las luces del pozo volvieron a brillar de pronto y el mundo recobró la
insegura luz crepuscular de antes.
Sam empezaba a trepar por el repecho del refugio de la orilla cuando la sujetaron
por la pierna y tiraron de ella hacia atrás. Gritó de rabia y descargó varios golpes
enloquecidos sobre la mano que la retenía, segura de que era Malabar; sin embargo,
era Nandi Paradivash, con la cara gris como el mármol, ante la luz del pozo.
—¡Déjalo solo! —le dijo—. Creo que esa pelea es suya.
—¡Qué chorrada! ¡Tengo que ayudarlo…!
Dio una patada, pero Florimel la agarró por la otra pierna y no la soltó.
—No, Sam —le gruñó—. Nosotros no haríamos más que entorpecer las
maniobras. ¡Mira!
—Sí, mira —dijo Martine—. El Otro ha puesto en juego al caballero.
Sam no entendió lo que le decía, ni le importó, lo único que podía hacer era
tironear inútilmente para soltarse de las manos de sus amigos, que la aprisionaban.
Orlando había saltado sobre su enorme adversario, Thargor se movía a una velocidad
como no lo había visto nunca en la simulación del País Medio, y manejaba la espada
con tal rapidez que se hacía invisible a la extraña media luz del pozo. Descargó tres
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tajos contundentes contra las piernas de Jack Sprat antes de emplearse a fondo, de
modo que cuando el monstruo tendió el brazo hacia él, se tambaleaba. Aun así, no le
dio de lleno por poco; los dedos sarmentosos le pasaron cimbreándose junto a la
cabeza tan velozmente que Sam estaba segura de que se la habría arrancado de los
hombros si Orlando no se hubiera tirado al suelo a tiempo.
Sam no podía dejar de mirar la pelea mientras los demás se apelotonaban detrás
de ella. Era un sueño, una pesadilla… ¡Orlando luchando a muerte!
Pero vio que había algo distinto en él, no solo la rapidez, sino también la forma.
El cuerpo que tenía no era el de Thargor en los últimos días de cacería por el País
Medio, lleno de cicatrices, un veterano endurecido en las batallas de cien guerras, ni
la versión más joven en que se había convertido al entrar en la red del Grial. El nuevo
Thargor seguía siendo musculoso, pero ágil y más ligero de lo que había sido nunca
en el País Medio, una versión distinta del personaje que ella nunca había visto, un
mozalbete que solo había existido en la imaginación de Orlando.
La mayor corpulencia de las versiones anteriores habría podido ser una ventaja
oportuna en ese momento, porque Jack Sprat lo sorprendió con un revés que lo
levantó en el aire y lo estrelló contra el suelo, a pocos metros de su gelatinosa mujer.
El segundo monstruo se deslizó hacia delante a velocidad sorprendente, se irguió y
luego se dobló sobre sí mismo como un enorme flan viviente. A Sam casi se le para el
corazón un instante al creer que la inmensa boca se había tragado a Orlando; sin
embargo, la hoja de su espada asomó de pronto por un lado de la cabeza del
monstruo, que se retiró del ataque aullando. Orlando se tiró a un lado para zafarse del
colapso mortífero de la contrincante y, a continuación, con un salto de carpa, se libró
del envite de Jack Sprat, que se había adelantado con rapidez para agarrarlo mientras
se enfrentaba a su grasienta compañera.
La mujer atacó de nuevo sangrando copiosamente por la herida de la cabeza y lo
encerró entre los dos. Ambos monstruos habían aprendido la lección y se le acercaron
con más cuidado. Orlando reculó intentando agrandar el triángulo, pero tenía el pozo
a la espalda y se estaba quedando sin espacio.
La alegría de Sam se convirtió en desánimo e impotencia. Era imposible que los
venciera a los dos. Tendría que verlo morir una vez más. Golpeó las manos que la
sujetaban, pero sus amigos no la soltaban.
—¡Corre! —gritó—. ¡Corre, Orlando!
Orlando retrocedió un paso más. Cuando el talón titubeó en el borde del pozo,
echó un rápido vistazo atrás, a la impermanencia titubeante de las aguas. Su mirada,
medida pero temerosa, fue suficiente para que Sam supiera una verdad terrible: había
salido de allí, pero no sobreviviría si volvía.
«Si vuelve al pozo, se desintegrará —pensó enloquecidamente—, desaparecerá.
—No sabía por qué lo sabía, pero estaba segura: el pozo no tenía energía suficiente
para rehacerlo—. ¿Rehacerlo? Pero si es Orlando, ¡es Orlando de verdad…!».
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Jack Sprat se acercó a él cojeando, con las piernas heridas, moviendo los brazos
como si fueran escobas gigantes, sin intentar nada más ambicioso que tirarlo por el
pozo abajo. Sin espacio al que retirarse, Orlando hizo lo único que podía hacer: saltar
hacia delante entre las manos que se tendían hacia él y llegar rodando a las
descarnadas piernas como una bola de bolera. Una pierna se tronchó con un ruido
seco y el monstruo se bamboleó y soltó un silbante grito de rabia. Se tambaleó, dio un
paso cojeando y, al recuperar el equilibrio, empezó a agacharse, pero Orlando ya
estaba detrás de él. De un mandoble, cortó otro trozo de la pierna rota. Mientras el
monstruo se tambaleaba sobre una sola pierna, Orlando lo empujó con todo su peso
hacia el pozo.
Jack Sprat se cayó por el brocal, pero logró clavar los dedos en la blanda tierra y
sujetarse allí, con las piernas colgando por encima de las aguas agitadas. Incluso
empezó a izarse para salir, pero Orlando, esquivando un aplastante golpe lateral de la
otra bestia, le redujo los dedos a astillas. Jack Sprat resbaló hacia las palpitantes
profundidades gritando y silbando como una langosta puesta a cocer, reapareció un
momento en la superficie agitando los brazos y se disolvió por fin en la sustancia
brillante del pozo.
Su monstruosa mujer gelatinosa se encorvó hacia Orlando por la espalda
escupiendo de rabia. Orlando solo tuvo una fracción de instante para apartarse de un
salto, antes de que la bestia lo golpeara como un puño titánico de masilla.
Rezumando, se volvió con rapidez a un lado para acorralarlo contra el precipicio y
volvió a erguirse con la boca estúpidamente abierta, una mueca que le hacía parecer
una especie de marioneta de calcetín cancerosa y gigantesca. Antes de que se dejara
caer otra vez y lo aplastara, Orlando le clavó la hoja de la espada a fondo y se
desplazó hacia un lado con esfuerzo, arrastrando la espada consigo y tensando los
músculos al cortar la gomosa carne, aunque la criatura ya empezaba a doblarse
encima de él.
A Sam le brincó el corazón de tal forma que creyó que se le iba a parar para
siempre, pero Orlando salió a rastras de debajo de la inmensa mole, cubierto de baba.
El aullido furibundo del monstruo se hizo más penetrante, de dolor e incluso de
miedo. Volvió a erguirse una vez más, pero una sustancia viscosa le salía por el largo
tajo irregular abierto en el centro del cuerpo. La mujer de Jack Sprat se bamboleó, se
desinfló como un globo, se desplomó, resbaló por el brocal hecha un grumo húmedo
y pegajoso y desapareció en el pozo.
Sam ya estaba de pie, corriendo, abriéndose paso entre los atónitos refugiados,
saltando por encima de los cadáveres y de los moribundos sin pensar en ellos ni un
instante. Orlando se alejó del brocal, trastabilló y cayó de rodillas.
—¡Orlando! —gritó Sam—. ¡Ah, dzang, Gardiner! ¿Eres tú, de verdad? —Se
agachó y lo envolvió entre los brazos—. ¡No te mueras, por favor, no te mueras! ¡Ay,
Dios! ¡Sabía que no podías estar muerto! ¡Como Gandalf! ¡Has vuelto, has vuelto!
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Volvió la cabeza y la miró como si mirara a una desconocida, y a Sam se le
encogió el estómago. Después sonrió; aunque fue una sonrisa insegura y desanimada,
a ella le pareció lo más maravilloso que había visto en toda su vida.
—Es que estoy muerto, Fredericks —le dijo—, muerto de verdad.
—¡No, no es cierto! —Lo abrazó con todas sus fuerzas. Lloraba, balbucía… pero
no le importaba, no sabía nada, estaba vivo, ¡vivo! Los demás se acercaron corriendo,
pero Sam no quería soltarlo, nunca—. ¡No estás muerto! ¡Estás aquí!
—¿Gandalf? —dijo él al cabo de un momento, separándose un poco. La miró
fijamente, intentó quitarse sus propias lágrimas con un parpadeo y después soltó una
carcajada—. ¡De modo que lo habías leído, maldita sea! Lo habías leído pero no me
lo dijiste nunca. Eres el máster de los virus, Fredericks.
Entonces, se derrumbó en sus brazos.
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42. La vieja escuela
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Algunos países pobres quieren ser prisiones.
(Imagen: nueva instalación en Totness). Voz en off: Los gobiernos de algunas
naciones pobres, como Surinam y Trinidad y Tobago, disputan por albergar el exceso
de prisioneros de Estados Unidos y Europa, donde la población carcelaria aumenta
a mayor velocidad que la construcción de centros de internamiento, en contra de la
furibunda oposición de la ciudadanía en la mayoría de esos pequeños países.
(Imagen: Vicenta Omarid, vicepresidenta del movimiento ¡Resiste!). OMARID:
Nuestro país no es un vertedero de desechos tóxicos ni humanos. Lo que las naciones
del mundo desarrollado se proponen es una cínica explotación de su propio pueblo y
del nuestro; esas iniciativas solo pretenden ocultar las consecuencias de su política
de encerrar a los pobres pasando por la cara su dinero a las naciones que padecen
hambre, como Trinidad y Tobago…
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habló.
—Quédate —dijo—, quédate con… este. —Conocía esa voz, naturalmente, la
había oído en incontables pruebas: era la voz curiosamente asexuada del ordenador
de su nave espacial—. Este está solo.
Algo le tocó la fibra sentimental. Después de que la nave fuera destruida, en el
desastre de Sand Creek, se la había arrancado del pensamiento como a una amante
muerta. El simple hecho de oír su voz después de tantos años era un milagro. Pero las
palabras le inquietaron. ¿De verdad el sistema operativo de la red del Grial, que había
construido ese sueño en su cabeza, solo quería hablar? Llevaba tanto tiempo luchando
contra esa cosa que casi le parecía imposible creérselo.
—Sé que esto no es real —dijo—, pero ¿por qué lo haces? ¿Por qué no me
mataste sin más cuando conseguiste entrar en mis pensamientos?
—Tú eres… diferente —respondió la voz mecánica de la nave. Fuera de la gruesa
ventana, seguían pasando rachas de estrellas como copos de nieve—. Eres de luz y
números. Como este.
«Mis conexiones, mis sistemas internos. ¿De verdad cree que soy lo mismo que
él? ¿Estará buscando un… un alma gemela, nada más?». No podía creer que eso
fuera todo: el sistema operativo había captado su presencia hacía mucho tiempo, lo
había estudiado en cada incursión tan escrupulosamente como Sellars lo estudiaba a
su vez. ¿Por qué había esperado tanto a ponerse en contacto con él? ¿Solo porque sus
sistemas de defensa se lo habían impedido? ¿O tenía algún motivo más?
Sellars estaba desconcertado y agotado. El sueño era muy seductor, la
consecución de su más hondo deseo, reducido a cenizas hacía tanto tiempo, le
impedía concentrarse.
—Las estrellas —dijo la cosa al percibir su pensamiento—. ¿Conoces las
estrellas?
—Las conocía —respondió Sellars—, creía que me pasaría la vida entre las
estrellas.
—Qué solitario —dijo la voz de la nave.
Eso, al menos, fue real. Un simple programa de voz de nave espacial no podía
elaborar tanta desolación y pesadumbre.
—No todo el mundo opina lo mismo —replicó, casi con ternura.
—Soledad, vacío, frío.
Sellars iba a responder, era difícil no aducir algo ante semejante desesperación
infantil; pero a medida que se acostumbraba a lo inusitado de la experiencia, lo
ilógico de todo ello siguió inquietándolo.
«Si lo único que quería era hablar conmigo, ¿por qué ahora? Hace mucho tiempo
que puede llegar más allá de su propia red… solo hace falta ver cómo se manifestaba
en el Mister J’s, cómo empezó a explorar otros sistemas de la vida real. ¿Por qué no
se puso en contacto conmigo enseguida, en vez de esperar a que intentara entrar en la
red del Grial? En realidad, aunque hubiera esperado a que entrase, ¿por qué ha
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escogido este momento en particular? He entrado muchas veces en la red del Grial.
—Buscó motivos en lo sucedido justo antes del contacto—. Estábamos luchando, o al
menos yo luchaba contra sus rutinas de seguridad. Entonces me marché para ir a abrir
el ladrón de datos… esa cantidad ingente de información de la red del Grial, ese flujo
impresionante… y en ese momento me atacó otra vez. Se saltó mis defensas cuando
activé el pinchazo de datos».
—Tú, este, somos iguales —dijo la voz de la nave de pronto.
Casi parecía asustada.
—Me has utilizado, ¿verdad? Eres muy inteligente, maldito. Has esperado a que
entrara en el sistema de Malabar y te has añadido a la cola de mi acceso. Ahí pasaba
algo que no podías resolver, ¿verdad? Algo diseñado ex profeso para que no pudieras
entrar. Y necesitabas que yo siguiera vivo y conectado para resolvértelo.
Al comprenderlo, sintió un miedo más hondo aún. ¿Qué objetivo se proponía
alcanzar su adversario para haber luchado tanto y con tanta destreza? ¿Qué estaba
haciendo en esos mismos momentos, mientras lo entretenía a él con la recreación de
recuerdos? ¿Y qué le haría cuando ya no lo necesitara más?
—No. Solo en la oscuridad. No quiero seguir aquí.
La voz mecánica se distorsionaba cada vez más.
—Pues déjame ayudarte —le rogó Sellars—. Dices que soy como tú. ¡Dame una
oportunidad! Quiero lo mismo que quieres tú… quiero que los niños se salven.
—Salvar no —musitó. También las estrellas del exterior se estaban apagando,
como si la Sally Ride fuera en busca de su antigua luz—. Es tarde. Es tarde para los
niños.
—¿Qué niños? —preguntó bruscamente.
—Todos los niños.
—¿Qué has hecho? —preguntó Sellars con exigencias—. ¿Cómo me has
utilizado? Si me lo dices, quizá todavía encontremos la forma de ayudarte… o al
menos, de ayudar a los niños.
—Ayuda no —replicó con tristeza, y empezó a cantar con una voz lúgubre y
vacilante.
—No entiendo —dijo Sellars, que nunca había oído esa letra ni la sencilla melodía—,
dime lo que has hecho. ¿Por qué me has retenido aquí? ¿Qué has hecho?
Empezó a cantar otra vez y Sellars reconoció la canción.
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Pero ya no era un jardín, o al menos, no el confortable espacio curvo que había
cuidado tanto tiempo. Ahora se extendía en muchos kilómetros, o eso parecía, más
vasto que los terrenos de Kensington o de Versalles, una maraña prácticamente
impenetrable de vegetación que se extendía en todas direcciones.
«Se ha mantenido —comprendió Sellar—. Mi jardín ha absorbido la información
de la red del Grial y no ha reventado. Y yo sigo vivo también. El Otro hizo lo que
tuviera que hacer y después me soltó». Miró si la conexión con la red seguía abierta,
si todavía estaba en contacto con Cho-Cho, y sintió un gran alivio al comprobar que
sí.
«Entonces, ¿qué ha estado haciendo el sistema operativo? —se preguntó—. ¿Qué
quería?».
Se zambulló en las hectáreas de datos, en la enorme cantidad de información que
un equipo completo de especialistas habría tardado años en analizar
satisfactoriamente. Pero Sellars estaba solo y no disponía de años, ni de meses,
siquiera. En realidad, sospechaba que solamente le quedaban un día o dos antes de
que todo se viniera abajo.
Las revelaciones, al menos algunas de ellas, salieron a la luz con rapidez. Al
examinar los acontecimientos más recientes relacionados con la red del Grial,
siguiendo únicamente la evolución de lo ocurrido desde el pinchazo de datos, por
ahorrar tiempo, y hurgando después frenéticamente en los archivos de la Hermandad
del Grial para confirmar sus sospechas, descubrió lo que había hecho el sistema
operativo.
Era peor de lo que se imaginaba. No disponía de un día ni de dos para salvar a sus
amigos y a un sinnúmero de inocentes. Disponía de unas tres horas, cuatro, en el
mejor de los casos y… ¡el caso tendría que ser demencialmente favorable!
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menos ya no tenían que seguir viendo ese bulto de noche infinita con forma de
hombre paseándose tranquilamente de un lado a otro del campamento.
Un fragmento de la Biblia, oído en la infancia, le vino a la memoria. «Y dijo
Jehová a Satán: “¿De dónde vienes?”. Y respondiendo Satán a Jehová, dijo: “De
rodear la tierra, y de andar por ella”».
«Pero en este universo hay dos Satanes —pensó Paul—, y uno de ellos está aquí,
con nosotros».
Se quedó mirando a Félix Malabar quien, igual que él, se había sentado separado
de la hoguera y de los demás supervivientes. Malabar le sostuvo la mirada. Sus
compañeros parecían mucho más interesados en Orlando, que todavía no había vuelto
en sí. Pero exceptuando el hecho de que había muerto, cosa que, en opinión de Paul,
solía considerarse un problema médico bastante grave, parecía que el muchacho no
tenía nada más que agotamiento.
«A nadie le importo —pensó—, salvo al hombre que intentó matarme. Pero ¿qué
más me da? Ellos no saben lo que yo sé».
Lo había recordado todo, no solo los últimos y terribles momentos en la torre,
sino también, al mismo tiempo, las pequeñas piezas que faltaban, el aburrimiento
cotidiano, la rutina, todo lo que le habían ocultado mediante el bloqueo posthipnótico.
—Ella está muerta —le dijo a Malabar—. Ava está muerta, ¿no es así?
—Has recuperado la memoria —dijo Malabar hablando lentamente—. Sí, está
muerta.
—Entonces, ¿por qué estaba aquí? ¿Por qué se me… aparecía constantemente? —
Echó una mirada hacia los compañeros que rodeaban a Orlando. Se encontraban a
pocos metros de distancia, pero se sentía tan desconectado de ellos como si
estuvieran cien veces más lejos—. ¿Era un caso parecido al de ese chico… Orlando
Gardiner?
Malabar lo miró un momento sopesándolo. Ni la luz del fuego que le brillaba en
los ojos le hacía parecer más vivo. «Parece hecho de relleno —pensó Paul—, un
muñeco con ojos de cristal. Ojos muertos».
—No lo sé —dijo Malabar por fin—. No sé lo que es el muchacho, aunque tengo
mis sospechas. Pero mi Avialle, cuando murió… solo quedaron sus copias.
—¿Copias?
La palabra lo dejó helado, aunque casi se la esperaba.
—De versiones anteriores del proceso del Grial. Escáneres de la mente realizados
en épocas diferentes, pero ninguno plenamente satisfactorio.
Frunció el ceño como si fuera a devolver un vino corriente.
—Como Tinto, el de la simulación de Venecia —dijo Paul—. No me equivoqué.
—Malabar levantó una ceja al oír ese nombre, pero no dijo nada—. ¿Cómo entró…?
Ava… ¿cómo entró Ava… todas las Avas, cómo pudieron entrar en el sistema? ¿Por
qué se me aparecía siempre?
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—Después de su muerte —explicó Malabar con un encogimiento de hombros—,
cuando descubrí que todas las copias almacenadas, incluso las que había hecho de
Finney y Mudd, habían sido volcadas en la red del Grial, pensé que se debía a un
fallo del sistema; a fin de cuentas, es un proyecto de una gran complejidad. —
Entrecerró los ojos—. No me di cuenta de que el Otro, el sistema operativo, había
traspasado los límites de su confinamiento, había logrado quitarse la camisa de fuerza
de la red y se había colado en mi propio sistema. Ni siquiera cuando la… la vi por
primera vez en una de mis simulaciones, entendí cómo era posible que una copia
hubiera llegado a la red del Grial. —Enderezó la espalda y apretó la mandíbula. A
Paul le pareció una persona que intentaba enmascarar una gran pena o un una gran
cólera—. Fue en mi mundo isabelino. La vi en Southwark, cerca del teatro Globe; la
perseguían dos asesinos que se parecían a Mudd y Finney. Los atrapé y los inmovilicé
para estudiarlos después, pero ella se me escapó. Fue entonces cuando entendí que
todas las copias que faltaban habían sido volcadas de alguna manera en la red del
Grial, pero todavía no sospechaba del sistema operativo.
—Entonces… ¿todas las versiones de los gemelos son meras copias?
Era horrible tener que engatusar a ese hombre cruel, a ese asesino, para sacarle
información, pero su hambre de respuestas era muy fuerte.
—No, Finney y Mudd todavía existen. Después… de lo que pasó con Avialle, los
castigué, los encarcelé, en cierto modo, pero todavía trabajan para mí. Eran los que te
perseguían por toda la red del Grial cuando te escapaste.
—Pero ¿por qué, maldita sea? —La rabia volvió a estallar un momento en forma
de calor que le subía por la columna vertebral. Tuvo que hacer un gran esfuerzo por
seguir sentado—. ¿Por qué yo? ¿Por qué soy tan importante, maldita sea?
—¿Tú? Tú no eres nada, pero para mi Avialle eras algo. —El viejo frunció el
ceño y bajó la mirada—. Las copias de ella, todos esos fantasmas… tú los atraías. Al
principio no lo sabía. Después de perder a Avialle, te mantuve prisionero e
inconsciente. Todavía tenía muchas dudas respecto a lo que había pasado. Te
implanté una neurocánula y te metí en una de mis simulaciones de la red del Grial
para… investigar.
—Para torturarme —replicó Paul con rudeza.
—Llámalo como quieras —dijo Malabar encogiéndose de hombros—.
Prácticamente, ya no tengo vida física. Quería que estuvieras en mi reino. Pero
enseguida me di cuenta de que llamabas la atención de… algo. Era fugaz, pero
conseguí captar rastros. Se trataba de Avialle o, mejor dicho, las versiones duplicadas
de Avialle. No sé por qué, pero las atraías. No podían mantenerse lejos de ti mucho
tiempo.
—Me amaba —dijo Paul.
—Calla la boca. No tienes derecho a hablar de ella ahora.
—Es cierto. Y mi pecado fue que lo único que podía ofrecerle de verdad era
compasión, que ya es más de lo que usted puede alegar, ¿no es así?
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—Cerdo —dijo Malabar levantándose, pálido de furia, y alzó los puños con rabia
—. Tendría que matarte.
—Adelante —dijo Paul, levantándose también—, inténtelo. Vamos, ya ha hecho
conmigo todo que podía hacerme.
Los compañeros de Paul se volvieron cuando la discusión con Malabar subió de
tono. Azador acudió presuroso a donde estaban.
—Por favor, amigos míos, no más peleas. Ya tenemos un enemigo… y es
suficiente para todos, ¿no es verdad?
Paul se encogió de hombros y se sentó. Azador dijo algo a Malabar al oído y
volvió con el grupo que rodeaba a Orlando. Malabar clavó la mirada en Paul y la
mantuvo un buen rato, hasta que se sentó en el suelo.
—No hablarás más de esa cuestión —le dijo fríamente.
—Hablaré de lo que quiera. Si no la hubiera encerrado, si no la hubiera tratado
como un objeto de museo, no habría sucedido nada de todo esto.
—No entiendes nada —dijo Malabar, pero ya no había fuego en su voz—. Nada.
Paul se quedó un rato escuchando el crepitar de la hoguera a lo lejos, el murmullo
de las conversaciones de sus amigos.
—Y entonces, me incluyó en la simulación de la Primera Guerra Mundial —dijo
al cabo de un rato—, me puso bajo vigilancia. Al parecer yo era el cebo.
—Esperaba poder acercarla lo suficiente para capturarla, sí —dijo Malabar
mirándolo como si lo observara desde una gran distancia—, quizá recoger suficientes
copias para reconstituir algo más parecido a la verdadera Avialle.
—¿Por qué? ¿Por algo tan normal como amor de padre? ¿O por algo menos
agradable? ¿Fue solo porque era suya y quería recuperar lo que le pertenecía?
—Lo que hay en mi corazón… —replicó el viejo, que se había puesto rígido—
nadie tiene que saberlo.
—¿Corazón? ¿Usted tiene corazón? —Paul esperaba cólera, pero esta vez,
Malabar parecía tan helado y agotado que no pudo responder—. Entonces, ¿de qué va
todo esto? Toda aquella locura, el estrambótico museo de la casa y el terreno… ¿qué
se proponía?
Malabar tardó mucho en responder.
—¿Sabe lo que es un ushebti? —dijo por fin.
—No conozco esa palabra —dijo Paul sacudiendo la cabeza, confuso.
—No importa —replicó Malabar—. En realidad, esta conversación es inútil. Los
dos moriremos enseguida. Cuando el sistema se caiga, moriremos todos los que nos
encontramos aquí.
—En ese caso, ya que no importa, dígame la verdad. —Paul se inclinó hacia
delante—. Iba a matarme, ¿verdad? Ava tenía razón, usted iba a matarme… a
aplastarme como a una mosca. ¿No es eso?
—Sí —dijo Félix Malabar tras mirarlo un largo segundo, calibrándolo; después
bajó la mirada hacia el fuego.
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—Pero ¿por qué? —preguntó Paul recostándose un poco, con una sensación de
triunfo desagradable.
—Fue un error —dijo Malabar—, una mala idea, un proyecto fracasado. Se
llamaba así por el ushebti de las tumbas egipcias, unas figuritas que se suponía que
trabajaban para el faraón muerto en la otra vida.
—No le sigo. ¿Quería que trabajase para usted después de morirse?
—Tú no —dijo Malabar con una sonrisa gélida—. Te das mucha importancia,
Jonas. Un problema muy común entre la gente de tu pequeña isla.
Paul se tragó una réplica. De modo que el ancianísimo francés quería insultar a
los británicos… pues que los insultara. Jamás se habría imaginado que llegaría a tener
ocasión de hablar cara a cara con ese hombre, y no pensaba echarla a perder.
—Entonces, ¿quién? ¿Por qué?
—Empecé el Proyecto Ushabti hace unos años, en un momento en que estaba
bastante seguro de que el proceso del Grial fallaría. Los primeros resultados de la
escisión del tálamo fueron muy malos y el sistema operativo de la red del Grial, el
Otro, como lo llaman algunos, era inestable. —Frunció el ceño—. Yo ya era muy
viejo. Si el Proyecto Grial no triunfaba, me moriría. Pero no quería morir.
—¿Y quién lo quiere?
—Son pocos los que cuentan con mis recursos. Son pocos los que tienen el valor
de desacatar abiertamente la cobarde rendición de la humanidad a la muerte.
—Entonces… —dijo Paul conteniendo la impaciencia—, ¿usted empezó ese…
Proyecto Ushekti?
—Ushabti. Sí. Si no podía perpetuar mi yo verdadero, optaría por la segunda
posibilidad más aceptable. Como los faraones, mantendría vivo mi linaje. Habría
salvado la sangre sagrada, y lo haría creando una versión de mí mismo que me
sobreviviera.
—Pero si acaba de decir que la tecnología no estaba a la altura…
—Y no lo estaba. Por eso recurrí a la mejor alternativa que tenía. Parecía que no
me libraría de la muerte, y creé un clon.
—Pero eso… —dijo Paul, con un montón de pensamientos terribles
burbujeándole en la cabeza— no tiene sentido. Un clon no es uno mismo, es solo
genéticamente igual. Con el tiempo, se convertiría en otra persona distinta, porque
sus experiencias… serían distintas…
—Veo que empiezas a entenderlo. Sí, no sería yo. Pero si le proporcionaba una
educación tan parecida a la mía como fuera posible, se parecería más a mí. Lo
suficiente para valorar lo que yo había hecho. Quizá incluso lo suficiente para
resucitarme un día mediante las copias del Grial que ya tenía hechas, a pesar de sus
fallos. —Malabar cerró los ojos recordando—. Todo estaba preparado. Cuando
alcanzara la madurez, su verdadero nombre, Hor-sa-iset, Horus el Joven, le habría
servido como clave de acceso a mi sistema. Ese es el verdadero Horus de la mitología
egipcia: Horus, nacido del cadáver de Osiris. Todos mis secretos habrían sido suyos.
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—Frunció el ceño, distraído—. Si hubiera tenido la idea del Proyecto Ushabti cuando
estaba fundando la Hermandad del Grial, jamás habría dado el nombre de Horus
como clave al imbécil de Yacoubian…
—Un momento, un momento. ¿Usted… iba a recrear su infancia en un clon? —
La locura del viejo lo asombraba—. ¿En el último piso de un rascacielos? —De
pronto, un pensamiento lo golpeó con la contundencia de una pedrada—. ¡Dios mío!
¿Ava… iba a ser…?
—Mi madre. Sí, mi madre… o, al menos, la madre de mi ushebti, un vaso para la
conservación de la sangre.
—Dios, está loco de remate. ¿De dónde sacó a la pobre niña? ¿Era una actriz
contratada para hacerle de santa madre? No podía ser hija suya de verdad, a menos
que también la criara en un laboratorio de genética. —Y de pronto comprendió; se le
fue toda la fuerza del cuerpo y se quedó helado hasta los huesos—. ¡Dios! No sería
capaz, ¿verdad? La… la fabricó.
—Sí —dijo Malabar. La perplejidad de Paul parecía hacerle gracia de una forma
cansina—. Ella era otro clon mío, modificado para ser mujer, claro, es decir, bastante
distinta. No es necesario que te escandalices tanto, los egipcios practicaban el
matrimonio entre hermanos. ¿Por qué no iba yo a hacer lo mismo por mi posteridad?
En realidad, habría recurrido a mi verdadera madre para dotar a Avialle de material
genético, pero no fui capaz de exhumar su cadáver. Hacía casi dos siglos que
reposaba en el cementerio de Limoux, donde todavía reposa. No interrumpí el
descanso de sus huesos. —Agitó una mano despectivamente—. De todos modos, la
diferencia era muy pequeña. A fin de cuentas, la madre no aportaría su ADN, solo sería
la depositaría: llevaría en su seno a mi hijo, daría a luz y después lo criaría.
—¡Dios me asista! Esto empeora por momentos. Es decir, Ava no mentía. ¡Estaba
embarazada!
—Por poco tiempo. Pero entonces, el Proyecto Grial dio un paso de gigante y
abandoné el Proyecto Ushabti.
—Es decir, retiró el embrión y, simplemente… conservó a Ava como prisionera.
—Me… —contestó Malabar. La máscara de desprecio desapareció un momento
— me había encariñado con ella. Hace muchos años que murieron mis hijos, no
conozco a sus descendientes.
—Usted… —Paul se agarró la cabeza con las manos—, usted… —Respiró
hondo, temblorosamente—. Tendría que dejarlo, pero no puedo dejar de preguntar.
¿Y yo qué? ¿Qué pensaba hacer, antes de que Ava se enamorase de mí y le estropeara
los planes?
—No estropeó nada —replicó Malabar con una fría sonrisa—. Era exactamente lo
que esperaba que hiciera. Mi madre se enamoró de su tutor, y este se suicidó. Ella se
quedó tan abatida que permitió que sus padres la casaran con mi padre, pero la
tristeza nunca la abandonó… fue lo que conformó el resto de su vida. Si no hubiera
sucedido así, ella no habría sido la madre que yo conocí. —Su sonrisa se torció—.
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Fueron los dos necios de Mudd Finney quienes permitieron que las cosas se salieran
de su cauce. Tenían que haberos dejado solos a los dos hasta que estuviéramos
preparados para deshacernos de ti. Acababa de cancelar el Proyecto Ushabti, así que,
de todos modos, no importaba.
—A mi sí me importaba —dijo Paul, conmovido pero furioso—. A Ava y a mí sí
nos importaba.
—No vuelvas a hablar de Avialle. Estoy harto de la familiaridad con que hablas
de ella.
—Entonces —dijo Paul, y cerró los ojos un momento mientras dominaba la rabia
que pondría fin a todas las preguntas y respuestas—, entonces dígame una cosa: ¿por
qué me escogió a mí, de entre todos los pobres diablos de este mundo? ¿Por pura
casualidad? ¿Sencillamente, escogió al primer aspirante aceptable para ese
pequeño… honor? ¿O es que yo cumplía alguna condición particular?
—Porque estudiaste en Cranleigh —dijo con la misma mirada vidriosa y muerta
de costumbre.
—¿Cómo? —Era la última respuesta que se esperaba—. Pero ¿qué quiere decir?
Ahí fue donde estudié antes de ir a la universidad.
—A mí me mandaron allí de pequeño —dijo Malabar con una mueca que casi era
un gesto de debilidad… el primero que Paul le había visto—. Los niños ingleses me
marginaban por ser extranjero y enclenque. Me torturaban…
—¿Y por eso me escogió a mí? ¿Iba a asesinarme porque estudié en Cranleigh?
—Paul soltó una carcajada sin querer, una sacudida casi histérica con toda la
capacidad de sus pulmones—. ¡Dios! Odiaba ese sitio. Los chicos mayores me
trataban exactamente como a usted. —«Excepto Niles», se dijo, y ese pensamiento
trajo otro consigo—. Entonces, ¿qué me pasó después… a mí, a mi verdadero yo?
¿Estoy muerto, igual que Ava? ¿Mandó que me mataran?
—No —dijo el anciano—. Preparamos un accidente de automóvil, pero no con tu
verdadero cuerpo. Tu verdadero cuerpo se encuentra a salvo en un laboratorio del
proyecto, y con vida, por lo que sé. Los restos que enviamos a Inglaterra eran los de
un vagabundo. Las autoridades británicas no teman motivos para sospechar de la
identificación del cadáver.
«Aunque no esté muerto, es como si lo estuviera —pensó—. Niles no habrá
movido un dedo por encontrarme, eso seguro. Hace mucho tiempo que habrá
pronunciado su habitual “¿Os acordáis del bueno de Paul Jonas?”».
—¿Cuánto tiempo hace? —preguntó.
—¿Qué?
Malabar lo miró irritado y confuso.
—¿Cuánto tiempo he estado en su maldito sistema? ¿Cuánto hace que acabó con
la vida de su hija y la mía?
—Dos años.
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Paul se levantó, tenía las piernas débiles y las rodillas le temblaban. No podía
seguir sentado enfrente de ese asesino. Dos años. Dos años borrados de su vida, y la
vida echada a perder por nada. Por un proyecto insensato y fracasado. Porque había
ido a un instituto determinado. Era la broma más pesada que uno podía imaginarse.
Se alejó de la hoguera tambaleándose y se encaminó hacia el pozo. Quería llorar pero
no podía.
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¡Qué vergüenza! ¡Thargor no llora!
—¡Ay, Orlando! —exclamó Sam, con el corazón en un puño otra vez—. ¡Cuánto
te he echado de menos! Jamás pensé que volvería a verte. —Ahora, Sam también
lloraba. Se frotó los ojos rabiosamente con la andrajosa manga de la camisa gitana—.
¡Mierda! ¡Qué tontería! Vas a empezar a considerarme una chica.
—Pero… es que eres una chica, Frederico —replicó él con suavidad—. Es
posible que sea la primera vez que te veo así, pero desde luego, eres una chica.
—¡No para ti! ¡Para ti no, Gardiner! ¡Tú me tratas como una persona!
—Reconocí tu voz en cuanto… volviste —dijo con un suspiro—. Supe que
querías ayudarme a luchar contra aquellas cosas. Te habría matado yo mismo. ¿En
qué estabas pensando?
—¡No iba a quedarme aquí sentada viendo cómo te mataban, idiota enquistado!
Ya tuve que creer una vez que estabas muerto.
—Y lo estaba, y lo estoy.
—No digas chorradas.
—No las digo. —Le cogió la mano—. Escucha, Sam. Es muy importante…
importante de verdad. Pase lo pase, tienes que entender lo que te voy a decir. No
quiero que vuelvas a hacerte daño.
El matiz de su voz le aceleró el corazón. No era amor, desde luego, no el amor del
que hablaban los chicos del colegio, ni el amor del que se hablaba en la red, sino algo
mucho más profundo, algo desconocido.
—¿A qué te refieres?
—Me he muerto, Sam. Sé que estoy muerto. Estaba luchando contra aquella cosa,
aquel cerdo del Grial con cabeza de pájaro… —hizo una pausa—. Pero ¿qué fue lo
que pasó allí? ¡Dime!
—Lo mataste —dijo ella con orgullo—. T4b le clavó la mano en la cabeza… esa
mano brillante, ¿te acuerdas? Y entonces tú le hundiste la espada en el corazón, y se
cayó encima de ti… —De pronto, se acordó—. ¡Ay, tu espada…!
—Aquí está —dijo Orlando sin prestar atención a la interrupción—, la tengo en la
mano. Mira, Sam, cuando luchaba contra ese pajarraco, todo se estaba… cerrando
dentro de mí. Lo notaba. Y después desaparecí, ¡desaparecí! Estaba en otra parte y…
y no sé ni explicarlo. Y después, todo era negro y yo iba subiendo por el agua, entre
estas luces, y sabía que tenía que matar a esas dos cosas, y… y… —Frunció el ceño e
intentó sentarse, pero Sam, con suavidad, lo obligó a seguir reclinado—. Solo sé una
cosa. El otro Orlando, el que tenía progeria, el que tenía padre y madre, y un
cuerpo… se ha ido.
—¿Qué estás diciendo?
—¿Te acuerdas de lo que decían en la ceremonia de la Hermandad del Grial,
sobre dejar el cuerpo y vivir en la red? Bien, pues creo que es lo que me ha pasado a
mí. No sé cómo, pero… ¡pero me estaba muriendo, Sam! Y ahora no. Lo sé.
—Pero eso es bueno, Orlando… ¡es maravilloso!
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—No. Soy un fantasma, Sam. Mi cuerpo, el Orlando de antaño, ha muerto. No
podré volver nunca.
—¿Volver…? —Empezaba a comprender las implicaciones, frías, ineludibles—.
¿No puedes…?
—No puedo volver al mundo real. Aunque sobrevivamos a todo esto, aunque
todos vosotros consigáis volver… no podré ir con vosotros. —La miró un buen rato
con los ojos muy abiertos, casi febriles. Después su expresión se suavizó—. ¡Mierda,
Frederico, estás llorando otra vez! —Recogió una lágrima de la mejilla de Sam y la
hizo brillar a la luz de la hoguera—. No llores, anda.
—¿Qué… qué vamos a hacer? —dijo ella hipando discretamente, poniendo todo
su empeño en no llorar.
—Procurar que no nos maten. Que no me maten otra vez, en mi caso. —Se sentó
con la espalda erguida—. Y ahora, cuéntame qué pasó después de mi muerte.
La tomó por sorpresa. Soltó una carcajada aguda a pesar de todo, pero se quedó
terriblemente vacía.
—¡Mierda, Gardiner, no me hagas esto!
—Perdona —dijo él con una sonrisa—. Supongo que hay cosas que no cambian
nunca.
Lo alcanzó muy cerca de la orilla. Sin decir una palabra, lo enlazó por el brazo. Él
se sobresaltó ante el inesperado contacto, pero no se separó. Se dio cuenta de que era
agradable que lo tocaran, y al mismo tiempo era consciente de que quería seguir vivo.
—No pensaba tirarme —dijo.
—No me lo pareció —dijo ella—. Pero habría sido un engorro que te cayeras sin
querer.
Él se giró y ella se movió limpiamente a su lado. Empezaron a andar por la orilla.
—Dime —le dijo—, ¿esta vez te has acordado de todo?
—De más de lo que quería —respondió.
Mientras le contaba los recuerdos que había recuperado —la vida que había
recuperado, en realidad— y las estrambóticas explicaciones de Malabar, empezó a
sentirse más avergonzado que nunca de su timidez, de haber permitido que los
sucesos de su vida anterior lo arrastraran sin haber opuesto resistencia apenas al
terrible desenlace.
—… Y Ava… ¡era tan joven! —Apretaba los puños con tanta fuerza que sabía
que Martine notaría el temblor del brazo—. ¿Cómo podía…?
—¿Cómo podías qué? —A Paul le sorprendió oír tanta cólera en la voz de
Martine—. ¿Ofrecerle alivio? ¿Hacer todo lo posible por ayudarla en una situación
tan extraña, temible e inexplicable? ¿Intentaste seducirla?
—¡No!
—¿Te aprovechaste de su ignorancia… de su inocencia protegida?
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—No, claro que no, no a propósito. Pero el hecho de seguir adelante, dándole
clases, cuando sabía que todo aquello estaba podrido…
—Paul —le apretó más el brazo—, una persona…, un amigo… me dijo una vez
una cosa. Se refería a mí, pero también puede aplicarse a ti: «Nunca evites la ocasión
de quedarte mirando de frente lo que no te conviene». —Emitió un ruido que habría
podido ser risa. Sin darse cuenta, Paul se preguntó por primera vez cómo sería la
verdadera Martine, y le entristeció que la ceguera hiciera su imagen anodina,
corriente—. En su día, el epigrama encerraba más ingenio, claro —puntualizó—, por
lo de quedarse mirando.
—Tu amigo parece cruel.
—Eso me pareció a mí la primera vez, y con ese rasero lo juzgué… era muy
cínica en mis tiempos de estudiante. Pero ahora pienso que, sencillamente, todavía le
faltaba la fortaleza necesaria para ser delicado. —Sonrió—. Es posible que todos
estemos viviendo nuestras últimas horas, Paul Jonas. ¿De verdad quieres pasarlas
intentando recordar las muchas cosas que hayas podido hacer mal?
—Supongo que no.
Caminaron en silencio por el borde del pozo, que palpitaba tenuemente.
—Es difícil —dijo—. No he dejado de pensar que en algún momento la
encontraría… la salvaría. O que me salvaría ella a mí, quizá.
—¿Te refieres a… Ava? —le preguntó cautelosamente.
Paul asintió.
—Pero Ava no existe, en realidad no existe. Avialle Malabar murió y solo quedan
fragmentos, que el Otro mantiene unidos, supongo, pero no es real. Es como querer
un rompecabezas al que le faltan piezas. En cierto modo, el Otro debió de amarla
mucho más que nadie…, más que su supuesto padre, sin duda. Más que yo. Era un
ángel. —Martine no dijo nada—. Hay algo más —continuó Paul al cabo de un
momento—. Malabar me dijo que, por lo que él sabe, mi cuerpo sigue vivo.
—¿Crees que te ha mentido?
—No, pero no creo que siga siendo mi cuerpo.
—¿Qué quieres decir, Paul? —preguntó Martine tras una pausa.
—He estado pensando…, es decir, en los pocos momentos en que algo o alguien
no estaba intentando matarnos —apostilló esforzándose en sonreír—. En esos
poquísimos momentos. Y creo que sé lo que pasó cuando Sellars me sacó de la
simulación de la Primera Guerra Mundial. Verás, mientras la gente del Grial tenía mi
cuerpo, también tenía mi mente. Sellars y Ava solo podían hablar conmigo cuando
soñaba. Pero de alguna manera me escapé de la simulación.
—Y crees que…
—Creo que he pasado la ceremonia de la Hermandad del Grial, que mi conciencia
se ha escindido de alguna manera, más o menos como tenían planeado que les
ocurriera a ellos. Quizá fuera un accidente…, no sé por qué motivo harían una mente
virtual para mí como lo hicieron para los del Grial. Pero creo que fue así, y Sellars,
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no sé cómo, dio vida a esa mente virtual. Y ese Paul Jonas segundo, el virtual… soy
yo.
Martine no dijo nada, pero le apretó el brazo.
—Y así, todo lo que dejé atrás, las cosas sencillas, las nimiedades que me han
hecho seguir adelante, cuando lo que quería era tumbarme a morir, mi piso, mi
trabajo mediocre, toda mi antigua vida… no me pertenecen. Son del Paul de verdad,
de aquel cuyo cuerpo yace en un laboratorio de alguna parte del mundo. Aunque ese
cuerpo muera, nunca serán mías…
Guardó silencio un rato. Hablar le dolía. Siguieron paseando por la desolada
orilla.
—¿Cómo dice ese verso de T. S. Elliot? —preguntó Paul, cuando le pareció que
podía hablar de nuevo—. Algo parecido a: «Tenía que haber sido un par de pinzas
desgarradas huyendo por el suelo de mares silenciosos…».
—¿Estás criticándote otra vez? —le preguntó volviendo hacia él su rostro ciego.
—En realidad, hablaba del paisaje. —Paul se detuvo—. Parece el lugar idóneo
para ponerse a esperar el fin del mundo, ¿verdad?
—Me he cansado de esperar el fin del mundo —dijo ella, con la cabeza ladeada
de una forma curiosa.
—En fin, no creo que tengamos mucho donde escoger —empezó a decir—.
Miedo nos espera ahí mismo, y aunque Orlando se haya hecho cargo de los gemelos,
no creo que pueda enfrentarse a lo que es Miedo ahora…
—Sospecho que tienes razón. El Otro ha puesto en juego a su caballero y así nos
ha dado un poco más de tiempo, nada más.
—¿Su…?
—Su caballero. ¿Te acuerdas del cuento del niño y el pozo? Uno de sus
salvadores potenciales era un caballero. Sospecho que el Otro le adjudicó ese papel
desde el principio. —Frunció el ceño y levantó la mano—. Calla un momento, por
favor. No te muevas.
—¿Qué pasa? —preguntó Paul tras un breve silencio.
—Las aguas se están retirando. —Señaló hacia el pozo—. ¿No lo ves?
—Sea lo que sea, para mí no es visible.
No obstante, se preguntó si, en realidad, las luces no brillaban un poco menos.
—Percibo que todo se está viniendo abajo —dijo ella distraídamente—, como un
motor que ha funcionado demasiado tiempo. Creo que el final se acerca.
—¿Qué podemos hacer?
—Nada, me temo —respondió ella tras escuchar unos momentos más—, regresar
junto a los demás y esperar con ellos. —Se volvió hacia él—. Pero antes tengo que
pedirte una cosa. ¿Me abrazarías, Paul Jonas? ¿Solo un momento? Hace ya tanto
tiempo… No quisiera… no quisiera morirme… sin tocar antes a alguien.
La rodeó con los brazos, rebosante de pensamientos contradictorios. Era menuda,
al menos en esa encarnación; su cabeza le encajaba debajo de la barbilla, su mejilla se
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apoyaba en su pecho. Se preguntó cómo interpretaría, con sus sentidos aumentados,
la aceleración de los latidos de su corazón.
—Quizá en otro mundo —dijo ella, amortiguando las palabras contra él—. En
otra época…
Y se abrazaron el uno al otro sin hablar. Finalmente, se soltaron y cruzaron juntos
el polvo gris en dirección a la hoguera, donde esperaban sus amigos.
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43. Lágrimas de Ra
PROGRAMACIÓN DE LA RED/ESPECTÁCULOS: Una estrella del porno hace caso omiso
de las protestas sobre un interactivo infantil en preparación.
(Imagen: Violet, un extracto de Ultra Violet). Voz en off: Vondeen Violet, actriz de
interactivos de adultos, dice que no entiende la controversia sobre su intención de
producir lo que denomina «interactivos educativos» sobre el sexo para menores de
doce años. VIOLET: Los niños tienen que aprender, y lo averiguarán de cualquier
manera. ¿No es mejor aprenderlo en un interactivo no violento en el que puedan
participar junto a profesionales expertas como yo, en vez de sacar la información del
patio del colegio o de la calle? Es decir, todo lo ha escrito un doctor, ¡por el amor de
Dios!
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Olga hablaba con un tono conversacional, pero Ramsey captó algo que no le
gustó… algo cercano a la desesperación.
—Bajemos, Olga. Beezle me dice por el otro oído que casi han terminado de
evacuar el edificio. Solo dispondremos de unos minutos para sacarla de ahí.
—He visto una cosa.
Un momento después, la cámara se levantó. Ramsey también lo vio. Era una
visión más inusitada incluso que los árboles secos y los esqueletos de peces en la
azotea de un rascacielos.
—¿Una casa? ¿Es una casa?
—Voy a ver.
—Preferiría que no. —Ramsey abrió la otra línea—. No consigo que se marche
todavía, Beezle. ¿Cuánto tiempo nos queda?
—¿Y me lo pregunta a mí? Sellars lo preparó todo para que aquí se armase una
buena a propósito: alarmas equivocadas, desvío de comunicaciones, en fin, de todo.
Se ha disparado incluso una alarma de reactor o algo parecido. Puede que el ejército
se presente dentro de cinco minutos o que nadie pueda acercarse al lugar hasta dentro
de unos cuantos días.
—¿Una alarma de reactor? ¿Es que hay un reactor ahí? ¡Dios! Bueno, mantenme
informado de cuanto suceda, ¿de acuerdo?
—Descuide, jefe —resopló Beezle—, en cuanto sepa algo nuevo se lo
comunicaré.
Lo que se veía ahora en la pantalla de Ramsey era tan vertiginoso que no se podía
mirar. Olga movía la mano de un lado a otro al caminar entre la maraña de
vegetación. Ramsey cerró los ojos.
—¿Cómo es de grande el bosque? —le preguntó—. ¿Ve algo más? ¿Qué hay por
arriba?
—Nada. Solo un gran techo blanco a unos quince metros del suelo. —La imagen
se asentó cuando Olga enfocó la casa con el anillo para enseñársela. Ahora parecía
mucho más grande—. ¿Lo ve?
—No puede entrar ahí por las buenas, Olga. ¿Y si hay alguien?
—Está claro que no ve bien la casa —respondió ella, pero no añadió ninguna
explicación. Ramsey contuvo la respiración mientras ella avanzaba entre los
deshilachados restos marrones de lo que alguna vez debió de haber sido un jardín
grande y bonito—. No parece muy estadounidense —comentó—, parece más bien
una casa solariega europea… pequeña. Vi muchas de este estilo, de niña.
—Tenga cuidado, por favor.
—Se preocupa demasiado, señor Ramsey. Creo que hace tiempo que no vive
nadie aquí. —El objetivo se meció hacia delante cuando Olga llegó a la puerta—. La
cuestión es ¿quién vivía aquí?
La puerta crujió al abrirse. Ramsey lo oyó claramente por el canal de Olga y supo
que el silencio que siguió al crujido era igual de real.
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—Olga, ¿se encuentra bien?
—Está… casi vacía.
Salió de lo que parecía un recibidor estrecho y le mostró la vista de la habitación
de delante, paseando la cámara. Las ventanas estaban cerradas y la estancia, sumida
en la oscuridad. Ramsey ajustó el brillo y la resolución de su imagen, pero aun así,
apenas distinguía nada más allá de los contornos de grandes muebles antiguos.
—No veo casi nada. ¿Qué hay?
—Polvo —dijo ella, distante—. Hay polvo por todas partes. Los muebles parecen
bastante antiguos, como de hace dos o tres siglos. La moqueta también está llena de
polvo, pero no veo huellas. Hace mucho tiempo que no vive nadie aquí. —Hubo una
larga pausa—. No me gusta esto. No me gusta la sensación que me produce.
—Pues salga, Olga. Por favor, ya le he dicho que…
—¿Quién viviría aquí? ¿Félix Malabar? Pero cuántas molestias, construirse algo
así en la azotea de este edificio, pudiendo disponer de una mansión de verdad,
cimentada en el suelo, en Nueva Orleans, con jardines y huertos de verdad…
—Es rico y, seguramente, está loco, Olga. Es una combinación que produce
muchas excentricidades.
—No sé quién viviría aquí, pero era un lugar triste. —El objetivo enfocó la pared
y una mesa llena de cuadros enmarcados; Ramsey vio caras graves con alzacuellos—.
Una casa encantada…
—Es hora de irse, Olga.
—Creo que tiene razón. No me gusta este sitio. Pero antes voy a echar un vistazo
a algunas habitaciones.
Ramsey se mordió la lengua, aunque le costó un esfuerzo. No podía controlarla,
solo contaba con la habilidad de sugerirle: de nada serviría darle un ultimátum que no
podría cumplir. Con todo, el extraño estado de ánimo de Olga, normalmente tan
sereno, le crispaba los nervios.
—El comedor…, mire, todavía hay un servicio puesto. Solo uno. Como si la
persona no hubiera vuelto a casa a comer. —La cámara se paseó por la polvorienta
vajilla y los cubiertos de plata. El vaso estaba sucio de telarañas—. Me recuerda a
Pompeya. ¿Ha estado allí alguna vez, señor Ramsey?
—No.
—Un sitio muy curioso. Hasta las cosas más corrientes se vuelven mágicas en la
situación adecuada.
Paseó por algunas estancias más. Cuando llegó a lo que, sin duda, era un
dormitorio de niña, con una estantería de muñecas de ojos grandes, cubiertas de
telarañas, rompió el silencio.
—Voy a marcharme de aquí. Esto es lastimoso, fuera lo que fuese.
Ramsey no dijo nada, no quería interferir con su resolución. En silencio, la vio
volver a salir al desolado jardín.
—Olga… —le dijo por fin, cuando se detuvo ante una fuente seca de piedra.
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—Los niños… no están en este piso. —Suspiró—. Aquí no hay nada, no queda
nada.
—Lo sé…
—Entonces, tiene que haber otro sitio donde mirar —dijo ella.
—¿Cómo? ¿Qué quiere decir?
—Hay un piso entre este y la sala donde están las máquinas —informó—. Voy a
ir allí a mirar.
—¡Olga, no le queda tiempo…!
—Tiempo es lo único que tengo, señor Ramsey, Catur. Toda mi vida me ha traído
hasta aquí… a este lugar, a este momento. —A pesar del tono de ensoñación, su voz
era firme—. Tengo tiempo.
—Creo que no me acuerdo de dónde está el ascensor —dijo Olga por fin.
Hacía rato que no se había molestado en levantar el anillo; lo único que Ramsey
veía era el balanceo de la cámara hacia delante y hacia atrás sobre el suelo, sobre la
hojarasca, las raíces retorcidas y secas y el terreno cuarteado.
—Beezle —dijo Ramsey por la otra línea—, ¿hacia dónde tiene que ir?
—¡Caray! No lo sé —contestó el agente con voz ronca—. No tengo los planos de
ese piso. Pero la pared es circular y, seguramente, habrá un pasadizo alrededor de
todo el perímetro, como el que había a la salida del ascensor. Dígale que siga
adelante. Tarde o temprano dará con él.
—¿Tarde o temprano? —Ramsey cerró los ojos otra vez y respiró hondo—. Dios
mío, ¿soy el único que tiene prisa, aquí?
No obstante, pasó el mensaje a Olga.
Beezle tenía razón. En pocos centenares de pasos, Olga pisó un suelo de madera
pulida y encontró la pared del final del bosque muerto.
—¿En qué dirección? —preguntó.
—Beezle dice que lo eche a suertes.
Se volvió hacia la derecha siguiendo la lisa curva. Al cabo de un momento,
aminoró el paso y se detuvo. Ramsey, fuera de sí, solo le veía los pies.
—¿Qué ocurre?
El objetivo se alzó. Incrustado en la pared, había un gran cuadrado de plástico
oscuro y transparente. Al otro lado se perfilaban vagamente los contornos de los
tejados de otros edificios, mucho más abajo, y por un momento pensó que no era más
que una ventana, pero la crudeza con que habían aplicado espuma adhesiva alrededor
del borde parecía indicar que se trataba de una reparación bastante tardía, hecha con
prisas, en el suelo, abandonado pero antaño bien cuidado.
—Los… los percibo —dijo Olga, pero Ramsey tardó un momento en entender.
—¿Los niños… las voces? ¿Las percibe?
—Débilmente. —La oyó reírse un poco—. Creo que por fin se ha convencido de
lo que intentaba decirle desde hace tiempo. Estoy loca. Pero los percibo. —Se quedó
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callada un momento—. No me gusta. Es otro sitio triste… diferente del interior de la
casa, peor incluso. No me gusta. —Empezó a moverse otra vez—. No sé lo que pasó
aquí, pero no es lo que me trajo —añadió.
El tono tan natural, su certidumbre, heló la sangre a Ramsey en las venas.
—Pero… ¿los percibe?
—He percibido fantasmas, señor Ramsey.
Encontró el ascensor y lo llamó con la tarjeta de identificación. Una vez dentro,
cuando la puerta se cerró tras ella, Ramsey abrió la otra línea.
—Se está eternizando, Beezle… Ahora va al piso inmediato inferior a mirar allí
también. ¿Cómo vamos? ¿Han llegado ya los bomberos? —El agente no contestó—.
¿Beezle?
—He tenido que cortarlo para entrar, y me temo que lo he perdido —dijo una voz
que, sin ninguna duda, no era la de Beezle—. Las cosas están un poco… difíciles en
este momento.
—¿Sellars?
—Apenas, pero sí.
Era su voz, desde luego, pero sonaba rara, inquietante, crispada, a pesar de la
calma aparente. A Ramsey le pareció que hablaba como si tuviera en las manos los
extremos conectados de un cable eléctrico de cincuenta mil voltios.
—¡Dios mío! ¿Qué está pasando?
—Es una larga historia. Veo que Olga sigue en la torre…
—Sí, y no consigo hacerla salir. Hemos trucado las alarmas, hemos puesto en
marcha todo lo que había preparado usted, pero probablemente las autoridades estén a
punto de entrar en cualquier momento; no dejo de decirle que salga, pero no me hace
caso… sigue dando vueltas por ahí buscando a los niños, ya sabe, las voces que oía…
—Señor Ramsey —lo interrumpió Sellars—, en estos momentos estoy nadando
en información…, ahogándome, mejor dicho. Estoy rodeado de datos, más de los que
podría imaginarse. Tengo los nervios a punto de estallar en llamas hasta calcinarse.
—Sellars tomó aire con un estremecimiento—. Así es que hágame el favor de
callarse de una vez.
—Sí, sí, claro.
—Bien. Tengo que hablar con Olga. Mientras tanto, necesito que vaya a la
habitación de al lado a hablar con los Sorensen. Si me da tiempo, me uniré a la
conversación y hablaré con ellos. Esto es de una importancia crítica. Si no están ahí,
búsquelos inmediatamente.
—Entendido.
—Y cuando termine de hablar con Olga, quiero que esté con ella por la otra línea.
—¿Yo? Pero…
Con notable economía de palabras, Sellars explicó lo que había descubierto e iba
a comunicar a Olga Pirofsky. Ramsey tenía la sensación de que un caballo le había
dado una coz en el vientre.
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—… Así quizá comprenda por qué quiero que esté con ella cuando termine —
dijo Sellars con cierta brusquedad.
Mantenía la calma, pero era evidente que lo estaba pagando caro.
—¡Dios! —Ramsey miró a la pantalla, casi incapaz de ver la imagen—. ¡Oh,
Dios! ¡Oh, Dios! —Todavía se veían los pies de Olga, que salía del ascensor a un
suelo enmoquetado—. Está… está saliendo en estos momentos.
—Lo sé —dijo Sellars con más suavidad que antes—. Vaya a hablar con los
Sorensen, por favor —dijo, y cerró la comunicación.
—¿Quién demonios era ese? —preguntó Beezle con exigencias—. El muy cerdo
me cortó de cuajo, me echó de la línea.
—Ahora no puedo hablar —dijo Ramsey al agente—. ¡Oh, Dios mío! ¡No puedo
creerlo! Quédate ahí, Beezle, enseguida vuelvo.
—¡Dios! —exclamó Beezle—. Así aprenderé a no trabajar con carne.
—Entonces, ¿no hay nada que podamos hacer? —preguntó Florimel, enfadada—.
¿Tenemos que seguir esperando?
—Sí; si no encontramos la forma de salir —dijo Martine—, poco podemos hacer.
Orlando se levantó y estiró los largos brazos, luego probó la punta de la espada
con un dedo. Era un gesto típico de Thargor, y distrajo a Sam en el momento en que
quería recordar algo importante. Brevemente, casi llegó a creer que estaban otra vez
en el País Medio, en un mundo en el que los juegos tenían reglas. Thargor estaba ahí.
¿Eso quería decir que vencerían? Thargor siempre vencía.
«Pero no hay ningún Thargor —pensó con tristeza—, en realidad no. Solo es
Orlando, y ya lo mataron una vez. —Miró el irreal muro de niebla—. Y, aunque ahora
mismo no lo veamos, ese tal Miedo sigue ahí fuera». Sam se sentía como un ratón
sorprendido fuera de su agujero, acechado por un gato paciente.
«Voy a morir de verdad», pensó. No había caído en la cuenta hasta ese
momento… siempre había habido una esperanza, o al menos una distracción. Pero
ahora, no había mediación alguna entre ella y la nada, más que las últimas defensas
del sistema moribundo. «No volveré a ver mi padre y a mi madre, ni el colegio, ni mi
estúpida habitación…».
—¿Y este niño? —preguntó Nandi Paradivash—. Usted dijo que era el emisario
de ese tal Sellars.
—Yo no soy mamonario, vato —replicó con un gruñido el pequeño Cho-Cho, que
estaba sentado tan lejos de los demás que la persona más próxima que tenía era el
insociable Félix Malabar—. No me ha tocado en su vida… me cargo a quien lo
intente. Yo solo le estoy ayudando.
—Eso es lo que significa, muchacho —dijo Bonnie Mae Simpkins—. Un
emisario es un ayudante, una persona que lleva mensajes.
—¿Pero qué mensaje?
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Florimel se había tranquilizado un poco desde que los gemelos desaparecieran,
pero todavía estaba tensa y apenas controlaba la cólera. Sam no podía reprochárselo,
con el destrozo que habían dejado los gemelos tras su ataque y los centenares de
supervivientes abatidos que todavía se acurrucaban alrededor del pozo. Cualquiera de
aquellos atemorizados seres de cuento podía ser su hermano o el de Renie, pero las
preguntas que habían hecho al azar les habían confirmado que ninguno parecía
recordar una vida anterior.
—¿Qué mensaje? —repitió Florimel—. No sabemos nada. Seguimos en la
ignorancia absoluta, ¡igual que al principio!
—¿Sellars te ha dicho algo? —preguntó Martine al niño—. ¿Lo oyes?
—No, desde que ese mamón cara perro levantó el tejado de aquel sitio —dijo
Cho-Cho con expresión huraña—. Me ha colgado, ¿vale?
—Por lo visto, no vamos a sacar gran cosa de Sellars —dijo Paul con cansancio
—. ¿Y ahora?
—Es un milagro que hayáis sobrevivido tanto tiempo —dijo Malabar rompiendo
el incómodo silencio—. Vista de cerca, la democracia es terrible.
—¡Cállese! —le espetó Florimel—. Usted, perro cretino, ¿quiere ver el lado
terrible de la democracia? No olvide que nosotros somos muchos y usted está solo.
—La idea era que nos fuera útil —dijo Paul lentamente. Sam nunca lo había visto
tan frío y furioso—. Bien, pues ya es hora de que lo sea. Quizá ya es tarde para que
nos sirva de mucho, pero todavía me gustaría conocer algunas respuestas. Sobre el
sistema operativo… sobre todo esto…
Unos cuantos parecían estar de acuerdo: un murmullo de descontento creciente
surgió alrededor de la hoguera. Todos se volvieron a mirar a Malabar, quien aceptó la
atención con su mirada seca e intimidante de costumbre, aunque Sam creyó ver algo
más en el fondo, algo particular. ¿Se sentía avergonzado? ¿Tenía miedo? Parecía
casi… nervioso.
—Vamos, amigo —dijo Azador desde su sitio, al lado de Martine—, estas
personas tienen preguntas que hacerte. Da paz a su inquietud.
—Y tú, Azador —afirmó Paul mirando al gitano—, ¿qué problema tienes? ¿Sabes
quién es en realidad ese al que llamas amigo? Es Félix Malabar, el hombre que dirigía
la Hermandad del Grial. ¿Te acuerdas de los malnacidos sobre los que tanto
despotricabas, los que te persiguieron y encerraron, a ti y a todo tu pueblo, y lo
utilizaron para hacer funcionar sus máquinas? Él es el jefe de todos ellos… ese
hombre que tienes ahí, delante de ti.
Sam contuvo la respiración preguntándose si Azador atacaría a Malabar como
antes había hecho Paul. En verdad, era un milagro que el secreto que !Xabbu y ella
habían guardado hubiera durado tanto…
—¡!Xabbu! —exclamó acordándose de repente.
Azador no escuchaba. Miraba fijamente ora a Malabar, ora a Paul Jonas.
Finalmente, se encogió de hombros, cohibido.
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—Parece que fue hace mucho, mucho tiempo.
—¿Cómo? —dijo Paul casi gritando—. ¡Dios mío! Este hombre ha estado
matando a tu pueblo y tú dices que lo pasado, pasado está porque sois, sois…
¿colegas? ¡Maldita sea! ¿Cómo puedes hacer eso?
—Porque no ha sido así —dijo Malabar burlonamente—. Ese es su pueblo, lo que
queda de él —añadió señalando los destrozados carromatos, los gitanos
supervivientes que se amontonaban alrededor de las hogueras—. Todo lo demás era
fantasía.
—¡!Xabbu! —repitió Sam, casi gritando—. Escuchadme todos, se me había
olvidado !Xabbu, por culpa de esos monstruos, y por Orlando, y… por todo. ¡Se fue
por el pozo, se tiró al agua! Yo me tiré detrás en su busca, pero el pozo me escupió y
no pude alcanzarlo. !Xabbu pensaba que Renie estaba ahí dentro.
La noticia hizo hablar a todos a un tiempo, alrededor de la hoguera.
—Entonces, se ha ido, Sam —dijo Florimel por fin, en un tono un poco más
tierno y triste.
—¡Orlando volvió de ahí! —replicó Sam con furia.
—Eso es diferente, Sam —terció Martine—, lo sabes muy bien.
«Porque él no está vivo como !Xabbu —pensó Sam, pero no lo dijo—. Martine se
refiere a eso. —En el fondo de sí misma, y por mucho que odiara la idea, sabía que
Martine tenía razón. Varios de sus compañeros hablaban a la vez—. Porque Orlando
no ha vuelto de allí sino que… ha nacido de ahí».
—Hay una forma fácil de saber si está ahí dentro —dijo Malabar en voz alta. Una
amarga sonrisa le rondaba las comisuras de los labios—. Pero estoy seguro de que ya
habéis pensado en eso y no necesitáis ayuda de un monstruo como yo.
—No tiente a la suerte —le advirtió Martine—. Si tiene algo útil que decir,
dígalo.
—Muy bien. ¿Todavía conservas el dispositivo de comunicación? Yo estaba con
Renie cuando la llamaste antes. ¿Por qué no la vuelves a llamar?
—¡Dios mío! —exclamó Martine—. Dios mío, han ocurrido tantas cosas que se
me había olvidado por completo.
Sacó el achaparrado encendedor de plata de un bolsillo del mono.
—¿De dónde ha salido eso? —preguntó Sam, confusa—. ¡Lo tenía Renie!
—Es una copia —afirmó Martine—, después te lo explicaré.
Sam vio un destello de satisfacción, o de otra cosa, quizá, en los ojos del hombre
de la cara de halcón. Se levantó de un brinco y lo señaló.
—¡No dejes que se acerque al encendedor!
—Estoy en el otro lado de la hoguera —dijo él abriendo las manos—. Como
explicaste antes, vosotros sois muchos y yo estoy solo.
—¡Renie! —exclamó Martine levantando el encendedor—, ¿me oyes? Soy
Martine, Renie, ¿estás ahí?
Martine esperó, pero no hubo respuesta.
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—¿Me oyes, Renie?
Súbitamente, se oyó su conocida voz entre ellos, cercana y clara como si estuviera
presente en la hoguera.
—¡Martine! ¡Martine! ¿Eres tú?
—¡Renie! —Martine se reía jubilosamente—. ¡Ah, qué maravilla oírte! ¿Dónde
estás?
—Pues… en realidad no lo sé. Dentro del sistema operativo, supongo. Pero eso es
solo el principio de todas las cosas tan raras que pasan aquí. !Xabbu está conmigo…
—¡!Xabbu! —Sam empezó a llorar otra vez—. ¡Está vivo!
—¿Oyes a Sam Fredericks? —dijo Martine, riéndose todavía—. Está…
Martine cayó al suelo de bruces. Sam dio un grito y se levantó. Orlando, todavía
dolorido y cansado, tardó dos segundos bien cumplidos en ponerse de pie. Azador
estaba encima de Martine con el encendedor en la mano y una inmensa sonrisa de
triunfo en la cara.
—¡Lo he recuperado! —gritó—. ¡Lo he recuperado!
—¡Renie! —dijo una voz que parecía salir de la nada—, ¿me oyes? Soy Martine,
Renie, ¿estás ahí?
Se había quedado medio adormilada; el cansancio se había impuesto a todo lo
demás, y tardó un poco en recordar dónde estaba.
—!Xabbu, ¿qué pasa?
Miró la extensión de la hoya seca, los espinos y las brillantes estrellas del cielo
intentando imaginarse dónde estaría Martine. ¿Se podía soñar dentro de un sueño?
—¿Me oyes, Renie? —preguntó Martine otra vez.
—Sale de tu kaross —dijo !Xabbu señalando la prenda de antílope que llevaba
puesta.
Renie sacó el dispositivo. Seguía siendo un encendedor, aunque en esos
momentos parecía el objeto más inusitado en todo un mundo inusitado. Presionó
sobre los puntos calientes siguiendo una secuencia determinada y rogando no
equivocarse en el orden.
—¡Martine! ¡Martine! ¿Eres tú?
—¡Renie! ¡Ah, qué maravilla oírte! ¿Dónde estás?
Miró a !Xabbu y después a la pequeña figura del abuelo Mantis, encogido en el
fondo del barranco, junto al reguero. Estaba tumbado de lado, con las patas en el aire.
«Seguro que todavía respira —pensó distraídamente—, o todo esto habría
desaparecido. Pero —reflexionó acto seguido—, ¿los dioses respiran?».
—Pues… en realidad no lo sé. Dentro del sistema operativo, supongo. Pero eso es
solo el principio de todas las cosas tan raras que pasan aquí. !Xabbu está conmigo…
—¿Oyes a Sam Fredericks? —dijo Martine jubilosamente. Renie estaba a punto
de llorar, le escocían los ojos—. Está…
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La transmisión se cortó bruscamente.
—¡Martine! —preguntó Renie al momento—. Martine, ¿sigues ahí? —Se volvió
a !Xabbu—. Se ha… se ha cortado.
La mantis se movió. Oía sus palabras dentro de la cabeza, pero muy débilmente.
—No tenías que haber… no temas que haber hablado. Ahora, el devorador
absoluto seguirá tus palabras y vendrá aquí.
—¿Nos has cortado tú la comunicación? —Renie se levantó del suelo consciente
de lo absurdo que era ponerse de pie para gritar a un insecto moribundo—. ¡Eran
nuestros amigos!
—Ya es tarde. Es muy tarde para ellos —dijo en un susurro débil y lejano—. Lo
único que nos quedaba… era un poco de tiempo. Y ahora, ha pasado.
—¡Martine! —gritó Renie al encendedor—. ¡Martine, háblame!
Pero cuando el dispositivo volvió a hablar por fin, lo que oyó no fue la voz de su
amiga.
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De repente, Cho-Cho se soltó de las manos del viejo y echó a correr por el
campamento gitano. Azador se volvió siguiéndolo con la mirada y, al volverse,
Malabar lo agarró, le puso la espada rota en el cuello y le rajó la garganta. Sangrando
a borbotones, el gitano miró a su supuesto aliado con perplejidad e intentó atacarlo,
pero Malabar lo cogió por el brazo. Azador se dobló y cayó al suelo. Malabar estaba
de pie, encima de él, con el encendedor en la mano, teñida de rojo.
—¡Maldito seas! —gritó Paul Jonas.
Orlando no dijo nada, pero se acercó hacia el hombre calvo.
—Cuidado —dijo Malabar levantando el artilugio—. Desde aquí, podría tirarlo al
pozo, ¿verdad? Y entonces perderíais a vuestra amiga Renie.
Orlando se paró en seco resoplando como un mastín con collar de castigo, con la
cara desfigurada por la furia.
—¡Lo sabía!
Sam miró a Azador breve e intensamente. La sangre del gitano había formado un
charco negruzco en el suelo oscuro, debajo de su cuerpo. Todavía miraba con los ojos
agonizantes y abiertos por la perplejidad.
—¡Lo sabía! —repitió mirando al viejo—. ¡Mentiroso! ¡Asesino!
—¿Mentiroso? —se rio Malabar—. Sí, es verdad. ¿Asesino? Es posible, pero no
si te refieres a él. —Empujó con el pie una bota del gitano—. Ni siquiera es una
persona. Es solo una copia, como los gemelos, como mi Avialle.
—¿Una copia? —preguntó Paul, titubeante.
—Sí… una copia mía —dijo Malabar—, bastante pobre e incompleta, de los
principios del proceso, a la que el granuja de nuestro sistema operativo ha dado un
hogar. Quizá fue tomada mientras yo dormía, no me acuerdo. Lo cierto es que parece
que estaba dominada por un desfile de fantasías de mi infancia. Ese ridículo
campamento gitano, como los que solo pudieron existir en la ficción victoriana…, lo
reconocí inmediatamente. —Sonrió con satisfacción—. Cuando era niño, me gustaba
fingir que provenía de un sitio así, no de mi aburrida casa y mis aburridos padres.
—¿Y qué cree que ha logrado, Malabar? —preguntó Martine Desroubins, con la
cara todavía descompuesta tras el ataque de Azador—. Estamos en un punto muerto.
No le dejaremos escapar con el encendedor.
—¡Ah, pero no pueden impedírmelo! —Sonrió enseñando los dientes con una
mueca de depredador—. He esperado con mucha paciencia a que sucediera esto.
Ahora me voy a casa a desenchufaros a todos, y a mi exempleado y a mi recalcitrante
sistema operativo. Agradecédmelo, no sufriréis. Supongo que, sencillamente, se os
parará el corazón. —Malabar levantó el mechero—. Cancelación prioritaria —dijo—.
Lágrimas de Ra.
Transcurridos unos instantes, desapareció de las tierras yermas que rodeaban el
pozo.
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44. Voces robadas
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: ¿La sociedad de los vales?
(Imagen: Thornley ante el edificio del capitolio del Estado). Voz en off: Durwood
Thornley, primer gobernador libertario de Arizona, se propone ampliar el sistema de
escolaridad por vales a una serie dé opciones de participación de los contribuyentes,
medida que sus críticos tildan de insatisfactoria. El sistema que propone Thornley
daría al contribuyente la posibilidad de que sus impuestos se invirtieran según sus
preferencias en determinados sectores de servicios. El gabinete de Thornley propone,
por ejemplo, que las personas que no sean propietarias de un vehículo rediman sus
vales de construcción de carreteras en restauración de patios y aceras, o los
contribuyentes que no tengan animales de compañía inviertan los vales de control de
animales en la exterminación de plagas indeseables del hogar y el jardín…
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Robert Wells en la producción de un sistema alternativo más convencional, pero ya
era tarde para lamentarse. Había estallado la guerra, una guerra por salvar su propia
red, que había requerido tan ingentes cantidades de dinero, sudor y sangre; y, en la
guerra, siempre había bajas.
Lo que más le preocupaba, naturalmente, era su propia seguridad. Solo con
grandes reservas se había comprometido permanentemente con un cuerpo virtual, de
modo que, ¿cómo iba a fiarse ahora de un sistema inferior diseñado por los ingenieros
de Wells en Telemorphix, más fiable que el suyo, quizá, pero mucho menos
sofisticado?
«Pero si las copias de Avialle sobreviven al cierre del sistema —pensó—, el
cuerpo virtual que me espera también tendría que sobrevivir al relevo. Y si es preciso
arriesgarse a consumar el proceso del Grial, aunque no confíe por completo en el
nuevo sistema… bien, los riesgos nunca me han amedrentado».
Los acontecimientos de los últimos días no estaban previstos; había estado muy
cerca de la desesperación, pero había sabido mantenerse fuerte. Ahora, para
sobrevivir y conquistar tendría que ser más inteligente y agresivo que quienes lo
rodeaban, como había hecho siempre.
No había sido fácil conservar la paciencia y la docilidad con Jonas y los demás,
sobre todo desde el momento en que supo que tenía de nuevo al alcance un
dispositivo de acceso, y que lo llevaba la mujer llamada Martine. Sin embargo, un
solo dispositivo de acceso nunca le habría servido para nada, de lo contrario se habría
apoderado del de Renie Sulaweyo por la fuerza días antes. No lo había hecho,
además, porque temía que quizá fuera necesario llegar al centro del sistema; por
suerte, la ordinaria Sulaweyo había encontrado el camino casualmente ella sola. Él se
limitó a esperar que los dos dispositivos hicieran contacto para poder arriesgarlo todo
a una carta, rogando porque, cuando la orden de cancelación llegara al extremo del
circuito de comunicación de Renie Sulaweyo, situada en el interior del Otro, el
sistema se viera obligado a aceptarla.
Naturalmente, una cosa era arriesgarse y otra muy distinta arriesgarse a lo loco:
había propiciado el desenlace con todo detalle fingiendo ayudar al payaso de Azador,
instando sigilosamente al falso gitano a recuperar lo que, en su estupidez, creía suyo,
y así, si la primera intentona de recuperarlo fallaba, él seguiría libre para intentarlo de
nuevo.
En realidad, le resultó un poco desconcertante descubrir lo fácilmente que podía
engañar y manipular a otra versión de sí mismo… aunque fuera defectuosa. Casi le
hería el orgullo.
Pero eso no era más que un pequeño detalle. Todo había salido tal como había
planeado. Había esperado, había apostado y había ganado.
«Y ahora, ha llegado el momento. El momento de jugar la última baza».
Ordenó la inicialización del proceso Apep y puso en marcha los complicados
preparativos que le permitirían abrirlo lo antes posible; después pasó del vacío
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espacio gris del sistema a la realidad de su gran mansión.
Para su gran sorpresa, la encontró aparentemente deshabitada.
«¿Qué ha pasado aquí?». El edificio hervía de alarmas dispares: una alarma de
incendio en los pisos inferiores y una secundaria de fuga tóxica de la planta de
energía de la isla. Levantó las cámaras que le servían de ojos y empezó a revisar
rápidamente los pisos de los empleados. Era domingo, de modo que, naturalmente, no
habría mucha gente en el edificio, pero encontró los pasillos y los despachos vacíos.
Mandó un mensaje prioritario a seguridad pero nadie respondió. Pasó revista a la
central de seguridad del edificio, dos pisos por debajo de donde estaba él. No había
nadie.
«Imposible». Algo muy grave sucedía. Mandó un mensaje de mayor prioridad a
la base militar privada de la isla, pero las líneas estaban colapsadas. La comunicación
con las cámaras de vigilancia de la base también estaba cortada. Pasó a uno de los
satélites de órbita baja y fue enfocando hasta que percibió movimiento: un
movimiento frenético, a decir verdad, como si un ejército se hubiera puesto en
marcha. Sus soldados se embarcaban en una hilera de transbordadores de la
compañía. Habían iniciado el proceso de evacuación.
La maquinaria de su corazón quería acelerarse, pero el equipo reaccionó y
contrarrestó el acelerón. Notó la fresca placidez del riego de sustancias químicas
compensatorias por todo el sistema. Encontró los controles de cancelación y aminoró
el flujo de tranquilizantes: había sucedido algo terrible; de hecho, aún sucedía algo
terrible y no quería adormecerse.
«El sótano —pensó—, eso lo primero». Abrió las imágenes. En efecto, los pisos
inferiores del edificio estaban llenos de humo, que se había acumulado abajo y se
había extendido hasta el vestíbulo del atrio… pero no vio señales de fuego.
Comprobó la hora de las alarmas. Hacía casi dos horas que se había detectado fuego.
Un incendio lento que solo produjera humo podía durar dos horas, desde luego, pero
¿era alarma suficiente para abandonar el edificio por completo, y menos aún la isla?
¿Dónde estaban las brigadas de bomberos? Pidió un rápido análisis del sistema de
ventilación del edificio y no encontró lecturas anormales ni toxinas extraordinarias.
«¿Qué demonios está pasando?».
La respuesta podía ser la incidencia en el reactor, pero según los registros, esas
alarmas no habían saltado hasta media hora después que las de incendio, aunque, sin
duda, a eso se debía la evacuación masiva de la base. Sin embargo, no tenía sentido:
la planta de energía se encontraba en un pequeño islote frente a la costa, separado de
la isla principal, con su base y su torre. Malabar había querido disponer
personalmente de un pequeño reactor para asegurarse de que la emisión en banda
estrecha del sistema operativo de la red del Grial tuviera siempre una fuente de
energía de reserva, pero no había cometido la insensatez de ubicarla al lado de las
oficinas de la corporación, cerca del lugar donde se conservaba su indefenso cuerpo.
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Extrajo una serie de lecturas de salida de la central de energía, pero eran confusas
y no concluyentes. Estaba claro que había saltado una alarma y que se había
evacuado la instalación, pero no conseguía entender lo que había ocurrido. Las
pruebas visuales no daban pistas: el reactor parecía continuar en perfecto estado, y un
repaso más detallado de los datos de administración del reactor le permitió
comprobar que estaba apagado, las temperaturas eran normales y, en realidad, parecía
que se había apagado bastante antes de que saltaran sus alarmas, como si los técnicos
hubieran reaccionado a una orden independiente de asegurar el reactor y activar los
escudos de contención antes de evacuar la zona ordenadamente.
Entonces, si el fuego era de menor importancia y el reactor no estaba en peligro,
¿por qué se marchaba todo el mundo?
«¿Será uno de mis enemigos? ¿Wells habrá logrado desconectarse también? Pero
¿por qué iba a arriesgarse a destruir la red entera y a poner en peligro su enorme
inversión, solo por atacarme a mí?».
«Miedo». La idea le vino a la cabeza como una helada invernal, incluso vio un
momento la cara de su empleado transformarse borrosamente en las horribles
facciones de Mister Jingo, su pesadilla infantil. «Tiene que ser cosa suya. No
contento con robarme la red, ese perro callejero, ese asesino de poca monta, ha
asaltado mi casa utilizando mi propio sistema operativo. Pero ¿qué cree que
conseguirá, aunque toda la isla quede desierta? ¿Es que no sabe que tengo varias
fuentes de energía disponibles? ¿Que tengo suficientes recursos para sobrevivir en mi
tanque durante meses, si fuera necesario?».
Cuanto más lo pensaba, más confuso le parecía. De momento, el misterio que se
abría ante él lo obligó a posponer la idea de disparar la secuencia Apep.
Sobrecogido por un temor repentino, revisó con rapidez la enorme habitación que
albergaba la maquinaria del Grial y comprobó si todo funcionaba correctamente. Las
cámaras le mostraron que no había ningún técnico en el enorme espacio y que los
cuadros de procesadores e interruptores seguían haciendo su trabajo.
«¿Qué se propone John Miedo? ¿Está poniendo a prueba mis defensas? ¿O se
trata de algo menos racional? Siempre tuvo una mentalidad infantil. Quizá sea una
jugarreta que quiere gastar a su viejo jefe, una jugarreta equivalente a millones de
créditos. Quizá ni siquiera sepa si estoy muerto o sigo conectado».
Mucho más tranquilo, seguro ya de que no había peligro inmediato dentro del
edificio, Malabar volvió a los preparativos de la secuencia Apep, aunque una
anomalía en la lectura del programa lo obligó a parar en seco. Parecía una falacia
evidente. Decidió que, de alguna manera, con el descontrol general de información
falsa en toda la isla, de alarmas y alertas cruzadas, también se habían corrompido los
datos cruciales de la red del Grial. A juzgar por lo que tenía delante, el programa
Apep ya se había puesto en marcha, lo cual no podía ser cierto. Según el registro,
había comenzado hacía dos horas, cuando en realidad él mismo lo había inicializado
hacía tan solo unos minutos.
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«Tiene que ser un error —pensó—, tiene que ser un error». La prueba más
evidente era que las trayectorias eran completamente absurdas. De pronto, un destello
en una de las pantallas de vigilancia lo distrajo del importante asunto del destino de
su defectuoso sistema operativo.
Alguien se movía. Todavía quedaba alguna persona en el edificio. Agrandó la
imagen minimizando las demás y se fijó en la designación de la cámara. Un temor
repentino lo asaltó. ¡El intruso estaba allí, en la misma sala que su tanque! En un
instante de alucinación, creyó volver a la infancia: el olor del armario donde se ponía
a orear la ropa blanca, las toallas y sábanas almidonadas rodeándolo por todas partes,
sofocándolo, mientras se escondía de Halsall y los otros chicos mayores. Casi los oía
hablar.
«¡Jingle! ¡Jingle-Jungle! Sal de ahí, franchute. Vamos a quitarte los pantalones,
mamoncete».
Con un discreto gemido silencioso, apartó el recuerdo de los pensamientos.
«¿Cómo es posible? ¿Cómo puede haber entrado alguien en mi santuario?».
La esperanza desesperada de que se tratara de un técnico que hubiera preferido
quedarse allí se rompió en fríos pedazos cuando se fijó en la imagen de la ventana. El
intruso era una mujer de mediana edad y pelo corto. No la había visto nunca. Lo más
asombroso era que llevaba el uniforme del personal de la compañía.
«¿Una mujer de la limpieza? ¿En este piso? ¿En mi piso?». Era tan ridículo que,
de no haber estado tan afectado por el miedo a la invasión de su intimidad, tan
confundido y receloso sobre lo que estaba sucediendo fuera, se habría reído. Pero en
ese momento no tenía el menor deseo de reírse. Observó la cara de la mujer buscando
algo que le indicara quién era y qué quería. Andaba lentamente, mirando alrededor,
incómoda y sorprendida, como si hubiera entrado allí por casualidad. No parecía
tener ningún plan en concreto, no demostraba la intencionalidad de un saboteador o
un asesino. Malabar respiró con cierto alivio, pero seguía despavorido. ¿Cómo podía
echarla de allí? No había empleados cerca, ni siquiera agentes de seguridad. Empezó
a encolerizarse.
«Esa mujer me va a oír, y en voz alta, como si gritara un dios iracundo. Así
echará a correr». Pero antes de lanzar una voz como un trueno por el sistema de
audio, consultó el registro de seguridad de la sala para ver cómo había entrado la
mujer.
Era un simple permiso general de prioridad, el mismo que utilizaba su equipo de
técnicos admitidos para circular entre los pisos. «Olga Chotilo, personal de
celaduría», decía. El nombre le sonaba. Le sorprendió el código que aparecía en su
trayectoria de seguridad, porque no lo reconoció al principio. ¿Dónde había estado
antes de entrar allí? Estuvo un momento intentando recordar… hacía tiempo que no
veía ese código.
«Arriba —pensó, y los pensamientos se le detuvieron como una cosa moribunda
—. Ha estado en el piso cerrado… donde murió… ¿Cómo pudo entrar…? ¿Quién la
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ayudó…?». Y en ese instante se acordó de por qué le sonaba el nombre.
Félix Malabar empezó a respirar superficialmente, mareado. El pulso le
flaqueaba, después se le disparó. Las máquinas volvieron a bombear tranquilizantes
químicos como un río de sosiego cardíaco en su viejo cuerpo a través de tubos de
plástico, pero no fue suficiente para contrarrestar el terror súbito y desbordante que le
embargaba, en absoluto.
El piso era tan grande como los de abajo y los de arriba, pero estaba
inusitadamente vacío. No tenía la fría magnificencia de las miles de máquinas
alineadas ni la maraña surrealista de un bosque bajo techado. En el centro de la
enorme y oscura habitación solo había un arco de maquinaria que se elevaba varios
metros, inundado de luz como unas ruinas druídicas. En medio, en un círculo de
baldosas de mármol, cuatro tanques de inmersión virtual formaban un triángulo, con
uno en el centro, de unos cinco metros cuadrados, y otro encima de la misma medida,
y los dos menores un poco apartados.
«Un triángulo no —pensó—, una pirámide. Ataúdes —se dijo a continuación—,
son como ataúdes de dioses muertos».
Avanzó silenciosamente sobre la moqueta de color azabache. Las demás luces de
la sala se encendieron poco a poco y, aunque el foco principal de luz seguía
iluminando las máquinas y sarcófagos de plástico, ahora veía también las paredes
más alejadas de la estancia; no había ventanas, estaban tapadas con un material tan
oscuro y antirreflectante como la moqueta, de forma que, a pesar de la iluminación, la
maquinaria del centro de la sala parecía flotar en un espacio sin estrellas.
«Dios mío —pensó—, parece un tanatorio». Casi esperaba oír la suave música de
órgano, pero todo estaba en silencio. Ni siquiera las voces de las alarmas automáticas
llegaban allí, a las partes más altas de la torre.
Cuando llegó al centro de la sala, se quedó mirando fijamente los silenciosos
objetos negros y procuró sobreponerse al cosquilleo de miedo supersticioso que le
producía. El tanque central era tan grande que la tapadera quedaba muy por encima
de ella, el segundo en tamaño, un poco más abajo, y los otros dos, en comparación,
parecían achaparrados. Se fijó en el más cercano, situado a la derecha del central,
pero el plástico era opaco y parecía unirse al suelo sin solución de continuidad. Unas
tuberías de plástico, que supuso contendrían cables diversos, salían de unos orificios
por un lado del tanque y desaparecían en la oscura moqueta como raíces.
Se acercó al tanque que coronaba la pirámide horizontal, el segundo en tamaño.
Tomó aire y alargó el brazo para tocarlo. Cuando su mano hizo contacto con el liso y
frío plástico, una luz roja empezó a parpadear en un lado; retrocedió asustada y
temerosa, pero no hubo más movimiento. Al lado de la luz roja aparecieron unas
letras brillantes. Se acercó con cuidado, por no tocarlo otra vez.
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Proyecto: Ushabti
Contenido: Blastocito 1.0, 2.0, 2.1; Horus 1.0
Aviso: Precinto criogénico. No abrir ni revisar sin autorización.
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—¿Usted sí? —Tardó un momento en comprender—. Usted sí, ¿qué?
—Es difícil, señora… Olga. Por favor, prepárese. Creo que le va a resultar… muy
chocante.
—Hable —dijo ella; no se le ocurría nada que pudiera ser más sorprendente que
lo que acababa de descubrir.
—Usted tuvo un hijo.
—Sí —dijo, era lo último que esperaba oír—. Murió, nació muerto. —Era
asombroso que el dolor pudiera volver con tanta rapidez e intensidad—. No llegué a
verlo.
—Usted… —Sellars vaciló. Cuando siguió hablando, las palabras le salían
atropelladamente—. No llegó a verlo porque en realidad no murió. No nació muerto,
Olga, la engañaron.
—¿Cómo? —No tenía lágrimas, solo una rabia sorda. ¿Cómo era capaz de decirle
una cosa tan cruel y ridícula?—. ¿Qué ha dicho?
—Su hijo era un caso raro de mutación: un telépata. Era…, es… un niño que no
habría sobrevivido en circunstancias normales. La potencia bruta de su cerebro era
tan grande que, a pesar de todos los preparativos, el médico que le practicó la cesárea
murió de paro cardíaco en la sala de partos. Dos enfermeras también sufrieron una
crisis, pero tenían personal suficiente y consiguieron inyectar al niño una dosis de
sedante.
—¡Eso es una locura! ¿Cómo iba a pasar una cosa así sin que yo me enterase?
—Usted estaba anestesiada… le habían dicho que el parto iba a ser muy difícil,
que el niño venía de nalgas, ¿recuerda? Porque tenían pruebas de que no era normal.
¿No se acuerda de la cantidad de pruebas que le practicaron? Tuvo que parecerle que
pasaba algo anormal. Los médicos y enfermeras eran especialistas, especialistas muy
bien remunerados.
Olga quería acurrucarse y taparse los oídos. Su hijo estaba muerto. Había luchado
con esa idea más de treinta años, había aprendido a convivir con ella.
—No entiendo una palabra de lo que me dice.
—El hombre que ocupa ese tanque, Félix Malabar, hacía tiempo que buscaba un
niño con el potencial de su hijo, Olga. Sus socios y él tenían conexiones en muchos
hospitales de Europa, muchos eran de su propiedad. El hospital donde la ingresaron
no lo escogió usted, ¿verdad?
—Nos… nos derivaron. Nos derivó un médico… ¡pero era un buen hombre!
—Es posible. Quizá no supiera lo que estaba haciendo. Pero el hecho es que su
hijo y usted fueron puestos en manos de una gente que solo quería apoderarse del
niño, de su hijo. Tan pronto como los resultados de las pruebas confirmaron el
hallazgo, los especialistas de Malabar empezaron a sedar al niño en el útero. Se
prepararon para recibirlo y, a pesar de todo, el bebé estuvo a punto de morir por un
trauma de nacimiento: un exceso de energía mental, una clase de hiperactividad que
habría acabado con él en unos minutos. Al menos una persona de las que asistieron al
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parto, murió. Pero como ya le he dicho, se habían preparado a conciencia. Lo
introdujeron en una unidad criogénica y le redujeron la temperatura drásticamente.
Lo sumieron en una especie de estado de hibernación.
Llegaron las lágrimas y, con ellas, los recuerdos: las noches en vela en la cama,
con Aleksandr dormido a su lado, convencida de que al bebé le pasaba algo malo
porque había notado algo extraño en su interior. Y otras veces, cuando habría jurado
que notaba que… pensaba, dentro del vientre, la extraña sensación de tener a un
pequeño alienígena viviendo en su vientre… Pero se decía que esos sentimientos eran
normales, que los vivían muchas madres, y los médicos le daban la razón.
—¿Y cómo sabe usted todo eso? —le preguntó—. ¿Cómo ha podido saberlo?
¿Por qué ha esperado hasta ahora para contármelo? Se lo está inventado todo… esto
es un juego de locos, una conspiración suya, ¡una conspiración demencial!
—No, Olga —dijo él con abatimiento—. No se lo había dicho antes porque no lo
sabía. No lo he sabido hasta ahora. No sabía cómo funcionaba el sistema operativo de
la red del Grial, porque no parecía responder ni al funcionamiento de las redes
neuronales más sofisticadas. Pero…
—¡Mi hijo! —Olga dio un brinco y se acercó dando traspiés al tanque más alto de
la pirámide. La palabra «criogénico» se había borrado, pero se le había grabado a
fuego en la memoria—. ¿Está ahí dentro? —Empezó a rascar el plástico—. ¿Dónde
está?
—No está aquí, Olga —dijo Sellars, que también parecía contenerlas lágrimas—.
No está en el edificio. Ni siquiera está en la Tierra.
—¿Qué dice? —Se le doblaron las piernas y cayó al suelo; se golpeó la cabeza
contra la moqueta—. No entiendo nada —gimió.
—Por favor, Olga. Por favor. Lo siento muchísimo, pero tengo que contárselo.
Tenemos muy poco tiempo.
—¿Tiempo? Llevo toda la vida pensando que mi hijo había muerto ¿y ahora me
dice que no tengo tiempo? ¿Por qué? ¿Qué está haciendo?
—Por favor, escúcheme. —Sellars tomó aire temblorosamente—. Malabar y sus
técnicos construyeron el sistema del Grial en torno a su hijo. Su anormalidad… su
don, o como quiera llamarlo, la hipermutación que lo habría matado mucho antes de
los nueve meses de gestación, y también a usted, quizá, lo hacía idóneo para los
propósitos del Grial, A pesar de todo el trabajo llevado a cabo para preparar un
mundo donde poder pasar la eternidad, todavía no eran capaces de crear un entorno
virtual suficientemente sensible y realista; ni la tecnología de la información más
avanzada se lo permitía. ¿De qué les serviría volverse inmortales si no tenían un lugar
apropiado donde pasar la eternidad? Entonces Malabar y sus científicos crearon un
procesador masivo paralelo construido con cerebros humanos, de fetos,
principalmente, y confiaron en que las habilidades innatas de su hijo le permitirían
establecer entre ellos unas conexiones que ninguna máquina podría lograr, y
dominarlas y conformarlas en el sistema operativo de su red.
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»Pero surgieron problemas desde el principio. El cerebro humano no es un
ordenador. Necesita desarrollar actividad humana para crecer. Si no aprende, no se
desarrolla físicamente. Su hijo era la excepción entre un billón, Olga, pero aun así,
era un ser humano, un niño. Los ingenieros y científicos del Grial descubrieron que,
para desarrollar ese recurso increíblemente potente, tenían que enseñarle, tenían que
permitirle el contacto con otras mentes humanas, tenía que aprender a comunicarse y
a razonar de una forma determinada, de lo contrario, no les serviría de nada.
»Paradójicamente, los del Grial solo lo pusieron en contacto con ideas humanas
con el fin de conseguir el mejor rendimiento posible de la máquina. No les interesaba
su verdadera humanidad. Y, al final, eso es lo que los ha matado —concluyó con
cierta amarga satisfacción en la voz.
»Así pues, al principio, para ayudarlo a desarrollarse, empezaron a someterlo a
experimentos en los que lo ponían en contacto con otros niños, niños normales. Una
de las personas que están ahora en el interior del sistema, una mujer llamada Martine
Desroubins, fue uno de esos niños. Conocía a su hijo, solo su voz…, pero lo conocía.
—No entiendo una palabra —dijo Olga, sentada con la espalda apoyada en el
tanque, mirándose las manos, sin llorar—. ¿Dónde está, entonces? ¿Qué le han
hecho?
—Lo han utilizado, Olga. Llevan treinta años utilizándolo. Siento tener que
decírselo, y le ruego que lo crea, pero no lo han utilizado con delicadeza. Ha sido
educado en la oscuridad, figurada y literalmente. Ni siquiera sabe lo que es… actúa
casi sin pensar, medio dormido, soñando, confundido. Tiene el poder de un dios, pero
posee la comprensión de un niño autista.
—¡Quiero ir con él! ¡No me importa lo que sea!
—Lo sé. Y sé que cuando hable con él, lo hará con ternura. Usted intentará
comprender.
—¿Comprender? ¿Qué?
Respiraba con dificultad y apretaba los puños.
«Un hacha de incendios —pensó—. Tiene que haber un hacha de incendios en
alguna parte. La encontraré y destrozaré el ataúd negro de ese Malabar, lo haré
astillas, y lo sacaré a la luz a rastras como a un gusano de su agujero…».
—Su hijo no es… un ser humano normal. ¿Cómo iba a serlo? Prácticamente,
habla solo a través de otros. No sé cómo, pero está conectado con los niños del
síndrome de Tandagore. Esa parte todavía no la entiendo, pero…
—¿Que habla a través de… otros…?
—De otros niños… los niños de sus sueños. Creo que esa es su voz, que intenta
hablar con usted.
—¿Me… me conoce?
A Olga le dio un vuelco el corazón.
—En realidad no. Pero creo que percibió algo significativo en usted. ¿No me dijo
que una de las cosas que despertó sus sospechas era que ninguno de los afectados era
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asiduo de su programa? Hace ya algún tiempo que su hijo se escapó de los confines
de la red del Grial: ha explorado mucho y creo que le atraían en particular los niños
que veían su programa, de la misma forma que le atraían los niños de otros ámbitos.
No sé qué percibiría en usted, quizá una afinidad profunda, una… semejanza consigo
mismo. Privado de las palabras y la comprensión, perdió inmediatamente el interés en
sus pequeños espectadores, pero a su manera semiinconsciente, intentó… ponerse en
contacto. Con usted.
Olga sollozaba convulsivamente, pero tenía los ojos secos y doloridos, como si
hubiera llorado tanto que fuera incapaz de volver a derramar lágrimas. Los terribles
dolores de cabeza, las voces que la confundían… no era una maldición que la
perseguía, sino…
—¡Mi ni… niño! ¡Mi bebé! ¡Me bus… me buscaba!
—Nos queda muy poco tiempo, Olga. Apenas disponemos de unos minutos,
después, todo habrá llegado demasiado lejos. Voy a intentar traérselo… para que
hable con él directamente. No se asuste demasiado.
—¡No me asustaría jamás…!
—Espere. Espere a haber hablado con él. Nació diferente, pero su humanidad en
potencia ha sido modelada por un hombre frío y egoísta. Y ahora, otro hombre, más
cruel aún, le ha hecho daño, lo ha maltratado hasta casi obligarlo a rendirse. Quizá ya
sea tarde. Pero si puede hablar con él, tranquilícelo. Pueden salvarse muchas vidas.
—Sigo sin entender. ¿Dónde está mi hijo? —Miró alrededor como una loca,
imaginándose que de pronto aparecería un extraño Frankenstein entre las sombras
que envolvían la enorme sala—. Quiero ir con él. No me importa lo que sea ni el
aspecto que tenga. ¡Lléveme con él!
—Escúcheme con atención, Olga. —La voz de Sellars parecía más tensa, como si
estuviera colgado de las uñas sobre un precipicio—. Se nos acaba el tiempo. Todavía
no le he dicho muchas cosas, cosas cruciales…
—¡Pues dígamelas ya!
Sellars le contó con toda la delicadeza posible dónde estaba su hijo y lo que hacía,
y ella escuchó sentada en la oscura y enorme habitación, lo único que se movía en el
círculo de luz. Después la dejó sola y se fue a atender las citas de su desesperada
agenda.
Olga creía que se le habían terminado las lágrimas, pero se equivocaba.
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Malabar miraba la pantalla con la intensidad de un demente, como un viejo
halcón que solo vivía para aplastar cualquier movimiento que se produjera. La mujer
movía los labios, ¿qué decía? «¡Maldita sea! ¿Estará hablando con Miedo?».
Vio que la mujer empezaba a llorar, que se estremecía y se rascaba la cara con las
manos, y el corazón se le heló de nuevo. Ella lo sabía, lo había descubierto, no sabía
cómo. Es decir, que sus enemigos también lo sabían, porque ¿quién, si no ellos, se lo
iban a contar?
«¿Por qué meter a esa mujer en todo esto? ¿Qué cree Miedo que puede
conseguir?».
La mujer llegó al lado de su tanque: su tanque, a muy pocos metros de los restos
ajados de su cuerpo viviente. Encendió cámaras para poder verle la cara, grotesca por
la cólera y el sufrimiento. La mujer golpeó el tanque con el puño: un golpecito
minúsculo, insignificante, contra el endurecido plástico acerado, pero Félix Malabar
creyó ahogarse, estaba despavorido. Había desconocidos en su casa… lo violaban, lo
perseguían, lo atrapaban.
«¡No! ¡No lo permitiré!». Varias represalias posibles pasaron por su mente en un
instante, todas imposibles a causa de la evacuación y la manipulación del sistema.
Hasta las defensas de última instancia habían sido inutilizadas. No podía inundar la
sala de gas paralizante ni de sonidos terroríficos.
«¡No lo permitiré!».
Y de pronto se le ocurrió, aunque al principio no sabía si era una idea genial o una
locura. Meses, llevaban casi veinticuatro meses inmovilizados. ¿Funcionaría?
Funcionaría, tenía que funcionar. Les mandó una dosis masiva de adrenalina.
Funcionaría. Sabía que sí. Estaba exaltado, el pulso se le aceleró de pronto de alegría
febril, en vez de terror. ¿Cómo era la secuencia para soltarlos? Si recibían semejante
cantidad de adrenalina y después no podían salir, se sacudirían y se retorcerían hasta
matarse… romperían las máscaras de respiración y se ahogarían en la suspensión
líquida.
«Ya está». Seleccionó los comandos. En la ventana que veía mentalmente, el
sistema daba señales de vida, los gráficos ascendían como agujas hacia los índices de
normalidad funcional, y los traspasaron, disparados por la carga de adrenalina. Volvió
a las imágenes de la sala: la mujer, ajena a todo, seguía sentada en el suelo de su
sanctasanctórum, entre su cuerpo indefenso y los últimos restos de Ushabti, el terrible
error que había destruido a su hermosa Avialle.
«Me ha violado. Esa mujer me ha… Hay una intrusa a pocos pasos de vosotros —
dijo a sus sicarios, y su voz les resonó en los oídos como un trueno, para que
entendieran el mensaje a pesar de la confusión del despertar, del regreso al cuerpo
real por primera vez en dos años—. Apresadla, hacedle daño y que os cuente todo lo
que sabe. Hacedlo, y después quedaréis libres».
Los indicadores parpadearon y volvieron a hacerlo cuando las tapaderas de los
dos tanques negros empezaron a levantarse.
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45. Enviar
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NECROLÓGICAS: Robert Wells, fundador de TMX
(Imagen: Wells en una «manifestación con antorchas» de la compañía). Voz en
off: Robert Wells, pionero de la tecnología y uno de los hombres más ricos del
mundo, murió ayer de un infarto. Wells, fundador de la corporación Telemorphix,
tenía ciento once años.
(Imagen: Owen Tanabe, ayudante ejecutivo de Wells). TANABE: Se ha ido como
quería: en el despacho, conectado a la red, trabajando hasta el último momento en la
mejora de la vida humana. Aunque se haya ido, el impacto de la visión personal de
Bob Wells perdurará entre nosotros muchos años…
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pronto se acordó de que, aunque él volviera a la red, sus últimos momentos de agonía
quedarían grabados en las cámaras de vigilancia del apartamento.
«¿Por qué perder una muerte lenta?», se preguntó. Después de todo, el fin de
Dulcie había sido decepcionantemente rápido.
Meditó durante unos instantes, sacó las balas del revólver de la mujer y del arma
desmontable de Dulcie y se guardó ambas pistolas en el bolsillo del albornoz.
Después buscó en el bolsillo superior de la mujer y encontró la multiagenda. «Lo
siento, encanto, no hay llamadas». La aplastó con el talón hasta que los componentes
saltaron fuera del armazón, y después le dio un puntapié que la envió al otro extremo
de la habitación.
«No tiene sentido dejar la tentación en el camino de una moribunda», pensó
alegremente. Las mujeres no resistían la tentación de las cosas bonitas, los colores
brillantes, las falsas esperanzas. En ese aspecto, eran como animales.
Volvió a la cama de comatosos y frunció el ceño al ver el rastro de sangre que iba
dejando en las superficies blancas. «No se puede evitar. Ya lo arreglarás en el proceso
de edición». Aunque quizá fuera un efecto bonito… Hizo una rápida comprobación
de las cámaras; sí, grabarían todo lo sucedido en el apartamento, y podría volver a
verlo cuando regresara de la red. «Seguro, chulo, vago, muerto, ¿cierto? Pero este
chico no».
Volvió a subir la música, una oleada de cuerdas y timbales triunfantes. El coro
entró de nuevo, cientos de voces cantando en los huesos de su cráneo mientras se
dejaba caer otra vez en el universo conquistado.
Paul no podía dejar de mirar el lugar donde Félix Malabar se encontraba hacía un
momento. El viejo estaba allí y, de repente, ¡zas! Había desaparecido como una
pompa de jabón.
—El viejo colgao del Grial… —T4b fue el primero en hablar, con una voz como
perdida, más joven que nunca—, ¿ha ganado? ¿Se… ha largado? ¿Ya está?
Sam Fredericks lloraba. Orlando Gardiner, a su lado, le pasó un musculoso brazo
de bárbaro por los hombros.
—¡Lo sabía! —exclamó Sam por cuarta o quinta vez—. ¡Qué enquistado! ¡Qué
idiotas hemos sido! ¡Estaba esperando!
Paul solo podía asentir, atónito todavía. «Tenía que haberlo visto venir… tenía
que haber sabido que un dispositivo como ese encendedor tenía un valor para
alguien… para Malabar». Pero se había dejado engañar por la volubilidad inesperada
de Malabar, su capitulación a la hora de desvelarle secretos. El viejo había actuado
como quien no tiene esperanza. Paul había reconocido ese sentimiento y se lo había
creído.
—Es posible que solo nos queden unos segundos —dijo Martine en voz baja.
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—Todo está en manos de Dios —dijo Bonita Mae Simpkins—. No sabemos qué
nos deparará el Señor.
—Está en nuestras manos —replicó Martine—, es lo único que sé.
—No —dijo Florimel poniéndose de pie—, no puedo creerlo. No voy a entregar
mi vida ni la de mi hija sin luchar.
—¿Contra quién vas a luchar? —El abatimiento impedía a Paul hablar con
facilidad—. Lo hemos infravalorado y ahora ha desaparecido. Y aunque cualquier
cosa le impida cerrar el sistema, todavía queda eso —dijo, señalando la cúpula de
nubes y la silueta de Miedo, que se movía alrededor como un demonio de sombras
chinescas hechas con marionetas—. ¿Qué hacemos con él?
—¿Dónde está el niño? —preguntó Nandi—. El niño de Sellars. Se asustó y echó
a correr.
—Por allí —dijo Paul, señalando con un dedo.
—Voy a buscarlo —afirmó con pesadumbre al verlo agachado al borde del pozo,
una sombra pequeña sobre las luces parpadeantes.
Sabía lo que era estar perdido y confuso. «Tenemos que enfrentarnos juntos a lo
que sea, como dice Martine», pensó.
—Está pasando algo —anunció Martine Desroubins con la cara tensa de
concentración.
Paul vaciló un momento, pero reanudó la marcha hacia donde se hallaba el niño.
«El fin —pensó—, empieza el fin, nada más».
El brillo del pozo, cada vez más débil, le recordó a Ava tal como había aparecido,
sufriendo, luchando en vano contra lo inevitable. «Lo siento —dijo al recuerdo—.
Fueras lo que fueses, quienquiera que fueses, no importa. Lo arriesgaste todo por
mí… lo perdiste todo. Y te fallé».
El niño estaba a cuatro patas en el suelo, temblando. Cuando Paul lo tocó,
retrocedió siguiendo el borde y Paul temió que pudiera caerse al pozo. «En realidad,
da igual». Sin embargo, le tendió la mano.
—Ya ha pasado, muchacho, ya está. Soy de los buenos.
«¡Qué gracia! ¿No?».
—Está aquí —dijo el niño.
—No, se ha ido. Ese hombre se ha ido.
—¡Que no! Está en mi cabeza, ¡es verdad!
—¿A quién te refieres? —preguntó Paul deteniéndose, con la mano tendida hacia
el niño.
—¡El viejo! ¡Sellars! Está en mi cabeza…, ¡lo oigo! —El niño reculó por el borde
del foso manteniéndose a distancia de Paul—. ¡Me duele!
«Dios mío —pensó Paul—, no lo asustes, puede caerse».
Se acuclilló y volvió a tender la mano.
—Podemos ayudarte. Ven, por favor. —«¿Y si se cae? ¿Y si se cae y no lo
averiguamos nunca?»—. ¿Qué te dice Sellars?
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—¡No lo sé! No lo entiendo… ¡me duele la cabeza! Quiere… quiere… quiere que
le escuchéis… —El niño empezó a llorar y se frotó la cara con rabia, como si pudiera
devolver las lágrimas a su lugar—. ¡Déjame en paz! ¿Me entiendes?
No se sabía a quién chillaba.
Paul se arriesgó a dar media vuelta e hizo señas a sus compañeros para que se
acercaran a ayudarlo, aunque no sabía si alguno lo vería.
—Cho-Cho, te llamas así, ¿verdad? Ven conmigo. El hombre que quería hacerte
daño ya se ha ido. Sellars puede decirnos cómo salir de aquí… todos. Tú quieres salir,
¿verdad?
—¡Mentiroso! —Gruñó el niño—. Te oí lo que dijiste antes. Vamos a morir.
—No, si Sellars nos ayuda, no. —Se le acercó un poco más—. Por favor, ven
conmigo, no voy a tocarte, te lo prometo. Nadie va a tocarte. Voy a dar media vuelta
y acercarme a los demás, y tú vendrás conmigo. —El niño retrocedió un poco más.
Paul echó un vistazo alrededor, pero ninguno de sus compañeros se acercaba, aunque
algunos los miraban con una especie de curiosidad vidriosa—. Mira, ahora me pongo
de pie y vuelvo a la hoguera. Ven conmigo, si quieres. Aquí, todos somos amigos.
—«Pero ¿quién es este niño? ¿Qué puedo decirle para convencerlo?»—. Es verdad
que hay personas en el mundo que quieren ayudarte, ¿sabes? De verdad que sí.
Esperó unos segundos pero el niño no se movió ni habló. Sabiendo que, casi con
toda seguridad, estaba haciendo una locura —porque, en cualquier caso, ¿cuántos
minutos les quedaban?—, se levantó, dio media vuelta y se encaminó a paso lento
hacia la hoguera. No miró atrás. No oía nada detrás de sí: si el niño lo seguía, se
movía silenciosamente por el terreno seco y gris.
Florimel y Nandi eran los que más cerca estaban; miraron a Paul
inquisitivamente. Paul se detuvo a su lado y se sentó con sumo cuidado, sin mirar
atrás.
—Si alguien me toca —amenazó el niño—, lo rajo.
—Siéntate aquí, anda —le pidió Florimel.
—Sellars está hablando con él —dijo Paul tras aclararse la garganta.
—¿Qué?
—Sí, lo intenta —dijo el niño hoscamente—, pero me machaca la cabeza.
El resto del grupo que rodeaba la hoguera los miró.
—El niño está aterrorizado —dijo Bonnie Mae.
—Dinos lo que crees que quiere decirte —le indicó Florimel—, es lo único que té
pedimos. Martine, ¿estás escuchando?
—Lo… intento. Es que… hay… distracciones.
Paul vio que era algo mucho peor que distracciones. Martine Desroubins parecía
estar sufriendo una migraña muy fuerte.
—Está hablando otra vez —dijo Cho-Cho de pronto. Los demás se inclinaron
hacia él—. Dice que…, dice que… —El niño suspiró y cerró los ojos con fuerza. Se
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quedó callado un tenso momento, que se alargó mucho, moviendo la mandíbula—.
Es… es muy difícil —dijo por fin—. Les pido disculpas… por la confusión.
Aunque era la voz de Cho-Cho la que hablaba, una voz infantil, la entonación
había cambiado.
—¿Sellars? —preguntó Florimel—. ¿Es usted?
—Sí. —Cho-Cho no abría los ojos; aunque movía la boca, parecía que hablara en
sueños. «Como si estuviera poseído», pensó Paul—. La verdad es que —prosiguió
Sellars— tengo que pedir disculpas por muchas cosas, pero no tenemos tiempo. No es
fácil manipular la conexión neurocanular del niño para poder hablarles, pero lo que
tengo que decirles es de suma importancia y muy complicado y no puedo confiar en
el pequeño Cho-Cho.
—¿Qué es lo que pasa? —Florimel volvió a hablar, aliviada y enfadada a la vez
—. ¿Dónde ha estado tanto tiempo, mientras todas las cosas de este maldito universo
artificial querían matarnos?
—No tengo tiempo para explicárselo, me temo. Estoy sumergido en los procesos
de la red y del sistema operativo y creo que me va a estallar la cabeza… pero ese es el
menor de los problemas que se nos plantean.
Paul percibía el increíble esfuerzo del anciano a través de la voz ágil del niño.
—Entonces, ¿ya sabe que Malabar se ha escapado? —le preguntó.
—¿Qué? —La cara del niño no se inmutó, pero la voz fue de sobresalto, sin duda
—. ¿Malabar?
Paul se lo contó ayudado por los demás.
—Lo tenía todo planeado —comentó Sam Fredericks, desolada.
—No es culpa tuya, Frederico —dijo Orlando—. Pero si se nos presenta otra
oportunidad, le cortamos la cabeza, ¿de acuerdo?
—¡Ay, Dios! —exclamó Sellars—. ¿Es… he oído… a Orlando Gardiner?
—Qué infecto, ¿no? —dijo Orlando sonriendo con amargura.
—Las explicaciones tendrán que esperar para después… si es que existe un
después —dijo Sellars—. El sistema operativo está fallando, preparando su propia
destrucción. Necesito establecer contacto directo con él. Es la única esperanza de
mantenerlo el tiempo suficiente para sacarlos a ustedes de ahí, una esperanza muy
remota. Rápido, por favor. He visto un rastro de contacto establecido hace solo unos
minutos entre su grupo y los procesos internos del sistema.
—Sí, Renie Sulaweyo está allí, en el centro. Estábamos hablando con ella
mediante el dispositivo de acceso —dijo Florimel con pesadumbre—. Pero Malabar
nos lo ha quitado.
Paul esperó a que Sellars dijera algo, cualquier cosa, pero la voz que hablaba a
través del cuerpo virtual de Cho-Cho siguió en silencio.
—¿Eso es todo? —preguntó finalmente—. Antes de oír su voz, estábamos
dispuestos a rendirnos. ¿Eso es todo lo que puede ofrecernos?
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—Estoy pensando, maldita sea —lo cortó Sellars—. Pero confieso que estoy
perdido. He intentado todo lo que puedo hacer desde aquí, pero la parte consciente
del sistema operativo se ha encerrado en sí misma y no me responde.
—Martine —dijo Paul mirándola; la mujer parecía escuchar solo a medias—, me
contaste cómo habías encontrado el modo de salir de aquella simulación extraña…,
que !Xabbu y tú habíais conseguido abrir una puerta. ¿No podrías volver a hacerlo?
—¿Abrir… una puerta…? —El dolor era palpable en su voz. Tanto Sellars como
ella daban la impresión de estar intentando seguir con sus asuntos mientras los
acribillaba un enjambre de abejas—. Renie… !Xabbu… están más allá de cualquier
puerta, creo.
—Pero tenías el comunicador en la mano —dijo Paul acercándose más,
procurando que Martine no perdiera el hilo—. ¿No lo… captas? Cuando salimos de
la montaña y llegamos al mundo de Kunohara, me dijiste que percibías una conexión,
que la captabas con la mente… y la mantuviste y así pudimos volver siguiéndola.
Vamos, Martine, puedes hacer cosas que los demás no podemos. ¡No hay alternativa!
—¡Hazlo! —dijo T4b. Estiró la mano y tocó los dedos a Martine. La mujer se
encogió, sobresaltada—. Sé fuerte. ¡No queremos acabar aquí, todavía no!
—Pero la conexión con el mundo de Kunohara estaba activada —replicó Martine
débilmente—. ¡La encontré justo antes de que desapareciera!
—¡Inténtalo! —la instó Paul—. Te necesitamos. Tú eres la única que puede
hacerlo.
—Tiene razón —dijo Florimel con suavidad—. Está en tus manos.
—No es justo. —Martine sacudió la cabeza fuertemente—. Me duele tanto ya…
no puedo… soportarlo.
—Sí puedes —dijo Paul. Se arrastró hasta ella y la rodeó con los brazos—. Ya has
hecho algunos milagros. Martine, por el amor de Dios, ¿qué importancia tiene uno
más?
—Cuando no me importaba —susurró roncamente, cubriéndose la cara con las
manos—, no me hacía tanto daño. —Sacudió de nuevo la cabeza al ver que Paul iba a
contestar—. No, no te molestes en decirlo. Necesito silencio.
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—Nada —dijo, repitiendo la secuencia otra vez—. ¡Está muerto!
!Xabbu tendió la mano, Renie le pasó el encendedor y se quedó mirando la
diminuta forma agonizante de la mantis.
—Estarás satisfecho —le gruñó—. Ahora, nuestros amigos se han ido. Si no
estuviera segura de que ha sido Malabar… creería que habías sido tú…
—Muriendo. —La voz que salía de la nada y de todas partes era ya tan débil que
apenas se oía—. He intentado durar… hasta que los niños… se… salvaran.
—¿Los niños? —preguntó Renie con amargura—. ¡No has salvado a ningún
niño! ¿No lo has oído? Malabar, el hombre que te construyó… ha vuelto a tomar el
mando.
—No. El demonio. Todavía… el demonio. El que hace daño, mucho daño…
—Percibo algo —dijo !Xabbu en voz baja.
—¿Qué?
—No… estoy muy seguro. Está lejos. —Frunció el ceño y cerró los ojos—.
Como un rastro débil. Como el almizcle del antílope en el aire, a medio día de
distancia. —Abrió los ojos de par en par—. ¡El juego de la cuerda! ¡Alguien está
preguntando por el juego de la cuerda!
—¿De qué hablas? —empezó Renie, y de pronto se acordó—. ¡Martine! ¿No fue
así como Martine y tú…?
—Noto algo —dijo !Xabbu con los ojos cerrados otra vez—, pero es muy…
difícil.
—No. —La voz de la mantis, como un murmullo de viento, se hizo un poco más
fuerte—. No debes abrirnos otra vez a… a…
—¡Cállate! —chilló Renie, furiosa—. ¡Nuestros amigos están intentando ponerse
en contacto con nosotros!
—Traéis aquí al demonio antes de tiempo… —dijo la mantis poniéndose de pie
con gran esfuerzo sobre sus patas como palos torcidos. Tenía los ojillos velados,
oscuros—. Nos robará los últimos momentos…
—Lo estoy perdiendo. —!Xabbu sujetaba el encendedor con tanta fuerza que
Renie le vio los nudillos, blancos y abultados, bajo la piel oscura—. ¡Qué lejos está!
—No lo hagas… no debes hacerlo… ¡No!
—¡Basta! —dijo Renie, y el desierto empezó a deshacerse alrededor, los colores
oscuros de la noche, la luna ambarina e incluso las brillantes estrellas—. ¡Basta!
Ya era tarde. El cielo y el suelo se unieron y giraron como si alguien hubiera
metido un palo en un bote de pintura y revolviera. Renie quiso atrapar al diminuto
insecto, que crecía y mermaba simultáneamente, que lo dominaba todo a pesar de
estar retirándose, que se encogía y se convertía en un punto minúsculo que se alejó de
ella con rapidez.
Tras un momento largo y caótico, el mundo volvió a quedarse en calma.
—¡!Xabbu! —exclamó, y tomó aire, mareada.
—Estoy aquí, Renie.
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Su mano tocó la de Renie, se la agarró, la sostuvo.
Seguían en el desierto, en el Kalahari imaginario de !Xabbu, pero al mismo
tiempo, era el pozo en el que Renie había hablado con el falso Stephen. Las estrellas,
tan brillantes hasta un momento antes, se veían ahora increíblemente lejanas, débiles
como el último rescoldo de una hoguera. Renie y !Xabbu se acurrucaron en un
reborde de tierra, lo que antes rodeaba la hoya seca, pero la tierra se alargaba ahora
por encima de ellos incrustándose en la pared del pozo, y el cauce del arroyuelo
quedaba lejos de su alcance, a unos cincuenta metros por debajo de donde estaban. A
pesar de la distancia y de las estrellas moribundas, la luz tenía la claridad imposible
de un sueño. Renie vio que la figura acurrucada junto al arroyo ya no se parecía a la
mantis, pero tampoco a un niño. Era otra cosa completamente distinta, no definible
del todo: pequeña, oscura y muy sola.
—Todo morirá —dijo la voz susurrante que se elevó como el humo—. No se
puede… salvar a los niños.
Algo plateado brillaba débilmente en el áspero suelo de piedra gris del foso, tan
lejos de su alcance como si estuviera en una estrella del cielo. Mientras lo miraba, vio
que de pronto le salían unas patas. Como un pequeñísimo escarabajo de metal, se
alejó cojeando ciegamente de lo que había sido el niño, hasta caerse al arroyuelo y
desaparecer.
«El encendedor —pensó Renie. La pequeña chispa de esperanza que había
sentido en el desierto se apagó por completo—. Lo hemos perdido. Lo hemos perdido
todo».
—Esto es el sol —musitó !Xabbu a su lado. Por un momento, Renie creyó que
hablaba con ella, pero tenía los ojos cerrados y lo que decía no tenía sentido—. Sí. Y
ahora baja. Con los dedos así, los pulgares bien separados. Ya está: se pone tras las
montañas.
Por grande que fuera el riesgo, no podía seguir con los ojos cerrados. La lasitud se
apoderaba de ella como una bruma oscura con destellos rojos y pequeñas estrellas
que estallaban. Un momento más, y le parecería más fácil rendirse. El dolor lacerante
—lo tenía en la espalda, lo sabía, pero parecía que le atravesara el cuerpo y le saliera
por el pecho— se alejaba más y más. El dolor remitía.
Calliope Skouros sabía que eso no era buena señal.
«Tenía que haber esperado a que Stan volviera a llamarme —pensó; tosió y
escupió sangre burbujeante—. Ojalá estuviera aquí. Le diría: “Mira, Chan, esta vez
llevaba puesto el chaleco antibalas. Así, la hoja no ha llegado al pulmón ni al
corazón. Por eso todavía tardaré dos o tres minutos en morirme. Tiempo de sobra”.
Sí, tiempo de sobra, pero ¿para qué?».
Intentó rodar sobre sí misma para ponerse boca abajo. Si lograba arrastrarse,
quizá, solo quizá, pudiera hacer algo, como bajar las escaleras a gatas y llegar hasta la
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puerta de la calle. Además, tendría menos posibilidades de que el cuchillo se trabara
en alguna parte. Sabía que no podía sacárselo: la hoja y el gel amortiguador del
chaleco eran probablemente lo único que mantenía la herida cerrada. Sin el cuchillo
que casi la había matado, moriría en cuestión de segundos.
Imposible. No tenía suficiente fuerza en los brazos para tumbarse boca abajo, lo
cual significa que, desde luego, tampoco soportarían el peso del cuerpo si intentaba
levantarse. Tantas horas en el gimnasio, y lo único que era capaz de hacer era
manotear inútilmente, como un pez izado a la cubierta de un barco. Quizá pudiera
arrastrarse unos centímetros, pero jamás lograría bajar las escaleras. Tosió y un dolor
punzante le recorrió el cuerpo súbitamente. Se quedó un momento sin poder hacer
nada más que gruñir y apretar las mandíbulas para no soltar un grito que le abriría
más la herida.
Oyó un suave suspiro detrás de sí. Intentó levantar la cabeza, pero no veía nada
desde donde estaba, en el suelo. Johnny Miedo debía de encontrarse en el otro lado de
la habitación: le había oído cruzarla y meterse en lo que podría ser una cama rara que
había visto en un rincón, y ya no le había oído moverse más. ¿Quién había suspirado?
«La mujer…, la mujer que vivía con él. La que acaba de matar».
Arañando el suelo, se movió un poco hacia un lado pivotando lentamente sobre el
eje de la cadera y resbalando sobre un charco de su propia sangre, hasta que vio a la
mujer, que también yacía de lado; parecían una inquietante pareja de sujetalibros.
Estaba mortalmente pálida, pero tenía los ojos muy abiertos y miraba, la miraba a
ella. La mujer que había recibido el disparo hacía un ruidito como un maullido.
«Sí, hermana, a mí también». Calliope se aferraba a la coherencia, luchaba sin
saber siquiera por qué contra la vista que se le nublaba, contra la pérdida de
conciencia que merodeaba por sus pensamientos. «Las dos lo queríamos, aunque
supongo que tú, por otros motivos. Y las dos calculamos mal».
La mujer abrió aún más los ojos y soltó otro pequeño suspiro.
«Parece que quiere decirme algo. ¿Lo lamentará? ¿No sabría que el tipo estaba en
casa? ¿La obligaría a hacerme entrar? ¿Y qué importa?».
Entonces vio una esquina de la multiagenda de la mujer que sobresalía por debajo
de su pecho, salpicada de sangre como si la hubiera pintarrajeado un niño; se había
derrumbado encima y la había ocultado a Miedo con su cuerpo. Movió los ojos hacia
la multiagenda y después miró a Calliope con una súplica muda.
—La veo —intentó decir Calliope, pero solo le salieron pompas de sangre.
«Alcanzarla me matará —pensó vagamente—. Pero me moriré igual aunque no
haga nada».
Intentó estirar los brazos con la esperanza de clavar las uñas en la moqueta e
impulsarse hacia delante, pero no podía levantarlos más arriba del pecho sin
provocarse un dolor como si le dieran una patada en la empuñadura del cuchillo que
tenía clavado en la espalda. La vista se le nublaba por momentos, la fibra de la
moqueta parecía alejarse más y más, hasta que le pareció un extraño bosque nevado
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visto desde la ventanilla de un avión; pero entonces descubrió que moviendo las
piernas podía desplazarse de lado.
«Esto no nos lo habían enseñado… —Procuró por todos los medios hacer caso
omiso del dolor ardiente que le producía cada movimiento. La moqueta tiraba de ella
como si tuviera dedos—. Tanto trepar paredes y tanto tiro al blanco… ¡Tenían que
habernos enseñado a arrastrarnos… como gusanos…!».
El gusano tosió. El gusano se enrolló sorprendido por el dolor agónico, se retorció
e incluso gritó un suave jadeo espumeante. Cuando la niebla roja de descarga
eléctrica terminó, el gusano maldijo en silencio, con amargura, y volvió a intentar
arrastrarse hacia delante.
«Qué lástima que no tenga un cerebro en cada extremo. ¿No lo tienen los
gusanos? ¿O eran los dinosaurios? Los sobrinos de Stan seguro que lo saben».
—¿Desde cuándo te importan los dinosaurios, Skouros? —le preguntó Stan.
—Son interesantes —dijo ella—. Se extinguieron porque eran idiotas, demasiado
grandes y lentos, y no llevaban chaleco antibalas.
—Sí que lo llevaban, se lo ponían incluso para ir de visita de fin de semana el día
que libraban. Pero no se llevaron a su compañero, ese fue el problema. Pregunta a
Kendrick… le encantan esas cosas.
—Está bien, no importa. Hace ya mucho que desaparecieron, ¿no? Me voy a
quedar sentada en el sofá… a descansar un poco.
—¿Estás cansada, Skouros?
—Sí, Stan, estoy cansadísima… de verdad, muy, muy… cansada…
La niebla se aclaró un poco. Vio algo claro ante sí. ¿La luna? Estaba
sorprendentemente cerca. Pero ¿era hora de que saliera la luna?
La fantasmal forma blanca era la cara de la mujer, que estaba a pocos centímetros.
«Dios, no. Me había ido, me había ido por completo. Me estaba quedando sin
oxígeno…».
Se arrastró unos milímetros hasta tocar la multiagenda con los dedos; notó la
curva de la funda.
«No puedo abrirla. Ella está encima…».
Empujó a la mujer débilmente con la cabeza dándole a entender que se moviera
un poco, pero aunque tenía los ojos abiertos, no reaccionó. «Mierda, no me jodas que
se ha muerto, por favor, por favor… Peso muerto encima de multiagenda». Calliope
movió la mano y observó con interés demencial cómo los dedos se apoderaban de la
multiagenda. Tiró, se le resbaló y volvió a intentarlo, a pesar de la sangre, que ya no
estaba solo en sus manos, en el suelo y en la multiagenda, sino que la rodeaba por
completo como la bruma, e incluso le llenaba los oídos y le hacía oír sus propios
latidos tan cercanos y extraños como la voz del mar en una caracola.
Lentamente, acercó la otra mano. El relámpago de dolor en la espalda se hizo más
intenso, más feroz, como si fuera a incendiarle las entrañas. Los dedos apresaron el
objeto. Tiró. Lo sacó.
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Dio vueltas a la ensangrentada tapa hasta que encontró el mecanismo de apertura.
La multiagenda se abrió, la pantalla estaba sorprendentemente limpia y brillante.
«No hay sangre —se dijo—, debe de ser el último lugar así de la Tierra…».
No entendía lo que veía en la pantalla, los archivos abiertos, el destello de
movimiento en una ventana… se le nublaba la vista. Rogó que el artilugio tuviera
abierto el canal de audio. Habló como mejor pudo, tosió, lloró, volvió a intentarlo.
Cuando por fin le salió la voz, era débil como un cuchicheo de niño tímido.
—Marcar cero… cero… cero.
Dejó caer la cabeza hasta que tocó el suelo, que le pareció blando como una
almohada de pluma, invitándola al sueño. Había un código de prioridad de la policía
que habría añadido, pero no se acordaba… Ahora, todo quedaba en manos de los
dioses: ¿ese trasto habría recogido su voz? ¿Estaría preparado para llamar con
órdenes de voz? E incluso, si funcionaba, ¿cuánto tardarían en mandar un coche que
respondiera a la llamada?
«He hecho todo lo que he podido —pensó—. Quizá… ahora… descanse… un
poco».
No sabía si habían pasado segundos o minutos, pero emergió de una niebla más
profunda y notó movimiento a su lado. Abrió los ojos de par en par, pero no pudo
hacer nada más. Aunque fuera Miedo en persona, no podía moverse un centímetro
más.
Era otra mano ensangrentada, pero no la suya.
La mujer de la cara pálida como el papel quería alcanzar la multiagenda, sus
dedos andaban despacio hacia ella como una araña blanca y roja. Calliope solo pudo
quedarse mirando con consternación la mano que reptaba sobre la pantalla y
empezaba a abrir archivos y a mover cosas torpemente pero con determinación.
«Va a cortar la llamada. —Intentó alcanzar la multiagenda, pero los músculos no
le respondían—. ¿Y si no la han recogido todavía? ¿Qué diablos está haciendo esa
idiota?».
La mano ensangrentada se movió más lentamente, tocó otra vez, hizo urra pausa y
resbaló de la pantalla dejando tras de sí un rastro rojo translúcido. A pesar de la niebla
que la envolvía de nuevo, Calliope oyó respirar hondamente, con un gorgoteo, a la
mujer que estaba a su lado.
«Ya está —pensó Calliope—, se ha muerto».
—Enviar —musitó la mujer.
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46. Pensamientos de humo
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: El Tribunal Supremo de Naciones Unidas resolverá
el caso Chaleco salvavidas.
(Imagen: extracto del episodio de Svetlana Stringer en ¡Chaleco salvavidas!). Voz
en off: El Tribunal Supremo de La Haya ha aceptado el caso de Svetlana Stringer,
una mujer que declara que el programa ¡Chaleco salvavidas! no tenía derecho a
seleccionarla a ella para crear un documental sobre su vida amorosa y sus
problemas familiares sin su consentimiento. Sus abogados alegan que si el Tribunal
Supremo no opone resistencia, la constante violación de los límites de la intimidad
por parte de los medios desembocará en poco tiempo en la pérdida del derecho a la
vida privada. Los abogados de la productora estadounidense responsable del
programa insisten en que la renuncia que firmó la señora Stringer hace unos años,
dando permiso para dejarse filmar por otro programa, un documental sobre la
educación musical, significa que ha renunciado a su derecho de oponerse a ser
observada.
(Imagen: Bling Saberstrop, abogado de ICN). SABERSTROP: Las directrices de
Naciones Unidas sobre el derecho a la intimidad no son más que eso: directrices, no
leyes. Consideramos que en el presente caso, la querellante quiere nadar y guardar
la ropa: intimidad sí, cuando a ella se le antoja.
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horas y horas de la mejor diversión jamás creada. Quizá algún día permitiría que lo
vieran más personas. Se convertiría en objeto de significado religioso, al menos entre
los pocos escogidos que realmente comprendieran cómo funcionaba el mundo. Su
nombre se pronunciaría en susurros de respeto y temor hasta mucho después de su
muerte.
«Pero no me moriré, ¿verdad? No moriré nunca».
No era de extrañar que estuviera tan exaltado. Tenía tanto que hacer… y toda la
eternidad para hacerlo.
Se obligó a bajar, a calmarse. «No hay que cometer errores —se dijo. Una música
relajante le llenó la cabeza, un glissando de cuerda y suaves ecos de címbalo—.
Primero, el sistema operativo».
En la extraña llanura lunar, inspeccionó la barrera que el debilitado sistema
operativo había levantado entre él y sus víctimas. Acarició la bruma, insustancial
pero irrompible. ¿De dónde había salido esa cosa? ¿Y cuál sería la mejor manera de
traspasarla?
Estaba claro que había forzado el sistema del Grial hasta el límite, pero aunque
quería someterlo y forzarlo, no deseaba destruirlo por completo por no poner en
peligro la red, antes de instalar un sistema suplente. La sustitución del sistema sería
más difícil, ahora que Dulcie agonizaba con un disparo en el vientre en el suelo del
apartamento, pero antes había conseguido piratear los archivos de Malabar y ponerlos
a su disposición: seguro que el viejo tenía una copia de seguridad del sistema
preparada. Así pues, lo sensato sería esperar a tener conectado otro sistema. Pero ¿y
si al hacerlo no solo destruía el sistema operativo, sino también a Martine y a los
demás? ¿Y si Malabar estaba allí con ellos? Le enloquecía pensar que una muerte
misericordiosa y rápida le arrebatara a sus enemigos de las manos.
«¡Y están ahí mismo…!». Rondaba de un lado a otro de la barrera intentando
comprender lo poco que veía y paseándose mentalmente por la infraestructura de la
red. Era un problema curioso, querer estar en dos sitios a la vez, muy curioso. Estaba
ahí, dueño del poder de un dios, pero no localizaba su propia ubicación en la red:
había seguido al grupo de Martine hasta ese lugar, pero era un lugar que no parecía
existir en ningún esquema del sistema.
«En cualquier caso, es un entorno rarísimo, maldita sea», pensó. Ahí tenía más
poder incluso que en cualquier otra parte de la red: los habitantes huían despavoridos
de su presencia antes incluso de que moviera un dedo; pero también el sistema
operativo era más fuerte.
«¡Maldición! —exclamó súbitamente desbordado ante la revelación—. Seguro
que estoy… dentro de esa cosa maldita».
Lanzó una carcajada y la pared de niebla se onduló como un tejido sensible que se
toca con un instrumento quirúrgico. «¡Claro que soy poderoso aquí! Él sabe quién
administra el dolor. ¡Me tiene miedo! Es decir —continuó razonando—, aquí, lo que
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él cree se hace realidad». Eso justificaba la resistencia de la barrera a dejarlo pasar:
representaba la fe del sistema en sus últimas defensas. Pero en cuanto muriese el
último jirón de esperanza que lo mantenía…
«Todo es pura engañifa —pensó—; es un mundo mágico, de fantasmas. Como la
mierda de cuentos que me contaba mi madre». El recuerdo no sintonizaba con su
eufórico estado de ánimo y lo apartó.
«Pero entonces, ¿dónde se esconde el maldito? ¿Dónde se oculta el sistema?».
Siguió paseando al lado de la barrera y cerró los ojos para examinar su mapa interno
del sistema. Esa cosa, esa parte pensante del sistema operativo, tenía que estar cerca.
Tuvo otra vez la extraña sensación de estar en dos sitios a la vez. Le preocupó un
poco, nunca le había gustado sentirse expuesto, siempre había tenido una fuerte
necesidad de tenerlo todo bajo control, y esa sensación de estar repartido entre dos
esferas de operación le incomodaba; pero el orgullo y la seguridad en sí mismo se
reforzaban a la par que su poder, y desechó la idea con un encogimiento de hombros.
Lo que no podía dejar de lado con la misma facilidad era el rompecabezas esencial.
«Las dos cosas van unidas. No conseguiré poner las manos encima a los que se
me escaparon hasta que se las ponga al cerebro del sistema definitivamente. Pero si lo
aprieto en exceso, si lo ahogo, ellos desaparecerán, morirán…, escaparán de mí».
Ya no veía a los dos monstruosos agentes de Malabar al otro lado de la barrera.
No sabía qué habrían conseguido, pero ya habían terminado su labor, y sin obligar a
rendirse al sistema operativo, porque la barrera se mantenía impenetrable; tampoco le
habían entregado a Martine ni a ningún otro. Allí dentro no había más copias de los
agentes. El siguiente paso tendría que darlo él en persona.
«Y así es como lo quiero», pensó.
Volvió a experimentar la emoción creciente de la caza. Puso el pensamiento de
nuevo en los controles del sistema buscando una clave que le llevara a la ubicación de
su último refugio. Se veía un revuelo de actividad reciente, pero no tenía sentido y,
mientras se enfrentaba a los misterios de los logaritmos activos de la red, tuvo un
breve repunte de irritación por la traición de Dulcie. «La muy zorra, me habría hecho
falta ahora». Los huidos y el propio sistema seguían ocultos para él, tanto por la
barrera virtual como por la inmensa y enmarañada confusión de la red. Le
desquiciaba no poder localizarlos ni siquiera con todo su poder divino, y tener que
buscar por los paisajes virtuales y estar atento a las conversaciones a través de
comunicadores virtuales.
«¡Comunicadores…!». Hizo un gesto y el encendedor de plata apareció en su
mano. Abrió el canal de comunicación y descubrió que había actividad, pero lo que
oyó no tenía sentido: unas voces débiles e irreconocibles que decían tonterías sobre
cuerdas y puestas de sol y una cosa llamada guía de la miel. La línea de
comunicación se había corrompido; enfurecido, pensó en volver al apartamento y,
con los códigos de acceso de Malabar, desenchufar la red, matarla y resucitarla
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después con un sistema operativo diferente, más tratable… pero eso significaría
liberar con demasiada misericordia a Renie Sulaweyo, Martine y los del Círculo.
Miró el encendedor enfurecidamente. ¿De qué servía ese maldito cacharro? ¡Un
comunicador que solo comunicaba voces fantasmagóricas!
Pero Dulcie Anwin había dicho que servía para otra cosa, además. ¿Cómo lo
había llamado? Efector virtual, un dispositivo que no solo transmitía la voz sino
también… datos de localización. Miedo sonrió.
Volvió a abrir los registros principales de la red. La línea estaba en plena
actividad, de modo que alguien la estaba utilizando, aunque la transmisión no fuera
buena. No tardó en encontrar información sobre la localización, pero parecía que la
llamada en curso no tenía punto de origen en ninguno de los sentidos. Miedo tuvo
que dominar otro arranque de cólera. Lógicamente, si estaban dentro del sistema, el
efector no proporcionaría una información convencional. Pero ese mundo de cuento
infantil tenía que estar en alguna parte del no espacio de la red; seguiría el hilo de la
comunicación de la misma forma que había perseguido al sistema operativo por sus
intersticios, hasta dar con un extremo o con el otro.
Empezó a tantearlo con la mente, haciendo cobrar vida a su don en forma de
filamento candente. El canal de comunicación abierto era cable plateado, tembloroso,
delicado. Lo recorrería hasta el final y los encontraría a todos. Encontraría también al
sistema y lo laceraría hasta que la barrera cayera, y entonces se apoderaría de todos
ellos y serían suyos, absolutamente suyos, hasta sus últimos suspiros ahogados.
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Los demás también lo habían oído; con el sobresalto, Paul estuvo a punto de dejar
caer a Martine al suelo. De pronto, la realidad dio una sacudida y volvió a encajar en
su sitio. Solo duró un momento, pero cuando el mundo revivió con un
estremecimiento, las cosas no eran iguales.
«¡Qué frío hace…!». La temperatura del universo descendió hasta un pleno
invierno helador. Y, con el frío, llegó algo más, una garra de terror que apenas le
permitía respirar. Oyó gritar a varios compañeros, pero no quiso abrir los ojos, sus
instintos infantiles le decían que se tapase la cabeza con las mantas y se quedara
escondida hasta que la pesadilla pasara.
Pero no había mantas.
—¡Ay, Dios… ya no está! —dijo Paul.
Sam apenas lo oyó, entre el clamor de chillidos de horror de todos los personajes
de cuento que se dispersaban por el borde del pozo. Unos dedos fuertes la agarraron
por el brazo y soltó un grito.
—¡Arriba, Sam! —exclamó Orlando—. Ya ha sucedido.
Sam abrió los ojos. El cuerpo de Thargor que albergaba a Orlando parecía
diferente, mal hecho, y no se debía solo a la extraña luz. Parecía incompleto, como si
lo hubieran despojado de la primera capa de realidad y le hubieran dejado en los
diseños preliminares.
»La realidad se está muriendo —dijo, y Sam notó el terror que asomaba a su voz
—. Todo esto se viene abajo. Míranos.
Sam se miró el conocido brazo moreno de siempre, gris y amoratado ahora, a la
tenue luz agonizante del foso, tan irreal como todo lo demás. El camino, las paredes
de piedra, los compañeros, todo había perdido la vitalidad que los hacía realistas,
todo había dado un paso atrás hacia un estado más básico, igual que la montaña negra
había ido evolucionando al tiempo que la pisaba en el largo descenso.
«No somos personas —pensó mirando los planos lisos de la cara de Jonas, la
rígida musculatura de Orlando—. En realidad somos muñecos».
Se levantó procurando superar el miedo apremiante. «No, es el sistema operativo,
el Otro, no nosotros. Está perdiendo fuerza. Está perdiendo el sueño que soñaba…».
—¡Ah, más enquistado imposible! —dijo Orlando.
Alzó la espada, no retadoramente, sino para no ver una imagen indeseable.
La barrera se disolvía.
Al final del campamento, la red iridiscente de nubes que los había protegido se
iba convirtiendo en bruma otra vez, se disolvía, se dispersaba. Los refugiados, que,
como todo lo demás, habían perdido un grado crítico de definición, huían de la bruma
como robots desprogramados, tropezaban, gateaban y gritaban, presas de un pánico
infantil. De la bruma que se diluía emergió una forma oscura que se dirigía al pozo
rodeada de jirones de nube como telarañas. Los personajes que estaban más cerca de
la cortina que se desintegraba se apartaron sin pérdida de tiempo del camino de la
oscura silueta, se tiraron al suelo de bruces, se frotaron la cara contra el suelo,
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despavoridos e indefensos. Sin prestarles la menor atención, la sombra siguió
avanzando por el camino despejado como una versión espantosa de Moisés sin luz
atravesando el mar Rojo. El pavor inmovilizó a Sam. Orlando se balanceó a su lado y
se le cayó la espada de la mano.
—Ahora, vamos a terminar —dijo la cosa, y la terrible voz burlona hizo sentir a
Sam deseos de aplastarse la cabeza contra cualquier cosa, para no volver a oírla
nunca más—. Final. Apagón. Que pasen los créditos.
—¡El pozo! —aulló Florimel con una voz que parecía salir desde medio mundo
de distancia—. ¡Se está hundiendo!
Sam se volvió a mirar. El centro del mundo se estaba tragando la tenue luz que
iluminaba el pozo, el gran abismo se vaciaba y tiraba del cielo, vacío y negro, hacia
sí, como si fuera una sábana podrida. La única luz parecía provenir de los ojos y los
dientes sonrientes de su enemigo.
—¡Al pozo! —gritó una voz detrás de ella, no sabía si era Paul o Nandi—. ¡Es el
único escondite que nos queda! ¡Bajemos al pozo!
Sam no podía dejar de mirar la oscuridad que avanzaba.
«Ya viene. Lo que hay debajo de la cama… el ruido del armario… el desconocido
sonriente que se detiene a tu lado en el bordillo cuando vas del colegio a casa…».
La dura mano de Orlando la agarró y tiró de ella hasta ponerla de pie. Después la
empujó hacia el sitio donde Martine Desroubins se había caído, al borde del foso.
Casi todos sus compañeros bajaban ya arrastrándose hacia la oscuridad por un
camino que Sam no veía. Parecía que la mujer ciega gritaba de dolor. Orlando y Paul
la agarraron y la levantaron.
—¿Dónde estás? —susurraba la voz de Miedo, silbando con la suavidad de una
lengua de serpiente en el oído de Sam—. No puedes esconderte de mí. Os conozco
muy bien a todos.
Siguió a Orlando y a Paul por una cornisa que bajaba caracoleando por la pared
interior del pozo, ahora vacío. Los dos se movían con rapidez, a pesar de llevar a
Martine colgada entre ambos. Al apresurarse tras ellos, Sam tropezó con algo y se
cayó. Cuando se hubo levantado de nuevo, sus amigos habían desaparecido en las
sombras, más abajo. Presa del pánico, miró atrás convencida de que la cosa con voz
de hielo le pisaba los talones, y vio lo que le había hecho tropezar: un pie humano. El
pequeño Cho-Cho yacía a un lado del camino, casi invisible en la oscuridad que se
espesaba por momentos. Las tripas se le revolvían de horror por lo que podía venir
tras ella y lo único que deseaba era echar a correr para alcanzar a los demás.
«¡No, no es más que un microenano! No puedo dejarlo ahí, a merced de… ¡eso!».
A pesar de la insoportable tensión nerviosa, dio media vuelta y desanduvo unos
pasos cuesta arriba. Cho-Cho parecía dormido, ajeno a la cosa mortífera que los
perseguía. Lo cogió en brazos y se tambaleó, sorprendida por el peso muerto del niño.
—¿Qué está pasando ahí? —susurró la voz fantasmal de Sellars por boca del niño
—. ¿Quién eres?
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—Está pasando de todo… ¡de todo! Soy yo, Fredericks.
Tropezó de nuevo y a punto estuvo de caerse.
—¿Dónde está Martine?
—Cállese… cállese —protestó Sam.
Siguió bajando por el camino con gran esfuerzo, procurando mantenerse en pie.
La pared del pozo perdía rápidamente la consistencia que la había hecho real, y ahora
despedía una extraña luz débil, una versión más opaca de las estrellas líquidas. Le
pareció distinguir la silueta inconstante de Orlando y Paul unos pocos metros más
adelante, en la espiral descendente.
«Del revés… ¡!Xabbu tema razón! —Los pensamientos le revoloteaban como
avispas enloquecidas por el humo—. ¡Es la montaña vuelta del revés…!».
Todavía no veía nada detrás, pero las imágenes mentales eran suficientemente
vividas: la sombra de ojos vacíos que era Miedo se hinchaba en su imaginación hasta
adquirir proporciones gigantescas, avanzando entre los despavoridos refugiados,
agarrándolos a puñados con enormes manos de sombra, examinándolos y
arrojándolos después en montones de huesos rotos.
«Nos está buscando —pensó Sam—, ¡a nosotros! En cualquier momento
empezará a bajar por ese camino…». El horror la mareaba y la atenazaba de tal forma
que, al completar una revuelta y salir a un tramo más ancho de la cornisa, tropezó con
la espalda de Paul Jonas y casi se desmaya.
—¡Sam! —gritó Paul, casi tan sobresaltado como ella.
Martine yacía en medio del camino, donde la había dejado, encogida como un
feto. Orlando pasó por su lado y agarró a Sam por el brazo, pero no se lo soltó, como
si pensara quedárselo para siempre.
—¡Ah, jeez…! —Echó un vistazo al cuerpo de Cho-Cho como si no lo viera bien
—. Por todos los demonios, Frederico, ¡no sabía dónde te habías metido!
—Tuve que… retroceder —dijo, casi sin aire—, por el niño… quiero decir,
Sellars…
—No puedo quedarme aquí. —La voz inquieta de Sellars volvió a sobresaltarla
—. Hay mucho que hacer. Di a Martine que mantenga la conexión abierta por encima
de todo. Volveré.
—No se vaya —dijo Paul—. Esa cosa… Miedo… nos pisa los talones.
—Ahora no puedo hacer nada más aquí —contestó Sellars con apremio—. Lo
lamento, pero todavía tengo que terminar mi parte en todo esto. Pase lo que pase, que
Martine no pierda la conexión con el centro del sistema. ¡Que la mantenga por
encima de todo!
—¡Maldito sea, Sellars, no se atreva a…! —empezó a quejarse Paul.
Sam dio una sacudida, se cayó contra él y a punto estuvo de precipitarse por el
estrecho camino. El pequeño cuerpo que llevaba al hombro había empezado a
patalear, despavorido.
—¡Bájame! —gritó Cho-Cho.
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Se soltó una mano, agarró la cara a Sam y volvió a tropezar. Por un instante, no
notó nada debajo del pie izquierdo, pero enseguida tocó el borde del sendero con el
talón. Se balanceó desesperadamente procurando recobrar el equilibrio.
—¡Déjame!
El niño le dio un codazo tan fuerte en un lado de la cabeza que las rodillas le
fallaron y resbaló. El peso del pequeño desapareció de repente de su hombro.
«Lo he dejado caer», pensó y, al momento, tuvo la sensación de que también ella
se precipitaba en el espacio, hasta que una mano poderosa la agarró por la ropa desde
atrás y tiró de ella hacia el centro de la cornisa.
Un destello luminoso del fondo del pozo pintaba débiles trazos plateados y azules
en un costado del cuerpo bárbaro de Orlando. Sujetaba a Cho-Cho, que seguía
pataleando, contra el pecho desnudo de Thargor.
—Eres el virus más miedoso que he visto en mi vida —dijo al niño con voz
bronca, y le clavó la barbilla con fuerza en la cabeza.
El niño, inconsciente o solo porque había aprendido la lección, dejó de patalear y
se quedó colgado e inmóvil en el musculoso brazo de Orlando.
—Estáis todos aquí en el agujero, ¿verdad? —preguntó Miedo, irritado y
disfrutando, y sus palabras le rascaron el cráneo como una fila de hormigas. Orlando
también lo había oído e hizo una mueca de dolor y asco—. ¿De verdad queréis que
baje a buscaros? ¿No habéis jugado ya suficiente?
Paul Jonas se había agachado al lado de Martine e intentaba levantarla otra vez.
—A ver, Frederico —dijo Orlando apretando el brazo a Sam—, a lo mejor son
imaginaciones mías —dijo, imitando heroicamente un tono despreocupado que no
logró ocultar un estremecimiento en la voz; seguramente, la mano también se le
estremeció, pero Sam temblaba tanto que no podía saberlo— pero nuestro amigo el
conde Drácula ¿es australiano o algo así?
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fuéramos delincuentes, como si nos fuera la vida en ello. De modo que si crees que
voy a permitir que mezclen a Christabel en este… este… ¡cuento fantástico…!
—Todo es cierto, señora Sorensen —la interrumpió Ramsey—. Ojalá no fuese
así, pero…
—¡Ramsey! ¿Qué hace aquí? —inquirió Sellars con una energía sorprendente—.
¡Tiene que estar en contacto con Olga Pirofsky!
—No quiere hablar conmigo. Me ha dicho que le diga que se dé prisa… está
esperando a su hijo.
Todo había sido mucho más raro, en realidad. La mujer con la que había hablado
no era Olga, con la que había trabado amistad, sino una persona desapegada y
terriblemente distante, como si Sellars le hubiera puesto en contacto con una mujer
distinta. No había reaccionado ante ninguna de sus expresiones de piedad y
conmiseración, parecía que ni siquiera lo entendía. Daba la impresión de que hubiera
retrocedido en los abismos interestelares, igual que el propio Sellars.
—Tenemos una posibilidad —dijo Sellars—. Si no consigo llegar al sistema
operativo, todo estará perdido. Pero aunque la vida de muchos está en la balanza, no
puedo obligarla.
—¡No! —replicó enfurecida la madre de Christabel—. ¡No puede! Y no estoy
dispuesta.
—Kaylene… —El mayor Sorensen estaba muy abatido, además de furioso e
impotente—. Si a Christabel no le va a pasar nada…
—¡Eso no lo ha dicho! —replicó su mujer—. ¡Mira al niño de la otra habitación!
¡También estaba bajo la protección de ese hombre! ¿Quieres que le pase lo mismo a
tu hija?
—No, no hay garantías —dijo Sellars; hablaba como si estuviera escalando una
montaña sabiendo que no podría llegar a la cumbre—. Pero lo de Cho-Cho es
diferente. Está conectado al sistema a través de su neurocánula. Christabel no puede
hacer esa clase de conexión.
—¿Y qué hay de las otras personas que no pueden salir del sistema? —preguntó
Ramsey sintiéndose un traidor—. No todos tenían una conexión neuronal directa, ni
tampoco muchos niños de los que padecen el síndrome de Tandagore.
—¡Eso es! —exclamó Kaylene Sorensen, furibunda y triunfante.
—Es diferente —dijo Sellars con cansancio, con un hilo de voz—. O al menos,
eso creo. El sistema operativo… el hijo de Olga… agonizando. No puedo cerrar…
bucle de retroalimentación.
Puesto que los Sorensen miraban la pantalla, solo Catur Ramsey vio a Christabel
bajarse sigilosamente de la cama estirando los pies descalzos en busca del suelo. «Es
tan pequeña», pensó. Parecía asustada y muy chiquita.
«Dios mío —se dijo—. ¿Qué estamos haciendo a estas personas?».
La niña dio media vuelta, entró en silencio en el dormitorio y cerró la puerta.
«Es demasiado para ella… demasiado. Sería demasiado para cualquiera…».
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—No puedo… no puedo llevar la contraria a mi mujer —decía el mayor
Sorensen.
—¿Qué significa eso? —preguntó la señora Sorensen secamente.
Ni ella ni su marido se habían dado cuenta de que Christabel había salido.
—Basta, cariño —dijo Sorensen—, estoy de acuerdo contigo, pero me siento una
mierda.
—En tal caso, no hay más que decir —declaró Sellars con voz de moribundo.
Incongruentemente, la pantalla desde la que hablaba enseñaba imágenes del nodo
interno del hotel, una grabación de personas sonrientes que disfrutaban en diversos
restaurantes y parques turísticos de Nueva Orleans.
Haré lo que pueda con lo que tengo.
Ramsey no necesitaba la imagen para saber que Sellars había cortado la
comunicación. Los Sorensen se miraba el uno al otro, ajenos a él y a todo. Se quedó
incómodamente en el quicio de la puerta; sin la concurrencia de Sellars, había pasado
de participante a mirón.
—Tengo que irme —dijo.
Ninguno de los Sorensen lo miró.
Del otro lado de la puerta, se apoyó en la pared un momento preguntándose qué
acababa de ocurrir y qué implicaciones tenía. ¿De verdad Sellars no podría hacer
nada sin la ayuda de una niñita que apenas había terminado la guardería? Y si
fracasaba, ¿qué significaría? Las cosas habían sucedido tan deprisa que no le había
dado tiempo a asimilarlas. Solo en las dos últimas horas había cometido varias
felonías: evacuar un edificio de oficinas con una bomba de humo, manipular el
sistema de alarmas de una isla entera, pinchar las bases de datos de una de las
mayores compañías del mundo…, por no hablar de las cosas, más extraordinarias
aún, que habían salido a la luz, como la casa abandonada y el bosque del ático del
rascacielos, la sala de tanques que parecía una tumba, las novedades incomprensibles
sobre el hijo que Olga había perdido, y que ahora era el sistema operativo de la red
del Grial…
«Olga —pensó—. Maldición, tengo que volver con ella».
La puerta de la habitación de los Sorensen se abrió de golpe y casi se le estampa
en la cara. Michael Sorensen estaba pálido, casi gris.
—Es Christabel —dijo, con una voz y una expresión de anonadamiento que casi
mareó a Ramsey.
Kaylene Sorensen acunaba a su hija en la cama, la llamaba con apremio, como si
la niña estuviera a media manzana de distancia. La dejadez del cuerpecito y los ojos
en blanco contaban lo que había pasado, o lo esencial, al menos. En la colcha, cerca
de las piernas de Christabel, había un par de gruesas gafas de sol.
—¡Lo ha hecho él! —dijo la señora Sorensen a Ramsey, silbando de furia—. Ese
monstruo… ha fingido que pedía permiso…
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—Voy a llamar a un médico —dijo su marido, y se volvió hacia Ramsey con una
expresión tan rara y confusa que el abogado volvió a sentir náuseas—. ¿Llamo a un
médico?
—Espere. De momento… no haga nada. ¡Espere!
Ramsey giró sobre sus talones en dirección a su habitación, otra vez, y de pronto
se dio cuenta de que podía llamar desde la pantalla sin tener que desconectarse de
Olga. Dijo un número con voz ronca y rogó haberlo memorizado correctamente.
—¡Sellars! ¡Responda!
—¿Sí? ¿Qué hay, Ramsey?
Parecía haber empeorado, si eso era posible.
—Christabel está en coma, ¡maldita sea! ¡El coma de Tandagore!
—¿Qué? —preguntó sorprendido—. ¿Cómo es posible?
—A mí no me pregunte… está tumbada en la cama. Sus padres la han encontrado
así. —Hizo un esfuerzo por pensar—. Hay una gafas de sol a su lado…
—¡Ah! ¡Oh, Dios mío! —Sellars tardó unos momentos en hablar—. Había
precodificado una secuencia de acceso, pero… pero solo en caso de que sus padres
estuvieran de acuerdo… —A pesar del esfuerzo, de las extrañas vacilaciones, se le
oía concentrado, despierto—. Dígales que no la muevan. Ahora debe de estar
entrando en el sistema. Tengo que irme. —Hubo un silencio, pero antes de que
Ramsey cortara la conexión, la voz de Sellars volvió a oírse—. Y dígales que lo
lamento de verdad. Yo no quería que sucediera esto… así no. Haré lo que sea
necesario para… devolvérsela.
Y después, desapareció.
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Una silueta dio un bandazo en el tanque más cercano y empezó a levantarse
bañada en las suaves luces que rodeaban el interior del borde de la tapadera.
Ramsey tenía la comunicación abierta y empezó a gritar a la pantalla, pero Olga
no recibía la llamada. Solo era capaz de gritar su nombre una y otra vez mientras un
hombre horriblemente desnudo y desmesuradamente gordo salía del iluminado
tanque.
Se puso las gafas de cuentos. Era agradable estar en la oscuridad que creaban los
lentes. Oía hablar a su madre en la otra habitación. Estaba enfadada de verdad: con el
señor Sellars, con su padre e incluso con el señor Ramsey, quien, hasta el momento,
no había hecho nada malo, que ella supiera.
Era agradable estar a oscuras, y pensó que le gustaría tener gafas también para los
oídos.
—Cuéntame un cuento —pidió a las gafas, pero no sucedió nada.
Las gafas seguían negras. Ni siquiera había un mensaje del señor Sellars. Se
entristeció: le había parecido que estaba tan cansado y enfermo… Casi deseaba que
su madre y su padre no hubieran descubierto los secretos que tenía con él: las visitas,
la forma de ayudarlo, las cosas, los secretos. Cómo sonreía y la llamaba «pequeña
Christabel»…
La palabra secreta.
—Rumplestiltskin —dijo, y la luz se abrió ante sus ojos como una flor.
—Esto es como una llamada de una persona que está muy lejos —le dijo la voz
del señor Sellars al oído—, o como pasearse por la red. Yo estaré contigo dentro de
un momento…
—¿Dónde está? —preguntó, pero la voz seguía hablando sin escucharla a ella.
Era otro mensaje, una grabación, como el anterior.
—… Y después me quedaré contigo, te lo prometo. Pero estoy haciendo muchas
cosas a la vez, pequeña Christabel, y a lo mejor tardo un momento en llegar a donde
estás. No tengas miedo, espérame ahí.
La luz empezó a moverse, a bailar, a dar vueltas, le daba dolor de cabeza. Intentó
quitarse las gafas, pero por algún motivo, no las encontraba. Se notaba la cabeza, más
o menos, aunque le parecía que estaba cambiando de forma: primero, el tacto del pelo
le pareció raro y, después, dejó de parecerle su pelo. De pronto, la luz se fue y se la
llevó consigo como si se colara por el desagüe de la bañera; la luz hacía ruido, era un
gemido, como el viento o niños llorando.
—¡Basta! —gritó. Estaba muy asustada. La voz tampoco le pareció la suya, le
resonaba en la cabeza, pero era rara, parecía el eco, y sonaba muy lejos—. ¡No
quiero…!
La luz se extendió por todas partes y después desapareció. Todo estaba oscuro y
no notaba nada al tocar. Pasó unos segundos sola, más sola que en toda su vida, como
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en las pesadillas pero despierta, y no parecía haber nadie más en todo el mundo
entero, ni el señor Sellars, ni mamá, ni papá… Pero había alguien.
Asustada, contuvo el aliento, aunque más bien era como pensarlo, porque no
notaba la tensión del pecho. Tenía la sensación de que se iba a orinar encima, aunque
tampoco le parecía de verdad. Algo la estaba buscando, algo grande que se hallaba en
la oscuridad.
La tocó y Christabel quiso gritar, quiso pegarle con la mano, pero no tenía boca ni
manos. ¡Qué frío hacía! Era como si toda la oscuridad se hubiera congelado, como si
estuviera en una nevera con la puerta cerrada y la luz apagada, y no pudiera salir ni
nadie la oyera, nadie la oyera, nadie la oyera…
La cosa grande y fría le tocó el interior de la cabeza.
«Aquella historia de la red, la que no querían que viese, sobre un gorila gigante
que cogía a una señorita y la olía y la miraba, y ella estaba muy asustada, y yo creía
que la iba a tirar al suelo o a llevársela a la boca para comérsela masticándola con los
dientes, y entonces me hice pipí encima, pero no me enteré hasta que vino mamá y
dijo “¡Ay dios mío! ¿Qué estás viendo? Mike, has dejado la pantalla encendida y se
ha hecho pipí; ha destrozado el sofá por culpa de ese monstruo estúpido que tanto te
gusta; ya te dije que todavía era muy pequeña…”».
Pero entonces la soltó. La cosa grande y fría la atravesó como el viento; pero ella
olía sus pensamientos y sus sentimientos, la cosa estaba cansada y triste, incluso
asustada, muy asustada, pero ya no le importaban las niñas pequeñas y la soltó. Se
quedó flotando en la oscuridad, perdida.
—¿Christabel?
Al oír la voz del señor Sellars, amable y aflautada, se echó a llorar sin poder
evitarlo. Se echó a llorar y lloraba tanto que pensaba que no podría parar, nunca
podría parar.
—Quie… quiero a mi mamá.
Apenas podía hablar.
—Ya lo sé —dijo él—. Lo siento… yo no quería que las cosas fueran así. —No
notaba la presencia del señor Sellars, no como había notado la oscuridad helada, pero
lo oía y, entre la oscuridad, eso era una cosita pequeña pero buena. Intentó dejar de
llorar y empezó a hipar—. Estoy aquí contigo —dijo el señor Sellars—, estoy
contigo, pequeña Christabel. Tenemos que irnos. Necesito que me ayudes.
—¡Lo hice sin darme cuenta…!
—Ya lo sé. La culpa es mía. Quizá tenía que ser así, pero quizá no. De todos
modos, todo habrá terminado enseguida. Ven conmigo.
—Quiero ir con mi mamá.
—Ya, ya lo sé. No eres la única. —Ya no estaba tan asustada como antes y notó lo
mal que se encontraba el señor Sellars—. Ven conmigo, Christabel, voy a llevarte a
conocer a una persona. Siento que haya pasado todo esto, pero me alegro de que estés
aquí, porque si no, tendría que mandar a tu amigo a conocerlo él solo.
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Entonces oyó otra voz: una voz sorprendente porque sabía que la persona que
tenía esa voz no podía hablar, porque estaba dormida en la cama como un muerto.
Pero el señor Sellars también estaba dormido como un muerto, ¿no?
«¿Yo también estoy dormida como ellos? ¿No se asustarán papá y mamá?».
—¡Sácame de aquí! —gritaba la voz—. ¡No quiero seguir con esta mierda!
—Cho-Cho —dijo ella.
El niño se calló un momento. Christabel seguía flotando en la oscuridad y se
preguntó si eso era lo que se sentía al morir.
—¿Chiquita? —preguntó por fin—. ¿Eres tú?
—Sí. —La respiración de Sellars sonaba rara y ronca, como si se hubiera alejado
un momento y después hubiera vuelto corriendo—. Es ella, señor Izábal. Y vamos a
ir juntos a un sitio. Vosotros dos vais a conocer a un niño perdido. Y después… y
después haré cuanto pueda por llevaros a casa otra vez.
—¡Está loco de remate! —dijo la voz de Cho-Cho—. ¡No vamos a hacer nada!
Pero la oscuridad empezó a convertirse en luz, una luz gris como el cielo de la
mañana, pero en todas partes a la vez, tanto arriba como abajo, y Christabel notó que
la cogían de la mano.
—¿Estás bien, chiquita? —susurró Cho-Cho.
—Creo que sí —murmuró ella—. Y tú, ¿estás bien?
—Sí —dijo él—. A mí nada me da miedo.
Fuera verdad o no, le apretó la mano y la luz gris siguió aumentando en
intensidad.
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A Paul le pareció una declaración tan evidentemente ridícula que rayaba en la
comicidad, un chiste de mal gusto cuyo único remate adecuado sería la muerte inútil
de todos ellos.
—¿Ere… eres tú, Pa… Paul? —preguntó Martine intentando sentarse con un
estremecimiento.
Empezó a temblar tan inconteniblemente que Paul se agachó a su lado y le sujetó
las piernas, porque temía que los temblores la arrojaran al abismo. Esa negrura sin
fondo parecía lo único real.
—Soy yo —dijo, y le tocó la cara con suavidad. Estaba fría, y él también—.
Estamos todos aquí, pero no podemos hacer ruido. Esa cosa… Miedo, nos está
buscando.
—No lo he… dejado —dijo—. Perci… percibo a !Xabbu… y más allá. También
a… al Otro. He recorrido todo… hasta el final.
Los temblores remitieron, aunque ella parecía estar más lejos que nunca.
—Estoy aquí.
—¡Qué frío! Hace mucho frío. El frío del vacío.
Paul le frotó la mano, pero ella lo rechazó.
—¡Qué raro es! Sé que me estás tocando, pero es como si pasara en otro planeta.
No, déjame pensar, Paul. Es muy difícil… mantener… no perder…
—¡Hola amigos! —canturreó la voz de Miedo—. Sé que estaréis cansados de
esperarme. —No había nadie en el camino, la luz se curvaba de una forma extraña—.
Habría venido antes con vosotros, pero he estado jugando con los niños. Escuchad.
Un gemido débil resonó en los oídos de Paul y en los de todos sus compañeros, y
los hizo encogerse y chillar, unidos en un circuito de desamparo y horror.
—Lo hace a propósito, para ganar tiempo —gruñó Florimel—. ¡Sádico! Quiere
que primero suframos.
—Nos huele el miedo, ¿vale? —dijo T4b.
—¡Silencio! —susurró Nandi—. No sabemos a qué distancia está… quizá
pretenda obligarnos a que nos delatemos.
—No le va a costar mucho encontrarnos aquí, ¿verdad? —dijo Florimel con
rabioso desprecio—. No pienso arrastrarme.
—Ni yo —dijo Orlando—. No me importa que sea Drácula, el hombre lobo o la
bruja mala del Oeste, pero le haremos sufrir un poco antes de que… antes del final.
Mientras Orlando hablaba, Sam Fredericks se puso de pie, vacilante, a su lado, y
el reflejo de la luz tembló en su cara aterrorizada y resuelta. A Paul se le hinchó el
corazón de una forma que no podía nombrar. «Estos pobres muchachos, tan
valientes… ¿cómo puede estar sucediéndoles todo esto?».
—¡Qué frío…! —exclamó Martine. Paul, sobresaltado, le tapó la boca con la
mano. Ella se la quitó. Cuando volvió a hablar, lo hizo en un suave susurro—.
Percibo al Otro… ¡pero es muy pequeño! ¡Está asustado! Los niños… ya no lloran.
¡Están en silencio, en silencio absoluto…!
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—Hace frío en el sitio donde está el Otro.
La voz de Sellars los sobresaltó a todos.
—Ha vuelto —dijo Sam, sin entonación.
—No hay tiempo que perder. —Cho-Cho yacía como un durmiente inquieto a los
pies de Sam y la voz de Sellars, curiosamente precisa, salía de la boca abierta del
niño—. Martine, voy a intentar conectar con usted… unir mi conexión a la suya.
Tendrá una sensación extraña, seguro, pero por favor, no me rechace.
—No puedo pensar. Hace tanto frío… que duele…
—El Otro es prisionero de una gran frialdad, por dentro y por fuera —dijo
Sellars, soltando las palabras con gran premura—. Si usted logra entender eso, tendrá
menos miedo. No es una máquina, o al menos no lo era al principio. Era un niño, un
niño humano, corrompido por la Hermandad del Grial y convertido en el centro de su
gran máquina de la inmortalidad.
Paul sintió un acceso de odio impotente. El Otro, el pequeño Gally, Orlando, Sam
Fredericks, las víctimas que lloraban a la orilla del pozo: todos esos inocentes
sacrificados para que un hombre como Malabar pudiera seguir arrastrándose por la
vida unos años más.
—Qué asustado… —Martine lloraba—. ¡Es tan pequeño…!
—Siempre lo ha sido, al menos a sus propios ojos. Siempre ha estado asustado,
siempre ha sido maltratado, encerrado en la oscuridad metafórica y literal por temor a
su potencial casi ilimitado. Afectaba mentalmente a quienes lo cuidaban, por eso lo
exiliaron a la cárcel más cruel y segura que se les ocurrió.
—¿Cárcel…?
—Un satélite. —Sellars hablaba en voz baja, pero sus palabras sonaban lúgubres
y fuertes en la cornisa, que terminaba abocada al abismo—. El Otro está en un satélite
que da vueltas alrededor de la Tierra. Mantienen su metabolismo ralentizado
mediante ingeniería criogénica, y así es más controlable… o eso creían. Lo
condenaron al espacio vacío en una prisión con dispositivos a prueba de fallos; si
algo salía mal, podían mandarle unos cohetes que lo sacaran de la órbita y lo dejaran
abandonado en el espacio infinito. —La voz de Sellars se quebraba, sonaba seca—.
Apep, los llama secuencia Apep, por la serpiente que cada noche intentaba comerse la
nave voladora de Ra, el rey de los dioses.
—¡Rápido! —dijo Martine sin aliento—. No… no puedo… —Se estremeció dos
veces seguidas… con un ritmo extraño. Paul le miró las manos y vio que las movía de
una forma determinada, con los dedos ante el pecho, entrelazándolos y
desenlazándolos—. A !Xabbu también… le hace daño…
—Estoy intentando establecer la conexión mientras hablo —dijo Sellars a través
del pequeño durmiente—. Es como… enhebrar en una aguja… un hilo de millones de
kilómetros. Y… yo estoy en la punta opuesta… de ese hilo.
Al otro lado del pozo, algo se movió: un punto de oscuridad tan pura que, a pesar
de la penumbra de ese mundo subterráneo, Paul lo veía avanzar a paso tranquilo por
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la cornisa que formaba el camino, describiendo la curva de la pared del pozo.
—Ya viene —musitó, sabiendo que era inútil decirlo, sabiendo que Sellars no
podía trabajar más deprisa—. Miedo ya está ahí.
Tocó a Martine con la mano, el roce más leve de sus dedos sobre la pierna de ella.
Martine gimió y se retorció.
—¡No! —Movía las manos muy deprisa, las cerraba y las abría, y los dedos iban
tan veloces que apenas se veían a la media luz—. ¡No, por favor! ¡Me hace daño!
—Por favor, no la toque —dijo Sellars, casi sin aire—. Por favor. Es… está…
muy cerca. Es… muy difícil.
El bulto de sombra descendía por la curva de la pared, siguiendo el camino.
Aunque todavía estaba lejos, Paul distinguió el brillo de dos ojos claros. El corazón
se le aceleró, a punto de salírsele del pecho.
«Sentimos lo que siente el Otro —comprendió—, pero es lo mismo que sentía yo
siempre que me perseguían los gemelos: es miedo de ellos, es terror de Malabar. Ni
siquiera soy una persona de verdad, no soy más que una parte codificada de esta
maldita red. ¡Ni siquiera tengo sentimientos propios!».
El hombre oscuro bajaba por el camino.
¿Qué significaba en realidad todo eso? Los pensamientos, acelerados por el
pánico, chisporroteaban, se incendiaban. ¿Cuál era la realidad? ¿Un asesino o el
demonio en persona? ¿Un niño que pensaba que era un sistema operativo? ¿Un
sistema operativo que pensaba que era un niño que se había caído a un pozo? Locura.
Pesadillas.
«En realidad, es el sueño del rey rojo. Todo es cierto. Cuando el sueño termine,
cuando esta red muera, Paul Jonas se apagará como una vela. Pero ni siquiera soy
Paul Jonas —pensó con una súbita clarividencia heladora—. En realidad no. Soy un
residuo del proceso del Grial…, una copia como Ava. Solo que esta copia es mejor,
nada más».
Miró a sus compañeros, que observaban inmovilizados. Solo se oía la trabajosa
respiración de Martine.
«Esto es el fin —pensó— y yo sigo huyendo, sigo flotando a la deriva. Pero había
dicho que no huiría más… Sellars necesita tiempo. —Ese pensamiento rasgó el
anterior como un grito repentino—. Es lo único que no tenemos. Necesita tiempo
para salvar a mis amigos. ¿Y qué me espera a mí, aunque sobreviva? ¿Una eternidad
en este universo que es un espejo?».
La negra silueta describió la última curva envuelta en una nube invisible de terror.
—Hola —saludó Miedo riéndose—. ¿Hace mucho que me esperáis? —Los ojos
del monstruo y los deslumbrantes dientes sonrientes brillaron en la oscuridad que
conformaba la cabeza como una máscara requemada de comedia—. ¿Esperáis a
vuestro viejo amigo John? ¿A vuestro querido compañero Johnny Oscuro?
Paul pensó que era el final y echó a correr.
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Oyó gritar a los demás a su espalda, vivamente sorprendidos, pero no era más que
ruido. El temor venenoso que rodeaba a la figura de sombra lo invadió como un
frente de tormenta de nervios tintineantes, un pánico paralizador que lo frenó hasta
que solo fue capaz de poner un pie delante del otro. Subió por la cornisa tropezando
como si corriera contra un vendaval.
La cosa llamada Miedo se detuvo a contemplar su avance. Paul advirtió que le
interesaba y le divertía, pero no fue más que una nota solitaria en una sinfonía
rugiente de terror absoluto que se fortalecía más y más a medida que él se acercaba.
«Cero. La oscuridad». No podía pensar. Se obligó a dar dos pasos más. «Perdido.
¡Perdido! ¡Huyendo en la oscuridad, perdido!». Otro paso, con el corazón tan
acelerado que casi era uniforme, una cremallera que se abría en el camino:
latidolatidolatidolatidolatido…
—Veamos, ¿cuál de todos eres tú?
La cosa lo tocó con una mano tan fría como el fondo de una tumba. Abrió más los
vacíos ojos al tiempo que Paul daba el último tropezón; después, ni el cerebro ni la
columna vertebral le permitieron ir más allá. Se desplomó a los pies del hombre de
sombra, retorciéndose de horror e impotencia.
—¿Y qué piensas hacer? —le preguntó—. ¿Retarme a un duelo? ¿Según las
reglas del marqués de Queensbury?
Se agachó hacia él y le levantó la barbilla con un dedo gélido, lo obligó a afrontar
la mirada blanca de pez ciego, la sonrisa que brillaba como hielo en la nebulosa negra
de su rostro.
—Voy a comerte el corazón, compañero. Y a tus amigos… me los voy a llevar a
casa conmigo y les destrozaré el alma.
Paul levantó las manos temblorosamente unos centímetros por encima del suelo,
pero las dejó caer otra vez. Mientras la oscuridad se cerraba alrededor, se aferró con
desesperación a un solo punto delgado de cordura.
—Se acabó —dijo sin aire.
Miedo se agachó más, hasta acercar la boca sonriente a escasos milímetros de la
cara de Paul. Paul estaba seguro de que el corazón se le pararía.
—No te habrás rendido ya, ¿verdad? ¡Qué decepcionante!
—¡Se acabó… flotar a la deriva! —gritó, y se levantó del suelo.
Se abrazó a la sombra y se precipitó sin soltarla por el borde del camino.
La caída fue larga, el hombre oscuro pataleaba y se debatía entre sus brazos como
un inmenso murciélago. Paul percibió la sorpresa y el pánico de Miedo y, a pesar de
su propio terror, tuvo un sentimiento semejante a la victoria. Pero entonces, la caída
se hizo más lenta, hasta detenerse por completo.
Se quedaron colgados en el aire, Paul se agarraba como un niño a la mano de
Miedo. La boca sonriente se retorcía ahora en una mueca de cólera. Un calor terrible
y abrasador se apoderó del cuerpo de Paul; de pronto le estallaron llamas en los
brazos y en las piernas, en el pelo e incluso en las entrañas, y subían rápidamente por
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la garganta hasta llenarle la boca. Soltó un grito agónico acompañado de humo
cuando el monstruo lo levantó y lo lanzó como un cometa en llamas contra la curva
pared del pozo.
El primer impacto fue tan brutal que le pareció otra cosa, tan repentino y
transformador como ser alcanzado por un rayo. Apenas notaba que caía rebotando
contra la irregular pared de piedra, flácido, inerme, pero como si fuera desde muy
lejos, y ya no importaba. Estaba roto por dentro.
Por fin dejó de caer. Suponía que todavía ardía, pero las llamas no eran más que
otras luces que bailaban ante sus ojos, pero todas las luces se estaban apagando.
«No parece que sea una copia —pensó, ausente—. Parece… solo parece que me
estoy muriendo».
Una sombra descendió volando y se quedó ante él.
—Me has hecho perder el tiempo. Mala decisión.
Paul se habría reído, pero nada en él respondía. Qué comentario tan insulso. Qué
pensamiento tan insulso. Sus pensamientos eran como humo, se rizaban y ascendían
más ligeros que el aire, más ligeros que cualquier cosa que hubiera existido.
«¿Habrá también una copia del cielo…?».
Y así, dejó de pensar.
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47. Una estrella en Luisiana
PROGRAMACIÓN DE LA RED/ESTILO DE VIDA: ¿No puedes seguir un régimen? Podrías
cambiarte los genes…
(Imagen: laboratorio del departamento de ingeniería genética, Instituto
Candide). Voz en off: El Instituto Candide de Toulouse (Francia) ha anunciado un
importante avance en la búsqueda de lo que algunos críticos han dado en llamar
«genes de la comida basura», una forma de invertir el enfoque tradicional de los
problemas que crean los malos hábitos dietéticos del mundo desarrollado.
(Imagen: Claudia Jappert, investigadora del Instituto Candide). JAPPERT: Hay
personas que no pueden seguir un régimen, por más que lo intenten. Nosotros no
emitimos juicios y, sin duda, no estamos por la labor de castigar a las personas por
sus hábitos dietéticos, sobre todo ahora, que creemos que podemos optimizar su
metabolismo con respecto a los alimentos que comen, en vez de hacerlo al contrario.
Si con unos reajustes genéticos se puede mejorar la asimilación de una alimentación
basada en grasas saturadas, azúcar y mucha carne roja, ¿por qué seguir sufriendo
innecesariamente enfermedades que acortan la vida…?
Las lágrimas se agotaron. Lo único que Olga podía hacer era esperar. No le
quedaba nada de nada, ni dentro ni fuera, nada más que el zumbido de un canal vacío.
Había subido el volumen de la conexión con Sellars al máximo, porque al final
hablaba en voz tan baja que le costaba entender sus palabras; ahora, lo único que le
llegaba era el sonido de su larga ausencia.
«Quizá sea yo —pensó sin ánimo—. Quizá ya no oigo».
Antes de entrar en la torre, creía que había renunciado a todo, pero unos minutos
le habían hecho entender lo absurdo de esa idea. Habían sido treinta años de creer una
mentira horrible, una mentira sobre la que había construido su vida y con la que se
había reconciliado como con un hogar decrépito pero querido. Y ahora, todo había
cambiado.
«¿Cuántas veces lloraría mi bebé y nadie acudiría a consolarlo? —No podía
moverse, no podía abrir los ojos—. Sería mejor no haberlo sabido. Nada puede ser
peor que esto».
La conexión con Sellars seguía en silencio, a excepción de los fantasmas de
electrones, la voz espectral de los cuantos. Intentó imaginarse una vida vivida de esa
forma, oyendo solo un vacío como ese, sin saber que era un ser humano. ¡Que fuera
su hijo, que la escogida hubiera sido ella, entre todas las madres, para un horror
semejante…!
La luz cambió. Entre las rendijas de los dedos se colaba un reflejo azul y una
ancha banda negra de una sombra en movimiento. El corazón le dio un vuelco, casi se
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le detiene.
«¿Sellars lo ha traído aquí? ¿A pesar de todo?». El pensamiento duró el instante
de volverse, fue un destello de pánico y esperanza ridícula, pero hizo más
incomprensible aún la visión de la cosa enorme que se acercaba a ella goteando y
arrastrando los pies.
—Glag gag. —Sonrió enseñando sus grandes dientes—. Glag gag, Glon glu-a.
El hombre gordo arrastraba los sonidos, que le salían como gárgaras, como si las
enormes mandíbulas no le ajustaran bien. Arrastraba cables de fibra y tubos médicos
como un monstruo de las profundidades marinas cubierto de algas. Los montículos de
su piel clara estaban cubiertos de una grasa brillante, fluorescente.
Detrás de él se veía la tapadera abierta de su sarcófago. Al otro lado del enorme
tanque central donde estaba Malabar, se abrió otra tapadera. Unas manos huesudas
asomaron por el borde, quienquiera que estuviera dentro quería salir.
El hombre gordo avanzó otro paso con un enorme y rechoncho brazo en alto.
Olga retrocedió. Era lento, pero empezaba a cobrar velocidad. A pesar de la sombría
luz, vio que dejaba huellas babosas en la moqueta, formando un rastro de un caracol
monstruoso.
—Do hu-ia —dijo. El habla había mejorado, pero no mucho—. Hebos sstado
busso diembo en dessos dangues. Do dos hebos diverdido busso. ¡Vinney! ¿Dodde
ssdás?
Otro personaje se puso de pie en el segundo tanque: un hombre desnudo,
increíblemente delgado, pero de aspecto más normal. Se volvió a mirar al hombre
gordo con ojos llorosos.
—Gno… nog ve… og… —se quejó—. ¿Dóng… de ssdán… bis… gafass…?
El hombre gordo se rio con una espumosa baba azul brillando en los labios y la
barbilla.
—Nog de breocubes, Vinney… ssiembre de breocubas busso… No las
necesidass. Lo be engaggo de ella, dú noo… dú haz lo… que dengas que hacer…
Olga dio media vuelta y echó a correr. Llegó al ascensor en un momento, pero la
puerta estaba cerrada. Llamó a gritos a Ramsey y al agente, y de pronto se acordó de
que había cerrado su línea para estar atenta al regreso de Sellars.
—¡Ramsey! —dijo tan pronto como la activó—. ¡Abra la puerta del ascensor!
—¡Ya va! —gritó, tan asustado como ella—. Ya se lo he mandado, Olga. He
estado llamándola a voces. ¡No me oía!
El ascensor se abrió. Olga entró de un salto y pasó la mano por el sensor de
cerrado de puertas. Los dos hombres avanzaban a trompicones hacia ella, el gordo
agitando las manos en el aire, aullando jubilosamente: «¡Vuelva! ¡Vuelva, señorita!
¡Solo queremos divertirnos un poco!».
—Este ascensor solo va hasta la central de seguridad —dijo Ramsey cuando la
puerta volvió a cerrarse por fin—. Después tendrá que cambiar al que baja hasta el
vestíbulo. O eso es lo que creo, ¿es así, Beezle?
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—Que yo sepa, sí. Pero ¿quién me hace caso a mí? —contestó con voz de dibujo
animado.
La puerta del ascensor recibió de pronto un impacto tan fuerte que se combó
hacia dentro.
—¡Arriba! —dijo ella—. ¡Arriba!
—Pero ¿qué hace? Solo hay un piso más arriba. ¡Se quedará atrapada…!
—No quiero bajar. Bien, entonces, lo haré yo misma.
Movió la tarjeta de identificación y tocó la luz de subida, pero el ascensor no se
movió.
—Necesita un permiso especial, ¿no se acuerda? —dijo Ramsey—. A Beezle le
costó mucho trabajo conseguirlo.
—Hágalo, por favor —le rogó. Otro impacto brutal abolló la puerta más de un
centímetro. Oía gritar al hombre gordo cosas desagradables al otro lado de la puerta
—. ¡Súbame, por el amor de Dios!
—Ya está, señora —dijo Beezle.
El ascensor empezó a subir.
—A pesar de los árboles que hay ahí arriba, ese bosque de locos, no podrá
esconderse mucho tiempo, Olga —le dijo Ramsey—. No lo entiendo.
—No hará falta que me esconda mucho tiempo —dijo ella.
Sam no podía apartar la mirada del abismo donde la cosa de los ojos muertos y
los dientes brillantes flotaba y subía hacia ellos. Tenía el pecho helado de horror, una
laja de hielo en el lugar del corazón y de las tripas. Había visto arder a Paul Jonas sin
poder hacer nada por evitarlo, y lo había visto precipitarse envuelto en llamas. Estaba
tan atemorizada que no podía gritar.
En la cornisa que formaba el camino, Martine respiraba a su lado a espasmos
cortos y dolorosos, como si estuviera dando a luz. Orlando le sujetaba la cabeza.
Florimel, T4b y los demás habían enmudecido de susto y angustia. Un remolino de
sombras minúsculas se posó en Orlando y unas pocas más se posaron sobre Sam.
—Ya viene, Fredericks —le musitaron con desconsuelo al oído. Notaba los
deditos del pequeño mono en el pelo, buscando un asidero—. ¡Hay que salir de aquí!
—No hay escapatoria —dijo ella.
—¡Lo percibo! —exclamó Martine con un carraspeo, irguiendo la espalda de
pronto pero con la mirada desenfocada—. ¡El Otro…, qué espanto! No tiene
cuerpo… no es más que cerebro, un cerebro descomunal!
Sam le tomó la mano y procuró no gritar cuando Martine se la apretó de tal forma
que creyó que le iba a romper los huesos.
«Pronto no importará», se dijo Sam. Vio que Orlando le tomaba la otra mano. La
forma de sombra sonriente ascendía hacia ellos como una hoja negra en una corriente
cálida y perezosa.
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—Ni siquiera se molestaron en conservar el cuerpo —suspiró la voz de Sellars
desde un millón de kilómetros de distancia. La boca de Cho-Cho apenas se movía—.
Más fácil, claro…, mantener solo… el cerebro. —La voz se alejó más aún, como una
señal que desaparece—. Células de ingeniería que se duplican… para sustituir…
moribundas… errores de cálculo… llenó el… satélite.
La respiración de Martine volvió a acelerarse, era una cadena de gruñidos que no
parecían humanos. La sombra subió un poco más, flotando.
—Adiós —dijo Sam…, a nadie, ni siquiera a Orlando. A sí misma, tal vez—. Se
acabó —murmuró—. Lo siento.
La luna ya no era más que una sombra blanca en el cielo. También las brillantes
estrellas del cielo estaban a punto de desaparecer. Renie sostenía la cabeza de !Xabbu
en el regazo. El bosquimano estaba semiinconsciente, respiraba con un ronquido
grave y vibrante que no se parecía a nada que hubiera oído. Siguió trazando figuras
del juego de las cunas con los dedos durante mucho rato, incluso después de haber
dejado de hablar en voz alta. Pero ahora ya no los movía.
—¡No me dejes, !Xabbu! No me dejes. No quiero que te vayas tú primero.
Percibió un destello. Miró hacia abajo, segura de que el fondo del foso estaba más
lejos aún que antes. Una luz volvió a destellar. El río empezaba a brillar. Las tenues
chispas de luz se hicieron un poco más intensas, se convirtieron en borrones que
enviaban luz en estallidos y ondas por la pared, pero la forma oscura del niño que
estaba en la orilla del riachuelo no se movía ni abría los ojos. Solo cuando el curso de
agua se encendió con un brillo chispeante, la pequeña figura se movió y levantó la
cabeza.
Dos niños pequeños, un niño y una niña, estaban en medio del río como si
hubieran llegado andando sobre el agua. Renie no los había visto nunca, o al menos
no los reconoció: la luz se alzaba y los lamía con tanto ímpetu que casi dejaban de
verse con la intensidad del fuego frío.
La niña tendió la mano al pequeño, que seguía acurrucado. Parecía un ser de
ensueño, pero su voz sonaba conmovida y sus palabras eran las de una niña asustada.
—Ven con nosotros. No pasa nada. Puedes venir.
El niño de sombra miró a los otros dos, bañados en luz. No dijo nada, ni siquiera
movió la cabeza, pero de pronto, el río se levantó más, hasta el pecho de los
pequeños. Nadie se movió, pero Renie vio que tenían los ojos muy abiertos.
—No, no tengas miedo —dijo la niña—. Hemos venido para llevarte con tu
mamá.
—¡Mentira!
La niña se volvió hacia el pequeño que estaba a su lado, un niño de pelo oscuro,
mirada solemne y boca cerrada con determinación, quizá para evitar, pensó Renie,
emitir un grito de terror. El niño la miró a su vez y negó violentamente con la cabeza.
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—Díselo tú —insistió la niña—. Dile que no pasa nada. —El niño volvió a
negarse—. Tienes que decírselo tú. Te… te pareces más a él. —Se dirigió de nuevo al
niño de sombra—. Solo queremos llevarte con tu mamá.
—¡Mentira!
La sombra se retorció y se encogió, se convirtió en algo más pequeño y oscuro
aún, más escondido. El río se levantó otra vez y cubrió a los niños por completo un
momento, y a Renie le dio un vuelco el corazón.
—¡El demonio siempre miente!
La luz desbordada se calmó. El niño y la niña seguían allí, asustados pero sin
dejarse conmover por las aguas, rápidas y centelleantes. Se daban la mano.
—Díselo —repitió la niña a su compañero, y el susurro de su voz llegó a los
oídos de Renie como si estuviera dedicado solo a ella—. ¡Está muy asustado!
El niño de pelo oscuro estaba llorando, le temblaban los hombros. Miró a la niña
y a la sombra acurrucada a la orilla del río.
—Un… unas… —dijo lentamente, y tan quedo que Renie tuvo que inclinarse
para oír— unas personas quieren ayudarte, ¿vale? —Se le cortó la respiración—.
Unas personas quieren ayudarte de verdad. —Lloraba con tal intensidad que apenas
podía hablar—. Es ve… es verdad.
El río luminoso caracoleó y chispeó. !Xabbu se contorsionó en los brazos de
Renie, pero cuando lo miró, asustada, le pareció que estaba más tranquilo y volvió a
mirar al fondo del pozo.
El niño de sombra se levantó y se acercó a la orilla, después entró en el río de luz.
Los tres niños se quedaron largo rato mirándose en silencio, un silencio que parecía
una comunicación realmente profunda, dos brillando a la luz del agua, el otro muy
pequeño, tan oscuro que la luz no lo tocaba ni aun en medio de la irradiación. De
pronto, los tres desaparecieron. Renie no estaba segura de lo que había pasado, pero
tenía los ojos empañados. Un momento después, la oscuridad se dobló sobre ellos y
se llevó el desierto, el pozo, todo. Con el último pensamiento, con fuerza, Renie
estrechó a !Xabbu contra sí.
«El final —pensó—, por fin. —Y entonces—: ¡Ay, Stephen…!».
Cuando Olga llegó a la casa abandonada, tenía arañazos por todas partes, más de
diez le sangraban. Entró y echó el cerrojo de la puerta principal. No tardarían en
traspasarla, pero eso tampoco le importaba. Miró a los dos hombres, el gordo y el
delgado, que avanzaban a trompicones entre los árboles, al fondo del jardín, y se
volvían mirando hacia la casa. Habían pasado mucho tiempo en los tanques, el
suficiente para que la persecución les resultara difícil.
«Me he mantenido en forma —pensó Olga—. ¿Quién podía saber que era para
esto?».
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Cuando subía en el ascensor, tuvo una sensación repentina y casi horrorosa de
libertad. Su vida había sido una mentira. La había construido sobre mentiras. Todos
los años que había pasado divirtiendo a los niños, lamentando su pérdida, su hijo los
había pasado vivo… sufriendo como quizá no hubiera sufrido jamás otro ser humano.
¿Qué podía hacer, ahora que lo sabía, más que amenazar al universo con el puño?
¿Escupir a Dios? Ahora ya no importaba.
—Olga… —La voz de Sellars en el oído fue como un trueno, si bien,
paradójicamente, débil. Bajó el volumen—. Viene hacia usted. No tenga miedo.
—Miedo no —murmuró Olga—, eso no.
Cuando su hijo llegó por fin, no lo oyó, lo percibió: una constelación minúscula
de luces que salía flotando de las profundidades subterráneas, siguiendo su rastro
desde distancias inimaginables. Llegó como una bandada de pájaros, de sombras, un
revoloteo y un runruneo confuso y temeroso.
—Estoy aquí —dijo con ternura, con toda ternura—. ¡Ay, mi chiquitín! ¡Estoy
aquí!
Empezaron a aporrear la puerta principal de la casa abandonada, querían saltar el
cerrojo. Olga fue de habitación en habitación, cada vez más adentro, hasta que llegó a
la habitación de la niña. Se sentó en la polvorienta colcha, bajo la repisa de muñecas
antiguas de ojos grandes.
—Estoy aquí —repitió.
Las voces empezaron como las que había oído en sueños, un coro de murmullos,
de gemidos, de risa infantil. Aumentaron hasta convertirse en el curso de un río,
mezclándose, sobreponiéndose, hasta transformarse en una sola voz: no humana, pero
solitaria.
—¿Madre…?
Lo percibía, lo percibía todo, incluso al tiempo que sus oídos captaban el crujido
de la puerta, que saltó sobre sus goznes. Un momento después, oyó los gritos
jubilosos del hombre gordo por los pasillos y el tono seco de su flaco compañero.
—Estoy aquí —musitó—. Te llevaron de mi lado, pero jamás te olvidé.
—Madre. —Había tanta tristeza en esa palabra como no habría cabido en voz
humana, abrumadora y empantanada como un monstruo del fondo del océano—.
Solo.
—Ya lo sé, pequeño mío. Pero pronto terminará.
—¡Yuju!
La voz del hombre gordo sonaba justo a la puerta del dormitorio. El pequeño
pestillo apenas aguantaría unos segundos.
—Olga —irrumpió otra voz en el canal lateral—, soy Ramsey. ¡Tiene que salir de
ahí ahora mismo!
La interrupción la irritó, pero se recordó que Catur Ramsey estaba en otro mundo:
el mundo de los vivos, donde las cosas se veían de otra forma.
—Es posible que queden unos minutos para…
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—Un momento, señor Ramsey, estoy terminando el encargo del señor Sellars. —
Cortó la conexión con él y se quedó quieta—. Sigo aquí —dijo a la enorme cosa
solitaria—. No voy a marcharme. Pero tienes que dejarte ayudar, mi preciosísimo
hijo. ¿Percibes si alguien quiere llegar a ti? Dale lo que quiere.
Sintió una punzada de culpabilidad por tener que utilizar esos preciosos y escasos
instantes de amor maternal de esa forma, para manipular a un niño que solo había
conocido la manipulación…, pero lo había prometido. Todavía tenía una pequeña
deuda con los vivos.
—¿Darle…?
—Salvará cuanto pueda. Después, no tendrás que preocuparte de nada más.
La puerta de la habitación se zarandeó y crujió.
—Sí… madre. —Una breve pausa, y volvió a oír a su voz—. Ya está.
Olga dejó escapar un suspiro. Las obligaciones se habían terminado. Un recuerdo
enterrado desde hacía mucho tiempo, muy doloroso, emergió por fin.
—Tienes nombre, pequeño mío, ¿lo sabías? No, claro, cómo ibas a saberlo…,
pero lo tienes. TU padre y yo lo escogimos para ponértelo. Ibas a llamarte Daniel.
—¿Daniel…? —repitió tras una larga pausa.
—Sí. Daniel, el profeta que mantuvo la fe incluso en la jaula del león. Pero no
temas… los leones ya no pueden hacerte nada.
—Tengo… nombre. Daniel.
—Así es. —Casi no podía hablar. No lloraba, su entumecimiento trascendía el
dolor—. Ahora voy a ir a verte.
Cuando abrió la puerta, el hombre gordo y el delgado retrocedieron, sorprendidos
pero preparados para atacar. Olga levantó las manos para demostrarles que estaban
vacías.
—Creo que tendrían que ver una cosa —les dijo y, con tranquilidad, pasó entre
ellos al salón.
Los hombres, desnudos y fosforescentes, se quedaron mirándola con perplejidad.
El gordo movió las manos, pero ella ya había pasado de largo. Se miraron un
momento, dieron media vuelta y la siguieron por el salón hasta el porche de la
entrada.
—De modo que ha decidido hacer lo más sensato… —empezó a decir el hombre
delgado.
—Señor Ramsey, ¿puede decir a su amigo el agente mecánico que abra una
ventana en este piso? —preguntó Olga—. Grande, para que pueda verla desde la
fachada de la casa.
—¡Pe… pero Olga…! —tartamudeó en su oído.
—Hágalo, por favor.
—¿Qué demonios pasa aquí? —Gruñó el hombre gordo. Alargó el brazo y agarró
a Olga por la muñeca con su manaza de dedos chatos—. ¿Qué truco…?
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La sorpresa lo cortó en seco al ver que, con un ruido de engranajes desusados, una
parte del tejado se recogía y dejaba a la vista el oscuro cielo nocturno, el de verdad,
con sus estrellas titilantes veladas por las luces de la metrópoli de abajo. Todas las
estrellas salvo una, cuyo brillo aumentaba sin cesar y resplandecía más que el
horizonte.
—¡Olga…!
—No pasa nada, señor Ramsey. Catur. Gracias por todo, se lo digo sinceramente.
Pero no voy a ninguna parte. —Se volvió y sonrió de nuevo al hombre gordo y a su
flaco compañero—. Bien, aquí estamos, caballeros. Solo faltan unos momentos…
vayan conteniendo el aliento.
—¿De qué habla? —preguntó el gordo al delgado.
—De mi hijo —dijo Olga Pirofsky—. Estamos esperando a mi hijo.
Hacía tanto tiempo que Sellars estaba suspendido en la fría nada que apenas
recordaba dónde se encontraba ni quién era, pero percibía la cadena de sufrimiento
que se alargaba más y más, estableciendo un frágil vínculo con el centro del vacío. La
mujer ciega, el bosquimano, los dos niños atemorizados: ¿cuánto tiempo más podrían
soportarlo?
De pronto lo percibió. Algo tocó la conexión en la oscuridad. Como un pescador
que se encuentra con un leviatán en el anzuelo, Sellars se preparó para recibir su
furia. Lo afrontaba sin defensas, arriesgándolo todo para no espantarlo. A pesar de
que la cosa estaba a punto de dar el último suspiro, podría matarlo fácilmente, si
quería.
«La cosa no, él —pensó—, esa persona».
Cuando lo rozó, fue una caricia sorprendentemente tierna.
—Tengo nombre. —La voz inhumana tenía una nota diferente—. Daniel.
—¡Ah! —dijo Sellars—. Daniel. Bendito seas, pequeño, es un nombre muy
bonito.
Vaciló. Solo quedaban unos instantes, pero si lo forzaba, la frágil conexión podía
romperse. Sin embargo, el Otro tenía sus propios planes.
—Rápido. Madre… mi madre… está esperando.
Arrancó a Sellars una última promesa y le entregó las llaves del reino que había
construido para sí mismo, de sí mismo: una isla para el exilio en el mar de su miedo y
su soledad.
—Haré todo lo que pueda por salvarlos a todos —dijo Sellars.
—Todo hecho —un gruñido silencioso, ¿de liberación? ¿De miedo?—. Todo
hecho.
—Adiós, Daniel.
Pero la inmensa cosa fría ya se había ido.
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Miedo se percibía a sí mismo reventando de radiante oscuridad, como si su fuego
interior estuviera devorando todo un planeta en combustión eterna, el alimento de los
dioses. La música que oía era un estruendo fuerte de trompas y tambores. Mientras
planeaba en las alturas, tendió la mano hacia las temblorosas figuras de la cornisa y,
en el mismo instante, zambulló el pensamiento, su don luminoso, en el hilo plateado,
buscando el centro del sistema, buscando la cosa moribunda que se había escondido y
lo había resistido tanto tiempo.
Ahora, ya no había resistencia. Había vencido.
Por fin lo encontró, era un minúsculo hálito de vida alojado en el centro de las
cosas, una presencia derrotada y cohibida. Le infligió dolor solo por el placer de verlo
arder como una hoja. El don ardía, avivado por el júbilo y la ira, por su cólera
devoradora y triunfante.
—¡Mío! —gritó jubiloso—. ¡Todo mío!
Se detuvo a mirar lo que había cazado, la pizca de individualidad, de voluntad
desnuda, que era lo único que quedaba del centro inteligente del sistema operativo.
Ahora podía reducirlo a cenizas con solo pensarlo. El sistema sería su esclavo
sumiso. ¿Y después…?
Se removió en su mano, casi se le resbala. Sorprendido, concentró en él su
voluntad, se la clavó como si fuera un insecto indefenso en el momento en que se
encogía sobre sí mismo queriendo ocultarse otra vez. ¿Cómo podía seguir
resistiéndosele, después de todo lo que le había hecho sufrir? Sin duda, solo él,
Miedo, entre todas las víctimas del mundo, podía sacar fuerza de un sufrimiento
semejante. No había máquina que lo pudiera igualar, solo John Miedo podía. ¿Acaso
no era él un ángel negro, una potencia en la Tierra? ¿Un dios?
Lo abrió con curiosidad. Lo único que encontró fue una voz, una respiración.
—Seguro… chulo… —musitó—. Vago. Muerto.
Entregó sus últimos secretos y, de pronto, Miedo lo supo todo. Horrorizado, trató
de desasirse, de volver inmediatamente a su cuerpo, pero al tirar con fuerza de su
luminoso don para desengancharlo del sistema, este se aferró a su mente como una
bestia moribunda e hincó los dientes en quien lo atormentaba. La música tartamudeó,
se debilitó. Miedo lo aporreó con su voluntad, le hizo daño, lo rasgó, pero la cosa
seguía aferrada ciegamente.
—Mensaje prioritario.
Las palabras se encendieron ante su ojo interior. Opuso toda la resistencia posible
para quitárselo de encima, pero no pudo apagarlo, ni siquiera pudo preguntarse de
dónde había salido algo tan inesperado. La superioridad de su fuerza empezaba a dar
fruto, pero la cosa seguía aferrada a él, empeñada en arrastrarlo consigo a la
autodestrucción.
Empezaron a revolotear imágenes en su conciencia. Cuerpos…, cuerpos de mujer
descoyuntados, desgarrados, resbaladizos, húmedos. «Pero ¿por qué? ¿Dónde?». No
podía distraerse, solo disponía de unos segundos, pero las imágenes lo inundaban, se
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precipitaban sobre él y lo traspasaban como ángeles caídos del cielo a disparos. El
goteo se convirtió en un torrente, una ola obscena e imparable de desmembramiento y
muerte, de su propio rostro burlándose de él desde mil espejos, de mil bocas
chillando, gritando, hasta que no pudo pensar. Se removió buscando la forma de salir,
la forma de recuperar el control; tenía que salir pero todos los ojos lo miraban a él, lo
miraban fijamente ojos que sabían bocas que se burlaban caras la cara de su madre
riéndose los gritos la sangre la música silenciosa de la muerte y la agonía y no paraba
no paraba no paraba…
Finney y Mudd persiguieron a la intrusa hasta el último piso, pero Félix Malabar
no tenía forma de ver lo que allí sucedía: se había cerrado el acceso a sí mismo hacía
tiempo. El hombre más viejo del mundo solo podía retorcerse, impotente, en sus
líquidos conservadores y preguntarse qué estaría pasando.
Miedo. El culpable de todo era Miedo. Malabar lo había sacado de la nada, pero
el protegido se volvió contra él como el perro que era. Tenía los dientes afilados,
cierto, pero no era más que una bestia, al fin y al cabo, una bestia que, prácticamente,
había creado él mismo…
El estruendo de las alarmas volvió a llamarle la atención. Intentó concentrarse,
pero el pensamiento se le dispersaba. Hacía décadas que no se encontraba tan
cansado: ¿cómo podía haber sucedido todo eso? ¿Cuánto tardaría en volver a ponerlo
en su sitio? Obligándose, volvió a mirar la información de seguridad, pero era un lío
sin pies ni cabeza. Las nuevas alarmas que habían saltado parecían ser las de
violación potencial de su espacio aéreo. «¿Por qué no responden mis helicópteros ni
mis cazas?». Seguramente, sería otra falsa alarma, pero aun así, para algo pagaba a
esa pandilla de soldados indolentes e inútiles…
«Se han ido». Se habían ido, claro, habían evacuado la isla. Miró las luces
parpadeantes, la línea que empezaba en lo alto de la atmósfera y terminaba… ¿aquí?
Los datos de Apep destellaban al lado. La sorpresa, el horror de la violación de su
intimidad, le habían hecho olvidar la extraña insistencia del programa que había sido
puesto en marcha. Falso, esa información tenía que ser falsa. Según esos datos, los
cohetes habían sido disparados hacía horas y lo habían sacado de la órbita a miles de
kilómetros por hora, que era para lo que se habían fabricado, pero la trayectoria del
satélite era tan inequívocamente errónea…
La trayectoria. «Está cayendo, no alejándose».
Conectó las cámaras del perímetro exterior, pero no encontró ninguna enfocada
hacia el cielo. Cuando por fin encontró una que podía reorientarse hacia arriba, le
pareció que tardaba horas en conseguirlo. Cuando por fin se paró y volvió a enfocar
correctamente, vio el nuevo astro abrasador que se precipitaba a toda velocidad hacia
él desde el cielo.
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En un momento de horror lo entendió todo, o al menos lo suficiente. Pero Félix
Malabar no había sobrevivido tantos años permitiendo que el pánico lo dominara ni
en situaciones como esa. Aunque todo pareciera perdido, todavía se podría rescatar
algo. Poner en marcha el proceso del Grial sería cuestión de segundos: estaba
preparado desde antes de la ceremonia. Aunque el cuerpo físico de Félix Malabar
muriese, su yo inmortal, escondido en la memoria de la red, en la caja de seguridad
de la enorme reserva de Telemorphix, en la otra punta del país, sobreviviría incluso al
cierre catastrófico del sistema que se avecinaba. Un día volvería a ser libre en el
universo electrónico, sería el prisionero que había escapado a la muerte limpiamente
y en posesión de unos conocimientos que le permitirían recuperar todo su poder.
Volvió a zambullirse en su sistema doméstico y abrió un vínculo con la red. Pasó
un momento de terrible espera, pero las rutinas autónomas de seguridad del Otro le
abrieron el acceso al que tenía derecho. Buscó los controles que iniciarían el proceso
del Grial y despertarían a su doble virtual a la vida: un Félix Malabar que viviría
eternamente, pasara lo pasase con su carne mortal, el Félix Malabar en el que se
despertaría, fresco e inmortal, como si la muerte fuera una siesta de media tarde.
La luz gris se apagó. Llegó la oscuridad. No lo entendía, todavía no había hecho
nada. El proceso del Grial estaba descargándose, no lo había activado. ¿Por qué se
volvía negro el espacio que lo rodeaba?
La oscuridad fue tomando forma poco a poco: larga, baja y encerrada en el
secreto. Félix Malabar miraba sin dar crédito, mudo. No sabía cómo, sin haberlo
ordenado, había sido trasladado a su propia simulación de Egipto: estaba en el
sarcófago de Set, sin duda. Pero ¿dónde estaba el resto del templo? ¿Por qué estaba
todo en sombra?
Una línea roja brillaba alrededor del borde del sarcófago. Malabar fue impulsado
hacia delante. Buscó desesperadamente los comandos de cancelación, pero fue tan
inútil como en una pesadilla. La anchura de la línea de fuego aumentó. La tapadera se
estaba abriendo. Había alguien dentro.
El hombre se sentó, el traje negro que llevaba casi no se distinguía de las sombras
del interior del sarcófago. Su rostro descolorido brillaba como una vela bajo la
chistera negra, sonreía y tendía las manos, blancas y viejas.
El terror se apoderó de Félix Malabar, lo estrujó, lo machacó. Los ojos lo miraban
quemándolo, le chamuscaban el pensamiento, se lo reducían a cenizas, pero Malabar
no podía dejar de mirar. Quiso gritar pero tenía la garganta cerrada, el pulso
acelerado, tan acelerado que no había sustancia química capaz de detenerlo ni
máquina que pudiera regularlo.
—He venido a buscarte. —La sonrisa de lápida de Mister Jingo se ensanchó más
y más hasta que pareció tragárselo todo—. Por fin he venido, cabalgando por el cielo.
Abrió la ancha boca y enseñó las tinieblas que había dentro, detrás de los dientes.
La nueva estrella ardía en esas tinieblas, derramaba fuego, aumentaba, su brillo se
intensificaba a medida que se precipitaba hacia él como el faro de un tren.
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—Allá voy, Félix —dijo Mister Jingo.
«Esa sonrisa. —Le dolía el corazón, le saltaba en el pecho—. ¡Esa sonrisa vacía y
abrasadora…!».
—Por fin te he atrapado.
A continuación, en las tinieblas y el silencio donde solo se movían los electrones,
el anciano gritó. El grito salió disparado a toda velocidad por los espacios vacíos,
debilitándose pero sin morir, repitiéndose continuamente en aquel lugar donde ni el
tiempo reinaba.
La estrella caía velozmente desde el cielo hacia ella, una estela de fuego como las
manecillas de un reloj a medianoche.
Olga ni siquiera se volvió a mirar al hombre gordo y al delgado, que huían a la
carrera hacia el ascensor, gritando. El satélite que caía en picado aumentaba de
tamaño por momentos: llenaba el cielo traspasando los límites del tejado abierto
como un ojo encendido. Percibía a su hijo con la mente, tan cerca como los latidos de
su propio corazón. Todo estaba envuelto en llamas y, a pesar de que había roto la
rama y arrojado la cuna con sus manos, tenía un miedo pavoroso.
Olga se metió la mano en el bolsillo y sacó una tira enroscada de papel laminado.
—Aquí estoy, Daniel. —Miró la pulsera del hospital un momento y cerró los ojos
—. Estoy aquí, contigo.
Y entonces lo sintió de verdad, como si lo tuviera en brazos, como tenía que
haber sido, no solo en la mente. Se lo acercó y lo consoló.
A pocos metros detrás de ella, en otro universo, llegó el ascensor. La puerta se
abrió hasta la mitad y se atascó. El hombre gordo y el tipo delgado gruñeron y se
pelearon por entrar en la caja. El gordo apretó la garganta al delgado. El delgado le
hincó los dientes en la mano y le abrió arañazos sangrantes en el vientre con las
manos y los pies.
En un lugar de dentro de sus ojos, fuera del tiempo, Olga sostenía a su hijo. La
luz de la estrella que caía ardió sobre ella, más brillante cada vez. Saltaron las
alarmas en todas las paredes, voces indeseadas le estallaban en los oídos y los dos
hombres aullaron de dolor, luchando ante el ascensor, pero ella solo oía una cosa.
—Chissst —le dijo—. No llores. Mamá está aquí.
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Llamó a Sellars, pero tampoco le respondió.
—Beezle, ¿qué demonios está pasando? Sellars dijo que solo teníamos unos
minutos para sacarla de ahí, pero no quiere salir… ni siquiera me responde. El tiempo
se le habrá acabado. ¿Los de seguridad ya están en camino?
—No hay seguridad —dijo Beezle de una forma extraña, incluso tratándose de un
programa—, pero algo se acerca.
En la pantalla de Ramsey se abrió otra imagen. La miró embobado un momento y
la multiagenda se le resbaló de las rodillas. Fue a la ventana del dormitorio
tambaleándose; torpemente, quiso levantar la persiana, pero terminó por arrancarla y
tirarla al suelo para poder asomarse.
—¡Oh, Dios! —murmuró—. ¡Sorensen! ¡Todo el mundo al suelo!
Oyó un clamor en la habitación contigua, un golpe seco. El mayor Sorensen
gritaba pero no podía dejar de mirar al cielo. Una estrella nueva brillaba en la noche
de Luisiana, una estrella que ardía con más intensidad que todas las demás y que se
agrandaba por momentos.
Cuando la estela flameante pasó por encima, unas líneas menores de luz saltaron
en el aire desde la oscuridad, a lo lejos, desde la isla del lago Borgne.
«Serán las defensas automáticas —pensó, distraído—. Misiles. Todo el mundo se
ha ido de la isla. Casi todo el mundo. ¡Oh, mierda! —pensó de pronto—. ¿Por qué,
Olga?».
Las líneas menores se dirigían a la estrella. Dos pasaron de largo sin hacer
contacto y desaparecieron en el infinito cielo nocturno, pero una hizo blanco en la
bola ardiente. Saltaron chispas de fuego en todas direcciones, pero el centro no fue
destruido, solo mermó. Siguió su trayectoria descendente hacia el horizonte y
entonces Ramsey dejó de verla, oculta por los edificios y la gran mole oscura del
pantano.
Silencio. La noche estaba serena. Catur Ramsey no soltó el aire que contenía.
Un destello cegador rasgó el cielo como una cortina de relámpagos. Una columna
de fuego surgió del centro del oscuro lago y subió al aire en un remolino. Ramsey se
quedó con la boca abierta mirando cómo incendiaba las nubes, parecía el reclamo de
barbero de Dios convertido en una llama sólida, girando, hinchándose, aplastando la
ciudad de blanco eléctrico con su cruda luz. Retrocedió, tropezó con el sofá y fue a
parar al suelo en el momento en que un estrépito que parecía el fin del mundo
desencajaba los cristales de las ventanas del hotel.
Se levantó medio minuto después con los oídos doloridos. Pisando cristales, se
acercó a la ventana y el aire fresco y húmedo del golfo le dio en la cara. La columna
de fuego vivo se había hundido un poco, pero todavía tenía altura suficiente para
chamuscar el vientre de los cielos.
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48. Cuerpos irreales
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: ANVAC da a conocer el producto Doctor.
(Imagen: sujetos de experimento en plena convulsión). Voz en off: La
corporación ANVAC ha anunciado hoy lo que denomina la nueva cota en control de
masas, un producto apodado «Doctor Fell». El núcleo del aparato fue presentado en
la Exposición Internacional de Seguridad con el nombre de Mob Disruption Field
Electronics Launcher (de las siglas, en inglés, el sobrenombre: MD FEL); se trata de
un dispositivo que lanza un proyectil del tamaño de un puño que crea un campo
magnético bien afinado sobre un área de varios cientos de metros cuadrados. Ejerce
en el ser humano un efecto de pérdida de control corporal, e incluso de conciencia,
que puede evitarse mediante un traje inhibidor del campo magnético, que ANVAC
entrega incluido en el pedido. En opinión de ANVAC, Doctor Fell es «un paso de
gigante en el control de la humanidad peligrosa…».
Lentamente, Sam soltó el brazo a Orlando. Las marcas blancas que le había hecho
tardaron un momento en desaparecer de su piel, lívida bajo la media luz.
—Estamos aquí… todavía —dijo ella.
—¡Dzang, Frederico! —exclamó él con una risa ronca, y se dejó caer boca arriba
en el sendero, con los brazos extendidos—. No has perdido talento para lo evidente.
Sam miró al fondo del pozo. Hacía solo unos momentos, una cosa imposible de
diferenciar de Satanás subía flotando hacia ellos. Pero había… desaparecido.
—Quiero decir… que ¡estamos vivos!
—Lo dirás por ti.
Orlando rodó sobre su cuerpo y se puso de pie frotándose el brazo que Sam le
había machacado a fuerza de apretar. Una nube de monitos, indignados por el
desalojo, echó a volar protestando a voces y giraron en torno al abismo del pozo,
ahora vacío. Sam casi sonrió, a pesar de la confusión desbordante. El verdadero
Thargor no se habría frotado el brazo aunque lo hubiera mordido un dragón.
—Todo me parece… distinto —dijo Florimel, que también se había puesto de pie.
—El monstruo grande y malo se ha ido —dijo uno de los monitos con voz aguda,
y volvió volando hasta ella. Se paró un momento como si escuchara—. Los dos
monstruos grandes y malos.
—Eso no es todo —dijo Orlando mirando hacia la boca, a las débiles estrellas—.
Todo esto ha cambiado, es diferente, pero no sé decir por qué.
Sam también miró hacia arriba. ¿Las estrellas no habían desaparecido del todo
hacía horas ya? Sin embargo, ahora estaban otra vez allá arriba, en el cielo oscuro.
Orlando tenía razón: todo había cambiado. El pozo, que antes parecía infinito, sin
fondo, imposiblemente grande, de pesadilla, incluso antes de hacerse menos realista,
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era ahora sencillo a pesar de su tamaño, casi normal, un simple agujero grande en el
suelo. ¿Había cambiado todo? ¿O eran ellos, que lo veían todo de otra forma…?
—¡Martine! ¿Dónde está Martine?
Sam se giró en redondo. El cuerpo de la mujer ciega estaba tendido en la cornisa,
con la cara vuelta hacia la pared del pozo, oculta entre las sombras. Sam la puso boca
arriba. Estaba inconsciente, pero respiraba.
—Parece que hemos sobrevivido todos —dijo Florimel, que se acercó a mirarla.
—Excepto Paul —puntualizó Sam sin poder evitarlo. La enfurecía… ¡qué pérdida
tan inútil!—. No tenía por qué.
—A él le pareció que sí —dijo Florimel con suavidad.
Levantó un párpado a Martine, frunció el ceño y le miró también el otro.
—Pero ¿qué ha pasado? Que alguien me lo explique —dijo Sam buscando con la
mirada al niño que hablaba con la voz de Sellars, pero no lo vio.
—Sencillamente… ha desaparecido —dijo Bonnie Mae Simpkins—. Cho-Cho, el
niño. No me preguntes, pequeña…, yo tampoco lo sé.
—Fue Sellars quien lo introdujo en la red —dijo Nandi—. Si se ha ido, quizá eso
signifique que Sellars también… o que ha muerto.
—Entonces, ¿quién ha ganado? —preguntó T4b; su habitual agresividad se había
volatilizado. A Sam le pareció más infantil que nunca—. ¿Nosotros?
—En cierto modo sí —dijo una voz que salía de la nada—. Nuestros enemigos
han muerto o están inutilizados. Pero las pérdidas han sido grandes.
—¿Sellars? —dijo Florimel, con despreocupada irritación, como si un vecino
hubiera venido a molestarla mientras hacía una prosaica labor doméstica.
Sam supuso que la mujer alemana, como todos los demás, no estaba del todo en
sus cabales.
—¿Dónde se encuentra usted? ¡Estamos hartos de trucos!
La presencia invisible se rio. Sam preguntó si era la primera vez que le oía reírse.
—¿Dónde estoy? ¡En todas partes!
—Infecto —musitó T4b—, virus infecto.
—No —dijo Sellars—, es mucho más raro. Pero Florimel tiene razón… esta no es
forma de hablar, no tendría que olvidarme de los buenos modales.
Y apareció de repente: un ser extraño hundido en una silla de ruedas, con la cara
arrugada como una ciruela pasa. Las ruedas de la silla no tocaban la cornisa. En
realidad, flotaba a varios metros de ella, sobre el gran vacío.
—Aquí me tienen. Ya sé que no soy gran cosa que ver.
—Entonces, ¿viviremos todos? —preguntó Florimel—. ¿Puede ayudarme con
Martine?
—Creo que se despertará enseguida —dijo Sellars acercándose—. Físicamente
está tan bien como podía esperarse. —Sacudió su deforme cabeza—. Ha soportado
una carga tremenda, un sufrimiento y un horror que pocos podrían superar. Es una
persona asombrosa.
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Martine soltó un gruñido, se puso la mano en la caray, rodando sobre sí misma,
les dio la espalda.
—Habla usted bien de mí —dijo con voz ronca, casi sin inflexiones—. Espero
que eso signifique que me he muerto.
—No, Martine —dijo Sam arrastrándose hasta ella; le acarició la cabeza con
torpeza.
—Es la verdad… usted ha hecho una cosa asombrosa, Martine Desroubins —
replicó Sellars—. En realidad, todos hemos hecho algo asombroso, aunque solo sea
haber sobrevivido. Y creo que tendremos ocasión de ver algo más asombroso todavía.
—Basta de peloteo —dijo Florimel—. Estoy viva, aunque no lo esperaba… pero
no estoy dispuesta a dejarme adular con un bonito discurso sobre lo que hemos
hecho. ¿Dónde está mi hija Eirene? La presiento, creo: su cuerpo real todavía vive y
eso es bueno, pero ¿qué hay del coma? —Frunció el ceño y se levantó de al lado de
Martine para encararse con Sellars—. Su espíritu debe de estar en alguna parte por
allí arriba… perdido, aterrorizado ante tanta destrucción. Quiero ir a buscarla ahora, y
los demás, podéis quedaros aquí hablando cuanto queráis.
—Lo siento, Florimel —se disculpó Sellars. Sam pensó que «flotar» no era la
palabra adecuada para describir la solidez con que estaba aposentado, como si no lo
pudiera mover de allí ni un huracán—. Ojalá pudiera decirle que se ha recuperado,
que en estos momentos su verdadero cuerpo se está despertando, pero no puedo. Son
muchas las cosas que ignoro, y todavía quedan muchos misterios por resolver. Con
todo, puedo prometerle que la Eirene a la que usted ama no está ahí fuera, encogida
de miedo a la orilla del pozo, y nunca lo estuvo. Ahora, ¿me permite que explique lo
que sé?
—Escucho —asintió Florimel mirándolo fijamente.
—Se lo iré contando al tiempo que nos movemos. Nos queda una cosa por hacer
aquí, y no me veo con ánimos de solucionarlo yo solo.
—¿Hay que matar a alguien más? —preguntó Orlando con un suspiro.
—No —respondió Sellars sonriendo— y, además, lo que hay que hacer tiene un
lado agradable. Unos amigos nos están esperando. No, por ahí no, Javier.
—¿Qué? —dijo T4b, que ya había empezado a subir por la pendiente.
—Hacia abajo. —Sellars empezó a moverse al lado de la cornisa, descendiendo
hacia las profundidades—. Tenemos que llegar al fondo.
—Viejo achacoso con ruedas —gruñó T4b en voz baja dirigiéndose a Sam y a
Orlando, mientras ayudaban a Martine a levantarse. Los demás también se pusieron
en pie murmurando de dolor y agotamiento—. Claro, él no tiene que andar… va
flotando como una sayee-lo mariposa.
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—¡!Xabbu! —Lo sacudió ligeramente—. ¡!Xabbu! —No podía ni quería creer
que después de tanto sufrimiento fuera a rendirse—. !Xabbu, me parece que… que
todo ha terminado.
Levantó la vista sin saber todavía qué era lo que había cambiado. El fondo del
pozo seguía bañado en una media luz, a la que las estrellas del lejano cielo
contribuían en poca medida.
«¿Estrellas? ¿Estaban antes ahí?».
Casi toda la luminosidad provenía del arroyo, si todavía podía llamársele así.
Aunque emitía unos curiosos destellos como esbozos de luz azul y plateada, se había
quedado reducido a un reguerillo. Pero la mantis, el niño de sombra… el Otro…
habían desaparecido.
«Llegaron dos niños —recordó—, se lo llevaron… lejos de aquí. ¿Quiénes
serían? ¡Mierda!».
Pero no había cambiado solo el arroyo. La calidad de la luz, el tacto de la cornisa
de piedra en la que estaba sentada, todo: todo el lugar era ahora más y menos real a la
vez. Las exageraciones más grotescas habían desaparecido, pero cuando movió la
mano rápidamente, le pareció notar un infinitesimal efecto retardado. Y había algo
más…
Un movimiento de !Xabbu la distrajo. Había abierto los ojos, aunque todavía no
la veía. Acercó la cabeza al pecho de él, notó que se movía y oyó los latidos del
corazón.
—Dime que estás bien, por favor.
—Estoy… estoy vivo —dijo—, ya es algo. Creo que he sobrevivido… al fin del
mundo. —Intentó sentarse y ella se separó—. Eso también es algo —añadió—. Es
una cosa muy extraña.
—Y hay otra cosa más —dijo ella—. Tócate la cara.
!Xabbu la miró sorprendido. La sorpresa aumentó al tocarse la mandíbula y
llevarse la mano a la barbilla, a la boca, a la nariz.
—Noto algo raro…, sí.
—La máscara —dijo ella, y se echó a reír de pronto inconteniblemente—. La
máscara del tanque de inmersión virtual. ¡Y yo también la noto! Esto significa que
podemos desconectarnos otra vez. —En el momento en que lo decía, pensó otra cosa
—. Jeremiah…, papá, ¿nos oís? —dijo en voz alta, y lo repitió con más fuerza—. No.
Por alguna razón, todavía no podemos comunicarnos con ellos. ¿Y si los tanques han
tenido un fallo?
—Lo siento, Renie —dijo !Xabbu—, no entiendo. Estoy… cansado, confuso. No
esperaba sentir todas las cosas que he sentido.
Se frotó la cabeza con las manos, un gesto de agotamiento tan inusitado que
Renie se quedó mirándolo un momento. Volvió a rodearlo por los hombros.
—Perdona —le dijo—. Es verdad, tienes que estar agotado. Solo estaba pensando
en voz alta. Si no podemos hablar con Jeremiah y con mi padre, no sabemos si los
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tanques se abrirán. Hay unas manivelas de apertura de emergencia por dentro, pero…
—Se dio cuenta de que estaba casi tan agotada como !Xabbu—. Pero si no funcionan
por algún motivo, nos quedaremos aquí atrapados.
La idea de quedarse encerrada a centímetros de la libertad, en un tanque negro
como la pez, lleno de gel, después de haber sobrevivido a tantos peligros, casi le
revolvió el estómago.
—Quizá sea mejor… esperar —!Xabbu apenas podía mantener los ojos abiertos
—. Esperar a que…
—Esperemos un rato —dijo ella acercándoselo un poco—. Sí, duerme. Yo vigilo.
Pero la solidez cálida y segura de la cabeza de !Xabbu contra su pecho no tardó
en arrastrarla al sueño.
Se despertó de nuevo poco a poco, con los labios pegados y tan difíciles de
despegar que por un segundo de pánico creyó que, después de todo, se habían
despertado en los tanques. Su inquietud nebulosa despertó a !Xabbu, que se separó de
ella rodando sobre sí mismo y cayó en la cornisa con un ruido seco.
—¿Qué…? —dijo, apoyándose en los codos.
Renie miró el conocido camino de piedra, la pared de piedra que los rodeaba, la
extensión vacía y oscura de más allá de la cornisa.
—Nada. Yo… nada.
Entrecerró los ojos, sacudió la cabeza, volvió a mirar. El río ya no brillaba, no era
más que un arañazo oscuro en el fondo del foso… pero había otra cosa que estaba
creando una luz cálida, sonrosada y amarilla, que salpicaba las piedras donde antes se
agachaba y esperaba el niño.
—Hay algo que brilla ahí abajo —dijo Renie.
!Xabbu se arrastró hasta el borde y se asomó a mirar.
—Sale de una grieta de la pared… allí, al lado del río. —Se sentó—. ¿Qué podrá
ser?
—No lo sé, y no me importa.
—Pero quizá sea una salida.
Parecía que estaba recuperando parte de su dinamismo natural; Renie, por el
contrario, con el caudal de adrenalina agotado, estaba como si unos especialistas en
linchamiento la hubieran molido a palos. !Xabbu señaló hacia arriba.
—¡Fíjate lo largo que sería subir por el camino!
—¿Quién ha hablado de subir? Vamos a esperar a que Jeremiah o mi padre sepan
que estamos preparados para salir. Y si no tenemos noticias suyas, supongo que en
algún momento nos arriesgaremos a intentarlo por nuestra propia cuenta. Así que,
¿qué demonios nos importa que haya o no haya otra forma de salir?
—Porque podría ser otra cosa, un peligro, quizá, o nuestros amigos que nos están
buscando.
—¿Ah, sí? ¿Con linternas?
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Renie hizo un gesto despectivo con la mano.
—Bien, pues quédate aquí descansando —dijo él—. Yo voy a mirar.
—¡Ni se te ocurra!
—Renie —replicó !Xabbu volviéndose con una expresión sorprendentemente
seria—, ¿me amas de verdad? Dijiste que me amabas de verdad.
—Pues claro. —La había sobresaltado, incluso asustado. Los ojos le escocían un
poco y parpadeó—. ¡Pues claro que sí!
—Y yo te dije lo mismo. Y es cierto. No te impediría hacer una cosa que te parece
importante. ¿Cómo vamos a vivir juntos si no eres capaz de respetarme?
—¿Vivir juntos?
Tuvo la sensación de que quien le había dado antes la paliza había vuelto para
rematarla con un último puñetazo.
—Lo intentaremos, seguro. ¿No es eso lo que quieres?
—Sí, supongo. Sí, claro, solo que… —Tuvo que pararse a tomar aire—. No he
tenido tiempo de pensar mucho en ello.
—Pues mientras voy a mirar, puedes pensar en ello.
Se levantó sonriendo, aunque parecía distante.
—Siéntate, maldita sea. No quería decir eso —dijo, intentando ordenar los
pensamientos—. Claro que sí, !Xabbu, claro que viviremos juntos. No podría estar
sin ti. Pero no esperaba tener esta discusión en medio de un mundo imaginario.
—Últimamente —dijo con una sonrisa un poco más sincera— no hemos estado
en mundos más reales que este en los que discutir.
—Vuelve, por favor —dijo tendiéndole los brazos—, es importante. Nunca hemos
estado juntos en el mundo real como enamorados. En cierto modo, quizá sea tan
extraño y difícil como lo que nos ha pasado en este… otro tan irreal.
—Me parece que tienes razón, Renie —dijo con solemnidad.
—Pues vamos a empezar por lo fundamental. Al parecer, estamos aquí atrapados,
al menos de momento. No sé qué es lo que produce esa luz extraña, pero no creo que
vaya a irse a ninguna parte. Llevamos horas aquí y no nos ha hecho nada. No ha
aumentado su intensidad… ni disminuido, por cierto.
—Todas esas cosas son ciertas.
—Entonces, en vez de discutir sobre otra ocurrencia virtual de locos, ¿por qué no
vienes aquí y me abrazas? —Renie se dio cuenta de que estaba preocupada, pero
también deseaba el contacto de !Xabbu. Habían sobrevivido a horrores sin cuento y
necesitaba algo mejor—. Tenemos una cornisa, tenemos tiempo, nos tenemos el uno
al otro. Hagamos algo con todo eso.
—Las mujeres de ciudad —dijo !Xabbu levantando una ceja como si estuviera
cohibido, o eso le pareció a Renie— no sois tímidas.
—No, no lo somos. ¿Y los hombres del desierto?
Se sentó y se inclinó hacia ella, le rodeó el cuello con los brazos y la atrajo
suavemente hacia sí. Renie pensó que, en realidad, no estaba tan cohibido.
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—Los hombres del desierto estamos muy sanos —dijo él.
Se dio cuenta de que se había quedado dormida otra vez, pero en esta ocasión,
cansada por motivos más halagüeños. Dejó vagar la vista haciendo inventario
lentamente de lo que la rodeaba. La piedra, el espacio vacío, el cielo a lo lejos: todo
parecía seguir igual. Aunque, en cierto modo, todo había cambiado.
—¿Contamos esta vez como la primera o como la segunda? —preguntó.
—¿Hummm? —contestó !Xabbu alzando la cabeza del pecho de Renie.
—Me gustas así —dijo Renie riéndose—, relajado. ¿Esto es lo que hacen los
cazadores después de una buena comida?
—Solo si la comida es buena. —Se incorporó un poco y le besó la mandíbula y la
oreja—. Es curioso esto de besar. Besáis mucho.
—Tú ya estás aprendiendo —dijo ella—. Entonces ¿qué? ¿La primera vez o la
segunda?
—¿Te refieres a antes… cuando nos encontramos en… en la gran oscuridad? —
Ella asintió tironeándole de los rizos suavemente—. No lo sé —dijo sonriente,
incorporándose por encima de ella—, ¡pero todavía nos queda otra primera vez!
—Con el cuerpo de verdad —dijo ella, tras pensarlo un momento—. ¡Dios mío!
¡Casi se me había olvidado! ¡Ha sido tan real!
—La luz sigue ahí —dijo !Xabbu mirando al fondo del pozo.
—De acuerdo —dijo Renie poniendo los ojos en blanco—, me rindo. Pero no vas
a ir solo.
La rendición no fue inmediata. Renie no quería dejarlo marchar y habría preferido
seguir experimentando con las posibilidades de la virtualidad, pero !Xabbu la obligó
a mantener el trato. Por fin, tras muchas protestas, consintió en que la ayudara a
ponerse de pie.
—Es tan agradable —comentó Renie perezosamente—. Por eso no quiero ir a
ninguna parte. Es tan agradable ser solo… humanos un ratito, sin tener que huir ni
estar asustados.
—Quizá esa sea la diferencia entre nosotros —dijo él sonriendo y apretándole la
mano—. Soy feliz contigo, Renie… tanto que no tengo palabras. Pero no me sentiré a
salvo hasta que sepa qué es lo que nos rodea. En el desierto, conocemos cada arbusto,
cada rastro, cada remolino de arena.
—De acuerdo —dijo ella apretándole también la mano; después se la soltó—,
pero vayamos despacio, por favor, y con cuidado. Estoy agotada de verdad… y tú
tienes parte de culpa.
—Te oigo, Puercoespín.
—¿Sabes una cosa? —le dijo, ya de camino hacia el final de la cornisa—. Eso
empieza a gustarme.
!Xabbu miraba las piedras del final del camino. Ya fuera por los cambios de luz,
ya fuera por alguna transformación más profunda y sutil del entorno, el desnivel no
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parecía tan imposiblemente brusco como antes.
—Creo que veo un camino para llegar abajo —dijo—. No será fácil. ¿Seguro que
no prefieres esperarme aquí?
—Si tengo que respetar tu deseo de subir y bajar por todas partes sin motivo —
respondió con calma—, más vale que sepas que no es tan fácil dejarme atrás.
—Sí, Puercoespín. —Miró las piedras atentamente—. ¿Te importa que vaya
primero?
—¡Dios, no!
Les llevó casi media hora, según los cálculos de Renie, pero le alivió comprobar
que no había fallado en su primera impresión: el camino había sido fácil, sobre todo
para una persona que había sobrevivido al descenso de la montaña negra, tan difícil.
Con !Xabbu abriendo la marcha, señalando puntos de apoyo y sitios suficientemente
estables para detenerse a descansar un poco, llegaron al final del pozo sin incidentes.
El fondo era curiosamente liso, más semejante a algo que se hubiera fundido y
solidificado que al cauce de un río de verdad. Renie miró a las estrellas y al círculo de
cielo negro que se veía arriba. La distancia era mareante. Iba a decir algo a !Xabbu
sobre la escalada: cuando tuvieran que recorrer de nuevo toda la cornisa para salir, se
preguntaba si sería capaz de hacerlo sin tomarse antes un buen descanso; pero !Xabbu
levantó la mano pidiéndole silencio.
Vista de cerca, la abertura de la pared era más que una grieta. La parte superior,
bastante estrecha, subía unas cuatro o cinco veces su propia altura, y la inferior,
bañada en luz de color melocotón, tenía la anchura suficiente para un coche.
!Xabbu se acercó con mucho cuidado. La luz lo envolvió como si fuera líquida,
de modo que Renie solo distinguía su silueta. Temerosa de pronto, apuró el paso.
Al entrar en la hendidura, Renie se encontró en una alta galería de piedra viva, un
hueco tan lleno de suave luminosidad que al principio no veía nada. Al cabo de un
momento, le pareció distinguir algo en la luz, como si en las paredes de la galería
hubiera hornacinas cerradas, cada una con un pequeño corazón brillante.
«¿Qué son? —se preguntó—. Parece una colmena. Debe de haber cientos…,
miles…».
—Os he oído hablar y he oído todo el ruido que hacíais —dijo una voz extraña y
tranquila a su espalda. Renie giró sobre sus talones—. Pensé…, pregunté… me
preguntaba… cuándo llegaríais.
En la entrada de la grieta un hombre alto les cerraba el paso. Deslumbrada por la
sorpresa y por el brillo que los rodeaba, Renie tardó un momento en reconocer al
hombre y al ser deforme que llevaba en brazos.
Era Ricardo Klement.
—De acuerdo, es decir, que el Otro flotaba en el espacio dando vueltas como un
satélite, y la información de la red del Grial iba y venía hasta él por medio de unos
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láseres especiales, o algo así. Guay. Y después, el Otro hizo caer el satélite y lo
estrelló contra Malabar, que está muerto. —Sam hacía un esfuerzo por aclararse con
toda la información nueva—. Absolutamente guay. Pero Miedo no, o sea, que no ha
muerto, quiero decir.
—He dicho que no lo sé —respondió Sellars—. Estoy intentando averiguar qué
ha sido de él, pero quizá tarde un poco…
—Bien. No sabemos nada sobre Miedo, así que la cosa no es tan guay. Pero
¿quiere decir que hemos salvado al Otro solo para que pudiera suicidarse después él
solo? —Sacudió la cabeza—. ¡Tío, qué enquistado!
—No lo salvamos —dijo Sellars—. El Otro había sufrido mucho, primero con
Malabar y la Hermandad del Grial, después con ese hombre llamado Miedo. Ya había
tomado la decisión de quitarse la vida. Esas cosas… esas cosas a veces pasan. —La
voz del hombre tenía un matiz extraño que Sam no entendió. Se volvió a Orlando por
ver si él también lo había notado, pero su amigo miraba camino abajo fijamente,
como si tuviera miedo de tropezar—. La primera vez que conecté a Cho-Cho,
mientras me enfrentaba a las defensas del sistema, el Otro me engañó. Creía que toda
su atención se centraba en combatir conmigo, pero mientras me esforzaba por
entenderlo a él y sus estrategias y me defendía de sus ataques, él se estaba preparando
para utilizarme. Cuando pinché la red del Grial y la cantidad de información me
desbordó, él ya estaba preparado.
»Si hubiera querido, me habría matado allí mismo fácilmente… pero quería otra
cosa. A través de mi conexión, llegó al sistema central de control de la red de Félix
Malabar: la parte que le tenían expresamente prohibida y donde se encontraban los
mecanismos que lo mantenían encerrado. Cuando entendí lo que estaba pasando, él
ya había arrancado al satélite de su órbita y había comenzado el descenso, apuntando
a su blanco. A partir de ese momento, ya nada podía salvarlo, la gravedad había
firmado la garantía.
—¡Qué horror! —Sam no soportaba pensar en ello—. ¡Qué desgraciado ha tenido
que ser!
—Al final… —dijo Martine, que paseaba entre ellos como un zombi, dando
señales de estar presente por fin— tuvo un poco de paz, lo sentí. No creo que yo
estuviera aquí todavía, de no haber sido así.
—No lo… sentiría usted todo, ¿verdad? —preguntó Sellars aminorando el paso y
situándose a su lado—. Espero que no tuviera que sufrir su agonía hasta el último
momento.
—No; me expulsó antes del final.
—¿La expulsó? —Sellars la miraba con sus penetrantes ojos amarillos. Sam se
preguntó si ese sería su verdadero color—. ¿Hubo… otra clase de contacto? ¿Dijo
algo?
—No deseo hablar de ello —replicó Martine secamente.
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—Pero si el Otro ya no existe, ¿por qué está aquí todo esto todavía? —preguntó
Orlando, que también parecía preocupado—. Es decir, si este lugar era… un sueño,
porque lo era, ¿verdad? La red del Grial era, como si dijéramos, su cuerpo, pero esta
parte estaba dentro de su mente, ¿no es así? Entonces, ¿por qué no ha desaparecido?
¿Por qué no ha desaparecido todo esto?
—Y si la red desaparece, tú también…, era eso lo que estabas pensando, ¿no es
así, Orlando Gardiner? —dijo Sellars en tono amable—. Es una buena pregunta cuya
respuesta consta de dos partes, ambas importantes. Por motivos personales, dejo la
segunda para cuando lleguemos al fondo de este foso. El hecho es que hacía años que
me estaba preparando para este momento… aunque nunca pensé que fuera a
presentarse la ocasión de ponerlo en práctica en ninguna medida. No he conocido la
verdadera naturaleza del Otro hasta hoy, desde luego, pero sabía que era intuitivo y
peligroso, al menos. También sabía que, sin él, la red podía dejar de existir. Los
registros físicos del sistema están a salvo, almacenados en una serie de procesadores
que ocupan muchas salas en la sede de la corporación Telemorphix. Gracias al
difunto Robert Wells, el núcleo de la red y las simulaciones están relativamente a
salvo.
—Un minuto —dijo Florimel—. ¿Ha dicho «el difunto Robert Wells»? Estaba
vivo en la red, en la simulación de Egipto… si nosotros hemos sobrevivido, él
seguramente también.
—Wells ocultó a Miedo que los tenía prisioneros a ustedes —respondió con una
risa muy poco agradable— y Miedo lo descubrió. —El anciano se separó un poco
más de la cornisa y miró hacia abajo—. Así pues, la información fundamental estaba
a salvo, pero no contenía nada sobre este lugar —prosiguió, refiriéndose al pozo y al
sendero en espiral con un gesto de sus finos dedos—, porque formaba parte del Otro
en persona —frunció el ceño—, y digo «en persona» porque no quiero negarle su
humanidad, como hicieron otros. Es decir, cuando él desapareciese, desapareceríamos
todos con él. El sistema operativo de sustitución que yo había ido preparando para
cuando llegara este día, con ayuda de la gente de TreeHouse, tampoco estaba
preparado para ello.
Sellars suspiró.
—Y ahora llegamos a la primera de mis varias confesiones. Cuando liberé a Paul
Jonas de la simulación en la que Félix Malabar lo había tenido encerrado tanto
tiempo, no entendía el verdadero alcance de lo que hacía. Ignoraba el verdadero
funcionamiento del proceso del Grial, y más todavía la verdadera naturaleza del Otro.
No tenía ni idea de que el sistema había creado una versión de mente virtual para
Paul como las que los miembros de la Hermandad del Grial preparaban para sí
mismos. Todavía no sé por qué lo hizo, aunque sospecho que tenía que ver con el
afecto que Avialle Malabar sentía por él y el que el Otro, a su vez, sentía por ella.
»En cualquier caso, cometí la insensatez de seguir adelante y lo liberé con la
única idea de devolver la libertad a su conciencia quitándosela a Malabar de las
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manos, y descubrir de paso lo que sabía y por qué lo tenían prisionero. Pero Paul no
escapó solo de sus manos, sino de las mías también. No supe hasta más adelante que
lo que había liberado era una copia virtual y que el verdadero Paul Jonas yacía
inconsciente en las cámaras acorazadas de Telemorphix.
—El… —Martine gruñó como si la hubieran golpeado— el verdadero Paul
Jonas… —murmuró.
A Sam le pareció que estaba a punto de echarse a llorar, pero Sellars no debió de
oírla.
—Sea como fuere, las cosas habían empeorado mucho en las últimas horas. Antes
incluso de que empezara la recta final, el Otro había intentado por todos los medios
mantener la red en funcionamiento y piratear recursos para su mundo privado. Todo
el sistema estuvo a punto de caerse sin remedio en varias ocasiones…
—Aquella especie de hipo de la realidad —dijo Sam.
—Pero en los últimos momentos, el Otro se rindió a la desesperación sin remedio.
Puso en marcha su propio fin con el único deseo de destruir el símbolo de su
tormento y a su cruel señor, Félix Malabar. Es posible que el resto de la red hubiera
sobrevivido a la destrucción, pero yo sabía que ese lugar secreto no sobreviviría. Y
ustedes, atrapados en el… bucle de retroalimentación del Otro, por decirlo de alguna
manera, en los anillos de su enorme capacidad de hipnotizar, ustedes habrían muerto
con él.
—Y también los niños —añadió Florimel—. ¿No pretendía protegerlos,
escondiéndolos aquí?
—Sí, el sistema quería proteger a los niños al mismo tiempo —dijo Sellars tras un
largo silencio—. Así estaban las cosas. Yo podía salvar la red, pero no lo que el Otro
había creado con su mente.
—Un momento —dijo Orlando hablando despacio—, ¿quiere decir que no
estamos en la red? ¿Que hemos estado… en otra parte todo este tiempo? ¿En la mente
de alguien?
—¿Dónde están los recuerdos de los seres humanos? —preguntó Sellars—. En la
mente, sí, pero ¿dónde? Este lugar existe dentro de un cuerpo mayor, que es la red, de
la misma forma que el pensamiento humano existe dentro del cerebro, pero es posible
que jamás encontremos la ubicación definitiva en ninguno de los dos casos. —
Levantó una mano—. Por favor, déjenme terminar. El Otro se rindió, pero yo tenía un
último plan. Si él me lo permitía, pensé en hacer una versión de última hora de la
clase de matriz virtual que el Otro había creado para Paul Jonas. El proceso del Grial
es una cosa difícil que precisa de mucho tiempo, pero tenía esperanzas de generar al
menos algo básico, de la misma forma que el proceso del Grial empieza con las
funciones mentales más sencillas y va añadiendo después, sucesivamente, capas de
memoria y personalidad. No me hacía falta el Otro, solo sus funciones básicas. Pero
no podía hacerlo sin su cooperación.
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»En sus últimos momentos, y gracias a otra mujer valiente ala que ustedes no
conocen, cooperó conmigo. Aunque fue por los pelos y sin garantía de poder doblar
suficientes datos para que esta matriz, esta Otherland interna, sobreviviese. —Sellars
sacudió la cabeza al recordar—. Bien, Orlando, ahí tienes la mitad de la respuesta,
como te prometí. Esta matriz sobrevivió. Ahora estamos en una especie de versión
del sistema operativo original, una versión del Otro al estilo del proceso del Grial.
—Entonces, ¿está vivo?
Sam tenía la sensación de que el mundo entero se había desestabilizado otra vez.
—Vivo no, para eso no hubo tiempo. La red superior sigue funcionando, y este
lugar también ha sobrevivido, existe en una especie de memoria rescatada y, más o
menos, funciona. Los daños deberían ser reparables.
—¿Reparables? —Nandi aminoró el paso hasta detenerse por completo—. Este
lugar es una abominación… un delito contra natura, construido sobre cadáveres de
niños inocentes. Nosotros, los del Círculo, vinimos aquí a destruirlo, no a repararlo.
Sellars lo miró con una expresión ilegible que, en opinión de Sam, no se debía
solo a la deformidad de su cara.
—Tiene usted razón, señor Paradivash, y es una de las cosas que debemos
discutir. Pero no habríamos podido discutir nada si yo no hubiera hecho lo que hice.
El sistema se habría destruido a sí mismo y usted no estaría aquí conversando.
—No tiene derecho a tomar esa decisión, Sellars —replicó Nandi, iracundo—, no
tiene derecho a mantener este lugar con vida a su capricho. Son muchas las personas
del Círculo que han muerto por evitarlo.
—Mártires —dijo Bonnie Mae en voz baja—, entre ellos Terence, mi marido.
—Pero ustedes no saben con exactitud por qué causa murieron —replicó Sellars
sin alterarse—, por eso les pido que continuemos con esta conversación cuando lo
sepan.
—Nosotros no somos niños, como casi todos sus supuestos voluntarios, ni
ocultamos secretos a nuestros soldados. No nos convencerá con palabrería altisonante
ni con misterios.
—Bien —contestó Sellars. Al cabo de un momento, se rio con cansancio—.
¿Alguno más desea gritarme?
—Seguimos escuchando —dijo Sam.
La conversación entre Sellars y Nandi la ponía nerviosa, aunque no estaba muy
segura de entender el argumento. ¿Por qué querría alguien cerrar la red para siempre,
y menos ahora, que ya no era peligrosa? Era inmensa y carísima, jamás se había
construido nada semejante. «Por otra parte, ¿los… científicos y demás no querrían
estudiarla?», se preguntó.
—Pero sigo sin entender —dijo Orlando—. ¿Por qué luchó el Otro tanto tiempo y
al final se rindió? Si había construido todo esto con su pensamiento y se había
esforzado tanto por mantener a salvo a los niños, ¿por qué no luchó un poco más? ¿Y
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por qué se empeñó tanto con los niños si era él, precisamente, quien se apoderaba de
ellos?
—Esa pregunta ya la he contestado parcialmente —dijo Sellars—. El Otro había
sufrido un tormento durante tanto tiempo que se dejó llevar por la desesperación. —
Recobró la sonrisa—. Pero el resto, forma parte de tu pregunta anterior, Orlando…la
que ya he dicho que explicaré cuando lleguemos al fondo del pozo.
—Guay —dijo Orlando—. Entonces, ¿cuánto tendremos que esperar?
—Basta —irrumpió Martine—, basta de tonterías, basta de cháchara. —Su voz
parecía ceniza, los restos de algo que había ardido—. Discutís, preguntáis, pero de
nada sirve ya. Ha muerto un buen hombre. Ha muerto Paul Jonas. —Levantó la
cabeza. A Sam le pareció que se volvía hacia Sellars de una forma inusitada—.
¿Quién lo introdujo en esta pesadilla sin que él lo supiera, sin pedirle permiso? Usted.
¿Toda esa palabrería lo devolverá a la vida? No, y sin embargo, usted no puede
contenerse. Está satisfecho de lo bien que ha salido todo. Entre tanto, nosotros
seguimos andando trabajosamente por este infierno gris que no se acaba nunca.
Vamos, Sellars, déjenos marchar a casa, déjenos volver a rastras a nuestra madriguera
para lamernos las heridas.
—No pretendía faltar al respeto a Paul Jonas, señora Desroubins —dijo Sellars
con una expresión nueva de sorpresa y tristeza en su arrugado rostro—, y tiene razón,
todavía no lo hemos llorado como se merece. Pero le aseguro que este viaje al que los
llevo ahora no es cosa baladí. —Se dirigió a los demás—. Y este pozo sí se acaba,
pero me ha hecho recordar oportunamente una cosa que, en la confusión del
momento, se me había olvidado. No es necesario que… anden trabajosamente.
—¿Qué significa eso? —preguntó Florimel.
—Esto.
Y, súbitamente, con un sobresalto, Sam se vio levantada en vilo como en virtud de
un acuerdo perfecto de las moléculas de aire, sin mayor ni menor presión en ninguna
parte del cuerpo, y transportada al centro de la profunda y oscura chimenea. Los
demás flotaban con ella en diferentes estados de sorpresa y agitación de brazos y
piernas.
—¡Bájame! —gritó T4b, pataleando como loco—. ¡Ponme en el suelo!
—Antes, este lugar no estaba… conectado con el sitio al que vamos. Ahora, todo
es relativamente sencillo, relativamente… real. —Sellars hizo un gesto de
asentimiento—. He cometido el error de olvidar lo que podía hacer… la capacidad
que he recuperado de manipular la red. Los he hecho cansarse innecesariamente. Lo
lamento.
De pronto, Sam caía… ni como una piedra ni como una pluma. T4b descendía
también por la oscuridad.soltando una imaginativa retahíla de maldiciones callejeras.
Sam veía cuerpos por todas partes, sus compañeros, descendiendo todos a la misma
velocidad. Los pequeños monitos amarillos querían soltarse de su pelo y sus
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hombros, pero aunque sabían flotar en el aire por sí mismos, no podían volar hacia
arriba, en contra de la fuerza que tiraba de todos ellos.
«Estoy harta de tanto virus de todas clases —pensó—, solo quiero irme a casa.
Quiero ver a mi padre y a mi madre…».
—Como la Resurrección, pero a la inversa —comentó Florimel, molesta y
nerviosa a la vez.
—Solo hay que agarrarse al asiento —dijo Orlando animadamente—. Siempre da
seguridad, por eso insisten tanto en que no nos soltemos.
«Sí, ¿y no te parece que a Orlando también le gustaría irse a casa?». Fue un
pensamiento doloroso.
—¡Sálvame, Jesús! —gritó T4b.
Dos minutos cayendo, cinco… imposible saberlo. La sensación de velocidad no
aminoró; cuando llegaron al fondo, sencillamente se detuvieron y se encontraron en
un lecho liso de piedra. Ahora, la pared solo subía ofreciendo una panorámica de
túnel hasta el círculo de cielo nocturno. Pero el lugar en el que estaban tenía luz
propia.
—Ya hemos llegado —dijo Sellars, flotando cómodamente en su silla por encima
del suelo.
Los llevó hacia una grieta enorme de la pared de donde salía una cálida luz rosada
y anaranjada.
—Apuesto a que hay que matar a alguien —musitó Orlando, y golpeó la pared del
borde de la grieta con la espada, que hizo un ruido sordo.
Sam entró en la grieta y se encontró en una gran cámara cegadora, un panel de
luces. En medio de la espaciosa cueva aguardaban tres siluetas. Sam entrecerró los
ojos con esperanza, pero quería estar segura.
—¿Renie? —dijo—. ¿!Xabbu?
Echó a correr hacia ellos a toda velocidad y ellos se volvieron hacia ella. La
tercera silueta, que sujetaba algo en brazos contra el pecho, no se movió. Sellars
avanzó flotando a su lado; su cara parecía más surrealista a la brillante luz.
—Alto, Sam —le dijo en tono inusual—, espera.
Sam aminoró la marcha y Sellars se le adelantó un poco; después se paró y se
quedó flotando. No parecía prestar atención a Renie ni a !Xabbu y, además, fue a la
tercera figura a quien se dirigió.
—¿Quién eres?
«¿Es que acaso no reconoce a Klement? —se preguntó Sam—. ¡Si lo sabe todo!».
—Espera —le dijo Orlando en voz baja. Se había puesto a su lado con el sigilo de
un gato. Cuando la tocó en el brazo, notó que la fuerte manaza temblaba—. Apuesto
a que es ese a quien hay que matar.
—Es Ricardo Klement —dijo Renie a Sellars, aunque parecía atónita—, miembro
de la Hermandad del Grial. Viajó un tiempo con nosotros.
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—No. —El hombre hizo una pausa larga antes de sacudir la cabeza
negativamente, como si tuviera que acordarse del movimiento. Entonces Sam vio lo
que llevaba en brazos, pero no entendió qué era aquel extraño bulto semihumano—.
No soy Ricardo Klement. Llevo el… cuerpo… que le estaba destinado. Durante un
tiempo, al principio, creo… creí… que era Ricardo Klement. Porque vivir en un
cuerpo desorienta. Es extraño… pensar en un cuerpo. Pero yo no soy ese. Yo soy
Némesis.
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49. Los siguientes
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Oriente Próximo se unifica por fin.
(Imagen: manifestación de árabes y judíos en el Muro de las Lamentaciones). Voz
en off: Los palestinos y los israelitas, enemigos desde hace tanto tiempo, han
encontrado por fin un terreno común: la oposición al control de Naciones Unidas
sobre el protectorado de Jerusalén.
(Imagen: profesor Yoram Vul, del Brookings Institute). VUL: Al parecer, lo único
que ha sido capaz de unir a estos pueblos ha sido el intento de impedir que se
aniquilaran mutuamente. Sería irónico, si no fuera tan triste, pero se han producido
once bajas más entre los pacificadores de Naciones Unidas, víctimas del bombardeo
al túnel de Hashomaim. El comentario más común: «¿Qué te esperabas? ¡Es Oriente
Próximo!».
Renie solo era capaz de mirar sin moverse, primero al ver a la cosa que tenía por
Ricardo Klement, y después a sus compañeros, perdidos hacía tanto tiempo. No
esperaba volver a verlos nunca más y, sin embargo, ahí estaban…, petrificados y
confusos también, como !Xabbu y ella, y, en vez del natural regocijo, solo se produjo
mayor misterio. «Y temor —comprendió—. Otra vez estoy asustada y ni siquiera sé
por qué».
—¿Qué… qué es «némesis»? —preguntó Renie.
—Es una máquina… código. —Nunca había oído hablar a Martine Desroubins en
un tono tan rotundamente apagado—. Creo que fue enviado en busca de Paul Jonas.
Lo conocí cuando Miedo me tenía prisionera. Creo que no llegué a contároslo, con la
confusión que siguió. —Martine se dirigió al bello e inhumano rostro que el
verdadero Ricardo Klement había pensado tener en la eternidad—. ¿Y qué es lo que
quieres? —le preguntó con amargura—. Jonas está muerto, te alegrará saberlo…
tanto como pueda alegrarse una cosa como tú.
—¡Oh, no! —exclamó Renie llevándose la mano a la boca—. ¡Paul no!
—Sí, Paul sí —dijo Martine.
—Pero ¿cómo pudo convertirse en ese miembro del Grial? —preguntó Sam
Fredericks—. Lo vimos resucitar… en aquella ceremonia.
—¿Y qué es ese mono azul tan feo?
Al estar con los pies en el suelo, T4b había recobrado un poco de confianza.
—Lo he visto con otra forma en otra ocasión —dijo Martine—. Imitaba a un
cadáver, una víctima de Miedo. Hizo algo parecido con Klement, supongo: quizá
simplemente se apoderase de su cuerpo virtual antes incluso de que la ceremonia
empezara.
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Renie no soportaba el tono tan abatido de su amiga. Deseaba abrazarla…
abrazarlos a todos, a Sam, a Florimel, incluso aT4b, pero no podía pasar por alto el
ambiente general, la nube de ansiedad que amenazaba como una tormenta inminente.
Casi le daba miedo moverse.
Al repasar las caras conocidas y las no conocidas, identificó de pronto al joven
alto de atlética musculatura.
—¡Oh, Dios mío! —musitó a !Xabbu—. ¿Ese no es… Orlando?
El joven del pelo largo la oyó, a pesar de la distancia, y le dedicó una rápida y
tensa sonrisa.
—Hola Renie. Hola, !Xabbu.
—Pero ¿no habías… muerto?
—Ha sido una jornada muy interesante —dijo él encogiéndose de hombros.
El hombre de la silla de ruedas no se había movido. Flotaba a pocos pasos de la
cosa que no era Klement y miraba con los ojos entrecerrados.
—Bien, tú eres Némesis. Ya has oído lo que se ha dicho, y creo que lo has
entendido: Paul Jonas ha muerto. ¿Qué quieres de nosotros?
«Sellars». A pesar del tiempo transcurrido, Renie reconoció la voz. Qué raro que
tuviera esa apariencia, si es que era así de verdad. Sintió de repente una gran
nostalgia del mundo real, de las cosas que eran y parecían como tenían que ser y
parecer, que no cambiaban a cada momento.
—Nada —dijo la cosa. Ladeó la cabeza hacia Sellars y, lentamente, la giró para
mirar a los demás—. Estoy aquí porque me han… llamado. ¿A vosotros no os han
llamado?
—¿Llamado? —preguntó Renie—. ¿Para qué?
La cosa que ocupaba el cuerpo de Ricardo Klement no respondió, se limitó a
mirar con ojos anodinos las filas de celdas luminosas.
Los demás, con cautela al principio y con mayor confianza después, a medida que
Némesis no daba señales de hostilidad ni de interés, pasaron a su lado hacia Renie y
!Xabbu. Cuando Sam Fredericks llegó junto a ella, a Renie se le volvieron a llenar los
ojos de lágrimas.
—No lloraba de esta forma desde que era un bebé —dijo riéndose, al tiempo que
abrazaba a Sam—. No puedo creer que estemos todos aquí… todos juntos otra vez.
—¡Ah, Renie, mira!
Sam se volvió, agarró a Orlando de la mano y lo acercó a ellas. El simuloide de
bárbaro parecía cohibido, como si haber resucitado de la muerte fuera una broma de
la que ahora se arrepentía.
—¡Está vivo! ¿Verdad que es increíble? —Sam se reía sin control—. ¡Y vosotros
también! ¡Os buscamos por todas partes! Pero habíais desaparecido.
Siguieron unos momentos de caos, pero un caos de felicidad, a pesar del extraño
entorno. Hasta T4b se acercó y se dejó abrazar por Renie.
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—Guay, no estás muerta —confesó, tenso e inhibido entre los brazos de Renie—.
Y el minibosqui tampoco.
Después de más abrazos y lágrimas, e incluso un par de presentaciones, todo ello
acompañado por un revuelo de preguntas y medias respuestas, muchas de las cuales
dejaron más confusa aún a Renie (el Otro se había destruido a sí mismo, al parecer, y
se había llevado a Malabar por delante, y quizá también a Miedo), se acercó a
Martine, que se había quedado al margen de la efusión general. Renie abrazó a su
amiga, pero la consternó la resistencia pasiva de la mujer.
—Ha sido fatal para ti —le dijo—. ¡Ah, Martine! ¡Al menos estamos vivas! Algo
es algo.
—Es mucho —respondió en voz baja—. Lo siento, Renie, me alegró mucho de
veros bien… me alegro por ti y por !Xabbu también. No me hagáis caso, yo… yo
estoy paralizada. El final fue… muy malo.
—También lo fue para !Xabbu —dijo Renie—, llegué a pensar que lo perdía.
Martine asintió y se enderezó; por primera vez en ese rato, Renie creyó ver en la
postura de la mujer un atisbo de la antigua compañera. Martine se deshizo del abrazo
con suavidad, le dio un apretoncito y se fue a saludar a !Xabbu. Un momento
después, ellos dos conversaban en voz baja.
«Es un paso adelante», pensó Renie, satisfecha al ver cierta animación en la cara
de Martine. Había escogido a la persona que mejor sabía escuchar las penas ajenas.
—Un momento. —La voz de Florimel se impuso a todas las demás, fuerte y
súbita—. Me alegro tanto como todos de que esta reunión haya sido posible, pero nos
han prometido respuestas. —Señaló a Sellars, que no había dejado de contemplar el
reencuentro con una sonrisa afable y cordial—. ¿Y bien? Quiero salir de todo este…
falso universo. Quiero estar con mi hija. Si, como dice, su estado de salud no va a
mejorar, quiero verla al menos, quiero tocarla. ¿Por qué estamos aquí todavía? ¿Qué
es lo que quiere decirnos?
Renie tardó unos momentos en entender lo que Florimel quería decir respecto a su
hija y, entonces, se sintió invadido por las náuseas. «Stephen… ¿eso significa que él
tampoco mejorará?». No podía soportar la idea. Después de tanto tiempo y de todo el
sufrimiento… no sería justo.
—No —dijo en voz alta—, eso no puede ser.
—Yo no he dicho eso —puntualizó Sellars—. No sé lo que pasará con los niños
que están en coma. Lo único que he dicho es que no podía prometer su mejoría. Pero
la razón del coma ha dejado de existir.
—¿Porque el Otro, ha muerto? —El tono brusco de Florimel no disimulaba la
ansiedad que sentía.
—Sí.
—Pero el sistema sigue funcionando —dijo el hombre que se había presentado a
Renie con el nombre de Nandi y algo más, algo difícil que empezaba por «P», «el
hombre del Círculo», como lo llamaba ella para mayor facilidad. El que había
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ayudado a Orlando y a Sam a salir del mundo egipcio—, por lo tanto, seguirá…
utilizando a esos pobres niños, chupándoles la vida como un vampiro. Por eso es
preciso destruirlo.
—Por favor, espere a entenderlo todo —le dijo Sellars—. Florimel tiene razón.
Ha llegado el momento de las últimas explicaciones. —Se elevó un poco más en la
silla para que todos lo vieran—. En primer lugar, ya les he dicho que el sistema
operativo es nuevo, creado con ayuda de los técnicos de TreeHouse y algunos más,
un sistema operativo mucho más convencional. La red ya no necesita estar vinculada
a otra red de cerebros humanos para funcionar. Naturalmente, ha perdido realismo,
pero eso se puede mejorar…
—Es decir, porque los últimos supervivientes de este campo de concentración van
a ser libres pronto o ya han muerto, ¿hay que dejarlo abierto? —replicó Nandi con
desdén—. ¿Y convertirlo en un lugar de vacaciones, quizá?
—La cuestión no es tan sencilla —replicó Sellars—. Es cierto que el sistema
funcionaba a base de cerebros infantiles, pero las víctimas no eran los niños que
buscamos. Para alimentar y expandir la capacidad procesadora del Otro se utilizaban
cerebros de nonatos, de fetos, e incluso cerebros clonados. Todavía no he averiguado
toda la verdad, pero la averiguaré. Hay una cantidad de información casi infinita que
cribar, gran parte de la cual está oculta o disimulada. La Hermandad se esmeraba en
borrar sus huellas.
—¿Qué es lo que quiere decir exactamente? —preguntó Renie—. ¿Quiere decir
que mi hermano Stephen no forma parte del sistema? ¿O solo que no está… en el
sistema? Por ejemplo, que no es un niño de cualquier simulación.
—Nunca llegó a formar parte del sistema, al menos no en la forma que nos
figurábamos. Y tampoco la hija de Florimel ni el amigo de T4b.
—¡Qué chorrada! —lo cortó T4b—. ¡Yo oí a Matti! Lo oí como si estuviera ahí
mismo, ¿vale?
—Y todas las señales apuntaban hacia aquí, ¡hacia esta red! —dijo Florimel,
furiosa—. ¿Qué es lo que nos quiere decir? ¿Que nos han engañado? ¿Que hemos
pasado por todo lo que hemos pasado, viendo morir a los amigos… por una mera
coincidencia?
—No, no, en absoluto. —Se acercó un poco más a ella en la silla. Detrás de él,
Ricardo Klement… no, Némesis, se recordó Renie, fuera lo que demonios fuese, se
sentó en el suelo para mirar fijamente las luminosas paredes como si fuera una
fabulosa galería de arte—. La red —prosiguió Sellars—, o más específicamente, el
Otro, es sin duda el responsable del estado de coma. Pero solo en la medida en que
también los convenció a todos ustedes de que no podían desconectarse sin sufrir un
dolor insoportable. Como ya les he dicho, esa pobre criatura perdida llamada el Otro
era un telépata anormalmente poderoso. Leía la mente y la controlaba, una suma de
ambas cosas. La mente lectora, la verdadera conexión remota a un cerebro humano,
era la parte más anormal. Pero desde el momento en que establecía contacto con el
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sistema nervioso, todo lo demás debía de ser muy fácil. Al fin y al cabo, así es como
conseguí controlar los centros del habla del niño llamado Cho-Cho para comunicarme
con ustedes.
—Palabras, palabras, ¡eso es lo único que sabe hacer! Pero ¿dónde están las
respuestas? —insistió Florimel furibunda—. ¿Por qué mi hija está en coma?
—Permítame que se lo explique, por favor. No es sencillo de explicar, aunque
solo les cuente lo poco que he descubierto.
»A pesar de la arrogancia y la megalomanía de Félix Malabar, me había
preguntado todo el tiempo si en verdad sería capaz de exponerse al
desenmascaramiento, si se llegaba a descubrir que condenaba al coma a miles de
niños para completar su máquina. Y la verdad es que no. Él y sus secuaces no estaban
satisfechos con el funcionamiento del Otro: tenía mucho poder y no se podía confiar
en él. Y así, al tiempo que construían su sistema en torno a él, aunque decían al resto
de la Hermandad del Grial que todo funcionaba perfectamente, en realidad buscaba
posibles sustitutos, más telépatas y superdotados especiales que pudieran sustituir al
Otro. Se concentraron en los niños porque sería más fácil adaptarlos al sistema y
porque físicamente durarían más. Uno de esos superdotados especiales era el
conocido con el nombre de Miedo, aunque Malabar le dio un uso distinto.
»Tenían muchos programas preparados para aplicárselos a los niños y ponerlos a
prueba en escuelas y clínicas privadas, como el Instituto Pestalozzi, donde también se
educó el Otro, si podemos aplicar ese término a una práctica tan inhumana. Y había
sitios como el club virtual Mister J’s, donde descubrí a Renie y a !Xabbu, que eran
una especie de dispositivo de selección preliminar diseñado para detectar los escasos
cerebros dignos de atención, entre millones de niños normales. Malabar tenía a dos
lugartenientes al cargo de ese proyecto, aunque él lo controlaba todo
minuciosamente.
—Finney y Mudd —dijo Martine—, los que perseguían a Paul.
—Sí, aunque dudo que esos fueran sus verdaderos nombres. Por lo que he visto,
tenían un historial lleno de sinsabores.
Sellars frunció el ceño un momento.
—Pero esos niños… ¡mi hermano! —dijo Renie—. ¿Por qué están en coma?
—Porque Malabar subestimó al Otro. Lo privaron de su propio cuerpo y, a
cambio, le proporcionaron una red fantásticamente compleja… pero no llegaron a
comprender su ambición. Y, lo que es más importante, ni Malabar ni sus secuaces
entendieron nunca su humanidad… y la soledad en que vivía.
»El Otro descubrió que podía extender su poder en la distancia a través de las
comunicaciones electrónicas. Ese poder ejercía, entre otras cosas, un efecto
hipnótico, cosa que él mismo no debió de entender nunca, de la misma forma que
nosotros no solemos emplear mucha energía en pensar en nuestra capacidad de visión
o en nuestro sentido del equilibrio. El hecho de que estuvieran ustedes encerrados
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aquí es un ejemplo perfecto. Quería que estuvieran aquí, en la red. Ustedes lo
fascinaban por algún motivo: vi cómo los observaba, cómo los seguía, casi…
—Era por un cuento infantil —dijo Martine con voz ronca— sobre un niño que se
cae a un pozo.
—¡Ah, bien! Espero que me explique eso más tarde. —Por segunda vez en una
hora, Sellars pareció sorprenderse—. Pero antes tendría que terminar de contarles
esto.
»El Otro interactuaba con la mente de ustedes directamente sin darse cuenta
siquiera. Y hasta cierto punto, su deseo de mantenerlos aquí, de no soltarlos, se
traducía en una súplica directa implantada en el subconsciente de cada uno de
ustedes. No podían desconectarse. Ya fuera por el dolor físico, ya fuera por la
desaparición aparente de la conexión neurocanular, ustedes creían que no podían, y
así era.
—Pero ese Otro ha pringado del todo, ¿no? —preguntó T4b con ansiedad—.
Ahora podemos irnos a nuestra cueva… a casa, ¿vale?
—Sí. Pero cuando termine de explicar todo esto, necesito de ustedes una cosa
muy importante… ahora que estamos todos aquí reunidos.
—¿Sí? Pues, bien pensado —dijo T4b—, siga hablando.
—¿Quiere decir que retenía aquí a los niños que están como mi hermano de la
misma forma que a nosotros? —preguntó Renie.
—No. Ellos nunca estuvieron aquí como estamos nosotros. Ellos estaban… y
están, por lo que sé… en coma porque el Otro lo hizo así, puede que accidentalmente.
»Es una suposición, pero me imagino que el Otro, al descubrir que podía traspasar
los límites de la red del Grial, se internó a través de la red informática de Malabar,
descubrió su búsqueda de anormalidades adecuadas en los niños y se infiltró también
ahí; de esa forma llegó a sitios como el Mister J’s. El Otro debió de emocionarse
mucho al descubrir a los niños del otro extremo en sus recorridos por toda esa
maquinaria, quizá fueran los primeros con quienes entraba en contacto desde hacía
años, desde los experimentos del Instituto Pestalozzi. Intentó… examinarlos e incluso
comunicarse con ellos. Seguro que los niños se resistieron. Todos ustedes han tenido
algún encuentro con el Otro y saben cómo era, pero él no podía evitarlo, aunque no
por eso era menos terrible ni daba menos miedo.
«Como un monstruo inmenso en el fondo del mar, y yo nadando indefensa —
pensó Renie—. Como una helada mortal. Como el mismísimo Satanás, expulsado y
solo…».
—Sí —dijo—, ya lo creo que me acuerdo.
—Exacto —asintió Sellars—. Enfrentado a la resistencia y la oposición de un
niño aterrorizado, supongo que la criatura, psicológicamente deforme pero muy
poderosa, lanzaría por telepatía su versión de la orden «¡quieto!». Y así, los niños se
quedaron… quietos. Pero como no entendía lo que hacía, no los soltaba después de
haberlos examinado.
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—¿Examinado? —Florimel parecía muy indignada—. ¿Qué significa eso de
examinarlos? ¿Y por qué? ¿Qué era lo que quería?
—Tener amigos —dijo Sellars encogiéndose de hombros—. No hay forma de
entenderlo si perdemos de vista que el Otro era, en esencia, un niño maltratado y
aislado.
Martine se removió intranquila, parecía que iba a decir algo, pero siguió en
silencio.
—¿Amigos? —Renie miró a sus compañeros para ver si era la única que no
entendía—. Eso es… no sé, difícil de entender. Les hacía todo eso, casi los mata…
¿porque quería conocer amigos nuevos?
—No me malinterprete. No he dicho «conocer», he dicho «tener». Quería tener
amigos… literalmente. Creo que lo que el Otro deseaba por encima de todo era estar
con niños como él… o como el niño que se imaginaba que era. Estudiaba a los niños
de verdad para poder duplicarlos en la red… y rodearse de compañeros que le
aliviaran la soledad.
—Entonces, ¿esos personajes de cuento, como la niña de piedra y todos los que
conocimos aquí, en el centro del sistema…? —Intentaba razonar Renie—. ¿Son
solo… imitaciones? ¿Niños inventados?
—Sí, fabricados apresuradamente basándose en su estudio de niños reales como
su hermano, en combinación con sus propios recuerdos, los únicos recuerdos amables
que tenía, quizá, de lo que Martine y otros niños como ella le habían enseñado, como
nanas, cuentos y canciones. Pero sospecho que había algo más que personajes de
cuento…, que otros niños inventados por él lograron escapar del recinto privado del
Otro, o bien los creó fuera de su santuario por algún motivo y no llegó a llevarlos allí.
Terminaron repartidos por toda la red del Grial: no eran humanos ni tampoco parte
del sistema.
—Paul Jonas los llamaba «huérfanos» —dijo Martine en voz baja—, aunque no
entendía qué eran. Seguro que su amiguito Gally era uno de ellos.
—Huérfanos —repitió Sellars—, un término adecuado… sobre todo ahora. Pero
todos ellos se basaban, al menos en parte, en lo que el Otro encontraba en la mente de
los niños de verdad. Por eso algunos tienen recuerdos, como si hubieran tenido una
vida anterior.
—Entonces… ¿mi Eirene no está en esta red…? —dijo Florimel hablando muy
despacio, como si acabara de despertarse—. ¿Nunca ha estado aquí?
—No. Y tampoco sé decir si las órdenes posthipnóticas del Otro desaparecerán
también ahora. —Sellars sacudió la cabeza con abatimiento—. Ojalá lo supiera,
Florimel. Con mucha suerte, su hija y todos los niños que padecen el síndrome de
Tandagore cayeron en estado de coma solo porque el Otro mantenía una especie de
vínculo mental continuo y reflexivo con ellos, quizá incluso un contacto más directo,
a través de las líneas de los hospitales y el equipo de monitorización, ¿quién sabe?
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Pero no sé decir lo que pasará ahora. Creo que, aunque dedicáramos años de estudio,
no llegaríamos a entender al Otro por completo.
—Entonces, no sabemos si se despertarán —dijo Renie sin poder evitar la
amargura en la voz—, después de tanto.
—No, no lo sabemos —dijo Sellars con delicadeza—, pero quizá podamos hacer
algo más por ellos. Quizá lo que hemos aprendido nos sirva para idear alguna
terapia…
—¡Sí, claro, terapia!
Renie se mordió la lengua para no decir algo que la llevaría a gritar y maldecir.
!Xabbu le pasó él brazo por los hombros y ella cerró los ojos, asqueada de aquel sitio,
de la luz, de todo.
—Pero eso no me explica a mí —dijo Orlando rompiendo el silencio de pronto—.
¿Por qué estoy aquí? Aunque un hipnotizador con superpoderes pueda decir a alguien
«¡Quédate en coma!» o «¡Abrásate vivo si te desconectas!» y la cosa funcione, no
creo que se pueda ordenar a un moribundo que no se muera. Lo siento, pero eso no se
le ocurriría ni a los guionistas de Johnny Icepick.
—Tú y yo no hemos tenido tiempo de hablar todavía —le dijo Sellars—, pero me
imagino que ya sabes la respuesta, Orlando. Has recibido una mente virtual como la
que los de la Hermandad del Grial habían creado para sí. —Se volvió un momento y
miró a Némesis, que seguía sumido en una honda meditación—. Y también un cuerpo
como el que esperaba tener Ricardo Klement, que, sin embargo, le birlaron. Pero el
tuyo lo construyó el Otro para ti, como hizo con Paul Jonas… es posible que utilizara
alguna versión del proceso del Grial contigo desde el primer momento que entraste en
el sistema, y así, tu propio cerebro iba construyendo un duplicado virtual. Te seguía
de cerca, Orlando, eso lo sé con certéza. Quizá se… identificaba contigo en algún
aspecto, con tu enfermedad, con tu lucha.
—No importa —dijo Orlando sacudiendo la cabeza—. Lo muerto, muerto está, y
yo estoy muerto.
Antes de que Sam Fredericks o cualquier otro pudiera protestar, un movimiento
súbito del ser Némesis los distrajo; se había puesto en pie.
—Los siguientes ya están casi a punto —dijo Némesis—. Lo… siento, creo que
se dice así… deseo esperar el final. ¿Eso es sentir?
—¿Qué dice ese cacho palo? —Gruñó T4b—. ¿Qué son los siguientes?
A Renie, que había asistido a los primeros balbuceos lingüísticos de la cosa del
cuerpo de Klement, le inquietó ver que también se había desarrollado
emocionalmente.
—Némesis se refiere a la última parte de estas prolijas explicaciones —aclaró
Sellars—, al motivo por el que estamos aquí… y mi confesión más vergonzosa.
Extendió un delgado brazo señalando el panal de luces. Ahora brillaba con menor
intensidad, como si la luz se hubiera remansado, pero su singular potencia todavía
ponía los nervios de punta a Renie. Sellars también parecía curiosamente nervioso.
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—Estos son los verdaderos hijos del Otro.
—¡Cómo! ¡Otra abominación! —exclamó Nandi, aunque Renie captó un destello
de ira.
—Pero no pueden ser ellos —dijo Sam, indignada—. Todos esos ositos y
conejitos y demás, los que no murieron, estaban allá arriba hace media hora, allá
arriba, alrededor del pozo. ¿Cómo han llegado hasta aquí?
—Esos no están aquí. Los de aquí son diferentes. Por favor, ten un poco de
paciencia conmigo, Sam —le pidió Sellars—, solo un poco más.
»Casi ninguno de ustedes conoce mi verdadera historia, pero ahora les ahorraré
los pormenores. Ya he hablado más que suficiente y todavía hay mucho más que
decir, y rápidamente.
Sellars resumió en pocas y apuradas palabras el proyecto PEREGRINE y su trágico
final. Renie estaba desbordada. «¿Es que las historias raras no se van a acabar nunca?
—se preguntó—. ¿Cuántas más podremos asimilar?».
—Y así, yo fui el único superviviente —les dijo Sellars—, el secreto
comprometedor que se guardó en arresto domiciliario militar durante años. No me
permitían acceder a la red por mi anómala capacidad de comunicación, pero conseguí
engañar a mis carceleros y me fui actualizando hasta que pude acceder con toda
facilidad a la infraestructura mundial de telecomunicaciones sin levantar la menor
sospecha.
»Pero incluso con todos los recursos mundiales de información al alcance de la
mano, me aburría y, como hace cualquiera que se aburre, busqué diversión. Siempre
me ha gustado la jardinería, así es que me dediqué a la jardinería.
»Como mi primer propósito era convertirme en el centro de una nave espacial de
muchos billones de dólares, y puesto que estaba tan atiborrado de micromaquinaria y
completamente transfigurado, me habían administrado un complemento de programas
internos antivirus que, en su época, eran lo mejor de lo mejor. Ningún virus de
ordenador podría destruir mis carísimas funciones, puesto que en el espacio no
dispondría de repuestos ni podría repararme. Me dotaron de los anticuerpos
autónomos más novedosos y eficaces, que consistían en creaciones codificadas
capaces de adaptarse y crecer dentro de mi sistema informativo. Pero con el paso del
tiempo en el mundo real, los virus de la red adquirieron la misma capacidad de
adaptación, lo cual impulsó a los programadores a crear una nueva serie de antivirus
de evolución.
»Me fascinaba. Como casi todos los prisioneros, no tenía nada más que tiempo,
de modo que empecé a experimentar. Mi capacidad interna de almacenamiento no era
mucha, por así decir, es el único aspecto en que no he podido actualizarme
debidamente; así pues, para almacenar mis experimentos necesitaba grandes espacios
no utilizados accesibles a través de la red, almacenes de memoria que el gobierno, las
empresas o las instituciones de enseñanza no utilizaban.
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»Era una locura peligrosa, sin duda. Ahora me doy cuenta de lo amargado y
descontento que tenía que estar. Los antivirus de mi sistema eran considerablemente
superiores a los que se utilizaban en la red incluso veinte años más tarde y, al ponerse
en competencia directa con los virus más avanzados del momento, se convirtieron en
un sistema excepcional, lo cual provocó a su vez la evolución de los virus. Y, como
indica el hecho de que yo accediera a esas ubicaciones de memoria sin utilizar a
través del sistema mundial de comunicaciones, si algo salía mal con mis defensas,
mis… creaciones… encontrarían la forma de salir a la red eléctrica mundial.
»Cuando estaba todavía en las primeras generaciones, el problema no habría sido
grave, había por toda la red cosas igual de complejas y peligrosas. Pero a medida que
refinaba mis experimentos, mis juegos, como los consideraba yo con
despreocupación, aceleré el ciclo del tiempo, de modo que se creaban miles de
generaciones semanalmente. Mis creaciones luchaban, experimentaban, cambiaban y
se replicaban, todo dentro de los confines de mi mundo informático artificial.
Evolucionaban a saltos paradigmáticos y, a veces, las adaptaciones eran muy
sorprendentes.
»Un día, hará unos diez años, descubrí que varias propuestas estratégicas,
criaturas diferentes, en cierto sentido, pero nacidas todas de la misma raíz
compartida, habían establecido relaciones simbióticas, se habían convertido en una
especie de supercriatura. Es semejante a lo que sucedió con la vida animal en el
mundo real a lo largo de las eras: en nuestra propia estructura celular se encuentran
simbiosis que en otro tiempo eran organismos independientes. Empecé a darme
cuenta del riesgo que estaba corriendo. Había creado el principio de algo que podía
llegar a convertirse en otra verdadera forma de vida… y rival de la nuestra, quizá,
basada en la informática, por oposición a la vida orgánica que ha sido la norma aquí,
en la Tierra, pero vida al fin. Evidentemente, mis juegos dejaron de ser un mero
pasatiempo.
—¿Usted creó… vida? —preguntó Renie.
—En aquel momento —respondió Sellars con un encogimiento de hombros—,
podía ser muy discutible. Hay quien opina que, por definición, todo lo que no es
orgánico no es un ser vivo. Pero lo que yo había creado… o, para ser exactos, lo que
la evolución y la informática habían creado, cumplía todos los criterios.
»Posiblemente, lo que tenía que haber hecho entonces era destruir esas formas de
vida incipientes. Pasé muchas noches en vela, y las sigo pasando desde entonces,
preguntándome si hacía bien en conservarlas. Quizá su opinión de mí mejore un poco
si tienen en cuenta que el estamento militar me había privado de la salud y de la
libertad. Hacía ya unos cuarenta años que vivía prisionero. Lo único que tenía eran
esas… creaciones mías. Eran mi diversión, mi fijación… pero también mi
supervivencia. Pensaba que si podía llevarlas hasta el punto de estar en condiciones
de demostrar lo que creía que había sucedido, pondría revelárselo al mundo. El
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gobierno y el estamento militar tendrían dificultades para desacreditar o matar a una
persona cuyos experimentos llamaran la atención de los científicos de todo el mundo.
»Por eso no los destruí. Por el contrario, busqué un lugar más seguro donde
guardarlos y dejar que siguieran evolucionando en un entorno donde no tendrían
apenas posibilidades de salir a la matriz informática mundial. Tras una larga
búsqueda, descubrí una enorme cantidad de memoria sin utilizar en un sistema
privado protegido…, un sistema de proporciones asombrosas.
»Naturalmente, era la red del Grial, aunque en aquel momento no sabía nada de
ella. Por medio de varias estratagemas complicadas, conseguí un pase de acceso a ese
sistema inacabado, donde creé un subsistema secreto que piratearía memoria
haciendo una serie de malabarismos con las cifras para ocultar el pinchazo, y
entonces trasladé allí mi experimento: un monte Ararat electrónico en el que mi arca
encontró un puerto seguro, si me permiten la grosera metáfora.
—¿Utilizó la red de la Hermandad del Grial para almacenar sus formas
electrónicas de vida? —preguntó Nandi, del Círculo. Parecía más desconcertado que
enfadado—. ¿Cómo pudo cometer semejante locura?
—¿Qué se puede esperar de una persona que cree que puede jugar a ser Dios? —
dijo Bonnie Mae Simpkins con desprecio.
—Les he dado la única justificación que tengo —contestó Sellars—, y reconozco
que no vale gran cosa. No tenía la menor idea de lo que era la Hermandad del Grial ni
de lo que se proponía; lógicamente, la red no tenía un cartel donde dijera «Solo para
fines perversos». Además, en aquella época, yo no estaba del todo en mis cabales.
Aunque lo que sucedió después contribuyó a ponerme de nuevo en mi sitio.
»Porque, naturalmente, cuando volví a comprobar el progreso de mi experimento,
descubrí que mi invernadero evolutivo estaba vacío. Las criaturas, si puedo llamar así
a unas cosas sin cuerpo, que solo existían como representación numérica en una
maqueta matemática compleja, habían desaparecido. En realidad, habían sido
adoptadas, pero en aquel momento no tenía forma de saberlo.
»Muy asustado, reconfiguré mi jardín, mi red de herramientas de filtrado de
información, para descubrir cualquier señal que pudiera indicar si mis criaturas en
evolución se habían refugiado en la red eléctrica mundial. Al mismo tiempo, empecé
a estudiar a los propietarios de las inmensas instalaciones de las que había birlado el
rinconcito para esconder a mis criaturas de datos, y de donde se habían escapado… o
las habían trasladado. A partir de ahí, lo que les conté en el mundo de Bolívar Atasco
es cierto. Descubrí lo que estaba haciendo la Hermandad del Grial, o al menos
empecé a sospechar. Vi que el secreto y el distanciamiento con que guardaban su red
no se debía a la protección de información industrial, sino que ocultaba algo mucho
más estrambótico y de mayor envergadura. Poco a poco, fui dejando de lado la
búsqueda de mi experimento perdido, a medida que descubría con horror creciente las
actividades de la Hermandad del Grial… aunque siempre en relación con mi
preocupación por lo que esa gente sin escrúpulos pudiera hacer, aunque fuera por
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casualidad, con mis creaciones experimentales. El resto de la historia ya lo conocen,
ustedes mismos son el resto de la historia en su mayor parte.
—¿Y nos ha traído aquí para saborear sus logros? —preguntó Nandi. Se volvió y
golpeó con la mano las celdas luminosas de la pared de roca—. Porque está claro que
esto son sus creaciones. Adivino lo que pasó. El Otro las encontró y las guardó, las
alimentó como alimentaba a esos casi niños que creó para sí mismo. —Hizo un gesto
de desprecio. Siguió hablando con más calma, pero con una dureza en la voz que
inquietó aún más a Renie—. Ya no importa que una cosa horrible se comportara así
porque la cosa misma sufría un tormento. Lo entendemos, pero no lo disculpamos:
«Ama al pecador, no al pecado», creo que dicen mis camaradas cristianos. Y aunque
esta abominación que tenemos aquí fuera creada por algo semejante al amor…, a
pesar de ello, creo que no describe el papel que ha desempeñado aquí, Sellars… ni lo
redime. Esas… criaturas… es lo que intuíamos los del Círculo, la gran maldad. Ahora
lo entiendo. Usted quiere que lo admiremos y lo aplaudamos, pero lo que le digo es
que deben ser destruidas.
—Su punto de vista —dijo Sellars sin presentar batalla, advirtió Renie
sorprendida— merece ser escuchado. Por eso están ustedes aquí. Nos encontramos
ante un dilema terrible… no, usted se encuentra ante un dilema terrible, todos
ustedes. Yo no. Renuncio a mi derecho a decidir.
—¿De qué habla? —preguntó Bonnie Mae Simpkins—. ¿Renuncia? ¿Dilema?
—Me refiero a lo que acaba de decir el señor Paradivash —dijo Sellars con cierta
cortesía contenida—. Lo que ha dicho es cierto. El Otro los encontró, se los quedó,
los alimentó aquí, en sus propios recovecos más ocultos. Y ahora, los niños del Otro
han llegado a lo que él creía, o sentía, que era la madurez evolutiva final. Estaba tan
desesperado por salvarles la vida que creo que arrastró su terrible agonía y su temor
mucho más allá de lo que deseaba.
»Pero a cambio de su ayuda para no destruir este lugar y así protegerles la vida a
ustedes, le prometí que haría cuanto estuviera en mi mano por ayudar a sus hijos
informáticos a sobrevivir a su muerte. —Nandi quiso decir algo, pero Sellars levantó
la mano—. No le prometí protegerlos después de su muerte.
—Sofisma —se mofó Nandi.
—Escúcheme, por favor —dijo Sellars—, es importante. El Otro quería que sus
hijos gozaran de total libertad. De momento, están contenidos en ese entorno del
sistema interno como huevos en un nido, pero cuando nazcan y salgan a la red, no
creo que nada pueda contenerlos. Inevitablemente, se abrirán camino hasta la red
general. Vivirán en ella como peces en el mar. ¿Serán hostiles para nosotros? Lo
dudo. ¿Indiferentes? Posiblemente, probablemente incluso. Puesto que sus
necesidades no serán corporales, vivirían en una especie de relación simbiótica con
nosotros; no, no con nosotros, sino con nuestra tecnología, porque ese sería el medio
en el que vivirían ellos.
Sellars carraspeó. Parecía avergonzado, incluso cohibido.
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«Parece que su perro se hubiera ensuciado en nuestro jardín —pensó Renie—,
cuando lo que en realidad quiere decir es: “¡Vaya! A lo mejor acabo de poner a la raza
humana en peligro de extinción”».
—Pero tengo que ser sincero —prosiguió, como si le hubiera leído el negro
pensamiento—. Ni la indiferencia ni la simbiosis garantizan la coexistencia. Pudiera
ser que se desarrollaran mucho más que nosotros. Pudiera ser que, tanto si les
importáramos como si no, llegara el día en que ya no quedara espacio material para
ambos, como ha sucedido con otras muchas especies en nuestro planeta que
compartían «nuestro» entorno.
—Sin correr —dijo T4b— que me estalla la cabeza, ¿vale? ¿Dice que estas luces
de navidad están vivas? ¿Que se van a apoderar del planeta? Hay que acabar con
ellas, está claro. Hay que acabar con ellas.
—Esa parece ser la alternativa —reconoció Sellars—. Solo disponemos de unos
minutos para tomar la decisión. Bueno, para que la tomen ustedes. Como he dicho,
esto ha sucedido por mi propia locura y mi egoísmo. No tengo derecho a votar sobre
su destino.
—¿Votar? —dijo Nandi—. ¿Qué es lo que hay que votar? Reconoce que esas
cosas son una amenaza para la vida humana. Son un ejemplo perfecto de los
resultados de la arrogancia humana, de lo que ocurre cuando el hombre se arroga los
poderes y privilegios de Dios. ¡Mire a la Hermandad del Grial! Hicieron lo mismo y
su recompensa ha sido la muerte. Y aun así dice que votemos, como si se tratara de
una… trifulca de aldea.
—«Vista de cerca, la democracia es terrible» —citó Florimel con amargura—.
¿Quién lo dijo? ¡Ah, sí! ¡Malabar! Antes de estallar en moléculas flotantes.
—No estamos hablando de los valores de la democracia —protestó Nandi—.
Estamos hablando de aplicar las reglas más elementales de civismo al destino de la
Tierra.
—No, al destino de la humanidad —puntualizó Martine en voz baja— no es lo
mismo ni por asomo.
Renie se preguntó si la habría oído alguien más que ella.
—Comprendo que no es una cuestión fácil —empezó Sellars—. Por eso
precisamente…
—¡Los siento!
Némesis empezó a andar de un lado a otro junto a una pared de luces.
A Renie le pareció una caricatura de un padre expectante… un padre expectante
muy singular, por cierto. «¿Por qué demonios está tan alterada esa cosa?», se
preguntó, al tiempo que se le erizaba la piel de ansiedad. Parecía que las luces habían
cambiado, como si un latido grave desestabilizara el brillo. «¿Por qué le interesa tanto
todo esto?».
Antes de que pudiera preguntar por ese pequeño detalle que no había sido
explicado, otra forma apareció de repente, como salida de la nada, en el centro de la
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reunión.
—Lo siento, no podía esperar más —dijo Hideki Kunohara a Sellars. Renie no
fue la única que contuvo la respiración a causa de la sorpresa. Kunohara llevaba un
quimono negro formal y lucía una sonrisa ligeramente demencial—. Estaba
escuchando su discusión, procurando ser paciente hasta que llegara mi turno, pero
temía perderme este acontecimiento espectacular.
—Pero… ¡usted murió…! —exclamó Florimel sorprendida—. Su casa se
derrumbó.
—No es lo mismo en absoluto —replicó Kunohara alegremente, y guiñó un ojo a
Martine—. La pérdida de mi casa sirvió bien a su propósito, ¿no es así? Usted y sus
amigos lograron escapar, ¿verdad? Así es que, quizá eso merezca un poco más de
agradecimiento. —Hizo una pausa y dedicó una leve inclinación de cabeza a Florimel
—. Discúlpeme, mi intención no es insultar. Me alegro mucho de que hayan
sobrevivido, pero el tiempo apremia. —Se volvió a mirar las filas de luces con una
expresión de exaltación casi febril—. ¡Maravilloso! ¡Cualquier biólogo del mundo
daría diez años de vida por asistir a este acontecimiento! —Hizo una pausa y, de
pronto, se enfadó—. ¿Votar sobre dejar que suceda o no? ¡Qué necedad! —Miró a
Sellars seriamente—. ¿De verdad se avendría usted a semejante ejercicio de
estupidez?
—No veo otra salida —dijo Sellars con un desconsolado encogimiento de
hombros—. Nadie tiene derecho a decidir sobre una cosa así, y no hay tiempo para
considerarlo más a fondo.
—Es decir —replicó Kunohara con indignación—, ¿un comité de aficionados
exhaustos y desinformados va a decidir el destino de una forma de vida nueva?
—Un momento —dijo Orlando—, si de verdad esto se va a decidir por votación,
¿quién tiene derecho a voto? ¿Solo los adultos?
—Sam y tú formaréis parte del grupo, sin duda —dijo Sellars rápidamente—, os
lo habéis ganado con creces.
—¡Queremos votar! —gritaron varios monitos de la Tribu Genial—. ¡Votar!
¡Votamos volver a casa, se acabó tanto hablar, hablar y más hablar!
—Vosotros, pequeños, bajad inmediatamente —les regañó la señora Simpkins—.
¡No os penséis que no puedo atraparos!
—¿Y no hay más posibilidades? —Renie se volvió hacia !Xabbu, que guardaba
silencio, pero evidentemente le preocupaba lo que estaba oyendo—. ¿Eso es lo que
tenemos que decidir? —Quería saber cómo veía todo el asunto desde su singular
perspectiva—. En este momento tenemos que decidir entre… ¿matarlos o dejarlos
libres? ¿Entre una especie de genocidio y el riesgo de que nuestra especie sea
exterminada?
—No existen tales decisiones —dijo !Xabbu hablando lentamente—. Eso lo sé:
son los compartimientos que la gente se construye para no asustarse ante las
decisiones complicadas. El mundo tiene muchos caminos.
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—Eso podría ser verdad si tuviéramos más tiempo. —Sellars parecía cansado otra
vez, y algo más que contrariado—. ¡Por favor! No sabemos cuánto falta para que…
—¡Basta! —La voz, sorprendentemente fuerte, reverberó por toda la caverna y
todos guardaron silencio… la voz no humana de Némesis—. Yo… nosotros… yo no
entiendo todas las palabras. —La cosa que habitaba el cuerpo de Klement no lograba
expresar emoción en la cara, pero a Renie le pareció que su voz iba cobrando visos
humanos—. No entiendo pero veo que estáis preocupados y teméis a los que van a
llegar. A los siguientes.
—¿Los siguientes, qué? —susurró Sam a Orlando.
—Tenéis que escuchar… tenéis que hablar. Entonces habrá comprensión… quizá.
Némesis se esforzaba por encontrar las palabras, a Renie le producía
estremecimientos, pero también una curiosa emoción. Verdaderamente, esa cosa
deseaba comunicarse. No era más que código, si bien complicado, pero parecía estar
haciendo algo para lo que no podía haber sido programado.
«Entonces, no se trata solo de las criaturas que fabricaron Sellars y el Otro —
pensó Renie—. La divisoria entre personas y no personas se hará difusa,
definitivamente, pase lo que pase. —Igual que T4b, tenía la impresión de que la
cabeza le iba a estallar—. ¡Dios bendito! ¿Eso significará que tendremos que
considerar ciudadanos a todos los programas informáticos y equipos de oficina?».
—No podemos hablar con ellos —dijo Sellars con tristeza, aunque también
furioso—. Son vida informática. La sola idea es absurda; aunque pudieran hablar con
palabras que nosotros pudiéramos oír, escaparían a nuestro entendimiento, como
nosotros al suyo. Tienen menos en común con nosotros que nosotros con las plantas.
—No —dijo Némesis; levantó la mano de una forma extraña, incomprensible, y
señaló a la indefensa cosa azul que reposaba en su otro brazo—. Nosotros oímos
estos procesos desde… desde lejos. Nos dividimos.
—¿Quiénes sois «nosotros»? —preguntó Sellars.
—¡Esto es fascinante! —exclamó Kunohara con una amplia sonrisa.
—Yo… yo soy Némesis… pero no soy todo Némesis. Fui creado como
procedimiento de rastreo, pero no pude llevar a cabo la función asignada. La red era
grande y variada, y la anomalía de esta ubicación, de esta parte protegida por el
sistema operativo, era excesivamente fuerte. Estaba… estábamos… muy confusos.
Entonces me… nos… dividimos en tres subversiones para poder abarcar la
inesperada complejidad y tener quizá una oportunidad de cumplir la tarea asignada.
La cosa hablaba con más naturalidad, pensó Renie. Ella había asistido a clases de
matemáticas que sonaban mucho menos humanas.
—Solo soy una parte del original —prosiguió Némesis—. Soy Némesis Dos. —
Levantó el bebé azul, que emitía un curioso maullido—. Este es una… representación
de Némesis Uno, que quedó en mal estado por un problema de lógica. Pude
protegerme del problema, mi función no se interrumpió y seguí adelante con mi parte
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de la investigación. Encontré a Némesis Uno aquí, estropeado y desechado dentro del
código del sistema operativo.
»Pero también hay otra parte de mí… de nosotros… —Klement paseó su
inexpresiva mirada por todos los rostros que lo miraban a su vez, pero el contacto
visual solo puso de manifiesto lo inhumano que era todavía—. Némesis Tres traspasó
la anomalía y encontró estos procesos —explicó—, el crecimiento de los siguientes.
Hace muchos ciclos que está con ellos. Ahora, estaremos todos juntos. Hablaremos.
Hablaremos juntos.
—¿Y eso qué significado tiene para nosotros? —preguntó Sellars con
preocupación, incluso con temor, lo cual aceleró el pulso a Renie… ¿cuánto tiempo
les quedaría?—. Sí, tú puedes hablar con nosotros —dijo Sellars—, pero eres un
código creado por el hombre. Esas… criaturas… no son humanas ni por asomo.
—Sí —asintió Némesis haciendo un torpe movimiento con la cabeza—,
hablaremos juntos.
—¿Juntos…? —preguntó Sellars sin comprender.
En el momento en que hablaba, las luces de las hornacinas empezaron a temblar.
Renie tuvo que taparse los ojos con las manos para que el misterioso efecto
estroboscópico no la marease.
Algo se estaba formando junto a una de las paredes, una aglomeración vertical de
luz. No se parecía en nada al vacío virtual que Renie había visto utilizar a Sellars para
camuflarse él y al pequeño Cho-Cho, sino una superposición de luz de diferentes
clases y texturas que latía y se ondulaba, casi como si la luz se espesara, y que
rápidamente adquirió una forma casi humana sin rostro. Todos miraban la aparición
en tenso silencio.
—¿Eso es una de las cosas que tenemos que liquidar? —preguntó por fin T4b
débilmente.
A Renie no le pareció, por el tono de voz, que estuviera dispuesto a hacerlo. En
realidad, parecía que prefiriese estar en cualquier otro sitio, y lo comprendió
perfectamente.
—No —dijo Némesis—. Es nuestro otro… yo. La última parte. Némesis Tres. Ha
estado muchos ciclos con la anomalía y sus procesos, como yo he estado muchos
ciclos con vosotros, composiciones humanas. Ahora combinaremos nuestros
conocimientos. Hablaremos juntos.
Némesis Dos levantó el bebé azul. Renie contuvo el aliento al ver al feo y
pequeño ser fluir de pronto horizontalmente desde los brazos de Némesis Dos y ser
absorbido por la forma de luz, que empezó a brillar con un nuevo matiz azulado.
Entonces, ante la paralizante sorpresa de todos, la forma de Klement se acercó al ser
de luz y fluyó también hacia él. Cuando la absorción se hubo completado, la forma
luminosa parecía un poco más humana.
«Aunque no mucho», pensó Renie con debilidad. !Xabbu le había dado la mano,
y ella se alegró.
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—Os… os perciben. —La voz salía de la nada, pero resultaba tan
inquietantemente átona como la de Klement—. Están esperando. Quieren ser libres.
—¡Demonios! —grito Nandi, escandalizado—. ¡Ha creado demonios, Sellars! ¿Y
ahora tenemos que negociar con ellos?
Se volvió hacia Bonnie Mae Simpkins y le susurró algo; ella tenía los ojos
cerrados y movía los labios, rezando, supuso Renie.
—Ellos… los siguientes… desean ser libres —repitió la voz incorpórea—. Ahora
que les hemos traído lo que necesitaban. Entienden que deben marcharse como el
primer pueblo.
—¿El primer pueblo? —Renie notó que !Xabbu se ponía en tensión—. ¿Eso no es
de tus leyendas…? —le preguntó.
—El devorador absoluto ha desaparecido —zumbó la extraña voz de Némesis—,
pero este lugar ya no les corresponde. Desean marcharse y llevarse las historias que
les han dado… entendimiento. Como el abuelo Mantis y Conejo de Monte, como su
hijo Arco Iris y su mujer Puercoespín, se irán de aquí a otra parte. Su sitio ya no está
aquí.
—¡Qué cosa! —exclamó !Xabbu asombrado—. ¡Qué cosa es esta!
—Pero no tienen dónde ir —señaló Sellars cansinamente—, podrían convertirse
en una amenaza para nosotros, aunque no sea su intención y ni siquiera lo entiendan.
No podemos dejarlos libres en la red.
—No —dijo la voz con solemnidad—. No en la… red. Fuera. Se irán… fuera.
Por el río del cielo. El río de luz del cielo. Lo perciben. Está bajo tu control. Déjalos
marcharse.
—Se refieren a tus leyendas —dijo Renie sin aliento, pasmada todavía—. Tus
leyendas, !Xabbu, ¿quién se las ha enseñado?
!Xabbu parecía perplejo, y algo más también, que se reflejaba en sus facciones
pero que Renie no podía interpretar. Le tomó la mano de nuevo.
—Sí —dijo Némesis dirigiéndose a !Xabbu—. Oyeron tus explicaciones. Antes,
los siguientes no sabían por qué eran…, lo que… tenían que ser. Entonces, Némesis
Dos te oyó hablar de la tira de la sandalia de Arco Iris y lo comprendieron todo.
Hablamos a los siguientes de ti y de tu explicación, y les gustaría saber más. El
sistema operativo les ha dado tus conocimientos de lo que es y de lo que tiene que
ser. Ahora saben. Ahora pueden vivir.
—¿Qué es eso del río de luz? —preguntó Florimel a Sellars—. El río azul es parte
de la red. Ya ha dicho antes que no podemos soltarlos en la red.
—No es simplemente un río de luz —dijo Martine—. Ha dicho «el río de luz del
cielo». —Se dirigió al hombre de la silla de ruedas—. Usted sabe a qué se refiere.
—Los láseres de cesio… —dijo Sellars con los ojos muy abiertos de pronto—,
los rayos aumentados de datos dirigidos al satélite del Otro. Uno funciona todavía, a
pesar de que la torre de la corporación M y el satélite ya no existen. —Se exaltó
súbitamente—. Pueden viajar en el láser, naturalmente… ¡a fin de cuentas, son datos!
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—¿Hacia dónde? —preguntó Kunohara—. ¿Hacia el espacio exterior, para
siempre, hacia la muerte? Eso no es una solución.
—No morirán —dijo Sellars—. Son información. Seguirán vivos mientras la luz
viaje. Si se cruzan con un medio útil, un campo magnético, quizá, o un asteroide con
estructuras de cristal, tendrían un hogar. Y si la luz viaja lo suficiente y siguen
evolucionando, ¡podrán propagarse de una manera que ni siquiera nos imaginamos!
—Parece que cree haber dado con la solución —dijo Nandi—, pero no es así.
Estas cosas no tienen derecho a la vida. Van en contra de la voluntad de Dios.
—A lo mejor tiene razón —añadió T4b, pero sin firmeza—. A lo mejor Dios solo
quiere gente que use ropa, ¿vale? Gente con cuerpo, por decirlo así.
—Me opongo, Sellars —dijo Nandi haciendo caso omiso del incierto apoyo
de T4b—. No tiene derecho a…
—¿Podemos estar tan seguros? —lo interrumpió Bonnie Mae Simpkins
poniéndole una mano en el hombro.
—¿Seguros? ¿De qué?
—De conocer la voluntad de Dios. —Miró al resto de sus compañeros y después
a la figura luminosa—. Si me hubiera encontrado con esta cosa en la Tierra, habría
creído que era un ángel…
—¡No es un ángel! —dijo Nandi muy enfadado.
—Lo sé, solo quiero demostrar que todo esto me sobrepasa muchísimo. Nos
sobrepasa a todos. ¿Cómo pueden conocer los designios de Dios unas personas como
nosotros? —Abrió las manos como si quisiera atrapar la luz, que vibraba y latía—.
Quizá no estemos aquí para detener esto, sino para presenciar la obra de Dios y
maravillarnos.
—No puede creer eso.
Nandi se soltó de su mano de un tirón.
—Puedo… y también puedo creer lo que dice usted, Nandi. He ahí el problema.
Esto es excesivamente grande en verdad. —Miró alrededor con solemnidad—. Todo
esto… ¿cómo podemos juzgarlo? Vinimos aquí a salvar a los niños. Pero ¿esos no
son niños también? Es posible que… es posible que la voluntad de Dios sea que esas
criaturas… esos niños… sean nuestros hijos. De todos nosotros. ¿Tan a fondo
conocemos Su voluntad? ¿Tenemos derecho a matarlos? —Emitió un sonido extraño,
como si tragara saliva, o un gemido—. Mi Terence, aun sin saberlo, dio su vida por
salvarlos. Y creo… creo que se sentiría orgulloso de ello.
A Renie le sorprendieron las lágrimas de la señora Simpkins. Las luces se hacían
borrosas, cada vez más borrosas. Por un momento, creyó que estaba comenzando el
nacimiento, hasta que se dio cuenta de que la mujer le había contagiado el llanto.
—Yo digo que los dejemos marcharse —concluyó Bonnie Mae Simpkins
pronunciando con gran esfuerzo—. Digo que los dejemos marcharse… ¡y que Dios
los acompañe!
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—No pueden esperar más —dijo la voz de Némesis, casi con tensión en su tono
inhumano—. ¿Les das la libertad?
—¿Puede hacerlo, al menos? —preguntó Orlando a Sellars con un anhelo en la
voz que Renie no acertó a entender.
—Sí. —Sellars tenía la mirada perdida, parecía distraído; estaba trabajando—. El
sistema de láseres de la terminal de Malabar ha sido destruido, pero el de
Telemorphix todavía funciona y, con el nuevo sistema operativo ya en marcha, el
vínculo no se está usando. Simplemente apunta al espacio, hacia donde se encontraba
el satélite del Otro.
—¿Es necesario votar? —preguntó Kunohara. Miró alrededor con ansiedad—.
¿Quién destruiría estas maravillas?
Nadie habló. Nandi Paradivash miró a Bonnie Mae con una extraña expresión de
desconsuelo.
—¿Tú también me abandonas? —preguntó a T4b.
—Pero… —dijo Javier Rogers sin mirarlo a los ojos—, pero a lo mejor ella tiene
razón —dijo en voz baja—. A lo mejor son niños. —Se volvió hacia las luminosas
celdas y su rostro delgado se bañó de luz—. Y dijo el Pastor: «Dejad que los niños se
acerquen a mí, porque de ellos es el reino de los cielos». No parece que quiera que los
matemos, ¿vale?
Nandi hizo un ruido silencioso de desesperación y se volvió de espalda.
—Adelante —dijo Orlando—. Tienen tanto derecho como yo… e incluso más.
Sellars agachó la cabeza y cerró los ojos.
—Es la hora —dijo Némesis con un leve estremecimiento—. Nosotros vamos con
ellos. Hemos… cambiado.
El luminoso cuerpo uno y trino desapareció.
—¡Dígales que parten con nuestras bendiciones! —gritó Bonnie Mae Simpkins.
La luz llameó, se hizo más profunda, más intensa. Las celdas individuales de la
pared se disolvieron bruscamente formando una nube radiante, difusa pero moteada
de burbujeantes chispas de fuego. Renie no lo entendía… veía colores que no creía
haber visto nunca.
—El primer pueblo —murmuró !Xabbu, titubeante, a su lado, como en trance—.
¡Allá va!
La nube de luz se fundió, giró, borboteó con resplandores irregulares. Por un
momento, Renie creyó ahogarse en el mar de estrellas otra vez; después, la nube se
unió en un solo punto y la caverna quedó a oscuras. Alguien tragó saliva detrás de
ella. El punto solitario brilló, se apagó y volvió a brillar, un latido de luz tan intensa
que, a pesar de ser tan pequeña, Renie no podía mirarla directamente. Después, con
una onda de energía explosiva que le recorrió el cuerpo entero, se hizo en un instante
una línea de fulgor diamantino y saltó al cielo negro, lejos, por las alturas,
destellando, fluyendo. Duró lo que dura un latido de corazón y desapareció.
«Nos han dejado —se dijo—. Ahora ya no importamos nada. Ellos sí».
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Pero allí, en la oscuridad, rodeada de la respiración de sus compañeros e incluso
de algunos gemidos, se acordó súbitamente de su padre, el gruñón de su padre, tan
irritante que, a pesar de todo, le había dado todo cuanto sabía dar.
«O quizá volvamos a verlos algún día —pensó, y le sorprendió descubrir que
estaba llorando otra vez—, en el espacio exterior, en alguna parte, en algún tiempo. Y
quizá se acuerden de nosotros. Quizá incluso nos recuerden con cariño».
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QUINTA PARTEHerederos
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50. Sin promesas
PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Alta médica para el presidente Anford.
(Imagen: Anford saluda a la salida del hospital naval de Bethesda). Voz en off:
Por primera vez en su mandato, Rex Anford, presidente de Estados Unidos, se
declara sano y apto, y sus médicos lo corroboran. Anford, que ha sufrido una larga y
misteriosa enfermedad que ha dado pie a rumores sobre una supuesta dependencia
secreta al alcohol y las drogas o un supuesto cáncer incurable, ha pasado la mayor
parte de su mandato recluido, mientras su vicepresidente se ocupaba de casi todos
los asuntos públicos del gobierno. Ahora, Anford se declara en buen estado de salud
y asegura que las cosas cambiarán.
(Imagen: Anford en una conferencia de prensa en la Rosaleda). ANFORD: Estoy
bien, me he curado. Hacía años que no me encontraba tan bien. Me quedan muchas
cosas por hacer y, gracias a Dios, ¡también me queda algún tiempo para llevarlas a
cabo!
—Tengo miedo —le dijo el niño. No había luz en la habitación y a ella tampoco
le gustaba, pero quería decirlo—. Me da miedo la oscuridad.
—Yo, cuando tengo miedo, me abrazo al príncipe Pikapik —dijo ella—. Es de
juguete… es una nutria que habla. A veces, me escondo debajo de las mantas y hago
como si la luz estuviera encendida pero yo estuviera a oscuras porque estoy tapada
con las mantas.
—Las mantas lo tapan todo —dijo el niño.
—Otras veces me cuento un cuento, como el de Ricitos de Oro y los tres ositos,
pero si tengo miedo, Ricitos de Oro y los tres ositos tienen que hacerse amigos.
—A mí no me quedan cuentos —dijo el niño—. Sabía uno, pero se me ha
olvidado.
No sabía por qué seguía estando todo a oscuras. No recordaba por qué estaba allí
ni por qué ese niño estaba allí con ella. Le pareció recordar un río de luz brillante,
pero no estaba segura. También se acordaba de otro niño, uno al que le faltaba un
diente, pero se había ido a alguna parte. Cho-Cho, se llamaba Cho-Cho. Pero en ese
momento, estaba ella sola con ese niño tan triste y asustado… un desconocido.
—Cuando tengo mucho, mucho miedo de verdad, llamo a mi mamá —dijo ella—.
Ella viene, me da un beso y me pregunta si estaba soñando. Y entonces, se me pasa
un poco.
—A mí me da miedo encontrarme con mi mamá —le dijo el niño—. ¿Y si no me
quiere? ¿Y si cree que soy malo?
—Y otras veces —dijo ella, sin saber qué contestar a eso—, cuando la oscuridad
me da mucho miedo, canto una canción.
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El niño no dijo nada y se quedó pensando.
—Me acuerdo de una canción —dijo, al cabo de un rato, y empezó a cantar con
una voz rara y como rota.
Al principio se asustó porque todo seguía estando a oscuras, aunque oía la voz de
su madre y de su padre en la habitación de al lado. Su madre estaba llorando y su
padre decía algo, pero con una voz muy rara. Se tocó la caray comprobó que ya no
llevaba puestas las gafas de cuentos y que la luz de la habitación estaba apagada.
Entraba un rayito por debajo de puerta y había cristales rotos en la moqueta, pero
antes de poder pensar en ello, notó que alguien la miraba por el borde de la cama, y
se asustó muchísimo.
—¡Eh, chiquita! —dijo Cho-Cho—. La luz se ha ido.
Por debajo de la puerta se colaba suficiente claridad para que Christabel viera al
niño. Tenía el pelo de punta y hacía una mueca graciosa: ni de maldad ni de alegría,
solo de sorpresa, como un potrillo que había visto nacer una vez en la red, andaba
cayéndose por la pradera y preguntándose qué clase de animal era y qué tenía que
hacer.
—Te vi en aquel sitio —dijo en voz muy baja—. ¿Cómo es que fuiste allí?
—¡Estás despierto! —exclamó, sorprendida—. ¿Qué sitio dices? El señor Sellars
dijo que tenía que ayudarlo, pero me quedé dormida. —Se sentó en la cama,
emocionada porque se le había ocurrido una idea—. ¿El señor Sellars también se ha
despertado?
—No, qué va —dijo el niño—, pero me ha dicho que te diga que está bien. Que…
En ese momento, la madre de Christabel abrió la puerta de la habitación y entró
repitiendo su nombre una y otra vez, muy alto y muy deprisa, y la levantó de la cama
y la achuchó tanto que la niña creyó que iba a empezar a escupir. También entró su
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padre con una linterna, y lloraba, de modo que Christabel volvió a asustarse mucho
porque nunca había visto llorar a su padre. Después se la quitó a su madre de los
brazos y la besó, y estaba tan contento que la niña pensó que a lo mejor todo se había
arreglado de verdad.
Su madre besaba a Cho-Cho también, y el niño no sabía qué hacer.
Vio al señor Ramsey en la puerta con una linterna grande, mirándolos a todos con
los ojos muy abiertos y la expresión de preocupación, pero alegre también, como su
padre, y le entraron ganas de decirle que fuera con el señor Sellars, por si se
despertaba y tenía miedo, pero su madre empezó a abrazarla otra vez y a decirle que
no volviera a marcharse de esa forma nunca, nunca más, pero eso era una tontería
porque ella no se había marchado a ningún sitio, solo había dormido una siesta y
había soñado, pero no pudo decirle nada al señor Ramsey.
—¿Dónde estoy?
Le dolía la garganta y casi no podía hablar. Long Joseph miró las cortinas corridas
a ambos lados de su cama y volvió a fijarse en el joven de piel oscura y curioso
uniforme. Olía a plástico nuevo y a alcohol.
—¿Qué sitio es este?
—Hospital de campaña. —El hombre tenía voz de universitario como Del Ray,
pero con un deje de ciudad, todavía—. En la parte trasera de una ambulancia militar,
para ser exactos. Ahora túmbese, que voy a mirarle los puntos.
—¿Qué ha pasado? —Intentó incorporarse, pero el joven lo obligó a tumbarse
otra vez—. ¿Dónde está Jeremiah? —Cuando le retiró la venda, notó un pinchazo por
el brazo, pero nada más. Miró con curiosidad las largas líneas de nudos translúcidos
sobre la carne clara de bordes rojos—. ¿Qué demonios me ha pasado en el brazo?
—Le mordió un perro —respondió el joven—, y casi le arranca la cabeza.
Procure no doblar el cuello.
—Tengo que levantarme. —Joseph intentó sentarse. Empezaba a recordar
cosas… muchas cosas—. ¿Dónde están mis amigos? ¿Dónde están Jeremiah y Del
Ray?
—Si vuelve a hacer eso —le dijo el joven obligándolo a tumbarse de nuevo—,
llamo a los guardias. Está detenido, pero no va a ir a ninguna parte, ni siquiera a la
cárcel, hasta que lo diga yo.
—¿Detenido?
Joseph sacudió la cabeza y, de repente, se dio cuenta de que le dolía como un
pecado. Parecía que hubiera pasado días bebiendo y lo hubiera dejado de repente. «El
problema no es beber —pensó—, el problema es dejarlo».
—Detenido, ¿por qué? ¿Dónde están…? —De pronto se quedó helado—. ¿Dónde
está Renie? ¡Ay, Dios mío! ¿Dónde está mi hija?
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—¿Hija? —El joven lo miró con el ceño fruncido—. ¿Quiere decir que había más
personas ahí dentro, además de ustedes tres y los otros hombres?
Se levantó y sacó la cabeza por la cortina para decir algo a alguien. Joseph
aprovechó la coyuntura para intentar levantarse otra vez, pero descubrió que tenía las
piernas esposadas a la camilla.
—Le he dicho que se tumbe —dijo el joven—. Si su hija está ahí dentro, la
encontrarán.
—No, no la encontrarán. Está en un tanque grande, y su amigo también. Es un
hombre del pueblo pequeño, ¿lo sabía? ¿Conoce a la gente del pueblo pequeño?
—En un… tanque —repitió el hombre mirándolo con recelo.
Joseph sacudió la cabeza. Era difícil de explicar y se hacía daño al hablar. El
cuello le dolía como si lo hubieran pasado por un torno. De pronto se le ocurrió otra
cosa.
—¿Por qué estoy detenido? ¿De dónde han salido ustedes?
—Estaba usted en una propiedad privada, una base militar —respondió el médico,
si es que lo era, mirándolo con mayor recelo aún—. Algunas personas querrán hablar
con usted de esa cuestión… y de los hombres armados que lo perseguían. —Dedicó a
Joseph una pequeña sonrisa tensa—. Porque no creo que ninguno de esos caballeros
vaya a hablar.
—¿Y mis amigos?
—Están vivos. El joven… Chiume, ¿se llama así? Ha perdido algún dedo por
mordedura de perro. Y el mayor tenía una herida de bala en la pierna. Todos ustedes
tienen algunas heridas más, pero nada grave.
—Quiero hablar con ellos.
—Usted no va a hablar con nadie hasta que lo diga el capitán. Bueno, con un
abogado, tal vez. —El joven médico sacudió la cabeza—. ¿A qué estaban jugando?
—No estábamos jugando —replicó Joseph, enfurruñado. Quería volver a
dormirse pero no podía… todavía no—. Dígales que mi hija y su amigo todavía están
en la planta baja, en esos tanques llenos de gelatina eléctrica. Dígales que tengan
mucho cuidado cuando la saquen de ahí. Y que no la miren porque está desnuda.
La expresión del médico decía claramente que pensaba que Joseph no estaba en
su sano juicio, pero de todos modos, fue a comunicárselo a alguien.
Cuando se despertó, vio a Stan Chan sentado en el otro extremo de un túnel largo.
Le pareció que era un túnel, pero pensó que también podía ser que la habitación
estuviera a oscuras y él se hallara sentado bajo una luz pequeña.
No sabía con certeza dónde se encontraba. Emitió un ruido y Stan la miró, se
levantó de un brinco y se acercó a ella. Le era más difícil verlo al tenerlo a su lado
que cuando estaba más lejos. Le pidió agua porque tenía la garganta seca y no podía
hablar, pero por algún motivo, él negó con un movimiento de cabeza.
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—Tenías que haberme llevado contigo, Calliope —le dijo en voz baja—. Te
devolví la llamada, pero ya te habías ido.
Hablar era más que difícil, dolía como el demonio. A un lado de la boca tenía una
especie de tubo que le impedía cerrar la mandíbula.
—No… quería… estropearte… el fin… de… semana —le dijo lo mejor que
pudo.
Él no respondió con una broma, lo cual le pareció muy raro. Mientras volvía a
dormirse, se dio cuenta de repente de que la había llamado por su nombre de pila. Eso
la asustó, porque significaba que había muchas posibilidades de que no fuera a salir
del trance.
—Tienes buena cara, Skouros. No estás demasiado bronceada y has adelgazado
un poco, pero podías haberte muerto de cualquiera de las dos cosas.
—Sí. Qué flores tan bonitas. Gracias.
—He venido todos los días. ¿Crees que voy a seguir trayéndote flores? Esas te las
ha traído tu amiga la camarera.
—¿Elisabetta?
—¿A cuántas camareras conoces para que te traigan flores y un osito de peluche
disfrazado de Sherlock Holmes? —Sacudió la cabeza—. Ositos de peluche. No me
fío mucho de esa, Skouros.
—Así que voy a vivir, ¿eh? —Stan levantó una ceja—. Como vuelves a llamarme
por el apellido…
Se puso un poco de hielo en la boca y el movimiento del brazo le provocó un
estremecimiento. Los puntos de la espalda eran muy profundos, a veces le parecía
que le llegaban al esternón, y se sentía frágil como azúcar hilado. Se preguntó si
algún día volvería a sentirse normal.
—Te has negado a contestarme, Stan. Cuéntame lo que pasó. El tipo se escapó,
¿no?
—¿Johnny Miedo? —replicó Stan, sorprendido—. No, no se escapó. Lo tenemos,
y también sus archivos. Es el Auténtico Asesino, Calliope. ¿Por qué crees que he
estado sentado aquí todos estos días? ¿Solo porque soy tu compañero y te quiero?
—¿No es porque me quieres?
—Bueno, quizá. Pero todos los periodistas de la red de Nueva Gales del Sur
quieren entrar aquí. No, todos los periodistas de Oz. Incluso colaron un
camaracóptero debajo de la tapadera de tu cuenco de fruta. Estabas dormida, así que
no me oíste perseguir al maldito insecto por todas partes hasta que lo aplasté con una
revista.
—Lo oí. —No podía contener una sensación de felicidad creciente: ¡a la mierda
los puntos, el pulmón agujereado y el tubo para respirar!—. ¿Lo tenemos?
—Lo pillamos con las manos en la masa. ¿Sabes lo que hacía el Auténtico
Asesino para neutralizar las cámaras de vigilancia? Bien, en realidad no lo hacía,
exactamente. Redireccionaba las imágenes hacia su propio sistema. Muy listo.
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Todavía no sabemos cómo se las ingeniaba. Y las tenía todas archivadas: su salón de
la fama particular. Y el muy morboso hacía jueguecitos con las imágenes; además, les
ponía música, e incluso, al final de uno de sus asesinatos, publicó una vieja foto de su
madre. A ver si adivinas en cuál de ellos.
—¿De sus asesinatos? Merapanui.
—En uno.
—Pero lo tenemos, ¿no? Y tenemos pruebas. —Se rio, le dolió como si le
hurgaran con un cuchillo afilado en los músculos de la espalda, pero no le importó—.
Es estupendo, Stan.
—Sí —dijo, con una expresión que no le gustó nada—. Si alguna vez se recupera,
no tiene escapatoria.
—¿Se… recupera? ¿A qué te refieres?
—Está catatónico —dijo Stan apoyando la barbilla en sus ahusados dedos—. No
se mueve ni habla. Está como en coma, con los ojos abiertos. La unidad que acudió a
tu llamada lo encontró así.
—¿Cómo? —El júbilo se transformó en otra cosa distinta. Sintió un hálito casi de
terror, un cosquilleo frío en la nuca—. No es verdad, Stan… finge, lo juro. Ahora
conozco a ese malnacido.
—Lo están reconociendo los médicos. No finge. De todos modos, se encuentra
bajo vigilancia de alta seguridad veinticuatro horas al día, hasta que los chicos y
chicas de arriba decidan qué hacer con él. Está atado a una cama para
esquizofrénicos. —Stan se levantó y se alisó las arrugas de los pantalones…, al
parecer, hasta las microondas se deprimían en los hospitales—. Cuando lo
encontraron, estaba conectado. Piensan que podría tratarse de un caso grave de lesión
por sobrecarga, una bomba China Sea defectuosa o algo por el estilo. —Vio la cara
que ponía Calliope—. De verdad, Skouros, no te preocupes. No finge, pero aunque
fingiera, no podría ir a ninguna parte. Es el arresto más importante desde hacía años.
—Sonrió brevemente—. Te has convertido es una especie de héroe, Skouros. ¿Por
eso no querías llevarme contigo?
—Sí, claro. —Intentó seguirle la broma, pero no estaba de humor—. Sí, me dije:
«Si doy esquinazo a mi compañero, consigo que me pinchen el pulmón y pido una
ambulancia mientras me desangro en el suelo, seré famosa».
—Era una broma, Calliope.
—Y lo mío también, lo creas o no. —Alcanzó otro trozo de hielo—. ¿Y la mujer
estadounidense?
—No se sabe nada, pero está viva. Tiene varias fracturas de columna graves y
perdió mucha sangre. Tenía que haber llevado un chaleco antibalas también, como tú,
Skouros.
—Como yo. —Sonrió para demostrarle que seguían siendo amigos—. Si te vas,
¿quién va a parar los pies a los meticones de la red? —preguntó, aunque no pensaba
en los periodistas.
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—Ahí fuera queda una pareja de urbanos azules, no te preocupes.
Cuando Stan se hubo marchado, Skouros encendió la pantalla. Se hablaba del
caso en muchos nodos informativos, se veían imágenes del asesino en estado de coma
tomadas con cámaras espías, e incluso vio una fotografía de sí misma, una antigua, y
se desesperó al ver lo achaparrada que parecía; sin embargo, no podía concentrarse y
terminó por apagarla. Se quedó mirando el estrecho haz de luz que entraba por debajo
de la puerta preguntándose qué haría si la puerta se abriera de repente y él estuviera
allí plantado, una sombra con un cuchillo, el diablo hombre-diablo, sonriendo.
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«Código. —La idea le dio una sensación de extrañeza mareante—. Mi mejor
amigo ha muerto. Mi mejor amigo está vivo. Mi mejor amigo es un código».
—Pero puedo volver, ¿no? ¿No?
—Sí, Sam. Pero voy a escoger otro lugar, nada más. Tenemos toda la red para
escoger, o casi toda. —Sellars se había puesto casi solemne—. Hay algunos mundos
simulados que quizá no perpetúe.
—¡Pero todos son dignos de estudio! —dijo Kunohara.
—Es posible. Pero el simple hecho de mantener la red del Grial en
funcionamiento ya será bastante difícil. Usted me disculpará si no dedico parte de los
escasos recursos a mundos construidos en su totalidad, o casi, en torno a la tortura y
la pederastia.
—Supongo que tiene razón —dijo Kunohara, poco convencido.
Sam se volvió a Orlando buscando su mirada, pero no la encontró. Por primera
vez en los años que habían pasado juntos, el cuerpo de Thargor no le parecía su
verdadero yo, sino un disfraz, la cara de una máscara. ¿Dónde estaba él? ¿Ese que
estaba ahí era el mismo Orlando de siempre? Ella creía que sí, pero en ese momento,
el amigo que tanto había significado para ella parecía estar fuera de su alcance.
—Volveré todos los días a verte —le dijo—, te lo prometo.
—No hagas promesas, Frederico —replicó él con brusquedad.
—¿Qué quieres decir? —replicó, definitivamente enfadada—. ¿Crees que voy a
olvidarte? Orlando Gardiner, eres el virus más infecto que he conocido…
—No —dijo él levantando la mano—, no quiero decir eso, Frederico. Solo que…
no hagas promesas. No quiero pensar que, cuando vengas a verme, es porque…
porque hiciste una promesa.
Sam abrió la boca y volvió a cerrarla.
—Guay —dijo por fin—. Promesas no, de acuerdo. Pero volveré. Todos los días.
Ya lo verás.
—De acuerdo —dijo Orlando sonriendo.
A Sam no le gustó el silencio que siguió. Se apoyó en un pie, después en el otro.
Sellars se había apartado un poco con Kunohara, para discutir alguna cuestión
interesante de adultos, supuso.
—Bien, chorradas aparte, Gardiner —dijo por fin—, ¿no vas a darme un abrazo?
Y la abrazó, con torpeza al principio, pero después con fuerza. Cuando habló,
tenía la voz ronca.
—Nos vemos por aquí, Fredericks. Sam. —La apretó—. Te… te quiero.
—Yo también te quiero, Orlando. Y no se te ocurra pensar jamás en tu vida que
vengo a verte por obligación ni nada de eso. —Se limpió los ojos con rabia—. ¡Y no
creas que lloro porque soy una chica!
—De acuerdo. Y tú no creas que lloro porque estoy muerto.
—Hasta mañana —respondió después de reírse, tragar saliva y separarse de él
empujándolo.
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—Sí, hasta mañana.
—Desconectar —dijo Sam haciendo el gesto del comando.
No fue tan fácil como pensaba… o como le parecía que iba a ser. Esta vez no le
hizo daño, al menos, no sintió la horrible descarga de la otra vez, pero el cuerpo le
dolía y no podía abrir los ojos.
Cuando por fin logró levantar los párpados, que notaba pegados como con cola,
fue incluso peor. Los ojos le escocían, pero no podía levantar los brazos y rascarse.
Tema la sensación de estar atrapada en una red de alambre de espino que la pinchaba
y le pesaba. Movió la cabeza hacia abajo. ¡Cuánto pesaba! Y se vio los tubos
conectados a los brazos y piernas. ¿Cómo podía ser que unas cosas tan delgadas
parecieran gruesas cadenas?
Sellars había avisado a sus padres, tal como le había prometido. Los vio a los pies
de la cama, dormidos cada uno en una silla, su madre derrumbada sobre el pecho de
su padre, con la cabeza encajada en su ancho cuello, debajo de la barbilla.
«Estoy llorando otra vez —pensó al ver que la cara de sus padres se hacía borrosa
—. Es lo único que sé hacer, últimamente. ¡Qué estupidez…!». Intentó llamarlos,
pero la voz le salía débil, no estaba preparada, igual que su cuerpo. Solo consiguió
emitir un gorgoteo ronco.
«Espero que, después de todo, no esté a punto de morirme —pensó, pero no
estaba asustada, solo cansada, cansadísima—: ¡Qué infecta soy! Llevo semanas sin
levantarme de la cama y lo único que quiero es dormir». Intentó llamar a sus padres
otra vez y, aunque el sonido que por fin logró emitir no fue más fuerte que la tos de
un pez, su madre la oyó.
Enrica Fredericks abrió los ojos. El primer momento de somnolencia desapareció
en cuanto vio que su hija la estaba mirando.
—¡Jaleel! —gritó—. ¡Jaleel, mira!
Se acercó a la cama de un salto y besó a Sam en la cara. Su marido, al perder el
apoyo que lo mantenía erguido, resbaló hacia el suelo.
—¿Qué demonios…?
Y entonces lo vio, se levantó y se acercó a Sam, alto, negro y guapo, con los
brazos extendidos a los lados, tan largos que parecía que fuese a abrazar a su mujer y
a su hija al mismo tiempo, a envolverlas a las dos y a levantarlas en el aire. Sam no
tenía fuerzas ni para volver la cabeza, de modo que apenas veía a su madre, que la
besaba en las mejillas y se las mojaba y decía cosas que apenas se entendían…, pero
no le hacía falta entenderlas porque reconocía el sonido de la alegría, de la auténtica
alegría.
«La que solo se siente cuando se piensa que alguien va a morir y luego no
muere», pensó Sam, e intentó sonreír a su padre y a su madre. Era una idea, una idea
importante, pero demasiado elevada y complicada para un momento como ese.
«Cuando la muerte vuelve la cara a otra parte…».
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Lo dejó correr y se entregó a la felicidad.
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51. Coches que explotan
PROGRAMACIÓN DE LA RED/ESPECTÁCULOS: Robinette Murphy no cede.
(Imagen: extracto de la serie de FRM A la vuelta de la esquina). Voz en off: Fawzi
Robinette Murphy, físico profesional que sorprendió al mundo del espectáculo
retirándose tras anunciar el inminente fin del mundo, no parece afectada por que su
predicción no se haya hecho realidad.
(Imagen: FRM entrevistada en GNC por Martin Boadbil). BOABDIL: ¿Piensa
posponer la fecha que predijo en principio? MURPHY: Lo que yo diga no tiene
importancia, ni lo que diga usted. Ya sucedió. BOABDIL: ¿Qué es lo que ya sucedió?
MURPHY: El mundo se acabó. BOABDIL: Disculpe, no la entiendo. ¿Es que usted y yo
no estamos ahora en el mundo? MURPHY: No es el mismo mundo. No sé explicárselo
mejor. BOABDIL: O sea, ¿usted quería decir filosóficamente? ¿Como cuando se dice
que el mundo viejo termina y empieza uno nuevo? Supongo que, dicho así, tiene
cierto sentido. MURPHY: Es usted idiota, ¿verdad?
El servicio funerario fue reducido. El pastor que habían contratado para que
pronunciase unas breves palabras notaba que allí ocurría algo, pero no lo entendía;
sin embargo, como buen profesional no hizo muchas preguntas.
«Seguramente pensará que estamos de buen humor porque no queríamos mucho
al difunto, o porque nos frotamos las manos pensando en la herencia —se decía
Ramsey mientras escuchaba la música grabada—. Bueno, en parte así es, la verdad».
La única persona del cortejo que mantenía una actitud acorde con la situación era
la pequeña Christabel, que tenía los ojos muy abiertos y estaba confusa y llorosa.
Ramsey y sus padres habían hecho todo lo posible por explicárselo, pero era muy
pequeña y no lograba entenderlo.
«¡Diablos! —pensó—. Yo tampoco sé muy bien cómo encajarlo».
—Patrick Sellars era aviador —dijo el pastor—. Según me dicen, se entregó
altruistamente al servicio de este país y a sus amigos y, a pesar de los perjuicios que
dicho servicio le causó, no dejó de ser bondadoso ni perdió el sentido del deber… ni
su humanidad.
«En fin…».
—Hoy decimos adiós a sus restos mortales —prosiguió el pastor, y señaló el
sencillo féretro blanco rodeado de flores, detalle de la señora Sorensen: «Tenemos
que ponerle flores»—, pero su parte inmortal no ha muerto. —El pastor se aclaró la
garganta. «Fue un buen hombre, en el fondo de su ser, pero nunca lo supo», pensó
Ramsey—. No creo tomarme demasiada libertad si digo que su vuelo continúa…
hacia un lugar que ninguno de nosotros ha alcanzado todavía, que ve cosas que
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ninguno hemos podido ver, libre de la carga de su cuerpo enfermo, del peso agotador
de los años. Ahora es libre, verdaderamente libre para volar.
«Eso sí que es una ironía de talla mundial», pensó Ramsey.
—En un rincón de la capilla hay una pequeña cámara de vigilancia —les dijo
Sellars cuando volvieron.
En la pantalla, se le veía igual que en vida, aunque en Un entorno completamente
distinto. A Ramsey le pareció que la llanura pedregosa y las tenues estrellas del fondo
parecían indudablemente irreales… de otro mundo. No pudo evitar preguntarse por
qué Sellars habría escogido un fondo tan extraño y, sin embargo, prefiriese conservar
su verdadera imagen, ese cuerpo extraño y paralizado, a menos que fuera por
Christabel, para no confundirla más.
—No he sido capaz de privarme de asistir al funeral —prosiguió el anciano—, y
no esperaba que me conmoviera tanto —añadió con una sonrisa picara.
—Pero ¿por qué está muerto? —le preguntó Christabel, todavía al borde de las
lágrimas—. No lo entiendo.
—Lo sé, pequeña Christabel —dijo Sellars—. Es difícil. La cuestión es que ese
cuerpo que tenía estaba gastado. Ya no podía seguir usándolo, así que tuve que
recurrir a unas… herramientas que tengo ahora y me transferí. O, como dirías tú, me
hice una casa nueva. Ahora vivo en la red… al menos, en esta parte especial. Por eso
no estoy muerto de verdad. Pero es que el cuerpo viejo ya no me servía para nada, y
es mejor que la gente crea que… que he pasado a mejor vida. —Miró a los demás—.
Así habrá menos preguntas.
—Sí, menos preguntas.
—De todos modos, creo que todavía no lo he perdonado —dijo Kaylene Sorensen
—. Le creo cuando dice que fue accidental, me refiero a lo de Christabel, pero sigo
enfadada. —Frunció el ceño y después sonrió con cierta picardía propia—. Pero no se
debe hablar mal de los muertos.
Cho-Cho se levantó y salió de la habitación, rígido e incómodo con el traje negro
que Kaylene Sorensen le había obligado a ponerse para asistir al funeral. A Ramsey le
preocupaba el niño y había empezado a pensar en lo que sería de él a partir de ese
momento; sin embargo, antes debía atender otros asuntos.
—Hablando de otras cuestiones —dijo—, tenemos que empezar a pensar en la
estrategia.
—Yo no quiero estrategias —dijo la señora Sorensen—. Quiero llevarme a mi
hija de aquí cuanto antes y volver a casa. La niña tiene que ir al colegio. —Buscó a
Cho-Cho con la mirada y vio que la puerta del dormitorio estaba abierta. Puso cara de
preocupación—. Estos dos niños tienen que volver al colegio.
—Confíe en mí: pensar un poco facilitará mucho las cosas después —dijo
Ramsey—. Se va a poner todo un poco raro… —Hizo una pausa y sacudid la cabeza
—. Supongo que sería más exacto decir «va a seguir un poco raro». Vamos a llevar el
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caso a los tribunales. Interpondremos una demanda contra algunas de las personas
más poderosas del mundo; va a ser el sueño de los informativos de la red. Puedo
protegerla en gran medida, señora Sorensen, pero no aprueba de todo. Ni siquiera el
dinero que van a heredar de Sellars podrá conseguirle protección total, porque este
caso va a tener proyección mundial.
—No queremos dinero —dijo el mayor Sorensen—, no lo necesitamos.
—No, ustedes no lo necesitan, mayor —replicó Sellars con suavidad—, pero lo
van a recibir. Si le preocupa que sea dinero sucio, le prometo que no es producto de
ningún robo. Hice inversiones a lo largo de los años, todas bastante legales… tenía
décadas enteras de información al alcance de la mano, y no soy de los que se
arriesgan a lo loco. Empleé la mayor parte de ese dinero en actualizarme y en
investigar a la Hermandad del Grial. Creo que no rehusará la pequeña cantidad que he
dejado para la protección de su familia, después de todo lo que han hecho por mí.
—¡Pequeña cantidad! ¡Cuarenta y seis millones de créditos!
—No está obligado a aceptarlo todo —dijo Sellars con una sonrisa—. Esa
cantidad se repartirá entre varios… voluntarios.
—No es nada en comparación con lo que vamos a sacar cuando llevemos a
Telemorphix y a otras compañías ante la justicia —dijo Ramsey—. Aunque la mayor
parte será para los padres de los niños con síndrome de Tandagore, los que el sistema
operativo de la red del Grial sumió en el coma. ¡Ah! Y para otra cosa de la que puedo
hablarles ahora mismo. Tenemos intención de construir un hospital: el hospital
infantil Olga Pirofsky.
—Señor Ramsey —dijo Sellars tras asentir con un gesto—, yo no conocía a la
señora Pirofsky tan bien como usted, pero ¿me permite un comentario? Sospecho que
a ella le habría gustado que el hospital se llamara Daniel Pirofsky.
—Sí… —respondió al cabo de un momento, cuando lo entendió—, naturalmente.
Sí, creo que tiene usted razón.
—Pero ¿por qué tenemos que denunciar a esas personas? —preguntó Kaylene
Sorensen—. ¡Con lo que hemos pasado ya!
—No tienen por qué —replicó Ramsey con cautela—. No tengo prejuicios en
poner una demanda colectiva. Pero cuando salga a relucir la intervención del general
Yacoubian en todo esto, creo que será difícil mantenerlos al margen. Va a ser el caso
con mayores repercusiones de la historia desde la guerra de la Antártida. ¡Dios! Va a
ser mayor aún; piensen en la nube de humo que cubre en estos momentos el sureste
de Luisiana. La corporación M es en estos momentos una laja fundida en medio de
una zona catastrófica federal, y eso no es más que una pieza pequeña del maldito
rompecabezas. —No pudo evitar una sonrisa al ver la expresión de la señora
Sorensen. Todo empezaba a volver a la normalidad, aunque ella no se diera cuenta—.
Perdón por el lenguaje. Es posible que también su marido sea objeto de un juicio ante
un tribunal militar, pero estoy seguro de que con la declaración del capitán Parkins
ganaremos sin dificultades…
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—¿Ganaremos? —preguntó el padre de Christabel.
—Sí —dijo Ramsey, e hizo una pausa—. La verdad es que puede que… tenga
mucho trabajo en los próximos meses. Pero estoy seguro de que cualquier abogado
militar honrado sabrá cómo llevar el caso. Si no conoce usted a ninguno, se lo
proporcionaremos.
—Por favor, señora Sorensen, acepte el dinero —dijo Sellars—. Cómprese una
casa fuera de la base. Aíslese un poco. Esto va a durar bastante. Estoy seguro de que
tendrá que luchar por mantener su derecho a la intimidad.
—No quiero irme de la base —replicó ella, enfadada.
—Como prefiera. Pero acepte el dinero. Úselo para dar un poco de libertad a
Christabel.
—¿Y el niño? —preguntó Ramsey—. Puedo buscarle algo, si lo desea… antes de
que empiece el jaleo, un buen hogar de acogida…
—No sé de qué está hablando. —Kaylene Sorensen no estaba dispuesta a dejarse
engatusar ni manejar. Ramsey sospechaba que iba a ser una testigo excepcionalmente
buena en el juicio—. Ese niño no se va a ninguna parte. No me he pasado todo este
tiempo lavándolo y alimentándolo para que ahora se lo lleve cualquiera a quien no le
importe. Se queda con nosotros, pobrecito. —Miró a su marido—. ¿Verdad que sí,
Michael?
—Esto… —El mayor tuvo la gracia de sonreír oportunamente—, sí, claro.
Cuantos más seamos, más reiremos.
—Christabel —dijo la madre—, vete a buscar… —Frunció el ceño y miró a
Sellars—. ¿Cómo se llama? Su nombre de verdad.
—Carlos, creo —Sellars también sonreía—, pero me parece que no le gusta
mucho.
—Pues ya pensaremos en otro nombre. No pienso tener un hijo adoptivo que se
llame Cho-Cho. Parece el sonido del tren o algo peor. —Hizo una seña a su hija para
que fuera a buscarlo—. ¡Anda, hija! Dile que venga.
—¿Va a vivir con nosotros? —preguntó la niña mirándola de una forma curiosa.
—Sí. No tiene adonde ir.
—De acuerdo —dijo la niña tras pensarlo un momento, y salió a paso vivo de la
habitación.
Volvió un momento después tirando del brazo al niño, que se resistía. Se había
quitado el traje, pero como no estaba seguro de lo que tenía que hacer, se había
quedado en camiseta y calzoncillos.
—Vas a venir a vivir con nosotros —le dijo Kaylene Sorensen—. ¿Te parece
bien?
El niño la miró como si espiase por un agujero. Ramsey pensó que iba a salir
corriendo en cualquier momento.
—¿A vivir con ustedes? —preguntó—. ¿Cómo? ¿En casa de ustedes? ¿En su
casa?
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—Sí —dijo ella asintiendo enfáticamente—. Díselo tú, Mike.
—Queremos que vivas con nosotros —dijo el mayor. Y lo dijo en un tono sincero
—. Queremos que seas… de la familia.
—No pienso ir al colegio —dijo el niño mirándolos alternativamente.
—Por descontado que irás —dijo Kaylene Sorensen—, y además te bañarás con
regularidad. E irás al dentista a que te arregle los dientes.
—¿Dientes…? —Se quedó perplejo y se llevó un dedo a la boca. Después, su
expresión cambió—. ¿Voy a vivir con la chiquita?
—Si te refieres a Christabel, sí. Ella va a ser… tu hermana, supongo.
Volvió a mirarlos sopesando la situación, receloso, pero entreveía a grandes
rasgos algo que Ramsey solo podía suponer.
—De acuerdo —dijo.
—Si no dices palabras feas, te dejaré jugar con el príncipe Pikapik —le prometió
Christabel.
El niño puso los ojos en blanco y después salieron los dos de la habitación:
demandas, juicios militares, ni siquiera un muerto que les hablaba desde la pantalla
era motivo suficiente para quedarse con los adultos mientras hacían aburridas cosas
de adultos.
—Bien —dijo Sellars—, todo eso está muy bien. Ahora tenemos que discutir
algunos asuntos más.
«Es cierto, esto es la historia del siglo —pensó Ramsey, maravillado—. Me
pregunto si algún día, dentro de medio milenio, lo que hoy se está diciendo aquí será
objeto de estudio». Miró a la puerta del dormitorio. La otra pantalla estaba encendida.
Christabel estaba tumbada en el suelo hablando con un muñeco de peluche. Cho-Cho
veía en la pantalla coches que explotaban.
«No —pensó, y volvió a prestar atención a lo que decía Sellars—. La gente nunca
se acuerda de estas cosas, por importantes que sean».
—Siento llegar tarde. Solo hace un día que volví y todavía me encuentro… muy
rara. Y ya sabes lo lentos que son los autobuses del centro. —Renie miró alrededor
—. El despacho no es como me lo esperaba.
Del Ray se rio y señaló con un gesto despectivo de la mano sana el espacio sin
ventanas y la pequeña pantalla de la pared blanca y sin adornos. Llevaba el otro brazo
en cabestrillo, pegado al pecho; no se le veía la mano, cubierta por un vendaje.
—Es provisional, nada más… he puesto los ojos en uno mucho más bonito del
edificio principal de Naciones Unidas, en Farewell Square. —Se recostó en la silla—.
La burocracia es una cosa curiosa. Hace tres meses, cualquiera habría dicho que tenía
una enfermedad contagiosa, y de pronto, soy el mejor amigo de todo el mundo otra
vez, porque el olor de una denuncia por despido improcedente está en el aire y mi
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cara aparece en las noticias de la red. —La miró—. Pero la tuya no, y es una
lástima… porque es una cara bonita, Renie.
—No la quiero… no quiero llamar la atención ni nada de eso. Estoy cansada, solo
quiero un poco de tranquilidad. —Se sentó en la silla, frente a la mesa de despacho
—. Es un milagro que esté de pie y moviéndome por ahí; la verdad es que esos
tanques tan antiguos eran mucho mejores que lo que tuvieron que soportar algunos
compañeros en tanto tiempo de conexión. Entre otras cosas, en esos tanques
podíamos mover los brazos y las piernas para que no se nos atrofiaran los músculos.
Y, desde luego, no hemos tenido úlcera de decúbito.
—Un día tienes que hablarme de los demás. Todavía no he acabado de
entenderlo.
—Será una conversación larga —dijo ella—. Pero sí, te lo contaré, es toda una
historia.
—Como la parte que nos tocó a nosotros. ¿Qué tal está tu padre?
—De mal humor, pero también ha cambiado un poco, me parece. Ahora iba a
verlo.
—¿Y… tu hermano? —preguntó con vacilación.
—No hay cambios todavía —dijo intentando sonreír, pero no era fácil—. Al
menos ahora puedo tocarlo.
Del Ray asintió y después empezó a rebuscar en la mesa y en los cajones. Por un
momento, Renie creyó que fingía tener mucho que hacer… es decir, que quería que
se marchara.
—Me parece que en este despacho no hay nada parecido a un cenicero —dijo por
fin—. ¿Voy a buscar uno?
—¿Sabes una cosa? —dijo ella, aunque tardó un momento en reaccionar—.
Todavía no he empezado a fumar otra vez. Cuando estaba allí atrapada, en la realidad
virtual, me moría por fumar, pero desde que he vuelto, parece que… —Se removió
nerviosamente en la silla—. Todo parece distinto, no sé. Pero no quiero entretenerte
más, Del Ray. Solo quería darte las gracias personalmente por haber facilitado tanto
las cosas… con la policía militar y todo eso, nada más.
—Queda mucho por delante todavía. Pero los militares no saben que fue Sellars
quien les dio el soplo, y están más que avergonzados de que un puñado de
mercenarios armados estuviera a punto de tomar por asalto una base suya sin que
ellos lo advirtieran, de modo que se alegrarán mucho de que todo haya pasado. Y,
como he dicho, ahora todo el mundo quiere ser amigo mío. Incluso gente importante.
A Del Ray le gustaba eso, comprendió Renie. ¿Acaso se lo reprochaba? No,
seguro que no.
—De todos modos, te lo agradezco. Después de todo aquello, me habría vuelto
loca si me hubieran encerrado en una celda del gobierno.
—Y yo —dijo él riéndose—. Cuando volví a ver el cielo, se me saltaron las
lágrimas.
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—A mí ya no me quedaban muchas lágrimas que derramar —dijo Renie—, pero
te entiendo. —Se levantó de la silla con cautela. «Parezco una vieja», pensó—. Como
ya te he dicho, no quiero hacerte perder más tiempo, Del Ray. Es mejor que me vaya,
si quiero llegar a tiempo al autobús.
—Toma —dijo él tras meter la mano buena en el bolsillo—, toma, Renie. Por el
amor de Dios, vete en taxi. Un taxi de verdad.
—No quiero que me des más dinero, Del Ray —le dijo, dolida.
Él también se ofendió y sacudió la cabeza con lentitud.
—No lo entiendes —le dijo—. Esto es parte de un montón interminable de
dinero, no de mi bolsillo. He hablado con nuestro amigo Sellars mientras intentaba
hablar contigo. Me ha puesto en contacto con un tal Ramsey. Vas a recibir una
sorpresa, Renie. Pero confía en mí, Sellars querría que te fueras en taxi. Toma esto.
—De acuerdo —dijo, tras mirar la tarjeta un momento—. Pero solo esta vez y
porque me duelen las piernas.
—La misma Renie de siempre —replicó él con una sonrisa.
Dio la vuelta a la mesa y le tendió los brazos. Ella lo abrazó; descansó la cabeza
un momento en su pecho, aunque incómoda de pronto, intentó separarse. Él la retuvo
y la besó suavemente en la mejilla; después se inclinó para mirarle a la cara.
—¿Y tu nuevo hombre? —le preguntó—. ¿Vais en serio?
—Sí, eso creo. Sí. Hemos quedado en el hospital. Ha ido a recoger sus cosas de la
pensión. Vamos a buscar piso.
—¡Ah! —dijo él, asintiendo. Renie se preguntó si se estaba imaginando la tristeza
que percibía en su sonrisa—. Bien, en ese caso, os deseo mucha suerte. Pero sigamos
siendo amigos, ¿de acuerdo? No lo digo por decir… después de lo que hemos pasado
juntos.
Renie miró el bulto de vendas blancas del final de su brazo. Le habían podido
coser dos dedos, según le había contado cuando lo llamó, pero estaban muy
magullados y había pocas posibilidades de que los recuperase. «Ninguno volveremos
a ser como antes —pensó—, jamás».
—Lo sé, Del Ray —dijo; se deshizo del abrazo y le acarició el rostro—. Y
muchas gracias.
—Una cosa más, Renie —le dijo cuando ya estaba en la puerta—. No te des prisa
en escoger piso.
—¿Crees que no va a funcionar? —preguntó, a punto de estallar.
—No, no —dijo él riéndose—. Quiero decir que vas a tener mucho más donde
escoger de lo que piensas.
Era una experiencia interesante ver la cantidad exacta que tenía que pagar en el
contador del taxi. «¿Siempre será así para los que tienen dinero? ¿Todo funciona, y
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ya está?», se preguntó al pasar la tarjeta ante el lector y añadir la propina para el
taxista.
Las instalaciones hospitalarias de las afueras de Durban parecían un lugar
diferente sin la cuarentena. Las visitas daban vueltas por el vestíbulo o se reunían en
torno a las salas de espera en grupos de familiares cansados y niños que bostezaban.
Los médicos y las enfermeras parecían personas, y no visitantes de otros planetas.
«Al menos ahora existe esa vacuna. Al menos ahora no tengo que preocuparme
porque Stephen vaya a contraer el Bukavu 4», pensó, aunque no era muy consolador.
Sosteniendo la bolsa con cuidado, se dirigió al ascensor con la sensación de
haberse convertido en otra persona. «Pero ¿por qué? En realidad, todo es igual: la
misma Renie, el mismo padre, el mismo Stephen enfermo. Mientras estábamos allí, el
mundo seguía su curso. En realidad, nada ha cambiado».
Excepto sus sentimientos por !Xabbu, claro. Eso la asustaba un poco. Deseaba
que funcionase con todo su ser, pero veía muchos problemas. Eran muy diferentes,
cada cual con una experiencia completamente distinta. Lo que tenían en común había
surgido en el entorno más irreal posible. ¿Cómo se mantendría la relación en la vida
diaria, entre retrasos por perder el autobús, ahorrar al máximo para pagar la renta y
tristes e interminables visitas al hospital?
La puerta de su padre estaba abierta. Había hablado con él a través de la red, de
modo que le sorprendió ver que tenía una habitación para él solo; no pudo evitar
preguntarse cómo iban a pagarla. Aunque tuviera que endeudarse, no estaba dispuesta
a consentir qué Del Ray se erigiera en salvador suyo.
Vaciló en el umbral, asustada por motivos que no podía nombrar. Su padre estaba
mirando la pantalla mural y movía sus largos dedos para saltar de un nodo a otro con
una expresión de aburrimiento. «¡Qué mayor es! —pensó—. Míralo, ya es un viejo».
Tomó aire y entró.
Al verla, parpadeó dos veces seguidas. Para su gran asombro, vio que se le
llenaban los ojos de lágrimas.
—¿Qué os pasa a todos? —preguntó ella, sorprendida y asustada—. ¿Es que no
sabéis hacer otra cosa que llorar?
—Renie —dijo él—, cuánto me alegro de verte.
Ella no iba a llorar…, y menos por ese viejo necio. Jeremiah Dako le había
contado la jugarreta que le había gastado escapándose hasta Durban, dejándolo solo a
él al frente del fuerte; sin embargo, lo quisiera o no, los ojos se le empañaron de
lágrimas; para ocultarlas, se agachó a besarle en la mejilla. Su padre le agarró la
mano y quedó atrapada, retenida junto a la peluda mejilla. Su padre olía a loción de
miel y lima y, por un momento, Renie volvió a la infancia, sobrecogida por su tamaño
y su poder. «Pero ya no soy una niña. No, no lo soy. Hace mucho que dejé de serlo».
—Lo siento —dijo él.
—¿Lo sientes? —Se soltó y se sentó con precaución—. ¿Por qué lo dices?
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—Por todo. —Agitó la mano y la pantalla mural se apagó—. He hecho muchas
tonterías. —Cogió un pañuelo de papel y se sonó la nariz con furia—. Eres tú la que
siempre me dice que hago tonterías, hija, no me vengas ahora con que ya no te
acuerdas.
—Sí —dijo, pero algo se había aflojado un poco en su interior—, me acuerdo.
Pero todos cometemos errores, papá. —Respiró con nerviosismo—. Enséñame el
brazo.
—¿Ves? El perro casi me lo arranca de cuajo. Y entonces empezarían a llamarme
Joseph el Manco. —Le enseñó las heridas con orgullo—. También quiso morderme la
garganta. Apuesto a que te alegras de haber estado a salvo en el tanque.
—Sí, papá, a salvo en el tanque.
—Ya sé que no ha sido así —puntualizó, al oír cierto matiz en la voz de su hija
que le borró la sonrisa de la cara—, era solo una broma.
—Ya lo sé, papá.
—¿Has visto a Stephen?
—Hoy no… iré a verlo luego y después volveré para contártelo todo, si es que
hay… algo que contar.
Ver el cuerpo de su hermano igual de marchito y vacío le había privado de casi
toda la alegría de encontrarse otra vez en el mundo. Joseph asintió lentamente con la
cabeza y rompió el silencio con una pregunta.
—¿Y ese hombre que tienes ahora? ¿Dónde está?
Renie tuvo que reprimirse la irritación. ¿Por qué los hombres preguntaban
siempre lo mismo? Era como si necesitaran saber si alguien la protegía en todo
momento, estar seguros de que se había hecho la transferencia de propiedades de
forma adecuada.
—Se encuentra bien, papá. Nos veremos más tarde. Vamos a buscar piso. Me
queda dinero suficiente en la cuenta y creo que podré reincorporarme a mi antiguo
puesto de trabajo… llamé al despacho del rector y, al parecer, algunas personas han
visto las noticias.
—¿Y por eso estoy yo aquí? —preguntó con una expresión extraña—. ¿Porque te
vas a otro sitio con tu hombre?
Renie tardó un momento en entender lo que quería decir.
—¿Crees que…? ¡Ay, papá! Te he dejado aquí solo porque todavía no tenemos
dónde ir. Anoche, !Xabbu y yo nos quedamos en su antigua pensión, durmiendo en el
suelo de la salita. —A pesar de la tristeza, sonrió—. La patrona no nos dejó dormir en
su habitación porque no estamos casados.
—¿Y?
—Y tú vas a vivir con nosotros, desde luego —dijo, aunque tener que decirlo le
producía una sensación de pesadez y fastidio—. No pensaba dejarte en la calle.
Somos una familia. —Echó un vistazo a la hora, que aparecía en una pequeña
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ventana, en una esquina de la pantalla—. Será mejor que me marche. —Se levantó y
se acordó de la bolsa que aún no había soltado—. ¡Ah! Te he traído una cosa.
Long Joseph se la colocó en el pecho y la abrió con la mano sana. Sacó del
interior una botella y se quedó mirándola un rato.
—Ya sé que no es tu marca de antes —le dijo—, pero en la tienda me dijeron que
era bueno. Supongo que también podrás beber algo decente… para celebrarlo, ya
sabes. —Echó un vistazo a la habitación—. Supongo que no te permitirán bebértelo,
así es que más vale que lo escondas.
—Gracias —dijo mirando la botella. Cuando por fin dejó de mirarla y se dirigió a
su hija, su expresión la incomodó un poco—. Creo que no voy a tomármelo aquí. A
lo mejor, cuando salga. —Sonrió otra vez y a Renie le sorprendió ver qué viejo
parecía, tan huesudo y… desgastado. Como las piedras de un valle batido por el
viento—. Cuando encuentres piso, lo celebraremos.
Le devolvió la botella.
—¿No… no la quieres?
—Cuando salga —respondió—, no quiero tener problemas. De lo contrario,
puede que me retengan más tiempo del necesario.
Renie se demoró en volver a guardar la botella en la bolsa, a pesar de la necesidad
que sentía de salir de allí, de evitar la confusión y los sentimientos conflictivos y de
seguir haciendo cosas. No se dio cuenta de lo que quería hacer hasta que volvió a
mirarlo y se encontró con la mirada de su padre. Entonces se agachó y lo besó de
nuevo en la mejilla; después le echó los brazos al cuello y lo estrechó.
—Volveré mañana, papá, te lo prometo.
—Tú y yo —contestó Long Joseph tras aclararse la garganta— podemos hacerlo
mejor. Sabes que te quiero, hija. Lo sabes, ¿verdad?
—Lo sé —asintió ella; le costaba hablar—. Lo haremos mejor.
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su cuerpo terriblemente delgado, se le notaban los huesos bajo la fina manta del
hospital, y los ojos…
Tenía los ojos abiertos.
—¡Stephen! —gritó—. ¡Stephen! —No se movía, pero le pareció que la seguía
con la mirada al inclinarse hacia él. Le tomó la cabeza entre las manos, asustada de su
fragilidad—. ¿Me oyes, Stephen? ¡Soy yo, Renie!
Una voz en el fondo del cerebro le decía: «Eso no significa nada, a veces pasa,
abren los ojos, pero en realidad no está aquí…».
!Xabbu empezó a despertarse al oír su voz. Se inclinó hacia delante, aunque
todavía parecía dormido.
—He tenido un sueño —murmuró—. Yo era el guía de la miel… el pajarito. Y
guiaba… —Por fin abrió los ojos completamente—. ¿Renie? ¿Qué pasa?
Pero Renie ya estaba en la puerta llamando a gritos a una enfermera.
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cerrar los ojos, pero Renie estaba segura, contra todo pronóstico, de que lo que
pretendía era dormir.
—He tenido un sueño —dijo !Xabbu—. Yo era el guía de la miel y guiaba a
Stephen hacia la miel. Llegamos muy lejos. Lo oía detrás de mí.
—Lo has devuelto al mundo.
—¿Quién sabe? Quizá percibí que volvía y rozó mi sueño. O quizá sea una
casualidad. Ya no estoy seguro de nada. —Se rio—. ¿Antes estaba seguro de algo?
—Yo estoy segura de una cosa —dijo ella—. Te quiero. Estamos hechos el uno
para el otro. Con Stephen, claro, e incluso con mi padre. —Renie se rio—. ¡Qué
ridículo es! Ahora quiere ser bueno, quiere que empecemos de nuevo, él y yo. ¿No es
la mayor ridiculez que has oído en tu vida?
—Me parece algo muy positivo.
—Lo es. Es muy positivo. Pero me río porque estoy harta de llorar. —Le cogió la
mano y se la besó—. Si todo esto no es más que un cuento, ¿crees que el nuestro
tendrá un final feliz?
—¿Quién sabe? —!Xabbu respiró hondo—. Si todo esto no es más que un
cuento, quiero decir. ¿De dónde vienen los cuentos? ¿Adónde van? Pero si no
pedimos demasiado, creo que sí… En nuestro cuento, la felicidad es posible.
Y como si Stephen hubiera oído las palabras de !Xabbu, apretó la mano de su
hermana.
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52. El oráculo sorprendido
PROGRAMACIÓN DE LA RED/PUBLICIDAD: Tío Jingle: Cae ¡pero no sucumbe!
(Imagen: Tío Jingle saliendo a rastras de entre los cascotes de un edificio
incendiado y derruido). JINGLE: Está bien, reconozco que la cosa se presenta mal
para el viejo Tío Jingle. Menos mal que me acordé de agachar la cabeza (toses).
Supongo que cuando dije que iba a hacer saltar los precios por los aires alguien se
lo tomó más en serio de la cuenta. Pero ahora os pido que ayudéis a vuestro tío,
niños y niñas. Tenemos que reconstruirlo todo para que pueda seguir haciéndoos a
vosotros y a vuestros amigos los niños más felices del mundo. ¿Y cómo podéis
ayudarme? ¡¡Comprando!! ¡¡Comprando muchas, muchísimas cosas!!
»Veo, sí. Pero estoy más ciega que nunca. No… no puedo…
»Ya he vuelto. Tuve que ausentarme un momento y ahora me he tumbado en la
oscuridad. Todavía me resulta muy duro ver las cosas, muy duro. Me duele la cabeza
de tanto ver, se me nubla la vista recuperada. Una vez me dijeron, no recuerdo quién:
“Cada herida es un don, cada don es una herida”. Sería un maldito terapeuta o un
oftalmólogo, quizá. Pero ¡ay, qué gran verdad! ¡Qué gran verdad, ahora que lo
entiendo!
»El Otro… fue quien me arrebató la vista hace mucho tiempo. Ahora lo entiendo,
entiendo la perplejidad de los médicos, las preguntas sin respuesta que encerraba el
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diagnóstico de ceguera histérica. No creo que lo hiciera por crueldad, ni
accidentalmente, como Sellars cree que sumió a los niños en el coma, solo porque se
quedaran en silencio y fueran tratables. No, él estaba allí conmigo en la oscuridad del
Instituto Pestalozzi, estaba conmigo de una forma que entonces no entendía… en los
oídos, pero también en la mente. Y cuando encendieron las luces y me deslumbraron,
y me hicieron tanto daño que no paraba de gritar, intentó hacerme un favor. Hizo que
la luz desapareciera.
»Su muerte me la ha devuelto.
»Al final me tocó, o así lo creo. Lo percibí como no lo había percibido desde
pequeña. Por un momento, un breve instante, volvimos a ser niños pequeños los dos,
los dos asustados de la oscuridad. Me… tocó al entregarse. Me tocó y desapareció.
»Me gustaría haber estado con él al final, descendiendo desde el cielo nocturno
envuelto en llamas, como un rayo divino. Quizá entonces yo también hubiera
desaparecido disuelta en esa rabieta colosal y feroz. Sería una solución fácil. Cuánto
me gustaría una solución fácil, pero soy muy cobarde para buscarla por mí misma.
»Mira, Martine habla sola otra vez, como siempre. Sola. A oscuras porque quiero,
aunque ahora veo. Otra vez en mi mundo debajo del mundo.
»La vida continúa para los demás. Sellars, su amigo Ramsey y Hideki Kunohara
ya están enfrascados organizándolo todo. Renie y Florimel tienen seres queridos a los
que cuidar… ya no me necesitan. ¿De qué les serviría yo? En algún momento pensé
que podría ayudar a Paul Jonas. Me di cuenta, aunque él no, de que, fuera de la
conexión, no tenía vida. Incluso me permití soñar que si sobrevivíamos podríamos
vivir una especie de vida juntos en la red, virtual, pero vida al fin. La bruja y el
errante. Los espíritus protectores de Otherland.
»Ahora todo ha cambiado. Paul está muerto y yo he perdido lo que me hacía
diferente, lo que me hacía valiosa. Al haber recuperado la vista, mi cerebro se
esfuerza por hacer nuevas conexiones y rehacer las antiguas. La información de
Otherland, que leía como un sabueso oliendo el aire, ahora no me dice nada… menos
que nada, porque con mis ojos nuevos apenas soy capaz de ver lo que ven los demás.
»He repasado el diario y lo repasaré otra vez, supongo, aunque ya no conozco a la
mujer que grabó esas palabras. Poco más hay que hacer. Quizá un día salga al mundo
real, a explorarlo con mis ojos nuevos. Quizá eso sea un motivo para seguir viviendo.
Quizá.
»Pero por un momento, tuve un mundo propio. Tuve amigos… camaradas.
Ahora, ellos han recuperado su vida. Volveremos a hablar, claro, esos vínculos no
desaparecen de la noche a la mañana, no se van tan deprisa, pero la incómoda verdad
es que ellos han recuperado su vida de siempre y yo no. Juntos vivimos una época de
terror en un lugar increíblemente peligroso y horroroso. Pero allí, yo estaba viva, allí
tenía importancia. Y ahora… ¿qué?
»Me es difícil pensar. Es más fácil descansar. Es más fácil quedarme en la
oscuridad de siempre.
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»Código Delphi. Fin».
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—Lo explicaré cuando estemos todos. ¡Ah, señor Dako!, por fin nos
conocemos… personalmente. Bien, quizá no sea la palabra más apropiada tampoco.
¿Por fin nos vemos las caras? Espero que su pierna vaya mejorando.
—Usted… usted es Sellars. —Jeremiah parecía un poco abrumado—. Gracias por
toda su ayuda. Nos salvó la vida.
—De los que estamos aquí —contestó el anciano con una sonrisa—, casi todos
nos hemos salvado la vida unos a otros. Gracias a su valor, Renie y !Xabbu pudieron
hacer la parte tan importante que les tocaba.
—Fue usted quien avisó al ejército, ¿no es así? Les dio el soplo de que el Nido de
Avispas había sido invadido.
—En efecto —asintió Sellars—. Fue lo único que se me ocurrió para ayudarlos.
En aquellos momentos tenía muchísimo que hacer. Me alegro de que funcionase bien.
—Levantó la cabeza como si escuchara un sonido lejano—. ¡Ah! Ha llegado Martine.
Un momento después apareció Martine Desroubins… o, mejor dicho, un
simuloide sin rasgos distintivos se hizo visible en una silla. Renie se sobresaltó. Se
había preguntado si llegaría a ver por fin la verdadera cara de Martine, aunque Sellars
había hecho que todos los demás acudieran con su verdadero aspecto; tuvo la
sensación de que el simuloide apenas humano de Martine era un paso atrás.
—Hola, Martine —dijo !Xabbu.
Ella se limitó a hacer un gesto de asentimiento.
«Está resentida —pensó Renie—, está muy dolida. ¿Qué podemos hacer?».
Renie se distrajo enseguida con la llegada de T4b y Florimel, que se presentaron
con medio minuto de diferencia. Ya había visto la verdadera cara de T4b, aunque
nunca lo había visto con el pelo lacio negro peinado y todos los tatuajes subcutáneos
encendidos.
—Solo están encendidos a medias —dijo—. Más elegante, ¿lo ligas? —Levantó
el brazo izquierdo y enseñó una mano normal—. Molaría que esto brillara mucho
más, como en la red. ¡Era un crash!
La verdadera cara de Florimel era un tanto sorprendente. Parecía más joven que el
simuloide de campesina con el que había pasado tanto tiempo, no debía de tener más
de treinta y cinco años y su expresión era franca y atractiva, tenía la mandíbula
cuadrada y un corte de pelo práctico poco más largo que el de Renie. Solo el parche
negro habría llamado la atención.
—¿Qué tal el ojo? —le preguntó Renie.
—No muy bien —dijo. Le dio dos besos, y también a !Xabbu—, está
prácticamente ciego. Pero el oído está mejor… estoy recuperándolo. —Se dirigió a
Sellars—. Y agradezco mucho la ayuda, no solo por mis propias heridas, sino
también por Eirene. Los hospitales son muy caros.
Esas palabras recordaron a Renie el tema del dinero, del que quería hablar, pero
Florimel había tocado otro mucho más importante.
—¿Cómo está la niña?
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—Está consciente a ratos, pero no me ve —dijo con una sonrisa torcida—.
Todavía no me ve. No puedo quedarme mucho tiempo en esta reunión. No me gusta
que se encuentre sola cuando se despierta. —Se quedó en silencio un momento—. ¿Y
tu hermano? Tengo entendido que hay síntomas de mejoría.
—Hasta ahora sí —asintió Renie—. Stephen se ha despertado y habla… me
reconoció, y también a nuestro padre. Tiene un largo camino que recorrer, mucha
terapia física, y quizá surjan algunos problemas que todavía no sabemos, pero parece
que todo va bien, sí.
—Qué noticias tan espléndidas, Renie —dijo Florimel.
—Enhorabuena —contestó Hideki Kunohara.
—Ultra dzang —añadió T4b.
—Seguro que Eirene mejorará, como Stephen —aseguró Renie.
—Cuenta con los mejores médicos de Alemania —contestó Florimel—, tengo
esperanzas.
—Lo cual nos lleva a una cuestión —dijo Renie dirigiéndose a Sellars—, la
cuestión del dinero. ¿Unos cuantos millones de créditos en una cuenta a mi nombre?
—¿Necesita más? —le preguntó ladeando la cabeza.
—¡No! No necesito más. La verdad es que no creo que necesite… ni merezca…
ni uno solo.
—Lo merece todo —le dijo Sellars—. El dinero es un sustituto pobre, pero le
ayudará a mantener a su familia unida. Por favor, usted y los demás han pasado por
grandes penalidades, porque yo los arrastré, en gran medida. Y además, ahora ya no
me sirve para nada.
—¡Esa no es la cuestión…! —empezó a decir, pero fue interrumpida por la súbita
aparición de un hombre bien vestido a quien no conocía.
Sellars lo presentó como Decatur Ramsey, estadounidense. Ramsey saludó a
Renie y a los demás como si los conociera de oídas desde hacía mucho tiempo.
—Sam Fredericks y Orlando Gardiner llegarán enseguida —dijo Ramsey—.
Están terminando los preparativos de un… pequeño proyecto.
—Solo faltan ellos —dijo Sellars—; en cuanto lleguen, empezamos. —Sacudió la
cabeza—. No, miento, hay otra persona en camino.
En el momento en que terminó de hablar, una mujer robusta y de baja estatura
apareció en la silla al lado de Sellars.
—Hola. —La desconocida tenía un rostro anguloso y una expresión severa,
aunque ligeramente incómoda—. Supongo que debo darle las gracias por la
invitación.
—Gracias por dedicarnos su tiempo, señora Simpkins —contestó Sellars—. ¡Ah!
Aquí están Orlando y Sam.
El avatar bárbaro de Orlando estaba ruborizado y nervioso, y el de Sam, más
realista, no lo estaba menos.
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—Ya está todo listo, señor Ramsey —dijo Orlando, después de saludar a los
demás.
—No te haces idea de lo extraño que me resulta todo esto —aseguró Ramsey
sonriendo—, y no me refiero solo a este lugar, sino también al hecho de estar
hablando contigo, Orlando. —Dejó de sonreír de repente—. Lo siento, seguro que no
te hacía ninguna falta que te recordara que…
—¿Que morí? No es fácil olvidarlo, y hoy menos que nunca. —Logró dedicarle
una sonrisa convincente—. Pero no hay por qué no ser amigo de alguien, solo porque
esté muerto… ¿verdad, Sam?
—¡Basta!
A Sam no le gustaba nada esa nueva clase de bromas que hacía Orlando.
—Lo conviertes en un chiste, Orlando —dijo !Xabbu—, pero todos nosotros
hemos aprendido mucho sobre la amistad y el gran alcance que tiene. Nos hemos
ayudado unos a otros muchas veces, como dijo antes el señor Sellars. Ahora somos…
una tribu. —Parecía un poco cohibido—. Si es que eso quiere decir algo.
—Claro que sí —saltó Sam Fredericks—, desde luego.
—Y quizá sea una buena forma de empezar la reunión de hoy —dijo Sellars—,
que me ayude a explicar por qué tengo esperanzas de que nos reunamos aquí, en la
red, con regularidad, ya que físicamente nos separa la distancia. Hoy debemos dar las
gracias a Hideki Kunohara por la invitación a su nueva casa.
Sin dar tiempo a Kunohara más que a hacer un leve gesto de asentimiento,
Martine se adelantó.
—Todo eso está muy bien, pero creo que todavía tenemos asuntos pendientes con
el señor Kunohara… concretamente, una pregunta que no fue respondida. —Era la
primera vez que hablaba desde que había llegado, y la crudeza de su voz parecía en
desacuerdo con el espíritu de la reunión—. Pero antes me gustaría saber cuánto
tiempo han estado ustedes dos trabajando juntos.
—¿Nosotros dos? —Sellars enarcó una ceja sin pelo—. ¿Kunohara y yo? Solo las
últimas horas de la antigua red, cuando empecé a entender la forma de las cosas. Pero
ya nos conocíamos.
—Me… me descubrió cuando investigaba a la Hermandad del Grial —explicó
Kunohara—, pero a mí no me interesaba llamar la atención de la Hermandad…
tómeselo como le parezca; pero el caso es que en vez de llegar a un acuerdo conmigo,
lo hizo con Bolívar Atasco, el difunto Bolívar Atasco. Me alegro de mi elección.
—Nadie lo va a criticar por no haber sido asesinado —dijo Martine secamente—.
Pero ¿qué hay de la pregunta no contestada… la que le hice en la versión anterior de
esta casa, antes de que nos atacaran?
—¿Y la pregunta era…?
—Por favor —bufó Martine—, basta de juegos. Le pregunté si nos había espiado,
pero no me respondió.
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—Pues claro que los espiaba —dijo Kunohara sonriendo y con las manos unidas
—. Cada vez que me daba la vuelta, ahí estaban ustedes entrometiéndose donde no
debían, poniendo en peligro mi integridad. ¿Por qué no iba a hacer cuanto estuviera
en mi mano por averiguar lo que hacían y el efecto que producía?
Renie entendía solo en parte lo que había pasado entre Kunohara y sus
compañeros… sus recuerdos de ese hombre terminaban con la extraña conversación
que mantenían mientras miraban la invasión de hormigas soldado.
—¿Usted nos… espiaba?
—Todo el tiempo no, solo a partir de la primera vez que nos encontramos.
—¿Cómo? O, para ser más exactos —dijo Martine ominosamente—, ¿a través de
quién? ¿Hay alguno entre nosotros que no haya dicho toda la verdad?
—No se precipite con las acusaciones —dijo Sellars—, no olvide que aquí todos
somos amigos.
—Era el hombre que conocí con el nombre de Azador —dijo Kunohara
sacudiendo la cabeza—. Lo encontré por primera vez vagando por mi simulación. Me
contó lo que había visto en otros lugares y entendí con claridad que ese hombre podía
viajar por la red casi como un socio más de la Hermandad del Grial. Entonces no
sabía que era una versión parcial de Malabar, de lo contrario, habría sido más
cauteloso, pero sí sabía que era valioso… y, afortunadamente para mí, fácil de
convencer. Reforcé sus embrolladas ideas sobre las fechorías que la Hermandad le
había hecho a él… cosas que él mismo había podido entender subliminalmente del
Otro, de la misma forma que las múltiples versiones fragmentadas de Avialle Malabar
participaban también de los pensamientos del Otro; después lo mandé a descubrir
cosas que luego me contaba.
—Lo mandó a espiarnos —concluyó Martine con pesar.
—No, al principio no. Lo conocí a él mucho antes que a ustedes. Me interesaba
mucho saber más cosas sobre los planes de la Hermandad… como ya le dije en una
ocasión, vivir con vecinos y señores como ellos era como vivir en las cortes de los
Médicis. Y, en cualquier caso, Azador no era un criado tan sumiso. No tenía ni idea
de que había birlado al general Yacoubian el dispositivo de acceso, el objeto con
forma de encendedor. —Abrió las manos—. De modo que sí, soy culpable de lo que
me acusa. Más adelante, durante mis viajes de incógnito por el Egipto de Malabar,
me enteré de que estos dos —señaló a Orlando y Sam— preguntaban por los muros
de Príamo.
—Tuvo que ser el viejo Hula-Hup —dijo Sam—. Creo que no se lo dijimos a
nadie más.
—En efecto —asintió Kunohara—, Upaut. Un dios muy raro, ¿verdad? Le gustó
mucho contarme que, tal como lo expresó él, cuando no estabais atareados
adorándolo a él, le contabais cosas de vuestra misión.
—Y entonces mandó a Azador a espiarnos en Troya —dijo Martine.
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—Lo intenté. Pero las simulaciones de la Ilíada y la Odisea se estaban
corrompiendo… debido a la combinación de su presencia y el interés que el Otro
tenía en ustedes, creo. Si Paul Jonas no lo hubiera rescatado, Azador no habría
llegado vivo allí.
—¿Acusa a Paul? —preguntó Martine, furiosa.
—Haya paz —dijo Kunohara levantando una mano—. No acuso a nadie, he
reconocido mis actos. Me limito a señalar que las coincidencias, o cosas que lo
parecen, han tenido mucho que ver en lo que hemos vivido.
—Si no hay más preguntas… —empezó a decir Sellars.
—¿Qué ha pasado con Miedo? —Evidentemente, Martine había ido a la reunión
en busca de respuestas—. Según los informes, parece que está inconsciente, algo
semejante al síndrome de Tandagore. ¿Eso significa que un día se despertará, como el
hermano de Renie?
—Aunque se despertase —dijo Sellars—, está bajo custodia de la policía en
Australia, fuertemente vigilado… es un asesino famoso.
—Es el demonio —replicó ella secamente—. No creeré que es inofensivo hasta
que esté muerto. Y ni así.
—Por lo que he podido reconstruir, no llegó a desconectarse —dijo Sellars con
firmeza—. Estuvo muy cerca del Otro hasta… hasta el último momento. Ya saben
todos lo que significaba estar unido a la mente del Otro, y usted quizá mejor que
nadie, señora Desroubins. ¿De verdad cree que Miedo podría sobrevivir a la muerte
del Otro sin perder el juicio?
—Pero ¿y si sigue vivo en algún rincón de la red? —preguntó Martine—. ¿Y si su
conciencia ha sobrevivido en este medio, como la de Orlando? O como Paul,
mientras duró —añadió con voz ronca.
—Ya —asintió Sellars como si aceptara un castigo razonable—. No hay pruebas
de que haya sucedido tal cosa, ni rastro de una mente virtual o cuerpo construido, ni
la menor señal de Miedo en ninguna parte del sistema resucitado ni de la red. Aunque
no sea una prueba definitiva, creo que lo que aquí parece cierto es cierto en verdad.
Su mente no pudo soportar el horror hasta el final. Según los médicos que lo han
examinado, se ha quedado catatónico y así seguirá. —Miró alrededor—. Bien, como
decía, si no hay más preguntas, creo que es el momento de hablar de los motivos que
nos han reunido a todos aquí.
—Si estamos todos aquí es porque nos ha llamado usted —señaló Renie—,
aunque algunos hayamos tenido que hacerlo desde un ciberlocal público.
Sellars cerró los ojos un momento; Renie se sintió como una niña impertinente,
pero las preguntas de Martine le habían parecido razonables.
—Sí —dijo el anciano con paciencia—. Y en vez de seguir hablando yo, y
sabiendo que ya me han tenido que oír más de la cuenta últimamente, confío esa tarea
al señor Ramsey.
Ramsey se puso en pie y se volvió a sentar.
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—Perdón —dijo—. Soy abogado y hablo mejor de pie, pero supongo que será
mejor prescindir de formalidades, como corresponde a una discusión entre amigos.
—¿Abogado? —preguntó Martine—. ¿Y para qué, si puede saberse?
—Supongo que es una buena pregunta —dijo Ramsey un tanto desmoralizado—.
Bien, antes que nada, creo que debo dejar clara una cosa desde el principio.
Consideramos que todos ustedes son socios fundadores de la Fundación por la
Conservación de Otherland.
—¿La… qué? —Renie no podía dar crédito a sus oídos—. ¿Conservación de…?
—El gobierno de Sudáfrica instituyó muchas fundaciones para mi pueblo y sus
tierras —dijo !Xabbu en un tono inusitado en él—. Después, mi pueblo se quedó sin
tierras.
—Permítanme que se lo explique, por favor —dijo Ramsey—. Aquí, nadie va a
quitar nada a nadie. Estoy implicado en esto porque me han traído a rastras, no
porque yo quisiera.
—No es necesario que se justifique, señor Ramsey —dijo Sellars—. Limítese a
contar lo que le pasó.
Y así lo hizo el abogado. Era una parte de la historia que Renie desconocía…, una
parte estrambótica y sorprendente. Fue la primera vez que oyó hablar de Olga
Pirofsky pormenorizadamente, y también de la pequeña Christabel Sorensen.
«¡Pues sí que era importante el asunto! —pensó—. No éramos solo nosotros, los
que estábamos dentro de la red, y Del Ray, Jeremiah y mi padre fuera de la red. —De
pronto se le ocurrió otra cosa—. Me gustaría conocer a algunas de esas personas…, a
la niña y el niño que vimos al final. ¡Eran niños de verdad! Quiero conocerlos a
todos. Al fin y al cabo, somos socios de un club pequeño y muy especial. ¡Y también
quiero volver a ver a la niña de piedra! —se dijo—. Aunque no fuera de verdad, la
echo de menos». Decidió hablar de ello con Sellars en cuanto tuviera ocasión.
El relato de Ramsey suscitó preguntas, pues muchos de los presentes no
terminaron de atar algunos cabos sueltos hasta ese momento. Más de media hora
después, todos se quedaron en silencio, desbordados.
—Creo que le debo una disculpa, señor Ramsey —dijo Martine—, usted también
ha pasado lo suyo.
—No se puede comparar con lo que han pasado ustedes, señora Desroubins, por
no hablar de los que no lo lograron, como Olga, su desgraciado y maltratado hijo, su
amigo Paul Jonas… Comparado con lo de ustedes, apenas he intervenido.
Precisamente por eso desearía que me escucharan.
—Lo estamos escuchando —dijo Renie.
—Gracias. —Se tomó un momento para recomponerse—. Bien, según le ha dicho
el señor Sellars, el código de la red almacenado en memoria estaba prácticamente
intacto. —Señaló hacia la vista distorsionada de los árboles gigantes que se veían a
través de la burbuja—. Como puede ver, el señor Kunohara ha recuperado
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prácticamente su mundo, pero quedan más mundos por recuperar. Con tiempo, todo
podría salvarse.
—¿Podría? —Martine seguía haciendo preguntas, pero con un poco más de
delicadeza—. ¿Por qué el condicional?
—Porque, a menos que demos un paso osado —dijo Sellars con cierta
vehemencia—, yo no quiero salvarlos. —Esperó a que el clamor cesara—. Lo
lamento, no tenía que haberle interrumpido. Señor Ramsey, siga, por favor.
—El problema tiene dos partes —prosiguió Ramsey—. El primero es quién será
el propietario de la red. Fue construida por la Hermandad del Grial, pero todos los
miembros de la cúpula han muerto. La construyeron a través de varias entidades
financieras, pero en muchos casos con sumas de dinero desviadas ilegalmente de sus
propias compañías o de los países que gobernaban: malversación en beneficio propio.
—Se encogió de hombros—. Los dos elementos de infraestructura técnica más
importantes eran propiedad de la corporación M y Telemorphix. La corporación
todavía existe, pero la sede es ahora un montón de escombros y cristal fundido en
medio de un lago de Luisiana, y su fundador está muerto. En Telemorphix la
situación es diferente, aunque Wells también ha muerto; como sabrán ya, su
defunción se ha hecho pública. —Tomó aire—. La cuestión es que la pelea por la
propiedad va a durar décadas. Créanme, este asunto va a costar cientos de millones
solo en abogados defensores.
—Entonces, ¿qué es lo que nos quiere proponer? —preguntó Bonnie Mae
Simpkins, que apenas había hablado—. Así funcionan las cosas, ¿verdad? La gente
de a pie se la carga mientras los abogados y grandes financieros se llevan los
beneficios.
—Ojalá tuviera tiempo para defender mi profesión —dijo Ramsey—. No todos
somos tiburones. Pero hay otra cuestión, una cuestión vital. Y la persona que es el
centro de esa cuestión se encuentra aquí con nosotros.
—Nos referimos a Orlando Gardiner, desde luego —dijo Sellars para ahorrarles a
todos una búsqueda por los rincones más oscuros de la burbuja sin rincones—. Esta
red es ahora el hogar de Orlando. No puede vivir en ningún otro sitio.
—Nadie va a desenchufarla, ¿verdad? —preguntó Orlando encogiéndose de
hombros—, al menos de momento.
—Pero hay algo más —dijo Ramsey—. ¿Señor Kunohara?
—Todos ustedes —dijo el anfitrión adelantándose un poco, con una curiosa
media sonrisa de las suyas—, o casi todos, estaban conmigo cuando las formas de
vida informática volaron en libertad. Por cierto, a pesar de las objeciones de algunos
de los presentes en aquel momento, creo positivamente que esa era la única solución
racional. ¿Se imaginan los conflictos políticos y legales que se hubieran generado
para determinar su destino, si lo hubiéramos dejado en manos de personas del mundo
real? —preguntó, en un tono tan despectivo como si no debiera nada al mundo real
—. Bien, tengo una cosa más que decirles. Esas criaturas… palabra incorrecta. Esos
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seres se han ido ya, una vez fuera de su lugar de confinamiento. Pero los algoritmos
evolutivos que Sellars generó en primer lugar, los procesos que contribuyeron a su
creación, no se conservaban en las mismas condiciones de seguridad. Recuerden que
el Otro no era una entidad prudencial que controlaba la red desde una ubicación
separada, sino que, en algunos aspectos, la red era el cuerpo del Otro. Todo biólogo
evolutivo sabe que las células que son útiles en una parte de un organismo en
evolución pueden ponerse al servicio de otras partes. Y la evolución tanto del Otro
como de la red del Grial en sí misma ha sido rápida y no se ha entendido.
»Hace tiempo que descubrí en mi propia simulación casos de mutaciones
singulares e incluso imposibles. Observé el primer caso hace muchos años, y por lo
tanto, no tenía nada que ver con las grotescas mutaciones inducidas por Miedo. Al
principio, pensé que no eran más que fallos de la programación, y después las
achaqué a las manipulaciones de la Hermandad del Grial. Ahora mi opinión ha
cambiado. Creo que el Otro puso en funcionamiento, sueltos por la red, algunos
algoritmos evolutivos como los que servían para definir a sus hijos; también puede
que sin darse cuenta permitiera que se filtraran en el código.
—Es decir que hay muchos imitantes por ahí —dijo Sam—. ¿Quiere que Orlando
acabe con ellos? Es un auténtico ho dzang matando imitantes.
—¿Matarlos? —preguntó Kunohara mirándolo con horror—. ¿Es que no lo
entiendes, criatura? Aunque no representen un adelanto evolutivo tan enorme como el
de la vida informática, que se desarrolló como en un invernadero, protegida de todo e
incluso con un crecimiento acelerado orientado hacia una evolución más compleja,
aunque no representen un adelanto evolutivo, repito, no deja de ser un fenómeno
extraordinario y maravilloso. En cierto sentido, ¡toda esta red podría estar viva! Ya
sea por medio de cambios lentos en la matriz general, por la generación de formas
inusuales o incluso por la profundización de la individualidad de los habitantes
virtuales, sospecho que los algoritmos ya han surtido efecto. —Se retiró un poco y
volvió a sonreír, evidentemente satisfecho ante esa perspectiva—. No sabemos en qué
puede llegar a convertirse esta red… lo único que sabemos es que es mucho más
compleja y vital que cualquier simulación virtual de la realidad al uso.
—Entonces —dijo Martine—, ese es el quid de la cuestión.
—Exacto —asintió Catur Ramsey—. Todos nos hacemos cargo de las cosas
buenas y las malas que se pueden derivar de eso. Las buenas: un lugar incomparable,
casi un nuevo universo para la humanidad, un universo que hay que proteger,
explorar y estudiar. Las malas: crecimiento incontrolado de organismos informáticos
seudoevolutivos. Posible contaminación de la red mundial y quién sabe cuántas cosas
más. Y ahora, ¿de verdad están dispuestos a dejar todas esas posibilidades en manos
de las mismas empresas que la construyeron… y de sus abogados?
Se hizo el silencio.
—Puesto que no fuimos capaces de matar a los hijos del Otro —lo rompió Renie
por fin—, es evidente que no nos va a proponer la destrucción total de la red. Pero
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mandarla al espacio sideral no parece que sea posible en este caso. De modo que,
¿cuál es la alternativa? Porque me da la impresión de que tiene una alternativa en
mente.
—Sí —dijo Sellars—. Ocultarla.
—¿Cómo? —Renie miró a !Xabbu, perpleja, pero para su asombro, lo encontró
sonriendo. Se dirigió de nuevo a Sellars—. ¿Cómo demonios va a esconderla? Del
Ray Chiume, por citar un solo ejemplo, ya va repitiendo lo que le conté sobre la red
en todos los programas que se ven en el centro de Durban. Y habrá más… una cosa
tan grande no puede desaparecer. ¡La gente ya está presentando denuncias, por el
amor de Dios!
—Yo, entre otros —dijo Ramsey—. No, no podemos fingir que no existe.
—Pero lo que les enseñemos no tiene por qué ser lo auténtico —aclaró Sellars—.
No olviden que ahora tengo un gran control sobre la red. Tanto es así que, con la
suficiente capacidad procesadora, capacidad que los gobiernos y las compañías nos
proporcionarán de mil amores, puedo reconstituir toda la red para enseñársela.
Aunque no será necesario, siquiera, porque puedo darles el código y que lo hagan
ellos mismos.
»Aun así, eso no quiere decir que lo que les entregue sea la red que nosotros
conocimos, sobre todo si antes saneo la versión y retiro cuanto no estuviera en el
código original de la red del Grial; con eso, seguro que no encuentran ninguno de los
algoritmos imitantes del Otro, que no llegaron a existir hasta que el sistema operativo
encontró mis experimentos. Entre tanto, la red original puede seguir existiendo
cuidadosamente aislada en la red privada que he construido basándome en el modelo
de TreeHouse. Contamos con simpatizantes que nos darán apoyo. Podemos mantener
nuestra red separada.
—Separada, sí —dijo Martine—, pero ¿en secreto?
—Si restringimos mucho el acceso, creo que podremos conseguirlo. No olviden
que Otherland no es un lugar exactamente, es una idea… una idea que puede
desplazarse en un momento si se prevén los preparativos necesarios.
—¿Y quién tendría acceso a ese lugar aislado y secreto? —preguntó Martine.
—Ustedes, por descontado… todos ustedes. Y los invitados que ustedes escojan.
Por eso los consideramos socios fundadores de la Fundación para la Conservación de
Otherland, si es que están de acuerdo, naturalmente. Si se les ocurre una solución
mejor, por favor, cuéntenmela.
Renie se quedó escuchando a los demás, que empezaron a hablar, todos excepto
!Xabbu, intentando entender lo que acababan de oír, pero ella necesitaba una
respuesta a una cuestión más crucial.
—¿Por qué sonreías? —preguntó a !Xabbu—. ¿Te parece una buena idea?
—Claro —dijo—. Los grandes y fuertes no pueden evitar atraerse la atención de
los demás… siempre lucharán unos contra otros. Los pequeños y silenciosos se
esconden y sobreviven.
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—Pero ¿tenemos derecho a hacer eso?
—¿Las luces brillantes? —respondió con un encogimiento de hombros, sin dejar
de sonreír—. ¿Las formas de vida informática, como las llamó Kunohara, tenían
derecho a hacer suyas las leyendas de mi pueblo? ¿Quién sabe? Pero el mundo es
diferente por eso. ¿En quién confías, Renie? ¿En estas personas, amigos nuestros…
nuestra tribu…, o en personas que nunca han estado aquí ni han luchado por
sobrevivir, como nosotros?
Renie asintió, pero seguía preocupada.
—¿Y usted, señor Sellars? —preguntó, silenciando las últimas voces inquisitivas
—. Creo que es usted una buena persona. ¿Acepta tanta responsabilidad
cómodamente? Aunque nos diga que somos socios fundadores, el único fundador
sería usted, porque no tenemos su misma fuerza. Usted sería dios en este nuevo
universo.
—Solo al principio —contestó—. Estoy haciendo lo necesario para dejar ese
trabajo en manos de otros. —Levantó la nudosa mano—. ¿No se ha preguntado por
qué, con los recursos que tiene la red de Otherland, no he escogido para mí una
apariencia más atractiva? Porque este que ven es el verdadero Patrick Sellars,
quemado, retorcido, prácticamente muerto. O al menos así era hasta que encontré la
forma de deshacerme de mi cuerpo tullido. Pero no quiero olvidarlo. No me verán
disfrazado de Júpiter, lanzando rayos. —Sonrió—. Me moriría de risa, pero esto es
una cuestión seria, Renie, y la única respuesta es… no, no quiero ser el único que
tenga tanto poder, aunque sea en un universo del que poca gente sabrá. Pero tampoco
conozco a ninguna otra persona con quien compartirlo, en quien pueda confiar. Por
eso necesito que me ayuden a tomar una decisión entre todos.
—¿Y por qué yo? —preguntó Bonnie Mae—. Yo no soy uno de sus voluntarios.
—Usted no solo tiene fe, sino que además tiene buena fe —dijo Sellars—.
Necesitamos su aportación. Y lo que es más, espero que pueda convencer a Nandi
Paradivash de que acuda a la próxima reunión. A él también lo necesitamos.
—Está muy dolido, señor Sellars —dijo ella con abatimiento—. Me dijo que
pensaba volver al campo de cremación, aunque no sé qué es eso. Que iba a empezar
desde el principio.
—Lo necesitamos —repitió Sellars con firmeza—, por favor, dígaselo. —Levantó
la cabeza—. Como ya he dicho, de verdad deseo quedarme obsoleto. Tan pronto
como todo esté dispuesto y en funcionamiento, estos nuevos mundos no necesitarán
otro dios, ni los dioses retorcidos que fabricaba la Hermandad del Grial ni un dios de
transición como yo. Además, tengo otras ambiciones.
Hasta Kunohara y Ramsey se quedaron perplejos al oír esas palabras.
—¿Otras ambiciones…? —preguntó Hideki Kunohara.
—Ya vio adonde fueron los otros —dijo Sellars—, los nuevos seres. Cabalgando
en la luz, salieron al gran espacio desconocido. Bien, yo también soy información
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ahora. Un día, cuando ya no sea necesario aquí, será estupendo ser libre y volar otra
vez.
Renie no entendió por qué Catur Ramsey se reía. A ella le parecía muy
conmovedor lo que Sellars había dicho.
—Entonces… entonces, ¿qué es lo que hace la Fundación Otherland? —preguntó
—. ¿Votar?
—Sí… y la verdad, tenemos una votación que hacer ahora. —Sellars miró a Sam
y a Orlando, que hablaban entre ellos en susurros—. Orlando, haz el favor de ponerte
en pie.
Renie no pudo evitar una sonrisa. El señor Sellars parecía un maestro de escuela.
Orlando se puso en pie de una forma curiosa, mezcla de agilidad de bárbaro y
torpeza adolescente.
—¿Ya has decidido sobre cómo te gustaría llamarte? —le preguntó Sellars.
—Creo que sí.
—¡Pero si ya tiene nombre! —exclamó Sam Fredericks, que, evidentemente, no
sabía lo que iba a pasar, fuera lo que fuese.
—No es que necesite otro nombre —le aclaró Sellars—, sino un título. Pase lo
que pase, los mundos de la red necesitarán mucha supervisión, sobre todo al
principio, a medida que vayamos conectándolos otra vez. No puedo hacerlo todo yo
solo. Pensé en Kunohara, pero me ha dejado muy claro que no desea desempeñar una
función tan activa. Además, necesito preparar a otras personas para el futuro,
enseñarles algunas de mis responsabilidades como encargado del mantenimiento, ya
que no como dios, sobre todo si algún día quiero recorrer el río de luz del cielo, como
lo llamó nuestro amigo ausente. Es decir, necesito un… aprendiz, ¿no es eso,
Orlando?
—Creo que quiero ser… montaraz. —A Renie le pareció apreciar cierto arrebol
en las bronceadas mejillas del bárbaro—. Pienso viajar mucho, así que no es ilógico.
Y también asumiré ciertas responsabilidades sobre este lugar… como los montaraces
guardabosques. Y… sobre todo lo he escogido por otra cosa, relacionada con uno de
los libros que más me gustan.
—Un título excelente —dijo Sellars—, pero ¿podemos investirlo de dignidad y
llamarte Cabeza de Montaraces? —Sonrió—. Teniendo en cuenta que esta red era
principalmente la provincia de una mente excepcional, el título añade un significado
más. —Se dirigió a los presentes—. Votemos. Quienes estén a favor de que Orlando
Gardiner sea el primer Cabeza de Montaraces de la red de Otherland…
Todos alzaron la mano.
—¡Súper, Gardiner! —dijo Sam Fredericks en un audible susurro teatral—.
¡Ahora eres ayudante de Dios!
—Sí, y ni siquiera terminé la secundaria.
—Vosotros dos, basta de bromas —dijo Sellars cariñosamente—. Tengo
entendido que os espera otra reunión, ¿no es así?
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—¡Ah, sí! —El buen humor de Orlando desapareció de pronto y se convirtió en
puro nerviosismo adolescente—. Sí, es verdad. —Sam y él se levantaron—. Señor
Ramsey, ¿viene usted?
—Estoy listo —contestó el abogado.
—Pero aún no hemos llegado a ninguna conclusión sobre la red —protestó
Martine—. Me parece una cuestión demasiado importante para dejarla en el aire.
—Lo es, sin duda —dijo Sellars—, pero disponemos de muchos días, de semanas
incluso, para tomar decisiones. Intenten que Nandi Paradivash acuda a la próxima
reunión. Dentro de dos días, si les parece bien.
Renie estuvo a punto de decir que dos días era muy poco tiempo, que algunos
tenían que ponerse a buscar trabajo, pero entonces se acordó.
—En cuanto al dinero… —dijo.
—No hay a quién devolvérselo —dijo Sellars rotundamente—. Estoy muerto,
¿recuerda? Si usted no lo quiere, seguro que encuentra una buena causa que acepte
grandes donaciones. —Parecía complacido ante la frustración de Renie—. Y si me lo
recuerda, buscaré una forma mejor de que se conecten la próxima vez. Quizá piense
hacerse un implante neurocanular, a menos que su religión se lo impida.
Cuando Sellars se hubo marchado, requerido por Hideki Kunohara para una
charla particular en una sala adyacente, Orlando, Sam y Catur Ramsey ya se habían
ido y los demás se quedaron hablando… todos excepto Martine, que seguía sentada
aparte como si fuera una desconocida en la reunión. Renie apretó la mano a !Xabbu
antes de dar la vuelta a la mesa y dirigirse a ella. Martine la miró, pero era imposible
adivinar su estado de ánimo a través del sencillo simuloide.
—Entonces, ¿a ti también te preocupa el dinero? —preguntó Renie—. Yo lo
agradezco, desde luego, pero parece tan excesivo…
—¿El dinero? —preguntó Martine, sorprendida—. No, Renie, apenas he pensado
en ello. Yo ya era rica, gracias a mi dote, y además… tengo pocas necesidades. Ya he
destinado mi parte a obras de caridad relacionadas con la infancia. Me parece lo más
apropiado.
—Ahora ves, ¿verdad que sí? ¿Te resulta raro?
—Un poco —dijo sin moverse—. Me acostumbraré, con el tiempo.
—He estado pensando en una cosa —dijo Renie, esforzándose por mantener viva
la conversación—, bueno, en Emily y en Azador.
—A mí también se me ocurrió —dijo, asintiendo lentamente.
—Quiero decir que si ella era en realidad una versión de Ava… y Azador era
Malabar en realidad…
—Es algo más alambicado que un simple incesto —dijo la mujer francesa con
una amargura en la voz que su rostro no podía reflejar—, teniendo en cuenta que Ava
era un clon, pero curiosamente exacto, al mismo tiempo, teniendo en cuenta que iba a
tener un hijo. Supongo que sería una expresión subconsciente de la vanidad de
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Malabar, en última instancia. —Suspiró—. Una pura obsesión, fea como la casa de
Atreo. Pero ahora están muertos. Todos… absolutamente todos… muertos.
—¡Ah, Martine, qué triste estás!
—No es nada de lo que valga la pena hablar —dijo el neutro simuloide con un
encogimiento de hombros.
—Y pareces muy enfadada por Paul.
Martine no respondió. Al otro lado de la mesa, Bonnie Mae Simpkins se rio por
algún comentario de !Xabbu, aunque el hombrecito parecía estar muy serio.
—Paul Jonas fue muy desgraciado… sobre todo al final —dijo Martine por fin—.
Se quedó destrozado cuando descubrió que era una copia, como lo dijo él, que jamás
podría tener lo que más deseaba, que lo habían separado para siempre de la vida que
recordaba. Sí, estoy enfadada. Era un hombre muy bueno y no se lo merecía. Sellars
no tenía derecho.
—Sellars hizo lo que creyó más acertado —dijo Renie. Le parecía que, en cierto
modo, Martine sentía las mismas cosas que Paul—. Como todos nosotros.
—Sí, lo sé. —Ya no parecía tan furiosa, solo indiferente. Renie casi echó de
menos el enfado—. Pero no puedo dejar de pensar en su soledad, en esa sensación de
estar exiliado de la propia vida…
Renie buscaba algo que decirle que sirviera de consuelo, hasta que se dio cuenta
de que se había producido un cambio en el silencio de Martine. Aun sin expresión
facial de la que fiarse, percibió cierta tensión, un estado de alerta en el simuloide de
la mujer que antes no había descubierto.
—He sido una necia —dijo Martine de pronto—, una necia y una egoísta.
—¿Qué…?
—Perdona, Renie. No tengo tiempo de seguir hablando. Ya nos veremos y
hablaremos, te lo prometo.
Y, con esas palabras, desapareció. Renie, preocupada, volvió a rodear la mesa.
—Javier critica mi apariencia —anunció Florimel.
—¡Flipas! —replicó T4b. Se ruborizó y los trazos luminosos de su cara perdieron
fuerza—. Solo digo que el parche mola, y que si se hiciera otra cosa, arrasaría.
—¿Como qué? —dijo Florimel mirándolo con severidad—. ¿Comprar a mi
simuloide unos pechos gigantescos?
—¡Yo no he dicho eso! —negó Javier enérgicamente—. No soy tan faltón. Quería
decir que podías ligar unos subcu, tus iniciales, o algo así… —No terminó la frase y
sus tatuajes subcutáneos dejaron de verse casi por completo—. ¡Buá! Te estás
quedando conmigo.
—Si eso quiere decir que te estoy tomando el pelo, sí, Javier. —Florimel
intercambió una mirada complacida con Renie—. Pero ¿por qué te has acicalado
tanto? Supongo que vas vestido como te estoy viendo. ¿Una ropa tan bonita solo por
unos viejos amigos como nosotros?
—Tengo una entrevista, ¿vale? —dijo encogiéndose de hombros.
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—¿De trabajo? —preguntó Renie.
—¡Flipas! Quiero volver a estudiar en la AGAPA.
—Arizona General and Pastoral Academy —explicó casi al instante la señora
Simpkins.
—Vale. Fue idea de Bonnie Mae, ¿vale? —De pronto parecía como sí quisiera
retirarse de la reunión—. Bueno, y mía.
—Cuéntales lo que quieres hacer, Javier —lo animó cariñosamente la señora
Simpkins.
—Pues… —dijo con el ceño fruncido—, después de todo lo que pasó, pensé que
a lo mejor me hacía… sacerdote, o así. De los jóvenes, ¿vale? De los micros.
Levantó los hombros como si pretendiera protegerse de una paliza y miró a
Florimel por el rabillo del ojo.
Renie y !Xabbu lo felicitaron, pero él esperaba otra cosa.
—Bien —dijo Florimel al cabo de un momento—, me parece una idea fantástica,
Javier. De verdad. —Sonriendo, se acercó a él y le dio un beso con cuidado en la
luminosa mejilla—. Espero que tu sueño se haga realidad.
—Después de todo aquel rollo sayee-lo —dijo; aunque los tatuajes le habían
desaparecido casi por completo, otra luz iluminaba su expresión— soy capaz de todo
—prometió.
—Amén —dijo Bonnie Mae.
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53. Una casa prestada
AVISO AL SUSCRIPTOR: FINALIZACIÓN DEL SERVICIO
(Imagen: Salaam Audran, vicepresidente comercial de Programación de la Red).
AUDRAN: Su suscripción al servicio de noticias de Programación de la Red está a
punto de expirar. Esperamos que el atractivo combinado de noticias y artículos
especialmente diseñado para usted según sus intereses individuales haya sido de su
agrado, y nos gustaría comunicarle la siguiente oferta, irresistible a nuestro juicio. Si
renueva su suscripción ahora, recibirá un año de Programación de la Red a mitad de
precio y, además, esta chaqueta para cualquier época del año con el logo de
Programación de la Red, confeccionada en milagrosa fibra nanotecnológica, y una
bonita taza de café plasmagrafiada de Programación de la Red…
—¿Están preparados?
Catur Ramsey hacía todo lo posible por mantener la calma. Tenía el estómago
como un enjambre de mariposas, aunque era el que menos motivos tenía para estar
nervioso. El jet lag no mejoraba las cosas.
—Creo que ya es hora.
—No sé. —Vivien Fennis miraba a todas las partes del salón como si no fuera a
volver a verlo nunca más—. No sé qué hacer.
—¿Tenemos que decir algo? —preguntó Conrad Gardiner con voz ronca.
Llevaba media hora paseando mientras los otros dos comprobaban si el equipo de
la nueva neurocánula de su mujer funcionaba bien, y ahora no podía quedarse sentado
en el sofá.
—¿O tenemos que apretar… algún botón?
—No. —Ramsey sonrió—. Si están preparados, díganmelo y el señor Sellars y yo
haremos el resto.
La transición fue instantánea: estaban en una casa californiana bien amueblada,
en una comunidad cerrada, y al momento se encontraron en un sendero, en el lindero
de un bosque milenario.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Vivien. Dejó de mirar los árboles y se volvió hacia
las verdes colinas, cubiertas de hierba en la que brillaba el rocío a la luz de la mañana
—. ¡Qué… qué real es todo!
—No tanto como antes —dijo Ramsey—, pero sí, es bastante impresionante,
¿verdad? Yo todavía no me he acostumbrado.
—¿Quién es esa persona? —preguntó Conrad—. ¿Es…?
—No —dijo Ramsey mirando a quien descendía por el sinuoso sendero de
montaña—, es Sam Fredericks, puntual.
Sam saludó con un gesto y apresuró el paso hacia ellos, parecía un poco
incongruente con el entorno, con sus pantalones y su camisa oscura. Ramsey se
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estremeció de vergüenza al recordar la reacción de la joven cuando le dijo que, para
una ocasión tan especial, podía ponerse un vestido, si quería. Con todo, tenía que
reconocer que, sin fijarse en el atuendo, típico de cualquier adolescente de diario,
parecía un personaje de cuento como el que representaba el paisaje, con sus ojos
brillantes y una nube de pelo castaño y plumoso, recogido pero no contenido por un
pañuelo de color vivo.
—Ustedes son… —dijo, deteniéndose ante ellos, súbitamente tímida— los padres
de Orlando, ¿verdad?
—Sí. Yo soy Vivien y este es Conrad. —Ramsey tuvo que admirar el aplomo de
la mujer. Al fin y al cabo, en las horas de impaciencia previas al encuentro, había
visto en ella todas las emociones que ahora ocultaba con perfección—. Y tú debes de
ser Sam. Hemos conocido a tus padres. —Vaciló un momento y después envolvió a
Sam en un abrazo tembloroso. Las dos se quedaron un momento sin saber qué hacer
—. Es como… es como si también te conociéramos a ti —dijo Vivían al tiempo que
la soltaba.
—Bien —afirmó Sam; su compostura, tan cuidada, amenazaba con derrumbarse
en cualquier momento—, creo que debemos irnos —dijo al cabo de un momento—,
nos está esperando.
Mientras subían los cuatro por el sinuoso camino delimitado con piedras, Ramsey
vio que los padres de Orlando iban de la mano. «Han tenido que enfrentarse al horror
—pensó—, pero quizá les sirva de algo». Y sin embargo, ¿cómo podía uno estar
preparado para eso?
—¿Qué… qué lugar es este? —preguntó Vivien.
Casi habían llegado a la cima. Un río bajaba alegremente junto al camino,
haciendo ruido entre los juncos con tanta musicalidad que casi parecía un carillón.
Detrás de ellos, el bosque se extendía como un mar helado en sombra.
—Nunca había visto nada semejante.
—Es del libro preferido de Orlando —dijo Sam—. Alguien lo había convertido
en realidad. Podía haber vivido en un castillo o algo así, en una parte más elegante,
pero él prefiere esta.
Se volvió a mirar el terreno sonriendo contenidamente.
—¿Esto lo… lo ha hecho alguien? —preguntó Conrad—. Supongo que lo sabía,
pero…
—Y hay mucho más —dijo Ramsey—, muchísimo más. Un día pueden verlo
todo, si lo desean.
—¡Tendrían que ver Rivendel! —exclamó Sam—. ¡Es genial! Aunque no haya
elfos.
Conrad Gardiner sacudió la cabeza de asombro, pero su mujer ya no escuchaba.
Al acercarse a la cresta de la colina vieron la siguiente subida. En un montículo por
encima de donde estaban se levantaba una cabaña de piedra y madera rodeada de
árboles, de construcción sencilla pero perfecta en el paisaje.
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—¡Oh, Dios mío! —exclamó Vivien en voz baja al llegar al fondo de una corta
pendiente y empezar a subir de nuevo—. ¿Es eso? No pensaba que fuera a ponerme
tan nerviosa.
Una figura apareció en el umbral y los miró, pero no saludó.
—¿Quién es? —preguntó Conrad Gardiner—. No recuerdo que se parezca a nadie
que…
—¡Oh, Conrad! ¿Es que no escuchas? —Su voz parecía que fuera a quebrarse por
el borde—. ¡Así es como es… aquí! Ahora. —Se dirigió a Ramsey con los ojos muy
abiertos—. ¿No es eso? ¿No es así?
Catur Ramsey solo fue capaz de asentir; no confiaba en su voz. Cuando volvió a
mirar, la figura había empezado a bajar por el camino hacia ellos.
—¡Qué grande es! —exclamó Vivien—. ¡Qué grande!
—Tenía que haberlo visto antes de que se hiciera más joven —dijo Sam
Fredericks, y soltó una carcajada que a Ramsey le pareció un poco histérica.
Entonces se detuvo y tocó el brazo a Sam para hacerle recordar que debían dejar a
los padres de Orlando adelantarse el poco camino que quedaba para reunirse con su
hijo.
—¿Orlando…? —Ramsey oyó la duda repentina en la voz de la mujer, que
miraba al joven alto y de pelo negro que tenía ante sí—. ¿Eres… tú…?
—Soy yo, Vivien. —Levantó las manos y, de repente, se las plantó en la nariz y la
boca un momento, como para retener algo que quisiera salir a toda costa—. Soy yo,
mamá.
La mujer dio un último paso y lo abrazó con tanta fuerza que casi se cayeron los
dos en la hierba, al lado del camino.
—¡Eh, cuidado! —dijo Orlando riéndose roncamente.
Conrad los abrazó a los dos y, entonces, los tres rodaron por el suelo, sobre la
hierba, en posturas raras. Se sentaron sin soltarse, diciendo cosas que Ramsey no oía
bien.
Vivien fue la primera en retirarse un poco, pero tocando la cara a su hijo y
agarrándole el brazo con la otra mano, como si temiera soltarlo.
—Pero ¿cómo…? No entiendo… —Puesto que no le quedaba mano libre para
secarse las lágrimas, solo podía sacudir la cabeza y sorber ruidosamente—. Bueno, sí,
entiendo… el señor Ramsey nos lo explicó, o lo intentó, pero… —Se llevó la mano
del muchacho a la cara y se la besó—. ¿Estás seguro de que eres tú? —Lo miraba con
una sonrisa torcida y los ojos brillantes de temor y esperanza—. Es decir, ¿tú, de
verdad?
—No lo sé. —Orlando la miraba como si se le hubiera olvidado su cara y solo
tuviera ese breve momento para memorizarla de nuevo—. No lo sé. Pero me siento
yo, pienso como yo. Solo que… ya no tengo cuerpo de verdad.
—Habrá que hacer algo al respecto. —Conrad Gardiner tema una lamentable
sonrisa fija y agarraba a Orlando por el otro brazo con ambas manos—.
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Especialistas… alguien tendrá que…
Sacudió la cabeza, se había quedado sin palabras.
—Créeme —dijo Orlando con una sonrisa—, no hay especialistas de esto. Quizá
algún día… —Se le borró la sonrisa un poco—. Alegrémonos de lo que tenemos.
—Claro que nos alegramos, Orlando —dijo su madre.
—Imaginaos… imaginaos que estoy en el cielo, solo que podéis venir a verme
cuando queráis. —Vivien estaba llorando otra vez—. ¡No llores, mamá! ¡Me estás
asustando!
—Lo siento. —Lo soltó un momento para apartarse las lágrimas con la manga de
la blusa y se quedó mirándolo—. Parece… tan real. Todo aquí parece real. Y tú
también, hijo, aunque nunca hubiera visto… esta versión de ti.
—Y las sensaciones son muy reales también —dijo—. Así es como soy ahora. El
otro yo… bueno, se fue. Ya no tendréis que verlo más y sentir lástima porque…
porque era como era.
—¡Nunca nos importó!
—Os importaba cómo me sentía cuando la gente me miraba fijamente. —Tocó la
mejilla a su madre y recogió una lágrima—. Ahora soy así, Vivien. No está mal,
¿verdad?
Tragó saliva con esfuerzo y, de repente, se levantó de un brinco y levantó a sus
padres como si fueran niños.
—¡Qué fuerte eres!
—Soy Thargor el bárbaro… más o menos. —Orlando sonrió—. Pero me parece
que voy a dejar de usar ese nombre. Es un poco… tonto. —Ya estaba impaciente por
moverse—. Venid, os enseñaré mi casa. Bueno, en realidad no es mía. Me la ha
prestado Tom Bombadil hasta que me construya una propia.
—¿Tom…?
—Bombadil. Vamos, seguro que te acuerdas… fuiste tú quien me dijo que lo
leyera. —La atrajo hacia sí y la abrazó. Cuando la soltó, Vivien lloraba otra vez y se
mecía—. Quiero enseñároslo todo. La próxima vez que vengáis, estarán aquí los
tumularios, Tom, Baya de Oro y todo el mundo. Será diferente. —Se dirigió a
Ramsey y a Sam—. ¡Vamos, venid! Tenéis que ver la vista que tengo del valle del río.
Mientras los padres de Orlando se quitaban la broza de la ropa, un movimiento a
sus pies los sobresaltó. Una cosa negra, peluda y estrambótica salid de debajo de una
piedra del lindero del camino.
—A ver si haces algo con esos psicóticos enanos, jefe —gritó—. ¡Me vuelven
tarumba!
Al ver a los invitados de Orlando se paró en seco, con los ojos abiertos hasta lo
imposible.
—¿Qué…?
Vivien retrocedió involuntariamente.
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—Es Beezle —dijo Orlando sonriendo otra vez—. Beezle, te presento a mis
padres, Vivien y Conrad.
—¡Ah! —dijo el deforme bicho de cómic tras mirarlos un momento—. Encantado
de conocerlos —añadió, e hizo una inclinación.
—Esto… esto es… —dijo Conrad mirándolo fijamente—, es aquel chisme…,
programa que…
—¡Ah, qué bonito! —exclamó Beezle entrecerrando sus ojos asimétricos—.
«Aquel chisme», ¿eh? Ya se lo he contado al jefe, desde luego, lo pasado, pasado
está… pero me parece que la última vez que nos conectamos ustedes querían
desenchufarme.
—Sabed, chicos —dijo Orlando sonriendo— que Beezle ha salvado el mundo.
—Conté con ayuda —dijo Beezle con un encogimiento de hombros.
—Y va a quedarse aquí conmigo… a ayudarme con las cosas, a tener aventuras.
—Orlando se irguió más—. ¡Eh! ¡Tengo que hablaros de mi nuevo trabajo!
—¿Trabajo? —preguntó Conrad débilmente.
—Encantados… encantados de conocerte, Beezle —dijo Vivien con precaución,
aunque no parecía muy complacida.
—Señor Bicho, para usted, señora —gruñó, y de pronto exhibió una fulgurante
sonrisa de cómic—. ¡No, era broma! No se preocupe, señora, los programas no somos
rencorosos.
La conversación se vio interrumpida por una nube de minúsculos monos
amarillos que salieron del bosque volando y gritando.
—¡Beegle bicho! ¡Te hemos encontrado!
—¡Ven a jugar!
—¡Vamos a jugar a estirar al bicho!
Beezle soltó una retahíla de tacos que sonaron exactamente como signos de
puntuación al azar, y volvió a desaparecer en el suelo. Los monitos, decepcionados,
revolotearon un momento.
—No hay juego —dijo una vocecita.
—Ahora tenemos cosas que hacer, niños —les dijo Orlando—. ¿Por qué no vais a
jugar a otra parte un rato?
El tornado de monitos revoloteó alrededor de su cabeza un momento y después
tomó altura.
—De acuerdo, Landogarner —gritó uno—. ¡Nos vamos!
—¡Kilohana! —chilló otro—. ¡Hora de hacer caca en los trolls de piedra!
La nube amarilla se fundió y se alejó destellando hacia las montañas. Los padres
de Orlando parecían víctimas de un accidente; estaban tan desbordados por todo lo
que veían que el abogado sintió necesidad de dejarlos solos.
—No os preocupéis… no siempre hay tanto jaleo por aquí —dijo Orlando.
—Nosotros… solo queremos estar contigo —Vivien respiró hondo y procuró
sonreír—, estés donde estés.
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—Me alegro de que hayáis venido. —Se quedó un momento mirándolos. Le
temblaban los labios, pero enseguida se obligó a sonreír—. ¡Vamos! ¡Venid a ver la
casa! ¡Venid todos!
Empezó a andar por el camino, pero enseguida dio media vuelta y tendió una
mano a Conrad y otra a Vivien. Era mucho más alto que ellos y casi tuvieron que
correr para mantener el ritmo de sus largas zancadas.
Ramsey miró a Sam Fredericks. Le ofreció su pañuelo virtual y se lo dejó para
que lo utilizara; después siguieron a la familia Gardiner colina arriba.
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Se quedaron en silencio unos momentos, pero cuando Calliope empezó a
moverse, preparándose para levantarse, la mujer habló de repente.
—Tengo… tengo un peso en la conciencia. —Una emoción le asomó a los ojos,
una curiosa mezcla de temor y esperanza que incomodó a Calliope—. Hace… hace
tiempo que me pesa. Sucedió en Cartagena…
—Yo no soy sacerdote, señora Anwin —dijo Calliope levantando la mano—, y no
quiero que me cuente nada más de este caso. He estudiado el historial y su entrevista
con el investigador Chan. Sé leer entre líneas como cualquiera. —Detuvo otro intento
con una mirada—. Se lo digo en serio. Represento a la ley, piénselo bien antes de
añadir una palabra más. Después, si aun así tiene necesidad de hacer algo para…
aliviarse la conciencia, bien, siempre puede llamar a la policía de Cartagena. Pero le
aseguro que las cárceles colombianas no son nada agradables. —Suavizó el tono de
voz—. Lo ha pasado usted muy mal. Va a tener mucho tiempo para pensar, mientras
se repone; ya decidirá después lo que quiere hacer el resto de su vida.
—Lo dice porque me voy a quedar paralítica, ¿verdad? —preguntó, en un tono
cargado de autocompasión.
Calliope se enfadó.
—Sí, se quedará paralítica, pero está viva. Tiene la oportunidad de volver a
empezar; es más de lo que le sucede a muchos. Es más de lo que les sucedió a las
otras mujeres de Miedo.
Dulcie Anwin le clavó una mirada furiosa y Calliope se preparó para escuchar
unas palabras duras, pero la estadounidense no dijo nada. Al cabo de un momento, su
expresión cambió.
—Sí —dijo—, tiene razón, conque piense en lo bueno, ¿eh?
—Le será más fácil dentro de un tiempo —le dijo Calliope—. Mire, que tenga
mucha suerte, se lo digo sinceramente; ahora tengo que irme.
Dulcie asintió y fue a coger un vaso de agua que tenía en la mesilla, pero dudó.
—¿Se ha ido de verdad? —preguntó—. ¿No va a volver? ¿Está segura?
—Tan segura como se puede estar —contestó Calliope procurando mantener un
tono profesional de calma—. No ha dado señales de vida en una semana… ningún
cambio, ningún síntoma de despertar. Y está vigilado día y noche. Aunque salga de
esta, se irá derecho a la cárcel.
Dulcie no dijo nada. Tomó el vaso de agua y se lo acercó a la boca con una mano
temblorosa, pero no bebió.
—Lo siento, pero me tengo que marchar —dijo, preparando las muletas—.
Llámeme si puedo serle de ayuda. Por cierto, le han renovado el visado.
—Gracias. —Dulcie tomó por fin un sorbo y volvió a dejar el vaso en la mesilla
—. Y gracias por… por todo lo demás.
—Solo hago mi trabajo —dijo Calliope, y se dirigió hacia la puerta lentamente.
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El vigilante la reconoció, pero aun así, la obligó a pasar la tarjeta por el lector
antes de franquearle el paso. Calliope lo aprobó en silencio. La pesada puerta se abrió
y ella entró en el pasillo de las grandes ventanas unidireccionales. El vigilante se
inclinó después de que ella pasara y comprobó que la puerta se había cerrado otra
vez.
—¿Alguna novedad? —le preguntó.
—No. Hoy han venido dos médicos más. Nada. Pruebas de reflejos, dilatación de
la pupila, de todo. Lo mantienen con vida artificialmente. No pasaría nada si lo
enterrasen.
La idea le dio un estremecimiento supersticioso de horror. «Tendría que verlo en
la tumba, con unas balas de plata y una estaca afilada».
—Ya murió una vez —le dijo al vigilante—, así que no nos pongamos chulos.
Se acercó a la ventana y miró a través de la sombra de la malla metálica. El
hombre estaba bajo un foco, atado a la maciza estructura de una cama rodeada de
tubos, cables y sensores cutáneos, que le evocaron más pensamientos de película de
terror: el monstruo de Frankenstein levantándose de la camilla, chisporreteando,
cargado de electricidad, rompiendo las ligaduras. Miedo tenía los ojos ligeramente
abiertos y los dedos encogidos. Quiso engañarse a sí misma diciéndose que percibía
un movimiento aquí o allá, pero salvo la lenta expansión y contracción del pecho, los
sistemas de bombeo automático que movían la respiración y la sangre, no había
movimiento que ver.
«No va a volver —se dijo—. No sé lo que le pasaría, una sobrecarga, el datófago
ese o lo que fuera, pero en estos momentos está en otra parte: igual que muerto, como
ha dicho ese hombre. Podrías seguir viniendo aquí lo que te queda de vida y nada
cambiaría, Skouros. No va a volver».
Curiosamente, la idea no la aliviaba mucho ni le hacía sentir la liberación que
tanto necesitaba. «Pero eso significa que se ha librado», pensó, y no se dio cuenta de
que estaba apretando el alféizar con todas sus fuerzas hasta que notó dolor en los
músculos de la espalda, que todavía no estaban curados.
«Se ha ido de la forma más fácil. Después de todo lo que hizo, consiguió largarse
de rositas. Tendría que estar en el infierno, aullando. Sin embargo, se quedará
dormido el resto de su vida y al final morirá en silencio».
Volvió a apoyarse en las muletas nuevamente, miró por última vez aquella cara
casi bonita y volvió lentamente hacia la puerta de seguridad.
«La vida sigue —se dijo—. A veces termina así. El universo no es un cuento de
niños en el que cada cual recibe lo que se merece».
Suspiró y deseó que Stan hubiera encontrado aparcamiento cerca del hospital. Le
dolían las piernas y necesitaba un café con urgencia.
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Quería dormir, se moría por dormir, pero no había forma. Hacía muchos días que
no dormía, semanas quizá, ya no se acordaba. En realidad, ni siquiera había
recuperado el aliento, que todavía le rascaba la garganta, cuando olió el humo.
«Un incendio. Han incendiado el bosque para que salga de aquí». Por un
momento, la rabia y la desesperación se apoderaron de él, quería ponerse de pie y
gritar al cielo. ¿Por qué no lo dejaban en paz? Días, semanas, meses… había perdido
la noción. Ya no tenía fuerza.
Pero no podía darse por vencido… lo que le harían sería terrible. No debía
consentir que el pavor se apoderase de él. No lo había consentido nunca, ni lo
consentiría jamás.
El humo pasaba a su lado en jirones, curvándose como dedos que lo llamaban.
Ahora oía ruido, no solo detrás, sino acercándose, y también por la izquierda, gritos
agudos que murmuraban en el viento ardiente. Se puso de pie como pudo y dio unos
pasos inseguros, tropezando con la maleza. Lo estaban sacando del bosque de árboles
de caucho y lo dirigían otra vez a las tierras baldías. La luz era débil… siempre era
débil. ¿Dónde estaba el sol? ¿Dónde estaba la luz del día que obligara a esas cosas
horribles a ocultarse en la tierra, que le permitiera descansar?
«¡Siempre es de noche —quería gritar—, no es justo!». Pero al mismo tiempo que
rabiaba contra la monstruosa crueldad del universo, oyó una especie de tos de perro
cerca, detrás de sí. Salió trastabillando del refugio de los árboles, inútil ya, a campo
abierto. La extensión de piedra gris amarillenta que se abría ante él prometía cortarle
los pies descalzos sin piedad, pero no tenía alternativa. Sudaba, estaba exhausto, pero
la caza empezaba de nuevo. Bajó enseguida por el charco seco de sal y llegó a la
tierra muerta y polvorienta.
Las voces de quienes lo perseguían se hicieron más fuertes, voces inhumanas que
aullaban jubilosas y graznaban como cornejas carroñeras. Miró atrás, aunque sabía
que no debía, que verlos solo lo debilitaría. Rodeados por las llamas del incendio
forestal, salían corriendo a grandes zancadas del bosque que él acababa de dejar atrás,
parloteando, riéndose de él al verlo, una multitud de formas horrendas procedentes de
los cuentos de su madre, algunas de animales, otras no, pero todas monstruosas por
igual en el tamaño y el aspecto. Todas hembras.
Su madre corría chillando jubilosamente a la cabeza de la manada, el vivo retrato
de la bruja de los sueños, la primera y la más feroz, como siempre, echando chispas
por sus brillantes ojos de dingo, con las peludas fauces de dingo abiertas de par en par
para comérselo y guardárselo en sus horripilantes entrañas rojas. Detrás venía la bruja
Sulaweyo con una lanza afilada, y las putas Martine y Polly, que se habían fundido en
una sola cosa despiadada y ciega, con piedras por ojos.Y detrás de ellas, saliendo del
humo que se extendía, corrían todas las demás: una manada de mopaditi hambrientas,
muertas, que casi no tenían cara. Pero la cara no les hacía falta. Las difuntas tenían
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una garras tremendas, unos dientes como sierras y unas piernas que podían correr
eternamente sin cansarse.
Lo perseguían hora tras hora, días tras día, semana tras semana. Siempre lo
perseguirían.
Llorando como un niño atemorizado por una pesadilla, gimiendo de agotamiento,
dolor y terror, Johnny Wulgaru corría desnudo por las tierras secas de la hora del
sueño, buscando desesperadamente un escondite que no existía.
Lo llevó a un parquecito que había enfrente del hospital, aunque no sabía bien por
qué. La luz de la tarde caía oblicuamente entre los edificios y la idea de volver en taxi
a la pensión con la molesta luz en los ojos la deprimía. Quería dormir, pero también
quería hablar. La verdad era que ya no sabía lo que quería.
Se sentaron en un banco a un lado del camino, cerca de un macizo de flores
pequeño pero sorprendentemente bien cuidado. Un grupo de niños jugaba al otro lado
del parque; subidos en un banco, se reían y se empujaban unos a otros. Una niña se
cayó al sendero de cemento, pero en el momento en que Renie iba a acudir a ayudarla
en un acto reflejo, la pequeña se levantó de un brinco y volvió a subirse al banco
resuelta a recuperar su sitio.
—Parece que hoy está mejor, ¿verdad? —preguntó a !Xabbu—. Quiero decir que
sonreía de una manera… más parecida al auténtico Stephen.
—Sí, parece que está mejor. —!Xabbu se quedó mirando a los niños asintiendo
con la cabeza—. Me gustaría que un día conocieras el sitio donde me crie —dijo—.
No solo el delta, el desierto también. Puede ser muy hermoso.
—Pero… —repuso Renie, aunque tardó un poco en contestar porque todavía
estaba pensando en Stephen— ¡pero si ya he estado allí! Aunque lo habías construido
tú. Era un sitio muy bonito.
—Estás muy preocupada, Renie —le dijo, mirándola atentamente.
—¿Yo? Es que estaba pensando en Stephen, supongo.
Apoyó la espalda en el respaldo del banco. Los niños habían bajado al suelo y
corrían en círculo por el cemento polvoriento y resquebrajado, en el centro del
parque, alrededor de una palmera solitaria.
—¿No te preguntas a veces qué significa todo? —dijo de repente—. Quiero decir,
ahora… ahora que sabemos.
—¿Qué significa todo? —repitió mirándola otra vez, y después, a los niños de
nuevo.
—Me refiero a… bueno, viste aquellas criaturas. Aquellos… seres informáticos.
Si ellos son lo que ha de venir a continuación, ¿qué pasará con nosotros?
—No te entiendo, Renie.
—¿Qué será de nosotros? ¿Cuál es el… propósito de nuestra existencia? De la de
todos nosotros, de todo lo que hay en la Tierra, de todo lo que vive, se multiplica y
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muere. Hacer cosas, discutir asuntos… Pero esas criaturas son lo que ha de venir
después, y han seguido su camino sin nosotros.
—Y —dijo !Xabbu asintiendo lentamente— cuando nacen los hijos, ¿es necesario
que los padres mueran? ¿Su vida termina entonces?
—No, claro… pero es diferente. Los padres cuidan de los hijos, los educan, los
ayudan. —Suspiró—. Perdona, es que estoy… no sé, triste. No sé por qué. —¡!Xabbu
le cogió una mano—. Solo me pregunto qué significa todo eso ahora —dijo, riéndose
un poco—. Supongo que es porque han pasado tantas cosas… El mundo estuvo a
punto de acabarse. Vamos a vivir juntos. ¡Tenemos dinero! Pero todavía no estoy
segura de querer aceptarlo.
—A Stephen le van a hacer falta una silla de ruedas y una cama especial —dijo
!Xabbu con suavidad—, al menos una temporada. Y a ti te gustó la casa de la
montaña.
—Sí, pero no estoy segura de que esa casa sea apropiada para mí. —Volvió a
reírse y sacudió la cabeza—. Lo siento, me estoy poniendo muy pesada.
—Por otra parte —replicó él con una sonrisa pequeña y misteriosa—, hay una
cosa en la que me gustaría gastar parte del dinero. En realidad, ya lo he gastado.
—¿Qué es? ¡Qué misterioso te pones!
—He comprado una parcela de tierra en el delta del Okawango. Uno de los
tratados expiró y la habían puesto en venta.
—Es tu tierra natal. ¿Qué… qué piensas hacer con ella?
—Pasar allí algún tiempo. —Al ver la expresión de Renie, abrió mucho los ojos
—. ¡Solo no! Contigo, espero. Y con Stephen, cuando se recupere lo suficiente, y
quizá algún día, con los hijos que tú y yo podamos tener. El hecho de que vivan en el
mundo de la ciudad no significa que nunca conozcan otra cosa.
—Por un momento creí que habías cambiado de opinión… sobre nosotros —dijo
ella, tranquilizada—. Me lo podías haber dicho, ¿sabes? —añadió, ceñuda—. No
habría intentado impedírtelo.
—Te lo digo ahora. Tuve que tomar la decisión rápidamente, cuando iba de
camino al hospital, a buscarte. —Volvió a sonreír—. ¿Ves el efecto que empieza a
hacerme la vida de la ciudad? Prometo no volver a tener prisa en un año.
—Siento mucho ser tan mala compañía, de verdad —le dijo sonriendo también, y
le apretó la mano—. Tenemos tantas cosas en que pensar, todo es tan grande e
importante, pero… no sé por qué, sigo preguntándome si todo es importante.
—Entonces —dijo, mirándola un momento—, como el nuevo pueblo se llevó mis
leyendas a un viaje muy extraño que ni siquiera nos imaginamos, ¿tengo que pensar
que mi propio pueblo ya no importa?
—¿Que si…? ¡Pues claro que no!
—Y como ya has visto una versión de mi mundo del desierto, que construí tan
solo según mis recuerdos, ¿crees que no ganarías nada viéndolo en su verdadera
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forma y color? ¿Que no ganarías nada llevando a Stephen y a nuestros hijos allí, a
dormir bajo las estrellas vivas, de verdad?
—No.
!Xabbu le soltó la mano y buscó algo debajo del banco. Cuando volvió a
enderezarse, tenía una pequeña flor roja en la mano.
—¿Te acuerdas de la flor que hice para ti?
—Claro que sí. —Se quedó ensimismada mirando los pétalos; uno tenía el borde
un poco tocado, algún ser pequeño había mordisqueado el intenso color
aterciopelado, y el polen manchó la muñeca a !Xabbu—. Era muy bonita.
—Esta no la he hecho yo —dijo—. Es de verdad y morirá. Pero de todos modos,
podemos mirarla juntos, en este momento. Y eso es algo, ¿no?
Se la dio, Renie se la acercó a la nariz y la olió.
—Tienes razón —volvió a cogerle la mano. Una cosa que tenía dentro, apretada y
confinada, desde que habían salido del tanque, empezó a aflojarse por fin: a desplegar
las alas en su corazón—. Sí. Ya lo creo. Sin duda, eso ya es algo.
Empezaron a encenderse las luces de la calle, pero en el otro lado del parque los
niños seguían jugando ajenos a la llegada de la noche.
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EPÍLOGO
Hasta el fragor de la batalla se había extinguido casi por completo. El rugido violento
de los pesados tanques alemanes se había quedado reducido a palpitantes notas de
bajo, pero ya no inspiraba terror. Nadaba hacia arriba, estaba atrapado y era
arrastrado hacia una luz que parecía el cielo al amanecer y, al ponerse en pie, oyó la
voz otra vez, la voz del sueño que le hablaba desde hacía tanto tiempo.
—¡Paul! ¡No nos dejes!
Pero ahora era diferente, todo era diferente. La había oído tantas veces, había
percibido casi como una presencia alada de ojos suplicantes, pero ahora, en medio de
la confusión y de la luz que aumentaba, la vio al completo. Flotaba ante él con los
brazos extendidos. Vio que las alas eran una red de grietas y haces de luz. Su rostro
estaba triste, infinitamente triste, pero no era real del todo, sino como un icono
pintado y vuelto a pintar hasta que el original estaba a punto de desaparecer.
—¡No te vayas, Paul! —le rogaba.
Por primera vez, en su voz había algo más que tristeza: un matiz de exigencia, de
orden áspera y desesperada.
Quiso responder, pero descubrió que no podía hablar. Por fin la reconoció. Todo
volvió como una inundación: la torre, las mentiras, los terribles últimos momentos. Y
el nombre de ella también.
—¡Ava!
Cuando por fin recuperó la voz y pudo pronunciar su nombre, hacía rato que ella
se había ido.
Y entonces se despertó.
En los primeros momentos creyó que estaba atrapado en una pesadilla sin fin, que
solo había saltado a otro sueño horrendo en el que el caos de la batalla y el
surrealismo del castillo del gigante habían sido sustituidos por una visión espantosa
de la muerte: paredes blancas, fantasmas blancos sin rostro. Entonces, uno de los
médicos se quitó la mascarilla quirúrgica y se irguió. Tenía una cara normal, aunque
desconocida.
—Ha vuelto en sí.
Los demás se irguieron, se retiraron y apareció un nuevo rostro enmascarado en la
escena, que se inclinó a mirarlo, un hombre sonriente de facciones asiáticas.
—Bienvenido, señor Jonas —le dijo—. Soy Owen Tanabe.
Paul solo podía mirarlo fijamente, sobrecogido. Paseó la mirada por la espaciosa
habitación blanca y las filas de máquinas. No tenía la menor idea de dónde estaba.
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—Sin duda estará usted un poco desorientado —dijo Tanabe—. Es normal…
puede descansar tanto como guste. Lo hemos alojado en una habitación de primera
clase, la única que se reserva en este hospital para altos dignatarios. —Se rio
discretamente. Paul comprendió que el hombre estaba nervioso—. Pero usted no está
de paso, señor Jonas. ¡Usted ha regresado!
—¿Dónde… dónde estoy?
—En Portland, Oregón, señor Jonas. En el Hospital Gateway, donde es usted
invitado de la compañía Telemorphix.
—¿Telemorphix…? —Empezaban a filtrarse cosas, fragmentos de recuerdos,
pero solo lo confundían más—. ¿Oregón? ¿No estamos en Luisiana… en la
corporación M?
—¡Ah! —Tanabe asintió solemnemente—. Veo que empieza a recordar. Es
terrible, señor Jonas, terrible. Una equivocación muy grave… un error cometido no
por nosotros, sino por la corporación M, debo apresurarme a puntualizar. Pero lo
hemos rectificado. Esperamos que… esperamos que no lo olvide.
—No entiendo —dijo Paul, que solo podía mover la cabeza de un lado a otro.
—Tiempo y reposo, señor Jonas, eso es lo único que necesita. Pero por favor…
no vamos a entretenerlo más. Algunos colegas míos desean hablar con usted, pero les
dije: «primero tenemos que demostrar al señor Jonas la envergadura de nuestro
compromiso, demostrarle lo mucho que lamentamos lo que le han hecho y la
indignación que nos causa». Ha sufrido usted por un error lamentable, señor Jonas,
pero nosotros estamos de su parte. La corporación Telemorphix es su amiga. Nos
ocuparemos de que todo sea enmendado.
Paul seguía moviendo la cabeza de un lado a otro y tocándose el implante
neurocanular de la nuca —un dispositivo muy caro que no recordaba haber comprado
— mientras lo trasladaban en silla de ruedas a una habitación privada que,
ciertamente, se parecía más a una suite de hotel que a una habitación de hospital. El
único detalle que revelaba el auténtico fin de ese lugar era la discreta maquinaria
situada a los pies de la cama. Un par de silenciosos celadores lo ayudó a meterse en la
cama. Le asombró que las piernas le respondiesen casi perfectamente, a pesar de lo
débil que se encontraba; después, solo quedó Tanabe despidiéndose desde la puerta
sin dejar de sonreír.
—¡Ah! Y otra cosa. Supongo que estará muy cansado para recibir visitas, ¿no?
—¿Visitas? —Estaba desfallecido, pero le asustaba cerrar los ojos… le
aterrorizaba la posibilidad de volver a despertarse en una situación más extraña aún
—. No. No estoy tan cansado.
—¡Ah! —dijo Tanabe con el buen humor un poco empañado—. Muy bien.
Aunque su médico… y el abogado de la persona que ha venido a visitarlo… están de
acuerdo en que sea una visita breve, de quince minutos nada más. No queremos poner
su salud en peligro. —Recobró la expresión de optimismo inquebrantable—. Al fin y
al cabo, es usted muy importante para todos nosotros.
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Paul, atónito, se limitó a quedarse mirando la puerta, que se cerró al salir Tanabe.
Oyó hablar en el pasillo, pero aunque hablaran alto, las paredes eran gruesas y se
sentía amodorrado. Entonces la puerta se abrió otra vez y entró una mujer a la que no
había visto nunca. Era más o menos de su edad, delgada y bien vestida, pero parecía
sentirse incómoda. Lo único que no entendió es por qué llevaba gafas de sol en una
habitación tan poco iluminada.
—¿Le importa que me siente?
Hablaba con un leve acento extranjero, italiano, o quizá francés.
—No.
Sacudió la cabeza deseando que sucediera lo que tuviera que suceder.
«Déjate llevar —se dijo—, hasta que las cosas cobren sentido». Pero de pronto
pensó que dejarse llevar no había sido una buena estrategia, hasta el momento. Sintió
una punzada de remordimiento por la pobre Ava, que había muerto a causa de su
necedad y su negligencia.
—¿Quién es usted?
La mujer se quedó mirando el suelo un momento y después lo miró a él sin
quitarse las gafas oscuras.
—Pensaba que no sería doloroso, pero lo ha sido. No nos conocemos, Paul. Sin
embargo, somos amigos. Me llamo Martine Desroubins.
—Es la primera vez que la veo —dijo mirándola, mientras ella se sentaba en una
silla junto a la cama—, o al menos eso creo. —Frunció el ceño, lento todavía, con la
cabeza sumida en confusión—. ¿Es usted ciega?
—Lo era. —Se puso las manos en el regazo—, y todavía lo soy…, no estoy
acostumbrada a ver. La luz me hace daño en los ojos, a veces. —Ladeó un poco la
cabeza—. Pero veo suficiente, y me alegro mucho de volver a verlo, Paul.
—Sigo sin entender una palabra de todo esto. Yo estaba trabajando con… Félix
Malabar, en Luisiana. Entonces sucedió algo terrible. Murió una niña, y creo que
estoy inconsciente desde entonces.
—Ha estado inconsciente… y no lo ha estado, ambas cosas a la vez. Creo que lo
confundo más. Disculpe, pero es una historia larga… muy larga. Sin embargo, antes
de empezar a contársela, tengo que decirle algo muy importante, porque querrán
obligarme a cumplir esa tontería de los quince minutos. No firme nada. Le pidan lo
que le pidan y le prometan lo que le prometan, no firme nada con la corporación M.
¡Nada!
Paul asintió lentamente.
—Ese tipo… Tanabe, estaba nervioso.
—Como tiene que estar, puesto que todos ellos han participado en robarle dos
años de vida. ¿Le ha dicho que es la corporación quien corre con los gastos de esta
habitación? Pues es mentira… la pagan sus amigos. No, eso es injusto. Usted se la ha
ganado con creces.
—¿Dos años? Sigo sin entender nada.
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—Ya, me lo imagino —dijo ella, y sonrió por primera vez. La cara le cambió
completamente, pasó de ser agradable pero corriente a ser radiante—. ¿Cree que en
este hospital se podrá conseguir una taza de café aceptable? Tengo mucho que
contarle.
—¿No tendría que descansar? —preguntó él, pero con suavidad, sin querer
ofender.
—Esta versión de usted lleva demasiado tiempo descansando. Escuche lo que
tengo que contarle, y luego decida. ¡Ah, Paul! ¡Cuánto me alegro de haber venido!
Los demás también quieren verte, pero tienen mucho trabajo… todavía queda mucho
por hacer. Pero cuando te repongas, iremos a verlos a todos.
—No creo que esté en condiciones de viajar enseguida, al menos viajes largos.
—Tus amigos están mucho más cerca de lo que crees —dijo ella, y volvió a
sonreír.
—¿Qué amigos? No deja de hablar de ellos. —Rebuscó en su enredada memoria
—. ¿Se refiere a Niles?
—Seguro que ese tal Niles es una buena persona —dijo la mujer, riéndose
abiertamente—, pero no, no es él. Tienes los amigos más maravillosos que te puedas
imaginar, amigos que han sufrido a tu lado y que han vencido contra todo pronóstico,
gracias en gran parte a tu heroísmo.
—Entonces, ¿por qué no me acuerdo de ellos?
—Porque, Paul, querido y valiente Paul… todavía no los conoces. Pero los
conocerás.
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TAD WILLIAMS. Nacido en 1957 en San José, California, Tad Williams cursó
estudios superiores en la Universidad de Berkeley. En 1985 irrumpió en el género de
la literatura fantástica con La canción de Cazarrabo, una sorprendente historia sobre
felinos con la que consiguió un nutrido grupo de seguidores incondicionales. Es autor
de la que ha sido considerada la Guerra y Paz de la narrativa fantástica: la serie de
«Añoranzas y Pesares», una maravillosa narración épica compuesta por El trono de
huesos de dragón (1988), La Roca del Adiós (1990), A través del nido de ghants
(1993) y La Torre del Ángel Verde (1993). En la misma línea de las grandes sagas de
ficción, en 1996 inició la publicación de la tetralogía «Otherland», compuesta por La
ciudad de la sombra dorada, Río de fuego azul (1998), La montaña de cristal negro
(1999) y Mar de luz plateada (2001).
Hombre inquieto y de múltiples intereses, Tad Williams colabora asiduamente en la
radio y la televisión, y ha sido cantante de rock, diseñador de moda, empleado de
banca y artista publicitario.
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