Skliar, Carlos. Juzgar La Normalidad, No La Anormalidad

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Juzgar la normalidad, no la anormalidad

Juzgar
Juzgar la normalidad, no la anormalidad.
Políticas y falta de políticas en relación a las
diferencias en educación1

Carlos Skliar

Resumen
El artículo introduce al lector en la problemática filosófica, epistemológica,
cultural y pedagógica, generada a raíz de las nuevas propuestas educativas orien­
tadas a reformular la llamada Educación Diferencial. Los conceptos diferentes,
diferencias, inclusión, diversidad, integración, etc., entre otros, son analizados
de una manera crítica y “deconstructiva”. Se levantan preguntas fundacionales
que apelan no sólo a los actores del mundo educativo, sino que, además y, prin­
cipalmente, a la sociedad en su conjunto. Concluye el artículo con un diálogo
desafiante con los docentes que integran alumnos que vienen de la educación
especial.

Palabras claves: Educación Diferencial — Normalidad - Diversidad - Inclu­


sión.

Ponencia presentada en el IV Congreso Internacional de Educación Especial. Universidad Nacional de


San Luis, San Luis, Argentina. 7-9 de octubre de 2004.

Paulo Freire. Revista de Pedagogía Crítica, Año 4, N- 3, Diciembre de 2005 21


Carlos Skliar

Summary
This article introduces the reader to the philosophical, epistemological,
cultural and pedagogical problematics generated by new educational propositions
oriented towards a reformulation of so-called differential education. The
concepts of different, differences, inclusion, diversity, integration, etc. are
analysed from a critical and ‘deconstructive’ standpoint. Foundational questions
are raised which appeal not only to the actors of the educational world, but
rather, furthermore and primarily to society as a whole. The article concludes
with a challenging dialogue among educators who integrate students who come
from special education.
Key words: Differential education - Normality - Diversity - Inclusion

1. Acerca de la Educación Especial y la crisis de la


“normalidad”
Parece haber un cierto consenso alrededor de la idea de que ya no hay un
único modo de entender qué es la educación especial y, entonces, de definir
cuáles son sus paradigmas. Más aún: no hay tal cosa como la “educación espe­
cial” sino una invención disciplinar creada por la idea de “normalidad” para
ordenar el desorden originado por la perturbación de esa otra invención que
llamamos “anormalidad”. Supongo que los especialistas estábamos demasiado
acostumbrados a simplificar el problema e identificar la educación especial con
las instituciones especiales y referimos a una oposición estricta entre paradigmas
terapéuticos y antropológicos. Sin embaigo, a poco que entramos en sus prácti­
cas y en sus discursos se nos hace más evidente que se trata más bien de fluctua­
ciones, de una suerte de vaivén permanente entre aquellos “modelos”, pero no
su separación textual, su distinción conceptual.
De todos modos creo que hoy en día más que de una cuestión de
paradigmas se trata de una verdadera disputa, consciente o no, que creo intenta
resolver la siguiente paradoja: la perpetuación o la implosión de aquello que
llamamos educación especial “tradicional”. Más específicamente, me parece
que habría que considerar la existencia de una frontera que separa de modo muy
nítido aquellas miradas que continúan pensando que el problema está en la “anor­
malidad” de aquellas que hacen lo contrario, es decir, que consideran la “nor­
malidad” el problema. Las primeras -sólo en apariencia más científicas, más
académicas- siguen obsesivas por aquello que es pensado y producido como
“anormal”, vigilando cada uno de los desvíos, describiendo cada detalle de lo
patológico, cada vestigio de anormalidad y sospechando de toda deficiencia.
Este tipo de miradas no es útil para la educación especial ni para la educación
en general: lo “anormalizan” todo y a todos. Las otras miradas -tal vez menos
vigilantes pero también menos pretenciosas- tratan de invertir la lógica y el
poder de la normalidad, haciendo de esto último, de lo normal, el problema en
cuestión.

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Juzgarla normalidad, no la anormalidad

Esas miradas tienen mucho que ofrecer a la educación: por ejemplo la


desmitificación de lo normal, la pérdida de cada uno y de todos los parámetros
instalados en la pedagogía acerca de lo “correcto”, un entendimiento más cui­
dadoso sobre esa invención maléfica del otro “anormal”, además de posibilitar
el enjuiciamiento permanente a lo “normal”, a la “justa medida”, etc. Estas mi­
radas, entonces, podrían socavar esa pretensión altiva de la normalización que
no es más que la imposición de una supuesta identidad única, ficticia y sin fisuras
de aquello que es pensado como lo “normal”.
Por eso creo que la educación especial podría ser pensada como un dis­
curso y una práctica que toma problemática e incluso insostenible -y más bien
imposible- la idea de lo “normal” corporal, lo “normal” de la lengua, lo “nor­
mal” del aprendizaje, lo “normal” de la sexualidad, lo “normal” del comporta­
miento, etc., acercándose de ese modo a otras líneas de estudio en educación,
como lo son los Estudios de Género, los Estudios Culturales, el Post-
estructuralismo, la Filosofía de la Diferencia. Si aquello que llamamos educa­
ción especial no sirve para poner en tela de juicio “la norma”, “lo normal”, “la
normalidad”, pues, entonces, no tiene razón de ser ni mayor sentido su
sobrevivencia.

2. El “malentendido ’’ de las diferencias en


Educación
No temo en afirmar que la educación especial, así como la educación en
general, no se preocupan con las diferencias sino con aquello que podríamos
denominar como una cierta obsesión por los “diferentes”, por los “extraños”, o
tal vez, en otro sentido, por “los anormales”. Me parece crucial trazar aquí un
rápido semblante sobre esta cuestión, pues, se viene confundiendo digamos trá­
gicamente la/s “diferencia/s” con los “diferentes”. Los “diferentes” obedecen a
una construcción, una invención, son un reflejo de un largo proceso que podría­
mos llamar de “diferencialismo”, esto es, una actitud -sin dudas racista- de
separación y de disminución de algunos trazos, de algunas marcas, de algunas
identidades en relación a la vasta generalidad de diferencias.
Las diferencias no pueden ser presentadas ni descritas en términos de
mejor o peor, bien o mal, superior o inferior, positivas o negativas, etc. Son,
simplemente, diferencias. Pero el hecho de traducir algunas de ellas como “di­
ferentes” y ya no como diferencias vuelve a posicionar estas marcas como con­
trarias, como opuestas y negativas a la idea de “norma”, de lo “normal” y, en­
tonces, de lo “correcto”, lo “positivo”, de lo “mejor”, etc. Lo mismo sucede con
otras diferencias, sean éstas raciales, sexuales, de edad, de género, de lengua,
de generación, de clase social, etc.
Se establece un proceso de “diferencialismo” que consiste en separar, en
distinguir de la diferencia algunas marcas “diferentes” y de hacerlo siempre a
partir de una connotación peyorativa. Y es ese diferencialismo el que hace que,
por ejemplo, la mujer sea considerada el problema en la diferencia de género,
que el negro sea considerado el problema en la diferencia racial, que el niño o el

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anciano sean considerados el problema de la diferencia de edad, que el joven


sea el problema en la diferencia de generación, que el sordo sea el problema en
la diferencia de lengua, etc. La preocupación por las diferencias se ha transfor­
mado, así, en una obsesión por los diferentes. Y cabe sospechar de esta modalidad
de traducción pedagógica que se obstina desde siempre en señalar quiénes son los
“diferentes”, banalizando al mismo tiempo las diferencias.
De hecho, el problema no está en qué son las diferencias sino en cómo
inventamos y reinventamos, cotidianamente, a los “diferentes”. Por ello hay
que separar rigurosamente la “cuestión del otro” -que es un problema filosófico
desde siempre, relativo a la ética y a la responsabilidad por toda figura de
alteridad- de la “obsesión por el otro”. Y me parece que la escuela no se preocu­
pa con la “cuestión del otro” sino que se ha vuelto obsesiva frente a todo resqui­
cio de alteridad, ante cada fragmento de diferencia en relación a la mismidad.

3. Sobre los eufemismos y los diferencialismos en


la pedagogía: discapacidad, deficiencia, necesida­
des educativas especiales y otros nombres impues­
tos a los otros
Es justamente en ese recambio de eufemismos donde más se advierten
los reflejos del diferencialismo. Parece que hay una necesidad constante de
inventar alteridad y de hacerlo para exorcizar el supuesto maleficio que los
“diferentes” nos crean en tanto son vistos, como señala Nuria Pérez de Lara
(2001), como una perturbación hacia nuestras propias identidades. El lenguaje
de la designación no es más ni menos que una de las típicas estrategias colonia­
les para mantener intactos los modos de ver y de representar a los otros y así
seguir siendo, nosotros, impunes en esa designación e inmunes a la relación con
la alteridad. La cuestión de los cambios de nombre no produce necesariamente
ningún embate, ningún conflicto, ni inaugura nuevas miradas en nuestras pro­
pias ideas acerca de quién es el otro, de cuál es su experiencia, de qué tipo de
relaciones construimos en tomo de la alteridad y cómo la alteridad se relaciona
consigo misma. Por el contrario: perpetúa hasta el hartazgo el poder de nom­
brar, el poder de designar y la distancia con el otro. Digamos, por un lado, que
es un esfuerzo para matar la ambigüedad y la ambivalencia que la alteridad
suele provocamos. Y por otro lado, que asume esa función ilusoria de que algo
está cambiando.
Creo que a pesar de disponer de todos los términos mencionados, muy
poco ha cambiado en tomo de nuestra relación pedagógica con lo otro y con los
otros. De hecho, no ha habido cambios radicales en los dispositivos técnicos y
en los programas de formación que construyen discursos acerca de la alteridad,
sea ésta denominada como “deficiente”, “con necesidades educativas especia­
les”, “discapacitadas”, “diversidad”, etc. Hay en todas ellas la presencia de una
reinvención de un otro que es siempre señalado como la fuente del mal, como el
origen del problema. Y, también, permanece incólume nuestra producción del
otro para así sentimos más confiantes y más seguros en el lado de lo normal.

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Y creo necesario recordar aquí, además, que la expresión “políticamente


correcto” fue pronunciada por primera vez por Stalin, para justificar sus purgas
-y sus masacres- de todo aquello que no convergiera hacia aquello que podía
considerarse como “normal político”. En educación, lo “políticamente correc­
to” ha servido para cuidamos de las palabras, para resguardamos de sus efectos.
Pero no para preguntamos sobre aquello que dicen las palabras, Y mucho me­
nos para comprender desde qué altura y cuál boca pronuncia esas palabras.
Nietzsche tenía razón al decir que “no todas las palabras convienen a todas las
bocas”.

4. Reformas, leyes, textos y mercados en la educa­


ción actual
Las reformas deben ser vistas como textos, sólo eso, y no como un punto
de partida inevitable e inexcusable para repensar los cambios educativos. He vis­
to una sobre-valoración de las reformas al mismo tiempo que un cierto menospre­
cio por los movimientos sociales que deben estar en la base de los cambios educa­
tivos. Ingresamos en la era de la “mercadologia” del cambio educativo. En todo
caso, esos textos pueden ser mejor comprendidos, si acaso fuera ello necesario,
como un punto de llegada, es decir, como la materialización de un largo proceso
que se refiere a otro tipo de cambios, especialmente aquellos que se refieren a la
metamorfosis de nuestras identidades y de nuestras miradas -en este caso, nues­
tras identidades y miradas en relación a lo normal y lo anormal y a la mismidad y
la alteridad-.
Cuando de lo que se trata es de cambiar porque el texto, la ley, así lo
dicen, estamos partiendo de una perspectiva equivocada, esto es, estamos en­
trando en la lógica de la ficción textualista y/o legalista. Esto, para mí, constitu­
ye una metástasis y no una metamorfosis educativa. Además: ¿son las reformas
reflejos de movimientos sociales, culturales, comunitarios? ¿Son parte de aque­
llo que llamamos políticas del corazón? Por ello creo que existe, en la idea de
integración, un punto de partida por demás paradógico.
Por una parte, parece que la escuela, toda escuela, debería abrir sus puertas
de un modo incondicional, sin administrar la entrada de aquellos que aún no
están en ella; y debe hacerlo sin que una ley o un texto lo indique. Pero cuando
el cambio ocurre en virtud de una obediencia debida al texto, ingresamos en
aquello que puede ser llamado como la “burocratización” del otro y de lo otro.
Por lo tanto, hay aquí una primera discusión que no se refiere al futuro (¿qué
haremos con los “diferentes”?) sino mucho más al pasado (¿qué hemos hecho
con las diferencias hasta aquí?). Ahora bien: ¿qué significa abrir las puertas
para los alumnos llamados como “especiales”? Esta pregunta puede responder­
se en dos planos sólo en apariencia diferentes: por un lado, significa que las
escuelas no pueden volver a inventar un proceso de diferencialismo a su alrede­
dor. Desde el mismo momento en que algunos alumnos, y no otros, son conside­
rados y apuntados como “los diferentes” ya inscribimos ese proceso como sepa­
ración y disminución del otro, contradictorio con aquello que los textos de la

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reforma anuncian y enuncian. He visto con demasiada frecuencia cómo la idea


de integración/inclusión acaba por traducirse en una imagen más o menos defi­
nida: se trataría de dejar la escuela tal como era y como está, y de agregarle
algunas pinceladas de deficiencia, algunos condimentos de alteridad “anormal”.
Sólo eso, nada más que eso.
Por otro lado, cabe aquí la pregunta acerca de quién es el problema pe­
dagógico en relación a las diferencias, a todas las diferencias. La respuesta es
muy simple: el problema es de todos, a cada instante. No es del “diferente”, no
es del maestro, no es de las familias, no es de los otros alumnos. Por lo tanto,
estas propuestas deben suponer el hecho de repensar todo el trabajo -o la au­
sencia de trabajo- en tomo de las diferencias, de las diferencias conocidas y de
las desconocidas. Lo que ocurre es que tal vez haya matices de diferencias hasta
aquí ignoradas o bien que han estado siempre ocultas. Esas formas “novedosas”
de diferencia —de cuerpo, de aprendizaje, de lengua, de sexualidad, de movi­
miento, etc.- deben ser vistas no como un atributo o posesión de “los diferen­
tes”, sino como la posibilidad de extender nuestra comprensión acerca de la
intensidad y la extensión de las diferencias en sí mismas.

5. Exclusión social versus integración escolar: ¿Es


ésta, por acaso, una fórmula válida?
Soy de la idea que la cuestión de la integración debería plantearse en
otros términos y no, simplemente, como respuesta única a la exclusión más
obvia, más directa. Está claro que el mismo sistema político, cultural, educati­
vo, etc., que produce la exclusión no puede tener la pretensión de instalar impu­
nemente el argumento de un sistema radicalmente diferente (llámese integra­
ción, inclusión, o como bien se llame). A no ser que aquí la inclusión sea, como
decía Foucault (2000), un mecanismo de control poblacional y/o individual: el
sistema que ejercía su poder excluyendo, que se ha vuelto ahora miope a lo que
ocurre allí afuera -y que ya no puede controlar con tanta eficacia- se propone
hacerlo por medio de la inclusión o, para mejor decirlo, mediante la ficción y la
promesa integradora. Al tratarse de un mismo sistema—reitero: político, cultu­
ral, jurídico, pedagógico- los procesos de exclusión e inclusión acaban por ser
muy parecidos entre sí, siendo entonces la inclusión un mecanismo de control
que no es la contra-cara de la exclusión sino que la substituye. La inclusión
puede pensarse, entonces, como un primer paso necesario para la regulación y
el control de la alteridad.
Por ello es que notamos, sobre todo, la presencia reiterada de una inclu­
sión excluyente: se crea la ilusión de un territorio inclusivo y es en esa espacia-
lidad donde vuelve a ejercerse la expulsión de todo lo otro, de todo otro pensa­
do y producido como ambiguo y anormal. La inclusión, así, no es más que una
forma solapada, a veces sutil, aunque siempre trágica, de una relación de
colonialidad con la alteridad. Y es relación de colonialidad, pues, se continúa
ejerciendo el poder de una lógica bipolar dentro de la cual todo lo otro es forza­
do a existir y subsistir. Al tratarse de dos únicas posibilidades de localización

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del otro -que en verdad, como mencioné, acaba por ser sólo un lugar- no hay
sino la perversión del orden y el ejercicio de una ley estéril que persigue única­
mente la congruencia.
Llamo perversión a la delimitación, sujeción y fijación espacial y tem­
poral del otro en esa lógica. La consecuencia de esta lógica perversa es que
parece que sólo podemos entrar en relación con el otro de una forma fetichista,
objetualizando al otro o bien en términos de racismo -que es una de las moda­
lidades más conocidas del diferencialismo- o bien en términos de tolerancia, de
respeto, etc. Y acabamos reduciendo toda alteridad a una alteridad próxima, a
algo que tiene que ser obligatoriamente parecido a nosotros, o al menos previsi­
ble, pensable, asimilable. Así es que hacemos del otro un simulacro, un espec­
tro, una cruel imitación de una no menos cruel identidad “normal”.
Por ello creo que el binomio exclusión/inclusión no nos deja respirar, no
nos permite vivir la experiencia de intentar ser diferentes de aquello que ya
somos, de vivir la diferencia como destino y no como tragedia, ya no como
aquello que nos lleva a la desaparición de todo otro que puede ser, como decían
Baudrillard y Guillaume (2000), radicalmente diferente de nosotros. De algún
modo en lo que estoy pensando es que el problema de la diferencia y la alteridad
es un problema que no se somete al arbitrio de la división entre escuela común
y escuela especial: es una cuestión de la educación en su conjunto; esto es: o se
entiende la educación como una experiencia de conversación con los otros y de
los otros entre sí, o bien se acaba por normalizar y hacer rehén todo lo otro en
términos de un “nosotros” y de un “yo” educativo tan improbable cuanto ficti­
cio. Y no estoy sugiriendo algo así como una pedagogía del diálogo, de la armo­
nía, de la empatia, del idilio con el otro. Más bien pienso en una conversación
que, como dice Jorge Larrosa (2002), sirva para mantener las diferencias, no
para asimilarlas.

6. Diversidad y diferencias en la educación


Sospecho del término “diversidad”. Sobre todo por su aroma a reforma
y por su rápida y poco debatida absorción en algunos discursos educativos igual­
mente reformistas. “Diversidad” siempre me ha parecido “bio-diversidad”, esto
es, una forma liviana, ligera, descomprometida, de describir las culturas, las
comunidades, las lenguas, los cuerpos, las sexualidades, las experiencias de ser
otro, etc. Y me parece, otra vez, una forma de designación de lo otro, de los
otros, sin que se curve en nada la omnipotencia de la mismidad “normal”.
Homii Bhabha (1994) decía que la expresión diversidad implica una
forma de remanso, de calma, que enmascara las diferencias. Hablar de “diversi­
dad” parece ser una forma de pensar los torbellinos y los huracanes culturales y
educativos desde un cómodo escritorio y, sobre todo, de mantener intacta aque­
lla distancia, aquella frontera -inventada históricamente- que separa aquello que
es diversidad de aquello que no lo es. Así “diversidad” se parece mucho más a
la palabra “diferentes” antes mencionada que a una idea más o menos modesta
de la “diferencia”.

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Además recordemos que la “diversidad” en educación nace junto con la


idea de (nuestro) respeto, aceptación, reconocimiento y tolerancia hacia el otro.
Y esto es particularmente problemático: la diversidad, lo otro, los otros así pen­
sados, parecen requerir y depender de nuestra aceptación, de nuestro respeto,
para ser aquello que ya son, aquello que ya están siendo. Escribí acerca de ello,
sobre todo en el libro “¿ Y si el otro no estuviera ahí? Notas para una pedago­
gía (improbable) de la diferencia” (2002), refiriéndome en particular a la cues­
tión de la tolerancia hacia la diversidad: tolerar al otro supone mucho más poner
en evidencia “nuestras” virtudes y vanidades, que un cambio en la ética de la
relación con la alteridad; tolerar al otro, lo otro, es dejar claro que ese otro, eso
otro, es moralmente censurable, detestable, y que nosotros somos generosos al
permitirles seguir viviendo en esa “condición” de diversidad.
En cambio, al hablar de las diferencias en educación, no estamos haciendo
ninguna referencia a la distinción entre “nosotros” y “ellos”, ni estamos infiriendo
ninguna relación o condición de aceptabilidad acerca de lo otro y de los otros. La
diferencia, sexual, de generación, de cuerpo, de raza, de género, de edad, de len­
gua, de clase social, de cuerpo, de etnia, de religiosidad, de comunidad, etc., todo
lo envuelve, a todos nos implica y determina: todo es diferencia, todas son dife­
rencias.
Y no hay, de este modo, algo que no sea diferencias, algo que pueda
suponerse como lo contrario de diferencias. Sería apropiado decir aquí que las
diferencias pueden ser mejor entendidas como experiencias de alteridad, de un
estar siendo múltiple, intraducibie e imprevisible en el mundo. Por eso creo que
en educación no se trata de mejor caracterizar qué es la diversidad y quién la
compone, sino en mejor comprender cómo las diferencias nos constituyen como
humanos, cómo estamos hechos de diferencias. Y no para acabar con ellas, no
para domesticarlas, sino para mantenerlas y sostenerlas en su más inquietante y
perturbador misterio.

7. La formación, la “preparación” y la hospitali­


dad de la escuela
No es que la escuela o los maestros no están preparados. Me parece que
todavía no hay un consenso sobre lo que signifique “estar preparados” y, mucho
menos, acerca de cómo debería pensarse la formación en términos de integración.
Por una parte, cabe la pregunta de si es necesario o no crear o reinventar y repro­
ducir un discurso racional, técnico, especializado sobre ese otro “específico” que
está siendo llamado a la integración. Mi respuesta es, con todo el énfasis que
pueda darle, que no, que de ninguna manera: no hace falta un discurso racional
sobre la sordera para relacionarse con los sordos, no hace falta un dispositivo
técnico acerca de la deficiencia mental para relacionarse con los así llamados
“deficientes mentales”, etc.
Por otro lado, tal vez haya una necesidad que es aquella de una
reformulación sobre las relaciones con los otros en la pedagogía. No estoy de
acuerdo con las ideas actuales de formación que conservan intactas las mismas

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estrategias y los mismos textos que criticamos desde siempre, acusándolas de


ser invenciones, estereotipos, traducciones y fijaciones de la alteridad. Esos son
modos coloniales que se refieren al otro, sea quien fuera ese otro, impunemente,
como un otro incompleto, insuficiente, que debe ser corregido —a la vez que se
afirma que es incorregible- pues “está mal, está equivocado en ser aquello que
es”. Me imagino una formación orientada a hacer que los maestros puedan
conversar-conversar, en el sentido que expliqué anteriormente- con la alteridad
y que posibiliten la conversación de los otros entre sí.
Es por eso que entiendo que habría algunas dimensiones inéditas en el
proceso de formación, más allá de conocer “textualmente” al otro, independien­
temente del saber “científico” acerca del otro: son aquellas que se vinculan con
las experiencias que son del otro, de los otros, con la vibración en relación al
otro, con la ética previa a todo otro específico, con la responsabilidad hacia el
otro, con la idea que toda relación con la alteridad es, como decía Lévinas (2000),
una relación con el misterio. Si continuamos a formar maestros que posean sólo
un discurso racional acerca del otro pero sin la experiencia que es del otro, el
panorama seguirá obscuro y esos otros seguirán siendo pensados como “anor­
males” que deben ser controlados por aquello que “parecen ser” y, así, corregi­
dos eternamente. Por eso me distancio un poco de esa discusión hábilmente
puesta en juego por las reformas acerca de la formación especializada o
generalista para los educadores. Me da la sensación que se trata de un debate
que, frente a las nuevas dimensiones que apenas acabo de esbozar, acaba por ser
superfluo, casi irrelevante.

8. Algunas preguntas para una nuevo pensamiento


político en torno de las diferencias
Quisiera dejar apenas para un análisis posterior algunas preguntas acerca
de los cambios educativos, de cuyas respuestas posibles, podrá ser pensada o tal
vez reinventada una política y una pedagogía para las diferencias. Esas preguntas
serían:

¿Se trata de una preocupación, una responsabilidad, una ética o de una


descarnada e descarada obsesión por el otro?
¿Es una respuesta a una pregunta que es nuestra acerca del otro, o una
pregunta que es del otro?
¿La formación consiste en hablar del otro o hablar de la perturbación
que el otro crea en mí?
¿Es una pregunta acerca del futuro (qué haremos con ellos) o tres pre­
guntas acerca del pasado (qué hemos hecho con las diferencias, qué
han hecho las diferencias en mí, qué han hecho las diferencias por ellas
mismas)?
¿Se trata de una pedagogía para explicar al otro o para conversar con
el otro?

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¿La entrada del otro es diferencia, diferenciación, diferencialismo, en­


trada de los diferentes?
¿La reforma como experiencia del especialista o deconstrucción a par­
tir de la experiencia de ser otro?

9. Algunas palabras para un docente que va a inte­


grar a un alumno que viene de la educación especial
(si el docente estuviera, por acaso, interesado en mis
palabras)
No hay cambio educativo en un sentido amplio sin un movimiento de la
comunidad educativa que le otorgue sentidos y sensibilidades.
Que pensar que los cambios se resuelven fuera de ese contexto es una
falacia, una impostura.
Que no se trata de esfuerzos personales, de actitudes filantrópicas, bené­
ficas o de boy-scout. Que, en su afán e interés por integrar al otro, no se pierda
en los laberintos de los nombres y los saberes inventados. Que se aproxime a las
experiencias que son de los otros, pero que no reduzca al otro en la mismidad
egocéntrica y hegemónica de la educación.
Que no se trata sólo de una preocupación por “hospedar” al otro y de
imponerle, como bien nos dice Jacques Derrida (2001), las leyes de la hospita­
lidad que la toman hostilidad: la imposición de la lengua “única”, el comporta­
miento considerado como “normal”, el aprendizaje “eficiente”, la sexualidad
“correcta”, etc. Le diría, si aún sigue interesado en mis palabras, que no se
transforme en un típico funcionario de aduana, que apenas vigila -y entonces
forma parte y, así, construye él mismo- aquella perversa frontera de exclusión e
inclusión.
Que cambie su propio cuerpo, su propio aprendizaje, su propia conversa­
ción, sus propias experiencias. Que no haga metástasis, que haga metamorfosis.
En fin, a ese docente le recordaría aquello que Nietzsche entendía por
educación, es decir: el arte de re-bautizamos y/o de enseñamos a sentir de
otro modo.

Referencias
Baudrillard, J. & Guillaume, M. (2000). Figuras de la alteridad. México: Taurus.

Bhabha, H. (1994). The location of Culture. London: Routledge.

Derrida, J. (2001). Anne Duforurmantelle invite Jacques Derrida a repondré


De l’hospitalité. Paris: Calmann-Lévy.

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Juzgarla normalidad, no la anormalidad

Foucault, M. (2000). Los Anormales. México: Fondo de Cultura Económica.

Larrosa, J. (2002). “El arte de la conversación”. Epílogo al libro de Carlos Skliar


(2002): ¿ Y si el otro no estuviera ahí? Notas para una pedagogía (improbable)
de la diferencia. Buenos Aires: Miño y Dávila.

Levinas, E. (2000). Etica e infinito. Madrid: La balsa de la Medusa.

Nietzsche, F. (2001). Todos los aforismos. Buenos Aires: Leviatán.

Pérez de Lara, N. (2001). “Identidad, diferencia y diversidad: mantener viva la


pregunta”. En: Jorge Larrosa & Carlos Skliar (Compiladores). Habitantes de
Babel. Política y poética de la diferencia. Barcelona: Editorial Laertes.

Skliar, C. (2002). ¿ Y si el otro no estuviera ahí? Notas para una pedagogía


(improbable) de la diferencia. Buenos Aires: Miño y Dávila.

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